La Mujer de Kant
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LA MUJER DE KANT
Por Un Filósofo Producido
La mujer en teoría
Kant y Rousseau tienen muy probablemente parte de responsabi-
lidad por la figura oficial de lo femenino en la tradición occidental
moderna. Por mujer con Kant se entiende en principio lo opuesto
al hombre (al hombre kantiano más bien –como especie de defor-
mación racionalista-célibe del hombre modelo del ideario patriar-
cal-): un ser doméstico y sin capacidades para obrar por princi-
pios, es decir impermeable a la filosofía kantiana; inconstante, frí-
volo, infantil, vanidoso y cuya realización es el matrimonio la ma-
ternidad y la atención del esposo. Los ideales de la filosofía kan-
tiana, parece evidente, son para su propio fundador ideales ente-
ramente masculinos, empezando por la autonomía, ya que la mu-
jer se define por su vocación de gustar a los demás y por su entera
dependencia del juicio ajeno. Para la mujer le deja las inclinacio-nes y para el hombre lo racional, así de simple. No hay constancia
de que lo haya expresado, pero de acuerdo con esto, el propio Kant
en persona podría ser visto como un modelo casi íntegro de mas-
culinidad –algo falto de vigor tal vez… y de mujeres-. Evidente-
mente Kant no consultó a dama alguna cuando forjó su tipo de
hombre, hecho un poco a su propia imagen y semejanza y muy le-
jos del biotipo de su maestro ginebrino, que aunque era un ideó-
logo de lo que se da en llamar patriarcalismo, se regocijaba en su
vida íntima con su propia y auto-imputada feminidad. Por eso la
ilustración –que Kant se esmeró por definir- es básicamente cosa
de hombres, como saber de fútbol y autos. El hombre ilustrado se
configura como tal cuando alcanza “la mayoría de edad” (habría
que asociar esto a su personal “longevismo”), en cambio la mujer
debería mantenerse siempre como un ser aniñado o infantil, ya
que de hecho es así.
“Las mujeres no dejan de ser algo así como niños grandes, es decir, son incapaces de persistir en fin alguno, sino que van de uno a otro sin dis-
criminar su importancia, misión que compete únicamente al varón”. (Anweisung zur Menschen und Welterkenntnis)
Hombre y mujer son algo así como opuestos naturales, las chi-
cas son inferiores por natura y carecen de derechos civiles; repre-
sentan la pasividad lo familiar lo sentimental lo privado lo apa-
rente lo emotivo lo arbitrario lo bello, lo material, la naturaleza, y
lo contrario –racional, público, lógico, vigoroso, activo…- es lo pro-
pio del masculino. En consonancia con el maestro suizo, las fémi-
nas no obstante están para sociabilizar al macho, más aún: para
sensibilizarlo y elevarlo. O sea, punto a favor, no sólo sirven para
la conservación de la especie. Kant incluso, vicio acaso del contem-
plador no partícipe, ve a la mujer como una especie de Don Juan
latente, esto es como quien ejerce primordialmente la seducción
y acaso la conquista –cosa que las autoras de Los Filósofos y el Amor ven con gran optimismo como un rasgo feminista avant là lettre.
No hay filósofo menos artista que el inventor del criticismo tras-
cendental, Nietzsche lo tenía clarísimo, y en él pensaba como “né-
mesis” cuando quería construir su mundo contra el ideal ascético-
especulativo. Para Kant, artistas lo que se dice artistas son eviden-
temente las mujeres: la feminidad más bien parece el arte –la ar-
timaña- de cautivar a los hombres y disponerlos a los fines muje-
riles. No hay contraste entre arte y naturaleza, sino entre inclina-
ciones y racionalidad. Inclinación a gustar, gusto por agradar, de-
pendencia exterior de su capacidad de juicio. Helas ahí.
No hay que creer que Nietzsche sacó de la nada su idea de un
mundo apremiado por el dominio de los débiles sobre los fuertes
–el mentado nihilismo y su gran fuerza llamada resentimiento no
son ajenos al asunto-; tuvo su genealogía filosófica en la que en-
contramos a este enemigo suyo y partidario de Jean-Jacques. Sólo
que estos últimos dos filósofos no tenían al astuto Darwin cerca y
se limitaban a asignar la debilidad al género femíneo. De Kant se
despeja que las mujeres dominan a los hombres, es decir que la
debilidad –ellas son en Kant cien por ciento “el sexo débil”- do-
mina a la fuerza. Por eso dice que de las mujeres no hay que bur-
larse, al fin y al cabo "la mujer es débil por naturaleza y el hombre
es débil por su mujer"… (Antropología Práctica). Con sus llantos y
reproches la señora logra explotar al hombre y obtener lo que
quiere… Kant resuelve el asunto en la Antropología Práctica con
una distinción entre dominio (herschen) y gobierno (regieren),
dice que la inclinación debe dominar pero la razón debe gobernar,
por lo tanto en el matrimonio la mujer es monarca pero el hombre
ministro… A lo débil se adosa lo bello, el sexo débil es el bello sexo,
a la mujer kantiana corresponde lo bello como al hombre kantiano
lo sublime y lo noble (Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime). A todo esto se podrá decir que cuando todavía
se asocia a la mujer con el narcisismo se sigue siendo enteramente
kantiano aunque con una jerga más al día. A la fecha por ejemplo
nadie se atreve a suscribir este método divisorio entre él y ella
pero se sigue creyendo que la gente se distingue básicamente en-
tre neuróticos y psicóticos, lo cual es lo mismo pero corriendo del
centro al eje genital del destino. Kant, sin embargo –hagamos
nuestra hipótesis- era un perverso por todo concepto, si por per-
verso no vemos a un “psicópata” de acuerdo al orden de los diag-
nósticos del cine yanqui, sino a un estoico cumplido –un ser apá-
tico en pleno-, a un loco por la ley y la razón, un sado-matemático,
no a un fanático del deber de gozar sino a un adalid del gozar del
deber. Un perverso puro, en estado de abstracción, enteramente
discursivo. Es decir, el filósofo full time, si por tal se entiende al
abanderado del “discurso del amo” más que al amo mismo.
La mujer barbuda y la ninfómana gobernada
Si uno hace pelear a Darwin con Nietzsche ¿no obtiene que el más
apto es el menos fuerte? Y si se remite a la tradición susomentada:
¿no es la mujer el más apto? Y al final: ¿no vamos cuesta abajo ha-
cia un universal matriarcado darviniano? Este eventual –y acae-
cido- desenlace histórico ya era un pánico en muchachos pensan-
tes como Rousseau y Kant. La igualdad de pretensiones entre los
sexos –pensaban estos hombres- sólo genera disputas y quien
debe someterse es quien más dotado está para sobreponerse en
las rencillas domésticas: la mujer. La independencia y la emanci-
pación la perjudicarían más que al hombre por dos razones a cri-
terio kantiano: las obligaciones de la maternidad y los ultrajes de
la edad que le afectan antes y peor. Por eso el filósofo les aconseja
abandonar la guerra sexual y la envidia del pene, mantenerse
mansas y tranquilas bajo el lazo conyugal, y seguir en todo caso
coqueteando con terceros por si el hombre de la casa estira la pata
(como los hombres se mueren antes, ellas están siempre flir-
teando con terceros en calidad de eventuales sustitutos futuros, y
Kant acá las comprende y perdona). Porque de Rousseau también
heredó parece la visión de la fémina insaciable, de deseos sensua-
les sin límites, al punto de verla como más propensa a la infideli-
dad, cosa que las autoras de Los Filósofos y el Amor ven como una
condescendencia para con el adulterio femenino.
Arrancamos con dos textos bastante parecidos llamados Antro-pología Práctica, un manuscrito de 1785 y Antropología en Sen-tido Pragmático, 1798.
Para Kant hay cuatro tipos de hombre –cuatro temperamentos-
: en un plano el melancólico y el sanguíneo, en otro el colérico y el
flemático. El último –atención niñas- es el mejor esposo, “porque
no da pie a las riñas”. Kant nos diría que el problema actual de la
batalla de los géneros es un asunto de simetría. La simetría atenta
contra la unión de las personas, por eso los que tienen una misma
profesión no llegan muy lejos en la amistad y sí en la rivalidad. La
naturaleza se ha esforzado en impedir la posmodernidad, hizo al
hombre vigoroso y a la mujer débil para unirlos, en pura asime-
tría. Por eso ellas nos quieren, porque las podemos proteger. La
sabia natura se encargó de no hacer temeraria a quien le incumbe
procrear, la mujer, siempre temerosa de los dolores físicos, y a
quien corresponde “el derecho del más débil” y hacer uso de esa
debilidad para dominar al hombre. “La mujer es débil por natura-
leza y el hombre es débil por su mujer” dice una de sus sentencias
más ingeniosas, y hay que decir bastante hipócrita. Si la mujer es
la debilidad del hombre (ahora le llamamos “el síntoma”), ¿qué
fuerza al hombre a debilitarse si no es la naturaleza? ¿El poder so-
cial? ¿Compasión filo-femenina? ¿El hombre se debilita libre-
mente conforme a razón? ¿Por amor a la humanidad, para conti-
nuar la especie? Por lo pronto ese adagio kantiano vendría a ser
bastante útil para excusar el celibato, o sea el estilo de vida filosó-
fica kantiano. Aconseja Kant: no hay que burlarse de la debilidad
femenina –que a eso le llama femineidad-, sería para el hombre
burlarse de sí mismo, burlarse de aquello por lo cual ella lo do-
mina. En Antropología en sentido pragmático no habla de simetría
sino de igualdad: dos personas que no pueden prescindir una de
la otra deben evitar las pretensiones de igualdad, y entregarse a
un sometimiento bilateral pero no simétrico con el que resuelve
el problema, con una metáfora política.
Menem y Cavallo v. gr. a los ojos de Kant eran un ideal dueto de
tipo conyugal. Un presidente de sexo femenino y un ministro de
economía masculino –como tenemos hoy por acá- son una metá-
fora política perfecta de la pareja kantiana, son ideales como pa-
reja pero no para gobernar una nación, ya que poner a las mujeres
–a quienes corresponde lo doméstico- a intervenir en asuntos del
Estado es ir camino a “un pequeño desastre”, se lee-. En la pareja
la mujer debe dominar con sus inclinaciones y el hombre gober-
nar con el entendimiento esas inclinaciones. Ella hace de presi-
dente o reina y él de primer ministro o ministro de economía.
La mujer kantiana tiene un gran don para la especie –procrear-
y otro para la sociedad: es el gran agente civilizatorio que refina
el sujeto masculino, por lo que la urbanidad, los buenos modales,
la alta cultura –y lo cultural en sí mismo probablemente- son en
instancia última un tributo a la fémina o un efecto general de su
dominio. Con su gracia y su galanura la mujer hace de un bruto un
hombre cortés decente y sociable. Ellas no son más refinadas pero
son “un objeto refinado del gusto” por sí mismas.
“Este orgullo de la mujer, que cree impedir toda impertinencia del varón
por el respeto que le infunde, y el derecho de exigir respeto aun sin me-
recimientos propios, los reivindica la mujer por simple título de su
sexo”.
Si fueran educadas en la franqueza y no en el honor –se lee-po-
drían aprovechar mejor el dominio que sus encantos ejecutan. Ve-
mos que Kant por momentos pasaba mensajitos cifrados pro mu-
jeres, como quien no quiere la cosa. Hoy se dice que los hombres
quieren que la mujer no cambie y la mujer que el hombre cambie.
Que no se le caigan las cachas ni pechos a ella ni le florezcan arru-
gas arracimadas y que él deje la juerga produzca y baje la cabeza.
Se dice que ellas quien al Che para afeitarle la barba. Kant las ad-
vierte también acá:
“Cree ésta poder corregirle; una mujer razonable, dice, puede discipli-
nar a un hombre corrompido, juicio en el que se encuentra las más de
las veces engañada de la manera más lamentable. A esta clase de opi-
niones pertenece también la de aquellas confiadas que creen que pue-
den dispensarse los extravíos de esta clase de hombres antes del matri-
monio, porque, si no se han simplemente agotado, tendrán con su mujer
bastante para satisfacer este instinto. Las pobres niñas no reflexionan
que el libertinaje en este asunto consiste justamente en la variedad del
goce, y la monotonía del matrimonio pronto hará que aquéllos retornen
a su vida anterior”.
La ginecología filosófica clásica es una escuela de la sospecha,
con la salvedad de que opera para el statu quo. ¿Quién habla? Ha-
bla un sujeto masculino –por eso es una “antropología”-, uno en
particular, cuya particularidad en este caso se extrema, porque al-
canza el estatuto de célibe puro, soporte concreto ideal del sujeto
cognoscente porque se sostiene indemne, libre de la alienación
del consorte. Para la opinión general la castidad kantiana debería
haberlo inducido a guardar un prematuro silencio a lo Tractatus o
una suspensión pirrónica del juicio; para las autoras de Los Filó-sofos y el Amor, al contrario, no tener parte ni arte lo favoreció
con sutilizar sus observaciones, exoneradas de patetismo –bene-
ficiadas ergo de apatía-. Al antikantismo popular habrá que res-
ponderle diciendo que el de Königsberg más que un señor apo-
cado y tímido era una suerte de ángel racional, un desinteresado
para quien la pasión del voyeur era equivalente al rol impertérrito
del observador científico. Efectivamente en manos del filósofo
trascendental los lugares comunes sexistas de la época ganan un
curiosa gracia cuasi proustiana. La falta de mirada le deja verlas,
la falta de deseo lo hace un paisajista afinado, un cronista más con-
fiable, un novelista en el mero plano del saber. Para eso está el
filósofo kantiano, para confiscar un saber y no al objeto. Kant de-
clara que el objeto de estudio para el filósofo en “la Antropología”
–algo así como el psicoanálisis a la Kant- es más el carácter feme-
nino que el sexo masculino (en Antropología en sentido pragmá-tico). ¿Qué quiere esta mentada Antropología? Ciertamente no
sólo describir los hábitos femeninos sino extraer el saber de las
mujeres, que por lo demás es básicamente un saber sobre los va-
rones, expropiar a esa “gran ciencia” que describe en las Observa-ciones sobre lo Bello y lo Sublime, ciencia que es una filosofía
mundana cuyo objeto –a su vez- es lo humano y en especial el
hombre (Mann), pero más bien el varón. En síntesis: el objeto de
la antropología filosófica es hacerse del saber de la mujer, que es
un saber sobre el varón, privativamente. No extraña por eso lo que
dice en Antropología Pragmática –el primer intento-, que lo feme-
nino se define por una relación especial con el secreto. Ellas –dice-
al suyo no lo revelan jamás y son hábiles para sonsacarlo a los de-
más. La filosofía viene a hacer el esfuerzo por contrarrestar esa
artimaña natural. Es la filosofía contra el arte, ya que la naturaleza
–dice- puso su mayor arte en construir la parte femenina, y lo fe-
menino es naturaleza arte y artimaña. El filósofo quiere el secreto
de la mujer no a la mujer.
“El hombre piensa conforme a principios, y la mujer como piensan los
demás”.
Kant piensa, sí, pero por oposición, con lo que empobrece un
poco la cosa y se hace cómico. Porque cuando tiene que describir
el par hombre-mujer dice que él piensa por principios y ella no,
pero cuando se dedica a analizar los temperamentos masculinos
declara que sólo el melancólico piensa de esa forma, y encima dice
que son minoría. O sea que lleva al plano general lo que es parti-
cular, o sea que sólo se imagina el escenario conyugal del melan-
cólico (que por lo dicho como pareja no es el más llevadero). Y
este hombre kantiano como sujeto del sexo y el amor es dema-
siado recto evidentemente. Por eso dice sin que nadie pueda
creerle demasiado que los varones tienen inclinación hacia una
persona y las mujeres… hacia todo el sexo masculino. “El hombre
no intenta agradar a ninguna mujer más cuando ya tiene una, pero
la mujer casada sí pretende gustar a otros”, a la vez que la dama
piensa que para su hombre ella representa con su propia persona
a todo su género, por lo que cree –según Kant- que su maridito no
tiene motivo alguno para apuntar a otra. Es claro que al filósofo
las mujeres se le aparecen como amazonas atadas y amordazadas.
La razón del histeriqueo perpetuo del bello sexo es que la even-
tualidad de enviudar es mayor para ellas, y por eso están siempre
atentas a forjarse una reserva y un banco de suplentes. Con esto
Kant explica el famoso carácter rompepelotas de la chica: “La mu-
jer carga en el haber del varón toda clase de sufrimientos por la
sencilla razón de que se ve incapaz de padecerlos”. Por si faltaba
algo, la mujer no soporta una pareja tolerante, quiere un tipo po-
sesivo que ponga en evidencia el papel de tesoro de su hembra.
“Se notará que cuando la mujer casada galantea visiblemente y su ma-
rido no se fija en ello, sino que se compensa de ello con la francachela,
el juego u otro galanteo, no sólo engendra desprecio, sino también odio en la parte femenina; porque la mujer reconoce en ello que no le con-
cede ya ningún valor y abandona indiferente su esposa a otros, para que
éstos roan el mismo hueso”.
(ASP)
En Antropología Práctica era más severo:
“Alguien que piensa de un modo tolerante con respecto a su mujer es un
cornudo”.
Porque amor conyugal y tolerancia –declara ahí mismo- son una
contradictio in adjecto, el amor conyugal es intolerante por defi-
nición. En Antropología en sentido pragmático detalla el asunto
como una puja jurídica entre dos tipos de derecho, los derechos
del más fuerte y los del más débil.
El varón ama la paz del hogar y la mujer en cambio no le teme a
la guerra doméstica. En el oikos la inclinación es bélica y el enten-
dimiento pacifista. Viendo estas cosas se percibe un poco el es-
panto kantiano y se despeja que el filósofo es como hombre sol-
tero un gran privilegiado, más bien se diría: el hombre libre.
“La mujer tórnase libre por medio del matrimonio; el varón pierde por
medio de él su libertad”.
“Cuando el refinamiento en el lujo ha subido muy alto, sólo por la coac-
ción se muestra la mujer decente y no oculta su deseo de ser preferen-
temente un varón para poder dar a sus inclinaciones mayor y más libre
vuelo; mientras que ningún varón querrá ser mujer”.
“Por lo que toca a las mujeres doctas, necesitan sus libros acaso tanto
como su reloj; es decir, el llevarlo, a fin de que se vea que lo tienen; aun
cuando comúnmente está parado o no anda bien”.
“En el matrimonio el varón aspira a conquistar la inclinación de su mu-
jer, la mujer la de todos”.
“La mujer se engalana para los ojos de su propio sexo, el hombre para
los de la mujer”.
“El varón juzga las faltas de la mujer con indulgencia y la mujer las del
varón con rigor y en público”.
“El varón tiene gusto para sí, la mujer hace de sí misma objeto de gusto
para todos”.
La bella y el noble
La mujer es el bello sexo (schönen Geschlechts) y el hombre… se-
ría el sexo noble (edlen Geschlechts) si no fuera que no es noble
declararse noble, dice en el simpático opúsculo llamado Observa-ciones sobre lo Bello y lo Sublime de 1764. Los sentimientos de lo
sublime hacen al hombre, los bellos son femeninos.
“Las mujeres tienen un sentimiento innato más fuerte por todo lo que
es bello delicado y adornado”.
(Das Frauenzimmer hat ein angebornes stärkeres Gefühl für alles, was schön, zierlich und geschmückt ist.)
Lo sublime es simple y lo bello suele ser adornado, uno con-
mueve lo otro encanta, sublime es la noche y el día bello. Las cua-
lidades sublimes inspiran respeto, las bellas amor. Así ve Kant a
las mujeres en su aspecto encantador:
“Desde chicas les gusta adornarse y resultar agradables, son sensibles
limpias delicadas, les gusta ser lisonjeadas, que las entretengan con ba-
gatelas, y distraerse con conversaciones ligeras y risueñas. Tienen
desde muy temprano maneras modestas, saben darse un aire fino, y ser
juiciosas en una edad en que la juventud más educada del otro sexo es
todavía indómita torpe y apocada. Tienen mucha simpatía, bondad y
compasión, y prefieren lo bello a lo útil: así son voluntariamente econó-
micas para lo superfluo de sus gastos de manutención, con el fin de po-
der gastar más en su toilette y compostura. Son muy sensibles a la más
pequeña ofensa, y muy hábiles para notar la más ligera falta de atención
y de estima. En una palabra, representan en la naturaleza humana el
predominio de las bellas cualidades sobre las nobles, y sirven aun para
refinar (verfeinern) al sexo masculino”.
Y ahora el otro costado de la mujer kantiana para disgusto de
las feministas de ayer y hoy:
“Profundas reflexiones, una contemplación larga y sostenida son no-
bles, pero difíciles, y no convienen casi a una persona cuyos encantos
naturales no nos deban dar otra idea que la de la belleza. Estudios fasti-
diosos, penosas investigaciones, por lejos que una mujer las lleve, bo-
rran las ventajas propias de su sexo; podrá muy bien llegar a ser, a causa
de la rareza del hecho, el objeto de una fría admiración, mas también
comprometerá en esto sus encantos, que le dan tan gran poder sobre el
otro sexo. Una mujer que tiene la cabeza llena de griego, como madama
Dacier, o que emprende sabias disertaciones sobre la mecánica, como la
marquesa del Chatelet, harían muy bien en llevar barba”…
De Kant se despeja que lo femenino es contrario a lo filosófico
y a lo científico. Las mujeres se consagran a lo superficial asequi-
ble y grácil, son esquivas a los esfuerzos constantes y a las grandes
dificultades, ajenas a la profundidad –que es un bien enteramente
masculino-: una mujer devenida en erudito o físico-matemático
pierde sus encantos, atenta contra su género. La mujer kantiana
sigue la línea de la criada tracia no la de Diotima.
“Así las mujeres no aprenderán la geometría; ellas no sabrán del princi-
pio de la razón suficiente o de las mónadas más que lo que les sea nece-
sario para sentir el chiste esparcido en las sátiras de los pequeños críti-
cos de nuestro sexo”.
Kant no escribe para conseguir chicas, no las quiere entre sus
lectores (así la biografía genital de Botul debe leerse como una
tardía venganza antifilosófica y femenina), salvo acaso en sus
obras de antropología práctica, que pueden ser leídas por cual-
quiera –…“incluso por las damas cuando están en la toilette”, se
lee-. Si las mujeres deben alejarse de las ciencias duras –y de la
metafísica que podría ser una suerte de dureza del mero pensa-
miento sin experiencia-, les corresponde no obstante una especie
de ciencia blanda:
“El objeto de la ciencia de las mujeres es principalmente la especie hu-
mana, y en ella el hombre en particular. Su filosofía no es razonar, sino
sentir”.
(Der Inhalt der großen Wissenschaft des Frauenzimmers ist vielmehr der Mensch und unter den Menschen der Mann. Ihre Weltweisheit ist nicht Vernünfteln, sondern Empfinden).
“El contenido de la gran ciencia de la mujer es más bien lo humano” –
dice una traducción más literal- “y entre lo humano, el hombre. Su filo-
sofía no consiste en razonamientos, sino en la sensibilidad”.
Levi-Strauss vindicó al femenino-machista Rousseau como in-
ventor de la etnología, ¿quiere decir esto que Kant manda a las
mujeres a estudiar ciencias humanas? Evidentemente no es el res-
ponsable de que tantas chicas se matriculen en psicología o cien-
cias de la educación. Se sabe que una sola vez en su vida Kant sus-
pendió su rutina diaria: cuando se puso a leer el Emile de Rous-
seau, el autor que más letra le dio con respecto a lo que son y de-
ben ser las mujeres. Esa großen Wissenschaft femenil no propone
confinar a las damas a la práctica del discurso universitario sino
más bien a su antítesis histérica. Por eso dice que “deben conocer
más a los hombres que a los libros”. Las mujeres lucen libros como
si estos fueran un reloj, sin importar que esté en hora o se le haya
dado cuerda dice en la Antropología. Así que hay que educarlas en
los sentimientos y no en la fría especulación. De eso se quejaba
Montaigne, que no veía ninguna naturaleza femenina sino pura
costumbre y educación solventadas por los machos… para su pro-
pio suplicio incluso. Recién cuando empieza a perder sus encantos
con la edad puede la dama apropincuarse un poco a la lectura
guiada por su marido (cuando ceden las gracias pueden relevarlas
las musas, dice). Es gracioso que Kant se dedique a propiciar el
abandono de la geometría en las mujeres cuando fue una prosti-
tuta la que le dijo a su maestro Rousseau, al contrario, que dejara
a las mujeres y se dedicara a la matemática, famosa escena de las
Confesiones.
Kant le hace justicia a su maestro: le dice a la dama: -Deja la
matemática y dedícate al hombre.
El mensaje de Kant sería: mi sistema no es apto para mujeres.
¿Se aprende a ser hombre siguiendo a Kant? ¿Es un manual de ins-
trucciones de virilidad? Dice Kant: “No les hablemos de necesidad,
de deber, de obligación”, porque no soportan las órdenes y hacen
sólo lo que les agrada.
“Yo casi no creo que el bello sexo se conduzca por principios y no quiero
ofenderle con esto, porque los principios son extremadamente raros
aun en los hombres”.
“La virtud de las mujeres debe ser bella; la de los hombres noble. Las
mujeres evitan el mal, no porque es injusto, sino porque es feo
(häßlich), y las acciones virtuosas son para ellas acciones moralmente
bellas. Por eso la Providencia ha otorgado a su pecho sentimientos bon-
dadosos y benévolos, un fino sentimiento para la honestidad y un alma
complaciente. No se exijan, además, sacrificios y generoso dominio de
sí mismo”.
Kant les propone a los hombres ser kantianos y a las mujeres
ser narcisistas, ser una especie de Oscar Wilde inculto –sentimen-
tal y sin biblioteca-. Muchas debilidades (Schwachheiten) de las
mujeres son, por decirlo así, bellos defectos (schöne Fehler), es-
cribe inspirado: la vanidad (Eitelkeit) en especial, cuyo correlato
masculino es el orgullo y es odioso (el orgullo en la mujer es toda-
vía peor).
“La delicadeza de sus rasgos, su ingenuidad graciosa y su seductora
amabilidad la indemnizan de la falta de lectura y otros defectos que él
mismo debe reparar por sus propios talentos. La vanidad y la moda pue-
den muy bien dar a estas inclinaciones naturales una falsa dirección, y
hacer de un hombre un pequeño señor, y de una mujer una pedante o
una amazona”…
“La amistad tiene principalmente el carácter de lo sublime –es-
cribe-, y el del amor el de lo bello”. No extraña que según él y según
toda la tradición occidental entre las mujeres no prospere una au-
téntica amistad sino una suerte de perpetua rivalidad latente o pa-
tente. El sentimiento de belleza yergue la benevolencia (Wohlwo-llen) universal, he aquí por qué la mujer sirve para civilizar educar
elevar al masculino, aunque no sirve para hacerse amigas de ver-
dad. La causa de los encantos (Reizen) de la mujer es la inclina-
ción (Geschlechterneigung), ella en cuanto tal –dice una curiosa
frase- es el agradable tema de una entretenida charla de buenos
modales (der angenehme Gegenstand einer wohlgesitteten Un-terhaltung), o como dice una traducción que anda por ahí “el agra-
dable sujeto de un entretenimiento”…
Evidentemente hay un punto de contacto entre la sublimación
freudiana y lo sublime kantiano, así como en la división neurosis-
psicosis y masculino-femenino. Pero a su modelo de hombre Kant
no lo llama neurótico sino melancólico de acuerdo con una tradi-
ción que se remonta hasta el estagirita. Al hombre más alegre y
mundano –más próximo a lo femenino por lo tanto para Kant- lo
llama “sanguíneo” (sanguinisch), es el hombre de las inclinacio-
nes, no de los principios. En este texto Kant ya se previene de la
acusación que le guarda el porvenir de haber sido con su mentado
imperativo categórico el apuntador oculto de Sade y Hitler, y re-
serva un elogio a ese hombre más natural y femenino, que si efec-
tivamente ayer y hoy es el preferido de las mujeres (Kant no dice
nada al respecto), hay que concluir que la elección de objeto nar-
cisista domina e impera en el mundo del amor.
“Aquellos de entre los hombres que obran conforme a principios, son
poco numerosos, y esto es un bien en definitiva, porque es fácil extra-
viarse en estos principios, y el daño que de esto resulta, es tanto mayor,
cuanto los principios son más generosos, y la persona que somete a ellos
su conducta es más constante. Los que obedecen a buenas inclinaciones,
son más numerosos, y esto es excelente”…