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La posición estratégica de la población civil en un
conflicto insurgente: Notas relevantes para el caso
colombiano.
Román D. Ortiz
Instituto General Gutiérrez Mellado.
España
Los civiles en un conflicto irregular.
Los civiles son la piedra angular de cualquier conflicto en el que
un gobierno se enfrenta a una organización insurgente. De hecho,
varios factores colocan a la población no combatiente en esta posición
central. Un conflicto insurgente debe ser entendido como una guerra
total en la medida en que se desarrolla como un enfrentamiento
societal en el que un cierto grupo ideológico invierte todos los
recursos a su disposición para demoler un determinado orden y
destruir el poder de aquellos sectores sociales que lo hegemonizan.
En consecuencia, el fin último de una campaña insurgente no es
simplemente el derrocamiento de un gobierno sino más bien la
destrucción de una estructura social. Algo que necesariamente obliga
a los terroristas a ampliar el rango de sus blancos potenciales más
allá del reducido círculo de las autoridades políticas y las fuerzas de
seguridad hasta alcanzar a la práctica totalidad de la población.
Además, dentro de esta dinámica bélica, el objetivo prioritario de los
insurgentes es destruir al Estado adversario y construir una autoridad
estatal paralela a su servicio. Como parte de la estrategia para
alcanzar esta meta, resulta imprescindible deslegitimar a las
autoridades demostrando su incapacidad para proteger a los civiles,
presionar a la opinión pública para que fuerce al gobierno a ceder a
las exigencias más coyunturales de los rebeldes y afirmar el control
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sobre sectores siempre crecientes de la población con vistas a
engrosar la base social del nuevo poder insurgente. Todas estas
tareas implican el desarrollo de acciones militares específicamente
orientadas a atacar blancos civiles. Finalmente, la posición central de
los civiles dentro de un conflicto insurgente también está
determinada por el papel logístico y táctico que están llamados a
cumplir dentro de la estrategia rebelde. Para guerrilleros y
terroristas, el entorno social donde operan es la fuente principal de
recursos humanos y financieros. De hecho, los insurgentes explotan
en su beneficio a la población a través de una variada gama de
recursos que van desde la extorsión al secuestro o el robo. Pero
además, el medio civil cumple una función táctica clave en la medida
en que proporciona a los terroristas canales de comunicación para
mover sus recursos militares y sus mensajes políticos así como un
entorno donde encontrar cobertura y obtener apoyos de muy diverso
tipo.
De este modo, la lógica estratégica de un conflicto insurgente
sitúa a la población civil en el centro del enfrentamiento entre
gobierno e insurrectos. Los civiles no pueden permanecer al margen
de la acción de una organización guerrillera porque el desarrollo de
acciones armadas en su contra constituye una parte integral de la
estrategia rebelde y finalmente el control de la población es el factor
clave para determinar el desenlace del conflicto. En este contexto, las
operaciones de la guerrilla golpean a los no combatientes de forma
sistemática y fuerzan al gobierno a intervenir entre la población civil
para localizar y neutralizar a los rebeldes. El resultado de esta
dinámica sitúa necesariamente a la población en el eje del
enfrentamiento entre autoridades y rebeldes. De este modo, se
puede afirmar que la posición estratégica central de los no
combatientes en el desarrollo de una guerra insurgente está
predeterminada por la propia naturaleza de este tipo de conflictos
más allá de cual sea la voluntad del ejecutivo inmerso en el
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enfrentamiento o de otros actores como instituciones judiciales,
grupos pro derechos humanos o gobiernos extranjeros. Como
consecuencia, resulta casi imposible que la población civil pueda
situarse al margen de los enfrentamientos entre las autoridades y los
grupos rebeldes o blindarse contra los efectos de dicha lucha. De
hecho, la única garantía real de seguridad para los civiles es la
frustración de la estrategia insurgente que necesariamente les escoge
como blancos prioritarios de sus acciones armadas. O dicho de otra
forma, prácticamente la protección de los no combatientes solo es
posible a través de la derrota de la campaña militar de la guerrilla.
Desde esta misma perspectiva, resultan muy escasas las
posibilidades de que un gobierno alcance un acuerdo efectivo con un
grupo insurgente destinado a restringir el alcance de las acciones
militares rebeldes de forma que se pueda avanzar en la humanización
del conflicto interno. Esta sería la explicación detrás del fallido
acuerdo de Maguncia alcanzado entre la administración Pastrana y el
Ejército de Liberación Nacional (ELN) en julio de 1998 que incluía
cláusulas destinadas a forzar una adecuación del comportamiento de
los insurgentes al derecho internacional humanitario con
compromisos expresos de finalizar con el secuestro de menores y
ancianos así como detener los ataques contra la infraestructura civil o
frenar el sembrado de minas. Una serie de promesas que fueron
rápidamente incumplidas en los meses siguientes por los “elenos”. En
realidad, el fracaso de este acuerdo puso de relieve una serie de
factores inevitablemente debilitan la eficacia de este tipo de acuerdos
parciales entre autoridades e insurgentes. Para empezar, introducir
por vía de un compromiso escrito restricciones sobre el repertorio
táctico de un grupo insurgente choca frontalmente con la propia
lógica de la guerra de guerrillas que demanda la máxima libertad de
actuación de los insurgentes con vistas a disfrutar de las máximas
posibilidades de asegurarse la sorpresa estratégica y estar en
condiciones de desbordar a un adversario muy superior en recursos
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de todo tipo como es el Estado. En este sentido, intentar
comprometer a un grupo insurgente a respetar un código de
comportamiento en sus operaciones resulta algo semejante a intentar
“regularizar” una acción militar que por naturaleza es “irregular”.
Prácticamente, se trata de una “contraditio in terminis”.
Además, habitualmente, aquellos recursos tácticos que provocan
una particular repulsión desde un punto de vista humanitario suelen
cumplir un papel esencial dentro de la estrategia de guerrilleros y
terroristas con lo que su proscripción por medio de un acuerdo entre
las partes enfrentadas equivale a reducir sustancialmente la
capacidad operativa de los rebeldes. Algo que la dirección de una
organización insurgente trata de evitar por todos los medios. Este ha
sido el caso de las discusiones sostenidas en Colombia sobre la
posibilidad de llegar a un acuerdo con las FARC para que este grupo
abandonase el uso de pipetas de gas a modo de artillería
rudimentaria para apoyar sus ataques. Sin duda, su falta de precisión
y su enorme poder destructivo convierte estos artilugios en armas
particularmente dañinas para la población civil. Pero al mismo
tiempo, las FARC han convertido esta artillería improvisada en un
elemento de apoyo clave en sus tomas de poblaciones y sus asaltos
contra posiciones fortificadas de las fuerzas armadas colombianas. En
consecuencia, cualquier acuerdo que proscribiese el empleo de estos
proyectiles obligaría a este grupo guerrillero a prescindir de un arma
clave dentro de su arsenal. De este modo, se explica la resistencia de
las FARC a prestar alguna atención a las demandas de grupos
humanitarios en pro del abandono de este tipo de equipo militar de
circunstancias.
Las dificultades para alcanzar un compromiso entre gobierno y
guerrilla sobre un código de comportamiento bélico se incrementan
ante la práctica imposibilidad de establecer un mecanismo de
verificación eficiente que sirva para garantizar que los insurgentes
están respetando las limitaciones acordadas. En este sentido, existe
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una clara asimetría entre las posibilidades de controlar las acciones
militares gubernamentales y de supervisar las operaciones
insurgentes. En principio, las acciones de un Estado, siempre que sea
democrático, están condicionadas por todo un aparato legal y
sometidas al escrutinio de una serie de instituciones de control que
incluyen tribunales, organismos gubernamentales de protección de
los derechos humanos, etc. Ninguno de estos controles existe por el
lado de los insurgentes cuyo comportamiento bélico solo está
sometido a la supervisión de la propia cúpula de partido-ejército que
diseña e impulsa la confrontación armada. Además, por su propia
naturaleza, las operaciones guerrilleras o terroristas se desarrollan en
la clandestinidad con lo que las posibilidades de asegurar un control
sobre las mismas y garantizar que se ciñen a un cierto código de
comportamiento son aún menores. En particular, la verificación de un
acuerdo humanitario es todavía más compleja en un conflicto
multidimensional como el colombiano. Cuando existen hasta cuatro
bandos enfrentados –gobierno, guerrilla, paramilitares y
narcotraficantes– resulta extremadamente complejo determinar quien
es el que ejecuta una determinada acción y en consecuencia
identificar al violador de un hipotético acuerdo de humanización del
conflicto establecido entre las partes enfrentadas. Finalmente, a la
hora de valorar las posibilidades de establecer un código de
comportamiento bélico entre un gobierno y una organización armada,
también es necesario tomar en consideración los efectos políticos de
dicho compromiso. De hecho, un pacto de estas características
implica un cierto grado de legitimación del grupo insurgente por parte
de las autoridades. Un acuerdo de humanización de un conflicto
interno supone que las autoridades reconocen implícitamente el
derecho de los rebeldes a levantarse en armas y centran su repulsa
en como se está ejerciendo la violencia revolucionaria más que en el
recurso a la fuerza armada en sí mismo. De este modo, los
insurgentes obtienen automáticamente un fuerte rendimiento político
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de un compromiso de estas características con independencia de que
posteriormente lo cumplan. En consecuencia, este tipo de
negociaciones fuerza al gobierno a proporcionar por adelantado
sustanciales ventajas políticas a los insurgentes a cambio de un
supuesto beneficio humanitario que tiene muy escasas posibilidades
de materializarse y en cualquier caso siempre lo hará en el futuro.
Todo este conjunto de dificultades ha tendido a bloquear la
puesta en práctica de códigos de comportamiento bélico en los
conflictos que han enfrentado a gobiernos con organizaciones
armadas irregulares. De hecho, prácticamente no existen precedentes
de acuerdos de humanización de la guerra entre gobiernos y
guerrillas que hayan establecido limitaciones sobre las operaciones
bélicas sin llegar a imponer un alto el fuego total y hayan sido
respetados de forma significativa. En realidad, en los conflictos
internos, las limitaciones en el comportamiento militar de las partes
han sido fruto más de decisiones unilaterales de las mismas que de
compromisos alcanzados sobre una mesa de negociaciones. En este
sentido, los Estados han podido optar por evitar el uso de ciertas
armas o determinadas tácticas como consecuencia de su
ordenamiento jurídico interno, la correlación de fuerzas políticas en
su interior o las presiones internacionales. Las razones por las que
una guerrilla puede optar voluntariamente por reducir la intensidad
de sus operaciones o prescindir de ciertas opciones en su repertorio
táctico suelen ser más complejas. En términos generales, este tipo de
decisiones responde a giros en la dinámica política al interior de la
organización y suelen tener lugar en el contexto de un profundo
debilitamiento del grupo armado que le obliga a realizar este tipo de
concesiones de forma unilateral con vistas a facilitar el camino para
acordar una desmovilización pactada con el Estado. Un buen ejemplo
de esta trayectoria tuvo lugar a lo largo del proceso que llevó a la
disolución de la banda independentista vasca Euzkadi Ta Askatasuna
Político-Militar (ETA p-m) durante los años 80. En este periodo, la
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organización terrorista decidió en un momento dado abandonar la
realización de atentados mortales; pero continuó realizando acciones
armadas destinadas a castigar a aquellos que consideraba sus
enemigos políticos. Fue una opción que precedió a la decisión del
grupo de abandonar la lucha armada definitivamente.
Desde luego, los obstáculos que hacen extremadamente difícil
alcanzar un acuerdo de humanización de la guerra entre un gobierno
y una organización insurgente no afectan a las posibilidades de
avanzar en un diálogo de paz que concluya con el desarme del grupo
rebelde. De hecho, un proceso de desmovilización de una
organización guerrillera que parta de un alto el fuego no se
enfrentará a muchas de las dificultades que socavan el
establecimiento de un código de comportamiento bélico entre
insurgentes y gobierno. En realidad, por paradójico que parezca,
resulta más problemático tratar de establecer ciertas restricciones de
carácter humanitario sobre las operaciones bélicas que sencillamente
paralizarlas en su totalidad. Para empezar, una oferta de las
autoridades para avanzar hacia la desmovilización total no legitima a
los rebeldes de igual forma que cuando el gobierno se aviene a
negociar con actores armados ilegales un compromiso de
comportamiento humanitario. En última instancia, el Estado puede
abrir una negociación de paz desde una postura del rechazo total al
empleo de la fuerza armada con fines políticos. Por el contrario, si el
ejecutivo acepta entrar en un compromiso para regular dicha
violencia está inevitablemente justificando su uso. Al mismo tiempo,
verificar un cese de hostilidades total es mucho más sencillo que
tratar de controlar si las fuerzas enfrentadas se comportan de
acuerdo con unas ciertas normas en medio de los combates. Además,
en buena medida, un cese completo en las operaciones resulta más
fácil de respetar que unas ciertas restricciones en las operaciones que
tienden a ser rápidamente sobrepasadas por las demandas generadas
por la propia dinámica bélica. De hecho, es más simple renunciar
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totalmente al empleo de las armas en el contexto de un alto el fuego
que prescindir del uso de un cierto tipo de equipo militar en el
transcurso de un choque bélico. En resumen, una guerra insurgente
en tanto que un conflicto total solo puede ser desactivada por medio
de un compromiso global de cese de hostilidades dado que su propia
naturaleza hace extremadamente difícil que los beligerantes se han
capaces de respetar acuerdos para regular y restringir sus acciones
bélicas.
Al mismo tiempo, la posición de la población civil como centro de
gravedad de una guerra insurgente hace que su adhesión y apoyo
sea el factor clave que determina si es el gobierno o la guerrilla quien
se impone en el conflicto. En consecuencia, las posibilidades de un
gobierno para desarrollar con éxito una campaña contrainsurgente
depende en gran medida de su capacidad para “ganar los corazones y
las mentes” de los no combatientes y contar con su cooperación
activa contra la guerrilla. Estas relaciones de colaboración en materia
de seguridad solamente se pueden desarrollar sobre la base de los
vínculos que unen a los ciudadanos con las autoridades estatales. En
este sentido, la clave de las relaciones entre Estado y población
descansan sobre una construcción de dos escalones. En principio, los
ciudadanos aceptan un cierto gobierno en la medida en que sienten
que han participado de forma activa en su elección. Un principio de
legitimidad de origen que hace mucho más sólida la adhesión de los
ciudadanos a las instituciones estatales en los regímenes
democráticos que en aquellos de corte autoritario. Pero además, las
relaciones entre Estado y población se construyen de forma cotidiana
por medio de un intercambio en el que el gobierno proporciona
ciertos servicios básicos –orden público, justicia, sanidad,...– y a
cambio el ciudadano confiere a las autoridades legitimidad para
ostentar el poder. En condiciones políticas normales, el intercambio
tiende a prolongarse en el tiempo cristalizando en un pacto entre
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Estado y ciudadano. Con consecuencia, se materializa un segundo
principio de legitimidad estatal con un carácter funcional.
Los insurgentes tratan de quebrar los vínculos entre la
ciudadanía y el Estado atacando ambos niveles de legitimidad. Por un
lado, niegan la validez de los procesos de participación política de la
población al mismo tiempo que atacan tanto a los representantes de
la ciudadanía (diputados, alcaldes, etc.) como a las instituciones que
les agrupan (congresos, ayuntamientos, partidos, etc.) y los procesos
a través de los que estos son electos. Por otra parte, intentan destruir
el trueque de servicios y legitimidad que vincula al Estado y los
ciudadanos destruyendo los instrumentos de las autoridades para
garantizar unas condiciones mínimas de vida a la población
(estaciones de policía, órganos judiciales, servicios públicos, etc.) y
creando un estado general de ingobernabilidad. Evidentemente, la
guerrilla acompaña este proceso de demolición de los vínculos entre
Estado y población de la construcción de un nuevo sistema para-
estatal que los insurgentes tratan de dotar de legitimidad de origen
estableciendo mecanismos para que teóricamente la población
participe en la nueva institucionalidad revolucionaria al mismo tiempo
que intentan conquistar cuotas crecientes de legitimidad funcional
sustituyendo al gobierno en la prestación de servicios. Si este proceso
no es detenido, finalmente la vieja estructura estatal se convierte en
una frágil cáscara vacía en la medida en que el respaldo popular gira
hacia el nuevo aparato paraestatal construido por los insurgentes. En
ese punto, el Estado ha perdido posiciones en el conflicto insurgente,
probablemente más allá de toda posibilidad de recuperación.
Para prevenir esta posibilidad, la cooperación entre Estado y
ciudadanía en el contexto de una guerra insurgente debe estar
basada en el fortalecimiento de los elementos que consolidan la
legitimidad de las instituciones públicas y fortalecen los vínculos de la
población con las autoridades. En este sentido, es necesario desechar
dos instrumentos como posibles recursos para forzar una cooperación
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estable y sólida entre ciudadanos y gobierno. Por un lado, el mayor o
menor arraigo popular de ideologías como el anticomunismo o el
catolicismo no es suficiente por si mismo como para impermeabilizar
a un determinado grupo de población frente a la influencia de un
grupo armado y asegurar una cooperación fluida de la ciudadanía con
las autoridades. De hecho, estas lealtades políticas no suelen
mantenerse sólidas frente a un incremento de la presión armada de
los insurgentes, ni ante un deterioro radical de la situación económica
y social. Por otra parte, la aplicación de una campaña de terror por
parte de las autoridades tampoco sirve para empujar a la población a
desarrollar una relación de cooperación estable con el Estado. En
términos generales, el terrorismo estatal suele ser respondido por
una escalada de terror insurgente creando una espiral que conduce a
la polarización del escenario social con la cristalización de un sector
decididamente progubernamental al mismo tiempo que se consolida
otro grupo antagónico anti-Estado y favorable a los insurgentes. De
este modo, la aplicación de una violencia indiscriminada por parte de
las autoridades termina por empujar a un sector de la sociedad hacia
el lado de la guerrilla. Además, la ilegalidad y discrecionalidad con la
que se aplica la violencia en el contexto de una campaña de terror
estatal quiebra el funcionamiento de las instituciones y la confianza
de los ciudadanos en las mismas. Como resultado, el mismo Estado
debilita los canales por los que se relaciona con los ciudadanos y
termina por romper el vínculo por el que se gana la legitimidad de la
población. En ese sentido, el desarrollo de una campaña de terror
indiscriminado puede parecer una tentadora opción para forzar la
cooperación de la ciudadanía con las autoridades; pero en última
instancia termina desgastando los fundamentos de la legitimidad en
los que el gobierno necesita apoyarse para imponerse en una guerra
insurgente.
De hecho, la necesidad de fortalecer el pacto entre Estado y
población civil como base para consolidar la cooperación ciudadana
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contra el terrorismo obliga a las autoridades a introducir ciertas
restricciones y condicionantes en el desarrollo de una campaña
contrainsurgente. En este sentido, resulta imprescindible que la
desarticulación de los grupos insurgentes se desarrolle de forma
discriminada y con un uso limitado de la fuerza con vistas a evitar
que una represión masiva que terminaría enajenando a la población
civil contra las autoridades e inclinándola a favor de la guerrilla. Por
otra parte, también resulta fundamental que las medidas policiales y
militares destinadas a reprimir a los insurgentes sean acompañadas
de programas de desarrollo y prestación de servicios sociales con
vistas a reforzar los lazos entre Estado y población civil. Este
conjunto de medidas no militares –comúnmente conocidas dentro de
la estrategia contrainsurgente como acción cívica –no necesariamente
debe implicar la inversión de una gran cantidad de recursos
económicos. Por el contrario, se trata de desarrollar iniciativas
dirigidas de forma selectiva a introducir mejoras en puntos críticos de
la vida social y económica de las comunidades afectadas con vistas a
conseguir una mejora general de sus condiciones de vida a cambio de
un gasto relativamente modesto. El objetivo final es demostrar la
capacidad del Estado para mejorar la vida de la población y, en
consecuencia, reforzar la legitimidad de las autoridades entre los
ciudadanos estimulando la cooperación de los civiles en la lucha
contrainsurgente. A partir de estos elementos fundamentales, las
posibilidades de articular una colaboración efectiva y acorde con el
Estado de derecho entre la ciudadanía y las autoridades para el
combate contra el terrorismo depende de la respuesta dada a dos
preguntas. Por un lado, cuales son los instrumentos públicos que las
autoridades quieren emplear para gestionar la situación de seguridad
y, en consecuencia, a los que quieren convertir en la vía para
articular la cooperación con la ciudadanía. Por otra parte, de formas
específicas deberían establecerse los instrumentos para que los
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ciudadanos presten su colaboración activa en el combate a la
insurgencia.
La cooperación de la población civil en una campaña
contrainsurgente: ¿quién y cómo?
En términos generales, para hacer frente a una amenaza
insurgente, el Estado puede optar entre confiar la gestión de la
seguridad interior a la policía o a las fuerzas armadas. En realidad, se
trata de dos instrumentos de muy distinta naturaleza; pero que bajo
determinadas circunstancias están llamados a desarrollar papeles
complementarios en la lucha contrainsurgente. En principio, los
cuerpos de policía tienen como misión prioritaria la defensa del
ordenamiento interno del Estado frente a grupos o individuos que
tratan de vulnerarlo. En este sentido, la acción policial no implica
otorgar ningún reconocimiento político al sujeto perseguido en la
medida en que únicamente está orientada a responder a la ruptura
de un ordenamiento jurídico que el infractor reconoce como propio y
no cuestiona globalmente. Dicho de otra forma, en términos
generales, las fuerzas policiales están concebidas para perseguir a
aquellos que rompen la legalidad bajo la que se consideran situados,
pero no para combatir a actores que se encuentran situados fuera de
este orden y tratan de destruirlo en su totalidad. Desde esta
perspectiva, resulta lógico que las misiones de la policía se
circunscriben al interior del territorio del Estado en la medida en que
es dentro de este espacio donde permanece vigente el ordenamiento
jurídico que es responsable de defender. En este contexto, las fuerzas
policiales necesariamente están obligadas a realizar un uso
restringido de la fuerza en la medida en que un empleo masivo e
indiscriminado del poder armado terminaría por destruir precisamente
el ordenamiento jurídico que se pretende amparar. De este modo, su
papel como instrumento para el mantenimiento del orden en la vida
cotidiana y su orientación hacia un uso restrictivo de la fuerza hace
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de la Policía en el brazo armado del Estado más próximo al
ciudadano.
En comparación a la policía, las fuerzas armadas tienen como
objetivo primordial la defensa del Estado contra actores que buscan
su completa aniquilación y, en consecuencia, también la destrucción
del ordenamiento jurídico de dicha estructura estatal. Esta
confrontación total con el Estado necesariamente es planteada por
agentes que se consideran al margen de la autoridad pública y la
legalidad oficial. De hecho, solamente actores que se coloquen
completamente al margen del Estado están una posición que les
permite cuestionarlo globalmente y plantearse su destrucción. De
este modo, las fuerzas armadas están orientadas a combatir
amenazas situadas fuera de los límites políticos del Estado. Desde
esta perspectiva, resulta plenamente coherente que el Ejército y las
otras fuerzas militares tengan como cometido natural la defensa
internacional del Estado. Pero además, bajo ciertas circunstancias, es
concebible que emerjan amenazas existenciales a la supervivencia del
Estado dentro del territorio teóricamente bajo su control. Tal sería el
caso del desarrollo de una guerra insurgente. Un escenario que
plantea un poderoso argumento para emplear la fuerza militar en la
restauración del orden interior. De este modo, la intervención de las
fuerzas armadas en un conflicto siempre supone el reconocimiento al
adversario de un estatuto político al margen de la autoridad del
Estado en la medida en que el poder militar solo se utiliza contra
actores que no se consideran sometidos a la legalidad formal de la
autoridad pública agredida. Este otorgamiento de estatuto político a
través del empleo de las fuerzas armadas en un conflicto resulta muy
visible en un enfrentamiento internacional. El uso por ambos
gobiernos del poder militar en una guerra convencional implica que
ambos se identifican como sujetos políticamente distintos con
ordenamientos jurídicos independientes. Pero en cierta medida este
mutuo reconocimiento también se produce cuando el Ejército es
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sistemáticamente utilizado como protagonista principal en la
confrontación de una amenaza interna. De hecho, se pude afirmar
que en tales circunstancias, se está otorgando al adversario un
estatuto político independiente. Al mismo tiempo, en la medida en
que las fuerzas armadas confrontan actores al margen del
ordenamiento jurídico del Estado, se orientan hacia la intervención en
un escenario de naturaleza bélica donde el uso de la fuerza se puede
practicas con pocas restricciones en la medida en que las partes
enfrentadas no tienen su margen de maniobra limitado por la
existencia de un ordenamiento jurídico común que desean conservar.
Vistos estos rasgos del poder militar, resulta inevitable que las
fuerzas armadas se configuren como un instrumento de seguridad en
principio alejado del entorno habitual de los ciudadanos. Esta posición
de la institución militar frente a la ciudadanía resulta inevitable dada
su orientación hacia la confrontación de amenazas exteriores y su
tendencia hacia un empleo irrestricto de la fuerza. Ambos rasgos
sitúan a las fuerzas armadas lejos de la tarea de confrontar las
infracciones rutinarias del ordenamiento interno y otorga a su empleo
en tareas de seguridad interior un carácter inevitablemente
excepcional.
Una guerra insurgente es un conflicto con una cierta naturaleza
mixta a caballo entre la simple infracción delincuencial del
ordenamiento jurídico estatal y el conflicto con un actor políticamente
independiente de rasgos paraestatales. Los insurgentes se comportan
como grupos de delincuentes que no respetan el ordenamiento
jurídico interno y atacan sistemáticamente a los agentes de la
autoridad estatal. Pero a la vez, orientan sus acciones más allá de sus
meros objetivos tácticos hacia la destrucción total del Estado, el
cambio del régimen político y la imposición de una transformación
social. En este sentido, hay bases teóricas para defender el
protagonismo tanto de la policía como de las fuerzas armadas en la
guerra contrainsurgente. Por un lado, los cuerpos de policía se
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adecuan a la faceta delictiva en la que inevitablemente incurren
guerrilleros y terroristas. Por otra parte, el poder militar resulta un
instrumento coherente para hacer frente a una amenaza que se sitúa
al margen de la autoridad del Estado y trata de configurarse como un
actor político independiente. Además, en ocasiones como la de
Colombia, la capacidad militar a disposición de la guerrilla y las
limitaciones de los recursos de seguridad en manos del Estado crean
la demanda estratégica de que las instituciones policiales y militares
actúen de forma conjunta para confrontar una amenaza que les
superaría ampliamente si actuasen independientemente una de la
otra.
En cualquier caso, el diseño de esta cooperación debe construirse
sobre la base de la distinta naturaleza de las fuerzas armadas y
policiales que necesariamente las orienta hacia el cumplimiento de
misiones diversas, pero complementarias dentro de una estrategia
contrainsurgente. En principio, el hecho de que el empleo de la Policía
niegue a los insurgentes cualquier estatuto político y les reduzca al
nivel de meros delincuentes convierte a esta institución en un
instrumento atractivo para desarrollar operaciones particularmente
visibles contra la guerrilla sin concederle por ello ningún estatuto
político. Al mismo tiempo, su extenso despliegue territorial y su
cercanía a la ciudadanía hace de las fuerzas policiales en un
instrumento optimo para desarrollar tareas de vigilancia y control del
territorio con un fuerte componente de seguridad estática que exige
un estrecho conocimiento del entorno físico y humano. Asimismo, el
uso restringido de la fuerza connatural a las actividades policiales
convierte hace de este tipo de instituciones un instrumento apropiado
para el desarrollo de operaciones en zonas con una alta densidad de
civiles, particularmente las ciudades. Por el contrario, la principal
ventaja de las fuerzas armadas reside en la contundencia propia de
su carácter de instrumento bélico. Su mayor movilidad y potencia de
fuego le convierte en una herramienta clave para destruir las
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unidades principales de la guerrilla, contener ofensivas insurgentes o
despejar ciertas regiones de unidades rebeldes. Además, la
intervención de las fuerzas armadas en apoyo de la policía resulta
imprescindible cuando las operaciones cruzan un cierto umbral de
intensidad y es necesario el uso de un volumen masivo de recursos
para asegurar la supremacía sobre los insurgentes. Dado que la
distinta naturaleza de la policía y las fuerzas militares les predisponen
para el desarrollo de papeles distintos en la lucha contra la guerrilla,
las misiones de cada una de estas instituciones no son fácilmente
intercambiables. O dicho de otra forma, no es factible que la policía
asuma las tareas de las fuerzas armadas o viceversa. La filosofía
operativa, el entrenamiento y los recursos para desarrollar una
misión de control territorial y seguridad rural son bien distintos de
aquellos demandados por el lanzamiento de una operación de
búsqueda y destrucción. Son estas asimetrías las que hacen que
policía y fuerzas armadas tengan tareas necesariamente
complementarias.
Dentro de una campaña de contrainsurgencia, tanto las tareas
desarrolladas por la Policía como por el Ejército demandan un elevado
grado de colaboración con los ciudadanos. En cualquier caso, dadas
sus características, la policía se sitúa como la principal vía para
canalizar la colaboración ciudadana. De hecho, su extenso despliegue
territorial y su proximidad a los ciudadanos la convierten en un
instrumento idóneo para organizar y controlar aquellos contingentes
de fuerzas auxiliares que se quieran reclutar entre la población civil
con vistas a colaborar en el desarrollo de tareas de seguridad rural
así como de establecer y explotar redes de informantes. Estas
mismas características también hacen de ella la institución en
mejores condiciones para proteger y prestar apoyo a la población civil
afectada por el conflicto. Por su parte, las fuerzas armadas suelen
mantener un menor contacto con los ciudadanos dada su implicación
en misiones propiamente de combate y su tendencia a concentrar los
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efectivos en grandes bases poco accesibles a la población civil. Sin
embargo, buena parte de la capacidad de la institución militar para
actuar con eficacia depende de contar con una buena imagen entre
los ciudadanos, especialmente en las zonas donde opera. Para ello, el
Ejército está obligado a desarrollar programas de acción cívica
destinados mejorar las infraestructuras públicas y mejorar las
condiciones sociales de la población. Estas actividades deben ser
cuidadosamente planeadas y equilibradas con vistas a conseguir la
máxima repercusión entre los sectores sociales objetivo sin
menoscabar los recursos de las unidades para desarrollar sus
misiones de combate. Al mismo tiempo, las fuerzas militares
necesitan incluir dentro de sus planes de operaciones previsiones
para proteger a la población civil así como gestionar los potenciales
efectos de los combates sobre ella. Según los casos, esto implicará el
desarrollo de medidas que alcancen desde la integración de
operaciones humanitarias como parte de las acciones bélicas hasta la
puesta en práctica de planes de evacuación.
A la vista de este reparto de tareas entre policía y fuerzas
armadas, la cuestión inevitable surge en torno a la forma específica
de articular las relaciones entre estas ramas del Estado y población
en el contexto de una campaña contrainsurgente. Estos vínculos son
críticos en el doble sentido de garantizar la protección de los civiles y
estimular la colaboración de estos en la lucha contraterrorista. De
hecho, ambas tareas forman un binomio fundamental dentro de la
estrategia del Estado para hacer frente a la insurgencia. Además de
las lógicas consideraciones humanitarias, la protección a los civiles es
fundamental para minimizar el impacto de las acciones terroristas y
restarles peso político y social. Paralelamente, la cooperación
ciudadana resulta esencial en un conflicto donde la información tiene
el máximo valor; pero la capacidad de las fuerzas de seguridad para
captarla está restringida por limitaciones en los recursos disponibles y
barreras inevitables en los Estados democráticos. En tales
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circunstancias, la cooperación ciudadana es un instrumento
insustituible para obtener la información que demanda la lucha
contrainsurgente. Pero es que además, las facetas humanitarias y
estratégicas de la relación entre instituciones y ciudadanía se
retroalimentan de forma inevitable. Por un lado, los ciudadanos
solamente están dispuestos a prestar su apoyo a las autoridades si se
sienten respaldados por ellas y seguros de que no serán abandonados
frente a las represalias de los terroristas por su acercamiento al
gobierno. Por otra parte, la capacidad del Estado para proteger a la
población civil dependerá de forma muy estrecha de la colaboración
de la ciudadanía con las fuerzas de seguridad para detectar por
anticipado y prevenir las acciones armadas de los insurgentes. En
este sentido, se puede hablar de que existe un circulo virtuoso por el
cual un incremento de la cooperación ciudadana revierte en una
mayor protección de la población quien a su vez se siente más segura
con lo que apuesta por una mayor cooperación y vuelta a empezar.
En gran medida, la capacidad de un Estado para imponerse a una
organización insurgente depende de su capacidad para poner en
marcha y sostener esta espiral virtuosa.
Las posibilidades de cooperación entre Estado y población
dependen de dos variables claves. Desde luego, en primer lugar,
resulta fundamental el ya mencionado nivel de legitimidad de origen
y funcional del gobierno. En este sentido, los civiles solo se sentirán
inclinados a apoyar a las autoridades si juzgan que ocupan sus cargas
por derecho y no a través de imposición o engaño. Pero además, el
ciudadano solo se avendrá a colaborar si percibe que las medidas
impulsadas desde el ejecutivo para confrontar la amenaza insurgente
son acordes con la legalidad y respetuosas con sus derechos. Dicho
de otra forma, la voluntad de colaboración ciudadana dependerá
directamente de que el gobierno haya nacido como legitimo; pero
además de que se comporte como tal. Por encima de este nivel
político, un segundo factor decisivo para estimular la cooperación de
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la ciudadanía con las autoridades descansa en el papel jugado por los
medios de comunicación. De hecho, la prensa es fundamental en dos
sentidos. Para empezar, opera como un canal a través del que los
insurgentes y el gobierno tratan de influir sobre la población civil para
ganar su respaldo político y debilitar el apoyo al otro. Pero además,
es el principal instrumento en manos de las autoridades para
transmitir mensajes a la población con vistas a educarla y prevenirla
frente a las acciones terroristas. Bajo estas circunstancias, una
estrategia para estimular la colaboración ciudadana frente a
amenazas terroristas necesariamente tiene que apoyarse en un
compromiso de los medios de comunicación para autorregularse de
forma que, sin abandonar su función de informar libremente,
respalden la lucha contra el terrorismo y eviten servir de forma
involuntaria a los propósitos de los terroristas.
Sobre la base de estos factores comunes, es necesario tomar en
consideración que la cooperación ciudadana está sometida a unos
condicionantes distintos y demanda unas formulas diferentes en
función de si se desarrolla en el entorno urbano o rural. De hecho,
cuatro elementos se combinan para crear un escenario
completamente distinto en las ciudades y en el campo por lo que se
refiere a la colaboración entre Estado y ciudadanía en la lucha
contrainsurgente. Por un lado, zonas rurales y urbanas se diferencian
agudamente por un distinto nivel de presencia estatal. En las
ciudades, la presencia de la autoridad pública es más intensa y
permanente tanto en sus aspectos directamente relacionados con el
mantenimiento del orden público y la presencia de las instituciones
armadas como en aquellos ámbitos vinculados a la provisión de
servicios sociales. Por el contrario, se pueden encontrar zonas rurales
donde la presencia de las autoridades es inexistente, tiene un
carácter meramente coyuntural o está completamente mediatizada
por ciertos actores no-estatales (grupos armados, latifundistas, etc.).
Por otra parte, los entornos rural y urbano también se distinguen por
19
un nivel distinto de densidad de población que hace los contactos
entre fuerzas de seguridad, insurgentes y civiles mucho más
frecuentes en las zonas urbanas que en las rurales. Esto implica que
el comportamiento táctico de terroristas y fuerzas de seguridad son
diferentes en cada caso. Los terroristas encuentran más blancos
civiles y de mayor relevancia en las zonas urbanas con lo que
explotan estas posibilidades para dislocar el orden y generar
inestabilidad. Paralelamente, las fuerzas de seguridad se ven forzadas
a restringir el uso de la fuerza en las ciudades para minimizar los
daños colaterales y las perturbaciones de sus acciones sobre la vida
social mientras que pueden actuar con mayor libertad en el campo. Al
mismo tiempo, terreno urbano y rural también son asimétricos en la
densidad de la implantación de las comunicaciones. La capacidad del
gobierno para transmitir mensajes y proporcionar respaldo a la
población civil en zonas urbanas es muy superior a lo que es capaz de
hacer en zonas rurales. En alguna medida, la población civil en las
zonas rurales tiende a estar más desprotegida. Finalmente, los
factores anteriores se suman para hacer del campo y la ciudad
escenarios donde un conflicto insurgente tiende a desarrollarse con
un nivel distinto de violencia. De hecho, los combates más violentos y
generalizados tienden a producirse en las zonas rurales mientras que
los choques armados en las ciudades tienden a ser más esporádicos,
más limitados y de menor intensidad.
Por lo que se refiere a las relaciones entre el Estado y la
población en las ciudades, está necesariamente debe estar marcada
por la necesidad de confrontar el terrorismo urbano. Para ello, resulta
clave que las autoridades desarrollen una estrategia de información
pública que se apoye en la alta densidad de comunicaciones dentro
de las ciudades para favorecer unas relaciones fluidas con la
ciudadanía. Solo a través de un esfuerzo de comunicación se puede
ofrecer a los civiles datos críticos para que reconozcan cierto tipo de
amenazas terroristas –carros bomba, por ejemplo– y sepan como
20
reaccionar frente a ellos. Dicho de otra forma, la combinación de
información pública y educación cívica resulta decisiva para enseñar a
los ciudadanos como protegerse. Pero además, en la medida en que
la población mantiene un adecuado nivel de alerta y es capaz de
reconocer potenciales amenazas terroristas, está en condiciones de
proporcionar información a la Fuerza Pública. En cualquier caso, para
ser eficaz, la estrategia de comunicación para estimular la
cooperación de los civiles y facilitar su autoprotección exige un
delicado equilibrio entre el envío de señales de alerta y gestos de
tranquilidad. De hecho, si las señales de peligro se exageran, se
puede provocar un alud de informaciones erróneas sobre supuestas
amenazas terroristas que saturen la capacidad de análisis de los
organismos de inteligencia. Además, se puede tender a generar un
clima de miedo entre la población civil que magnifique las
dimensiones de la amenaza terrorista y termine por asegurar el éxito
de los terroristas en su objetivo de perturbar la vida social. Al mismo
tiempo, una tendencia a agrandar los éxitos de las fuerzas de
seguridad y minimizar los riesgos planteados por los terroristas,
pueden alentar un clima de desarme psicológico entre la ciudadanía
que reduzca su interés por colaborar con las autoridades y cree las
condiciones para que posteriores acciones de los insurgentes logren
un impacto traumático sobre la moral de la población y hunda el
crédito a las autoridades por su supuesta falta de previsión.
Sobre la base de esta estrategia de comunicación pública, los
canales de colaboración entre fuerzas de seguridad y ciudadanía se
pueden articular en dos formas principales. Por un lado, se pueden
abrir vías de comunicación para que los ciudadanos individualmente
transmitan sus informaciones a las fuerzas de seguridad. Tales serían
medios como los números de teléfono de acceso público o la
multiplicación de los centros policiales para recoger informaciones y
denuncias. Por otra parte, también es posible trabajar en la
constitución de redes ciudadanas de carácter voluntario para
21
proporcionar información y apoyo a los cuerpos de seguridad. Estas
estructuras de cooperación pueden ser organizadas en base a
afinidades territoriales integrando a vecinos de un mismo distrito o de
acuerdo con criterios corporativos sumando a grupos profesionales de
particular relevancia como personal de seguridad privado, taxistas,
porteros, etc. Posibilidades que ya han sido ensayadas por la Policía
Nacional colombiana desde hace algún tiempo con la puesta en
práctica de experiencias como los denominados Frentes de
Seguridad. En cualquier caso, varias condiciones influirán
decisivamente en el éxito de estas iniciativas. Por un lado, resulta
imprescindible que los canales de comunicación entre las fuerzas de
seguridad y los colaboradores civiles resulten fácilmente accesibles y
tengan su confidencialidad garantizada. Por otra parte, es
imprescindible que las fuerzas de seguridad dispongan de medios y
personal de inteligencia en suficiente número y convenientemente
capacitados para poder procesar y contrastar el flujo de
informaciones proporcionado por los ciudadanos previniendo las
falsas denuncias, los errores involuntarios y otras posibles
intoxicaciones. Finalmente, es básico que la cooperación ciudadana se
articule de forma voluntaria y no en función de coacciones. Desde
luego, los incentivos económicos y otro tipo de recompensas pueden
ser un instrumento útil para estimular la colaboración civil. Pero el
recurso a leyes que fuercen una colaboración quasi-obligatoria puede
tener consecuencias contraproducentes en la medida en que
conducirá a una multiplicación de las informaciones erróneas o falsas
por ciudadanos dispuestos a denunciar cualquier cosa con tal de no
ser acusados de un delito de colaboración con grupos armados.
Al lado del desarrollo de estos canales de colaboración entre
civiles y fuerzas de seguridad, las autoridades civiles están obligadas
a desarrollar otra serie de medidas con el objetivo específico de
proteger a la población civil. Así, es imprescindible que se desarrollen
planes de contingencia que integren y coordinen la respuesta frente a
22
acciones terroristas de las fuerzas de seguridad, los servicios médicos
y otros organismos de protección civil. Estos proyectos deberían
incluir la colaboración de instituciones privadas que deberían
desarrollar sus propios programas de seguridad y defensa civil frente
a potenciales actos terroristas de acuerdo con unos criterios mínimos
establecidos por las autoridades. Este esfuerzo de planificación
debería ir acompañado de programas de adquisición y equipamiento
a largo plazo con vista a que los servicios de emergencia dispongan
de los recursos imprescindibles para responder a este tipo de
contingencias. Además, todos los planes deberían ser testados y
actualizados periódicamente en función de los cambios de las
condiciones de seguridad de los posibles objetivos, el entorno urbano
y el tipo específico de amenazas enfrentadas.
Por lo que respecta a la lucha contrainsurgente en las áreas
rurales, las condiciones en estas zonas definidas por una menor
presencia del Estado, una más baja densidad de comunicaciones, una
reducida densidad de población y una mayor intensidad de la
violencia crean unas condiciones distintas para articular tanto la
protección de los civiles como su colaboración con las fuerzas de
seguridad. En principio, la comunicación pública se mantiene como un
factor determinante en la medida en que continúa siendo
fundamental tanto informar a la población sobre potenciales
amenazas insurgentes como estimular su colaboración con las fuerzas
de seguridad. Sin embargo, la forma de hacer llegar los mensajes de
las autoridades es obligadamente distinta debido a la menor
penetración de los medios de comunicación en las zonas rurales. En
consecuencia, en tales áreas, tenderán a jugar un papel más
relevante las actividades de comunicación desarrolladas directamente
por las propias autoridades en un esfuerzo por emitir señales de
alerta y concitar el apoyo de la ciudadana. Al mismo tiempo, el
escenario rural también obliga a modificar las relaciones entre las
fuerzas de seguridad y la población al menos en dos sentidos. Por un
23
lado, la ciudadanía necesita asumir un papel más activo en la
cooperación en la lucha contrainsurgente como reacción ante la
menor capacidad del Estado para hacerse presente de forma
permanente y estable en las áreas rurales. Por otra parte, las
autoridades y la población deben construir sus vínculos sobre
estructuras civiles de cooperación colectiva que faciliten al Estado el
establecimiento de vínculos con grupos humanos dispersos sobre el
territorio y reduzcan la vulnerabilidad de los civiles a las represalias
de los insurgentes. Bajo estas circunstancias, existen dos fórmulas
básicas para articular la cooperación ciudadana en el campo: las
redes de informantes y las fuerzas auxiliares de seguridad territorial.
Por lo que respecta a las redes de informantes, este tipo de
agrupaciones se basa en el establecimiento de redes de
comunicaciones que conectan a cooperantes civiles entre sí y a estos
con las fuerzas de seguridad. En última instancias, el objetivo de las
redes es facilitar la transmisión de alertas de seguridad a la población
civil al mismo tiempo que se provee de inteligencia a las fuerzas
policiales y militares. De este modo, se puede afirmar que se trata de
una aplicación a las zonas rurales del modelo de cooperación
ciudadana experimentado en las ciudades con los Frentes de
Seguridad. En cualquier caso, para hacer viable este tipo de redes en
las zonas rurales, es necesario asegurarlas alguna protección puesto
que resultan un objetivo particularmente atractivo para los terroristas
que pueden hacerlas objeto de una campaña de ataques sistemáticos
con vistas a disuadir a los ciudadanos de participar en ellas. En este
sentido, las medidas de seguridad deberían orientarse en dos
sentidos principales. Por un lado, el establecimiento de mecanismos
para que las fuerzas de seguridad puedan proporcionar respaldo con
particular rapidez y eficacia a los integrantes de las redes. Por otra
parte, el desarrollo de procedimientos que salvaguarden la identidad
de los miembros de estas estructuras de cooperación así como la
confidencialidad de los datos proporcionados. En otro orden de cosas,
24
el funcionamiento apropiado de estos mecanismos de cooperación
ciudadana también exige que se desarrolle un cuidadoso proceso de
selección de los integrantes de las redes con el fin de evitar
infiltraciones que deriven en casos de intoxicación informativa o
manipulación de la actividad de inteligencia con propósitos ilegales.
Asimismo, resulta clave que el trabajo de las redes de cooperación
ciudadana este inserto dentro de una estructura de inteligencia capaz
de supervisar su funcionamiento así como procesar y rentabilizar la
información suministrada por ellas.
Por su parte, el desarrollo de fuerzas auxiliares de seguridad por
parte del Estado busca el encuadramiento de sectores de la población
campesina en formaciones de defensa territorial ligeramente armadas
destinadas a operar en el entorno de sus localidades de residencia. La
formación de este tipo de contingentes auxiliares es una medida
imprescindible dentro de una campaña contrainsurgente puesto que
desarrollan varias misiones esenciales. Para empezar, proporcionan
seguridad a la población civil que habita en zonas de escasa presencia
estatal donde existe la amenaza de posibles infiltraciones o
incursiones de la guerrilla. Por otra parte, actúan como unidades
susceptibles de recolectar inteligencia en su zona de operaciones.
Finalmente, se configuran como una fuerza territorial capaz de negar
a la guerrilla tanto la libertad de movimientos como la posibilidad de
dominar enclaves susceptibles de ser rentabilizados como bases de
operaciones, bastiones políticos o fuentes de recursos. La creación de
este tipo de formaciones auxiliares ha sido abordada de dos formas
posibles. Por un lado, se ha ensayado la creación de guardias
nacionales profesionalizadas en las que una fracción relevante del
personal sirve por largos periodos de tiempo bajo contrato. Sin duda,
esta alternativa tiene la ventaja de entregar el desempeño de las
tareas de seguridad territorial a una fuerza de alta calidad; pero
resulta extremadamente cara e introduce un tercer cuerpo entre
ejercito y policía complicando sustancialmente la coordinación del
25
aparato de seguridad. Por otra parte, se ha explorado la posibilidad
de armar a asociaciones privadas de ciudadanos para que asuman
tareas de vigilancia en sus propias comunidades. Se trata de una
solución barata y de rápida organización, pero que multiplica el
número de grupos armados autónomos de difícil control y crea las
condiciones para escalada de violencia privada. Fue esta la fórmula la
que se puso a prueba en Colombia con la creación de las CONVIVIR
como grupos de seguridad privada. Una experiencia que fue
cancelada entre fuertes críticas la presunta implicación de estas
organizaciones en actividades paramilitares.
El plan de la administración del presidente Álvaro Uribe para
reclutar contingentes de “soldados campesinos” como fuerza de
seguridad territorial constituye un esfuerzo por encontrar una
solución intermedia entre la creación de una guardia nacional
profesional y la entrega a grupos privados de las tareas de seguridad
rural. En términos generales, se trata de la creación de contingentes
de milicias integrados por trabajadores rurales que operan en sus
propias comunidades a tiempo parcial bajo control de las fuerzas
regulares al mismo tiempo que mantienen su actividad laboral civil y
su domicilio habitual. En principio, este tipo de contingentes de
seguridad territorial formados por individuos de la población local
situados bajo disciplina militar a tiempo parcial; pero manteniendo su
inserción en la vida civil presente varias ventajas. Para empezar,
permite reclutar un volumen de fuerzas relevantes a coste
extremadamente bajo. Además, garantiza la inserción de estas
fuerzas en su entorno local lo que reduce su vulnerabilidad y les hace
más eficientes en sus tareas de vigilancia y recolección de
inteligencia. Sin embargo, el desarrollo de estas unidades auxiliares
choca con una serie de factores determinantes en el escenario
estratégico colombiano como son la existencia de una marcada
tradición de práctica de la violencia privada en las zonas rurales, la
amplia presencia del negocio del narcotráfico y la presencia de una
26
insurgencia con una elevada capacidad militar. Bajo tales
circunstancias, la vulnerabilidad de este tipo de milicias auxiliares a
las acciones de la guerrilla, la corrupción del crimen organizado o la
infiltración del paramilitarismo obliga a extremar las precauciones en
la formación de los contingentes de soldados campesinos en dos
sentidos. Por un lado, es imprescindible asegurarles un apoyo militar
apropiado para evitar que bajo ciertas circunstancias sean
desbordadas por la guerrilla. Por otra parte, es fundamental
someterles a mecanismos de supervisión que eviten la contaminación
de estas fuerzas de seguridad territorial por el paramilitarismo y el
narcotráfico. Semejantes salvaguardias en la creación de las
formaciones de soldados campesinos solo podrán ser ofrecidas si el
proyecto es colocado bajo la dirección de la Policía Nacional que
cuenta con un despliegue particularmente disperso a todo lo largo del
territorio colombiano que sería optimo para garantizar un nivel
apropiado de control y apoyo a los contingentes de fuerzas
territoriales que se vayan creando paulatinamente.
Paralelamente al desarrollo de redes de informantes y milicias
auxiliares como canales de colaboración ciudadana en la lucha
contrainsurgente, las autoridades deben impulsar medidas adicionales
en las zonas rurales con vistas a mejorar la protección de los civiles
como paso imprescindible para estrechar los vínculos entre Estado y
población. Así, resulta fundamental incorporar a la planificación y
ejecución de las acciones militares medidas específicamente
destinadas a garantizar la protección de los no combatientes
incluyendo el desarrollo de operaciones humanitaria y la evacuación
de zonas cuyas condiciones de seguridad resulten particularmente
críticas. Además, es clave elaborar planes de contingencia en los que
se integre los recursos de las fuerzas de seguridad, los servicios
civiles y el sector privado para confrontar eventuales emergencias
humanitarias generadas por el conflicto. Finalmente, como parte de
este esfuerzo para mejorar la protección de la población, también es
27
necesario incrementar el equipamiento de los servicios de emergencia
civiles en las áreas rurales, siempre mucho más frágiles que en las
ciudades.
Opciones para la protección de la población civil en el futuro
escenario estratégico colombiano.
La problemática en torno a la protección y la colaboración de la
población civil en la lucha contrainsurgente tendrá un peso
determinante sobre la evolución inmediata del conflicto en Colombia.
En buena medida, esta tendencia será el fruto de unos cambios del
escenario militar que anuncian un incremento de la violencia contra
los civiles en los próximos tiempos. De hecho, la guerrilla está
interesada en hacer sentir el conflicto a aquellos sectores sociales que
apoyaron el ascenso del presidente Uribe –fundamentalmente clases
medias urbanas– como una forma de incrementar la presión sobre el
gobierno de Bogotá. Al mismo tiempo, los insurgentes están
perdiendo rápidamente capacidad para desafiar frontalmente a las
fuerzas de seguridad con lo que necesariamente están desviando sus
ataques hacia objetivos “blandos”, más fácilmente accesibles y de
alguna relevancia política. Finalmente, los grupos armados perciben
que la opinión pública les resulta cada vez más hostil lo que les está
animando a recurrir de a la práctica del terrorismo contra sectores
cada vez más amplios de la población con vistas a someterles por el
miedo. Esta combinación de factores parece empujar a un cambio en
la orientación de las acciones insurgentes en el sentido de intensificar
los ataques contra la población civil bien con operaciones orientadas a
provocar directamente víctimas entre los no combatientes (carros
bomba, atentados selectivos, etc.), bien con actos de sabotaje contra
la infraestructura civil (canalizaciones de agua, redes de energía,
etc).
Con este telón de fondo, la política de seguridad gubernamental
también situará a los civiles en una posición de alta relevancia
28
estratégica. Para empezar, las autoridades dependerán con mayor
intensidad de la cooperación de la ciudadanía para poder confrontar
tácticas como el terrorismo, el sabotaje y las operaciones guerrilleras
de pequeña envergadura que prometen convertirse en la principal
apuesta estratégica de los insurgentes en el inmediato futuro. De
hecho, la creación de las redes de informantes y los soldados
campesinos señalan la apuesta de las autoridades por abrir nuevas
vías de cooperación con la población civil como única alternativa para
hacer frente a este tipo de amenazas. Pero además, la voluntad de
los insurgentes de trasladar la guerra a las ciudades obligará a las
fuerzas de seguridad a intensificar las operaciones urbanas. Un tipo
de entorno que se caracteriza por la elevada densidad de población
civil. En este contexto, las autoridades se enfrentarán a la necesidad
de hacer compatibles medidas destinadas a incrementar la presión
militar sobre los terroristas con provisiones para asegurar la
protección de los no combatientes. De hecho, la Fuerza Pública tendrá
que considerar la necesidad de restringir el uso de potencia de fuego
en las ciudades para prevenir la multiplicación de los daños
colaterales. Finalmente, la relevancia de los civiles para la evolución
del conflicto se verá sustancialmente incrementada por la creciente
preocupación internacional por la defensa de los derechos humanos
en general y la protección de los no combatientes en el conflicto
colombiano en particular. De hecho, la puesta en práctica de medidas
eficaces para amparar la población civil y protegerla de los efectos de
la guerra serán dos elementos críticos para que la administración
Uribe mantenga una buena imagen ante la comunidad internacional y
este en condiciones de reclamar su apoyo en el combate al
terrorismo.
A la vista de que esta gama de factores promete acrecentar la
relevancia estratégica de la cooperación y la protección de la
población civil, parece necesario plantearse las medidas que podría
impulsar el Estado con vistas a mejorar su capacidad para hacer
29
frente a estos retos. En este sentido, y a la luz de todo lo
anteriormente expuesto, al menos se puede plantear la necesidad de
impulsar reformas en algunas áreas específicas. Algunas de estas
ideas están siendo impulsadas o al menos estudiadas por la actual
administración colombiana mientras que otras no parece que hayan
sido todavía contempladas. En cualquier caso, las principales
iniciativas que podrían fortalecer los vínculos y la cooperación de la
población con el Estado serían:
-Un reparto más definido de funciones entre las Fuerzas Militares
y la Policía Nacional como paso previo a un esfuerzo para mejorar la
coordinación entre ambas instituciones. Esta división de funciones
debería atribuir a la Policía Nacional las misiones de control territorial,
seguridad rural y combate contra el terrorismo urbano. En este
contexto, las fuerzas policiales asumirían un papel principal en la
articulación de la cooperación ciudadana. De este modo, se
responsabilizarían de tareas como el control de las redes de
informantes y los destacamentos de soldados campesinos. Asimismo,
tendrían que mejorar los mecanismos a través de los que son
capaces de recoger información de la ciudadanía. En este sentido, la
Policía se convertiría en el puente principal para estrechar la
cooperación entre Estado y población en la lucha contra la violencia.
Un papel que se encuentra en excelente posición para desarrollar por
su cercanía a la problemática del ciudadano común. Por su parte, las
Fuerzas Militares mantendrían su propia capacidad para captar y
elaborar inteligencia; pero en términos generales deberían operar
como una fuerza de combate dotada una elevada movilidad y
potencia de fuego. Configuradas de esta forma, se responsabilizarían
de neutralizar las concentraciones militares de la guerrilla, recuperar
zonas bajo control insurgente y apoyar a la Policía cuando esta se
viese desbordada por una escalada bélica. Sobre la base de este
reparto de misiones entre Policía Nacional y Fuerzas Militares, se
deberían desarrollar esfuerzos para mejorar la sintonía institucional y
30
la coordinación operativa entre ambas corporaciones. Algunas
iniciativas para avanzar en este sentido podrían incluir la celebración
sistemática de cursos comunes y encuentros entre mandos de ambas
instituciones así como la creación de oficinas de enlace de una
institución enclavadas en la estructura orgánica de la otra.
-Una serie de modificaciones en el programa de creación de
fuerzas de seguridad territorial con vistas a reducir sus
vulnerabilidades, garantizar su impermeabilidad a la infiltración de
paramilitares y asegurar su control a las autoridades estatales. Como
ya se ha mencionado, en primer lugar, resulta fundamental que el
programa de “soldados campesinos” sea situado bajo la
responsabilidad de la Policía Nacional en la medida en que el
despliegue extenso del cuerpo le facilita prestar apoyo y controlar a
estos contingentes de fuerzas auxiliares. Esta subordinación de los
“soldados campesinos” a las fuerzas policiales debería ser única de
forma que quedase claramente definida capaz de asegurar un estricto
control sobre este tipo de unidades y eliminar cualquier ambigüedad
a la hora de exigir responsabilidades sobre su funcionamiento.
Además, es imprescindible que se desarrollen planes pilotos para
poner a prueba el modelo antes de generalizarlo en amplias
extensiones del país. Además, más allá de esta fase de prueba,
resultará fundamental que el programa de “soldados campesinos” se
implante inicialmente en zonas grises donde la guerrilla no tenga una
presencia muy densa y que hayan sido previamente aseguradas por
las Fuerzas Militares. Solamente de esta forma la estructura de las
fuerzas auxiliares de seguridad esta en condiciones de desarrollarse
sin ser sofocada anticipadamente por un exceso de presión militar de
la guerrilla.
-Una reforma del aparato de inteligencia con vistas a que esté en
condiciones de proporcionar una información de más calidad a las
autoridades políticas y mandos de seguridad. El objetivo sería que la
Policía Nacional y las Fuerzas Militares pudieran actuar con más
31
precisión, discriminando con mayor exactitud a los militantes
insurgentes y su infraestructura. De este modo, se podría evitar el
uso de la fuerza de forma indiscriminada, los posibles daños
colaterales y la perdida de vidas civiles. En este sentido, también
resulta fundamental mejorar la impermeabilidad del sistema de
inteligencia con vistas a garantizar la confidencialidad de las
informaciones suministradas por la ciudadanía. En este sentido, es
clave reforzar las capacidades de contrainteligencia y muy
particularmente mejorar los programas de protección de testigos. Por
otra parte, dentro de este proceso de modernización del aparato de
inteligencia, se debería prestar particular atención a la capacitación
del personal encargado de estas funciones. De hecho, una parte
sustancial de las violaciones de los derechos humanos cometidos por
estos organismos tienen como causa la incompetencia de los
funcionarios de inteligencia que les induce a recurrir a la brutalidad
en un intento inútil de suplir la falta de habilidades técnicas. En ese
sentido, una mejor formación del personal de las agencias de
información puede ser un factor fundamental para mejorar el respeto
a los derechos humanos por parte de los organismos de seguridad.
-Un incremento del entrenamiento y capacitación para las
Fuerzas Militares y la Policía Nacional. Este esfuerzo debería dirigirse
primordialmente hacia dos campos. Por un lado, una fortalecimiento y
ampliación de la formación de oficiales y tropa en el ámbito de los
derechos humanos y la gestión de asuntos civiles. Por otra parte, un
fortalecimiento de las capacidades antiterroristas particularmente en
el terreno urbano con vistas a mejorar el potencial para proteger a
los civiles de las acciones armadas de la guerrilla y reducir la
necesidad de un uso de la fuerza indiscriminado de forma que se
prevengan los daños colaterales en un entorno caracterizado por una
densa presencia de civiles.
-El Ministerio de Defensa debería esforzarse por abrir canales
fiables a través de los que la ciudadanía pueda transmitir sus quejas
32
por excesos o abusos cometidos por las Fuerzas Militares y la Policía
Nacional. Asimismo, se deberían reforzar los mecanismos de la
justicia castrense para procesar y castigar este tipo de delitos. En
ningún caso, estas medidas deberían sustituir los mecanismos de la
administración y la justicia civil establecidos para controlar las
actividades de las fuerzas de seguridad como del resto del aparto del
Estado. En cualquier caso, la existencia de unos mecanismos
eficientes de control a través del Ministerio de Defensa y la Justicia
Militar ofrecerían la oportunidad a las fuerzas de seguridad de apostar
por la autorregulación para evitar procesos de control y revisión fuera
de la institución que amenazarían con ser más traumáticos y
políticamente más costosos.
-Una mejora de la capacidad de los medios de protección civil
para responder a crisis terroristas. Para ello, es prioritario mejorar la
coordinación de los recursos a disposición de las autoridades para
emitir alertas frente a posibles amenazas a civiles mejorando la
integración entre instancias de inteligencia y centros de información
civil como el Centro de Alertas de la Defensoría del Pueblo. Al mismo
tiempo, se deben establecer planes de emergencia civiles
periódicamente revisables para responder a ataques terroristas
altamente traumáticos o escaladas de violencia. Este esfuerzo debería
desarrollarse comenzando por las grandes ciudades y luego
descendiendo hacia a municipios más pequeños y zonas rurales.
Asimismo, también debería tomarse en consideración la posibilidad de
desarrollar planes de evacuación civil y refugio para zonas urbanas o
rurales que sean susceptibles de ser escenarios de operaciones de
gran envergadura.
-Un esfuerzo por acompañar las operaciones de seguridad en las
zonas rurales y urbanas con planes de asistencia social y económica.
No se trataría tanto de invertir grandes cantidades de recursos en
estas iniciativas como de actuar sobre puntos estratégicos donde un
mínimo de fondos sea susceptible de generar un efecto multiplicador
33
que ayude a cambiar del clima social y favorezca la ruptura de las
bolsas de exclusión donde se refugian los insurgentes. En estos
programas de desarrollo, autoridades militares y civiles deberían
trabajar estrechamente coordinados. Además, las fuerzas de
seguridad deberían desarrollar ciertas tareas de forma visible con
vistas a mejorar su imagen ante la población civil. Asimismo, se
tendría que favorecer la participación de aquellas ONGs que estén
interesadas en prestar apoyo humanitario a la población. Con ello, se
incrementaría la legitimidad de las fuerzas de seguridad entre la
ciudadanía.
Colombia se enfrenta a la difícil tarea de restaurar el orden como
condición imprescindible para avanzar en la consolidación de las
instituciones democráticas, la profundización del desarrollo económico
y la resolución de la cuestión social. En cualquier caso, la pacificación
sólo será duradera y efectiva si se lleva a cabo de acuerdo con las
reglas de un Estado democrático. Una tarea que exige de forma
imprescindible garantizar la seguridad y obtener la cooperación de la
población civil. De hecho, un conflicto insurgente es por encima de
todo un enfrentamiento por la legitimidad entre un gobierno que trata
de defender la suya y un grupo guerrillero que trata de arrebatársela.
Y es solamente el respaldo de los ciudadanos el que otorga o quita
legitimidad. Por eso, ganar un conflicto insurgente es por encima de
todo ganar los corazones y las mentes de los ciudadanos. Ese es
probablemente el factor decisivo que determinará el desenlace de la
lucha que libra la institucionalidad democrática contra el terrorismo
en Colombia.
Centro de Estudios y Análisis de Seguridad
Universidad de Granada
http://www.ugr.es/~ceas
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