La poesía es una palabra calcinada: Juan Gelman
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JUAN GELMAN: LA POESÍA ES UNA PALABRA CALCINADA
Hace casi 30 años, en la esquina de Av. Juárez y Bucareli, en la Ciudad de
México, frente a la famosa estatua de “El Caballito”, que ahora da de coces en la
explanada de la calle de Tacuba, frente al Palacio de Minería, estaba un café
llamado “Kikos”, siempre lleno de periodistas y desocupados -que no es lo mismo-,
y una famosa librería bien surtida que a menudo ponía en barata grandes
cantidades de libros editados en el cono sur, sobre todo en Argentina con una
industria editorial muy fuerte que nos salvaba heroicamente de las traducciones y
ediciones, en su mayor parte lamentables y censuradas, que nos llegaban de
España. Una tarde compré un libro, El juego en que andamos, de un tal poeta
argentino Juan Gelman, publicado en 1959 cuando él tenía 29 años, y que por esa
época andaba por los 34. Me atrapó desde la primera hojeada que le di, me
aprendí algunos poemas de memoria –tenía 20 años y acababa de descubrir,
tardíamente, la literatura, la poesía- que decía a la menor provocación. Todavía
recuerdo unos versos: Cómo será, pregunto,/ cómo será tocarte a mi costado.
Al paso de los años a veces tenía noticias de Gelman, ya fuera por su
poesía o por su militancia política o por su oficio de periodista, vocaciones
genuinas que vividas como él lo ha hecho, honran a los hombres. Hace 5 años
reside entre nosotros ignorado por muchos y silenciado por otros. Recuerdo su
asombro cuando lo conocí en la casa de la también poeta Elena Jordana, en la
compañía de, entre otros, Guillermo Fernández y de la esposa de Juan, Mara,
cuando le mostré ese libro y pedí que me lo autografiara. No podía creer que yo
tuviera ese ejemplar y más se sorprendió cuando le conté la historia. A veces
conocer a los autores decepciona pero con Juan Gelman pasó todo lo contrario:
como Jaime Sabines, Efraín Huerta o Carlos Pellicer, su personalidad responde a
su obra, la reafirma, la ensancha.
Nacido en Buenos aires en 1930, ha publicado como 20 libros de poesía -
no quiero ser exacto- y varias antologías. Ha sido -es- periodista profesional,
traductor, jurado del premio “Casa de las Américas”, en Cuba. Ha vivido en Roma,
París, Ginebra, España, México. Se le otorgó el Premio Internacional de Poesía
Mandello, Italia 1980. Participó en espectáculos poéticos, escribió dos libretos
para óperas y ha grabado varios LP con el músico Juan Carlos Cedrón. Ha sido
miembro del PartidoComunista Argentino y del grupo guerrillero Montoneros.
Todavía se ha dado tiempo, sudor y lágrimas para soportar largas temporadas en
la cárcel de su país, un exilio de l4 años y, lo que es peor, vivir huérfano de su hijo
a quien la dictadura militar de Argentina asesinó vilmente, lo mismo que a su joven
esposa con varios meses de embarazo. Juan Gelman lo ha resistido todo y lo
mantiene vivo, esperanzado, el fuego fatuo, el milagro, la sangre, la magia de la
poesía, de la que él es uno de sus más celosos guardianes e insignes
representantes de América Latina.
Lo primero que le pregunto es acerca de su infancia, si es cierto que esa
época marca para siempre. Responde que puede ser y no. La infancia es el país
más habitable que conoció y acepta que hay muchas cosas olvidadas. Cuando
tenía 3 años su padre estuvo enfermo por mucho tiempo y su madre le recordó,
tiempo después, que solía ponerse triste y esconderse debajo de la mesa. Cuando
se lo contaba creía olfatear nuevamente los olores que había debajo de esa mesa,
treinta años después. Uno recuerda más bien las cosas dichosas que en la
infancia son muchas. Empezó a escribir a los 7 años enamorado de una Vicenta
de 9 a quien le mandaba poemas que copiaba de Almafuerte como suyos. Más
tarde se dio cuenta que Almafuerte no lo reflejaba y empezó a garabatearpoemas,
bueno, versos. A los 8 años contaba ya las sílabas para escribir y empezó a leer
poesía.
Tenía un hermano mayor, hijo del primer matrimonio de su padre. Toda su
familia es rusa menos él que nació en Buenos Aires. La primera vez que escuchó
versos fue de boca de su hermano dichos en ruso cuyo autor era nada menos que
Pushkin; todavía recuerda algunos de memoria. Su hermano tenía una biblioteca
de libros baratos pero de gran literatura, no sólo rusa sino también francesa,
inglesa. Ahí aprendió muchas cosas. Mientras su hermano salía a trabajar
asaltaba la biblioteca y tenía el buen cuidado de colocarlos en su lugar original
para que su hermano no se diera cuenta, ya que había algunos libros, que
por su edad, no era conveniente que leyera. A los 14 años, en un crepúsculo de
domingo, tuvo fiebre y se quedó en casa leyendo Humillados y ofendidos, de
Dostovievski. Quedó muy impresionado.
Sus padres eran ucranianos, judíos. Su madre era hija de un rabino y su
padre carpintero. Su padre tuvo dos emigraciones. Participó en la revolución de
1905, la que derrotó el zarismo, escapó de Moscú y llegó a Génova de donde salía
un barco para New York y otro para Buenos Aires; tomó el primero que viajaba a
Buenos Aires. Ahí trabajó como obrero, se afilió al naciente partido socialista,
participó en huelgas; era de los extranjeros malditos para la oligarquía argentina.
En la emigración, en su mayoría, los italianos fueron al campo pero los polacos,
rusos, los de Europa Central, iban destinados a los servicios y a la industria.
Cuando se produce la revolución de 1917, él regresa con la esperanza de
participar activamente en la revolución que siempre había soñado -aunque no era
bolchevique ni social revolucionario-. Llega en 1918 pero a los 10 años de estar
ahí se desilusiona porque con el estalinismo todos los atisbos de democracia
habían sido borrados. Regresa a Argentina y siempre padeció la desilusión de que
la revolución rusa se degradara. Ahora esto es evidente ero no en aquellos años.
Su padre fue un gran simpatizante del lado republicano durante la guerra civil
española. Esperaba ansioso el periódico de la noche para ver las noticias y
enviaba a Juan, con sus 7 u 8 años, a comprarlo a la calle con un invierno feroz.
Todo el sector de la población, no solamente los emigrantes, vivió la guerra civil
española como propia, como tantos países de América Latina.
Gelman recuerda que en el barrio Villacrespo, en la esquina de su casa,
había una enorme pinta que decía: “No pasarán”. Le interrumpo para decirle que
No pasarán es el nombre de una publicación de Octavio Paz que él ha quitado de
su bibliografía. Me escucha pero sigue hablando. No era necesario ser comunista
para estar del lado de los republicanos. Eso marcó sus inquietudes en el terreno
político porque el desasosiego social ya lo tenían en el barrio que no era
precisamente rico. Su militancia política empieza a los 15 años, como la de
nuestro José Revueltas, con el que guarda más de una coincidencia. Supo más
de su padre por su madre que por él mismo. Cuando en 1957 realiza su primer
viaje a Moscú conoce a unas tías, a quienes su padre no veía en 30 años, que le
enseñaron una casa de madera y le dijeron que de ahí escapó su padre en 1905
cuando lo perseguía la policía del zar. Él no le contaba nada de eso. Así como
hablaba mucho con su madre, con su padre tenía una falta de diálogo bastante
espesa; le resultaba difícil hablar con él, y no porque fuera un padre
particularmente severo. Son silencios que se establecen sin saber por qué.
Cuando Juan regresó de ese viaje su padre estaba jubilado y empezó a vivir una
nostalgia muy fuerte. Cinco años después falleció. Los rusos, dice, tienen un
sentimiento especial, muy fuerte, sobre su tierra, como los españoles. Así era su
padre. Cuando lo visitaba le pedía que le repitiera, palabra por palabra, el
encuentro con la hermana que, dentro de una familia numerosa de 12 o 13
miembros, era su preferida.
Juan Gelman estudió química y la abandonó rápido cuando se dio cuenta
de que la cosa no era por ahí. De pronto tuvo conciencia de que iba a necesitar un
oficio, trabajar de algo para poder vivir y escribir su poesía, de lo que no se puede
vivir. Quizás el único que lo logró fue Pablo Neruda pero no César Vallejo. Su
padre no sabía nada de poesía pero era culto, obrero revolucionario que estudiaba
economía, historia, y leía gran literatura; no lo alentaba en su vocación de poeta
pero no le disgustaba. En cambio su madre le dijo: “Lo que vos necesitás es una
profesión”. “Eso, Dionicio, era el sueño de todos los emigrantes”. Cuando vio
publicado su primer libro se llenó de satisfacción pero no pudo evitar preguntarle:
“¿Y qué vas a sacar de esto?”.
Si hay algún poeta que esté presente en la obra y en la vida de Gelman es
César Vallejo, el gran cholo. Lo encuentra en 1947, a los 17 años; a los 15 había
leído a Kafka y a los 18 Ulises, de Joyce. Pero el descubrimiento de Vallejo le
produjo un impacto muy grande. Se resiste a hablar de influencia. Piensa que
existe un tipo de afinidad con ese autor en el momento, antes y después de leerlo.
Cita una frase de Lezama Lima: las influencias no son efectos de causas, sino son
efectos que iluminan causas. Nadie nace por generación espontánea y esa
continuidad extraordinaria que existe en la poesía es algo que consuela mucho, se
da por impregnación, por silencios, y va por muchas vías. Uno puede decir, sin
burlarse de nadie, que también está influenciado por el abarrotero de la esquina.
“Bueno, tú me entiendes”, agrega. Cuando menciona a Raúl González Tuñón,
gran poeta argentino, clave en su formación, le comento que es uno de los pilares
en la obra de Efraín Huerta. ¿Neruda? Es un gran poeta pero le llega más Vallejo,
que va por otro camino. Cree que si algún autor dice más que otro es porque tiene
un gran poder de transformación en el lector y porque de alguna manera hay una
afinidad previa. Pound dice algo interesante: la poesía es algo que cuaja en
muchas cosas que están alrededor de uno, como cuando cae un chorro de agua
sobre la arena y cuaja en la arena. Todos estamos rodeados de arena.
Al mismo tiempo que hizo sus pininos poéticos leyó mucha poesía. Hizo
una vida de barrio porque vivía en uno donde había una raza muy gruesa; se iba a
bailar, a noviar. Para él el tango siempre fue una manera de conversar, no con
palabras sino con los cuerpos, relación a partir de la cual empezaban las palabras,
si es que había cierta correspondencia. El tango siempre habla de pérdidas,
esencialmente de una mujer y en la imagen de ella se simbolizan otras muchas
pérdidas. Él lo ve con cierta ironía y dice que se debe tomar el tango como viene y
no al pie de la letra. En este sentido le interesó el habla popular porque cree que
son los pueblos los que hacen el idioma y cada lengua es una cosmovisión, un
modo de ver al mundo. Las cosmovisiones no pueden traducirse. En España y
América Latina hay una cantidad de matices que forman parte de un modo muy
particular de ver el mundo, incluso dentro de cada país, como en Argentina, donde
palabras que se usan en el interior se desconocen en la capital. Tiene la impresión
de que en América hay un español naciente enriquecido por fenómenos del habla
popular.
Se siente un poeta urbano, no hay duda, pero el término coloquial le parece
un calificativo lleno de equívocos porque en realidad -remacha- es el pueblo el que
crea el idioma y ese idioma responde a una visión del mundo. No cree en
etiquetas porque, como dice, son los profesores que se convierten en gendarmes
de las definiciones. “¿Te sientes argentino?”, le pregunto. Responde que él
quisiera saber qué es un argentino. Él es un cuento urbano que vivió muchos años
en Argentina y tiene varias patrias: Francia, Buenos Aires, la lengua, y a estas
alturas no sabe bien qué es el ser nacional. No hay que pensar en ello como cosa
cristalizada sino en algo que está en movimiento. A insistencia mía sobre si es
argentino, como se deduce por su obra, acota que eso sucede o no, se da o no,
no es algo que uno se proponga. Cuenta una anécdota al respecto: en 1970
publica su libro Los poemas de Sidney West, uno de los más celebrados, y
aparece en Argentina como Traducciones III porque antes había traducido a un
inglés y a un norteamericano, claro, inventados por él; en estas páginas conserva
a un poeta norteamericano que habla tal vez del oeste, con nombres y ciudades
inglesas. Su edición causó revuelo. Los crítico del Partido Comunista Argentino,
del cual lo expulsaron porque se fue, dijeron que eso mostraba una vez más cómo
los corridos o expulsados se pasaban al lado enemigo. Le reprocharon que
escribiera New York y no Rosario, Cab Cunningham y no José Pérez. González
Tuñón descubrió en esos poemas un espíritu porteño, un aire de la ciudad de
Buenos Aires, pese a que en apariencia ocurra en el lejano oeste. Se pueden
hacer poemas mencionando a Corrientes y Esmeraldas, la esquina céntrica más
famosa de Buenos Aires, que sean perfectamente franceses.
En su libro En abierta oscuridad (Siglo XXI, 1992), su primera antología
personal, Juan Gelman selecciona material escrito durante 30 años. Aunque
sabemos que la gran poesía no tiene edad, no hay fechas ni nombres de los libros
que indique de cuáles están tomados los poemas. Algunos lectores pueden
confundirse a pesar de la aclaración previa. Él declara que en realidad su
intención fue hacer otro libro, y se hace partícipe de la opinión de Edmundo Jabes,
poeta egipcio en lengua francesa, en el sentido de que cuando se tiene bastante
obra publicada se debe hacer una antología que no sea “académica” sino que sea
“otro” libro. Lo intentó y dice que fracasó. ¿Por qué? Porque la poesía, dice, es un
fracaso -un maravilloso fracaso, digo yo- que lo impulsa a seguir escribiendo en la
imposibilidad del alma. Aquí se apoya en Dylan Thomas cuando escribe que
ningún poeta insistiría en ese ardiente oficio de la poesía si no fuera porque
espera encontrar el milagro, y agrega con Chesterton, que lo verdaderamente
milagroso de los milagros es que a veces se producen.
En esta antología predomina el material escogido de su libro Los poemas
de Sidney West, actitud que revela su descarada predilección. Sí, es cierto, el
libro todavía le gusta más que otros. Reconoce que cuando mira lo que ha escrito,
no sólo años después sino al momento de terminarlo, siente una gran
insatisfacción pues conoce la distancia entre todo lo que escribe la mayoría y lo
que él escribe. La poesía es un oficio muy difícil y no se puso la mano en el
corazón para dejar fuera de su antología varios libros donde habla del amor, de lo
urbano, de Cuba, de política, de humanismo. Su autocrítica le lleva a decir que le
resultó difícil juntar tantos poemas -125 páginas-; no es un chiste, recalca, es
cierto.
La revolución cubana lo marcó como a tantos intelectuales progresistas de
Latinoamérica cuando pertenecía al Partido Comunista. Acepta que este partido
nunca fue revolucionario pero hay que admitir que ha sido un consecuente
bombero de la revolución. Cuando aparece la nueva Cuba con una revolución en
español, con Martí detrás, con propuestas espléndidas, humanistas, se sintió
sacudido. Dentro del partido empezaron a vislumbrar otros caminos y a plantear
en la organización su inconformidad con la línea dura imperante que terminó con
la expulsión de algunos de sus miembros, Juan Gelman entre ellos. Se queda un
rato pensativo, quizá porque los recuerdos de Cuba se le agolpan. Sí, Cuba lo
marcó. Recuerda su estancia en 1962, en una reunión internacional de
periodistas, y la alegría liberada de los hombres, mujeres y niños. Aunque el
cubano es de por sí alegre, reflejaba en el rostro y en las actitudes un nuevo
florecimiento. Fue asombroso y de esa época data un libro de poemas suyos,
testimonio de lo que vivió y sintió. El artista, como cualquier persona -insiste-, lo
que tiene es una cosmovisión dentro de la cual la política, la ideología, el
intimismo, es sólo parte de ella ya que está hecha de muchas cosas más. Se
puede ser un revolucionario y participar, como René Char, en la resistencia
francesa, joderse la vida contra los nazis y no escribir un solo poema con
referencia alguna. Sustraerse a su entorno depende de cada quién. Eso, a lo
mejor, explica el juicio que existe contra Ferdinand Célina y Ezra Pound, grandes
escritores que apoyaron el fascismo o fueron fascistas; también se puede ser un
gran abanderado de las revoluciones del mundo y ser un pésimo poeta o escritor.
El tema de la política lo apasiona tanto como la poesía. No lo interrumpo.
Se remite a la cuestión del tema. Cree que estos hechos no definen una obra de
arte y suelta una perogrullada: con el mismo tema se puede hacer una obra de
arte o una porquería: el amor, la amistad, la política. El tema de la poesía es la
poesía y por eso puede hablar de todo. González Tuñón decía que la poesía es
como la paz, una e indivisible, y no debe hacerse lo que un grupo de poetas
hicieron en los años 60 -él entre ellos-: descartarla por sus temas, por metafísica,
amorosa, mística; eso era, admite, una actitud, con perdón de la palabra (por el
tono de su voz me doy cuenta que expía sus culpas.) Ahora sucede al revés: no
se considera poesía la que habla de política, de las injusticias en que vive la
sociedad.
Las dos son posiciones estalinistas, de donde se deduce que grandes
intelectuales que presumen de liberales lo son, así como los que desde la derecha
ejercen estas posiciones. No hay que asombrarse de que el estalinismo tenga
tanto que ver con la derecha. Le pido una respuesta a mi pregunta de ¿Por qué
escribe? pero lo aprisiono con dos propuestas: ¿por insatisfacción o por acuerdo
con la vida? Me apeno de acorralarlo y lo dejo en libertad. Acepta mi
planteamiento y responde que por insatisfacción aunque después termina con un
“En realidad no sé”. Prosigue: Uno escribe para agotar una obsesión cualquiera
que ésta sea; de todos modos siempre se queda insatisfecho. En el fondo se trata
de una sola obsesión: dar con esa palabra calcinada que es la poesía. Ese es su
caso.
¿Cómo llegó a los místicos siendo ateo? Los leyó en la escuela y también
después, porque San Juan de la Cruz no sólo le parece un gran poeta sino el más
grande que tenemos en la lengua castellana. La relectura se produjo desde otro
lugar durante su largo exilio de 14 años en Roma, París, Ginebra; sentía mucho la
pérdida de su país. Esa realidad fue la única que tenía en medio de las otras
lenguas en que vivió la pérdida de amigos, compañeros muertos por la dictadura
militar, familiares; eran presencias ausentes muy fuertes, lo siguen siendo, no se
han atenuado. Cuando releyó a los místicos sintió que en ellos había el deseo de
una presencia ausente que quizá era Dios, pero en Gelman era el país, la presión,
el anhelo de lo perdido. Además influyó mucho su exilio. Por esos años leyó la
cábala más a conciencia. Con José Ángel Valente, gran poeta español, hablaba
de estos temas y de la visión exiliada de la vida, de la historia, de uno mismo, que
descubrió en la cábala; en el fondo los místicos dicen que uno es un exiliado sobre
la tierra. Un cabalista marroquí explicaba que cada uno de nosotros está sostenido
de una cuerda que Dios sujeta en sus manos y que cuando Dios quiera la suelta;
si en vez de Dios ponés muerte, aclara, es exactamente lo mismo. La poesía
judeoespañola de los siglos XII, XIII y XIV, le impresionó por su característica
exiliar. En San Juan el lenguaje hace que esa vivencia, ese deseo, se
transparente en su palabra, aunque no sea voluntad de él; él no sólo dice lo que
dice sino dice lo que calla, como bien señala Valente, a lo que Juan agrega que
también calla lo que dice. Ese es el ideal de Gelman respecto a la poesía.
Su exilio comenzó en 1975, en las postrimerías del gobierno de Isabel
Perón, continuó con la dictadura militar y siguió bajo el primer gobierno civil que
hubo en su país y que presidió Alfonsín. No podía regresar a Argentina porque
bajo la dictadura le iniciaron varios procesos y aunque mucha gente le pidió el
desestimiento al presidente -entre ellos Carlos Fuentes-, Alfonsín no quiso hacer
nada, quizá, piensa, por la teoría de los dos demonios inventada por Ernesto
Sábato, en la que equiparaba a los que luchaban por la justicia de su país con los
dictadores militares, poniéndolos en la misma balanza. Al final se resolvió desde el
punto de vista judicial porque el tribunal federal rechazó los fundamentos del juicio.
Es pregunta obligada los cambios de los últimos años en el mundo de los
sistemas socialistas. Se apresura a contestar, con un “disculpáme” de por medio,
que esos no eran sistemas socialistas, eran otra cosa. ¿Qué cosa? En el fondo
era una burocracia partidista que manejaba todos estos países con una capa
burocrática bastante extendida que defendió sus privilegios en detrimento de los
pueblos. Su caída le parece una consecuencia lógica de ese fracaso. Era una
especie de gigante con pie de barro; piensa sobre todo en la Unión Soviética,
ahora ex. Ese fracaso no es el naufragio del socialismo real y no quiere decir que
hayan desaparecido los motivos para seguir pujando por un mundo justo, libre y
realmente democrático. El Consejo Episcopal Mexicano afirmó que cuando una
democracia está privada de ese contenido de justicia, es un totalitarismo
disfrazado. Cuando escucha hablar de que se han perdido las utopías, no está de
acuerdo; es utópico pensar que las utopías se han terminado, viviendo la historia,
el pensamiento humano. Las utopías nacen a cada rato y es probable que su
razón consista en su fracaso para dar paso a una utopía mejor. ¿O nueva? Sí. No
está desencantado de las utopías, sigue creyendo que al mundo hay que
cambiarlo, que las razones para bregar por un sitio mejor todavía existen, incluso
se han acentuado en nuestros países, concretamente en Argentina donde cada
día hay más pobreza, injusticia, dolor. Como sabemos que en México la clase
media ha desaparecido -para mal, claro- le interrogo sobre qué ha pasado en su
país con ella. Hay un cambio en la estructura social, ha desaparecido una parte de
la clase obrera, han sido despedidos y echados a la calle, la situación económica
es muy dura, no tiene espacios, salvo en la economía que se llama informal, no
estructurada. Ha habido un proceso de empobrecimiento de la clase media que en
algunos sectores llegó incluso a la proletarización. No ha desaparecido del todo,
hay un sector muy rico y otro que está al borde. Todavía tienen peso político, peso
social.
Desde que conozco a Juan Gelman, a pesar de su gran sentido del humor,
de su feliz estancia en México, de su agitado trabajo periodístico y de los viajes
frecuentes, siempre me llama la atención su mirada, sus ojos oceánicamente
tristes, aunque sonría o ría abiertamente. Le hablo de ello y se ruboriza, se altera,
se entristece, sobre todo cuando cito a Vallejo y le digo que como él lleva la
resaca de todo lo vivido empozada en el alma y reflejada en el rostro. El silencio
es largo, profundo. Me doy cuenta de mi dislate. Se toma su tiempo y aclara que
tiene muchos motivos de tristeza interior y exterior, como cualquier persona, pero
eso no le quita que viva esperanzado y consolado. Para él la poesía es un gran
consuelo. Recuerda un poema chino, anónimo, escrito hace 3,500 años: Un
pastor cuida el rebaño, con un frío intenso, lejos de su mujer que está en el hogar -
imagina-, al lado del fuego, cosiendo; el último verso dice: Él escucha el ruido de
sus tijeras bajo la noche profunda. El hecho que ese poema se haya escrito hace
tantos años y todavía nos emocione quiere decir que hay un tejido humano
imposible de romper, una capacidad de belleza imposible de aniquilar. Después,
cada cual con sus dolores se las arregla como puede.
Aunque no le gusta hablar de su obra, le menciono que, a mi parecer,
desde sus primeros libros se nota un cambio entre uno y otro, temática y
formalmente, un proceso que aunado a su sabiduría le ha dado una gran
significación no sólo en las letras argentinas sino en la que se escribe en
castellano. Aventura hipótesis. Alguien le dijo que cada libro suyo era distinto al
anterior como forma, aunque las obsesiones se repiten. Ya nos ha dicho que
escribe para agotar una obsesión. Admira en poetas como Eliot y Lezama Lima su
capacidad para hacer una crítica muy precisa sobre la poesía, sobre el mecanismo
de la escritura. Él se considera incapaz de ello. Los cambios -termina- en cada
caso, es decir en cada libro, fueron necesarios.
Por último, le pido que me hable del largo y extraordinario poema Carta a
mi madre, publicado en 1989 y escrito desde el exilio. Fija su mirada en la botella
de tequila y murmura: “La carne es débil pero yo soy más “; le acompaño con otra
copa. Su madre fallece en 1983. A partir de ciertos momentos no pudo seguir
trabajando como periodista en Europa y empezó a ganarse la vida como traductor.
Estaba en Ginebra cuando escribió ese poema que originalmente era muy extenso
y estaba escrito en forma de carta. Lo terminó en dos noches. Vivió una especie
de esquizofrenia, laboraba con normalidad pero como si estuviera ausente.
Cuando terminó esa carta no sabía quién era. Se dirige a mí y afirma: “Esto, sós la
primera persona a quien se lo comento. ¿Sabés qué hice? Me fui a la fotografía a
sacarme una foto para estar seguro de que era real, para ver qué cara tenía, cómo
era, porque ni en el espejo me daba cuenta”.
La carta la guardó durante mucho tiempo ya que no podía acercarse a esa
descarga. Lo hizo una vez que estaba casi seguro de la realidad, porque al año
siguiente se murió cuatro veces en cuatro paros cardíacos. La carta tenía 60
cuartillas y después la convirtió en poema. Carta a mi madre, a mi juicio -ya que
Juan no quiere seguir hablando-, no sólo es un poema brutal, desgarrador,
intenso, amoroso, tierno; también es una acendrada biografía y un maravilloso
testamento humano y literario.
Juan Gelman piensa radicar definitivamente en México. A Argentina regresa
de vez en cuando a ver a su hija y al nieto. Este mes viaja para revisar, presentar,
promocionar la edición de su obra completa que publica Seix Barral y su deseo es
vivir entre nosotros hasta que Dios -y el día esté lejano, diría Porfirio Barba Jacob-
tire de la cuerda.