La Langosta Literarira recomienda: Kentucky Club

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El sesgo de la luz de la mañana hacía que él pareciera a pun-to de incendiarse.

Estaba allí todos los domingos, solo, una figura en singu-lar —pero no triste ni solitaria; ni trágica—. Se convirtió en el protagonista de un cuento que estaba escribiendo en mi cabeza. Algunas personas son tan hermosas que pertenecen adon-dequiera que van. Ésa era la primera frase del cuento.

Siempre me fijaba en lo que estaba leyendo: Dostoyevski, Kazantzakis, Faulkner. Estaba enamorado de la literatura seria. Y de la tragedia. Bueno, vivía en la frontera. Y en la frontera puedes enamorarte de la tragedia sin ser trágico.

Tomaba el café negro. Aunque no me constaba.A veces me daba cuenta de que venía de correr, de su cabe-

llo negro y ondulado despeinado, medio mojado de sudor.Era delgado y tenía que rasurarse dos veces al día. Pero

sólo se rasuraba una. Siempre traía una sombra en la cara. Aun en la luz de la mañana parecía medio escondido.

No sé cuánto tiempo llevaba de fijarme en él. Un año. Más.

Era un animal de costumbres. No muy distinto de un monje. No muy distinto de mí.

Nuestras miradas nunca se cruzaban pero ya había me-morizado el color de sus ojos.

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Nunca me quedaba en la cafetería, pero los domingos en la mañana siempre había cola. Yo agradecía la espera. Me daba la oportunidad de voltear a verlo mientras leía su libro. Quería acercarme a él y preguntarle qué opinaba de Ka-zantzakis. Me imaginaba que se me salía decirle que ya nadie lo leía. Me imaginaba que me sonreía.

Yo nunca pedía café.Pasaba por la edición dominical de The New York Times y

luego me regresaba en coche a mi casa a beber mi propio café recién molido, de comercio justo. Siempre me encontraba a algún conocido. La gente era tan amable conmigo. Siempre. Qué tal señor De la Tierra se le ve bien señor De la Tierra y ahora en qué está trabajando señor De la Tierra qué gusto verlo señor De la Tierra. El hecho de que tanta gente supiera quién era yo nun-ca me había dado mayor consuelo. Si acaso, me hacía sentirme más solo. Y de todas formas nadie sabía quién era yo. Ni si-quiera yo mismo.

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Los domingos eran míos. El resto de la semana le pertenecía a mis responsabilidades, mi escritura, mi familia, mis amigos, mis compromisos. Podía renunciar a todos mis días para hacer lo demás. Pero a los domingos no. Me encantaba la tranquila sua-vidad de ese día. Leía el periódico y aspiraba la quietud del barrio, que descansaba del castigo de la semana. Era esa clase de barrio.

Y luego un domingo hablamos. Yo estaba parado en el mostrador del café, con mi New York Times en la mano, deci-diendo. ¿Un croissant? ¿Tal vez un scone? Tenía hambre.

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—Nunca pides café.Supe que era él desde antes de voltear. —No —dije.—¿No te gusta el café?—Mi café me está esperando en casa.—¿Entonces tu café es como una esposa?—Sí —dije—, exactamente como una esposa.—¿Y tienes?—¿Y tengo?—¿Esposa?Saqué la mano izquierda. Sin anillo.No sonrió, pero me pareció que eso quería hacer. Pagué

mi periódico.Él pidió un café alto del día. No me había equivocado: lo

tomaba negro. Tenía una voz profunda y amistosa. Era agra-dable, su acento. Yo quería seguir hablando. Pero nunca había nada que decir cuando tanto importaba decir algo.

—Te gustan los periódicos —dijo.—Sí.—Son el pasado. Y son puras mentiras.Levanté mi periódico.—No es El Diario —dije, refiriéndome al periódico de

la comunidad hispana.—¿Eres uno de ésos?Miré su rostro sonriente.—¿Uno de ésos?Se rio.—¿Uno de esos mexicanos que odian a los otros mexi-

canos?—No. No sufro de esa enfermedad.—¿De qué sufres?

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No dije nada. Miré sus ojos chocolate. Creo que estaba buscando sufrimiento.

—Tú en realidad no eres mexicano —dijo.—Ni mexicano. Ni americano. Jodido. Ésa es la enfer-

medad de la que sufro.De pronto estábamos sentados afuera. Era una mañana

fresca. El viento había regresado, el viento que estaba enamo-rado de El Paso, el viento que se rehusaba a dejarnos disfrutar el sol.

—Tienes frío —dijo.—Olvidé mi chamarra.—Podemos meternos.—No —dije. Nos observamos. Mis ojos no eran tan os-

curos como los suyos, sino de un café prosaico—. No vivo lejos.

Él estaba pensando.—No estoy buscando un ligue —justo cuando las pala-

bras salieron de mi boca, me di cuenta de que sonaban como una acusación. Lamenté haber dicho algo.

—No —dijo—, un hombre como tú, nunca —sonrió—. Me llamo Javier.

—Javier —dije—. Yo soy…—Todo mundo sabe quién eres.—Nadie sabe quién soy.Se rio Javier, que tomaba su café negro.—Dime. Quiero oírte decir tu nombre.—Juan Carlos.—Juan Carlos —repitió—. ¿Dónde vives?—Sunset Heights.Golpeteó su vaso de papel.—Es un barrio interesante —dijo.

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—Qué hermosa casa —dijo. Estaba contemplando uno de mis cuadros.

—La construyeron en 1900.—Diez años antes de la Revolución.—Hace más de cien años.—Y henos aquí. Un mexicano de a deveras y un mexi-

cano que es americano.—Mi abuelo nació aquí —dije.—Mi abuelo nació en Israel —dijo él.—Entonces soy más mexicano que tú.—Yo diría que no.Eso me hizo reír.Seguía contemplando el cuadro.—¿Por qué está llorando ese hombre?—Está cansado de la guerra.—Yo también estoy cansado de la guerra.—Israel —dije—. Israel y México. Un verdadero hijo de

la guerra.—Sí. A lo mejor de eso se trata la circuncisión.Eso me hizo reír.—Tú también —dijo—. Creo que estás circuncidado.—Qué tragedia —dije—, perder el prepucio. Y no que

yo sea judío. ¿No te importa, verdad, que yo no sea judío?—No dije que fuera judío.—Pero dijiste que tu abuelo nació en Israel.—Era un iraquí que nació en Israel. Huyó a México. Se

casó con mi abuela en Chihuahua. Lo mataron en un bar. Era muy peleonero.

—Un hijo de la guerra —repetí.

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Se rio:—¿Y por qué eres circunciso?—No tengo idea. Desperté un día y así estaba.—Los mexicanos de verdad no están circuncidados.—Pues está decidido. No soy un mexicano de verdad.Él sabía que la conversación me estaba poniendo incó-

modo.—¿No te gusta hablar de la circuncisión?—El tema nunca había salido a la plática.—¿Y eres peleonero?—No. No soy peleonero.—Entonces claro que no eres mexicano —dijo él.Le quité el vaso de papel de la mano y en su lugar puse

una taza de café recién hecho. Lo dejé usar mi taza favorita, la que tiene la cara de Van Gogh.

—No era mentira.—¿Qué?—Que tu café te estaba esperando.—Siempre pongo el café antes de ir por el periódico.—¿Qué es lo que te gusta de los periódicos?—El mundo es un lugar grande.—¿Y necesitas que un periódico te lo diga?—Sí, creo que sí.—¿De veras?—Me da los detalles.—El mundo en el que vives te puede dar todos los deta-

lles que necesites.—No.—Sí.Ya hasta estábamos discutiendo.—Necesito los hechos.

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—¿Para qué?—Para ayudarme a formar una opinión.—¿No sabes lo que piensas?—No siempre tengo razón.Se rio.—Me observas —dijo.—¿Te observo?—Cuando entras a la cafetería, me observas.—Pareces abstraído.—No conozco esa palabra.—Que parece que no te das cuenta de nada más que del

libro que estás leyendo.—Carlos, me doy cuenta —tenía una expresión pensativa.—Eso significa que tú también me observas.—Sí.—¿Por qué harías eso?—¿Por qué no iba a hacerlo?—Javier, tú eres hermoso. ¿Y yo? No tan hermoso. Y tu

inglés es perfecto.—Perfecto pero con acento.—Que lo vuelve aún más perfecto.—Tú eres algo mejor que hermoso —dijo.—¿Qué es mejor que hermoso?—Interesante. Interesante es mucho mejor que hermoso

—estiró la mano y me pasó los dedos por la mejilla. Tenía las manos ásperas. Sus dedos tenían callos.

A lo mejor tocaba la guitarra.Quería besar sus dedos.—Estás callado —dijo.—Si no digo nada, seguiré pareciendo interesante.Pasó sus dedos por mi pelo entrecano.

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—Soy mayor que tú —dije.Me besó.Le devolví el beso.

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Nos sentamos en el balcón a tomar nuestro café. Y escucha-mos la lluvia.

—No te conozco —dije.—¿Qué quieres saber?Así que me contó. Que cuidaba a su tío, quien se estaba

muriendo de cáncer de pulmón; que había ayudado a cuidar a su tía, quien había quedado paralítica en un accidente. Que venía de Juárez todos los fines de semana —del viernes en la noche al domingo en la noche—, y otras veces, cada que po-día. Que trabajaba de chofer en el consulado de Estados Unidos en Juárez, y que había crecido con sus tíos que vivían en Florence Street para poder ir a la escuela, quienes se ha-cían pasar por sus padres, y que durante doce años de su vida se iba a casa los fines de semana a quedarse con su mamá que era trabajadora social; su mamá a quien le apasionaba trabajar con travestis. Que a su papá lo habían matado y a lo mejor había dejado otra familia en Chicago o Los Ángeles o Chi-huahua (yo no era el único que inventaba cosas de la gente). Que su tía se había muerto de cáncer y él le había ayudado a su tío a encargarse de todo, y que ahora lo estaba cuidando a él. Pero sólo los fines de semana.

—¿Lo quieres?—Fue bueno conmigo. Mi tía era dura, pero él no. ¿Se

puede decir eso en inglés? ¿Suave?

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—Sí —acerqué mi rostro al suyo y lo besé.Dios mío, qué hermoso era. Eso no era una historia que

me estuviera inventando.—Mi tía no me caía bien —dijo. Sacó un cigarro—. ¿Te

molesta?—No, no me molesta.—¿Quieres uno?—Lo dejé hace años.—¿Por qué?—Ya no me acuerdo.—¿Eres un hombre con amnesia para ciertas cosas?—Cuando me conviene —le dije en español.Se rio.Lo vi encender su cigarro. Me acordé de una vez, en un

bar, que una mujer se me acercó mientras yo fumaba y me dijo que era hermoso. Me besó. Dejé que su lengua estuvie-ra en mi boca. Sabía a coñac y a cereza.

Lo vi echar el humo por la nariz.—¿Seguro que no quieres volver a empezar a fumar?—No. Quiero empezar algo nuevo, algo que nunca haya

hecho antes —lo miré fumar—. Así que no te caía bien tu tía.—No me caía bien… pero la quería. Era muy dura con

la gente.—Hay personas que son así —dije.—Pero tú no —dijo.—¿Cómo sabes?—He leído tus libros.—Son sólo libros. No sabes nada de mí.Apagó su cigarro. Pasó sus dedos por mi pelo entrecano.

Me besó.—Invento historias sobre ti —dijo.

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Ahora desearía haberle dicho que yo también inventaba historias sobre él.

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—¿Tienes hambre? —le pregunté en español—. Puedo co-cinar algo.

—De alguna manera ya sabía que te gustaba cocinar.—¿Algo que inventaste sobre mí?—No, en tus novelas se cocina mucho.—Bueno, la gente tiene que comer. Hasta la gente de las

novelas.Se rio.—Me gusta la gente de tus novelas.—Están bien pinches dañados.—Eso es lo que me gusta de ellos —miró su reloj.—Qué bonito reloj.—Era de mi papá.—¿Te tienes que ir?Asintió.—Tengo que regresar con mi tío. Los domingos siempre

comemos juntos.—¿Lo llevas a algún lado?—Esos días se acabaron. Antes le encantaba salir. Se reía

y me contaba cómo fue su vida. Ahora no quiere salir. Le da miedo. Antes lo único que le daba miedo era mi tía. Ahora es como un niño. Llora. Lee los periódicos. Piensa que vive en Juárez. Yo le digo que estamos en El Paso, que está a sal-vo. Pero no me cree. Tiene miedo de andar en la calle. “Nos matan”, dice. Yo trato de decirle que nadie nos va a hacer

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daño, pero no sirve de nada. Cada vez que salgo me dice que tenga cuidado.

—¿Y tienes cuidado?—No tengo miedo de que me vayan a matar. ¿Tú?—Yo no vivo en Juárez.—Hay asesinatos en todas las ciudades.No quería empezar a discutir. Por esto no. ¿De qué iba a

servir? Y él conocía Juárez mejor que yo.—Tienes razón —dije.—Acabo de aprender otra cosa sobre ti.—¿Qué?—No eres muy bueno para decir mentiras.—Solía serlo —me pregunté qué expresión traería yo en

la cara—. En tu lugar, creo que tendría miedo.—¿De qué sirve tener miedo, Carlos?—Absolutamente de nada —dije.Contempló mi cara.Quería besarlo otra vez. A lo mejor él me besaría a mí.

A lo mejor me quedaría ahí parado sintiéndome como un perfecto idiota, y ya. Yo no servía para esto. Nunca había servido. Algunos hombres son muy afables cuando aman. Yo era tentativo y torpe.

—¿Qué? —me miró.—Nada.—Otra vez me estabas observando.—Sí.—No me molesta. Me gusta cómo me miras.—Podría pasarme mucho tiempo mirándote —dije.—Puedes besarme otra vez —dijo.Bajó la mirada. Era tímido. O a lo mejor sólo era humil-

de. Ésa era la única cosa que no me había inventado sobre él:

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que era humilde. Que era dulce. Que era decente. Los hom-bres bien parecidos rara vez son cualquiera de esas cosas.

Lo volví a besar.Murmuró mi nombre. Me pregunté cómo se sentiría mi

nombre en su lengua.—Javier —murmuré en respuesta—. ¿Sabes cuánto

tiempo hace que no beso a nadie?Levantó la cara para mirarme.—¿Acaso importa?—Besar es algo muy serio.Me volvió a besar.—Eso no se sintió muy serio, ¿o sí?—Sí —dije—. Muy.No volvimos a hablar en un buen rato.—Me tengo que ir —murmuró—. Me está esperando.—¿Le vas a cocinar?—Sí.—Confieso que estoy celoso de tu tío.—No eres un hombre celoso —dijo.—A lo mejor sí.—No.Él estaba seguro de quién era yo. No quería que se fuera.

Se acercó más. Traté de decir algo, pero me puso un dedo en los labios. En realidad no sabía ni lo que iba a decir. Y de to-das formas, a veces no importa lo que decimos. Simplemente no importa. No quiso que lo llevara a su casa.

—Mi tío no vive lejos… quiero caminar —a lo mejor necesitaba un momento para pensar. En mí. A lo mejor.

Yo quería parar. Quería dejar de escribir la historia de quién era él y qué estaba pensando. Escribir esa historia me estaba empezando a doler.

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