La Novela Americana

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72 : Letras Libres Julio 2002 Antología del cuento norteamericano, de Richard Ford Habrá una vez. Antología del cuento joven norteamericano, de Juan Fernando Merino El río Congo, de Peter Forbath y El fantasma del rey Leopoldo, de Adam Hochschild La hija de la guerra y la madre de la patria, de Rafael Sánchez Ferlosio Cartas a Katherine Whitmore (1932-1947) , de Pedro Salinas Las correcciones , de Jonathan Franzen Obra completa, de Ramón del Valle-Inclán James Salter, Juego y distracción, Muchnik Editores, Barcelona, 2002, 190 pp. Philip K. Dick, Tiempo de Marte, Minotauro, Bar- celona, 2002, 250 pp. Michael Chabon, Las asombrosas aventuras de Kava- lier y Klay, traducción de Javier Calvo, Mondado- ri, Barcelona, 2002, 601 pp. Richard Powers, Ganancia, Mondadori, Barcelo- na, 2002, 480 pp. Jonathan Franzen, Las correcciones, Seix Barral, Barcelona, 2002, 736 pp. Richard Russo, Empire Falls, Emecé, Barcelona, 2002, 589 pp. John Updike, Conejo es rico, Tusquets, Barcelona, 2002, 436 pp. Henry Roth, Redención, Alfaguara, Madrid, 2002, 536 pp. He escrito los evangelios y moriré en las cloacas”, pensó en algún lu- gar de 1851 un escritor norteameri- cano llamado Herman Melville a la hora de ponerle punto final a una extraña y to- davía hoy insuperable novela llamada Moby Dick. Melville no se equivocaba: había escrito un libro sagrado y ello le val- dría la condena de sus contemporáneos, quienes no demoraron en calificar de “loco” a este autor cuyos libros de viajes habían disfrutado tanto. Melville también había inaugurado –como venganza pós- tuma, o sin darse cuenta– el terrible con- cepto de Gran Novela Americana. Idea que ya había insinuado el dedicatorio de Moby Dick, Nathaniel Hawthorne, con La letra escarlata en 1850. 33 años después, Mark Twain agregaba un nuevo ladrillo a la flamante pared con Aventuras de Huc- kleberry Finn y quedaba completa la estruc- tura básica de la novelística de un país nuevo: el puritanismo pagano de Haw- thorne, el misticismo ultrasimbolista de Melville, el camino como territorio iniciá- tico de Twain. Por separado o todo junto. A partir de entonces –o de 1921, cuan- do Carl Van Doren empezó a hablar de la Gran Novela Americana a la hora de reivindicar a Moby Dick– no hay es- critor norteamericano que no haya sen- tido la llamada de la sangre ancestral a la hora de embarcarse e intentarlo. Así, el desafío de la Gran Novela Americana funciona desde hace décadas como rito tribal en el que se ponen a prueba inteligencia y hombría porque –dato curioso– la Gran Novela Ameri- LA GRAN NOVELA AMERICANA Y CÓMO CONSEGUIRLA Persiguiendo a la ballena blanca L i B R O S

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◆ Antología del cuento norteamericano, de Richard Ford ◆ Habrá una vez. Antología del cuento joven norteamericano,

de Juan Fernando Merino ◆ El río Congo, de Peter Forbath y El fantasma del rey Leopoldo, de Adam Hochschild

◆ La hija de la guerra y la madre de la patria, de Rafael Sánchez Ferlosio ◆ Cartas a Katherine Whitmore (1932-1947),

de Pedro Salinas ◆ Las correcciones, de Jonathan Franzen ◆ Obra completa, de Ramón del Valle-Inclán ◆

James Salter, Juego y distracción, Muchnik Editores,Barcelona, 2002, 190 pp.

Philip K. Dick, Tiempo de Marte, Minotauro, Bar-celona, 2002, 250 pp.

Michael Chabon, Las asombrosas aventuras de Kava-lier y Klay, traducción de Javier Calvo, Mondado-ri, Barcelona, 2002, 601 pp.

Richard Powers, Ganancia, Mondadori, Barcelo-na, 2002, 480 pp.

Jonathan Franzen, Las correcciones, Seix Barral,Barcelona, 2002, 736 pp.

Richard Russo, Empire Falls, Emecé, Barcelona,2002, 589 pp.

John Updike, Conejo es rico, Tusquets, Barcelona,2002, 436 pp.

Henry Roth, Redención, Alfaguara, Madrid, 2002,536 pp.

“He escrito los evangelios y moriréen las cloacas”, pensó en algún lu-gar de 1851 un escritor norteameri-

cano llamado Herman Melville a la horade ponerle punto final a una extraña y to-davía hoy insuperable novela llamadaMoby Dick. Melville no se equivocaba: había escrito un libro sagrado y ello le val-dría la condena de sus contemporáneos,quienes no demoraron en calificar de “loco” a este autor cuyos libros de viajeshabían disfrutado tanto. Melville tambiénhabía inaugurado –como venganza pós-tuma, o sin darse cuenta– el terrible con-cepto de Gran Novela Americana. Ideaque ya había insinuado el dedicatorio deMoby Dick, Nathaniel Hawthorne, con La letra escarlata en 1850. 33 años después,Mark Twain agregaba un nuevo ladrillo

a la flamante pared con Aventuras de Huc-kleberry Finny quedaba completa la estruc-tura básica de la novelística de un país nuevo: el puritanismo pagano de Haw-thorne, el misticismo ultrasimbolista deMelville, el camino como territorio iniciá-tico de Twain. Por separado o todo junto.

A partir de entonces –o de 1921, cuan-do Carl Van Doren empezó a hablar dela Gran Novela Americana a la hora de reivindicar a Moby Dick– no hay es-critor norteamericano que no haya sen-tido la llamada de la sangre ancestral ala hora de embarcarse e intentarlo.

Así, el desafío de la Gran NovelaAmericana funciona desde hace décadascomo rito tribal en el que se ponen aprueba inteligencia y hombría porque–dato curioso– la Gran Novela Ameri-

LA GRAN NOVELA AMERICANA Y CÓMO CONSEGUIRLA

Persiguiendo a la ballena blanca

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cana sólo puede y debe ser escrita porun narrador macho. Ahora bien, ¿qué esuna Gran Novela Americana? Para em-pezar, debe cumplir con tres condicio-nes ineludibles que las grandes novelaslatinoamericanas y europeas –pienso rá-pido en Pedro Páramo de Juan Rulfo, pien-so en El gatopardo de Giuseppe Tomasidi Lampedusa, pienso en Los perros ne-gros de Ian McEwan, pienso en El sueñode los héroes de Adolfo Bioy Casares– nosuelen preocuparse por obedecer. LaGran Novela Americana tiene que: a) sergrande en sus intenciones y en su exten-sión (de acuerdo: El guardián entre el cen-teno de J. D. Salinger y Miss Lonelyheartsde Nathanael West y Revolutionary Roadde Richard Yates y Matadero-5 de KurtVonnegut y la sórdida y proletaria Tiem-po de Marte de Philip K. Dick y la ele-gante y erótica Juego y distracción de JamesSalter son grandes novelas norteameri-canas; pero tienen pocas páginas; El granGatsby de Francis Scott Fitzgerald es laexcepción que confirma la regla y, porotra parte, lleva la palabra gran en su tí-tulo); b) ser una novela hecha y derechay que no se haga demasiado la expe-rimental (pero, ¿existirá novela más experimental que Moby Dick?); y c) seramericana en el sentido en que debe presentarse como La Novela de un de-terminado momento histórico y socialocupándose en dilucidar la complejacomposición sólida y gaseosa del Ser Nacional como si se practicara un depor-te. En resumen: la Gran Novela Ameri-cana es un ingenio de uso interno que–mejor– puede o no trascender fronte-ras y triunfar en otros planetas. Pero esto último no es imprescindible.

A la hora de buscarla, están aquellosque sucumben al desafío sin temor a daruna imagen un tanto patética (NormanMailer anunciando una nueva Gran No-vela Americana todos los años y TrumanCapote dejándola siempre para el año si-guiente serían casos paradigmáticos deesta patología). Hay algunos que se de-sentienden por completo del asunto y escriben una Gran Novela Americanacasi sin darse cuenta (El largo adiós deRaymond Chandler es un buen ejemplo

de ello). Mientras que hay otros (ErnestHemingway, Bernard Malamud, Do-nald Barthelme, Harold Brodkey, JohnCheever, Raymond Carver, por sólo citar algunos casos) que al final son paradójicamente considerados grandesnovelistas americanos a partir del cor-pus de sus relatos entendidos como ca-pítulos de enormes libros, mientras quesus novelas son ubicadas varios escalo-nes más abajo. O se comprende (comoHenry James y William Faulkner) queen realidad estuvieron escribiendo unaCósmica Novela Americana a partir delenhebrado de varias Grandes NovelasAmericanas. O sólo pueden escribirGrandes Novelas Americanas (el caso de William Gaddis) y por eso acabansiendo víctimas de la incomodidad quesuelen producir ciertos freaks de la natu-raleza: se mira para otro lado, se fingeque nunca se los miró.

En cualquier caso, la edición casi simultánea de varios títulos con aspi-raciones a Gran Novela Americana,coincidiendo con el Congreso The Next Generation, que organizara la EditorialMondadori el pasado mes de mayo enBarcelona, volvió a invocar a ese pode-roso espectro de lo que nunca muere. Losinvitados al congreso –Chuck Palah-niuk, Michael Chabon, Heidi Julavits,David Sedaris, Jonathan Lethem– per-tenecen a una nueva camada de escrito-res y, es de rigor, en principio dijeronestar desentendidos del tema. La evi-dencia, en cambio, los delata: en la ga-nadora del Pulitzer 2001 Las asombrosasaventuras de Kavalier y Clay Chabon pro-pone un inmenso fresco pop con fondode cómic para dibujar un onomatopéyi-co Gran Sueño Americano siempre enlos bordes de la inmensa pesadilla; elconjunto de los anarco/manuales de Pa-lahniuk hace comulgar el espíritu una-bomber con el libre y lírico albedrío deWalden; mientras que Jonathan Lethem–autor del policial-existencialista Huér-fanos de Brooklyn– confesó, con sonrisaentre culposa y traviesa, estar terminan-do una “novela muy larga”. El cerebraly tecnocrático Richard Powers –ausen-te con aviso– acaba de entregar un ma-

nuscrito contundente en peso e inten-ciones y es claro que el próximo otoñoespañol estará marcado por la esperadatraducción de las más de mil páginas deInfinite Jest, novela de culto y magnum-opusde David Foster Wallace.

Sí, el tamaño es, después de todo,muy importante y para los jóvenes pe-san tanto las sombras milenaristas deThomas Pynchon y Don DeLillo comola mirada secular de James Joyce, Mar-cel Proust y Franz Kafka, pero –rasgo curioso– los nuevos parecen haber sacri-ficado la intención nómada que algunavez caracterizara a los miembros de laGeneración Perdida o a los beatniks porel obsesivo examen del pueblo chico yese infierno grande que suelen ser las fa-milias. Una ficción sedentaria y defini-tivamente Made In U.S.A. que se reservael guiño innovador para el viejo territo-rio de siempre, tal vez convencida deque, hoy y ahora, el resto del mundo esigual a Estados Unidos. Jonathan Fran-zen muestra más claramente que nadiesu afán de trascendencia en la un tantosobrevalorada ganadora del NationalBook Award Las correcciones. Aquí, Fran-zen intenta un salto mortal que no le sa-le del todo bien, pero el intento tiene sugracia: la construcción desde “lo nuevo”de una novela tradicional más cercana aTheodore Dreiser, Sinclair Lewis, Tho-mas Wolfe y John O’Hara que a las piruetas posmodernas de sus contempo-ráneos como paradójica propuesta/ma-nifiesto de lo que tiene que ser (no vacilóen anunciarlo en un muy comentado en-sayo en la revista Harper’s) la Gran No-vela Norteamericana del Siglo XXI. Todoestaría muy bien si no fuera porque la lec-tura de Las correcciones produce en un lector más o menos curtido en estas li-des la incómoda sensación déjà vu de es-tar leyendo una astuta reescritura de venerables greatest hits. Si Las correccionescumple una atendible función prácticaes la de ofrecer una suerte de resumende lo publicado y de lo que se encuentraen tantas Grandes Novelas Americanasde ahora y de siempre: divorcio, infide-lidad, adicciones varias, negocios quefracasan, enfermedades, insatisfacciones

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LiBROSa granel y –como colofón– la posibilidadredentora del reencuentro de la tribu co-mo premio o consuelo o, mejor dicho,premio consuelo. En Empire Falls –gana-dora del Pulitzer 2002– el más veteranoRichard Russo apuesta también por unaretromaniobra, pero amparado en la ex-cusa de esa melancólica y humilde pi-caresca enmarcada en el paisaje de la decadencia del Imperio donde un hu-milde luchador se niega a darse del to-do por vencido. Uno y otro escriben sobre el fracaso –esa obsesión tan ame-ricana– pero, a diferencia de Franzen,Russo se conforma con pintar con rea-lismo un cuadro de Hopper con fondode estoica y sufrida country music. Fran-zen –solemne y ominoso– apuesta a laCapilla Sixtina y, mientras escucha aWagner, se cae del andamio no sin an-tes habernos obsequiado momentos deadmirable musculatura con sus héroesantiheroicos y una desopilante incursiónen un país de Europa del Este con áni-mos, sí, colonizadores. No hay proble-ma, a no preocuparse: es seguro queFranzen ya ha vuelto a trepar con el pin-cel en la boca.

Lo que nos hace pensar en el porquéde este reflejo recurrente, qué necesidadhay de estar intentándolo todo el tiem-po. Los motivos, creo, trascienden lo literario y tienen que ver con el verti-ginoso consumismo y el poderío reci-clante de la psique norteamericana. Adiferencia de lo que ocurre con las Gran-des Novelas Europeas y Latinoamerica-nas, que para bien o para mal no suelentener fecha de vencimiento, las GrandesNovelas Americanas –no en vano casisiempre bildungsromans– están obligadasa renovarse o rescribirse por lo menoscon cada generación o década para, así,poder ser examinadas años más tardecon la perspectiva de lo histórico y siem-pre como parte del credo de un país donde la alta cultura comulga con la cul-tura popular. De este modo, AmericanPsycho de Brett Easton Ellis fue una GranNovela Americana durante quince war-holianos minutos, mientras que La ho-guera de las vanidades de Tom Wolfe lo fue durante el año de su publicación,

Submundo de Don DeLillo durante unlustro y Meridiano de sangre de CormacMcCarthy sigue y seguirá siéndolo, por-que tiene la inteligencia y el talento delartefacto atemporal, clásico. “En rea-lidad hay sitio para todos”, me confió Jonathan Lethem durante el Congreso TheNext Generation.

Ahora bien, cómo ganar tiempo de-jándolo de perder. Propongo un méto-do un tanto fácil y acaso conservador:pensar que para escribir la Gran Nove-la Americana hay que ser grande enedad y en experiencia. Ya saben: SaulBellow se retiró de la carrera (Christop-her Hitchens y Martin Amis aseguranque no hay novela americana más gran-de que Las aventuras de Augie March);Henry Roth terminó de publicar desdeel Más Allá su tetralogía A merced de unacorriente salvaje; y Philip Roth no ha es-crito nada mejor que la ráfaga de nove-las que empezaron en 1995 con El teatrode Sabbath y siguieron con la trilogíacompuesta por Pastoral Americana, Me casé con un comunista y La mancha humana;John Updike le ha agregado una coda/nouvelle a las cuatro décadas del vía crucis de Rabbit Angstrom (TusquetsEditores acaba de rescatar una de las me-jores “estaciones”: Conejo es rico); mien-tras James Ellroy sigue vaciando sus pistolas sobre el cuerpo enfermo de un país orgulloso de sus tumores. Haypara entretenerse, para empezar. Y esprobable que en cualquier momento–mientras escribo esto– Norman Mai-ler anuncie que ha terminado otra GranNovela Americana como si no hubierapasado nada, como cuando empezó yera joven y su trama y tramoyas reciénempezaban a armarse. Ya saben: él erauno de tantos que, como ahora y siem-pre, con todo el futuro por delante, sesentaba a escribir antes de volver al pa-perback subrayado de Moby Dick para así intentar pensar en cualquier cosamenos en la posibilidad cierta de quetal vez la Gran Novela Americana delsiglo XX –una novela con carretera, per-secución del ser deseado hasta la muer-te y más allá de todo lo prohibido porlas buenas costumbres– ya hubiera sido

escrita por un escritor ruso y tuviera co-mo heroína a una mujercita fatal que seda la vuelta, sonríe, invulnerable comoun leviatán oceánico recamado con ar-pones, y dice: “Call me Lolita”. ~

– Rodrigo Fresán

CUENTO

LAS SIETE OCTAVAS PARTESDEL ICEBERG

Antología del cuento norteamericano, selección y pró-logo de Richard Ford, Galaxia Gutenberg, Círcu-lo de Lectores, Barcelona, 2002, 1265 pp.

Hemingway aseguraba que el escri-tor compulsivo no debería intentar

el relato breve. Veía en la compulsión de escribir un acto más cercano a la fe-licidad que a la literatura. Sin embargo,Hemingway era un escritor compulsivo. Escribió en un solo día tres magníficoscuentos: “The Killers” (“Los asesinos”),“Ten Indians” (“Diez indios”) y “Todayis Friday” (“Hoy es viernes”). Y aún con-fesó que le quedaba “jugo” para seis re-latos más.

Hemingway solía escribir de pie. Yovivía a unos quinientos metros del lugardonde Hemingway escribió muchos desus mejores relatos (el hotel Ambos mun-dos), y cuando empecé a escribir mis primeros cuentecitos intenté escribir unpar de ellos al estilo de Hemingway, tam-bién de pie. Mi madre, una holguinerain extremis como la mayoría de los holgui-neros, me dijo: “¿Qué haces escribiendode pie? ¿Te has vuelto loco? En esta ca-sa no se escribe de pie”. Quizás lo que le molestaba a mi madre no era que yo

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permaneciera de pie con la vista per-dida o raspando el papel con devociónfrente a un atril que mi padre, en sus escapadas de la fábrica de embutidos, ha-bía construido para mis primeros cuen-tecitos. En realidad lo que le molestabaeran mis extraños paseítos por la casa, enbusca de la próxima oración. Tal vez ellaintuía que cuando se escribe de pie lasoraciones no se concatenan de modo na-tural. Entre una oración y otra hay un es-pacio muy largo que se resuelve con elsilencio o con otras oraciones breves,elípticas, cada una reclamando para sí supropio tempo de lectura:

¿Qué van a comer? –les preguntó George.

–No sé –dijo uno de los hombres–. ¿Qué quieres comer tú, Al?

–No sé, replicó Al–. No sé qué deseo comer.

Afuera oscurecía. Por la ventana pe-netraba la luz de la calle. Los dos hom-bres sentados al mostrador leyeron elmenú. Desde el otro extremo, NickAdams, que había estado conversan-do con George cuando ellos entraron,los observaba. (The Killers).

Excepto “Una historia natural de losmuertos” (en mi modesta opinión, juntoa “La luz del mundo” su mejor historiabreve), Hemingway escribió sus cuentosbajo similares restricciones. El cuento, para él, era un iceberg que dejaba escon-didas siete octavas partes de su masa ba-jo el agua. Y apliqué para mis primeroscuentos esa norma: dejar escondidas lastres cuartas partes de las palabras que po-día utilizar. Sin embargo, en mis frecuen-tes y compulsivos paseítos entre una y otraoración me percaté de algo curioso y te-rrible a la vez: la realidad, también, ocul-taba más de las siete octavas partes de suconstitución. O no existían o las oculta-ba. No quiero decir con esto que NickAdams, en “The Killers”, no existiera ín-tegramente, o que lo que “observaba”Nick Adams no existiera íntegramente.Nadie necesita conocer a una persona ín-tegramente para creer lo que dice o paraenamorarse de ella. Por lo general en

amor, y en literatura, se prescinde del co-nocimiento preciso de los seres y las cosas para que ambas empresas puedanllevarse a cabo con relativa facilidad. Fra-ses como “Te creo” o “Te amo” escondenmás de las siete octavas partes que inten-tan enunciar; y sin embargo se aceptan o se rechazan in toto, para júbilo o agra-vio de las partes contendientes, que porlo general no saben –según Freud y Witt-genstein– de dónde les llegan las pala-bras, no pudiendo responder todo eltiempo por ellas.

Bajo este dilema –la realidad es algoque podemos tocar e incluso intuir y cam-biar aunque no estamos muy seguros desi el sol saldrá o no mañana– se han es-crito la mayoría de los grandes cuentos,sean o no norteamericanos, como los deRobert Walser, Onetti, Kafka, Poe, Cor-tázar, Isak Dinesen, Borges, Hofmann-sthal, Flannery O’Connor, Gogol...

Las culturas jóvenes, como la nortea-mericana o la cubana, son tartamudas oafásicas o histéricas: pero nunca seguras.Se cubren de un halo de seguridad, unamago de bravuconería frente a su caren-cia de atributo ontológico. En el estoicis-mo de Hemingway escribiendo de piehay mucho de inseguridad: vemos a unescritor de una estatura y complexiónfuera de lo normal moviéndose en sucuarto de un lado a otro mientras resuel-ve la próxima frase. Un niño grande. Lomismo cuando caza un león o un pez in-menso: lo que está cazando y pescando,en realidad, son palabras, o más exacto,oraciones completas.

Cuando Rip van Winkle, el persona-je de Washington Irving, descubre enuna de sus correrías por el espacio abier-to de las montañas a un grupo de pinto-rescos personajes jugando a los bolos(“Vestían de fantástica y extraña mane-ra; algunos llevaban casaca corta, otroscoleto con gran daga al cinto” y la carade uno de ellos “parecía constar única-mente de nariz y estaba coronada por un sombrero blanco de azúcar adornado de una bermeja cola de gallo”), la es-cena le recuerda las figuras de cierto cuadro flamenco traído de Holanda entiempos de la colonización. No era que

Juan Malpartida, La tarde a la deriva,Galaxia Gutenberg, Madrid, 2002, 214 pp.

Poeta, ensayista ytraductor de Eliot y Breton, Juan Mal-partida (Marbella,1956) nos ofrece ensu primera novela elrelato de un apren-dizaje circular: eldeslumbramiento del amor y de la literatura, la con-ciencia del tiempo y de su fuga. Suprotagonista, Javier Ventadour, ha-ce repaso de su vida a raíz de su se-paración matrimonial y mira atrás,a la piedra fundacional de la ado-lescencia, y en torno, a un presentecargado de incertidumbres. Novelade poeta en el sentido más alto deltérmino, por la inteligencia de sureflexión, y la agilidad y limpiezade una prosa a la que gobiernan losresortes de la analogía. ~

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, núm.81 (mayo-junio 2002), 176 pp.

Nueva Revista pre-senta, en su últimaedición, un númeromonográfico dedi-cado a México y ti-tulado con aciertoMéxico, capítulo deOccidente. Resulta alentador que desde España se déun acercamiento tan profundo e in-teligente hacia una realidad comola mexicana, compleja y llena dematices que suelen pasar desaperci-bidos al observador apresurado.Por ello, muchas veces en la prensadiaria no es posible entender la rea-lidad de un país como México sincaer en los fáciles esquemas, los tó-picos y reducciones. El número, enel que participan españoles y mexi-canos, exhibe un arco ideológico ycultural de lo más enriquecedor. ~

OTROS LIBROS DEL MES

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Irving careciera de suficiente imagina-ción como para no crear ex nihilo sus cuen-tos, o que apelara a la reminiscencia histórica en aras de la verosimilitud. Erabastante sabio como para saber que se estaba jugando el problema de su propiaubicuidad como narrador de una litera-tura joven y antigua a la vez. Problemaque la mayoría de las más viejas literatu-ras nacionales han resuelto para bien opara mal desde unos orígenes que se con-funden con la mitología.

Los primeros narradores norteame-ricanos dependían no sólo del idiomainglés, sino, sobre todo, de imágenesque ya habían prosperado o empollado,como el huevo alquímico de El secreto dela flor de oro, en la literatura occidental.La irrealidad de la ballena Moby Dick–o más exacto: su desmesurada reali-dad– mantiene en vilo a Melville en unmar de palabras inglesas cuyas siete oc-tavas partes hablan por Melville comosi fuera un ventrílocuo de la literaturaoccidental originada por la Biblia. Sinembargo, en Bartebly el escribiente, Mel-ville, el profeta Melville, está solo. Elocéano se ha reducido al incómodo es-pacio de unas oficinas de amanuensesy copistas judiciales. Aquí la máxima deEmerson se vuelve en contra del talen-to novelesco de Melville: “El artista debe encontrar en su obra una salida para su propio carácter, pero proporcio-nal a su fuerza”. Pobre Melville, conde-nado a que sus fuerzas escapen en unespacio reducido, a que su narradorpierda de vista el gran espacio nortea-mericano: “Mis oficinas ocupaban el se-gundo piso; a causa de la gran elevaciónde los edificios vecinos, el espacio en-tre esta pared y la mía se parecía no po-co a un enorme tanque cuadrado”.

La mayoría de los cuentos –y no só-lo los norteamericanos– se escriben ba-jo esa relación confusa que el narradorcree tener con el espacio y la imagina-ción: de ahí la específica sublimidad delcuento –un problema irresuelto de ubi-cuidad–, que nunca alcanza el pathosvagaroso del poema ni el espesor cro-nológico (eso que los franceses llamandurée) de las capas temporales de la no-

vela. Un cuento de Carver, o de Chejov,no son fragmentos de tiempo converti-dos en figuras de la vida. Surgen ya –yasí los recibe el lector– contraídos poruna absoluta dimensión del tiempo. To-do lo que se quiera decir alrededor dela tríada introducción-nudo-desenlace,o de la escasez de personajes, o del pre-cepto de una sola trama o conflicto, essuperfluo en comparación con la abso-lutez metafísica que debe poseer unbuen cuento.

En la presentación que Carlos Fuen-tes hace de la antología de Richard Ford,aquél confunde al lector discriminan-do los territorios fecundantes del cuen-to norteamericano del siglo XX: “Si yopudiese imaginar tres territorios de fun-dación del cuento norteamericano delsiglo XX, escogería los de Sherwood An-derson, Ernest Hemingway y WilliamFaulkner.” Ninguno de los genialescuentistas mencionados es comparableal esfuerzo de Melville, Hawthorne yPoe por elevar el cuento a una catego-ría sublime en sí misma.

Si buena parte de la literatura nor-teamericana ha ido a contrapelo de Poe,ha sido sólo para perjudicarse a sí mis-ma, o, en el mejor de los casos, para aislar del canon a una serie de narrado-res ajenos a lo que se concibe como elcanon norteamericano de cuentistas:John Hawkes, Louis Zukokski, UrsulaK. Le Guin, Robert Coover, ThomasPynchon o Guy Davenport no están in-cluidos curiosamente en la antología.Tampoco los mejores y extraños cuen-tos de Bashevis Singer, que cumplenperfectamente las reglas que Ford da en el prólogo (excepto la de haber sidoescritos en inglés), y que también cum-plen la norma que Fuentes ofrece en lapresentación: “concisión y objetividad”.(Aunque habría que ver qué es “conci-sión y objetividad” en un relato como“La metamorfosis” de Kafka, o “La lla-ve” [“The Key”] y “La cafetería” [“TheCafeteria”], de Singer. O en los relatoscortos de José Lezama Lima, FelisbertoHernández y Macedonio Fernández.)

En el prólogo a la antología, Ford ci-ta sólo un aspecto de la importancia de

Poe, y esto como escollo que ha de sal-var la narrativa breve norteamericana:la idea de Poe acerca de la férrea cons-trucción de un relato en unas pocas páginas –una hora y media o dos de lec-tura a lo sumo– y el posible y deseadoefecto que habría de tener sobre el lec-tor. Richard Ford, que sufrió como loscubanos y los mexicanos la institucióndel “taller literario” –donde los lemasde “concisión y objetividad” y otros dis-parates eran el modus operandi o el modusvivendi de los involucrados–, repara amedias en la contribución del cuentobreve norteamericano, y realza sólo laporción más externa de dicha contribu-ción: “Sus cualidades en tanto que ‘he-chura’; la urgencia de dirigirse al lector;sus contornos esmerados, su brevedady capacidad de moderación contra la ur-gencia de decir más cuando es mejor de-cir menos; su convicción fundamentalde que la vida puede –y quizá debería–ser minimizada, y al mismo tiempo serenfatizada en un solo gesto, y de estemodo juzgada moralmente”.

Reducir a Edgar Allan Poe a tal vi-sión de la forma narrativa es ignorar suimportancia real no sólo para el cuentonorteamericano, sino para la literaturamundial, algo que el sagaz Baudelairesupo apreciar en el siglo XIX. Si los cuen-tos de William Gass tienen una deudacon Faulkner, no creo que le deban me-nos a Poe: Gass trabaja –y deja atisbaral lector– en una materia gelatinosa queél y sus lectores desconocen en cuentoscomo “El chico de Pedersen” (“The Pe-dersen Kid”) y “Del orden de los insec-tos” (“Order of Insects”), que tienen suprecedente en la inenarrable blancurade Poe en Arthur Gordon Pym.

La animadversión que críticos cru-ciales como Harold Bloom pueden sen-tir hacia Poe habla más de una verdade-ra “mala lectura” que de un esfuerzo porvencer o reconstruir la tradición a basede las fatigas que pedía Eliot, que ya ad-vertía sobre la “gran conciencia” que elpoeta debía de tener de “la corrienteprincipal”, corriente “que de ningúnmodo necesita pasar a través de las re-putaciones más distinguidas”. En rea-

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LiBROS

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lidad, lo que distingue a un poeta o na-rrador importante de sus antecesores esque violenta conscientemente la reglade la “corriente principal”. Por otro la-do, no hay que separar al narrador de la actividad poiética, error que no come-tieron narradores como Joyce, Borges,Lezama y Proust y que hoy cometen fla-grantemente la mayoría de los narrado-res occidentales.

Davenport, en su ensayo La geografíade la imaginación, postula una revisión dePoe que atiende a la complejidad de unametamorfosis múltiple que subyace ensu obra, menos próxima de un catálogode cómo escribir narraciones efectivas–o efectivistas– que de una verdadera“gramática de símbolos”, de una explo-sión de los signos y significados.

Ante la crítica que recibió Davenportal no rebasar los límites de la ficción ensu libro Tatlin! –a pesar de “la abundan-cia de invención narrativa”–, respondiócon dos máximas entresacadas de su en-sayo Ernst Mach rima con Max Ernst: “Laescritura de páginas ficticias demandaun estilo velado y discreto: el cuento,una mímica o estilo impostado”. Y:“Siempre he tenido la ilusión de estarcontando una historia más que proyec-tando un mundo ilusorio y ficticio”.

El reproche que Benjamín le hace al short story como resultado de la épocamoderna, narración que “ya no permitela superposición de las capas finísimasy translúcidas”, es en parte comprensi-ble: ya no se escriben narraciones, sinomás bien artefactos narrativos que repro-ducen el mecanismo de relojería sin quecierta densidad temporal mueva las agujas. Un ejemplo claro son los cuen-tos llamados “súbitos” o “ultrarrápidos”norteamericanos que pulularon untiempo –y que aún pululan– a nombrede la literatura, y algunos cuentos lati-noamericanos y españoles cuya cortedadforzada (no hablo de los grandes cuen-tos hiperbreves de Piñera, Orkëny, RorWolf, por ejemplo) se erige en cualidadliteraria per se, como si ser enanos noscolocara en la cima de la especie.

En la dependencia enfermiza que lanarrativa norteamericana comienza a

tener de su propia tradición radica su innegable fuerza (como muestra la abun-dante antología de Richard Ford: 1265 sólidas páginas) y quizá, también, su fu-turo debilitamiento, si es que puede hablarse así de una de las literaturas con-temporáneas más poderosas del mun-do, como lo fue la española en los Siglos de Oro. ~

– Rolando Sánchez Mejías

CUENTO

¿QUÉ FUE DE GENE KELLY?

Habrá una vez. Antología de cuento joven norteamerica-no, selección, traducción y prólogo de Juan Fer-nando Merino, Alfaguara, Madrid, 2002, 540 pp.

No parece casualidad que tras la pu-blicación en España de la excelen-

te Antología del cuento norteamericano de Richard Ford, comentada más arriba porRolando Sánchez Mejías, se edite de in-mediato esta otra antología del cuentojoven norteamericano. Habrá una vez es untítulo significativo. Hay prisa por apro-vechar la atracción que ejerce en estosmomentos la sociedad norteamericanade a pie, ésa que despertó bruscamen-te de un sueño y se enfrenta moral-mente a una pesadilla.

El escritor colombiano Juan Fernan-do Merino, residente en Nueva York,reúne en Habrá una vez 25 relatos cortosescritos en la década de los noventa. Laselección de escritores en potencia, na-cidos en los años sesenta y setenta, nosofrece dos de las claves de la literaturanorteamericana actual: por un lado, elmulticulturalismo, pues incluye autoresde origen chino (Gish Jen), haitiano (Ed-

widge Danticat), croata (Joseph Nova-kovich), hindú (Jhumpa Lahiri, PremioPulitzer del año 2000), puertorrique-ño (Judith Ortiz Cofer), apache (BradyUdall), canadiense (la excelente DianeSchoemperlein), y, por otro, la cada vezmás afianzada perspectiva narrativa dela mujer, sea como autora o protagonista.Catorce de los 25 autores seleccionadosson mujeres que ofrecen un testimonioimplacable de lo enigmático, insólito ycontradictorio que resulta lo que aún es-taba por remover. En este sentido es muysignificativa la interesante película roda-da en California por el también colom-biano Ricardo García, hijo de GabrielGarcía Márquez, titulada Cosas que diríacon sólo mirarla y actualmente en las pan-tallas españolas.

Eso sí, el país de las barras y estrellassigue siendo tierra de oportunidades.No hace falta ser escritor, con sólo que-rerlo opta uno a un generoso sistema de becas y talleres de escritura creativaallí donde haya una universidad. Los autores incluidos en Habrá una vez pro-ceden de estos talleres que están en manos de los grandes maestros del gé-nero. A diferencia de lo ocurrido con losrenovadores del relato corto en la déca-da de los ochenta, Raymond Carver, To-bias Wolff, John Cheever, John Updike,estos chicos aprenden técnicamente a serescritores en una especie, permítanmeunos y otros la broma, de academia es-tilo Operación Triunfo, a cuya puerta esperan las editoriales más poderosasdispuestas a firmar suculentos contratospor un mero anticipo de novela. Es así.Pero también es cierto que de ahí vienela precoz madurez estilística que de-muestran los autores incluidos en estevolumen, su saber hacer con el lengua-je y con las estructuras narrativas a la hora de contar una historia. El sistemaeducativo, ya desde edades tempranas yde forma continuada, favorece esa flui-dez que los norteamericanos siemprehan demostrado para el arte de narrar.La reciente recopilación de Paul AusterPensé que mi padre era Dios es una buenaprueba de ello. Por otro lado, numero-sas revistas (y no sólo literarias, incluso

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LiBROSPlayboy) apuestan decididamente por elrelato corto de calidad y también se edi-tan volúmenes anuales recopilatorios delos mejores relatos del año.

Si bien autores como los menciona-dos renovaban en los ochenta los plan-teamientos narrativos del género en laestela de sus maestros (Hemingway,Chejov, Faulkner, Chandler), los narra-dores que comienzan a escribir en losnoventa dan la sensación de leer técni-camente, para escribir, con David FosterWallace y Lorrie Moore como abande-rados de unas referencias estilísticas ras-treadas en los autores anteriores peromucho menos contenidos a la hora denarrar. Sus influencias proceden en ma-yor medida de un aparato de televisiónconstantemente encendido (han visto laGuerra del Golfo, la desmitificación deldespacho oval, las matanzas en institu-tos y hamburgueserías) y del cine másalejado de Hollywood. Reflejan no ya el desmoronamiento del american way oflife sino las consecuencias de ese des-moronamiento, lo que se mueve bajo elderrumbe, el dolor subterráneo. La de-relicción de los núcleos familiares des-de el punto de vista del adolescente, elfracaso de la vida en pareja cuando lameta parecía alcanzada, la angustia de los accidentes de avión, el aturdi-miento de los inmigrantes, las repercu-siones de la guerra de Vietnam en lasmadres afectadas, la incomunicación en-tre padres e hijos, el tiempo encalladoen las poblaciones rurales del sur, pare-jas maduras y sin hijos de visita en Dis-ney World, la tragicomedia infantil delos yuppies cuando entran en contactocon la naturaleza, la violencia del sexofurtivo y el sadomasoquismo son algu-nos de los temas que discurren por laspáginas de este volumen en el que, demomento, importa menos quedarse conlos nombres que con los textos, 25 retra-tos de una sociedad que se agrieta pordentro. Individuos aislados con ansiasincontenibles de contarle su vida a quiense siente con un libro al otro extremo del banco. Y aún no había comenzadoseptiembre. ~

– Jaime Priede

HISTORIA

HISTORIA DE COLONIZADORESY COLONIZADOS

Peter Forbath, El río Congo. Descubrimiento, explora-ción y explotación del río más dramático de la tierra,Turner / Fondo de Cultura Económica, Madrid,2002, 488 pp.

Adam Hochschild, El fantasma del rey Leopoldo. Co-dicia, terror y heroísmo en el África colonial, Penínsu-la, Barcelona, 2002, 528 pp.

Aunque África haya vuelto a desapa-recer de escena tras los aconteci-

mientos del 11 de septiembre, regresandoal ostracismo que marcó sus relacionescon el mundo hasta la brutal irrupción delas crisis de Somalia y de Ruanda, lo cier-to es que la última década no ha sido deltodo estéril: la opinión pública del mun-do desarrollado ha llegado a saber, al me-nos, que el continente negro fue víctimade un dramático pasado cuya sombra seprolonga hasta el presente. Así, y debidoen gran medida a la cíclica repetición deguerras civiles y matanzas en las que setradujo en África el fin de la guerra fría,la idea de que la trata y el colonialismofueron responsables de la completa des-

trucción de una sociedad que aún se es-fuerza en recomponerse ha calado hon-do en las conciencias de Occidente; tanhondo que, en no pocas ocasiones, ha ter-minado por convertirse en una nueva einsospechada rémora para el progreso deÁfrica, al servir de coartada a dictadoresque tratan de exculpar sus atrocidades dehoy contraponiéndolas a los antiguos ho-rrores de los que sus pueblos fueron víc-timas. Esta aberrante conversión de unaincontestable evidencia histórica en falazargumento político ha provocado en granmedida la inanidad del discurso corrien-te entre las organizaciones humanitarias:al poner el acento en lo que Europa hizocon el solo propósito de incrementar lasreparaciones debidas en forma de presu-puestos para la cooperación, han termi-nado por allanar el camino para que losgobiernos africanos logren sortear su res-ponsabilidad en la insostenible situaciónque padece la mayor parte de los paísesdel continente. Porque al expolio de Áfri-ca perpetrado por los europeos le ha se-guido otro igual de inmisericorde y desangriento, sólo que perpetrado esta vezpor los propios africanos.

En respuesta al creciente interés porconocer las raíces de la desarticulaciónpolítica y social que padece África, la bibliografía europea y norteamericanaacerca del continente ha experimentadoun crecimiento sustancial durante los úl-timos años, abarcando desde la reediciónde los informes y memorias de viajeroscomo Stanley o Burton, hasta la publi-cación de estudios patrocinados por or-ganismos económicos internacionales.Salvo raras excepciones, la abundancia deobras no se ha traducido, sin embargo, enuna superación de dos de los principalesobstáculos a los que se enfrenta la histo-riografía consagrada a África: la persis-tente ausencia de la versión de los africa-nos en la reconstrucción de su propio pasado y, en segundo lugar, las dificulta-des para insertar la historia de África enel contexto más amplio de la historia uni-versal, saltando por encima del mito delcontinente virgen creado a finales del XIX

para justificar el dominio europeo. No de-be sorprender entonces que buena parte

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de los trabajos sobre el pasado africanoarranque en el siglo XV, cuando los por-tugueses deciden explorar la ruta maríti-ma hacia las Indias en razón del bloqueode las vías terrestres provocado por la ex-pansión otomana en Europa central. Deun solo plumazo se hace desaparecer lavinculación de África con el mundo clá-sico, de la que dan testimonio, entre otros,Plinio, Mela o Estrabón. Y no sólo eso,sino que se hace desaparecer, además, elcarácter africano del Egipto faraónico, demodo que el hallazgo de sus sorprenden-tes avances científicos o de sus desarro-lladas técnicas arquitectónicas no pongaen entredicho la premisa básica del colo-nialismo: la de que África nunca conocióla civilización y, por consiguiente, era mi-sión de los europeos llevar hasta ella losprincipales avances de la humanidad.

En su voluminoso y documentado es-tudio sobre El río Congo, el antiguo corres-ponsal de la revista Time, Peter Forbath,comienza su recorrido refiriéndose a la le-yenda del Preste Juan –gobernante de unhipotético reino cristiano situado más alláde las fronteras del Islam–, que inspiró losviajes de los marinos al servicio de las co-ronas de Portugal y de Castilla. AunqueForbath se refiere a la existencia de noti-cias clásicas acerca del continente, la re-producción de los patrones habituales a lahora de reconstruir el pasado africano leimpide integrarlas adecuadamente en surelato. De este modo, el interés de roma-nos y fenicios por África y sus reinos o losintercambios desarrollados a lo largo desiglos apenas si ocupan las páginas inicia-les de El río Congo, convertidos en simplepreámbulo del verdadero comienzo de lahistoria, situado en tiempos de Diogo Caoy sus exploraciones en nombre del rey dePortugal. A partir de las expediciones deeste “descubridor” de la costa occidentalde África, Forbath traza un completo pa-norama de los avatares humanos que, a lolargo de quinientos años y llegando hastael triunfo de Laurent Kabila sobre Mobu-tu, han tenido como escenario la cuencadel río Congo. La ingente información queutiliza, y que hace de su trabajo un valio-so compendio de los conocimientos actua-les sobre la cuestión, le permite incluso

advertir las frecuentes contradicciones enque incurre el relato ortodoxo del pasadoafricano, aunque no se detenga a extraerlas consecuencias. De este modo, y sin queello tenga mayor incidencia en la articu-lación de su trabajo, Forbath advierte elcontrasentido de que, por ejemplo, el des-cubrimiento de las fuentes del Nilo fueseconsiderado en Inglaterra como el mayoravance geográfico después del hallazgo deAmérica, cuando Mungo Park había pro-clamado, tan sólo quince años antes, quela localización de la desembocadura delNíger era el mayor descubrimiento quequedaba por hacer en el mundo.

A diferencia de Forbath y su trabajosobre El río Congo, Adam Hochschild notrata de escribir una nueva historia deÁfrica. Con El fantasma del rey Leopoldo supropósito es, por el contrario, mostrar larealidad que se escondía tras el supuestoproyecto humanitario y civilizador con-cebido por el soberano belga, obsesiona-do por ofrecer a su país –o más bien a símismo– un imperio colonial comparableal de las grandes potencias de la época. Apartir de esta diferencia de aproximación,Hochschild no sólo alcanza a sortearaquellos dos obstáculos a los que se sue-len enfrentar las historias del continen-te, incluida la de Forbath, sino que, encontrapartida, las hace más patentes y lasdenuncia. En primer lugar, Hochschilddeja constancia en diversos pasajes de sutrabajo de que, en efecto, los tres princi-pales protagonistas de su relato –Stanley,Leopoldo II y Morel, el activista a favorde los derechos humanos que se enfrentaa ellos– forman parte del mismo univer-so europeo, en el que el punto de vista delos africanos nunca logró abrirse paso. Ensegundo lugar, se pregunta acerca de lasrazones por las que unos crímenes tan ma-sivos y despiadados como los que el reyLeopoldo cometió en el Congo siguen sinocupar en nuestros días el lugar que lescorresponde, siguen sin integrarse en el contexto más amplio de la historia universal, en la que sin duda apareceríanjunto a los de Hitler o los de Stalin. Pro-bablemente, este decidido propósito deenfocar El fantasma del rey Leopoldo comouna crítica al proyecto colonial y no co-

Juan Antonio Masoliver Ródenas, La me-moria sin tregua, El Acantilado, Barcelona,2002, 130 pp.

Luego de la publi-cación hace tresaños de su Poesía reunida, que nos des-cubrió una obra derara intensidad,Masoliver Ródenas(Barcelona, 1939)ahonda con palabra rigurosa y ágil en el ámbito de unamemoria circular, hecha de sueño y deseo y ruina, donde la pulsiónerótica y el fantasma de la muertese entremezclan para erigir escenasde un magnetismo turbador. Lapoesía de Masoliver Ródenas en-carna las pulsiones de un pasadoque la deslumbra: brillo de unaspalabras tocadas por ese “bello ve-rano” de Pavese, en que el asom-bro, la hermosura y el terror sonfacetas del mismo diamante. ~

Camarón, Antología, Opera Prima, Madrid,2002, 143 pp.

Este original volu-men es un cancio-nero en el sentidotradicional deltérmino, del queformaría parte,por ejemplo, elRomancero clási-co. Es decir, pre-senta en forma de poesía, que esoes, una antología de las mejores ymás representativas canciones delrepertorio de Camarón de la Isla,de cuya muerte se cumplen estemes diez años. Se incluye obra depoetas consagrados, como FedericoGarcía Lorca, y se recopilan can-cioncillas tradicionales del mundogitano, conformando una magnífi-ca puerta de entrada al mundo re-ferencial y axiológico del máximohito del flamenco reciente. ~

OTROS LIBROS DEL MES

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LiBROSmo una nueva contribución a la historiade África, escrupulosamente mantenidopor Hochschild a lo largo de todo su en-sayo, constituye uno de sus más valiososhallazgos, capaz de minimizar incluso lainnecesaria e injustificada tendencia a no-velar episodios y conversaciones de rele-vancia para la aventura colonial belga enel África central.

Aunque África haya vuelto a desapa-recer de escena tras los atentados del 11de septiembre, la bibliografía europea ynorteamericana elaborada bajo el impul-so de los acontecimientos ocurridos du-rante la última década sigue creciendo demanera sustancial, y los trabajos de For-bath y Hochschild constituyen buenaprueba de ello. De la lectura de ambos pa-rece desprenderse, sin embargo, que la ta-rea que hoy se impone a la historiografíaconsagrada a África no es tanto la de rees-cribir lo que sucedió manteniendo siem-pre los mismos patrones, sino reintegrarla voz de los africanos en la reconstruc-ción de su propio pasado. Sólo de este modo se podría poner fin al equívoco envirtud del cual África sigue siendo uncontinente al margen: el de que la histo-ria de los colonizadores sea a la vez el re-lato de sus acciones y el relato que ellosescriben sobre los colonizados. ~

– José María Ridao

ENSAYO

EN LA CASA ENRUINAS

Rafael Sánchez Ferlosio, La hija de la guerra y la ma-dre de la patria, Destino, Barcelona, 2002, 224 pp.

Me he pasado casi un mes leyendo aSánchez Ferlosio, y la verdad es

que no me encuentro de muy buen talan-te. Para vengarme, incurro en la tentaciónde adjudicarle el papel de Alcestes, el mi-sántropo de Molière, que desde el extre-mo opuesto al revolucionario se lanzacontra todo y contra todos y hace gala deesa mala costumbre que es decir lo que sepiensa. Sin embargo, dejando a un ladolas exageraciones (provocadas, supongo,por el régimen intensivo de mi lectura; aSánchez Ferlosio, como a casi todos losmoralistes, es recomendable leerlo por tre-chos), me atrevería a suscribir lo que enciertos medios literarios resulta una pe-rogrullada: que dicho señor es uno de losmejores escritores vivos de la lengua. Yaunque su último libro no tiene la alturade los anteriores, tampoco desmerece quese le dedique un buen rato, no de ocio, si-no de esfuerzo y resuello (apnea literaria,pues su prosa la asocio, no sé bien por qué,con una práctica de inmersión o de bu-ceo), para iniciarnos en las razones de suprincipalía.

Hablo, por supuesto, del Sánchez Fer-losio ensayista, aunque curiosamente losdos grandes temas de éste, la paideia y laguerra, aparezcan también en sus nove-las: Alfanhuí, niño formado fuera de la escuela, y El testimonio de Yarfoz, crónicainconclusa de las guerras barcialeas. Trasmi escueta mención a estos dos motivosdominantes está el azar de otra lectura, lade un libro que casi me han regalado enuna librería de viejo. Se llama Los niñosselváticos (Alianza, 1973), y junta un ensa-yo de Lucien Malson sobre los niños quehan permanecido al margen de la socia-lización humana y crecido junto con ga-celas, leopardos, lobos o cerdos, con la interesante Memoria sobre Víctor de l’Avey-ron de Jean Itard, más los prolijos comen-tarios del traductor, que no es otro que elpropio Sánchez Ferlosio.

Ya en esas glosas tempranas queda cla-ra cierta inquietud por los fundamentosde la organización social, sea bajo la forma conceptual del llamado “procesode aprendizaje”, sea como preocupaciónmoral por los límites de lo civilizado. Límites que, además de estructurar la di-visión entre vida humana y vida animal,sirven en última instancia para cuestio-

nar la legitimidad de un “derecho de gue-rra”, un ius in bello propiamente dicho. Enel que sigue siendo su mejor libro, Ven-drán los años malos y nos harán más ciegos(1993), Sánchez Ferlosio esbozaba una crí-tica inteligente a esa perversión farisaicaque Max Weber describe como “utiliza-ción de la moral como instrumento paratener razón”. Y lo hacía a partir de unaexpresión muy castiza, “cargarse de ra-zón”, a la que agregaba, en su particularestilo, una secuencia entrañable de Lau-rel y Hardy. En el “cargarse de razón” es-tá implícito que el que se carga no es quienhace algo, sino alguien que permanece inmóvil mientras los otros, añadiendotorpeza sobre torpeza, error sobre error,injusticia sobre injusticia, se convierten,de alguna forma, en un motor que sumi-nistra el potencial ético. Ya entonces, esaacumulación de capital moral se relacio-naba con “la poderosísima seducción ca-tártica de la guerra” y “la popularidad dequien promete sacrificios”.

Ahora, en la página 204 de La hija de la guerra..., se retoma ese argumento para criticar el ius in bello de Michael Walzer, cuya actualidad aparece realza-da por el hecho de que en España no seha discutido nunca a Walzer, ni a mu-chos de los autores que Sánchez Ferlo-sio cita o con los cuales polemiza. Es muydivertido ver cómo, de pronto, un señorque según propia confesión “no se tie-ne a sí mismo por profesional de nada”,pone en dramática solfa al prestigioso autor de Esferas de la justicia y de Guerrasjustas e injustas. (No porque Walzer no co-nozca el argumento de Weber contra un“derecho de guerra”, sino porque, comodemuestra Ferlosio, prefiere no tenerloen cuenta.) También hay una encantado-ra contundencia boxística en el ensayoque da título al libro, ese desciframien-to frankfurtiano de la relación entre gue-rra, patria y razón instrumental.

Los razonamientos de Sánchez Fer-losio tienen la virtud de seguir un trayec-to bastante coherente, así que leerlo essiempre recordar algún otro libro suyo.Ya aquellas notas a la traducción de Itardse situaban en una curiosa intersecciónentre política, filosofía, ciencias biológi-

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cas y jurisprudencia, ambicioso terrenodel que, por suerte, brotan pocos precep-tos y muchas reflexiones. Ferlosio no estanto un creador de sistemas, un arqui-tecto de ideas, sino un destructor decreencias, de doxa. No se dedica, con si-métrico furor, a construir un mundo con-ceptual, sino que prefiere hacer notar lascontradicciones de lo existente, las lucesy sombras del paisaje mental que nos ro-dea. Así, por ejemplo, al desenmascararel socorrido argumento de que lo públi-co invade lo privado, “cuando la verdadsocial es justamente la contraria: la vidapública es la invadida y agredida, y la vida privada la invasora y agresora”. Ocuando descubre que la clave del actualproblema pedagógico radica en que la sobreprotección vigente en el ámbito público de la enseñanza actúa a manerade lastre, “una rémora que le impide [alalumno] hacerse verdadero protagonis-ta autorresponsable de su propio interéspor los contenidos de las cosas que po-dría aprender”.

Tan variado género de preocupacio-nes, en dominios tan dispares para casicualquier otro pensador moderno, pro-voca un efecto colateral: Sánchez Ferlo-sio habla casi siempre solo, es la voz queclama en el desierto de los media y enel páramo de la estupidez rampante. Yeso favorece cierto regodeo. Incluso susreseñistas solemos divagar sobre “lo fer-losiano” en vez de hablar de los temasque abordan sus libros. Un buen ejem-plo podría ser la reciente reseña de An-drés Trapiello (La Vanguardia, 24 de ma-yo), donde esboza un perfil del escritor(“un escritor marginal, tal vez el únicoque en sentido estricto tiene España”),hace notar su filiación cervantina (“y sien aquel su peregrinaje no tenía térmi-no, el pensar y el conocimiento en Fer-losio no puede ser teleológico”), dejaconstancia de su buen apetito (“el catá-logo de lo que a Ferlosio puede intere-sarle es tan vasto como los asientos enla consignación de un buque antiguo”),y prosigue, entusiasta, a lo largo de ca-torce párrafos de los que sólo uno, y aduras penas, podría considerarse men-ción del libro a reseñar.

“Casi todos nuestros males nacen delno haber sabido quedarnos en nuestrahabitación”, decía Pascal. “Todas nues-tras desgracias se derivan de no poderestar solos”, escribe La Bruyère. Meatrevo a proponer que los males de Sán-chez Ferlosio son de la estirpe de estosmales del XVII: leer los periódicos y verla televisión. Por lo que su única con-clusión definitiva, demostrada con másde dos mil páginas de ensayos y artícu-los, puede resumirse en aquel verso deltreintañero Eliot: “My house is a deca-yed house”.

Ese pathos, que, ferlosianamente, po-dríamos bautizar como “síndrome de Je-remías”, se intensifica en unos textos queél mismo llama “pecios”, y en los que vemos el tránsito del moralista práctico,cuya retórica se propone conquistar elmundo en que vive, al moralista puro,que observa e intenta, además, encon-trarle sentido al espectáculo al que asis-te. El sentido de los restos tras algún naufragio. El término pecios, singular hallazgo, me recuerda aquello que Gio-vanni Macchia veía como un signo ca-racterístico de la figura del moralista:“questa aria di eterna ‘ripresa dei lavo-ri’”, la metáfora de esas ruinas o cascotespermanentes entre los que acecha el úni-co peligro que puede acechar a Ferlosio:repetirse, vagar una y otra vez por los mis-mos predios. Del otro lado, cintilan lasnumerosas virtudes estilísticas de estosfragmentos punzantes. Como Benjamin,nuestro autor sólo puede entusiasmarserealmente si escribe de modo apoca-líptico. En sus mejores momentos, esemodus destila un tipo especial de elocuen-cia, una admirable melancolía, la intros-pección de un yo múltiple que alcanzalucidez entre sus dudas: “Atado al árbolcomo San Sebastián, asaeteado desde to-das partes, atravesado por las flechas detoda una disparidad de heteronomías entrecruzadas, nada he podido nunca re-conocer por mío ni distinguir como pro-pio en mis entrañas que no fuese a la vezfunción y resultado de empeños exterio-res, encarnizados en algún combate dequién sabe quién y contra quién”. ~

– Ernesto Hernández Busto

EPISTOLARIO

LA CARA OCULTADE PEDRO SALINAS

Pedro Salinas, Cartas a Katherine Whitmore (1932-1947), edición y prólogo de Enric Bou, Tusquets,Barcelona, 2002, 406 pp.

No es fácil escribir sobre la correspon-dencia de Pedro Salinas con Kathe-

rine Whitmore. Aunque esta relaciónamorosa era conocida por algunos, entreellos, y sobre todo, por Jorge Guillén, quefue amigo de ambos, nadie hasta ahora ha-bía leído estas cartas de Salinas dirigidasa quien fue el gran amor de su vida. Escasi inexistente cualquier tipo de mencióna Whitmore en la correspondencia de losescritores españoles relacionados con Salinas. Y sin embargo, tras leer estas cuatrocientas páginas, a pesar de la difi-cultad para encajarlas en la biografía deSalinas con comprensión, hay algo quesuscita pocas dudas: estuvo apasionada-mente enamorado de esa mujer. Antes de cualquier intento de elucidación es ne-cesario condensar algunos de los datosque nos aporta Enric Bou en su prólogo.Katherine Reding Whitmore nació enKansas en 1897 (Salinas, en 1891) y murióen 1982. Hispanista, viajó a Madrid en elverano de 1932, momento en el que co-noce al poeta, a cuyas clases sobre lite-ratura en la Residencia de Estudiantesasistió. Posteriormente, tras una breve es-tancia en Santander en el verano del 33,pasó el curso 1934-1935 en Madrid. Fueen este periodo cuando la esposa de Sa-linas, Margarita Bonmatí (nacida en1884), descubre la relación e intenta sui-

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LiBROScidarse. Salinas se establece en EstadosUnidos en 1936. Tres años más tarde, Kat-herine se casa con Brewer Whitmore, uncolega del Smith College (Massachussets),donde ella profesaba. El matrimonio noduró mucho, ya que Brewer falleció en unaccidente de tráfico en 1943. Se han con-servado 354 cartas, de las cuales 151 com-ponen este volumen. En un apéndice seda a la luz un texto de Katherine R. Whit-more, fechado en Pasadena en junio de1979, indispensable para penetrar en es-ta relación, aunque, a su vez, introducenuevas complejidades.

Varios son los aspectos que puedendestacarse de estas cartas: el literario, elbiográfico y el documento humano. Encuanto al primero, pueden extraerse pá-rrafos y líneas de gran importancia, tantopor la agudeza como por su capacidad ex-presiva, en ocasiones superiores a las queencontramos en sus poemas amorosos dela época. Salinas, y en esto disiento tantode Enric Bou como de la opinión másasentada entre críticos españoles, fue unpoeta de hallazgos puntuales pero con po-ca capacidad para dar forma a un poema;además, los logros –esos versos que tan-tas veces se han citado– no tardan en caeren amplificaciones y fórmulas, cuando noen un prosaísmo desvitalizado y carentede ironía: poesía aguada. Sin embargo, Sa-linas fue un crítico valioso y, sobre todo,a mi juicio, un prosista inteligente, esplén-dido por momentos, de una curiosidad y gracia poco comunes. Muchas de las páginas de la Correspondencia con Jorge Guillén (1923-1951) y las Cartas de viaje (1912-1951), así como los escritos de El defensor, forman parte de lo más vivo e in-teligente de su obra. Cuando ciertos crí-ticos proclaman que el ciclo amoroso deSalinas que va de La voz a ti debida a Largolamentocontiene la poesía amorosa más im-portante de la lengua española del sigloXX, están diciendo que es tan importantecomo la mayor poesía amorosa occiden-tal de ese mismo tiempo, lo que es, lamen-tablemente, mucho decir. Además, ¿quéimportancia otorgan a la poesía amorosade Pablo Neruda, Luis Cernuda y Octa-vio Paz? Dejemos este asunto para otromomento.

A partir de estas cartas, la biografía deSalinas se transforma copernicanamen-te. No es su mujer sino una “diosa blan-ca”, en el sentido que Graves da a esta expresión, la que se convierte en el cen-tro de su mundo. Sin duda se trató de unamujer real con la que, ocasionalmente,mantuvo relación íntima, pero fue algomás: una mediadora (aunque no un me-dio) que le abrió a Pedro Salinas las puer-tas de lo absoluto. Por otro lado, en el aspecto biográfico, el hecho de que Sali-nas, ese gran padre de familia y, por loque conocíamos de su correspondencia,marido atento y comprensivo, hubiera es-tado, como confiesa en estas cartas –deuna periodicidad diaria en largos tre-chos– obsesionado por la presencia de es-ta mujer casi siempre ausente, conviertesu en apariencia idílica vida en otra cosa.Hay que recordar que su mujer, Marga-rita, siete años mayor que Salinas, inten-tó suicidarse, es decir: había llegado a una situación extrema de desesperación.Ignoramos cómo se restableció y en quétérminos se mantuvo la relación del ma-trimonio, salvo que continuó hasta el final. Salinas no menciona, en la larga co-rrespondencia con su gran amigo Guillén,este estado de ánimo, su desvelamientoamoroso; en definitiva, su gran secreto.¿Desde cuándo lo sabía Guillén? Final-mente, es un documento valioso porquese trata de una verdadera pasión amorosaexpresada por un poeta. Enric Bou seña-la un cuarto aspecto: la información queofrece sobre el proceso creativo de los li-bros que escribe en esa época: La voz a tidebida, Razón de amor y Largo lamento. Des-de el conocimiento de esta corresponden-cia, la relectura de los prólogos de la his-panista Solita Salinas, hija del poeta, sonreveladores: es obvio que sabe muy bienque esos poemas estaban dirigidos a unapersona que no era su madre, y sabía biencuándo y hasta dónde se extendió dichaexperiencia amorosa. Tal vez no debamosreprochárselo, pero hay que señalar al me-nos que no tuvo el valor de decirlo.

Quizás sea la carta del 7 de agosto de1932 donde mejor se describe el enamora-miento: como las cosas en el crepúsculo,dubitativas y oscilantes, desprendiéndo-

se de la dura realidad diurna, la pareja, al reconocerse, adentrada en el espacio dela noche, abandona la rigidez de los ho-rarios y las normas, y se adentra en unarealidad otra: “Los deberes del día, losnombres, los quehaceres, todo quedabaatrás, borrado, perdido como las líneas dela montaña, en la gran vaguedad noctur-na ya no tenían esos dos seres nombres nioficio, ni deberes, ni historia. Ya no esta-ban encerrados en sus límites infranquea-bles”. Unos días después (30 de agosto)vuelve a esta misma veta: “La vida es en-tonces forma del deseo. Suspensión de laley del día, de las normas de la luz y lasmedidas”. Sin embargo, Katherine es pa-ra Salinas “La esencialmente relacionable. Túme relacionas con todo”. En la tensión queexpresan las líneas citadas creo que secomprende la naturaleza del enamora-miento: es el eje de la analogía, o la haceposible de manera extrema, y al mismotiempo pone fuego a las premisas y cons-trucciones sociales, toda esa maquinariaque arrastra la luz del día. Katherine espara Pedro Salinas una luz nocturna, unser único que se le ha revelado a él y quelo transforma, pero sólo en ese lado de larealidad. Katherine es un ser excepcionalsólo visible por Salinas, y es la musa quehace posible su poesía, y así lo reitera cuan-do se refiere a poemas de esa época comode un producto de ambos (“me los man-da, me los ordena una fuerza superior eirresistible, porque vienen de mi Kathe-rine, son de ella y para ella”). Sin embargo,debido a su matrimonio (con hijos), Salinasno pone en juego su situación familiar y,a pesar de que Katherine, en un primermomento, desearía casarse con él, Salinasapuesta por vivir su amor como una rea-lidad nocturna, mientras que su vida co-mo marido, padre y catedrático formaráparte del orden de la luz diurna, de lo quetodos ven (“¡Si supieran mis compañerosde excursión que el Prof. Salinas está aho-ra escribiendo una carta como ésta!”). Queno se entienda que juzgo la elección deSalinas, sólo trato, en el espacio de esta no-ta, de comprenderla. Pero esta división,en la que el profesor, marido y padre defamilia Pedro Salinas mantiene separadoel orden de la realidad cotidiana y de los

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afectos controlables, del mundo de la pa-sión única, cuya realidad está más allá delo deficitario y relativo, supone para el poe-ta una vivencia compleja que la define elverso de P. B. Shelley, perteneciente a suobra Epipsychidion, y que puso como epí-grafe a La voz a ti debida: “Thou Wonder,and thou Beauty, and thou Terror!” Unmismo rostro se revela asombroso, bello yterrible. De la lectura de las cartas creo quese puede deducir que Salinas trató demantener al terror dentro de la belleza ydel asombro, es decir, en el cielo platóni-co de lo inmóvil. No está de más señalar,siquiera sea de pasada, que la rebeldía (tanpresente en Cernuda y la exaltación delamor entre los surrealistas) no aparece enesta experiencia amorosa. Se trata de unatransformación que opera en la intimidad,pero que no quiere tocar la estructura so-cial de su vida.

Que Salinas estuvo plenamente ena-morado de Whitmore es indudable. Unafrase expresa, admirablemente, esta pa-sión: “Tú eres lo que me está pasando siem-pre” (28 de febrero de 1933). También pone en duda la sinceridad de Salinas pa-ra con su familia, rastreable comparandolas cartas a su amante y las que escribe asu mujer en las mismas fechas. En la mis-ma carta citada queda claro, al menos pa-ra ese momento: “Me sirve muy bien para disimular, sobre todo con la familiay los íntimos, mi trabajo, mis muchos quehaceres”. La pasión de Salinas operahaciendo desaparecer toda actividad: in-telectual, política, cotidiana, en beneficiode la relación amorosa, que se producesobre todo, como señala acertadamenteBou, en la correspondencia epistolar mis-ma. Esa ausencia de noticia temporal –poremplear una expresión cara a AntonioMachado– es claustrofóbica. De algunacarta se deduce que Katherine le pide quele hable de lo que hace, de su familia, delo que lee, en definitiva, de lo de afuera,como al parecer ella misma hace en suscartas; pero Salinas ha separado su ena-moramiento del mundo de los otros, tanto que apenas es un guiño, una señalsuscitada por esto o lo otro pero sólo pa-ra abstraerse inmediatamente y pasar a vivir en ese tiempo sin tiempo, en esa rea-

lidad sostenida “en vilo”, como dice elpropio Salinas. Es curioso que una per-sona tan observadora, con una curiosidadtan minuciosa, como pone de manifiestoel resto de su correspondencia, disipe to-do ese mundo de cosas y relaciones en unarealidad unitiva.

Pero es necesario que nos remitamos aesas pocas páginas que Katherine Whit-more dejó a la Houghton Library de laUniversidad de Harvard. Se trata de untexto algo confuso pero revelador, escritoen el año 1979 (a los ochenta de la autora).En él, para lo que interesa a la línea de es-te artículo, Katherine confiesa su enamo-ramiento inicial, pero, sin darle del todola razón a Leo Spitzer y a Ángel del Río,no se reconoce en los momentos “suma-mente pasionales” de La voz a ti debida por-que “implican una experiencia que no conocimos”. No aclara si no la conocie-ron nunca o en ese periodo (unas líneasmás adelante confiesa, sin embargo, queen el verano de 1933 “todavía estábamosenamoradísimos”), aunque si aceptamosque sabía bien lo que escribía y que estábien traducido, el verbo es claro: no diceno conocíamos (entonces), sino “no cono-cimos” (nunca). Pero es evidente que elamor no tuvo la misma dimensión paraambos y que la hispanista norteamerica-na se vio arrastrada, sobre todo a partir de1934, por la pasión del poeta. “Mi queri-do Pedro, con su amor y su nostalgia, inventó verdaderamente su infinito”, afir-ma. Con el intento de suicidio de su mujer, Katherine comprende que la rela-ción ha llegado a su fin, pero “Él no veíaen ello ningún motivo para separarnos [...].Parecía no ver conflicto alguno entre surelación conmigo y con su familia”. Aun-que no creo que sea una explicación, sí esun punto de vista: es posible interpretarla relación con Margarita, su mujer, comouna relación filio-materna, mientras queKatherine es verdaderamente la amante,y por lo tanto no debe haber conflicto en-tre ambas. Continuando con el relato dela amante, para ella la “ruptura fue defi-nitiva cuando, en junio [1937] me marchéde Nueva Inglaterra”. En 1939 se casa conBrewer Whitmore (“lo que hice rebosan-te de felicidad”), del que toma el apellido

(de nacimiento se llamaba Reding). DonPedro sigue escribiéndole hasta que en1943, a la muerte de Brewer, deja de ha-cerlo. Salinas vive en Puerto Rico y, al parecer, adujo que la censura de la épocaabría las cartas. “Las pocas veces que vi aPedro desde su regreso de Puerto Rico, mepareció un extraño”, recuerda Whitmo-re. En 1951 fue el último encuentro, enNorthampton, adonde había ido Salinasa dar una conferencia. Pudieron hablar“unos minutos”. Salinas no había acepta-do ni entendido nunca que ella rompierasu relación. “‘¿No entiendes por qué tu-vo que ser así?’ Me miró con tristeza y contestó: ‘No, la verdad es que no. Otramujer, en tu lugar, se habría consideradomuy afortunada’”. Creo que no es difícilaceptar que Salinas era ahora el profesor,con conciencia de su propia obra comopoeta, y que había dejado de ser esa figuraentusiasmada y fulgurante creada por eldeseo que testimonia esta corresponden-cia. En 1951 ambos vieron a dos personasque se podían confundir en la muchedum-bre: devastadas por la realidad. ~

– Juan Malpartida

NOVELA

CRIMEN YCASTIGO Y ROCKAND ROLL

Jonathan Franzen, Las correcciones, traducción deRamón Buenaventura, Seix Barral, Barcelona,2002, 736 pp.

Es imposible leer de forma inocente Lascorrecciones de Jonathan Franzen, a no

ser que hayas pasado los últimos mesesconcursando en la casa de Gran Hermano.El éxito en Estados Unidos (un millón de

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LiBROSejemplares vendidos, el National BookAward) y los elogios de Don DeLillo y deDavid Foster Wallace han llegado de unamanera que no se puede llamar eco. Fos-ter Wallace ha escrito que Las correccioneses una novela “divertida y profundamen-te triste”. Don DeLillo ha escrito que es“una poderosa novela”. Se ha compara-do a los Lambert, la familia protagonis-ta, con los Buddenbrook de ThomasMann y los Wapshot de John Cheever; seha comparado la novela con Ruido blancode Don DeLillo y las ficciones de JohnUpdike. Jonathan Franzen ha dicho quequería escribir una novela en la tradicióndecimonónica, Balzac o Dickens, que legustaría parecerse a Proust, a Kafka, aFaulkner y a Conrad, que su deseo era es-cribir una novela rusa (y Dostoyevski esmás que una referencia recurrente).

Quizá se hayan dado todas las respues-tas a Las correcciones y ya sólo quede plan-tearse las preguntas. ¿Es posible que enla narrativa norteamericana solamentepueda haber ficción de lobos solitarios,de héroes y antihéroes, y ficción de fami-lia, sobre el american way of life y la Amé-rica destrozada? La novela de Franzenquiere ser al mismo tiempo ficción de héroes (realmente sus capítulos funcionancomo retratos autónomos) y ficción de fa-milia (como un larguísimo capítulo deuna comedia de situación: un episodio de Enredo, por ejemplo, pero sin la chis-pa de Billy Cristal).

¿Hay tantos profesores universitariosen el mundo con problemas? En Las co-rrecciones es Chip, uno de los hijos de losLambert, un profesor al que se le acusa y expulsa de su universidad por acoso sexual a una alumna, como le sucedía a David Lurie, protagonista de Desgracia(Mondadori) de J. M. Coetzee (aunque enla novela del americano la expulsión for-ma parte de una farsa sexual de campus yen la novela del sudafricano es el origende una verdadera tragedia). A la lista deprofesores universitarios en apuros se pue-den incorporar Malik Solanka, el prota-gonista de Furia (Areté) de Salman Rush-die, y Coleman Silk, el protagonista de Lamancha humana (Alfaguara) de Philip Roth.(Incluso los exitosos ensayos de Harold

Bloom tienen como protagonistas a pro-fesores universitarios, a su juicio maniata-dos por lo políticamente correcto.) ¿Quéresumen del mundo se encierra en el com-portamiento de los profesores universita-rios, de la comunidad universitaria?

¿Por qué la enfermedad se enseñoreade las novelas de los últimos narradoresnorteamericanos? En Las correcciones es elParkinson que sufre Alfred, el padre de lafamilia Lambert, y que le destroza porcompleto. Y también el permanente cues-tionamiento de su salud mental que llevaa cabo Gary, el hijo banquero de los Lam-bert y el personaje más interesante de lanovela. Es el síndrome de Tourette enHuérfanos de Brooklyn (Mondadori) de Jo-nathan Lethem o las patologías sexuales,y un catálogo completo de otras enferme-dades, en Asfixia (Mondadori) de ChuckPalahniuk, quien ya había recurrido a mos-trar pacientes bajo terapia en El club de lalucha (Muchnik). Quizá fueran pionerosDavid Leavitt, con el sida, y Bret EastonEllis, con la esquizofrenia. Puede que laenfermedad en las novelas de los narrado-res jóvenes americanos sea como la “letraescarlata”: referencia a un mal social ex-tendido pero que no se puede nombrar.

¿Por qué la ficción norteamericana estan fácilmente comparable con las seriesde televisión? A esta pregunta ha res-pondido con mucho talento David FosterWallace en “E unibus pluram: televisión y narrativa americana” (incluido en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Mondadori). Dice Foster Wallace: “a) todos reconocemos esas referencias, yb) todos nos sentimos un poco incómodospor reconocer esas referencias”. Quizá poreso, al leer Las correcciones se recuerda másVacaciones en el mar (que ahora se puede verde madrugada en TVE, en su adaptaciónaños 90) que El corazón de las tinieblas deConrad; se recuerda más Matrimonio conhijos que La comedia humana de Balzac; serecuerdan más todos los episodios navi-deños de todas las series de televisión, des-de Urgencias hasta Los Simpson, que Canciónde Navidad de Dickens, con la que tal vezcomparte más de un vínculo...

También ha escrito David Foster Wa-llace: “los próximos ‘rebeldes’ literarios

verdaderos de EE.UU. [quizá sean aque-llos que se atrevan a tratar] los viejos pro-blemas y emociones pasados de moda dela vida americana con reverencia y con-vicción”. Puede que Jonathan Franzen,que en buena medida ha renunciado a susdos novelas anteriores, escritas según unmodelo posmodernista, sea uno de esos“rebeldes”. Pero, incluso si aceptamos esepunto de vista rebelde, ¿no son más in-teresantes las ficciones de John Updike oPhilip Roth?

Quizá para abordar Las correcciones só-lo sean pertinentes las preguntas, porquela clave no tan oculta de la novela gira entorno a “la pregunta importante”, la quedebe enunciar Alfred Lambert y debe serrespondida por sus hijos, por Gary y De-nise, la hija secuestrada por el Amor, yque a lo mejor Chip, el intelectual, sabrácontestar. Pero no hay respuestas porqueno hay pregunta: la amnesia de Alfred im-pide su formulación.

Jonathan Franzen escribe: “Y la pre-gunta era. La pregunta era:”, y lo que si-gue es un espacio en blanco. ~

– Félix Romeo

CLÁSICOS

UN ESPEJO CURVO

Ramón del Valle-Inclán, Obra completa en dos volú-menes: I. Prosa, II. Teatro, Poesía, Varia, Espasa, Co-lección Clásicos Castellanos, Madrid, 2002, 1.990y 2.549 pp.

En muchos terrenos seguimos los espa-ñoles siendo una calamidad. En el de

la edición de libros, por ejemplo. Más desesenta mil títulos anuales, que ya son títu-los, y no sólo de los cuatro o cinco impres-cindibles de los siglos áureos no tenemosediciones definitivas; tampoco los escrito-

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res canónicos de la modernidad tienen unaobras completas, limpias, modestas y edi-tadas con gusto. Valle-Inclán se incorpo-ra ahora a las pocas excepciones a la regla.Y eso es digno de loa y celebración.

En vida del autor y en tomos florea-dos no menos que gratos y sin excesos, se reunió lo más que se pudo. Tras sumuerte y fatalmente incompletas, se in-tentaron en varias ocasiones unas en dostomos, papel fino, piel roja y oros en loslomos. Se trata de la mítica, carísima oinencontrable Edición Plenitud, últimatirada en 1952. Luego, parece que por gra-ves desavenencias entre herederos, fueimposible un agavillamiento parecido,aunque en tomos sueltos se hallaba y sehalla prácticamente todo en el mercado.Ahora, un nieto del maestro gallego, Joa-quín del Valle-Inclán, que por modestiau otras causas no figura –como debiera–en las portadas, ha reunido la obra delabuelo, ha agregado una abultada “Varia”de textos recuperados en publicacionesperiódicas, del mayor interés y desde laadolescencia del genial gallego, y, para re-matar la faena y el regalo, ha confeccio-nado un glosario de más de seiscientas páginas en letra menuda, donde el curio-so, sin que vea interrumpida la lectura deltexto, tiene todos los vocablos o secuen-cias que requieren explicación o mayoresclaridades. No es, por lo dicho, nada ex-traño que a poco más de un mes de su aparición en librerías los dos suculentostomazos hayan tenido tres ediciones y lasque, sin duda, vendrán.

Los datos cantan: en los manuales quecasi sólo consultan alumnos universita-rios de filología, profesores e hispanistasestá el cómputo de las publicaciones que,sobre Valle, han ido apareciendo en losúltimos treinta años: nadie de su genera-ción, ni siquiera don Antonio Machado,le supera en interés cuantitativo y cuali-tativo en cuanto a estudios, académicos ono. Por otro lado, con Lorca es el drama-turgo nuestro contemporáneo más repre-sentado en el mundo y en multitud deidiomas. Tal indetenible atención y cu-riosidad sí que está diciendo algo: la uni-versalidad, la viveza, la actualidad del legado valleinclanesco.

Sabido es que el maestro siguió unatrayectoria exactamente contraria a susgrandes coetáneos del 98, en lo que al pla-no ideológico y ético se refiere. Unamu-no, Baroja, Maeztu y Azorín, desde unajuventud progresista, en distintos regis-tros y con variable duración temporal ytipo de compromiso personal, acabaronen un fatalismo conservador o religiosoresignados, que no evitó al final determi-nadas y penosas adhesiones franquistasde aquellos que sobrevivieron a la Gue-rra Civil. Naturalmente ese reaccionaris-mo o esencialismo escapista no dice lomás mínimo respecto a la calidad estéti-ca o de escritura, e incluso al interés ac-tual de la obra de todos los citados, quepara mí sigue siendo altísima, con la ex-cepción, quizás, de Maeztu. En cambio,las trayectorias de Antonio Machado yValle fueron las más coherentes, en opi-nión de muchos, en la gravísima coyun-tura de la República y la Guerra Civil, desde un horizonte de solidaridad con unpueblo, primero ilusionado y enseguidaagredido por el fascismo internacional ydejado a su suerte por las democracias hi-pócritas y cobardes del momento, GranBretaña muy en primer lugar. Natural-mente ese compromiso, que en el gallegosólo pudo ser republicano, pues moriríaal comenzar 1936, se vio afeado por al-guna incoherencia, en el caso de Valle. No en vano éste había sido legitimista y

carlista en su juventud, hasta que su ex-periencia “de visu” en los campos de ba-talla de la Primera Guerra Mundial loconvirtió a cierta aliadofilia de alientodemocrático, y sus visitas y atención alsórdido panorama del México posrevo-lucionario con un gobierno demagógico,falaz y de partido único hasta ayer mis-mo, le fueron inclinando a una suerte deanarquismo muy personal y, desde lue-go, sin partido. Fue tal su radicalizaciónque, en 1935, los intelectuales de izquier-da del mundo que promovieron el céle-bre Congreso Antifascista de aquel añoen París lo propusieron como presiden-te del mismo. Don Ramón, ya muy to-cado de su vieja dolencia maligna en lavejiga, no pudo aceptar. Por lo que tocaa la incoherencia a que se hace referen-cia más arriba, raro lunar en esa vida decreciente lucidez, es preciso decir que tu-vo que ver con algún elogio insensato, enentrevistas, a la Italia de Mussolini, cu-ya estética neoimperial, bastante de car-tón piedra por cierto, todavía no pillabamuy curado al Valle tradicionalista o re-queté, también por pura estética, en laprimera década del siglo XX. Con EliasCanetti diríamos, para este caso y tropie-zo, para cualquier otro, que a la estéticamenester será atarla muy, pero que muycorto y mirarle los dientes como a burroen antigua feria de ganado. ~

– Antonio Martínez Sarrión