LA NOSTALGIA DE LOS ORÍGENES Y SUS MODELOS MÍTICOS....

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LA NOSTALGIA DE LOS ORÍGENES Y SUS MODELOS MÍTICOS. SOBRE «LOS PASOS PERDIDOS» DE ALEJO CARPENTIER CARLOS MIRALLES

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LA NOSTALGIA DE LOS ORÍGENES Y SUS MODELOS MÍTICOS. SOBRE

«LOS PASOS PERDIDOS» DE ALEJO CARPENTIER

CARLOS MIRALLES

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Nacido en La Habana en 1904, Alejo Carpentier per­tenece a la generación llamada "vanguardista" de las le­tras cubanas, la que se agrupó, entre 1927 y 1930, en tor­no a la Revista de Avance. En líneas generales, Carpen­tier pertenece, con algunos poetas y muy pocos novelis­tas, a un grupo de escritores latinoamericanos del primer cuarto de siglo cuyo nombre había de llegar a Europa y a Estados Unidos antes de la moda generalizada en nuestras latitudes por la novelística de la América de habla hispa­na. Moda, por cierto, bastante justificada, aunque desi­gual en sus productos, normalmente etiquetada bajo el ró­tulo, no siempre oportuno, de "realismo mágico" ' . Las cuantiosas elucubraciones a que el tal rótulo ha dado lu­gar no siempre sabrían encontrar su origen, a saber, el prólogo que Carpentier antepuso, en 1949, a su novela reino de este mundo ^, prólogo cuyo contenido puede brevemente resumirse así: la búsqueda de lo fantástico y

' Para la historia de este término y su sentido, con rigor e in­formación bibliográfica, cf. R. SILVA CÁCERES Aparición y sentido de la novela actual, en el volumen, editado por él mismo y por A. F L O R E s . i a novela hispanoamericana actual. Las Americas, 1971, págs. 11 ss.

^ El prólogo no figura en las ediciones posteriores. Puede ver­se reproducido en A. CARPENTIER Literatura y conciencia política en América latina, Madrid, 1969, 112-118.

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maravilloso se resuelve en el surrealismo en la reunión de objetos que para nada suelen encontrarse, en meros tru­cos de prestidigitación; en cambio, lo fantástico y mara­villoso está ahí, al alcance de la mano, en lo real mismo latinoamericano: Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontologia, por la presencia fáus-tica del indio y del negro, por la revelación que constitu­yó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestiza­jes que propició, América está muy lejos de haber agota­do su caudal de mitologías. Pero ¿qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravillosol

Si tuviéramos que hablar del realismo mágico de un García Márquez, pongo por caso, es lo cierto que el tex­to que acabamos de leer no nos serviría apenas, porque ahí la carga de artificiosidad, de truco, desbanca conti­nuamente la pura maravilla de lo real, en la que apenas si creen los más jóvenes. Por lo demás, tampoco el surrea­lismo es siempre un puro truco y más de un excelente poeta latinoamericano lo atestigua con su obra. A lo cual debe sumarse el hecho de que el propio Carpentier tam­poco es químicamente puro y sus evocaciones de lo real maravilloso dejan conjeturar, más de una vez, una suerte de aporia en sus intentos por superponer tiempos diver­sos, espacios ya no idénticos, situaciones y sentimientos que deben más al sueño que al presente escueto, de este o de aquel signo, pero siempre agobiante como realidad in­mediata e inevitable.

Sin embargo, a pesar de todos los peros, la cita de que partimos nos sirve para empezar a hablar de la novela de Carpentier que es el tema de este trabajo, Los pasos per-

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"LOS PASOS PERDIDOS" DE ALEJO CARPENTIER

^ La primera edición es mejicana. Aquí cito por la edición barcelonesa de Barrai Editores, 1971.

Cf. R. SILVA CÁCERES Mito y temporalidad en "Los pasos perdidos"de Alejo Carpentier, en o.c. 31 ss.

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didos, por primera vez publicada en 1 9 5 3 N o s sirve porque, en efecto, en ella se debate la liberación, aunque querida no poco ficticia, de un civilizado, de un persona­je angustiado, abrumado por la ciudad en que vive y por sus complejos hábitos rituales; liberación que se cum­ple en el mundo de lo no ordenado ni civilizado, en la sel­va que atraviesa el Orinoco en su curso superior (pág.275) y que es iluminada por la exuberante capacidad narrativa del novelista. La selva usurpa el lugar de la utopía, y ésta, en compensación, tiene lugar y muy concreto, hasta el punto que en la descripción más de una vez ^ se sigue el libro El Orinoco ilustrado (1745), del padre José Gumilla. La realidad, pues, suplanta, con su propia maravilla, lo fan­tástico y extraordinario que resulta de un simple parto mental, lo único que puede nacer en la ciudad, en el mun­do tecnificado y absurdo donde la maravilla, en este sen­tido, será siempre un truco de prestidigitador, algo morbo­so, incapaz de ser confrontado con la realidad.

Hallamos, en Los pasos perdidos, un narrador en pri­mera persona que vive, al principio de la novela, en Nueva York. El nombre de la ciudad es conjetural, pero es vero­símil que sea Nueva York. En todo caso, da lo mismo: es el símbolo de la ciudad fría, sphinx of cement and alumi­nium, como la simbólica Moloch de Allen Ginsberg; sus

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casas son más bien clínicas, grandes clínicas, donde oficia­ban Eminencias Blancas bajo los entablamentos clásicos, demasiado escorados por la altura, de aquellos arquitectos que, a comienzos del siglo, hubieran perdido el tino ante una dilatación de la verticalidad (pág. 15).

Nuestro narrador, y éste es dato importante, es un ar­tista, un músico, dotado, como el mismo Carpentier, de una notable educación musical, que se ve forzado, para vi­vir, a la constante integración y degradación de sus cono­cimientos y de su gusto. Cuando, el día 4 de junio de un año que no se especifica, comenzamos a saber de él, a po­co lo tenemos en casa de su amante, donde se proyecta un "film" cuyo montaje y supervisión musical se deben a nuestro hombre. Todo son elogios para su labor y él mis­mo ha visto adelantadas sus vacaciones gracias al éxito de la película en cuestión, que se proyecta varias veces ante el entusiasmo de los espectadores y el creciente desencanto de su autor: Una verdad envenenaba mi satisfacción pri­mera; y era que todo aquel encarnizado trabajo, los alar­des de buen gusto, de dominio del oficio, la elección y coordinación de mis colaboradores y asistentes, habían parido, en fin de cuentas, una película publicitaria, encar­gada a la empresa que me empleaba por un Consorcio Pes­quero trabado en lucha feroz con una red de cooperativas (págs. 30-31).

Al comienzo de las vaciones su esposa, que es actriz de teatro, ha debido ausentarse por inexcusables obliga­ciones de su profesión y él recibe la oferta del curador de un Museo Organográfico para trasladarse a la selva que an­tes se ha dicho, a la aldea de ciertos primitivos, y lograr allí ciertos instrumentos arcaicos musicales que han de

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servir para ilustrar y probar unas teorías sobre el origen de la música. La oferta despierta en el narrador la nostal­gia de lo que quiso ser frente a la obsesiva realidad de lo que ahora es, realidad que pretende continuar su amante cuando, entusiasmada por el proyecto, decide acompañar­le y convertir aquello en unas tranquilas vacaciones mien­tras un conocido falsificará los instrumentos que serán ofrecidos al curador como auténticos y como prueba de haberse llevado a cabo una misión, un viaje que de hecho no habrá tenido lugar.

El viaje es visto como una suerte de retorno a los orí­genes. La idea de retorno es sobre todo propiciada por el hecho de que el narrador volverá a encontrar allí la lengua de su madre. El inglés norteamericano resulta así lengua solidaria de un mundo atroz, lengua de la ciudad, contra­puesto al español que todavía sirve para hablar con gente elemental, no viciada por la civilización , en la América la­tina. El viaje constituye para el narrador, una vez inicia­do, una suerte de retroceso del tiempo a los años de mi infancia, un remontarme a la adolescencia y a sus albores (pág. 79). Son modos de vivir ya olvidados, cosas, en fin, que, reencontradas, resultan entrañables, al acoplarse con ellas las palabras que sirven para decirlas; son hasta los sabores: Hacía mucho tiempo que tenía olvidada esa pre­sencia de la harina en las mañanas, allá donde el pan, ama­sado no se sabía dónde, traído de noche en camiones ce­rrados, como materia vergonzosa, había dejado de ser el pan que se rompe con las manos, el pan que reparte el pa­dre luego de bendecirlo, el pan que debe ser tomado con gesto deferente antes de quebrar su corteza sobre el an­cho cuenco de sopa de puerros o de asperjarlo con aceite

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y sal para volver a hallar un sabor que, más que sabor a pan con aceite y sal, es el gran sabor mediterráneo que ya llevaban pegado a la lengua los compañeros de Ulises (pág. 51).

La lengua materna, reencontrada, lleva en su camino a los orígenes, al Mediterráneo, a la encrucijada de cultu­ras, cuna de la civilización occidental. En castellano ha­bla el narrador, ya en la selva, con un curioso minero, de nombre Yannes, griego de origen: Pregunto a Yannespor qué abandonó la tierra a que le ata una sangre cuyos re­motos manantiales conoce. El minero suspira y hace del mundo mediterráneo un paisaje de ruinas. Habla de lo que dejó atrás, como podría hablar de las ruinas de Mice-nas, de las tumbas vacías, de los peristilos habitados por las cabras. El mar sin peces, los múrices inútiles, la confu­sión de los mitos y una gran esperanza rota. Luego, el mar, secular remedio de los suyos: un mar más vasto, que llevaba más lejos (pág. 152). El descubrimiento, pues, y la conquista y la colonización son la cara posterior de una misma moneda, la que lanzaba a los griegos antiguos a la mar, a los caminos húmedos, llenosde peces, de la Odisea.

Nuestro hombre no puede tomarse el viaje como una farsa, según le propone su amante, de nombre Mouche, que es la exacta plasmación de la pesadez libresca y del hastío de vivir resuelto en aceptación desafiante de todo, en evasión por los caminos de la droga y de la experiencia erótica. A menudo habla en francés, sin duda por dárselas de cultivada, pero con normalidad. La afectación, en fin, sólo alcanza a serlo cuando afecta naturalidad. En más de una ocasión demuestra sus aficiones homosexuales

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" L O S P A S O S P F R D i D O S " D t A L E J O C A R P E N T I E R

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y su tendencia a la volubilidad y a las palabras huecas. Constituye un símbolo ceñido de la isla intelectual, no menos agobiante, en un mundo horroroso, ritualizado, sin sangre. El autor ha cargado las tintas al presentarla, junto a su principal personaje, como el extremo irremisiblemen­te perdido de un modo de entender el mundo y de vivir la vida en que participa también el narrador: el lugar de donde viene.

El narrador acepta paulatinamente su viaje como una liberación, como una vuelta a lo original y verdadero. Voy a sustraerme al destino de Sisifo que me impuso el mun­do de donde vengo (pág. 196). Se trata de un viaje en el tiempo {los años se restan, se diluyen, se esfuman, en ver­tiginoso retroceso del tiempo, pág. 175), un tema grato a Carpentier en las narraciones de la Guerra del tiempo ( 1956) y especialmente en el relato titulado Viaje a la se­milla. En esta liberación juega un papel decisivo Rosario, la mujer encontrada en el viaje, observada día tras día con interés, con deseo; con interés y deseo paralelos a la indi­ferencia, al hastío que va sintiendo con respecto a su amante. El narrador se siente ya muy lejos de su origen, como la primera vez, cuando se acopla con Rosario. Se rompe entonces con la costumbre: la esposa y la amante son los cuerpos sin sorpresas donde vence el hábito, quizá la ternura; Rosario es lo nuevo, el cuerpo casi animal que logra que el narrador sintonice, en el acto sexual, con el lugar y el tiempo en que se halla: Es un abrazo rápido y brutal, sin ternura, que más parece una lucha por quebrar­se V vencerse que una trabazón deleitosa . Pero cuando volvemos a hallarnos, lado a lado, jadeantes aún, y cobra­mos conciencia cabal de lo hecho, nos mvade un gran

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contento, corno si los cuerpos hubieran sellado un pacto que fuera el comienzo de un nuevo modo de vivir (pág. 149). Y este acoplamiento sucede justamente bajo la ha­maca donde la pobre Mouche, bajo un acceso de fiebre, convalece. De resultas de ello abandonará el viaje y el narrador se liberará de la última presencia física que, aun­que marginada en los últimos días, todavía le ata al mun­do del que viene. A la mañana siguiente, por la tarde, en­trará en el corazón de la selva. La entrada es secreta, o, lo que es lo mismo, sólo pueden encontrarla los iniciados; hay una señal, grabada en un árbol, que la indica a quie­nes saben su sentido. Junto a ese árbol se abría un pasa­dizo abovedado, tan estrecho, tan bajo, que me pareció imposible meter la curiara por ahí (pág. 158). Es el acce­so a lo desconocido, a los orígenes. Al laberinto, en fin. Era como si me hicieran dar vueltas sobre mí mismo, pa­ra atolondrarme, antes de situarme en los umbrales de una morada secreta (pág. 160). Es el momento culmi­nante de las grandes epopeyas, cuando el héroe descien­de a los infiernos, al mundo subterráneo de que el laberin­to es símbolo. Sólo que aquí no puede haber recurso a un símbolo edificado por la mano del hombre; es lo an­terior al hombre, la selva sin más, lo que le explica y le re­cuerda continuamente sus límites; lo que le aisla, tam­bién, definitivamente y le enfrenta a sí mismo.

Nuestro narrador logra, en un poblado, los instrumen­tos que había ido a buscar; pero quiere seguir, llegar aho­ra a una ciudad -parca , mínima expresión de lo civiliza­d o - fundada hace poco en el corazón de la selva. Sólo allí concibe lo que le parece espléndida idea y resolución inamovible: no volver, quedarse en la ciudad recién fun-

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dada, Santa Mónica de los Venados. Cuando Rosario se entera de lo que ha resuelto se enfrenta a ello como si se tratara de algo normal, perfectamente posible, de una op­ción sin más. No ha comprendido, comenta el narrador, que esa determinación es para mí mucho más grave de lo que parece, puesto que implica una renuncia a todo lo "de allá" (pág. 196). Sim embargo, tampoco el narrador ha comprendido el alcance de su opción, viciada desde su base por la contraposición que él mismo establece entre la enorme, monstruosa, ciudad de allí y este apenas pro­yecto en marcha de ciudad, vida que empieza. Y viciada por el carácter de rechazo civilizado, en fin de cuentas, que le mueve: Prefiero empuñar la sierra y la azada a se­guir encanallando la música en menesteres de pregonero. dice (pág. 196), no enfatizando su voluntad sin más de empuñar sierra y azada y empezar, sino señalando tan só­lo su preferencia. Lo otro que pesa en el otro plato de la balanza de su ánimo pesa todavía mucho, a pesar de las pruebas de la selva, y no se parte de su valoración positiva (lo realmente deseado, cultivar la música), sino de la rea­lidad gustada amargamente en el mundo de allá, el envi­lecimiento de su arte que tanto le duele. Esto pasa inad­vertido al narrador e incluso, días después, cuando acabe pasando lo que era lógico suponer, que su inspiración re­nace en el descanso tras las pasadas fatigas, tras las prue­bas a que se ha visto sometido, y con su inspiración las ga­nas de componer, se plantea para qué componer aquí, en este mundo por él aceptado tan definitivamente y en el que hacen más falta trabajos inmediatos y siempre útiles que su música. Se lo plantea, pero pasa sobre ello. Este trabajo, al que se entrega de modo febril, es lo primero

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que le separa de Rosario y será su excusa para reintegrar­se ai mundo de que viene.

Volvamos un momento al pasaje en que decide, tan tajantemente, quedarse. Como Rosario acepta sin más, sin ofrecer resguardo a sus meditaciones, el narrador se sienta, inmensamente alegre, y no halla nada mejor que hacer sino abrir una Odisea, el libro que llevaba siempre consigo el marinero griego y que le regaló hace unos días, al separarse en la selva. No son un azar, naturalmente, ni el libro que el novelista ha puesto en sus manos justamen­te ahora ni el lugar por donde accidentalmente lo ha abier­to: el episodio de los Lotófagos, de quienes, gustada la flor del olvido, se ven arrebatados de su apenas descubier­ta felicidad por la lucidez de Ulises. Y el narrador comen­ta: Siempre me había molestado, en el maravilloso rela­to, la crueldad de quien arranca sus compañeros a la feli­cidad hallada sin ofrecerles más recompensa que la de ser­virle. En ese mito veo como un reflejo de la irritación que causan siempre a la sociedad los actos de quienes en­cuentran en el amor, en el disfrute de un privilegio físico, en un don inesperado, el modo de sustraerse a las fealda­des, prohibiciones y vigilancias padecidas por los demás (pág. 197). Hl narrador se identifica con aquellos que gustaron la tlor del olvido, lógicamente después de su de­terminación, y ve a Ulises como un nada probable peli­gro que encarna la sociedad que resulta irritada por la fe­licidad que él ha hallado.

Pues bien, ese peligro, que no le inquieta ahora, se presentará, días después, cuando un avión que le busca, creyéndole perdido en la selva, dé con la ciudad, que ha resultado insoportable, en los últimos días, al composi-

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tor que ha renacido en el narrador por la falta irritante de pape! y de tinta, de algunos libros. Lo inesperado de la si­tuación, y su propia crisis interior, le deciden a volver: só­lo momentáneamente, para lograr lo que le hace falta y divorciarse de su mujer. Intenta explicárselo a Rosario, lograr de parte de ella una comprensión que es inútil que busque: ella, sin responder, se encoge de hombros con una expresión que ha pasado a ser despectiva (pág. 232). Rosario comprende mejor, más elementalmente, lo que hace: marcharse, volver, dejarla. Cualquier mujer de su mundo, del mundo del narrador, podría comprender lo que ella representa para él cuando él le deja los cuadernos con las partituras que ha ido componiendo como prenda y garante de su segura y pronta vueha. Pero para Rosario aquellos papeles no significan nada o, si significan, son más bien símbolo del alejamiento de los últimos días, de las crisis y el mal humor de su hombre.

Pero, en fin, ahí está el avión, la máquina desconocida por los indígenas, y la lengua que hablan los tripulantes, el inglés que remite a la ciudad enorme, deshumanizada, sí, pero donde nunca faltan papel y tinta amén de otras cosas. En el fondo de su sorpresa ante la inesperada apa­rición del artefacto, el narrador siente la llamada de la ciudad: son llamadas apremiantes del té y del vino, del apio y del marisco, del vinagre y del hielo. Y es también ese cigarrillo que renace en mi boca . . . (pág. 229). Pero tampoco tiene ahora, ni tendrá luego, la sensación de ha­ber jugado al intelectual empachado de Rousseau sin más trascendencia. Sabe que su experiencia va a limpiar y a enriquecer su vida en lo más auténtico, pero al final de la novela, cuando, efectivamente vuelto a la selva, no da con

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la señal en el árbol, con la señal que le llevaría nuevamen­te a Santa Mónica de los Venados, y espera y ve rota su esperanza con la noticia, que le da Yannes, de que Rosa­rio no le espera, de que tiene otro hombre, de que no es, en fin. Penèlope, entonces comprende que en la selva só­lo ha sido el visitador, uno que va de paso, que se enrique­ce de experiencia y de vida, pero cuyos complicados es­quemas mentales y hábitos de vida son incompatibles con una integración auténtica en el mundo que ahora se nos aparece como un sueño: realidad sin duda, pero inase­quible.

Dicho muy sencillamente: no quiere seguir en su mundo, pero tampoco la selva le quiere a él. El narrador, a pesar de todas sus especulaciones, no ha podido vivir en la selva y, a la primera señal del mundo del que renegaba, aunque indeciso, aunque asegurándose a sí mismo que por última vez, ha vuelto. No ha hecho falta que Ulises le arrebatara con esfuerzo; a pesar de las librescas flores del olvido gustadas, él mismo era Ulises que se arrancaba a sí mismo con excusas sin escapar a la lucidez elemental de Rosario, que no iba a ser Penèlope. El propio narrador ha advertido su doble identidad, el hueco irrellenable en­tre voluntad y costumbre: Hay dentro de mí mismo co­mo un agitarse de otro que también soy yo y no acaba de ajustarse a su propia estampa (. . . l Me siento a la vez des­habitado y mal habitado (...) Ciertos elementos del pai­saje se me hacen ajenos; los planos se trastruecan, deja de hablarme aquel sendero y el ruido de las cascadas crece hasta hacerse atronador. En medio de ese infinito correr del agua, oigo la voz del piloto como algo distinto de la lengua que emplea: es algo que había de suceder, un

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"LOS PASOS PERDIDOS" DE ALEJO CARPENTIER

La lectura de Los pasos perdidos que acabo de pro­poner a grandes rasgos está basada en la oposición, apre­miante en nuestras sociedades, entre ΐ'όμος y φύσις, si hay que decirlo en griego, y en la pregunta también so­

bre la posibilidad de nuestros más irreductibles sentimien­

tos, de nuestra libertad individual y de la existencia mis­

ma y función del arte contemporáneo. Esta pregunta se formula, como ya los griegos la habían formulado, pero ciertamente con menor apremio, en el marco de la oposi­

ción que se ha dicho. Y se formula, ciertamente, compor­

tando una anulación, una negativa ante la simplista afir­

mación de la exclusividad del progreso. La novela niega, una y otra vez. en abstracto, la correspondencia cerrada e incomunicada de νόμος y λ07ος y de φύσις y μύϋος; niega, pues, que la razón barra el mito, que exista incomu­

nicación temporal entre ambos conceptos y que la civili­

zación sea incompatible con la naturaleza. Pero lo niega en abstracto y no sabe solucionar el problema en concre­

to. De ahí su planteamiento, hasta cierto punto trágico.

Ahora bien, ese personaje que cree en la existencia real contemporánea de dos presentes, el de la ciudad y el de la selva; que sabe, cuando el avión le descubre, que só­

lo tres horas de vuelo separan de la capital la ciudad recién fundada y escasamente habitada en que se halla; ese per­

sonaje que observa (pág. 229) que los cincuenta y ocho

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acontecimiento expresado en palabras, una convocatoria inaplazable que tenía que alcanzarme por fuerza donde­

quiera que me encontrara (págs. 229­230).

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siglos que median entre el cuarto capítulo del Génesis y la cifra del año que transcurre para los de "allá" pueden cruzarse en ciento ochenta minutos, regresándose a la época que algunos identifican con "el presente" ^como si lo de acá no fuese también "el presente"- por sobre ciudades que son, en este día, del Medievo, de la Conquis­ta, de la Colonia o del Romanticismo; ese personaje, en fin, es un símbolo complejísimo para el que difícilmente podría proponerse un solo modelo. Ni real ni mítico. No es sólo el intelectual insatisfecho ni el hombre, en general, frustrado e irremisiblemente degradado. Y tampoco es sólo Uhses, ni, por ejemplo, Jasón, ni ningún héroe míti­co salvado de la muerte, del laberinto o de la maga hechi­cera que lo mantiene prisionero por razones de amor. Por lo demás, el novelista no se ciñe - n i siquiera tan perso­nalmente como lo hiciera Joyce, que reduce los viajes y afios de la Odisea a un sólo día en el laberinto, identifica-ble en los mapas, de la ciudad de D u b h n - a un modelo mítico personificado, smo a un hecho, el viaje fuera del tiempo, mítico también, que está como motivo en la base de las gestas y vicisitudes personales de varios y distintos héroes.

Esto no significa, naturalmente, que determinadas re­ferencias en la obra no puedan proporcionarnos datos que nos iluminen sobre las pistas que el propio novelista nos propone. Los datos se reducen fundamentalmente a tres nombres: Prometeo, Sisifo y Ulises. El primero y el últi­mo aparecen ligados a dos obras literarias, el Prometheus Unbound de Shelley y la Odisea. Las dos aparecen ya de entrada materializadas, presentes en el escaparate de una librería, en el umbral mismo de la novela (pág. 17). Allí

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el narrador nos informa de que, tiempo atrás, él se había ocupado en componer música para la obra de Shelley. A menudo, en lugares dispersos de la novela, son evocados pasajes de aquélla. Y cuando, de nuevo dispuesto a com­poner, en Santa Mónica de los Venados, narra su estado de ánimo y situación, de primer intento, nos informa, por fidelidad a un viejo proyecto de adolescencia, yo hubiera querido trabajar sobre el "Prometeo Desencadenado" de Shelley. Pero lo realmente interesante es la razón que ac­to seguido declara, válida ahora, para su perseverar actual en el mismo tema: La liberación del encadenado, que asocio mentalmente a mi fuga "de allá", tiene implícito un sentido de resurrección, de regreso de entre las som­bras, muy conforme a la concepción original del treno, que era canto mágico destinado a hacer volver un muerto a la vida (pág. 214).

Son, en efecto, tres cuadernos con la música de un treno inacabado lo que pone en manos de Rosario al par­tir. Pero esta música no está por fin compuesta sobre el Prometeo, que no posee materialmente y del que sólo re­cuerda pasajes diversos, sino sobre la Odisea que le rega­lara Yannes. Hl cambio es presentado como una súbita revelación: De pronto, en el episodio de la evocación de los muertos, encuentro el tono mágico, elemental, a la vez preciso y solemne (pág. 215). Y a partir de ahí todo va sobre ruedas: A medida que el texto cobra la consistencia requerida, concibo la estructura del discurso musical.

(•,Cuál es la razón del cambio? Desde luego que ésta puede, de entrada, cifrarse en la pura falta material del otro texto, el de Shelley. Pero hay por lo menos otras dos razones más profundas aducidas en la novela: la pri-

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mera, que la Odisea está en castellano, y ya sabemos que esta lengua es ya parte integrante de la liberación del na­rrador-compositor; la segunda, que el sentido de resurrec­ción, de regreso de entre las sombras, que leía éste en el Prometeo desencadenado inglés, empalma muy lógica­mente con la homérica evocación de los muertos. ¿Hay todavía otra razón? Sí, seguramente. La Odisea empieza a cobrar entidad en manos del narrador en un episodio al que nos hemos referido, cuando compara su felicidad ac­tual a la de los compañeros de Ulises que han probado las flores del olvido. La muerte, vista desde allá, desde el mundo dejado, pero la vida aquí. Lete es el nombre de uno de los r íos del Hades, y la fuente del olvido aparece en textos órficos y en algún mito de ultratumba platóni­co. También Circe, tras de la cual se han atisbado restos de la Potnia, de la gran Diosa Madre mediterránea, da a beber sus pócimas a Uhses y a sus compañeros para que olvidaran completamente la tierra patria {Od. X 236). Que el olvido es una de las formas simbólicas de la muer­te, es claro. Que la idea de la iniciación, de la muerte, es constante en Carpentier, tampoco puede ponerse en du­da. Pues bien, el encuentro con Rosario sucede en un cambio brusco del paisaje, en el viaje desde la capital la­tinoamericana al r ío, y ella es literalmente arrancada a la muerte. Su retrato, intentado en seguida, le sale al narra­dor demasiado libresco (págs. 83-84), y este rasgo resulta evidente a partir de la comparación de la mujer con las fi­guras de ciertos frescos arcaicos, comparación que culmi­na en este pasaje: Esa asociación de imágenes me hizo pensar en la 'Parisiense de Creta", llevándome a notar que esa viajera surgida del páramo y de la niebla no era de

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sangre más mezclada que las razas que durante siglos se habían mestizado en la cuenca mediterránea.

La referencia, en que se insiste, al mundo oriental me­diterráneo, a su mezcla de razas, nos coloca en la gran en­crucijada prehelénica, cuando empiezan a asentarse mitos como el del laberinto, a medio camino entre hechos rea­les y símbolos luego universales. Nos enfrenta a ese mun­do confuso que aflora, de siglos y siglos atrás, en distintas capas de los poemas homéricos. Rosario es Circe y Calip-so y las Sirenas. La referencia posterior a los Lotófagos tendrá el sentido que el narrador le da justamente porque él ha bebido ya, mezclados con la comida, los fármacos del olvido o, en otras palabras, porque ha probado el cuerpo, el amor, los cuidados de aquella mujer.

Es imposible convertir todo este haz de posibilidades reunido en Rosario en sólo Penèlope. Cuando el narrador cree en ello está sobrepasando los límites: Rosario es su mujer, no su esposa. No cree, además, en el matrimonio: está contra la institución civilizada. Casarse es caer bajo el peso de leyes, afirma, y de leyes, además, que hicieron los hombres y no las mujeres (pág. 221). Tristemente para él, el narrador tiene una esposa legal, y actriz por más señas, que fingirá para él el papel de Penèlope. Pero la otra, esa mezcla de Circe, Calipso y Sirena, con un cuer­po en el que confluyen sangres mdias, mediterráneas y ne­gras; ella pertenece todavía al mundo de la naturaleza, a la selva. Ella no es Penèlope, le dice Yannes en su ele­mental castellano (pág. 271). Mujer joven, fuerte, hermo­sa, necesita marido. Ella no Penèlope. Naturaleza mujer aquí necesita varón. . .

Los pasos perdidos es un viaje a los orígenes, según

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decíamos al principio, pero este viaje tiene vuelta, y la vuelta hace imposible la repetición intentada. La conci­liación de los dos presentes, coetáneos a la vez y remotos, se hace imposible en las condiciones actuales por lo que representa de renuncia a uno de ellos. Y la perfecta re­nuncia, sin recuerdos, sin nostalgias, sin trabas, no se plantea como posible. Así medita, tras haber comprendi­do, el narrador: El que se esfuerza por comprender de­masiado, el que sufre las zozobras de una conversión, el que puede abrigar una idea de renuncia al abrazar las cos­tumbres de quienes forjan sus destinos sobre este légamo primero, en lucha trabada con las montañas y los árboles, es hombre vulnerable por cuanto ciertas potencias del mundo que ha dejado a sus espaldas siguen actuando so­bre él.

La vivencia, la odisea del narrador, está, en el fondo, viciada de intelectualismo y de cultura. Tiene razón al echar las culpas de su fracaso a mi exigua persona de contrapuntista, siempre lista a aprovechar un descanso pa­ra buscar su victoria sobre la muerte en una ordenación de neumas (pág. 272), y eso allí donde escribir no respon­día a necesidad alguna (pág. 271 ). Este vicio de intelec­tualismo, esta tenaz porfía casi connatural al narrador, es lo que complica su odisea. Si se quedara allí, en Santa Mónica de los Venados, con Rosario, sin más, se trataría de un Ulises al revés; la obra presentaría, como revés de una forma trabajada y excelente, un contenido de valor apenas anecdótico. Pero la vuelta allí y el regreso aquí, eso demuestra la escisión del yo del héroe en uno que quiere ser y otro que es y al que no sabe ni puede renun­ciar. Como si Ulises, dejada Circe, llegara a Itaca para

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romper con Penèlope y volviera a Circe; perdido, demo­rado en su camino, no es improbable que Ulises tuviera nuevas de otros amores, ya, de una figura mítica en que cobran vida, a través de los siglos, las fuerzas más elemen­tales, pero no por ello menos decisivas, del sexo, del amor y de la pasión. Ella no Penèlope. Las palabras de Yannes resumen un mundo hecho de presencias, de hechos con­cretos, de relaciones inmediatas. La actitud de Penèlope se interpreta a esta luz como fruto, aunque perseverante, de un contrato. Rosario misma lo ha dicho: casarse es caer bajo el peso de leyes que hacen soportable la ausen­cia del marido. Más que hacerla soportable: obligan a so­portarla. Un marido debe ser esperado. Un hombre no. Por eso Rosario no quiere marido. La libertad es para ella inalienable, también en amor -palabra, por cierto, signi­ficativamente descuidada por Carpent ier- ; en este con­texto, como afirma Rosario, el varón sabe que de su tra­to depende tener quien le dé gusto y cuidado (pág. 221 ). Nuestro intelectual, entonces, el hombre abierto, sin pre­juicios, capaz de vivir tranquilo con esposa y amante, no descubre lugar para eso que formula, tan sencillamente, Rosario. Formula inmediatamente que es evidente que ella se mueve en un mundo de nociones, de usos, de prin­cipios, que no es el mío (pág. 222) y reconoce sentirse humillado por su planteamiento.

Volvamos ahora, para acabar, a la referencia a Sisifo, mucho menos frecuente que las otras a Prometeo o a la Odisea. Pero, en contrapartida, es cierto que, a pesar del aliento prometeico de su odisea, todo el tesón del héroe-narrador no parece al final sino un derroche inútil de energía, como en el eterno trabajo de Sisifo. Tal parece

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lo siguiente: que Sisifo, momentáneamente liberado por circunstancias fortuitas, se va de vacaciones (hoy termina­ron las vacaciones de Sisifo es una frase en la última pági­na de la novela); se siente libre y afianza cada vez más su sentimiento conforme cambia de aires, de paisajes, de per­sonas, de lengua incluso y de modo de vivir. Liberado co­mo Prometeo, se lanza al viaje, a la prueba continua como Ulises. Pero no le persigue la maldición de ningún Posi-dón enfurecido. Sus trabajos, a menudo sobre las hor­mas de Ulises, en la aventura mítica, los soporta, los vive, con intensidad y alegría, sintiéndose en el extremo opues­to de las penalidades cotidianas en la ciudad. Desde el principio reconocía la ruindad del mundo del que viene, pero luego, a la postre —de ahí su condición trágica, pues se debate en una red que sólo finge abrirse para luego otra vez oprimir y lograr que se reconozca prisionero- tiene que comprender, mal que le pese (pág. 272), la terrible realidad, que es hombre vulnerable por cuanto ciertas po­tencias del mundo que ha dejado a sus espaldas siguen ac­tuando sobre él. La excusa misma que le lanza al viaje, su vellocino, los instrumentos musicales que ha ido a buscar, es más tarde, al final, la excusa también que le permite plantear la posibilidad de volver al mundo de Sisifo sin darse a conocer la terrible verdad, que no puede prescin­dir de ese mundo.

Falso Uhses, quizá, hasta comparado con el libresco Yannes, un griego al que se atribuye ui: nombre que no es —terrible ironía, incluso para Carpentier, me t e m o - sino la transcripción inglesa usual de su nombre griego, que no suena así. Falso Ulises, quizá, pero no menos Ulises, no menos héroe a la busca de su Itaca, de su verdad y de sus

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orígenes. ¿Falso porque se le ha negado el happy end im­posible en el mundo exuberante de lo real maravilloso carpentierano? No, desde luego. Falso más bien porque no ha sido modelado sobre el homérico sino de un modo intermitente y ecléctico. Y falso también, menos de ver­dad, porque - y éste es el peor reproche que se le puede formular a Carpentier- es más libresco, menos acomoda­ticio y más voluble, a la vez, que el Ulises homérico. Es­te de Carpentier, por derecho propio situable entre los pocos héroes existencialistas que en la literatura han sido en los últimos decenios, tiene el vicio, tan nuestro, y tan de los héroes trágicos antiguos, de meterse animosamente en un callejón sin salida que lo circunscribe a aquello mis­mo de que quería escapar, sin remedio, y lo revela, en fin, a los ojos del mundo, pasión inútil. Pero pasión más que ninguna otra, e inútil en extremo, el artista. Porque ésta es la tara, en fin, insalvable, de nuestro narrador-composi­tor, la que le aparta de Rosario, l aque , sin devolverle del todo a su mundo, no le deja quedar en este otro de los orígenes, de la naturaleza primera. Nuestro Ulises trági­co, también músico, amén de Sisifo, encarna también la revuelta como Prometeo que es. Revuelta contra la mon­da realidad cotidiana que le hace buscar lo maravilloso, también real, que lo transforma pero que acaba resolvién­dose a sus ojos, en fin, como quimera que puede brindar­se a los hombres en virtud del arte.

Nuestro Ulises fáustico, poeta y músico, medita (pág. 272), desengañado de su sueño de lo maravilloso que veía real, puro como un héroe òrfico, sin Circe ya que le apa­sione ni Penèlope que finja su papel, que la única raza hu­mana que está impedida de desligarse de las fechas es la

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raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelan­tarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles, sino que se anticipan al canto y forma de otros que vendrán después, creando nuevos testimonios tangi­bles en plena conciencia de lo hecho hasta hoy.