La pIntura · 5Aunque el término manierismo se utilizó mucho en la década ... (más que los de...

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1 La cuestión de cómo definir el campo de la historia del arte con respecto a las imágenes —y cómo considerar las encrucijadas entre una historia y una antropología del arte— es ya antigua, y cuenta con numerosas contribuciones importantes realizadas en el siglo xx; véanse entre otros Kubler 1985d, pp. 406-412, y Freed berg 1992. En este contexto, hemos de tener en cuenta los cambios de paradigma que se produjeron a finales del siglo pasado y el impacto de los estudios culturales y visuales. Véanse en especial, como esclarecedores análisis de la cuestión, Bryson, Holly y Moxey 1994, pp. XVI-XVII, y Elkins 1999, pp. IX-X.

IntroduccIón

En los últimos veinte años la historia de la pintura virreinal se

ha beneficiado considerablemente de las investigaciones rea-

lizadas en América Latina, Europa y los Estados Unidos, y es

este contexto de estudios internacionales, renovados e inter-

disciplinarios, el que hace posible un libro como La pintura

en Hispanoamérica, 1550-1820. Dada la enorme y dispersa

bibliografía sobre el tema, así como el alcance cronológico y

geográfico del período colonial (aproximadamente tres siglos

y un continente y medio), sus autores ofrecen explicaciones

espaciales, temporales e históricas de la pintura producida en

los principales centros artísticos. Pero, más allá de la tarea de

documentación e interpretación, hay un objetivo más ambi-

cioso, que es encontrar el lugar epistemológico (o los lugares)

que corresponde a este material dentro de una historia del

arte general. En ese sentido, un aspecto que distingue este

volumen de textos parecidos sobre la pintura en Italia, Espa-

ña, Francia y otros países es que muchas de las ilustraciones

que se presentan como objeto de estudio pertenecen más a

la historia de las imágenes que a la historia del arte1.

La cuestión de si los especialistas en pintura hispanoa-

mericana se dedican al «arte» o a la «imagen», aunque no suele

plantearse abiertamente, ha vertebrado la historiografía de las

últimas décadas. Cuando hablamos de imágenes, parece que

nos referimos sobre todo al tema representado —una imagen

representa o simboliza algo— y también como corolario a cues-

tiones sobre su función, su recepción y, como ocurre con mucha

frecuencia en el caso latinoamericano, su identidad. En cambio,

La pIntura

en Los vIrreInatos

amerIcanos:

pLanteamIentos

teórIcos y

coordenadas

hIstórIcasLu i s a E l e n a A l c a l á

Anónimo, Virgen niña hilandera, fig. 40, detalle

capítuLo 1

16 l u i s a e l e n a a l c a l á

2 Gruzinski 2007, y Gruzinski 1994b.

3 Gaskell 1992, p. 169.

4 El libro de Toussaint —redactado en los años cincuenta del siglo xx— sobre la pintura virreinal mexicana es el ejemplo clásico de monografía que tuvo una duradera influencia en su manera de tratar la historia del arte colonial en un marco histo-riográfico europeo. A pesar de ello, su utilidad documental sigue estando unánimemente reconocida; Toussaint 1990b.

5 Aunque el término manierismo se utilizó mucho en la década de 1970, su aplicación al arte virreinal también presentaba pro-blemas. Tras la propia historia epistemológica del manierismo en la historiografía del arte italiano, una de las cuestiones que había que dilucidar cuando se aplicaba al arte hispanoamericano era si los términos manierismo y contra-maniera eran adecuados. So-bre este problema en relación con el arte español, véase Marías 1984, pp. 7-47; sobre el manierismo en relación con el Perú colo-nial, véase el capítulo 10 de este volumen, debido a Luis Eduardo Wuffarden. Véanse asimismo Manrique 1971a, pp. 21-42, y Stastny 1980, pp. 197-230. El tema sigue despertando cierto interés: véase Manierismo y transición 2005.

6 En los capítulos 2 y 11 de la presente publicación se definen el arte tequitqui y el arte mestizo. Los criollos son los hijos de espa-ñoles nacidos en América. El sentimiento criollo se analiza con más detenimiento en los capítulos 3 y 4.

eL probLema centraL de La d I sc IpL Ina : La reLac Ión con eL arte europeo y su h I storIa

La dualidad arte/imagen es, ciertamente, una de las particula-

ridades del campo de la pintura hispanoamericana; otra es su

compleja relación con el arte europeo. La pintura colonial es

arte occidental y, por tanto, no puede analizarse por separado,

como sucede con el arte africano o el asiático. Quienes han

estudiado el arte no occidental han tenido en general más li-

bertad para establecer sus propias e independientes definicio-

nes de calidad e identidad, especialmente en las últimas dé-

cadas. Esto se debe en parte a que el colonialismo en África y

en Asia fue un fenómeno posterior, de los siglos xix y xx, y en

casi ninguno de sus territorios los colonizadores tuvieron como

objetivo la conversión religiosa y la aculturación social (y artís-

tica) en la misma medida que los de América Latina unos siglos

antes. Por el contrario, en toda Hispanoamérica se impusieron

y difundieron, mediante copias y adaptaciones, las formas del

arte europeo. Por esa razón, los primeros historiadores aplica-

ron a las obras coloniales las etiquetas estilísticas europeas, a

menudo convencidos de que la única forma de explicarlas era

como ejemplos de una influencia directa. Estos estudios pione-

ros sirvieron para crear la disciplina, pero tuvieron consecuen-

cias perniciosas, pues los cuadros coloniales dejaban mucho

que desear cuando se los comparaba con los de artistas como

Rafael o Velázquez. Consecuentemente, durante gran parte de

la segunda mitad del siglo xx las historias del arte virreinal

tuvieron que lidiar contra la opinión peyorativa y eurocéntrica

de que aquellas eran obras derivativas, provinciales y de infe-

rior calidad a las del arte europeo del mismo período4. Hace

tiempo que esta visión quedó obsoleta y hoy resulta evidente

que no se pueden aplicar indiscriminadamente las categorías

estilísticas generales del arte español al estudio del arte hispa-

noamericano. Por poner un ejemplo, el manierismo es un con-

cepto que ha de redefinirse con sumo cuidado para adaptarlo

al contexto hispanoamericano5. Igualmente, el naturalismo de

principios del siglo xvii, componente esencial del barroco es-

pañol en sus principales centros artísticos, no se encuentra con

la misma intensidad en ningún lugar de América Latina.

Aunque en el momento actual hay cierto consenso sobre

lo que no es la pintura colonial (una extensión secundaria de

la europea), sigue debatiéndose sobre lo que es, y sobre cómo

describirla tanto colectiva como regionalmente. En el centro

mismo de la disciplina se halla la cuestión de la identidad del

arte virreinal; una cuestión que ha condicionado profundamen-

te su desarrollo. El actual debate sobre cómo calificarlo pone

de manifiesto el problema, fundamental pero aún no resuelto, de

la identidad: mestizo, híbrido, criollo, indo-hispano, tequitqui6,

etcétera, dando como resultado propuestas y debates que se abor-

darán en varias secciones de este libro y que, en la actualidad,

entender una pintura como obra de arte introduce en el análisis

la biografía del artista, su estilo, técnica y procesos de trabajo, y

también, inevitablemente, cuestiones de calidad y valor estético.

Bajo el paraguas de los Estudios Latinoamericanos o Estudios

Coloniales, el interés por el arte virreinal ha surgido a veces en

campos académicos distintos a la historia del arte y ello ha ejer-

cido una influencia considerable sobre la misma a la hora de

ampliar el objeto de estudio e incluir obras que la historiografía

más antigua excluía del canon del arte hispanoamericano. El tra-

bajo del historiador Serge Gruzinski es un buen ejemplo de cómo

una gran diversidad de objetos (documentos en náhuatl y códices

pictográficos mexicanos, así como retablos, cuadros y estampas)

pueden tratarse colectivamente como documentos —o imáge-

nes—2. Al mismo tiempo, dentro de la historia del arte propia-

mente dicha, algunos estudiosos han venido trabajando con un

serio enfoque interdisciplinario, mientras que otros, aplicando

planteamientos más tradicionales, no han dejado de hacer contri-

buciones igualmente valiosas, muchas veces ofreciendo informa-

ción absolutamente necesaria para cualquier historia de las imá-

genes o del arte. Además, algunos historiadores del arte (incluidos

muchos de los autores del presente libro) trabajan a ambos lados

de esa frontera metodológica, recordándonos que puede tener

algo de artificial y que lo que estamos viendo en la disciplina es

una revisión y en última instancia un enriquecimiento de los

métodos tradicionales de investigación, inspirados por la extraor-

dinaria diversidad de la producción pictórica en esta parte del

mundo desde el siglo xvi hasta comienzos del xix. Así pues,

como historia de las imágenes y como historia del arte, los auto-

res de este volumen han tratado de contemplar ese corpus visual

«más allá de las fronteras del arte y también dentro del arte»3.

171 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

7 Los autores de la presente publicación coinciden en que el arte realizado en América Latina durante este período puede calificar-se de colonial siempre que el término no se aplique peyorativa-mente, es decir, en el sentido de que es un arte derivativo o se-cundario. Por el uso negativo que se le ha dado en el pasado, al-gunos estudiosos prefieren evitarlo. Marcus Burke, por ejemplo, cuando se refiere al arte novohispano prefiere «del virreinato de México» a «colonial»: Burke 2006-2007, p. 77.

8 Las observaciones que aquí se ofrecen sobre la historiografía no son exhaustivas. Dado que los estudios de pintura virreinal han estado bastante fragmentados por regiones y escuelas nacionales (más que los de arquitectura virreinal), cada autor abordará cues-tiones historiográficas y metodológicas relacionadas con los asuntos que examina.

9 Las colecciones de arte colonial están creciendo actualmente en muchos museos, especialmente en los Estados Unidos. Estas ins-tituciones desempeñarán un papel cada vez más importante en la configuración de un canon de la disciplina, responsabilidad que también comporta garantizar la autenticidad, calidad y conserva-ción de las piezas adquiridas.

10 La crónica de Guaman Poma de Ayala se descubrió en 1908 en la Real Biblioteca de Copenhague, pero la primera edición no se publicó hasta 1936 (Rivet 1936).

11 Una notable excepción a la escasez de corpus de imágenes con los que estudiar el arte colonial latinoamericano es la página web Vistas, creada por Barbara Mundy y Dana Liebsohn (http://www.smith.edu/vistas/vistas_web/index.html), a la que hay que añadir los catálogos de sus colecciones permanentes que han publicado algunos museos en las últimas décadas. Además, a mediados del siglo pasado se editaron algunos útiles corpus documentales sobre el tema en el virreinato del Perú: Vargas Ugarte 1937-1944, y Cor-nejo Bouroncle 1960. Más recientemente han aparecido compila-ciones interdisciplinares de fuentes primarias sobre el virreinato del Perú, especialmente Pillsbury 2008. Para el virreinato de Nueva España, véanse Tovar de Teresa 1988a, y Tovar de Teresa 1995b.

12 Montoya López y Gutiérrez Gómez 2008, pp. 46-61. Fernández-Salvador y Costales Samaniego 2007.

13 Esta situación ha sido más grave en el caso de Sudamérica, pues el territorio del virreinato del Perú incluye hoy varios países. No obs-tante, también es verdad que se han desplegado esfuerzos concerta-dos para romper con esa compartimentación nacional, y que en la actualidad se está invirtiendo en buena medida esa tendencia. Uno de los primeros historiadores del arte en separarse de ella fue Jorge Manrique. Su «Carta desde Quito» (Manrique 1974, pp. 249-263) pone de relieve el fondo común que comparten el arte colonial del Ecuador, especialmente su arquitectura, y el de México. Agradezco a Nelly Sigaut que me señalara este ensayo. En las últimas décadas, una de las principales iniciativas en el estudio del arte colonial con un enfoque transfronterizo es el que ha encabezado Concepción García Sáiz en una serie de seminarios internacionales itinerantes organizados conjuntamente con Juana Gutiérrez Haces y que tuvo como resultado el libro editado por ambas, García Sáiz y Gutiérrez Haces (eds.) 2004; ligado a ese esfuerzo conjunto, el interés por es-cribir una nueva historia de la pintura colonial en ambos virreinatos ha dado como resultado más reciente los cuatro volúmenes de Gu-tiérrez Haces (coord.) 2008-2009. También algunas exposiciones han contribuido a que tengamos conciencia de la necesidad de estudiar el arte colonial con una perspectiva panamericana, como por ejem-plo Bérchez (dir.) 1999, y Rishel y Stratton-Pruitt (eds.) 2006-2007.

español y el hispanoamericano existen diferencias importantes

que no son sólo de tipo estilístico y que, a menudo, se pasan

por alto pese a revelar la distinta naturaleza de ambos campos.

En primer lugar, aunque la historia de las colecciones mu-

seísticas ha influido a la hora de configurar la historiografía a ambos

lados del Atlántico9, esa historia es en América Latina muy diferen-

te de la que encontramos en Europa. En América Latina ninguna

de las colecciones de la aristocracia o de los virreyes sobrevivió lo

suficiente para acabar convirtiéndose en un museo como sucedió

en Europa con las colecciones reales. Lo más parecido a unas co-

lecciones históricas de origen colonial son los fondos de algunas

catedrales, concentrados en sus sacristías, y conventos y, para el

caso de México, la de la Academia de San Carlos, que se conservó

y formó el núcleo de dos de sus museos contemporáneos. Además,

algunas obras fundamentales no se descubrieron hasta el siglo xx,

como la Nueva Corónica y Buen Gobierno (h. 1613-1615), el famo-

so manuscrito ilustrado de Felipe Guaman Poma de Ayala10. Igual-

mente, los corpus de documentos e imágenes, tan consustanciales

para el trabajo del historiador, se han compilado tardíamente (en

su mayoría en la segunda mitad del siglo xx) y siguen siendo rela-

tivamente escasos11. Por otra parte, como los museos se crearon

después de la independencia, adoptaron unos planteamientos na-

cionalistas en los que la pintura colonial solía verse como menos

importante que la pintura de historia del siglo xix, la cual se había

fraguado como instrumento de la construcción de las nuevas iden-

tidades nacionales. Cuando en esos contextos se rescataba algún

pintor colonial, solía ser con la intención de redefinirlo como un

precedente de la identidad nacionalista, como fue el caso de Gre-

gorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711) en Colombia o de

Miguel de Santiago (h. 1633-1706) en Ecuador12. Y, desde luego, en

todos los nuevos países solo se consideraban de interés las obras

coloniales que caían dentro de sus nuevas fronteras geográficas. El

resultado fue que la emergente historia del arte virreinal estuvo

compartimentada por países, de una manera que no reflejaba la

geografía anterior a la independencia13.

Otra diferencia a tener en cuenta para entender por qué

no se puede estudiar la pintura hispanoamericana como la

española tiene que ver con las características intrínsecas de las

obras y con qué y cuánto sabemos de ellas. Para abordar esta

cuestión, acudamos por un momento a la historia del arte es-

pañol. En contraste con la de Hispanoamérica, la pintura que

se hizo en España desde el siglo xvi hasta principios del xix

tiene un canon sólidamente establecido que se basa en los

pintores que trabajaron para la monarquía (Velázquez y Goya

entre los más famosos) y también en las obras de los principa-

les pintores de sus centros artísticos más ilustres (como la Se-

villa del siglo xvii). Recientemente, la historia del arte español

se ha dedicado a estudiar a artistas menores y regionales, pero

ese canon sigue estando en gran medida vigente. Es un canon

limitado, que excluye miles de obras de segunda y tercera ca-

tegoría que se encuentran en prácticamente todas las iglesias y

plantean incluso la pertinencia del término «colonial»7. A conti-

nuación se ofrece un somero repaso a la historiografía, dete-

niéndonos en algunos momentos clave en la definición de la

identidad del arte colonial8. Veremos primero cómo en las his-

torias paralelas (y obligatoriamente interconectadas) del arte

18 l u i s a e l e n a a l c a l á

14 No obstante, esta situación también está cambiando, y el crecien-te interés por una historia de las imágenes en el arte del Siglo de Oro español es evidente en publicaciones como Palos y Carrió-Invernizzi (coords.) 2008.

15 Así ocurre especialmente en el caso de ciudades como Quito o Santa Fe de Bogotá y en la historiografía sobre sus pintores princi-pales, Miguel de Santiago y Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos respectivamente. Hace unos años, Concepción García Sáiz calculó que había solamente una veintena de monografías sobre artistas de toda la historia de la pintura colonial: García Sáiz 2004, p. 31.

16 Los volúmenes publicados por Diego Angulo Íñiguez, Enrique Marco Dorta y Mario José Buschiazzo, Historia del arte hispano-americano entre 1950 y 1955 tuvieron una enorme influencia y sirvieron de estímulo al desarrollo del campo en esta época (Angulo, Marco Dorta y Buschiazzo 1955).

17 Véase un excelente análisis historiográfico en Cuadriello 2001b, pp. 217-251. Entre otros, Santiago Sebastián reconoció su deuda intelectual con De la Maza en el prólogo de El barroco ibero-americano (Sebastián López 1990, p. 20).

18 Gisbert 1980.

19 Algunas de sus aportaciones son El barroco iberoamericano: iconografía e iconología del arte novohispano (Sebastián López 1992), y los volúmenes escritos con José de Mesa y Teresa Gis-bert, Arte Iberoamericano desde la colonización a la indepen-dencia (Sebastián López, Mesa y Gisbert 1985). También es re-presentativo de sus planteamientos metodológicos Contrarrefor-ma y barroco (Sebastián López 1981). Anteriormente, en las dé-cadas de 1960 y 1970, Sebastián publicó diversos artículos mono-gráficos sobre obras, iglesias y programas iconográficos, muchos de ellos producto de sus investigaciones sobre el terreno cuando vivía en Sudamérica.

20 Otro estudioso que llamó la atención sobre la originalidad temá-tica de la pintura cuzqueña de los siglos xvii y xviii en un perío-do en el que se seguía considerando peyorativamente y se insis-tía sobre su atractiva ingenuidad, fue Francisco Stastny (Stastny 1982a, pp. 41-54).

21 Durante muchas décadas, los historiadores del arte, tanto latino-americanos como del exterior, se concentraron en estudiar la arqui-tectura, pues les parecía la forma más innovadora del arte colonial. Analizaban los monumentos en términos de la tensión entre los modelos europeos y sus adaptaciones locales, y entre la década de 1960 y principios de la de 1980 muchos de ellos participaron en el crucial debate sobre la naturaleza del arte colonial y sobre si existía en realidad un barroco latinoamericano o si por el contrario debía hacerse una historia del barroco en América Latina, como manifestación regional de un estilo europeo. Lo que estaba en jue-go era la validez de una identidad latinoamericana, con su relativa autonomía frente a Europa, tesis que fue ganando terreno y que en la práctica ponía en tela de juicio la historiografía anterior, do-minada por la idea de que el arte latinoamericano seguía muy de

pea. Conviene recordar además que, por su naturaleza, las

pocas monografías sobre artistas del período colonial que po-

drían escribirse y que de hecho se han escrito ofrecen un pa-

norama fragmentario de la práctica artística en sus regiones o

épocas respectivas15.

Retomando el análisis historiográfico de la pintura virrei-

nal, podemos decir que uno de los períodos clave fueron las

décadas de 1950, 1960 y 197016. Fue entonces cuando unos

pocos historiadores empezaron a prestar atención, más que a las

similitudes de las obras coloniales con el arte europeo, a sus

singularidades. Francisco de la Maza (1913-1972) fue una de las

figuras destacadas de ese tiempo. Publicó estudios sobre una

gran variedad de temas del arte de Nueva España, desde pin-

tores concretos hasta los retablos de alabastro, los programas

iconográficos de las capillas, los conventos femeninos, y la

Virgen de Guadalupe. Su combinación de enfoques histórico-

artísticos tradicionales con una historia cultural fue novedosa

para el arte novohispano y tuvo gran influencia en generacio-

nes posteriores17. Más al sur, el trabajo pionero de Teresa Gis-

bert (n. 1926) entendía el elemento indígena en el arte del al-

tiplano boliviano de una forma que sigue teniendo mucha

vigencia18. Gisbert fue una de las primeras en aplicar de mane-

ra sistemática la idea de que el análisis iconográfico solo es útil

en el arte virreinal si tiene en cuenta las particularidades del

mundo andino y su sociedad, especialmente su componente

indígena. Otro iconógrafo que en esa época dejó una obra

crucial fue el español Santiago Sebastián López (1931-1995). Su

análisis de la presencia de la emblemática en la pintura, com-

binado con su interés por la iconografía religiosa, y en especial

la de la Contrarreforma —tan abundante en Hispanoamérica—,

abrió un nuevo campo de estudio para el arte virreinal: el de

la imagen religiosa y sus funciones19. Para principios de la dé-

cada de 1980, estos historiadores y otros más habían llamado

la atención sobre algo que quizás habían obviado o simplemen-

te relegado a un segundo plano los que consideraban la pintu-

ra hispanoamericana como una extensión de la europea: la

riqueza y a menudo la singularidad de su temática20. Es inne-

gable que gran parte de su atractivo reside en su creatividad

iconográfica, y esa es una de las razones que justifican una

historia general de la pintura virreinal.

Durante los años ochenta y noventa la disciplina se

afirmó como tal y empezó a crecer sustancialmente. Por en-

tonces, era más que evidente para la mayoría de especialistas

que reproducir las metodologías europeas, sobre todo el aná-

lisis formal con sus etiquetas estilísticas, no siempre deparaba

buenos resultados. De esa constatación nacieron varios enfo-

ques. De un lado, como acabamos de señalar, los estudios

iconográficos, que dieron una visión más rica del arte virreinal,

contribuyendo a subrayar su identidad autónoma. Además, el

fecundo resultado de los análisis iconográficos atrajo la aten-

ción de los estudiosos hacia la pintura, hasta entonces en un

colecciones españolas, lo mismo que sucede en América Latina.

La única diferencia es que las obras hispanoamericanas de ese

tipo —consideradas como imágenes— pueden ser objeto de

estudio por diversas y legítimas razones, mientras que la histo-

ria del arte español se ha interesado menos por aquellas14. A la

inversa, el arte virreinal de gran parte de América Latina no

podría estudiarse como el español. Por citar solo uno de los

varios problemas que se plantean, con la excepción de la ciu-

dad de México y de otros pocos lugares, existen demasiadas

obras anónimas para poder escribir el tipo de monografía que

tanto determinó la evolución de la historia de la pintura euro-

191 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

cerca los modelos españoles y europeos, era conservador, repetiti-vo y carecía de originalidad. Las dos reuniones fundamentales a este respecto fueron el XXXVI Congreso Internacional de America-nistas. España 1964 (actas en Congreso Internacional de America-nistas 1966), en el que se debatió, clarificó e incluso se sometió a votación el uso de «arte mestizo» como expresión adecuada, y el Simposio internazionale sul barroco Latino Americano (1980) (ac-tas en Simposio internazionale sul barroco 1982), que incluía im-portantes aportaciones de Graziano Gasparini y Ramón Gutiérrez entre otros. Sobre la historiografía de este período, véanse García Sáiz 1991, pp. 109-122; la introducción de Sebastián a El barroco iberoamericano (Sebastián López 1992, pp. 19-25); Mujica Pinilla 2002a, pp. 1-57, y Alcalá 2010b, pp. 322-348.

22 Sebastián López 1992, p. 21.

23 En Europa, los emblemas alegóricos circularon sobre todo entre los medios religiosos e intelectuales y en la corte, en forma de estampas incluidas en libros o en decoraciones efímeras, pero en algunas zonas de la América española tuvieron una visibilidad más permanente para un público amplio en forma de pinturas. Esto no significa, claro es, que todas esas audiencias entendieran los mensajes que estaban ocultos en ellas. Sobre la pintura em-blemática en Nueva España, véase Cuadriello et al. 1994; y en el virreinato del Perú, Mujica Pinilla 2003, pp. 251-335. Sobre la

muchas investigaciones históricas y los que se interesan por

ella han hallado en la pintura virreinal un rico laboratorio para

su trabajo.

Se vislumbra así con claridad que, si el xvii fue el Siglo

de Oro de la pintura en España, la época virreinal fue el momen-

to álgido de la pintura al otro lado del Atlántico, especialmente

la última parte del siglo xvii y todo el xviii. En los virreinatos

americanos, la pintura comunicó entonces una extraordinaria

diversidad de ideas, creencias e identidades por medios nuevos

e inesperados. Incluso cuando se identifica una fuente europea

para una composición aparentemente original, suele sorprender

la manera en que el modelo se ha utilizado, lo que confirma la

observación de Sebastián de que «el carácter americano de este

arte no reside en las formas mismas, sino en cómo éstas fueron

interpretadas»22. Por ejemplo, no es raro encontrar iconografías

alegóricas y emblemáticas derivadas de estampas europeas inva-

diendo los lienzos a una escala monumental y sin precedentes,

una forma de apropiación y magnificación del modelo que es

por sí sola una marca de originalidad23 (fig. 1).

A la luz de esta evolución, una de las preocupaciones

fundamentales (y el principal cambio de paradigma) de la

última década ha sido reformular la relación del arte europeo

con el hispanoamericano. Durante un tiempo pareció que la

relación histórica entre América y España era el locus ideal

para los estudios basados en el modelo centro-periferia. Se

establecían comparaciones entre los pintores coloniales y sus

segundo plano respecto a la arquitectura21. Otras novedades

metodológicas que se produjeron a finales del siglo xx —es-

pecialmente el interés de la posmodernidad por las cuestiones

de identidad, incluyendo la otredad y la formación del sujeto—

explican también la mayor atención que está recibiendo la

pintura en la actualidad. La identidad es hoy el motor tras

fIg. 1 Marcos Zapata, Las letanías de la Virgen: Speculum Justitiae, 1755, basado en estampas de Thomas Schaeffler de 1732,

óleo sobre tela (medio punto). Cuzco, Basílica Catedral, Arzobispado del Cusco

20 l u i s a e l e n a a l c a l á

importancia de la tradición emblemática en el mundo hispánico pueden verse las numerosas publicaciones de Fernando R. de la Flor, como Flor 1995, y Mínguez Cornelles 1995.

24 Aunque el arte colonial se realiza bajo un régimen colonial, ello no significa que en sí mismo sea colonial o periférico. Véase a ese respecto Jonathan Brown en su introducción al capítulo 3 de esta publicación.

25 Kubler 1985b, pp. 81-87.

26 Consciente de esto, Nelly Sigaut propone utilizar el modelo cen-tro-periferia, pero redefiniendo sus términos. Véase Sigaut 2002a, pp. 67-68. El trabajo de esta investigadora está relacionado con el de varios otros que a lo largo de los años han venido tratando de reformular el modelo centro-periferia para adecuarlo mejor a la situación artística de los virreinatos. Por ejemplo, Francisco Stast-ny sugiere las categorías de centro, periferia y arte provincial, estableciendo una diferencia entre las dos últimas y sosteniendo además que la mayor originalidad no se encuentra en las zonas provinciales, sino en la periferia; véase Stastny 2001a, pp. 94-96.

27 DaCosta Kaufmann 2008; también del mismo autor, DaCosta Kaufmann 2004, p. 205. Los enfoques mundiales de la historia del arte están hoy en la vanguardia metodológica de los estudios so-bre la Edad Moderna, en parte por la influencia de los estudios sobre los jesuitas realizados en las dos últimas décadas; véanse a este respecto Bailey 1999, y O’Malley et al. (eds.) 1999.

28 Dado que los catálogos de exposiciones se han convertido en un vehículo fundamental para los estudios especializados, es impor-tante tener en cuenta que las obras incluidas en las exposiciones no son siempre las mejores ni las más representativas de un deter-minado artista o una determinada escuela pictórica. Como es bien sabido, las exposiciones son el resultado de múltiples y azarosas circunstancias, en las que una pieza prestada puede ser sustituida por otra que no sea la más deseada o adecuada. Sin embargo, al mismo tiempo, las muestras impactan sobre el canon, pues es fre-cuente que las piezas que se presentan en una exposición luego se incluyan reiteradamente en otras, así llegando a formar parte del canon inevitablemente; véase Haskell 2000, especialmente p. 2; y para un análisis sobre cómo los cánones son establecidos en parte por la cultura popular y por factores como las exposiciones temporales de los museos, las políticas de exposiciones y el valor de mercado, pero no necesariamente por las aportaciones de los estudios especializados, véase Gaskell 1992, pp. 178-181.

29 El cuadro que aquí se ilustra (y que pertenece a una serie de cuatro) fue descubierto en los almacenes del Museo Nacional de Historia de Chapultepec, en Ciudad de México, por un equipo de historiadores del arte que preparaban la exposición Los pinceles de la historia. El origen del Reino de la Nueva España, 1680-1750 (Pinceles de la historia 1999).

arte en los virreinatos. Como teoría basada en dos categorías

fijas en la que la influencia va solamente en una dirección,

pasa por alto las múltiples formas en que circulaban las ideas

en el seno de los virreinatos, así como entre ellos y el conti-

nente, igualmente amplio y heterogéneo, que se hallaba al

otro lado del Atlántico. Como señaló hace décadas George

Kubler (1912-1996), el arte español no basta por sí solo para

explicar el arte realizado en América Latina debido a que

muchas de sus influencias procedieron de otras regiones de

Europa y también de Asia25. En suma, no había un único cen-

tro al que mirara de manera exclusiva el arte hispanoameri-

cano26. Y, lo que es tal vez más importante, el modelo centro-

periferia excluye los componentes indígenas, que es una

razón más de su limitada utilidad.

Respondiendo al interés de Kubler por una perspectiva

más amplia, Thomas DaCosta Kaufmann (n. 1948) ha sugerido

recientemente pensar en los virreinatos como áreas culturales

dotadas de una identidad propia, también en relación con

otras áreas culturales comparables de Europa, un modelo que

en realidad elimina la jerarquía que está implícita en el para-

digma centro-periferia y en su lugar inscribe la historia del arte

virreinal en la perspectiva metodológica de una geografía del

arte27. La vigencia de estos enfoques que se aproximan a los

objetos a través del prisma de la globalización ha permitido a

Europa incorporarse de una forma nueva a los debates sobre

el arte hispanoamericano. Más aún, este planteamiento nos

enseña que el conocimiento del arte europeo puede benefi-

ciarse del estudio de sus contactos con América. En la primera

línea de esta revolución metodológica se halla la historia de la

circulación y la transferencia de bienes e ideas artísticas y

culturales, tanto a escala local como mundial, cuestión de la

que nos ocuparemos con más detenimiento en otra sección de

este capítulo.

Un último aspecto metodológico a considerar para es-

tudiar la pintura colonial —y que por su propia naturaleza está

vinculado a la historia del arte europeo— es el canon. Una de

las consecuencias del actual interés por este campo es que se

está elaborando un nuevo canon de obras. Han contribuido de

manera significativa a este proceso el incremento de las publi-

caciones, pero también el considerable número de exposicio-

nes temporales que, con catálogos bien ilustrados, se han ce-

lebrado por todo el mundo en los últimos veinte años. A través

de su repercusión y visibilidad pública, las exposiciones han

incorporado muchas obras nuevas al «canon» simplemente por

el hecho de que figuraban en ellas. Además, han puesto de

manifiesto ante un público mayor que nunca que la historia del

arte hispanoamericano merece más atención28. A pesar de ello,

y paradójicamente, sorprende el escaso debate que hay sobre

el canon del arte virreinal.

Fueron las primeras generaciones de estudiosos del

arte hispanoamericano las que sentaron las bases de lo que

colegas en la metrópoli a partir del supuesto de que aquellos

basaban sus obras en los modelos importados y de que su

arte sólo podía explicarse adecuadamente a través de estas

influencias. En la actualidad, tal planteamiento resulta proble-

mático por diversas razones. En primer lugar, porque el para-

digma centro-periferia impone automáticamente una escala de

valores jerárquica que sitúa a Europa por encima de América.

Y en segundo lugar porque, al aplicarse a un contexto colo-

nial, se puede dar por sentado que la relación política entre

los dos territorios es equivalente a su relación artística y se

reproduce en ella24. El modelo basado en el centro y la peri-

feria es demasiado restrictivo y no tiene suficientemente en

cuenta los diversos procesos que explican la evolución del

211 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

para la mayoría es hoy el canon de la pintura colonial, bases

que siguen siendo en gran parte válidas. Los pintores a los que

colocaron en primera fila —utilizando como criterio la calidad

estética— siguen siendo los protagonistas: Baltasar Echave

Orio, Cristóbal de Villalpando, Miguel de Santiago, Gregorio

Vásquez de Arce y Ceballos, Melchor Pérez Holguín, Diego

Quispe Tito y otros. Sin embargo, en los últimos años, se han

descubierto obras maravillosas antes desconocidas en iglesias

remotas, colecciones particulares o incluso en los almacenes

de importantes museos, con lo que el canon se ha ido am-

pliando29 (fig. 2). Pero no es sólo una cuestión de «ponerse al

día» y tener el patrimonio catalogado de una manera más

completa como está el europeo. En la transformación del ca-

non también ha representado un papel importante el impacto

de las metodologías más recientes de la historia del arte en

general y el desarrollo de una visión más interdisciplinar para

el arte colonial en particular. El resultado es un canon en

expansión que se compone tanto de arte como de imágenes,

lo que no puede decirse del canon del arte europeo de nin-

guna región, y que, como señalábamos al principio de este

ensayo, dota a este campo de su propia singularidad. Así, al-

gunas de las mejores y más interesantes pinturas hispanoame-

ricanas siguen siendo anónimas, a diferencia de lo que suce-

de en el arte europeo de la Edad Moderna, cuyo canon se

basa sobre todo en la autoría. Dicho de otro modo, el canon

de la pintura virreinal no está unificado por ningún factor

fIg. 2 José Vivar

y Balderrama,

La humillación

de Cortés, mediados

del siglo xviii,

óleo sobre tela,

374 x 359 cm.

Ciudad de México,

Museo Nacional

de Historia, Instituto

Nacional de Antropología

e Historia

22 L U I S A E L E N A A L C A L Á

común que sea claramente determinante al modo en que lo

están los cánones tradicionales europeos (muchos de ellos ba-

sados en la vita o biografía de un artista, así como en los idea-

les de belleza, dibujo y perspectiva del Renacimiento italiano)30,

y sin duda no únicamente por su calidad estética (desde luego

no por una definición de la calidad que tome como referencia

a los maestros antiguos europeos).

Como viene advirtiendo la historiografía, para acercarse

a un centro artístico no italiano es imprescindible que el canon

se defina de manera interna, no externa con respecto a la tradi-

ción de Italia31. En general, por tanto, la norma para medir los

logros de estos artistas tendrá que venir determinada como res-

puesta a las condiciones locales, con el reconocimiento explícito

de que esas condiciones eran fundamentalmente distintas de las

que existían en Europa. El acceso al tipo de formación (especial-

mente en las primeras generaciones tras la conquista pero tam-

bién en fechas posteriores según los lugares) y a los ricos reper-

torios de modelos que informaron las obras de la mayoría de los

artistas europeos de la época moderna era casi inexistente en

Hispanoamérica. Por citar solo el ejemplo más evidente, la Anti-

güedad grecorromana no tenía la presencia que tenía en Europa

(ni en ruinas reales, ni en colecciones privadas, reproducciones,

fIg. 3 Anónimo, Pantocrator,

siglo xvi, mosaico de plumas.

105 x 90 cm. Tepotzotlán,

Museo Nacional del Virreinato,

Instituto Nacional de

Antropología e Historia

231 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

de la pintura esta más estrechamente ligada a tradiciones y prác-

ticas profesionales europeas, se puede entender la calidad como

estética normativa, pero existen situaciones geográficas y mani-

festaciones artísticas, como la pintura mural en el Altiplano an-

dino, donde se introducen factores muy particulares que expli-

can sus distintas cualidades plásticas (véase el capitulo 11).

Más allá del tema del canon, una de las cuestiones tra-

tada por los autores de este volumen es cómo explicar y des-

cribir una pintura tan diversa. En esta coyuntura, puede ser útil

tener en cuenta que el arte hispanoamericano es tan atractivo

por sus diferencias como por sus similitudes con el europeo.

La historiografía reciente ha enfatizado más las diferencias que

las semejanzas. Destacadas diferencias pueden identificarse en

diversos ámbitos: los materiales y las técnicas (los enconchados

[fig. 27], el arte plumario [fig. 3], los biombos o los queros

[cap. 6, fig. 7], por ejemplo); los estilos (la escuela pictórica de

Cuzco y sus aplicaciones de oro [fig. 4]); y la iconografía (en

invenciones temáticas como los arcángeles con arcabuces del

virreinato del Perú [cap. 9, fig. 31 y 51] o la pintura de castas

en Nueva España [fig. 5 y cap. 4, fig. 42]). No obstante, los

autores de este libro abordan también diferencias más sutiles,

especialmente de carácter estilístico, que en muchos casos son

difíciles de definir, aunque la pintura virreinal constituya un

corpus aparte de la europea y sea reconocible como tal tanto

por los especialistas como por los meros aficionados. Lo que

queremos hacer aquí es señalar el peligro de catalogar la pin-

tura colonial a partir de las disyuntivas «más o menos europea»

o «más o menos hispanoamericana». Como hemos visto, algunos

de los primeros historiadores del arte colonial privilegiaron las

vaciados, etcétera). Como señala Jonathan Brown en el capítulo 3

de esta obra, el arte europeo estaba disponible solamente en una

«forma incorpórea» para los artistas que habían nacido en Amé-

rica, circunstancia que por sí misma explica la naturaleza de la

pintura hispanoamericana como una tradición vinculada a la eu-

ropea pero distinta de ella.

Solo tomando estas cuestiones en consideración puede

empezar a configurarse un canon de la pintura hispanoamerica-

na, como de hecho se va haciendo implícitamente en gran parte

de los estudios existentes aunque no hagan referencia explícita

al tema del canon. Los diversos capítulos de este libro establecen

una serie de cánones para la historia de la pintura colonial, a

través de los cuales surge una nueva definición del término ca-

lidad. De hecho, la disparidad de estilos y tradiciones en esta

geografía parece aconsejar una aproximación mediante cánones

plurales. Es decir, en algunos casos, sobre todo en aquellos don-

fIg. 4 Anónimo, El regreso

de Egipto, siglo xviii,

oleo sobre tela, 66 x 123 cm.

Huaro, iglesia de San Juan

Bautista de Huaro,

Arquidiócesis de Cuzco

30 Aunque han aparecido nuevos enfoques de la historia del arte (del marxismo y el estructuralismo hasta el post-estructuralismo, el feminismo, los estudios de género, la semiótica, etcétera) que han modificado el discurso tradicional, la historia de la pintura europea sigue teniendo uno o varios cánones claros y consolida-dos que se basan en una selección cualitativa y estética.

31 Definir las diversas tradiciones artísticas de manera interna y no por comparación con el arte del Renacimiento italiano ha tenido un fundamental efecto de liberación para muchas culturas, inclui-das algunas europeas. Al respecto, véase la obra pionera de Svet-lana Alpers (Alpers 1973, pp. XVII-XXVII). Para un análisis de la redefinición de los cánones y del papel de los historiadores del arte en su construcción, véanse Moxey 2004, y, más recientemen-te, Brzyski 2007.

24

Los v Irre Inatos de nueva españa y eL perú : eL otro marco de comparac Ión

Aunque el presente volumen no es una historia comparada de

la pintura en los virreinatos de Nueva España y el Perú, sus

diferentes historias de conquista y colonización arrojan luz so-

bre algunas de las principales diferencias artísticas: especial-

mente, la notable ausencia en el Perú de una experiencia artís-

tica mixta, hispano-indígena, en el período inmediatamente

posterior a la conquista tan rica como la que encontramos en

Nueva España (véase el capítulo 2).

La capital azteca, Tenochtitlán, fue tomada oficialmente

por los españoles en agosto de 1521, fecha en la que el último

soberano independiente de los aztecas se rindió a Cortés y sus

tropas33. La exploración y conquista de lo que después sería el

virreinato del Perú se produjeron en gran parte en la década

siguiente. Mientras que la ciudad de México y sus zonas circun-

dantes fueron rápidamente organizadas y por tanto colonizadas

por las autoridades españolas con ayuda de las misiones fun-

dadas por franciscanos, agustinos y dominicos desde la década

de 1520, en el Perú ese proceso fue más tardío y lento. El prin-

cipal obstáculo a la pacificación y colonización del Perú fue la

guerra civil que dividió a los conquistadores españoles (el bando

obras de aspecto «europeo»32. Actualmente, debemos tener cui-

dado de no inclinar la balanza en dirección contraria, pues tan

virreinal e hispanoamericano es el arte más próximo a los mo-

delos europeos como el que parece tener más elementos indí-

genas. El espinoso problema de cómo analizar las diferencias

pero también las semejanzas con el arte europeo sin sesgos

eurocéntricos, sin depender en exceso de la idea de «influencia»

y evitando los tendenciosos modelos centro-periferia, es un

complicado rompecabezas que nos obliga a abordar cuestiones

difíciles pero importantes no solo para la historia de estas re-

giones, sino para el arte en general, cuestiones como la geo-

grafía del arte, el intercambio cultural, los sistemas de organi-

zación profesional, la evolución estilística y el desarrollo de los

géneros pictóricos.

Como hemos visto, la diferente percepción que se tiene

de la pintura hispanoamericana respecto a la europea es con-

secuencia tanto de lo que se ha estudiado y no se ha estudiado

como de la manera en que se ha estudiado. Una vez definido

lo que no es la pintura colonial —no es la periferia de Europa,

ni un canon mimético de los europeos (en el doble sentido de

que se refiere a las imágenes y al arte conjuntamente, y que se

desarrolló en condiciones diferentes)—, intentaremos ofrecer

una información básica que ayude a explicar por qué esta pin-

tura es como es.

fIg. 5 Luis Berrueco, Escenas de mestizaje, principios del siglo xviii,

óleo sobre tela, 209 x 406 cm. Madrid, Museo de América, inv. 2009/05/22

L U I S A E L E N A A L C A L Á

251 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

32 Para un análisis de esta historiografía, véase García Sáiz 1995, pp. 83-100.

33 Sobre el término «azteca», véase la nota 1 del capítulo 2.

34 Estenssoro 2010, pp. 151-205.

35 Cummins 1996, pp. 157-170; Cummins 1991, pp. 203-231; Dean 2002, pp. 144-150, y Dean 2010.

sión geográfica de su virreinato e insalvables obstáculos naturales

(como los Andes), así como una historia distinta en lo que se

refiere al papel de las órdenes mendicantes en sus primeras mi-

siones, son factores que explican en parte algunas de las diferen-

cias que aparecen en los diversos capítulos de este libro.

Aunque estas condiciones históricas y geográficas son fun-

damentales, no menos importante es tener en cuenta el efecto de

las tradiciones artísticas prehispánicas en el surgimiento del arte

virreinal. La tradición mesoamericana era rica en pinturas murales

y manuscritos pictográficos. Tras una reticencia inicial marcada

por polémicas internas sobre si se debían utilizar o no a los artis-

tas indígenas y fomentar unas formas visuales híbridas en el nue-

vo contexto cristianizado, las órdenes mendicantes se convirtieron

en los principales promotores de estas manifestaciones artísticas.

Lo mismo ocurrió con el arte plumario, tradición y técnica pre-

hispánicas que se reformularon en términos cristianos y que son

la cumbre de la producción artística y de la magnificencia en la

Nueva España de mediados del siglo xvi. Aunque espléndido por

sí mismo, el arte andino prehispánico, en especial el inca, no era

básicamente figurativo. Las tradiciones artísticas allí dominantes,

la cerámica y los textiles, favorecían los diseños abstractos. El

sistema de escritura utilizado en la Mesoamérica prehispánica,

que facilitaba la participación de los indígenas en la producción

de la primera pintura colonial en Nueva España precisamente

porque era pictográfico (unión de imagen y texto), no tenía un

equivalente en el imperio inca. Allí, los registros históricos obe-

decen a un sistema abstracto y de carácter mnemotécnico no

menos notable, mediante quipus o cuerdas con nudos de uno o

varios colores. En las primeras décadas posteriores a la conquista,

así pues, las continuidades artísticas eran más posibles en la zona

central de México que en el virreinato del Perú.

No obstante, esas continuidades no duraron mucho, y

en el último tercio del siglo xvi el elemento indígena —como

quiera que lo definamos (véase sobre este complejo asunto, el

capítulo 2)— pierde presencia. Ese cambio se explica en gran

parte por factores religiosos y políticos. Las décadas de 1570

y 1580 se caracterizan por la reorganización de la Iglesia y el

virreinato, la primera muy determinada por las consecuencias de

la Contrarreforma. Nuevas políticas restringieron el poder de las

órdenes mendicantes, que habían favorecido la participación

de los indígenas en las artes a gran escala, especialmente en

Nueva España. Además, en los virreinatos había crecido consi-

derablemente la población española, mientras que en muchas

zonas la indígena se había reducido drásticamente debido a

las epidemias. La llegada de más españoles y el aumento de la

población criolla (los descendientes de españoles nacidos ya

en América) favorecieron el desarrollo urbano y se tradujeron

en el deseo de una cultura más claramente hispanizada. Esa

clientela, incluidos los obispos y virreyes que llegaban de Es-

paña, y que fueron consolidando su base de poder, exigía un

arte de apariencia europea. En consecuencia, los efectos del

de Francisco Pizarro contra el de Diego de Almagro). Esa lucha

por el territorio, el poder y la riqueza (tanto real como imagi-

nada), en la que ambas partes implicaron a la población autóc-

tona, se mantuvo hasta 1549.

Además de estos problemas, el imperio inca opuso más

dificultades a la conquista que el azteca. Incluso después de que

Pizarro hubiera ejecutado en Cajamarca al emperador inca Ata-

hualpa, en 1533 —acción que ya era en sí misma problemática

desde el punto de vista del derecho del imperio español34— y

hubiera instalado a un gobernante inca títere para facilitar el

control, siguió habiendo durante muchas décadas un reino inca

independiente en Vilcabamba, que se resistía al dominio espa-

ñol. Por esta razón, no se puede decir que la conquista se había

completado definitivamente hasta 1572, año en el que el virrey

Francisco de Toledo capturó y ejecutó a Túpac Amaru, el último

de los soberanos incas insurgentes en Vilcabamba. E incluso

entonces, la bibliografía suele subrayar un mayor espíritu de

resistencia frente a la colonización y la cristianización de los

pueblos andinos que de los mexicas de Mesoamérica.

Parte de esa resistencia se entiende por las diferentes

situaciones geopolíticas de los dos virreinatos. Mientras que

Cortés fundó la capital española de México sobre las ruinas del

Tenochtitlán azteca, Pizarro prefirió crear una capital española

totalmente nueva en la costa, en Lima (cuyo nombre oficial era

Ciudad de los Reyes). Cuzco, que había sido hasta entonces la

capital de los incas, estaba en el interior, enclavada en los An-

des, y de hecho sigue percibiéndose hoy como la «capital de

los incas». Los visibles restos de muchos de los edificios prehis-

pánicos, como los que hay en el convento de Santo Domingo

(antiguo templo Coricancha), marcaron la identidad urbana de

Cuzco durante todo el período colonial de una manera que no

tenía paralelo en México. Junto con la memoria colectiva andi-

na e inca, aquellas piedras contribuyeron a que durante el

período virreinal persistiera un clima que se ha definido o bien

como de nostalgia de la grandeza del pasado inca, o bien como

de resistencia activa a la autoridad española, y que en última

instancia dotó a Cuzco y a su evolución artística de un carácter

singular, muy distinto del de la más hispanizada Lima35.

Este resumen histórico ya nos permite conocer una serie

de condiciones que hemos de tener en cuenta al valorar las di-

vergentes historias artísticas de los dos virreinatos. Nos ayudan a

entender por qué el Perú y Nueva España no tuvieron una histo-

ria paralela y cómo el arte virreinal se desarrolló antes en Nueva

España. La falta de estabilidad política en el Perú, la mayor exten-

36 La construcción de una tradición pictórica novohispana se estudia en Ruiz Gomar 2004a, pp. 47-77, y Ruiz Gomar 2004b, pp. 151-172.

37 Los españoles no podían entrar en las misiones salvo en días de mercado estipulados y en limitadas visitas especiales.

38 Cobo 1964, II, p. 425.

39 Entre los estudios pioneros sobre el mecenazgo en Nueva España cabe citar Vargas Lugo 1972, y Obregón 1971. Son útiles asimis-mo las ponencias de un coloquio internacional que tuvo lugar en 1997, recogidas en Curiel (ed.) 1997. No obstante, hay que señalar que los estudios sobre mecenazgo se han centrado mucho más en el papel de las órdenes religiosas que en el de miembros o colectivos particulares de la sociedad civil, sobre los que se necesita más investigación; una importante excepción es Cuadriello 2004a. En los capítulos 9 y 10 de esta publicación se menciona a varios interesantes mecenas del virreinato del Perú.

40 Entre los ejemplos clásicos figuran episodios de la historia de la conquista y de milagros de la Virgen y Santiago. Véanse al respec-to Estenssoro 2005, pp. 110-119; en esa misma obra, Wuffarden 2005, pp. 205-211; varios ensayos de Santiago y América 1993, y también de Vandenbroeck (ed.) 1992. Para un serio análisis de las contradictorias creencias y prácticas religiosas novohispanas en torno a Santiago, véase Taylor 1999, pp. 272-277.

26

La soc Iedad coLonIaL : cL IenteLa y púbL Ico

La importancia de tener en cuenta quién es el destinatario de

una pintura, quién la ha pagado, pero también quién la va a ver,

no puede exagerarse en la historia del arte, pero parece espe-

cialmente pertinente en el mundo colonial, en el que la socie-

dad estaba dividida no sólo en clases sino también en razas, en

una combinación socio-étnica compleja, inestable y en constan-

te evolución, que no tenía paralelo en Europa. En el siglo xvi,

el ideal utópico de establecer una república de indios separada

de una república de españoles —oficialmente para proteger a

los primeros de los vicios, los pecados y la corrupción de los

segundos— se practicó en los primeros asentamientos. Sin em-

bargo, el mestizaje se inició con la conquista misma y, a medida

que las ciudades fueron creciendo, ese tipo de separación aca-

bó siendo inviable salvo en algunas zonas rurales y en las mi-

siones37. Por tanto, aunque las trazas urbanas distinguían entre

las parcialidades o barrios indígenas y los españoles, en la prác-

tica el intercambio y encuentro cotidiano entre estos estamentos

era constante. No obstante, la dominación española, muy sen-

sible a las cuestiones de pureza de sangre, linaje y condición

social, tenía diversas formas de imponer sistemas de clasifica-

ción y separación, no sólo en divisiones étnicas, sino también

por edad, género, clase y profesión. Un buen ejemplo de esta

práctica es la forma en que solían estar organizadas las cofradías

religiosas —como también en España— al servicio de uno u

otro sector de la sociedad. A mediados del siglo xvii, por ejem-

plo, la iglesia jesuita de San Pablo de Lima (hoy San Pedro), una

de las mayores y más populares de la capital del virreinato del

Perú, tenía nueve cofradías: una para los indios, otra para los

negros, otra para los negros y mulatos jóvenes, otra para los

solteros, otra para los niños, dos para los estudiantes de nivel

superior y otra para el clero38. Pero de nuevo, aunque esas co-

fradías intentaron infundir un sentido del orden en la sociedad

colonial, la realidad es que era muy frecuente que la gente se

hiciera pasar por miembro de un grupo racial o social distinto

al que le venía marcado por el nacimiento.

Habida cuenta de la diversidad racial de la sociedad, los

estudios sobre el mecenazgo y la recepción de las obras de arte

han sido uno de los planteamientos metodológicos más fructí-

feros para la historia del arte hispanoamericano. Las investiga-

ciones sobre los comitentes irrumpieron de manera más consis-

tente en la historiografía del arte mexicano en las décadas de

1980 y 199039. Al poner en primer plano el contexto histórico

local se liberaba al objeto de estudio de la metodología domi-

nante, que era el análisis formal, y de la tendencia de la biblio-

grafía anterior a subrayar la dependencia de los modelos euro-

peos en detrimento de los procesos artísticos locales. A su vez,

los estudios sobre la recepción de las obras de arte, un enfoque

que es aún más reciente en nuestro campo, ha incrementado la

arte y los artistas que llegaban al Nuevo Mundo desde Europa

se acentuaron hacia finales del siglo xvi. Para esa época, las

filiaciones estilísticas y los orígenes geográficos de los pintores

europeos que viajaron a Hispanoamérica explican los modos

más italianizantes de la pintura en el Perú, frente a la tradición

más hispanoflamenca que se aprecia en Nueva España (véanse

los capítulos 3 y 7).

Sin embargo, desde más o menos mediados del siglo xvii,

si no antes, las tradiciones locales empezaron a desarrollarse

con bastante independencia de sus referentes europeos. Los

pintores tenían ya sus propios modelos locales que seguir,

obras anteriores creadas en suelo hispanoamericano que ha-

bían llegado a formar parte de la tradición fundadora y que se

reconocían como tal mediante citas visuales36. Estos artífices

demostraron asimismo más libertad para manipular los modelos

europeos, tanto estilística como temáticamente, y elegían a me-

nudo sus temas para adecuarlos a los intereses de la sociedad

en que vivían. Así pues, la historia de las influencias europeas

no es en modo alguno homogénea ni constante, y es solo uno

de los muchos factores que desempeñaron un papel en el

desarrollo del arte hispanoamericano. A finales del siglo xvii

existe un claro estilo del México metropolitano, otro estilo de

Puebla, en cierto modo relacionado con él, un estilo comple-

tamente distinto en Quito y otro en Santa Fe de Bogotá, todos

los cuales eran a su vez bastante diferentes de los que se cul-

tivaban en Lima, Cuzco y Potosí. Cómo se desarrolló cada uno

de esos estilos y por qué fue así son algunas de las cuestiones

que este libro quiere desentrañar. Fueron muchos los factores que

influyeron en esa historia, pero algunos de ellos forman parte

de una experiencia compartida que hemos de tener siempre en

cuenta al estudiar estos materiales, y de la que nos ocuparemos

en las secciones siguientes.

L U I S A E L E N A A L C A L Á

271 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

fIg. 6 José de Valladares, La apoteosis de la Orden Mercedaria, 1759, franja inferior añadida por Juan José Rosales en 1813,

óleo sobre tela. Guatemala, iglesia de la Merced, sacristía

sensibilidad sobre la definición de público o, más adecuada-

mente, sobre la existencia de públicos simultáneos. Junto con

la investigación sobre el mecenazgo, ha permitido también que

se plantearan cuestiones de visión, poder y negociación de

identidades a través del arte. Como está ya sobradamente de-

mostrado y se verá en este libro, las pinturas virreinales solían

tener múltiples significados, incluso contradictorios, según el

público que las recibía en un momento determinado40. Aún así,

aunque a continuación presentamos unas categorías concretas

de público y cliente, con una clara radiografía de la sociedad

colonial a todos los niveles —al igual que hacen las cofradías

de la iglesia de San Pablo que hemos mencionado—, no hemos de

olvidar que los intereses de esos grupos a veces se solapaban

y convergían y no eran en modo alguno estáticos.

En el nivel más alto de la sociedad encontramos a las

autoridades religiosas y virreinales, que solían ser españoles,

llamados también peninsulares en Nueva España y chapetones

en el Perú. De estos dos grupos, los documentos sugieren que

28 l u i s a e l e n a a l c a l á

41 La decoración del palacio ha sido analizada recientemente en Montes González 2005, pp. 153-165; véase también Schreffler 2007, pp. 37-82.

42 En algunos estudios sobre el arte hispanoamericano se considera útil establecer comparaciones con otras capitales de territorios sa-télites de la monarquía española (como Nápoles o Bruselas) o in-cluso con otras provincias europeas (como Bohemia y Polonia). Por ejemplo, sobre el último caso, véase Burke 2006-2007, p. 73. Al mismo tiempo, es importante tener en cuenta que la distancia, y sus consecuencias, es probablemente el principal factor indivi-dual que marca la diferencia entre las cortes y centros urbanos de Europa y las de Hispanoamérica, de manera que la circula-ción de personas, incluidos los comitentes y artistas, era mucho más fluida y frecuente en Europa que en América (o entre ésta y Europa). Son estudios clásicos sobre los imperios y la sociedad y cultura cortesanas Elliott 2007 y Elliott 2006.

43 Sobre el programa iconográfico de la sacristía de la catedral de Ciudad de México, véanse Sigaut 2002b, pp. 111-140, y Gutiérrez Haces et al. 1997, pp. 72-79 y 202-211. Sobre el ciclo completo, véase el capítulo 3.

44 Véase por ejemplo el análisis que se hace en Gruzinski 2000, pp. 295-320.

45 Sobre la tendencia de los agustinos a construir edificios más ornamentados y monumentales en el México colonial, véanse Angulo, Marco Dorta y Buschiazzo 1955, II, pp. 359-360, y más recientemente Peterson 1993, p. 17.

46 Mujica Pinilla 2003, pp. 290-292.

47 Alcalá 2002a, pp. 36-45.

48 Entre los estudios clásicos sobre la identidad y el desarrollo de los criollos figuran Alberro 1992, y Brading 1991.

capillas y sacristías de las catedrales hispanoamericanas están

llenas de ricos programas iconográficos (cap. 3, fig. 39 y 40). Esas

pinturas tienen la finalidad universal de glorificar a la Iglesia, pero

cada vez más, a partir de mediados del siglo xvii, se subrayan en

ellas temas locales relacionados con la celebración de una Iglesia

claramente americana, a menudo a través de alegorías43.

La «Iglesia» no debe utilizarse sin embargo como una

categoría monolítica para identificar ni a un público ni a un

mecenas. Como en el resto del mundo católico, la Iglesia in-

cluía la rama secular (diócesis y parroquias) y la regular (órde-

nes religiosas), y esta última no fue menos importante en su

intervención en la producción de obras. Del mismo modo que

las sacristías de las catedrales dan testimonio del sentido de

finalidad y grandeza de la Iglesia secular, también lo hacen los

monumentales lienzos que aún se conservan en muchas de las

sacristías, coros y claustros de las iglesias de las órdenes (fig. 6).

Por otra parte, aunque las resonancias triunfantes de la pintura

que se halla en las sacristías de catedrales e iglesias conventua-

les sugieren una experiencia común, a lo largo de todo el pe-

ríodo colonial las dos ramas de la Iglesia estuvieron a menudo

divididas, de modo que su competencia y sus luchas por el

poder llenan los anales de la historia. Es importante, por tanto,

tener en cuenta esa dinámica de coincidencias y divergencias

el mecenazgo de los arzobispos y obispos fue tal vez aún más

importante que el de los virreyes. El cargo de virrey era tem-

poral y, a partir del siglo xvii, su mandato en raras ocasiones

superaba los seis años de duración. Este cambio constante de

virreyes no permitía un mecenazgo estable como el que carac-

terizaba a la corte española de Madrid. Existían en los virreina-

tos pintores «de corte» o «de cámara» en la medida en que a los

pintores favoritos de los virreyes y obispos les gustaba aparecer

en la documentación como tales, pero aún no sabemos sufi-

ciente sobre cómo funcionaba ese cargo y su remuneración.

Además, aunque en los palacios del virrey de Lima y México

se reproducían en lo fundamental los programas decorativos e

iconográficos de los palacios reales madrileños y europeos, en

forma de galerías de retratos y salas de cuadros de batallas41, la

situación de las cortes virreinales en América no es fácilmente

comparable a la madrileña o a la de otras cortes europeas42.

A diferencia de lo que ocurría con los virreyes, los cargos

eclesiásticos solían tener mandatos más largos, y entre sus titula-

res encontramos a muchos e importantes mecenas de las artes:

los obispos Juan de Palafox y Mendoza (1640-1649) en Puebla y

Manuel de Mollinedo y Angulo (1673-1699) en Cuzco son dos de

los ejemplos mejor estudiados y reaparecerán en los capítulos

siguientes (cap. 4, fig. 16, y cap. 9, fig. 28). El resultado es que

unas veces por obra de determinados obispos y arzobispos, y

otras gracias al mecenazgo de los canónigos catedralicios, las fIg. 7 Anónimo, Niño Jesús de Huanca vestido de Inca, primera mitad

del siglo xviii, óleo sobre tela, 86 x 75 cm. Lima, colección particular

291 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

útil instrumento para la construcción de identidades corporati-

vas, se impregnó del criollismo local. Del mismo modo que en

Europa, esos cuadros utilizan fórmulas compositivas reiteradas,

que dan uniformidad al conjunto cuando está colgado como

una serie, pero además incluyen, con más frecuencia que en

Europa, inscripciones en cartelas barrocas y rococó en las que

se cuentan los méritos del personaje (fig. 8). Para el público

contemporáneo, los elementos compositivos que ennoblecían

estos cuadros (las inscripciones, los cortinajes, etcétera), junto

con los otros objetos complementarios que había en las estan-

cias y capillas donde colgaban, como habitualmente la imagen

de una devoción local, eran factores que construían y a la vez

reflejaban un creciente sentimiento de orgullo criollo.

Algunas categorías temáticas están asociadas casi exclu-

sivamente a las aspiraciones de los criollos, y en ese sentido es

importante señalar que el sentimiento criollo no se limitaba a

los americanos de origen español; a finales del siglo xvii se

había extendido ya a otros sectores de la población que com-

partían esa misma actitud de orgullo local. Especialmente ricas

pues en algunos períodos, como por ejemplo en la parte cen-

tral del siglo xvi en Nueva España, tenían ideas muy distintas

sobre cómo debía ser el arte colonial e incluso sobre quién

debía realizarlo, si los artistas indígenas o los europeos44.

Al desglosar la categoría de la Iglesia regular se pone

aún más de manifiesto la importancia de reconocer las diferen-

cias de estrategia y gusto entre las órdenes. La de los agustinos

fue una de los más ostentosas y audaces a la hora de incorpo-

rar elementos indígenas de tradición prehispánica en los mu-

rales de sus conventos novohispanos del siglo xvi45 (véase

cap. 2, fig. 19). Por su parte, los franciscanos tuvieron una in-

tervención decisiva en la organización de algunas de las prime-

ras escuelas artísticas para la población nativa tanto en la ciu-

dad de México como en Quito. En lo que se refiere al

mecenazgo artístico, uno de los grupos más activos en todas

partes eran a principios del siglo xvii los jesuitas. Al igual que

las demás órdenes, la Compañía de Jesús tenía su propia forma

de actuar, que consistía muchas veces en adaptarse a las formas

y costumbres locales de una manera sorprendente, como cuan-

do en Cuzco, en el último cuarto del siglo xvi y principios

del xvii promovieron la presentación del Niño Jesús con el

atuendo y la corona imperiales incas (la mascapaycha) para

facilitar la evangelización de la población indígena46 (fig. 7). Al

mismo tiempo, los jesuitas se aliaron decididamente con las

nuevas elites criollas y se convirtieron en firmes defensores de

sus causas, como la de la Virgen de Guadalupe en México. Los

intereses de la Compañía, como los de muchas órdenes religio-

sas, solían cruzarse con las aspiraciones de los criollos pero, a

través de sus múltiples adhesiones y proyectos, el caso de los

jesuitas es un claro ejemplo de cómo la historia de la identidad

es más compleja de lo que suele pensarse. Es decir, tampoco

podemos olvidar que los jesuitas fueron siempre leales a su

identidad corporativa multinacional y a su obediencia a Roma,

del mismo modo que las demás órdenes religiosas tenían tam-

bién sus propias identidades corporativas47.

La creciente población criolla era uno de los grupos

sociales más activos en lo que al arte se refiere, y es necesario

tenerla en cuenta en cualquier historia de Hispanoamérica.

Gran parte de la historiografía reciente sobre las imágenes co-

loniales y el desarrollo artístico general ha centrado su atención

en los procesos de formación de la identidad criolla, además

de los de la elite de la nobleza indígena. Ser criollo significaba

fundamentalmente ser a la vez europeo y americano, con una

relación de amor-odio con Europa, nunca resuelta, y un cre-

ciente sentido de orgullo americano48. Lo más habitual era que

a los criollos se les denegaran los cargos administrativos altos

en el gobierno virreinal en beneficio de los peninsulares, con

lo que se volvieron hacia otras instituciones, como la universi-

dad y las órdenes religiosas, para establecer su base de poder.

En esas instituciones, la galería de retratos de miembros ilustres,

repertorio iconográfico básico en todo el mundo occidental y

fIg. 8 Anónimo, Diego de Vergara y Aguiar, h. 1650, óleo sobre tela,

166 x 123 cm. Lima, Museo de Arte e Historia de la Universidad Nacional

Mayor de San Marcos

30 l u i s a e l e n a a l c a l á

49 La Virgen de Guadalupe tiene una historia singular por varias razones: la primera es la idea de que la imagen no se debía a la mano humana, manufactura divina a la que muy pocas imágenes de la tradición católica podían aspirar. En el plano sociológico, es también uno de los cultos que durante más tiempo han gozado de fervientes seguidores y han sabido adaptarse a lo largo de los siglos a sus cambiantes necesidades, desde el período colonial hasta los de la independencia y la modernidad. La bibliografía sobre Guadalupe es muy extensa, e incluye entre otros Lafaye 1974; Maza 1981; O’Gorman 1986; Poole 1995, y Brading 2001. Sobre las cuestiones artísticas relacionadas con la imagen, véanse especialmente el estudio fundamental de Cuadriello 1989a, y más recientemente, sobre algunos aspectos de la imagen, Peterson 2005, pp. 571-610. Para otras referencias sobre la iconografía guadalupana, véase la nota 20 del capítulo 3.

50 La mita, véase la nota 18 del capítulo 11.

51 Numerosos especialistas se han ocupado de los problemas termi-nológicos en las últimas décadas. Por ejemplo hibridismo en Dean y Leibsohn 2003, pp. 5-35; las identidades compuestas en Dean 2002, pp. 143-157, y la doble conciencia del artista colo-nizado («double consciousness of the colonized artist») en Mundy 1996, pp. 72 y 215-216, así como en Douglas 2003, p. 282.

52 Sobre los retratos con donantes indígenas en Nueva España, véa-se Vargas Lugo 2005a, pp. 245-287. Sobre algunos ejemplos en el virreinato del Perú, véanse Wuffarden 2005, pp. 186-188 y 230, y Fajardo de Rueda 1999, p. 80.

53 Cummins 1991, pp. 211-212; Dean 2002, pp. 99-114, y Wuffarden 2005, pp. 211-229.

a este respecto son las pinturas dedicadas a cultos religiosos

centrados en imágenes que habían realizado sus milagros en

suelo hispanoamericano. Aunque muchos habían surgido en

las comunidades locales (con frecuencia indígenas), esas imá-

genes solían ser apropiadas por los criollos en los centros de

poder urbanos porque ponían de manifiesto que la cristianiza-

ción había sido un éxito y que América, como Europa, había

recibido la bendición divina de los milagros. A la Virgen de

Guadalupe en México (fig. 9 y cap. 3, fig. 4) se suman en am-

bos virreinatos otros muchos cultos que dieron lugar a tradicio-

nes paralelas aunque no siempre de tanta riqueza iconográfica

(fig. 10; véanse también cap. 9, fig. 47, y cap. 4, fig. 44)49.

Por su parte, la población indígena también utilizaba las

imágenes como medio de negociación en las relaciones de po-

der. No obstante, es de la máxima importancia distinguir entre

el indio noble y el común. En diversos momentos posteriores a

la conquista, las autoridades españolas estuvieron dispuestas a

reconocer la nobleza de la aristocracia indígena prehispánica,

concediéndole títulos y privilegios, sobre todo eximiéndola de

las obligaciones tributarias (que en algunas zonas como el Perú

convocaban el terrible y mortífero espectro del trabajo forzoso

en las minas llamado mita50). La nobleza indigena tenía acceso

a un nivel educativo más alto. En algunos lugares, como en de-

terminados colegios de Nueva España a mediados del siglo xvi,

eso significaba que al tiempo que preservaban el conocimiento

fIg. 9 Anónimo, Primer milagro y traslado de la Virgen de

Guadalupe a su primera ermita, 1653, óleo sobre tela, 285 x 595 cm.

Ciudad de México, Museo de la Basílica de Guadalupe

311 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

de las tradiciones y la historia indígenas adquirían las destrezas

y la cultura de Europa, por ejemplo aprendiendo el latín. Aunque

su nivel educativo bajó considerablemente después del siglo xvi,

la elite indígena ocupó a lo largo de todo el período virreinal

una posición especial en la sociedad colonial. Eran intermedia-

rios culturales, que en cierto modo conservaban el acervo indí-

gena y sus valores sociales a la vez que promovían una especie

de identidad hispanizada que les garantizaba un estatus superior

frente al indio común. Ocupaban cargos en los gobiernos locales

y dirigían cofradías religiosas. Se ha descrito su identidad de

muchas maneras: «intermediaria», «híbrida», «compuesta» o carac-

terizada por tener una «doble conciencia», pero más allá del de-

bate que aún continúa sobre cómo llamar y describir su posición

en la sociedad, lo que aquí nos importa es que su presencia

explica parte de la singular producción artística de los virreinatos

en su triple papel de clientes, artistas y receptores51.

Distinguidos miembros de las comunidades indígenas

solían financiar la producción de obras de arte, como está do-

cumentado en los numerosos cuadros en que aparecen como

donantes52 (fig. 11). El interés de esta nobleza nativa por su

autorrepresentación tiene una de sus manifestaciones más fa-

mosas en algunos retratos del siglo xviii que se conservan de

Cuzco en los que los modelos, tanto masculinos como femeni-

nos, llevan o están representados con símbolos incas de poder

y prestigio (fig. 12). Son obras complicadas de interpretar, pues

hemos de preguntarnos qué representaban en última instancia

en términos de identidad indígena. ¿Están celebrando su dife-

rencia o, por el contrario, están exponiendo su completa asi-

milación del modelo del retrato español de corte (entendido

como el de una figura sola en una estancia no identificada, de

pie junto a una mesa con una cortina alzada al fondo)?53 ¿Tratan

de la subversión de la autoridad española, o más bien de la

acomodación a través de la hispanización hasta el punto en que

ésta fue posible e incluso deseable? Y, finalmente, ¿es una

ambigüedad que hay que resolver, o es intrínseca en el sentido

de que forma parte de la identidad de esta elite indígena co-

lonizada y su legado artístico? Es con respecto a la identidad

indígena donde la teoría poscolonial ha influido más en la

fIg. 10 Anónimo, Nuestra Señora del Rosario de Pomata, siglo xviii,

óleo sobre tela, 212 x 147,5 cm. Ayacucho, monasterio de Santa Clara

fIg. 11 Anónimo, El arcángel san Miguel con donante indígena, h. 1635-1640,

óleo sobre tela, 209 x 143,5 cm. Lima, iglesia de San Pedro (antes de San Pablo)

32 l u i s a e l e n a a l c a l á

54 Como en Dean 2002, pp. 52 y 144. Véase Bhabha 2002, pp. 111-119.

55 Taylor 2005, pp. 43-50; Verdesio 2002, p. 6.

56 Taylor, Quigley y Benítez 1988.

57 Sobre Liévana véase la nota 47 del capítulo 8. De Gil de Castro se trata en el capítulo 10.

58 Astraín 1920, VII, p. 487.

59 Sobre este retablo y la historia de este culto, véase Céspedes del Castillo (dir.) 2002, pp. 389-392, cats. 231-234.

60 «Existe una tensión entre las pinturas y las esculturas de Cuzco y Lima que radica no en sus diferencias o similitudes formales e iconográficas, sino en el lugar en el que se contemplaban», en Cummins 1996, p. 165. Ha analizado más recientemente esta idea Wuffarden 2005, pp. 212-232.

61 Sobre el problema del anonimato, véase Halcón 2001, I, pp. 111-129. Es también útil el análisis de la cuestión artista/artesano que figura en Bayón 1974, pp. 12-13.

Aunque de menos importancia que los grupos sociales

antes mencionados como mecenas y promotores artísticos, todo

análisis de la pintura hispanoamericana ha de tener en cuenta

también a la amplia población de raza mixta, que era especial-

mente visible en los núcleos urbanos. Mestizos, mulatos y una

multitud de otras castas ocupaban las capas medias y bajas de

la sociedad colonial, constituyendo la clase artesanal. Muchos

de nuestros pintores pertenecen a esos grupos, aun cuando en

algunos casos y períodos los encontramos, en los documentos,

haciéndose pasar por españoles (véase el capítulo 4). Dicho de

otro modo, la compleja historia de la etnicidad y la clase social

en los virreinatos es un aspecto fundamental de la historia de

la pintura en el terreno biográfico. Es una historia complicada

porque incluso artistas de los grupos raciales considerados más

bajos por esa sociedad (como los mulatos) podían conseguir

fama, como en el caso de José Campeche (1751-1809) en Puer-

to Rico56. Tampoco deberíamos olvidar a la población de origen

africano, libre o esclava, cuyos integrantes en su mayoría tra-

bajaban como criados o en profesiones de bajo nivel. Algunos

de ellos consiguieron ser artistas importantes, y aun cuando

normalmente trabajaban para maestros españoles, en alguna

ocasión recibían el debido reconocimiento, como en los casos

de Andrés de Liévana y José Gil de Castro en Lima57.

Estos estratos inferiores de la sociedad virreinal son tam-

bién interesantes desde el punto de vista de la recepción de las

obras. Muchas imágenes religiosas se idearon pensando en su

futura audiencia, lo que llevó a la creación y promoción de

iconografías adecuadas para ella. Por ejemplo, según las cróni-

cas, cuando san Pedro Claver (1580-1654) llevó a cabo varias

campañas de evangelización entre la población de origen afri-

cano de Cartagena de Indias (Colombia), utilizó un cuadro de

Cristo en la cruz junto con una escena del bautismo en la que

aparecían, en los márgenes inferiores, personas de origen afri-

cano. En ese cuadro, los bautizados están representados como

historiografía del arte virreinal. Tener en cuenta definiciones

teóricas de los procesos de colonización, como el análisis que

hace Homi K. Bhabha del «mimetismo» y sus límites, por men-

cionar solo un texto célebre, ha tenido importantes consecuen-

cias54. Al mismo tiempo, algunos historiadores han empezado

a elaborar modelos teóricos independientes con los que abor-

dar las singulares situaciones de Hispanoamérica, especialmen-

te porque la teoría poscolonial se desarrolló sobre todo en los

estudios sobre el sudeste asiático, zona que tenía un régimen

colonial sustancialmente distinto del de la América española55.

Se conceptualicen de un modo u otro estas cuestiones, el inte-

rés por ellas revela que el estudio de la pintura colonial plantea

preguntas que nos obligan a ir más allá de la práctica tradicio-

nal de la historia del arte.

fIg. 12 Anónimo, Retrato de ñusta, h. 1730-1750, óleo sobre tela,

205 x 124 cm. Cuzco, Museo Inka, Universidad Nacional de San Antonio Abad

331 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

personas felices, mientras que los rechazados son devorados

por monstruos58. Análogamente, las cofradías religiosas que

atendían a la población de origen africano fomentaron la di-

fusión de devociones concretas, y a veces menos difundidas,

como en el retablo dedicado a la etíope santa Ifigenia en la

iglesia de La Merced en Guatemala59 (fig. 13). Por otra parte, es

importante señalar que algunos cultos a santos negros gozaron

de un amplio seguimiento entre la población en general con

independencia de su raza, como es el caso de san Martín de

Porres (venerable en 1659) en toda Sudamérica; como culto

de origen local, parte de su atractivo residía en su capacidad de

contribuir a una identidad regional, no solo a una identidad

racial. En contraste con los otros ejemplos que hemos mencio-

nado, la historia del culto de san Martín de Porres nos advierte

de los peligros de partir de fáciles supuestos sobre la relación de

la iconografía con sus receptores. Los estudios sobre la recepción

han sido muy reveladores en la medida en que subrayan que

una audiencia —y su ubicación étnica, social e incluso geográ-

fica— podía condicionar el significado por encima de cuestiones

de estilo o iconografía. Por ejemplo, Cummins lo ha demostrado

en un análisis comparado de cómo un mismo tipo de imagen

—los retratos de los reyes incas en este caso— podía transmitir

significados distintos si se contemplaba en Lima o en Cuzco60.

La práct Ica de La p Intura

Una de las características de la pintura colonial que este libro

mejor refleja en los pies de sus ilustraciones es la persistencia

de un número considerable de obras de artistas anónimos. Esta

circunstancia se da con mucha más frecuencia en algunas zonas

del virreinato del Perú que en el de Nueva España y puede

deberse en parte a que sobre el segundo se han realizado más

investigaciones. No obstante, el hecho de que la producción

pictórica estuviera centralizada (y más controlada) en la ciudad

de México, mientras que en el virreinato del Perú estaba dis-

persa en una red de centros artísticos menores, puede también

tener algo que ver con las distintas maneras en que las imáge-

nes se producían y comercializaban en Sudamérica, donde en

general las obras firmadas son menos.

El problema del anonimato probablemente no desaparez-

ca pero es importante tomar conciencia de cómo ha generado o

obstaculizado, según el caso, determinados planteamientos me-

todológicos. Tomemos por ejemplo la tradicional distinción entre

artesano y artista, que se ha aplicado con frecuencia en la histo-

ria del arte europeo. Implícitamente, en la práctica artesanal es

menos probable que se planteen cuestiones formales y teóricas,

mientras que el «pintor/artista» pretende practicar un arte liberal

y noble y se interesa por la invención y la originalidad61. Aunque

a veces resulta útil para el estudio de la pintura hispanoamerica-

na, esta dicotomía carece de sentido cuando nos referimos a

obras anónimas, ya que para la Edad Moderna el paradigma

suele partir de la suposición de que la falta de información sobre

la identidad del artista está asociada a un contexto de producción

artesanal y en consecuencia a un cliente menos entendido. No

parece que fuera necesariamente así en el virreinato del Perú,

donde encontramos una y otra vez obras de artistas no identifi-

cados de notable calidad o de evidente importancia desde el

punto de vista de la iconografía y el cliente (por ejemplo, cap. 9,

fig. 57). Es posible que la distinción entre pintor y artesano sea

también más difusa y menos aplicable a nuestra disciplina por

la manera en que se mezclan las categorías de imagen y arte,

asunto que se explicaba en la primera parte de este capítulo. El

escaso éxito que el enfoque de la dicotomía artista/artesano ha

fIg. 13 Anónimo, Imposición del hábito a santa Ifigenia por

san Mateo, siglo xviii, óleo sobre tela, 146 x 77 cm (en su marco).

Guatemala, iglesia de la Merced, retablo de Santa Ifigenia

34 l u i s a e l e n a a l c a l á

62 Véase un análisis reciente de los gremios de pintores en España en Falomir 2006, pp. 135-163.

63 Como explica Luis Eduardo Wuffarden en el capítulo 8 (p. 292 y nota 49), en Lima los artistas recurrían a los tribunales por la competencia desleal de los clérigos dedicados a la producción artística. El papel del clero como intermediarios (tratantes) en la producción pictórica dio lugar a frecuentes conflictos durante este período en todos los territorios de la monarquía española. Otra causa de pleitos era la tributación: véanse Serrera 1995, pp. 275-288, y el capítulo 3 de este libro.

64 Una célebre crónica de ese tipo es Balbuena [1604] 1980, p. 81. Sobre la participación de los artistas en las festividades religiosas, véase la nota 51 del capítulo 8.

65 El cuadro aquí ilustrado y la estampa de la que se deriva se ana-lizan en Stratton-Pruitt (ed.) 2006, p. 130. Sobre la relación entre la condición social de los artistas y la producción de imágenes religiosas en España, véanse Portús 2009, pp. 37-52, y Falomir 2006, pp. 156-161. Falomir analiza entre otras cosas los pleitos en los que los artistas pretendían no pagar impuestos por sus obras religiosas, precisamente por su naturaleza superior. Respecto de Nueva España, este tema se analiza exhaustivamente en Mues Orts 2001b, pp. 29-59.

66 Véase un análisis más amplio y un útil panorama general de los gremios en Hispanoamérica en Gutiérrez 1995, pp. 25-50. Espe-cialmente instructivos sobre la situación de los pintores en el México colonial son Deans-Smith 2007, pp. 67-98, y Deans-Smith 2009, pp. 43-72.

ran gremios de pintores, la práctica artística estaba por lo ge-

neral organizada conforme a los modelos importados de

España. Fue en la ciudad de México donde se fundó el primer

gremio de pintores, en 1557, pero en Lima, por ejemplo, los

pintores no lo solicitaron a las autoridades locales hasta media-

dos del siglo xvii. Por el contrario, las cofradías o hermandades

religiosas organizadas en torno a una determinada profesión

eran un medio más extendido de asociación corporativa. La

ausencia de ordenanzas gremiales no es infrecuente en la Edad

Moderna y varias ciudades españolas carecían también de un

gremio de pintores, pues en realidad solamente era necesario

cuando las presiones económicas de la competencia exterior o

de los monopolios internos lo hacía deseable62. Así pues, antes de

la creación de las academias reales, en muchos centros urbanos

de toda Europa e Hispanoamérica la actividad artística se orga-

nizó a sí misma sin gremios, conforme a la práctica tradicional

de los talleres con los artistas recurriendo de vez en cuando a

los tribunales para resolver sus conflictos laborales63. Los maes-

tros tomaban aprendices por un período de varios años, en los

que cuidaban de sus necesidades materiales y espirituales ade-

más de impartirles formación. Y en ambos virreinatos, al igual

que en España, las familias de artistas solían celebrar matrimo-

nios entre ellas, lo que daba como resultado unas dinastías de

pintores que se mantenían por generaciones.

Otro de los aspectos que caracterizan el desarrollo de

la práctica artística en este período a ambos lados del Atlánti-

co es el creciente prestigio de la pintura como arte liberal.

Evidentemente, a lo largo de la época colonial hubo muchos

pintores que se movieron en un nivel meramente artesanal. Sin

embargo, en los centros artísticos dominantes tenemos datos

ciertos de que, al igual que en España, la idea de la nobleza

de la pintura tenía tras sí una larga historia. La conciencia de

su estatus profesional que tenían los pintores está registrada

ya en 1607 en el autorretrato que un pintor español que tra-

bajaba en México, Baltasar Echave Orio (h. 1558-h. 1623), creó

como frontispicio del libro que escribió sobre el vascuence

(cap. 3, fig. 2). El artista se representa allí con un despropor-

cionado escudo de armas, alusión al derecho legal entonces

vigente de todo vasco a ser considerado hidalgo. Significativa-

mente, se autorretrata con pluma y pincel en mano, y rodeado

por una inscripción en latín que dice: «Artista de la nación con

el pincel y la pluma, con ambas cosas por igual». Aunque los

autorretratos son raros en el ámbito virreinal, los artistas se

presentaban a sí mismos y manifestaban sus intereses en los

cuadros de diversas maneras (fig. 14 y 15), como por ejemplo

mediante destacados y a veces inusuales adornos de la firma

(véase el escorpión al lado de la de Leonardo Jaramillo en cap.

8, fig. 14). No es este el lugar para repasar toda la historia de

esta aspiración, pero, como señalan varios autores de este li-

bro, el prestigio de los artistas fue creciendo a medida que se

volvían indispensables para la sociedad a la que servían. Las

tenido al abordar tan elevado número de obras anónimas ha

invitado a aplicar otras metodologías.

En conjunto, el anonimato ofrece un panorama bastante

distinto de la producción artística en el virreinato del Perú en

comparación con la cantidad de obras de pintores conocidos, y

con un corpus identificado, de que disponemos para la mayor

parte del arte europeo de este período (y en cierta medida tam-

bién del arte novohispano). De ello se deriva que en algunas

secciones de este libro los autores se vean obligados a escribir

una historia de la pintura sin nombres. Algunas de esas obras se

analizarán desde el punto de vista iconográfico, que es uno de

los enfoques dominantes, pero en otras se llamará la atención

sobre otros aspectos, como por ejemplo el estilo. Como veremos,

el anonimato no limita necesariamente las preguntas que plantea

una pintura a su temática, pues también pueden analizarse cues-

tiones relacionadas con la identidad social del artista o el proce-

so artístico detrás de una obra, tal como su uso y manipulación

de fuentes, entendido como una forma de aproximarnos a la

identidad del pintor o de intentar recrearla. Es decir, el anonima-

to no significa que los artistas no tengan una identidad. En algu-

nos lugares, como Cuzco y Quito, abunda la documentación en

contratos y testamentos, todo lo cual nos ofrece un rico panora-

ma de la condición social y profesional del artista. Pese a que los

documentos raras veces permiten identificar con seguridad las

obras que conservamos, abren una valiosa ventana por la que

asomarnos a diversos aspectos de la profesión pictórica.

Aunque en la mayoría de las ciudades hispanoamerica-

nas, especialmente en las más pequeñas, no consta que existie-

351 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

algún milagro, poniendo así sus conocimientos técnicos al ser-

vicio de la Iglesia. En esas ocasiones, las comunidades locales

confiaban en que los artistas legitimaran hechos milagrosos que

se producían en la misma materialidad de las imágenes, como

cuando estas sudaban o cambiaban de color. En algunos casos,

como en el de la Virgen de Guadalupe, testificaban que ni si-

quiera estaban realizadas con pigmentos y técnicas humanas.

Igualmente, era a ellos a quienes se llamaba cuando la veracidad

pictórica era absolutamente necesaria en ámbitos no artísticos

(en los religiosos, pero también legales y económicos), como

cuando al italiano Angelino Medoro (1567-1634) se le pidió que

registrara el aspecto de santa Rosa de Lima poco después de su

muerte en 1617, un retrato que era necesario para el subsiguien-

te proceso de beatificación. Por último, pintores distinguidos

participaban también en prestigiosas cofradías, contextos socio-

religiosos en los que podían ampliar sus relaciones a esferas más

altas, más allá de sus círculos profesionales.

En muchos sentidos la práctica artística era similar a la

que existía en España, pero en Hispanoamérica la mayor dife-

rencia radica en la presencia de tensiones étnicas y raciales66.

Documentos de ambos virreinatos revelan que en diversos

períodos la competencia de los artistas indígenas fue una ame-

naza para los pintores criollos o españoles, o que pasaban por

tales. Esas tensiones son evidentes, por ejemplo, en 1681 en la

revisión de las ordenanzas del gremio que los pintores de

México presentaron para su aprobación al virrey. Pedían que

sólo se pudiera tomar como aprendices a españoles, una me-

dida que el virrey no podía aceptar. Sostenían que los indios

crónicas y poemas del siglo xvii que describen las ciudades se

refieren ocasionalmente a los pintores como ejemplos de ciu-

dadanos que ennoblecían la urbe, y, viceversa, las cofradías

religiosas de artistas competían entre sí para conseguir una

mayor visibilidad en la presentación de decoraciones efímeras

en las calles de la ciudad con motivo de festividades64. Más

pruebas encontramos en las documentadas reuniones de pin-

tores con miembros de la elite intelectual y religiosa para tratar

de cuestiones artísticas e imágenes religiosas, especialmente

en la primera mitad del siglo xviii; en México, esos nuevos

ideales y esas nuevas ambiciones profesionales se encarnan en

la figura de Miguel Cabrera (h. 1715-1768), que es analizada

por Ilona Katzew en el capítulo 4.

Como en España, un elemento determinante que daba

prestigio al artista en la monarquía hispánica era el arte religioso.

Los tratados artísticos de autores italianos y también españoles

—como Vicente Carducho, Francisco Pacheco y Antonio Palo-

mino— eran muy conocidos en Hispanoamérica, y algunos se

tradujeron, publicaron e incluso escribieron en los virreinatos.

No obstante, más que por esa tradición teórica, fue a través de

la producción de obras religiosas y de lo que implicaban para el

estatus del artista como la posición del pintor se elevó en todo

el mundo hispánico65 (fig. 16). Los pintores tenían una tremenda

responsabilidad para aquellas sociedades y desempeñar ese pa-

pel podía mejorar su situación. Eran los seguidores de san Lucas,

el pintor cristiano más antiguo conocido, y creaban las imágenes

religiosas ante las que rezaban miles de fieles. Además, se les

llamaba para examinar aquellas imágenes que habían realizado

fIg. 14 Melchor Pérez Holguín, autorretrato, en Entrada del virrey

arzobispo Morcillo en Potosi, 1718 (cap. 9, fig. 5, detalle)

fIg. 15 Anónimo, De albina y español nace torna atrás, h. 1785-1790,

óleo sobre tela, 62,6 x 83,2 cm. Ciudad de México, colección particular

36 l u i s a e l e n a a l c a l á

67 Vargas Lugo 2005b, pp. 203-215. Es muy probable que en los próximos años nuestro conocimiento de los pintores indígenas en la Nueva España de los siglos xvii y xviii se multiplique gra-cias a los diversos estudios que se están realizando sobre las es-cuelas regionales, escenario en el que todo indica que tuvieron mayor participación y presencia que en la ciudad de México.

68 Gisbert 2004b, pp. 131-150.

69 Los indios de familias nobles participaban a menudo en la pro-ducción artística novohispana del siglo xvi, pero no parece que fuera así en épocas posteriores. En cambio, había muchos artistas indígenas de origen noble en el virreinato del Perú, especialmen-te a partir de mediados del siglo xvii. El capítulo 11 de este libro amplía este análisis; así como Wuffarden 2011, pp. 251-273.

70 Dean 2002, pp. 62-63.

71 Estas organizaciones de carácter civil pretendían fomentar las re-formas sociales y económicas, entre otros medios mejorando la educación. En lo que se refiere a las artes, fueron más eficaces en regiones más pequeñas, como Guatemala y el Caribe, donde crearon academias de dibujo; Novoa 1955, pp. 81-84, y Gutiérrez 1995, pp. 41-43.

72 La conflictiva recepción de los ideales académicos en España se analiza en profundidad en Úbeda de los Cobos 2001, especial-mente pp. 67-95.

preparativos para la festividad del Corpus Christi en Cuzco en

1688 (véase el capítulo 9). Hubo acusaciones por ambas partes:

los españoles afirmaban que los pintores indígenas eran peores

artistas y además perezosos, mientras que estos contraatacaron

con el argumento de que eran explotados por los españoles

mediante prácticas de subcontratación injustas, hecho que es

corroborado por numerosos documentos de la época. Como

estudia Luis Eduardo Wuffarden en el capítulo 9, en este caso

y a diferencia de México, a la larga vencieron los pintores in-

dígenas. Lejos de desaparecer, se hicieron con la producción

artística de Cuzco y la región andina durante varias décadas68.

Otro aspecto que merece la pena señalar y que distingue la

práctica artística del virreinato del Perú de la novohispana es

que, especialmente en la región andina, muchos indios de des-

cendencia noble se dedicaban a la pintura, lo que sugiere que

la profesión tenía prestigio para ellos, aunque, por supuesto,

hubo muchos que sin ser nobles se dedicaron a esta actividad69.

Esos documentos ayudan a situar las tensiones raciales

en la práctica artística, pero son en cierta medida engañosos o,

como mínimo, debemos ser conscientes de que sólo cuentan

una parte de la historia. Nos informan de claras divisiones étni-

cas, pero en la práctica esas fronteras solían ser más difusas.

Paradójicamente, muchos de los pintores que pidieron al virrey

de Nueva España que se excluyera del gremio de México en

1681 a los aprendices no españoles eran ellos mismos de origen

mixto, y no españoles puros en absoluto. Además, como ya

hemos señalado, los mestizos, así como otros grupos raciales

mixtos, tenían una presencia importante en la práctica artesanal

de ambos virreinatos, pese a lo cual su participación se tiene

escasamente en cuenta. Esto se debe en parte a que se tiende a

aplicar la polaridad étnica «español-indígena» en los estudios, en

alguna medida porque es también la que se encuentra con más

frecuencia en los documentos y las crónicas contemporáneas. La

realidad es que desconocemos los orígenes étnicos de la mayo-

ría de los pintores virreinales. E incluso cuando los conocemos,

la historiografía ha demostrado que esa información ha de ma-

nejarse con prudencia. En el pasado algunos historiadores se

basaron en los apellidos de los artistas para determinar si podían

ser de origen español o indígena, suponiendo que estaban rela-

cionados con su identidad étnica y su producción artística, como

en el caso del famoso pintor cuzqueño Basilio Santa Cruz (act.

1661-1700), un indio al que durante mucho tiempo se consideró

español por las resonancias españolas de su apellido y por la

sobriedad y el aspecto más europeo de su estilo70. Esas teorías

se descartaron después —se descubrió que el segundo apellido

de Basilio Santa Cruz era Pumacallao—, y hoy los historiadores

saben que todos los naturales debían adoptar un apellido espa-

ñol al ser bautizados. Por último, aun cuando se ha identificado

de manera más convincente a los pintores de la escuela de

Cuzco del siglo xviii como mayoritariamente indígenas, sería un

error suponer que todos ellos eran indios puros.

no eran buenos pintores y que sus obras eran de menor cali-

dad. Aunque pudiera ser así en algunos casos, es también

posible que los pintores esgrimieran esos argumentos porque

querían evitar a unos competidores que vendían sus obras por

precios inferiores a los suyos (véanse los capítulos 3 y 4). El

borrador de las nuevas ordenanzas que se presentó al virrey

es uno de esos documentos cruciales para la historia de la

pintura colonial, pues sin él sería mucho más difícil medir las

tensiones raciales que sufría el gremio y, sobre todo, conocer

la presencia de pintores indígenas en la capital virreinal a fi-

nales del siglo xvii. En el caso de Nueva España, generalmen-

te se ha supuesto que los pintores indígenas fueron protago-

nistas durante el período de la primera evangelización, en las

décadas centrales del siglo xvi, pero que gradualmente fueron

saliendo de escena en beneficio de los artistas europeos y de

sus seguidores. De hecho, en la ciudad de México, es difícil

visualizar al pintor indígena para el período colonial medio y

tardío y sólo reaparece de vez en cuando gracias al descubri-

miento de alguna nueva fuente. Tal es el caso del documento

que revela cómo a finales del siglo xvii los pintores indígenas

se reunían anualmente en la basílica de la Virgen de Guadalu-

pe para competir entre ellos a ver quien hacía la mejor copia

del icono original67. Tenemos aquí a un auténtico ejército de

pintores de caballete indígenas que presumiblemente se gana-

ban la vida con algo más que las copias de la Virgen de Gua-

dalupe (aunque el mercado de turismo devocional era enton-

ces tan próspero como lo es hoy).

La historia del virreinato del Perú incluye casos similares

de competencia entre pintores indígenas y españoles, cuya ma-

nifestación más célebre es el cisma que se produjo durante los

371 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

radamente determinar la dirección que debía tomar el arte

hispanoamericano en un sentido normativo. Y, aunque era

bien sabido que las academias reales otorgaban un mayor

prestigio a los artistas, algo a lo que muchos pintores habían

aspirado durante más de un siglo en los principales centros

urbanos de Hispanoamérica, tales instituciones eran también

una amenaza a las formas tradicionales de organizar la profe-

sión, pues estaban concebidas para sustituir y en última ins-

tancia suprimir el sistema de gremios (lo que efectivamente

sucedió en 1813). Además, el gusto académico era en exceso

normativo y rechazaba maneras y formas asociadas hoy con

el barroco; esa tradición, en realidad muy viva en el arte his-

panoamericano de aquel momento, se consideraba como par-

te de la decadencia absoluta del arte, incluso en el sentido

moral. En esos dos aspectos, el pensamiento académico tro-

pezaría con una considerable oposición en muchas zonas de

los virreinatos (como también de España)72, pues fundamen-

talmente estaba en contra de la esencia de la práctica y la

tradición artísticas tal como habían existido durante más de

dos siglos. Así, aunque el academicismo trajo algunos benefi-

cios, como la consolidación de la idea de que la pintura era

un arte liberal y noble, digna del patrocinio real, la última

parte del siglo xviii y la primera del xix fueron un período

lleno de contradicciones para el arte virreinal.

Mientras en otros lugares de Europa se estaban produ-

ciendo cambios estilísticos significativos, gran parte del arte

colonial se mantuvo en las mismas líneas, perpetuando unas

En la segunda mitad del siglo xviii la práctica artística

se enfrentó con el academicismo oficial procedente de España.

En 1752 se había inaugurado en Madrid la Real Academia de

Bellas Artes de San Fernando, y en México se creó en 1781-

1784 la Real Academia de San Carlos, muchos de cuyos princi-

pales miembros llegaron de España en la década siguiente. El

viejo sesgo de la oposición español/criollo se enconó en la

Academia mexicana, con el resultado de que su historia está

llena de disputas y disensiones más que de grandiosos logros

artísticos. De hecho, el academicismo español no tuvo más que

una repercusión limitada en los virreinatos. En el momento de

la independencia, solo la ciudad de México contaba con una

academia real oficial. El intento de fundar una en Lima en 1812

había fracasado. En la mayoría de las ciudades, el academicis-

mo se canalizaba tímidamente mediante academias de dibujo

o las Sociedades de Amigos del País, que aparecieron en el

último tercio del siglo xviii71.

La ausencia de una mayor tradición académica oficial

en los virreinatos se ha utilizado a veces para sostener que

América Latina iba por detrás de Europa en desarrollos pro-

fesionales y artísticos. No obstante, es importante señalar que

esta situación se debía en gran parte al bloqueo institucional

y político ejercido por España. La madrileña Academia de San

Fernando insistía en ser el único árbitro del gusto para un

continente que estaba demasiado lejos como para ser contro-

lado y que en buena medida desconocía. Desde el período

posterior a la conquista, España no había pretendido delibe-

fIg. 16 Anónimo, El Niño Jesús

pintando las Postrimerías, finales

del siglo xvii o siglo xviii, basado en

una estampa de Hieronymus Wierix,

óleo sobre tela, 84,45 x 111,76 cm.

Chicago, The Marilynn and Carl

Thoma Collection

38 l u i s a e l e n a a l c a l á

73 Otro ejemplo de esta práctica en el virreinato del Perú está publi-cado en Gutiérrez (coord.) 1997, p. 441.

74 Un reciente estudio técnico sobre los dibujos de Vásquez de Arce y Ceballos ofrece útil información sobre las prácticas de taller; véase Ortiz Robledo 2008, pp. 63-82. Sobre el dibujo de Ibarra, véase Mues Orts 2006, pp. 76-77. Muchos pintores realizaban di-bujos como base para grabados: sobre un ejemplo en el virreina-to del Perú, véase el caso de Goríbar en la nota 22 del capítulo 9. También se comenta la práctica del dibujo en Cuzco en Mesa y Gisbert 1982, I, pp. 262-265.

75 Véase como ejemplo la Virgen de Cayma venerada por los indios, que está reproducida en Gisbert 2003, p. 71.

76 Algunos ejemplos de las pinturas de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos se señalan en Montoya López y Gutiérrez Gómez 2008, pp. 22-23.

77 Rodríguez Nóbrega 2002, pp. 107-113; Rodríguez Nóbrega 2008, pp. 169-227, y Duarte 1996, pp. 112-117. Juan Pedro López rehízo muchos lienzos, unas veces retocándolos y otras repintando cua-dros importados de Europa, práctica que aparece esporádicamente en muchas zonas y que merece estudiarse más a fondo.

78 Véase el ejemplo que figura en Cuadriello 2004b, pp. 84-87.

79 Aunque están dispersos, se han hecho muchos trabajos sobre las cuestiones técnicas y materiales. Algunos de ellos figuran en artí-culos sueltos o en las monografías sobre pintores, como Sigaut 2002a, pp. 283-309, y Duarte 1996, y en catálogos de exposicio-nes como Quigley 1988, pp. 107-113. Aportaciones más sistemáti-cas en este ámbito se encuentran también en las publicaciones del Coloquio del Seminario de Estudio del Patrimonio Artístico. Conservación, restauración y defensa, que edita periódicamente desde la década de 1990 el Instituto de Investigaciones Estéticas en Ciudad de México, así como en las publicaciones de la Fun-dación TAREA, de Buenos Aires, que funcionó entre 1987 y 1997: Siracusano, Jáuregui, Burucúa et al. 2000.

80 Como con todo lo que se consumía en la sociedad virreinal, sin embargo, la producción local de pigmentos coexistía con su im-portación de Europa. Sobre el «azul romano y francés» que llega-ba a México desde Europa, véase Alcalá 1999b, p. 185; sobre el azul de Prusia en Hispanoamérica, véase Burke 1992, p. 157. Sobre la circulación de pigmentos en los Andes, véase Siracusano 2005b. Sobre la importación de materiales desde Europa en el siglo xvi, véase Sánchez y Quiñones 2009, pp. 45-67.

81 Siracusano 2005b.

82 La idea conexa de que en España solo se coleccionaba pintura religiosa fue desmontada por varios estudios documentales y se analiza en Cherry 1997, I, p. 95. Aunque se precisan estudios más completos sobre los inventarios coloniales, en Hispanoamérica era habitual poseer también paisajes, bodegones y cuadros de tema mitológico: véase por ejemplo el inventario post mórtem de Pedro del Castillo (1640) en el capítulo 8, p. 279.

83 Sobre el caso de Nueva España, véanse los pioneros catálogos de dos exposiciones comisariadas por Jaime Cuadriello: Los pinceles de la historia. El origen del Reino de la Nueva España, (Pinceles

académicos que llegaban a México procedentes de España ex-

perimentaron su propio proceso de adaptación al gusto local. En

términos generales, por tanto, este período del arte virreinal fue

el más ecléctico. Las diferencias entre los estilos regionales y los

de los grandes centros artísticos aumentaron, y es quizás el pe-

ríodo en el que hay una mayor conciencia de lo que son las

escuelas y estilos locales; aunque también hemos de recordar

que la aparición de esa conciencia se remonta al siglo xvii, pues

la práctica artística ya había recorrido un largo camino en los

virreinatos para cuando llegó el academicismo ilustrado.

El aspecto que menos conocemos de la práctica pictó-

rica durante el período virreinal es el que se refiere a las cues-

tiones técnicas, los materiales que utilizaban y la organización

de los talleres. Algunos pintores, como Juan Correa (h. 1645-

1716) o Miguel Cabrera (h. 1715-1768) en México, tuvieron una

enorme producción, y sabemos poco de cómo se las arreglaban

para ello. Hasta las cuestiones técnicas básicas están aún pen-

dientes de un estudio más detallado. ¿Utilizaban los pintores

coloniales plantillas que les ayudaran a repetir determinadas

figuras y composiciones? ¿Se usaban técnicas distintas cuando

los cuadros estaban destinados a la exportación? ¿Con qué fre-

cuencia representaban escenas independientes en un lienzo

muy grande que después se recortaba, como se puede com-

probar en diversas obras que se conservan, incluida toda una

serie de pinturas de castas de Berrueco que se halla en el

Museo de América de Madrid73 (fig. 5)? ¿Solían hacer dibujos

preparatorios? y ¿hasta qué punto se usaban cuadriculas para

trasladar composiciones previamente dibujadas a los lienzos?

Según documentación relacionada con los gremios tanto de

Lima (1649) como de la ciudad de México (1688) el examen

para conseguir la licencia de maestro pintor incluía la evalua-

ción de la capacidad de dibujar, tarea básica que hemos de

suponer que era práctica habitual en el período. Y, sin embargo,

formas más barrocas en detrimento de cualquier tipo de neo-

clasicismo, especialmente en la pintura si la comparamos con la

arquitectura y el grabado en el mismo momento. Los nuevos

estilos solo tuvieron manifestaciones episódicas y en su mayor

parte confinadas a los grandes centros artísticos. No obstante, sus

defensores sentían que en cierto modo habían triunfado, pues

estaban orgullosos de haber introducido las reformas ilustradas

procedentes de España. Al mismo tiempo, sin embargo, y como

pone de manifiesto Jaime Cuadriello en el capítulo 5, los artistas

fIg. 17 Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, Pies y manos,

pigmento sepia aglutinado con aceite sobre papel, 210 x 300 mm.

Bogotá, Museo Nacional de Arte, inv. 0.3.3.097

391 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

ble76. Así ocurre con muchas representaciones de la Virgen de la

Luz, un culto de principios del siglo xviii en el que originalmen-

te se mostraba a la Virgen rescatando del purgatorio a un alma

cristiana. Este gesto de salvación fue prohibido por varios con-

cilios de la Iglesia, y se pidió a los pintores que repintaran y

censuraran sus composiciones anteriores. Existe un número con-

siderable de estas pinturas censuradas en Caracas, donde el cul-

to gozó de amplia aceptación (fig. 18); en este caso la figura del

joven que estaba en la parte izquierda del cuadro es hoy leve-

mente visible tras la capa de pintura77. En otras ocasiones, los

retratos se transformaban para borrar y sustituir el rostro de una

persona cuando había perdido el favor de su comitente78. Estas

situaciones se han estudiado en casos aislados, pero merecerían

un análisis más sistemático y completo. Otra circunstancia mate-

rial que se ha de tener en cuenta en algunas zonas es la escasez

de buenas telas en el mercado, de modo que aunque se utiliza-

ran piezas nuevas los lienzos podían ser de poca calidad79.

No menos importante es la historia de los pigmentos.

En su pionero estudio sobre el color en la región andina, Ga-

briela Siracusano demuestra que los pintores preparaban sus

pigmentos según las recetas europeas que encontraban en los

tratados en circulación, adaptándolas a los materiales que po-

dían encontrar localmente. Los azules, rojos y blancos que

predominan en la pintura cuzqueña de mediados del siglo xviii

(fig. 1) pueden considerarse así el resultado de la confluencia

de unas condiciones materiales, unos intereses económicos y

la destreza de cada artista80. Además, Siracusano estudia la in-

fluencia que las creencias andinas en materia de colores y de

religión —por ejemplo los usos del color entre los incas pre-

hispánicos como símbolos del poder— tuvo en la pintura del

período virreinal y en la manera de verla. Con ello ha apunta-

do a un nuevo camino por el que podemos estudiar los «ele-

mentos indígenas» en el arte colonial81.

Los géneros p IctórIcos

En lo que se refiere a la temática, el arte hispanoamericano se

asemeja al de España en la elevada proporción de pintura

religiosa. No obstante, es importante no exagerar este hecho82.

En estudios recientes se ha demostrado el alcance y la origi-

nalidad de la pintura de historia y el retrato83. El retrato, espe-

cialmente en el siglo xviii, floreció en respuesta al creciente

interés de las elites coloniales por recordar a sus familiares y

dejar constancia de su posición social y sus méritos. Se con-

servan destacados ejemplos de todas las zonas, incluido Puer-

to Rico (fig. 19). Como ya hemos visto con los retratos de los

nobles incas y andinos en Cuzco (fig. 12), la sociedad colonial

y sus elites —indígenas y españolas— utilizaban la pintura

para forjar determinadas identidades (tanto individuales como

corporativas) y para negociar las relaciones de poder.

solo conservamos un puñado de dibujos de la época anterior

al inicio del academicismo, entre ellos un grupo atribuido a

Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711), en Bogotá

(fig. 17), y un dibujo de José de Ibarra (1685-1756) en México,

que sirvió de base para una estampa incluida en una famosa

crónica que celebraba la intercesión de la Virgen de Guadalupe

en la epidemia de 1736-173774.

En lo que se refiere a los materiales, sabemos que, como

en muchos otros sitios, en los virreinatos solían reutilizarse los

lienzos. Los cuadros devocionales muestran con frecuencia sig-

nos de haber sido repintados, debido a la costumbre de refrescar

una obra cuando sus colores palidecían. Fue una práctica co-

mún, también en España, a la que se recurría ampliamente y que

a veces se registraba en la inscripción que llevaba el cuadro75.

Encontramos esos repintes en muchos de los floreros y cande-

labros que ornamentaban los altares figurados en las pinturas de

imágenes de culto, sobre todo de la Virgen en sus distintas ad-

vocaciones y de Cristo crucificado. En otros casos, las pinturas

se repintaban por razones distintas, como por ejemplo para eli-

minar una iconografía anterior que había dejado de ser acepta-

fIg. 18 Juan Pedro López, Nuestra Señora de la Luz, h. 1764-1770,

óleo sobre tela, 79 x 59 cm. Caracas, iglesia de San Francisco

40 l u i s a e l e n a a l c a l á

Antigüedad para la civilización europea. Dignificadas represen-

taciones de los soberanos aztecas —y también para el Perú de

los incas— (cap. 9, fig. 57, y cap. 3, fig. 12), así como determi-

nados episodios de la conquista, se convirtieron entonces en

momentos fundacionales y definitorios que pasaron de textos a

la visualización en imágenes. En los Andes, la pintura (pareja a

las crónicas contemporáneas) reescribió efectivamente la histo-

ria del cristianismo, incorporando el Nuevo Mundo y sus pue-

blos a los orígenes de la Iglesia y defendiendo la tesis de que

el Jardín del Edén había estado en América y que los primeros

Aunque el retrato era útil en este sentido, también se

emplearon otros tipos de pintura para fomentar una gran diver-

sidad de ideas. Por ejemplo, como Eduardo de J. Douglas ana-

liza más a fondo en el capítulo 2, el arte pictórico plasmado en

códices y documentos se podía utilizar para defender los dere-

chos de propiedad de las comunidades indígenas. Por su parte,

la pintura de historia contribuyó a establecer distintas versiones

del pasado prehispánico. Para finales del siglo xvii, los criollos

novohispanos promovían la idea que el imperio azteca había

sido tan glorioso y admirable como lo había sido la Roma de la

fIg. 19 José Campeche,

Doña María Catalina Urrutia,

1788, óleo sobre tabla, 39 x 28 cm.

Ponce, Puerto Rico, Museo de Arte

de Ponce

411 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

de la historia 1999), y Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana, 1750-1860, (Pinceles de la historia 2000), ambas en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de Mé-xico; véase asimismo Schreffler 2007. Sobre la historia de la pin-tura en el virreinato del Perú, véanse Mujica Pinilla et al. 2003, y Majluf (coord.) 2005, así como el anterior y pionero Gisbert 1980. El género del retrato es tratado entre otros por Rodríguez Moya 2003, y Estabridis Cárdenas 2003, pp. 135-171.

84 Guaman Poma de Ayala [h. 1613-1615] 1988, pp. 48-49 y 22-23 respectivamente. Véase el análisis de Adorno 1986, pp. 99-100.

85 Estas pinturas se limpiaron hace unos años, proceso que desen-cadenó varios estudios nuevos como Mesa y Gisbert 2005b, y Siracusano (ed.) 2010.

apóstoles llegaron a evangelizar el continente. Lo podemos

comprobar en varios dibujos que ilustran la extensa carta ma-

nuscrita de Felipe Guaman Poma de Ayala a Felipe III (h. 1613-

1615). En una de esas ilustraciones, Guaman Poma representa

a los primeros habitantes míticos de los Andes y señala que Vari

Vira Cocha, que en el dibujo empuña un arado andino, descen-

día de Adán y Eva. En otra ilustración, unas páginas antes,

«andiniza» las representaciones de Adán y Eva mostrando a Adán

con el mismo huzo o arado andino de la otra ilustración84. Aná-

logamente, las pinturas de la iglesia de Carabuco, que es uno

de los programas iconográficos más monumentales de toda la

pintura andina, visualizan la narración popular de que santo

Tomás había predicado en el Nuevo Mundo siglos antes de la

conquista española85 (cap. 9, fig. 34 y 35). La pintura presentaba

estas historias con ligeras variaciones según el lugar y el encar-

go, pero todas ellas celebran la idea de que América estaba

predispuesta a la recepción del cristianismo en el siglo xvi.

Obras como estas, que existían en todas las iglesias, conventos,

universidades, ayuntamientos y palacios, ponen de manifiesto

que la sociedad virreinal confiaba en la pintura como poderoso

instrumento de persuasión y de creación de una historia propia.

La amplia producción de cuadros que representan la

historia local es también notable por su fluida y original combi-

nación de diversos géneros, como el retrato, el paisaje, la histo-

ria local y los temas religiosos. Enfrentados a la necesidad de

representar una nueva realidad, los artistas recurrieron con fre-

cuencia a la rica tradición de iconografía religiosa, haciendo

suyas y modificando determinadas fórmulas compositivas: así,

un Ecce Homo se convierte en Moctezuma saliendo a una bal-

conada para aplacar a una tumultuosa multitud de aztecas, uno

de los cuales le heriría mortalmente (fig. 20); y la figura reclina-

da de un santo mártir (tal vez un san Lorenzo) inspira la de un

indio herido al que llevan ante el altar de la Virgen de Guada-

lupe para ser milagrosamente sanado (fig. 9). En estos ejemplos,

los artistas demuestran sus profundos conocimientos, pues no

se trata sólo de préstamos compositivos, ya que también se

adaptan sorprendentemente bien a los mensajes que se quieren

transmitir. Moctezuma fue reelaborado por el discurso criollo

como una figura prudente, una especie de profeta o mártir que

era receptivo a la llegada de los españoles y que, al final, sería

víctima de la muchedumbre que aparece en el cuadro, al igual

que Cristo en las escenas que le representan como el Ecce

Homo. Análogamente, representar a un indio cristianizado caído

al que va a curar milagrosamente la Virgen de Guadalupe, en

una comparación implícita con un santo/mártir, era una manera

eficaz de subrayar las recompensas divinas reservadas a la

población indígena que abrazara la nueva religión. La pintura

fIg. 20 Miguel y Juan González, Conquista de México: núms. 32-33:

Pedrada y flechazo a Moctezuma / Hallan seis soldados españoles el tesoro

y no le llegan, 1698, enconchado, 97 x 53 cm. Madrid, Museo de América,

inv. 00116, depósito del Museo Nacional del Prado

42 l u i s a e l e n a a l c a l á

86 Kagan 1998.

87 Bérchez 1999, pp. 35-36, y Joaquín Bérchez, «Traslado de la ima-gen y estreno del santuario de Guadalupe» [ficha de catálogo], en Bérchez (dir.) 1999, pp. 149-152.

88 Rodríguez G. de Ceballos 1999, pp. 89-105.

89 Gutiérrez Haces et al. 1997, pp. 102-105 y 290-292.

90 Por su suelta pincelada y su dinámico estilo Diego Angulo, Fran-cisco de la Maza, Marco Dorta y otros insistieron en una relación de influencia entre Villalpando y el sevillano Juan de Valdés Leal aunque no está documentado que llegara ninguna obra suya a México. Sólo en los estudios más recientes se ha abandonado esta hipótesis y se ha empezado a estudiar el pintor más en su contexto local, trazando así su propia evolución artística.

adquiría así una intencionalidad clara que en parte explica la

libertad de los artistas para combinar modelos distintos y mani-

pular las categorías de género establecidas.

Aunque cuadros de temática local existían a ambos la-

dos del Atlántico, los de América Latina han recibido mucha

más atención que sus equivalentes europeos. Incluyen el tipo

de cuadros que Richard Kagan ha denominado imágenes «co-

municéntricas», y que pueden considerarse también como do-

fIg. 21 Cristóbal de Villalpando, Santa Rosa de Lima luchando

con el diablo, h. 1697, oleo sobre tela, 132 x 53 cm. Ciudad de México,

Catedral Metropolitana, retablo de Santa Rosa de Lima

cumentales86. En general, esta categoría pictórica está vista

como un género menor en el arte europeo, mientras que para

el ámbito hispanoamericano incluye obras que se consideran

clave precisamente porque su temática ofrece una ventana a

gran cantidad de cuestiones relacionadas con la autorrepresen-

tación y la identidad. No obstante, los cuadros de este tipo son

tan importantes por lo que representan como por cómo lo

hacen87. En su forma de manejar fuentes distintas y combinar

hábilmente géneros pictóricos tradicionales, a menudo a una

escala monumental, ofrecen una vía para estudiar los procesos

artísticos y el estatus del arte de la pintura misma. En suma,

dada la innegable importancia tanto temática como artística, de

los cuadros de historia local, su inclusión en el canon del arte

hispanoamericano es otro rasgo distintivo de este campo.

Tras haber dejado claro que no toda la pintura es religio-

sa, hemos de volver a ese género, pues fue en realidad el domi-

nante. Habida cuenta de la naturaleza misma de la monarquía

española, la gran defensora de la Iglesia católica en la Edad

Moderna, no podría ser de otra manera. Más allá de la identidad

de la monarquía, la religión impregnaba y organizaba la vida

social a todos los niveles en la Europa y la América Latina cató-

licas. Aún así, la muy amplia expresión de «arte religioso» no

describe eficazmente las múltiples funciones que desempeñaban

esas imágenes, algunas de ellas de carácter político. Por esta

razón, conviene desglosar la categoría de arte religioso en dis-

tintos tipos de imágenes, como el devocional, el didáctico y el

icónico o de culto88. La imagen devocional es la que ayuda a la

oración y provoca una respuesta emotiva. Son por lo general

cuadros no narrativos de tamaño medio-pequeño y en los que

aparece una sola figura. La imagen didáctica es pintura narrativa

cuyo objetivo es enseñar los episodios básicos de la Pasión de

Cristo y la vida de los santos y de la Virgen María. Por último, la

imagen icónica o milagrosa es la que ha demostrado obrar mi-

lagros o tiene en su creación un origen milagroso (como la Vir-

gen de Guadalupe en México) y que suele desempeñar un papel

en el desarrollo de las identidades locales en toda América Lati-

na. Muchos de los cuadros que se analizan en esta publicación

pertenecen a alguna de estas tres categorías, aunque es impor-

tante recordar que sus funciones no están estrictamente determi-

nadas por distintos formatos compositivos o iconografías, sino

que en una misma obra pueden combinarse y converger algunas

o todas esas categorías y funciones. Al mismo tiempo, el análisis

de los diversos tipos de pintura religiosa nos permite avanzar en

el conocimiento del papel que desempeñaban los pintores.

Datos que tenemos de diversas zonas de los virreinatos

sugieren que, como muchos de sus homólogos europeos, los

pintores en Hispanoamérica eran conscientes de la importancia

de la iconografía religiosa y eran sensibles a los distintos efec-

tos que sus clientes podrían esperar de un cuadro devocional

frente a uno didáctico o narrativo. En otras palabras, establecer

categorías más matizadas para las imágenes religiosas y tener

431 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

presentes sus diversas funciones nos ayuda a conocer los in-

tercambios que se producían entre los pintores y sus clientes

y sobre la manera de trabajar de los primeros. Por ejemplo,

sabemos que al menos en una ocasión el pintor novohispano

Cristóbal de Villalpando (h. 1649-1714) y los jesuitas trataron

el tema de cómo realizar unas interpretaciones nuevas y espe-

cialmente emotivas a propósito de un ciclo de la Pasión de

Cristo89. El descubrimiento de un manuscrito que describe esos

cuadros y la identificación de uno de ellos, Cristo en el aposen-

tillo, permite explicar algunos detalles infrecuentes de esta

obra, como la escena en la que al fondo unos soldados se ta-

pan la nariz para indicar el fétido olor que salía del lugar en el

que Cristo había sufrido toda la noche anterior a la crucifixión.

Sería sencillo adscribir esos crudos detalles al naturalismo ba-

rroco hispánico y relacionarlos con la supuesta influencia del

sevillano Juan de Valdés Leal (1622-1690), que es un lugar

común de gran parte de la primera bibliografía sobre Villal-

pando90, pero este documento arroja luz sobre la intencionali-

dad de esos detalles y la colaboración entre los jesuitas y este

artista tan innovador.

Cabe imaginar una colaboración de este tipo en muchos

otros contextos de producción, colaboración que en el caso de

Villalpando nos ayuda a explicar la originalidad en el tratamien-

to de los temas que encontramos en gran parte de su obra. Un

buen ejemplo es su audaz Santa Rosa de Lima luchando con el

diablo (fig. 21), que es una sorprendente representación de un

abrazo entre dos cuerpos, adversarios espirituales, un encuentro

impregnado de ideas que son esenciales para el estudio de la

religión y el arte españoles: el problema de cómo representar

una visión mística; el papel que tienen en ello los sentidos (y

el cuerpo), así como la cuestión de cómo mantener el decoro

—mediante la rodilla avanzada del demonio— frente al franco

fIg. 22 José de Alcíbar, Vida de san José y de la Virgen, segunda mitad del siglo xviii.

Ciudad de México, iglesia de la Enseñanza, pinturas en el muro del evangelio

44 l u i s a e l e n a a l c a l á

contacto físico. No obstante, si el tema es infrecuente en la

iconografía de la santa, lo que en última instancia hace de este

cuadro una obra maestra es la capacidad de Villalpando para

traducir visualmente las instrucciones de sus clientes mediante

la manipulación del color, la pincelada y una composición di-

námica que gira en torno al abrazo, y para el cual es posible

que se aprovechase del modelo de Jacob luchando con el ángel.

Las múltiples funciones de las imágenes religiosas ten-

dían a converger en los retablos. Aunque llegó a haber un

número casi infinito de tipologías y diseños, muchos retablos

del siglo xvii presentan una imagen devocional más icónica,

normalmente esculpida, en un nicho central a cuyo alrededor

se desarrolla un ciclo narrativo pintado. Más tarde, en el xviii, se

populariza la solución contraria, con la escultura como elemen-

to dominante del retablo aunque ello no signifique que desa-

parezca la pintura. Más bien al contrario, empieza entonces a

ocupar todo tipo de nuevos espacios secundarios en las igle-

sias, con frecuencia incluso rodeando el retablo mismo. En esos

casos se invierte la concepción tradicional de que el retablo

enmarca las imágenes, de manera que las pinturas se convier-

ten en el marco (fig. 22). Dicho de otro modo, las iglesias

nunca sacrificaron las múltiples funciones que la pintura lleva-

ba al espacio sagrado, sino que más bien dejaron, felizmente,

que invadieran sus interiores. En algunos, todavía se aprecian

paredes revestidas de lienzos, dispuestos de muro a muro o

techo a suelo, de manera que obras de diferentes pintores y

períodos podían cohabitar en una engañosa uniformidad, im-

presión que se conseguía mediante el poder unificador de unos

marcos enteramente tallados, policromados y dorados (fig. 23).

En los retablos, la talla de madera sobredorada tenía la

misma importancia que las pinturas y esculturas dispuestas en

sus distintas calles y niveles. Es decir, el retablo no es meramen-

te un soporte para obras didácticas y devocionales, sino un

conjunto de elementos que satisfacen diversas necesidades, en-

tre ellas la decorativa. En las pequeñas iglesias parroquiales, en

los reducidos templos de los pueblos de indios o de las hacien-

das, solía haber un único retablo, situado detrás del altar mayor.

Por el contrario, en el caso de las iglesias mayores, los retablos

se fueron multiplicando en las naves y las capillas laterales a lo

largo de los años, y en la medida en que lo permitían las dona-

ciones. Los retablos eran una parte tan esencial de la práctica

religiosa que si no se disponía de fondos para encargar uno, se

pintaban a la manera de un trampantojo en un lienzo o direc-

tamente sobre el muro (cap. 11, fig. 4); algunas de esas versio-

nes más baratas pero no menos barrocas se conservan como

documento de esa práctica habitual (fig. 24 y cap. 9, fig. 17).

fIg. 23 Tunja, Colombia,

iglesia de Santa Clara la Real,

interior hacia el presbiterio

451 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

46 l u i s a e l e n a a l c a l á

91 La bibliografía sobre los retablos se refiere sobre todo a conjun-tos de obras localizados en determinadas zonas, y es demasiado amplia para citarla aquí. Para una introducción a sus funciones en el mundo hispánico, véanse Rodríguez G. de Ceballos 1995, y Rodríguez G. de Ceballos 2003, pp. 693-697. Es de especial inte-rés la historiografía específica sobre los retablos mexicanos por-que en el pasado se consideraron ejemplos del «barroco mexica-no». Dicho de otro modo, la historia de los retablos y sus estilos (como el churrigueresco) se vinculó a la creación de la identidad (barroca) mexicana o «mexicanidad», en parte porque las crónicas y fuentes coloniales los utilizaron como un medio de construir una identidad local. De esa manera, el tema ha trascendido la mera historia documental para convertirse en objeto de reflexio-nes teóricas. Véanse por ejemplo, como contribuciones clásicas, Fernández 1972, y Manrique 1971b, pp. 335-367. Véase también la introducción de Rita Eder en Eder (coord.) 2001, volumen en el que diversos historiadores analizan y deconstruyen algunos de los discursos nacionalistas anteriores. Figuran asimismo varios ensayos sobre retablos hispanoamericanos en las actas del III Congreso Internacional del Barroco Iberoamericano (Barroco Iberoamericano 2001).

92 Un estudio excelente sobre estos aspectos es Tovar de Teresa 1984, pp. 5-41.

93 La función didáctica del arte religioso es universal, y es muy es-clarecedor recordar que los eclesiásticos españoles de los siglos xvi y xvii situaran las «Indias» en algunas zonas remotas del norte de la península Ibérica, con lo que querían decir que aun en la propia Europa se necesitaba mucha educación religiosa. Para Felipe de Meneses (1554), «la experiencia nos ha mostrado dentro de España haber Indias y en el riñón de Castilla montañas en este caso de ignorancia», citado en Kamen 1998, p. 81.

Los retablos tienen una larga historia en España, pero

como han señalado numerosos especialistas, alcanzaron nuevas

cimas de inventiva y magnificencia barroca en América Latina91.

Son el mejor ejemplo del matrimonio de las artes en la medida

en que combinan arquitectura, escultura y pintura dentro de

una maquinaria teatral. A pesar de ello, no ha sido fácil estu-

diarlos salvo en su análisis formal. Se ha tendido a clasificarlos

estilísticamente según el tipo de soportes utilizados (columnas

salomónicas o estípites, por ejemplo), atendiendo menos a

otras cuestiones más teóricas como las que se refieren a su

recepción y funcionamiento.

Desde el punto de vista de su contemplación, hemos de

tratar de ponernos en el lugar de quienes rezaban ante un re-

tablo. A la luz de las velas, y a veces por la inclusión de peque-

ños espejos incrustados que acentuaban el reflejo de las super-

ficies doradas, los retablos brillaban de una manera mágica.

Eran altos y podían extenderse hasta las bóvedas de la iglesia,

parte que era prácticamente imposible apreciar en detalle por

el ojo humano. La acumulación y a menudo repetición rítmica

de formas en las versiones más barrocas, invitaba a la mirada

a pasar rápidamente de un elemento a otro, en un intento casi

inútil de captar el conjunto. Al espectador contemporáneo pue-

de costarle imaginar el efecto de los cirios y de las lámparas de

aceite con los que en su día se iluminaban sólo algunas de sus

partes, y le puede resultar frustrante no poder verlos bien en

su totalidad. Incluso podría pensar que esta combinación de

componentes ornamentales y narrativo-devocionales (pinturas

y esculturas) mermaba su eficacia. Sin embargo, ambos elemen-

tos no se percibían entonces como antagónicos, sino como

complementarios. Para el espectador de la época, las historias

religiosas que se representaban eran bien conocidas, de mane-

ra que las imágenes en los retablos solían funcionar como

mecanismos de recuerdo con los que iniciar una correcta ora-

ción. Con ello no queremos decir que la claridad narrativa no

fuera un objetivo deseable, pues no debemos reducir la expe-

riencia de la contemplación de los retablos a solamente uno de

sus aspectos. De hecho, podían ser un instrumento didáctico

para el predicador que pronunciaba un sermón, gesticulando

teatralmente hacia él y usándolo para hacer referencia a las

fIg. 24 Antonio Sánchez, retablo pintado, 1775, óleo sobre tela,

560 x 360 cm. Saltillo, Coahuila, iglesia de San Juan Nepomuceno

471 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

la producción artística en los virreinatos. Aunque pueda pare-

cer evidente para muchos lectores, conviene señalar que no

todo el arte religioso colonial estaba dirigido a las comunidades

indígenas y tenía como único fin su cristianización, y que in-

cluso cuando existía un público indígena, éste no contemplaba

necesariamente las imágenes sólo a un nivel didáctico básico,

sobre todo una vez transcurrido el primer período de la evan-

gelización. Esto es importante porque de la insistencia en la

función didáctica de las imágenes se ha derivado la idea de

que, en general, el contenido importaba más que la forma en

Hispanoamérica. En términos de claridad de presentación, co-

rrección iconográfica y decoro, el contenido era fundamental

en la práctica de la pintura en todo el mundo hispánico, y

como la colonización de Hispanoamérica en el siglo xvi coin-

cidió con la Contrarreforma, los principios de esta ocuparon

un lugar central en el desarrollo de la producción artística

local. El problema de relacionar la función y la forma de esta

imágenes allí representadas, lo que después podía ayudar a la

audiencia a volver en privado, una y otra vez, a ellos y a su

significado. Si tanta destreza artesanal y tanto gasto se invertía

en su diseño era porque representaban algo especial para la

audiencia que contemplaba desde abajo unas imágenes envuel-

tas en oro.

Los retablos pertenecían exclusivamente —o casi exclu-

sivamente, si tenemos en cuenta los altares domésticos, que por

lo general eran más pequeños y sencillos— a la iglesia en

torno a la cual se organizaba la vida de la comunidad. Así, en

las zonas rurales y en las poblaciones pequeñas los retablos

reflejaban el orgullo de la comunidad. En las localidades más

grandes, ese orgullo se canalizaba a través de una red de pa-

rroquias, y con ello surgió un espíritu de competencia entre los

diferentes barrios que muchas veces afectó a la producción de

retablos, con unos queriendo superar o emular lo que otros

habían hecho. También las órdenes religiosas, siempre deseosas

de superar a las demás, desempeñaron un papel importante en

esa competencia. Los contratos que conservamos demuestran

que algunos retablos crearon tendencia, pues otras iglesias en-

cargaron réplicas o versiones, hecho que otorgaba a sus dise-

ñadores (los ensambladores) un nuevo prestigio y más encar-

gos. El contexto general de la producción de retablos revela

por tanto una relación dinámica entre el papel de los artistas

que intervenían, el gusto artístico, las prácticas religiosas, los

valores sociales y las identidades locales92. No es de extrañar

por tanto que el vocabulario formal del retablo estuviera en

constante evolución, con notables innovaciones, y que Hispa-

noamérica fuera una de las geografías que produjo los resulta-

dos más increíbles.

contenIdo , forma y funcIón en La p Intura reL Ig Iosa

Sin negar la enorme significación del arte religioso en los vi-

rreinatos, es importante aclarar que las imágenes eran en His-

panoamérica algo más que un medio de evangelización. Es sin

duda cierto que la función didáctica de la imagen religiosa fue

un instrumento fundamental para los misioneros en el siglo xvi,

y también después en los nuevos territorios de misión que iban

apareciendo. Varias estampas y pinturas en las que religiosos

señalan imágenes ante un público indígena dan testimonio de

esa función, que también comprobamos en numerosas crónicas

y documentos93 (fig. 25). No obstante, hemos de recordar que

la función didáctica de las imágenes religiosas estaba tam-

bién muy extendida en Europa. Una idea errónea pero habitual

entre los estudiantes y los recién llegados al campo, conse-

cuencia de la asunción de que los temas religiosos predomi-

nan en el arte hispanoamericano, es considerar el contexto de

la evangelización como el único por el que se regían la vida y

fIg. 25 Matías de Irala, frontispicio, en fray Juan de Torquemada, Los veynte

y un libros rituales y monarchia Indiana (Madrid, Rodríguez Franco, 1723).

Madrid, Biblioteca Nacional de España, 2/49825

48 l u i s a e l e n a a l c a l á

94 Los retos que al historiador del arte le plantea la cuestión de la forma se exponen lúcidamente en Summers 1989, pp. 372-406.

95 Contratos de este tipo se analizan en Gisbert 2004b, pp. 147-148.

96 Véanse ejemplos en Alcalá 2002a, pp. 25-26.

97 Así se desprende de los numerosos documentos en los que se pide esa magnificencia para las imágenes religiosas. Por ejemplo, cuando se contrató al pintor italiano Bernardo Bitti para que tra-bajara en el virreinato del Perú, la justificación era «el mucho pro-vecho que sacarán [los indios] de ver imágenes que representa-sen con majestad y hermosura lo que significaban…». Este docu-mento de 1573 se cita en Estabridis Cárdenas 1989, pp. 115-116. Ese hincapié en la utilidad de lo visual para la conversión —y la frase tópica y muy repetida en los textos coloniales de que la fe «entra por los ojos»— era un viejo argumento en la historia de la Iglesia que se reformuló y fomentó activamente durante la Con-trarreforma. Véase un útil análisis del contexto retórico de la Contrarreforma en Jones 1993.

98 Por otro lado —como se comenta en el apartado «La práctica de la pintura» de esta introducción—, en el amplio marco cronológi-co que abarca este ensayo hay períodos y pintores en los que es-tuvo muy viva la reflexión teórica, como la primera mitad del si-glo xviii en la ciudad de México. En términos generales, hay que señalar que se ha dedicado más investigación a este aspecto en Nueva España que en el virreinato del Perú; véase, entre otras publicaciones, la reciente de Mues Orts 2006, pp. 67-69.

99 Sobre el empleo del oro véase Rodríguez Nóbrega 2009.

100 Véase más sobre esta pintura en Alcalá 1999a, pp. 122-124, y en Luisa Elena Alcalá, «Milagrosa aparición del Niño Dios de Eten en Chiclayo» [ficha de catálogo], en Bérchez (dir.) 1999, pp. 357-359.

101 Uno de los principales defensores de la teoría arcaizante ha sido Francisco Stastny, para quien el arcaísmo es una fuerza positiva en la pintura colonial peruana y un componente fundamental de su originalidad. Stastny 1975, pp. 20-77, y Stastny 1994a, III, pp. 939-954. Las recientes reformulaciones del anacronismo en el arte europeo pueden ser útiles para reconsiderar algunos aspectos de la pintura hispanoamericana. Entre ellas figuran Nagel y Woods 2005, pp. 403-432, y de los mismos autores, Nagel y Woods 2010, especialmente pp. 13-14.

102 Aun así, muchos siguen considerando el arte virreinal como in-temporal, una clasificación que es todavía un ejemplo de valora-ción según los criterios europeos. Véase sobre esta cuestión Gar-cía Sáiz 1989b, pp. 21-30.

Aunque en algunos contextos la necesidad de contar

con imágenes religiosas didácticas como instrumento de la

evangelización fue lo bastante urgente como para que los clien-

tes atendieran menos a su belleza y se conformaran con los

materiales que tenían más a mano, en general no fue tal el caso

y los documentos parecen indicar que en la producción y el

consumo de pintura virreinal intervenía ampliamente el discer-

nimiento en materia de gusto y calidad. En muchos contratos,

los clientes manifiestan sus preferencias estéticas: por éste o

aquel artista, por un estilo concreto o por una forma de deco-

ración, como cuando se determina de antemano si una pintura

de la escuela de Cuzco debe tener aplicaciones de oro, algo

que posiblemente no era una cuestión solo de gastar más sino

también de gusto95. Incluso la correspondencia de los misione-

ros destinados en zonas remotas, como en los territorios sep-

tentrionales de Nueva España, que pedían pinturas al centro

artístico de México porque las obras producidas localmente no

eran aceptables, revela que la audiencia colonial era capaz de

distinguir entre la buena pintura y la que no lo era96. De hecho,

los propios misioneros —de quienes con tanta frecuencia se

supone que les preocupaba solamente el contenido de las imá-

genes— estaban entre los más interesados en obtener cuadros

de una determinada calidad y belleza siempre que fuera posi-

ble. Conocían bien la retórica clásica y la forma en que los

teóricos de la Contrarreforma propugnaban las imágenes reli-

giosas por su capacidad para enseñar (docere), pero también

para deleitar y conmover al espíritu (delectare et movere). Aun-

que a veces el gusto tenía que ajustarse a lo que había dispo-

nible y las aspiraciones de los misioneros y de sus comunida-

des no siempre se resolvían con resultados satisfactorios, lo que

importa aquí es que los misioneros creían que, en las imágenes

religiosas, la claridad del contenido no era suficiente para llegar

a su público y que no eran menos importantes la magnificencia,

aspecto clave de la teoría y la producción artísticas, y la eficacia

devocional97.

El problema metodológico de insistir en la primacía del

contenido sobre la forma se deriva no de su propia esencia sino

de su uso excesivo y, además, de la ausencia de una definición

clara de la forma y de cómo funcionaba en Hispanoamérica. Si

afirmar que la forma importaba menos significa —como está

implícito en la tradición italiana— que la mayoría de pintores

no participaba en debates teóricos sobre el color, el dibujo de

la figura humana, la geometría y el papel de la Antigüedad en

su obra; que no se planteaban esas cuestiones en el proceso

de producción, con el consiguiente efecto que ello tenía en

crear una atmósfera competitiva como en los principales cen-

tros artísticos italianos, entonces es en buena medida una afir-

mación correcta para muchas zonas de Hispanoamérica, así

como para España y otras partes de Europa98. Pero si al negar

la importancia de la forma lo que queremos decir es que los

pintores no reflexionaban sobre el aspecto de sus cuadros ni

manera no reside tanto en cómo entendemos la función y el

fondo sino en cómo queda desplazada la forma94. En la medi-

da en que resta importancia a la forma, la insistencia en el

contenido ha primado determinados planteamientos metodo-

lógicos (especialmente el análisis iconográfico) en detrimento

de otros. Puesto que «forma» es un concepto cargado de valor

y tradicionalmente asociado a la calidad (por cómo se fraguó y

fue defendido a través del discurso histórico-artístico sobre el

Renacimiento italiano), en muchos análisis del arte hispano-

americano enfatizar el contenido lleva aparejada, a menudo de

manera no intencionada, la impresión de que se están evitando

o rodeando las cuestiones formales. Además, este modelo de

interpretación tiende hacia una definición funcionalista del gus-

to y el estilo más que hacia una definición estética, pues el

elemento definidor del estilo de la pintura colonial se transfor-

ma es su énfasis por el contenido.

491 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

de los ejemplos más claros de cómo la manipulación de la

forma intensifica los efectos emocionales y estéticos de una

imagen devocional. En muchas de esas obras, las aplicaciones

de oro en las prendas de vestir (lo que se suele llamar «broca-

teado») (fig. 4) y las cenefas de flores en los márgenes adquie-

ren vida propia99 (cap. 8, fig. 33). Mucho más que mera deco-

ración, esos detalles delatan la calidad preciosa y sagrada de lo

que decoran o enmarcan. De manera parecida, cuando los

pintores andinos de los siglos xvii y xviii distorsionaban las

proporciones de las figuras, no era siempre porque no supieran

cómo utilizar la perspectiva y el canon de figuras clásicas, sino

más bien porque decidieron manipularlos. Es decir, la idea de

que el estilo puede ser una cuestión de elección, y de que así

lo fue con frecuencia en Hispanoamérica, debe considerarse

más a fondo. En muchas obras, la modificación de las propor-

ciones canónicas era una forma de visualizar la importancia

relativa de algunas figuras y símbolos sobre otras (fig. 26), con

lo que se incrementaba la eficacia didáctica y devocional100. En

el pasado, tales manipulaciones llevaron a que se establecieran

comparaciones con el arte medieval, con la implicación de que

la producción artística hispanoamericana era anacrónica y ar-

caizante con respecto al arte europeo y a su evolución101. Más

recientemente, la tendencia reformadora a ver el arte colonial

en su contexto y no en comparación con Europa ha llevado a

afirmar que posee su propia cronología102. Con todo, aunque

esto es verdad, tampoco debemos colocar la producción artís-

tica en Hispanoamérica en una burbuja. Como veremos en la

siguiente sección, muchos pintores —especialmente los que

trabajaban en los centros artísticos— recibían y asimilaban no-

ticias de la producción europea por medio de grabados, pintu-

ras y descripciones escritas, por no mencionar la repercusión

que tuvo la llegada de artífices europeos en las primeras fases

del desarrollo artístico y después, más esporádicamente, a lo

largo de todo el período virreinal.

eL mercado art í st Ico y La c IrcuLac Ión de p Inturas

Aunque el mercado de arte ha estado durante mucho tiempo

en la periferia de los estudios histórico-artísticos, como un cam-

po más propio de los historiadores de la economía, cada vez

se ve más como un medio para entender no sólo las relaciones

de mecenazgo y las transacciones financieras de los artistas,

sino también el crecimiento de la circulación mundial de obras

de arte que se produce en la Edad Moderna. De hecho, como

ya hemos señalado al tratar de los paradigmas centro-periferia,

el escenario artístico hispanoamericano ofrece una oportunidad

para cambiar la manera en que estudiamos y entendemos el

propio arte europeo. Para empezar basta con reconocer que

los objetos y las obras de arte viajaron de Europa a América y

les importaba, entonces estamos interpretando erróneamente

la complejidad del arte colonial.

Los autores de este libro creemos con firmeza que la

función y la forma están íntimamente interrelacionadas en el

arte virreinal, tesis que se demostrará una y otra vez. Utilizare-

mos la forma no como una idea configurada en Italia y una

norma estricta que se superpone al arte virreinal, sino de una

manera más neutra, como un instrumento que puede ser útil

para abordar cuestiones del estilo si viene acompañado de una

adecuada descripción de las obras. Como veremos, en algunos

ejemplos de la pintura mural mexicana, la forma es en sí el

significado, pues a murales que en general tenían un aspecto

europeo a veces se incorporaba la escritura pictográfica prehis-

pánica (véase el caso de Malinalco en el capítulo 2). En la

pintura devocional del virreinato del Perú, especialmente desde

finales del siglo xvii en adelante, podemos encontrar algunos

fIg. 26 Anónimo, Milagrosa aparición del Niño Dios de Eten

en Chiclayo, h. 1649, óleo sobre tela, 160 x 120 cm. Lima, Museo

del Convento de los Descalzos

50 l u i s a e l e n a a l c a l á

103 Este es el tipo de información que solía utilizarse en apoyo del modelo centro-periferia para estudiar Hispanoamérica, especial-mente con respecto a la influencia de Zurbarán. Sin embargo, el reciente interés por la globalización ofrece un nuevo marco al es-tudio del mercado de arte (y de la circulación de objetos, mate-riales y personas). Un estudio fundamental sobre la globalización en la Edad Moderna es Gruzinski 2010. Al mismo tiempo, los parámetros y las definiciones de los planteamientos históricos (e histórico-artísticos) basados en la globalización han tenido sus detractores y siguen siendo objeto de un amplio debate; véase por ejemplo Cooper 2005, especialmente pp. 7-10.

104 Véanse ejemplos en Falomir 2006, pp. 147-149.

105 Sobre este tipo de contratos, véase Sánchez Corbacho 1931, pp. 13-14. Palomero Páramo 1983, II, pp. 429-435.

106 No existen estudios estadísticos generales, pero las cifras que presenta Kinkead son reveladoras; Kinkead 1984, pp. 303-310.

107 Prácticamente todos los sevillanos tenían en esta época parientes que vivían en América. Zurbarán es el pintor sobre el que más se ha escrito en relación con el comercio de arte. Sobre él y sobre las conexiones familiares de Carducho con Lima, véase la nota 35 del capítulo 8.

108 Serrera 1988, pp. 70-72.

109 Phipps 2004, pp. 81-82; y sobre la cerámica, véanse Gavin, Pierce y Pleguezuelo (eds.) 2003, y Curiel 2009, pp. 19-36. Véase una vi-sión general de las rutas comerciales en Alfonso Mola y Martínez Shaw (dirs.) 2000.

110 A veces se utilizaba esta exención para hacer pasar arte no reli-gioso por material para las misiones.

111 Alcalá 2007, pp. 141-158.

112 Los jesuitas canalizaron esas influencias por dos vías: en primer lugar, a través del mercado de importación antes descrito, y en segundo lugar a través de la contratación de hermanos coadjuto-res artesanos para sus misiones. En el siglo xviii muchos de estos eran de origen centroeuropeo y se establecieron en Sudamérica, influyendo considerablemente en el curso del arte local, especial-mente en la arquitectura y las artes decorativas. Un estudio tem-prano de aquellos jesuitas europeos es Sierra 1944.

113 Las islas Canarias son una pieza fundamental del rompecabezas de la circulación mundial en el imperio hispánico. Sobre algunas de sus conexiones artísticas, véanse Rodríguez González 1992; Fraga-González 1982; Martínez de la Peña 1988, pp. 213-224; las aporta-ciones en el Coloquio Internacional Canarias y el Atlántico 1580-1648 (Béthencourt Massieu [ed.] 2001); y Amador Marrero 2002.

aventuraran a llevar ellos personalmente el negocio. En este

caso, el pintor dejaba en consigna sus obras al capitán de un

barco con el que había acordado por contrato su venta en el

puerto de llegada a un precio mínimo previamente convenido

y que le pagaba a su regreso105. En general, era un negocio

próspero a pesar de los riesgos que existían: el barco podía

hundirse o ser capturado por piratas, los cuadros podían estro-

pearse por el mal tiempo, o el capitán del barco podía no ser

una persona honrada.

En las primeras fases de la colonización, se necesitaban

cuadros por centenares para ayudar a la cristianización y la

decoración de las nuevas iglesias. Había pocos artistas euro-

peos profesionales que vivieran en los virreinatos y la pobla-

ción local aún no había dominado el estilo europeo que era el

deseable para las imágenes religiosas. Aunque el tráfico de

pinturas europeas a Hispanoamérica descendió a mediados del

siglo xvii, nunca llegó a desaparecer106. En épocas posteriores,

sin embargo, es probable que las obras no viajaran tanto para

satisfacer unas necesidades religiosas cuanto por otras razones

relacionadas con el gusto, los desarrollos artísticos y la popu-

laridad de algunas devociones en particular. Aunque tradicio-

nalmente se ha pensado que sólo trabajaban para el mercado

de exportación los artistas españoles de segunda o tercera fila,

especialmente andaluces, tenemos cada vez más datos de que

pintores reconocidos enviaron también obras a América en

algún momento, pero en menores cantidades que los que se

ganaban la vida únicamente en ese mercado. Esos artistas de

renombre, como Vicente Carducho (h. 1576-1638) (cap. 8,

fig. 19) o Francisco de Zurbarán (1598-1664) (cap. 8, fig. 15-17),

solían trabajar por encargo de una determinada institución del

virreinato —por lo general un convento o una catedral— y es

probable que se apoyaran para ello en conexiones familiares107.

El encargo de una obra garantizaba un mayor beneficio para el

artista, así como una mayor calidad para el comprador. No

obstante, como se ha comprobado en el caso de Zurbarán,

hasta los artistas famosos podían enviar sus obras en consigna-

ción con el capitán de un barco. Que Zurbarán lo hiciera pa-

rece indicar que no consideraba esas obras como arte, en pie

de igualdad con sus encargos, sino más bien como una mer-

cancía, lo que no significa que esas pinturas se percibieran

como tal en el lugar de destino108.

La otra ruta comercial oficial que tuvo gran repercusión

en el arte hispanoamericano fue el llamado Galeón de Manila,

que a partir del último tercio del siglo xvi llevaba productos

asiáticos a España vía Nueva España. Los comerciantes asiáticos

se reunían en Manila, que por entonces formaba parte del im-

perio español y que políticamente dependía del virreinato de

Nueva España, para comerciar con especias, sedas chinas, por-

celanas, papeles pintados, biombos, artículos lacados y otros

productos de lujo que se cambiaban por la plata española. Una

vez cargado, el galeón se dirigía a Acapulco, desde donde la

viceversa, no sólo dentro de la propia Europa. En realidad sa-

bemos hace mucho tiempo que numerosos artistas europeos

se especializaron en la producción de obras para la exportación

a los territorios hispanoamericanos103.

Estampas pero también cuadros viajaban desde España

en un mercado oficial del arte que tenía su centro de operacio-

nes en la Casa de Contratación, fundada en 1503 y extinguida

en 1790, y situada en Sevilla hasta 1717, año en el que se tras-

ladó a Cádiz. A veces, la propia Casa de Contratación encarga-

ba obras a artistas locales para enviarlas a los virreinatos, espe-

cialmente en la primera época, en la que había una enorme

demanda de cuadros, en su mayor parte religiosos, para deco-

rar las primeras iglesias y ayudar a la conversión y cristianiza-

ción de los pueblos indígenas104. Más frecuente era que los

pintores vendieran sus obras a un comerciante oficial o se

511 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

de devoción de valor artístico en Europa cuando viajaban a

Roma para sus congregaciones. La finalidad esencial del viaje

era asistir a esas reuniones, reclutar misioneros y adquirir las

cosas necesarias para las misiones pero, a menudo, esos viajes

se convertían en auténticas campañas de compras, en las que

los jesuitas visitaban diversas ciudades europeas y cumplían

encargos —una escultura napolitana, un pequeño cuadro sobre

cobre de un pintor romano o una mezzotinta de Augsburgo—

para sus contactos y colaboradores en todos los niveles de la

sociedad colonial111. Como orden bien conectada internacional-

mente, los jesuitas facilitaron la exportación de obras de arte

europeas a Hispanoamérica. De hecho, muchas veces se les ha

atribuido la introducción de algunas de las influencias no es-

pañolas, sino más bien centroeuropeas e italianas, que florecie-

ron en algunas regiones, especialmente en el cono sur en el

siglo xviii112. Así, además del mercado de arte oficial, había

otras formas a través de las cuales la sociedad colonial queda-

ba conectada con Europa.

En la dirección contraria, también cuadros hispanoame-

ricanos viajaban a Europa, sobre todo a España. Los españoles

que vivían en los virreinatos enviaban retratos a sus familiares,

así como imágenes de los cultos locales. Muchas de esas obras

sobreviven en las iglesias de pequeñas localidades de toda

España, incluidas las islas Canarias113. Para muchos españoles

Hispanoamérica representaba una conexión familiar o un ne-

gocio, pero para otros tantos que también residían o en España

mercancía se llevaba por tierra hasta Veracruz; allí se embarca-

ba en otro barco y marchaba rumbo a España. En teoría, esos

artículos estaban destinados al mercado ibérico, pero muchos

se vendían en Nueva España e incluso se dirigían al sur hasta

el virreinato del Perú. La consiguiente influencia asiática en el

arte colonial es patente en diversos ámbitos, como las cerámi-

cas mexicanas y los textiles andinos109. En lo que a la pintura

se refiere, en Nueva España inspiró la creación de los singula-

res enconchados (fig. 27), pinturas a base de concha nácar, y

la afición a los biombos japoneses. Algunos biombos eran im-

portados, pero enseguida empezaron a producirse en México,

donde solían decorarse con temas históricos en el siglo xvii y

con escenas galantes en el xviii (cap. 4, fig. 43), creando una

vez más un arte híbrido que en muchos aspectos ya no tenía

que ver con los modelos asiáticos originales.

Además de las rutas comerciales oficiales, había otros

circuitos no oficiales para la exportación de obras europeas a

Hispanoamérica. Como en Europa, las obras viajaban regular-

mente en forma de obsequios entre los círculos de elite, así

como en los equipajes de los oficiales y obispos virreinales

cuando marchaban a su nuevo puesto o regresaban a Europa.

Las pinturas eran también una parte importante de los carga-

mentos de los misioneros, y hay que recordar que si viajaban

como parte de su equipaje se consideraban exentos de impues-

tos110. Durante los siglos xvii y xviii, los jesuitas, más que otras

órdenes religiosas, se dedicaron a adquirir numerosos objetos

fIg. 27 Anónimo,

Desposorios de la Virgen,

de la serie de la «Vida de

la Virgen», último cuarto

del siglo xvii, enconchado,

68 x 99 cm. Madrid, Museo

de América, inv. 00172

52 l u i s a e l e n a a l c a l á

o en otros países europeos, era al mismo tiempo un lugar

exótico construido por la imaginación europea y se sentían

fascinados por un Nuevo Mundo que la mayoría nunca llegaría

a conocer directamente. Como es bien sabido, esa fascinación

generó ya en tiempos de Colón, imágenes europeas de una

América exótica y alegorizada. Esas iconografías circularon ex-

tensamente en forma de estampas y se exhibían también pe-

riódicamente a través del arte efímero que ornamentaba las

calles y los espectáculos de la corte114. Lo que quizá se ha es-

tudiado menos es la manera en que, en determinados contex-

tos, las sociedades virreinales se apropiaron de esas imágenes

de América y decidieron «exotizarse», algo que Hiroshige Oka-

da sugiere en el capítulo 11 a propósito de algunos motivos

aparentemente indígenas que aparecen en el arte andino. Este

aspecto de creación de estereotipos y autorrepresentación tiene

probablemente su mejor ejemplo en la pintura de castas, una

de las grandes innovaciones del arte novohispano y género que

carece de precedentes europeos directos. En estas series de

cuadros se representan las mezclas raciales de Nueva España a

través de unidades familiares dedicadas a actividades sobre

todo urbanas (fig. 5 y 15 y cap. 4, fig. 42). Las figuras suelen

estar acompañadas de frutas y hortalizas locales que llevan

cada una su nombre y que a veces se representan en propor-

ciones exageradas. Postales de la sociedad colonial, estas obras

se producían tanto para el consumo interno como para la ex-

portación. En este segundo caso, retrataban a la sociedad vi-

rreinal para un público extranjero curioso, lo cual no significa

que fuera un retrato fiel de esa sociedad115. Otro ejemplo más

obvio de producción artística de carácter exótico y destinada

a la exportación es el arte plumario. La fascinación que producía

fIg. 28 Anónimo, Conquista y reducción de los indios infieles de las montañas de Paraca y Pantasma en Guatemala, h. 1685,

óleo sobre tela, 160 x 220 cm. Madrid, Museo de América, inv. 00093, depósito del Museo Nacional del Prado

531 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

114 Dado que el tema pertenece en cierto modo a la historia del arte europeo, no se tratará más de ello en la presente publicación.

115 García Sáiz 1989a; Katzew 2004a, y Carrera 2003.

116 Para nuevos estudios acerca del arte plumario, se espera el catá-logo de la exposición que se celebró en el Museo Nacional de Arte de México en 2011, El vuelo de las imágenes. Arte plumario en México y Europa, de próxima aparición (Fane, Russo y Wolf [eds.] en prensa).

117 Luisa Elena Alcalá, «Conquista y Reducción de los indios infie-les…» [ficha de catálogo], en Rishel y Stratton-Pruitt (eds.) 2006-2007, pp. 430-431; ampliado en Alcalá 2012b, pp. 594-617.

118 Thomas B. F. Cummins, «Retrato de los Mulatos de Esmeraldas: don Francisco de la Robe y sus hijos Pedro y Domingo» [ficha de catálogo], en Bérchez (dir.) 1999, pp. 170-172.

119 Algunos de los estudios clásicos sobre este comercio son: Haring 1918; Chaunu y Chaunu 1955-1960; García-Baquero 1976; García Fuentes 1980, y Bustos Rodríguez 1995.

120 Ramírez Montes 2001, pp. 103-128. Sobre el papel de los tratantes en España, véase Cherry 1997, pp. 79-82.

yo real, mostrándole el éxito de la misión en aquel territorio

hostil e infestado de serpientes117. El famoso retrato de grupo

llamado Los mulatos de Esmeraldas, firmado y fechado en 1599

por el pintor quiteño Andrés Sánchez Gallque (act. 1590-1615),

presenta al rey a sus nuevos súbditos (fig. 29). Protagonista de

un largo conflicto militar en una zona remota del Ecuador, el

dirigente de ese grupo y sus hijos están representados como al

rey le gustaría verlos, pacificados y vestidos de manera híbrida,

pero a pesar de ello reconocibleme  nte hispanizados118. Aun-

que estos dos cuadros están cuidadosamente construidos para

ilustrar situaciones locales, filtran las realidades históricas de las

que pretenden informar y crean unas imágenes persuasivas

para las expectativas de su audiencia al otro lado del Atlántico.

De esa manera, dan testimonio de la conciencia de la sociedad

colonial del poder de las imágenes y de que la pintura, en

particular, era importante para la monarquía española.

Además de este circuito internacional, los cuadros tam-

bién viajaban entre los virreinatos pese a que ese comercio

estuvo prohibido durante largos períodos de la Edad Moder-

na119. Cómo funcionaba exactamente ese mercado de arte es

un tema que espera más investigación: ¿Se encargaban las

obras directamente a los artistas por las partes interesadas, o

se utilizaban agentes? ¿Eran agentes comerciales privados —los

que aparecen como “tratantes» en algunos documentos120— o

funcionaban muchas veces como tales los miembros de las

órdenes religiosas, dado que tenían una fácil comunicación

con instituciones parejas situadas en otros lugares? Probable-

mente funcionaban los dos sistemas, y sin duda los documen-

tos y las obras que se conservan revelan que la geografía polí-

tica no se correspondía con la geografía artística. Gracias a las

rutas comerciales y al trazado de los principales caminos se

podían establecer estrechas relaciones artísticas entre territorios

la manera en que los indígenas representaban con plumas

temas figurativos occidentales hizo que muchas de aquellas

obras acabaran en colecciones reales, eclesiásticas y privadas

europeas (cap. 2, fig. 16 y 17)116.

Por último, otro canal por el que pinturas virreinales

atravesaban el océano era el de los regalos para el rey de Es-

paña. Aunque menores en número, cada uno de los cuadros

que han sobrevivido y cuya procedencia se puede rastrear has-

ta llegar a la colección real contiene una reveladora historia de

intencionalidad, persuasión y colaboración entre el promotor y

el artista correspondiente. El cuadro en el Museo de América

que representa una reducción franciscana en una zona proble-

mática de Nicaragua (fig. 28) se envió a Carlos II y al Consejo

de Indias a finales del siglo xvii para conseguir un mayor apo-

fIg. 29 Andrés Sánchez Gallque,

Los mulatos de Esmeraldas: don

Francisco de la Robe y sus hijos

Pedro y Domingo, 1599, óleo

sobre tela, 92 x 175 cm. Madrid,

Museo de América, inv. 00069,

depósito del Museo Nacional

del Prado

54 l u i s a e l e n a a l c a l á

121 Sobre las conexiones entre Nueva España y Venezuela, véase Duarte 1998, y con Guatemala, Alcalá 2002b, pp. 111-116.

122 Aunque eso es cierto en general, excepcionalmente podía darse la situación contraria, sobre todo en los centros artísticos sufi-cientemente pequeños. Un buen ejemplo es Puerto Rico, donde la llegada de Luis Paret y Alcázar (1746-1799), artista de la corte española de origen francés, influyó mucho en José Campeche y en el desarrollo de un estilo rococó. De hecho, hay pocos artistas en Hispanoamérica a quienes les vaya mejor que a Campeche el calificativo de rococó; véase Taylor 1988.

123 Hernández de Alba 1938, p. 46.

124 Navarrete Prieto 1998, especialmente pp. 23-32. Véase un exce-lente análisis de las estampas religiosas en España en Portús y Vega 1998. El papel de los grabados en la producción pictórica se pone claramente de manifiesto en el hecho de que Palomino lo aborde en varias secciones de su tratado, especialmente en el segundo tomo, titulado Práctica de la Pintura (1724); Palomino 1715-1724.

125 Marchi y Miegroet 1999, pp. 81-111, y Bargellini 1999.

fuentes europeas e Indígenas

Otra cuestión que plantea la circulación de obras en el plano

internacional o virreinal es cómo afectaban a la producción

local. ¿Veían siempre en ellas los pintores locales una nueva

inspiración, nuevas iconografías y nuevos modelos compositi-

vos que copiar? ¿O podían tener también algún otro significado

para esos públicos? ¿Se reconocían incluso como obras extran-

jeras, y más concretamente como italianas, españolas, flamen-

cas, mexicanas o cuzqueñas una vez que habían salido de su

lugar de origen? No es posible contestar a estas preguntas en

el presente ensayo, pero algunos de los autores de este libro

se ocuparán de ellas en la medida en que se insertan en la

historia general del desarrollo estilístico y del gusto que trazan

en sus textos. Baste de momento recordar que una de las cues-

tiones abiertas en el campo de la pintura hispanoamericana es

cómo tratar la influencia de los modelos europeos. Como ya

hemos señalado, en general está aceptado que la llegada de

pintores europeos —y no sólo españoles—, así como de pin-

turas en cantidades masivas, fue un factor crucial para el rum-

bo que tomó la pintura en el siglo xvi en ambos virreinatos.

A mediados del xvii, sin embargo, eran menos los pintores y

las obras que viajaban a América y, por lo tanto, decreció rela-

tivamente su impacto en las escuelas locales, que al mismo

tiempo ya habían desarrollado su propia y distintiva personali-

dad122. Las estampas, en cambio, llegaron en enorme cantidad

durante todo el período virreinal, y por tanto podían funcionar

como una fuente constante de influencia e inspiración.

Las estampas fueron un instrumento de trabajo funda-

mental para los pintores virreinales, y muchos de ellos acumu-

laron grandes colecciones como comprobamos en sus inven-

tarios. Baltasar de Vargas de Figueroa (?-1667), el principal

pintor de Santa Fe de Bogotá a mediados del siglo xvii, poseía

más de mil ochocientas cuando murió en 1667123. Como se ha

comprobado que muchas composiciones están basadas en es-

tampas, durante un tiempo se sostuvo que toda la pintura vi-

rreinal dependía más de las estampas que el arte europeo, con

lo que implícitamente se lo despojaba de cualquier originali-

dad y se reafirmaba el modelo de interpretación que se basa-

ba en su carácter derivativo y provincial. Sin embargo, los

nuevos enfoques que se vienen dando al arte europeo, y es-

pecialmente a la pintura española, así como un creciente inte-

rés por la copia en la historia del arte en general, han ayudado

a disipar esa impresión simplemente subrayando la frecuencia

con que los propios artistas europeos dependían de estampas

y descubriendo la manera en que esa práctica se teorizaba en

los tratados artísticos124.

Entendidas como parte y parcela de la práctica artística

occidental de la época, las estampas eran usadas por los artistas

de diversas maneras y por distintas razones a ambos lados del

Atlántico. Compositivamente, podían copiarse enteras o solo

pertenecientes a distintos virreinatos o audiencias (las subdi-

visiones provinciales de aquellos). Por ejemplo, Popayán, en

lo que hoy es Colombia, estaba artísticamente más cerca de

Quito que de la producción de la capital y sede de su audien-

cia, Santa Fe de Bogotá. El reino de Guatemala, que pertenecía

al virreinato de Nueva España, recibía pinturas de la ciudad de

México, pero también estaba bien conectado con sus vecinos

del sur, especialmente con los territorios que pertenecen hoy

a Venezuela y Colombia, de manera que cuadros procedentes

de esas zonas se encuentran en algunas de las iglesias de la

ciudad de Guatemala y de Antigua, capitales ambas durante el

período virreinal121.

Incluso dentro de cada virreinato, la circulación de cua-

dros entre grandes distancias fue un fenómeno común en el

siglo xviii. El caso más famoso tal vez sea el de la escuela de

pintura de Cuzco durante finales del xvii y la primera mitad

del xviii. Sus artistas recibían encargos y producían pinturas

en serie para la exportación a zonas del virreinato tan alejadas

como Santiago de Chile (cap. 9, fig. 30). En general, el virrei-

nato del Perú se caracteriza por el activo funcionamiento,

durante la segunda mitad del siglo xvii, de varios centros

artísticos, no sólo Lima y Cuzco, sino también ciudades como

Quito, Santa Fe de Bogotá y Potosí, cada una de las cuales

tenía su propia esfera geográfica de influencia. En Nueva Es-

paña, en cambio, la producción pictórica se concentraba en

la ciudad de México y sus exportaciones llegaban hasta los

territorios de las misiones del norte y, por el sur, hasta el rei-

no de Guatemala. En ambos casos podemos identificar a al-

gunos pintores que parece que se dedicaban más que otros a

la exportación (Miguel de Santiago en Quito o José de Páez

en México, por ejemplo), pero seguimos sin conocer bien sus

razones para esa dedicación, si ellos mismos viajaban o no y

los mecanismos a través de los cuales recibían esos encargos

y enviaban las obras.

551 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

partes de ellas, pues a veces se tomaban figuras o poses concre-

tas que se combinaban con originalidad en la obra final. En

ocasiones se copiaban no por una razón artística, sino por su

temática o iconografía. Así, tan interesante como analizar la for-

ma en que se utilizaban es identificar por qué una determinada

estampa pudo ser más influyente en un momento concreto,

cuestión que introduce el tema del gusto. ¿Se utilizaban tanto las

estampas de Rubens como modelos compositivos en Hispa-

noamérica porque circulaban más que otras, o porque estaban

consideradas como grandes obras que merecían ser reproduci-

das? Hay que admitir que en cierta medida el caso de Rubens,

como el de los hermanos Wierix en el siglo xvi, es especial pues

sus obras circularon en mayor cantidad y con un alcance más

internacional que las de casi todos los demás artistas. No obs-

tante, este ejemplo demuestra también que se pueden analizar

determinados fenómenos de la pintura europea —como la in-

fluencia de Rubens— a una escala mundial simplemente incor-

porando el continente americano al discurso histórico.

El enorme mercado que tuvo la pintura flamenca sobre

cobre desde el siglo xvi en adelante por toda Europa e Hispa-

noamérica es otro ejemplo de cómo el escenario artístico his-

panoamericano ofrece la posibilidad de analizar la internacio-

nalización de la pintura en este período. En muchas iglesias aún

siguen existiendo estos cuadros sobre cobre, aunque su proce-

dencia no está siempre clara sobre todo porque los propios

pintores de los virreinatos empezaron a utilizar cada vez más

este soporte125. Importada o colonial, la pintura sobre cobre

suele aparecer en retablos relicarios, en sacristías o en pequeñas

capillas, contextos que implican que se consideraban objetos

preciosos, en parte por las características del material que les

fIg. 30 Anónimo, Comunidad mercedaria, de la serie del «Corpus Christi de Santa Ana», h. 1674-1680,

óleo sobre tela, 216 x 303 cm. Cuzco, Museo de Arte Religioso, Palacio Arzobispal, Arzobispado del Cusco

56 l u i s a e l e n a a l c a l á

126 Sobre la capilla del Ochavo, véase Rodríguez Miaja 1996, pp. 152-162.

127 No está claro si son obras ficticias pintadas en el arco o pinturas reales que se colgaron en él con motivo de la celebración. La práctica de colgar cuadros en el exterior y en decoraciones efí-meras estaba muy extendida, como se pone de manifiesto en otras obras de esta serie.

128 Castorena y Ursúa y Sahagún de Arévalo [1722-1742] 1950, I, p. 15. Es curioso que la procedencia romana de las pinturas se recuerde aun después de la expulsión de los jesuitas, en 1767, cuando se hizo el inventario de los bienes de la iglesia: Autrey Maza et al. 1988, p. 105.

129 Se ha sostenido que las obras de algunos de los otros pintores representados en la colección, sobre todo madrileños de la época como Carreño de Miranda, pudieron dejar huella en la produc-ción de Basilio Santa Cruz Pumacallao, uno de los principales artistas cuzqueños contemporáneos y favorito de Mollinedo. Se trata más de esta cuestión en el capítulo 9.

130 Gutiérrez Haces 2002, pp. 47-99, y Ruiz Gomar 2004b, pp. 151-172.

131 Uno de los primeros intentos de registro sistemático de motivos indígenas en el arte novohispano fue Reyes-Valerio 1978; y para el virreinato del Perú, Gisbert 1980.

132 En el caso de los Andes, el análisis de esta cuestión ha girado en torno a la muy discutida expresión de «estilo mestizo». Hay eva-luaciones recientes de este problema y de su amplia bibliografía en Mujica Pinilla 2002a, pp. 1-4; y en Bailey 2010, pp. 15-43.

brillo y los colores vivos explican desde hace mucho tiempo el

atractivo de la pintura sobre cobre y son la razón de su empleo

decorativo en todo tipo de contextos, al margen de su icono-

grafía. Tenemos como ejemplo una de las pinturas de la serie

que representa la procesión del Corpus Christi en Cuzco

(h. 1674-1680), donde el arco de triunfo está decorado con lo

que parecen paisajes sobre cobre al estilo flamenco127 (fig. 30).

Es poco probable que en ese arco tuvieran una función religio-

sa. Más bien eran un elemento ornamental en el sentido de

ostentación, mostrando la riqueza de las iglesias de Cuzco y el

orgullo de sus habitantes al celebrar una de las fiestas religiosas

más importantes del imperio español. Así pues, los cuadros

sobre cobre, como gran parte de las pinturas europeas expor-

tadas a Hispanoamérica, guardaban múltiples valores para la

sociedad colonial. Entre otros, revelaban los vínculos con Euro-

pa y eran una fuente de prestigio para sus propietarios. Que las

obras de arte extranjeras eran muy apreciadas se deduce clara-

mente de textos contemporáneos en los que se vincula la cali-

dad de una determinada obra a su lejano lugar de origen. Por

ejemplo, en 1722 la Gaceta de México conmemoraba de esta

manera la inauguración de varios nuevos retablos en la Casa

Profesa, la principal iglesia jesuítica de México: «cuatro altares

nuevos […]; muy primoroso, el de S. Juan Francisco Regis, tan

esquisito que no hay otro en el reino, porque en campo de oro

está con 41 láminas de cristal y bronce dorado, con una estatua

del Santo que trajo de Nápoles, y de Roma dichas láminas…»128.

servía de soporte. Un ejemplo famoso es el de la capilla del

Ochavo en la catedral de Puebla, donde los cobres están colga-

dos, desde el último cuarto del siglo xvii, junto a espejos y

piezas de arte plumario126. El fino acabado de la superficie, el

fIg. 31 Laureano Dávila, Rosa

examinada por el inquisidor

dominico Juan de Lorenzana

y el doctor Juan del Castillo en

presencia de María de Oliva,

madre de la santa, y María

de Uzátegui, siglo xviii, óleo

sobre tela. Santiago de Chile,

monasterio de Santa Rosa

571 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

las obras de arte de ambos virreinatos, la dificultad radica en

primer lugar en identificar el componente indígena al mismo

tiempo que se está reconociendo que el arte colonial ya no es

indígena en un sentido verdaderamente prehispánico; y, en

segundo lugar, en decidir qué significa ese componente y para

quién. En otras palabras, es importante que nos demos cuenta

de que los elementos indígenas estaban presentes en los dis-

cursos coloniales.

Aunque la identificación de esos elementos indígenas es

obvia en algunos casos, en muchos otros se trata de imágenes

cargadas de ambigüedad que pueden llevar a múltiples y con-

tradictorias interpretaciones131. Una manifestación problemática

a este respecto es la que se refiere a los detalles figurativos en

muchos relieves que decoran las fachadas y capillas de las igle-

sias (fig. 32) en ambos virreinatos y en distintos períodos, que

van mucho más allá del siglo xvi132. La utilización de motivos

Podemos concluir que la utilización de cuadros importados

como modelos artísticos era solo una de sus funciones, y no la

única. Cuando Manuel de Mollinedo y Angulo fue nombrado

obispo de Cuzco en 1673, llevó consigo un número considerable

de obras de artistas españoles de renombre, incluidos algunos

contemporáneos como Juan Carreño de Miranda (1614-1685) y

otros de finales del siglo xvi y principios del xvii como Eugenio

Caxés (1574-1634) y el Greco (1541-1614). Esas obras debieron

causar gran impresión en Cuzco, pero es improbable que en esa

fecha tan tardía la obra del Greco pudiera tener alguna influen-

cia estilística sobre los artistas locales129. De hecho, podemos

preguntarnos cuántas de las muchas obras extranjeras que llega-

ron fueron realmente asimiladas en su estilo por las escuelas lo-

cales. Podían copiarse en un sentido de imitación (cap. 3, fig. 36),

como un desafío personal para el pintor local, que reconocía su

importancia, pero eso no significa que sus elementos estilísticos

dejaran siempre huella en el curso de la pintura en los virreina-

tos. De hecho, en algunos casos, es posible incluso que la lle-

gada de obras extranjeras tuviera el efecto contrario, contribu-

yendo a consolidar tradiciones y estilos locales130.

En el caso de las estampas, es aún más evidente que no

se importaban exclusivamente con fines artísticos, pues la mayo-

ría llegó al Nuevo Mundo en el equipaje de misioneros deseosos

de contar con imágenes devocionales baratas que presentar a las

comunidades locales. Se vendían a la entrada de las iglesias, y

como imágenes devocionales circulaban por todos los segmentos

sociales. También se coleccionaban, y se utilizaban para decorar

los interiores. Más baratas por lo general que el más pequeño y

modesto de los cuadros, las estampas decoraban tanto residen-

cias privadas como celdas monásticas a ambos lados del Atlán-

tico, y hay gran cantidad de pinturas que dan testimonio de ese

uso (fig. 31). Así pues, aunque la historia de la influencia es una

consideración lógica y crucial en relación con la circulación de

obras de arte europeas en Hispanoamérica, es sólo una de las

muchas consecuencias de esa circulación y sólo uno de los fac-

tores que explican la pintura virreinal.

En los estudios sobre pintura hispanoamericana se ha

subrayado tradicionalmente la importancia de la difusión o la

influencia de los modelos europeos y su repercusión, pero

la historiografía de las últimas décadas viene constatando que

en diversos aspectos, el arte virreinal es también el resultado

de una interacción transcultural con los elementos indígenas,

que desempeñaban un papel de importancia. De hecho, la

cuestión de la presencia indígena es uno de los muchos facto-

res que complican y dificultan una historia clara de la transfe-

rencia cultural de Europa a América Latina. Al mismo tiempo,

es también una cuestión intrínsecamente confusa, pues no to-

dos los estudiosos emplean con el mismo sentido la expresión

«presencia o elemento indígena». Como afecta notablemente a

la Nueva España del siglo xvi, de este problema se tratará con

más profundidad en el capítulo 2. Baste señalar aquí que, en

fIg. 32 Fachada, Potosí, Bolivia, iglesia de San Lorenzo, 1728-1744

58 l u i s a e l e n a a l c a l á

133 Toussaint 1990b, pp. 40-41.

134 Camelo Arredondo, Lacroix y Reyes-Valerio 1964, y Moyssén 1964, pp. 23-39.

135 Véase por ejemplo Escalante Gonzalbo 2006, p. 338.

símbolo cristológico del pelícano se pareciera más a un águila,

poderoso símbolo divino de los aztecas? (fig. 33). Aunque a

ningún historiador le gusta reconocer la confusión en que se

halla, es hasta cierto punto liberador admitir que algunos con-

textos de la producción colonial son sumamente ambiguos. Ello

se debe en parte a que los artistas indígenas no sólo estaban

cualificados y copiaban y asimilaban las lecciones del arte eu-

ropeo con facilidad —como cuidan de señalar muchas crónicas

contemporáneas—, sino que también eran muy hábiles y crea-

tivos. Esto explica que nos encontremos con bastantes obras

que combinan, de manera sorprendente, ideas y formas de las

tradiciones indígenas (artísticas, sociales, políticas, religiosas,

etcétera) con otras del marco cultural español.

Un ejemplo clásico de la dificultad de identificar los

elementos indígenas con su consiguiente repercusión metodo-

lógica lo tenemos en la historiografía de las pinturas del soto-

coro de la iglesia franciscana de Tecamachalco, en Nueva Es-

paña (fig. 34 y cap. 2, fig. 10), que se analizan también en el

capítulo 2. Atribuidas a Juan Gerson por una referencia que hay

en una fuente contemporánea, durante un tiempo se pensó que

la apariencia europea de ese apellido indicaba que su autor era

un pintor flamenco133. En la década de 1960 se descubrió que

las pinturas estaban realizadas en papel de amate, un soporte

indígena, y que un tal Juan Gerson estaba registrado en docu-

mentos locales como «indio principal», es decir, miembro de la

nobleza local, lo que cambió radicalmente la categorización de

esas pinturas. Se vieron entonces como ejemplos de un artista

nativo que había logrado aprender las formas artísticas euro-

peas. Como Gerson utilizaba una paleta indígena de origen

prehispánico y sus obras no se ajustaban del todo a las fuentes

grabadas, era posible también presentarle como un ejemplo de

transculturación134. Más recientemente, se han analizado esas

pinturas hasta el menor detalle, incluso encontrando en ellas

elementos pictográficos prehispánicos que sugieren que se tra-

ta de una obra mucho más híbrida de lo que en principio se

pensaba135. Este conjunto ha pasado así de ser un ejemplo de

arte europeo trasplantado al Nuevo Mundo a encarnar la eficaz

aculturación de la población nativa, para finalmente ser consi-

derado producto de una negociación más compleja entre dos

tradiciones artísticas distintas. Juan Gerson había asimilado sus

modelos europeos, pero no se resistió a incorporar elementos

indígenas, muchos de los cuales reforzaban el mensaje cristiano

de su obra más que subvertirlo. El caso de Juan Gerson ejem-

plifica cómo la historia del arte virreinal ha ido aprendiendo

progresivamente a analizar el diálogo entre esas dos tradicio-

nes, algo que no se podría haber conseguido sin las aportacio-

nes de especialistas de otros campos, sobre todo lingüistas,

antropólogos y etnohistoriadores. Así, las pinturas de Tecama-

chalco son uno de los muchos ejemplos que demuestran que

una parte de la pintura virreinal no puede estudiarse teniendo

en cuenta únicamente las fuentes e iconografías europeas.

que tenían un valor simbólico en las religiones prehispánicas

y que podían seguir resonando con un significado concreto para

las comunidades indígenas —como la presencia de monos, ser-

pientes, calaveras y ciertas plantas— ha llevado a algunos espe-

cialistas a afirmar que son obras subversivas en las que la po-

blación autóctona seguía rindiendo homenaje a sus divinidades

bajo el disfraz del cristianismo y ante las mismas narices de las

autoridades religiosas y civiles españolas. Parte del problema

deriva de la abundancia de coincidencias iconográficas, de sím-

bolos que tienen igual importancia en ambas tradiciones y

que en última instancia nos llevan a la incertidumbre a la hora

de calibrar su intención y recepción. Existe también la posibili-

dad de que algunos detalles sean el resultado de una lectura

errónea de modelos grabados europeos, pero, una vez más, si

se trata de malentendidos iconográficos o de transformaciones

deliberadas es una cuestión que en la mayoría de los casos sigue

estando sin resolver. El pintor indígena del mural de la escalera

del monasterio agustino de Malinalco (México) ¿intentó que el

fIg. 33 Anónimo, Medallón con pelicano/águila, pintura mural, h. 1575.

Malinalco, iglesia y antiguo monasterio del Divino Salvador, cubo de la escalera

591 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

fIg. 34 Juan Gerson, Escenas del Antiguo Testamento y del Apocalipsis

de san Juan, 1562, pigmentos sobre amatl o papel de amate adherido al muro. Tecamachalco,

Puebla, sotocoro del la iglesia del convento franciscano de la Asunción de Nuestra Señora

60 l u i s a e l e n a a l c a l á

136 Un estudio de caso sobre la recepción andina de imágenes de as-pecto aparentemente europeo es MacCormack 1998, pp. 103-126.

137 Kubler 1985d, p. 408.

138 Mujica Pinilla 2003, pp. 290-292, y Mujica Pinilla 2004, pp. 102-106. Esta obra se estudia también en Estenssoro 2005, pp. 139-140.

139 Un análisis crítico al término sincretismo en Taylor 1999, pp. 47-62; véase asimismo Russo 1998, pp. 17-19.

traron una manera de construir y mantener una identidad indí-

gena colonial, sino también las formas en que interactuaban

con ellas las autoridades españolas, alternando entre la opre-

sión violenta y una notable flexibilidad.

Al cabo, no hay un único modelo conceptual que sirva

para todas las situaciones artísticas que uno encuentra en His-

panoamérica y, por tanto, hemos de evitar la generalización.

El caso de Juan Gerson es muy distinto del ejemplo que hemos

puesto antes de un cuadro de Cuzco que representa una es-

cultura del Niño Jesús vestido con un uncu (la túnica mascu-

lina de los incas) y coronado con la mascapaycha (la corona

inca) (fig. 7). Como el ejemplo de Tecamachalco, puede tratar-

se también de un profundo espíritu de compenetración entre

los misioneros, probablemente jesuitas en este caso, y las elites

locales de Cuzco. Mientras los primeros estaban deseando

avanzar en la evangelización de la población local, las segun-

das se sentían satisfechas al ver que de alguna forma se incor-

poraba o perpetuaba en el presente colonial su grandioso

pasado inca. No obstante, por las sospechas de idolatría en los

Andes y por un sentimiento cada vez más exacerbado de la

importancia de la ortodoxia iconográfica en la diócesis de

Cuzco, en este caso las imágenes del Niño Jesús inca acabaron

por censurarse138.

Una última cuestión que hemos de plantear, y que está

profundamente arraigada en los estudios coloniales sobre la pre-

sencia indígena en las artes, es cómo calificarla, lo que nos de-

vuelve al problema terminológico al que antes nos hemos refe-

rido. En la segunda mitad del siglo xx, esas manifestaciones se

identificaban con el sincretismo, pues la cuestión de la presencia

indígena había estado muy influida y en cierta medida configu-

rada por ideas procedentes de la antropología y de la historia de

la religión en América Latina. Más recientemente se ha puesto en

tela de juicio la utilidad del sincretismo y se han introducido

otros términos como los de «hibridación» y «convergencia»139. Es

verdad también que hoy la disciplina es más plural y que en

general se admite que pueden aplicarse muchos términos distin-

tos a estas obras según los casos. Además, si el sincretismo se ha

discutido es también porque llegó un momento en el que em-

pezó a ser más un fin en sí mismo que un instrumento de la

investigación. La introducción de nuevos términos, y en última

instancia de nuevos paradigmas, no sólo ha llevado aparejada la

sustitución de términos antiguos por otros nuevos, también un

cambio de enfoque en el historiador, que además de identificar

los elementos constitutivos de cada obra, ahora analiza los pro-

cesos culturales que subyacen en tales manifestaciones.

Identificar los elementos indígenas, sin embargo, es solo

una parte de la tarea. En muchos sentidos, la cuestión principal,

y la que queda sin respuesta más a menudo, es determinar lo

que puede significar ese elemento indígena y cómo afecta a la

obra en su conjunto. ¿Qué nos dice sobre el artista? ¿Cómo era

recibido por su público? ¿Veía todo el mundo las mismas cosas

en cualquier cuadro híbrido? Y ¿qué pasaba si la pintura no era

visualmente híbrida sino de aspecto más bien europea? ¿Puede

seguir siendo local o híbrido su mensaje? De hecho, hay mu-

chos ejemplos en los que está claro que no era necesario que

una obra tuviera un elemento indígena para que se le interpre-

tará como tal136. Como señaló Kubler hace muchas décadas, «la

continuidad de una forma no supone un significado continuo,

ni la continuidad de la forma o del significado implica la con-

tinuidad de la cultura»137. Otra cuestión que hay que tener en

cuenta es quién decidía incorporar un elemento indígena, si el

artista o el cliente. En el caso de Juan Gerson, por ejemplo, no

sabemos si incluyó algunos de esos pictogramas por iniciativa

propia o por deseo o permiso expreso de los frailes francisca-

nos de Tecamachalco. Estas preguntas han tenido respuestas

heterogéneas y en general los especialistas se han mostrado

divididos sobre cómo interpretar la presencia indígena en el

arte virreinal. Como ya hemos señalado, hay quienes ven en

esos elementos signos de subversión o rebelión potencial o,

cuanto menos, gestos de empoderamiento de los indígenas que

intervenían (fueran artistas o clientes, o sus comunidades loca-

les). Para otros, son el resultado de negociaciones entre los

agentes indígenas, especialmente los miembros de la elite, y las

autoridades coloniales, negociaciones en las que ambas partes

ganaban algo: las elites preservaban y reforzaban su reducida

pero firme base de poder local y las autoridades españolas

afirmaban su primacía política y social a la vez que atendían a

sus objetivos de evangelización y aculturación. A veces los

elementos indígenas se han interpretado también como expre-

siones de una nostalgia por los tiempos pasados, es decir, con

menos potencial reivindicativo y aún menos de subversión de

lo que podría parecer a primera vista. Tales interpretaciones

hacen más hincapié en los largos tentáculos del régimen colo-

nial y en la probabilidad de que, en muchos casos, las auto-

ridades españolas no fueron ajenas a la inclusión de los ele-

mentos indígenas. Colectivamente por tanto, estos diversos

planteamientos y los discursos que comportan han servido para

desvelar no sólo las formas en que las elites indígenas encon-

fIg. 35 Anónimo, La victoria de

Cajamarca, siglo xvii, óleo sobre tela.

Lima, colección Enrico Poli

611 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

62 l u i s a e l e n a a l c a l á

concLus Iones . hac Ia una redef In Ic Ión de « e st I Lo » en La p Intura h IspanoamerIcana

El estilo ha sido el elemento conceptual que con más fuerza ha

vertebrado la historia del arte en todos los períodos y geografías.

Aunque el concepto de estilo que dominó la historia del arte

durante más de dos siglos ya ha sido analizado, deconstruido y

discutido por generaciones de historiadores, especialmente des-

de la década de 1950, hoy en ningún ámbito histórico-artístico

se trabaja sin un concepto de estilo140. El estudio de los ámbitos

no europeos empezó trasponiendo a ellos las etiquetas estilísti-

cas europeas, solo para descubrir más tarde los defectos que

tenía ese planteamiento e intentar abandonarlo. En lo que se

refiere al arte hispanoamericano, muchos historiadores se han

enfrentado a un problema parecido. Como ya hemos señalado

en esta introducción, en la actualidad prácticamente todos los

especialistas coinciden en que las etiquetas estilísticas derivadas

del estudio del Renacimiento italiano tienen un valor limitado

cuando se trasplantan a Hispanoamérica. Dicho de otro modo,

las primeras definiciones de estilos artísticos que estuvieron vi-

gentes durante varios siglos en Europa no son del todo apropia-

140 Entre los artículos clásicos sobre el estilo hay que citar Schapiro 1953, pp. 287-312, y Ackerman 1962, pp. 227-238. Una útil y más reciente reevaluación del tema es Summers 1989, pp. 372-393.

141 Aunque muchos especialistas de nuestra disciplina se han ocupado del concepto de estilo y de cómo aplicarlo al arte hispano-americano, no parece que el problema esté del todo resuelto. Ne lly Sigaut (Sigaut 2002a, pp. 69-70), por ejemplo, analiza las limitaciones de los usos clásicos del término, que propone sustituir por «tradi-ción» artística local. Anteriormente, Santiago Sebastián (Sebastián López 1990, p. 25) se remitía a Schapiro y a la idea de estilo como comunicación, y por tanto como algo aplicable a esta disciplina, y de hecho a muchos otros les ha resultado útil con cebir el estilo de una manera más neutra, como una forma de comunicación, una se-rie de convenciones empleadas por una determinada sociedad, y como solución a nuevos y viejos pro blemas. Algunas otras reflexio-nes recientes pueden ser también provechosas a la hora de replan-tear la cuestión en el arte colonial de Latino América; por ejemplo, el análisis que efectúa Summers (1989) de diversos usos del término «estilo» en relación con el contenido (desde una posición formalista débil hasta otra más fuerte), o la idea de estilo como agente de signi-ficado, lo cual tiene cierta relación con la aproximación de Sebastián.

das para lo que estaba ocurriendo al otro lado del Atlántico. Para

algunos, la solución está en crear nuevas etiquetas estilísticas,

como por ejemplo la de «mestizo» para el arte del altiplano an-

dino de finales del siglo xvii y del xviii; otros, en cambio, inclui-

dos los autores del presente libro, prefieren centrarse no tanto

en los términos que califican el arte colonial cuanto en la cues-

tión epistemológica de cómo describirlo adecuadamente, de

manera que al final se obtenga una idea de estilo que concuer-

de mejor con este corpus de obras. ¿A qué retos estaban respon-

diendo los artistas cuando creaban sus obras? ¿En qué medida

les interesaban las mismas cuestiones, incluidas las estilísticas,

que a sus homólogos europeos, y hasta qué punto las condicio-

nes locales configuraban sus experiencias? Investigar la relación

entre el arte europeo y el arte hispanoamericano de un modo

que tenga en cuenta la tradición local como importante agente

del desarrollo estilístico ofrece una alternativa al complicado e

inveterado planteamiento de explicar esta pintura exclusivamen-

te como producto de la influencia europea.

Con todo, reformular el concepto de estilo para que se

adapte mejor a los testimonios visuales que conservamos del

arte hispanoamericano es un proyecto todavía en marcha, y sin

duda seguirá estándolo en el futuro141. Cómo hablar del estilo

de la pintura colonial es una de las cuestiones básicas que se

plantean en este libro, y se aborda aquí tanto mediante el aná-

lisis explícito como mediante la descripción implícita de muchas

obras. Y aunque la pluralidad y la heterogeneidad de la pintura

hispanoamericana hacen imposible (y no deseable) llegar a un

único concepto de estilo válido para todo su amplio territorio y

larga cronología, es también verdad que en su conjunto esas

obras son reconocibles muy claramente como hispanoamerica-

nas, lo que parece indicar que esta tradición tiene su propia

especificidad y que se ajusta a determinadas reglas y conven-

fIg. 36 José de Arias, Isidoro de la Fuente y doña María Antonia

de la Fuente, 1808, óleo sobre tela. Estado de Jalisco, México, convento

de San Francisco de Sayula

631 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

Una de las características distintivas de la pintura virrei-

nal, que la separa de la mayor parte de la pintura española, es

su naturaleza textual. Las inscripciones y textos que figuran en

los cuadros hispanoamericanos cumplen diversas funciones.

En los cuadros de historia, conmemoran y explican aconteci-

mientos concretos (fig. 35). En los retratos, ofrecen una infor-

mación biográfica exhaustiva, que añade prestigio al modelo

(fig. 8). Y aunque las inscripciones de los retratos tienden a

seguir unas fórmulas establecidas, de vez en cuando se apartan

del modelo, como en un retrato de una pareja, de principios

ciones. Si bien ya se han apuntado algunas de las características

tipológicas de ese corpus, como por ejemplo su relación tanto

con las imágenes como con el arte, y también algunos de sus

rasgos estilísticos —entre otros, la manipulación de la escala y

de las proporciones y las aplicaciones de oro en una parte de

la pintura andina—, a continuación analizaremos algunos de sus

aspectos más recurrentes. Aunque no son aplicables a toda la

pintura hispanoamericana, son algunas de las claves pictóricas

que nos dicen qué es lo que les importaba a los pintores colo-

niales y cómo concebían su actividad profesional.

fIg. 37 Juan Correa, Las Artes Liberales y Los Cuatro Elementos, h. 1670, óleo sobre tela, biombo de seis paneles por lado, 242 x 324 cm;

lado de Las Artes Liberales: la Gramática, la Astronomía, la Retórica, la Geometría y la Aritmética. Ciudad de México, Museo Franz Mayer

64 l u i s a e l e n a a l c a l á

fIg. 38 Gregorio

Vásquez de Arce y

Ceballos, La creación

de Eva, h. 1680-1700,

óleo sobre tela,

260 x 185 cm. Bogotá,

colección particular

651 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

fIg. 39 Anónimo, Bautizo

de los caciques de Tlaxcala,

siglo xvii, óleo sobre tela,

230 x 192 cm. Tlaxcala, Sagrario,

Catedral de Nuestra Señora

de la Asunción, antiguo

convento de San Francisco

del siglo xix, que fueron benefactores de una capilla erigida

en el patio del convento franciscano de Sayula ( Jalisco, Méxi-

co) (fig. 36). En este caso la inscripción se inicia describiendo

con detalle la capilla, incluso dándonos sus medidas (44 varas,

lo que equivale más o menos a 37 metros). Después se señalan

las imágenes concretas, de excelente escultura, que adorna sus

retablos, así como su ajuar de platería, un auténtico inventario

de objetos de valor que, la cartela anota, fueron llevados allí

desde la ciudad de México. Al final, el texto culmina invitando

el espectador/lector a rogar a Nuestro Señor por las almas de

los retratados.

En las obras religiosas de carácter devocional o didáctico,

las inscripciones aparecen en cartelas y en los bordes inferiores

del lienzo, pero también pueden formar parte de la composición

principal. Saliendo de las bocas de los personajes que pueblan

el lienzo, en filacterias que flotan en el aire, llevan al ámbito de

la representación y la recepción citas de las Escrituras, de ora-

ciones, de canciones, de teatro religioso y de sermones (cap. 4,

fig. 21, y cap. 9, fig. 15). En otros casos, como en el famoso

biombo sobre Las Artes Liberales y Los Cuatro Elementos que

pintó Juan Correa (fig. 37), inscripciones en latín reflejan la

erudición de los clientes y del público al que implícitamente va

66 l u i s a e l e n a a l c a l á

142 Otros ejemplos son el de las inscripciones en náhuatl y en espa-ñol en la obra reproducida como fig. 9 de esta introducción, y las varias pinturas religiosas de carácter didáctico que analiza Sebastián López 1992, pp. 30-37.

143 Un documento en el que el pintor Zapata contrata a un «maestro plumario» o calígrafo, probablemente para que escriba las ins-cripciones de sus cuadros, parece indicar que podía ser una práctica extendida; véase Mesa y Gisbert 1982, p. 209.

144 Pizano y Restrepo Uribe 1985, pp. 35 y 112-117.

145 El desarrollo temprano del tema suele asociarse al sevillano Juan de Roelas (h. 1572/73-1625): Barocke Malerei 1977, II, pp. 48-49. En los últimos años han aparecido en el mercado artístico otros cuadros españoles que representan a la Virgen sentada e hilando, lo que sugiere que pudo ser una compo-sición popular en España; véase por ejemplo, la Virgen niña del catálogo de la subasta de Ansorena, Madrid, de 6-8 de abril de 2005, n.º 213.

146 Serrera 1988.

147 Este tipo de silla aparece con frecuencia en el arte colonial pe-ruano como símbolo de autoridad, por ejemplo en los cuadros que representan a la Trinidad y en varios dibujos de Felipe Guaman Poma de Ayala. Sobre las sillas como símbolos de la autoridad y la colonización en Nueva España, véase Feliciano 2004.

148 En última instancia, el empleo de cenefas de flores en muchas pinturas cuzqueñas se inspira en la popularidad de la invención compositiva que se debe a Jan Brueghel el Joven (1601-1678) en colaboración con otros artistas flamencos, incluido Peter Paul Rubens, a principios del siglo xvii. En respuesta a las ideas con-trarreformistas sobre los cuadros de devoción y meditación del cardenal Federico Borromeo, Brueghel pintó varias obras de la Virgen y el Niño rodeados por una guirnalda de flores; Jones 1993, pp. 84-87. Para mediados del siglo xvii, ya se había difun-dido el tipo compositivo de Brueghel, y muchos bodegonistas españoles pintaban cuadros devocionales de santos enmarcados por flores. Otro factor que hay que tener en cuenta con respecto al desarrollo de este tipo de composición en Europa es el papel de la costumbre de decorar con guirnaldas de flores reales las imágenes milagrosas, fenómeno que es señalado por Freedberg (citado por Jones). Esa posibilidad ha de investigarse más a fon-do en lo que se refiere al contexto andino.

destinado. También encontramos pinturas con inscripciones en

lenguas indígenas, que obedecen a un fin didáctico o propagan-

dístico142 (cap. 11, p. 413). En general, las palabras incluidas en

las imágenes son los signos más claros de que muchos cuadros

eran el resultado de una colaboración en la que además de los

pintores participaban otras personas143 —clientes, autoridades

religiosas, intelectuales, etcétera—, especialmente porque sabe-

mos que algunos pintores eran analfabetos. Por último, si en las

pinturas solían incluirse textos hemos de suponer que era por-

que la sociedad virreinal tenía una enorme fe en su capacidad

de transmitir la verdad. A veces, tenemos incluso la sensación

de que las palabras importaban más (y tenían más autoridad)

que la historia que representaban las imágenes, como sucede

en el cuadro La victoria de Cajamarca antes mencionado

(fig. 35). En este caso la inscripción invade la escena narrativa

provocando una contradicción visual entre los intentos de re-

presentación ilusionista de la pintura y la negación de esa cons-

trucción espacial mediante la inclusión de texto en plena super-

ficie, lo que subraya la bidimensionalidad del lienzo.

Otra característica común a muchas pinturas virreinales

es su notable eficacia compositiva, la tendencia a aprovechar

todo el potencial simbólico del tema que se representa organi-

zando la composición e incorporándole símbolos y escenas

secundarios. Veamos por ejemplo La creación de Eva de Gre-

gorio Vásquez de Arce y Ceballos (fig. 38). Aunque probable-

mente se basó en una estampa144, el artista intensificó el men-

saje religioso colgando del árbol unos racimos de uvas, de tal

manera que se invitara al espectador a relacionar el pecado

original y la caída del hombre con el sacrificio de Cristo y la

promesa de redención a través del simbolismo eucarístico de

la vid y su fruto. Además, las ramas del árbol forman una cruz,

en una velada referencia al sacrificio último de Cristo. Tenemos

otro ejemplo en el cuadro en el que Vivar y Balderrama repre-

senta a Cortés expiando sus pecados tras la conquista (fig. 2).

En el centro, en el mismo eje del crucifijo del retablo que está

detrás, un indígena cristiano sostiene un libro. Como parte de

un trío en el centro, con Cortés y el fraile franciscano, su pre-

sencia desplaza la violenta historia de la conquista y sitúa en

su lugar el pacífico nacimiento de una América cristianizada.

Análogamente, en otra obra novohispana, una versión del si-

glo xvii del Bautizo de los caciques de Tlaxcala (fig. 39), el artista

corona la composición con un elemento que no encontramos en

todas las versiones de este tema. Una Trinidad de suave mode-

lado sobrevuela la cabeza del rey de Tlaxcala que abajo recibe

el bautismo, creando de nuevo un potente eje visual que apor-

ta otro nivel de significado, relacionado con las ideas de reden-

ción y salvación. En suma, en el corpus pictórico de ambos

virreinatos abundan los cuadros en los que la composición está

deliberadamente manipulada para realzar su significado. Con

independencia del asunto de que se tratara, los pintores esta-

ban acostumbrados a intensificar los mensajes elaborando for-

malmente las composiciones. De ese modo muchas veces crea-

ron versiones insólitamente originales de asuntos religiosos de

gran antigüedad, fascinantes ejemplos de la relación entre lo

local y lo universal.

Una obra que viene al caso es la Virgen niña hilandera

(fig. 40) de un anónimo pintor andino del siglo xviii, de la que

se conservan varias versiones. Aunque la idea de la Virgen niña

hilando se deriva de un modelo compositivo sevillano de la

década de 1620 pintada por un artista anónimo, en la historio-

grafía se ha comparado con la Virgen niña en éxtasis de Fran-

cisco de Zurbarán (fig. 41)145. El supuesto que está implícito en

esta comparación es que el arte hispanoamericano está en deu-

da con la tradición andaluza y que esta es de más calidad. Más

concretamente, la comparación con Zurbarán se propuso du-

rante mucho tiempo como ejemplo de la difundida tesis de que

él fue, a título individual, el artista español más influyente en

Hispanoamérica y el que más determinó el desarrollo de la

671 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s

mente la que nos impide ver la obra tal como es: una Virgen

niña de absoluta inocencia y radiante encanto, con rasgos es-

tilizados y algo artificiales, los mismos con que los pintores

andinos representan a los ángeles y los seres celestiales —pero

que nunca utilizan en los retratos (lo que sugiere que ambas

modalidades estilísticas existían de manera simultánea)—. Es

una niña que pese a su edad desprende estatus y dignidad a

través del oro real, de la silla que transmite autoridad (llamada

popularmente «silla frailera»)147, de la guirnalda de flores que la

enmarca (inspirada en Rubens y Brueghel el Joven)148 y del

huso que lleva en la mano, atributo de gran prestigio entre la

población inca y andina ya en época prehispánica. Es una obra

vibrante gracias a la destreza del artista (uno de tantos no iden-

tificados) al contrastar el rojo vivo típicamente andino, el blan-

co y el oro con un fondo oscuro, penetrante y neutro. Compa-

rando este cuadro con la versión de Zurbarán, podríamos decir

que ambos consiguen los mismos fines devocionales, acercan-

do la Virgen al espectador al representarla como una niña, pero

lo importante es que lo hacen de maneras lo bastante distintas

pintura virreinal (cuestión que se analiza en los capítulos 3 y 8).

Este lugar común de la historiografía lo puso en tela de juicio,

valientemente, Juan Miguel Serrera en un célebre ensayo de

1988 en el que demostraba que el rumbo de la pintura en dos

centros artísticos diferentes (como México y Sevilla) podía ir en

paralelo si se desarrollaba en condiciones similares, lo que

significaba que las semejanzas pictóricas podían explicarse sin

exagerar la influencia directa de un solo artista procedente de

una ciudad lejana, en este caso Zurbarán146.

A la luz de estos desarrollos historiográficos, la compa-

ración de estas dos versiones de la Virgen niña sigue siendo

válida y útil en un sentido que va más allá de las cuestiones de

influencia y que en su lugar esclarece la manera de abordar la

pintura religiosa. Analizando formalmente el cuadro andino con

las normas de representación europeas, podría decirse que el

modelado es deficiente, que no se detectan las rodillas o los

muslos bajo las aplicaciones de oro del vestido, que por su

carácter plano parecen competir y anular el dibujo y el som-

breado. Esta línea de argumentación, sin embargo, es exacta-

fIg. 41 Francisco de Zurbarán, Virgen niña en éxtasis, h. 1632-1633,

óleo sobre tela, 116,8 x 94 cm. Nueva York, The Metropolitan Museum

of Art, 27.137

fIg. 40 Anónimo, Virgen niña hilandera, finales del siglo xviii,

óleo sobre tela, 112,5 x 80,5 cm. Lima, Museo Pedro de Osma, 82.0.647

68 l u i s a e l e n a a l c a l á

149 Editado en español como Pintura y vida cotidiana en el Renaci-miento. Arte y experiencia en el Quattrocento (Baxandall 1978). Desafortunadamente, la traducción del título eliminó el subtítulo del original (A Primer in the Social History of Pictorical Style) que enfatizaba la intención metodológica del libro.

En su libro pionero Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento.

Arte y experiencia en el Quattrocento (primera edición de 1972),

Michael Baxandall introdujo un concepto clave para acercarnos

al arte de diferentes lugares y épocas149. Baxandall acuñaba la

expresión «el ojo del período» como una manera de entender

una obra desde su contexto cultural y social. Como todas las

teorías, es posible que aplicar su «ojo del período» a la pintura

hispanoamericana tenga sus limitaciones. No obstante, recordar

su metodología al final de este capítulo introductorio es una

manera de alertar al lector de que la pintura hispanoamericana

tiene una historia que contar; una historia que sólo podremos

captar si entendemos la complejidad del tiempo y el lugar en

el que fue realizada. En última instancia, el reto que se plantea

al lector es el de pensar no tanto en cómo la pintura hispano-

americana difiere o se asemeja a la europea, sino en cómo es

en sí misma.

para justificar que cada una de ellas tenga su propia historia. Si

Zurbarán se recrea en la domesticidad de la Virgen niña, a la

que sienta en el suelo y rodea de símbolos de su virtud mien-

tras ella alza decididamente la vista a los cielos, el artista andi-

no permite que su Virgen niña dirija una mirada cautivadora al

espectador. No es una niña humilde, sino una princesa, y mien-

tras que su identidad en la versión de Zurbarán se establece

mediante los símbolos marianos tradicionales que la rodean, en

el cuadro andino esos símbolos están ausentes y el estatus y el

rango se insinúan a través de sus vestiduras y su postura. En

suma, Zurbarán y nuestro artista andino comparten algunas

ideas básicas sobre el papel de las imágenes religiosas y la

obligación de los artistas de responder a esas necesidades en

un nivel formal, pero, al constatar sus diferentes formas de pre-

sentación, aprendemos también algo sobre la manera de pintar

en esta parte de Hispanoamérica.