La Nota Del Encargo

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De Bud Peter Powell 1 Nota Del Encargo A diferencia de otros días, amaneció un cielo encapotado, La Garriga en verano no suele tener un tiempo de muchas lluvias, la mayoría de los extranjeros que nos visitan lo hacen por su clima templado y poco lluvioso, es una asociación que se nos hace, sin que medie por nuestra parte objeción alguna. La magnitud de las bondades de nuestro clima sólo es equiparable a la de otro lugar en el mundo, eso nos han dicho unos científicos alemanes que hasta aquí se han desplazado para estudiarlo, y tal vez sea cierto que ostentamos ese título entre la gente que se dedica a estudiar estas cosas, pero para dirigir nuestras vidas y decidir como comportarnos en tales condiciones ya nos estudiamos solos, nosotros que ancestralmente hemos ido dejando herencias que modifican nuestras 1

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En un viaje a la montaña.

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De Bud Peter Powell

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Nota Del Encargo

A diferencia de otros días, amaneció un cielo encapotado, La Garriga en verano no suele tener un tiempo de muchas lluvias, la mayoría de los extranjeros que nos visitan lo hacen por su clima templado y poco lluvioso, es una asociación que se nos hace, sin que medie por nuestra parte objeción alguna. La magnitud de las bondades de nuestro clima sólo es equiparable a la de otro lugar en el mundo, eso nos han dicho unos científicos alemanes que hasta aquí se han desplazado para estudiarlo, y tal vez sea cierto que ostentamos ese título entre la gente que se dedica a estudiar estas cosas, pero para dirigir nuestras vidas y decidir como comportarnos en tales condiciones ya nos estudiamos solos, nosotros que ancestralmente hemos ido dejando herencias que modifican nuestras costumbres al respecto. Digo esto, porque estos alemanes curiosos sugirieron que deberíamos cambiar nuestra dieta, la producción de nuestras cosechas y hasta el tipo de animales que criamos y comemos. Pero tenemos en cuenta sus sugerencias y sus estudios, nos prestamos a sus entrevistas e intentamos que estén cómodos cuando viajan hasta aquí y nos convertimos, con la aceptación de resignados ratoncillos, en sus cobayas, siempre que no se ocupen de cosas demasiado personales y que nuestra posición de aldeanos orgullosos quede en buen lugar. Por supuesto no cambiaremos nuestras comidas y nuestro vino, por muy sensatas que nos parezcan sus consideraciones al respecto. Con esta nueva forma de comunicarnos con el extranjero, en realidad, lo sabemos muy bien, terminará por pasar lo contrario de lo que ellos esperan, se servirán de nuestras costumbres y aceptarán que les resultan muy

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convenientes, se las llevarán a su país y las compartirán con todos. En ocasiones han rechazado alguno de los platos que la señora del albergue les propone, y entonces les he preguntado si en su tierra no se come cerdo, o bivalvos, o pulpo, o..., y han puesto una cara extraña, como si estuvieran hablando de canibalismo o algo parecido. Lo que no puedo hacer es evitar verlos cuando realmente descubren algo que les gusta, o cuando se beben el vino hasta que empiezan a escandalizar, por mi parte no habría problema, pero enseguida llega Rita y les pide en nombre de otros hospedados que no canten, y se comporten como caballeros. Helmut era el más gracioso de los tres, se reía escandalosamente, tenía una felicidad interior que necesitaba –sin que eso estuviera bajo su control- compartir con los demás, difícilmente iba ya a sus años a aprender a reírse para adentro como hacemos los tímidos. Dejemos por ahora de hacernos los retraídos, pero constatemos que aquellos tres alemanes eran prácticos y excesivos si se lo proponían, como una realidad irrefutable, y que eso podía hacer que ellos se sintiesen dueños de cualquier situación por absurda que pareciera, y nosotros, pobres aldeanos irremediablemente perdidos. Arrogantes verdades irrealizables, así le llamaba Helmut a la caza de tesoros, una afición que le estaba dando algunos quebraderos de cabeza. No se trataba más que de una afición dentro de otras muchas actividades que realizaba para la universidad y sus departamentos de investigación, estaba siempre dispuesto a viajar y eso era muy apreciado entre sus colegas que llevaban vidas más enraizadas, por decirlo de alguna manera. En su caso, tener aficiones como la caza de tesoros no era tan raro, podía pasarse años curioseando en la biblioteca sobre tal o cual tema, e ir siguiéndole la pista en sus horas libres, se trataba de un signo más de los que van exhibiendo los hombres de mérito sin que ellos le den la importancia que realmente tiene. La niebla se espesa, un día amable que nos retira durante unas horas del sacrificio estival, y me permite sentarme delante de la ventana abierta para contemplar la arboleda y escribir sobre hechos extraordinarios, vivencias que ayudan a interpretar la forma en que nos encontramos en el mundo, recuerdos en los que quizás encuentra las claves de lo que he tenido que ver con mi vida y con las de los demás. Una mañana como está, igual de temprano, la misma niebla, vi llegar a Helmut para desayunar después de su paseo, el que solía hacer después al levantarse cada mañana. porque decía que tonificaba, y que a mi me parecía totalmente insano: verán, bajo mi punto de vista hay que seguir los ritmos del cuerpo, y después de dormir el tiempo necesario para un descanso merecido, la vuelta al mundo real, debe hacerse lentamente y sin sobresaltos, eso es lo que tengo que decir sobre los paseos de antes de desayunar. Se había acercado hasta la oficina de correos y traía una carta en la mano. Como en los momentos más delicados de nuestras vidas, las cartas que uno no espera suelen traer novedades, tan sorprendentes que la estructura que poco a poco

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vamos montando para vivir una vida conforme a nuestras condiciones más intimas, se ve de pronto cuestionada. Hay cartas que se ofrecen y se invitan, sin darnos el derecho a réplica, y este era uno de esos casos, esta era una de esas cartas concebida para alterar los parámetros más naturales de una vida ordenada, la carta de la prima Viveka. Los alemanes resultaban convincentes en su trabajo, todo muy profesional y calculado, la gente de La Garriga intentábamos mantenernos al margen de sus idas y venidas, de sus medidas de luz, de sus pesos y control de la calidad del aire, del dibujo de la forma de las cosechas, de su microscopio siempre en uso, mirando la composición del agua que bebíamos, de nuestra tierra y de nuestros alimentos, nada se escapaba a su ojo escrutador y a su mente inquieta. Con ese sistema de trabajos inaplazables, andaban todo el día de un lado para otro, sin que por otra parte consiguieran que los aldeanos le prestara más atención de la necesaria, los mirábamos con desinterés y los dejaban hacer, y mientras no los consideráramos un riesgo, estábamos dispuestos a soportar algunas incomodidades; después de todos sabíamos que se irían pronto. Quince días cada seis meses, ese era cálculo que hacíamos, y pasado ese tiempo, ellos volvían a llamar para reservar sus habitaciones. Había mucho que aún desconocían de nosotros, pero ya estaban empezando a disfrutar de nuestra gastronomía, eso lo notaba cuando les servía la comida y descorchaban una botella de vino. Era optimista al pensar que terminarían por pasar de los efectos del clima, la tierra y la comida, de la salud, a las costumbres, y que renunciarían en su pretensión de intervenir en todo ese proceso alguna vez, para que sucediera todo lo contrario, es decir, que se dejaran “colonizar” por nuestros placeres más dulces, la forma de vida. Yo los miraba entretenido, escuchaba aquel idioma pegajoso intentando descubrir alguna palabra parecida a las nuestras, pero era una tarea imposible. Se sentaban cerca de la ventana, que yo abría manteniendo las cortinas para que no les molestaran las moscas, y las cortinas resistían y las moscas no entraban, sin embargo, en una de aquellas ocasiones en las que parecían disfrutar de aquella esquina privilegiada de nuestro mesón, carentes por completo de complejos, se comían un potaje espeso que Atmanda preparara con toda atención y a fuego lento durante el transcurso impasible de la mañana. Que se rieran de forma ruidosa no representaba una afrenta, o una falta de respeto, no esperaban ningún juicio por nuestra parte y no miraban alrededor. Esperé que terminaran de comer sentado en un taburete, cuando descubrí una cucaracha subiendo por una de las paredes, cansadamente, sin demasiado ánimo, analizando el territorio de pintura de aceite que intentaba escalar. No sabía que hacer, toda mi amabilidad parecería poca para ofrecerla a cambio de intentar solucionar de algún modo aquella impotencia que sentíamos en la lucha contra algunos insectos más repugnantes. El bicho no

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se rendía, seguía su marcha ascendente hasta colocarse a la altura de los ojos de Helmut, que giró la cabeza y los otros tres hicieron lo mismo, justo un segundo antes que la mano del fornido alemán, con sus cinco dedos bien estirados fuera a caer con toda la palma esmagando a la cucaracha sin contemplaciones, y de nuevo una de sus sonoras carcajadas inundó todo el valle desde la ventana abierta que les servía de amplificador. Deberíamos reconciliarnos con los extranjeros, con los turistas, con los extraños, todos esos a los que miramos con desconfianza y a los que evitamos hablando en susurros cuando descubrimos su presencia. No podemos decir que seamos un pueblo alienado al resto de pueblos, ni siquiera que intentemos alienar a los que diferentes, y en este contexto no se puede decir que yo sea otra cosa que una excepción, un observador neutral, concernido por todo lo que siente que puede influir en su vida cotidiana, e intentando pasar desapercibido. ¿Qué pensaran los alemanes de mi? Les pongo la mesa, todo perfectamente ordenado y limpio, les sirvo las viandas con rapidez y eficacia, y luego me quedo sentado en un taburete a unos metros de ellos, observando, nada más que observando, no pueden ser ajenos a ello. En los planes de Helmut para los meses siguientes a esa última visita, no estaba marcharse con sus colegas, el deseo de aventuras renació en él al recibir la carta de su prima, y como si ella formara parte de un equipo diferente al que venía de hacer su estudio, le mandó una carta de vuelta pidiéndole que reuniera con él en este mismo lugar, en el albergue y que le trajera algunos mapas que el guardaba en su piso de Berlin. No podía reprimir de ninguna manera, la sensación de vértigo que le producía el hecho de haber descubierto que nuestro pueblo se encontraba muy cerca de uno de los tesoros que tenía localizados. En verdad, así lo reconocí entonces, y debería mantenerlo ahora, se trataba de una idea loca, compartió conmigo su secreto proponiéndome formar parte de su cuerpo expedicionario, a cambio de conducirlo a través de estos montes de Dios que yo tan bien conozco, y acepté. Buscar un tesoro era por una parte excitante, pero por otra me hacía sentir como el que busca ingresar en el pelotón de los que, a edad temprana, pierden el juicio. ¿Cómo habría de rechazar su oferta?, yo que había estado sirviéndolo y siguiendo todas sus evoluciones, durante semanas, que había construido una imagen fortalecida de aquellos hombres dejando para ellos de ser fiel conmigo mismo, y que a esa altura de mi vida todas las ilusiones empezaban a estar gastadas, carente en ese momento de más futuro que apoyar en el negocio familiar de tapas y comidas, exponiéndome cada día a ser juzgado por mi falta de decisión y estrategia para con la vida, así que aceptando únicamente, mi salud y fuerza como mejor inversión, dije que sí. Atmanda no era una mujer bonita, pero a mí me gustaba porque tenía la decisión de los que salen adelante, y eso era lo que hacía trabajando en el

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albergue de sus padres, ellos ya eran muy mayores, y toda la responsabilidad caía sobre su cabeza. Entre los momentos de amor que conocimos, que los hubo al principio, nadie lo puede negar, empecé a comprender que exigía de mi un compromiso total, una dedicación absoluta y que eso era tanto como encerrarse a su lado y dejar de imaginar mundos imposibles, a lo que yo, desde joven había sido bastante aficionado. Y aquella mujer decidida, aquel temperamento sin control, me iba a dar tantos quebraderos de cabeza, y me iba a sentir tan intimidado en tantas ocasiones, que por no esperar un nuevo ataque de ira el día que partimos en busca del tesoro, lo hice a escondidas y mientras ella aún dormía, furtivamente, cerrando las puertas con cuidado a mi espalda, y caminando de puntillas sobre mis calcetines, y sólo cuando me encontré pisando la hierba fresca del rocío de la mañana, me decidí a calzarme los zapatos. La Garriga amaneció cubierta de niebla nuevamente, era como si sucediera eso cada vez que alguna cosa decidiera salir de la rutina. Ciertamente, cada novedad era interpretada con un silencio ocultista que no quería enfrentarse a los tiempos prósperos que nos esperaban, y eso también era demasiado para mí, los aldeanos viven inmersos en un saber ancestral que no desean echar al olvido, se trata de haber recibido todo tipo de enseñanzas de una forma de vida muy concreta, que de pronto ya no sirve. Para un viajero todo resulta más fácil, siempre abierto a nuevas sensaciones, y con la curiosidad propia de quien sabe que cualquier ayuda, por pequeña que sea, le permitirá llegar hasta su próximo destino. La prima Viveka, y Hans un estudiante de unos veinte años al que daba clases español –Viveka tenía todo lo necesario para ser una excelente profesora, sobre todo paciencia-, fueron los otros dos miembros de la expedición que se nos unieron en Camber, una aldea abandonada a cincuenta kilómetros de La Garriga, en la que pasamos nuestra primera noche al raso. A la manera de los pastores, compartiendo, dejándonos fascinar por la atracción de la montaña, nunca del todo desorientados, escuchando mis consejos primitivos, no simplemente como guía, o como un modesto lugareño, sino como ciencia nunca probada, pero ciencia al fin. La superstición de los que vienen a parajes retirados de la civilización a morir, es esencialmente ignorancia, las probabilidades de sobrevivir en lugares semejantes son incalculables; todo lo necesario nos lo ofrece la naturaleza en su premonitorio y permanente sentido de lo que perece para que otras cosas nazcan, podemos rechazar sus dones o aceptar su oferta y ponernos a su altura, comer con las manos sin miedo a mancharnos de sangre y grasa, liberar nuestros pies cuando lleguen los primeros dolores y hundirlos en el barro, abrir el pecho apenas sintamos el aire tentándonos hasta caer sin sentido. Tengo la certeza, en momentos así, que la creación no depende en absoluto de nosotros, los hombres, podríamos desaparecer

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felizmente y para siempre y las noches estrelladas sobre Camber, el pueblo abandonado, seguirían siendo igual de hermosas. Una temporada alejado de Atmanda era lo que estaba necesitando, la autoridad que gustaba de mostrar se había tornado peligrosa en los últimos tiempos, y por loco que les parezca lo que les voy a decir, había aprendido a lanzar objetos con cierta precisión, y señal de eso era una cicatriz en la frente que yo llevaba con inmutable resignación, y que me había creado al golpe de un plato de la vajilla más estimada que tenía. Había otras razones para querer acompañar a los alemanes en este viaje, mi curiosidad siempre fue más allá que mi prudencia, y Helmut se mostraba tan convencido de la existencia de su tesoro, que, porque no decirlo, la idea de ser un rico hacendado de la noche a la mañana también me influyó y me hinchó de una oculta codicia. Una temporada en el campo es lo que le llama la gente de la ciudad a venir de vacaciones a La Garriga, yo se lo llamo a estar en medio de un paraje desconocido, a sentirme perdido en medio de las montañas y a pesar de eso creer que estoy en casa. Lo disfrutaba, aún sabiendo que nuestro propósito era otro, y las preguntas comenzaron. Estaba terminado mi café cuando Helmut sacó su bloc de notas y empezó a hacerme preguntas sobre mi vida, cosas sin importancia, sobre lo cotidiano y aquello que pudiera parecerme más tedioso, su método parecía consistir en no disimular su interés por el folklore y así hacerse con aquella información que parecía tener para él una importancia sin medida. Me sometí al interrogatorio, que días después ya pareció ordalía, pero que asumí como un mal menor, no me avergonzaba de algunas relaciones bárbaras que tenía, ni de costumbres sangrientas en relación a matanzas animales o sacrificios inefables, pues todo eso formaba parte de una cultura de supervivencia, y por muy en extinción que estuviera una especie si amenazaba nuestro ganado era una peste, y si en nuestras fiestas patronales exhibíamos gallinas descabezadas a fuerza de tirar de ellas sin más ayuda que nuestras manos, eso lo considerábamos normal, o si criábamos los cerdos dejando que nuestros hijos se encariñaran con ellos, para después obligarlos a asistir a su descuartizamiento, pues eso debidamente salado, nos daría de comer todo el invierno. Ya han pasado los tiempos de las excusas, y que nadie venga de fuera a decirnos como debemos vivir, como enfrentarnos a un clima cruel, o a la rudeza de carecer de comodidades ciudadanas, nada puede determinar nuestra experiencia en el manejo de la crueldad a la que nos sometemos por vivir tan alejados del mundo “real.” Me escabullí por un momento dejando que mi espalda tocara el suelo, y poniendo la manta sobre mis brazos, tan cerca del fuego que me quemaba; la dirección del viento alargaba las llamas como lenguas de esparto dispuestas a azotarme. Helmut fumaba su pipa y dejó de preguntar, se entretenía haciendo dibujos, ¡sólo Dios sabe que dibujaba en aquella oscuridad! Miré las estrellas, esa era una costumbre que no perdería aunque

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pasaran mil años, intentar descubrir algunas de ellas que me eran familiares era un juego, no sabía nada de astronomía, no sabía más que reconocer a la estrella polar, a venus, y a capricornio, y con un poco de suerte descubrir por allí cerca de plutón, pero no podía dejar de mirarlas e intentar comprender que formaban parte también de nuestra vida en la tierra. Hans y Viveka se habían retirado un poco, y se habían sentado en una gran roca, hablaban en alemán y apenas entendía lo que decían, un rumor de palabras gruesas llegaba y decidí dormir. Por fortuna el fuego y el viento fueron calmando su disputa, y las llamas se hicieron mucho más pequeñas, en una hora la hoguera se había consumido casi por completo, y ya dormí más tranquilo sin temer que mi manta pudiera prenderse y darme un buen susto. El orgullo de un niño, eso que no podía olvidar de mí mismo y de los peores tiempos, de la necesidad y la privación, el orgullo de quien lo ha pasado mal y no consiente bromas al respecto eso me llevaba a dormir cuando me sentía cansado o contrariado. Es decepcionante sentir que te están utilizando cuando creías formar parte de la aventura en igualdad de condiciones y eso parecía. Es importante ser el último en dormirse, o ni siquiera dormir, cuando parece que lo haces, pero mantienes un ojo entreabierto, insistir en la contribución al orden, para que nada se escape a tu control de experto montañés, y aceptar que nada debe escapar tu control. No disimulaba, me dormí a pierna suelta, así de temerario me volví, me daba igual Atmanda y sus proyectiles, Heltmut haciendo preguntas incontestables y la profesora y su alumno intimando entre las sombras de un idioma desconocido, me daba igual si mi manta prendía fuego o si esa noche Helmut me aplastaba como a una cucaracha y me utilizaban como alimento durante unos días, nada podía ser tan repulsivo como mantener la idea de que debía ejercer de cuidador, cuando sabía que se valían por sí mismos sin ayuda de ningún tipo. Siempre he pensado en los artistas como imitadores, limitados, en busca de una magia que muy pocas creaciones tienen. La verdadera magia de la creación esta en estos campos que se extienden hasta donde duele la vista, en la vida, en la cruel relación de la vida con la imperfección y su desolada desconfianza, la decepcionante vuelta que nos da ser incapaces de comprender tanto horror. Cuando una manada de lobos ataca una manada de ovejas, mata por matar las deja desangrándose por la garganta y la matanza resulta excesiva, apenas un poco de alimento se aprovecha, pero es lo que los lobos hacen para sobrevivir y eso forma parte de su naturaleza. No debemos temer que esta noche nos ataque una manada de lobos, una aventura es una aventura, y sin cierto peligro, ¿qué gracia tiene?, pero los lobos le temen al hombre y no se atreverán a acercarse, para ellos hay presas mucho más sencillas. Viveka tiene un pelo precioso, creo que soñaré con ella esta noche, un pelo rubio, consistente y abundante, creo que una gran parte de la importancia que desprende, de la seguridad que comunica y

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la voz firme que nunca la traiciona, reside en esa cabellera insolente y salvaje capaz de desafiar al hombre más templado. La contribución de Viveka y de Hans a la expedición es casi nula de momento, se podían haber ahorrado la molestia, si no fuera porque necesitábamos esos mapas, y ella se lo ha tomado como una vacaciones. Parece que el único que se toma esto en serio soy yo, ni siquiera a Helmut parece que le importe, creo que si encontráramos el tesoro y se tratara de una cueva llena de oro, sólo se alegraría por haber demostrado que tenía razón en sus cálculos, nada más. Por la suficiencia con la que trata la situación creo que ella ya ha vivido otras veces expediciones parecidas, dándole clase de castellano a un jovencito diez años más joven, y aparentando no importarle. No se trata de una crítica, de ningún modo, al contrario, es la atracción hipnótica que produce en mí, es su pelo que me tiene seducido, que me gustaría tocar, tener entre mis dedos. Para un hombre como yo, que no está acostumbrado a las novedades, un pelo tan cuidado es motivo de devoción y no he dejado de mirarla. Mapas en alemán, eso es lo que me puso delante los ojos al salir el primer rayo de sol, se acercó con su rostro fresco como si la vida en el campo fuera todo lo que estaba necesitando, mucho más que una razón para vivir, más que haber pasado con éxito una revisión médica, o más que haber dormido ocho horas seguidas en una gran cama de colchón construido con los últimos adelantos; sonriente y sin prisas. Abordé la situación aún con la confusión del sueño en mis párpados, acepté la taza de café que me ofreció e intenté interpretar las líneas y las marcas de montañas, planicies y ríos, imposible relacionar aquellos nombres con los de cualquier lugar conocido ni aún cuando Viveka se ofreció a traducirlos. El sexto sentido de las mujeres, creo firmemente que lo tienen, algunos lo llaman instinto, es posible que haya llevado a Viveka a descubrir ese parecer mío acerca de que ella se ha venido de vacaciones, y ha decidido poner a prueba mis capacidades, es como una exigencia que establece jerarquías y que no estoy dispuesto a aceptar, si quiere que le lean los mapas que se busque a otro.

-Estos son los mapas que me he traído de Alemania.¿Quieres verlos? –me los ofreció y los recibí sin más-, me costó encontrarlos, el primo Helmut lo tiene todo muy desordenado en su apartamento y tuve que poner un poco de orden allí. Puedes extenderlos y mirarlos, verás que están muy claros.

-Sí, parece que reconozco algunos de estos lugares, pero a mi no me parecen tan claros, no son el tipo de mapas que conozco –los volví a enrollar y puse mi atención en la taza de café, dejando claro que no me gustaba que se quedara allí para ver si le daba alguna referencia, si le señalaba sobre ellos el lugar donde nos encontrábamos o si demostraba de alguna otra manera interés por ellos.

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Intenté dejar claro desde el principio que iba a hacer lo que pudiera, pero que en tales circunstancias no resultaba fácil, y que lo único que parecía claro era la banderita que marca el lugar exacto al que nos dirigíamos, como llegar hasta allí, eso era cosa aparte. Viveka me echó una mirada que me pareció un reproche, la desconfianza, dudó por un instante de que yo fuera capaz de interpretar los mapas, y le respondí mirándola fijamente, con el desafío de quien considera que es pronto para que lo juzguen. Mi análisis empezó siendo simple y poco esclarecedor, animaba poco a seguir, pero como teníamos una idea al menos de la zona a la que debíamos dirigir nuestros pasos –eso lo sabíamos incluso antes de salir de La Garriga-, nos pusimos de nuevo en marcha demostrándome confianza al cederme el tubo de mapas para que lo portara y los fuera estudiando en los momentos de descanso que teníamos, y eso fue un avance para mí pues no me gustaba ser observado y podría estudiarlos en los momentos muertos del día, ¿qué otra cosa se puede esperar de un campesino? Ya lo he dicho antes, las costumbres refinadas de mis nuevos amigos me hacían sentir más rústico que de costumbre. A ese nivel de influencia se oponía mi fuerza orgullosa, mi convencimiento de vivir la mejor vida que se podía siendo como yo era, y el ser consciente de que en el medio en el que intentábamos desenvolvernos, eran ellos los intrusos, no se trataba de un intercambio de buenas maneras, de formalidades o de hipócritas amabilidades, cada uno era quien era y eso a ellos no les ayudaba. De mi segundo pensamiento al respecto, y en contraposición con el anterior, debo también reconocer, porque así era y es justo decirlo, que a pesar de su aspecto bien aseado, era duros y nada remilgados. Helmut me estudiaba, pero mi ojo era también certero, y aún sin necesitar llevar un libro de notas, yo, a mi manera, también interpretaba todas y cada una de sus reacciones, y que los alemanes nos consideraran unos bárbaros, no dejaba de parecerme algo bastamente irónico.

Estamos en marcha, me he adelantado para subirme a algunos cerros y otear el horizonte, pero no los pierdo de vista, no sería bueno que se perdieran. La concreción de mis propuestas, son aceptadas sin rechistar y los tres siguen el sendero que les voy marcando, es lo acordado. Avanzan esforzadamente en silencio, la terna se compenetra y se echan miradas repetidamente, nadie gana, no hay competencia, se esperan, se ayudan. Supongo que están empezando a preguntarse si esto va a ser así, y no sé lo que esperaban, pero si buscamos un tesoro no podemos esperar que esté en un lugar accesible, sólo espero que los peligros no sean inevitables. Del mismo modo que estos amigos se someten al mandato de las leyes de la naturaleza, y se reservan sus juicios acerca de las incomodidades que le

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suponen, yo debería pensar en ser un poco más tolerante con sus torpezas, el examen que nos viene azotando detrás de tantas cuestiones sin hacer, es el del que se intriga, pero prefiere no saber. Acepto la dificultad de convivir con mis cuestiones no satisfechas acerca de su mundo real, en el que desarrollan sus rutinas, pero a cambio conservo mi interés por el campo en el que siempre he vivido. Si algo positivo tuviera que destacar de estos personajes excéntricos, eso sería como asumen las condiciones adversas a las que se ven sometidos, creo que del mismo modo asumirían una condena a trabajos forzados aunque se tratara de una injusticia, sin un solo reproche, es lo que se suele decir, gente disciplinada y no tengo nada que objetar a eso –me pregunto, que estará Helmut escribiendo sobre mí-. Podemos representar una forma diferente de pensar, un lugar en el vacío que nadie desea y que nosotros, y en esto tengo que ponerme al lado de mis compañeros de viaje, hemos aceptado al margen de la vida social que supuestamente se le tiene destinada a los humanos. Nunca fui demasiado formal, ni conocido por aceptar a ciegas todo tipo de convenciones, al contrario, allí a donde todos acuden ordenadamente como borreguitos a que les suelten el sermón, no suelo ir yo. Ni políticos, ni curas, ni arengas militares, ni siquiera propaganda comercial de tal o cual producto que promete ser el mejor en lo suyo, no me gusta que me laven el cerebro, vivir ligeramente, o no tanto, al margen de la sociedad es una cuestión de equilibrio mental. Del mismo modo en que otros creen encontrar el sentido de sus vidas en adelantos tecnológicos, políticos, sociales, o simplemente en su prosperidad personal, yo lo busco hoy vagando entre montañas, la materia natural que interfiera en mi vida sin darme tregua. Tal vez algo haya cambiado en mi, y donde veía una tierra viva, un animal palpitante del que su corteza arenosa no es más que la piel, ahora veo una parte de mí mismo que tiende a acogerme, e intento comprender, relacionar mi existencia con todo el resto, me siento diferente y no sé si eso ha de influir en este viaje. Pongo mi la palma de mi mano abierta sobre la frente, de forma que la sombra sobre los ojos me facilite la visión de una cañada rocosa, la estructura del viaje que nos espera y la poco apreciable dimensión de sus senderos. La diferencia entre unas rutas y otras estriba exclusivamente en la dificultad que podrían representar al llegar allí (al principio de cada nueva ruta escogida), esa es la principal cualidad que observo en ellas, a un lado queda cualquier otro interés añadido como la belleza del paisaje, los minerales que se desprenden de las paredes, o la visita a tal o cual bosque de interés, no está en nuestros planes, tampoco interesarnos por la botánica; más que estudio y sorpresa, es cuestión de efectividad y rapidez, llegar lo antes posible, así están las cosas. Pero a pesar de la prisa de mis amigos, debe tener en cuenta otros factores que influirán en la buena marcha del viaje, necesito saber que soportarán el sacrificio sin convertirse en un saco de quejas, una carga de descontento

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para todos, y eso parece que lo tienen controlado, ni siquiera el frío de la noche, o un mal dormir, los vuelven irascibles, de otro lado facilitar las condiciones que nos permitan desarrollar al máximo nuestras aptitudes, y es por eso, que sin contar con su opinión, me he desviado ligeramente y hemos acampado la tercera noche al lado de un río. En el comportamiento de Helmut no se contiene el deseo de llegar al destino, pero no puede manifestarse en contra de nuestra urgencia, eso es lo que creo, no parece interesarse especialmente por la conversación cuando la palabra tesoro surge en ella, y esa es otra novedad, el segundo día de viaje hemos empezado a conversar de forma fluida entre nosotros. La consecuencia del desinterés de Helmut por alcanzar demasiado pronto su objetivo, es que disfruta de los momentos de descanso con apreciable profundidad, escribiendo sobre ¡sabe Dios qué!, pero también escuchándolo todo, no sólo nuestras conversaciones, sino también la naturaleza y su propia respiración, y, en ocasiones se recuesta sobre la espalda y mira las nubes como si en ellas, moviéndose sin descanso en el espacio azul que nos cubre, encontrara respuestas a preguntas que nosotros desconocemos: tal vez me haya equivocado y no sea tan insensible como parece.

Entre las condiciones de mi vida, desde que nací hasta este momento en el que me encuentro, intentando recordar con más o menos esfuerzo, las situaciones de miedo no han sido especialmente relevantes, de lo que estos ojos han visto con premeditada precaución no encuentro la frecuencia de la represión llegada desde fuera, ni ligada a algún odio especialmente reconocido, y eso ha modificado suficientemente mi carácter para que las necesidades que alguna vez pasé no terminaran por agriarme como una mala leche olvidada por días. Pero hay otros miedos, que de pronto surgen en la novedad de la cuarentena, y de esos ni siquiera yo puedo ocultarme, porque vienen de dentro y tienen que ver con lo que aún no ha llegado, no puedo hacerle frente. Me temo a mi mismo y mis incapacidades. Lo más sorprendente de su comportamiento es, como se imponen reglas a sí mismos, como asumen sus creencias y su educación, con que extraordinaria firmeza se aferran a su disciplina, a la necesidad de creer que pueden con todo, ¡y eso es tan poco inteligente! Trato de empujarlos a disfrutar de estos lugares, supongo que por la creencia y la necesidad de que reconozcan de que no hay nada mejor en el mundo. Son perfectamente capaces de distinguir la pureza del aire que respiran aquí y el de su ciudad de origen, y debido a esta forma de pensar tan orgullosa, al caer la tarde, he elegido un lugar para acampar esta noche que parece un edén. Lo vi primero en la distancia, robles y campo libre hasta el río, y sobre nuestras cabezas un ocaso resplandeciente lo pintó todo de naranja. No exagero, la correspondencia del relato con la realidad del momento que vivimos allí es fiel, y mis recuerdos coinciden con lo que

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escribí entonces. Después de un día de calor, podíamos distinguir la tregua de un sol que se retiraba, aceptando el beneficio de una tierra aún caliente y la expectativa de una noche templada, y un descanso merecido. Como un canturreo vecinal se levantaron los grillos a desafinar, sin rigor, apoyando el flujo de la tarde, sosteniendo la actitud de las sombras a medio caerse, y para mí que caí exhausto entre dos árboles, aplicarme en distinguir los sonidos fue como un milagro. Tan poco preciso me volví porque estaba entretenido hasta mi último suspiro en recuperarme, me entretuve en respirar a fondo, a costa de mis compañeros a los que sin duda robaba el aire, tal era mi estado y mi ausencia. Aguantaban bien, debía reconocerlo, entre el segundo y el tercer día ya no cabía disimular, si se mostraban enteros era porque habían superado el sofoco de la partida, la sorpresa muscular, y la amplitud de los pulmones se acomodaba al nuevo rango que se les exigía, lo han conseguido, no sólo seguir el ritmo que les pretendía imprimir, sino demostrar que están preparados para largas caminatas y que no van a desfallecer por eso. Debo asumir que empecé el viaje como una confrontación de culturas, después de todo me habían estado observando, cada detalle de nuestras costumbres llevado al microscopio, y cada consejo como una crítica, nadie se había sentido a gusto con semejante proceder, y por eso tenía mis reservas, pero al despertarme a la mañana del siguiente día, oí un el sonido seco de un chapuzón, sin reservas, Helmut se arrojó al agua y daba golpes con los brazos como si intentara nadar. No es que yo desaprobara aquellas manifestaciones ruidosas de placer, aquella forma de tonificarse y disfrutar de su baño, que lo llevaban a dar gritos mientras metía la cabeza en el agua y que cesaban con la inmersión, ni siquiera me parecía que molestara a nadie con su proceder -tan lejos como estábamos de cualquier lugar habitado-, pero si me resultaba sorprendente. No vi tanta diferencia en su forma de arrojarse a un río helado a primera hora de la mañana, a la que pudiera mostrar cualquier labrador de pueblo en sus momentos más célebres, había también entre los jóvenes del pueblo excelentes nadadores, y al fin, sumergirse dejándose abrazar por el agua, perteneciéndole, eso tenía que ser la misma cosa para un ser sano, independientemente de cualquiera que fuera su condición, su lengua, o su religión. En los casos como este, el los que la gente se aleja de toda civilización y se deja influir por la sugerente informalidad de la naturaleza, la estructura interior, que permanece oculta delante de los formalismos de la vida social, se emancipa, y no podía menos que esperar que cada uno se mostrara como realmente es; suele suceder en las situaciones de necesidad extrema también. Despertaba aún cuando comprendí que había dormido demasiado, y que los alemanes llevaban ya un rato levantados, el café al fuego, y el campamento recogido. Desde cierta distancia, observar como se movían, sin implicarme en sus decisiones pero incorporándome para dejar claro que

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había captado la señal y que con un poco de tiempo, terminaría por incorporarme al “pelotón de marcha.” Con ese espíritu colaboracionista acepté una taza de café que ofreció Viveka, y después me quedé mirándola mientras se despojaba de su ropa y se quedaba completamente desnuda antes de, al contrario de Helmut, introducirse lentamente en el agua. Entre las actividades de Helmut durante el resto del año, lo que representaba la mayor parte y en la que ya no buscaba tesoros, estaba la de dar conferencia acerca de sus estudios, Los temas eran variados e iban desde las costumbres en el proceder cotidiano de las culturas primitivas y lo que eso tenía que ver con la longevidad, hasta la teoría del fin de la guerra como solución a los problemas del mundo. En realidad de lo que hablaba y de lo que escribía como si estuviera obsesionado por no perder el tiempo, era del hombre y la aspiración de una vida mejor. Corresponde pues otorgarle el reconocimiento a las buenas intenciones que lo movían, si bien el hombre no es un mero sujeto de normas para la felicidad, las pasiones, las decepciones, las frustraciones, el dolor, la enfermedad, la soledad, el tedio, las humillaciones, la esclavitud, entre otras muchas influencias negativas juegan un papel preponderante en nuestra psique y por lo tanto en el factor más importante de salud para la vida, y eso es seguir interesados por las cosas de este mundo. Estas ideas son muy personales, y no son fruto de ningún estudio profundo como en el caso de las ideas que él desarrolla dándole vueltas una y otra vez, por eso nunca las compartí, pero creo que le haría falta desdeñar el marco general de sus estudios porque resulta poco creíble tal y como es el hombre y el mundo, y ese marco al que me refiero, es la creencia en la felicidad humana. Del temor a echar de menos lo que nunca del todo he olvidado es mejor no hablar, es la estética del momento vivido lo que lo pospone, y creo conocer que ha de volver con insistencia, por mis errores cometidos, los más importantes los que tienen que ver con Atmanda, en cuanto la aventura se termine, del mismo modo que se terminaría si en lugar de hallarme dando vueltas por los campos insondables, por sus rutas imposibles, estuviera retozando con una mujer desconocida en un acto de traición imperdonable.

Nada se hace tan patente en la marcha como el dominio que uno tiene de sí, sucede puestos al límite, no sabemos lo débiles que somos hasta que la presión nos supera y entonces actuamos de una forma en la que no nos reconocemos y de la que deseamos renegar, pero somos nosotros. Unos días después, sin demasiadas distracciones llegamos al lugar que yo creía interpretar en el mapa con cierto. La característica de nuestro viaje, fue que se realizó con la superioridad de gente acostumbrada a los retos, nada parecido a lo que había imaginado, desde luego no me acompañaba de turistas, ni de niñatos de ciudad dispuestos a encapricharse y lamentar todo el camino por haber tenido la idea de iniciarlo. Todo fue bien hasta que

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llegamos al punto indicado, y ahí empezaron las complicaciones. Todos habíamos supuesto que no sería capaz de descifrar los mapas, pero la letra es la parte más pequeña en ellos, y si tuve alguna duda, Viveka me traducía algunos nombres, aunque no coincidieran con los nombres locales de los lugares que yo conocía. Ella parecía la más interesada en las señales que alguien había hecho sobre los papeles a los que los transcribieran, en otras circunstancias no se hubiese mostrado así, estoy seguro porque su carácter al fin no era tan recio como podía parecer, pero era como si se sintiera responsable de esa parte de la expedición, así que su papel empezaba a consistir en velar por la buena salud de la carpeta que había traído de Berlín por encargo de su primo. No son precisos los riesgos, ni intentar algo diferente a lo acostumbrado cuando se realiza una de estas expediciones, seguir las pautas anteriormente marcadas por nuestros antepasados es respetar a la naturaleza, algo semejante a saber que no debemos vivir en el vicio, conocer lo que es mejor para nosotros, y respetar esos supuestos que nos han inculcado sin conocer los resultados previamente. El dominio de nuestra transformación en las diferentes etapas de la vida, nos sugiere ese respeto por el equilibrio que sugirieron ya nuestros ancestros, experimentar entre estos campos donde lo salvaje forma parte de aquello que logra sobrevivir, no es buena idea. Esa es la decisión que tome al conducir a estas personas a través de estos desconocidos lugares, determinado a concluir el viaje sin sorpresas y tratando de evitar cualquier peligro. Esa era mi intención, pero los accidentes ocurren de la forma más tonta, y en los lugares donde no existe peligro alguno, o aparentemente eso creíamos. No se trató de nada grave, Helmut se torció un tobillo, posiblemente por llevar esas botas de piso tan alto, que le aconsejaron en una de las tiendas de deporte de montaña, de las más caras de Berlín, suele suceder. Lo que necesitamos para superar nuestro miedo al fracaso es ponernos en marcha cuanto antes, tener la convicción de que estamos haciendo algo que sirve para solucionar los problemas que se nos presentan, con ese espíritu caminaba cada día, buscando alguna relación entre el paisaje, el mapa y la brújula, y con esa sensación interior de seguir en carrera llegamos a La Pedragosa.

La evidencia de su magnetismo nos detuvo a todos, fuimos conscientes de que sin él no podríamos haber seguido adelante, pero ya no hacía falta seguir caminando, estábamos exactamente sobre el punto que había señalado sobre el mapa, aceptábamos que la suerte corría de nuestra parte y que con un poco de reposo todas las torceduras mejoran, aunque no pudiéramos asegurarlo. Podíamos seguir las directrices de Helmut, sin necesidad de moverlo, él sólo tenía que descansar, y la idea primaria de renunciar a la búsqueda y volvernos de inmediato para que pudiera ser cuidado y examinado convenientemente en un servicio de urgencia, fue

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perdiendo fuerza. Además descubrí que el alumno de Viveka, al que llamaban Fremont, también era estudiante de medicina, y poseía los conocimientos necesarios para efectuar un vendaje correcto, y afirmar que no se trataba de nada grave. Comprendí que nuestros descubrimientos en lo que se refiere a la gente que nos rodea, se van produciendo de manera regular, y que nunca terminamos de encontrar sorpresas en el trasfondo humano. En todo caso algo empezaba a quedarme claro, y eso era que en el mundo no era yo el único que porfiaba en sus propias decisiones hasta convertirlas en hechos, que por su procedencia estudiadas y escrupulosamente trabajados, tenían un resultado seguro.

-¿Es grave? –pregunté

-Nada de importancia –respondió Fremont

-No hago más que preguntarme por qué nos entretenemos en este tipo de cosas. Tú eres joven, pero nosotros, gente ya tan mayor...

-Otra gente no lo hace porque construyen familias y se deben a ellas, ustedes dedican su energía a otras cosas. Gente libre de responsabilidades.

-Lo gracioso de todo este, es que terminamos por encontrarnos.

-¿Cómo es eso que ustedes dicen aquí? “Dios los da y ellos se juntan”

Me hizo tanta gracia lo que Fremont acababa de decir que estuve un rato riendo. El buen humor era algo que no habíamos perdido a pesar del esfuerzo hecho, y eso compensaba.

-Pero no lo hacemos por el tesoro. Tal vez piensen que me importa eso hasta el punto de dejar atrás mi vida –intenté aclarar sin demasiada fe en ser comprendido-.

Ya no me pareció casual que Fremont fuera también invitado a buscar un tesoro, con todo lo que eso implicaba, y que además tuviera las nociones necesarias de medicina que tan útiles nos podían resultar: ya no me hubiese sorprendido descubrir que en su mochila portaba un hospital de campaña, aunque nunca lo supe porque no hubo más accidentes y sus servicios no fueron precisos más allá de la torcedura del tobillo de Helmut. Tratamos de ser precisos en nuestros cálculos, pues sabíamos que de no hacerlo así nos hartaríamos de cavar sin ningún resultado. Viveka que parecía más sagaz y observadora que el resto, fue la que dejando a un lado los mapas, se puso en el lugar de aquel que intentara enterrar algo en unos

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veinte metros cuadros, giró, se cogió la barbilla, y empezó a mirar las rocas por allí diseminadas como corazas de tortuga, y aquella que le pareció más caprichosa, y que pudiera servirnos de señal desde el pasado, aquella la señaló como la que buscábamos. Esto sucedió después de haber hecho ya algunos agujeros sin ningún provecho. Intenté comprender como ella su método para escoger el lugar debajo de la piedra, e intentar levantarla como un esfuerzo añadido no fue fácil, pero aún así nos pusimos manos a la obra. La seguridad que mostraba le llegaba de un dibujo que alguien había impreso con trabajo sobre la superficie, posiblemente golpeando con un martillo. No podía haber error esta vez, estábamos cerca lo podía sentir en nuestras respiraciones y en la forma en que ella miraba fijamente a la tierra cada vez que el pico la levantaba. Y sonó algo como una caja hueca, semivacía, y empezamos a ver la madera cubierta de tierra. Entretanto Helmut se había puesto de pie, y cojeando se acercó también al lugar donde nos encontrábamos, todos queríamos ser testigos de aquel momento, pues ya no había nada que perder, nuestro esfuerzo había, de una forma u otra, dado su fruto. La atividad fue frenética hasta que conseguimos extraer aquel objeto del lugar en el que había sido enterrado, no era muy grande, y fue fácil extraerlo tirando con fuerza con las dos manos, labor a la que me apliqué mientras ellos me miraban. Lo sostuve un momento para que todos lo vieran, y después se lo ofrecí a Helmut, para que fuera él quien abriese la caja, había llegado el momento de la verdad. Sonrió y aceptó el honor, lo depositó en el suelo, y acomodando su pierna de la forma que le fuera más fácil golpear la cerradura con el pico sin dolor, consiguió abrirla.

Durante los minutos siguientes se produjeron algunos descubrimientos que no esperaba. La vida nos va conduciendo como una partida de damas, vamos avanzando y colocando las fichas, y en un momento, todo de golpe se dispara, y se precipita la acción que lo cambia todo sin que podamos hacer nada por evitarlo. Y, a pesar de las novedades reveladoras, continué creyendo que aquel viaje había tenido más de positivo que de decepción. En medio de aquel paraje, de aquel cansancio y de aquella expectación, de la caja salieron unas viejas cartas, algunos efectos personales y como único tesoro, una identificación militar y una pistola vieja e inútil, nada de valor material, y sin embargo, de un gran valor sentimental, y así lo trató Helmut, con respeto y cierta devoción. Más tarde lo guardaría todo cuidadosamente y se lo llevaría de vuelta para su país, pues se trataba de los restos de un soldado alemán que allí habían quedado durante la guerra. Del mismo agujero, salieron unos huesos que debían haber pertenecido a al propietario de la caja, pero los huesos los dejó allí, volviendo a poner tierra sobre ellos, y finalmente la enorme piedra que los había estado cubriendo todos esos años.

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Más tarde supe, que aquel viaje había resultado de un encargo que los familiares del soldado muerto le habían hecho a Helmut, que esos eran los tesoros que buscaba y que ya en otras ocasiones había buscado y encontrado efectos personales de soldados alemanes diseminados por toda Europa.

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