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La pieza del mes… Las joyas de la reina Isabel II a través de los retratos del Museo del Romanticismo DICIEMBRE 2011 Nuria Lázaro Milla Licenciada en Historia del Arte

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La pieza del mes… Las joyas de la reina Isabel II a

través de los retratos del Museo del Romanticismo

DICIEMBRE 2011

Nuria Lázaro Milla Licenciada en Historia del Arte

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ÍNDICE

1.- La reina Isabel II y las joyas: historia de una fascinación

2.- Un legado perdido

3.- Estudio de las joyas de la reina Isabel II a través de los retratos del Museo del Romanticismo

3.1. Década de 1830

3.2. Década de 1840

3.3. Década de 1850

3.4. Década de 1860

4.- Bibliografía

Imagen de portada: Federico de Madrazo y Küntz Isabel II Óleo/lienzo 1849 Museo del Romanticismo. Inv. CE7854 Salón de Baile (Sala IV)

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1.-LA REINA ISABEL II Y LAS JOYAS: HISTORIA DE UNA

FASCINACIÓN

En sus memorias, publicadas en octubre de 1961 en News of the World, la reina Victoria Eugenia de Battenberg alababa de Isabel II, su antecesora en el trono y abuela de su esposo el rey Alfonso XIII, su magnífico ojo para la compra y venta de alhajas, desenvolviéndose en estas tareas como un auténtico joyero, al mismo tiempo que narraba la curiosa anécdota de que a sus joyas les ponía nombre, como si de mascotas se tratasen, argumentando la enorme satisfacción que éstas le producían, aunque con la ventaja de que no le proporcionaban los disgustos que un perro o un gato pueden llegar a dar1. Más que las joyas que aparecen representadas en los retratos que mandó realizar a lo largo de toda su vida y las escasas piezas que han llegado hasta la actualidad, es la documentación que aún hoy se conserva en los archivos -como el Archivo General de Palacio- el principal elemento clarificador a la hora de considerar a Isabel II como una verdadera amante y coleccionista de joyas, probablemente convirtiéndola el contacto continuo con esta clase de objetos suntuosos en una auténtica experta, tal y como señalaba su nieta política. Desde luego, es muy revelador el hecho de que la mencionada documentación pueda calificarse de abrumadora tanto por su cantidad como por su variedad, encontrándose numerosas cajas, legajos y expedientes conteniendo innumerables facturas, recibos, notificaciones de encargos, pagos, etc., toda ella información original y de principal importancia para afrontar el estudio de la joyería isabelina, entendiéndose con este concepto no sólo aquélla que perteneció a la persona de la Reina, sino también la de su periodo histórico en un contexto tanto nacional como internacional. Aunque muchas de las alhajas encargadas y compradas por Isabel II tenían como finalidad ser regaladas a otras personas o instituciones, la mayor parte de las mismas eran adquiridas para su propio ornato y disfrute, siendo las noticias al respecto, como se comentaba, sorprendentes por su número, lo que lleva a plantearse una cuestión de difícil respuesta: ¿por qué tal acumulación de joyas?

                                                            1 RAYÓN, F. y SAMPEDRO, J. L., Las joyas de las reinas de España. La desconocida historia de las alhajas reales, Madrid, Planeta, 2004, p. 92. 

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Luis María Durán Isabel II Óleo/lienzo 1842 Museo del Romanticismo Inv. CE0139

Si hay algo en lo que se ponen de acuerdo todos los biógrafos de la Reina es en la descripción de su carácter y de su forma de vida. Espontánea, extrovertida, dicharachera, generosa, ingenua, afectuosa, amiga de mezclarse con el pueblo -lo que le ha valido el sobrenombre de “la reina castiza”-, son algunos de los adjetivos con que positivamente se la califica y que, de hecho, hicieron de ella una soberana extremadamente popular, sobre todo entre las clases medias y bajas de la sociedad. Sin embargo, esa joie de vivre aparentemente inocente y real escondía una vivencia triste, solitaria e, incluso, trágica -lo que llevaría a Benito Pérez Galdós a referirse a ella como “la de los tristes destinos”-, mezcla de verse rodeada desde la niñez por camarillas cuanto menos inquietantes y familiares que conspiraban contra su persona -incluidas su madre María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y su hermana la infanta Luisa Fernanda-, estando obligada por cuestiones de Estado a tomar por esposo a un hombre que le repugnaba, sobrevivir a varios de sus hijos o ver cómo su incapacidad política ponía en el destierro a toda su dinastía. Seguramente, para sobrellevar las desgracias que inundaron su vida Isabel II desarrolló un “temperamento dionisiaco”2, traducido en una vida desordenada y volcada al divertimento, a la exuberancia y al dispendio, contrastando con su profundo sentimiento religioso, lo que poco a poco puso en descrédito a la Soberana ante los ojos de sus súbditos, constituyendo esto el grueso de la propaganda anti-

                                                            2 Según palabras de LLORCA, C., Isabel II y su tiempo, Alcoy, Marfil, 1984, p. 43. 

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isabelina que tan presente estuvo en numerosos momentos de su reinado. Ante esta situación, las joyas bien pudieron convertirse en una mundana vía de escape, ya que verse completamente aderezada la revestiría ante sus propios ojos de un poder que no tenía en la práctica y de una majestad que empezaba a tambalearse en la mente de los españoles, dándole todo ello una seguridad momentánea que contrastaba con la inestabilidad de su propio trono. Al mismo tiempo, contemplarse rodeada de la belleza y del brillo de los metales y piedras preciosas pudo ser una forma de evadirse -y de evadirla- de la verdadera situación del pueblo español, cada vez más oprimido por los problemas económicos, los continuos cambios de gobierno y las hambrunas y epidemias que todavía entonces mermaban las poblaciones. Sin embargo, para dilucidar una posible respuesta a la complicada pregunta que se planteaba líneas atrás, también resulta interesante prestar atención a otra serie de cuestiones. Otro de los aspectos en que todos sus biógrafos se ponen de acuerdo es en calificar de nula la formación de Isabel II -“she tended […] to become exactly what her education tended to make her, and her education was so bad that it could hardly have been worse”, aseguraba Francis Gribble, su primer biógrafo en sentido estricto-3, cuestión gravísima tratándose de un jefe de Estado. Ni Isabel II tuvo nunca una tendencia natural al estudio y un espíritu inquieto para adquirir conocimientos culturales -más allá de su pasión por el teatro y la música-, ni todos los tutores, ayas y demás responsables de su persona durante su minoría de edad estuvieron interesados conscientemente en formarla adecuadamente para su cargo, creando así un ser indeciso, influenciable, vulnerable y, sobre todo, manipulable, del que era fácil ganarse la completa confianza con un poco de cariño, un par de halagos o simplemente complaciendo sus deseos, como ella misma reconoció en la entrevista que le concedió a Benito Pérez Galdós en 1902 en París, de la que al respecto destacan las siguientes líneas: “Metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba […] Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta, y como se tratara de política, no había quien les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas esas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome à obscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer àl contrario. ¿Qué había de

                                                            3“Se convirtió exactamente en lo que su educación hizo de ella, y su educación fue tan mala que difícilmente hubiera podido ser peor”. GRIBBLE, F., The tragedy of Isabella II, Londres, Chapman and Hall, 1913, p. 5. 

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hacer yo, jovencilla, reina à los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero à mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer à los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación, que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo? … Póngase en mi caso…”4. Sin ánimo de ofender a la memoria del personaje, bien se puede afirmar que Isabel II, por lo menos como soberana, estuvo cerca del analfabetismo, ya que nunca llegó a entender -ni se preocupó por ello, todo sea dicho- conceptos básicos para cualquier gobernante como la división entre realeza y Estado, lo que era una constitución o lo que entrañaba el liberalismo.

Bernardo Blanco y Pérez (D, L) y Julio Donon (EL) Isabel II

Litografía a lápiz 1850

Museo del Romanticismo. Inv. CE4341

                                                            4PÉREZ GALDÓS, B., “La reina Isabel”, en PÉREZ GALDÓS, B., Memoranda, Madrid, Perlado, Páez y Compañía, Sucesores de Hernando, 1906, pp. 21‐22. 

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Con respecto al tema que nos ocupa, es de principal importancia destacar que Isabel II nunca llegó a tener conciencia de algo tan primordial como el valor del dinero, lo que sumado a su carácter caprichoso y al hecho de no tener nunca a nadie a su lado que limitara y recondujera su conducta, se tradujo en una obsesión compulsiva por la compra y la acumulación de artículos de gran lujo -joyas, objetos de plata, vestidos, abanicos, guantes, etc.-, lo que junto a su tendencia por dar continuos y cuantiosos donativos y limosnas a iglesias, congregaciones y demás instituciones religiosas, puso en varias ocasiones en grave aprieto las arcas estatales, teniéndose que tomar medidas drásticas, como vender bienes muebles e inmuebles pertenecientes al patrimonio real para obtener liquidez y así afrontar las múltiples deudas. Ramón María del Valle-Inclán satiriza sobre esta cuestión en su esperpéntica Corte de los Milagros: “– […] Mi confianza en ti no ha menguado, y precisamente quería someter a tus luces una duda ¿Qué se puede hacer con dos millones? – ¡Muchas cosas! – No me entiendes ¿Cuánto dinero es? – ¡Pues dos millones! ¡Cien mil duros! ¡Quinientas mil pesetas! Se embobó la Reina: – Ponlo también en reales – Pues dos millones de reales son precisamente dos millones de reales”5 Reflejo material de esta circunstancia son los cientos de facturas que se han conservado hasta la actualidad. La mayor parte de ellas alcanzan valores realmente altos -no hay que olvidar que las joyas se encargaban y compraban a los artífices más destacados del momento, ya fueran españoles, como Narciso Soria, Félix Samper, Manuel de Diego y Elvira o Celestino Ansorena, o extranjeros, como Carlos Pizzala, Hunt&Roskell, Lemonnier o Dumoret-, evidenciando muchas de ellas la situación de incoherencia que se pretende reflejar en este apartado, pudiendo tomar como ejemplo la nota remitida el 16 de febrero de 1864 por la casa Mellerio Hermanos con un valor de 4.000 reales por la compra de treinta y dos alhajas que había realizado el rey consorte Francisco de Asís -con quien su esposa sólo compartía el gusto por los objetos de lujo, la música y los espectáculos-, que tenían como destino la celebración de la fiesta de la piñata para divertimento del Príncipe de Asturias -futuro Alfonso XII- y de sus hermanas las Infantas6. Sin embargo, lo que más llama la atención en las facturas es su carácter consecutivo, es decir, cómo de cada mes de cada año de reinado se encuentran extractos procedentes de las joyerías madrileñas más relevantes e, incluso, cómo se hacían compras durante muchos de los días de un mismo

                                                            5VALLE‐INCLÁN, R. M. del, La Corte de los Milagros, Madrid, Espasa Calpe, 1986, p. 31. 6 Archivo General de Palacio. Sec. Administración General, leg. 5263/9. 

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mes. Igualmente, es importante destacar que, en paralelo a estas adquisiciones de costes tan elevados, los artífices a quienes se compraban estos objetos reclamaban el pago de los importes de los mismos en muchos casos durante años. Todo esto hace volver sobre la idea de una actitud compulsiva que no entendía de quiebras económicas y que, desde luego, pone de manifiesto una vía de escape psicológica a una situación vital dominada por la soledad, la impotencia, la depresión, la tristeza y la angustia. A todo lo comentado hasta ahora habría que sumar algo tan simple como el carácter coqueto y femenino de la Reina, heredado de su madre, e, incluso, entender su fascinación por la belleza intrínseca de las joyas como una forma de contrarrestar su más que evidente deterioro físico a lo largo de los años, siempre unido a la enfermedad cutánea que padeció desde niña y que la obligó a tomar baños de mar durante toda su vida. Sin embargo, para Isabel II sus joyas supusieron mucho más que una simple tendencia por lo superfluo que la llevó a la bancarrota en alguna que otra ocasión debido a su ignorancia económica. De hecho, resulta paradigmático saber que gracias a la venta de algunas de ellas consiguió sobrevivir en el exilio parisino, de modo que se puede asegurar que sus alhajas fueron para ella a la vez problema y solución económica. Como se señalaba, la relación entre Isabel II y sus joyas fue más allá de la mera exhibición de lo material, siendo éstas protagonistas de varios sucesos durante su reinado que, sin duda, la ayudaron a recuperar, aunque momentáneamente, la confianza y el cariño de sus súbditos. Una de las anécdotas más conocidas y comentadas entre el pueblo fue la del brazalete de la Reina. Tan devota como era, acostumbraba a visitar el día de Jueves Santo un hogar de beneficencia, donde seguía la antigua tradición familiar de lavar los pies a doce pobres y servirles la comida, perdiendo, en una de las ocasiones, un brazalete. Éste fue encontrado por uno de los mendigos que, apresuradamente, se dispuso a devolvérselo a la Reina, quien se lo regaló en nombre de la suerte7. Sin embargo, hay otros pasajes que por su naturaleza parecen programados conscientemente, teniendo como fin hacer propaganda del reinado. Tal fue el caso de la recepción ofrecida por las autoridades catalanas en honor de los Reyes, con motivo del viaje oficial realizado durante el otoño de 1860 por Levante, Cataluña y Baleares, a la que Isabel II acudió luciendo sobre su cabeza la corona que la identificaba como condesa de Barcelona, un gesto que llenó de entusiasmo al pueblo catalán8. Un año antes, el 22 de octubre de 1859, España había declarado la guerra a Marruecos alegando la defensa de la honra nacional, ya que

                                                            7 MEDIO, D., Isabel II de España, Madrid, Sucesores de Ribadeneyra, 1966, p. 173. 8Ibid., pp. 197‐198. 

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ciertas posiciones españolas del norte de África estaban en continuo hostigamiento, siendo ultrajada reiteradamente la bandera de España. Sobra decir que este alegato se trataba de una excusa fácil, siendo las verdaderas intenciones de O’Donnell no tanto la conquista nacional como la activación de la política exterior y la unión de los españoles en una causa común, aunque fuera una guerra, avivando el patriotismo. Isabel II apoyó la causa con tanto fervor que, según cuenta la leyenda, incluso se ofreció a vender sus joyas para sufragar los gastos de la contienda9, un acto heroico con el que seguramente pretendiese emular la mítica historia del empeño de alhajas realizado por su antecesora Isabel la Católica para financiar la aventura indiana de Cristóbal Colón. Sin embargo, la relación entre alhajas y propaganda política no siempre fue favorable para con la Reina. Un ejemplo muy clarificador de esta otra cara de la moneda es el curioso retrato, construido a la manera de Arcimboldo, que de ella se conserva en el Archivo Histórico Nacional, contando el Museo del Romanticismo con una fotografía del mismo (Inv. CE10902). La estampa, que tiene la forma y el tamaño de las tarjetas de visita o cartes de visite típicas del siglo XIX, se constituye en realidad en un alegato antimonárquico, probablemente realizado en la Italia carbonaria de mediados de siglo, en el que se denuncian, personificándolas, las injusticias y los fracasos de su reinado. En la representación no faltan las joyas, en este caso envueltas de una significación casi diabólica. Sobre su cabeza aparece una corona de corazones sangrantes señalados con

                                                            9Ibid., p. 194. RUBIO, M. J., Reinas de España. Siglos XVIII‐XXI. De María Luisa Gabriela de Saboya a Letizia Ortiz, Madrid, La Esfera de los Libros, 2009, pp. 590‐591. 

Vicente López Portaña (taller) Isabel II

Óleo/lienzo ca. 1843

Museo del Romanticismo. Inv. CE0908 Vestíbulo calle Beneficencia

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las letras “S” de Serrano, “B” de Bedmar, “A” de Ruiz de Arana y “P” de Puigmoltó, los nombres de quienes fueron sus amantes en las décadas de los cuarenta y de los cincuenta, denunciando la promiscuidad sexual de la Soberana, lo que contradecía sus profundos sentimientos religiosos, siendo uno de los factores clave del progresivo descrédito del pueblo hacia su persona y su reinado, pues además era conocida la influencia que tuvieron estos hombres en las decisiones políticas de la Reina. En la parte central de la corona aparece el busto de sor Patrocinio, más conocida como la monja de las llagas debido a sus supuestos estigmas sangrantes, persona de total confianza de Isabel II, quien, junto al padre Claret, supo manejarla a su antojo a través de sus aparentemente inocentes consejos piadosos. La crítica continúa en los pendientes. Lo que a primera vista parecen ser dos perlas en forma de lágrima son en realidad dos sacos llenos de dinero rotulados “per conventi” en manos de una religiosa, denunciando el dispendio de la Reina en donativos y

limosnas fruto de la ignorancia y del fanatismo religioso. Sobre su pecho se encuentran dos condecoraciones. La primera muestra una escena de garrote vil en el centro, de la cual irradian los nombres de ciudades -Madrid, Badajoz, Barcelona, Loja, Zaragoza, Sevilla, etc.- en las cuales se produjeron sublevaciones progresistas y republicanas, reprimidas por la fuerza a manos de los gobiernos de la Reina. En la segunda se representa una Biblia ardiendo rodeada, por ejemplo, del “fanatismo” y la “intolleranza”, denunciando de nuevo la corte de los milagros que se desarrolló alrededor de la regia figura. Finalmente, lo que en un retrato oficial hubiera sido un sautoir de perlas o un

rivière de chatones de diamantes, en la estampa se sustituye por un collar formado por la alternancia de calaveras y tibias cruzadas10.

                                                            10 BURDIEL, I., “Isabel II: le diable au corps. La leyenda de una reina”, en VV.AA., Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II, (cat. exp.), Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones 

Anónimo Reproducción fotográfica de una estampa satírica que representa a la reina Isabel II

Albúmina/papel y cartón ca. 1868

Museo del Romanticismo. Inv. CE10902

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No obstante, la relación entre las alhajas de Isabel II y la crítica hacia su persona y su reinado no siempre tomó tintes tan trágicos. Con motivo del primer aniversario del exilio, el 18 de septiembre de 1869 VanityFair publicaba una caricatura representando a la Reina, maleta en mano, saliendo de España empujada por el viento y llevando todavía los símbolos monárquicos, como la banda cruzada al pecho prendida con condecoraciones, el manto de armiño y la corona, que en vano intenta sujetar. De oro, aparece rematada ésta en su parte superior por una sucesión de flores de lis, siguiendo el modelo de una corona de similar diseño que la Reina tuvo en realidad y con la que se hizo retratar en múltiples ocasiones, como se tendrá ocasión de constatar más adelante, ya que el diseño de la pieza resumía a la perfección el papel de Isabel II como soberana de la dinastía Borbón. Precisamente se recurrirá a una corona de iguales características para representar a la Reina en el álbum atribuido a los hermanos Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer llamado Los Borbones en pelota, donde se satiriza sobre la vida personal del matrimonio real y sus allegados, teniendo las viñetas alto contenido humorístico y sexual tanto en las imágenes como en los comentarios que acompañan a las mismas. 2.- UN LEGADO PERDIDO

Desafortunadamente, de la magnífica colección de joyas que llegó a poseer Isabel II son muy pocas las piezas que se han conservado hasta la actualidad y que pueden atribuirse con toda seguridad a su pertenencia. También han llegado hasta nuestros días algunas alhajas, en su momento encargadas o directamente compradas por la Reina, que tuvieron un destino diferente al de su propia persona, como es el caso del conjunto de joyas de diamantes y topacios imperiales realizado en 1852 por Narciso Soria para la Virgen de Atocha, como donación en agradecimiento por haber resultado ilesa la Soberana del atentado perpetrado por el cura Merino -piezas propiedad de Patrimonio Nacional-; la tiara papal de oro, piedras preciosas y perlas construida por Carlos Pizzala y regalada por la Reina a Pío IX en 1855 -conservada en la Sacristía Pontificia de la Ciudad del Vaticano-; o la diadema de la casa Mellerio, adquirida a esta firma francesa de origen italiano como presente para su hija la infanta Isabel con motivo de sus nupcias con Cayetano de Borbón-Dos Sicilias, conde de Girgenti, en mayo de 1868-propiedad de la Casa Real española-.                                                                                                                                                                               Culturales, 2004, pp. 141‐142. La autora remite a Archivo Histórico Nacional. Diversos. Títulos y Familias, leg. 3491, doc. 40. 

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Esta lamentable escasez de piezas es, no obstante, fácilmente explicable si nos atenemos a cuatro motivos principales. El primero de ellos es la falta generalizada de marcaje en las joyas, al contrario de lo que ocurre en los objetos de platería, lo que dificulta enormemente la tarea de identificación de alhajas que hubieran podido sobrevivir hasta la actualidad. El segundo motivo es una cuestión práctica, ya que la necesidad de lucir joyas a la moda en un periodo de escasez de materiales preciosos -sobre todo de diamantes hasta el descubrimiento de las minas sudafricanas en la década de 1870-, a lo que habría que sumar la situación de crisis económica en España, llevó al despiece de muchas joyas antiguas, fundiéndose el oro y la plata y retallándose y remontándose las piedras para crear nuevas alhajas que siguieran los postulados estéticos del momento, una práctica que fue común en

Narciso Soria Corona del Niño de la Virgen de Atocha Plata, diamantes y topacio 1852 Patrimonio Nacional. Madrid, Palacio Real. Inv. 10012266 © Patrimonio Nacional

Narciso Soria Resplandor y rostrillo de la Virgen de Atocha Plata, plata sobredorada, diamantes y topacios, 1852 Patrimonio Nacional. Madrid, Palacio Real Inv. 10012267 y 10012268 © Patrimonio Nacional

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toda Europa y que, por supuesto, no estuvo ausente del Real Guardajoyas, tal y como muestra la documentación que del mismo se conserva. La tercera causa también puede considerarse como práctica, pues se trata de la venta de alhajas durante el exilio de la Reina en Francia -sobre todo la llevada a cabo en 1878- debido a la necesidad de tener liquidez con que afrontar, entre otras cuestiones, la compra del Palacio de Castilla -su residencia parisina-, la pensión vitalicia que tenía que pasar al rey Francisco de Asís según lo establecido en 1846 en las capitulaciones matrimoniales, la manutención y educación de sus hijos o los gastos cotidianos. Por último, es vital señalar que a su fallecimiento, ocurrido en París el 9 de abril de 1904, se procedió al inventario y tasación de sus joyas, repartiéndose algunas entre los familiares y amigos indicados a tal efecto por la difunta en su testamento, comprándose otras por sus hijas las infantas Isabel y Eulalia, por su nuera la reina madre María Cristina Habsburgo y por su nieto el rey Alfonso XIII, y repartiéndose el resto en cuatro lotes de igual valor designados al azar entre sus hijas las infantas Isabel, Paz y Eulalia y su nieto el rey Alfonso XIII. Esta distribución entre sus herederos supuso la dispersión de sus joyas por todo el continente, ya que tanto sus hijas como muchos de sus nietos casaron con diferentes personajes de la aristocracia europea, siendo muy difícil la identificación en la actualidad de alhajas que hubieran podido pertenecer a la Soberana debido a la falta de documentación, por no hablar de la posibilidad de que muchas de ellas hayan llegado totalmente transformadas o directamente hayan desaparecido teniendo en cuenta, por ejemplo, la convulsa historia de Europa durante todo el siglo XX. Así pues, afrontar el estudio de las joyas que pertenecieron a la reina Isabel II supone unir la información documental que aún hoy se conserva en los archivos con la atenta mirada sobre las alhajas que aparecen en las pinturas, esculturas, grabados y fotografías que representan a la Soberana, siendo estas últimas por su naturaleza la fuente de información visual más fiable. En el caso de las pinturas, esculturas y grabados, siempre es importante tener en cuenta la posibilidad de que algunas de las joyas que se muestran en ellos sean invenciones de los autores -algo bastante común entre aquéllos de carácter secundario o sin contacto directo con la Corte, aunque estas fantasías también están presentes en artistas de la talla de Federico de Madrazo y Küntz-, siendo siempre sus representaciones interesantes y válidas a la hora de ilustrar el panorama general de la joyería decimonónica en nuestro país. El Museo del Romanticismo alberga una magnífica colección de retratos de Isabel II, exhibiéndose al público muchos de ellos en las

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diferentes salas que lo constituyen y pudiéndose consultar la mayoría de los restantes en el catálogo al que se puede acceder a través de la página web del mismo. El estudio que se presenta a continuación toma como objeto de análisis las obras más destacadas que representan a la Soberana, estando todas ellas actualmente expuestas, organizándose el relato de manera cronológica para facilitar su lectura y comprensión, y teniendo como principal objetivo aportar una visión novedosa y reivindicar el papel de las artes decorativas en general y de la joyería en particular dentro del discurso más tradicional de la Historia del Arte. 3.- ESTUDIO DE LAS JOYAS DE LA REINA ISABEL II A TRAVÉS DE

LOS RETRATOS DEL MUSEO DEL ROMANTICISMO11

3.1. Década de 1830

Los dos retratos a abordar pertenecientes a esta década se exhiben conjuntamente en el Vestíbulo o Sala I, representando ambos a la Reina en plena niñez, lo que no impide que aparezca ricamente alhajada, algo conforme a su condición política y social pero en cierto modo inapropiado al tratarse de una niña de corta edad. La fuente documental más importante para el estudio de la joyería de estos años es el inventario del Real Guardajoyas realizado en 184112, coincidiendo con el final de la regencia de María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y el inicio de la del general Baldomero Espartero. De manos del taller de Vicente López Portaña -de lo que se deduce la limitada calidad de la pintura- y fechado hacia 1833, el primer retrato representa a la Reina niña luciendo un collar formado por un hilo de esféricas perlas blancas de tamaño uniforme, probablemente de tipo matinée -cuya longitud oscila entre los 53 y los 60 centímetros- pero que debido a la corta estatura correspondiente a los tres años de edad cae hasta la cintura, aparentando ser un falso sautoir-collar con un largo de 90 a 105 centímetros, dispuesto en una o dos vueltas alrededor del cuello-. En el extremo inferior se encuentra un arillo y un casquillo de diamantes, engarzados probablemente en oro, del que pende una perla blanca en forma de pera, haciendo el colgante juego con los pendientes, que se construyen de la misma manera. La Reina lleva el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza, el cual se sujeta y adorna con una peineta, pieza característica de la tradición española que se convirtió en imprescindible en los aderezos

                                                            11 Se recomienda la lectura del siguiente artículo para una visión general de la joyería decimonónica: RODRÍGUEZ COLLADO, M., “Vitrina de joyería romántica”, marzo de 2011,<http://museoromanticismo.mcu.es/web/archivos/documentos/pieza_marzo_joyeria_web.pdf> 12 Archivo General de Palacio. Sec. Libros y Registros, reg. 529. 

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que seguían los dictámenes de la moda neoclásica, prolongándose el gusto por su uso a las cuatro primeras décadas del siglo XIX, convirtiéndose en todo un símbolo de la elegancia y la distinción de la mujer decimonónica. La pieza está realizada en oro, alternando en el filo superior los diamantes con las perlas colocadas en posición invertida, destacando las tres centrales, de mayor tamaño, con forma de lágrima. Con peineta aparece también en el lienzo Isabel II niña abrazando a una paloma pintado por José de Madrazo hacia 1834, del cual existe una copia de manos del artista en el Museo Cerralbo (Inv. VH 0012). El Museo del Romanticismo cuenta entre sus fondos con dos ejemplos de peinetas, las cuales se pueden admirar en la vitrina de joyería romántica del Boudoir o Sala XV (Inv. CE0473 y CE6245). Ninguna de las piezas descritas anteriormente tiene reflejo en la documentación conservada, concretamente en el mencionado inventario de 1841, siendo probablemente fruto de la imaginación de los ayudantes y alumnos del taller de Vicente López que realizaron la obra, hecho que a su vez refuerza esta hipótesis. En la cintura luce la cruz de la Real Orden de Damas Nobles de la reina María Luisa.

Vicente López Portaña (taller) Isabel II niña Óleo/lienzo ca. 1833 Museo del Romanticismo. Inv. CE0039 Vestíbulo (Sala I)

Carlos Luis de Ribera y Fieve firma el segundo retrato, fechado en 1836, en el que se representa a la Soberana de seis años de edad luciendo un alhajamiento similar al que aparecía en la pintura anterior. En efecto, adorna su cuello un magnífico collar de un hilo de redondas perlas blancas de buen grosor, en el que se observa un pequeño degradé o degradado, es decir, la disminución del diámetro de las perlas desde la parte central de la pieza hacia los extremos de

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la misma. Probablemente se trate de un collar de tipo gargantilla o chocker -cuya longitud oscila entre los 35 y los 40 centímetros- pero que, como ocurría en el caso anterior, al estar colocado sobre un cuerpo infantil no queda completamente ajustado al perímetro del cuello, sino que cae un poco sobre el pecho, pareciendo ser un collar de tipo princesa -caracterizado por tener un largo de entre 45 y 50 centímetros-. Este tipo de piezas, del mismo modo que las pulseras y los brazaletes, solían disimular los cierres mediante el uso de perlas, piedras preciosas y fragmentos de metal labrado creando pequeñas composiciones, en ocasiones más llamativas y originales que la pieza en sí, pudiéndose ocultar, en el caso de los collares en la zona cervical y en el de las pulseras y los brazaletes en la parte interna de la muñeca y el antebrazo, o, por el contrario, dejarse totalmente a la vista. Tanto la sencillez del collar como el limitado carácter descriptivo del inventario de 1841 dificultan su identificación, pero bien se podría tratar del hilo de perlas de nueve adarmes y medio13 que formaba parte del aderezo señalado con el número veintiocho, o del “hilo de perlas con broche de oro” registrado con el número ciento noventa y ocho. Los pendientes, absolutamente espléndidos, responden a la tipología de poissarde o pescadora, recibiendo este nombre de las mujeres que vendían pescado en el mercado parisino de Les Halles, quienes comenzaron a llevarlos hacia 1795. Se trata de un aro en dos partes, unidas por una diminuta charnela, que cierra de atrás hacia adelante y que desplegado tiene forma de anzuelo. En este caso el aro está realizado en oro, ocultándose el cierre bajo el engaste de un diamante, colgando de la parte inferior un asa y un casquillo de diamantes montados en oro de los que pende una gran perla blanca en forma de lágrima. Fácilmente podría tratarse de los “Pendientes de Calavaza con viso de California. Setenta y ocho brillantes de media labor, dos asientos de los arillos y dos calavazas” inventariados con el número seis, refiriéndose el término “calavaza” a los calabazos o perlas con forma de lágrima y “viso” al oriente o efecto producido por la luz en las diversas capas de nácar, indebidamente denominado brillo.De nuevo aparece la Reina niña con el pelo recogido en lo alto de la cabeza en un moño trenzado, parcialmente oculto por una magnífica coronita de oro formada, en la parte inferior, por un aro en el que alternan diamantes y medias perlas redondas, y, en la superior, por un remate a modo de crestería en el que de nuevo alternan diamantes y perlas, en este caso en forma de lágrima y dispuestas a la inversa. Como ocurría con la peineta del lienzo anterior, tampoco hay registro documental para esta pieza, tratándose presumiblemente de otra invención de mano del pintor. Sin embargo, refleja perfectamente el gusto que por este tipo de peinado y de adorno del mismo imperó alrededor de la década

                                                            13 El adarme es una antigua unidad de masa castellana, equivalente a la dieciseisava parte de una onza, que se divide en tres tomines. Equivale a 1’79 gramos. Se ha conservado en el lenguaje como sinónimo de algo insignificante o que existe en poca cantidad. 

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de 1830, recuperando el estilo iniciado por la reina María de Médicis en el siglo XVII, muestra de lo cual son diferentes imágenes que alberga el Museo del Romanticismo, pudiendo citar como ejemplo la Medalla con María Cristina e Isabel II de Pierre Lévèque de 1836 (Inv. CE6722) o el jarrón de porcelana de estilo imperio con el retrato de Isabel II datado entre 1833 y 1840 (Inv. CE0241/2), en las cuales, efectivamente, se representa a la joven Reina luciendo una corona de pequeñas dimensiones en la parte superior de la cabeza como recubrimiento de un moño realizado con parte o con la totalidad del cabello. Como en el retrato anterior, en la cintura luce la cruz de la Real Orden de Damas Nobles de la reina María Luisa, pudiéndose tratar en ambos casos de la “Cruz de María Luisa con Cuatrocientos setenta y un brillantes setenta y siete amatistas y catorce rubíes” inventariada con el número trece.

Carlos Luis de Ribera y Fieve, Isabel II niña. Óleo/lienzo, 1836.

Museo del Romanticismo. Inv. DE0011. Vestíbulo (Sala I). Depósito del Museo del Prado.

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3.2. Década de 1840

Son numerosos los retratos de Isabel II que el Museo del Romanticismo conserva pertenecientes a esta década, completándose el análisis de las piezas de joyería que se representan en ellos con la información que ofrecen los inventarios de 1841 y 184414 -coincidiendo la redacción de este último con la declaración de la mayoría de edad de la Reina poco tiempo antes- y con las diferentes noticias existentes sobre las actividades realizadas en el departamento del Real Guardajoyas. De Vicente López Portaña es el lienzo Isabel II niña estudiando Geografía de hacia 1843, expuesto en el Vestíbulo o Sala I, tratándose de una versión de un retrato con el mismo título y del mismo autor pintado en 1842 que actualmente se conserva en el Real Alcázar de Sevilla (Inv. 10021149), representando ambas obras un alhajamiento similar al que aparece en otra obra del pintor, también fechada hacia 1843, que forma parte de la colección de arte del Ministerio de Economía y Hacienda. Rápidamente llama la atención del visitante el espectacular broche que la Reina niña lleva colocado entre el pecho y el abdomen, el cual está íntegramente realizado con diamantes y perlas montados sobre un armazón de oro que presenta un esquema de triángulo invertido, siguiendo un diseño de entrelazo de lacerías y motivos vegetales que se disponen simétricamente con respecto a un eje longitudinal central, quedando la pieza rematada en su ángulo inferior por una gran perla en forma de lágrima rodeada de una orla de pequeños diamantes. Este tipo de piezas son deudoras del devant en corsage, stomacher o peto dieciochesco que, con similar esquema formal y diseño decorativo pero con unas dimensiones mucho mayores, se colocaba sobre el corsé del vestido, cayendo desde el pecho hasta la cintura. El broche bien pudiera ser el registrado con el

                                                            14 Archivo General de Palacio. Sec. Libros y Registros, reg. 736. 

Vicente López Portaña, Isabel II niña estudiando Geografía (detalle) Óleo/lienzo, ca. 1843. Museo del Romanticismo. Inv. CE1915 Vestíbulo (Sala I)

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número cuatro en el inventario de 1841 como “un sevigné15 de perlas y brillantes compuesto de setenta y dos brillantes de doble y media labor, sesenta y tres rosas de esfera, tres calavazas grandes y dos chicas, veinte y seis perlas sueltas, ciento treinta y cinco perlas”. Vicente López vuelve a representar esta pieza en el lienzo del Ministerio de Economía y Hacienda, pudiendo observarse una muy similar en el del Real Alcázar de Sevilla. Medio ocultos bajo el peinado, los pendientes de diamantes se disponen en girandole, un esquema característico de los siglos XVII y XVIII consistente en un cuerpo superior del que penden tres inferiores, siendo generalmente el central de mayor tamaño, en este caso tres grandes diamantes tallados en pera o perilla. También presentes en el retrato del Ministerio de Economía y Hacienda, los pendientes muy probablemente sean los descritos por Narciso Soria, diamantista de Cámara y encargado del Real Guardajoyas, como “unos Pendientes de tres brillantes, gruesos de D. L. cada uno” en la cuenta presentada el 5 de diciembre de 1843, realizados parcialmente con las piedras procedentes del desmontaje de otras joyas preexistentes16. Magnífico es también el brazalete que lleva en el antebrazo derecho. Rígido y realizado en oro cincelado con motivos vegetales y pequeñas flores de diamantes, presenta en la parte delantera un medallón ovalado rodeado de pequeños diamantes que cumple la función de guardapelo como se puede observar en la presencia del mechón de cabellos castaños, pertenecientes a su padre, a su madre o a su hermana, que se destaca sobre el fondo esmaltado en azul del receptáculo, estando protegido por un vidrio convexo. Las joyas guardapelo y las joyas realizadas con cabello humano son totalmente características de la joyería decimonónica, teniendo su origen en la Inglaterra de finales del siglo XVIII. El cabello, además de ser una de las partes del cuerpo que más distingue a una persona y crea su identidad, es una materia irreductible, la única presencia táctil y duradera de un ser querido fallecido o ausente, estando provista por tanto de un gran poder evocador que incluso trasciende los límites de la muerte, convirtiéndose por ello durante el periodo romántico en un fetiche, en una reliquia, en un talismán. Esto mismo se puede extrapolar a las joyas realizadas con dientes o que presentan receptáculos para albergarlos. El Museo del Romanticismo cuenta entre sus fondos con algunos ejemplos de este tipo de joyería, como las dos pulseras (Inv. CE6238 y CE7851) y el alfiler (Inv.CE6239) realizados con cabello o el reloj de bolsillo (Inv. CE2715) y el medallón (Inv. DE0170, depósito del Museo Nacional de Artes Decorativas) que cuentan con un compartimento que guarda un mechón de pelo. Volviendo al brazalete, que aparece también en el lienzo del Real Alcázar de Sevilla, responde parcialmente a la siguiente descripción, número

                                                            15 El sévigné es un tipo de broche en forma de lazo. De origen francés, empezó a utilizarse a mediados del siglo XVII en la Corte de Luis XIV, siendo popularizado por las creaciones del joyero Gilles Légaré. 16 Archivo General de Palacio. Sec.  Administración General, leg. 5263/4.  

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veintinueve del inventario de 1844: “Una manilla de oro con orla de brillantes y en su centro el retrato de S. A. y unas florecitas de brillantes”. Curiosamente, en el retrato del Ministerio de Economía y Hacienda se representa el mismo brazalete, con la diferencia de que se sustituye el mechón de cabello por una miniatura de la infanta Luisa Fernanda, pudiendo estar ante una pieza que en la realidad ocultase el mechón de pelo bajo una miniatura, a modo de secreto, y que ésta pudiera retirarse a placer.

Vicente López Portaña,

Isabel II niña estudiando Geografía Óleo/lienzo, ca. 1843

Museo del Romanticismo. Inv. CE1915 Vestíbulo (Sala I)

Una de las características más destacables del periodo romántico es, sin duda, el intento de recuperación o revival de los estilos artísticos del pasado, un retorno que estará presente en todo tipo de manifestaciones culturales, incluida la joyería. Un ejemplo de ello es el lienzo Isabel II, pintado en 1845 por José Gutiérrez de la Vega y Bocanegra y expuesto en el Salón de Baile o Sala IV, en el cual se pueden observar dos alhajas de diseño e intención historicista. La primera de ellas, adornando la cabeza de la Soberana, es una ferronière, un ornamento recuperado del Renacimiento que se inspiraba en el que luce la joven retratada por Leonardo da Vinci

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conocida como La belle ferronière, que se colocaba sobre la frente rodeando la parte superior de la cabeza. Los modelos más simples consistían en una fina cadena o cinta de tela, pero más corrientes fueron los que en su parte central tenían un pequeño camafeo, un colgantito o una gema o perla engastada. De este segundo tipo es el que luce la Reina en este retrato, tratándose de dos hilos de perlas redondas que quedan unidos en el centro por una pieza de forma floral de diamantes con una piedra de color amarillo, pudiendo ser un diamante, un topacio o un

berilo. En el inventario de 1844 se recogen diferentes ferronières, pero al no coincidir las descripciones con la pieza se puede concluir que se trata de una invención por parte del pintor, quien sí estuvo inspirado por esta tendencia coetánea. La segunda joya pretendidamente historicista es el magnífico cinturón que cae desde la cintura hasta casi los pies, recordando a los llevados por las damas medievales, también presentes en los aderezamientos femeninos de los siglos XVI y XVII. La cintura está formada por grandes eslabones de oro, muy probablemente no macizos, sino construidos con finas láminas de oro troqueladas o con piezas metálicas doradas con la técnica denominada galvanostegia o galvanoplastia17, permitiendo resultados menos costosos y más ligeros. A la altura de la cadera se encuentra un broche de un gran cabujón de zafiro o lapislázuli enmarcado en volutas y roleos de oro, del que parten los dos cabos que llegan hasta más abajo de las rodillas, los cuales están rematados por piezas doradas triangulares y cortos hilos con enfilado de una o dos perlas redondas y una mayor con forma de lágrima, estructuras que se encuentran también rodeando el broche. Quizá pudiera tratarse del cinturón de oro cincelado y esmaltado con

                                                            17 Se trata de un proceso electroquímico desarrollado a principios del siglo XIX en la Inglaterra de la Revolución Industrial. Mediante electrólisis, permite recubrir un metal con una capa de otro metal, siendo ésta uniforme y de grosor variable según las necesidades. El metal de base queda, por tanto, oculto bajo el de superficie. 

José Gutiérrez de la Vega y Bocanegra Isabel II (detalle) Óleo/lienzo, 1845 Museo del Romanticismo. Inv. CE0871 Salón de Baile (Sala IV)

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incrustación de brillantes, perlas y lapislázuli al que se refiere Narciso Soria en la cuenta presentada el 6 de octubre de 184518. Incluso, las volutas doradas que enmarcan el guardapelo o retrato en miniatura bajo vidrio del broche de pecho recuerdan a los juegos de curvas y contracurvas de las rocallas rococós. Estas joyas historicistas recreadas bajo un punto de vista romántico conviven en este retrato con otras creaciones genuinamente decimonónicas como son las alhajas realizadas con perlas, esto es, los pendientes de dos perlas esféricas con una en forma de lágrima entre ellas, el hilo de perlas redondas que desde la espalda recorre el pecho de la Soberana, la manilla de un hilo de perlas redondas en varias vueltas desordenadas alrededor de la muñeca izquierda y los tres anillos de aro de oro con una pequeña perla redonda en cada uno colocados en los dedos índice y anular de la mano izquierda y anular de la mano derecha.

José Gutiérrez de la Vega y Bocanegra

Isabel II Óleo/lienzo, 1845

Museo del Romanticismo. Inv. CE0871 Salón de Baile (Sala IV)

                                                            18 Archivo General de Palacio. Sec. Administración General, leg. 907. 

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De una belleza singular es el lienzo Isabel II joven atribuido a Federico de Madrazo y Küntz, fechado entre 1846 y 1851 y exhibido en la Antecámara o Sala II. A pesar de su carácter abocetado, se distingue perfectamente la diadema que adorna la regia cabeza, la cual aparece representada en detalle en el retrato del Ministerio de Economía y Hacienda ya tratado al hilo de la obra anterior. Se trata de una pieza descrita como “una guirnalda Bandó19 de Brillantes su dibujo; flores, espigas, cogollos y ojas” por Narciso Soria en la cuenta presentada el 5 de diciembre de 1843, realizada a la par de los pendientes analizados en la pintura anterior y, como éstos, construida en parte con los diamantes procedentes del despiece de diversas alhajas del Real Guardajoyas. Responde a la tipología de diadema decimonónica más habitual, consistente en una gran flor central de la que parten entramados vegetales y florales, uno de los motivos decorativos más característicos de la joyería romántica, llegando a alcanzar las creaciones altas cotas de realismo. En este caso, la diadema se adapta al contorno del rostro, modo en que se llevaba en estos años, y no alrededor de la parte superior de la cabeza, como se empezará a lucir muy poco tiempo después, disposición que llega hasta la actualidad. Este tipo de joyas generalmente estaban formadas por tres piezas desmontables que podían lucirse independientemente como broches. La diadema aparece registrada con el número nueve en el inventario de 1844 como “Una Pieza de cabeza, de brillantes, rica su dibujo ojas tulipanes, ó bien sean cogollos de rosa, con cinco flores en tembleque y seis espigas”, refiriéndose con “tembleque” al tipo de montura en tembladera o tremblant, técnica muy presente en la joyería romántica, la cual permite la vibración de las piedras o de los diferentes elementos que componen la pieza al menor movimiento del portador gracias a la

                                                            19El bandó o bandeau es una joya de cabeza en forma de diadema que cae sobre la frente, muy característica del periodo neoclásico y recuperada más tarde por la joyería art déco en las décadas de 1920 y 1930. 

Federico de Madrazo y Küntz (atribuido), Isabel II joven Óleo/lienzo, 1846-1851 Museo del Romanticismo. Inv. CE1489. Antecámara (Sala II).

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presencia de muelles u otros mecanismos de unión, creando un llamativo efecto visual al incidir la luz sobre su superficie.

Una diadema de similares características se observa en el también abocetado retrato pintado por Federico de Madrazo y Küntz entre 1844 y 1846 que actualmente preside el Auditorio del Museo del Romanticismo, siendo una obra en depósito del Museo del Prado. En él, además, la Reina luce al cuello un rivière de diamantes, un tipo de collar propio de la alta joyería decimonónica que volvió a ponerse de moda a partir de 1830, caracterizado por presentar piedras preciosas -diamantes en este caso- talladas en chatón, es decir, en forma redonda o muy ligeramente ovalada, montadas y unidas entre sí de la forma más discreta posible. No se llevaba en torno al cuello, sino que se

dejaba caer sobre el pecho, los hombros y la espalda, como se puede apreciar en el retrato. Con toda seguridad se trata del rivière que aparece registrado con el número siete en el inventario de 1841 y que se describe en primer lugar en el de 1844 como “Un hilo con treinta y ocho chatones de brillantes gruesos, montados en engastes calados y grampas de rosas de esfera”, con el cual la Reina se hizo retratar en numerosas ocasiones como muestran, por ejemplo, las obras del mismo autor de 1848 del Museo del Prado (Inv. P03533) y de hacia 1850 del Museo de Bellas Artes de Córdoba (Inv. DJ1426D). El collar, ligeramente transformado al presentar treinta y dos piedras en vez de las treinta y ocho originales, aparece recogido con el número cuatro en el inventario que de las joyas de la Reina se hizo

Federico de Madrazo y Küntz Isabel II (detalle) Óleo/lienzo, 1844-1846. Museo del Romanticismo. Inv. DE0009 Auditorio. Depósito del Museo del Prado. 

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tras su fallecimiento, siendo tasado en 35.000 francos y pasando poco después a manos de su hija la infanta Isabel al formar parte del lote de alhajas que le fue asignado al azar20.

En este estudio no podía faltar una de las últimas obras incorporadas a la colección del Museo del Romanticismo, esto es, el maravilloso retrato pintado por Federico de Madrazo y Küntz en 1849, con el que el visitante puede deleitarse en el Salón de Baile o Sala IV. A primera vista destaca la magnífica tiara que embellece el regio rostro. Realizada en oro, se compone de una fina faja con engarce de diamantes que sirve de base a un cuerpo superior almenado, formado por perlas con forma de lágrima de gran tamaño en posición invertida,

rematadas en puntas y rodeadas por una orla de diamantes engastados. En el inventario de 1841 no aparece ninguna referencia a pieza de semejantes características, pero en el de 1844 se recoge una “pieza de cabeza de brillantes perlas y oro” formando parte de un aderezo de brillantes y perlas registrado con el número cuatro. Tan somera descripción impide asegurar que se trate de esta tiara en                                                             20 Archivo General de Palacio. Sec. Histórica, cª 158/12. 

Federico de Madrazo y Küntz Isabel II (detalle)

Óleo/lienzo 1849

Museo del Romanticismo. Inv. CE7854 Salón de Baile (Sala IV)

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concreto pero, de ser así, obviamente ésta habría sido construida durante el tiempo intermedio entre la redacción de los dos inventarios. Lo que desde luego está claro es que esta pieza existió, tal y como demuestra una fotografía tomada por Pedro Martínez de Hebert hacia 1862 que forma parte de los fondos fotográficos de la Biblioteca Nacional (Inv. 4500-117), en la que se ve vagamente. Otra pieza tampoco inventada por el pintor es el collar gargantilla de un hilo de gruesas perlas redondas en degradé con una perla redonda de mayor tamaño y otra periforme pendientes de la parte central. Se trata del collar de treinta y siete perlas que le fue regalado por Francisco de Asís con motivo de sus nupcias -celebradas en el Salón del Trono del Palacio Real de Madrid el 10 de octubre de 1846, a la par de las de la infanta Luisa Fernanda con Antonio de Orléans- el cual, valorado entonces en cinco millones de reales, había pertenecido a la infanta Luisa Carlota, habiendo sido entregado al novio en las reparticiones testamentarias de su madre21. El collar se convirtió en una de las joyas favoritas de la Reina, haciéndose retratar con él en muchas ocasiones, salvándole de las ventas tal y como demuestra el hecho de que aparezca registrado en primer lugar en el inventario realizado tras su fallecimiento, siendo adquirido en 1905 por su nieto el rey Alfonso XIII a la testamentaría por su precio de tasación, esto es, 185.000 francos22. A juego con las dos joyas anteriores, el borde del escote del vestido está recorrido por una cadena de diamantes con pequeñas perlas redondas a intervalos regulares de las que penden grandes perlas con forma de lágrima enmarcadas en una orla de diamantes, impresionante pieza de la que no se ha encontrado registro documental. Tampoco hay constancia de la existencia del gran broche de pecho a modo de devant en corsage dieciochesco, compuesto por dos piezas romboidales con la superficie totalmente recubierta de diamantes, observándose en la superior cuatro perlas redondas y tres más en forma de lágrima que penden siguiendo el esquema girandole, y en la inferior tres perlas redondas y otras cuatro en forma de lágrima que cuelgan al final de finos hilos de diamantes. En el hombro derecho, prendiendo la banda, se observa otro broche de diamantes, de forma indefinida debido a su posición, del que, posiblemente, penden tres perlas en forma de lágrima con orlas de diamantes, siguiendo el esquema anteriormente mencionado. Por último, en ambos antebrazos lleva manillas en pareja de cuatro hilos de perlas redondas con un broche de oro de forma floral con incrustación de diamantes y una perla redonda central. Este retrato se convirtió en una de las imágenes oficiales de la Reina más conocidas, siendo copiado numerosas veces tanto por Federico de Madrazo como por otros pintores, incluyendo en la mayoría de los casos algunas variaciones, sobre todo en la joyería. Un ejemplo es la versión de 1852 de Ángel María Cortellini que recibe

                                                            21Ibid. Sec. Administración General, leg. 907/31. 22Ibid. Sec. Histórica, cª 158/12. 

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a los visitantes del museo en el vestíbulo de la calle San Mateo, invitando al lector a descubrir las diferencias.

Ángel María Cortellini Isabel II Óleo/lienzo 1852 Museo del Romanticismo. Inv. CE7117 Vestíbulo calle San Mateo

3.3. Década de 1850

Mención especial merecen las dos obras a comentar pertenecientes a esta década, ambas de autor desconocido y fechadas hacia 1850, las cuales se exhiben en una vitrina de la Antecámara o Sala II. Se trata de dos miniaturas realizadas con acuarela y gouache sobre marfil con un retrato de la reina Isabel II de busto y medio perfil -derecho en un caso e izquierdo en el otro-, peinada en “bandós”23, vestida con un amplio escote que deja al descubierto sus hombros, mirando directamente al espectador y mostrando un gesto amable y sereno, reflejo del carácter humano y cercano de la Soberana. Una de ellas tiene formato circular, estando contenida en un marco metálico dorado de la misma forma que presenta esmalte translúcido bleu                                                             23El peinado característico de mediados del siglo XIX, consistente en la división longitudinal del cabello en dos mitades iguales, dejando una raya en el centro, y recogiéndolo en sendos rodetes cubriendo las orejas. 

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royal o azul profundo -un tono de esmalte muy presente en la joyería y la relojería decimonónica- sobre una base guilloché, esto es, una superficie metálica decorada a máquina con motivos geométricos, en este caso líneas zigzagueantes, pudiendo alcanzar los diseños gran complejidad. La segunda miniatura tiene formato oval y está inserta en un medallón metálico de orla vegetal que rodea un listel de cuentas del mismo material y que queda rematado por una lazada en la parte superior. La miniatura está protegida por un vidrio convexo que acentúa el brillo del marfil de base. Muy probablemente estas dos piezas fueron encargos expresos de Isabel II que tuvieron como finalidad ser regaladas a personas del entorno de la Soberana como muestra de agradecimiento por su fidelidad a su figura y a su reinado. Más que de regalos oficiales o de Estado, se trataría de presentes de carácter privado, fruto de la amistad y de la confianza mutua, prueba de lo cual es la imagen que proyecta la Reina, esbozando una media sonrisa y totalmente desprovista de joyas y de los símbolos reales que reflejen su posición política y social, retratada como cualquier otra mujer española decimonónica de clase acomodada. Una pieza similar se conserva en el Museo de la Fundación Lázaro Galdiano, estando fechada hacia 1855 y siendo el miniaturista Cecilio Corro (Inv. 3770). Muy características de la joyería romántica, teniendo su origen en el siglo anterior, fueron las miniaturas pintadas sobre marfil y vitela o esmaltadas llevadas en todo tipo de alhajas como símbolo de amor o amistad hacia la persona retratada, siendo muy habitual en ellas la aparición de inscripciones -generalmente esmaltadas y en lengua francesa- y la existencia de compartimentos secretos que albergasen cabellos o mensajes del ser querido. Un ejemplo de este tipo de joyas es la pulsera de malla de metal dorado con medallón esmaltado con la efigie del general O’Donnell que conserva el Museo del Romanticismo (Inv. CE0471), una pieza, como las tratadas, cargada de intención propagandística y lealtad política. Ninguna de las dos piezas presentan ni inscripciones ni compartimentos secretos

Anónimo Isabel II

Acuarela y gouache/marfil, ca. 1850

Museo del Romanticismo. Inv. CE1127 y CE1135.

Antecámara (Sala II)

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y bien pudieron ser llevadas al cuello como colgantes de una cadena o sobre la vestimenta como broches unidos a un lazo de rica tela.

3.4. Década de 1860

Como se comentaba anteriormente, la fotografía es la fuente de información visual que ofrece más fiabilidad al investigador de joyería, convirtiéndose en herramienta indispensable cuando no se cuenta con la existencia física de los objetos de estudio. Sobre el piano de cola del Salón de Baile o Sala IV se muestra un facsímil de la fotografía de Isabel II tomada por Jean Laurent a principios de esta década (Inv. CE 30000). La oficialidad del retrato queda subrayada por los castillos y los leones rampantes bordados en el traje y por la magnífica pieza con que la Reina adorna su cabeza, mencionada anteriormente al hilo de la relación entre las joyas de Isabel II y la anti propaganda política. Se trata de una corona íntegramente realizada con diamantes montados sobre un esqueleto de oro,

estando constituida por un fino arillo sobre el que alternan grandes flores de lis -símbolo de la dinastía Borbón- y puntas. Aunque hasta la fecha no se ha encontrado documentación referente a la construcción de la pieza, muy probablemente fuera realizada durante la primera mitad de la década de 1850. Por el contrario, sí se han conservado noticias de diferentes intervenciones en la misma. La primera de ellas es una cuenta firmada por Manuel de Diego y Elvira, ayudante del Real Guardajoyas, el 30 de diciembre de 1859 por obras y composturas realizadas en el mencionado departamento, en la cual aparece la siguiente indicación: “Por un brillante grueso que se ha puesto en el Bandó de flores de lis, 1.240 reales”24. Las actuaciones sobre esta pieza volvieron a repetirse en dos ocasiones durante el año 1860 por manos del mismo artífice: la primera, que aparece en la cuenta referente a los meses de junio, julio, agosto y septiembre, consistió en añadir un diamante en forma de almendra que

                                                            24 Archivo General de Palacio. Sec. Administración General, leg. 5263/8. 

Jean Laurent Isabel II Copia positiva a la albúmina ca. 1860 Museo del Romanticismo. Inv. CE30000 Salón de Baile (Sala IV). 

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se perdió durante una celebración religiosa en la Real Capilla, lo que alcanzó 2.300 reales25. La segunda tuvo un precio de 120 reales por “componer la Corona de flores de lis”, según se refleja en la cuenta relativa a los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1860 y enero de 186126. La pieza no aparece recogida en el inventario que de las joyas de la Reina se hizo tras su fallecimiento, por lo que debió de ser desmontada con anterioridad o vendida en el proceso llevado a cabo en 1878. De lo que no hay duda es de la predilección que Isabel II sintió por esta corona, haciéndose retratar con ella en numerosas ocasiones y en diferentes soportes, siendo dignas de mención la escultura en mármol del Museo del Prado Isabel II velada de Camillo Torreggiani realizada en 1855 (Inv. E00525), primera ocasión en la que se representa la pieza, dato que refuerza la hipótesis de que ésta fuese realizada durante la primera mitad de la década de 1850, o la pintura al óleo sobre lienzo de José Casado del Alisal de hacia 1868 que se exhibe en el Palacio Real de Aranjuez (Inv. 10028411), uno de los últimos retratos de Isabel II como reina de España y el último en el que aparece luciendo la corona. En la fotografía lleva, además, pendientes, diversos collares y algunos broches, pero, desafortunadamente, la calidad de la imagen permite hacer pocas consideraciones al respecto. En contraposición a la ampulosidad del alhajamiento que caracteriza a la mayoría de las imágenes tratadas, la última a analizar, Isabel II dirigiendo una revista militar de Louis Étienne Charles Porion, fechada en 1867 y expuesta en la Antecámara o Sala II, destaca, precisamente, por todo lo contrario, algo lógico tratándose de una pintura que representa al matrimonio real pasando revista militar a las tropas de caballería, adaptándose el vestuario y el adorno de la Reina al momento y al lugar. De hecho, tan sólo lleva unos sencillos pendientes de arillo de oro con dos diamantes cada uno. Los cónyuges llevan colgado del cuello el vellocino de oro de la Insigne Orden del Toisón de Oro, siendo muy probablemente el que lleva Francisco de Asís el registrado con el número ciento seis en el inventario de condecoraciones, medallas y monedas del Real Guardajoyas realizado en 1847 por Narciso Soria: “Un toyson de oro, y esmalte, qe. se compone de eslabon, llamas y Bellocino. Regalado por S. M. la reyna a el Rey en 28 de Diciembre de 1847”27.

                                                            25Ibid.,leg. 5263/9. 26Ibid. 27Ibid.Sec. Libros y Registros, reg. 818. 

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Louis Étienne Charles Porion Isabel II dirigiendo una revista militar

Óleo/lienzo, 1867 Museo del Romanticismo. Inv. CE0122. Antecámara (Sala II)

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Agradecimientos: María Jesús Cabrera Bravo, Jesús Cantera Montenegro, Asunción Cardona Suanzes, Paloma Dorado Pérez, Carmen Sanz Díaz. Coordinación Pieza del Mes: María Jesús Cabrera Bravo. Fotografías: Museo del Romanticismo (Ana Belén García Mula, Pablo Linés Viñuales, Miguel Ángel Otero), Patrimonio Nacional. Diseño y maquetación: Carmen Cabrejas.

NIPO: 551-11-002-2

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LA PIEZA DEL MES. CICLO 2011

Enero Carolina Miguel Arroyo EL CARNÉ DE BAILE EN EL MUSEO DEL ROMANTICISMO   Febrero Carmen Linés Viñuales WILLIAM FINDEN (G), GEORGE SANDERS (P), LORD BYRON A LOS 19 AÑOS, aguafuerte y buril, ca. 1830  Marzo Mercedes Rodríguez Collado LA JOYERÍA EN EL MUSEO DEL ROMANTICISMO  Abril Paloma Dorado Pérez UN VIAJE DE NOVIOS, EMILIA PARDO BAZÁN   Mayo Gema Rodríguez Collado MARIANO SALVADOR MAELLA, SAN ISIDRO LABRADOR Y SU ESPOSA SANTA MARÍA DE LA CABEZA, óleo sobre lienzo, ca. 1790  Junio Sara Rivera Dávila RETRATOS FOTOGRÁFICOS DEL MUSEO DEL ROMANTICISMO  Septiembre Carmen Sanz Díaz PIERRE LÉVÈQUE, MEDALLA CON MARÍA CRISTINA E ISABEL II, bronce, 1836   Octubre Isabel Ortega Fernández FUENTE CON LAS BODAS REALES, WILLIAM ADAMS & SONS, loza estampada, ca. 1846  Noviembre Laura González Vidales BEBÉ STEINER, porcelana, vidrio, cabello humano, ca. 1889  Diciembre Nuria Lázaro Milla LA JOYERÍA DE ISABEL II EN LOS RETRATOS DEL MUSEO DEL ROMANTICISMO