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1 La obra La película está rodada en 1977, pero muestra una España mucho más vieja. Viendo muy despacio esta película uno puede ir entendiendo a todos aquellos que están por la prohibición taurina. ¡Qué España esta de El monosabio!, cómo es la secuencia en la que meten las tripas del caballo para adentro y con una aguja cosen al animal, vuelven a poner el peto en su sitio y vuelven a man- dar al caballo a la plaza. Es importante revisitar esta pelícu- la, estudiar, sí, estudiar cada gesto de este hombre, de este monosabio que es capaz de gastarse los billetes para el

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La obra

La película está rodada en 1977, pero muestra una España mucho más vieja. Viendo muy despacio esta película uno puede ir entendiendo a todos aquellos

que están por la prohibición taurina. ¡Qué España esta de El monosabio!, cómo es la secuencia en la que meten las tripas del caballo para adentro y con una aguja cosen al animal, vuelven a poner el peto en su sitio y vuelven a man-dar al caballo a la plaza. Es importante revisitar esta pelícu-la, estudiar, sí, estudiar cada gesto de este hombre, de este monosabio que es capaz de gastarse los billetes para el

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aborto clandestino de su hija, el honor de una familia, en su obsesión, en el sueño de grandeza de convertirse en una autoridad del planeta taurino. Es Antonio Díaz-Cañabate en estado puro, es arqueología de una España llena de casta y de épica, de una fija, vieja, enfermiza y paranoica idealización de clase, de una clase que se cree inferior y que sueña con la sinrazón.

José Luis Ló-pez Vázquez, ese actor fe-tiche de Ra-fael Azcona, cuaja uno de sus trabajos más destaca-dos junto a ese personaje de La cabina (1973), de An-tonio Merce-ro. Ese actor d o m i n a d o r del gesto, in-creíble en ese plano frente al espejo del armario en la habitación matri-monial, toreando de salón y creyéndose más grande que Rafael El Gallo, que Antonio Bienvenida o que el mismísi-mo Manolete. Y sin salir a la plaza, tan sólo desde la habi-tación que comparte con su mujer, una Chus Lampreave que agota la botella de chinchón, agotada y cansada por

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un marido inútil, al que no comprende y al que traiciona y critica con su hermana. Un monosabio con aires de tanta grandeza que es capaz de echarle pulsos a la mafia del toreo, ese universo de señoritos con gomina, apoderados de puros y farias de tabaco rancio y guiris con aromas y deseos de baroncitos y literatura.

El toreo, ese planeta tauri-no del Cossío y de los gran-des cronis-tas de princi-pios de siglo. El toreo del Guernica y de Picasso, la tauromaquia, las enciclo-pedias y has-ta el cine de Blancanieves (Pablo Berger, 2012), la fies-ta de Ernest Hemingway y

los textos de José Ortega, José Bergamín, Federico García Lorca y las pinturas de Goya. Todo ese arte, esa cultura y esa fiesta tan española quedan apagados, viejos y trasno-chados en la trastienda triste, opaca, cenicienta y oscura de El monosabio. Película grande, no suficientemente va-lorada, como muchas; que habla de un pobre diablo, con

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sed de reconocimiento y ansias de gloria. Metáfora de una España burda, paleta, ignorante y reprimida.

¡Pobre España! ¿Adónde fue, en ese tiempo, su alma poéti-ca y su código gitano? ¿Qué pasó? La Guardia Civil acribi-llando a tiros a la bestia, ese animal por el que el pequeño monosabio habría vendido su alma al diablo, ahora, ahí, tendido a bocajarro por un picoleto salvador de la virgen. Panderetas, cornetas y jolgorio de fiesta popular. Sigue la procesión mientras el toro, orgullo y emblema de un país de norte a sur, yace en un charco de sangre, acribillado por la Guardia Civil.

Y ahí se va el monosabio, calle arriba, silencioso, con me-nos billetes en su cartera, sin novillo, sin honor, sin fama. Pero no hay tiempo que perder, la peña le aclama, la hora se acerca, el traje de luces en la habitación del hotel, el reparto de dinero que tape la cutrez. El paseíllo, los tim-bales, el miedo y la cobardía. El maestro no puede matar al toro, ha visto la muerte cerca. El público, el presidente, el ganadero, la prensa, las peñas y el toro negro, solo. Es el monosabio al que la Guardia Civil le recuerda que debe pisar la arena, que debe ejecutar al novillo, que el espectá-culo debe continuar, caiga quien caiga. Y ahí sale el orgullo torero del pobre diablo, y le pega uno y dos y hasta tres pases con la muleta, y por la izquierda. Y la plaza se arran-ca, y suenan pasodobles, “En el café de Chinitas”…, y el monosabio ejecuta la suerte suprema. Y ya no hay toro. Y se llena de pañuelos blancos y el presidente -en un acto de generosidad suprema- le concede la oreja al operario, al monosabio, a la clase baja de la fiesta nacional.

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Es El monosabio, gracias, sobre todo, a José Luis Bo-rau, una mirada bufa, trágica y valleinclanesca al mundo taurino, despojado de la estética arquitectónica de los ideólogos del baile, muestra más las letrinas que la are-na. Recuerda a Furtivos (José Luis Borau, 1975), a Mi tío Jacinto (Ladislao, Vajda, 1956) y a Calle Mayor (Juan An-tonio Bardem, 1956). Es más sórdida que épica, nada que ver con Los clarines del miedo (Antonio Román, 1958), El espontáneo (Jorge Grau, 1963), El momento de la verdad (Francesco Rosi, 1965) o Yo he visto la muerte (José María Forqué, 1967).

La crónica taurina de Juanito, el subalterno, El monosa-bio, tiene más de la España de Galdós, Iturrino, Baroja y Regoyos que de los Kerouac, Hemingway o Scott Fitzge-rald. Es otro de los grandes trabajos de un actor denosta-do, criticado y estigmatizado, un José Luis López Vázquez inmenso que suple con sus gestos y su carácter su ausen-

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cia real en la arena. Un actor no es un héroe, ni debe morir en la escena sino hacerlo creer al espectador. Un extraor-dinario trabajo, a la altura del guión y de la dirección de un norteamericano, hijo de gallego.

El contexto

Es fundamental repasar los estudios históricos realizados para las enciclopedias de Espasa Cal-pe (José Ortega y Gasset), la enciclopedia virtual

Encarta y por supuesto Los Toros. Tratado técnico e his-tórico, dirigida por el académico José María de Cossío. El monosabio está rodada en 1977, pero imaginada más atrás; se habla de la muerte de Frascuelo y de una forma de entender los toros como de la década 1960.

El director, Ray Rivas, nació en Estados Unidos -aunque de padre español y madre irlandesa-; biólogo, estudioso de la psicología animal, se sintió siempre atraído por la figura del toro. En sus viajes a América Latina, especialmente a México, quiso rodar sobre el mundo taurino. Algo que ten-drá que esperar hasta que en uno de sus viajes a España comienza a escribir un relato, un cuento, El monosabio. Basado en un personaje que le fue contado en uno de los cafés madrileños de la plaza de la Ópera. En la España de hoy cuesta mucho recordar que, en otro tiempo, el tema taurino fue casi considerado como un subgénero cinema-