La Guerra de Los Mundos

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La guerra de los mundos (2005)

Steven Spielberg

En 1898 H. G. Wells publicó su novela La guerra de los mundos, en la que una raza alienígena invadía la Tierra y acababa con los seres humanos. El 30 de octubre

de 1938 Orson Welles adaptó la novela convirtiéndola en un guión radiofónico en

forma de noticiario. La dramatización desató el pánico en Nueva York y Nueva

Jersey: muchos radioyentes no oyeron el aviso inicial que advertía de las

verdaderas características de la emisión y creyeron que estaban siendo invadidos

por los extraterrestres. En 1953 se realizó la primera adaptación al cine, dirigida

por Byron Haskin. En 2005 Steven Spielberg realizó una nueva adaptación. Se

adentra en un terreno que no le es desconocido, pues los extraterrestres ya se

encuentran en su filmografía anterior: recordemos títulos como E. T. o Encuentros en la tercera fase. En esta ocasión, sin embargo, los invasores no se muestran cercanos y amables, sino destructivos y devastadores.

Precisamente de la obra de Wells procede el párrafo que una voz en off

pronuncia al comienzo y al final de la película: “Nuestro mundo estaba siendo

vigilado por inteligencias superiores a la nuestra”, escuchamos mientras la cámara

viaja desde el interior de una gota de agua, habitado por microorganismos al

espacio exterior, desde el que contemplamos la Tierra, al tiempo que se insiste en

el mensaje: quienes están seguros de dominar el mundo son ahora sometidos por

inteligencias frías y hostiles. Recordemos el comienzo de la novela:

En los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de sus cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del microscopio las pasajeras

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criaturas que se agitan y multiplican en una gota de agua. Con infinita complacencia, la raza humana continuaba sus ocupaciones sobre este globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la materia. Es muy posible que los infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo mismo. Nadie supuso que los mundos más viejos del espacio fueran fuentes de peligro para nosotros, o si pensó en ellos, fue sólo para desechar como imposible o improbable la idea de que pudieran estar habitados. Resulta curioso recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos días pasados. En caso de tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que tal vez hubiera en Marte seres quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a recibir de buen grado una expedición enviada desde aquí. Empero, desde otro punto del espacio, intelectos fríos y calculadores y mentes que son en relación con las nuestras lo que éstas son para las de las bestias, observaban la Tierra con ojos envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza.

Aunque el argumento de la novela se centra en la terrible invasión de los

extraterrestres, la intención de Wells es poner de manifiesto la autosuficiencia y

la vanidad del hombre, seguro de sí mismo, de su fuerza y su inteligencia. De

hecho, llama la atención el contraste entre la tranquilidad con que, al principio,

continúa la vida cotidiana de los humanos, y su ignorancia de las enormes

proporciones de la catástrofe. Esa suficiencia se concreta para Wells en la forma

de vida de la sociedad victoriana en Inglaterra a finales del siglo XIX y en su

política colonialista. La destrucción que causan los extraterrestres, viene a decir

Wells, es comparable a la que ha causado el ser humano.

Tras este prólogo, Spielberg nos presenta al protagonista: descarga

contenedores en un muelle, conduce temerariamente, llega tarde al encuentro con

su ex mujer y con sus hijos (el mayor, Robbie, ni siquiera lo saluda), no se presta a

ayudar a su hija pequeña, Rachel, con su equipaje (debe hacerlo su ex mujer,

embarazada), su casa es un caos, la nevera está casi vacía… Bastan estas pinceladas

para describir al personaje y al ambiente: una familia desestructurada, desprovista

de vínculos afectivos, y un padre incapaz de ejercer como tal (la escena en que

padre e hijo juegan al béisbol muestra el distanciamiento –más bien

enfrentamiento- entre ambos; de paso, también la desidia del padre: se va a

dormir; si quiere comer, su hija deberá encargar la comida). En adelante, las

tensiones no dejarán de crecer a la vez que el mundo se derrumba a su alrededor,

pero precisamente esta situación límite obligará a Ray, el padre, a convertirse en

padre, a proteger a sus hijos de la pesadilla que se avecina. La lucha por la

supervivencia traerá consigo la reconstrucción de los lazos familiares rotos.

La pesadilla no tarda en comenzar: violentas tormentas eléctricas, una

extraña nube en el cielo, un viento que sopla en dirección a la tormenta, todo ello

mostrado en unos inquietantes planos picados (que sugieren, visualmente, la

perspectiva de los de fuera, los que nos vigilan). Esa inquietud es percibida en

primer lugar por Rachel, la niña advierte lo que el padre aún no percibe, aunque no

tardará en darse cuenta de la gravedad de la situación: llueven los rayos (“no oigo

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los truenos”, comenta Ray, intranquilo), no hay corriente eléctrica, no funciona el

teléfono, ni los coches, su reloj se ha parado… En la calle la gente camina sin saber

a dónde mientras busca explicaciones a lo que sucede, hasta que el asfalto tiembla

y se agrieta, imagen que nos muestra la cámara en un rápido travelling frontal.

Ante la incredulidad general, un inmenso trípode emerge del suelo. Wells lo

describe así en su novela:

Visto más de cerca, el artefacto resultaba increíblemente extraño, ya que no era una simple máquina que caminara a ciegas. Sí, era una máquina, y tintineaba metálicamente al avanzar, y sus largos, flexibles y brillantes tentáculos (uno de los cuales sostenía un joven árbol de pino) se balanceaban a sus costados. Iba por su camino a grandes zancadas, y la capucha de latón que lo coronaba rotaba como una

cabeza que mirara a su alrededor. Detrás del cuerpo principal había una enorme masa de metal blanco, como una gigantesca cesta de pescadores, y bocanadas de humo verde sopladas por las articulaciones de las extremidades del monstruo me asolaron. Y en un instante se fue. (Libro 1, capítulo 10).

Se desata el pánico. Un magnífico plano nos muestra a tres personas que

observan la escena tras un cristal en el que se refleja la calle y al trípode en

movimiento. Es un ejemplo del talento visual de Spielberg, del que hay muchos

ejemplos en la película. El trípode vuelve a reflejarse en la luna del coche junto al

que está Ray y es reproducido en una videocámara abandonada. Su poder

destructor es enorme, implacable. Ray huye, perseguido por la devastación que

avanza hacia su casa.

La escena siguiente comienza con un impresionante primer plano de Rachel

en la puerta de la casa de Ray, a donde llega éste espantado y bañado en polvo. Es

preciso huir. La cámara sigue los movimientos atropellados del padre (no olvida su

revólver). Suben a un coche que no es suyo, que funciona gracias a una sugerencia

del propio Ray. Lo que sigue se nos muestra desde los ojos llorosos de Rachel:

mientras tiene lugar la discusión con el mecánico vemos, a través de la luneta

trasera, la llegada amenazadora del trípode, que contempla horrorizada la niña. A

través del retrovisor lateral del coche (Spielberg saca un enorme partido a los

espejos en la obra) vemos cómo un rayo aniquila al mecánico. El vehículo huye

mientras nada queda en pie detrás.

Comienza un viaje con destino a la supervivencia en el único coche que

circula, entre los ataques de pánico de Rachel, que se quiere ir con su madre, y las

preguntas de Robbie. El padre explica como puede lo que ha visto: una máquina que

sale del subsuelo y lo arrasa todo. Conviene detenerse en las preguntas de Robbie

porque no son inocentes, delatan prejuicios probablemente extendidos en EEUU:

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“¿Son terroristas? ¿Vienen de Europa?”. A falta de otras explicaciones, se

establece esa burda asociación entre el terrorismo y Europa.

La luz está encendida en la casa de la madre, Mary Ann, pero no hay nadie.

Inmediatamente saltan a la vista las diferencias existentes en esta pareja. Nada

tiene que ver esta casa con la de Ray, ya destruida. Se trata de diferencias

sociales y económicas, de educación: entre ambos se ha abierto un inmenso vacío, él

un descargador de contenedores en los

muelles; ella, una aristócrata. En aquella

casa Ray vuelve a demostrar su torpeza

como padre (en la cena: desconoce que su

hija es alérgica de nacimiento a la

mantequilla) y se cree a salvo. Pero,

también hasta allí llegará la destrucción,

como consecuencia del brutal accidente de

un avión (una hélice amanece en el salón).

De nuevo en camino, en dirección a Boston, donde se encuentra Mary Ann,

por carreteras secundarias. Se detienen, obligados por necesidades fisiológicas:

Rachel se aleja del coche y se acerca a un río donde contempla una corriente que

arrastra cadáveres. Su padre la arranca de aquella escena espeluznante y

desoladora pero que constituye un verdadero hallazgo visual de Spielberg. Entre

tanto, Robbie observa el paso de un convoy militar y pide que le dejen subir, lo que

provoca un nuevo enfrentamiento con Ray: le echa en cara que nunca se ha

preocupado por él, que jamás le ha importado.

Reanudada la marcha, asistimos a una escena tremenda. El coche se verá

envuelto por una multitud que quiere subir. De nuevo, Spielberg utiliza visualmente

el espejo retrovisor, aunque ahora visto desde fuera del coche: nos muestra a los

de dentro (Ray duerme, Robbie conduce) en tanto que la agitación crece fuera. La

tensión aumenta: Rachel hace preguntas, Ray se pone al volante, rompen una luna,

Ray acelera y está a punto de atropellar a una mujer con su hijo, la esquiva y se

estrella contra un poste del alumbrado. Estalla la lucha por entrar en el coche y el

que lo consigue, pistola en mano, acaba devorado por la multitud. La escena concluye con primeros planos de los hijos que ven llorar a su padre.

La multitud se encamina ahora hacia el puente que conduce al río Hudson. Si

en la escena anterior la tensión procede de los seres humanos, convertidos en

animales que luchan desesperadamente por la supervivencia, ahora la angustia se

debe a la llegada de las temibles máquinas. Rachel ha sido la primera en advertir su

presencia, sin palabras: su hermano y su padre siguen su mirada, sus gestos (coge

de la mano a Ray); después, un movimiento de cámara con grúa hacia atrás. La

multitud huye presa del pánico y busca la salvación en el ferry, el barco que se

apresura a abandonar el muelle y al que consiguen llegar los tres (Robbie se emplea

a fondo para ayudar a los últimos que han trepado por la rampa levadiza, gesto que

observa complacido su padre). Sin embargo, otro trípode emerge de las aguas y el

barco zozobra. Los protagonistas logran alcanzar la orilla mientras que los

náufragos son arrebatados por el trípode. Otra imagen impresionante aguarda aún

al espectador antes de que concluya la escena: al paso de los trípodes sigue una

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lluvia de restos de ropa, plano que sugiere el terrible destino de los que han sido

arrebatados.

Llega otro convoy militar. Tas una colina se oyen disparos y explosiones, y

Robbie está obsesionado por ver lo que sucede. Tanques, aviones de guerra y

helicópteros entran en acción. Discuten padre e hijo: éste insiste en no ponerse a

salvo y el padre cede. A partir de este momento, ambos se separan; Ray vuelve con

Rachel. Tanques en llamas y nuevas explosiones preceden a la aparición de un

trípode en llamas que incendia la pantalla.

Un brazo en alto, fusil en mano, ofrece un refugio a padre e hija. Se trata

de un sótano que cierra un enigmático personaje, cuyo

rostro extraviado se nos muestra en claroscuro, una

penumbra apenas iluminada por la débil luz de una lámpara.

Spielberg nos presenta a Harlan Ogilvy de espaldas, fusil

en mano y en penumbra, rasgos visuales que bastan apara

subrayar su carácter desequilibrado. Las condiciones del

sótano quedan descritas por las ratas y las telarañas

tejidas en las ruedas de una vieja carretilla. Harlan

produce inquietud, idea que queda reforzada por los planos

en los que observa, casi espía, a Ray tranquilizando a su

hija. Después sabremos las razones de su desquiciamiento:

ha perdido a todos los suyos. Y reflexiona sobre lo que

ocurre: “Esto no es una guerra, es un exterminio”. En cualquier caso, la película ha

dado un notable giro: atrás quedan las multitudes, los movimientos de masas; ahora

el sótano es el escenario de la lucha por la supervivencia, y el peligro vendrá tanto

de los trípodes como de Harlan (éste confesará que los ha atraído al refugio para

“luchar juntos”, una idea disparatada, una verdadera locura).

La supervivencia en el sótano se complica: reciben tres visitas, primero de

un tentáculo que explora el lugar buscando seres humanos (Harlan, obsesivo,

quiere destruirlo con un hacha pero Ray logra convencerlo para que no lo haga). De

nuevo un espejo sirve a Spielberg como solución visual, ahora para ocultar a los

tres (en un espléndido plano: la pantalla dividida en dos por el espejo, a un lado la

máquina, al otro los fugitivos). La siguiente visita la protagonizan los propios

extraterrestres, y de nuevo se repite el juego del escondite. Y de nuevo Harlan

pretende enfrentarse a ellos, ahora con el fusil, y Ray se opone. Ambos libran una

sorda batalla, la primera, tras la cual aquél concluye: “Tú y yo no estamos en la

misma onda”. Y Ray dirige una significativa mirada a su hija. En juego, la

supervivencia, y Harlan es un peligro.

Por si fuera poco, Harlan enloquece cuando un líquido rojo tiñe el lugar. Es

sangre humana. Los extraterrestres se alimentan de ella, desangrando a los que

capturan. Harlan se altera aún más ante semejante visión y repite obsesivamente:

“Mi sangre no”. “Somos la resistencia”, añade golpeando a Ray con una pala. A éste

no le queda otra alternativa, si quiere proteger a su hija, que acabar con el aquel

desquiciado. La segunda lucha entre ambos, en la que vence Ray, está contada en

off: Rachel canta una canción en primer plano, en tanto que oímos, de fondo, la

pelea.

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Y tiene lugar la tercera visita: Rachel se encuentra, cara a cara, con un tentáculo; su rostro reflejado (como en un espejo, de nuevo) en el ojo de la máquina. Ray blande el hacha y golpea al tentáculo, que escapa partido. Rachel

también ha huido. Fuera todo está enrojecido; desde una pequeña loma, Ray puede

contemplar un impresionante paisaje rojo, apocalíptico, al que sigue la llegada de un

trípode, que arrebatará a Rachel y a Ray, que lleva consigo algunas bombas. Un

tentáculo lo deposita en una enorme jaula, junto a otros humanos arrancados del

suelo. Ray es succionado al interior de la máquina, aunque entre todos logran

retenerlo. Con todo, tiene el tiempo suficiente para soltar las bombas y que el

trípode estalle.

Al fin, padre e hija llegan a Boston. Presencian cómo los soldados abaten a

otro trípode y se dirigen en busca de Mary Ann. La niña se reencuentra con su

madre y Ray con Robbie. Las relaciones afectivas se han reconstruido y el propio

Ray queda visualmente enaltecido: un plano

nos lo muestra en contrapicado sobre un

fondo de intensa claridad (como si de un

aura se tratase).

La voz en off del principio

reaparece mientras la cámara rehace el

mismo camino desandado en el comienzo.

Los invasores no fueron destruidos por las

armas, sino por los microorganismos que

conviven con los seres humanos en la

Tierra; en ellos, y no en los humanos (tan

destructores como los invasores) se

encuentra el verdadero futuro del planeta.

Por eso, los extraterrestres estuvieron

condenados desde el momento en que “comieron, bebieron y respiraron nuestro

aire”.