La muerte
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La muerte
LA MUERTE: La Baja Edad Media se caracteriza, entre otras cosas, por una mayor
concienciación de la realidad de la muerte. Es probable que este fenómeno haya sido
acrecentado por las constantes epidemias que asolaron Europa a mediados del siglo
XIV, así como el aumento de la crueldad de las guerras y el aumento de las
aglomeraciones urbanas, que favoreció una mayor percepción de los fenómenos más
morbosos de la experimentación de la enfermedad y la muerte. Otros han puesto más
énfasis en el desarraigo que supone para la gente del campo su llegada masiva a la
ciudad en los siglos bajomedievales.
En la concepción cristiana la muerte se considera el instante en el que se separan
cuerpo y alma. Según esta concepción, el buen cristiano debe estar preparado en
cualquier instante para este momento y las voluntades de los mortales se recogían en
los testamentos.
Para conseguir la salvación de los difuntos era necesaria la mediación de los clérigos lo
que motivaba el encarecimiento de la muerte. La misa era la fórmula de conectar el
mundo de los vivos con el de los muertos y ahí también encontramos una evidente
diferenciación social ya que los ricos podían ofrecer más misas por sus difuntos al
tiempo que tenían más posibilidades de realizar la caridad con los pobres.
La vida terrenal sería considerada en la Edad Media como un mero tránsito hacia la
eternidad. El cielo era el destino deseado por todos pero por mucho que el individuo se
preparara el camino para la salvación nada estaba asegurado y el infierno constituía un
serio peligro.
Según Sesma Muñoz (1), en el seno de la tradición judeocristiana del occidente
europeo los hombres y mujeres, ricos y pobres, urbanos y rurales, jóvenes y viejos que
se ven en trance de dictar sus últimas voluntades, califican la vida terrenal con
expresiones duras y amargas: miserable, incierta, engañosa, transitoria, como si
estuvieran convencidos de que estaban en un valle de lágrimas, al tiempo que
contemplaban la muerte como algo inevitable, destino común del que no se puede
escapar y ante una proximidad muestran una resignación natural que les hace más
pensar en los que quedan y en la preparación de su tránsito, que en lamentaciones y
arrepentimientos.
Existe la convicción entre la población de la Edad Media de la existencia de otra vida, la
vida eterna, tras el tránsito, por lo que temen fallecer sin aviso, repentinamente, y
verse privados de un tiempo precioso para repartir sus bienes, avalar la buena
convivencia familiar y arreglar los trámites del Más Allá, es decir, asegurarse el
arrepentimiento final y el cumplimiento de ritos y ayudas para que su alma se
garantice el purgatorio.
En el Más Allá existe el paraíso o el infierno que constituyen los dos destinos extremos,
que han sido únicos durante mucho tiempo para los cristianos, si bien a partir del siglo
XIII adquiere fuerza la idea de un tercer lugar, el purgatorio, intermedio entre ambos,
donde las almas que necesitan un tiempo de expiación para acceder a la gloria
aguardan y se benefician de los actos piadosos hechos en la tierra, según la
concepción de los santos. También en estos momentos se formula la existencia del
limbo como lugar particular para las almas de los niños no bautizados.
Además, existe un convencimiento generalizado en la resurrección tras el juicio final,
que se manifiesta en buscar para el enterramiento la compañía de sus muertos, de sus
personas más queridas, junto a las cuales se quiere despertar un día. En los pueblos y
aldeas, los testadores solicitan ser enterrados en el cementerio de la iglesia parroquial,
lo que les "garantizaba" ya una compañía conocida.
Está muy extendido el culto a determinados santos, santa Bárbara, santa Ana o san
José, como protectores frente a la muerte súbita, o San Cristobalón, presente en todas
las iglesias junto a la puerta de salida, como encargado del tránsito, al que se le pide
lentitud en el traslado del alma.
En el siglo XV comienza a difundirse el Ars Moriendi, cuyas ediciones impresas y
traducidas a las lenguas vernáculas, lo presentan como "Arte del bien morir" y cuya
finalidad queda expuesta en este proemio: "La más espantable de las cosas terribles
sea la muerte, empero en ninguna manera se puede comparar a la muerte del ánima",
para lo cual se da una serie de consejos, acompañados de grabados ilustrativos, que
faciliten la confesión completa y ayuden a alcanzar la salvación con una buena muerte.
La muerte cristiana al final de la Edad Media no es una muerte solitaria, sino un acto
social al que deben acudir amigos y parientes para ayudar a la persona que muere.
La muerte se constituye así en un acto de solidaridad, de ayuda mutua, que no acaba
con la expiración, sino que los que todavía permanecen en el mundo deben ocuparse
de los muertos a través de mandas piadosas, y muchas misas. Junto a ello se debe dar
limosnas a las iglesias y capillas, dar de comer o vestir a los pobres, aliviar penas de
cautivos, enfermos o locos, a contribuir al casamiento de huérfanas pobres, etc. Esto
dependerá de la capacidad económica del difundo. El dinero se convierte en un
argumento para alcanzar la salvación.
En la Edad Media la muerte nunca fue acompañada de caracteres macabros. Sería en
los últimos siglos cuando aparecen aspectos tétricos, motivados sin duda por la
difusión de la Peste Negra y las epidemias, hambrunas y devastadoras guerras que
sacudieron la Baja Edad Media. En las ciudades se desarrollaría incluso la idea de
muerte-espectáculo.
Tal como ocurre hoy en día, la muerte se presenta a lo largo de la Edad Media como la
última acción igualitaria sobre la sociedad (lo que no era cierto, en teoría, pues la
posición social y la economía condiciona la salvación). La muerte se presenta como un
acto de la vida cotidiana y existe una visión menos temerosa ante ella. Esto
desaparecerá de las culturas posteriores.
LOS MENDIGOS:
¿Quiénes eran los mendigos?
Los había de todas clases. Estaban, por una parte, los profesionales de la mendicidad
que inspiraban lástima a los viajeros, haciendo dramáticas ostentaciones de su miseria
e incluso acompañados por niños tullidos. Estaban también las víctimas de las
enfermedades y violencias de la época, no sólo los leprosos, sino enfermos de otro tipo
aquejados de alguna de las múltiples afecciones de la piel, tan abundantes en la Edad
Media. Estaban, por otro lado, todos aquellos a los que la justicia les había privado de
un pie, de una mano, de la lengua o de una oreja. Y, por último, estaban los mendigos
voluntarios, bien por espíritu de sacrificio o como obediencia a una penitencia que les
había sido impuesta por la Iglesia como expiación de sus pecados.
¿Quién se ocupaba de ellos?
Por lo general, se consideraba a los mendigos como testigos de Cristo y, por esta
causa, se ejercía con ellos la caridad, de una forma bastante eficaz, sobre todo a cargo
de los ministros de la Iglesia. Por esta última razón, los mendigos eran mucho más
abundantes en las ciudades, y en los pueblos apenas se les quería. Los campesinos
eran demasiado pobres como para atender a alguien que, si bien era aún más pobre
que ellos mismos, no trabajaba. El aumento del número de mendigos, vagabundos sin
domicilio fijo, en las ciudades a partir del s. XIV planteó numerosos problemas a las
autoridades. La legislación a este respecto se hizo muy severa: en París, por ejemplo,
se prohibió ejercer la caridad con todos aquellos que no trabajaban.
¿Qué hacían los mendigos ancianos?
Muchos de ellos morían en los caminos victimas del hambre, del frío o de los
despiadado? arreglos de cuentas tan frecuentes en las seriedades marginadas. Los
otros se integraban en las miserables comunidades que se reunían en torno a las
«cortes de los milagros» descritas por Víctor Hugo en «Nuestra Señora de París». Por
último, algunos encontraban refugio en los hospitales u hospicios sustentados por la
Iglesia, donde se mezclaban con enfermos e impedidos. En el campo, eran a veces
recogidos y cuidados por familias acomodadas va que el deber de la caridad —la gran
ley de la solidaridad medieval— era, para los cristianos el medio más seguro para
conseguir la salvación eterna.
¿Quiénes eran los «vagabundos de Dios ?
Además de los peregrinos, que siguieran siendo muy numerosos hasta el final de la
Edad Media y que hacían largos desplazamientos, había, sobre todo en el s. xv, un gran
numero de frailes que iban predicando de una parroquia a otra. Algunos de ellos
conseguían exaltar hasta tal punto a los fieles, que su llesaga a una ciudad llegaba a
provocar verdaderas conmociones. Los que les escuchaban soñaban a veces con
países imaginarios, como Jauja en los que se podía comer hasta la saciedad, lo que no
era más que un reflejo simbólico, en una época en la que abundaban el hambre, la
epidemia y la guerra. Estaban también todos aquellos que iban a la busca de una
nueva fe y que, al igual que Cristo en Palestina, hablaban en la plaza pública,
sembrando a veces desordenes al atacar a la Iglesia oficial o a las mismas gentes del
lugar. En los últimos tiempos de la Edad Media, la palabra era. un arma
prodigiosamente eficaz y estos «vagabundos de Dios», como se les conocía a veces,
jugaron un papel muy importante en el advenimiento de la Reforma.
¿Había también artistas ambulantes?
Durante toda la Edad Media, los juglares y trovadores iban de pueblo en pueblo v de
castillo en castillo, cantando y contando bonitas historias. Pero por los caminos podía
verse también a gentes de circo: domadores de bestias, exhibidores de osos y
prestidigitadores. que recorrían pueblos y ciudades, sobre todo con motivo de las
fiestas. Había además comediantes que representaban los autos sacramentales en los
pórticos de las iglesias, así como un gran número de músicos ambulantes que
normalmente solían ir solos y que iban por los pueblos para hacer bailar a las gentes
fundamentalmente con motivo de las fiestas, de otoño, o bien en los carnavales.
Los buhoneros surcaban los caminos incesantemente; se trataba de comerciantes más
o menos honrados que practicaban, sobre todo, el trueque. Sus mercancías procedían
a veces de las ferias de los pueblos y a veces también de robos. Los buhoneros mejor
situados contaban con un burro o un caballo y transportaban en él todo tipo de
utensilios, tejidos v encajes. Adoptaban siempre los mismos itinerarios, lo que les
permitía establecer vínculos entre las familias que les confiaban sus mensajes. En su
siguiente paso por el pueblo traían la respuesta que les habían encargado transmitir.