La obra - Fnac

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1 La obra Calabuch, es para algunos de los estudiosos de la obra berlanguiana la película más dulce de este maestro del cine del esperpento. Es una mirada empapada de afecto por la gente normal, de trazo corrien- te, por un pueblo español que ha sabido vivir de espaldas al mundo y de cara a los pequeños placeres que hacen grande una vida: el balanceo de una barca de pesca al atardecer, una partida de dominó sin prisas en la taberna, un pulso al ajedrez telefónico cuando estaban lejos los jue- gos de los teléfonos inteligentes, una cárcel sin cerraduras

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La obra

Calabuch, es para algunos de los estudiosos de la obra berlanguiana la película más dulce de este maestro del cine del esperpento. Es una mirada

empapada de afecto por la gente normal, de trazo corrien-te, por un pueblo español que ha sabido vivir de espaldas al mundo y de cara a los pequeños placeres que hacen grande una vida: el balanceo de una barca de pesca al atardecer, una partida de dominó sin prisas en la taberna, un pulso al ajedrez telefónico cuando estaban lejos los jue-gos de los teléfonos inteligentes, una cárcel sin cerraduras

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y una mesa compartida por el cabo de la Guardia Civil, el contrabandista, el cura y el sabio.

Luis García Berlanga fue un magnífico historiador, pen-sador, vividor y director de cine. Vividor desde los mismos placeres que ha ido contando en sus películas, saborean-do una parrilla de sardinas asadas en La Malvarrosa, un buen trago de la bota que mantiene fresco el vino sin en-friarlo, unos pechos traviesos como objetivo de la mirada de un experto voyeur y un amor profundo por unos valores mediterráneos que para los dogmas, la moral y las leyes acababan siempre por ser sospechosos.

Calabuch es el nombre ficticio con que bautiza a Peñísco-la (Castellón), ese maravilloso nombre dibujado por la es-tela del cohete fabricado por el protagonista, un Jorge Se-rra Hamilton (Edmund Gwenn) que arrepentido por prestar

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su saber científico a las guerras y a los conflictos armados se refugia en un aldea marinera rodeada de Mediterráneo. Una Arcadia de la que le costará salir a este nuevo Ulises, un pueblecito rodeado de agua por casi todas partes y en el que sus habitantes no se juzgan, van construyendo su realidad y su existencia más allá del poder y de ese mundo que otros dividieron tras un telón de acero.

Un pueblo, Calabuch, del que Berlanga sabe como na-die ser su mejor cronista, sin caer en estereotipos y sin olvidar que las tradiciones y las jerarquías son rayas en las que conviene apoyarse, sin atravesarlas. Es un pueblecito al que todavía las agencias de turismo, los tour operado-res, Google, la diputación y el gobernador de la provincia no tiene aún en consideración y así sabe despertarse sin prisas, sin agobios, con el aroma del café y del pan recién tostado.

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Hasta tres días puede demorarse placenteramente Manuel Alexandre en el rotulado de la barca, demostrando a sus vecinos que dibuja las mejores letras de la comarca, por-que tiene todo el tiempo del mundo para dedicarlo al oficio que ama. O ese cabo de la Guardia Civil que representa el poder militar de Calabuch y que tiene un miedo infinito

a la soledad, a que su hija se case y se vaya de casa. O ese fascinante último farero de Calabuch, un Pepe Isbert maravilloso, poeta del plató y el último de los actores de raza de nuestro cine que es capaz de construir metáforas con sus gestos, con su voz quebrada y con un lenguaje tan elegante como Chaplin y tan clown como Mario More-no. El farero de Calabuch es el mejor técnico de señales marítimas de nuestro cine, defendiendo un oficio desde la seguridad que le da a los barcos, aunque el último que pasara cerca fuera un mes antes.

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A este pueblecito de la comunidad valenciana, con ga-nas de pólvora y de ganar a Guardamar del Segura en el artificio de los juegos, llega este científico, este sabio bonachón al que se le cubren las mejillas de lágrimas al recordar que su números, su conocimiento algebraico, su saber de la física y de la química se han puesto al servicio de la muerte, de la bomba atómica, y que han producido millares de muertos y decenas de miles de secuelas en el planeta. Huye arrepentido de un poder que le arrebata sus experimentos y se pierde en el Mediterráneo con las fór-mulas en su cabeza, eso que los hombres del Pentágono califican de alto secreto militar.

Y así es como el sacarsmo libertario y cotidiano de Ber-langa coloca a este científico en un islote, en un pueble-cito de la España antigua, de la de los nudos en las cuatro puntas del pañuelo, que prepara sus fiestas populares con la procesión de su virgen y con otro espectáculo atá-vico y cretense, los toros. No hay amargura ni trastos viejos en Ca-labuch, no es Furtivos (1975), ni El monosabio (1978), no hay His-torias de la radio (1955) ni tullidos, ni la cena de los pobres de Viridia-na (1960) y no hay tampoco espíri-tu de la colmena. Es Berlanga en estado puro.

Hay un torero, José Luis Ozores, que en su empresa tiene al toro

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metido en nómina, una camioneta que arranca con una cuerda y una lata de sardinas, en aceite o con tomate, para matar el hambre en conserva. Es Bocanegra el nombre del toro -bueno, del novillo-, que hace como que embiste, que entra en el agua y se constipa, que duerme plácidamente bajo la luna y las estrellas, mostrando Berlanga que qui-zás a esa fiesta le podían haber quitado tortura, épica y tragedia.

Es Calabuch, probablemente, la más fallera, personal y tierna del primer Berlanga, una caricatura de fino trazo de la España que jamás hubiera querido saber del poder cen-tral, una España rural que tenía cultura de placidez y juego, de placer y tiempo, de cielo y agua, de siesta y verbena y más tiempo, y más verano y más invierno. Una España sin regulaciones de plantilla, sin referéndums, sin consensos, una España de contrabando y estraperlo, pero también de música y de juego. Una España de la ignorancia, del cine, de la pizarra, de la escuela básica. Años después vendrá otra España, más lista, más cínica, más sabia, de urbaniza-ciones, hoteles y parques temáticos. Aún queda su tiempo.

Calabuch ni lo sabe ni lo espera, pero en la despedida del sabio, de ese Jorge Serra Hamilton a quien la Sexta Flo-ta acude para recuperar, hay una frase lapidaria del viejo: “Es mi último cohete.” Lo era para él, no puede escaparse, pero lo era también para Calabuch, para el paraíso, para un mundo a finales de la década de los 1950, al que le quedaban dos telediarios. Pocos años después sería des-cubierto y, aunque sabría y sabe guardar la belleza de esos atardeceres rojos o amaneceres de plata, ya nada sería lo mismo.