LA LUCHA DE UNA MUJER

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1 LA LUCHA DE UNA MUJER Me lo contaba mientras estábamos sentados en el porche de su casa, a las afueras de Barcelona, tomando yo una cerveza y ella un zumo de piña, pues nunca ha bebido nada alcohólico salvo acaso humedecer los labios en el cava, en alguna fiesta o celebración importante, o cuando asa castañas en su casa, que las acompaña con un vasito de moscatel. Se llama Dolores y vino de su Huelva natal hasta las catalanas tierras, atraída sin duda por la esperanza de encontrar un futuro mejor, con más perspectivas que las que se le presentaban allá en su tierra, donde sus ocupaciones consistían en ayudar a sus padres en las tareas propias del cortijo en el que vivían, cercano al pueblo, siendo estas tareas cuidar siete u ocho vacas, un rebaño de ovejas, dos cerdos y casi cien gallinas, amén de echar una mano en las faenas del campo: coger la aceituna, limpiar los campos de malas hierbas para sembrarlos despues… En contra de lo que pudiera pensarse, Dolores era feliz en ese su pequeño mundo, y se sentía orgullosa de poder ayudar a sus padres y hermanos al sostenimiento de la economía familiar. Era

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BATALLAS EN LA FABRICA

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LA LUCHA DE UNA MUJER

Me lo contaba mientras estábamos sentados en el porche de su

casa, a las afueras de Barcelona, tomando yo una cerveza y ella un

zumo de piña, pues nunca ha bebido nada alcohólico salvo acaso

humedecer los labios en el cava, en alguna fiesta o celebración

importante, o cuando asa castañas en su casa, que las acompaña con

un vasito de moscatel.

Se llama Dolores y vino de su Huelva natal hasta las catalanas

tierras, atraída sin duda por la esperanza de encontrar un futuro

mejor, con más perspectivas que las que se le presentaban allá en su

tierra, donde sus ocupaciones consistían en ayudar a sus padres en

las tareas propias del cortijo en el que vivían, cercano al pueblo,

siendo estas tareas cuidar siete u ocho vacas, un rebaño de ovejas,

dos cerdos y casi cien gallinas, amén de echar una mano en las

faenas del campo: coger la aceituna, limpiar los campos de malas

hierbas para sembrarlos despues…

En contra de lo que pudiera pensarse, Dolores era feliz en ese

su pequeño mundo, y se sentía orgullosa de poder ayudar a sus

padres y hermanos al sostenimiento de la economía familiar. Era

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una vida sencilla pero gratificante en muchos aspectos como, sin ir

más lejos, los atracones de naranjas que se daba, subida al gran

naranjo que tenían en el patio del cortijo. No cabe duda que debía

disfrutar de lo lindo, a juzgar por cómo se le aviva la mirada y el

énfasis que pone en sus palabras mientras me lo cuenta.

Pero como todo tiene un final, también acabó esta etapa en la

vida de Dolores, y sintió deseos de conocer otras ciudades, otras

costumbres y otras gentes sobre todo despues de escuchar las cosas

que contaban aquellos que habían tenido la “fortuna” de poder irse

del pueblo a trabajar a las ciudades grandes: Madrid, Barcelona, el

País Vasco…Sin ir más lejos, Lucía, su hermana mayor, llevaba

tres años ya en Hospitalet, población importante pegada a

Barcelona, y cuando venía al pueblo de vacaciones le contaba a

todos las maravillas de la gran ciudad, con sus amplias avenidas,

sus grandes monumentos, un trabajo de ocho horas que te permitía

tener tu propio dinero y ser independiente…

Así que un año, concretamente en mil novecientos setenta y

cuatro, al finalizar las vacaciones del verano, por fin se decidió y se

fue con su hermana y su cuñado a vivir en su casa de Hospitalet,

hasta que tuviera bastante dinero para poder buscarse un piso de

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alquiler y ser independiente, que era a lo que ella de verdad

aspiraba.

Los primeros días los dedicó a ver Barcelona y aprender a ir

sola en el metro, mientras aprovechaba para ir buscando trabajo,

para lo cual se compraba el periódico “La Vanguardia”, donde

venían páginas y más páginas de ofertas y demandas de empleo.

Sentada en un banco del parque con un bolígrafo en la mano,

iba rodeando con un círculo las posibles trabajos a los que podría

acceder, teniendo en cuenta que ella no tenía ninguna especialidad

ni estudios, pues ni siquiera fue un curso completo a la escuela y

aprendió a leer, escribir, y las llamadas “cuatro reglas”, porque fue

un mes al convento del pueblo, donde las monjas enseñaban a las

niñas las nociones básicas, y también algo de costura. Me dice, con

algo de pena, que el hecho de que sus padres no se hubieran

preocupado apenas por que asistiera a la escuela regularmente, es

una de las pocas cosas que puede reprocharles.

Estuvo pateándose los cinturones industriales de Barcelona y

los pueblos lindantes más de veinte días sin conseguir encontrar

trabajo, y cada vez se desmoralizaba más, hasta que un día que

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debía tener la moral por los suelos, al llegar a casa se sentó en el

sofá y se puso a llorar.

Su hermana trató de animarla diciéndole que no era para

tanto, que ella conocía a gente que le había costado hasta dos meses

o más encontrar trabajo. Por su parte, el cuñado le dijo que al día

siguiente se cambiaria el turno, para poder acompañarla a una

fábrica donde trabajaba una paisana de ellos con la que estuvo

hablando el día anterior, y le había dicho que estaban admitiendo

gente.

De modo que al otro día fueron hasta una fábrica por la zona

de Sants, barrio de Barcelona, poblado entonces de numerosas

fábricas, hablaron con el jefe de personal y éste les dijo que

efectivamente admitían gente, así que le hicieron firmar un contrato

y le dijeron que podía ir a trabajar el lunes siguiente. Lo que hizo

muy contenta y animada al ver que las cosas empezaban a

enderezarse, y podría mirar su futuro en Cataluña con mayor

optimismo.

Cuando llevaba seis meses trabajando en la empresa, un

viernes por la tarde, la llamaron al despacho del jefe de personal

para decirle que su contrato había finalizado por lo que ya no tenía

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que seguir yendo a trabajar. Esto no le pilló por sorpresa pues ya lo

venía haciendo la empresa regularmente con otros compañeros, ya

que en los tiempos en que transcurre esta historia, y con el sindicato

vertical bastante afín a los patronos, una de las muchas

arbitrariedades que se cometían con los trabajadores, eran hacerles

firmar los contratos en blanco, de tal manera que luego el

empresario lo completaba a su conveniencia, que solía ser casi

siempre por un periodo de seis meses. Si le interesaba a la empresa,

el contrato se lo renovaban por otros seis, de lo contrario el

trabajador se iba a la calle y aquí paz y despues gloria.

Dolores ya se había informado a través de un abogado

laboralista de uno de los incipientes sindicatos obreros, de cuáles

eran sus derechos en materia de contratación, y estaba enterada

también que había una ley reciente por la que si a los quince días, la

empresa no había prescindido de los servicios del trabajador, éste,

automáticamente, pasaba a tener contrato indefinido, que en la

práctica era ser fijo.

De modo que la muchacha le pidió al jefe de personal la carta

de despido, obligatoria por parte de la empresa cuando rescinde el

contrato de un empleado, pero el jefe argumentó que no le iban a

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dar ninguna carta por que no había tal despido, era simplemente que

había finalizado su contrato laboral, enseñándole al mismo tiempo

el contrato que la propia joven había firmado en blanco seis meses

atrás.

Dolores contraatacó echándoles en cara que, para poder

trabajar, hicieran firmar los contratos en blanco a la gente,

quedando el trabajador a merced del empresario, y que además ella,

al haber pasado ya los quince días de prueba que marca la ley, tenía

contrato indefinido.

Así estuvo Dolores forcejeando más de una hora con el

director y el jefe de personal. Las acaloradas voces se oían fuera del

despacho, y mientras la muchacha se mantenía firme en sus

convicciones, sin arredrarse, ellos cada vez estaban más nerviosos,

pues no contaban con una reacción de este calibre por parte de ella,

acostumbrados como estaban a despedir a los trabajadores según su

conveniencia.

Los jefes insistían en que se fuera a su casa, que su contrato

había finalizado, y ella insistiendo en que le dieran la carta de

despido. Como se negaron a dársela, la chica dijo que se iba a su

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puesto de trabajo a continuar con su faena, hasta las diez de la

noche, su hora de salida.

De modo que salió del despacho dando un portazo y se fue a

la máquina donde trabajaba. A los diez minutos se presentó el

portero, un tipo de aspecto patibulario, ya entrado en años que

cojeaba visiblemente, con una cicatriz que le llegaba desde la oreja

izquierda hasta debajo del labio inferior. Este individuo le conminó

con muy malas maneras a que se fuera a su casa de una vez, si no

quería tener un disgusto, llegando a decirle que si no hacía caso y se

largaba de allí, se le caería el pelo. Parecía un perro de presa

dispuesto a lanzarse sobre la muchacha. Demostrando un

desparpajo y una entereza de ánimo más que notable para su edad,

dieciocho años recién cumplidos, Dolores le respondió:” Usted ya

ha cumplido con la orden que le han dado de asustarme, así que, a

menos que quiera pegarme, que no lo creo, váyase y déjeme

tranquila”. Refunfuñando y soltando amenazas, al final se fue el

portero. No habían pasado ni cinco minutos cuando llegó su

encargado de sección insistiéndole para que se fuera. Ante la

rotunda negativa de ella, el encargado le dijo que le iba a quitar los

fusibles a la máquina para que no pudiera trabajar.

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Lejos de arrugarse con esta nueva “vuelta de tuerca”, le

contestó al lacayo de la empresa que no le importaba, porque había

lo menos siete máquinas más donde se hacía la misma faena. Ni

corto ni perezoso, el encargado le dijo que le quitaría los fusibles a

todas las máquinas, y así lo hizo, con lo que no le quedó más

remedio que dejar de trabajar.

Sin embargo era mujer de recursos, y como lo que quería era

que constara que había estado trabajando hasta las diez, su hora de

salida, cogió una escoba y se puso a barrer el suelo, dejando

constancia de ello en los correspondientes boletines de trabajo.

Cuando llegó la hora se marchó a su casa y llamó a un compañero

que trabajaba en su mismo turno y en una máquina cercana a la

suya. Este compañero era muy buen chico y servicial, pero tenía la

mala costumbre de llegar casi siempre tarde al trabajo, por lo que la

llamada de Dolores era para que el lunes procurara estar en la

puerta de la fábrica, a la hora de entrar a trabajar. La muchacha

estaba segura que cuando fuera a entrar no la dejarían, y quería

tener un testigo de este hecho. Esa semana cambiaba el turno y

tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.

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Y así fue. El lunes estaba el portero como siempre en la

entrada, pero la puerta la tenía abierta solo lo justo para que pasaran

los trabajadores de uno en uno. Cuando Dolores fue a entrar, el

portero le dijo que tenía orden de no dejarla pasar. Ella insistió pero

fue inútil. Discutiendo a grito pelado estaban la muchacha y el

portero cuando llegó el jefe de personal mucho antes de lo que

habitualmente lo hacía, sin duda avisado por teléfono de lo que

pasaba. Nueva discusión y forcejeo verbal en la entrada de la

fábrica.

Ese día Dolores y la empresa estaban citados en la sede del

sindicato vertical para tratar de llegar a un acuerdo, por lo que

dejaron las espadas de la discusión en alto, hasta la hora que tenían

fijada para el siguiente “asalto”.

Eran alrededor de las doce y media cuando se vieron de nuevo

Dolores y el jefe de personal, en una de las salas del edificio de

sindicatos, situado en la parte baja de Vía Layetana, en Barcelona.

Cada una de las partes dio sus razones delante del representante de

la Administración. El principal argumento de la empresa, como ya

es sabido, era que a la trabajadora se le había acabado el contrato de

seis meses. Otro de los motivos consistía en que había menos

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trabajo, por lo que sobraban operarios en la fábrica. Dolores

respondió:

─Ustedes son unos tramposos pues hacen firmar el contrato

en blanco a la gente y luego ponen el tiempo que quieren; además

cuando transcurrieron los quince días de prueba que marca la ley,

automáticamente pasé a ser fija. Y con respecto a que ha decaído el

trabajo, dígame entonces por qué la gente sigue haciendo horas

extras en la fábrica.

El jefe de personal a estas alturas estaba empezando a ponerse

nervioso. No parecía la persona apropiada para defender los

intereses de la empresa. Su hablar balbuceante contrastaba con la

firmeza y la seguridad que demostraba Dolores. No obstante

continuó con sus objeciones:

─Si que hacen horas extras, pero solo una por trabajador.

─Pues con esa hora de más que hacen algunos, puedo yo

trabajar una jornada normal, de ocho horas, y aún me sobrarían

unas cuantas diarias.

El funcionario del sindicato no tuvo más remedio que reconocer

que efectivamente hacer firmar los contratos en blanco era una

práctica habitual entonces, pero ilegal a todas luces, así que le

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preguntó a la chica si quería poner una demanda contra la empresa,

y sacó un formulario para empezar a rellenarlo, pero Dolores le dijo

que no rellenara nada porque ella tenía un abogado particular que le

estaba llevando el caso.

Al oír esto, el representante de la empresa empezó a ponerse

más suave, menos drástico, y dijo:

─Bueno, no creo que haya necesidad de llegar a ese extremo.

Seguramente lo podremos solucionar de una manera más amistosa.

Sin embargo tengo que consultar con el director pues yo soy un

mandado ─Parece que ante la perspectiva de que se iba a encargar

del asunto un abogado que no pertenecía al organismo estatal, ya no

lo tenía tan claro la empresa, acostumbrados como estaban a que la

administración hiciera la vista gorda ante sus chanchullos.

Al cabo de tres días la llamaron de nuevo al despacho y le

presentaron un contrato nuevo, indefinido, para que lo firmara. Esta

lucha de Dolores sirvió para que otros trabajadores, sobre todo

mujeres, que estaban en la misma situación que ella, no las

despidieran al cumplir los seis meses. Pero no fue ésta la única

batalla que la muchacha venida de un oscuro pueblo onubense, sin

ningún tipo de estudios, ni siquiera los primarios, pero con valentía

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y arrestos a toda prueba, tuvo que librar en los diecisiete años que

permaneció en la fábrica de Sants.

Ya desde su primer mes de trabajo, al comparar su hoja de

salarios con la de otros compañeros, se dio cuenta que las mujeres

cobraban menos que los hombres.

Aquello le chocó sobremanera, pues al lado de la máquina que

ella ocupaba, había varios hombres trabajando en máquinas

idénticas, haciendo la misma faena y el mismo número de piezas, y

no se podía explicar porqué a las mujeres les pagaban menos, por lo

que lo comentó con algunas que ya llevaban varios años trabajando

en la empresa. Sin embargo no se atrevió reclamar, porque acababa

de llegar y no quería que la tomaran entre ojos tan pronto. Así que

decidió esperar.

Fue despues de los hechos que se acaban de relatar sobre su

contrato de trabajo y la pretensión de la empresa de despedirla,

cuando se decidió a plantear una reclamación formal a la dirección

para que se equipararan los sueldos de hombres y mujeres y se

hiciera realidad esa vieja aspiración femenina, “a igual trabajo,

igual salario”.

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Un día, despues de hablar con una compañera de la que se

había hecho muy amiga, y que también era bastante “lanzada”,

decidió ir al despacho del director a exponerle la cuestión

directamente, pero como era de esperar la dirección no quiso saber

nada del asunto, así que despues de estar un rato argumentando sus

razones, que se basaban en que ellas hacían el mismo trabajo que

los hombres, al ver que no conseguía nada positivo, salió de la

oficina dando un portazo, muy enfadada. Lo de los portazos era

algo que no podía reprimir, sobre todo ante injusticias manifiestas.

Al día siguiente fue al despacho del abogado laboralista que le

había asesorado en su anterior “refriega” con la empresa, y le

planteó el asunto de la igualdad de salario hombre-mujer para ver

qué camino podía tomar. El abogado le dijo que no era fácil que la

empresa accediera a sus pretensiones pues en el convenio

provincial del metal había varios apartados en los que trataba de

“trabajos específicos para mujeres”, refiriéndose a aquellos que por

ser menos pesados podrían hacer las mujeres, pero eso sí, con un

sueldo inferior al de los hombres. Le dijo también el letrado que si

quería seguir adelante con su reclamación, procurara recoger la

mayor cantidad posible de firmas de las mujeres para dar mayor

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fuerza a su propuesta, y que por tramitar y llevar adelante el asunto

le cobraría unas mil pesetas. Había unas cuarenta mujeres, así que

haciendo un cálculo rápido tocaban a veinticinco pesetas cada una.

Ese mismo día despues de salir del trabajo y en su casa, se

preparó un especie de documento con una sencilla hoja de block,

escribiendo en el encabezamiento: “las abajo firmantes dan su

completo apoyo a Dolores Fernández, en su reclamación a esta

empresa sobre la equiparación del salario de las mujeres al de los

hombres, a igual trabajo”. Tenían que poner nombre y apellidos,

número de D.N.I. y la firma.

Para que no pudieran sancionarla por abandono del puesto de

trabajo, recogía las firmas despues de acabar su jornada laboral,

pero aún así al día siguiente su encargado de sección le dijo que el

director quería hablar con ella, así que se apresuró a ir al despacho

del mandamás.

─Buenos días, me han dicho que quería usted hablar conmigo.

─Así es. Ha llegado a mis oídos que está usted recogiendo

firmas. ¿Se puede saber que se trae entre manos?

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─Mire usted, los mismos que le han dicho lo de las firmas

también le pueden decir de qué se trata. Seguro que no tardan

mucho en averiguarlo.

─Entonces, ¿se niega a decirme que es lo que pretende con

esas firmas?

─No se preocupe que pronto se enterará.

─Está bien, pero le advierto que si se le ve de nuevo por los

puestos de trabajo, entreteniendo a las operarias, será sancionada.

─ ¿Nada más?

─Eso es todo.

─Buenos días.

Las firmas que le faltaban las fue recogiendo en la calle a la

hora de entrar o salir del trabajo.

En los cálculos que hizo sobre la recogida de firmas pecó de

optimista, pues de las cuarenta y dos mujeres que había en la

fábrica varias no quisieron saber nada del asunto; dos de ellas

estaban liadas con sendos encargados, y otras tres tenían demasiado

miedo para comprometerse, pues creían que la empresa tomaría

represalias contra ellas e incluso podría despedirlas. Dolores pensó

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que el miedo era libre y había personas que lo tenían en cantidades

industriales.

Con las firmas que recogió y el dinero se presentó de nuevo

en el gabinete del abogado. Éste inició los trámites pertinentes

mandando una carta con la reclamación a la empresa y otra idéntica

a la administración, que a su vez envió un aviso a la empresa de que

en los próximos días se personaría un inspector, para ver si los

puestos de trabajo de las mujeres eran equiparables a los de los

hombres.

Varios días despues el director la llamó de nuevo, para

comunicarle que ya no vendría el inspector de trabajo pues la

empresa había decidido pagar el mismo salario a hombres y

mujeres. Otra batalla ganada.

Y siguieron más…

FIN