La guerra de las Rosas - ForuQ

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La guerrade lasDos

Rosas

Conn Iggulden

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Barcelona, 2017

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ÍndiceLa guerra de las Dos RosasLista de personajesPrólogoPrimera Parte

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Segunda parte22232425262728

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EpílogoNota históricaAgradecimientosNotasCréditos

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A mi padre, por su paciencia y humor.

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INGLATERRA ENLA ÉPOCA DE LAGUERRA DE LAS

DOS ROSAS

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Lista de personajes

ReinaMargarita/Margaritade Anjou

Esposa deEnrique VI ehija de Renatode Anjou

Derihew (Derry)Brewer

Jefe de losespías deEnrique VI y dela reinaMargarita

Jorge, duque deClarence

Hermano deEduardo IV y

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Ricardo, duquede Gloucester

John Clifford, barónClifford

Partidario deEnrique VI yasesino deEdmundo, hijodel duque deYork

Andrew Douglas Terratenienteescocés ypartidario deEnrique VI

Eduardo IV Rey deInglaterra, hijode RicardoPlantagenet,duque de York

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William Neville,lord Fauconberg

Tío del condede Warwick

Ricardo deGloucester

Hijo de Ricardode York,hermano deEduardo IV y deJorge, duque deClarencev

Sir John Grey Partidario deEnrique VI,primer esposode IsabelWoodville

María de Güeldres Viuda del reyJacobo II deEscocia

Enrique VI Rey de

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Inglaterra, hijode Enrique V

Sir Thomas Kyriell Guardaespaldasdel rey EnriqueVI durante sucautiverio

Albert Lalonde Canciller delrey Luis

Rey Luis XI Rey de Francia,primo de lareina Margarita

John Neville, barónde Montagu

Hermano delconde deWarwick

Anne Neville Hija del condede Warwick

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George Neville Arzobispo deYork, hermanodel conde deWarwick

Isabel Neville Hija del condede Warwick

John de Mowbray,duque de Norfolk

Partidario deEduardo IV

Henry Percy, condede Northumberland

Cabeza de lafamilia Percy,partidario deEnrique VI

Henry Percy Herederodesheredadodel conde deNorthumberland

Hugh Poucher Mayordomo de

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Ricardo deYork, factótumde Eduardo IV

Ricardo Woodville,barón de Rivers

Padre de IsabelWoodville

Edmundo, conde deRutland

Hijo deRicardo, duquede York,asesinado en labatalla delcastillo deSandal

Alice Montacute,condesa deSalisbury

Esposa delconde deSalisbury,madre delconde de

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WarwickRichard Neville,conde de Salisbury

Nieto de Juande Gante, padredel conde deWarwick,asesinado en labatalla delcastillo deSandal

Henry Beaufort,duque de Somerset

Partidario de lareina Margarita,título heredadodespués de lamuerte de supadre en laprimera batallade San Albano

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Owen Tudor Segundo esposode Catalina deValois (viudade Enrique V),asesinado en labatalla deMortimer’sCross

Anne Beauchamp,condesa deWarwick

Esposa delconde deWarwick

Richard Neville,conde Warwick

Cabeza de lafamilia Nevilletras la muertedel conde deSalisbury, mástarde conocido

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como elcoronador dereyes»

Eduardo deWestminster

Príncipe deGales, hijo deEnrique VI y lareina Margarita

Abad Whethamstede Abad de SanAlbano

Anthony Woodville Hermano deIsabelWoodville

IsabelWoodville/Grey

Esposa deEduardo IV

John Woodville Hermano deIsabelWoodville

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Cecilia Neville,duquesa de York

Esposa deRicardo, duquede York, nietade Juan deGante, madre deEduardo IV

Cecilia de York Hija deEduardo IV eIsabelWoodville

Isabel de York Hija deEduardo IV eIsabelWoodville

RicardoPlantagenet, duquede York

Bisnieto deEduardo III,asesinado en la

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batalla delcastillo deSandal

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E

PRÓLOGO

l viento los hostigaba, como unente vivo y lleno de malasintenciones. Les inundaba el pechoen repentinas ráfagas que les

dejaban la boca dolorida de frío. Losdos hombres se estremecían ante laembestida, pero continuaban su ascenso,aferrándose a los peldaños de hierro queles mordían las manos. No mirabanabajo, pero podían sentir que la multitudlos observaba.

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Ambos se habían criado en el lejanosur, en el mismo pueblo del condado deMiddlesex. Se hallaban ahora muy muylejos de casa, pero eso no importaba,porque su señor y ellos mismoscumplían un encargo de la propia reinaMargarita. Eso era lo único queimportaba. Habían cabalgado al nortedesde el castillo de Sandal, habíandejado atrás la tierra ensangrentada, conlos cuerpos despojados y pálidos de losque en ella yacían. Y habían conseguidotraer aquellos sacos de arpillera a laciudad de York, por más que se hubieranlevantado vendavales a su alrededor.

Sir Stephen Reddes los seguía desdeabajo, la mano levantada para

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protegerse de las partículas de hielo quearrastraba el viento. La elección deMicklegate Bar no era casual. Los reyesingleses siempre habían usado aquellatorre para entrar a York desde el sur. Noimportaba que el granizo aguijoneara asus hombres, ni que los envolviera laoscuridad más impenetrable. Ellosportaban su carga, tenían unas órdenesque cumplir y los tres eran hombresleales.

Godwin Halywell y Ted Kerchalcanzaron una estrecha cornisa demadera, a cierta altura por encima delgentío. Se encaramaron al saliente yavanzaron con cuidado, pegándose almuro cada vez que una furiosa ráfaga les

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hacía temer una caída. Abajo, lamultitud aumentaba, las cabezasligeramente brillantes por la blancuradel granizo sobre la oscuridad delcabello. De las casas y las tabernasseguían surgiendo figuras que seacercaban arrastrando los pies. Algunospreguntaban a los lugareñoscongregados junto a los muros, paraaveriguar qué sucedía. Eran preguntassin respuesta. Los guardias nada sabían.

Se habían dispuesto unas cortasestacas de hierro a unos cuatro metrosdel suelo, demasiada altura para que losamigos de los ejecutados pudieranalcanzarlas. Eran seis las estacas que,profundamente hundidas en buen

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hormigón romano, se asomaban sobre laciudad. Clavadas en cuatro de ellas,sendas cabezas putrefactas mirabanboquiabiertas a la noche.

–¿Qué hacemos con estas? –gritóHalywell.

Abarcó con un gesto de impotencia lafila de cabezas que se extendía entreellos. Nada se les había ordenado conrespecto a los restos de aquellosmalhechores. Halywell maldijo por lobajo. Se le acababa la paciencia, yahora el granizo incluso parecía golpearcon más fuerza, hasta el punto de que sesentía en la piel como un latigazo.

Ahogando en ira su repulsión,extendió los brazos y agarró la primera

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cabeza. La boca aparecía llena deblancas perlas de hielo que se movían.Aunque sabía que era una estupidez, nose decidía a poner la mano entre lasmandíbulas, por miedo a que la cabezale mordiera. Así pues, hizo presa pordebajo, tiró para arrancarla de la estacay aquella cosa salió disparada hacia laoscuridad. Del propio impulso, GodwinHalywell a punto estuvo de salirdespedido tras la cabeza. Jadeando, seaferró a las piedras con dedos pálidos.Debajo se oyeron gritos y unmovimiento de marea se produjo entre lamultitud, horrorizada de pronto ante laperspectiva de que objetos pesados y

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peligrosos pudieran venir volando desdela torre para caerles encima.

Halywell se volvió hacia Kerch,frente a él en el muro, y ambosintercambiaron una mirada de lúgubreresignación; eran dos hombres quecumplían con una ingrata tarea mientrasotros los observaban y juzgaban desdeuna posición de relativa seguridad. Lesllevó algo de tiempo desclavar y arrojarlas cabezas restantes. Una de ellasquedó desparramada tras chocar contralas piedras de abajo, con ruido similaral que hace la loza al romperse.

Halywell sabía que no estabanobligados a despejar todas las estacas.En los sacos que transportaban solo

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había tres cabezas, pero en cierto modono parecía correcto colocar aquellacarga al lado de criminales comunes. Leasaltó de pronto la idea de Cristoflanqueado por los ladrones en elGólgota, el «monte de la calavera», perosacudió la cabeza y se concentró en latarea que tenía entre manos.

Mientras el viento rugía, Halywell seacercó el saco al hombro derecho yrebuscó en el fondo, tratando de apresaralgunos rizos entre los dedos. La sangrehabía pegado las cabezas a la tela, demodo que se vio obligado a forcejear yvolver el saco medio del revés, lo quecasi le hizo caer de nuevo. Entre jadeosde miedo y fatiga, Halywell consiguió

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agarrarlo con firmeza suficiente comopara extraer del saco la cabeza deRichard Neville, conde de Salisbury.

El pelo que se le enroscaba en losdedos era de un gris metálico, y los ojosno estaban en blanco, por lo que aquelrostro flojo parecía mirarle a la luz de laantorcha. Halywell murmuró una oracióncasi olvidada y sintió deseos desantiguarse, o al menos de cerrar losojos. Creía estar acostumbrado acualquier horror, pero que un muerto lemirara era algo nuevo para él.

No resultaba nada fácil clavar lacabeza en una estaca. Halywell no habíarecibido instrucciones al respecto, comosi cualquiera con un poco de sentido

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común hubiera de saber al instante cómohacerlo. Y lo cierto es que, en suinfancia, él había pasado un veranosacrificando cerdos y ovejas junto conuna docena de muchachos, para asíganarse algún plateado cuarto depenique o llevarse a casa un lustrosopedazo de hígado. Le rondaba la vagaidea de que en la base del cráneo habíaun sitio adecuado, pero no era capaz deencontrarlo en la oscuridad. Casisollozando, recorría la cabeza adelantey atrás con dedos resbalosos ycastañeteo de dientes. Y, todo el tiempo,la multitud observaba y murmurabadiferentes nombres.

La vara de hierro se hundió de golpe,

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atravesó el cerebro y siguió hasta elinterior del cráneo. Halywell suspiróaliviado. Bajo sus pies, hubo muchosentre la multitud que se persignaron,como si batieran las alas.

Extrajo la segunda cabezaagarrándola por el cabello fuerte yoscuro, más espeso que los rizos grisesde la primera. Ricardo, duque de York,estaba perfectamente afeitado en elmomento de su muerte, aunque Halywellhabía oído que, después, la barba seguíacreciendo durante cierto tiempo. Y, enefecto, sentía una aspereza desagradableen la mandíbula. Trató de no miraraquella cara; cerró con fuerza los ojos yensartó la cabeza en la punta de hierro.

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Con manos rezumantes de suciedad,Halywell hizo la señal de la cruz. Por elotro lado de la línea de estacas, Kerchhabía clavado la tercera cabeza al ladode la de York. Esa sí que había sido unaacción llena de maldad, según decíantodos. Corría el rumor de que el hijo deYork, Edmundo, se disponía a huir de labatalla cuando el barón Clifford lo habíadescubierto y matado, solo para hacerdaño a su padre.

Todas las cabezas estaban aúnfrescas, con las mandíbulas abiertas ycolgantes. Halywell había oído quealgunos enterradores cosían lamandíbula inferior a la mejilla, o quellenaban de pez la boca para pegarla y

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que quedara cerrada. A él no le parecíaque tuviera importancia. Los muertosestaban muertos.

Vio que Kerch, dando el trabajo porterminado, se dirigía de nuevo hacia lospeldaños metálicos del muro. Halywellse disponía a hacer otro tanto cuandooyó que sir Stephen le gritaba algo. Elruido del viento apenas le permitíadistinguir las palabras, pero de prontorecordó y maldijo en voz alta.

Medio oculta en el fondo del sacohabía una corona de papel, rígida yennegrecida por la sangre seca.Halywell la abrió y, ladeando la cabeza,miró a York. En una faltriquera atada ala cintura llevaba un puñado de finas

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pinzas hechas de junco seco. Farfullandoalguna cosa sobre la estupidez humana,se inclinó hacia la cabeza de York y,mechón a mechón, fue fijando el objetoal oscuro cabello. Pensó que quizá semantendría sujeto por un tiempo, allí alabrigo de la torre, o que tal vez saldríavolando por la ciudad apenas él hubierapuesto un pie en el suelo. No lepreocupaba demasiado. Los muertosestaban muertos, y lo demás no teníaimportancia. A todas las huestescelestiales les traería sin cuidado quealguien hubiera llevado oro o papel enla cabeza, al menos en un momento así.Cualquiera que fuera la intención de

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aquel insulto, Halywell no alcanzaba aentenderla.

Con cuidado, se movió hacia laescalera y descendió los primeros dospeldaños. Cuando tuvo los ojos al nivelde las cabezas ensartadas, se detuvo ylas miró. York había sido un buenhombre, un hombre valiente, o eso habíaoído. También lo había sido Salisbury.Entre los dos, habían intentadoconseguir el trono y lo habían perdidotodo en el empeño. Halywell se viocontándoles a sus nietos que había sidoél quien había clavado la cabeza deYork en los muros de la ciudad.

Por un instante, sintió como unapresencia, un aliento en la nuca. El

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viento pareció aquietarse de pronto,mientras él seguía mirando en el silencioa tres hombres humillados. –Que Diosos acompañe a todos –susurró–. Quevuestros pecados os sean perdonados, sino tuvisteis tiempo de pedirlo cuando osllegó la hora. Que Él os acoja,muchachos. Y que os bendiga a todos.Amén.

Halywell descendió entonces, lejosya de aquel momento de terroríficaquietud, de regreso entre la agitadamuchedumbre, de vuelta al ruido de loshombres y al frío del invierno.

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PRIMERAPARTE

1461

El que sonríe con el cuchillo escondido

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bajo la capa.GEOFFREY CHAUCER,

«El cuento del caballero»

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–!

1

Le dais demasiada importancia,Brewer! –dijo Somerset con

brusquedad, levantando la cara contra elviento mientras cabalgaba–. «Y Jehováiba delante de ellos de día en unacolumna de nube», ¿no es eso?«Columna nubis», si conocéis bien elÉxodo. ¡Negras columnas de humo,Brewer! Eso pondrá el corazón en unpuño a quienes aún podrían levantarsecontra nosotros. Y no hay nada malo en

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ello. –El joven duque se volvió paramirar por encima del hombro lasgrasientas humaredas que seguíanelevándose tras ellos–. Los hombresdeben alimentarse. Todo se reduce aeso. ¿Qué importancia tienen ahora dosaldeas de campesinos, después de todolo que hemos conseguido? Yo dejaríaachicharrado el mismo cielo si esosirviera para dar de comer a losmuchachos. ¿No opináis igual? De todosmodos, con este frío, a lo mejor inclusoagradecen una buena hoguera.

–Puede ser, pero las noticias nosprecederán, milord –contestó DerryBrewer sin hacer caso del áspero humordel otro.

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Se esforzaba por ser educado, aunquesentía como si tuviera el estómagopegado a la columna vertebral y lecorroía el hambre. En momentos comoaquel, echaba de menos al padre deSomerset, por la sutileza y elentendimiento del viejo. El hijo erarápido y bastante listo, pero sin honduraninguna.

A sus veinticinco años, HenryBeaufort mostraba esa seguridad militarcapaz de arrastrar a los hombres. Habríasido un excelente capitán.Desafortunadamente, el mando absolutodel ejército de la reina recaíaúnicamente en él. Con ello in mente,

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Derry trató de exponer otra vez su puntode vista.

–Milord, ya es bastante malo que losmensajeros lleven al sur la noticia de lamuerte de York mientras nosotros nosdetenemos para abastecernos en cadaciudad. Los soldados de avanzadillasaquean y asesinan, y luego los hombresse pasan el día haciendo otro tanto…mientras los lugareños corren alsiguiente pueblo para alertar de nuestrallegada. Cada vez resulta más difícilencontrar comida, milord, porquequienes prefieren guardarse sus víverespara ellos han tenido tiempo deesconderlos. Y estoy seguro de quesabéis por qué los hombres encienden

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hogueras. Si encubren así sus crímenesen cada pueblo que cruzamos, prontotendremos a todo el país levantado enarmas, antes incluso de que avistemosLondres. Y no creo que sea esa vuestraintención, milord.

–No dudo de que convenceríais a unhombre para que os vendiera a suspropios hijos. No me cabe duda, Brewer–replicó Somerset–. Siempre parecéistener preparado el argumento justo. Perolleváis demasiado tiempo… al serviciode la reina. –Somerset se mostraba tanconfiado de su rango y poder que nodudó en añadir cierto énfasis insultante asus palabras–. Sí, ese es el problema,diría yo. Habrá tiempo para vuestros

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planes a largo plazo, con toda seguridad,para vuestras… intrigas en francés,Brewer. Tal vez cuando lleguemos aLondres. No dudo de que os gustaríavernos esperando pacientemente en cadamercado de pueblo, regateando omendigando un cuenco de estofado o unoo dos buenos capones. Y tampoco dudode que os gustaría vernos morir dehambre. –Subió el volumen de la vozpara hacerse oír entre los soldados quemarchaban más cerca de ellos–. El díade hoy pertenece a estos hombres,¿habéis entendido? Mirad cómo nuestrosmuchachos dejan su estela descendiendopor el país: un frente de miles dearqueros y hombres de armas, aún con el

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sabor de la reciente victoria. ¡Con lasarmas prestas a la lucha! Con solomirarlos podéis adivinar que hancombatido bravamente. ¡Mirad suorgullo!

El crescendo de su voz demandabauna respuesta, así que los hombres quetenían alrededor jalearon sus palabras.Somerset mostraba una expresión ufanacuando de nuevo miró a Derry Brewer.

–Han vertido su sangre, Brewer. Hanhecho morder el polvo al enemigo.Ahora los alimentaremos con roja carnede vaca y carnero, y los dejaremoslibres en Londres. ¿Entendéis? Haremosque el conde de Warwick traiga al reyEnrique y que este nos pida

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humildemente perdón por todos losproblemas que ha causado.

La idea hizo reír a Somerset, que sedejaba llevar por la imaginación.

–Os aseguro que volveremos a ponerel mundo en su sitio. ¿Comprendéis loque digo, Brewer? Si los hombres sedesbocaron un poco en Grantham yStamford, o en Peterborough o Luton,¡¿qué importa eso?! Si encuentran unosjamones para el invierno y decidenllevárselos, bueno, quizá sus dueñosdeberían haber estado con nosotros,¡ocupándose de York!

Tuvo la sensatez de bajar la voz yseguir en un murmullo.

–Si cortan algún cuello o le roban la

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virtud a unas cuantas campesinas, puesaún más fuego tendrán en la sangre,supongo yo. Somos los vencedores,Brewer, y vos no lo sois menos que elresto. Dejad por una vez que también avos os hierva la sangre, sin aguar lafiesta con temores y conspiraciones.

Derry le devolvió la mirada al jovenduque con mal disimulada ira. HenryBeaufort era apuesto y seductor, y conlabia suficiente como para doblegar lavoluntad de cualquiera. ¡Pero era joven!Somerset había descansado y comidobien mientras ciudades que habíanpertenecido al duque de York quedabanreducidas a cenizas. Grantham yStamford habían sido destruidas, y en

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sus calles Derry había presenciadohorrores de crueldad semejante a la queviera en Francia. Se le revolvía la biliscuando oía decir a aquel joven yarrogante noble que los hombresmerecían su recompensa.

Derry echó una ojeada al frente,donde la reina Margarita montabavestida en su capote azul oscuro, lacabeza inclinada mientras conversabacon el conde Percy. Su hijo de sieteaños, Eduardo, trotaba junto a ella en unponi, sus pálidos rizos balanceándosepor las cabezadas de cansancio.

Somerset se fijó en la mirada del jefede espías y esbozó una sonrisa lobuna,

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seguro de sí en su juventud, comparadocon el otro, más viejo.

–La reina Margarita desea el regresode su esposo, maese Brewer, y no oírvuestras mujeriles preocupaciones sobrela conducta de los hombres. Tal vezdeberíais dejarla ser reina por una vez,¿no os parece?

Somerset inspiró profundamente y,echando la cabeza atrás, rio acarcajadas su propia broma.Aprovechando el momento, Derryextendió el brazo hacia la bota del otro,agarró con la mano enguantada la espigade la espuela y dio un tirón hacia arriba.El duque, con un rugido, desapareciópor el otro lado del caballo, y el animal

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empezó a saltar adelante y atrás al sentirlos tirones de las riendas. Una piernaducal quedó apuntando casiverticalmente al cielo, mientras sudueño trataba furiosamente de volversobre la silla. Durante unos instantesllenos de desconcierto, la cabeza delduque dio sacudidas en una posición quele ofrecía una inmejorable perspectivade los coriáceos genitales del caballo,bamboleantes en la panza del animal.

–Tened cuidado, milord –gritó Derryal tiempo que aguijaba su propio pencopara poner algo de distancia entreellos–. El camino está algo desigual.

La ira de Derry era sobre todoconsigo mismo, por haber perdido los

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estribos, pero también estaba enfurecidocon el duque. La fuerza de Margarita ygran parte de su autoridad emanaban delmero hecho de tener la razón de su lado.El país entero sabía que el rey Enriqueera un cautivo de la facción yorkista,compuesta por un hatajo de traidores,del primero al último. Existía unacorriente de simpatía por la reina y sujoven hijo, forzados a vagar por el paíspara recabar apoyos a su causa. Tal vezse tratara de una visión romántica, perohabía bastado para convencer a hombresbuenos como Owen Tudor y llevar a labatalla a ejércitos que, de otro modo,quizá se hubieran quedado en casa. Y, alfinal, gracias a esa misma visión, había

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obtenido la victoria y conseguido que lacasa de Lancaster se alzara de nuevo,después de tanto tiempo con la cabezahundida en la tierra.

Permitir ahora que un ejército deescoceses y norteños asesinara, violaray saqueara en su camino a Londres noayudaría a la causa de Margarita, ni leganaría un solo partidario más. Lavictoria era aún demasiado reciente,todavía estaban medio borrachos detriunfo. Todos habían visto cómoobligaban a Ricardo Plantagenet, duquede York, a arrodillarse antes de serejecutado. Habían visto cómo sellevaban las cabezas de sus máspoderosos enemigos para clavarlas en

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los muros de la ciudad de York. Paraquince mil hombres, una vez disipadosel furor y el pánico irracional de labatalla, la victoria seguía siendo comouna bolsa de monedas. Diez años deluchas habían llegado a su fin; Yorkhabía muerto en la pelea y susambiciones quedaban rotas. La victorialo era todo, una victoria duramenteganada. Los hombres que habían dejadoal descubierto la cabeza de York paraque sobre ella cayera la hoja esperabanahora su recompensa: comida, vino ycálices de oro, o cualquier otra cosa queencontraran en su camino.

Detrás de Brewer, la columna seperdía en una niebla, más allá de lo que

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el ojo alcanzaba a distinguir en aquelclima invernal. Los escoceses, con laspiernas desnudas, avanzaban altivosjunto a los pequeños arqueros galeses ylos altos espadachines ingleses, todosellos enflaquecidos, con las capasandrajosas, pero todavía capaces decaminar, todavía orgullosos.

Unos cuarenta metros más atrás, eljoven duque de Somerset, con la caraenrojecida, había conseguido subir denuevo a su montura con la ayuda de unode sus hombres. Los dos hombresfulminaron con la mirada a DerryBrewer cuando este se llevó la mano ala frente, en una fingida muestra derespeto. Los caballeros con armadura

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siempre se habían levantado la viseracuando ante ellos pasaban sus señores,para mostrar el rostro. El gesto se habíaconvertido en una especie de saludo. Sinembargo, Derry constató que en estecaso no había apaciguado la cólera delarrogante joven al que habíadescabalgado. Una vez más, Derrymaldijo su temperamento, aquella sangrecaliente capaz de cegarlo de forma tanabsoluta y repentina que le hacíaarremeter contra quien fuera sin unmomento de reflexión. Siempre habíasido uno de sus puntos débiles; aunque,desde luego, prescindir de todaprecaución también podía resultar de lomás gratificante. Con todo, era ya

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demasiado viejo para aquello, pensó. Sino se andaba con más cuidado, algúnjoven gallito lo iba a matar algún día.

Derry casi esperaba que Somerset selanzara hacia él para exigir reparación,pero vio que el compañero del duque lehablaba con urgencia al oído. No habíadignidad en las pendenciasinsignificantes, no para alguien de laposición de Somerset. Derry suspirópara sí, sabedor de que durante unascuantas noches le convendría elegir concuidado dónde iba a dormir, además deno ir solo a ningún lugar. Había lidiadocon la arrogancia de los lores durantetoda su vida y sabía demasiado bien queconsideraban un derecho, casi una

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prioridad absoluta, exigir reparaciónante un agravio, ya fuera abiertamente oen secreto. En cierto modo, se suponíaque aquellos a quienes ofendían debíanseguirles el juego, fintar y esquivar losgolpes lo mejor que podían hasta que elorden natural quedaba restaurado y losencontraban molidos a palos einconscientes, o quizá con algún trozo demenos en los dedos o las orejas.

Por alguna razón, al hacerse viejo,Derry había perdido la paciencia conaquella clase de juego. Sabía que siSomerset le enviaba un par de matonespara que le sacudieran un poco, surespuesta sería cortarle el cuello alduque alguna noche. Si algo había

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aprendido Derry Brewer durante losaños de guerra era que los duques ycondes morían con la misma facilidadque los plebeyos.

Al pensar en ello vio de nuevo alpadre de Somerset, desplomado en unacalle de San Albano. El viejo duquehabía sido un león. Habían tenido quedestrozarlo, porque él no se rendíajamás.

–Dios os guarde, viejo –murmuróDerry–. Maldita sea. Muy bien: por vos,ningún daño he de causarle. Solo habéisde mantener a ese mocoso presumidofuera de mi camino, ¿de acuerdo? –Levantó la vista al cielo y respiró

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profundamente, con la esperanza de quesu viejo amigo pudiera oírle.

Derry percibía en el aire el olorcarbonizado y a ceniza, como si un dedoembadurnado de cera le tocara el fondode la garganta. Los jinetes deavanzadilla hacían que nuevos rastros dehumo y dolor se elevaran frente a ellos,sacaban piezas de carne y cabezas ensalazón de los graneros, o azuzaban alos bueyes vivos para sacarlos alcamino y sacrificarlos. Al final de cadadía, la columna de la reina habríaalcanzado los puntos más apartados delterreno que se extendía ante ellos. Lastropas habrían cubierto unos treintakilómetros o incluso más, y la

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perspectiva de un capón aleteando antesde ser asado y roído hasta los quebradoshuesos los empujaría a quemarciegamente otras casas de labranza, omás pueblos, para luego ocultar todossus pecados con llamas y hollín. Quincemil hombres debían comer, Derry losabía, o el ejército de la reina se iríareduciendo por el camino, los hombresdesertarían y morirían en los herbososmárgenes. Aun así, le costaba muchotolerar aquellas acciones.

Cabalgando con mirada amenazadora,el jefe de espías extendió el brazo parapalmear el cuello de Retribución, elprimer y único caballo que había tenido.El viejo animal volvió la cabeza para

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mirarlo, esperando una zanahoria. Derryle mostró las manos vacías yRetribución perdió el interés. Delante,la reina y su hijo montaban en compañíade una docena de lores, todavía rígidosde orgullo, aunque ya hubieran pasadovarias semanas desde la caída de Yorken Wakefield. La marcha hacia el sur noera una gran estampida en busca devenganza, sino un comedidodesplazamiento de tropas en el que, cadamañana, se enviaban cartas a partidariosy enemigos. Londres los aguardaba, yMargarita no quería que su marido fuerasilenciosamente asesinado mientrasellos se aproximaban.

Devolver el rey a la vida no sería

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tarea fácil, de eso Derry estaba seguro.El conde de Warwick había perdido a supadre en el castillo de Sandal. Mientrasla tierra siguiera helada y las nochesfueran largas, Warwick continuaríaalbergando una ira tan salvaje como ladel propio hijo de York, Eduardo. Dosjóvenes airados habían perdido a suspadres en la misma batalla, y el destinodel rey Enrique estaba en sus manos.

Derry se estremeció al recordar elgrito de York en el momento de serejecutado: no hacían más quedesencadenar contra ellos la furia de sushijos, había dicho. Derry negó con lacabeza y se limpió la mucosidad fríaque, tras gotear desde la nariz, se le

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había solidificado sobre el labiosuperior. Los miembros de la viejaguardia iban abandonando este mundo,uno a uno. Los que quedaban paraocupar sus puestos no eran de una razatan excepcional, por lo que DerryBrewer podía constatar. Los mejoreshombres yacían todos bajo tierra.

Un fuerte viento racheado azotaba loslaterales de la tienda cuando Warwickalzó la copa hacia sus dos hermanos.

–Por nuestro padre –dijo.John Neville y el obispo George

Neville repitieron sus palabras ybebieron, aunque el vino estaba frío y eldía lo estaba aún más. Warwick cerró

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los ojos para pronunciar una breveoración por el alma de su padre.Alrededor de los tres hombres, el vientogolpeaba y agitaba la lona, como si losacometiera desde todos los ángulos y sehallaran en el mismo centro delvendaval.

–¿Qué hombre estaría tan loco comopara ir a la guerra en invierno, eh? –preguntó Warwick–. Este vino esbastante malo, pero el resto ya se habebido. Al menos estoy contento deestar con dos patanes como vosotros, sinnecesidad de fingir. La verdad es queecho de menos al viejo.

Iba a continuar, pero una súbitaoleada de pena le atenazó la garganta y

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la voz se le quebró. Pese a los esfuerzospor respirar, el aire salía entre resuellosde los pulmones, hasta que estosquedaron vacíos y los ojos se le velaronrepentinamente. Con enorme esfuerzo,Warwick inspiró una larga y lentabocanada entre los dientes, y despuésotra más, a la vez que notaba que ya eracapaz de hablar de nuevo. Durante todoese tiempo, sus dos hermanos no habíandicho una palabra.

–Echo de menos sus consejos y suafecto –prosiguió Warwick–. Echo demenos su orgullo, incluso la decepciónque yo le causaba, porque al menosestaba allí para sentirla. –Los otros dosrieron al oír aquello, pues era algo que

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ambos habían vivido–. Ahora lo hechohecho está, nada puede cambiarse. Nopuedo retirar una sola palabra, nihacerle saber nada nuevo que yo hayaejecutado en su nombre.

–Dios escuchará vuestras palabras,Richard –dijo su hermano George–. Másallá de eso, todo es misterio sagrado.Sería pecado de orgullo creer quepodéis descubrir los planes que Diosnos tiene reservados… a nosotros o anuestra familia. Eso nunca podréishacerlo, hermano, y no debéis apenarospor aquellos que solo sienten alegría.

Richard extendió el brazo y, conafecto, agarró al obispo por la nuca.Para su sorpresa, aquellas palabras le

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habían proporcionado un poco deconsuelo, y se sentía orgulloso de suhermano menor.

–¿Tenéis noticias de York? –continuóGeorge Neville con voz serena.

De los tres hijos de Neville, parecíahaber sido el obispo quien se habíatomado la muerte del padre de formamenos turbulenta, sin atisbo de la rabiaque carcomía a John, o del lúgubrerencor que despertaba a Warwick cadamañana. Con independencia de lo que elfuturo les deparase, había una deuda quecobrar, por todas las penalidades y portodo el dolor que habían soportado.

–Eduardo no escribe –dijo Warwickcon visible irritación–. Ni siquiera

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sabría que había derrotado a los Tudorde no ser por los harapientos refugiadosa quienes mis hombres abordaron einterrogaron. Lo último que oí fue queEduardo de York estaba sentado sobreun montón de arqueros galeses muertos,tratando de ahogar en alcohol la pérdidade su padre y su hermano. Ha ignoradolos mensajes que le he enviadodiciéndole lo mucho que se le necesitaaquí. Sé que solo tiene dieciocho años,pero a su edad… –Warwick suspiró–. Aveces pienso que toda esa enormecorpulencia no deja ver que todavía esun muchacho. ¡No puedo entender cómoes capaz de permanecer en Galesrevolcándose en su dolor, mientras la

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reina Margarita viene a por mí! Solo sepreocupa de sí mismo, de su noble penay su furia. Tengo la sensación de que nole importamos en absoluto, ni tampoconuestro padre. Entendedme, muchachos:os digo esto a vosotros, a nadie más.

John Neville se había convertido enbarón de Montagu a la muerte de supadre. Este ascenso de rango serevelaba en la riqueza de su nueva capa,el espesor de las calzas y la calidad delas botas, todo ello comprado a créditoa sastres y zapateros dispuestos aprestar a un lord lo que nunca prestaríana un caballero. A pesar de las capas decálido tejido, Montagu miraba lashinchadas paredes de lona y tiritaba.

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Resultaba difícil imaginar a un espíacapaz de escuchar por encima delgolpeteo y el ulular del viento, perotampoco costaba nada tomarprecauciones.

–Si este vendaval sigue arreciando, latienda saldrá volando por encima de lastropas, como un halcón –dijo Montagu–.Hermano, necesitamos al muchacho deYork, a pesar de su juventud. Acompañéal rey Enrique esta mañana mientrasentonaba himnos y canto llano bajo elroble. ¿Sabíais que un herrero le haamarrado una soga a la pierna? –Warwick salió de su ensimismamiento yJohn Neville levantó la palma de lasmanos para disipar su preocupación–.

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No un grillete, hermano. Solo una sogaanudada, una traba para impedir quenuestro cándido soberano se alejedemasiado. Habéis mencionado al niñoque hay en Eduardo, pero al menos es unjoven fuerte y sano, ¡presto a mostrar subrío y actuar con firmeza! Este Enriquees un niño llorón. No podría seguirlecomo rey.

–Basta, John –dijo Warwick–.Enrique es el rey legítimamente ungido,sea ciego o sordo o tullido o… simple.No hay maldad en él. Es como Adánantes de desobedecer a Dios; no, comoAbel antes de que Caín lo asesinara porresentimiento y celos. El hecho de que

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lo hayan amarrado nos cubre a todos devergüenza. Ordenaré que lo desaten.

Warwick caminó hacia los cordonesde la tienda y tiró de ellos hasta que untrozo de lona se abrió y dejó entrar elviento. En una esquina, algunos papelesescaparon de los pesos de plomo quelos sujetaban y volaron por el aire comopájaros.

Cuando la entrada se abrió, loshermanos quedaron ante una escenanocturna que bien podría haber sido unapintura del mismo infierno. San Albanose hallaba justo al sur de su posición.Delante de la ciudad, en la oscuridadsalpicada de antorchas, diez milhombres se afanaban por todo el lugar,

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construyendo defensas divididos en tresgrandes batallones de soldados conarmadura. Los fuegos y fraguas seextendían en todas direcciones, comoestrellas en el cielo, aunque en este casobrillaban con luz amenazadora. La lluviacaía sobre aquella multitud en ráfagas ysúbitas bofetadas de humedad,regodeándose en el sufrimiento de lastropas. Por encima del ruido delaguacero, se oían los gritos de loshombres, encorvados bajo el peso devigas u otras cargas, o conduciendo porlos caminos a los bueyes que mugían altirar de los carros.

Warwick percibió cómo sus hermanosllegaban a su lado y contemplaban la

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escena con él. Unas doscientas tiendasredondas formaban el núcleo delcampamento, todas encaradas al norte,por donde sabían que llegaría el ejércitode la reina Margarita.

Warwick había regresado de Kent,donde se había enterado de la muerte desu padre en Sandal. Desde ese díaaciago, había dispuesto de mes y mediopara prepararse antes de la llegada delejército de la reina. Margarita queríarecuperar a su marido, de eso Warwickestaba seguro. Enrique, pese a su miradaperdida y su fragilidad, seguía siendo elrey. No había más que una corona y soloun hombre podía gobernar, por más queno supiera cómo hacerlo.

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–Con cada amanecer veo nuevasfranjas de clavos y zanjas y…

El obispo George Neville hizo ungesto con la mano al quedarse sinpalabras para describir las herramientasy máquinas mortíferas que su hermanohabía reunido. Las filas de cañones noeran más que una parte entre ellas.Warwick había acudido a los armeros deLondres en busca de cualquier ingeniosanguinario que, desde los tiempos delos siete reinos de Britania y lasinvasiones romanas, hubiera demostradosu efectividad en la batalla. La miradade los hermanos recorría aquellaextensión llena de redes con clavos,abrojos, zanjas trampa y torres. Era un

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terreno de muerte, preparado para ladefensa contra una gran hueste.

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argarita observó desde la puertade la tienda cómo su hijopeleaba contra un muchacho dellugar. Nadie tenía ni idea de

dónde había salido aquel pilluelo deojos negros, pero se había agarrado alcostado de Eduardo y ahora ambosrodaban por el suelo con sus palos demadera a modo de espadas, tableteandoy resoplando sobre la tierra húmeda. Ensu lucha, los dos contendientes toparon

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contra un armero donde armas y escudosrefulgían a la luz del crepúsculo, bajolos estandartes de una docena de lores,ondeantes en la brisa.

Margarita vio que se acercaba DerryBrewer, su jefe de espías. Cruzaba laalta hierba al trote y parecía en buenaforma. Para el campamento de aquel díahabían elegido un prado, muy cerca deun río y con pocas colinas a la vista.Quince mil hombres constituían casi unaciudad en movimiento, y todos loscaballos, carros y pertrechos ocupabanuna vasta extensión. A finales delverano, habrían podido saquear huertosy jardines cercados, pero a comienzosde febrero había bien poco que robar.

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Los campos se veían oscuros, con lavida todavía oculta en susprofundidades. Los hombres ibanpareciendo mendigos a medida que susropas se convertían en andrajos y losestómagos y músculos se consumían.Nadie luchaba durante el invierno, amenos que hubiera que rescatar a un rey.Y la razón de ello la tenía Margarita a sualrededor, en aquella tierra helada.

Derry Brewer llegó ante la tienda dela reina e hizo una reverencia. Margaritalevantó la mano para indicarle queesperara y él se volvió a mirar alpríncipe de Gales, quien en esemomento vencía a su más débil oponentecon una serie de golpes en la espalda. El

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joven chillaba como un gato al queestuvieran estrangulando.

Ni Derry ni la reina dijeron nada parainterrumpir, con lo que el príncipeEduardo cambió la forma de empuñar elpalo y, atravesando la defensa delmuchacho, le asestó con la punta unfuerte golpe en el pecho. El joven sehizo un ovillo y perdió todo interés encontinuar la pelea. El príncipe, por suparte, levantó el palo como si fuera unalanza, ahuecó la palma de una mano eimitó el aullido de un lobo. Derry lesonrió, divertido y sorprendido a untiempo. Su padre, el rey, no habíamostrado ni un ápice de fervor marcialen toda su vida; y, sin embargo, ahí

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estaba el hijo, arrebatado por esaeuforia que solo se siente al tener a unhombre derrotado a los pies. Derryrecordaba bien ese sentimiento. Viocómo Eduardo ayudaba al otromuchacho a levantarse y le habló alinstante.

–Príncipe Eduardo, quizá deberíaisdejar que se levante él solo. –Derry, quehabía estado pensando en los luchadoresde Londres, había dicho la frase sinmeditar.

–¿Maese Brewer? –intervinoMargarita con los ojos resplandecientesde orgullo.

–Ah, milady, los hombres sostienen enesto opiniones diferentes. Algunos

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llaman honor a mostrar generosidad conel vencido, pero yo pienso que no esmás que otra forma de orgullo.

–Entiendo, ¿así que a algunos sí lesgustaría que mi hijo ayudara a estemuchacho a levantarse? Tú, quédatedonde estás.

Esto último iba dirigido, acompañadode un dedo acusador, al mocoso encuestión, que trataba de levantarse conla cara encendida por la atención que ledeparaban. El muchacho, espantado alver que una dama de tal nobleza lehablaba, volvió a desplomarse sobre elbarro.

Derry sonrió a la reina.–Así es, milady. Entrelazarían el

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brazo con el de su enemigo y mostraríansu grandeza perdonando los agraviosrecibidos. El padre de vuestro espososolía actuar de ese modo, milady. Ycierto es que sus hombres lo amaban porello. Hay grandeza en un acto así, algoque está por encima de la mayoría denosotros.

–¿Y qué me decís de vos, Derry?¿Qué haríais vos? –preguntó Margaritacon suavidad.

–No poseo esa grandeza, milady. Yorompería algún hueso, tal vez, o le haríacosquillas con el cuchillo… en ciertaspartes en las que no se mataría a unhombre, aunque sí le dejarían bastanteestropeado para el futuro. –Su propio

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ingenio le hizo sonreír y luego laexpresión se fue desdibujando ante lamirada de la reina. Se encogió dehombros–. Si he vencido a un enemigo,milady, no deseo que se levante quizáincluso más irritado que antes. Según miexperiencia, lo mejor es asegurarse deque sigan en tierra.

Margarita inclinó la cabeza,complacida por la sinceridad de Derry.

–Creo que por eso confío en vos,maese Brewer. Vos entendéis estosasuntos. Si el honor es el precio exigido,nunca elegiré perder ante mis enemigosy quedarme con mi honor. Preferiríaobtener la victoria, y pagar el preciodebido.

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Derry cerró por un momento los ojos,la cabeza hundida al comprender elsentido de aquellas palabras. Habíaconocido a Margarita cuando era unamuchacha, pero aquella joven se habíatemplado en conspiraciones, batallas ynegociaciones hasta convertirse en unamujer perspicaz y vengativa.

–Debo entender que habéis habladocon lord Somerset, milady.

–¡En efecto, Derry! Le he elegidopara comandar mi ejército, y no estoyeligiendo a ningún estúpido. Sí, ya séque no le gusta pedirme consejo, pero lohará si le empujáis a ello. El jovenSomerset es un ave de presa, así lo creo,de músculos y corazón vigorosos. Los

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hombres le adoran por esa voz detrueno. ¿Habría criado su padre a unestúpido? No. Él cree que si por vosfuera nos demoraríamos en el norte, paraaprovisionarnos de comida en lugar detomarla directamente, o alguna otra cosasimilar. Milord Somerset solo piensa enllegar a Londres cuanto antes y mantenerfuertes a los hombres. Nada malo hay encuidar así de mi ejército, Derry.

Mientras la reina hablaba, Derry hubode ocultar su sorpresa. No habíaesperado que Somerset se tragara eseorgullo propio de la juventud y lepidiera a Margarita que dirimiera aquelasunto. Esa actitud sugería una lealtad y

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madurez que, extrañamente, dioesperanzas a Derry.

–Milady, Warwick tiene una posiciónmuy fuerte en el sur. Los que le siguenson en su mayoría hombres de Kent y deSussex, unos condados rebeldes ydejados de la mano de Dios. Debemosderrotarlos y rescatar a vuestro esposoo…

Desvió la mirada hacia los dosmuchachos, que de nuevo volvían aentrechocar sus palos. Si el rey Enriqueno sobrevivía, casi lo único quequedaría de la casa de Lancaster seríaaquel príncipe de siete años con unchichón encima del ojo, un muchachoque en ese momento trataba con todas

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sus fuerzas de estrangular a su oponentehasta matarlo.

La mirada de Margarita siguió a lasuya y luego volvió a Derry, con lascejas arqueadas en expresióninterrogante.

–Cualquiera que sea el resultado –dijo Derry–, el rey deberá gobernar unaInglaterra en paz a partir de ese día,milady. Con la historia adecuada en losoídos adecuados, el rey Enrique podríaser… Arturo de vuelta de Avalón, oRicardo retornado de las cruzadas.Podría ser el legítimo rey restaurado enel trono, o convertirse en otro Juan sinTierra, milady, con una estela de negrasleyendas persiguiéndole como sombras.

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Hemos dejado un rastro de destrucciónpor media Inglaterra. Cientos de milesde muertos y expoliados, y los mismosque ya nos han maldecido estarán ahoramuriéndose de hambre. Niños comoestos muchachos perecerán porquenuestros hombres les robaron losanimales, se comieron el grano de suscosechas y les dejaron sin nada queplantar en la primavera.

Indignado, Derry se interrumpió alnotar que la mano de la reina lepresionaba en el antebrazo. Habíahablado con la vista puesta en losmuchachos que rodaban por el barro, enlugar de dirigir su alegato directamentea Margarita. Ahora se volvió hacia ella

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y vio certidumbre en sus ojos, perotambién resignación.

–No… puedo pagar a los hombres,Derry. Esa es la verdad, no podréhacerlo hasta que lleguemos a Londres,y quizá ni siquiera entonces. Sin duda,tendrán que luchar de nuevo antes de quereúna suficientes monedas para llenarlesla bolsa, ¿y quién sabe cuál será elresultado? Mientras no se les pague,sabéis que lo que esperan es que se lesdé rienda suelta, como a perros de caza.Esperan poder saquear lo queencuentren en su camino, para con ellosustituir la paga.

–¿Es eso lo que dijo Somerset? –replicó Derry con frialdad–. Si tan buen

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comandante es, que agarre a esos perrospor el pescuezo…

–No, Derry. Vos sois mi consejero demayor confianza, lo sabéis. Pero estavez me pedís demasiado. Solo puedomirar en una dirección, Derry. Solo veoLondres en el horizonte y nada más.

–¿Acaso no notáis el olor a humo enel aire, no oís los gritos de las mujeres?–preguntó Derry.

Era imprudente desafiarla de aquellaforma, pese a la larga colaboraciónentre ambos. Derry vio aparecermanchas rosadas en las mejillas de lareina, un rubor que se fue extendiendohasta alcanzar el cuello. En todo esetiempo, ella no había dejado de mirarle

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a los ojos, como si él poseyera todos lossecretos de este mundo.

–Este es un duro invierno, maeseBrewer; y aún ha de continuar. Si he demirar a otro lado mientras ocurrenmaldades para recuperar a mi esposo yel trono que le corresponde, entoncesestaré ciega y sorda. Y vospermaneceréis mudo.

Derry inspiró largamente.–Milady, me estoy haciendo viejo. A

veces pienso que mi trabajo sería másapropiado para un hombre más joven.

–Por favor, Derry. No era miintención ofenderos.

El jefe de espías levantó la mano.–Y no me he ofendido; ni os dejaría

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sin esta red que tanto me ha costadotejer. Milady, en ocasiones mi trabajoentraña grandes peligros. No lo digo porjactancia, sino como constatación de unaverdad. Me encuentro con hombresduros en oscuros lugares, y lo hagoconstantemente. Si algún día no regreso,debéis conocer cómo he dispuesto lascosas para que la tarea continúe.

Margarita lo observó con los oscurosojos muy abiertos, magnetizada por laincomodidad de Brewer. Estepermanecía ante ella como un muchachonervioso, retorciéndose ambas manos ala altura de la cintura.

–Hay posibilidad de que también vosestéis en peligro, milady, si me atrapan.

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Entonces alguien acudirá a vos y os diráunas palabras que reconoceréis.

–¿Y qué aspecto tendrá ese hombrevuestro? –susurró Margarita.

–No sabría deciros, milady. Son tresen total. Jóvenes, listos y completamenteleales. Uno de ellos sobrevivirá a losotros dos y tomará las riendas, si yo yano puedo llevarlas.

–¿Haríais que se mataran entre ellospor permanecer a mi lado? –preguntóMargarita.

–Desde luego, milady. Nada tienevalor si no cuesta esfuerzo conseguirlo.

–Muy bien. ¿Y cómo sabré que puedoconfiar en vuestro hombre?

Derry sonrió ante la rapidez mental de

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la reina.–Unas pocas palabras, milady, que

significan algo para mí.Hizo una pausa. Aunque tenía los ojos

puestos en Margarita, miraba enrealidad al pasado, pero también seimaginaba el futuro y su propia muerte.Sacudió la cabeza, alterado.

–La esposa de William de la Pole,Alice, todavía vive, milady. Su abuelofue tal vez el primer hombre de letras detoda Inglaterra, aunque nunca tuveocasión de conocer al viejo Chaucer.Una vez, Alice usó una frase de suabuelo para referirse a mí. Cuando lepregunté qué había querido decir,respondió que era una idea sin

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importancia y que no debía ofenderme.Sin embargo, la frase se me quedógrabada. Dijo que yo era «el que sonríecon el cuchillo escondido bajo la capa».Me parece una descripción muy precisade mi trabajo, milady.

Margarita se estremeció y se frotó unbrazo con el otro.

–Vuestra frase me pone los pelos depunta, Derry, pero será como decís. Sialguien viene a mí y me dice esaspalabras, le escucharé. –Sus ojoscentellearon y se le endureció el rostro–.Os comprometéis a ello por vuestrohonor, Derry Brewer. Os habéis ganadomi confianza, y no es algo que yoentregue a cualquier precio.

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Derry inclinó la cabeza, recordando ala joven muchacha francesa que habíacruzado el canal de la Mancha paracasarse con el rey Enrique. A los treintaaños, Margarita era aún una mujerdelgada y de piel límpida, con un largocabello castaño recogido en una solatrenza con un lazo rojo. Gracias a suúnico embarazo, algo poco frecuente, nose había convertido en una vieja yeguade tiro con la espalda quebrantada,como muchas mujeres de su edad. Nihabía perdido esa firme esbeltez deltalle que la dotaba de gracilidad. Apesar de haber sufrido y perdido tanto,cualquiera que la mirara habría deadmitir que Margarita envejecía bien.

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No obstante, Derry la observaba con laexperiencia de los dieciséis añospasados a su lado. Había dureza en ella,un rasgo que no sabía muy bien silamentar o celebrar. La pérdida de lainocencia era un hecho trascendental,especialmente en una mujer. Con todo,lo que llegaba después era siempre unmejor paño con que cubrir cada mancharojiza. Derry sabía que las mujeresocultaban tales cosas cada mes. Quizáese era el fondo del que nacían lossecretos de las mujeres y su vidainterior. Debían ocultar la sangre… y lacomprendían.

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erry Brewer sintió cómo el vinoespeciado le calentaba elestómago y el pecho, lo quealiviaba algunos de sus achaques.

El caballero que tenía frente a él asintiócon lentitud y se echó atrás en subanqueta, plenamente consciente de laimportancia de las noticias que traía.Estaban sentados en un rincón de unaatestada taberna, rodeados de soldadosque los estrujaban por todas partes. En

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el establecimiento solo quedaba ya unacerveza repugnante y los posos, peroalgunos optimistas todavía se asomabanal interior desde el camino.

Para el encuentro, Derry habíaescogido la taberna pública delcampamento, sabedor de que sus noblesseñores entendían bien poco de sutrabajo. No parecía habérseles ocurridoque un hombre pudiera cabalgar de unejército al otro y transmitir unainformación de la más vital importancia.Derry Brewer se recostó contra elrincón de tablas de roble, la vista puestaen sir Arthur Lovelace, sin duda suinformante más altanero. Ante elescrutinio de Derry, aquel hombre

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pequeño se atusó un complicado bigoteque le caía sobre los labios y que sinduda añadiría cierta cantidad de pelo acada bocado que comía. Se habíanconocido tras la batalla de Sandal, puesLovelace estaba entre el centenar deabatidos caballeros que Derry se habíallevado aparte. Les había ofrecidoalgunas monedas a aquellos que notenían ninguna y unos cuantos consejos aquienes estuvieron dispuestos aescucharle. A su tarea de persuasióncontribuía el hecho de que el jefe deespías estuviera al servicio del reyEnrique. Nadie podía dudar de la lealtadde Brewer, ni cuestionar la justicia de su

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causa, al menos después de aquellavictoria.

Alentados por las palabras de Derry,más de unos cuantos soldados de Yorkse habían quedado merodeando porSheffield para esperar al ejército de lareina, y al llegar este se habían unido alos mismos hombres contra los que anteshabían luchado. Tal vez había parecidoentonces una locura, pero los hombresnecesitaban comer y recibir una paga.Cuando después se vio que no habríapaga, quizá el asunto sí que acabósiendo de verdad una locura. Cientos dehombres de aquel ejército habíanparticipado en los saqueos de las

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ciudades yorquistas, a fin de llenar tantoel estómago como la bolsa.

Al atravesar el campamento,Lovelace no vestía colores, nisobreveste o pintada armadura quepudiera identificarle y hacer que alguieninformara de su presencia. Se le habíadado una contraseña y sabía que debíapreguntar por Derry Brewer. Eso habríabastado para que le dejaran pasar losguardias que ocasionalmente pudieraninterrogarle, pero lo cierto es que habíalogrado llegar al mismo centro delejército de la reina Margarita sin tenerque detenerse ni una sola vez. Cualquierotro día, el hecho habría sulfurado aDerry Brewer, quien habría llamado a

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los capitanes del ejército paraexplicarles, una vez más, la importanciade impedir que espías y asesinos seintrodujeran allí donde podrían causarun daño incalculable.

Lovelace se inclinó hacia delante yhabló en un murmullo nervioso. Derrypodía oler el sudor del hombre en lascalientes vaharadas que, casi como enuna flameante reverberación, emanabande él. El caballero había montado a todogalope para llegar hasta el jefe de espíasy contarle lo que sabía.

–Lo que os he dicho es de vitalimportancia, maese Brewer.¿Comprendéis? Os he entregado aWarwick, desplumado, untado con grasa

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y bien atado: listo para asar en elespetón.

–El Marinero –dijo Derrydistraídamente mientras pensaba.Warwick había sido capitán de Calaisde forma continuada durante varios añosy se decía que amaba el mar y losbarcos que lo surcaban. Lovelace habíaconvenido en no usar los nombres de loshombres importantes, pero por supuestose olvidaba constantemente de ello. Enocasiones como aquella, Derry preferíaactuar como si su peor enemigo sehallara junto a su hombro, dispuesto ainformar de cualquier cosa que pudieraaveriguar.

La taberna iba volviéndose cada vez

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menos acogedora a medida que lossoldados la dejaban seca. En medio deempujones y apreturas, un desconocidopelirrojo cayó de pronto sobre supequeña mesa, dio un bandazo haciaDerry y extendió ambos brazos paraprotegerse de la caída. El hombre soltóuna risotada y, cuando iba a darse lavuelta para quejarse a quien le hubieraempujado, sintió la longitud del fríometal que Derry le presionaba contra elcuello y su voz se ahogó.

–Tened más cuidado, muchacho –lemurmuró Derry al oído–. Ahora moveos.

Empujó al soldado y lo observódetenidamente mientras, con ojosespantados, se perdía entre la multitud.

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Había sido solo un accidente. No uno deesos «accidentes» muy trágicos, sino deaquellos que, en última instancia, eranvoluntad de Dios, pues fue mala suerteque cayera sobre la hoja y que ahoraBrewer yaciera en la fría, fría tierra;mientras, nosotros debemos seguir connuestras vidas felices…

–¿Brewer? –dijo Lovelace,chasqueando los dedos en el aire.

Derry parpadeó, irritado con él.–¿Qué sucede? Ya habéis transmitido

las novedades, y si decís la verdad lainformación me será útil.

Lovelace se inclinó aún más hacia él,tan cerca que Derry percibió un aliento acebolla.

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–No he traicionado al «Marinero» acambio de nada, maese Brewer. Cuandovos y yo nos encontramos en aquellataberna de Sheffield, os mostrasteis muyliberal con las monedas de plata y laspromesas. –Lovelace inspirólargamente, la voz temblorosa ante lasexpectativas que albergaba–. Osrecuerdo que mencionasteis el título deconde de Kent, todavía vacante, sinalguien leal que lo ocupe y recaude losimpuestos y diezmos debidos al rey.Entonces me dijisteis que la recompensapara quien entregara a Warwick podríallegar a ser un bocado tan sabroso yrefinado como ese.

–Ya veo –replicó Derry. Esperó tan

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solo por maldad, como si no hubieraentendido. En parte lo hacía porqueaquel caballero imbécil había vuelto amencionar el nombre de Warwick, apesar de que la habitación estaba tanatestada que no solo tenían hombreshasta encima de la cabeza, sino que unode ellos casi había acabado en el regazode Derry.

–¡Pues eso es lo que yo he hecho! –exclamó Lovelace al tiempo queenrojecía y el cuello y la cara se lehinchaban ligeramente–. ¿O es quevuestras promesas son mera palabrería?

–Os advertí que debíais venir a estecampamento sin estandarte, sinsobreveste ni escudo pintado que

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alguien pudiera recordar. Habéiscruzado entre diez mil hombres parallegar a esta taberna. ¿Acaso alguno deellos os ha agarrado del brazo y os hapreguntado quién erais?

Lovelace negó con la cabeza,nervioso por la vehemencia con la quehablaba el jefe de espías.

–Y decidme, buen caballero, ¿no seos pasó por la cabeza que, igual que vospodíais llegar hasta mí, también yopodría tener hombres merodeando por elcampamento que dejasteis atrás? ¿Quepodría tener algunos muchachos en elsur, llevando agua o puliendoarmaduras, sin dejar de observar ycontar y recordar lo que vieran? ¿Es que

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pensabais que yo estaba ciego sinvuestros ojos?

Derry observó cómo las expectativasdel caballero se desinflaban ante susojos y Lovelace se hundía en su asiento.Ser nombrado conde, un compañero delrey, bueno, eso hubiera sido una fantasíaimposible para un soldado común, oincluso para un caballero con una casasolariega y un puñado de granjasarrendadas. Aun así, cosas más extrañasse habían visto en tiempos de guerra.Derry imaginó que Lovalace teníaesposa e hijos en alguna parte, y quetodos dependían de su paga, su ingenio yquién sabe si también de un poco desuerte.

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La pobreza era un amo cruel. Derrymiró al alicaído caballero con mayordetenimiento y advirtió el ajado capote.Se preguntó si la razón de aquella barbadesaliñada no sería la falta de monedaspara hacérsela arreglar. El jefe deespías suspiró para sí. En otros tiempos,se habría levantado y, después de darlea Lovelace unas palmaditas en laespalda, lo hubiera dejado allí para quelo golpearan y robaran al salir delcampamento, o lo que fuera que pudieraocurrirle.

En cambio, aunque le exasperaba,Derry sabía que la edad había suavizadosus aristas más afiladas, de tal modo quehabía comenzado a ver y oír el dolor de

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los demás, y rara vez se reía ya de él.Quizá era el momento de retirarse. Sustres pupilos, más jóvenes, estabanpreparados para la pelea si alguna nocheél no regresaba a casa. En teoría,ninguno de ellos sabía el nombre de losotros, pero Derry habría apostado hastala última moneda de su bolsa a que loshabían averiguado. Una buena forma deevitar una estocada es matar a quienempuña la hoja. Quienes se dedicaban aloficio de Derry sabían que lo mejor eramatar al otro antes incluso de que estesupiese que era tu enemigo.

Ninguno de estos pensamientos sereveló en su expresión mientras mirabaa Lovelace, quien todavía estaba

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encajando el hecho de haber vendido aWarwick por tan solo una pinta deoscura cerveza. El jefe de espías no seatrevió a dejar monedas de oro o plataen la mesa, con tantos soldadosalrededor. Sabía que, antes de haceralgo así, mejor sería que él mismonoqueara a Lovelace y de paso seahorrara esas monedas. Así pues,extendió el brazo para estrechar la manode Lovelace y presionó contra ellamedio noble de oro. Vio que los ojos deldesgraciado caballero se tensaban deturbación y alivio al mirarse la mano.Era una moneda pequeña, pero pagaríauna docena de comidas, o quizá unacapa nueva.

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–Id con Dios, muchacho –dijo Derryal tiempo que se levantaba paramarcharse–. Confiad en el rey y no osequivocaréis.

Había luna nueva, pero Eduardo de Yorkpodía verse las manos a la luz de lasestrellas. Giró la mano izquierda delantede la cara, observando los dedos que semovían como un ala blanca. York estabasentado sobre un risco, en Gales, y no sehabía molestado en preguntar el nombrede aquel peñasco. Los pies le colgabanen el vacío, y, cuando arrancaba algunapiedra de su sitio, esta caíainterminablemente y parecía no golpearnunca el fondo. Un profundo abismo se

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abría bajo sus pies, pero la oscuridadera tan densa que tenía la sensación depoder caminar sobre ella.

Esbozó una sonrisa ebria al pensarloy, adelantando un pie, tanteó aquí y allácomo si fuera a encontrar un puente desombras que le permitiera cruzar elvalle. El movimiento hizo que Eduardodesplazara su peso sobre el resalte de laroca y que, de pronto, empezara arecular pateando convulsivamente,durante un momento de pánico quedesapareció con la misma rapidez con laque había surgido. No, no iba a caerse,estaba seguro. Quizá todo lo que habíabebido habría podido matar a un hombremás pequeño que él, pero Dios no iba a

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permitir que cayera desde un peñascogalés. No, su final no estaba allí: aún lequedaba mucho por hacer. Eduardoasintió para sí mismo, con tanta pesadezen la cabeza que esta siguió bailandoarriba y abajo mucho más tiempo delque pretendía.

Oyó los pasos y los murmullos de dosde sus hombres, quienes habíancomenzado a conversar apenas a unadocena de pasos detrás de él.Lentamente, Eduardo levantó la cabeza yse dio cuenta de que allí, pegado a tierray en la oscuridad, no podían verle.Aquella luz daba a sus miembros uncolor óseo, así que se le ocurrió quedebía parecer un fantasma. Si su estado

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de ánimo hubiera sido otro, quizá sehabría levantado tambaleándose y habríalanzado un gran aullido, solo para oírlosgritar, pero su humor era demasiadosombrío para eso. La noche que lerodeaba penetraba en él al tocarle en losbrazos. Sin duda, esa era la razón de quese viera la piel blanca, porque estahabía absorbido la oscuridad, y todavíaseguía haciéndolo, llenándolo por dentrohasta hacer crujir las costuras de sucuerpo. Era una idea hermosa y Eduardose sentó para considerar tan maravillosaocurrencia, mientras los hombresseguían hablando a su espalda.

–No me gusta este sitio, Bron. No megustan las colinas, ni la lluvia ni los

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malditos galeses. Esa mala cara con quenos miran desde sus pequeñas chozas. Yladrones que son, además, porque aquílo más seguro es que te roben todo loque no esté bien amarrado. El viejoDesnarigado perdió una silla hace unpar de días, y te aseguro que no se fueandando ella sola. Este no es lugar paraquedarse; pero, en fin, aquí seguimos.

–Bueno, compañero, si fueras duque,a lo mejor podrías llevarnos aInglaterra. Mientras tanto, esperaremos aque nuestro señor de York nos ordenemovernos. Yo estoy bien así, diría. No,compañero, más que bien. Prefiero estaraquí sentado a tener que marchar oluchar en Inglaterra. Deja que ese

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grandote ahogue la pena por su padre ysu hermano. El viejo duque era unhombre notable. Si hubiera sido mipadre, yo también me pasaría todo el díaborracho. Al final volverá en sí oacabará explotándole el corazón. Denada sirve preocuparse ahora de siocurre una cosa o la otra.

Eduardo de York entornó los ojos,tratando de discernir a la pareja. Unoestaba recostado contra una roca,fundido en ella como si fuera una gransombra. El otro permanecía de pie,mirando al frente y al cielo, al campo deestrellas que refulgía hacia el norte amedida que avanzaba la noche. Yorksentía cólera por el hecho de que su

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pena, su íntimo dolor, fuera objeto dediscusión entre simples caballeros ypiqueros, como si estuvieran hablandodel tiempo o del precio de una hogazade pan. Comenzó a arrastrarse haciaellos y, al ponerse de pie y quedar enprecario equilibrio, a punto estuvo decaer por el precipicio. Con una estaturade un metro y noventa y tres centímetros,York era una figura colosal, condiferencia el hombre más grande de todosu ejército. Ahora bloqueaba una ampliafranja de cielo con el cuerpo, y los dosconversadores se quedaron helados alpercibir la silenciosa aparición que selevantaba ante ellos, una oscura amenaza

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recortada contra la oscuridad ydelineada por las estrellas.

–¿Quiénes sois para decirme quédebo hacer, eh? ¿Vais a decirme cómodebo mostrar mi pena? –farfullóEduardo.

Los hombres reaccionaron conabsoluto pánico; ambos se dieron lavuelta al mismo tiempo, se alejarontrepando por la cresta de la colina ydescendieron por la otra vertiente,menos abrupta. Tras ellos, Eduardorugió algo incoherente, dio unos pasosvacilantes y luego cayó al suelo, al pisarinadvertidamente una piedra y torcerseel pie. Empezó entonces a vomitar vinorancio y un licor claro, en una mezcla de

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acidez tan punzante que le escocían loscortes de la piel.

–¡Os encontraré! Sí, daré convosotros, hijos de puta insolentes…

Rodando hasta quedar de espaldas,empezó a dormirse, consciente a mediasde que no sería capaz de reconocerlos silos volvía a ver. York roncabaruidosamente, la montaña galesa bajo sucuerpo, anclándole a la tierra mientrasel cielo giraba en lo alto.

Llovía cuando los lores de Margaritacomenzaron a congregarse en la tienda.El aguacero repiqueteaba en la lona yhacía que los postes crujieran bajo elpeso de la tela empapada. Derry Brewer

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se cruzó de brazos y observó las carasde los más antiguos comandantes de lareina. Henry Percy había perdido másque ningún otro de los presentes enaquel gran pabellón. El conde deNorthumberland llevaba el sello de sulinaje en el rostro: la gran hoja curva dela nariz de los Percy le distinguía encualquier grupo. El precio pagado por lafamilia Percy otorgaba al joven condecierta gravedad entre los demás. Enopinión de Derry, la pérdida de su padrey su hermano lo habían hecho madurar,de modo que ahora rara vez hablaba sinreflexionar y portaba su dignidad comouna capa arrollada a los hombros. Elconde Percy podría perfectamente

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haberlos comandado contra Warwick,pero era el aún menos experimentadoSomerset quien había sido designadopara tal cometido. Derry se permitió unarápida mirada a la reina, quien, sentadamuy recatadamente en el rincón, todavíamostraba unas mejillas sonrosadas y unafigura delgada. Si era cierto que sehabía acercado a Somerset durante losmeses de ausencia de su esposo, lohabía hecho de maneraextraordinariamente discreta. A susveinticinco años, Somerset seguíasoltero, algo bastante extraño y quepodía generar algunas suspicacias.Derry sabía que debía aconsejarle alduque que desposara a alguna joven bien

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dispuesta y engendrara hermosos yrollizos bebés, antes de que lashabladurías se dispararan.

Había también media docena debarones menores, que habían acudidoconvocados por la reina. A Derry lecomplacía que hubieran ubicado a lordClifford entre ellos en los bancos, dondelos barones se sentaban como inquietosescolares que hubieran de recibir suslecciones. Clifford había matado al hijode York en Wakefield y después habíamostrado la daga sangrienta al padre, enperversa actitud de triunfo. Habríaresultado difícil sentir agrado por aquelhombre después de una acciónsemejante, aunque hubiera sido un

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verdadero dechado de virtud. Enrealidad, Derry opinaba que Clifford erapomposo y débil: un memo sinverdadera valía.

Y bien curioso era que la historia delasesinato del joven York hubiera corridotan rápidamente y hasta lugares tanlejanos, casi como si tuviera alaspropias, hasta el punto de que losinformantes de Derry le habían dichoque mucha gente se la había contadodesde entonces. Además, circulaba lanoticia de que Margarita se dirigía haciael sur con un ejército de exaltados yamenazadores norteños, a los queacompañaban los pintarrajeadossalvajes de las montañas escocesas.

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Según decían, la reina había cortadocabezas, había pintado a sus hombrescon la sangre de York y se habíarecreado con la destrucción demuchachos inocentes. Eran historias quehabían arraigado con fuerza, y Derry sepreguntaba si había un cerebro tras ellaso se debían simplemente a la insensiblecrueldad de los rumores y lashabladurías.

El asistente de Derry había acabadode leer la larga descripción de lasfuerzas de Warwick, una descripciónredactada a partir de los datos aportadospor una docena de hombres comoLovelace y la cual, en opinión de Derry,ofrecía una imagen bastante fidedigna.

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Las posiciones cambiarían, y desdeluego el movimiento de los ejércitospodía alterar completamente una batallaantes de que esta comenzara; pero, poruna vez, Derry se sentía confiado.Warwick se había atrincherado. Ya no lesería posible moverse. El jefe de espíasdio las gracias a su hombre con unasentimiento de cabeza y permaneció ala espera, dispuesto a debatir o defendersus conclusiones.

Fue el barón Clifford quien primeroreplicó, su voz como un estruendosorebuzno que obligó a Derry a apretar losdientes.

–¿Queréis hacernos mover las tropascomo si fueran las piezas de un tablero,

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Brewer? ¿Es así como pensáis quedebería hacerse la guerra?

Derry se dio perfecta cuenta de quehabía utilizado la primera persona delplural. Durante seis años, Clifford habíatratado de incluirse entre los nobles quehabían perdido a sus padres, junto con elconde Percy de Northumberland ySomerset. Estos últimos no parecíanmirar con malevolencia a Clifford, perotampoco se mostraban especialmentecálidos con él, por lo que Derry podíaobservar. Brewer no había contestado alas primeras preguntas de Clifford,suponiendo que eran retóricas. Ahoradecidió esperar a que las palabras delbarón se extinguieran por sí mismas.

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–¿Y bien? ¿Es que deben ser losespías y los rateros furtivos quienesdecidan cómo ha de plantear la batallael ejército del rey? –preguntó Clifford–.¡No creo que jamás haya oído nadasemejante! Por lo que decís, parece queWarwick sí que sabe lo que es el honor,aunque vos no lo sepáis. Decís que se hasituado en el camino a Londres paradesafiarnos. ¡Exacto! Así es cómo loshombres de honor hacen la guerra,Brewer: sin subterfugios ni secreteos,sin mentiras ni traiciones. Estoyindignado por lo que he oído hoy aquí,francamente indignado.

Para enfado de Derry, Margaritapermaneció callada. En el lejano norte,

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la reina había experimentado el placer yel dolor que reporta ejercerdirectamente el mando, y no había sidoprecisamente de su agrado. Derryincluso pensó que, en privado, Somersetla había persuadido para que delegaraen él su autoridad. Somerset era, pues,el hombre al que él debía convencer, noClifford, ni siquiera el conde Percy,aunque todo sería más fácil si alguno deellos respaldaba sus planes.

–Milord Clifford –empezó Derry. Sibien no podía afirmar que el barón,además de pomposo, fuera un mentecato,ralentizó su discurso para hacerseentender–. Un hombre de vuestrapreparación y experiencia sabe que ya

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se han librado batallas en las que unbando ha maniobrado antes del choquede las armas. Ya se han tomado antesfortalezas atacándolas por el flanco,milord. Eso es simplemente lo que yo hepropuesto. Mi tarea, mi misión, consisteen proporcionar a mis señores toda lainformación que puedan necesitar.

Clifford abrió la boca para hablar,pero Derry prosiguió, esforzándose portransmitir una calma si cabe más gélida.

–Milord, Warwick ha convertido elcamino a Londres en una fortaleza, concañones y redes con clavos y zanjas yterraplenes y otras defensas que loshombres deben superar para cruzar alotro lado. Todos mis informes… –Se

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detuvo al oír el bufido de Clifford–.Todos mis informes indican que esperaencarado al norte, milores; que haemplazado sus lanzas y cañones paradestruir a un enemigo que se acerquedesde el norte. Sería, si se me permite lasugerencia, de mero sentido comúnsuperar su posición rodeándola paraevitar el núcleo más peligroso de susdefensas.

–¡Con lo cual demostraríamos miedoante una fuerza más pequeña! –dijoClifford presa de la exasperación–. Ydemostraríamos a nuestros muchachosque esos perros de los Neville nospreocupan de verdad, que respetamos alos traidores y los tratamos como a

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iguales, en lugar de como a avispasmuertas que deben ser barridas yquemadas. ¡Según esos mismosinformes, maese Brewer, nosotrosdisponemos de cinco mil hombres más!¿Podéis negarlo? ¡Los nuestros son losmismos que vencieron ante York!Sobrepasamos en número a Warwick, asus granjeros de Kent y mendigos deLondres. ¿Y vos queréis que losevitemos dando un rodeo como un niñoque roba manzanas? Y ahora yo ospregunto a todos: ¿qué honor hay enello?

–Sabéis expresaros de manera muyelegante, lord Clifford –replicó Derrycon voz y sonrisa cada vez más tensas–,

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pero tenemos la oportunidad de salvarlas vidas de esos hombres quecomandáis, de hacerle daño a Warwicko incluso aniquilarlo, sin que vuestrastropas se destruyan atacando lasdefensas que tiene preparadas. Milord,poco honor veo yo en…

–Creo que por ahora es suficiente,maese Brewer –murmuró Somersetlevantando la mano–. Vuestro argumentono tendrá mayor fuerza porque lorepitáis más veces. Estoy seguro de quehemos entendido la idea principal.

–Sí, milord –contestó Derry–.Gracias.

Se sentó en una silla inestable, conuna mueca de dolor al sentir que la

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rodilla derecha le pinchaba y amenazabacon acalambrarse. Tenía frío y estabadolorido y harto de discutir con hombresestúpidos y más jóvenes que lesuperaban en rango. Hacía tanto queestaba lejos del rey Enrique que lafuente de su autoridad se había agotado.En otro tiempo, todos habían temido aDerry Brewer por sus contactos conpersonajes poderosos, y hasta con elmismo manantial de donde procedíatodo ese poder. Ahora debía discutir susargumentos con asnos como Clifford,hombres a quienes habría que agarrarpor la nariz para hacerles humillar lacabeza y quitarles esos aires que sedaban.

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–Yo no temo al ejército de Warwick –dijo Somerset.

–¡Por supuesto que no! –murmuróClifford, silenciado al instante por unamirada admonitoria.

–Es cierto que han tenido alrededorde un mes para preparar sus defensas,mientras que nosotros marchamos haciael sur tan lentamente como un grupo delavanderas. –Somerset levantó la manopara atajar los gruñidos de protesta–.Calma, caballeros. Sé que los hombresnecesitan comer, pero comoconsecuencia de ello le hemos dadotiempo a Warwick, y estoy seguro de queun hombre con tantas riquezas habrásabido aprovechar los recursos de

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Londres. Es más, tiene al rey Enrique yeso le proporciona una especie de…influencia. Aunque el rey sea unprisionero, creo que todos sabemos queno debe estar gritando ni tratando deescapar. A pesar de todo, las tropas quehan reunido con los hombres de Kent yde Londres, junto con algunos otros deSussex y Essex, siguen siendodemasiado pequeñas. Yo no temo a eseejército, pero ya sabemos que, porsupuesto, aún hay otro.

Somerset paseó la mirada por loshombres allí reunidos y sus ojos sedetuvieron un instante en Margarita,aunque esta no levantó la vista delregazo donde reposaba las manos.

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–El hijo de York, Eduardo, ¿debollamarle York ahora? Aquel que antesfuera conde de March, el mismo que enGales, con unos pocos miles dehombres, se las arregló para derrotar alas tropas de tres Tudores, matar alpadre y poner en fuga a los hijos. Quizádespués de aquella victoria no hayareclutado más soldados para defender suenseña, pero ahora hay hombresenfurecidos por todo el país queacudirían a él si los llamara. La de Yorkes una casa real y podría ser unaamenaza para nosotros. Si York se une aWarwick, casi igualarán nuestro número;sin duda, las fuerzas estarán demasiadoparejas para que estemos tranquilos. –

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Negó con la cabeza–. Al igual queWarwick, yo tal vez desearía vérmelascara a cara con un enemigo dispuesto aluchar y morir, pero no cabe duda deque, a su debido tiempo, el hijo de Yorkvendrá también contra nosotros, y podríaatacarnos por un flanco.

Somerset se detuvo para recobrar elaliento, mientras recorría con la miradaa todos los presentes.

–Milores, milady, maese Brewer, nopodemos bailar con Warwick y quedaratrapados entre los dos. No podemosdejar que sean ellos quienes marquen elcompás. Si los informantes de maeseBrewer dicen que hay una fortaleza conun flanco débil, mis órdenes serán

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aprovechar cualquier ventaja que se nosbrinde. No creo que constituya un honorespecial enviar a miles de hombres a lamuerte atacando una posición bienfortificada, lord Clifford. Césarmaniobró en el campo de batalla, segúncreo. ¡Tal vez en estos mismos campos,John!

Derry vio que Clifford sonreía yagachaba la cabeza. Por alguna razón, depronto ya no podía soportar que aquelhombre se mostrara distendido ensemejante compañía. Tal vez fuera otraparticularidad de hacerse viejo, pero nopodía dejar pasar aquel momento.

–Quizá yo pueda explicar al barónClifford, milord, que hay una diferencia

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entre matar a un muchacho herido quetrata de huir y atacar una defensa sólidaque…

–¡Brewer! ¡Refrenad esa lengua! –gritó Somerset en tono cortante antes deque Clifford pudiera hacer poco más quemirarle escandalizado–. ¡Salid de aquí!¿Cómo os atrevéis a hablar así delantede mí? Ya consideraré qué castigomerecéis por esto. ¡Fuera!

Derry hizo una profunda reverenciaante Margarita, más furioso consigomismo que con ningún otro de lospresentes en aquella tienda. Sentía unalúgubre satisfacción por habermencionado públicamente el crimen deClifford. El hijo de York tenía diecisiete

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años, y en Sandal, mientras intentabaescapar de la batalla, no había supuestoninguna amenaza para nadie. Derry nosabía si el muchacho estaba entoncesherido, pero había añadido el detallepara exagerar y pintar a Clifford comoel matón despreciable que efectivamenteera. Y esa, justamente, era la forma dehacer crecer una historia.

Derry mantuvo rígida la espalda alsalir de la tienda, sabedor de que habíaido demasiado lejos. En el aire frío,mientras se disipaba su ira, se sintióviejo y cansado. Clifford podíadesafiarle, si bien Derry sospechaba queno se rebajaría a ello ni correría elriesgo de batirse en duelo delante de

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testigos. El jefe de espías había dejadoatrás sus mejores años, de eso no cabíaduda, pero todavía podría moler aporrazos a Clifford hasta desparramarlelos sesos, si se presentaba la ocasión, yel barón lo sabía. No, sería un cuchilloen la oscuridad, o un picadillo debigotes de gato en la comida parahacerle vomitar sangre.

Derry miró abatido el chapitel de lacapilla del pueblo, construida en lastierras de la familia Stokker, deWyboston. No era lo suficientementealto para servirle de protección contralos hombres violentos que pudieranbuscarlo por la noche. Tendría quepermanecer despierto y acompañado.

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No se maldijo a sí mismo por haberirritado a Clifford, ni siquiera aSomerset. Desde la muerte de York,había un vacío de poder en torno aMargarita. Muerto su principal enemigoy con su marido aún en cautividad, lareina había perdido parte de esa fierezaque la había impulsado durante años,casi como si no supiera exactamentecómo continuar. Y en ese vacío sehabían introducido hombres comoSomerset, jóvenes brillantes yambiciosos que miraban hacia el futuro.Los cretinos más débiles, como Clifford,lo único que hacían era elegir uncampeón a quien adular.

Y es que resultaba difícil no albergar

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esperanzas, Derry era consciente deello. York estaba muerto, y Salisburytambién, después de tantos añosaferrados al trono, como si tuvieranderecho a él. La desaparición del reyEnrique era el último detalle quequedaba por solucionar: un pobreinocente retenido por hombres coninnumerables razones para odiarle. Locierto era que, si Enrique hubiera sidoasesinado, el luto de la reina no habríadurado mucho. Derry veía cómo aMargarita le brillaban los ojos alposarlos en Somerset. Si uno observabacon intención, era difícil no darsecuenta.

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a caída de la noche trajo un vientohelado, incluso más frío quedurante el día. Encorvados enmedio de las gélidas ráfagas, los

soldados de la reina se desviaban delcamino de Londres. Obedeciendoórdenes de Somerset, dejaban laspiedras anchas y planas para marcharhacia el oeste, haciendo crujir la tierrahelada con sus botas. Exploradores acaballo los esperaban y ondeaban

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antorchas para guiarlos por el caminocorrecto, cerca de la ciudad deDunstable. Había sido sugerencia deDerry, hacer que quince mil hombresdesaparecieran de la noche a la mañana,mientras los exploradores de Warwickesperaban en vano avistarlos endirección sur.

En los días transcurridos desde queDerry dejara a lord Clifford con la caraencendida de frustración, nadie se habíaacercado furtivamente al jefe de espías,ni siquiera le habían amenazado. PeroDerry no bajaba la guardia, puesconocía de sobra a los hombres comoClifford y el alcance de su rencor.Tampoco Somerset se había dirigido a

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él, como si el joven duque prefirierasimplemente ignorar y olvidar cualquierinsulto que hubiera presenciado. Contodo, Derry sabía que si Somersetcambiaba de opinión podríasobrevenirle algo así como unaflagelación en público, llevada a cabosin pudor ninguno, a la vista de todos.En cambio, Clifford no tenía ni laautoridad ni la hombría para disponeralgo semejante. De él, Derry esperabaun ataque cuando estuvieradesprevenido. Por esa razón, sin ser aúnun propósito sólidamente definido,Derry había empezado a planear lasilenciosa desaparición del barón. Sinembargo, ni siquiera a un jefe de espías

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le resultaba fácil borrar a un barón delrey de la faz de la Tierra.

La columna de hombres despertó a losaterrorizados habitantes de Dunstablecon un desfile de antorchas y la yacansina exigencia de «sacar las vituallasy el ganado». Tampoco es que loslugareños tuvieran mucho que ofrecer alfinal del invierno. El grueso de susprovisiones se había consumido durantelos meses más duros.

Por una vez, la reina Margarita y suhijo estaban allí, a caballo, parasupervisar el paso del ejército por laciudad. En su presencia no habríadestrucción, al menos a la luz de lasantorchas. Derry estaba seguro de que,

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como consecuencia de ello, la cosechaobtenida sería mucho más escasa. Oyóentonces que alguien gritaba en una calletrasera. Se disponía a enviar a algunosmuchachos provistos de porras, peroSomerset fue más rápido y dio la ordenantes que él. Una docena de hombresfueron devueltos al camino principal,aullando por los golpes y los latigazosque les propinaban. Algunos alzaron lavoz para protestar, hasta que uno de loscapitanes les gritó furibundo que, si élquería, podía tratarlos a todos como adesertores. Aquello les cerró la bocacomo una mordaza de hierro. Las penaspor deserción pretendían disuadir acualquiera que pensara siquiera en

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llevarla a cabo, por ejemplo eninvierno, durante las horas frías yoscuras de una guardia. El hierro y elfuego se mencionaban con profusión enaquellas ordenanzas que aprendían dememoria y recitaban hombres que nosabían ni leer ni escribir.

Las noches de febrero eran lo bastantelargas como para ocultar la mayoría delos pecados. Cuando el ejército hubobarrido Dunstable, todas las tiendas ycasas de la calle principal habían sidodespojadas de sus víveres. El aire sellenó de lamentos, mientras los últimossoldados salían trabajosamente de laciudad, la cabeza agachada contra el

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viento y las manos entumecidasagarrando con fuerza las armas.

Fuera de la ciudad, la oscuridadadquirió un tinte más pálido; un viejobosque de robles, acebos y abedules seextendía ante ellos, una espesura capazde engullir incluso a una hueste tannumerosa. En aquella negrura, al amparode las ramas, se permitió que loshombres descansaran y comieran,conscientes de que únicamente hacíanacopio de energía para luchar. Seafilaron las hojas y se engrasó el cuero.Los herreros, con sus pinzas de hierronegro, arrancaron los dientes podridos.Los sargentos y asistentes de campococieron en los calderos cebollas y

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rígidas tiras de carne de venado. Para lamayoría, la ración consistió en poco másque un líquido aguado y grasiento. Aunasí, se llenaban las jarras con celosocuidado, vigilando hasta la última gota ychasqueando los labios.

Los que podían cazar se alejaron abuen paso en busca de urogallos,conejos, zorros o erizos todavíahibernando; cualquier cosa valía. Alprincipio, a los cazadores se les habíanpagado sus capturas. Cuando seacabaron las monedas, continuaron sutrabajo pero reservándose una partemayor para ellos mismos. Hubo uno queconvirtió en una cuestión de principiosquedarse con todo lo que atrapaba, ya

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que no había monedas con que pagarle.Se había pasado una noche comiéndoseuna hermosa liebre junto a una pequeñahoguera, mientras muchos otros lomiraban. A la mañana siguiente, se habíaencontrado su cuerpo, ahorcado, y nadiehabía oído ni un solo grito. Los hombresmorían durante una marcha larga; era tansimple como eso. Caían a tierra o seextraviaban con la mirada perdida acausa del hambre o el agotamiento.Algunos volvían a la fila a base delatigazos. Otros quedaban donde habíancaído, para exhalar su último aliento,mientras el resto pasaba a su lado ymiraba sin pudor ninguno la interesantevista que el camino les ofrecía.

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Cuando los hombres de la reinatuvieron algo de sopa en el estómago,emprendieron la marcha en la grisuradel alba, en dirección al horizonte pordonde el sol empezaba a asomar.Todavía eran lo bastante fuertes, lobastante duros. Durante la noche, habíangirado a la derecha y rodeado SanAlbano, de modo que ahora llegaríanpor el suroeste. Algunos marchaban conuna sonrisa en la boca, imaginando lasorpresa y el miedo de las tropas deWarwick cuando vieran que todo unejército de hombres andrajosos se lesacercaba por detrás.

Sentado y bien erguido sobre un

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hermoso castrado negro, Warwickobservó el camino que se extendía haciael norte. El sol se elevaba en el cielodespejado, si bien soplaba un viento fríoque le atravesaba el cuerpo. La colina yla ciudad de San Albano quedaban a suespalda, coronadas por la abadía. Aquelpensamiento le provocó una punzada deira, pues le vino a la mente el abadWhethamstede, vestido con elegantesropajes y dando sus sabios consejos conla autoridad de quien, seis años antes,había presenciado la batalla desde lacolina. Warwick, que había tenido unpapel crucial en la victoria de York, noalcanzaba a entender cómo el ancianojuzgaba razonable aleccionarle de nuevo

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sobre los detalles. El abad habíadedicado gran parte de la noche anteriora darle espeluznantes descripciones,cuyo relato parecía proporcionarle grandeleite.

Warwick sacudió la cabeza paradesechar aquellos pensamientos. Suúnica preocupación era la reina y elejército que marchaba hacia el sur paraenfrentarse a él. Lo sorprendente era queno hubiesen llegado aún. Por algúnmotivo que se le escapaba, Margarita lehabía dado tiempo, y él lo habíainvertido bien, convirtiendo su rabia ypesar en zanjas y terraplenes. El caminoa Londres ya no existía. Su ejércitohabía excavado la tierra y abierto

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grandes grietas para desbaratarcualquier posible carga de la caballeríaenemiga. Redes de soga tachonadas depuntas metálicas habían llegado desdelas fundiciones de Londres, y cada unode aquellos filos verticales se habíaenroscado a mano en los nudos. No esque resultara imposible atravesaraquellas defensas, pero quien lo hicieraquedaría con el cuerpo completamentedesgarrado. El plan de Warwickconsistía en mermar la hueste de lareina, más numerosa que la suya, enmutilarla fila a fila, hasta conseguir queúnicamente quedaran en pie soldadosexhaustos y ensangrentados. Soloentonces enviaría a sus tres batallones,

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mil hombres que quebrarían la voluntady las últimas esperanzas de los deLancaster. Arrugó el ceño al pensar enello y considerar la escasa voluntad quele restaba al propio rey Enrique.

Enrique descansaba no lejos de dondeWarwick supervisaba el gran desplieguedel campo de batalla. El rey estabasentado a la sombra de un roble sinhojas, mirando a través del enrejado deramas que tenía encima de la cabeza.Parecía en trance. Ya no estaba atado,pero lo cierto es que tampoco eranecesario.

Cuando se encontró por primera vezcon la sencilla inocencia del rey,Warwick estuvo un tiempo

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preguntándose si no le estaríaengañando, pues la interpretación queEnrique hacía de su papel era más queperfecta. Cinco años antes, habíacirculado la historia de que el joven reyhabía despertado de su somnolencia ydemostrado el vigor de un hombre. Alpensar en ello, Warwick se encogió dehombros. Si era cierto que entonceshabía ocurrido, ahora ya no era así.Mientras observaba, un ruido captó laatención del rey. Enrique aferró la tierraentre las manos y miró fascinado elbullicio que le rodeaba. Warwick sabíaque, si se acercaba, Enrique haríapreguntas y parecería entender lasrespuestas, pero al rey no le quedaba ni

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una chispa de voluntad que le hicieralevantarse de un lugar una vez que sehabía aposentado en él. Era un ser roto.Warwick podría haber sentido inclusolástima por él, si aquel niño tan afableno hubiera provocado la muerte de supadre. En aquel momento, solo leinspiraba un frío desprecio. La casa deLancaster no merecía el trono, al menossi era Enrique lo único que tenía queofrecer.

Warwick dio la vuelta a su caballocon un suave chasquido y un tirón de lasriendas. Había divisado tres figuras quecabalgaban por el límite del campo ytrotó hacia ellos para interceptarlos.Dos de los jinetes eran su hermano John

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y su tío Fauconberg, hombres de losNeville y vinculados a la causa. Elcompromiso del tercero no era tansólido como a Warwick le hubieragustado, pero De Mowbray, duque deNorfolk, tampoco había hecho nada quelevantara sus sospechas. En cualquiercaso, el hombre le superaba en rango ytenía diez años más que él. Cierto eraque Norfolk tenía una madre Neville,pero otro tanto había ocurrido con loshermanos Percy, y ellos habían decididoapoyar al rey Enrique. Warwick suspirópara sí. La guerra forjaba extrañasalianzas. Por su rango y experiencia,Warwick le había asignado a Norfolk laprestigiosa ala derecha, en posición

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ligeramente adelantada con respecto alresto del ejército, formado en una granlínea de cuadros escalonados. Desdeluego, no era una casualidad que, en lavanguardia, fuera Norfolk el primero enrecibir al enemigo. Si el duque planeabaalgún tipo de traición, allí sería dondemenos daño iba a causar, y Warwick aúnpodría plantear una defensa a ladesesperada llegando desde atrás.

Warwick hizo un gesto mínimo con lacabeza mientras los otros tres frenabansus monturas. La muerte de su padre lehabía robado parte del deleite en lascosas de la vida, había manchadoaspectos que antes se daban por hechosy resultaban incuestionables. La

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ausencia del viejo había abierto un granvacío en su vida, era una pérdida tangrande que Warwick había hecho pocomás que asomarse a ella desde losbordes. Miraba a sus amigos y aliados,miraba incluso a sus hermanos y tíos, ylo único que veía era el modo en quepodrían traicionarle.

Inclinó cortésmente la cabeza haciaWilliam, lord Fauconberg, pero elhombre acercó su caballo y extendió elbrazo, con lo que a Warwick no le quedóotro remedio que tomarlo y luego tirarde él para fundirse en un rígido abrazocon su tío. No le produjo placerreconocer algunos rasgos de su padre enel rostro de Fauconberg. Se le hacía

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difícil mirarlo, y siempre sentía unrescoldo de resentimiento cuando el tíohablaba íntimamente de su hermanomayor, como si tomara posesión delviejo por el hecho de haberlo conocidodurante mucho más tiempo. En susesfuerzos por consolar a los hijos,Fauconberg les había contado muchasanécdotas de la infancia de su padre,pero ellos no confiaban en la veracidadde tales historias ahora que su padre noestaba allí para confirmarlas o negarlas.A los ojos de Warwick, su tío era elhermano de menor talla. Los tres hijos lohonraban en público, pero Fauconbergpresumía un amor mucho mayor por

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parte de sus sobrinos que el que estosverdaderamente sentían.

En ese momento, Warwick podíasentir los ojos oscuros de aquel hombreclavados en él, como una mano que letocara el rostro. Antes, Fauconberg no lehabía preocupado especialmente, perodesde la muerte de su padre, el tíoWilliam, con su mirada acuosa, esapiedad sensiblera y su maldita búsquedadel contacto físico, podía provocarleuna ira furibunda.

Observando que el ánimo de Warwickamenazaba tormenta, John Neville seacercó y palmeó reciamente aFauconberg en el hombro. Los hermanoshabían convenido que aquel gesto sería

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una señal de íntima cólera, y que haríanuso de él cuando uno u otro no pudierasoportar más el pálido reflejo que el tíoles ofrecía de su padre. Fauconberg, porsupuesto, lo interpretó de modofavorable, asumiendo que se le incluíaen algún guiño varonil de apoyo entrefamiliares. Con ese tipo de gestos entreellos, más de una vez habían estado apunto de hacerle caer del caballo.

Warwick sonrió a John, aunque susojos permanecieron fríos. Al menos, alconvertirse en Montagu, John Nevillehabía obtenido el título tan largamenteansiado, un título que había recaído enél a la muerte del padre. El condado deSalisbury había sido la herencia de

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Warwick, varias docenas de heredades,castillos y grandes casas, incluidos losterrenos de su infancia, situados enMiddleham, donde su madre todavíavivía y guardaba luto. A Warwick nadale importaba aquello, si bien sabía queJohn le envidiaba aquellas tierras que loconvertían en el hombre más rico deInglaterra. Ni siquiera la casa de Yorkpodía igualársele en ese momento. Sinembargo, todo aquello no valía nadamientras los asesinos de su padresiguieran vivos y todavía pudieran bebery frecuentar prostitutas y sonreír.Resultaba inadmisible que la cabezacercenada de Salisbury lanzara sumirada fija desde los muros de la ciudad

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de York, mientras sus enemigosprosperaban. Warwick no se atrevíasiquiera a hablar de ello, aunque losentía como una herida abierta.Cualquier intento de recuperar la cabezade su padre les costaría a todos la vida.Debía quedarse allí, expuesto al viento ya la lluvia, mientras sus hijoscontinuaban peleando.

La mirada de Warwick volvió denuevo a la distante figura del reyEnrique, sentado y consumiendo el cortodía de invierno perdido en susensoñaciones. John había exigido sumuerte, por supuesto, pues el hermanomenor no veía más allá del ojo por ojo,o de un padre por otro padre. Con todo,

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en el caso de Enrique, Warwicksospechaba que el rey no era demasiadoquerido ni siquiera entre los suyos.Mientras siguiera vivo, Enriqueconstituía un punto débil para la reina ysus lores reales. Era el trozo de carne enla trampa del lobo, y sus seguidores nopodían obviar tan sabroso cebo real.Warwick sabía que la muerte del reysimplemente dejaría a la reina Margaritalibre para elevar al hijo de Enrique eintentar de nuevo colmar susaspiraciones.

Las ráfagas de viento golpeaban aWarwick como una lengua que le entraraen la boca y le hiciera jadear. Levantó lavista hacia el pálido rostro del duque de

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Norfolk y se dio cuenta de que este lehabía estado mirando, sopesándole sindecir una sola palabra. Se habían aliadocuando Warwick ya había sufrido supérdida y el dolor lo desgarraba, y nadiepodría asegurar que fueran amigos. Pesea ello, Norfolk no había hecho nada ensu contra, y eso importaba muchodespués de la traición de tantos otros.

El duque era fornido, de cabeza máscuadrada que redonda, y rapado demodo que una fina capa de pelo lebajaba desde la coronilla hasta la puntade la mandíbula. A sus cuarenta y cincoaños, mostraba en la cara las marcas ycicatrices de pasadas batallas, y ningúnasomo de debilidad, solo una fría

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expresión calculadora. Warwick sabíaque tenía relación consanguínea tantocon York como con Lancaster. Habíademasiados primos en bandos opuestos,pensó. Al observar la poderosaconstitución del duque, allí sentadoconfortablemente en su caballo,Warwick dio gracias de que en él sehubiera impuesto su parte de sangreNeville.

–Bien hallado seáis, milord –le dijoWarwick a Norfolk.

El más viejo inclinó la cabeza ysonrió por toda respuesta.

–Se me ocurrió que no sería malacosa cabalgar hasta aquí, Richard –dijo

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Norfolk–. Vuestro tío se preocupa porvos.

Hubo una chispa de luz en los ojos deNorfolk mientras Fauconberg asentíasolemnemente. Warwick soltó unresoplido por la nariz. No había maldaden Fauconberg, de eso estaba seguro.Resultaba indigno de Warwickconsiderar empalagosa la verdaderacompasión, pero de algún modo era esomismo lo que se había convertido en elnúcleo de su ira. Quizá Norfolk no fueratan tarugo después de todo, si habíapercibido lo que a Fauconberg se lehabía escapado.

–¿Alguna noticia de los

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exploradores? –preguntó Warwick,ladeando la boca al exhalar el aire.

Norfolk negó con la cabeza,poniéndose serio de inmediato al tratarasuntos militares.

–Ninguna. Ni una palabra, más alládel flujo de desposeídos que se dirigenal sur, cargados de quejas. –Vio queWarwick abría la boca para hablar yprosiguió–: Sí, tal como ordenasteis,Richard. Se les ha proporcionadoalimento, abrigo y unas monedas, antesde enviarlos hacia el sur, a Londres. Alos más fuertes se les ha hecho quedarsepara unirse a nuestras filas, claro está,pero todavía hay viejos y niños desobra, todos camino de Londres con sus

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terroríficas historias. La reina no serábienvenida en el sur cuando las noticiasse extiendan.

–No es poca cosa –añadió John, elhermano de Warwickconseguir que se lavea como realmente es. Desearía quetodo el país la conociera tan bien comonosotros, que supieran que es una furciadesleal y sin honor.

Warwick hizo una leve mueca deincomodidad. No es que no estuviera deacuerdo con aquellas palabras, pero suhermano menor, a su modo, era taninsolente y deslenguado como Eduardode York. En ocasiones, ninguno de losdos parecía saber lo que era la sutileza,como si una voz estentórea y un brazo

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derecho vigoroso fueran todo lo que unhombre necesitara. Warwick se acordóentonces de Derry Brewer y se preguntósi seguiría vivo.

–John –dijo Warwick, antes de añadirel título por cuestiones de forma–; lordMontagu, tal vez deberíais supervisar eladiestramiento de vuestros hombres conlos cañones de mano. Ha llegado unnuevo lote de ochenta y aún no dispongode expertos que enseñen a los demás.Siguen tardando demasiado en recargartras el disparo.

Vio que las cejas de John searqueaban con interés, el hermano menorintrigado por aquellas armasextraordinarias que llegaban de la

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ciudad. Warwick había gastado la plataa manos llenas, y la mitad de las fraguasy fundiciones de Londres trabajaban sindescanso para proveer a sus hombres.Los resultados seguían causandoasombro cada mañana, a medida que lasdocenas de carros iban llegando, muyfrecuentemente con algún nuevo ingenio,ya fuera de cuchilla o de negra pólvora.Cada día, antes del alba, las filas de losnuevos «artilleros» marchaban conlargas armas de hierro o madera sobreel hombro. Formados en filas,introducían la pólvora de grano gruesoen los tubos, presionaban con la baquetauna bola o perdigones de plomo y,luego, bloqueaban la boca con un tapón

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de lana para impedir que la carga sesaliera. Aprendían sobre la marcha, yDios sabía que aquellas armas no teníanni de lejos el alcance de un arco largo.Los capas rojas, los arqueros deWarwick, habían sido de los primerosen ofrecerse a probar los nuevosingenios, pero al término del primer díalos habían devuelto para regresar a susviejas armas. Lo que les preocupaba erael tiempo entre los disparos, en nadacomparable a la posibilidad de arrojarflechas al ritmo de cada respiración. Sinembargo, Warwick tenía depositadasesperanzas en aquellas armas de manocomo herramienta defensiva, para frenarun ataque en masa, por ejemplo, o

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derribar de sus cabalgaduras a un grupode oficiales. Les veía potencial, siempreque se usaran en el momento exacto. Elestruendo que producían a cortadistancia resultaba pasmoso. Losprimeros disparos de prueba habíanacabado con los soldados arrojando lasarmas al suelo para salir a la carrera yprotegerse del estallido y la humareda.Solo por eso, ya le parecía que podríantener cabida en el campo de batalla.

John, lord Montagu, se llevó la manoa la frente en señal de respeto. Warwickinclinó la cabeza como respuesta,mientras pensaba que ojalá él pudierasentir la misma excitación que suhermano. Su vínculo con John era más

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fuerte desde que el padre había muerto,eso resultaba innegable. Del mismomodo que el afecto por su tío se ibadisipando, la amistad entre Richard,John y el obispo George Nevillearraigaba cada vez con mayor firmeza.Después de todo, tenían una causacomún.

Warwick y Norfolk se volvieron casia un tiempo al oír que un cuerno sonabatras ellos, en lo alto de la colina de SanAlbano. Norfolk ladeó la cabeza paradar una mejor posición a su oído másagudo, y luego se puso rígido cuando lacampana de la iglesia de San Pedrodesplegó su sonido sobre la ciudad.

–¿Qué significa? –preguntó John

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Neville a su tío, pues no poseía laexperiencia suficiente para entender laconmoción de los otros. Fauconbergnegó con la cabeza, incapaz de hablar.Fue Warwick quien respondió,doblegando su propio pánico parahablar con serenidad.

–Es un ataque. La campana no sonaríapor otro motivo. John, vuestros hombresestán más cerca. Enviad a una docena decaballeros y a un centenar de vuestrosmuchachos a supervisar la ciudad. Solotengo a unos cuantos arqueros alláarriba, junto a la abadía, hombresheridos que se están recuperando detorceduras o algún hueso roto. ¡Rápido,John! La campana no ha sonado por

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capricho. Se acercan. Hasta que nosepamos su número y disposición, serácomo estar a ciegas aquí abajo.

Por un instante, mientras John semarchaba apresuradamente, Warwickmostró un semblante desolado. Habíacostado un mes desplegar una granbarrera de estacas y armas de fuego yhombres a lo largo del camino del norte,y ahora los malnacidos llegaban pordetrás. Sintió que la cara le ardíamientras Norfolk y su tío esperaban susórdenes.

–Caballeros, volved a vuestrasposiciones –dijo Warwick–. Os enviaréinstrucciones en cuanto tenga noticias.

Irritado, hubo de sufrir que su tío

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acercara su montura para palmearle enel hombro. En los ojos del hombre habíaun brillo de lágrimas.

–Por vuestro padre, Richard –dijoFauconberg–. No fallaremos.

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as apretadas filas del ejército de lareina se apresuraban colina arriba,hacia la gran abadía. Derry vio queSomerset o Percy no vacilaban en

utilizar la ventaja que sus informes yespías les habían proporcionado. Loshombres se agitaban excitados, sesacudían el cansancio ante laposibilidad de cargar contra un ejércitoenemigo por la retaguardia, de caersobre él como un halcón que se lanza en

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picado para aplastar a algún pequeñoanimal contra la tierra. En algúnmomento de su vida, muchos de esoshombres le habían propinado unpuñetazo a alguien sin previo aviso,quizá a algún granuja o un mercader queno esperaban en absoluto ser golpeados.Tal vez no fuera la manera más honrosade proceder, pero la sorpresa era uno delos factores de mayor importancia en laguerra y contaba casi tanto como lafuerza de las armas. Derry tambiénsintió que su corazón latía con violenciamientras recorría una calle a lomos deRetribución. Observó el sol naciente yvio abajo el gran campamento deWarwick, repartido en tres enormes

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cuadros que cortaban el camino delnorte.

Los hombres que lo rodeaban no sedetuvieron a admirar la vista. Su tareaconsistía en desgarrarle los talones albatallón de retaguardia, congregado bajolos estandartes de lord Montagu. Lossoldados que lo componían serían losmás débiles, los peor equipados yadiestrados; todos lo sabían. El batallónizquierdo solía ser el último que entrabaen acción, si es que llegaba a luchar.Para el tropel de hombres que ahoradescendían hacia ellos por lassobrecogidas y desiertas calles de SanAlbano, aquel cuerpo de soldados era

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como el ciervo cojo que deja atrás lamanada.

Derry no sentía especiales deseos deir tras ellos. Para él, el trabajoterminaba cuando comenzaba la lucha.Había traído a Somerset y al condePercy al lugar adecuado. Ahora lescorrespondía a ellos hundir el cuchilloen la carne. Pensó en hacer un boceto delos grandes cuadros de tropas enemigasque se extendían delante de San Albano,al menos de las zanjas y los gruposprincipales, pero cambió de opinión aloír no muy lejos unos gritos de terrorcuyo eco le devolvían los muros de laabadía.

–¡Vigila por allí, necio inútil! ¡Por

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allí! –oyó Derry al tiempo que, con untirón de riendas, giraba su montura paraescuchar mejor y localizar el origen delos gritos. La voz le resultabadesconocida.

–¡Arqueros! ¡Cuidado con losarqueros! –aulló otro, aún más fuerte ycon mayor espanto.

Derry tragó saliva, nervioso alsentirse de pronto un blanco perfectopara cualquier arquero que pudierasalirle al paso. Se encorvó en la silla,preparado para picar espuelas yarriesgarse a salir al galope.

Una puerta lateral se abrió en laabadía y dejó ver una espesa pelambrenegra y una piel de palidez cadavérica.

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Su dueño salió apresuradamente y miróa uno y otro lado. La presencia de DerryBrewer observándole no pareciópreocupar demasiado al hombre, queemitió un débil silbido. Ante Derrysurgieron una docena más de hombres,algunos renqueantes y cojos, peroempuñando cuchillos desenvainados yencordados arcos de madera de tejo.Todos mostraban alguna parte delcuerpo cosida o vendada con pañossanguinolentos. Tenían un aspecto febril:las caras rojas y los ojos brillantes másallá de lo que una fortísima emociónhubiera podido causar. Cuando mirarona Derry Brewer, este se estremeció. Sedio cuenta de que ya era demasiado

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tarde para correr. Un hombre que huyerade los arqueros necesitaba arrancar conal menos una ventaja de ochocientosmetros, y no de unos veinte.

Derry comprendió que el abadWhethamstede había permitido que losheridos entraran en la abadía pararecibir los cuidados de los monjes.Siempre había accidentes cuando semezclaban hombres, fuego y filos dehierro. Con la cabeza dándole vueltas,Derry recordó que su viejo amigoWilliam de la Pole solía decir que laEstupidez era el quinto jinete delApocalipsis, según el libro de san Juande Patmos. Por no saber latín ni griego,Derry no había podido leer aquel pasaje

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para comprobar si era cierto. Bajo lamirada de los soldados enemigos, teníala impresión de que ahora podríaencontrarse con ese quinto jinete, con surisa de asno. Sintió un escalofrío.

El grupo de heridos había salido ya alcompleto; eran trece, ocho de ellosarqueros, aunque uno había perdido unojo y con él, seguramente, gran parte desu puntería. La mente de Derry solíafijarse en los pequeños detalles cuandotenía miedo. La pura realidad era queestos hombres lo matarían en un abrir ycerrar de ojos si averiguaban en québando estaba.

–Vosotros, muchachos, no tenéis queluchar –dijo de pronto–. Os han dicho

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que descanséis y os recuperéis. ¿De quévais a servir heridos?

–Serviremos de más que si nos matanen la cama –soltó uno de ellos,suspicaz–. ¿Quién sois vos?

–Maese Peter Ambrose. Soymayordomo de milord Norfolk –dijoDerry en tono indignado–. Tengo algúnconocimiento médico y me han enviadoa observar a los hermanos en su trabajo.Quizá pueda aprender la fórmula dealgún bálsamo o ungüento.

Se detuvo, sabedor de que losmentirosos divagan demasiado. Se leencogió entonces el corazón, pues se diocuenta de que sus palabras le hacían útilpara aquellos hombres. Aunque, por otra

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parte, ahora tampoco les interesaríamatarlo, ya que podría ayudarlos con susheridas y vendajes.

–Entonces vendréis con nosotros,colina abajo –dijo el mismo hombre,mirándole amenazadoramente.

En la mano derecha sujetabanegligentemente un arco de tejo,balanceándolo por el punto deequilibrio. El pulgar frotaba la maderaadelante y atrás, y Derry alcanzaba a verque esa parte estaba más blanca, debidoseguramente a la repetición del mismogesto durante años. El arquero estabapreparado por si él salía corriendo, derepente tuvo esa certeza. Huir equivalía

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a una flecha en la espalda. Ambos semiraron con frialdad.

–¡Abajo, Brewer! –dijo una voz a suderecha.

Derry bajó de la silla, jugándose elcuello al realizar el movimiento con elcuerpo flojo y resbalar desde el caballocomo un hombre muerto. Oyó queRetribución resoplaba y utilizó elcorpachón del animal como pantallamientras él se alejaba arrastrándoserápidamente sobre los codos, rígido antela expectativa de recibir una flecha quelo dejara clavado a la tierra. Tras él, losgolpetazos y gritos se apagaron depronto, truncados por una carnicería.Derry siguió adelante, con la cabeza

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agachada, hasta que oyó pisadas dealguien que corría detrás, alguien que seacercaba a grandes zancadas con lafacilidad y el equilibrio propios de unhombre joven.

Disimuladamente, Derry sacó unadaga del jubón, encogió las piernas y sedio la vuelta, listo para lanzar el cuerpohacia delante. Era lento, se daba cuenta.Movimientos que en su juventud habríansido de rapidez felina se habían hechotorpes, plúmbeos o, sencillamente,lentos. Para alguien que en otro tiempose complacía en su propia fuerza yagilidad, constatar esa pérdida resultabaen extremo deprimente.

El soldado que se elevaba sobre él

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levantó ambas manos, una de ellas conun hacha ensangrentada. Erarepugnantemente joven y parecía a todasluces divertido por la ira del jadeante ypolvoriento Derry.

–¡Tened cuidado, maese Brewer!Haya paz, o lo que sea que digáis enestas situaciones. Estamos en el mismobando.

Derry miró más allá del soldado,hacia un grupo de cuerpos amontonadosde los que sobresalían los astiles deunas flechas nuevas, con un excelenteemplumado blanco. Uno o dos aún semovían, deslizando las piernas sobre laslosas de piedra como si trataran delevantarse. Los arqueros de Somerset,

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que ya habían llegado allí, se afanabanentre los cuerpos, extrayendo las flechascon despiadada eficiencia. Cada dardoera obra de una mano experta y erandemasiado valiosos como para norecuperarlos. Derry sintió una punzadade arrepentimiento por aquelloshombres heridos. En ocasiones, que unhombre viviera o muriera dependía de lasuerte. No sabía si aquella constataciónle hacía valorar más su propia vida o locontrario. Si la muerte podía sobrevenirporque habías elegido la puertaequivocada para salir a la luz del día,quizá nada tenía el más mínimo sentido;todo se reducía al quinto jinete. Seencogió de hombros y apartó de sí esos

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pensamientos. Había un aspecto de suvida que sí le hacía disfrutar: siemprehabía alguien que deseaba que murieraantes que él. No importaba qué otra cosapudiera suceder; Derry Brewer queríamorir el último, a toda costa. Ahí síencontraba un camino a la felicidad, enel hecho de sobrevivir a todos y cadauno de aquellos hijos de perra.

Su caballo, Retribución, habíaperdido un trozo de pellejo. Una flechale había arrancado un jirón en loscuartos traseros y ahora todavía pendíade una tira de piel, bien incrustada ygoteando una sangre lustrosa. Con unamueca de dolor, Derry arrancó la flechay volvió a colocar la piel desgarrada en

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su lugar, al tiempo que trataba detranquilizar al animal con su voz. Eninvierno, al menos, no había moscas queacudieran a posarse en las heridas.

Nuevas filas de arqueros yespadachines cruzaron por delante de élpara unirse al torrente que ya descendíapor la colina, hacia las formaciones encuadro situadas más abajo. A sus oídosllegaba el entrechocar de las armas y lasórdenes gritadas a pleno pulmón al piede la colina, el mismo lugar donde unavez viera el ejército mucho menor deRicardo de York. Derry podía oír cómolos tambores de Warwick tocaban amuerte frente a los hombres de la reina,en aquel momento y seis años antes, los

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recuerdos confundidos en su mentemientras el viento parecía querercongelarle los ojos abiertos.

Esta vez, los tambores no pudieroncontener el ataque. Derry observó cómose abría un gran bocado en el cuadroizquierdo al recibir la carga enemiga yverse obligado a comprimirse. Unejército bien adiestrado quizá se hubieradado la vuelta para hacer frente a lastropas de la reina; y quizá algunos así lohicieron. Pero la mitad de los hombresde Warwick estaban en trincheras yzanjas que miraban al norte, y ahora eranincapaces de desplegarse en una nuevadirección.

El duque de Somerset, el conde Percy

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de Northumberland e incluso lordClifford y el resto de los barones hacíanavanzar a sus hombres a un ritmoimplacable, conscientes de laoportunidad que se les presentaba. Loscuadros de Warwick acabarían pordarse la vuelta; sus arqueros habrían deabrirse paso hacia atrás para tratar defrenar al ejército de la reina en suavance. El desenlace de la batalladependía del daño y la destrucción quepudieran infligirse a aquel escuadrón deretaguardia antes de que las tropas deWarwick recompusieran la formación yse enfrentaran a quienes en ese momentolos martirizaban.

Derry descansó la mejilla en el

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hocico suave y velludo de Retribución yobservó los kilómetros de tierras decultivo que se extendían ante él, contentode no hallarse en la refriega. Aquelpodría haber sido un momento deserenidad y belleza, si dos ejércitos nohubiesen estado peleando en los camposabiertos. La distancia apenas le permitíaa Derry distinguir los estandartes. Y,desde luego, las tropas estabandemasiado lejos como para reconocerindividualmente a los hombres. Todo lomás, se discernían las oleadas y cargasmás numerosas, como manadas deanimales que se desplazaran por elterreno.

Él mismo, de joven, se había

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encontrado en similares filas decombate. Derry negó con la cabeza, altiempo que un escalofrío le sacudía elespinazo, como si la piel quisieradespegársele bruscamente del cuerpo.Era consciente de la carnicería atroz quetenía lugar allí abajo, conocía los jadeosde esos últimos momentos, justo antesde que dos hombres se acometieran conuna maza o una espada, decididos aresistir hasta que uno de ellos cayera. Ydespués otra vez lo mismo, y otra vezmás, hasta que un hombre apenas si eraya capaz de levantar la espada cuandoya otro joven aparecía ante él, fresco ysonriente, invitándole con el gesto a lalucha.

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Warwick, sentado en su montura,sujetaba con manos entumecidas lasriendas, aferrando el cuero con dedosmedio congelados. Su aliento resultabavisible, pero llevaba un jubón de espesalana bajo la armadura y sentía el cuerpobastante caliente, un calor que, por otraparte, también alimentaban la ira y lavergüenza. Oía cómo sus capitanes sedesgañitaban ordenando a las tropasdarse la vuelta para encarar al enemigo;pero sobre ellos, de forma claramentemanifiesta para todos, las calles de SanAlbano se habían convertido en untumultuoso torrente de soldados quedesembocaban en el llano y, como unácido corrosivo, descomponían las filas

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de Montagu. Warwick negó con lacabeza, tan furioso consigo mismo y consus tropas que apenas era capaz deserenarse y dar órdenes. Algo que, pesea todo, consiguió hacer. Su caballo y suguardia personal se convirtieron en elcentro de operaciones: los mensajerosacudían al galope para escuchar lasórdenes y luego partían raudos,apartando a gritos a quienes seinterpusieran en su camino. Loscapitanes conocían bien su oficio, perolos soldados de Kent y de Londres erannovatos y no estaban acostumbrados amaniobrar con rapidez en el campo debatalla. Esa era una de las razones porlas que Warwick había dependido tanto

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de establecer una posición fortificadaantes de enfrentarse al ejército de lareina, más experimentado que el suyo.Sabía que sus hombres tenían valor,pero había que decirles cuándo mantenerla posición o retirarse, cuándo flanqueary reforzar una línea o cuándo atacar. Losgrandes movimientos eran tarea de losoficiales más antiguos, mientras quemembrudos labriegos y soldadosocasionales se ocupaban de los detallescon el hierro afilado de las armas.

Warwick envió a sus arqueros atrás,en dos grupos que se dirigieron al trotehacia los flancos. Apretó el puño cuandolas primeras andanadas de flechasvolaron describiendo un arco para caer

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sobre los hombres que seguían bajandoen tropel por la colina. A tanta distancia,ni siquiera una de cada veinte flechasharía blanco, pero las fuerzas de la reinase acercarían con más cautela bajoaquella lluvia sibilante.

Warwick ordenó a un muchacho quese presentara ante Norfolk. A pesar deno ser culpa suya, la vanguardia a cargodel duque no podía hallarse más alejadade la lucha. Norfolk no se había movidoni un ápice desde que había regresadojunto a sus hombres. Warwick no tenía niidea de si su colega se había quedadohelado de pavor o si simplementeesperaba para determinar la mejormanera de utilizar sus tropas. El

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mensajero que corría hacia Norfolk noportaba órdenes, sino que únicamentedebía esperar algún tipo de mensaje porparte del duque y comunicarlo a suvuelta.

Una vez hecho aquello, Warwick sesacudió el último resto de letargia que leofuscaba la mente. Su propio cuadro detres mil hombres, en su intento por darsela vuelta de la mejor manera posible, sehabía visto obligado a salir a rastras detrincheras y terraplenes. Se le habíacaído el alma a los pies al verlo, pero locierto era que la mitad de los obstáculoscolocados para el enemigo se habíanconvertido en un estorbo para suspropios hombres, forzados ahora a

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superarlos. Los abrojos sembrados porel terreno se habían hundidoparcialmente y resultaban invisibles enel barro. Los caballos debían rodear porcompleto cualquiera de estas zonas,pero para evitar que el animal quedaradestrozado por algo tan simple como unpar de clavos de hierro unidos yarrojados al suelo. Todo se hacía condemasiada lentitud, y Warwick nodejaba de dar órdenes y arengar a susoficiales. Su hermano John seencontraba en lo más duro de la batalla,donde sus estandartes parecían conteneruna marea que amenazaba condesbordarse a su alrededor.

Warwick pensó entonces en el rey

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Enrique. Seguía viendo el árbol bajo elcual se sentaba el rey, sin grilletes quelo aprisionaran. Enrique se hallaba tancerca que podría haber llegadopaseando hasta las tropas de su esposa,en el caso de que hubiera tenido elsentido común o la voluntad para ello.Warwick se llevó un guantelete a lafrente desnuda y presionó con fuerzasuficiente como para dejar en ella lamarca de las escamas. Los soldados queportaban la nueva artillería de manoestaban formando torpemente en filas.Sus arqueros habían ralentizado elavance enemigo. Sus hombres de armasestaban preparados para marchar.

Entonces, Warwick envió una orden

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muy simple a Norfolk: que entrara en lalucha. No sabía si podría salvar a suhermano John, o incluso a toda el alaizquierda, pero todavía podía cambiar elsigno de la batalla y evitar una derrotaaplastante. Murmuró esas palabras parasí con creciente desesperación.

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l rey Enrique se puso en piemientras una multitud de soldadospasaba a toda prisa por delante deél. Le dolían las rodillas, pero

deseaba confesarse con el abadWhethamstede. El viejo escuchaba suspecados cada mañana, una ceremoniaque se desarrollaba con gran pompa yesplendor, y en la que el abad semantenía silencioso mientras Enrique lesusurraba sus faltas y culpas. Enrique

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sabía que había perdido buenos hombresa causa de su debilidad y escasa salud,hombres como William de la Pole,duque de Suffolk; hombres comoRicardo, duque de York; o como elconde de Salisbury. Sentía cada muertecomo otra moneda que, al caer en labalanza de sus hombros, le quebrantaralos huesos y lo hundiera cada vez más.Le había gustado Ricardo de York,mucho. Había disfrutado de susconversaciones con él. Aquel hombrebueno no había entendido el peligro queentrañaba alzarse contra el rey. Loscielos condenaban tamaña blasfemia, yEnrique sabía que York había sidocastigado por su orgullo; con todo,

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también era en parte pecado del rey, enla medida en que no había obligado aYork a que razonase. Tal vez, si Enriquehubiera conseguido que la verdadresonase en los oídos de York, el duqueestaría aún vivo.

El rey había oído lo que se decía enel campamento, se había enterado de lasuerte de York y Salisbury, y también dela del hijo de York, Edmundo. Habíapresenciado el dolor y el odioprovocados por aquellas muertes, elansia desaforada de venganza que loshabía conducido a todos a regiones másoscuras, a una espiral en la que girabanmás y más rápidamente, como hojas enmedio de un huracán. Bajo el peso de

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aquella culpa, Enrique era poco más queuna mota que brilla en el vacío, débil ytemblorosa.

Alrededor de su roble, miles dehombres de la reina pasaban levantandoun estrépito metálico, corriendo omontados a caballo, una avalancha quesalía de la ciudad con los rostros aúnencendidos por el esfuerzo de bajar lacolina. Dos caballeros permanecíanjunto al rey, una diminuta isla de quietudque quedaba atrás, a medida que laslíneas de Neville se retiraban. El demayor edad, sir Thomas Kyriell, era unhombre grande con aspecto de oso, unveterano de cabellos grises con más deveinte años de guerra a sus espaldas.

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Lucía unos bigotes y una barbaaceitosos, y tan espesos comodesesperada era su expresión.

Enrique se preguntó si debería llamara alguno de aquellos hombres de armasy decirle que le gustaría ser conducido ala abadía. Aspiró el aire frío a grandesbocanadas, sabedor de que ello leavivaba el entendimiento. Mientrasobservaba a los hombres, muchosgiraban la cabeza hacia aquella figurasolitaria que, de pie y con el brazoapoyado en un viejo árbol, sonreía aquienes marchaban a una carnicería. Unoo dos le dedicaron gestos agresivos,irritados por la paz y el buen humor queveían en su expresión, tan fuera de lugar

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en aquel campo. Se pasaron los pulgarespor la garganta, levantaron los puños, setocaron desafiantes los dientes oapuntaron con dos dedos en dirección alpequeño grupo de tres hombres. Losgestos le recordaron a Enrique a supreceptor de música en Windsor, quiensolía cortar el aire con las manos parapedir silencio antes de cada melodía.Aquel recuerdo feliz le impulsó primeroa tararear y luego a cantar una sencillacanción popular, casi al compás quemarcaban las filas de soldados almarchar.

Sir Kyriell se aclaró la garganta, altiempo que su tez adquiría un tono cadavez más rojo.

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–Vuestra gracia, aunque la melodíatiene fuerza y es hermosa, quizá noresulte muy apropiada hoy. Esdemasiado dulce para los oídos de lossoldados, diría yo. Al menos, lo es paralos míos.

El caballero empezó a sudar al oírque el rey reía y continuaba cantando. Elestribillo se acercaba y a ningunacanción debía negársele el estribillo; elviejo Kyriell vería el porqué cuando looyera.

–Y cuando el verde aparezca denuevo, y las alondras pongan música a laprimavera…

Entre los hombres con armadura quepor allí pasaban, hubo uno que volvió la

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cabeza al oír una voz tan alegre ensemejante lugar. La lucha sedesarrollaba un poco más adelante, congritos y flechas vertiginosas y el clamordel metal contra el metal mezclándosecon los rugidos de los hombres. Todosconocían bien esa música, hasta elúltimo de ellos. Aquel atiplado tenorque evocaba una canción primaveral fuesuficiente reclamo para que el caballerodetuviera su montura y se levantara lavisera.

Sir Edwin de Lise sintió que elcorazón se le desbocaba bajo el petometálico cuando miró hacia el peladoramaje del roble. El gran árbol parecíamuerto, pero sus retorcidas ramas se

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extendían más allá de cuatro metros y entodas direcciones, a la espera de que elverde regresara a ellas. Al pie delenorme tronco, dos caballerosflanqueaban a un hombre, con lasespadas desenvainadas y apoyadas en latierra, ante ellos. Parecían efigies depiedra, tan inmóviles y con tan dignoporte.

Sir Edwin había visto antes al reyEnrique, en Kenilworth, aunque a ciertadistancia. Con cuidado, desmontó y pasólas riendas sobre la cabeza de sucaballo para conducir al animal. Alagacharse bajo las ramas más exteriores,el caballero se quitó el casco y revelóun rostro joven, ruborizado de pura

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sorpresa. Sir Edwin era rubio y llevabaun bigote y una barba descuidados, puesa causa de la marcha y la campaña hacíamucho que no se los había recortado. Seencajó el casco bajo el brazo y seacercó al trío, consciente de la tensiónen la pareja que custodiaba al hombresin armadura. Sir Edwin percibió lasuciedad que deslucía aquellos ropajesde gran calidad.

–¿Rey Enrique…? –murmuróperplejo–. ¿Su majestad?

Enrique dejó de cantar al oír esaspalabras. Levantó la vista, su mirada tancándida como la de un niño.

–¿Sí? ¿Venís a llevarme a confesión?–Vuestra gracia, si permitís, os

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llevaré con vuestra esposa, la reinaMargarita… y con vuestro hijo.

Si el caballero esperaba una efusiónde gratitud, su expectativa quedódefraudada. Enrique ladeó la cabeza yfrunció el ceño.

–¿Y el abad Whethamstede? He deconfesarme.

–Desde luego, Vuestra gracia, comodeseéis –respondió sir Edwin. Levantóla vista al percibir un cambio sutil en laactitud del caballero más viejo.

Sir Kyriell negó lentamente con lacabeza.

–No puedo dejar que os lo llevéis.Sir Edwin tenía veintidós años y

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absoluta seguridad en su fuerza y en elderecho que le asistía.

–No actuéis como un insensato, señor.Mirad a vuestro alrededor –dijo–. Soysir Edwin de Lise de Bristol. ¿Cuál esvuestro nombre?

–Sir Thomas Kyriell. Mi compañeroes sir William Bonville.

–¿Sois hombres de honor?La pregunta encendió una chispa de

cólera en los ojos de sir Kyriell, a pesarde lo cual sonrió.

–Eso han dicho de mí, muchacho. Asíes.

–Comprendo. Aun así retenéis allegítimo rey de Inglaterra comoprisionero. Poned a su gracia a mi

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cuidado y me ocuparé de que vuelvajunto a su familia y sus lores reales. Deotro modo, habré de mataros.

Sir Kyriell suspiró. La fe sencilla deaquel joven le hacía sentir el peso de laedad.

–Di mi palabra de que no loentregaría. No puedo hacer lo que mepedís.

Sabía que iba a llegar el golpe antesde que este se insinuara siquiera. Unguerrero más experimentado que eljoven caballero habría pedido ayuda alas filas de soldados, quizá hastaalgunos arqueros para asegurarse unafuerza incuestionablemente superior.Pero en su juventud y vigor, sir Edwin

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de Lise no había imaginado ningunasituación futura en la que él pudierafallar.

Mientras sir Edwin empezaba adesenvainar la espada, Kyriell seadelantó velozmente y le hundió un finocuchillo en la garganta; luego, se retirócon la tristeza profundamente marcadaen los surcos del rostro. La espada deljoven caballero se deslizó con un ruidometálico de nuevo en la vaina. Amboscruzaron la mirada, los ojos de sirEdwin abiertos de espanto al sentir elflujo de cálida sangre y las pequeñassalpicaduras que brotaban de sugarganta con cada respiración.

–De verdad lo siento, sir Edwin de

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Lise de Bristol –dijo Kyriell con vozserena–. Id con Dios. Rezaré por vuestraalma.

La acción no había pasadodesapercibida. Cuando sir Edwin cayóal suelo con estrépito, se oyeron gritosde ira y alarma. Los que por allípasaban estaban listos para la lucha; elpulso les latía aceleradamente y lesardía el rostro. Eran como perrossalvajes que huelen la sangre en el aire,y, sin embargo, no se abalanzaron contrala figura de cabello cano y armaduraplateada que los desafiaba con lamirada. Bastantes de aquellos hombresoptaron por mirar a otro lado y dejarque fueran otros los que se ocuparan.

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Pero esos otros eran más quesuficientes. Algunos hombres armadoscon podones salieron de las filas, seacercaron al árbol y acometieron alcaballero que había matado a uno de lossuyos. Desde el cielo, la lluvia empezóa caer sobre todos ellos, una cortina deagua que barría el campo y que, en uninstante, dejó a los hombres helados ychorreando.

Sir Thomas Kyriell no volvió alevantar la espada. Invadido por laaflicción y un sentimiento de deshonor,tan solo giró mínimamente la cabezapara ofrecer el cuello, de modo que elprimer tajo acabó con su vida. Sucompañero peleó y vociferó hasta que

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fue derribado; entonces un golpe con unhacha de mano le hundió el gorjal en lagarganta, y sir William Bonville murióahogado dentro de su armadura.

Apoyando un hombro contra el roble,el rey Enrique se estremeció levemente,aunque eran el frío y la lluvia los que leprovocaban aquella piel erizada como lade un ganso de Navidad. Enrique asistióa la muerte de sus carceleros con no másespanto o interés de los que habríamostrado al ver cómo desplumaban aesa misma ave antes de cocinarla.Cuando la violencia llegó a su fin y lospresentes se volvieron hacia él, una vezmás el rey les pidió con serenidad quelo condujeran a la abadía para la

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confesión. Hombres de mayor edadacudieron para llevárselo, incrédulosante su buena fortuna. Habían ido arescatar al rey y este les había caído enlas manos en los primeros momentos dela lucha. Si alguna vez había habido unaseñal de que Dios estaba de parte de losLancaster, seguramente era en ese mismoinstante.

John Neville, lord Montagu, setambaleaba, jadeando con tantaviolencia que sentía cómo los pulmonesse le arrugaban como riñones asándoseen el espetón. Por su armadura, la sangrefluía en regueros que resbalaban y

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cambiaban de dirección al contacto conel aceite. Miró confuso aquellas líneasrojas y, lentamente, acudió a su memoriael fuerte golpe que le había dejadoanonadado. Su visión aparecía orlada dechispas blancas que se fuerondesvaneciendo, al tiempo que el ruidode la lucha retornaba a él. Un miembrode su guardia personal le miraba yseñalaba a su ojo con el dedo.

–¿Podéis ver, milord? –le preguntabael hombre con voz extrañamenteamortiguada.

John asintió irritado. ¡Claro que podíaver! Se sacudió de nuevo y vio que elescudo se le había caído a tierra. Lalluvia lo estaba convirtiendo todo en

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barro, pero la lucha continuaba.Montagu parpadeó y la neblinadesapareció de sus ojos, reemplazadaahora por el sonido de los gritos ygolpes. Comprendió que había recibidoun golpe en el casco, que ahora veía asus pies, con una gran melladura en lacimera y la calva. Montagu levantó lavista en el momento en que un muchachofrenaba justo delante de él. Se habíaabierto camino a través de las filas dehombres como un conejo entre los tojos,sujetando en alto un casco de repuestopara su lord y señor.

El muchacho, jadeando visiblemente,inclinó la cabeza al ofrecer el pulidocasco.

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–Gracias –consiguió decir Montagu.Se lo encajó en la cabeza y, al

hacerlo, sintió que se le despegabasangre de la mejilla y que un dolorrenovado le reavivaba los sentidos.Desenvainó la espada y miró la hoja, enpie y completamente inmóvil, mientras asu alrededor las tropas de la reina loshacían retroceder cada vez más.

–Milord, por favor, venid ahoraconmigo. Debemos quedarnos unmomento atrás.

El caballero le había tomado del codoy tiraba de él. Montagu se desprendió deaquella mano, un gesto que le reveló lodébil que estaba, pero que tambiénreavivó su ira. Hubo entonces de

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tragarse un vómito, tan repentino quecasi le ahoga al subir sin previo aviso ala garganta y quemarle las cavidadesnasales. Las heridas en la cabeza eranextrañas. Había conocido a un hombreque había perdido el sentido del olfatotras un golpe así, y a otro en quien habíadesaparecido cualquier traza de bondad,incluso con su propia familia.

Como joven caballero de físiconotable, John Neville sabía desde hacíaaños que la furia puede hacer que unhombre realice las más extraordinariashazañas. A él no le amedrentaba enabsoluto hacer frente a las tropasenemigas. Así lo había hecho en SanAlbano, donde lord Somerset y lord

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Percy habían caído. Sus hijos eran demenor valía, así que no iba a asustarseante ellos. Por más que la súbitaaparición de las tropas de la reina lehubiese cogido por sorpresa, el mestranscurrido esperando y construyendolas defensas de su hermano habíasupuesto un gran desgaste. Casi habíasido un alivio oír las campanas de laiglesia, pese a la conmociónexperimentada al saber que el ataquellegaba desde el sur. John Neville asióla banda de cuero enrollada en laempuñadura de su espada y sintió quetenía la fuerza necesaria. Aún podíalevantar una espada y clavarla en la carade un enemigo, tal vez en la del mismo

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hombre que había asesinado a su padre.Aturdido y quebrantado, recordó quehabía dado órdenes y enviadomensajeros a la retaguardia para pedirrefuerzos. Notaba el sabor de la sangre,sentía cómo le pegaba los labios. Paraentonces, el enemigo ya había roto susexhaustas primeras líneas, después dehaberlas acometido en rugienteavalancha.

Miles de hombres se habían lanzadocolina abajo hacia su posición, un río desoldados de la reina armados conhachas, espadas y arcos. Su odio habíadado paso a un sentimiento de horror encuanto había visto que las nutridas filasenemigas abrían brecha en el flanco.

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Recordó a un caballero moribundo quelo había agarrado y arrastrado al suelo,y el grito y el esfuerzo que habíaprecisado para desembarazarse de él.Entonces, otro había aparecido a todocorrer, confiado en que la velocidad y elpeso de la armadura abrirían la barrerade escudos que pretendía frenarlo. Loscaballeros de John Neville se habíantambaleado ante el impacto, pero agolpes habían conseguido derribar a suatacante. Luego, habían surgido dosmuchachos más que, armados conpesados podones, se habían lanzadocontra ellos a toda velocidad, y en esemismo momento había comenzado allover.

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Montagu recordaba aquel instante conla misma claridad que todo lo demás,cuando el cielo se había llenadorepentinamente de pálidas gotas hastadonde la vista alcanzaba, de tal modoque la colina de San Albano aparecíadifuminada. En medio del agua y delbarro, los hombres resbalaban y caíancon los miembros retorcidos endirecciones inadecuadas, y entonces susalaridos resultaban más lastimosos queun grito de muerte.

Una vez más, John Neville sacudió lacabeza, consciente de que llevabamucho rato inmóvil, como una estatuasanguinolenta. Podía sentir las punzadasen el cuero cabelludo, pero sus agitados

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pensamientos se iban serenando, sehacían más claros. Él era John Neville.Era lord Montagu. Podía moverse. A suespalda los cuernos sonaban, y sabíaque lo hacían porque Warwick estabadando la vuelta al ejército y haciendoque el cuadro central, el más fuerte,saliera fuera de los terraplenes y lastrincheras. Norfolk, tras cruzarcuidadosamente el terreno sembrado depúas y trampas, debía de estardesplegándose en los flancos abiertospara alcanzar lo que había sido elcampamento y el depósito con laimpedimenta, el lugar más seguro detodo el campo.

John Neville parpadeó para expulsar

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la lluvia y la sangre de los ojos. Suguardia personal parecía haberseevaporado; se hallaba solo. Se volvió amirar al enemigo y en ese precisoinstante fue derribado de espaldascontra el barro; tenía un hacha mediohundida en el peto de hierro y un hombrele pisaba con fuerza la cabeza.

–¡Me rindo! ¡Soy Montagu! –gritósobreponiéndose al dolor y escupiendobarro y porquería–. John Neville. Merindo.

No estaba seguro de si había gritadode verdad aquella fórmula de clemenciay rescate o de si esta solo habíaresonado dentro de su bóveda craneal.Los ojos le quedaron en blanco y ya no

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sintió cómo su cuerpo se elevaba al tiraralguien del hacha, ni cómo volvía a caerpesadamente en el lodo blando alliberarse de la coraza la hoja del metal.

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e pie sobre los estribos, Warwickobservaba horrorizado cómo elenemigo engullía la posición desu hermano. El ala más avanzada

había sido rebasada, pero Warwickpodía ver que John permanecía allí,solo. El momento debió de durar apenasunos segundos, aunque parecían unaeternidad, mientras la enloquecidabatalla continuaba alrededor de aquelúnico lugar de calma.

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Todos los guardias de su hermanohabían huido o los habían matado; losestandartes de Montagu yacían en tierra,pisoteados. Warwick se encontrórespirando entrecortadamente, incapazde apartar la mirada y aferrado a lasriendas, esperando tan solo la muerte desu hermano. Se hizo un instante desilencio en el que Warwick dejó sinrespuesta el clamor de sus mensajeros ycapitanes. Aspiró entonces una súbitabocanada de aire gélido, casi sollozandoal ver cómo una línea de vociferanteshacheros derribaba a John. Separadospor una distancia de medio kilómetro,entre ambos se interponían miles de

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soldados, además de trincheras, carros ycañones. No pudo ver nada más.

Warwick cerró con fuerza los ojos.Cuando los volvió a abrir los teníainyectados en sangre, y apretaba tantolos labios que resultaban invisibles.Empezó a llover con más fuerza. El aguaesculpía su capa en pliegues empapadosy hacía resoplar al caballo, que escupíalas gotas al aire.

Se volvió hacia sus capitanes y vioque su tío Fauconberg se le habíaacercado, con una expresión deverdadera ira en el rostro rubicundo.Warwick comenzó a dar una avalanchade órdenes. Tenía el dibujo de la batallaen la cabeza y daba instrucciones a cada

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unidad para que resistiera en suposición. La mitad de las fuerzas de lareina seguía descendiendo por la colina.Si conseguía dar apoyo a las quebradasfilas de John, todavía podríarecomponer las líneas. Los salvajesnorteños de Margarita serían entoncescomo ovejas que corrieran hacia unalínea de matarifes. Ya no importaría acuántos había conseguido congregar lareina para la batalla. Él los destrozaríafila a fila: tenía las armas adecuadaspara hacerlo.

–Tío, esto es tarea vuestra. Traed elcañón –ordenó a Fauconberg–.Disponed de mis arqueros y artilleroscomo apoyo. Elegid una línea y tenedla

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a punto. ¿Habéis comprendido?Braseros y demás pertrechos. Cañonesde órgano, bombardas, culebrinas.Cuando dé la orden, no quiero que lacadencia de las andanadas disminuyahasta que los hayamos hecho retrocederconvertidos en piltrafas.

–Los detendremos, Richard –dijo sutío–. Os lo juro.

Warwick le devolvió una fría miradaa su tío hasta que este hizo girar sucaballo con gesto teatral y se alejó algalope, reuniendo a su paso una estelade sargentos y hombres de armas quehabrían de cumplir las órdenesrecibidas.

La lucha continuaba por el costado

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izquierdo de Warwick, allí lostambaleantes soldados de John hubieronde pasar por donde yacían sus propiosmuertos. No resultaba edificante.Aquellos hombres sabían que constituíanlo peor del ejército de York: los viejos,los niños, los tuertos, los criminales.Cierto que no eran cobardes, peroningún comandante se arriesgaría aplantear una defensa que dependieraenteramente de la resistencia deaquellos hombres. No tenían muchoorgullo, y el orgullo era esencial.

Warwick levantó la vista al oír elgolpeteo de los arcos largos y suspiróaliviado al ver que sus arqueros, loscapas rojas, presentaban todavía unas

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nutridas filas. Sabía que, probablemente,estarían maldiciendo la lluvia, puesodiaban la humedad que deformaba losarcos y alongaba las cuerdas de lino.Aquellos hombres sí que tenían orgullode sobra. Resistirían hasta el fin delmundo, arrojarían su justa furia contralos hombres que los obligaban a pelear.Asintió para sí mismo, alentado por elconstante golpeteo de las flechas.

El asalto se ralentizaba, se atascaba, yeso daba a sus capitanes el tiemponecesario para formar la línea decañones. Fueran de hierro o bronce, lasenormes armas tenían un peso atroz.Algunos cañones se habían montadosobre ruedas, en cureñas, mientras que

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otros debían ser arrastrados en trineosde madera con quilla similares a barcas,y hacer que bueyes uncidos tiraranquejosamente de ellos. Un enormenúmero de combatientes, a veces hastaveinte, se hacían necesarios paradesplazar, cargar y disparar tan solo unade estas armas; y eran hombres que, deotro modo, hubieran podido sumarse alas líneas, con los demás. Pese a todo,los cañones eran para él una bendición,un orgullo.

Warwick se limpió el sudor y lalluvia de la frente. A pesar de suaparente confianza, lo que seguíapresenciando era un desastre. No sepermitía pensar en que John había caído.

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Con la muerte de su padre aún tancercana, era más de lo que podíaencajar.

El arrastre de sus cañones por elcampo de batalla ofrecía un espectáculocapaz de hacer llorar a un hombre,pensó Warwick. Habían permanecidoresguardados en estructuras de turba yladrillo, habían sido apuntalados,nivelados y cubiertos con toldosprotectores para salvaguardar supreciosa reserva de pólvora yproyectiles. Ahora, los había arrancadode su refugio y todo aquel orden sehabía desbaratado. Los tubos negros obroncíneos brillaban bajo la lluvia,medio tapados por lonas cuya

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probabilidad de cumplir con sucometido, proteger el oído de la culata,era la misma que la de quedarenganchadas bajo una rueda y dejar elarma al descubierto. Aun así, unadocena de las bombardas más largasconstituían una pavorosa vista cuando sedisponían en línea, emplazadas mirandoa su objetivo, con las culebrinas –demenor tamaño– entre ellas. Grupos decuatro hombres llevaban los braseros,cargados sobre vigas como remos y conel enrejado de hierro lleno de trozos decarbón, bien apretados entre sí.Warwick podía oír el fuego silbando ycrepitando mientras la lluvia arreciaba.Con las prisas, algunos braseros se

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volcaron, lo que provocó que seelevaran grandes oleadas de humo sobrela tierra húmeda.

Detrás de los artilleros llegaroncientos de los cañoneros de mano,trotando con caras de esfuerzo y lasarmas al hombro, envueltas en paño.Algunos de ellos ya tenían cargadas laslargas armas, ya habían vertido en suinterior los negros granos y encendido lamecha lenta, que coleaba como unaserpiente, lista para ser introducida en lacazoleta. Aquellos ingenios resultabanmucho más baratos que las ballestas, ylos hombres solo precisaban un día paraaprender su funcionamiento. Warwicknegó con la cabeza, consternado al ver

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que la lluvia se hacía más intensa y lasnubes se espesaban mientras su cargainundaba el cielo. Las nuevas armas defuego serían un espectáculo digno deverse, siempre que el tiempo permitieradispararlas.

Fila tras maltrecha fila, el ejército deWarwick se volvió hacia el sonido delhierro. Los arqueros de capa roja lesproporcionaban tiempo desde las alas,mientras el ala izquierda de Montaguretrocedía sin comandante hastaconseguir cruzar la línea de cañones,donde los soldados podían por findetenerse y jadear, maldecir y sangrar.

Los cañoneros de mano seadelantaron entonces a recibir al

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enemigo, con las cabezas inclinadasbajo la lluvia. El terreno estabaresbaladizo y los hombres patinaban ymaldecían mientras se llevaban lasarmas al hombro y bizqueaban sobre lostubos de hierro.

–Fuego –susurró Warwick.Sus sargentos bramaron la orden y

nubes de humo invadieron la líneacuando los hombres aplicaron la mechaa la pólvora húmeda. Las filas de lareina no se inmutaron y continuaron suordenado avance. No veían amenazaalguna en las filas que tenían frente aellos.

La salva de disparos tuvo más desilbido que de trueno. Un humo acre se

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extendió con rapidez y provocó quealgunos hombres de la reina sedetuvieran. En las líneas se abríanhuecos a medida que los soldadosalcanzados caían y morían. Antes de queel resto pudiera reaccionar, los nuevosartilleros de Warwick daban mediavuelta y corrían detrás de la línea decañones para recargar. Un gran rugidode desconcierto y cólera recorrió lasfuerzas de la reina, contestado deinmediato por la batería de cañones. Atan corta distancia, incluso un disparodefectuoso rompía sus líneas yprovocaba un auténtico maremágnum dehuesos y miembros destrozados. Con elenemigo prácticamente encima, los

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artilleros de Warwick aplicaban unhierro candente o un cabo de vela a lapólvora a través del fogón y luegocorrían, mientras el mundo retemblaba.

Warwick sintió que el corazón le latíaenloquecidamente cuando, entre lossoldados de la reina, percibió undestello dorado a través del humo y latierra levantada, un fogonazo quedespareció instantáneamente tras lasnubes grises. Los hombres se arrojaronal suelo, presas del pánico, y se taparonlas orejas para protegerse contra aqueltrueno ensordecedor que se sentía comouna presión contra la piel. Algunos delos que habían estado cerca de loscañones y, aun así, habían escapado se

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lanzaron a la carrera como atacados deuna locura repentina, aullando con lasarmas en alto y la muerte reflejada enlos ojos.

Después de que aquel cañón abrierafuego, la línea se vio sobrepasada. Unúltimo disparo sonó tras las filas de lareina, quizá retardado a causa de unamecha más larga o de la humedad de lapólvora. El proyectil destrozó a loshombres que corrían. El resto habíaquedado en absoluto silencio. Warwickapretó los puños al ver que sus artillerosde mano eran masacrados, sus armaseran tan inútiles en ese momento comosimples palos. Una treintena trató deorganizar la retirada, y Warwick

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observó con desesperación cómopermanecían en línea y levantaban lasarmas para apuntar. El ánimo deaquellos hombres se desmoronó cuando,con la mirada siguiendo la longitud delcañón, aplicaron las mechas curvas yvieron que lo único que salía era unahúmeda nube de humo o nada enabsoluto.

La lluvia había echado a perder suoportunidad, y ahora las fuerzas de lareina tenían claro su objetivo: había quelanzarse contra los arqueros o losballesteros. Se trataba del viejoequilibrio entre el poder de una lanza,una flecha o un virote y el conocimientoancestral de que, si podías acercarte lo

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suficiente, no había mejor recurso queun podón bien afilado.

Las filas de la reina lanzaron unaullido que llenó de espanto a todos losque aún se debatían con la pólvorahúmeda, rascándola con los dedosdesnudos para extraerla y, acontinuación, buscar un puñado seco enuna bolsa o un cuerno. Quienes losembestían portaban hachas y largoscuchillos que no iban a fallar por lalluvia. Todavía sonaron algunosdisparos de las armas de mano y variossoldados se tambalearon con el impacto,pero el resto de los nuevos artillerosfueron destrozados a tajos y cuchilladas.

Todo el batallón de Montagu había

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sido arrollado, y los maltrechos jironesrestantes, al correr hacia atrás,obstaculizaban a su bloque máspoderoso, el del centro. Allí se hallabanlos caballeros de Warwick con mejoresarmaduras, sus capitanes y los veteranosde Kent.

Warwick tenía a su alrededor a variosportaestandartes y a una docena deguardias cuyo único cometido consistíaen protegerlo. Desvió la mirada al oírvoces airadas a su derecha, y gritó a sushombres que dejaran pasar al duque deNorfolk.

A Norfolk le rodeaba su propio grupode jinetes, todos con sus mismoscolores. Una vez más, su señor no

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llevaba el casco puesto. Norfolkobservó a Warwick por debajo de unascejas espesas, su cabeza como un bloqueencajado sobre el ancho cuello.

Con un gesto, Warwick le ordenó quese acercara. A sus algo más de cuarentaaños Norfolk todavía estaba en elapogeo de su vigor, si bien tenía unaspecto extrañamente pálido. Warwickdeseó de nuevo poder confiar en elduque tanto como realmente necesitabahacerlo. Ya había habido traicionesantes entre las casas de York y deLancaster. Ahora, con las estrellasalineadas en favor de la reina Margarita,Warwick no podía permitirse otro errorde juicio.

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–Milord Norfolk –dijo Warwickmientras el otro se acercaba,reconociendo él mismo su menor rangoal ser el primero en hablar–. A pesar deeste mal comienzo, creo que podemoscontenerlos.

Para su irritación, Norfolk norespondió inmediatamente, sino queparecía estar evaluando por sí mismo lasituación. Su mirada recorría ladeshecha retaguardia, los cañonesabandonados y las nutridas filas queseguían afluyendo desde la ciudad.Norfolk negó con la cabeza y miró haciaarriba, hacia la lluvia que ahora legolpeaba con fuerza la coronilla y elrostro descubiertos.

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–Estaría de acuerdo con vos si lalluvia no hubiera inutilizado la artillería.Milord, ¿se ha capturado de nuevo alrey?

Ahora le tocó a Warwick mirar a suespalda por encima del hombro, haciadonde se hallaba el roble solitario, muyatrás, entre las líneas de soldados de lareina.

–La fortuna del mismísimo diablo hacolocado a Enrique justo en el caminode las tropas –dijo–. Pensaba queestaría seguro en la retaguardia, dondenadie podría llegar a él.

Norfolk se encogió de hombros ytosió en la mano.

–Entonces ya tienen lo que deseaban.

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La batalla ha terminado. Lo mejor quepodemos hacer ahora es retirarnos. Solohemos perdido a unos pocos, menos deseiscientos, sin duda.

–Entre ellos mi hermano John –repusoWarwick.

Su propio cálculo de bajas era muchomás alto, pero Norfolk trataba deatenuar el relato del desastre. Warwickni siquiera se permitía sentir la justaindignación que hubiera sentido ante unconsejo semejante. La lluvia caía confuerza y todos estaban mojados, teníanfrío y temblaban sobre sus monturasmientras se miraban unos a otros.Norfolk había dicho la verdad: lacaptura del rey Enrique en los primeros

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instantes de lucha significaba que labatalla se había perdido casi antes deque hubiera realmente comenzado.Warwick maldijo en voz alta a la lluvia,lo que hizo sonreír a Norfolk.

–Si optáis por la retirada, milordWarwick, lo haréis con las tropas engran medida intactas y con escasomenoscabo de vuestro honor. Eduardode York se nos unirá pronto yentonces… Bueno, entonces veremos.

Norfolk era un hombre persuasivo,pero Warwick sintió que una nuevaoleada de cólera irrumpía en sucompungido estado de ánimo. Eduardode York llevaría violencia, tenacidad ycaos a cualquier campaña, de eso estaba

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seguro. Pero al igual que ocurriera consu padre, por sus venas corría sangre dereyes, algo que podía reivindicar conmás derecho que nadie, exceptuando alpropio rey Enrique. La estirpe otorgabapoder, esa era la sencilla verdad.Warwick ocultó su incomodidad. SiLancaster caía, solo York podríaacceder al trono, lo mereciera o no.

En aquel momento, Warwick teníacuestiones más urgentes que afrontar.Miró largamente hacia el campo debatalla, crispado ante la idea de unaretirada hacia el norte que les obligaríaa salvar cada metro de las inútilesdefensas que había preparado.

Su vista se posó en el lugar donde su

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hermano había caído. Si John aún vivía,se pediría un rescate por él. Todavía lequedaba esa esperanza. Warwick sellenó los pulmones de aire gélido,sabedor de que tomaba la decisióncorrecta, pues así se lo indicaba larepentina corriente de alivio que sentía.

–¡Retiraos con orden! –aulló, tras locual esperó a que sus capitanesasimilaran su grito. Gruñó en voz alta alpensar que debería abandonar susmaravillosos cañones, pero esa partedel campo ya había sido tomada. Nohabía posible vuelta atrás, ni siquierapara martillear con instrumentospunzantes los tubos a fin de dejarlosinutilizados. Warwick sabía que tendría

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que fabricar otros nuevos en lasfundiciones del norte, cañones de mayortamaño, con cubiertas impermeablespara proteger los oídos.

Su orden fue repetida un centenar deveces por todo el campo. Cualquier otrodía, quizá las fuerzas enemigas loshabrían hostigado en su retirada,jactándose en el aroma de la victoria.Bajo aquel aguacero y con el terrenoimpracticable por el barro, sedetuvieron tan pronto se abrió unespacio entre las tropas, se enjugaron lalluvia de los ojos y el pelo y observaroncómo el ejército de Warwick les daba laespalda y se alejaba.

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Margarita estaba sentada en la agradablesala de una taberna, al calor de un fuegode leña muy seca. El dueño había puestoa cocer una cabeza de cerdo entera parala reina, y ahora se la veía bambolearseen un caldero, sobre un oscuro fluido yjunto con algunas verduras y alubias.Mientras Margarita observaba, parte delpálido morro o de la cara salía a lasuperficie y la miraba, antes de hundirsede nuevo y desaparecer. Resultabaextrañamente fascinante y Margarita nodejaba de contemplar el caldero,entretanto la posada hervía con elbullicio de sus acompañantes. Su hijoEduardo permanecía sentado ensilencio, enfadado por habérsele

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prohibido pinchar la cara del cerdo conun palo.

A los parroquianos habituales se loshabía desalojado para que entraran susguardias y su hijo. Margarita había oídoun altercado en la calle, a causa de lasobjeciones de algunos de aquelloslugareños. Su guardia personal deescoceses e ingleses los habían echadocon mucho gusto de allí, haciendo uso delas botas para ayudar a los más remisos.Alrededor de la taberna, la ciudad habíacaído en el silencio y lo único que lareina oía era el repiqueteo de la lluviaen el tejado, el murmullo de las voces yel silbido y el temblor constantes de lasllamas. No dejaba de restregarse las

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manos, usando las uñas de una paralimpiarse la otra.

Margarita ya había visto antes unabatalla, lo suficiente como para noquerer ver más. Se estremeció alrecordar los gritos de los hombres, tanfuertes como los alaridos de las mujereso de los animales sacrificados. Encualquier otro ámbito de la vida, unsonido tan agónico iría seguido de unesfuerzo por ponerle fin. Una esposacorrería hacia su marido si este secortaba con un hacha. Los padresasistirían prestos al hijo que gime por lafiebre o porque se ha roto un hueso. Sinembargo, en el campo de batalla, lossollozos y aullidos más desgarradores

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no obtenían respuesta, o peor aún,revelaban la debilidad de los heridos, loque atraía a los predadores. Margaritacontempló la cabeza bamboleante delcerdo cuando esta emergió frente a ellay desvió la vista, con la piel de losbrazos erizada.

Afuera, oyó caballos que se deteníany voces masculinas que daban lacontraseña del día a sus guardias. DerryBrewer había insistido en tales cosas,con el argumento de que él parecería uncompleto estúpido si, por prescindir decontraseñas u otras formalidadespueriles, permitía que la reina fuesecapturada. Margarita frunció el ceño aloír la voz de quien respondía

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precisamente a ese nombre, y sepreguntó por qué su jefe de espíashabría regresado de San Albano. ¿Seríaposible que la batalla se hubiera ganadotan rápidamente?

Su hijo se levantó y corrió a la puertaabierta, saludando con la mano y dandogritos de bienvenida. Margarita levantóde golpe la vista en el momento en queEduardo callaba repentinamente y abríaunos ojos como platos. La reina estabaya levantada a medias cuando oyó elestrépito metálico de unos hombres conarmadura, quienes en ese instante searrodillaban en las piedras de la calle.Sonó entonces la voz de Derry Brewer,más fuerte.

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–Caballeros, os entrego a su gracia, elrey Enrique de Inglaterra, lord deIrlanda, rey de Francia y duque deLancaster –dijo.

Margarita percibía el tono desatisfacción en su voz. Se acercó a lapuerta y apartó a su hijo, que seguía allícon la boca abierta y colgante, como sifuera un pueblerino bobalicón. Cuandoel vestido de la reina rozó al muchacho,Eduardo pareció despertar y corrióafuera con ella, en medio de la lluvia yel viento.

Hacía ocho meses que Margarita noveía a su esposo, desde que decidierasalvar a su hijo y salvarse ella misma ydejar a Enrique solo en su tienda, en

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Northampton. Sintió que se sonrojabaante la perspectiva de un rechazo, apesar de lo cual irguió aún más lacabeza. Warwick y York habían vencidoentonces, habían derribado todos losobstáculos hasta apresar al reyLancaster. A partir de ese momento tanbajo, Margarita había vuelto las tornaspor completo. York y Salisbury estabanmuertos y a Warwick se le mantenía araya. Y su esposo había sobrevivido asu terrible experiencia. Eso era lo únicoque importaba.

Enrique desmontó, se dio la vuelta yse tambaleó ante el impetuoso abrazo desu hijo.

–Eduardo –dijo–. ¡Muchacho! Cómo

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has crecido. ¿Está aquí tu madre? Ah,Margarita, ahora os veo. ¿No hay unabrazo para mí? Ha pasado muchotiempo.

Margarita se adelantó. Sentía elviento como una bofetada. Inclinó lacabeza y Enrique extendió la mano casicon sorpresa para tocar la húmedamejilla. Estaba muy delgado, según pudoapreciar la reina, con la piel tan pálidacomo la cara del cerdo que, a suespalda, seguía cocinándose en elcaldero. La reina sabía que Enrique raravez comía a menos que se le obligara, yque eso a sus captores no les habríapreocupado en exceso. El rey no parecía

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estar fuerte, y tenía la mirada tan vacía ycándida como siempre.

–Sois una auténtica Virgen, Margarita–dijo con voz tenue–. Una madredesbordante de belleza.

Margarita se sintió enrojecer mientrasinspiraba profundamente. Tenía treintaaños; había matronas de su edad con unadocena ya de mocosos y las caderas lobastante anchas como para haberlosalumbrado por camadas. Sabía que noestaba exenta de vanidad, pero ese eraun pecado insignificante en comparacióncon otros.

–Mi corazón se colma de alegría alveros, Enrique –dijo–. Ahora que estáis

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a salvo, podemos perseguir a lostraidores hasta destruirlos.

Había aprendido a no esperaralabanzas, pero, aun así, en aquelmomento sentía la desesperadanecesidad de recibirlas.

–He llevado un ejército al sur,Enrique –prosiguió, incapaz decontenerse–. Parte de él, desde Escocia.

Su marido ladeó la cabeza y en sucara apareció una mirada vagamenteinterrogativa, como la de un perro quetratara de averiguar los deseos de suama. ¿Era demasiado pedir que suesposo le dedicara unas palabras deamor y elogio, tras haber conseguidoganar una batalla y rescatarle? Creyó

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que el alma se le partía cuando suesposo le devolvió la mirada: sus ojosrevelaban la perplejidad de quien noentiende qué le están preguntando.Margarita sintió el escozor de laslágrimas en los ojos y levantó aún másla cabeza para evitar que se derramaran.

–Venid, esposo mío –dijo al tiempoque lo cogía suavemente del brazo–.Debéis de estar hambriento y tener frío.Dentro hay un fuego encendido y unpoco de caldo. Ambas cosas os van agustar, Enrique.

–Gracias. Si vos lo decís, Margarita.Me gustaría ver al abad Whethamstede,para confesarme. ¿Está cerca?

Margarita emitió un sonido leve y

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ahogado, casi una risa, mientrasentraban en la calidez de la posada.

–Vamos, Enrique. Pero ¿qué pecadospodéis haber cometido estando cautivo?

Para su sorpresa, notó cómo el brazodel rey se ponía rígido. Se volvió haciaella con el ceño fruncido en el pálidorostro.

–Somos criaturas pecadoras,Margarita, capaces de mentir y deincurrir en debilidades infames, inclusoen nuestros más recónditospensamientos. Y somos de voluntaddébil, de manera que el pecado entrasubrepticiamente en nosotros. Y somosde cuerpo frágil, de modo que en uninstante podemos ser barridos de este

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mundo. Podemos ahogarnos, porejemplo, y de golpe ya no estamos. ¡Y sino hemos confesado los pecados,nuestra alma se condena para siempre!¿Querríais que me sentara sin haber sidoabsuelto mientras la eternidad se ciernesobre mí? ¿Y por qué? ¿Por unahabitación caliente? ¿Por un cuenco desopa?

En su apasionamiento, su maridohabía enrojecido. Margarita lo atrajohacia su hombro y lo consoló y lo hizocallar suavemente, como habría hechocon su hijo, hasta que su respiración seestabilizó.

–Haré que traigan al abad, Enrique. Sipor la batalla no puede venir, haré que

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un sacerdote acuda a vuestro lado. ¿Mecomprendéis?

El rey asintió, visiblemente aliviado.–Hasta entonces, Enrique, me

complacería que comierais ydescansarais.

–Haré lo que decís –respondióEnrique.

Margarita pudo observar que DerryBrewer se balanceaba descansando supeso alternativamente en cada pie, a laespera de poder hablar. Cedió elcuidado de su esposo a su mayordomo ya uno de los guardias ingleses,habiéndose previamente asegurado deque ambos tenían idea de cómo tratar yhablar al rey. Tan pronto Enrique estuvo

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sentado con una manta sobre lasrodillas, ella se apresuró a acudir juntoa su jefe de espías.

–Gracias por mi esposo, Derry. ¿Quénoticias traéis de la batalla?

–Todavía no está ganada, milady,aunque hemos tenido un buen comienzo.Fue una afortunada coincidencia quetuvieran al rey en la retaguardia. Lamitad de nuestros muchachos pasaron asu lado. Desde luego, mi experiencia esque la buena suerte llega comoconsecuencia del duro trabajo, y noexactamente como un regaloinexplicable, como dirían algunos.

–Sí, y mi experiencia es que misoraciones obtienen respuesta más a

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menudo si las empujo un poco conmonedas y planes y los hombresadecuados. «Inténtalo primero tú mismo,antes de recurrir a Dios», Derry. A Él nole gustan los hombres perezosos.

Margarita presionó el nudillo de unode sus pulgares en la cuenca del ojo y lomantuvo allí, con los ojos cerrados.Derry esperó pacientemente, prefiriendola calidez y el aroma del caldo acualquier otra cosa que pudieraencontrar afuera.

–La cabeza me da vueltas, Derry, porlo repentinamente que ha sucedido todo.Mi marido, a salvo, sin haber sufridoningún daño, o no más del que yapadecía. Mi hijo, conmigo; milord

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Somerset y milord Percy haciendo pagarel justo precio a aquellos que todavíaosan levantarse contra nosotros. ¡Hemosrecobrado nuestro lugar, maese Brewer!El rey se halla… ¿a cuánto? ¿A unosveinte kilómetros de Londres?Estaremos allí mañana, y todo el paíssabrá que Lancaster ha sobrevivido.Verán a mi hijo y se darán cuenta de quees un buen heredero. ¡Me cuestaasimilarlo todo, Derry! Hemos llegadomuy lejos.

–Milady, tendré más noticias estanoche. Hasta entonces, podéis mantenera vuestro marido a salvo, caliente ycómodo. Él siempre ha sido la llave del

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cerrojo, milady. Y todavía lo es. Creoque…

El ruido de cabalgaduras resultóaudible mucho antes de que hubieranllegado a la taberna, al menos sesentamonturas con herraduras de hierro queresonaban en las losas del camino.Derry frunció el ceño mientras el sonidose hacía más fuerte cada vez. Dunstableestaba a poco más de quince kilómetrosdel campo de batalla y él habíacabalgado lentamente para llevar al reyEnrique a lugar seguro. No podíadescartarse que algún enemigo lehubiese visto marchar y enviara unescuadrón de violentos caballeros u

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hombres de armas para recuperar al reyy llevárselo.

–Milady, estad preparada paratrasladar al rey si no son hombresnuestros –dijo.

Derry se apresuró entonces hacia lapuerta, que quedó bailando tras de sí.Entre la lluvia y la niebla, no era capazde distinguir los escudos de los jinetesque se acercaban. Llegaban cubiertos degruesos costrones de barro, a causa delas salpicaduras levantadas por laspezuñas de sus monturas. Alrededor deDerry, treinta caballeros con armaduraestaban listos para defender a la familiareal hasta la muerte.

–¡Haya paz! ¡Conteneos! ¡Somerset! –

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pudo oírse de boca del jinete de cabeza.Tenía tantas costras de barro como el

resto, pero se limpió el peto con unamano y se levantó la visera, antes dedetenerse a pocos pasos de quienes en elcamino levantaban las espadas y hachascontra él.

–¡He dicho Somerset! Mi nombre esmi propia contraseña y le arrancaré lacabeza a cualquiera que desenvaine unaespada contra mí. ¿Está claro? ¿Dóndeestá la reina?

–Es él, muchachos –gritó Derry–.Dejad pasar a milord Somerset.

–¿Brewer? Echadme una mano, sisois tan amable.

A Derry no le quedó otro remedio que

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obedecer. Se acercó al duque y,agarrando la bota con espuela, lapresionó contra su mano. El duque pasóla pierna por encima de su montura ydescendió muy rápidamente, lo que hizoque Derry se tambaleara y casi secayera. Cuando tuvo al joven duquedelante, Derry se dio cuenta de queSomerset se acordaba del empujónsufrido sobre ese mismo caballo. Elduque lo miró con frialdad, conscientede su poder en aquel momento.

–Llevadme ante la reina Margarita,Brewer –dijo.

–Y ante su esposo, el rey Enrique –replicó Derry.

Somerset detuvo el paso en seco

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mientras le pasaba las riendas a unsirviente y dudó durante un brevísimoinstante. Tener allí al rey los obligaría atodos a adaptarse, pensó Derry.

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duardo de York desmontó tansilenciosamente como pudo y atólas riendas a una rama baja. No lefue posible evitar el crujido de la

armadura, ni el golpetazo y revoloteo dela gran capa de piel de lobo que habíacomenzado a llevar hacía poco. Algunosde estos ruidos quedarían ahogados enel viento o serían engullidos por elbosque y los peñascos que lo rodeaban.No pensó mucho en ello, pero sabía que

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la manada de lobos no se dejaríaengañar. Como buenos depredadores,incluso hallándose concentrados en supropia caza, sabrían que él estaba allí.

Eduardo podía oír sus gruñidosmientras se acercaba con sigilo entre losriscos de granito. El terreno allí, en losalrededores de Northampton, era muyabrupto, con rocas tan viejas como elmundo y cubiertas por un musgo verdeoscuro. En su caza, hacía dos días queno había visto un alma, pero no teníamiedo de caer en una emboscada, pormás que el sendero se estrechara tantoque el único cielo visible era apenas unacinta grisácea sobre su cabeza. En aquelespacio angosto, iba rozando las

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paredes de roca con los hombros,mientras por delante los gruñidos yladridos se intensificaban en esaprimigenia combinación de rabia ymiedo que constituye el sello de lamanada. Se le ocurrió que no erademasiado sensato aparecer sin previoaviso ante tal cantidad de lobossalvajes, al menos hasta que supiera sihabía una vía de escape. Si lesbloqueaba la huida, probablemente leatacarían tan despiadadamente como acualquier otra presa.

Sonrió al pensarlo, seguro de supropia fuerza y rapidez. El riesgo eraalgo limpio, según había descubierto, unaspecto del mundo que todavía le hacía

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disfrutar, en tanto que todo lo demás noera más que enfermedad y dolor. Ante elpeligro, su cuerpo no era más que losblancos huesos, sin el peso de la carne.Y eso le gustaba.

Reinaba la oscuridad entre lasparedes rocosas, por lo que la luz quetenía ante él resultaba casidolorosamente brillante. Eduardoavanzó tan rápido como pudo, hasta quelos sonidos de pelea y los gañidos seoyeron tan claramente como una batalla.Arrancó a correr por el sendero, cadavez más ancho, pero hubo de detenerseen seco cuando el camino se abrió enuna depresión que no llegaría a loscuarenta metros de longitud. Echó un

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vistazo hacia arriba y no divisó lugaralguno por el que pudiera trepar parasalir de aquella hondonada. A pocospasos de él, había una muy numerosa yalborotada manada de lobos, aullando ylanzando dentelladas a un sabueso al quetenían rodeado. El perro les ladraba,pero el sonido quedaba ahogado en labarahúnda de la manada. Los loboshabían acorralado al animal contra lapared del fondo, sin dejar un resquiciopor donde el perro pudiera escapar.

Sabían que tras ellos había unhombre. Eduardo lo percibía en lasmiradas que le lanzaban. Los miembrosde menor rango agachaban la cabeza,temerosos ante el olor del sudor

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humano. Tres machos jóvenes seencararon con él, ladrando y dandosacudidas frenéticas mientrasarrancaban en su dirección y volvíanatrás, con las piernas rígidas y los ojosdesorbitados.

Eduardo sintió las gotas de sudorfresco que le resbalaban por la cara.Esperaba encontrar una manadapequeña, seis o quizá una docena. Peroallí había más de treinta lobos,matadores de enflaquecida cintura ydientes amarillos. Eduardo apenasllevaba unos segundos ante ellos,inmóvil en la fría intemperie, y losanimales todavía estaban calibrandocómo reaccionar.

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El perro al que acosaban era un grananimal blanco y negro, según podíaapreciar Eduardo; algún tipo de mastínde caza cuyo acertado instinto le dictabapermanecer cerca de la pared. Estabaatrapado en aquel lugar y la manadaprobablemente lo habría matado si él nohubiese aparecido. Y Eduardo sabía queaún podían hacerlo.

Levantó la vista al notar que algo seagitaba sobre él, en el borde de lasparedes del cañón. La depresión delterreno no tendría más de cinco o seismetros de profundidad, según calculórápidamente. Presentaba una formaregular que le hizo pensar en lasconstrucciones humanas, más que en la

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labor de un antiguo curso fluvial.Todavía quedaban losas y ruedosromanos que uno podía descubrir en losbosques; él los había visto. Lahondonada presentaba cierta similitudcon ellos.

Eduardo pensó que quizá apareceríaun joven pastor, aunque temía que setratara de un soldado. Lo que noesperaba era ver a la joven que surgióentre los helechos y las hiedras. Sequedó con la boca abierta, mientras ellase agarraba a la raíz de un raquíticoserbal y miraba hacia la hondonada. Lamujer levantó el brazo derecho yEduardo vio que sujetaba una piedra tangrande como una manzana. Ella pareció

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notar que la observaban, miró en sudirección y se quedó atónita al ver allí aun barbado guerrero vestido con pielesde lobo y armadura.

–¡Fuera! –gritó arrojando con fuerzala piedra en medio de la manada.Golpeó a uno de los lobos máspequeños, tras lo cual gesticuló conbrusquedad y lanzó un chillido, ofuscaday enfadada consigo misma.

A Eduardo se le partió el alma cuandovio que la mujer levantaba de nuevo elbrazo. Estaba claro que trataba portodos los medios de salvar a su perro,pero el resultado… Sintió que le invadíauna ira corrosiva. Llevaba la armadura yla capa y la espada que su padre le

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había dado. Desenvainó la larga hojamientras más piedras golpeaban yrebotaban entre los lobos. Los animalesaullaban y salían disparados bajo aqueltormento que, momentáneamente, leshacía olvidar a su presa. En ese instante,lo único que deseaban era escapar.

Un hombre se interponía en sucamino. Eduardo sintió mudar su ánimocuando los ejemplares más grandes sevolvieron y le miraron amenazantes. Ungran macho trotó hacia él paradesafiarle, un animal de espeso pelaje ygran amplitud en la parte de loshombros. Eduardo tragó saliva, perotenía dieciocho años y los sentidos leardían de furia. Su espada estaba

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fabricada especialmente para él, con unaafilada espina dorsal de acero querecorría los noventa centímetros de lahoja. Pesaba demasiado para que lamayoría de los hombres pudieran usarlabien, pero era capaz de resistir la fuerzacon la que Eduardo descargaba susespadazos. Él la manejaba como si nopesara nada.

–Vamos, muchacho –dijo con vozfuerte, con rabia en sus palabras–. Miralo que tengo para ti.

Eduardo había cazado lobos muchasveces, pero nunca había visto cómoactuaba una manada cuando la situaciónplanteaba una clara disyuntiva. Sin lamás mínima vacilación, todos y cada

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uno de los animales se abalanzaronsobre él, echando espumarajos de rabiapor las fauces. A pesar de su tamaño,Eduardo se vio empujado hasta la paredde la grieta y el mismo peso de losanimales casi le hizo caer de rodillas.Fue su armadura la que le salvó, pues elmaltratado metal era inmune a las garrasy los colmillos. Los lobos se cebaronencarnizadamente con su capa, la cualllenaron de rotos mordiendo ysacudiendo la cabeza atrás y adelante,de manera que tiraban de Eduardo haciaun lado y otro y le hacían perder elequilibrio. Él, por su parte, puso enpráctica su propio grito de guerra.Manejó la espada en golpes giratorios,

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cortando como si se tratara de unaguadaña, y con sus guanteletes causó undestrozo de magnitud similar.

Todo acabó en un suspiro, tan prontocomo los líderes de la manada hubieronarrastrado a Eduardo hasta apartarlo desu única vía hacia la libertad. Eduardoresoplaba con las manos sobre lasrodillas. Junto a él yacían cuatro lobos,dos todavía vivos y otros dosclaramente muertos.

Hacía un buen rato que el resto de lamanada había desaparecido, y noquedaba ni rastro de la mujer que loshabía enfurecido. Lentamente, entremuecas de dolor por las magulladuras ylos arañazos sufridos, Eduardo se

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acuclilló para tocar a uno de losanimales heridos. Pudo ver que tenía laespalda rota y que arrastraba los cuartostraseros al tratar de levantarse. La lobaarrugó el morro y agrandó los ojos amedida que la mano se le acercaba,hasta que Eduardo la golpeó fuertementeen el hocico. El animal ladró una vez yluego se alejó de él a rastras, sin dejarde gemir.

Eduardo se puso en pie con cuidadomientras el enorme mastín se acercabacon pasos amortiguados, lanzando ungruñido gutural cada vez que cualquierade los lobos se movía. No representabanya ninguna amenaza y el perrazoblanquinegro no les tenía miedo. Lleno

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de arañazos y de suciedad, se acercó aEduardo cojeando de una pata por la quechorreaba la sangre. Cuando Eduardomiró hacia abajo, el perro le empujó conla cabeza y restregó el hocico en lospliegues de la capa. No creía habervisto jamás un perro de caza tan grande.

–Vaya, eres enorme, ¿eh, muchacho? –dijo Eduardo–. Como yo. ¿La de arribaera tu ama? ¿La que azuzó a toda lamanada contra mí? Sí, claro que sí. ¿Eratu ama, muchacho?

El perro movió la cola como si fueraun látigo de cuero. Para diversión deEduardo, aquel animal de enormecabeza sonreía ostensiblemente mientrasél lo acariciaba entre los hombros. Pese

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a todos los rasguños y cortes recibidos,el perro parecía más que complacido deque alguien amistoso le dierapalmaditas.

Eduardo levantó la vista ante la lluviade pequeñas piedras y hojas que caían asu alrededor. La misma mujer de antesdescendía entre las rocas y losmatorrales, agarrándose a raíces ypiedras mientras el vestido se ledesgarraba y sus piernas quedabandesnudas hasta el muslo. Eduardo estabamagullado y enfadado y tenía calor, porlo que hincó una rodilla y acarició conmás ímpetu al perro, hasta que este rodópor el suelo y presentó una panza casi

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lampiña, sonriendo estúpidamente y conla lengua colgando.

Eduardo oía la respiración de lamujer, más audible en aquellahondonada de lo que lo hubiese sidoarriba. La esperó, contento de poderpalmear al perro y jugar con él mientrassu propia respiración se estabilizaba.Los lobos heridos gimoteaban y pensóen poner fin a su sufrimiento con uncuchillo, pero luego cambió de opinión.Le habían atacado y la experiencia habíasido aterradora, aunque eso no lohubiera admitido ante nadie. A pesar desu cota y coraza, los lobos adultospesaban mucho y eran rápidos como elrayo. Sabía que, de haber caído de

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espaldas, le habrían desgarrado lagarganta. Todavía tenía en la cabezaaquellos dientes amarillos, chasqueandotan cerca de sus ojos que ya solo habíaesperado sentir un dolor lacerante de unmomento a otro.

Esperó durante lo que le pareció unaeternidad, consciente de la presencia dela mujer algo más arriba, pero sinreaccionar a ella. Aunque habíadescendido medio camino, se habíadetenido en una musgosa y empinadaroca de granito, a algo más de tresmetros del suelo. Todavía estabademasiado alto para saltar, y Eduardopodía oír cómo la mujer se deslizabaatrás y adelante, frustrada y buscando en

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vano nuevos apoyos para el pie o lamano.

La oyó resbalar y miró hacia arriba,al tiempo que ella maldecía. Aquello alo que se agarraba con ambas manos sehabía arrancado bruscamente de latierra. Agitó los brazosdescontroladamente y, en el últimomomento, saltó de la roca, de maneraque ahora le caía a Eduardo encima, unaoscura forma recortada contra la palidezdel cielo. Solo con levantarse y dar unpaso, le bastaba para recoger a la mujeren su caída.

Eduardo observó, sin dejar de rascardistraídamente las costillas del perro,cómo la mujer se golpeaba contra el

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suelo, junto a él, y quedaba jadeandoboca arriba. No tenía idea de si estaríamalherida. El perro rodó para ponerseen pie y corrió hacia la mujer, moviendotan velozmente el rabo que este no eramás que un borrón, gimiendo y aullandomientras le lamía la cara y apretaba elhocico contra sus manos abiertas.Eduardo desenrolló un trozo debramante de un lazo que llevaba en lacintura y comenzó a anudarlo en formade collar para el perro.

–Vas a necesitar un nombre, viejo –dijo Eduardo. Un pensamiento acudió asu mente y miró a la mujer. Todavíajadeaba tumbada en el mismo lugar en el

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que había caído, pese a todo el babeo yhociqueo del perro–. ¿Cómo lo llamáis?

La mujer gruñó de pronto mientras sesentaba, con la cara y las manos llenasde arañazos y manchadas de verde ymarrón. Tenía hojas en el largo cabello,según notó Eduardo. Cualquier otro día,tal vez un día en el que no se hubieramagullado por caer en el fondo de unahondonada, podría haberse consideradohermosa. Incluso en ese estado, mientraslo fulminaba con la mirada, sus ojosresultaban fascinantes, enormes ychispeantes de cólera.

–Es mío, quienquiera que seáis –dijo–. Y mis hermanos se acercan por

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ese camino, si estáis pensando enhacerme daño.

Eduardo ondeó el brazo condespreocupación en dirección alcamino.

–Yo tengo un ejército por ahí atrás, enalgún lugar; y una partida de cazaformada por cuarenta hombres. No mepreocupan vuestros hermanos, ni vuestropadre. Ni vos. Pero el perro es mío. Asíque decidme, ¿cómo lo llamáis?

–¿Lo estáis robando? –preguntó ella,sacudiendo incrédula la cabeza–. ¿Nome habéis recogido al caer y ahora merobáis el perro? ¿Por qué no mecogisteis?

Eduardo la miró. Su cabello era de un

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rubio rojizo, estirado hacia atrás ysujeto en un rodete. La mitad se le habíasoltado y sobresalía como un cepillo.Había algo en aquellos ojos de gruesospárpados que le hacía desear haberparado la caída, pero no podía echarseatrás de la posición que había adoptado.Se encogió de hombros.

–Por vuestra culpa me he hecho daño,por culpa de vuestros lobos.

–¡No eran mis lobos! Solo trataba desalvar a Beda.

El mastín erizó las orejas al oír sunombre. Seguía al lado de la mujer, yahora se inclinó contra ella hastaconseguir que le rascara el lomo. Elperro gruñó y resopló de placer.

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Eduardo sintió la punzada de unapérdida.

–¿Beda? ¿El sabio? Es un mal nombrepara un perro. Yo tal vez le llameBrutus.

–Vaya hombre sois vos, a pesar devuestro tamaño. Me dejasteis caer y ledais a un perro el nombre que le daríaun niño. ¡Brutus!

Eduardo se ruborizó, las mejillascada vez más encarnadas y la bocatirante.

–O Moisés, quizá. O Tigre, por lamezcla de colores. ¿Es ese tu nombre,muchacho? ¿Tigre? Me parece quepodría serlo, ¿eh?

Una sensación de creciente frialdad le

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había invadido mientras le hablaba alperro. Los ojos de Eduardo parecieronoscurecerse y el joven se encorvóligeramente; si antes había parecidoamable ahora irradiaba un aire deamenaza. La mujer cerró la boca y cesóen sus protestas. El gran tamaño deEduardo la había confundido. A travésde la espesa barba negra que le tapabala mayor parte de la cara, se dio cuentade que era varios años más joven de loque ella había supuesto. Los lobos lehabían desgarrado la capa hastaconvertirla en andrajos, pero la prendatodavía giraba en torno a su cuerpo, loque le hacía parecer incluso másvoluminoso en aquel pequeño espacio.

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La mujer se levantó. Todavía no estabasegura de si Eduardo constituía unpeligro. Lo que sí parecía claro era queen tal caso el perro no le serviría denada. Frunció el ceño mientras en sucuerpo empezaban a despertarse unosdolores punzantes.

–No deberíais robar un perro,especialmente un perro. Si os gusta,deberíais comprármelo, y pagarme unprecio justo por él.

Eduardo se levantó también y, alhacerlo, pareció borrar un trozo decielo. No se trataba solo de su estatura,sino de la amplitud del cuerpo, conhombros y brazos esculpidos por añosde adiestramiento con la espada y el

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escudo. Llevaba una barba desaliñada yel pelo largo apelmazado por lasuciedad, pero su mirada era firme. Lamujer sintió mariposas en el estómago yen las entrañas mientras él negaba con lacabeza.

–Imagino que sois persuasiva, mujer.Pero no morderé el anzuelo. Aquí, Tigre.Ven.

El enorme mastín se puso en pie y sequedó quieto, jadeando, con la cabezacasi partida en dos por la muecasonriente de la boca. Eduardo le pasó elbramante alrededor del cuello, a modode traílla cuyo extremo se arrolló en lamano izquierda.

–Deberíais trepar y salir de aquí, si

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podéis –dijo por encima del hombro–.Mis hombres deben de estarbuscándome y no os conviene que osencuentren. El perro será el pago pormis heridas, milady. Que paséis un buendía.

Isabel Grey lo observó mientras sealejaba. Percibía la vidriosa oscuridadde aquel joven gigante, además de supoderío físico. La combinación deambas cosas le hizo sentir una extrañadebilidad una vez que Eduardo se hubomarchado. Se recordó a sí misma queera una mujer casada, con dos hijosfuertes y un esposo que servía en lastropas de lord Somerset. Decidió nomencionar aquel extraño encuentro a sir

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John Grey. Su marido podía ser muysuspicaz. Lanzó un suspiro. Ahoratendría que decirle que el perro habíamuerto.

San Albano se hallaba a poco más detreinta kilómetros de Londres, nisiquiera a un día de viaje. Cada hombreque marchaba en las filas del rey y lareina sabía que podían partir con el soltodavía elevándose y ver el Támesisantes de oscurecer. La perspectiva leslevantaba el ánimo a todos. Londressignificaba tabernas y cerveza.Significaba recibir la paga y todo lobueno que vendría después. Comopreparación para la última marcha, el

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ejército de Margarita recompuso suapariencia lo mejor posible, y se oíanrisas y bromas mientras empaquetabanlos pertrechos y cargaban los carros.

Tan pronto Warwick y Norfolk sehubieron retirado al norte, había corridola noticia del rescate del rey. Laimportancia del hecho no se le escapabaa quienes habían combatido. Se hallabanjubilosos y estallaban de puro alivio.Los vítores habían resonado por laabierta llanura y habían llegado a lamisma ciudad en oleadas de fuerzacreciente, hasta que los hombres sehabían quedado roncos; y luego, por lanoche, el clamor había regresado alllegar la familia real para unirse a ellos.

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Algunos de aquellos hombres habíanmarchado o luchado durante todo eltrayecto, desde Escocia hasta el sur.Unos pocos habían caminadofatigosamente por bosques y valles parapelear un par de veces por el rey ycontra sus más poderosos enemigos, yhabían vencido, tanto en Sandal como enSan Albano. Ahora el sol salía denuevo. Londres los esperaba y, enaquella ciudad capitalina, toda laparafernalia del poder y la abundancia,desde los tribunales y los sheriffs hastael palacio de Westminster y la torre deLondres. Era el núcleo de todo. Londressignificaba no solo poder, sino también

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seguridad; pero, principalmente,significaba buena comida y descanso.

Por una vez, Margarita prescindió deconsultar públicamente a Somerset. Tanpronto el alba despuntó sobre elcampamento, dio la orden de marcharhacia el sur. Con su marido y su hijojunto a ella, sus lores se limitaron ahacer una marcada y respetuosareverencia, sin dejar de sonreír.

La presencia del rey Enrique era untalismán, según podía apreciarMargarita. Aquellos que parecían cadavez más hoscos o resentidos bajo susórdenes se comportaban de nuevo contacto y mostraban una expresión neutra.Otros que habían actuado con excesiva

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familiaridad en su presencia manteníanahora una respetuosa distancia. Lostambores tocaban ritmos marciales y loshombres cantaban canciones de marchacon una mano sobre el corazón. Elhumor general era tan alegre comofrágil, con la perspectiva de unarecompensa que todavía estaba por ver.

No importaba que Enrique noentendiera nada. El rey y la reina deInglaterra montaban junto al príncipe deGales, rumbo a la capital. El pesadocañón que habían capturado en SanAlbano se iba quedando rezagado amedida que el ejército se estiraba yocupaba kilómetros del camino a laciudad.

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Los miembros de la familia realmontaban uno al lado del otro, conSomerset y el conde Percy ligeramenteadelantados. A pesar de la aparentevictoria, los oficiales más antiguossabían que el ejército de Warwickrondaba cerca, en algún lugar. Enaquellas circunstancias, la suya no podíaser una marcha triunfal; ni tampocopodían permitir que Margarita y el reyEnrique montaran en las primeras líneas,donde una emboscada de arqueros podíaderribarlos en un abrir y cerrar de ojos.Somerset había ubicado a los soldadoscon mejor armadura formando filas querodeaban al rey y la reina. No habíadado órdenes a los escoceses, pero ellos

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también estaban allí, caminando agrandes zancadas con las piernasdesnudas y portando diversas armas.Aquellos barbudos observaban condesvergonzado interés al pálido rey alque habían rescatado, mientras en suextraña lengua hacían comentarios entreellos. Reinaba un ánimo distendido,como en una feria de verano, y loshombres avanzaban entre risas y algunaque otra canción, mientras reducían loskilómetros y la distancia que losseparaba de Londres.

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l ejército que se aproximaba aLondres por el camino elevadocasi se había convertido en undesfile o en una corte itinerante.

Mercaderes y viajeros se veíanobligados a apartar sus carromatos delcamino y a hundirse con ellos en losmárgenes pantanosos, mientras anteellos pasaban los caballeros conarmadura, cabalgando de cuatro enfondo, con los estandartes ondeando en

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lo alto de las picas. Los granjeros y loscomerciantes, al oír que se trataba delrey y la reina que por fin regresaban,permanecían con la cabeza inclinada ylos sombreros apretados contra elpecho. Algunos vitoreaban en medio delviento y el frío, mientras observaban aEnrique y Margarita como si quisieranfijarlos para siempre en su memoria.

Lo cierto era que los estandartesreales estaban ajados y salpicados debarro. Habían permanecido plegados enlos cofres durante la mayor parte delaño, así que no habían podido orearseconvenientemente. Los mismos hombresque los portaban parecían a su vezandrajosos después de tanto tiempo en el

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camino, pero erguían la cabeza aldivisar en lontananza los macizos murosde Londres y oír el estruendo de loscuernos, que sonaban sobre la ciudadpara advertir de su llegada. Durante elaño previo, Londres había sufridodesórdenes y una invasión; se habíanroto los muros de la Torre y disparadocañones en las calles contra el propiopueblo. Durante más de una década, lacasa de York había amenazado yconspirado en contra del legítimo rey.

Todo eso ya había quedado atrás.Margarita podía notarlo en la limpiezadel aire invernal. Durante los meses decalor, quizá la ciudad oliera a podrido ya cloacas al aire libre, pero el aire que

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ahora soplaba en su rostro le traíaaromas de madera y yeso, de ladrillo yhumo y carne en salazón. No pudo evitarrecordar la primera vez que había vistola ciudad, recién llegada de Francia.Entonces la habían llevado en una literaque hubo de detenerse en el puente deLondres, mientras la ciudad vitoreaba yjaleaba y los concejales de coloridosropajes hacían reverencias. Se habíasentido abrumada; aquella jovencita dequince años nunca hubiera imaginadoque pudiera existir tanta gente en elmundo.

Margarita sintió que el pulso se leaceleraba cuando Somerset se acercómuy despacio con su montura y empezó

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a cabalgar a su lado. No habían habladodesde el regreso de Enrique, aunque eljoven duque estaba siempre cerca, listopara aconsejar o recibir órdenes. HenryPercy, conde de Northumberland,montaba en la fila de detrás de la reina,junto con Eduardo, el príncipe de Gales.Margarita se preguntaba si lord Percyestaría pensando en su padre y en suhermano, a quienes había perdido enaquellos años de batallas yderramamiento de sangre. Tal vez ahoratodos tendrían la oportunidad de dejaratrás las tragedias familiares. Despuésde todo, ella había obtenido la victoria.A pesar de tantas pruebas ytribulaciones, su marido seguía siendo el

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legítimo rey de Inglaterra, el auténtico, yestaba vivo y de nuevo en sus manos.Sin duda, Margarita había aprendidomucho desde que viera Londres porprimera vez.

El camino desde San Albano llevabadirectamente a la entrada por Bishop’sGate, en paralelo a otro camino queconducía a la entrada de Moorgate,apenas a unos cientos de metros másallá, siguiendo la muralla. Esa habíasido la única contribución del reyEnrique durante el viaje. CuandoSomerset le había preguntado a la reinapor dónde debían entrar a la ciudad,alguna chispa había saltado en la

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memoria del rey y, durante un brevísimoinstante, le había hecho levantar la vista.

–Yo entraría por la puerta de mi padre–había dicho tímidamente.

Se refería a Moorgate, la entradaconstruida en el macizo muro romanoantes de que Enrique hubiera nacido, enun momento en el que los caminos delnorte se congestionaban con carros yaglomeraciones humanas, algo queempeoraba cada año. Sin decir palabra,Somerset había enviado nuevas órdenesa la vanguardia y las filas delanterashabían cruzado hasta el camino aMoorgate, que se elevaba casi dosmetros sobre un terreno tan blando enalgunos lugares que un caballo y su

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jinete podían hundirse en él y quedaratrapados. Pero el camino se habíasufragado con los impuestos de Londresy se mantenía en buen estado y seco,incluso en invierno. Por él avanzaronrápidamente hacia Moorgate, visible yaen el horizonte.

Las murallas de Londres estabancustodiadas por soldados pertenecientesa la guarnición de la ciudad. Margaritaveía sus oscuros perfiles a casi unkilómetro de distancia. En aquellosaños, había partido de Londres yregresado muchas veces, en susdesplazamientos de ida y vuelta alcastillo de Kenilworth, su refugioprivado en los momentos de mayor

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desolación. No era capaz de recordaruna sola ocasión en la que las puertashubieran estado cerradas antes del alba,tal como claramente aparecían en eseinstante. Se le arrugó el ceño y lanzó unamirada a los lores que la rodeaban,esperando que alguno de ellosreaccionara o dijera algo.

Fue Somerset quien asumió esaresponsabilidad; envió a algunoshombres por delante y ordenó que elresto redujera la marcha. Quienes habíande adelantarse marcharon con lasimperiosas órdenes todavía en losoídos, furiosos de que algún estúpidohubiera cerrado las puertas de la ciudady obstaculizado la entrada del rey.

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Sentada en su montura, Margarita estiróel cuello y vio gesticular a losmensajeros a la sombra del muro. Loshombres de arriba se inclinaban haciaellos, y la reina pestañeó desconcertadaal ver que la mole de hierro y roble semantenía cerrada. El ejército real nopodía aminorar mucho más la marcha.Margarita observó con ira crecientecómo los mensajeros de Somersetregresaban y manifestabannerviosamente su perplejidad. Tenían elrostro enrojecido, bien lo veía la reina.Y un color similar adquirió la cara deSomerset mientras los escuchaba y hacíagirar a su montura para acercarse a lareina. Antes de llegar hasta ella, el

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duque ordenó a las tropas que sedetuvieran.

Apenas un centenar de metrosseparaban a la fila delantera de losmuros de Londres, pero las enormespuertas seguían cerradas.

Eduardo de York se ciñó con más fuerzala capa, sintiéndose ya algo molesto. Sele requería para que de nuevo asumiesesus responsabilidades, pero él las sentíacomo una soga alrededor del cuello. Laprimera punzada le había llegadocuando el mayordomo principal de supadre había seguido su rastro hastaGales y había esperado pacientementedurante tres días, mientras Eduardo

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maldecía y lo enviaba al infierno. HughPoucher, de Lincolnshire, era un hombrede cabellos blancos que seguramente yano cumpliría los sesenta, aunque noresultaba posible asegurarlo. El nervudomayordomo mantenía una expresión deprofunda irritación, casi de dolor, comosi llevara un tiempo con una avispa enlas encías y algún día hubiera de escupiraquel bicho ponzoñoso. Poucher habíasoportado la ira tempestuosa de Eduardoen despreciativo silencio, hasta que porfin el joven gigante había accedido aescucharle.

Heredar el título de su padre le habíasupuesto a Eduardo docenas depropiedades, además del personal y los

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arrendatarios correspondientes, quesumaban varios cientos de personas, oincluso millares. Su padre habíacontrolado de cerca aquellas posesionesy los hombres que las gestionabanentendían perfectamente los límites desu propia autoridad, por lo cual,temiendo perder su fuente de sustento,no la sobrepasaban ni un ápice. Aquelera un trabajo que Eduardo ni deseaba niapreciaba, aunque sí le gustaba la bolsade nobles de oro que Poucher habíatraído consigo.

Junto con el hombre de su padrellegaba el deber, y eso le oprimía elpecho y lo constreñía con tantasasfixiantes leyes y normas y razones

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para mantenerse sobrio. Eduardo podíahaber despedido a Poucher, claro está. Apunto había estado de hacerlo alenterarse de que aquel hombre habíareunido a un grupo de contables de laspropiedades más cercanas para queasistieran y educaran a su joven señor.Aquella camarilla de escribanosacompañaba ahora a Eduardo allí dondefuera, todos con los dedos manchados detinta y cargados de rollos atados concuero y cera. Siempre había alguna cosamás que Eduardo debía leer, noimportaba cuántas veces se marchara deestampida, junto con su mastín y algunosde sus más rudos caballeros, para pasarunos días cazando. Cuando por fin

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accedía, a medida que leía empezabainvariablemente a pensar en otras cosas,con frecuencia en su padre y su hermanoEdmundo.

Eduardo había visto antes cabezasensartadas, muchas veces. No debíahacer un gran esfuerzo de imaginaciónpara visualizar a su padre, reblandecidoy pudriéndose en los muros de York. Éltenía a casi tres mil hombres a su lado, yla ciudad de York quedaba cerca.Algunas veces, sus correrías de caza lehabían llevado a poca distancia de laciudad, y entonces se preguntaba sipodría acercarse rápidamente a losmuros o si le tendrían preparada unatrampa para apresarlo. En sus más

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íntimos pensamientos, en ocasionesdeseaba tener junto a él a RichardNeville. Richard también había perdidoa su padre a causa de la venganza de lareina. Warwick sabría qué hacer.

Algunas mañanas, Eduardo sedespertaba con la firme determinaciónde asaltar York y recuperar la cabeza desu padre. Pero cuando había vaciado lavejiga, roto el ayuno nocturno ymaldecido a Hugh Poucher por traerlenuevas cuentas para revisar, el temor leinvadía de nuevo. Ricardo de Yorkhabía sido astuto y poderoso. Sinembargo, ahora su cabeza mirababoquiabierta desde los muros de piedra.La muerte de su padre le había robado a

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Eduardo gran parte de su presuntuosaconfianza, a pesar de sus esfuerzos porocultar aquella pérdida tras lasgroserías y el mal genio. Sabía que loshombres hablaban con cautela a sualrededor y que su comportamientonacía de su propio miedo, pese a lo cualsolo empeoraba las cosas cada vez quetrataba de mostrarse amigable, pues deinmediato empezaban las patadas a lasmesas o las peleas de borracho, en lasque noqueaba a algún hombre de un solopuñetazo.

El camino a la casa señorial eralargo, por lo que los caballeros deEduardo formaron una sólida columna,con los hombres de tres en fondo. Los

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terrenos estaban bien cuidados y lavegetación se había cortadoconvenientemente para el invierno, demodo que cada árbol y arbusto todavíamostraba las marcas blancas de unapoda implacable. Volvió entonces a oírla voz de su padre, murmurando elantiguo dicho jardinero: «El crecimientosigue al cuchillo». Eduardo se preguntósi ella seguiría allí o si se habría ido aotra casa y cerrado esta.

Isabel era otro de los motivosrecurrentes en sus divagaciones, sobretodo cuando se hallaba en lugar cálido ytenía los sentidos agradablementenublados por la bebida. Recordabaaquellos gruesos párpados, mirándole.

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Cuando rememoraba su primerencuentro, él siempre la recogía en sucaída, tanto es así que casi creía haberlohecho. Resultaba sorprendente quepensara tan a menudo en ello.

La casa tenía vigas de madera y unsólido aspecto; el hogar de un caballerocon una familia de buen nombre, perocon una fortuna quizá limitada. Habíacostado bastante encontrar el lugar,incluso aduciendo el pretexto de que setrataba de devolver un perro a su dueño.Eduardo desmontó mientras hojas largotiempo muertas revoloteaban por elpatio de piedra, frente a la puertaprincipal. Sus hombres desmontaron conél, o bien se alejaron al trote para

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reconocer los alrededores. No habíanrecibido orden de hacerlo, pero paraentonces ya conocían de sobra losfuriosos arrebatos de Eduardo ytrabajaban con diligencia para evitarlos.

La puerta principal conducía a unpatio interior, visible a través de unaverja. Eduardo hubo de aporrear lamadera con el guante de malla antes deque un sirviente acudiera corriendo aresponderle, la primera señal de vidaque había visto en aquel lugar. El viejoechó una mirada a las rosas blancas deYork en los blasones y escudos, y, consúbita urgencia, empezó a llamar a suseñora y a batallar con los grandescerrojos de hierro para abrir la puerta.

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Cuando el anciano por fin consiguióabrir, su señora ya estaba allí. No teníalos cabellos desgreñados yenmarañados, ni había en ellos hojasenganchadas o telarañas pegadas. Elcambio le sentaba muy bien, y Eduardonotó que, efectivamente, había un matizrojo en el oscuro dorado del pelo. Locierto es que este parecía tener máscolores de los que él podría reconocer,y los ojos también mostraban un tonopardorrojizo. Su figura tenía la carneconveniente y su cintura…

–¿Habéis traído a mi perro? –preguntó, cansada de su silenciosoescrutinio–. ¿El que me robasteis?

La puerta se había deslizado hasta

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quedar abierta, así que ya no habíabarrera entre ellos. Eduardo se adelantóy con el brazo la enlazó por la cintura.Había planeado aquel momento en sussueños y fantasías diurnas. La atrajohacia sí, le plantó la otra mano en losomóplatos e hizo que su espalda searqueara al tiempo que se inclinabasobre ella. Isabel permaneció rígidamientras él la besaba, un beso en el quesus dientes chocaron, lo que les arrancóa ambos una mueca de dolor. Tras ellos,en el patio, un niño comenzó a llorar.Cuando Eduardo la liberó, Isabel Grey,ruborizada y estupefacta, se llevó lamano a los labios, como si esperaraencontrarlos manchados de sangre.

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–Sois… el mayor grosero que heconocido en mi vida –dijo ella.

Eduardo percibió un brillo en los ojosde ella, a pesar de su tonoescandalizado. Había sentido ciertablandura en su boca y, con petulantesatisfacción, observó que un crecienterubor invadía la piel de Isabel. Esto eraalgo que los hombres débiles, loshombres de menor talla, nuncaconocerían, pensó con regocijo. Sin eseconocimiento, nunca llegarían a entenderde verdad a una mujer hermosa.Aquellos perros podrían gimotear yquejarse, o imitar su comportamiento, oincluso decir que él era un canalla o unhijo de Satanás, pero Eduardo había

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percibido el interés de ella y sabía queera algo real. Se quedó mirándola unlargo rato, empapándose en su imagen.

Al ver que Eduardo no contestaba,Isabel miró tras él, hacia donde estabasu perro, al que sujetaban suavementecon una cuerda. Silbó y el animalprácticamente arrastró al hombre que losujetaba hasta llegar a ella. Ciertamente,aquel hombre no había tenido elecciónen el asunto. Eduardo se volvió a mirarlos brincos y arremetidas del mastín yentornó los ojos.

–Si tan fácilmente acude a vos, ¿porqué dejasteis que me lo llevara?

–Estaba aturdida por la caída. Había

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allí un gigantón bruto y maleducado queme dejó caer. Quizá lo recordéis.

–Esperabais verme de nuevo –dijo élsonriendo malévolamente.

Isabel puso los ojos en blanco.–De ninguna manera. Pensé que si

llamaba al perro podríais poneros tanviolento como vuestro aspecto parecíapresagiar.

Eduardo lanzó un bufido. No hizo elmenor esfuerzo por ocultar susemociones y, con la cándida sinceridadde un niño, dejó que estas le asomaranal rostro.

–Es que soy un hombre violento,milady. Lo he sido y lo seré. Pero no con

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vos. Cuando pienso en vos, soy másblando.

–De nada me servís entonces,Eduardo de York.

Eduardo parpadeó al oír aquello y,ruborizado, trató confusamente dearticular una respuesta.

–¿No os sirvo…? Perdonad, ¿que avos… qué?

El niño lloró de nuevo y del rostro deIsabel desapareció la sonrisa oblicua yburlona que había esbozado.

–Me llaman, Eduardo.–Mi nombre está en mis estandartes –

dijo él–. Yo también sé el vuestro:Isabel Grey.

–Sí, ese es mi nombre ahora. Esposa

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de Grey y madre.Lo miró largo rato, los ojos serenos

mientras sin prisa tomaba una decisión.Su marido era un hombre decente, perocon él nunca había sentido unestremecimiento de deseo como el queaquel buey la había hecho sentir consolo un torpe abrazo. Se ruborizóintensamente, consciente de su coqueteo.

–Venid a verme de nuevo, Eduardo.Sin vuestros hombres, quizá.

Antes de que él pudiera hacer otracosa que mirarla, Isabel, con unrevoloteo de faldas, se había dado lavuelta y había desaparecido. El ancianoque había abierto la puerta miró conreverente admiración a Eduardo, y

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después, durante un rato, observó conidéntica fascinación sus botas.

–Esto… ¿Debo… llevarme al perro,milord? Mi señora al final no ha dichonada.

–¿Cómo? Ah.Eduardo miró al mastín blanquinegro,

que había decidido tumbarse boca arribay golpear al aire con una pata trasera,sin mostrar el menor síntoma depreocupación. Se dio cuenta de que elperro lo observaba.

Eduardo suspiró. Cuando la puerta sehabía cerrado tras Isabel, había sentidoque dentro de él algo se alteraba, queuna tensión hasta entonces desconocidano dejaba de forcejear

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descontroladamente en su interior. Alprincipio, las responsabilidades de supadre habían supuesto una carga. Ahora,algo se había sellado o atado en su almay eso había cambiado. Había cosas quedebía hacer y que nadie más podríahacer por él. Eran responsabilidad suya,y se dio cuenta de que no sentía su peso,sino la fuerza necesaria para llevarlas acabo. Comprendió de pronto que lafuerza provenía justamente de la carga.Era toda una revelación.

Por primera vez podía recordar, ysintió una punzada de culpabilidad poralgo que había hecho. No importaba queIsabel hubiera dado claras muestras deque lo aceptaba. Perseguir a una mujer

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casada se situaba al mismo nivel queemborracharse hasta la inconsciencia, oque pelear con los puños desnudoscontra los herreros, hasta herirse de talmodo que ninguno de los contendientesse tuviera en pie. Eduardo emitió ungruñido casi inaudible, irguió la cabezay respiró profundamente. Se vio a símismo como un niño que huía de susobligaciones, y se sintió avergonzado.

Miró hacia el sur, más allá de la casay los árboles. Imaginó a la reinaMargarita y a todos sus insignes loreslevantando copas de vino y felicitándosepor las victorias obtenidas. Todavíasentía que dos fuerzas opuestas tirabande él: una le llamaba al sur para ajustar

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cuentas, mientras que la otra, lahumillación sufrida por su padre, leretenía en el norte. La primavera seacercaba. ¿Cómo iba a dejar el nortecon la cabeza de su padre allí? ¿Y cómono iba a dejarlo, si sus enemigos seguíanvivos?

–Sí. Lleváoslo –le dijo al viejo, que,con ojos muy abiertos, esperabanervioso por los silencios de aquelhombre enorme–. Voy a ausentarmedurante un tiempo, así que deberíaquedarse con su ama. Dadle una rosadapata de carnero frío. Le gusta.

–Espero que tengamos oportunidad devolver a veros, milord.

Eduardo bajó la vista y sonrió. No es

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que su aflicción se hubiese desvanecido.Lo que sucedía, simplemente, era que lapena ya no podía hurtarle su vigor ydestrozarlo en un abrir y cerrar de ojos.Sabía que su padre lo observaba y quehabía una deuda que debía saldarse. Suspensamientos eran claros y ahorarespiraba de forma lenta y tranquila.

–Quizá, si sigo vivo. Y si vos vivís.Para quien haya visto tantos inviernoscomo vos, supongo que cada nuevo díaes una bendición.

El anciano parpadeó sin saber muybien cómo responder, mientras Eduardodaba media vuelta y regresabaaltivamente hacia donde le sujetaban elcaballo. Sus capitanes, que lo habían

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visto y oído todo, tenían la sensación deque algo había cambiado, incluso loscaballos se agitaban inquietos, deseososde partir.

–¿Milord? –le abordó uno de ellos.–Que los hombres levanten el

campamento –dijo Eduardo–. Ahoraestoy listo. Alzaré mi voz en nombre deYork. Y seré escuchado.

Uno de los que estaban cerca deEduardo se santiguó en un acto reflejo,mientras que a otro un escalofrío lerecorrió el espinazo. De nuevo seencaminaban a la guerra. Todos aquelloshombres habían estado presentes en labatalla de Mortimer’s Cross, en la queel sol había salido por tres sitios

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distintos y creado sombrasinverosímiles. Habían visto la arrogantefigura de Eduardo mientras, con laespada desenvainada, recorría aquelcampo de cadáveres, con la cabezadescubierta y la armadura roja,enloquecido por el dolor. Todos suscapitanes y caballeros sabían de lo queera capaz y lo miraban con el ánimosobrecogido.

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o quedaba comida en elcampamento de la reina, nisiquiera un trozo de anguila o deperro que pudieran llevarse a la

boca aquellos quince mil hombres, sinotan solo unas gotas de agua salobre parahumedecerse la garganta. El último restocomestible se había consumido antes delenfrentamiento de San Albano o bien encuanto habían divisado los muros deLondres. Cuando los hombres miraban

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hacia la capital, los estómagos tronabany rugían con solo pensar en lossustanciosos estofados de invierno, lassopas, los púdines y las patas de doradacarne girando lentamente en losespetones de las tabernas, regadas consus propios jugos.

Durante horas, los hombres queMargarita había traído al surpermanecieron en pie o sobre susmonturas en confusa y susurranteinmovilidad, anonadados por la solaidea de que el rey hubiera de esperarcomo un mendigo. Margarita no leshabía ordenado descansar ni que sepusieran cómodos, por lo que no sehabían descargado las tiendas de los

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carros ubicados en la retaguardia, nitampoco se permitía sentarse a loshombres. Aquellos que decidían hacerlosin preguntar recibían la furibundareprimenda de los sargentos, quienescon la cara encendida los arrastrabanhasta ponerlos de nuevo en pie.

Mientras el sol tocaba el horizonte ybañaba con luz dorada las murallas,Margarita aceptó las peticiones de loscapitanes y permitió que los hombressalieran a cazar, o incluso que cogierancomida de los pueblos más cercanos a laciudad, hasta una distancia de un día acaballo. La reina dejó bien claro quedebían ser partidas pequeñas, de solouna media docena de hombres cada vez,

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pero lo cierto era que se hallaban en unasituación absolutamente desesperada. Silas puertas seguían cerradas, el hambreobligaría al ejército a moverse.Margarita no sabía lo que podía ocurrirdespués, una vez que se le hubieranegado a la expedición real el acceso alpoder y la riqueza de Londres. Nuncahabía ocurrido semejante cosa.

Derry Brewer había estado ocupadodesde su llegada, trabajando conSomerset, pues ambos habían aparcadosus diferencias ante una necesidadmayor. Juntos, habían decidido enviaruna delegación formal a las puertas paraexigir que se franqueara la entrada alrey. No se había encontrado el sello

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real, pero Somerset, mostrando clarossignos de frustración, redactó unadocena de cartas con su propio sello.Derry envió otro tipo de mensajes,escritos o hablados. Decidió confiar enrutas menos conocidas y enviar a variosgolfillos a otros puntos de la muralla,allí donde los guardas quizá no se dierantanta importancia.

No podía aducirse que Londres nohubiese visto al ejército que acampabafuera de sus muros. Ni Margarita ni suslores lograban entenderlo. Ellos eranquienes habían vencido a York. Eran losLancaster, que venían a recobrar sulugar. Sin embargo, no podían poner unpie en Londres, y nerviosos soldados los

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vigilaban con los arcos en los hombros,como si tuvieran delante una invasiónextranjera o de nuevo a los rebeldes deJack Cade.

La petición formal de entrada aLondres fue subida con cuerdas ydesapareció dentro de la ciudad.Somerset, otra vez en su montura,esperaba en la primera fila, seguro deque las puertas se abrirían. A suderecha, el sol de invierno empezó adesaparecer. Su caballo rascó con unapezuña en el camino, pero sin avanzar.La capital del reino de Enrique no podíadejar que el rey y la reina se congelarana la intemperie. El joven duque esperabacon sus portaestandartes claramente

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destacados en el camino, listos parapicar espuelas y ser los primeros encruzar aquellas puertas en el momentoen que se abrieran. La luz se difuminórápidamente y el frío se hizo más ásperoa medida que la oscuridad aumentaba yla luna asomaba, baja en el horizonte.

Somerset notó que estaba temblandodentro de la armadura. Empezó amoverse, sacudió la cabeza con uncrujido metálico y se encorvó un pocopara relajar los doloridos músculos.

–Buscad un lugar para dormir –dijocon crispación a sus hombres–. Estanoche no abrirán las puertas. Mañanaserá otro día. Así se pudran todos ahídentro.

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Hizo girar al caballo y retrocedió altrote, hacia donde se había formado uncampamento improvisado en el caminomismo. El terreno que los rodeaba,blando y pantanoso, tampoco eraprecisamente el más favorable para laexpedición real. Un hombre quepermaneciera allí de pie podría vercómo, en cuestión de minutos, un aguaverde se filtraba desde la tierra y lecubría las botas. Estaba claro que sobreaquel cenagal no podían dormir, por loque se vieron obligados a apiñarse encada espacio seco del camino y aocuparlo en una longitud de kilómetros.Resultaba de lo más enojoso, pero nadie

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había imaginado que pudieran dejarlosfuera de la ciudad.

Tal como Derry había esperado, se lellamó a presencia del rey Enrique tanpronto Somerset renunció a su furiosaespera a las puertas de la ciudad. Derryno estaba del todo seguro de que el reysupiera por qué se habían detenido, peroa Margarita se la llevaban los demonios.La reina no dejaba de caminar arriba yabajo por una estrecha franja de camino,entre dos carros que se habían traídopara darle protección. Se habíaextendido un toldo, bien tirante entreambos carros y sujetos sobre unos palos,por si acaso comenzaba a llover.También se habían traído antorchas y un

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brasero de los utilizados por losartilleros, por lo que había allí una tenueluz dorada. Derry se agachó para pasarbajo la cubierta de tela y esperó a queun guardia lo reconociera antes deseguir adelante. Todos estaban un poconerviosos esa noche, así que no habíaque exponerse a recibir una cuchilladaen las costillas por cruzar sin aviso elpuesto de guardia. Derry vio que un niñoal que conocía le buscaba y chasqueó lalengua para llamar su atención. Uno delos guardias reaccionó lo bastanterápido como para agarrar al muchachoen su carrera hacia Derry. El jefe deespías se acercó de inmediato.

–Mío –murmuró–. Es uno de los míos.

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Fuera esas manos. –Os gustan losmuchachos, ¿eh? –replicó el guardia,encrespado.

Veinte años antes, Derry hubieraapaleado al guardia hasta hacerlo hincarla rodilla. Ahora estaba cansado y teníaya más de cincuenta años; llevaba unalarga campaña a sus espaldas yrezumaba ira por aquel bloqueo deúltima hora. Pero, de pronto, todo eso letrajo sin cuidado. Agarró al guardia y,con una lluvia de porrazos secos ycortos, lo hizo retroceder tambaleándosehacia el sorprendido grupo presente enla tienda de la reina. Durante un instante,Derry actuó como si estuviera solo,lanzando golpes cruzados contra la

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cabeza bamboleante del hombre yalternando entre estrangulamientos ypuñetazos en la nariz y los labios. Nadiele detuvo, y, cuando finalmente soltó alguardia y lo dejó caer, Derry se dio lavuelta y se encontró con la mirada deClifford y Somerset. Lord Cliffordparecía claramente perturbado, mientrasque Somerset se reía y negaba con lacabeza, divertido.

El niño mensajero ya abría la bocapara regodearse cuando percibió elsilencioso escrutinio de la reinaMargarita. En aquella tiendaimprovisada entre dos carros, su maridoestaba sentado a un lado, con la cabezabaja, ya fuera porque dormía o porque

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rezaba. El pilluelo de Londres cerró degolpe la boca y permaneció callado,observando las losas del suelo.

–Fuera, muchacho –dijo Derry,jadeante, dándole un golpecito a suempleado con la mano dolorida.

Los nudillos se hincharían y sepondrían negros a la mañana siguiente,de eso estaba seguro. Pero, Dios, québien le había sentado. Sin mirar siquieraal guardia cuando hubo de pasar sobreél, salió medio arrastrando al muchachoa la oscuridad exterior.

–Espero que tengas algo bueno paramí después de lo que ha pasado ahídentro –dijo Derry inclinándose hacia eljoven–. ¿Y bien? ¿Qué has descubierto?

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El niño, todavía emocionado porhaber presenciado una paliza de verdad,sonrió admirativamente al jefe de espíasde la reina.

–He hablado con Jemmy. Él me haayudado a entrar.

Derry adelantó el brazo y, con unrápido movimiento, le dio un coscorrónen el cogote. No estaba de humor parahistorias y sabía perfectamente quehabía cientos de sitios por los quealguien ágil podía reptar paraintroducirse en la ciudad. Él mismohabía hecho uso de uno o dos deaquellos lugares, cuando era más joveny las rodillas no se le quejaban tanto.

–¿Por qué están cerradas las puertas?

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El muchacho, escocido, se frotó elcogote. Su buen humor se habíaesfumado tan rápidamente como habíavenido.

–Todos tienen miedo de los perros delnorte y los selvajes que comen niños.

–Salvajes –dijo Derry.–Eso. El alcalde y los concejables.–Concejales –murmuró Derry

mientras el muchacho proseguía.–Esos. Había una muchelumbre o

conlocatoria, con muchos mercaderes ygente rica. Le dijeron al alcalde que lesacarían los hígados si tenía enporpósito abrir las puertas. Así que élse quedará allí sentado, sin hacer ná.

–¿Has visto al alcalde? –preguntó

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Derry–. ¿Podría darle unas palmaditasen la espalda?

El muchacho, que sabía que laexpresión se refería a matar a unhombre, encogió bruscamente loshuesudos hombros.

–Puede ser, pero toda la ciudad tienemiedo de vuestros perros selvajes. Haceun mes que todo son cuentos deviolaciones y asesinaciones. Puesveréis… –El muchacho sabía que Derryno quería oír lo que tenía que decir.Derry lo miró frotarse la nariz y sorber,reuniendo valor para continuar–. Puesveréis… Todos tienen miedo.Cualquiera que se acerque a una puertase va a ganar un cuchillo en la espalda.

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–El propio rey de Inglaterra… –dijoDerry, levantando incrédulo una mano.

El muchacho titubeó.–Como si fueran Dios y todos sus

santos los que estuvieran aquí afuera.Nadie va a entrar. Na-die. No hasta laprimavera.

El muchacho vio que el jefe de espíastenía la mirada perdida y extendió lamano. Derry se llevó la suya al bolsilloy contó algunos peniques y diminutoscuartos de penique plateados. Puso unoscuantos entre los ansiosos dedos delmuchacho, sin darse cuenta de lacreciente sonrisa provocada por lasmonedas de más.

–Esta es muy rara –dijo el mensajero,

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sosteniendo la moneda en alto–. Tieneun dibujo diferente.

Derry se fijó y vio que era un peniqueescocés. El muchacho tenía bueninstinto, ya que la moneda solo tenía dostercios de plata. Se preguntó si losacompañantes escoceses de Margarita lahabrían deslizado en las ganancias deotra persona.

–Aquí va otra mejor –dijo con unpenique inglés en la mano–. Ahoradesaparece. Espero que puedas gastarloen la ciudad.

–Yo puedo hacerlo si quiero. Perovuestros caballeros tan importantes nopueden. Ellos tendrán que quedarseaquí.

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–Vete –dijo Derry inclinándose yapara regresar al aire viciado por elhumo y el sudor y las emanaciones dedemasiados cuerpos apretados en tanreducido espacio.

Otro guardia, que había ido a sustituiral anterior, le lanzó una fría mirada. Elmurmullo de conversaciones sedesvaneció al tiempo que los de dentrolevantaban la vista, recordando depronto que quizá Derry Brewer tuvieraalguna información. Somerset arqueó lascejas e incluso Clifford se guardó suspensamientos para sí mismo.

–¿Y bien, Brewer? –dijo Somerset–.¿Qué noticias hay? ¿Son todos unostraidores, entonces, los que están tras

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esas puertas? ¿He de traer los cañonesque le arrebaté a Warwick y destrozarlos muros de nuestra querida capital?

En respuesta al ácido tono deSomerset, Derry esbozó una sonrisa nomenos amarga y negó con la cabeza.Había hablado con media docena demuchachos y leído dos cartas que lehabían llegado clandestinamente. Todaslas fuentes decían lo mismo. Pero, eneste caso, saber que contaba con lainformación correcta no le producíaninguna alegría, no si eso significabaque tenían vedada la entrada a Londres.

–Majestad, reina Margarita, milores.Mi opinión es que nos enfrentamos altemor más que a la acción de traidores o

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aliados de York. Los londinenses tienenmiedo a este ejército, miedo a que corralibremente por sus calles. Han oídomuchas historias y han visto la columnanubis, las columnas de humo, milordSomerset. –Derry hizo una pausa paraaumentar el énfasis y Somerset bajó porun instante la mirada–. Lo único que veel alcalde es otro ejército vociferandopara que le dejen entrar, y ya ha oído ademasiadas familias hablar de losnorteños salvajes y los escoceses depiernas desnudas. Es un hombre de pocoempuje, no cabe duda, pero no creo quesea un traidor que se haya pasado albando de Warwick.

–¿Entonces se puede confiar en el

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honor de este alcalde? –preguntóMargarita de pronto. Somerset, que iba adecir algo, bajó la cabeza y cedió elprotagonismo a la reina–. ¿Qué sugerísvos, maese Brewer?

–La ciudad teme a nuestros soldados,milady. Yo alejaría al ejército dos o treskilómetros y dejaría tan solo unapequeña tropa de guardias y lores queacompañaran al rey Enrique. Existe laposibilidad de que el alcalde sí que abralas puertas a…

–¿Ese tendero gordo? –interrumpiólord Clifford–. El alcalde ya ha tenido ladesfachatez de desoír las órdenes y laautoridad del rey Enrique. ¡Ha vistoperfectamente los estandartes reales! Mi

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opinión es que llevemos los cañoneshasta delante de las puertas. ¡Que vealas consecuencias de su traición!

Un clamor apoyando la propuesta selevantó en aquel pequeño espacio. Elmero hecho de haberle negado la entradaal rey todavía resultaba escandalosopara todos. Al menos, había algosatisfactorio en la imagen de la entradade Moorgate hecha pedazos. Disponíande las armas para llevar a cabo esaacción, las mismas que las fuerzas deWarwick habían abandonado en elcampo de la batalla. Sería casi poético.

Derry se aclaró la garganta antes devolver a hablar. Miró al rey Enriquedurante una fracción de segundo, para

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asegurarse de que no intervendría en ladiscusión. Enrique seguía inmóvil y ensilencio, aunque se retorcía los dedoscontra los muslos.

–Milady, tal vez lord Clifford no haconsiderado plenamente cómo el uso decañones contra los muros de Londressería juzgado en el resto del país –dijoDerry con rostro tenso y la miradaclavada en la reina–. Con un poco másde reflexión, lord Clifford quizá habríade admitir que eso debilitaría laautoridad del rey Enrique, casi más quecualquier otra cosa imaginable. Podríavaler como último recurso, pero esosmuros tienen un espesor de tres metros y

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medio, y además están reforzados conhierro.

Clifford emitió un bufido y Derryprosiguió con rapidez antes de quepudiera interrumpirle de nuevo.

–No quiero decir que no vayan a caer.Solo que llevará tiempo. Si traemos uncañón, los artilleros quedarán expuestosa los arqueros de la muralla, y también acualquier cañón que ellos pudieran subira la pasarela y a los afustes allíemplazados. Después de todo, esoscañones largos proceden de lasfundiciones de Londres. Con la altura,pueden igualar nuestro alcance dedisparo, e incluso superarlo por mucho.

Derry dejó que la idea calara entre

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los presentes. Aparentemente, habíaenfriado un tanto la oleada de ira.

–Por tanto, antes de empezar aaporrear la puerta como borrachos,deberíamos considerar otrasposibilidades para entrar. El alcaldetemerá algún tipo de traición por nuestraparte, un truco o una trampa, osimplemente algún castigo terribledespués de que haya abierto la puertapara dejarnos pasar. Nos dará largas ydiscutirá y enviará cartas y luegoresponderá a las nuestras. –Derryinclinó la cabeza en dirección aMargarita–. Sospecho que aceptarávuestra garantía de que no habrárepresalias, milady. Por lo que recuerdo

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del alcalde, milord Clifford lo hadescrito bien. Richard Lee no es unguerrero. Seguramente, en estosmomentos está sudando de puro terror.Solo tenemos que mostrarle una salidadel atolladero y él la tomará.

Derry no precisaba recordar a lospresentes las sombras que se cerníansobre ellos. Habían derrotado aWarwick en una batalla, pero su ejércitono había sido destruido, sino solo heridoy puesto en fuga. Aquel hombre sehallaba en algún lugar, en los bosques ovalles, lamiéndose las heridas comocualquier otro perro salvaje. Derry sefrotó los ojos y pensó que ojalá pudieradormir. Warwick habría supuesto que

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marcharían directamente a Londres.¿Cuánto tiempo pasaría antes de que elconde descubriera que todavía estabanen el camino, con la familia real enteraexpuesta a un ataque?

Más allá de esa preocupanteperspectiva, lo cierto es que aún habíaotro ejército más y otro hijo iracundoahí afuera, en la oscuridad. Derry habíaesperado que el rey y la reina pudieranhallarse a salvo tras los muros deLondres cuando Eduardo de York seuniera a Warwick. El jefe de espías nose había dejado llevar por la falsasensación de victoria. Eso no eraposible mientras la cuenta con aquellosdos hijos tan poderosos no estuviera

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saldada. Quedaban dos estacas vacíasen la entrada de Micklegate Bar, en losmuros de York. Mientras no estuvieranocupadas, Derry sospechaba que noconocería el verdadero descanso.

La salida del sol trajo nuevosintercambios de cartas y furiosasdemandas, todas ellas ignoradas por elalcalde y sus concejales. Comoprincipal magistrado de la ciudad, elalcalde era experto en leyes ytradiciones. Pero ninguna de ellas ledaba derecho a denegar la entrada alrey, y Derry sospechaba que el hombreya se arrepentía de haber dejado queaquella situación imposible siguiera

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adelante. Tal como estaban las cosas,incluso si las agitadas multitudes de laciudad se retiraban para que las puertaspudieran abrirse, el destino próximo ydefinitivo del alcalde sería sin duda laTorre, y su muerte sería cuestión de días.El pueblo de Londres constataríaclaramente la cólera que habíangenerado en el ejército y en los loresque esperaban afuera. Pero ahora, cadahora de espera les hacía imaginar peoresrepresalias, así que mantenían laspuertas cerradas.

Por la tarde, heraldos realescabalgaron hasta las enormes puertas yaporrearon el hierro con bastones, perohubieron de dar media vuelta al no

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obtener respuesta. Se había recogido unpoco de comida en Chelsea y otrospueblos de la zona, demasiado alejadosde Londres como para haber tenidonoticia del ejército antes de que lossoldados aparecieran y saquearan susalmacenes de invierno. Aun así, conaquellas magras raciones solo podíanalimentarse unos cientos de hombres.Para la gran mayoría de los quince milsoldados, aquel era su segundo día sincomer, pero ya antes no eran más quepellejo y huesos. Cuando el sol se pusode nuevo, la situación se había hechopor completo desesperada. Todos semorían de hambre.

Durante la segunda noche, los

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congregados en torno a la reina nomostraban tanta energía y jactanciacomo en días anteriores. El hambre lespasaba factura a todos, si bien Cliffordparecía haber comido bastante bien,gracias a algún suministro privado quehabía decidido no compartir. Derryperjuraba que podía ver una mancha degrasa en las mandíbulas del barón yquería estrangularle. Todos tenían elgenio desabrido.

Margarita se paseaba adelante y atrás,tres pasos cada vez, mientras calibrabasus opciones. El cabello le rozaba en latela de la tienda con un sonido similar auna voz susurrante. Por fin había dejadode llover. Esa era la única bendición,

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aunque allí, en Inglaterra, sin duda lalluvia de invierno no tardaría enpresentarse de nuevo.

–Caballeros, milores. Para quienespasan hambre, las opciones son pocas –dijo Margarita.

Derry advirtió que tenía un puñocerrado bajo la larga manga del vestido.La tela estaba tan manchada ypolvorienta como la chaqueta decualquier soldado, y la reina temblaba;si la causa era el frío o la falta dealimento, Derry no lo sabía.

Margarita se detuvo de pronto y seencaró con todos. Su esposo estaba allí,como símbolo visible del poder que laasistía, pero lo cierto era que Enrique no

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influía en absoluto en el control que ellaejercía sobre los presentes. Desde elceñudo y barbado lord escocés AndrewDouglas, bien ceñido en su túnica ymanto, hasta Somerset, el conde Percy,Clifford, Derry Brewer y los que seapiñaban afuera en la oscuridad, todosestaban allí porque ella los había traídoa aquel campo y a aquella estrechafranja de camino. La decisión lecorrespondía únicamente a Margarita, yDerry observaba con interés el modo enque la miraban, como hombres que secalentaran las manos al fuego. Subelleza también tenía algo que ver enello, desde luego. Los hombres siemprese han quedado atontados ante una cara

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bonita. Con todo, algunos de lospresentes habían conocido a Margaritadurante la mitad de su vida, y ni un soloaño de ese tiempo había transcurrido enpaz. La reina se había visto amarrada auna piedra de molino que giraba ygiraba, y en ella se había dejado lasangre. La lucha, sin duda, la habíaendurecido, pero lo mismo habíaocurrido con todos los demás a lo largode aquellos años de guerra.

–Los que cobardemente se amparantras las puertas de la ciudad son unostraidores o unos estúpidos –dijoMargarita. Su voz sonaba tenue y suaveen aquel reducido espacio. Los loresestiraban el cuello para oírla–. Sean una

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cosa o la otra, no podemos quedarnosaquí. Los hombres enferman. Están enlos huesos después de tantos esfuerzos, yno hay comida para mantenerlos sanos.Pronto empezarán a morir a nuestroalrededor. O bien Warwick y Yorkdescubrirán que estamos aquí, atrapadosdelante de las murallas, y entoncescaerán sobre nosotros con fuego yhierro. Por tanto, las órdenes de miesposo son que marchemos hacia elnorte, a Kenilworth y otras tierras másfavorables, pero antes a ciudades en lasque podamos hallar alimento y reponerfuerzas.

Nadie discutió la voluntad del rey,expuesta por mediación de su reina. Los

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ojos de Margarita tenían un brilloantinatural, como si en ellos ardieran lafiebre o las lágrimas. Derry percibía sufrustración y su corazón estaba con ella,aunque a él le invadía idénticosentimiento. ¡Habían ganado! Y ahora,cuando apenas estaban a un paso dehallarse sanos y salvos, los habíandejado allí fuera, en el frío y laoscuridad.

Los días eran todavía cortos enfebrero. La cubierta de la tienda seagitaba sobre sus cabezas, y empezaba aoírse de nuevo el repiqueteo de lalluvia, lo que hizo que todos miraranhacia arriba. Derry notaba cómo la luzse iba atenuando a su alrededor, algo

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muy en consonancia con el ánimoreinante de humillación, agotamiento ydesesperanza. Circuló la orden delevantar el campamento y prepararsepara marchar al alba, una vez más sincomida con la que comenzar el día.

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Warwick le resultaba difícilreconciliar la imagen del Eduardoque él recordaba con la de aquelgigante barbudo que tenía

enfrente, vestido con una túnicatachonada de bronce, unas calzas deespesa lana y las botas de la armadura.Con gozosa brusquedad, Eduardoadelantó los brazos y dio a Warwick unapalmada en el hombro con su enguantadamanaza; cada centímetro de su cuerpo

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estaba cubierto por una gruesa capa desuciedad y apestaba a caballo y a nochespasadas en el camino.

Había escasos signos de civilizaciónen el joven duque de York mientrasfrenaba su montura. Warwick, al verlodesmontar con tal facilidad y gracia, nopudo evitar sentirse viejo. En tierra,ambos se abrazaron brevemente,prefiriendo mostrarse reservados antesque arriesgarse a abrir la puerta aldolor. La conciencia de lo sucedidoestaba allí, en ambos: la última vez quese habían visto, sus padres estabanvivos.

A su alrededor, el ejército de York,menos numeroso, preparó el

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campamento para su noble capitán, unpapel del que Eduardo parecía disfrutarmientras silbaba o gesticulaba para darlas órdenes. Warwick, al mirar aquellanegra barba y los ojos hundidos,pensaba que su dueño podría haber sidoperfectamente un bandolero o el jefe deuna horda guerrera. Estaba seguro deque Eduardo era capaz de mostrar granferocidad. Las historias sobre el hijoguerrero de York habían comenzado ya acircular, contadas y recontadas en lospueblos al calor de millares dechimeneas. Sin duda, los relatos ibanadornándose cada vez más, pero, aunasí, Warwick no pudo reprimir mirar laespada que Eduardo llevaba en el

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costado. Los rumores decían que sehabía partido por la mitad a causa de unespadazo tremendamente violento. Otrashistorias aseguraban que al rompersehabía sonado como el tañido de unacampana, justo cuando había llegado lanoticia de la muerte de su padre.

–Me llena de alegría volver a veros –dijo Warwick con lúgubre satisfacción–.Os doy las gracias por habernos libradode los Tudor.

Warwick, de pie frente a Eduardo, seveía obligado a mirar hacia arriba. Leresultaba extrañamente irritante, peroeso no significaba que hubiera mentido.La desastrosa derrota en San Albanohabía mermado en cierta medida su

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confianza. De pronto, su ejército deocho mil hombres no parecía suficientepara lo que se avecinaba, al menos trashaber pasado por aquello. Sabía que lehabían superado en la lucha; peor aún,que le habían superado en la estrategiahasta hacerle parecer un estúpido.Todavía enrojecía al pensarlo, así quesu ánimo se sentía reconfortado al verque aquellos tres mil hombres deEduardo se unían a los suyos.

En aquel momento, Warwick decidióque no pondría su propia dignidad porencima de todo. Ciertamente, Eduardoera más joven y menos experimentado,aunque su rango fuera mayor. El jovenduque no esperaría comandar el grueso

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de las fuerzas. En justicia, Eduardo sesituaba justo detrás del duque deNorfolk en la asunción de tal honor, peroWarwick se juró no humillarlo. Existíanmuchas formas en que podría hacerlo,pero Warwick estaba resuelto a incluiral hijo de York en todos los planesfuturos, para honrar al padre deEduardo, pero también para preparar aljoven.

El hecho de que los hombres deEduardo hubiesen ganado su batallainfluía en la decisión de Warwick. Esavictoria se hacía patente en elcomportamiento y en las despreciativasmiradas que los soldados de Eduardolanzaban a los hombres de Kent. De

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hecho, entre ellos acababan deproducirse algunos altercados a raíz deun intercambio de insultos, a los quehabía seguido un griterío de indignacióny sorpresa. Warwick no mostró reacciónalguna cuando sus capitanes, armadoscon porras, acudieron al trote paraintentar poner algo de paz y tranquilidadentre ambas formaciones. Sintiéndoseobservado, volvió la cabeza y seencontró con la mirada de Eduardo deYork.

–No os culpo por lo ocurrido enSandal –dijo Eduardo. Su voz sonabaextrañamente fuerte, por lo que Warwickparpadeó–. No podíais dar alas avuestros hombres para que llegaran a

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tiempo de ayudar, y sé además quecompartís mi pérdida. Sé que vuestropadre murió con el mío, por la mismacausa y en el mismo campo de batalla.¿Os informaron de las palabras de mipadre?

–Le dijo a la reina que no habíaobtenido la victoria –replicó Warwick,casi en un suspiro. Había conocido aEduardo cuando era un niño de treceaños que aprendía a beber y luchar conla guarnición inglesa de Calais. Habíauna intensidad perturbadora en aquelenorme y musculoso guerrero que lemiraba con ojos profundamente azules–.Le dijo que solo había conseguido echar

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contra ella a los hijos de York ySalisbury.

–Así es –dijo York–. Eso es lo quedijo, según he oído en boca de unadocena de hombres que vinieron acontarme sus últimos momentos. Y estoyseguro de que sabía que yo llegaría a oíresas palabras, mucho después del día desu muerte. Sabía que yo oiría lo que meestaba diciendo. –Eduardo se llenó elpecho con una gran bocanada de aireque luego expulsó por la nariz–.Seamos, pues, esa fuerzadesencadenada, Richard. Ante estoshombres que nos siguen, declaremos queno admitiremos ni ronzal ni brida,ningún freno, ninguna mano que sujete

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nuestro brazo, hasta que hayamosarrebatado todo lo que se nos debe aaquellos que nos lo deben.

Mientras hablaba, Eduardo sintió quesu estado vacilaba entre la mayor de lasconfianzas y un temblor nervioso. Porfin su furia se revelaba limpiamente ypodían entenderla en toda su extensión.En las horas de silencio, sin embargo,nunca sabía qué decir ni qué ordenar. Enesos momentos, le parecía que sushombres no podían sino darse cuenta deque seguían al falso soldado de unapintura, a un hombre que se sentía comoun niño, vestido más como forajido quecomo duque. Sumido en sus propiosmiedos, Eduardo no veía el modo en que

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lo miraban, el resplandeciente orgulloque sentían por aquel gigante suyo.

Frente a aquella mirada penetrante,Warwick asintió con lentitud. Eduardorespiró aliviado.

–Disponemos de… ¿cuántoshombres? ¿Doce mil entre los dos? –preguntó Warwick mientras seacariciaba las cerdas de la mandíbula–.La reina, Somerset y Percy tienen másbajo su mando, aunque quizá no resultendemasiados.

–Soy el duque de York –dijo Eduardofrunciendo el entrecejo ante la extrañezaque todavía le producía el título–.Igualmente, vos sois ahora el conde deSalisbury. Las ciudades del país están

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llenas de herreros robustos ymusculosos, o de jóvenes tenderos quedesean alzar con orgullo la cabeza. Senos unirán, Richard; si se lo pido ennombre de mi padre. Y si vos se lopedís en nombre del vuestro. Acudiránpara vengarlos. Vendrán, por esasmalditas estacas de los muros de York.

Warwick vio que el joven, con losojos cerrados, se estremecía ante unadesagradable visión, antes de volver aabrirlos incluso más llenos de fuego yfuria.

–La reina debe de estar en Londres –dijo Warwick.

El cuello empezó a ponérsele rojo,pues la conversación parecía

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encaminarse a la cuestión de aquellabatalla perdida. Eduardo no lo notó ycortó el aire con la mano, como simanejara una hachuela de carnicero.

–Entonces allí es donde quiero ir.¿Veis? Es muy sencillo. Dondequieraque se hallen y duerman nuestrosenemigos, allí estaremos nosotros. ¿Acuánto estamos de Londres?

–Como máximo, a unos sesenta ycinco kilómetros. Dos días de marcha,quizá, siempre que los hombres coman yestén en condiciones.

Eduardo rio.–Los míos no se quedarán atrás. Han

caminado o corrido conmigo todo elcamino desde Gales, y han traído

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rebaños de ovejas, cientos de ellascuando partimos. Hemos comido tantacarne de carnero que no creo que mevuelva a gustar. Con agradocompartiremos con vuestros hombres laspocas docenas que quedan, aunque losanimales han adelgazado a medida quenosotros engordábamos.

–Mis hombres os agradecerán elobsequio. Más de lo que pensáis –contestó Warwick. Sintió que la boca sele hacía agua con solo pensarlo.

Eduardo negó con la cabeza,mostrando indiferencia. Cuando hablóde nuevo, su voz sonó tan fría como loera el día.

–Los necesito fuertes, Richard. Vi a

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mi padre tratar al rey Enrique y a susaliados con respeto. El resultado fue sucabeza clavada en un hierro afilado.¿Recordáis que detuvisteis mi mano enla tienda del rey el año pasado, cuandoEnrique estaba desarmado e indefenso?Pues si pudiera regresar a aquellamañana, le cortaría el cuello y quizá… –Había ido elevando la voz, hasta que lapena le atenazó la garganta y laspalabras quedaron estranguladas.Warwick esperó mientras Eduardocerraba con fuerza los ojos, sin poderevitar que unas lágrimas se filtraran ydesaparecieran en la negra barba de lasmejillas–. Quizá así le habría salvado, ami padre. Quizá ahora viviría si hubiese

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degollado a ese niño llorón cuandotuve… Ah, así se condenen todos en elinfierno. Ya no hay vuelta atrás, Richard.Ahora no debo recordar un solo día delpasado, ni uno solo de los errores quehe cometido. Vi cómo salían tres soles,¿os lo había dicho? Tan cierto como queestoy aquí ahora, lo juro. En Gales. Nopodría hacer que ni uno solo de ellosretrocediera y volviera a ocultarse. Nisiquiera por mi padre. Que Dios acojasu alma. Que Cristo la salve.

Warwick contuvo la respiración antela rabia que percibía en York. El jovendesbordaba fuego, como un horno con lapuerta medio abierta.

–Tal vez halléis algún consuelo si

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habláis con mi hermano George –dijoWarwick.

Comprendió que Eduardo no habíatenido a su familia con él en Gales, sinosolo a quienes obedecían sus órdenes,hombres duros y violentos que habríandespreciado las muestras de debilidad,si él les hubiera dejado ver alguna.Eduardo de York había perdido a unhermano menor al que amaba, además dea un padre al que creía tan fuerte que sucaída le resultaba inconcebible.Warwick todavía percibía en él lossignos de aquella conmoción.

–No, no necesito hablar –replicóEduardo–. Lo que necesito es ver a lareina Margarita muerta. No pondré la

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otra mejilla ante esa arpía de caritablanca, Richard. Quizá eso signifiqueque no soy un buen hombre; no lo sé.Pero sí seré un buen hijo, y un hijo queluchará contra ella.

El ejército de la reina constituía unafuerza bastante más apagada en sucamino al norte que cuando Londreshabía aparecido ante ellos. Hombres queentonces habían reído y conversadocaminaban ahora cabizbajos, flacoscomo galgos, mirándose las botas dedescosidas costuras que, una y otra vez,debían atarse con bramante verde.

Por consejo de los lores de

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Margarita, el ejército había girado aloeste, lejos de las casas quemadas y lasciudades saqueadas de la ruta previa.Casi desde el principio, había quedadoclaro cuán diferente era todo con lapresencia del rey, el símbolo único yvisible de la justicia de su causa.Habían ido al sur para rescatar alsoberano ungido por Dios, y allí estabaahora, montado a lomos de una yegua,asintiendo y sonriendo mientras lasmultitudes se congregaban para verlo.

Incluso sin disponer del gran sello delrey, las prósperas ciudades comercialesya no ocultaban sus suministros ni seresistían o les cerraban las puertas. Losprestamistas acudían a ellos para

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prestarles monedas al peso, más que pornúmero de unidades, y luego se secabanel sudor de la frente al ver cómo sufortuna entera se alejaba con el rey y lareina. Con aquellos fondos y gracias alos maestros artesanos de las ciudadesdel interior, el ejército pudo alimentarsey reaprovisionarse. El dinero fluía denuevo, y, aunque hubiera que hacerbalance cuando vencieran loscorrespondientes intereses, no parecíaque en ese momento la cuestiónpreocupara a Margarita. Había enviadoa Derry, junto con un centenar dehombres, para negociar elaprovisionamiento. Los resultados seplasmaron en una barahúnda de balidos

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de oveja y graznidos de ganso, animalesque afluían en mayores cantidades de lasque la reina hubiera imaginado. Paraquien dispusiera de monedas de plata,Inglaterra era una auténtica despensa,con capacidad para alimentarlos a todosellos y a un número cien veces mayor.Por primera vez desde hacía meses, loshombres podían llevarse a la bocagruesas lonchas de carne cortadasdirectamente del espetón, sentir querecobraban las fuerzas a medida que losestómagos se hinchaban y gruñían.Todavía estaban demasiado delgados,pero ya no tenían los ojos mortecinos.Después de unos pocos días de asados yestofados y pescados, habían ganado

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peso y músculo. Resultaba emocionantecomandar a hombres como aquellos.

Cuando llegaron a su propio castillode Kenilworth, Margarita ordenódetenerse al ejército y dio instruccionesde que trajeran todo lo mejor, carne ypertrechos y cualquier otra cosa quepudieran necesitar. Los hombres, encaóticas filas, fueron pasando paracobrar parte de la paga adeudada enmonedas que los sargentos extraían decofres nuevos de cedro. Las mujeres delos pueblos vecinos se acercaron paraganarse unas monedas de diferentesmaneras. Algunas cosían y remendaban.

El ocaso llegó tan rápidamente comolo había hecho en los meses anteriores,

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nuevamente sin que la tierra heladatuviera tiempo de ablandarse durante lasescasas y preciosas horas de débil luz.Era un invierno duro y ningún signoanunciaba la llegada de la primavera.Más bien al contrario, pues el frío eracada vez más intenso. Cada mañana, lahierba centelleaba con una escarcha grisy mate, y en ocasiones la heladapersistía durante toda la jornada.

Margarita, de pie frente a una altaventana, observaba su propia pequeñaciudad congregada en torno aKenilworth, en ese momento con cientosde fuegos encendidos para cocinar.Algunos hombres cantaban, a pesar delfrío. No llegaba a distinguir las

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palabras, pero la melodía subía y bajabacasi como un zumbido de abejas. Sepreguntaba si sentiría la vibración de lasvoces al tocar el cristal de la ventana.

–A veces, soy casi como una madrepara ellos –dijo.

Percibía la presencia de Somerset,como un peso. El duque era varios añosmás joven que Margarita; y ágil, fuerte yenérgico de un modo en que su esposonunca lo había sido. Se preguntó si loshombres y las mujeres de más edadencontrarían atractivas las arrugadascarnes del otro, o si ella siempreconsideraría que los músculos jóvenes ylos hombros fuertes y el color saludableeran algo hermoso. Un mechón de pelo

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se le había soltado del pasador yMargarita jugueteaba con él, ladeando lacabeza y pensando en cientos de cosas.

Somerset no sabía exactamente cómoreaccionar ante la idea de una Margaritacon instinto maternal hacia aquellosescoceses con faldas, o hacia los toscosy malhablados soldados, así que seaclaró la garganta y desanudó el cuerode un atado de cartas.

–Estoy seguro de que… apreciaríanvuestra preocupación por ellos,Margarita. ¿Cómo no iban a hacerlo?Veamos, tengo aquí una petición parareclutar hombres. Todavía no tenemos elgran sello, lo cual es un obstáculo y unamolestia. Supongo que debe de estar aún

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en Londres, o quizá entre laspertenencias personales del conde deWarwick. Sin él, me veo obligado aestampar el blasón de mi familia encera, con el anillo del rey Enrique y lasgarantías del respaldo real redactadasen el documento de leva. Aun así,algunos se darán cuenta de la ausenciadel sello. Margarita, ¿estáis segura deque el rey Enrique…? –Somerset sedetuvo y se pasó la mano desde la frentehasta la barbilla, cansado e incómodopor la situación. Odiaba discutir con lareina los pensamientos y las accionesdel rey, como si el hombre fuera unmuñeco de madera–. ¿Estáis segura deque firmará los documentos? Si no hay

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sello, su nombre bastará, siempre quetenga la gentileza de cedérnoslo.

–Así lo creo. Enrique, desde luego, semostró de acuerdo cuando se lopregunté. –Al decir aquello, su mirada yla de Somerset se cruzaron durante unbrevísimo instante. Ambos sabían queEnrique estaría de acuerdo con lo quefuera. Ahí radicaba justamente el núcleode su debilidad–. Si es necesario,firmaré yo misma con su nombre.

Somerset pareció escandalizarse yMargarita se acercó a él, ondeando lamano.

–¡Vamos, vamos, no pongáis esaexpresión de horror, milord! Yo no haríatal cosa, pero solo porque algunos de

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sus obispos y nobles podrían tener otrosescritos con su nombre, documentos muyestimados y muchas veces leídos. Nodeseo que me descubran en una mentira;de otro modo, firmaría con el nombre demi esposo y utilizaría su sello paraconseguir lo que fuera. –Notó laincomodidad de Somerset y, frustrada,negó con la cabeza–. Solo haría lo queEnrique también haría, si fuera capaz dehacerlo. ¿Comprendéis? Mi hijo es elpríncipe de Gales y un día gobernará.¡El único obstáculo es que la capital delreino de mi esposo le ha cerrado laspuertas en las narices y le ha negado laentrada al legítimo rey! ¡La únicacontrariedad es el comportamiento de

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Warwick y de York y de un ejército queno se someterá a la legítima autoridaddel rey de Inglaterra!

Extendió la mano y tocó a Somerseten la mejilla y la mandíbula con lapalma abierta. El otro no se retiró nidesvió la mirada ante aquellos ojos quebuscaban en los suyos la fuerza quenecesitaban.

–Haría lo que fuera, milord, pararetener este trono. ¿Lo entendéis? No herecorrido tan largo camino solo paracaer en el último paso. Necesito máshombres de los que rodean este castillo.Necesito quince mil, veinte mil, tantoscomo se precisen para librar a este paísde aquellos que amenazan a mi esposo y

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a mi hijo… y a mí misma. Eso es loúnico que importa ahora. Cualquier cosaque pidáis, la haré.

Somerset enrojeció, consciente delcontacto de la reina, mientras estaretiraba la mano y le dejaba en la pieluna calidez que fue desvaneciéndosepoco a poco.

Las puertas de Londres se habían abiertopara el ejército que llegaba bajo losestandartes de York. Eduardo y Warwickcabalgaban juntos a la cabeza de unacolumna, y cuando cruzaron la entradade Moorgate no había signos aparentesde temor en la gente congregada para

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verlos. Ciertamente, la capital se habíaparalizado cuando corrió por ella lanoticia, incluso hasta en los barrios depeor fama. Los hombres y las mujeresabandonaron sus herramientas, o selevantaron en mitad de la comida, ycogieron los chales y las capas paraprotegerse de un frío que parecíarecrudecerse cada día que pasaba.

Un cielo azul oscuro, claro y glacial,se extendía sobre la ciudad. Se decíaque incluso había hielo en el Támesiscuando Eduardo y Warwick cruzaron lasatestadas calles trotando con estrépitometálico, con estandartes delante ydetrás de su fila. Ambos se habíanvestido con la armadura completa para

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ocasión tan solemne, con las cimeras desus respectivas casas en los escudos,para que cualquiera que los vierapudiera reconocerlos. Los hombres deWarwick se habían esmerado con lagrasa y la pintura, pero, tras los mesesde uso, las partes metálicas mostrabanarañazos y grietas, y los insertos decuero se habían endurecido y adoptadola forma de aquello que sujetaban.

Los hombres de Warwick inclinaronel estandarte al pasar por delante de losconcejales de la ciudad, deslumbrantesen sus togas azules y escarlata. Junto conel alcalde, habían salido de la casaconsistorial para presentar sus respetosal ejército que entraba en Londres.

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Tenían tal rubor en la cara que parecíanhaber llegado corriendo, pero nodejaron de hacer una profundareverencia mientras pasaba el oso y eltronco ebrancado de Warwick, con larosa blanca de York alzada bien altasobre ellos.

Warwick sonrió y negó con la cabezaal mirar hacia el pequeño grupo.Aquellos hombres le habían negado laentrada a la casa de Lancaster, al rey y ala reina de Inglaterra. En su momento,habían tomado una decisión y no habíaposible vuelta atrás. No debíasorprender que ahora interrumpieran sudesayuno para salir a bendecir a

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Eduardo Plantagenet. Habían unido susdestinos y sus vidas a la casa de York.

Al pasar, Warwick miró hacia atráspor encima del hombro. El alcaldeestaba hecho un verdadero cerdo, consus grandes manos rosadas y los rasgosocultos por los prominentes rollos degrasa. Warwick se sintió hervir decólera al pensar que un hombresemejante pudiera comer tan biencuando sus soldados nunca dejaban deestar flacos. Gruñó para sí mismo,sabedor de que entre ambascircunstancias no existía una relacióndirecta. A no ser, por supuesto, que elmismo alcalde sirviera de alimento a sushombres. En ese caso, los excesos de

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aquel personaje quedaríancompensados. La idea le producía unaextraña euforia.

Los caminos que rodeaban surecorrido hacia el río se iban llenandode gente, lo cual le recordaba a JackCade y su invasión de la ciudad.Warwick había visto entonces unpopulacho desatado y horroresinimaginables. Se estremeció y se dijo así mismo que debía de ser por el frío.Solo esperaba no haberse equivocado alpersuadir a Eduardo para que tomaraesta senda. El joven duque de York sehabía mostrado decidido a efectuar unsegundo ataque contra el ejército de lareina. Habían descendido al sur con ese

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objetivo, pero por el camino les habíanllegado más noticias. El rey y la reina sehabían visto obligados a abandonar losmuros de su propia ciudad, trashabérseles negado la entrada a la capitalde Inglaterra. Eso lo cambiaba todo, yWarwick y York habían discutido lacuestión hasta bien entrada la noche.

Warwick rogaba por que su decisiónfuera la correcta. Ahora, el ejército dela reina tendría mermada su confianza,puesto que se había cuestionado que sucausa fuera justa. Todos los factoresconfluían para, por fin, brindarles laoportunidad de hundir una espada en elflanco de Lancaster.

Con todo, en lugar de perseguirlos sin

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dilación, Warwick había propuestoentrar en la misma ciudad que habíarechazado al rey Enrique. En unprincipio, el joven duque habíareaccionado con furia y habíamanifestado a gritos su desacuerdo, sinimportarle que los hombres pudieranoírle. Presa de un violento arrebato deira, le había recordado a Warwick laocasión en que este le había frenado,con el rey Enrique por completo a sumerced. Eduardo sacaba a reluciraquella batalla junto a Northampton unay otra vez, con el dolor y la aflicciónclaramente escritos en el rostro. Pero noera un niño. Por más que sus dieciochoaños no le permitieran disimular el

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hercúleo esfuerzo que hacía porcontrolarse, había escuchado aWarwick. Le había permitido hablar,explicar de qué modo Londres lespodría ser útil.

Cuando Eduardo hubo entendido yaceptado el sereno argumento deWarwick, las malhumoradas negativasse convirtieron de pronto en entusiasmoy desenfrenadas carcajadas, como si laidea se le hubiese ocurrido a él.Warwick hubo de enjugarse el sudor dela frente después de aguantar aquellosfuribundos arrebatos. No había sido unbuen augurio para su futuro común.Eduardo se había dejado convencer, sí,pero había dejado claro que de ninguna

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manera se le podía obligar a hacer nada.Había accedido y, por tanto, seguiríanese camino y no otro.

Con algunos recelos, Warwick habíarecordado que la única persona a la queEduardo había mostrado respeto era a supropio padre. Ahora que Ricardo deYork ya no estaba, ¿quién sería capaz demantener a su hijo a raya? Después deresistir durante horas la rabia y groseríade Eduardo solo para convencerle de loque más le beneficiaba, esa tarea decontención no constituía una grataperspectiva para Warwick, si es quealguna vez le tocaba asumirla.

A pesar del tamaño de Londres, nohabía posibilidad de que el ejército al

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completo entrara dentro de sus muros.Ocho o nueve mil hombres todavíaseguían a casi dos kilómetros de laciudad, en terreno seco. Esperaban a quelos tres mil que habían acompañado aWarwick y York se instalaran en elinterior, para luego traerles a ellossuministros y comida. La proporciónhabitual de capitanes se había dobladomisteriosamente entre las filas quehabían entrado en la ciudad, de maneraque eran unos ochenta los oficialesveteranos que allí había para supervisara los hombres. Bajo su mando, lossoldados se dispersaron por las calles ypudo mantenerse en calma a lapoblación, mientras los retumbantes

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pasos de la tropa se oían ante las casas yse detenían en cada tienda o taberna. Noera demasiado usual que pudieranconseguir cerveza durante las jornadasde marcha. Algunos hombres no habíanbebido nada que no fuera agua desdehacía meses. Los capitanes sehumedecían los labios resquebrajados,ansiosos por llevársela a la boca. Pororden de York, se les había dado lapaga, por lo que muchos tenían la bolsallena y lista para gastar. Entre todos,dejarían la ciudad seca para cuandoamaneciera. Al alba serían una chusmadesatada y borracha, pero lo cierto esque ya llevaban demasiado tiempo conel ánimo adusto y sombrío, siempre

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temerosos ante un posible ataque. Poruna noche, no les vendría mal ahogar suspreocupaciones en alcohol.

Solo un centenar acompañaban aRichard de Warwick y a Eduardo deYork en su recorrido por la ciudad.Warwick no sabía si aquellos hombresse sentían honrados de cumplir conaquella tarea o estaban furiosos porperderse una noche de desenfreno.Montaban con la cabeza erguida,siempre en dirección sur, hacia el río yla gran casa de York en Londres, elcastillo de Baynard. Construido enladrillo rojo, su estructura cuadrada selevantaba a gran altura sobre el río, conlos muros tapizados de hiedra hasta lo

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más alto de las torres. La noticia de sullegada los precedía y las puertasestaban abiertas para la tropa a caballo.Eduardo divisó el patio y picó espuelas.Los demás se vieron entonces obligadosa forzar la marcha y cabalgar a unavelocidad temeraria, lo que provocabaque los caballos derraparan sobre lasresbaladizas piedras.

Por fin se detuvieron, jadeando ysonrientes tras el esfuerzo realizado.Warwick observó al joven, todavía sintenerlas todas consigo. La suerte yaestaba echada, era consciente de ello.Ya no podrían volver atrás. Cada horaque pasaban en Londres era una horamás que la reina tenía para trazar planes

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y reunir soldados, o simplemente paraalejarse. Sin embargo, ahora ellosdesmontaban en aquella fortaleza deYork, cuyos muros bañaban el ríoTámesis. Resultaba extraño hallarse asalvo en aquel lugar, en una ciudad quehabía rechazado a los Lancaster.Warwick sintió que algunos de susmúsculos se aflojaban cuando Eduardoexigió vino, cerveza y un buen fuego.Habían repartido tres mil hombres porla ciudad y los habían alojado en cadataberna y casa grande. Entre los quehabían llegado con Warwick y Eduardoestaban el duque de Norfolk y sus másexperimentados consejeros, además delobispo George Neville y su cohorte de

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sirvientes. Por una sola noche, todos losveteranos estarían bajo el mismo techo.Warwick se santiguó al pensar quépodría ocurrir antes de que vieran denuevo el sol.

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S

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oy el heredero al trono –dijoEduardo dirigiéndose a todos–. Porley de este Parlamento de Londres,mi padre fue nombrado heredero

del rey Enrique, no hace ahora ni un año.–El leve temblor y la rigidez de la vozdelataban su nerviosismo. Se aclaró lagarganta y prosiguió–: Soy elprimogénito de York. Ese honor recae enmi persona.

La sala estaba atestada, y no solo con

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quienes habían acompañado a Warwicky a Eduardo a la ciudad. A medida quela noche había ido avanzando, Warwickhabía notado cómo ancianos caballerosse habían deslizado desde las fríascalles al interior de aquel salón, para oírhablar a Eduardo. La gran cabeza delalcalde se vislumbraba en un lateral,junto con tres de sus concejales.También habían acudido miembros delParlamento, para juzgar la situación einformar después a sus colegas.Warwick reconoció la presencia dealguien incluso más importante, pues sedivisaba a los cabecillas de dos gremiosde mercaderes y al superior del Prioratode la Santísima Trinidad. Aquellos

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hombres podían proporcionar préstamosde vital importancia, si les gustaba loque oían.

Aparte de la voz de Eduardo, el únicosonido audible era el del fuego. Aquellanoche, el gran salón del castillo deBaynard podría haber sidoperfectamente el lugar más cálido deLondres. Montones de pequeños troncosno dejaban de alimentar las llamas, tareade la que se encargaban sirvientes derostro encendido que luego salíanpresurosos en busca de más leña. Variosmozos de cocina echaban además trozosde carbón que extraían de cubos dehierro. Las llamas crecían mientras enlos maderos chisporroteaba la savia, y

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el calor se liberaba en vaharadas quehacían que los hombres se aflojaran laschaquetas y se enjugaran el sudor delrostro. Tampoco es que les resultarainsoportable, después de pasar tantosmeses de invierno con los piesentumecidos. Pese a su intensidad, elfuego era una bendición, así que loshombres se apretaban a su alrededor ysolo unos pocos quedaban fuera de laluz y el calor.

Warwick permanecía silencioso,apartado de aquel agitado núcleoarremolinado junto al fuego. No era cosade poca importancia tener allí a losrepresentantes de la máxima riqueza yautoridad de Londres. Tras su rechazo al

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rey y la reina, los poderosos de laciudad casi no tenían más opción queapoyar a York. No existía una tercerafacción, no había posible neutralidad.Cerró fuertemente la boca y sintió cómose le afinaban los labios y se le tensabala mandíbula. Cierto era que Enrique deLancaster y una docena de poderososlores todavía se interponían en aquelcamino de ambición. Pero esaconstatación no parecía preocupar aEduardo. El joven no había escondidosus intenciones, ni había tratado demostrarse sutil. El deseo de Eduardo eraencontrarse con Lancaster en el campode batalla y dirimir allí la cuestión, deuna vez por todas.

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El hijo de York se apoyaba en unmacizo contrafuerte de ladrillo, parte dela chimenea que se prolongaba en losaleros del techo. El fuego bufaba yrespiraba tras él, de modo que su figurase recortaba en una sombra ornada deoro, con centelleos de luz cuando segiraba. Warwick observaba a loshombres tan detenidamente como lohacía con el joven duque, fijándose ensu postura, en sus reacciones. En lasangre había poder. La casa de York, porlínea masculina, descendía directamentede reyes. Aquel simple hecho leotorgaba a Eduardo autoridad sobrequienes así lo reconocieran; hombrescomo aquel bloque de hueso que era

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Norfolk, quien doblaba con creces aEduardo en edad y experiencia, pero queaun así inclinaba ligeramente la cabeza ylo observaba por debajo de las cejas.Aquello era bueno. Necesitaban a lossoldados de Norfolk y la fuerza de susarmas.

Y tampoco venía mal a la causa queEduardo fuera tan enorme. No se tratabasolo de su estatura, aunque Warwickúnicamente había conocido a doshombres tan altos en toda su vida.Ambos habían sido de figura sesgada ybastante peculiar, retorcidas imitacionesde un guerrero. En comparación,Eduardo mostraba unos miembros y unaanchura de hombros de tal magnitud que

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en cualquier estancia su presenciaresultaba imponente. Vestido con laarmadura, sería una figura terrorífica.Warwick se estremeció de solopensarlo. Además de su adiestramiento yfuerza descomunal, había que contar consu juventud, que le otorgaba rapidez yuna resistencia sin límites. Sería comoenfrentarse a un toro acorazado. SiEduardo hubiera sido hijo de un herrero,por ejemplo, o de un cantero, su tamañopodría haberle convertido en caballeroo, más probablemente, en un capitán degran fama. Con su estirpe y su nombre,no había límite para lo que podía llegara ser.

–Vi a mi padre luchar contra fuerzas

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terribles –prosiguió Eduardo con vozresonante–. Fui testigo de cómo elrespeto que sentía por el rey deInglaterra le hacía debatirse, y de cómoese hombre que era rey le llenaba dedesesperanza. Por un lado, mi padrehonró al trono e hincó la rodilla ante él.¡Como era su deber! ¡Y como leobligaba el juramento prestado!

Entre los congregados se elevó unmurmullo de aprobación, no exento denerviosismo. Eduardo los recorrió conla mirada, se detuvo por fin en Warwicky le hizo un gesto de asentimiento.

–Por otro lado, vio que quien sesentaba en el trono era un inocenteimberbe, alguien cuyo modo de gobernar

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deshonraba a Inglaterra. Alguien queperdió Francia; que provocó la escisiónde las casas nobles; que permitió queLondres sufriera el asalto delpopulacho, que cayeran los muros de laTorre y que la discordia y los ejércitoscircularan por el país sin ningún control.Con su debilidad, el rey Enrique llevó aInglaterra y a Gales al borde de un caossin ley. No creo que jamás haya habidouna cabeza más indigna de llevar lacorona.

Eduardo hizo una pausa para tomar unsorbo de una copa de vino especiado, loque permitió que los presentes, con larespiración entrecortada, cogieran algode aliento. No existía ya duda de que lo

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que oían era una traición. Serconscientes de tal cosa provocaba laconmoción general.

Warwick recordaba la época en laque aquel joven se habría bebido degolpe una docena de grandes jarras decerveza, para luego pedir todavía más.Ahora, con el rugiente fuegocalentándole un costado y el otro en elfrío y la oscuridad, Eduardo tomaba untrago y dejaba el cáliz calentándosesobre los ladrillos. No parecía nervioso,al menos por lo que Warwick podíaobservar. El joven duque, de pie con unauténtico horno a sus espaldas, hablabaa aquellos hombres como si estuvieraplaneando un día de caza. Ellos

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esperaban, inmóviles y silenciosos antela importancia de las palabras allípronunciadas.

–La casa de Lancaster se elevó sobrela casa de York –dijo Eduardo– por unhijo de distancia: Juan de Gante, aquelgran consejero, prevaleció sobreEdmundo de York, mi antepasado. Lacasa de Lancaster nos dio dos grandesreyes y, después, uno débil que truncó unlinaje fuerte. ¿Cuántas veces hemosvisto que a un periodo de buen vino leseguían años de uvas malas? Con lasangre ocurre igual que con el vino, ypor ello los miembros del Parlamentojuzgaron apropiado hacer a mi padreheredero al trono. Como haría cualquier

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jardinero prudente, recurrieron a la ramaverde y buena, allí donde la viñatodavía no se había malogrado, ypodaron el brote malo.

Aquellas palabras hicieron reír aalgunos de los que rodeaban a Eduardo,mientras que otros susurraron un «sí»apenas audible más allá de sus barbas oinclinaron la cabeza, o inclusogolpearon las copas contra algometálico, de manera que un peculiarcampaneo resonó en la sala y se elevóhasta las vigas del techo.

–Yo soy parte de la misma vid –dijoEduardo.

Warwick estuvo ahora entre los quegritaron «sí» como respuesta.

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–Soy el duque de York. Soy elheredero al trono.

–¡Sí! –gritaron de nuevo, esta vez conacompañamiento de risas.

–Yo seré rey –dijo Eduardo con vozmás fuerte y enérgica–. Y lo seré estamisma noche.

Las risas y el alboroto menguaroncomo tras una puerta que se cerrase depronto. La multitud quedó en silencio,aunque algunos se movieronbruscamente por la picazón del sudor opor un repentino estremecimiento en laespalda. Warwick ya sabía previamentelo que Eduardo iba a decir, pero era unode los pocos al tanto de sus intenciones.Por esa razón, había podido fijarse en el

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resto y observar dónde se vislumbrabaalguna oposición. Sus ojos se deteníanen los más poderosos, pero, para susorpresa, a medida que barría la sala sedio cuenta de que nadie apartaba la vistadel gigante plantado junto al gran fuego.Todos miraban a Eduardo como si de élproviniera la luz.

El momento de estupefacta conmociónpasó. Todos comenzaron a patear yjalear, más y más fuerte, mientrasEduardo se apartaba de la pared hastacolocarse bien erguido ante ellos. De unmanotazo, agarró su copa para brindar.Warwick se dio cuenta de que el calor lequemaba la mano, pero Eduardo ignoróel dolor y bebió hasta el fondo de la

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copa. Los hombres que lo rodeabanhicieron otro tanto con las suyas y luegollamaron a los criados para que lasllenaran de nuevo.

–¡Una copa o dos, no más, milores ycaballeros! –continuó Eduardo, riendo.

La barba se le había encrespado ypuesto marrón por el calor de la copa enlos labios. Por encima de la sonrisa,mostraba unos ojos fatigados. Buscóentre la multitud a Warwick y semantuvo a la espera. Ambos habíanconvenido que llegado ese momentoRichard hablaría, pero Warwick aguardóun instante. Sentía la presión delmomento, la sensación de que, una vezque abriera la boca, el futuro les caería

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encima como una llamarada arrasadora.Inspiró hasta llenarse el pecho y sintióla sacudida del aire frío, como unestremecimiento que le templara lasangre.

–¡Milord York! –gritó Warwick a laconcurrencia–. Si habéis de ser rey estanoche, necesitaréis una corona y unjuramento, y también un obispo querepresente a la santa Iglesia. Ojalá nosasistiera ese hombre de Dios, milord.

Al lado de Warwick estaba suhermano, vestido con sus hábitos, lasmanos entrelazadas como si rezara. Elobispo George Neville sabía lo que seesperaba de él; levantó la cabeza yhabló de inmediato, exactamente como

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habían convenido. En aquel enormeespacio, con el fondo crepitante delfuego, su voz resonó con una fuerzahasta entonces desconocida en él.

–Milord York, el vuestro es un linajereal. Por ley, sois el heredero al trono;nadie puede negarlo. Sin embargo, unhombre se sienta ahora en ese trono.¿Qué decís a eso, milord?

Más de un centenar de cabezas sevolvieron, sumamente complacidas porla pregunta y por la tensión que estaentrañaba. Se giraron para constatar siEduardo quedaría vencido, como siasistieran al clímax de una farsa teatral.Pero Eduardo estaba preparado paraafrontar la cuestión y seguía erguido y

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confiado. Él mismo había formuladoaquella turbadora pregunta la nocheanterior. ¿Cómo iba él a ser rey mientrasEnrique viviera? Estaba más quedispuesto a enfrentarse a Enrique en elcampo de batalla, pero difícilmentepodría negarle el trono mientras siguierasentado en él.

–Durante un tiempo, debe haber dosreyes de Inglaterra –había dichoWarwick en la oscuridad del camino–.Siendo vos el rey Eduardo, sin dudaatraeréis a los hombres que precisamos.Caballeros y lores acudirán en manadasa servir a un rey Plantagenet, y con ellossus hombres de armas. Lo demás noimporta; no debéis abandonar Londres

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sin una corona en la cabeza. Con ella,llegaréis verdaderamente a gobernar.Sin ella, Eduardo, vuestra ambición yvuestra venganza quedarán pisoteadasjunto con vuestros estandartes. Debéisalzar la voz y hacer que ocurra. O callar,si os falta valor para ello.

–No, no me falta –había contestadoEduardo–. Tengo valor para afrontar loque sea. Buscadme una corona. Que mela ciña vuestro hermano. La llevarésobre mi cabeza, ¡y entonces veréiscómo ha de llevarse una corona!

En el gran salón del castillo deBaynard, en Londres, con el Támesisbajo sus muros, Eduardo habló de

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nuevo, su voz como un estallido sinasomo de blandura.

–En mi opinión, ilustrísima, el tronode Inglaterra está vacío, aunque en él sesiente Enrique de Lancaster. –Las risasrecorrieron el salón–. Yo reclamo eltrono por ley, por derecho de sangre, pormi espada y por mi derecho a obtenervenganza contra la casa de Lancaster. Loreclamo esta noche y esta noche serécoronado en Westminster, como tantosotros lo fueron anteriormente. Formaréparte de una fraternidad de reyes antesdel alba, caballeros. ¿Quiénes devosotros me acompañaréis a ese lugar ypresenciaréis mi proclamación al trono?No perderé más tiempo aquí, en

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Londres. Tengo asuntos de los queocuparme, así que será una ceremoniasin refinamientos. ¿Quiénes de vosotrosseréis testigos? No volveré apreguntarlo.

Warwick se santiguó y se dio cuentade que no era el único en hacerlo. Todossin excepción se hallaban al borde de lablasfemia y el deshonor, pero lo ciertoera que el derecho expuesto porEduardo era legítimo, si no se hilabademasiado fino con los detalles. Él erael heredero y contaba con el respaldo deun ejército, ahora apostado a las puertasde la ciudad. Warwick pensó queGuillermo de Normandía no habíagozado de un derecho mayor que el de

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Eduardo, y sin embargo había sidocoronado en la abadía de Westminster,en la Navidad del año de nuestro Señorde 1066. Por tanto, ya se había hechoantes. Y podía hacerse de nuevo. Todaslas leyes podrían después rehacerse porla fuerza de las armas, si la situación lorequería.

La multitud de hombres había sentidola fuerza del huracán y hubo dedoblegarse como la hierba alta. Si enellos hubo indecisión, desconfianza oincluso miedo por desafiar la autoridadde quien era rey por derecho divino, nolo dejaron traslucir en lo más mínimo.En lugar de eso, levantaron las copas ylas arrojaron entre los leños y carbones

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ardientes. Los cálices se ennegrecierony en ellos se abrieron grietas por las querelumbraban las llamas.

Algunos salmodiaron oraciones; otrosrecitaron juramentos familiares defidelidad o fórmulas de honoraprendidas en la infancia. CuandoEduardo se movió, ellos lo siguieron.

La noche era oscura y el blanco de lahelada cubría cada superficie. Pisaron elsuelo crujiente del patio entre laanimación y el alboroto generales, conEduardo en el centro. Pero no hubo másque unos cuantos gritos desatados.Después, el frío paralizante y lassolitarias calles les hicieron recobrar lasobriedad. Los sirvientes corrían y

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traían los caballos, pero el entusiasmose había apagado y el verdadero alcancede lo que estaban a punto de hacer losgolpeaba de nuevo. En el silencio, otroscriados trajeron los estandartes de York,grandes franjas de oscura tela con larosa blanca estampada en ellas, o biencon el halcón y el grillete. Aldesplegarlos, los estandartes resonaroncon un chasquido y esparcieron unaestela de polvo, como un haz luminosoque quedó flotando bajo la luna.Eduardo miró atrás, a las docenas deemblemas que ondeaban en la pálida luz.Aquellos eran los símbolos de su noblecasa, y ante ellos inclinó la cabeza y

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susurró una oración por el alma de supadre, antes de levantar de nuevo la voz.

–Algunos de vosotros estuvisteisconmigo en Gales –dijo Eduardo–.Antes de la batalla de Mortimer’s Cross,vimos cómo el sol salía por tres sitios yprovocaba las sombras más extrañas queyo haya visto. Tres soles, brillandosobre la casa de York. Honraré a la rosablanca hasta el día en que muera, peroen mi propio escudo habrá un sol. Un solque calienta a aquellos a quienes ama,pero que también quema. Vida odestrucción, lo que yo elija.

Eduardo sonrió, disfrutando de suautoridad. Warwick, en cambio, tragó

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saliva por la profunda cólera queirradiaba el joven duque.

Lo cierto es que no podía haber dosreyes de Inglaterra. Si aquella nochecoronaban a otro monarca enWestminster Hall, significaría la guerra,sin tregua, hasta que de nuevo quedaraun único rey. Cual abejas furiosas dediferentes colmenas, los seguidores decada bando no podrían tolerar que elotro sobreviviera. Ese era su rumbo, subrújula. Esa era la senda que él habíapropuesto y que York había decididoseguir. Los estandartes de la rosa blancay el halcón blanco ondeaban yrestallaban en el viento, mientras loshombres cabalgaban desde el castillo de

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Baynard hasta el palacio deWestminster, cuya inquietante silueta sedibujaba sobre la oscura corriente delrío.

Margarita observaba con expresiónbenevolente desde un rincón de la lujosay cálida estancia, aspirando con gusto elaroma a madera pulida y flores secas.Sus lores, de pie, hablaban enmurmullos, cohibidos por la presenciadel rey Enrique. Resultaba lastimosoque todavía buscaran algo en él, pensóla reina, que esperaran alguna mirada ouna chispa de vida, cuando tan solo eracapaz de cabecear y sonreír y mostraraquella vacuidad que los había llevado

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al borde del desastre. Margarita ya noera capaz de recordar la última vez quele había inspirado lástima. Su debilidadponía en peligro al hijo de ambos, elpríncipe Eduardo. Aquel dulce niño, contan solo una mirada, podía hacer que aella se le rompiera el corazón, yentonces volvía a sentir que los ojosextraviados de Enrique y su estúpidasonrisa se le clavaban como espinas.

De haber sido un carpintero quienhubiera perdido el juicio, quizá nohabría importado. Pero cada vez que lafalta de voluntad de Enrique ponía enpeligro no solo a su esposa e hijo, sinotambién a todos los buenos hombres ymujeres entregados a su causa, en

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Margarita brotaba una ira amarga desolo pensar en ello.

Los lores Somerset y Percyconversaban, su charla perfectamenteaudible para Margarita, quien estabasentada bordando en un bastidor. Noprestaba verdadera atención a su labor,por lo que después seguramente deberíadeshacerla entera, pero de ese modopodía escuchar sin que repararan en ellay enterarse de cualquier cosa quedeseara. Tras el regreso de su esposo,aquellas sutilezas se habían hechonecesarias, pues sus lores volvían a serconscientes del papel que a ella lecorrespondía.

Margarita sonrió al pensarlo. A los

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hombres les preocupaba su propiaposición, más de lo que ella habíapodido constatar cuando era niña.Necesitaban saber quién estaba porencima de ellos y a quién tenían pordebajo y podían pisotear sin peligro. Nocreía que las mujeres invirtieran tantotiempo en semejantes cálculos. Sonriócon suficiencia durante un instante. Lasmujeres pisoteaban a todas sushermanas, sin demasiadas distinciones.Era el método más seguro. Cada una deellas sentía el peligro potencial en lasotras, de un modo que raramente se veen los hombres.

Las paredes de la casa del gremiotextil de York, de forma bastante

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previsible, estaban decoradas conprimorosos tapices, cada uno de loscuales sin duda habría supuesto años detrabajo. Al mirarlos, Margaritacomprendió el deseo de hacer planespara el futuro, de abordar una empresaque no podría acabarse en una solaestación. Ahí radicaba la misma esenciade la civilización y el orden, pensó conuna pizca de petulancia. Gracias a susesfuerzos y su paciencia, habíanconseguido humillar a sus enemigos máspoderosos. Había costado años, pero latela que ella había tejido, magnífica yresistente, seguiría mostrando suscolores cuando hubieran pasado mil

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años, mucho después de que todoshubieran quedado reducidos a polvo.

Al principio la había enfurecido vercómo Londres rechazaba a su marido.No sabía entonces que aquelacontecimiento sembraría la discordia yprovocaría un sentimiento de ultraje a lolargo y ancho del país. Las puertas de laciudad de York se habían abierto parasus lores, y hombres a caballo habíansalido a recibirlos muchas horas antesde su llegada, de modo que quedaraperfectamente claro que la expediciónreal no sería rechazada.

En parte, Margarita sabía que todohabía sido obra de Derry Brewer. Derryhabía comprendido qué historia debían

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hacer circular entre las gentes, y por ellola había hecho correr en cada taberna ycada casa gremial, desde Portsmouthhasta Carlisle. La reina habíaencontrado a unos cuantos valientes,había arriesgado la vida para hacerbajar a los escoceses de sus refugios enla montaña. En las salvajes ciudadesnorteñas, Margarita había conseguidoreunir a una tropa de hombres audacespara salvar al rey, y había arrebatado aEnrique de las garras de los traidores,se lo había arrancado a sus captores yhabía puesto en fuga a sus enemigos. Enúltima instancia, la había traicionado elmismo Londres, una ciudad corrupta demercaderes y putas, una ciudad

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enloquecida y que ardía de fiebre. Unaciudad que necesitaba que le aplicaranun hierro candente en la carne.

Los días de desesperación habíandado paso al asombro, a medida que suandrajosa tropa crecía sin cesar. Encada ciudad que cruzaban aparecía unaformación de hombres que marchabanpara unirse a ellos, como respuesta alultraje sufrido por el rey. Las noticias seextendieron por cada aldea, pueblo yciudad, avivadas por los mensajeros deDerry Brewer y la bolsa del rey. Unmillar de tabernas habían vendido todasu cerveza, pagada con monedas del reymientras algún joven sargento contaba laconsabida historia para, a la mañana

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siguiente, salir encabezando a máshombres dispuestos a defender al reyEnrique.

Margarita observaba ahora a loshombres y veía cómo quienes teníanautoridad permanecían quietos, mientrasque el resto se movía de un grupo a otro.Al tiempo que asimilaba susmovimientos, comenzó a preguntarse sino sería al revés, sobre todo porqueDerry Brewer era como una abeja quemetía el pico en una docena de flores yluego volvía a empezar por la primera.Ella no sabía si las abejas tenían pico.Si lo tenían, debían de parecerse alconde Percy, pensó. Este tenía una nariztan prominente que resultaba difícil

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recordar algo más de él una vez que sehabía ido. Vio al conde Percy con uncompañero irlandés cuyo nombre elladesconocía y… Courtenay, conde deDevon. Cuántos nuevos capitanes ycaballeros y lores veteranos, como siúnicamente hubieran estado esperandouna causa apropiada, o la oportunidadde ganar.

Sacudió la cabeza al sentir de prontoun golpe de ira. No habían acudido en suayuda cuando la casa de York teníaencadenado a su esposo, cuando sucausa estaba perdida. Ah, no, estos eranhombres prácticos. Lo comprendió sindejar de despreciarlos. Todavía debíaagradecer que, tras efectuar sus fríos

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cálculos, los hombres hubieran juzgadoque el bando adecuado era el de ella.

Le dolían las manos de tejer los hilos,así que las dejó caer en el regazo, tanengarfiadas después del laboriosotrabajo que se vio obligada a utilizar unade ellas para aplanar la palma de laotra. La casa del gremio textil era unespacio imponente, pero allí debía dehaber unos trescientos hombres que searremolinaban ahora en un grupo y luegoen otro, comiendo y bebiendo y riendohasta reventar. Lord Dacre, lord Welles,lord Clifford, lord Roos y lordCourtenay; sus capitanes, que por muchoque echaran atrás la cabeza para reírseseguían siendo lobos, con nombres como

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Moleyns, Hungerford o Willoughby.Margarita negó con la cabeza y cerró losojos. No podía sabérselos todos; eraimposible. Lo importante es que habíanacudido a defender su causa. Loimportante es que con ellos habíantraído a millares de hombres, más de losque ella había visto en su vida. Susquince mil soldados habían sidoengullidos por una gran marea decriados y caballeros y portaescudos ybandas guerreras y arqueros y… Unasonrisa soñadora apareció en su rostro.York era ahora un nuevo Londres. No,una nueva Roma, si se consideraba queWarwick y Eduardo Plantagenet iban a

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caer ante los ejércitos que ahora larodeaban.

Pensó entonces en las carasennegrecidas que había ido a ver enMicklegate Bar. Las cabezas deSalisbury y de York no se habíanconservado demasiado bien en la lluviay el frío cortante. Algún guardia localles había pegado pez para protegerlascontra los elementos. Margarita se lasrepresentaba perfectamente en laimaginación. Ricardo de York, Richardde Salisbury. La corona de papel deYork hacía tiempo que habíadesaparecido, aunque varios pegotes depez todavía retenían algún resto. Sefrotó un granito de la sien y sintió un

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creciente dolor, lo que le arrancó unleve quejido, al tiempo que unas lucesparpadeantes aparecían en los bordes desu visión. Aquel dolor se había hechomás frecuente en los últimos años. Notenía otra cura que la oscuridad y elsueño. Se puso de pie einstantáneamente se convirtió en elcentro de atención de la sala, lossirvientes corrieron a ayudarla y todoslos hombres se volvieron para averiguarqué llamaba la atención del resto.

Margarita se ruborizó ante talescrutinio, complacida de que aún fueracapaz de suscitarlo, si bien en esemomento los miraba a todos con un ojomedio cerrado por el dolor. Su marido

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la observaba con algo parecido alafecto, según pudo notar. Le hizo unareverencia y abandonó a los allípresentes con sus planes, sabedora deque se enteraría de ellos a su debidotiempo. Qué importaba si los hombreshabían acudido por lealtad a ella o a suesposo. O si la consideraban un incordiovenido de Francia y que apenas entendíacómo funcionaban las cosas. Todo esono la preocupaba en lo más mínimo. Nohabían acudido cuando más los habíanecesitado, y aun así ella había ganado,salvado a su marido y decapitado a dosde sus más poderosos enemigos. Sonrióal pensar en ello. Rememorarloconstituía una fuente de infinito deleite.

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Quedaba trabajo por hacer, no cabíaduda. Eduardo de York y todos losNeville debían ser arrasados. Profundasheridas seguían abiertas por todo elpaís, resentimientos y odios se habíanacumulado durante los años de guerra.Pero la culpa recaía sin duda en York yen Warwick, y nada importaba cuántoshombres los siguieran, ni la riqueza quehubiesen conseguido reunir: no podríanresistir frente a un país entero. Una vezque esas casas nobles hubieran sidoderrotadas y deshonradas; cuando suscastillos hubieran sido quemados, y suslinajes, truncados para siempre,Margarita podría con toda libertaddedicarse a ver crecer a su hijo y dejar a

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su esposo con sus oraciones. Tal vezincluso sería bendecida con otros hijos,antes de que fuera demasiado tarde paraella.

Los sirvientes cerraron cuando salió;Margarita oyó que tras la puerta lasconversaciones se reanudaban. Seinclinó y asió el vestido por eldobladillo, solo lo suficiente paracaminar, sin miedo a tropezar con latela. Al mismo tiempo, irguió la cabeza,aunque mantenía un ojo completamentecerrado, demasiado sensible a la luz delinvierno.

Afuera, las nubes corrían sobre laciudad de York en un cielo de un gris

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desvaído, similar a una lámina de plomoo a un caballo pálido y macilento.

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odavía faltaban horas para el albay la oscuridad reinaba en lamañana de invierno. Valiéndose delargas pértigas, varios criados

presurosos habían encendido velas. Loscongregados en Westminster Hall podíanver su propio aliento en el aire gélido.

Eduardo de York estaba de pie,vestido por encima de la armadura conuna túnica azul oscuro y oro ceñida en lacintura, con la larga espada en la cadera,

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enfundada en su vaina y sujeta con supropio cinto ancho. Mientras Warwicklo miraba, el joven se rascóenérgicamente al sentir algún picor en labarba. Todavía llevaba barro en lasbotas, según pudo observar Warwick. Sepreguntó si Eduardo habría visto lacapilla de piedra del rey Enrique V, enla abadía, al otro lado de la calle. El reyguerrero, el «Martillo de los Galos»,como reza la leyenda de su tumba, fueesculpido vestido con una túnica; laefigie de un santo, no la del cabecilla deuna banda armada.

Eduardo se alzaba sobre el obispoGeorge Neville, con el pelodesordenadamente erizado, sin yelmo

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que lo pegara a la cabeza. El jovenduque de York podía ver toda laextensión de la gran nave iluminada porcentenares de velas, en cantidad tal queaquel resonante espacio resplandecíacon una luz dorada.

El sillón del rey consistía en unsencillo asiento de mármol que se habíadispuesto tras la Mesa Real, tan ampliacomo dos hombres tumbados. Eduardopermanecía tras la gran superficie demadera, ligeramente inclinado haciadelante, de tal modo que los guanteletesdescansaban en el oscuro roble y loshombros quedaban encogidos como lasalas de una rapaz.

La noticia se propagaba con rapidez.

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Los miembros del Parlamento ya habíanocupado su lugar acostumbrado a lolargo de los muros, pero los letrados ysheriffs y mercaderes y demásautoridades despertadas de madrugadadebían abrirse paso por las grandespuertas. Un gentío aterido se divisabadetrás de ellos, empujándose unos aotros para lograr ver alguna cosa. Lanave de Westminster podía albergar amiles de personas, y los hombres y lasmujeres de la ciudad entrabanarrastrando los pies en busca de algúnsitio donde colocarse en silencio, aesperar y observar. Los rumores yahabían corrido por todo Londres,transmitidos por pies veloces y las

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gargantas de panaderos y niños y monjesy cualquiera que estuviera despierto aesa hora.

Eduardo se sentó en el sillón y posólas manos en la mesa. El obispo GeorgeNeville le dio un cetro dorado, unapieza del tesoro de la Torre. La multitudallí reunida dejó escapar un suspiro quese elevó en el aire frío de la nave. Nohabía sido una patraña. La casa de Yorkreclamaba la corona con el rey Enriquede Lancaster todavía vivo.

La mesa estaba hecha para un hombredel tamaño de Eduardo, observóWarwick. Había sido la Mesa Realdurante cientos de años, solo superadaen importancia por la Silla de la

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Coronación, en la abadía. El turno deesta llegaría después. Westminster Hallera para la declaración previa. Lasonrisa de Eduardo demostraba queestaba satisfecho. Warwick no podíanegar que el papel le cuadraba a laperfección, allí subido en el estrado ypor encima del resto, un hombreiluminado en oro bajo un techo perdidoen sombras.

Ataviado con las vestiduras propiasde su condición y un báculo en la manoderecha, el obispo Neville posó la manoizquierda en el hombro de Eduardo. Elmensaje era inequívoco: la Iglesiarespaldaría a York. Al tiempo que eljoven duque y heredero inclinaba la

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cabeza, el obispo formuló la bendición yapeló a los santos para que los guiaran atodos por el camino de la sabiduría.Cuando hubo terminado, todos lospresentes se santiguaron y levantaron lavista.

La noche anterior, el obispo habíaexplicado cómo debía ser el juramento.Eduardo se había mostrado impacientecon los detalles, aunque entendió bien loque debía hacer. Necesitaba hombresque lucharan por él, y en gran número.Solo un rey de Inglaterra podía convocara todo el país. Solo un rey podíaconseguir que todos los pueblos de cadacondado se vaciasen de arqueros y dejóvenes.

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–Milores, caballeros –comenzóEduardo–. Soy Eduardo Plantagenet,conde de March y duque de York. Por lagracia de Dios, soy el genuino y justoheredero de todos los territorios deInglaterra, Gales, Francia e Irlanda.Reclamo mi derecho, en este lugar, enesta Mesa Real. Reclamo mi derecho desangre, por mi padre, Ricardo, duque deYork, descendiente del rey Eduardo I y,a través de él, de Guillermo deNormandía. Y por la línea de mi madre,quien descendía de Leonel, duque deClarence, segundo hijo del rey EduardoIII y hermano mayor de Juan de Gante.Presento estas dos hebras doradas queen mí confluyen, y sostengo que juntas se

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elevan por encima de cualquier otrapretensión a esta silla y a este trono y aesta tierra. Niego el derecho de Enriquede Lancaster a la herencia que mecorresponde. Por lo cual, por la graciade Dios, reclamo este reino y afirmo quesoy el rey Eduardo, el cuarto de esenombre. No existe línea superior, y noreconozco a ningún otro hombre pordelante de mí.

Se detuvo y Warwick vio que le caíangotas de sudor por el rostro. Con sucorpulencia y esa gran barba negra,resultaba fácil olvidar que Eduardohabía perdido a su padre apenas dosmeses antes y que aún tenía dieciochoaños. Sin embargo, su voz había

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resonado enérgica y confiada,asombrosamente fuerte en los espaciosvacíos de aquella sala de Westminster.

Warwick miró por encima del hombropara descubrir de dónde provenían lossusurros y pasos de los que había hechocaso omiso mientras Eduardo hablaba.Al hacerlo, se quedó helado, conscientede que un mar de rostros miraban haciaél, millares y millares, en cada atestadafila y en cada espacio, de pie en elhueco de cada ventana, en cada repisa.Hombres y mujeres levantaban a sushijos sobre sus cabezas para quepudieran ver, o sostenían sobre loshombros a niños y niñas que bostezabansoñolientos. La mayoría sonreían, con el

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resplandor de las velas reflejado en losojos mientras se estiraban para oír cadapalabra y verlo todo.

Al lado de Warwick podía verse ladelgada figura del mayordomo deEduardo, Hugh Poucher. Warwickesbozó una sonrisa burlona al observarcómo aquel hombre se había quedadocon la boca abierta por lo que habíapresenciado. Se inclinó hacia él parahablarle.

–¿Debo pensar que vuestro señor nocompartió sus planes con vos, Poucher?

El hombre de Lincolnshire nególentamente con la cabeza, cerrando laboca mientras se recomponía. Parasorpresa de Warwick, Poucher se enjugó

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una lágrima con los nudillos de unamano y sorbió por la nariz, sin dejar demover la cabeza.

–No, pero yo jamás le fallaré, milord.Warwick parpadeó, más consciente

que nunca de la responsabilidad quehabía asumido al apoyar el ascenso deEduardo a la Corona. Todavía debíacelebrarse la coronación oficial en laabadía de Westminster, por supuesto, unacontecimiento demasiado importantecomo para relegarlo a la madrugada deuna mañana de invierno. Cuando ese díallegara, la ciudad se paralizaría y sebrindaría por Eduardo en cadahabitación, en cada calle, en la cubiertade cada barco que navegara por el

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Támesis hacia el mar. Las campanasrepicarían en todas las iglesias delterritorio.

–Soy el rey Eduardo Plantagenet –oyóde nuevo Warwick. Echó chispas por losojos, de pronto temeroso de que todo loque habían planeado se desbaratara porculpa de aquel bruto incapaz de refrenarsu lengua.

–Os preguntaréis cómo puede haberdos reyes de Inglaterra –dijo Eduardo altiempo que la multitud callaba de nuevo,atenta a sus palabras–. Y yo os digo queeso no es posible. Solo hay uno. Comovuestro rey, llamo a todos los hombresde honor a despedazar los estandartes

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del usurpador Lancaster, a pelear a milado en la guerra contra mi enemigo.

Los ojos de Warwick se abrieroncomo platos mientras Eduardo se poníaen pie y se tiraba atrás la capa. Extendióel brazo y uno de sus hombres le pasó unyelmo de tintineante acero con un ampliogorjal de malla y un pequeño aro doradoen la frente. Warwick levantó la mano einspiró una rápida bocanada de aire,pues de repente le asaltó el temor de queEduardo se coronara a sí mismo ehiciera burla de la Iglesia. Un actosemejante podría hacer que todosacabaran proscritos y condenados.

Fuera lo que fuera lo que intentabaEduardo, el obispo Neville fue más

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rápido. Tomó el yelmo de las manosabiertas de Eduardo y este apenas tuvotiempo de mirar atrás antes deencontrárselo ya encajado en la cabeza,con la cortinilla de anillas metálicascayéndole sobre los hombros.

Mientras Eduardo se volvía de nuevohacia la sala, la multitud rugióaprobatoriamente, pues todos eranconscientes de que aquel acontecimientoperduraría para siempre en su recuerdo.Junto con el nacimiento de un hijo y eldía de su boda, atesorarían ese instantehasta que apenas fuera un mero destellodorado, cuando la debilidad de lamuerte pesara sobre ellos. Habían vistocómo un hombre era coronado rey y

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habían presenciado el comienzo de unaguerra.

Los vítores a Eduardo se elevaronhasta el artesonado del techo, con vocesque resonaban a uno y otro lado,multiplicadas hasta convertirse enlegión. En respuesta, la vieja campanade bronce de Westminster empezó arepicar, un sonido secundado por lacercana abadía y luego por otrasiglesias, hasta que toda la ciudad resonócon una auténtica batalla de campanasque tañían sin cesar, infatigables,mientras la gente se despertaba paracomenzar su día y el sol asomaba por finen el horizonte.

Warwick observó cómo el rey

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Eduardo recibía las felicitaciones deuna docena de hombres poderosos, entreellos su propio tío querido, Fauconberg.Recordó entonces una historia que habíaoído sobre la coronación de Guillermoel Conquistador. Los hombres delConquistador eran de sangre vikinga yhablaban francés y nórdico antiguo, puesno sabían inglés. Los ingleses, por suparte, no hablaban una palabra defrancés. Ambas partes habían voceadosus felicitaciones, cada vez con másfuerza y más enfadados, ya que tratabande hacerse oír por encima del otrobando. Pensando que dentro habíacomenzado una lucha, los guardias delrey apostados en el exterior de la abadía

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de Westminster prendieron fuego a lascasas del lugar. Su idea, aparentemente,era que el abundante humo pondría fin alo que fuera que se estuviera tramandoen el interior. Pero el terror y laconfusión de la gente hicieron queestallaran disturbios por todo Londres.

Warwick tomó aire. Allí no habíahumo, pero sabía que pronto habríaderramamiento de sangre. Eduardo lodeseaba, más que ningún otro hombre.El joven guerrero no tenía miedo desalir al campo de batalla. Solonecesitaba contar con hombressuficientes para acompañarle.

Warwick divisó a su hermano George,

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quien se abría camino entre el gentío quereía y vitoreaba.

–Buen trabajo, hermano –se vioobligado a gritar, para hacerse oír porencima del ruido.

El obispo asintió, al tiempo que sesumaba al aplauso del resto. –Esperoque hayamos juzgado bien el asunto,Richard. Creo que he roto mi juramentoal bendecir a otro hombre como rey.

Warwick escrutó el rostro de suhermano menor y reconoció en él lossignos de un dolor auténtico. En sucalidad de obispo de la Iglesia, losucedido no era precisamente baladí. Alexpresar su preocupación en voz alta,dejaba entrever la inmensa aflicción que

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se disimulaba tras su oblicua sonrisa ysu mirar distante.

–George, he sido yo quien os haempujado a esto –dijo Warwick,inclinándose hasta llegar incluso a tocarcon los labios la oreja del obispo–. Laresponsabilidad, el error, es mía y novuestra.

Su hermano se hizo hacia atrás y negócon la cabeza.

–No podéis cargar mis pecados sobrevuestros hombros. He roto mi palabra yconfesaré y haré penitencia. –Notó lapreocupación de Warwick y, para tratarde aligerarla, se obligó a sonreír–. Escierto que soy obispo, pero sabéis queprimero soy un Neville. –Pese a la risa

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de Warwick, la cara de su hermanoadoptó una expresión de frialdad–. Y,hermano, soy hijo de nuestro padre tantocomo vos. He de ver cómo sus asesinosson arrastrados sin tardanza hacia sumuerte y condenación.

York era la segunda ciudad deInglaterra. Disponía de altas murallas yde un comercio floreciente que habíapropiciado un estrato social demercaderes, todos ellos en perpetuarivalidad por ver quién construía la casamás grande o contrataba a más hombresarmados para proteger su fortuna. Cadadía que pasaba, crecía el número de

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tropas que rodeaban la ciudad, aunquetodos tenían buen cuidado de evitar elhospital de leprosos ubicadoextramuros, para lo cual se habíandispuesto sogas y estacas que marcaranun camino aparte y mantuvieran a lossoldados sanos bien alejados de la lentaputrefacción de sus habitantes.

Derry Brewer vació los restos de unapinta de cerveza, jadeó y procedió asecarse los bordes superior e inferior delos labios, donde asomaba una barbaincipiente que se estaba dejando crecer.Los pelos que aparecían eran grises, locual le fastidiaba bastante. Por otrolado, debía admitir que ya tenía unoscincuenta y tres años, año más, año

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menos. Le dolían las rodillas y losbrazos se le hacían demasiado cortospara leer lo que sostenían las manos,pero aun así su ánimo era más quebueno.

El único hombre que le acompañabaen la habitación estaba encadenado a lapared, aunque de manera más bien leve,ya que sus argollas no tenían púas nilengüetas de hierro que rasparan odesgarraran la carne. Como hermano deWarwick y noble por derecho propio,lord John Neville de Montagu erademasiado valioso como paramagullarlo. Derry se limpiaba las uñascon un cuchillo diminuto que manteníaespecialmente afilado para tal cometido.

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Podía sentir cómo el hermano menor deWarwick le observaba cuando le creíaatento a otras cosas. No es que hubieramucho en que fijarse en aquella pequeñacelda ubicada bajo la casa gremial deYork. La única iluminación provenía deun hueco al nivel de la calle, el cualdaba a un patio privado desde donde nopodía verse el interior. Era un lugartranquilo en el que nadie podía oír o verlo que sucedía.

Derry miró dentro de la jarra decerveza y vio que todavía quedaba casiuna pinta. Los labios de John Nevilleestaban agrietados e irritados de tantochupárselos, y toda la boca presentabael tono rosado de la piel desollada. En

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principio, la cerveza era para él, pero aDerry le había entrado sed. Una cervezabebida nunca era una cervezadesperdiciada, todo el mundo lo sabía.

–¿Estáis despierto, milord? Losguardias han dicho que estabais gritandootra vez, que exigíais vuestro derecho aun sacerdote o algo parecido. El rescateno se ha pagado, John, todavía no. Yhasta que eso no suceda, osmantendremos con vida yrazonablemente cómodo, comocorresponde a un hombre de vuestraposición. O bien puedo darle estecuchillo a nuestra reina y dejarla a solascon vos, para que os haga cosquillas envuestras partes. ¿Qué os parece? Usaría

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ese arrugado escroto vuestro comoalfiletero, sin pensárselo dos veces. Nocreo que rehusara una oportunidadsemejante, ¿no os parece?

Arrastrando las cadenas, el prisionerose enderezó y miró a Derry Brewer conla confianza propia de alguien cuyocuerpo nunca le ha traicionado. Anteaquel noble desprecio, Derry consideróbrevemente la posibilidad de dejarlocojo. Un tendón del tobillo –solo uno,bien aserrado–, y la familia Nevillerecordaría el nombre de Derry Brewerhasta el día del juicio final.

–¿O deseáis quizá manifestar vuestroapoyo al rey Enrique? –preguntó aljoven lord de los Neville–. Dios está

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con Lancaster, muchacho. ¡Más obvio nopuede ser! Bien me acuerdo de cuandole cortamos a vuestro querido padre lacabeza. Yo dije entonces…

Se detuvo cuando Montagu seabalanzó hacia él lanzando gruñidos quele rajaban aún más los labios y tirandode las cadenas. El joven se debatíacomo si juzgara posible arrancarlas delmuro, pero bajo el frío escrutinio deDerry renunció a su intento, dio un pasoatrás y sacudió ondulatoriamente lascadenas, como si fueran una serpiente.

–Vuestro padre fue un estúpido, John–dijo Derry–. Le daba tanta importanciaa sus disputas con el conde Percy quepor ellas casi hace caer al rey.

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–Si lo hubiera logrado, York estaríaahora en el trono –dijo súbitamenteMontagu–. Vos sois un hombre a sueldo,Brewer, a pesar de los aires que os dais.No entendéis verdaderamente el honor,ni os importa. Me pregunto incluso sisois leal a aquellos que os ponen lasmonedas en la mano. ¿Quién sois vos,Brewer? ¿Un criado?

–Ni soy ni dejo de ser –dijo Brewercon un extraño brillo en los ojos.

–¿Y qué significa eso? ¿Significa «no,soy más que un criado»? ¿Que solo soisun criado? ¿O… que ya no sois uncriado? ¿Son esos los estúpidos juegos alos que os gusta jugar? Si tuviera saliva,

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escupiría sobre vuestros juegos y osescupiría a vos.

El lord se dio la vuelta y Derry seacercó hasta ponerse a su alcance.Montagu se giró entonces, pero Derry ledescargó una porra en la cabeza, tancerteramente que el joven se desplomósobre la paja llena de inmundicia. Derrylo miró, jadeante y sorprendido derespirar tan fuerte por un esfuerzo tanpequeño. Añoraba ser joven y fuerte yestar seguro de todo lo que hacía.

Aquella gélida mañana, el verdaderoproblema de Derry era que Warwickhabía enviado el rescate por su hermanosin discusión ni demora. El cofre demonedas de oro había llegado a York en

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un carro, custodiado por una docena dehombres armados. Con el numerosoejército congregado alrededor de York,casi habían desencadenado una pequeñamatanza al ponerse a tiro de las tropas.Aquellos guardias no disponían de laprotección de que gozaba lord Montagu,y Derry sabía que ahora los estabaninterrogando a hierro y fuego acerca desus señores. En cualquier caso, él iba aperder a John Neville. Para los loresque rodeaban al rey Enrique y la reinaMargarita, se trataba simplemente deuna cuestión de autoprotección. Si noliberaban a sus enemigos nobles,tampoco podían esperar que losliberaran a ellos, si el destino los ponía

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en esa situación. Antes de oscurecer, aMontagu se le daría un caballo y se ledejaría marchar al sur. De acuerdo conla tradición, dispondría de tres díasantes de que pudieran capturarlo denuevo.

Tal como Derry ya había constatado,el jefe de espías del rey no podía ser unnoble. En él había un pozo deresentimiento sin fin, al menos así eracuando tenía oportunidad dedemostrarlo. Durante quince años, York,Salisbury y los Neville le habían hechocorrer, esconderse y sudar. Cierto que élestaba en el bando ganador, pero esehecho no mitigaba en absoluto la iralargamente incubada.

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–¿Maese Brewer?Una voz que llegaba desde arriba de

las escaleras interrumpió suscavilaciones. Era uno de los hombresdel sheriff de York, un mozo con pelusaen las mejillas, rígido por el peso de susnuevas responsabilidades.

–¿Habéis liberado a lord Montagu?Hay aquí cierta cantidad por él… y yotengo…

La voz se desvaneció y, sin mirararriba, Derry adivinó que el hombremiraba hacia la habitación y alprisionero despatarrado en el suelo.

–¿Está enfermo? –preguntó el oficial.–No, se pondrá bien –contestó Derry,

todavía pensativo–. Dejadme unos

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minutos a solas; no hace falta que meechéis el aliento en el cogote. ¿Deacuerdo? Me gustaría hablar con él.

Para su sorpresa, el hombre vaciló.–No parece consciente, maese

Brewer. ¿Lo habéis golpeado?–¿Eso que tenéis en la boca es leche,

muchacho? –dijo cortante Derry–. ¿Quesi lo he golpeado? Id y esperad junto alcaballo. Lord Montagu quizá necesiteayuda para montar. Por todos losdemonios.

La cara del joven se encendió. Derryno sabía si a causa de la ira o lahumillación. Le pareció incluso sentircómo el calor retrocedía a medida queel muchacho se retiraba escaleras

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arriba. Suspiró, pues sabía que el joveniría corriendo a buscar a un superior.Solo disponía de unos momentos y nohabía tiempo para idear nada.

Tomó la mano abierta de Montagu y lapuso con la palma hacia abajo y losdedos doblados formando un puño. Convarios tajos rápidos y profundos, marcóla carne con una «T» de «traidor». Unasangre oscura manó hasta llenar laslíneas y derramarse fuera. Montaguabrió los ojos en el momento en queDerry acababa su trabajo y apartóbruscamente la mano. El lord de losNeville seguía fuera de sí y, mientrasDerry abría los grilletes, resultabaevidente que no representaba amenaza

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alguna. Volvió entonces a golpearlo conla porra, y Montagu cayó de cabeza alsuelo.

–¿Maese Brewer? –sonó una vozbronca en las escaleras–. Vais aentregarme ahora mismo al prisionero.

El sheriff de York no era ningúnjovenzuelo. Derry imaginó que a lolargo de su vida aquel viejo zorro depelo cano habría visto todo lo que unhombre podría hacerle a otro. Nopareció sorprenderle que goteara sangredel puño o la nariz de Montagu cuandoDerry le quitó las argollas y arrastró aljoven lord sobre las losas y la paja. Vioque el sheriff examinaba la letramarcada en el puño.

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–Un buen trabajo –dijo el viejosorbiendo por la nariz–. ¿Lo habéisdescalabrado?

–Probablemente no –respondió Derry,complacido por la calma del otro.

Entonces, ante su asombro, el viejosheriff se lanzó repentinamente contra elhombre que Derry sujetaba entre losbrazos y le asestó un puñetazo en laparte baja de las costillas. Montagugimió, con la cabeza colgando.

–Se levantó contra el rey. Merece quele arranquen las pelotas –dijo el sheriff.

–Estoy dispuesto si vos lo estáis –replicó Derry inmediatamente.

Vio que el viejo consideraba lapropuesta, mientras Montagu peleaba

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por recuperar el sentido y apenas eraconsciente de lo que discutían. Derrypreparó la porra para silenciar de nuevoa John Neville.

–No, quizá no –dijo el sheriff,renuente–. Si accediera, toda laresponsabilidad sería mía. Lo ataré alcaballo para que no se caiga. Habréis dedespabilarlo un poco más para quefirme, o no podré dejarlo marchar.

Sintiendo que estaba ante un almagemela, Derry le dio al viejo unaspalmadas en la espalda. Juntos,arrastraron a Montagu escaleras arriba,hacia una luz mortecina y hacia surecobrada libertad. La sangre caía de labamboleante mano del noble e iba

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dejando un rastro, del mismo modo quesus heridas le dejarían cicatrices.

Margarita se estremeció mientras elgrupo de escoceses la observaba. No esque sintiera miedo. Aquellos barbudosmuchachos habían sido leales, si no aella, sí a su propia reina. Era por el frío,que cada día se hacía más intenso, apesar de que Margarita llevaba variascapas y, debajo, diversas prendas delana y lino muy eficaces contra el viento.Marzo había llegado, pero no sevislumbraba signo alguno de laprimavera y los campos arados seguíantan yermos como la piedra. La ciudad deYork se apretaba alrededor de las

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hogueras y comía estofados cocinadoscon un tipo de judías que podíanconservarse durante décadas, pararecurrir a ellas solo en el caso de que yano quedara nada más. El inviernosignificaba muerte, y Margarita apenaspodía creer que aquellos jóvenes fuerancapaces de caminar con las piernasdesnudas, de regreso hacia el norte. Unleve escalofrío le sacudió los hombrosal pensar que perdía cuatro mil hombresde su ejército, pero ya les habíaofrecido todo lo que tenía. Nadaquedaba que pudiera retenerlos allí.

–Milady –dijo lord Andrew Douglasa través de la fronda de su negra barba–,para estos muchachos ha sido un honor

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ver en acción a otra gran dama.Informaré a nuestra reina de ladestrucción de vuestros más poderososenemigos y de que vuestro esposo hasido rescatado de las crueles garras dequienes podían hacerle daño.

Douglas asintió con expresiónsatisfecha y muchos de los jóvenes, acaballo o a pie, imitaron su gesto ysonrieron, orgullosos de lo que habíanconseguido.

–Nadie podrá decir que no hemoscumplido nuestra parte del trato, milady.Mis hombres han dejado su sangre enesta tierra; y en compensación vosprometisteis Berwick y a vuestro

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pequeño Eduardo para una uniónmatrimonial.

–Podéis evitaros el sermón, Andrew–dijo Margarita bruscamente–. Ya sé loque he hecho. –Esperó un brevísimoinstante a que la turbación coloreara elrostro del lord escocés y luegoprosiguió–. Y haré honor a mispromesas. Aún prometería más, milord,si supiera que habéis de quedaros.Vuestros hombres han demostrado sufortaleza y lealtad.

Bien se podría haber mordido lalengua, pues esa lealtad era para con supropia reina, pero sí era cierto quehabían cumplido su parte del acuerdo y

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la habían ayudado a recobrar todo loque había perdido.

–Mis hombres tienen tierras queplantar en primavera, milady, si bienresulta agradable saber que se nos tieneen alta estima tan al sur.

Margarita parpadeó asombrada antela idea de que York fuera una ciudad delsur para un escocés.

–Aun así, no nos iríamos si mediaInglaterra no estuviera acudiendo aquípara levantarse en armas por vos.

Douglas abarcó con un ademán elextenso campamento ubicado junto a laciudad, lores y guerreros que habíanllegado en tropel desde el norte, eloeste, el sur e incluso los pueblos de la

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costa, donde los barcos atracaban y máshombres desembarcaban. Poco se habíavisto de todo ese apoyo mientrasEnrique estaba prisionero y a Margaritase la acosaba como a una liebre enprimavera. Ahora todo había cambiado.Inclinó la cabeza, en muestra de respetohacia el lord, quien enrojeció todavíamás. Margarita extendió el brazo y tomósu mano.

–Tenéis mis cartas para la reinaMaría. En ellas expreso miagradecimiento…, y no olvidaré elpapel que habéis desempeñado vos,Andrew Douglas. Llegasteis cuando mehallaba perdida y en la oscuridad, sinuna sola lámpara que me mostrara el

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camino. Que las bendiciones divinas osacompañen y os mantengan a salvo en elcamino.

El lord levantó la mano y loscapitanes que le acompañaban lanzaronvítores y ondearon gorros y lanzas.Margarita se volvió ligeramente cuandoDerry Brewer llegó a su lado paraverlos marchar.

–Se me llenan los ojos de lágrimas alver esto… –dijo Derry. Margarita lomiró sorprendida y él arqueó las cejas–.Cuando pienso en todo lo que hanrobado, milady, y que ahora se llevancon ellos, escondido en esos taparrabos.

Sorprendida, Margarita se tapó laboca con la mano mientras Derry

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proseguía, sonriente por el placer deconseguir que la reina abriera unos ojoscomo platos.

–Se oye el ruido del metal mientrascaminan, milady. Me parece que esebarbudo lord se lleva la daga deSomerset y las botas de lord Clifford,aunque no son cosas que yo leenvidiaría.

–Sois un mal hombre, Derry Brewer.Vinieron en mi ayuda cuando losnecesitaba.

–Así es, pero miradnos ahora –dijolevantando la cabeza.

A su alrededor, sus quince milhombres se habían convertido en eldoble, y todavía seguían llegando más.

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Ya podía permitirse despedir a losescoceses, y si no lo hubiera hecho,ellos se habrían ido de todos modos,pues servían a otra reina.

En afable silencio, Derry y Margaritaobservaron cómo la formación enmarcha se perdía en la distancia, hastaque la escasa luz y el frío creciente loshicieron tiritar con demasiada violenciacomo para permanecer a la intemperie.

Sacudido por el repicar de campanas yel clamor de las gentes, Eduardo mostróuna gran sonrisa. Afuera, loslondinenses afluían en enjambres, unamarea que se extendía entre la abadía yel gran palacio de Westminster y llenaba

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cada centímetro de aquel espacioabierto, hasta llegar incluso aencaramarse a la base de las columnaspara ver al nuevo rey. Eduardo sabíaque habían rechazado al rey Enrique y asu esposa francesa. Entonces, quizáhabían temido que la ciudad fuerasaqueada, pero la consecuencia era quese habían decantado por York. En unprincipio, Eduardo no había estadoseguro de que el pueblo de Londresentendiera del todo la nueva realidad.Ahora, sus vítores lo tranquilizaron.

Caminó a grandes pasos por el pasillocentral, mientras sus hombres formabanun débil cordón para contener a lamultitud. El recorrido se estrechaba tras

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él, pues los soldados se veíanempujados hacia el pasillo. Todo aquelque podía, extendía el brazo para tratarde tocar la túnica o la armadura deEduardo.

Warwick y su hermano obispo fueronapartados a empellones en medio deaquella masa de hombres y mujeres quepresionaba para ver a Eduardo yseguirlo afuera. Las campanas repicabanen las torres y su eco llenaba losespacios abiertos, hasta convertirse enun sonido discordante por su insistencia.Warwick maldijo cuando un voluminosoy sonrosado mercader le raspó laespinilla con la bota y le pisó un pie, ensu intento por mirar sobre las cabezas de

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los demás. De un empujón, Warwick lohizo caer bruscamente y luego le pasópor encima, aullando a la gente para quese abrieran y dejaran pasar. Norfolk ysus guardias tampoco se mostrabanprecisamente blandos con la multitud, ylos gritos de dolor fueron precediendoel trayecto hasta el exterior.

Todavía veían la cabeza y loshombros de Eduardo, por encima decualquier otro hombre. El sol habíasalido y Warwick se detuvo un instantecuando Eduardo salió al aire inclusomás frío del exterior y la luz destelló enel aro dorado incrustado en el durometal. Incluso entonces, pese a laincómoda sensación de que eran

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demasiados los que presionaba a sualrededor y de que había miles de cosasurgentes por hacer, Warwick se quedósuspenso por un segundo, y luegoparpadeó fascinado cuando desde fuerale llegó un clamor todavía más fuerte.Empujó entonces con más violencia paraabrirse paso a la fuerza, sin hacer casoni de las disculpas ni de los gritosairados de aquellos a los queatropellaba o tiraba al suelo.

Cuando por fin llegó al exterior,jadeaba y estaba rojo y sudado, aunquelas gotas se le secaban al instante sobrela piel. Eduardo notó su presencia y rioal ver cuán descompuesto llegaba.

–¡Miradlos, Richard! –gritó Eduardo

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por encima del alboroto–. ¡Parece quehubieran esperado este momento tantocomo yo!

Con gesto teatral, Eduardodesenvainó la espada y la sostuvodesnuda en la mano. Con una sonrisasocarrona, Warwick vio que la hojaestaba intacta.

La muchedumbre alzó los brazos y lavoz al ver ante ellos a un rey deInglaterra, y no una figura delgada ypiadosa, sino un guerrero de fuerzafísica y estatura tales que su mismoporte irradiaba majestad. Algunos searrodillaron sobre la piedra, tan heladaque casi al instante les dejó la carneentumecida. Los primeros en hacerlo

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fueron unos cuantos monjes, perodespués los demás los imitaron y elgesto se extendió por toda la plaza, conlo que los miembros del Parlamentoquedaron perfectamente visibles, de pietodavía en su sitio y observando laescena.

Eduardo sostuvo la mirada a loshombres del Parlamento, sin flaquear ycon toda serenidad, hasta que tambiénellos se arrodillaron. Aquellos hombreshabían hecho heredero a su padre yejercían lo que podría llamarse poder,pero ninguno de los presentes seengañaba con respecto a la verdaderarealidad. En aquel momento, Eduardosolo habría tenido que señalarlos con la

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espada, y la multitud, ansiosa pordemostrar su lealtad al nuevo rey, loshabría hecho pedazos.

–Londres es una gran fortaleza junto aun gran río –dijo Eduardo de pronto. Suvoz, enérgica y clara, resonaba en losmuros que los rodeaban. Hablaba comoun césar.

Mientras lo observaba, Warwicksintió que en su corazón palpitaba laesperanza, por primera vez desde que sehabía enterado de la muerte de su padre.

–En este día, me he convertido en elrey Eduardo IV, rey de Inglaterra, Galesy Francia y lord de Irlanda por la graciade Dios, en presencia de esta santa

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Iglesia, en el nombre de Jesucristo,amén.

Las masas arrodilladas repitieron suspalabras finales y se santiguaron. Ni unosolo se levantó, aunque un viento gélidolos hacía tiritar. Eduardo bajó la miradahacia todos ellos.

–Os convoco ahora, como vuestrolord y señor. Nobles o pueblo llano, osconvoco a mi lado. Traed espada, hacha,daga, maza o arco. Soy EduardoPlantagenet, rey de Inglaterra. Hacedcorrer la noticia. El rey os convoca.Caminad conmigo.

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E

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duardo levantó la mitad de unredondo sello de plata y lo sopesóen la mano. Rascó un resto de ceraroja con la uña del pulgar y lo

esparció por el aire. A su alrededor, sehabían dispuesto una docena de largasmesas, todas llenas de órdenes dereclutamiento en las que se convocaba acaballeros y lores. Treinta y doscondados y una docena de ciudadesrecibirían aquellos documentos de papel

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vitela en los que se exigía a los hombresmejor armados del país querespondieran al llamamiento real.

Eduardo sonrió mientras losportadores del gran sello real seapresuraban a cumplir su cometido. Losbraseros producían calor suficiente parahacerlos sudar a todos. Un hombreremovía una gran cuba con cera delcolor de la sangre, mientras otros dos seocupaban de recipientes más pequeñoscon burbujeante agua caliente dispuestosalrededor de jarras de barro. Con lacera ya líquida, cogieron las jarras porlas asas envueltas en jirones e inclinaronla cabeza para indicar que ya estabanlistos.

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Eduardo palmeó el aire, en un gestodirigido a ellos.

–Adelante –dijo.–No es necesario que su alteza…

Quiero decir que nosotros podemos…Uno de los hombres se ruborizó y

quedó mirándose los pies.–No, lo haré yo mismo. Mi primer

sello real merece mi propia mano.El oficial tragó saliva y tanto él como

su compañero se acercaron al anilloformado por las mesas. Eduardo bajó elsello y ambos hombres se adelantaronrápidamente. Uno vertió la cantidadexacta de cera en el molde de plata,mientras el otro procedía a colocar unacinta dorada y embadurnaba la vitela

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con un disco de cera para preparar lasuperficie. Era un trabajo realizado pormanos y ojos expertos, y Eduardo estabafascinado mientras giraba el sello paraestamparlo en la cera antes de que estase endureciera. Esperó entonces, duranteun tiempo que le pareció eterno,mientras los portadores del sello seafanaban en torno a la sustancia quegobernaba sus vidas.

Uno de ellos retiró las mitades deplata, lo que reveló una imagen perfectade Eduardo, en el trono y portando elcetro real. El maestro acuñador de latorre de Londres lo había fundido paraél la noche anterior, y Eduardo solopodía maravillarse del resultado

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mientras observaba cómo el oficialencargado limpiaba el sello y lo metíaen un cubo de agua helada para facilitarel proceso.

–Otra vez –dijo Eduardo mirando elcírculo de mesas cubiertas de blancosmanteles.

–Me llevaré la que está terminada, sualteza, con vuestro permiso –oyó quedecía la voz de Warwick a su espalda.

Eduardo se dio la vuelta sonriente ycon un gesto indicó al oficial queentregara el documento.

–Resulta extraño ver mi rostro en cera–dijo Eduardo–. Casi no puedo creerlo.Hemos avanzado muy deprisa.

–Y seguimos avanzando –repuso

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Warwick–. Tengo a ochenta jinetesesperando, listos para llevar vuestrollamamiento tan lejos como sea posible.Norfolk está fuera, reuniendocaballeros, proclamando que un nuevorey y la casa de York ocupan el trono.

Eduardo asintió al tiempo que semovía con los portadores del sello ygiraba de nuevo el molde plateado.Observó la imagen estampada en la ceray, asombrado, negó con la cabeza.

–Bien. Me parece que es suficientepor ahora, caballeros. Podéis continuarsin mí hasta que todos queden sellados.Cuando estén listos, entregádselosmilord Warwick.

Llevándose las jarras y las piezas de

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plata al pecho, los cuatro oficialeshicieron una profunda reverencia. Parasalir del círculo, Eduardo apartó una delas pesadas mesas de madera, para locual le bastó una sola mano.

–Anteanoche –dijo– fui declarado rey.El resultado parece haber sido queahora todo el mundo tiene miles decosas que hacer, mientras yo me sientoaquí y juego con cera. ¿Acaso lo vais anegar?

Warwick rio, pero se interrumpió alpercibir que los ojos de Eduardoanunciaban tormenta. Lejos de lasantorchas y las mesas, el nuevo reyparecía todavía más alto.

–¿Preferiríais tener que ocuparos de

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conseguir clavos, podones y pescado ensalazón? –preguntó Warwick–. Loshombres están acudiendo, peronecesitamos armas, comida, todos lospertrechos necesarios para salir alcampo de batalla. En vuestro nombre, hetomado nada menos que cuatro millibras hoy, y más han de llegar de lascasas de oración.

Eduardo lanzó un tenue silbido yluego se encogió de hombros.

–Aun así, ¿creéis que bastará? Quieroa los mejores arqueros, por supuesto,pero también debe haber ciudadanoscorrientes. Los que no sepan usar unarco necesitarán hachas de petos,

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hocinos, escudos, cotas de malla ydagas.

–La Real Casa de la Moneda esnuestra –dijo Warwick–. Había pensadoen tomar prestado lo que necesitáramos,pero, si llega el caso y lasconsecuencias ya no importan,podríamos coger los lingotes.

Eduardo levantó la mano, cansado yade tantos detalles.

–Eso solo como último recurso. Nome convertiré en un ladrón. Hacedcualquier otra cosa que preciséis,milord Warwick. Poned mi nombrecomo aval para conseguir los ahorros detodos los judíos de Londres, si lodeseáis. Emprendería la marcha hacia el

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norte hoy mismo, si tuviese los hombresnecesarios. Pero siempre insistís en queespere un poco más. Nos retenéis aquí.

Irritado, Warwick cerró los ojos, yEduardo arrugó el entrecejo alcomprender al otro antes de que estepudiera replicar.

–Sí, ya sé. Debo esperar porque mipadre se precipitó al correr al norte conel vuestro. Aquellos dos amigos estabandemasiado ansiosos por hacer caer a susenemigos. Sí, lo entiendo.

Durante un breve instante, Eduardolevantó la cabeza, debatiéndose contrala pena que le estremecía el pecho concada respiración. Viéndose incapaz dedominar la voz, palmeó a Warwick en el

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hombro con tanta fuerza que lo hizotambalearse.

–Estas órdenes de reclutamiento sonla chispa, Eduardo –dijo Warwick convoz queda–. Las enviamos para darcomienzo a una gran conflagración entodo el país, una hoguera que arda encada colina y los haga venir a todos.Treinta y dos condados, desde la costasur hasta el río Trent.

–¿No llegan más lejos?–¿Más allá de Lincolnshire? No me

he molestado en intentarlo. La reinatiene a sus lores del norte. Allí tienetodo su respaldo. Esos lores ya hanelegido su bando.

Eduardo negó con la cabeza,

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pensativo.–Entonces enviad una orden más, solo

una, a Northumberland, exactamenteigual a las otras. Mandádsela a lossheriffs de allí, como si la familia Percyno hubiera optado por defender a un reypasmado y enclenque y a su esposafrancesa.

–La familia Percy nunca se unirá anosotros –dijo Warwick.

–No, pero quedarán avisados. Elloscomenzaron esta guerra. Yo la ganaré enel campo de batalla, lo juro por la SantaCruz. Hagámosles saber que voy haciaallí y que no los temo. –Eduardo sellevó las manos a la espalda, un puñoencerrado en el otro mientras se

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inclinaba para ponerse a la altura deWarwick–. Disponéis de una semanamás para reunir un ejército. Después,cabalgaré al norte. Aunque tenga quehacerlo solo. Pero mejor con treinta ocuarenta mil, ¿no os parece? Sí. Mejordisponer de hombres suficientes paraacabar con esa loba de una vez portodas. Recuperaré esas cabezas de laentrada de York, Warwick. Las quitaréde Micklegate; y, no lo dudéis:encontraré otras que las sustituyan.

Margarita cabalgaba en una yegua gris allado de su hijo, quien trotaba sobre unviejo y adormilado caballo de batalla.Las numerosas tropas que apoyaban al

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rey Enrique se habían diseminadoalrededor de la ciudad de York en todasdirecciones, y ahora se hallabanacantonadas en cada ciudad y pueblo dellugar. El campamento oficial estaba alsur, allí donde el camino de Londrescruzaba el pueblo de Tadcaster. Ese erasu punto de encuentro, el lugar dondehombres a pie o a caballo cruzaban loscampos arados para unirse a la casa deLancaster en la guerra. Secretarios yescribientes registraban los nombrespara la correspondiente paga y repartíanhachas de petos o sanguinarios hocinos aquien no dispusiera de ellos.

Mientras Margarita guiaba a su hijopor un paisaje de estandartes y tiendas,

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de arqueros y hacheros, cientos dehombres se arrodillaban hasta queambos hubieran pasado. Escoltando amadre e hijo, seis caballeros trotabansobre caballos castrados y equipadoscon armadura. Los estandartes que elviento desplegaba tras ellos mostrabantres leones reales, además del antílopede Enrique y la roja rosa de Lancaster.Margarita quería que se vieran aquellossímbolos, deseaba mostrarlos delante detodos.

Cada uno de sus lores se hallabaocupado en mil tareas, o eso parecía.Habría sido conveniente que su esposocabalgara junto a ella, para mostrarseante las tropas congregadas. El padre de

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Enrique lo habría hecho así, sin duda.Habría entrado a medio galope en cadacampamento y hablado con los capitanesy los hombres; les habría pedido queluchasen y muriesen por él. Eso era loque todos decían. En cambio, su esposose había retirado en su propio y pacíficomundo de oración y contemplación,lejos de los peligros que ella afrontabaen su nombre. Si tenía un buen día,Enrique encontraba el ánimo suficientepara discutir alguna espinosa cuestiónmoral con el obispo de Bath y Wells. Enocasiones, con sus conocimientos podíahacer incluso que aquel pobre viejo sepusiera nervioso. Sin embargo, no eracapaz de salir a caballo y supervisar a

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aquel ejército que plantaba tiendas yafilaba armas, preparándose paraarriesgar la vida por él.

En el lugar de su marido, Margaritaexhibía a su hijo, Eduardo. A sus sieteaños, constituía una figura demasiadodiminuta como para encajarla sobre elancho lomo de un caballo de batalla.Con todo, el muchacho montabaorgullosamente, con la espalda rectamientras lanzaba una fría mirada sobrelos campamentos.

–¡Cuántos hay, madre! –le dijo con unorgullo que a ella le atravesaba elcorazón.

Somerset y Derry Brewer coincidíanen que, sin duda ninguna, por sus venas

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corría la sangre del abuelo, el reyguerrero y vencedor de la batalla deAgincourt. Margarita seguía vigilando asu hijo por si en él detectaba el mal desu padre, pero no percibía ningúnsíntoma. La reina se santiguó y musitóuna oración a la Virgen María, unamadre que podría entendersobradamente sus temores.

–Han venido para luchar contra lostraidores, Eduardo, para castigar a loshombres malvados de Londres.

–¿Los que cerraron las puertas? –preguntó el niño, frunciendo la boca alrecordarlo.

–Sí, esos. Vendrán aquí muy furiosos,pero tenemos la hueste más grande que

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yo haya visto nunca, tal vez el mayorejército que jamás haya marchado a labatalla.

Con una leve presión de las riendas,detuvo el caballo y se volvió a su hijo.

–Apréndete bien estos estandartes,Eduardo. Estos hombres pelearán a tulado cuando crezcas. Si se lo pides.Cuando seas rey, por la gracia de Dios.

Su hijo sonrió entusiasmado anteaquella idea y, durante un brevísimoinstante, la reina rio con placer exentode toda afectación, alargó el brazo yrevolvió la rubia cabellera de Eduardo.Molesto, el niño arrugó el gesto y apartóla mano de Margarita.

–No hagáis eso delante de mis lores,

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madre –refunfuñó con la cara encendida.Aquel arrebato dejó a Margarita a

medio camino entre el enojo y el deleite,con una mano suspendida cerca de laboca, donde había quedado tras elrechazo de Eduardo.

–Muy bien, Eduardo –dijo, algo triste.–Les pediré que me sigan, cuando sea

mayor –prosiguió él, tratando de mitigarla repentina rigidez de su madre–. Nodeben verme como un niño.

–Pero es que eres un niño. Eres mialegría, la dulzura de mi vida, y tepodría abrazar hasta ahogarte cuandofrunces el ceño; y podría morderte esasorejitas tuyas, Édouard. –Él se quejabacon fingidos gruñidos, casi complacido

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por el humor impredecible de Margarita,hasta que la oyó pronunciar su nombreen francés, lo que le hizo negar con lacabeza.

–Mamá, ese no es mi nombre. SoyEduardo de Westminster, príncipe deGales. Un día seré rey de Inglaterra… yde Francia. Pero soy un niño inglés, yllevo la tierra de estas verdes colinas…y la cerveza en las venas.

Ahora Margarita lo miró con frialdad.–Oigo tu voz, Eduardo, pero esas son

las palabras de Derry Brewer. ¿No esverdad?

Su hijo enrojeció rabiosamente yapartó la mirada. Margarita notó que laexpresión de su hijo cambiaba y miró en

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la misma dirección. No supo muy bien sisentirse aliviada o molesta al ver que elviejo y achacoso penco de DerryBrewer se acercaba al trote, todopezuñas y huesos. Su dueño era unpésimo jinete.

–¡Maese Brewer! Precisamente mihijo me estaba diciendo cómo la tierrade las colinas inglesas corre por susvenas.

Derry sonrió complacido al príncipede Gales.

–Y así es, milady. Amén del agua delos ríos ingleses, que también lleva en lasangre. Hará que todos nos sintamosorgullosos de él, no dudo… –Su voz seapagó al darse cuenta de que a

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Margarita no le divertía la idea. Derryprefirió encogerse de hombros y nodiscutir–. Su padre es el rey, milady. Suabuelo fue el más grande rey guerreroque hayamos conocido, o casi. Algunosdirían que fue Eduardo III, pero no, paraquienes sabemos distinguir la verdaderavalía, Enrique de Agincourt era elhombre al que seguir.

–Ya veo. Y no hay sangre francesa enmi hijo, ¿no es así? –dijo Margarita.

Derry arrancó un trozo de barro de laoreja de su montura antes de contestar.

–Milady, he visto nacer a suficientesniños como para saber que la madre esalgo más que un mero recipiente, o unjardín donde sembrar, como dicen

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algunos. Conozco madres pelirrojas, ytodos sus hijos tienen idénticosmechones cobrizos. Yo no dudo que lamatriz moldee al niño que lleva dentro.Pero nuestro Eduardo es un príncipe deInglaterra y, Dios mediante, será reyalgún día. Ha crecido con carne inglesay ha aprendido modales ingleses. Habebido cerveza y agua y vino de las uvasde esta tierra. Para algunos, eso tienealgún valor. Para algunos, constituye unabendición que los eleva sobre cualquierotra tribu, milady. Para otros, porsupuesto, no es así. Sobre todo, para losfranceses.

Sonrió a la reina, pero Margarita,

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molesta, chasqueó la lengua y desvió lavista hacia el enorme campamento.

–No me estabais buscando paradiscutir qué significa ser inglés, maeseBrewer.

Él bajó la cabeza, satisfecho de que lareina abandonara la cuestión.

–Muchachos, ¿podéis llevaros alpríncipe y enseñarle los cañones? Heoído que el capitán Howard iba a probardos de ellos, montados sobre ruedas, ycargados con bolas tan grandes como mimano. No las del capitán Howard…

Se detuvo, consciente de queMargarita ya estaba suficientementeenfadada con él. La reina ondeó unamano para dar su permiso y su hijo se

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alejó acompañado por dosportaestandartes, su nombre y su sangreproclamados por los leones inglesescuartelados y la flor de lis francesa.

Mientras lo observaba alejarse, elafecto era evidente en el enrojecidorostro de Derry.

–Es un gran muchacho, milady. Nodeberíais preocuparos por él. Solodesearía que tuviese una docena dehermanos y hermanas que aseguraranvuestro linaje.

Ahora fue Margarita quien se sonrojó,por lo que enseguida cambió de tema.

–¿Qué noticias hay, maese Brewer?–No deseaba que vuestro hijo las

oyera, milady. Pero vos debéis saberlas.

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Eduardo de York se ha autoproclamadorey en Londres. Traer la noticia casi lecuesta la vida a uno de mis hombres.

Margarita se giró para mirarlocompletamente de frente, la boca abiertapor la sacudida sufrida.

–¿Qué queréis decir, Derry? ¿Cómopuede llamarse a sí mismo…? ¡El rey esmi esposo!

Derry hizo una mueca de disgusto,pero se obligó a continuar.

–Su padre fue nombrado herederooficial al trono, milady. Con más tiempo,habríamos arreglado esa cuestión, peroparece que el hijo se ha aprovechado deello y le ha sacado el máximo partido.Él ha…, bueno, parece ser que ha

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conseguido un buen número deseguidores, milady. Londres eligiócuando mantuvo las puertas cerradas.Ahora deben apoyarlo, y eso significaoro y hombres y autoridad, ya provengande Westminster Hall, de la abadía deWestminster, de los tronos y los cetros ode la Real Casa de la Moneda.

–Pero… Derry, él no es el rey. Es untraidor y un usurpador. ¡Y es solo unniño!

–Mi hombre dice que es un gigante,milady, y ahora lleva una corona yconvoca soldados y ordena levas ennombre del rey.

Vio el rostro demudado de Margaritay que la reina se hundía sobre la silla.

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Sintió compasión por ella, temiendo quefueran demasiados golpes a la vez.

–La única buena noticia, milady, esque ahora se acabarán los pretextos. Nohabrá más mentiras. Muchos hombresque quizá se hubieran quedado almargen o hubieran esperado ahoraacudirán a vos. Nuestro ejército es ya elmás numeroso que nunca haya visto. Ylo será más, cuando los hombres delnorte vengan a proteger al verdadero reycontra los traidores.

–¿Y entonces podremos aplastarlos? –preguntó débilmente Margarita.

Derry asintió al tiempo que alargabahacia ella el brazo y luego apartaba lamano, sin haberla tocado.

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–Ya casi tenemos cuarenta milhombres, milady, y contamos con unasólida base de guerreros y arqueros.

–He visto ejércitos enterosdespedazados, maese Brewer –dijoMargarita con voz queda–. No hay nadaseguro una vez que suenan los cuernos.

Derry tragó saliva, irritado con ella.Tenía muchas cosas importantes quehacer, y consolar a Margarita no estabaentre ellas. Al mismo tiempo, eraconsciente de que sentía ciertaexcitación erótica. En aquella hermosamujer que ahora lloraba había algo queestimulaba su ánimo. Pensó en cómosería presionar fuertemente su bocacontra la de ella, pero enseguida se

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sacudió tales pensamientos y se obligó adirigir la mente por cauces menospeligrosos.

–Milady, hay asuntos de los que deboocuparme. No puede haber dos reyes.Con su acción, Eduardo nos obliga aenzarzarnos en la lucha hasta que soloquede uno.

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atorce días después de haberseautoproclamado rey enWestminster Hall, Eduardo partióhacia el norte acompañado por una

gran hueste. Los idus de marzo, el puntomedio del mes, habían sido tres díasantes. Mientras cabalgaba al paso por elcamino de Londres y se alejaba de laciudad, pensaba en los césares. Elinvierno todavía se hacía notar concrudeza en todo el país, y no habría

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posibilidad de avituallarse a lo largo dela ruta tomada por Margarita junto consus norteños y escoceses. Eduardo y suscapitanes pasaban por docenas de casasseñoriales quemadas, y los lugareñoscorrían a los bosques tan prontoavistaban las tropas acercándose.

Para un ejército de tal magnitud, laposibilidad de usar el caminopavimentado quedaba descartada, pormucho que lo lamentaran. Bien quehabía sufrido Eduardo en las reunionescon Warwick y Fauconberg, quienes leexplicaban que, si permanecían en elcamino, la comunicación entre losextremos de la tropa tardaría días, demanera que cualquier sección de

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vanguardia que se topara con el ejércitode la reina quedaría aislada y sinposibilidad de ayuda. Así pues, en lugarde formar una columna demasiado larga,debían mantener una formación de grananchura. Por esa razón, los hombresmarchaban ahora en filas transversalesde aproximadamente un kilómetro ymedio, distribuidos en tres cuadros. Laslíneas se abrían camino a través de losbosques, remontando colinas o cruzandoríos, empantanándose en espesa arcilla oen un barro tan pegajoso que parecíatener vida. La ciudad de York quedaba amás de doscientos kilómetros, en el fríonorte, y Eduardo se había resignado aperder nueve o diez días de marcha. Al

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menos, sus hombres estaban bienprovistos, gracias al apoyo y la riquezade Londres. Varios barcos mercanteshabían traído por el Támesis la comidaque necesitaban, y los prestamistasparecían haber entendido que su futuroestaba unido al del nuevo rey.

Eduardo montaba orgullosamente enlas primeras filas de la sección central,rodeado de estandartes con el sol y lasllamas, con el halcón de su padre y larosa blanca de York. Le había asignadoel mando del ala derecha al duque deNorfolk, en su calidad de lord másantiguo. A Warwick y Fauconberg leshabía correspondido el ala izquierda, ysi los dos Neville se lo habían tomado

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como un insulto, no lo habíandemostrado. En realidad, con sudecisión Eduardo no había pretendidocensurar a las tropas dominadas yvencidas en San Albano, aunque estasconstituían el grueso de ese cuadro. Si lamitad de los informes que llegaban alsur eran ciertos, el ejército de la reinaera al menos tan numeroso como el suyo.Los exploradores y los mercaderestenían propensión a exagerar, peroEduardo intuía que no podía demorarsemás. Aunque se perdieran batallas, lasguerras podían ganarse. Cada día quepasaban en el camino era otro día quedaban a la reina y a su alelado esposopara reunir más soldados y lores.

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Además, con sus lores ocupadoscomandando sus propias grandesformaciones, Eduardo no tenía quehablar con ellos, lo cual le resultaba delo más conveniente. Desde susrespectivas secciones del ejército nisiquiera alcanzaban a verlo, y Eduardopodía pasar los días acompañado de loscapitanes y arqueros galeses, lo que lehacía sentir de nuevo que él estabahecho para ser jefe de clan, más quepara ser rey. Pese a que todavía lefaltaba un mes para cumplir losdiecinueve años, Eduardo disfrutaba desu fuerza y de la confianza absoluta conque afrontaba sus objetivos. El ejércitoque le rodeaba era una masa de

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coloreadas sobrevestes que cubríanarmaduras y cotas de malla, un millar defamilias diferentes con sus cimerastejidas o estampadas en la tela y losescudos. Aparte de los soldadosprofesionales al servicio de caballeros ybarones, los hombres del pueblo se lehabían unido, hartos de los fracasos deLancaster y espoleados por el recuerdode ciertos hechos, como el de lordScales atacando con fuego griego a lamultitud londinense, y todo en nombredel rey Enrique. Ahora estos hombresportaban sus hachas de petos y hocinoscomo si fueran las púas de un erizo, conlas astas de madera de haya apoyadas enlos hombros o utilizadas como bastón,

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todas ellas culminadas por una pieza dehierro. Las hachas de petos eran en partehachas, en parte estacas y en partemartillos, mientras que en los hocinos lomás relevante era la hoja. Incluso enmanos inexpertas, constituíanherramientas con gran potencial paraherir. Esgrimidas por quienes lasconocían a la perfección, podíanagujerear las armaduras y permitían queun hombre corriente plantara cara a uncaballero protegido con placas de acero.

Eduardo estaba asombrado por lagran cantidad de hoscos muchachos queparecían albergar un resentimientopersonal contra la casa de Lancaster. Lamitad del contingente de Kent y Sussex

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invocaba el nombre de Jack Cade comouna bendición, y le contaban acualquiera dispuesto a escuchar cómo lareina había roto una vieja promesa deamnistía. Habían prestado juramento aYork impulsados por la ira y elsentimiento de traición. Eduardo nopodía sino dar las gracias por cada errorque la reina Margarita había cometido.

El frío se hacía más crudo a medidaque avanzaban hacia el norte. Alprincipio, había supuesto un alivio paraquienes estaban exhaustos de tantohundirse en aquel barro que los engullíasin cesar. Los hombres temblaban y sesoplaban las entumecidas manos, y ladureza de la tierra era implacable

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cuando resbalaban y caían, pero aun asícaminaban con mayor soltura sobre laescarcha. Los carros de víveres ypertrechos se mantenían al ritmo de loshombres que marchaban por el caminode Londres, y Eduardo leía por lasnoches el cómputo de suministrosañadidos y perdidos, mientras sussirvientes le preparaban la tienda y lacomida. Antes de acostarse, junto consus caballeros, dedicaba horas asupervisar el adiestramiento con lasarmas. Al principio, los soldados delpueblo se habían arremolinado en tornoal cuadrado de parpadeantes antorchaspara ver al gigante que los comandaba.Algo en sus miradas había molestado a

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Eduardo, quien los había enviado atodos a practicar con la espada. Despuésde aquello, cada noche resonaban losgritos de los capitanes y el entrechocarde los metales.

Eduardo podía sentir el poder de serrey en la manera en que otros lomiraban. Lo veía en los caballerosdeseosos de batirse y demostrar suvalía. No se trataba solo de los favoreso incluso los títulos que pudiera otorgar.Los jóvenes caballeros veían una nuevaInglaterra en él, tras años de ruina yconfusión.

En ocasiones, obraba un efecto casimágico. Solo una vez Eduardo le habíapreguntado sobre ello a Warwick,

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después de que, de mododesconcertante, se presentara ante él unescudero demasiado rojo y sofocadocomo para articular una sola palabra ensu presencia. Eduardo arrugaba el gestocada vez que pensaba en ello. Él mismosentía parte de aquel sobrecogimiento,pero no hasta el punto de quedarse sinhabla. Tal vez fuera algo que poseyerade forma innata, o quizá procediera desu padre, que le había enseñado en quéconsiste el verdadero poder.

–Estarán pendientes de cada palabraque digáis –le había dicho Warwick enLondres–. Os halagarán, pero tambiénlucharán por vos, y seguirán luchandoincluso hasta mucho después de cuando

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deberían haberse largado, porque vossois el rey. Atesorarán el recuerdo deunas palabras intercambiadas con vos yquizá considerarán el momento como elmás preciado de sus vidas. Si sois unhombre al que merece la pena seguir, lacorona agrandará vuestra aura dorada yhará de vos…, digamos, un auténticogigante, un rey Arturo con armadura deplata. Sin embargo, si forzáis o golpeáisa una mujer o… si mostráis cobardía,incluso si matáis a un perro que ladra odejáis entrever alguna mezquindad, serácomo si un espejo se rompiera.

Las palabras habían caladoprofundamente en él. En aquel momento,Eduardo únicamente se había encogido

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de hombros, aunque las había grabadoen su memoria y había decidido vivir deacuerdo con ellas, con unconvencimiento tal que lo sentía hasta enlos tuétanos. Incluso había rehusadobeber cada noche y, en lugar de hacerlo,se mostraba ante sus hombres sobrio ysudoroso mientras se ejercitaba con lasarmas. Bebía agua y comía carnero ypescado en salazón, complaciéndose ensu salud y juventud, que le permitíandormir cada noche como un tronco yestar de nuevo en pie antes del alba.

Cuatro jornadas después de salir deLondres, se encontraron con JohnNeville, que descendía hacia el sur.Había recorrido el camino de Londres

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siguiendo las losas romanas mientrastrataba de curarse lo mejor posible,aunque todavía tenía algo de fiebre.Warwick había recibido a su hermanocon ruidoso alborozo, hasta darse cuentade las desvaídas magulladuras y el tajolleno de pus en el dorso de la manoderecha. Entonces su ánimo se habíaenfriado y, tras ordenar a los hombresque prosiguieran la marcha, hizo que suhermano volviera sobre sus propiashuellas, otra vez hacia el norte.

Por su parte, John Neville estabaencantado y asombrado de ver a tantosmiles de hombres. Después de montar uncaballo de refresco y comer la primeracarne en semanas, en los días siguientes

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se fue recuperando lo suficiente comopara cabalgar hasta los extremos de latropa, lo cual suponía montar varioskilómetros hacia el este y luego hacia eloeste. Transmitió todo aquello que habíapodido averiguar, si bien Derry Brewerle había vendado los ojos cuando habíaalgo que ver. En cualquier caso,Warwick agradecía la liberación de suhermano. A pesar de la causa común quele unía a Eduardo, había algoperturbador en aquel lobo indomableque era el nuevo rey, quien hervía decólera a la menor provocación. Eduardono era una compañía fácil, y Warwickhabía echado de menos la relajadaconfianza que compartía con su hermano

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menor, con quien no tenía que vigilarcada palabra que decía.

La hueste del rey Eduardo llevabanueve días en el camino cuando losexploradores más avanzados se toparoncon los primeros signos de un enemigohostil. El camino de Londres cruzabapor el pueblo de Ferrybridge, donde unaexcelente construcción de tablas deroble y pino permitía salvar el río Aire.Ahora, sin embargo, las rápidas aguasdejaban atrás unas vigas astilladas yrotas: el puente había sido cortado. Lasfilas de Eduardo se hallaban a casi doskilómetros al este del paso, y Eduardodio orden a los cuadros de Fauconberg yWarwick de que se adelantaran y

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repararan el puente. Debían talarárboles y construir uno nuevo, para queel ejército pudiera atravesar el río ycontinuar su avance hacia el norte. Laciudad de York se hallaba tan solo unostreinta kilómetros más adelante, yEduardo estaba decidido a cruzar susmuros y recuperar los restos de su padrey de su hermano. Cada día perdidosuponía un día más de humillación, asíque nadie iba a negarle aquel derecho.

Warwick observaba el trabajo de loscarpinteros. Bajo la supervisión de unpar de sargentos que sabían cómofuncionaban las ensambladuras demadera, se habían puesto a trabajar con

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ahínco. Sustituir el puente era pancomido para aquellos hombres; untrabajo sólido y experto que efectuabancon la satisfacción de quien disfruta deloficio y del trabajo cumplido. Sonreíanmientras partían los troncos de abedulgolpeándolos con cuñas en forma decabeza de hacha, en tanto otros seafanaban con azuelas, hocinos ygarlopas.

Por supuesto, los pilotes del puenteseguían allí, demasiado hincados en latierra para poder extraerlos y demasiadomojados para quemarlos. Permaneceríanen el agua durante un siglo; todo lo quesus hombres debían hacer era colocarlas vigas y planchas sobre ellos. Así

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pues, se ataron sogas a la cintura y,arriesgándose a caer, llevaron lasplanchas sobre toda la longitud de lospilotes, para luego clavetearlas conenérgicos golpes de martillo. Elresultado era tosco, pero no tenía quedurar eternamente; bastaba con que lohiciese unas semanas.

Fauconberg deambulaba por el lugar,comiendo una manzana arrugada.Warwick lo oyó masticar el corazón dela fruta y se dio la vuelta.

–Tío William –le dijo–, pronto habránterminado. La mitad del puente ya estáen su sitio. Estaremos de nuevo enmarcha mañana por la mañana.

–No venía a comprobar qué hacías,

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muchacho. No, conozco muy bien estatierra. Tu padre y yo cazábamos a menosde veinte kilómetros de aquí cuandoéramos jóvenes.

La sonrisa de Warwick se hizo untanto forzada. Las historias de su tío aveces le cogían desprevenido, y derepente le sobrevenía un escozor delágrimas en los ojos y se le entrecortabala respiración. Aquello le fastidiaba, losentía como una debilidad que leobligaban a sacar a la luz.

–Quizá me lo podáis contar en otromomento, tío. Ahora debo leer unosdocumentos y acabar unas cartas.

Miró al sol y vio que no era más queuna mancha luminosa detrás de las nubes

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grises. El frío era intenso y en su tiendaya estarían las antorchas encendidas.

–Comprendo –dijo Fauconberg–.Ocupaos entonces de vuestro trabajo,Richard. No os retengo más. Vuestrohermano John estaba aquí mismo nohace ni una hora, impaciente por cruzarel río. Los dos me hacéis sentirorgulloso. Sabéis que vuestro padretambién lo estaría.

Como respuesta, Warwick sintió unatirantez en el pecho y que le invadía unaoleada de cólera. Inclinó la cabeza.

–Gracias, tío. Eso espero. –Gesticulóhacia el río, tan crecido que losmárgenes se desmoronaban en trozos dearcilla parda que caían al agua–. Los

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trabajos marchan bastante bien.Seguiremos camino a la salida del sol.

Lord Clifford no estaba precisamente debuen humor. No le había gustadodemasiado que le encargaran cortar elcamino de Londres hacia el sur, y estabacasi seguro de que el responsable de quele distinguieran con tal cometido habíasido Derry Brewer. El trabajo, sin duda,parecía más indicado para un humildesargento o para un grupo de gañanes. Nohabía ninguna necesidad de que unhombre de alta cuna hubiera desupervisar a doscientos arqueros y otrostantos hombres armados con hocinos deasta larga, todos ellos caminando

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penosamente y lanzándole furtivasmiradas de resentimiento. Somerset y elconde Percy de Northumberland nohabrían consentido que les asignaransemejante tarea, de eso no tenía dudas.Aun así, ya estaba hecho. El puente sehabía partido a hachazos, y los trozos,arrojados al torrente, se habíandesvanecido corriente abajo, como sinunca hubiesen existido. Clifford habíaordenado a un capitán que arrancara lospilotes del puente. El hombre habíacontestado con una sonrisa a todas lucesinsolente, lo cual le había ganado unadocena de latigazos. Aparentemente, setrataba de un capitán estimado por lossoldados. O, al menos, los hombres

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parecían haber interpretado que aqueltrato les daba derecho a fusilar con lamirada a lord Clifford mientrasregresaban con el grueso de las tropas.El barón, decidido a no responder aaquella hostilidad, mantenía siempre lavista al frente.

–¡Milord! ¡Lord Clifford! –gritó unavoz.

Clifford se giró con cierta desazón,pues sabía que la ansiedad en la voz deljoven explorador no presagiabaexactamente buenas noticias.

–Informad –ordenó. Se mantuvo a laespera mientras el exploradordesmontaba y le hacía una reverencia,

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tal como Clifford les había enseñado ahacer.

–Hay tropas en el puente, milord. Yaestán cortando maderos y clavándolos.

Clifford sintió que el corazón le dabaun brinco al anticipar los posiblesacontecimientos. El puente seguíadestruido y él disponía de arqueros. Sieste era el primer avistamiento delejército yorquista, se le presentaba laoportunidad de causar estragos en suslíneas. Con la ventaja del factorsorpresa, quién sabe si podría inclusoatravesar con una flecha el pecho deWarwick o del mismo Eduardo de York,el falso rey cuya mera existenciaprovocaba la ira divina. Regresaría ante

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el rey Enrique y la reina Margaritaconvertido en un héroe…

–¿Milord Clifford? –El exploradortuvo la temeridad de interrumpir lasluminosas visiones que desfilaban antelos ojos del barón–. Os ruego que meperdonéis, milord, pero ¿ordenáisalguna cosa? Están usando los pilotesviejos para atravesar el puente y notardaremos en tenerlos en el camino, trasnosotros.

Clifford dejó a un lado la cólera quele provocaban las preguntas del joven.Ya sabía él que aquellos malditospilotes serían un problema. Si elcorazón del capitán no hubiesereventado durante los latigazos, ahora lo

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arrastraría al río para que lo entendierade una vez.

El sol se ponía y Clifford sabía quetan solo habían cabalgado unoskilómetros desde el puente destruido.Miró a los arqueros, detenidos en tornoa él, y de pronto comprendió por quéSomerset había insistido en que se losllevara para cumplir con una tarea enapariencia tan vulgar.

–¡Volvemos al río, caballeros!Tomaremos por sorpresa a esostraidores. Les enseñaremos de lo queson capaces los buenos arqueros.

Los hombres que lo rodeaban sedieron media vuelta y, sin decir palabra,emprendieron un trote rápido que

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engullía los kilómetros hasta el puente,en una carrera contra la menguante luzdel sol.

Oscurecía cuando Warwick se terminólos últimos bocados de una buenatrucha, pescada justamente en el mismorío que había estado mirando durantetodo el día. La temperatura habíadescendido aún más, por lo que se habíaechado unas espesas mantas por encimadel jubón y las prendas interiores. Sesentía a gusto tan bien tapado, y yaempezaba a adormilarse cuando oyó elcascabeleo de hombres que marchaban.En la negrura de la tienda, Warwick se

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incorporó sobre los codos y miró a lanada.

Afuera, al otro lado del río, oyóvoces que conminaban a los arqueros aprepararse. Warwick apartó las mantas,atravesó la tienda a la carrera eirrumpió en la noche requiriendo agritos la protección de los escudos.

El campamento no estaba a oscuras,según constató horrorizado. Había dadoorden de continuar los trabajos durantela noche, a la luz tenue y amarillenta deunas antorchas. Los trabajadores del ríose perfilaban en la luz dorada, ajenos alsonido de los hombres que seaproximaban mientras ellos martilleabany serraban.

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–¡Los escudos! ¡Protección contra losarqueros! –aulló Warwick.

Podía ver puntos luminososesparcidos por todo el terreno, lasbrasas de las hogueras en las que sehabía cocinado para cada grupo detreinta o cuarenta hombres.

–¡Apagad esos fuegos! –bramó–.¡Traed agua!

Fue respondido por gritos deconfusión y sorpresa, al tiempo que alotro lado del río resonó una orden.Warwick aspiró una helada bocanada deaire al oír que las flechas silbabanatravesando el cielo, un sonido audibleincluso por encima del fragor deltorrente. Por puro instinto, Warwick se

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cubrió la cara con la mano einmediatamente se obligó a bajarla. Sinarmadura, de poco le iba a servir aquelgesto, y no deseaba que sus hombres lovieran acobardado. A su alrededor, oíael golpe de los dardos contra la madera,el metal o la carne, oía cómodesgarraban la tela de las tiendas yarrancaban gritos ahogados a lossoldados que dormían. Cada vez caíanen mayor número en su parte del río,solo visibles por las blancas plumas.

Casi no había luz, pues la luna apenashabía comenzado su cuarto creciente.Warwick veía fugazmente a hombres encamisa o jubón que agarraban escudos,sacos o cualquier otra cosa. Algunos

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incluso recurrieron a las planchas deabedul para protegerse con ellas la cara,aunque las flechas las atravesaban y lesagujereaban las manos. Warwicksudaba, esperando que una flecha se leclavara en cualquier momento en lacarne. Cuando su mayordomo lo agarrópor el brazo, el sobresalto le hizomaldecir, antes de darle avergonzado lasgracias por el escudo protector que leofrecía.

Se apagaron por fin las brasas y elcampamento se sumió en la oscuridad.Las antorchas del río también habíandesaparecido, arrojadas al río por loscarpinteros. Warwick era consciente deque el pánico lo estaba dominando. Lo

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habían cogido por sorpresa y el horribledesconcierto le había superado. Pero losarqueros enemigos no podían moversede la orilla opuesta, a unos sesentametros de donde ellos estaban. Larespuesta adecuada empezó a abrirsepaso en su confusa mente.

–¡Retroceded doscientos metros!¡Atrás! ¡Moveos! –bramó.

Otros hombres repitieron la orden porencima de los alaridos de dolor y loslamentos de quienes morían. Warwicktenía la sensación de que las flechasvolaban en arco justo hacia él, pero enese momento ya tenía su propio escudo yno se atrevía a quedarse allí quieto. Laluz del río había desaparecido, con lo

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que las aguas no eran ahora más que unaextensión de impenetrable oscuridad. Alotro lado, no había una sola antorcha,solo los sonidos de los hombres almoverse y los gritos de befa y escarniodirigidos a un campamento en completocaos.

Warwick retrocedió, presa de unrepentino terror por dar la espalda a losarqueros, mientras los dardos nodejaban de silbar a su alrededor.Algunos de sus hombres se habían atadoescudos o planchas de madera a laespalda, pero la única protecciónefectiva era alejarse hasta quedar fuerade tiro. No había sentido del decoro enaquella desbandada en la oscuridad. El

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propio Warwick hubo de sufrir golpes yempellones de hombres que no loconocían. Cayó al suelo, pero se levantótambaleándose y se abrió paso aempujones, mientras trataba de contenerel miedo ante el peligro de una muerteinminente.

Vio que Eduardo se le acercabailuminado por llameantes antorchas.Incluso en la oscuridad, los estandartesdespedían un resplandor plateado por elreflejo de la luz lunar. La presencia delrey actuó sobre quienes huían como siles arrojaran agua helada a la cara.Dejaron de mostrar una expresióndespavorida y los ojos desorbitados, y,

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llenos de una repentina vergüenza, sedetuvieron a trompicones.

–¡Que alguien informe! –les gritóEduardo. Se había encontrado a suejército huyendo en la oscuridad y lafuria lo consumía. Ninguno de lospresentes osaba mirarlo–. ¿Y bien?¿Warwick? ¿Dónde estáis?

–Aquí, vuestra gracia. He sido yoquien ha dado orden de retirarnos parano estar al alcance de los arqueros. Sehan apostado al otro lado del río y nopueden obligarnos a retroceder más.

–Pero yo he de atravesar ese río –dijosecamente Eduardo–. ¿Y cómo voy ahacerlo si no hay un puto puente?

Warwick hubo de tragarse la ira por

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recibir tal reprimenda por parte deljoven. Su tío Fauconberg habló antes deque él pudiera responder.

–Existe otro paso, vuestra gracia,unos cinco kilómetros al oeste.

–¿Os referís a Castleford? –replicóEduardo–. Lo conozco. Cazaba en estastierras cuando era niño y… másrecientemente también.

En su mente aparecía la imagen deuna mujer, en una casa no demasiadoalejada de aquel lugar. Isabel, así sellamaba. Se preguntaba si alguna vezpensaría en él. Entonces sonrió para sí:claro, claro que lo hacía.

–Muy bien. Lord Fauconberg –dijoapartando de su mente pensamientos más

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agradables–, llevaos a tres milmuchachos expertos y corred a ese vado.Aseguraos de que entre esos hombreshay también arqueros. ¿Habéiscomprendido? La noche todavía duraráun poco. Deberíais estar en la otra orillaantes del alba, más o menos. Veamos sipodemos sorprender a nuestros bravosatacantes. –Eduardo despidió con ungesto de la mano a Fauconberg y sevolvió hacia el sobrino–. Warwick,encargaos de terminar ese malditopuente. Proteged con escudos a loscarpinteros, como ya deberíais haberhecho, o haced lo que sea necesario…,pero proporcionadme un paso.

Warwick, algo envarado, inclinó la

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cabeza.–Sí, vuestra gracia –contestó.Al darse media vuelta, Warwick se

alegró de que la oscuridad encubriese lahirviente furia que sentía. Habíaayudado a hacer rey a Eduardo, a aquelgigantón de dieciocho años que, segúnparecía, iba a darle órdenes como a unlimpiabotas. Al mismo tiempo, serecordó a sí mismo que no importabaque el joven actuase como un bravucóno un insensato. Lo principal era que elrey Enrique y la reina Margaritacayeran, sobre todo la reina, más que sulastimoso marido. Había cabezasclavadas en Micklegate Bar, en York, ysabía que debía tragarse cualquier

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humillación o injusticia con tal dequitarlas de allí.

La tenue luz del alba reveló todo lo quelord Clifford habría deseado ver. Concuidado de no ponerse a tiro de lasflechas enemigas, se acercó tanto comoosó hacerlo, hasta divisar la orillacontraria. Entonces negó con la cabeza,incrédulo y entusiasmado. Cuatro de suscapitanes cabalgaban junto a él, y todosse dieron mutuas palmadas en la espalday rieron maravillados al ver lacarnicería y la destrucción que habíancausado.

–¡Ya veis, caballeros, lo que seconsigue con un buen plan y algo de

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previsión! –sentenció Clifford–. Acambio de un puente y una mañana deduro esfuerzo, hemos conseguidoarrancarle el corazón al ejército de untraidor.

Lo que no habían podido ver la nocheanterior era la gran cantidad de hombresque habían muerto en su lecho. Sehabían tumbado a dormir en tierra, bienapretados y envueltos en mantas, comosi fueran capullos de gusano que seprotegieran del frío de la noche. Alapagarse las hogueras, se habíanarrastrado para acercarse más al fuego,hasta incluso correr el riesgo dequemarse el pelo y la ropa en su intentopor no quedarse congelados. Sobre

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aquella apretada masa habían caído unastres mil flechas procedentes dedoscientos arqueros, cada uno con entredoce y dieciocho dardos que habían sidodisparados a ciegas, hasta que inclusosus acostumbrados hombros ardieronpor el esfuerzo. Ninguna respuesta sehabía producido ante aquella lluviamortífera que habían enviado al otrolado de las aguas. Ahora, bajo el pálidocielo, Clifford únicamente lamentabaque no hubieran sido más.

En ese momento, seguíanrecogiéndose centenares de cadáveresque luego se disponían en filas, unatarea que no cesó ni siquiera cuandoClifford se acercó a observar. La mayor

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parte de los cuerpos yacían dondehabían recibido el flechazo,diseminados alrededor de la cabeceradel puente, bultos oscuros en un campode saetas blancas. Unos niños corrían deun lado a otro para hacerse con lasflechas, al menos las que se habíanclavado en terreno pantanoso y podíanrecuperarse. Se movían presurosos,cargados con haces cuyas puntas lesatravesaban los jubones de lana ysobresalían como si fueran aguijones deabeja.

Además de los inquietos niños y losmuertos, una oscura línea de jinetes seaproximaba en silencio, cada vez másancha, con Eduardo en el centro. La

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sonrisa de Clifford adquirió un matizmalsano cuando los estandartes de Yorkse alzaron a cada lado del hombre quereclamaba el trono de Inglaterra, elhombre que se atrevía a llamarse a símismo rey. No había duda de que setrataba del hijo de York. El caballo quemontaba era un garañón enorme, sincastrar, y tan agresivo que lanzabamordiscos a cualquier otra montura quetuviese cerca. El jinete hizo caso omisode la presencia de Clifford y suscapitanes. Eduardo simplementemantuvo flojas las riendas en uno de susguanteletes y esperó, con la mirada fija.Sobre ellos, el cielo estaba lleno denubes de un blanco nacarado; el viento

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se había calmado casi por completo y elfrío era cada vez más intenso.

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L

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os cuatro capitanes de lordClifford se colocaron junto albarón, en todos ellos visible lacimera del dragón rojo, estampada

en la sobreveste blanca que cubría laarmadura. A pesar de aquel símboloorgulloso, Clifford tenía la sensación deque parecían un grupo lastimosocomparado con el de la orilla opuesta,con el falso rey y sus caballeros.Alcanzaba a distinguir los estandartes de

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York y los de Warwick. Pero no habíarastro de Fauconberg ni de los coloresdel duque de Norfolk. El barón sintióque su tropa, mucho más pequeña, erasometida a un escrutinio similar. Seirguió tanto como pudo sobre la silla.

El más viejo de sus capitanes seaclaró la garganta, pensativo, y seinclinó para escupir en el barro. Corbenera un tipo oscuro, sardónico, demejillas hendidas por profundos surcosque descendían alrededor de una bocaque algunos calificarían comoavinagrada. Era un veterano con veinteaños de servicio a la familia Clifford, yhabía conocido al padre del barón.

–Milord, quizá podríamos lanzar una

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última oleada de dardos empapados enaceite y encendidos. Ahora que el sol hasalido, volverá a ralentizar los trabajos.

Lord Clifford le lanzó una mirada deconmiseración, recordando por quénunca había considerado la posibilidadde ascender a aquel hombre y hacerlocaballero.

–No deseamos precisamente que sedemoren más, capitán Corben. Estoyseguro de que su majestad el rey Enriqueno ha reunido un ejército de tal magnitudsolo para esperar a la primavera. No, yahe conseguido lo que me proponía, ¡ymucho más! Me parece que he asestadoel primer golpe en esta «guerra de

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reyes», como quizá se la llame en elfuturo.

Clifford sonrió para sí, imaginandolas alabanzas que le aguardaban. Sumirada recorría el río como si este lecondujera a su propio futuro, de modoque el barón fue uno de los primeros endescubrir lo que se aproximaba. Elcapitán Corben miró confuso a su señoral ver que se quedaba blanco como lacera.

–¿Milord? –preguntó Corben antes demirar él mismo hacia atrás y lanzar unjuramento.

A la luz del alba, los campos quebordeaban el río parecían haber cobrado

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vida y de pronto bullían de soldados a lacarrera y caballos a medio galope.

–¡Arqueros! –gritó Clifford deinmediato–. ¡Arqueros en esa línea, alfrente!

–No tienen flechas, milord –replicó alinstante Corben, por más que Clifford yase hubiera dado cuenta y tomara alientopara dar una contraorden. El barón lanzóuna mirada furibunda a su capitánmientras gritaba a las filas de hombres.

–¡Ignorad la orden! Retirada hacia elnorte, todas las filas en buen orden.¡Retiradaaa!

Los capitanes y los sargentosrepitieron esta última orden, al tiempoque agarraban a los desorientados

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arqueros y los empujaban rudamentepara que dieran media vuelta y sealejaran de quienes corrían hacia ellos.Ante la incesante presión del ejércitoque se acercaba, aquella operaciónparecía inacabable. La voz de Cliffordrasgó el aire en un bramido de nuevodirigido a todos.

–Capitanes, ¿es que no podéis hacerque se muevan más rápido? ¡Retiradahacia el ejército principal!

Como si trataran de justificar aquellaorden, los primeros arqueros que seacercaban bordeando el río se habíandetenido y, ubicados en el límite máximodel alcance de sus armas, tensaban losarcos. Las flechas se elevaron en el aire

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y, aunque se quedaron cortas, resultaronperfectamente visibles a quienes corríanpresentándoles la espalda. No huboningún herido, pero la oleada causópánico entre las tropas en retirada, hastael punto de que los hombresabandonaron toda disciplina paraabrirse paso a empujones. Los arquerosde Clifford, sin armadura ni cota demalla que ralentizara su avance, corríancon mayor rapidez que los demás, por loque comenzaron a atravesar el resto delas filas y a dejar atrás a quienes losseguían. Además de Clifford, no habíamás de una docena de hombres acaballo, y todos habían estado en pie lanoche entera. Formaban un penoso

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grupo, con sus monturas cascabeleandomientras se alejaban al trote del río y elpuente roto. Tras ellos, se oyó el ulularescalofriante de tres mil gargantas; eransus perseguidores, que gritaban imitandoa los búhos o los lobos a medida queacortaban la distancia.

Lord Clifford, esforzándose porcontener su creciente temor, llamó aCorben a su lado.

–Enviad un jinete en busca derefuerzos, a alguien rápido. Deberíaishaber desplegado exploradores para queme hubieran advertido a tiempo, Corben.

–Sí, milord –respondió Corben,asumiendo la amonestación sin alterar suexpresión y manteniendo su habitual

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mirada rapaz–. Ya he enviado al jovenAnson, milord. Es pequeño y su caballoes el más rápido que tenemos.

Por un momento, Clifford consideróla posibilidad de llevarse consigo aCorben. Aquel hombre había servido asu familia durante veinte años, si bien lohabía hecho sin distinguirseespecialmente.

Clifford miró de nuevo detrás de sucapitán y negó con la cabeza, temerosopor la proximidad del enemigo.

–Quizá yo… –Movió la boca tratandode articular las palabras adecuadas–. Yopuedo ir más rápido y llegar más lejosque los hombres de a pie, Corben.Quizá…

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–Entiendo, milord. Os juré lealtad avos… y a vuestro padre. No es algo queme tome a la ligera. Si cabalgáis alnorte, tras Anson, nosotros podemoscontenerlos aquí durante un tiempo.

–Veo que lo entendéis –dijo Cliffordasintiendo con firmeza–. Bien. Soy…valioso… para el rey. –Dándose cuentade que aquellas palabras resultabaninsuficientes ante un hombre al queabandonaba a una muerte segura, semordió la parte interna del labio inferiordurante unos valiosos instantes.

Corben se removió en la sillamientras su montura caracoleaba haciaun costado.

–Milord, casi los tenemos encima.

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Debo ocuparme de los hombres.–Sí, sí, por supuesto. Solo quería

decir… No se le puede pedir más a unservidor, Corben.

–¡Desde luego que no, milord! –respondió Corben en tono cortante.

Clifford lo miró confuso mientras eladusto capitán hacía girar al caballo y sealejaba a medio galope, las pezuñas desu montura levantando gruesos trozos detierra húmeda. El barón esperó losuficiente como para ver planear laprimera oleada peligrosa de flechas, quecayó sobre las últimas filas en retiradacomo garras que se hincaran en la carnede los hombres. Los soldados no podíanprotegerse mientras huían y Clifford se

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dio cuenta de que muy pocossobrevivirían. El barón miró más allá desus propias líneas, hacia los jinetes quese acercaban a medio galope por ambosflancos. Tragó saliva y sintiósúbitamente como si le estrujaran elestómago y la vejiga, al tiempo que elcorazón se le desbocaba. Aquellossoldados que aullaban eran hombres quela noche anterior habían visto cómomataban a sus amigos y capitanes, aquienes habían arrebatado la vida conuna lluvia de flechas silbantesdisparadas en la oscuridad. Ahora notendrían piedad de ellos, y cada uno delos que huían lo sabía.

Clifford levantó la vista al notar que

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algo frío le tocaba la cara. Estabanevando, suavemente, los primeros yleves copos seguidos por más y más,hasta que la blancura parecía caer conellos y envolver el mundo entero. Elbarón apenas podía distinguir lososcuros jinetes del otro lado del río, olas filas de hombres que corrían hacia élen ese lado de la corriente. Se limpió elojo y, picando espuelas, hizo que elsobresaltado caballo se alejara algalope.

Eduardo de York echaba chispas al verlo que estaba ocurriendo al otro lado delrío, apenas a cuatrocientos metros de suposición. Su propio caballo percibía la

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marejada de sus emociones. El animalresoplaba y cabeceaba con brusquedad,lo que hacía que las escamas metálicasde su peto chocasen entre sí yrepiqueteasen. Las otras monturas de lalínea respondían con relinchos ybufidos, hasta que Eduardo extendió lamano y, con unas palmadas quearrancaron polvo del cuello del animal,consiguió calmar sus nervios.

Se inclinó hacia delante en la sillapara ver mejor hacia la otra orilla y alos carpinteros de Warwick, que estabana punto de acabar el trabajo. La últimacarga de madera se había transportadoya sobre la desvencijada línea deplanchas, cuya anchura solo permitía

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pasar un caballo o dos al mismo tiempo.Toda la primera fila del ejército deEduardo esperaba para atravesar aquelatascadero. Los veteranos encaraban laoperación como un problema táctico;preparaban los equipos de piqueros a finde lanzarse los primeros y estableceruna posición segura al otro lado,momento en el que ya podrían aparecerlos caballeros sobre sus monturas paraperseguir al enemigo que huía. Sería unatarea difícil y peligrosa. Mientras tanto,del blanco cielo no dejaban de caercopos que se fundían en el río Aire conel sonido de un soplo.

Todos los partidarios del reypercibían el creciente nerviosismo, la

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tensión que se acumulaba en el aire.Fauconberg hacía sonar cuernos de cazaen la orilla opuesta, mientras sushombres, ululando como rufianes,perseguían a un enemigo sin flechas quelos mantuviera alejados. Todo indicabaque se avecinaba una bien justificadamatanza, y los soldados de Eduardodeseaban tomar parte en ella, hasta elúltimo de ellos.

Warwick centraba su atención en loshombres que martilleaban y encajabanlas clavijas en los agujeros para unir lasplanchas, que después se claveteabancon clavos como de crucifixión, a fin deasegurarlas a los pivotes del puente. Elrío bajaba rápido y profundo; si se

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apresuraban demasiado y el puentecedía, significaría la muerte para quiencayera al agua. Pero todos podían vercómo el dragón rojo de Clifford sealejaba, con su sinuosa cola parecida auna serpiente. Desde luego, Eduardo sílo había visto. Aquel hombretón sehabía estremecido al reconocer al lordque había asesinado a su hermano en elcastillo de Sandal. Quería a Clifford atoda costa, por lo que a punto habíaestado de arrojarse con su caballo alagua para arriesgarse a cruzar.

Warwick emergió de sus cavilacionescuando Eduardo habló. Al principio, suvoz se dirigía solo a quienes lerodeaban, pero luego el joven se detuvo

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y repitió las mismas palabras gritando apleno pulmón, para que todos lasoyeran.

–Sabéis que la costumbre en labatalla es matar a los hombres delpueblo y perdonar a los nobles que serinden o demandan ser rescatados. –Negó con la cabeza, mientras unaexpresión de profunda amargura leretorcía la boca–. A mi padre no se ledio esa oportunidad. A su gran amigo, elconde de Salisbury, tampoco. Nitampoco a mi hermano Edmundo. Portanto, esto os digo ahora y esto es lo queordeno: matad a los nobles. Obedecedesta orden mía. –Tomó alientobrevemente, lo que hizo que crujiese su

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armadura–. No permitáis ningún rescate.No aceptéis rendiciones. Deseomantener a mi pueblo con vida. Pero nodeseo lo mismo para las ponzoñosascasas que se levantan contra mí. NiNorthumberland, ni Somerset, niClifford, aunque este ha de ser mío siantes no es víctima de la fatalidad. Amenos que se rompa el cuello, lohundiré en la tumba en este mismo día. –Eduardo hizo otra pausa, complacido deque ni un solo hombre hablara, de queparecieran oírlo sin ni siquiera respirar,mientras el aire se llenaba de una nievecada vez más espesa–. Esta mañana va aderramarse sangre, un torrente como esteque vais a cruzar. Así debe ser, para

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lavar las viejas heridas antes de que nosmaten a todos. Por ellas hemos ardidode fiebre, pero ahora serán sajadas ydrenadas aquí, en esta nieve.

Algo más adelante, en el río, loshombres de Warwick levantaron losbrazos para indicar que habían acabadola tarea y se apresuraron a cruzar a laotra orilla, donde permanecieronvigilantes. Ni las fuerzas de Clifford nilas de lord Fauconberg estaban a lavista, pero si eso ocurría era, en parte,porque el mundo se había cerrado a sualrededor y los remolinos de nieve lesimpedían ver a lo lejos. Eduardo miró alotro lado del río y observó los coposque caían con leve rumor en las aguas.

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Nadie quedaba allí, ni un enemigo quepudiera amenazar a sus hombres, y esole hizo perder la paciencia.

–Que me aspen si voy a quedarmequieto –dijo con brusquedad–. ¡Sideseáis mostrarme vuestra lealtad,seguidme ahora!

Se puso el yelmo y, picando espuelas,se lanzó adelante. El gran caballo debatalla pataleó a lo largo delimprovisado puente, lo que hizo que losnuevos clavos y ensambles retemblaranbajo el peso de jinete y cabalgadura.Los portaestandartes y caballeros seprecipitaron tras él, tratando de noperderlo de vista entre la blancura quedifuminaba su silueta.

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El resto cruzó en una columnapresurosa, sin huecos entre los hombres,moviéndose casi pegados unos a otros opresionando contra el siguiente hombrede la fila, mientras que los de delanteavanzaban sin pérdida de tiempo paradejar más espacio. Fueron millares losque cruzaron y formaron en cuadro alotro lado, sobre la nieve que seacumulaba en la tierra y cubría loscampos de blanco.

Lord Clifford se dio cuenta de que habíaperdido el camino principal cuando loscascos de su caballo dejaron de sonarcon un golpe nítido y empezaron aretumbar sordamente sobre la tierra

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arada y helada. Pero no se atrevió adetenerse para tratar de encontrarlo denuevo, pues el mundo entero se habíareducido a unos escasos cien metros encada dirección.

Cabalgaba a gran velocidad por elvalle mientras buscaba con la mirada,pero sin ser capaz de ver más que unarco de terreno que desaparecía algomás adelante. Todo lo demáspermanecía oculto tras una cortina deespesos copos que flotaban y searremolinaban, pero sin dejar nunca decaer, hasta obstruir el mismo aire. Suúnico consuelo era que el muchachomensajero, Anson, estaría bastante másadelante o incluso ya en el campamento

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real. Si Anson era tan rápido comoCorben había asegurado, tal vez yahubiese transmitido las noticias, demodo que un contingente de soldadospodría estar recorriendo a toda prisa elcamino en ese mismo momento,dispuestos a saltar sobre quienes loperseguían. ¡El cazador cazado! Rio alpensar en ello.

Clifford notó que tiritaba mientrascabalgaba. Tenía que quitarse lágrimasheladas de los ojos, y no dejaba demirar a cada poco por encima delhombro, en busca de algún signo depersecución. Sin duda, el capitánCorben y los cuatrocientos hombres quele habían acompañado para cortar el

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puente estaban ahora muy atrás,cumpliendo con el deber de contener asus perseguidores. Apretando losdientes, Clifford hubo de aceptar que lespasarían por encima y los matarían.

Aquello no sería bien recibido en elcampamento del rey. Sacudió la cabezapor lo que le parecía una injusticia. ¡Sihubiera dejado el río mientras todavíaera de noche! Entonces todavía nonevaba, los posibles perseguidoresnunca lo habrían atrapado, y él habríaregresado sano y salvo junto al gruesode las tropas con una gran historia quecontar. Maldijo su mala suerte. Todo loque Somerset y Percy oirían ahora seríaque Clifford había perdido cuatrocientos

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hombres, entre ellos doscientos valiososarqueros. Resultaba descorazonador, ytodo por haberse quedado a ver ladestrucción causada durante la noche.

Su montura tropezó y dio una violentasacudida. Clifford maldijo al animalmientras tiraba de las riendas yconseguía rehacerse, jadeante por elmiedo a caer en una tierra tan dura. Sedetuvo un instante y escuchó los gritos ydemás sonidos de lucha que se oían enla lejanía. Resultaba casi imposiblejuzgar la distancia con aquella nevada,pero al menos dentro de su campo visualno había nadie. Si su caballo le fallaba,sabía que quedaría tan desamparado yvulnerable como el más miserable de

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los soldados de a pie. Apretó lasrodillas y el caballo resopló indecisoantes de arrancar al trote. Las manos y elrostro descubiertos de Clifford se ibanentumeciendo con rapidez. Bajó labarbilla y parpadeó para protegerse delos copos de nieve, simplementetratando de resistir.

El campamento principal se hallabaapenas a veinte kilómetros deFerrybridge, aunque esa distanciaparecía un mundo en aquel momento.Además, seguro que Somerset habríadesplegado exploradores. No pasaríamucho tiempo antes de que Cliffordestuviera caliente otra vez, describiendoel papel fundamental que había

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desempeñado en la masacre del ejércitode York, algo que sin duda los obligaríaa retrasar su entrada en combate.Clifford había oído que cierto condadode Kent estaba libre y nadie reclamabael título. Uno de sus capitanes habíaestado bebiendo con Derry Brewer y aljefe de espías se le había escapadoaquella sabrosa información cuando yaiba bastante cargado. No parecíadescabellado que el título fuera a pararal lord que había defendido Ferrybridgecontra el ejército entero de York. Lasbajas entre los hombres de Clifford, notan importantes, seguramente seolvidarían ante una noticia de semejantetrascendencia.

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Derry Brewer detuvo su montura,Retribución, y observó detenidamente aljovenzuelo que se debatía entre dosimpasibles centinelas, sin la menorposibilidad de librarse de la férreasujeción a que lo sometían aquelloshombres.

–¡Soltadme, estúpidos! –chilló Ansonen un estado absolutamente frenético,como un zorro que hubiera caído en unatrampa–. ¡Traigo noticias de vitalimportancia de parte de lord Clifford!

Se había puesto todo rojo, y Derry sedio cuenta de que no era más que unmuchachito rubio, de catorce o quinceaños a lo sumo, y ni siquiera biendesarrollado.

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Derry desmontó con un gruñido, dejólas riendas en manos de uno de losguardias y, junto con el otro, procedió aocuparse del joven. Vio un caballo grisque descansaba cerca de ellos, con lasriendas sueltas mientras escarbaba lanieve en busca de hierba. El mozoseguía sofocado, y un lado de la caraempezaba a hinchársele como resultadode algún golpe recibido en la mejilla.

–¿Cómo te llamas, muchacho? –lepreguntó Derry.

–Nathaniel Anson, señor. Si podéisdecirle a estos… hombres que mesuelten, soy mensajero y heraldo demilord John Clifford.

–¿Cómo es posible? ¿Clifford? Está

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en Ferrybridge, entretenido con unasuntillo. Allí lo encontrarás.

–¡No! ¡Soy yo el que viene de allí,señor! Tengo una información para lordSomerset.

–Somerset es un hombre ocupado,hijo –repuso Derry, picado por lacuriosidad–. Puedes contarme a mí loque te han encargado decir. Yo lotransmitiré a los oídos adecuados.

El mozo Anson se hundió entre losbrazos que lo mantenían en pie. Semoría por contar las noticias, peroparecía evidente que no le dejarían irmás allá de los centinelas sin al menosrevelar una parte de la información.

–La vanguardia del ejército de York

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ha alcanzado el río Aire, señor. Algunosde sus hombres han cruzado más abajodel río y amenazan a la tropa menosnumerosa de milord Clifford.¿Comprendéis ahora la urgencia, señor?

–Desde luego –contestó Derry–. Perono podemos dejar que cualquierjovenzuelo exaltado entre hasta elcorazón de un campamento armado soloporque pida paso a gritos. ¿Verdad queno, muchacho? Aquí seguimos unasreglas, porque si no ese joven podríaencontrarse con una flecha clavada en elpecho, por ejemplo, o con un ojohinchado. ¿Entendido?

El joven, con el rostro en llamas,farfulló unas palabras de asentimiento.

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Derry inclinó repentinamente lacabeza hacia el centinela más próximo.

–Id, Walton. Tomad el caballo delmuchacho y transmitid la noticia de Yorka Somerset y a los capitanes, y a lordPercy si lo encontráis. Deben prepararsepara defender el campamento, o bienpara salir con las tropas, eso no meconcierne.

El centinela saltó sobre el caballogris de Anson, lo que hizo que el animalcabeceara y al muchacho se le escaparaun resoplido de furia. El propio Derryagarró al joven por el jubón, por siacaso se le ocurría correr tras ellos.

–Veamos –dijo cuando el centinelahubo desaparecido en el borroso paisaje

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de la nevada. Notó que Anson tiritabaviolentamente, sin duda por el sudorahora convertido en hielo, después detan precipitada cabalgada. Derry sesintió impresionado por ladeterminación de aquel muchacho,aunque eso no le hizo desviarse de suprincipal interés–. ¿Dices que amenazana lord Clifford? –inquirió–. Cuéntameeso.

–Cuando salí de allí, vi que dos mil,puede que tres mil hombres, seacercaban por nuestra orilla. Debíanhaber encontrado un vado…

–Sí, sí, hay uno en Castleford, amenos de cinco kilómetros al oeste –

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replicó Derry–. ¿Y a cuántos buenosmuchachos tenía lord Clifford con él?

–Unos pocos cientos, señor. ¡Nisiquiera un hombre por cada docena delenemigo! Aquellos soldados seacercaban corriendo como…, bueno, engran número. Ahora, por favor, dejadmemarchar. Si es que podéis prescindir dealgún caballo, aunque ese hermosoanimal era mío, un regalo. Deboregresar al lado de mi señor, para caercon él si así ha de ser.

–Vaya, vaya, por Dios bendito –dijoDerry–. Pero si pareces un muchachoeducado. ¿Eres su bastardo? ¿O quizá sucatamito? Bien es cierto que yo no letengo en gran estima, pero la verdad es

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que nunca he oído que se interesarapor…

Le sorprendió recibir aquellabofetada, sobre todo por proceder dequien procedía. Anson había levantadoel brazo y lo había descargado con todala fuerza de que era capaz. Derry se diola vuelta sorprendido, mientras unasonrisa aparecía en su rostro.

–Cómo os atrevéis, señor –comenzóAnson.

Derry se rio de aquella reacción.Levantó el puño y vio que el jovenreprimía un gesto de protección, peroque luego se armaba de valor paramantenerse despreciativo ante cualquiergolpe que pudiera recibir. Derry abrió la

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mano que aferraba el jubón y Ansoncayó al suelo y retrocedió a gatas.

–Muchacho, si he de salvar a tu señorde su propia estupidez, necesitaré reunirun buen número de hombres duros yviolentos, y luego cabalgar hasta allí.Regresa ahora por el camino, antes deque con esta nieve te quedes congelado.¡Vete! Ya has informado. Soy maeseBrewer, ayudante del rey Enrique. Novoy a fallarte.

Dijo esto último con ademán teatral.El joven se puso trabajosamente en pie ya todo correr se perdió en la nevada.

Derry aguardó un rato, hasta estarseguro de que el muchacho se había ido.Cuando se hizo el silencio, se volvió al

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centinela, quien seguía en pie ymirándolo, a la espera de órdenes.

–¿Y bien? –dijo Derry.El hombre se encogió de hombros y

no dijo nada. La falta de respuesta nofue suficiente para Derry, quien seaproximó a aquel guardia más alto queél.

–¿Cómo está vuestra esposa? Sellamaba… Ethel, ¿no es así? Una buenapieza en camisa de noche. Una buenahembra, de cuerpo fuerte.

El guardia se sonrojó y desvió lamirada.

–No, no se llama Ethel. Pero no esnecesario que me amenacéis, maese

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Brewer. Yo no he visto nada, ni he oídonada.

–Así me gusta. Quizá haya tambiénuna bolsa para vos, joven. No me gustaamenazar a un buen hombre, aunque escierto que algunos lo necesitan.¿Deseáis preguntarme algo sobre lordClifford?

–No, maese Brewer. No tengo ningúninterés.

–Ese es el espíritu, muchacho. ElSeñor da y el Señor quita. Aseguraos deestar presente cuando dé… y de hallarosen otro lugar cuando quiera quitároslo.

El jefe de espías rio y se frotó la cara,todavía escocido por el bofetón delmuchacho. El frío invernal hacía que

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pelear resultara un auténtico calvario,pues el clima debilitaba a los hombres,las heridas dolían más y las piernas sequedaban rígidas y entumecidas. No envano las guerras se hacían en primaveray verano; cualquier cosa era mejor queaquella maldita nieve.

Derry desechó sus recelos. Habíatomado una decisión: no haríaabsolutamente nada. Unos kilómetros alsur, lord Clifford debía de estar sumidoen una creciente desesperación,buscando el campamento real en unmundo donde todo había desaparecidoen el blanco. Derry rio ruidosamente alpensarlo. No se le ocurría nadie que selo tuviera más merecido.

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C

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lifford se detuvo de nuevo yescuchó. Era extraordinario cómotodos los ruidos quedabanengullidos por la nevada. Lo único

que oía era su propia respiración dentrodel yelmo, hasta que decidió quitárselopara girar la cabeza atrás y adelante, conel oído aguzado por si percibía algúnsonido. La nieve traía consigo unaquietud desmesurada, incluso lospequeños ruidos del caballo y la

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armadura se magnificaban. Podríaperfectamente estar cabalgando por unallanura uniforme, por algún valleinmenso y vacío, sin rastro de ningúnotro ser humano. Sabía que, en esemismo momento, había ejércitos queavanzaban para pelear y morir, pero nopercibía el más mínimo indicio de supresencia. De pronto, le asaltó laenloquecedora sensación de que quizáhabía vuelto atrás inadvertidamente.Hacía mucho que había perdido elcamino y las huellas de su caballodesaparecían en el acto. Habría tal vezunos diez centímetros de nieve en latierra, o quizá el triple; ni lo sabía ni leimportaba. Se imaginó cabalgando en

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círculos hasta tropezar con sus enemigoso, más probablemente, hasta morircongelado. Resultaba exasperante, perolo único que podía hacer era continuar,seguir buscando algún signo delcampamento real. Nunca veintekilómetros le habían parecido tan largoscomo esa mañana. El mismo aire seahogaba en aquel silencio.

Un punto oscuro que apareció a lolejos, a su izquierda, atrajo su atención.No era más que un borrón, pero llamabala atención en aquel mundo de absolutablancura. Hasta los árboles habíanperdido su forma oscura bajo la intensanevada. Clifford estiró el cuello, sequitó bruscamente los copos de la cara y

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se esforzó por discernir alguna cosa enaquel campo.

A lo lejos veía algo que se movía, yhabía más de una forma. Oyó suspropios latidos y sintió que la gargantase le secaba. Si aquellos hombres eranguardias del campamento real, entoncesestaba a salvo. Si no lo eran, se hallabaen peligro mortal. Presa de la inquietud,enrollaba las manos en las riendas. Trasun instante de reflexión, desenvainó laespada y se la puso delante del pecho,para tapar el dragón rojo. Lo mejor seríaprepararse para la lucha, aunque suinstinto le empujaba a huir.

–¡Hola, soldados! –llamó–. ¿Quéestandarte?

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Quienesquiera que fueran aquelloshombres, caminaban fatigosamente porla nieve. Debían, pues, ser reclutas,hombres del pueblo armados conhocinos de hierro y madera de haya,como los cazadores del bosque. Conaquella nieve, no osarían atacar a unlord a caballo, por si acaso se trataba deuno de los suyos. Clifford dio gracias deque la sobreveste con el dragón rojofuera de tela blanca. Así podríaacercarse antes de que lo identificaran y,si eran hombres de York, emprender lahuida al galope. Colocó el yelmo en elcuerno de la silla y, lentamente, avanzóen diagonal hacia la columna, más y más

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cerca con cada paso, jadeando cada vezmás fuerte.

Oyó que le contestaban a gritos, sibien no llegaba a entender lo que decían.Clifford maldijo la ausencia deestandartes en la columna. Algoempezaba ya a delinearse entre lablancura, oscuras líneas de hombres queaparecían en los bordes de su campovisual. Oyó un retumbar de cascos apoca distancia y le entró pánico,súbitamente consciente de que sumontura estaba tan agotada como élmismo y que, por tanto, los otros seríanmás rápidos que él. Sin embargo, erauna locura huir de la seguridad de las

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tropas reales, así que aguantó allí, conlos dientes castañeteando de frío.

–¡Eh, los de ahí delante! ¿Quéestandarte? –volvió a preguntar altiempo que asía con más fuerza lasriendas y la espada. Un asta aparecióante él y entonces empalideció: eran losmismos cuarteles de diamantes rojos yrampantes leones azules que le habíanhecho huir del río Aire. Era Fauconberg.Mientras Clifford miraba boquiabierto yhorrorizado, comprendió que había dadola vuelta, que había cabalgado alencuentro de quienes lo perseguían. Alinstante se dio cuenta de que aquelloshombres eran arqueros, cientos de ellos.

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Lo habían visto, lo habían oído llamarcon gritos amortiguados por la nevada.

El barón empezó a hacer girar alcaballo, demasiado tarde y demasiadodespacio. Varias docenas de hombreshabían oído aquella voz solitaria ytratado de encontrar a su dueño. Al ver aun jinete con armadura, reaccionaroncomo arqueros: sacaron flechas de laslargas aljabas y, como quien respira,fijaron la garganta del culatín, tensarony, apuntando instintivamente, lanzarondisparos rectos que se perdieron en lablancura, invisibles en el instante mismoen que salieron del arco.

Clifford recibió un fuerte impacto enel costado y otro en la espalda, y jinete y

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caballo se tambalearon mientras elanimal relinchaba y se encabritaba. Otrodardo atravesó entonces la garganta delbarón, quien se agitaba presa de unpánico ciego, tratando de separarse delanimal antes de que este cayera y loaplastara. Sir Clifford ya estaba muertoantes de caer desplomado al suelo,donde la armadura crujió con metálicasprotestas cuando el caballo rodó porencima de él, pataleando.

Los que habían disparado no podíanabandonar su posición en la formación,aunque no por eso dejaron de vitorear ylevantar los arcos, para que los demássoldados se dieran por enterados de supericia. Otra sección de la columna

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llegó adonde yacía el destrozado cuerpode Clifford y, con satisfacción,identificó el dragón rojo sobre blanco.Un sargento hizo que tres hombrescustodiaran el cuerpo y los mensajeroscorrieron a transmitir la noticia aEduardo. Otro más fue enviado aWarwick y Fauconberg, para quetambién acudieran a constatar el hecho.

Los comandantes del ejército de Yorkno tardaron demasiado en alcanzar ellugar. Fauconberg, el primero en llegar,observó con expresión lúgubre ladescompuesta figura de Clifford. Sehabía extendido la noticia de queEduardo no toleraría que se aceptaranrescates, lo cual había causado cierto

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malestar. Un hombre del pueblo podíaganar una fortuna en el campo de batallasi apresaba al hombre adecuado. Aunasí, quienes iban armados con hocinosesperaron con temor reverencial a queEduardo llegara y, cuando estuvo anteellos, hincaron la rodilla en la nieve.Warwick y Fauconberg imitaron elgesto, una muestra de homenaje aEduardo con miles de ojos comotestigos.

Eduardo miraba fijamente el cadáver.Extendió el brazo y agarró a Cliffordpor el pelo para girarle la cabeza y verbien aquella cara rígida, yadistorsionada por la superficie contra laque yacía un momento antes.

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–¿Este es el cobarde que mató aEdmundo?

Warwick asintió y Eduardo suspirópara sí y dejó que la cabeza cayera conun golpe sordo.

–Ojalá hubiera sido por mi mano,pero lo que importa es que está muerto.Mi hermano puede ahora descansar: estegallo ya no cantará más en su gallinero.Muy bien. Seguimos camino, milores,aunque no vea más allá de dondealcanza un escupitajo. ¿Alguien ha vistoa Norfolk? Hace demasiado que no veosus estandartes. ¿No? Esta nieve es malacosa para la batalla. Avisad en cuantoveáis al enemigo, o si avistáis el ala quehemos perdido. –Inspiró y espiró

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fuertemente por la nariz, tratando decontrolar su ira y nerviosismo–. Loshombres capturados dicen que elcampamento principal está en Tadcaster.Ya no puede quedar lejos. Ahoraadelante, y soplad los cuernos en cuantolos veáis temblar y arrojar las armas,aterrorizados ante vosotros.

Los hombres allí congregados rieronal tiempo que se iban alejando.

–Su alteza –lo abordó Fauconberg–,sigo estando por delante de vuestrocuadro central. Sé que es el ala delduque de Norfolk la que primerodebería atacar, pero la nieve… me hahecho pensar en algo. Dispongo de milarqueros, su alteza. Los podría utilizar

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como elemento sorpresa para romperlesel cráneo a quienes nos están esperando,con vuestro permiso. A menos que elduque de Norfolk lo considere undesaire.

Eduardo se giró, su preocupaciónoculta bajo una sonrisa. Le habíacomplacido que el tío de Warwickutilizara el tratamiento real con todanormalidad, como si siempre hubierasido así.

–Tal vez si milord Norfolk estuvieseaquí, así lo consideraría, pero pareceque mi ala más fuerte se ha alejado másde lo que me gustaría. Sí, tenéis mipermiso, lord Fauconberg. Os enviaré aotros mil arqueros, si avanzáis con

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calma durante los próximos doskilómetros.

Observando que Warwick seguía allí,Eduardo sonrió.

–¿Os encargaréis del centro conmigo,Richard? –preguntó.

–Así lo haré, su alteza –contestóWarwick, complacido. En ese momento,solo podía negar con la cabeza,incrédulo y maravillado ante aqueljoven rey erigido a partir del barro.

Eduardo se volvió hacia las tropasque lo miraban atentamente, con los ojosbrillantes de excitación. Él la percibió ydesechó su inquietud por Norfolk y susocho mil hombres, desaparecidos en lanieve justo cuando más los necesitaba.

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–Adelante, muchachos. Hoy haremoscaer a un rey. Este de aquí no era másque su perro.

Todos lo vitorearon y retomaron lamarcha, pateando fuerte en el suelo paradevolver la sensibilidad a los piescongelados. A su alrededor, la quietudperfecta se desvaneció para dar paso aun fuerte viento que les mordía la cara ylas manos desnudas. El inquietantesilencio había desaparecido, pero aquelfrío era peor. El vendaval parecíapropulsarlos hacia delante y les escupíafragmentos de hielo en la ya entumecidacarne. Muchos de ellos, al marcharmiraban a izquierda y derecha a lo largode su misma línea, siempre

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decepcionados por discernir tan poco dela formación. El aire estaba cargado decopos de nieve que los azotaban y seintroducían por cada pliegue y costurade las ropas. Ciegos por la nieve ytiritando mientras caminaban, lo únicoque podían hacer era seguir adelante,con la cabeza agachada.

William Neville, lord Fauconberg, hizoque su gran cuadro de la izquierda seadelantase a la sección central del rey,exhortando a los capitanes para que seadentraran rápidamente en la blancurade los campos. Por delante, susexploradores se habían esfumado en lanieve, y su único deseo ahora era

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acercarse a las formaciones deLancaster lo más rápidamente posible.Él y sus hombres ya habían tenido queluchar ese mismo día, si bien aquellohabía parecido más bien una matanza,pues habían sido tres mil los que habíancaído sobre los cuatrocientos deClifford, y de estos la mitad iban soloarmados con palos de arco y cuchillos.La desigualdad de fuerzas no habíapreocupado a sus soldados. En todocaso, aquella fácil matanza de enemigosexhaustos los había fortalecido y hechodisfrutar. Una docena de veces,Fauconberg había presenciado cómo unode sus muchachos apaleaba a algúnhombre caído, cómo descargaba cuatro

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o seis golpes con un hacha de petoshasta machacarle los huesos y sembrarla nieve de gotas rojas. Se mostraban tancrueles como diestros con aquellasherramientas que les habían dado. Eranbuenos muchachos, pensó. Cumplirían.

Por el momento, sin embargo, supensamiento se centraba en los arqueros,quienes seguían avanzandodificultosamente, cargados con aljabasque contenían dos docenas de flechaspor cabeza. Fauconberg, montado junto aellos, levantó la cabeza y sintió el vientoahora más recio que los golpeaba desdeel suroeste, con ráfagas que atravesabanla nieve y se convertían en un látigo dehielo. Las rachas se recrudecían e

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incluso podía ver parches más oscurosen la blancura general, pues los arbustosy árboles solitarios cedían bajo el pesode la nieve y quedaban libres, solo pararecibir de nuevo los rumorosos copos.

Algo más adelante, a poca distancia,estaban las tropas del rey Enrique y dela reina Margarita, en su interior no lecabía duda. Los pocos hombres quehabían capturado por la mañana habíanlargado todo lo que sabían, cualquiercosa que les preguntaran, con tal desalvar la vida. Fauconberg no sabía sidespués se los había perdonado omatado. Lo que le inquietaba era lacercanía del campamento de Lancaster.Sus hombres habían caminado durante

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media mañana, aunque con ritmoforzosamente lento a causa de lasacumulaciones de nieve. Por un terrenoque nunca era llano, habían dejado atrásalgunas granjas aisladas y alguna ovejaque balaba mientras huía a la carrera.Sin una queja, sus hombres habíansalvado colinas y escarpaduras ycruzado valles enteros. No sabía simarchaban por él o quizá por la recientelealtad al rey Eduardo de York. Locierto es que, en su opinión, eso noimportaba. Ordenó a los arqueros que seadelantaran y formaran una ampliaprimera línea, cada hombre con supreciado arco envuelto en cueroengrasado para protegerlo. Sin las

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largas astas de las picas, seríanvulnerables a los jinetes, peroFauconberg, como su comandante,asumía el riesgo bajo suresponsabilidad. El viento, cada vezmás fuerte a su espalda, los empujabahacia las fauces del enemigo. Esotambién podría serles de ayuda.

Por fin, cuando descendían unaladera, dos de sus exploradores lesalieron al encuentro. Una de susmonturas cojeaba ostensiblemente, trashaberla forzado a cruzar por terrenoabrupto. Pero había que asumir ese yotros riesgos si querían sobrevivir;sencillamente era así y no había vueltade hoja. Fauconberg saludó al joven que

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desmontó ante él, y luego hizo lo mismocon su compañero, quien tras detener sugalope saltó al suelo tambaleándose depura excitación. Ambos tenían la carasonrosada y helada mientras señalabanatrás, hacia la ruta por la que habíanllegado. Aquella sencilla gesticulacióntenía un claro motivo, porque la nieve sehabía vuelto más impenetrable y elviento la levantaba en remolinos, demodo que el mundo entero se habíaemborronado en una niebla de coposdanzantes.

–Cuatrocientos o quinientos metros,milord –jadeó uno de ellos–. Banderasde Lancaster. Han decidido apostarseallí y esperar.

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–He visto picas, milord –terció elotro explorador, que no quería sermenos–. Forman una hueste como… laspúas de un erizo. La nieve tapaba amuchos de ellos, pero eché cuerpo atierra y me arrastré hasta oírlos respirary ver que nos estaban esperando.

Fauconberg se estremeció. Nadieguerreaba en invierno, lo cualsignificaba que nadie sabía qué esperarni cuál era el mejor modo de aprovecharla extraordinaria circunstancia de dosejércitos que, sin saberlo, estabanprácticamente pisándose las capas unosa otros. Disponía de dos mil arqueros,contando con los refuerzos que le habíaenviado Eduardo. Sentía la confianza

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del joven rey como un peso en loshombros, pero no como una carga. Sepersignó y besó la cimera familiar de suanillo signatario.

–Bien, muchachos. Todo lo quepretendo hacer depende de vuestrapericia. Calcular correctamente ladistancia será la clave. Mientrastransmito las órdenes, me gustaría quemidierais los pasos hasta allí, cada unopor su lado, y que luego me dieraisvuestro cómputo. Acercaos tanto comoos atreváis, pero sobre todo que no osvean, o estaremos todos perdidos.Tenemos la ocasión de desparramarleslas entrañas sobre esta nieve si hacemoslas cosas bien. ¡Adelante!

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Los exploradores se alejaronrápidamente, sin sus monturas.Fauconberg llamó con un silbido a suscapitanes. Los sonidos que estos hacíanal acercarse quedaban engullidos en lanevada, por lo que Fauconberg imaginóla sensación que tendría el enemigomientras esperaba, con los oídosaguzados, sin saber verdaderamentecuán sordos y ciegos se habían quedado.

Fauconberg transmitió las órdenes yaguardó a que regresaran losexploradores, con un miedo terrible aoír un grito repentino y una llamada a lasarmas, lo que significaría que habíandetectado y comunicado su presencia.

Los dos jóvenes retornaron con

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apenas unos momentos de diferencia.–Quinientos veinte –dijo el primero.Su compañero lo miró

desdeñosamente.–Quinientos sesenta –dijo.–Muy bien, caballeros –terció

Fauconberg–. Con eso será suficiente.Montad de nuevo y estad preparados.

Transmitió las órdenes y losexpectantes capitanes y sargentosbajaron las picas a la altura de la cinturade sus hombres para cerrarles el paso.Resultaba imposible contener a tantossin hacer ningún ruido, pero con vocesamortiguadas y tenues la consigna se fuetransmitiendo por toda la línea, hastaque todos quedaron inmóviles. Los

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arqueros de Fauconberg avanzaronentonces lenta y silenciosamente, pordelante del resto de las tropas. Fueronaumentando la distancia de separación,hasta que toda la sección de dos milarqueros desapareció en la blancura.

El duque de Somerset recorrió a mediogalope la formación, líneas de hombresexpectantes hasta donde alcanzaba lavista, resistiendo la nevada. Era unimpresionante despliegue. Además depiqueros y arqueros, había una enormecantidad de hombres armados conhocinos, hachas de petos y espadas. Loshombres aguardaban a pie o bien acaballo, como en el caso de los

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embarrados escuadrones de caballerosque se ubicaban en cada flanco. Juntocon los tambores y aguadores, asistentesde campaña pertenecientes a una docenade oficios distintos se movían entre laslíneas, mientras los soldadoscomprobaban las armas y el equipo,palpando o palmeando faltriqueras yfilos.

El rey y la reina se hallaban a salvoen la ciudad de York, a catorce o quincekilómetros de allí. Somerset tenía elmando del ejército, acompañado por elconde Percy en el centro, así como poruna docena de barones y gran número decapitanes veteranos. Al enterarse de quese aproximaba un gran ejército,

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Somerset los había hecho salir delcampamento hasta algún lugar entre lospueblos de Towton y Saxton, sobre unatierra helada e inhóspita. Por ordensuya, habían llegado hasta una monótonaextensión de matorral que algo másadelante, hacia el sur, descendíaabruptamente. Somerset negó con lacabeza, asombrado por la magnitud detodo aquello. Apenas seis años antes,Warwick, Salisbury y York habíandesafiado al rey en San Albano con solotres mil hombres, y a punto habíanestado de ganar. Ahora, Somerset teníaante sí tres cuadros con al menos docemil hombres cada uno. Había encontradouna buena posición para ellos, con

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ambos flancos protegidos, en laizquierda por la marisma y en la derechapor el Cock Beck, el río que bajabarápido y caudaloso por la nieve fundidaen sus aguas. A Somerset se le henchíael corazón al ver el fervor y la estoicaaceptación de los hombres. Lucharíanpor el rey Enrique. Eran leales.

Lo que más encolerizaba al jovenduque era el clima. Somerset llevabauna armadura de pulidas placas de aceroligadas con correas de cuero o gruesatela, una protección diseñada pararesistir impactos que, de otro modo,matarían a un hombre. Y resultabaigualmente efectiva contra aquel fríoglacial, mucho más que las capas de

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lana y lino engrasado de los piqueros,vestidos con calzas de tela de saco ysolo un jubón para protegerse. Ningunode ellos había luchado antes en invierno,ese era el problema. Ni siquiera los másveteranos capitanes estaban seguros desi era mejor que los hombres esperaranen cuclillas o tumbados, de si teníanmayor probabilidad de morircongelados estando cuerpo a tierra oquietos de pie. Parecía más lógicomantenerlos en movimiento, si bien esoles restaba energías y alteraba las filas ylas posiciones. Algún perro viejo decíaque el sudor constituía un enemigo sutil;que, si en medio de un frío helador unhombre se acaloraba demasiado, el

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sudor se le podía quedar congelado enla piel y entonces uno se iba al otromundo en un santiamén. Mientrasesperaban, el viento se habíaintensificado, y ahora soplaba con talfuria que les fustigaba la cara conpunzantes cristales de hielo. Muchoshombres levantaban los brazos paraprotegerse y entrecerraban los ojos hastaque quedaba apenas una raya por la quemirar.

Somerset sacudió negativamente lacabeza, como en un tic. Allí estaba,esperando con el ejército más grandeque nunca había conocido: casi cuarentamil hombres armados con hocinos, arcosy hachas. Más aún, tenía el favor del rey

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y la reina, especialmente el de la reinaMargarita. Sin embargo, el aire gélido yla nieve le hacían dudar de todo. El fríohacía mella en su confianza, como si laexhalara en el vaho que hacía gotear elinterior del casco. Ciertamente, sabíaque él sufría menos que los hombres másviejos. Algunas de sus líneas de a pieestaban formadas por rubicundosciudadanos de cuarenta o cincuentaaños. Los hombres que con la sangrecaliente se habían presentadovoluntarios no imaginaban que esta seles hubiera de congelar en aquel vastosilencio, con el ulular del viento porúnica compañía.

–¡Alto! –oyó Somerset en algún lugar

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de aquella absoluta blancura. Levantó lavista alarmado. Su temor se transmitió asu montura, que resbaló y se agitónerviosamente. Vio que, en las filasdelanteras, los hombres se miraban unosa otros y se preguntaban si habían oídola voz.

–¡Arqueros, enflechad y apuntad! –seoyó de nuevo la voz, casi encima deellos–. ¡Disparad! ¡Disparad! ¡Yenflechad y apuntad! ¡Enflechad yapuntad!

Somerset hizo girar violentamente alcaballo para encarar los gritos. Entornólos ojos, tratando de ver entre la nieve,pero resultaba imposible discernir algo.

–¡A cubierto! –gritó a los estupefactos

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capitanes–. ¡Escudos y a cubierto!¡Arqueros al frente, aquí! ¡Arqueros!¡Arqueros para contraatacar!

Ninguno de sus piqueros llevabaescudo. Las largas astas, que tan bienfuncionaban contra la caballería,requerían usar las dos manos paraequilibrar el peso de la cabeza dehierro. Y los hombres armados conhocinos y hachas también necesitabanambas manos para manejarlas, comoleñadores que cortaran un árbol joven.Ahora todos estaban estupefactos,inmóviles. El terror por la presencia dearqueros se extendió entre ellos yentonces cayeron en una histeriacolectiva, llena de gritos y alaridos cada

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vez más fuertes. La vertiginosaexhalación de las flechas en el aireprovocó que los hombres se arrojaran alsuelo y se taparan la cabeza con lasmanos, o que se pusieran en cuclillas,para empequeñecerse lo máximoposible. Los capitanes de Somerset losamenazaban para que volvieran alevantarse, gritándoles que semantuvieran erguidos, como hombres.

Somerset miró hacia la blancura,ciego, aunque oía perfectamente cómo seacercaban las flechas. Era el momentomás aterrador de su vida.

Los dardos se clavaban, demasiadorápidos para verlos venir. Aparecíanentre la nieve como un borrón y, de

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repente, se hacían visibles en la carne oen la dura tierra, vibrando, o bien entrelos retorcimientos de agonía de quienlos hubiera recibido. Somerset seagachó al sentir el golpeteo de lasflechas en los hombros, donde chocabany salían despedidas. Cada superficie desu armadura se había redondeado ypulido para que las flechas no pudieranhincarse. Dio gracias a Dios de que asífuera, aunque de inmediato sintió undolor en el muslo. Bajó la vista y se leescapó un grito ahogado al descubrirunas plumas blancas de ganso. Unaflecha había penetrado limpiamente através del hierro y le había clavado lapierna al recio cuero y a la madera de la

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silla. Con una maldición, agarró el astily tiró, gruñendo de dolor, hasta que delrojo surgió la negra cabeza, entresalpicaduras de sangre. Era una puntaatraviesa-mallas, un punzón afiladohecho para perforar. Respiró aliviado alcomprobar que la cabeza no tenía lasalas afiladas. Nadie le había oído rabiarde dolor; resultaba imposible entre losalaridos, berridos y gemidos de loscientos de hombres que veía morir enese mismo instante, con los cuerposretorciéndose y los miembros presa deespasmos que se hacían más y máslentos, hasta que por fin quedabaninmóviles.

–¡Retroceded! –bramó Somerset–.

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¡Contraataque de arqueros! ¡Que venganlos arqueros!

Los únicos que podían poner fin aaquella tormenta de flechas eran suspropios arqueros. Pero, mientrastrataban de abrirse camino, los dardosseguían cayendo en cantidadesincreíbles, tan incesantes como la propianevada. La tierra estaba forrada deplumas arrancadas, manchadas de sangreo desmenuzadas sobre el metal. Lasprimeras líneas huían desordenadamentede una muerte invisible contra la cual nopodían protegerse. Retrocedíanasustados, llenos de desconcierto yterror por el repentino asalto.

Somerset sabía que tan solo habían

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transcurrido unos minutos desde laprimera oleada de flechas. En esetiempo, el aire se había inundado deellas, a cada segundo. No podía durarmucho más; a esa esperanza se aferraba.Las aljabas del enemigo se vaciarían,los dedos buscarían dardos que ya noestarían allí. Cuando eso ocurriera,tendrían la respuesta lloviendo sobre suscabezas.

Las flechas cesaron como el últimoestertor de una tormenta de verano,dejando cientos y cientos de hombresque lloraban y rugían de dolor, ademásde Dios sabía a cuántos más que se ibandesangrando hasta quedar inmóviles.Lanzando maldiciones, los arqueros se

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abrieron paso entre los moribundos yprocedieron a tensar los arcos y soltarlos hombros. Somerset se regocijó alver cuántos eran, suficientes para dar larespuesta adecuada. Solo deseaba queYork y Warwick recibieran el ataquecomo él mismo había hecho, mirando ala nada mientras las puntas de hierrocaían en picado hacia ellos.

Somerset esperó hasta que se hubodisparado la primera oleada, millares dedardos a los que siguieron más y más.Era una lluvia destructora, seguramentetan numerosa como la que había caídoen su propio campamento. Resultaríaefectiva. A pesar de que tenía la piernadormida y la sangre le goteaba por la

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bota de hierro, Somerset levantó lasmanos y reclamó la presencia demensajeros para transmitirles nuevasórdenes. Mientras tanto, observabacómo los arqueros tensaban los arcos ydisparaban al cielo, una y otra vez,proyectiles de trayectoria semicircularque caerían como lanzas sobre elenemigo.

Fauconberg permanecía silencioso,escuchando los gritos en la lejanía. Unasonrisa le atirantó el rostro, aunquetemblaba y la falta de sueño le daba unaspecto sombrío. Sus arqueros habíanarrojado las armas más poderosas delcampo de batalla y después habían

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retrocedido sin dilación, tal como él leshabía ordenado, trotando para alejarseunos trescientos metros de las líneasenemigas. Para entonces, ya no teníanflechas, y los carros con más aljabasestaban lejos, en la retaguardia, o biense habían perdido junto con el aladerecha de Norfolk. Fauconberg losdejaría ir atrás hasta que sereaprovisionaran con las flechasnecesarias.

Tras un corto tiempo de espera, losarqueros de Lancaster respondieron. Lasonrisa de Fauconberg se hizo másamplia, los ojos le brillaron. Aquelloshombres disparaban contra el viento yno a favor, como habían hecho los suyos.

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Mejor aún: con aquella espesa nevada,no tendrían ni idea de que sus hombreshabían retrocedido. Varios millares deflechas caían donde poco antes habíanestado sus filas, una marea sibilante demortíferas púas que casi llegaban hastaellos, pero que aterrizaban callada ysilenciosamente, sin llevarse una solavida. Los soldados sonrieron, ufanos desu inmunidad, y Fauconberg rio, pues sele había ocurrido otra idea audaz.Esperó hasta que los últimosrepiqueteos cesaron. Ellos no habíanterminado aún, todavía no.

–¡Arqueros, recoged las flechas! –lesgritó.

Aquellos hombres, que solo se sentían

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seguros con la aljaba llena, ahora selanzaron hacia delante para arrancar lasflechas hincadas en la tierra. Algunas sehabían partido o agrietado, pero otrasestaban enteras. Compararon la calidadde sus respectivos hallazgos yparecieron satisfechos, mientras se reíanpor cómo Fauconberg se la había jugadoal enemigo.

Una vez que tuvieron las aljabasllenas, Fauconberg dio nuevas órdenes asus capitanes, y los arqueros, una vezmás, tensaron sus armas para enviar lasflechas de Lancaster al cuello dequienes las habían previamentedisparado.

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duardo de York emitió un gruñidode satisfacción al ver la formaciónque marchaba hacia él. Apenas sela distinguía entre la nieve. En la

distancia, era poco más que un borrónoscuro y unas picas alzadas. Los cuernossonaron en ambos bandos, mientras lasfuerzas del rey Enrique descendían porla pendiente para ir a su encuentro.Eduardo miró el pálido cielo y pensóque la visibilidad estaba mejorando.

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Ahora podía ver algo más lejos, aunqueel aire seguía lleno de espesos copos ycada pisada hacía crujir la relucientetierra, que quedaba hecha una masaparda en cuanto las tropas pasaban porella. En cualquier caso, él no habíatraído veinte mil hombres durante másde trescientos kilómetros para adoptar elpapel de tímido pretendiente. Supropósito era dejar zanjada la cuestión.

–He confesado mis pecados y heofrecido mi alma a Dios. Creo que estoylisto, milord Warwick –dijo–. Y bien,¿estaréis a mi lado?

–Sí, estaré a vuestro lado –contestóWarwick.

Eduardo sonrió y ambos desmontaron.

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Algo más adelante, podían distinguir losestandartes de Somerset y Percy y lastropas acercándose con sonoros pasos,al son de tambores y gaitas yquejumbrosos cuernos que hacían arderla sangre.

Cuando Warwick y el rey Eduardopusieron pie a tierra, el grito de algúncapitán cercano dio el alto al cuadrocentral, que se detuvo con impresionantedisciplina. Miles de ojos mirabanalternativamente al joven rey y aaquellas tropas que pretendíandestruirlos. Su número parecía infinito.

Warwick palmeó en el cuello a sumontura y luego le arrebató un hacha depetos a un perplejo soldado, la hizo

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girar en círculo por la parte del martilloy la descargó con un crujido terrible enla ancha testuz del caballo. El animal sedesplomó al instante, muerto. Loshombres que lo rodeaban lanzaronvítores y Eduardo maldijo, sorprendidoy risueño.

–Un hermoso gesto, Richard –gritópara que todos lo oyeran–. Está claroque no saldréis corriendo. Pero si yohiciera lo mismo, no encontraría otrocaballo lo bastante grande como parallevarme.

Complacido, oyó que los hombresmás cercanos reían y que luego repetíanlas palabras a quienes no las habíanoído. El enorme garañón de Eduardo fue

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entonces llevado atrás, conducido entrelas líneas de hombres por unosorgullosos muchachos. Otros corrieronal frente para dar de beber agua a quienlo necesitara. Y, en todo ese tiempo, lasoscuras líneas enemigas no dejaron deacercarse, más y más hombres quesurgían sin cesar por los flancos, entrelos remolinos de nieve.

A pie, Eduardo y Warwick secolocaron en la tercera fila. Losestandartes ondeaban altos a sualrededor, declarando su presencia en elcampo a aliados y enemigos. Los doshombres disimulaban su nerviosismomientras hacían girar los hombros ysilbaban a sus capitanes. Todo el cuadro

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central se puso en movimiento de nuevo,esta vez con un rey entre sus filas. Elcaballo muerto desapareció entre lastropas que avanzaban.

El casco de Eduardo le cubría labarbilla y la mandíbula, pero le dejabalos ojos y la nariz al descubierto. Habíarehusado el tipo de yelmo que reduce elmundo a una mera ranura, pese al riesgode que una flecha le alcanzara en lacara. Prefería ver, había dicho. Y ahoramiraba con ojos pálidos y crueles a laslíneas que tenía delante. Ojos sin asomode duda.

–¡Acabemos de una vez con estosdébiles hombres! –gritó–. ¡Nada de paz!¡Nada de rendiciones! ¡Nada de

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rescates! –Su voz era un martillo paraquienes se hallaban cerca.

–¡Por el rey Eduardo! –bramóWarwick.

Millares de hombres repitieron elgrito con incluso mayor fuerza, hastaquedarse roncos, al tiempo queentrechocaban hachas y largos cuchillos.Eduardo rio con auténtico placer, laespalda en alto a modo de saludo. Elclamor rasgó el aire e hizo que algunosde los que se aproximaban titubearan operdieran el paso. Los soldados deEduardo no dejaron que aquel sonido seapagara, aunque en ciertos momentos noera más que el rugido incoherente deunos hombres airados, arrastrados a

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aquel gélido lugar con hierro entre lasmanos.

Warwick sintió la compresión de lavejiga y que la respiración se volvíamás jadeante en su pecho, como si elaire no entrara bien en los pulmones.Llevaba la cimera de su familia en lasobreveste que cubría la armadura, y enla espada y el escudo lucía los mismoscolores de Neville. Él había tenido parteen la coronación de Eduardo, y la osadíade afrontar aquella blasfemia ante el reyEnrique y el trono de Lancaster.

–Vuestro tío lo ha hechoextraordinariamente bien, Richard –ledijo Eduardo al oído, interrumpiendolos pensamientos de Warwick–. Ha

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entendido mejor que nosotros lasposibilidades de la nieve, diría yo.Mejor que nadie.

–Es un buen hombre –le gritóWarwick encogiéndose de hombros.

A su alrededor, el ruido habíaalcanzado el nivel del restallar de lostruenos o el rugir de los leones. La tierraparecía temblar y Warwick sentía comosi le llevaran en una gran ola, arrastradodentro de ella con fuerza tal queresultaba imposible resistirse. Suprincipal centro de atención eranaquellos cuya presencia no parecía notarEduardo, los sólidos piqueros yhacheros que avanzaban a grandestrancos, con la cara ardiendo de júbilo

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ante la idea de combatir contra el reyusurpador. Alcanzaban a ver losestandartes con la rosa blanca, ytendrían ese punto como objetivo.

–¿Tenéis noticias de Norfolk? No hesabido nada de él desde el amanecer. –Eduardo agarró el hombro de Warwick,de modo que los yelmos golpeteaban yse arañaban–. Me hace temer lo peor.

Warwick se atrevió a mirarlo desoslayo y, una vez más, se dio cuenta delo joven que era. Aquel rey acababa deproclamar su ascenso al trono y ahoramarchaba contra un ejército inmenso,apenas tres meses después de la muertede su padre y de su hermano. Sinembargo, parecía haber en él algo más

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que el deseo de hablar para calmar losnervios. Cada paso revelaba más y mástropas de Lancaster. Sin Norfolk,Eduardo era consciente de hasta quépunto los sobrepasaban en número. Ensu mirada había preocupación.

–Podéis confiar en Norfolk, su alteza–gritó Warwick por encima del tumulto.Utilizó deliberadamente el tratamientopara dirigirse a York, para que Eduardolo oyera y lo tuviera bien presente. Elejército que habían reunido necesitabaque se mostrara audaz y despiadado, yno asaltado por las dudas–. Estoy segurode que se perdió a causa de la nieve y laoscuridad de la noche. Pero Norfolk esde estas tierras. No puede estar lejos.

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Aparecerá lleno de furia, más aúndespués de haberse rezagado.

Eduardo inclinó la cabeza, aunqueWarwick podía ver que por sus ojoscruzaban oscuras sombras y quemostraba incluso mayor frialdad. Yaestaban al alcance de los arcos, yWarwick comprendió cuántas vidashabía salvado Fauconberg aquellamañana al restarle toda mordiente a losarqueros de Lancaster. Por haberconocido en carne propia el terror de unataque de flechas, Warwick dabainfinitas gracias por ello. No había en elmundo sonido más aterrador que elpitido de las flechas que se aproximan.

Para entonces, no habría ni cien

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metros de separación entre ambosejércitos. Al principio, muchos de loshombres habían reído y bromeado, osacado a colación pensamientos yrecuerdos de viejas deudas a medidaque se acercaban. A los dueños de esasvoces, uno tras otro, se les había idosecando la boca. Los tambores seguíantocando y los capitanes y sargentosexhortaban a sus hombres a atacarprimero y a hacerlo con fuerza, pero sehabían acabado las risas y las palabrasdesenvueltas. Los grandes cuadros seperdían más allá de la vista y la nieveseguía cayendo.

Warwick se preparó para la mayorexigencia física que nunca había

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afrontado. Llevaba toda una vidaadiestrándose para ella, desde niño,cuando golpeaba los postes de madera,hasta las docenas de torneos en los quehabía participado. Estaba tan fuerte y tanen forma como siempre lo había estado.Empezó a respirar rápido, jadeandodentro del casco. Deseaba que el vientocesara y dejara de nevar. Nadieguerreaba en invierno, porque resultabapenoso incluso alcanzar el campo debatalla, antes de que arqueros yformaciones se encontraran siquiera.

En ambos bandos, los capitanestomaron grandes bocanadas de airehelado y gritaron a sus muchachos laorden de cargar. Sonaron los cuernos a

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un extremo y otro de las líneas, untrompetazo metálico y desagradable quelanzó a los hombres a una tambaleantecarrera. Las formaciones corrían unahacia la otra, el filo de las armas en alto,preparado para ese primer y vigorosogolpe contra cualquier traidor hijo dezorra que los atacara.

Se embistieron sobre una nieveintacta y perfecta, pateada y convertidaal instante en una masa parda, tintadaluego de oscuras manchas rojas encuanto salpicó la primera sangre o severtió o goteó de los tajos de heridos ymoribundos.

Derry Brewer salió de la tienda, absorto

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en sus pensamientos. Un viento gélidoululaba sobre el campo, detrás de lasformaciones que combatían. La pérdidadel pequeño contingente de Clifford noera nada, pero a Derry aún le costabacreer que tantos hubieran caído por laavalancha de flechas que había surgidode la nevada. Los comandantes ingleseshabían conocido el peligro de losarqueros desde antes de la batalla deCrécy, hacía más de un siglo. Losejércitos sencillamente no podíanmarchar sin un contingente de arqueros,al menos si esperaban sobrevivir. Peroel enfrentamiento de Somerset se habíasaldado con unos seis mil hombresmuertos o con heridas demasiado graves

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para volver a luchar. Derry nunca habíavisto caer a tantos, y todo en un duelo dearqueros de apenas unos minutos. Lamaldita nieve los había perjudicadotanto como todo lo demás. Muchos delos supervivientes morirían a lo largodel día, desangrados por no tener anadie que les vendase la herida. Losmédicos del rey habían instruido a unospocos muchachos y criados, pero setrataba de un trabajo atroz y los heridoseran demasiados, a pesar de que la luchano había hecho más que comenzar.

Derry se estremeció al pensar en loshombres que había visto llorar y gemiren la tienda, con rostros desfiguradospor el dolor, todos ellos con heridas

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terribles. Él ya había sobrevivido aalgunas batallas antes… y después sehabía ido a tomar una opípara comidaesa misma noche, pero había algoperturbador en ver al cirujano del reysacando un globo ocular rajado. Ese tipode horror era el que le había hecho salira respirar un aire más fresco.

Tendría que enviarle un mensajero ala reina, desde luego. Estaríadesesperada por recibir noticias. Almenos se hallaba segura en la ciudad,junto con su esposo y su hijo. Con másde treinta mil hombres luchando porella, esperaría una gran victoria quepermitiera poner fin a las guerras.

Mientras se alejaba de la tienda y de

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sus horrores, Derry se vio detenido poruna mano en el pecho. La agarróinstintivamente, levantó la vista y vio aun tipo de facciones duras, sin afeitar,vestido con calzas y una túnica contachuelas y ceñidor. Un olor animal decarne sin lavar emanaba de él. Derryretorció aquella mano, aunque percibíaque más hombres se le acercaban pordetrás. Eran cuatro, todos con la vistaclavada en él, mientras el de delante sefrotaba la muñeca y le lanzaba unamirada asesina.

Derry sintió un repentino estado desosiego y una gran fatiga, y de prontocomprendió.

–Ah, muchachos –dijo casi en tono

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reprobador–. ¿Quién ha sido, pues?¿Quién ha dado la orden?

–Milord Clifford –contestó uno deellos orgullosamente–. Un precio porvuestra cabeza… si llegaba la noticia desu muerte. Reclamaremos la bolsa demonedas, maese Brewer, a sucorrespondiente pagador. Haríais bienen tranquilizaros, aunque de un modo uotro el desenlace será el mismo.

Derry notó en los hombres la tensiónde una acometida inminente. Miró detrásde ellos en busca de alguien, cualquieraque pudiera ayudarle. El problema eraque en el campamento solo quedabanputas y heridos. Debería haber habidosirvientes y comerciantes, esposas y

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costureras, pero, seguramente, en esemomento estaban en el límite delcampamento, forzando la vista paradiscernir algún signo de lucha. Loscapitanes y sargentos se hallaban todosen la batalla.

Derry estaba solo. Cerró un instantelos ojos, sorprendido por la firmeza desu aceptación. Ya no era un hombrejoven, esa era la verdad. No sería capazde luchar y librarse de las garras decuatro fornidos soldados, todos ellosdispuestos a deslizarle un cuchillo entrelas costillas al primer signo deresistencia. No. Estaba acabado. Lomejor que podía hacer era irse condignidad.

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–Muy bien, muchachos –dijo en tonotranquilo, mirándolos a todos–. Pero unhombre irá a por vosotros, después. Nocejará hasta dar con vosotros ydemostraros por qué deberíais haberdesobedecido las órdenes de un lordmuerto, por qué deberíais haber huidomientras podíais hacerlo.

–Os estáis meando y cagando demiedo, ¿eh? –dijo uno de ellos con unarisotada, empujándolo hacia elembarrado camino–. Caminad. –Elhombre se dirigió a sus compañeros conun brusco gesto de la cabeza–. Mejor enel bosque, en lugar tranquilo, ¿no? –Diootro empujón a Derry y este tropezó enla nieve fangosa–. Si os portáis bien, lo

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haré limpiamente, como con un ganso deNavidad.

Derry negó con la cabeza al tiempoque empezaba a caminar. Seguíanevando. Incluso resultaba difícildiscernir las caras a cierta distancia.Sabía que si gritaba pidiendo ayuda, loacuchillarían allí mismo y saldríancorriendo. No iba a acudir nadie. Loshombres de Clifford habían elegido bienel momento. Derry casi sonrió alpensarlo, pero en ese momento sintió unreflujo ácido que le hizo eructar. No sele había ocurrido que Clifford se latuviera jurada hasta ese punto, aquelrencoroso hijo de perra.

Lo peor de todo era que le quedaba

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trabajo por hacer, trabajo que precisabade las especiales cualidades de DerryBrewer. O eso se decía a sí mismo. Sushombros se hundieron y dejó depreocuparse. Se sentía más ligero unavez tomada la decisión, y eso le hizoerguir la cabeza. Derry Brewer caminócon los hombres hacia el oeste, fuera delcampamento, mientras todos miraban alsur, hacia el prado sangriento próximo alpueblo de Towton. Warwick sepreguntaba si le estallaría el corazón.Tal vez fuera a sufrir una apoplejía, unataque en el campo de batalla que ledejaría sin poder hablar y con la caracomo cera fundida. Su respiraciónexcedía con mucho los meros jadeos, y

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cada exhalación era un bronco resuello,como si escupiera fuego entre los labiosde una herida. Respirar dolía. Y dolíacaminar. Sabía que no había actividad otrabajo que exigiera más energía queluchar. Lo único que se le acercaba eratalar árboles, y por esa razón todos loscaballeros, si esperaban luchar en elcampo de batalla, debían adiestrarse enel manejo de hachas y espadas durantehoras, todos los días. La habilidadinnata no valía de nada cuando las armasse esgrimían con debilidad. Un guerreroendurecía sus huesos, y forjabamúsculos como troncos de roble paraproteger esos huesos. De ese modo,podría sobrevivir.

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Eduardo se mostraba como unauténtico león merodeador. Y no solopor su estatura, sino porque habíanacido para aquella tarea. Se movía congracilidad y economía, de manera quetardaba más en cansarse que loshombres que lo rodeaban. Nomalgastaba ningún golpe, ningún giro delarma resultaba desmedido. Habíamatado a una docena de hombres y suarmadura ya estaba rasguñada yabollada y rajada. Los hocinosesgrimidos por quienes los atacabantenían veinticinco centímetros de durohierro, y su punta se había diseñado paracortar armaduras, al menos si quien lomanejaba era un hombre robusto y

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fuerte. Las placas pectorales de Eduardomostraban tres de aquellos cortestriangulares, de uno de los cualesmanaba sangre. Los tres hombres quecon sus garfios habían atravesado laguardia de Eduardo habían quedadoatrás, pisoteados y yertos.

Warwick no podía sino admirar elavance implacable del rey, siempreequilibrado, siempre infatigable. Yanadie quería enfrentarse a Eduardo.Había algo salvaje en él, leonino olobuno. Warwick se estremeció y tratóde respirar y seguir adelante. Ya no lecabía ninguna duda de que Eduardoposeía las cualidades necesarias paraser rey. Le correspondía por linaje y

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además era un Goliat en el campo debatalla. Con menos, se habían construidoimperios. Mientras Warwick observabay respiraba dolorosamente, Eduardocruzaba la tierra removida en busca dealguien que peleara con él. Frente aaquel enorme guerrero de relucientearmadura, los otros procurabandesviarse de su camino, como sidespidiera un fuego abrasador. Él sereía de ellos al verlos resbalar y caer,golpeaba su propio escudo con laespada y los hacía retroceder a gatas.

Warwick se volvió bruscamente al oírque a su izquierda sonaban cuernos. Elsonido se mostraba algo caprichosocuando uno estaba dentro de la

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armadura, por lo que el conde empezó agirar la cabeza atrás y adelante sin dejarde avanzar junto a Eduardo, a quienprotegía de cualquiera que pudieraacometerlo por ese flanco. Precisamentepensaba en esa posibilidad cuando unjoven granjero vestido de cuero y lanase acercó lanzando tajos con el hocino,tratando de coger a Eduardodesprevenido. Warwick descargó laespada en el brazo del hombre. El golpele partió el hueso y le dejó el brazobamboleándose de un hilo tendinoso. Elgranjero cayó entre alaridos yagarrándose la herida. Una estocadapuso fin a sus gritos, y entonces loscuernos se oyeron de nuevo.

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Warwick, esforzándose por descubrirsu procedencia, entornó los ojos paramirar a lo lejos. El cuadro central deEduardo había abierto una honda brechaen las tropas de Lancaster, como si fuerauna lanza de punta ancha y plana. Cadapaso se había ganado con duro esfuerzo,pero Warwick calculaba que, comopoco, habrían conquistado unos cientosde metros sobre los cadáveres de losenemigos. Resultaba imposible sabercómo su tío estaría manejando el alaizquierda, pero la violenta acometida deEduardo estaba abriendo el centroenemigo; junto a él unos ocho milhombres cuya actitud y confianza se

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nutrían de aquel rey acorazado quebramaba desafiante.

En algún lugar, a su izquierda,Warwick oía caballos donde no deberíahaberlos. Trató de tragar saliva. Tenía laboca seca y la garganta tan cerrada eirritada que apenas podía graznar ungrito de aviso.

–Su alteza… Eduardo. ¡El alaizquierda!

Su tío Fauconberg debía de estarhacia ese lado junto con su hermanoJohn, aunque Warwick no los había vistodesde el episodio de las flechas y lasalarmas de la mañana. Había llegado aodiar aquella nieve cegadora, másincluso que el frío, a pesar de que este

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empeoraba las magulladuras y dejabalas manos demasiado entumecidas comopara empuñar una espada.

Vio que Eduardo se volvía y mirabadonde él apuntaba con el guantelete,hacia la izquierda. Una resolutivaexpresión apareció en la boca del jovenrey, quien con una fría mirada a sualrededor sopesó a qué hombres podríarecurrir.

–Hay jinetes por allí, fuera de losárboles –le gritó a Warwick.

El ruido que siguió fue atroz, un granestrépito de metales y gritos de dolorque resonaron por el campo de batallacomo el estallido de un trueno. Cientosde hombres se giraron para averiguar

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qué ocurría, un momento de inatenciónque les costó la vida.

–¿Cuántos son? –gritó a su vezWarwick. En ese instante, deseaba nohaber matado a su caballo, pese a lasadhesiones que el gesto le habíagranjeado.

–Demasiados –replicó Eduardo. Hizobocina con la mano y prosiguió–:Traedme el caballo. Traédmelo.

Se dejó engullir y sobrepasar por lamasa humana de las primeras dos filas yse incorporó de nuevo a la tercera fila,en espera del gran garañón capaz desoportar su peso con la armadura.Warwick, al comprender lo que Eduardopretendía, envió sus mensajeros a cuatro

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capitanes cercanos para comunicarlesque el rey requería su presencia y ayudainmediatas, y estos comenzaron aaproximarse a la posición de Eduardo.

–Debéis empujar junto con mi seccióncentral, Warwick –gritó Eduardo–. Sonmis mejores hombres. No flaquearán.

Para sorpresa de Warwick, Eduardoestaba sonriendo, animado por algúnoscuro deleite. Tenía la armadurasalpicada de barro y sangre, lasobreveste manchada de rojo por encimade los leones reales. Sin embargo, enese momento, pese a toda su juventud yaflicción y cólera, Warwick sabía queEduardo nunca había experimentado unaalegría tan pura. Estaba borracho de

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violencia. El campo de batalla podíaquebrar a un hombre; bien lo sabíaWarwick. En cambio, a unos pocos loshacía felices, pues descubrían un lugardonde su fuerza, su habilidad y susrápidas manos contaban de verdad, unlugar donde ninguna otra preocupaciónlos perturbaba.

El júbilo de Eduardo se revelaba enla furia de su mirada, en su crueldad.Apoyó la rodilla en las manos delcaballero que le había traído el caballo,se encaramó con facilidad a la silla y enun segundo se convirtió en un jineteguerrero, fundido con su montura de talmodo que su fuerza y poderío parecíantriplicarse. El caballo coceó de repente,

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a pocos centímetros de uno de loshombres de a pie.

–¡Presionad por el centro! –gritóEduardo para que lo oyeran todos,aunque se dirigía a Warwick–. Loshombres de Lancaster no son más queniños. No resistirán.

El rey trotó a través de la formación,interrumpiendo a las filas que sedetenían a vitorearlo. Sus caballeroshicieron piña a su alrededor, con lasastas de los estandartes alzadas. Juntocon los cuatro capitanes, cientos dehombres acometieron con él, sonriendocomo dementes mientras trotaban tras laestela del rey montado en su caballo debatalla. Se dirigían al tumulto de lucha

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que se oía en el ala izquierda, para darrespuesta a las desconocidas tropassurgidas de la arboleda.

Fauconberg maldijo al tiempo queapartaba un lanzazo con la empuñadurade la espada. El bosquecillo que tenía ala izquierda le había parecidodemasiado pequeño para disimular lacantidad de jinetes que de él habíansalido lanzados a la carga. A las filassituadas más a la izquierda las habíansorprendido inmóviles, con la atenciónen las fauces de la lucha que teníandelante. Apenas a cuarenta metros dedonde se hallaba, el frente de sussoldados seguía destrozando huesos y

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hierro y derramando sangre, mientrascapitanes y sargentos de ambos bandosbramaban con cada carga, con cada pasoganado. Tras algunos súbitos arreones yuna presión sostenida, Fauconberghabían conseguido ganar algo de terreno,pero a un alto coste. El ala izquierdasolía ser la más débil, la última enentrar en combate. Sin embargo, juntocon la nieve, la propia magnitud de labatalla estaba reescribiendo las normas.Si el ala derecha de Norfolk hubieraestado allí, se habría lanzado en primerlugar, apoyada por Eduardo y Warwickpor el centro; y, por último, si es quellegaba a ocurrir, habrían entrado enacción las tropas de Fauconberg. En

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lugar de eso, las líneas de batalla habíansido tan amplias que el centro y laizquierda habían chocado al mismotiempo contra el enemigo… y Norfolkhabía desaparecido en la nieve.

Sin cesar acudían más y más hombrespara alimentar el frente, dondepermanecían hasta que estabanexhaustos; entonces caían y eranreemplazados. Fauconberg marchaba enla segunda o tercera fila, desde donde,junto con dos sargentos, lanzabasoldados hacia delante o los hacíaretroceder, tratando de dar respiro a losque estaban mortalmente cansados, antesde que les arrancaran la vida. Seenfrentaba al ala más fuerte de

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Lancaster, en la que los estandartes deSomerset resultaban visibles apenas a uncentenar de metros.

En medio de aquel punto muerto,había llegado la emboscada preparadaen la arboleda, doscientas unidades decaballería pesada reservadas paraatacar su flanco. Portaban lanzas largaso ligeras y ya avanzaban a galopetendido cuando Fauconberg los viosurgir de la nieve, tan solo una mancha yun fragor creciente, hasta que filasenteras de sus hombres empezaron amarchar hacia atrás, como un niño quese quitara apresuradamente del caminode un perro rabioso.

Los jinetes habían desgarrado las

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formaciones de los sufridos hombres dea pie que, en aquel momento,aguardaban su turno en la linde de labatalla con paciencia y coraje. En lugarde la lucha que esperaban, estoshombres habían sido arrollados,aplastados al instante por aquellacaballería acorazada, o ensartados conhierro y madera astillada. Saltaban lasesquirlas por toda el ala izquierdamientras esta se encogía, acobardadafrente a la carga. Todo el cuadroizquierdo desfalleció y las líneas quemarchaban se comprimieron hasta verseforzadas a detenerse, mientras en losbordes de la formación algunoscontinuaron acometiendo casi de forma

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insensata. Los hubo que alzaron laspicas en filas, tal como les habíanenseñado a hacer contra los jinetes. Peroeran demasiado pocos, y Fauconbergtragaba saliva mientras daba órdenespara reforzar las líneas, sacar de allí alos hombres y rehacer la formación.Atrás quedaron bramando los heridos y,ya empezando a enfriarse, los muertos.

Fauconberg se quitó el guantelete paraenjugarse el sudor de la cara. Elverdadero enemigo era el pánico, comosiempre. Doscientos jinetes no podíananiquilar a un ejército, ni siquiera a unala, al menos a un ala compuesta porocho mil hombres. Pero mientras losjinetes avanzaban sin oposición y

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mataban a placer, las filas no hacíansino retroceder, como esperando quealgún otro respondiera a aquellaamenaza. Fauconberg vio que uno de sushombres lanzaba la pica como si fuerauna lanza y conseguía derribar a uno delos atacantes. Se abalanzó entonceshacia la figura caída boca abajo, perohubo de retroceder sobre el resbaladizosuelo cuando otros jinetes acudieron algalope. Llevaban las espadasdesenvainadas, satisfechos de poderrajar a las filas de a pie. Lleno de cóleray frustración, Fauconberg ordenó a unmuchacho que corriera a la retaguardia,donde sus arqueros se esforzaban poravanzar. Unos cientos de flechas

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pondrían fin a aquella amenaza. Habíanutilizado las últimas varias horas antes,pero quizá quedaran algunas. Era unaesperanza vana, lo sabía.

Una docena de jinetes volvieron aembestir su flanco. Algunos de sussargentos reclamaron a gritos lapresencia de piqueros y por fin la línease erizó de púas, pero no antes de quelos jinetes hubieran dado media vueltacon las espadas bañadas en sangrefresca. Aullaban y vitoreaban mientrasgalopaban adelante y atrás, complacidosen su dominio sobre los desdichadosque pasaban ante ellos.

Fauconberg miró a la derecha, enbusca de ayuda. Su ánimo pareció

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cobrar nuevo brío cuando vio que seacercaban los estandartes de Eduardo.

–¡Sí! –murmuró Fauconberg–. Buenmuchacho. Buen rey.

Se rio de sus propias palabrasmientras Eduardo llegaba al galope. Lasenormes formaciones ralentizaban lamarcha al pasar Eduardo. Algunosincluso se detenían a mirarlo, mientraslos oficiales se desgañitaban comoposesos para que siguieran adelante.Después de horas de lucha incesante, lossoldados de ambos bandos descansaronapenas un instante para ver cómoEduardo acudía en ayuda de un alafuertemente dañada.

–¡Abrid paso! –gritó Fauconberg a

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quienes lo rodeaban–. ¡Abrid paso alrey! –Sonreía como un demente, losabía, pero no podía evitar que aquellosestandartes le infundieran nuevo ánimo:la rosa blanca, el halcón de York, el solen llamas y los leones reales.

Los jinetes que habían atacado el alatambién vieron llegar a Eduardo.Algunos señalaron hacia el bosquecilloque tenían detrás, los partidarios sinduda de protegerse en él. Otros hicieronnotar el avance del rey, que ibaatravesando sus propias líneas parallegar a ellos. No resultaba difícilimaginar la discusión que manteníanentre ellos. Si conseguían que Eduardo

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cayera, la victoria se decantaría del ladodel rey Enrique.

Fauconberg sintió una rigidez en elpecho, como si la piel se le aferrara alos huesos. El rey Eduardo cruzó amenos de veinte metros, trotando conairosa destreza sobre su gran caballo debatalla. Le acompañaba un grupo deportaestandartes y, a su alrededor, tropasarmadas con hocinos y hachas de petos,hombres robustos y en buena forma quecorrían al lado del rey.

Eduardo y sus caballeros emergieronpor un flanco hacia los jinetes que losaguardaban. En un instante, el rey yahabía derribado a los primeros doshombres que le habían salido al paso.

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Dos lanzas le alcanzaron, resbalaron porla armadura y salieron despedidas. Lellegó una tercera, arrojada con todas susfuerzas por un jinete bien plantado en sucamino. El proyectil erró su objetivo yEduardo, lanzado a medio galope contraaquel caballo de menor tamaño, golpeóviolentamente al jinete en el hombro y lohizo caer. El impacto le arrancó aFauconberg una mueca de dolor. Eracomo ver a un halcón cayendo sobre unapaloma y dejándola destrozada. Lavelocidad y el peso influían en ello,pero imaginaba también lo difícil quedebía de ser mantener la calma cuandoEduardo se te echaba encima. El rey nose desviaba ni frenaba. Cabalgaba

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directo hacia cualquiera que se cruzaraen su camino y acababa con él, lo heríacon la espada o lo derribaba de ungolpe. Era mucho más diestro y rápidoque hombres más veteranos; con unafinta los hacía vencerse hacia un ladopara después, mientras se daban lavuelta, derribarlos de sus monturas conun fuerte golpe. En la flor de la juventud,hacía que algunos adversariosparecieran niños manoteandodesmañadamente.

Alrededor del rey, los hombresarmados con hocinos se encontraban ensu elemento. Mientras los jinetesenemigos acudían en descontroladotropel, firmes en su posición, aquellos

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hombres se lanzaban hacia ellos y lesajaban una pata a un caballo, o bienalanceaban a los caballeros desde abajoy los hacían caer escupiendo sangre. Losque más diestramente esgrimían loshocinos eran los carniceros, herreros,curtidores y ladrilleros, muyacostumbrados a su uso.

La pelea no duró mucho más. Eduardoobservó el panorama de cadáveres yquejumbrosos caballos que morían a sualrededor. Había sido un esfuerzo atroz,pero ahora se sentía exultante, hasta elpunto de preguntarse si debía ocultaraquella emoción, como si fuera algoinmoral. No podía hacerlo. En lugar deeso, levantó la espada y lanzó un grito

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de victoria. En torno a él, cientos dehombres sonrieron y vitorearon, unclamor que se extendió por toda el alaizquierda y más allá, hacia el centro,donde Warwick reía sin dejar de luchar.Se trataba de una acción menor, perocon ella Eduardo había demostrado suvalía. Casi todos los hombres habíanpresenciado su cabalgada al frente delejército. Cualquier duda que pudieraexistir, había ahora desaparecido.Luchaban por un rey de Inglaterra y,completamente confiados, todossintieron que sus fuerzas se renovaban.

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a nieve caía incesante y el vientosoplaba en ráfagas; esto obligaba alos soldados a entornar los ojospara evitar que les entraran motas

de hielo. La escarcha que recubría supiel, cabello y los pliegues de sus ropasse resquebrajaba y desprendía a cadapaso que daban y con cada vaivén de laespada. El día continuaba su avancemientras dos ejércitos inmensospermanecían en jaque, ninguno de ellos

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dispuesto a ceder a menos que fuera porencima de los cadáveres de sus propioshombres. Las picas punzaban cuando loscapitanes daban la orden de cargar porun hueco, desgarrando hendeduras en laslíneas de soldados. Durante todo eltiempo, hachas de peto y hocinosascendían y descendían, mientras cortosbracamartes se encargaban de hacer eltrabajo más truculento.

Tras las líneas de combate, las filasse comprimían en busca de calor,intentando impedir que el viento soplarapor entre ellas y les arrebatara la fuerza.Pateaban con fuerza el suelo y secalentaban las manos con el alientomientras avanzaban de manera

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inexorable. No podían batirse enretirada y apenas tenían margen demaniobra cuando la tenue luz empezó aapagarse y las sombras cayeron sobredecenas de miles de hombres que sealzaban sobre la tierra helada conmadera y hierro en las manos.

Hubo momentos en que el vientodespejó la nieve y el campo de batallaquedó a la vista. Para los lores yhombres de armas que habían viajado alnorte con Eduardo, la imagen no resultóalentadora. El ejército de Lancasterseguía siendo una hueste, una manchaoscura que se desplazaba como unabandada de estorninos sobre el níveosuelo. Exhaustos, los sureños se miraban

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entre sí y sacudían la cabeza. Ahora quela luz se desvanecía, resultaba difícilcontemplar tal imagen y no acobardarse,no sentir una punzada de desesperanza,con el cuerpo dolorido y rígido por elfrío.

Seguía habiendo niños que corríanentre las líneas portando botas de cuerocon agua de cuyo brocal los hombresbebían como si mamaran del pezón deuna madre. Los pequeños permitían a lossedientos tomar un sorbo desesperado,si bien los maldecían y empujabancuando bebían con ansia y sederramaban la valiosa sustancia por labarba. En ningún momento cesaba labatalla, las líneas se arrojaban unas

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contra otras y los hombres gritaban elnombre de sus amigos y seres queridos,al entender que morirían bajo lapenumbra, aullando su último grito oresbalando entre las piernas de quienesavanzaban fatigosamente.

Cuando el sol se puso, se llevó algovital. Los combatientes más avezadosencorvaron los hombros y dejaron caerlas cabezas, preparándose para ladesalentadora resistencia que tendríanque oponer en la oscuridad. Nadie dio elalto, ni los lores ni los capitanes. Todosparecían entender que habían llegado aaquel lugar al servicio de dos reyes ysolo lo abandonarían sirviendo a uno deellos. Los cuernos y los tambores

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guardaron silencio y dejaron de asfixiarel rugido de las milicias, que ascendía ydisminuía como olas rompiendo contrauna playa de guijarros. Y ahora tambiénresultaron audibles las voces de losmoribundos, que graznaban cualgaviotas.

Tras luchar durante horas se habíanapoderado de los hombres de armas unaextenuación plúmbea y una confusiónque no hacían sino aumentar en lanegrura. Tropezaban con suscompañeros y, en manos de enemigosmenos agotados, caían como el trigosegado. La cifra de víctimas aumentabasin cesar mientras soldados fuertes seabalanzaban con crueldad sobre otros

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debilitados, antes de quedar tambiénellos extenuados y caer a su vez.

Entre las filas de York crecía ladesesperación. Incluso en el centro,donde Eduardo permanecía en pie yluchaba como si fuera inagotable, habíanvisto la magnitud de las líneas deLancaster. El joven rey no habíadevuelto su caballo a la retaguardia.Tras saludar a Fauconberg, habíacabalgado junto a Warwick,agradeciendo los vítores de lossoldados del centro que le daban labienvenida. Para entonces ya no volabanflechas ni virotes en busca del magníficoblanco que Eduardo les ofrecía. Sin uncañón en el terreno, Eduardo era casi

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intocable, siempre y cuando conservaralas fuerzas. No era difícil derribar a uncaballero exhausto, de una cuchilladaentre las placas metálicas o un mazazoen el casco. Sin embargo, si un hombrede la envergadura de Eduardo era capazde continuar luchando, resultaba difícilimaginar cómo detenerlo. Haría falta unespadazo casi perfecto para perforarlela armadura. Mientras intentaban herirlo,Eduardo permanecía en pie,contemplando a quienes le lanzabangolpes y estocadas con una sonrisasalvaje y deteniendo los golpes antes deque le alcanzaran. Había acabado porperder la cuenta de a cuántos hombreshabía segado la vida.

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La oscuridad se cernía sobre elloscuando Eduardo atisbó movimiento porel flanco derecho. Sin la nieve, no sehabría percatado, pero, sobre el fondoblanco, avistó una mancha oscura a lacarga que apareció mientras los coposse arremolinaban en el aire. Desde loalto de su caballo de guerra, Eduardotenía más posibilidades de dar la alertaque ningún otro soldado, pero se limitóa observar. Los mensajeros ya salían endesbandada hacia él, niños quecompetían entre sí por recibir susórdenes, fueran estas las que fueran.Eduardo los detuvo alzando la mano,con los dedos abiertos. Les dijo queaguardaran mientras él aguardaba, con el

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corazón palpitándole con fuerza, contanta fuerza que se sintió aturdido ymareado. Si el ejército de la reina habíatraído refuerzos frescos, estabacontemplando su muerte y la deshonradefinitiva de York. Sus hombres habíanestado en desventaja numérica desde elprincipio. Las filas que se aproximabanacabarían con él.

Un auténtico martillo golpeó el flancoizquierdo de Lancaster. Norfolk loshabía encontrado al fin, en medio de lanieve y la oscuridad, y ahora, convertidoen el ala derecha de Eduardo, arremetíacontra las filas debilitadas de la reina.Se abalanzaron a la carrera, con unrugido que atronó en todo el campo. Los

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estandartes de Norfolk ondeaban a lacabeza de la columna y, al divisarlos,Eduardo y Warwick se buscaron con lamirada y aullaron con los demás. Elmomento no podría haber sido másoportuno. Si apenas doscientoscaballeros habían estado a punto dequebrar el ala de Fauconberg unas horasantes, ahora sus nueve mil guerrerosfrescos hicieron añicos el ala deLancaster, desgarraron el ejército ydejaron miles de bajas. Sin duda loshombres de Norfolk estarían agotadostras pasar medio día caminando por lanieve en busca del campo de batalla,pero parecían frescos y llenos de vida,en comparación con las pobres almas

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medio muertas que habían combatidodurante todo ese tiempo.

En la oscuridad, entre las filas deLancaster reinó una confusión absoluta.Habían recibido un gran ataque y ahoralos hombres huían de él corriendo en ladirección opuesta, cegados por el terrory confiados en que la negrura ocultara sudeshonor. A medida que Norfolkpresionaba en su avance, Eduardo,Warwick y Fauconberg notaron cómo laslíneas cedían repentinamente ante ellos.

Hombres que habrían resistido hastala eternidad bajo la luz del día sedesmoronaban bajo el manto de lanoche. Daban media vuelta y salíanhuyendo, atacados por todos los flancos

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por hombres vociferantes y el fragor delhierro. Resbalaban, caían y volvían aponerse en pie, diseminando el pánico amedida que se abrían camino aempujones entre hombres aún ajenos alos acontecimientos, que los agarraban yles formulaban preguntas a gritosmientras ellos se desembarazaban de susgarras y proseguían su avance,tambaleándose. Tras los primeroscientos, miles de soldados dejaron queel miedo se les atragantara y seapoderara de ellos. Se alejaroncorriendo colina abajo, en dirección alrío, cayendo con la armadura puesta,estrellándose una y otra vez.

A sus espaldas, las filas de Eduardo y

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Warwick se habían reunido con loshombres de Norfolk que atacaban por elfrente. Unidos, emitieron un bramido dejúbilo salvaje y se lanzaron a lapersecución del enemigo. Apenas unosmomentos antes habían contemplado unejército que, al menos, los igualaba entamaño. Esa idea permaneció con elejército de York mientras avanzaba porel campo. Dos o tres hombres seabalanzaban sobre algún desaventuradocaballero y lo derribaban asestándole ungolpe en las piernas o un hachazo en laespalda que lo hacía tambalearse y caer.Una vez en el suelo, alguien hacíaoscilar el mango del hacha describiendoun círculo rápido antes de dejarla caer

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sobre la cabeza o el cuello. Ni siquieraentonces se detenían, convertidos ensalvajes por su propio terror. Asestabangolpe tras golpe, hasta hacer picadillolos huesos y perforar los cuerposinfinidad de veces.

Caballeros y lores noblesimploraban: «¡Paz! Rescate!» cuandocaían al suelo bajo la oscuridad,gritando a todo pulmón a hombres queno atinaban a verlos bien sobre el fondode la nieve. No se les concediómisericordia y el golpe seco de lospodones cayó sobre ellos.

La carnicería prosiguió hasta que el solnaciente proyectó una tenue luz en un

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cielo despejado, con la nieve pisoteaday cubriendo los cuerpos ovillados entodas las direcciones. Miles de hombrescon armadura habían perecido en lasaguas del Cock Beck, ahogados orebanados por quienes los perseguíanmientras intentaban cruzar el río. Habíacadáveres diseminados en varioskilómetros a la redonda, en todasdirecciones, atacados y despedazadospor hombres que se habían sentidoperdidos durante un tiempo. Al romperel alba no serían capaces de mirarse alos ojos los unos a los otros. Laoscuridad había ocultado horrores quelos harían retorcerse en sueñossudorosos durante años por venir. Los

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hombres de York habían triunfado, perola derrota los había consumido. Estabanexhaustos por la privación de sueño,manchados de sangre y mugre, con loslabios amoratados y los ojos cansados.

Bajo un cielo pálido, formaron denuevo en cuadros, mientras Fauconbergse acercaba a caballo para comprobar sisu sobrino y el rey habían sobrevivido.Norfolk había ofrecido su vida por sufracaso, pero Eduardo habíadesestimado su ofrecimiento con unademán de la mano. El hombre estabavisiblemente agotado y enfermo, concostras de sangre en los labios y una tosque parecía abrumarlo de dolor. Eracierto que su retraso en la llegada había

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estado a punto de costarles la batalla,pero, al final, Norfolk había aparecidocuando lo necesitaban. Se habíaredimido, y tanto Eduardo comoWarwick eran conscientes de ello.

Conforme el cielo despejaba elhorizonte, los hombres vaciaban susvejigas, temblaban y pateaban. Paraentonces, estaban tan hambrientos quepodrían haberse comido a los muertos;tal era el ansia por comer tras el día deayuno. El campamento del rey Enriquese encontraba a solo tres kilómetros ymedio en dirección norte, en Tadcaster.Eduardo sintió cierta satisfacción alanunciar a sus capitanes que comeríanallí. Imaginó a los partidarios del rey

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esperando el regreso de sus hombres ysoltó una risotada. En su lugar, veríanlos estandartes de York ondeando en lacarretera, altos y orgullosos.

No había hecho ni un prisionero, niretenido a ningún lord para exigir unrescate. No jugaría a los juegos queaquellos hombres conocían, ni entoncesni nunca más. Además de lord Clifford,Henry Percy, el conde deNorthumberland, había caído en elcampo, junto con multitud de lores demenor alcurnia y centenares, sino miles,de caballeros y acaudalados soldadospartidarios de la reina. Ello significabaque habría un buen botín entre losmuertos. Los capitanes de Eduardo no

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hallaron dificultades en encontrarvoluntarios que permanecieran en elcampo recopilando los objetos de valor.Era un trabajo vital y les enviarían algode comer desde el campamento. Esoshombres se encargarían de contar a loscaídos. Los cadáveres de los soldadosanónimos descansarían en grandes fosas,aunque cavarlas en la tierra heladaresultaría extenuante. Los capitanesindicarían a los criados que elaboraranlistas de nombres en la medida de susposibilidades, a partir de las cimeras enlos anillos y sobrevestes y de las cartasllevadas junto a la piel. Otrosdeambularían por el campo de batallacon hachas, en busca de quienes

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hubieran quedado inconscientes o sehubieran ocultado con la esperanza deescapar posteriormente a rastras. Ungrupo de porteadores trasladaría a suspropios heridos hasta las casasseñoriales cercanas, donde seríanatendidos o, más probablemente,morirían desangrados. Se tardaríanmuchos días en completar tales tareas,pero Eduardo no estaría allí parasupervisarlas. Su misión era otra. Viróal norte con los supervivientesensangrentados, enfrentando un vientobrusco que soplaba aún más gélido. Elrey Enrique y la reina Margaritadescubrirían que el mundo que los

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rodeaba había cambiado en el transcursode aquella noche.

A Warwick le habían encontrado uncaballo capón sin dueño. Era asustadizoy lo obligaba a describir círculoscerrados cada pocos pasos antes deconseguir que echara a andar de nuevo.Warwick entendía que el animal tuvieralos ojos abiertos como platos. Aunque elviento se llevaba el hedor a tripas ysangre, a su alrededor aún se percibía elhálito de la muerte, como un hombrenota el lento movimiento de los insectosbajo el suelo. La nieve ocultaba parte dela escena, pero, allá donde Warwickposara los ojos, estos acababan por

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discernir, lentamente, una forma queproducía espanto.

Refrenó a su caballo y agachó lacabeza al aproximarse a Eduardo y aNorfolk, a Fauconberg y a su hermanoJohn. Warwick fue el último de ellos enllegar, cuatro hombres por cuyas venascorría sangre Neville y un Plantagenet.Estaban todos magullados, pero, alrepasarlos con la mirada, Warwick pudover que Eduardo, con rostro serio ydecidido, se estaba recuperando.

El momento de silencio se extendió atodo su alrededor. Algunos de loshombres habían vomitado débilmente alvolver a las filas, pero nadie se habíamofado de ellos mientras escupían

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regueros amarillos. Al menos no lesquedaban restos de comida en elestómago que expulsar. Estaban serios,por todo lo que habían hecho y por todolo que habían visto. Vitorearon al rey,por supuesto, cuando sus capitanesgritaron su nombre. El sonido y laacción devolvieron un poco de vida alas pálidas mejillas y los ojos vidriosos.

Dejando tras de sí a un millar dehombres para ocuparse de los heridos yhacer los recuentos, el extenuadoejército del rey Eduardo puso rumbo alnorte.

Margarita contempló la salida del sol

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desde detrás del vidrio de una estanciaelevada de la casa consistorial de York,mientras un buen fuego le caldeaba laespalda. El vaho de su aliento empañabael cristal y lo limpió con su pálida ydelgada mano. Al otro lado de laventana se divisaba la puerta sur de laciudad. Le resultaba imposibledescansar sabiendo que había unejército luchando por ella. Su tensión seacrecentaba a cada instante que pasaba,mientras su imaginación fabulaba conhorrores infinitos.

En un momento como aquel, le habríagustado solicitarle a Derry Brewer suopinión. Margarita sabía que el jefe delos espías había montado en su viejo

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rocín hasta el campamento. Sin embargo,se había ausentado durante todo el día,mientras ella permanecía sentada, a laespera, con las manos entrelazadas contal fuerza que tenía los nudillosenrojecidos y doloridos. Se habíaestremecido al ver que empezaba anevar, una nieve que había hecho elmundo más bello, pero también letal, yhabía decidido permanecer cerca delfuego.

Su hijo, de siete años, se habíapasado la mañana armando follón conunos soldaditos de plomo y una pelota,ajeno a cuánto se jugaban aquel día. Alfinal, Margarita había perdido lapaciencia y le había dado un bofetón que

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le había dejado una marca sonrosada enla mejilla. Él la había mirado furioso yla respuesta de la reina había sidoabrazarlo mientras el pequeño sequejaba e intentaba zafarse de ella.Cuando al fin lo había soltado, el niñohabía salido en desbandada de laestancia y el silencio había regresado.Su esposo cabeceaba junto al fuego; nodormía ni leía, sino que se limitaba acontemplar tranquilamente las llamasmientras se retorcían y titilaban ante susojos.

Margarita contuvo el aliento alescuchar unas pezuñas repiqueteando enla calle. Había nieve al otro lado de loscristales y no desapareció cuando los

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frotó por dentro con la palma de lamano. Apenas atinaba a ver lo queocurría en el exterior, solo atisbó a unoscuantos caballeros desmontando de suscabalgaduras. Se volvió hacia la puertaal escuchar unas voces altisonantes y asus criados responder.

La puerta se abrió de golpe y por ellaapareció Somerset, cuyo pecho seinflaba y desinflaba mientras llenaba defrío, nieve y miedo aquella cálidaestancia.

−Milady, lo lamento −dijo−. Labatalla está perdida.

Margarita se dirigió hacia élemitiendo un tenue gemido, lo agarró delas manos y se estremeció al comprobar

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cuán cansado estaba. Al observarlomoverse, constató que cojeaba: una desus piernas apenas se doblaba. Unasgotitas de nieve fundida le salpicaron lapiel y la hicieron temblar.

−¿Cómo es posible? –susurró.Los ojos de Somerset parecían

amoratados, con las cuencasensombrecidas, y aún se apreciaban lasmarcas rojas que el casco le habíadejado en la piel.

−¿Dónde se congregarán loshombres? –le preguntó−. ¿Aquí, en laciudad? ¿Es por eso por lo que habéisregresado a este lugar?

Somerset dejó caer los hombros

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mientras buscaba las fuerzas parahablar.

−Hay… muchos muertos, Margarita−.Le dolía herirla, pero el tiempo corríaen su contra y habló sin tapujos−: Estántodos muertos. El ejército ha sidomasacrado, destruido. Es el fin yacudirán aquí con el sol. Hacia elmediodía espero ver al rey Eduardoatravesar a lomos de su caballo lapuerta Micklegate Bar de York.

−¿El rey Eduardo? ¿Cómo podéisdecir tal cosa? ¿A mí? –gritó Margarita,afligida.

Somerset sacudió la cabeza.−Porque ahora es la pura verdad. Lo

he visto en el campo de batalla, milady.

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Y le concedo ese honor, aunque mequeme por dentro.

El rostro de Margarita se endureció.Los hombres eran demasiado dados alos gestos magnánimos. Cierto era que,en ocasiones, ello desembocaba ensueños de héroes y mesas redondas.Pero también significaba que, cuandoencontraban un lobo a quien seguir, eranvolubles como una muchacha joven.Margarita alargó la mano paraacariciarle la mejilla y se estremeció denuevo al notar su piel tan fría.

−¿Habéis venido a matarme,entonces?

La vida regresó a los ojos del duque,

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que se tambaleó. Alzó la mano y laagarró por la muñeca.

−¿Qué? ¡No, milady! He venido aalejaros de este lugar, con vuestroesposo y vuestro hijo. Os ahorraré el finque York tenga pensado para vosotros.Por mi honor, pensad en un lugar enmente ahora mismo, si es que siguehabiéndolo.

Margarita reflexionó rápidamente,intentando concentrarse mientras elmiedo y la ira la corroían por dentro. Eldía anterior, un inmenso ejército sehabía alzado en su nombre, un ejércitoque empequeñecía a las fuerzas deAgincourt o Hastings, a las tropas decualquier otra ocasión en la que los

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ingleses hubieran luchado. Y, sinembargo, habían fracasado y caído, yella estaba perdida…

−¿Margarita? ¿Milady? –dijoSomerset, preocupado por el largo lapsoque había permanecido con la miradaperdida.

−Sí. Iremos a Escocia –respondió ella−. Si no queda nada en Inglaterra, debocabalgar hacia la frontera escocesa.María de Güeldres ocupa el trono ennombre de su hijo y me protegerá, o esoespero. Creo que lo hará.

Somerset se volvió para gritar através del hueco de la escalera lasórdenes a sus hombres, quienesaguardaban en la planta inferior. Se

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detuvo al notar la mano de ella en elbrazo.

−¿Dónde está Derry Brewer? –inquirió Margarita−. ¿Lo habéis visto ohabéis tenido noticia de él? Necesitoque venga conmigo.

El joven duque negó con la cabeza,con un destello de irritación.

−No lo sé, milady –contestó con unreproche−. Lord Percy y el barónClifford han sido asesinados. Si vuestroDerry Brewer vive, estoy seguro de quese las apañará para dar con nosotros.Ahora deberíais hacer que vuestroscriados empaqueten todo aquello quenecesitéis. –Se mordió el labio con undestello de dolor−. Milady, no deberíais

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esperar regresar. Llevaos oro y… ropas,todo aquello que no soportéis dejaratrás. Tengo caballos de sobra conmigo.Podemos transportarlo todo.

Margarita lo miró con severidad.−De acuerdo. Ahora, recobrad la

compostura, milord Somerset. Osnecesito despierto y dudo que hayáispegado ojo.

Somerset sonrió con remordimiento ypestañeó.

−No es más que polvo, milady.Disculpadme.

−Eso creía. Haced venir a vuestroshombres para ayudarme a recoger lascosas que necesitaré para el viaje.Quiero que permanezcáis a mi lado,

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milord, para ayudarme con mi esposo yexplicarme todo lo ocurrido. –Hizo unapausa un instante, alzando la cabeza parano desesperar−. No acierto a creerlo.¿Cómo es posible?

Somerset desvió la mirada y fue allamar a sus hombres, que aguardaban alos pies de la escalera. Cuando regresó,Margarita seguía esperando unarespuesta. Solo pudo encogerse dehombros.

−La nieve, milady. La nieve y lasuerte bastaron. No sé si Dios o eldiablo se pusieron de su bando, pero…,sin duda, uno de los dos lo hizo. El reyEduardo luchaba en el centro, liderandoa hombres que peleaban como fanáticos

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para impresionarlo. Pero, aun así, nodeberían haber ganado, no podían ganarfrente a nuestra superioridad numérica.Dios, el diablo o ambos lo ayudaron. Lodesconozco.

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on largos estandartes ondeando encada flanco, Eduardo entró en elcampamento de Lancaster. Elhumor del rey impedía la

conversación, si bien no era exactamentefrialdad lo que en él había, sino queparecía tener la conciencia paralizadapor tantos acontecimientos ocurridos entan breve tiempo.

No hallaron resistencia armadacuando cabalgaron hasta el centro del

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campamento. Los pocos guardias quedebían de quedar allí habían huido encuanto habían divisado los estandartesde York avanzando por la carretera.Atraído por el olor de la comida,Eduardo desmontó para aceptar unaescudilla de estofado de carnero, unacalidez humeante y maravillosa quesofocó sus retortijones de hambre.

Aquel rey de dieciocho años de edadsorbió el caldo junto a Warwick,Montagu, Norfolk y Fauconberg, todosellos con la vista clavada en el otro ladodel campamento. El único sonido habíansido las toses de Norfolk ahogadas en unpañuelo, una expectoración húmeda quese prolongó y se prolongó hasta que el

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hombre puso gesto de dolor al versangre y escupió en el suelo.

Transcurrido un rato, los capitanes deEduardo le trajeron unos bloques conrecuentos marcados en finas líneas, peroél los desestimó con un gesto de lamano. No le interesaba el trabajo de losescribanos, ni siquiera aún la labor degobernar. No dudaba de que el hombrede su padre, Poucher, acabaría porencontrarlo, pero antes había cosasmucho más importantes de las queocuparse.

Los criados de Lancaster seescabullían para traer comida y agua,aterrados y conmocionados, mientrascomenzaban a ser conscientes de que un

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nuevo mundo amanecía sobre lossangrientos campos que se extendíanallende las murallas. No habían comidoni les habían pagado sus estipendioscuando sus señores habían sidoasesinados. Algunos de ellos llorabanmientras trabajaban, conscientes de queel cabecilla de su casa ya no regresaría.Se hallaron piernas de jamón curado enuna despensa y se despiezaron con lasmismas cuchillas que habían rebanadocarne fresca no hacía demasiado.

Mientras los hombres, exhaustos, sesentaban a comer y descansar, Eduardovolvió a montar, doblándose de dolor alnotar los moratones que le corrían desdeel brazo y el hombro derecho hasta

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ambos tobillos. Su armadura habíafrenado las docenas de golpes recibidos,pero también había extendido el impactopor el cuerpo, de tal modo que estepresentaría moratones durante semanas.Las placas de hierro mostraban clarosorificios en los puntos por los que habíapenetrado algún arma. Eduardo contócuatro triángulos provocados con unpodón. Todos se localizaban en el peto,lo cual lo hizo sentir orgulloso. Susbordes estaban recubiertos de sangre,pero las heridas ya habían cuajado y sehabían endurecido bajo las capas decuero y grueso tejido de lino. Gruñó alestirarse para montar, antes de soltar ungrito de enojo al notar las quejas de

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todas y cada una de sus articulaciones.Depositó el casco en manos de un siervoy cerró los ojos mientras el sudor se lesecaba y la brisa le acariciaba el rostro.No necesitaba la dorada banda orladade picos para demostrar que era el rey.La verdad radicaba en la batalla quehabía ganado. Ningún estandarte alviento ni colores de casa importabasiquiera la mitad que eso.

Poco antes de mediodía, losseiscientos caballeros fueron avistadosdesde las murallas de la ciudad de York.Eduardo se había preguntado siencontrarían las puertas cerradas a supaso, tal como a Margarita y a Enriqueles habían vetado la entrada en Londres.

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Había decidido de antemano hacersecon un cañón y reducir la ciudad aescombros si le denegaban la entrada.Pero su mirada amenazadora se relajó alver la puerta de Micklegate Bar abiertaante él. No había guardias a la vista, niun alma en la carretera que conducía a laciudad. Asió con fuerza las riendas,aminorando la marcha de su caballo deguerra a un mero trote, y de repentetemió lo que pudiera encontrar allí.

Warwick observó con curiosidad alrey, hincó las espuelas y gritó acaballeros y capitanes que lo siguieran.Entraron al galope, con los cascosrepiqueteando mientras pasaban bajo latorre de piedra, con la caseta del

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centinela y las murallas cerniéndoseamenazadoramente a ambos lados.

Eduardo los siguió, al paso, con lospuños cerrados en sus guanteletes.Refrenó el caballo hasta detenerlo yproyectó la vista por las embarradascalles que se extendían a partir de aquelpunto, un batiburrillo de casas apiñadasy chapiteles de iglesias. Fuegos decocinas habían manchado aquel mismoaire durante miles de años, más incluso.Era una ciudad vetusta, con adoquinesantiguos.

Cuando se sintió preparado, Eduardoencaró su montura hacia la puerta deMicklegate Bar y alzó la vista.Entrecerró los ojos y le tembló el pecho

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con algo parecido a sollozos alcontemplar las cabezas de su padre y suhermano Edmundo. La tercera cabeza sehabía girado en su estaca y estabatorpemente inclinada. Eduardo miró a sualrededor mientras Warwick desmontabay se dirigía a grandes zancadas hacia lasescaleras de hierro talladas a amboslados de la torre de la puerta.

Eduardo desmontó de su caballo deun salto, y se hallaba apenas uno o dospasos por detrás del conde cuandoambos empezaron a ascender por ellas.La tormenta de nieve había descargadotoda su fuerza el día anterior y porentonces solo una brisa soplaba aaquella altura. El rey de Inglaterra

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avanzó por una cornisa hasta llegar juntoa la cabeza de su hermano Edmundo y seestremeció de horror al contemplar lapez negra con que le habían untado lapiel. Le costó reconocer sus rasgos, ydio las gracias por ello.

Las cabezas se habían podrido en losmeses transcurridos desde la batalla enel castillo de Sandal. Apenas si estabansujetas en el hierro y, casi sin mirar,Eduardo las retiró y dejó caer laprimera para que Fauconberg la agarraray la envolviera. Les darían sepulturacristiana; la agonía de la humillación desu hermano se había pagado con lamejor moneda. Eduardo vio queWarwick había desprendido la cabeza

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de su padre y, emitiendo una lentaexhalación entre los labios fruncidos,hizo lo propio, farfullando oracionesmientras sostenía la mandíbulaalquitranada. Sintió un escalofrío alnotar el cabello rozarle el reverso de lamano.

Fauconberg y Montagu permanecíanen pie abajo, con los brazos abiertos.Recibieron las cabezas con solemnidady las entregaron para que lasenvolvieran en paños limpios. En loalto, Eduardo Plantagenet y RichardNeville reposaron un momento, con lasespaldas apoyadas en la fría piedra.

−Habéis cumplido vuestra parte,Richard –dijo Eduardo−. Vos y vuestros

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Neville. Puedo proclamar a vuestro tíoel nuevo conde de Kent, un buen título,dotado con extensos terrenos y una granriqueza. Él ha cumplido su parte concreces. ¿Visteis cuántos hombres habíansido derribados por flechas, cuandopasamos junto a ellos? Miles, Richard.Es posible que ganara la batalla ennuestro nombre. –El rey adoptó unaexpresión pensativa y adusta mientrascontemplaba al duque, de mayor edadque él−. En cuanto a vos, Warwick,tenéis tantos castillos y poblacionescomo yo mismo, o incluso unos cuantosmás. ¿Qué puedo ofreceros, a vos quehabéis hecho tanto por hacerme rey?

−No quiero nada –respondió

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Warwick, con la voz grave y ronca−. Yvos defendisteis el ala izquierda, quebajo el mando de cualquier otro hombrehabría sido aplastada. Inspirasteis a lossoldados, tanto que incluso ahora puedoveros en mi imaginación. No loolvidaré. Sin vos, no tendría la cabezade mi padre para darle sepultura ensuelo sagrado. Y eso no es algo baladípara mí.

−Pero debéis aceptar algunarecompensa de mi mano, Warwick. Noaceptaré una negativa, como tampocopermitiré que os retiréis a vuestrasfincas. Os necesito a mi lado pararestaurar la paz en el reino.

−Entonces nombradme consejero del

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rey o compañero del rey. Si meconcedéis tal honor, permaneceré avuestro lado hasta la muerte. Como elúltimo rey Eduardo, gobernaréiscincuenta años. –Warwick se obligó asonreír, aunque los ojos le brillaban−.Quizá incluso recuperaréis Francia.

Eduardo alzó las cejas ante lasugerente idea. El joven rey soltó unacarcajada.

−¿Recompensaréis a Norfolk? –preguntó Warwick de repente.

Norfolk se hallaba a menos de cienmetros de distancia, a la vista, a laespera de que ambos jóvenesdescendieran de nuevo al mundo. Elcatarro parecía mortificarlo. Mientras

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Warwick lo contemplaba, Norfolk sedobló hacia delante para toser y tomaraire, jadeante.

El humor de Eduardo se ensombrecióy se encogió de hombros.

−Sé que fue definitivo en el final, conayuda de Dios. Quizá con el tiempoconseguiré elogiarlo. Pero aún no hedormido una noche desde que lomaldecía con el infierno por el huecoque había dejado en mi ejército. Vuestrohermano John luchó bien, a mi parecer.Me inclino por honrar a los Neville,Richard. El lugar de vuestro padre en laOrden de la Jarretera sigue vacante.

Warwick imaginó lo que su padrehabría pensado de una oferta como

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aquella. Frotó una bola de brea pegajosaentre dos dedos.

−El conde Percy se hallaba entre losmuertos, su alteza. Si deseáis honrar a lafamilia de mi padre y la mía…

Northumberland era un inmensoducado, con millones de acres silvestresy un título de poder real. Pero a Eduardono le convenía generar aún másdescontento en ese bastión del norte.Warwick lo vio mordisquearse elcarrillo por dentro.

−Mi hermano siempre será leal,Eduardo.

El rey agachó la cabeza, conexpresión algo más aliviada, ahora quela decisión se había tomado.

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−De acuerdo. Le entregaré un escritocon mi sello y veremos cuánto tarda enrestaurar el orden en el norte. Me alegratener a un Neville en Northumberland.Al fin y al cabo, Richard, necesitaréestar rodeado de hombres leales.¡Hombres con inteligencia y coraje!Tengo un reino que gobernar.

Ambos hombres descendieron,adoptando de nuevo un aire reverente alobservar cómo se envolvían las cabezasen paño y cuero, se aseguraban concinchas y se ataban a las sillas demontar. Norfolk se acercó a Eduardo ehincó una rodilla en la piedra mientrasesperaba con la cabeza gacha.

−Alzaos, milord –dijo Eduardo en

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voz baja.−Han preguntado a mis hombres en la

taberna, su alteza. Las gentes de laciudad temen que las castiguéis porhaber dado cobijo al rey Enrique y a lareina Margarita.

−Debería hacerlo –respondióEduardo, aunque sus palabras noreflejaban sus auténticos sentimientos.

Frente a un ejército como el que habíaacampado en Tadcaster, la ciudad deYork había sido tomada como rehén.Decidió en aquel mismo instantedeclarar a sus ciudadanos inocentes y noimponerles sanción alguna, ni en oro nien ejecuciones sangrientas. Su padresolía decir que un hombre demostraba

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quién era de verdad en función de cómose conducía cuando ostentaba el poder.Y sus palabras resonaron en el jovenrey.

Norfolk agachó aún más la cabeza,plenamente consciente de que todavía selo culpaba por su retraso y que muchoslo maldecían y alababan en la mismarespiración. Había optado por noofrecer excusas, por más que las horasque había pasado perdido y desesperadoen la nieve posiblemente habían sido lasmás duras de toda su vida. Habíallegado a pensar que caminaríafatigosamente por la blanca nada hastala eternidad y que, a resultas de ello, unreino se perdería. Y también había

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creído que acabaría muerto, ahogado enla propia sangre que se le atragantaba enla garganta.

−Su alteza, también afirman que lareina Margarita y su esposoabandonaron la ciudad a caballo alamanecer.

−¿Con carretas? ¿En carruajes? –espetó Eduardo, con la miradaendurecida.

Habían transcurrido una o dos horasdesde mediodía. Si Margarita habíatomado una carreta, avanzaría condificultad y él aún tendría tiempo dedarles alcance.

−Lo han dejado todo atrás, su alteza.Solo tomaron caballos, con alforjas para

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ropa y monedas. Podría enviar a unadocena de mis hombres tras ellos, si asílo disponéis, milord. Partieron hacia eleste, probablemente rumbo a la costa.Todo el mundo parecía convenir en elloen la taberna.

−Enviad a esa docena de hombres –ordenó Eduardo, contento de tomar unadecisión rápida−. Traedlos de regreso.

−Sí, su alteza –respondió el duquecon una reverencia.

Eduardo observó a Norfolk mientrasregresaba a grandes pasos hacia la calle,donde lo aguardaban los jinetes. Eljoven rey estaba disfrutando del modoen que los hombres acudían a él enbusca de favores y respuestas. Era una

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sensación embriagadora, y lo mejor detodo es que sabía que el espíritu de supadre estaría rugiendo de placer. Lacasa de York había llegado a gobernartoda Inglaterra. Al margen de adóndehuyera Margarita, ello no cambiaría loque ella y su marido habían perdido enel campo de la muerte que se extendíaentre Saxton y Towton, ni tampoco loque Eduardo había ganado. Era como sihubieran dejado caer una corona yhubiera ido rodando entre la sangrehasta sus manos.

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argarita disimuló su amargura,con la cabeza alta y la más levede las sonrisas en los labios. Lehabía quedado claro qué

significaba ver cómo una preciadaalianza se rompía en mil pedazos y eraarrojada al fuego. Lo único que lequedaba era su orgullo, y a eso seaferraba.

Al principio, atravesar la frontera deEscocia había sido como quitarse un

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peso de encima. La dura cabalgadahabía alejado a su familia de las garrasdel rey Eduardo, cosa que la habíahecho sentir tal alivio que casi se habíamareado y a punto había estado decaerse de la montura. Sin embargo,desde su primer encuentro, la reinaMaría de Güeldres no había ocultado sudecepción y enojo, un enojo apreciableen los ceños fruncidos y las miradasdesdeñosas de los lores escoceses y enel mismísimo tono de sus voces cuandose dignaban a dirigirse a Margarita.

En el pasado, Margarita había sidouna mujer a quien adular. Tras lamatanza de Towton, no le quedaba nadaque ofrecer. Peor aún, la perseguían,

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estaba extenuada y se aferraba a sudignidad con uñas y dientes, y con pocomás. Al atravesar el puerto bajo la luzde la luna había procurado no dejarlesver cuán mal se sentía.

Maldijo al torcerse el tobillo sobrelos adoquines, como si incluso laspiedras quisieran expulsarla de allí. Semordió el labio y extendió un brazo, queSomerset le agarró hasta que recuperó laestabilidad. Aún no había amanecido ylord Douglas había decidido aprovecharla oscuridad para enviar afanosamente asu reducida comitiva hasta el barco quelos aguardaba.

El rey Enrique y su hijo caminaban enpleno centro. Aunque no era costumbre,

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el niño guardaba silencio en medio deaquel apretado grupo de soldados, listospara defender o atacar. Margarita noalcanzaba a ver la expresión de suesposo, pero le rechinaban los dientessolo de oírlo canturrear, completamenteajeno a toda sensación de peligro. Noera inconcebible que encontraran ahombres armados esperándolos en losmuelles, ya fueran cazadores enviadospor Eduardo o simples matones localesa quienes no se había compradodebidamente.

Margarita había escuchado lasórdenes que María de Güeldres habíadado a lord Andrew Douglas y a sussoldados. Si los detenían o los

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desafiaban, su respuesta sería derramarsangre fresca sobre aquellos adoquines.De un modo u otro, el barco zarparíaantes del amanecer. Margaritasospechaba que lo único que la reinamadre escocesa deseaba era deshacersede su reducida familia. Nadie lo habíaexpresado de viva voz, pero eraevidente que la corte escocesa norecibiría Berwick a cambio del ejércitoque Margarita se había llevado al sur. Ytampoco era de esperar que su hijodesposara a una princesa escocesa.Margarita había perdido todo cuantohabía podido prometer, y María deGüeldres tendría que hacer las pacescon un nuevo rey de Inglaterra.

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Margarita rezaba en la oscuridadporque no la traicionaran. Sabía quedependía del sentido de la compasión deuna mujer, y no era un pensamientoagradable. Era demasiado fácil imaginarque el barco bordease la costa yascendiera por el Támesis, para serrecibido por una multitud de lores deEduardo encantados de verlos. Seestremeció solo de pensarlo.

Margarita entrevió la coca mercantebajo la luz de la luna. La embarcación semecía en el muelle de piedra,atirantando las cuerdas que la amarrabana la orilla. Figuras oscuras seescabullían entre el cordaje y por elastillero, aflojando las jarcias que

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ataban las velas a las vergas para queondearan con toda su blancura bajo laoscuridad.

Cuando se aproximaban al borde delembarcadero, Margarita vio unapasarela elevada hasta el combés delbarco, lo bastante ancha para quetransitara por ella un caballo. LordDouglas carraspeó y dio el alto a lareducida comitiva mientras seis de sushombres subían a bordo parainspeccionar las bodegas y losdiminutos camarotes. Al regresar,emitieron un tenue silbido; Douglas serelajó entonces y dejó escapar unresuello que sonó en sus pulmones comoun crujido. El escocés no era un hombre

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con buena salud, constató Margarita,pero había concluido la misión que lehabían encomendado. No se habíacontado entre quienes la habían miradocon gesto más ceñudo por todo lo quehabía perdido, y le estaba agradecidapor ello. Formaba parte del mundo queMargarita dejaba atrás, un mundo dehombres leales. La acompañaban cincocriados, dos guardias y tres doncellaspara ayudarla con su esposo. Una deellas era una fornida muchacha escocesaque le había proporcionado la propiaMaría de Güeldres. Bessamy tenía unosantebrazos como unas piernas de jamóny apenas hablaba inglés, pero había sido

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sumamente útil entreteniendo al príncipede Gales.

Margarita notó cómo su sonrisa sevolvía más tensa y falsa ante aquelpensamiento. Cuando zarparan deaquella costa, su hijo pasaría a sersimplemente Eduardo de Westminster, oEduardo Lancaster. Le habíanarrebatado su título, junto con suherencia, pese a que él no entendieraplenamente la pérdida, no todavía.

Los guardias escoceses habíantomado posiciones a lo largo del muelle.Los criados ya habían subido a bordocon las alforjas y los baúles, mientrasBessamy tomaba de la mano a Eduardo yle decía que era un consentido y que se

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portara bien. Margarita permaneciójunto a lord Douglas, Somerset y suesposo, que había dejado de canturrearal ver el barco y la mar.

−Milord Douglas, tenéis mi gratitudpor todo lo que habéis hecho –leagradeció Margarita−. ¿Me concedéis unmomento para que hable con milordSomerset a solas? Hay cosas que debodecirle.

−Por supuesto, milady –respondióDouglas, dedicándole una reverenciaque hizo que le costara respirar denuevo.

Se alejó a grandes pasos y se llevóhacia el muelle a aquellos de sushombres que se hallaban más cerca,

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como un padre que hubiera salido apasear con sus hijos belicosos.

Margarita se volvió hacia Somerset ytomó su mano entre las suyas, sinimportarle quién pudiera ver aquelgesto. Habían transcurrido semanasdesde Towton. La primavera habíallegado incluso al norte de la costa estede Escocia. No habrían podido zarparde no haber sido así, pero, incluso enprimavera, la pequeña coca mercantebordearía el litoral hasta que cruzaran aFrancia. Le habían asegurado que elviaje no se prolongaría más de tres ocuatro días con vientos favorables.Aparte de eso, Margarita había escritocartas para anunciar su llegada,

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recurriendo a nombres y lugares enFrancia en los que ni siquiera habíapensado durante la mitad de su vida.

Exhaló lentamente, consciente de quese le desbocaba el pensamiento endetalles insignificantes solo por evitarformular en voz alta la decisión quehabía tomado. No quería ver a Somersetdecepcionado con ella.

–Margarita, ¿qué sucede? –quisosaber él–. ¿Os habéis dejado algo atrás?Una vez que estéis segura en Francia,puedo hacer que os envíen cualquiercosa.

–Quiero que os quedéis a mi esposo –respondió Margarita. Se le quebró lavoz por los nervios cuando se apresuró

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a continuar antes de que él tuvieratiempo de responder–. Aún tenéisamistades y partidarios, hombres queocultarían al verdadero rey deInglaterra. Yo solo tengo unos cuantossiervos y no puedo cuidar de Enrique enel trayecto. Por favor. Enrique no sabenada de Francia y es ajeno a todo cuantoacontece en su vida actualmente. Sufriríaalejado de las cosas que conoce.

Miró de reojo a Enrique, pero élseguía con la vista clavada en la mar,perdido en el destello de la luz de laluna sobre las profundas aguas.

Somerset apartó con delicadeza lasmanos de Margarita de la suya.

–Margarita, sin duda estaría más

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seguro en Francia, donde puedenocultarlo. El rey Eduardo no invadiríaFrancia en su búsqueda, o al menos nocreo que lo hiciera. Sin embargo, si lodejáis aquí, siempre existirá laposibilidad de que lo encuentren o lotraicionen. No creo que hayáisconsiderado bien vuestra posición,milady.

Margarita apretó la mandíbula,tensando tanto los músculos que losdientes le rechinaron. Había soportadodemasiado a lo largo de quince años.Inglaterra le había aportado muchascosas, pero le había arrebatado más delas que se atrevía siquiera a examinar.Pensó en el matrimonio feliz de su

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hermana y en el matrimonio menos felizde su madre. El padre de Margaritaseguía con vida, de eso tenía constancia.Visitaría al viejo en el castillo deSaumur. Solo de pensarlo sintió unapunzada de nostalgia que no habíaexperimentado durante años. Volvió amirar a su marido, que tenía más de niñoque de hombre, más de loco que de rey.Su padre lo desdeñaría y lo humillaría.Si llevaba a Enrique a Francia consigo,lo más probable es que fuera utilizado yvendido a la corte francesa. Limpiaríansus cuchillos en él y lo usarían deperchero. Tal vez Somerset fuera unhombre demasiado decente para saber

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cómo tratarían al pobre Enrique. Alzó lacabeza, procurando dominarse.

–Os lo ordeno, milord Somerset.Refugiad a mi marido en un lugarseguro, en fincas alejadas de loscaminos. Que le proporcionen los librosque solicite y ocupaos de que unsacerdote de confianza escuche suspecados cada día. Así será feliz. Es todolo que pido.

–Entendido, milady –contestóSomerset.

Estaba tenso y se sentía herido, talcomo ella había anticipado quesucedería. El joven duque lucía lamisma expresión mortificada que cuandoMargarita le había anunciado que no la

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acompañaría. Aunque seguramenteviviría atormentado y mancillado,Somerset era un hombre con buenareputación y de alta alcurnia. Quizáincluso habría aún quien marcharía en suapoyo. En cualquier caso, a Margaritano le convenía para su nueva vida enFrancia.

Una a una, se había desprendido detodas las monedas que le pesaban en lascosturas del abrigo. Tenía a su hijo y, sihabía perdido todo lo demás, al menoslo había perdido con un buen fin. Habíaentregado la mitad de su vida aInglaterra. Era suficiente.

–¡Un mensaje! ¡Aprisa! ¡Mensaje! –exclamó una voz desde los edificios del

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muelle, donde los mercaderesalmacenaban sus cargamentos.

Lord Douglas y sus hombres seencresparon de inmediato y, con lasespadas y las dagas desenvainadas,regresaron a grandes pasos por losadoquines para interponerse entreMargarita y la posible amenaza. Hastaque el barco hubiera zarpado de puerto,Margarita era responsabilidad suya.

El mensajero era un joven que vestíauna elegante capa sobre unos vivoscolores que habrían resultadodiscernibles bajo una luz más favorable,pero Margarita no atinó adesentrañarlos. Douglas ordenó quetrajeran lámparas de aceite del barco

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mientras aquel desconocido guardabasilencio, vigilado. Bajo el resplandorque proyectaban las lámparas, Margaritavio cómo el hombre se encogía dehombros y se desnudaba hasta la cinturatras ladrarle una orden. A la vista quedóun físico tan musculado y marcado comoel de un luchador de los bajos fondos deLondres. Si bien los soldados escocesesle retiraron una única y evidente daga ensu funda, el aspecto y la cantidad decicatrices del joven preocupaba aDouglas y Somerset en igual medida.

–Esto me da mala espina, milady –murmuró Somerset–. Este hombre vienevestido de heraldo, pero yo nopermitiría que se acercara mucho.

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Margarita asintió, perfectamenteconsciente de que el rey Eduardo podíahaber enviado a una docena de asesinostras ella. Tales hombres eran máscomunes en Francia e Italia, peroexistían en todas partes, de allí a Catay,y se pasaban la vida entrenando paraperpetrar un asesinato perfecto. Seestremeció.

–Pronunciad vuestro mensaje en vozalta –le gritó–. Quienes me rodean sonhombres de confianza y os matarán siintentáis hacerme daño.

El joven hizo una reverenciaelaborada, sin por ello perder laexpresión adusta en el rostro.

–Milady, me han indicado que os diga

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lo siguiente: «Milady, soy el que sonríecon el cuchillo escondido bajo la capa».Aunque no soy maestro cervecero, osserviré, por mi honor. Mi nombre esGarrick Dyer.

Margarita se notó palidecer, mientrasque Somerset y Douglas estallaron deira y confusión.

–Creo que conozco al maestro Dyer,caballeros –dijo ella–. Lamento muchono haberos… reconocido antes.

Fue un momento agridulce,perfectamente acorde a su humor alabandonar aquel país que había llegadoa amar… y odiar. Margarita dio mediavuelta, se remangó las faldas y la capa yse dirigió hacia el barco que la

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aguardaba. Para entonces, todomovimiento había cesado y losmarineros permanecían quietos entreslos obenques y los cordajes.

Oyó el ruido seco de una ballesta a suespalda, pero no vio cómo la flechaalcanzaba a Garrick Dyer ni cómo estealzaba la mano confuso al ver la puntade hierro que le asomaba entre lascostillas. Se desmoronó sobre elempedrado. Margarita se hallaba aúngirándose cuando Douglas bramóórdenes y Somerset agarró a la reina porel brazo y la acompañó apresuradamentehasta la pasarela.

–¡Subid a bordo, Margarita! –le gritóel joven duque al oído.

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Las lámparas habían salido volandocuando los hombres las habían arrojadopara ir en busca de sus espadas, pero laluna alumbraba suficiente. Bajo aquellapálida blancura, de entre los almacenesde cargamento salió una figuraarrastrando los pies, con unos andaresextrañamente zigzagueantes. Somersethabría apurado a Margarita para queatravesara la plataforma y descendiera alas bodegas, pero ella bregó por zafarsede sus manos, deseosa de contemplarqué sucedía.

–No es más que un hombre –dijoMargarita jadeante–. Un asesino que hasoltado el virote y no vivirá para darmealcance.

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Observó mientras los escocesesrodeaban a la umbría figura. Por lo quealcanzaba a ver, el hombre les hablaba ygesticulaba con las manos. Margaritapensó en darse media vuelta paraalejarse de nuevo cuando se dispusierana asesinarlo. Había visto demasiadasmuertes en sus treinta y un años de vida.Pero no acabaron con él. Uno de ellosllamó a lord Douglas y Margaritafrunció el ceño cuando este se acercó agrandes zancadas para escuchar lo quefuera que aquel hombre tenía que decir.Para su sorpresa, el anciano escocésagarró al tipo firmemente del brazo y locondujo hacia el muelle, en dirección aella. Algunos de los hombres de

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Douglas recogieron las lámparas caídasy fueron alumbrándolas unas con otras,hasta que proyectaron luz sobre elasesino.

Margarita ahogó un grito, cubriéndosela boca con la mano. El rostro de DerryBrewer estaba envuelto en mugrientastiras de paño, tan densas por la sangrereseca que alteraban la forma de toda sucabeza. Brewer la observó con un ojoreluciente, aunque Margarita pudo verque caminaba doblado de dolor a causade una herida profunda que le impedíapermanecer erguido. La había seguidorenqueando, pese a que ella sabía que lohabía abandonado en el campamento deTadcaster, a unos trescientos kilómetros

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al sur. En aquel momento, Margaritapudo atisbar la determinación en Derry.Sintió un arrebato de bochorno por laelegante bienvenida y la ayuda que lehabían brindado a ella mientras unhombre herido le iba a la zaga.

–Buenas noches, milady –la saludóDerry Brewer–. Yo soy el que mássonríe, con el cuchillo bajo la capa. Nosé quién era ese otro malnacido.

–¡Derry! –exclamó Margarita, tanconmocionada por sus palabras comopor su aspecto.

–Lo lamento, milady. –Derry volvióla vista para mirar al cuerpo que yacíasobre el empedrado y sacudió lacabeza–. Era uno de los míos. Lo

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reclamaré a la hora de mi muerte,milady. Es lo mínimo que puedo hacerpor él.

–Si era vuestro hombre, ¿por qué…?–Margarita se interrumpió al ver que elmaestro de los espías alzaba la cabeza yla observaba desde debajo de aquelpaño parduzco.

Derry se llevó una mano al estómago.Estaba completamente cubierto desangre y polvo.

–Sin duda me habría recibidodebidamente y luego me habríafiniquitado con una dosis de veneno, uncuchillo o una caída por la borda. Oquizá lo haya juzgado mal. En cualquiercaso, la vida me ha enseñado a no

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lamentar lo que no puede cambiarse. Heregresado junto a vos, milady.

Derry se tambaleó ligeramente yhabría hincado una rodilla en el suelo siDouglas no lo hubiera sostenido en pie.

–¿Permitiréis que este tipo suba abordo, milady? –preguntó el escocés conexpresión escéptica.

–Por supuesto, milord Douglas. Almargen de lo que haya hecho, DerryBrewer sigue siendo mi leal siervo.Ordenad que lo conduzcan abajo, porfavor, que lo laven, alimenten y atiendanen un lugar cálido.

Vio que a Derry le colgaba la cabeza,absolutamente abatido por el cansancioy las heridas sin curar.

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Margarita aguardó hasta que losescoceses hubieron puesto a Derry alcuidado de sus sirvientes y descendió almuelle. Se colocó frente a Douglas ySomerset y aceptó sus reverencias antesde volverse hacia su marido y alzarseentre este y la mar.

–Lord Somerset cuidará de vos,Enrique –le dijo.

El rey la miró, sonriendo levemente.–Como digáis, Margarita –musitó.Los ojos de Enrique únicamente

reflejaban una paz perfecta. Margarita sehabía preguntado si sentiría ganas dellorar, pero no fue así. Todas las batallasestaban perdidas. La mano había escritoen la pared: «Mené, Téquel y Perés»,

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palabras ancestrales en un idioma quenadie conocía. * No cambiaría ni unaletra. Sus decisiones eran irrevocables.

Sin mediar más explicación, subió abordo del barco, agarrándose a unpasamanos mientras los marineros sepreparaban para zarpar y saltaban abordo tras ella, ágiles como simios. Elviento y la marea se llevaron de allí aMargarita, rumbo a Francia, hacia lafinca de su infancia en Saumur y junto asu padre. No dudaba de que el viejobaboso la despreciaría por sus fracasos,pero había estado muy cerca de triunfar.Había sido reina de Inglaterra y decenasde miles de hombres habían luchado ymuerto en su nombre, en defensa de su

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honor. Alzó la cabeza con orgullonuevamente ante tal pensamiento,desterrando la desesperanza a medidaque el viento arreciaba.

Su hijo Eduardo empezó a alborotaren cubierta en cuanto notó movimiento,asomado por la borda para observarcómo la espuma partía las oscuras aguasen dos y llamando a su madre,emocionado, para que acudiera acontemplarlo. La primavera se hallabaen camino y Margarita se animó alpensarlo. No volvió la vista para mirara los hombres que permanecían en pieen la orilla, atrás.

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ha contado los días de tu reinado y lesha puesto fin; Téquel: has sido pesadoen la balanza y te falta peso; Perés: tureino se ha dividido y ha sido entregadoa medos y persas». Daniel 5:25-28.Biblia de Jerusalén. Edición de DescléeDe Brouwer.

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SEGUNDAPARTE

1464

Tres años después de Towton

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−¿

22

Quién es esa mujer, para atreversea escribirme con tanta frecuencia y

asediarme de tal modo? –preguntó el reyLuis de Francia, abanicándose paradespejar el aire quieto y cálido de supalacio.

−Margarita de Anjou es vuestra primahermana, su majestad –le susurró sucanciller, inclinándose hacia delantepara hablar al oído al monarca.

Luis se volvió hacia él con

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menosprecio.−¡Sé perfectamente quién es, Lalonde!

Lo he formulado en voz alta a modo depregunta théorique, o de rhétorique,puesto que ninguno de vosotros parecéiscapaces de aconsejarme cómo deberíaproceder.

En la corte corría el rumor de que elcanciller Albert Lalonde tenía al menosochenta años, quizá noventa, nadie losabía con certeza. Lalonde se movía yhablaba con lentitud, pero tenía una pielasombrosamente tersa, con arrugas tanfinas que resultaban invisibles hasta quefruncía el ceño o notaba las punzadas delas dos únicas muelas que le quedaban.Él aseguraba estar en la sexta década,

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por más que todos sus compañeros deinfancia hiciera ya largo tiempo quehabían perecido. Algunas personas en lacorte afirmaban que entre los primerosrecuerdos del canciller se incluía lavisión del Arca de Noé. El rey Luis lotoleraba por las historias acerca de lainfancia y juventud de su padre queLalonde aún rememoraba. Desde luego,no lo hacía por la inteligencia delcanciller.

El rey francés observaba fascinadocómo el anciano mascaba con su flácidaboca, inquieto en medio de aquel calor.Los labios superior e inferiorresbalaban el uno sobre el otro con unaflojera extraordinaria. Con cierta

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reticencia, Luis apartó la vista. Loaguardaban media docena de lores, cuyopatrimonio conjunto sumaba no solo unagran fortuna, sino también un inmensonúmero de soldados armados, por si leeran precisos. Se rascó la nariz a todo lolargo, puliéndose el bulbo de la puntaentre los dedos índice y pulgar mientrasreflexionaba.

−Su padre, el duque René, no esningún necio, pese a sus fracasadasreivindicaciones de Jerusalén yNápoles. Aun así, no seré yo quiencritique a un hombre por ser ambicioso.A su vez, significa que no debo asumirque su hija carece de inteligencia. Sabeperfectamente que preferiría no

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encontrarle esposa a su hijo, unmuchacho sin tierras, sin títulos y sin unasola moneda. No, lo que verdaderamenteme preocupa es el verdadero rey deInglaterra, Eduardo. ¿Por qué debería yoelegir apoyar a un príncipe Lancastermendigo? ¿Por qué debería enemistarmecon Eduardo Plantagenet al principio desu reinado? Le quedan muchos años pordelante, Lalonde. Ha enviado a su amigoWarwick a mi corte a solicitar unaprincesa, ofreciendo agasajos e islas acambio y adulándome con palabras decien años de paz tras cien años deguerra. Son todo mentiras, pordescontado, pero mentiras de una granbelleza.

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El rey se alzó de su trono y empezó acaminar de un lado para otro,abanicándose. Sus lores y siervos seapresuraron a retroceder para no tocarlopor accidente y, quizá, perder una mano.

−¿Debería enviar a un rey tal a brazosde mis enemigos, Lalonde? No dudo queel duque de Borgoña recibiría conbuenos ojos su interés, o milord deBretaña. Todos mis duques rebeldestienen hijas o hermanas sin desposar. Yahí tenemos a Eduardo, rey de Inglaterray sin un heredero.

Su abanico removía el aire lentamentey el monarca iba enjugándose el sudorde la frente a golpecitos con un paño deseda.

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−La prima Margarita es plenamenteconsciente de todo ello, pero aun así,Lalonde…, ¡aun así lo demanda! Comosi… −se llevó un dedo a los labios,presionándolos por el centro−, como sisupiera que Eduardo nunca será amigode esta corte. Como si yo tuviera laobligación de apoyarla y aceptar que nome queda más alternativa. Es todo muyextraño. No lo suplica, aunque nadie ledebe ningún favor y no tiene más fondosque unas cuantas rentas exiguas de supadre. Lo único que tiene para ofreceres a su hijo. –Luis pareció iluminarserepentinamente; una sonrisa le atravesóel rostro−. Es una apuesta, Lalonde. Estádiciendo: «Mi pequeño Eduardo es el

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hijo del rey Enrique de Inglaterra.Encuéntrale una esposa, Luis, y quizá undía serás recompensado por ello». Noobstante, hay pocas posibilidades de queello suceda, ¿no es cierto, Lalonde?

El anciano canciller lo observó conlos ojos entrecerrados. Antes de tenertiempo de responder, Luis le hizo ungesto con la mano en el aire paramostrar su frustración.

−Se apuesta su futuro al desagradoque yo pueda sentir por los reyesingleses. Por supuesto, si yo tuviera unadocena de hermanas aún solteras, podríaplantearme desposar a una de ellas consu hijo, pero tantas de ellas hanmuerto…, Lalonde. Bien lo sabéis vos.

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Las gemelas, la pobre Isabella. ¡Ytambién he visto morir a tres de mispropios hijos, Lalonde! He agitado loshombros de más cuerpecitos inertes delos que ningún padre debería ver nunca.

El monarca dejó de perorar duranteun rato, con la mirada perdida en elfondo del magnífico salón vacío de supalacio. Todos los hombres y mujerespresentes permanecieron inmóviles parano interrumpir el hilo de surazonamiento. Tras lo que se antojó unaeternidad, se aclaró la garganta y seencogió de hombros.

−Ya basta de hablar de esto. La menteme atormenta con penas antiguas. Hacedemasiado calor. No. Lady Margarita

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vivirá una decepción. Escribidle unarespuesta expresándole mis disculpaseternas. Ofrecedle una pequeña pensión.Quizá así deje de incordiarme.

A modo de respuesta, el canciller hizouna reverencia apoyándose en su bastón.

−Por lo que respecta al rey EduardoPlantagenet, quien le robó la corona aotro de mis primos…, mon Dieu,Lalonde. ¿Debería entregar a mi hijaAna a un lobo como ese cuando esté enedad casadera? ¿Debería arrojar a miquerida corderita a un rudo giganteinglés? ¡Cuando mi padre entregó a unahermana a los ingleses, su rey Enriquedecidió que era el soberano de Francia!Aún recuerdo cuando los ingleses se

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pavoneaban por los pueblos y ciudadesde Francia, Lalonde, y los reclamaban.Si honro a este rey Eduardo con mipequeña niña, ¿cuánto tardarán en sonarlos cuernos de nuevo? Y si no lo hago,¿cuánto tardarán Borgoña y Bretaña enhacer sonar los cuernos de guerra?¡Menudo fastidio!

Para su sorpresa, el canciller Lalonderespondió:

−Los ingleses se han desangrado, sumajestad, en la que denominan la batallade Bowsworth o Towton. No volverán aamenazar Francia, no mientras yo viva.

Luis observó dubitativo al anciano.−Desde luego, aunque seremos

afortunados si vos sobrevivís a otro

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invierno, Lalonde. Y ese Eduardo eshijo de York. Recuerdo a su padre, antesde que ese enorme cachorro hubieranacido siquiera. El duque Ricardo era…impresionante: cruel e inteligente. Mipadre le tenía aprecio, comoprácticamente a todo el mundo. Nopuedo enemistarme con su gigante hijo,que se impuso a treinta mil hombres enel campo de batalla. No, he tomado unadecisión. No me quedan hermanassolteras. Mi hija tiene tres años y luegoestá la recién nacida, si Dios le permitevivir. Podría comprometer a Ana paradesposarlo cuando cumpla los catorceaños, de aquí a trece años. ¡Dejemosque el rey Eduardo calme su ardor

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durante una década! Dejemos quedemuestre su valía como rey antes deenviar a otra hija de Francia a ultramar.

−Su majestad… −empezó a decirLalonde.

Luis levantó una mano.−En efecto. Soy consciente de que

Eduardo no aguardará. ¿Sois acasoincapaz de entender una ilusión,canciller Lalonde? ¿Acaso carecéis desentido del humor? ¿O tal vez se debe ala sordera? Enviaré a una delegación delores y lindas muchachas para reunirsecon el rey Eduardo, junto con espías,escribas y palomas listos para traer devuelta a mis manos cualquier noticia. Lesugerirán la posibilidad de desposar a

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mi hija, pero él objetará, la rechazará.¡Imposible aguardar tanto tiempo sinherederos! Entonces le ofreceremos a micuñada enviudada, Bona, o a una de lassobrinas que se congregan en lasNavidades y me suplican regalos.Entonces aceptará y quizá habremosevitado que el gigante atraviese con unejército esa manga de lágrimas quedenominan el canal de la Mancha. ¿Loentendéis ahora, Lalonde? ¿Es precisoque vuelva a explicarlo?

−Con una vez basta… con este calor –respondió el viejo, con los ojos fríos.

El rey Luis soltó una risita.−¡Humor! ¡En alguien tan anciano!

Incroyable, monsieur. ¡Bravo! Quizá

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vos deberíais formar parte de esadelegación. ¿Qué me decís? Para ir areuniros con el rey en Londres. No, nome deis las gracias, Lalonde. Bastarácon que os marchéis y dispongáisvuestras cosas. Inmediatamente.

El verano parecía haber durado toda unavida, como si no lo hubiera precedidoun inverno. El país al completo se cocíay languidecía con apática languidez,mientras cada amanecer traía una nuevapromesa de calor. Los muros interioresdel castillo de Windsor permanecíanalgo más fríos, gracias a su grosor demuchos centímetros, que protegíaincluso de los días más cálidos. Bajo la

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mirada de Warwick, el rey Eduardoapoyó la frente en la lisa piedra caliza ycerró los ojos.

−¡Eduardo, hasta que tengáis unheredero no habrá nada escrito enpiedra! –exclamó Warwick, exasperado−. Si sufrierais una apoplejía tras uno devuestros festines o si un tajo se osgangrenara y agriara vuestra sangre…−Reunió el valor para pronunciar laspalabras a través de la ventana a aquelhombre colosal y resplandeciente−: Sifallecierais, Eduardo, tal como están lascosas, ¿cuál creéis que sería elresultado? No tenéis hijos y vuestroshermanos son demasiado pequeños paraheredar. ¿Cuántos años tiene Jorge?

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¿Catorce? Y Ricardo solo tiene once.Tendría que nombrarse a un regente.¿Cuánto tardarían Margarita, Enrique ysu hijo en poner el pie en Inglaterra denuevo? No ha transcurrido demasiadotiempo desde que todas las familias deeste país perdieron a alguien en Towton,Eduardo. ¿Acaso deseáis que regrese elcaos?

−¡Todo esto es una insensatez! No voya morir –exclamó el rey, al tiempo quese daba media vuelta y se alejaba−. Amenos, claro está, que el látigo devuestra lengua sea capaz de matar a unhombre –continuó, medio para sí mismo−. ¿Cómo está Ricardo? ¿Se ha instaladoen Middleham?

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−¡¿Lo veis?! ¡Sois impredecible!¡Nunca sé por dónde vais a salir! –replicó Warwick, alzando las manos conun gesto de exasperación−. ¡Sois capazde borrar de un plumazo todo buenconsejo y recordarme que habéiscolocado a uno de vuestros hermanos ami cuidado! Pero, si confiáis en mí,deberíais escucharme.

−Y os escucho –contestó Eduardo−,pero creo que os preocupáis en exceso.¡No ocurrirá lo peor! En cuanto a mihermano Ricardo, tieneaproximadamente la edad que tenía yocuando viajé a Calais junto a vos.Fuisteis un buen maestro para mí; no heolvidado cuánto os admiraba. He

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considerado enviarlo a la guarniciónallí, pero él… digamos que es másdelicado de lo que era yo a su edad. Mimadre lo consintió, no me cabe duda deello. Necesita adiestrarse con la espaday practicar varias horas con el hachacada día. Vos sabréis qué hacer, talcomo hicisteis conmigo.

Warwick suspiró, harto del papel quese veía obligado a desempeñar, unacombinación de hermano mayor,padrastro y canciller que significaba quecarecía de todo poder real sobre elobstinado joven rey. Al principio, habíaconsiderado un gran honor que Eduardopusiera a su hermano menor a sucuidado. Era habitual permitir que los

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muchachos jóvenes se hicieran hombreslejos de sus familias. Los endurecía yles brindaba la posibilidad de cometersus últimos errores infantiles lejos delas personas a quienes podíandecepcionar. Y también servía paraforjar alianzas, de manera que aWarwick le complació pensar queEduardo considerara que valía la penaencomendarle a su hermano. Pero nadade ello ocultaba la vacuidad absolutadel papel que Warwick desempeñabacomo compañero del rey.

No le había importado demasiadodurante los dos o tres primeros años,mientras él y Eduardo sofocaban lasrebeliones de los Lancaster en el norte.

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Había sido un tiempo emocionante, conbatallas de poca acción y cabalgadaspor todo el territorio, a la zaga de espíasy traidores. A resultas de ello,centenares de grandes casas y títulospermanecían vacantes, con suspropietarios fugados de la justicia,colgados de árboles o empalados en elpuente de Londres. Eduardo habíaexperimentado una inmensa satisfacciónal deshonrar a las casas nobles quehabían apoyado a los Lancaster,despojándolas de sus títulos y de lariqueza de sus tierras. Él y Warwickhabían sido inmisericordes, no cabíaduda, pero les habían dado motivos paraello.

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Había sido una labor emocionante ypeligrosa mientras la habían llevado acabo, pero luego la calma se habíainstalado en el país y no había habidomás rebeliones durante todo un verano,ni una sola casa señorial incendiada niasomo de noticia acerca de unalzamiento en nombre del rey Enrique.Había sido en aquellos días asfixiantes yempapados en sudor cuando Eduardohabía empezado a arañar todas laspuertas, deseoso de salir a cazar.Siempre se había mostrado más feliz enel frío, donde podía envolverse enpieles. No había alivio para el calorestival, que le arrebataba su inmensa

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fuerza y lo dejaba débil como Sansóncon el cabello esquilado.

Warwick lo observaba, preguntándosecuál sería la causa de su agitación. Levino una sospecha a la mente y laformuló en voz alta.

−¿Sabéis, Eduardo? Después deTowton, aún no somos lo bastantefuertes para plantearnos atravesar elcanal de la Mancha, por mucho que lodeseéis. No tenemos un ejército encondiciones para hacerlo.

−Solo contábamos con seis milhombres en Agincourt –espetó Eduardo,enojado al percibir que le habían leídoel pensamiento−. Y cinco mil de elloseran arqueros.

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−¡Y ese ejército lo encabezaba un reyque ya había engendrado a un hijo yheredero! –exclamó Warwick−.Eduardo, tenéis veintidós años y soisrey de Inglaterra. Hay tiempo paracualquier campaña que deseéisemprender en los años venideros, pero,por favor, primero dejad un heredero.No existe ninguna princesa viva que noos contemplase como pretendiente.

Warwick hizo una pausa momentánea,consciente de que Eduardo tenía la vistaclavada al otro lado de la ventana, enlos terrenos de Windsor. No dudaba deque el joven monarca se estabaplanteando abandonar sus deberes yesfumarse durante una semana o quince

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días, para aparecer apestando a sudor ysangre, como si no tuviera ninguna otraresponsabilidad. Bastaba con un rumoracerca de un animal salvaje queamenazaba un rebaño o una poblaciónpara que Eduardo reuniera a suscaballeros e hiciera sonar un cuerno decaza.

Warwick notó que había perdido elinterés y la atención del rey cuandoEduardo afiló la mirada y se inclinósobre los cristales de la ventana, que seempañaron con su aliento. Desde latorre se divisaba el Támesis. Eduardodebía de haber visto patos saltando atierra. El joven rey era un apasionado dela caza con perros y la cetrería. Parecía

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tener un don para esta última, o eso sedecía en las caballerizas reales. Algo enaquellas salvajes aves de rapiña ponía aEduardo de buen humor y nunca parecíamás feliz que cuando cabalgaba con sugran gerifalte gris moteado posado en elantebrazo o cuando regresaba con variospares de tórtolas o patos colgando delhombro.

−¿Su alteza? –dijo Warwick con vozqueda.

Eduardo apartó la vista del cristal alescuchar la mención de su título. Sehabían acostumbrado a llamarse por susnombres de pila por haber vivido tantascosas juntos. Eduardo sabía queWarwick únicamente empleaba el

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tratamiento real para dirigirse a élcuando consideraba que había un asuntoverdaderamente importante. Asintió, depie, con las manos enlazadas a laespalda, preguntándose si debía dar voza lo que realmente lo atribulaba. Por unavez en su vida, Eduardo se sintióavergonzado.

−Ese rey francés, Luis, es primohermano de Margarita –prosiguióWarwick, ajeno a la lucha interna delhombre que tenía delante−. En su exilio,Margarita podría haberle solicitadotierras o un título y, sin embargo, recurrea él para que concierte un matrimoniopara su hijo. El rey Luis tiene reputaciónde ser un hombre inteligente, Eduardo.

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No puedo decir que sintiera ningunacalidez especial por su parte cuandosopesó nuestra solicitud, pero lo que sísé es que cualquier enlace entre el hijode Margarita y el trono francés sería unasunto peligroso.

−¡Nada de ello importaría si el lerdoesposo de Margarita no hubiera perdidoFrancia! –replicó Eduardo.

Warwick se encogió de hombros.−Eso son cosas del pasado. No

obstante, si permitimos que su hijodespose a una princesa francesa, algúndía podría proclamarse rey deFrancia… y luego reclamar Inglaterraalegando derecho de nacimiento. ¿Veisahora el problema? ¿Entendéis por qué

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me he pasado dos años adulando al reyLuis y a la corte francesa y enviandoregalos en vuestro nombre?¿Comprendéis por qué he celebradobanquetes para una docena de susembajadores y los he entretenido en misseñoríos?

−Por supuesto que lo entiendo, perovos me lo aclararéis de todos modos –respondió Eduardo, regresando denuevo junto a la ventana con expresióntaciturna.

A Warwick se le tensó la boca alnotar un viejo acceso de enojo eimpotencia con el que estabafamiliarizado. Estaba absolutamenteseguro de cuál era el mejor camino y, sin

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embargo, era completamente incapaz dehacérselo tomar a aquel hombre superiora él tanto en armas como en rango.Eduardo no era estúpido, se recordóWarwick, simplemente era tan terco,despiadado y egoísta como los halconesque hacía volar.

El conde sir John Neville tenía motivospara estar satisfecho con su vida.Después de Towton, el rey Eduardo lohabía incluido en la Orden de laJarretera, convirtiéndolo con ello enmiembro de un grupo selecto decaballeros que siempre tenían acceso alrey y a solicitar audiencia. De hecho,

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había ocupado el puesto que su padrehabía dejado vacante en la orden y Johnhabía sentido el inmenso orgullo depoder añadir la leyenda de la Jarretera asu cimera: Honi soit qui mal y pense,«que la vergüenza caiga sobre aquel quemalpiense». Había sido un gran honor,que, no obstante, empalidecía y quedabareducido a la nada en comparación conel hecho de ser nombrado lord delcastillo de Alnwick.

Los condes de Northumberland habíansido otrora uno de los siete reyes, antesde que Athelstan los unificara todos losreinados y formara Inglaterra. Era unode señoríos más extensos del país yhabía recaído en la familia de Neville

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pasando por delante del linaje de losPercy. No existía ningún otro título quepudiera haber significado tanto para unhombre que había luchado contra elpatriarca y los hijos Percy. John Nevillehabía sobrevivido a un ataque de losPercy en su propia boda. Habíaobservado al viejo conde Percy falleceren San Albano. Uno a uno, los lores delnorte habían caído. Le producía unjúbilo incesante saber que su últimoheredero languidecía en la torre deLondres, mientras un Neville cabalgabapor las almenas de Alnwick y seaprovechaba de sus doncellas pordiversión.

Había sido cruel con sus siervos, era

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cierto; se había deshecho de aquellos enquienes no confiaba y los había dejadomorirse de hambre sin trabajo. Lasustitución de un viejo linaje por unnuevo lord siempre era dura. Aunquesignificaba la victoria de una sangremejor, en su humilde opinión.

A cambio de tal generosidad, el nuevoconde de Northumberland habíacabalgado y había trabajado durante tresaños para localizar hasta el últimoreducto de apoyo a los Lancaster. Eradirectamente responsable de laejecución de más de un centenar dehombres y había descubierto quedisfrutaba con tal labor. Con su tropa desesenta hombres de armas veteranos,

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John Neville seguía rumores y lainformación de confidentes a sueldo, talcomo imaginaba que Derry Brewerhabía hecho antes que él.

Le habría gustado volver aencontrarse cara a cara con aquelhombre. La letra «T» que Brewer lehabía marcado le había dejado unagruesa cicatriz rosada en el reverso dela mano. El corte había sido tanprofundo que a John Neville le costabaagarrar el cuchillo para comer y se leabrían los dedos por completo al másmínimo golpe. Aun así, por mucho quele hubieran arrebatado, su recompensalo excedía con creces. No tenía en

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cuenta el precio que había pagado por subuena fortuna.

Lord Somerset había perdido lacabeza sobre el tocón de un árbol, trasser sacado a rastras del sótano en el cualse había ocultado de los hombres lealesa York. John Neville sonrió al recordarla furia del hombre. Era extraordinariocómo los lores y caballeros deLancaster escarbaban en la tierra paraocultarse de su justo destino. SirWilliam Tailboys había sido apresadoen una mina abierta de carbón y sacadoa rastras de ella, tosiendo y negro comoel tizón. Docenas de hombres habíansido perseguidos y localizados, otraicionados a cambio de unas monedas

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o por mera venganza. El trabajo loconsumía y John sabía que lamentaría eldía en que tocara a su fin. La paz nuncahabía aportado a John Neville lassatisfacciones y las recompensas de laguerra.

Su único reproche era haber estadotan cerca de atrapar al propio reyEnrique. Estaba seguro de que elmonarca seguía en Inglaterra. Corríanrumores de gente que decía que lo habíaavistado en una docena de sitiosdistintos en el norte, en concreto en losalrededores de Lancashire. John Nevilley sus hombres habían hallado unacaperuza con una cimera de Lancaster enun castillo abandonado hacía solo dos

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semanas. Casi podía notar las huellascada vez más recientes, y a los hombresque ocultaban al rey, más y másdesesperados a medida que él losacechaba, rastreando cada olor y cadasusurro. Podría haber delegado tal laboren otros, pero quería estar allí al final.Lo cierto era que disfrutaba máscazando hombres que cazando ciervos,lobos o jabalíes. El espectáculo era másinteresante con quienes entendían lo quese jugaban y lo mismo luchaban queintentaban darse a la fuga.

El conde mantenía a raya suexcitación mientras avanzaba por elcamino accidentado que atravesaba losbosques de Clitheroe. Tenía sentido que

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el rey Enrique se escondiera enLancashire, donde estaría más seguro. Elapellido de su familia procedía de laantigua fortaleza de Lancaster en elnoroeste, uno de los castillos másimponentes de Inglaterra. Lancashire erael feudo de Enrique, quizá más queningún otro lugar. Y pese a ello, lafamilia Tempest lo había traicionado, yafuera por lealtad a York o por lapromesa de una recompensa ulterior;John Neville lo desconocía y no teníainterés en averiguarlo.

Cuando había llegado a la casaseñorial de Tempest, el rey Enrique sehabía desvanecido como por arte demagia de sus aposentos. Tres de los

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ayudantes del soberano habían huido conél: dos capellanes y un escudero.¿Cuánta distancia podían haberrecorrido en un solo día, si los hijos deTempest habían dicho la verdad? JohnNeville contaba con rastreadorescapaces de seguir el rastro de unhombre, hombres del alguacilacostumbrados a dar caza a losmalhechores fugitivos. Ni siquiera encaminos irregulares agostados por elardiente sol estival les había costadodemasiado detectar un rastro por encimade los demás. La comitiva real estabaintegrada por un grupo de cuatropersonas, de los cuales solo una iba alomos de un caballo. No habría

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demasiados grupos de talescaracterísticas.

El conde de Northumberland alzó lavista. Sombras verdes le veteaban elrostro. No le agradaban lasprofundidades de los bosques, donde seocultaban bandoleros y traidores.Prefería los espacios abiertos, donde elviento podía ulular. Le agradabaNorthumberland, con su naturaleza, susvalles y sus colinas desnudas queagitaban el alma. No obstante, tenía queseguir las pistas adonde quiera que locondujeran: era su deber.

En voz baja, ordenó situar a ochoarqueros con ballestas en el frente y aotra media docena, protegidos con

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buenas armaduras, en formación cerradaa su alrededor, si bien entre las zarzas ylos helechos no resultaba fácil avanzar amás velocidad que si hubieran ido a pie.Cuando la claridad se convirtió enlúgubres sombras, John Neville envió asus dos mejores rastreadores a abrircamino, un par de hermanos de Suffolkque no sabían leer ni escribir y rara vezhablaban, ni siquiera entre ellos.Olisqueaban el aire como sabuesos yparecían conocer todos los trucos de lacaza, por abstrusos y truculentos quefueran. Por la noche, dormíanacurrucados uno en brazos de otro y, conel corazón en la mano, su señorsospechaba que entre ellos existía una

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intimidad nauseabunda. Azotarlos nosurtía efecto, pues se limitaban a resistiry mirar con un resentimiento apagado yademás quedaban incapacitados paratrabajar en los días posteriores.

Los hermanos desaparecieron entre laespesura que había ante ellos, mientrasque los cazadores de John se abríanpaso entre el follaje a tajos ymachetazos. En algunos puntos habíasendas de animales, creadas por losciervos o zorros a lo largo de los años.Pero eran demasiado angostas para quejinetes con armadura transitaran porellas y el avance era lento y exasperante,como si el propio bosque intentaraimpedir su progreso. John Neville

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apretó la mandíbula, enojado. Si tal erael caso, si hasta los árboles deseabanque se marchara, continuaría avanzandohasta cumplir su deber con el reyEduardo, que lo había encumbrado muypor encima de sus sueños más osados yhabía respondido a todas sus plegarias.

Se le había enmarañado el pie en unaparra espinosa. Blasfemando en vozbaja, consiguió zafarse de ella. Pordelante de ellos escuchó el ulular de unbúho y levantó la cabeza con unasacudida. Los muchachos de Suffolkemitían ese reclamo cuando detectabanalgo y no querían que escaparacorriendo. John Neville utilizó su dagapara liberarse la bota. No podía evitar

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que las hojas muertas crujieran, pero noestaban cazando ciervos, que paraentonces seguramente ya se habríandesvanecido. Sus hombres cortaban yapartaban la maleza más fastidiosa, y élse abrió camino hasta ver a los dosjóvenes sucios tumbados boca abajo yobservando la tierra que descendía anteellos.

El lord Neville podía oír un río másallá, desmontó y avanzó arrastrándosecon el máximo sigilo del que fue capaz.Los dos muchachos de Suffolk sevolvieron para recibirlo con sendassonrisas que dejaron a la vista losescasos dientes que contaban entreambos, todos ellos podridos. John los

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ignoró y se asomó a través de las hojasde un abedul que, con las raíces mediofuera de la tierra, se aferraba a la riberadel río. El tronco, lo bastante débilcomo para caer en cualquier momento,tembló cuando John se apoyó en él.

A menos de cuarenta metros dedistancia, el rey Enrique de Inglaterraatravesaba el río, saltando de piedra enpiedra con un hombre por delante y otropor detrás, con los brazos en cruz paraevitar caer. El rey sonreía, deleitado porel centelleo del sol en las aguas y por lavista del ancho río, en cuyo caucetruchas marrones saltaban entre laspiedras y se alejaban como flechas.Mientras John Neville observaba la

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escena asombrado, el rey Enriqueseñaló con entusiasmo a uno de lospeces que pasaba bajo sus pies.

John Neville se puso en pie y salió deentre el follaje. Se dirigió al agua y nodudó en adentrarse en ella y atravesarlaa zancadas, salpicando a un lado y aotro. Con el agua del río apenas a laaltura de las rodillas, John avanzaba sinapartar la mirada del rey y susayudantes.

Uno de ellos bajó una mano hacia ladaga que portaba en el cinturón. LordNeville lo miró y se llevó la mano a laespada que portaba en la cintura, ungesto con un significado inconfundible.El escudero dejó caer la mano y

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permaneció en pie como un perroapaleado, abatido y temeroso. JohnNeville agarró al rey Enrique por elbrazo y el monarca soltó un grito desorpresa y dolor.

−¡Por fin os echo el guante, Enriquede Lancaster! Ahora vendréis conmigo.

Por un instante, John Neville fulminócon la mirada a los dos capellanes,quienes vieron a hombres armadosesparcirse por ambas orillas del río ycayeron en la cuenta de que se hallabana una larga distancia de la carretera y dela ley. Sabían perfectamente que susvidas no valían nada en aquel momento.Ambos se santiguaron y oraron entresusurros en latín. Permanecieron en pie,

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con la cabeza gacha, sin atreverse alevantar la mirada.

John Neville emitió un sonido derepugnancia y tiró de Enrique parasacarlo del agua con él, prácticamentearrastrando al rey hasta la orilla.

−Es la tercera vez que sois capturado–dijo el lord Neville, mientras tiraba deEnrique por la ladera cenagosa.

El rey parecía confuso, al borde delas lágrimas. Con un gruñido repentino,su captor le abofeteó en el rostro confuerza. El rey lo miró consternado y, derepente, se le afiló el ingenio y sus ojosrecobraron la vida.

−¿Por qué me habéis golpeado?¡Criminal! ¿Cómo os atrevéis a…?

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¿Dónde está el escudero Evenson?¿Padre Geoffrey? ¿Padre Elías?

Nadie le respondió, por más querepitió sus nombres una y otra vez, presadel pánico. Uno de los hombres dearmas de Neville lo ayudó a montar yluego le ató los pies a los estribos paraque Enrique no cayera. Condujeron sucaballo de regreso a través del caminoque habían abierto en la espesura delbosque, hasta que por fin emergieron deentre los árboles y vieron la carreteraque se extendía ante ellos.

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arwick frunció el ceño y sacudióla cabeza mientras miraba a losdos criados que intentabanllamar su atención. Cualquiera

de ellos podía fácilmente ponerlonervioso, motivo por el cual se habíamostrado tan rígido en sus instruccionesantes de llevarlos a Londres. Ambosiban vestidos con librea de color granatey blanco, los colores de su casa. Elmayor de los dos era Henry Percy, el

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último descendiente de la estirpe de loscondes de Northumberland. El muchachohabía perdido en las guerras a su padre,a su abuelo y a su tío, antes de que todasu familia fuera deshonrada, y el títuloque podía haber heredado, entregado aotra persona. La verdad era que, a suregreso de Towton, Richard Neville nose había visto con ánimo de abandonar aun crío de catorce años lloriqueante enla torre de Londres. El muchacho de losPercy se había mostrado patéticamenteagradecido y desde entonces le servíacomo escudero, siempre dispuesto aacudir a su llamada.

Le había parecido obvio adiestrar aljoven junto a Ricardo, el duque de

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Gloucester, aún demasiado joven parasu título. Warwick se descubrió sudandomientras fingía no ver al más bajito deambos inclinándose hacia delante parallamar su atención. Ambos sofocaban lasrisas, con los ojos centelleantes.Warwick se debatía entre mostrarseirritado o indulgente ante sus payasadas.Los dos jóvenes alborotadores habíanprovocado momentos de un caosextraordinario en el castillo deMiddleham. Solían despertar a losinquilinos con sus gritos. En unaocasión, incluso habían tenido queconvencerlos para que descendieran dela parte más elevada del tejado, dondehabían intentado protagonizar un

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combate de espadachines, y a puntohabían estado de romperse la crisma alcaer. Tenían un apetito prodigioso yatormentaban a las criadas con zorroscapturados y ciervos volantes de losbosques que introducían a hurtadillas enel castillo. Con todo, Warwick nolamentaba el impulso de hacer de tutorde ninguno de ellos. No tenía hijosvarones. Cuando estaba en paz en sucasa en Middleham y los muchachosinterrumpían el sosiego jugando ypersiguiéndose, sentía cierto anhelo ytambién algo de tristeza. En talesocasiones, si su madre o esposacaptaban su estado de ánimo, loenvolvían con la mirada, sin dejar de

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reír. Entonces interrogaban a losmuchachos y amenazaban con una varaal causante de destruir la tranquilidad deaquel día.

Rodeado por la delegación de la cortefrancesa, Warwick hizo caso omiso deambos críos, quienes no dejaban deagitarse como si fueran los gorriones delas afueras de la ciudad. Lo que fueraque se llevaran entre manos podíaesperar y, seguramente, ya era hora deque aprendieran a tener un poco depaciencia. Les dio la espalda.

Al notar otros ojos posados sobre él,inclinó su copa de vino hacia elcabecilla del grupo, el embajadorLalonde. El anciano se inclinaba sobre

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un bastón plateado con los hombrosencorvados, aunque no era eso lo quetenía fascinado a Warwick. A intervalos,el viejo entregaba su vino a un siervopersonal, extraía un frasco con unungüento de una faltriquera que llevabaen la cintura, hundía en él un dedo y seuntaba una dentadura de color amarillopálido que le sobresalía demasiado dela boca. Warwick no acertaba adeterminar si estaba hecha con dientesreales de hombres muertos, como habíaoído una vez que sucedía, o tallados enmarfil y fijados con alambre en unaestructura de madera oscura taladrada.El resultado era extraordinario. Durantetodo su discurso, los dientes resbalaban

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y se le soltaban, de manera que elidioma francés, ya de por sí anticuado,resultaba absolutamente incomprensible.

A Warwick no le quedó más opciónque esperar y mirar mientras el ancianoengrasaba su dentadura postiza hastasentirse enteramente satisfecho, demanera que sus labios volvieran adeslizarse con suavidad por susuperficie una vez más. Mientras elcriado del embajador le devolvía subebida, Warwick se sobresaltó al notarque alguien le tocaba el hombro. Alvolver la vista, encontró allí a HenryPercy, de pie, con el rostro como lagrana. Bajo la atenta mirada deldestacamento francés, que observaba

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todos sus movimientos, Warwick selimitó a sonreír, como si hubierasolicitado que lo interrumpieran.

−¿Es importante, verdad?El muchacho agachó la cabeza,

visiblemente nervioso en compañía delos forasteros. Warwick se relajó unpoco. Se le ocurrió que sus invitadosfranceses seguramente no esperarían queun siervo común hablara en su lengua.Pero el heredero de los Percy se habíacriado con una tutora francesa y hablabael idioma con fluidez. Warwick sopesócolocar al muchacho cerca delembajador para escuchar a hurtadillas suconversación privada. Pero por elmomento entendió que el joven tenía

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algo importante que comunicarle.Warwick agarró a Percy del brazo y locondujo hasta un extremo de la estancia.Mientras avanzaba, vio a dos integrantesde la comitiva francesa inclinándosepara dirigirse a sus propios siervos, quehabían acudido jadeantes, y a un terceroque entraba a toda prisa y hacía unareverencia ante su señor.

Algo sucedía. Warwick no habíadudado en ningún momento de quealgunos de los criados franceses eranespías o informantes, como tampoco deque debía de haber entre ellos hombrescapaces de dibujar esbozos de rostros yel curso de un río. Todas lasdelegaciones procedentes de Francia

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seguían el mismo patrón, tal comosucedía cuando Inglaterra enviaba ahombres al otro lado del canal de laMancha para acudir a eventos formales.

El embajador Lalonde apartó sudentadura para observar el progreso delos criados franceses. Warwick agarróal muchacho con más fuerza del brazo ylo condujo hasta donde Ricardo deGloucester aguardaba, junto a laspuertas abiertas de la sala, lejos de losoídos franceses más próximos.

−¿Qué sucede? –siseó Warwick−.Venga, decídmelo uno de los dos.¡Rápido!

−Vuestro hermano, milord –dijoHenry Percy−. El conde sir John. Tiene

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al rey bajo su custodia junto a lacatedral de San Pablo, en la puerta deLudgate.

−¿Qué insensatez es esa? ¿Por qué ibami hermano a…? Aguardad… ¿Al reyEnrique?

−Hecho prisionero –respondióGloucester, con una voz algo másaltisonante−. El mensajero de vuestrohermano vino corriendo y le dijimos queos lo comunicaríamos. Os aguardaafuera.

−Ya veo. Entonces ambos habéisobrado bien –respondió Warwick.

Tuvo que esforzarse por mantener unaexpresión de indiferencia bajo elescrutinio de quienes fingían no

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observarlo. Volvió la vista hacia elembajador francés y los treinta hombresque habían desembarcado hacía solo dossemanas. Estaba previsto que el reyEduardo llegara a mediodía parasaludarlos y mostrarles cuán educado,saludable y joven era, un hombre sinmarcas ni cicatrices que pretendía reinarInglaterra durante medio siglo. Todo ellollegaría a las orejas rosadas y con formade concha del rey francés.

−Decidle al mensajero de mi hermanoque ahora mismo voy –dijo Warwick,enviando al hermano pequeño deEduardo con un empujoncito.

El muchacho de los Percy siguió a sucompañero de juegos cuando Warwick

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le dijo que se largara, distraído.Warwick se dio cuenta de que la noticiase propagaba entre la comitiva francesa.No podía hacer nada al respecto, salvoretenerlos a todos en aquel salón.

−Milores, caballeros –anunció,empleando su mejor voz militar. Reinóel silencio y todos se volvieron hacia él,algunos con recelo y otros con fingidodesinterés−. Lo lamento, pero he sidoconvocado. Debo atender a su majestad,el rey Eduardo, durante una hora, quizámenos. −Warwick chasqueó los dedos alos tres criados y les musitó unasinstrucciones rápidas antes de alzar lavoz de nuevo−. Os ruego que continuéisdisfrutando de este refinado clarete y de

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los fiambres. Os traerán nuevasprovisiones. Estos sirvientes tendrán elhonor de mostraros la cámara donde sereúne nuestro Parlamento y, quizá… elrío…

Se le agotó la inspiración, de maneraque hizo una honda reverencia alembajador Lalonde y giró sobre sustalones para salir de allí. Warwick sedetuvo una vez más en la puerta paraadvertir al maestro de armas que nodejara salir a nadie. Mientras se alejabade allí a toda prisa, escuchó el inicio deuna furiosa discusión, cuando loscriados franceses descubrieron que nolos autorizaban a seguirlo.

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El caballo de Warwick aún vestía la finagualdrapa y los jaeces con los que supersonal lo había engalanado pararecibir a los franceses, con una testeraroja y dorada que le descendía por elcuello y solo le dejaba al descubiertolos ojos. Al animal no le gustaba elparamento y resoplaba de continuo,sacudiendo la cabeza irritado mientraslo guiaba por el camino del río hasta laciudad propiamente dicha. En respuesta,Warwick espoleó la montura y la lanzóal galope, levantando en su estelaterrones de estiércol y salpicando amadres y niños en su avance, lo queprovocó que a su espalda se elevaran

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tanto gritos de enojo comoexclamaciones de júbilo.

Para cuando llegó al puente de piedraque salvaba el río Fleet y vio la puertade Ludgate abierta ante él, Warwick ibacompletamente salpicado de barro,desde las botas hasta las mejillas. Lecomplació comprobar que el batallón decazadores de su hermano, según parecía,había preferido esperarlo antes de entraren la ciudad.

Desde la distancia, Warwick habíareconocido la oscura capa que suhermano John llevaba sobre la armaduraplateada, así como la flaca y desgarbadafigura que tenía a menos de un brazo dedistancia. Warwick detectó también el

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orgullo que sentía su hermano,inconfundible en el porte de su pecho ysus hombros.

Tras avanzar al paso con su caballodurante el último tramo, Warwick seacercó al escuadrón. Los endurecidoshombres de John Neville se separaronpara abrirle paso. Warwick sabía que lareputación de aquellos soldados eramerecida, pero, si lo que pretendían eraponerlo nervioso con aquellas gélidasmiradas, él solo tenía ojos para el rey.

Saltaba a la vista que no habíantratado bien a Enrique. Los pies delmonarca estaban atados a los estribos yla silla de piel estaba oscurecida por losorines. Enrique se balanceaba

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ligeramente y, al acercarse, Warwickpudo ver su mirada ausente. Uno de loshombres agarraba con una mano lasriendas de su caballo, pero el triste reyno estaba en condiciones de escapar,según pudo comprobar Warwick.Enrique estaba prácticamenteinconsciente, muy delgado y con aspectozarrapastroso.

Costaba odiar a un hombre comoaquel, pensó Warwick. En ciertosentido, la debilidad de Enrique habíaconducido a la muerte del padre deWarwick, pero, si había esperado sentirenojo, este se había disipado porcompleto en los años que habíantranscurrido desde Towton. El soberano

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había sufrido tanto como cualquiera, enel caso de que fuera capaz de entenderlo que era el sufrimiento. Warwicksuspiró. Se sentía vacío. Su hermanoJohn esperaba ser felicitado y, sinembargo, él no sentía ninguna alegríapor aquel arresto. A su modo, Enriqueera inocente. Apresar a un hombre comoél, pese a tratarse del corazón de lacausa de Lancaster, reportaba escasasatisfacción.

−Dejadlo bajo mi custodia, hermano –dijo Warwick−. No huirá de mí. Yo loconduciré hasta la torre.

Para su sorpresa, su hermano fruncióel ceño. John Neville tiró con fuerza de

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sus riendas, de tal manera que su caballose revolvió y resopló.

−Es mi prisionero, Richard. No elvuestro. ¿Acaso pretendéis apoderarosde los elogios que me he ganado yo? –Vio a Warwick enrojecer de ira y añadió−: ¡Vos no le habéis dado caza a travésde páramos y brezales, Richard! Nohabéis pagado sobornos y escuchado adocenas de plebeyos informar de suparadero a cambio de unos pocospeniques. ¡Por la memoria de nuestropadre!

Warwick era consciente de que suhermano estaba rodeado de docenas deveteranos que acatarían sus órdenes. Nohabía ni que pensar en tomar a Enrique

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por la fuerza, si bien Warwick sintió unapunzada de furia por la ingratitud y lasospecha de que él pudiera utilizar algúntruco rastrero contra su hermano. Habíahecho más que nadie por elevar a JohnNeville de las filas de la caballería a lanobleza. Su hermano le debía sus títulosy señoríos. Warwick había dado porsupuesto que así se entendía y seapreciaba. En lugar de ello, el jovenNeville se comportaba como si noexistiera ninguna deuda entre ellos. Contodo, no era posible arrebatar a Enriquede sus garras, no con tantos bandoleroscon armadura rodeándolos.

−Hermano, no impondré mi rango

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sobre el vuestro… −empezó a decirWarwick.

−¡No podríais hacerlo! ¿Acaso soisduque? ¿No somos ambos condes?¡Hermano, jamás pensé que vería talarrogancia en vos! Os he mandadollamar primero porque esta es una causade los Neville y…

−Y yo soy el cabecilla de la casa ydel clan Neville –replicó Warwick−.Como lo era nuestro padre antes que yo.Y yo soy también el hombre que solicitóque os nombrasen conde deNorthumberland cuando el rey Eduardome preguntó cómo podía recompensar ami familia. No pongáis a prueba mibuena voluntad, John. No busco

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ganancia alguna, pero seré yo quienconduzca a Enrique hasta la torre, comohice con el heredero de catorce años dela familia Percy, para que permanezcaallí en una celda mientras vos disfrutáisde las tierras que le pertenecían.

Quizá no fuera el momento másoportuno de revelar que habíarebautizado al muchacho y lo habíamantenido a su servicio. A Warwick nole importaba manipular a su hermano sila necesidad era imperiosa. Comoocurría con el rey Eduardo, si quienes lorodeaban no eran capaces de ver cuáleseran las mejores elecciones, la labor deWarwick era doblegarlos a su voluntadde un modo u otro. Poco le importaba

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hacerlo mediante adulaciones o la fuerzade la persuasión, siempre que siguieranel camino trazado por él.

El conde sir John Neville notó cómose le crispaba un músculo en lacomisura del labio mientras mirabafrustrado a su hermano mayor. Habíaadorado a Warwick durante la infancia,cuando ninguno de ellos sabía qué eranlos títulos ni los señoríos. De joven,John había cultivado un resentimientoenvidioso por el extraordinariomatrimonio que había realizadoWarwick. De un plumazo, RichardNeville había heredado honor y tierrassuficientes para sentarse en las mesasmás poderosas de toda Inglaterra. A

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partir de entonces, Warwick se habíaconvertido en el compañero fiel de supadre y en el aliado vital de York,encauzando la guerra que ambos habíanlibrado juntos. Y mientras tanto, JohnNeville había sido un mero caballero, nisiquiera un miembro de una gran ordencomo la de la Jarretera. El deceso de supadre lo había convertido en lordMontagu; Towton y la generosidad delrey lo habían hecho conde. Podía verque su hermano Richard había maduradocon sus títulos y vestía el poder comouna vieja y cómoda capa. El conde deWarwick desplegaba una confianza en símismo que resultaba intimidante, incluso

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entonces, rodeado por los hombres deJohn.

El joven Neville se preguntó si algunavez sería capaz de llevar la autoridadcon tan poco esfuerzo. Hizo una mueca ysacudió la cabeza. Era el conde deNorthumberland y un compañero del rey.Con el tiempo se acostumbraría a esemanto y no tendría nada que demostrar anadie, y menos aún a su hermano.Incluso así, sintió una punzada al pensaren entregar a Enrique. Por más que JohnNeville se hubiera dicho que aquelhombre ya no era rey, costaba nocontemplarlo con cierto temorreverencial. John aún sentía en la manoel punto exacto con el que había

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abofeteado la mejilla de Enrique. Alrecordarlo se sonrojó todavía más,consciente de cómo reaccionaríaWarwick si se enteraba de ello.

Warwick aguardó una eternidadmientras su hermano lo miraba de hitoen hito, en silencio. Richard Nevillesabía cuándo refrenarse y no discutir.Dejó que su hermano pequeño recordaralas deudas que tenía con él. Warwickatisbó destellos de una ira que nocomprendía, después de todo lo quehabía hecho por John. Supuso que lasensación de gratitud constante podíaresultar fastidiosa, pero ello noimplicaba que fuera inmerecida. Lasimple y llana verdad era que su

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hermano no era ni la mitad de hombreque él. Y Warwick esperaba que JohnNeville fuera consciente de ello.

−De acuerdo –dijo John con vozronca−. Pongo a Enrique de Lancasterbajo vuestra custodia. Os dejaré a unadocena de mis hombres paragarantizaros un paso seguro a través dela ciudad hasta la torre. Una vez que lovean, la muchedumbre se agolpará avuestro paso.

Warwick inclinó la cabeza,conmovido y complacido al comprobarcuánto había madurado John Neville.Seguía siendo un joven lleno de ira,pero no en vano había estado presentedurante la ejecución de docenas de

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caballeros, capitanes y lores deLancaster. Quizá toda aquella sangrehubiera enfriado su sed de venganza, almenos un poco. O eso esperabaWarwick.

Enrique no opuso resistencia cuandoWarwick asió las riendas del hombreque las sujetaba y condujo el caballo através de la puerta de Ludgate y por elinterior de la ciudad de Londres. Lacatedral de San Pablo se cernía sobrelas calles, enorme y rotunda. De suinterior llegaba el canto amortiguado deun coro.

En la penumbra, la torre de Londres eraun lugar aterrador. La puerta principal

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estaba iluminada tan solo por dosbraseros colocados sobre sendosvarales de hierro. Proyectaban luzdibujando unos ojos amarillos alrededorde la casa del guarda, una luz que sedesvanecía en la negrura a lo largo delas paredes del interior. A las personasde alta alcurnia se les permitía tenervelas o lámparas en sus estancias, lo quefuera que sus familias estuvierandispuestas a costear mientraspermanecían confinadas. Con todo, granparte de la antigua fortaleza permanecíaa oscuras, sus piedras invisiblesrecortadas sobre el negro río quediscurría junto a ella.

Warwick escuchó la llegada de

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Eduardo mucho antes de verlo. Tragósaliva nerviosamente, inseguro acercade lo que presenciaría aquella noche. Elrey había enviado a informar de que sedirigía hacia allí y, durante las horas deespera, los guardas de la torre deLondres habían trajinadocomprobándolo todo e informando alalguacil, cuya responsabilidadempezaba y concluía con la presenciadel monarca. El complejo cada vez másextenso de torres, edificios, celdas yfosos era propiedad del rey, incluida laFábrica de Moneda de Inglaterra y lacasa de fieras que encerraban aquellasparedes. En ausencia del rey, el alguacilasumía el control de la torre y

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supervisaba todos los movimientos delos guardias y las llaves.

Se abrió la puerta para franquear elpaso a Eduardo y a un grupo de tresfiguras con armadura a caballo. El grupoentró cabalgando velozmente, como alrey le gustaba. Tras desmontar, las tresfiguras siguieron a Eduardo y alalguacil, quien los condujo hasta lasestancias donde Enrique estaba retenido.

Warwick escuchó el repiqueteo delmetal acercándose hasta que finalmenteapareció Eduardo, con la cabezadescubierta y expresión adusta. Warwickhincó una rodilla en el suelo y agachó lacabeza. Al joven rey le agradaban lasexhibiciones de homenaje, si bien de

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común era amable y apremiaba a loshombres a ponerse en pie enseguida.

−Alzaos, Richard. Vuestras rodillasdeben quejarse sobre estas viejaspiedras.

Warwick sonrió con rigidez, por másque a sus treinta y seis años era ciertoque notaba una punzada de dolor en larodilla derecha cuando descargaba enella todo su peso.

−Ya conocéis a mi hermano Jorge –dijo Eduardo como si tal cosa,proyectando la vista más allá deWarwick, hasta el pasillo de piedra quese extendía tras él.

Warwick sonrió y le hizo unaprofunda reverencia.

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−Por supuesto que sí. Buenas noches,su gracia.

El muchacho de quince años habíasido nombrado duque de Clarence tresaños antes, durante la coronación formalde Eduardo, elevado de la oscuridad ala riqueza y el poder por su hermanomayor. Solo tres hijos de York habíansobrevivido a los peligros de la infanciay la violencia de la guerra. Warwickpensó que decía mucho de Eduardo quehubiera alzado a sus dos hermanos hastalas filas más altas de la nobleza. Sepreguntaba si las espléndidasconcesiones y títulos eran unarecompensa por la pérdida de suquerido padre. En silencio, mientras

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recorrían el sombrío trayecto queconducía hasta las estancias de Enrique,Warwick volvió a pensar en su hermanoJohn, a quien habían nombrado conde deNorthumberland. Su nombramiento nohabía devuelto la vida a su padre, pero,si el viejo pudiera verlo, Warwickestaba seguro de que se sentiríaorgulloso. Y eso era importante. Desdela muerte de su progenitor, Warwickhabía tenido la sensación de que loobservaban, de que su padre quizáestuviera contemplando y juzgando susmomentos más íntimos. Y por mucho quehubiera querido al viejo, no era unasensación agradable.

Desde luego, Warwick no podía

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culpar al joven rey por tales actos degenerosidad. Eduardo era una personade gestos magnánimos, capaz de entregarun condado al tiempo que ordenaba elencarcelamiento o la ejecución de unhombre. Era absolutamente voluble,pensaba Warwick, un rey imprevisible.Era mejor tributarle honores y respeto.Eduardo no parecía apreciar lascortesías elaboradas, pero eraperfectamente consciente de cuándo nose le ofrecían.

El rey acompañó a su hermano hastala puerta exterior de los aposentos deEnrique. Agarraba a Jorge del brazo congesto paternal y Warwick sonrió, alentender que quizá toda aquella visita

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solo buscara mostrar a su hermanomenor el rostro de un rey caído.

Eduardo golpeó el roble con el puño.Esperó mientras la mirilla se abría ycerraba, y uno de los guardias, quesiempre permanecía con Enrique deLancaster como criado y carcelero,desbloqueaba la puerta. Eduardo nisiquiera dio las gracias al hombre, puesenseguida atisbó a su viejo enemigo através de otra puerta, arrodillado en lapiedra con el rostro encarado hacia unaventana de hierro y vidrio tintado. Nohabía luz en el exterior, pero unapequeña lámpara de aceite en un rincóniluminaba parcialmente el rostro deEnrique. Tenía los ojos cerrados y las

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manos unidas en posición de rezo.Parecía estar en paz y Eduardo fruncióel ceño al verlo, inconscientementeirritado.

Warwick se inquietó al recordar lavez en que él y Eduardo habían halladoal rey Enrique en una carpa y lo habíanapresado sin que opusiera resistencia.En más de una ocasión, Eduardo habíacavilado sobre cuán distinto habría sidosu futuro si hubieran matado a Enriqueentonces.

Enrique se hallaba completamente amerced de Eduardo, sin un solo amigo opartidario. Warwick tenía la miradaposada en Eduardo y este lo notó. Derepente se volvió para mirarlo,

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sonriendo. Con un brazo, empujó a supasmado hermano Jorge hacia delantepara que observara al rey arrodillado.Simultáneamente, Eduardo se acercó aWarwick para susurrarle algo al oído.

−No temáis, Richard. No he venidoaquí en busca de violencia, esta nocheno. Al fin y al cabo, ahora yo soy el rey,bendecido por la Iglesia y consagradoen batalla. Este pobre hombre no puedearrebatarme eso.

Warwick asintió con la cabeza. Parasu intenso bochorno, Eduardo alargó lamano y lo agarró por la nuca, casi comosi fuera a atraerlo hacia sí en un torpeabrazo. Tal vez pretendiera ser un gestotranquilizador, pero Warwick tenía

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treinta y seis años y era un hombrecasado y padre de dos hijas. No leagradaba que lo palmearan como a unsabueso predilecto. Permaneció tensomientras Eduardo le daba dospalmaditas más en el mismo punto antesde apartar el brazo. Eduardo se lo quedómirando, percibiendo algo parecido a laresistencia, que malinterpretó. Tomó aWarwick del brazo y lo condujo hastalas estancias exteriores, lejos del reyarrodillado bajo la luz de la antorcha.

−Solo siento pena cuando lo miro –aclaró Eduardo con voz queda−. Os lojuro, Richard, no corre peligro. –Soltóuna risita teñida de amargura−. A fin decuentas, mientras Enrique esté vivo, su

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hijo no podrá reclamar mi trono.Creedme, deseo a ese mentecatocuarenta años de buena salud, para quenunca exista un rey al otro lado del mar.No temáis por Enrique de Lancastermientras esté a mi cuidado.

Warwick se tranquilizó, por más queestuvo a punto de cometer el error dezafarse otra vez de Eduardo cuando estelo agarró por el brazo para conducirlode nuevo al interior. El rey era muchomás proclive al contacto que Warwick,sobre todo debido a la inconsciencia dela juventud. Warwick suspiró en silenciopara sus adentros mientras avanzabaentre los caballeros que mirabanboquiabiertos a Enrique.

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Al menos, el rey arrodillado estabalimpio, pese a que estaba dolorosamentedelgado y se le intuía la calavera bajo lapiel cedida. No había abierto los ojos niuna sola vez mientras Warwick lo habíaestado contemplando y sus manosapenas habían temblado un poco debidoa la presión con las que las manteníaunidas. No era una pose pacífica,constató Warwick, sino una pose dedesesperación y aflicción. Sacudió lacabeza, compadeciéndose de aquelhombre roto y de todo lo que habíaperdido.

Jorge, el duque de Clarence, searrodilló un momento junto a Enrique,con la cabeza gacha en gesto de oración.

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Los caballeros y el rey Eduardo se lesumaron, haciendo cada uno su propioacto de contrición, e imploraron elperdón por sus pecados. Uno a uno, sesantiguaron y abandonaron la estancia,hasta que solo quedaron en ella elcarcelero y su único inquilinopermanente. En el umbral de la puerta,Warwick miró hacia el estrechocamastro que había en el extremoopuesto de la habitación. Había allí unamesa con libros, una botella de vino ydos manzanas pequeñas. No erademasiado para un hombre que habíagobernado Inglaterra. Y, sin embargo,era más de lo que podía aspirar a tener.

Fuera, el alguacil de la torre estuvo a

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punto de caerse a causa de la profundareverencia que le hizo a Eduardo paraagradecerle su presencia. Warwick,acompañado por la pequeña comitiva,salió por la torre de entrada, y respiróhondamente cuando la hubieronatravesado. Era un placer mundano, peroallí podían respirar un aire libre que nocirculaba en el interior de aquellasparedes. Warwick sintió que se lealigeraba el pecho al llenarse al máximolos pulmones y dejar atrás la quietud deaquel lugar.

Se acercó en su montura hasta el rey,consciente de que un humorcontemplativo había hecho presa entodos ellos.

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−Su alteza, no me habéis indicadocómo ha ido la reunión con el embajadorfrancés –dijo Warwick−. Lo veré alamanecer mañana para debatir cuál delas encantadoras princesas francesasserá vuestra.

Quedaban por delante semanas omeses de negociaciones, y Warwickpronunció las últimas palabras con unarisita entre dientes, pero Eduardo norespondió y, en su lugar, parecióentristecerse más. El joven rey resopló,proyectando la mirada hacia el Támesis,que discurría ante ellos.

−¿Eduardo? –preguntó Warwick−.¿Qué sucede? ¿Hay algo que yo debierasaber?

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Había conocido al joven durante granparte de la vida de Eduardo y nuncaantes había visto aquel gesto devergüenza en su rostro. Warwick vio queel hermano de Eduardo, Jorge, desviabala mirada y la clavaba deliberadamenteen el río. El joven tenía el rostro comola grana. Sabía algo.

−Su alteza, si debo serviros en esteasunto, debo…

−Estoy casado, Richard –espetóEduardo de repente. Inhaló una enormecantidad de aire y luego la expulsó−. Yaestá. Ya lo he dicho. ¡Qué alivio! Noencontraba el modo de exponerlo ante elConsejo de los Lores mientras vosnegociabais con los franceses. Entonces

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los franceses vinieron a Londres yconsideré que debía confesaros laverdad; este asunto ha llegadodemasiado lejos…

El rey balbuceaba, mientras Warwickno podía más que mirarlo atónito,pasmado, absolutamente inmóvil. Cayóen la cuenta de que se le había abierto laboca por el asombro y la cerró concuidado, notando que se le resecaba porefecto del aire nocturno.

−No… Eduardo, ¿quién es ella?¿Estáis casado? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¡Porel amor de Dios! No, ¿quién es…? Esoes lo que más importa.

−Isabel Grey, Richard. O IsabelWoodville, según su apellido de soltera.

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–Eduardo aguardó a que Warwickasimilara sus palabras, pero al ver queeste únicamente podía mirarlo de hito enhito, prosiguió−: Su marido falleció enel campo en la segunda batalla de SanAlbano. Era un caballero, sir John Grey,que luchó por la reina Margarita y el reyEnrique. –Eduardo se arriesgó entoncesa esbozar una sonrisa de cordero−.Vuestra defensa trajo la muerte alhombre que se interponía en mifelicidad. ¿No resulta curioso pensar enello? Nuestras vidas están entrelazadascomo…

−¿Su familia no tiene sangre real? –preguntó Warwick, asombrado.

Vio el color de Eduardo

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intensificarse, afectado por la rabia quepalpitaba siempre a escasa distancia dela superficie. No aceptaba que lointerrumpieran.

−No, no la tiene, aunque su padre esel barón Rivers. Además, Isabel tienedos hijos de su primer marido. Ambosson buenos muchachos.

−Por supuesto. Dos hijos. Y ahoradebo regresar junto a la delegaciónfrancesa y decirles que vuelvan a subir aun barco y regresen con las manosvacías junto al rey Luis, como si noshubiéramos burlado de ellos por meradiversión.

−Lo lamento de veras, Richard,

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creedme. He querido explicároslo antes,pero sabía que sería difícil.

−¡¿Difícil?! –preguntó Warwick−.Jamás ha existido un rey de Inglaterraque haya desposado a una persona queno pertenece a la realeza. DesdeAthelstan. Nunca. Deberé consultarlocon los archiveros de la Torre Blanca,pero no creo que nunca antes se hayahecho algo parecido…, y nunca conalguien en segundas nupcias ¡y con dosbebés de su anterior matrimonio!

Eduardo asintió y luego aclaró.−En realidad no son bebés. El mayor

tiene diez años.−¿Qué? ¿Qué edad tiene la madre? –

quiso saber Warwick.

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−Veintiocho, creo, quizá treinta. Noquiere decírmelo.

−Por supuesto, es mayor que vos.Supongo que debería haberloanticipado. Casada anteriormente, sinsangre real, madre y mayor que vos.¿Algo más? Supongo que el embajadorme lo preguntará cuando intenteexplicarle que el rey de Inglaterracontrajo matrimonio en secreto, sindecírselo ni a un alma. ¿Quiénes fueronvuestros testigos, Eduardo? ¿Dónde tuvolugar el servicio?

−En la capilla de su familia, enNorthamptonshire…, y me estoyhartando de tanta pregunta, Richard. Nosoy un escolar a quien habéis convocado

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ante vuestra presencia. Ya lo heexplicado todo. Y ahora, comoconsejero mío que sois, podéis decirlesa los franceses que regresen a su tierra.¡Ya he tenido bastante de vuestroasombro! Jorge, acompañadme.

Eduardo hincó los talones y sucaballo de guerra avanzó a mediogalope por la calle adoquinada. Sus doscaballeros lo flanquearon sin volver lavista atrás. Jorge, el duque de Clarence,miró con deleite a Warwick, sonriendopor todo lo que había escuchado, y luegocabalgó tras su hermano mayor, agitandolas riendas adelante y atrás para ganarvelocidad.

Warwick se quedó a solas en medio

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de la oscuridad, incapaz de imaginar quéiba a explicar a la delegación francesacuando el sol brillara de nuevo.

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os músicos, sosteniendo en alto losinstrumentos, salieron en compactogrupo, sonrojados de orgullo porlos vítores de la compañía reunida.

No había ido mal para la apreciación desu actuación que el vino y la cervezahubieran fluido como un río durante todala velada, en la que ninguna copa habíaquedado vacía. Más allá de las velas dela mesa, docenas de figuras oscurasentraban y salían, rellenando jarras y

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sustituyendo las bandejas vacías porotras llenas. Los bulliciosos cuarentainvitados de la magnífica mesa del reyEduardo se hallaban de un humorexcelente. Escucharon deleitados cómocada uno de los presentes relataba unaanécdota de algún momento en el quehubiera demostrado su valentía… y otroen el que hubiera huido como uncobarde. Los primeros relatos serecibían con brindis solemnes ymurmullos de alabanza por el mérito dela acción; los segundos resultabandivertidos. La mayoría de los hombrespresentes habían combatido en batallaso justas. Entre ellos, tenían un millar dehistorias que contar, hasta que los

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invitados borrachos empezaron a gruñiry a restregarse los ojos.

Con una servilleta, el rey Eduardo sequitó un pedacito de transparente grasade pollo de los labios, mientras lessonreía satisfecho desde la cabecera dela mesa. Su esposa estaba sentada a suderecha y le acarició la mano cuandoEduardo la apoyó en la mesa, unmomento de intimidad que demostrabaque pensaba en él en medio de todasaquellas groserías y carcajadas.

−¿Ya es mi turno, entonces? –preguntóel padre de Isabel a los comensales,agitando la copa de vino y derramandounas cuantas gotas rojas−. Ah, debodecir que estoy desconcertado. ¡Yo no

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he huido nunca de ningún hombre! ¡Lojuro! –El barón Rivers, con la vozconvertida en un bramido, se puso en piepara empezar su discurso, que fuerecibido con brindis y entrechocar decopas.

Isabel ocultó la cabeza en el brazo,ruborizada a partes iguales por la risa yla vergüenza ajena. El empaque de supadre para la bebida estaba alcanzandosu límite. Se balanceaba mientraspermanecía en pie y pestañeaba mientrasintentaba recordar que quería decir.

−¡Ah, sí! ¡Ningún hombre! Pero unavez sí que hui de la esposa de unpescador, una casquivana con unosantebrazos tan anchos como los míos.

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Aquella mujer me había pillado con suhija, fornicando como conejos, he dedecir, bajo un barco en la playa. Ah,juventud. El olor del pescado era tan…

−¡Padre! –exclamó Isabel.El barón Rivers se detuvo para

mirarla, con el rostro hinchado y losojos extraviados.

−¿Me he excedido? Tengo una hijadelicada, para ser madre de dosmuchachos… Un brindis por mis nietos.Por que conozcan mujeres… ágilescomo anguilas.

Todos estallaron en risotadas e Isabelenterró de nuevo la cabeza en el recodode su brazo. Sus dos hijos se mostraronencantados de que su abuelo los

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mencionara y aceptaron las jarras decerveza que les pusieron en las manos.Intercambiaron una mirada compungida,pues ya habían salido en una ocasiónpara vomitar en el jardín. Aun así,estaban sentados con el rey de Inglaterray no podían negarse a brindar con élcuando este alzó una copa en sudirección.

Warwick hizo cuanto estuvo en sumano para sonreír con los demás. Losesporádicos instantes de comunicacióntácita con su hermano John le resultaronde cierta ayuda. La nueva reina habíatraído a Londres prácticamente a todauna corte de su propia familia en elmomento en el que la noticia de su

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matrimonio se había hecho pública. Encuestión de un mes, no menos de catorceWoodville se habían mudado a losaposentos y magníficas casas de lacapital, desde el castillo de Baynardhasta la torre de Londres y el propiopalacio de Westminster. Habían llegadocual ratas famélicas que acabaran dedescubrir un perro muerto, por lo queWarwick había visto; si bien nuncahabría confesado tal cosa, ni siquiera asu propio hermano.

Warwick repasó con la mirada a loshermanos y hermanas de la nueva reina.La mitad de ellos ya ocupaban cargos enlas casas reales, todos los cualescomportaban una cantidad nada

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despreciable de monedas. La propiahermana de Isabel se había convertidoen su doncella, con unos estipendios decuarenta libras anuales.

Según la opinión más benévola de queWarwick era capaz, se trataba de gentede campo, con rudos modales y pocassutilezas. Sin embargo, del mismo modoque el verano de aquel año había traídograndes excedentes de fruta y cosechas,así había hecho brillar también el linajede los Woodville, aunque fuera a modode pálido reflejo de Eduardo. El rey nole negaba nada a Isabel, hacía realidadtodos sus designios, sin importarle latransparencia con la que beneficiaban ala familia de su esposa. Había

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contribuido a su causa que Isabel sehubiera quedado embarazada enseguida.La curva del embarazo se apreciaba yaclaramente bajo los nuevos vestidoshechos a medida. Eduardo, por supuesto,se mostraba orgulloso como un gallito yla consentía. Warwick no podía más quesonreír y guardar silencio mientras seentregaban títulos valiosos, uno a uno, ahombres y mujeres que antes no habíansido más que granjeros arrendatarios defincas sin un nombre reputado.

Eduardo tenía su enorme cabezaapoyada en los brazos, doblado de larisa por algo que Isabel le habíasusurrado. El cabello de ella estabadesparramado sobre la mesa, un cabello

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pelirrojo con destellos dorados, uncolor de lo más extraordinario. MientrasWarwick los observaba, el joven reyalargó la mano y jugueteó con unmechón, mientras musitaba algunapalabra de cariño que hizo sonrojar a lareina, quien le dio una palmadita en lamano. Warwick había creído que eranajenos a su escrutinio, pero Isabel síhabía notado su atención. CuandoEduardo se volvió hacia un criado parapedir que le sirvieran más vino,Warwick se descubrió siendo objeto dela sosegada e impasible mirada de lareina.

Se ruborizó como si lo hubieransorprendido haciendo algo malo, en

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lugar de simplemente mirando. Poco apoco, alzó la copa hacia ella. Creyóapreciar que la expresión de la reina sevolvía más fría ante su gesto, pero luegoIsabel sonrió y Warwick recordó suextraordinaria belleza. Tenía una tezpálida y ligeramente marcada por losdiminutos círculos de viejas cicatricesde la varicela en la mejilla. La boca eraalgo fina, pero con unos labios tan rojosque parecía que se los hubieramordisqueado. Sin embargo, eran susojos lo que cautivaba la atención deWarwick, con sus párpados caídos y suexpresión adormilada, siempre al bordedel bostezo. Había algo pícaro enaquellos ojos y Warwick no pudo evitar

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pensar en la alcoba cuando ella alzó sucopa e inclinó su cabeza hacia él, comosi saludara a un adversario antes de unajusta. Warwick dio un trago largo y vioque ella hacía lo propio, de tal modoque el vino manchó aún más sus labios.

Warwick miró a Eduardo casi connerviosismo, por la intimidad que habíapercibido en su intercambio con Isabel.El rey había echado la cabeza haciaatrás, había lanzado al aire un bocado decomida e intentaba que le aterrizara enla boca abierta. Warwick se rio por lachiquillería. Al margen del bullicio ylos juegos beodos, Eduardo habíaescogido a una mujer que no lereportaba ninguna ventaja. En un hombre

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mayor que él, habría podido ser un gestoadmirable, la meditada elección de unamor por encima de las alianzas o lariqueza. Pero Warwick no confiaba en lajuventud de Eduardo.

Tal como Eduardo se había lanzado ala batalla de Towton y, en efecto, lahabía ganado, así se había arrojadotambién a un matrimonio con una mujer aquien apenas conocía. El mero númerode parientes de los Woodville queinfestaban los palacios reales parecíahaber sorprendido a Eduardo tanto comoa cualquiera, aunque él se había limitadoa sacudir la cabeza en gesto indulgente yse había retirado a sus aposentosprivados para que su esposa, más

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experimentada, lo mantuvieraentretenido.

Warwick se tambaleó y derramó elvino mientras un joven gesticulaba,cantaba o aullaba y, con movimientossalvajes, lanzaba un jamón, que fuerodando y aterrizó con un estrépito devajilla rota. Warwick maldijo por lobajo, consciente de que Isabel seguíaobservándolo. Se había mostradodesconcertada por el papel que Warwickdesempeñaba en la vida de su esposo,pues no entendía el motivo de queEduardo mantuviera reuniones privadascon Warwick y otros pocos hombres. ElConsejo Privado no había sidodesmantelado, pero, en los tres meses

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previos, bajo la influencia de Isabel,Eduardo solo había asistido a él en unaocasión. Si algún asunto de leyes o usoso costumbres requerían su atención,debía ser llevado ante él en persona y,en tales ocasiones, Isabel solía estarpresente, echaba un vistazo a losdocumentos y solicitaba a su marido quese los explicara.

Warwick bregaba por extraerse unoscuro clavo de olor que se le habíaquedado atrapado entre dos dientes. Porsupuesto, Eduardo no entendíacompletamente el Parlamento ni losproyectos de ley, de manera que recaíaen manos de abogados y loresresumirlos para la reina, que escuchaba

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con los ojos abiertos como platos y elescote astutamente expuesto. Gran partede los hombres de edad avanzada seaturullaban y sonrojaban ante unaatención tan completa y perfecta.

Warwick bajó su copa de vino yobservó cómo la rellenaban. Cayó en lacuenta de que aquella mujer ledesagradaba profundamente y, pordesgracia, al mismo tiempo la deseaba.Se encontraba en una tesitura frustrante ypresentía que no hallaría satisfacción enninguna de las dos vertientes. Isabelhabía sido coronada reina consorte. Eraclaramente de la opinión de que sumagnífico y torpe esposo no necesitaba

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más consejo que el suyo, al menos en loque concernía a los Woodville.

−¡Cantad para nosotros, Ricardo! –escuchó Warwick gritar a Isabel.

Warwick, creyendo que se refería aél, se atragantó con un poco de vino yestalló en una tos salvaje mientras lamesa lo animaba jaleándolo y pateandoel suelo. Pero fue el hermano deEduardo el que se puso en pie e hizo unareverencia, sonrió tímidamente a sucuñada y dio unos sorbitos a una copade vino para aclararse la garganta.

Warwick esperaba que Ricardo deGloucester no se convirtiera en unhazmerreír. Para entonces lo conocía losuficiente como para sentirse orgulloso

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de sus logros. Pero a Warwick leresultaba aún más extraño recordar elorgullo que había sentido su padrecuando había nacido. Aquello habíaocurrido hacía solo doce años, o quizámedia docena de vidas antes, cuando elmundo era un lugar mejor, cuando supadre aún estaba vivo y había queridoobligar a Enrique a ser un buen rey…Warwick notó la mirada de John y pusolos ojos en blanco burlándoseamargamente de sí mismo. Nunca habíaun camino de vuelta. No existía laposibilidad de deshacer los deslices delpasado. Un hombre no tenía másremedio que continuar adelante o dejarque el peso de sus errores lo aplastara.

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El hermano del rey entonó con unavoz dulce y cristalina una elegantecanción de amor. Warwick se dejóembriagar por la melodía, mientrasrecordaba a un jardinero de la finca deMiddleham que había conocido en elpasado. El hombre había trabajado parasu padre durante treinta años y tenía latez marrón como el cuero a causa de unavida transcurrida al aire libre. Enretrospectiva, Warwick cayó en lacuenta de que Charlie era un pocosimplón. La mujer con la que vivía, enuna casa ubicada dentro de la heredad,era su madre, no su esposa, tal comohabía creído Warwick de niño. Charlienunca había logrado acordarse de su

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nombre y lo había saludado con un«Ricitos» cada vez que se habíanencontrado, pese a que Warwick tenía elpelo liso. Warwick dirigió su miradanublada a la copa de vino,preguntándose por qué el recuerdo deaquel hombre le había asaltadoprecisamente en aquel lugar. Recordabaque, de niño, una carreta le habíachafado la pierna a Charlie y se la habíadejado retorcida, además de con undolor constante, incesante.

−Yo me he hecho tajos y he padecidofiebres –le había dicho el jovenWarwick con toda la inocencia de sujuventud−. Y también se me pudrió undiente que me tuvo lloriqueando como

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un crío hasta que me lo arrancaron.¿Cómo es posible que soportéis elmordisco de vuestra pierna, tal comovos mismo lo habéis descrito, día ynoche, en la vigilia y en el sueño, undolor que no cesa nunca? Charlie,¿cómo es posible que no os parta endos?

−¿Y creéis que no lo hace? –le habíarespondido Charlie en un murmullo, conla vista clavada en la negrura−.Dejadme que os diga que me he partidoen dos un millar de veces y que hequedado reducido a un niño indefenso ylloriqueante. Pero no muero, Ricitos. Elsol vuelve a salir y debo levantarme ytrabajar otro día más. Sin embargo,

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nunca me oiréis decir que estoy entero,pequeño. Me rompo cada día.

Warwick sacudió la cabeza,frotándose con la palma de la mano lacuenca del ojo. El maldito vino lo habíapuesto sensiblero… y en aquellacompañía, con tantas miradas de soslayoy crueles sonrisas, se sentía como siestuviera acorralado por una manada delobos.

La canción concluyó y el jovencantante se sonrojó cuando los elogiosle llegaron de uno a otro extremo de lamesa. En calidad de duque deGloucester, Ricardo Plantagenet habíarecibido vastas fincas, todas ellasgestionadas por administradores, a la

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espera de que él se ocupara de ellas. Dela mano del rey Eduardo, la generosidadfluía sin escatimar nada ni pensar en lasconsecuencias.

Tal vez Eduardo notara la intensamirada de Warwick posada en él. Susojos tropezaron con los de Warwick y sepuso en pie, balanceándose ligeramente,tanto que se inclinó hacia delante y tuvoque frenarse apoyando el brazo entre lasjarras. Su hermano Ricardo se sentó ylas risas y las conversaciones sedesvanecieron mientras todos esperabana que el joven rey de Inglaterra hablara.

−Os concedo todos los honores estanoche, pero quiero alzar una copa por lapersona que me vio convertido en rey

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antes incluso de que yo lo hiciera. Elconde Warwick, Richard Neville, cuyopadre se alzó junto al mío… y pereciójunto al mío, cuyo tío y hermanocombatieron conmigo en Towton, cuandocaía la nieve y no veíamos nada…Creedme si digo que no me hallaría hoyaquí sin su ayuda. Brindo por vos. PorWarwick.

El resto, entre crujidos y ruido desillas arrastradas, se pusieron en pie yrepitieron a coro sus palabras. Warwickfue el único que permaneció sentado,intentando ignorar a uno de los hermanosde Isabel, que susurraba y reía. Eranhombres y mujeres de baja calaña, de unlinaje vulgar. Warwick inclinó la cabeza

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hacia Eduardo en ademán deagradecimiento.

Cuando el ebrio rey volvió adesplomarse en su silla, Warwick oyó aIsabel formularle una pregunta. Se habíatapado a medias la boca con la mano,pero el momento y el volumen estabanperfectamente calculados para que lapregunta llegara hasta oídos deWarwick.

−Sin embargo, él no habría ganado sinvos, amor mío. ¿No fue eso lo quedijisteis?

Eduardo no pareció darse cuenta deque todos los presentes habían oído laspalabras de su esposa. El rey se limitó areírse entre dientes y sacudir la cabeza.

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Un sirviente sirvió una bandeja deriñones chisporroteantes en la anchamesa, cerca de Eduardo, cuyos ojos seabrieron con un interés renovado. El reyalargó la mano con un cuchillo parapinchar unos cuantos riñones antes dedar tiempo a que le sirvieran. El jovenmonarca estaba demasiado ebrio paradarse cuenta de que el volumen de lasconversaciones y las risas de loscomensales había descendido a merossusurros y murmullos. La mitad de losWoodville aguardaban con deleite surespuesta, imbuidos de la seguridad queles transmitía Isabel, con las bocasocultas tras las servilletas e

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intercambiando miradas fugaces unoscon otros.

−En San Albano, ¿Eduardo? –continuó Isabel, presionándolo−.Dijisteis que no habría ganado de nohaber estado vos allí. Tuvisteis queliderar la batalla en Towton. Mihermano Anthony luchó en el bandoopuesto… ¡Oh, seguramente ya lohabréis perdonado por ello, amor mío!Anthony asegura que fuisteis un coloso,un león, un Hércules en el campo debatalla.

Isabel buscó con la mirada a suhermano, sentado en el extremo opuestode la mesa, un hombre con aspecto debuey cuyos velludos antebrazos

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reposaban sobre un charco de cerveza ysalsa de carne derramada, sin que sepercatara siquiera.

−¿Visteis a milord Warwick en elcampo de Towton, Anthony? Dicen queluchó en el centro.

−No lo vi –respondió su hermano,sonriendo en dirección a Warwick.

El hombre había parecido bastanteagudo con anterioridad. Quizá pensaraque su hermana bromeaba, quedisfrutaba de un pequeño juego sucio ose mofaba de Warwick. Al parecer deeste, la reina hablaba con una seriedadletal, intentando hallar un punto débil enél. Warwick sonrió, alzó su copa yagachó la cabeza en su honor.

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Para deleite de Warwick, Ricardo deGloucester respondió desde el otroextremo de la mesa, alzando la copa a suvez y sonriéndole de oreja a oreja.Warwick lo encontró realmentedivertido y se preguntó si el muchachoentendía que había quitado hierro a unmomento desagradable o si había sidopura casualidad y un error causado porsu bondad. El joven era bastanteinteligente, todos sus tutores conveníanen ello, pero seguía siendo muy niño.Para su sorpresa, Ricardo le guiñó elojo, sin advertencia previa, y Warwickse lo quedó mirando, divertido. Eradifícil no sentir simpatía por aquelpequeño diablo.

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El castillo de Windsor era tanto unafortaleza antigua como un hogar familiar,pero la calidez nunca había sido uno desus atributos. Cuando el país volvió asumirse en días breves y gélidos, losrecuerdos de Towton regresaron aquienes habían luchado allí, comosucedía cada invierno, en sueños denieve y sangre.

Warwick sintió un estremecimiento alapoyarse contra la pared de piedradesnuda con su hermano George. Elarzobispo de York había engordado aojos vistas durante el año previo, si bienseguía entrenándose con sus hermanoscuando tenían oportunidad de hacerlo.Las horas de ocio se habían reducido

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ligeramente desde la llegada de losWoodville a la corte.

−Es curioso –dijo George−. Enverano me quejaba del calor. Recuerdoque me resultaba insoportable, pero eserecuerdo ahora me parece irreal. Con elsuelo cubierto de blanco y la escarchaen el aire, me convenzo de que lo daríatodo por sudar una vez más y, si lohiciera, no dudo de que anhelaríaregresar a este frío. El hombre es un servoluble, Richard. Si no toda la especie,al menos sí los obispos.

Warwick rio entre dientes, mirando asu hermano con afecto. Como arzobispo,George se había convertido en unhombre con poder e influencia. Solo los

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cardenales en Roma lo sobrepasabanverdaderamente en rango, aunqueGeorge era todavía joven, y la sonrisaque ahora dedicaba a su hermano dejabatraslucir un humor travieso. La razón desus escalofríos era que no se habíaencendido ningún fuego en los salonescontiguos a la cámara de audiencias delrey.

Warwick llevaba esperando una hora,aunque parecían seis. Mientras suhermano evocaba con anhelo el verano,Warwick recordó los días en los que sepodía acercar a Eduardo sin previoaviso, sin que lo dejaran relegado ensalas de espera como a un criadocualquiera.

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El motivo de tal cambio no era ningúnmisterio. Había tardado cierto tiempo,pero finalmente Warwick habíacorroborado que sus temores no eranerrados. Isabel Woodville habíaconstatado la influencia de los Nevilleen su esposo y había decididoentorpecerles el camino. No existíaninguna otra explicación para el modoen que había organizado a su familia,como piezas en un tablero. Transcurridomenos de un año desde su llegada a lacorte, su padre se había convertido en elconde Rivers y en el tesorero real. Dosde sus hermanas habían sido desposadascon familias de poder, seleccionadascon esmero. Warwick imaginaba que la

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reina invertía su tiempo en los archivosde la Torre, investigando a las familiasque podrían otorgar otro título más a suestirpe. Sus hermanas heredarían casas ytierras que de otro modo habríanrevertido en la Corona o, en un casoconcreto, en un primo de los Neville.Warwick puso gesto de dolor alrecordarlo, aunque sabía que era justo loque él mismo habría hecho. Isabelcontaba con la atención de su marido, yEduardo era un poco libertino en lo querespecta a los juegos de cama. Warwicky los Neville tendrían que resistir; noquedaba más remedio.

−¿Cómo les va a vuestros tutelados? –quiso saber su hermano,

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interrumpiéndole el pensamiento−. ¿Aúnhaciendo fortuna?

Warwick gimió al recordar el día enque Ricardo de Gloucester y HenryPercy habían sido descubiertos en elmercado de Middleham, vendiendo unaselección de jamones y botellas de vinode las bodegas del propio Warwick. Unode los vendedores del mercado habíaenviado un mensajero al castillo y losmuchachos habían sido capturados ytraídos de vuelta. El recuerdo aún hacíaa Warwick sonrojarse por el bochorno.

−Lamento decir que ahora handescubierto las apuestas. Algunosmuchachos de la ciudad se muestran másque dispuestos a aceptar sus monedas,

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por supuesto…, y luego pelean y llamana madre o a mi esposa para que ponganorden en un conjunto de injusticiasenteramente nuevo.

El hermano de Warwick se acercómás a él, divertido por el afecto quepercibía.

−Lamento que no hayáis tenido hijosvarones −dijo−. Veo que los habríaisdisfrutado.

Warwick asintió, entrecerrando losojos.

−Atesoro tantos recuerdos de vos, deJohn y de mí, con los primos, conaquellos barcos que construíamos y quese hundían. ¿Los recordáis? ¿O delcaballo que atrapamos y que arrastró a

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John durante casi un kilómetro, y aun asíél se negaba a soltarlo? ¿Os acordáis deeso? Dios sabe que adoro a mis hijas,pero no es lo mismo. Middlehampermaneció demasiado en silenciodurante un tiempo, sin nosotros.

−¿Milord Warwick? –lo requirió uncriado.

Warwick le guiñó el ojo a su hermanoy se despegó de la pared. El arzobispole dio una palmadita en el hombro yWarwick se dirigió a las grandes puertasque conducían ante la presencia real deEduardo, que se abrieron ante él.

Los días de estancias vacías ysirvientes silenciosos y escurridizos sehabían desvanecido en el pasado.

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Docenas de escribas permanecíansentados en pequeñas mesas dispuestasen todo el perímetro del largo salón,copiando documentos. Otros formabangrupitos de pie y debatían sus asuntoscomo mercaderes regateando un precio.La corte parecía atareada, rebosante detrajín y de seria determinación.

Warwick recordó súbitamente haberhallado al rey a solas en aquella mismaestancia hacía en torno a un año.Eduardo llevaba la armadura integralpuesta, salvo el casco, y por algúnmotivo, solo se había calzado una bota,de manera que por la otra pernera leasomaba el pie desnudo. El rey habíaestado deambulando por el castillo con

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una inmensa jarra de vino en una mano yun pollo asado en la otra. Aquellos díashabían caído en el olvido, al parecer,por influencia de Isabel. Por primeravez, Eduardo contaba con personal paracargar con el peso de regentar un reino.Warwick había acabado por apreciar asu factótum, Hugh Poucher, un hombre alque era fácil acercarse y que siempre semostraba dispuesto a escuchar. Lo buscócon la mirada, pero no lo vio porninguna parte.

Warwick se encontró siguiendo a uncriado a través de una antesala y por unalarga galería de caliza de tono claro. Amedida que se aproximaban, escuchó elsonido de una flecha cortar el aire.

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Warwick se encogió por instinto, trashaber afrontado tantas saetas en batalla.El sonido reverberaba extrañamenteentre cuatro paredes, incluso en aquelamplio salón. El sirviente detectó sureacción de conmoción, según percibióWarwick algo irritado. Al llegar a lagalería, el hombre lo anunció y seesfumó, alejándose corriendo como situviera una docena de tareas adicionalesde las que ocuparse.

Eduardo se hallaba en pie, con unarco tensado y una cesta inmensa deflechas. En el extremo opuesto de lagalería enclaustrada, a unos cien pasosde distancia, habían colocado una dianade paja y paño tan alta como un hombre.

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Habría sido una distancia fácil para unverdadero arquero, pero, al menos hastadonde Warwick sabía, Eduardo nuncaantes había disparado con arco. Lamayoría de los hombres ni siquiera erancapaces de tensar uno, pero el reyparecía tener fuerza suficiente con elbrazo con el que manejaba la espada.Eduardo ni siquiera se había molestadoen volver la mirada, completamenteabsorto en sostener su arco firme. Ladiana estaba apoyada en paneles deroble y dos flechas ni siquiera habíanimpactado en el círculo de paja. Con lapunta de su rosada lengua asomando porla comisura de los labios, Eduardo erala viva imagen de la concentración.

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Abrió la mano y la flecha rasgó el airedemasiado velozmente como para verla,hasta hundirse en las plumas del bordeexterior de la diana. Eduardo sonrió defelicidad.

−Ah, Richard –lo saludó el rey−. Yame he anotado cien dianas con sirAnthony, aquí presente. ¿Queréisprobar?

Warwick miró al hombre con gruesosbrazos que lo observaba con atención.Cuatro de los varones Woodville sehabían sumado a las filas de la Orden dela Jarretera, lo cual les otorgabaderecho a estar en presencia del reycomo sus acompañantes más leales.Warwick sabía que, seguramente, habría

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uno o dos de ellos presentes. Sepreguntaba si Eduardo era siquieraconsciente de que pasaba muy pocashoras de vigilia sin estar en compañíade un Woodville y, por supuesto, lasnoches las pasaba con Isabel. AWarwick le inquietaba que la familiahubiera enredado al rey de forma tanabsoluta. Se había planteado aconsejarleen más de una ocasión, pero criticar a laesposa de un hombre era sumamentepeligroso. Le había costado esfuerzos,pero había guardado silencio pese atodos los comentarios críticos y lasespinas que le bullían bajo la piel.

Posiblemente, Anthony fuera el varónWoodville por el que Eduardo sentía

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predilección. El corpulento caballero,diez años mayor que el rey, parecíadisfrutar de sus prácticas deadiestramiento, y quizá fuera el únicoWoodville capaz de durar más de unosinstantes en el barullo de un torneo.Ciertamente, el hombre se erizó cuandoWarwick lo tuvo a la vista, como sipretendiera erigirse en una amenaza ohubiera decidido de antemano queWarwick era su enemigo.

−Su alteza, si permitís a sir Anthonyregresar a sus quehaceres, probaré alanzar una o dos flechas con vos. Tengoalgunos asuntos del Consejo Privadoque comentaros.

Eduardo se rascó un lado de la cara,

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consciente de su deber, aunque reacio aocuparse de él.

−De acuerdo. Anthony, quizá podríaisrecoger las flechas. Quedan pendientescon vos esas cien dianas. Estoyconvencido de que milord Warwick nome robará demasiado tiempo.

Warwick ocultó su consternación einclinó la cabeza. Notó la mirada deAnthony Woodville posada en él e hizocaso omiso del hombre hasta que esteestuvo lo bastante lejos como paraoírlos.

−¿Cómo está mi hermano? –preguntóEduardo antes de darle tiempo a hablar.

−Bastante feliz en estos momentos –respondió Warwick, dejando entrever

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parte del afecto que había mostradofuera.

Eduardo lo miró atentamente.−Bien. Hacha y espada… y quizá

también el arco, para fortalecerle loshombros. Estaba muy débil antes deladiestramiento. Si os causa problemas,hacédmelo saber.

−Por supuesto. Sus tutores aseguranque aprende rápido.

−Pero eso no le servirá de nada si esdemasiado blando como paramantenerse en pie con la cota de mallamientras otro hombre intenta aplastarleel rostro –replicó Eduardo−. Yo erablando como el cuero húmedo cuandollegué junto a vos a Calais. Tres años

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con la guarnición me convirtieron en elhombre que soy hoy… bajo vuestratutela. Obrad lo mismo con él, os loruego. Es el benjamín de la casa y hasido un niño durante demasiado tiempo.

Warwick observó a AnthonyWoodville, en el otro extremo del salón,intentado evaluar de cuánto tiempodisponía. El hombre gruñía al tiempoque intentaba arrancar por la fuerza unaflecha que se había clavado en un panelde madera. Eduardo vio a Warwickmirarlo y refunfuñó para sus adentros.

−Está bien. Decidme lo que hayáisvenido a decir.

−Concierne a este último matrimonio,Eduardo –dijo Warwick−. John

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Woodville solo tiene diecinueve años.La madre de Norfolk tiene casi setenta.Si Mowbray siguiera con vida, exigiríajusticia, y lo sabéis. Su alteza, entiendoque los Woodville codicien títulos, peroun matrimonio con edades tan dispareses ir un paso demasiado lejos.

Eduardo se había quedado muy quietomientras Warwick hablaba, sin rastro yade indiferencia. Warwick sabía que seencontraba exactamente en la peligrosaposición que había intentado eludirdurante un año. Norfolk apenas habíasobrevivido a la batalla de Towton,pocos meses después de la cual habíafallecido a causa de alguna pestilenciaen los pulmones, cosa que no sorprendió

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a nadie que lo hubiera visto aquel día.Era un milagro que hubiera sobrevividopara ver la primavera.

−Mowbray era un hombre decente, sualteza, y os fue leal cuando el mundoafirmaba que debería haber marchadocon los Lancaster. La madre de Norfolkes una Neville, Eduardo, motivo por elcual me enorgullezco de su lealtad.¿Permitiréis a un Woodville imberbeque se siente en su hogar y bese lamejilla arrugada de esa madre? Creoque vos y yo debemos algo más dedignidad a su familia.

−Andaos con cuidado… −le advirtióEduardo con voz queda.

Sostenía el arco como si fuera el

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mango de un hacha, casi tan ancho comoesta en la parte central. Warwick tuvo elpresentimiento repentino de que podíagolpearle con él, un juego casiimperceptible de los músculos que lohizo querer escabullirse del peligro.Había visto a Eduardo en el campo debatalla y sabía perfectamente de lo queera capaz. Sin embargo, reunió el valorpara mantenerse quieto y devolverle unamirada sosegada.

−No disputo el derecho de vuestraesposa a encontrar un buen partido parasus hermanas, hermanos o hijos. Peroesto es… una parodia. ¡Los separamedio siglo de distancia! Cuando lavieja muera, el título recaerá en él.

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¿Creéis que esa anciana no llorarácuando un extraño la llame «mujer» y seapodere de todo lo que pertenecía a suhijo? ¡Sería más digno que ese cachorroWoodville comprara el título, Eduardo!Robarlo de este modo… es diabólico.

−Vuestro propio matrimonio osreportó grandes fincas, Richard, ¿no escierto? –respondió Eduardo.

−Un matrimonio con una mujer joven,fruto del cual nacieron mis dos bellashijas. Tal como habríais hecho vos,Eduardo. Este enlace sin amor entreNorfolk y Woodville es demasiadoevidente, demasiado cruel. Solo causarádescontento.

Transcurrido menos de un año desde

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su llegada a la corte, la nueva reinahabía dado vida a una hija, a quienhabían bautizado como Isabel de York.La esposa de Eduardo, fértil como unayegua joven, volvía a estar embarazada.Warwick había accedido a ser elpadrino de la primogénita, creyendo quela oferta serviría de rama de olivo entreellos. Sin embargo, durante el bautismo,la reina se había inclinado hacia él yhabía murmurado que pretendía dar alrey una docena de hijos varones sanos.Su expresión divertida le habíaamargado el día a Warwick y lo habíaatribulado desde entonces.

Lo peor de todo era que los Nevillehabían actuado de igual modo en

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tiempos de su abuelo, cuando habíanintroducido a una docena de hermanos yhermanas en las familias de la noblezainglesa. Warwick había considerado queel matrimonio de la duquesa Dowagerde Norfolk podría ser un punto débil,pero la expresión en el rostro deEduardo le dejó claro que seequivocaba. Cayó en la cuenta de que eljoven rey estaba enamorado hasta lamédula, cegado y ensordecido por lasfaldas de su esposa. El rostro deEduardo reflejaba auténtico enojo antela más mínima crítica velada haciaIsabel. Warwick no lo había visto tanfurioso desde que Eduardo se habíaalzado entre la sangre de otros hombres

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en Towton, cinco años atrás. No pudoevitar estremecerse al notar la violenciaque rezumaba aquel gigante que lomiraba con crudeza.

−Me habéis comunicado vuestrasinquietudes –dijo Eduardo−. Sois miconsejero y es vuestro deber hacerlo.Las tendré en cuenta, pero debéis saberque creo que John Woodville es un buenhombre. Viste un cilicio bajo las sedas,¿sabéis? Lo vi cuando se desnudó paradarse un baño en el río mientras nosencontrábamos de caza. Tiene la piel encarne viva y no se queja por ello. Esdiestro con las jaurías de perros… y esel hermano de mi esposa. Ella desea

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elevarlo de posición. Y a mí mecomplace complacerla.

Anthony Woodville se hallaba deregreso, tras haber cortado las últimasflechas del maderaje con su cuchillo.Recorrió a grandes zancadas la estancia,con intención de escuchar los coletazosde la conversación. Warwick retrocedióun paso e hizo una reverencia antes deconcederle tal satisfacción. Dichoaquello, supuso que los labios deEduardo repetirían sus palabras a Isabelaquella noche. Carecía de sentidosolicitar que el rey las mantuviera almargen de su propia esposa. Esperó aque Eduardo lo dispensara y se marchóde allí, notando los ojos de Woodville

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clavados en la espalda mientras lohacía.

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H

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abía que sacar treinta caballos desus compartimentos en lashediondas bodegas uno por uno yello requería tiempo. Warwick

aguardaba en los muelles de Calais, depie y con expresión ceñuda. Los muellesen sí eran de sillería y bloques dehierro; las pasarelas, en cambio, estabanfabricadas con tablones de madera y seextendían hasta los hacinados almacenesy tabernas emplazados en primera línea,

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donde el espacio siempre erainsuficiente. Warwick albergabarecuerdos tanto buenos como malos dela fortaleza portuaria. Otrora había sidola puerta de entrada a la Normandíainglesa, el lugar donde era posiblecomprar y vender cualquier cosa, desdesimios hasta marfil, lavanda, rubíes ylana. La debilidad del rey Enrique lohabía puesto todo en jaque.

El puerto era tan bullicioso y hedíacon tanta contundencia como élrecordaba. Una docena deembarcaciones se mecían ancladas,fuera de las aguas resguardadas, todasellas a la espera de que el esquife de laautoridad portuaria remara hasta allí,

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mientras sus capitanes se insultaban avoces. Nadie podía entrar en Calais sinautorización, no con el cañón apuntadohacia el mar para hacer añicos acualquiera que osara hacerlo. Lasgaviotas graznaban con fuerza sobre suscabezas y descendían en picado sobrelas aguas para disputarse cualquiermancha de escamas o entrañas depescado.

En los largos embarcaderos, lastripulaciones de ocho barcos mercantessacaban a rastras pacas y barricas de susbodegas tan rápidamente como podían,esforzándose al máximo por distraer yconfundir a los contables que intentabanllevar un registro de los impuestos que

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se adeudaban y de un abanicodesconcertante de sellos aduaneros,falsificados o reales. Barcos pesquerosse mecían entre ellos y a su alrededor,mientras sus capitanes sostenían en altobuenos ejemplares de su pesca.Warwick recordaba la vida y el cacareode aquel lugar, pero percibía que habíaadquirido una energía espasmódica yfebril desde sus años mozos. A la sazónno era más que un puerto entre otrostreinta, con todas las costas y dos terciosde Francia floreciendo bajo controlinglés. Sacudió la cabeza con pesar.

Calais seguía aportando miles delibras anuales a la Corona, tanto enimpuestos como en beneficios, por más

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que ni un metro de paño, ni un clavo dehierro o eglefino que atravesara laaduana fuera estrictamente legal, puesambos países no habían declarado nuncauna paz formal. Hombres en amboslados habían prosperado en medio de laincertidumbre y habían utilizado Calaiscomo el punto de entrada a toda Franciay Borgoña, e incluso a tierras más al sur,como Sicilia y el norte de África,mediante el pago de sobornoscuantiosos.

Warwick observó cómo abrían uncajón de naranjas a la fuerza, su miradaatraída por el estallido de color sobrelos muelles de madera blanqueada. Elmercader inglés que las observaba de

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repente hundió el pulgar en el corazónde una de las frutas, lamió el zumo yasintió con la cabeza. Fruta en invierno,procedente de tierras meridionales,donde los limones y las naranjas seguíancreciendo. Azúcar de Chipre o elLevante, incluso armaduras integralesforjadas en Italia, donde un maestroherrero podía solicitar fortunas por sutrabajo. Warwick poseía una de aquellasarmaduras, hecha a medida para que leencajara a la perfección, una armaduraque le había salvado la vida en más deuna ocasión.

Silbó y el mercader alzó la vista, perosus recelos se despejaron al ver lacimera de la sobreveste del conde.

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Warwick esperó mientras el criado delhombre acudía corriendo hasta él contres grandes naranjas, por las queWarwick le entregó un penique de plata.Calais seguía siendo un lugar dondequienes tenían ojo podían forjarse unafortuna. Sin embargo, ya no era el puertode antaño.

Los últimos caballos fuerondescargados y ensillados, y sus hombresformaron en una falange nítida dearmadura y caballería para atravesar elpuerto. Warwick hizo un gesto con elbrazo, dio la vuelta a su caballo y sealejó del mar internándose por la calleprincipal, en dirección a las murallasque encerraban la ciudad portuaria. Se

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cernían sobre todos los vivos quealbergaban en su interior, cualrecordatorio de que aquel era un puertoen tierra hostil, con murallas de tresmetros y medio de grosor para hacerfrente a asedios. El rey Eduardomantenía a sueldo a centenares dehombres para que protegieran dichasmurallas, muchos de ellos casados conmujeres y padres de hijos que nuncahabían visto Inglaterra. Calais era unasuerte de micromundo, con callejones,comercios, herreros, ladrones y mujeresde mala vida cuyos maridos habíanfallecido en las garras de la enfermedado se habían ahogado.

Warwick cabalgó hasta la puerta

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interior y presentó sus documentos conel sello del rey Eduardo al capitán quehalló allí. A su espalda, treinta hombrescon armadura conversaban lo mínimo,presintiendo que el conde estaba de unhumor aciago. El único que no podíaparar de mirar a su alrededor,asombrado y feliz, era Jorge, duque deClarence. Para aquel joven, los muellesestaban especiados con sabores yaromas exóticos que obnubilaban todossus sentidos. Cuando la puerta se abrió,Warwick le lanzó una naranja y Jorge lacogió al vuelo con una sonrisa,presionando la extraña fruta contra sunariz y embriagándose con su perfume.

En cierto sentido, contemplar a Jorge

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de Clarence tan lleno de vida alivió lapesadumbre de Warwick. Calais era lapiedra pasadera situada al otro lado delcanal de la Mancha que abría las puertasa un continente, era perfectamenteconsciente de ello. También era un mallugar para desembarcar si el destino eraParís, como era su caso. Era muchomejor tomar un barco hasta Honfleur,por más que el puerto ya no fueraposesión de Inglaterra.

Warwick notó como su caballo seestiraba y echaba a cabalgar a un galopesostenido, dejó que el caballo llevara ladelantera, tras pasar tanto tiempoconfinado y con anteojeras en unabodega pestilente. Los caballos no

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vomitaban y una travesía por mar podíahacerlos sufrir espantosamente, cada vezmás mareados pero incapaces de vaciarsus estómagos. Les sentaba bien correrun poco, y el camino por delante sedespejó con celeridad ante la visión decaballeros que avanzaban por él conestruendo.

Warwick escuchó a Clarence soltar ungrito cuando le dio alcance. Se inclinóhacia delante sobre el cuello de sucaballo, lanzándolo al galope, dejándoseinvadir por el placer de la velocidad yel peligro. Una caída podía matarlos,pero el aire era frío y dulce y lapromesa de la primavera rebosaba enlas verdes márgenes.

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Warwick se descubrió ahogando unarisa mientras cabalgaba, casi jadeante.Él también había permanecido confinadodemasiado tiempo, tras dos, casi tresaños de contemplar cómo los Woodvillese encumbraban a cada puesto yposición que comportaban un salario enInglaterra y Gales. Era agradable dejaraquello tras de sí, en todos los sentidos.

Era lo bastante mayor como pararecordar los tiempos en que los loresingleses navegaban hasta Honfleur y,desde allí, río arriba, hasta Ruan, dondetomaban una embarcación más pequeñaa lo largo del Sena para adentrarse en elcorazón de París. Pero sus magníficoscaballos de guerra no podían

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transportarse en frágiles embarcacionesde río. Cierto era que llegaría cubiertode polvo, sudor y mugre hasta el últimocentímetro. Él y sus hombresnecesitarían otro día para hallaraposentos y darse un baño. No obstante,es posible que incluso así se sintierarevitalizado. Escuchó a Clarence reírmientras las monturas retumbaban en unabuena carretera a una velocidadtemeraria.

Warwick volvió la vista paraobservar al joven. Clarence se parecía asu hermano mayor en algunos aspectos,si bien no era tan alto como aquel y erainfinitamente más afable. Al principio,Warwick, que había sido testigo de

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cómo Eduardo se convertía en hombre,había tenido sus recelos con respecto aformar a otro hijo de York y habíaaceptado su presencia a regañadientes.Suponía que probablemente el hermanode Eduardo informara de los eventosmás interesantes al monarca y a suesposa. Cuando el joven Ricardo sehabía alojado en Middleham, Warwickno había conseguido zafarse de lasensación de que alguien tenía la vistaposada en él. En cambio, Jorge deClarence tenía un rostro franco, sinrastro de astucias o miradassospechosas. Warwick sintió unapunzada de tristeza al constatar quesentía aprecio por todos los hijos de

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York. De no haber sido por IsabelWoodville, estaba convencido de quelos Plantagenet y los Neville habríanpodido forjar una alianza irrompible.

De haber cabalgado monturas demenos categoría, las habrían sustituidoen casas de postas a lo largo de lacarretera a París, que discurría a unosdoscientos sesenta kilómetros de lacosta. Como la mayoría de las víasantiguas en Inglaterra, presentaba unpavimento despejado y amplio,revestido de buena piedra romana, querecorría lo que antaño había sido elconfín de la Galia del césar.

Los mercaderes se apiñaban en todosu recorrido, si bien se apresuraban a

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apartar sus carros y a sus familiascuando veían a los caballeros deWarwick acercarse volando.

Antes del final de la primera mañana,Warwick había recibido el alto dosveces por parte de capitanes franceses,si bien en ambas ocasiones le habíandado vía libre en cuanto habíapresentado sus documentos, todos elloscontrasellados por el mayordomo mayordel rey Luis en París. A partir deentonces, los soldados se habíanmostrado asombrosamente educados yde gran ayuda, pues les habíanrecomendado las mejores posadas paradescansar en su ruta hasta la capital.Warwick y sus hombres buscaban

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tabernas antes del atardecer y, aunque lamayoría de ellos tuvieran que dormirentre los caballos en los establos oacuñados entre los socarrenes de undesván, no les resultaba una adversidadintolerable.

En la cuarta noche, Warwick yClarence compartieron una mesa conaceitunas, pan y una botella de vino lobastante fuerte como para hacer que lacabeza les diera vueltas. Los posaderosparecían encantados de hospedar a loresingleses en su casa, si bien ello no habíasido óbice para que Warwick enviara auno de sus hombres a supervisar cómose preparaba la comida. Su excusa habíasido evitar envenenamientos, pero lo

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cierto es que su hombre era un magníficococinero y le encantaba aprender nuevossabores y aromas, cosa que lo llevaba ainquirir por todas las especias y polvosnecesarios para conseguir un saborconcreto. Para cuando regresara aInglaterra, Warwick sabía que conoceríauna docena de recetas rurales francesasnuevas que paladear.

Warwick y Clarence se sentaron juntoa un fuego en una chimenea de hierro ydisfrutaron de una velada sin el ruidometálico de la armadura, pues amboshabían descendido de sus habitacionesen su jubón y medias. Tras haber dadocuenta del primer plato y haberselimpiado los dedos, Warwick alzó una

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copa hacia el joven y le deseó buenafortuna en todo lo que hiciera. Clarencele resultaba una compañíasorprendentemente agradable, un jovennada charlatán para su edad, sino másbien dado a los silencios cómodos. Elbrindis de Warwick daba pie a otro yClarence respondió como debía, con elrostro ya resplandeciente por la bebida.

−Por vos, el gran amigo de mihermano. ¡Y por mi hermano Eduardo, elhombre más importante de Inglaterra! –exclamó.

El recio vino estaba afectando aljoven, que arrastraba las palabras.Warwick rio entre dientes, se bebió lacopa y se la rellenó con la botella antes

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de que la doncella de la taberna tuvieratiempo de dar más de un paso en sudirección. La muchacha retrocedió,sonrojada, con las manos enlazadas enla cintura. No estaba acostumbrada a losapetitos ni a los modales de los ingleses.La primera bandeja, con dos caponescocinados con hinojo y setas, habíaquedado reducida a huesos en unsantiamén, sin apenas interrumpir laconversación de ambos hombres.

−Eduardo ha encontrado una buenaesposa, ¿no es cierto? –terció Jorge derepente. Tenía la vista clavada en elfuego y no vio la expresión de Warwicktensarse−. Ya es padre de dos hijas y nome cabe duda de que llegarán uno o dos

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niños también. Isabel está embarazadapor tercera vez: rezaré porque dé a luz aun hijo y heredero. Sin embargo, yo…,bueno, yo…

Warwick volvió la vista hacia él conbrusquedad y el joven le lanzó unamirada fugaz. Sus mejillas enrojecieronde tal modo que daba la sensación deque se estuviera ahogando. El jovenduque estaba visiblemente nervioso ysudaba más de lo que habría justificadoel calor de un pequeño fuego.

−Esto…, eh…, yo solicitéacompañaros a París en parte porque nohabía visto la ciudad y pensé que seríaun viaje agradable, con nuevas vistaspanorámicas y, quizá, podría descubrir

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uno o dos libros para ofrecer como re-regalo…

Warwick lo observó alarmado. Elsilencio sosegado de sus últimos días sehabía esfumado. Empezó a preguntarsesi Jorge de Clarence iba a tener unaapoplejía, por cómo temblaba yfarfullaba.

−Bebed algo, Jorge. ¡Ya está aquí lacarne! Permitidme que os corte unaloncha. Quizá así consigáis desembucharlo que sea que os tiene echando espumapor la boca.

Warwick se dispuso a trinchar elcuarto trasero de cerdo que habíandepositado en la mesa y fue colocandolas lonchas en las bandejas de madera

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dispuestas ante ellos. Sacó su propiocuchillo y cortó las piezas que pudoarponear mientras hablaba y luegorellenó de nuevo ambas copas de vino.No cabía duda de que el día comenzaríatarde la mañana siguiente, pero talpensamiento no lo atribuló. La mejormanera de pasar algunas noches era convino y en buena compañía.

Jorge, el duque de Clarence,masticaba miserablemente, con la bocademasiado llena para intentar siquierahablar. Forcejeó con una tira de la mejorcorteza de cerdo que había probado ensu vida, tirando de ella adelante y atrás,hasta convencerse de que no cedería ytragársela con valentía. La carne pareció

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serenar sus alborotados sentidos lobastante como para permitirle volver ahablar, cosa que hizo atropelladamente,antes de que el corazón le estallara en elpecho.

−Había pensado, sir, milord, pedirosla mano de vuestra hija Isabel enmatrimonio.

Ya estaba dicho. El joven se hundióen su silla y remató su copa de vinomientras Warwick lo mirababoquiabierto, con el pensamientoarremolinado. Era un partido muchomejor de lo que podía haber esperado,sobre todo en unos tiempos en los quelos hombres y mujeres Woodville

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acaparaban todos los títulos del país encuanto quedaban vacantes.

−¿Le habéis mencionado vuestrodeseo a mi hija? –quiso saber.

Jorge farfulló con la boca llena devino y respondió tartamudeando.

−¡No he hablado con ella de deseo,señor! ¡No habría osado hacerlo hastahaber hablado con su padre! ¡Hastanuestra noche de bodas, milord, señor!

−Respirad –dijo Warwick−. Otra vez.Bien. Me refiero a vuestro deseo dedesposarla, únicamente. ¿Habéis…, nosé, hablado con Isabel de amor? De serasí, me sorprendería un tanto quehubierais sido capaz de pronunciar

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alguna palabra comprensible entre esetorrente de balbuceos.

−He hablado con ella en tresocasiones, milord, en casta compañía,dos en Londres y una en vuestra finca enMiddleham, el verano pasado.

−Sí, ya me acuerdo –dijo Warwick,invocando un vago recuerdo de ver a suhija, que por entonces tenía dieciséisaños, hablando con un muchachosudoroso.

Se preguntó si Jorge, el duque deClarence, estaba interesado en su hijapor su belleza o por las tierras queheredaría. Warwick no tenía hijosvarones y quienquiera que desposara aIsabel acabaría por convertirse con el

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tiempo en el hombre más rico deInglaterra, pues heredaría los inmensosseñoríos tanto de Warwick como deSalisbury. De hecho, Isabel podríahaberse casado ya, de no ser por elextraordinario influjo que ostentaban losWoodville cuando había alcanzado laedad casadera.

Warwick frunció el ceño,contemplando con otros ojos al duque dedieciocho años que podía convertirse ensu yerno. Una cosa era considerar aJorge como un hermano medio decentedel rey y otra muy distinta pensar en élcomo el padre de sus nietos. Detectó enel joven un hondo nerviosismo, perotambién cierta valentía cuando alzó los

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ojos y le sostuvo la mirada, entendiendode manera instintiva el escrutinio.

−Sospecho que querréis considerarmi oferta, señor. No volveré amencionarla, ahora que os la heexpuesto. Solo deseo aclarar una cosa,milord: la amo de verdad, os doy mipalabra de honor. Isabel es una jovenmaravillosa. Cuando la he hecho sonreír,he sentido ganas de reír o llorar de puraalegría.

Warwick alzó la mano.−Permitidme digerir la noticia con

esta suculenta cena. Creo que megustaría tomar otra botella de este vinotinto, para asentar el estómago. –Vio aljoven tragar saliva y palidecer, decidido

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a no presionarlo. En lugar de ello,bostezó−. O quizá sería mejor irse adormir y levantarse temprano. Nosaguarda un largo día de camino, y Parísal día siguiente. Debemos mantener lamente afilada.

−¿Tendré vuestra respuesta paraentonces, milord? –preguntó Jorge, conojos de desesperación.

−Sí, la tendréis –respondió Warwick.No tenía deseo alguno de torturar al

muchacho. Por instinto, se mostrabafavorable a la unión, sobre todo porquesu esposa ni siquiera se habría atrevidoa soñar con que su hija desposara a unduque. Y tampoco era razón baladí queaquel matrimonio enfurecería a Isabel

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Woodville, si bien eso sería un placerque disfrutaría en privado.

Un pensamiento lo hizo detenerse desúbito cuando se alzaba de la mesa.

−Sabéis que, aunque yo esté dispuestoa aceptar vuestra oferta, el rey debe darsu consentimiento, como sucede en todoslos matrimonios entre familias nobles,¿no es cierto?

−Qué afortunado soy, entonces, por elhecho de que el rey Eduardo sea mihermano –respondió Jorge sonriendo−.Me concederá todo cuanto esté en supoder.

El entusiasmo del joven eracontagioso y Warwick sonrió con él.Jorge de Clarence era aún un hombre

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por hacer, en la senda de lo que sería.Aun así, Warwick se descubrióalbergando la esperanza de que elhermano del rey conociera el éxito.

Charing Cross era una dura encrucijadasituada entre las cámaras del Parlamentoy las murallas de la ciudad de Londres,que se extendía junto al río, a ciertadistancia. En el meandro del Támesis,era conocida principalmente por laenorme cruz erigida por el primer reyEduardo tras la muerte de su esposa. Sibien se había construido hacía cientoochenta años, la cruz seguía siendo unmonumento emblemático a la pérdida yel pesar de un hombre.

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Eduardo inclinó la cabeza y alzó lamano para acariciar el mármol pulido.Pudo ver la marca donde centenares depersonas antes que él la habían tocadoen busca de buena fortuna y rezó unaoración por una reina desaparecidalargo tiempo atrás. Quizá tuviera máspeso viniendo de una persona quecompartía la altura, la sangre y elnombre del viejo Longshank. Eduardo sesintió próximo al rey que los hombreshabían apodado el Martillo de losEscoceses.

Allende la cruz y la curva, la ampliacarretera se extendía hacia el este, hastaChelsea, la gran parada de diligencias ylos establos donde los viajeros tenían

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oportunidad de darse un baño y comerantes de internarse en la naturaleza. Elrío estaba cerca y Eduardo pudo oler suacre contaminación verde, que leensanchó los pulmones. Se aclaró lagarganta, conteniendo su desagrado porel denso barro, la humedad y ladesolación que lo rodeaban, así comopor la labor que lo aguardaba.

Había que hacerlo. Isabel le habíaabierto los ojos a la influencia de lafamilia Neville en la corte inglesa y acómo se habían infiltrado en cada grietay escondrijo. Asombraba la frecuenciacon la que cargos lucrativoscorrespondían a hombres y mujerescomunes y corrientes por el mero hecho

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de tener padres o abuelos Neville.Isabel lo describía como «lapodredumbre», si bien la intrigaba sabercómo lo habían conseguido.

Eduardo soltó una repentina risitaentre dientes que hizo que los hombresque lo acompañaban alzaran la vistadesde donde lo aguardaban conpaciencia. Su mujer era una maravilla,una alegría personal que procedía de laadoración que le profesaba y de sudeleite con cada una de sus partes.Reían por cualquier nadería y, si suslores consideraban que lo tenía atrapadopor sus muslos, no podía estarenteramente en desacuerdo con ellos.Sin embargo, Eduardo sabía también que

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Isabel haría cualquier cosa porprotegerlo; no había nadie en el mundocuyos intereses se correspondieran tantocon los suyos propios. Así se lo habíareiterado ella miles de veces. Nadie másmerecía su confianza absoluta, pues todoel mundo tenía motivos, pasiones yamistades aparte de él. Isabel estabaconsagrada al rey, su amante y esposo, asus hijos y a la Corona.

Eduardo alzó la vista hacia la puertaabierta de la posada Charing Cross, queocupaba un lugar privilegiado en la rutade las diligencias hacia el oeste y eracélebre por su comida. El posaderohabía sido advertido de que recibiría al

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rey y lo aguardaba haciendo unareverencia, incapaz de enderezarse.

Eduardo desmontó despacio, con suesposa aún en el pensamiento. Isabeltenía razón, por supuesto. Si unjardinero descubría que una vid habíainvadido todos sus parterres, habíaatravesado todos sus setos, arbustos yplantas florales, no podía ignorarla. Lacortaría de raíz, la iría podando, nudo anudo retorcido, y la arrojaría al fuego.Eso era lo que Isabel quería.

Contar con tantos Neville en losgrandes despachos del reino comportabaque Eduardo gobernaba exclusivamentecon su apoyo. Lo había discutido hastala saciedad con Isabel, hasta que por fin

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había entendido que la vid se aferraba atodos los señoríos y familias nobles,desde la costa sur hasta la frontera conEscocia.

El pobre rey Enrique no se habíapercatado de cuánto habían prosperado,de cuán enrevesada y robusta se habíahecho la vid. ¡Era evidente! Eduardotambién había estado ciego ante elalcance de la influencia de hombrescomo Warwick y el conde sir JohnNeville de Northumberland; deFauconberg, el conde de Kent; del duquede Norfolk y su madre, una Neville, y deGeorge Neville, el arzobispo de York.El rey Eduardo apretó la mandíbulamientras alzaba la vista hacia las

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ventanas de la posada en la encrucijada.Isabel le había pintado una imagenespantosa. ¿Acaso reinaría solamente sino contravenía los intereses de losNeville? Eduardo no permitiría tal cosa,al menos no ahora que era consciente deello. Incluso si se refrenaba de alimentarla hoguera que Isabel ansiabacontemplar, no haría ningún daño podaralgunas ramas de esa siniestraenredadera.

El arzobispo George Neville saliópor las puertas de la taberna, atraído porla noticia que reverberaba en todas lashabitaciones, según la cual el propio reyse hallaba fuera de la posada. Todomovimiento a centenares de metros a la

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redonda se había detenido, a medida quelos transeúntes aguardaban paralizados aver al joven hombre que gobernabaInglaterra.

El arzobispo se había arrodillado anteel regente, en la coronación de Eduardo.Vestía una capa elegante por encima delas sotanas, pero, al constatar que el reyse hallaba verdaderamente allí, no dudóen acercarse a Eduardo e hincar unarodilla. Los caballeros que rodeaban alrey contemplaban la escena como lobos.Más de uno se había llevado la mano ala empuñadura de la espada al ver alarzobispo aproximarse. George Nevillemantuvo la cabeza gacha hasta queEduardo le murmuró que se alzara.

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−¡Cuántos hombres y caballos! –exclamó el arzobispo en voz baja−. Soyvuestro siervo, su alteza. ¿Qué solicitáisde mí?

Aunque George Neville era unacabeza más bajo que el rey y uneclesiástico, era tan ancho de espaldascomo cualquiera de los caballeros allípresentes. Allí de pie, no mostrabaindicios de culpabilidad o miedo, sinoque se limitaba a devolverles la miradacon total parsimonia.

−He venido a recuperar el GranSello, ilustrísima –anunció Eduardo−.Podéis entregárselo a Robert Kirkham,supremo archivero del Estado. Él lomantendrá a buen recaudo.

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George Neville palideció y abrió losojos como platos por el asombro.

−¿Significa eso que me destituís comovuestro canciller, su alteza? ¿Os heofendido en algo? ¿He incumplido acasomis obligaciones?

Pudo ver que Eduardo se incomodabacada vez más y cómo una manchamoteada de enojo se le extendía por elrostro y el cuello.

−En absoluto, ilustrísima.Sencillamente he decidido entregar elGran Sello a otra persona.

−¿Quién asignará entonces jueces ytribunales a los casos que se hanexpuesto ante mí? ¿A quién debo indicara los penitentes que se dirijan, su alteza?

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No… No comprendo… −GeorgeNeville miró a su alrededor, a loscaballeros que lo observaban de maneraamenazante−. ¿Hombres armados?¿Acaso creía su alteza que opondríaresistencia? ¡Pronuncié un juramento devasallaje en vuestra coronación!

Eduardo se ruborizó aún más. Habíaimaginado que George Nevillerespondería con furia y argucias, no conla sensación de herida y dolor queobservaba en el arzobispo. El rey apretóla mandíbula y guardó silencio,observando cómo la indignación sedesvanecía y los hombros de GeorgeNeville se hundían.

−¡Marren! –gritó el arzobispo−. Id en

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busca del sello real y traédmelo. Loencontraréis en la cartera de cueromarcada con una cimera de oro. Mejoraún, traed la cartera también, si es quehan de llevárselo.

Su criado regresó corriendo alinterior de la posada, causando estrépitoal subir las escaleras y desaparecer ensus aposentos. En la calle, GeorgeNeville había recobrado la dignidad. Elrey seguía en pie, en un silencio lúgubre,a la espera. A su alrededor se habíacongregado una muchedumbre de rostroscuriosos, hombres, mujeres y niños,todos ellos deleitados o sobrecogidos.

−No disputo vuestro derecho a tenerel canciller que os plazca –apuntó el

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arzobispo en un murmullo−. Noobstante, sospecho que os han informadomal. –Señaló con una mano a loscaballeros armados que permanecían enpie, cual una amenaza fría a todo sualrededor−. Soy un hombre de Dios y unsúbdito fiel. Hasta este momento eratambién el canciller de Inglaterra. Sigosiendo leal y un hombre de Dios. Eso noha cambiado.

Eduardo inclinó la cabeza, aceptandosu apunte, al que no obstante norespondió. El criado del arzobisporegresó derrapando por el caminoenlodado, portando una cartera con unaancha correa sobre el hombro. Eduardose la pasó al archivero del Estado, que

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estaba tan avergonzado que solo pudoemitir un gruñido a modo de afirmacióntras verificar el contenido.

Con movimientos rápidos y erráticos,el rey y sus caballeros volvieron amontar. La multitud se abrióapresuradamente al caer en la cuenta deque Eduardo se marchaba. El arzobispopermaneció allí, observándolos,mientras daban la vuelta a sus monturasy se encaminaban a galope sostenidohacia el este, en dirección a Ludgate y ala ciudad de Londres, llevándoseconsigo el Gran Sello.

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l palacio del Louvre era tanimpresionante como pretendía, conun tamaño que triplicaba el de latorre de Londres, y eso sin contar

sus inmensos jardines. Durante laocupación inglesa de París, el Louvrehabía quedado prácticamente vacío ysolo una pequeña parte se habíautilizado como establos y residencia dellugarteniente y gobernador del rey.

Pero todo eso formaba parte del

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pasado, pensó Warwick conresentimiento, y seguramente él noviviría para ver el regreso de aquellosdías. Había resultado casi sobrecogedorcabalgar a través de una campiña queperfectamente podría haber sido la deKent, Sussex o Cornualles. Normandía yPicardía se asemejaban tanto al sur deInglaterra que no sorprendía que reyesingleses las hubieran hecho suyas en unao dos ocasiones. Warwick sonrió a supropio reflejo en la ventana, mientrascontemplaba los ornamentados setos quese extendían en lo que parecíankilómetros a lo largo de las orillas delSena. Tales pensamientos estaban fuera

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de lugar, con todo lo que se esperaba deél.

La presencia del joven duque deClarence no había venido en absolutomal a su causa, debía admitirlo. Desdeel momento en que se había anunciadoformalmente su llegada a la capitalfrancesa, el rey Luis y sus cortesanosmás ilustres no habían escatimado engastos ni elogios hacia losrepresentantes del rey Eduardo. La merapresencia del hermano del propioEduardo se recibió con un sonrojo dedeleite, como si enviar a Clarence fuerauna prueba de que un nuevo rey ingléspretendía sellar la paz y legalizar elcomercio. También ayudaba que el joven

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duque hablara un francés impecable, sibien, por insistencia de Warwick,Clarence se limitó a emitir cumplidosrelativos al palacio y a la ciudad.

Al parecer, el rey Luis era un hombremadrugador. Para rendirle la cortesía deesperar su presencia real, Warwick teníaque despertarse mucho antes del alba yrecorrer al trote las calles nebulosas deParís en el momento en el que la vetustaciudad empezaba a cobrar vida. Habíaadoptado la costumbre de detenerse enuna panadería en una calle no muyalejada de la casa en la que sehospedaba e ir desprendiendo trozos depan recién horneado de una hogazamientras cabalgaba. La mayoría de sus

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caballeros se alojaban en los arrabalesde la ciudad, de manera que Warwicksolo contaba con dos veteranos, elduque de Clarence y dos criados que loacompañaran al palacio real cadamañana. En otros tiempos, Warwicksabía que lo habrían podido obligar aaguardar durante días enteros, pero,milagrosamente, se había acostumbradoa apenas un pequeño retraso mientras elrey desayunaba, era bañado yperfumado, y aparecía con el cabelloaceitado y sus terciopelos cepillados.Warwick se había sentido halagado porla afable atención del monarca, que losaludaba cada mañana como si fueranamigos.

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Las puertas situadas en el extremo delvestíbulo se abrieron con estrépito,señal que indicaba a todos los guardiasy criados que debían ponerse firmes. Elheraldo comenzó a recitar los múltiplestítulos y honores del rey Luis, yWarwick y Clarence descendieron sobreuna rodilla, cual dos cortesanos inglesesde una elegancia intachable.

Entre ambos heraldos apareció elmonarca francés, con su magníficatúnica roja de Estado portada pormultitud de niñitos diminutos vestidoscon trajes a conjunto en azul y blanco. Asu alrededor, una docena de escribas derostro delgado anotaban todas laspalabras que pronunciaba, garabateando

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con sus plumas en un lenguaje de supropia cosecha para adecuarse a lavelocidad de su parlamento. Warwickhabía estado presente cuando uno deellos se había desmayado, dos díasatrás. Aquel hombre no se encontrabaallí; sin duda habría sido sustituido porotro capaz de mantener el ritmo de susdisertaciones. El rey Luis hablaba porlos codos, pero su plática nunca eravacua. Warwick consideraba que vertíapalabras como un pescador con un cebo,constantemente a la espera decomprobar si emergía algo de lasprofundidades.

−Alzaos, queridos lores ingleses queos habéis levantado antes que el sol para

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venir a saludarme esta mañana. ¿Habéissaciado vuestro apetito, caballeros?¿Habéis apaciguado vuestra sed?

No se esperaba una respuesta sincera,de manera que Warwick y Clarence selimitaron a asentir e inclinar la cabezacuando el rey pasó rápidamente junto aellos. Permanecieron en un silenciosepulcral mientras la corte secongregaba alrededor de su corazón,apareciendo por puertas laterales altiempo que el propio Luis se acomodabaa la cabeza de la mesa de mármol negro.Aquella mesa tenía algún significado,según había averiguado Warwick,aunque desconocía cuál era. Se habíapercatado de que prácticamente nadie

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pasaba junto a ella sin alargar la manopara tocar la piedra, pero no habíainquirido si era para atraer la suerte osimplemente por acariciar talantigüedad.

Trajeron fruta y más sillas, mientrasocho o nueve extraños aparecieron parasusurrar algo a oídos del rey. Podríahaber sido una pantomima paraimpresionar a los huéspedes, peroWarwick tenía la sensación de que seestaban debatiendo asuntos seriosdelante de él, que se traía información almonarca y él susurraba sus respuestastapándose la boca con manos vigilantes.

Transcurrió toda una hora,posiblemente dos, sin que ni Warwick ni

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Clarence dieran muestra del más mínimosigno de fatiga o aburrimiento. Una vezque Warwick había declarado aquello undesafío personal, se había convertido enun juego entre ellos, de tal modo queeran capaces de topar con la mirada delotro con tan solo un leve interés y unhumor disimulado, al margen de cuántotiempo los hicieran esperar.

−¡Caballeros! Acercaos, por favor.Venid, venid. Lamento sinceramentehaberos hecho esperar una eternidad. Elcanciller Lalonde estará presente paraasesorarme, por supuesto. –El rey miróal anciano como retándolo a responder.El canciller le devolvió la mirada,encorvado sobre su bastón−. Como bien

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sabéis, caballeros, cada mañana medespierto con el conocimiento de que undía Lalonde se ausentará, que no volveráa los tribunales. Lloro por ese día deantemano, si es que podéis entenderme,imaginando la pena que seguramente meafligirá, como si pudiera reducir dealguna manera mi aflicciónexperimentándola por anticipado.

−Sospecho que su pérdida os doleráincluso así, su majestad –dijo Warwick−. He aprendido que el tiempo puedepaliar el escozor del corte, pero apenasafecta a la herida más profunda.

El rey Luis miró primero a Warwick yluego a Clarence durante lo que seantojó un lapso prolongado, guardando

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extrañamente silencio. Alzó un solodedo y lo agitó atrás y adelante antes depresionarse los labios con él.

−Ah. Vuestro padre, el condeSalisbury. Y por supuesto, milord, esegran hombre y amigo de esta casa, elduque de York. Ambos habéis sidotemplados por el dolor y por la pérdida.¿Usáis esa palabra en inglés, «templar»?Reforzados, como el metal en una forja.Ya sabéis, cuando mi padre dejó estemundo, él y yo no estábamos…reconciliados, supongo que sabéis a loque me refiero. Parecía ver en mí unaamenaza, un juicio erróneo impropio deél. Opinaba que desperdiciaba mistalentos. Mas, aun así, lo añoro.

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Sin advertencia previa, los ojos delrey refulgieron por las lágrimas y seatragantó, atendido al instante porcriados que le trajeron agua, paños deseda y vino. Al cabo de un instante, lossignos de aflicción se habíandesvanecido y su mirada volvía a serfría y afilada como una espuela.

Warwick solo pudo inclinar la cabezaen respuesta, sobrecogido una vez máspor la inquietante sensación de queaquel hombre era capaz de verlo pordentro, como si sus ojos fueran de unvidrio coloreado opaco y su cadena depensamientos y palabras tuvieran por finocultar al verdadero rey que escondíanen su interior y que asomaba por ellos.

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−Aprecié en vos, milord Warwick, aun hombre sensible desde el primermomento. Un hombre, si me permitís elelogio, que merecía mi tiempo yrecompensaría mi confianza. Acudisteisa mí sin astucias ni jueguecitos, paradeclarar vuestro deseo de paz yrelaciones comerciales con esafranqueza maravillosa de los ingleses,exponiéndolo todo como habichuelassobre un tambor, para ser contadas yrecogidas, o rechazadas. Mi padre osdetestaba a todos, como estoy seguro deque entenderéis, habida cuenta quezopencos y campesinos inglesespaseaban por sus calles como si lespertenecieran.

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Warwick sonrió, a la espera de lapregunta o el argumento que a aquellasalturas sabía que seguiría.

−Ahora afronto un dilema, milordWarwick, relativo a vuestro carácter, undilema que me causa desazón. Debodecidir, antes de que abandonéis mipresencia aquí hoy, si sois un insensato yun incauto, o si participáis de lasmaquinaciones y estrategias de la cortede vuestro país.

Para asombro de Warwick, el rey sepuso en pie y lo señaló con el dedo, conla cara oscureciéndose por lo que atodas luces se antojaba un arrebato deira. El hombre de sedas y cavilaciones

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filosóficas se había sumido en una furiaque lo hacía disparar motas de saliva.

Fue todo tan espantosamenterepentino que Warwick tuvo queesforzarse con todos los nervios ymúsculos de su cuerpo para no reírse.Había algo magníficamente cómico enaquella vejiga real hinchada que teníaante los ojos, por más que la vida deWarwick pendiera de un hilo.

El deseo salvaje de destruirse sedesvaneció, y se sintió débil ytembloroso.

−Su majestad, no comprendo…−¿Entonces sois un ingenuo? Bien

sabéis que esa no es la reputación queos precede, Richard Neville, un hombre

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que ha acompañado a un rey caído hastasu celda en esa torre de Londres vuestra.¿Acaso cree vuestro rey Eduardo quepuede intimidarme con vuestrapresencia? ¿Pretende que interpretevuestra presencia aquí como una suertede amenaza?

Warwick tragó saliva incómodo.−Esa no es en absoluto su intención,

os lo juro. Si hubierais conocido al reyEduardo, su majestad, creo queentenderíais que no es un hombre aquien le guste jugar a esos juegos nipretenda adentrarse por un laberinto tal.Por mi nombre y por mi honor…

El rey Luis alzó una mano, limpia yblanca.

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−Os he agasajado enviándoos copasde oro y plata, milord. He exigido a losmercaderes de París que no cobren anadie de vuestra comitiva, a nadie, queincluso las prostitutas se ofrezcan avuestros hombres sin cobrar ni una solamoneda a cambio. He ordenado a losmodistos, tejedores y tintoreros máshabilidosos de Francia que tomenmedidas a hasta el último hombre quecabalgó con vos desde la costa. ¿Porqué no, milord? Regresarán a su hogarvestidos con mejores ropas de las quetrajeron de Inglaterra. Mis maestrossastres mostrarán así sus mercancías afamilias inglesas lo bastante ricas comopara encargar otras nuevas. ¿Entendéis?

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El comercio es el hilo que nos une, no laguerra. Los ingleses piden a gritos mejorvino que el que dan vuestros pobresviñedos, mejores ropas, mejor queso. Acambio, quién sabe, debe haber algo quetengáis que nosotros podamos querer,¿no es cierto?

−¿Arqueros? –replicó Jorge, el duquede Clarence.

Warwick desconocía si su intenciónera defenderlo de aquella invectiva ouna mera reacción provocada por lainsolencia y la sensibilidad al insulto.Agarró brevemente al joven del brazo,con la velocidad de un pensamiento,para aquietarlo.

−Su majestad, no comprendo la causa

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de vuestra ira –añadió Warwickapresuradamente−. Sospecho que hahabido alguna confusión, quizá algúnmensaje malinterpretado o algúnenemigo con rencor en los labios…

El rey Luis lo miró entrecerrando losojos, clavando su mirada en la suya, ysuspiró.

−Dudo que os lo hayan comunicado,Richard. Por eso estoy enojado, en parteen vuestro nombre. ¿Qué haréis ahora?¿Ahora que vuestro rey os ha vuelto adejar en evidencia por segunda vez? Ospide que negociéis su matrimonio conuna princesa francesa y, con unchasquido de dedos, os lo arrebata todoconfesándoos: «Ya estoy casado». Y

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ahora, milord, os envía de nuevo junto amí, para plantearme un tratado propiode…, bueno, es lo de menos. Y, mientrasestáis en Francia, él firma su propiotratado con el duque de Borgoña, untratado que no se limita a lo comercial,milord, sino que contempla másaspectos. ¡Más! Por la información deque dispongo, ¡ha cerrado un pacto conmilord el duque de Borgoña, el queridoPhilip! ¡Un pacto de protección mutuacontra Francia! Tamaña traición…, y, sinembargo, temo por vos, milord. ¡Quéhay peor que ser traicionado por vuestropropio rey! ¡Infame! ¿Creéis entoncesque estallará la guerra entre nosotros?

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¿Creéis que es tal la intención del reyEduardo?

Warwick había permanecido muyquieto, apenas consciente del joven quetenía a su lado y que, boquiabierto, nodejaba de removerse. No tenía motivopara pensar que el rey francés leestuviera mintiendo. Aquella noticia erademasiado esperpéntica, demasiadoatroz como para sospechar que no fueracierta. Y así lo reflejaba su rostro.

−Ah, veo que, como sospechaba, soisun ingenuo –prosiguió Luis casi contristeza−. Eso creía, a pesar de vuestrareputación. Vuestro rey Eduardo searriesga mucho ofendiéndome por

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segunda vez, pero quizá menos que convosotros.

−Mi hermano habrá tenido algunarazón… −comenzó a decir Clarence.

Warwick se volvió hacia él y leordenó que guardara silencio con talímpetu que el joven se tragó el resto desus palabras.

−Milord Clarence –dijo Luis, con losojos llenos de compasión−. Por supuestoque vuestro hermano tenía un motivo,todos los hombres lo tienen. Borgoñasabrá que estáis en París, negociandoconmigo. No dudo que los espíasinformarán incluso de esta conversación,tal como hicieron ayer y anteayer. Haypalomas sobrevolando París, toda

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Francia. Vuestro hermano habráconseguido unos términos excelentespara el comercio y la protección de supaís, estoy convencido de ello. Pero elhecho es que Borgoña y yo no hemosdisfrutado de una amistad pacífica enaños recientes. Quizá haya sido yo quienlo ha empujado a los brazos deInglaterra. Lo desconozco. Vuestro reyEduardo ha obtenido una ruta comerciala todo el continente y, a cambio, se haarriesgado a enemistarse con Francia yquizá con Warwick y Clarence, ¿no escierto? ¿Quién sabe? Los reyes aprietany ahogan, y luego vuelven a apretar,como niños, hasta que descubren que yano les quedan fuerzas. Es ley de vida.

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El rey miró momentáneamente aWarwick, evaluando la destrucciónabsoluta que transmitía su expresión, elrostro distendido y los ojos perdidos enpensamientos introspectivos. Luisasintió con la cabeza para sí mismo,confirmando sus sospechas. Warwick noestaba al corriente.

−Podéis quedaros vuestros regalos,milores. ¿Acaso no seguimos siendoamigos? Estoy desolado, por vos y porla confianza que notaba que estabasurgiendo entre nosotros. Anticipabaglorias futuras y ahora lo único que nosaguarda es la jungla. Lo lamento deveras.

Warwick entendía que lo estaban

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despachando, pero no era capaz de darcon palabras ni con ninguna líneaargumental para continuar adelante.Respiró despacio, con la boca tensa.Mientras él y Clarence hacían unareverencia, el rey Luis volvió a alzar undedo admonitorio.

−Pensaba que… No. Milores, miintención era hacerle un último regalo aeste excelente joven, una armaduraintegral forjada por el mejor maestro deParís. El maestro Auguste ha traído susmejores diseños. Desearía tomaros lasmedidas y luego… ¡qué más da! No,¡todo esto es un inmenso desperdicio!Quizá podría hacer que os la enviaran,como muestra de mi respeto y amistad.

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El humor taciturno que ensombrecíala frente de Clarence se despejó porcompleto al escuchar tal noticia. Lanzóuna mirada rápida a Warwick, paracomprobar si podía atreverse a aceptarla oferta.

−Si milord Warwick me autoriza aello, me complacería inmensamenteverlos. Ayer mismo estaba describiendola armadura que había visto en vuestroscampos de adiestramiento. Sentíaenvidia… Su majestad, es unofrecimiento muy noble por vuestraparte. ¡Me abrumáis!

Luis sonrió al comprobar locomplacido que estaba el joven.

−Adelante, entonces, id antes de que

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cambie de opinión o calcule el coste.Seguid a este caballero de aquí; él osconducirá hasta el maestro Auguste. Noos decepcionará.

Warwick asintió ligeramente cuandoClarence se volvió para mirarlo conexpresión interrogante.

−No os preocupéis –dijo Warwick−.Averiguaré dónde está el malentendidoen todo este asunto.

Warwick se sorprendió sonriendomientras hablaba. El entusiasmo deljoven era contagioso, y el regalo, unobsequio de una nobleza auténtica.

Cuando la puerta se cerró tras salirpor ella el duque de Clarence, Luis seacomodó de nuevo en la silla de alto

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respaldo. Warwick se volvió hacia élcon una ceja enarcada y el monarca rioentre dientes.

−Veréis, milord, he considerado quesería más oportuno distraer a nuestrojoven amigo durante la próxima hora.¡Por descontado que tendrá su armadura,y, sin duda, el maestro Auguste es ungenio! Pero el problema aquí no es quevuestro rey haya hecho un uso tannefasto de vos solo para conseguir unasmejores condiciones. Hay otro asunto enjuego, y quería presenciarlo con mispropios ojos.

Mientras Warwick fruncía el ceño,confuso, el rey Luis hizo una señal alcanciller Lalonde, quien a su vez hizo un

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ademán en dirección a otras puertassituadas en el extremo opuesto del salón.Warwick tuvo la sofocante sensación dehallarse en el corazón de una colmena,en la que cada puerta abría a lo quefuera que Luis quisiera mostrar o secerraba para ocultar aquello que desearamantener en privado. Pese a labenevolencia del monarca, Warwickhabía comprobado que también era unhombre iracundo y con una agudainteligencia. No lo trataría a la ligera…

A Warwick se le heló la sangre. Sellevó por instinto la mano hacia lacadera, al lugar donde normalmentedescansaba la empuñadura de su espada.Se la habían quitado al entrar en el

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salón, por supuesto, por mera cortesíaen una corte extranjera. Sus dedos seretorcían anhelantes, pero entoncesrecordó la fina daga que llevaba ocultabajo la axila. En caso necesario, unmomento le bastaría para extraerla.

Derry Brewer atravesó renqueanteaquellas puertas. Caminaba con ayudade un grueso bastón que se convertía enuna monstruosidad bajo sus manosapretadas y recordaba más a una mazaque al cayado de un tullido. Warwick senotó algo más distendido al percibir queel hombre arrastraba una pierna y sehabía quedado tuerto. Intentó nomostrarse incómodo mientras la figurarecorría a trompicones aquella estancia

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de suelo pulido hasta llegar junto a él.El jefe de los espías vestía un abrigo depiel marrón sobre un jubón y unas calzasde color crema confeccionadas en unalana buena y gruesa, para proteger sushuesos del frío.

Warwick se enderezó de manerainconsciente, decidido a no mostrartemor ni a dejarse intimidar. Pero cayóen la cuenta de que, por más queintentara ocultarlo, tenía miedo. Aquelhombre era su enemigo, y Warwick notóla mirada abrasadora del monarcafrancés en un lado de su rostro,observando el encuentro con unafascinación que no se molestaba enocultar.

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−Buenos días, milord Warwick –losaludó Derry−. Excusadme si no meinclino, con esta pierna mía… Fue acausa de una paliza. Hace ya unos años,pero las cicatrices siguen tirantes.

−¿Qué queréis, Brewer? ¿Qué creéisque podéis tener que decirme?

−El rey Luis ha sido muy amable,Richard. Le pedí reunirme con vos yoprimero, por si sacabais esa pequeñadaga que lleváis junto a las costillas yempezabais a blandirla en el aire. Antesde poner en riesgo a mi señoratrayéndola ante vos, como bienentenderéis.

Warwick se quedó inmóvil, frío,sobrecogido. Notaba el puñal contra la

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piel bajo su brazo, su funda de cuerohúmeda por el sudor.

−¿A la reina Margarita? –preguntó,asignándole el título de antaño, cosa quehizo sonreír a Derry.

−No creo que vayáis a salirdespavorido, ¿verdad, Richard? Loúnico que desea es inquiriros por suesposo. ¿Es eso acaso demasiado? Serumorea que vos acompañasteis aEnrique hasta su celda y que lo habéisvisitado en ella. ¿Permitiréis que laesposa de un hombre os pregunte por él,milord?

Warwick era consciente de que Derryera capaz de leer hasta el último de suspensamientos más enrevesados.

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Margarita había sido la responsable dela muerte de su padre. Había estadopresente durante la ejecución de York ySalisbury, y, después, cuando habíanclavado sus cabezas en estacas a lasmurallas de la ciudad. Si accedía ahablar con ella, miraría a los ojos quehabían visto la cabeza de su padredecapitada rodar por el suelo. Era unapetición peliaguda.

−Me honraría que lo hicierais, milordWarwick –dijo el rey Luis a su espalda.Warwick giró ligeramente el cuerpo, sinperder de vista a Derry Brewer−.Margarita es mi prima –continuó el reyfrancés− y, bueno, vos estáis en París.Por supuesto, ella está bajo mi

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protección. Se antojaba grosero nosatisfacer su petición, supongo que loentendéis.

Warwick no dejaba de formularsepreguntas internamente. Ser informadode otra humillación por parte del reyEduardo… y reunirse con el enemigoapenas unos momentos después. Sepreguntó cuántas horas de planificaciónse había perdido para encontrarse enaquel lugar precisamente en aquelmomento. Respondió a Derry Brewercon un encogimiento de hombros.

−Hacedla pasar entonces. Podéisquedaros con mi daga, si lo deseáis. Yono me vengo con las mujeres, maestroBrewer, aunque sí estaría dispuesto a

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arrebataros ese bastón que lleváis yhaceros otros cuantos chichones con él.

−Estaré encantado, milord Warwick,si deseáis probarlo –replicó Derry conuna sonrisa que reveló que habíaperdido también la mitad de ladentadura.

Era evidente que le habían golpeadocon una violencia extraordinaria. Pese aello, parecía fuerte; en la mano con laque aferraba su bastón se le marcabanaún todas las venas. Solo la piernatorcida y el ojo vaciado mostrabancuánto había sufrido.

Margarita entró sin fanfarria nisirvientes, irrumpiendo en el salón conun vestido azul oscuro cuya cola

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arrastraba por el suelo. No era la figurafrágil que Warwick había imaginado,sino que caminaba muy recta y tenía lamirada luminosa. La mayor sorpresa, noobstante, era el joven que caminabajunto a ella, de cabello oscuro, cinturaesbelta y anchas espaldas. Eduardo deWestminster alzó la cabeza a modo desaludo y Warwick calculó que el hijo dela reina tendría unos catorce o quinceaños. El muchacho ya superaba en alturaa su madre y lucía el porte de unespadachín. Warwick se descubriósintiéndose fascinado.

−Gracias por aceptar, Richard –dijoMargarita.

−Ha sido por cortesía a mi anfitrión,

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exclusivamente –replicó Warwick.Sin querer, hizo una ligera inclinación

ante Margarita, cosa que la hizo sonreír.−Lamento la pérdida de vuestro

padre, Richard. Os doy mi palabra. Mealcé contra York y contra su amigo, peronunca fui enemiga de vuestra casa.

−Me es imposible creeros, milady.Para su sorpresa, Margarita volvió la

cabeza, zaherida.−Aún recuerdo cuando vos y yo

luchamos en el mismo bando, Richard,contra Jack Cade y sus rebeldes. ¿Osacordáis? Hemos estado al servicio deenemigos, es cierto. Pero no creo quevos y yo debamos ser enemigos parasiempre.

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−¡Ah, caballeros, milady! –losinterrumpió el rey Luis, al tiempo que seponía en pie−. Mi administrador, que meestá haciendo señas como un niño, hapreparado un pequeño almuerzo. –Elmonarca se dirigió hacia el otro lado delsalón, pasándolos de largo−. Si soisvaliente, sospecho que podemosencontrar algún plato para complacerincluso a esa maravilla del mundo: elpaladar inglés. ¡Seguidme!

−¿Dónde estaría yo sin vos? –murmuróEduardo, y acto seguido enterró el rostroentre los pechos de su esposa−. ¡Y sinestas!

El aliento caliente de él le hizo

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cosquillas e Isabel soltó un gritito,apartándolo de la curva redonda de subarriga.

−Haría una hora que estaríais vestido–respondió ella.

Isabel se dio la vuelta en la cama yahogó un grito al ver a su mastínaguardando pacientemente; el regioperro blanco y negro, tan alto que todala cabeza sobresalía por encima de lacama, la miraba fijamente.

−¿Cuánto hace que estás ahí, Tigre?Venga, vete, fuera.

Se volvió hacia su esposo, mientraseste se sentaba en el borde de la cama,lo agarró por el hombro y se enroscó asu alrededor.

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−Sin mí no habríais visto que losNeville os tenían entre sus garras. Yo lovi desde el primer momento, porque mimirada era fresca. Se habían infiltradoen cada casa, en todos y cada uno de loslinajes nobles.

−Tal como vos habéis colocado avuestros Woodville –bromeó Eduardo.

Isabel bufó, emitiendo un sonidoronco que hizo a Eduardo soltar unarisita.

−Hemos podado la vid antes de queos ahogara, ¡eso es todo! Y en todo caso,no es equiparable. ¡Mi familia sonpersonas de campo, rectas, no comoesos taimados rateros y conspiradores!Nosotros conocemos el ganado y

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conocemos a las personas, mientras quelos Neville, bueno, son incluso másarteros de lo que percibí al principio.Sospecho que, con el tiempo, os habríancercado como a un toro en un redil,incapaz de ver más allá del pradoadyacente.

Isabel le acarició los anchos hombroscon ambas manos, maravillándose denuevo con su fortaleza, tras toda unavida blandiendo la espada y la maza.Los músculos se retorcían cuandoEduardo se movía, cada uno de elloscambiando bajo su mano hasta quefinalmente él se zafó de sus atenciones yagarró su camisa.

−No estoy seguro con respecto a John

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Neville, Isabel. No me ha hecho daño yes una bajeza arrebatarle lo que másvalora en el mundo.

Isabel se sentó recta, tapándose lospechos con una mano mientras recogíalas rodillas.

−No se trata de daño, Eduardo, sinode equilibrio, tal como ya hemosdebatido. Los Neville siguen siendodemasiado fuertes, hasta tal punto quelas políticas del trono correspondensiempre a lo que los beneficia a ellos,más que a vos mismo o a Inglaterra. Yono pedí que designarais cancillervuestro a un Woodville, sino que lenegarais tal función vital al arzobispo,

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quien debe lealtad a su familia y aRoma.

−No opuso resistencia, al contrario delo que vos habíais anticipado –susurróEduardo−. Se mostró dócil como uncordero.

−Estoy convencida de que fue porqueibais acompañado de hombres fuertes ylo encontrasteis solo con unos pocossirvientes. ¿Qué alternativa le quedaba,Eduardo, más que entregarosmansamente vuestro sello? No, habéishecho lo correcto, una rectificación. Vossois la estirpe de York. Si los podáisahora, vuestras hijas e hijos no tendránque afrontar otra guerra en treinta años,ni vuestros nietos después de ellos.

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Hallaremos de nuevo el equilibrio, sinuna sola familia demasiado fuerte frentea todo el resto… ¡a menos que sea lavuestra!

−La familia Percy apoyó al reyEnrique, como bien sabéis. Si sacara asu heredero de la Torre y lo colocara enNorthumberland, me enemistaría conJohn Neville por nada.

−¿El «Rey del Norte»? Así es comolo llaman. Desde Northumberland, eseNeville controla todo el norte, con suhermano George, el arzobispo de York,desde la frontera de Escocia hasta el ríoTrent. ¿Lo entendéis ahora? ¡No podéisgobernar solamente la mitad de un país,Eduardo! Los Percy y los Neville

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lucharon durante una generación. Hayquien dice que toda esta guerra la causósu enemistad. Y vos entregasteis ni másni menos que Northumberland a losNeville. Amor mío, tenéis un grancorazón. Sois generoso y confiado, másde lo que un hombre debería serlo, másde lo que un rey debería serlo.Northumberland es un premio excesivo.

−Quizá podría nombrarlo marqués –dijo Eduardo, sumido en suspensamientos−. No es un título usadocon frecuencia, pero sí de categoría.Sería una pequeña recompensa por lapérdida de Northumberland.

−Inglaterra no puede tener dos reyes –zanjó Isabel−. De entre todos los

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hombres, vos deberíais sentirlo envuestro fuero interno. Temo por el futurosi permitís que el árbol de los Nevillearraigue en el norte.

Eduardo agitó una mano en el aire,cansado de escuchar los argumentos deIsabel.

−Basta, basta. Lo sopesaré, aunquesolo sea para estar en paz con vos. Esque… los Neville siempre me han sidoserviciales.

−Han servido a su propia causa –murmuró Isabel. Su embarazo la hizogruñir al apartarse de él rodando sobrela cama−. ¡Uf! Esta noche tendréis queusar a las doncellas, amor mío. Peso

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demasiado para moverme con estacriatura dentro.

Eduardo asintió, sumido en suspensamientos, con la barbilla apoyadaen la mano.

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¿Q

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ué queréis que haga, hermano? –preguntó

Warwick−. ¿Exigirle al rey Eduardoque deje de

conceder permisos matrimoniales alos Woodville? ¿Que nos reintegre loshonores perdidos? ¡Eduardo no harecibido tantos golpes en la cabezacomo para anteponer mi buena fe a la desu esposa!

El verano había envejecido en un

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nuevo otoño. Hacía dos meses queWarwick había regresado de Francia.Desde las ventanas del castillo deMiddleham, él y John contemplabancómo los dorados campos de trigo caíanbajo la guadaña, golpe tras golpe, cómose empacaba la mies y cómo centenaresde lugareños y lugareñas la recogían,pueblos enteros venidos para recolectarla cosecha y celebrarla con bebida,música, fogatas y besos robados en loscampos de rastrojos.

John Neville volvía a ser lordMontagu, si bien lo habían nombradomarqués, tras asegurarle que se tratabade un título a medio camino entre unconde y un duque. Durante un tiempo, tal

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hecho lo había encolerizado, si bienhabía mantenido su ira en privado, parasus hermanos, y por suerte se habíaabstenido de expresarla donde pudierallegar a oídos de quienes pudierandesearle mal. Warwick entendía el enojode su hermano, lógicamente. A John lehabían concedido el mayor de susdeseos y luego se lo habían arrebatado.Un Percy volvía a regentarNorthumberland, como había sucedidodurante tantas generaciones antes deJohn. Había sido un poco raro devolvera Henry Percy a la torre de Londres paraque pudieran volverlo a sacar de ella,pero el rey Eduardo se había mostradocomplacido al encontrar al joven con

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buena salud, cosa que podría no habersucedido tras años de cautiverio en unacelda. Warwick sabía que Henry Percyle debía lealtad por el trato que le habíapropinado. Su despedida no había sidomuy distinta de la de un padre y un hijo.Middleham se había vuelto mucho mástranquilo con el hermano del rey bajo sututela. Ricardo de Gloucester seguíapadeciendo cierto dolor debido a unretorcimiento en la espalda, pero lohabían sometido a tantas horas con elhacha y la espada que había sido precisoforjarle nuevas armaduras íntegras parasu recién moldeado cuerpo, esbelto yrobusto. Al menos, Warwick ya no seenfrentaba a él en los campos de

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adiestramiento. El tiempo lo habíavuelto demasiado lento, mientras que eljoven Ricardo era rápido y seguro.

John Neville, el marqués de Montagu,no había contestado a sus preguntas; enlugar de ello, había preferido arrancarun muslo del pollo que había servido enla mesa y aceptar una copa de vino. Alnotar la mirada de Warwick aún posadaen él, hizo un ademán de irritación. JohnNeville había ejecutado personalmente auna docena de hombres en nombre delrey Eduardo. Su lealtad había sidoabsoluta, incuestionable. Y surecompensa por ello había sido que learrebataran el título y se lo entregaran alhijo de un Percy. Cuando se obsesionaba

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demasiado con aquella injusticia, no seatrevía a expresar sus pensamientos envoz alta, ni siquiera a Warwick. Suhermano Richard parecía dispuesto asufrir cualquier humillación en lugar dehacer lo que todos sabían que tendríanque hacer, con el tiempo.

Eduardo y su esposa los arrojarían alos cerdos y gansos antes de acabar conellos, John estaba seguro de ello. Lehervía la sangre también por sus doshermanos, horrorizado por el injustotrato que estaban recibiendo. Warwickenviado a Francia, para luego serhumillado y usado como un simple peón.George despojado del Gran Sello, apunta de espada, y el valioso título de

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John robado y entregado a un niño. Erauna campaña, más allá de todoresentimiento. La arquitecta era IsabelWoodville, esa era la única certeza. Erauna lástima que Warwick hubieraconocido a dos mujeres dispuestas allegar al fin del mundo con el meropropósito de dañar a su familia. Si susintereses hubieran coincidido en algúnmomento, John sospechaba que unNeville podría haber ocupado el tronode Inglaterra.

George Neville entró en la estancia,solo, y la atravesó para dar la mano asus dos hermanos.

−El tío Fauconberg ha llegado –lesanunció−. ¿Lo hago pasar?

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−No ha avisado de su venida –respondió Warwick, frunciendo el ceño.Miró a sus hermanos, primero a uno yluego al otro−. Decidme, ¿de qué setrata?

−Madre –respondió George−. Hacreído que quizá fuera inteligente reunira todos los Neville en un mismo lugar.Dios sabe bien que no somos lo quefuimos antaño. Seis primos aguardan avuestra disposición, Richard. Unacantidad irrisoria, si bien entre todosellos poseen buenas tierras. Estamosmermados. Somos harapos de lo queotrora fueron elegantes estandartes, perovos seguís siendo el cabecilla de lafamilia.

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−Madre creyó que al menos debíamosconversar acerca de los años por venir –añadió John Neville−, quizá antes deque el rey Eduardo sea padre de un hijoy heredero. Por el momento tiene treshijas, pero esa jaca fértil tuvo dos hijosvarones antes. Y seguramente llegaráotro. ¿Crees que los hombres Nevilleserán desterrados por entero entonces?No creo que podamos sobrevivir otraestación más a la animadversión de esamujer.

No era necesario explicitar a quién serefería, no en tal compañía.

−No hablaré de traición con vosotros–siseó Warwick, enfurecido, a sushermanos−. Me complacería ver a mis

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primos y al tío Fauconberg, pero no paraconspirar o hacer algo que puedabrindar al rey Eduardo un motivo paraponer en tela de juicio nuestra lealtad.¿Me solicitaríais que le prendiera fuegoa esta casa? Tal es el riesgo que corréis.¡Por el amor de Dios! ¡El hermano delrey vive aquí!

−No soy ningún insensato, Richard –dijo John Neville sin reservas−. Ha sidoenviado al mercado a comprar brandy,hace ya horas. Si espiara para el rey, notendrá oportunidad de hacerlo hasta estanoche o mañana. En cualquier caso, yano es ningún niño. Yo lo enviaría a casajunto a su madre. Habéis cumplido concreces vuestras obligaciones. –Sacudió

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la cabeza, hirviendo de rabia−. Nocomprendo por qué calláis ahora,después de lo que hemos sufrido.

−Aguarda a que se resuelva susolicitud –intercedió George Neville.

−Por supuesto –replicó John Nevillecon amargura−. Tenéis derecho a ello.Nuestro hermano aún espera que se loconcedan, que su Isabel despose a unPlantagenet. Permitidme que os digaalgo: ella nunca lo permitirá… y el reyEduardo ha demostrado que valora mássus palabras que las de todo su Consejode Lores, quienes tan fielmente lo hanservido. Esa mujer lo ha vuelto unenclenque mediante sus artes en la cama,esa es la pura verdad.

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−Sí, en efecto, espero que mi hijadespose a Jorge, el duque de Clarence –señaló Warwick−. A Isabel le complacesu pretendiente, quien solo tiene un añomás que ella y… hacen buena pareja.Ella será duquesa y Clarence obtendrálas fincas de mi hija, a su debidotiempo.

−¿Cuánto ha pasado desde que se losolicitasteis al rey? –farfulló John.

Warwick negó con la cabeza.−No, no conseguiréis preocuparme.

Han transcurrido unos pocos meses;¿qué hay de malo en ello? Tal unión deestirpes no se decide a capricho, sinocon tiempo y detenimiento, con cuidado

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y un ojo puesto en cada posible cambiode vientos.

John miró a su hermano mayor,sabiendo que Warwick estaba ciego, oprefería no ver. Se encogió de hombros.

−Sois el cabeza de la familia,Richard. Aguardad hasta el inviernoentonces, o hasta la primavera próximasi lo deseáis. No habrá ningunadiferencia, no mientras Isabel Woodvilleguíe la mano del rey. Ella querrávuestras fincas para sus hijos.

Eduardo observó a su hijita bebésuccionar el pecho de Isabel. El fuegocrepitaba, con suficientes leños apiladoscomo para hacer sudar a un hombre en

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aquella estancia de Westminster. Elmastín, Tigre, yacía sobre las losas,frente al fuego, tan cerca que Eduardotuvo que obligarlo a retroceder con unsuave puntapié para evitar que el viejochucho se chamuscara. Aparte delcrepitar de las llamas y del berrinche dela niña cuando se soltaba del pecho yhabía que volverla a agarrar, no se oíaningún otro sonido, una vez excusadosincluso los criados personales.

Isabel notó la mirada de su esposo,alzó la vista y le sonrió, percibiendo sualegría.

−No imaginaba esto la primera vezque os vi –dijo él−, toda cubierta de

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hojas y tierra, descendiendo a gatas parasalvar a vuestro perro de los lobos.

−¡Y cayendo! ¡Pues yo sí me acuerdode un zoquete enorme que no me agarró!

Eduardo le sonrió. Con el paso de losaños, aquellas palabras se habíanconvertido en una suerte de recitadoentre ellos, sin verdadera malicia.Eduardo disfrutaba de la cercanía queparecían reportarle tales cosas, repescarrecuerdos compartidos y volver acomprobar que Isabel disfrutaba de sucompañía.

−¿Sabéis algo? He visto a muchoshombres que tienen que exigir respeto asus esposas.

−Pero eso no es en absoluto extraño,

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esposo, pues incluso Eva se concibiócomo ayudante de Adán. Es el ordennatural del mundo, tal como las borregassiguen a los carneros.

−Sí, pero… −Eduardo se pellizcó enun punto entre los ojos mientras buscabalas palabras correctas−. Los hombresnecesitan sentirse adorados, Isabel.Incluso los débiles, los pusilánimes, loscobardes y los locos. Pero hay hombrespatéticos, cuyas esposas les chillan ydespotrican contra ellos. No son losamos de sus hogares.

−Algunas mujeres no tienen ni idea decómo tratar a sus maridos –respondióIsabel, satisfecha de sí misma−. Loúnico que provocan con sus quejas es

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resentimiento y su propia infelicidad.Son unas insensatas.

−Vos no sois así –dijo Eduardo conuna sonrisa−. Vos me tratáis como sihubierais encontrado una maravilla delmundo. Y yo quiero ser merecedor deello, ¿sabéis? Quiero que se meconsidere el amo de mi hogar, pero soloporque realmente lo soy, no porque lasleyes del hombre o de Dios así loestipulen, sino porque tengo madera delíder.

−Madera para ser mi rey –añadióIsabel con voz suave.

Alzó la cabeza para solicitarle unbeso y Eduardo atravesó la estancia detres grandes zancadas para presionar sus

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labios contra los de ella. La niñaempezó a agitarse y husmear, trashaberse soltado del pezón.

−Me gustaría llamarla Cecilia, enhonor a vuestra madre –anunció Isabel,conmovida por la felicidad que percibíaen él−. Si vive, hará que os sintáisorgulloso de ella.

−Mi madre se alegrará, aunqueconfieso que me habría hecho más feliztener un hijo varón, Isabel.

−Necesitaréis hijas que os adorencuando seáis anciano, y paradesposarlas con el fin de mantener unreinado fuerte y conseguir aliados. Enlos años venideros no lamentaréis haber

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tenido a estas preciosas niñitas, aninguna de ellas.

−Lo sé, lo sé. Pero, si fuera un niño,podría enseñarle a cazar palomas yconejos con un halcón, a cazar un jabalísin más ayuda que unos perros y unpuñal y a hacerse fuerte para luchar conuna armadura. –Se encogió de hombros−. Yo… he sido un niño. Recuerdo esosaños con cariño. Lo nombraría escuderode un caballero, quizá de uno devuestros hermanos, para que aprendieracuánto esfuerzo supone mantener a unhombre en el servicio real.

−Nada me gustaría más –contestó ella−. Seréis un magnífico maestro para unhijo, Eduardo. El siguiente será varón,

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os lo prometo. Pero espero que vuestroadiestramiento le brinde suficienteprotección, si algún hijo de vuestrohermano desafía a vuestro heredero.

Eduardo se alejó un paso de ella,silbando.

−¿Otra vez con esas? No estoy siendoimpulsivo, tal como ya os he explicado.Lo he considerado durante meses, le hededicado tiempo y paciencia, y no veodónde está el error en incorporar todoslos señoríos y la riqueza de Warwick ami propia familia, ¡bajo mi propiotecho!

−Eduardo, esto es importante. Ojaláno lo fuera. Si permitís que Jorgedespose a esa Isabel Neville, heredará

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centenares de fincas y señoríos, nodocenas de ellos. Castillos, aldeas,pueblos. Warwick y Salisbury estánunidos ahora, y esa herencia es la mayorfortuna de toda Inglaterra.

−¡Y yo se la cedería a mi hermano! Éle Isabel tienen la misma edad. Incluso seaman, según él mismo afirma. ¿Quiénsoy yo para negarle a un hermano suamor, cuando además le reportará lamitad de Inglaterra como dote?

Isabel frunció los labios, hallandodificultad en contener su genio. Secubrió el pecho, llamó a una criada y leentregó a la niña, ajena a sus llantos.Una nodriza continuaría alimentándolaen las cocinas. Cuando volvieron a

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encontrarse a solas, Isabel se inclinóhacia delante en su silla y enlazó lasmanos en el regazo.

−Esposo mío, sabéis que os adoro, ysois el amo en nuestro hogar, así comoallá donde nos encontremos. Si me daisvuestra última palabra en este asunto, laaceptaré, os lo juro. Pero tened encuenta una única cosa: la vuestra no esla estirpe real. –Alzó la mano al ver queEduardo se volvía para mirarla, con unenojo creciente−. Por favor. Vuestrobisabuelo fue Edmundo de York, elcuarto hijo de un rey. La corona que vosportáis ahora no estaba a su alcance,pero era un hombre rico. Forjó un buenmatrimonio y su hijo y su nieto fueron

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ambos inteligentes y fuertes.Construyeron grandes señoríos yacumularon títulos mediantematrimonios y honores, hasta quevuestro padre fue lo bastante fuertecomo para reclamar el trono.

−Entiendo –dijo Eduardo.Por la tensión de su mandíbula, Isabel

sospechaba que lo hacía, pero, aun así,decidió formular las palabras, paraasegurarse de que las escuchara.

−Vuestro hermano Jorge de Clarencetambién es hijo de vuestro padre,Eduardo. Tiene su misma inteligencia yfuerza. Si le permitís que se case con lasinmensas fortunas de Warwick, podrádesafiaros en vida, o lo harán sus hijos o

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nietos. Estaríais acumulando problemaspara el futuro, u otra guerra entre primosy hermanos. Os lo ruego. Por mucho quepueda dolerle a Jorge, debéis denegaresa solicitud de alianza por el bien devuestros propios hijos.

−No puedo darle ese motivo –contestó Eduardo−. No puedo decirle,simple y llanamente: «Jorge, no quieroque tú y los tuyos prosperéis, por si enalgún momento tus hijos amenazan a losmíos». Es la respuesta de un cobarde,Isabel. ¿Queréis que me preocupe pormis propios hermanos? ¿Por Jorge yRicardo? Mi madre Cecilia no crio ahombres débiles, pero tampoco crio a

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chaqueteros. No los temo a ellos… ni asus hijos.

−No, pero os criasteis perteneciendoa un linaje inferior. Ahora sois rey,Eduardo. Deberíais mirar hacia elfuturo, a mil años vista, empezando porlas pequeñas a quienes he alimentado enmi regazo. Jorge de Clarence ha sidoproclamado duque por obra vuestra.Dejad que se contente con eso. Leencontraré otra esposa y, si más adelantedecide convertir a Isabel Neville en suquerida, será cosa suya, por descontado.Estas son elecciones y decisiones que unrey debe tomar, Eduardo. Vuestrohermano lo comprenderá.

−¿Y cuando me pregunte el motivo? –

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inquirió Eduardo.Isabel le sonrió.−Decidle que no confiáis en el

hombre que sería su suegro, si espreciso. O que la muchacha Neville esestéril o que la luna estaba oscuracuando conocisteis sus intenciones. Noimporta. Él juró por su alma inmortalobedeceros en todo. Si os pregunta,recordádselo.

Warwick se descubrió resollando,aunque apenas había recorrido a pieunos ocho o diez kilómetros bajo el frío.El invierno había traído la calma a lafinca de Middleham. La mitad de laenorme casa se había cerrado bajo llave

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y el paso a ella había quedado barrado;todas las ventanas se habían tapiadopara impedir que hibernaran en ellasmurciélagos y pájaros. Aun así, algunalechuza o algún gorrión lograríancolarse por entre las rendijas. Siemprelo hacían, de tal modo que la primeratarea primaveral consistía en retirar suspequeños cadáveres, invariablementemás ligeros de lo que parecían a simplevista.

−Podríamos descansar aquí unmomento −propuso−. Más por ti, Isabel,que por mí, obviamente. Yo podríacaminar todo el día.

−No lo dudo, padre –respondió suhija, completamente ajena al hecho de

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que su padre estaba notando una punzadaen el costado y estaba cansado.

De habérselo confesado, no lo habríacreído, de todos modos. Warwick seapoyó en un poste de madera ycontempló la colina de oscura tierraacariciada por las primeras heladas, quese extendía por todo el valle. En mediode aquel frío, la mitad de las aveshabían desaparecido. Durante un tiempo,el único sonido en todo el mundo fue supropia respiración, que se le antojósorprendentemente sonora en cuanto fueconsciente de ella.

Su hija era una mujer bella, aWarwick no le cabía duda de ello, decuello largo, mejillas sonrojadas y

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dientes blancos y parejos, afilados porlas manzanas que tanto le gustaban. Sehabía criado en Middleham, al igual queél mismo, si bien ella pasaba la mayorparte del año en compañía de la madrede Warwick y de la suya propia, tresmujeres alborotando por la finca juntasy, para gratitud imperecedera deWarwick, congeniando casi comohermanas o amigas. Su hermano Johnhabía hecho un comentario acerca de lastres edades de las mujeres que habíaacabado lamentando, pero Isabel era entodos los aspectos la virgen, tal como suesposa Anne era la madre, y la madre deWarwick, Alice, se había convertido enla vieja arpía, marchitada por la muerte

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de su padre, como si el viejo se hubierallevado una parte vital de ella a latumba.

Cada mañana, al despertar, Isabelpreguntaba si había llegado alguna cartadurante la noche. Y cada mañana aWarwick se le partía el alma al ver sudecepción cuando comprobaba que nohabía ninguna. Ya había resultadobastante duro cuando Warwick habíapasado sus días en Londres con el rey.Al menos entonces sus regresos habíanestado acompañados por noticias ydulces y obsequios curiosos adquiridosen la ciudad.

Hacía tres meses que Warwick no seausentaba de Middleham, desde el

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otoño. El sol tardío les había dado tantafruta que avispas ebrias infestaban lacasa, revoloteando por el interior decada ventana durante semanas. En todoaquel tiempo, Warwick había recorridoa pie los terrenos de la finca,perdiéndose en largos paseos de loscuales regresaba cada vez más ceñudo.Llegaba correspondencia dirigida a éldesde Londres, alguna con el selloprivado del rey Eduardo. Sin embargo,ninguna de aquellas cartas habíacontenido el permiso del rey para queIsabel desposara a Clarence, ni menciónalguna al tema.

Pese a que Warwick lo desconocía,Isabel lo observaba con atención,

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juzgando su humor y su infelicidad. Lohabía escuchado enfurecerse por elhecho de que su hermano hubieraperdido el Gran Sello y aún más porquehubieran despojado a su tío John de sutítulo. En privado, Warwick sedesahogaba con su esposa de toda laindignación y decepción que sentía,ajeno o quizá indiferente a que sus hijaslo escucharan.

Lucía un límpido cielo azul, sin rastrode lluvia. Un velo helado cubría elmundo y la frialdad del aire hizo quepadre e hija fueran conscientes de surespiración y de cómo el inviernopenetraba en su interior. Isabel escogióaquel momento para hablar.

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−¿Creéis que el rey responderá algunavez a su hermano? −preguntó−. Jorge noha vuelto a visitarme aquí desde lacosecha y en sus cartas no alude a lapetición, como si no existieraposibilidad alguna. Hace ya tanto tiempoque confieso que estoy perdiendo laesperanza.

Su padre descendió la vista hacia ellay vio cómo le temblaban los labios, pormás que intentara ocultar cuánto leimportaba su respuesta. Apretó el puñosobre la madera gélida del poste, con talfuerza que los nudillos se le quedaronblancos.

−No, Isabel, lo lamento. He esperadodurante seis meses, más incluso.

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Ninguna de mis cartas ha recibidorespuesta. No creo que el rey Eduardootorgue su permiso, no ahora.

−Pero os ha convocado, ¿no escierto? ¿Quién era ese mensajero al quevi? Quizá el rey Eduardo haya accedidoal matrimonio y lo único que hace faltaes que acudáis a Londres.

−Isabel, cada vez que me hallo en supresencia, encuentra algún modo dearrebatarme algo que aprecio. Es comosi estuviera resentido conmigo. Unresentimiento que no merezco en modoalguno, lo juro. No sé si ese tarugo tienecelos de mí, me teme o simplemente seha convertido en el juguete de su esposa,pero estos últimos años han sido una

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dura prueba. Es… mejor para mípermanecer en mis señoríos, ocuparmede ellos y de sus habitantes, ymantenerme alejado de las intrigas de lacorte. −Respiró hondo, llenándose lospulmones de aire−. ¡Esto! Esto es lo quenecesito, no murmullos y mentiras.

Se le nubló el semblante al percibir elpesar de su hija y se acercó a ella pararodearla con sus brazos.

−Lo lamento –le dijo−. Sé que esto esmás duro para ti que para mí. Yo heperdido la confianza de un rey, mientrasque tú has perdido a tu primerpretendiente.

−A mi primer amor –corrigió ella,con la voz amortiguada−. No habrá otro.

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−¡Oh, Isabel! –exclamó Warwickapenado, hundiendo la boca en elcabello de su hija.

−¿Volveréis a interceder por mí? –inquirió Isabel−. Sé que es Jorge quientiene que hablar con el rey, perodesconozco si lo ha hecho. Si vospreguntáis, tendré una respuesta…,aunque, si es negativa, no sé…, nopodré… −Entre sollozos, ocultó lacabeza en el abrigo de su padre.

Warwick tomó una decisión, incapazde seguir resistiéndose a sus súplicas.

−Por supuesto que preguntaré. Puedoacudir allí y regresar dentro de unasemana. Tal como dices, es mejor estarseguros.

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Le acarició el cabello mientraspermanecía apoyada en él. LasNavidades se aproximaban y un viaje aLondres convertiría su celebración enMiddleham en una ocasión más festiva,con jamones con clavo de especia ygansos adquiridos en el mercado asadosen vivas fogatas.

Warwick cabalgó hasta Londres conRicardo de Gloucester a un lado y lostemores y esperanzas de Isabel como unlastre. El joven duque solíaacompañarlo a la capital, sobre todoahora que ambos empezaban a serconscientes de que su estancia enMiddleham se aproximaba a su fin.

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Vestían abrigos de piel sobre cota demalla y calzas gruesas, con las espadasen las caderas y suficiente polvoadherido en la carretera como para queparecieran llevar máscaras.

El primer día camino al surtranscurrió casi en silencio, mientrasWarwick anticipaba con desaliento loque encontraría en Londres. Warwickcenó un guiso insípido en una tabernajunto al camino y farfulló un buenasnoches a su tutelado cuando sedirigieron a sus habitaciones. Ambosechaban en falta el ánimo alegre y lacháchara de Henry Percy, que hacía quelas conversaciones fluyeran fácilmenteentre ellos. Sin Henry, tanto a Warwick

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como a Ricardo el silencio se lesantojaba opresivo.

A la mañana siguiente, Warwick sedespertó con dolor de cabeza, pese aque la víspera solo había bebido unacopa de vino. Se dedicó a refunfuñar ygruñir mientras daba cuenta de uncuenco de gachas calientes con miel,hablando mal al personal de la taberna ycada vez más enojado por su propiafalta de control. Vio que Ricardo habíaensillado su caballo y había cepillado alanimal, que resplandecía de nuevo.Warwick subió a la banqueta paramontar y pasó la pierna por encima delcaballo.

−Gracias, muchacho −dijo−. Hoy

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tengo muchas cosas en qué pensar. Metemo que soy mala compañía.

−Lo entiendo, señor. Teméis que mihermano deniegue vuestra petición.

Warwick alzó la vista, entresorprendido y preocupado.

−¿Qué sabéis de esta situación?Ricardo sonrió tímidamente, notando

el enojo en el hombre a quien queríaimpresionar.

−Isabel apenas ha hablado de otracosa en estos últimos meses. Y Jorge esmi hermano, señor. Me escribe.

Warwick pestañeó y tuvo quemorderse la lengua para no preguntarlequé opinaba. No serviría de nada. En sulugar, tiró de las riendas y obligó a su

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caballo a girar, de manera que quedaraencarado hacia el patio de la posada,junto al cual transitaba la carretera haciaLondres, a unos treinta metros dedistancia.

−Espero que el rey autorice lapetición, señor. Me gustaría que Isabelfuera feliz.

−Y a mí –musitó Warwick.Movió la cabeza adelante y atrás para

crujirse el cuello y salió a la carretera altrote. Ricardo lo siguió, deseando poderdevolverle algo al hombre que tan buenohabía sido con él.

El rey concedió una audiencia aWarwick sin dilación. Este cabalgó

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desde unos alojamientos privados en elpalacio de Westminster, bordeando elrío. Ricardo de Gloucester permaneciójunto a él hasta llegar a las puertas delos aposentos del monarca. Allíaguardaron de pie, el uno junto al otro, ala espera de que les franquearan el paso.Warwick dedicó un instante a revisar aljoven y le cepilló el polvo del abrigo.El gesto hizo sonreír al hermano del reymientras las puertas se abrían de par enpar y entraban en la estancia.

A Warwick se le tensó la expresión alver a Eduardo e Isabel sentados juntos,rodeados de sus hijas. Era una escenafamiliar íntima y había en ella una notadisonante. Warwick quería que Eduardo

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considerara su petición como rey, nocomo padre y esposo. En aquel lugar,con una esposa cariñosa y sus hijaspequeñas gorjeando a sus pies, nopodían ser ambas cosas.

Tanto Warwick como Gloucesterhincaron una rodilla ante la familia realy se pusieron en pie cuando Eduardoechó a andar para recibirlos. Abrazó asu hermano tan fuerte que le hizo ahogarun grito.

−¡Qué fuerte os habéis hecho! –exclamó Eduardo, alargando la manopara apretarle el brazo derecho a suhermano como si fuera un ternero deferia−. Debo agradecéroslo –añadió,

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asintiendo con la cabeza en dirección aWarwick.

Warwick negó con la cabeza, aúntenso.

−Ha trabajado duramente, su alteza.Espada, lanza y hacha de petos, monta,latín, francés… −dejó que su voz seapagara.

El hermano de Eduardo aprovechópara intervenir:

−Y derecho y estrategia también,Eduardo. Es mi deseo seros útil.

−Lo seréis, no me cabe duda alguna –respondió Eduardo−. Mi madre preguntapor mi hermano, Warwick. ¿Loliberaréis como tutelado vuestro paraque permanezca junto a mí?

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Warwick parpadeó y se aclaró lagarganta para ganar tiempo.

−Su alteza, no tenía pensado… Notenía previsto excusarlo de sus debereshoy.

−Aun así, me complace lo que veo enél. Tenéis mi gratitud. Los pupilajestienen un fin, Warwick, y habéis hechoun buen trabajo.

Avergonzados bajo las miradas delrey y la reina, Warwick y Gloucester sedieron la mano y se abrazaron torpe ybrevemente. Warwick abrió la boca parapronunciar algo celebratorio relativo aaquellos años, pero el joven le hizo unareverencia tensa al rey, giró sobre sustalones y abandonó la estancia.

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Warwick se dio media vuelta,consciente de las miradas que habíaposadas en él. Solo las niñas, a quienesuna niñera reunía cuando se alejabandemasiado caminando, parecíanindiferentes. Le tembló el aire en elpecho al constatar que había llegado elmomento y que no podría aplazarse más.

−Su alteza, han transcurrido muchosmeses desde que os solicité permisopara desposar a mi hija con vuestrohermano, Jorge de Clarence. Dada laamistad que existe entre nosotros,¿podría conocer la respuesta?

−He reflexionado mucho sobre ello,Richard –respondió Eduardo−. Mihermano Jorge solo tiene diecinueve

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años. No dudo que crea estarenamorado, pero seré yo quien elija unaesposa para él dentro de unos cuantosaños. Mi respuesta a vuestra petición esno.

Warwick permaneció inmóvil. Si biensu semblante apenas cambió, suindignación estaba escrita con la mismaclaridad que su control. A espaldas deEduardo, Isabel, sentada, se inclinó unpoco hacia delante, fascinada. Lascomisuras de su boca, ligeramenteentreabierta, se elevaron como sidisfrutara con el desasosiego deWarwick.

−Gracias, Eduardo. Su alteza –respondió Warwick con una cortesía

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impecable−. Prefería saberlo, y sentirmedecepcionado, a desconocer vuestraresolución. Ahora, si me excusáis, megustaría visitar las ferias de Londres ycomprar gansos para celebrar lasNavidades en Middleham.

−Por supuesto. Lo lamento, Richard –añadió Eduardo.

Por toda respuesta, Warwick inclinóla cabeza, con los ojos tensos por eldolor.

Isabel esperaba a Warwick en elcamino, en el mismo lugar cada mañanay cada tarde, donde permanecía durantehoras, desesperada por conocer lasnoticias. Cuando lo vio, antes de que su

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padre pronunciara ni una sola palabra,leyó en su rostro la respuesta. Seencerró en su dormitorio durante tresdías, donde lloró por el joven a quienamaba y a quien nunca podría tener.

Warwick pasó aquel tiempoconversando en privado con una serie devisitantes, todos los cuales acudieron acaballo a Middleham para presentar susrespetos al cabecilla del clan de losNeville. Durante una eternidad, losNeville habían sufrido revés tras revés.Habían perdido tierras, fortunas, títulosy una influencia vital. Y durante todoaquel tiempo, Warwick había insistidoen resistir y guardar silencio, sin emitirni un solo grito o murmullo en contra del

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rey. Pero había cambiado de opinión.Mientras enero se abría paso en mediode la oscuridad y el frío, decidió darlesvoz.

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l invierno era época de oscuridady muerte. En cualquier casa, unabonita y gélida mañana podíarevelar el cadáver tieso de un

anciano o de un niño demasiadopequeño para sobrevivir a una fiebre. Laestación glacial era sinónimo de sangrefrita y copos de avena y del gusto atierra de las hortalizas viejas,recolectadas hacía meses o años.Zanahorias, cebollas, nabos y patatas

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viejas iban a parar a caldos junto conqueso azul duro y manteca cuajada conel fin de mantener el frío a raya. A basede pan, huevos y cerveza, los súbditosdel rey resistían al tiempo,despertándose en medio de la nochepara hablar o remendar, y luego sevolvían a dormir hasta que el sol traía eldía de vuelta.

La primavera representaba muchomás que brotes verdes y campanillas deinvierno en los setos vivos. Elrenacimiento se reflejaba también en lasensación de destino, en el despertar dela hibernación con vida renovada en lasvenas. Entre risas, los últimos alimentosen conserva podrían devorarse ahora

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que otro invierno tocaba a su fin. En losmercados de la ciudad volvieron aaparecer carne y hortalizas frescas. Secavaron tumbas en el sueloreblandecido, pequeñas y grandes, y setransportaron los cadáveres desde dondehabían yacido, en graneros y fríasbodegas. Mujeres y hombres deseososde encontrar un marido o una esposarecibían la estación con ropa limpia y unbuen baño. Volvían a sudar en su jornadalaboral, elaborando artículos para laventa o preparando la tierra para laprimera siembra.

Eduardo Plantagenet notó la saviaascender con la primera luz del alba. Laprimavera significaba la primera cacería

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desde la monta de Año Nuevo, sangrecaliente, cabalgar sin aliento y unaparranda ebria lejos de aldeas ypueblos. La caza hacía aflorar la furia yel miedo, revelaba al auténtico hombre.Eduardo sonrió para sus adentrosmientras observaba cómo ensillaban sucaballo en los establos reales deWindsor. Por más que le hubierancepillado el pelo, su montura de cazalucía un aspecto greñudo a causa delpelaje invernal. Le dio unas palmaditasen un flanco y sonrió al ver la nube depelo y polvo que se elevaba en el aire.

A su alrededor, los establos eran todoruido y trajín, con los escuderosapresurándose a preparar a sus señores

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para la cacería real. Treinta caballeros yun número igual de sirvientescabalgarían para espantar a animalesque acabarían en las garras de losperros y las aves rapaces. Eduardosonrió al contemplar toda aquellaenergía, mientras le rascaba el cuello asu caballo y el gran semental resoplabay le golpeaba con la cola.

En el transcurso de sus años dereinado había congregado a un grupo deincondicionales que lo acompañaban entales días, cuando el sol calentabaligeramente el ambiente y el cielo estabadespejado. Eran hombres como Anthonyy John Woodville, equiparables a él en

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temeridad, aunque no en la pericia delrey con su halcón.

La magnífica ave de Eduardopermanecía encapuchada en un posaderoornamentado, girando la cabeza ante elmenor sonido. Eduardo la escuchógorjear y alargó la mano paraacariciarle las oscuras alas, más para supropio placer que por la creencia de queel pájaro disfrutara de sus caricias. Losgerifaltes eran asesinos despiadados quese deleitaban en su capacidad dedominar y aterrorizar a patos, urogallosy liebres; descendían en picado sobreellos desde trescientos metros de altura,golpeaban a la huidiza presa a unavelocidad pasmosa y luego le

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desgarraban la carne con su afiladopico. Eduardo saludó al halcón con unmurmullo. Hacía seis años que cazabanjuntos y el ave volvió la cabeza alinstante al reconocer su voz. A Eduardole divertía que fuera capaz de girarsepara encararlo dondequiera queestuviera, incluso con la capucha puesta.Mientras lo observaba, el pájaro gorjeóy emitió un sonido interrogante. Elhalcón estaba hambriento y Eduardonotó cómo se le aceleraba el corazón alpensar en echarlo a volar.

Alzó la vista al escuchar elrepiqueteo de las pezuñas de un caballoque avanzaba piafando por los establos,sostenido con las riendas firmes, pero

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aun así trotando casi de lado con losojos en blanco. Algo había sobresaltadoal animal y había hecho que los otrosrelincharan y patearan, al recordarles alos depredadores que atacaban elrebaño.

Eduardo miró irritado al enjutomuchacho que había inquietado tanto alcaballo capón. No lo conocía, por másque era imposible que un extraño llegaraa los establos y ante la persona del reysin haber sido interrogado. A Eduardo legustaba fingir que no prestaba atenciónal cuidado que ponían sus guardas, pero,mientras lo observaba, le complaciósaber que habían registrado a aquelhombre. Lo observó, con expresión

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ceñuda, mientras el desconocidodesmontaba e hincaba una sola rodillaen el suelo. Iba vestido con cota demalla y un tabardo sobre cuero y lana,prendas raídas y casi tan polvorientascomo los caballos. Eduardo supuso quehabía recorrido un largo trecho y no sesorprendió al oír hablar al nombre conel acento vibrante del norte.

−Su alteza real, mi señor, sir JamesStrangeways, sheriff de York, me envíaante vos. He venido a informaros de unalzamiento entre los tejedores de laspoblaciones que rodean la ciudad, condisturbios y clamor, milord, demasiadonumerosos como para que los hombresdel sheriff puedan aplacarlos. Sir James

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solicita que varias decenas de hombres,sesenta u ochenta, no más, cabalguen alnorte. En el nombre del rey, mi señorrecordará a los tejedores que no sonellos quienes deciden qué impuestospagan y qué leyes obedecen.

Eduardo arqueó las cejas y se frotó elrastrojo que le cubría la mandíbula. Sehabía afeitado la barba para laprimavera. Había permanecidoenjaulado en Windsor y Westminsterdurante los meses de frío y oscuridad,comiendo y bebiendo demasiado, yhabía engordado como un lirón. Se diounos golpecitos en la barriga al pensaren ello, mientras el mensajeroaguardaba.

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−Id a las cocinas y decidles que heordenado que os alimenten bien –dijo alhombre.

Mientras este le hacía una reverenciay se escabullía a toda prisa, Eduardomiró hacia la luz del sol, allende loscaballos, los hombres y el ruido. Tomóuna decisión, riéndose entre dientes. Enel país reinaba la paz. El invierno habíadado paso a la primavera, con todas laspromesas que ello conllevaba.

−Creo que iré a York –musitóEduardo para sí mismo con una sonrisa.

Imaginó los rostros de los tejedoresrebeldes cuando vieran ni más ni menosque al rey de Inglaterra en personacabalgando hacia ellos con sus hombres.

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Es posible que tuviera que colgar a loscabecillas o azotar a unos cuantos deellos. Así solía ocurrir. Pondría aprueba a su halcón frente al nuevo azorque los hermanos Woodville habíancriado desde que no era más que unpolluelo. Eduardo sabía que disfrutaríamostrando a los hermanos de su esposalo rápido que podía volar un halcónreal, una vez los tejedores se hubieranescabullido de nuevo a sus hogares.

−¡Anthony! –gritó.El caballero alzó la vista desde el

lugar en el que se hallaba en pie, aescasa distancia, tras haber visto almensajero llegar y partir. Los hombres

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Woodville siempre respondían conceleridad a la llamada de Eduardo.

−Sí, su alteza –respondió AnthonyWoodville, deteniéndose y haciéndoleuna reverencia.

Tenía la mano y el antebrazo derechosentablillados y vendados con tal fuerzaque sus dedos aparecían gruesos yenrojecidos.

−¿Cómo está vuestra mano? –preguntóEduardo.

−Aún rota, su alteza. Creo que securará bastante bien. Quizá entonces seme conceda la oportunidad de redimirmi honor.

−Si tal es vuestro deseo –respondióEduardo con una sonrisa. Puesto que él

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era quien le había roto la muñecapracticando para un torneo, aceptar supropuesta se antojaba de justicia−.Aunque lamento que no podáisacompañarnos hoy. Vuestro hermanopuede hacer volar vuestro halcón; a finde cuentas, no habrá diferencia. –Sonrióal ver que su cuñado ponía los ojos enblanco con una frustración fingida−.Creo que ampliaré el coto de caza unpoco más de lo que tenía previsto. –Eduardo miró a su alrededor, haciendoun recuento para sus adentros−.Necesitaré a todos estos excelenteshombres de aquí, y a otros cuarentacaballeros montados…, además de uncentenar de arqueros aproximadamente.

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−Apenas hay unos cuantos arquerosmaestros en estas barracas, milord –respondió sir Anthony−. Puedoencontrar a otra docena en las tierras deBaynard, en la escuela de arquería…−Se interrumpió al ver el gesto deimpaciencia de Eduardo−. Entendido, sualteza, los reuniré de inmediato.

Se alejó repiqueteando, mientrasEduardo invitaba al gerifalte a irvolando desde la percha hasta suantebrazo. Notó las garras del aveaferrarse a su brazo, incluso a través delas gruesas capas de piel.

Era un placer contemplar todosaquellos matorrales y aquella vegetacióna su alrededor. Eduardo dejaría atrás

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Windsor y la humedad y el frío delinvierno para cazar, perseguir y castigar,según considerara oportuno. Aquellasensación embriagadora se apoderótambién del halcón, que ahuecó las alasy emitió un chillido de caza.

En torno a mediodía, toda la poblaciónde Windsor sabía que el rey había salidoa caballo. Anthony Woodville habíadejado sin resuello a los sirvientes delrey, que habían peinado cielo y tierra enbusca de arqueros entre las poblacionesde los alrededores de Windsor yLondres. Habían cabalgado hasta dondese habían atrevido y habían regresadocon tres o cuatro hombres, que fueron

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sumándose a los arqueros del rey, hastareunir por fin a unos doscientos con losarcos y carcajes a punto y el rostroradiante por la idea de vivir unaaventura. Era un honor acompañar alrey, a quien se divisaba en el patio delestablo, bromeando alegremente con suscaballeros y escuderos. Eduardo cazaríacomo un rey de Inglaterra, con su halcónen el antebrazo. En el último minuto,había decidido ponerse una coraza máspesada y había cambiado su capón decaza por su gran caballo de guerra, que,con dieciséis años de edad, estaba en sumejor momento.

Tal como se había duplicado elnúmero de arqueros, su partida de caza

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había atraído a todo hombre queaspirara a medrar bajo la mirada delrey. Al menos un centenar de ellosdeambulaban por allí, refrenando suscabalgaduras, mientras un númeroparecido de perros se perseguían entresí y ladraban. Todo eran gritos y risas,un gran jolgorio, con Eduardo en plenomeollo, feliz de sacudirse de encima lastelarañas.

«¡Agarraos bien!», oyó gritarEduardo, quien, describiendo mediavuelta sobre su caballo, fue testigo decómo el padre de su esposa aparecíatrotando sobre una buena yegua,envuelto en abrigos y capas, con unalanza para verracos en alto. Eduardo rio

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entre dientes, divertido por la imagenque ofrecía el conde Rivers. Habíaacabado por encariñarse con el viejo,aunque lo recibió con una sacudida decabeza en ademán de advertencia.

−La edad no frenará a estos valientesmuchachos, milord Rivers. Una vez quesuenen los cuernos, la juventudprevalecerá.

−Su alteza, me contento con volver asalir a cabalgar. Después de un inviernocomo el que hemos tenido, me alegravolver a notar la caricia del sol en elrostro. Si no puedo permanecer con elgrupo principal, me rezagaré y dejaréque mis criados me atiendan. No temáispor mí, muchacho.

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Eduardo rio al escuchar que el padrede su esposa lo llamaba «muchacho», sibien era cierto que el hombre tenía yasesenta y cuatro años de edad y que unavida castigada por el vino y la cervezale había dejado el rostro y los ojosenrojecidos. Con todo, era buenacompañía cuando la bebida y lasanécdotas descabelladas empezaban afluir.

El hecho de que el conde mencionaraa los criados hizo a Eduardo fruncir elceño y proyectar la vista por encima delos hombres allí congregados, quetrajinaban a su alrededor. Su planoriginal de reforzar su partida de cazahabía aumentado tanto de tamaño que

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resultaba irreconocible. Entre siervos,caballeros y arqueros había a sualrededor en torno a cuatrocientoshombres. Vio a Anthony Woodvilleabsolutamente desolado por lo que iba aperderse. En medio de aquellabarahúnda ruidosa y alegre, Eduardocayó en la cuenta de que la comitivaseguiría incrementando si no partían sinmás dilación. Volvió a notar el poder deun rey: los hombres querían seguirlo.

Eduardo alzó el cuerno de caza quecolgaba de la cuerda que llevabaalrededor del cuello y tocó una larganota. Para cuando se detuvo, loshombres guardaban silencio, si bien los

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perros seguían aullando y ladrando deemoción.

−Me han informado de altercados enlos alrededores de la ciudad de York –explicó con voz estentórea para hacerseoír−. ¡Los tejedores, caballeros! Hanolvidado que me deben la vida. Lesrecordaremos cuál es su deber.¡Partamos! ¡Ahora! ¡Hacia el norte! ¡Ala caza!

Los aullidos de los sabuesosaumentaron de intensidad, hastaconvertirse en una suerte de lamentoconstante. Sonaron los cuernos ycentenares de hombres se pusieron enmarcha, al trote, entre risas, mientras sedespedían con la mano de sus seres

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queridos y de quienes dejaban atrás. Laprimavera había llegado.

Warwick atravesó a grandes zancadas elgran salón del castillo de Baynard, aorillas del Támesis, en Londres. Laúltima vez que había pasado frente aaquella chimenea había sido la noche enque Eduardo se había autoproclamadorey en el Salón de Westminster. Sacudióla cabeza al rememorar tales recuerdos,sin arrepentimiento. Había sido lamanera correcta de proceder entonces,sin ningún género de dudas. Eduardo nohabría podido triunfar en Towton sin supeculiar aura de realeza. Pese a suinnegable talento, Eduardo no podría

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haber atraído a suficientes hombres sinla corona, no en el tiempo en el que lohabía hecho. Esa había sido la granaportación de Warwick.

Y su recompensa por ello se habíamaterializado en una serie de asaltoscontra las propiedades de su familia ycontra su honor. Eduardo parecíadispuesto a utilizar la Corona paraactuar al margen de la ley, sin tener encuenta las consecuencias. Warwickapretó la mandíbula mientras caminaba.¡Que así sea! Habría soportado todas lasdecepciones si hubieran venido delpropio Eduardo, pero tenía claro que,por segunda vez en su vida, elresentimiento de una reina se hallaba

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tras el revés que sufría su suerte.Margarita de Anjou ya había sidobastante mala. ¡Era demasiado esperarde él que encajara algo así otra vez!

Jorge, el duque de Clarence, entró enel salón, enjugándose el rostro con unpaño humeante, pues lo habían llamadoe interrumpido cuando estaba a punto deafeitarse. Miró asombrado a RichardNeville, que se le aproximaba.

−¿Milord Warwick? ¿Qué sucede,para que vengáis a buscarme aquí? –Eljoven palideció al instante−. ¿Se trata deIsabel? Milord, ¿está enferma?

Warwick se detuvo e hizo unainclinación al joven, que lo excedía enrango.

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−Isabel está conmigo, Jorge. Nosaguarda fuera, llena de vida.

−No entiendo –respondió Clarencemientras se secaba el cuello con latoalla, que arrojó a un mayordomo paraque la atrapara al vuelo−. ¿Deseáis queacuda con vos a verla? Señor, me tenéisconfundido.

Warwick miró al criado y recordó queno estaban solos. Señaló hacia unapuerta que sabía que conducía a lasescaleras que ascendían a la techumbrede hierro del castillo, donde se habíaconstruido un observatorio. Allí reinaríala calma y estarían a salvo de los oídosde quienes pudieran informar al rey desus palabras.

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−Lo que tengo que deciros osconcierne solo a vos, milord Clarence.Acompañadme, por favor. No me andarécon rodeos.

El joven duque lo siguió deinmediato, sin rastro de sospecha en elrostro mientras ascendían los tramos deescaleras de hierro y abría de unempellón la escotilla que conducía alraso. Si alguien se atrevía a subir trasellos lo oirían, y Warwick respiró conmás facilidad de lo que había hechodesde hacía días, embriagándose delolor del río y de la ciudad mientras lasgaviotas descendían en picado ygraznaban sobre sus cabezas.

−¿Confiáis en mí, Jorge? –preguntó

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Warwick al joven cuando se situó juntoa él.

−Por supuesto, señor. Sé querespaldasteis mi petición ante el rey. Séque discutisteis por mi causa y os estoyagradecido, más de lo que imagináis. Loúnico que lamento es que al final nosirviera para nada. ¿Está bien Isabel,señor? No he osado escribirle estosúltimos meses. ¿Podría verla en elcarruaje cuando os marchéis?

−Eso será decisión vuestra, Jorge –respondió Warwick, con una enigmáticasonrisa dibujada en los labios−. Hevenido a llevaros hasta la costa, sideseáis acompañarme. Tengo un barcoesperándonos, una pequeña y magnífica

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coca que nos llevará hasta la fortalezade Calais. Una vez allí, poseodocumentos que nos permitirán atravesarlas puertas de Francia.

Clarence sacudió la cabeza.−¿Con Isabel, señor? No comprendo

qué queréis decir.Warwick respiró hondo. Habían

llegado al fondo de la cuestión, parte delo que había planeado durante los mesesde invierno.

−Vuestro hermano no puede anularvuestro matrimonio después deproducirse el enlace, Jorge. Sidesposáis a mi hija, Eduardo no podráhacer nada por impedirlo, no entonces.Sois su propio hermano y tengo el

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presentimiento de que entenderá que eslo mejor para vosotros.

Jorge de Clarence se lo quedómirando de hito en hito, con el viento, aaquella altura, agitándole el cabellosobre la frente y sus ojos como platos.

−¿Me permitiríais desposar a Isabel?¿En Francia?

−Milord Clarence, estará hecho antesdel atardecer de hoy mismo si ponéis enorden vuestros pensamientos a tiempo.Lo tengo todo dispuesto para vosotros.La cuestión radica en si deseáisverdaderamente este matrimonio y estáisdispuesto a arriesgaros a suscitar lacólera de vuestro hermano.

−¿Casarme con Isabel? ¡Mil veces si

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es preciso! –exclamó el joven,agarrando a su futuro suegro por elbrazo lo bastante fuerte como para hacerque Warwick pusiera gesto de dolor−.¡Desde luego, milord! Os lo agradezco.¡Gracias! Sí, iré a Francia y, sí,desposaré a vuestra hija y la protegeré yle entregaré mi honor como su escudo.

El joven contempló los barcos quenavegaban por el Támesis, con unamezcla de asombro y aturdimiento. Desúbito, su mirada se ensombreció yvolvió la vista.

−¿Qué será de vos, señor? Mihermano me perdonará, de eso no mecabe duda. Y, por descontado, perdonaráa mi esposa. ¿Acaso no se casó él

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mismo por amor? Eduardo enfurecerá yromperá jarrones, pero no me lo tendráen cuenta, creo yo. Sin embargo, contravos su ira será… −No concluyó la frase,consciente de que no quería disuadir aWarwick de continuar adelante con susplanes.

−Yo soy su conde de mayor grado ymiembro de su consejo –contestóWarwick con afabilidad−. Me nombrósu compañero después de Towton y mifamilia ha apoyado tanto a Eduardocomo a vuestro padre desde elprincipio. Puede enfurecer, Jorge, y sí,estoy convencido de que así será, peroél y yo somos amigos y las tormentasacaban amainando.

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Warwick hablaba con serenidad,aunque ya no confiaba en sus palabras.Fuera por el veneno que IsabelWoodville había inoculado en los oídosde Eduardo o por la sensación detraición y el temperamento infantil delpropio monarca, Warwick tenía una ideamuy nítida de la ruptura que seguiría.Había pasado muchas noches en velaanticipándola.

Jorge de Clarence había oído todocuanto quería oír: que la boda podíaseguir adelante y que con el paso deltiempo las aguas volverían a su cauce.Abrazó a Warwick, para sorpresa deeste, antes de descender por lasescaleras con tal celeridad que Warwick

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pensó que se caería y se rompería lacrisma.

Warwick no lograba seguirle el ritmoen su galope por los salones. Llegó a laspuertas exteriores del castillo deBaynard justo a tiempo para ver aClarence subir de un salto al lateral delcarruaje sin capota. El duque abrazó auna Isabel Neville sollozante,escandalizando a los cocheros, a los dosguardias que los acompañaban y a lostranseúntes que se pasaban por allí.Warwick se sorprendió sonrojándosepor el bochorno y carraspeósonoramente al acercarse, cosa que hizoque la pareja se separara sobresaltada,

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con expresión de pasión culpable escritaen el rostro.

Richard, el conde Warwick, subió alcarruaje, se sentó deliberadamente entreambos y mantuvo la vista al frente,impasible, mientras el duque y su hijaintentaban esquivarlo para mirarse a losojos.

−¡Adelante, cochero! –gritó Warwick,cubriéndose las rodillas con pieles deanimal.

El hombre azotó con el látigo al parde caballos negros, que partieron altrote a través de las fangosas calles.Warwick divisó a varias personasdeteniéndose para señalar con el dedo laextraña imagen que ofrecían, pero las

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noticias no viajaban tan velozmentecomo ellos. Para cuando todo el mundoentendiera lo que se traían entre manos,el matrimonio estaría consumado y elhermano del rey sería su yerno.

Atravesaron a toda prisa el puente deLondres, del cual se había descendido lacabeza empalada de Jack Cade hacía yaaños. Warwick se estremeció al ver allíla hilera de estacas de hierro y recordardías más tétricos y el destino de supropio padre. Un hombre podía llegardemasiado lejos. Dios sabía bien queera absurdo negarlo. Warwick apretó elpuño oculto en su regazo. Había sufridodemasiado sin reaccionar. Había tenidomás paciencia que un santo, pero se le

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había agotado. El molde estaba fundido,el plan había dado comienzo. Ni el reyEduardo ni Isabel Woodville podríandetenerlo, ya no. Alargó la mano y tocóel lateral de madera del carruaje parainvocar la buena suerte mientras seinternaban en la carretera antigua queconducía hacia la costa austral, a unoscien kilómetros de distancia. Durante eltrayecto, el sol seguía ascendiendosobre la capital.

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l tiempo había aguantado, sinlluvia y con un sol apacible, cosaque había permitido al séquito realdisfrutar de un cielo casi perfecto

para la caza. Y lo que era igual deimportante: el halcón del rey Eduardohabía hecho que el azor de losWoodville pareciera lento. Sir JohnWoodville hizo volar el ave de suhermano con bastante destreza, pero noera un hombre con olfato para la caza.

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El azor chillaba de rabia cuando nopodía perseguir a una presa, dandomuestras de una emoción tan clara comola que sentían los propios hombres. Porsu parte, al halcón del rey parecíacomplacerle demostrar su superioridad:dibujaba círculos cerrados y descendíaen picado justo ante la cara delcaballero Woodville, consiguiendo conello que el azor acabara dando tumbosen el aire revuelto de su estela.

Había presas para ambos, agitadaspor los perros entre la maleza, quehacían que las liebres escaparancorriendo o que los urogallos aletearancomo locos en el aire, mientras losescuderos gritaban y señalaban con el

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dedo en su dirección. Los arqueroscompetían entre sí para derribar aves enpleno vuelo. En un momento dado,incluso lo hicieron para pescar unatrucha en un río, con plata apostada porparte de quienes afirmaban que tal cosaera imposible. Entre todos, el grupoconseguía cazar lo suficiente paraalimentarse cada noche, mientras que loscriados se dedicaban a prepararasadores y hoyos para las hogueras.Quienes erraban el tiro pasaban hambredurante varios días ocasionalmente,hasta que sus amistades se compadecíande ellos. Ayudaba haber traído loscaballos cargados solo con frascos yánforas de vino. Por las noches, la

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bebida fluía y los hombres se dabanempellones y rivalizaban por entreteneral joven rey.

Eduardo estaba contento. Habríapreferido presas que supusieran unmayor desafío, pero no había rastro delobos ni ciervos tan cerca de lacarretera. Los animales estabandemasiado acostumbrados a los sonidosde los hombres y sabían cuándo echar acorrer y no detenerse. Recordó concariño sus cacerías en las profundidadesde los bosques y los terrenos indómitosde Gales, donde los animales no estabantan acostumbrados al olor humano.

No se habían apresurado en llegar alnorte para imponer la justicia regia

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sobre los tejedores sublevados. Eduardoy sus caballeros habían disfrutado de lahospitalidad y los festines que habíandispuesto para ellos en demasiadascasas solariegas y poblaciones conmercados ambulantes. Había habidodías en los que habían tenido una resacatan espantosa a causa de la bebida queapenas habían recorrido ochokilómetros. El conde Rivers habíapadecido un terrible ataque de flojeraintestinal durante dos días con sus dosnoches, tan lastimero que Eduardo pensóque tendrían que dejarlo atrás o, en sudefecto, conseguirle un nuevo caballo.

El joven rey rio al recordar lasexpresiones mortificadas del viejo. Su

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suegro cabalgaba un poco por detrás yalzó la mirada con sospecha, pues noencontraba la gracia a aquello que habíahecho llorar de la risa a algunoscaballeros.

Ante ellos se extendía la ciudad deYork y, al ver aquellas murallas y elhilillo del río Ouse, a Eduardo se lepasaron las ganas de sonreír. Habíademasiados recuerdos brutales ligados alas piedras de aquel lugar como parallamarlo hogar. Lo peor de todo era lamaldita puerta de Micklegate Bar, queabría al sur. Pensó en ordenar derribaraquellas torres y murallas, o enreconstruirlas, a fin de que no lo

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sobrecogieran cada vez que lascontemplaba.

Eduardo cabalgaba mirando al frentecuando vio una línea oscura perfilarseen el horizonte, alrededor de la ciudad.Entrecerró los ojos y se inclinó haciadelante, escudriñándola con la mirada.No había enviado exploradores ante sí y,por un instante, notó que se le encogía elestómago, antes de que su beligerancianatural se reafirmara. No temería a unossublevados.

−¡Sir John! –gritó, volviendo la vistaatrás−. Adelantaos en la montura einvestigad por mí. ¿Quiénes son esoshombres de allí?

El hermano pequeño de su esposa

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clavó espuelas y su caballo se encorvó yse lanzó al galope, en una eleganteexhibición perpetrada por un hombrecon un halcón demasiado lento. Eduardolo observó alejarse y, por primera vez,contempló a los hombres que loacompañaban como una fuerza armadaen lugar de como una inmensa partida decaza. Habiendo conocido, como era sucaso, las filas disciplinadas de Towton,lo que vio no lo complació. Loscaballeros y hombres de armas quehabían acompañado al rey al norteparecían un poco cansados por laexperiencia. Los arqueros, en cambio,mantenían el entusiasmo.

−Demos gracias a Dios por ello

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−murmuró.Con un silbido, llamó a un capitán

para que acudiera a su lado y letransmitió una retahíla de órdenes paraotorgar a aquel grupo dispar algoparecido a una estructura.

Sir John Woodville regresó a caballopoco después y observó con interés lasfilas aprestadas de caballeros, conarqueros en los flancos, que se habíanformado alrededor del rey, quienocupaba la posición central. Pese atodos sus defectos, Eduardo Plantagenethabría sido un magnífico capitán, de esonunca había habido duda.

Sir John empezó a desmontar y

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Eduardo alzó la mano, con una irritaciónvisible.

−Permaneced en la montura. ¿Quéhabéis podido ver?

Para entonces se apreciabaclaramente que la oscura línea alrededorde la ciudad estaba integrada porpersonas. No se parecían a losalborotadores que Eduardo había vistoen el pasado, ni a trabajadores, fuerantejedores o de otro oficio.

−Dos mil hombres, quizá tres mil, sualteza. Un centenar aproximadamente acaballo y ochocientos arqueros. Avanzanhacia aquí, ahora que nos han divisado.

−¿Estandartes? ¿Quién los comanda?−No he visto ninguno, aunque

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formaban como soldados. Podrían serrebeldes Lancaster.

−¿Cuáles? No queda ninguno.A Eduardo lo asaltó el terrible

pensamiento de que el conde Percy, aquien había restaurado en su señorío, sehubiera alzado contra él. La idea loasqueó, sobre todo porque sabía cómolo miraría Warwick cuando llegara a susoídos.

−Quienquiera que los comande,estamos en una desventaja numéricaclamorosa, milord –apuntó el condeRivers, que se había aproximado en sumontura hasta situarse al lado deEduardo.

El patriarca de los Woodville

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intercambió una mirada de preocupacióncon su benjamín, en quien detectótensión. Ambos veían al joven gigantetoqueteando la empuñadura de su espadacon la vista clavada en el horizonte. Sihabía un hombre en Inglaterra capaz detransformar una trampa en una victoria,ese era Eduardo, pero el conde Riverssabía que sus vidas, que la vida de suhijo, pendían de aquella decisión.

−Tengo entendido que vuestro padrese enfrentó a las fuerzas de losLancaster, su alteza –musitó el condeRivers−. Tenéis ejércitos que lucharíanpor vos.

−Tengo a doscientos arqueros aquíconmigo, en este preciso momento –

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replicó Eduardo−. Y he visto lo que losarqueros son capaces de hacer. Por loque sabemos, esos de ahí son falsosarqueros cuyo fin es atemorizarnos yhacernos huir. Hombres con hachas ytorzales, milord. Mis doscientoshombres podrían despedazarlos por suinsolencia y su argucia.

−Es cierto, su alteza. Pero tambiénpodría tratarse de una conspiración paraasesinaros y volver a colocar a unLancaster en el trono de Inglaterra. Vosvencisteis en Towton, milord, peroentonces os acompañaba un ejército. Oslo ruego.

Eduardo miró de reojo al padre de suesposa y de nuevo hacia atrás, a los

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hombres que había llevado al norte.Eran la mejor partida de caza que habíavisto nunca, pero no componían unejército. Parecían asustados al ver cómolas líneas se ensanchaban ante ellos.

−De acuerdo, Rivers. Aunque meparte el corazón, voy a anteponer elsentido común y la precaución a unaacción precipitada de devolver a esosmalnacidos golpe por golpe. ¡Hacia elsur, caballeros! ¡Conmigo! ¡A vuestromejor galope! ¡Ahora!

A Eduardo no se le escapaba queestaban a mucha distancia de las fuerzasque precisaba para responder a aquellaamenaza, ni tampoco que los cazadoresse habían convertido en la presa. Los

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cuernos sonaron a sus espaldas y el reysintió un escalofrío.

La primavera había llegado a Francia,donde los campos, de un verde intenso yvívido, se extendían hasta donde el ojoalcanzaba a ver. Los documentos deWarwick eran permisos antiguos paradesembarcar en los que se habíanborrado las fechas con arena y se habíanescrito otras nuevas con tinta. El capitándel puerto que había navegado en unbote de remos hasta ellos y,posteriormente, el capitán de lafortaleza, apenas habían comprobado lavitela y los sellos. Ambos recordaban aWarwick y Clarence de su visita previa

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y se mostraron visiblemente atribuladosen presencia de una bella joven, radiantede felicidad.

Warwick había llevado consigo solo asu cochero y dos guardias, pues habíaantepuesto la velocidad a una auténticaexhibición de fuerza. El reducido grupohabía tomado prestados caballos de undesconcertado capitán del rey, a quienhabían prometido devolverlos antes dela mañana siguiente. Los oficialesingleses sospechaban que ante ellos seestaba desarrollando alguna escenaromántica, pero se guardaron mucho deformular sus preguntas de viva voz.

El reducido grupo no cabalgó lejos deCalais, apenas unos cuantos kilómetros

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rumbo al sur por la carretera queconducía hasta la población de Ardres.Allí, Warwick saludó a un sacerdoterural con el cabello cano y le explicó loque precisaba en un francés fluido. Elsacerdote les sonrió, visiblementedeleitado por su mera presencia en suhumilde parroquia, si bien Warwicktambién le entregó una faltriquera llenade monedas de plata.

Por su parte, Jorge de Clarence nopodía más que permanecer en pie, conlos ojos como platos y agarrando aIsabel por la mano, sin dar crédito aún aque aquello que habían deseado durantetan largo tiempo estuviera sucediendoallí, en aquel momento. Los hombres de

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Warwick se habían alisado el cabello yse habían cepillado las chaquetas conagua del pozo. Iban a ejercer de testigosen el enlace y estaban pletóricos deorgullo.

Warwick alzó la mano al escucharunos caballos aproximarse. Su hija lomiró alarmada, pero él le guiñó el ojo.Nadie los había seguido desde la costa,estaba seguro de ello. Solo una personapodía haber acudido, a solicitud suya.

−Isabel, Jorge. Si hacéis el favor deaguardar un instante… −les dijo,volviendo la vista hacia ellos mientrasrecorría la larga nave en dirección a laspuertas de madera.

Se abrieron antes de que tuviera

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tiempo de llegar y por ellas entraron dosguardias con armadura y las espadas enalto. Tras ellos entró el rey Luis deFrancia, con la cabeza al descubierto yla indumentaria más sencilla queWarwick le había visto lucir nunca.

−Su majestad, me hacéis un inmensohonor –lo saludó Warwick.

Luis sonrió, mirando a su alrededor,al estupefacto cura y a los dos jóvenesamantes que esperaban a ser unidos enmatrimonio.

−¡Bueno! Parece que no llegodemasiado tarde. Un lugar difícil deencontrar, este pequeño Ardres.Adelante, adelante. Indiqué a lordWarwick que asistiría si podía. ¿Por qué

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no? Al fin y al cabo, ¿qué puede sermejor que una boda en Francia?

El rey aceptó la reverencia de loshombres de Warwick y del clérigo,quien se enjugó la frente y pareció haberolvidado el servicio que habíapreparado.

Mientras el sol se ponía en elexterior, el párroco leyó los votos enlatín y Warwick los tradujo al inglés y alfrancés para que Isabel y Jorge deClarence se los pronunciaranmutuamente. En la pequeña ypolvorienta iglesia reinaba el silencio,pero había lucido un día cálido y laprimavera era época de amor y vidarenovada. En el lugar se respiraban

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aires de felicidad, que inclusopercibieron el rey Luis y sus guardiaspersonales, quienes sonrieron ycontemplaron con ojos titilantes a lanovia y al novio cuando se dieron mediavuelta con las manos fuertementeenlazadas. Warwick prorrumpió envítores y todos los presentes se hicieroneco de ellos en aquella parroquia vacíadonde el reducido grupo se congregópara felicitar a los novios y besarlos enlas mejillas.

−Milord Clarence, tengo un regalo debodas para vos –anunció el rey Luis, conel pecho henchido−. La armadura que osprometí, obra del maestro Auguste deParís, quien asegura que nunca ha hecho

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una pieza más elegante. Está elaboradacon acuerdo a vuestras medidas, algoholgada en la zona de hombros y pechopara que nunca necesitéis otra, con lafortaleza que os pueda dar el paso deltiempo.

Jorge de Clarence se sentíaabrumado, por Isabel, por la ceremoniay por la presencia del monarca francésen aquel curioso decorado. Rio cuandoel sacerdote le entregó un retal de pañotosco para que se enjugara el sudor de lafrente y luego los siguió a todos alexterior.

Warwick si situó unos pasos pordetrás de la pareja de desposados, al

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lado del rey Luis, con quien intercambiósonrisas de hombres con más mundo.

−Vuestra hija es exquisita –observó elrey Luis−. Supongo que su madretambién será una criatura extraordinaria.

Warwick sonrió.−No hay otra explicación posible, su

majestad. Gracias por acudir. Pese a loinsignificante de la ceremonia, ellosrecordarán durante el resto de sus vidasque estuvisteis presente.

−Somos amigos, ¿no es cierto? –respondió el rey Luis−. Vos y yo nosentendemos, a mi parecer. La paz noimporta: el hombre siempre luchará yderramará sangre. Mis lores se rebelan eirritan bajo mis leyes. Incluso el honor

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conoce un final. Pero ¿el amor? Ah,Richard. Sin amor, ¿qué sentido tienenada?

−No podría haberlo expresado mejor,su majestad –respondió Warwick, conuna reverencia−. Me habéis hecho ungran honor con vuestra presencia hoyaquí. No lo olvidaré.

−¡Espero que no, milord! –exclamóLuis sonriendo.

Avanzó rápidamente hacia la puerta,agachándose para esquivar el bajodintel.

En la calle, Isabel permanecía en pieruborizada y resplandeciente. Jorge deClarence se emocionó al ver la espadaque había desenvainado, una hoja

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decorada con figuras finamentelabradas. El resto del regalo del reyLuis se encontraba en las alforjas queportaban dos mulas.

−Ya casi ha anochecido. ¿Regresaréisa caballo hasta vuestra fortaleza deCalais, milord? –quiso saber el rey Luis−. ¿Os escabulliréis como ratoncitos?

Los ojos del monarca francés habíancentelleado de alegría al ver a Isabel denuevo, con su larga melena morena hastala cintura sujetada con una pinza deplata.

Warwick lanzó una mirada rápida alsoberano, preguntándose, no por primeravez, en qué medida entendía lo queestaba sucediendo. No era algo que

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quisiera formular en voz alta, pero eraimportante que la joven parejaconsumara el matrimonio. Pernoctaríanen una posada cerca de la fortaleza deCalais, donde la pareja ocuparía unahabitación para ellos solos. Después deaquello, ningún hombre, ni siquiera unrey, podría anular el enlace.

−Aunque está solo a unas millas dedistancia, su majestad, ha sido un díamuy muy largo. Probablementepasaremos la noche cómodamente. ¡Ypensar que esta mañana estaba enLondres! La velocidad a la que semueve el mundo es extraordinaria.

−Entonces, os daré mi adieu, milord.¡Buen viaje y buena suerte! Volveremos

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a encontrarnos como amigos, no me cabela menor duda.

El rey Luis aguardó cortésmente a queel reducido grupo montara y sepreparara para partir, y permaneció enel patio de la iglesia hasta que sehubieron desvanecido en la noche, asalvo en el camino de regreso. Aún nosabía si prosperarían o fracasarían, perohabía aposentado piedras buenas,sólidas, invisibles, mas presentes. El reysuspiró para sus adentros. Aquellamuchacha tan bella estaba tanenamorada que solo tenía ojos para eljoven duque que se alzaba a su lado.

−¡Ah, la juventud! –exclamó para sí

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mismo−. ¡Qué sencilla es entonces lavida!

−¿Su majestad? –preguntó con cautelauno de sus hombres, acostumbrado a losmurmullos del rey.

−Nada, Alain. Conducidme adondepueda cobijarme. Llevadme a un lugarcálido y con buen vino tinto.

Eduardo continuó avanzando, pese a quela luna era apenas una lágrima y costabaver las piedras en el camino. Escuchabaal ejército marchando tras él, acortandodistancias a cada kilómetro y en cadapaso tintineante. Seguían sin distinguirseestandartes, pero tampoco habría habidorastro de ellos de haber habido luz

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suficiente para divisarlos. Eduardohacía muecas, optando por guardarsilencio a especular. Poco importabaquiénes fueran; lo único que importabaera que se habían atrevido a atacar a sucomitiva real y que eran tantos quecorría un riesgo certero de ser apresado.Sus caballeros eran incapaces decabalgar ciento cincuenta kilómetros sindetenerse. Era imposible, tanto para loshombres como para los caballos. Habíancabalgado ya todo un día cuando habíanavistado por primera vez la ciudad deYork, entre cuyas paredes Eduardo teníaintención de descansar. En su lugar, sehabía visto obligado a dar media vueltay escapar. Los caballos resoplaban y los

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hombres estaban exhaustos. Tras ellosacudían filas frescas, a pie y a caballo,que avanzaban tan rápidamente comopodían para cerrar la brecha,extendiéndose un kilómetro y medio porla carretera, en un número muy superioral que podía dar crédito. ¡Aquellos noeran tejedores! Aquello era unainsurrección armada contra su autoridadreal, sus enemigos en campo abierto.

Mientras las estrellas giraban sobresus cabezas, los hombres de Eduardo loinstaron a seguir cabalgando solo. Si sumontura hubiera estado fresca, tal vez lohabría hecho, pero el animal cabeceaba.Sus esperanzas se avinagraron. Elejército que avanzaba tras él no estaba

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contento de perseguirlo cual rebañohacia el sur. Cabalgaban tan rápidocomo podían, acercándose cada vez mása ellos. Eduardo y sus hombres veían lasoscuras líneas caminando fatigosamentey empañando el horizonte natural. Habíamiles de hombres en su estela.

La carretera de Londres se desviabahacia el sudoeste durante un tramo ycondujo a Eduardo y a sus hombres juntoa los ondulantes valles donde el reyhabía luchado la batalla de Towton.Quienes la recordaban se santiguaron yrezaron una oración por los difuntos.Nunca nadie hacía noche allí, no contantos fantasmas y tanta sangreempapada por el barro.

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La idea de ser apresado en tal lugarespoleó a Eduardo a continuar. Pidió asus hombres que fueran fuertes yaguardaran al amanecer, sin dejar depensar con furia adónde podía huir y aquién podía recurrir a tiempo para quelo ayudara.

Para cuando el sol proyectó losprimeros rayos de luz, Eduardo habíaaceptado con desánimo la situación. Nocontaba ni con un cuarto de los hombresque lo acechaban, y sus hombres ycaballos estaban agotados, sin energíaalguna. Los arqueros, pálidos,avanzaban a trompicones bajo la luz delalba y se detuvieron de inmediato al vera Eduardo refrenar.

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Eduardo encaró su caballo de guerrahacia quienes avanzaban por lacarretera. Con órdenes claras, suscaballeros desplegaron a los arquerosformando una amplia línea por si sedesencadenaba una batalla. Doscientosarqueros podían infligir un dañoterrible, aunque quienes iban a caballono sobrevivirían a un intercambio deflechas. Al principio, la luz erademasiado tenue para ver allende lashileras de arqueros que se desplegabanen el bando opuesto, en una réplica desu propio movimiento. Eduardo sacudióla cabeza con irritación. Era el rey deInglaterra y, más allá de la cólera quesentía en su interior, su principal

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emoción era la curiosidad. No habíademasiados enemigos que tuvieran elarrojo de tenderle una trampa comoaquella. También sintió una punzada demiedo que le hizo acordarse del destinode su padre. Se desembarazó de él concierto esfuerzo, decidido a mostrar solodesprecio. Un reducido grupo dehombres con armadura se aproximó ensus monturas, con un heraldo en primertérmino para invocar la paz. Eduardo sevolvió hacia sus hombres y palmeóvarias veces el aire con su guantelete demalla.

−No desenvainéis las espadas −lesordenó−. No podéis defenderos frente a

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esta hueste y no permitiré quedesperdiciéis vuestras vidas.

Se vivió una sensación palpable dealivio en su bando, en las líneas debatalla. Sus cuatrocientos hombres seenfrentaban a muchos más entre bostezosde sueño y la debilidad del hambre. Nohabrían salido bien parados si el jovenrey les hubiera ordenado luchar hastaperder la vida.

−Entregaos a mi custodia, Eduardo.Seréis tratado con justicia, por mi honor.

La voz procedía del centro de loshombres con armadura y Eduardoobservó a quien le hablaba de cerca. Sele abrieron los ojos ligeramente bajo latenue luz cuando atinó a distinguir los

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rasgos de George Neville, el arzobispode York. Vestido con armadura, en lugarde con sotana, el Neville era tancorpulento como cualquier guerrero.

−¿Es esto acaso un acto de felonía?−preguntó Eduardo, esforzándose aúnpor entender lo que sucedía.

Junto al arzobispo vio a John Neville,o el marqués de Montagu, a quien élmismo había concedido tal título. Laconfusión de Eduardo se disipó y asintiópara sí mismo con la cabeza. Viendo alrey resignado a su destino, el arzobisporio entre dientes y se acercó a él en sucaballo. Para asombro de Eduardo, elhombre lo apuntó con una espada, sintemblarle el pulso.

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−Rendíos, su alteza. Pronunciadvuestra rendición u os entregaré a mihermano y él os arrebatará la cabeza, talcomo vos le arrebatasteis su título.

Eduardo lo miró fijamente durante unaeternidad, con expresión viperina.

−De modo que los Neville se hanalzado en mi contra −murmuró.

Pese a la anchura de espaldas delarzobispo, no era un auténtico guerrero.Eduardo sintió ganas de apartar aquellaespada de un golpe y caer sobre él contoda su furia. Pero sabía que, de hacerlo,sería el final de sus días. Apretó el puñoy luego desenvainó su espada y laentregó, sin apartar la mirada de ellamientras la ponían fuera de su alcance.

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Se sentía más débil sin el arma,mermado.

−¿Warwick también? −inquirióEduardo de repente−. ¡Ah! ¿Todo esto espor el matrimonio de su hija?

−Nos habéis dado motivos, su alteza−respondió el arzobispo−. Os lopreguntaré por última vez.

−Sí, de acuerdo. Me rindo −espetóEduardo. Vio la tensión desvanecerse enalgunos de los hombres que tenía frentea él y añadió con desdén−: ¡Qué gestode valentía ocultar vuestros estandartes!¿O tal vez se debe a que sabéis que yo,entre todos los hombres, no perdono amis enemigos? Entiendo vuestro temor,

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muchachos. De estar yo en vuestra piel,también tendría miedo, un miedo cruel.

Observó con menosprecio cómo sedesplegaban a su alrededor arqueros,con las flechas tensadas en las cuerdas,listos para disparar a la menorprovocación.

−Su alteza −dijo el arzobispo−, debomaniataros. No quiero que sintáis latentación de salir huyendo. Prefiero notener que veros herido.

Eduardo resolló con fuerza mientrasun caballero desconocido se le acercabapara atarle las muñecas con cordel ysintió una leve satisfacción al ver laexpresión de encogimiento en el rostrodel hombre cuando sus ojos se toparon.

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La mirada de Eduardo reflejaba unapromesa de castigo divino que noresultaba agradable de contemplar.

−Ya está, su alteza. Os aguarda unalarga cabalgada hasta el lugar que oshemos preparado. No temáis porvuestros hombres. Ya no son vuestrapreocupación y mi hermano John seencargará de cribarlos.

Los ojos de Eduardo se encontraroncon los de su suegro. El anciano lo miróencogiéndose de hombros, consciente deque no había nada que hacer. Eduardotensó la mandíbula y permitió queasieran las riendas de su caballo. Lacarretera conducía hacia el sur. Unossesenta soldados cabalgaron con él. Vio

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que sus hombres prácticamente habíansido engullidos, rodeados. Se obligó avolver la mirada y pensar en su propiodestino.

−¿Está vuestro hermano Warwick alcorriente de esto? ¿Forma él parte deesta conspiración para traicionarme?−preguntó Eduardo de nuevo.

−Él es el cabecilla de la familia, sualteza. Si nos hacéis daño a uno denosotros, también se lo hacéis a él.Quizá acudirá a veros al castillo deWarwick. ¿No os resulta curioso pensarque mi hermano tiene a dos reyes deInglaterra en su custodia: a Enrique en laTorre y ahora a vos? −El arzobispo

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chasqueó la lengua impresionado antetal idea.

Eduardo sacudió la cabeza.−Sois un insensato por decirme algo

así. ¡A mí! No lo olvidaré, comotampoco olvidaré nada de lo ocurrido. Ysolo hay un rey.

Warwick sonrió mientras se llenaba lospulmones con el suave aire matinal. Enlos muelles de Dover, la primera pescadel día se ponía ya a la venta para losmercaderes, que después cobraríanprecios más elevados tierra adentro. Alconde siempre le habían gustado losbarcos y la mar; disfrutaba más del azotede la espuma y de las olas de cresta

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blanca que de una mañana perfecta deprimavera. Sin embargo, su carruaje y sucochero avanzaban con dificultad porlos muelles de madera en dirección a él,y su hija y el esposo de esta caminabanagarrados del brazo, susurrándose aloído. Warwick tuvo que silbar paracaptar su atención y hacerlos regresar asu lado mientras subía al carruaje. Traspensárselo dos veces, tomó asiento enun extremo, de manera que la pareja derecién casados pudieran sentarse juntos.

Su hija Isabel se sonrojaba yencontraba siempre un modo de rozar aJorge de Clarence con una mano o unarodilla. Alzó la vista hacia su esposocon adoración y Warwick infirió que el

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joven obviamente había sido cuidadosocon ella la noche anterior. Mientras elcarruaje sin capote echaba a andar conun azote a los caballos, Warwick detectóque su yerno estaba pensativo.

−¿Os encontráis bien, Jorge?−preguntó Warwick.

−Nunca he estado mejor, señor,aunque confieso que no puedo evitarpensar en la reacción de mi hermanocuando conozca la noticia. Lo único quedeseo es que acepte lo inevitable y queno volvamos a hablar de ello. Tal ycomo vos dijisteis, señor, Isabel y yoestamos ahora casados. Y eso no puedecambiarlo nadie. ¿Creéis que Eduardolo aceptará?

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Warwick volvió la cabeza y clavó lavista en la polvorienta carretera, que seperdía en la distancia.

−Estoy seguro de que lo hará−respondió−. Debemos aceptar lo queno podemos cambiar. No me preocupa,Jorge. No me preocupa en absoluto.

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hora marchaos a casa −dijo JohnNeville−. Mis hombresdispensarán justicia aquí.

Lanzó una mirada asesina a loszarrapastrosos restos de la partida decaza real, retándolos a que se negaran.Una vez que se habían llevado al reyEduardo de allí, los hombres de armasde los Neville se habían adentrado entreel grupo y habían empleado los mangosde sus hachas para imponer la voluntad

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de sus señores. Habían confiscadoarcos, espadas y cualquier pieza valiosade metal. También se habían incautadode unas cuantas fruslerías y monederosabultados, una acción acometida amamporros. Una vez que se vieronrodeados, no tenía sentido resistirse: loscaballeros del rey soportaron el toscotrato con una indiferencia estoica. Losarqueros apenas tenían nada de valor,más allá de sus arcos, que se dedicarona arrojar a una pila, como si nosignificaran nada. Fue un gesto elegante,traicionado solo por cómo sus ojosmiraban los arcos cuando losdescordaban y envolvían. Los másvalientes de entre la comitiva real

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profirieron gritos de protesta cuandoapartaron a los Woodville. Al condeRivers y a su hijo los obligaron adesmontar y los maniataron, y luegofueron separados del resto de loscaballeros y acompañantes de Eduardo.Ante los gritos y quejas continuados deestos últimos, John Neville se crispó.Con un gesto inequívoco, envió a sushombres con garrotes a que losacallaran. Pese a su brevedad, larefriega dejó dos muertos y cuatrohombres inconscientes y ensangrentados.

El resto de los cazadores fueronpuestos de regreso en la carretera aempujones y puntapiés, mientrasarrastraban a sus muertos y heridos con

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ellos. John Neville los observó alejarsecon mirada asesina; pocos osaron volverla vista atrás. Cuando los últimosintegrantes de la partida de caza sedesvanecieron entre los árboles y loscampos, John Neville ordenó que seinstalara un campamento, a escasadistancia de la carretera. Envió aalgunos de los caballeros que quedabana la población más cercana con el fin desolicitar si podían utilizar su tribunal ysu patíbulo.

−No tenéis autoridad para ello −gritóel conde Rivers. Para entonces, el viejode pelo cano hablaba completamente enserio, consciente de que había caído enlas garras del enemigo−. Nos hemos

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rendido, señor, con la expectativa derecibir un trato justo. Que no se pierdanmás vidas. Solicitad el rescate quedeseéis, según lo acostumbrado. Nohabléis de tribunales y patíbulos paraamenazarme. Sois un hombre de honor,¿no es cierto?

−Soy muchas cosas, milord –respondió John Neville con una sonrisatorcida−. Y he sido muchas más de lasque soy ahora. Me apodaban el perro deEduardo cuando mataba lores sincontemplaciones a su servicio. Somersetfue uno de ellos, un duque a quiencoloqué sobre un tocón y cuya cabezacorté. –Asintió con satisfacción,pasándose la lengua por un diente roto

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mientras el conde Rivers palidecía−. Ytambién fui el conde de Northumberlanddurante un tiempo. Pero a vuestra hija nole gustaba, ¿verdad? Pidió a su esposoque me arrebatara mis tierras y mi hogar.

−Y a cambio habéis roto vuestrojuramento de lealtad, una traición por laque arderéis en las llamas hasta laeternidad.

John Neville soltó una carcajada anteaquella amenaza, un ruido sombrío quesonó casi como un sollozo.

−Deberíais haberle dicho eso a mihermano, milord. Es a él a quien leatormenta la mente. Pero ¿a mí? Yo meconfesaré y quedaré limpio como unbebé. Sin embargo, antes clamaré

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venganza sobre vos. Y mis hombresserán testigos de ello.

El joven Woodville se acercóentonces, caminando con libertad, pese atener los brazos atados a la espalda.

−No habrá vuelta atrás para vosotros,señor, no si matáis a la familia de lapropia reina. ¿Lo entendéis? No habráredención ni paz, nunca más. Si nosliberáis ahora, podemos transmitirvuestros requerimientos a mi hermana.¿Es Northumberland lo que deseáis?Puede volver a ser vuestro, condocumentos y sellos tales que nuncapueda seros arrebatado de nuevo.

−¡Por Dios santo, muchacho, ¿acasosois abogado?! –respondió John Neville

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con los ojos centelleantes−. No sabíaque pudierais hacerme una oferta tantentadora. Confiaría en vuestra palabra,por supuesto, ¡si no fuera porque ya melo han arrebatado una vez! –Con ungruñido, propinó una patada en laspiernas al joven caballero y lo observócaer de bruces−. Ahora soy el«marqués» Montagu, aunque temo quesolo me quedan los despojos, es todo loque tengo. –Alzó la vista a los rostrosdesconcertados que lo rodeaban−.Traedme un hacha… y a unos cuantoshombres más como testigos. –Mientrasel terror se apoderaba de padre e hijo,John Neville clamó al cielo−. ¿Quémejor tribunal que los verdes pastos de

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Dios sobre suelo inglés? ¿Hay acasomás justicia en el roble? ¿En losbarrotes de hierro? No, muchachos.Quienes estamos aquí somos hombreshonrados. No necesito a más juez queDios por encima de mí y a mi propiaconciencia, y declaro inaugurada lasesión en este tribunal.

Sus hombres se congregaron a sualrededor y John Neville obligó alconde Rivers a arrodillarse junto a suhijo, presionándolo con fuerza sobre latierra húmeda.

−Vosotros dos, Woodville, de bajolinaje, sois acusados de ser malosconsejeros del rey de Inglaterra y deconstruir vuestros nidos entre delicados

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terciopelos y pieles de animal mientrasmenospreciabais a una familia de másalta alcurnia y sangre más noble.

A su alrededor, los hombres cerraronmás el cerco, mientras observaban laescena de pie, en silencio. John Nevillese agachó hacia el conde Rivers.

−Sois cómplice de robar los títulos deun buen hombre y medrar para ocupar sulugar. ¡Tesorero! ¡Conde!

Hizo que aquellos títulos sonaran aacusaciones vertidas con desprecio. Deun empujón, John Neville tumbó al viejosobre su espalda. El hijo gritó de terrorcuando su atormentador se situó ante él.El joven miró a su alrededor, a losrostros endurecidos que lo rodeaban por

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todos los flancos, albergando aún laesperanza de que todo aquello fuera undeporte cruel.

−Y vos, vos desposasteis a unaduquesa anciana solo para arrebatarle eltítulo. En mis tiempos, un caballero eraun hombre de honor. Debería darosvergüenza, hijo.

También a él lo tumbó bocabajo de unempujón.

John Neville hizo un gesto y uno desus hombres avanzó a grandes pasos sindemora, con un podón al hombro. Conesfuerzo, los Woodville volvieron acolocarse de rodillas, sin atreverse aponerse en pie. Padre e hijo miraron la

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pesada cuchilla con expresión de terrory desdén a partes iguales.

−Os declaro culpables a ambos dedeshonrar vuestros títulos y de prácticastaimadas –sentenció John Neville−. Oscondeno a muerte. Supongo que no esadecuado que sea el juez quien osejecute, de manera que me limitaré a sertestigo de vuestra ejecución.Comunicaré vuestra muerte a vuestrasfamilias, no temáis. Tengo buena manopara redactar cartas a los familiares.

John Neville asintió con la cabeza ala multitud.

−Uno de vos, corred tras el otromuchacho al pueblo. No necesitaremosel tribunal, ya no. Y traed pan recién

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horneado y un jamón. Se me ha abiertoel apetito. –Hizo un gesto hacia elhombre fornido que había dado un pasoal frente−. Haced vuestro trabajo, hijo.Que se haga justicia. En cuanto avosotros dos, que Dios tengamisericordia de vuestras tenebrosasalmas Woodville.

Si bien el castillo de Warwick le daba elnombre que utilizaba con másfrecuencia, no era uno de los hogarespredilectos de Richard Neville.Edificado en plena orilla del río Avon,era un lugar frío y húmedo por lasmañanas y una estructura colosal que seextendía alrededor de un patio interior

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demasiado inabarcable para la escalahumana. A diferencia de algunas de susotras fincas, el inmenso castillo era atodas luces una fortaleza, más construidapara la guerra que para aportarcomodidad.

El rey Eduardo estaba confinado enuna estancia en lo alto de la torre oeste,custodiado por dos hombres en la puertay otro par a los pies de la escalera. Noexistía riesgo de que huyera, por másque su enorme corpulencia y su fortalezalo convertían en una amenaza paracualquier hombre a su alcance. El reyhabía dado su palabra de que noescaparía, pero no la cumpliría si suscaptores no intentaban negociar con él o

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si exigían el pago de un rescate. Almenos, con respecto a este últimoaspecto, Warwick sabía que el rey nocreería ni una palabra. Warwick no teníanecesidad alguna de solicitar un rescatepor el rey.

Dos guardas se alzaban a escasadistancia tras la espalda de Eduardo,concediéndole un gran honor por elmodo como vigilaban que noarremetiera contra Warwick. Era difícilrelajarse bajo aquellas miradasimperturbables, pero Eduardo parecíahacerlo, recostado en su butaca, con lospies cruzados a la altura de los tobillos.Warwick buscó algún indicio de

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incomodidad en su cautiverio, pero nohalló ninguno.

−¿No tenéis quejas, entonces?−preguntó−. ¿Os han tratado mishombres con cortesía?

−Más allá de retener al rey deInglaterra prisionero, sí −respondióEduardo con un encogimiento dehombros−. Vuestro orondo hermano, elarzobispo, alardeó de que teníais a dosreyes en celdas. Le aclaré que solohabía un rey. Imagino que ya estáisdescubriendo que existe ciertadiferencia entre hacer reo a Enrique deLancaster y apresarme a mí.

Eduardo lo observaba condetenimiento y Warwick puso expresión

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de indiferencia, si bien tuvo queesforzarse mucho por no revelar sufrustración. Le irritaba ver a Eduardorecostado una vez más y sonreír como sihubiera detectado algo de lo que tomarnota.

−Los días transcurren lentamenteaquí, con solo una Biblia como lectura.¿Cuánto ha pasado ya? ¿Dos meses? ¿Unpoco más? Me he perdido una bellaprimavera, pues no puedo abandonaresta torre. Es difícil perdonar a unhombre por eso, Warwick, por hacer queme pierda una primavera como esta.¿Cuánto más transcurrirá antes de queme liberéis, según vuestros cálculos?

−¿Qué os hace pensar que os

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liberaré? −preguntó Warwick−. Vuestrohermano Jorge es mi yerno. Podríacolocarlo a él en el trono en vuestrolugar, si quisiera, y continuar a partir deahí.

Para su irritación, Eduardo rio entredientes y sacudió la cabeza.

−¿Creéis que Jorge confiaría en vos silo hicierais? Lo conozco mejor que vos,Richard. Es un insensato, desde luego, ypartidario vuestro hasta la médula, quéduda cabe, pero no será rey mientras yoviva… y, si muero, no os lo perdonará.Creo que lo sabéis tan bien como yo,motivo por el cual debo soportar largosdías aquí confinado mientras vos

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intentáis solventar el terrible error quehabéis cometido.

−No he cometido ningún error−contestó Warwick, malhumorado.

−¿No? Si me matáis, no volveréis adormir tranquilo por temor a mishermanos. Antes o después, alguno desus partidarios ofrecerá a uno de ellosvuestra cabeza. A estas alturas, el paísal completo sabe que habéis hecho rehénal rey de Inglaterra. Rumores, Richard,extendidos a lo ancho y largo del país.¿Creíais acaso que sucedería como conEnrique? ¡Apuesto a que sí! ¿Unpusilánime débil y endeble a quien nadiehabía visto desde hacía muchos años? Alos lores y a los comunes no les importó

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que Enrique fuera capturado. Fue suesposa quien los espoleó a luchar en sudefensa. De lo contrario, se habríancontentado con patear unas cuantaspiedras, mirar hacia otro lado yquedarse de brazos cruzados.

La mirada de Eduardo se endureciótanto que Warwick pudo notar lairritación arreciando bajo la superficie.El cabello le había crecido tanto queparecía una densa melena de león.Ciertamente, había algo leonino en él, ensu forma de sentarse, insolente y fuerte.

−Yo no soy Enrique −dijo Eduardo−.Supongo que habréis descubierto queretenerme a mí es algo más complicadode lo que esperabais. ¡Puedo verlo en

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vuestro rostro! ¿Cuántos condados sehan sublevado ya, exigiendo vuestracabeza? ¿Cuántos sheriffs han sidoasesinados? ¿Cuántos jueces, alguacilesu hombres de ley? ¿Cuántos miembrosdel Parlamento han sido perseguidos porlas calles por turbas enfurecidas? ¡Soyel rey de Inglaterra, Richard! Ahoratengo lazos de sangre y aliados en lamitad de las familias nobles deInglaterra… y huelo humo en el aire.

Warwick no podía más que mirarlo dehito en hito, mientras el joven resollaba,con la mirada imperturbable, respirandohondo.

−Ahí lo tenéis, Richard −continuó−.Inglaterra arde en llamas. De manera

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que… ¿cuánto tardaréis en liberarme?Decidme.

A Warwick le irritaba que Eduardo seequivocara solo en la magnitud de susfiguraciones. El joven rey no las habíaexagerado lo suficiente, esa era laespantosa verdad. La reacción a lacaptura del rey por parte de Warwickhabía desencadenado disturbios ydescontento en todo el país. Una turbahabía perseguido a su hermano, elarzobispo, quien había tenido queatrincherarse en el interior de unaabadía, pues, de otro modo, habríanacabado con él. Una docena de casassolariegas de los Neville habíanquedado reducidas a cenizas y

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poblaciones enteras se habíanamotinado, habían colgado a susfuncionarios jurídicos y lo habíansaqueado todo, pero siempre las fincasde los Neville en primer lugar.

La mano que los guiaba se apreciabaen la precisión de los ataques, peroWarwick creía que habían superadoincluso las mejores expectativas deIsabel, como un incendio queda fuera decontrol y salta de un bosque a otro. Enlos años transcurridos desde sumatrimonio, era evidente que Isabelhabía seducido o adulado a todos loshombres influyentes al servicio del reyEduardo. Su llamamiento había halladoeco en miles de gargantas y se duplicaba

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cada día que transcurría, propagándosede señorío en señorío, de población enpoblación, desde los puertos del surhasta Gales y la frontera con Escocia. Ylo peor de todo era que la captura de suesposo por parte de Warwick encajaba ala perfección con lo que la reina sehabía dedicado a murmurar en elpasado. Los Neville eran traidoresdeclarados, tal como Isabel Woodvillehabía proclamado. Nadie podía negarloahora que habían capturado a Eduardoen la propia carretera real y lo habíanapresado.

Margarita de Anjou no había contadoen ningún momento ni con una décimaparte del apoyo que Isabel había

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recabado en apenas unos meses, pensóWarwick. Dicho esto, tampoco habíasido nunca la esposa de Eduardo. Todolo que había vaticinado el rey eracierto… y mucho más. Enrique nuncahabía ganado una batalla, mientras quela mitad de los hombres de armas delpaís habían visto a Eduardo combatir enTowton, dirigiendo a sus tropas desde elfrente. Quienes habían luchado aquel díaen defensa de York continuaban convida. Recordaban la salvaje cabalgadade Eduardo para aplastar el ataque porel flanco. Habían visto al rey acudir ensu ayuda a lomos de su montura y, acambio, estaban dando la cara por él,dando caza y quemando a lores Neville.

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Enrique de Lancaster se habíaocultado en prioratos y abadías,mientras que Eduardo salía de caza yrecorría los tribunales y los pueblos,disfrutando como el joven que era ycomprando dadivosos obsequios para sufamilia. El pobre Enrique nunca habíatenido el buen juicio de encandilar ahombres que habrían estado más quedispuestos a seguirlo. No todo sereducía a la enorme corpulencia deEduardo ni a su habilidad con la cetreríay la caza. Era un rey tosco, pero, aun así,se asemejaba mucho más a la idea de unsoberano de lo que había hecho nuncaEnrique.

Warwick contempló la expresión de

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autosatisfacción del joven y quisoaguijonear su seguridad. Sacudió lacabeza y sonrió, como si estuvierareprobando a un niño, consciente de queello enfurecería a Eduardo.

−Podría sacar a Enrique de la Torre.Su esposa y su hijo están a salvo, enFrancia. Toda una estirpe; mejor dicho:la verdadera estirpe, el auténtico reyrestaurado. He escuchado decir queEduardo de Westminster es un jovenestupendo, hecho y derecho ya.

Eduardo se inclinó hacia delante alescuchar tales palabras, con todo rastrode sorna desvanecido.

−Vos… no, no haríais tal cosa.−Volvió a hablar, antes de que Warwick

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tuviera tiempo de responder−. Oh, estoyseguro de que colocaríais a Enrique enmi trono, si pudierais hacerlo. Peroatended a mi razonamiento, Richard. Hetenido mucho tiempo para reflexionaraquí. Habéis tenido la oportunidad dematar a ese pálido santurrón. Y no lohabéis hecho. No me quejo, Richard. Yotambién vivo, ¡y estoy agradecido porello! Sin embargo, la verdad es que vosno sois un asesino sin escrúpulos. Ytendríais que serlo para volver a colocaruna corona en la cabeza de Enrique. ¿Loentendéis? Sospecho que sí o, de locontrario, ya habríais actuado. Tendríaisque vadear entre sangre para hacerlo,acabar con todos los Woodville,

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incluidas mis propias hijas. Pero noharéis tal cosa. No el hombre al que heconocido y respetado desde que era unniño. No está en vuestra forma de ser.

Warwick lo miró con detenimiento eltiempo suficiente para detectar el rastrode preocupación tras las bravuconeríasdel joven. Lo entendía, pues él tambiéntenía dos hijas. Los niños eran rehenesde la fortuna, vulnerables a losenemigos. Por el mero hecho de existir,podían debilitar a un hombre fuerte,quien, de lo contrario, habría desdeñadosu propia muerte.

−No, es cierto −respondió. Eduardogruñó con un alivio mal disimulado yvolvió a recostarse mientras Warwick

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proseguía−. Es cierto que no bañaríamis manos en tanta sangre. Sin embargo,tengo un hermano que sí lo haría: JohnNeville. ¿A cuántos ejecutó él por ordenvuestra, en los años posteriores aTowton?

Eduardo agachó la cabeza, mientrasse frotaba con una mano la barba. Eraconsciente de la verdad que encerrabanaquellas palabras e intentó no mostrarmiedo. Warwick asintió con la cabeza ensu dirección, casi con pesar.

−El conde Rivers yace frío bajotierra. Su hijo John está muerto. Por laira de mi hermano, Eduardo. ¿Creísteisque podíais arrebatarle el título sinconsecuencias? Incluso un perro leal

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muerde si le apartáis un huesodemasiadas veces. −Warwick sacudió lacabeza apenado−. ¿Creísteis acaso queyo podía contener todos los cuchillos?Si debo escoger entre un camino u otro,¡no dejaré a mis enemigos vivos! ¡No, siyo fuera vos, rezaría porque losmalditos disturbios estén bajo controlantes de que tenga que adoptar unadecisión acerca de vuestro destino!

Warwick se puso en pie, enojadoconsigo mismo por haber permitido quese le escapara aquella información anteel rey, quien permanecía sentadoboquiabierto. Hasta entonces todohabían sido conjeturas y suposiciones,

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pero ahora Eduardo sabía que realmenteexistía descontento por su captura.

−¡Liberadme, Richard! −gritó,alzando los puños cerrados.

−¡No puedo! −espetó Warwick, y sedispuso a abandonar la estancia.

Eduardo se puso en pie de súbito,pero encontró el camino bloqueado porlos dos soldados, que lo fulminaron conla mirada y lo frenaron poniéndole lasmanos en el pecho. Por un instante,Eduardo se planteó quitárselos deencima de un golpe, pero llevabanporras de hierro para dejarloinconsciente si lo intentaba… y habíamás guardias a los pies de la torre.

−¡Soy el rey! −bramó Eduardo, a tal

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volumen que ambos custodios seestremecieron−. ¡Liberadme!

Warwick lo dejó rugiendo mientrasemergía a la luz del sol y montaba en sucaballo para regresar a Londres, con elrostro sombrío como el invierno.

El núcleo de la torre de Londres era suparte más antigua, una torre de piedra deCaen más alta que las murallasexteriores, desde la cual se disfrutaba devistas panorámicas de la ciudad y delTámesis, que discurría a través de esta.Por la noche, Isabel había trepado através de una diminuta trampilla y habíasalido a un tejado de azulejos antiguos,

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nidos de aves y líquenes. El vientoazotaba su cabello y sus ropas mientrascontemplaba la ciudad a oscuras. Laluna confería el más tibio de los reflejosa algunas de las casas y al propio río,pero las otras únicas luces procedían delas antorchas de los sublevados, quienesmarchaban durante toda la noche. Ellamisma había escuchado su caminarpesado incluso en sus agitados sueños.Rugían clamando sangre Neville y dabancaza a hombres Neville, eso era lo mássatisfactorio, y también lo más aterrador.

Ya sabía que su marido era un reyamado y contemplado con un temorreverencial. Isabel había vislumbradoque los mercaderes, caballeros y lores

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nobles de Inglaterra se habíancongratulado cuando Eduardo se habíaproclamado vencedor, había desterradoal rey erudito a una celda y habíapermitido que su esposa francesa huyeraa su hogar, junto a su padre. Sinembargo, entonces no había apreciadoplenamente el grado de la lealtad que ledebían, la magnitud de la indignaciónque habían sentido por su captura.

La noticia se había difundidomediante discursos embravecidos en lasasambleas en los pueblos, cosa quehabía desembocado en gritos, derribosde puertas de las instalaciones oficiales,saqueo de los objetos más valiosos y,posteriormente, incendios para ocultar

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los delitos. A medida que la noticiallegaba a cada nueva aldea o población,se enviaban informadores a la siguiente,y a la siguiente, hasta que secongregaron grandes marchas de diezmil personas portando antorchas ypodones. Oradores y capitanes que sehabían alzado en Towton tildaron a losNeville de traidores e instaron a darlescaza.

Isabel sonrió, aunque era más unaexpresión de dolor que de satisfacción.El viento la llenaba y la hacía sentirligera como el gélido aire. El únicopuente que salvaba el río no estabademasiado lejos de la Torre. Desdedonde ella se encontraba, divisó una

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línea de antorchas avanzando desdeSouthwark, hombres alegres y violentosregresando a sus hogares, y, en ladistancia, más allá del río, un tenueresplandor se recortaba contra laoscuridad, mientras alguna casa señorialardía en sus terrenos.

Isabel había convocado a los loresleales y había clamado venganza, conlos ojos encendidos por la ira y vacíosde lágrimas. Los Neville habíanprendido los fuegos y ahora arderían enuna conflagración que los consumiría atodos. Jadeó en el viento, notando sucontacto como unas manos fríaspresionadas sobre la piel.

Desde el principio había intuido que

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los Neville habían ido abriéndosecamino en el país, como gusanos en unamanzana. Había encontrado más y máspruebas de ello a medida que buscaba.Su amado y confiado marido habíaestado ciego a todo. Había sido merosentido común intentar zafarse de lagarra de los Neville antes de que loarruinaran.

−Yo tenía razón −musitó, reconfortadade que sus palabras se las llevara elviento en cuanto las pronunció−. Lo vivenir, pero eran más fuertes de lo quepensé, y más crueles.

Sus lágrimas se estrellaban contra sucabello a medida que el vientoaumentaba y gemía, como si pudiera

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sentir su mismo dolor desgarrador. LosNeville habían asesinado a su padre y asu hermano. No habría misericordiapara ellos. Habían trazado una línea consangre de su familia y no descansaríahasta que no fueran más que manchas deceniza.

Había habido quien la había llamadobruja durante los primeros años de sumatrimonio, por cómo había seducido asu esposo y a la corte. Pero no era másque la malicia de hombres femeninos yde mujeres masculinas. Sin embargo, enmedio de aquel vendaval, deseó quefuera verdad. En aquel momento habríaentregado su alma inmortal a cambio delpoder de localizar a sus enemigos y

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machacarles la cabeza contra la piedra.Su padre no merecía el destino quehabía conocido. Ella lo había llevado ala corte y eso le había costado la vida.Apretó los puños, notando cómo se leclavaban las uñas en las palmas de lasmanos.

−Que mueran todos −susurró−. Quelos Neville sufran como yo he sufrido,como merecen. Si Dios y los santos nome responden, ¡oh, espíritus de lastinieblas!, escuchad vosotros mispalabras. Hacedlos caer. Devolvedme ami esposo y que ardan todos hastaconsumirse.

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parecían después del atardecer,avanzando por senderosforestales, campo a través, en filaindia. Se presentaban en tabernas

para lavarse el polvo acumulado a lolargo de los kilómetros de camino,dándose a conocer a aquellos en quienesconfiaban. Cuando caía la noche, secubrían los rostros con trapos y portabanaceite y faroles oscuros, apagados por elviento.

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En ocasiones, los criados salíancorriendo y se les permitía escapar.Otros preferían permanecer y alertar alos señores a quienes fielmente habíanservido durante años. Entonces no sedejaba a nadie con vida, ni entre lasfamilias ni entre el servicio. El fuego losconsumía a todos.

Se hacían llamar «los incendiarios» ysu oscura misión se reflejaba en su piel.Tenían siempre el rostro enrojecido ymanchado de hollín viejo, y unos ojosinflamados que los hacían temiblesincluso a la mirada. Prendían susantorchas y liberaban a los caballosantes de incendiar los establos. Cuandoquienes estaban dentro salían a toda

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prisa, encontraban un cerco de hombresarmados con garrotes y podones y conlos rostros cubiertos para no seridentificados. Reducían a palos acualquier hombre que osara salir yalgunos de quienes lo habían intentadohabían acabado con la crisma rota, sinremedio. Entonces procedían aincendiar, edificio a edificio, granero agranero, hasta que todo el campoquedaba iluminado por un parpadeodorado y rojizo y el frío aire setransformaba en una cálida brisa quetransportaba el olor a carbón ydestrucción. Para cuando los granjeros yalguaciles lugareños acudían en suscaballos, los fuegos eran ya imposibles

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de controlar. Casas solariegasancestrales quedaban reducidas amaderas carbonizadas que ardíandurante días y noches. Entonces, a unossesenta o cien kilómetros de distancia,los incendiarios volvían a aparecer dela nada en plena noche, formando suanillo con las antorchas crepitantes.

Se habían producido revueltas conanterioridad, de mayor y menor escala,contra un trato cruel o por un centenar demotivos diversos. Al pueblo ingléssiempre le había costado sublevarse, enparte por temor a lo que sentían en sufuero interno. Habían soportadocrueldades y pobreza con unaindignación tácita, bebiendo en grandes

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cantidades y canalizando suresentimiento a través de deportessangrientos o el boxeo. Habían padecidoa recaudadores de impuestos que sequedaban con sus monedas, por más queCristo sabía que ellos eran los másbajos de entre los pecadores. Habíansentido el azote de leyes que los habíandejado meciéndose en la brisa, yquienes los amaban habían salido ahoraa prender fuego y a asesinar paravengarlos. A algunos siempre losatrapaban y los ahorcaban, en cadageneración, como advertencia a quienpudiera pensar en morder la mano delamo. Era la forma habitual de procederen el pasado y el entorno rural más

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profundo era en ciertos aspectos mástétrico que las calles de las ciudades.Algunas poblaciones eran lugares desilencio y pecado, con una rabia quehervía a fuego lento entre el ganado y lapaz. Una vida dura engendraba amujeres y hombres toscos, capaces deblandir una antorcha o una espadacuando surgía la necesidad de hacerlo.Al fin y al cabo, acuchillaban,asesinaban y se dejaban la pieltrabajando solo para sobrevivir.

Pero aquel año era distinto. Losincendiarios llegaron a lugares quedesconocían su existencia. Y sevolvieron más crueles a medida quetranscurrían los meses en que los

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traidores mantenían cautivo al reyEduardo. Casas solariegas ardían enllamas con las puertas cerradas a cal ycanto con grandes clavos. Se hacíaoídos sordos a los gritos. Los propioscriados prendían fuego a castillos depiedra, y en ellos morían familiasnobles, asesinadas por siervos que leshabían sido fieles durante toda la vida…hasta que habían dejado de serlo.

Hubo excepciones, poblacionesanteriores a Cristo que aprovecharon eldescontento para saldar viejas rencillas.En cada calle y en cada plaza de puebloaparecían nuevos cadáveres, algunos deellos asesinados por rencor o a resultasde una borrachera, mientras los hombres

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de la ley temblaban en sus hogares, a laespera de escuchar un golpe fuertellamando a sus puertas. Aun así, lamayor proporción de la destrucción sedirigió contra un único clan, una familiay, en concreto, contra las posesiones deun hombre. Los rebaños de los Nevillefueron masacrados. Las minas de carbóndel condado de Warwickshire fueronpasto de las llamas. Los barcos de losNeville ardieron en sus atracaderos ylas grandes casas de Richard Nevillequedaron reducidas a ascuas y amargocarbón, con cuerpos chamuscados hastalos huesos.

Conforme fueron transcurriendo losmeses sin noticias de la liberación del

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rey Eduardo, los ataques y los incendiosse volvieron más flagrantes. Loshombres derribaban a puntapiés laspuertas de las posadas de Warwickshiree interrogaban a gritos a los lugareños y,cuando las respuestas no les satisfacían,arrojaban en su interior latas de aceite yantorchas prendidas, mientrasaguardaban fuera con horcas, paraimpedir que saliera nadie. Losincendiarios tenían a sus propioscabecillas, tres asesinos que operabanpor separado, todos ellos conocidoscomo Robin de Redesdale. Entre los tresdaban voz a los soldados que habíanluchado en Towton. Eran la voz del reycautivo, en cuyo nombre gritaban.

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Mientras el verano huía, la cosecha aduras penas se recolectaba, por temor aque los graneros llenos atrajeran a losincendiarios, y también porque loslabriegos preferían mantenerse alejadosde las fincas de los Neville para evitarser apaleados de regreso a sus hogares.Los cultivos se pudrían en los campos yrebaños enteros desaparecieron o, peoraún, fueron hallados degollados. Ante laimposibilidad de sofocar los incendios,el humo emanaba de las minas de carbóncomo una pira funeraria en el aire,visible desde la otra punta del condado,una pira que podía prender hasta el finde los tiempos, con llamas que

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penetraban hasta el esqueleto de la tierrapara dar rienda suelta a su furia, ocultas.

Fauconberg se hincó dos dedos confuerza en el estómago y gruñó del dolor.Estaba sentado en las cocinas delcastillo de Middleham, tras haberdestituido a todo su personal para evitarque contemplara su humillación.Warwick había ordenado que le llevaranuna silla acolchada y suave, pero alanciano conde le costaba encontrar unapostura cómoda.

−Cada vez me duele más, Richard−dijo, mientras depositaba una jofainaen la que nadaban volutas de vómitolechoso−. Apenas como ya nada y,

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cuando lo hago, lo devuelvo todo. Nocreo que me quede demasiado tiempo.

Warwick se apoyó en una inmensamesa de madera con unas patas másgruesas que sus propias piernas. Intentóno mostrar su conmoción al ver cuántopeso había perdido su tío. Fauconberghabía sido un hombre corpulento, peroahora se le apreciaban claramente loshuesos en los planos oscuros del rostro,y tenía las piernas y los brazosenclenques.

Incluso le clareaba el cabello, que lecolgaba en mechones alrededor de loshombros. Algo se lo estaba comiendopor dentro y Warwick concordaba en su

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predicción, aunque no lo pronunciara envoz alta.

−¿Quién me asesorará cuando vos noestéis? ¿Eh, tío? Venga, viejo, osnecesito. La verdad es que últimamenteno he demostrado mucha sabiduría oastucia en mis decisiones.

Fauconberg intentó reír, pero sintióuna punzada de dolor que le cortó larespiración. Mientras depositaba denuevo la jofaina con su repugnantecontenido, volvió a presionarse en elcostado, hallando en sus manos ciertoalivio.

−Encontraréis el camino, Richard, porla familia. Dios sabe que hemoscombatido espinos en el pasado y nos

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hemos zafado de ellos. −Incluso afligidopor el dolor, Fauconberg alzó la vistahacia su sobrino, preguntándose cómopodía convencerlo−. Sospecho que yasabéis cuál es la mejor opción, inclusoahora, si vuestro orgullo os permiteformularla en voz alta.

−¿Me aconsejaríais que liberara aEduardo? −preguntó Warwick con airetaciturno−. Si pudiera retroceder en eltiempo y tomar otra decisión, osconfieso que lo haría. Entonces no supeanticipar qué sucedería si metía al reyentre barrotes. −Warwick hizo unamueca mientras evocaba aquel recuerdoamargo−. ¿Sabéis algo, tío? Él mismollegó a decírmelo. Eduardo, cuando lo

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visité. Me dijo que yo había sido testigode la captura de Enrique y no habíaentendido que no era alguien querido,que era un rey débil. Y tenía razón, pormucho que me reconcoma por dentro.Creí que podía moverlos cual piezas enun tablero. No preví que toda la partidapodía saltar por los aires si tocaba alrey incorrecto.

Fauconberg no respondió. Suspropios señoríos se encontraban al nortede la ciudad de York e incluso él habíasufrido incendios de graneros y elasesinato de un juez local, lejos de lasciudades y de los disturbios. Con cadames que transcurría llegaban noticiaspeores y el fuego parecía seguirse

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propagando. Consideraba que su sobrinosolo tenía una alternativa, pero sabíaque no viviría para verla hecha realidad.En su estómago crecía algunaasquerosidad rugosa, una suerte decriatura que se alimentaba de él. Habíavisto cosas parecidas en matanzas deganado realizadas en el pasado, cosasque habían sido llevadas ante él a modode curiosidades. Fuera lo que fuese, lehabía cuajado la sangre. Sus venasprincipales se habían oscurecido con losvenenos de aquella cosa y sabía que nosobreviviría. Su única esperanza era queWarwick mantuviera la familia a salvo.Costaba no decirle lo que tenía quehacer.

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−¿Qué era lo que verdaderamenteesperabais, Richard? Yo estuve presentemientras lo planeamos, pero de lo únicoque hablamos fue de cómo conseguiratraer a Eduardo al norte acompañadode unos pocos hombres o de cómopodíais viajar vos a Francia con suhermano y vuestra hija. Estabais tanocupado con la emoción de un millar dedetalles pequeños que apenasconversamos acerca de lo que sucederíadespués.

−Deberíamos haberlo hecho más−admitió Warwick−. Pero estaba tanenojado que solo podía pensar endemostrarle a Eduardo lo mal que habíatratado a sus hombres más leales. Seguía

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contemplándolo como el muchacho alque había ayudado a adiestrar en Calais.No como a un rey, tío, no de verdad. Detodos los hombres del país, fui el únicoque no supo ver en qué se habíaconvertido. Fui el único que no supoentenderlo.

Fauconberg se encogió de hombros.−No fuisteis el único. Vuestros

hermanos compartían vuestra opinión, sino recuerdo mal.

−Todos veíamos a aquel muchachocaprichoso y tozudo, pese a que yo luchéa su lado en Towton. Veíamos alhombre, no al rey. En cualquier caso, ladecisión fue mía. Podría haberles dicho

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a John y George que aguantaran y semantuvieran cruzados de brazos.

−¿John? Tiene tanta ira dentro quepodría estallar. A estas alturasposiblemente ya lo habrían ahorcado ohabría perdido la cabeza por algún actotemerario.

Warwick suspiró, mientras alargabala mano para agarrar una jarra de vino yservir dos copas.

−¿Podéis retener el vino? −preguntó.−Si me acercáis la palangana, lo

probaré −respondió Fauconberg.Disimulando su asco, Warwick vació

la jofaina con los vómitos en un baldecon restos y la frotó con un paño limpioantes de entregársela a su tío junto con

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una copa de clarete. Con una expresiónirónica, Fauconberg alzó la copa a modode brindis.

−Porque solo presenciemos esto unavez −dijo, antes de beber y secarse loslabios con la mano−. Además, creo quela familia de su esposa desempeñó unpapel importante en el alzamiento delpaís. Algunos de nuestros problemas loshan traído las monedas de la reina,Richard. Esos malditos «incendiarios».Apuesto a que el monedero de Isabeltintinea tras cada establo y casa enllamas.

−Había pensado en ofrecerle el tronoa Clarence. Os lo comento siendoconsciente de que os llevaréis mis

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palabras a la tumba, tío. Sin embargo,para hacerlo, Eduardo tendría que estarmuerto, no solo cautivo. Ni siquieraestoy seguro de poder mantenerlo presodurante mucho más tiempo. Demasiadaspersonas exigen su liberación y, siescapara… −No acabó la frase,imaginando al gran lobo enfurecido ylibre. Warwick se encogió de hombros−.Él es el rey, tío. Eso es lo más extraño.Ahora lo veo y temo por el hecho dehaber cometido el error de capturarlo.Lo único que deseo es hallar un modo devolverlo a colocar en el trono que noimplique la destrucción inmediata y laproscripción y confiscación de todas laspropiedades de los Neville.

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−Eso deberíais haberlo pensado antesde que John ejecutara al padre y alhermano de la reina –croó Fauconberg.

Le palpitaba la garganta y, mientrasWarwick lo observaba, se llevó lapalangana a la boca y vomitó un hilillode algo rojo y lechoso en ella. Warwickprefirió apartar la mirada a ser testigode su incomodidad. Aguardó a quecesaran los ruidos y, al volver la vista,vio a su tío pálido y con todo el rostrosudado.

−No es una visión agradable −susurróFauconberg−. Puesto que estoy a puntode morir, quizá debería ser yo quienpusiera un hacha en el cuello del reycomo último acto. Podríais acusarme de

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estar detrás de esta conspiración yrecuperar parte del honor con Clarence.

−¿Y ver vuestro nombre pisoteado enel barro? −dijo Warwick−. No, tío. Élvaticinó que me abstendría de perpetrarasesinatos, y estaba en lo cierto. Suasesinato llevaría a otro asesinato, yluego a una docena. No quiero bañarmeen sangre de ese modo. No. Además, talcomo están las cosas, nosobreviviríamos a los incendiosprovocados por la muerte de Eduardo.

−No hay otra alternativa −replicóFauconberg, con la voz endurecida−. Nisiquiera los hermanos del rey confiaríanen el hombre que mató a Eduardo. Sicolocáis a Clarence o Gloucester en el

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trono, estaréis poniendo vuestra propiacabeza en el tocón. No, debéis hacer laspaces con el rey. Es la única soluciónposible.

−Lo he pensado. ¿Acaso creíais queno lo haría? No habéis acudido a verlo,tío. Está loco de la ira. Tres meses enuna celda y ya ha roto la puerta a golpesdos veces y ha asesinado a uno de losguardias. Tuve que hacer reparar laspuertas mientras él permanecía en pie yse lanzaba contra espadasdesenvainadas, retándome a matarlo.Otros días se sienta y come y me explicatranquilamente qué debería estarhaciendo en el reino. Está aburrido yenojado, y tiene sed de venganza, ¿y

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queréis que lo libere? Ojalá pudierahacerlo.

−Si no fuera por los Woodvilleasesinados, os recomendaría que lohicierais, en efecto. Podríais liberarlo.Jamás he visto a Eduardo romper unjuramento, ni una sola vez. Tiene uncódigo ético, heredado de su padre oquizá de vos, no lo sé. No dejáis dedecir que ya no es el muchacho a quienconocisteis, que es un rey. ¡Confiad eneso! Haced que Eduardo firme unaamnistía por todos vuestros crímenes,una protección de la ley y de todaretribución, jurada por su alma inmortal,por las vidas de sus hijas, ¡por lo quequeráis pedirle!

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−¿Creéis que puedo confiar en supalabra? ¿De verdad? −preguntóWarwick con la desesperación reflejadaen la tensión de su rostro.

−Creo que, aunque el resto del mundose consumiera en llamas, podríaisconfiar en su palabra, sí.

−¡El resto del mundo se estáconsumiendo en llamas! ¿Y qué hay deltítulo de John? −inquirió Warwick.

Fauconberg denegó con la cabeza.−Yo no llegaría tan lejos, Richard.

Fue un obsequio de Eduardo y él se loarrebató. Si se os ocurre otra solución,soy todo oídos…, a ser posible antes deque el dolor se me agudice mucho más.

−Lo siento, tío −dijo Warwick,

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desplomado por la derrota−. Deacuerdo, Eduardo es el rey. Haré quefirme una amnistía y perdones. Ya no esel muchacho enojado a quien conocí, yano. Tengo que creer en su juramento. Nome queda más remedio.

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ichard Neville tiró de las riendasal llegar a la imponente casa delguarda del castillo de Warwick.Portaba una lanza sobre su cabeza,

con su estandarte de un oso y un báculobordado en el paño que colgaba de ella.Una ligera llovizna empañaba aún mássu ánimo y lo hacía sentir frío y agotado.Estaba a solo tres días de distancia deLondres, pero bien podría haber sidootro país. Hacía un día aciago en la

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parte central de Inglaterra y el lugar seantojaba tan deprimente y lúgubre comohabía anticipado.

Al menos los incendiarios no habíanpropagado sus rumores hasta allí.Conforme los ataques se habíanrecrudecido en número y salvajismo portodo el país, Warwick había ordenado elcierre hermético de su bastión más vital,imponiendo órdenes de turnos y asedio.Nadie entraba ni salía de allí y no podíahaber ningún tipo de contacto con lapoblación lugareña. Warwick habíadado órdenes explícitas de mostrar lasballestas a cualquier hombre o mujerque se aproximara a aquellas murallas y

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de disparar a cualquiera que no sebatiera en retirada.

Ello implicaría que los cazadoresfurtivos del lugar saquearían susbosques de venados y urogallos, porsupuesto, pero era un mal necesario.Con el país al borde de la insurrección ydel caos más absolutos, no podíapermitir que se difundiera la noticia deque el rey Eduardo estaba allí, hechorehén.

Los guardias de las pasarelaselevadas bajaron la mirada impávidosaun cuando Warwick les mostró la señal.El tabardo en una lanza era lo bastanteexplícito y Warwick dejó de ondearlocuando empezaron a dolerle los brazos,

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a la espera de que sus ballesterosllamaran a un sargento. Abrir la puertaprincipal cuando se tenían órdenes deasedio era una decisión seria. Warwickaguardó mientras la lluvia arreciaba yempezaba a empaparlo. Su caballotemblaba; su magnífico cuello y susflancos se encogían por efecto del frío.Para cuando la primera rendija de luzapareció en el interior, tenía ya loslabios amoratados y apenas pudo hacerun asentimiento con la cabeza endirección a los guardias cuando estos loreconocieron y se apartaron parafranquearle el paso. Las puertas secerraron y enrejaron tras él. Lacompuerta de rejas encajó con un

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estrépito metálico en los orificios.Warwick se sacudió la lluvia del rostroy el cabello mientras conducía a sucaballo por la ruta asesina, tirando deuna larga rienda. Aquel camino apenasmedía unos cuarenta pasos de distancia,pero estaba dominado por salientes ypasarelas que podrían haber estadorepletas de arqueros. Al llegar al final,cerró los ojos un instante y olfateó elolor a piedra húmeda y a frío. El castilloquedó aislado de nuevo. Gracias al ríoque transitaba junto a él, disponían deuna provisión infinita de agua limpia yde suficiente carne salada y cerealespara hornear pan durante años. Elmundo, con todos sus problemas y

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pesares, se había convertido en un lugarque quedaba fuera de aquellas murallas.

Warwick notó que se relajaba.Entregó su caballo a un mozo y atravesóla puerta interior, que conducía hasta elgran patio. No pudo evitar alzar los ojoshacia el torreón que albergaba la celdade Eduardo. Oyó al mayordomo delcastillo hablarle sin parar de una partede la finca o de las rentas, pero no semolestó en escucharlo. En su lugar, selimitó a mirar al lugar al cual se dirigía.El mayordomo se quedó en blancocuando Warwick le dio las gracias,claramente con la atención puesta enotra parte. El hombre se colocó tras élmientras Warwick atravesaba el inmenso

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patio interior rodeado por ventanas de lamagnífica casa, que empezaban arefulgir en dorado a medida que seencendían las lámparas para dar labienvenida a casa al señor. Mientrascaminaba, le dio unas palmaditas alportafolios que llevaba echado a unhombro y notó el peso de losdocumentos que contenía.

Eduardo no había cambiadodemasiado durante el verano que habíapasado en cautividad. Warwick habíaoído decir que dedicaba horas a andarpor la habitación, a levantar sillas y sucama y a empujarse arriba y abajo enposiciones extrañas. Le habían denegadotener una espada o un arma de

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adiestramiento, ni siquiera roma, portemor a lo que pudiera hacer con ella.También le habían negado disponer deuna cuchilla, a resultas de lo cual lehabía crecido una larga barba negra quele daba el aspecto de un ermitañoasilvestrado.

Puesto que todavía estaba en laveintena, al menos la forma física delrey no habría sufrido en exceso, pensóWarwick con una punzada de envidia. Lellegó el olor a sudor de Eduardo encuanto entró en la habitación, un olorrancio y almizclado no del tododesagradable, como orina en las patasde un perro.

Eduardo vestía la misma camisa que

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llevaba el día de su captura, si bienWarwick pudo apreciar que la habíanlimpiado e incluso le habían cosido unacostura descosida. El mayordomo y elpersonal no tenían motivos paramaltratarlo y habrían sido unosinsensatos si hubieran decidido hacerlo.

Sin mediar palabra, Warwick señalócon un gesto una gran butaca acolchada,creyendo que aquel peliagudo encuentropodía salir algo mejor si no permitía queEduardo lo mirara por encima delhombro. El rey disfrutaba de ser másalto que otros hombres. Siempre lohabía hecho.

Con una media sonrisa, Eduardo sedesplomó en la butaca. No estaba

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relajado. Hasta el último de susmúsculos estaba en tensión y parecíalisto para saltar a la menor provocación.

−Veamos, ¿a qué habéis venido,precisamente ahora? −quiso saberEduardo.

Warwick abrió la boca para contestar,pero el rey prosiguió antes de quetuviera tiempo de hacerlo.

−Pueden explicaros que me encuentrobien en una nota, enviada mediantepaloma mensajera o un jinete. Demanera que intuyo que estáis aquí poruno de dos motivos.

Eduardo se había inclinado haciadelante mientras hablaba y agarraba conlas manos los brazos de la butaca.

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Warwick fue consciente de la amenazaque suponía aquel hombre más jovenque él. Se puso en pie y colocó supropio asiento entre ellos, una acciónque no tuvo nada de inconsciente. Losojos de Eduardo evaluaban losacontecimientos con frialdad, era unhombre al borde de perder la paciencia.Quizá fuera por la pestilencia del sudor,pero Warwick tuvo la sensación de queera a él a quien estaban acosando.Volvió la vista hacia los dos guardiascustodios, que observaban al prisioneropara detectar el más mínimo indicio deque fuera a lanzarse al ataque. Portabanbuenas mazas de hierro, robustas, paraaporrear con ellas la cabeza y los

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hombros de Eduardo. Warwick fingióestirar la espalda y se sentó de nuevofrente al joven gigante que hacía que labutaca se antojara pequeña con relacióna su cuerpo.

Eduardo le sonrió de maneraexasperante, percibiendo sunerviosismo.

−Entiendo que no habéis venido amatarme, o ya habríais dado la orden amis custodios. −Su mirada se posó en lacartera que llevaba Warwick, con la pielmarrón rayada y brillante por su usoprolongado. Eduardo enarcó las cejas−.¿Qué lleváis ahí, Richard?

−En todo el tiempo que os heconocido, jamás os he visto incumplir un

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juramento. ¿Recordáis cuando hablamosde ello? Antes de Westminster, ¿cuandome preguntasteis qué querían de un rey?Yo os contesté que a un hombre quemantuviera su palabra.

−No a vos, entonces −murmuróEduardo−. Vos habéis quebrantadovuestro juramento hacia mí. Podríaishaber condenado vuestra alma, Richard,y ¿a cambio de qué?

−Si pudiera deshacer lo que he hecho,lo haría. Tenéis mi palabra, si es queaún tiene algún valor.

A Eduardo le sorprendió la intensidadcon la que le hablaba el hombre al cualtenía delante. Lo miró fijamente y luegoasintió con la cabeza.

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−Creo que habláis de corazón.Implorad mi perdón, conde Warwick.Quién sabe, tal vez os sea concedido.

−Lo haré −replicó Warwick.Se sentía como un suplicante, en lugar

de como la parte que imponía lascondiciones. La presencia del rey teníaalgo de imponente, como si hubieranacido para portar la corona. Warwicklo notó como una marea y tuvo ganas dearrodillarse. El destino de sus hermanoslo mantuvo firme, anclado.

−Solicitaré una amnistía y un perdónpor todos los crímenes, pecados yjuramentos rotos. Para mí y para mifamilia. Confío en vuestra palabra,Eduardo. Os conozco desde que teníais

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trece años y os batíais con soldados enCalais. No tengo noticia de que jamáshayáis perjurado y aceptaré vuestrosello en los documentos que misescribas han redactado.

Sin apartar la mirada de Eduardo,Warwick agarró la cartera y buscó atientas las mitades de plata del gransello del rey. Eduardo descendió lamirada al oír cómo encajaban con unruido metálico.

−Un perdón por retenerme prisionero−dijo Eduardo−. Por romper vuestrojuramento hacia mí. Para vuestroshermanos George y John Neville, porsus perjurios.

Warwick se sonrojó. La herida podría

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limpiarse, si le clavaban una hojacaliente hasta la raíz y dejaban quemanara todo el veneno.

−Por todo, majestad. Por todos loserrores, pecados y equivocacionespasados. −Warwick respiró hondo por lanariz−. Por todas las muertes dehombres leales. Por la ejecución delconde Rivers y de sir John Woodville.Por el matrimonio de vuestro hermanoJorge, duque de Clarence, con mi hijaIsabel. Amnistía por todo, milord.Desharía casi la mitad de esas cosas sipudiera, pero no puedo. En su lugar,debo convertirlo en el precio de vuestralibertad.

Eduardo había entrecerrado los ojos y

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despedía una sensación de peligro queirradiaba como una ola de calor.

−¿Me obligaréis a perdonar a loshombres que asesinaron al padre de miesposa?

−Vos sois el rey, Eduardo. Os heindicado qué debe suceder. No meretracto de ninguna palabra. Si pudieraregresar a la mañana de Towton cuandoencontramos el puente derribado, antesde que empezara a nevar, lo haría. Yvolvería a alzarme de vuestro bando.Pero ahora ruego vuestro perdón, paramí y para mi familia.

−Y si me niego a concedéroslo, medejaréis aquí –observó Eduardo.

Warwick se ruborizó al sentirse

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escudriñado por el rey.−Vuestro sello y vuestro nombre

deben figurar en los perdones y lasamnistías, su alteza. No hay otro modo.Sé que los honraréis, aunque sean elprecio de vuestra libertad. Aunquevuestra esposa se enfurezca cuandoescuche que habéis concedido el perdóna los hombres que ha odiado desde quellegó a la corte.

−No mentéis a mi esposa −lo cortóEduardo de súbito, con voz ronca ydura.

Warwick inclinó la cabeza.−De acuerdo. Tengo tinta y lacre.

Tengo una pluma y vuestro sello. Ruegovuestro perdón.

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Warwick le entregó la cartera con elcontenido, sintiendo una punzada devergüenza al ver cómo a Eduardo letemblaba la mano: al joven rey aún lecostaba creer que fueran a dejarlo enlibertad, en lugar de asesinarlo.Warwick se preparó para mantenerseinmóvil, casi conteniendo el aliento. Vioa Eduardo desenvolver el fajo de hojasde vitela, agarrar el morral y buscar lapluma y la botella metálica que conteníatinta de calamar negra. Sin leerlas,Eduardo garabateó «EduardoPlantagenet Rex» en cada página y luegolanzó la pluma por encima de suhombro.

−Tenéis mi sello. Finalizad el resto

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vos mismo. −Se puso en pie al mismotiempo que Warwick y depositó losdocumentos en sus brazos−. Aquí está.Ya tenéis lo que queríais. Veamos ahorasi sois capaces de redimir una parte devuestro honor, de vuestra palabra. ¿Meestá permitido abandonar este castillo?

Warwick tragó saliva. Lo angustiabael temor de haber liberado a su propiadestrucción en el mundo. Lo atribulabasobremanera que Eduardo no hubieraleído las páginas que había firmado. Elrey había puesto su honor a prueba a lafuerza, localizando por puro instinto supunto crucial. ¿Importaba algo laprecisión con la que Warwick hubieraredactado los documentos que debían

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ser rubricados y sellados? Lo másimportante era la palabra de Eduardo.Warwick solo fue capaz de hacer ungesto a los guardias para que despejaranla puerta. Por primera vez en sietemeses, la puerta permaneció abierta.

Eduardo atravesó la estancia en tresgrandes zancadas, con tal premura quelos guardias se tensaron eintercambiaron miradas. En el umbral, elrey dudó, mientras contemplaba lososcuros escalones descendentes.

−Opino que deberíais bajar conmigo,Richard, ¿no creéis? No quiero quevuestros guardias me atraviesen elpecho con una flecha por accidente.

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Preferiría que me facilitarais un caballo,aunque caminaré si tengo que hacerlo.

−Por supuesto −respondió Warwick,súbitamente tan cansado que le costabapensar.

Dios sabía bien que había cometidoerrores en el pasado. Eduardo le habíaobligado a entender que todo se reducíaa una cuestión de confianza. Se dirigióhacia las escaleras y Eduardo se volviópara mirarlo.

−Creo que, después de esto, novolveré a convocaros en la corte,Richard. Aunque esté atado poramnistías y perdones, no puedo decirque seamos amigos, ya no. Y creo quesería más seguro para vos no cruzaros

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en el camino de mi esposa por untiempo. ¿Dónde reposa ahora Isabel?Me gustaría volver a verla, y a mishijas.

Warwick agachó la cabeza, invadidopor una sensación de bochorno y depérdida.

−En la Torre Blanca, juro que porelección propia. No se la ha maltratado.No la he visto ni he tenido noticia deella desde hace meses.

Eduardo asintió, con el ceño fruncidoy echando chispas por los ojos.

Warwick lo acompañó hasta losestablos, donde el maestro de lascaballerías seleccionó un buen caballocapón de ancas anchas para el rey.

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Warwick ofreció una capa a Eduardo,pero este la rechazó, impaciente porabandonar el lugar donde había estadoconfinado.

Bajo el manto de la oscuridad, lasenormes puertas volvieron a abrirse y elrey Eduardo salió a la noche al galopesostenido, con la espalda erguida.

El jinete estaba cubierto de polvo delcamino, y su barba, áspera a causa deeste. La mugre recorría cada arruga desu rostro y ropas, aunque no llevabacapa y tenía los brazos negros hasta elcodo, como un herrero. Su meracorpulencia hacía que quienes loencontraban en el camino lo observaranestupefactos. Una de cada mil personas

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había visto al rey en persona, cuandoEduardo se había alzado en la escalinatadel Salón de Westminster y los habíaconvocado para que marcharan rumbo alnorte. Entonces resplandecía, con unacapa y vestimentas con marcas de oro.Iba bien afeitado y tenía el cabello máscorto, no la despeinada masa de polvo ynudos que aquel jinete se había recogidoen una coleta en la nuca con una tira detela desgarrada de su jubón.

Eduardo cabalgó en el caballo capóna paso lento, la cabeza del caballocayendo junto con la de su jinete. Lasnoches eran largas y la luz era pálidamientras, uno a uno, hombres y mujeressalían a las calles a su paso,

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conjeturando entre susurros, formulandopreguntas en voz alta y atreviéndose acreer lo que veían.

Un joven monje se acercó corriendojunto al exhausto jinete y apoyó unamano en el denso barro acumulado sobreel estribo. Alzó la vista hacia él,jadeante, corriendo, bregando porentreverlo a través de la barba y lasuciedad.

−¿Sois el rey? −inquirió.Eduardo abrió un ojo y lo miró

fijamente.−Lo soy −respondió−. He regresado a

casa.El monje retrocedió al escuchar tales

palabras y permaneció en la carretera en

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pie, inmóvil y boquiabierto, hasta queuna muchedumbre lo rodeó.

−¿Qué ha dicho? ¿Es el rey Eduardo?−¿Quién, si no, podría ser? ¡Ya habéis

visto su tamaño!El monje asintió, mientras una sonrisa

de incredulidad asomaba por lacomisura de su boca.

−En efecto, es él. El rey Eduardo. Hadicho que había regresado a casa.

Al oír aquello, prorrumpieron envítores y alzaron las manos al aire.Unidos, como uno solo, los londinensesempezaron a correr tras el jinetesolitario que seguía abriéndose caminohacia la Torre Blanca, sumando a más ymás personas en cada calle, comercio y

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casa que dejaban atrás. Para cuandoEduardo llegó a la casa del guarda de latorre de Londres, un millar de sussúbditos se alzaban a su espalda, y otrosmás acudían en masa tras estos. Algunosde ellos incluso portaban armas,dispuestos a que los comandaran en lamisión que fuera.

Eduardo sabía que había cabalgadocon la suficiente premura para aventajara cualquier mensajero. Había conducidosu caballo a un agotamiento penoso. Aresultas de ello, no estaba seguro de silos guardias de la caseta tendríanconocimiento de su puesta en libertad.Apretó la mandíbula. Era el rey y supueblo se alzaba a su espalda. Poco

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importaba si se lo habían notificado.Haciendo acopio de su seguridad en símismo, avanzó a grandes pasos, golpeócon el puño en la madera y aguardó,invadido por la sensación de que unosojos lo escrutaban.

−¿Quién anda ahí abajo? −gritó unavoz.

−El rey Eduardo de Inglaterra, Galesy Francia, lord de Irlanda, conde deMarch y duque de York. Abrid la puerta.

Eduardo vio destellos de movimientomientras los hombres se asomaban porencima de la alta muralla. No levantó lavista hacia ellos, sino que se limitó aaguardar impasiblemente. Al otro ladose oyeron pernos y cadenas, y luego el

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tintineo de una verja de hierro al seralzada. Eduardo se volvió paracontemplar el mar de rostros queaguardaban a su alrededor.

−Me hicieron cautivo, pero ahora soylibre. Ha sido vuestra lealtad lo que meha liberado. Que eso os aliente.

En cuanto hubo espacio suficientebajo las púas que ascendían, Eduardo seagachó y las atravesó, alejándose de lamultitud, que alargaba la mano paraacariciarlo. Avanzó a grandes pasos porel gran patio de piedra interior endirección a la Torre Blanca y a suesposa, Isabel.

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duardo observaba a sus hijas jugar,la mayor tentaba a la pequeñablandiendo en el aire un trozo demanzana que quedaba fuera de su

alcance. Los dos hijos varones delprimer matrimonio de Isabel competíanpor llevar a cuestas a las niñas por lamitad de una docena de estancias enWindsor, entrando y saliendo a la cargapor puertas abiertas con ululatossimilares a reclamos de caza. Eduardo

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no sentía un afecto particular poraquellos niños. Había designado amaestros espadachines y tutores paraque los instruyeran, por supuesto, con elfin de evitar que lo avergonzaran. Al finy al cabo, no sentía por ellos más interésdel que sentiría por un desconocido.

En cuanto a las tres niñas, Eduardohabía descubierto que las adorabacuando no se encontraban en supresencia, como si la idea de suexistencia le proporcionara más alegríaque la realidad de sus chillidos ydemandas de atención constantes.Cuando más las quería era cuandoestaban ausentes.

Isabel miró de soslayo a su esposo,

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sonriendo, capaz de leer suspensamientos con la misma facilidadcon la que interpretaba los suyospropios. En cuanto Eduardo empezó afruncir el ceño, espantó a todos losniños de su presencia, ahuyentando asígritos y relinchos, y cerró la puerta paraalejar el ruido.

Cuando el alboroto se desvaneció,Eduardo pestañeó aliviado, alzó la vistay lo entendió todo al ver la sonrisa deella. Isabel era solícita en los cuidadosque le prodigaba, si bien no de un modoque lo debilitara, o eso esperabaEduardo. Sonrió ante aquel pensamiento,pero ella lo miraba con expresión seria.

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Cuando la observó, Isabel se mordía ellabio inferior por la parte central.

−No he querido atosigaros con esto,tal como me solicitasteis −dijo Isabel−,pero ya ha transcurrido un mes.

Él gruñó al oír aquellas palabras,cuyo significado no se le escapaba. Pesea que su esposa afirmaba haberguardado silencio con respecto a aqueltema, Eduardo había percibido en susojos una reprobación tácita cada día.

−¡Y os lo agradezco! –exclamó−.Gobernaos en este asunto, Isabel. Seconvertirá en una rencilla entre nosotrossi no sois capaz de olvidaros de ello. Heotorgado mi perdón por todos loscrímenes cometidos. Amnistía por todas

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las felonías. No habrá proscripción niconfiscación, ni ejecuciones, ni castigosni represalias.

−Entonces −dijo Isabel, con loslabios convertidos en una fina líneapálida−, dejaréis que la mala hierbacrezca de nuevo. ¡No haréis nadamientras las vides prosperan paraestrangular a vuestros propios hijos!

Mientras hablaba, se pasó una manopor el vientre, en un gesto protector. Aúnno se apreciaba ninguna hinchazón, peroella conocía bien los síntomas. Habíaempezado a vomitar por las mañanas,esta vez con tal violencia que le habíaprovocado algunas venillas rotas en las

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mejillas. Tenía la esperanza de albergara un hijo varón en su seno.

Eduardo sacudió la cabeza, ajeno alos pensamientos de ella y mostrandoúnicamente un enojo obstinado ante suspresiones.

−He emitido mi veredicto, Isabel. Yaos lo he dicho. Y ahora escuchadmebien. Esto se interpondrá entre nosotrossi no dejáis de insistir. No puedocambiar el pasado. Mi hermano estácasado con Isabel Neville y esperan a suprimer hijo. ¿Puedo desplantar esasemilla? Vuestro padre y vuestrohermano John están muertos −dijoEduardo frunciendo los labios−. ¡Nopuedo devolverles la vida, Isabel!

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Vuestro hermano Anthony es el condeRivers ahora. ¿Querríais que learrebatara el título? Esa senda soloconduce a la locura. Daos por satisfechacon que haya prohibido la entrada a lacorte real a los hombres Neville. Notenéis que verlos, mientras lloráisvuestras pérdidas. ¡El resto…, el restoes cosa del pasado y no continuaréhurgando y hurgando en ello hasta quevuelva a manar sangre!

Fue consciente del volumen que habíacobrado su voz a causa del enfado yapartó la mirada, con el rostroenrojecido, avergonzado.

−Creo que habéis pasado demasiadotiempo deprimiéndoos y suspirando por

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los palacios de Londres, Eduardo −dijosu esposa, suavizando el tono yacariciándole el brazo−. Necesitáis salira cabalgar. Quizá podríais llevar lajusticia del rey a aquellos lugares dondeel sheriff y los alguaciles aún no hansido reemplazados. Muchas poblacioneslo reclaman. Mi hermano Anthony mehabló de uno de esos lugares, situado amenos de treinta kilómetros al norte. Seacusa a tres hombres de asesinato; lossorprendieron con cuchillosensangrentados encima… y con las joyasque robaron de una casa señorial. Handejado tras ellos a un padre y a una hijamuertos. Y, sin embargo, duermen apierna suelta en sus celdas y se ríen de

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las milicias locales. Los lugareños nocuentan con funcionarios reales. Haceunos meses se produjeron unosdisturbios con derramamiento de sangrey tienen miedo. No se atreven a juzgar aesos canallas sin un juez presente.

−¿Y qué tiene eso que ver conmigo?−replicó Eduardo−. ¿Queréis que juzguea todos los ladrones y bandoleros delterritorio? ¿Para qué tengo entonces ajueces, sheriffs y alguaciles? ¿Es estouna crítica al trato que he dispensado alos Neville, Isabel? Si lo es, estáissiendo demasiado sutil para mí. Nocomprendo adónde queréis llegar.

Su esposa alzó la vista hacia él,estirándose tanto como podía, con

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ambas palmas apoyadas en el pecho deEduardo. Le habló despacio y con unaintensidad que a él le resultóescalofriante.

−Quizá necesitáis olvidaros devuestras divagaciones frívolas, cabalgarcon dureza y desgarrar las telarañas queos han convertido en una persona lenta ymeditabunda. Volveréis a ver, Eduardo,cuando habléis con los hombres y lesimpongáis vuestro juicio como su señorfeudal. Comprobaréis cómo os miranesos aldeanos, como el rey que sois.Anthony conoce el paradero de eselugar. Él os conducirá hasta allí.

−No −respondió Eduardo−. No loentiendo, pero no saldré corriendo solo

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porque hayáis tramado algo con vuestrohermano. Estoy harto de conspiracionesy rumores, Isabel. Decidme de qué setrata o no me moveré de este lugar, yesos hombres pueden pudrirse en unacelda hasta que se designe a nuevosjueces y se los someta a juicio.

Isabel dudó, con los ojos abiertoscomo platos. Eduardo notó el temblor desus manos a través de su camisa.

−Los asesinatos se produjeron hacesolo dos semanas −explicó−. Esoshombres afirman que Richard Neville essu señor: el conde de Warwick, entraición contra vuestros despachos.

−¡Santo Dios, Beth! ¿Acaso no mehabéis oído antes? Los he perdonado.

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−Acusan a Warwick… y a Clarencetambién, ¡Eduardo! Mi hermano Anthonylos interrogó, a hierro y fuego. No cabeduda de ello. Hablan de unaconspiración ideada por Warwick paraasesinaros y colocar a Clarence en eltrono. Son crímenes nuevos, Eduardo,crímenes que no cubren la amnistía nilos perdones. ¿No lo entendéis? Mipadre no descansa en paz, su muerte nose ha vengado. ¿Lo entendéis, Eduardo?

El rey contempló a su esposa ydetectó las arrugas que el odio y eldolor habían añadido a su rostro,privándolo de sus últimos rastros derubor juvenil. Hasta entonces, nunca lehabía parecido demasiado vieja para él.

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−Oh, Isabel, ¿qué habéis hecho? −lepreguntó con voz queda.

−Nada en absoluto. Esos hombresmentaron a dos de vuestros lores másprominentes como traidores yconspiradores en vuestra contra.Anthony ordenó interrogarlos y, bajo elfuego y el hierro, confesaron. Nomienten.

−¿No me explicaréis la verdad, nisiquiera ahora?

Isabel apretó la mandíbula, con fuegoen los ojos.

−Son crímenes nuevos, Eduardo−respondió−. No habéis jurado en falso.Vuestra preciada amnistía era por los

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delitos cometidos con anterioridad.Continúa intacta.

Eduardo apartó la vista, entristecido.−De acuerdo. Cabalgaré hasta ellos,

Isabel. Escucharé sus acusaciones contraWarwick y mi propio hermano. −Tomóuna respiración profunda e Isabelretrocedió, alejándose de su enojo−.Pero, más allá de eso, no os prometonada.

−Eso me basta −dijo ella, súbitamentedesesperada por cerrar la brecha que sehabía abierto entre ellos. Llenó delágrimas y besos su boca−. Cuandoescuchéis lo que tienen que decir,podréis arrestar a los traidores. Y quizáentonces conozcan el fin que merecen.

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Eduardo soportó los besos, pese anotar la frialdad entre ambos. Ella nohabía confiado en él y a Eduardo lecostaba recordar cómo la miraba antesde su encarcelamiento. Recordó laépoca en que dejaba un perro tras de sí yregresaba meses después. El animalparecía el mismo, pero ligeramentedistinto, tanto en su olor como en eltacto de su pelo. Tardaba un tiempo envolver a reconocerlo como el perro deantaño; siempre le parecía un animaldistinto. No era el tipo de asunto quepodía hablar con Isabel, pero lasensación era muy parecida. La muertede su padre la había endurecido o le

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había arrebatado parte de la dulzura queél había dado siempre por supuesta.

La dejó con los ojos refulgiendo porlas lágrimas, si bien le costabadeterminar si eran lágrimas de alivio ode tristeza. Eduardo descendió a losestablos y frunció el ceño al encontrar alhermano de Isabel, Anthony,esperándolo con su caballo de guerralisto para cabalgar. Hacía meses que aAnthony se le había curado la muñecarota. Como le ocurría con Isabel,Eduardo no había recuperado aún sufacilidad de trato con el caballeroWoodville, y creía que la causa podíaser la misma. Anthony habíaenloquecido temporalmente tras el

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asesinato de su padre. Quizá no fueraninguna sorpresa que los Woodville sehubieran hecho más duros y se leshubiera agriado el carácter tras lapérdida de sus seres queridos.

Eduardo subió en el escalón demontar y montó, notando cómorecuperaba su antigua fortaleza. Alargóla mano para que le entregaran la espaday se la ciñó a la altura de la cintura,sobre los faldones de la chaqueta. Laúltima vez que había salido a caballo deaquel lugar había sido para encaminarsea su propia captura. Sacudió la cabezapara ahuyentar aquel recuerdo, como siuna avispa le hubiera acariciado la piel.No tendría miedo. No se lo permitiría.

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−Conducidme hasta ese pueblo −legritó a Anthony Woodville, mientras esteatravesaba el patio y montaba en supropio caballo.

El hermano de Isabel agachó lacabeza y salió a medio galope conEduardo, bajo el sol, atravesando laspuertas que se abrieron parafranquearles el paso.

Warwick se hallaba en el patio de armasdel castillo de Middleham, sudandomientras practicaba con la espada ydisfrutaba del sol y de la idea de comermermeladas y pasteles de frutas durantetodo el otoño, caprichos melosos de

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manzana, ciruela, claudias, fresas y unsinfín de frutos maduros. No era posibleguardarlos todos en conserva, salmuerao vinagre, motivo por el cual losaldeanos lugareños se atiborraban deellos hasta hartarse y luego almacenabanlos restos en bodegas frías y losenviaban a los mercados, dondesolicitaban altos precios por ellos. Era,quizá, la época favorita del año deWarwick y volvió a pensar en la cortede Londres que había dejado atrás comosi formara parte de sueño febril. A suscuarenta y tantos, Warwick podíaconsiderar que los años de intrigas yguerras habían quedado ya tras él, parasiempre. Eso esperaba. No volvería a

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vivir otro Towton en su vida, pero aunasí tocó el marco de madera de unaventana y se santiguó solo de pensarlo.Hombres mayores que él habían libradobatallas. Aún recordaba al primer condePercy, bien entrada en la sesentenacuando había caído en San Albano.

Warwick se sorprendió tiritando,como si la sombra de una nube hubieratapado el sol. Su tío Fauconberg habíamuerto; lo habían hallado frío en sulecho apenas unos días después de queWarwick hablara por última vez con él.Le había sorprendido lo dura que lehabía resultado aquella muerte. Warwickhabía pasado tanto tiempo considerandoal hermano de su padre una molestia que

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no se había percatado del estrecho lazoque se había forjado entre ellos al finalde sus días. O quizá fuera solo que lamuerte de su padre lo había dejadohueco por dentro.

Vio dos jinetes acercarse por elcamino principal, levantando en suestela una nube de polvo queemborronaba el aire tras ellos y atrajosu atención. Los miró con atención yobservó con cierta tensión cómo lasoscuras figuras se acercaban conpremura. Tal velocidad y urgencia nuncahabían sido heraldo de buenas noticias.Sintió ganas de regresar al interior ycerrar las puertas. Podría ser el hachaque caía al fin, el golpe en la nuca que

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tanto había temido y esperado desde queEduardo había regresado a Londres.

Había transcurrido todo un mes sinque se oyera ni una sola palabra derevueltas, aunque ello no había sidoóbice para que Warwick destacara acriados e informadores en todas lascasas de la capital para advertirle si elrey salía a la carretera acompañado deuna fuerza armada.

Tragó saliva, incómodo. A su espaldaescuchó a hombres y mujeres gritaralarmados al divisar a los jinetes. Susguardias ya estarían reuniendo sumaterial y caballos, aprestándose paraprotegerlo o para salir a caballo encuanto diera la orden. Warwick se

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alzaba solo delante de la casa señorial,con los ojos entrecerrados. Tenía unaespada corta y vieja en la cadera, si bienera más una herramienta que un arma, uncuchillo de carnicero atado a una correade cuero que colgaba de su cinturón. Loutilizaba en los jardines para machetearla leña vieja, pero empuñarlo loreconfortó. Por impulso, se desprendióde aquella espada y la apoyó contra unbanco que había cerca, donde pudieraagarrarla rápidamente.

Su preocupación dio paso al pánicocuando vio que uno de los jinetes era suhermano George y el otro Richard deGloucester, por entonces ya mucho másducho en la monta que el propio

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arzobispo. El hermano de Warwickrebotaba y se aferraba al caballo comosi le fuera la vida en ello, contento de nohaber caído.

Warwick notó que el corazón le latíacon fuerza cuando George Neville y elhermano del rey se detuvieron ydesmontaron en medio de una polvaredade color ocre que se levantó a todo sualrededor. Warwick ahogó la tos en lamano y notó un retortijón en el estómagoal ver sus expresiones.

−¿Es el rey? −preguntó.El obispo George Neville asintió.−O su esposa. Sea como fuere, han

encontrado a hombres dispuestos aacusaros de traición. Creo que nos

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hemos adelantado a su orden de arrestocontra vos, pero no les sacaremos másque unas pocas horas de ventaja. Lolamento, Richard.

−También han denunciado a JorgeClarence −espetó Gloucester, con la vozquebrada−. Mi hermano. ¿Podéiscomunicárselo?

Warwick miró al joven que había sidosu pupilo. Ricardo de Gloucester, que yano era ningún niño, tenía una expresiónadusta y estaba pálido, con la camisapolvorienta.

−¿Cómo puedo confiar en vos,Ricardo −preguntó Warwick con vozqueda−, ahora que la mano de vuestrohermano se ha alzado contra mí?

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−Ha sido él quien me ha traído lanoticia −respondió el obispo−. De noser por Ricardo, los hombres del reyhabrían sido los primeros en llegar.

Warwick se limpió el sudor del rostromientras adoptaba una decisión rápida.Se había preparado para el desastre,incluso antes de liberar al rey Eduardode su cautiverio. Había enviado barcosy baúles de monedas a las tierras queposeía en Francia, sin que lo supiera niun alma a este lado del canal de laMancha, todo a punto para escaparcuando llegara el momento. No habíaprevisto que la acusación incluyera alesposo de su hija.

Mientras su hermano y Ricardo de

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Gloucester lo miraban, expectantes,Warwick se obligó a respirar y pensar,inmóvil. El trayecto a caballo hasta lacosta era de dos días de duración. Allíllegarían a un buen barco de sesenta piesde eslora que lo esperaba, con unatripulación de cuatro hombres listospara zarpar en cualquier momento. Suhija y su esposo se encontraban en unabonita casa solariega a unos cincuentakilómetros al sur, esperando a que lareclusión de Isabel concluyera y nacierasu primer hijo.

−¿Clarence aún no lo sabe?−preguntó.

Su hermano negó con la cabeza.−De acuerdo. Iremos a buscarlos a él

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y a Isabel y los traeremos aquí. Isabelquerrá que su madre esté presente, conel bebé tan cerca. No se encuentrandemasiado lejos y hay más de uncamino. Si el rey ha enviado a unejército, avanzarán con lentitud. Y si haenviado a un pequeño destacamento, nosabriremos paso entre ellos luchando.−Alzó una mano para detener al obispoantes de que respondiera−. No, nodejaré ni a mi esposa ni a mi hija a lamerced de Isabel Woodville. ¿Habéisenviado un mensaje a John?

−Así es −replicó su hermano−, y nopretendía sugerir que dejéis atrás aIsabel ni a Anne. Enviad a un jinete aavisar a Clarence ahora mismo, a lomos

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de un caballo fresco. Esta montura me hadestrozado y no puedo cabalgarcincuenta kilómetros más. ¿Un día en lacarretera y otro de regreso ahora? Dios,Richard, los hombres de Eduardoestarán ya aquí cuando regresemos.

Warwick maldijo, intentando pensar.−El camino más rápido sería navegar

bordeando la costa hacia el sur y luegocabalgar para ir a recogerlos. Enviaré aun mensajero en un caballo veloz, detodos modos, para advertirles con unashoras de adelanto antes de llegar allípara llevármelos. ¿Qué hay de vos,George? ¿Vos también venís?

Su hermano miró al joven duque deGloucester y se encogió de hombros.

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−No nos han mencionado ni a Richardni a mí. Mi amnistía sigue vigente. Nocreo que a Eduardo yo le preocupedemasiado, aunque me atrevería a decirque su mujer sí debe sentir cierto interésen mí. Es Eva en este jardín inglés,Richard. Debéis andaros con cuidadocon ella.

−He tenido a lobas intentandomorderme el pescuezo toda mi vida−replicó Warwick−. Buena suerteentonces, George. Os agradecería quecuidarais de madre. Está casi ciega y nosé cuánto entiende todavía. Apreciarávuestra amabilidad, estoy convencido deello.

Los dos hermanos se miraron

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fijamente, conscientes de que una vezque se movieran podrían no versedurante años, si es que volvían a versealguna vez. George abrió los brazos y seabrazaron con fuerza. Warwick dio unrespingo al notar la barba de su hermanoen la mejilla.

Ricardo, el duque de Gloucester,permanecía en pie nerviosamente, conlas mejillas como la grana. Warwickalargó la mano y lo agarró del brazo.

−Os agradezco que hayáis venido aadvertirme. No lo olvidaré.

−Sé que sois un buen hombre−respondió Gloucester, con la miradaclavada en los pies.

Warwick lanzó un suspiro sonoro.

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−No lo suficientemente bueno, creo.−Sonrió al obispo por última vez−.Vuestras oraciones serán más quebienvenidas, hermano.

George Neville dibujó la señal de lacruz en el aire y Warwick agachó lacabeza y salió corriendo hacia la casasolariega.

Pese a la infinidad de horas que habíainvertido planificando la catástrofe deque Eduardo les diera caza, el resultadono fue tan como la seda como Warwickhabía imaginado. La tripulación de subarco se había ausentadomisteriosamente de la embarcación ytuvieron que sacarlos de una taberna

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local, ebrios y avergonzados. Alparecer, tantas semanas de preparaciónsin deberes reales había puesto a pruebasu disciplina.

Una vez que se hallaron en la mar,Warwick se sosegó un poco. Nadiesabía dónde estaba y lo único quenecesitaba era llegar a su barco, elTrinity, que se hallaba amarrado en elatracadero de Southampton, para contarcon una tripulación, soldados,provisiones y monedas. No le resultódifícil recoger a su hija y a su esposo ypasar dos días en el mar, con un climaque acompañaba.

Isabel y Clarence los aguardaban enlos muelles cuando la embarcación echó

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el ancla. Warwick se quedóboquiabierto al ver lo colosal queestaba Isabel cuando la ayudaron a subirdesde un bote de remos por unos de losflancos del barco. Su esposa hizo unhueco a su hija en la banca al aire libre,aunque no había sombra ni protección dela espuma del mar. Isabel agarró lasmanos de su madre y miró a sualrededor con unos ojos sombríos yamoratados, claramente aterrorizada porel hecho de embarcarse en aquel bote.Presa del pánico, su esposo habíallevado consigo dos grandes bolsas y nia un solo sirviente. El joven duque deClarence extendió mantas alrededor desu esposa y de su suegra, hasta conseguir

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que Isabel estuviera tan cómoda comofuera posible, con el término delembarazo tan próximo.

Los cuatro tripulantes aún se sentíanavergonzados por no haber estado al piedel timón. Aparejaron las velas, que sehincharon con el viento en un abrir ycerrar de ojos. La pequeña embarcacióndejó atrás la orilla de nuevo y fuebordeando la costa. Estaban en la mar,seguros, con las gaviotas graznandosobre sus cabezas e Isabel refugiada dela brisa y la espuma, con el rostropálido. Warwick intentó relajarse, perose sorprendió con la vista clavada en elfrente mientras la tripulación hacíaturnos para dormir. El sol se ocultó tras

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las montañas a la derecha y contemplóla luna alzarse y las estrellas girardurante un largo rato. Lo había planeadotodo y, sin embargo, según sedesarrollaban los acontecimientos, noosaba permitirse sentir la desesperanzay la ira que comportaba. Tanto si laculpa era suya como del rey Eduardo, delos Woodville o del rencor de suhermano John, significaba una ruptura.Significaba un fin. Sucediera lo quesucediese, había perdido más de lo quese atrevía a pensar.

No había permanecido quieto desdeque le había llegado la primera noticia.Pero en aquel barco no había ningúnsitio adonde ir ni nada que hacer, salvo

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esperar a que el sol saliera de nuevo.Escuchó a alguien asomándose por lapopa y vomitando sin remedio. Bajo elmanto de la oscuridad, sin que nadie loviera, Warwick cerró los ojos y notócómo se le anegaban de lágrimas.

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or la mañana, la pequeñaembarcación bordeó el extremooriental de Inglaterra y, con losvientos del oeste en contra y

resiguiendo la costa, puso rumbo haciael sur, en dirección a Southampton, alque tal vez fuera el mejor puerto delmundo para grandes barcos. El trajín enel canal de la Mancha empezaba encuanto había luz suficiente para ver, concocas mercantes que atravesaban el

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continente, procedentes de lugares tanremotos como las costas africanas. Parapoder entrar a los puertos profundos,tenían que negociarse escollos terriblesque requerían los servicios de uncapitán experto. Pequeños velerosacudían junto a cada coca mercante,listos para guiarlas hasta los mercadosde Inglaterra.

Warwick notó cómo se le levantaba elánimo al contemplar los grupos de velasblancas, triángulos y cuadrados tensadosen mil embarcaciones distintas. Supropio velero, de pequeñasdimensiones, seguramente pasaríadesapercibido entre tantos barcos y

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esperaba que la tripulación se desviarauna vez pasada la isla de Wight.

El más experimentado de sus hombresregresó trepando junto a Warwick,moviéndose con facilidad pese al vaivéndel barco mientras el viento refrescaba.El marinero tenía acento de Cornualles:pertenecía a una raza que sabía moversemejor por el mar que por la tierra. Alzóla voz para hacerse oír, inclinándosehacia Warwick y señalando a una masade agua entre la isla y la península.

−Conozco esos barcos anclados allí,señor. El negro es el Vanguard y el otroes el Norfolk.

A Warwick se le cayó el alma a los

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pies. Había oído aquellos nombres conanterioridad.

−¿Estáis seguro? −preguntó.El marinero asintió con la cabeza.−Lo estoy, señor. Antes de esta

excursión, estuve en el Trinity, enSouthampton, durante seis meses.Conozco a todos los barcos de estacosta, y esos dos los comanda AnthonyWoodville, el almirante del rey.

−¿Podemos pasar junto a ellos ydejarlos atrás? Este velero navega másrápido.

−¿Veis esos botes en el agua, milord?Tienen todo el Solent bloqueado en esepunto. Tengo el presentimiento de quesaben que queremos entrar. No nos han

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detectado entre tantas embarcaciones, notodavía. Pero creo que tienen a hombresapostados en los astilleros,observadores, milord.

Warwick tragó saliva, con la bocaseca. No hacía falta demasiadaimaginación para saber que AnthonyWoodville removería cielo y tierra paracapturarlos. Con un mayor entendimientode la situación, Warwick vio entoncescómo los barcos más pequeñosnavegaban a remo o vela a lo ancho dela desembocadura del Solent. Nada aflote podría pasar a través del puerto deSouthampton sin que le dieran el alto,para luego ser abordado.

Mientras permanecía allí, con una

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mano en el mástil y la vista proyectadaen el gran azul, Isabel emitió un gritosonoro. Warwick se dio media vuelta,pero su esposa se le adelantó, llevó unvaso de agua a los labios de su hija yapoyó una mano en su abultada barriga,bajo la ropa. Mientras Warwickcontempló la escena consternado y vio asu esposa hacer un aspaviento con lamano, como si algo la hubiera mordido.

−¿Qué ha pasado? ¿Una patada delniño? −inquirió Warwick.

Su esposa Anne se había puestocenicienta y sacudió la cabeza.

−No, un calambre −dijo.Isabel gruñó y abrió los ojos.−¿Es el niño? ¿Ya viene? −preguntó

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lastimeramente.Warwick se obligó a soltar una

risotada.−¡Claro que no! A veces se producen

punzadas mucho antes del nacimiento.Recuerdo que a tu madre le pasóexactamente lo mismo. ¿Verdad, Anne?Durante semanas antes del nacimiento.

−Sssssí, sí, desde luego −respondió lamadre de Isabel.

Presionó su palma contra la frente deIsabel y se volvió para mirar aWarwick, sin que su hija pudiera verla,con los ojos como platos por la alarma.

Warwick alejó al tripulante tantocomo pudo, justo hasta el bauprés, desde

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donde se veían las aguas espumosaspasando a toda velocidad.

−Necesito llegar a un puerto seguro−murmuró Warwick con los dientesapretados.

−Aquí no, señor. Los hombres delalmirante nos darán caza en cuantosepan quiénes somos.

Warwick volvió la vista, mirando porencima de su hombro. El cielo estabadespejado, pero la costa de Francia sehallaba aún demasiado lejos paraavistarse.

−Sopla un viento fresco. ¿Podríaisllegar a Calais?

Como si pretendiera espolearlos,Isabel gritó de nuevo, con la voz

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transformada en un chillido similar al delas gaviotas que sobrevolaban porencima de sus cabezas. Pareció ayudaral marinero a decidirse.

−Si el viento de poniente se mantiene,os llevaré hasta allí, milord. Docehoras, nada más.

−¡Doce! −exclamó Warwick, lobastante alto como para que su esposa yClarence alzaran la vista hacia él congesto interrogante. Bajó la voz,acercándose mucho al marinero−. Paraentonces el niño podría haber nacido ya.

El marinero sacudió la cabeza conpesar.

−A nuestra mejor velocidad, seríamosel barco más rápido sobre la mar, pero

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no puedo navegar a toda vela con ella enese estado. Doce horas será una travesíaagradable, milord, y eso si sopla unviento constante. Si puedo mejorarlo, loharé.

−¿Regresamos a tierra, Richard?−preguntó la esposa de Warwick,gritando−. Isabel necesita un lugarcálido y seguro.

−¡No lo hay, no en Inglaterra, noahora, no con la mano del rey alzadacontra nosotros! −espetó Warwick,superado por las exigencias que loatosigaban−. Navegaremos rumbo aCalais.

La tripulación presionó con fuerza eltimón de espadilla y las velas se

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agitaron cuando la proa se balanceó,hasta que volvieron a hincharse denuevo, en dirección al nuevo rumbo.

Warwick cubrió un turno al timón,sintiendo que la vida en la embarcaciónse tensaba bajo su mano. Los gritos deIsabel se habían vuelto más lastimeros acada hora que pasaba y el esfuerzo delas contracciones la estaba extenuando.Ya no quedaba duda de qué losaguardaba. El bebé estaba en camino yla costa verde de Francia se avecinabaen el frente. La tripulación habíapermanecido ocupada todo el día,tensando jarcias y ajustando las velasgemelas la más mínima fracción para

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ganar un poco más de velocidad.Lanzaban miradas nerviosas a la mujerde rostro enrojecido al pasar junto aella, pues nunca habían visto nadaparecido.

Ante él, Warwick vio la oscura masaque conocía tan bien como sus propiosseñoríos. De hecho, Calais había sido suhogar durante años en el pasado, cuandoel rey Eduardo no era más que un niño.Contempló aquella fortaleza y la ciudadcon algo parecido a la nostalgia. El díase había mantenido despejado y el canalde la Mancha se había estrechadocuando se habían desviado hacia elnorte por la costa de Southampton, de talmodo que había podido contemplar los

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acantilados blancos de Dover a un ladoy Francia y la libertad al otro. Cadamomento que transcurría lo acercabamás a la seguridad y, sin embargo, loalejaba de todo cuanto amaba yvaloraba.

Lo sacó de sus ensoñaciones su hija,con un grito más agudo que losanteriores, y más prolongado. Losmarineros se esforzaron por no mirarlade hito en hito, pero ciertamente nohabía ningún lugar privado en aquelvelero abierto. Isabel estaba sentada enlos tablones, con las piernas abiertas,jadeando y agarrada con una mano a sumadre, a un lado, y a su esposo al otro.Estaba aterrorizada.

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−Ya no tardará mucho −dijo Warwick−. Acercaos tanto como os atreváis yechad el ancla. Alzad mi estandarte en elmástil, para que no nos retrasen.

−Esta embarcación no tiene una quillaprofunda, milord −respondió el deCornualles−. Podría conducirla hasta losmuelles.

Warwick miró hacia las aguasinfestadas, desesperado. Tras ellas, seerguía la fortaleza, con sus murallas depiedra. Conocía el número exacto y elpeso de las bolas de cañón que podíandisparar. La fortaleza no podía asediarsedesde tierra, porque podíaaprovisionarse por mar. Y tampocopodía atacarse por mar, porque contaba

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con aquel gran cañón. Calais era laposesión inglesa mejor fortificada delmundo y cualquier embarcación queosara menospreciar sus defensas seríahecha astillas. Aun así, sopesó sipodrían camuflar su acercamiento trasotros navíos y luego avanzar como unaflecha hasta los muelles antes de quenadie adivinara su intención.

−¿Veis esas volutas de humo?−preguntó con amargura−. Disparanhierro que calientan al rojo vivo enbraseros, listo para ser lanzado conpinzas y arrojado por el cañón hasta untope húmedo. Pueden llegar a unkilómetro y medio mar adentro yprenden en llamas aquello en lo que

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impactan. Debemos esperar al capitándel puerto.

Mientras hablaba, unos de lostripulantes izó sus colores. El vientoarreciaba y el estandarte ondeabamientras las crestas de las olas se teñíande espuma. El velero se mecía y sehundía, desdeñando la pequeña ancla ytirando violentamente de todos.Warwick se agarró a una cuerda firmecomo una barra de hierro y se mantuvoen pie junto al barandal, agitando unbrazo adelante y atrás en dirección a laorilla para transmitir la urgencia delmomento. Tras él, Isabel lloraba ygritaba, mordiéndose el labio hasta

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hacerse sangre, con las mejillasmoteadas por venitas rotas bajo la piel.

−¡El niño está en camino, Richard!−gritó su esposa−. ¿No podemosdesembarcar? Que Dios todopoderoso yMaría nos asistan. ¿No podéis llevarnoshasta puerto?

−¡Ya vienen! ¡Aguanta, Isabel! Elcapitán puede hacer señas a los cañonesde la fortaleza y el viento siguesoplando en la dirección correcta.Solicitaré un médico para que osasista…

Se volvió para dar nuevas órdenes ala tripulación, pero ya estaban listospara cortar la cuerda del ancla ydescender las velas una vez más. Sería

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un trabajo arduo, pero estabanpreparados para responder a su señal.

El velero dio un gran bandazo y elviento aulló, arreciando a cada momentoque pasaba y bañándolos a todos enespuma. Nubarrones oscuros sedesplazaban rápidamente por encima desus cabezas e Isabel gritó. Warwick bajóla vista hacia las piernas desnudas de suhija, completamente abiertas. Atisbó undestello de la coronilla del bebé y tragósaliva. Su esposa había abandonadotoda pretensión de intimidad y searrodilló sobre los tablones, temblandopor la espuma del mar que la empapaba,pero decidida y lista para agarrar aaquella vida diminuta en sus manos.

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Warwick vio el bote del capitán delpuerto abriéndose camino lentamentehacia él. Imaginó que les llegaban losgritos de Isabel, aunque no parecíantener ninguna prisa. Sin duda alguna, elruido viajaba por el agua. A oídos deWarwick, los alaridos de Isabel sonabantan desgarradores que creyó que toda laguarnición sabría a aquellas alturas quehabía un bebé a punto de nacer.

Cuando el bote del capitán del puertoestuvo a una distancia donde pudieraalcanzar la voz, Warwick gritó tan fuertecomo pudo. Señaló hacia el oso y elbáculo en la punta del mástil y luego,ahuecando las manos alrededor de laboca, pidió un médico para asistir un

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parto. Una vez que lo hubo hecho, sedesplomó, entre jadeos y viendo motitasblancas parpadearle delante de los ojosa causa del esfuerzo. El viento soplabaen rachas, embravecido; hacía temblarlas jarcias y hacía que el velero ancladodiera bandazos, con tal virulencia que elhorizonte parecía sumergirse y alzarsede nuevo de manera espeluznante.

Warwick se mostró confuso cuando elesquife del capitán del puerto continuóavanzando, sin ninguna bandera alzadapara los oteadores de la fortaleza.Volvió a gritar, señalando y haciendogestos con la mano, mientras el pequeñobote avanzaba con un pedazo de vela,con el agua salada rompiendo en

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láminas sobre su proa. Warwick vio a unhombre en pie, igual que él, agarrado auna cuerda y balanceándosepeligrosamente mientras le hacía gestos.El viento había arreciado aún más yWarwick no entendía lo que decía. Enlugar de esperar, volvió a solicitar unmédico, repitiendo una y otra vez queera Warwick y que había un niño a puntode nacer. En medio de su ira, oyó ungemido agudo, un tartamudeo y unchillido. El viento amainó un instante,por suerte, y volvió a rachear. Volvió lavista atrás y vio a uno de los marinerosde pie, avergonzado, sosteniendo uncuchillo con mango de asta para que la

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madre de Isabel cortara el cordón ylanzara la placenta al mar.

Warwick permaneció en pie,balanceándose, con la boca abierta y lamente en blanco. Había sangre encubierta, sangre que se extendía con laespuma que los martilleaba y seinfiltraba por las grietas de la maderavieja y corría por los tablones. Habíanvuelto a tapar con mantas a Isabel.Observó a Anne empujar a la diminutacriatura bajo la camisa de Isabel, nopara que la amamantara, sinosimplemente para que notara su calorcorporal y para protegerla del vientopenetrante y del aire húmedo.

−¡Es una niña, Richard! −le gritó su

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esposa−. ¡Una hija!Fue un momento mágico y, cuando

volvió a mirar hacia el puerto, divisó elesquife del capitán peligrosamentecerca. Solo había cuatro hombres abordo y reconoció al tipo que habíadado la bienvenida a Clarence e Isabelen la ocasión anterior, cuando habíanacudido a desposarse. El hombre habíasido todo sonrisas y risas amablesentonces. Bajo el frío, su mirada eradura.

Aun así, Warwick le gritó, ahora queestaban lo bastante cerca como parahacerse oír por encima del viento.

−Ha nacido una criatura, señor.Necesitaré un médico que asista a mi

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hija. Y una posada con un buen fuego yvino caliente con especias.

−Lo lamento, milord. Tengo órdenesdel nuevo capitán de Calais, sir AnthonyWoodville. No podéis desembarcar,milord. De ser por mí, os lo permitiría,pero las órdenes portaban el sello delrey Eduardo. No puedo contravenirlas.

−¿Dónde queréis que desembarque?−preguntó Warwick, desesperado. Fueradonde fuese, el hermano de la reinaparecía habérsele adelantado. Warwickestaba lo bastante cerca como para veral hombre de Calais encogerse dehombros ante el dolor que transmitía suvoz. Se llenó los pulmones y volvió aaullar por encima de las olas y la

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espuma−. ¡Escuchadme! ¡Hay un bebé abordo, nacido hace menos de diezminutos! ¡Mi nieta! No, ¡la sobrina delrey Eduardo! Nacida en el mar. ¡Alcuerno vuestras órdenes, señor! Vamos apuerto. ¡Cortad esa maldita ancla!

Sus marineros rebanaron la cuerda yel velero se giró de inmediato, pasandode ser un resto flotante que oscilabasobre la cuerda de un ancla aconvertirse en una criatura viva en elmismo momento en el que zarpó.Warwick vio al capitán del puertobraceando, haciéndole gestos para queno lo hiciera, pero asintió en dirección asus hombres e izaron lo suficiente lasvelas para ponerlas en rumbo. El

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movimiento del velero se serenómientras partía las aguas.

De la oscura masa de la fortaleza enla orilla llegó un doble crujido, como deun cuervo agachado sobre un cadáver.Warwick no atinaba a ver la trayectoriade las bolas candentes, pero si viodónde caían. Ambas impactaron en elmar a su alrededor, sin duda apuntadasadonde habían estado anclados,convertidos en una diana perfecta. Sabíaque los operarios de los cañonespracticaban con armatostes viejosanclados. Él mismo había supervisadoaquellas operaciones.

La segunda bola impactó lo bastantecerca como para que Anne chillara y

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Clarence aferrara contra sí a su pálidaesposa, presa del terror. La bola erró eltiro, pero escucharon el furioso burbujeodel metal candente en contacto con lasfrías aguas. A su alrededor ascendió unpotente olor a hierro caliente, que seelevaba de las profundidades.

−¡Richard! −gritó su esposa−.¡Sacadnos de aquí, por favor! No nosdejarán desembarcar. No podemosabrirnos camino hasta el muelle. ¡Porfavor!

Warwick miró fijamente haciadelante, consciente de que los siguientestiros podían despedazar el velero ymatar a todo el mundo a bordo. Seguíasin creer que hubieran disparado contra

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él, con su estandarte ondeando en elmástil. Sus hombres esperaban supalabra, con los ojos como platos. Alzóla mano y actuaron; el velero dio mediavuelta y las velas quedaron flojas. Aquelviraje seguramente los salvó. Justoentonces el cañón sonó de nuevo, con unrumor que pareció agrietar los mares.Las bolas rojo candente no les dabanalcance; sus volutas de vapor seelevaban en el aire. La tripulación deWarwick volvió a izar las velas y elvelero se estabilizó una vez más.

−¿Qué rumbo, milord? −gritó elmarinero de Cornualles.

Warwick recorrió el bote en toda sueslora, volviendo la vista atrás mientras

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la fortaleza empezaba a mermar a susespaldas.

−Parece que ya no queda lealtad enInglaterra −dijo con amargura−.Bordead la costa hasta Honfleur y luegoencauzaos por el río hasta París. Creoque tengo uno o dos amigos allí quepodrían ayudarnos en este momento denecesidad.

Se sobresaltó cuando Isabel emitió unlamento, un sonido de pena tal que lerecordó más al gemido de un animalherido que a nada que hubieraescuchado antes. Warwick se dirigióhasta ella y vio que se había abierto lablusa para contemplar al diminuto bebéque tenía dentro. No se movía y tenía la

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piel arrugada ligeramente azulada.Isabel había notado cómo se quedabafría contra su cuerpo e intentabaintroducir su pecho en una boca quieta.Echó la cabeza hacia atrás y aulló depena hasta que Jorge de Clarence laacercó a su hombro y abrazó tanto a lamadre como a su hija muerta, jadeante,derramando lágrimas.

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W

EPÍLOGO

arwick podía oler la ciudad deParís mientras esperaba en elpasillo. A diferencia del palaciode Westminster, construido a

orillas del río de Londres para podersebeneficiar de las suaves brisas, elLouvre se alzaba en pleno corazón de lacapital francesa. A resultas de ello,prácticamente no podía utilizarsedurante los meses estivales, cuandomiasmas venenosos se elevaban de las

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calles hacinadas y toda la corte francesahacía el equipaje y se trasladaba alcampo. Aún reinaba cierto caos en loscentenares de estancias por las quehabía pasado, mientras los criadossacaban lustre, barrían y abrían lasventanas para dejar entrar la luz y el aireinundaba de nuevo los claustroscerrados.

Se sentó en un banco en una pequeñaalcoba y apoyó la cabeza contra unaestatua mucho más antigua queJesucristo, obra de algún griego con unabarba muy rizada. Su hija se habíaencerrado en sí misma y apenas hablaba,ni siquiera con su esposo Clarence.Ambos habían llorado sin consuelo el

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día que habían dado sepultura a sudiminuta criatura en un campo francés,una sobrina de un rey inglés. Habíanmarcado el lugar donde se encontraba latumba y Warwick había jurado llevar deregreso el ataúd a Inglaterra en cuantofueran libres para hacerlo, para darle unsepelio y una misa como eran debidos.Era todo cuanto había podido ofrecerles.

Se abrió una puerta que interrumpiósus pensamientos y lo hizo sentarseenderezado, antes de ponerse en pie alver al rey Luis entrar por ella,buscándolo. Warwick se arrodillómientras el monarca francés se limpiabalas manos con un trapo. El rey tenía losdedos oscuros a causa de la tinta y se

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los miró con aire dubitativo al agarrar aWarwick del brazo.

−Richard, he sabido de vuestrastragedias. He dejado mi trabajo con lasnuevas prensas, esas máquinas deimprimir que reemplazan a una docenade monjes con solo tres hombres y uncachivache. Lo lamento enormemente,tanto por vos y vuestro yerno como porvuestra hija. ¿Dio nombre a la niña?

−Anne −respondió Warwick en unsusurro.

−Es algo terrible. Yo mismo lo heexperimentado de demasiadas maneras,con excesiva frecuencia como pararesultar tolerable. ¡Niños muertos que nisiquiera pueden ir al cielo por no estar

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bautizados! Es una crueldadinsoportable. ¡Y vuestro rey Eduardo!¡Permitir que se pronuncien talesacusaciones contra su conde y su propiohermano! Es increíble. Os ofrezco mihospitalidad y toda mi compasión, porsupuesto, cualquier cosa que necesitéis.

−Gracias, su majestad. Significamucho para mí. Tengo dinero y algunaspequeñas propiedades…

−¡Olvidaos de eso! Firmaré mil librospara vos por vuestros gastos. Vos yvuestros acompañantes sois misinvitados, considerados amigos en estacasa. En este palacio hay plantas enterassin utilizar, milord. Hay lugares peorespara llorar por las pérdidas que París,

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creo yo. La decisión es vuestra, porsupuesto. Es una mera oferta, miconsejo.

A Warwick le conmovióverdaderamente el gesto e hizo unanueva reverencia para mostrar sugratitud por un trato tan generoso. El reyagachó a su vez la cabeza, con airesolemne.

−Espero que os instaléis en este lugar,Richard. No estaréis solo. −El rey hizouna pausa, llevándose un dedo a loslabios−. Debería decíroslo, quizá. Eraisun caballero antes, cuando fui tangrosero como para aprovecharme devuestros buenos modales. Estuvo malpor mi parte forzaros a hallaros en

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presencia de una persona que podíahaceros sentir incómodo.

−¿La reina Margarita, su majestad?−preguntó Warwick, encontrando ciertadificultad para seguir el hilo a suspalabras.

−Por supuesto, Margarita, con esebandolero al que llama Derry Brewer,quien afirma no hablar francés, peroescucha con suma atención cuanto sedice en su presencia.

−No os entiendo, su majestad −dijoWarwick.

El rey Luis le habló sin tapujos.−Milady Margarita de Anjou vuelve a

ser mi invitada, Richard. No me gustaríaque os sintierais incomodado, por más

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que ella habló bien de vos tras vuestroencuentro aquí. Su hijo también laacompaña. Quizá podáis explicarle unao dos historias acerca de su padre. −Elrey miró a los ojos a Warwick, como sifuera capaz de asomarse al alma quehabía tras ellos−. Si no es posible, loentiendo. Habéis sufrido más que ningúnhombre. Traicionado por vuestro propiorey y viendo morir a vuestra nieta en lamar, ante vuestros ojos. ¿Habría vividola pequeña si no os hubieran obligado ahuir? Por supuesto, por supuesto. Esdemasiado cruel pensarlo. −El rey Luisse enjugó los ojos, aunque Warwick nohabía detectado rastro de lágrimas enellos−. ¿Queréis saber algo, Richard?

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Existen ciertas personas que nuncaaceptaron verdaderamente a Eduardo deYork como rey. Un rey debe liderar,desde luego, pero no solo en el campode batalla, ¿entendéis? Es su misiónalentar a sus lores a crear una mareacreciente que eleve todos los barcos, nosolo los suyos. Quizá debería organizarotro almuerzo para que expliquéis aMargarita y a su hijo todo lo acontecido.¿Os parecería bien, milord? A mí mecomplacería. El rey Enrique sigue convida en la Torre, ¿no es cierto? ¿Siguebien?

−Sigue igual −respondió Warwick.Sintió una punzada de ira por la

manipulación, pero la ahuyentó con un

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encogimiento de hombros. Lo habíandesterrado de Inglaterra, lo habíandejado pudrirse como a Margarita deAnjou antes de él. ¿Había algún caminode retorno?

−Me complace saberlo −respondió elrey Luis−. Su esposa me ha explicadoque es un hombre sin voluntad,pobrecillo. ¡Qué tragedia! Pero debéisconocer a su hijo. ¡Parece un tártaro! Siaccedéis a volver a ver al muchacho,apuesto a que os sorprenderá lo muchoque ha crecido en cuestión de pocosaños. Tiene un porte más regio, sientendéis lo que quiero decir. Sinembargo, solo será así si dais vuestroconsentimiento, Richard.

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Warwick inclinó la cabeza por terceravez. Margarita era la responsable de laejecución de su padre. Había fabuladocon su muerte un millar de veces, aunquemenos en los últimos años, en los que laantigua reina se había alejado de suspensamientos. Asintió con la cabeza,notando que las ascuas se habíanenfriado y que por fin podía dejar delado la ira de antaño. Ahora habíadescubierto otra nueva.

Se había sentido desesperanzado alenterrar el cuerpo de su nieta. Laspalabras del rey francés llevaron una luza esa oscuridad profunda e interna,insuflándole nuevas esperanzas.

−Por supuesto que me reuniré con la

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reina Margarita y su hijo −dijo Warwick−. Sería un gran honor.

Luis lo observaba con atención y,fuera lo que fuese lo que vio, hizorefulgir sus ojos.

−¿Quién puede soportar una vida sindesafíos, sin peligros, Richard? ¡Yo no!Y presiento que a vos os sucede lomismo. ¿Por qué no vivir mientrassomos jóvenes? Como aves de rapiña,sin lamentos y sin demasiados temoreshacia lo que el futuro nos pueda deparar.Oídme bien si os digo que prefieroluchar y caer a sentarme y soñar. ¿No osocurre lo mismo a vos?

Warwick sonrió, notando cómo lanegritud de su depresión empezaba a

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aclararse, afectado por la sensación dedeleite en el mundo de aquel hombre.

−Así es, su majestad −respondió.

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NOTA HISTÓRICA

Gens Boreae, gens perfidiae, gensprompta rapinae.

«Gente del norte, gente traicionera,gente dispuesta a rapiñar».

El abad de Whethamstede, recurriendo a unlatinismo para describir el ejército de

Margarita.

Tras la batalla en el castillo de Sandal,en diciembre de 1460, hoy conocidacomo la batalla de Wakefield, se

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empalaron cuatro cabezas en lasmurallas de la ciudad de York. La delduque de York era una de ellas, tocadacon una corona de papel para ilustrar suvacua ambición. La segundacorrespondía al conde de Salisbury,padre de Warwick. La tercera cabezapertenecía al hijo de York, Edmundo,conde de Rutland, de solo diecisieteaños de edad. Finalmente, en unasimetría espantosa, la cuarta cabezapertenecía al hijo de Salisbury, sirThomas Neville. Sir Thomas tambiéntenía dieciséis años, pero, en pro delargumento, decidí no incluir a otro jovenNeville en la misma batalla. El peligrode esta época siempre recae en que hay

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demasiados primos, hijas, hijos y tíospara permitir que la trama avance poruna línea clara. Algunos de ellos, que nodesempeñan un papel relevante, debendescartarse. Sin embargo, convienetener presente cuántos de los lores quelucharon en Towton tenían motivos muypersonales para buscar venganza.

Los dos títulos principales de Salisburypasaron a sus hijos: Salisbury aWarwick y Montagu a John Neville.John Neville fue declarado conde deNorthumberland durante un tiempo, peroposteriormente Eduardo IV lo obligó areintegrar dicho título al heredero dePercy. El título de Montagu se aumentó a

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la categoría de marqués para compensara John Neville, aunque sospecho quenada podía compensarlo realmente. Elrango de marqués, a medio camino entreun conde y un duque, es una creaciónpoco habitual y poco conocida enInglaterra, con excepciones notables yfamosas, como el marqués deQueensberry, que codificó el boxeo, y elactual marqués de Bath, propietario dela casa solariega de Longleat, CheddarGorge y en torno a cuatro mil hectáreas.

John Neville fue, en efecto, cautivadopor las tropas de la reina Margaritadurante un tiempo, pero seguía preso enYork hasta que Eduardo entró en la

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ciudad tras Towton, de manera que noluchó en dicha batalla.

Con respecto al extraordinarioacontecimiento de 1461, cuando Londresdenegó la entrada a la reina, el rey y elpríncipe de Gales, la clave parecehallarse en el temor a los norteños.Ciertamente, el ejército de Margaritahabía robado, masacrado e incendiadoel país a sus anchas mientras avanzabanhacia el sur, puesto que, sin paga, nohabía cadenas. A la sazón, los norteñoshablaban un dialecto abstruso que debíade resultar casi indistinguible a oídos delos londinenses. (El abad Whethamstededijo de él que sonaba a ladridos de

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perros). Y los londinenses debieron detemer incluso más a los escoceses queformaban parte del ejército deMargarita, auténticos «salvajes»procedentes de lo que por entonces eraun país inimaginablemente lejano ydesconocido. Hoy en día resulta difícilasimilar la idea de un invasorextranjero, pero contar con escocesesentre sus tropas no hizo ningún favor aMargarita ante la opinión pública.

Sir Henry Lovelace desempeñó un papeldestacado en el período previo a lasegunda batalla de San Albano.Warwick creó las defensas más floridas,todas encaradas al norte, pero el ejército

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de la reina se desplazó hacia el oeste,hasta Dunstable, desde donde atacó alejército de Warwick por el cuadradoizquierdo posterior y se abrió caminohacia las tropas centrales. Y aunque, unavez más, Derry Brewer es un personajeficticio, sin duda debió de existiralguien como él que recabara este tipode información útil. Es posible que aLovelace le prometieran un condado porfiltrar los detalles. Lo cierto es queformaba parte del séquito más cercano aWarwick. Cambié su nombre por el desir Arthur Lovelace porque ya había unHenry en el conde de Percy, otro enHenry Beaufort, duque de Somerset, y,por descontado, el propio rey Enrique.

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Con todos los Richard y Ricardos y unoscuantos Eduardos, en ocasiones da lasensación de que la nobleza de laInglaterra medieval escogía sus nombresde entre media docena de papelesintroducidos en un sombrero.

Tras la segunda batalla de San Albano,en 1461, aquella derrota desastrosa, elbando yorkista había perdido su controlsobre el rey Enrique y, con él, gran partede su autoridad y de su proyección antela población. Necesitaban otro rey yEduardo Plantagenet tenía el talanteadecuado para reclamar la corona.Como suele ocurrir con las decisionesmilitares osadas históricas, su

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proclamación marcó un punto deinflexión para las fortunas de York.Conllevó una gestión ligeramente másesmerada que la que he descrito, a cargodel obispo George Neville, quien seconvirtió en un actor vital por el apoyorecibido por parte de la Iglesia. Fue elobispo Neville quien proclamó elderecho de Eduardo a gobernar enLondres, el 1 de marzo. Capitanesemocionados recorrieron la ciudadportando la noticia de que Eduardo deYork iba a ser proclamado rey. Un granconsejo ligeramente más formal sereunió en el castillo de Baynard, aorillas del Támesis, el 3 de marzo. Elproceso en su conjunto se organizó con

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una celeridad pasmosa y debe su éxito ala mera audacia…, así como al rechazomanifestado por Londres hacia la casade Lancaster. La ciudad se habíaposicionado al negar la entrada al reyEnrique. No le quedaba más remedioque respaldar a York.

El 4 de marzo de 1461, Eduardopronunció su juramento de coronaciónen el Salón de Westminster. A partir deese momento, el flujo de partidarios yuna financiación vital fueron constantes.Los banqueros londinenses le prestaron4.048 libras esterlinas, sumadas a 4.666libras y un marco anteriores. También seefectuaron préstamos personales, tanto

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procedentes de personas privadas comode casas religiosas de la ciudad. Habíaque pagar, alimentar y equipar a lossoldados. El 6 de marzo, Eduardo envióproclamas a los sheriffs de treinta y trescondados ingleses, así como a grandesciudades como Bristol y Coventry. Loresy plebeyos acudieron a luchar en nombrede Eduardo Plantagenet mientras cifrasaún superiores de soldados y veintiocholores se unían al rey Enrique y a la casade Lancaster en el norte. Ello explicamejor que nada por qué Eduardo seautoproclamó rey. A partir de ese día,asumió el poder y la autoridad de laCorona sobre los señores feudales y suspartidarios.

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La celeridad con la que secongregaron ejércitos tan inmensos esimpresionante, incluso lo sería hoy.Juzgada por el estándar medieval,mucho más lento, fue una colosal yfrenética estampida hacia la batalla. Elejército de Eduardo debió de tardarunos ocho o nueve días en recorrer loscasi trescientos kilómetros que loseparaban de Towton. La primeraescaramuza tuvo lugar los días 27 y 28de marzo, en Ferrybridge, y en ellaparticiparon Eduardo, Fauconberg yWarwick. Se saldó con la muerte deClifford, quien, mientras intentabaalcanzar a la fuerza principal en busca

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de seguridad, fue derribado y murióatravesado por una flecha en el cuello.

El 29 de marzo de 1461, el Domingode Palma, en medio de una asoladoratormenta de nieve, ambos bandos seenfrentaron en la batalla de Towton. Loque siguió es, sin duda, la batalla mássangrienta acaecida nunca sobre sueloinglés. Las cifras históricas sitúan elnúmero de víctimas mortales en hastaveintiocho mil soldados, tal comoinformó George Neville, obispo ycanciller, en una carta redactada nuevedías después de la contienda. Dichacifra es en torno a ocho mil vecessuperior a la del primer día de la batalladel Somme, en 1916. Cabe destacar,

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asimismo, que, durante la PrimeraGuerra Mundial, existían armasmodernas, como ametralladoraspesadas. En Towton, todos los hombresque fallecieron lo hicieron alcanzadospor una flecha, una espada, una maza, unpodón o un hacha. El cauce del ríodiscurrió en color rojo durante los tresdías posteriores.

Los informes acerca de la cifra desoldados que batallaron varíansobremanera, desde los cálculos másprobables, que los sitúan en unossesenta mil, hasta varios centenares demiles. El número de muertos fue entorno a un uno por ciento de unapoblación de solo tres millones de

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personas. Así pues, en cuanto a impactoen la sociedad, sería equivalente a unabatalla con entre seiscientos ysetecientos mil muertos en la actualidad.En toda la extraordinaria complejidadde la historia inglesa y, posteriormente,británica, Towton es un episodiosobresaliente.

El nombre de Towton procede de lapoblación cercana homónima. La antiguacarretera que conducía a Londresatravesaba dicha población y era másconocida que Saxton, si bien la batallase libró entre ambas, en un lugar hoyconocido como «la Pradera Sangrienta».Recomiendo visitarlo. Es un lugarinhóspito. Las escarpadas faldas del

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monte Cock Beck resultandesalentadoras por sí solas. Bajo lanieve, para los hombres con armadurade Lancaster que intentaban batirse enretirada, debieron de suponer unobstáculo insalvable. Towton se haconvertido en el nombre establecidopara aquella terrible matanza, si bien enel pasado se la conoció como la batalladel Campo de York, de Sherburn-ib-Elmet (una población al sur), deCockbridge y del Campo del Domingode Palma.

Nota sobre las armas: podones, hachasde petos y espadas. El término «sable»no se empleaba en el siglo XV. Apareció

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mucho más tarde para diferenciar lasespadas medievales de las que seutilizaban en los siglos XVIII y XIX parabatirse en duelo. Al ser todas las armasde fabricación artesanal y, en muchoscasos, exclusiva, por tratarse de unapieza clave del equipamiento de loscaballeros, prácticamente existían tantosnombres descriptivos como espadas.

Un arma medieval de uso común erael bracamarte, una espada de un solofilo muy parecida a un machete actual,con hoja ancha y encorvada cerca de lapunta. Los obreros no adiestradosreclutados mediante conscripciones ycomisiones de movilización se

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defendían mejor con armas buenas ysólidas de este tipo.

El podón y el hacha de petos sonsimilares en muchos aspectos, si bien lacuchilla principal de un podón solíacontar con una única punta para perforarla armadura, mientras que el hacha depetos constaba de una hoja de hacha conforma de media luna y, por lo general,con un martillo por el lado opuesto.Ambas solían estar dotadas de picas alestilo de las bayonetas y son similaresen el sentido de que estaban formadaspor piezas de acero afilado de entre unoy dos kilos y medio sujetadas a unmango parecido al de un hacha o de unalongitud superior, como el de las picas.

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Bien equilibradas, podían resultardevastadoras en manos de labriegos yplebeyos no adiestrados, hombres que,sin embargo, estaban perfectamenteacostumbrados a usar herramientas decorte. En Inglaterra, el podón era másfrecuente que el hacha de petos, si bienambos llegaron a manos de los ejércitosde Towton. Algunos de los cráneosaplastados y rotos hallados en fosas deenterramiento de la zona solo pudieronocasionarlos múltiples golpes rabiosos,entre seis y diez de ellos propinados conun hacha de petos, por ejemplo, a uncadáver ya frío. El grado de salvajismoes comparable al de un apuñalamientoenloquecido. Claramente, una vez que da

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comienzo, un asesinato violento esdifícil de detener.

Espero haber descrito los principalesacontecimientos de Towton conprecisión. El contacto de lordFauconberg con las líneas de Lancasteres un ejemplo de cómo un buencomandante debe reaccionar a factorescomo un clima y un terreno cambiantes.Bajo las órdenes de Fauconberg, losarqueros dispararon miles de flechas yretrocedieron inmediatamente paraquedar fuera del alcance del enemigo.En medio de la densa nieve, con unavisibilidad prácticamente nula, laslíneas de Lancaster respondieron a

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ciegas, desperdiciando saetas vitales.Los soldados de Fauconberg lasrecogieron alegremente y lasdevolvieron por aire. Las líneaslancasterianas sufrieron unas pérdidasatroces solamente en aquella acción; sinduda, se contaron por miles. Se lasaguijoneó para atacar y ambos ejércitoscolisionaron.

Fauconberg utilizó tanto el vientocomo la pésima visibilidad paraaniquilar posiciones del enemigo,incluso antes de que las tropasprincipales se enzarzaran en combate.Su nombre es prácticamentedesconocido, en comparación con el desu sobrino Warwick, pero no es

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exagerado afirmar que Fauconbergprobablemente fuera el mejor estratega.Sobrevivió poco a la batalla de Towton,pero he preferido prolongarle la vidaligeramente para que llegara a lasegunda parte, tanto para que sirviera deconsejero a Warwick como porque es unpersonaje que me despierta simpatía.

Como suele ocurrir con frecuencia enlos puntos de inflexión de la historia, lasuerte y el tiempo desempeñaron unpapel fundamental. En el caso deTowton, la fortuna sonrió a Eduardo deYork. El hecho de que el ala derecha deNorfolk se perdiera y rezagara resultóser un factor clave para desmoronar los

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ánimos del ejército de Lancaster.Norfolk nunca afirmó haber planificadola acción, de manera que debemosasumir que fue tal como parecía: uncompleto desastre que acabó en unallegada tardía tan decisiva como laaparición de Blücher en Waterloo. Laaparición de unos ocho o nueve milsoldados frescos en un flanco debió deresultar desmoralizante para quienescreían que estaban aguantando bien. Enmedio de la nieve y la oscuridad, quebróa las fuerzas de Lancaster, y lossoldados que salieron en desbandada, obien fallecieron ahogados, o fueronmasacrados mientras intentaban escapar,aplastados y golpeados.

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La ficción histórica suele comportar unalucha entre el deseo de narrar la historiaprincipal y el de revelar historiasparalelas extraordinarias, al menos enmi experiencia. Suele ocurrirme quedescubro alguna escena que,sencillamente, no puedo encajar en latrama. Una novela no debe resultarfarragosa. La segunda parte de estaempieza en 1464, motivo por el cualomite el intento de Margarita de retomarel reinado en 1462, acontecimiento quedaría material para escribir todo unlibro. A cambio de prestamos en Calais,Margarita cerró un trato con el reyfrancés para que le prestara cuarenta ytres barcos y ochocientos soldados que

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acudieran en apoyo de las tropas lealesque aún quedaban en Inglaterra. Recogióal rey Enrique en Escocia, protagonizóun desembarco armado y retomócastillos como el de Alnwick enNorthumberland. Actuando con rapidez,Margarita regresó con su flota al mar,donde naufragó a causa de unatempestad repentina. El barco deMargarita consiguió llegar renqueandohasta Berwick, desde donde la reinavolvió a huir a Francia. Su padre, Renéde Anjou, le permitió alojarse en unapequeña heredad en el ducado de Bar,donde la reina convivió con unosdoscientos partidarios en medio de lapobreza: un patético recordatorio de la

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corte de Lancaster. Margarita nuncaperdió las esperanzas, pese a que uncontratiempo de tal calibre habríadesmoralizado a cualquiera.

Tras ser traicionado, Enrique fuecapturado finalmente en 1465 ytrasladado a la torre de Londres por elpropio Warwick. No existen registros deque escribiera cartas, poesía ni nada porel estilo. Sospecho que Enrique era unhombre roto en aquel entonces, unrecipiente vacío. Cinco miembros delhogar de Eduardo IV recibían buenosestipendios por atender al rey Enrique, ya ellos se sumaron más custodios segúnfue necesario. El sacerdote William

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Kymberley oficiaba una misa diaria paraél en su encierro. Como siempre,Enrique halló solaz en la fe y la oración.

No se tiene tampoco noticia de quefuera maltratado. Un texto posteriorsugería que el rey fue torturado, en unintento de beatificar a Enrique. Noobstante, no existen pruebas de que asísucediera y, sin embargo, sí las hay de laprovisión de nuevos ropajes y del envíode vino desde las bodegas reales. Enuna fase posterior, se sugiere queEnrique se volvió desaliñado, sucioincluso, pero probablemente se debieraa que, para entonces, ya estabagravemente enfermo de la cabeza y fueraincapaz de cuidar de sí mismo, o se

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mostrara descuidado en su aseo. Cómopudo afectar eso a la decisión deMargarita de dejarlo atrás es tema dedebate. En los siglos que nos separan,algunos se han posicionado en contra dela reina. Es solo mi opinión, pero yoprefiero no juzgarla con excesiva durezapor no amar a un hombre que leocasionó tanto dolor y que nunca fue unverdadero marido para ella.

Isabel Woodville llegó a la corte en1465, con cinco hermanos, dos hijos ysiete hermanas solteras. Mayor queEduardo, procedente de una casa sinlinaje y viuda con dos hijos de suanterior matrimonio, es cierto que

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Eduardo la desposó en secreto y solo selo confesó a Warwick cuando este sehallaba ya en negociaciones paraprocurarle una esposa francesa.

Como los Neville antes que ella,Isabel Woodville se dispuso a introducira su familia en todas las casas nobles deInglaterra, forjando así y reforzando losapoyos entre las familias más poderosasdel reino. El matrimonio de JohnWoodville (de diecinueve años) con laduquesa Dowager de Norfolk (desesenta y cinco) fue un intento descaradode hacerse con el título, parte de lossiete grandes matrimonios orquestadospor Isabel Woodville en los dos añosposteriores a su coronación como reina

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consorte. El duque de Norfolk, quehabía luchado en Towton, habíafallecido en 1461. Dejó un hijo, queseguía con vida cuando se produjo aquel«matrimonio diabólico». Sin embargo,dicho duque falleció repentinamente,dejando solo a una hija, de manera queel título cayó en desuso. Si JohnWoodville hubiera sobrevivido a laguerra de las Rosas, bien podría haberacabado siendo nombrado duque deNorfolk y haber quedado libre paravolver a contraer matrimonio.

Aparte de los siete grandesmatrimonios, el rey Eduardo concediópor mera generosidad varios títulos a lafamilia de su esposa. El hermano de

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esta, Anthony Woodville, desposó a lahija del barón Scales, el hombre quehabía vertido bolas de fuego sobre lasmultitudes de Londres. Al hacerlo,Anthony Woodville heredó el título.Bajo Eduardo, también fue nombradocaballero de la Orden de la Jarretera,lord de la isla de Wight, lugarteniente deCalais y capitán de la Armada Real, pormencionar solo unos cuantos títulos. Elpadre de Isabel Woodville fue nombradotesorero del rey y conde Rivers.

El rey Eduardo era un hombrepropenso a los gestos magnánimos y deuna generosidad extraordinaria. Habíanombrado a John Neville conde deNorthumberland, pero, como parte de la

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poda de la vid de los Neville, perdonó yrestituyó el título al heredero de Percy,tras liberar al joven Henry Percy de laTorre y devolverlo a las heredades de sufamilia. La idea de que Henry Percypudiera haber pasado parte del tiempointermedio con Warwick es invenciónmía. Ricardo de Gloucester, sinembargo, el posterior rey Ricardo III, síse crio durante varios años enMiddleham, donde, al parecer, fue feliz.

Es interesante destacar que larecuperación del Gran Sello de manosdel arzobispo George Neville sucediótal como he descrito, con el rey y unséquito de hombres armados cabalgandohasta una posada en Charing Cross para

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exigirlo. Es poco probable que el reyEduardo anticipara una respuestaarmada, pero sí demuestra en quémedida el ascendiente de su esposa lohabía vuelto en contra de la familiaNeville. El nombre «Charing Cross»podría ser una corrupción de Cruz de la«Chère Reine» («Querida Reina»), enhonor a las cruces conmemorativaserigidas allí por Eduardo I tras la muertede su amada esposa Leonor. O tal vezesa historia pudo combinarse concierring, término anglosajón paradescribir un meandro o una curva en unrío o camino. Ciertamente, la historia esuna compilación de historias más

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pequeñas y, en ocasiones, una mezcla dehechos reales y ficción.

También es cierto que Eduardo envióa Warwick a Francia y, en ausencia deeste, cerró un trato comercial y de apoyomilitar mutuo con Borgoña, a la sazón unducado autónomo. Es imposible saber siEduardo habría aceptado al rey Luis XIcomo su aliado. Desde el principio, elmonarca inglés pareció inclinarse porlos duques de Borgoña y Bretaña,cualquiera, de hecho, dispuesto adesairar a la corte francesa. Es meraespeculación, pero Eduardo se habíaimpuesto en los campos de batalla deGales y Towton, y no resulta inverosímilque el rey guerrero de Inglaterra soñara

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con otro Agincourt y con recuperarterritorios perdidos en fechas tanrecientes.

Una delegación de Borgoña viajó aInglaterra, donde fue recibida conelogios y agasajos. Anthony Woodvillese enfrentó en una célebre y violentajusta de exhibición de dos días deduración con el campeón de dichadelegación, un hombre con el espléndidosobrenombre de «el Bastardo deBorgoña». En París, Warwick fuehumillado nuevamente y, lo que es másimportante, el rey Luis menospreciado.El monarca, apodado con razón «laAraña Universal», empezó a analizar el

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problema de Eduardo y a maquinarcómo resolverlo.

Es cierto que Margarita de Anjou pasóalgún tiempo en París durante estaépoca, pero se desconoce si ella yWarwick tuvieron contacto en esta fase.

Para Warwick, los años de matrimoniode Eduardo con Isabel Woodville habíanderivado en una retahíla dehumillaciones personales y públicas. Lagota que colmó el vaso fue que el reyEduardo prohibiera a Jorge, duque deClarence, desposar a Isabel Neville.Desde el punto de vista de Warwick, eraun enlace perfecto, un ascenso social

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que compensaba la extraordinariariqueza de la herencia de su hija. Para elrey Eduardo, aquel enlace podía haberengendrado hijos que supusieran unaamenaza para sus herederos. La casa deYork se había impuesto en el trono frentea una estirpe más antigua, de manera queno podía permitir que Jorge, duque deClarence, creara otro linaje real, másrico incluso que el suyo propio.

Además, es razonable imaginar queIsabel habría preferido encontrar a unWoodville para Isabel Neville, quizáuno de sus hijos. Claramente, ladiferencia de edad no era unimpedimento e Isabel no podía consentirque la fortuna de Warwick cayera en

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otras manos. La única opción que lequedó a Warwick fue que Clarence eIsabel desafiaran al rey Eduardo. Lostres viajaron a Calais, donde la hija deWarwick contrajo matrimonio con Jorgede Clarence en 1469, en contra de losdesignios y las órdenes expresas deEduardo.

En los dos primeros libros, he intentadoreflejar el temor reverencial que muchossentían en la presencia del rey deInglaterra. Es lo único que explica queel rey Enrique permaneciera con vidapese a haber sido capturado por York yhaber sido hecho rehén durante meses envarias ocasiones. Sin embargo, es algo

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innato a la naturaleza humana que ese«temor reverencial» no se produzcacuando uno ha sido testigo de cómo unniño se convertía en hombre y luego seproclamaba rey. Ningún hombre esprofeta en su propia tierra, y Warwickestaba lo bastante exasperado conEduardo y su esposa como para lanzarlotodo por la borda y disponer la captura yel encarcelamiento de Eduardo. Lahistoria es ligeramente más compleja, sibien la esencia es que incitaron yalentaron una rebelión en el norte paraatraer a Eduardo y le tendieron unaemboscada. George Neville, elarzobispo de York, sin duda participó enaquella captura, como también lo hizo

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John Neville, el marqués Montagu. Escierto que el padre de Isabel Woodville,el conde Rivers, y su hermano, sir JohnWoodville, fueron ejecutados tras unaburda farsa de juicio. La familia Nevillehabía sido víctima de expolios y ataquesdiversos, y su venganza fue tanespectacular como despiadada.

Se desconoce cuánto tiempo permanecióexactamente cautivo Eduardo IV, pero,durante el verano de 1469, RichardNeville, el conde Warwick, tuvo a dosreyes de Inglaterra bajo su custodia.Enrique de Lancaster se hallaba en latorre de Londres, y Eduardo de York, demanera alterna en los castillos de

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Warwick y de Middleham. Estasituación impensable fue lo que valió aRichard Neville, conde de Warwick, elapodo de «el Hacedor de Reyes», porencima de todo lo demás. Warwickdebió de suponer que se beneficiaría deretener a Eduardo, si bien jamásconoceremos sus verdaderasintenciones. ¿Pretendía colocar a Jorgede Clarence en el trono? ¿Restauraracaso al rey Enrique? Había variasopciones, pero Warwick no se decantópor ninguna de ellas porque el paísardió en llamas. Tras toda una vidacontemplando cómo Enrique quedabareducido a un peón inútil y no querido,no resulta tan sorprendente, pero

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Warwick se equivocó por completo alcalibrar la respuesta del pueblo inglés.

Rebeliones, asesinatos, incendiosprovocados y malestar civil sepropagaron por todo el país a unavelocidad extraordinaria. IsabelWoodville tuvo algo que ver en ello, sinlugar a dudas, pero también habíadecenas de miles de soldados quehabían luchado con Eduardo en Towton.Apenas nueve años después, seguíanvivos y no encajaron bien que Eduardofuera hecho prisionero.

Warwick se había extralimitadosobremanera. En septiembre de 1469,acudió a Eduardo y le ofreció su

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liberación a cambio de una absolución yuna amnistía absolutas por todo loocurrido previamente. Eduardo siemprehabía sido un hombre de palabra y esevidente que Warwick confiaba en él ycreyó que mantendría su pacto. Al lectoractual puede sorprenderle que creyerahonestamente que así sería, o quizá no lequedara más alternativa.

Sospecho que ni Warwick ni ningunaotra persona pudo anticipar el grado demalestar contra los Neville. Es posibleque Warwick estuviera desesperado, seencontrara en un punto muerto y temierapor su vida. Por una vez, su vastonúmero de señoríos demostró ser unacarga, imposible de proteger frente a

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ataques organizados y vulnerable a losincendios nocturnos y la agitación local.Imagino que a Warwick no le quedabandemasiadas alternativas cuando decidióconfiar en la palabra de Eduardo yliberar al rey.

Cabe destacar, en crédito de Eduardo,que no rompió ni la absolución ni laamnistía concedidas. Cinco siglosdespués, es imposible saber si lo queocurrió a continuación fue un plan porhallar un resquicio en aquel perdón oalgo nuevo. Tras varios meses de paz, alparecer rebeldes de Lancaster tildaronde traidores a Warwick y a Jorge deClarence, si bien nunca sabremos sidichas acusaciones tenían una base

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cierta. El país aún bullía de descontentoy se produjeron decenas de pequeñassublevaciones. Aquella información eranueva y, en potencia, no se trataba de undelito cubierto por la amnistía queEduardo había concedido, de maneraque el rey ordenó capturar a amboshombres, y estos optaron por huir rumboa la costa con Isabel, que a la sazón sehallaba en las últimas fases de suembarazo. El plan inicial de Warwickera llegar al gran buque Trinity,atracado en Southampton. Sin embargo,Anthony Woodville, por entoncesalmirante de Eduardo de York, leimpidió acceder a él. Warwick, suesposa, Anne, Jorge, el duque de

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Clarence, e Isabel, la duquesa deClarence, se embarcaron en un barcomás pequeño rumbo a Francia. PeroEduardo ya había enviado orden a loscomandantes de los territorios másalejados para que denegaran toda ayudaa Warwick y Clarence, misivas vitalesque se enviaron tanto a Irlanda como ala fortaleza de Calais.

La guarnición de Calais les prohibiódesembarcar en el puerto de la fortaleza.Los cuatro quedaron varados, atrapadosen el mar, con el paso a Inglaterra yFrancia barrado. Isabel dio a luz abordo y es cierto que su hijita, o biennació muerta, o bien falleció en mediodel rocío y el frío. Era la primera nieta

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de Warwick. Su reacción y su cólera pordichos acontecimientos lo harían caer enbrazos de Margarita de Anjou y sacudirlos mismísimos cimientos de Inglaterra.

CONN IGGULDEN

Londres, 2015

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AGRADECIMIENTOS

El fallecimiento de mi padre enseptiembre de 2014 fue un golpeterrible. Dado que tenía noventa y unaños, no debería haber sido inesperado,pero lo fue. Los árboles de la infanciano caen así como así, hasta que lo haceny el mundo ya no los contiene.

Sin el apoyo de varias personasimportantes, este libro de seguro nuncahubiese sido finalizado. Con su sustento,creo que podría ser lo mejor que heescrito, habiendo ayudado el hecho deescribir acerca de Eduardo de York y

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Ricardo, conde de Warwick, justamentecuando ellos perdieron a sus padres,hace quinientos años.

De esta manera, agradezco a miagente, Victoria Hobbs; a mi hermano,David Iggulden; a mi amigo Clive Roomy a la jefa de todo, mi esposa Ella.

CONN IGGULDEN

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Notas

* N. de los T.: «Escritura en la pared» es unaexpresión muy extendida en otros ámbitoslingüísticos, aunque poco común en el mundohispanohablante, con la que se advierte sobreuna desgracia inminente, por alusión al pasajebíblico del libro de Daniel en el cual se relatala caída de Babilonia. «Lo que está escrito es:Mené, Téquel y Perés. Y esta es suinterpretación: Mené: Dios ha contado los díasde tu reinado y les ha puesto fin; Téquel: hassido pesado en la balanza y te falta peso; Perés:tu reino se ha dividido y ha sido entregado amedos y persas». Daniel 5:25-28. Biblia deJerusalén. Edición de Desclée De Brouwer.

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Título de la edición original: Wars of theRoses. Bloodline

Edición en formato digital: junio de 2017

© 2015, Conn Iggulden© 2017, de la traducción: Gemma Deza Guil yMiguel Alpuente Civera© de esta edición, Antonio Vallardi EditoreS.U.r.l., Milán. Duomo ediciones es un sello deAntonio Vallardi Editore., 2012Todos los derechos reservados

Duomo ediciones es un sello de AntonioVallardi EditoreCalle de la Torre, 28, bajos, 1ª, Barcelona08006 (España)www.duomoediciones.com

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ISBN: 978-84-16634-96-5

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