La Noche Buena de Encarnacion Mendoza Juan Bosch

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La Nochebuena de Encarnación Mendoza

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Cuento de Juan Bosh

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  • La Nochebuena de Encarnacin Mendoza

  • Con su sensible ojo de prfugo Encarnacin Mendoza haba distinguido el perfil de un rbol a

    veinte pasos, razn por la cual pens que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su

    clculo; donde empez a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observacin. Pues como

    el da se acercaba era de rigor buscar escondite, y l se preguntaba si deba internarse en los

    cerros que tena a su derecha o en el caaveral que le quedaba a la izquierda. Para su

    desgracia, escogi el caaveral. Hora y media ms tarde el sol del da 24 alumbraba los campos

    y calentaba ligeramente a Encarnacin Mendoza, que yaca bocarriba tendido sobre hojas de

    caa.

    A las siete de la maana los hechos parecan estar sucedindose tal como haba pensado el

    fugitivo; nadie haba pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez

    llovera, como casi todos los aos en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no

    saldran de la bodega, donde estaran desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y

    tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los

    cerros no podra sentirse tan seguro. l conoca bien el lugar; las familias que vivan en las

    hondonadas producan lea, yuca y algn maz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los

    bohos de por all bajaba aquel da para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba

    a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no haba quin se atreviera a silenciar el

    encuentro. Jams sera perdonado el que encubriera a Encarnacin Mendoza: y aunque no se

    hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca saban que aquel que le viera deba dar

    cuenta inmediata al puesto de guardia ms cercano.

    Empezaba a sentirse tranquilo Encarnacin Mendoza, porque tena la seguridad de que haba

    escogido el mejor lugar para esconderse durante el da, cuando comenz el destino a jugar en

    su contra.

    Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prfugo: nadie pasara por las

    trochas en la maana, y si Mundito apuraba el paso hara el viaje a la bodega antes de que

    comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del da de Nochebuena. La madre

    de Mundito tena unos cuantos centavos que haba ido guardando de lo poco que cobraba

    lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a

    casi medio da de marcha. Con esos centavos poda mandar a Mundito a la bodega para que

    comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quera celebrar la

    Nochebuena con sus seis pequeos hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.

    El casero donde ellos vivan -del lado de los cerros, en el camino que divida los caaverales de

    las tierras incultas- tendra catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de

    yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en

    medio del barro seco por donde en los das de zafra transitaban las carretas cargadas de caa.

    Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se vea claro, radiante de luz que se esparca

    sobre el horizonte de cogollos de caa; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. Por

    qu ir solo, aburrindose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos

    Mundito pens entrar al boho vecino, donde seis semanas antes una perra negra haba parido

    seis cachorros. Los dueos del animal haban regalado cinco, pero quedaba uno para

    amamantar a madre, y en l haba puesto Mundito todo el inters que la falta de ternura

    haba acumulado en su pequea alma. Con sus nueve aos cargados de precoz sabidura, el

  • nio era consciente de que si llevaba al cachorrillo tendra que cargarlo casi todo el tiempo,

    porque no podra hacer tanta distancia por s solo. Mundito senta que esa idea casi le

    autorizaba a disponer del perrito. De sbito, sin pensarlo ms, corri hacia la casucha gritando:

    -Doa Ofelia, emprsteme a Azabache, que lo voy a llevar all!

    Oynranle o no, ya l haba pedido autorizacin, y eso bastaba. Entr como un torbellino,

    tom el animalejo en brazos y sali corriendo, a toda marcha, hasta que se perdi a lo lejos. Y

    as empez el destino a jugar en los planes de Encarnacin Mendoza.

    Porque ocurri que cuando, poco antes de las nueve, el nio Mundito pasaba frente al tabln

    de caa donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie

    de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales

    pequeos, Azabache se meti en el caaveral. Encarnacin Mendoza oy la voz del nio

    ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temi que el muchacho fuera la

    avanzada de algn grupo. Estaba clara la maana. Con su agudo ojo de prfugo l poda ver

    hasta dnde se lo permita el barullo de tallos y hojas. All, al alcance de su mirada, estaba el

    nio. Encarnacin Mendoza no tena pelo de tonto. Rpidamente calcul que si lo hallaban

    atisbando era hombre perdido; lo mejor sera hacerse el dormido, dando la espalda al lado por

    dnde senta el ruido. Para mayor seguridad, se cubri la cara con el sombrero.

    El negro cachorrillo correte; jugando con las hojas de caa, pretendiendo saltar, torpe de

    movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empez a soltar diminutos y graciosos ladridos.

    Llamndolo a voces y gateando para avanzar, Mundito iba acercndose cuando de pronto

    qued paralizado: haba visto al hombre. Pero para l no era simplemente un hombre sino algo

    imponente y terrible; era un cadver. De otra manera no s explicaba su presencia all y mucho

    menos su postura. El terror le dej fro. En el primer momento pens huir, y hacerlo en silencio

    para que el cadver no se diera cuenta. Pero le pareca un crimen dejar a Azabache

    abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara

    apretndolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse all, el nio

    senta que desfalleca. Sin intervencin de su voluntad levant una mano, fij la mirada en el

    difunto, temblando mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeos ladridos. Mundito

    estaba seguro de que el cadver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendi

    adelantarse al muerto: peg un salt sobre el cachorrillo, al cual agarr con nerviosa violencia

    por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las caas, cortndose el rostro y las manos,

    impulsado por el terror, ahogndose, ech a correr hacia la bodega. Al llegar all, a punto de

    desfallecer por el esfuerzo y el pavor, grit sealando hacia el lejano lugar de su aventura:

    -En la Colonia Adela hay un hombre muerto!

    A lo que un vozarrn spero respondi gritando:

    -Qu t diciendo ese muchacho?

    Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor inters de

    parte de los presentes as como los datos que solicit del muchacho. El da de Nochebuena no

    poda contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadver, pues deba

    andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de ao. Pero el sargento era expeditivo;

  • quince minutos despus de haber odo a Mundito el sargento Rey iba con dos nmeros y diez

    o doce curiosos hacia el sitio donde yaca el presunto cadver. Eso no haba entrado en los

    planes de Encarnacin Mendoza.

    El propsito de Encarnacin Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos.

    Escondindose de da y caminando de noche haba recorrido leguas y leguas, desde las

    primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y

    esquivando bohos, corrales y cortes de rboles o quemas de tierras. En toda la regin se saba

    que l haba dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado

    donde se le encontrara. No deba dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus

    hijos. Y los vera slo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tena ya seis meses huyendo,

    pues fue el da de San Juan cuando ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo

    Pomares.

    Necesariamente deba ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a

    ir, una fuerza ciega a la cual no poda resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos,

    Encarnacin Mendoza comprenda que con el deseos de abrazar a su mujer y de contarles un

    cuento a los nios iba confundida una sombra de celos. Pero adems necesitaba ver la

    casucha, la luz de lmpara iluminando la habitacin donde se reunan cuando l volva del

    trabajo y los muchachos le rodeaban para que l los hiciera rer con sus ocurrencias. El cuerpo

    le peda ver hasta el sucio camino, que se haca lodazal en los tiempos de lluvia. Tena que ir o

    se morira de una pena tremenda.

    Encarnacin Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada

    malo, y se respetaba a s mismo. Por respeto a s mismo sucedi lo del da de San Juan, cuando

    el cabo Pomares le falt pegndole en la cara, a l, que por no ofender no beba y que no tena

    ms afn que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera

    oposicin, Encarnacin Mendoza pasara la Nochebuena en su boho. Solo imaginar que Nina y

    los muchachos estaran tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por l, le

    parta el alma y le haca maldecir de dolor.

    Pero el plan se haba enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablara o se

    quedara callado. Se haba ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnacin por la rapidez de

    los pasos, y tal vez pens que se trataba de un pen dormido. Acaso hubiera sido prudente

    alejarse de all, meterse en otro tabln de caa. Sin embargo, vala la pena pensarlo dos veces,

    porque si tena la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le vea

    cruzando camino y le reconoca, era hombre perdido. No deba precipitarse; ah, por de

    pronto, estaba seguro. A las nueve de la noche podra salir; caminar con cautela orillando los

    cerros, y estara en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Saba lo que iba a hacer;

    llamara por la ventana de la habitacin en voz baja y le dira a Nina que abriera, que era l, su

    marido. Ya le pareca estar viendo a Nina con su negro pelo cado sobre las mejillas, los ojos

    oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la

    razn de ser de su vida; no poda arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tabln en pleno

    da era correr riesgo. Lo mejor sera descansar, dormir...

    Despert al tropel de pasos y a la voz del nio que deca:

  • -Taba ah, sargento.

    -Pero en cul tabln; en se o en el de all?

    -En se -asegur el nio.

    En se poda significar que el muchacho estaba sealando hacia el que ocupaba Encarnacin,

    hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces el nio y el sargento se

    hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caa. Dependa

    de hacia dnde estaba sealando el nio cuando deca se. La situacin era realmente grave,

    porque de lo que no haba duda era de que ya haba gente localizando al fugitivo. El momento,

    pues, no era de dudar, sino de actuar. Rpido en la decisin, Encarnacin Mendoza comenz a

    gatear con suma cautela, cuidndose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el

    de las hojas del caaveral batidas por la brisa. Haba que salir de all pronto, sin perder un

    minuto. Oy la spera voz del sargento:

    -Mtase por ah, Nemesio, que yo voy por aqu! Ust, Solito, qudese por aqu!

    Se oan murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnacin

    poda colegir que haba varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban

    ponindose feas.

    Feas para l y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y

    el nmero Nemesio Arroyo recorrieron el tabln de caa en que se haban metido,

    maltratando los tallos ms tiernos y cortndose las manos y los brazos, y no vieron cadver

    alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.

    -T ta seguro que fue aqu, muchacho? -pregunt el sargento.

    -S, aqu era -afirm Mundito, bastante asustado ya.

    -Son cosa de muchacho, sargento; ah no hay nadie -terci el nmero Arroyo.

    El sargento clav en el nio una mirada fija, escalofriante, que lo llen de pavor.

    -Mire, yo vena por aqu con Azabache -empez a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -

    lo cual dijo al tiempo que pona el perrito en el suelo-, y l cogi y se meti ah.

    Pero el nmero Solito Ruiz interrumpi la escenificacin de Mundito preguntando:

    -Cmo era el muerto?

    -Yo no le vide la cara -dijo el nio, temblando de miedo-; solamente le vide la ropa. Tena un

    sombrero en la cara. Taba asina, de lao...

    -De qu color era el pantaln? -inquiri el sargento.

    -Azul, y la camisa como amarilla, y tena un sombrero negro encima de la cara...

    Pero el pobre Mundito apenas poda hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su

    infantil idea de las cosas, el muerto se haba ido de all slo para vengarse de su denuncia y

  • hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldra en la casa y lo

    perseguira toda a vida.

    De todas maneras, supiralo o no Mundito en ese tabln de caas no daran con el cadver.

    Encarnacin Mendoza haba cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tabln, y despus

    hacia otro ms; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el nio,

    despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo par

    en seco al ver el torso y una pierna del difunto que entraban en el caaveral. No poda ser

    otro, dado que la ropa era la que haba visto por la maana.

    -Ta aqu, sargento; ta aqu! -grit sealando hacia el punto por donde se haba perdido el

    fugitivo-. Dentr ah!

    Y como tena mucho miedo sigui su carrera hacia su casa, ahogndose, lleno de lstima

    consigo mismo por el lo en qu s haba metido. El sargento, y con l los soldados y curiosos

    que le acompaaban, se haba vuelto al or la voz del chiquillo.

    -Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nemesio Arroyo.

    Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:

    -Vea, algo hay. Rodiemo ese tabln di una ve!-grit.

    Y as empez la cacera, sin qu los cazadores supieran qu pieza perseguan.

    Era poco ms de media maana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o

    cuatro peones, buscando aqu y all, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos

    excitados. Lentamente, las pequeas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte

    empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnacin Mendoza saba ya que estaba ms o

    menos cercado. Slo que a diferencia de sus perseguidores -que ignoraban a quin buscaban-,

    l pensaba que el registro del caaveral obedeca al propsito de echarle mano y cobrarle lo

    ocurrido el da de San Juan.

    Sin saber a ciencia cierta dnde estaban los soldados, el fugitivo se atena a su instinto y a su

    voluntad de escapar; y se corra de un tabln a otro, esquivando el encuentro con los soldados.

    Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido

    esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y segua

    pasando de tabln a tabln. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclam a todo

    pulmn:

    -All va, sargento, all va; y se parece a Encarnacin Mendoza!

    Encarnacin Mendoza! De golpe todo el mundo qued paralizado. Encarnacin Mendoza!

    -Vengan! -demand el sargento a gritos; y a seguidas ech a correr, el revlver en la mano,

    hacia donde sealaba el pen que haba visto el prfugo.

    Era ya cerca de medioda, y aunque los crecientes nubarrones convertan en sofocante y

    caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corran y corran, pegando

    voces, zigzagueando, disparando sobre las caas. Encarnacin se dej ver sobre una trocha

  • distante, slo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al

    nmero Solito Ruiz para apuntarle su fusil.

    -Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do nmero! -orden a gritos el

    sargento.

    Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ngulos a un

    tiempo, los perseguidores corran de un lacia a otro dndose voces entre s, recomendndose

    prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las caas.

    Pas el medioda. Llegaron no dos, sino tres nmeros y como nueve o diez peones ms; se

    dispersaron en grupos y la cacera se extendi a varios tablones. A la distancia se vean pasar

    de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpeca los movimientos, pues era

    arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y

    hasta alguna mujer; y en la bodega no qued sino el dependiente, preguntando a todo hijo de

    Dios que cruzaba si ya lo haban cogido.

    Encarnacin Mendoza no era hombre fcil. Pero a eso de las tres, en el camino que divida el

    caaveral de los cerros, esto es, a ms de dos horas del batey, un tiro certero le rompi la

    columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la realeza. Se revolcaba en la

    tierra, manando sangre, cuando recibi catorce tiros ms, pues los soldados iban disparndole

    a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la

    lluvia que haba comenzado a insinuarse a media maana.

    Estaba muerto Encarnacin Mendoza. Conservaba las lneas del rostro, aunque tena los

    dientes destrozados por un balazo de muser. Era da de Nochebuena y l haba salido de la

    Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a

    llover, y el sargento estaba pensando algo. Si l sacaba el cadver a la carretera, que estaba

    hacia el poniente, poda llevarlo ese mismo da a Macors y entregarle ese regalo de Pascuas al

    capitn; si lo llevaba al batey tendra que coger all un tren del ingenio para ir a la Romana, y

    como el tren podra tardar mucho en salir llegara a la ciudad tarde en la noche, tal vez

    demasiado tarde para trasladarse a Macors. En la carretera las cosas son distintas; pasan con

    frecuencia vehculos, l podra detener un automvil, hacer bajar la gente y meter el cadver o

    subirlo sobre la carga de un camin.

    -Bsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera -dijo

    dirigindose al que tena ms cerca.

    No apareci caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado haca

    sonar sin descanso los sembrados de caa. El sargento no quera perder tiempo. Varios

    peones, estorbndose los unos a los otros, colocaron el cadver atravesado sobre el asno y lo

    amarraron cmo pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos a los que escogi para que

    arrearan el burro, el sargento orden la marcha bajo la lluvia.

    No result fcil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer casero, el muerto resbal y

    qued colgado bajo el vientre del asno. ste resoplaba y haca esfuerzos para trotar entre el

    barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos slo con sus sombreros de reglamento al

    principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a hojas grandes arrancadas a los

  • rboles, o se guarecan en el caaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba ms. La

    lgubre comitiva anduvo sin cesar la mayor parte del tiempo; en silencio, la voz de un soldado

    comentaba:

    -Vea ese sinvergenza.

    O simplemente aluda al cabo Pomares, cuya sangre haba sido al fin vengada.

    Oscureci del todo, sin duda ms temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la

    oscuridad el camino se hizo ms difcil, razn por la cual la marcha se torn lenta. Seran ms

    de las siete, y apenas llova entonces, cuando uno de los peones dijo:

    -All se ve una lucecita.

    -S, del casero -explic el sargento; y al instante urdi un plan del que se sinti enormemente

    satisfecho. Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnacin Mendoza. El sargento

    quera algo ms. As, cuando un cuarto de hora despus se vio frente a la primera casucha del

    lugar, orden con su spera voz:

    -Desamarren ese muerto y trenlo ah adentro, que no podemo seguir mojndono.

    Deca esto cuando la lluvia era tan escasa que pareca a punto de cesar; y al hablar observaba a

    los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadver de cuerdas. Cuando el cuerpo

    estuvo suelto llam a la puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que sali a abrir

    recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnacin Mendoza. El

    muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tena los dientes destrozados por un tiro,

    lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una

    mueca horrible.

    La mujer mir aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura;

    y llevndose una mano a la boca comenz a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos

    par y corri desolada sobre el cadver al tiempo que gritaba:

    -Hay m'shijo, se han quedao grfano... han matao a Encarnacin!

    Espantados, atropellndose, los nios salieron de la habitacin, lanzndose a las faldas de la

    madre.

    -Entonces se oy una voz infantil en la que se confundan llanto y horror:

    -Mam, mi mam!... Ese fue el muerto que yo vide hoy en el caaveral!

    FIN