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La foca blanca Rudyard Kipling Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La foca blanca

Rudyard Kipling

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¡Duérmete, mi niño! La noche ha llegado,y negra es el agua que verde brillaba:la luna, al alzarse por entre las olas,nos mira en su seno dormir recostadas.

Donde chocan unas con otras, revueltas,pon allí tu lecho, ve y allí descansa,revuélcate a gusto, la cola torciendo:no ha de despertarte la tormenta airada;

no hará en ti su presa tiburón osado;¡duérmete, mi niño!, ¡duérmete en el agua!¡duérmete al arrullo del mar que te mece!¡duérmete en los brazos de las olas mansas!

Canción con que arrullan las focas a sus peque-ñuelas.

Cuanto voy a referir ocurrió, muchos añoshace, en un lugar llamado Novastoshnah, ocabo del Noroeste, en la isla de San Pablo, allápor el mar de Behring. Contóme este cuentoLimmershin, el reyezuelo de invierno, en oca-

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sión en que el viento lo arrojó contra la arbola-dura de un barco que iba al Japón, y en el queyo me lo llevé a mi camarote, calentándolo yalimentándolo durante un par de días, hastaque se halló en disposición de tender el vuelo yregresar a San Pablo. Limmershin es un pajari-llo de genio bastante raro; pero tiene la cuali-dad de no saber mentir.

Nadie va a Novastoshnah como no sea paranegocios, y las únicas que los tienen allí cons-tantes son las focas. Acuden en los meses deverano por centenares y por miles, saliendo delmar frío y gris, pues saben que la playa de No-vastoshnah posee, para hospedar focas, mejorescualidades que ningún otro sitio del mundo.

Gancho de Mar estaba enterado de esto, ycada primavera, desde el punto en que se halla-ra, se iba nadando hasta Novastoshnah, en lí-nea recta, como si fuera un torpedero, y allípasaba un mes luchando con sus colegas porconservar un buen sitio en las rocas, lo máscerca del mar que le fuera posible. Gancho de

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Mar tenía quince años y era una enorme focamacho, de color gris, con una piel sobre loshombros que parecía crin, y unos dientes cani-nos largos, amenazadores. Cuando se levantabasobre sus extremidades anteriores, elevábase amás de un metro de altura sobre el suelo, y sialguien se hubiera atrevido a pesarlo habríahallado que su peso era casi de unas setecientaslibras. Estaba lleno de cicatrices, consecuenciade salvajes luchas; pero, a pesar de esto, mos-trábase siempre dispuesto a aceptar nuevaspeleas. Ladeaba en tales casos la cabeza como sino se atreviera a mirar a su enemiga cara a cara;pero de pronto caía sobre ella como un rayo, ycuando sus enormes dientes se habían clavadofuertemente en el cuello de la otra foca, podíaésta escapársele si lo lograba, pero no sería cier-tamente Gancho de mar quien la ayudara aello.

Sin embargo, lo que nunca hizo fue atacar auna foca herida ya por otras, porque esto eracontrario a las reglas de la Playa. No necesitaba

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más que un sitio para su prole, junto al mar;pero como ocurría que cuarenta o cincuenta milfocas más luchaban por lo mismo cada prima-vera, el silbar, bramar, rugir y resoplar que seoían en aquella playa era algo verdaderamentehorroroso.

Desde una colina, llamada de Hutchinson,divisábase una extensión de tierra de cerca deuna legua, completamente cubierta de focasque peleaban unas con otras, y, a la hora de laresaca, la playa quedaba toda salpicada de pun-tos que eran las cabezas de otras muchas focasque se apresuraban a ir a tierra para unirse a lasque combatían. Luchaban sobre las rompientes,luchaban en la arena y hasta sobre las desgas-tadas rocas de basalto donde tenían sus vive-ros: eran tan estúpidas y tan poco complacien-tes como si fueran hombres. Las hembras, susesposas, nunca iban a la isla hasta fines de ma-yo o primeros de junio, porque les hacía pocagracia la perspectiva de que las hicieran peda-zos en aquellas batallas; y en cuanto a los pe-

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queñuelos de dos, tres o cuatro años, que nosabían aún lo que era sostener una familia, seiban tierra adentro, a alguna distancia, atrave-sando las filas de combatientes, para ponerse ajugar sobre las dunas en grupos o formandoverdaderas legiones que destruían cuanta plan-ta verde crecía por allí.

Llamábanlos los holluschickie (la gente moza)y de ellos había, en Novastoshnah sólo, quizádoscientos o trescientos mil.

Un día de primavera, acababa Gancho deMar de poner término a su pelea número cua-renta y cinco, cuando Matkah, su dulce y suaveesposa de lánguida mirada, salió del mar, y enel mismo instante cogióla él por el pescuezo yla plantó en el espacio de terreno que se habíareservado, mientras le decía refunfuñando:

-¡Tarde, como de costumbre! ¿Dónde has es-tado? No solía Gancho de Mar comer nada enlos cuatro meses que pasaba en la playa, y asíestaba, generalmente, de muy mal humor.Matkah no contestó a la pregunta: sabía que

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esto era lo mejor que podía hacer. Tendió lamirada en torno suyo, y dijo muy tierna y sua-vemente: -¡Qué atención has tenido conmigo!Has tomado nuestro sitio de otras veces...

-¡Pues ya lo creo que sí! -contestó Gancho deMar-. ¡Mírame!

Estaba lleno de arañazos y la sangre le corríade veinte heridas distintas; tenía un ojo hundi-do y ambos costados hechos una lástima, con lapiel colgando a pedazos.

-¡Ah! ¡Lo que sois los hombres! -dijo Matkahabanicándose con la aleta de una de sus extre-midades posteriores-. Pero ¿por qué no podéisser razonables y repartiros los sitos en paz?¡Cómo estás! ¡Parece que te hubieras peleadocon el Cetáceo Carnicero!

-No he hecho otra cosa más que pelear, des-de mediados de mayo. La playa está tan llenaesta temporada que es una vergüenza. Lo me-nos he tropezado con cien focas de la playa deLukannon que iban buscando alojamiento. ¿Por

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qué no podría quedarse la gente en su propiacasa?

-No pocas veces se me ha ocurrido la idea deque viviríamos mucho más felices en la isla deOtter que en un lugar tan concurrido como éste--dijo Matkah.

-¡Bah! Los holluschickies son los únicos quevan a la isla de Otter. Si fuéramos nosotros,dirían que lo hacemos por miedo. Hay queguardar las apariencias, hija mía.

Hundió Gancho de Mar la orgullosa cabezaentre los gruesos hombros, y durante algunosminutos hizo como que dormía; pero no dejó niun momento de estar ojo avizor para el caso deque tuviera que comenzar otra lucha. Ahoraque todas las focas machos, con sus respectivashembras, estaban ya en tierra, su clamoreo po-día oírse en algunas leguas mar adentro, domi-nando el ruido de los más furiosos vendavales.Contando por lo bajo, bien podía decirse quehabía allí, sobre la playa, más de un millón defocas (focas viejas, focas madres, pequeñuelos y

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holluschickie, peléandose, retozando, dando ba-lidos, arrastrándose y jugando), y ese millón ibay volvía del mar a la playa y de la playa al maren grupos, y a veces, formando verdaderosejércitos, sin dejar ni un palmo de tierra dondeno fueran a echarse en toda la extensión quepodía abarcar la vista y entreteniéndose en con-tinuas escaramuzas a través de la niebla. EnNovastoshnah la hay casi siempre, excepciónhecha de las raras ocasiones en que brilla porun momento el sol y hace que aparezca todocomo cuajado de perlas y matizado con los co-lores del iris.

En medio de ese barullo había nacido Ko-tick, el pequeñuelo de Matkah, y era todo cabe-za y hombros, con ojos claros, de un azul deagua, como corresponde que sean los de lasfocas pequeñas; pero algo había en su piel queera causa de que su madre lo mirara con pro-funda atención.

-¡Gancho de Mar -dijo al fin-, nuestro hijo vaa ser blanco!

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-¡Caracoles! -refunfuñó aquél-. Nunca se havisto en el mundo cosa tan rara. ¡Una foca blan-ca! -Pues no sé que decirte: ahora se verá.

Y comenzó a cantar en voz baja y berreantela canción de las focas, que todas las que sonmadres cantan a sus hijos:

No nades nunca hasta las seis semanassi no quieres hundirte sin remedio;tormentas estivales y cetáceosson un peligro cierto.

Son peligrosos, ratoncillo mío,muy peligrosos para el que es pequeño;pero báñate, y crece, y hazte fuerte...y no tengas ya miedo, y atrévete ya entonces,¡hijo del mar inmenso!

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Por supuesto que el chiquitín no entendía, alprincipio, aquellas palabras. Chapoteaba en elagua, o andaba a gatas por el suelo al lado desu madre, e iba aprendiendo

a escaparse, tropezando más o menos, cuan-do veía que su padre se peleaba con otra foca yambos rodaban con feroces bramidos por en-cima de las resbaladizas rocas. Matkah solía iral mar a buscar comida, y el pequeñín no sealimentaba más que una sola vez cada dos días;pero entonces comía cuanto le era posible, y asíiba creciendo.

Lo primero que hizo fue ir gateando tierraadentro, y allí encontró miles y miles de pe-queñuelos de su misma edad, jugando todoscomo cachorrillos, durmiendo sobre la limpiaarena y jugando de nuevo después. La gentevieja, en los viveros, no hacía caso de ellos, ylos holluschickie no se movían de su propio te-rreno, con lo cual los chiquitines podían jugar asus anchas.

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Al volver Matkah de su pesca en alta mar,íbase en dirección al sitio en que tales juegos severificaban y, balando como la oveja que llamaa su corderillo, esperaba hasta que otro balidode Kotick le contestara. Entonces, íbase hacia élen línea recta, tan recta que no podía serlo más,abriéndose paso con las aletas de sus patas de-lanteras, dando golpes y revolcando por el sue-lo, a derecha e izquierda, a toda la chiquilleríaaquella que le estorbaba. Siempre había algu-nos centenares de madres que iban en busca desus hijos, a través del sitio destinado a jugar, yasí puede decirse que los pequeñuelos teníanallí una vida muy animada, muy movida; pero,como le dijo Matkah a Kotick: -Mientras no teeches en el fango y cojas sarna; mientras novayas a restregarte alguna cortadura o arañazocontra la dura arena; y mientras, finalmente, nose te ocurra nadar cuando la mar está picada,nada puede dañarte aquí en lo más mínimo-.

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Cuando las focas son pequeñas no sabennadar, lo propio que les ocurre a los niños; perono están contentas

hasta que aprenden. La primera vez que Ko-tick se echó al mar vino una ola y se lo llevóadonde había mucha más profundidad de loque era conveniente para él, y su gruesa cabezase hundió, al paso que sus pequeñas aletas pos-teriores fuéronse en alto por encima del agua,exactamente como le había dicho que sucederíasu madre, al cantarle la canción que hemos co-piado; y gracias que otra ola lo recogió lanzán-dolo de nuevo a la playa, pues, de no ser así, sehubiera ahogado.

Aprendió, después de esto, a estarse tendidoen un charco de la playa y esperar que las olea-das lo cubrieran y lo levantaran mientras élchapoteaba; pero siempre anduvo ya alertapara el caso que vinieran olas muy grandes, delas que pueden hacer daño. Dos semanas estu-vo aprendiendo el modo de usar sus aletas ydurante todo este tiempo entraba y salía del

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agua deslizándose, y tosía, gruñía, se arrastrabapor la playa y dormitaba sobre la arena, hastaque luego volvía a las andadas. Así se con-venció de que el agua era verdaderamente suelemento.

Entonces, bien podéis imaginaros lo que sedivertiría con sus compañeros, dando chapu-zones para pasar por debajo de las olas, o lle-gando a la playa sobre la cresta de una de ellasy cayendo con sordo ruido, resoplando para noahogarse, mientras la enorme ola subía comoun torbellino por la arena; o alzándose sobre lacola y rascándose la cabeza, como veía él que lagente madura hacía; o jugando a «yo soy el Reydel castillo»1, sobre las resbaladizas rocas, lle-nas de vegetaciones, que asomaban a flor deagua. De vez en cuando veía una delgada aletasemejante a la de un enorme tiburón que ibacosteando, costeando y como no se le ocultabaque aquello era el Cetáceo Carnicero, el delfín,

1 Juego infantil, muy popular en Inglaterra.

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que se come a las focas pequeñas cuando puedeapoderarse de ellas, Kotick se iba como unaflecha hacia la playa, y la aleta se alejaba bai-lando lentamente sobre el agua como si nadahubiera ido a buscar por allí.

Hacia fines de octubre comenzaron las focasa abandonar la isla de San Pablo para internar-se en alta mar, yendo reunidas en familias ytribus, cesando en sus peleas por culpa de losviveros, y los holluschickie podían ya jugar entodas partes donde se les antojara: -Para el añoque viene -dijo Matkah a Kotick- tú tambiénserás un holluschickie, pero este año tienes aúnque aprender cómo se cazan los peces».

Partieron juntos, pues, atravesando el Pacífi-co, y Matkah le enseñó a Kotick a dormir deespalda, con las aletas pegadas a los lados y lanaricita asomándose a flor del agua. No haycuna tan cómoda como resulta serlo el conti-nuado balanceo de las olas en el mar Pacífico.Cuando Kotick comenzó a sentir en la piel cier-to hormigueo, Matkah le dijo que entonces em-

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pezaba a experimentar la sensación del agua, yque esos hormigueos y pinchazos en la pielanunciaban mal tiempo, por lo cual había quedarse prisa en nadar y alejarse.

-Dentro de poco -le advirtió-, también sabráshacia dónde has de dirigirte cuando nades;pero, por ahora, seguiremos al cerdo marino, ala marsopa, que sabe mucho. -Toda una escuelade marsopas se agitaba por allí, chapuzándoseen el agua, dando carreras de un lado para otro,y Kotick las siguió con toda la velocidad que lefue posible.

-¿Cómo os arregláis para saber hacia dóndetenéis que dirigiros? -preguntó anhelante.

Movió los blancos ojos, mirando a todas par-tes, la directora de la escuela y se lanzó de ca-beza bajo el agua. -Siento hormigueos en lacola, muchacho -le contestó-. Significa esto quedetrás de mí viene un temporal. ¡Vámonos!Cuando uno se halla al sur del mar

Pegajoso (quería decir el Ecuador) y nota pi-cazón en la cola, es anuncio de que te viene de

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frente el temporal y hay que dirigirse hacia elNorte. ¡Ven! La mar está aquí muy picada.

Fue ésta una de las muchas cosas que Kotickaprendió, y el aprender era en él tarea constan-te. Matkah le enseñó a perseguir los bacalaos ylas platijas a lo largo de los bancos de arena y aarrancar el esperinque de sus agujeros cubier-tos de hierba; cómo ir bordeando los restos denaufragios medio enterrados en cien brazasbajo el agua, y lanzarse con la rapidez de unabala entrando por una de las portas y saliendopor la otra, según hacen los peces; cómo soste-nerse sobre la cresta de las olas cuando los ra-yos cruzaban el espacio, y saludar cortésmenteal albatros, de corta y ancha cola, o al halcón, elnavío de guerra, al verlos pasar por los airessiguiendo la dirección del viento; cómo saltarfuera del agua a la altura de tres o cuatro pies, ala manera de los delfines, apretadas a los ladoslas aletas, y encorvada la cola...

Enseñóle también a dejar tranquilos a los pe-ces voladores, porque no tiene más que espinas:

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a arrancar de un bocado un pedazo de espaldaa un bacalao corriendo a toda velocidad, a diezbrazas bajo la superficie del mar, y a no pararsenunca a mirar un bote o un buque, pero princi-palmente ningún barco de remos. Al cabo deseis meses, lo que Kotick no sabía sobre la pes-ca en alta mar era porque no valía la pena desaberse y durante todo este tiempo nunca susaletas tocaron tierra seca.

Un día, sin embargo, mientras estaba dormi-tando en el agua, tibia entonces, en un sitio cer-cano a la isla de Juan Fernández, sintió unadejadez en el cuerpo y un mareo como los quesuelen tener las personas al llegar la primavera,y viniéronle a la memoria las dulces y segurasplayas de Novastoshnah, a siete mil millas dedistancia;

los juegos de sus compañeros; el olor de lasplantas marinas; el bramar de las focas y lascontinuas luchas. En aquel mismo instante hizorumbo hacia el Norte, nadando pausadamente,y a poco hallóse con bastantes docenas de com-

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pañeros que llevaban también la misma direc-ción.

-¡Salud, Kotick! -le dijeron-. Este años somostodos holluschickie, y podemos bailar la danzadel fuego en las rompientes frente a Lukannon,y jugar sobre la hierba. Pero ¿de dónde has sa-cado esa piel?

Era ahora la piel de Kotick casi completa-mente blanca y, aunque se sintiera orgulloso deella, no contestó más que:

-¡Nadad aprisa! Los huesos me duelen y de-seo llegar a tierra.

Y así fuéronse todos a las playas en quehabían nacido, y oyeron a sus padres, las focasviejas, peleándose entre la niebla.

Aquella noche Kotick bailó la danza del fue-go con las focas que contaban un año de edad.En todo el espacio que medía entre Novastosh-nah y Lukannon el mar está lleno de fuego enlas noches de verano, y cada foca deja en pos desí una estela como de aceite hirviendo, lanzaflamígeros chispazos al saltar en el agua, y las

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olas rompen unas contra otras en grandes, fos-forescentes rayas y remolinos. Después fuéron-se tierra adentro, hacia el sitio reservado a losholluschickie, revolcáronse en el recién nacidotrigo silvestre, y refirieron cuentos de lo quehabían hecho durante el tiempo de su estanciaen el mar. Hablaban del bosque en que hanestado jugando y cogiendo los frutos de losárboles, y si alguien hubiera podido oírlos, conlos datos por ellos suministrados habría podidotrazar un mapa tan detallado como jamás hubootro alguno. Los holluschickie de tres y cuatroaños de edad se precipitaron desde la colina deHutchinson gritando:

-¡Largo de ahí, muchachos! El mar es hondoy no sabéis aún todo lo que guarda. Esperadhasta que hayáis doblado el Cabo. ¡Ja, ja...!¡Chiquitín! ¿Dónde te has encontrado esa pieltan blanca?

-No la he encontrado en ninguna parte --dijoKotick-. Ha crecido sola. -Y cuando se prepara-ba ya a darle un revolcón al que acababa de

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hablar, dos hombres de negro cabello y rojascaras aplastadas salieron de detrás de una du-na, y Kotick, que nunca había visto a un hom-bre, tosió y bajó la cabeza. Los holluschickie sereplegaron formando un pelotón a algunosmetros de distancia y quedáronse quietos mi-rando con aire estúpido. Los dos hombres erannada menos que Kerick Booterin, el jefe de loscazadores de focas de la isla, y Patalamon, suhijo. Venían de la aldea situada a cosa de medialegua del vivero de focas, y estaban discutiendocuáles escogerían para llevárselas al matadero(porque las focas se dejan llevar como corderos)y convertirlas, más tarde, en abrigos de piel delos que usan las señoras.

-¡Oh! ¡Mira, mira! -dijo Patalamon-. Hay unafoca blanca.

Kerick Booterin palideció hasta quedarsecompletamente blanco él también, bajo la capade aceite y humo de que iba cubierto, porqueera un aleuta y los habitantes de la isla Aleutas

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no se distinguen por la limpieza. Después co-menzó a murmurar una oración.

-No la toques, Patalamon -dijo-. No se havisto una foca blanca desde... desde mi naci-miento acá. Tal vez es el alma del viejo Zaha-rrof que ha tomado esa forma. Desapareció elaño pasado en medio de aquella horrorosatempestad que hubo.

-No, no me acerco a ella -contestó Patala-mon-. Es de mal agüero. ¿Te parece que seráverdaderamente el alma del viejo Zaharrof quevuelve del otro mundo? Yo le debo algunoshuevos de gaviota.

-No la mires -dijo Kerick-. Llévate ese reba-ño de las de cuatro años. Nuestros hombresdebieran desollar hoy doscientas, pero estamosa principios de temporada y les falta práctica.Con cien bastará. ¡Despacha!

Hizo sonar Patalamon un par de omóplatosde foca, dándole al uno contra el otro, enfrentede la manada de holluschickie, y quedáronsetodos quietos como muertos

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y soplando fuertemente. Adelantó entoncesalgunos pasos, y las focas comenzaron a mo-verse, y Kerick fue guiándolas tierra adentro,sin que intentaran volverse atrás para reunirsecon sus compañeras. En número de centenaresde miles viéronlas las otras focas alejarse con-ducidas por el hombre; pero siguieron jugandocomo si tal cosa. Sólo Kotick hizo algunas pre-guntas, a las que nadie supo qué contestar, co-mo no fuera que, cada año, se llevaban loshombres algunas focas de aquel modo, por es-pacio de seis semanas o de dos meses.

-Pues yo me voy detrás -dijo y los ojos se lesaltaban casi, siguiendo la pista del rebaño.

-La foca blanca nos sigue -gritó Patalamon-.Ésta es la primera vez que una foca ha venidoal matadero por sí sola.

-¡Chist! ¡No mires hacia atrás! -dijo Kerick-.No hay duda de que es el alma de Zaharrof.Tengo que hablarle de esto al sacerdote.

La distancia que mediaba hasta llegar al ma-tadero no era más que de unos ochocientos

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metros; pero tardóse una hora en recorrerla,porque bien sabía Kerich que si las focas ibandemasiado aprisa se acalorarían más de lo con-veniente, y luego, al desollarlas, la piel saldría apedazos. Así pues, fueron muy despacio, pa-sando por la garganta del León Marino y por laCasa de de Webster, hasta que llegaron a laCasa de la Sal, completamente fuera del alcancede las miradas de las focas que en la playa que-daban. Kotick iba siguiendo anhelante y pas-mado de cuanto veía. Creyó hallarse en el findel mundo, pero los bramidos que se oían de-trás de él, procedentes de los viveros de lasfocas, resonaban con tanta fuerza como el es-truendo de un tren al pasar por un túnel. Ke-rick sentóse sobre el musgo, sacó un pesadoreloj de peltre, y dejó que el rebaño se enfriaraalgo por espacio de media hora, durante la cualpodía oír Kotick cómo iban cayendo de la gorrade aquel hombre gotas del agua que la nieblahabía dejado en ella. Luego, diez o doce hom-bres más, cada uno armando de una cachiporra

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recubierta de hierro y midiendo cosa de unmetro de largo, llegaron, y Kerick les señaló unpar de focas del rebaño que habían sido mordi-das por sus compañeras, o que no se habíanenfriado bastante, por lo que los hombres lasapartaron del rebaño, dándoles puntapiés consus pesadas botas, hechas de piel de morsa.Entonces dijo:

-¡Ahora!Inmediatamente comenzaron los hombres a

dar golpes en la cabeza a las focas, con toda larapidez posible.

Diez minutos después, Kotick no pudo yareconocer a las que fueron sus compañeras,pues sus pieles habían sido arrancadas, desdeel hocico hasta las aletas posteriores, secadas ypuestas sobre el suelo en un gran montón. Noquiso ver más. Volvióse Kotick en redondo ygalopó hacia el mar (porque una foca puedegalopar muy velozmente durante breve rato),erizados por el terror sus nacientes bigotes. Enla Garganta del León Marino, donde esos ani-

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males descansan junto al sitio hasta donde llegala resaca, lanzóse de cabeza, aletas en alto, en elagua fresca, y allí se balanceó, suspirando tris-temente.

-¿Quién anda ahí?-gruñó un león de mar,porque éstos no suelen gustar de más sociedadque la de sus iguales.

-¡Scoochnie! ¡Ochen scoochnie! (Estoy solo,muy solo!) -dijo Kotick-. ¡Están matando a to-dos los holluschickie en todas las playas!

El león marino volvió la cabeza en direccióna tierra.

-¡Qué disparate! -dijo-. ¿No oyes a tus ami-gos alborotando como de costumbre? De fijoque habrás visto a ese viejo de Kerick despa-chando una manada. Treinta años ha que nohace otra cosa.

-¡Eso es horrible! -dijo Kotick nadando haciaatrás en el momento en que quedaba cubiertopor una ola y afirmando el cuerpo por mediode un movimiento en espiral de sus aletas, quelo levantó completamente erguido y a tres pul-

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gadas de distancia del borde dentado de unaroca.

-¡Bien! ¡No lo has hecho mal para tu edad! -dijo el león marino, que era buen juez en mate-ria de natación. Y luego añadió-: Supongo quedebe ser horrible para ti, juzgando lo que ocu-rre según tu criterio; pero si vosotras las focasos empeñáis en venir aquí año tras año, es na-tural que los hombres se enteren, y como nolleguéis a encontrar una isla a la cual ellos novayan nunca, siempre os veréis perseguidas.

-¿Y no hay ninguna isla de esta clase?-He perseguido al poltoos (la platija) por es-

pacio de veinte años, y no puedo decir aún quehaya hallado una isla así. Pero, mira... (ya queobservo que te gusta conversar con tus superio-res), podrías ir al islote del caballo Marino yhablar a Sea Vitch. Tal vez él sepa algo. Y nosalgas disparado de ese modo. De aquí a alláhay seis millas, y antes de nadar tan largo tre-cho, si yo fuera tú, echaría un sueñecito, chiqui-tín.

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Parecióle bien el consejo a Kotck, y así nadóhasta su propia playa, saltó a tierra y durmió,por espacio de media hora, con estremecimien-tos en todo el cuerpo, como suelen hacer lasfocas. Después salió en dirección al islote delCaballo Marino, pedazo de isla, pequeño y lle-no de

rocas, situado casi al noreste de Novastosh-nah, sembrado de picos y de nidos de gaviotas,donde las morsas solían reunirse sin más com-pañía que la propia.

Saltó a tierra junto al viejo Sea Vitch, elenorme, feo, hinchado, granujiento caballo ma-rino del Norte del Pacífico, ancho de cuello, delargos colmillos, sin más modales que los quetiene cuando duerme... que es lo que hacía en-tonces, con las aletas posteriores mitad fuera ymitad dentro del agua.

-¡Despiértate! -le dijo Kotick, casi ladrando,para que lo oyera, porque las gaviotas metíangran ruido.

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-¡Ah! ¡Oh...! ¿Qué..? ¿Qué hay? -dijo SeaVitch, y le pegó a la morsa que tenía al lado ungolpe con los colmillos despertándola, y aqué-lla otro a la más próxima, y así fueron siguien-do, hasta estar todas despiertas y mirando fija-mente en todas direcciones, excepto en la quedebían.

-¡Je, je! Soy yo -dijo Kotick agitándose en laorilla, donde ofrecía todo el aspecto de unadiminuta babosa blanca.

-¡Vaya! ¡Que me desuellen vivo si...! -exclamó Sea Vitch, y en seguida comenzarontodos a mirar a Kotick como puede imaginarseuno que los soñolientos viejos, socios de algúncasino, mirarían a un niño que cayera entreellos. En cuanto oyó lo de desollar, no quisoKotick que le hablaran más de esto, pues bienharto de ver desollar estaba, y así empezó adecir a gritos:

-¿No hay ningún sitio adonde puedan ir lasfocas, sin peligro de encontrarse con hombres?

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-Anda a buscarlo tú -dijo Sea Vitch cerrandolos ojos-. ¡Márchate, que bastante tenemos aquíque hacer! Dio Kotick un salto en el aire, al esti-lo de los delfines, y púsose a gritar a plenospulmones:

-¡Zampaostras! ¡Zampaostras!Estaba él enterado de que Sea Vitch no había

cogidoun pez en toda su vida, sino que se limitaba

a hozar buscando ostras y plantas marinas,aunque se las echara de terrible, pretendiendoser lo contrario de lo que era. Naturalmente,sucedió entonces que los chikies, los goove-roóskies y los cpatkas, las gaviotas de todasclases y los mergos, que están siempre en ace-cho de cuantas ocasiones puedan presentárselespara mostrar su mala educación, hicieron cororepitiendo aquellas palabras, y (al menos así melo contó Limmershin) por espacio de cinco mi-nutos no hubiera podido oírse el disparo deuna escopeta en todo el islote del Caballo Mari-

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no. Cuantos en él vivían gritaban a voz en cue-llo:

-Zampaostras! ¡Stareek! (viejo).Entretanto Sea Vitch se movía de un lado a

otro refunfuñando y tosiendo.-Está bien, está bien..., pregúntale a la Vaca

Marina. -¿Y cómo conoceré a la vaca Marinacuando la encuentre? --dijo Kotick, marchándo-se ya.

-Es lo más feo de cuanto vive en el mar des-pués de Sea Vitch -gritó una gaviota deslizán-dose ante las mismas barbas de éste...-, lo másfeo y de peores modales. ¡Stareek!

Nadó otra vez Kotick hacia Novastoshnahdejando a las gaviotas gritar cuanto quisieran.Llegado allí, vio que nadie tomaba el menorinterés en sus tentativas para descubrir un sitiodonde pudieran vivir tranquilamente las focas.Dijéronle que siempre los hombres se habíanllevado con ellos a los holluschickie, que estoformaba parte de su diaria labor, y que si noquería ver cosas desagradables, no tenía para

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qué haber ido al matadero. Pero ninguna de lasotras focas había visto las matanzas aquellas, yen el no haberlo visto estribaba la diferenciaentre él y sus compañeras. Además, Kotick erauna foca blanca.

-Lo que has de hacer -dijo Gancho del Mardespués de haber oído el relato de las aven-

turas de su hijo- es crecer, convertirte en unafoca tan grande como tu padre y tener un vive-ro en la playa: verás, entonces, como te dejan enpaz. De aquí a cinco años debieras hallarte yaen disposición de luchar y defenderte solo.Hasta la amable Markah, su madre, le dijo:

-No podrás evitar nunca esas matanzas. An-da y vete a jugar en el mar, Kotick.-Y, efectiva-mente, fuese y bailó la danza del fuego, perocon el corazón muy oprimido por la tristeza.

Abandonó la playa aquel otoño tan prontocomo pudo, y púsose en marcha completamen-te solo, porque en su cabecita bullía una idea.Iba en busca de la Vaca Marina, si era verdadque existía en el mar semejante personaje, y

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hallaría después una isla tranquila, rodeada deplayas seguras donde pudieran vivir las focassin que los hombres llegaran hasta ellas. Con talmotivo exploró uno y otro día desde el norte alsur del Pacífico, llegando a nadar hasta tres-cientas millas en el espacio de veinticuatrohoras. Es imposible referir sus innumerablesaventuras, pero bastará decir que estuvo a pun-to de ser devorado por los tiburones y por elpez martillo, tropezando con todos los máspeligrosos malhechores que vagan por los ma-res, con enormes e inofensivos peces, y con lasconchas manchadas de color escarlata que estáncomo ancladas en un mismo sitio por cente-nares de años y en ello cifran todo su orgullo. Aquien nunca encontró fue a la Vaca Marina, nitampoco una isla como la que él soñaba. Cuan-do la playa era excelente, dura, con su poco dedeclive, tierra adentro, para que las focas pu-dieran jugar en él, siempre se divisaba en elhorizonte la columna de humo de un balleneroque estaba hirviendo grasa, y Kotick sabía lo

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que eso significaba. O bien notaba claras hue-llas de que en la isla había habido focas, quefueron muertas por los hombres, y

donde éstos habían puesto una vez los pies,pensaba él, bien podían ponerlos dos.

Juntóse con una vieja albatros que le dijo quela isla de Kerguelen era el mejor sitio para viviren paz y tranquilidad, y cuando se dirigió Ko-tick hacia allí, por poco queda hecho pedazoscontra la negra y acantilada costa, en una fuertetormenta de granizo acompañada de rayos ytruenos. Y, no obstante, luchando contra elviento, pude ver que hasta allí había habido,tiempo atrás, un vivero de focas. Lo mismoocurría en cuantas islas visitó.

Limmershin díjome los nombres de todas yformaban larga lista, porque, según él afirmó,pasóse Kotick cinco estaciones explorando con-tinuamente, a excepción de un descanso anualde cuatro meses en Novastoshnah, durante elcual solían los holluschickie burlarse de él y desus islas imaginarias. Estuvo en Galápagos, en

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el Ecuador, sitio horrorosamente seco donde lepareció que le cocían vivo; fue a las islas Geor-gias, a las Orcadas, a la isla de la Esmeralda, ala del Ruiseñor, a la de Gough, a la de Bouvet, ala de Crossets y hasta una isleta del tamaño deuna mancha que existe al sur del cabo de BuenaEsperanza. Pero en todas partes le dijeron lomismo. En tiempos inmemoriales las focashabían ido a aquellas islas, siendo perseguidasy exterminadas por los hombres. Hasta un díaen que se alejó del Pacífico algunos miles demillas y llegó a un sitio llamado Cabo Corrien-tes (y esto fue cuando volvía de la isla deGough), hallóse con algunos centenares de fo-cas sarnosas que estaban descansando en unaroca, y le dijeron que también allí iban loshombres.

Entristecióle esto tan profundamente quehizo rumbo hacia el Cabo para volver a suspropias playas, y por el camino abordó a unaisla llena de verdes árboles, donde halló una

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foca vieja, muy vieja, moribunda, para la cualbuscó algunos peces, contándole después todas

sus penas. -Ahora -dijo Kotick-, vuelvo aNovastoshnah, y si me llevan al matadero conlos holluschickie, poco me importa ya.

-Prueba otra vez -contestóle la foca vieja-. Yosoy la última de la perdida tribu de Masafuera,y, en los tiempos en que los hombres solíanmatarnos a centenares de miles, referíase en lasplayas la conseja de que algún día una focablanca, venida del Norte, llevaría al pueblo delas focas a un lugar tranquilo. Vieja soy y no hede ver ya ese día; pero otras lo verán. Pruebauna vez más.

Retorcióse Kotick los bigotes (que los teníamuy hermosos), y dijo:

-Yo soy la única foca blanca que ha nacidoen playa alguna, y soy también la única blancao negra, que ha pensado en descubrir nuevasislas.

Animóle muchísimo este encuentro, y aquelverano, cuando volvió a Novastoshnah, rogóle

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Matkah, su madre, que se casara y viviera tran-quilo, porque no era ya un

holluschickie, sino todo un Gancho de Mar,hecho y derecho, con su blanca melena rizadasobre la espalda, y tan espesa, larga y de ferozaspecto como la de su padre.

-Dame una temporada más de espera -dijoél-. Acuérdate, madre, de que siempre es laséptima ola la que más lejos llega a la playa.

Dio la casualidad de que había otra foca quetambién pensó en aplazar el casarse hasta elaño próximo, y Kotick bailó con ella la danzadel fuego, en toda la extensión de la playa deLukannon, la noche antes de partir para el úl-timo de sus viajes exploradores.

Dirigióse esta vez hacia el oeste porque aca-baba de descubrir el rastro de un gran númerode platijas que tal rumbo llevaban, y él necesi-taba, por lo menos, un centenar de libras depescado para mantenerse en buena salud. Per-siguiólas hasta cansarse, y entonces, enroscóse

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y se durmió en uno de los hoyos que deja en latierra la resaca, en dirección a la isla del Cobre.

Conocía perfectamente aquella costa, y así,hacia medianoche, al sentirse caer blandamentesobre un lecho de plantas marinas exclamó:

-¡Huy! La marea sube muy rápida esta no-che. -Y dando media vuelta bajo el agua, abriólos ojos calmosamente y se desperezó. Pero, depronto, brincó como un gato, porque acababade ver algo enorme que iba olfateando por en-cima de los bajíos y engulléndose grandes fle-cos de algas.

-¡Por las olas del estrecho de Magallanes...! -dijo entre sí-. ¿Quiénes son esas gentes?

No se parecían ni a los caballos marinos, ni alos leones, ni a los osos de mar, ni a las focas,ballenas, tiburones, peces o conchas que Kotickestaba acostumbrado a ver. Tenían de seis anueve metros de largo y carecían de aletas pos-teriores; pero poseían, en cambio, una cola enforma de pala, que no parecía sino que habíasido recortada de un pedazo de cuero mojado.

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Su cabeza ofrecía el más marcado aire de estu-pidez que puede imaginarse y balanceaban elcuerpo en el agua, sobre el extremo de la cola,cuando no comían, saludándose unos con otroscon gran solemnidad y agitando sus aletas de-lanteras como hombres muy gruesos que mo-vieran los brazos.

-¡Ejem! -dijo Kotick-. ¿Pinta bien la suerte,caballeros? -Y aquellos seres enormes contesta-ron saludando y agitando las aletas, a la mane-ra de lo que hacía Frog-Footman2. Cuando vol-vieron a comer notó Kotick que tenían el labiosuperior partido en dos pedazos, que podíanseparar uno de otro a cosa de medio metro dedistancia, y volverlos a juntar después, soste-niendo entre ambos pedazos más de mediafanega de algas. Metíanlas en la boca y las mas-caban con toda solemnidad.

2 Personaje del libro Alicia en el País de lasMaravillas.

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-Sucio modo de comer es ése -exclamó Ko-tick. Y como le saludaron nuevamente, comen-zó a perder ya la paciencia.

-¡Bueno! -dijo-. Sí, por lo visto, tenéis en lasaletas delanteras una articulación más que losotros, no por eso habéis de estarlo demostrandode ese modo. Ya veo que saludáis con muchí-sima gracia, pero preferiría que me dijerais có-mo os llamáis.

Los labios partidos moviéronse y se separa-ron, los vítreos y verdes ojos miraron fijamente;pero sus dueños no dijeron una palabra.

-¡Vaya! -prosiguió Kotick-, vosotros sois laúnica gente que he encontrado más feos queSea Vitch... y más maleducados aún que él.

Vínosele entonces a la memoria, con la rapi-dez de un relámpago, lo que le había dicho lagaviota en la isla del Caballo Marino cuando notenía más que un año, y dejóse caer de espaldaen el agua, contento porque veía claramenteque acababa de hallar, por fin, a la Vaca Mari-na. Continuaron éstas (porque realmente lo

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eran) buscando algas y mascándolas, comoqueda dicho, y, entretanto, fue Kotick hacién-doles preguntas en cada uno de los idiomasque había aprendido en sus viajes, que no eranpocos, pues el pueblo de los Mares usa casitantos lenguajes como los seres humanos. Perolas vacas marinas no hablan, y así no le contes-taron. Tienen únicamente seis huesos en el cue-llo en vez de siete, y las gentes del mundosubmarino dicen que esto les impide hablarhasta a los de su misma clase. Sin embargo,como hemos dicho anteriormente, poseen unaarticulación de más en sus aletas delanteras, y,moviéndolas de arriba abajo y de un lado aotro, forman así una especie de torpe clave te-legráfica que les sirve para entenderse.

Al clarear el día pudo verse que la melenade Kotick estaba completamente erizada. Encuanto a su paciencia había ido ya a pararadonde van los cangrejos que mueren. De pron-to, las vacas marinas comenzaron a hacer rum-bo hacia el norte con gran clama, parándose a

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trechos para verificar absurdos conciliábulos enque no hacían más que saludarse de cuando encuando, y Kotick las siguió, diciéndose:

-Gente tan estúpida como ésta hace muchotiempo que hubiera sido ya exterminada, a nohaber hallado alguna isla en que pudiera vivirsin cuidado, y lo que es bastante bueno para lavaca marina, lo es también para Gancho deMar. Sea como fuere, ojalá que despacharan deuna vez.

Era aquello para Kotick pesadísimo trabajo.La manada no recorría más de cuarenta o cin-cuenta millas cada día, se paraba de noche paracomer y tenía buen cuidado de no apartarsemucho de la playa, al paso que Kotick nadabaen torno suyo, y por encima, y por debajo, sinque lograra hacerles ir ni media milla más apri-sa.

Al alejarse más hacia el Norte volvieron atener otros de sus conciliábulos, con intervalosde unas cuantas horas, y Kotick se arrancabacasi los bigotes de tanto mordérselos con impa-

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ciencia, hasta que, al fin, vio que remontabanuna corriente de agua tibia, y entonces sintiópor aquellos seres algo más de respeto.

Una noche hundiéronse a través del agua re-luciente (raro modo de hundirse como si fueranpiedras), y, por primera vez desde que él lashabía conocido, comenzaron a nadar con granrapidez. Siguiólas Kotick y tanta celeridad ledejó pasmado, porque nunca pudo ocurrírselela idea de que una vaca marina fuera tan exce-lente nadadora. Dirigiéronse a un sitio acanti-lado de la costa, que se hundía en el agua, y sezambulleron en un agujero que había al pie, aveinte brazas bajo el nivel del mar. Metiéronsepor un oscuro túnel, y Kotick, que las siguió, seahogaba, por falta de aire fresco que respirar,después de tanto rato de estar nadando.

-¡Por vida de...! -exclamó dando boqueadasy resoplando al salir, por el lado opuesto, almar abierto y libre-. ¡El chapuzón ha sido largo,pero valía la pena de soportarlo!

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Habíanse separado unas de otras las vacasmarinas, y comían perezosamente a la orilla delas más hermosas playas que Kotick viera en suvida. Había allí grandes extensiones de rocaviva, desgastada, pulida, que se prolongabandurante millas enteras, lo más apropiadas quepodía imaginarse para viveros de focas; otrasformadas de dura arena, detrás de las primeras,y en declive que miraba tierra adentro, buenaspara jugar en ellas; y rompientes para bailar lasfocas sobre el agua; y blanda hierba para revol-carse; y dunas para trepar por la arena, descen-diendo luego; y, sobre todo, Kotick conoció consólo tocar el agua, que nunca engaña a un ver-dadero Gancho de Mar, lo más importante: quejamás el hombre había llegado hasta allí.

Su primer cuidado fue asegurarse de que lapesca podía hacerse en buenas condiciones, yluego nadó bordeando la orilla, y contó los de-liciosos, bajos islotes de arena, medio escondi-dos en la pintoresca y rastrera niebla. A lo lejos,hacia el Norte, veíase una línea de bancos de

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arena, de escollos y de rocas que no hubierandejado a ningún barco acercarse a menos deseis millas de la playa, y entre las islas y la tie-rra firme había un profundo canal que llegaba atocar los acantilados perpendiculares de la cos-ta, debajo de los cuales se abría la boca del tú-nel.

-Esto es un segundo Novastoshnah -dijo Ko-tickpero diez veces mejor que el primero. LaVaca Marina debe ser mucho más lista de loque yo creía. Por los cantiles no podrían bajarlos hombres aunque los hubiera, y los escollosdel lado que mira al mar harían pronto decualquier barco un montón de astillas. Si hayrincón seguro, indudablemente es éste.

Acordóse de la foca que había dejado espe-rándole; pero aunque por ello quisiera apresu-rarse a volver a Novastoshnah, exploró deteni-damente aquel nuevo país, a fin de poder con-testar a cuantas preguntas se le hicieran. Luegozambullóse en el agua y se metió en la boca deltúnel, nadando en él rápidamente hacia el sur.

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Sólo una vaca marina o una foca hubiera ima-ginado que podía existir sitio semejante, ycuando, ya lejos, volvióse para mirar hacia losacantilados, hasta el mismo Kotick se maravi-llaba de que hubiera estado allí.

Seis días tardó en regresar a su país, aunquedistaba mucho de nadar despacio, y, al tocar atierra por la Garganta del León Marino, a quienprimero vio fue a la foca que le esperaba, y quepor la alegría reflejada en los ojos de Kotickcomprendió que, al fin, había éste hallado laisla deseada.

Pero los holluschickie, y Gancho de Mar, supropio padre, y todas las demás focas, se burla-ron de él cuando les dijo lo que acababa de des-cubrir, contestándole así una de las focas de sumisma edad.

-Muy bien está todo eso que dices, Kotick,pero hazte cargo de que el que vengas tú ahoradesde quién sabe dónde y nos mandes queabandonemos este sitio es absurdo. Acuérdatede que hemos estado luchando largo tiempo

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por nuestros viveros, y he aquí algo que nopodrás decir tú, que has preferido pasar eltiempo buscando por esos mares.

Riéronse las otras focas al oír esto, y la focajoven movió la cabeza de derecha a izquierda.Habíase casado aquel mismo año, y dábase porello grande importancia.

-Yo no tengo vivero que defender -contestóKotick-. No deseo más que enseñaros un sitiodonde podréis vivir tranquilos. ¿A qué estarsiempre luchando?

-¡Oh! Si tratas de huir por la tangente claroestá que nada tengo que añadir -dijo la focaacompañando sus palabras con una risita sar-cástica.

-¿Vendrás si lucho contigo y te venzo? -dijoKotick. Y una luz verde brilló en su mirada,porque estaba verdaderamente furioso de tenerque batirse.

-Perfectamente -contestó la foca joven, concierto descuido-. Si me vences iré contigo.

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No tuvo tiempo ni de cambiar de opiniónporque ya Kotick alargaba la cabeza y sus dien-tes se clavaban en la gordura del cuello de lafoca. Después echóse hacia atrás

y arrastró a su enemiga por la playa, sacu-dióla, y, dándole un golpe, la revolcó por elsuelo. Entonces, dirigiéndose a las focas, díjolesrugiendo:

-Durante las últimas cinco estaciones hehecho en favor vuestro cuanto he podido. Os hehallado la isla en que podréis vivir seguras,pero como no os arranquen del cuello la estú-pida cabeza, no queréis creer lo que os dicen.Ahora voy a daros una lección. ¡En guardia!Contóme Limmershin que nunca en su vida (yél ve cada año diez mil focas viejas en luchascontinuas), que nunca en su vida (algo corta)había visto cosa semejante a la embestida quedio Kotick contra los viveros. Arrojóse sobre elmayor de los ganchos de marque pudo hallar asu alcance, cogiólo por el pescuezo, ahogándolocasi, y lo zarandeó y golpeó de lo lindo, hasta

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que pidió que le perdonara la vida, tras de locual volvió a cogerlo para echarlo a un lado, yarremetió contra el más próximo. Y se com-prende que hiciera todo esto: no se había pasa-do cuatro meses ayunando como las focasgrandes hacían cada año; sus viajes a nado enalta mar le conservaban en excelentes condicio-nes, y, lo que es aún más importante, nunca sehabía peleado antes. Su blanca melena mostrá-base erizada de coraje, llameaban sus ojos, bri-llaban sus grandes caninos, y, en suma, ofrecíamagnífico aspecto.

Gancho de Mar, el viejo, su padre, le vio ba-tiéndose desenfrenadamente, arrastrando porel suelo, como si fueran platijas, a focas cuyopelo comenzaba ya a encanecer, revolcando portodos lados a las más jóvenes, y entonces dioun gran bramido y gritó:

-Será todo tonto que se quiera, pero es el me-jor luchador de estas playas. ¡No te pelees contu padre, hijo mío! ¡Lo tienes ya de tu parte!

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Contestó Kotick con otro bramido, y Ganchode Mar, el viejo, andando como los patos y re-soplando como una locomotora, fue a mezclar-se en la lucha, mientras Matkah

y la foca que había de casarse con Kotickcontemplaban agachadas, a sus hombres. Lapelea fue admirable, porque las dos focas lu-charon hasta que no hubo ya ninguna que osa-ra levantar la cabeza frente a ellas, y entoncesse pasearon orgullosamente de un extremo aotro de la playa, emparejadas y mugiendo.

Por la noche, cuando la aurora boreal par-padeaba lanzando vivos destellos a través de laniebla, subió Kotick a una desnuda roca y miróhacia abajo, hacia los destruidos viveros y losdespedazados, sangrientos cuerpos de las focas.

-Ahora -dijo-, os he dado ya la lección quenecesitabais.

-¡Por vida mía! -exclamó Gancho de Mar, elviejo enderezando el cuerpo trabajosamente,porque se hallaba por completo derrengado-,que ni el mismo Cetáceo Carnicero les hubiera

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causado mayor daño. ¡Hijo mío, siento orgulloal mirarte, y lo que es más, iré contigo a tu is-la... si es verdad que existe!

-¡A ver, piara de cerdos marinos! ¿Quién seviene conmigo al túnel de la Vaca Marina?¡Contestad o vuelvo a empezar! -rugió Kotick.Prodújose entonces un murmullo como el sua-ve rumor de la marea cuando sube o baja porlas playas.

-Nosotras iremos contigo -dijeron miles defocas fatigadas-. Estamos dispuestas a seguir aKotick, la Foca Blanca.

Hundió entonces Kotick la cabeza entre loshombros y cerró orgullosamente los ojos. Noera ya una foca blanca, sino roja de cabeza apies. Pero no importaba; hubiérase avergonza-do de mirar, siquiera, o de tocar a una sola desus heridas.

Al cabo de una semana él y su ejército (casidiez mil focas, entre los holluschickie y las vie-jas) salieron con rumbo al norte hacia el túnelde la Vaca Marina, dirigiéndolas a todas Kotick,

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mientras las que se quedaban en Novastoshnahles llamaban estúpidas. Pero a la primaverasiguiente, cuando se encontraron todas en laspesqueras del Pacífico, las focas de Kotick con-taron tales maravillas de las nuevas playas, alotro lado del túnel de la Vaca Marina, que seaumentó cada día más el número de las queabandonaban las playas de Novastoshnah.

Por supuesto, no se hicieron tales cosas degolpe, porque las focas necesitan mucho tiempopara darle vueltas a una idea en la cabeza; perocada año eran más numerosas las que se mar-chaban de Novastoshnah, de Lukannon y delos otros viveros, para ir a las seguras y abriga-das playas en que Kotick pasa ahora todo elverano, creciendo, engordando y poniéndosemás robusto a cada año que transcurre, mien-tras los holluschickie juegan en torno suyo enaquel mar que no visita ni un solo hombre.

LUKANNON

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(Ésta es la gran canción que todas las focas deSan Pablo cantan en alta mar cuando van de regresoa sus playas en verano. Es una especie de himnonacional muy triste.)

Hallé muy de mañana a mis amigas(pero ¡ay! ¡qué vieja que me he vuelto ya!)donde rugen las olas en veranocontra cien arrecifes al chocar.

Cantando a coro las oí: sus vocesla del mar sofocaban, y eran másde un millón las que el coro de las playasde Lukannon cantaban sin cesar.

La canción del reposo junto al lago,de dunas en que juega un escuadrón,de las danzas nocturnas entre el fuegodel mar, que el hombre aún no profanó.

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Hallé muy de mañana a mis amigas(a las que nunca he de encontrar ya más):la costa ennegrecían sus legionesde un lado yendo a otro con afán.

Y a través de la espuma, mar adentro,desde donde la voz puede llegar,su entrada saludábamos a gritos,mientras iba subiendo el arenal.

¡Las Playas de Lukannon..! donde crecela hierba que la niebla humedeció,donde jugamos en pulidas rocas,donde todas nacimos... ;nuestro amor!

Hoy hallé de mañana a mis amigas...¡Deshecho el triste bando estaba ya!Cazábanlas los hombres en el agua,ya en tierra, golpeaban sin piedad.

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Como mansos y estúpidos corderosa morir llevaban... pero aún ¡ay!cantamos a las playas de Lukannon...antes que el hombre las viniera a hollar.

Parte con rumbo al Sur ¡oh, Gooverooska!di a los reyes del mar nuestro dolor:¡pronto estarán vacías nuestras playascomo huevo de muerto tiburón!