La Gobernanza Del Miedo

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Alicia García Ruiz (2013) La gobernanza del miedo. Proteus.

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  • Direccin editorial: Miquel Osset Diseo cubierta: Cristina Spano Diseo editorial: Ana Varela

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    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorizacin escrita de los titulares del co-pyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproduccin parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografa y el tratamiento informtico, y la distribucin de ejemplares de ella mediante alquiler o prstamo pblicos.

    Primera edicin: junio 2013

    Alicia Garca Ruiz Para esta edicin:

    Editorial Proteus el Rossinyol, 4 08445 (!noves i Samals www.editorialproteus.com

    Depsito legal: B. 16401-2013 ISBN: 978-84-15549-51-2 BIC:JFM

    Impreso en Espaa - Printed in Spain El TInter, SAL. - Barcelona Empresa certificada EMAS

  • Ell de Diciembre de 2009 diversas televisiones cubrie-ron profusamente la noticia de una intervencin poli-cial en una sucursal bancaria de Burgos. Un individuo haba tomado como rehn a una empleada de Caja-crculo Burgos. Tras cinco horas y media, una unidad de GEOS redujo al asaltante y liber a la rehn.

    Descendamos un poco a los detalles. JRT es un hom-bre de 60 aos, sin antecedentes, que padeca graves problemas econmicos tras el incendio de su casa. Al parecer haba llegado a un punto en el que no poda ha-cer frente a la hipoteca y estaba en trance de embargo. En plena desesperacin, asalt la sucursal para exigir hablar, segn sus propias palabras, con el jefe de los jueces. Los testigos que se encontraban en el lugar recordaron haber escuchado gritar a JRT los bancos me han arruinado la vida. Se resolvi a tomar la ofi-cina para exigir la atencin pblica a su caso y que acu-diera a hablar con l algn representante de la Justicia. Los primeros momentos del suceso quedaron registra-dos por la cmara del telfono mvil de un testigo, que envi las fotografas a diversos peridicos. Tras varias horas de negociacin, los policas se introdujeron en la sucursal bancaria disfrazados de periodistas, habiendo prometido previamente al asaltante que le realizaran

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  • una entrevista para difundir su caso. A la salida, las cmaras de televisin entrevistaron a un testigo que declar visiblemente emocionado que la intervencin haba sido preciosa, espectacular.

    Cajacrculo Burgos emiti pocas horas despus un comunicado que desvinculaba a la entidad bancaria de toda relacin con lo sucedido. Segn se lea, sin em-bargo, en varias intervenciones en el foro de discusin sobre la noticia publicadas en el Diario de Burgos, Ca-jacrculo Burgos haba ido endureciendo durante me-ses las condiciones de los prstamos hipotecarios hasta hacerlas literalmente insoportables para muchos de sus clientes.

    Hace ya ms de tres aos de esta historia y desde en-tonces se han multiplicado los ejemplos del comporta-miento abusivo de las entidades bancarias, aunque la percepcin social ha cambiado. Lo que en su da era tratado como un comportamiento social desviado, perturbado, hoy se percibe bajo otra ptica, una pers-pectiva que comienza a indagar en las causas que llevan a la desesperacin a millones de personas por todo el mundo. No obstante, el proceso de criminalizacin de la pobreza no ha hecho ms que empezar a mostrar sus aristas ms duras. El suceso de Burgos y su tratamien-to informativo nos arroja a la cara, unos aos despus, preguntas inquietantes pero cada vez ms necesarias, comenzando por la primera de ellas: qu clase de rea-lidad social ha llegado a ser aquella donde una inter-vencin policial se califica de preciosa?

    Para responder a esta cuestin, tal vez debamos, Otra vez, empezar por hacer un poco de historia.

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  • Un poco de historia

    A partir de las ideas que Michel Foucault1 comenz a vislumbrar contra el trasfondo social de crisis de los aos 70, Gilles Deleuze visualiz agudamente un proceso so-cial del que tenernos cada vez ms evidencias en nuestra vida cotidiana y que qued plasmado ms tarde en su conocido texto, escrito en los aos noventa, Postcriptum a las sociedades de control.2 All, Deleuze adverta que las sociedades de control sustituiran lenta e irreversible-mente a las formas de dominacin del pasado, basadas en la disciplina. A diferencia de sus predecesoras, las so-ciedades de control se asientan sobre un principio tan simple corno efectivo: los sujetos pueden participar en sus propias formas de dominacin de manera consenti-da, dndose a s mismos razones convincentes para ha-

    1 Son ya clsicas las referencias al programa intelectual de Michel Foucault. donde se anuda la relacin. cada vez ms poderosa. entre la creciente desigual distribucin de la riqueza social y el aumento de la ideologa de la seguridad. el refinamiento de los mecanismos de control social y el auge de la penalizacin preventiva. Se pue-den recordar aqu. entre otras muchas obras suyas. Foucault. M.: Vigilar y Castigar. Mxico. Siglo XXI. 1994; La vida de los hombres infames. Madrid. La Piqueta. 1991 o La verdad y las formas jurdi-cas. Gedisa. Barcelona. 1980.

    2 Vese. Deleuze. G.: Conversaciones (1972-1990). Valencia. Pre-textos. 1999.

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  • cerio. Esto quiere decir, en otras palabras, que no slo se encuentran sujetos al poder sino que son sujetos del poder mismo, esto es, subjetividades producidas por re-laciones de poder, que se efectan a distinta escala hasta abarcar la totalidad de las dimensiones vitales.

    Desde hace dcadas, viene gestndose una fase pa-roxstica de esta imbricacin progresiva entre realidad, vida humana y poder, de esta filtracin mutua entre mquinas, cuerpos y discursos. Se trata de una confi-guracin de la existencia que hoy redefine las relacio-nes entre ontologa y poltica, distribuyendo el control espaciotemporal de lo existente a partir de criterios pe-ligrosos: la sospecha, la visibilidad y la exclusin.

    Tanto a escala individual como social, los ciudada-nos de las sociedades democrticas occidentales hemos venido consintiendo la implantacin progresiva e im-parable de una plyade de dispositivos cotidianos de control, hasta llegar a un punto en el que los umbra-les de tolerancia a la intrusin e incluso vejacin, as como las garantas reales de diversos derechos consti-tucionalmente establecidos han descendido a niveles alarmantes. Como ha dicho, de un modo ciertamente problemtico, Slavoj Zizek,3 en estas condiciones de aparente libertad es posible que decir totalitarismo liberal no sea un oxmoron, una contradiccin, pues-to que los requisitos necesarios para la autoperpetua-cin de las dinmicas del capitalismo de consumo neo-liberal estn secuestrando paulatinamente libertades

    3 V. Slavoj Zizek: Prlogo a Beauvois.J.L.: Tratado de la servidumbre liberal: anlisis de la sumisin. Madrid. La oveja roja. 2008.

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  • elementales de los ciudadanos de las llamadas demo-cracias liberales.

    Una extraa paradoja, la de que estas libertades va-yan cayendo una a una merced a dudosas defensas efec-tuadas en su nombre. Es extraa porque lo que preci-samente argumenta el ideario liberal es la salvaguarda de las libertades individuales como fundamento nor-mativo y moral de la vida social. Y sin embargo, qu tipo de libertad es la que se defiende cuando se habla de seguridad? Por qu parece hoy materia de consen-so que es preciso un rosario creciente de sacrificios de derechos y libertades en nombre de un nuevo derecho rector: el derecho a la seguridad? Algo parece estar sucediendo en las democracias liberales que las est corroyendo desde su interior, y se resume en una pto-funda tensin interna entre libertad y seguridad, una potente apora central que se enmascara con conflictos de baja intensidad, a la caza y captura de enemigos in-teriores y exteriores.

    El control y la seguridad, trminos cada vez ms presentes en las descripciones de la vida cotidiana, estn transformndose hoy en los dos polos de un nico continuo de dinmicas sociales; dinmicas sustentadas en el miedo, que generan una autntica ideologa del temor y que se ejercen fundamental-mente en dos direcciones: el miedo a los otros y el miedo a uno mismo.4

    Debo esta idea a Fernando Aguiar. Cientfico Titular del lESA-A. CSlC, con quien mantuve una conversacin en torno a esta doble direccin de la gestin del miedo contempornea.

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  • Para comprender lo que est sucediendo debemos, por tanto, intentar detectar lneas de continuidad en-tre diversas realidades surgidas al abrigo de la consoli-dacin del discurso sobre seguridad como argumento poltico y como imaginario social.

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  • Control y seguridad. Privatizacin de la vida social

    Armand Mattelart, l un lcido socilogo francs que desde hace dcadas viene analizando la semioesfera del capitalismo de consumo, ha descrito esta situacin como una prevaricacin creciente de la razn de Es-tado. Su advertencia es extremadamente importante: no se trata de una situacin de emergencia aparecida ex novo a raz de los sucesos del 11 del Septiembre.

    Esta es una inquietud compartida por mucho otros pensadores polticos contemporneos tales como Gior-gio Agamben2 o Judirh Bucler3, quienes denuncian que, debido a profundas contradicciones internas, derivadas de la extensin irrestricta de los principios acumulati-vos del neo capitalismo de consumo, se est experimen-tando una presin creciente sobre los lmites de funcio-namiento saludable de la democracia, de modo que la figura poltica del estado de excepcin podra estar generalizndose dentro de la misma. La tesis central es

    1 Vamos a apoyarnos fundamentalmente en dos libros suyos: Un mundo vigilado. Barcelona. Paids. 2009 y Comunicacin e ideo-logas de la seguridad. con Michelle Mateelart. Barcelona. Anagra-ma.1978.

    2 Agamben. G.: Estado de excepcin. Valencia. Pretextos. 2004. J Buder. J.: Vida precaria. Barcelona. Paids. 2007 y Mecanismos ps-

    quicos del poder: teoras de la sujecin. Madrid. Ctedra. 200 l.

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  • que este estado de excepcin, definido como una suspensin temporal y arbitraria de los mecanismos de legalidad vigentes, no ha surgido de un vaco histrico. Por el contrario, gradualmente se ha ido haciendo po-sible contra el trasfondo histrico de un proceso de d-cadas de duracin, durante el cual se habra venido ges-tando un paulatino e inexorable recorte de libertades, acompaado de la implantacin de un insidioso ideario destinado a la criminalizacin de la discrepancia, en aras de la mejor implantacin de un capitalismo desbo-cado. Estos procesos sealan hacia zonas oscuras de las sociedades democrticas que, paradjicamente, es ne-cesario poner de manifiesto, pese a su visibilidad: estn teniendo lugar a plena luz del da, con el consentimien-to de ciudadanos que creen habitar en sociedades afor-tunadamente regidas por el pluralismo, a salvo de ame-nazas internas al mismo. Una mirada histricamente informada debe ser capaz de desvelar el proceso por el que la figura del ciudadano se est transformando pau-latinamente en la silueta del sospechoso, un proceso que se argumenta polticamente como forma de aumentar la seguridad cotidiana, en el marco de rentabilizacin poltica de un clima social de miedo artificialmente in-ducido. En este estado de cosas, se hace ms preciso hoy que nunca provocar un debate pblico sobre la finali-dad y condiciones de funcionamiento de los dispositi-vos de seguridad, un debate que posiblemente an no se ha llevado a cabo con la mxima profundidad pero que ser ineludible en un futuro prximo si queremos detener una autntica escalada de agresiones a liberta-des elementales que pueden terminar por transformar

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  • la vida social en un estado de guerra y que convierten la ficcin antropolgica del temor como fundamento normativo en una asfixiante realidad que nos envuelve y nos cerca cotidianamente.

    Como seala Mattelart, una polmica pblica sobre polticas de seguridad ha de permitir la discusin y acla-racin de tres puntos imprescindibles en orden a recla-mar actuaciones de control constitucional sobre el control.

    l. En primer lugar, dilucidar qu conceptos y doc-trinas han permitido prescribir el perfil de un enemigo, supuesto o real, exterior o interior, que en teora justifica el incremento tecnopoltico de dispositivos de seguridad en la vida cotidiana.

    2. En segundo lugar, describir cmo y con qu aquiescencia ciudadana e institucional se ha hecho aceptable este universo social de sospecha, tribu-tario de su origen militar y en el que se refuerzan unos inquietantes y no siempre evidentes vnculos entre industria privada, Estado, ejrcito y polica.

    3. En tercer lugar, identificar desde qu polos geopo-lticos, redes y cauces se ha efectuado la inter-nacionalizacin de una doctrina de la seguridad nacional, que se pub licita como defensa de la de-mocracia frente a difusos conceptos del mal, conceptos que deben su temible potencia de cre-cimiento precisamente a su indefinicin.

    La necesidad de la reivindicacin de una conciencia ciudadana histricamente informada resulta ms clara mediante un ejercicio de lectura que aqu proponemos. Se trata de una revisin conjunta de los dos libros men-

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  • cionados de Armand Mattelart, Comunicacin e ideo-logas de la seguridad y Un mundo vigilado, dos obras separadas por un intervalo de casi treinta aos. Ledos ambos libros conjuntamente, desde el presente, se apre-cia que no slo siguen rigiendo los mismos principios y dinmicas de control detectados por el primero, sino que, tal como se describe en el segundo, stos se han ex-tendido y pormenorizado, tanto en el espacio geogrfi-co como en las dimensiones vitales que abarcan, al abri-go del proceso de globalizacin econmica y semitica.

    Cada uno de estos textos toma por referencia una misma fecha, el 11 de Septiembre. No se trata slo de una casualidad cronolgica; es la propia mirada hist-rica la que convoca el sentido paralelo de ambas fechas. As, la fecha 11-S representa el inicio de una larga serie de aldabonazos contra la libertad colectiva: el pri-mer 11 de Septiembre se refiere al Golpe de Estado de Pinochet en Chile en 1974 Y el segundo a la escalada de pnico colectivo desencadenada a raz del ataque a las Torres Gemelas. El propio Mattelart fue testigo de ex-cepcin de lo sucedido en Chile: al igual que su esposa, trabajaba como socilogo en Santiago, profundamente inserto en la realidad social del pas, siendo expulsado cuando los militares tomaron el control. El texto que escribi, hace treinta aos, tras esta dursima experien-cia, defenda con firmeza la necesidad de analizar la ge-nealoga histrica de las dictaduras latinoamericanas, el imperativo de comprender su lenta e insidiosa forja en el transcurso de dcadas, a fin de combatir su callada e inexorable internacionalizacin bajo la figura de la seguridad nacional. Leer esta obra hoyes absolutamen-

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  • te desazonador. Parece como si la realidad histrica de los ltimos aos hubiera cumplido los peores sueos y previsiones de aquel estudio crtico, clonando a esca-la global el Estado Militar cuyos contornos se haban propuesto precisar tericamente estos investigadores a fin de que el agujero negro del estado de excepcin no engulliera libertades fundamentales por las que han lu-chado durante siglos hombres y mujeres. Mattelart co-menzaba su reflexin de 1978 mediante un poema de Erich Fried,4 que es re introducido en el libro de 2009 y que no puede resultar ms actual:

    No es la excepcin sino el estado de excepcin lo que confirma la regla

    ~ regla? Para que no se pueda responder a esta pregunta se proclama el estado de excepcin.

    La idea fuerza de ambos libros es precisa y contun-dente: de modo progresivo e imparable se ha venido formando una alianza entre las exigencias de expan-sin del capitalismo y una ideologa de la seguridad. Es una asociacin temible que ha venido para quedarse. La ideologa de la seguridad est destinada a fortale-cer y a la vez flexibilizar el control de la poblacin, un juego de sujecin y subjetivacin indispensable para la nueva fase de acumulacin de capital.

    , Fried. E.: Cien poemas aptridas. Barcelona. Anagrama, 1974.

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  • El desarrollo en la ltima mitad del siglo del siste-ma capitalista se ha venido caracterizando por una creciente militarizacin del Estado y de la vida social, orientada a sostener la hegemona de los intereses privados que definen el capitalismo de consumo. Los anlisis de ambos libros, efectuados en dos momentos histricos de crisis econmica, hacen hincapi en que esta crisis se construye simblicamente como punto de refundacin del Estado. Ahora bien, esta refundacin no posee el esperanzado cariz reformista con el que se proclama la crisis como oportunidad o como nuevo pacto social. La refundacin se manifiesta en realidad como la resurreccin cclica de formas de poder militarizadas, que vuelven ms invisibles, insi-diosas y fortalecidas que nunca, porque se naturalizan con la vida cotidiana, a travs de pequeos gestos: desde pasar un control en un supermercado o un ae-ropuerto a recibir publicidad en la pgina del correo electrnico referida al tema objeto de nuestras ltimas consultas a la red.

    En 1978 Mattelart constataba que los pases del Cono Sur estaban constituyendo un verdadero tubo de ensa-yo para la globalizacin militarizada que se avecinaba:

    existe una lnea de continuidad profunda entre todos estos regmenes autoritarios ( ... ) Su aparicin con-cuerda con la crisis actual de la economa mundial ca-pitalista, crisis de una forma histrica de acumulacin de capital ( ... ) El aparato de estado militar debe ser considerado como la fase paroxstica de un proceso

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  • global de adecuacin del sistema capitalista, que exige el repliegue de las libertades y el refuerzo del control sociaP

    A la manera de toda ideologa, la doctrina de la segu-ridad nacional racionaliza un proceso real, y expresa el cambio que est ocurriendo con el modelo de exis-tencia y de expansin del capital en estos pases.6

    Una sociedad dbil, en la que el vnculo social est roto y la accin poltica se reduce al silencio y al con-sentimiento, es el requisito necesario para poder efec-tuar, sin oposiciones internas, polticas que excluyan estructuralmente a una parte de la poblacin, elimi-nando as cualquier cortapisa al ansia arrolladora de acumulacin de los grandes entramados financieros e industriales. Y es aqu donde se empieza a trenzar la relacin entre pobreza, exclusin social y temor. Se entrelaza mediante el vnculo generado por dos prin-cipios del totalitarismo, resucitados en el seno de las sociedades de consumo. Por un lado, la movilizacin global de la sociedad como una maquinaria en aras del sistema productivo y el U'iufore State o estado de guerra social permanente, ambos conceptualizados por Ernst Junger. Por otro, el estado de excepcin teo-rizado por Carl Schmitt y tambin revisitado hoy por pensadores de muy diferente signo. La doctrina jurdi-

    s Manelan, A.: Comunicacin e ideologas de la seguridad, Barcelona, Anagrama, 1978, p. 46.

    (, Manelan, A.; ibd., p. 89.

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  • ca del estado de excepcin define la soberana como el poder de declarar la suspensin de la legalidad vigente, con la consecuencia ltima de que el Derecho se asimi-la al orden existente de facto. En suma, lo que favorece con la utilizacin autoritaria de estos principios son sociedades despolitizadas y temerosas, que, en ultimo trmino, acaban por ser sociedades movilizadas hacia la reproduccin de relaciones sociales funcionales para la acumulacin privada irrestricta y no distributiva de capital, sustentadas en el miedo y donde se hace posi-ble una forma arbitraria de concebir el poder, capaz de saltar las garantas constitucionales para implantarse a s misma como fuente de normatividad y de legalidad. Debemos preguntarnos hoy si cada uno de esos peque-os puntos de seguridad o de observacin y deten-cin, gestionados por agentes de compaas privadas, no se estn convirtiendo, precisamente por una falta de control sobre sus procedimientos, en estados de excepcin en miniatura.

    Esta falta de control sobre los supuestos procedimien-tos securitarios es el resultado de un consentimiento colectivo. Desde la dcada de los cincuenta, la supuesta crisis de gobernabilidad de las democracias se ha ido convirtiendo en el pretexto para el incremento de este control y el desarrollo de una ideologa de la seguridad. La reproduccin del Acta de la Comisin Trilateral, de la que ya nadie habla hoy da, nos puede aclarar unos cuantos puntos acerca de cmo se ha ido abriendo el camino para una visin de ciertos actos polticos como algo que no debe ser totalmente transparente, por el

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  • propio bien de los ciudadanos, pues de otra mane-ra se producira un exceso de democracia. Nada ms funcional, pues, para escamotear una vigilancia sobre los propios mtodos de vigilancia. En tales trminos, refirindose a la crisis de gobernabilidad como exce-so de democracia se expres, en 1975, el informe de la Comisin Trilateral, realizado por tres investigado-res: Samuel P. Huntington, con el tiempo paladn de la Teora del Choque de Civilizaciones, Michel Crozier y Joji Watanuki? El director de la Comisin, finalmen-te, era Zbigniew Brzezinski, Consejero de Seguridad Nacional estadounidense y uno de los principales di-rigentes estratgicos de la Guerra Fra. Esta comisin, conformada por Francia, Estados Unidos y Japn fue descrita como un grupo de ciudadanos privados reunidos a instancias de David Rockefeller y represen-tantes de grandes grupos empresariales y personajes destacados de la poltica. Ha sido relacionada con las clebres reuniones del Club Bilderberg, objeto de mu-chas teoras conspiracionistas; en todo caso, se trata de un libro publicado en la New York University Press y que se puede consultar pblicamente.

    El diagnstico que realiza este informe es bastante simple, pero no por ello menos escandaloso. Sostiene que un ejercicio intenso de democracia, como el que se da en una sociedad altamente escolarizada, movilizada polticamente e informada sobre su historia, sobre-

    - Crozier, M.; Huntington, S.P.; Watanuki, J.: The Crisis of Demo-cracy: Report on the Gobernabi/ity of Democracies to the Tri/aura/ Commision, Nueva York, New York University Press, 1975.

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  • cargara de demandas el sistema gubernamental. Por tanto, un exceso de democracia8 es disfuncional, a juicio de la comisin, para la gobernabilidad de las democracias liberales.

    El funcionamiento efectivo del sistema poltico de-mocrtico requiere con frecuencia de una cierta me-dida de apata y de no-participacin por parte de algu-nos individuos o grupos. En el pasado, cada sociedad democrtica ha tenido una poblacin marginal, ms o menos importante numricamente, que no particip activamente en la vida poltica. Esta marginalizacin de ciertos grupos es, en s misma, antidemocrtica por naturaleza, pero ha sido tambin uno de los factores que le han permitido funcionar efectivamente. Aho-ra, grupos marginados, los negros, por ejemplo, parti-cipan plenamente en el sistema poltico. Y el peligro reside en sobrecargar el sistema poltico de exigencias que amplan sus funciones y minan su autoridad.9

    El laboratorio de ensayo para este progresivo desa-rrollo de polticas de excepcin, en aras de la nocin de seguridad nacional, fueron en las dcadas siguientes al macarthismo las dictaduras militares de los pases del Cono Sur, cuyos generales haban tenido una larga tra-dicin de entrenamiento y lecturas por parte de milita-res alemanes y una fuerte afinidad con el universo sim-

    8 Crozier. M.; Huntingron. S.P.; Watanuki.).; ibd . p. 113. 9 Crozier. M.; Huntingron. S.P.; Watanuki.J.; ibd . p. 114.

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  • blico nazi. Pinochet en Chile y Golbery en Brasil, son ejemplos de las primeras redacciones de tratados sobre un trmino hoy extensamente utilizado: geopoltica. Hoy parece haberse olvidado que el trmino contem-porneo de geopoltica est ntimamente vinculado a los estudios militares y ms concretamente a la Doc-trina de Guerra que comienza a teorizarse durante los aos cincuenta y llega a su apogeo en los setenta, pro-longndose hasta hoy. Se puede afirmar que un estado de guerra social o warfore state comienza en ese pero-do un lento proceso de internacionalizacin partiendo del ensayo de las dictaduras militares. Como muestran anlisis de documentos y obras militares de la poca1o en el desarrollo de tales dictaduras se van experimen-tando e implantando progresivamente construcciones sociales del enemigo interior, para lo cual los milita-res se apoderan hbilmente de la determinacin difusa y sin suficientes procedimientos de control del cargo de terrorismo, al tiempo que se multiplican los procedi-mientos de proteccin interior aplicables en tiempos de crisis y se vislumbra progresivamente el proyecto de una Europa policial, la sistematizacin e intercambio de ficheros informticos, al principio policiales y ms tarde econmicos, biomtricos, etc. En suma: se arti-cula un proyecto geopoltico de reorganizacin simb-lica, fsica y normativa del territorio en funcin de la nocin de seguridad operativa a escala internacional.

    10 Ver Mattelart. A.: Comunicacin e ideologas de la seguridad. Bar-celona. Anagrama. 1978. en especial pp. 81 Y ss.

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  • La nocin de guerra total en el marco de la socie-dad es teorizada a la perfeccin por el general brasileo Golbery do Couto:

    De estrictamente militar la guerra se ha convertido en una guerra total, una guerra tanto econmica, fi-nanciera, poltica, psicolgica y cientfica como una guerra de ejrcito, flota y aviacin: de la guerra total pasamos a la guerra global y de la guerra global a la guerra indivisible y, por qu no decirlo, permanente. ll

    La guerra que describe Golbery do Couto es el con-flicto puesto en sordina que convierte a la sociedad en-tera en campo de batalla, borrando distinciones entre tiempo de paz o tiempo de guerra, lo civil y lo militar. Para sostenerla todo ciudadano es necesario, hay que movilizar a la totalidad de las fuerzas vivas de la na-cin, dice Golbery con un inequvoco eco de Ernst Junger y hay que hacerlo en todos los niveles, a base de naturalizar la situacin. De este modo, mediante el military nation-building se moviliza a la sociedad contra s misma, contra un enemigo de contornos di-fusos y que en la mayora de los casos no es otro que su propio miedo. En la cspide de esta definicin totali-taria de guerra se va a acabar colocando la nocin de se-guridad nacional, mediante la cual se colonizan todos los sectores de la sociedad como vigilantes mutuos y se establece una potente equivalencia entre las nociones

    11 Mandare. A.; ibd. p. 52.

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  • de seguridad y desarrollo. Como si la seguridad fuera la garante del desarrollo y no un desarrollo social sosteni-do y redistributivo la mejor garanta contra la necesi-dad de un aparato estatal de seguridad.

    En nombre de la seguridad se consagra la expresin costo social para designar los sacrificios que se le piden progresivamente a la poblacin: cada vez un poco menos de privacidad, cada vez un poco menos de independencia nacional en aras de la interdepen-dencia en la internacionalizacin de la lucha contra el enemigo y un largo etctera creciente de excepciones y cesiones de soberana.

    Con el fin de ilustrar este punto, podemos probar a leer la siguiente declaracin:

    Las fronteras geogrficas entre los pases han sido re-basadas: el carcter crtico del momento exige el sacri-ficio de una parte de nuestra soberana nacional. La in-terdependencia debe reemplazar a la independencia.12

    Parece un llamamiento de los muchos que hoy da se efectan a la colaboracin internacional en materia de seguridad. Sin embargo, en realidad son, de nue-vo, palabras del militar brasileo Golbery do Couto. Lo que se intenta poner de manifiesto aqu es que la retrica de gran parte de las expresiones, principios y exhortaciones a la colaboracin en materia de seguri-dad se encuentran inequvocamente ya formulados en

    12 Citado en Mandare. A.; ibd. p. 56.

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  • los manuales de geopoltica de las dictaduras militares latinoamericanas de los setenta y esto no deja de ser inquietante.

    La doctrina que derriba el equilibrio de poderes constitucionales y el Estado de Derecho, la de la Se-guridad Nacional, tiende a implantar una hegemona del aparato policaco-militar frente al conjunto del Estado, si no se dan los correspondientes controles por parte del poder judicial y de la sociedad. Un giro sumamente problemtico y de carcter progresivo, alevoso, que exige una labor social de contravigilancia frente a la pretensin de vigilarnos permanentemente. El pasaje clsico del Estado de Derecho a la legisla-cin supraconstitucional que hace permanente el es-tado de excepcin es un peligro ms actual que nunca y no un simple mal recuerdo del pasado dictatorial. Por medio de este pasaje se legitima la arbritrariedad encubrindola con una pseudo legalidad. El estado de excepcin puede retornar y est hacindolo en formas mucho menos evidentes, pero rastreables en el tron-co conceptual comn de la nocin de seguridad y en otras nociones ms confusas como las invocaciones al patriotismo o a la idea de patria. No en vano el paquete de medidas de seguridad ms poderoso de Es-tados Unidos fue bautizado como la Patriot Act, Acta Patritica.

    En todo proyecto de construccin de nacin que se plantee en trminos defensivos (military nation-buil-ding) o, por lo menos, identitarios, caractersticamen-te hay siempre una parte de poblacin que no forma parte de tal proyecto de Patria: un colectivo que que-

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  • da estructuralmente excluido. AS, Mattelart sealaba acertadamente que en Chile el pueblo trabajador se encuentra eliminado del conjunto de individuos que el concepto de nacin engloba. En la Declaracin de Principios de la Junta Chilena de 1979 se dice que:

    La seguridad nacional es de responsabilidad de cada uno y de todos los chilenos, por tanto debe inculcarse este concepto en todos los niveles socio-econmicos, a travs del conocimiento concreto de las obligacio-nes cvicas generales y especficas en relacin con el rea de Interior; por el estmulo de la escala de los va-lores patrios, por la difusin de los alcances culturales propios en la variada gama del arte autctono y por la orientacin y comentarios permanentes de las tra-diciones histricas y de los smbolos que representan la Patria. 13

    El excluido es, automticamente, el enemigo inte-rior: el disidente. Enemigo, en este caso, es aquel que no es tenido por un ciudadano de primera, con carta de identidad patritica -sea lo que sea aquello que se entiende por Patria- un pilar sobre el que construir patriotismo y una nocin orgnica del consenso, el objetivo de lo que Antonio Gramsci llamaba el Es-tado Educador. All donde se vela por la pureza de la comunidad, de su inmunidad frente al contagio de los elementos extranjeros o extraos, se embosca el

    13 Mattelare, A.: Comunicacin e ideologas de la seguridad, Barcelo-na, Anagrama, 1978, p. 61.

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  • fantasma de la caza de brujas, la voluntad estratgica de supresin del enemigo interior.

    El abuso de estas doctrinas del enemigo interior ha tenido, no obstante, algunas voces crticas internas, tal como sucedi en 1976 con la Comisin de Inves-tigacin del Senado de Estados Unidos. Esta comisin hizo pblica una confesin respecto a la posibilidad de desbocamiento de las actividades de vigilancia electr-nica, que reproducimos este pasaje:

    La imprecisin y la manipulacin de etiquetas tales como seguridad nacional, seguridad interior o actividades subversivas e inteligencia contra el enemigo han conducido a una utilizacin injustifi-cada de dichas tcnicas. Valindose de estas etiquetas, las agencias de informacin han aplicado estas tcni-cas de intrusin deliberada con individuos y organi-zaciones que no ponan en ningn peligro la seguri-dad nacional. En ausencia de normas precisas y de un control eficaz proveniente de una instancia exterior, algunos ciudadanos norteamericanos han servido de blanco, simplemente porque se ha visto su protesta legal y su filosofa no conformistas. 14

    Aun as, una vez consentido el tipo de aparato de Es-tado de vigilancia que patrocina la Seguridad Nacional ste se enquista en la sociedad, haciendo que perduren sus estructuras ms all de las circunstancias que lo ha

    .. Mandart, A.; ibd., p. 72.

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  • visto nacer. Es mucho ms probable que un gobierno perciba las ventajas de conservar una bestia con bozal que destruirla. Especialmente si esta bestia es como Argos, un gigante de mil ojos que permite monitorizar a la poblacin en una mirada de espacios y tiempos. El complejo de la ideologa de la seguridad es un dispo-sitivo que, una vez puesto en funcionamiento, mani-fiesta una clara vocacin de permanencia. Esto ha sido posible, en nuestras sociedades contemporneas, en buena medida gracias al sustento de un determinado acercamiento psicopoltico a la poblacin, que combi-na la socializacin temprana, los procesos de subjeti-vacin que movilizan el temor como su emocin sub-yacente y la naturalizacin de determinados gestos y funcionalidades en la vida cotidiana.

    As, el acercamiento psicopoltico a la poblacin con el fin de implantar progresivamente esta ideologa de la seguridad ha actuado en dos vertientes. La primera, consiste en la potenciacin de una cultura del temor y el adoctrinamiento en masa, habituando a la poblacin a crecientes controles desde la infancia para hacerle atractivas estas tecnologas. En el Libro Azul de las nue-vas industrias de componentes de biometra GIXEL (Groupement des Industries de l'lnterconnexion, des Composants et de Sous-ensembles lectroniques) en Francia se recomienda la naturalizacin del uso de estas tecnologas desde la infancia, de la siguiente manera

    En nuestras sociedades democrticas, la seguridad se vive muy a menudo como un atentado a las libertades individuales. Por consiguiente, hay que conseguir que

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  • la poblacin acepte las tecnologas utilizadas, como entre otras, la biometra, la video vigilancia y los con-troles. Los poderes pblicos y los industriales debern desarrollar varios mtodos para que se acepte la bio-metra. Debern venir acompaados por un esfuerzo de convivencia, un reconocimiento de la persona y por una aportacin de funcionalidades atractivas. Educacin desde el parvulario: los nios utilizan esta tecnologa para entrar en la escuela, salir a comer y los padres se identificarn para ir a buscar a los nios. l )

    En segundo lugar, y junto a esta educacin desde el parvulario, encontramos una colonizacin psico-poltica que es tributaria de una tctica de guerra cl-sica: la guerra psicolgica al enemigo interior. Lo interesante es que ese enemigo interior no son slo los otros en referencia a un colectivo. Un enemigo interior puede potenciarse dentro de un mismo in-dividuo, como una identidad reprimida, que ha de ser neutralizada. La propia subjetividad resulta ser un en-carnizado campo de batalla, en el que el miedo a uno mismo constituye el terreno de cultivo para el avance del miedo a los otros.

    En el plano colectivo, una forma particularmente efectiva de guerra psicolgica para eliminar al dis-crepante o enemigo interior es aislarlo de cualquier referencia y solidaridad con una colectividad, singula-

    " Mattelan. A.: Un mundo vigilado. Barcelona. Paids. 2009. p. 240. Subrayado mo.

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  • rizndolo en su anomala. En una fase paroxstica esta forma de criminalizacin preventiva llega a con-ceptualizar al enemigo potencial de modo difuso, su-perponiendo su silueta al perfil de todo individuo que disienta del modus vivendi definido como normali-dad. A escala agregada, estos individuos resultan ser poblaciones enteras respecto a las cuales se trazan en el espacio lneas de separacin arquitectnicas, econ-micas, simblicas: una parte de la poblacin queda ex-cluida y desarticulada y a menudo es un remanente que ha de ser convenientemente reeducado con diversas te-rapias o castigos disciplinares. Lo que se consigue crear de este modo es individuos, en definitiva, con miedo de s mismos y de los otros, individuos vulnerables. El temor que habita en los corazones de quienes se en-cuentran en el lado de la normalidad es el miedo a ser vulnerables, a ser expulsados o autoexpulsarse al otro lado, a la parte de los otros, sin posibilidad de que en ese camino encuentre compaeros de viaje sino una pavorosa soledad. La desmovilizacin sistemtica de la dimensin comn como experimentacin de nue-vas formas de relacin social (y una correspondiente movilizacin de carcter individualista, ensimismado en la privacidad) es hoy una necesidad del sistema pro-ductivo. En consecuencia, la dimensin comn se ha despedazado en una mirada de espacios y tiempos de miedo, gestionados a travs de polticas del temor.

    El resquebrajamiento de la capacidad de experiencia colectiva ha terminado por minar incluso a las propias instituciones polticas, que padecen una fuerte deslegi-timacin. La nica implicacin ciudadana presente en

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  • ellas parece ser un mero carcter de representacin, pero no de participacin. Presuponen a ciudadanos que no representan. Magramente sustentadas por unas relaciones sociales inexistentes, la crisis institucional es el ltimo eslabn de una cadena de desimplicacin favorecida por un aislamiento donde se generan pato-logas propias de la constelacin del temor: ansiedad, fobia social, estrs como vivencia constante de una amenaza difusa a la propia integridad, etc. En tales condiciones, se vuelve a hablar de la necesidad de una confianza social. Pero es posible una cultura de con-fianza sobre la base de una ideologa de la seguridad que exaspera y requiere un clima social de temor? En estas condiciones, es realmente la seguridad un fac-tor para el desarrollo, como muchos lderes polticos, especialmente a escala local, repiten a menudo o ms bien se trata de lo contrario, que ciertas condiciones de expansin del capital requieren unas determinadas formas de control de la poblacin? Por decirlo con una paradoja son ese tipo de ciudades seguras ciudades realmente seguras? Para quin?

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  • El miedo y la contingencia

    El miedo y la constelacin de enfermedades psicolgicas asociadas a l es la emocin que cada vez ms se vincula con la experiencia de la relacin social. Constituye tam-bin el sustrato ideolgico sobre el que se metaboliza la ideologa de la seguridad, el miedo al desconocido, el temor a la exposicin a los otros.

    La forma en la que cada sociedad reacciona ante lo desconocido est configurada en unas coordenadas histricas variables. En nuestras sociedades urbanas esta reaccin es cada vez ms un tipo de miedo que se gestiona polticamente no para su disolucin sino ms bien para su potenciacin, ordenando el territorio y estructurando los tiempos de la sociedad.

    La cultura actual que pensadores como Zigmunt Bauman, Nicklas Luhmann, Ulrich Beck Paul Virilio y Frank Furedi 1 han descrito como cultura del miedo

    1 Ver, entre otros, Bauman, Z.: Miedo lquido, Barcelona, Paids, 2007; Luhmann, N.: Sistemas Sociales, Barcelona, Anthropos, 1984 y Luhmann, N.: Risk: A Sociological1heory, Nueva York, De Gruiter, 1993; Beck, u.: La Sociedad del Riesgo, Barcelona, Pai-ds, 1998; Virilio, P.: Gty olPanic, Oxford, Berg, 2002; Furedi, F.: Politics 01 Fear, Londres, Continuum, 2005; Furedi, F.: Culture of Fear, Londres, Continuum, 2002 y especficamente Precaucio-nary culture and the rise of possibilistic risk assessment, en: Eras-

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  • es una cultura en la que el temor y la ansiedad expresan el estado de nimo dominante ante la contingencia e incertidumbre que caracterizan a toda existencia, inclu-yendo la existencia colectiva. Esta cultura de la precau-cin es una visin que anima a la sociedad a aproximar-se a la experiencia humana como potencial permanente de riesgo. En consecuencia, toda nueva experiencia que se pueda concebir en el espacio social se convierte en un algoritmo de riesgo, que ha de ser calculado y ges-tionado. Se cumple de este modo la sombra prediccin de Elas Canneti en Masa y poder: Nada teme ms el hombre que ser tocado por lo extrao.

    En el marco de esta ingeniera social de percepcin del riesgo, la figura del Desconocido y de lo ignoto deja de ser experimentada como novedad e incluso oportu-nidad, para pasar a ser percibida como enemigo even-tual al que hay que identificar, protegerse del mismo o, incluso, neutralizar. Los mecanismos de reconoci-miento social dejan de ser procesos de conocimiento para concentrarse en la determinacin del enemigo potencial, de tal modo que el conocimiento as gene-rado no es fuente de un sentimiento de seguridad, sino que genera mayor percepcin de inseguridad y, como si de una espiral se tratara, mayor entropa securitaria.

    mus Law Review, 2, 1I, 2009. Resultan tambin interesantes, Ellin, N. (ed.): Arquitecture 01 Fear, Princeton University Press, 1997; Bendelow, G. y Williams, S. (eds.): Emotions in Social Lije, Londres, Routledge, 1997; Scrmon, D.L.: Sociophobics. The Anthropology 01 an Emotion, Londres, Westview Press, 1986; Scott, A.; Kosso, c.: Fear and its Representations, Turnhom, Brepols, 2002; Tuan, Y.F.: Landscapes ofFear, Nueva York, Pantheon Books, 1979.

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  • En otras palabras: se conoce -y el entrecomillado es a propsito- ms para acabar temiendo ms, de modo que se termina por producir aquello que ms se teme: el temor mismo.2 Gestionado en manos de una maquinaria social como son los desbocados dispo-sitivos actuales de seguridad, este tipo de saberes, que operan sobre un conocimiento a menudo distorsiona-do de la realidad social, queda convertido en aquello que como ciudadanos se nos ha de ahorrar, que se nos escamotea, porque segn un tipo de idelogos de la se-guridad no estamos preparados para asimilar todos los riesgos desconocidos que nos acechan.

    As se expresaba el secretario de Estado Donald Rumsfeld en Febrero de 2002:

    Los informes que dicen que no ha pasado nada son los que siempre me interesan, porque, como sabemos, hay conocidos que conocemos. Pero tambin sabemos que hay conocidos que no conocemos todava, lo cual quiere decir que hay algunas cosas que no sabemos. Y, finalmente, tambin hay desconocidos que descono-cemos -aquello de lo que todava no sabe~os que no sabemos.3

    Resulta inevitable. aunque slo sea una mencin. la alusin a la idea del filsofo Spinoza. expresada tanto en la tica como en su Tratado Teolgico-Poltico. de que son la esperanza y el miedo los afectos o emociones decisivas para el sometimiento y la coercin. ya sea interpersonal o poltica. Ambas. constituyen formas de re-nuncia al presente. en aras de una cierta nocin de futuro.

    , Citado en Furedi. E: Precaucionary culture and the cise of possibi-listic risk assessment. en: Erasmus Law Review. 2. 11. 2009. p. 203.

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  • Esta alambicada formulacin constituye una para-noide fenomenologa del temor, que se puede resumir en la categorizacin de la percepcin del riesgo bajo una lgica modal: lo que se sabe, lo que se puede lle-gar a saber y lo que todava ni siquiera se imagina. El resultado es la transmisin masiva de alarma social a la poblacin, una psictica experiencia de terror a lo desconocido. Se exhorta a los servicios de inteligen-cia a embarcarse rumbo a lo desconocido, pero de un modo en el que la vieja divisa ilustrada de atrvete a saber -sapere aude- ms que iluminar realidad alguna proyecta sombras e inquietud, convirtindose en constante fuente de malestar social. El resultado es la consolidacin rutinaria de una mentalidad agorera, de manera que la vida social acaba por transformarse en un permanente simulacro de catstrofe, un ensayo generalizado de lo peor. El cine apocalptico, los reality show escenifican en la semioesfera este estado de ni-mo generalizado de la poblacin. Por eso, no resulta de extraar que en el momento en el que sobreviene una intervencin policial, como por ejemplo la de Burgos con la que comenzbamos este ensayo, se la valore con criterios estticos, declarndola preciosa, espectacular. Como si se tratara de una catarsis perversa, de una neu-tralizacin espectacularizada de los miedos colectivos.

    Las direcciones del miedo son, en suma, dos: el mie-do a los otros y el miedo a uno mismo. Y esta dualidad se traslada a un juego de diferencias y de confusiones que se maneja insidiosamente.

    Los espacios del miedo generados por una gestin privada e incontrolada de la ideologa de la seguridad

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  • y de sus dispositivos funden lo privado y lo pblico, haciendo porosas sus relaciones en aras de intereses privados. Por un lado, se pierde progresivamente pri-vacidad e intimidad, pero por otro se privatizan los espacios pblicos y se patrimonializa la informacin. Las reglas de la vigilancia por empresas privadas se van implantando como algo normal en el espacio pblico y los vigilantes privados se invisten con prerrogativas que pertenecan a las llamadas fuerzas pblicas de se-guridad. Por su parte, las fuerzas pblicas de seguri-dad, en su celo por mantener el orden, a veces amplan el nivel de indefinicin de lo permitido en aras de la seguridad, generando microestados de excepcin, agu-jeros negros de legalidad a escala microscpica.

    La privatizacin de la seguridad, como nos ha recor-dado Foucault en La verdad y las formas jurdicas se remonta al siglo XVIII, momento en el que las com-paas comerciales que empezaban a acumular stock de mercanca creaban sus propias compaas de segu-ridad mercenarias, sus pequeos ejrcitos comerciales, que hoy podramos reconocer en fuerzas parapolicia-les como las que progresivamente se van extendiendo a lo largo y ancho del mundo.

    Un rgimen de verdad, esto es, una organizacin de condiciones sobre lo que se considera verdad o rea-lidad es, adems, un rgimen de visibilidad, por usar de nuevo ideas de Michel Foucault. En nuestras ciudades cada vez ms se confa la configuracin del paisaje ur-bano a los criterios de visibilizacin: se decide pblica-mente en funcin de intereses privados lo que se quiere y no se quiere ver en cada barrio. As, ciudades como

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  • Barcelona llegan a definirse como tiendas -la mejor tienda del mundo- y toda tienda comien-za por la necesidad de disponer estratgicamente los elementos de un escaparate, por un rgimen de visibili-dad. A menudo, el resultado de convertir el espacio ur-bano en un gran escaparate es un desarrollo cosmtico, por el cual no se combate sino que slo se gestiona la desigualdad y el malestar, reconcentrndolos espacial y temporalmente en zonas invisibles de la vida urbana.

    La experiencia social de la temporalidad queda igualmente sometida a lgicas del miedo.

    As, no se reconoce la figura del desconocido bajo la lgica de la hospitalidad sino bajo el prejuicio o juicio previo basado en la sospecha de lo que puede llegar a hacer. Ante esta perversin de la mirada anticipativa, es necesario convocar una mirada retrospectiva. Tal como la perspectiva genealgica, o histricamente in-formada, que Foucault nos ha mostrado,4 la escanda-losa nocin de peligrosidad fue implantada en el derecho penal del siglo XIX y desde entonces se ha en-quistado en nuestros imaginarios sociales. Segn esta perversa lgica temporal el individuo debe ser con-siderado por la sociedad al nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de las infracciones efecti-vas a una ley tambin efectiva sino de las virtualidades de comportamiento que ellas representan. 5 De esta manera, se produce una separacin de poderes en un

    V. Foucault, M.: La verdad y las formas jurdicas, Gedisa, Barcelo-na, 1980, en especial la cuarta conferencia.

    s Foucault, M.; ibd, p. 88.

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  • sentido inesperado el control de los individuos, esa suerte de control punitivo en funcin de virtualidades no puede ser efectuado por la justicia sino por una se-rie de poderes laterales tales corno la polica y toda una red de instituciones de vigilancia y correccin: polica, instituciones psicolgicas, psiquitricas, criminolgi-cas, mdicas y pedaggicas para la correccin .6

    Hoy da se est operando una generalizacin de esta nocin de peligrosidad al entero universo social. Todo es sospechoso hasta que no se demuestre que es inocuo, de modo que se desmorona un principio fundamental del derecho penal moderno, el de in dubio pro reo, esto es la presuncin de inocencia. Las lgicas de la precau-cin, de la inmunizacin,? impregnan el conjunto de re-laciones sociales, desde el nivel en el que se vinculan los cuerpos hasta aquel en el que se entrelazan los discursos.

    A modo de conclusin debernos comenzar a enten-der la necesidad de diferenciar las polticas del mie-do, que se articulan a partir del miedo y las polticas contra el miedo. Y adems necesitarnos diferenciar las verdaderas polticas contra el miedo de las falsas po-lticas contra el miedo: las que conducen a la gente a pensarse corno anormales, a requerir terapias de normalizacin, que gestionan su miedo y que lo hacen en privado.

    6 Foucault. M.; ibd . p. 89. - Sobre la extensin de los principios y mecanismos de inmunizacin

    biolgica a la totalidad de la vida social. ver Esposito. R.: Inmu-nitas: proteccin y negacin de la vida. Buenos Aires. Arnorrorru. 2004.

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  • Nuevas formas de saberes. modos de conocimiento y sujetos del mismo emergen en nuestra sociedad del miedo como formas renovadas de control. En estas condiciones el sapere aude. se transforma en un deber cvico: atreverse a saber supone reivindicar tu dere-cho a saber qu se sabe de ti frente a aquellos que se apropian. sin permiso. el derecho a saber de todos.

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  • Coda: Pobreza, invisibilidad y lmites de la ciudadana

    La realidad es (. .. ) lo que, desde el siglo XVIII, hemos convenido en llamar la cuestin socia4 es decir, lo que de modo ms llano y exacto podramos llamar el hecho de la pobreza. La pobreza es algo ms que carencia; es un estado de constante indigencia y miseria extrema cuya ignominia consiste en su poder deshumanizante; la pobreza es abyecta debido a que coloca a los hombres bajo el imperio absoluto de sus cuerpos, esto es, bajo el dictado absoluto de la necesidad.

    Hanna Arendt, Sobre la revolucin, Madrid, Alianza, 2004, p. 79.

    Ms de ochenta millones de personas viven en Europa bajo la lnea de pobreza y casi un cuarto de la poblacin espaola no dispone, de una forma u otra, de recursos necesarios para afrontar mes a mes la existencia en las ciudades. No obstante, la pobreza no es una condi-cin humana: es antes que nada una situacin social, lo que significa que no se puede definir de un modo esttico, es decir, como un simple estado carencial. No slo se es pobre, tambin se deviene pobre, a lo largo de un proceso paulatino de vulnerabilidad y ex-clusin, cada una de cuyas fases y trayectorias vitales concretas nos informa de una dimensin estructural del sistema que la genera. La familia monoparental que queda sin recursos, el desempleado de larga duracin, el

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  • inmigrante que se ha ido al paro o el joven descualifica-do que no cuenta con un colchn familiar (en sentido alegrico y literal), no son figuras abstractas candida-tas a rellenar la casilla social, igualmente imprecisa, de pobre: son vidas rotas de diferentes maneras, a lo largo de un proceso que les conduce hasta la calle.

    Para muchas de las personas que hoy viven en la pobreza era impensable, slo cinco aos atrs, encon-trarse en esta situacin. En sus vidas ha irrumpido la contingencia ms despiadada, aquello que nunca se pensaba que pasara pero que posee causas estructura-les perfectamente identificables. Cada rostro de la po-breza es el producto de estas causas y a la vez posee su propia historia. No obstante, cada una de estas vidas singulares cae subsumida en un fondo indiferenciado en el que pocos poderes polticos se atreven a mirar. Parece que temieran aquel terrible aforismo nietzs-cheano: cuando contemplas largamente un abismo, el abismo tambin mira dentro de ti. El abismo de la pobreza est mirando el interior de nuestros sis-temas polticos, sealando sus lmites y exclusiones estructurales.

    FIN DE FIESTA

    Era 29 de Septiembre de 2010, da de huelga gene-ral, cuando las calles de Barcelona tomaron el aspecto de un desolador fin de fiesta. No se respiraba alegra, ni optimismo. No se haba producido celebracin al-guna, sino la afirmacin colectiva de un malestar so-

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  • cia!, la manifestacin de la cuestin social. El centro barcelons salud la noche repleto de contenedores volcados, de pintadas con consignas de insurreccin, oficinas bancarias cubiertas de pintura y de cientos de pegatinas con mensajes polticos estampadas en las lunas de los grandes comercios. La carga policial contra manifestantes que ocupaban una sucursal ban-caria transform las calles ms cntricas de la ciudad en una batalla campal. La versin oficial declar que estos manifestantes haban quemado varios contene-dores horas antes, hacindose necesaria la interven-cin policial. Los antisistema, en la versin de repre-sentantes polticos y policiales, se retrataban como los elementos violentos perturbadores de lo que deba ser una jornada pacfica de huelga. Como semanas antes los sindicatos, la protesta social apareca demoniza-da, esta vez como las hordas salvajes que tomaban las pacficas calles de la millor botiga del mon. El da tres de octubre, es decir, cuatro das despus de estos hechos, en una entrevista radiofnica se pregunt a una representante gubernamental en materias sociales si pensaba que poda existir alguna relacin entre po-breza y protestas antisistema. La respuesta fue tajante: ninguna. Los antisistemas, afirm, no tienen nada que ver con la pobreza, son simplemente violentos, a lo cual los representantes policiales aadieron ms tarde en las noticias nacionales que eran el resultado de una poltica permisiva.

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  • UN BAILE DE MAsCARAS: ANTISISTEMAS?

    Probablemente ha llegado la hora de preguntarnos qu se persigue con la construccin social de esta figura del antisistema y qu relacin guarda con la ideologa de la seguridad y con los procesos de exclusin social. Antisistema es una etiqueta tan sociolgicamente banal como polticamente til para invisibilizar pro-blemticas ms profundas, enmascaradas bajo la vieja lgica identitaria de ellos contra nosotros, a fin de alambrar los confines del abismo al que no se debe mirar. Bajo esta lgica de control y de polarizacin so-cial, cualquiera que no est de acuerdo con el sistema, sea cual sea la forma de impugnacin que practique, es ya un potencial antisistema. Al mismo tiempo, siste-ma somos todos, tanto los que cuentan dentro de l como los estructuralmente excluidos del mismo, pues dentro/fuera ya no es una lgica que pueda dar cuen-ta de la complejidad de posiciones sociales que pode-mos ocupar a la vez o a lo largo de diferentes etapas de nuestra vida. Hoy se est dentro, maana, tras un despido o un desahucio, se puede estar fuera. ~ es, pues, lo que est obturando la construccin social de un nuevo personaje recin llegado a la escena poltica actual, el encapuchado antisistema? En qu se est convirtiendo el escenario de la poltica sino en un baile de mscaras, donde la confrontacin se libra en la au-sencia de rostro, en los pasamontaas de antisistemas y de antidisturbios? Lo que no nos deja ver este escenario de mscaras es la cara real de la crisis a la que nos ha con-

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  • ducido un capitalismo desenfrenado y salvaje, que trata a los trabajadores como juguetes rotos. Nuevos rostros, cada vez ms numerosos, despuntan en una crisis larga y dolorosa. Pagan una crisis sin rostro, de la que nadie parece querer hacerse cargo. Estamos en el da despus del festn de desenfreno financiero cuyos costes sociales recaen sobre las clases ms vulnerables, convidados de piedra a una orga que pareca no tener fin, a un capita-lismo enloquecido que se presentaba a s mismo con la seguridad metafsica de lo necesario, de lo que no pue-de ser de otro modo.

    En el nuevo discurso sobre la seguridad, que se re-troalimenta de la ficcin de un sistema necesario, el cambio es siempre una amenaza desestabilizadora. La irrupcin de nuevos elementos en el campo de apari-cin de la poltica se codifica automticamente como riesgo potencial. En estas condiciones, la contingencia de lo poltico supone el cortafuegos de la deriva secu-ritaria y totalitaria que est tomando la poltica. Aun as, la construccin social del nuevo personaje recin llegado a la escena poltica contempornea, el anti-sistema, plantea ms interrogantes que respuestas. Su signo es incierto. Su aparicin, en rodo caso, seala el origen humano y, en ltima instancia, imprevisible de la vida poltica, as como la operacin simblica de cri-minalizar la protesta. La llamada a la refundacin del capitalismo se ha acompaado, irnicamente, de la represin en diversos pases del origen fundan te de la vida poltica: de la indignacin (y la reivindicacin de dignidad y libertad) de hombres y mujeres singulares, excluidos y violentados por decisiones especficas de

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  • otros hombres y mujeres. El ciclo del capitalismo que ahora toca a su fin ha sido salvaje: por eso no poda sino provocar una ira salvaje. Y la ira, en la vida polti-ca, est casi indisolublemente unida a ideas como la re-volucin. Pero tambin hoy se aprovecha para nuevas fiestas, como las tea party.

    FRONTERAS INTERIORES DE LA CIUDADANfA

    Hannah Arendt es probablemente la pensadora que en el siglo xx ha abordado de modo ms sugerente (aun-que no siempre exento de problemas) la entrada en po-ltica de la ira,8 as como el difcil papel de la cuestin social en los movimientos revolucionarios y su relacin con la violencia, fundamentalmente en su libro Sobre la revolucin.9 Pero tambin nos ha legado una interesante reflexin (muy til para pensar en la experiencia de la exclusin social) sobre la aparicin en el espacio pol-tico de figuras como el aptrida o el paria, que desafan las identidades polticas tradicionalmente forjadas por el estado nacin moderno. Originalmente estas figuras se referan al desplazamiento forzado de personas ms all de sus pases, de origen, poniendo en cuestin las

    8 Junto a Judith Shklar, quien realiza, no obstante, una valoracin muy diferente a la de Arendt. Shklar.J.: Rostros de la injusticia. Bar-celona. Herder. 2010, donde la autora sostiene que la indignacin y la ira como emociones polticas tienen un papel difcil pero cru-cial en el curso de la vida de democracias reales y no simplemente formales.

    9 Arendt. H.: Sobre la revolucin. Madrid, Alianza. 2004.

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  • fronteras nacionales y las identidades asociadas a ellas. Hoy, bajo niveles crecientes de pobreza metropolita-na, estas figuras proliferan no slo en relacin con las fronteras exteriores sino tambin con las fronteras in-teriores de los sistemas polticos. Por decirlo en pocas palabras: son los nuevos aptridas de las fronteras de la ciudadana, tanto hacia fuera como hacia dentro. La creciente visibilidad de los pobres, en permanente trn-sito, sin hogar o habindolo perdido hace poco a ma-nos de un banco, desposedos en la prctica, aunque no en el plano formal, de sus derechos civiles y polticos, fuerza a una reflexin sobre los lmites y condiciones de la ciudadana y, en ltima instancia, sobre la difcil fundamentacin de la democracia en esta situacin.

    El discurso caritativo fue durante mucho tiempo el sustituto de la responsabilidad poltica. Ahora, el peso se ha trasladado a los propios actores sociales. La compasin, esa pasin que tan poca estima poltica le inspiraba a Arendt y a la que contrapona la dignidad, es precisamente la bandera del rostro humanizado del capitalismo: el llamado capitalismo compasivo. No es casual que el subttulo del famoso libro de Richard DeVos, Compassionate Capitalism sea people helping people to help themselves.lO ~e tengamos que ayu-darnos a nosotros mismos es otra manera de decir que bajo este sistema, ya sea salvaje o compasivo, todos los que estn arriba parecen lavarse las manos. Y vendarse los ojos.

    10 DeVos, R.: Compassionate Capitalism, Nueva York, Penguin Books, 1993.

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  • LO VISIBLE Y LO INVISIBLE

    Como ya hemos dicho, la consideracin poltica de la pobreza depende, y mucho, de procesos de visibilidad e invisibilidad, de aparicin y desaparicin, tanto en el espacio poltico como en el espacio pblico, espacios que de este modo llegan a entrecruzarse, aunque nunca se solapan, pues el primero determina el rgimen de vi-sibilidad del segundo.

    A escala macrosocial, la pobreza invisibiliza a las personas que la padecen privndolas de su condicin de acrores sociales, forzadas a un anonimato pasivo que engrosa las cifras oficiales de indigentes. A escala cotidiana, la pobreza los somete a un juego perverso de visualizacin/invisibilidad en cada micro escenario local: se los ve, pero no se los mira, no sea que, como el abismo de Nietzsche, nos devuelvan la mirada. Su presencia es fcilmente localizable a la hora de expul-sarlos de los establecimientos o de detenerles por la calle, pero a la vez se los hace invisibles cada vez que se ignora activamente su presencia. ~enes padecen esta situacin, los nuevos parias de la ciudad, son personas en constante trnsito, que se desplazan a travs de ru-tas marcadas por la necesidad, recorriendo el espacio urbano a lo largo de itinerarios, autnticas geografas de la pobreza, en los que efectan paradas estratgicas para conseguir recursos que permitan atravesar el da: el comedor donde se puede conseguir un bocadillo, el albergue donde ducharse, el contenedor del supermer-cado donde muchos reciclan. En suma: personas invisibles, transparentes, a travs de las cuales se ve la

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  • ciudad, porque las miradas las atraviesan como si se tratasen de seres de vidrio. En el espacio pblico de las ciudades, incluyendo los no-lugares como los aero-puertos, donde cada vez viven ms pobres, coexis-te as la proximidad fsica con el abismo social entre personas, de manera que el rgimen de la mirada y de la visibilidad, empezando por su expresin ms inmedia-ta, por el cruce de miradas, se manifiesta como 10 que realmente es: un rgimen poltico. Y las consecuencias polticas de este malestar social, a largo plazo, son im-previsibles. Si el paria del que hablaba Hannah Arendt se caracterizaba por su prdida del mundo, por la acos-mia, el nuevo paria social, que se afana en sobrevivir en las fronteras interiores e instersticios de la ciudadana, en los no-lugares de la ciudad, sufre tambin una pro-gresiva prdida del mundo, una lenta (o sbita) muerte social.

    Tal vez la metfora ms poderosa de la poltica hoy da sea el contenedor. La vida urbana se organiza en buena parte en torno a los contenedores, de diversas y contrapuestas maneras. Se evala la imagen pbli-ca de los ayuntamientos por la cantidad, naturaleza y variedad de contenedores que colocan en las calles. A la vez, en diversas webs hechas por indigentes para otros indigentes, como una especie de manual de su-pervivencia urbana, se explica en qu supermercados y a partir de qu horas es posible recoger los desechos en buen estado para alimentarse. Pero ha de hacerse cuando el establecimiento cierra, pues los clientes no desean ver cmo los pobres rebuscan en el mismo lu-gar donde ellos compran. En los contenedores, en los

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  • que unos desechan y otros aprovechan, se produce una invisible operacin poltica, una caja negra de la vida social. Tal vez sea por eso por lo que hoy se destruyen los contenedores en cada manifestacin, igual que los revolucionarios que Benjamin describi en sus Tesis sobre jilosofta de la historia dispararon a los relojes: los contenedores hoy son extraos smbolos de poder y de injusticia.

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  • Para seguir leyendo

    Agamben, G.: Estado de excepcin, Valencia, Pretextos, 2004.

    Arendt, H.: Sobre la revolucin, Madrid, Alianza, 2004. Bauman, Z.: Miedo lquido, Barcelona, Paids, 2007. Beck, u.: La Sociedad del Riesgo, Barcelona, Paids,

    1998. Bendelow, G. y Williams, S. (eds.): Emotions in Social

    Lije, Londres, Routledge, 1997. Butler,].: Vida precaria, Barcelona, Paids, 2007.

    -Mecanismos psquicos del poder: teoras de la suje-cin, Madrid, Ctedra, 200!.

    Crozier, M.; Huntington, S.P.; Watanuki,].: The Crisis ofDemocracy: Report on the Gobernability ofDemo-cracies to the Trilateral Commision, Nueva York, New York University Press, 1975.

    Deleuze, G.: Conversaciones (1972-1990), Valencia, Pre-textos, 1999.

    DeVos, R.: Compassionate Capitalism, Nueva York, Penguin Books, 1993.

    Dozier, R.W.: Fear itself, Nueva York, Sto Martin Press, 1999.

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