La prueba del cielo eben alexander

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ÍndicePORTADADEDICATORIAPRÓLOGO1. EL DOLOR2. EL HOSPITAL3. SALIDO DE LA NADA4. EBEN IV5. EL INFRAMUNDO6. UN ANCLA A LA VIDA7. LA MELODÍA GIRATORIA

Y EL PORTAL8. ISRAEL9. EL NÚCLEO10. LO QUE CUENTA

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11. UN FINAL A LA ESPIRALDESCENDENTE

12. EL NÚCLEO13. MIÉRCOLES14. UN TIPO ESPECIAL DE

ECM15. EL REGALO DEL OLVIDO16. EL POZO17. N DE 118. OLVIDAR Y RECORDAR19. NINGÚN SITIO DONDE

ESCONDERSE20. EL CIERRE21. EL ARCOÍRIS22. SEIS CARAS

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23. ÚLTIMA NOCHE,PRIMERA MAÑANA

24. EL REGRESO25. AÚN NO ESTOY ALLÍ26. DIFUNDIENDO LA

NOTICIA27. VUELTA A CASA28. ULTRARREALISMO29. UNA EXPERIENCIA

COMÚN30. VUELTO DESDE LOS

MUERTOS31. TRES CAMPOS32. UNA VISITA A LA

IGLESIA

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33. EL ENIGMA DE LACONCIENCIA

34. UN DILEMA FINAL35. EL FOTÓGRAFOETERNEAAGRADECIMIENTOSLISTA DE LECTURASAPÉNDICE A:

DECLARACIÓN DEL DOCTORSCOTT WADE

APÉNDICE B: HIPÓTESISNEUROCIENTÍFICAS QUEBARAJÉ PARA EXPLICAR MIEXPERIENCIA

SOBRE EL AUTOR

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NOTACRÉDITOS

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Este libro está dedicado a miquerida familia,

con infinita gratitud

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PRÓLOGO

«Un hombre debe buscar loque es y no lo que cree quedebería ser.»

ALBERT EINSTEIN (1879-1955)

Cuando era niño, muchas nochessoñaba que volaba. La mayoría delas veces me veía en el jardín. Era denoche y estaba mirando las estrellas

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cuando de repente comenzaba alevitar. Los primeros centímetros meelevaba de manera automática. Peropronto comenzaba a darme cuenta deque cuanto más ascendía, másdependían de mí mis progresos, de loque hacía. Si me emocionabademasiado, si me dejaba llevar porla experiencia, volvía a caer alsuelo... en picado. Pero si me lotomaba con calma, si aceptaba lacosa tal cual era, me elevaba y meelevaba, cada vez más de prisa,hacia el cielo estrellado.

Puede que estos sueños

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contribuyan a explicar por qué, alcrecer, me convertí en un enamoradode los aviones y los cohetes, decualquier cosa que pudiera llevarmeallá arriba, al mundo que hay sobreéste.

Cuando mi familia tomaba unavión, yo me pasaba el vuelo entero,desde el despegue al aterrizaje, conla cara pegada a la ventanilla de miasiento.

En verano de 1968, cuandotenía catorce años, me gasté todo eldinero que había ganado cortandocéspedes en unas clases de vuelo con

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un tipo llamado Gus Street enStrawberry Hill, un «aeropuerto» (omás bien una pequeña franja alargadade terreno cubierto de hierba) aloeste de Winston-Salem, la ciudadde Carolina del Norte en la quecrecí. Aún recuerdo cómo me latía elcorazón la primera vez que pulsé elgran botón rojo que soltaba la sogaque me mantenía unido al aparato deremolque e incliné el planeador endirección a la pista. Era la primeravez que me sentía realmente solo ylibre. La mayoría de mis amigosobtenía esa misma sensación en sus

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coches, pero apostaría algo a que laemoción de estar en un planeador a1.000 pies de altitud es cien vecesmás intensa.

En los años setenta, me uní alclub de paracaidismo deportivo de laUniversidad de Carolina del Norte.Era como una hermandad secreta, ungrupo de gente que se dedicaba aalgo especial y mágico. Mi primersalto fue aterrador y el segundo másaún, pero ya para el duodécimo,cuando crucé la compuerta y me dejécaer más de 1.000 pies antes de abrirel paracaídas (mi primera «espera de

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diez segundos»), sabía que aquelloera lo mío. Hice un total de 365saltos en la universidad y pasé másde tres horas y media en caída libre,sobre todo en formaciones, con hastaveinticinco paracaidistas más.Aunque dejé de saltar en 1976, seguíteniendo sueños sobre la experiencia,unos sueños que, además de vívidos,siempre eran agradables.

Los mejores saltos se daban aúltima hora de la tarde, cuando el solempezaba a ocultarse detrás delhorizonte. Cuesta describir lasensación que experimentaba en ese

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tipo de saltos: era como estar cercade algo a lo que nunca alcanzaba aponer nombre, pero que sabía quenecesitaba. No era exactamentesoledad, porque en realidad nuestraforma de saltar no tenía nada desolitaria. Solíamos saltar en gruposde cuatro, cinco, diez o docepersonas a la vez, para hacer todaclase de formaciones en caída libre.Cuanto más grandes y complicadas,mejor.

En 1975, un hermoso sábado deotoño, todos los paracaidistas de laUniversidad de Carolina del Norte

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(UNC) nos juntamos con algunos denuestros amigos del club deparacaidismo del este del estadopara hacer unas cuantas formaciones.En nuestro penúltimo salto del día,nos lanzamos desde un D18Beechcraft a 10.500 pies de altitudpara hacer un copo de nieve de diezpersonas. Logramos completar laformación antes de atravesar los7.000 pies y así pudimos disfrutar dedieciocho segundos de vuelocompletos en formación, por un claroabierto entre dos gigantescoscúmulos, antes de separarnos a los

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3.500 pies y apartarnos para abrirlos paracaídas.

Cuando llegamos al suelo,estaba haciéndose de noche. Perocorrimos a otro avión, despegamosrápidamente y logramos ascender denuevo con los últimos rayos del solpara hacer un segundo salto en mediodel anochecer. En este caso, dos delos miembros más jóvenes del grupoprobaban por primera vez a entrar enformación, es decir, unirse a elladesde el exterior en lugar de ocuparuno de los puestos de la base (lo quees más fácil porque, esencialmente,

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tu trabajo consiste en mantenerteestático en la caída mientras losdemás maniobran hacia ti). Era unaocasión muy emocionante para ellos,pero también para los más veteranos,porque de aquel modo contribuíamosa construir el equipo y ayudábamos aganar experiencia a saltadores quemás adelante podrían ayudarnos arealizar formaciones aún másgrandes.

Yo tenía que ser el que cerraseuna formación de estrella de seishombres sobre las pistas del pequeñoaeropuerto de Roanoke Rapids. El

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tipo que estaba frente a mí sellamaba Chuck. Tenía bastanteexperiencia en «trabajo relativo»(que es como se llama a laconstrucción de formaciones en elaire). A los 7.500 pies los rayos delsol aún incidían sobre nosotros, peroabajo ya se habían encendido lasfarolas de la ciudad. Los saltos en elcrepúsculo siempre son experienciassublimes y estaba claro que aquél ibaa ser realmente hermoso.

Aunque yo saldría sólo unsegundo detrás de Chuck, tendría quemoverme rápidamente para alcanzar

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a los demás. Caería a plomo, comoun verdadero cohete, durante lossiete primeros segundos,aproximadamente. Tenía quedescender casi 150 kilómetros porhora más de prisa que mis amigospara poder llegar a su lado pocodespués de que hubieran completadola formación inicial.

El procedimiento normal paralos saltos de este tipo es que todoslos saltadores se separan a los 3.500pies y se alejan todo lo posible unosde otros. A continuación, cada uno deellos agita los brazos (para anunciar

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que se dispone a abrir elparacaídas), mira hacia arriba paraasegurarse de que no tiene ningúncompañero por encima y luego tirade la cuerda.

—Tres, dos, uno... ¡Ya!Los cuatro primeros saltadores

salieron del avión y luego losseguimos Chuck y yo. Estaba cabezaabajo, aproximándome a lavelocidad terminal, pero sonreíigualmente al contemplar la puesta desol por segunda vez en el día. Miplan consistía en frenar la caídaabriendo los brazos una vez que

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alcanzase a los demás (para lo queteníamos unas alas de tela que ibande las muñecas a las caderas y queofrecían una enorme resistencia alviento cuando se inflaban a máximavelocidad) y extender las mangas ylas perneras en forma de campanadel mono en la dirección de miavance.

Pero no tuve la ocasión dehacerlo.

Mientras me acercaba como unaflecha a la formación, vi que uno delos chicos jóvenes había aceleradodemasiado. Puede que la rápida

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caída entre las nubes lo hubieraamilanado un poco, al recordarle queestaba moviéndose a más de setentametros por segundo hacia un enormeplaneta, parcialmente envuelto en laoscuridad. En lugar de aproximarsecon lentitud al borde de la formación,la había embestido y había obligadoa todos los demás a soltarse. Y ahoralos otros cinco saltadores caíandando vueltas, sin control.

Estaban demasiado cerca. Losparacaidistas dejan tras de sí unaestela de turbulencias de bajapresión extremadamente violenta. Si

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otro paracaidista se mete dentro, sucaída acelera al instante y puedechocar contra el que hay debajo deél. Por su parte, esto puede provocarque los dos saltadores aceleren yembistan a cualquiera que seencuentre por debajo de ellos. Enpocas palabras, un desastre seguro.

Doblé el cuerpo y me escorépara no entrar en contacto conaquella masa de cuerpos giratorios.Maniobré hasta colocarme justoencima del «objetivo», el punto delsuelo sobre el que debíamos abrirlos paracaídas para disfrutar de un

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apacible descenso de dos minutos.Me volví y comprobé con alivio

que mis desorientados compañeroshabían logrado deshacer aquella letalmaraña de cuerpos y estabanseparándose.

Chuck estaba entre ellos. Parami sorpresa, se dirigía en línea rectahacia mi posición. Se detuvo justodebajo de mí. Debido a lo que habíasucedido, el grupo estaba cruzando lalínea de los 2.000 pies de altitud másde prisa de lo que Chuck esperaba.

Puede que se fiase demasiadode su suerte y pensase que no

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necesitaba seguir las normas arajatabla.

Supongo que no me había visto.La idea me pasó durante un breveinstante por la cabeza y entonces elparacaídas multicolor de Chuckbrotó de su mochila como una florque se abre. El paracaídas guía sehinchó en la corriente de aire queascendía a su alrededor a más dedoscientos kilómetros por hora ysalió como una bala hacia mí,seguida por la masa del paracaídasprincipal.

Desde el instante en que vi salir

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el paracaídas guía, apenas tuve unafracción de segundo para actuar.Tardaría menos de un segundo enatravesar los paracaídas y —literalmente— embestir al propioChuck. A esa velocidad, si loalcanzaba en un brazo o una pierna,se los arrancaría y yo me mataría. Ysi chocaba directamente con él,nuestros cuerpos reventarían.

La gente dice que el tiempo seralentiza en situaciones así y escierto. Mi mente asistió a la acciónde los siguientes microsegundoscomo si estuviera viendo una

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película a cámara lenta.En el mismo instante en que vi

el paracaídas guía, pegué los brazosa los costados y enderecé el cuerpopara caer en picado, con una ligerainclinación de las caderas. Laverticalidad me proporcionó mayorvelocidad y la inclinación de lascaderas permitió a mi cuerpodesplazarse en horizontal, primerolentamente y luego, al cabo de uninstante, mucho más de prisa. Enesencia, me convertí en un alaperfecta y logré pasar por delante delparacaídas de Chuck justo antes de

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que se abriera.Lo adelanté a más de doscientos

kilómetros por hora, es decir, 220pies por segundo. A esa velocidad,dudo que pudiera ver la expresión demi cara. Pero si hubiera podido,imagino que habría visto una muecade total estupefacción.

De algún modo, había logradoreaccionar en centésimas de segundoa una situación que, de habermeparado a evaluarla racionalmente,habría encontrado imposible deanalizar por su extremadacomplejidad.

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Y, sin embargo... había logradoresolverla, con el resultado de quelos dos logramos llegar a tierra sanosy salvos. Era como si mi cerebro,enfrentado a una situación querequería una capacidad de respuestasuperior a la habitual, hubieramultiplicado por un momento supotencia.

¿Cómo lo había hecho? A lolargo de los más de veinte años quehe trabajado en el ámbito de laneurocirugía académica —estudiando el cerebro, observandocómo funciona y trabajando con él—

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he tenido la oportunidad de meditar afondo sobre esta pregunta. Yfinalmente he llegado a la conclusiónde que el cerebro es un órganorealmente extraordinario, mucho másde lo que alcanzamos a imaginar.

Ahora me doy cuenta de que larespuesta a esta pregunta es muchomás profunda. Pero para vislumbraresta verdad, mi vida y mi visión delmundo han tenido que experimentaruna metamorfosis completa. Estelibro trata sobre los sucesos quecambiaron mi manera de pensarsobre este tema. Esos sucesos me

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convencieron de que, pormaravilloso que sea el cerebro, nofue este órgano el que me salvó lavida aquel día. No. Lo que se activóen las milésimas de segundo de quedispuse desde que comenzó a abrirseel paracaídas de Chuck fue otra partede mí, una parte mucho másprofunda. Una parte que podíatrabajar así de rápido porque noestaba anclada en el tiempo, como elcerebro y el cuerpo.

Era, de hecho, la misma partede mí que me hacía sentir fascinaciónpor el firmamento cuando era niño. Y

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no es sólo la parte más inteligente denosotros, sino también la másprofunda. Pero a pesar de ello,durante la mayor parte de mi vidaadulta he sido incapaz de creer enella.

Pero ahora sí creo y en lassiguientes páginas te contaré por qué.

Soy neurocirujano.En 1976 me gradué en Ciencias

Químicas por la Universidad deCarolina del Norte en Chapel Hill.El título de Medicina lo obtuve en laUniversidad de Duke en 1980.Durante los once años de residencia

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y especialización que pasé en ella, enel hospital general de Massachusettsy en Harvard, me especialicé enneuroendocrinología (el estudio delas interacciones entre el sistemanervioso y el endocrino, formado porlas glándulas que segregan lashormonas responsables de dirigir lamayoría de las actividades denuestro organismo). También mepasé dos de esos once añosinvestigando por qué los vasossanguíneos de una zona del cerebro,cuando reciben el torrenteprocedente de un aneurisma,

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reaccionan de manera patológica, unsíndrome llamado vasoespasmocerebral.

Tras completar una beca enneurocirugía cerebrovascular en lalocalidad británica de Newcastle-UponTyne, pasé quince años en laFacultad de Medicina de Harvardcomo profesor asociado de cirugía,con una especialización enneurocirugía.

Durante aquellos años operé aincontables pacientes, muchos deellos aquejados de graves lesionescerebrales que ponían en peligro su

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vida.Buena parte de mi trabajo de

investigación se centraba en eldesarrollo de procedimientostécnicos avanzados, como laradiocirugía estereostática (unatécnica que permite al cirujanodirigir con precisión haces deradiación sobre objetivosespecíficos situados en el interior delcerebro sin afectar a las zonasadyacentes). También colaboré en eldesarrollo de técnicas de imágenespor resonancia magnética, una seriede terapias neuroquirúrgicas guiadas

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de gran importancia para eltratamiento de afecciones cerebralescomplicadas, como los tumores y losdesórdenes vasculares.

Además, durante aquellos añosescribí, solo o en colaboración conotros, más de ciento cincuentaartículos para revistas especializadasy presenté mis hallazgos en más dedoscientos congresos médicoscelebrados por todo el mundo.

En resumen, que me consagré ala práctica de la ciencia. Usar lasherramientas de la medicina modernapara ayudar y curar a la gente y

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aprender cada día más sobre elfuncionamiento del cerebro y elcuerpo humano era el objetivo de mivida, mi vocación. Y me sentíainconmensurablemente afortunadopor haberla encontrado. Y porencima de todo esto tenía una esposapreciosa y dos niños maravillosos y,aunque en algunos aspectos estabacasado con mi profesión, intentabano descuidar a mi familia, a la queconsideraba la otra gran bendiciónde mi existencia. Por multitud derazones, podía considerarme unhombre muy afortunado.

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Sin embargo, el 10 denoviembre de 2008, a la edad decuarenta y cuatro años, mi suertepareció agotarse. Aquejado demanera fulminante por unaenfermedad muy rara, caí en comadurante siete días. En este tiempo, latotalidad de mi neocórtex —lasuperficie exterior del cerebro, laparte del mismo que nos convierte enhumanos— estuvo desconectado.Inoperativo. En esencia, ausente.

Cuando tu cerebro se ausenta, tútambién lo haces. Comoneurocirujano, durante años había

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oído numerosos relatos sobre genteque había tenido experienciasextrañas (por lo general, después desufrir algún episodio de infartocardíaco), en las que viajaban alugares misteriosos yextraordinarios, hablaban conparientes muertos e incluso con elmismísimo Dios.

Cosas maravillosas, sin duda.Pero todas ellas, en mi opinión,producto de la fantasía. ¿Quéprovocaba este tipo de experienciasultraterrenas que la gente relatabacon tanta frecuencia? No tenía la

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pretensión de saberlo, pero lo que sísabía era que el responsable decrearlas era el cerebro. Como todolo que tiene que ver con laconciencia. Si no tienes un cerebrofuncional, no puedes tenerconciencia.

Esto se debe a que, paraempezar, el cerebro es la máquinaque produce la conciencia. Cuandoesta máquina se avería, la concienciase para. A pesar de la inmensacomplejidad y el misterio de losprocesos cerebrales, en esencia lacuestión es tan sencilla como ésta. Si

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desenchufas la televisión, se apaga.El programa se termina, por muchoque lo estuvieras disfrutando.

O, al menos, es lo que yo creíaantes de que mi cerebro dejara defuncionar.

Durante el coma, no es que micerebro funcionase de maneraincorrecta... es que directamente nofuncionaba. Ahora creo que esposible que ésta fuese la causa de laprofundidad e intensidad de laexperiencia cercana a la muerte(ECM) que viví durante aqueltiempo. La mayoría de las ECM

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registradas se producen cuando elcorazón de una persona hapermanecido parado durante un rato.En tales casos, el neocórtex sedesactiva temporalmente, pero nosuele sufrir demasiados daños(siempre que se restaure el flujo desangre oxigenada por medio de unaresucitación cardiopulmonar o de unareactivación de la función cardíacaen menos de cuatro minutos,aproximadamente). Pero en mi caso,el neocórtex se había desconectadodel todo. Entré en la realidad de unmundo de conciencia que era

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completamente ajeno a laslimitaciones de mi cerebro físico.

Podría decirse que la mía fue laexperiencia cercana a la muerteperfecta. Como neurocirujano convarias décadas de experiencia tantoen investigación como en cirugía,estaba en una posición privilegiadapara juzgar, no sólo la veracidad delo que me estaba sucediendo, sinotambién todas sus implicaciones.

Eran unas implicaciones de unamagnitud indescriptible. Lo que mereveló mi experiencia es que lamuerte del cuerpo y del cerebro no

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supone el fin de la conciencia, que laexperiencia humana continúa másallá de la muerte. Y lo que es másimportante, lo hace bajo la mirada deun Dios que nos ama a todos y haciael que acaban confluyendo eluniverso y todos los seres que lopueblan.

El lugar al que fui era real. Realhasta tal punto que, a su lado, la vidaque llevamos en este mundo y en estetiempo parece un simple sueño.

Pero esto no quiere decir que novalore la vida que llevo en laactualidad. De hecho, ahora la valoro

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más que antes, porque la veo en suauténtico contexto.

La vida no carece de sentido.Pero éste es un hecho que nopodemos ver desde donde estamos,al menos por lo general. Lo que mesucedió mientras estaba en coma es,sin ninguna duda, la historia másextraordinaria que jamás podrécontar. Pero es una historiacomplicada de relatar, porque escompletamente ajena al racionalismoconvencional. No es algo que puedadedicarme a airear a los cuatrovientos. Pero al mismo tiempo, mis

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conclusiones se basan en el análisismédico de mi propia experiencia yen mi profundo conocimiento de losconceptos más avanzados de lasciencias cerebrales y de los estudiosmás modernos sobre la conciencia.Una vez que me di cuenta de que miviaje había sido real, supe que teníaque relatarlo. Y hacerlo de unamanera adecuada se ha convertido enel principal objetivo de mi vida.

Esto no quiere decir que hayaabandonado mi trabajo como médicoy mi vida como neurocirujano. Peroahora que he tenido el privilegio de

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constatar que nuestra vida no terminacon la muerte del cuerpo o delcerebro, creo que es mi deber, ytambién mi vocación, contarle a lagente lo que vi más allá de mi propiocuerpo y más allá de esta tierra.Estoy especialmente impaciente porrelatar esta historia a gente que hayapodido oír otras similares y no hayapodido terminar de darles crédito apesar de su deseo de hacerlo.

Es esa gente, más que ningunaotra, la destinataria de este libro y elmensaje que contiene. Lo que tengoque contaros es lo más importante

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que podréis oír nunca y además deello, es verdad.

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EL DOLOR

Lynchburg, Virginia, 10 de noviembre de 2008

Mis ojos se abrieron de pronto. En laoscuridad de nuestro dormitorio, mefijé en la luz roja del reloj de lamesilla de noche: las cuatro y mediade la madrugada. Una hora antes delo que solía despertarme para hacermi trayecto de setenta minutos deduración entre nuestra casa deLynchburg, Virginia, y la fundación

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Focused Ultrasound Surgery deCharlottesville, donde trabajaba. Miesposa Holley seguía profundamentedormida a mi lado.

Tras casi veinte años comoprofesional de la neurocirugíaacadémica en la zona de Boston, dosprimaveras antes, en 2006, me habíamudado con ella y el resto de lafamilia a las colinas de Virginia.Holley y yo nos conocimos en 1977,dos años antes de terminar launiversidad. Ella estudiaba bellasartes y yo, medicina. Había salido unpar de veces con mi compañero de

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habitación, Vic. Un día la trajo parapresentármela, seguramente con laintención de alardear. Cuando semarchaban, le dije a Holley quevolviese cuando quisiera y acontinuación añadí que no hacía faltaque lo hiciera con Vic.

En nuestra primera cita deverdad fuimos a una fiesta enCharlotte, Carolina del Norte.Tuvimos que hacer dos horas ymedia de ida y otras tantas de vuelta.Holley tenía laringitis, así que fui yoel que habló el 99 por ciento deltiempo. No me costó demasiado. Nos

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casamos en junio de 1980, en laiglesia episcopaliana de Windsor yal poco tiempo nos trasladamos a losapartamentos Royal Oaks en Durham,donde yo ejercía como residente enDuke. No era lo que se dice unpalacio real y tampoco recuerdo quehubiese ningún roble. Apenasteníamos dinero, pero estábamos tanatareados y tan felices que tampoconos importaba. Una de nuestrasprimeras vacaciones consistieron enun recorrido con tienda de campañapor las playas de Carolina del Norte.En este estado, la primavera es

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temporada de purrajas (unos bichosque pican) y nuestra tienda decampaña no ofrecía demasiadaprotección frente a ellas. Pero, aunasí, nos lo pasamos en grande. Unatarde, mientras nadaba en Ocracoke,se me ocurrió un modo de pescar loscangrejos azules que nadaban entremis pies. Llevamos un gran cubo deellos al motel Pony Island, donde sealojaban unos amigos, y lospreparamos a la parrilla. Había desobra para todos.

A pesar de nuestra prudencia, alcabo de poco tiempo nos

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encontramos con que nuestrasreservas de efectivo se habíanreducido preocupantemente.Estábamos alojados en casa denuestros amigos Bill y Patty Wilson yuna noche nos dio por acompañarlosal bingo. Hacía diez años que él ibaal bingo todos los martes de verano yno había ganado ni una sola vez. Encambio, Holley no había ido nunca.Llámalo suerte del principiante ointervención divina, pero el caso esque aquella noche ganó doscientosdólares... que a nosotros nossupieron como si fuesen cinco mil. El

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dinero nos permitió prolongar elviaje y disfrutarlo de manera muchomás relajada.

Me licencié en Medicina en1980, el mismo año en que Holley segraduaba y empezaba a trabajarcomo artista y maestra. Realicé miprimera intervención quirúrgica ensolitario en 1981, en Duke. Nuestroprimer hijo, Eben IV, nació en 1987en la maternidad Princess Mary deNewcastle-Upon-Tyne, al norte deInglaterra, donde yo estabaestudiando el sistema cerebro-vascular con una beca, y nuestro

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segundo hijo, Bond, nació en elhospital Brigham & Women’s deBoston en 1998.

Los quince años que pasétrabajando en la Facultad deMedicina de Harvard y en el hospitalBrigham & Women’s fueronmaravillosos. Nuestra familia guardaun recuerdo fabuloso del período quevivimos en la zona de Boston. Peroen 2005, Holley y yo decidimos queera hora del volver al sur. Queríamosestar más cerca de nuestras familiasy lo vimos como una oportunidad detener más autonomía que en Harvard.

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Así que en la primavera de 2006empezamos de nuevo en la ciudad deLynchburg, en las colinas deVirginia. Y no tardamos demasiadoen acomodarnos al tipo de vida másrelajado que ambos habíamosconocido durante nuestra juventud enel sur.

Por un momento permanecí allíinmóvil, tratando de determinar quéera lo que me había despertado. Eldía anterior —un domingo— habíasido despejado, soleado y un pocofresco, el clásico tiempo de finalesde otoño en Virginia. Holley, Bond

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(que tenía diez años por entonces) yyo habíamos ido a una barbacoa encasa de un vecino. Por la tardehablamos por teléfono con nuestrohijo Eben IV, que en ese momentocontaba veinte años y estudiaba en laUniversidad de Delaware. La únicasombra del día había sido el pequeñovirus respiratorio que Holley, Bond yyo arrastrábamos desde la semanaanterior. Poco antes de meterme en lacama había empezado a dolerme laespalda, así que me había dado unbaño caliente, que pareció aplacarmi sufrimiento. Me pregunté si me

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habría despertado tan tempranoporque el virus seguía acechandodentro de mi cuerpo.

Me moví ligeramente en la camay una punzada de dolor recorrió micolumna vertebral de arriba abajo.Era mucho más intenso que la nocheantes. Estaba claro que la gripeseguía allí, sólo que con fuerzasredobladas. Cuanto más despertaba,más empeoraba el suplicio. Como nopodía volverme a dormir y sólo mefaltaba una hora para empezar lajornada, decidí darme otro bañocaliente. Me incorporé en la cama,

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puse los pies en el suelo y melevanté.

Al instante, el dolor subió otropeldaño en la escala de la agonía:ahora era una palpitación sorda ypenetrante, alojada profundamente enla base de la columna. Sin despertara Holley, me dirigí con pasodelicado hacia el baño principal delpiso de arriba.

Llené un poco la bañera y memetí en ella, convencido de que elagua caliente me aliviaría al instante.No fue así. Al cabo de un rato,cuando la bañera ya estaba medio

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llena, me di cuenta de que habíacometido un error. Además de que eldolor estaba agravándose pormomentos, era tan intenso que temíatener que despertar a Holley a vocespara que me ayudase a salir de allí.

Me sentía completamenteridículo en aquella situación, así quealargué los brazos y me agarré a unatoalla que colgaba de un toallero,justo encima de mí. La llevé hasta elborde para que el toallero nocorriera tanto riesgo de rompersebajo mi peso y, con delicadeza,comencé a tirar de ella para

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levantarme.Otra punzada de dolor me

atravesó la espalda, esta vez tanintensa que se me escapó un gemido.Definitivamente, no se trataba de lagripe. Pero ¿qué otra cosa podía ser?Tras salir con gran trabajo de labañera y ponerme el albornoz defelpa morado, regresé lentamente aldormitorio y volví a tenderme sobrela cama. Una película de sudor fríome cubría el cuerpo.

Holley despertó y se volvióhacia mí.

—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?

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—No lo sé —dije—. Me duelemuchísimo la espalda.

Holley comenzó a darme unsuave masaje. Para mi sorpresa, esome hizo sentir un poco mejor. Entérminos generales, los médicos noson buenos pacientes y yo no soy unaexcepción. Por un momento penséque el dolor —y lo que quiera que loprovocaba— iba a comenzar aremitir. Pero a las seis y media de lamañana, hora a la que solíamarcharme a trabajar, seguíaprácticamente paralizado por eldolor.

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Bond entró en el dormitorio unahora más tarde, intrigado por mipresencia en casa.

—¿Qué sucede?—Tu padre no se encuentra

bien, cariño —contestó Holley.Yo seguía tumbado en la cama,

con la cabeza apoyada en laalmohada. Bond se me acercó ycomenzó a acariciarme suavementelas sienes.

Su contacto provocó algoparecido a un relámpago en micabeza, el peor que habíaexperimentado hasta entonces.

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Chillé. Sorprendido por mi reacción,mi hijo retrocedió de un salto.

—No pasa nada —lotranquilizó Holley, a pesar de queestaba claro que pensaba lo contrario—. No has sido tú. Es que papá tieneun dolor de cabeza espantoso. —Yentonces añadió en voz baja, máscomo una reflexión para sí mismaque como una pregunta para mí—:No sé si llamar a una ambulancia...

Si hay algo que los médicosdetestan más que estar enfermos, esvisitar Urgencias en calidad depacientes. Me imaginé la casa llena

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de enfermeros, las preguntaspreceptivas, el traslado al hospital,el papeleo... Pensé que en algúnmomento empezaría a sentirme mejory lamentaría haber llamado a laambulancia.

—No, no pasa nada —repuse—. Me duele, pero en seguida se mepasará. Ayúdalo tú a prepararse parair al colegio.

—Eben, en serio, creo que...—Me pondré bien —la

interrumpí, con la cara aún enterradaen la almohada. Seguía literalmenteparalizado por el dolor—. De

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verdad, no hace falta llamar aUrgencias. No estoy tan enfermo.Sólo es un espasmo muscular en laparte baja de la espalda y un poco dedolor de cabeza.

A regañadientes, Holley sellevó a Bond al piso de abajo y ledio de desayunar antes de llevárseloa casa de unos vecinos para quecogiese desde allí el autocar delcolegio. Mientras mi hijo salía por lapuerta principal, se me ocurrió que silo que me estaba pasando era algoserio y al final terminaba en elhospital, quizá no pudiese verlo

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aquella tarde después de sus clases.Así que, sacando fuerzas de flaqueza,exclamé con voz cascada:

—Que lo pases bien en el cole,Bond.

Cuando regresó Holley, yo yaestaba perdiendo la conciencia. Mimujer creyó que sólo estabaquedándome dormido, así que medejó descansar y bajó a llamar aalgunos de mis colegas para recabarsu opinión sobre mi estado.

Dos horas después,considerando que ya habíadescansado bastante, subió para

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comprobar cómo estaba. Al abrir lapuerta del dormitorio me vio allítendido sobre la cama, como antes.Pero entonces me examinó mejor y sedio cuenta de que mi cuerpo noestaba relajado, sino rígido como unatabla de madera. Encendió la luz ypudo ver que me convulsionabaviolentamente. La mandíbula inferiorsobresalía de manera antinatural ymis ojos, abiertos como platos,daban vueltas alrededor de lasórbitas.

—¡Eben, dime algo! —chilló.Al ver que no respondía, llamó

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al teléfono de Urgencias. Laambulancia tardó menos de diezminutos en llegar y los enfermerosme subieron a ella y me trasladaronal hospital general de Lynchburg.

De haber estado consciente,podría haberle dicho a Holley quéera exactamente lo que estabasucediendo en la cama durante losaterradores momentos que pasóesperando la ambulancia: un ataqueen toda regla, provocado sin dudapor algún shock extremadamentegrave sufrido por mi cerebro.

Pero, lógicamente, no pude

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hacerlo.Durante los siete días

siguientes, sólo estaría presente conHolley y el resto de mi familia en miforma corporal. No recuerdo nada delo que sucedió en este mundo duranteaquella semana y he tenido querecurrir a los demás para conocer laparte de esta historia que transcurrióallí mientras yo estaba inconsciente.

Mi mente, mi espíritu —comoqueráis llamarlo, la parte central yhumana de mí, en cualquier caso—se había perdido en otra parte.

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2

EL HOSPITAL

El servicio de Urgencias del hospitalgeneral de Lynchburg es el segundomás concurrido del estado deVirginia y, por lo general, un díalaborable a las nueve y media de lamañana está hasta los topes. Aquellunes era así. Aunque yo pasaba lamayor parte de mi jornada laboral enCharlottesville, había realizadoinnumerables operaciones en ese

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hospital y conocía a casi todo elpersonal. Laura Potter, una médicade Urgencias a la que conocía y conla que había trabajado estrechamentedurante dos años, recibió unallamada desde una ambulancia en laque se le informaba de que un varóncaucásico de cuarenta y cuatro años,en estado epiléptico, estaba a puntode llegar al centro. Mientras seacercaba a la entrada de lasambulancias, repasó mentalmente lalista de las posibles causas delestado de su paciente. Era la mismalista que habría elaborado yo de

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haber estado en su piel: síndrome deabstinencia de alcohol; sobredosis dedrogas; hiponatremia (un nivel desodio en sangre anormalmente bajo);infarto; tumor cerebral primario ometastático; hemorragiaintraparenquimal (derrame de sangreen la sustancia cerebral); abscesocerebral... y meningitis.

Cuando los enfermeros mellevaron hasta la Sala 1 deUrgencias, seguía convulsionándomeviolentamente, entre gemidosintermitentes y temblores de losbrazos y las piernas. Nada más

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verme, la doctora Laura Potter, miconocida, se percató de que micerebro estaba sufriendo un ataquegrave. Una enfermera trajo un carritode parada, otra me extrajo sangre yuna tercera cambió la primera bolsaintravenosa, en esos momentos yavacía, que los enfermeros me habíanpuesto en casa antes de subirme a laambulancia. Mientras ellostrabajaban, yo me sacudía como unpez de metro setenta recién sacadodel agua. De mi boca surgía unasucesión de gorgoritos carentes detodo sentido y gritos animales. Pero

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tanto como los ataques, a Laura lepreocupaba que mi cuerpo parecíamostrar una asimetría en su controlmotor. Esto podía significar, no sóloque mi cerebro estaba sufriendo unataque muy serio, sino que podíahaber daños encefálicos graves yposiblemente irreversibles.

Hace falta experiencia paraacostumbrarse a la visión de unpaciente en semejante estado, peroella ya había presenciado muchascircunstancias similares en los añosque llevaba trabajando en eseservicio. En cambio, lo que no había

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visto nunca era a uno de sus colegasen aquel estado y al mirar al pacienteconvulso y vociferante que habíasobre la camilla dijo, casi para sí:

—Eben.Y entonces, alzando la voz para

alertar a los demás médicos yenfermeros de la zona, añadió:

—Es Eben Alexander.Todos los miembros del

personal que la habían oído seagolparon alrededor de la camilla.

Holley, que había ido detrás dela ambulancia, se reunió con ellosmientras Laura iba desgranando la

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preceptiva sucesión de preguntassobre las causas más probables de lacondición en la que me encontraba.¿Sufría síndrome de abstinencia dealcohol? ¿Había tomadorecientemente drogas alucinógenasadquiridas en la calle? Una vezcubierto este trámite, pudoconcentrarse en detener mis ataques.

Durante los últimos meses,Eben IV me había obligado asometerme a un agotador plan deentrenamientos para que loacompañara en el ascenso al monteCotopaxi, un volcán ecuatoriano de

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5.987 metros de altitud que él yahabía escalado hacía unos meses. Elplan había aumentadoconsiderablemente mis fuerzas, porlo que a los celadores les costócontenerme mucho más de lo normal.Cinco minutos y 15 miligramos dediazepam intravenoso más tarde,seguía presa del delirio y tratando dequitarme de encima a todo el mundo,pero para alivio de la doctora Potter,al menos en esos momentos peleabacon las dos mitades del cuerpo.Holley le había contado a Laura queantes de sufrir el ataque había

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padecido un fuerte dolor de cabeza,lo que la llevó a pedir una punciónlumbar, un procedimiento en el quese extrae una pequeña cantidad defluido cefalorraquídeo de la base dela columna vertebral.

El fluido cefalorraquídeo es unasustancia acuosa y transparente quecircula por la superficie de la médulaespinal y recubre el cerebro paraprotegerlo de los impactos. Unorganismo humano normal y en buenestado de salud produceaproximadamente medio litro al día ycualquier disminución de su

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transparencia indica que se haproducido una infección o unahemorragia en el cerebro.

A este tipo de infecciones se lasllama meningitis: es la inflamaciónde las meninges, las membranas quetapizan la parte interior de la médulaespinal y el cráneo y se encuentran encontacto directo con el fluidocefalorraquídeo. Cuatro de cadacinco veces, el causante de lameningitis es un virus. La meningitisviral es bastante grave, pero sóloresulta fatal en un uno por ciento delos casos, aproximadamente. Cuando

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esta inflamación no está producidapor un virus, es bacteriana. Lasbacterias, como son más primitivasque los virus, pueden ser máspeligrosas. Este tipo de meningitisresulta indefectiblemente fatal si nose trata con un método adecuado. Eincluso si se contrarresta de manerarápida con los antibióticosapropiados, tiene un índice demortalidad que oscila entre el 15 y el40 por ciento.

Uno de los responsables menosfrecuentes de la meningitis bacterianaen los adultos es una bacteria muy

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antigua y muy resistente llamadaEscherichia coli, más conocidac o mo E. coli. Nadie conoce suantigüedad exacta, pero se calculaque oscila entre los tres y cuatro milmillones de años. Se trata de unorganismo sin núcleo que sereproduce por el primitivo perosumamente eficiente métodoconocido como fisión binaria asexual(es decir, dividiéndose en dos).Imaginémonos una célula, llena enesencia de ADN y capaz de absorbernutrientes (por lo general,procedentes de otras células a las

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que ataca y absorbe) directamente através de su pared celular. Ahoraimaginemos que es capaz de copiarde modo simultáneo varias cadenasde ADN y dividirse en dos cadaveinte minutos, aproximadamente. Enuna hora se ha convertido en ocho.En doce horas, en 69.000 millones.Al cabo de quince horas, hay 35billones. Este crecimientoexponencial sólo remite cuandocomienza a acabársele el alimento.

Además, el E. coli essumamente promiscuo. Puedeintercambiar sus genes con otras

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especies de bacterias por medio deun proceso llamado conjugaciónbacteriana, que le permite adoptarrápidamente otros rasgos (como laresistencia a los nuevos antibióticos)cuando los necesita. Su sencillaeficiencia le ha permitido perduraren el planeta desde los primerostiempos de la vida unicelular. Losseres humanos llevamos E. coli ennuestro interior, generalmente en eltracto gastrointestinal. Encondiciones normales, esto nosupone una amenaza. Pero cuandoalguna variedad de esta bacteria, que

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se ha vuelto especialmente agresivapor la absorción de cadenas de ADNajenas, invade el fluidocefalorraquídeo que envuelve lamédula espinal y el cerebro, estaprimitiva célula comienza a devorarla glucosa del fluido y cualquier otracosa que pueda encontrar, incluido elpropio cerebro.

A esas alturas, nadie en la salade Urgencias sospechaba que yoestuviera sufriendo una meningitispor E. coli. No tenían razones paraello. Es una enfermedad rarísima enlos adultos. Sus víctimas más

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frecuentes son los recién nacidos,pero el porcentaje de casos entre losniños de más de tres meses se vareduciendo progresivamente amedida que aumenta la edad. Cadaaño, menos de uno de cada diezmillones de adultos la contrae demanera espontánea.

En este tipo de meningitis, lasbacterias atacan primero la capaexterior del cerebro, llamadacorteza. La palabra «corteza» vienedel latín corticea, que significa«cáscara» o «corteza» de árbol. Sipensamos en una naranja, la cáscara

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vendría a ser el equivalente de lacorteza que, en el caso del cerebro,rodea sus partes más primitivas.Alberga las funciones relacionadascon la memoria, el lenguaje, lasemociones, la percepción visual yauditiva y los procesos lógicos. Asíque cuando un organismo como el E.coli ataca el cerebro, se venafectadas las funciones másrelevantes de la condición humana.

Muchas víctimas de meningitisbacteriana mueren durante losprimeros días de la enfermedad. Delas que llegan a Urgencias con una

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acelerada merma de las funcionesneurológicas, como me sucedió a mí,sólo el diez por ciento tiene la suertede poder contarlo. Aunque en estecaso se trata de una suerte relativa,puesto que muchos de ellos pasan enestado vegetativo el resto de susvidas.

Aunque la doctora Potter nopensaba aún en una meningitisbacteriana, sospechaba que podíapadecer alguna forma de infeccióncerebral, razón por la que habíadecidido pedir una punción lumbar.Justo cuando estaba diciéndole a una

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de las enfermeras que le trajese labandeja con el instrumental y mepreparara para el procedimiento, micuerpo sufrió un violento espasmocomo si, de repente, hubieranelectrificado la camilla. Con unaenergía renovada, proferí unprolongado gemido de agonía, arqueéla espalda y comencé a agitar losbrazos en el aire. Tenía toda la cararoja y las venas del cuello hinchadas.Laura gritó pidiendo ayuda yacudieron los celadores. Primerodos, luego cuatro y finalmente seis,quienes trataron de sujetarme

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mientras ella procedía con lapunción.

Obligaron a mi cuerpo a adoptaruna posición fetal mientras Laura meadministraba más sedante. Y,finalmente, entre todos consiguieronque me estuviera lo bastante quietopara que la aguja pudiera penetrarpor la base de mi columna vertebral.

Cuando las bacterias atacan elorganismo, éste entraautomáticamente en modo defensivoy envía a sus tropas de choque, losglóbulos blancos, desde susbarracones del bazo y la médula

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espinal, para repeler a los invasores.Son las primeras bajas en la colosalguerra celular que se desencadenacada vez que un agente biológicoexterno invade el cuerpo, y ladoctora Potter sabía que si mi fluidocefalorraquídeo no era transparente,sería por la presencia de glóbulosblancos.

Se inclinó hacia delante yenfocó la mirada sobre elmanómetro, el tubo transparente yvertical por el que saldría el fluidocefalorraquídeo. Lo primero que lasorprendió fue que, en lugar de salir

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gota a gota, lo hizo en forma dechorro, debido a una presiónpeligrosamente elevada.

A continuación se fijó en laapariencia del fluido. La mayor omenor opacidad indicaría lagravedad de mi estado. El líquidoque apareció en el manómetro eraviscoso y blanco, con un leve tinteverdoso.

Mi fluido cefalorraquídeoestaba lleno de pus.

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3

SALIDO DE LA NADA

La doctora Potter llamó al doctorRobert Brennan, uno de sus colegasen el hospital general de Lynchburg yespecialista en enfermedadesinfecciosas. Mientras esperaban a losresultados de las pruebas que habíanpedido al laboratorio del centro,consideraron las distintasposibilidades diagnósticas yopciones terapéuticas.

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Durante esos momentos, yoseguía gimiendo y debatiéndomecontra las correas de mi camilla. Larealidad que estaba saliendo a la luzera cada vez más pavorosa. Losresultados de la tinción de gram (unaprueba química bautizada en honor almédico danés que la inventó y quepermite a los médicos clasificar lasbacterias entre gram positivas y gramnegativas) indicaban una cepa gramnegativa, lo que resultaextremadamente inusual. Al mismotiempo, una tomografíacomputarizada (TC) de mi cabeza

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revelaba que el revestimiento de lasmeninges de mi cerebro estabapeligrosamente hinchado einflamado. Me introdujeron unrespirador por la tráquea para que unventilador pudiera ocuparse por míde la tarea de respirar —veinteveces por minuto, para ser exactos—y desplegaron una batería demonitores alrededor de mi cama pararegistrar hasta el último movimientode mi cuerpo y de mi casi totalmenteinerte cerebro.

Entre los escasos adultos quecada año contraen meningitis

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espontánea por E. coli (es decir, laque se produce sin mediarpreviamente un procedimientoquirúrgico cerebral o un traumatismocraneal con penetración), la mayoríalo hace por alguna causa tangible,como una deficiencia del sistemainmunológico (provocada muchasveces por VHI o Sida). Pero yo noestaba dentro de ese grupo de riesgo.Hay otras bacterias que puedenprovocar meningitis invadiendo elcerebro desde las fosas nasales o eloído medio, pero no la E. coli. Elespacio cefalorraquídeo está

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demasiado bien aislado con respectoal resto del cerebro para que pasenorganismos como ésos.Sencillamente, salvo que la médula oel cráneo sufran una perforación (acausa de un estimulador cerebralprofundo o una derivación,colocados por un neurocirujano ycontaminados, por ejemplo), lasbacterias que, como la mencionada,suelen residir en los intestinos, notienen acceso a esa zona. Yo mismohabía insertado centenares dederivaciones y estimuladores en loscerebros de mis pacientes y, de haber

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tenido la oportunidad de estudiar elcaso con mis perplejos colegas,habría convenido con ellos en que,por expresarlo de manera sencilla,había contraído una enfermedad queera prácticamente imposible decontraer.

Los dos médicos, incapaces aúnde aceptar la evidencia a la queapuntaban los resultados de laspruebas, llamaron a varios expertosen enfermedades infecciosas deimportantes hospitales universitarios.Todos se mostraron de acuerdo enque los resultados sólo señalaban un

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diagnóstico posible.Que me diagnosticaran un caso

rarísimo de meningitis bacteriana porE. coli no fue lo único extraordinariode mi primer día de estancia en elhospital. En los momentos previos ami salida del servicio de Urgencias,tras dos horas de gemidos y aullidosanimales, quedé en completosilencio. Y entonces, como salido dela nada, lancé un grito formado pordos palabras. Dos palabras tanperfectamente articuladas que todoslos médicos y enfermeros presentes,así como Holley, que se encontraba

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al otro lado de la cortina, a pocospasos de distancia, las oyeron connitidez:

—¡Dios, ayúdame!Todos corrieron a la camilla.

Pero cuando llegaron a mi lado,estaba totalmente inconsciente.

No recuerdo nada sobre miestancia en Urgencias, incluido aquelgrito de auxilio. Pero fue lo últimoque dije en siete días.

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4

EBEN IV

Una vez en la Sala 1 de CuidadosIntensivos, mi estado continuódeteriorándose. El nivel de glucosaen el fluido cefalorraquídeo de unapersona sana es de unos 80miligramos por decilitro. Unapersona aquejada por una meningitisbacteriana sumamente grave yamenazada de muerte puede tenerunos niveles próximos a los 20

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miligramos por decilitro. El mío erade un miligramo. En la escala decoma de Glasgow me encontraba enel nivel 8 (de quince posibles) lo quesignificaba una afección cerebralgrave. Por si fuera poco, micondición fue agravándose en losdías siguientes. Mi evaluaciónAPACHE II (acrónimo en inglés deAcute Physiology and ChronicEvaluation II, «evaluación II defisiología aguda y salud crónica») enUrgencias era de 18 puntos sobre unmáximo de 71, lo que significaba quelas probabilidades de fallecimiento

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durante aquella hospitalización eranpróximas al 30 por ciento. Pero, enrealidad, debido a un problemadiagnosticado de meningitisbacteriana aguda gram negativa congrave deterioro neurológico, cuandoingresé en el hospital sólo tenía, enel mejor de los casos, un diez porciento de probabilidades desobrevivir. Y si los antibióticos nohacían efecto, el riesgo de muerteiría ascendiendo inexorablementedurante los días siguientes hastallegar a un innegociable ciento porciento.

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Los médicos anegaron micuerpo con tres potentes antibióticosintravenosos antes de enviarme a minuevo hogar: una habitación privadade gran tamaño, la número 10, de laUnidad de Cuidados Intensivos, en laplanta superior de Urgencias.

Yo había estado muchas vecesen aquella UCI, pero sólo comocirujano. Es el sitio donde se aloja alos enfermos más graves, personasque están a un paso de la muerte,para que el personal médico puedatrabajar con ellos de manerasimultánea y sin interrupciones. Un

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equipo así, luchando en completacoordinación para mantener a unpaciente con vida cuando todas lasprobabilidades están en su contra,conforma una imagen impresionante.En aquellas salas había vividomomentos tanto de enorme orgullocomo de inmensa decepción,dependiendo de si la vida delpaciente que luchábamos por salvarseguía adelante o se nos escurríaentre los dedos.

El doctor Brennan y el resto delequipo trataron de mostrarse tanpositivos con Holley como pudieron,

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dadas las circunstancias, lo que noquiere decir que fuesen demasiadooptimistas. La verdad es que lasprobabilidades de que falleciese encualquier momento eran muyelevadas. Y aunque no falleciese,cabía la posibilidad de que el ataquede las bacterias contra la corteza demi cerebro imposibilitase parasiempre las actividades cerebralessuperiores. Cuanto más se prolongarami coma, más aumentarían lasprobabilidades de que me pasase elresto de mi vida en un estadovegetativo.

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Por suerte, no sólo el personaldel hospital general de Lynchburg,sino también otras personas estabanmovilizándose ya en mi auxilio.Michael Sullivan, vecino nuestro yrector de la Iglesia episcopaliana,llegó a Urgencias una hora despuésde mi esposa, aproximadamente. Enel preciso momento en que éstacruzaba corriendo la puerta de casapara seguir a la ambulancia, suteléfono móvil había empezado asonar. Era su amiga de toda la vida,Sylvia White, quien siempre habíatenido la sorprendente capacidad de

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aparecer justamente cuando sucedíaalguna cosa importante. Holleyestaba convencida de que poseíapoderes. (Yo, por mi parte, preferíala explicación más segura y racionalde que, simplemente, era una personacon gran intuición.) Ella la puso alcorriente de lo sucedido y entre lasdos se encargaron de llamar a misfamiliares más cercanos: mi hermanapequeña Betsy, que vivía cerca; miotra hermana Phyllis, que a suscuarenta y ocho años era la másjoven de todos nosotros y vivía enBoston; y Jean, la mayor.

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Aquella mañana de lunes, Jeancruzaba Virginia en dirección surdesde su casa de Delaware. Por puracasualidad, se dirigía a casa denuestra madre, que vivía en Winston-Salem. Su móvil comenzó a sonar.Era su marido, David.

—¿Has llegado ya a Richmond?—le preguntó.

—No —dijo Jean—. Estoy alnorte, en la I-95.

—Pues coge la ruta 60 endirección oeste y luego la 24 hastaLynchburg. Me acaba de llamarHolley. Eben está en el hospital, en

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Urgencias. Ha tenido un ataque estamañana y, de momento, no responde.

—¡Oh, Dios mío! ¿Y saben quéha sido?

—No están seguros, peroparece meningitis.

Jean dio la vuelta y siguió lasinuosa carretera 60 hacia el oeste,bajo densos nubarrones negros yveloces, en dirección a la ruta 24 y aLynchburg.

Phyllis fue la que, a las tres dela tarde del mismo día del ataque,llamó a Eben IV a su apartamento dela Universidad de Delaware. Él

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estaba en el porche, haciendo unasprácticas de Ciencias (mi padrehabía sido neurocirujano y parecíaque a él también le interesaba lacarrera) cuando sonó su teléfono. Mihermana lo puso rápidamente alcorriente de la situación y le dijo queno se preocupara, que los médicos lotenían todo bajo control.

—¿Tienen idea de lo que puedeser? —preguntó mi hijo.

—Bueno, han dicho algo sobrebacterias gram negativas ymeningitis.

—Tengo dos exámenes en los

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próximos días, voy a avisar a misprofesores —decidió él.

Eben me contaríaposteriormente que, en un primermomento, le costó creer queestuviese en un peligro tan gravecomo el que había insinuado su tía,puesto que Holley y ella «siempreexageraban un poco» y, además, yono me ponía enfermo nunca. Perocuando, una hora más tarde, lo llamóMichael Sullivan, se dio cuenta deque tenía que acudir de inmediato.

Mientras circulaba haciaVirginia comenzó a caer una llovizna

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helada. Phyllis había salido deBoston a las seis en punto y mientrasEben se acercaba al puente de la I-495 para cruzar el Potomac y entraren Virginia, ella conducía bajo lalluvia. Llegó a Richmond, alquiló uncoche y salió a la ruta 60.

Cuando Eben se encontraba apocos kilómetros de Lynchburg,llamó a su madre.

—¿Cómo está Bond? —preguntó.

—Dormido —respondió ésta.—En ese caso voy directamente

al hospital —decidió Eben.

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—¿Seguro que no quieres pasarantes por casa?

—No —dijo él—. Sólo quierover a papá.

Llegó a la Unidad de CuidadosIntensivos a las once y cuarto.Cuando entró en la luminosa sala derecepción del hospital, no había másque una enfermera. Ella lo acompañóhasta mi cama.

Para entonces, todos losvisitantes se habían marchado ya acasa. Lo único que se oía en miamplia y escasamente iluminadahabitación eran los pitidos y siseos

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casi imperceptibles de las máquinasque mantenían mi cuerpo con vida.

Eben se quedó paralizado en elumbral de la puerta al verme. En susveinte años de vida, nunca me habíavisto contraer nada más grave que unresfriado. Pero en aquel momento, apesar del esfuerzo de las máquinaspor aparentar otra cosa, lo quecontemplaron sus ojos era, enesencia, un cadáver. Mi cuerpo físicoestaba allí, frente a él, pero el padreque conocía ya no.

O quizá sería más apropiadodecir que, simplemente, estaba en

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otro sitio.

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5

EL INFRAMUNDO

Oscuridad, pero una oscuridadvisible, como si estuvierassumergido en barro y, aun así, fuesescapaz de ver. O en una especie degelatina sucia. Transparente, pero deun modo borroso, claustrofóbico yasfixiante.

Conciencia, pero sin memoria niidentidad, como un sueño en el queves lo que está pasando a tu

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alrededor, pero no sabes realmentequién eres o lo que eres.

Y sonido, también: un palpitarprofundo y rítmico, lejano perofuerte, me atravesaba de parte aparte. ¿Como el de un corazón? Talvez, aunque más lúgubre, másmaquinal, como un choque metálico,como si un gigantesco herrerosubterráneo estuviera golpeando conun enorme martillo una pieza sobreun yunque en la distancia, con tantafuerza que el estruendo del impactoatravesase la Tierra, el lodo o lo quequiera que me rodease.

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No tenía cuerpo, al menos no uncuerpo del que fuese consciente.Simplemente... estaba allí, en aquellugar de palpitante y sonoraoscuridad. Ahora, con el paso deltiempo, podría llamarla«primordial». Pero por aquelentonces no conocía esa palabra. Dehecho no conocía ninguna. Laspalabras que utilizo aquí llegaronmucho más tarde, ya en el mundo, alponer por escrito mis recuerdos.

Idioma, emociones, lógica: todoello había desaparecido, como sihubiera sufrido una regresión a un

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estado del ser propio del principiode los tiempos, tan lejano quizá comola primitiva bacteria que, sin que yolo supiera, había invadido micerebro y lo había obligado aapagarse.

¿Cuánto tiempo pasé en esemundo? No tengo ni la menor idea.Cuando vas a un sitio en el que nopercibes el tiempo como loexperimentamos en el mundo normal,describir su transcurrir esprácticamente imposible. Mientrastodo sucedía, mientras estaba allí, mesentía como si yo (lo que quiera que

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fuese ese «yo») hubiese estado enaquel lugar desde siempre y fuera aseguir allí eternamente.

Y, al menos en un primermomento, tampoco es que meimportase. ¿Por qué iba a hacerlo? Afin de cuentas, aquel estado del serera el único que conocía. Como noalbergaba recuerdo alguno sobrenada mejor, no me inquietabaespecialmente el lugar en el que meencontraba. Sí que recuerdo habermepreguntado si sobreviviría o no, perola indiferencia que sentía ante unarespuesta u otra me inspiró una clara

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sensación de invulnerabilidad.Ignoraba por completo las leyes quegobernaban el mundo en el que meencontraba, pero tampoco tenía lamenor prisa por descubrirlas. A finde cuentas, ¿para qué?

No sabría decir cuándo sucedióexactamente, pero en un momentodeterminado comencé a serconsciente de unos objetos que merodeaban. Su aspecto era algosimilar al de las raíces y un pococomo el que habrían tenido unosenormes vasos sanguíneos en unvasto y cenagoso útero.

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Emitían un fulgor rojizo yumbrío y se extendían tanto porarriba como por abajo Enretrospectiva, recuerdo que verlasera como ser un topo o un gusano,una criatura enterrada en la tierrapero, a pesar de ello, capaz de ver laenmarañada matriz de raíces yárboles que la rodea.

Por eso, al acordarme másadelante de aquel lugar, lo bauticécomo el «reino de la perspectiva delgusano». Durante algún tiemposospeché que podía tratarse de unaespecie de recuerdo de lo que

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experimentó mi cerebro cuando lasbacterias empezaron a invadirlo.

Pero cuanto más pensaba en ello(de nuevo, mucho, mucho más tarde),menos sentido le encontraba a estaexplicación. Porque —por muchoque le cueste imaginar esto a alguienque no haya estado allí— miconciencia no estaba nublada nidistorsionada. Sólo era... limitada.En aquel lugar no era humano. Nisiquiera animal. Era algo anterior ymás reducido. Sólo era un punto deconciencia en medio de un mar entrerojizo y marrón, ajeno al paso del

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tiempo.Cuanto más permanecía en

aquel lugar, menos cómodo mesentía. Al principio estaba tanprofundamente sumergido en él queno había diferencia entre el «yo» y elespacio medio aterrador y mediofamiliar que me rodeaba. Pero pocoa poco, aquella sensación deprofunda, eterna e ilimitadainmersión fue dando paso a otra: lade que en realidad yo no formabaparte de aquel mundo subterráneo,sino que estaba atrapado en él.

Unos rostros grotescos de

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animal brotaban del lodo, emitían ungemido o un aullido y volvían adesaparecer. De tanto en tanto oía unrugido sordo. A veces, dichosrugidos se transformaban en cánticostenues y rítmicos, que resultaban a untiempo aterradores y extrañamentefamiliares, como si en algúnmomento yo mismo los hubieraemitido también.

Como no guardaba recuerdoalguno sobre existencias anteriores,el tiempo que pasé en aquel reino seprolongó sin que me percatara deello. ¿Fueron meses? ¿Años? ¿Toda

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la eternidad? Sea cual sea larespuesta, el caso es que al finalacabé llegando a un punto en el quela sensación de inquietud sobrepasóa la de familiaridad. Cuanto máscrecía mi sentido del yo —un yoseparado de la oscuridad fría yhúmeda que me rodeaba—, másdesagradables y amenazantes setornaban las caras que brotaban de lanegrura. Los rítmicos latidos en ladistancia se intensificaron también yse hicieron más claros y fuertes,como si alguien estuvieramarcándole el ritmo de trabajo a un

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ejército de obreros subterráneossimilares a trolls, entregados a unatarea interminable y de brutalmonotonía. A mi alrededor, losmovimientos se volvieron menosvisuales y más táctiles, como si unascriaturas parecidas a reptiles o agusanos correteasen en tropel junto amí y me rozaran accidentalmente consus pieles suaves o espinosas alpasar.

Entonces empecé a captar unolor: un poco como a heces, un pococomo a sangre y un poco como avómito. Un olor de naturaleza

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biológica, en otras palabras, pero demuerte biológica, no de vida. Amedida que mi conciencia ibaafirmándose con mayor fuerza, sentíque el pánico empezaba a apoderarsede mí. Fuera quien fuese o fuera loque fuese, yo no pertenecía a aquellugar. Tenía que salir de allí.

Pero ¿adónde iba a ir?Mientras me formulaba esta

pregunta, algo nuevo surgió de laoscuridad, sobre mí: algo que noestaba frío, muerto ni sumido en lastinieblas, sino todo lo contrario.Creo que aunque lo intentase durante

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todo lo que me queda de vida, jamásllegaría a hacerle justicia a laentidad que se me estabaaproximando en aquel momento y nopodría describir ni un triste esbozode su auténtica belleza.

Pero voy a intentarlo.

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6

UN ANCLA A LA VIDA

Phyllis llegó al aparcamiento delhospital sólo dos horas después queEben IV, a eso de la una de lamañana. Al entrar en la habitación dela UCI, se encontró a mi hijo sentadojunto a mi cama, aferrado a unasábana del hospital para no quedarsedormido.

—Mamá está en casa con Bond—informó Eben en un tono que

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expresaba cansancio, tensión yalegría por la llegada de ella, todo almismo tiempo.

Phyllis le dijo que tenía que irsea casa, que si se quedaba despiertotoda la noche, después de haberconducido desde Delaware, al díasiguiente no le serviría de nada anadie, ni siquiera a su padre. Llamó aHolley y a Jean a nuestra casa y lesdijo que el chico volvería enseguida, pero que ella iba a quedarseconmigo a pasar la noche.

—Vete a casa con tu madre, tutía y tu hermano —le dijo a Eben IV

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después de colgar—. Te necesitan.Tu padre y yo seguiremos aquímañana, cuando vengas.

Él dirigió los ojos hacia micuerpo: hacia el respiradortransparente que desaparecía en elinterior de mi nariz en dirección a mitráquea; hacia mis finos labios, yamedio agrietados; hacia mis cerradosojos y mis flácidos músculosfaciales.

Phyllis le leyó la mente.—Vete a casa, Eben. Intenta no

angustiarte. Tu padre sigue connosotros. Y no voy a dejar que se

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marche.Se acercó a mi cama, me cogió

la mano y comenzó a darle unmasaje. Con la única compañía delas máquinas y la enfermera del turnode noche, que acudía cada hora arevisar mis constantes vitales, sepasó allí sentada el resto de la noche,sujetándome la mano, tratando demantener una conexión que sabíavital para que yo pudiese sobrevivir.

La importancia que tiene lafamilia para la gente del sur puedeparecer un tópico pero, como lamayoría de éstos, contiene una buena

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parte de verdad. Cuando en 1988 memarché a Harvard, una de lasprimeras cosas de la gente del norteque llamó mi atención era lo muchoque les costaba expresar un hechoque en el sur damos por sentado: tufamilia define tu identidad.

A lo largo de toda mi vida, mirelación con mi familia —con mispadres y hermanas y luego conHolley, Eben IV y Bond— ha sidosiempre una fuente de fuerza yestabilidad, pero sobre todo durantelos últimos años. La familia era adonde recurría para recibir apoyo

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incondicional, en un mundo —lomismo en el norte que en el sur—que carece de él con demasiadafrecuencia.

De vez en cuando acudía a laIglesia episcopaliana con Holley ylos niños. Pero la verdad es quedurante años había sido poco másque uno de esos parroquianos quesólo cruzan la puerta del templo enNavidad y en Semana Santa.Animaba a nuestros hijos a rezar denoche, pero no era, ni de lejos, ellíder espiritual en mi hogar. Nuncahabía logrado desprenderme por

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completo de mis dudas. Por muchoque de niño hubiese querido creer enDios, en el Cielo y en la otra vida, locierto es que las décadas que habíapasado en el riguroso mundocientífico de la neurocirugíaacadémica me habían hechoengendrar serias dudas sobre laposibilidad de que tales cosaspudieran existir. Las neurocienciasde nuestros días afirman que es elcerebro el que genera la conciencia—la mente, el alma, el espíritu,llámesele como se quiera, esa parteinvisible e intangible de nosotros

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mismos que nos convierte en quienessomos en realidad— y, en esencia,yo lo creía también.

Como la mayoría de losprofesionales sanitarios que tratandirectamente con personasagonizantes y sus familias, a lo largode los años había oído —e inclusopresenciado— muchas cosas dedifícil explicación. Archivabaaquellos casos dentro de la categoríade «desconocido» y los dejaba allísin darles más vueltas, convencidode que en su interior se ocultabaalguna explicación racional.

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Y no es que tuviese nada encontra de la fe en lo sobrenatural.Como profesional de la medicina quese encontraba a diario con gente quetenía que arrostrar increíblessufrimientos físicos y emocionales demanera constante, lo último quehabría querido era negarle a nadie elconsuelo y la esperanza de la fe. Esmás, ojalá hubiera podido disfrutarde ella yo mismo.

Pero cuanto mayor me hacía,más improbable me parecía. Como elmar que va erosionando la playa, conel paso de los años mi visión

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científica del mundo había ido, lentapero inexorablemente, socavando mife en una realidad superior. Laciencia parecía estar generando unasucesión incesante de pruebas quereducían nuestra importancia en elseno del universo a la prácticanulidad. Habría sido magnífico podercreer. Pero a la ciencia no le importalo magnífico. Le importa lo que es.

Yo soy una de esas personasque aprenden mediante la acción. Sihay algo que no puedo tocar o sentir,me cuesta interesarme por ello. Fueese deseo de alargar las manos hacia

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el objeto de mi interés, unido alanhelo de ser como mi padre, lo queme llevó hasta la neurocirugía. Elcerebro humano es un órganocomplejo y misterioso, pero tambiénincreíblemente concreto. Cuando eraun estudiante de Medicina en Duke,nada me gustaba más que contemplaral microscopio las alargadas ydelicadas neuronas cuyas conexionessinápticas dan origen a la conciencia.Me encantaba la combinación deconocimiento abstracto y concreciónfísica que representaba laneurocirugía. Para acceder al

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cerebro, hay que apartar primero lascapas de piel y tejido que lo cubren yluego aplicar un instrumentoneumático de gran velocidad llamadotaladro Midas Rex. Es sumamentesofisticado y cuesta miles de dólares.Y, no obstante, a la hora deutilizarlo, no es más que... un simpletaladro.

Del mismo modo, lasreparaciones quirúrgicas delcerebro, aunque de unaextraordinaria complejidad, nodifieren de las que pueden realizarsecon cualquier maquinaria eléctrica

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de enorme delicadeza. Porque esto,creía yo en aquel entonces, eraprecisamente el cerebro: unamáquina capaz de generar elfenómeno de la conciencia. Sí, loscientíficos no habían descubierto aúncómo lograban obrar este milagro lasneuronas, pero sólo era cuestión detiempo. Era algo que se demostrabacada día en la mesa de operaciones.Un paciente entra al quirófano conjaquecas y problemas de conciencia.Obtienes una IRM (imagen porresonancia magnética) de su cerebroy descubres un tumor. Le administras

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anestesia general, extraes dichotumor y a las pocas horas estádespierto y funcionando plenamente.Desaparecen las jaquecas.Desaparecen los problemas deconciencia. Aparentemente, es algomuy sencillo.

Yo adoraba esa sencillez: laabsoluta honradez y limpieza de laciencia. El hecho de que no dejaramargen alguno a la fantasía ni a lasexplicaciones poco rigurosas meinspiraba respeto. Si un hecho podíaestablecerse de manera tangible ycon pruebas fiables, se aceptaba. Si

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no, se rechazaba.Era un enfoque que dejaba muy

poco margen para el alma y elespíritu, para la pervivencia de lapersonalidad después de que sehubiese detenido la actividad delcerebro que la sustentaba. Y muchomenos para unas palabras que, a lolargo de mi vida, había oído una yotra vez en la iglesia: «vida eterna».

Precisamente por esta razóndependía tanto de mi familia, deHolley y nuestros hijos, de mis treshermanas y, lógicamente, de mi padrey de mi madre. Estoy totalmente

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convencido de que nunca habría sidocapaz de ejercer mi profesión —realizar, día tras día, las accionesque realizaba y ver las cosas queveía— sin los sólidos cimientos decariño y comprensión que ellos mebrindaban.

Y por eso, Phyllis (trasconsultar a Betsy por teléfono)decidió aquella noche hacerme unapromesa en nombre de toda nuestrafamilia. Mientras yo permanecía allí,con mi mano flácida y casi sin vidaentre las suyas, me prometió que,pasara lo que pasase de allí en

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adelante, siempre habría alguien a milado para cogerme la mano.

—No vamos a dejar que tevayas, Eben —dijo—. Necesitas unancla que te mantenga aquí, en estemundo, donde te necesitamos. Y te lavamos a proporcionar.

No sabía lo importante quesería esta ancla en los díassiguientes.

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7

LA MELODÍA GIRATORIA Y ELPORTAL

Algo había aparecido en medio de laoscuridad. Giraba lentamente eirradiaba unos delicados filamentosde luz blanca y dorada quecomenzaron a agrietar y disolver laoscuridad que me rodeaba.

Entonces oí algo nuevo: unsonido viviente, como la piezamusical con más matices, más

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compleja y más hermosa que hayasescuchado nunca. Fue cobrandomayor fuerza a medida que descendíauna luz pura y blanca, y su llegadaaniquiló aquel monótono pálpitomecánico que hasta entonces, yaparentemente durante eones, habíasido mi única compañía.

La luz se fue acercando más ymás, girando y girando, con unosfilamentos de luz blanca y pura que,pude ver en aquel momento, estabateñida aquí y allá de maticesdorados.

Entonces, en el centro mismo de

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la luz apareció algo. Enfoqué mipercepción sobre ella, tratando deadivinar lo que era.

Una puerta. Ya no estabamirando la luz giratoria, sino a travésde ella.

En cuanto lo comprendí,comencé a ascender. Rápidamente.Hubo un ruido similar a una racha deviento y, con un destello repentino,atravesé la puerta y me encontré enun mundo totalmente nuevo. El másextraño y hermoso que jamás hubieracontemplado. Brillante, extático,asombroso... Podría utilizar un

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montón de adjetivos para describir elaspecto y las sensaciones quetransmitían aquel mundo, pero mequedaría corto. Me sentí como siestuviera naciendo. No renaciendo nivolviendo a nacer. Sólo... naciendo.

A mis pies se extendía unpaisaje. Era verde, frondoso,parecido al de la Tierra. Era laTierra... pero al mismo tiempo no.Era como cuando tus padres te llevande nuevo a un sitio en el que pasastealgunos años cuando eras un niñopequeño. No lo conoces. O al menoscrees que no lo conoces. Pero cuando

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miras a tu alrededor, algo despiertaen tu interior y te das cuenta de queuna parte de ti —una parte que estámuy, muy adentro— sí lo recuerda yse alegra de volver a estar en él.

Volaba sobre aquel lugar, porencima de árboles y campos, arroyosy cascadas y, de vez en cuando,personas. Y también niños, niños quereían y jugaban. La gente cantaba ybailaba en círculos y, puntualmente,veía también algún que otro perroque corría y saltaba entre la multitud,tan feliz como todos ellos. Vestíanropa sencilla pero hermosa y me dio

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la sensación de que sus colorestransmitían la misma calidez vivaque los árboles y las flores quecrecían y crecían por todo el entorno.

Un mundo de ensueñoincreíblemente hermoso...

Sólo que no era un sueño.Aunque no sabía dónde estaba ni loque era yo mismo, había algo de loque sí me sentía del todo seguro: ellugar al que había llegado de repenteera absolutamente real.

La palabra «real» expresa algoabstracto y resulta frustrantementeinadecuada para transmitir la idea

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que intento describir. Imagina queeres un niño y vas al cine un día deverano. Imagina que es una buenapelícula y has disfrutado viéndola.Pero entonces termina y, junto conlos demás espectadores, sales en filadel cine a la intensa, viva yacogedora calidez de la tarde estival.Y al respirar el aire de la calle ysentir los rayos del sol sobre ti, tepreguntas por qué demoniosdecidiste desaprovechar un día tanhermoso sentado en el oscuro interiorde una sala de cine.

Multiplica esa sensación por

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mil y seguirás sin acercarte a la queme inspiró a mí aquel lugar.

Seguí volando, no séexactamente por cuánto tiempo(porque el tiempo en aquel lugar noera como la sencilla experiencialineal que conocemos en la Tierra;de hecho, resulta tan difícil dedescribir como todos sus demásaspectos). Pero en un momento dadome percaté de que ya no estaba solo.

Había alguien a mi lado: unachica preciosa de pómulos altos yhermosos ojos azules. Llevaba ropasencilla, como de campesina, similar

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a la que vestía la gente del puebloque había visto abajo. Unos largosmechones de cabello doradoenmarcaban su hermoso rostro.Volábamos juntos a bordo de unasuperficie cubierta por unos dibujosenormemente intrincados, el ala deuna mariposa. De hecho, estábamosrodeados por millones de mariposas,vastas bandadas de ellas quedescendían sobre la vegetación yvolvían a alzarse a nuestroalrededor. No se movíanindividualmente, separadas unas deotras, sino todas juntas, como un río

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de vida y color que se desplazasepor el aire. Volábamos en elegantesformaciones que describíanparsimoniosos bucles entre las floresy los brotes de los árboles, que seabrían al pasar nosotros a su lado.

El atuendo de la muchacha erasencillo, pero sus colores —azulclaro, añil y melocotón— poseían lamisma viveza deslumbrante yabrumadora que todo cuanto nosrodeaba. Me dirigió una mirada quehabría hecho que cualquiera sealegrase de haber vivido hasta aquelmomento, independientemente de lo

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que le hubiera pasado antes. No erauna mirada romántica. Tampocoamistosa. Era algo que iba más alláde todo ello... más allá de todas lastipologías del amor que conocemosaquí en la Tierra. Era algo superior,que contenía en su interior todas lasdemás formas de amor y, al mismotiempo, era más genuino y puro quetodas ellas.

Sin utilizar palabras, me habló.El mensaje me penetró como unaráfaga de viento helado y al instantecomprendí que era cierto. Lo supecomo había sabido que el mundo que

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nos rodeaba era verdadero, no unasimple fantasía, pasajera einsustancial.

El mensaje estaba dividido entres partes y si hubiera tenido quetraducirlo a una lengua de la Tierra,habría sonado más o menos así:

«Os aman y aprecian, profunday eternamente».

«No tenéis nada que temer».«Nada de lo que hagáis puede

ser malo».Esas esperanzadoras palabras

hicieron que me inundara una vasta yalocada sensación de alivio. Fue

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como si me entregaran las reglas deun juego al que llevara toda la vidajugando sin comprenderlo del todo.

«Aquí te mostraremos muchascosas —anunció la chica, de nuevosin utilizar estas palabras exactas,sino transmitiéndome directamente suesencia conceptual—, pero al finalregresarás.»

Frente a esto, sólo tenía unapregunta.

Recuerda con quién estáshablando en este momento. No soy unbobo sentimental. Sé qué aspectotiene la muerte. Sé lo que se siente

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cuando una persona viva, con la quehas hablado y has bromeado hastahace bien poco, se convierte en unobjeto inerte en una mesa deoperaciones después de que hayaspasado horas luchando para mantenerla maquinaria de su cuerpo enfuncionamiento. Sé la forma queadopta el sufrimiento y conozco lahonda tristeza y la impotencia quereflejan las caras de quienes hanperdido a un ser queridoinesperadamente. Conozco lafisiología de mi propio cuerpo y,aunque no es mi especialidad,

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tampoco soy un completo ignoranteal respecto. Conozco la diferenciaentre la fantasía y la realidad y séque aquella experiencia (de la que, apesar de todo mi empeño, sóloconsigo transmitirte la imagen másvaga y completamente insatisfactoriaque quepa imaginar) fue la másimportante de toda mi vida.

De hecho, la única que podríadisputarle esta condición fue la quese produjo a continuación.

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8

ISRAEL

A las ocho de la mañana del díasiguiente, Holley volvía a estar en mihabitación. Despertó a Phyllis, ocupósu puesto junto a la cabecera de micama y tomó mi mano todavía inerteentre las suyas.

Alrededor de las once llegóMichael Sullivan y les pidió a todosque formasen un círculo a mialrededor. Mi hermana Betsy, que ya

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estaba allí, me cogió de la mano paraque también yo estuviese incluido.Michael entonó una plegaria. Estabanterminando cuando uno de losespecialistas en enfermedadesinfecciosas llegó del piso de abajocon un nuevo informe. A pesar deque durante la noche me habíancambiado los antibióticos, lapresencia de glóbulos blancos en mitorrente sanguíneo continuabaaumentando. Y las bacterias seguían,sin que nadie lograra impedírselo,devorando mi cerebro.

Los médicos, cada vez más

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acuciados por el tiempo y la falta deopciones, volvieron a repasar conHolley todos los detalles de misactividades de los últimos días. Laspreguntas se extendieron luego a lasúltimas semanas. ¿Había sucedidoalgo distinto en los últimos meses,cualquier cosa que pudiese ayudarlesa encontrarle sentido a mi condición?

—Bueno —comentó ella—,hace pocos meses hizo un viaje aIsrael.

El doctor Brennan levantó lamirada de su cuaderno.

Las células de la E. coli no sólo

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intercambian su ADN con otrascélulas de E. coli, sino también conotros organismos bacterianos gramnegativos. En estos tiempos de viajespor el mundo, bombardeosantibióticos y nuevas cepas deenfermedades en proceso deacelerada mutación, ello constituyeun hecho muy relevante. Si unasbacterias E. coli se encuentran en unentorno biológico difícil con otrosorganismos mejor adaptados queellas, pueden absorber parte de suADN e incorporarlo.

En 1996, unos científicos

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descubrieron una nueva cepa debacterias que contenía una secuenciade ADN codificante para lacarbapenemasa de Klebsiellapneumoniae (o KPC, por sus siglasen inglés Klebsiella PneumoniaeCarbapenemase), una enzima queconfería a sus bacterias anfitrionascapacidad de resistencia frente a losantibióticos. La encontraron en elestómago de un paciente que habíamuerto en un hospital de Carolina delNorte. La cepa llamó inmediatamentela atención de médicos de todo elmundo, conscientes de que la KPC

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podía hacer que las bacterias sevolviesen resistentes, no sólo aalgunos de los antibióticos denuestros días, sino a todos ellos.

Si una variedad de bacteriastóxicas e inmunes a los antibióticos(emparentada con una cepa no tóxicapresente en nuestros cuerpos) seliberase entre la población,esquilmaría la raza humana. Entre losantibióticos que se han desarrolladoen la última década no hay ningunoque pudiera acudir a nuestro rescate.

El doctor Brennan sabía quepocos meses antes habían ingresado

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en un hospital a un paciente con unafuerte infección de Klebsiellapneumoniae y lo habían tratado conuna amplia batería de antibióticospara tratar de contenerla. Pero elestado de salud del hombre siguióagravándose. Las pruebas revelaronque dicho bacilo seguía activo en sucuerpo y que los antibióticos nohabían surtido efecto.Posteriormente, se descubrió que lasbacterias de su intestino gruesohabían adquirido el gen de la KPCpor transferencia directa de plásmidode la infección de Klebsiella

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pneumoniae resistente.En otras palabras, su cuerpo se

había convertido en el laboratoriopara la creación de una variante debacteria que, si llegaba a propagarseentre la población en general, podíallegar a rivalizar con la Peste Negra(una plaga que acabó casi con lamitad de los europeos en el sigloXIV).

El hospital donde habíasucedido todo esto era el centromédico Sourasky de Tel Aviv, Israel.Y de hecho, había coincididoprácticamente con una visita que

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había realizado yo meses atrás comoparte de mi trabajo de coordinaciónde un proyecto de investigaciónglobal sobre cirugía cerebral porultrasonidos enfocados. Habíallegado a Jerusalén a las tres y cuartode la madrugada y, tras instalarme enmi hotel, quise dar, a pesar de lahora, un paseo por la ciudad vieja. Elpaseo se convirtió en una largacaminata al amanecer por la VíaDolorosa, que me llevó hasta elsupuesto escenario de la ÚltimaCena. Resultó un viaje extrañamenteconmovedor y, tras mi regreso a

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Estados Unidos, hablé varias vecesde ello con Holley. Pero por aquelentonces no sabía nada del pacientedel centro médico Sourasky ni de lasbacterias que habían adquirido el gende la KPC. Una bacteria que resultóser una cepa del E. coli.

¿Era posible que me hubieseinfectado una bacteria inmune a losantibióticos durante mi estancia enIsrael? Parecía poco probable. Peroera la única explicación para laaparente resistencia de mi infección,así que los médicos se pusieronmanos a la obra para determinar si,

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en efecto, era ésa la bacteria queestaba atacando mi cerebro. Mi casoestaba a punto de incorporarse, porla primera de muchas razones, a lahistoria de la medicina.

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9

EL NÚCLEO

Entretanto, yo estaba en un lugarentre las nubes. Unas nubes grandes yblancas cuyas formas contrastabanpoderosamente con un cielo entrenegro y azulado. Por encima de ellas—a una altura inconmensurable, dehecho—, unas bandadas de orbestransparentes y titilantes recorrían elcielo en trayectorias curvas, dejandotras de sí unas líneas alargadas

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parecidas a serpentinas.¿Aves? ¿Ángeles? Estas

palabras aparecieron en mi cabezacuando estaba escribiendo misrecuerdos. Pero ninguna de ellasconsigue hacer justicia a aquellascriaturas, totalmente distintas acualquier cosa que hubiese visto eneste planeta. Eran más avanzadas.Superiores.

Un sonido, fuerte y tonante,como un glorioso canto, descendiósobre mí y al oírlo me pregunté si loproducirían aquellos seres con susalas. Pero de nuevo, al recordarlo

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más tarde, me dio por pensar que loque sucedía era que el placer quesentían aquellas criaturas al ascenderpor los aires era tal que tenían queexpresarlo de algún modo, que si nodejaban salir la alegría de suinterior, simplemente no seríancapaces de soportarla. Era un sonidopalpable y casi material, como unade esas lloviznas que puedes sentirsobre la piel pero no terminan decalarte. La vista y el oído no eransentidos separados en el lugar dondeme encontraba entonces. Podía oír labelleza visual de las esplendentes

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criaturas que pasaban por encima demí y ver la perfección inmensa ydichosa de lo que cantaban. Eracomo si en aquel mundo no pudierasmirar ni escuchar nada sinconvertirte en parte de ello, sinincorporarte a su naturaleza de algúnmodo misterioso.

De nuevo, desde mi perspectivaactual, me atrevo a sugerir que enaquel mundo no se podía ver nada,porque la palabra «ver» implica unaseparación que allí no existía. Erancosas distintas, individuales, pero,aun así, formaban parte de todo lo

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demás, como los dibujosentrelazados y llenos de matices deuna alfombra persa... o de las alas deuna mariposa.

Se levantó una brisa cálida,como las que soplan en los días deverano más agradables y al pasarentre las hojas de los árboles lasagitó y fluyó entre ellas como aguacelestial. Una brisa divina. Supresencia lo cambió todo y el mundoque me rodeaba pareció adoptar unamodulación nueva, en una octava másalta, una vibración más elevada.

Aunque todavía no había

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recuperado el don del habla (almenos tal como lo concebimos en laTierra), comencé a formularpreguntas sin palabras a ese viento yal ser divino cuya acción sentía trasél o dentro de él.

«¿Dónde está este lugar?»«¿Quién soy?»«¿Por qué estoy aquí?»Cada vez que formulaba una de

aquellas preguntas silenciosas, larespuesta me llegaba al instante enforma de una explosión de luz, color,amor y belleza, que impactaba en mícomo una ola embravecida. Pero lo

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más importante de estas ráfagas eraque no sólo me silenciabandejándome asombrado y abrumado,sino que también les daban respuesta,aunque de una forma que no requeríalenguaje. Los pensamientos entrabandirectamente en mí. Pero no eracomo el pensamiento queexperimentamos en la Tierra. No eraalgo vago, inmaterial o abstracto.Aquellos pensamientos eran sólidose inmediatos —más calientes que elfuego y mas húmedos que el agua— yal recibirlos era capaz, de manerainstantánea y sin esfuerzo, de

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comprender conceptos que, en mivida terrenal, me habría llevado añosaprehender en su totalidad.

Seguí avanzando hasta entrar enun inmenso vacío, completamenteoscuro, de tamaño infinito pero almismo tiempo infinitamentereconfortante. Negro como la bocade un lobo, pero también rebosantede luz: una luz que parecía emitir unorbe brillante que en aquel momentoyo sentía muy cerca de mí. Un orbeque estaba vivo y era casi sólido,como las canciones de las criaturasangelicales que viese antes.

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Por extraño que pueda parecer,mi situación era similar a la de unfeto en el vientre de su madre. El fetoflota en el útero sin otra compañíaque la de la silenciosa placenta, quelo nutre y media en su relación con laomnipresente pero al mismo tiempoinvisible madre. Pero en mi caso, la«madre» era Dios, el Creador, laFuente responsable de generar eluniverso y todo lo que contiene.Aquel ser estaba tan próximo a míque no parecía mediar distanciaalguna entre ambos. Pero a la vezpodía sentir su infinita inmensidad y

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podía ver lo absolutamenteminúsculo que era yo encomparación. En ocasiones utilizaréel pronombre Om para referirme aDios, porque es el que utilicéoriginalmente cuando puse porescrito mis recuerdos, al salir delcoma. «Om» era el sonido querecuerdo haber oído, asociado aaquel Dios omnisciente, omnipotentey pleno de amor incondicional; sinembargo, cualquier intento dedescribirlo con palabras estácondenado al fracaso.

La inmensidad pura que me

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separaba de Om era la razón,comprendí entonces, de que tuvieseal orbe como acompañante. De unmodo que no era capaz decomprender del todo pero del queestaba seguro: el orbe era unaespecie de «intérprete» entre aquellapresencia extraordinaria que merodeaba y yo mismo.

Era como si hubiese nacido a unmundo más grande, como si el propiouniverso fuese como una especie deútero gigantesco y el orbe (queseguía, en cierta forma, conectado ala chica del ala de la mariposa, que,

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de hecho, era ella) estuvieseguiándome a través del proceso.

Más tarde, ya de vuelta aquí enel mundo, me encontré con una citadel poeta cristiano del siglo xvii,Henry Vaughan, que se acerca adescribir aquel lugar, aquel Núcleovasto y negro como la tinta china, queera la morada de la mismísimaDivinidad: «Hay, dicen algunos, enDios una profunda pero deslumbranteoscuridad...».

Y eso era exactamente: unaoscuridad negra como la tinta que almismo tiempo estaba llena a rebosar

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de luz.Las preguntas y las respuestas

continuaron. Aunque no adoptaba laforma de una lengua, tal comonosotros la conocemos, la «voz» deaquel Ser era cálida y —por extrañoque pueda parecer esto— personal.Comprendía a los seres humanos yposeía las mismas cualidades quenosotros, sólo que en una medidainfinitamente superior. Me conocía amí en total profundidad y rebosabatodas las cualidades que siempre heasociado con los seres humanos ysólo con ellos: calidez, compasión,

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emoción... e incluso ironía y sentidodel humor.

A través del orbe, Om mereveló que no hay un solo universosino muchos —más, de hecho, de losque yo podría llegar a concebir—,pero que el amor reside en el centrode todos ellos. El mal también estápresente, pero únicamente encantidades diminutas. El mal esnecesario porque sin él el librealbedrío sería imposible y sin librealbedrío no podía haber crecimiento,ni avance, ni posibilidad alguna deque nos convirtiésemos en aquello

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que Dios quiere que lleguemos a ser.Por muy terrible y poderoso quepueda parecer a veces el mal en unmundo como el nuestro, en conjuntoel amor es abrumadoramentedominante y al final acabarátriunfando.

Contemplé la abundancia de lavida a través de los incontablesuniversos, incluida la de criaturas deinteligencia mucho más avanzada quela de la humanidad. Vi que existeninnúmeras dimensiones superiores,pero que el único modo deconocerlas es entrar en ellas y

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experimentarlas directamente. No sepueden captar ni comprender desdeel espacio dimensional inferior. Enesos reinos superiores existen lacausa y el efecto, pero no como losconcibe la mente humana, sino de unmodo mayor. El mundo del tiempo yel espacio en el que vivimos en estereino terreno está profunda ycomplejamente entrelazado con esosmundos superiores. En otraspalabras, que no están totalmenteseparados de nosotros, porque todoslos mundos forman parte de unamisma realidad divina, que lo abarca

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todo. Desde aquellos mundossuperiores se podría acceder acualquier tiempo y lugar del nuestro.

Tardaría más de lo que mequeda de vida en elaborar todo loque aprendí allí arriba. Esteconocimiento no se me «enseñó»,como se enseñan una lección dehistoria o un teorema de matemáticas.Las relaciones entre las ideas surgíandirectamente, sin tener quedesvelarlas ni absorberlas. Elconocimiento se almacenaba sinnecesidad de memorizarlo, de unavez y para siempre. Y no se iba

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desvaneciendo, como sucede con lainformación normal. Hasta hoy sigueestando dentro de mí, mucho másclaro que todo lo que aprendí durantemis largos años de estudio.

Esto no quiere decir que puedaacceder a ese conocimiento encualquier momento. Como ahoravuelvo a estar en el reino terrenal,tengo que procesarlo a través de micuerpo y mi cerebro, que son físicosy limitados. Pero está ahí. Lopercibo, grabado en el fondo de miser. Para una persona como yo, quese ha pasado toda la vida trabajando

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para acumular conocimientos einformación a la vieja usanza, eldescubrimiento de un nivel superiorde aprendizaje bastaba, por sí solo,para proporcionarme algo en lo quepensar durante siglos...

Por desgracia, para mi familia ylos médicos, allá en la Tierra, lacosa era distinta.

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10

LO QUE CUENTA

A Holley no se le escapó la reacciónde los médicos cuando mencionó miviaje a Israel. Pero como es lógico,no comprendió por qué era tanimportante. Al recordarlo ahora, fueuna suerte. Tener que enfrentarse ami posible muerte ya era suficientesin añadirle la posibilidad de quefuese el vector iniciador delequivalente a la Peste Negra en el

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siglo xxi.Entretanto, se sucedían las

llamadas a mis amigos y mi familia.Incluida mi familia biológica.

De niño yo idolatraba a mipadre, que durante veinte años habíasido jefe de personal en el centromédico baptista Wake Forest deWinston-Salem. De hecho, medecanté por la neurocirugía comocarrera profesional para seguir suspasos... a pesar de saber que nuncallegaría a estar completamente a sualtura.

Mi padre era un hombre

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profundamente espiritual. Durante lasegunda guerra mundial sirvió comocirujano de campaña de las FuerzasAéreas del Ejército en las junglas deNueva Guinea y en las Filipinas.Presenció la brutalidad y elsufrimiento y él mismo las padeció.Me habló de las noches pasadasoperando sin descanso en tiendas quea duras penas aguantaban el embatedel monzón y de un calor y unahumedad tan opresivos que loscirujanos tenían que quedarse enpaños menores para podersoportarlos.

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Papá se había casado con elamor de su vida (e hija de su oficialsuperior, por cierto), Betty, enoctubre de 1942, mientras realizabala instrucción, antes de que loenviaran al teatro de operaciones delPacífico. Al finalizar la guerra,formaba parte del contingente inicialAliado que ocupó Japón, después deque Estados Unidos lanzase lasbombas atómicas sobre Hiroshima yNagasaki. Era el único neurocirujanomilitar estadounidense que había enTokio, lo que lo convertía enoficialmente indispensable. Estaba

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cualificado para realizar operacionesen cualquier punto de la anatomía desus pacientes, de la cabeza a lospies.

Dichas cualificacionesgarantizaban que iban a retenerlo allídurante algún tiempo. Su nuevooficial superior no permitiría queregresase a Estados Unidos hasta quela situación no fuese «más estable».Varios meses después de que losjaponeses firmasen formalmente lacapitulación al borde del acorazadoMissouri en la bahía de Tokio, papá,al fin, recibió la licencia definitiva.

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Sin embargo, sabía que su oficialsuperior rescindiría aquellas órdenessi llegaba a verlas. Así que esperó aun fin de semana en que estaba depermiso y las procesó a través de susuplente. Finalmente, en diciembrede 1945, bastante después de que lamayoría de sus camaradas hubieranregresado con sus familias, pudoembarcar de regreso a casa.

Tras llegar a Estados Unidos aprincipios de 1946, decidiócontinuar con su formación comoneurocirujano con su amigo ycompañero en la Facultad de

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Medicina de Harvard, DonaldMatson, que había servido en elteatro de operaciones europeo.Entraron como residentes en elhospital Peter Bent Brigham y en elChildren’s de Boston (las principalesinstituciones médicas asociadas aHarvard), bajo la tutela del doctorFrank D. Ingraham, uno de losúltimos residentes del doctor HarveyCushing (considerado generalmentecomo el padre de la neurocirugíamoderna). Entre los años cincuenta ysesenta, el cuadro entero de losneurocirujanos del «3131C» (su

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clasificación oficial dentro de lasFuerzas Aéreas del Ejército), quehabían perfeccionado su oficio en loscampos de batalla de Europa y elPacífico, establecerían la vara demedir para medio siglo deneurocirugía y para las futurasgeneraciones (como la mía).

Mis padres se habían criadodurante la Gran Depresión y erangente muy trabajadora. Papá solíallegar a las siete de la tarde, justo atiempo de cenar, normalmente contraje y corbata pero a veces con laparte de arriba del pijama sanitario.

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Luego volvía al hospital (a menudocon nosotros, a quienes nos dejaba ensu despacho haciendo los deberesmientras él se iba a hacer lasvisitas). Para mi padre, vida ytrabajo eran términos esencialmentesinónimos y nos crió conforme a esamisma filosofía. Por lo general, mihermana y yo teníamos que colaborarcon las tareas domésticas losdomingos. Si protestábamos y ledecíamos que queríamos ir al cine,su respuesta era:

—Si vais al cine, otro tendráque hacer el trabajo.

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También era un hombreferozmente competitivo. En la pistade squash, cada partido se convertíaen una «batalla a muerte» e incluso alos ochenta años siempre andaba enbusca de oponentes nuevos, amenudo varias décadas más jóvenes.

Era un padre muy exigente, perotambién maravilloso. Trataba a todoel mundo con respeto y siemprellevaba un destornillador en elbolsillo de la bata para apretarcualquier tornillo suelto queencontrase durante sus rondas por elhospital. Sus pacientes, sus colegas,

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las enfermeras y todo el personal delcentro lo tenía en gran estima. Lomismo cuando operaba a un pacienteque cuando colaboraba en algunainvestigación científica, enseñaba ajóvenes neurocirujanos (una de susgrandes pasiones), o ejercía comoeditor de la revista SurgicalNeurology (cosa que hizo durantevarios años), veía su camino en lavida claramente trazado. E inclusodespués de jubilarse de la prácticade su profesión, a la edad de setentay un años, continuó manteniéndose aldía de los últimos avances

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científicos. Tras su muerte (en 2004),su antiguo colega, el doctor David L.Kelly, Jr., escribió: «El doctorAlexander siempre será recordadopor su entusiasmo y su destreza, superseverancia, su atención al detalle,su espíritu compasivo, su honestidady su excelencia en todo lo quehacía». No es de extrañar que yo,como tantos otros, lo idolatrase.

Cuando todavía era muy joven,tanto que ni siquiera recuerdo cuándofue, mis padres me contaron que eraadoptado (o «elegido», tal comoellos lo expresaban, porque según me

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aseguraron, habían sabido que era suhijo en el mismo instante en que mevieron). No eran mis padresbiológicos, pero me querían tanprofundamente como si fuese carnede su carne y sangre de su sangre.Crecí sabiendo que me habíanadoptado en abril de 1954, a la edadde cuatro meses, y que mi madrebiológica, una estudiante de institutode dieciséis años, no estaba casadacuando me dio a luz, en 1953. Sunovio, también un estudiante sinmedios económicos para hacersecargo de un niño, había accedido a

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darme en adopción, aunque alparecer ninguno de los dos deseabahacerlo. Me enteré de todo aquellotan temprano que se incorporó contotal naturalidad a mi identidad, unacircunstancia tan aceptada eincuestionable como el color negrode mi cabello y el hecho de que megustaban las hamburguesas y no lacoliflor. Quería tanto a mis padresadoptivos como si hubieran sido losde verdad y era evidente que ellossentían lo mismo por mí.

Mi hermana mayor, Jean,también era adoptada, pero cinco

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meses después de que me adoptarana mí, mi madre se quedó embarazada.Dio a una luz a una niña —mihermana Betsy— y cinco años mástarde a Phyllis, nuestra hermanamenor. A todos los efectos éramoshermanos de sangre. Yo sabía que,independientemente de mi origen, erasu hermano y ellas mis hermanas. Mecrié en una familia que, no sólo mequería, sino que creía en mí y meapoyaba para que intentase alcanzarmis sueños. Incluido el que hizopresa de mí en el instituto y no mesoltó hasta que logré alcanzarlo:

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convertirme en neurocirujano comomi padre.

Durante los años en launiversidad y la Facultad deMedicina, no pensé en mi adopción,al menos en la superficie. Visité envarias ocasiones la Children’s HomeSociety de Carolina del Norte parapreguntar si mi madre tenía algúninterés por verme. Pero Carolina delNorte tenía una de las legislacionesmás restrictivas del país en estetema, al objeto de proteger elanonimato de los niños adoptados ysus padres (aun en el caso de que

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quisieran conocerse). A partir de losveinte años, fui pensando en ellocada vez menos. Y cuando conocí aHolley y formamos nuestra familia,la cuestión quedó relegada a unrincón todavía más profundo de mispensamientos.

Donde cayó prácticamente en elolvido.

En 1999, cuando Eben IV teníadoce años y aún vivíamos enMassachusetts, mi hijo tuvo quehacer un trabajo sobre árbolesgenealógicos en la escuela CharlesRiver, donde cursaba sexto. Sabía

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que yo era adoptado y, por tanto, quetenía parientes directos en estemundo a los que ni siquiera conocíapor el nombre. El proyecto despertóalgo en su interior, un sentimientoprofundo que nunca había sabido quealbergase.

Me preguntó si podía buscar amis padres. Le dije que yo mismo lohabía intentado varias veces a lolargo de los años y que incluso mehabía puesto en contacto con laChildren’s Home Society deCarolina del Norte para interesarmepor ello. Si mi madre o mi padre

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biológicos hubieran tenido algúninterés por reanudar el contactoconmigo, la sociedad lo habríasabido. Pero nunca tuve ningunanoticia.

Y tampoco me importabademasiado.

—Es lo más normal en este tipode situaciones —le dije a Eben—.No quiere decir que mi madrebiológica no me quiera o que no tequisiera a ti si te conociese.Simplemente no quiere conocernos,imagino que porque sabe que tú y yoya tenemos nuestra propia familia y

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no quiere entrometerse.Pero aquello no convenció a

Eben, así que finalmente decidícomplacerlo y escribí a una asistentesocial llamada Betty, que trabajabaen dicho organismo y me habíaayudado otras veces con missolicitudes. Pocas semanas después,una nevada tarde de viernes de enerode 2000, mientras Eben IV y yoíbamos en el coche de Boston aMaine para pasar un fin de semanaesquiando, me acordé de que habíaquedado en llamar a Betty para sabersi había hecho progresos. Marqué su

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número y respondió.—Bueno, pues de hecho —

anunció— sí que tengo noticias.¿Está sentado?

Lo estaba y así se lo dije, sinañadir que, además, estabaconduciendo el coche en mitad deuna nevada.

—Pues resulta, doctorAlexander, que sus padres biológicosacabaron casándose.

Sentí que el corazón me daba unvuelco y la carretera por la quecirculábamos se volvía de repenteborrosa y lejana. Aunque sabía que

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mis padres eran novios, siemprehabía asumido que después de darmeen adopción sus vidas habríanseguido caminos separados. Almomento apareció una imagen en micabeza. Una imagen de mis padres ydel hogar que habían formado enalguna parte. Un hogar que yo nuncahabía conocido. Un hogar... al que nopertenecía.

Betty interrumpió misensoñaciones:

—¿Doctor Alexander?—Sí —respondí lentamente—.

Aquí estoy.

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—Hay algo más.Para sorpresa de Eben, detuve

el coche a un lado de la carreteraantes de decirle que continuara.

—Sus padres tuvieron tres hijosmás: dos niñas y un niño. Me hepuesto en contacto con la hermanamayor y me ha contado que la máspequeña murió hace dos años. Suspadres siguen de luto por su pérdida.

—¿Y eso significa que...? —pregunté tras una dilatada pausa, aúnaturdido, incapaz de asimilar todo loque me estaba contando.

—Lo siento, doctor Alexander,

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pero así es, significa que no quierenponerse en contacto con usted.

Eben se removió en el asientodetrás de mí, a todas luces conscientede que había sucedido algoimportante pero incapaz de adivinarlo que era.

—¿Qué pasa, papá? —inquiriódespués de que yo colgara.

—Nada —contesté—. Laagencia aún no sabe gran cosa, peroestán trabajando en ello. Puede quemás adelante. Tal vez...

Pero no acabé la frase. En elexterior, la tormenta estaba

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arreciando de verdad. No veía másallá de cien metros entre los árbolesbajos y blancos que nos rodeaban.Metí la marcha y, tras escudriñar contodo cuidado el retrovisor trasero,volví a la carretera.

En un instante, la visión quetenía de mí mismo había cambiadopor completo. Tras la llamada seguíasiendo, claro está, el mismo de antes:un científico, un médico, un padre yun marido. Pero también me sentía,por primera vez en toda mi vida,como un huérfano. Alguien a quienhan abandonado. Alguien a quien no

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han querido plenamente, al ciento porciento.

Realmente, antes de aquellallamada nunca había pensado en mímismo de aquel modo, como unapersona segregada de sus orígenes.Nunca me había definido por algoque había perdido y tal vez nuncapudiese recuperar. Pero de repenteera la única parte de mí que podíaver.

Durante los meses siguientes, unmar de tristeza se abrió en miinterior. Una tristeza que amenazabacon anegar y tragarse todo lo que

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tanto me había esforzado por crear enmi vida hasta aquel punto.

Y encima, mi incapacidad parallegar al fondo de la razón que loestaba provocando agravaba misituación. En el pasado me habíaenfrentado otras veces a problemasque albergaba mi interior —carencias, tal como las concebía yo— y siempre los había corregido. Enla Facultad de Medicina y en misprimeros años como cirujano, porejemplo, formaba parte de unacultura donde la bebida, encantidades apropiadas, era un hábito

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perfectamente tolerado. Pero en 1991comencé a darme cuenta de queesperaba, tal vez con un pequeñoexceso de impaciencia, la llegada delfin de semana y las copas que loacompañaban. Decidí que habíallegado la hora de dejar el alcoholpor completo. Y no fue nada fácil.Había acabado por acostumbrarmemás de lo que creía a la liberaciónque me proporcionaban esas horas derelax y sólo logré superar losprimeros días de sobriedad graciasal apoyo de mi familia. Pues ahorame encontraba con otro problema del

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que, claramente, yo era el únicoculpable. Si necesitaba ayuda, notenía más que pedirla. Así que, ¿quéera lo que me impedía ponerleremedio? No parecía normal que unsimple hecho procedente de mipasado —un hecho sobre el que,además, no tenía el más mínimocontrol— pudiera tener un efecto tandevastador sobre mí, tanto emocionalcomo profesionalmente.

Así que intenté luchar. Y vi conincredulidad que cada vez meresultaba más difícil cumplir con misobligaciones como médico, padre y

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marido.Al comprender que estaba

pasando por una crisis, Holley nosapuntó a una terapia de pareja.Aunque sólo comprendía en parte lacausa de mi estado, me perdonó quehubiera caído en aquella sima dedesesperación e hizo todo lo quepudo por ayudarme a salir. Midepresión tuvo repercusiones sobremi trabajo. Como es normal, mispadres eran conscientes del cambioque había sufrido y aunque sabía quetambién ellos me perdonaban, nosoportaba que mi carrera como

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neurocirujano académico estuvieraembarrancando mientras ellos nopodían hacer otra cosa que mirardesde detrás de la barrera.

Sin mi participación, mi familiaera incapaz de ayudarme.

Y finalmente pude constatar queesta nueva tristeza sacaba a la luz yluego se llevaba otra cosa: losúltimos y casi inconscientes vestigiosde esperanza que albergaba sobre laexistencia de un elemento personalen el universo, alguna fuerza ajena alas leyes científicas que me habíapasado años estudiando. En términos

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menos clínicos, se llevó mi fe en quepudiera existir un ser en alguna parteque me amara de verdad y sepreocupara por mí, que pudiese oírmis plegarias y responder a ellas.Tras la llamada que había recibidoen medio de aquella tormenta, la ideade un Dios amoroso y personal, enalguna medida mi derecho denacimiento como miembro de unacultura que se tomaba lo divino contotal seriedad, se desvaneció porcompleto.

¿Había alguna fuerza ointeligencia dedicada a velar por

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nosotros? ¿Que amase a los humanoscon auténtica devoción? Fue unasorpresa darme cuenta de que, apesar de todos mis años deinstrucción y experiencia en elcampo de la medicina, seguíaprofunda, aunque secretamente,interesado en esa pregunta... lomismo que en la cuestión de mispadres.

Por desgracia, la respuesta a lapregunta de si existía un ser comoése era la misma a la de si mispadres biológicos volverían aabrirme sus vidas y sus corazones.

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Y esa respuesta era no.

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UN FINAL A LA ESPIRALDESCENDENTE

Durante la mayor parte de los sieteaños siguientes, mi carrera y mi vidafamiliar siguieron deteriorándose.Durante largo tiempo, la gente queme rodeaba —incluso los másallegados— no comprendió cuál erala causa del problema. Pero poco apoco, por medio de comentarios queyo hacía casi de pasada, Holley y

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mis hermanas fueron juntando laspiezas del rompecabezas. Por fin, enjunio de 2007, durante unasvacaciones familiares, Betsy yPhyllis sacaron el tema durante unpaseo matutino por una playa deCarolina del Sur.

—¿Has pensado en escribirleotra carta a tu familia biológica? —me preguntó Phyllis.

—Sí —dijo Betsy—. Las cosaspodrían haber cambiado, nunca sesabe.

Betsy nos había contado hacíapoco que estaba pensando en adoptar

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un hijo, así que no me sorprendiódemasiado que sacaran el tema. Peroal mismo tiempo, mi respuestainmediata —más mental que verbal— fue: «¡Oh, no, otra vez no!». Nohabía olvidado el abismo que sehabía abierto bajo mis pies sieteaños antes, al experimentar aquelrechazo. Pero sabía que Betsy yPhyllis estaban haciendo lo quedebían. Se habían dado cuenta de queestaba sufriendo, habían descubiertola razón y querían —acertadamente— que hiciese lo que tuviera quehacer para resolver el problema. Me

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aseguraron que me acompañarían enaquel viaje, que no lo haría solo,como antes. Seríamos un equipo.

Así que a principios de agostode 2007 escribí una carta anónima ami hermana biológica, la persona queguardaba la llave de la puerta a mifamilia, y la envié a la Children’sHome Society de Carolina del Norte,para que Betty se la hiciese llegar:

Mi querida hermana,Me gustaría comunicarme contigo, con

nuestro hermano y con nuestros padres.Tras hablar largo y tendido sobre ello conmis hermanas y mi madre adoptivas,apoyan este renovado interés mío por saber

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más cosas sobre mi familia biológica.Mis dos hijos, de nueve y diecinueve

años de edad, sienten gran interés por susraíces. Los tres y mi esposa osquedaríamos muy agradecidos por cualquierinformación que pudieras compartir connosotros. En mi caso, mi cabeza está llenade preguntas sobre mis padres biológicos ylas vidas que han llevado hasta ahora. ¿Quéintereses y personalidades tendréis todos?,me pregunto.

Como nos estamos haciendo mayores,mi esperanza es poder conoceros pronto.Creo que podría ser beneficioso para todos.Quiero que sepáis que siento el máximorespeto por vuestro deseo de privacidad.Tengo una familia adoptiva maravillosa yagradezco la decisión que tomaron mispadres biológicos en su juventud. Mi interéses genuino y comprenderé cualquier

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barrera que nuestros padres creannecesario levantar.

Agradezco profundamente vuestracomprensión en esta materia.

Sinceramente tuyo,Tu hermano mayor

Pocas semanas después recibíuna carta de la Children’s HomeSociety. Era de mi hermana pequeña.

«Sí, nos encantaría conocerte»,escribía. La legislación del estado deCarolina del Norte le prohibíarevelarme ninguna información, pero,aun así, logró darme algunas pistassobre la familia biológica a la que

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nunca había conocido.Cuando me contó que mi padre

había sido aviador naval en Vietnam,me dejó boquiabierto: no era deextrañar que siempre me hubiesegustado tanto saltar desde aviones yvolar con planeadores. Además,descubrí con no menos asombro que,a mediados de los sesenta, mi padrebiológico había participado en losprogramas de formación deastronautas de la NASA para lasmisiones Apollo (y yo mismo habíabarajado la posibilidad depresentarme a las pruebas para

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especialista de la lanzadera espacialen 1983). Posteriormente, trabajócomo piloto civil para Pan Am yDelta.

En octubre de 2007, conocífinalmente a mis padres biológicos,Ann y Richard, y a mis hermanosKathy y David. Ann me contó lahistoria de los tres meses que habíapasado en 1953 en el hogar paramadres solteras Florence Crittenden,junto al hospital Charlotte Memorial.Todas las chicas que había allíocultaban su nombre real bajopseudónimos y como a mi madre le

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encantaba la historia de EstadosUnidos, escogió el de Virginia Dare,la primera hija de los colonosbritánicos nacida en el NuevoMundo. La mayoría de las chicas lallamaba así, Dare. Con dieciséisaños era la más joven de lainstitución.

Me contó que su padre seofreció a hacer lo que fuesenecesario cuando se enteró de su«situación» y le dijo que acogería atoda la nueva familia. Pero llevabaalgún tiempo en paro y la llegada deotra boca que alimentar habría

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supuesto graves dificultadesfinancieras y de otra naturaleza.

Un buen amigo suyo le habíahablado de un médico al que conocíaen Dillon, Carolina del Sur, quienpodía encargarse de «arreglar esascosas». Pero su madre no quiso ni oírhablar de ello.

Me habló del violento parpadeode las estrellas, bajo los vientosfuertes y helados traídos por unfrente glacial, que había presenciadoen aquella noche de diciembre de1953, mientras caminaba por lascalles bajo aquellas nubes dispersas,

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bajas y veloces. Quería estar a solas,sin otra compañía que la luna, lasestrellas y su hijo aún nonato, yo.

—La luna creciente flotaba abaja altura en el cielo del oeste.Júpiter estaba ascendiendo en aquelmomento para contemplarnos durantetoda la noche y parecía brillar másque nunca. A Richard le encantaba laciencia y la astronomía y más tardeme contaría que aquella noche eseplaneta estaba en oposición conrespecto a la Tierra y que novolvería a verse tan bien hasta nueveaños más tarde. En ese tiempo,

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muchas cosas cambiarían en nuestrasvidas, incluidos los nacimientos dedos hijos más.

»Pero en aquel momento yo sólopodía pensar en lo hermoso ybrillante que parecía el rey de losplanetas, allí arriba, observándonosdesde lo alto.

El entrar en el vestíbulo delhospital, se le ocurrió unpensamiento mágico. Por lo general,las niñas pasaban dos semanas en elhogar Crittenden después de dar a luzy luego volvían a casa y reanudabansu vida donde la habían dejado. Si

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realmente tenía a su hijo aquellanoche, tal vez podría pasar laNavidad en casa... siempre que ladejaran salir al cabo de dos semanas.Qué gran milagro sería ése: llevarmea casa por Navidad.

—El doctor Crawford acababade asistir a otro parto y parecíaespantosamente cansado —me contó.

El médico le puso una gasaempapada en éter sobre la cara paraaliviar el dolor del parto, así quesólo estaba medio inconscientecuando finalmente, a las 2.42 de lamadrugada, con un último y enorme

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esfuerzo, dio a luz a su pequeño.Me contó que sólo quería

abrazarme y acariciarme y que nuncaolvidaría cómo había llorado hastaque la fatiga y el anestésico pudieroncon ella.

Durante las cuatro horassiguientes, Marte, luego Saturno,luego Mercurio y por fin el brillanteVenus se alzaron en levante paradarme la bienvenida a este mundo. Ymientras tanto, Ann dormía másprofundamente de lo que lo habíahecho en meses.

La enfermera la despertó antes

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del amanecer.—Tengo aquí alguien que

quiere conocerte —le dijo con tonoalegre mientras me mostraba,envuelto en una manta azul cielo,para que me viera.

—Todas las enfermeras estabande acuerdo en que eras el niño másbonito de toda la planta. Yo estabaloca de orgullo.

Pero por mucho que quisieraquedarse conmigo, la fría realidad deque no podía hacerlo no tardó endejarse sentir. Richard soñaba con ira la universidad, un sueño que no era

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compatible con alimentarme. Puedeque yo percibiese el pesar de Ann,porque dejé de comer. A los oncedías me hospitalizaron con eldiagnóstico de que «no crecía» y mepasé mis primeras Navidades y losnueve días siguientes en el hospitalde Charlotte.

Después de que me ingresasen,Ann subió al autobús para volver asu casa. Pasó las Navidades con suspadres, sus hermanas y sus hermanos,a los que no había visto en tresmeses. Sin mí.

Cuando volví a tomar alimento,

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mi nueva vida como huérfano yaestaba encarrilada. Ann comenzó atener la sensación de que estabaperdiendo el control y no le iban adejar que se quedase conmigo.Cuando llamó al hospital, justodespués de Año Nuevo, le dijeronque me habían enviado a laChildren’s Home Society deGreensboro.

—¿Con las voluntarias? ¡No esjusto! —respondió ella.

Me pasé los tres mesessiguientes en un dormitorio destinadoa los bebés, con varios niños más

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cuyas madres no podían conservarlosa su lado. Mi cuna estaba en elsegundo piso de una casa victorianade color azul que habían donado a lasociedad.

—Tu primer hogar era un sitiomuy agradable —me contó Ann conuna carcajada—, aunque sólo fueseun hospicio para niños.

Durante los meses siguientes,hizo media docena de veces eltrayecto de tres horas en autobúspara visitarme, mientras intentabadesesperadamente encontrar lamanera de recuperarme. En una

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ocasión fue con su madre y en otracon Richard (aunque las enfermerassólo le dejaron verme a través de losventanales del dormitorio; nopermitieron que entrase en la sala ymucho menos que me abrazase).

Pero a finales de marzo de1954, estaba claro que las cosas noiban a salir como ella deseaba.Tendría que darme en adopción. Sumadre y ella tomaron por última vezel autobús a Greensboro.

—Tuve que cogerte y contártelotodo mientras te miraba a los ojos —me contó—. Sabía que no ibas a

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hacer otra cosa que reírte y hacerruiditos y pompas de saliva, almargen de lo que yo dijese, perosentía que te debía una explicación.Te abracé fuerte una última vez, tebesé en las orejas, el pecho y la cara,y te acaricié con delicadeza.Recuerdo tan bien como si fuese ayerque inhalé profundamente tumaravilloso aroma a bebé.

»Te llamé por el nombre quequería ponerte y dije: “Te quieromucho, mucho más de lo que nuncasabrás. Y te querré siempre, hasta eldía en que me muera”.

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»Dije “Dios, que sepa lo muchoque lo amamos. Que sepa que loquiero y siempre lo querré”. Pero nopodía saber si mi plegaria tendríarespuesta. En los años cincuenta, lasadopciones eran irrevocables ytotalmente secretas. No había vueltaatrás ni explicaciones. A veces hastase cambiaban las fechas denacimiento en las partidas paraentorpecer cualquier intento dedescubrir los verdaderos orígenes deun niño. Para no dejar ni rastro. Yesto estaba garantizado por unalegislación estatal muy severa. La

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idea era olvidar que había sucedidoy seguir con la vida. Y, con un pocode suerte, aprender de ello.

»Te besé una última vez y luegote deposité con todo cuidado en lacuna. Te envolví en tu mantita azul,miré una última vez tus ojillos decolor celeste, me besé el dedo y te lollevé a la frente.

»”Adiós, Richard Michael. Tequiero” fueron mis últimas palabraspara ti... al menos durante cincuentaaños, más o menos.

Luego me contó que después deque Richard y ella se casaran y

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tuviesen al resto de sus hijos, la ideade averiguar lo que había sido de mífue cobrando mayor fuerza en suinterior. Richard, además de aviadornaval y piloto comercial, eraabogado y Ann pensó que eso lepermitiría descubrir la identidad demi familia adoptiva. Pero Richard,un verdadero caballero, no queríadesdecirse del acuerdo de adopciónfirmado en 1954 y no quiso sabernada del asunto. A comienzos de lossetenta, en plena guerra de Vietnam,Ann no podía quitarse mi fecha denacimiento de la cabeza. En

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diciembre de 1972 yo cumpliríadiecinueve años. ¿Me mandarían alfrente? Y si era así, ¿qué sería demí? Lo cierto es que, en un primermomento, mi plan había sidoalistarme en los Marines comoaviador. Tenía una visión de 20/100y las Fuerzas Aéreas exigían unavisión de 20/20 sin corrección.

En las calles se decía que losMarines cogían incluso a la gente con20/100 y les enseñaban a volar. Sinembargo, por aquel entonces lastropas estadounidenses comenzaron aretirarse gradualmente de Vietnam,

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así que nunca llegué a alistarme.En su lugar, ingresé en la

Facultad de Medicina. Pero Ann nosabía nada de todo esto. Enprimavera de 1973 presenciaroncómo bajaban los prisioneros deguerra del Hanoi Hilton de losaviones que habían llegado deVietnam del Norte. Al ver que noaparecían muchos pilotos queconocían, más de la mitad de lapromoción de Richard, se les partióel corazón y Ann se obsesionó con laidea de que tal vez me hubiesenmatado.

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La imagen, una vez en su mente,se negó a abandonarla y durante añosestuvo convencida de que habíasufrido una muerte atroz en losarrozales de Vietnam. Sin duda lehabría sorprendido mucho saber quepor aquel entonces yo vivía aescasos kilómetros de allí, en ChapelHill.

En verano de 2008 conocí a mipadre biológico, a su hermano Bob ya su cuñado (también llamado Bob),en la playa de Litchfield, en Carolinadel Sur. Mi tío Bob era un héroe deguerra condecorado que había

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servido en la Marina durante laguerra de Corea, además de serpiloto de pruebas en China Lake (elcentro de prueba de armas de laMarina en el desierto de California,donde se perfeccionó el sistema demisiles Sidewinder y se probó el F-104 Starfighter). Mientras tanto, elcuñado de Richard, el otro Bob,establecía un nuevo récord develocidad durante la operación SunRun (1957) (con un F-101 Voodooque logró «adelantar al Sol»), alcircunvalar la Tierra a una velocidadmedia superior a los 1.600

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kilómetros por hora.Entre ellos me sentí como en

casa.Aquellos encuentros con mi

familia biológica anunciaron el finalde lo que he terminado por conocercomo mis «años deldesconocimiento». Unos años que,comprendí al fin, habían estadopresididos por el mismo dolor tantopara mis padres biológicos comopara mí.

Sólo había una herida que nopodía cerrarse: la desaparición, diezaños antes, en 1998, de mi hermana

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biológica Betsy (sí, el mismo nombreque una de mis hermanas adoptivas.Y, por cierto, ambas se casaron consendos Robs, pero ésa es otrahistoria). Todo el mundo me decíaque tenía un gran corazón y cuandono estaba trabajando en el centro deayuda a víctimas de violacionesdonde pasaba la mayor parte deltiempo, solía dedicarse a cuidar yalimentar a un pequeño grupo deperros y gatos callejeros. «Unverdadero ángel» la llamaba Ann.Kathy me prometió que me mandaríauna foto suya. Betsy había tenido

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problemas con el alcohol, al igualque yo, y al conocer la historia de sumuerte, provocada en parte por suadicción, me di cuenta de loafortunado que había sido yo alsuperar la mía. Habría dadocualquier cosa por conocerla, porpoder consolarla y decirle que susheridas se curarían y que todo saldríabien.

Porque, por extraño que puedaparecer, al conocer a mi familiabiológica, me sentí, por primera vezen mi vida, como si las cosasestuviesen realmente bien. La familia

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es algo muy importante y yo habíarecuperado la mía... o al menos en sumayor parte. Fue la primera vez quepude constatar hasta qué punto elconocimiento de los propios orígenespuede ejercer sobre una persona unefecto terapéutico inimaginable.

El hecho de saber de dóndevenía, mis orígenes biológicos, mepermitió ver y aceptar cosas de mímismo con las que nunca habríasoñado. Al conocer a mi familiapude desprenderme al fin de laúltima y persistente sospecha quehabía llevado conmigo sin siquiera

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ser consciente de ello: la de que,viniera de donde viniese desde elpunto de vista biológico, no mehabían querido. De manerasubconsciente había llegado aaceptar que no merecía ser querido.Es más, que ni siquiera merecíaexistir. Descubrir que me habíanquerido desde el principio inició unproceso de curación interior a todoslos niveles. Me sentí más completoque en toda mi vida.

Pero no era lo único que iba adescubrir. La otra pregunta a la quecreía haber encontrado respuesta

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aquel día con Eben, en el coche —lade si realmente existía un Dios quenos amaba en alguna parte—continuaba en el aire y, en mi cabeza,la respuesta seguía siendo que no.

No volví a planteármela hastadespués de pasar siete días en coma.Y la respuesta con la que meencontré esta vez también resultó seruna completa sorpresa...

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12

EL NÚCLEO

Algo tiró de mí. No como si alguienme agarrara del brazo, sino algo mássutil, menos físico. Era un poco comocuando el sol se oculta detrás de lasnubes y sientes que tu humor cambiaal instante como respuesta.

Retrocedí, alejándome delNúcleo. Su oleosa y brillanteoscuridad se disolvió en el verde ydeslumbrante paisaje de la puerta. Al

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mirar abajo volví a ver a losaldeanos, los árboles, losresplandecientes arroyos y lascascadas. Los seres angélicosseguían volando en arco sobre mí.

Mi acompañante también estabaallí. Había estado a mi lado todo eltiempo, por supuesto, en todo miviaje hacia el Núcleo, bajo la formade un orbe de luz. Pero volvía a estarallí, en forma humana. Llevaba elmismo vestido precioso de antes y alverla me sentí como un niño perdidoen una ciudad enorme y desconocidaque de repente se encontrara con un

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rostro familiar. ¡Qué gran regalo paramí!

«Te mostraremos muchas cosas,pero retornarás.»

Aquel mensaje que me habíatransmitido en la entrada a lainsondable oscuridad del Núcleo,volvió a mí en aquel momento. Ycomprendí además adónderetornaría.

Al Reino de la perspectiva delgusano, donde había emprendido miodisea.

Sólo que esta vez era diferente.Al adentrarme en la oscuridad con

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pleno conocimiento de lo que habíaarriba, ya no sentí lo mismo que laprimera vez. Cuando se desvanecióla gloriosa música del Portal yregresó la sorda palpitación delreino inferior, oí y vi todas esascosas como un adulto ve un lugar queantes le asustaba pero ya ha dejadode hacerlo. Las sombras y laoscuridad, los rostros que aparecíande pronto y desaparecían, las raícescomo arterias que descendían desdealgún punto en lo alto ya no meinspiraban ningún terror, porquecomprendía —del mismo modo

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inherente que comprendía todoentonces— que ya no pertenecía aaquel lugar, sino que sólo estaba devisita.

Pero ¿por qué lo visitaba?La respuesta se manifestó en mi

interior del mismo modo instantáneoy no verbal que todas las respuestasque se me habían entregado en elbrillante mundo superior. Todaaquella aventura, comencé acomprender, era una especie devisita, un recorrido por el ladoinvisible y espiritual de la existencia.Y como buena visita guiada, debía

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pasar por todos los pisos y niveles.Al volver al reino inferior se

manifestaron de nuevo los caprichosdel tiempo en aquellos mundosajenos a mi experiencia de la Tierra.Para hacerte una pequeña idea —aunque sólo sea pequeña— de lasensación, piensa cómo se comportael tiempo en los sueños. En un sueño,«antes» y «después» se convierten entérminos nebulosos. Puedes estar enuna parte del sueño y saber lo que seavecina, sin haberlo experimentadoaún. El «tiempo» que yo pasé allí fuealgo parecido a eso, aunque he de

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recalcar que nada de lo que mesucedió estuvo revestido por laturbia confusión que impregna lossueños en la Tierra, salvo alcomienzo del todo, cuando aúnestaba en el inframundo.

¿Cuánto tiempo pasé allí estavez? De nuevo, no tengo ni la menoridea, pues carecía de forma demedirlo. Lo que sí sé es que trasvolver al reino inferior, tardébastante en descubrir que poseíaalgún control sobre mi trayectoria,que ya no estaba atrapado allí.Haciendo un esfuerzo consciente,

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podía regresar a los planossuperiores. En un momento dado,mientras estaba en las turbiasprofundidades, me percaté de queechaba de menos la Melodíagiratoria. Tras hacer un esfuerzo porrecordar las notas, la maravillosamúsica y la esfera de luz giratoriavolvieron a florecer en miconciencia. Una vez más, atravesaronaquel lodo gelatinoso y se mellevaron consigo hacia arriba.

En los mundos superiores,comenzaba a descubrir, lo único quese necesita para acercarse a algo es

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conocerlo y poder pensar en ello.Pensar en la Melodía giratoriaequivalía a hacerla aparecer yanhelar los mundos superioressignificaba volver allí. Cuanto másme familiarizaba con el mundosuperior, más fácil me resultabavolver. Durante el tiempo que paséfuera de mi cuerpo, realicéincontables veces este tránsitopendular entre las tinieblas fangosasdel Reino de la perspectiva delgusano, la verde brillantez del Portaly la negra pero sagrada oscuridad delNúcleo. No sé cuántas exactamente,

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pues como ya he dicho, el tiempocomo existía allí no se correspondecon el concepto que tenemos de élaquí, en la Tierra. Pero cada vez queregresaba al Núcleo profundizabamás que antes y aprendía más cosas,de la manera tácita y superior a loverbal en el que se comunican todaslas cosas en los mundos que hay porencima de éste.

Esto no quiere decir, ni delejos, que llegara a ver el universoentero, ni en mi viaje original entreel Reino de la perspectiva del gusanoy el Núcleo ni en ningún otro de los

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que vinieron después. De hecho, unade las verdades que descubrí en elNúcleo cada vez que volvía allí eraque no se puede comprender todo loque existe en el universo, tanto en suaspecto físico y visible como en el(mucho, mucho más grande) aspectoespiritual e invisible, por no hablarde los incontables universos más queexisten o han existido.

Pero nada de eso importaba,porque ya había aprendido la cosa —la única— que, al fin y a la postre,importa realmente. Y eso era lo queme había enseñado mi maravillosa

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acompañante, durante el vuelo sobreel ala de mariposa la primera vezque atravesé el Portal. El mensajetenía tres partes y si tuviera queexpresarlo con palabras (porque,como es natural, yo lo recibí sinellas) habría sido algo como esto:

«Os aman y aprecian, profunday eternamente».

«No tenéis nada que temer».«Nada de lo que hagáis puede

ser malo».Y si tuviese que reducirlo a una

sola frase, sería ésta:«Os aman».

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Y si quisiera destilarlo todavíamás, transmitirlo por medio de unasola palabra, ésta sería (porsupuesto):

«Amor».El amor es, sin ningún género de

duda, la base de todo. No unaespecie de amor abstracto einescrutable, sino el amor cotidiano ysencillo que todo el mundo conoce,el que sentimos al mirar a nuestrasesposas e hijos, o incluso a nuestrosanimales de compañía. En su formamás pura y potente, este amor no esceloso ni egoísta, sino incondicional.

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Ésta es la realidad de las realidades,la incomprensiblemente gloriosaverdad de las verdades, que vive yrespira en el centro de todo lo queexiste o existirá alguna vez. Y nadieque no la conozca y la encarne entodo aquello que haga podrá alcanzarnunca ni una remota sombra decomprensión sobre quiénes somos ylo que somos.

¿Te parece poco científico?Permíteme que disienta. Yo heregresado desde aquel lugar y nadapodría convencerme de que estaafirmación no es, ya no la verdad

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más importante del universo desde elpunto de vista emocional, sinotambién desde el científico. Llevo yavarios años hablando de miexperiencia y comunicándome conotras personas que estudian o hanexperimentado experiencias cercanasa la muerte. Sé que el término «amorincondicional» suele emplearsemucho en esos círculos. ¿Cuántos denosotros podemos concebir lo quesignifica realmente?

Como es natural, comprendo lasrazones de su presencia.Sencillamente se debe a que mucha,

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mucha gente ha visto yexperimentado lo mismo que yo.Pero al igual que yo, cuando estaspersonas vuelven al mundo terrenal,no tienen otra cosa que las palabraspara transmitir unas experiencias yverdades que exceden con mucho lacapacidad de expresión de lo verbal.Es como tratar de escribir una novelacon la mitad del alfabeto.

El principal problema con elque se encuentran las personas quehan experimentado una ECM no estener que habituarse de nuevo a laslimitaciones del mundo terrenal —

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aunque éste, ciertamente, puede serun reto complicado—, sino cómotransmitir lo que les hizo sentir elamor que experimentaron allí.

En el fondo de nosotros mismos,ya lo sabemos. Al igual que Dorothy,e n El mago de Oz, tenía desde elprincipio la capacidad de volver acasa, nosotros poseemos la derecuperar nuestra conexión con aquelreino idílico. Simplemente lo hemosolvidado, porque durante la partefísica, cerebral, de nuestraexistencia, nuestra mente bloquea oal menos vela el trasfondo cósmico

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superior, del mismo modo que la luzdel sol impide que veamos la luz delas estrellas al amanecer. Imagina lolimitada que sería nuestra percepcióndel universo si nunca pudiésemos verel firmamento cuajado de estrellasdurante la noche.

Sólo podemos ver aquello quenuestro cerebro filtra. El cerebro —sobre todo el hemisferio izquierdo,la parte lingüística y lógica, quegenera nuestro sentido racional y lasensación de un ego o yo claramentedefinido— es una barrera que nosimpide experimentar y conocer cosas

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superiores.Estoy convencido de que nos

enfrentamos a un momento crucial ennuestra existencia. Tenemos querecobrar todo lo que podamos de eseconocimiento superior mientrasestamos aquí en la Tierra, mientrasnuestros cerebros (incluido elhemisferio izquierdo, analítico) sonplenamente funcionales. La ciencia—la ciencia a la que he consagradobuena parte de mi vida— nocontradice lo que descubrí allíarriba. Pero hay demasiada gente quecree que sí, porque determinados

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miembros de la comunidad científica,aferrados a una visión materialistadel mundo, han insistido una y otravez en que la ciencia y laespiritualidad no pueden coexistir.

Se equivocan. Si he escrito estelibro es precisamente para difundireste hecho ancestral pero en últimainstancia básico, que convierte ensecundarios todos los demásaspectos —el misterio de mienfermedad, el de cómo logrémantenerme consciente en otradimensión durante toda la semanaque pasé en coma, y el de cómo pude

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recobrarme tan completamente— demi historia.

La sensación de amor yaceptación incondicionales queexperimenté durante mi viaje es eldescubrimiento más importante quehe hecho (y que nunca haré) y aunquecomprendo que va a ser complicadosepararlo de las demás lecciones queaprendí allí, también sé, en el fondode mi corazón, que compartir estemensaje básico —un mensaje tansencillo que la mayoría de los niñoslo acepta sin dudarlo— es la tareamás importante que se me ha

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encomendado.

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MIÉRCOLES

Durante dos días, «miércoles» seconvirtió en la palabra más utilizadapor mis médicos, la que aparecía ensus labios cada vez que tenían quehablar de mis posibilidades. Comopor ejemplo en: «Esperamos veralgunos progresos el miércoles».Pero el miércoles había llegado sinel menor atisbo de cambio en micondición.

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—¿Cuándo podré ver a papá?Bond llevaba repitiendo esta

pregunta —natural en un niño de diezaños cuyo padre está ingresado en elhospital— desde que yo entrase encoma, el lunes. Holley había logradoesquivarla durante dos días, pero elmiércoles por la mañana decidió quehabía llegado la hora de darlerespuesta.

Cuando le dijo a Bond, el lunespor la noche, que no iba a volver demomento del hospital porque estaba«enfermo», éste imaginó lo que lapalabra había significado para él en

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los diez años de su existencia: tos,garganta irritada y puede que un pocode dolor de cabeza. Sí, lo que habíavisto el lunes por la mañana habíaampliado mucho su concepto de lagravedad de un dolor de cabeza.Pero, aun así, cuando Holley decidióllevarlo al hospital aquel miércolespor la tarde, seguía creyendo que ibaa ver algo muy distinto a lo que seencontró en mi cama.

El cuerpo que yacía allí sólotenía un parecido lejano con lapersona que él conocía como padre.Cuando miras a alguien dormido, te

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das cuenta de que hay un individuodentro del cuerpo. Hay unapresencia. Pero la mayoría de losmédicos te dirán que con laspersonas en coma la cosa es distinta(aunque no sepan exactamente porqué). El cuerpo está ahí, pero almirarlo te embarga una sensaciónextraña, casi física, de que lapersona está ausente. De que suesencia, por alguna razóninexplicable, está en otra parte.

Eben IV y Bond siempre habíanestado muy unidos desde que aquélentrara corriendo en el paritorio, a

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los pocos minutos de que naciese suhermano, para abrazarlo. Aqueltercer día de mi coma, lo recibió enel hospital e hizo lo que pudo paraexplicarle la situación de un manerapositiva. Y como también él era pocomás que un niño, se le ocurrió unescenario que pensó que Bond podríacomprender: una batalla.

—Vamos a hacer un dibujo delo que está pasando para que lo veapapá cuando se ponga bien —lepropuso.

Así que desplegaron una hojagrande de papel naranja sobre una de

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las mesas del comedor del hospital yse pusieron a dibujar unarepresentación de lo que estabasucediendo en el interior de micuerpo comatoso. Dibujaron misglóbulos blancos con capas yarmados con espadas, defendiendo elterritorio asediado de mi cerebro. Ytambién a los invasores E. coli, conespadas y capas ligeramentedistintas. Estaban luchando a brazopartido y el suelo aparecía sembradopor los cuerpos de los dos bandos.

A su manera, era unarepresentación bastante fiel a la

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realidad. La única inexactitud,teniendo en cuenta que se trataba deuna simplificación de un procesomucho más complejo que tenía lugardentro de mi cuerpo, era el curso dela batalla. En la recreación de Eben yBond, las fuerzas estaban igualadas yel desenlace era todavía incierto,aunque por descontado, al finalacabarían ganando los buenos, losglóbulos blancos. Pero Eben, allísentado con su hermano, con losrotuladores de coloresdesperdigados por toda la mesa,tratando de recrear su ingenua

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versión de los acontecimientos, sabíaque, en realidad, la batalla no estabatan igualada y que su desenlace eramuy incierto.

Y sabía qué bando estabaganando.

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UN TIPO ESPECIAL DE ECM

«El auténtico valor del serhumano viene determinadoprincipalmente por lamedida en la que halogrado liberarse del yo.»

ALBERT EINSTEIN (1879-1955)

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En mi primer paso por el Reino de laperspectiva del gusano, carecía de uncentro de conciencia. No sabía quiénera, lo que era o siquiera si era.Simplemente... estaba allí, como unapercepción singular en medio de unanada sombría y fangosa carente deprincipio y, aparentemente, de final.

Pero ahora era distinto.Comprendía que formaba parte de laDivinidad y que nada —absolutamente nada— podíaarrebatarme eso. La (falsa) sospechade que, de algún modo, podemosestar separados de Dios reside en el

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corazón de todas las formas deansiedad del universo y la cura paraello —que recibí parcialmente en elPortal y completamente una vezdentro del Núcleo— es la certeza deque nada puede separarnos de Dios.Este hecho —que sigue siendo lacosa más importante que jamás hayaaprendido— le arrebató todo elhorror al Reino de la perspectiva delgusano y me permitió verlo como loque realmente es: una parte delcosmos no del todo agradable perosin duda necesaria. Muchas personashan viajado por los reinos como lo

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hice yo, pero curiosamente, lamayoría de ellas recordaba suidentidad en la Tierra cuando estabafuera de su forma terrena. Sabían quese llamaban John Smith, GeorgeJohnson o Sarah Brown. Nuncaperdieron de vista el hecho de quevivían en la Tierra. Eran conscientesde que sus parientes vivos seguíanallí, esperando que regresasen.Además, en muchos casos, se vieroncon amigos y parientes que habíanmuerto antes que ellos y, en esoscasos, los reconocieron al instante.

Mucha gente que ha vivido una

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ECM cuenta que experimentaron unaespecie de repaso a sus vidas, en elque volvieron a vivir su encuentrocon diversas personas o las buenas omalas acciones que hicieron en elcurso de su existencia.

Yo no experimenté nada de estoy ese hecho constituye el elementomás singular de mi ECM. Eracompletamente libre de mi identidadcorporal, así que todas lasexperiencias habituales en las ECM,relacionadas con mi identidad en laTierra, estuvieron rigurosamenteausentes.

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Decir que a estas alturas de laexperiencia seguía sin saber quiénera y de dónde había venido puedeparecer sorprendente, lo sé. Al fin yal cabo, ¿cómo podía estaraprendiendo tantas y tan fascinantes,complejas y maravillosas cosas,cómo podía ver a la chica que estabaa mi lado, los árboles en flor, lascascadas y a los aldeanos, y no saberque era yo, Eben Alexander, el queestaba experimentando todo aquello?¿Cómo podía comprender todo loque comprendía y no recordar que enla Tierra era un médico, un marido y

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un padre? ¿Una persona que no habíavisto los árboles, ríos y nubes porprimera vez al cruzar el Portal, sinomuchas veces antes, de niño,mientras crecía en la muy concreta ymuy terrenal localidad de Winston-Salem, en el estado de Carolina delNorte?

La única explicación que puedoofrecer, a modo de tentativa, es queme encontraba en una situaciónsimilar a la de alguien que sufre unaamnesia parcial, pero beneficiosa.Esto es, una persona que ha olvidadoalgunos detalles esenciales sobre sí

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misma, pero que se beneficia de ello,aunque sólo sea por un corto espaciode tiempo.

¿En qué me beneficiaba noacordarme de mi yo terrenal? En queeso me permitía adentrarme en losreinos ultraterrenos sin tener quepreocuparme por lo que estabadejando atrás. Durante todo miperiplo por aquellos mundos fui unalma sin nada que perder. Sin lugaresque echar de menos y sin gente querecordar. No procedía de ningunaparte y no tenía historia alguna, asíque aceptaba todas mis

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circunstancias —incluso la turbidez yel caos inicial que había conocido enel Reino de la perspectiva del gusano— con total ecuanimidad.

Y como había olvidado hasta talpunto mi identidad como mortal, seme concedió pleno acceso al sercósmico que realmente soy (comotodos). De nuevo, mi experiencia fuecomparable a uno de esos sueños enlos que recuerdas algunas cosassobre ti mientras olvidas otras porcompleto. Pero, una vez más, es unaanalogía de validez sólo parcial,porque como he repetido ya varias

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veces, ni el Portal ni el Núcleotenían nada de oníricos, sino queeran de un realismo absoluto,totalmente alejado de lo ilusorio. Alescribir esto, me doy cuenta de quesuena como si la ausencia derecuerdos terrenales mientras estuveen el Reino de la perspectiva delgusano, el Portal y el Núcleo fuesede algún modo intencionada. Ahorasospecho que era así. Aun a riesgode incurrir en una simplificación,diré que se me permitió morir más yllegar más lejos que casi todas laspersonas que han tenido una ECM

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antes que yo.Sé que parece arrogante, pero

nada más lejos de mi intención. Lainmensa bibliografía que existe sobrelas ECM ha desempeñado un papelcrucial en mi comprensión de laexperiencia que viví durante el coma.Mentiría si dijera que conozco larazón por la que la tuve, pero ahora(tres años después), tras haber leídomultitud de libros sobre el tema, séque la penetración en los mundossuperiores suele ser un procesogradual, que requiere que elindividuo se desprenda de todo

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apego a los niveles anteriores.Esto no supuso un problema

para mí, puesto que durante toda miexperiencia no conservaba ni un solorecuerdo terrenal y únicamente sentídolor y tristeza cuando llegó elmomento de regresar a la Tierra,donde había empezado mi viaje.

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EL REGALO DEL OLVIDO

«Debemos creer en el librealbedrío. No tenemosalternativa.»

ISAAC B. SINGER (1902-1991)

La imagen de la conciencia humanaque sostiene la mayor parte los

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científicos en nuestros días es queestá compuesta de informacióndigital: datos, en esencia, como losque utilizan los ordenadores. Aunquealgunos tipos de datos —ver unapuesta de sol espectacular, oír unahermosa sinfonía por primera vez oincluso enamorarse— nos puedenparecer más profundos o especialesque otros, en realidad no es más queuna ilusión. Cualitativamente, todoslos incontables datos que se crean yalmacenan en nuestro cerebro soniguales.

Nuestro cerebro modela la

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realidad exterior cogiendo lainformación que recibe a través delos sentidos y transformándola en unrico tapiz digital. Pero nuestraspercepciones son sólo un modelo, nola propia realidad. Una ilusión.

Como es natural, ésta eratambién mi visión de las cosas.Cuando estaba en la Facultad deMedicina, recuerdo haber asistido adebates sobre la conciencia en losque se afirmaba que no es más que unprograma informático de grancomplejidad. Según estasargumentaciones, los

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aproximadamente 10.000 millones deneuronas que están constantementeactivándose en nuestro cerebro soncapaces de producir una vida enterade conciencia y recuerdo.

Para comprender cómo podríanuestro cerebro bloquear nuestroacceso al conocimiento de losmundos superiores, antes tenemosque aceptar —al menos comohipótesis de partida— que no es elcerebro el que produce laconciencia. Que en realidad es algoasí como una válvula de control o unfiltro que transforma la capacidad de

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percepción superior, no física, queposeemos, en una capacidad máslimitada mientras duran nuestrasvidas mortales. Desde el punto devista terrenal, esto supone una granventaja. Al igual que nuestroscerebros trabajan constantementepara filtrar el bombardeo deinformación sensorial que llega hastanosotros desde nuestro entornofísico, y seleccionan el material quenecesitamos para sobrevivir, olvidarnuestras identidades ultraterrenas nospermite estar presentes «aquí yahora» de manera mucho más eficaz.

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Del mismo modo que la vida normalcontiene demasiada informacióncomo para absorberla toda a la vezsin quedar paralizados, un exceso deconciencia sobre los mundos que haymás allá de éste sería aún más difícilde asimilar. Si supiésemos más de loque sabemos sobre los reinosespirituales, la vida que tenemos quellevar en la Tierra se tornaría un retoaún más grande de lo que ya es (ycon esto no pretendo decir que nodebamos ser conscientes de losmundos que hay más allá, sólo queuna percepción excesiva de su

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grandeza e inmensidad nos impediríaactuar aquí en la Tierra). Sihablamos sobre el propósito (y ahoracreo que no hay nada en el universoque no lo tenga), el hecho de tomarlas decisiones correctas frente al maly la injusticia en la Tierra seríamenos significativo si recordáramostoda la belleza y la luz de lo que nosespera cuando salgamos de aquí.

¿Por qué estoy tan seguro detodo esto? Por dos razones. Laprimera es que me lo enseñaron (losseres que me acompañaron cuandoestaba en el Portal y el Núcleo) y la

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segunda es que lo he experimentadoen mis propias carnes. Mientrasestaba fuera de mi cuerpo recibí unainformación sobre la naturaleza y laestructura del universo que excedíapor mucho mi capacidad decomprensión. Pero la recibí de todasmaneras, en gran parte porque, comomis preocupaciones mundanas nointerferían, podía hacerlo. Ahora quevuelvo a estar en la Tierra y herecordado mi identidad corporal, lasemilla del conocimiento ultraterrenoha vuelto a quedar cubierta. Pero, sinembargo, sigue allí. Puedo sentirla en

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todo momento. En este entornoterrenal tardará años en dar fruto. Esdecir, que a mi cerebro mortal,material, le costará años comprenderlo que entendí al instante en losreinos no cerebrales del mundo delmás allá. Pero tengo la seguridad deque si trabajo diligentemente paraconseguirlo, gran parte de eseconocimiento acabará por ver la luzen mi cabeza.

Decir que aún existe un abismoentre la comprensión científica deluniverso y lo que yo vi seríaquedarse muy, muy corto. Sigo

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siendo un apasionado de la física y lacosmología, sigue gustándomeestudiar nuestro vasto y maravillosouniverso. Sólo que ahora poseo unavisión más amplia de lo quesignifican en este contexto lostérminos «vasto» y «maravilloso». Ellado físico del universo es como unamota de polvo en comparación consu lado invisible y espiritual. En miantigua concepción, «espiritual» esuna palabra que nunca hubieseutilizado en el transcurso de unaconversación científica. Pero ahoracreo que es un término que no

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podemos descartar.Desde el Núcleo, mi

comprensión de lo que llamamos«energía oscura» y «materia oscura»parecía tener una explicación muyclara, así como otros elementosavanzados de la constitución deluniverso que los humanos tardaráneones en conocer.

Pero esto no quiere decir quepueda explicártelos. Ello se debe aque, paradójicamente, aún estoysumido en el proceso de suentendimiento. Puede que el mejormodo de transmitir esa parte de mi

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experiencia sea decir que pudeprobar un pequeño anticipo de otraforma de conocimiento más grande:una forma de conocimiento a la que,según creo, los seres humanosaccederán cada vez más en el futuro.Pero tratar de transmitir ahora eseconocimiento sería algo así como siun chimpancé se convirtiese duranteun día en ser humano, experimentasetodas las maravillas delconocimiento humano y luegoregresase con sus amigos primates ytratase de explicarles cómo esconocer varias lenguas de

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procedencias diversas, el cálculo ylas inmensas dimensiones deluniverso.

Allí arriba, cuando aparecía unapregunta en mi mente, lo hacíaacompañada por la respuesta, comouna flor que se abriese a su lado. Eracomo si, del mismo modo que todaslas partículas del universo físicoestán realmente conectadas entre sí,no pudiera existir una pregunta sin surespuesta correspondiente. Y no eransencillos «sí» o «no». Eran enormesedificios conceptuales, estructurasasombrosas de pensamiento vivo, tan

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complejas como ciudades. Ideas tanvastas que, para aprehendercualquiera de ellas sólo con elpensamiento terrenal, habría tardadouna vida entera. Por suerte, no era loque yo estaba utilizando. Me habíadesembarazado de él como unamariposa que brota de su crisálida.

Vi la Tierra como una mota azulpálido en la inmensa negrura delespacio físico. Pude constatar queera un lugar en el que seentremezclaban el bien y el mal, loque constituía una de suscaracterísticas únicas. Incluso en la

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Tierra hay mucho más bien que mal,pero es un lugar en el que se permiteque el mal adquiera influencia de unmodo que sería completamenteimpensable en los niveles superioresde la existencia. El hecho de que aveces triunfase era algo conocido ypermitido por el Creador, comonecesaria consecuencia del librealbedrío que había concedido a serescomo nosotros.

Por todo el universo flotabandispersas pequeñas partículas demal, pero la suma total de él eracomo un grano de arena en una playa

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enorme, comparado con la bondad, laabundancia, la esperanza y el amorincondicional de los que, en esencia,está el universo impregnado. Elauténtico tejido que conforma esadimensión alternativa está hecho deamor y aceptación y cualquier cosaque no posea estas cualidades pareceen aquellos reinos completamentefuera de lugar.

Pero el libre albedrío conllevael riesgo de alejarse de esta fuente deamor y aceptación. Somos sereslibres; pero a nuestro alrededor, elentorno conspira para hacernos sentir

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lo contrario. El libre albedrío esfundamental para nuestra existenciaen el reino terrenal: una existenciaque, descubriremos algún día, sirve aun fin mucho más importante, el depermitir nuestro ascenso en ladimensión alternativa, ajena altiempo. Nuestra vida aquí abajopuede parecer insignificante porquees minúscula en relación con lasotras vidas y con los otros mundosque pueblan incontables losuniversos visibles e invisibles. Perotambién es de una importanciamayúscula, porque nos permite

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crecer hacia lo divino y esecrecimiento es objeto de estrechavigilancia por parte de los seres delos mundos superiores, las almas ylos orbes esplendentes (aquellosseres que vi sobrevolarme en elPortal y que, según creo, constituyenel origen del concepto cultural de losángeles).

Nosotros —los seresespirituales que habitamos ennuestros cuerpos y cerebros mortalesy evolucionados, producto de laTierra y de sus exigencias— somoslos que tomamos las auténticas

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decisiones. El auténtico pensamientono es obra del cerebro. Pero nos hanacostumbrado de tal modo —en partepor el propio cerebro— a asociarnuestro cerebro a lo que pensamos ya nuestra identidad que hemosperdido la capacidad de comprenderque, en todo momento, somos algomucho más grande que nuestroscerebros y cuerpos físicos (que a finde cuentas hacen —o deberían hacer— nuestra voluntad).

El verdadero pensamiento esalgo anterior a lo físico. Es el«pensamiento-anterior-al-

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pensamiento» responsable de todaslas decisiones que tomamos en elmundo. Un pensamiento que no eslineal, deductivo, sino que se mueveveloz como el rayo y puede realizar ycombinar conexiones a distintosniveles. Comparado con estainteligencia libre e interior, nuestroraciocinio ordinario esirremisiblemente torpe y lento. Elsuperior es el pensamiento queremata la jugada, el que crea la ideacientífica inspirada o la hermosacanción. El pensamiento subliminalque está siempre ahí, cuando

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realmente lo necesitamos, pero en elque, por desgracia, hemos perdido lacapacidad de creer y acceder.Huelga decir que fue ese mismopensamiento el que entró en acciónaquella tarde de paracaidismo,cuando el paracaídas de Chuck seabrió de repente debajo de mí.

Experimentar el pensamientomás allá del cerebro es como entraren un mundo de conexionesinstantáneas que convierte losprocesos mentales normales (esto es,los que están limitados por elcerebro físico y la velocidad de la

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luz) en algo desesperadamente lentoy pesado. Nuestro auténtico yo, elmás profundo, es totalmente libre. Noes presa de acciones pasadas y no sepreocupa por la identidad ni por elestatus. Comprende que no hay nadaque temer en el mundo terreno y que,por tanto, no necesita fama, riqueza oconquistas para crecer.

Es nuestro auténtico yoespiritual, que todos estamosdestinados a recuperar algún día.Pero creo que hasta que llegue esedía, todos deberíamos hacer cuantoesté en nuestra mano por ponernos en

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contacto con esa parte milagrosa denosotros mismos, a fin de cultivarla ysacarla a la luz. Porque es un ser queestá dentro de nosotros mismos ahoramismo y, de hecho, es el ser queDios espera que seamos.

¿Cómo podemos acercarnosmás a nuestro yo espiritual genuino?Manifestando amor y compasión.¿Por qué? Porque el amor y lacompasión no son las abstraccionesque mucha gente cree. Son cosasreales. Concretas. Y conforman elmismo tejido del reino espiritual.

Para volver a ese reino,

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debemos volvernos de nuevo comoél, aunque estemos atrapados en éstey tengamos que caminar pesadamentepor su superficie.

Uno de los mayores errores quecomete la gente al pensar en Dios esconcebirlo como un ser impersonal.Sí, Dios excede toda medida, es laperfección del universo que laciencia intenta a duras penas medir ycomprender. Sin embargo —denuevo paradójicamente—, Omtambién es «humano», incluso másque tú y yo. Om comprende nuestrasituación y siente por ella una

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simpatía más profunda y personal dela que podemos imaginar, porquesabe lo que hemos olvidado ycomprende la terrible carga quesupone vivir en la amnesia de loDivino aunque sea un simplemomento.

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16

EL POZO

Holley conoció a nuestra amigaSylvia en los ochenta, cuando ambasimpartían clases en la escuelaRavenscroft de Raleigh, Carolina delNorte. Por aquel entonces, mi mujertambién era muy amiga de SusanReintjes. Susan es una personadotada de ciertas capacidades depercepción... algo que nunca meimpidió apreciarla. Siempre supe

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que era una persona muy especial,aunque lo que hacía no encajasedemasiado bien en la manera depensar racional y práctica que teníael neurocirujano que era yo en esemomento. Además, era un canal detransmisión y había escrito un librollamado Third Eye Open, del queHolley era una fan declarada. Una delas actividades de curación espiritualque Susan desarrollaba conregularidad era ayudar a pacientes encoma a recuperarse entrando encontacto físico con ellos. El jueves,cuarto día de mi coma, a Sylvia se le

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ocurrió pedirle que me ayudase.La llamó a su casa de Chapel

Hill y le explicó lo que me estabapasando. ¿Sería posible que«contactara» conmigo? Ellarespondió que sí y pidió que leexplicaran a grandes rasgos lo queme pasaba. Sylvia lo hizo: llevabacuatro días en coma y mi condiciónera muy grave.

—Es todo lo que necesito saber—aseveró—. Intentaré contactar conél esta noche.

Desde el punto de vista deSusan, un paciente en coma es algo

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así como un ser que se encuentra enun espacio intermedio. No está nitotalmente aquí (en el reino de loterrenal) ni totalmente allí (en el delo espiritual). A menudo, lospacientes en coma parecen rodeadospor una atmósfera singularmentemisteriosa. Como ya he dicho, es unfenómeno en el que yo mismo habíareparado muchas veces aunque, comoes natural, nunca le había atribuido lamisma naturaleza sobrenatural queella.

En la experiencia de Susan, unade las cualidades que distinguen a

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los pacientes de coma es sureceptividad a la comunicacióntelepática. Tenía confianza en quecuando entrase en estado demeditación, no tardaría en establecercontacto.

—Comunicarse con un pacienteen coma —me diría más adelante—es algo así como sondear un pozocon una cuerda. La profundidad quedebe alcanzar la cuerda depende dela del estado comatoso. Cuando tratéde ponerme en contacto contigo, loprimero que me sorprendió fue loabajo que llegaba la cuerda. Cuanto

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más bajaba, más me asustaba. Porquesabía que si te habías alejado tantoque no podía alcanzarse, ya noquerrías regresar.

Tras cinco minutos de descensomental por medio de su «cuerda»telepática, sintió un leve tirón, comoel que sufre la caña de un pescador.

—Supe inmediatamente queeras tú —me contó posteriormente—y así se lo dije a Holley. Le dije queaún no había llegado tu momento,pero que tu cuerpo sabía lo que debíahacer. Le sugerí que mantuviera esasdos ideas en la cabeza y te las

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repitiese cuando estuviese sentada alpie de tu cama.

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17

N DE 1

El jueves, los médicos determinaronque la cepa de E. coli que me habíainfectado no se correspondía con lavariante ultrarresistente que,inexplicablemente, había aparecidoen Israel coincidiendo con miestancia allí. Pero el hecho de que nofuese la misma hacía que mi casofuese aún más sorprendente, si cabe.Aunque el hecho de que no albergase

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una variante de una bacteria quepodía matar a una tercera parte delpaís era una buena noticia, por lo quea mi recuperación se refiere suponíaalgo que los médicos sospechabancada vez más: que, en esencia, el míoera un caso sin precedentes. Yademás, que estaba pasando a todavelocidad de ser un desesperado a uncaso perdido. Simplemente, nosabían cómo podía haber contraídola enfermedad ni cómo iba arecuperarme del coma. Sólo estabanseguros de una cosa: nadie que hayapasado en coma por meningitis

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bacteriana más de unos pocos díasllega a recuperarse por completo. Yollevaba cuatro.

El estrés estaba empezando apasarle factura a todo el mundo. Elmartes, Phyllis y Betsy habíandecidido que mencionar laposibilidad de mi muerte estaríaprohibido en mi presencia, por sialguna parte de mí era consciente. Aprimera hora de la mañana deljueves, Jean preguntó a una de lasenfermeras de la UCI por misprobabilidades de recuperación.Betsy la oyó desde el otro lado de mi

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cama y rogó:—Por favor, no habléis de eso

aquí.Jean y yo siempre habíamos

estado muy unidos. Formábamosparte de la familia, igual que nuestroshermanos «naturales», pero el hechode que a nosotros nos hubieran«escogido» mamá y papá (tal comoellos mismos lo expresaban) creabainevitablemente un vínculo especialentre los dos. Ella siempre habíacuidado de mí y la frustración que leprovocaba la impotencia en la que seencontraba amenazaba con hacer que

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se viniese abajo.Los ojos se le llenaron de

lágrimas.—Tengo que irme a casa un rato

—anunció.Tras confirmar que había gente

de sobra para continuar velándome,todos los presentes convinieron enque seguramente a las enfermeras lesencantaría tener una persona menosen medio.

Jean volvió a nuestra casa,recogió su equipaje y regresó aDelaware aquella tarde. Su marchafue la primera expresión palpable de

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una emoción que toda la familiaestaba empezando a experimentar:impotencia. Hay pocas experienciasmás frustrantes que ver a un serquerido en estado comatoso. Quieresayudarlo, pero no puedes. Muchasveces, los familiares de los pacientescomatosos llegan a abrirles los ojosa sus seres queridos. Es un intento deforzar las cosas, de ordenar alpaciente que despierte. Lógicamenteno sirve de nada y es más, puedellegar a agravar su situación dedesesperación. Los pacientessumidos en un coma profundo

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pierden la coordinación de ojos ypupilas. Si levantas el párpado deuno de ellos, lo más probable es quete encuentres con que un ojo apuntaen una dirección y el otro en otra. Esuna imagen perturbadora y duranteaquella semana, cada vez que Holleyme abrió los ojos y se encontró conlo que, en esencia, eran los globosoculares de un cadáver, únicamenteconsiguió aumentar el dolor quesentía.

Con la marcha de Jean, lascosas comenzaron a venirse abajo.Phyllis empezó a exhibir un

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comportamiento que yo había vistoincontables veces en los familiaresde mis propios pacientes. Se dedicóa descargar su frustración sobre losmédicos.

—¿Por qué no nos dan másinformación? —les preguntaba,furiosa—. Estoy segura de que siEben estuviese aquí, nos contaría loque está pasando de verdad.

Pero el hecho era que losmédicos hacían sin lugar a dudastodo lo que podían por mí. Phyllis,claro está, lo sabía. Pero,simplemente, el dolor y la frustración

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por mi estado estaban pudiendo conmis seres queridos.

El martes, mi esposa habíallamado al doctor Jay Loeffler, miantiguo compañero en el desarrollodel programa de radiocirugíaestereostática del hospital Brigham& Women’s de Boston. Jay era eljefe de oncología radioterápica delhospital general de Massachusetts yella pensó que podría darnos algunasrespuestas.

Cuando comenzó a describirlemi estado, Jay pensó que debía deestar confundiéndose. Lo que le

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estaba contando era, en esencia,imposible. Pero cuando Holleyconsiguió convencerlo de querealmente estaba en un comaproducido por un caso raro demeningitis bacteriana por E. colicuyos orígenes nadie lograbaexplicarse, comenzó a llamar aespecialistas en enfermedadesinfecciosas de todo el país. Ningunode los médicos con los que contactóhabía oído hablar de un caso como elmío. Repasó la literatura médicahasta el año 1991 y no pudoencontrar ni un solo caso de

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meningitis por E. coli en un adultoque no viniese precedido por unaoperación de neurocirugía reciente.

A partir del martes, Jay llamabaal menos una vez al día para quePhyllis o Holley le contasen cómoestaba y para ponerles al corrientedel resultado de sus investigaciones.Steve Tatter, otro buen amigo yneurocirujano, telefoneaba también adiario para ofrecer su consejo y suapoyo. Pero día tras día, la únicarevelación que se confirmaba era quemi caso era único en la historia de laciencia médica. Los casos de

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meningitis bacteriana espontánea porE. coli son muy raros en adultos. Entodo el mundo, menos de una personade cada diez millones la contraeanualmente.

Y como todas las variedades demeningitis bacteriana gram negativa,es muy agresiva. Tanto, que de todala gente a la que ataca, más del 90por ciento de los que sufren undeclive neurológico acelerado, comoel mío, acaban muriendo. Y esta tasade mortandad se corresponde almomento del ingreso hospitalario. Eldevastador 90 por ciento que he

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mencionado se iba acercandolentamente al ciento por ciento amedida que la semana se prolongabay mi cuerpo se negaba a responder alos antibióticos. Por lo general, laspocas personas que sobreviven a uncaso tan grave como el mío necesitancuidados intensivos y constantesdurante el resto de sus vidas.Oficialmente, mi estado se describíacomo «N de 1», un término que serefiere a los estudios médicos en losque hay un solo paciente para todo elensayo. Sencillamente, no habíanadie más con quien los médicos

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pudieran comparar mi caso.A partir del miércoles, Holley

comenzó a llevar al hospital todoslos días a Bond después de laescuela. Pero el viernes comenzó apreguntarse si no sería peor elremedio que la enfermedad. Alprincipio de la semana, aún memovía de vez en cuando. Mi cuerpocomenzaba a agitarse de maneraviolenta. Una enfermera me daba unmasaje en la cabeza y meadministraba más sedantes, hasta quefinalmente terminaba por calmarme.Eran situaciones confusas y

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dolorosas para un niño de diez años.Ya era bastante malo tener que mirarun cuerpo que había dejado deparecerse a su padre, pero encimapresenciar cómo sucumbía a unaserie de extraños espasmosmecánicos resultaba devastador.Cada día que pasaba me alejaba másde la persona que él conocía y meconvertía más en un cuerpoirreconocible postrado en una cama:un gemelo cruel y extraño del padreque siempre había tenido.

Hacia finales de la semana,aquellos estallidos ocasionales de

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actividad motriz cesaron casi porcompleto. Dejé de necesitarsedación, porque el movimiento —hasta los más automáticos,provocados por los reflejos másprimitivos del tallo cerebral y lamédula espinal—, insisto, cesó casipor completo.

Cada vez llamaban másfamiliares para preguntar si debíanacudir. El jueves ya se habíadecidido que era mejor que no. Yahabía demasiado revuelo en la UCI.Las enfermeras sugirieron entérminos muy claros que mi cuerpo

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necesitaba descanso: cuanta mástranquilidad hubiese, mejor.

También se produjo un cambioperceptible en el tono de lasllamadas de teléfono. Estabanpasando sutilmente de esperanzadasa resignadas. A veces, al mirar a sualrededor, Holley tenía la sensaciónde que ya me había perdido.

La tarde del jueves llamaron ala puerta de Michael Sullivan. Era susecretaria en la iglesia episcopalianade San Juan.

—Lo llaman del hospital —leinformó—. Una de las enfermeras

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que se ocupa de Eben quiere hablarcon usted. Dice que es urgente.

Michael cogió el teléfono.—Michael —le dijo la

enfermera—, tienes que venir cuantoantes. Eben está muriéndose.

Como pastor, Michael ya habíapasado otras veces por situacionesparecidas. Los pastores presencian lamuerte y la devastación que deja trasde sí casi con tanta frecuencia comolos médicos. Aun así, Michael quedóestupefacto al oír la palabra«muriéndose» utilizada en referenciaa mí. Llamó a su esposa Page y le

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pidió que rezase, tanto por mí comopor él, para que Dios le enviarafuerzas para estar a la altura de lascircunstancias. Entonces, bajo unchaparrón helado y con los ojosllenos de lágrimas, condujo hasta elcentro hospitalario.

Cuando llegó a mi habitación, laescena seguía siendo más o menos lamisma que en su última visita.Phyllis estaba sentada a mi lado,sujetándome la mano, como habíanestado haciendo sin descanso desdesu llegada, el lunes por la noche. Mipecho subía y bajaba veinte veces

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por minuto, impulsado por elrespirador, y la enfermera de la UCIrealizaba silenciosamente sus tareasrutinarias, caminando entre lasmáquinas que rodeaban mi cama yanotando las lecturas.

En ese momento entró otraenfermera y Michael le preguntó siera ella la que había llamado a susecretaria.

—No —respondió ésta—.Llevo aquí toda la mañana y sucondición no ha cambiado apenasdesde anoche. No sé quién le hallamado.

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A las once, Holley, mi madre,Phyllis y Betsy estaban en lahabitación. Michael sugirió querezaran. Todos los presentes,incluidas las dos enfermeras, secogieron de las manos alrededor dela cama y Michael elevó una sentidaplegaria por mi recuperación:

—Señor, devuélvenos a Eben.Sé que puedes hacerlo.

Nadie de los presentes habíallamado a Michael. Pero al margende la identidad del responsable, fueuna suerte que lo hiciese. Porque lasplegarias que llegaban hasta mí

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desde el mundo inferior —el mundodel que procedía— estabanempezando a abrirse paso.

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OLVIDAR Y RECORDAR

Mi conciencia se había expandido.Tanto, que parecía abarcar todo eluniverso. ¿Alguna vez has escuchadouna canción en una emisora de radiollena de estática? Acabasacostumbrándote a ello. Entonces,alguien mueve el indicador del dial yoyes la misma canción con totalclaridad. ¿Cómo podías no dartecuenta de lo apagada, lo lejana, lo

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absolutamente poco fiel al originalque era?

Pues así es como funciona lamente. Los humanos estamos hechospara adaptarnos. Yo había explicadoincontables veces a mis pacientesque esta o aquella molestia seaminoraría, o al menos pareceríahacerlo, a medida que su cuerpo y sucerebro se adaptasen a su nuevasituación. Cuando algo se prolongadurante el tiempo suficiente, elcerebro aprende a ignorarlo, afuncionar como si no estuviera o atratarlo como algo normal.

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Pero la conciencia limitada quetenemos en la Tierra dista mucho deser algo normal, como estabaconstatando yo al adentrarme cadavez más, hasta el mismísimo corazóndel Núcleo. Seguía sin recordar nadasobre mi pasado terrenal, pero ellono me disminuía en modo alguno.Aunque había olvidado mi vida aquíabajo, sí recordaba quién era, real yverdaderamente, allí fuera. Era unciudadano de un universo asombrosopor su inmensidad y complejidad ygobernado totalmente por el amor.

De un modo casi increíble, todo

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lo que estaba descubriendo más alláde mi cuerpo se correspondía a laperfección con las lecciones quehabía aprendido apenas un año antes,al reanudar el contacto con mifamilia biológica. En últimainstancia, ninguno de nosotros eshuérfano. Todos estamos en laposición en la que estaba yo, en elsentido de que tenemos otra familia:seres que nos protegen y sepreocupan por nosotros, seres a losque hemos olvidadomomentáneamente, pero que estánesperando para ayudarnos en nuestro

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tránsito por la Tierra si nos abrimosa ellos. No hay nadie que no seaobjeto de amor en todo momento. Atodos nos conoce y nos amaprofundamente un Creador cuyacapacidad de protección y cariñosupera nuestra capacidad decomprensión. Y ésta es una verdadque no debe seguir en secreto.

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19

NINGÚN SITIO DONDEESCONDERSE

El viernes, mi cuerpo llevaba cuatrodías enteros con dosis triples deantibióticos intravenosos pero seguíasin responder. Habían acudido alhospital familiares y amigos de todoel país y los que no se habíanpresentado en persona habíanformado grupos de plegaria en susparroquias. Mi cuñada Peggy y la

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amiga de Holley, Sylvia, llegaronaquella tarde.

Mi esposa las recibió con todala alegría posible, dadas lascircunstancias. Betsy y Phyllisseguían aferradas a la idea de que mepondría bien: estaban decididas amantener una actitud positiva a todacosta. Pero cada día que pasaba sehacía más difícil de creer. HastaBetsy empezaba a preguntarse si laorden de reprimir toda expresión denegatividad en aquella sala nosupondría en cierto modo darle laespalda a la realidad.

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—¿Crees que Eben haría estopor nosotras, si la cosa fuese alrevés? —le preguntó Phyllis aquellamañana, después de otra noche casiinsomne.

—¿A qué te refieres? —preguntó mi otra hermana.

—A que si se pasaría todo elrato aquí, en la UCI, con nosotras.

La respuesta de Betsy,absolutamente hermosa y sencilla,adoptó la forma de una pregunta:

—¿Hay algún otro sitio delmundo donde concibes estar en estemomento?

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Ambas coincidieron en que,aunque habría estado allí al instantesi me necesitaban, resultaba muy,muy difícil imaginarme sentado en unmismo sitio durante horas y horas.

—Nunca nos pareció unaobligación o algo que había quehacer. Era el sitio en el que teníamosque estar —me confesaría Phyllisposteriormente.

Lo que más perturbaba a Sylviaera que mis manos y mis pies estabanempezando a doblarse, como lashojas de una planta sin agua. Esto esalgo normal en las víctimas de

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infartos o comas y se debe a que losmúsculos dominantes de lasextremidades comienzan acontraerse. Pero nunca es una imagenfácil de contemplar para losfamiliares y seres queridos. Al verlo,Sylvia tenía que hacer esfuerzosconscientes para permanecer fiel a loque le decía la intuición. Pero locierto es que cada vez le resultabamás complicado.

Holley se culpaba cada vez máspor lo ocurrido (si hubiera subidoantes al piso de arriba, si esto, siaquello...) y todo el mundo se

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esforzaba mucho por convencerla deque no debía hacerlo.

A esas alturas, todos sabían queaunque saliese de aquello, elresultado tampoco podría definirsecomo recuperación. Necesitaría almenos tres meses de rehabilitaciónintensiva, sufriría problemascrónicos en el habla (si es queconservaba capacidad cerebralsuficiente como para hablar) yrequeriría los cuidados de unaenfermera durante el resto de mivida. Ése era el mejor de losescenarios posibles y por espantoso

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que pueda parecer, era algo que, dealguna manera, pertenecía ya al reinode la fantasía. Las probabilidades deque terminase así de bien se reducíana cada momento, hasta el punto deque ya eran prácticamente nulas.

A Bond le habían ocultado laauténtica gravedad de mi estado.Pero el viernes, durante su visita alhospital después de clase, oyó a unode los médicos contarle a su madrelo que ella ya sabía. Era hora deafrontar los hechos. Prácticamente noquedaba margen para la esperanza.Aquella tarde, cuando tenía que irse

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a casa, Bond se negó a salir de micuarto. La rutina que habíamosestablecido era permitir la presenciade sólo dos personas en la sala, paraque los médicos y las enfermeraspudieran trabajar. Alrededor de lasseis de la tarde, Holley sugirió condelicadeza que era hora de irse acasa a dormir. Pero mi hijo pequeñose negó a levantarse de la silla ysiguió con su dibujo de la batallaentre los glóbulos blancos y lastropas invasoras del E. coli.

—De todos modos tampocosabe que estoy aquí —respondió en

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un tono que era en parte deresentimiento y en parte de súplica—. ¿Por qué no puedo quedarme?

Así que, durante el resto de lanoche, todos se turnaron para entrarde uno en uno, a fin de que Bondpudiera seguir allí.

Pero a la mañana siguiente —elsábado—, el pequeño revirtió suposición. Por primera vez en toda lasemana, cuando Holley asomó lacabeza en su cuarto para despertarlo,dijo que no quería ir al hospital.

—¿Por qué no? —le preguntóésta.

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—Porque tengo miedo —respondió el niño.

Una afirmación sincera quehabría servido para cualquiera de losdemás.

Holley bajó a la cocina unosminutos. Luego volvió a subir y lepreguntó si estaba seguro de que noquería ir a verme.

La miró fijamente y en silenciodurante un momento.

—Vale —accedió al fin.El sábado transcurrió con la

vigilia alrededor de mi cama y entreconversaciones alentadoras

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mantenidas por mi familia y losmédicos. Parecía un intento nodemasiado entusiasta de mantenerviva la esperanza. Todos estabancada vez más cansados. Aquellanoche, tras llevar a nuestra madre asu hotel, Phyllis paró en nuestra casa.La oscuridad era completa y no seveía una sola luz en las ventanas y alavanzar entre el barro de la entradale costó no salirse del camino.Llevaba ya cinco días lloviendo sinparar, desde la tarde de mi ingresoen la UCI. Chaparrones incesantescomo ése son muy raros en las

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colinas de Virginia, donde los mesesde noviembre suelen ser fríos,despejados y soleados, como habíasido el domingo antes de mi ataque.Parecía que hubiese transcurrido unaeternidad desde aquello y que lalluvia se prolongase desde hacíasiglos. ¿Cuándo iba a terminar?

Phyllis abrió la puerta yencendió las luces. Desde elcomienzo de la semana, los vecinoshabían estado pasando por allí parallevarles algo de comer y, aunqueseguían haciéndolo, la atmósferaentre esperanzada y preocupada que

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presidía aquellos actos de auxilio seestaba tornando cada vez máslúgubre y desesperada. Nuestrosamigos sabían, al igual que nuestrafamilia, que la hora de la esperanzaestaba tocando a su fin.

Por un momento, Phyllis pensóen encender el fuego, pero a aquelpensamiento le siguió al instanteotro, sin pretenderlo ella: ¿para qué?De repente, se sentía más cansada ydeprimida que nunca. Entró en elestudio, con sus paredes forradas demadera, se tendió en el sofá y sequedó dormida.

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Media hora más tarde llegaronSylvia y Peggy, y al ver que se habíaquedado dormida en el estudio locruzaron de puntillas. Sylvia bajóhasta el sótano y descubrió quealguien se había dejado abierta lapuerta del congelador. Se habíaformado un charco de agua sobre elsuelo y la comida estaba empezandoa descongelarse, incluidos variosfiletes estupendos.

Cuando Sylvia le contó a micuñada lo sucedido, decidieronsacarle el mejor partido a lasituación. Llamaron al resto de la

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familia y a unos cuantos amigos yluego se pusieron a cocinar. Mihermana salió a comprar unascuantas cosas y de este modoprepararon un improvisado banquete.Al poco, Betsy, su hija Kate y sumarido Robbie se reunieron con ellasy con Bond. La conversación estuvopresidida por un cierto nerviosismo ypor una renuencia generalizada atocar de frente el tema que estaba enla mente de todos: queprobablemente yo —el ausenteinvitado de honor— nunca volvería aaquella casa.

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Holley había regresado alhospital para continuar con laincesante vigilia. Se sentó en lacama, me cogió de la mano ycontinuó repitiendo el mantra que lehabía sugerido Susan Reintjes. Y nosólo eso, sino que se obligó acentrarse en el significado de laspalabras mientras las decía, paraseguir creyendo en el fondo de sucorazón que eran ciertas.

—Recibe las plegarias.»Has curado a otros. Ahora te

toca a ti ser curado.»Mucha gente te quiere.

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»Tu cuerpo sabe lo que debehacer. Aún no te ha llegado la hora.

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20

EL CIERRE

Cada vez que volvía a encontrarmeen el desapacible paraje del Reinode la perspectiva del gusano, volvíaa recordar la brillante Melodíagiratoria, lo que reabría la puerta alPortal y al Núcleo. Pasé grandesperíodos de tiempo —que,paradójicamente, se me antojabanatemporales— en presencia de miángel guardián, sobre el ala de la

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mariposa, y una eternidadaprendiendo las lecciones delCreador y del Orbe de la luz, en lasprofundidades del Núcleo.

En un momento dado, al llegaral borde del Portal, descubrí que nopodía volver a entrar. La Melodíagiratoria —hasta entonces mi billetede entrada a aquellas regiones— meimpedía el paso. Las puertas delCielo se habían cerrado.

Una vez más, me resulta muycomplicado describir missensaciones por culpa de laslimitaciones del lenguaje lineal a las

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que debemos someter todo aquí en laTierra y al proceso general deaminoramiento de las experienciasque se produce cuando estás dentrode un cuerpo. Piensa en todas lasocasiones en las que has sufrido unadecepción. En cierto sentido, todaslas pérdidas que hemosexperimentado aquí en la Tierra sonvariaciones de una pérdidaabsolutamente central a todo: la delCielo. El día que se me cerraron suspuertas, sentí un pesar que no habíaconocido hasta entonces. Lasemociones son distintas allí arriba.

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Todas las que conocemos loshumanos están presentes, pero sonmás profundas y extensivas: no estánúnicamente dentro de nosotros, sinotambién fuera. Imagina que cada vezque te cambiase el humor aquí en laTierra, el tiempo lo manifestase alinstante. Que tus lágrimasprovocasen una lluvia torrencial oque tu dicha hiciese desaparecer lasnubes al instante.

Esto te permitirá atisbar elefecto, mucho más vasto e inmediato,que tenían allí arriba los cambios dehumor, y te hará comprender que, por

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extraño que pueda parecer, nuestrosconceptos de lo «interior» y lo«exterior» no existen en realidad.

Allí estaba yo, con el corazónroto, hundido en un océano decreciente pesar, en unas tinieblas queal mismo tiempo veníanacompañadas por un movimiento dehundimiento.

Atravesé enormes muros denubes. Oía unos murmullos a mialrededor, pero no alcanzaba acomprender las palabras. Entoncesfui consciente de que me rodeaba unahueste de seres incontables,

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arrodillados en grandes arcos que seperdían en la distancia. Alrecordarlo ahora, me doy cuenta delo que estaba haciendo aquellajerarquía de seres, medio atisbados,medio invisibles, dispersados portoda la oscuridad por encima y pordebajo de mis pies.

Estaban rezando por mí.Dos de las caras que recordaría

más adelante eran las de MichaelSullivan y su esposa Page. Recuerdohaberlas visto sólo de perfil, pero lasidentifiqué con toda claridad a miregreso, cuando recuperé el habla.

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Michael había estado físicamente enla UCI varias veces, para organizaroraciones, pero Page no (aunquetambién había rezado por mí).

Aquellas plegarias me llenaronde energía. Probablemente por eso, apesar de la profunda tristeza queexperimentaba, algo en mí comenzó atener la extraña certeza de que todosaldría bien. Aquellos seres sabíanque yo estaba experimentando unatransición y estaban rezando ycantando para que no me desanimara.Me había adentrado en lodesconocido, pero a esas alturas

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tenía una fe y una confianza totales enque cuidarían de mí, tal como mehabían prometido mi acompañantesobre el ala de la mariposa y laDeidad infinitamente amorosa: alládonde fuese, el Cielo vendríaconmigo. Lo haría en la forma delCreador, de Om, y también en la delángel —mi ángel—, la chica del alade la mariposa.

Había emprendido el camino deregreso, pero no estaba solo... ysabía que nunca volvería a sentirmesolo.

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EL ARCOÍRIS

Cuando lo hemos rememorado másadelante, Phyllis me ha contado quela cosa que más recuerda sobreaquella semana es la lluvia. Unalluvia fría e intensa, vertida por unasnubes bajas que nunca se abrían nidejaban asomar el sol. Pero aquellamañana de domingo, al dejar elcoche en el aparcamiento, sucedióalgo extraño. Acababa de leer un

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mensaje de texto enviado por uno delos grupos de plegaria de Boston enel que se decía «Esperad unmilagro». Mientras se preguntaba quéclase de milagro cabía esperar ya,ayudó a nuestra madre a salir delcoche y ambas comentaron que lalluvia había cesado. Al este, el sollanzaba sus rayos por una grietaabierta entre el manto de nubarronese iluminaba con ellos tanto laspreciosas y ancestrales montañas deloeste como los propios nubarrones,cuya tonalidad grisácea quedabacubierta por un tinte dorado. Y

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entonces, al dirigir la mirada hacialos distantes picos, al otro lado dedonde comenzaba a ascender aquelsol de mediados de noviembre, lovio.

Un arcoíris perfecto.Sylvia llegó al hospital con

Holley y Bond, para una reunión conel jefe de mi equipo médico, ScottWade. Él también era un amigo yvecino nuestro y en esos días seenfrentaba a la peor decisión quedebe afrontar un facultativo que seenfrenta a enfermedades mortales.Cuanto más permaneciese en coma,

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más aumentaban las probabilidadesde que pasase el resto de mi vida enun «estado vegetativo permanente».Como era muy probable que lameningitis acabase conmigo sidejaban de administrarme losantibióticos, puede que lo máshumano fuese precisamente eso,dejar que la naturaleza siguiera sucurso en lugar de continuar con untratamiento que no lograría esquivarel destino que parecía aguardarme:un coma permanente. La meningitisapenas había respondido a losfármacos, así que corrían el riesgo

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de que, aunque lograsen erradicarlaal fin, me pasase meses o inclusoaños como un cuerpo tan inerte comovital había sido en el pasado, sinnada parecido a algo que pudierallamarse vida.

—Siéntense —dijo el doctorWade a Sylvia y a Holley en un tonoque era amable pero tambiéninconfundiblemente lúgubre—. Tantoel doctor Brennan como yo hemosconsultado a especialistas de Duke,de la Universidad de Virginia y de laFacultad de Medicina Bowman Grayy tengo que decirles que todos están

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de acuerdo en que la situación notiene buen aspecto. Si Eben no daseñales de mejora significativas enlas próximas doce horas,seguramente recomendemos laretirada de los antibióticos. Unasemana en coma con una meningitisbacteriana grave supera los límitesrazonables para albergarexpectativas de recuperación. Entales circunstancias, tal vez seríamejor dejar que la naturaleza siga sucurso.

—Pero ayer vi que se le movíanlos párpados —protestó mi esposa

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—. De verdad, se movieron. Como siestuviera intentando abrir los ojos.Estoy segura de ello.

—No lo pongo en duda —replicó el doctor Wade—. Además,la presencia de los glóbulos blancosen su sangre ha descendido. Ésa esuna buena noticia y por nada en elmundo me atrevería a sugerir locontrario. Pero tienes que ver lasituación en su contexto. Hemosreducido considerablemente lasedación de Eben y a estas alturassus exámenes neurológicos deberíanmostrar más actividad de la que

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muestran. Las zonas inferiores delcerebro funcionan de manera parcial,pero lo que nos interesa son lasfunciones superiores y me temo queésas están del todo ausentes. En lamayoría de los pacientes en coma,con el paso del tiempo se producenciertos indicios de mejora del nivelde alerta. Sus cuerpos hacen cosasque sugieren que están despertando.Pero no es así. Simplemente, el tallocerebral se adentra en un estadoconocido como coma vigilia, unaespecie de fase de transición en laque pueden permanecer durante

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meses o años. Es probable que ésasea la causa del movimiento de lospárpados. He de recalcar de nuevoque siete días es muchísimo tiempopara un coma por meningitisbacteriana.

El doctor Wade estabautilizando todas aquellasexplicaciones tan enrevesadas en unintento por aliviar el impacto de unanoticia que podría haber transmitidoen una sola y única frase: era hora dedejar morir a mi cuerpo.

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SEIS CARAS

Cuanto más descendía, más carasbrotaban del lodo, como siemprehabía sucedido cuando meencontraba en el Reino de laperspectiva del gusano. Pero esta vezhabía algo distinto en ellas. Ahoraeran humanas, no animales.

Y decían cosas, que yo podíaoír con toda claridad.

No es que pudiera entenderlas.

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La situación se parecía un poco a lasantiguas tiras cómicas de CharlieBrown, en las que cuando hablan losadultos sólo se oye un galimatíasindescifrable. Más tarde, alrecordarlo, me he dado cuenta de quepodía reconocer seis de las caras quevi. Estaba Sylvia y Holley y suhermana Peggy. También Scott Wadey Susan Reintjes. De todas ellas, laúnica que no había estadofísicamente presente junto a mi camaen aquellas últimas horas era Susan.Pero a su manera también habíaestado allí, puesto que aquella noche,

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al igual que la noche anterior, sehabía sentado en su casa de ChapelHill y me había transmitido toda sufuerza de voluntad.

Más tarde, cuando recordé todoesto, me intrigó el hecho de que mimadre Betty y mis hermanas, quehabían pasado allí toda la semana,sujetándome la mano durante horasinterminables, no estuviesen entre lascaras que vi. Mamá había sufrido unafisura por estrés en el pie y tenía queusar un andador para caminar, pero,aun así, había participado en mi velacomo la que más. Phyllis, Betsy y

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Jean también habían estado allí.Entonces, me enteré de que ningunade ellas había pasado la última nocheen el hospital. Los rostros que habíavisto eran los de las personas queestuvieron presentes durante laséptima mañana de mi coma o lanoche antes.

Pero como he dicho, en aquelmomento, mientras realizaba midescenso, no tenía nombres niidentidades que asociar a ninguna deesas caras. Sólo sabía, o percibía,que por alguna razón eranimportantes para mí.

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Una me atraía más que lasdemás. Comencé a sentir que tirabade mí. Con un escalofrío que pareciótransmitirse entre la vasta muralla denubes y las criaturas angelicalesentre las que estaba descendiendo, derepente me di cuenta de que los seresdel Portal y el Núcleo —seres a losque había conocido y amado,aparentemente, desde el principio dela eternidad— no eran los únicos alos que conocía. También conocía yamaba a otros allí abajo, en el reinohacia el que me estaba precipitando.Unos seres a los que, hasta aquel

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preciso instante, había olvidado porcompleto.

Sucedía así con los seis rostros,pero sobre todo con el sexto de ellos.Me era absolutamente familiar. Conuna sensación de asombro rayana enel terror absoluto me percaté de queera alguien que me necesitaba.Alguien que nunca se recuperaría siyo me marchaba. Si lo abandonaba,la sensación de pérdida seríainsoportable, como la que me habíaembargado a mí al encontrarmecerradas las puertas del Cielo. Seríauna traición que, sencillamente, no

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podía cometer.Hasta entonces había sido libre.

Había viajado por los mundos comoviajan los auténticos aventureros: sinpreocupación alguna por mi suerte.No me importaba lo que pudierapasarme, porque incluso cuandoestaba en el Núcleo, nunca sentículpa por estar abandonando aalguien allí abajo. Ésta había sidouna de las primeras cosa que habíaaprendido con la chica del ala de lamariposa, cuando me dijo:

«Nada de lo que hagáis puedeser malo».

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Pero en esos momentos eradistinto. Tanto que, por primera vezdurante todo mi viaje, sentí unintenso terror. No por mí, sino poraquellas caras, y sobre todo la sexta.Una cara que aún no podíaidentificar, pero que sabíacrucialmente importante para mipersona.

El rostro fue cobrando mayordefinición, hasta que al fin pude verque su dueño estaba suplicando queyo volviese, que afrontase el terribledescenso hacia el mundo inferiorpara volver a su lado. Seguía sin

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comprender sus palabras, pero dealgún modo me transmitieron la ideade que aún había cosas que meataban al mundo de allí abajo, de quetodavía, como suele decirse, «seguíaen juego».

Era importante que regresase.Tenía vínculos allí, vínculos que nopodía descuidar. Cuanto más claro setornaba el rostro, más consciente mevolvía de ello. Y mejor reconocía elrostro.

El rostro de un niño.

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23

ÚLTIMA NOCHE, PRIMERAMAÑANA

Antes de hablar con el doctor Wade,Holley le dijo a Bond que esperasefuera del despacho, porque temía quefuesen malas noticias. Él fueconsciente de ese temor y esperó alotro lado de la puerta, donde pudooír parte de lo que decía el médico.Lo bastante para comprender cuál erala situación real. Para comprender

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que su padre, en efecto, no iba avolver. Nunca.

Corrió a mi cuarto y se subió ami cama. Entre sollozos, me besó lafrente y me acarició los hombros.Entonces, me levantó los párpados yme dijo:

—Te vas a poner bien, papá. Tevas a poner bien. —Siguiórepitiéndolo una vez tras otra,creyendo, como sólo puede hacerloun niño, que si lo decía un númerosuficiente de veces, al finalterminaría por convertirse enrealidad.

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Mientras tanto, en un despachoal otro lado del pasillo, Holleyclavaba una mirada vacía en elespacio, tratando de asimilar lomejor posible las palabras del doctorWade. Finalmente decidió:

—Entonces, lo mejor será quellamemos a Eben a la universidad,para que vuelva.

El doctor Wade no tenía nadaque oponer a esta propuesta.

—Sí, creo que es lo mejor.Mi esposa se acercó al gran

ventanal de la sala de reuniones,desde donde se veían las montañas

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de Virginia, todavía empapadas peroahora iluminadas por el sol. Sacó elteléfono móvil y marcó el número deEben.

Mientras lo hacía, Sylvia selevantó de su silla.

—Holley, espera un minuto —leindicó—. Déjame que vaya a verlouna vez más.

Entró en la UCI y se sentó en lacama, junto a Bond, que seguíaacariciándome la mano pero ya ensilencio. Me apoyó una mano sobreel brazo y me lo acarició condelicadeza. Como durante toda la

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semana, mi mano estaba ligeramenteinclinada hacia un lado. Durante unasemana, todo el que se había sentadoallí me miraba la cara y no la mano.Mis ojos sólo se abrían cuando losmédicos comprobaban la dilataciónde las pupilas en respuesta a la luz(uno de los métodos más sencillos yeficaces para constatar la actividaddel tallo cerebral), o cuando Holleyo Bond, en contra de las repetidasinstrucciones de los sanitarios,insistían en hacerlo y se encontrabancon dos globos oculares perdidos ysin vida, como los de una muñeca

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rota.Pero en aquel momento,

mientras Sylvia y Bond me mirabanel rostro hundido, negándoseobstinadamente a aceptar lo queacababa de decir el médico, sucedióalgo.

Mis ojos se abrieron.Sylvia chilló. Más tarde me

contaría que lo segundo que más laasombró, tras el hecho de queabriese los ojos, fue queinmediatamente empecé a mirar a mialrededor. Arriba, abajo, aquí, allá...No parecían los ojos de un adulto

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que sale de un coma de siete días,sino los de un niño, alguien queacaba de llegar al mundo y lo recorrecon la vista con asombro porque esla primera vez que lo ve.

En cierto modo, así era.Al recobrarse de su asombro

inicial, se dio cuenta de que algo mealteraba. Salió corriendo a la sala,donde Holley, todavía con la miradaclavada en el gran ventanal, hablabacon Eben IV.

—Holley... ¡Holley! —gritó—.Está despierto. ¡Está despierto! Dilea Eben que su padre ha vuelto.

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Ésta se la quedó mirando.—Eben —dijo al teléfono—.

Luego te llamo. Está... tu padre estávolviendo... a la vida.

Holley echó a andar hacia laUCI, pero, incapaz de contenerse, alcabo de un instante comenzó a correr,seguida por el doctor Wade. Y sí,allí estaba yo, debatiéndomeviolentamente en mi cama. No demanera mecánica, porque estabaconsciente y saltaba a la vista quealgo me molestaba. El médicocomprendió al instante de qué setrataba: el respirador, que llevaba

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aún en la garganta. Un respirador queya no necesitaba, porque mi cerebro,junto con el resto de mi cuerpo,acababa de volver inesperadamente ala vida. Alargó las manos, cortó lacinta de seguridad y, con todocuidado, lo extrajo.

Entre toses, inhalé mi primerabocanada de aire sin ayuda en sietedías y hablé, también por primeravez en ese mismo tiempo:

—Gracias.Cuando salió del ascensor,

Phyllis seguía pensando en elarcoíris que acababa de ver. Llevaba

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a mamá en una silla de ruedas. Alentrar en la sala, estuvo a punto decaerse de espaldas. Yo estabasentado sobre la cama y nuestrasmiradas se cruzaron. Nuestrahermana pequeña daba saltos dealegría. La abrazó. Las dosrompieron a llorar. Phyllis se meacercó y me miró a los ojos.

Le devolví la mirada y luegomiré a todos los demás presentes.

Mientras mi cariñosa familia ylas personas que habían cuidado demí durante todo aquel tiempo sereunían alrededor de la cama, aún

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estupefactas por mi inexplicableregreso, yo sonreía con aire apacibley dichoso.

—Todo va bien —dije, con unaactitud que irradiaba dicha con tantaeficacia como las palabras que habíapronunciado. Los miré a todos, uno auno, solazándome en el divinomilagro de nuestra existencia—. Noos preocupéis... Todo va bien —repetí para acallar cualquier duda.

Mi hermana Phyllis me contaríadespués que fue como si lestransmitiese un mensaje desde el másallá, el mensaje de que el mundo es

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como debería ser y no tenemos nadaque temer. Dice que cuando sienteque la acosan las preocupacionesmundanas, suele recordar esaspalabras y encuentra consuelo en lacerteza de que no estamos solos.

Mientras contemplaba a todoslos allí presentes, fue como si poco apoco regresara a la existenciaterrenal.

—¿Qué hacéis aquí? —lespregunté.

A lo que ella respondió:—¿Qué haces tú aquí?

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24

EL REGRESO

Bond había imaginado que papádespertaría, echaría un vistazo a sualrededor y sólo necesitaría que lopusieran un poco al día para volver aser el padre que siempre habíaconocido.

Pero pronto descubrió que lascosas no iban a ser tan sencillas. Eldoctor Wade le previno sobre doscosas: primero, no debía contar con

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que recordase nada de lo que habíadicho en los primeros momentos trassalir del coma. Me explicó que elproceso de la memoria requiere unaenorme capacidad cerebral y que micerebro no estaba lo bastanterecuperado aún como para acometeruna tarea tan sofisticada.

En segundo lugar, no debíahacer mucho caso a lo que dijeradurante aquellos primeros días,porque muchas cosas le pareceríanun poco absurdas.

Tenía razón en ambasadvertencias.

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Aquella primera mañana, Bondme enseñó con orgullo el dibujo queEben IV y él habían hecho de labatalla entre mis glóbulos blancos ylas bacterias E. coli.

—¡Caray, qué maravilla! —exclamé.

Bond estaba radiante de orgulloy entusiasmo.

Entonces continué:—¿Cuáles son las condiciones

en el exterior? ¿Qué dicen laslecturas del ordenador? ¡Quita deahí, tengo que prepararme parasaltar!

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Bond dejó de sonreír. Huelgadecir que aquélla no era larecuperación plena que habíaesperado.

Estaba sufriendo alucinacionesen las que revivía con totalintensidad algunos de los momentosmás emocionantes de mi vida.

En mi cabeza estaba a bordo deun CD3, preparándome para saltar enparacaídas desde más de cincokilómetros de altitud... Iba a saltar enúltimo lugar, como a mí me gustaba.Era la posición que permitíapermanecer más tiempo en caída

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libre.Al salir a los rayos del sol que

brillaban al otro lado de lacompuerta, me lancé al instante en unpicado de cabeza, con los brazosdetrás (en mi mente), y entoncesvolví a sentir, como tantas otrasveces, la violenta acometidaprovocada por el aire desplazadopor los motores. Contemplé desdeabajo cómo ascendía como un coheteel vientre del enorme y plateadoaeroplano y cómo giraban,aparentemente a cámara lenta, susgigantescas turbinas, con la tierra y

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las nubes reflejadas sobre la panza.La imagen resultaba un pocosingular, porque el avión tenía losflaps y las alas en posición bajada,como si fuese a aterrizar, a pesar deque se encontraba a varioskilómetros por encima de la Tierra(para ralentizar al máximo suvelocidad y así minimizar el efectodel chorro de aire sobre losparacaidistas).

Pegué los brazos todo loposible al cuerpo para acelerar micaída hasta más de 350 kilómetrospor hora, sin otra cosa que mi casco

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azul moteado y mis hombros pararesistirse a la atracción del enormeplaneta que tenía abajo. Cadasegundo recorría una longitudsuperior a la de un campo de fútbol yel viento rugía furiosamente a mialrededor, tres veces más veloz queun huracán, con un estruendo mayorque ninguna otra cosa que hubieraoído jamás.

Pasé entre dos enormes nubesblancas y algodonosas y seguídescendiendo como un cohete por ladespejada abertura que las separaba.La tierra verde y el mar destellante y

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azul se extendían muy abajo y yocontinuaba descendiendo en aquellaviolenta y emocionante carrera haciamis compañeros, apenas visibles enuna formación de copo de nieve quese hacía más grande a cada segundoque pasaba por la incorporación demás y más paracaidistas...

Mi mente saltaba entre la UCI yuna serie de alucinaciones sobre undescenso maravilloso, generadas porla adrenalina que segregaba mimente.

Me sentía más alocadamentefeliz que nunca.

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Me pasé dos días desvariandosobre paracaidismo, aviones eInternet con todo el que quisoescucharme. A medida que mi cuerpose iba recuperando, me adentré en ununiverso extraño y agotadoramenteparanoico. Me obsesioné con unadesagradable historia sobre«mensajes de Internet» que aparecíancada vez que cerraba los ojos eincluso algunas veces, en el techo,mientras los tenía abiertos. Cuandolos cerraba, oía unos cánticosmonótonos, repetitivos y nadamelodiosos, una especie de sonido

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mecánico que por lo general remitíacuando volvía a abrirlos. Me pasabatodo el rato con el dedo extendido,señalando algo, como E. T., tratandode mover un cursor en la pantalla deun ordenador conectado a Internetque pasaba revoloteando frente a mí,en ruso o en chino.

En resumen, que estaba algochalado.

Era un poco como lo que habíavivido en el Reino de la perspectivadel gusano, aunque más aterrador,porque lo que oía y veía estabaentrelazado con los recuerdos de mi

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pasado humano (reconocía a losmiembros de mi familia a pesar deque, a veces, como en el caso deHolley, no recordara sus nombres).

Pero al mismo tiempo, aquellasvisiones carecían por completo de laasombrosa claridad y la vibranteriqueza —el ultrarrealismo— delPortal y del Núcleo. Sin la menorduda, eran obra de mi cerebro físico.

A pesar de aquel momentoinicial de lucidez aparentementeplena, al poco tiempo no recordabanada sobre mi vida antes del coma.Lo único que rememoraba era los

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últimos sitios en los que habíaestado: el inhóspito y feo Reino de laperspectiva del gusano, el idílicoPortal y el asombrosamente celestialNúcleo. Mi mente —mi verdadero yo— pugnaba por volver a meterse enlos estrechos y limitados confines dela existencia física, con sus fronterasespaciotemporales, su pensamientolineal y su comunicación verbal delimitado alcance. Las mismas cosas alas que hasta una semana antes habíatomado por los rasgos de la únicaexistencia posible se me antojabanahora limitaciones de una torpeza

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extraordinariaLa vida física se caracteriza por

un estado defensivo, mientras que ala espiritual le sucede justo locontrario. Ésta es la únicaexplicación que puedo encontrar parael hecho de que mi retorno a estemundo estuviera impregnado de talparanoia. Durante algún tiempoestuve convencido de que Holley(cuyo nombre, insisto, aún norecordaba, pero a la que, de algúnmodo, reconocía como mi esposa) ylos médicos estaban intentandoasesinarme. Tuve nuevos sueños y

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alucinaciones sobre aviones y saltosen paracaídas, algunos de ellossumamente prolongados yverosímiles. En el más largo, intensoy ridículamente detallado de ellos,me vi en una clínica especializada encasos de cáncer del sur de Florida,perseguido por Holley, dos agentesde policía del estado y un par defotógrafos ninja asiáticos, colgadosde unos cables con poleas.

De hecho estaba sufriendo algollamado «psicosis de la UCI». Eshabitual, e incluso esperable, enpacientes cuyos cerebros vuelven a

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funcionar tras un largo período deinactividad. Lo había visto muchasveces, pero nunca lo había sufrido enmis propias carnes. Y he de decirque la perspectiva es muy, muydiferente.

Lo más interesante de aquellasucesión de pesadillas y fantasíasparanoicas, visto en retrospectiva,era que no era más que eso: unafantasía. Algunas partes —enparticular la dilatada pesadilla delsur de Florida— me resultaron muyintensas e incluso directamenteaterradoras mientras sucedían. Pero

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recordadas ahora —es más, desde elmismo instante en que finalizaronaquellos episodios—, su naturalezase tornó perfectamente reconocible:algo confeccionado por mi propio yagobiado cerebro en un intento porrecobrar la orientación. Algunos delos sueños que tuve durante ese lapsode tiempo fueron asombrosa ypavorosamente vívidos. Pero al finalsólo sirvieron para resaltar lasenormes diferencias de este estadode ensueño con respecto alultrarrealismo del coma profundo.

En cuanto a los cohetes, aviones

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y saltos en paracaídas que imaginabacon tanta viveza, eran, descubrídespués, bastante precisos desde unpunto de vista simbólico. Porque elhecho era que estaba realizando unapeligrosa reentrada en la abandonadapero nuevamente funcional estaciónespacial de mi cerebro, desde unlugar muy lejano. Sería difícilencontrar una analogía más funcionalde lo que me sucedió durante lasemana que pasé fuera de mi cuerpoque el despegue de un cohete.

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25

AÚN NO ESTOY ALLÍ

Bond no era el único que estabateniendo dificultades para aceptar ala persona decididamente excéntricaen la que me convertí durante losprimeros días de mi regreso. Al díasiguiente de que recobrara laconciencia —lunes—, Phyllis llamóa Eben IV por Skype.

—Eben, tu padre está aquí —lehizo saber mientras volvía la cámara

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de vídeo en dirección a mí.—¡Hola, papá! ¿Cómo estás? —

preguntó mi hijo en tono alegre.Me pasé un minuto sin hacer

otra cosa que sonreír y mirarfijamente la pantalla del ordenador.Cuando por fin rompí el silencio,Eben se quedó estupefacto. Hablabade manera dolorosamente lenta y conpalabras que no tenían demasiadosentido. Mi hijo mayor me contaríamás tarde:

—Hablabas como un zombi,alguien que está sufriendo unasobredosis de ácido.

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Por desgracia, nadie le habíaadvertido sobre la posibilidad deque se produjese una psicosis de laUCI.

Poco a poco, mi paranoia fueremitiendo y mis pensamientos yconversaciones se tornaron máslúcidos. Dos días después de midespertar, me trasladaron a la UCIperiférica de Neurología. Lasenfermeras de esta unidadproporcionaron unos camastros aPhyllis y Betsy para que pudiesendormir a mi lado. No confiaba ennadie más. Me hacían sentir seguro,

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anclado a mi nueva realidad.El único problema era que no

dormía. Las tenía despiertas toda lanoche, parloteando sobre Internet,estaciones espaciales, agentes doblesrusos y toda clase de disparatessimilares. Phyllis trató de convencera las enfermeras de que tenía uncatarro, con la esperanza de que mediesen algo que me hiciese dormiruna o dos horas de maneraininterrumpida. Era como un reciénnacido que no se ciñe a unos horariosde sueño.

En mis momentos más

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tranquilos, Phyllis y Betsy meayudaban a volver a la realidad. Merecordaban toda clase de anécdotasde mi infancia, que yo escuchabacomo si las estuviese oyendo porprimera vez, totalmente fascinado. Enaquel proceso, una idea importantecomenzó a asentarse dentro de mí: lade que, de hecho, había estadopresente en aquellas historias.

Con gran rapidez, me contaronmás adelante mis dos hermanas, elhermano al que conocían empezó areaparecer a través de la densaneblina de aquel parloteo paranoide.

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—Fue increíble —me contaríaBetsy más adelante—. Acababas desalir del coma y aún no erasplenamente consciente de tuidentidad ni de tu situación. Decíascosas rarísimas todo el rato, pero,aun así, conservabas tu sentido delhumor de siempre. Eras tú,claramente. ¡Habías vuelto!

—Una de las primeras cosasque hiciste fue algo jocoso sobrealimentarte solo —me contó Phyllis—. Estábamos preparadas para dartede comer todo el tiempo que hicierafalta. Pero no querías. Estabas

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decidido a meterte tú mismo aquellagelatina anaranjada en la boca.

La maquinaria de mi cerebro,parada temporalmente, estabavolviendo poco a poco a la vida y eneste proceso me veía hacer o decircosas que me asombraban. ¿Dedónde salían? En los primeros díasacudió a visitarme una amiga deLynchburg llamada Jackie. Holley yyo conocíamos a Jackie y a sumarido Ron porque nos habíanvendido la casa en la que vivíamos.Sin que tuviera que hacer ningúnesfuerzo consciente, mi educación

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tradicional sureña, profundamentearraigada en mi cabeza, entró enacción. Nada más ver a Jackie lepregunté:

—¿Cómo está Ron?Transcurridos unos días más,

comencé a tener algunasconversaciones genuinamente lúcidascon las visitas. También en este casoresultó asombroso comprobarcuántas de aquellas conexiones seproducían por sí solas, sin apenasesfuerzo consciente por mi parte.Como un avión en piloto automático,mi cerebro, de algún modo, navegaba

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por el paisaje familiar de laexperiencia humana. Estaba teniendola ocasión de constatar de primeramano una verdad que conocía muybien como neurocirujano: el cerebroes un mecanismo realmentemaravilloso.

Como es natural, la preguntaque rondaba por la mente de todos(incluida la mía en sus momentos delucidez) sin que nadie se atreviese aformularla era: ¿hasta dónde podíarecuperarme? ¿Me recobraríatotalmente o la E. coli me habríadejado daños residuales, como

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esperaban todos los médicos?Aquella permanente incertidumbreera una agonía para todos, sobre todopara Holley, que temía que encualquier momento se interrumpierami milagrosa recuperación y ladejara solamente con una parte del«yo» al que conocía.

Pero, sin embargo, cada día quepasaba, volvía una parte mayor deese «yo». Lenguaje. Recuerdos.Reconocimiento. Una cierta actitudtraviesa que siempre me hacaracterizado, también. Y aunque misdos hermanas se alegraban mucho de

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que hubiera regresado mi sentido delhumor, no estaban tan contentas conmi manera de utilizarlo. La tarde dellunes, cuando Phyllis me tocó lafrente, me eché hacia atrás.

—¡Ay! —exclamé—. ¡Quédaño!

Y entonces, después de disfrutarun momento de las expresiones deespanto de todos, añadí:

—Era una broma.Todos estaban sorprendidos por

la celeridad de mi recuperación,salvo yo mismo. Aún no erarealmente consciente de lo cerca de

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la muerte que había llegado a estar.Cuando, uno a uno, mis amigos yfamiliares continuaron con sus vidas,yo los despedí con mis mejoresdeseos, dichosamente ajeno a latragedia que por tan poco se habíaconjurado. Mostraba tal entusiasmoque uno de los neurólogos que meevaluaron de cara a la rehabilitacióninsistió en que sufría un «exceso deeuforia» que probablemente sedebiese a daños cerebrales. Era, aligual que yo, un decidido partidariode las pajaritas frente a las corbatas,y le devolví el favor de aquel

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diagnóstico diciéndoles a mishermanas, después de que semarchara, que era una persona«extrañamente poco afectuosa paraser un amante de las pajaritas».

Ya entonces sabía algo que cadavez se atrevían a aceptar más laspersonas que me rodeaban. Pensaralo que pensase un médico concreto,no estaba enfermo y mi cerebro nohabía sufrido daños. Estabaperfectamente.

De hecho —aunque a esasalturas sólo yo era consciente de ello— estaba completamente «bien» por

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primera vez en mi vida.

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26

DIFUNDIENDO LA NOTICIA

«Completamente bien», aunquetodavía con trabajo pendiente por loque a la maquinaria se refería. A lospocos días de que me trasladaran a launidad de rehabilitación ambulatoriallamé a Eben IV a la universidad. Mecontó que estaba trabajando en unartículo para uno de sus cursos deneurociencias. Me ofrecí a ayudarlo,pero no tardaría mucho en

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lamentarlo. Me resultaba mucho másdifícil concentrarme de lo que habíaesperado y una terminología quecreía plenamente recobrada senegaba de pronto a acudir a micabeza. Descubrí con consternaciónque el camino que debía recorrer aúnera muy largo.

Pero poquito a poco, lo fuihaciendo. Un día, al despertar, meencontraba en posesión decontinentes enteros de conocimientosmédicos y científicos de los quecarecía el anterior. Fue uno de losaspectos más insólitos de mi

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experiencia: abrir los ojos unamañana y descubrir que una buenaparte de los frutos de una vida enterade investigación y experienciavolvían a estar en su sitio.

Aunque mis conocimientossobre las neurociencias regresasenlenta y tímidamente, mis recuerdossobre lo que había sucedido durantela semana que había pasado fuera demi cuerpo presidían mi memoria conasombrosa claridad y fuerza. Lo queme había sucedido más allá del reinode lo terreno era la causa directa dela felicidad que me invadía desde el

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momento de mi despertar, y esteestado de beatitud se negaba aabandonarme. Sentía una felicidaddelirante porque volvía a estar con lagente a la que amaba, pero tambiénporque —para expresarlo con toda laclaridad que me es posible—comprendía por primera vez lapersona que era en realidad y laclase de mundo en la que habitamos.

Sentía unos deseos tandesbocados como ingenuos decompartir estas experiencias, sobretodo con mis colegas de profesión. Afin de cuentas, lo que había

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experimentado contradecía lasafirmaciones que siempre habíansostenido sobre la naturaleza delcerebro y la conciencia y sobre elsentido de la vida. ¿Cómo no iban aestar ansiosos por conocer misdescubrimientos?

Pues resultó que bastante genteno lo estaba. Sobre todo gente contítulos de medicina.

Cuidado, mis médicos sealegraban muchísimo por mí. «Esmaravilloso, Eben», solían decirme,la misma respuesta que habíautilizado yo en el pasado con los

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incontables pacientes que habíantratado de compartir conmigo lasexperiencias ultraterrenas queexperimentaron durante algunaintervención quirúrgica. «Estabasenfermo. Tu cerebro estaba lleno depus. Cuesta creer que estés aquí paracontarlo. Pero tú sabes perfectamentelo que puede llegar a crear elcerebro cuando está en ese estado.»

En resumen, que no podían darcrédito a lo que yo intentaba con taldesesperación compartir con ellos.

Pero ¿quién podría culparlos? Afin de cuentas, yo tampoco lo había

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comprendido... hasta entonces.

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27

VUELTA A CASA

El 25 de noviembre de 2008, dosdías antes de Acción de Gracias,regresé a un hogar rebosante degratitud. Eben IV condujo durantetoda la noche para poder darme unasorpresa a la mañana siguiente. Laúltima vez que había estado a milado yo estaba en coma profundo yaún no había asimilado del todo elhecho de que estuviese con vida.

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Estaba tan emocionado que lepusieron una multa por exceso develocidad en el condado de Nelson,justo al norte de Lynchburg.

Yo llevaba horas despierto,sentado en una mecedora frente a lachimenea encendida del estudio,pensando en todo lo que me habíasucedido. Eben cruzó la puerta pocodespués de las seis de la mañana. Melevanté y le di un fuerte abrazo.Estaba asombrado. La última vez quenos habíamos visto por Skype, en elhospital, yo apenas había sido capazde articular una frase. Pero por

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entonces —aparte de seguir un pocoflaco y tener una vía intravenosa enel brazo— había vuelto a miactividad predilecta: ser el padre deEben y Bond.

Era el mismo de antes... o casi.Mi hijo mayor también percibió algoque había cambiado en mí. Másadelante, me diría que la primera vezque me vio aquel día lo sorprendiólo «presente» que estaba.

—Se te veía tan claro, tanconcentrado —me contaría—. Eracomo si te envolviese una especie dehalo luminoso.

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Sin perder un minuto, empecé acontárselo todo.

—Estoy deseando leer todo loque encuentre sobre esto —leconfesé—. Era todo muy real, Eben,casi demasiado para ser real, si esque eso tiene algún sentido. Quierocompartirlo con mis colegas deprofesión. Y quiero leer sobre lasECM y sobre lo que han vivido otraspersonas. Ahora me cuesta creer queno me lo tomara en serio, que noescuchara lo que me contaban mispacientes. Nunca sentí la curiosidadsuficiente como para investigarlo.

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Eben no dijo nada al principio,pero saltaba a la vista que estabapensando en cuál era el mejorconsejo que podía darme. Se sentófrente a mí y me expuso algo quetendría que haber sido obvio.

—Te creo, papá —dijo—. Peropiénsalo un momento. Si quieres queesto le sea de utilidad a alguien, loúltimo que debes hacer es leer lo quehan escrito otros.

—¿Y qué debería hacerentonces? —pregunté.

—Escribirlo. Escribirlo todo...Todos tus recuerdos, con tanta

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exactitud como te sea posible. Perono leas libros o artículos sobre lasexperiencias cercanas a la muerte deotras personas, sobre física ni sobrecosmología. Al menos hasta quehayas escrito lo que te ha pasado a ti.No hables con mamá ni con nadiemás sobre lo que te sucedió duranteel coma... al menos si puedesevitarlo. Luego podrás hacerlo todolo que quieras, ¿de acuerdo?Recuerda lo que siempre me hasdicho: primero observación, luegointerpretación. Si quieres que lo quete sucedió tenga algún valor

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científico, debes registrarlo con todala claridad y precisión posibles antesde empezar a compararlo con lasexperiencias de los demás.

Fue, tal vez, el consejo mássabio que me hayan dado nunca... ylo seguí. Eben acertaba plenamenteal pensar que lo que yo quería, másque ninguna otra cosa, era utilizarmis experiencias para ayudar a losdemás. Cuanto más recobraba lavisión científica, más comprendía dequé manera entraba en conflicto todolo que había aprendido durantedécadas de formación y práctica de

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la medicina con lo que habíaexperimentado, y más me daba cuentade que la mente y la personalidad (o,como algunos las llaman, el alma o elespíritu) siguen existiendo más alládel cuerpo. Tenía que compartir mihistoria con el mundo.

Durante las seis semanassiguientes, casi todos los díastranscurrieron de un modo idéntico:me levantaba alrededor de las dos olas dos y media de la mañana, tanextasiado y lleno de energía por elmero hecho de estar vivo que salíade un salto de la cama. Encendía el

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fuego en el despacho, me sentaba enmi viejo sillón de cuero y me ponía aescribir. Trataba de recordar todoslos detalles de mis viajes por elNúcleo y lo que había sentidomientras recibía aquellas leccionesque me habían cambiado la vida.

Aunque decir que «trataba derecordar» no sería exactamentecierto. Los recuerdos estaban allí,nítidos y frescos, justo donde loshabía dejado.

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28

ULTRARREALISMO

«Hay dos maneras dedejarse engañar. Una escreer lo que no es cierto; laotra negarse a creer lo quees verdad.»

SØREN KIERKEGAARD(1813-1855)

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Durante todo aquel proceso deescritura, había una palabra queparecía reaparecer una vez tras otra.

«Real.»Antes de mi coma nunca me

había percatado de lo engañoso quepuede ser este término. Tanto en laFacultad de Medicina como en esaescuela del sentido común que sellama «vida» me habían enseñado apensar que algo sólo puede ser real(un accidente de coche, un partido defútbol americano, un bocadillo en lamesa, frente a ti) o no real. Durantemis años de práctica quirúrgica,

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había visto a mucha gente sufriralucinaciones. Creía saber loaterradoramente reales que puedenparecerle estos fenómenos a quienlos experimenta. Y durante los díasque duró mi psicosis de la UCI,había tenido la oportunidad de sufriren mis propias carnes algunaspesadillas de un realismoimpresionante. Pero una vez que pasótodo, reconocí rápidamente queaquellos delirios no eran otra cosaque creaciones ilusorias: fantasmasneuronales dotados de vida por unamaquinaria cerebral que pugnaba por

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recobrar la funcionalidad.Sin embargo, mientras estaba en

coma, no es que mi cerebro estuviesefuncionando de manera incorrecta. Esque no funcionaba en absoluto. Laparte de mi mente que, según mehabían llevado a creer años deformación médica, era la responsablede recibir el mundo en el que vivía yme movía, captarlo a través de lossentidos y darle forma convirtiéndoloen un universo dotado de sentido, esaparte estaba dormida, desactivada. Apesar de lo cual, yo había estadovivo y despierto, plenamente

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despierto, en un universocaracterizado por encima de todo porel amor, la conciencia y la realidad(de nuevo esa palabra).Sencillamente, para mí ésta era unaverdad indiscutible. Tanperfectamente constatada que medolía.

Lo que había vivido era másreal que la casa en la que habitaba,más real que los troncos que ahoraardían en la chimenea. Pero en lavisión científica del mundo que mehabía proporcionado mi formaciónmédica durante años no había

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espacio para esa realidad.¿Cómo podía crear un espacio

donde coexistieran ambasrealidades?

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29

UNA EXPERIENCIA COMÚN

Finalmente llegó el día en el queterminé de escribir todo lo que teníaque contar, hasta el último de misrecuerdos sobre el Reino de laperspectiva del gusano, el Portal y elNúcleo.

Entonces llegó la hora de leer.Me zambullí de pleno en el océanobibliográfico sobre las ECM, unocéano en el que hasta entonces no

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había siquiera metido la punta delpie. No tardé mucho en comprenderque miles de personas habíanexperimentado lo mismo que yo,tanto en los últimos años como en lossiglos anteriores. Las ECM no sontodas idénticas. Cada una tiene suspeculiaridades, pero ciertoselementos se repiten una vez tras otray algunos de ellos también estabanpresentes en mi propia experiencia.Los relatos sobre tránsitos portúneles o valles oscuros quedesembocan en un paisaje brillante yvívido —ultrarreal— son tan

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antiguos como la Grecia o el Egiptode la Antigüedad. Los seresangélicos —a veces con alas, aveces no— comienzan a aparecer,como mínimo, en la tradición antiguade Oriente Medio, junto a la creenciaen que tales seres son los guardianesde las actividades de la gente en laTierra y acuden a recibir a quienesdejan este mundo atrás. La sensaciónde poseer la capacidad de ver entodas direcciones a la vez; la de estarmás allá del tiempo lineal; la de estarpor encima de todas las cosas que, enesencia, yo había creído siempre

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rasgos distintivos de la experienciahumana; la presencia de una músicaque recordaba a los himnos y queentraba directamente en el interior deuno en lugar de hacerlo a través desus oídos; la asimilación directa einstantánea, sin el menor esfuerzo, deconceptos que en otras condicioneshabrían requerido ingentescantidades de tiempo y esfuerzo... Lapercepción de la intensidad de unamor incondicional.

Una vez tras otra, tanto en losrelatos más modernos sobre las ECMcomo en las narraciones de

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naturaleza espiritual del pasado,sentía que el narrador debíaenfrentarse a las limitaciones dellenguaje terrenal y trataba depresentar la totalidad de aquellosconceptos por medio del lenguaje ylas ideas humanos... y siempre, enmayor o menor medida, acababafracasando.

Y, no obstante, con cada intentoque se frustraba antes de haberalcanzado su objetivo, con cadapersona que pugnaba con el limitadoarsenal de nuestro lenguaje ynuestros conceptos para transmitir

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aquella enormidad al lector,reconocía yo el objetivo y lo que, entoda su ilimitada enormidad,intentaba transmitir el autor sinconseguirlo.

«Sí, sí, sí —me decía mientrasleía—. Lo comprendo.»

Todos aquellos libros, aquelmaterial, estaban allí antes de miexperiencia, claro está. Pero nuncalos había visto. No sólo porque nolos hubiera leído. Era algo más.Simplemente, jamás me había abiertoa la posibilidad de que hubiese algoauténtico en la idea de que una parte

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de nosotros sobrevive a la muerte.Era el típico médico que responde aestas cosas con una combinación desonriente indulgencia y escepticismo.Y como tal, puedo decirte que lamayoría de los escépticos no lo sonen realidad. Para ser verdaderamenteescéptico, uno debe examinar algo ytomárselo en serio. Y yo, como lamayoría de mis colegas de profesión,jamás había hecho el esfuerzo deestudiar el tema de las ECM.Simplemente, había «sabido» que nopodían ser ciertas.

También estudié mi propio

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historial. Todo cuanto me habíasucedido mientras estuve en coma sehabía consignado con meticulosidad,prácticamente desde el principio.Mientras revisaba mis propiosescáneres como si fuesen los decualquiera de mis pacientes,comprendí la verdadera magnitud dela gravedad de mi estado.

La meningitis bacteriana sedistingue de otras enfermedades porsu capacidad de atacar la superficieexterior del cerebro sin afectar a lasestructuras internas. Las bacteriasdevoran eficientemente la capa

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externa del cerebro, antes de pasar ala ofensiva final atacando lasestructuras internas «de control»,comunes a otros animales, situadasmuy por debajo de la parte humana.Las demás circunstanciaslamentables a resultas de las cualespueden atacar el neocórtex yprovocar inconsciencia —traumatismos craneales, infartoscerebrales, hemorragias cerebrales otumores— no son ni de lejos tanconcienzudas en su ataque contra laestructura del neocórtex. Por logeneral, afectan únicamente a una

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parte de él y dejan otras regionesintactas y en condiciones de operar.Pero la cosa no acaba ahí: en lugarde atacar sólo el neocórtex, tienden adañar también las regiones másprofundas y primitivas del cerebro.Es decir, que podría afirmarse que lameningitis bacteriana es laenfermedad más capacitada parainducir un estado similar a la muertesin provocarla en realidad (aunque, atenor de la verdad, muchas veceséste acaba siendo su desenlace. Latriste certidumbre es que nadie quesufra un caso de meningitis

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bacteriana tan grave como el míovuelve para contarlo). (Véase elApéndice A.)

Aunque la circunstancia quedescribe es tan antigua como lahistoria, el término «experienciacercana a la muerte» (al margen deque sea algo real o una fantasía sinbase alguna) sólo se ha generalizadoen tiempos recientes. En los añossesenta se desarrollaron nuevastécnicas que permitieron a losmédicos salvar a víctimas deinfartos. Personas que hasta entonceshabrían muerto indefectiblemente

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regresaban ahora al mundo de losvivos. Y sin saberlo, en sus esfuerzospor salvar a sus pacientes, estosmédicos estaban creando una especiede raza de viajeros ultraterrenos:gente que había vislumbrado lo quehay al otro lado del velo y habíaregresado para contarlo. Hoy secuentan por millones. Entonces, en1975, un estudiante de medicinallamado Raymond Moody publicó unlibro llamado Vida después de lavida, en el que narraba laexperiencia de un hombre llamadoGeorge Ritchie. Ritchie había

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«muerto» a consecuencia de uninfarto de miocardio provocado porla complicación de una neumonía yhabía pasado nueve minutos fuera desu cuerpo. En este tiempo atravesó untúnel, visitó regiones celestiales einfernales, conoció a un ser de luz alque identificó como Jesús yexperimentó unas sensaciones de pazy bienestar tan intensas que era casiimposible expresarlas con palabras.Había nacido la era moderna de lasexperiencias cercanas a la muerte.

Mentiría si afirmase quedesconocía por completo la

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existencia del libro de Moody, perodesde luego nunca lo había leído. Nome hacía falta, entre otras cosasporque la idea de que un parocardíaco representase una especie decondición próxima a la muerte era undisparate para mí. Gran parte de laliteratura sobre las ECM giraalrededor de pacientes a los que seles ha parado el corazón durantepocos minutos, por lo generaldespués de un accidente de tráfico oen la mesa de operaciones. La ideade que un paro cardíaco constituye lamuerte está obsoleta desde hace unos

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cincuenta años. Muchos legos creenque si alguien se recupera de uninfarto es que ha «muerto» y luego haregresado a la vida, pero lacomunidad médica revisó hace yatiempo la definición de la muerte,que ahora se asocia al cerebro, no alcorazón (desde que se estableció elconcepto de la muerte cerebral, en1968, basada en importantesdescubrimientos relativos al examenneurológico de los pacientes). Desdeel punto de vista de la muerte, elparo cardíaco sólo es relevante porsus efectos sobre el cerebro. A los

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pocos segundos de que se produzca,la interrupción del flujo sanguíneo endirección al cerebro provoca undesplome generalizado de laactividad neuronal cooperativa,seguido por la pérdida de laconciencia.

Pero hace casi medio siglo quelos cirujanos saben cómo parar elcorazón de manera rutinaria enintervenciones quirúrgicas (o, enalgún caso, neuroquirúrgicas)durante lapsos que oscilan entreminutos y horas enteras, utilizandobombas de bypass cardiopulmonar.

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A veces se reduce premeditadamentela temperatura del cerebro paraaumentar la viabilidad del proceso.Pero el caso es que no se producemuerte cerebral. Incluso una personaa la que se le para el corazón enplena calle podría salir airosa sindaños cerebrales si alguien realizauna maniobra de resucitacióncardiopulmonar en menos de cuatrominutos y el corazón vuelve afuncionar. Mientras le llegue sangreoxigenada al cerebro, éste —y con élla persona— permanecerá vivo,aunque transitoriamente inconsciente.

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Este hecho conocido por mí mebastaba para descartar el libro deMoody sin necesidad siquiera deabrirlo. Pero entonces sí que lo abríy al leer las historias que serelataban en él y analizarlas en elcontexto de mi propia experiencia seprodujo un cambio completo en mipercepción. Comprendí, sin el menorasomo de duda, que al menos algunasde aquellas personas habían salidode verdad de sus cuerpos físicos.Simplemente, las similitudes con lascosas que yo mismo habíaexperimentado fuera del mío eran

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demasiado grandes.Las zonas más primitivas de mi

cerebro —las partes que lomantienen en estado defuncionamiento— siguieronoperativas durante casi todo eltiempo que pasé en coma. Pero sihablamos de la parte que, segúntodos los neurólogos del mundo, esla responsable de lo humano... bueno,ésa estaba totalmente desactivada.Pude constatarlo en los escáneres, enlos informes del laboratorio y en losexámenes neurológicos: en suma, entodos los datos recogidos durante la

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semana que había pasado allísometido a una vigilancia exhaustiva.En seguida comencé a darme cuentade que la mía era una experienciacercana a la muerte casi impecable,posiblemente uno de los casos másconvincentes de la historia moderna.Lo que en realidad importaba de micaso no era que me hubiese sucedidoa mí, sino que desde el punto de vistade la medicina era imposible quefuese un mero producto de lafantasía.

Describir la naturaleza de unaECM es, en el mejor de los casos,

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complicado, pero hacerlo frente auna clase médica que se niega a creeren la posibilidad de que existaresulta aún más difícil. Pero en esosmomentos, debido a mi carrera en elámbito de las neurociencias y a laECM por la que acababa de pasar,tenía la oportunidad única detransmitirle mayor credibilidad a esarealidad.

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30

VUELTO DESDE LOS MUERTOS

«Y la cercanía de lamuerte, la cual nos iguala atodos de la misma manera,nos impresiona a todos conuna última revelación quetan sólo una persona quevolviese de la muertepodría contar.»HERMAN MELVILLE (1819-

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1891), Moby Dick

Allá donde fuese durante aquellasprimeras semanas, la gente memiraba como a alguien recién salidode la tumba. Me encontré con unmédico que estaba presente en elhospital el día que me ingresaron. Notrabajó directamente en mi caso, perosí que pudo verme cuando meingresaron en urgencias aquellaprimera mañana.

—¿Cómo es posible que estésaquí? —preguntó, resumiendo la

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perplejidad de la comunidad médicacon respecto a mi caso—. ¿Eres elhermano gemelo de Eben o algo así?

Sonreí, alargué el brazo y leestreché la mano con fuerza, para quesupiese que realmente era yo.

Aunque, naturalmente, sucomentario sobre mi hermano gemeloera una broma, aquel médico habíatocado un punto crucial al decirlo. Atodos los efectos, yo seguía siendodos personas y si pretendía hacer loque le había dicho a Eben IV quedeseaba —utilizar lo que me habíapasado para ayudar a los demás—

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tenía que reconciliar mi ECM con mivisión científica de las cosas yvolver a unir a esas dos personas.

Mis recuerdos acudieron a unallamada telefónica que habíarecibido una mañana, varios añosantes. Era la madre de un antiguopaciente y me llamó mientras yoexaminaba el mapa digital de untumor que tenía que extraer aquelmismo día, algo más tarde. Lallamaremos Susanna. El fallecidomarido de Susanna, al quellamaremos George, había llegadohasta mí tras detectársele un tumor

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cerebral. A pesar de todos nuestrosesfuerzos, al año y medio de recibirel diagnóstico había muerto. Ahoraera la hija de Susanna la que estabaenferma, con varias metástasis en elcerebro de un cáncer de mama. Teníapocas probabilidades de sobrevivirmás allá de unos pocos meses. Elmomento elegido para hacer lallamada no era el mejor, puesto queestaba totalmente absorto en laimagen digital que tenía delante paratrazar una estrategia de extraccióndel tumor que no dañase el tejidocerebral que lo rodeaba. Pero

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permanecí al aparato con Susannaporque sabía que estaba tratando deencontrar algo —lo que fuese— quela ayudase a enfrentarse a lo queestaba pasando.

Siempre he creído que en casosde enfermedad potencialmente fatales aceptable endulzar un poco laverdad. Impedir que un pacienteterminal intente aferrarse a unapequeña fantasía para podersobrellevar la idea de la muerte escomo negarle los analgésicos a unoque padece graves dolores. La cargade Susanna era extraordinariamente

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pesada y le debía hasta el últimosegundo de atención que me pidiese.

—Doctor Alexander —meexplicó—, mi hija ha tenido un sueñoextraordinario. Su padre aparecía enél. Le ha dicho que todo va a salirbien, que no debe preocuparse por lamuerte.

Había oído cosas como aquéllaincontables veces en boca de mispacientes: el recurso de la mentepara buscar consuelo en unasituación insoportablementedolorosa. Le dije que me parecía unsueño maravilloso.

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—Pero lo más increíble detodo, doctor Alexander, es lo quellevaba mi marido. Una camisaamarilla... ¡y un sombrero de fieltro!

—Bueno, Susanna —dije contono alegre—, imagino que en elCielo no tienen códigos devestimenta.

—No —replicó Susanna—. Nose trata de eso. Al comienzo denuestra relación, cuandoempezábamos a salir, le regalé aGeorge una camisa amarilla. Legustaba llevarla con un sombrero defieltro que también le había regalado

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yo. Pero los dos se perdieron ennuestra luna de miel, cuando nosextraviaron el equipaje. Aquellacamisa y aquel sombrerorepresentaban para él lo mucho quele quería y nunca los reemplazó.

—Seguro que Christina oyómiles de historias maravillosas sobreesa camisa y ese sombrero, Susanna—objeté—. Y sobre los primerostiempos de sus padres...

—No —repuso ella con una risa—. Eso es lo maravilloso. Eranuestro pequeño secreto. Sabíamoslo ridículo que le parecería a

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cualquier otra persona. Así quedespués de que se perdieran novolvimos a hablar de ellos. AChristina no le contamos nunca nada.Le tenía muchísimo miedo a lamuerte, pero ahora sabe que no tienenada que temer, nada en absoluto.

Lo que Susanna estabacontándome, descubrí en mislecturas, era una variante de unsuceso que se repite con bastantefrecuencia. Pero cuando recibíaquella llamada yo aún no habíapasado por mi ECM y estabatotalmente convencido de que no era

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más que una fantasía inducida por latristeza. A lo largo de mi carrerahabía tratado a muchos pacientes quehabían tenido experiencias inusualesdurante un coma o en el transcurso deuna intervención quirúrgica. Siempreque alguno de ellos me contaba unaexperiencia como la de Susanna, yorespondía mostrándole todas missimpatías. Y estaba convencido deque aquello que me relataban habíasucedido de verdad... en su cabeza.El cerebro es el más sofisticado —ytemperamental— de nuestrosórganos. Si lo manipulas, si reduces

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en unos pocos torr (una unidad depresión) el oxígeno que recibe, larealidad que percibe su propietariocomenzará a alterarse. O, para sermás precisos, su percepción personalde la realidad. Y si a esto lesumamos el trauma físico y lamedicación que acompañan acualquier problema cerebral,podemos tener la práctica certeza deque, si guarda algún recuerdo aldespertar, será un recuerdo inusual.Con un cerebro afectado porinfecciones bacterianas letales ymedicamentos capaces de alterar el

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funcionamiento de este órgano, todopuede suceder. Todo... salvo laexperiencia ultrarrealista que yohabía experimentado durante micoma.

Susanna, comprendí con esaclase de sobresalto que te embargacuando te das cuenta de algo quedebería haber sido evidente, no mehabía llamado aquel día para que laconsolara. En realidad, la queintentaba consolarme era ella. Peroen aquel momento no fui conscientede ello. Creí estar ayudándola alfingir, de aquella manera distraída y

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un poco distante, que daba crédito asu relato. Pero no era así. Y alrecordar aquella conversación yotras muchas muy similares quehabía mantenido a lo largo de micarrera, comprendí el largo caminoque tenía por delante si pretendíaconvencer a mis colegas de profesiónde que aquello que me había pasadoera real.

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31TRES CAMPOS

«Sostengo que elreduccionismo científicorebaja de manera increíbleel misterio de lo humanocon su prometedormaterialismo, con lapretensión de poderexplicar todo cuantosucede en el mundo

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espiritual por medio depatrones de actividadneuronal. Esta idea debecatalogarse comosuperstición (...) Debemosreconocer que somoscriaturas espirituales,dotadas de almas quemoran en un mundoespiritual, así como seresmateriales cuyos cuerpos ycerebros existen en unmundo material.»SIR JOHN C. ECCLES (1903-

1997)

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Por lo que a las ECM se refiere,había tres campos básicos. Por unlado estaban los creyentes: gente quehabía pasado por una o a la que,simplemente, le resultaba fácil creeren tales experiencias. Luego, claroestá, estaban los incrédulosredomados (como mi antiguo yo).Por lo general, estas personas no sedefinían como incrédulas.Simplemente, sabían que el cerebrogenera la conciencia y no aceptabanideas absurdas sobre una mente másallá del cuerpo (salvo para consolara alguien necesitado, como creía yo

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estar haciendo con Susanna aqueldía). Y después estaba el grupointermedio. Lo formaban personas detodas clases que habían oído hablarde las ECM, bien porque habíanleído algo sobre ellas o bien porque—como se trata de un fenómenoextraordinariamente común— teníanalgún amigo o pariente que habíapasado por una de ellas. Eran laspersonas que formaban este grupointermedio a las que más podíaayudar mi relato. El mensaje queconllevan las ECM puede cambiarlela vida a la gente. Pero cuando

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alguien que puede estar abierto a darcrédito a este tipo de experienciaspregunta a un médico o a uncientífico —custodios oficiales ennuestra sociedad de la cuestión de loreal y lo irreal—, éste sueleresponder, con delicadeza pero confirmeza, que las ECM sonalucinaciones, productos de uncerebro que lucha para aferrarse a lavida y nada más.

Como médico que había pasadopor lo que yo había pasado, estaba encondiciones de contarles una historiadiferente. Y cuanto más lo pensaba,

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más comprendía que tenía el deberde hacerlo.

Una a una, fui poniendo porescrito las sugerencias que sabía queofrecerían mis colegas (como habríahecho yo mismo en los viejostiempos) para explicar lo que mehabía sucedido. (Si deseas másinformación, consulta las hipótesisneurocientíficas, que incluyo en elApéndice B.)

¿Era mi experiencia unprimitivo programa creado por eltallo cerebral con el fin de aliviar eldolor terminal y el sufrimiento, algo

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así como una versión evolucionadade las estrategias de «muertefingida» que utilizan los animalesinferiores? Esta idea la descartédesde el principio. Sencillamente,era imposible que las cosas quehabía percibido, con su enormesofisticación visual y existencial y elprofundo grado de sentido detrascendencia que las acompañaba,fuesen obra de la parte reptiliana demi cerebro.

¿Se trataba de recuerdosdistorsionados procedentes de laszonas profundas de mi sistema

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límbico, la parte del cerebro quealimenta las percepcionesemocionales? Tampoco. Sin unneocórtex funcional, el sistemalímbico no podría producir visionestan nítidas y dotadas de lógica comolas que yo experimenté.

¿Podía tratarse de una visiónpsicodélica generada por alguno delos (numerosos) fármacos que meadministraban? De nuevo parece queno, puesto que estos fármacosinteraccionan con los receptores delneocórtex. Y como éste no estabafuncionando, no había ningún lienzo

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sobre el que hubiesen podido dibujaraquel cuadro.

¿Y una intrusión del sueñoREM? Así es como se llama a unsíndrome (relacionado con el sueñoREM, la fase en la que se producenlos sueños) en el que losneurotransmisores naturales, como laserotonina, interactúan con losreceptores del neocórtex. Lo siento,pero tampoco. La intrusión REMrequiere de un neocórtex funcional yyo carecía de uno en aquel momento.

También estaba el fenómenohipotético conocido como el

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«basurero DMT». En él, la glándulapineal reacciona al estrés generadopor una amenaza contra el cerebrosegregando una sustancia llamadaDMT (o N,N-dimetiltriptamina).Desde el punto de vista estructural,la DMT es similar a la serotonina ypuede generar estados alucinatoriossumamente intensos. Yo no teníaexperiencia personal con estasustancia —y sigo sin tenerla—, porlo que carezco de argumentos paracontradecir a quienes afirman quepuede producir experienciaspsicodélicas muy verosímiles.

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Incluso puede que con implicacionesgenuinas para nuestra comprensiónde lo que son realmente la concienciay la realidad.

Sin embargo, el hecho siguesiendo que la parte del cerebro a laque afecta el alucinógeno DMT (elneocórtex) no podía verse afectadaen mi caso. Así que para «explicar»lo que me había sucedido, lahipótesis del basurero DMT se quedatan radicalmente corta como todaslas demás y por la misma razónesencial. Los alucinógenos afectan alneocórtex y el mío no podía verse

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afectado porque no estaba operativo.La última hipótesis que

contemplé fue la del «fenómeno delreinicio». Explicaría mi experienciacomo un compendio de recuerdosesencialmente no relacionados, queya estaban allí antes de que mineocórtex se desactivase del todo.Como un ordenador que se reinicia ysalva lo que puede después de unfallo completo del sistema, micerebro habría tratado deconfeccionar una experiencia a partirde los restos con los que se habíaencontrado. Esto podría haber

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sucedido al recobrar la concienciatras un fallo generalizado yprolongado, como el que habíaprovocado mi meningitis. Pero sitenemos en cuenta la complejidad yla interactividad de mis elaboradosrecuerdos, parece poco probable.Como durante el tiempo que pasé enel mundo espiritual experimenté lanaturaleza no lineal del tiempo de unmodo tan intenso, ahora puedocomprender por qué es tan fácil quelos escritos sobre la dimensiónespiritual parezcan tandistorsionados (o sencillamente, tan

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absurdos) desde la perspectivaterrenal. En los mundos que seextienden por encima de éste, eltiempo no se comporta como aquí.Allí las cosas no se sucedennecesariamente de manerasecuencial. Un momento puedeparecer una vida entera y una o másvidas pueden parecer un simplemomento. Pero el hecho de que eltiempo no se comporte de formanormal (desde nuestra perspectiva)no significa que sucumba al caos ymis recuerdos sobre el tiempo quehabía pasado en coma son cualquier

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cosa menos caóticos. La mayoría delos elementos que anclan miexperiencia a este mundo, desde elpunto de vista cronológico, tienenque ver con mis interacciones conSusan Reintjes, cuando entró encontacto conmigo en las nochescuarta y quinta de mi coma, y con laaparición, hacia el final de mi viaje,de aquellas seis caras de las quehablé. Podría decirse que cualquierotra apariencia de simultaneidadentre los sucesos de la Tierra y losde mi viaje es mera conjetura.

Cuanto más descubría sobre mi

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condición y más investigaba (entre laliteratura científica existente) paraexplicar lo que me había sucedido,más comprendía que la explicaciónno podía estar ahí. Todo —laasombrosa claridad de mi visión y lanaturaleza de mis pensamientos comoun puro flujo conceptual— sugería untrabajo cerebral más y no menosintenso. Sólo que mi cerebro noestaba activo en aquel momento paraencargarse de realizarlo.

Y conforme leía lasexplicaciones «científicas» de lasECM, iba constatando cada vez más

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su transparente fragilidad. Al mismotiempo, me daba cuenta con ciertavergüenza de que eran las que miantiguo «yo» habría esgrimido,aunque fuese con poco rigor, en casode que alguien hubiera tratado de«explicarme» lo que es una ECM.

Pero no podía esperarse quealguien que no fuese un médicosupiese todo esto. Si mi experienciale hubiera sucedido a otra persona, laque fuese, habría sido bastantesignificativa, pero el hecho de que lahubiera vivido yo... Bueno, decir quehabía ocurrido «por una razón» me

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hacía sentir un poco incómodo.Todavía quedaba en mi interior lobastante del antiguo y escépticomédico como para saber loextravagante —lo exagerado, dehecho— que sonaba aquello. Pero siconsideraba la extremadaimprobabilidad de que sucedieraalgo así —sobre todo el hecho deque un caso perfecto de meningitispor E. coli invadiese y desactivasemi corteza cerebral, seguido por unarecuperación acelerada y casicompleta frente a una destruccióncasi segura—, no cabía más

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alternativa que considerar seriamentela posibilidad de que todo hubierasucedido en realidad por algúnmotivo.

Y esto me hacía sentir unaresponsabilidad mayor, unida a lanecesidad de contar como es debidomi historia.

Siempre me había enorgullecidode mantenerme a la última en micampo profesional y contribuircuando tenía algo que aportar. Desdeel punto de vista médico, el hecho deque hubiese salido de este mundopara entrar en otro suponía una

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noticia revolucionaria y ahora quehabía vuelto no pensabaguardármela. Desde el punto de vistamédico, mi completa recuperaciónera algo imposible, un milagro. Peroel verdadero interés de la historiaresidía en el sitio donde había estadoy era mi deber, no sólo comoinvestigador que siente un profundorespeto por el método científico, sinotambién como sanador, contar mihistoria. Una historia —una historiaverdadera— puede curar tanto comola medicina. Susanna lo sabía cuandome llamó aquel día a mi despacho. Y

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yo también había podidoexperimentarlo cuando volví a tenernoticias de mi familia biológica. Lasnoticias que recibí entonces habíantenido un efecto terapéutico sobre mí.¿Qué clase de sanador sería si nocompartía mi historia?

Poco más de dos años despuésde salir del coma, visité a un buenamigo y colega, que dirige uno de losdepartamentos de neurociencia máspunteros del mundo. Conocía a John(que no es su auténtico nombre)desde hacía décadas y loconsideraba un ser humano

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maravilloso y un científico de primerorden.

Cuando le conté parte de lahistoria del periplo espiritual quehabía vivido durante mi coma,respondió con genuino asombro. Noporque me creyese loco, sino porquefinalmente le encontraba sentido aalgo que lo desconcertaba desdehacía bastante tiempo.

Me explicó que, un año antes, supadre se encontraba en las últimasfases de una enfermedad terminal quelo había aquejado durante cincoaños. Estaba incapacitado y senil,

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sumido en un dolor permanente delque quería escapar muriendo.

—Por favor —había suplicadoa John desde su lecho de muerte—.Dame unas pastillas, o algo así. Nopuedo continuar así.

De repente, su padre se tornómás lúcido de lo que había estado endos años e hizo una serie deprofundas observaciones sobre suvida y su familia. Entonces, sumirada se desplazó hacia el pie de sucama y comenzó a hablarle al aire.Al escucharlo, John se dio cuenta deque estaba hablando con su madre,

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que había fallecido cincuenta añosantes, a los sesenta y cinco, cuandosu padre era sólo un adolescente. Entoda la vida de John, apenas la habíamencionado, pero en aquel momentoparecía estar manteniendo una alegrey animada conversación con ella. Miamigo no podía verla, pero estabaabsolutamente convencido de que suespíritu se encontraba allí para dar labienvenida al de su padre.

Al cabo de unos minutos así, supadre se volvió de nuevo hacia él,esta vez con una expresión totalmentedistinta en la cara. Estaba sonriendo

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y parecía en paz, como nunca antes,que él recordara.

—Vete a dormir, papá —se oyódecir—. Déjate ir, sin más. No pasanada.

Su padre lo hizo. Cerró los ojosy se fue desvaneciendo con unaexpresión de completa serenidad enla mirada. Poco después fallecía.

John tenía la sensación de queel encuentro entre su padre y sufallecida abuela había sido real, perono sabía qué pensar de ello, porquecomo médico tenía la certeza de quetales cosas eran «imposibles».

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Muchos otros han presenciado esaasombrosa claridad mental queparece apoderarse de ancianosseniles justo antes de fallecer, talcomo había visto John en su padre(un fenómeno conocido como«lucidez terminal»). Y no tieneexplicación neurológica. Escuchar mirelato le dio la licencia quenecesitaba para hacer algo quellevaba mucho tiempo anhelando:creer lo que había visto con suspropios ojos y aceptar la profunda yreconfortante verdad de que nuestroyo espiritual es más real que nada de

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lo que percibimos en este Reinofísico y de que existe una conexióndivina que nos une al infinito amordel Creador.

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UNA VISITA A LA IGLESIA

«Hay dos formas de vivir.La primera es pensar quenada es un milagro. Lasegunda, que todo lo es.»

ALBERT EINSTEIN (1879-1955)

No regresé a la iglesia hasta

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diciembre de 2008, cuando Holleyme arrastró a un servicio el segundodomingo de Adviento. Seguía débil,un poco alterado mentalmente ydemasiado flaco. Mi mujer y yo nossentamos en primera fila. MichaelSullivan, que presidía el servicioaquel día, se acercó parapreguntarme si me apetecía soplar lasegunda vela de la corona deAdviento. La verdad es que no teníamuchas ganas, pero algo dentro de míme dijo que lo hiciese. Me levanté,me apoyé en el pasamanos de broncey caminé con sorprendente facilidad

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hacia la zona del altar.El recuerdo sobre el tiempo que

había pasado fuera de mi cuerposeguía fresco en mi memoria y todocuanto veía en aquel lugar que nuncaantes había logrado conmovermedemasiado me lo devolvía confuerzas redobladas. La palpitantenota de bajo de un himno era un ecode la áspera miseria del Reino de laperspectiva del gusano. Losventanales de cristal tintado, con susnubes y sus ángeles, me devolvían ala celestial belleza del Portal. Unapintura de Jesús partiendo el pan con

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sus discípulos evocaba la comunióndel Núcleo. Me estremecí alrecordar la dicha del infinito eincondicional amor que habíaconocido allí.

Por fin comprendía el sentidode la religión. Al menos el sentidoque debería haber tenido. Yo nocreía simplemente en Dios; conocía aDios. Mientras me acercaba al altarpara recibir la comunión, sendosregueros de lágrimas surcaban mismejillas.

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EL ENIGMA DE LA CONCIENCIA

«Si deseas ser un auténticobuscador de la verdad, esnecesario que, al menosuna vez en la vida, pongasen duda, en la medida de loposible, todas las cosas.»

RENÉ DESCARTES (1596-1650)

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Tardé unos dos meses en recuperarmi arsenal completo deconocimientos neuroquirúrgicos.Dejando aparte de momento el hechoen esencia milagroso de mirecuperación (sigue sin haberprecedentes médicos para un casocomo el mío, en el que un cerebrosometido a un ataque tan grave porparte de bacterias E. coli gramnegativas recuperaba su antiguacapacidad), al regresar seguíateniendo que hacer frente al hecho deque todo cuando había aprendido encuatro décadas de estudio y trabajo

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sobre el cerebro humano, sobre eluniverso y sobre lo que constituye larealidad entraba en conflicto con loque había experimentado duranteaquellos siete días de coma. Cuandoperdí el conocimiento era un médicosecular que había pasado toda lacarrera en algunas de lasinstituciones científicas másprestigiosas del mundo, tratando decomprender las conexiones entre elcerebro humano y la conciencia. Noera que no creyese en la conciencia.Simplemente, estaba convencido dela práctica improbabilidad mecánica

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de que existiese de maneraindependiente.

En los años veinte, el físicoWerner Heisenberg (y otros pionerosde la ciencia de la mecánicacuántica) realizó un descubrimientotan singular que el mundo aún no hapodido asimilarlo del todo. Cuandoobservamos fenómenos subatómicos,es imposible separar del todo alobservador (esto es, el científico querealiza el experimento) del objeto desus observaciones. En nuestra vidacotidiana es fácil olvidarse de esto.Vemos el universo como un sitio

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repleto de objetos separados (mesasy sillas, gente y planetas), queinteractúan en ocasiones, pero enesencia permanecen separados. Sinembargo, a nivel subatómico, esteuniverso de objetos separados serevela como una completa ilusión. Enel reino de las cosas realmentepequeñas, todos los objetos deluniverso físico están íntimamenteconectados entre sí. De hecho, se haconstatado que en realidad no existenlos «objetos» en el mundo, sólovibraciones de energía y relaciones.

El significado de esto tendría

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que haber sido obvio, pero no lo fuepara muchos. Era imposible buscarla realidad nuclear del universo sinutilizar la conciencia. Lejos de ser unproducto secundario y pocoimportante de los procesos físicos(como había creído yo siempre antesde mi experiencia), la conciencia, noúnicamente es real, sino que lo esmás que el resto de la experienciafísica, hasta el punto de que,seguramente, constituye elfundamento de todo. Pero ninguna deestas ideas se había incorporado alretrato de la realidad elaborado por

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la ciencia. Muchos científicos estántratando de hacerlo hoy en día, perode momento no existe ninguna «teoríadel todo» unificada que combine lasleyes de la mecánica cuántica con lasde la teoría de la relatividad de unmodo que apunte siquiera aincorporar la conciencia.

Todos los objetos del universofísico están compuestos de átomos.Los átomos, a su vez, lo están deprotones, electrones y neutrones.Éstos, por su parte, son (tal comodescubrió la física en los primerosaños del siglo xx) partículas. Y las

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partículas están hechas de... Bueno,francamente, ni los físicos lo saben.Lo que sí saben es que cada una deellas está conectada a todas lasdemás que existen en el universo. Almás profundo nivel imaginable, estántodas interconectadas.

Antes de mi experiencia en elmás allá, estaba al corriente de todasestas ideas científicas, pero de unmodo distante y vago. En el mundoen el que yo vivía y me movía, unmundo de coches, casa y mesas deoperaciones, de pacientes que vivíano morían dependiendo en parte de mi

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pericia en el quirófano, losfundamentos de la física subatómicaeran hechos ajenos y extraños. Puedeque fuesen ciertos, pero noconcernían a mi realidad cotidiana.

Pero cuando dejé atrás micuerpo físico, los experimentédirectamente. De hecho, puedo decircon toda tranquilidad que, aunque enaquel momento no conocía estetérmino, mientras me encontraba enel Portal y en el Núcleo, estabarealmente «practicando la ciencia».Una ciencia que se basaba en la másauténtica y sofisticada herramienta de

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investigación que poseemos: lapropia conciencia.

Cuanto más investigaba, más meconvencía de que mi descubrimientono era sólo interesante o significativodesde un punto de vista espiritual.Era un hecho científico. Según lapersona con la que hables, laconciencia puede ser el mayormisterio al que se enfrenta la ciencia,o algo trivial. Lo más sorprendentees la cantidad de científicos que seencuentran en este último grupo. Paramuchos científicos —puede que lamayoría— no merece la pena

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preocuparse por la conciencia, dadoque no es más que un procesosecundario generado por el procesofísico. Y un gran número de ellos vantodavía más allá y aseguran que, noes sólo que sea un fenómenosecundario, sino que ni siquiera esreal.

No obstante, muchas de lasvoces más destacadas en los camposde la neurociencia de la conciencia yla filosofía de la mente se mostraríanen desacuerdo. En las últimasdécadas han llegado a identificar el«problema esencial de la

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conciencia». Y aunque la ideallevaba circulando en estadoembrionario durante décadas, fueDavid Chalmers quien la definió enun brillante libro publicado en 1996,La mente consciente. El problemaesencial, concerniente a la mismaexistencia de la experienciaconsciente, puede reducirse a lassiguientes preguntas:

¿Cómo surge la conciencia delfuncionamiento del cerebro humano?

¿Qué relación tiene con elcomportamiento que la acompaña?

¿Qué relación existe entre el

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mundo percibido y el mundo real?El problema principal es tan

esencialmente complejo que algunospensadores han afirmado que surespuesta se encuentra más allá delalcance de la «ciencia». Pero estehecho no le resta importancia alguna.En realidad, apunta al papelinsondablemente profundo quedesempeña en el funcionamiento deluniverso.

El auge del método científicobasado únicamente en el reino de lofísico, un proceso característico delos últimos cuatrocientos años,

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representa un problema de primeramagnitud: hemos perdido el contactocon el profundo misterio que resideen el centro de la existencia, nuestraconciencia. Era algo que (bajonombres distintos y expresado através de diferentes maneras de verel mundo) conocían bien y sosteníantodas las religiones premodernas delmundo, pero que perdimos en nuestracultura secular occidental a medidaque sucumbíamos a la fascinaciónpor el poder de la ciencia y latecnología modernas.

A pesar de todos los éxitos de

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la civilización occidental, el mundoha tenido que pagar un alto preciopor ellos, relacionado con elcomponente más crucial de laexistencia: el espíritu humano. Ellado oscuro de la alta tecnología —la guerra moderna, nuestra apatíaante homicidios y suicidios, lamiseria urbana, el caos ecológico, elcatastrófico cambio climático, lapolarización de los recursoseconómicos— ya es de por síbastante malo. Pero por si fuerapoco, nuestra ceguera a todo lo queno sea el progreso exponencial en la

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ciencia y en la tecnología nos hadejado a muchos de nosotros vacíosen el reino del significado y la dicha,sin saber cómo encajan nuestrasvidas en el gran tapiz de la existenciapara toda la eternidad.

Las grandes preguntas sobre elalma y la otra vida, la reencarnacióny la existencia de Dios y del Cielo sehan demostrado esquivas a losmedios científicos convencionales,lo que no quiere decir que no existan.Del mismo modo, los fenómenos deconciencia extendida, como la visiónremota, la percepción extrasensorial,

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la psicoquinesia, la clarividencia, latelepatía y la precognición, se hanmostrado tenazmente resistentes alescrutinio de la investigacióncientífica «convencional». Antes demi coma, yo dudaba sinceramente desu veracidad, más que nada porquenunca había experimentado nadaparecido a un nivel profundo yporque, en mi simplista visióncientífica del mundo, no había formade explicarlas satisfactoriamente.

Como tantos otros escépticoscientíficos, me negaba incluso arevisar los datos sobre las cuestiones

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relevantes a estos fenómenos. Losprejuzgaba a ellos y a la gente quelos aportaba, porque mi limitadaperspectiva me impedía siquieraempezar a concebir cómo era posibleque sucediesen tales cosas. Quienesafirman que no existen evidenciasque apoyen la existencia de laconciencia extendida, a pesar de lasabrumadoras pruebas en sentidocontrario, exhiben una ignoranciapremeditada. Creen conocer laverdad sin necesidad de examinar loshechos.

A todos aquellos que siguen

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prisioneros en la trampa delescepticismo científico lesrecomiendo el libro IrreducibleMind: Toward a Psychology for the21st Century, editado en 2007. Eneste riguroso análisis científico senos presentan pruebas de laexistencia de la conciencia fuera delcuerpo. Irreducible Mind es la obraesencial para un grupo científico degran prestigio, el Departamento deEstudios sobre la Percepción de laUniversidad de Virginia. Sus autoresrealizan un exhaustivo repaso de losdatos relevantes, cuya conclusión es

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inexorable: estos fenómenos sonreales y si queremos comprender larealidad de nuestra existencia,debemos esforzarnos porentenderlos.

Han tratado de convencernos deque la visión científica del mundoestá acercándose rápidamente a unateoría del todo en la que apenasquedaría espacio para nuestra alma,para el Cielo ni para Dios. Miperiplo por las profundas regionesdel coma, más allá del tosco reino delo físico, me llevó hasta laesplendorosa morada del Creador

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todopoderoso y me reveló el abismoindescriptiblemente dilatado quesepara nuestro humano conocimientodel asombroso reino de Dios.

Cualquiera de nosotros está másfamiliarizado con la conciencia quecon cualquier otra cosa y, sinembargo, sabemos más sobre el restodel universo que sobre losmecanismos que rigen sufuncionamiento. Está tan cerca denosotros que se encuentra casi fuerade nuestro alcance. No hay nada enlos fundamentos físicos del mundomaterial (quarks, electrones, fotones,

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átomos, etc.), y más concretamente,en la intrincada estructura delcerebro, que nos aporte la menorpista sobre el funcionamiento de laconciencia.

De hecho, el indicio más sólidoque existe sobre la realidad del reinoespiritual es el profundo misterio denuestra existencia consciente. Es unarevelación mucho más misteriosa quetodas las que nos han mostrado losfísicos o los expertos enneurociencias, cuyo fracaso hadejado sumida en la oscuridad laíntima relación que existe entre la

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conciencia y la mecánica cuántica, ya través de ella, la realidad física.

Para estudiar de verdad eluniverso a un nivel profundo,debemos reconocer el papelfundamental que desempeña laconciencia a la hora de retratar laverdad. Los descubrimientos de lamecánica cuántica asombraron a losbrillantes pioneros de este campo,muchos de los cuales (WernerHeisenberg, Wolfgang Pauli, NielsBohr, Erwin Schrödinger o sir JamesJeans, por nombrar sólo unos pocos)acabaron recurriendo a visiones

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místicas del mundo en busca derespuestas.

Comprendieron que eraimposible separar a quien realiza elexperimento del propio experimentoy explicar la realidad prescindiendode la conciencia. Lo que yo descubríen el más allá es la indescriptibleinmensidad y complejidad deluniverso, así como el hecho de que laconciencia es la base de todo cuantoexiste. Estaba tan completamenteconectado a ella que muchas vecesno existía diferencia entre el «yo» yel mundo por el que me desplazaba.

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Si tuviese que resumir todoesto, diría una serie de cosas. Enprimer lugar: que el universo esmucho más grande de lo que puedeparecer si nos limitamos a examinarsus partes más visibles de manerainmediata (una afirmación nadarevolucionaria, en realidad, dado queya la ciencia convencional reconoceque el 96 por ciento del universo estácompuesto de «materia y energíaoscuras». ¿Qué son estas entidades?*

Nadie lo sabe. Pero lo quetransformó mi experiencia en algoinusual fue la pasmosa inmediatez

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con la que experimenté el papelesencial de la conciencia, delespíritu. Cuando lo descubrí allíarriba, no fue en forma de teoría,sino como un hecho, tan abrumador einmediato como una bocanada deaire glacial en la cara).

En segundo lugar: que todos —cada uno de nosotros— estamosíntima e inextricablementeconectados a ese universo mayor.Ése es nuestro verdadero hogar ycreer que lo único que importa es elmundo físico es como encerrarse enun pequeño armario e imaginar que

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no existe nada más allá.Y en tercer lugar: que el poder

de la fe tiene una importancia crucialpara facilitar el triunfo de la mentesobre la materia. Cuando eraestudiante de Medicina, solíadivertirme el sorprendente poder delefecto placebo, el hecho de que entodos los estudios hubiese quesuperar el 30 por ciento de eficaciaatribuible a la fe del paciente en lamedicina que se le estabaadministrando, aunque fuese unasustancia inocua. Pero en lugar deaceptar el subyacente poder de la fe

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y su capacidad de influir en nuestroestado de salud, la ciencia médicaprefería ver el vaso «medio vacío» ytomar el efecto placebo como unobstáculo para la demostración de laeficacia de un tratamiento.

En el corazón mismo del enigmade la mecánica cuántica reside lafalsedad de nuestra idea de ubicaciónen el espacio y en el tiempo. Enrealidad, el resto del universo —esdecir, su inmensa mayoría— no estáseparado de nosotros en el espacio.Sí, el espacio parece físico, peroésta es una visión limitada. Toda la

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altura y la longitud del universofísico no significan nada en el reinoespiritual del que ha brotado éste, elreino de la conciencia (que algunospodrían definir como «la fuerzavital»).

Este otro universo, muchomayor, no está «lejos», en modoalguno. De hecho, está aquí, aquímismo, donde yo escribo esta frase yallí mismo, donde tú la lees. No estálejos desde el punto de vista físico.Simplemente, existe en unafrecuencia distinta. Está aquí mismoy ahora mismo, pero no somos

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conscientes de ello porque estamoscasi cerrados a las frecuencias en lasque se manifiesta. Vivimos en lasdimensiones familiares del espacio yel tiempo, constreñidos por laspeculiares limitaciones de nuestrosórganos sensoriales y por nuestroalineamiento perceptual con elespectro de los cuantos subatómicosque se extienden por todo eluniverso. Y estas dimensiones,aunque contienen muchas cosas, nosaíslan de otras, que contienen muchasmás.

Los antiguos griegos ya

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descubrieron esto hace mucho tiempoy mis propios hallazgos sólo fueronun reflejo de los suyos: lo similaratrae a lo similar. El universo estáconstituido de tal modo que paracomprender verdaderamentecualquier parte de sus numerosasdimensiones y sus muchos nivelestienes que convertirte en parte de esadimensión o ese nivel. O, dicho de unmodo más preciso, tienes que abrirtea la convergencia con esa parte deluniverso que ya posees, pero de laque tal vez no hayas sido muyconsciente hasta ahora.

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El universo no tiene principio nifin y Dios está completamentepresente en todas sus partículas.Buena parte —la mayoría, de hecho— de lo que la gente ha queridodecir sobre Dios y los mundosespirituales superiores tiene que vercon traerlos a nuestro nivel, en lugarde elevar nuestras percepciones alsuyo. Y con nuestras insuficientesdescripciones contaminamos sunaturaleza reveladora y asombrosa.

Pero aunque no comenzó en unmomento y nunca terminará, eluniverso sí tiene «signos de

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puntuación», cuyo propósito esotorgar existencia a las criaturas ypermitir que participen de la gloriade Dios. El Big Bang que creónuestro universo es uno de estos«signos de puntuación» de lacreación. Pero Om lo ve todo desdefuera, con una mirada que englobatoda su creación, más amplia inclusoque aquella perspectiva de lasdimensiones superiores que yoconocí. Allí, ver era saber. No habíadistinción entre experimentar algo ycomprenderlo.

Las palabras «estaba ciego pero

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ahora veo» cobran un nuevo sentidoal comprender lo ciegos que estamosen la Tierra a la naturaleza plena deluniverso espiritual, sobre todoaquellos que, como yo antes, creenque la materia es la esencia de larealidad y todo lo demás —elpensamiento, la conciencia, lasideas, las emociones y el espíritu—es fruto de ella.

Esta revelación me inspiróenormemente, porque me permitiópercibir las deslumbrantes cimas decomunión y comprensión que nosesperan cuando dejamos atrás las

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limitaciones de nuestros cuerpos ycerebros físicos.

El sentido del humor. La ironía.Las emociones. Siempre habíapensado que los humanosdesarrollábamos estas cualidadespara sobrevivir a un mundo dolorosoy muchas veces injusto. Y así es.Pero además de consuelos, estascualidades representan momentos delucidez —breves, fugaces comodestellos, pero esenciales— en losque reconocemos que, sean cualessean nuestros trabajos y pesares eneste mundo, no pueden llegar a tocar

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a los seres eternos, mucho másgrandes, que somos en realidad. Larisa y la ironía son los medios queutiliza nuestro corazón pararecordarnos que no somosprisioneros en este mundo, sinoviajeros de paso.

Otro aspecto de la buena nuevaes que no hace falta estar a punto demorir para vislumbrar lo que hay alotro lado del velo... aunque sí esnecesario trabajar para conseguirlo.Aprender todo lo que puedas sobreese reino leyendo libros y yendo aconferencias es un comienzo, pero al

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cabo del día, cada uno de nosotrosdebe adentrarse en su propiaconciencia, por medio de la plegariay la meditación, para acceder a estasverdades.

La meditación adopta muchasformas distintas. La más útil para mídesde que salí del coma es la quedesarrolló Robert A. Monroe,fundador del Instituto Monroe deFaber, Virginia. Su libertad frente acualquier filosofía dogmática ofreceun beneficio irrefutable. El únicodogma del sistema de ejercicios demeditación de Monroe es éste: soy

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algo más que mi cuerpo físico. Estasencilla afirmación tiene profundasimplicaciones.

Robert Monroe era productor deprogramas de radio de gran éxito enel Nueva York de los años cincuenta.Mientras investigaba el uso degrabaciones de sonido durante elsueño como técnica pedagógica,comenzó a tener experienciasextracorporales. Las complejasinvestigaciones que llevó a cabodurante más de cuatro décadasdesembocaron en un potente sistemade exploración de la conciencia

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profunda basada en una tecnología deaudio inventada por él mismo yconocida como Hemi-Sync.

El sistema Hemi-Sync refuerzala percepción selectiva y lacapacidad de trabajo mediante lacreación de un estado de relajación.Pero la invención de Monroe ofrecemucho más que esto: los estados depercepción realzada permitenacceder a modos de percepciónalternativa, como la meditaciónprofunda y los raptos místicos.Hemi-Sync utiliza los principiosfísicos del trance resonante de las

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ondas cerebrales y se basa en surelación con la psicologíaconductista y perceptual de laconciencia y en los principiosfisiológicos esenciales del cerebro.

Este sistema utiliza patronesespecíficos de ondas de sonidoestéreo (de frecuencias ligeramentedistintas en cada oído) para induciruna actividad de ondas cerebralessincronizadas. Los «latidosbinaurales» se generan a unafrecuencia equivalente a la diferenciaaritmética entre las frecuencias delas dos señales. Por medio de un

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sistema ancestral pero sumamentepreciso del tallo cerebral (quenormalmente se utiliza para lalocalización de las fuentes de sonidoen el plano horizontal alrededor de lacabeza) estos latidos binauralesinducen un trance en el sistema deactivación reticular, que es el queproporciona las señales al tálamo yla corteza que hacen posible laconciencia. Estas señales generanuna sincronía de ondas cerebrales enun abanico de frecuencias de entre 1y 25 hercios (Hz, o ciclos porsegundo), incluido el crucial abanico

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que se encuentra por debajo delumbral normal de la capacidad deprecepción auditiva del ser humano(20 Hz). Este abanico se asocia conlas ondas cerebrales de tipo delta (<4 Hz, que normalmente aparecen enestados de sueño profundo sinsueños), theta (4-7 Hz, que semanifiestan en estados de relajacióny meditación profunda y durante elsueño no-REM) y alfa (7-13 Hz,características del sueño REM, oprofundo, de los estados fronterizoscon el sueño y de la relajaciónposdespertar).

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En mi periplo de comprensióntras la salida del coma, el sistemaHemi-Sync me ofreció un medio paradesactivar las funciones de filtradodel cerebro físico sincronizando demanera global la actividad eléctricade mi neocórtex (tal como,seguramente, había hecho lameningitis) para liberar así miconciencia extracorporal. Creo queHemi-Sync me ha permitido regresara un reino similar al que visitédurante el coma profundo, sólo quesin tener que estar al borde de lamuerte. Pero al igual que me sucedía

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con los sueños en los que volaba, deniño, es un proceso en el que esfundamental abrir las puertas alviaje. Si intento forzarlo centrandodemasiado mi atención en él uobsesionándome con los resultados,no funciona.

Utilizar la palabra«omnisciente» se me antojainapropiado, porque el poderasombroso y creativo que presenciéestá más allá de la capacidaddescriptiva de las palabras. Caíentonces en la cuenta de que el hechode que algunas religiones hayan

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prohibido nombrar a Dios orepresentar a los profetas divinospodría tener algún sentido, porque larealidad de Dios es tancompletamente inabarcable quecualquier intento de representarla pormedio de palabras o imágenes, aquíen la Tierra, está abocado al fracaso.

Del mismo modo que mipercepción allí era individual y almismo tiempo estaba totalmenteunificada con el universo, lasfronteras de lo que experimentabacomo mi «yo» se contraían enocasiones y en otras parecían

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ampliarse hasta incluir todo cuantoabarca la eternidad. La disolución delos límites entre mi percepción y elreino que me rodeaba era a veces tangrande que me transformaba en eluniverso entero. Otra forma deexpresarlo sería decir que entrabavoluntariamente en un estado deidentidad con el universo, unaidentidad que había estado presenteen todo momento pero de la quehabía sido incapaz de percatarme porculpa de mi ceguera.

Una analogía que suelo utilizarpara ilustrar este estado de

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conciencia al más profundo nivel esla del huevo de gallina. Mientrasestaba en el Núcleo, incluso cuandoera uno con el Orbe de luz y todo eluniverso interdimensional a través detoda la eternidad y me uníaíntimamente con Dios, sentía conclaridad que el aspecto creativo yprimordial de Dios (su esencia comomotor universal) era la cáscara queprotegía el interior del huevo,asociada a todo ello (del mismomodo que nuestra conciencia es unaextensión directa de lo Divino), peroal mismo tiempo ajena por siempre a

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la capacidad de identificaciónabsoluta con la conciencia de locreado. Mientras mi conciencia seconvertía en una identidad con todo ycon la eternidad, sentí que no podíaintegrarme totalmente con el motorcreativo del que se originaba todoesto. En el corazón de la más infinitaunidad, seguía existiendo esadualidad. Pero es posible que estaaparente dualidad no sea más que elresultado de tratar de trasladar esapercepción a este nuestro reino.

Nunca oí directamente la voz deOm, ni vi su cara. Era como si me

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hablase a través de unospensamientos que eran como grandesolas que rompían sobre mí, que lolevantaban todo a mi alrededor y memostraban que existe un tejido másprofundo de la existencia, un tejidodel que todos formamos parte aunqueen general no seamos conscientes deello.

Así que, ¿estabacomunicándome directamente conDios? Sin ninguna duda. Asíexpresado, suena a megalomanía.Pero cuando estaba sucediendo, yono lo percibía así. De hecho, me

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daba la sensación de que sólo estabahaciendo lo que toda alma es capazde hacer cuando abandona el cuerpoy lo que podemos hacer inclusoahora mismo por medio de distintastécnicas de plegaria o de meditaciónprofunda. Comunicarse con Dios esla experiencia más extraordinariaque se pueda imaginar, pero almismo tiempo es la más natural delmundo, porque Dios está presente entodos nosotros en todo momento.Omnisciente, omnipotente, personal...y fuente de amor incondicional.Todos estamos conectados como uno

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solo a través de nuestro divinoenlace con Dios.

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34

UN DILEMA FINAL

«Debo estar dispuesto arenunciar a lo que soy paraconvertirme en lo que seré.»

ALBERT EINSTEIN (1879-1955)

Einstein fue uno de mis primeros

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ídolos científicos y la cita queencabeza esta página siempre ha sidouna de mis favoritas. Pero ahoracomprendo lo que querían decirrealmente estas palabras. Por muyloco que pudiera parecerles a miscolegas científicos cada vez que lescontaba mi historia —como podíaver en sus miradas vidriosas operturbadas—, sabía que les estabaofreciendo algo que poseía validezcientífica genuina. Algo que abría lapuerta a un mundo totalmente nuevo—un universo totalmente nuevo— decomprensión científica. Una visión

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que hacía justicia a la condición dela conciencia como entidadindividual más grande de toda laexistencia.

Pero había un elemento común alas ECM que a mí no me habíasucedido. O, para ser más exactos,había un pequeño grupo deexperiencias que yo no había vividoy que tenían que ver con un hechoconcreto: mientras estaba en miviaje, no recordaba mi identidadterrenal. Aunque no hay dos ECMexactamente iguales, desde queempecé a recopilar información

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sobre el tema observé que todassuelen contener una serie desimilitudes. Una de ellas consiste enencontrarse con una o más personasfallecidas a las que el sujeto hubieraconocido en vida. Esto no me habíasucedido a mí, pero tampoco mepreocupaba demasiado, puesto queya había descubierto que el hecho dehaber olvidado mi identidad terrenalme había permitido «adentrarme»más que muchos otros sujetos de unaECM. Y desde luego, no iba aquejarme por ello.

Lo que sí me entristecía era que

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había una persona a la que me habríaalegrado muchísimo poder ver. Mipadre había fallecido cuatro añosantes de que yo entrase en coma. Élsabía que yo pensaba que, durantemis años malos, no había estado a laaltura de sus expectativas, así que,¿por qué no había acudido a decirmeque todo estaba bien? Porque, por logeneral, es precisamente consuelo loque más suelen ofrecer los amigos ofamiliares que se les aparecen aquienes experimentan una ECM. Unconsuelo que yo anhelaba. Y que nohabía recibido.

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No es que no hubiera oídopalabras de consuelo, claro. La chicadel ala de mariposa me las habíaregalado. Pero por maravillosa yangelical que fuese, no era unapersona conocida. Como veía surostro cada vez que entraba en elidílico valle montado en el ala deuna mariposa, recordaba su caraperfectamente... tan perfectamenteque sabía que nunca nos habíamosconocido, al menos en la Tierra. Yen la mayoría de las ECM, elencuentro con un familiar o un amigode la Tierra solía ser el elemento

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crucial de la experiencia.Por mucho que me esforzara en

restarle importancia, este hechointrodujo una sombra de duda en micabeza, por su posible significación.No dudaba de lo que me habíasucedido. Eso era imposible. Habríasido como dudar de mi matrimoniocon Holley o de mi amor por mishijos. Pero el hecho de que hubieraviajado hasta tan lejos sin ver a mipadre y sí en cambio a la preciosamuchacha del ala de la mariposa, a laque no conocía, seguíapreocupándome. Teniendo en cuenta

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la naturaleza profundamenteemocional de mi relación con mifamilia y la sensación de falta devalía que siempre me había rondadodebido a mi condición de hijoadoptado, ¿por qué no me habíatransmitido ese importantísimomensaje, el de que me querían ynunca me abandonarían, alguien aquien conociese, alguien como... mipadre?

Porque de hecho, «abandonado»era como, a un profundo nivel, mehabía sentido toda mi vida, a pesarde los esfuerzos de mi familia por

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curar aquella herida mediante suamor. Mi padre me había dichomuchas veces que no debíapreocuparme mucho por lo que mehabía sucedido antes de que mimadre y él me sacaran de aquelorfanato, fuera lo que fuese.

—De todos modos, nuncarecordarás nada de aquello, erasdemasiado pequeño —me decía.

Pero se equivocaba. Mi ECMme había convencido de que hay unaparte secreta de nosotros que registraabsolutamente todos los aspectos denuestras vidas terrenales, un proceso

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que comienza desde el primermomento. Así que, a un nivelprecognitivo, preverbal, yo siemprehabía sabido que me habíanabandonado y a un nivel profundoaún estaba tratando de perdonar estehecho.

Mientras esa herida siguieraabierta, continuaría existiendo unavoz desdeñosa dentro de mi cabeza.Una voz que me repetiría, insistente,diabólicamente, que a pesar de todala perfección y la maravilla quecontenía, a mi ECM le faltaba algo,había algo «erróneo» en ella.

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En esencia, una parte de míseguía dudando de la autenticidad dela experiencia asombrosamente realque había vivido durante el coma y,con ella, de la existencia del reinosuperior entero. Para esa parte de mí,seguía sin «tener sentido», desde unpunto de vista científico. Y esavocecilla tenue pero insistenteamenazaba en su totalidad la solidezde la nueva visión del mundo queestaba edificando.

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35

EL FOTÓGRAFO

«La gratitud no es sólo lamayor de las virtudes, sino lamadre de todas las demás.»

CICERÓN (106-43 a.J.C.)

Cuatro meses después de mi salidadel hospital, mi hermana biológicaKathy pudo enviarme finalmente una

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foto de nuestra hermana Betsy.Estaba en nuestro dormitorio, dondehabía comenzado aquella odisea,cuando abrí el voluminoso sobre ysaqué una foto brillante, enmarcada ya color de la hermana a la que nuncahabía conocido. Se encontraba, comodescubriría posteriormente, en elembarcadero del ferry de la isla deBalboa, cerca de la casa que tenía enel sur de California. El fondo era unprecioso anochecer de la costaOeste. Tenía el pelo largo y castañoy una sonrisa que irradiaba amor ybondad, y además de llegarme muy

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dentro, me inspiraba una mezcla deentusiasmo y melancolía.

Kathy había adjuntado un poemaa la fotografía. Lo había escritoDavid M. Romano en 1993 y sellamaba «Cuando mañana comiencesin mí».

Cuando mañana comiencesin mí y yo no esté aquí paraverlo, si el Sol se alzase yencontrase tus ojos rebosantes de lágrimas

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por mí; ojalá no llores como has llorado hoy, al pensar en las muchascosas que no llegamos adecirnos. Sé lo mucho que mequieres, tanto como te quiero yo ati, y sé que cada vez quepienses en mí también tú me echarás demenos;

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pero cuando mañanacomience sin mí, intenta entender, porfavor, que vino un ángel y mellamó por mi nombre, y me tomó de la mano y dijo que me esperaba misitio en el cielo, en lo alto y que tenía que dejaratrás a todos los que tanto amo.Pero al volverme paramarchar

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se me escapó una lágrima porque siempre habíapensado que no quería morir. Tenía tanto por lo quevivir, tantas cosas aún porhacer, que parecía casi algoimposible que estuvieraabandonándote. Me acordé de todos losdías de ayer, los buenos y los malos,

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de los pensamientos y elamor que compartimos, de lo mucho que nosreímos. Si pudiera revivir el ayer, aunque sólo fuese unmomento, te diría adiós y te besaría y quizá te viese sonreír. Pero entonces me dicuenta de que esto nunca podráser, porque el vacío y losrecuerdos

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ocuparían mi lugar. Y cuando pensé en lascosas del mundo que podría extrañar alllegar mañana, me acordé de ti y alhacerlo mi corazón se llenó depesar. Pero al cruzar las puertasdel cielo me sentí en casa, al ver que Dios me mirabay me sonreía desde su gran trono

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dorado y me decía: «He aquí laeternidad, y todo lo que te habíaprometido. Hoy tu vida en la Tierraes cosa del pasado pero aquí comienza denuevo. No te prometo un mañana,porque hoy duraráeternamente, y como todos los díasserán el mismo, no habrá nostalgia por el

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pasado. Has tenido tanta fe, tanta confianza, tantafidelidad... Aunque hubo veces en que hiciste algunas cosas que sabías que no debías. Pero te he perdonado y ahora al fin eres libre. ¿No quieres venir,cogerme de la mano y compartir mi vida?». Así que cuando mañanacomience sin mí no creas que estaremos

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muy lejos porque cada vez que merecuerdes estaré ahí mismo, en tucorazón.

Sentí que se me nublaban losojos mientras dejaba la fotografíacon delicadeza sobre la cómoda yluego continué contemplándola. Meresultaba extraña, evocadoramentefamiliar. Pero no podía ser de otromodo. Éramos familiaresconsanguíneos y compartía con ellamás ADN que con cualquier otra

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persona del planeta, con la posibleexcepción de mis otras doshermanas. Independientemente de queno nos hubiéramos conocido, Betsy yyo estábamos conectados a un nivelmuy profundo.

A la mañana siguiente, estaba enel dormitorio, leyendo el libro deElisabeth Kübler-Ross, On Life afterDeath y me encontré con la historiade una niña de doce años que habíapasado por una ECM sin que susprogenitores se enteraran en unprimer momento. Sin embargo, alfinal no pudo contenerse y se sinceró

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con su padre. Le dijo que habíaviajado a un lugar maravilloso, llenode amor y belleza, donde habíarecibido todo el cariño y el consuelode su hermano.

—Lo que no entiendo —le dijola niña a su padre—, es que no tengoningún hermano.

Los ojos de su padre se llenaronde lágrimas. Y entonces le habló a suhija sobre el hermano que sí habíatenido, pero que murió tres mesesantes de que naciese ella.

Dejé de leer. Por un momento,me sumergí en un espacio de extraña

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confusión, sin pensar ni dejar depensar, sino simplemente...asimilando algo. Un pensamiento querondaba los límites de mi menteconsciente sin llegar a atravesarlostodavía.

Entonces, mis ojos sedesplazaron hasta la cómoda y la fotoque me había mandado Kathy. La fotode la hermana a la que nunca habíaconocido. A la que sólo imaginabapor las historias de mi familiabiológica sobre una personamaravillosa y de una inmensabondad. Una persona tan buena,

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solían decir, que prácticamente eraun ángel.

Sin el traje azul y añil, sin la luzcelestial del Portal que la rodeabaallí sentada, sobre la hermosísimaala de la mariposa, no era tan fácilde reconocer, al menos al principio.Pero eso era algo normal. Sólo habíavisto su yo celestial, el que vivía porencima y más allá de este reinoterrenal, con todas sus tragedias ytodos sus pesares.

Pero ahora me daba cuenta deque era ella, sin ninguna duda, con suinconfundible sonrisa de cariño, su

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mirada confiada e infinitamentereconfortante y sus chispeantes ojosazules.

Era ella.Por un instante, los mundos se

encontraron. Mi mundo aquí en laTierra, donde era médico, padre ymarido, y el otro mundo de allí fuera,un mundo tan vasto donde podíasperder la noción de tu yo terrenal yconvertirte en una parte del cosmos,aquella oscuridad empapada de Diosy rebosante de amor.

En aquel preciso momento, en eldormitorio de nuestra casa en una

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lluviosa mañana de martes, el mundosuperior y el mundo inferior seencontraron. Al ver aquella foto mesentí un poco como el niño delcuento de hadas que viaja al otromundo y, al regresar, cree que hasido todo un sueño... hasta que meteuna mano en el bolsillo y seencuentra con un puñado de titilantetierra mágica que se ha traído delmás allá.

Aunque hubiese tratado denegarlo, durante semanas se habíalibrado una batalla en mi interior.Una batalla entre aquellas partes de

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mi mente que habían estado allí,fuera de mi cuerpo, y el médico, elhombre que se había consagrado a laciencia. Pero al mirar la cara de mihermana, mi ángel, supe —supe contotal certeza— que las dos personasque había sido durante los últimosmeses, desde mi regreso, eran enrealidad sólo una. Tenía que abrazarplenamente mi condición de médico,de científico y de sanador y tambiénla de protagonista de un viaje haciala Divinidad tan insólito como real eimportante. Era crucial que lohiciera, y no sólo por mí, sino por

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los detalles absolutamenteconvincentes que lo rodeaban y loconvertían en una historia que podíacambiar las cosas. Mi ECM habíacurado mi alma fragmentada. Mehabía hecho saber que siempre mehabían querido, lo mismo que a todaslas personas, absolutamente todas,del universo. Y para hacerlo habíacolocado mi cuerpo en un estado enel que, según la ciencia médicaactual, habría sido imposible queexperimentara nada.

Sé que habrá gente que intentarárestar validez a mi experiencia por

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cualquier medio y otros que senegarán a creerla desde el comienzo,aduciendo que lo que cuento no tienebase «científica» y no podría ser otracosa que un sueño absurdo y febril.

Pero yo sé cuál es la verdad. Ytanto por quienes viven aquí en laTierra como por aquellos a los queconocí más allá de este reino, sé quees mi deber —como científico y portanto buscador de la verdad ytambién como médico consagrado aayudar a mis semejantes—transmitirle a toda la gente que puedaque lo que experimenté es cierto, fue

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real y es de una enorme importancia.No únicamente para mí, sino paratodos nosotros.

En mi viaje no descubrí sólo elamor, sino también quiénes somos yla profunda medida en que estamosconectados, es decir, el verdaderosentido de toda existencia. Allíarriba descubrí quién soy y al volveraquí comprendí que los últimoscabos sueltos de mi ser estabanatándose.

Te quieren. Son las palabrasque necesitaba oír como huérfano,como niño al que habían

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abandonado. Pero también es lo quetodos necesitamos oír en esta era dematerialismo, porque en términos denuestra auténtica identidad, denuestra verdadera procedencia y denuestro destino final, todos nossentimos (equivocadamente) comohuérfanos.

Si no recuperamos el recuerdode nuestra conexión profunda y delamor incondicional de nuestroCreador, siempre nos sentiremos asíaquí, en la Tierra.

Así que aquí estoy. Sigo siendoun científico. Sigo siendo un médico.

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Y como tal tengo dos deberesesenciales: honrar la verdad y curara los demás. Éste es el auténticosentido de mi historia. Una historiaque, cuanto más tiempo pasa, másseguro estoy de que sucedió poralguna razón. No porque yo seaespecial. Lo que sucede es que en míconvergieron dos circunstancias que,en combinación, terminan de derribarla idea, impuesta por elreduccionismo científico, de que elreino de lo material es lo único queexiste, y la conciencia y el espíritu—los tuyos y los míos— no son el

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centro y el gran misterio deluniverso.

Pero yo soy la prueba vivientede que es así.

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ETERNEA

Mi experiencia cercana a la muerteme ha inspirado en el intento dehacer del mundo un sitio mejor paratodos y Eternea es el vehículo paraconseguirlo. Eternea es unaorganización sin ánimo de lucro quehe fundado en colaboración con miamigo y colega John R. Audette.Representa un esfuerzo apasionadopor servir al bien común y tratar deconstruir el mejor de los futurosposibles para la Tierra y sus

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habitantes.La misión de Eternea es

impulsar programas científicos,educativos y de aplicación prácticasobre experiencias espiritualmentetransformadoras y fomentar elestudio de la física de la concienciay la relación entre ésta y la realidad(es decir, entre la materia y laenergía). Es un esfuerzo concertado,no sólo para aplicar losconocimientos obtenidos a través delas experiencias cercanas a lamuerte, sino también para ejercercomo biblioteca de experiencias

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espirituales.Si quieres avanzar en tu

despertar espiritual o compartir tuhistoria sobre alguna experiencia quete haya transformado desde el puntode vista espiritual (o si lloras lapérdida de un ser querido o tú oalgún familiar afrontáis unaenfermedad terminal), visita www.Eternea.org.

Además, Eternea quiere servircomo fuente de información útil paraaquellos científicos, académicos,teólogos y sacerdotes que tenganinterés por este campo de estudio.

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EBEN ALEXANDER, doctor enMedicina

Lynchburg, Virginia10 de julio de 2012

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AGRADECIMIENTOS

Quisiera expresar un agradecimientomuy especial a mi querida familiapor haber sobrellevado la peor partede esta experiencia, mientras yoestaba en coma. A Holley, mi esposadurante treinta y un años, y a nuestrosmaravillosos hijos, Eben IV y Bond,cuya ayuda fue tan importante paratraerme de regreso y para ayudarme acomprender lo que me habíasucedido. Otros amigos y familiarescon los que he contraído una deuda

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de gratitud especialmente grande sonmis queridos padres, Betty y EbenAlexander Jr., y mis hermanas Jean,Betsy y Phyllis, que secomprometieron (junto con Holley,Bond y Eben IV) a sostenerme lamano las veinticuatro horas del día ylos siete días de la semana mientrasestuviese en coma, para garantizarque nunca dejaba de sentir elcontacto con su amor. Betsy y Phyllisse turnaron para acompañarme denoche durante el tiempo que duró mipsicosis de la UCI (sin que las dejaraconciliar el sueño) y también durante

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los primeros y complicados días, trasmi traslado a la UCI periférica deNeurología. Peggy Daly (hermana deHolley) y Sylvia White (su amigadurante más de treinta años) tambiénparticiparon en la constante vigiliaen mi habitación de la UCI. Nopodría haber regresado a este mundosin el esfuerzo y el cariño de cadauna de ellas.

A Dayton y Jack Slye, quetuvieron que pasar sin su madre,Phyllis, mientras ella estaba a milado. Holley, Eben IV, mi madre yPhyllis han contribuido también con

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su trabajo de edición y sus críticas ala creación de este libro.

A mi familia biológica,verdadero regalo del Cielo, yespecialmente a mi fallecidahermana, también llamada Betsy, a laque no pude conocer en este mundo.

Al extraordinario equipomédico del hospital general deLynchburg y en particular a losdoctores Scott Wade, RobertBrennan, Laura Potter, MichaelMilam, Charlie Joseph, Sarah y TimHellewell, entre otros.

Al personal y las enfermeras del

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HGL, todos ellos maravillosos: RhaeNewbill, Lisa Flowers, DanaAndrews, Martha Vesterlund, DeannaTomlin, Valerie Walters, JaniceSonowski, Molly Mannis, DianeNewman, Joanne Robinson, JanetPhillips, Christina Costello, LarryBowen, Robin Price, AmandaDecoursey, Brooke Reynolds y EricaStalkner. Estaba en coma, así quesólo conozco vuestros nombres pormi familia, así que si estuvisteis allíy os he omitido, espero que podáisperdonarme.

A Michael Sullivan y a Susan

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Reintjes, que desempeñaron un papelcrucial en mi regreso.

A John Audette, RaymondMoody, Bill Guggenheim y Ken Ring,pioneros de la comunidad de lasexperiencias cercanas a la muerte,que han ejercido sobre mí unainfluencia inconmensurable(complementada, en el caso de Bill,por una excelente colaboración en elárea editorial).

A los demás líderesintelectuales del movimiento«conciencia Virginia», incluidos losdoctores Bruce Greyson, Ed Kelly,

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Emily Williams Kelly, Jim Tucker,Ross Dunseath y Bob Van de Castle.

A mi agente literaria, Gail Ross(otro regalo del Cielo) y a susmaravillosos colaboradores en laagencia Ross Yoon, como HowardYoon y otros.

A Ptolemy Tompkins por suseruditas contribuciones sobre variosmilenios de literatura sobre la otravida y su extraordinaria habilidadeditorial y narrativa, que puso alservicio de mi historia al crear estelibro, con el resultado de unanarración que le hace justicia.

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A Priscilla Painton,vicepresidenta y editora ejecutiva deSimon & Schuster, y a JonathanKarp, vicepresidente ejecutivo yeditor, por su extraordinaria visión ypor su deseo de hacer de éste unmundo mejor.

A Marvin y Terre Hamlisch,amigos maravillosos cuyoentusiasmo, pasión e interés meayudó a superar un momento crítico.

A Terri Beavers y MargarettaMcIlvaine por aportarme unoscimientos maravillosos de curación yespiritualidad.

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A Karen Newell, por compartirconmigo sus exploraciones en losestados de conciencia profunda yenseñarme a «ser el amor que eres»,así como a los demás trabajadores delo milagroso del instituto Monroe deFaber, Virginia. Y en especial aRobert Monroe por buscar la verdadde lo que es y no sólo de lo quedebería ser; a Carol Sabick de laHerran y a Karen Malik, porelegirme; a Paul Rademacher y SkipAtwater, por darme la bienvenida enla maravillosa comunidad de lasmontañas del centro de Virginia. Y

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también a Kevin Kossi, Patty Avalon,Penny Holmes, Joe y a NancyScooter McMoneagle, Scott Taylor,Cindy Johnston, Amy Hardie, LorisAdams y a todos mis compañeros enel viaje hacia el Portal del institutoMonroe en febrero de 2011, a susfacilitadores (Charleene Nicely, RobSandstrom y Andrea Berger) y a losdemás participantes en el Lifeline (ya sus facilitadores, Franceen King yJoe Gallenberger) en julio de 2011.

A mis buenos amigos y críticos,Jay Gainsboro, Judson Newbern, eldoctor Allan Hamilton y Kitch

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Carter, que leyeron las versionespreliminares del manuscrito ypercibieron la frustración que meinspiraba la tarea de sintetizar miexperiencia espiritual con laneurociencia. Los comentarios deJudson y Allan fueron esencialespara ayudarme a comprender elauténtico valor de mi experienciadesde el punto de vista científico-escéptico y Jay hizo la misma labordesde el punto de vista científico-místico.

A mis compañeros de viaje enla exploración de la conciencia y el

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todo, como Elke Siller Macartney yJim Macartney.

A mi compañera en lasexperiencias cercanas a la muerte,Andrea Curewitz, por su excelenteasesoramiento editorial, y a CarolynTyler, por guiarme de maneraentrañable en la búsqueda deentendimiento.

A Blitz y Heidi James, SusanCarrington, Mary Horner, MimiSykes y Nancy Clark, cuyo coraje yvalor frente a pérdidasincomprensibles me ayudaron aapreciar mi don.

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A Janet Sussman, MarthaHarbison, Shobhan (Rick) y DannaFaulds, a Sandra Glickman y SharifAbdullah, compañeros de viaje a losque conocí el 11/11/11, reunidospara compartir una visión optimistasobre el brillante futuro de laconciencia para toda la humanidad.

Aparte de las personasmencionadas, entre las muchas conlas que he contraído una deuda degratitud se encuentran los amigoscuyos actos en aquellos momentosterribles y cuyas palabras yobservaciones ayudaron a mi familia

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y me han guiado a la hora de relatarmi historia: Judy y Dickie Stowers,Susan Carrington, Jackie y el doctorRon Hill, los Drs. Mac McCrary yGeorge Hurt, Joanna y el doctorWalter Beverly, Catherine y WesleyRobinson, Bill y Patty Wilson,DeWitt y Jeff Kierstead, TobyBeavers, Mike y Linda Milam, HeidiBaldwin, Mary Brockman, Karen yGeorge Lupton, Norm y PaigeDarden, Geisel y Kevin Nye, Joe yBetty Mullen, Buster y Lynn Walker,Susan Whitehead, Jeff Horsley, ClaraBell, Courtney y Johnny Alford,

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Gilson y Dodge Lincoln, Liz Smith,Sophia Cody, Lone Jensen, Suzanne ySteve Johnson, Copey Hanes, Bob yStephanie Sullivan, Diane y ToddVie, Colby Proffitt, las familiasTaylor, Reams, Tatom, Heppner,Sullivan, Moore y tantísimas otras.

Mi gratitud, especialmente paracon Dios, carece de límites.

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Apéndice A

DECLARACIÓN DEL DOCTORSCOTT WADE

En mi condición de especialista enenfermedades infecciosas, mepidieron que examinase al doctorEben Alexander cuando ingresó en alhospital el 10 de noviembre de 2008y se descubrió que estaba aquejadode meningitis bacteriana. El estadodel doctor Alexander se habíaagravado rápidamente, con síntomas

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similares a los de la gripe, dolor deespalda y jaquecas. Se le trasladó deinmediato al servicio de Urgencias,donde se le practicó una tomografíacomputerizada (CT) de la cabeza y acontinuación una punción lumbar. Elexamen del fluido espinal sugería unameningitis gram negativa. Al instantese le sometió a un tratamientoantibiótico específico y se le conectóa un respirador debido a sucondición crítica, coma incluido. Enmenos de veinticuatro horas seconfirmó que las bacterias gramnegativas del fluido espinal eran

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E.coli.La meningitis por E. coli es

mucho más rara en adultos que enniños (con una incidencia anualinferior a un caso cada diez millonesde habitantes en Estados Unidos),sobre todo en ausencia detraumatismos encefálicos u otrasafecciones médicas, como ladiabetes. El doctor Alexander estabaen muy buena condición física en elmomento del diagnóstico y no sepudo identificar ninguna causasubyacente para la meningitis.

La tasa de mortalidad de la

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meningitis gram negativa en niños yadultos oscila entre un 40 y un 80 porciento, respectivamente. El doctorAlexander se presentó en el hospitalcon ataques y un estado mental muyalterado, dos factores de riesgo quepueden acarrear complicacionesneurológicas o la muerte (mortandadpor encima del 90 por ciento). Apesar de la administración rápida deun tratamiento antibiótico agresivo yespecífico para la meningitis porE.coli y de los cuidados constantesque se le administraron en la UCI,permaneció en coma durante seis

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días, mientras las esperanzas de unarecuperación rápida se ibandifuminando (mortandad por encimadel 97 por ciento). Entonces, alséptimo día, sucedió algo milagroso:abrió los ojos, totalmente despierto,y pudimos retirarle el respirador. Elhecho de que se recuperara tanplenamente de su enfermedad trashaber pasado casi una semana encoma es realmente notable.

SCOTT WADE, doctor en Medicina

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Apéndice B

HIPÓTESIS NEUROCIENTÍFICASQUE BARAJÉ PARA EXPLICAR

MI EXPERIENCIA

En el proceso de revisar misrecuerdos con otros neurocirujanos ycientíficos, consideré variashipótesis que podían explicarlos.Para resumir, ninguna de ellasbastaba para explicar lainteractividad rica en detalles, sólidae intrincada de las experiencias del

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Portal y el Núcleo (la«ultrarrealidad»). Fueron lassiguientes:

1. Un primitivo programa creado porel tallo cerebral con el fin dealiviar el dolor terminal y elsufrimiento («argumentoevolutivo». ¿Un vestigio de lasestrategias de «muerte fingida»que utilizan los animalesinferiores?). Esto no explicaríala naturaleza sólida y pródigaen interactividad de losrecuerdos.

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2. Una recopilación distorsionada derecuerdos procedentes de lasregiones profundas del sistemalímbico (por ejemplo, laamígdala lateral), que, gracias ala protección de otras zonascerebrales, se encuentranrelativamente a salvo de lainflamación meningítica (sueleafectar a las regionessuperficiales). Esto noexplicaría la naturaleza sólida ypródiga en interactividad de losrecuerdos.

3. Un bloqueo endógeno del

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glutamato con excitotoxicidad,lo que produce un efecto similaral del anestésico alucinatoriode la ketamina (que a veces seha utilizado para explicar lasECM en general). En la primeraparte de mi carrera comoneurocirujano en la Facultad deMedicina de Harvard, tuve laoportunidad de ver en variasocasiones los efectos de laketamina utilizada comoanestésico. Los estadosalucinatorios que inducían erancaóticos y desagradables y no

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tenían la menor similitud con loque yo experimenté durante elcoma.

4. Un fenómeno conocido como«basurero DMT» (o N,N-dimetiltriptamina) de laglándula pineal o cualquier otraregión del cerebro. El DMT, unagonista natural de la serotonina(concretamente en losreceptores 5-HT1A, 5-HT2A y5-HT2C) provoca vívidasalucinaciones y estadosoníricos. Yo estoyfamiliarizado personalmente

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con los estados alucinatoriosrelacionados con los agonistasy antagonistas de la serotonina(esto es, el LSD y la mescalina)desde mi adolescencia en losaños setenta. No he tenidoexperiencia personal con elDMT aunque he visto pacientessometidos a su influencia. Peroel detallado ultrarrealismo demi experiencia requeriría quelas funciones auditivas yvisuales del neocórtexestuviesen prácticamenteintactas para generar

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sensaciones audiovisuales tansofisticadas. El comaprolongado debido a lameningitis bacteriana habíadañado gravemente mineocórtex, que es donde laserotonina del rafe del tallocerebral (o el DMT, un agonistade la serotonina) harían efectosobre las experienciassensitivas. La corteza de micerebro estaba desactivada, asíque el DMT no tendría sitiodonde trabajar. La hipótesis delDMT no se sostiene por el

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extremo realismo de laexperiencia audiovisual y por lafalta de una corteza funcionalsobre la que operar.

5. La preservación aislada de ciertasregiones corticales podríahaber explicado parte de miexperiencia, pero esto resultasumamente improbable debidoa la gravedad de mi meningitisy a la resistencia a la terapiaque mostró durante toda lasemana: una tasa de glóbulosblancos periféricos (GB)superior a 27.000 por milímetro

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cúbico, 31 por ciento de bandascon granulaciones tóxicas,pleocitosis superior a 4.300 pormilímetro cúbico, glucosa enLCR inferior a 1,0 mg/dl,proteína en LCR 1.340 mg/dl,implicación meníngea difusacon anomalías cerebralesasociadas (como se reveló en elescáner CT) y exámenesneurológicos que mostrabanalteraciones graves en lasfunciones corticales ydisfunción de la motilidadextraocular, indicios todos ellos

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de daños en el tallo cerebral.6. En un intento por explicar el

extremado realismo de laexperiencia me planteé lasiguiente hipótesis: ¿era posibleque las redes de neuronasinhibitorias hubiesen sidoafectadas de manerapredominante, lo que hicieseposibles unos nivelesinusualmente elevados deactividad en las redesneuronales excitatorias, lo que asu vez generase el aparente«ultrarrealismo» de mi

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experiencia? Podría sucederque la meningitis afectasemayoritariamente a la partesuperficial de la corteza ydejase zonas más profundas defuncionalidad parcial. Launidad de computación delneocórtex es la «columnafuncional» formada por seiscapas, cada una de las cualestiene un diámetro lateral deentre 0,2 y 0,3 mm. Lascolumnas adyacentes tienen ungrado significativo deinterconexión como respuesta a

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las señales de controlmodulatorias, que se originanen su mayor parte en lasregiones subcorticales (eltálamo, los ganglios basales yel tallo cerebral). Uncomponente de las columnasfuncionales se encuentra en lasuperficie (capas 1 a 3), así quela meningitis desbarata sufuncionamiento con sólo dañarlas capas superficiales de lacorteza. La distribuciónanatómica de las célulasinhibidoras y excitatorias

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dentro de las seis capas nopermite sostener esta hipótesis.La meningitis difusa sobre lacorteza cerebral anula en lapráctica la totalidad delneocórtex debido,precisamente, a estaarquitectura en columnas. No serequiere una destrucciónprofunda para que se produzcaesta anulación. Además,teniendo en cuenta la duraciónde mi estado de funcionamientoneurológico deficiente (sietedías) y la gravedad de la

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infección, resulta pocoprobable que las capas másprofundas de la cortezasiguiesen funcionando.

7. El tálamo, los ganglios basales yel tallo cerebral son estructurasprofundas («regionessubcorticales») que, según lashipótesis de algunos colegas,podrían haber contribuido acrear las experienciasrelatadas. Pero lo cierto es queninguna de estas regiones podíahaber hecho tal cosa sin que almenos algunas de las zonas del

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neocórtex siguieran intactas.Todos coinciden en que lasestructuras subcorticales, por sísolas, nunca podrían haberelaborado los cálculosneuronales necesarios paraconfeccionar un tapiz deexperiencias interactivas tanprofuso.

8. Un «fenómeno de reinicio», unarecopilación de recuerdosextraños y desarticuladosprocedentes de mi dañadoneocórtex, que podríaproducirse al recobrar la

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conciencia tras un períodoprolongado de fallogeneralizado del sistema, comoel provocado por mi meningitisdifusa. Parece muy pocoprobable, sobre todo teniendoen cuenta la profundidad de losrecuerdos.

9. Una generación inusual derecuerdos por medio de una rutavisual arcaica en elmesencéfalo, utilizado demanera predominante por lospájaros y raras veces por loshumanos. Se ha demostrado su

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funcionalidad en humanos quesufren de ceguera corticaldebida a daños en la cortezaoccipital. Pero ni justifica elultrarrealismo de lo quepresencié ni consigue explicarla perfecta concordancia de losaspectos visuales y auditivos delas experiencias.

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El doctor Eben Alexander haejercido como neurocirujano enhospitales universitarios durante losúltimos veinticinco años, quince deellos en el hospital Brigham &

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Women’s, en los hospitalesChildren’s y en la Escuela Médica deHarvard.

Para más información:www.lifebeyonddeath.net

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Notas

* El 70 por ciento es «energía oscura», lamisteriosa fuerza descubierta por los astrónomos amediados de los noventa, junto con pruebasirrebatibles, basadas en el estudio de lassupernovas de tipo Ia, de que el universo haestado creciendo durante los últimos cinco milmillones de años, y de que la expansión delespacio en su conjunto está acelerándose. Otro 26por ciento es «materia oscura», la anómalagravedad «en exceso» descubierta durante lasúltimas décadas en la rotación de galaxias ygrupos de galaxias. Más tarde o más temprano seencontrarán explicaciones, pero los misterios nocesarán nunca.

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La prueba del cieloEben Alexander

No se permite la reproducción total o parcial deeste libro, ni su incorporación a un sistemainformático, ni su transmisión en cualquier forma opor cualquier medio, sea éste electrónico,mecánico, por fotocopia, por grabación u otrosmétodos, sin el permiso previo y por escrito deleditor. La infracción de los derechos mencionadospuede ser constitutiva de delito contra la propiedadintelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos) si necesita reproducir algúnfragmento de esta obra. Puede contactar conCEDRO a través de la webwww.conlicencia.com o por teléfono en el 91 70219 70 / 93 272 04 47

Título original: Proof of Heaven

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Diseño de cubierta: © Christopher LinFotografía del autor: © Deborah Feingold

© Eben Alexander, III, 2012© de la traducción, Manuel Mata Álvarez-Santullano, 2013© Editorial Planeta, S. A., 2013Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)www.zenitheditorial.com www.planetadelibros.com

Los personajes, eventos y sucesos presentados enesta obra son ficticios. Cualquier semejanza conpersonas vivas o desaparecidas es puracoincidencia.

Primera edición en libro electrónico (epub): mayode 2013

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ISBN: 978-84-08-11502-1 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L.L.www.newcomlab.com