La Liberación Dede La Reconciliación

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2 3 No. 2. Mayo - agosto de 2015 Teología y Posconflicto R E V I S T A D I G I T A L Teología Posconflicto y 5 Editorial Hermann Rodríguez S.J. 6 La liberación desde la reconciliación Elías López Pérez S.J. 12 Del conflicto al posconflicto Carlos Alberto Briceño Sánchez 16 En el perdón de las víctimas está nuestra esperanza Edgar Antonio López 22 Lo justo: entre lo legal y lo bueno Daniel Garavito Villareal 28 ¿Cómo hablar de Dios en el conflicto y posconflicto? David Eduardo Lara Corredor

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2 3No. 2. Mayo - agosto de 2015

Teología y

Posconflicto

R E V I S T A D I G I T A L

TeologíaPosconflicto

y

5

Editorial

Hermann Rodríguez S.J.

6

La liberación desdela reconciliación

Elías López Pérez S.J.

12

Del conflicto alposconflicto

Carlos Alberto Briceño Sánchez

16En el perdón de las víctimas

está nuestra esperanzaEdgar Antonio López

22

Lo justo: entre lo legal y lo bueno

Daniel Garavito Villareal

28¿Cómo hablar de Dios en el

conflicto y posconflicto?David Eduardo Lara Corredor

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R E V I S T A D I G I T A L

Decano AcadémicoHermann Rodríguez Osorio, S.J.

DirectorHermann Rodríguez Osorio, S.J.

EditorMauricio Rincón Andrade

Correctora de estiloMartha Ospina Bozzi

Diseño y diagramaciónimagologo.com

ImágenesPortada: Sobreviviente Bojayá / Jesús Abad Colorado

Provincia colombianaCompañía de Jesús

Reservados todos los derechos© Pontificia Universidad Javeriana© Facultad de Teología

Suscripciones:[email protected] Bogotá, Colombia

Revista digital cuatrimestral Facultad de Teología Pontificia Universidad JaverianaNo. 2Mayo-agosto de 2015

Contenido

Editorial Hermann Rodríguez, S.J.

La liberación desde la reconciliación: la alianza preferencial con el enemigoElías López Pérez, S.J.

Del conflicto al posconflicto:apropiación de una moral desde la justiciaCarlos Alberto Briceño Sánchez

En el perdón de las víctimas está nuestra esperanzaEdgar Antonio López

Lo justo: entre lo legal y lo bueno.La acción teológica de perdón y alianzaDaniel de Jesús Garavito Villareal

¿Cómo hablar de Dios en el conflicto y el posconflicto?David Eduardo Lara Corredor

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Autores en el presente número

HERMANN RODRÍGUEZ OSORIO, S.J.Decano de la Facultad de Teología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.

ELÍAS LÓPEZ PÉREZ, S.J.Doctor en Teología, Universidad Católica de Lovaina. Profesor, Pontificia Universidad de Comillas, Madrid; miembro del Servicio Jesuita a Refugiados, SJR.

CARLOS ALBERTO BRICEÑO SÁNCHEZ

Teólogo, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá; Psicólogo, Universidad Católica de Colombia, Bogotá; Bachiller en Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana. Profesor del Departamento de Teología, Pontificia Universidad Javeriana.

EDGAR ANTONIO LÓPEZ

Doctor en Teología y Magister en Teología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá; Magíster en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia (Bogotá); Filósofo, Pontificia Universidad Urbaniana, Roma; Licenciado en Filosofía e Historia, Universidad Santo Tomás, Bogotá. Profesor del Departamento de Teología, Pontificia Universidad Javeriana.

DANIEL DE JESÚS GARAVITO VILLARREAL Doctor y Magister en Teología, y Magister en Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá; Licenciado en Ciencias Sociales, Universidad Libre, Bogotá. Profesor del Departamento de Teología, Pontificia Universidad Javeriana.

DAVID EDUARDO LARA CORREDOR

Magíster en Teología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá; Especialista en Derechos Humanos, Escuela Superior de Administración Pública, ESAP, Bogotá; Licenciado en Filosofía, Universidad Santo Tomás, Bogotá; Estudios en Derecho y Ciencias Políticas, Universidad Libre, Bogotá. Profesor del Centro de Formación Teológica, Pontificia Universidad Javeriana.

Hermann Rodríguez., S.J.

Uno de los objetivos de nuestra publicación es pensar los problemas fundamentales de Colombia desde una perspectiva teológica. Sin lugar a dudas, los diálogos de paz que se están realizando entre el Estado colombiano y las FARC-EP, en la Habana, son de capital importancia en nuestro momento histórico. Para la Facultad de Teo-logía, este marco ha sido objeto de reflexión y preocu-pación constantes desde distintos ámbitos.

En primer lugar, los últimos Entremeses Teológicos, eventos académicos que la Facultad ha abierto a todas las personas que deseen asistir, han estado dedicados al tema de Teología y posconflicto, con los aportes de los profesores del Departamento de Teología y del Cen-tro de Formación Teológica. En segundo lugar, nuestra revista, Mirada teológica, toma esta misma preocupa-ción y se alimenta, para estos primeros números, de las ponencias desarrolladas en los Entremeses con otros aportes que nos ayuden a reflexionar sobre la temática propuesta.

Este segundo número de Mirada teológica, la revista di-gital de la Facultad de Teología, está dedicado a seguir reflexionando, sobre la realidad del conflicto armado que afecta nuestro país y sobre la posibilidad de empe-zar a construir un escenario de posconflicto o posacuer-do. En esta oportunidad se recogen los aportes de pro-fesores de las áreas de Teología Sistemática, Teología de la Acción Humana y del Centro de Formación Teológica. Además, encontraremos los interesantes planteamien-tos que el profesor Elías López Pérez, S.J., desarrolló en la Lectio inauguralis de este año de la Facultad.

En primer lugar, nuestros lectores encontrarán una sín-tesis de la ponencia de Elías López Pérez, S.J., Doctor en Teología y profesor de la Pontificia Universidad de Co-millas, de Madrid, España. Su ponencia, “La liberación desde la reconciliación. La alianza preferencial con el enemigo”, entronca de manera directa con las temáticas que hemos venido publicando, pues nos habla de la vio-lencia que vive América Latina y de los caminos que se podrían transitar a la hora de optar por la reconciliación.

En segundo lugar, el profesor Carlos Alberto Briceño, del área de Teología Sistemática de la Facultad de Teo-logía, de la Pontificia Universidad Javeriana, nos pre-senta el tema “Del conflicto al posconflicto, apropiación de una moral de la justicia”. En este artículo retoma el pensamiento del teólogo Ignacio Ellacuaría, quien esta-ba convencido de que, después de un largo periodo de violencia, es posible la reconciliación, siempre y cuando se hayan interiorizado, en la práxis de fe, los siguientes correlativos antropológicos: conflicto, causa y paz. Cada uno de tales correlativos son desarrollados por el profe-sor Briceño.

Los siguientes tres artículos son propuestas de profe-sores del área de Teología de la Acción Humana y del Centro de Formación Teológica de nuestra Facultad. El profesor Edgar López plantea una pregunta muy acerta-da en medio del conflicto armado que vive el país: ¿Hay alguna esperanza de superar este encierro que extingue la vida y extiende el dolor por doquier? La respuesta a tal pregunta pasa por el perdón de las víctimas, y en ese perdón –manifiesta el autor– está nuestra esperanza.

El profesor Daniel de Jesús Garavito desarrolla su artícu-lo a partir de un interrogante que es a su vez un pro-blema: ¿Cómo resarcir un sentido de justicia ante las acciones atroces cometidas por los actores del conflicto armado colombiano, más allá de una comprensión le-galista y reducida al modelo de justicia como venganza, en la que el afán del aparato jurídico-estatal es reparar el sufrimiento de la víctima con un sufrimiento equivalen-te al juzgar el victimario?

Finalmente, el profesor David Eduardo Lara, del Centro de Formación Teológica, nos plantea un interrogante muy pertinente en el momento actual colombiano: ¿Cómo ha-blar de Dios en el conflicto y en el posconflicto?

Con estos artículos, Mirada teológica, además de querer aportar al pensamiento teológico, busca que todos ellos sean excusa para reflexionar sobre nuestro papel como cristianos en la realidad colombiana.

Editorial

MIRADA TEOLÓGICA 2. MAYO - AGOSTO DE 2015

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La liberación desde la reconciliación.

La alianza preferencial con el enemigo*

Elías López Pérez, S.J.

La reconciliación como restablecimiento de las relaciones justas se compromete en los cambios estructurales, y va a la raíz de la violencia

y de las causas de la injusticia como condición absolutamente necesaria en los procesos de reconciliación. Esto es lo que defendemos

cuando hablamos de la liberación desde la reconciliación. Dicho de otro modo –con la terminología de los estudios de paz–, no hay

reconciliación sin abordar la justicia transicional.

Foto: “Marcha por la vida” Juan Pablo Salamanca Rosas

América Latina y las nuevas violencias

El “Barómetro de las Américas de 2014” (elabora-do por el Proyecto de Opinión Pública de Amé-rica Latina de la Vanderbilt University) muestra

que la violencia y el crimen persistentes constituyen los principales factores de desestabilización de las democracias en América Latina.

Centroamérica, donde la mitad de la población vive en pobreza, registra la tasa de homicidios más alta del mundo, debido a la actividad de las pandillas y de los carteles de las drogas. Honduras es el país más violento del planeta, según datos de la Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito UNODC, de 2012. Le siguen, en la región, Venezuela, El Sal-vador, Colombia, Brasil, México. Entre las cincuenta ciudades más peligrosas del mundo, 37 son latinoa-mericanas, con altos índices de mortalidad violenta: aproximadamente, cuatro asesinatos por minuto.

Al observar los conflictos armados vigentes a ni-vel mundial y tomar como base el informe “Alerta 2014, informe sobre conflictos, derechos humanos y construcción de paz”, encontramos que durante el 2013 se registraron 35 conflictos armados (en África, 13; en Asia, 11; en Europa, 5; en Oriente Medio, 5; y en América solo uno, en Colombia). No obstante, si miramos a México, Guatemala y Perú, si bien no presentan conflictos armados clásicos, sí sufren lo que hoy se denominan “nuevas violencias”; y están generando lo que el pensamiento social cristiano llama “refugiados de facto”1, definición más amplia del refugio asumida por el Vaticano y por el Servi-cio Jesuita a Refugiados, SJR, como organización de Iglesia que también es.

Las nuevas dinámicas de violencias estructurales, por ejemplo, las causadas por las “maras salvadore-ñas”, las bandas criminales colombianas y los gran-des carteles mexicanos, no son tan visibles como las dinámicas violentas de los conflictos armados llamados clásicamente guerras. Las causas de estas

nuevas violencias son interdependientes: el crimen organizado, sistemas judiciales y policiales poco efectivos, la pobreza y la falta de oportunidades para las mayorías.

Las preguntas quedan entonces sobre la mesa de la investigación universitaria: ¿cómo visibilizar y dar protección a las víctimas desplazadas forzosas y re-fugiadas de facto de estas nuevas violencias? ¿Qué respuestas dan la teología y las otras ciencias para que ellas también tengan acceso a la liberación y la reconciliación?

Sin violencia: la liberación desde la reconciliación. ¿Qué reconciliación?

En el trabajo de reconciliación que hacemos en el SJR, en Colombia, cuando preguntamos a las comu-nidades de víctimas del conflicto armado “¿qué es para ustedes la reconciliación?”, lo primero que al-gunos suelen gritarnos es: “¡Justicia!”

Estudiosos de la teología de la liberación, cuando oyen “liberación desde la reconciliación” pueden pensar que se va a hablar del amor y del perdón, sin confrontar lo que se denominan estructuras anóni-mas de injusticia y violencia: el trabajo precario legal pero ilegítimo; la falta de acceso a la educación y a la salud; el desalojo de asentamientos de pobres en barrios marginales, por carecer de documentos que acrediten la propiedad; el abuso del agua escasa por industrias foráneas; la pérdida de tierras de los campesinos al ser inundadas por grandes proyectos hidráulicos; el trabajo infantil; el abuso laboral y se-xual de mujeres empleadas del hogar; el machismo; el racismo y el colonialismo; la trata de personas; las guerras y los refugiados; la ausencia de asistencia le-gal y la naturalización de la impunidad; el narcotrá-fico; las bandas criminales juveniles; la corrupción y la falta de fiscalidad justa, la pobreza y la margina-ción… En concreto: mil millones de personas que viven con menos de un dólar al día; más de 800 mi-llones de personas que pasan hambre.

* Síntesis de la Lectio inauguralis de la Facultad de Teología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 19 de febrero de 2015, elabora-da por Mauricio Rincón Andrade. El texto completo de la conferencia aparece publicado en: https://www.youtube.com/watch?v=xspCcZpLf5o#t=26.. 1 “Refugiado de facto es toda persona perseguida a causa de su raza, religión pertenencia a grupos sociales o políticos; toda víctima de los conflictos armados, de las políticas económicas erróneas o a desastres naturales, y, por razones humanitarias […] todo desplazado interno, es decir, cualquier civil desarraigado por la fuerza de su hogar por el mismo tipo de violencia que genera refugiados.” (Lluís Magriñà, “Refugiados en el siglo XXI, ¿somos capaces de aportar soluciones?”, Centre d’estudis Cristianisme i justicia, http://www.cristianismeijusticia.net/files/es140.pdf, 11 [consultado el 10 de febrero de 2015]).

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Algunos analistas y actores de la paz seriamente comprometidos sienten algún temor al pensar que se entienda la reconciliación unida a su dimensión espiritual como mero proceso emotivo y de resigna-ción ante estas violencias estructurales, complejas e interdependientes, con raíces socioeconómicas y culturales profundas. De ningún modo la liberación desde la reconciliación separa fe de justicia.

Hoy la crítica económica del capitalismo liberal si-gue motivando a la teología de la liberación a ver el cambio del mundo desde y con los pobres, aunque se haya ampliado el estudio de las injusticias estruc-turales desde las ciencias sociales hacia las teologías de la liberación en plural: teologías de la liberación indígena, feminista, negra, mestiza, y otras, como la ecoteología de la liberación; pero siempre sin dejar de articular la fe y la justicia.

Etimológicamente se entiende la reconciliación como “una llamada a que las partes vuelvan a juntarse”. La reconciliación como restablecimiento de las relacio-nes justas se compromete en los cambios estructu-rales, y va a la raíz de la violencia y de las causas de la injusticia como condición absolutamente necesaria en los procesos de reconciliación. Esto es lo que de-fendemos cuando hablamos de la liberación desde la reconciliación. Dicho de otro modo –con la termino-logía de los estudios de paz–, no hay reconciliación sin abordar la justicia transicional.

¿Qué es la justicia transicional en la cual se enmarca la liberación desde la reconciliación?

Es el proceso en el cual las sociedades que han sido víctimas y victimarias de abusos sistemáticos y masivos de derechos humanos quieren pasar la página de ese periodo violento y transitar hacia un futuro de paz, de economías y democracias sostenibles, de respeto de los derechos y deberes individuales y colectivos; pero al hacer esta transición, dichas sociedades deben con-frontar la dolorosa y pesada carga del pasado, con la meta de conseguir un sentido integral de justicia para todos los ciudadanos.

Algunos analistas y actores de la paz seriamente comprometidos sienten algún temor al pensar

que se entienda la reconciliación unida a su dimensión espiritual como mero proceso emotivo y de resignación ante estas violencias

estructurales, complejas e interdependientes, con raíces socioeconómicas y culturales

profundas. De ningún modo la liberación desde la reconciliación

separa fe de justicia.

Los estudios comparativos de sociedades en transición de todos los continentes muestran que son necesarias cuatro condiciones interdependientes para transitar hacia la justicia: (1) investigación y revelación de la ver-dad de lo ocurrido; (2) asunción de la responsabilidad penal y cumplimiento de la condena por parte de los criminales; (3) reparación de las víctimas; y (4) garantía de no repetición de actos violentos.

Tales condiciones llevan a la reconciliación que sana las relaciones rotas y las divisiones en el seno de la sociedad, a la recuperación del trauma de la posgue-rra, a la reconstrucción de la confianza individual y social; y deben ser enmarcadas en un ámbito de jus-ticia más amplio que –según Rama Mani2– tiene tres campos:

La liberación desde la reconciliación:

La alianza preferencial con el enemigo

El mal só

lo puede superarse con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón efica

z

Reparación (satisfacción): implica la restitución, compensa

ción o restauración de lo danado en la víctima.

El perdón, incorpora la reparación-justicia

hasta d

onde

sea

pos

ible,

pero en su dar en exc

eso va

más a

llá

2 Rama Mani, Beyond Retribution: Seeking Justice in the Shadows of War (Cambridge: Blackwell Publishers, 2002).

ELÍAS LÓPEZ . LA LIBERACIÓN 6 - 10

1. La justicia legal, que se centra en establecer el Estado de derecho que garantiza el orden y la se-guridad.

2. La justicia rectificadora, que se centra en juzgar y castigar a victimarios y compensar a víctimas, es decir, que no permite la impunidad.

3. La justicia distributiva, que se centra en las medi-das socioeconómicas, en los efectos y las causas estructurales de la violencia: inequidades y ex-clusión, subdesarrollo y pobreza.

Precisamente aquí –en la falta de justicia distributiva y en la falta de reparto del poder que gestiona la ri-queza– encontramos una de las raíces estructurales de los conflictos armados en el mundo. Sin embargo, la reconciliación exige algo más que esas tres dimen-siones de la justicia.

Todas ellas han de enmarcarse a su vez en la justicia restaurativa, que promueve la reconciliación. La jus-ticia restaurativa reconcilia porque se centra más en reparar y sanar el daño hecho a los individuos y a las sociedades, en sus relaciones, que en el castigo de los agresores, sin aliarse con la impunidad. La justicia restaurativa es, en gran medida, la expresión políti-ca del “amor al enemigo”, que es “Buena Noticia,” el Evangelio de Jesús.

Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.” Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persi-gan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos; Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publica-nos y paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,43-48).

La invitación de Jesús a la perfección del Padre, amando al enemigo, es a lo que me refiero con la ex-presión “alianza preferencial con el enemigo”.

¿Qué significan las palabras “alianza”, “preferencial” y “enemigo”?

Alianza. Como concepto, expresa relación mutua en libertad. Y por esa mutualidad en la relación libre he sustituido el concepto de opción por el de alianza. La opción parece indicar que solo es una parte la que opta de forma unilateral por la otra. Algunos teólo-gos afirman que podría sonar un poco paternalista; de algún modo ensombrece la interdependencia en una antropología y una teología relacional. La alian-

za no es optar unilateralmente sino cooptar mutua-mente, hacer un pacto (del latín pax).

Dicho con otras palabras, la opción debería invitar a la respuesta por parte del otro; la opción por el otro deberá invitar a la alianza, a la opción libre y mutua. La alianza implica ir más allá de meras transacciones de equidad medida en una negociación. La alianza mueve hacia una relación de gratuidad, de mutuo reconocimiento.

El perdón y la reconciliación implican relaciones mu-tuas en libertad para alcanzar alianzas que restablez-can relaciones justas frente a las violencias del pasa-do y garanticen la sostenibilidad de la justicia en el futuro: que no se vuelva a repetir el mal, la violencia. Así, la alianza protege el derecho a vivir en paz de la siguiente generación. Invita a discernir comunitaria-mente cuándo y cómo el enemigo debe ser invitado a la mesa, para convertirse en aliado, de modo que él también contribuya al bien común, a la vida plena para todos sin exclusión.

La alianza cristiana está fundada en el amor de Dios, su autodonación gratuita. La categoría teológica de alianza revela la historia de salvación antes y des-pués de Cristo (la primera y segunda alianzas). Cristo se revela como el rostro de un Dios fiel, que perdona 70 veces 7, que hace una fiesta de bienvenida al hijo pródigo.

Debido al pecado rompemos una y otra vez la alian-za, y nos hacemos enemigos de Dios; pero él extien-de su mano una y otra vez para rehacernos amigos. Es su amor excesivo lo que nos hace creer en la po-sibilidad de perdonar lo imperdonable y de amar al enemigo en Dios. El amor excesivo de Dios es la fuente que nos mueve a una “alianza preferencial con el enemigo”, y por esto es una expresión funda-mentalmente teológica.

Preferencial. Esta palabra expresa que uno no quie-re dejarse distraer por otras relaciones o buscar otras alianzas que acaben descartando a los pobres y a los enemigos. La alianza preferencial rescata al enemigo del aislamiento, de la cárcel y del exilio al que tende-mos a ponerlo. Francisco de Roux, cuando era padre provincial de los jesuitas en Colombia, invitaba al SJR a ir a dos lugares: a las veredas perdidas y barrios marginados donde aún hay muchas víctimas con su dolor silenciado; y a las cárceles, donde hay también mucho dolor y culpas silenciadas.

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Jesús dice: “No necesitan médico los sanos sino los enfermos, no he venido a salvar a los justos sino a los pecadores” (Mc 2,17). Esta prioridad o focalización en el enemigo se da porque se le considera un lugar teológi-co preferencial donde Dios aprovecha para mostrarnos su rostro más verdadero, su amor excesivo. Jesús así lo vivió ante quienes lo crucificaban: “Padre, perdónalos.”

La alianza cristiana está fundada en el amor de Dios,

su autodonación gratuita. La categoría teológica de alianza revela la historia de salvación antes y después de Cristo (la

primera y segunda alianzas). Cristo se revela como el rostro de un Dios fiel, que perdona 70 veces 7, que hace una fiesta de

bienvenida al hijo pródigo.

Enemigo. Es aquel que amenaza la calidad de vida y la seguridad propias; por eso, la lógica es separarlo radi-calmente, “descartarlo.” Aquel que etiquetamos como enemigo es satanizado, considerado inhumano o in-frahumano; se convierte en el otro radicalmente malo, para ser así puesto al otro lado del muro de división, que lo mantiene aparte y a raya. Debido a esta satani-zación, Carl Von Clausewitz acaba su obra clásica, Sobre la guerra, diciendo: “La guerra tiene como objetivo la destrucción del enemigo.” 3

La exclusión del enemigo tiene como expresión radical matarlo, que es la separación más excesiva de la cual no es posible regresar. Frente a la tendencia sataniza-dora humana, que etiqueta como “enemigos” a her-manos y hermanas, hijos de un mismo Padre, la alian-za preferencial con el enemigo nos invita a abrazar al satanizado, al radicalmente rechazado, para recrear el vínculo que nos hace humanos, a imagen y semejanza de Dios. La reconciliación y el perdón no son opuestos a la justicia, sino opuestos al odio para siempre (tanto para quien perdona como para el perdonado).

3 Carl Von Clausewitz, On War (Pennsylvania: The Telegraph, 1942), 373.

El Papa Juan Pablo II dialoga con su agresor Mehmet Alí Agca.

INFORMES Y SUSCRIPCIONES:

Facultad de TeologíaCarrera 7ª No. 40-62, Edificio Pedro Arrupe, S.J.Teléfono 320 83 20, extensión 5612Fax 320 83 20 extensión 5601

Correo: [email protected]://theologicaxaveriana.javeriana.edu.co

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Del conflicto al posconflicto:

apropiación de una moral de la justicia

Carlos Alberto Briceño Sánchez

Al partir de la concepción de la moral como antropología teológica, Ellacuría estaba convencido de que, tras un largo periodo de

violencia, es posible la reconciliación, siempre y cuando se hayan interiorizado en la práxis de fe los siguientes correlativos

antropológicos: conflicto, causa y paz.

Foto tomada de : www.ecuavisa.com

Desde el Concilio Vaticano II, y más particular-mente desde la publicación de Fides et ratio (en septiembre de 1998), se ha hablado mu-

cho en círculos teológicos sobre la relación entre la filosofía y la teología. Numerosos teólogos han tomado en serio la llamada a leer “los signos de los tiempos” estando atentos a los cambios sociales y culturales. Al mismo tiempo, la teología se ha be-neficiado enormemente de las intuiciones ofreci-das por tan diversas corrientes de pensamiento fi-losófico como el existencialismo, la hermenéutica, la filosofía del lenguaje, el posmodernismo, etc.1

Sin embargo, hay un campo de la filosofía que se ha venido olvidando en esta tendencia laudable: la filosofía política. Paradójicamente, esta ha sido una de las áreas más interesantes de debate en la filosofía de los últimos treinta años, pero hoy pare-ce olvidado en la teología moral social, pues solo se retoma como mediación de la reflexión teológi-co moral, pero no como camino para elaborar una moral de la justicia.

De ahí que sea valioso volver a recordar la afirma-ción de McIntyre:

…la racionalidad nunca está flotando libremen-te en el aire sino que está siempre relacionada constitutivamente con la vida cultural y social de una época dada. Sería un gran error para la teolo-gía moral intentar construir una moral de la justi-cia que compartiera y defendiera en exclusiva los presupuestos de su época.2

Si creemos en esto que McIntyre afirmaba, lo que la ética –incluida la ética teológica– necesita con más urgencia es una forma alternativa de racio-nalidad que se derive de la tradición viva. Esta es precisamente la posibilidad que la tradición cris-tiana puede brindar: un lugar desde el cual uno pueda ofrecer una crítica de las cuestiones éticas concernientes a la justicia que están emergiendo en la cultura global, sin compartir de antemano los presupuestos de la racionalidad de esa cultura.

Es importante notar a este respecto la insistencia de McIntyre de que tal respuesta solo es posible

si uno se adhiere a la visión (¡y a la práctica!) de la justicia, dentro de la tradición alternativa de aque-llos que narra.

Es decir, para llevar a cabo una reflexión moral de la justicia es necesario acercarse a los procesos históricos de reconciliación política que son narra-dos desde ciertas experiencias humanas que han conjugado la justicia en su práxis de fe. Y es aquí donde me parece clave retomar el pensamiento de Ignacio Ellacuría, porque nos da luces al res-pecto y porque logra articular en su reflexión las categorías necesarias para pasar de la violencia es-tructural a la construcción de una paz con justicia social. Por la brevedad del presente texto, solo las describo, con lo que queda abierta la discusión de su articulación al interior de la moral social, en un trabajo posterior.

1 Es necesario reconocer el trabajo que realizan el Centro de Ética de la Universidad Alberto Hurtado de Chile, en sus informes Ethos y el programa Historizar el pasado; el Centro de Estudios de Cristianismo y Justicia de los Jesuitas de Cataluña, que el año pasado publicó el libro Una teología arrodilla e indignada, al servicio de la fe y la justicia; y el Secretariado para la Justicia y la Ecología de la curia romana de la Compañía de Jesús, que publicó Promoción de la justicia y que viene trabajando incansablemente desde 1992.2 Alasdair MacIntyre, Ética y política. Ensayos escogidos II (Granada: Nuevo Inicio, 2008), 32.

Para llevar a cabo una reflexión moral de la justicia es necesario

acercarse a los procesos históricos de reconciliación

política que son narrados desde ciertas experiencias humanas

que han conjugado la justicia en su práxis de fe.

Al partir de la concepción de la moral como antro-pología teológica, Ellacuría estaba convencido de que, tras un largo periodo de violencia, es posible la reconciliación, siempre y cuando se hayan inte-riorizado en la práxis de fe los siguientes correla-tivos antropológicos (Demmer): conflicto, causa y paz.

El conflicto. Para Ignacio Ellacuría, en la historia abundan los conflictos políticos:

…conflicto no es la expresión de la negatividad hu-mana, sino la expresión de la diversidad y de la li-mitación propias de la vida humana. En sí mismo, el

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conflicto no tiene nada de negativo. Ahora bien, lo humano es intentar resolver el conflicto3.

Pero ¿por qué hay que resolverlo?

Porque todo conflicto es un indicativo de la exis-tencia de un problema a resolver. Y son ellos los que hacen parte de la cotidianidad, de la vida mis-ma, y esa es la razón por la cual no pueden recibir una valoración moral que llegue a ser negativa; ahora bien, lo realmente cuerdo es atreverse a so-lucionarlos.4

Sin embargo, ello no se logra con la violencia, sino con el reconocimiento de un marco de comprensión de las experiencias humanas que nos ayudan a en-tender que solo es posible vincular la fe y la justicia si evitamos caer en ciertos errores, a saber: una vi-sión simplificada de la realidad que legitima la pola-rización; la ideologización de los discursos; la auto-proclamación de ciertos grupos minoritarios que se

asumen como representantes exclusivos del pueblo, con la clara consecuencia de impedir la viabilidad y visualización de una tercera fuerza, los excluidos de nuestra sociedad. Sin ellos no es posible hacer-cons-truir justicia.

La causa. Ellacuría tenía la plena convicción de que si no se abordaban las causas profundas, si nos quedamos reflexionando exclusivamente en lo co-yuntural, los conflictos volverían a surgir de manera paulatina y exponencial:

No se trata con ello de terminar con la guerra de cualquier modo. No se puede terminar con la gue-rra más que cuando haya la seguridad razonable de que no volverán a darse las condiciones que la hicieron estallar. Esto no significa que tengamos que esperar a que todos los males se logren resol-ver y que cesen todo tipo de injusticia en la que este envuelta nuestro país, pues tal tarea es de to-dos y por mucho tiempo5.

3 Ignacio Ellacuría, Veinte años de historia en el Salvador. Escritos políticos (San Salvador: UCA Editores, 1993), Vol. 1, 1349.4 Ibid., 1351.

CARLOS BRICEÑO. DEL CONFLICTO 12 - 15

Me parece oportuno mencionar aquí el valioso aporte que Mathias Nebe hace de la categoría mo-ral de pecado estructural, en su ensayo de teología sistemática: porque va en la línea de Ellacuría, y nos invita –a quienes intentamos realizar una reflexión en el campo de la moral teológica– a asumir como presupuestos de una sistemática la antropología política y la teología narrativa, ejes articuladores de la moral justicia.

Porque todo conflicto es un indicativo de la existencia de un problema a resolver. Y son ellos los que hacen parte de la

cotidianidad, de la vida misma, y esa es la razón por la cual no pueden recibir una valoración

moral que llegue a ser negativa; ahora bien, lo realmente cuerdo

es atreverse a solucionarlos.

La paz. Ellacuría estaba convencido de que este tér-mino puede ser muy ambiguo, por lo que insistió en que no es buena cualquier paz, sino solo la paz verdadera:

La paz no tiene que correlacionarse con un simple cese al fuego, todo lo contrario, tiene que estar re-lacionado con la construcción de unas condiciones sociales, económicas y políticas que permitan al-canzar un consenso por el respeto de los derechos humanos en todas las circunstancias.6

Solo así existirá una moral justicia. Sin este aspecto crucial que parte de la convicción de llevar a cabo una apuesta formal y praxica por la justicia es impo-sible pensar en el compromiso político del cristiano en el posconflicto.

5 Ibid., 1350.6 Ibid., 1349.

“En la educación jesuita, la profundidad del aprendizaje e imaginación acompañan, e integran, el rigor intelectual con la reflexión sobre la experiencia de la realidad, junto con la imaginación creativa, para trabajar por construir un mundo más humano, justo, sostenible y lleno de fe”

Adolfo Nicolás, S.J. (2010)

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En el perdón de las víctimas está nuestra esperanza

Edgar Antonio López

En la coyuntura por la que atraviesa Colombia habrá que luchar contra nuestra propia historia para transformarnos. Entonces, hemos

de analizar lo que hacemos a la luz del mensaje evangélico que permanece escrito en el tiempo, y proyectar lo que debemos hacer

para vivir los conflictos sin prolongar la dinámica violenta que parece habernos condenado, pero que ahora puede ser interrumpida si

aprendemos de las víctimas la difícil tarea de perdonar.

Es prematuro hablar de posconflicto en un con-texto en el que apenas si existe la posibilidad de conseguir un acuerdo entre algunos de los

actores armados. Si existe la posibilidad de vivir un posconflicto en Colombia, ella se ve todavía en la lontananza. Lo que podría surgir, en el futuro inme-diato, es un escenario de posacuerdos, y esto, solo si la sociedad colombiana refrenda los resultados de las negociaciones entre el gobierno y los grupos dis-puestos a dejar las armas.

De otro lado, el conflicto es parte de la forma huma-na de vivir; sin conflicto no hay humanidad. Esto su-giere ser cautos al emplear el término “posconflicto”, pues no debe hacer pensar en la ausencia de con-flictos.

En caso de superar el conflicto armado en que Co-lombia ha estado envuelta durante las últimas seis décadas, habrá que hacer frente a otros conflictos, unos presentes ya por largo tiempo y otros emer-gentes. No obstante, es importante señalar que hay diferentes maneras de manejar los conflictos, algu-nas de las cuales están estrechamente relacionadas con la violencia. En este breve escrito se propone una forma alternativa de situarse ante el conflicto desde la perspectiva de la teología de la acción.

La primera premisa de la teología de la acción hu-mana es la acción continua de Dios en la historia. La segunda premisa indica que la acción del Creador de todas las cosas solo puede darse en la historia por medio de la acción humana. Así como el discurso se fija en el tiempo gracias a la escritura, las acciones de las personas se inscriben en la historia mediante sus consecuencias, previstas1 y no previstas , haciendo de ella el lugar teológico en que los creyentes pue-den captar lo que Dios quiere de ellos.2

La historia de Colombia está atravesada por el ma-nejo violento de los conflictos, en una circularidad que ha atrapado a la sociedad, como en un remoli-no, cuando muchas víctimas de la violencia se con-vierten en victimarios y producen nuevas formas de violencia que impiden cambiar el curso de los acon-tecimientos. ¿Hay alguna esperanza de superar este encierro que extingue la vida y extiende el dolor por doquier? Sí la hay: en el perdón de las víctimas está nuestra esperanza.

Las personas y las comunidades que han padecido la violación de sus derechos fundamentales son quie-nes –con el poder de su propia fragilidad– pueden cambiar el curso de esta historia. En su poder para otorgar el perdón, Dios actúa interrumpiendo el cir-cuito de la violencia mediante la afirmación de la vida y la dignidad. En su acción liberadora podemos ver la luz de la compasión, si ellas libremente deciden se-guir la indicación del Señor: “Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes” (Lc 6,36).

En caso de superar el conflicto armado en que Colombia ha estado envuelta durante las

últimas seis décadas, habrá que hacer frente a otros conflictos,

unos presentes ya por largo tiempo y otros emergentes.

La comunidad, conformada en la experiencia de la pascua del Señor, fijó en el tiempo una narración que ilustra cómo las víctimas pueden cambiar el curso de la historia y también las vidas de los victimarios.

Saulo, respirando amenazas contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco autorizán-dolo para llevar presos a Jerusalén a los seguidores del camino del Señor que encontrara, hombres y mujeres. (Hch 9,1-2).

Pero en sus víctimas, Dios se hizo presente: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues.” (Hch 9,5b).

Luego de tres días en Damasco, sin comer, sin be-ber y sin poder ver, tuvo Saulo una visión en que Ananías, quien estaba por convertirse en una de sus víctimas, le devolvía la vista (Hch 9,12).

Ananías también tuvo una visión en que el Señor lo enviaba a Saulo. Ananías respondió: “Señor he oído a muchos hablar de ese hombre y contar todo el daño que ha hecho a los consagrados de Jeru-salén. Ahora está autorizado por los sumos sacer-dotes para arrestar a los que invocan tu nombre.” (Hch 9,13-14).

1 Paul Ricoeur, Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II (México: Fondo de Cultura Económica, 2002), 179-180.2 Gustavo Baena, Fenomenología de la revelación (Estella: Verbo Divino, 2011), 231.

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La acción de Dios en la historia, por medio de la acción humana, es evidente en este relato, en el que se ma-nifiesta una acción restauradora y a la vez universal:

“Le contestó el Señor: ‘Ve, que ese es mi instrumento elegido para difundir mi nombre entre paganos, reyes e israelitas’.” (Hch 9,15). La acción misericordiosa de la víctima, instrumento de Dios, convierte al victimario en un franco y eficaz agente del Evangelio del Señor, de la misericordia misma.

A lo largo de su oscura historia, la sociedad colombia-na ha perdido la vista, pero son las mismas víctimas del manejo violento de los conflictos quienes pueden devolverle la capacidad de ver la luz. Ese poder de quienes –por no tener poder– han sido desplazados de sus tierras, cuyos familiares han sido asesinados, cuyos cuerpos han sido torturados, cuya libertad ha sido secuestrada, es el poder sanador de la misericor-dia de Dios.

En octubre de 2012, el familiar de una de las víctimas de la masacre de Trujillo, en el Valle del Cauca, luego de leer esta narración, decìa: “Es muy difícil perdonar si uno no le ha hecho daño a nadie, pero si no perdono no puedo reconstruir mi proyecto de vida. La vengan-za no permite vivir bien.” 3

Las personas y las comunidades que han padecido la violación

de sus derechos fundamentales son quienes –con el poder de su propia fragilidad– pueden

cambiar el curso de esta historia. En su poder para

otorgar el perdón, Dios actúa interrumpiendo el circuito de la violencia mediante la afirmación de la vida y la

dignidad.

Ese es el poder del perdón: uno que puede cambiar el curso de los acontecimientos en esta coyuntura en la que al fin parecen converger los esfuerzos humanos y los esfuerzos divinos por hacer más próxima la paz para Colombia. Los diálogos que se adelantan en La Habana, entre el gobierno nacional y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC-EP, tie-nen una característica que los diferencia de los intentos anteriores. Se trata de la participación de las víctimas como interlocutores válidos, cuyos aportes pueden cambiar el curso de la historia.

Ángela María Giraldo, hermana de uno de los dipu-tados del Valle secuestrados por las FARC, en 2002, quienes fueron asesinados cinco años después por el mismo grupo, al llegar de La Habana, luego de haberse encontrado con los victimarios, dijo:

–Yo tomé la decisión de perdonarlos como algo muy mío porque no quiero vivir con odios ni rencores. Esta es una decisión personal, pero la sociedad colombiana sí necesita que las FARC pidan perdón por todos los hechos atroces que han cometido.4

Esta valiente acción de perdonar a los victimarios y exi-girles a la vez que también pidan perdón a todas sus víctimas, no fue bien recibida por algunos sectores de la sociedad colombiana caracterizados por su inclinación al odio y a la retaliación. Los reproches dirigidos a quie-nes están dispuestos a perdonar, para cambiar el esta-do de las cosas, deben servir como advertencia sobre los nuevos conflictos con que esta sociedad tendrá que habérselas en su paso por la puerta estrecha del perdón y la reconciliación, una puerta que podrá conducirla ha-cia una paz estable y duradera solo si los conflictos son manejados sin acudir a la violencia.

Sobre el poder de las víctimas para cambiar la historia, Giraldo dijo:

–Todas las víctimas, a pesar de que no nos pusimos de acuerdo y de que somos distintas, coincidimos en que to-dos tenemos un espíritu de reconciliación y perdón […] por nuestra vivencia y nuestro dolor hay que tener un acto de grandeza con el país y cerrar este capítulo y construir otros espacios para las próximas generaciones.5

3 Enrique Vijver y Edgar López, Archivo del proyecto “Creer en la reconciliación”. Bogotá: Kerk in Actie (KiA), Iglesia Menonita de Colombia (IMCOL), Pontificia Universidad Javeriana. Informe del 5 de octubre de 2012.

4 Revista Semana, “La sociedad sí necesita que las FARC pidan perdón”, Semana, 19 de agosto de 2014.5 Ibid.

EDGAR LÓPEZ. EN EL PERDÓN 16 - 21

La dificultad de reconocer –en esta acción libre6 y libe-radora– una oportunidad privilegiada para cambiar el curso de los hechos violentos, y comenzar así una nueva vida, hace pensar en otra narración inscrita en el tiempo por la comunidad cristiana naciente. Se trata de la histo-ria de dos hermanos, el menor de los cuales pidió su he-rencia para derrocharla en un país lejano, donde luego las circunstancias le hicieron pasar graves necesidades, al punto de obligarlo a emprender el camino de regreso.

Y se puso en camino a casa de su padre. Estaba aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo se le echó al cuello y lo besó. El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra Dios y te he ofendido, ya no merezco llamarme hijo tuyo.” Pero el padre dijo a sus sirvientes: “Enseguida, traigan el mejor vestido y vístanlo; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Celebremos un banquete. Porque este hijo mío esta-ba muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado.” Y empezaron la fiesta. (Lc 15,20-24).

En esta coyuntura en la que las negociaciones con las FARC avanzan y los diálogos preliminares con el Ejército de Liberación Nacional, ELN, han comenzado, todos deberíamos estar de fiesta, pues muchos ciu-dadanos atrapados por el remolino de la guerra pue-den volver a casa, para vivir democráticamente los conflictos en procura del bien común. Sin embargo, no son pocos quienes tienen una actitud parecida a la del hijo mayor de este relato:

Irritado se negaba a entrar. Su padre salió a rogarle que entrara. Pero él le respondió: “Mira, tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos. Pero, cuando ha llegado ese hijo tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas, has mata-do para él el ternero engordado.” (Lc 15,28-29).

Los cristianos que fijaron esta narración en el tiempo habían captado la centralidad del perdón en el mensaje cristiano, pero no nos dejan saber si finalmente el hijo mayor entró a la casa para tomar parte en la fiesta por la nueva vida de su hermano. Eso no lo sabemos, pero podemos hacerlo realidad en nuestra historia.

La sociedad colombiana puede resistirse a recibir a quie-nes dejan las armas, o esperarlos para tomar venganza por el daño que han hecho; pero también puede ale-

grarse por su regreso a la vida democrática. Podemos pensar que hay hijos buenos e hijos malos para, desde una falsa inocencia, culpar de la guerra a los otros; pero también podemos cerrarle el paso a la violencia y abrir el espacio para practicar la autocrítica y la misericordia.

No hay personas buenas y personas malas; solo hay conflictos ante los cuales las personas eligen dife-rentes cursos de acción: unos se aproximan a la bon-dad, y otros se alejan de ella por las sendas del odio y la violencia.

Cuando existe una oportunidad para desandar la vio-lencia andada hay que recobrar la vista, alegrarse y tomar parte en la fiesta, perdonar como lo hacen nu-merosas víctimas. Sin embargo, es demasiado irreal pensar que en Colombia las víctimas y la sociedad toda podrán recibir a los victimarios con los brazos abiertos, para vivir juntos como hermanos, como si la sangre no hubiese regado los campos y el dolor no los hubiese abonado para que germinasen el resentimiento y la in-dignación.7

Esto hace pensar en otra narración, inscrita antes del tiempo de Jesús, sobre dos hermanos enemistados que se vuelven a encontrar: Esaú había sido despo-jado de su primogenitura y de la bendición de su pa-dre mediante el engaño perpetrado por Jacob. “Esaú guardaba rencor a Jacob por la bendición con que lo había bendecido su padre. Esaú se decía: ‘Cuando

6 Edgar López, “Perdón, memoria y justicia”, en Creer en la reconciliación, dirigido por E. Vijver y E. López (Bogotá: Pontificia Univer-sidad Javeriana, 2014), 157.

7 Edgar López, “Perdonar sí, olvidar no”, Universitas Philosophica 61 (2013): 92-93.

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llegue el luto por mi padre, mataré a Jacob mi herma-no’.” (Gn 27,41). Jacob huyó entonces para ponerse a salvo, pero pasados algunos años, Dios lo llamó para volver a la tierra de sus padres y entonces se puso en camino, enviando por delante mensajeros a su hermano. Los mensajeros volvieron a Jacob con la noticia: “Nos acercamos a tu hermano Esaú: viene a tu encuentro con cuatrocientos hombres.” (Gn 32,7). Y Jacob oró al Señor: “Líbrame del poder de mi her-mano, del poder de Esaú, porque tengo miedo de que venga y me mate, también a las madres con mis hijos.” (Gn 32,12).

¿Qué pueden pensar ahora en Colombia quienes es-tán dispuestos a dejar las armas para volver a una so-ciedad a la que han hecho tanto daño? El genocidio de la Unión Patriótica, en el que fueron exterminadas más de cinco mil personas luego de un fallido inten-to de reintegración, sirve para tener una idea de lo que puede pasar si no hacemos un cuidadoso aná-lisis de nuestra propia acción y una inteligente pro-yección de ella.

Según la tercera premisa de la teología de la acción, la acción humana –en la que puede percibirse la acción

liberadora de Dios– debe ser objeto de análisis y de planificación, para hacer de ella un cauce a través del cual Dios derrame su gracia en el mundo. 8

Después de haber enviado regalos a su hermano, en un intento por aplacar la ira de este, una vez la caravana hubo pasado el río, Jacob se quedó solo. Luego de una lucha larga y feroz con un hombre que no lo pudo vencer, Jacob le pidió su bendición. Le dijo: “¿Cómo te llamas?” Contestó: “Jacob.” Repu-so: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con dioses y hombres y has podido.” (Gn 32,28-29).

Solo esta tenaz lucha pudo cambiar a Jacob en otra persona, quien pudo decir entonces: “He visto a Dios cara a cara, y he salido vivo” (Gn 32,31b).

Para cambiar nuestra propia realidad, todos debe-mos hacer en Colombia un ingente esfuerzo, y en esa difícil empresa las víctimas nos pueden guiar.9 La misericordia que puede verse reflejada en sus rostros quizás nos devuelva la vista y nos libere del cauti-verio de la violencia, pero para eso debemos dirigir nuestras miradas hacia ellos y nuestras voluntades hacia sus derechos.

Isaac bendice a Jacob. Govert Flinck (1638)

8 Alberto Parra, “De camino a la teología de la acción”, Theologica Xaveriana 175 (2013): 162.

Alzó Jacob la vista y, viendo que se acercaba Esaú con sus cuatrocientos hombres […] se adelantó y se fue postrando en tierra siete veces hasta alcan-zar a su hermano. Esaú corrió a recibirlo, lo abrazó, se le echó al cuello y lo besó llorando. (Gn 32 1,3-4).

En esta bella narración, el victimario pidió perdón y ofreció reparación. Por su parte, la víctima del en-gaño obró con misericordia y no tomó venganza. En Colombia, después de dos años de negociacio-nes, al fin las FARC han reconocido públicamente el daño que han hecho a la población civil.10 Este puede ser el comienzo de un proceso de reconci-liación.

Los dos hermanos de la narración del Génesis se encontraron y, aunque no volvieron a vivir jun-tos, cerraron el espacio a la violencia. No es fácil sobreponerse a la indignación y al resentimiento después de sesenta años de una cruenta guerra; pero si se logra, entonces será posible detener las dinámicas violentas que nos han atrapado históri-camente.11

Ante la presencia del mal, ante las acciones humanas que oprimen en vez de liberar, ante la posibilidad in-minente de la venganza, los cristianos solemos anhelar una intervención de Dios que interrumpa el curso de la historia y, más allá de nuestras acciones concretas, oriente los acontecimientos en la dirección de la paz. En medio de tanta injusticia y tanta impunidad que nos rodean, quisiéramos que Dios actuase más allá de nues-tras propias posibilidades, pero es claro que Dios dirige la historia mediante los cursos de acción elegidos por nosotros.

En esta coyuntura por la que atraviesa Colombia ha-brá que luchar contra nuestra propia historia para transformarnos. Entonces, hemos de analizar lo que hacemos a la luz del mensaje evangélico que per-manece escrito en el tiempo, y proyectar lo que de-bemos hacer para vivir los conflictos sin prolongar la dinámica violenta que parece habernos condenado, pero que ahora puede ser interrumpida si aprende-mos de las víctimas la difícil tarea de perdonar. Esa es ahora nuestra esperanza.

9 Edgar López, “Perdón, memoria y justicia”, (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2014), 168.10 “Reconocemos explícitamente que nuestro accionar ha afectado a civiles en diferentes momentos y circunstancias a lo largo de la

contienda.” (Periódico El Espectador, “Reconocemos haber afectado civiles”, Bogotá, 31 de octubre 31 de 2014), 2.11 Edgar López, “Perdón, memoria y justicia”, 156.

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Daniel de Jesús Garavito Villarreal

Trata sobre la cara negativa de la acción, es decir, sobre los actos que –por sus repercusiones– ocasionan sufrimientos o estados de injusticia

irreversibles. No se habla sobre actos genéricos sino sobre los que tienen lugar y rostro concreto en los avatares del conflicto armado

colombiano. Por eso, el autor asume el problema de cómo resarcir un sentido de justicia ante las acciones atroces cometidas por los actores

del conflicto armado, más allá de una comprensión legalista y reducida al modelo de justicia como venganza, en la que el afán del aparato

jurídico-estatal es reparar el sufrimiento de la víctima con un sufrimiento equivalente al juzgar el victimario.

Fotografía: Mujeres de la etnia emberá, AyaitaRevista electrónica - cultural: Mito

Lo justo: entre lo legal y lo bueno.

La acción teológica de perdón y alianza

La comprensión de qué significa la acción huma-na más allá de un acto meramente instrumen-tal descubre en tal acción una especie de doble

rostro a semejanza del mítico dios Jano. Además de que refleja el qué acontece externamente como con-secuencia de las ejecutorias, la acción también con-figura el rostro aparentemente oculto del quién, es decir, la intención de la persona que la ejecuta.1

Aunque hay interdependencia de los dos planos, para la comprensión de la acción humana no es lo mismo un hecho acontecido por inherencia de facto-res externos que escapan a la voluntad que otro acto generado por una intención del agente. Sin agente es imposible la imputabilidad o responsabilidad con-creta de quien ejecuta una acción. La responsabilidad exige adscripción personal o social, ya sea porque la acción tiene repercusiones buenas, o por el contra-rio, porque sus consecuencias son reprochables.

En esta intervención trataré sobre la cara negativa de la acción, es decir, de los actos que por sus reper-cusiones ocasionan sufrimientos o estados de injus-ticia irreversibles. No hablaré sobre actos genéricos sino de los que tienen lugar y rostro concreto en los avatares del conflicto armado colombiano. Por eso asumiré el problema de cómo resarcir un sentido de justicia ante las acciones atroces cometidas por los actores del conflicto armado colombiano, más allá de una comprensión legalista y reducida al mode-lo de justicia como venganza, en la que el afán del aparato jurídico-estatal es reparar el sufrimiento de la víctima con un sufrimiento equivalente al juzgar el victimario.

Esto plantea también la cuestión de cómo afrontar lo irreversible de ciertas acciones criminales de los acto-res armados, que no sea solo por medio de un resarci-miento penal y económico, como es el temor de quie-nes consideran la justicia en un plano más amplio que el modelo transicional vigente, porque comprenden lo justo en la tensión entre lo legal y lo bueno.

Por otra parte, si teológicamente se asume este asunto desde la perspectiva de la esperanza cristia-na, que incluso traspasa el umbral de la muerte, ¿se podría aceptar el postulado de la irreversibilidad de las acciones humanas atroces y tipificadas como de-litos de lesa humanidad?

Una realidad de injusticia, como la que atraviesa la sociedad colombiana, dadas las estructuras de co-rrupción enquistadas en los distintos niveles de las instituciones políticas y jurídicas del Estado, a simple vista parece precaria para garantizar un proceso de paz y posconflicto, en caso de que salga adelante la compleja negociación entre el gobierno nacional y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC-EP.

La exigencia de alternativas razonables para superar la larga tradición de conflicto y violencia que afronta nuestro país constituye un reto para la teología, en la medida que debe preguntarse cuál es su lugar y compromiso ante esta coyuntura, qué hacer y en qué consiste lo particular de su actuación.

En otras palabras, sin perdón no hay posibilidad de liberación

y reconciliación, ni para las víctimas ni para los victimarios. Sin perdón, la violencia que ha afectado a los colombianos es

irreversible, y quedan atrapados en el odio, las acciones del pasado y la amenaza de la

atrocidad.

Quienes estén interesados en hacer una teología de cara al Concilio Vaticano II requerirán situarse en un contexto como el que sugiere el teólogo David Tracy, para quien la teología tiene la responsabili-dad transformadora de incidir en la diversidad de los públicos en que confluyen las relaciones entre la Iglesia, la academia y el conjunto de la sociedad.2 En sintonía con este interés práctico también está Metz, quien plantea:

(1) La teología tiene que decir adiós a su inocencia social. […] En el proceso teológico es ya impres-cindible la referencia al sujeto y la contextualiza-ción. Quién hace teología, cuándo, dónde y para quién no son hoy preguntas complementarias, sino constitutivas de la teología.

1 Paul Ricoeur, Sí mismo como otro (Madrid: Siglo XXI Editores, 2008), 37-105.2 David Tracy, A imaginação analógica. A teología cristã e a cultura do pluralismo (São Leopoldo: Editora Unisinos, 2006), 23.

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(2) La teología tiene que decir adiós a su supues-ta inocencia histórica. [….]. El logos de la teología se caracteriza por una mentalidad histórica […], que no puede reprimir ni olvidar del todo o su-blimar idealistamente la historia de sufrimientos de los hombres.3

El carácter práxico de la teología de la acción exige la apropiación del sentido transformador y libera-dor de la praxis cristiana, como también la espe-cificación de su lugar en la polifonía de narrativas y acciones que intentan superar la horrible noche del conflicto armado colombiano.

Una teología con esta vocación práxica no puede evadir la cuestión de qué hacer contra la violencia que padecemos los colombianos. La profundiza-ción teológica de esta pregunta puede contribuir a desenmascarar hechos tan dolorosos como las ac-ciones criminales de los actores armados, ya sean los paramilitares, guerrilleros o agentes del Estado, como bien lo muestra la investigación condensada en el Informe general del Centro Nacional de Me-moria Histórica.4

La investigación que estructura este informe corro-bora la apreciación de Hannah Arendt, en su obra Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal5 , en el sentido de que las acciones humanas tienen implicaciones que afectan los lazos de la con-vivencia. Cada acción entreteje una trama de repercu-siones y alcances que sobrepasa el contexto de rela-ción con el agente que la ejecuta.

La consecuencia de cada acto se vuelve ilimitada, pues entra en la urdimbre compleja del universo de las acciones que ponen en conexión a los seres hu-manos. Esto proporciona un carácter impredecible a los actos humanos, en la medida en que lo cierto de la acción consiste en que no se puede deshacer lo he-cho, ya sea con buena intención o de modo negativo. En palabras de Arendt, “los procesos de la acción no son solo impredecibles, son también irreversibles; no hay autor o fabricador que pueda deshacer, destruir, lo que ha hecho si no le gusta o cuando las conse-cuencias muestran ser desastrosas”6. La radicalidad de esta tesis, en el sentido de que la acción ejecutada no se puede deshacer, conduce a una complicación mayor cuando la acción ha sido criminal.

3 J.B. Metz, Dios y tiempo. Nueva teología política (Madrid: Trotta, 2002), 141-146.4 Grupo Memoria Histórica, ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Informe general (Bogotá: Imprenta Nacional, 2013),

35.5 Hanna Arendt, Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (Barcelona: Lumen, 1999), 20-55.6 Idem, “Labor, trabajo, acción”, en De la historia a la acción (Barcelona: Paidós, 1995), 106.

DANIEL GARAVITO. LO JUSTO 22 - 26

De este tipo de acciones irreversibles está plagada la compleja red de tipologías violentas que ha ali-mentado el conflicto armado colombiano. Los he-chos violentos que lo estructuran no deben ser aje-nos para la teología que enfoca su reflexión en los actos humanos como lugar de la revelación.

Por esto, su indagación debe orientarse hacia los hechos de cómo asumir esta realidad de sufrimien-to infligido, en la que –al parecer– la única esperan-za de justicia que queda a las víctimas es lo que se pueda hacer bajo el modelo transicional del ende-ble sistema de justicia colombiano; y cómo avan-zar hacia un posible escenario de posconflicto, sin resarcir la frustración y el dolor de tantas víctimas, quienes –más allá de un castigo para los criminales–exigen la verdad y el compromiso de no repetición de la atrocidad.

En otras palabras, sin perdón no hay posibilidad de liberación y reconciliación, ni para las víctimas ni para los victimarios. Sin perdón, la violencia que ha afectado a los colombianos es irreversible, y que-dan atrapados en el odio, las acciones del pasado y la amenaza de la atrocidad, que penden sobre nuestras cabezas a semejanza de la espada de Da-mocles, según la leyenda.

Frente a la aporía de la irreversibilidad de las ac-ciones atroces, el Evangelio es radical en el hecho de cambiar la obligatoria venganza por el perdón, único medio de detener –de una vez por todas– la espiral de represalias8:

Habréis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.” Pues yo os digo: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persi-gan, para que seáis hijos de vuestro Padre celes-tial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos.” (Mt 5, 43-45).

La acción liberadora que supera el odio y la ven-ganza se genera en el amor sin condiciones de Dios hecho hombre en Jesucristo, y tiene repercusiones performativas para el perdón de la injusticia con-vertida en pecado, como lo testimonia la Escritura:

En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envío al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto con-siste el amor: no en que hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación, para el perdón de nuestros pecados. (1Jn 4,9-10).

Por lo tanto, así como el perdón supera el odio y la sed de venganza por las acciones del pasado, la alianza refuerza el sentido performativo del perdón en las ac-ciones presentes y futuras, en tanto aboga para que no se repita la atrocidad. En Cristo, los hombres y mu-jeres superan la trasgresión de la primera alianza, ya que “Cristo es mediador de una nueva alianza, pues, al intervenir una muerte que libera las trasgresiones de la primera alianza, los llamados reciben la herencia eterna prometida” (Hb 9,15).

De esta manera, en Cristo y “por medio de su sangre conseguimos la redención, el perdón de los delitos, gracias a la inmensa benevolencia que ha prodiga-

Al hacer eco de la propuesta arendtiana basada en las reservas de sentido de la tradición judeo-cristiana, la salida teológica, en tanto praxis que supera la encru-cijada de la irreversibilidad de la atrocidad cometida contra las víctimas, está en el perdón y la alianza.

…ambos remedios van juntos: el perdón está li-gado al pasado y sirve para deshacer lo que está hecho; mientras que atarse a través de promesas sirve para establecer en el océano de inestabilidad del futuro islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la durabilidad de cual-quier tipo, sería posible en las relaciones entre los hombres.7

7 Ibid., 106.8 René Girad, Veo a Satán caer como el relámpago (Barcelona: Anagrama, 2002), 209-219.

El carácter práxico de la teología de la acción exige la apropiación del sentido

transformador y liberador de la praxis cristiana, como también

la especificación de su lugar en la polifonía de narrativas y acciones que intentan superar la horrible noche del conflicto

armado colombiano.

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do sobre nosotros, concediéndonos todo tipo de sa-biduría y conocimiento” (Ef 1,7-8).

La dimensión de la gracia que encarna Jesucristo en las acciones del perdón y la alianza, respecto de lo fallido e irreparable, está mediada según Metz por la memoria passionis9, que no olvida la atrocidad y evita que se repita la injusticia padecida por las víc-timas del pasado.

El recurso a la reserva de sentido de la praxis cris-tiana, constituida en la complementariedad entre perdón-alianza, facilita una aproximación teológica a la complejidad de ese monstruo de mil cabezas que es el conflicto armado colombiano. En nuestras circunstancias, perdonar no solo es un acto aislado, sino debe soportarse además en la alianza entre los distintos actores que desean superar los sufrimien-tos y las injusticias, con el fin de iniciar nuevos pro-cesos de vida. El carácter práxico de perdón y alianza conduce a que la injusticia sea vista más allá de una competencia puramente político-jurídica, en la me-dida que tiene en cuenta que

…la filiación divina de Jesús, su resurrección y to-dos los demás contenidos de la fe cristiana sola-mente adquirirán su verdadera significación cuan-do hayamos mostrado que Jesucristo nos libera del pecado fundamental de la humanidad y nos posibilita un modo nuevo de justificar una praxis radicalmente trasformada.10

La praxis reconciliadora de perdón y la alianza es li-beradora en la medida en que supera la irreversibili-dad de la atrocidad. Genera un estado rehabilitador que reconcilia las víctimas y los verdugos, pues “cier-tamente, Dios ha anulado en Cristo toda pretensión humana de alcanzar ante él la justificación mediante los resultados de nuestra praxis. Sin embargo, esta liberación acontecida en Cristo necesita ser apropia-da en nuestra praxis personal”.11

En otras palabras, “su perdón y su misericordia po-nen de manifiesto que la verdadera justicia, la justi-cia de Dios no se rige por el esquema de la ley, sino por el amor”.12

En consecuencia, la comprensión del sentido perfor-mativo de la encarnación de Dios en Cristo implica un ejercicio de anuncio, denuncia y compromiso, que es acción trasformadora. Esta constituye el ras-go central de la fe cristiana, cuya finalidad se orienta a “llevar el Evangelio a todos los que sufren necesi-dad en el mundo, no solamente con la palabra sino, sobre todo, con una praxis de liberación”.14

El centro de la praxis cristiana está en el hecho de que, en Cristo, Dios reconcilia el mundo consigo, sal-vándolo, al ponerse en el lugar de los proscritos y de los que sufren. En Cristo, la Palabra de Dios adquiere un sentido para la comprensión y constituye acción que transforma y libera.15

9 J.B. Metz, Memoria passionis. Una evocación provocadora de una sociedad pluralista (Santander: Sal Terrae, 2007), 92ss.10 GAntonio, González, La praxis humana ante Cristo (Bilbao: Sal Terrae, 1999), 259. 11 Ibid., 311.12 Ibid., 326.13 José María, Castillo, La humanidad de Dios (Madrid: Trotta, 2012), 62.14 Edward Schillebeeckx, Los hombres relatos de Dios (Salamanca: Sígueme, 1995), 278.15 Jon Sobrino, “Cristología sistemática: Jesucristo, el mediador absoluto del Reino de Dios”, en Mysterium liberationis. Conceptos

fundamentales de teología de la liberación, compilado por Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, I, 575-599 (Madrid: Trotta, 1990).

El Doctorado en Teología es cima de todo el currículo académico de la Facultad, en razón de lo cual la facultad misma y el Departamento de Teología ponen lo mejor de sí mismos a disposición de este programa. El Doctorado se estructura sobre criterios de alta investigación, sobre los ejes de una habilitación al doctorado y de un proyecto investigativo.

DOCTORADO EN

TEOLOGÍA

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DANIEL GARAVITO. LO JUSTO 22 - 26

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¿Cómo hablar de Dios en el conflicto y el posconflicto?

David Eduardo Lara Corredor

Teológicamente hablando, solucionar el conflicto es acudir a la reserva escatológica de la actividad humana en la perspectiva de hacer realidad el Reino de Dios desde la lógica del Dios de Reino,

revelado en la persona de Jesús de Nazaret; es dar respuestas de vida a las situaciones de muerte, en ese horizonte utópico de

posibilidad real que tiene la comunidad de construir el mundo desde la justicia de Dios, desde la lógica del Reino de Dios.

Al celebrarse ya dos años de las conversaciones entre el gobierno colombiano y la Fuerzas Re-volucionarias de Colombia, FARC-EP, cabe for-

mular la pregunta teológica por el accionar de Dios en la historia del país, particularmente desde este conjunto de acciones humanas en búsqueda de la paz para el país leídas desde la teología.

Para ello, el criterio de lectura es la comprensión de la acción humana, como fuente teologal y teológica del revelarse de Dios en la historia, por medio del obrar y pensar del ser humano, en el obrar libre de Dios y del hombre en la historia.1 Porque desde la actividad del ser humano se comprende el accionar de Dios, como señala la constitución pastoral Gau-dium et spes, en su numeral 34: “…la actividad huma-na individual y colectiva o el conjunto de esfuerzos realizados a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, res-ponde a la voluntad de Dios.” 2

¿Cómo hablar del accionar de Dios en Colombia?

La historia del pueblo colombiano se ha construido –por lo menos, en los últimos cincuenta años– des-de la dinámica de la violencia a partir del enfrenta-miento entre hermanos que persiguen ideales des-de perspectivas distintas, pero con la misma lógica: la lucha armada, no deseada pero asumida, contra-dictoria y ambigua, pues ella misma suscita acepta-ción de unos por ser benéfica, y rechazo de otros por ser maléfica.3

Esta confrontación armada de carácter interno tie-ne su génesis en las guerras campesinas que die-ron origen a las FARC, que se fue transformando en una guerra de guerrillas inspirada en la Revolución Cubana, hasta llegar al panorama actual de un con-flicto irregular de subversión social y política, en el contexto de las violencias sociales financiadas4 por el narcotráfico y por la carrera armamentista unida a la estrategia-respuesta del Estado, con apoyo del paramilitarismo.

Como consecuencia de esta actividad bélica se han generado otras violencias conexas, como el se-

cuestro de civiles y la captura, como rehenes, de miembros de la fuerza pública, el desplazamiento forzado, las violaciones de los derechos humanos, la expropiación de tierras, la trata de personas, la explotación sexual como estrategia de ventaja ofensiva, la desaparición o muertes presuntas, la exclusión social, la extorción, las masacres, los crí-menes de Estado, los falsos positivos, el terrorismo y el desconocimiento de la diferencia, en razón de credos, afinidad política, identidad y orientación sexual.

Colombia ha vivido y vive a expensas del accionar de varios actores: guerrilla, paramilitares, bandas criminales, narcotráfico, delincuencia social organi-zada y fuerza pública. Esto deja como resultado a la población civil como la principal víctima del con-flicto irregular.

El fenómeno de violencia no es nuevo en la historia colombiana; bien se puede rastrear desde el descu-brimiento español y en diversidad de guerras: la re-belión antiesclavista de los negros cimarrones y pa-lenques, en su búsqueda de constituir su sociedad liberada y libertaria, con Benkos Biohó; la guerra de mestizos y mulatos, criollos y campesinos contra el dominio hispano-colonial, en las revoluciones comuneras; la guerra libertaria y bolivariana de la independencia; la revolución social de insurrección de la sociedad democrática o guerra de los Mil Días; las guerras civiles, señoriales, federales y estatales, de partidos y caudillos del siglo XIX; las guerras populares que dieron origen a las corrientes so-cialistas desde el liberalismo popular; las guerras campesinas, con bandoleros sociales y políticos; las guerras de guerrillas inspiradas en la Revolución Cubana; hasta llegar al panorama actual de un con-flicto irregular de subversión social y política, en el contexto de las violencias sociales financiadas por el narcotráfico y el paramilitarismo, como estrate-gia-respuesta a la intervención del Estado.

En fin, existe una larga tradición de violencia, en la que la apertura o trascendencia de nuestro ser como colombianos está signado por la subcultura de la muerte.

1 Gustavo Baena, Fenomenología de la revelación. Teología de la Biblia y hermenéutica. (Estella: Verbo Divino, 2011), 196.2 Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium et spes”3 José Ignacio González Faus, Fe en Dios y construcción de la historia (Madrid: Trotta, 1998), 230.4 Ricardo Sánchez, “Colombia: las guerras y el derecho a la paz”, UNAL, http://www.bdigital.unal.edu.co/797/9/272_-_9_Capi_1.pdf

(consultada el 23 de octubre de 2014), 9-25.

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¿Cómo percibir el acontecer de Dios en esta rea-lidad humana? La tentación inicial sería justificar la actividad humana, en este caso, la actividad bélica, como consecuencia del accionar de Dios, quien castiga y pide sacrificios5, institucionaliza la venganza como expresión religiosa del esquema de la ley6, como si estuviera revelándose y salvan-do a la población desde la actividad de los violen-tos, de los victimarios, en la lógica de la Ley del Talión, de la sangre que reclama sangre.7

Entonces, el decir del hacer es la necesidad de jus-tificar la actividad humana dentro del esquema de la ley, con su lógica violenta: a una violencia implantada se responde con una violencia reac-tiva, para imponer una violencia represiva, entre-lazando el mecanismo que busca la justificación religiosa de la praxis y la legitimación ideológica de un orden de cosas, y unas determinadas ac-ciones que “merecen la pena”.8 Sin embargo, este accionar violento de algunos colombianos, ¿sería la apertura absoluta de los violentos hacia el Dios revelado?9

Tal esquizofrenia de la actividad política, militar, económica, social y cultural10 tiene su referente en los discursos de justificación que pueden estar ideologizando y/o fetichizando la realidad, des-de unos ídolos contrarios al Dios revelado. De ahí la necesidad de desconstruir la comprensión del conflicto armado y sus anhelos de paz, porque pa-reciera –como ya se dijo– que los discursos que acompañan la lucha armada se justificaran desde ideologías políticas diferentes, como guerra justa, pero en la práctica se asemejan los discursos del Estado y de las FARC.

En últimas, se está recurriendo a la vieja compren-sión de la pax romana, proclamada como evangelio del emperador, quien anuncia el triunfo de la guerra a expensas de la muerte; es la pax augusta, como construcción milenaria del gran Imperio Romano, que se articula con la centralización del poder y prácticas de subordinación, coerción, explotación y muerte.

En esa lógica, la paz –tras las guerras civiles– se en-tendió como atributo de poder, valor y virtud, en-mascarando las situaciones de violencia11; la pax pasó a ser una estrategia de dominación, como ex-presión del poder político de las cosas públicas. El Imperio Romano entendió que la pax es un ejercicio de poder autorictas e imperium, como hegemonía, signo de inclusión e intercambio comercial, como política de Estado basado en la extinción de los ad-versarios, de manera irracional.

¿Así ha actuado Dios?

Por lo desarrollado hasta ahora, podemos decir que ha sido la acción del sujeto humano (pero no en la lógica de Dios) la que ha primado en nuestras so-ciedades: es el accionar de unos pocos colombianos, desde la lógica de la violencia y de la muerte. Sin embargo, existe otra acción humana, en medio del conflicto armado, que puede manifestar el suceder de Dios: el accionar de las víctimas, el kerigma, como mensaje de la cruz.12

Desde esta perspectiva se comprende la acción salvífica y revelatoria de Dios, pues las víctimas, los desplazados, los violentados en sus derechos, los excluidos, los mutilados por las minas antiper-

5 En la comprensión de Girard, en las sociedades donde no hay sacrificio aparece la venganza de sangre. (René Girard, Violence et le sacré [Paris: Grasse, 1972], 29, citado por González Faus, Fe en Dios y construcción de la historia, 232).

6 Antonio González, Teología de la praxis evangélica. Ensayo de una teología fundamental (Santander: Sal Terrae, 1999), 216.7 González Faus, Fe en Dios y construcción de la historia, 230.8 “Las religiones nos indican que, a pesar de la fragilidad de la vida y a pesar de la muerte cierta, hay ciertas acciones humanas que

merecen la pena incluso cuando aparentemente vayan en contra de nuestros intereses más inmediatos.” (González, Teología de la praxis evangélica, 138-139).

9 Baena, Fenomenología de la revelación, 195.10 Sánchez, “Colombia: las guerras y el derecho a la paz”, UNAL, http://www.bdigital.unal.edu.co/797/9/272_-_9_Capi_1.pdf (consul-

tada el 23 de octubre de 2014), 13.11 Francisco A. Muñoz. “La pax romana”, Universidad de Granada, http://www.ugr.es/~eirene/eirene/eirene10cap6.pdf (consultada el

23 de octubre de 2014), 204.12 Baena, Fenomenología de la revelación, 944.

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sonales, las viudas, las madres que han llorado la desaparición de sus hijos, los niños huérfanos, y –por qué no– los muertos inocentes, son los rostros de Jesús crucificado; en estos pobres Dios se reve-la, como afirmó monseñor Oscar Arnulfo Romero: “Entre los pobres quiso poner Cristo su cátedra de redención.”13

Colombia ha vivido y vive a expensas del accionar de

varios actores: guerrilla, paramilitares, bandas

criminales, narcotráfico, delincuencia social organizada

y fuerza pública. Esto deja como resultado a la población civil como la principal víctima

del conflicto irregular.

Entonces, el cuerpo, el rostro y la voz de las víctimas del conflicto armado son el decir de un hacer no vio-lento, no sacrificial, no justificado por la estructura de la ley. Son un cuerpo y un rostro invisibilizados, una voz silenciada por el efecto del conflicto armado.

En ese accionar humano, su decir y su hacer son la actualización de la acción de Jesús, el Cristo de la fe, en la cruz de hoy, en la realidad de estas comuni-dades sufrientes14, mediante su resistencia pacífica y su denuncia profética en sus narrativas de vida.

Estas se convierten en las memorias de la guerra de quienes han padecido las consecuencias de la lucha armada, que han sobrevivido y rescatado sus vidas de las condiciones más inhumanas y adver-sas.15 Este accionar es un obrar en búsqueda de las mejores condiciones de vida, como expresión del suceder de Dios sin recurrir a la violencia.

En sus cuerpos queda la huella de la violencia: hu-millaciones, mutilaciones, maltratos, degradacio-nes, señalamientos; en sus sentimientos quedan grabados los recuerdos que producen el dolor de la guerra, la desconfianza, el desarraigo, la ausen-cia, la angustia, la incertidumbre y la soledad.16 En su vida queda arraigada la esperanza de una pas-cua en la cual no triunfa la muerte, pues su vida se convierte en un kerigma de vida, es testimonio de la existencia cotidiana de la vida en comunidad, de un Dios que se revela en los nuevos crucificados.17

En ese contrasentido de la vida, se revela el Dios de la vida, lo absoluto de la realidad18, en las acciones históricas, concretas y parciales, “el Dios que resuci-ta a la víctima, el nuevo rostro de- Jesús”.19 Enton-ces, Dios se revela nuevamente en la cruz cotidiana de las víctimas del conflicto armado: “Dios clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y solo así está Dios con nosotros y nos ayuda […]. Solo el Dios sufrien-te puede ayudarnos.” 20

La acción de Dios se manifiesta afectado por el su-frimiento: “Dios sufre como ellos y se ha autodeter-minado a quedar a merced de ellos.”21

13 Oscar Arnulfo Romero, “Homilía del 24 de diciembre de 1978”, en Su pensamiento VI,76, citado por Jon Sobrino, La fe en Jesucris-to. Ensayo desde las víctimas (Madrid: Trotta, 1999), 318.

14 Baena, Fenomenología de la revelación, 955.15 Grupo Memoria Histórica, ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Informe general (Bogotá: Imprenta Nacional, 2013),

Capítulo V, 330-394.16 Ibid., 258 - 327.17 Baena, Fenomenología de la revelación, 957 y 966.18 Sobrino, La fe en Jesucristo, 370.19 Ibid., 373.20 Sobrino, La fe en Jesucristo, 376.21 Como afirma González Faus: “Al poner en contacto los dos términos Dios-sufrimiento, el Concilio de Nicea nos sitúa ante las dos

cuestiones más decisivas que se han dado en la historia y en la vida de los hombres. Y al responder afirmativamente que se da una cópula entre ambos, pone de relieve el nervio mismo de la fe cristiana, en todo lo que tiene de irrupción impensada e inesperada, que no encaja fácilmente en los esfuerzos explicativos ni en los deseos humanos y que más bien es juicio y condena de éstos.” (González Faus, La humanidad nueva, citado por Sobrino, La fe en Jesucristo, 375).

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¿Se puede hablar del suceder de Dios en el posconflicto?

Hablar de Dios en el presente implicará percibir su acción en el pasado y permitir que acontezca en el futuro, con su promesa “como amor operante esca-tológico […] por medio de la fe en la praxis del se-guimiento de la cruz”.22 Esto, mediante la acción planificada de la comunidad, del anticiparse a la construcción de una sociedad distinta, alternativa, desde la toma de decisiones para la consecución de la paz, desde las víctimas.

No se trata de solucionar sin más el conflicto arma-do por medio de un referendo o de una asamblea nacional constituyente, sino desde lo constitutivo de la actividad comunitaria, con la posibilidad de anticipar las acciones, los quehaceres junto con las afirmaciones, para lograr proyectos utópicos, como la construcción de una nueva sociedad en paz, sin armas y sin el ruido de la guerra.

Teológicamente hablando, es acudir a la reserva escatológica de la actividad humana en la pers-pectiva de hacer realidad el Reino de Dios desde la lógica del Dios del Reino, revelado en la persona de Jesús de Nazaret. Es dar respuestas de vida a las situaciones de muerte, en ese horizonte utópi-co de posibilidad real que tiene la comunidad de construir el mundo desde la justicia de Dios, desde la lógica del Reino de Dios.

Es la necesidad de construir comunidades de paz, pues la paz no es la simple acción del Estado por medio de la fuerza de la norma23 y la fuerza de las armas. Es la opción de conformar la comunidad la que construye la paz24 con justicia social, des-de la solidaridad, como misericordia, como acción

no-violenta, como opción por la vida ante la muer-te, como signo de los tiempos, donde se visibilizan sujetos concretos, con su historia, con su memoria.

En últimas, el acontecer de Dios en la acción huma-na pasa necesariamente por la preocupación por el otro, en justicia social, para buscar mejores con-diciones de vida, sin violencia ni conflicto armado, con equidad y solidaridad. Para ello es importante escuchar a las víctimas, para construir una nueva so-ciedad, un nuevo Estado, primero, en el posacuerdo, y después, en el posconflicto.

22 Baena, Fenomenología de la revelación, 966.23 Jacques Derrida, Fuerza de ley. El “fundamento mística de la autoridad” (Madrid: Tecnos, 2002).24 Jerónimo Leal. “El saludo entre los primeros cristianos” (Theologica, 47,2 [2012]): 473-495.

Fotografía: Cristo semidestruido en el ataque a la población de Bojayá.

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Revelación y Fe

La revelación y la fe constituyen principio fundante, peculiar e irrenunciable de la teología y por ese principio la teología escapa en cuanto tal a los simples niveles de lo científico y a los reductos más o menos estrechos de una disciplina y de una academia.

En tal sentido, la teología es apenas tematización de un misterio de buena voluntad de Dios en Jesucristo. Y el teologizar, por tanto, tiene fundamentos o puntos de partida del todo peculiares: la gratuita revelación de Dios en la historia; métodos pedagógicos y didácticos muy suyos: la oración, la catequesis, la predicación, la mistagogia o introducción en el misterio inaudito o inabarcable; y una finalidad del todo transcendente que constituyen el teologizar en apenas un símbolo manifestativo de un misterio, de una gracia, de una presencia y de una acción irreductibles al simple esfuerzo del espíritu humano. El saber de la teología debe verificarse y comprobarse en las concreciones históricas del amor de Dios, en el hambriento socorrido, en el desnudo vestido, en el oprimido liberado, en el triste consolado, en el pobre hecho heredero del Reino, poseedor de la tierra e hijo de Dios.

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