La Ideologia de La Rev Mexicana Arnaldo Cordoba

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LA IDEOLOGIA DE LA REVOLUCION MEXICANA EN LA PERSPECTIVA DE UN SIGLO 1. A diferencia de algunos, que en realidad son muchos, como el ilustre don Alfonso Reyes, quien en 1940 publicó un bello ensayo en el que afirmaba que la Revolución había nacido ciega, sin ideas, otros hemos siempre sostenido que no hay ni puede haber un movimiento político que no tenga ideas sobre lo que propone para alcanzar sus objetivos. A la Revolución Mexicana, en sus muy diferentes corrientes y facciones, la precedieron las ideas, aun antes de estallar. Convengo en que ningún grupo social o político de los que pusieron en marcha la Revolución coincidía con los otros en lo que pensaba y, tal vez, menos en lo que proponía. La Revolución, empero, fue también una lucha de ideas. Todos los pueblos, sobre todo en sus grandes momentos, incluso cuando pasan por un periodo de decadencia, forman sus mitos para explicarse su situación en el pasado y en el presente y para definir sus objetivos. El mito, claro, como lo entendía Mariátegui, el gran pensador marxista peruano, interpretando a Sorel: como una voluntad colectiva de creer y de actuar. Y en ello las ideologías cumplen su tarea. Ellas son las encargadas de definir la situación de los pueblos y de darle forma a sus demandas. Las ideas, es verdad, muchas veces son creadas y difundidas por individuos aislados que luego prenden en la comunidad; pero la misma gente del pueblo es capaz de crear ideas y de formular exigencias que luego plasman en auténticos idearios políticos y sociales. Nadie podría negar que el Plan de Ayala zapatista fue escrito por un profesor semianalfabeto que comete algunos errores de redacción; pero ni John Womack aventuró jamás la sugerencia de que a los pueblos zapatistas se les impuso el Plan desde arriba. Él mismo, lo que dice es que el Plan respondía entrañablemente a lo que los habitantes de los pueblos pensaban y exigían.

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LA IDEOLOGIA DE LA REVOLUCION MEXICANA EN LA

PERSPECTIVA DE UN SIGLO

1. A diferencia de algunos, que en realidad son muchos, como el ilustre don

Alfonso Reyes, quien en 1940 publicó un bello ensayo en el que afirmaba que la

Revolución había nacido ciega, sin ideas, otros hemos siempre sostenido que no

hay ni puede haber un movimiento político que no tenga ideas sobre lo que propone

para alcanzar sus objetivos. A la Revolución Mexicana, en sus muy diferentes

corrientes y facciones, la precedieron las ideas, aun antes de estallar. Convengo en

que ningún grupo social o político de los que pusieron en marcha la Revolución

coincidía con los otros en lo que pensaba y, tal vez, menos en lo que proponía. La

Revolución, empero, fue también una lucha de ideas.

Todos los pueblos, sobre todo en sus grandes momentos, incluso cuando

pasan por un periodo de decadencia, forman sus mitos para explicarse su situación

en el pasado y en el presente y para definir sus objetivos. El mito, claro, como lo

entendía Mariátegui, el gran pensador marxista peruano, interpretando a Sorel:

como una voluntad colectiva de creer y de actuar. Y en ello las ideologías cumplen

su tarea. Ellas son las encargadas de definir la situación de los pueblos y de darle

forma a sus demandas. Las ideas, es verdad, muchas veces son creadas y difundidas

por individuos aislados que luego prenden en la comunidad; pero la misma gente

del pueblo es capaz de crear ideas y de formular exigencias que luego plasman en

auténticos idearios políticos y sociales. Nadie podría negar que el Plan de Ayala

zapatista fue escrito por un profesor semianalfabeto que comete algunos errores de

redacción; pero ni John Womack aventuró jamás la sugerencia de que a los pueblos

zapatistas se les impuso el Plan desde arriba. Él mismo, lo que dice es que el Plan

respondía entrañablemente a lo que los habitantes de los pueblos pensaban y

exigían.

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Los individuos, muchas veces también, dejan su huella. Para el pensamiento

agrarista mexicano fueron decisivas obras como Legislación y jurisprudencia sobre

terrenos baldíos, de Wistano Luis Orozco, publicada en 1895 (a mitad de la

dictadura) o Los grandes problemas nacionales, de Andrés Molina Enríquez y que

apareció en 1909 (a un año de que estallara la Revolución). Muchos han estado de

acuerdo en que el libro de Madero, La sucesión presidencial en 1910, publicado en

1908, fue tan importante que, en realidad, puede considerarse como el verdadero

detonador de la Revolución (Emilio Rabasa así lo vio siempre, por ejemplo). Del

mismo modo en que no se puede soslayar la importancia que los escritos de

Rousseau tuvieron siempre para los revolucionarios franceses. Desde luego, para

que una obra individual se convierta en fuente de una ideología debe ocurrir, como

postulaba Marx, que sus ideas prendan en la mente de las masas. Eso ha ocurrido

muchas veces a lo largo de la historia.

Quisiera, antes de continuar, hacer una aclaración necesaria. Yo siempre

evité, como estudioso de la Revolución, hacerme víctima de cuestionamientos que

jamás me parecieron esclarecedores o útiles. Nunca me puse a devanarme los sesos

para saber, por ejemplo, si la Revolución Mexicana había muerto o seguía viva o,

parafraseando a Lombardo Toledano, qué vivía y qué ya no vivía de ella o si ya

había cumplido su misión histórica o, también, si se había venido prolongando en el

tiempo, reencarnando como un ave fénix de sus cenizas. Todo eso me pareció,

sinceramente, muy estúpido como para prestarle atención. Para mí, la Revolución

Mexicana siempre ha sido ese movimiento transformador de nuestro país que

comenzó con la rebelión maderista, que derribó la dictadura porfiriana, y que acabó

con la promulgación de la Constitución de 1917. Como todo hecho histórico o

concatenación de hechos históricos, tuvo sus antecedentes y sus consecuentes y

todos ellos deben tratarse por separado. Pero con lo que llamo la ideología (o las

ideologías) de la Revolución Mexicana la cosa es muy diferente.

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Muchas de las ideas y propuestas que integran esa ideología, como ya se apuntó

antes, vienen del pasado inmediato a su estallido; muchas se fueron integrando

durante la lucha armada, pero muchísimas más se plantearon y se formularon hasta

después de que fue promulgada la Constitución de 1917. Incluso, se da el caso de

que varias de las que se dieron antes y durante el movimiento revolucionario, luego

recibieron una formulación diversa o, de plano, se transformaron en algo totalmente

diferente de como eran en su origen. Y no es de extrañar. Un movimiento

revolucionario se emprende para cambiar un antiguo régimen por otro nuevo. Ese

es su objetivo primordial. Las ideas con las que se justifica, en el fondo, son

secundarias. Lo que cuenta es el triunfo y la derrota sin condiciones del antiguo

enemigo. Podría decirse, inclusive, que las ideas y propuestas o la ideología, a

veces son más importantes luego que se ha triunfado que antes. Por eso mismo las

ideas deben ser reformuladas o es preciso encontrar otras ideas que aclaren las

antiguas o les den el sentido que en las nuevas circunstancias se requieren. Pues

todo eso pasó, desde mi punto de vista, con la Revolución Mexicana.

Eso puede ser más fácil de explicarse si se hace el intento de dividir por

rubros o grandes lineamientos el pensamiento ideológico de la Revolución. Todo

corpus ideológico es susceptible de dividirse en decenas, en centenas o en miles de

temas o capítulos. Aquí señalaré los más importantes: primero, lo que desencadenó

la Revolución y derribó la dictadura, para decirlo con la expresión de Madero, el

“reclamo democrático”; segundo, la cuestión de la tierra, que siempre fue la causa

profunda del movimiento de masas de la Revolución; tercero, una nueva

concepción del Estado, dotado de un poder Ejecutivo fuerte y predominante en el

sistema de división de poderes, lo que se mantuvo como el eje rector de la

ideología revolucionaria posterior a Madero y que quedó inscrito en la Constitución

de 1917; cuarto, la nueva doctrina internacional que debemos, en sus términos

originales, a Carranza; quinto, el nuevo derecho del trabajo, que los pocos y muy

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débiles movimientos obreros con los que se inició el movimiento revolucionario no

pudieron o no quisieron formular como bandera propia y que, en cambio, fue

desarrollada por los constitucionalistas en el texto del artículo 123 de la

Constitución; sexto, la nueva concepción del desarrollo económico, que no

apareció durante los años de la lucha armada y que se propuso mucho después;

séptimo, la doctrina del intervencionismo estatal en la economía y el diseño de una

economía mixta que, también, apareció mucho después; octavo, el pensamiento

indigenista que, igualmente, no se vio ni como propuesta ni como reclamo durante

el movimiento armado; noveno, una nueva doctrina educativa, popular y de masas

que, del mismo modo, sólo apareció después. No dudo de que habrá otros rubros

que pueden ser muy importantes, pero, para lo que me propongo, pienso que con

esos basta.

2. Todo lo anterior no debería sorprender. Los movimientos ideológicos son un

continuum, nunca permanecen idénticos a sí mismos y siempre van agregando o

quitando, de acuerdo con las nuevas e incluso con las viejas convicciones. No

puede ser de otra manera, tratándose de las ideas. Estas jamás aparecen mondas y

lirondas ni acabadas de una vez y para siempre. Se van ejecutando a sí mismas,

como una sinfonía de pensamientos que se van articulando entre sí, se van

superando a sí mismos y se van renovando hasta dar el sentido de lo que se quiere o

se propone y, a la vuelta de la esquina, puede suceder que la idea que parecía

definitiva cambie radicalmente su sentido o hasta su significado. Eso ocurre todo el

tiempo. Y es, además, explicable: el pensamiento, estimulado por una realidad

vertiginosa y variopinta, siempre cambia sus perspectivas y su visión del mundo y

busca adaptarse a lo nuevo, a lo imprevisto, a lo desconocido, oteando nuevas rutas

y procurando visiones cada vez más exactas y certeras para la acción.

Madero se había hecho de una amplia cultura, aunque no muy rica ni muy

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disciplinada y muy sobrada de desorden y confusión. Pero sabía perfectamente lo

que era la democracia (que haya confundido a Japón como una democracia casi no

tiene importancia). Se ha tratado de documentar su misticismo, sus aficiones al

espiritualismo y se han avanzado hipótesis sobre su esquizofrenia. De que era un

iluminado, si le hemos de creer a él mismo, no cabe ninguna duda. Se sentía un

elegido, un predestinado, un individuo que estaba llamado a realizar grandes cosas,

a darle la libertad al pueblo mexicano. Sus apuntes personales lo revelan. Pero la

idea de que el verdadero antídoto contra la poderosa dictadura de Díaz era el “ideal

democrático” no le pudo haber venido de sus revelaciones o sus desvaríos de

iluminado (éstos, más bien, lo pusieron en la senda y lo decidieron a actuar). Sabía

lo suficiente acerca de la democracia que lo convenció de que era una idea que

podía movilizar y poner en pie de lucha al pueblo. ¿En qué se fundaba? Es

imposible decirlo; tal vez sólo en su enorme fe en sí mismo y en el pueblo como él

lo veía. Los que no lo conocían lo juzgaron un loco de atar; lo que trataban con él

quedaban fascinados. Lo bueno fue que éstos últimos fueron muchos y estuvieron

dispuestos a seguirlo. Y triunfaron.

Todos los testimonios apuntan a señalar que Madero era un pésimo político y

sus amigos y allegados nunca dejaron de notarlo en sus conversaciones y

declaraciones. Era demasiado ingenuo, inepto para convivir en un mundo de hienas

como el que formaban los políticos mexicanos, los de entonces y los que vinieron

después, los seguidores de Madero que, en cuanto a ferocidad y determinación,

dejaron cortos a los anteriores. Madero, además, era un transformador, un

reformista en la más pura tradición decimonónica; no era un revolucionario al que

le gustara llamar a la lucha final; era un conciliador y su peor defecto era que creía

en los demás (eso, en un político, es una tontería). Pero Madero se hizo instrumento

de la historia y él mismo debe haberse sorprendido cuando se encontró con que

hasta los zapatistas querían sumarse a la gran causa nacional que él estaba

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encabezando. Por ingenuo o por iluminado, quién puede saberlo, no entendió que

con los zapatistas no se podía tratar con ideales sino con compromisos serios que él

no entendió cuáles eran. El resultado fue que se hizo enemigos a los zapatistas,

enemigos también duros y feroces.

La verdad es que Madero nunca entendió que los humanos piensan en

concreto y no se entienden mucho de ideales. Los zapatistas querían las tierras. El

les prometía la libertad. ¿Qué habrían hecho los zapatistas con la libertad cuando se

encontraban tan telúricamente ligados a la tierra? En un brillante discurso ante los

obreros de Orizaba, Madero les dijo que ellos no necesitaban pan, sino libertad para

luchar por sus derechos. En este caso es más convincente en su oferta. La historia

de México ha demostrado que los obreros luchan mejor por sus demandas cuando

gozan de libertad que cuando están atados a sus explotadores, a los políticos o a sus

líderes corruptos. Dudo que eso lo haya entendido Madero, pero, en el fondo, tenía

razón. Sólo que para los obreros de Orizaba aquellas sonaban como palabras

huecas.

¿Quiénes fueron, entonces, los interlocutores de Madero, los que le dieron las

masas en las calles de las ciudades que acabaron abrumando a la dictadura y la

obligaron a recurrir a la represión abierta y al encarcelamiento del nuevo líder y le

dieron, además, sus grandes mayorías en las urnas? Sigue siendo una materia a

estudiar, pero se puede colegir. Fueron los habitantes de las ciudades y de los

pueblos pertenecientes a prácticamente todas las clases sociales (incluidos los

trabajadores asalariados y los empleados). Fue la gente que estaba fuera de los

pequeñísimos y restringidos círculos oligárquicos, incluso muchos que tenían un

buen nivel de vida; los intelectuales, que no eran muchos pero que podían hacer

sentir su presencia y su voz; los profesionales liberales, típicos clasemedieros que

no tenían horizontes ciertos en sus vidas; y también muchísimos campesinos y

trabajadores rurales a los que los buhoneros les llevaban noticias. Madero forjó un

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mito, una voluntad popular de creer y de actuar que arrasó a la dictadura. Eso fue lo

que hizo el “ideal democrático”.

El maderismo permeó en la sociedad mexicana y en todas las clases sociales

por igual. Con Madero todos pudieron saber qué debían hacer frente a la dictadura,

cuál era el camino a seguir, incluso los zapatistas. Los campesinos siempre habían

luchado por la tierra y sabían lo que significaba la violencia a la que se enfrentaban

continuamente. El maderismo les dio luces sobre un nuevo modo de lucha: se podía

luchar también con la mente, con las ideas. El zapatismo nació de unas ideas

plasmadas en un mal redactado Plan de Ayala que luego se perfeccionó. Supieron

que tener ideas, como enseñaba Madero, era tener ideas políticas; supieron que su

enemigo principal era el Estado y que, para luchar contra el Estado, tenían que

aprender a luchar políticamente. Por la vía armada, porque no les quedaba de otra;

pero con ideas que legitimaran y explicaran frente al conjunto de la sociedad sus

demandas y sus aspiraciones. Ellos sólo pedían que se restituyera a sus pueblos las

tierras de las que habían sido despojados y que se les dotara de las mismas a los

trabajadores del campo que carecían de ellas. La reforma agraria masiva empezó en

las tierras zapatistas. Fue el pago que Obregón hizo por el apoyo que los zapatistas

le dieron en su lucha contra Carranza.

No puede decirse que los obreros, los muy pocos que había entonces, hayan

podido hacer el mismo aprendizaje. Su hora debía venir después. Todo mundo

entendió el reclamo campesino. En diciembre de 1912, Luis Cabrera pronunció un

memorable discurso en la Cámara de Diputados en el que reivindicó la

reconstitución de los ejidos de los pueblos como medio para terminar con la

explotación en el campo y, al mismo tiempo, de acabar con las rebeliones rurales

(seis meses trabajan en la hacienda, decía, y los otros seis meses toman el rifle y se

vuelven zapatistas). La idea de Cabrera de la reforma agraria era bastante

elemental. No hablaba del reparto de tierras, sino de reconstituir las tierras

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comunales de los pueblos, expropiando a los latifundistas que se hubieran

apoderado de ellas. Para Cabrera, el ejido era lo que había sido en la España

medieval y en la Colonia: las tierras a las afueras del pueblo, que es lo que ejido

quiere decir en latín. Y esas ideas las plasmó Cabrera después de la Ley del 6 de

enero de 1915. De hecho, Cabrera y los zapatistas coincidían totalmente en la tarea

que debía hacerse en el campo. Realmente, la Revolución no fue más allá de esto

en materia agraria. Muy elemental, de hecho, si se considera que fue la cuestión de

la tierra la que logró movilizar a las masas de la Revolución.

3. La Revolución Mexicana fue un mundanal desmadre. Una balumba de hombres

y grupos que apenas podían distinguirse unos de otros y que, de manera muy

ocasional, lograban unirse o identificarse con otros. Pero la ocasión llegó para

todos. Los pueblos zapatistas muy pronto encontraron a su dirigente natural. Los

pueblos del norte, en Durango, Chihuahua y Zacatecas, también supieron encontrar

su liderazgo. En ambos casos hay profundas tradiciones comunales de lucha, muy

diferentes, de orígenes indígenas en el sur; de pueblos del desierto y de las zonas

áridas en el norte. Los primeros se separaron pronto de Madero; los segundos

fueron siempre sus fieles seguidores. Zapata y Villa son personajes en los que los

pueblos encuentran su expresión manifiesta ante la nación. Son sus cartas de

presentación. Son el campo frente a la ciudad. Por supuesto que demostraron que

sabían usar el último recurso de la política: las armas, y sabían levantar ejércitos y

ser guerreros avezados. Pero estaban demostrando, con el ejemplo de Madero, que

sabían hacer política por otros medios. Las ideas tienden a desintegrar a los pueblos

cuando se ocupan de lo particular, de lo cotidiano, de lo que a cada grupo interesa.

Pero se convierten en verdadera ideología, en ideología política, cuando comienzan

a visualizar el Estado como el objetivo de su crítica y de su análisis y, más todavía,

de las ambiciones de quienes las sostienen. Una ideología que no se ocupa del

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Estado no es ideología, es idiosincrasia, en el mejor de los casos. La ideología

siempre es política.

Quienes mejor lo entendieron fueron los seguidores de Madero, ya que

durante su efímero gobierno, pero sobre todo después del sangriento y brutal golpe

de Estado del usurpador Huerta. Hubiera podido esperarse que reivindicaran con

mayor fuerza el “ideal democrático” maderista; pero su interpretación de la realidad

les enseño que la democracia en este país era un lujo que, si querían el poder, no

podían darse. Abjuraron de los ideales democráticos de Madero, incluso acusaron

al apóstol asesinado de ser el causante del golpe, con sus veleidades democráticas,

y se prometieron no volver a cometer las mismas tonterías. Ya habían aprendido lo

suficiente sobre el papel que las masas estaban llamadas a desempeñar en la

política y decidieron que, al igual que Madero, irían con las masas, pero por otros

medios. Revisaron cuidadosamente su ideario, se hicieron de un liderazgo de

autoridad nacional y lo encontraron en Carranza, se aprestaron a la lucha armada y

de inmediato encontraron la bandera que los justificaría frente a los pueblos: la

Constitución. Se llamaron a sí mismos constitucionalistas y combatieron la

usurpación en nombre de una idea: la defensa de la constitución. Muy pronto la

usurpación huertista fue barrida del escenario nacional. Pero entonces, los

constitucionalistas se encontraron conque tenían enfrente a enemigos de verdad

formidables con los que no habían contado o de los que pensaban que simplemente

los seguirían en su bandera. La Revolución se volvió guerra civil.

Su mayor virtud fue entender lo que estaba de verdad en juego en la lucha.

A sus enemigos los vencieron con increíble facilidad: tan sólo les bastó hacer suyas

sus demandas y agregar, además, otras que todavía eran una simple promesa para el

futuro, como lo eran los derechos de los trabajadores asalariados. De lo que se

trataba era de conquistar el poder, lo que Lenin en Rusia ya había entendido a la

perfección. Entonces comenzaron a desarrollar su doctrina del poder. Vieron con

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los mismos ojos críticos con los que los porfiristas habían visto a la Constitución de

1857 y Rabasa se convirtió en su ideólogo: esa Constitución democrática y liberal

no había servido y, además, no atendía en lo mínimo las exigencias del pueblo

trabajador. Los villistas, por contrapartida, hicieron de la Constitución vilipendiada

su bandera. En una serie de artículos que Félix Palavicini, ministro carrancista,

publicó en 1914, expuso, como si Emilio Rabasa lo hubiera escrito, el nuevo

ideario del poder de los constitucionalistas. Ni los villistas ni los zapatistas tenían

una idea clara del Estado y cuando fueron dueños de la Capital del país dieron

muestras de no saber lo que era el poder ni cómo usarlo. Los carrancistas, por lo

demás, supieron hacer frente a las demandas populares que estaban en la base del

estallido de la Revolución. La Ley del 6 de enero de 1915, según rememoraba en

1932 su propio autor, Luis Cabrera, buscaba socavar el consenso que sobre la

cuestión de la tierra tenía el zapatismo. El villismo, remataba, no tenía bandera

agrarista. Los pactos de Veracruz entre el constitucionalismo y los dirigentes de la

Casa del Obrero Mundial (o lo que quedaba de ella) demostraron, en fin, que los

carrancistas también sabían lo que los trabajadores asalariados iban a representar en

la futura política de masas.

La Constitución de 1917 consagró el triunfo de los vencedores y de su

ideología del poder. Fue la primera Constitución del mundo que instituyó las

garantías sociales de los derechos de los trabajadores del campo y de la ciudad

(poco después le seguiría la Constitución de Weimar), inaugurando así la tradición

típica del siglo XX del garantismo social constitucional. Pero todo el texto de la

Constitución quedó organizado de tal forma que lo que destaca como un elemento

definidor del todo es la preeminencia de la institución presidencial en el Estado y

en la organización y regimentación de la vida social en su conjunto. La presidencia

fuerte, sin la que no podrían llevarse a buen término los programas y las

transformaciones que la Revolución había planteado, no necesitó de ninguna

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justificación y aparecía como un fin en sí mismo. Era como si con sólo ella la

Revolución hubiese cumplido con su principal objetivo. Muy pronto, los nuevos

dueños del poder descubrieron que las cosas no surgían con sólo escribirlas en el

papel. Para que la nueva institución presidencial fuera una realidad se necesitaron

más de veinte años y arduo trabajo de pacificación de la vida social

postrevolucionaria. Debía venir Cárdenas y hacer su obra transformadora, para que

el sueño de los herederos de Madero se hiciera realidad.

Los vencedores descubrieron, si no es que ya lo habían notado, que su nuevo

Estado era muy pequeño y débil y no sólo lo desafiaban los remanentes de los

antiguos poderes dentro del país, sino también los poderes exteriores, las grandes

potencias y sus empresarios que se habían apoderado de enormes porciones de la

riqueza nacional. La Constitución postulaba la preeminencia de la nación en la

propiedad del suelo y del subsuelo, justo en donde los extranjeros, norteamericanos

e ingleses, tenían sus mayores intereses. Carranza formuló en una serie de discursos

la doctrina internacional de la Revolución a la que dio su nombre: no habría más

abusos de los poderes extraños y debían someterse a nuestra Constitución y a

nuestras leyes, así como a sus tribunales en caso de disputas. Debían aceptar, en

una palabra, la soberanía de la nación mexicana. Pero a los extranjeros eso los tenía

sin cuidado y sabían que el nuevo Estado no tenía con qué someterlos a sus

dictados. La soberanía nacional sobre las riquezas del país fue sólo una bella norma

constitucional sin efecto alguno en la realidad. En este punto, también, tendría que

llegar cárdenas para que comenzara a ser una realidad tangible. Pero la elemental

doctrina Carranza fue sólo el inicio de un largo camino a través del cual los

gobiernos mexicanos fueron elaborando sólidos principios de política internacional

que tuvieron su raíz en los planteamientos nacionalistas de la revolución.

Mucho de lo que identificamos como ideología de la Revolución mexicana,

como se apuntó antes, sólo fueron esbozos iniciales durante los años de la lucha

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armada; fue hasta después de pasada la tormenta que tales esbozos fueron

recibiendo una forma más o menos definitiva. Excepto por lo que toca a los

principios fundadores del nuevo Estado, casi todo lo demás tuvo que ser

reelaborado, redefinido o, incluso, inventado. Así ocurrió con la idea que se tenía

de la reforma agraria. Muy pronto los planteamientos de Cabrera y del plan de

Ayala quedaron en el pasado. La alianza que se dio entre obregonistas y zapatistas

después de la muerte de Zapata y en el propósito común de de derrocar a Carranza,

dio lugar a un fenómeno de verdad notable en el desarrollo del proceso ideológico

que surge de la Revolución: el sincretismo. Muy pronto, en efecto, los antiguos

credos ideológicos enfrentados y antagónicos comenzaron a fundirse y a

confundirse en nuevos idearios que produjeron, casi de inmediato, la impresión de

que todos los revolucionarios, después de todo, habían luchado por lo mismo. El

villismo fue al que le tocó el último turno, pero su hora había de llegar. Después de

su triunfo, Obregón dejó que los antiguos secretarios zapatistas se hicieran cargo de

la instrumentación de la reforma agraria, para lo cual les entregó la Comisión

Nacional Agraria, con la condición de que sería él quien decidiera cuándo y a quién

expropiar. Las restituciones y dotaciones fueron, por decirlo así, completas en

algunas regiones, en primer lugar en las zonas de influencia de los antiguos

zapatistas; pero en el resto del país fueron sumamente escasas. Pero los

experimentos zapatistas desde la Comisión Nacional Agraria le cambiaron la faz a

la reforma agraria. Impresionados por las transformaciones de la Rusia de los

soviets, concibieron el ejido de otra forma, como una unidad de producción que se

organizaría a partir de los núcleos de población (más o menos a semejanza de los

koljoses soviéticos). Incluso llegaron al exceso de convertir a aquellas unidades

productivas en ejidos colectivos. Fueron los primeros de nuestra historia reciente.

Desde luego, cuando Calles llegó al poder los deshizo todos en un santiamén. Sería

Cárdenas, de nueva cuenta, el que al acelerar consistentemente los repartos le daría

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también una concepción definitiva a la reforma agraria mexicana.

Por supuesto, el formidable desarrollo social que experimentó México

después de la lucha armada hizo que aparecieran nuevos temas y dos fueron muy

significativos de la transformación que el país estaba viviendo: el indigenismo y

una muy peculiar doctrina educativa. Durante la contienda muy pocos hablaron de

los indios y probablemente menos de lo que podría llamarse una política educativa,

aunque en este último respecto Carranza creó en su gabinete un departamento

encargado de la educación, la ciencia y las artes que puso al cuidado de Palavicini.

En el porfirismo florecieron los estudios históricos y entre ellos los dedicados a la

antigüedad mexicana; pero no fueron tema de los debates ideológicos durante la

Revolución. Obregón era un político formidable y en cierto momento debió haber

tenido la intuición de que los grandes intelectuales sirven para algo, cosa que a los

políticos no les interesa en ninguna parte del mundo. Tenía a uno cerca y era de los

grandes, José Vasconcelos. Lo puso al frente de la Universidad Nacional, primero,

y luego creó para él la Secretaría de Educación Pública, pidiéndole que hiciera lo

que pensaba que debía hacerse con la educación del pueblo. Faraónico en sus

proyectos, lo primero que hizo Vasconcelos fue poner a trabajar para el Estado a

los intelectuales y a los artistas, sobre todo a los artistas plásticos. Los edificios

públicos se cubrieron de murales. Vasconcelos pensaba que había que llevar al

pueblo la gran cultura del mundo y de la historia e hizo editar una maravillosa

colección de obras clásicas de todos los tiempos para distribuir en las escuelas y en

los ayuntamientos. Pero su mayor logro, sin duda, estuvo en la creación de las

Misiones Culturales y en la obra que éstas realizaron.

Algo que todavía resulta fascinante es cómo quienes propusieron las más

importantes reformas del ideario revolucionario se hayan inspirado en la Colonia.

Molina Enríquez afirmaba que sus propuestas, secundadas por Pastor Rouaix, sobre

la cuestión de la tierra y la nueva teoría de la propiedad estaban inspiradas en la

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experiencia de la Colonia: allá el titular fundador de la propiedad había sido la

Corona española; acá, la nación que, después de la Independencia había heredado

ese derecho. Vasconcelos concibió su proyecto educativo a partir del ejemplo que

le inspiraba la acción redentora y educativa de los misioneros españoles. De ahí el

nombre de las Misiones Culturales. Vasconcelos dejó una huella imborrable en el

futuro de las doctrinas educativas del Estado mexicano. Y fue la obra de esas

misiones y también de los grandes artistas plásticos de la época el que, casi de

repente, el país descubriera que México era un país indígena, con un pasado

glorioso y con un legado que formaba parte del ser nacional. La arqueología acaba

de empezar a dar sus frutos (a partir de las excavaciones de Gamio en Teotihuacán)

y, muy pronto, indigenismo y educación se juntaron para hacer de la cuestión

indígena una prioridad nacional. La exaltación del pueblo, de los campesinos y de

los indígenas impresionaba a la gente culta del mundo que por aquellos años

visitaba nuestro país. Por su gran cultura histórica, México estaba colocándose en

el centro de la atención mundial. Pero todo esto se debía a un mero impacto

ideológico, porque no costaba mucho dirigir la mirada a la realidad para darse

cuenta de que en los hechos muy poco había cambiado o no había cambiado en

nada. La tierra seguía estando en manos de latifundistas, con la única diferencia de

que ahora se trataba de nuevos latifundistas: los generales revolucionarios que así

se habían pagado sus servicios a la causa. Los trabajadores del campo seguían

siendo tan miserables como lo habían sido antes. Lo único nuevo era la

beligerancia que comenzaban a cobrar los trabajadores asalariados, aunque muchos

seguían siendo trabajadores rurales, pues la industria y los servicios seguían en

pañales. Era la fuerza de una ideología triunfante.

Hay en la historia del nuevo régimen, empero, un hito que representa un

avance extraordinario en el proceso ideológico de ese mismo régimen: la

Convención Nacional Revolucionaria de 1929, que dio lugar a la fundación del

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Partido Nacional Revolucionario (PNR). Entre otras cosas, puede decirse, a ciencia

cierta, que fue entonces cuando comenzó a tomar cuerpo la doctrina de la política

económica de la Revolución, de la que durante la lucha armada nadie tenía ni la

más pálida idea. Sin duda alguna, se trató de un análisis de recuento, de balance de

la experiencia que habían acumulado los regímenes revolucionarios en doce

aciagos años de gobierno de una sociedad a la que dominaron sin grandes peligros

o desafíos mortales. Aparecieron conceptos que luego se harían muy familiares:

nacionalismo económico, nacionalismo revolucionario, rectoría estatal de la

economía, economía mixta, soberanía sobre los recursos naturales y, aunque muy

vagamente formulada, la idea de un desarrollo económico nacional. Eso, amén de

muchas otras cuestiones que en los documentos básicos del nuevo partido se

señalaron sobre temas educativos, indígenas, reforma agraria, política internacional

(que poco después, con Genaro Estrada, habría de recibir un jalón de la mayor

importancia), vías de comunicación, etcétera. En esos documentos se muestra que

los revolucionarios, ahora detentadores del poder, habían llegado a su mayoría de

edad ideológica. Muchos de los planteamientos elementales que los revolucionarios

habían podido hacer durante los años de lucha ahora parecían exponerse con la

mayor claridad. El país, sin embargo, seguía siendo el mismo de antes, atrasado y,

lo que a muchos parecía, sin un futuro claro y cierto.

Pero fue con Cárdenas en la Presidencia que el régimen de la Revolución

Mexicana alcanzó su consolidación definitiva y la ideología revolucionaria cuajó

como un sistema de convicciones y creencias de las que participaba una amplia

mayoría de la sociedad mexicana. Sobre todo, los valores ideológicos de la

Revolución o lo que había venido acumulándose como tales también se

institucionalizaron, volviéndose valores hegemónicos e incontrovertibles. La

reforma agraria tomó su forma definitiva, al grado de que en 1940 el sector ejidal

poseía el 40 por ciento de las tierras laborables del país y se trataba de muy buenas

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tierras. Después de Cárdenas, los presidentes repartieron cada vez peores tierras

hasta que sólo fueron eriales, con lo que frustraron las perspectivas de la reforma y

la despeñaron en el minifundismo improductivo. Cárdenas convirtió al movimiento

obrero en una fuerza gobernante, con su gran aliado Vicente Lombardo Toledano, y

lo hizo copartícipe y corresponsable del gobierno de la sociedad. Obligó a la clase

patronal a organizarse y a darse una representación nacional con la que el Estado,

vale decir, el presidente, pudo tratar de primera persona y la obligó también a ser

corresponsable en la conducción de la sociedad. Los patronos mexicanos odiaron a

Cárdenas, porque suprimió sus anteriores privilegios; pero como apuntara William

Cameron Townsend, biógrafo y amigo de Cárdenas, jamás les fue tan bien como

cuando Cárdenas gobernó. Con Cárdenas, la política exterior mexicana vivió sus

más brillantes páginas y se prestigió en el mundo como no lo ha hecho en ningún

otro momento, excepto, tal vez, cuando se trató de la defensa de las revoluciones de

Guatemala en los años cincuenta y de Cuba en los años sesenta. La expropiación

petrolera causó pequeños estragos, pero el país recuperó su subsuelo. Ante la

inminencia de la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt prefirió hacer las paces,

aunque Inglaterra rompió sus relaciones con México. El país salió indemne de su

odisea nacionalista.

Podría decirse que con el gobierno de Cárdenas la ideología de la Revolución

Mexicana alcanzó su máximo desarrollo. El último jalón, tal vez, se dio con la

doctrina de la política de industrialización que se resumió en el Segundo Plan

Sexenal del partido oficial, ahora Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y que

dio carta de naturalización a la política económica que luego se conoció como de

sustitución de importaciones. Luego vino un prolongado vivir de los réditos y una

prolongada decadencia hasta que el régimen priísta se terminó. Ya en la segunda

mitad de la década de los cuarenta, Cosío Villegas postuló la muerte de la

Revolución Mexicana. Esta se había acabado, decía, sin que cumpliera con sus

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promesas históricas. A él siguieron cuestionamientos y dudas sin fin sobre la

vigencia de la Revolución y de su ideario. Hubo destellos, desde luego, pero fueron

sólo eso. López Mateos hizo soñar a algunos revolucionarios mexicanos con un

renacer ideológico y político. Echeverría asombró a un México que ya casi no creía

en nada cuando revivió la experiencia de los ejidos colectivos, que López Portillo

desapareció de un plumazo. Pero no hubo más sino un reiterado vivir a la sombra

de un pasado que conforme pasaba el tiempo resultaba ser siempre menos glorioso.