La Piedra de Toque - Edith Wharton

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LA PIEDRA DE TOQUE

El dinero es el culpable de queGlennard, protagonista de esta pequeña

 joya, no pueda casarse con la mujer a laque ama. Las circunstancias leobligarían a renunciar a ese amor, si nole abrieran, a la vez, una puerta

mediante la que acceder al futuro quedesea: Glennard guarda decenas decartas de Mrs Aubyn, una mujer célebre que, fallecida años atrás,mantuvo con el protagonista de La

 piedra de toque una relaciónatormentada y fría. Al vender las cartasde Aubyn para que se publiquen -ellibro del que todo el mundo va a hablar-, Glennard también vende, de alguna

forma, su alma al demonio.Estos son los mimbres con los queWharton compuso La piedra de toque,su primera novela, publicada en 1900 ynunca hasta ahora traducida al español.Con su prosa detallista y pausada, sucapacidad irónica y su astuto examen

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de las psicologías de sus personajes,Wharton analiza las vicisitudes de la

 pareja como institución, el peso de lossecretos en la pérdida de confianza y

en el desgaste de las relacionessentimentales.

 

Traductor: Laura NaranjoAutor: Edith Wharton©2011, Ediciones ZutISBN: 9788461517701

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Edith Wharton

 

La piedra de toque

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 Título: La piedra de toque© 2011, Edith Wharton,

Título original: TouchstoneTraducción de Naranjo Gutiérrez, ElenaEditorial: Zut EdicionesISBN: 9788461517701

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C UANDO Edith Wharton escribió La piedra de toqu

apenas llevaba cinco años casada con Edgard (Teddy

obbins Wharton, un hombre de buena familia doc

años mayor que ella con el que contrajo matrimonio e

885. Poco podemos saber de las intimidades d

ualquier relación, pero la historia nos ha dejado u

egusto amargo de esta unión que acabó en divorci

einte años después. La idea de infelicidad matrimonia

uede resultar anodina para el lector actual. No as

ara el lector romántico, que sin duda buscará entre la

áginas de Wharton un referente para la vid

doméstica. Feliz o no, lo cierto es que en La piedra doque Wharton se maneja como una verdadera expert

n cuestiones matrimoniales, donde parece conocer a l

erfección los resortes que accionan el mecanismo de lo

ónyuges. Claro que atribuir los conocimientos de un

autora cuyo genio sobresale por sus propios méritos una tumultuosa vida privada no es tarea justa. Si as

uera, tendríamos que admitir que la socieda

eoyorquina de finales del XIX y principios del XX qu

onocemos a través de sus obras no es más que un burd

uadro pintado por un artista mediocre. Porque es ciert

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que el panorama de la alta sociedad de la Nueva York d

Wharton o de su buen amigo Henry James serían mero

uadros costumbristas de no ser por la mirada incisiv

de sus pintores de cámara. Wharton bosqueja, per

acude el exceso de carbón para que no quedemanchas. Luego agrega valores de claridad u oscurida

al esbozo con pintura de base y, una vez seca, combin

us óleos en la paleta para crear el tono más oscuro e

a mezcla. Los trazos más claros se vislumbran e

ontraste. El público se rinde ante la mano de la artist

orque en sus pinceladas se descubre a sí mismo, s

econoce en situaciones que no le son ajenas, pue

ersan sobre la vida y las pasiones humanas y sobr

ómo estas pasiones dictaminan nuestro quehacer diari

las relaciones con nuestros semejantes.

 La idílica serenidad del matrimonio formado potephen Glennard y Alexa Trent, protagonistas de L

iedra de toque, empieza a tambalearse con la irrupció

de unas cartas privadas que marcan la vuelta a

resente de un personaje enterrado en la vida d

tephen, Margaret Aubyn, anterior amante y tercera ediscordia en este triángulo que pronto traspasará la

barreras del ámbito privado. Asistimos expectantes a

anzamiento de un auténtico best seller y a la

onsecuencias que este éxito puede acarrear a

matrimonio. Como espectador de los cuadros d

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Wharton, el lector no tardará en hallar similitudes co

u propia vida y, más aún, con la vida moderna, con est

poca que le ha tocado vivir, donde a diario s

ncuentra con situaciones similares en los programas d

elevisión o en las revistas del corazón. ¿Cuánto cuestuna exclusiva? Probablemente un buen pedazo d

uestra propia alma. Eso es lo que le ocurre a Stephe

Glennard: es un nuevo Fausto que intenta reconciliars

on una vieja Rebeca.

La piedra de toque entronca así de lleno con lo que l

rítica ha considerado las obras mayores de l

roducción de Wharton : La casa de la alegría (1905) y Ldad de la inocencia (1920), obra esta última con la qu

anaría el Premio Pulitzer (la primera mujer de l

istoria) en 1921, pero presenta con ellas una diferenci

que no debe pasarse por alto. Y es que, publicada en eaño 1900, La piedra de toque es la primera de todas ella

o podíamos dejar escapar la ocasión de presentar est

equeña joya en la que ya encontramos a una Edit

Wharton firme y segura, una mujer que no teme critica

rónicamente la estrechez de miras, la ociosidad y lgnorancia de las clases altas, a las que ella mism

ertenecía y entre las cuales se movía como pez en e

agua, pero también a una Edith Wharton que no vacil

n mostrar los aspectos más humanos de esas criatura

que, en la estrecha rigidez que les permiten los salone

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de la ficción, están condenadas a comportarse com

ombres y mujeres de carne y hueso.

 Laura Naranj

 

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Capítulo I

"EL profesor Joslin, quien, como nuestros lectores bie

aben, acomete la tarea de escribir la biografía de la señoubyn, nos pide que expongamos que contraerá una deud

mpagable con cualquier amigo de la famosa novelista quueda proporcionarle información acerca del periodnterior a su llegada a Inglaterra. La señora Aubyn tenía taocos amigos íntimos y, en consecuencia, tan pocoorresponsales que, en el supuesto de que existieran cartastas tendrían un valor muy especial. La dirección drofesor Joslin es: 10, Augusta Gardens, Kensingtonsimismo, nos ruega que digamos que devolverá co

rontitud cualquier documento que se le confíe". Glennard soltó el Spectator  y se volvió hacia

himenea. El club se estaba llenando, pero aún tenía para a salita interior y sus ensombrecidas vistas al lluvios

aisaje de la Quinta Avenida. Todo era bastante gris deprimente, aunque sólo hacía un instante que sburrimiento se había visto inesperadamente teñido poierto rencor al pensar que, tal como iban las cosas, pued

que incluso tuviera que renunciar al despreciable privilegi

de aburrirse entre esas cuatro paredes. No era tanto que

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lub le importara mucho como que la remota posibilidad dener que renunciar a él representaba, en aquello

momentos, quizá por su insignificancia y lejanía, mblema de sus crecientes abnegaciones, de los continuo

ecortes que iban reduciendo gradualmente su existencia mero hecho de mantenerse vivo. Dado que resultabanútiles, tales cambios y privaciones no los podonsiderar beneficiosos, y tenía la sensación de quunque se deshiciera de inmediato de lo superfluo, eso nmplicaba que su despejado horizonte le ofreciera un

visión más nítida del único paisaje que merecía su atencióY es que renunciar a algo para casarse con la mujer amads más difícil cuando llegamos a dicha conclusión por uerza.

A través de la puerta, vio que el joven Hollingsworth s

evantaba, bostezando por el parvo consuelo de un brandon soda, y dirigía su irresoluta persona a la ventan

Glennard lo examinó con desdén. Era tan propio dHollingsworth levantarse a echar un vistazo por ventana… ¡como si afuera le esperase algo que no fues

ura oscuridad! Allí estaba un hombre lo bastante ricomo para dedicarse a lo que quisiera —si hubiese alg

que le satisficiese—, pero al que su propia inmune deside incapacitaba para alcanzar cualquier logro; rónicamente, a escasos metros de él, otro que lo único qu

quería era enfundarse un abrigo decente y ofrecer un tech

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donde resguardarse a la mujer que amaba. Glennard, quanto se había esforzado y privado por una ínfimportunidad, que su entusiasmo habría de convertir en tod

un reino, se sentó, desolado, calculando que aunque s

esignara a perder el club, a dejar los cigarros y a renuncialas excursiones de los domingos, seguiría estando lejode lograr su propósito.

El ejemplar del Spectator  había resbalado hasta suies y al cogerlo no pudo evitar que sus ojos se posaran d

nuevo en el párrafo dirigido a los amigos de la señoubyn. La primera vez lo había leído sin apenas prestartención: su nombre llevaba siendo público tanto tiemp

que sus ojos pasaron de largo, del mismo modo que gente que camina con prisas no repara en los monumentoque le son familiares.

«Información en lo concerniente al periodo anterior u llegada a Inglaterra…». Esas palabras imponían unvocación. Volvió a verla como en su primer encuentroquel pobre genio, con su alargada cara pálida y sus ojo

miopes, un poco moderado por la gracia de la juventud y

nexperiencia, pero tan incapaz, incluso entonces, dendirse a sus impulsos. Cuando hablaba, de hecho, er

maravillosa; quizá más, le parecía a Glennard, que cuandmás adelante la conciencia de las cosas memorables quronunciaba parecía despojar del rubor de la privacida

hasta su discurso más íntimo. Si alguna vez había estad

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erca de amarla, fue en esos días tempranos, aunque suentimientos sólo se habían manifestado a intervalo

Después, cuando ser amado por ella habría podido volveoco a cualquier hombre, la reticencia física había sido ta

uperior a la atracción intelectual que los últimos añohabían sido para ambos una auténtica agonía. Ahora, aemover viejos papeles, su mano iluminaba las cartas, perl roce le producía una inexpresable tristeza…

«Tenía tan pocos amigos íntimos… que, en el supuestde que existieran cartas, éstas tendrían un valor muspecial». ¡Tan pocos amigos íntimos! Durante muchiempo no había tenido más que uno; uno que en lo

últimos años había correspondido a sus espléndidaáginas, a sus trágicas efusiones de amor, humildad erdón con la parquedad con la que los hombres suele

vadir las más vulgares impertinencias sentimentaleHabía sido tosco, muy a su pesar, y algunas veces, ahorque el recuerdo de su rostro se había desvanecido y sólo svoz y sus palabras lo acompañaban, le irritaba su propneptitud, su estúpida incompetencia para ponerse a

ltura de la pasión que ella le profesaba. Su egoísmo no erde los que buscan complacerse en la aventura. Ser amador la mujer más brillante de su época y ser incapaz dmarla le parecía, al echar la vista atrás, la prueba má

hiriente de sus limitaciones; y la compasión que sentía ant

se recuerdo se complicaba con una sensación de irritació

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hacia ella por haberle mostrado de golpe el alcance de sapacidad afectiva. Sin embargo, era impropio de scarbar en el pasado. El público, al tomar posesión dubyn, le había quitado un peso de encima. Había algo d

rracional en el hecho de pedirle disculpas sentimentalesun recuerdo que ya podría considerarse clásicoeprocharse el no haber sido capaz de amar a Margarubyn era como preocuparse por la incapacidad de admira

a Venus de Milo. Paradójicamente ella debía estaontemplando, desde su frío nicho de celebridad, cómo e flagelaba. Sólo cuando reparaba en alguna de suertenencias, sentía una repentina revivificación de aqu

viejo sentimiento, un extraño doble impulso que, por unarte, lo arrastraba hacia su voz, pero, por otra, lo alejab

de su mano; incluso ahora se le encogía el corazón cuand

ontemplaba cualquier cosa que ella hubiese tocado. Canunca le ocurría ya. Uno por uno, sus escasos regalohabían ido desapareciendo de las habitaciones, y raramenvolvían a sus manos las cartas que guardaba por cierta, neconocida, vanidad pueril de poseer tales tesoros…

«Sus cartas tendrán un valor muy especial». ¡Sus cartaDebía de tener cientos de ellas… suficientes para llenar uibro. A veces le parecía que llegaban en cada repartovitaba mirar el buzón cuando volvía a casa, pero era comi su escritura lo abordase en cuanto introducía la llave e

a cerradura de la puerta.

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Se levantó y se dirigió con parsimonia a la habitacióontigua. Hollingsworth, después de apartars

distraídamente de la ventana, se había sumado a un decaídgrupo de hombres. Con frases titubeantes que parecía

uchar las unas con las otras para exponer una idea murillante, les contaba lo difícil que resultaba vivir en aquitio de mala muerte y con aquel clima nefasto que al llegebrero les obligaba a escapar, con la dificultad añadida d

que no había sitio en el que poder navegar en inviernxcepción hecha de otro célebre hoyo: la Riviera. Glennare incorporó a otro grupo en el que una voz que nada ten

que ver con el monótono órgano de Hollingsworth, lehablaba a un nuevo círculo de lánguidos oyentes.

 —¡Vengan a oír a Dinslow hablar de su patente: entradgratuita! —anunciaba uno de los hombres con afectad

esignación.Dinslow dirigió a Glennard una sonrisa agresiva

egura de sí misma. —Denle seis meses y hablará por sí sola —declaró—

Por poco puede articular.

 —¿Sabe decir papá? —preguntó alguien.Dinslow ensanchó su sonrisa.

 —Ya se alegrará de decirle papá en un año —replicó—Hasta a usted será capaz de mantenerlo con holgura. Vengadeje que le explique…

Glennard se apartó, impaciente. Los hombres del clu

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—excepto los implicados en el asunto estaban ya hartos da patente de Dinslow, pero ninguno más que Glennard, quuen conocedor de sus méritos, la situaba a la cabeza de s

deprimente catálogo de oportunidades perdidas. Siempr

había mantenido una relación cordial con Dinslow, y lapremiantes ofertas de éste para que se metiera en negocio eran la confirmación de su incapacidad paronseguir que la suerte le fuera propicia. Algunos de lo

hombres que se habían parado a escuchar ya iban vestidode noche; otros tenían que ir a cambiarse. Glennard sentía humillado, consciente de que si tardaba en marcharse debía sólo a la miserable esperanza de que alguien lnvitara a cenar. La señorita Trent le había dicho que es

noche asistiría a la ópera con su rica tía, y si Glennard tena suerte de conseguir que le invitasen podría reunirse co

lla allí sin tener que hacer un gasto adicional.Deambuló por la sala intentando mostrar desinteré

ero, aunque lo saludaron con afabilidad, nadie lo invitóSin duda, aquellos hombres que podían permitirse pagar suenas, que no tenían que recurrir a invitaciones como

ueran mendigos revolviendo la basura en busca de umendrugo, ya estaban comprometidos. Pero no… cuandHollingsworth dejaba el reducido grupo alrededor de mesa, un joven admirador lo reclamó:

 —¡Holly, espere! ¡Venga a cenar!

Hollingsworth se volvió hacia él con cara de poco

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migos, mostrando el perfil menos favorable de un rostrmejor terminado.

 —Lo siento, no puedo. Tenemos un festín de fieras easa.

Glennard se dejó caer en un sillón. ¿Por qué ir a casaambiarse con esta lluvia? Era de locos coger un taxi hasa ópera, aunque al fin y al cabo, más de locos era aúsistir. Sus constantes encuentros con Alexa Trenesultaban tan injustos para la joven como fatigosos para é

Ya que no podía casarse con ella, era hora de apartarse dejar el camino libre a alguien mejor situado… Y había qudmitir la irónica circunstancia de que, si de convenience trataba, Hollingsworth entraba en el grupo de loosibles candidatos.

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Capítulo II

CENÓ solo y se fue a casa andando bajo la lluvia. En

Quinta Avenida apreció el húmedo destello de los carruajeque se dirigían a la ópera, y, encolerizado con lansignificantes restricciones que lastraban todos su

deseos, tomó la primera calle lateral. Era ridículenunciar a la ópera, no porque pudiese resultar aburridino porque el experimento podría salirle caro.

En la sala de estar el tácito consentimiento de lnanimado había enfocado la luz de la lámpara en unotografía de Alexa Trent, encuadrada en el obligatori

marco de plata y colocada en el trono que, durante much

iempo, había ocupado Margaret Aubyn, según la memore encargaba de recordarle. Ahora bien, las virtudes de leñorita Trent justificaban de manera inmisericorde es

usurpación, pues tenía ese tipo de belleza que es resultaddel feliz equilibrio entre cuerpo y espíritu. No mucha

mujeres ponen de acuerdo los labios y los ojos con uarácter singular, y muchas de ellas se pasan la vida tras un

máscara que apenas consigue expresar la ansiedad que leausa la cuenta del carnicero o su incapacidad para capta

una broma. En la señorita Trent, en cambio, rostro y ment

frecían el mismo contorno severo. Parecía una dios

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usticia extraída del cuadro de algún célebre pintolorentino, y Glennard estaba convencido de que su má

destacado atributo, o al menos el atributo al que sonducta daba una expresión más consecuente, era el d

oseer una suerte de apasionado sentido de la justicia: ntuitiva justicia femenina, que es mucho menos común qua razonada imparcialidad. Las circunstancias se habíaliado de manera trágica para transformar ese instinto e

hábito consciente. Conocía el lado oscuro de la vida mejoque la mayoría de las jóvenes, aquella continua tendenciaquebrantar las actitudes más nobles. El infortunio y obreza planearon sobre su infancia y no la atacaban loefulgentes delirios sobre lo que es la vida que, se suponon el culmen de la gracia juvenil. Esa capacidad, que nvestía de una sensatez conmovedora, complicaba

ituación de Glennard aún más que si estuviese cortejanduna princesa. No necesitaban de gran cosa, sabían mu

ien cómo apañárselas, pero también sabían, y ella se lecordaba constantemente, que sin ese algo, por poco quuera, el futuro que soñaban se desvanecería.

La exasperación de Glennard se aguzó al contemplar etrato. Estaba harto y avergonzado del papel qu

desempeñaba. Llevaba dos años amándola con una ternurosegada que iba cobrando hondura y tamaño conforme scercaba a la plenitud; él estaba convencido de que podría

lcanzarla, y esa certeza aumentaba su dolor. Hay ocasione

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n que la fidelidad de la mujer con la que uno no puedasarse es casi tan enojosa como la de aquélla con la qu

uno no se casaría nunca.Glennard giró hacia lo alto la lámpara de lectura

emovió el fuego. Tenía una larga noche por delante quería ahuyentar los malos pensamientos con algo dctividad, por lo que esparció sobre la mesa lo

documentos que se había traído de la oficina y se puso rabajar.

Debía de haber pasado una hora cuando se vio a mismo introduciendo de manera automática una llave en erradura de un cajón. No tenía más nociones que las de uonámbulo del proceso mental que lo había conducido ctuar de modo semejante. Tan sólo era vagamentonsciente de haber apartado los papeles y los pesado

volúmenes de piel de becerro que un momento anteonfiguraban su horizonte y de haber extendido en su lugain muestras de voluntad aparente, el paquete que habxtraído del cajón.

Las cartas se repartían en fajos de treinta o cuarenta

ran muchos. En algunos de los sobres la tinta se haborrado y en otros, los que tenían matasellos ingléermanecía fresca. Sólo hacía tres años que había muerto e había escrito cartas, en intervalos cada vez más largo

hasta el final…

Deshizo uno de los fajos: pequeñas notas escrita

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durante sus primeros encuentros en Hillbridge. Cuanderminó la universidad, Glennard empezó a trabajar en ufete que su tío tenía en la añosa ciudad universitaria. Fullí donde, en la casa del profesor Forth, el padre de ell

había visto por primera vez a aquella joven que más tardería conocida, esencialmente, por haber regresado uero paterno después de dos años de infeliz matrimonio.

Por aquel entonces Aubyn era una joven entusiasta on un tinte trágico, una mente compleja y modalenmaduros. La cruda experiencia del matrimonio la habrmado con un arsenal de opiniones generales quxplotaban como bombas en el ambiente académico d

Hillbridge. Sin embargo, por paradójico que fuese, habenido la suficiente fortuna al elegir marido como para daon uno con tal facilidad para meterse en problemas que

hecho de abandonarlo tuvo la dignidad de un manifiesto: onvirtió en portavoz de las esposas ultrajadas. En esentido era apreciada por esa parte mayoritaria de ociedad de Hillbridge que no es nada indulgente con laeleas conyugales y que, sin embargo, obtenía un place

roporcional por poder darse un festín aderezado con unuena ración de escándalo. Gracias a ello la señora Aubye ganó de tal modo la simpatía de las damas de

universidad, que estuvieron dispuestas desde el principioonsentirle una mayor libertad de expresión y de acció

que la que se solía permitir a las malas esposas d

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Hillbridge, donde la desgracia aún era considerada como uastigo que ponía a la gente en su lugar, para que sintiera uperioridad de los vecinos. La joven privilegiadombinaba cierta timidez personal con una audac

ntelectual que era como una desviada necesidad doquetería: daba la sensación de que, de haber sido máguapa, en lugar de ideas, hubiera tenido emociones. Poquel entonces era ya lo que siempre había sido: un geniapacitado para hacer las observaciones más agudas, peruando se trataba de afrontar su propia sensibilidad, er

notable su falta de criterio. La psicología le fallaba aldonde suele servir a la mayoría de mujeres, y eerceptible que su cabeza jamás sería un buen guía para sorazón. Pero a Glennard nada de todo eso podría habermportado durante aquel primer año de relación. Estaba e

una edad en la que todas las gracias y regalos no son máque simples alimentos indiferentes para el salvaje egoísmde la juventud. Al procurarse la compañía de Aubynceptaba por mera intuición una inclinación a la excelenc

que fuera garantía de su propia superioridad. Que la muje

más inteligente de Hillbridge le mostrase su simpatía erun bálsamo para sus ansias de distinción: a nadie se cultaba que estaba convencido de que merecía un luga

mejor que aquel. Pero no es que Glennard fuera vanidosLa vanidad se contenta con el más burdo sustento, y no ha

aladar más exquisito que el de quien saborea

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desconfianza en uno mismo. Para un joven con laspiraciones de Glennard, el estímulo de una mujenteligente representaba el éxito absoluto. Después, cuandmpezara a tantear el terreno, a establecerse, ya n

necesitaría de su apoyo, pero sí se sirvió de él para allanal camino de un periodo donde a menudo triunfaban nseguridad y el desánimo.

Pero sería injusto presentar su interés por Aubyn comalculado. Era tan instintivo como el amor y lo único queparaba ese interés del amor era una ligerísima desviació

de la línea de belleza marcada por la curva de los labios dubyn. Cuando se conocieron, ella acababa de publicar srimera novela, y Glennard, que después emplearía smpaciencia de hombre ambicioso hacia las mujere

distinguidas, era lo bastante joven como para dejars

deslumbrar por la fama que había adquirido Aubyn. Era eipo de libro que hace que las mujeres mayores bajen la voara hablar de él a escondidas y susurren «madre mía»,

que Glennard ensalzaba con ese conocimiento superior dmundo que le permitía tomarse con la mayor naturalida

quellos sentimientos que la universidad reprobabTodavía tenía más encanto oír en los salones académicos eco de los descaros de Aubyn, que sobrepasaban los de suáginas impresas. La independencia intelectual daba uoque de camaradería a su intimidad, prolongando la ilusió

de compañerismo basada en un feliz intercambio d

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herejías. Aubyn y Glennard eran, el uno para el otro, uguiño de complicidad a espaldas del ídolo de Hillbridgaminaban juntos bajo esa luz de joven omnisciencia de

que el destino excluye, curiosamente, a los mayores.

Los maridos con fama de inoportunos pueden serlhasta la hora de la muerte, y esa fue la venganza que eñor Aubyn se tomó con respecto a su ultrajada espos

dos años después de que ésta regresase a Hillbridge. Murin el preciso momento en que Glennard había empezado

hablar mal de ella. No es que le aburriera, no, era algnfinitamente peor: lo hacía sentirse inferior. La sensació

de afinidad intelectual había sido gratificante para smbición inicial, pero conforme se iba conociendo mejorí mismo, también la iba comprendiendo mejor a ella. Y sn ocasiones un hombre puede sentirse halagado por

uperioridad moral de su esposa, el dominio intelectual dsta no se verá nunca atenuado por cualquier tributo que se haga a las facultades de él. Pero la admiración es com

una contractura muscular, y en Glennard se iba forjando pinión de que la inteligencia, en una mujer, no era más qu

l anverso de la belleza. En cuanto a belleza, Aubyn nodía quejarse, y aunque tenía suficiente como para sacarl

de quicio porque no sabía cómo emplearla, parecía ignoraodos los nimios artificios que las mujeres utilizan paraliar sus defectos o convertirlos en virtudes. Era como

os vestidos que se ponía no fueran suyos. Su ropa tenía u

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ire impersonal, como si hubieran pertenecido a otrersona que, por una urgencia que se había convertido erónica, se las hubiese prestado. Conocía tan bien su

defectos que trataba de paliarlos con apresurada

mitaciones de las modelos más conocidas. Pero ningunmujer incapaz de vestirse dejándose llevar por el gustabrá hacerlo dejándose llevar por la razón, y, de algun

manera, los plagios de Aubyn, por emplear una metáfora du oficio, siempre parecían sacados de contexto.

Pero el genio de poco le sirve a una mujer que no sabeinarse. La celebridad que obtuvo Aubyn con su segundibro no consiguió que Glennard cambiase de idea, y, a lumo, tuvo el efecto negativo de alejarla aún más del foc

de sus simpatías. Todos somos esclavos del tiempo, y edestino perverso impuso la cronología del romance d

Margaret Aubyn de manera tal que cuando su marido murióGlennard sintió que acababa de perder a un amigo.

 No estaba en su naturaleza practicar la crueldad sinecesidad, y aunque se encontraba en la invulnerabosición del hombre que no ha dado motivos de quej

nunca a una mujer, salvo el de consentir que ella creyesque la amaba, por nada del mundo hubiera hecho evidentu ventaja mediante una traición o mostrando indiferenci

Durante el primer año de viudedad, la amistad entre amboe prolongó cansina con un vacilante renacimiento de lo

entimientos que se iría convirtiendo poco a poco en u

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anquete de platos vacíos a los que nunca se les retiró apa. Luego Glennard se marchó a vivir a Nueva York, y lo

desvaídos placeres de su relación dieron paso a la relativnovedad de la correspondencia. Curiosamente, al principi

us cartas la acercaron más a él que su propia presenciElla adoptó, y mantuvo con éxito, un tono tan impersonomo el de Glennard: escribía con pasión acerca de srabajo, se interesaba por el de Glennard, y hasta bromeabon él sobre la inevitable y joven belleza que, estabonvencida, no tardaría en desviar el curso de suonfidencias. Para Glennard, que era casi un extraño eueva York, ver la letra de Aubyn suponía oír una voz qu

e consolaba en un entorno que no parecía haberse dado ponterado de su presencia. Su vanidad encontró un placeetrospectivo en el sentimiento que su corazón hab

echazado, y su emoción ficticia lo condujo un par de veceHillbridge, de donde, tras escenas de evasiva ternur

egresaba insatisfecho con ella y consigo mismo. Mientrae hacía un hueco en Nueva York y conseguía llenar espacio que había vaciado con nuevas amistades de jóvene

gradables y seguros de sí mismos, consideraba naturdeducir que Aubyn estaría haciendo lo mismo con el vacíque había provocado su marcha. Pero es raro que en ladisoluciones sentimentales las dos partes retiren sunversiones a la par, y Glennard acabó por comprender qu

l había representado una apuesta demasiado arriesgad

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mediante la cual Aubyn se lo había jugado todo. Y ese papeno le interesaba. No quería remordimientos de conciency habría preferido sembrar unas veloces semillas de olvidn los huecos que habían dejado sus irreflexiva

ncursiones, pero aunque él sembrara esas semillas, Aubyhubiese tenido que encargarse de recoger la cosecha. Dhecho, la actitud de Aubyn parecía subrayar a su manera lazonable de la idea y, por lo tanto, puede que ambo

hubieran sido lo bastante previsores y ahorrativos en nversión de sus afectos.

 No es que Aubyn pretendiera recibir los frutos de generosidad de él a modo de pensión. Él sabía que tras equeño cambio sentimental que se había producido, elrefería no seguir viviendo: sólo se alimentaba de su prop

y arraigada pasión, y las indulgencias que ésta

roporcionaba otorgaban a Glennard la vaga certeza de qutesoraba el secreto de alguna alquimia inagotable.

Esta ternura negativa siguió alimentando sus relacionehasta que, de repente, ella le comunicó su decisión dmarcharse al extranjero. Su padre había muerto, nada

taba ya a Hillbridge y Londres le ofrecía mejoreportunidades que Nueva York para ampliar sus horizontes

Ya era famosa y había llegado la hora de recoger suaureles.

Por un momento, la noticia despertó en Glennard

eloso sentimiento de las oportunidades perdidas. Quer

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eafirmar su poder a toda costa antes de que ella hiciese último esfuerzo por escapar. Hacía casi un año que no sveían, pero, por supuesto, no podía dejarla ir sin que svieran, así que ella fue a Nueva York el día antes de qu

artiera y pasaron esas últimas horas juntos.Glennard no tenía planes: pensaba sólo en dejarslevar. Se dejaron arrastrar durante muchas horas por laánguidas corrientes del recuerdo. Ella permaneció sentadin hacer nada, dejando que él se abriera paso por lo

desaliñados canales del pasado, hasta que decidiecordarle que era mejor poner punto final a talexploraciones. El se levantó decidido a marcharse y s

quedó observándola confundido por la mismncertidumbre que albergaba en su corazón. Ya estabansado de ella —siempre lo había estado— aunque n

staba seguro de querer que se fuera. —Puede que no volvamos a vernos —le dijo, com

pelando con seguridad a su compasión. Su mirada lnvolvió.

 —En cambio, yo te seguiré viendo siempre…

Siempre! —¿Por qué te marchas entonces? —se le escapó. —Para estar más cerca de ti —respondió ella, y su

alabras fueron como un portazo en las narices.La puerta ya no se volvería a abrir, pero conform

asaron los años, Glennard iba cobrando conciencia de qu

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una luz inextinguible se colaba por la estrecha rendija levaba su minúsculo rayo hacia un pasado que apenaonsumía una ínfima parte de su propio aceitonmemorativo. Sin embargo, la conversión gradual de

eñora Aubyn en celebridad universal restó a esensamiento su carga de reproches. Al transformarse eersonaje había dejado su condición de persona con t

naturalidad que Glennard podía volver la vista y analizar sarácter como si visitara un sepulcro célebre, inmortal yn cierta manera, profanado por la veneración popular.

Sus cartas siguieron llegando desde Londres con misma puntualidad exquisita, pero los cambios qucontecían en su vida, la perspectiva de nuevas relacione

que se revelaba en cada una de sus frases, llenaban lamisivas de la impersonalidad propia de los texto

eriodísticos. Era como si el país o, mejor dicho, el mundntero, la hubiese arrancado de los brazos de Glennard

hubiera aceptado ocuparse de un temperamento que hacya mucho tiempo había agotado sus escasas reservas ddependencia.

Era incapaz de entender el significado concreto de unaartas que irradiaban luz retrospectiva. La literatura no nteresaba y al principio las consideró como una extensió

de su brillante conversación: más tarde, se revelarían coml temido vehículo de un trágico asedio. Por supuesto sab

que eran extraordinarias: a diferencia de los autores qu

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egalan su esencia al público y dejan para los amigos áscara seca, Aubyn había reservado la más excepcional dus cosechas para el recóndito sacramento del cariño. Lierto es que a veces Glennard se sentía oprimido, ca

humillado, por la multiplicidad de alusiones, por el amplilcance de sus intereses, por la insistencia en intentantroducir a la fuerza la exuberancia de su pensamiento us emociones en el diminuto recipiente de su simpatíero nunca alcanzó a pensar en las cartas de manerbjetiva, como la obra de una mujer distinguida, nunc

había considerado la importancia literaria de esa opresivrodigalidad. Ahora, el tesoro que tenía entre las manoasi le daba miedo. Nunca le había pesado tanto bligación de su amor como este regalo de tener qumaginársela: era como si hubiera aceptado de ella algo qu

no habría exigido si el cariño hubiera sido recíproco.Se quedó sentado un buen rato contemplando las hoja

sparcidas encima del escritorio; y al percatarse de repende su relevancia, se las imaginó transmutadas en orgracias a un proceso alquímico que se producía mientra

as miraba. Tenía la sensación de que no estaba solo en lala, de que otra presencia lo estaba observando y de qusa presencia carecía de los impulsos subconscientes quhora le anidaban en los surcos de la frente con oleadas d

humillación. Se levantó al fin, y con el ademán propio de u

hombre que ansia materializar su propósito —buscand

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or decirlo así, una coartada moral— apiló las cartas y lalevó junto a la chimenea. Quemar los fajos le habrlevado demasiado tiempo. Regresó a la mesa y, una a unue metiendo las hojas en los sobres. Después los ató par

ntroducirlos otra vez en el cajón, bajo llave.

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Capítulo III

U NA de las constantes de la relación entre Glennard y

eñorita Trent era que él siempre la visitaba al día siguientde haber tomado la decisión de romper con ella. Esomovimientos arrancados de las fauces de la renuncia teníaun encanto especial, pero en esta ocasión Glennard habxagerado su importancia hasta el punto de que apenaodía apreciar la gravedad añadida en el recibimiento qulla le brindaba.

Había interiorizado sus sentimientos hacia ella de umodo tan vital que su cercanía tenía la capacidad de hacereajustar, de manera imperceptible, su punto de vista, por l

que las confusas lecciones de la experiencia sderrumbaban de repente ante un examen racional. Esedistribución de los valores hacía que el melancólico viajl pasado de la noche anterior quedase reducido a una mer

nube en los límites de la conciencia. Tal vez el único favo

que una mujer rechazada puede hacerle al hombre al quma es realzar y prolongar las ilusiones de éste hacia sival. El recuerdo de Margaret Aubyn estaba destinado ervir de contraste a la presencia de Alexa Trent, y la pobr

mujer nunca había puesto de mayor relieve la figura de s

ucesora.

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La señorita Trent tenía el encanto de las aguas mansaque son renovadas por rápidas corrientes. Su superficie smantenía en calma cuando prestaba atención a lademostraciones de atención de los demás y sólo en los día

de tormenta sentía la presión de las mareas. Esndefinible compostura era quizá su mejor virtud a ojos dGlennard. La reserva, en algunos caracteres, les lleva errar habitaciones vacías o disimular incómoda

molestias, pero para Glennard las reticencias de la señoriTrent eran como la puerta cerrada de un templo, y seonsciente de que tras esa puerta había un tesoro escondide bastaba para mantenerse felizmente a la espera con laxcesivas expectativas de un neófito.

 —No viniste anoche a la ópera —dijo ella para rompel hielo, en aquel tono suyo que parecía querer má

nformar de un hecho que reflexionar sobre él. Glennarespondió con un gesto de desánimo.

 —¿Para qué? Ni siquiera hubiéramos podido hablar. —No tan bien como aquí —asintió ella después d

meditarlo un instante—. Como no viniste, hablé con la t

Virginia. —¡Ah! —dijo él, y la información le sorprendió tant

que dejó de mirarle las manos, que habían adoptado, comde costumbre, una postura de refinada plasticidad. Eomo si sus manos se movieran sólo con algún propósit

ues llegaban a protagonizar intervalos de seren

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nactividad. —Tuvimos una larga charla —siguió la señorita Trent

e detuvo un momento antes de añadir, con esa falta dnfasis con la que habituaba a tratar los asuntos más serio

—: la tía Virginia quiere que viaje con ella al extranjero.Glennard, dando un respingo, levantó la vista. —¿Al extranjero? ¿Cuándo? —Ya… El mes próximo. Estaríamos fuera dos años.Hizo un movimiento de cariñosa burla.

 —¿En serio? Me parece bien, yo también quiero quviajes al extranjero, pero conmigo… y durante varios añoCuál de las dos ofertas vas a aceptar?

 —Parece que sólo una de ellas requiere que onsidere inmediatamente —le contestó Alexa sonriendo

Glennard la miró de nuevo. —¿No vas a pensártelo?Ella bajó la mirada y separó las manos. Su

movimientos eran tan parcos que podría decirse quubrayaban sus palabras.

 —La tía Virginia hablaba en serio. Sería un gran aliviara mi madre y para los demás saber que alguien está e

disposición de mantenerme durante dos años. Comomprenderás, debo pensármelo —se quedó mirandijamente los bajos de su vestido que, a pesar de su aspectenovado, procedía de los días iniciales del cortejo d

Glennard—: trato de no ser muy cara, pero soy una carga.

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 —¡Por Dios! —gruñó Glennard.Se sentaron en silencio hasta que, con mucho tacto, el

etomó la conversación. —Ya sabes que, como la mayor que soy, estoy obligad

considerar este tipo de cosas. Las mujeres somos unarga… Jim hace lo que puede por madre, pero no emucho, ya que tiene que mantener a sus hijos. Todos somoobres, no es nada nuevo.

 —Tu tía no es pobre. Podría ayudar a tu madre.

 —Y lo hace… a su manera. —Exacto… ¡Así son las relaciones con los ricos! Sstás triste, apáñatelas, pero para ser feliz hay que hacer l

que ellos digan… y ponerse su ropa vieja. —Yo podría ser feliz con los viejos vestidos de la tí

Virginia —le interrumpió la señorita Trent. —¿En el extranjero? —En cualquier sitio donde me sintiera útil. Y sé que s

me voy al extranjero, serviré de algo. —Ah, claro, ya veo. Y también me doy cuenta de t

habilidad para transformar sus ventajas en inconvenientes. —¿Inconvenientes? —Sí, porque te obsesionas con aquello de lo que vas

lejarte en vez de pensar en lo que supondría para ti. Poupuesto que para una mujer significa mucho poder escapa

de una vida como ésta —dijo Glennard evaluando con un

mirada de desprecio el pobre mobiliario—. La cuestión e

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i soportarías volver a ella.Ella parecía aceptar con todas las consecuencias la

eflexiones de Glennard. —Sólo sé que no me gustaría perderla.

El retrocedió, melancólico: —¿Ni siquiera has pensado en ello, pues? ¿Nemotamente?

 —¿En qué? —la mirada de ella se hizo más profundGlennard se puso en pie y paseó por la habitación. Luego s

ituó ante ella: —En la posibilidad de casarte conmigo.El rubor fue pintándole la cara poco a poco —inclus

u manera de sonrojarse era prudente—, hasta que loárpados inferiores se colorearon: los labios le temblabaero las palabras cedieron su sitio a una sonrisa, y aguard

Glennard volvió a pasearse por la habitación con los pasorustrados del hombre al que la exasperación nerviosa se scapa por cada uno de sus músculos.

 —¡Y pensar que en quince años tendré un gran bufete! —¡En menos! —le brillaban los ojos. —¡Maldita ironía! ¿Para qué preocuparse por el hombr

que seré entonces? ¡Sacrificar tu vida por un desconocido—De repente tomó sus manos—. Irás a Cannes, supongo…

Montecarlo… Le escuché decir a Hollingsworth quensaba navegar hasta el Mediterráneo…

 —Si eso es lo que piensas —soltó sus manos.

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 —No, no lo hago, ojalá lo hiciera. Sería todo máácil… —se interrumpió, de forma incoherente—. Per

quizá tu tía Virginia sí. Te induce de algún modo Hollingsworth y al Mediterráneo —volvió a tomar su

manos—. Alexa, ¿no habrá algún escondrijo para nosotrouera de la ciudad? —Ojalá lo hubiera —suspiró, medio rendida. —Uno de esos sitios donde bromean sobre lo

mosquitos —la alentó—, ¿Te las apañarías con un solirviente?

 —Y tú, ¿te las apañarías sin tus botas bien lustradas? —¡Entonces prométeme que no te irás! —¿En qué estás pensando, Stephen? —No lo sé —tartamudeó, pues sus intenciones había

obrado nuevos bríos con la pregunta—. Aún está todo el aire, claro, pero el otro día me hicieron una buenferta…

 —¿Es una especulación tuya? —exclamó ella con unspecie de terror supersticioso.

 —No, por Dios. Se trata de algo seguro… Ca

referiría que no lo fuera, quiero decir, que puede que salgien —se le apareció entonces, de manera repentina, entación en toda su magnitud. ¡Si no hubiera estado taeguro de Dinslow! Pero su convicción otorgaba a ituación el elemento de seguridad que necesitaba.

 —No te entiendo —vaciló ella.

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 —¡Confía en mí! —imploró él, con brío renovado. volviéndose hacia ella, de pronto, concluyó—: Sabes que e vas, te irás libre.

Ella se echó hacia atrás, ligeramente más pálida.

 —¿Por qué me lo pones tan difícil? —Para que sea más fácil para mí —respondió.

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Capítulo IV 

LA tarde siguiente Glennard salió de la oficina má

emprano de lo habitual y, de camino a casa, se detuvo euna biblioteca pública.

Era la hora del cierre y estaba solo, por lo que ibliotecario pudo dedicarle atención personalizada en sndecisa petición de cartas… epistolarios. El bibliotecarie sugirió Walpole.

 —Me refería a mujeres… Cartas de mujeres.Le recomendó entonces Hanna More y la señori

Martineau.Glennard maldijo su dificultad para expresarse.

 —Quería decir cartas… a otra persona… a un hombru marido… o…

 —Ah —dijo el bibliotecario inspirado—: Eloísa belardo.

 —Bien… ¿quizá algo más reciente? —dijo Glennar

on delicadeza—. ¿No escribió Merimée…? —En ese caso las cartas de la mujer no se publicaron. —Ya lo sé —respondió Glennard, enojado por s

metedura de pata. —Están las cartas de Georges Sand a Flaubert.

 —¡Ah! —Glennard titubeó— ¿Ella era…? ¿Eran…? —

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e irritaba por su ignorancia acerca de los recovecoentimentales de la literatura.

 —Si busca cartas de amor, tal vez le sirvan algunas das correspondencias del dieciocho francés: Mademoisel

ïssé o Madame de Sabran…Glennard, sin embargo, insistió: —Prefiero algo moderno… inglés o american

ecesito buscar una cosa —concluyó sin convicciólguna.

El bibliotecario sólo pudo sugerirle que probara coGeorge Eliot. —De acuerdo. Deme entonces algunas de las francesa

Y me llevaré también las de Merimée. Fue la mujer quieas publicó, ¿verdad?

Acarreó, los libros desde el umbral hasta él taxi que llevó a casa. Cenó solo y deprisa en un pequeño restauranercano y volvió enseguida a sus libros.

Esa noche, ya muy tarde, se desnudó pensando en mpulso deleznable que le había obligado a dirigir aquella

últimas palabras a Alexa Trent. Ya era lo suficientement

erverso interponerse en las oportunidades de la jovepartándola de otros hombres, pero era peor si cabustificar su debilidad pintándole el futuro con falsas mbiguas ilusiones. Se vio a sí mismo hundiéndose cad

vez más hondo por la cobardía de sus sentimientos

enunciar a dejarla marchar, y se dio asco al pensar que e

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más alto sentimiento del que se suponía capaz estabntoxicado con semejantes principios.

La visión de su letra apenas lo animó cuando sdespertó. Abrió la nota y leyó las escasas líneas —

aramente se excedía de una página— con esa aprensión taúcida que siempre precede a una desgracia. Mi tía parte en barco el sábado y debo responder

asado mañana. Por favor, no vengas hasta entonces…Quiero tomar yo sola la decisión. Sé que debería ir. ¿Poqué no me ayudas a hacer lo correcto?

 Por tanto, ya estaba decidido. La ayudaría, no s

nterpondría en su camino, la dejaría ir. Durante dos añohabía estado viviendo la vida de otro hombre máfortunado y había llegado el momento de recuperar la suyropia. Ya no trataría de mirar adelante, de buscar a tientau camino en el eterno laberinto de las dificultade

materiales; una triste resignación se cernía sobre él comuna niebla.

 —¡Hola, Glennard! —gritó alguien cuando se apeaba dun tranvía en una esquina de la zona residencial aquelarde. Glennard alzó la vista y se encontró con la sonrisnterrogante de Barton Flamel, que desde el bordill

miraba cómo se alejaba el tranvía con ojos de filósof

onvencido de que no tardará en venir otro.

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Glennard sintió su habitual impulso de satisfacción ncontrarse a Flamel, pero esta vez no se vería reducidor el desdén con el que, frecuentemente, se saldaban suncuentros. Seguramente ninguno de los pocos hombre

que habían conocido a Flamel desde su juventud podrhaber dado una buena razón para explicar el vago recelo qunspiraba. Hay personas a las que se juzgan por sus actos ytras por sus ideas, quizá la mejor manera de definir

Flamel sea decir que su famosa mirada de indulgencia soldirigirse hacia su propio ombligo sin reserva alguna. Puedque las mentes sencillas se ofendieran al descubrir quodas sus opiniones se basaban en meras impresiones, per

no pesaba contra él más cargo que el de la duda acerca dómo reaccionaría en un caso de urgencia, y su compañe consideraba una de esas disipaciones un poc

desagradables que la gente prudente puede soportar de ven cuando. Ahora se le ofrecía a Glennard como una fácscapatoria de su obsesión por los problemas morales, qu

del mismo modo que los roquetes desentonan en la callno podían lucirse en presencia de Flamel.

 —¿A dónde va? ¿Al club? —preguntó Flamel, y al veque el hombre más joven asentía, añadió:— ¿Por qué nviene a mi estudio? Es mejor soportar a un solo pelmazque, a veinte, ¿no cree?

El apartamento al que Flamel se refería como estudi

ólo hacía honor a ese nombre por un atril siempre vacío

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l resto del espacio había sido ocupado con pruebas de uminucioso diletantismo. El entorno parecía la visibxpresión de la amplitud de miras de su propietario y en

destacaban hileras de buenos libros que reflejaban

rincipal preocupación de Flamel.Mientras su anfitrión se ocupaba en descorchar unotella de agua mineral Apollinaris, Glennard examinó la

hileras de cálido tafilete con ojos de inexperta curiosidad —Tiene una espléndida colección de libros —le dijo. —Son bastante decentes —afirmó Flamel con el ton

ortante del coleccionista que no habla de su pasión pomiedo a quedarse sin tema de conversación. Luego, con lamanos metidas en los bolsillos, como Glennard, empezóecorrer mecánicamente la larga fila de estanterías.

 —Algunos hombres —añadió Flamel sin podeesistirse— piensan que los libros son merament

herramientas, y otros simples estampaciones. Yo creo quon ambas cosas. Hay días en los que los uso com

decorado y otros como compañía: así que, como ve, miblioteca representa un compromiso improvisado entre

pariencia y la inteligencia, y los coleccionistas mdesprecian casi tanto como los estudiantes.

Glennard no respondió, siguió inspeccionando libros dmanera mecánica. Sus manos se deslizaban curiosas sobras suaves cubiertas y recorrían con silenciosa calma la

ripas. De pronto llegó a un fino volumen de desteñid

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manuscrito y con desganado asombro preguntó: —¿Qué es esto? —Ah, ese es el estante de los manuscritos…

Últimamente me ha dado por ellos —Flamel se acercó

miró por encima de sus hombros— Eso es de Stendhal —una de las historias italianas—, y ahí hay unas cartas dBalzac a Madame Commanville.

Glennard cogió el libro con súbito entusiasmo. —¿Quién era Madame Commanville?

 —Su hermana —se dio cuenta de que Flamel lo mirabon esa sonrisa que era como una interrogación— No sabque le interesaban este tipo de cosas.

 —Y no me interesan… al menos nunca se me hresentado la ocasión. ¿Tiene más colecciones de cartas?

 —Por Dios, no… Muy pocas. Acabo de empezar y caodas las más interesantes no están a mi alcance. Simbargo, aquí guardo una pequeña recopilación, es lo máaro que tengo: media docena de cartas de Shelley a Harri

Westbrook. Tardé una eternidad en conseguirlas… muchooleccionistas andaban tras ellas.

Glennard le quitó el volumen de las manos y miró coversión las horas amarillentas intercaladas entre suáginas.

 —Fue aquélla que se ahogó, ¿verdad? —Supongo que ese pequeño episodio aumenta su valo

un cincuenta por ciento —asintió Flamel, pensativo.

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Glennard dejó el libro. Se preguntaba qué hacía reunidon Flamel. No estaba de humor para disfrutar de la char

de aquel hombre y percibió cómo se recrudecía sdesdicha personal hasta convertirse en una marea helada.

 —Creo que debo marcharme —dijo—. He olvidado uompromiso.Se dio la vuelta para salir, pero en ese preciso instant

ue consciente de la ambigüedad de sus intenciones, puel aparente deseo de marcharse se revelaba como un últimsfuerzo de su voluntad frente al anhelo dominante d

quedarse y desahogarse con Flamel.El hombre, como adivinando su preocupación, lo retuv

garrándolo del brazo. —¿Esa cita no puede esperar? Siéntese y pruebe uno d

stos cigarros. No tengo la suerte de verle por aquí menudo.

 —Supongo que no me queda alternativa —respondiGlennard vagamente, y volvió a sentarse.

Flamel había arrimado una pequeña tarima con unotella de Apollinaris y una licorera de coñac y, recostad

n su amplio sillón, lo escrutaba a través de una nube dhumo con la cómoda tolerancia de un hombre que nnecesita que le expliquen las incongruencias. Lomplicidad flotaba en el aire. Era el tipo de atmósfera ea que lo escandaloso pierde su contorno y Glennard fu

intiendo cómo sus nervios se relajaban poco a poco.

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 —Supongo que debe de pagarse una fortuna por esaartas —se oyó preguntar, mirando en la dirección de

volumen que antes había cogido de la estantería. —Bueno, depende de las circunstancias —Flamel l

bservaba, pensativo—, ¿Está pensando en hacersoleccionista?Glennard rió.

 —Cielo santo, no, Al revés. —¿En vender?

 —No sé muy bien. Estaba pensando en un pobre tipo…Flamel llenó la pausa asintiendo con interés. —Un pobre tipo al que conocía… murió… murió

ño pasado… y me dejó un montón de cartas que según ran muy… me tenía en gran estima y me las dejó sieservas con la idea, supongo, de que me beneficiara dlgún modo… no sé… no sé mucho de estos asuntos… —stiró la mano hasta alcanzar el vaso que su anfitrión

había vuelto a llenar. —Una colección de cartas autobiográficas, ¿eh? ¿Algú

nombre célebre?

 —Bueno… sólo uno. Son cartas que le escribió… unersona, ya me entiende; una mujer, de hecho…

 —Ah, una mujer —dijo Flamel con descuido.A Glennard le molestó su obvia falta de interés.

 —Pero creo que tendrían una gran repercusión si s

ublicaran.

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Flamel aún parecía desinteresado. —Cartas de amor, supongo… —Sólo… las cartas que una mujer escribiría a u

hombre al que conocía bien. Eran grandes amigos.

 —¿Y escribió alguna carta inteligente? —¿Inteligente? Era Margaret Aubyn.El silencio inundó la habitación. Glennard tuvo

ensación de que sus palabras habían manado como angre de una herida.

 —¡Madre mía! —exclamó Flamel irguiéndose—, ¿Unolección de cartas de Margaret Aubyn? ¿Y ha dicho quusted es el dueño?

 —Me las dejó… mi amigo. —Comprendo. ¿Y él era…? En fin, no importa. Van

elicitarle como poco. ¿Qué piensa hacer con ellas?Glennard se incorporó con una sensación de cansanci

n todos sus huesos. —Pues no lo sé. No lo he pensado mucho. Acabo d

nterarme de que alguien está escribiendo su biografía… —Joslin, sí. ¿No ha pensado en dárselas a él?Glennard vagó por la sala y se quedó mirando un Bac

de bronce que apoyaba su adornada cabeza sobre rontispicio de un armario italiano.

 —¿Qué debería hacer? Usted es la persona adecuadara aconsejarme —sintió la sangre agolparse en su

mejillas mientras hablaba.

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Flamel se sentó, reflexionando. —¿Qué quiere hacer con ellas? —preguntó. —Quiero publicarlas… —dijo Glennard, girándose e

edondo con repentina energía—. Si puedo…

 —¿Si puede? ¿No ha dicho que son suyas? —Llegaron bastante rápido a mis manos. No hay nadque pueda impedirlo… Quiero decir que no haestricciones… —se detuvo ante la sensación de que escumulación de pruebas de impunidad parecía actua

recisamente en contra de sus actos. —Y creo que la señora Aubyn no tenía familia, ¿verdad —No. —Entonces no se me ocurre quién podría interferir —

dijo Flamel, examinando la boquilla de su cigarro.Glennard había vuelto su ciega mirada hacia un

xtasiada Santa Catalina enmarcada en oro empañado. —Las cosas son así —volvió a empezar, haciendo u

sfuerzo—: cuando las cartas son tan personales… comas de mi amigo… bueno, no me importa confiarle que

dinero me cambiaría la vida; tanto que me oscurece uicio… la cuestión es que si pudiera hacerme con unoocos miles ahora, podría meterme en algo grande; y siiesgos; y quisiera saber si usted considera que eso lustifica… considerando las circunstancias… —la gargane le había secado.

Un instante más tarde pensaba que no podía haber caíd

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más bajo. En realidad estaba menos avergonzado de sopesa tentación que de presentarle sus escrúpulos a un hombromo Flamel y de fingir que apelaba a sentimientos d

delicadeza cuya ausencia había calculado conscientement

Pero había llegado a un punto donde cada palabra parecorzar la siguiente, igual que la ola del arroyo se vbligada a avanzar por la fuerza que la empuja; y antes d

que Flamel pudiera abrir la boca, titubeó. —¿Entonces no cree que la gente hablará… que pued

riticar al hombre…? —Pero el hombre está muerto, ¿no? —Sí, está muerto, pero… ¿puedo asumir yo

esponsabilidad sin…?Flamel vaciló y casi de inmediato los escrúpulos d

Glennard cedieron paso al enfado. ¡Como Flamel pusierlguna traba a estas alturas…!

Pero la respuesta del hombre lo tranquilizó. —¿Por qué habría usted de asumir la responsabilidad

Su nombre ni siquiera aparecerá, por supuesto; y no veque debiera hacerlo el de su amigo tampoco. El no e

amoso, ¿verdad? —No, no. —Entonces las cartas podrían ir dirigidas a un tal seño

adie. Asunto arreglado, ¿no le parece?Las dudas de Glennard resurgieron.

 —Para el público sí, pero no veo que eso cambie la

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osas para mí. La cuestión es: ¿debería publicarlas de todomodos?

 —Claro que debería —dijo Flamel con estimulannfasis— No tiene excusas para ocultarlas. En esto

iempos cualquier cosa de Margaret Aubyn es más o menode dominio público. Ella es un genio para todos nosotroMe estaba preguntando cómo podría sacarles el mejoartido… para usted, me refiero. ¿Cuántas son?

 —Oh, muchas… Tal vez cien. No las he contado. Puedque más…

 —¡Dios! ¡Menudo botín! ¿Cuándo las escribió? —No lo sé… quiero decir… durante años. ¿Impor

mucho? —Glennard intentó alcanzar su sombrero con uigero impulso.

 —Todo importa —dijo Flamel, imperturbable— Unrolífica correspondencia… que abarque un periodo diempo… resulta, obviamente, más valiosa que si la mismantidad de cartas se hubiesen escrito en un solo año. Eualquier caso, ¿no va a dárselas a Joslin? Llenarían uibro, ¿no cree?

 —Supongo. No sé cuánto cuesta llenar un libro. —Y dice que no son cartas de amor… —¿Por qué? —se le escapó. —Ah, por nada… sólo que el gran público e

entimental y si lo fueran… vamos, podría usted hace

dinero con las cartas de amor de Margaret Aubyn.

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Glennard quedó en silencio. —¿Las cartas tienen interés en sí mismas? Quier

decir, aparte de que pertenezcan a ella. —¿Quién soy yo para juzgar eso? —Glennard se pus

l sombrero y se enfundó en su abrigo—. Me imagino quno haré nada… Y, Flamel, no le hable a nadie de esto. —No, por Dios. En fin, le felicito. Tiene algo grand

—Flamel le sonreía de corazón.Desde el umbral, Glennard se vio forzado

orresponderle, mientras preguntaba con indiferencia: —Económicamente hablando, ¿no? —Bastante, diría yo.La mano de Glennard seguía en el tirador.

 —¿Cuánto?… Usted entiende de estas cosas.

 —Bueno, tendría que ver las cartas, pero diría… ver… si tiene suficientes para llenar un libro, son legibley el libro sale en el momento oportuno… pongamos diemil al contado del editor y posiblemente uno o dos mil mán derechos de autor. Y si logra que los editores pujentre sí aún puede sacarle más dinero, pero claro, esto

hablando a ciegas. —Claro —dijo Glennard atacado de un vértig

epentino. La mano había resbalado del pomo y él mirabijamente al suelo, a las exóticas espirales de la alfombrersa que tenía bajo los pies.

 —Tendría que ver las cartas —repitió Flamel.

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Por supuesto… tendría que verlas… —murmurGlennard; y sin darse la vuelta, le lanzó un «adiósnarticulado por encima del hombro.

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Capítulo V 

CUANDO Glennard la vislumbró entre los árboles,

asita no parecía más que una alegre tienda de campañilueteada por los rayos del sol. Tenía la rigidez de u

vestido veraniego recién almidonado y los geranios de galería crecían parejos como las flores de un sombrero. Eardín prosperaba de manera irregular. Las semillas qu

habían sembrado al azar —entre risueñas e incompetentefensivas— habían crecido en un fragante desafío de s

desatino. Sonrió al ver la clemátide desplegar sus puntualelas sobre el porche. El césped era tan suave como una

mejillas lampiñas y un rosal carmesí trepaba hasta

ventana del cuarto de un bebé que nunca lloraba. La brishacía temblar el toldo que cubría la mesita de té, y cercarse pudo ver a su esposa inclinada sobre una teteraunto de hervir. La escena sugería con tanta viveza intada placidez de un decorado que apenas nos habr

lamado la atención verla adelantarse entre las flores gorjear su virtuosa felicidad desde la baranda de la galería.

El calor viciado del largo día en la ciudad y olvorienta promiscuidad del tren suburbano se habíaonvertido en la antítesis de una noche de brisa

erfumadas y tranquila conversación. Llevaban casados má

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de un año y cada regreso a casa aún reflejaba la frescura drimer día juntos. Si su felicidad tenía algún defecto era

de parecerse demasiado a la lúcida temporalidad de sntorno. Su amor todavía no era más que la alegre tienda d

ampaña de unos veraneantes.Su mujer levantó la vista con una sonrisa. Le gustaba vida en el campo y su belleza había ganado profundidad artir de una calma que en algunos rostros podría habe

derivado en opacidad. —¿Estás muy cansado? —le preguntó mientras

ervía el té. —Lo bastante para disfrutar de esto —se levantó de

illa en la que se había desplomado y se inclinó sobre andeja para coger la leche—, ¿Has tenido visita? —reguntó, advirtiendo la presencia de una taza medio vacía

u lado. —Sólo Flamel —contestó ella con indiferencia. —¿Flamel? ¿Otra vez? —Acaba de irse. Tiene el barco atracado en Laurel Ba

y ha venido en una calesa que le han dejado los Dresham —

ontestó ella sin muestras de sorpresa.Glennard no hizo ningún comentario y ella continu

poyando la cabeza en los cojines de la silla de bambú. —Quiere que el domingo que viene vayamos a naveg

on él.

Glennard removió el té, pensativo. Trataba de encontra

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a manera menos artificial de expresarse y su voz parecvenir de algún otro lado, como si hablara a través de unmarioneta.

 —¿Te apetece?

 —Como tú prefieras —dijo ella, complacientinguna afectación de indiferencia podría haber sido mádesconcertante que su conformidad. Y últimamentGlennard estaba empezando a sentir que la superficie quun año antes había tomado por una lámina de cristransparente podía ser, después de todo, un espejo dondólo se reflejara su propia concepción de lo que hab

detrás. —¿Te agrada Flamel? —le preguntó de repente; ell

que seguía entretenida con el té, le devolvió una respuesípicamente femenina.

 —Creía que a ti sí. —Por supuesto —accedió, irritado por su incorregib

endencia a magnificar la importancia de Flamel dándovueltas al tema—; un paseo en barco sería estupendvayamos.

Ella no contestó y él sacó los periódicos de la tardque se había metido en el bolsillo al bajar del trenMientras los estiraba era como si su propio semblante sometiera al mismo proceso. Echó una ojeada a la págin

de la Bolsa y la impertinente personalidad de Flam

desapareció tras las filas de números que avanzaban

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rompicones por salir a la luz, como prolíficos portadorede buenas noticias. Las inversiones de Glennarrosperaban como su jardín: las acciones más áridalorecían en dividendos y una dorada cosecha aguardaba s

hoz.Miró a su esposa con el aire tranquilo del hombre qudigiere la buena suerte con la misma naturalidad con que ierra seca absorbe la lluvia.

 —Las cosas están yendo de maravilla. Creo quodremos pasar dos o tres meses en la ciudad el próximnvierno si encontramos algo barato.

Ella le dedicó una amplia sonrisa; estaba encantada doder decir, con cara de estar sopesando las consecuente

ventajas: —¿En serio? Casi voy a sentirlo por el bien del beb

ero si vamos podríamos quedarnos en la casa de KaErskine… ella nos la dejará por casi nada…

 —Bueno, pues escríbele y pregúntaselo —ecomendó, mientras sus ojos viajaban en busca de revisión del tiempo. Se había equivocado de página y d

ronto una línea de caracteres negros le asaltó como si endiera una emboscada.

 "Las cartas de Margaret Aubyn. Dos volúmenes. Hoy

a venta. Primera edición, con tirada de cinco m

jemplares, agotada antes de salir de la imprenta. L

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egunda edición saldrá la semana que viene. EL LIBRDEL AÑO…"

 Levantó la vista torpemente. Alexa permanecía sentad

on la cabeza echada: la pureza de su perfil destacabontra los cojines, y sonreía al pensar en las posibilidadeque habían abierto las últimas palabras de su marido. A sspalda, rayos de sol y sombras temblorosas recorrían oldo listado. Una hilera de arces y un seto privadscondían los gabletes de las casas vecinaroporcionándoles la posesión íntegra de su frondosarcela de medio acre. Hasta hacía apenas un instante, s

vida había sido como aquel trozo de tierra: cercada, aisladde impertinencias, impenetrablemente de los dos. Ahora larecía que todas las hojas de arce, todos los brotes de s

ardín representaban una implacable mirada humana quprimía la intimidad de ambos. Era como sentarse en un

habitación luminosa y sin cortinas en medio de unscuridad repleta de observadores hostiles… Su esposa aúonreía, y era como si su ignorancia del peligro hicier

mposible, de un modo terrible, que pudiera salvarse… Nunca se imaginó que las cosas serían así. Después d

quellas primeras y odiosas semanas que empleó ereparar las cartas para su publicación, en enviárselas

Flamel y en negociar con los editores, la transacción

había hecho perder la conciencia, sumergiéndola en es

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imbo desconocido al que relegamos los actos qureferiríamos no haber cometido, pero que no sabemoómo deshacer. Desde el momento en que la señorita Trene había hecho la promesa de no embarcar con su tía, s

rimera obligación fue para con ella: se había convertidn su conciencia. La suma obtenida de los editores gracialas diestras manipulaciones de Flamel, oportunament

ransferida a la exitosa empresa de Dinslow, lroporcionó un rendimiento que, combinado con su

ganancias profesionales, eliminaron las preocupaciones du modo de vida, convirtiéndolo en la expresión de unlegante preferencia por la simplicidad. Aunque no habrstado mal que la mitigada pobreza consintiera en ponelgunas flores en la mesa del comedor. Glennard apenampezaba a sentir el magnetismo de la prosperidad. Lo

lientes que habían pasado de largo por su puerta equellos días de hambre ahora la buscaban sabiendo qulbergaba el nombre de un hombre de éxito. Por todos eronocido que una pequeña herencia, sabiamente invertidra la fuente de su fortuna; y pensaban que un hombre qu

había sacado tan buen rendimiento de su dinero podía haceo mismo con el de los demás.Pero donde Glennard saboreaba las mieles del éxito er

n la íntima recompensa de la felicidad de su esposa. Ahaber tenido que soportar tantas estrecheces en la vida, la

ondiciones que Glennard le ofrecía le parecieron holgada

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y encajó en su nueva vida sin tener que realizar grandesfuerzos de adaptación, tan dolorosos para el orgullo d

un marido como la importantísima reorganización dmobiliario nupcial. A cambio, Alexa le había otorgado e

delicado placer de verla desarrollarse como una criaturmarina devuelta a su elemento, extendiendo los atrofiadoentáculos de la vanidad pueril y el placer a la crecient

marea del oportunismo. Y de algún modo, en aquella celdpaca de su conciencia que albergaba la autocrítica, rayectoria de Glennard parecía justificada simplementor su éxito material. ¿Cómo era posible que de aquuelo contaminado hubiera brotado una buena cosecha?

Ahora tenía la odiosa sensación de estar entrampado eun negocio desfavorable. No sabía que las cosas serían ay una ira apagada se le iba acumulando poco a poco en

orazón. ¿Ira contra quién? ¿Contra su esposa, por ignorau sufrimiento? ¿Contra Flamel, por ser el causantnconsciente de su mal proceder? ¿O contra el mudecuerdo al que sus propios actos habían otorgado depente una voz acusadora? Sí, era eso; y su castigo, d

hora en adelante, sería la presencia, la ineludiblresencia, de la mujer a la que había evitado durante tantiempo. Ahora siempre estaría allí, como si se hubierasado con ella en lugar de con la otra. Eso era lo que eliempre había querido: estar con él; y al final lo hab

ogrado…

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Se incorporó de un salto, como si fuera a alzar vuelo… y el repentino movimiento hizo que Alexevantara la vista y le preguntara, con voz indiferente d

mujer cuya vida está inmersa en un círculo mágico d

rosperidad: —¿Alguna novedad? —No, ninguna… —contestó, con una sensación d

eligro inminente.Los periódicos estaban esparcidos a sus pies… ¿y

os viera? Estiró el brazo para recogerlos, pero lo quensó a continuación le demostró la inutilidad dncubrimiento: el mismo anuncio aparecería todos lo

días, durante semanas, en todos los periódicos; ¿cómo ibavitar que lo viera? No podía estar siemprscondiéndoselos… En fin, ¿y qué pasaría? No significar

nada para ella, lo más probable es que nunca leyera ibro… En cuanto su esposa dejó de ser un elementemible en sus conjeturas, la distancia que los separabareció reducirse, y la introdujo de nuevo, por así decirln el círculo de su protección conyugal… ¡Y pensar que u

momento antes había estado a punto de odiarla!… Se rió evoz alta de sus miedos infundados… No estaba en suabales, sin duda.

 —¿De qué te ríes? —le preguntó.Muy elaboradamente, le explicó que se estab

cordando de una vieja que iba en el tren, una ancian

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argada con muchos paquetes que había perdido el pasaje…Pero mientras la iba narrando, la historia parecía habeerdido su gracia, y apreció la diplomacia de la sonrisa qulla le dedicó. Consultó el reloj.

 —¿No es hora de vestirse?Alexa se levantó con tranquila desgana. —Es una pena entrar. Se está tan bien en el jardín…Se sentaron juntos, contemplando su dominio. A es

hora ya no quedaba espacio para la sombra del olmo en

squina del seto: cruzó la hierba, cortó en dos la linde dlores y subió por el lateral de la casa hasta la ventana duarto infantil. Alexa se inclinó para sacudir una oruga de

madreselva; luego, cuando entraban en la casa, le sugirió: —Si vamos a ir en el barco el próximo domingo, ¿n

deberías decírselo a Flamel?La exasperación de Glennard se desvaneció d

nmediato. —Claro que se lo haré saber. Parece que siempr

nsinúas que voy a ser grosero con Flamel.Las palabras reverberaron en el silencio de su espos

lexa tenía la costumbre de darle espacio para que pudieontemplar sus propias insensateces con cierta distanci

Glennard dio media vuelta y subió al piso de arribMientras se dejaba caer en una silla delante de la cómode dijo a sí mismo que en la última hora había sondado la

rofundidades de su humillación y que los posos má

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hondos, el limo del fondo, albergaban la odiosa necesidade ser siempre, mientras los dos vivieran, cortés coBarton Flamel.

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Capítulo VI

LA semana en la ciudad había sido agobiante, y lo

hombres, vestidos con trajes blancos de dril y franela, lque les proporcionaba la liberación dominical, llenaban laumbonas del velero con su extensa apatía, siguiendo, ravés de una neblina de humo de tabaco, las veleidosantrascendencias de las mujeres. El grupo era pequeño —

Flamel tenía pocos amigos íntimos—, pero suomponentes eran más heterogéneos que los que solíaonformar las reuniones sociales. La reacción ante rincipal episodio de su vida pasada había provocado e

Glennard una incómoda aversión hacia cualquier tipo d

ucimiento personal. La inteligencia era provechosa en lonegocios, pero en sociedad le parecía tan inútil como laalsas cascadas que forma un arroyo para impulsar u

molino. Le gustaba el punto de vista colectivo que guardaba civilizada uniformidad del atuendo, y la actitud de s

sposa mostraba idéntica predilección; sin embargo, amboran conscientes de estar introduciéndose poco a poco ea intimidad de Flamel. Alexa había dicho una o dos vece

que le divertía reunirse con gente inteligente, aunque sdisfrute adoptó la negativa forma de una sonrien

eceptividad; y Glennard empezaba a sentir una crecien

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impatía por aquellas personas que abandonaban suensamientos a merced de los de la comunidad.

La tranquila cubierta del barco era un agradable refugidel calor de tierra, y el perfil de su esposa, serenamen

royectado contra el azul cambiante del mar, se instaló eus retinas como una mano fresca que templara sus nerviounca se había sentido más impresionado por aquel

otundidad que elevaba su belleza por encima de loransitorios dones de las otras mujeres y que hacía que ostro más armonioso pareciera tan sólo una fortui

distribución de rasgos.Las damas que eran sujetos directos de esta

omparaciones estaban ya acostumbradas a asumir riesgoimilares con resultados más gratificantes. La señorrmiger, de hecho, había sido durante mucho tiempo

mejor alternativa para aquellas mujeres que no podían «vera belleza de Alexa Glennard; y las llamadas de atención da señora Touchett se basaban en ese reparto de dones quanto maravilla a los que admiran a un país cuya gente eumamente culta. Las circunstancias obligaban a la terce

dama del trío, al que la imaginación de Glennard habratado de manera tan poco halagadora, a bailarle el aguaas otras dos. Era la señora Dresham, la mujer del directo

del Radiator . La señora Dresham era una dama que se habescatado a sí misma de la oscuridad social asumiendo

apel de exponente e intérprete de su marido; y com

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Dresham era un devoto de las mujeres excelsas, la actitude su esposa exponía a la celebración pública la excelencde todas ellas. Por el comprensible fastidio de esa tarea, eñora Dresham recibía a cambio la satisfacción de qu

hubiera algunas personas que la tildaran a ella de mujexcepcional y que probablemente compraran a su vez undistinción similar con la calderilla de su meditadmportancia. Las otras damas del grupo no eran más que lasposas de algunos de los hombres… mujerecostumbradas a que nadie se dirigiera a ellas ni contestarsus preguntas.

La señora Armiger, la última encarnación del instintde excelencia de Dresham, era una belleza inocente qudurante años había destilado aburrimiento entre un grupo dersonas que ahora se autocondenaban por su incapacida

ara apreciarla. Bajo la tutela de Dresham se habonvertido en una «mujer de talento», que leía suditoriales del Radiator  y compraba los libros que él ecomendaba. Cuando aparecía una nueva novela, todo

mundo quería conocer la opinión que ésta le merecía,

hasta un joven caballero que había hecho un viaje poTurena le había dedicado hacía poco los notables resultadode sus exploraciones.

Glennard, reclinándose y apoyando la cabeza en arandilla, con una línea de azul fugitivo entre los párpado

medio cerrados, habría deseado que la señora Armiger n

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hubiera estropeado la tarde haciendo hablar a la gente. unque redujo al mínimo su enfado no poniendo atención lo que decían, tanta palabrería inútil le dejó un rescold

de malestar.

El regalo del silencio de su esposa le parecía la muestrmás evidente de la impericia del habla como modo dntercambio, y sus ojos se habían vuelto a mirarla paenovar el aprecio por esta facultad suya, cuando la voz da señora Armiger lo trajo de vuelta a las subestimadaotencialidades del lenguaje.

 —Señora Glennard, usted las ha leído, ¿verdad? —oyque le preguntaba y que, en vista del ligero desconcierto d

lexa, continuaba—: Las Cartas de Aubyn… el únicibro del que se habla esta semana.

La señora Dresham advirtió de inmediato su ventaja.

 —¿Que no las ha leído? ¡Esto sí que es raro! Comdice la señora Armiger, el libro está en el aire: uno lespira como la gripe.

Glennard se sentó, inmovilizado, observando a ssposa.

 —Tal vez no haya llegado aún a los suburbios —dijlla, con su imperturbable sonrisa.

 —¡Ay, deje que me siente con usted entonces! —xclamó la señora Touchett—. ¡Lo que sea para cambiar dires! Estoy totalmente enganchada y soy incapaz d

dejarlo. ¿No puede navegar lejos de su alcance, Flamel?

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Flamel sacudió la cabeza. —Ni con esta brisa. La literatura viaja más rápido qu

l vapor hoy en día. Y lo peor es que ninguno de nosotrouede dejar de leer; es tan pérfido como un vicio y ta

esado como una virtud. —Yo creo que es un vicio, o casi, leer un libro comas Cartas —dijo la señora Touchett—. En ellas va el alm

de una mujer, arrancada por completo desde la raíz… Ser desnudo; y ante un hombre al que es evidente que no mportaba lo más mínimo; ¡bien podría haberle importadoo pienso leer ni una línea más; es como mirar por el oj

de una cerradura. —Pero, ¿y si ella quería que se publicaran? —¿Qué? ¿Y cómo sabemos que era eso lo que quería? —Bueno, he oído que le dejó las cartas al hombr

quienquiera que sea, con instrucciones de que a su muertas publicara…

 —No lo creo —declaró la señora Touchett. —Entonces el hombre está muerto, ¿no? —pregunt

uno de los hombres.

 —¿Creen que si estuviera vivo podría mantener abeza alta, sabiendo que todo el mundo ha leído las carta

—protestó la señora Touchett—. Ya debe de haber sidastante horrible saber que le fueron escritas… ¡perublicarlas! ¿Qué hombre podría hacer algo semejante? ¿

qué mujer le habría pedido que lo hiciera?…

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 —Vamos, vamos —intercedió Dresham—; al fin y aabo, no son cartas de amor.

 —No, eso es lo peor: son cartas de desamor —replica señora Touchett.

 —Entonces es obvio que no tenía por qué escribirlas;odría haberle evitado al hombre, pobre diablo, el tener quecibirlas.

 —Quizá contase con que el público le ahorraría el mrago de tener que leerlas —dijo el joven Hartly, que aústaba en la etapa de cinismo.

La señora Armiger volvió su belleza acusadora Dresham.

 —Por el modo en que lo defiende, creo que sabe quiés.

Todo el mundo miró a Dresham, y su esposa sonrió col aire superior de la mujer que conoce los secretorofesionales de su marido. Dresham se encogió d

hombros. —¿Qué he dicho para defenderlo? —Lo ha llamado pobre diablo… Le ha dado pena.

 —¿Un hombre que permite que Margaret Aubyn lscriba esas cosas? Claro que me da pena.

 —¡Entonces debe de saber quién es! —exclamó eñora Armiger, con cierto aire triunfante por su agudeza

Hartly y Flamel rieron y Dresham sacudió la cabeza.

 —Nadie lo sabe, ni siquiera los editores; por lo meno

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so me dijeron. —Así que eso le dijeron que nos dijera… —corrigi

stutamente Hartly; y la señora Dresham añadió, comqueriendo llevar la discusión un poco más lejos:

 —Pero si él está muerto y ella también, alguien debe dhaber dado las cartas a los editores. —Probablemente un pajarito —dijo Dresham

onriendo indulgente ante su propia deducción. —Un ave de caza, en todo caso: un buitre, diría yo —

ntervino otro de los hombres. —Ah, no estoy de acuerdo con ustedes —soltDresham—. Esas cartas pertenecen al público.

 —No fueron escritas para el público, ¿cómo puedeertenecerle? —dijo la señora Touchett.

 —Bueno, en cierto sentido lo fueron. Una celebridaomo Margaret Aubyn pertenece al mundo. Una mentemejante es parte del pensamiento colectivo. Es el preci

de la grandeza: uno se convierte en un monumenthistórico y la posteridad se encarga de mantenerlo, peron la condición de que siga siempre abierto al público.

 —No veo que eso exonere al hombre que cede lalaves del santuario, como es el caso.

 —¿Y quién fue? —preguntó otra voz. —¿Que quién fue? Imagino que nadie… el buzón,

endija en la pared por la que las cartas pasaron a

osteridad…

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 —¡Pero ella nunca tuvo intención de dejarlas para osteridad!

 —Una mujer no debería escribir ese tipo de cartas si nquiere que se publiquen…

 —¡No debería escribírselas a un hombre como ése! —orrigió con desprecio la señora Touchett. —Yo nunca guardo las cartas —dijo la señora Armiger

on la obvia impresión de que estaba aportando algealmente valioso a la discusión.

Hubo una risa generalizada y Flamel, que todavía nhabía hablado, dijo con apatía: —Ustedes las mujeres son siempre subjetivas, n

ienen remedio. En cambio, me atrevo a decir que mayoría de los hombres no verían en esas cartas más que snmenso valor literario, su importancia documental. El ladersonal no cuenta cuando hay otras cosas mucho mámportantes.

 —Venga, todos sabemos que usted no tiene principio—declaró la señora Armiger; y Alexa Glennard, con unonrisa indolente, coincidió con ella.

 —Yo nunca le escribiría una carta de amor, señoFlamel.

Glennard se apartó con impaciencia. La charla era taburrida como el zumbido de los mosquitos. Se preguntor qué su esposa se había empeñado en arrastrarlo a es

xpedición sin sentido… Odiaba al grupo de Flamel… ¿

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qué se traía Flamel entre manos para interferir como lhacía, justificando la publicación de las cartas como Glennard necesitase que lo defendiera?…

Volvió la cabeza y vio que Flamel había arrastrado u

siento a la altura de Alexa y le hablaba en voz baja. Lodemás se habían desperdigado en parejas por la cubierta. Ldio la impresión de que nunca sería capaz de ver a Flamhablando con su esposa sin sentir esa terrible desconfianzque ahora lo sacaba de quicio.

A la mañana siguiente, durante el temprano desayunolexa sorprendió a su marido con una petición inesperada

 —¿Me traerás esas cartas de la ciudad? —le preguntó. —¿Qué cartas? —dijo él, soltando la taza. Se sentía ta

vulnerable como el hombre que es atacado en la oscuridad —Las de Aubyn. El libro del que todos hablaban ayer.Sirviéndose con cuidado la segunda taza de té, Glennar

dijo con prudencia: —No sabía que te importaban ese tipo de cosas.Lo cierto es que no era una gran lectora y era raro qu

lgún libro nuevo cayera en sus manos hasta que llegab

or así decirlo, al ámbito familiar; pero ella insistió, comable tenacidad.

 —Creo que me va a interesar porque leí su biografía ño pasado.

 —¿Su biografía? ¿Dónde la conseguiste?

 —Me la prestaron cuando salió… Creo que fue Flame

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Su primer impulso fue el de gritar: «¿Por qué diablos lides libros a Flamel? Yo puedo comprarte todos los qu

quieras.,.», pero se vio forzado a sonreír con sumisión. —Flamel siempre tiene los últimos libros que sale

verdad? Por cierto, has de tener cuidado en devolvérseloEs bastante celoso de su biblioteca. —Ah, siempre tengo mucho cuidado —contestó, co

un toque de competencia que lo alcanzó de pleno; y luegñadió, mientras él se ponía el sombrero—: no te olvide

de las cartas.¿Por qué le había pedido el libro? ¿Respondía s

epentino deseo a alguna insinuación de Flamel? Le dabnáuseas sólo pensarlo, pero mantuvo la suficiente lucideomo para convencerse, apenas un momento después, d

que su última esperanza de autocontrol se perdería si s

mpeñaba en ver motivos ocultos en todas las palabras ctos de su esposa. Por mucho que Flamel supusiese, nenía el don de la adivinanza, por lo que no podría predicao que sabía de él ni regodearse en la importancia de su

deducciones. Las mismas cualidades que hacían de Flam

un sabio consejero lo convertían en el más peligroso de loómplices. Y Glennard se sintió sacudido por fuerzaxtrañas que su propia actuación había puesto en marcha…

Alexa era mujer de pocos caprichos, pero sus deseohasta los más insignificantes, estaban tan bien definido

que se distinguían claramente de sus volubles impulsos.

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l sabía que, ahora que le había pedido el libro, ya no slvidaría del tema, por lo que desechó, como un expediennútil, la momentánea idea de preguntar por él en iblioteca circulante y decirle que todos los ejemplare

staban prestados. Si había que comprarlo, lo mejor es quo hiciera cuanto antes. Salió de la oficina más temprano do habitual y entró en la primera librería que encontró damino al tren. El escaparate estaba repleto de llamativo

volúmenes de cartas. Dos palabras: «Margaret Aubyn», lanzaban continuos fogonazos. Entró en la tienda y s

dirigió a un mostrador donde el mismo nombre se repetuna y otra vez en filas y filas de ejemplares encuadernadoParecían haber relegado el resto de libros a los estantes dondo. Cogió un ejemplar y le lanzó el dinero a un atónitmpleado que lo persiguió hasta la puerta con

frecimiento de envolverle los volúmenes.En la calle le sobrecogió un temor repentino. ¿Y si s

ncontraba a Flamel? La idea resultaba insoportable. Llamun taxi y fue directamente a la estación, donde, entre lo

banicos de palma de la sudorosa multitud, esperó una larg

media hora hasta que el tren salió.Se había metido un volumen en cada bolsillo y no s

trevió a sacarlos durante el viaje; pero las irritantealabras lo asaltaban desde los pliegues del periódic

vespertino. El nombre de Margaret Aubyn parec

mpregnar el aire. El traqueteo del tren hacía bailar s

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mirada por las páginas de la revista que estaba leyendo eñor que viajaba frente a él…

Cuando llegó, le dijeron que la señora Glennard aún nhabía regresado. Subió a su habitación y se sacó los libro

de los bolsillos. Los echó sobre la mesa, ante él, como uviera miedo de tocarlos… Al final abrió el primevolumen. Una carta conocida lo abordó, cada palabpresurada por el familiar estilo de su letra. Las pequeñasntrecortadas frases huían por la página como animale

heridos en campo abierto… Era una imagen horrible… Unatida de cosas indefensas sacadas salvajemente de sefugio. No imaginaba que iba a ser así…

Ahora comprendía que, a la hora de vender las cartahabía contemplado la transacción sólo desde su punto dvista: como una mancha lamentable en su decente historia

penas había considerado de qué modo su actuación podfectar a Margaret Aubyn; pues la muerte, si santificambién implica indefensión. El Dios de Glennard era

dios de lo que vive, de lo inmediato, de lo actual, de langible. Todos sus días los había vivido en presencia d

quel dios, sin hacer caso a quienes, bajo la superficie dnuestros actos y pasiones, forjan en silencio las armaetales de los muertos.

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Capítulo VII

ALGO lo despertó de golpe y, al levantar la vista, s

ncontró con su esposa. Le sostuvo la mirada en silencihasta que ella titubeó.

 —¿Estás enfermo?Las palabras le hicieron volver en sí.

 —¿Enfermo? Claro que no. Me han dicho que habíaalido y me había subido.Los libros estaban encima de la mesa, entre ambos. S

reguntó cuándo los vería. Ella permaneció tímidamente el umbral, como dejando la explicación en sus manos. Nra el tipo de mujer del que se esperaría que presentara suxcusas creando algún tipo de polémica.

 —¿Dónde has estado? —preguntó Glennardelantándose para impedir que viera los libros.

 —He ido a casa de los Dresham a tomar el té. —No sé qué es lo que ves en esa gente —le dij

ncogiéndose de hombros; y luego añadió, sin podeontrolarse—: Me imagino que Flamel estaría allí, ¿no?

 —No, se marchó en el barco esta mañana.Aquella respuesta que obstruía la fuga natural de s

nfado dejó momentáneamente a Glennard sin recurso

alvo el de acudir con impaciencia hasta la ventana. A

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eguirlo, los ojos de Alexa repararon en los libros. —¡Ay, los has traído! ¡Qué alegría! —exclamó.Él le contestó por encima del hombro.

 —¡Para no leer nunca, haces unas excepcione

sombrosas!La sonrisa de Alexa era una concesión exasperante a osibilidad de que Glennard hubiera tenido que soportar u

día de calor en la ciudad o de que algo lo hubiesmolestado.

 —¿Quieres decir que no está bien querer leer un libro—preguntó—. No estuvo bien publicarlo, es cierto, pero, in y al cabo, yo no soy la responsable, ¿verdad? —s

detuvo y, en vistas de que él no contestaba, continuóodavía sonriendo—. Y sí que leo algunas veces, ya labes. Me gustan mucho los libros de Margaret Aubyn

Cuando nos conocimos estaba leyendo Semillas d

ranada, ¿no te acuerdas? Fuiste tú quien me lo contodo sobre ella.

Glennard se había dado media vuelta y miraba a smujer fijamente.

 —¿Todo sobre ella? —repitió, y con las palabravinieron los recuerdos.

Una tarde se había encontrado a la señorita Trent con novela en la mano y, movido por la necia necesidad dmante de vincularse de algún modo a las inquietude

ntelectuales de la amada, había roto su habitual silenci

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especto al pasado. Alentado por la certeza de que ocuparíun papel destacado en la imaginación de Alexa Trent, habídivagado de anécdota en anécdota, reviviendo los dormidodetalles de su antigua vida en Hillbridge y alimentando s

vanidad con la ilusión con que ella recibía sus recuerdoobre esa criatura que por aquel entonces ya vestía el trajmpersonal de la grandeza.

El incidente no había hecho mella en su cabeza, perhora lo asaltaba como un viejo enemigo, el más peligrosor haber sido olvidado. El instinto de autodefensa —lgunas veces el más arriesgado que un hombre puedjercer— le hizo declarar con escasa fluidez:

 —Bueno… solía verla en casas de otras personas, ess todo —y al ver que el silencio de Alexa, para no perdea costumbre, hacía que las cosas empeoraran más si cab

ñadió, con crecida indiferencia—: Es sólo que no sé quuedes encontrar de interés en un libro como ése.

Ella pareció considerarlo atentamente. —¿Entonces lo has leído? —Le he echado un vistazo… Nunca leo ese tipo d

osas. —¿Es cierto que no quería que las cartas se publicaranGlennard sintió el vértigo repentino del montañero qu

amina por el saliente de una cornisa y tuvo la sensación dque si miraba más allá de donde pisaba, estaría perdido.

 —Lo cierto es que no lo sé —contestó; despué

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rmándose con una sonrisa, le acarició el brazo— Ya quno he tomado el té en casa de los Dresham, ¿puederaerme uno? —sugirió.

Aquella noche Glennard se encerró en el pequeñ

studio que daba a la sala con el pretexto de que tenrabajo que hacer. Mientras reunía los papeles, le dijo a ssposa:

 —¿No irás a sentarte dentro con la noche que hace? Meuniré contigo fuera en un rato.

Pero ella ya había acercado el sillón a la lámpara. —Quiero hojear un poco el libro —dijo, tomando

rimer volumen de las Cartas.Glennard se encogió de hombros y se retiró al estudio

 —Voy a cerrar la puerta, quiero estar tranquilo —xplicó desde el umbral; y ella asintió sin levantar la vis

del libro.Glennard se dejó caer en una silla, mirando fijament

os papeles extendidos. ¿Cómo iba a trabajar si al otro ladde la puerta ella tenía aquel volumen en sus manos? Luerta no la había dejado fuera, la veía con claridad,

entía cerca, en un contacto tan doloroso como si lresionaran una herida.

La sensación formaba parte de aquella extrañezgeneral que lo hacía sentirse como si despertara de uargo sueño y se encontrara en un país desconocido entr

gente de habla extranjera. Vivimos en nuestras propia

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lmas como si fueran regiones que no aparecen en lomapas, de las que hemos limpiado algunos acres pastablecer nuestra morada, mientras que de la naturaleza dos que nos rodean no conocemos más que los límites qu

olindan con los nuestros. De los puntos del carácter de ssposa que no estaban en contacto directo con los suyoGlennard percibía su ignorancia; y la desconcertantensación de lejanía se intensificó con el descubrimient

de que, en cierto modo, nunca la había tenido tan cercgual que uno puede vivir durante años en la felnconsciencia de poseer unos nervios delicados, él no s

había dado cuenta de que la personalidad de su esposa shabía convertido en parte de la textura de su vida y qurradicarla sería imposible, como un tumor que s

desarrollara en alguno de los órganos vitales; y ahora s

entía a la vez incapaz de prever su opinión e impotentara evitar sus consecuencias.

A la mañana siguiente, para evitar las confidencias dedesayuno, se marchó a la ciudad más temprano de lhabitual. Su esposa, que distaba de ser una rápida lector

ra dada a comentar todo lo que leía y en ese momento rincipal objetivo de Glennard era posponer la inevitabonversación sobre las cartas. Este mismo instinto drotección fue el que, por la tarde, lo condujo hasta el clun busca de alguien a quien convencer para que l

compañara a cenar al campo. El único hombre que hab

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n el club era Flamel.Al oírse a sí mismo presionando a Flamel casi de form

nvoluntaria para que cenara con él, Glennard se percató da tremenda ironía de la situación. Usar a Flamel com

scudo contra el escrutinio de su mujer era sólo un pocmenos humillante que utilizarla a ella para defenderse dFlamel.

Experimentó un contradictorio malestar cuando hombre aceptó, y los dos se dirigieron a la estación eilencio. Al pasar junto al puesto de libros de la sala dspera, Flamel vaciló durante un momento y los ojos dmbos fueron a detenerse en el nombre de Margaret Auby

visiblemente expuesto sobre un mostrador repleto de loonocidos volúmenes.

 —Vamos a llegar tarde —protestó Glennard, sacando

eloj. —Adelántese —le dijo Flamel, impasible—. Quier

omprar algo…Glennard giró sobre sus talones y caminó por el andén

Flamel se reunió con él cargando con una revista d

pariencia inocente. Pero Glennard ni siquiera se atreviómirar la portada por miedo a que mostrara las sílabas quanto temía.

El tren estaba lleno de gente conocida y se mantuvieropartados hasta que se bajaron en la pequeña estació

uburbana. Mientras subían paseando la sombreada colin

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Glennard no dejaba de hablar, señalando las mejoras devecindario, lamentando la próxima llegada del tranvía rotegiéndose con sus improvisaciones del riesgnminente de la alusión a las Cartas. Flamel soportaba s

discurso con la anodina indiferencia que suele prestarseos asuntos domésticos de otra persona, hasta que por fihallaron refugio en la mesa de té de Alexa sin que hubiesehecho la más mínima alusión al temible punto.

La cena transcurrió plácidamente. Flamel, que siemprhacía gala de sus mejores modales en presencia de Alexe dedicaba ese tipo de atención que es como la luz de uaro para las palabras del interlocutor: sus respuesta

desvelaban significados implícitos en sus frases, como scultor extrae su estatua del bloque de piedra. Bajo parente serenidad de su esposa, Glennard detectó cier

usceptibilidad a su estratagema, y el descubrimiento fuomo un relámpago en el paisaje nocturno. Hasta ahorstas iluminaciones pasajeras sólo habían servido paoner de relieve las irregularidades del terreno: era comi cada nueva observación contribuyera a incrementar

uma total de su ignorancia. La sencillez de su perfil emás desconcertante que una superficie compleja. Erobable que uno pueda encontrar la salida de un laberintero el candor de Alexa era como una llanura cubierta d

nieve en la que, una vez perdida la carretera, no hay señale

or las que guiarse.

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Acabada la cena, regresaron al porche, donde la lunlevándose por detrás del viejo olmo, se unía al árboumiso mediante un romántico subrayado de sus borde

Glennard se había dejado los cigarros en el estudio y fue

ogerlos. Al atravesar la sala, reparó en que el segundvolumen de las Cartas estaba abierto en la mesa de ssposa. Lo cogió y miró la fecha de la carta que habstado leyendo. Era una de las últimas… se sabía las pocaíneas de memoria. Soltó el libro y se apoyó en la parePor qué la había incluido entre las otras? ¿O era posibl

que todas se parecieran…?La voz de Alexa emergió de la oscuridad.

 —May Touchett tenía razón: es como mirar por el ojde una cerradura. ¡Ojalá no lo hubiera leído!

Flamel le contestó, con el tono evasivo del hombr

uyas frases salen pausadas por el cigarrillo. —A lo mejor eso es lo que nos parece a nosotros, per

tras generaciones lo considerarán un clásico. —Entonces no debería haberse publicado hasta que s

hubiera convertido en un clásico. Es horrible, ca

degradante, leer los secretos de una mujer a la que unodría haber conocido —y añadió, en voz baja—: Stephea conocía.

 —¿En serio? —dijo Flamel. —Sí, y muy bien… Se conocieron en Hillbridge hac

ños. El libro lo ha hecho sentirse fatal… Por nada d

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mundo lo leería… Y tampoco quería que yo lo leyera. Arincipio me pareció raro, pero ahora comprendo que parl sería como un acto de deslealtad: es mucho peoonocer los secretos de un amigo que los de un extraño.

 —Ay, qué joven tan sensible —dijo Flamel, como snada.Y Alexa replicó, casi reprendiéndole:

 —Si usted la hubiera conocido seguro que se sentirgual…

Glennard permaneció inmóvil, vencido por la extrañnoportunidad con la que había hecho a Flamel partícipe dos dos puntos más dañinos para su causa: su amistad co

Margaret Aubyn y haber ocultado a Alexa que había tenidque ver con la publicación de las cartas. Alguien dotado duna astucia menor que la de Flamel ya habría tenido claroquién iban dirigidas; y una vez sugerida la posibilidad, nadería más fácil que confirmarla mediante una discrenvestigación. Un impulso de culpabilidad condujo

Glennard hasta la ventana. ¿Por qué no anticiparse y revelasu mujer la verdad en presencia de Flamel? Si éste ten

lgo de decencia, esta opción sería la mejor manera dsegurarse su silencio. Y, por encima de todo, lo libraría dener que defenderse de las continuas críticas por haberaicionado la confianza de su esposa…

El impulso fue lo bastante fuerte para conducirlo a

ventana, pero allí le invadió cierta reacción de resistenci

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Qué había hecho, al fin y al cabo, para tener qudefenderse y dar explicaciones? Tanto Dresham comFlamel habían declarado, él era testigo, que la publicacióde las cartas no sólo estaba justificada, sino que er

bligatoria. Y si la imparcialidad del veredicto de Flameodía cuestionarse, al menos Dresham representaba unto de vista objetivo del hombre de letras. Las palabra

de Alexa no eran más que la expresión, en boca de un«buena» mujer, de una idea previamente concebida potras mujeres similares. Había pronunciado las palabradecuadas del mismo modo que si se pusiera el vestidpropiado o escribiera la perfecta invitación a una cen

Glennard tenía poca fe en los juicios abstractos del otrexo. Sabía que la mitad de las mujeres que se mostraba

horrorizadas por la publicación de las cartas de Auby

habrían revelado sus secretos sin ningún escrúpulo.Sus emociones se calmaron de repente y se sinti

liviado. Se dijo a sí mismo que lo peor había pasado y quas cosas volverían a su cauce. Su esposa y Flamel hablabahora de otros temas, así que salió al porche y le tendió lo

igarros a Flamel, mientras le decía alegremente —habría jurado que eran las últimas palabras que le hubiegustado pronunciar!:

 —Se me ocurre, viejo amigo, que antes de bajar ewport debería pasar unos días con nosotros, ¿verdad qu

í, Alexa?

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Capítulo VIII

AUNQUE tal vez fuera de forma inconsciente, Glennar

eguía de buen humor. Siempre se había enorgullecido dierta solidez en su carácter que lo capacitaba parnfrentarse con firmeza a lo inevitable, para convertir suracasos en los materiales constructores del éxito. Ahor

ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo que él llamab«lo inevitable» había sido casualmente la mejor alternativhasta entonces, y apenas se daba cuenta todavía de que sroblema actual no iba a desaparecer por mucho quingiera indiferencia. Algunas tristezas convierten el almn una casa espaciosa, pero la de Glennard era ta

miserable que no podía mantenerse erguido. Se le venncima con cada movimiento. Pensaba que ello se debíaa imposibilidad de escapar de las pruebas visibles de suctos. Dondequiera que fuera se encontraba con las Carta

Gente que nunca había abierto un libro discutía sobre ella

on reticencia, y su lectura se había convertido en unbligación social dentro de unos círculos en los que iteratura no había logrado penetrar nunca antes, salvo po

motivos personales.Glennard era injusto consigo mismo. Lo que más

hacía sufrir era el inesperado descubrimiento de su prop

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mezquindad. Nuestra autoestima tiene tendencia a basarsn las supuestas grandes hazañas que nunca hemos tenidcasión de emprender; y hasta la modestia más escrupulosdquiere tintes negativos con una conducta excelent

Glennard nunca se había considerado un héroe, pero estabeguro de que era incapaz de ser vil y mezquino. A todonos gustaría que nuestros errores fueran borradoorregidos, como quien dice; y Glennard se encontraba dronto vestido con un traje de deshonra diseñado para unigura de peor calaña.

El resultado inmediato de sus primeras semanas ddesdicha fue la decisión de trasladarse a la ciudad parasar el invierno. Sabía que este cambio de rumbo estabaunto de sobrepasar las fronteras de la prudencia, pererviría para calmar los miedos de Alexa, que, escrupulos

omo era en la gestión de la casa, guardaba esa actitud taropia de las mujeres americanas de mantenerse al marge

de los asuntos profesionales de su marido. Glennard sabque no podía fiarse de sí mismo en todo un invierno a solaon ella. Le aterrorizaba exageradamente que descubrie

a verdad sobre las cartas, pero no estaba seguro de tenenimo para enfrentarse al impulso suicida de unonfesión. Su propia alma, sedienta de lástima ompasión, se moría por una voz comprensiva que spiadara de él. Pero, ¿lo haría su mujer? ¿Lo comprendería

De nuevo se tropezó bruscamente con la increíb

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gnorancia sobre su carácter. El hecho de que supierastante bien cómo reaccionaría ante los asuntos urgente

de la vida cotidiana, de que pudiera contar, en semejanteontingencias, con la valentía y la franqueza que siempr

había adivinado en ella, lo hacía desistir de involucrarla ea tortuosa psicología de un acto que él mismo ya no podxplicar ni comprender. Habría sido más sencillo si ell

hubiera sido más compleja, más femenina, si pudiera habeontado con su supuesta compasión o con su estupide

moral, pero no estaba seguro de ninguna de las dos. Nstaba seguro de nada, salvo de que debía evitarla durantlgún tiempo. Glennard no podía deshacerse del delirio d

que su actuación cesaría enseguida para dar paso a laonsecuencias. Por nada del mundo se habría molestado eeconocer que estaba en su mano calmar sus emocione

refería complacerse con la vaga hipótesis de que laircunstancias externas borrarían de algún modo la manch

de su conciencia. En los peores momentos dutodegradación, trataba de encontrar consuelo pensand

que Flamel había aprobado este cambio de rumbo. A

rincipio, Flamel podría haber averiguado a quién ibadirigidas las cartas, pero ni entonces ni después habdudado en recomendar su publicación. Este pensamiento lcercaba a él en intermitentes conatos de cordialidad, cad

uno de los cuales desprendía acusados efectos d

desconfianza y aversión. Cuando Flamel no estaba en

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asa, echaba de menos el apoyo tácito de su complicidaero cuando estaba allí, su presencia era la personificació

de una exigencia intolerable.A principios del invierno, Glennard tomó posesión d

una casita que apenas le costaba nada. El cambio le trajo livio inmediato de ver menos a su esposa y de sentirsrotegido en su presencia por las múltiples preocupacione

de la vida urbana. Alexa, que nunca se mostraba estresadresentaba la sonriente abstracción de una hermosa mujeara quien el lado social de la vida conyugal no ha perdid

ni un ápice de novedad. Glennard, con la temeridad dhombre que ha tenido éxito en su primera imprudencinanciera, la animaba en aquellas pequeñas extravagancia

las que su buen gusto al principio oponía resistenciDesde que se habían mudado a la ciudad, tenía la impresió

de que podían disfrutar más, así que consideró agradable necesidad de comprar ropa nueva y le regaló unas pieleor Navidad. Y antes de Año Nuevo ya habían acordadncorporar una nueva sirvienta a su reducido personal dervicio.

Justo al día siguiente el destino se encargó drecipitar esta medida colocando en el plato del desayun

de Glennard un sobre con los nombres de los editores a loque había vendido las cartas de Aubyn. Daba la casualidade que era la única carta que había llegado en el prime

eparto e inspeccionó, al otro lado de la mesa, a su espos

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que había bajado antes que él y que probablemente habdejado el sobre en el plato. No era del tipo de personas quhacen preguntas comprometedoras, pero podía adivinar suonjeturas en la forma de mirarle. Empezaba a debatirs

ntre la idea de reflejar sorpresa al ver la carta o quitaroda importancia como si fuera una nota de trabajo quhabía llegado a casa por error, cuando un cheque cayó denterior del sobre. Eran los derechos correspondientes a rimera edición de las cartas. Su primer sentimiento fue dimple satisfacción. El dinero había llegado en u

momento tan oportuno que no podía evitar recibirlo colegría. Dentro de poco habría más; sabía que el libro sstaba vendiendo mucho mejor de lo que vaticinaron larevisiones iniciales del editor. Se guardó el cheque en eolsillo y salió de la habitación sin mirar a su esposa.

De camino a su oficina volvió a invadirle aqueleacción habitual. El dinero que había recibido era rimera prueba tangible de que estaba viviendo de la ven

de su autoestima. La conciencia de los beneficiomateriales se había visto eclipsada por la sensación d

vileza intrínseca en el hecho de dar a conocer las cartahora se daba cuenta de la sordidez que este hecho añadía

a situación y de que su necesidad de dinero y el uso qudebía hacer de él lo comprometían más que nunca a acatain remedio las consecuencias de sus actos. Le parecía qu

n esa primera hora de incertidumbre había vuelto

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raicionar a su amiga.Cuando aquella tarde llegó a casa más temprano de l

normal, la salita de Alexa rebosaba alegría por los cuatrostados. Era un milagro que Flamel no estuviera allí, per

Dresham y el joven Hartly, alrededor de la mesa de tecibían con resonante júbilo las notas intermitentes dtaccato que convertía la conversación de la señorrmiger en los chillidos de una pajarería alarmada.

La mujer enmudeció al ver entrar a Glennard y éste aúuvo tiempo de observar que su esposa, ocupada con andeja del té, no había agregado su risa a las carcajadas dos hombres.

 —Ay, continúe, continúe —gimió el joven Hartly contusiasmo, y la señora Armiger recibió la miradnquisitiva de Glennard declarando en voz alta co

desaprobación que no le veía la gracia por ninguna parte. —Creí que me iba a dar algo. No sé qué habría hecho

lexa no hubiera estado en casa para ofrecerme una taza dé. Tengo los nervios de punta. Sí, otra, querida, por favo

—y mientras Glennard mostraba su perplejidad, continu

después de considerar si le convenía servirse un segunderrón de azúcar—: ¡Ah! Acabo de llegar de la lectura, yabe, en el Waldorf.

 —No llevo tanto tiempo en la ciudad como parhaberme enterado —dijo Glennard, cogiendo la taza que s

sposa le tendía—. ¿Quién ha leído qué?

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 —Esa hermosa chica sureña: Georgie. Sí, Georgie slama… La protegida de la señora Dresham… ¡A meno

que sea la suya, señor Dresham! El gran salón de bailstaba repleto, y todas las mujeres gritaban como idiota

Es la cosa más espeluznante que he oído nunca… —¿Y qué es lo que ha oído? —preguntó Glennard, peru esposa lo interrumpió.

 —¿Quiere un poco más de pastel, Julia? Oh, Stephelama para que nos traigan unas tostadas, por favor —ono de su voz revelaba educadamente que estaba harta dema de conversación.

Glennard se volvió hacia la campana, pero la señorrmiger lo persiguió con su encantador asombro.

 —Las Cartas de Aubyn, ¿no ha oído hablar de ellas? Lhica las ha leído tan bien que ha sido horrible… Creo qui hubiera habido un hombre lo bastante cerca paujetarme me habría desmayado.

La alegría de Hartly se duplicó y Dresham dijovialmente:

 —¡Cómo les gusta a ustedes las mujeres poner a par

l libro y luego hacer todo lo que esté en su mano para daublicidad a las lecturas!

La señora Armiger lo acompañó hasta más de la mitadel camino con un torrente de autoacusaciones.

 —Ha sido horrible; un escándalo. Le dije a su espos

que a todas debería habernos dado vergüenza asistir y cre

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que Alexa hizo bien en no aceptar las entradas… aunquuera para una causa benéfica.

 —Ah —murmuró su anfitriona con indiferencia—, parmí las causas benéficas empiezan en casa. No pued

ermitirme lujos emocionales. —¿Una causa benéfica? ¿Una causa benéfica? —segocijó Hartly—. No había considerado toda la belleza dsunto… ¡Leer las cartas de amor de la pobre Margarubyn en el Waldorf ante quinientas personas por unuena causa! ¿y qué causa es ésa, querida señora Armiger?

 —El Hogar de las Mujeres Desamparadas. —Buena elección —comentó Dresham; y Hart

nterró su júbilo entre los cojines del sofá.Cuando estuvieron solos, Glennard, que aún sostenía s

aza de té intacta, se volvió hacia su esposa, que seguentada en silencio detrás de la tetera.

 —¿Quién te pidió que sacaras una entrada para esectura?

 —En realidad no lo sé… Kate Dresham, me imaginFue ella la que lo organizó todo.

 —¡Muy propio de ella semejante vulgaridad! Eepugnante… monstruoso…

Su esposa, sin levantar la vista, le contestó gravemente —Yo pensé lo mismo. Por eso no fui. Pero debe

ecordar que muy poca gente siente por Aubyn lo mism

que tú…

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Glennard se las arregló para soltar su taza con manirme, pero la habitación le daba vueltas y se dejó caer en illa más próxima.

 —¿Lo mismo que yo? —repitió.

 —Me refiero a que muy poca gente la conocía cuandvivía en Nueva York. Para la mayoría de las mujeres quueron a la lectura no era más que un nombre, demasiademoto como para tener una identidad. Para mí, poupuesto, era diferente…

Glennard la miró espantado. —¿Diferente? ¿Por qué diferente? —Porque eras su amigo… —¡Su amigo! —se levantó con impaciencia—. Habla

omo si sólo hubiera tenido uno… ¡la mujer más famosde su tiempo! —vagó por la habitación y se inclinó pamirar los libros que había en la mesa—. Espero —añadió—que no pusieras eso como excusa…

 —¿Como excusa? —Para no ir. Una mujer que pone excusas para n

tender sus obligaciones sociales puede volvers

mpopular o ridícula. No midió sus palabras, pero al instante se dio cuenta d

que éstas habían acortado extrañamente la distancia que loeparaba. La sintió próxima, como un enemigo jadeante, u respuesta fue como un relámpago que iluminara un

mano a punto de disparar un arma.

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 —Me parece —dijo ella desde el umbral— que lo hhecho dos veces excusándome también ante ti.

Como cenaban fuera esa noche pudo evitar a Alexhasta que bajó vestida con su capa de ópera. La seño

Touchett, que acudía a la misma cena, se había ofrecido a buscarla, y Glennard, rechazando un precario asientntre los trajes de noche, prefirió seguirlas a pie. La velade le hizo interminable. La lectura del Waldorf, a la qu

habían asistido todas las mujeres, había reavivado discusión sobre las Cartas de Aubyn, y Glennard, al oque preguntaban a su esposa, se sintió miserable por deseque hubiera asistido en vez de que su ausencia llamara tención de todo el mundo. Estaba perdiendo a marchaorzadas todo el sentido de la proporción respecto a la

Cartas. Ya no podía oír que se mencionaban sin alberga

ospecha de que un propósito oculto animaba cada alusióny casi se rindió ante la extravagancia de imaginarse que eñora Dresham, que tanto le desagradaba, había organizada lectura con la esperanza de hacerle confesar, pues estabeguro de que Dresham había adivinado que había tomad

arte en la transacción.El intento de mantener este tumulto interior bajo un

pariencia de sosiego parecía tan inacabable e inútil comos esfuerzos que uno realiza en una pesadilla. Perdió entido de todo lo que estaba contando a sus vecinos y, a

evantar los ojos, la visión de su esposa lo dejó helado.

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Estaba sentada frente a él, junto a Flamel, y a Glennare pareció que habían levantado a su alrededor una de esaarreras tras las cuales las dos personas implicadas en unonversación pueden decir lo que les plazca. Mientras lo

demás discutían sobre la lectura, ambos se habíamantenido en silencio. Un silencio que a Glennard arecía casi cínico, pues ocultaba el disfraz de somplicidad. Sintió una punzada de ira, pero de prontupo, con curioso alivio, que en el fondo ya no lreocupaba si Flamel se lo había dicho a su esposa o no. Yenía asumido que Flamel sabía lo de las cartas y le parec

mejor que Alexa lo supiera también.Al principio se asustó ante el descubrimiento de s

ropia indiferencia. Era como si hubiera bajado las últimaarreras de su voluntad ante un torrente de lasitud mora

Cómo podía seguir desempeñando su papel, haciéndorente a su enemigo, con esa indiferencia envenenadorriéndole por las venas? Trató de animarse con eecuerdo del desprecio de su esposa. No había olvidado omentario con el que había puesto punto final a

onversación. Si alguna vez se había preguntado cómncajaría la verdad, ahora ya no era necesario: l

despreciaría. Pero esto alimentó su tentación con maliciues el desdén de ella sería un refugio para el suyo propi

y se dijo que ya que no le preocupaban las consecuencia

l menos podía librarse de hablar en defensa propia. Lo qu

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quería ahora no era inmunidad, sino castigo: la indignacióde su esposa podía hacer que se reconciliara consigmismo. Ahí residía la esperanza de su regeneración. Sdesprecio era el antiséptico moral que necesitaba; s

omprensión, el único bálsamo que podía curarlo…Cuando se marcharon, tenía tanto miedo de hablar qudejó que ella se fuera sola a casa y se dirigió al club eompañía de Flamel.

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Capítulo IX

Ala mañana siguiente se levantó decidido a averiguar l

que Alexa pensaba de él. Más que anclarlo en puerto, esunto parecía situarlo en el corazón de una tormenta, intió que necesitaba una tregua para calmar la confusió

de sus sensaciones.Llegó tarde a casa, pues cenaban solos y sabía qu

asarían la noche juntos. A punto estuvo de abrir la bocuando, terminada la cena, la siguió hasta la sala, pero oger el café que ella le tendía, se excusó casi sin querer:

 —Tendré que llevármelo al estudio. Esta noche tengmucho trabajo.

Una vez solo en el despacho, maldijo su cobardía. ¿Quo había retenido? Ella parecía totalmente inaccesible. Nra el tipo de mujer cuya compasión fuera fácil donseguir y no había ocasión de avanzar posiciones: nunca cogería por sorpresa. Entonces, ¿por qué no hacer

rente? Lo que le esperaba no podía ser peor que lo qustaba soportando. Retiró la silla y se dispuso a subuando se le ocurrió una idea. ¿Y si, en vez de contárselo

dejaba que ella lo averiguara por sí sola? Así comprobarl efecto del descubrimiento antes de hablar con lo qu

odría librarse de la carga de la revelación.

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La idea le había sido sugerida por la visión ddocumento con el que el editor acompañaba su chequHabía ingresado el dinero, pero el justificante se le salió da cartera cuando estaba despejando la mesa para ponerse

rabajar. Era un documento usual para estos casos evelaba claramente que él era el destinatario de loderechos de las cartas de Margaret Aubyn. Sería imposiblque Alexa lo leyera sin comprender de inmediato que laartas le habían sido escritas y que él era el responsable du venta…

Permaneció sentado en el piso de abajo hasta que oyque Alexa llamaba a la sirvienta para que apagara las lucedespués subió a la sala con un fajo de papeles. Alexa sstaba levantando de su asiento y la luz de la lámpareflejaba el mechón de pelo ondulado que caía sobre s

rente como el alero de un templo. Su rostro mostraba menudo el aislamiento propio de un sepulcro, y ese toqude temor en su belleza era lo que lo hacía sentirse al borddel sacrilegio.

Para no dejarse dominar por sus sentimientos, por fi

habló. —Te he traído trabajo: un montón de viejas facturas

tras cosas que me gustaría que organizaras. Hay algunaque no merece la pena que las guardes, pero tú misma lomprobarás. Puede que haya también una o dos carta

nada importante, pero no quiero tirarlo todo sin haber

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chado antes un vistazo y no tengo tiempo de hacerlo yo.Soltó los papeles y ella los cogió con una sonrisa qu

imulaba reconocer en el favor que le pedía la tácintención de enmendar el incidente del día anterior.

 —¿Estás seguro de que sabré distinguir lo que debguardar? —Ah, claro que sí —contestó con ligereza—; ademá

no hay nada que sea demasiado importante.A la mañana siguiente inventó una excusa para salir si

ener que verla y cuando regresó, justo antes de la cena, sopó con el sombrero y el bastón de un visitante en vestíbulo. El visitante era Flamel y estaba a punto dmarcharse.

El hombre se había levantado del sillón, pero Alexa aúermanecía sentada y por la actitud de ambos daba mpresión de que la charla había ido más allá de laalabras. Los dos miraron con sorpresa a Glennard y ésuvo la sensación de estar entrando en una habitación qu

de repente se había quedado vacía, como si suensamientos fueran conspiradores que huían de su capto

Se sintió amenazado por sus viejos temores. ¿Y si su mujeya había ordenado los papeles y había hecho a Flamartícipe de su descubrimiento? Aunque, mirándolo bien

no era nada nuevo para Flamel que Glennard hubieecibido los derechos de las Cartas de Aubyn…

El repentino propósito de conocer la verdad, por mu

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enosa que ésta fuera, le hizo volver a mirar a su esposmientras la puerta se cerraba a espaldas de Flamel. Per

lexa también se había levantado e, inclinándose sobre scritorio de espaldas a Glennard, empezó a habla

recipitadamente. —Voy a cenar fuera esta noche… espero que no tmporte que te deje solo. Julia Armiger acaba de decirm

que le sobra una entrada para el último concierto dmbrose. Me ha pedido que te diga cuánto lamenta n

ener otra para ti… ¡pero le he dicho que no te importarí—terminó la frase con una risa que tuvo el eco de laarcajadas de la señora Armiger y, antes de que Glennarudiera hablar, añadió, con la mano ya en la puerta—: Aeñor Flamel se le ha hecho tan tarde que apenas he tenidiempo de cambiarme. El concierto empieza ridículamen

emprano y Julia cena a las siete y media…Glennard se quedó solo en la sala vacía, qu

rónicamente, parecía haberse llenado al cobrar onciencia de lo que estaba ocurriendo.

 —Me odia —murmuró—. Me odia…

El día siguiente era domingo y Glennard se quedemoloneando en la cama, de modo que cuando bajó

desayunar, su esposa ya estaba sentada a la mesa. Ella ldedicó su habitual sonrisa cuando entró y ambos sefugiaron en las últimas noticias, como viajero

orprendidos por una tormenta. Mientras escuchaba

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elato del concierto, empezó a pensar que, después de todún no había puesto en orden los papeles y que s

nerviosismo del día anterior seguramente se debiera a otrausa que quizá sólo le concerniera a él de maner

ndirecta. Le asombraba que nunca antes se le hubiecurrido pensar que Flamel era el tipo de hombre quudiese agradar a una mujer por su propia cuenta, si

necesidad de ayuda fortuita. Si bien esta posibilidaclaraba el panorama, no lo hacía más alentador.

Glennard sintió que lo habían dejado solo con su propmezquindad.

Alexa se levantó primero de la mesa, y cuando subió vestidor se la encontró preparada para salir.

 —¿No es un poco temprano para ir a la iglesia? —reguntó.

Ella replicó que dé camino pensaba parar un momentn casa de su madre. Y mientras se ponía los guante

Glennard empezó a hurgar entre los chismes de la repisuscando una cerilla para encenderse el cigarrillo.

 —Bueno, adiós —dijo ella, dándose la vuelta par

marcharse; y añadió desde el umbral—: ya he ordenado loapeles que me diste. He puesto en la mesa del estudio lo

que creo que te gustaría conservar.Luego se fue, y Glennard oyó la puerta cerrarse tra

lla.

Había ordenado los papeles… Entonces lo sabía. Ten

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que saberlo… ¡y no había dado señales! Sin apenas sabeómo, Glennard se encontró de nuevo en el estudio. Sobra mesa reposaba el fajo de cartas que le había entregad

mucho más pequeño ahora… Era evidente que hab

rdenado los papeles con cuidado y se había deshecho de mayoría. Soltó la gomilla y esparció en el escritorio loobres restantes. La notificación del editor estaba entrllos.

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Capítulo X

SU mujer lo sabía y se empeñaba en ocultarlo. Glennar

e vio de pronto en la situación del marinero que cierra lojos al anochecer y sueña con avanzar las máximas leguaosibles antes de que llegue el día, y que cuando los abre

mira por la portilla no encuentra más que la misma franjde costa. De la exaltación que era fruto de sus deseos, pas

un estado de irracional apatía. El impulso de confesióhabía actuado como una droga para su remordimientHabía intentado echar parte de esta pesadumbre sobre lohombros de su esposa y, ahora que ella le había rechazadácitamente, sentía que era demasiado pesada par

evantarla de nuevo.Un afortunado intervalo de duro trabajo sirvió d

espiro a esta fase de sufrimiento estéril. Viajó al oestara defender un caso importante, lo ganó y volvió a su

quehaceres habituales. Sus negocios prosperaban tan bie

que le ocupaban todo el tiempo libre que su profesión ermitía, y durante unos dos meses apenas tuvo tiempo dnfrentarse a sí mismo. Como es lógico —pues aún no er

un experto en los matices de la introspección—, confundia insensibilidad transitoria con un renacimiento gradual d

a salud moral.

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Estaba convencido de estar recuperando el sentido de roporción, de empezar a ver las cosas con su lu

verdadera; y ahora pensaba que la imprudente súplica a ompasión de su esposa había sido un acto de locura d

uyas consecuencias se había visto salvado por rovidencia que vela por los hombres privados de juiciDisponía de poco tiempo para observar a Alexa, perlcanzó la conclusión de que el sentido común del que él s

había visto momentáneamente privado había aconsejado u esposa que aceptara lo inevitable sin rechistar. Si estualidad era una pobre sustituta de la justicnquebrantable por la que Alexa parecía habersaracterizado alguna vez, aceptó la alternativa como par

de esa vuelta de tuerca tan necesaria para el mantenimientdel matrimonio. ¿Qué mujer conservaría su sentid

bstracto de la justicia cuando entraba en juego otra mujeTal vez la idea de que se había aprovechado de la fragilidade la señora Aubyn no le hubiera resultado del toddesagradable a su mujer.

Cuando la presión del trabajo comenzó a disminuir y e

quellas tardes que se alargaban podía llegar relativamentemprano a casa, solía encontrarse el salón lleno de genteasi nunca tenían la ocasión de pasar la noche solos. Si staba cansado, lo cual sucedía a menudo, salía ella sola; niquiera se le pasaba por la cabeza la posibilidad de rompe

l compromiso y quedarse a su lado. De joven nunca

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había gustado mucho la vida social ni pareció echarla dmenos el año que pasaron en el campo. Sin embargGlennard pensaba que compartía el destino común de lohombres casados, que confundían proverbialmente

emprana pasión hacia los quehaceres domésticos con unrueba de domesticidad. En todo caso, Alexa rebatía seoría con la misma desconsideración con la que una plan

de semillero rompe las expectativas del jardinero. Se habroducido en ella un cambio indefinible. En cierto sentidra positivo, pues se había vuelto, si no más hermosa,

menos más vital y expresiva. Su belleza se apreciaba mejora como si hubiera aprendido a ejercitar conscientementiertos atributos intuitivos y utilizara sus efectos con apacidad discriminatoria de un artista experto en valore

Para un crítico imparcial (como Glennard se considerab

ntonces), el arte resultaba a veces demasiado obvio. Suntentos por parecer frívola carecían de espontaneidad lgunas veces le exasperaba oírla reír como Julia Armige

Pero Glennard era lo bastante inteligente como paomprender que, en lo que respecta a las habilidade

ociales de su esposa, un marido siempre ve la caquivocada del tapiz.En esta irónica estimación de sus relaciones, Glennar

e encontraba extrañamente aliviado de todo lo quoncernía a los sentimientos de Alexa por Flamel. Desde

umbre olímpica de su indiferencia contemplaba con calm

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us inofensivas travesuras. Era sorprendente cómo degradar a su esposa se sentía en paz consigo mismo. Pomuy lejos que estuvieran el uno del otro, seguíamanteniendo, en cierto modo, la tácita cercanía de

omplicidad. Y es que, en efecto, eran cómplices: suelos estaban a la altura del desprecio de Alexa. Ahorquellos celos que antes le parecían un borrón en lancura de su esposa no eran más que el homenaje a unodeales en los que ya no creía…

Glennard era poco dado a explorar los terrenoledaños a la literatura. Siempre se saltaba las «noticiaiterarias» en los periódicos y mostraba poco interés poos placeres intermitentes de los seriales. Es por eso por l

que no estaba al tanto de los prolongados ecos que laCartas de Aubyn habían tenido en el terreno de la crític

Cuando dejó de hablarse del libro, supuso que había dejadde leerse; y el aparente descenso de la agitación desatadau alrededor le trajo la tranquilizadora sensación de qu

había exagerado su vitalidad. Esta convicción, si bien nalmó su conciencia, le ofreció al menos el relativo alivi

de la oscuridad: se sentía como un reo al que habían bajaddel suplicio para arrojarlo a la balsámica oscuridad de unelda.

Pero una noche que Alexa lo había dejado solo parsistir a un baile, aprovechó para hojear las revistas de s

mesa, con las que se acomodó mientras fumaba un puro,

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l ejemplar del Horóscopo le puso por delante, en primeágina, un retrato de Margaret Aubyn. Era una reproducció

de la fotografía que había permanecido durante tantiempo en su escritorio. El desencantado aire del recuerd

a había convertido en una mera abstracción de la mujer quhabía sido, y esta inesperada evocación parecía acercarmás a él de lo que nunca estuvo en vida. ¿Tal vez era porqua comprendía mejor? Miró largo rato sus ojos; pequeñoasgos personales lo alcanzaban a modo de caricias: urva cansada de sus labios, la rapidez con la que snclinaba hacia delante al hablar, los movimientos de suargas e inexpresivas manos. Todos esos signos deminidad, la cualidad que siempre había echado en falta ella, lo abordaban en silencio desde aquellos ojos que l

miraban sin reproches; y ahora que era demasiado tarde

vida había desarrollado en él la perspicacia más sutil, capade poder detectarlos hasta en una pobre reproducción de sostro. Durante un instante encontró consuelo al pensar quos habían unido a toda costa; luego lo inundó la vergüenzhora que estaban frente a frente, sentía que lo había

desnudado hasta lo más recóndito de su conciencia. Lvergüenza era profunda, pero también era una angustenovadora. Se sentía como un hombre al que un dolonsoportable había despertado del progresivo letargo de

muerte…

A la mañana siguiente se levantó con una nuev

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ensación de vida, como si aquella hora de muda comunióon Margaret Aubyn hubiera constituido la más exquisitenovación de sus primeros encuentros. Lo primero quensó al despertarse fue que debía verla de nuevo;

mientras su mente tomaba conciencia de sí misma, sintiun miedo intenso a perder aquella sensación de cercaníPero aún la tenía cerca: su presencia era la única realidaque le quedaba en aquel mundo de sombras. Durante lahoras de trabajo volvía a revivir con increíble menudencada episodio de su oculto pasado, como el hombre que hogrado dominar el espíritu de una lengua extranjera vuelv

pasar con asombro las páginas de su lejana juventud. Esta lúcida retrospección, hasta el detalle más trividquiría significado, aunque para Glennard el éxtasis decuperarlo se veía ensombrecido al contemplar todas su

agunas. Había sido un estúpido insensible y lamentable. había ironía en el pensamiento de que, si no llega a ser poa crisis que estaba atravesando, habría vivido para siemprn la complaciente ignorancia de lo que se había perdid

Era como si ella lo hubiera comprado con su sangre…

Esa noche cenaron solos y después de la cencompañó a Alexa a la sala. Ya no sentía la necesidad dvitarla; apenas se daba cuenta de su presencia. Tras unaocas palabras permanecieron en silencio y él se sentó umar con la mirada perdida en el fuego. No es que n

uviera ganas de hablar con ella: sentía un curioso deseo d

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er lo más amable posible, pero siempre acabablvidándose de que ella estaba allí. Su brillante presencior la que solían fluir cálidamente los ríos de la vida, s

había convertido en una tenue sombra que él atravesaba

mirar en la distancia…Al rato, ella se incorporó y empezó a dar vueltas por habitación. Parecía que buscara algo y Glennard se levantara preguntarle qué estaba buscando.

 —Sólo el último número del Horóscopo. Creí que lhabía dejado encima de esta mesa —y como él no dijnada, ella continuó—: ¿No lo has visto?

 —No —contestó fríamente. La revista estaba bajo llavn su escritorio.

Su esposa se había dirigido a la repisa de la chimeneSe lo quedó mirando fijamente y cuando él levantó los ojoe cruzó con su tímida mirada.

 —Estaba leyendo un artículo… una reseña de las cartade la señora Aubyn —añadió, despacio, sonrojándosrofunda y lentamente.

Glennard se inclinó para sacudir el cigarro en

himenea. Sintió el salvaje deseo de que Alexa nronunciara el nombre de la otra mujer; nada más parecmportarle.

 —Parece que te ha dado por leer —dijo.Ella seguía empeñada en hacerle frente.

 —Lo estaba guardando para ti… Creí que te interesar

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—dijo con un aire de ligera insistencia.Él se levantó y se dio la vuelta. Estaba seguro de qu

lla sabía que había cogido la revista y sintió que empezabodiarla de nuevo.

 —No tengo tiempo para esas cosas —replicó condiferencia.Y cuando se encaminaba a la puerta, la oyó dar un pas

recipitado hacia delante. Después se detuvo y se hundiin decir palabra en la misma silla de la que se habevantado.

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Capítulo XI

CUANDO bajo la cruda luz de febrero Glennard subía

arretera del cementerio, sintió la beatitud que llega con ese abrupto del dolor físico. Había alcanzado el punt

donde acaba la introspección y el impulso que lo movía eruramente intuitivo. Ya ni siquiera buscaba motivos, mállá de la razón obvia de que su deseo de visitar la tumba d

Margaret Aubyn no respondía a ningún intento deparación sentimental, sino más bien a la vaga necesida

de afirmar de algún modo la realidad del lazo que los unía.La irónica promiscuidad de la muerte había traído d

vuelta a la señora Aubyn para que compartiera la estrech

hospitalidad del último lecho de su marido; pero aunquGlennard sabía que había sido enterrada cerca de NuevYork, nunca había visitado su tumba. Ahora, al atravesar laargas avenidas, le oprimía la escalofriante visión de segreso. No hubo familia que siguiera su coche fúnebr

había muerto sola, igual que había vivido, y lo«distinguidos dolientes» que formaban el cortejo no sabíanada de la mujer a la que enviaban a la tumba. Glennard niquiera podía recordar en qué estación del año la habíanterrado, pero su humor le daba a entender que debía d

haber sido un día de mucha luz: aquel incisivo resplando

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de febrero que ofrece claridad, pero no calor. Las blancavenidas se alargaban ante él, interminables, cubiertas dstereotipados emblemas de aflicción, como si todos loópicos del mundo se hubieran convertido en mármol

oronaran a los muertos sumisos. Por todas partes, sduda, frígidas urnas o ángeles insípidos aprisionabaunzadas de dolor, y los clichés se convertían en vehícul

de raros significados. Pero, en su mayoría, lanterminables hileras de monumentos parecían encarnaimples tópicos sobre la muerte que no alteran el descans

de los vivos. Mientras seguía el camino que le habíandicado, los ojos de Glennard se posaron de formnstintiva en un túmulo bajo con una lápida muda. Hablvidado que los muertos raramente diseñan sus propiaasas y con una punzada descubrió el nombre que buscab

n la base ciclópea de un obelisco de granito que elevaba sgresiva altura en el cruce de dos avenidas.

 —¡Cómo lo habría odiado ella! —murmuró.Había un banco cerca y aprovechó para sentarse. E

monumento se alzaba ante él como una morada pretencios

y hueca. No podía creer que Margaret Aubyn reposara allEra domingo por la mañana y negras figuras vagaban por loenderos, colocando flores en los montículos cubiertos dscarcha. Glennard advirtió que las tumbas vecinas habíaido decoradas hacía poco y creyó ver un deslumbrant

evuelo de expectación a través del tepe, como si lo

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úmulos desnudos desplegaran una alfombra seca para esluvia conmemorativa. Se levantó poco después y regresaminando a la entrada del cementerio. Había varionvernaderos cerca de la verja y, al entrar, pidió unas flore

 —¿Con algún emblema? —preguntó el anémichombre desde detrás del empapado mostrador.Glennard sacudió la cabeza.

 —¿Sólo flores cortadas? Entonces venga por aquí.El florista abrió la puerta de cristal y lo guió por u

asillo verde y húmedo. El aire caliente se mezclaba dmanera agobiante con el olor de azaleas blancas, liriolancos, lilas blancas… todas las flores eran blancaimulaban una prolongación, una mística florescencia, das largas hileras de lápidas de mármol y parecía

neutralizar con su perfume el olor de la podredumbrGlennard se mareó en medio de esta rica atmósfera. Anclinarse hacia la jamba, mientras esperaba las flores, tuva penetrante sensación de que Margaret Aubyn estaberca… No la imponderable presencia de su visiónterior, sino una vida que latía cálidamente en su

razos…El aire cortante lo golpeó al salir. Deshizo sus pasos

sparció las flores sobre la tumba. Los bordes de lolancos pétalos se arrugaron con el frío como pap

quemado y, al mirarlos, la vana ilusión de su proximidad s

desvaneció, volviendo a congelarse.

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Capítulo XII

O había un motivo definido que explicara su visita

ementerio, excepto considerarla como un último esfuerzor escapar del inexpresivo consentimiento que Alextorgaba a la vergüenza que él estaba padeciendo. Larecía que cuanto más tiempo pudiera mantenerse a salv

de esa vergüenza más tardaría en sucumbir por entero a suonsecuencias. Su mayor temor era convertirse en riatura de sus actos. La indiferencia de su esposa l

degradaba; parecía situarlo a la altura de su deshonrMargaret Aubyn habría aborrecido los hechos, pero, en lmisma medida, también habría sentido lástima por él. L

dea de su posible conmiseración volvió a acercarlo a ellUna lo sabía y no quería comprenderlo; la otra parecía qulgunas veces comprendiera sin saber.

Disfrazada de retrospectivos remordimientos, sutocompasión sentía deseos de soledad y meditación. S

erdía en enfermizas contemplaciones, en visiones inútilede cómo habría sido la vida con Margaret Aubyn, y habmomentos en que, en la extraña dislocación de su punto dvista, el daño que le había causado parecía un lazo de unióntre ambos.

Con tal de satisfacer estas emociones, los domingo

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or la tarde había cogido la costumbre de dar paseoolitarios que se prolongaban hasta entrada la noche. Lo

días se iban alargando, la primavera empezaba a flotar en ire y sus errantes caminatas lo conducían con frecuencia

Central Park y sus alrededores.Un domingo, cansado de tanto desplazamiento sentido, cogió un taxi a las puertas del parque y pidió que llevara a Riverside Drive. Era una tarde gris con rachas devante. El taxi avanzaba despacio y, mientras Glennard seclinaba y contemplaba ausente los desiertos senderos querpenteaban bajo ramas desnudas entre montículos drematura fertilidad, dos figuras que caminaban un poc

más adelante captaron su atención. La pareja estaba sola el camino y se movía con paso desigual, como adaptando s

modo de andar a una conversación marcada por intervalo

de reflexión. De vez en cuando se paraban y, en una de estaausas en que la mujer se volvió hacia su acompañant

Glennard reconoció el perfil de su esposa. El hombre erFlamel.

La sangre se le subió a la cabeza. Se incorporó con u

movimiento brusco y echó hacia atrás la capota dabriolé; pero cuando el taxista se giró, se dejó caer en ssiento sin mediar palabra. Después, al tomar conciencia d

que el hombre llevaba un rato preguntándole por la capoevantada, exclamó:

 —Gire… dé la vuelta… donde sea… Tengo prisa…

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Cuando el taxi daba la vuelta vio de reojo por última velas dos figuras. No se habían movido. Alexa, con la cabezgachada, seguía escuchando.

 —Dios mío, Dios mío… —gimió.

Era espantoso… abominable… no podía entenderlquella mujer ya no era nada para él… menos que nada…La sangre le zumbaba en los oídos y le cegaba los ojoSabía que sólo se trataba del instinto primario y que, en loncerniente a su ser racional, era igual que cualquier otrmpulso reflejo de su cuerpo; pero eso sólo transformaba angustia en repugnancia. Sí, era asco lo que sentía… ca

una náusea física. Los gases venenosos de la vida inundabaus pulmones. Tenía ganas de vomitar, unas ganaerribles…

Volvió a casa y se fue a su habitación. Daban un

equeña cena esa noche y, cuando bajó, los invitadostaban llegando. Miró a su esposa: su belleza erxtraordinaria, pero le pareció la belleza del mar calmo e

una costa sin luz. Y le dio miedo.Aquella noche se quedó hasta tarde en el estudio. Oy

que la sirvienta cerraba la puerta principal; luego su esposubió las escaleras y se apagaron las luces. Su cerebro eromo un gran vestíbulo vacío con eco: un únicensamiento reverberaba eternamente… Al final, acercó illa a la mesa y empezó a escribir. Puso la dirección en u

obre y releyó despacio lo que había escrito.

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 Mi querido Flamel:Le envío mis disculpas por no haberle remitido antes

heque que ahora le adjunto. Representa el porcentaj

orrespondiente a la venta de las cartas.Confío en que me perdone por este descuido.Atentamente,

Stephen Glennar 

Salió de la oscurecida casa y echó la carta en el buzón de squina.

Al día siguiente se demoró hasta tarde en la oficina y y

staba preparándose para marcharse cuando oyó qulguien preguntaba por él en la habitación contigua. Sentó de nuevo y apareció Flamel.

Mientras Glennard apartaba una silla que obstaculizabl paso, los dos hombres tuvieron tiempo para medirs

mutuamente. Luego Flamel se adelantó, extrajo su billetey dejó un papel en el escritorio.

 —Mi querido amigo, ¿qué demonios significa esto?Glennard reconoció el cheque.

 —Perdón por mi negligencia, simplemente. Deberhaberle llegado antes.

El tono de Flamel era de sincera sorpresa, pero ahor

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u acento cambió y preguntó deprisa: —¿Por qué motivo?Glennard se había alejado del escritorio y permanec

poyado en los volúmenes de piel de becerro de la librería

 —Porque usted vendió las cartas de la señora Aubyor mí y, según me consta, el intermediario debe percibun porcentaje de la venta en estos casos.

Flamel se detuvo antes de contestar. —Le consta, dice usted. ¿Acaba de enterarse?

 —Obviamente, si no le habría enviado antes el chequYa ve que soy nuevo en el negocio. —¿Y cuánto hace que descubrió que se trataba de u

sunto de negocios, por lo que a mí se refiere?Glennard se sonrojó y elevó un poco la voz.

 —¿Me está reprochando que me olvidara de enviárselntes?Flamel, que había hablado en el tono acelerado

eprimido de un hombre a punto de enfadarse, sopesó ituación y, recuperando su voz natural, repliclegremente:

 —¡Por mi vida que no le entiendo!El cambio de tercio pareció desconcertar a Glennard.

 —Pues es bastante simple —murmuró. —¿Bastante simple… que usted me ofrezca dinero

ambio de un favor amistoso? ¡No sé lo que esperarán dusted sus otros amigos!

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 —Algunos de mis amigos nunca habrían aceptado rabajo. Y los que lo hubieran hecho probablemente habríasperado que les pagara por ello.

Levantó los ojos hacia Flamel y los dos hombres s

miraron cara a cara. Flamel había empalidecido y emblaban los labios, pero mantenía el tono de mesura. —Si lo que insinúa es que el trabajo no estaba a

ltura, debe aceptar las críticas por haberlo propuesto. Peror mi parte nunca he visto, ni veré, ninguna razón para nublicar las cartas.

 —¡De eso se trata! —¿De qué…? —De lo seguro que está de no saber por qué acudí

usted. Cuando alguien se encuentra con bienes robados qumpeñar no los lleva a la policía.

 —¿Robados? —repitió—. ¿Las cartas eran robadas?Glennard se echó a reír groseramente.

 —¿Cuánto tiempo más espera que siga manteniendsta farsa? Usted sabía muy bien que las cartas iba

dirigidas a mí.

Flamel lo miró en silencio. —¿En serio? —dijo por fin—. No lo sabía. —Y tampoco lo sospechaba, supongo —dijo con ton

despectivo Glennard.Flamel volvió a enmudecer; luego replicó:

 —Le recuerdo que, suponiendo que hubiera sentid

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lguna curiosidad por el asunto, no tenía modo de averiguaque las cartas iban dirigidas a usted. Nunca me mostró lo

riginales. —¿Y eso qué demuestra? Había cincuenta maneras d

veriguarlo. Ese tipo de cosas no cuestan nada.Flamel lo observó con desprecio. —Nuestras ideas respecto a lo que cuesta y lo que n

robablemente difieren bastante. Para mí no habría sidácil.

Glennard descargó su ira en las palabras que más lreocupaban. —Entonces tal vez le interese saber que mi esposa es

l corriente de todo… desde hace meses… —Ah —dijo el otro, despacio.Glennard observó que, mientras buscaba a ciegas alg

on lo que contraatacar, había dejado su cuerpo adescubierto y las probabilidades de que lo hirieran eramayores. Flamel tenía los músculos bajo control, perlgún cambio indefinible se había producido en su rostromo si le hubieran infiltrado veneno poco a poco. La

alabras cargadas de insinuación habían hecho mella en éero Glennard sentía que sus claras intenciones se habíaerdido en medio de la angustia de lo que querían decihora estaba seguro de que Flamel nunca lo habr

raicionado, pero la deducción sólo consiguió aumentar s

ra. Sin aliento, dejó que Flamel hablara.

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 —Si ella lo sabe, no es por mí.Era lo que Glennard se esperaba.

 —Santo cielo, ¿por usted? ¿Quién ha dicho que fueror usted? ¿Supone que voy a dejar que usted o cualquier

uesto el caso, mantenga a mi mujer informada de lo quhago o dejo de hacer? ¡No me imaginaba que esa enormvanidad que tiene pudiera engañarle hasta tal punto! —uscando un firme apoyo en el pequeño desprendimient

de tierra en que se había convertido su dignidad, añadion firmeza—: Mi esposa se enteró de todo por mí.

Flamel recibió en silencio el estallido de Glennard ste le hizo reforzar su autocontrol. Luego, como si nuviera más remedio, determinó:

 —En ese caso lo entiendo todavía menos… —¿Todavía menos el qué? —Lo que esto significa —señaló el cheque—. Cuand

mpezó a hablar me dio la impresión de que intentabobornarme; ahora veo que sólo se trata de un insultortuito. En cualquier caso, mi respuesta es ésta.

Rompió el papel por la mitad y lanzó los fragmento

or encima del escritorio de Glennard. Después dio medvuelta y salió de la oficina.

Glennard dejó caer la cabeza entre las manos. Si habsperado restablecer su autoestima asediando a Flamel, esultado no había estado a la altura de sus expectativas. E

golpe había colmado su ira y el imprevisto alcance del dañ

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nfligido no alteraba el hecho de que su ataque hubierracasado. Ahora era consciente de que la rabia que sentí

hacia Flamel no era más que la proyección del tremendsco que se daba a sí mismo. Sin embargo, esta toma d

onciencia no aumentó sus simpatías; sólo anulaba venganza. Que Flamel se hubiera negado a pelear con él era gota que colmaba el vaso de su degradación.

Considerando esta última humillación, la idea de ndiferencia de su esposa lo golpeó con tanta fuerza y taoco sentido como la emotiva resurrección de su pasad

Había estado viviendo en un mundo ficticio donde lamociones eran meras aduladoras de la vanidad, y sintion alivio cómo se rompían en pedazos sobre su cabeza.

Era casi de noche cuando se marchó de la oficina aminó de vuelta a casa sin prisas, acusando el cansanci

mental que suele acompañar a crisis de este tipo. No se diuenta de que estaba pensando en su esposa y, al llegar a uerta, advirtió que, en el reajuste involuntario de su punt

de vista, Alexa había vuelto a convertirse en el elemententral de sus pensamientos.

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Capítulo XIII

UNCA antes se le había ocurrido pensar que Alex

odía haber pasado por alto la intención del documento que había servido de cebo. ¿Y si, al examinar rápidamente loapeles, lo había tomado por algo relacionado con lo

negocios privados de algún cliente? Si era el caso, esto habría evitado sacar la conclusión de que Glennard era bogado de ese desconocido que había vendido las Carta

de Aubyn. El asunto no era como para atraer su atención…no era una mujer curiosa.

En ese momento, Glennard dejó el tenedor y la observntre las sombras de las velas. La posible explicación de s

ndiferencia no tardó en presentársele. Su cabeza agachady expectante mostraba la misma actitud que cuando la habvisto el día anterior en compañía de Flamel; el gesto reviva intensidad de aquella impresión. Después de todo, erastante simple: había dejado de preocuparse por él porqu

ya lo hacía por otra persona.Al seguirla escaleras arriba sintió un repentin

esurgimiento de su ira latente. Sus sentimientos habíaerdido toda su complejidad artificial. Ya la había absuelt

de ser cómplice de su bajeza y lo único que sentía era qu

a amaba y que ella se le había escapado. Sin embargo,

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ensamiento que predominaba era bastante extraño: tenía erteza de que ambos se habían visto sometidos a la fusió

del amor y habían salido tan separados y sin posibilidad domunicarse que parecía que la transmutación nunc

hubiese tenido lugar. Todas las demás pasiones, pensódejaban alguna huella a su paso; pero el amor se borrabomo la estela de un barco sobre las aguas.

Alexa se sumergió en su asiento de siempre junto a ámpara y él se apoyó en la chimenea y se puso a cambia

de sitio distraídamente las figurillas de la repisa.De repente, la vio reflejada en el espejo. Lo estab

mirando. Glennard se dio la vuelta y sus ojos sncontraron.

Atravesó la habitación y se detuvo delante de ella. —Hay algo que quiero decirte —comenzó a decir e

voz baja.Ella le sostuvo la mirada, pero enrojeció. Glennard s

dio cuenta de nuevo, con una punzada de celos, de cómo selleza había ganado en calidez y objetivo. Era como unopa transparente que hubieran llenado de vino. La mir

on ironía. —Nunca te he negado que vieras a tus amigos aquí —

stalló—. ¿Por qué te encuentras con Flamel en lugareecónditos? Es lo más humillante para una mujer…

Ella se levantó bruscamente y se miraron cara a car

guardando las distancias.

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 —¿A qué te refieres? —le preguntó. —Os vi el domingo pasado en Riverside Drive —

ontinuó, y al pronunciar la acusación resurgió su ira. —¡Ah! —murmuró ella.

Se sentó de nuevo y empezó a juguetear con ubrecartas que tenía en la mesa al alcance de la mano.Su silencio lo exasperaba.

 —¿Y bien? —exclamó—, ¿Eso es todo lo que tieneque decirme?

 —¿Quieres que me explique? —preguntó, orgullosa. —¿Acaso insinúas que no tengo derecho? —No estoy insinuando nada. Te diré todo lo que desea

aber. Fui a dar un paseo con Flamel porque él me lo pidió —Ya suponía que te había invitado. Pero hay cierta

osas que una mujer sensata no hace. Una mujer sensata ne pasea por ahí con hombres. ¿Por qué no os visteis aquí?Ella vaciló.

 —Porque quería verme a solas. —¿En serio? ¿Y tú satisfaces todos sus deseos con

misma presteza, si puedo preguntar? —No sé si tiene otros que me conciernan —hizo un

ausa y después siguió hablando en una voz más baja qude algún modo, ocultaba un tono de advertencia—. Querdespedirse de mí. Se marcha.

Glennard la miró sorprendido. —¿Que se marcha?

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 —Sale para Europa mañana. Va a estar fuera muchiempo. Supuse que lo sabrías.

La última frase reavivó su enfado. —Te olvidas de que todo lo que yo pueda saber o n

aber de Flamel depende de ti. Es tu amigo, no el mío. Dhecho, algunas veces me preguntaba por qué te esforzabaanto en ser amable con él cuando es evidente que no m

gusta.La respuesta de Alexa se hizo esperar. Parecía esta

scogiendo las palabras con esmero, no tanto por elomo por él, y la exasperación de Glennard aumentó ospechar que estaba tratando de exculparlo.

 —Era tu amigo antes de convertirse en el mío. Nuncupe de él hasta que me casé. Fuiste tú quien lo trajo a cas

y quien al parecer se empeñó en que me gustara.Glennard soltó una carcajada. La defensa era más déb

de lo que esperaba: estaba claro que no era una mujer muista.

 —Tu deferencia me halaga, pero no es la primera veque un hombre comete el error de presentarle sus amigos

u esposa. En cualquier caso, debiste darte cuenta de qumi entusiasmo se había enfriado; pero quizá te cegaron lansias de complacerme.

Alexa recibió la pulla con un silencio que parecieducir su eficacia a la mitad.

 —¿No crees? —la presionó.

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 —No —respondió ella con repentina franqueza—Hace algún tiempo advertí que parecía disgustarte, perdesde entonces…

 —¿Y bien? ¿Desde entonces qué?

 —Me imaginé que tendrías razones para seguqueriendo que fuera amable con él, como dices tú. —¡Ah! —exclamó Glennard, haciendo un esfuerzo po

mostrar levedad; pero su ironía se vino pronto abajo: algn su voz le hizo sentir que ambos habían llegado a es

desierto desnudo del entendimiento donde los significadopenas ya se esconden detrás de las palabras.

 —¿Y qué te hizo pensar eso? —su frente enrojeció—Te dijo que yo tenía cierto compromiso con él?

 —¿Cierto compromiso? —Alexa se puso pálida. —No nos andemos con rodeos. ¿No te dijo que fui y

quien publicó las cartas de Aubyn? Contéstame. —No —dijo ella; y tras un momento en que pareci

opesar las opciones, añadió—: nadie me lo dijo. —¿Entonces no lo sabías?Parecía que hablar le costara un gran esfuerzo.

 —No hasta… no hasta que… —¿Hasta que te di esos papeles para que los ordenasesAgachó la cabeza.

 —¿Lo supiste entonces? —Sí.Él contempló su rostro impasible.

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 —¿No lo sospechaste… antes? —dijo a duras penas. —A ratos, sí… —su voz se tornó en un susurro. —¿Por qué? ¿Por algo que alguien dijo…?Había un atisbo de compasión en sus ojos.

 —Nadie dijo nada… nadie me dijo nada —desvió mirada—. Fue el modo de comportarte… —¿El modo de comportarme? —Cada vez que se mencionaba el libro. Las cosas qu

decías… y repetías… tus enfados… No pued

xplicarlo…Glennard se había acercado inconscientemente. Jadeabomo si hubiera estado corriendo.

 —Lo sabías, lo sabías… —tartamudeó. Aquello ereor que si hubiera reconocido su amor por Flamequello la alejaba todavía más—. Lo sabías… lo sabías —epitió; y de repente su angustia cobró voz—: ¡Por Dio

—exclamó—. Has dicho que al principio lo sospechaste…y luego que lo sabías… todo este maldito asunto edetestable; hace meses que lo sabes… hace meses que pusse papel ante tus ojos… y no has hecho nada, no has dich

nada, no has movido un dedo, has vivido conmigo como no ocurriera nada… como si nada hubiera ocurrido enuestras vidas. ¿De qué estás hecha, por Dios? ¿No ves gnominia que esconde todo esto? ¿No ves cómompartes mi deshonra? ¿O es que no tienes ningún sentid

de la vergüenza?

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Al verter estas palabras mantuvo la suficiente lucideomo para ver que invitaban sin remedio al escarnio dlexa; pero algo le decía que ambos habían sobrepasado

ase de las obvias represalias y que si se producía en ello

lguna reacción no sería la del desprecio.Tenía razón. Ella se levantó despacio y se dirigió hacl.

 —¿No has tenido ya bastante…? —dijo con una extrañvoz compasiva.

El se la quedó mirando fijamente. —¿Bastante….? —Sufrimiento…Fue como si un fleje de hierro se soltara de sus nervio

 —¿Entonces te diste cuenta…? —en un susurro. —Ay, por Dios, por Dios… —sollozó.Se dejó caer a su lado y ocultó su angustia en la

odillas de Glennard. Se aferraron en silencio, soportanduntos la oleada de vergüenza.

Cuando Alexa levantó finalmente el rostro, Glennarpartó la mirada. Su desdén le habría dolido menos que esaágrimas en sus manos.

Ella habló lánguidamente, como una niña calmada traun arranque de llanto.

 —¿Lo hiciste por el dinero…?Sus labios dibujaron un sí .

 —¿Esa fue la herencia… por la que nos casamos? —S

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Ella se echó hacia atrás y se incorporó. El se sentó y squedó observándola al alejarse.

 —Me odias —se le escapó. No obtuvo respuesta.

 —¡Dime que me odias! —insistió. —Eso habría sido lo más fácil —respondió Alexa, couna extraña sonrisa. Luego se desplomó en una silla juntl escritorio y apoyó la cabeza en la mano.

 —¿Era mucho? —retomó la palabra.

 —¿El qué…? —preguntó él, distraído. —El dinero. —¿El dinero? —esa parte del asunto le parecía ta

oco relevante que durante un momento no supo a qué sefería.

 —Hay que devolverlo —insistió ella—. ¿Puedes? —Ah, sí —respondió con apatía—, Claro que puedo. —¡Sacrificaría lo que fuera! —le exhortó.Glennard asintió.

 —Por supuesto —se la quedó mirando con los ojoecos por el desprecio a sí mismo—. ¿Crees que servirara algo?

 —¿Que si servirá para algo? —Si cambiará lo que siento, o lo que sientes por mí…Ella sacudió la cabeza.

 —Es lo de menos… —gruñó él.

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 —Es lo único que podemos arreglar. —¡Santo cielo! Ojalá pudiéramos arreglarlo… —s

evantó de pronto y cruzó el espacio que los separaba—Por qué nunca me dijiste nada? —quiso saber.

 —¿No te has respondido tú mismo a esa pregunta? —¿Cuándo? —Justo ahora… cuando has dicho que lo hiciste por m

—se detuvo un momento y después continuó en un tonmás grave—: te habría dicho algo si hubiera podid

yudarte. —Pero has debido de odiarme… —Ya te he dicho que eso habría sido lo más fácil. —Pero, ¿cómo pudiste seguir adelante así…

despreciando el dinero? —Sabía que hablarías a su debido tiempo. Quería qu

rimero lo odiaras tanto como yo.La contempló con cierto sobrecogimiento.

 —Eres maravillosa —susurró—. Pero aún no sabes lajo que he caído.

Ella alzó una mano suplicante. —¡No quiero saberlo! —Entonces, ¿tienes miedo de odiarme? —No… pero así me odiarás tú a MÍ. Déjam

omprenderlo sin que me lo digas. —No puedes. Es demasiado infame. Creí que no

mportaba lo que había hecho porque amabas a Flamel.

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Ella se puso colorada. —No… no… —le advirtió. —¿No crees que tengo derecho…? —Creo que te arrepentirás.

Él permaneció ante ella de modo suplicante. —Quiero decir algo peor… algo más escandaloso. Sno LO entiendes, tendrás todo el derecho a echarme dasa.

Alexa le contestó con una mirada perspicaz.

 —Lo entenderé… pero te arrepentirás. —Debo correr el riesgo —se apartó y revolvió loibros de la mesa. Luego se dio la vuelta para mirarla a ara—: ¿Le importas a Flamel? —le preguntó.

Sus mejillas se encendieron aún más, pero sigui

mirándolo sin enfadarse. —¿A qué viene eso? —dijo con una nota de tristeza ea voz.

 —Ah, aún no te lo había preguntado —murmurompungido.

 —Bien, entonces…Glennard respondió a la súplica de Alexa mirándo

ijamente, como si no fuera más que un simple factor emedio de una inmensa redistribución de significados.

 —Hoy he insultado a Flamel. Le he dado a entender quospechaba que él te lo había contado todo. Lo odiaborque él sabía lo de las cartas.

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Apreció el horror que desprendían sus ojos y por unstante tuvo que lidiar con la nueva tentación que se parecía. Luego, haciendo un esfuerzo, declaró:

 —Él no tiene la culpa… es un hombre impecable. M

yudó a publicar las cartas; pero también le mentí; fingí quban remitidas a otro hombre… a otro hombre que estabmuerto…

Alexa levantó los brazos en un gesto que parecía quuera a desviar sus palabras.

 —¡Me desprecias! —insistió. —Ay, pobre mujer… pobre mujer… —la oyó susurrar —¡Ya ves que no he dejado títere con cabeza! —su vo

e impuso sobre la de ella.Alexa mantuvo la cara tapada.

 —¡Me odias! ¡Me desprecias! —exclamó de formxtraña.

 —¡Cállate! —le ordenó ella; pero él ya no parecía seonsciente de su propósito conciliador.

 —A él le importabas… le importabas —repitió— nunca te habló de las cartas…

Ella se levantó de un salto. —¿Cómo puedes? —se acaloró— ¿Cómo te atreves

eso…!Glennard se había puesto intensamente pálido.

 —Es un arma… como otra cualquiera…

 —¡Eso es indigno!

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Él sonrió desconsolado. —Yo debería haberla usado en su lugar. —¡Stephen! ¡Stephen! —gritó, como para ahogar

lasfemia en sus labios. Se deslizó hasta él con ademán d

escatarlo—. No digas esas cosas. ¡Te lo prohíbo! Nodegrada a ambos.Glennard la hizo volver a su sitio con mano

emblorosas. —Nada de lo que diga de mí puede degradarte. Estamo

n niveles diferentes. —¡Yo estoy en el tuyo, cualquiera que sea!El levantó la cabeza y las miradas confluyeron.

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Capítulo XIV 

LOS efectos que causaron aquellos grandes cambio

ueron tan imperceptibles como los primeros esbozos de rimavera. Glennard se sentía ahora más cerca de ssposa, pero apenas llegaba a situarse todavía al alcance du voz; y aunque ponía todo su empeño en adquirir la

nociones elementales de esta nueva forma de comunicarsún tenía que buscarla a tientas en la densa niebla de

humillación, esa nube de vapor de la que su personalidamergía mezquina y grotesca.

El único hecho que nos permite convivir con nuestrollegados es que desconocemos por completo lo bien qu

nos conocen. El amor es el refugio más inexpugnable dnuestra autoestima y odiamos a todo aquél que sepa venuestra desnudez. Si Glennard no odiaba a su esposa erorque lentamente y con mucho sufrimiento había nacidn él aquella pasión más profunda que situaba su anterio

entimiento a la altura de una mera conmoción de la sangrEra como un niño al que hubiese que volver a arrullar: ercanía de su esposa era un pecho en el que refugiarse.

Al principio no conversaban demasiado y ambos debíaortear un camino tortuoso para esquivar el tema que s

nterponía entre ellos como un bosque encantado. Per

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odas las palabras, todas las acciones parecían mirar en misma dirección, conducir al mismo sitio, como si de sombra envenenada brotara una fuente con podereurativos. ¡Ay, si pudieran extirpar la maleza y abrirse pas

hasta aquella reconstituyente primavera!Al observar a su esposa con la misma atención con que un trotamundos prestaría a todos y cada uno de loignos de la naturaleza, Glennard se dio cuenta de qulexa se había refugiado temporalmente en el propósito d

enunciar al dinero. Si en teoría ambos eran conscientes dque esta forma de compensación no servía para nada, ubjetividad instintiva de la mujer le hacía encontrar alivin esta burda penitencia. Glennard advirtió que tenía ntención de vivir con la mayor frugalidad posible hasta qu

diera la deuda por saldada; y rezaba por que no descubrier

o lejos que estaba de cumplir, en el sentido estrictamentmaterial, la obligación que se había impuesto. Ella estabbsesionada con la cantidad inicial que habían recibido poas cartas, y Glennard sabía que tardaría uno o dos años e

volver a ahorrarla. Mientras tanto, le conmovía ver cóm

lexa se iba deshaciendo de los lujos insignificantes qustimaba como símbolos de su cautiverio. Las renuncia

que ambos compartían la acercaban a él y, al poner dmanifiesto su impotencia, contribuían a restaurar la corazde su amor. Pero aún seguían sin mediar palabra.

Fue una cálida tarde junto a la chimenea, pasadas una

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uantas semanas, cuando Alexa le enseñó la carta qustaba leyendo en el momento en que él entraba.

 —Noticias de Flamel —dijo ella.Glennard se puso pálido. Era como si de pronto un

resencia latente se hubiera manifestado ante amboCogió la carta con un gesto mecánico. —Es de Esmirna —continuó Alexa—, ¿No vas a leerlaÉl se la devolvió.

 —Cuéntame qué dice… su letra es ilegible —se dirigi

l lado contrario de la habitación y luego volvió paituarse justo delante de ella—. He estado pensando escribirle —añadió.

Ella levantó la vista. —Hay algo —continuó, despacio— que debería aclara

Le dije que tú habías sabido lo de las cartas todo estiempo, desde hacía mucho tiempo, al menos, y noté qu

mis palabras le hicieron mucho daño. Es lo que yo queríor supuesto, pero no puedo dejarlo con esa falsmpresión. Debo escribirle.

Ella lo escuchó sin inmutarse, pero Glennard notó qu

lgo se le removía por dentro. Al final le respondió, Coono dubitativo.

 —¿Por qué lo llamas falsa impresión? Yo lo sabía. —Sí, pero le insinué que no te importaba. —¡Ah!

Él continuó mirándola.

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 —¿No quieres que lo arregle? —vaciló.Alexa levantó la cabeza y clavó en él valientemente

mirada. —Ya no hace falta —concluyó.

La sorprendente respuesta hizo que se ruborizaruego, en señal de que había comprendido, declaró: —Puede que a ti no, pero a mí me serviría par

esarcirme.Ella lo miró con ternura.

 —¿De eso no me encargo yo? —murmuró. —Y lo estás haciendo muy bien. ¡Pero las cosas no srreglan así como así! Me haces parecer, incluso ante m

mismo, algo que no soy; y que nunca seré. A veces nuedo defenderme de los errores, pero al menos puedvitar que otros caigan en ellos.

La tormenta había amainado y, arrodillándose a su ladoa cogió de las manos.

 —¿No ves que esto se ha convertido en una obsesióara mí? ¿Que si pudiera despojarme de todas mis mentira¡aunque siempre quedara alguna escondida por ahí!)

hacer penitencia exhibiéndome desnudo en el mercado, menos sentiría el alivio de poder calmar una angustia cotra? ¿No ves que lo peor de mi tortura es que ya no ha

nada que arreglar?Las manos de Alexa reposaban en las suyas sin ejerce

resión.

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 —Ay, pobre mujer, pobre mujer… —la oyó suspirar. —¡No te apiades de ella! ¡Compadécete de mí! ¿Acas

e he hecho algo? ¿Acaso te he hecho algo a ti? ¡Las doois inaccesibles! Al único al que vendí fue a mí mismo.

Se alejó bruscamente; luego se detuvo de nuevo frentella. —¿Cuánto tiempo más —saltó— crees que puede

oportarlo? Has estado espléndida, has hecho un esfuerzncreíble, pero, ¿para qué? No puedes evitar la ignominiEs lamentable para ti y a ella no va a hacerle ningún bien!

Su rostro había cobrado vida. —¡Es ése pensamiento el que no puedo soportar! —

xclamó Alexa. —¿Cuál? —El de que a ella no va a hacerle ningún bien… todo l

que estás sintiendo, todo lo que estás sufriendo… ¿Acasno se pueden cambiar las cosas?

Él esquivó su mirada desafiante. —Lo hecho, hecho está —refunfuñó. —Me pregunto si para siempre —caviló.Él no respondió y ambos se sumergieron en una d

quellas pausas que conforman los canales subterráneos da comunicación.

Fue Alexa la que al rato retomó la palabra, y lo hizo coanta inseguridad que Glennard se le quedó mirando con lo

jos bien abiertos.

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 —¿No dicen —preguntó, sintiendo que andaba a tientaomo con una especie de tierna inquietud— que lorimeros cristianos, en lugar de derribar los temploaganos, los templos de los dioses impuros, los purificaba

daptándolos a sus propias costumbres? Siempre he creídque debe hacerse lo mismo con las propias acciones… coas acciones que uno condena, pero que no puede deshace

Me refiero a que uno puede cometer algún error quonduzca a otros errores o construir un muro impenetrabsu alrededor… —su voz titubeó en la última palabra—o siempre podemos derribar los templos que hemo

onstruido para los dioses impuros, pero podemos poneuenos espíritus en la casa del diablo: los espíritus de

misericordia, de la vergüenza, de la comprensión, qununca habrían acudido a nosotros si no estuviéramos ta

necesitados…Se acercó y posó su mano temblorosa sobre la de él. L

abeza de Glennard continuó gacha y no cambió de posturElla se sentó a su lado sin decir nada; pero sus silencioran ahora fértiles como las nubes de lluvia: hacían que la

emillas del entendimiento brotaran más rápido.Por fin levantó la vista.

 —No sé —dijo— qué espíritus han venido a habitar asa del diablo que he construido… pero tú estás ahí y coso me basta. Es extraño —continuó, tras hacer otra pau

— que ella me deseara siempre lo mejor y que al final l

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haya alcanzado gracias a ella. Pues de no ser por ella no habría conocido… gracias a ella te he encontrado. ¿Sabes

lgunas veces eso complica más las cosas, hace que mdeteste más a mí mismo. ¿No te das cuenta de que eso es l

eor a lo que tengo que enfrentarme? ¡A veces pienso quo habría sobrellevado mejor si tú no hubieras sido taomprensiva! Se lo quité todo… todo… hasta el pobrefugio de lealtad en el que ella confiaba… ¡lo único quodría haberle dejado! Se lo quité todo, la engañé,

despojé, la destruí… ¿y qué me ha dado ella a cambio? ¡a tEl llanto de su esposa lo sobrecogió.

 —No es a mí a quien te ha dado a cambio… sino a mismo —se inclinó hacia él como arrastrada por unleada de lástima—, ¿No ves —continuó, mientras s

marido la observaba— que ése es el regalo que no puede