La Langosta Literaria recomienda EFECTOS SECUNDARIOS de ROSA BELTRÁN - Primer Capítulo

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Ésta es la historia de un secuestro, o de varios; puede ser incluso la historia del nuestro. En un escenario kafkiano, lleno de elementos cómicos y absurdos, el personaje principal de esta novela ejerce el peculiar oficio de presentar libros comerciales por encargo. Con argumentos inverosímiles dispara discursos que convencen al público de estar siempre ante "la gran obra del año". Contra las imposturas en las que escritores, editores y lectores imitan las costumbres propias de la farándula, el protagonista se refugia en la lectura de los clásicos. Pero una realidad atroz interviene las líneas que leemos, hasta secuestrar al personaje de su vida y a nosotros, de la trama. Con un humor negro entre Chesterton y Beckett, Efectos secundarios es un experimento narrativo inusitado en el que Rosa Beltrán subvierte el espacio tradicional de lo literario. Esta singular obra representa un elogio al humanismo y al mismo tiempo un puente entre los diversos planos de una época nómada en la que la literatura se muestra como la única vía de escape a la extrema violencia.

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Está la típica escena, en medio del salón atestado,

cuando termina el espectáculo y la gente aplaude y

luego se acerca a la mesa de los bocadillos a brindar

con un vino por lo general bastante malo. Y la otra, la

que más temo de este oficio. Que ocurrió hace unos

días, dos para ser exacto. Un poco antes de abrir la

sesión de preguntas, una mujer, muy molesta, se le-

vantó y dijo: Mañana, en este lugar, piensan reunirse

el presidente de su país y quienes pactan con el nar-

cotráfico. Antes, se reunió con la guerrilla de Co-

lombia. Si usted tuviera que estar ahí, sentado donde

está, ¿qué les diría? Tras un primer momento de

duda, el autor hizo ademán de tomar el micrófono,

pero la mujer siguió: En mi familia han secuestrado

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a siete miembros, contando a mis padres, un her-

mano, un tío. Y usted, ¿ha vivido un secuestro? Dí-

game, ¿lo ha vivido? Siguió así por mucho tiempo,

explicando su caso y preguntando, sin preguntar en

realidad, qué solución podría haber a un problema

de ese tipo hasta que, en un descuido, el autor, que

había estado muy inquieto, estrujando el micrófono

y mostrando distintos modos de atender, logró arre-

batarle la palabra e insertó el siguiente clavo en la

tabla de salvación: el diálogo. ¿El diálogo? La mujer

se escandalizó, varias la secundaron. ¿Cómo el diá-

logo? Qué fácil es decir esto cuando no se ha vivido

un secuestro en carne propia. Tenía unos cincuenta

años, era muy delgada, transparente casi, la esposa de

un industrial colombiano refugiada en México. Ha-

bía venido a oír hablar a un escritor. Eso dijo. A vi-

vir un momento en esa vida paralela para tener un

poco de vida, oyendo a otro, pero la que hablaba era

ella. No conocía a una persona que no hubiera sido

secuestrada. Ninguna. Y no parecía haber solución.

Te toman por sorpresa, piden un rescate impagable,

amenazan a tu familia, te torturan, la familia ente-

ra se enferma. Es el síndrome del secuestro. A veces

se da el caso de que el secuestrado empieza a darle

la razón al secuestrador. La familia no sólo tiene que

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vivir con la idea de haber perdido a un pariente que

conoce hasta el mínimo detalle de uno y se ha pasa-

do al bando contrario, sino con la peor aún de ver-

se obligada a sufrir por la integridad y la salud de su

familiar, lo que es ya vivir el síndrome del síndrome.

¿Y qué hablar de cómo tenía ahora que hablar? De-

cía esto mirando hacia todas partes, como si temiera

encontrar al enemigo en cualquiera de los asisten-

tes que la oían. Tenemos desconfianza. ¿Cómo sabes

que el hijo de tu mejor amiga no está metido en el

narcotráfico? Y aquí señaló a la mujer de boca car-

nosa y cabello planchado que estaba junto a ella. Yo

ya no puedo hablar con ella ni ella conmigo. Hace-

mos como que hablamos porque somos mejores ami-

gas y hemos decidido no dejar de serlo. Decía todo

esto a una velocidad pasmosa, pero lo más extraño

era que había dejado de dirigirse al autor y ahora cla-

vaba sus ojos en mí. ¿Y usted? ¿Qué opina usted de

esto? Pero yo no opinaba nada. Yo sólo había ido a

presentar el libro.

Y no es que no tuviera nada que decir sobre este

tema en particular. Podría hablar de secuestros por

días. Hoy no se escribe de otra cosa. Están en los

periódicos, en las noticias de la radio, en los libros.

La violencia permea cada línea de lo que se publica

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y que tengo que presentar. En cierta forma, yo soy

la parte secuestrada de las presentaciones. No parti-

cipo en el espectáculo, me limito a hablar de lo que

nadie quiere oír: libros. De vez en cuando, interca-

lo algún verso por ahí, una cita. Siempre temo haber

cometido una indiscreción. Así que en cierta forma

podría decirse que en tema de plagios tengo un pa-

pel bastante activo. Pero los autores tienen el papel

principal. Ellos han secuestrado la literatura.

Es cierto que también podría plantear las cosas

al revés. Decir que la literatura es la que me ha se-

cuestrado de mí mismo. Ser un animal literario es

estar hecho de poco más que una pasión y un con-

junto de citas. Ser apenas lo que he leído, lo que leo,

es casi una forma de no ser. Muy poco en realidad,

si vamos a llamar a eso un punto de partida.

Para definirme a través de mi profesión, como

hacen algunos, tendría que empezar por saber si esto

es una profesión. Un trabajo es algo por lo que se

recibe una remuneración y a mí no siempre me pa-

gan con dinero. Más bien casi nunca. Por lo regu-

lar me dan el libro del autor que debo presentar, eso

sí, y me lo dan con tiempo. Una semana, al menos.

Yo firmo de recibido al mensajero, abro el paquete

y me lanzo a una carrera exhaustiva. Corro como el

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conejo de Alicia. Nunca me detengo. Simplemente

me echo a leer y, en vez de mirar el reloj y decir ¡es

muy tarde!, lo que hago es ver el número de páginas

restantes y pensar más o menos lo mismo. Los libros

que debo presentar rara vez me despiertan algún in-

terés. En ocasiones, me cuesta trabajo fijar los ojos en

lo escrito. Asirme de alguna frase, un pequeño brote

en medio del vacío que me ayude a no despeñarme.

No tan de prisa, al menos. Claro que encontrar esa

pequeña yema, ese minúsculo germen de interés, es

un deseo que expreso sin la menor oportunidad de

que se cumpla y tampoco es que me importe. Tengo

mis trucos. Como en cualquier oficio, en el mío me

las he ingeniado para desarrollar ciertas estrategias de

supervivencia. Faulkner tenía las suyas. Kafka tam-

bién, sólo que las de Kafka no funcionaban porque,

aunque a nadie le importara que no hubiera ido a

trabajar, él sentía todo el tiempo la mirada de su jefe

encima. Desarrollarlas no me impide cumplir con las

normas básicas de urbanidad, con una ética. Hago lo

que tengo que hacer, sólo que lo hago a mi modo.

Una vez abierto el libro, echo los ojos a correr por

su cuenta y los dejo libres, como adolescentes que se

estrenan a la vida. Un principio mínimo de indepen-

dencia para ellos y para mí, dado que vivimos juntos.

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Ellos en lo suyo, yo en lo mío, como debe ser, cada

uno sin interferir en la vida del otro. Al menos yo lo

intento. Leo entre líneas. Ellos, en cambio, no siem-

pre actúan así. A veces, quizá con más frecuencia de

la que yo querría, los ojos llaman mi atención. Me

avisan de lo que han “descubierto”. Porque ésa es la

palabra que usan. Algo intrascendente, por lo regu-

lar, muy trillado. Una estrella apagada millones de

años luz atrás. Pero como no puedo sentirme, ni me

siento, superior a mis ojos, me limito a fingir aten-

ción y les sonrío. Ellos se sienten satisfechos de ha-

berme mostrado algo, contentos de sus correrías. Así

que ambos podemos seguir con nuestro trabajo, sa-

cando cada cual lo mejor que puede.

No importa que el libro sea bueno o malo; el re-

sultado, en la presentación, siempre es el mismo. El

autor queda como un dios. Escucha lo que esperaba

oír y se reconoce en cada frase, aunque las palabras

que cito no sean suyas. No es necesario que así sea.

El público también queda satisfecho. ¡Qué presenta-

ción! ¡Qué interesante lectura! ¡Y pensar que Fula-

no —aquí entra el nombre del autor— nos dijo que

se trataba de otra cosa! Esto es lo que oigo todo el

tiempo. Que nadie hubiera podido elegir a un me-

jor presentador. A veces me pregunto por qué pongo

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tanto empeño en algo tan efímero como una lectura.

Y me engaño al responderme: porque soy un profe-

sional. Pero cómo podría ser profesional de una pro-

fesión que no existe. Sé que estas explicaciones son

sólo modos oblicuos de convencerme de algo abs-

truso. De sentir que soy eso; algo, al menos.

Pero algo como qué. Eso es lo que ignoro. Ten-

go un primo loco —él se llama a sí mismo bipolar—

que hace unos días, en una reunión de familia, se

sintió en la necesidad de aclararnos: Yo, antes que el

bipolar, soy un ser humano. Me asombró su seguri-

dad en saberse dueño de esta certeza. Cómo podría

yo decir que antes que leer soy alguien, si leer es lo

único que me hace fiel a mí mismo. Lo único que

he sido y soy es esta loca pasión por leer. Leo. Es raro

decirlo así, haber encontrado una forma tan pom-

posa y categórica de decir algo tan simple con un

lugar común: leo, luego existo. No estoy pretendien-

do ostentarme en la personificación de la actividad

que realizo, ni decir que mi ocupación me define.

Ya he dicho que ni siquiera se trata de una verdade-

ra ocupación. No es fácil tampoco asumir que soy

las palabras de alguien más. Pero es un hecho irrefu-

table. Soy esas citas. Durante la lectura me convier-

to en los personajes de la historia y así me siento un

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poco mejor. Puedo sobrevivir a la hecatombe. No

sólo porque ellos tienen una historia más apasionante

que la mía, sino porque, pase lo que pase, sobrevivi-

rán. Así mueran mil muertes atroces, revivirán cada

vez que un lector comience el libro. Y eso es me-

jor que lo que nos ocurre a cualquiera de nosotros,

amenazados de morir una sola vez y para siempre.

En un país que se hace experto en la recolección

de cadáveres, yo reúno palabras. Oculto con esmero

frases perfectas como joyas, frases que tomaron años,

a veces siglos en gestarse. En ocasiones las pongo unas

junto a otras, las veo actuar de conformidad y vol-

verse ávidas, audaces. Veo partir versos como tigres

o acobardadas líneas de corazón de pollo como las

de Lear ante la certeza de la caída. Leo al punto de

haberme convertido en esta enciclopedia ambulante

que soy y que yo mismo guardo hasta el momento

en que alguien pueda necesitarme. Que es cada dos

por tres. Basta con que un escritor sea anunciado en

los periódicos como “la revelación del año”, “el atleta

del desconcierto”, “el virtuoso del no future” o de “la

gran novela del milenio” para accionar el mecanis-

mo. Es entonces cuando ese cuenco de agua muerta

acude a mí con su voz melosa, no la suya —nunca es

la suya—, sino la de algún editor, y me llena los oí-

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dos de frases rebosantes en elogios y me invita a ha-

cer la presentación de su libro más reciente. No el úl-

timo, aclara siempre con falsa socarronería, sino el

más reciente, je, je. Y yo acepto, por supuesto, aun a

sabiendas de que será un trabajo inútil. Incluso digo:

Encantado. Porque tengo la necesidad de embelle-

cer la salida de un libro, cualquier libro, hoy que los

libros son apenas un objeto de falsa ostentación, un

portento que no existe salvo en las presentaciones,

hoy que son un cadáver que brilla con la fugacidad

silenciosa y melancólica de un cometa. Uso las pala-

bras de otros, por supuesto. Y trato de darle a cada

presentación un carácter, una firma. No la mía, sino

la de la escritura. Para ella es que busco entre los pa-

peles sueltos la cita que caerá como una gota de plo-

mo en medio del vacío. Voy a la presentación de un

libro como a una boda donde se han dado cita los

novios, los concurrentes, el cura, las f lores y demás

parafernalia: todo lo necesario salvo Dios, que no fue

invitado a la ceremonia. A veces está, pese a noso-

tros. A veces aparece. El otro día, por ejemplo, ocu-

rrió algo inusitado. La gente hablaba entre sí, inter-

cambiando opiniones, como suele hacer, al tiempo

que yo hacía la apología del libro Sube a la montaña,

Jonathan, un libro de autoayuda que ha vendido más

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ejemplares que La montaña mágica, de Thomas Mann.

Pero, de pronto, se empezó a oír un goteo. Era un

sonido persistente que parecía decirme: Predica. Otra

gota de agua y otra vez: Predica. He aquí lo que ocu-

rre con esta profesión. Que uno oye otras voces, me-

tidas en cualquier voz, tal como me ocurrió con la

voz del agua. A uno le habla el mundo de otra ma-

nera. Supe de inmediato que era una provocación.

Quise reiniciar, Este libro es…, pero el agua elevó la

intensidad. Aumenté el volumen y ella se volvió un

bramido, un estruendo, fue cubriéndolo todo, impi-

diendo a la gente oírse, oírme, oír nada más que su

voz, la voz del agua hablando a gritos, y a medida

que crecía su vehemencia, quienes hasta hacía poco

conversaban tuvieron que desistir y abandonarse a

aquel ruido. Ellos escuchando, el agua perorando,

hablando a todo pulmón de la poesía, y yo absorto,

escuchando la belleza de su efecto persuasivo en me-

dio del desastre.

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A veces, al día siguiente de la presentación llamo a

alguna editorial para pedir, a cambio de los bodrios

que me mandan, algún otro libro. Nunca libros di-

fíciles de obtener. Ni siquiera libros caros. Simple-

mente obras que estaba deseando leer y que por mi

condición no he podido comprar. Por lo regular me

dicen que no lo tienen, me hablan de la dificultad de

conseguirlo o me dejan esperando en la línea. En ta-

les ocasiones me limito a pedir disculpas, agradezco

y, aun sin esperanza, espero. Los libros me han en-

señado el placer y la voluptuosidad de vivir sin ellos,

para ellos, pensando ávidamente en ellos en un país

de varias generaciones sin lectores. En un país sin li-

brerías donde los libros están condenados a cumplir

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su propia penitencia, a hacer su camino de Santiago

particular, por el que han de pasar mil penalidades

antes de llegar a las manos lectoras. En esos momen-

tos pienso en por qué deseo tanto leer el libro ausen-

te y en cómo será. Paso horas y horas imaginando el

timbre particular de su voz, su ritmo, y devoro con

los ojos de la especulación cada palabra oculta y cada

línea que no conozco. Hago esto hasta que me doy

cuenta del interés mezquino que hay en mi supues-

ta pureza de tener el libro. Creo tener derecho a él

porque espero una remuneración. No me hago ilu-

siones respecto de los pagos con dinero o con via-

jes, como ocurre a veces, cuando debo presentar a

un autor que se encuentra en otra ciudad, en otro

país incluso. Pero el pago con libros tiene, en cam-

bio, un carácter de obligatoriedad que yo mismo no

me explico. Adquiere un valor perentorio. Es un acto

de elemental justicia y, tal como yo lo veo, algo que

incide de modo muy directo en mi dignidad. Por

eso llamo una y otra vez a los editores, les insisto en

que necesito el libro y lo que obtengo a cambio son

largas y negativas en forma de explicaciones sinies-

tras. Que el libro se edita en una casa filial en otro

país y debe pedirse toda la edición, porque la filial

no acepta pedidos por un ejemplar solo. O el libro

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sí existe pero la edición se halla secuestrada en una

bodega por razones de extrañas leyes de sindicatos o

impuestos. O queda un solo ejemplar y es precisa-

mente el que usarán para una futura edición, cuan-

do la autoricen. Cualquiera podría pensar que estoy

haciendo literatura. Que tomo de pretexto los libros

para hacer una ficción. Porque el aire de ceremonia

desquiciada que tiene el asunto se presta para usarlo

como tema en una novela, pero no es así. Lo estoy

viviendo. Es mi caso. Estoy sometido a rituales ex-

traños, el primero de todos, quizá, vivir para enten-

der el mundo sólo a partir de la lectura.

Pero hay otros más. Esta profesión, que no es tal,

me ha vuelto acreedor de un remanente de ganancias

paradójicas. Pudiera decirse de ganancias “reverti-

das”. Como nada tengo, todo lo ahorro. Y con las

negativas continuas de pagos en dinero o en libros,

el total del ahorro que obtengo es inmenso. Ade-

más de largas, acumulo expectativas. El consumo es

parte de la vida moderna y causa principal del trá-

fico de estupefacientes, y aunque yo paso la mayor

parte de mi tiempo leyendo, no estoy exento de esa

realidad histórica. Deseo. No tengo con qué. Sue-

ño que acumulo, y a veces esos sueños se convierten

en delirios de riqueza. Y del delirio al hecho no hay

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más que un paso. Basta con observar la historia. He-

mos llenado el vacío, sembrado de concreto el cam-

po, cubierto los caminos, el aire; nuestro afán barro-

co llega al punto de haber rellenado de chatarra el

espacio… Tal vez fue por este principio que un día

yo mismo empecé a acumular. Lo curioso está en

que no fue el pago de lo que me debían lo que hizo

de mí un gastador, sino al revés. Me hice millonario

por la falta de pago mismo. Fue ése el motivador de

la necesidad y, por tanto, del gasto. El Primer Mo-

tor Móvil. De no carecer casi de cualquier cosa y

vivir esperando un pago, no habría comenzado con

esa obsesión de comprarme todo. Que fue motiva-

da, hasta cierto punto, por una lectura de Sócrates.

Recordé que este filósofo griego, al ver los pro-

ductos de los vendedores en las calles, volvía a su casa

feliz, pensando: ¡Tantas cosas que no necesito! A par-

tir de entonces empecé a ver lo que me rodeaba con

sus ojos. Igual que él, empecé a acercarme mucho a

las cosas. Sólo que yo me fijaba en el precio. El ges-

to encerraba la posibilidad de la adquisición y su im-

posibilidad misma. No podía costearlas, pero podía

calcular el gasto que implicaban, sumarlo a otros ob-

jetos y pensar: ¡La de dinero que no me he gastado!

Es importante aclarar que, aunque en apariencia se

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trataba de una simple transposición de la idea de Só-

crates, mi consideración tenía una variante esencial.

Yo sí necesitaba las cosas. Mi ahorro era un ahorro

distinto del suyo. En el caso de Sócrates, las cosas

eran la confirmación de una ausencia. No las necesi-

taba y, por tanto, no las tenía. En el mío, en cambio,

estaban ahí como una posibilidad, como un anhelo

latente. Todo era cuestión de verlas para accionar el

mecanismo. Primero venía el deseo; luego la cons-

tatación del precio; finalmente, con la imposibilidad

de comprar, el ahorro. De este modo fui reunien-

do objetos, muchos objetos, y ahorrándomelos cada

vez. Experimentaba la sensación de euforia que surge

de la capacidad de comprarse algo por capricho y la

más elegante aún de renunciar a eso mismo, sensa-

ción del todo nueva para mí, pero que tenía sus in-

convenientes. Como rico en ciernes, empecé a desear

más. Cosas caras, finas. Y más que finas: costosas.

Me volví un esnob. Empezaba a buscar entre los

objetos los más onerosos, los más inútiles, todo con

la finalidad de multiplicar mi ahorro. Que empecé

a hacer en dólares. Dejé de comprar en tiendas y

almacenes del país, pues no proveían un ahorro sig-

nificativo, y procedí a hacer mis compras por catá-

logo. Veía un barco de gran calado, pongamos por

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caso, un portaaviones de la marina estadounidense,

calculaba el precio y me lo ahorraba. Veía casas de

gente como yo, o sea millonarios, añadía su valor

catastral, el precio de la zona por sobre el inmueble,

calculaba los impuestos mensuales, los anuales, el

mantenimiento, el costo de la servidumbre, echaba

un ojo a las casas de junto, las compraba y las demo-

lía, volvía a calcular el precio del bien añadiendo su

nueva plusvalía, ahorraba. Mi ánimo mejoraba día

tras día. Y a la vez desmejoraba. Veía que, así como

los ricos y famosos se compran las cosas para ostentar

ante los demás, yo había empezado a ahorrármelas

con el mismo fin. Ostentaba sólo frente a mí, pero

el propósito era idéntico. Lo que hacía era lucirme,

siendo el millonario que era, gracias al ahorro, sin

dejar de ser pobre. Había adquirido los vicios de mi

nuevo estatus sin ninguna de sus virtudes. Era como

si mi bonanza no hubiera conseguido más que con-

vertirme en un infeliz, en la persona necesitada y

lastimosa que nunca había sido. Y encima, mi nue-

va condición empezó a afectar mi trabajo. Leía con

el fin de poseer cada objeto, empezando por la taza

y la cucharilla con que Charles Bovary creía po-

seer a Emma; degustaba la magdalena de Proust con

la sola intención de tener su pasado. Al leer Guerra

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y paz yo era Napoleón y Kutúzov, pues necesitaba

con urgencia la ambición de uno y el desinterés del

otro al mismo tiempo. Tenía una habitación pro-

pia y necesitaba carecer de ella, porque, de no ser

así, ¿cómo podría leer lo que leía? Un trabajo tiene

el grandísimo problema de que uno se convierte en

eso, el trabajo. Que en mi caso, como he dicho, no

es propiamente un trabajo. Lo que lo hace más difícil

de ejercer, puesto que no tengo ninguna obligación

exterior de hacerlo. Es toda interior, la necesidad.

Interior y apremiante. Fue ella, en realidad, la que

me impidió seguir “ahorrando” en semejantes lu-

jos. Ella, quien cambió mi interés y lo encaminó a

la obtención de objetos más simples. Un germen de

vida, una f lor. Simples y complejos, ya que son difí-

ciles de asir, pese a las palabras. O más bien: por ellas

mismas. Porque están hechas de palabras. “Rosa, oh

pura contradicción, alegría de ser el sueño de nadie

bajo tantos párpados.”

La rosa de Rilke no es la rosa, pero es mía. Sal-

vo que, mientras la nombro, deja de serlo.

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