La rapsodia de Eva (Spanish Edition)

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LA RAPSODIA DE EVA

Raquel F. Alcalá

Copyright © 2020 Raquel F. Alcalá

Todos los derechos reservados.

ISBN: 9798664640168Publicación independiente

KDP AmazonImagen de cubierta: iStockPhoto.com/Cofeee

A las mujeres de mi vida,con el deseo de que, si se pierden,

sea para encontrarse.

ÍNDICE

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

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Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Segunda parte

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

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**Puedes acompañar la lectura con la lista de canciones que me inspiraron durante la escritura dela novela. Visita Spotify y busca la lista de reproducción de ‘La rapsodia de Eva’.

CAPÍTULO 1

—¿Esta es mamá?Eva acarició una fotografía polaroid que ya había adoptado un tono anaranjado. En el centro de

la imagen su abuela la sostenía en el aire mientras en el fondo una mujer se anudaba el pelo en unmoño.

—Sí, sí que parece ella —su abuela se acercó la instantánea mientras se ajustaba las gafas—.Es extraño que haya aparecido aquí. No quería retratarse de ninguna manera.

—Es una pena que la única foto que tengo con ella sea la del día en el que nací —se lamentóEva, mientras su abuela descorría las cortinas y se quedaba mirando al jardín.

La abuela Andrea podía recordar a su marido tomando aquella foto, emocionado por aquellacámara con propiedades casi mágicas. Después aquel aparato se convertiría en uno de susimprescindibles cuando salían de viaje. La posibilidad de conocer el resultado de aquellas tomassin necesidad de revelar el carrete le parecía un acto de brujería.

—Tenía la piel muy delicada y sensible. Eran efectos de la medicación y la falta de sol. Poreso no quería salir en las fotos. Pero eso te lo he debido de explicar ya millones de veces. ¿No tevas a cansar de verlas?

Eva sonrió y negó con la cabeza. Estaba sentada en el borde del sofá, sujetando el álbum sobresus piernas y sosteniendo en una mano un vaso de leche con cacao con una cucharilla dentro. Sehabía recogido el pelo en una trenza y llevaba una camisola gris que le servía de pijama los díasmás calurosos.

—Voy a estudiar para mi último examen —dijo con desgana—. Para ser el final de la carreraeste curso se me está haciendo interminable —dejó el álbum en la estantería, se encogió dehombros y ascendió las escaleras hacia el primer piso como si alguien la hubiera puesto pesos en

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los tobillos. Los grillos comenzaron a frotarse las alas rítmicamente provocando el habitual sonido que

acompaña al calor. El día ya prometía no dar tregua porque el bochorno se había instalado en elaire desde las primeras horas de la mañana. La abuela se acercó a unas jardineras de cerámica enlas que meses atrás había plantado semillas y bulbos de diferentes especies. No había salido a lasuperficie ni un pequeño brote. Frunció los labios temiendo haber perdido la oportunidad de vercrecer aquellas plantas. Tocó la tierra, blanquecina y sedienta, y chasqueó la lengua, algodecepcionada. La primavera había sido muy seca. Pensó que quizás se había despistado más de lacuenta con la frecuencia de los riegos que aquella iniciativa vegetal necesitaba. Las hojas de losplátanos del jardín se movían mecidas por un vientecillo inútil que no lograba aliviar la sensaciónde ahogo. Cambió las sillas de sitio buscando la sombra. La pasada noche, como otras muchas, sunieta y ella habían estado de tertulia, como les gustaba decir, apurando hasta bien entrada lamadrugada. Ya iba a acabar la carrera. No habría siguiente curso en septiembre y eso le daba tantainseguridad a ella como a su nieta. Fingía no tenerla, pero eran tiempos inestables. Parecía que lallegada del año 2000 lo iba a cambiar todo. Algunos auguraban un apocalipsis informático que ibaa dejar sin servicios al primer mundo, otros hablaban de pandemias sin control, y los había queesperaban la llegada de un nuevo mesías. Andrea sacudió el polvo de las sillas y se sentó a mirarlas ramas de los árboles. En cualquier caso, pasara lo que pasara, el viento seguiría soplando.

El timbre la despertó de sus pensamientos. Eva ya había abierto la puerta al doctor Nájera, querealizaba su visita diaria a domicilio. Era uno de esos médicos ‘de toda la vida’, con su maletín ysu bigotito recortado. Siguiendo la vieja escuela, lo mismo recetaba una aspirina que un paseo alaire libre o una copita de coñac. Estaba a punto de jubilarse, pero mantenía en cartera a losclientes más veteranos, a los que a veces ni siquiera cobraba. Siempre que entraba en casa a Evale parecía que traía un aire ceremonial, como si llevara un cortejo invisible detrás de él.

—Vamos a ver cómo van esos mareos —anunció el médico, sacando el aparato de la tensiónde su maletín.

—Son poca cosa. Imagino que es por este calor —se explicó la abuela, que siempre intentabaquitar importancia a cualquiera de sus achaques.

—También te mareaste en invierno, así que eso no es excusa. Será mejor que te hagamos unchequeo la semana que viene —dijo, meneando la cabeza mientras miraba el resultado del aparato—. Y tómate un café, que tienes la tensión por los suelos.

Eva sacudió la cabeza e intercambió una mirada cómplice con su abuela, que era capaz deinventar cualquier pretexto para no pasar por el ambulatorio o el hospital. Sin embargo, tambiénconfiaba en que Guillermo, que era el médico de la familia desde que ella tenía memoria,consiguiera convencerla. Si alguien podía hacerlo, era él. Aquel médico había curado resfriados,cortes, indigestiones y fiebres.

—Voy a la biblioteca —anunció Eva, cogiendo una mochila verde que estaba tirada en el suelodel recibidor.

—Pues allí está mi nieto. Anda como loco con ese examen que tenéis pendiente —dijo eldoctor.

Ya podía imaginarse a Jorge devorando una bolsa de gominolas mientras jugaba con un lápizentre sus dedos. Aquel chico larguirucho y espontáneo se había convertido en su compañero decarrera de principio a fin, algo que tanto el doctor Nájera como la abuela Andrea celebraban.Ambos no escondían su deseo de que Eva y Jorge se convirtieran en algo más que amigos.

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Cuando Eva salió a la calle, estuvo a punto de darse la vuelta. El calor hacía que el airepermaneciera denso y cargado en el ambiente, como si alguien hubiera abierto de súbito la puertade una sauna. La sensación de bochorno pegajoso se hacía todavía más intensa cuando seabandonaba el cobijo de los árboles y se atravesaban zonas en donde el asfalto lo dominaba todo.

La biblioteca estaba repleta de gente. Jorge estaba sentado al fondo. Se daba pequeñosgolpecitos en la frente con la base del lápiz y con la otra mano hacía incursiones en una bolsa degominolas que había dejado abierta encima de la mesa. A pesar de su pasión por el azúcar, notenía ni un gramo de grasa encima. Podía engullir helados, bollos con chocolate y kilos dekétchup, y se mantenía igualmente delgado. Levantó la cabeza y sonrió a Eva al verla acercarsepor el pasillo.

—¿Qué tal lo llevas? —susurró, ofreciéndole la bolsa de chucherías.—Estoy más nerviosa que nunca. Creía que esto ya lo tenía más que superado —el sabor ácido

a fresa artificial de una gominola azucarada le durmió la lengua—. Y encima no encuentro el libroque nos recomendó ‘La Nervios’.

—A lo mejor ya lo han devuelto, ¿has preguntado en el mostrador?Eva cogió otra gominola, negó con la cabeza y dejó su mochila en una silla para realizar la

consulta. Los ordenadores eran todavía bienes preciados que había que reservar en un aulaminúscula del segundo piso, y en el mostrador de biblioteca solamente la jefa del servicio contabacon uno. Si alguien buscaba un libro, tenía que dirigirse o bien a las decenas de cajones repletasde fichas ordenadas alfabéticamente o bien solicitarlo al personal.

—Mucho me temo que el libro que usted busca ya está reservado —le anunció la bibliotecariamirando una ficha de cartón.

—¿Y va a tardar mucho en devolverlo? —preguntó Eva esbozando un puchero de disgusto.—No sé si estoy autorizada para darle esta información.La mujer miró a los lados y se inclinó sobre el mostrador acercándose a Eva.—La reserva la ha realizado el profesor Eduardo Bayó, y tiene un mes para utilizar el volumen

—informó en un murmullo—. Quizás si le pregunta al profesor, él pueda dejárselo durante untiempo.

Eva se mordió el labio inferior para esconder una sonrisa, agradeció a la chica su ayuda yatravesó el pasillo arrastrando los pies. Lo cierto era que tener ese libro no constituía unacondición fundamental para el estudio de la asignatura, pero había desarrollado una obsesióncreyendo que, si no lo había visto antes del examen, suspendería. Y ahora lo tenía él.

—Lo tiene Bayó —le susurró a Jorge, mientras volvía a coger sus cosas—. Voy a acercarme aver si está por su despacho. ¿Quedamos luego en “La Galería”? —Jorge levantó el pulgar y volvióa hundirse en sus apuntes.

Hizo un cálculo mental mientras tomaba las escaleras y las subía hacia el último piso deledificio. Los despachos se disponían en una zona abuhardillada por la que era raro que ellapasara. Había sucedido en primer curso, hacía tres años, en una de las tutorías con el profesorBayó. Y, desde entonces, ni siquiera se habían cruzado por los pasillos. Alguna vez, de lejos,había escuchado su voz en la clase contigua, hablando de García Márquez, de Borges o de IsabelAllende. Otras veces lo había visto y se había hecho a un lado. Como si estuviera caminando porlas vías y de repente viera el tren. En vez del humo, la pista se la daba su voz. Aquella voz delocutor de radio que se pausaba, que generaba misterio sobre la siguiente palabra, para volver aposarse de nuevo sobre la mente de las personas que le escuchaban. Era un discurso envolventeque terminó por hacerla querer saber más.

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“En el conocimiento reside la verdadera felicidad”, le había dicho él en una tutoría. Y ella levisitaba todas las semanas con los poemas que escribía o con los que leía, con fragmentos denovelas y comentarios aprisionados en los márgenes con una letra minúscula. Él la observaba conla curiosidad de un entomólogo y acariciaba las páginas de los libros que traía con un cuidadoexquisito, con las yemas de los dedos. Hasta que un día esos dedos se posaron en los de ella y losdos se quedaron mirándose, extasiados por las palabras de un poema de Galeano. Eva recitó lasúltimas líneas en un murmullo mientras caminaba por el pasillo. Sintió que la piel se le erizabatodavía al recordar aquel momento. Los dos recitaban: “En los extravíos/nos esperan loshallazgos/porque es preciso perderse/para volver a encontrarse”. Y allí se encontraron sus labios.Como si besaran las palabras. Se estremecieron, se abrazaron, y Eva no volvió a verle. No quisoverle. Aquello no estaba bien, pero no había podido evitar soñarlo durante todo ese tiempo. Aveces le parecía que no había ocurrido hasta que escuchaba su voz a lo lejos, y se convencía deque la memoria no le estaba jugando una mala pasada.

Se paró en seco frente a la puerta del despacho del profesor Eduardo Bayó. No había luz en suinterior y sintió que el estómago se le encogía. De repente la inexplicable urgencia de tener ellibro se había convertido en un imperioso deseo de verle, de escucharle, de mirarle a los ojos denuevo. Un examen la separaba de convertirse en una licenciada en Filología Hispánica. Unexamen para dejar de pertenecer a la institución académica. ¿Acaso había estado esperando todoeste tiempo? Se frotó las manos, que se habían quedado congeladas a pesar de que hacía un calorespantoso, y suspiró.

—¿Buscas a alguien? ¿Te puedo ayudar?La profesora Silvia Chaparral asomó la cabeza desde su cubículo. Llevaba más de una hora

esperando a que algún estudiante acudiera a la revisión de exámenes, pero nadie había aparecido. —Estaba buscando al profesor Bayó para pedirle un libro que necesito.Eva seguía enfrente de la puerta del despacho del profesor, como si pudiera abrirse en

cualquier momento.—Quizás pueda darte algo —se ofreció la mujer, tomando unas gafas azules del escritorio y

colocándoselas cuidadosamente.Eva citó la referencia del volumen sin mucho interés, y Silvia deslizó sus dedos sobre las

decenas de libros que se apilaban en sus estanterías. Algunos estaban dispuestos en filas, otros enmontones de diferentes alturas y unos cuantos simplemente sobrevivían en sorprendente equilibrioentre otros objetos como fotos, trofeos, muñecas rusas y relojes de madera.

—No lo tengo —anunció, y se fijó en la mirada perpleja de la chica—. Aunque mi despachoparezca un caos, en mi mente todo tiene un orden.

—No importa —dijo Eva, sonriendo. Y lo decía de veras, porque sabía que el libro ya erauna mera excusa.

—Quizás puedas encontrarle en “La Galería”. Suele ir a tomar algo allí por las tardes. “La Galería” se había convertido en el refugio de los estudiantes después de clase, aunque en

épocas de exámenes solamente se llenaba cuando quedaban después para comentar las preguntas yrelajarse un poco. Aquella mañana el local estaba casi vacío, así que Eva se distrajo mirando auna mujer que jugaba en la máquina tragaperras junto a una gran puerta cubierta por una cortinaroja que daba acceso a una sala de conciertos.

La puerta del local se abrió haciendo que unas campanillas poco afines con la ambientaciónemitieran un sonido celestial. Jorge se acercó a Eva con una cerveza en la mano.

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—¿Has conseguido el libro? —preguntó, haciendo equilibrios por dejar los apuntes sobre untaburete—. Cuando terminemos el examen nos vamos a ir por ahí de fiesta, ¿qué te parece?Llevamos sin salir casi un año —y se quedó mirando un cartel de conciertos en directo que estabapegado en una pared contigua—. 14 de junio. Concierto Tributo a Queen.

—Eso es tres días antes del examen, Jorge. Y no, no tengo el libro. Bayó no estaba, pero meha dicho la Chaparral que suele dejarse caer por aquí.

—Alguna vez lo he visto por aquí, sí. Oye, piénsate lo del concierto, anda. ¿No decías queteníamos que distraernos un poco? A mí me encanta Queen, así que apúntate la fecha.

No podía decirle que no. Su abuela siempre le había dicho que encontraría muchas amistadesen la universidad. Después de ser un ‘bicho raro’ en el instituto por estar siempre con un libro enla mano, había tenido expectativas muy altas sobre hacer amigos. En un grupo de 125 personas,solamente sesenta había llegado al último curso. Había mucha competitividad, apuntes quedesaparecían, trabajos en grupo que causaban broncas y peleas, y Eva había preferido mantenerseal margen. Siempre que podía, trabajaba con Jorge. Le debía al menos eso: un concierto de finalde carrera.

—¿Qué haremos después de esto? —preguntó Eva, apurando el vaso.—Yo voy a seguir estudiando hasta que me vaya a dormir.—No, bobo, digo después de terminar la carrera. No sé si opositar o irme un año al extranjero.—Pues ya he empezado a enviar currículums para trabajar en editoriales. Si me dicen que no,

tendré que contentarme con ser funcionario del estado en algún momento, quizás cuando tengacincuenta —Jorge suspiró y volteó los ojos.

—Yo no sé si quiero empezar a trabajar tan rápido. Me encantaría irme al extranjero, conocerotras culturas, quizás enseñar español en otro país. Sería genial —Eva acariciaba el vaso decerveza mientras soñaba despierta.

—Pues hazlo.—¿Y mi abuela?—Pues llévate a tu abuela adonde vayas. Con ese espíritu juvenil que tiene seguro que iba a

pasar desapercibida.—¿Espíritu juvenil? ¡Pero si no me deja llegar a casa más tarde de medianoche!—Por eso te lo digo —dijo el chico con risa socarrona.—Si mis padres estuvieran aquí, las cosas serían diferentes.Eva acarició su pelo y empezó a trenzarlo con los dedos. Siempre lo hacía cuando se ponía

nostálgica o cuando intentaba solucionar un problema.—Ten cuidado con lo que deseas, que a veces las cosas se cumplen. Igual cualquier día

aparece tu padre por aquí, ¿no lo has pensado?—Ya no. Además, mi abuela lo echaría a escobazos de casa. No lo quiere ver ni en pintura.

Dice que es el culpable de las desgracias de la familia. Se olvida de que yo no estaría aquí si nofuera por él.

—Imagino que la versión de tu padre será muy distinta —apuntó Jorge, dando vueltas alposavasos—. Mis padres decidieron que era mejor que no fuera con ellos por media África ytampoco lo entiendo, pero no cambiaría otra opción por estar con mi abuelo, por muy pesado quese ponga a veces.

Los dos se quedaron en silencio mirando el mostrador de la barra del bar como si tuvieran unapantalla de televisión. El padre de Eva había desaparecido al poco tiempo de morir su madre y yano había vuelto a dar señales de vida. Ni siquiera había intentado contactar con una carta, una

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llamada o una visita. Cuando Eva iba al colegio, a veces se quedaba mirando a los hombres queesperaban a sus hijos a la salida detrás de las vallas. Se imaginaba que uno de ellos era su padre,que abría los brazos, flexionaba las rodillas y preparaba la mejor sonrisa para abrazarla. Unsueño infantil que después se había esfumado.

—Perdonad que os interrumpa —escuchó Eva a sus espaldas. Se giró y vio al profesor Bayócon camiseta y vaqueros. Llevaba un libro en la mano y sonreía. A Jorge no le pasó desapercibidoque el dibujo de la prenda era la portada del disco “A Night at the Opera”.

—¿Te gusta Queen?El profesor los miró dudando sobre si seguir con la conversación que quería iniciar o contestar

a Jorge.—Sí, claro que me gusta, ¿a quién no?—Pues hay un concierto tributo aquí el viernes, por si se anima.—Lo pensaré —posó su mirada sobre Jorge durante unos segundos, como si lo quisiera

hipnotizar para que se estuviera allí quieto, y se giró hacia Eva—. Me ha dicho la profesoraChaparral que necesitabas este libro.

El profesor no la miró a los ojos. Dejó el libro sobre la mesita en donde estaban apoyadas lascervezas. Los dos se quedaron mirando brevemente la cubierta para luego levantar la cabeza ysonreírse. El profesor carraspeó, se puso una mano en la cintura e hizo ademán de girarse hacia lapuerta, como si quiera forzar su cuerpo para marcharse, porque en realidad se resistía a hacerlo.

—Espera, ¿quieres tomar algo con nosotros? —le propuso Eva.Eduardo Bayó no tardó en arrastrar un taburete para sentarse junto a ellos. Eva se fijó en sus

manos, aquellas que había acariciado tres años atrás. Eran unas manos grandes y fuertes que nocorrespondían a un hombre que llevaba una tiza o un bolígrafo entre los dedos casi todo el tiempo.Parecían las manos de un artesano. Unas manos fuertes, sin ser nudosas o rudas. Las comparó conlas manos de Jorge, con sus dedos larguiruchos y delgados, con esos nudillos sobresaliendo y lapiel tan blanca. No pudo evitar sonreír mientras pensaba en aquellos dos pares de manos.

—Si necesitas algo de bibliografía para el examen, tengo en casa. Te puedo traer lo quenecesites. Vengo aquí a esta hora casi todos los días, por despejarme un poco —añadió elprofesor e hizo un gesto para que le sirvieran una cerveza.

—Yo también tengo el mismo examen —apuntó Jorge, clavando los ojos en los de Eduardo.Eva siguió mirando al profesor como si fuera la primera vez. Estaba muy diferente sin sus

acostumbrados pantalones y camisas. Con vaquero y camiseta parecía más joven. ¿Cuántos añostendría? ¿Treinta y pocos? Podría haber sido un presentador de televisión o, mejor, un actor. Conaquella forma de leer los textos en clase que hipnotizaba. Esa vis dramática que le había conferidoun porte de galán de novela romántica, como si fuera siempre hechizando con sus palabras y sumirada.

—Hacía mucho tiempo que no hablábamos —dijo él, al fin, haciendo un esfuerzo que le costóque la voz se le quebrara al final de la frase, justo cuando había decidido mirar a los ojos a Eva.

—Cerca de tres años —puntualizó ella.Tres años y seguía sintiendo un cosquilleo en la tripa, una curiosidad por mirar sus manos, un

hormigueo al escuchar su voz. ¿Qué demonios tenía ese hombre para hacerla estirar sus plumascomo un pavo real?

—Hoy he quedado a comer con mi abuelo, Eva. Termínate la cerveza y te acerco a casa en lamoto —dijo Jorge, dando una palmada en la mesa que la sobresaltó.

Eva asintió y sonrió con los labios apretados a Eduardo.

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—Que os vaya bien el último examen —les deseó el profesor, agitando una mano para decirlesadiós.

Eva volvió la cabeza para mirarle de nuevo desde el exterior. Le vio mirarse los dedos de lasmanos y suspirar. Siempre estaba solo. ¿Adónde iría ahora? ¿A su casa? ¿Tendría familia o viviríaen un piso compartido o quizás en una residencia para profesores? No tenía ni idea, pero empezóa elucubrar sobre él mientras cruzaba la ciudad abrazada a la espalda de Jorge.

CAPÍTULO 2

El profesor Eduardo Bayó atravesó el pasillo principal apretando una decena de libros contrasu pecho. Cualquiera diría que los estaba protegiendo de un holocausto nuclear. Caminaba conpaso rápido hacia su despacho: un cuchitril en el que a duras penas había podido incorporar unaestantería a la mesa y silla que hasta entonces habían conformado su exiguo mobiliario. Cada díaal terminar las clases revisaba que todos los libros estuvieran de nuevo en su lugar, ordenadosalfabéticamente como un ejército siempre dispuesto a pasar revista. Los viernes solía dar unseminario específico sobre literatura hispanoamericana, y acababa las clases a las seis de latarde. En aquellas ocasiones, después de la comprobación bibliográfica de rigor, cerraba la puertade su cuartucho y se marchaba a tomar una caña a “La Galería”.

Al principio se convenció de que iba a allí porque era un local que le gustaba. Era uno de esossitios que había tenido la mala fortuna de pasar por decenas de manos. Había sido un bar debarrio, una cafetería donde se servían tartas, un local punk y una sala con monólogos. Ahora losdueños habían decidido darle un toque neutro que lo alejaba de cualquier etiqueta. Quizás fuerapor eso que a Eduardo el local le había pasado desapercibido hasta que vio un ambiente amable,lleno de madera y colores de tonos bosque, y se sintió invitado a sentarse allí para simplementemirar a la gente. Eso es lo que se dijo, pero en realidad la primera vez que entró vio allí a Eva,riéndose a carcajada limpia con algo que le había contado Jorge y, desde ese momento, sus visitasa aquel bar se habían hecho más frecuentes.

Miró su agenda. Aquel era el día del concierto tributo a Queen. Eva no se había puesto encontacto con él desde que se habían visto en el bar, y pensó que quizás podrían encontrarse allí.Miró el reloj y se dio cuenta de que quedaban más de tres horas hasta que empezara, así que

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decidió dar un paseo por la ciudad. De adolescente odiaba a los de la capital y ahora se habíaconvertido en uno de ellos. No era tan grave. Había mucha gente y muy distinta, pero cada barrioera un pueblo. El ambiente universitario era muy parecido al que tenía en su Valladolid natal ytampoco le había costado acostumbrarse a las manías madrileñas, especialmente a las prisas queles hacían pedir el café y la cuenta a la vez. Lo peor había sido hacerse a estar solo. Aquellatransición entre hacer todo en pareja, hablar en primera del plural y tener que consultar cualquierdecisión mínimamente importante a la situación de estar consigo mismo había sido muy rara.Cuando Virginia decidió marcharse a Estados Unidos, él no quiso seguirla. Después de diez añosjuntos, él quería una casa, una familia, una plaza de titular en la universidad y unas vacaciones enla casa de siempre en Formentera. Pero no, Virginia no quería eso. Y se marchó. Le dio un beso enla frente y cerró la puerta. Se cerró un capítulo.

Sintió sed. En vez de parar en cualquier garito pensó que sería una buena idea volver a “La

Galería” y coger un buen sitio. No se trataba de ver bien el concierto sino de situarseestratégicamente cerca de Eva y escuchar su risa. A veces pensaba cosas que creía enfermizas,como esa misma. Llevaba tres años intentando alejar de su mente aquello. Ella ya no había vueltoy él no quería meterse en líos. Cruzaba de escalera se la veía de lejos o intentaba quedarse en elaula si sabía que estaba saliendo su grupo de la clase contigua. No estaba bien. Él era un profesory ella una alumna. Aquello no podía más que perjudicarles a los dos y no había sido más que unmomento de exaltación estética. Les había unido una emoción sustentada por unas palabras que yase habían esfumado de sus cabezas. O tal vez no. Quedaba poco para que dejaran de ser profesor yalumna. Sabía que estaba a punto de hacer su último examen. Lo sabía porque había cogido toda labibliografía de la asignatura con la esperanza de que ella fuera a buscar algún libro a su despacho.Y la estrategia había funcionado. En el fondo quería no haber sentido nada. Le hubiera gustadodarle el libro y salir del local sin más, pero no se iba a engañar. Aquel beso se le había quedadopegado a la memoria como un sello de coleccionista.

Franqueó la puerta del local y se abrió paso a codazos hasta la barra. Observó con intriga

cómo aquellos jóvenes se relacionaban. Le llamaban la atención su convencimiento de saberlotodo, de creerse en posesión de la verdad y arrojársela en la cara a la mínima oportunidad. Enaquella época él había sido un soñador, y admiraba la capacidad de poder crear sueños. Quizás yafuera demasiado tarde. Quizás ya la había perdido.

El local comenzaba a estar lleno de veras. Unas veinte personas hacían cola en el exterior, y ladecena de chavales que se agolpaban en la barra ya comenzaban a levantar la cabeza para buscarun lugar en el que poder ver el concierto. Parecía que Queen no entendía de generaciones. Se zafóde varios codazos de personas que querían adelantar su posición en el local. Abandonó el tabureteen donde se había apoyado y comenzó a analizar todas las cabezas, hasta que encontró una melenacastaña al lado de otra persona con el pelo pelirrojo. Eran Eva y Jorge. Los vio dudar alrededorde una mesa redonda situada en el extremo izquierdo junto al escenario y comenzó a serpentearentre la gente hasta situarse justo a su lado. Muy discretamente, cuando vio que Eva se acercaba auna de las sillas, él se sentó también. La chica permaneció de espaldas unos segundos hasta que segiró, su melena color avellana flotó en el aire y entornó la cabeza para quedarse mirando a suacompañante inesperado.

—¡Profesor Bayó! —exclamó, mirándole y poniéndose en pie de un brinco.Eduardo solamente pudo ver su silueta en primera instancia, hasta que el dueño accionó las

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luces para facilitar la entrada de los clientes a la sala del concierto: un espacio cuadrado con unescenario que recorría una de sus paredes.

—Señorita Eva Quijada Quer —saludó caballerosamente él, mientras sus ojos se acomodabana la claridad—. Por favor, no te levantes, no espero a nadie más.

Ella sonrió sin saber qué decir. Inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.—Toma asiento, insisto —carraspeó, sus manos temblaban, así que las ocultó debajo de la

mesa. Miró de reojo a Jorge, que se peleaba por llegar a la barra mientras el resto de losocupantes del local iban en dirección contraria para tomar sitio en junto al escenario.

—Me encanta Queen —dijo Eva, moviendo la silla ligeramente para que pudieran verse lascaras—. Mi madre solía poner sus discos los domingos.

—¿En serio? —inquirió él mostrando verdadero interés por aquella mujer que había sustituidola misa, el vermut y la paella por aquel ritual.

—De verdad —dijo ella sonriendo y mostrando una línea de dientes perfectos.—¿Y ahora lo sigue haciendo o lo haces tú ya por costumbre?Eva sujetó un mechón del flequillo detrás de una oreja y tragó saliva. Por su gesto Eduardo

intuyó que había hecho una pregunta incómoda, arrastró la silla para estar más cerca de ella ybuscó una vía de escape.

—Bueno, lo importante es que es un recuerdo que te hace sonreír. Eso está bien.Quizás el problema era ese, que se le había pegado una sonrisa de la que no podía librarse.

Una sonrisa sanguijuela que estaba enmascarando la alegría que sentía por estar al lado delprofesor. Para variar, estaba buscando sus manos, pero las tenía escondidas debajo de la mesa.Inclinó la cabeza y las vio posadas sobre sus rodillas, como si estuviera en tensión.

—¡Ya estoy aquí! —exclamó Jorge, dejando dos coca colas con hielo y limón sobre la mesa, ydesplomándose sobre la silla libre—. Si lo llego a saber me traigo la bebida de casa, menudorobo —apuntó—. ¿Qué tal le va, profesor Bayó? Veo que se ha animado a venir a la cita.

Los cinco miembros del grupo subieron al pequeño escenario semicircular y comenzaron a

probar sus trastos. En unos minutos se escucharon los primeros acordes de “A Kind of Magic”. Elpúblico estaba entregado. Ya fuera de pie o desde las mesas, se escuchaban palmas acompañandoel ritmo o voces acompañando al cantante. El grupo había colocado un proyector que lanzabaimágenes de Freddy Mercury y su banda por las paredes. A cada tanto el público prorrumpía enaplausos y vítores.

—No sabría cuál elegir —les comentó Eduardo a sus exalumnos en un receso de la banda—.Creo que, si tuviera que quedarme con alguna, probablemente sería con “The Show must go on”.

—¿En serio? No te pega nada —rio Eva. El profesor se quedó mirándola muy serio —. No lodigo como un insulto, es que es una canción muy triste —intentó explicarse ella.

—Sí, tiene que ver con seguir adelante, pero también con fingir para que el espectáculo siga, apesar del dolor y la tristeza que estaba experimentando. Separaba su vida profesional y personal,porque entendía que se debía a su público.

—A ver si ahora vamos a hacer un análisis de metáforas en la letra, Bayó, que estamos enhorario fuera de la universidad —le advirtió Jorge socarronamente.

Eduardo se removió en la silla pensando que estaba sonando como un catedrático más quecomo el colega de cervezas al que aspiraba. Tocó a Eva en un hombro para que se volviera y lepreguntó cuál era su canción favorita.

—Yo me quedo con ‘Bohemian Rapshody’, sin lugar a duda.

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—Nunca lo hubiera adivinado —admitió el profesor.—Lo tiene todo y me recuerda a mi madre. Es un himno. Es como la vida misma. Un puzle de

cosas. Y sí, antes de que me lo explique, sé que es una rapsodia.—Una canción ensamblada, al menos para los griegos —apuntó Jorge, mirando al profesor.—Muy bien, ¡matrícula! —dijo Eduardo, señalando con el índice al chico—. Es una canción

muy madura para que la elija una chica de veintitantos, dice mucho de ti.—¿Madura? Pero si es una locura de letra. “Galileo, Galileo, ¡Fígaro!” —dijo Jorge, forzando

la voz para llegar al falsete—. No tenéis ni idea, la mejor es “Bicycle Race”, sin lugar a duda —dijo Jorge, al ver que nadie le preguntaba.

El momento apoteósico del concierto llegó con “Another One Bites the Dust”. La primera en

levantarse fue Eva que, como poseída por la melodía, comenzó a sacudir la cabeza al estilo debaile de los años 60. Recordaba a su madre haciendo lo mismo en el jardín de su casa,balancearse con la cabeza abajo sacudiendo su melena larguísima. Después echó los brazos alaire y comenzó a corear el estribillo. Jorge daba palmas y la jaleaba desde el asiento, así queEduardo aprovechó para levantarse y acompañar a la chica montando una pequeña coreografíaque pronto llamó la atención de la banda. El cantante les hizo un gesto para que subieran alescenario por unas escaleras traseras. En pocos segundos se vieron compartiendo un micrófono ycantando el final de la canción.

—¡Vamos Bayó! —se oyó entre el público. Eduardo, lejos de arrugarse, comenzó a entonar lamelodía encadenando las letras e invitando a Eva a que le acompañara en aquel alarde musical.

El número acabó con un aplauso atronador de toda la sala, mientras Eduardo y Eva reían acarcajadas, aún sonrojados por el atrevimiento. Se miraron y se rieron, todavía con el corazónacelerado por la adrenalina. Cuando el cantante comenzó a cantar las primeras letras de “TheShow Must Go On”, la sala se oscureció y los mecheros comenzaron a llenar de puntos de luz lasparedes, como una noche despejada en verano. Eva se dio aire con las manos, sintió un calorhorrible que no sabía si achacar a los focos o a la vergüenza súbita que le había invadido. Jorgese ofreció para pedir una segunda ronda de bebidas y se marchó a la barra aprovechando que lagente se agolpaba frente al escenario. Eduardo todavía estaba sofocado, su respiración era agitaday no podía dejar de mirar a Eva. La cogió de la mano y descubrió que estaba todavía temblando.

—Ha estado bien, ¿no? —le preguntó. Ella apretó sus dedos y asintió—. ¿Quién te iba a decirque tu profesor de literatura tenía un lado cantante escondido?

—Eres una caja de sorpresas. Me espero cualquier cosa de ti.Eduardo quiso abrazarla, pero se tuvo que contentar con acariciar la mesa con la palma de la

mano. Miró a Jorge hacer equilibrios con los vasos en medio de la sala y, al comprobar que labanda volvía a hacer otra pausa, se levantó a su encuentro para asistirle antes de que fueraabordado por un grupo de fans sedientos.

—Madre mía, qué marcha tiene Bayó —dijo Jorge, mientras se sentaba—. Seguro que mañanava a ser la ‘comidilla’ de la facultad.

—Bueno, teniendo en cuenta que estamos en junio… Estas cosas suelen olvidarse después delverano o bien se convierten en bulos que nadie se cree. Además, es posible que no siga el año queviene.

—¿Dejas la universidad? —preguntó Eva alarmada. Le daba pena pensar que los futurosestudiantes perdieran la posibilidad de asistir a las clases de uno de los mejores profesores de lafacultad.

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—El vicedecano quiere que haga docencia en el extranjero. Lleva persiguiéndome todo elcurso, pero no estoy seguro de que sea el mejor momento.

—Enseñar fuera tiene que ser toda una experiencia —apuntó Jorge, meneando los hielos de surefresco con un dedo.

—Marcharse no es tan fácil.—Bueno, sí, claro… Tendrás que llevarte a la mujer y a los hijos, ¿no? —le preguntó Jorge,

con un inesperado interés por la vida del profesor.—No, eso no es problema. No tengo mujer ni hijos. Es más bien que me da cierta pereza tener

que dejar mis rutinas, pero a lo mejor me viene bien —se quedó mirando a Eva, que no perdíadetalle de sus movimientos—. A veces hay que tomar algunos riesgos para poder ser feliz.

—¿Y no eres feliz ahora? —le preguntó Eva.Eduardo tardó demasiado en elaborar su respuesta y para cuando la tenía preparada, sonó: “Is

this the real life? Is this just fantasy?”. El cantante se sentó al piano para comenzar a tocar losacordes de ‘Bohemian Rhapsody’. Eva volteó la silla y se aisló de todo. Estaba sola con lamúsica porque esa canción le estaba hablando a ella. Escuchó las primeras líneas con los ojoscerrados. En su mente bailaba descalza una mujer con un vestido blanco. Sus pies recorrían depuntillas el césped y levantaba los brazos. Era lo que recordaba a través de sus ojos de niña. Unamujer con un vestido blanco y una trenza interminable que giraba y giraba, reía y reía, y después lacogía en brazos y la hacía dar vueltas con ella. Hasta que llegaba la abuela y las regañaba porandar descalzas por el jardín. Un pedazo, un recuerdo, un parche de un pasado feliz. Eva sonrió,todavía con los ojos cerrados, y el profesor Bayó se inquietó en su silla. La veía de espaldas, tanquieta, que no sabía si estaba tarareando la canción o se había enfadado por no haberle dado unarespuesta más rápida. Se incorporó de su silla y se inclinó para mirarla. Lo hizo con muchadiscreción, fingiendo que estaba interesado en algún elemento del escenario. Pensó en levantarse ymarcharse porque tenía ganas de abrazarla, ganas de cerrar los ojos y sentir lo que ella sentía. Serparte de aquella rapsodia de recuerdos que la había raptado por unos minutos. Siguióobservándola de reojo mientras ella, con las manos posadas sobre las rodillas como dosmariposas absortas en una flor exótica, se había puesto a cantar. “¡Mamma!”, gritó, y la emociónle resonó en el pecho, como si hubieran tocado un gran tambor a su lado. La banda acabó lacanción con el famoso gong y el público se quedó diez segundos sin palabras.

—¡Qué buena! —chilló Jorge, que fue el primero en comenzar a aplaudir con ganas animando alos demás a hacer lo mismo. Las luces se encendieron para que pudieran disfrutar de un últimoaplauso.

—¿Te ha gustado, Eva?Eduardo apoyó su mano sobre el hombro de ella, mientras la chica se apresuraba a secarse las

lágrimas temiendo que iluminaran la sala de súbito. Tenía la sonrisa por defecto en la cara. Esasonrisa que uno puede fingir después de un buen sofocón.

—Sí, creo que ha sido un buen grupo tributo. Quizás el mejor de los que he visto —aclaró,mientras se levantaba y arrastraba la silla a su sitio.

—Te has quedado con los ojos cerrados. ¿Pensabas en tu madre?—Solíamos bailar esta canción en el jardín. Era muy pequeña, así que son recuerdos muy

difusos que aparecen cuando veo o escucho algunas cosas.—A mí esas cosas ya no me pasan —confesó Eduardo, y pasó la mano por el cinturón del

pantalón en un gesto nervioso.—Tengo que marcharme ya —dijo Jorge, levantándose de la silla y haciendo que sus

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compañeros de mesa hicieran lo mismo—. Mañana quiero levantarme pronto a estudiar. Eva,¿quieres que te acerque? Tengo la moto aparcada allí —y señaló hacia un descampado próximo alotro lado de la ventana.

Eva sabía que la reprimenda de la abuela por llegar a esas horas iba a ser descomunal, pero elconcierto le había subido la adrenalina y el ánimo. Se resistía a volver a casa, meterse en la camay gastar dos o tres horas dando vueltas hasta que se quedara dormida por aburrimiento. Comenzó atrenzar su melena castaña con los dedos, como si eso la ayudara a pensar.

—Puedo acompañarte a casa, si quieres. No tengo coche, pero podemos ir dando un paseo, sino está muy lejos —se ofreció Eduardo, mientras salían del local, que ya estaba prácticamentevacío.

Jorge se despidió con desgana. A lo lejos se escuchó el rugir de la moto derrapando por latierra del descampado. Eva pensó que quizás su amigo se había enfadado. Quizás quería dejarlaen su casa con la moto para caerle bien a la abuela y ganar puntos también con su abuelo, eldoctor. Eva suspiró. No había más que pensar. Allí estaba con Eduardo, que la miraba dudososobre qué camino tomar. Eva se puso a su lado y echaron a andar. Buscó en el bolso y sonrió alver que había metido una chaqueta. La tela azul se desplegó en el aire, como en un truco deprestidigitador, para después cubrir su cuerpo. Notó que Eduardo la miraba de reojo de vez encuando y se mesaba el pelo hacia atrás suspirando. Volvió a fijarse en sus manos. Esas que habíavisto escribiendo, sacudiéndose en el aire con energía al recitar un poema de Mario Benedetti,señalando la pizarra, y abrazando el montón de libros con el que recorría los pasillos de lafacultad.

—¿Y cuáles son tus planes ahora que acabas la carrera?—No lo he pensado todavía. No puedo dejar a mi abuela.—¿Vives con ella?—Sí. Las dos solas. Suena triste, ¿verdad? Pero en realidad no lo es. Estamos bien.—Bueno, uno no está nunca del todo solo. Siempre tienes la compañía de ti mismo —apuntó

Eduardo riendo—, pero te entiendo. Me imagino que ahora mismo lo que quieres es algún empleoseguro para estar tranquila en casa.

—No, no, lo que quiero es ver mundo y hacer cosas nuevas. Esas cosas que no he podido hacermientras estaba en la carrera porque me llevaban mucho tiempo —aclaró Eva, mirando al cielocomo si estuviera lanzando un deseo a las estrellas—. Una cosa es lo que quiero hacer y otra muydistinta lo que debería hacer.

—Cuando acabé la carrera también tuve que tomar esa decisión. Imagino que a casi todos nospasa.

—¿Y qué hiciste?—Hice lo que pensé que debía hacer en aquel momento.Eva detuvo el paso y se giró hacia Eduardo para preguntarle por lo que había pasado después.—Nunca lo sabré. Uno siempre anhela haber tomado el otro camino. Es como el poema de

Robert Frost, se van abriendo bifurcaciones en tu vida y tienes que tomar decisiones.—¡Qué horror! Me están entrando ganas de repetir curso —bromeó Eva, aunque en verdad

sentía una culebrilla subiendo por su estómago, como si estuviera preparándose para enfrentarse aun vendaval.

—Hay cosas peores.—¿En serio?—Sí, lo peor es cuando no decides y alguien lo hace por ti y, encima, se equivoca.

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—¿Te ha pasado eso?—No, mi vida es el fruto de mi mala cabeza. Nada más.—¿Y qué hubiera pasado si hubieras tomado el camino menos trillado?Un vientecillo ligero se había colado por la ciudad. El calor del día estaba empezando a

disiparse a esas horas de la noche. Se veía el vapor emanando del asfalto cuando cruzaban lascalles. Eduardo se mordió los labios, metió las manos en los bolsillos y contestó.

—Estaría viviendo en Estados Unidos con mi antigua novia, tendríamos un par de críos yviviríamos en una urbanización con casas idénticas, todas con jardín… o quizás no. Quizás estaríaaquí mismo, hablando contigo.

—Nunca lo sabremos —dijo Eva. Los dos se quedaron uno frente al otro bajo una farolaesperando a que el otro sonriera primero—. Vivo aquí —y señaló una casa que se dibujaba en lapenumbra detrás de una verja pintada de negro. En el interior, unos farolillos dispuestos en eljardín apenas llegaban para alumbrar la puerta de entrada.

—Me ha gustado mucho compartir el concierto contigo. Hacía tiempo que no nos veíamos…Eva miró al suelo, a sus zapatillas blancas frente al asfalto gris. Él todavía se acordaba.

¿Cómo olvidarlo?—Mi abuela me va a matar —se disculpó.—¿Y qué le vas a decir?Eduardo se metió las manos en los bolsillos, esperando una respuesta propia de la creatividad

de su estudiante.—Le voy a decir que era Queen. Lo entenderá.Eva abrió la verja, guiñó un ojo al profesor y caminó hacia la casa. Eduardo se dio media

vuelta y escuchó entonces en el silencio de la noche el rugido de una moto arrancando yalejándose.

CAPÍTULO 3

El camino de vuelta a casa se le hizo más largo de lo que hubiera querido. No podía dejar depensar en Eva, en lo que le había dicho, en sus ojos cerrados mientras sonaba ‘BohemianRhapsody’, en la chaqueta azul desplegándose sobre su cuerpo, rozándola, en su sonrisa honesta.Caminó la hora que le separaba de su casa. En realidad, la casa de Eva no le pillaba de camino,

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sino al otro extremo de la ciudad, pero qué importaba eso ahora. Abrió la puerta del portal. Lacerradura emitió un chasquido seco. Vivía en un complejo antiguo de bloques construidos en laposguerra, que solo se levantaban en cuatro pisos de altura. Tenía la buena suerte de que suvivienda estuviera en un cuarto y que la urbanización estaba sobre un montículo, así que desde lasventanas del salón veía precipitarse el barrio hacia el río. Ahora las luces de los centenares deventanas, farolas, escaparates y estrellas titilaban al unísono sobre un cielo oscuro sin nubes.

Entró en su dormitorio y dejó en el galán de noche la ropa que llevaba puesta, doblándola consumo cuidado. Aquel gesto lo había heredado de su padre que, como buen sastre, había inculcadoa sus tres hijos varones el respeto por el género textil. Todavía recordaba como por las nochesentraba en su dormitorio antes de que fueran a acostarse y pasaba revista del estado de lahabitación. Si no era de su agrado, los tres dormían en el suelo. Ahora, con el paso del tiempo,Eduardo había comprendido que aquellos actos de control exagerado y despotismo le dabanseguridad a su padre. En el fondo no era un mal hombre, pero se había dado cuenta de que asípodía tenerlo todo controlado. Un universo perfecto en el que sus hijos encajaran comomecanismos sin tacha. Y la única manera de conseguirlo, el castigo. La consecuencia: todoshabían salido huyendo antes de lo esperado. Miguel se había marchado a Buenos Aires y habíaempezado una nueva vida allí; Alejandro había montado un negocio en Barcelona, y él, el máspequeño, había terminado viviendo con unos amigos más mayores cuando apenas había cumplidolos dieciséis años. Dos años después le comunicaron el fallecimiento de su padre. Había muertosolo, en la tienda, mientras trabajaba. Los pocos ahorros que tenía sirvieron para pagar deudas ydejar un dinero con el que Eduardo había cerrado la casa familiar, la había dejado a unos tíossuyos, y había hecho las maletas para ir a estudiar una carrera a Madrid.

Abrió el armario. Todo se encontraba pulcramente organizado por colores y tipos de prenda.Quizás había llegado a lo obsesivo, pero no podía verlo de otra manera. Necesitaba ese ordenpara sentirse seguro. Era como su padre. Sí, quizás era como su padre. Le dio miedo tan solopensarlo. Se sentó sobre la cama y cerró los ojos. ¿Por qué su cabeza había terminado llevándolehacia el pánico? Aquella noche no podía irse a dormir así, lleno de rencor y dolor. Todavíaguardaba en sus retinas la imagen de Eva cantando con él sobre el escenario, brindando, riendo, yemocionándose con sus pensamientos. Debía quedarse con eso y no con los recuerdos del pasado.¿De qué le servían ahora? ¿Para qué torturarse con una infancia que ya no necesitaba? ¿Acasodebía librarse de esa pena para poder seguir adelante? No, rotundamente no. Hacía tiempo quehabía empezado una vida nueva en Madrid. Ya no necesitaba tirar de un hilo al que no esencontraba atado. Alargó los brazos hacia el techo para estirar la espalda y se incorporó. Decidióleer un rato. “Pedro Páramo” ya le había estado esperando demasiado.

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CAPÍTULO 4

Su abuela ya había sucumbido a los brazos de Morfeo cuando Eva llegó a casa. Se asomó a suhabitación, que todavía permanecía iluminada por la pequeña lamparita de cuerpo de porcelana.Encima de la mesilla había una pila de sobres rosados y una pluma. Observó que la ventana estabaabierta de par y par, descorrió la mosquitera y apagó la lamparita. ¿Así que la abuela ya estabapreparando su sorpresa de cumpleaños? Aquellos sobres solamente podían significar eso. El añopasado habían sido amarillos y la abuela los había dispuesto por diferentes sitios de la ciudad amodo de juego de pistas. Eva debía adivinar un acertijo para saber dónde encontrar el siguiente.Al final lo de menos era el premio definitivo. No sabía si aquel juego anual por su cumpleaños ladivertía más a ella o a su abuela. El caso es que ya sabía que estaba preparando el siguientepaquete de adivinanzas, aunque todavía quedara más de un mes para la celebración. Con esasensación de incertidumbre y alegría, se quedó dormida sobre la cama.

Su sigilo fue la mejor coartada con la que defenderse en el desayuno, ya que mantuvo haber

llegado solo veinte minutos más tarde de la hora límite porque había esperado a que laacompañaran. La explicación había cerrado un asunto, pero había dejado otro abierto y, paracolmo de males, había algo que la podía delatar.

—Me conozco de sobra esa sonrisa que llevas puesta, que se queda encajada en la cara comouna mascarilla de arcilla. ¿Quién te acompañó a casa? Era un chico, ¿no? —interrogó la abuelacon los brazos en jarras.

Eva dudó un poco, y al final tuvo remordimiento por el porcentaje de mentiras que habíaintroducido en la historia. Un poco de verdad no haría daño, se dijo.

—Sí, un chico, abuela.—¿De la universidad?—Sí, de la universidad —dijo ella, disimulando la diversión que le producía aquella

coincidencia.—¿Y es aplicado?—El que más —continuó ella, siguiendo el juego.—¿Y tiene buenas intenciones?—Que sí, abuela, que es de fiar.—A estos ya me los conozco yo, que te acompañan a casa y luego se quedan con la dirección

para estar dándote la lata —remató muy digna, como la folclórica que pega la vuelta volteando lacola de su bata—. ¿Y me lo vas a presentar? —insistió.

—Abuela, no seas pesada, por favor.—Mira que yo tengo buen ojo. Si no te merece la pena, te puedo ahorrar tiempo. Con lo mío no

sirvió, pero con los demás sí. Si tu madre me hubiera hecho caso, buenos disgustos nos hubieraahorrado a todos —y se marchó de la cocina farfullando.

—Se enamoró de la persona equivocada, pero gracias a eso estoy yo aquí —razonó Eva en vozalta, y siguió a su abuela para dejar una taza en el fregadero.

—No quiero que aparezca por aquí uno de esos tipos que sale huyendo en cuanto huele

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dificultades. Tu padre no dudó en poner pies en polvorosa en cuanto tu madre empezó aencontrarse mal.

—Abuela, deja el tema. A ver si te va a dar otro jamacuco de esos —zanjó Eva.Dos golpes secos en la puerta de entrada. Ese era Jorge, que apareció con el pelo revuelto y

unas ojeras de espanto.—Otro que llegó a casa tarde —la abuela había retomado el tema—. Y tenéis el examen a la

vuelta de la esquina. Yo no digo nada, pero sois unos inconscientes.—Pues ya dices bastante, abuela. Vamos a repasar un rato en mi habitación.El chico subió las escaleras y se quedó mirando unos segundos a través de la vidriera de

colores de la pared que daba al exterior. Era curioso ver la calle desde sus múltiples tonos, comosi fuera un caleidoscopio. Una vidriera con decenas de pedazos de cristal de colores y unamariposa azul en el centro.

—Siempre se ve lo mismo —indicó la abuela desde el piso de abajo, apoyándose en elpasamanos de la escalera—. Me hace mucha gracia que mires siempre por ahí.

—No es cierto. Nunca se ve lo mismo. Mira, ahora mismo veo cosas diferentes de las que veíahace un minuto. Una bici, un árbol que se mueve y, si yo me muevo, también veo algo diferente,porque cambian los colores a través de los que lo veo. Veo una bicicleta azul —Jorge se agachóun poco para hacer la demostración— o verde. Nunca se ve lo mismo.

—Estás estudiando mucho y se te va la cabeza —farfulló la abuela, y se marchó al jardín. La habitación de Eva no era muy grande, pero lo suficiente para poder tener una cama de 90

con un edredón verde agua y unos cojines rosas (muy a pesar de Eva, a la que no le gustaba esecolor, pero su abuela se había salido con la suya con ese pequeño detalle). Completaban elmobiliario un escritorio de madera de cerezo y dos sillas de oficina azules, que habían conseguidode segunda mano hacía unos años. A Eva le gustaba que la ventana diera al jardín. Se veían detráslos árboles de la calle y más arriba el cielo. No había ningún edificio que entorpeciera su visiónnocturna. En la habitación también había una pequeña estantería con libros y dos fotografías deella. Una, recién nacida, en los brazos de su madre, y otra con sus abuelos. Jorge se sentó encimade la cama, como hacía siempre, y se quedó mirándolo todo para ver si había cambiado algo.Jugar a las siete diferencias en aquella habitación era poco viable porque las cosas se habíanmantenido así por mucho tiempo.

—Vaya morro le echó Bayó ayer, ¿no? —comentó mientras sacaba los cuadernos de lamochila.

—Nunca hubiera imaginado que se comportaría así —dijo Eva, rememorando el momento enel que habían salido a cantar al escenario—. Siempre me ha parecido un tío majo, pero ahora haganado puntos.

—Y tanto. Te acompañó a casa y todo —el tono de Jorge no denotaba mucho entusiasmo.—Le pillaba de camino a su casa.—Eso fue lo que te dijo, porque vive en la otra punta de la ciudad. Tardaría más de una hora en

llegar después.—¿Y tú cómo sabes dónde vive?—Pues porque lo he averiguado. Ayer me dejaste tirado. Me llevé la moto por traerte a casa y

al final te fuiste de paseo con el profesor. Me sentí fatal, ¿sabes?—Tranquilízate, vale —le pidió Eva, cogiéndole de las manos en un gesto cariñoso—.

Estamos muy nerviosos con el examen y creo que te está afectando. Ayer tú mismo dijiste que

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tenías que irte pronto a casa. Y Bayó me acompañó por ser educado.—Fue más que eso. No entiendo que siempre me hayas dicho que era un tipo arrogante, y ayer

terminaste bailando y cantando con él. Me juego el cuello a que, si vamos esta tarde a tomar algo a“La Galería”, va a estar allí como una estatua.

—No vamos a ir a ningún lado. Basta de distracciones, que tenemos el último examen y al finalla vamos a liar, Jorge —dijo Eva, a lo Mary Poppins, poniendo los brazos en jarra y a punto dechasquear los dedos.

El chico sacó unas hojas murmurando algo ininteligible entre dientes e intentó concentrarse enel texto subrayado.

—¿A ti te gusta Bayó?El chico no se atrevió a mirarla a la cara. Hizo como que subrayaba una frase que realmente no

era importante, y se puso a organizar los apuntes mirando las páginas por encima.—Jorge, pero ¿por qué me preguntas eso?—Porque a mí me parece que sí que te gusta.—Ahora mismo no estoy para pensar en chicos. Bastante presión tenemos con el examen.No era cierto. Ya no sentía presión. El examen había dejado de importarle. Aunque intentaba

comprender las palabras que había escrito en sus apuntes, no lograba sacarles su significado,quedaban como símbolos inertes flotando en el papel, porque lo que se le venía a la mente era lasonrisa de Eduardo, sus manos nerviosas debajo de la mesa, el cosquilleo de la adrenalina en sucuerpo mientras cantaban en el escenario y el sonido de aquellas palabras de despedida, quehabían sido una especie de ‘te he echado de menos’. Apretó los párpados e intento acordarse de loque era la ‘gramática universal’ con los labios dibujando una sonrisa de la que no se podíadeshacer. Jorge resopló, subrayó unas líneas y volvió a resoplar. Sin girarse para mirar a Eva,volvió a hablar.

—Es que ayer me sentó fatal que te fueras con él a dar el paseo. Me pareció una táctica deligón de playa lo de acompañarte a casa.

—De verdad, Jorge, si no eres capaz de concentrarte en esto, lo dejamos.—Unos amigos de mi madre trabajan en una editorial que va a abrir una sede en Madrid. Van a

necesitar personal, así que había pensado echar el currículum allí. ¿Qué te parece si nosacercamos una tarde a verlos y se lo llevamos?

—Jorge, de verdad, hablamos de eso después del examen, tranquilamente. Gracias porcontármelo, pero ahora mismo solamente estoy pensando en Chomsky y su gramática generativa.¿Podemos repasar los apuntes?

El enésimo resoplido, y Jorge se prometió a sí mismo que no volvería a hablar más. Las seis, las seis y media, las siete, las siete y media. Eva había desarrollado la habilidad de

mirar el reloj cada media hora. Estaba aburrida de mirar libros y apuntes, y Jorge no paraba debostezar, así que decidió marcharse para descansar en casa. Era imposible que lo hicieran mal enel examen que más se habían preparado en la historia de su carrera universitaria. Eva acompañó aJorge a la puerta y se encontró en el salón a su abuela tumbada sobre el sofá. Ya era raro que doñaAndrea se tumbara, ya que no solía sentarse hasta la noche, cuando cogía su sillón de mimbre y seacomodaba en el jardín ‘a la fresca’, como decía ella. Cuando se sintió observada, explicó quehabía tenido una leve bajada de tensión por el calor.

—Ve a darte una vuelta. Llevas todo el día metida aquí. En el jardín todavía da el sol. Luegopor la noche podemos salir a jugar un ‘tute’, si te apetece —propuso, intentando tranquilizar a su

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nieta.Eva sonrió, cogió el bolso y salió de casa. Sabía dónde le iban a llevar sus pasos. Lo sabía

desde que Jorge había mencionado que Eduardo podía estar allí. Porque sí, cabía esa posibilidadde que, quizás, si él tuviera algún interés por quedar con ella otra vez, por hablar, por verse devez en cuando, quizás él estuviera también allí aquella tarde. Lo tomaría como una señal. Enveinte minutos estaría en “La Galería”.

CAPÍTULO 5

“La Galería” a media tarde acogía a un público de lo más variopinto. A esas horas se juntabanlos grupos de mujeres que quedaban a tomar el café, los ejecutivos que salían de trabajar y setomaban una copa antes de marcharse a casa, algún grupo de estudiantes que quedaba paraestudiar en la biblioteca y salía a tomar el aire, y alguna pareja tomando tortitas con nata y batidosde chocolate. Aquella tarde Eva era la única persona sin compañía en todo el local, así queescogió una mesa en un rincón para pasar desapercibida. Después se arrepintió, porque se diocuenta de que allí donde estaba la puerta de entrada era menos visible, pero ya era demasiadotarde. No había ni un hueco disponible.

—¿Y hoy no está Jorge? —le preguntó Nina, la camarera que atendía el local a todas horas.Tenía un tatuaje de una clave de sol en el cuello, justo debajo de la oreja, y siempre llevaba elpelo recogido en ese lado, para no taparla nunca.

—No, no he quedado con él —contestó Eva, y se sintió como si cometiera una infidelidad porhaber ido allí sin avisarle. Seguro que Jorge se habría quedado durmiendo la siesta o estaríasubrayando con sus rotulados fluorescentes las pocas frases de sus apuntes que no estuvieran yadestacadas.

Nina le preguntó si iba a tomar lo habitual, pero ella señaló el nombre de un cóctel sin alcoholen la carta. Hoy quería que el día fuera diferente.

—Estaba a punto de marcharme —dijo una voz a sus espaldas. En unos segundos el profesorBayó había tomado asiento frente a ella. Eva observó que iba vestido de manera informal, conunos vaqueros y una camiseta azul. Además, se había afeitado la barba de cuatro días que siemprellevaba y se había puesto gomina en el pelo. Tenía un aire mucho más desenfadado y juvenil que elque le daban aquellas chaquetas de tweed y las camisas almidonadas.

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—¡Qué casualidad! —exclamó ella intentando una naturalidad poco creíble.—Creía que tenías un examen muy importante el lunes. No esperaba verte hoy —el argumento

de Eduardo sonó mucho más convincente.—He estudiado mucho hoy, así que ya me toca desconectar un poco. Creo que no voy a mirar

los apuntes hasta mañana.—Seguro que ya no necesitas mirarlos, Eva. No los marees más. El profesor Hernández

siempre suele preguntar por los temas 4 y 6.Esto último lo dijo en un tono de confidencia que divirtió a Eva.—Uy, no. No quiero saber de rumores. La gente dice esas cosas y luego resulta que llegas al

examen y son otros temas. Prefiero no saberlo.Eduardo sonrió. En verdad había visto los exámenes en la fotocopiadora el día anterior, y

podía haberse entretenido en darle más detalles, pero, conociendo a Eva, sabía que no necesitabasaberlo.

Nina sirvió el cóctel Florida que había pedido Eva y se quedó mirando al profesor, que pidióotro sin ni siquiera mirar la copa.

—¿Viene Jorge? —preguntó Eduardo, esbozando un intento de sonrisa que terminó delatadopor un parpadeo rápido fruto del nerviosismo.

—No, no he quedado con él. No creo que hoy se pase.—Hasta el lunes no estáis libres. Dejaréis de ser estudiantes por fin.Pasaron unos minutos en los que ninguno habló. Sorbían los cócteles y miraban a los lados,

como si temieran que sus ojos se fueran a encontrar y se contaran todas esas cosas que no queríancontarse con palabras.

—¿Cómo decidiste ser profesor? —le preguntó Eva, intentando interesarse por temas máspersonales.

—No fue una decisión. Me refiero a que no hubo un momento en el que decidiera ser profesor,siempre lo he sabido. Me gustaba aprender para contárselo luego a los demás. Tenía a mishermanos siempre cerca y les contaba lo que leía, lo que había aprendido del colegio.

—Eras una especie de “mini-profesor” de pequeño. Tus padres estarían encantados.—En realidad no. Mi padre siempre me decía que yo seguiría el negocio familiar, así que creo

que no alcancé sus expectativas.—¿Qué negocio era?—Una sastrería. Mi padre era un sastre de los buenos. Tenía una tienda a la que iban personas

importantes. Se empeñaba en que yo me quedara allí para aprender, pero en cuanto tenía ocasiónme escapaba para leer la novela de turno. Se enfadaba conmigo por leer, imagínate.

Eva sonrió imaginándose a un Eduardo en tamaño infantil escondido en un armario para leer‘Las aventuras de Tom Sawyer’. Su padre le sacaba de allí y le obligaba a verle cortar telas yunirlas con alfileres y después a hilvanarlas con puntadas. Eduardo-niño resoplaba, aunqueintentaba encontrar en aquella tarea algo poético que le hiciera la observación más liviana.Solamente pensar en la escena hizo que Eva sintiera curiosidad por saber más del profesor.

—¿Y tu madre? Seguro que ella era tu aliada para poder leer cuando quisieras.—Mi madre no estaba allí. Se marchó de casa cuando yo tenía cuatro años y no he sabido nada

de ella desde entonces. Mi padre nos decía que había iniciado una nueva vida con un hombre que,al parecer, también estaba casado. No supimos nada más ni quisimos saber—. Eduardo acarició elcristal frío del vaso del que bebía. El líquido se había condensado y goteaba sobre la mesaempapándole los dedos.

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—Yo también perdí a mi madre cuando yo era pequeña, pero ella no se marchó. Murió de untumor cerebral —confesó Eva, a quien aquella coincidencia le pareció otra señal que la acercabaa Eduardo.

—Lo siento mucho, Eva. ¿Y tu padre?—Mi padre huyó de la situación. No pudo o no quiso hacerse cargo de mi madre enferma y en

cuanto confirmaron el diagnóstico desapareció de mi vida.—Ahora entiendo por qué estás tan unida a tu abuela. ¿Te echó la bronca ayer? —Eduardo

quiso hacer girar la conversación para evitar ahondar en un tema que no podía sino entristecer aEva.

—No, la pillé dormida, así que no se acordaba de la hora a la que había llegado. La heconvencido de que llegué unos minutos tarde y ya está —Eva comenzó a doblar una servilleta depapel hasta dejarla en su mínima expresión. No podía evitar jugar con las servilletas de los bares,a veces haciendo formas o flores hasta dejar vacíos los servilleteros, ante las miradasreprobatorias de los camareros.

—Me lo pasé muy bien —insistió Eduardo—. Estoy muy cómodo contigo. Creo quedeberíamos quedar de vez en cuando, no como profesor y estudiante, sino quizás como amigos.

—Bueno, ahora mismo no sé.Eva volvió a desdoblar la servilleta que había reducido a su mínima expresión y carraspeó.—Quizás he sido muy directo, perdona. Apenas me conoces fuera de las aulas y ya te estoy

proponiendo que nos veamos de vez en cuando. No pretendía hacerte sentir incómoda. Lo siento.Olvida lo que te he dicho.

Eduardo hizo un ademán de levantarse de la mesa, pero Eva le indicó con un gesto de la manoque se volviera a sentar. No, no quería que se marchara. ¿Por qué? Sentía cierta paz al escucharsus palabras. Las necesitaba como una tirita, que no cura, pero hace olvidar la herida.

—El otro día me dijiste que vivías solo, pero ¿ha sido siempre así? —se atrevió a preguntar.—Tuve una relación larga con alguien a quien quise mucho, con Virginia. Pero de eso hace

mucho tiempo. En realidad, estoy hablando demasiado del pasado, y a mí no me gusta centrarmeen lo que ya ha ocurrido. Es más divertido centrarse en el presente o mirar al futuro, ¿no crees? —y en un gesto espontáneo cogió las manos de Eva entre las suyas, que estaban heladas a pesar deandar haciendo papiroflexia con las servilletas—. Y hablando de presente, creo que tu amigoJorge acaba de entrar en el local.

Eva se giró en la silla y vio a Jorge, que les observaba desde la entrada. Se acercó a ellos conlos brazos arqueados, como un pistolero, y resopló con un gesto de enfado.

—No me puedo creer que estés aquí. Me dices que no vas a venir a “La Galería” y aquí teencuentro.

—¿Me estabas espiando o qué? —Eva se había puesto de pie para hablar con Jorge. Una desus manos todavía estaba apoyada en la mesa.

—Quedamos en que nada de distracciones antes del examen y te veo aquí con este. De verdadque no sé qué te está pasando, Eva, pero eres una irresponsable.

Las palabras de su amigo sonaban como las de su abuela.—La que no se cree esto soy yo. ¿Quién eres tú para ir detrás de mí? Déjame en paz.La bronca al fondo del local hizo que las personas que se encontraban allí finalizaran de

manera abrupta sus conversaciones. Eduardo no se atrevía ni a hablar ni a levantarse, permanecíaallí sentado observando la escena con calma.

—No estoy espiándote. He ido con mi abuelo a tu casa porque tu abuela se encontraba mal y,

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como no estabas, imaginé que algo o alguien —y miró a Eduardo—, te había traído hasta aquí.—Mi abuela, ¿qué le ha pasado?—Parece que es un problema con su tensión. Se ha quedado mi abuelo con ella hasta que

estuviera menos mareada.Hubo una pausa extraña en la que la gente del local dejó de estar interesada en la

conversación, que había bajado de tono, y el ruido comenzó a subir de nuevo. Nina subió lamúsica ambiente para evitar que la gente siguiera curioseando conversaciones ajenas y echó unamirada a Jorge para que bajara el tono. Eva volvió a sentarse frente a Eduardo, que decidió tomarparte.

—Te agradecemos mucho que hayas venido a avisar a Eva de que su abuela no se encuentrabien, Jorge. La acompañaré a su casa para que pueda comprobar que no ha ocurrido nada grave —e inclinó la cabeza como si estuviera haciendo una breve reverencia.

Jorge cruzó los brazos sobre el pecho, apretó los dientes y se quedó mirando a Eduardo comosi le desafiara a un duelo de miradas.

—Hoy has dejado un montón de libros en la biblioteca. Toda la bibliografía de la asignatura de‘La Nervios’. ¿Dime qué no es verdad? —Jorge continuó mirando a Eduardo sin pestañear.

—Es verdad, Jorge. Me di cuenta de que muchos de los libros que necesitabais para el examenestaban en mi poder, y los he llevado esta mañana. Al hablar con vosotros sobre el libro que osdejó la profesora Chaparral, revisé lo que tenía en casa —se explicó el profesor, con un tono tantranquilo y pausado que no hacía más que enervar más y más a Jorge.

—Eres un… —continuó el chico—. Los cogiste el mismo día que se publicaron las fechas delos exámenes y sabías quién iría a buscar los libros a tu despacho.

—Tranquilízate, muchacho. ¿De qué me vas a acusar?Eva pagó la consumición, y pidió a Nina que llamara a un taxi.—Puedo ir contigo —dijo Eduardo, que se había puesto de repente nervioso.—Me vais a dejar en paz los dos. Voy a casa a ver cómo está mi abuela. Procurad no pegaros

mientras tanto —apostilló. Y se marchó del bar.

CAPÍTULO 6

De puntillas hasta el armario del dormitorio. Deja una pequeña abertura para tener algo de aire

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que respirar y se acomoda en el rincón. Huele a naftalina y al jabón que utilizan para lavar laropa. El olor fuerte del jabón “Lagarto” le inunda la nariz mientras busca la página en la que sequedó. Está leyendo “La Isla del Tesoro” a escondidas, sin que su padre lo sepa. Si se entera, letirará el libro. Está sentado en un rincón y escucha a lo lejos el ir y venir de su padre en el tallerdel piso de abajo. La tienda está cerrada, y ahora dedica el tiempo a realizar los encargos.Calcula que serán un par de horas, soñando con poder acabar hoy el libro.

Eduardo subraya de nuevo con los dedos un par de frases que le han gustado. Las repite en altoy continúa leyendo. Sueña con nuevas historias mientras sus hermanos juegan en la calle a lascanicas o hacen los deberes en la habitación. Se ha cansado de hacer sumas en cuadernosamarillos. Hace tiempo que hace las tareas rápido para poder ir al armario de la ropa, deslizar lamano por debajo de los cajones interiores y sacar el libro de turno. Algunos, rescatados de algunacaja para tirar del colegio, otros, comprados por cuatro duros en la librería de segunda mano delseñor Julián y, la mayoría, prestados por sus amigos.

“¿Otra vez aquí escondido? ¡Cuántas veces te he dicho que dejes esas novelillas de tres alcuarto que no te van a sacar de pobre! Ven conmigo y aprende el oficio. En un par de añosempezarás de aprendiz, en cuanto llegues a medir a los clientes, aunque sea poniéndote en untaburete. Vas a ver que este negocio te va a salvar la vida. Ya lo vas a ver, hijo.”

Arrastrado por el brazo de su padre, baja las escaleras hasta el piso de abajo. Le duele laespalda por los golpes de los escalones de madera en las costillas. Se aferra con un brazo al libro,si cae en manos de su padre, lo echará al fuego de la chimenea. Además, esta vez el libro no essuyo, sino de su amigo Manuel, y a ver qué le va a decir si lo pierde.

Don Luis Eduardo Bayó levanta a su hijo de ocho años tomándolo de la cintura y subiéndolo enun taburete junto a su mesa de trabajo. Tiene el encargo del alcalde sobre la mesa descompuestoen varias partes: las mangas, las tapas de los bolsillos, las solapas, la entretela, los alfileres, lasagujas, las tijeras y el hilo blanco de sobrehilar.

“Ves, hijo, aquí tienes las piezas, y ahora hay que unirlas. Ahora tienes que cogerlas todas yhacer que se esto sea una prenda de vestir de las buenas, de las que todo el mundo quiere tener. Elsecreto es tener buen género y coser muy fino. Ya lo verás. Así”. Coge una aguja, la enhebra yempieza a coser las piezas como si la tela fuera piel, como si estuviera construyendo un cuerpovivo. El niño mira la escena con la cabeza apoyada entre las manos y piensa en VíctorFrankenstein, fantasea con la idea de que su padre esté construyendo a un nuevo alcalde, sonríesujetándose la cabeza entra las manos.

“No me escuchas. No me estás haciendo ni caso, Eduardo. Así no hacemos nada”, dice elsastre, y se dirige al lugar en el que había escondido el libro que estaba leyendo, coge el volumeny lo rompe en dos con las manos. Eduardo quiere gritar, pero no puede. Abre la boca, pero le saleun grito que es una arcada, un querer y no poder, una bocanada de aire que no está, que se hamarchado antes de tiempo. Siente la rabia arder en sus ojos, se mira las manos y coge las tijerasque están sobre la mesa. Sin pensarlo comienza a hacer cortes a todos los pedazos de tela. Paracuando su padre puede quitárselas, ya ha destrozado las mangas y las solapas, convirtiéndolas enpequeños triángulos. Su padre le arrebata las tijeras, lo sostiene en el aire cogiéndole de un brazo,y lo sienta boca abajo sobre sus rodillas.

Eduardo se revuelve, intenta zafarse del brazo de su padre, que intenta quitarse el cinturónmientras le sujeta. No lo logra, su padre tiene la fuerza suficiente para sujetarle con un brazo ydeslizar el cinturón con la otra. El niño patalea y coge aire. Sabe lo que es ese dolor, pero seresiste. Cierra los ojos y piensa en el libro que estaba leyendo, en las frases que estaba repitiendo.

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Centrarse en ellas le ayudará a olvidarse del dolor de su carne herida. Entre latigazo y latigazo delcinto, se atreve a decir: “Yo soy el que se ríe el último; soy yo quien ha gobernado este malditoasunto desde el principio; y os tengo ahora mismo el miedo que podía tenerle a una mosca.”

—¡Estás loco! ¡Estás loco! —repite su padre, haciendo brotar un hilo de sangre del costadodel pequeño cuerpo.

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CAPÍTULO 7

—¡Qué tonto se siente uno cuando está malo! —La abuela tosió un buen rato, haciendo que Evase removiera en la mecedora en la que se había instalado para pasar la noche.—¿Qué llevasencima? ¡Pero si te has cogido las cortinas como si fueran una sábana! —La abuela gesticulabacon las manos como si se las quisiera llevar a la cabeza—. Haber cogido una manta del armario,hija.

—Ay, abuela. Estaba muy cansada. Entro un aire fino y me tapé con lo primero que pillé.Cuando hay una persona enferma en casa el ritmo de la cotidianeidad se rompe, la rutina se

diluye y las cosas que se hacen de manera automática parecen de repente excepcionales. La abuelano es la que prepara el desayuno, el jardín amanece desordenado, la ropa tendida lleva seca undía entero, y a la casa le faltan palabras. Eva miró a través de la ventana de la cocina mientrasestrujaba media naranja contra el exprimidor. Domingo, se dijo. Mañana ya es el último examen, yluego, ¿qué iba a hacer?

—¿Qué piensas, hija? Que como sigas así te vas a exprimir la mano —dijo su abuela,apareciendo en la cocina envuelta en una bata rosa.

—¿Cómo sabe uno que toma las decisiones correctas, abuela? —le preguntó, mirándola.—Nunca se sabe.—Entonces, ¿da igual lo que hagas?—No, no, eso no. Hay que ser honesto y tomar decisiones lógicas. Y si tu madre me hubiera

hecho caso y no hubiera salido con tu padre, otro gallo nos hubiera cantado a las tres.—A mí, sobre todo, porque yo no estaría aquí, abuela —apuntó ella. Estaba cansada de

escuchar siempre el ‘y si’. Y si su madre no hubiera tenido el tumor, y si su padre no se hubieramarchado, y si el abuelo no hubiera tenido un ataque al corazón fulminante. Tantos ‘y sis’, como sila versión de su vida que le había tocado fuera un rastrojo, un recorte de una vida que podía habersido mucho más plena. Notó un dolor en el abdomen y se llevó la mano para calmarlo. La cicatriz.Aquella cicatriz del fórceps, tres puntos en el abdomen que habían crecido con ella. Un error de laenfermera y una marca de por vida, como su pasado.

—Bueno, ¿cuándo va a venir tu admirador a sacarte?—Abuela, yo me puedo sacar solita y no tengo admiradores. ¿A qué te refieres?—Ese con el que estabas ayer cuando viniste a casa. ¿Quién era? Porque Jorge no era. Mira

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que es buen chico, pero le falta un hervor.Eva no pudo reprimir una carcajada.—Qué mala eres. Pobre Jorge. Lo que pasa es que está muy nervioso con los exámenes y no da

pie con bola. Nos hemos enfadado.—Sí, algo me dijo su abuelo anoche cuando vino a verme. Parece ser que llegó a casa bastante

disgustado. ¿Qué ha pasado?—Estaba tomando algo con un amigo, pero no quedé con él y nos encontramos por casualidad.—Vaya mala pata, mujer.Un ataque de tos interrumpió el interrogatorio de la abuela por un momento.—Deberías meterte en la cama y dejarme que te sirva en el desayuno. Sube a la habitación y te

lo llevo.—Eso es una guarrería. Luego te encuentras todas las sábanas llenas de migas. Yo no he nacido

señorita, hija mía. Si tengo que bajar a desayunar, pues bajo. Además, estoy harta de cama —yvolvió a dar un concierto de toses—. Me asearé y me quedaré entre el salón y el jardín.

—Abuela, que te conozco y no vales parar quieta. Haz el favor de seguir las indicaciones deldoctor Nájera. Desayunas y te vuelves a meter en la cama hasta que él venga.

El médico no se hizo esperar. Entró con su aire ceremonioso y su maletín, y saludó con un tono

cariñoso a Eva, que le esperaba en la puerta. Los dos desfilaron escaleras arriba hasta lahabitación de la abuela, donde le esperaba metida en la cama con su ‘camisón de los médicos’,como ella lo llamaba. Eva cerró la puerta tras de sí y se sentó a esperar en las escaleras, justoenfrente de la vidriera que decoraba la parte superior de la fachada de la casa. Esa que Jorgeutilizaba de caleidoscopio y cuyos cristales formaban una mariposa azul. Aquella vidriera habíasido un capricho de su abuelo Lorenzo cuando adquirieron la vivienda o, mejor dicho, cuando lahabitaron, porque la vivienda había sido propiedad de los padres de Lorenzo hasta que estosfallecieron y él heredó una casita que, por entonces, era poco menos que una casa de pueblo. Suabuelo invirtió su tiempo, dinero e ilusión en mejorarla, cultivar un jardín, poner una pequeñapiscina, plantar unos cuantos árboles y llenarla de ventanas y habitaciones. Tenía entre sus planesser el padre de una familia muy numerosa, de un equipo de fútbol, decía él. Luego los planes setorcieron, pero eso es otra historia, porque Eva estaba hipnotizada por aquella vidriera hexagonal.Si cerraba los ojos, podía recordarla también como símbolo en el letrero de la tienda de venta deantigüedades y muebles importados de sus abuelos. El abuelo Lorenzo se pasaba la vida viajandoy comerciando para traer lo mejor de cada país. La abuela y su hermana Laura atendían en latienda, mientras la pequeña Eva jugaba o hacia los deberes en la trastienda.

A los pocos años de morir el abuelo, la tienda se fue a pique. Ya nadie podía irse de viaje paratraer objetos únicos, y tampoco había nadie que pudiera atenderla todo el tiempo. La abuelaintentaba robar horas de donde no tenía, entre el cuidado de su hija y de su nieta, y su hermanaLaura hacía años que había salido por la puerta de atrás de aquella casa, cuando se descubrieronsus tejemanejes. No sólo robaba dinero de la caja, sino que flirteaba con los clientes y, lo que erapeor, con el propio Lorenzo, su cuñado. Cuando la abuela empezó a tirar del hilo y descubrió quequedaban a escondidas en un hotel de una localidad cercana, puso el grito en el cielo y echó a suhermana de allí para siempre. “Es como si estuvieras muerta para mí”, le había dicho, y desde esemomento así fue. Perdonó a su marido, aunque después descubrió que aquella era la más mínimaaventura que había tenido de una lista de muchas, y levantó la cabeza para seguir adelante.

Los pensamientos de la muchacha se vieron interrumpidos por el chasquido de la puerta de la

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habitación de su abuela. Instantes después el doctor Nájera había salido de la habitación y llamó aEva para hablar con ella.

—Parece que está todo en orden, Eva. La veo más recuperada, pero sigue muy fatigada y conesa tos que no termina de convencerme. Es mejor que hoy esté en reposo. Mañana por la mañanavendré a verla. Cualquier cosa que necesites, ya sabes dónde estoy —los pequeños ojos de botóndel doctor brillaban, y su bigotito recortado se movía arriba y abajo cuando hablaba—.Cambiando de tema, ¿qué pasó ayer con Jorge? ¿Discutisteis o algo? Vino muy disgustado, laverdad.

—Hablaré con él —prometió Eva, y se despidió del doctor.Cuando se asomó a la habitación para ver cómo estaba la abuela, oyó unos ronquidos

portentosos que no parecían poder salir de ese pequeño cuerpo. No supo si alertarse otranquilizarse. Entornó la puerta para poder escucharla por si la llamaba y bajó al salón con laintención de llamar a Jorge, pero el teléfono sonó antes de que pudiera hacerlo. Sintió que era unaseñal. Quizás Jorge había pensado lo mismo y la estaba llamando para disculparse por todo loocurrido el día anterior. No esperaba escuchar la voz del profesor al otro lado, preguntando por elestado de salud de su abuela.

—Está bien, gracias por preocuparte.—Espero que no te importe que te haya llamado a casa. Conservaba tu ficha de alumna y me he

tomado la libertad de utilizar los datos para ponerme en contacto contigo.A Eva le pareció que el profesor utilizaba un tono demasiado formal en comparación con la

conversación del día anterior.—No, no, te lo agradezco.—Bueno, si te parece, te voy a dar mi número de teléfono de casa, por si necesitaras algo. Me

quedo más tranquilo así —y le dictó un número que Eva anotó como pudo en un mantelito de telaque estaba dispuesto bajo el teléfono—. Imagino que hoy te quedarás en casa cuidando de tuabuela. Si te apetece salir o vas a darte una vuelta, llámame y te hago compañía.

Había un tono de vergüenza, de apuro, casi de miedo en las últimas palabras.—Te lo agradezco mucho, Eduardo. Así lo haré —dijo ella, y colgó. Las manos le temblaban y

se sintió estúpida intentando copiar el número de teléfono a un papel y echando a lavar elmantelito que acababa de pintarrajear. Tener el teléfono de Eduardo tan a mano era extraño. Lehubiera venido bien cuando estaba preparando su asignatura, pensó, pero ahora. ¿Qué iba a hacercon el teléfono de Eduardo? ¿Llamarle para dar una vuelta por el barrio? ¡Qué tontería! Siquedaba con él, lo haría en “La Galería”, y cuando hubiera terminado la carrera. ¿Sería verdadque había cogido todos los libros de la asignatura de ‘La Nervios’ de la biblioteca? ¿Lo habríahecho para forzar su encuentro?

Cogió la mochila con sus libros y apuntes y salió al jardín. Todavía quedaban unas horas paraque el sol lo cubriera todo y tuviera que esperar al atardecer para volver a ocuparlo. Ahora eraterreno habitable. Se trataba de un trozo de terreno rectangular que tenía una piscina de tamañomedio tapada con una lona. Hacía años que la abuela había decidido que no la utilizarían. Dabademasiado trabajo para lo que la disfrutaban, así que la había dejado inutilizable. La pequeñaparcela tenía algunos árboles que daban fruto cuando querían o cuando les tocaba: un manzano,una higuera y un laurel. También había dos plátanos de sombra y un pequeño cerezo japonés que laabuela se había empeñado en plantar hacía dos años. En el borde de la casa, la abuela habíadispuesto unos maceteros llenos de geranios y en los que se entretenía plantando y trasplantando.

Eva buscó una silla limpia y se sentó a leer los apuntes. Desde donde estaba se veía la ventana

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de su habitación, en el primer piso, con las cortinas grises agitadas por el aire y, justo debajo deesta, la ventana de la antigua habitación de su madre. La habitación-concha como la llamaba ella.A veces decía que era una ‘perla’ encerrada en una concha enorme. A Eva le hacía mucha graciaescuchar aquellas anécdotas de boca de su abuela. Eran fragmentos que la ayudaban a completarlos recuerdos que tenía de ella. Pequeños pedazos de cristal, como la vidriera de la mariposaazul.

CAPÍTULO 8

No le había llamado. Había estado todo el domingo en casa vigilando el teléfono y no habíasonado. ¿Estaría Eva enfadada? ¿Habría empeorado su abuela? ¿Le habría convencido Jorge deque no se pusiera en contacto con él? Intentó enfrascarse en la pila de exámenes finales que leesperaban en el despacho. Miró el reloj. No podía creer que hubieran pasado quince minutos. Alas once Eva tenía su examen en el aula 17. No sabía si acercarse a verla, porque podía ponerlanerviosa antes de entrar. Comenzó a tamborilear los dedos sobre la mesa. Seguiría corrigiendohasta que se hiciera la hora y luego ya vería, o podría llamar a Silvia y tomar un café con ella.Cualquier cosa en vez de estar sentado allí rumiando cualquier hipótesis.

Los días de examen eran distintos en la cafetería. En vez del ruido y humo habitual, losestudiantes se desperdigaban en diferentes tareas. Algunos repasaban un examen, con las tazas decafé temblando en sus manos y los ojos surcados de ojeras. Al fondo cuatro profesoresencorbatados discutían sobre un partido de fútbol. Y luego estaban los de primero, que habíandecidido jugar a la baraja en medio del salón, promulgando a voz en grito que habían hecho unabuena baza. La encargada de la cafetería se acercó a ellos para recordarles que no podían jugarallí por orden del Decano, así que cogieron sus mochilas y se fueron no mucho más allá, al pasillocontiguo, para terminar la partida.

—Dos cafés y dos sándwiches mixtos —dijo Silvia, mientras buscaba el monedero en un bolsoenorme.

—No sé cómo podéis encontrar cosas ahí —dijo Eduardo—. Creo que los hacen así para queos sintáis culpables si no os pesa el bolso.

Silvia sonrió y miró de reojo a Eduardo. Hacía diez años que se conocían y ya no se

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sorprendía por los comentarios irónicos de su amigo. De un tiempo a esta parte se veían bastantemenos y casi siempre lo hacían con un café delante o como miembros de algún tribunal organizadopor el Decanato.

—Estoy agotada, Eduardo —dijo ella, quitándose las gafas en cuanto hubieron encontrado unhueco en la sala—. Y lo peor es que parece ser que va a salir mi plaza.

—¿En serio? —dijo Eduardo sorprendido—. Me extraña que Servando no me haya dicho nada.De hecho, hace poco que hablé con él sobre ti.

—¿Qué te contó?—Que ibas a marcharte al extranjero. También me persigue a mí para que me vaya.Silvia asintió con la cabeza y comenzó a remover el café a la velocidad de una batidora.

Después dio un sorbo y volvió a remover.—Si te vas, ¿cómo vas a presentarte a la plaza?—No lo sé. Quiero hacer cosas que no son compatibles. Quiero irme al extranjero,

presentarme a la plaza y tener este bebé —dijo, mirándose el vientre.—¿Estás embarazada? —le preguntó Eduardo.—Sí, sí… pero no chilles —dijo ella, palmoteando en el aire mientras miraba en derredor

comprobando que nadie les estaba escuchando—. Por ahora es un secreto y no quiero darexplicaciones. No lo sabe nadie. Tú eres el primero.

Eduardo arqueó las cejas y se quedó en silencio. Hacía más de tres años que Silvia habíadejado su relación con un profesor de la Facultad de Derecho. Dos meses después el exnovioapareció luciendo anillo de casado, ya que había contraído matrimonio con una secretaria delDecanato. A Silvia le costó entender las razones de aquello, hasta que un buen día decidió que esaruptura era lo mejor que le había pasado. Desde entonces no había conocido ninguna pareja más.

—No le des vueltas. Ha sido por inseminación artificial —le aclaró—. Estoy pensando encómo afrontar esto de tener que dar explicaciones a todo el mundo… —y comenzó a recortar losbordes del pan de molde.

—Tiene que ser una lata tener que encontrar justificación para hacer lo que uno quiere.Invéntate cualquier historia y ya está.

—Pues eso es lo que me da rabia, Edu. Tú me conoces y yo soy transparente. Y ahora, ¿por quétengo que inventarme una historieta? ¿Para quedar bien?

—Lo de irte al extranjero te puede venir bien. Puedes estar allí tranquila y, si te vas el añocompleto, prácticamente te vuelves a dar a luz aquí —simplificó Eduardo, mientras peleaba con elqueso fundido pegado entre sus dedos.

—No niego que lo planeé así, pero ¿y la plaza? No me digas que no es mala suerte. Tantosaños esperando y precisamente sale ahora. ¡Es increíble! —rio Silvia, apartándose un mechón depelo rizado de la cara—. Ahora ya no me parece tan buena idea marcharme lejos. Creo que esañadirle un elemento más de incertidumbre a toda la situación. Si además tengo que pensar encómo adaptarme a un entorno extraño. Me da algo… ¿A ti no te apetecería?

—No lo había pensado y creo que ahora mismo no es el momento.—¿Tú también estás esperando? —le preguntó Silvia con una media sonrisa.—Pues en cierto modo sí. Estoy esperando un milagro.—Vaya, ¿y de qué se trata entonces?—Te va a sonar muy ñoño, pero se trata de recuperar la ilusión.—Pues me parece estupendo, Edu. ¿Por qué no?Eduardo se quedó mirando al infinito. Ilusión. Aquella palabra se había marchado de su vida

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con Virginia, en aquel momento en el que se había presentado llorando en su piso, pidiéndolecomprensión y anunciándole que había aceptado la plaza en el proyecto de investigación, él nopodía creerla. Eduardo acababa de ser contratado por más horas en la facultad y parecía que sutesis iba a finalizar en un corto plazo. No era el momento para hacer ningún movimiento para él,pero ella sí que necesitaba marcharse. “Podemos intentar mantener nuestra relación en ladistancia”, le había dicho él. Virginia dijo que no, como un murmullo, pero un murmullo tajante ydecidido. No. Así, sin más. Y se marchó. Un mes después recibió una carta suya. Le deseabamucha suerte y le informaba de que había conocido a alguien con quien había comenzado aconvivir. Lamentaba no haberle dicho nada en persona, pero no podía. Y así acabó todo. Eduardo,sin embargo, siempre había mantenido esa idea de que ‘y si’ hubiera ido con ella, ‘y si’ hubieraplanteado las cosas de otro modo, ‘y si’….

—Edu, no le des más vueltas —dijo Silvia, chasqueando los dedos intentando devolver a suamigo al presente—. Me juego el cuello que estás pensando en Virginia. —Eduardo asintió—.Nunca sabrás qué hubiera pasado.

—Tienes razón —dijo Eduardo, sonriendo—. Además, ahora mismo tengo la cabeza en otrapersona.

Silvia golpeó la mesa con la mano mostrando sorpresa.—Es secreto. Tú guardas este y yo guardo el tuyo.—Ahora cobra sentido lo la de ilusión que me decías. Cuenta, cuenta.—Por el momento no puedo contarte mucho porque es alguien de la universidad.Silvia se quedó mirándole con los ojos fijos, intentando sostener una sonrisa, pero sin saber

qué decir. Cambió de postura sobre la silla y fingió buscar una servilleta caída para poder darsetiempo a pensar.

—¿No te estarás metiendo en un lío? —dijo al fin.—Si tengo cuidado las próximas semanas, luego ya no estoy en peligro.Silvia sacudió la cabeza intentando entender el acertijo.—Creo que hoy no estoy para adivinanzas. Ten cuidado, ¿vale? —le rogó ella, antes de

marcharse de la cafetería para volver a sumergirse en la pila de exámenes del despacho. Las once menos cinco. El aula 17 estaba en el fondo de un pasillo, así que Eduardo fingió estar

leyendo un cartel de la pared. Caminó en círculos, hizo como que miraba por las ventanas de unrincón con sillones que servía de zona de descanso, hasta que escuchó una voz familiar.

—No sabía que habíais quedado luego para celebrar el final de los exámenes —le decía aalguien—. Yo hoy no puedo quedarme, pero si hacéis algo, llamadme.

Quiso ir detrás de ella. Podría darle los buenos días, saludarla, preguntar por su abuela y luegomarcharse. No, no, no podía hacer eso. Iba a quedar como los típicos tíos plastas de discoteca quepreguntan por preguntar y parecen la sombra de la típica chica mona. Se dio media vuelta y semarchó a su despacho.

Eva miró dentro del aula buscando a Jorge. Había olvidado llamarle el día anterior, peroesperaba verle dentro de la clase preparado para afrontar el último examen. Había planeado quehablaría con él después, le podía invitar a comer a casa y así podía estar pendiente de su abuelamientras arreglaba las cosas con su amigo. Revisó de nuevo las hileras de asientos y no lo vio. Elcorazón empezó a palpitarle muy rápido. ¿Cómo podía hacer un examen si él no estaba? ¿Lehabría pasado algo? Era muy raro que no llegara antes a un examen, y mucho menos a este examen.

—Profesora Hernández —se dirigió a la mujer, con pelo corto y gafas enormes, que intentaba

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organizar los montones de folios moviéndolos de un lado a otro de la mesa, para algo la llamaban‘La nervios’—. Necesitaría salir un minuto —la profesora la miró por encima de las gafas y lepermitió salir. Al fin y al cabo, mitad de la clase estaban apurando los cigarros en la entrada.

Salió al pasillo, corrió apretando las carpetas a su pecho y salió al vestíbulo principal parallamar a la casa de Jorge con uno de los teléfonos públicos. Espero cuatro, cinco, seis tonos, peronadie cogía el auricular. ¿Y si se había dormido y estaba todavía de camino? Se mordió los labiosy salió corriendo hacia la clase no fuera a ser que el profesor cerrara la puerta y no permitieraentrar a nadie.

Un estornudo, una tos nerviosa y la risilla de los de la última fila que habían equivocado laschuletas y se habían traído las de ‘Historia de la Lengua’ en vez de las de la asignatura. Eso era loúnico que se oía en la sala, a pesar de albergar a casi un centenar de personas. Eva ni siquieraescuchaba eso, porque el latir del corazón se le había subido a los oídos y lo oía borbotear en sussienes. Iba a suspender seguro, porque la mirada se le distraía mirando afuera, intentando ver si lamoto roja de Jorge aparecía. Se arrepentía de no haberle llamado el día anterior, de no haberleparado en la puerta de “La Galería”, de no haberle dicho que iba a tomarse algo. Se arrepentía decosas que quizás no tenían nada que ver con que él no estuviera haciendo el examen.

La puerta del aula se abrió y ‘la Nervios’ dijo ‘no’ con un dedo que marcaba el compás comoun metrónomo. Lo agitó varias veces a la misma velocidad y se aproximó a la puerta para evitarque el estudiante entrara a deshora. Eva tenía la certeza de que era Jorge, aunque no podía verledesde donde se encontraba. Se dijo a sí misma que tenía que concentrarse, que no era suproblema, e intentó leer los enunciados para decidir por dónde iba a empezar.

En efecto, era Jorge el que estaba en la puerta de la clase. La negativa de la profesoraHernández había sido tajante y ni siquiera le había dejado darle una explicación. Profirió unaserie de palabrotas que no consiguieron calmar su enfado y salió corriendo hacia el área dedespachos del edificio. Vio entornada la puerta de la profesora Chaparral y entró en su territoriosin llamar si quiera.

—Profesora, profesora. Tiene que ayudarme —dijo, poniendo las manos juntas como sientonara una plegaria.

—Cálmate, por Dios. ¡Qué susto me has dado! ¿Qué es lo que te pasa, Jorge?—No me dejan entrar a hacer el último examen. Tiene que ayudarme.—Pero ¿es que has llegado tarde?—Sí, sí, pero no ha sido mi culpa, de verdad. He llegado tarde porque tenía que ayudar a mi

abuelo. Se han llevado a la abuela de Eva al hospital y me necesitaba. Es una causa justificada.He intentado venir a tiempo, pero no he llegado por diez minutos.

Eduardo salió de su cuchitril hacia el despacho de Silvia. Había reconocido la voz de Jorge ylas palabras ‘la abuela de Eva’ le había hecho saltar como un resorte.

—Jorge, ¿qué ha pasado? —le preguntó, tocándole un hombro para que no sobresaltara con suaparición por la espalda.

—Eduardo, me tienes que ayudar. Tú me conoces. La abuela de Eva llamó a mi abuelo estamañana. Eva se acababa de marchar de casa y no pudimos localizarla. He ido con él a llevarla alhospital y ahora ‘La Nervios’ no quiere dejarme pasar al examen. Tienes que ayudarme. Sabes queEva y yo hemos estado estudiando mucho para el examen, por favor —rogó el chico. Eduardo ledio unas palmaditas en el hombro y le acompañó de vuelta al aula. No tenía ni idea de cómo iba apersuadir a su compañero, pero confiaba en conseguirlo.

—Creo que Eva tendría que saber que su abuela está ingresada. Quizás se lo podamos decir

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ahora —dijo Jorge, mientras descendían por las escaleras.—No podemos hacer eso. Pondríamos muy nerviosa a Eva y eso es lo que menos necesita.

Ahora mismo lo importante es que terminéis los dos el examen. Después tendremos tiempo parallevarla al hospital.

La profesora Hernández asomó su cabeza al pasillo, ya que no podía dejar el aula, y Eduardoconsiguió que se atuviera a razones para dejarle entrar. Fue especialmente sencillo convencerla deque, si nadie había abandonado todavía el lugar del examen, como era el caso, no había podidotener acceso a las preguntas. Jorge buscó la cara de su amiga Eva, que le regaló una sonrisa detranquilidad, y se retiró a las últimas filas para buscar un lugar para sentarse. “Ya está todo enorden”, pensó ella, y comenzó a hacer esquemas para redactar las respuestas del examen.

Eduardo no se movió del pasillo los cincuenta minutos que la chica tardó en salir del aula. Elprofesor se había quedado en los sofás de la zona de descanso y asomaba la cabeza al escucharlas bisagras de la puerta chirriar con cada estudiante que abandonaba la clase. Tenía una angustiaen el pecho que hacía tiempo que no sentía. Una presión en la boca del estómago como si quisierasalir corriendo, meterse en el aula y abrazar a Eva para que el dolor no la atravesara. Pero haycosas que ni el amor puede evitar.

CAPÍTULO 9

Tres días con sus dos noches, eso es lo que llevaba Eva con su abuela en el hospital. Apenaspisaba la casa para ducharse y cambiarse, volvía a su lado. El doctor Nájera se pasaba a verlatodos los días y Nadia también había ido a llevarle el bizcocho de zanahoria que tanto le gustaba.Aquella vecina de origen ruso les había salvado en más de una ocasión. En cuanto la necesitabanles ayudaba a limpiar las ventanas o a sacar una ardilla del jardín o las acompañaba en la cena deNavidad. En aquella ocasión la habían dejado encargada de vigilar la casa y entrar de vez encuando para asegurarse de que todo estaba en orden.

El hospital y aquella rutina extraña estaban comenzando a ser lo cotidiano. El armario de lascosas, la silla en donde pasaba las noches, los pasillos con las cosas de los enfermeros yenfermeras en los contenedores y en el mostrador. A veces tenía que pararse a pensar cuántotiempo llevaba allí o qué día era. Confundía el hoy con el ayer, y el ayer con el antes de ayer.

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Eva se frotó los ojos como un niño pequeño desperezándose y se levantó de la incómodabutaca azul que le había servido de cama por unas horas. Rodeó la cama de su abuela, comprobóque el gotero seguía funcionando y salió al pasillo. El ala C de un enorme edificio que, vistodesde el cielo, era como un sol infantil con seis rayos saliendo de un círculo interior. Notó que laspiernas tardaban en responderla y se agachó para frotarlas un poco y poder caminar hasta lasmáquinas expendedoras. A lo lejos se escuchaba el cuchicheo del personal de enfermería queestaba en vela esa noche. En las habitaciones los enfermos dormitaban bien solos, bien con susfamiliares que, improvisando una postura de descanso, se arropaban bajo sábanas y mantas delhospital como buenamente podían.

El pasillo daba acceso a una sala acristalada desde la que se podía ver toda la ciudad. Evaeligió un café manchado de la máquina y aprovechó la breve pausa hasta que la bebida sepreparaba para anudarse el pelo en una coleta. Después se sentó en una de las sillas de plásticoque daba al ventanal y vio amanecer dando sorbitos cortos al café. ¡Qué espectáculo maravilloso!¡Cuánto amaba esos pequeños momentos, especialmente cuando el mundo parecía empeñarse entornarse gris a su alrededor!

—¡Menudo espectáculo! —exclamó una voz a sus espaldas.Eva giró la cabeza y vio el rostro de Eduardo iluminado por el tinte anaranjado del sol recién

nacido. Dejó el vaso de café en el asiento de al lado y se levantó para saludarle.—¿Cómo me has encontrado?—Ha sido casualidad porque en realidad, tendría que haber salido por aquel ascensor —

explicó él, señalando al otro extremo del pasillo—. El destino se empeña en que nos encontremos.¿Estás muy cansada?

—No mucho. En unas horas me sentiré peor, pero ahora mismo me encuentro bien. Gracias porllamarme a casa estos días.

—En realidad te he traído algo de desayunar —dijo, dándole una caja de cartón que olía achocolate.

Mientras pellizcaba el bizcocho de chocolate y nueces, Eva no paró de hablar. Llevaba horassin cruzar palabra con nadie, así que le explicó a Edu que su abuela no mejoraba, que seguíaestable y que seguramente tendrían que quedarse unos días más allí.

Eduardo observó sus ojeras y su tez pálida. Estaba claro que necesitaba que le diera el aire,salir a pasear y dormir once o doce horas seguidas.

—¿Por qué no descansas un poco? —sugirió.—A las dos vendrá el doctor Nájera. Puedo pedirle que hoy se quede un poco más con ella,

para poder comer en casa y dormir un rato largo. Mi vecina, Nadia, también se ha ofrecido a veniralguna noche. Quizás pueda pedírselo si se alarga el ingreso. De momento, creo que puedodescansar esta tarde.

—Perfecto. Yo puedo llevarte la comida para que no tengas que preocuparte de eso —seofreció Eduardo.

—¿Vas a cocinar? —Había un cierto tono retador en la voz de Eva.—Puede —dijo él, arqueando una ceja—. Y que conste que yo no cocino para cualquiera, así

que si lo hago será porque realmente lo mereces. Cuando Eva volvió a la habitación, la abuela estaba despierta y con el termómetro puesto.

Miró a su nieta y esbozó una sonrisa pícara.—Ya ha estado ese chico por aquí, ¿no? —preguntó divertida, esperando una narración

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pormenorizada.—¿Tanto se me nota? —dijo Eva ruborizándose—. ¡Qué horror!—Y te ha traído algo de chocolate, porque llevas toda la cara llena —dijo riendo la abuela,

que tuvo que sujetarse el pecho con las dos manos porque sentía que las costillas se le iban apartir del esfuerzo.

—Ha venido a visitarme, abuela. Me ha traído el desayuno y me ha dado besos para ti.—Mira que me extraña. Seguro que te los has quedado todos tú, por la cara que tienes —

bromeó, y después comenzó a toser ruidosamente.—Abuela, no. Que somos amigos. Está pendiente de mí y ya está.Eva estiró las sábanas que cubrían a la abuela. Tenían un tacto muy rugoso. La miró, intentando

sostener la mirada.—¿Y qué pasa con Jorge, que no ha venido a verme en estos días?—No lo sé, abuela. Estamos muy cansados con todos los exámenes que hemos hecho.—Sí, hija, y encima tú aquí metida. Intenta dormir un poco que no has pegado ojo —dijo la

abuela con un hilo de voz, y alargó la mano para acariciar la cara de su nieta—. A ver si tenemossuerte con ese chico.

—Eduardo, se llama Eduardo. Y es un amigo.—No tiene pinta de amigo. A ver quién viene a un hospital tan pronto por la mañana, pues

alguien que tiene algún interés. A mí no me engañas. Eso sí, a ver si tú rompes la tradiciónfamiliar —dijo, y prorrumpió en un concierto de toses.

—Primero tengo que aclararme sobre qué voy a hacer después del verano, abuela. En cuantotenga eso decidido, todo será más sencillo. No tengo ganas de novios ahora —y bajó la mirada.

—Tener un buen compañero de viaje es también importante —dijo la abuela.—Tú te has valido sola, abuela —apuntó Eva, sentándose en el borde de la cama.—Me di cuenta tarde, cariño —dijo ella—. Cuando te enseñan que vivir la vida de tu marido

es la norma, y el marido desaparece, te quedas como en una cuerda floja. Tu abuelo vivió su vida,y yo viví la suya también, pero no la mía.

—¿Y qué hubieras hecho si hubieras podido separarte de él? —preguntó Eva.—No hubiera sabido que hacer, cariño. Ahora me doy cuenta de que iba como los pobres

burritos a los que engañan para que no vean lo que hay en los laterales. No cometas tú el mismoerror, hija mía. Yo quise a tu abuelo y no me arrepiento de lo que hice, pero hubo un momento enel que me di cuenta de que me estaba engañando a mí misma por pereza. Te convences de quepuedes vivir bien así, que no pasa nada, que no necesitas nada más que un poco de tranquilidad…Es lo mismo que hizo tu madre. Paparruchas —concluyó, y cerró los ojos para quedarse dormida.

La observó como si fuera la primera vez que la veía. Allí tumbada, con esos surcos y plieguesrodeando sus ojos, los párpados bordeados por unas pestañas cada vez más blancas, la frentearrugada y el pelo desordenado. Eva sonrió, menos mal que no había un espejo porque su abuelahubiera pegado un brinco. No era de las que se ponía barra de labios o colorete, era más bien delas de cara lavada, peine y colonia, porque había que estar limpia y arreglada, y ahora mismo nolo estaba. Se fijó en sus manos, aquellas que tantas veces la habían tapado, acariciado, preparadoel desayuno y abrazado. Parecían un paisaje en el que los ríos habían tomado el terreno y subíanpor las colinas de sus dedos. Daba la sensación de que su piel se había vuelto casi transparente,casi como papel de seda, y por eso se veían las venas sobresalir y latir. El pecho subía y bajabacon cierta dificultad. Eva se sobresaltó y presionó el botón de asistencia médica. El interfonoemitió un chasquido y una voz ronca preguntó si iba todo bien. Era evidente que no, pero siempre

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lo preguntaban. Le costó insistir en que su abuela parecía respirar de manera irregular hasta quellegó una auxiliar y le pidió que abandonara la habitación para realizar algunas pruebas. Unabandada de médicos y enfermeras salió de un cuartucho en medio del pasillo con una máquinasubida en un carrito con ruedas. No se distinguía bien cuántas personas había entre el mar debrazos y estetoscopios. Eva se quedó pegada a la pared del pasillo, rascando la pared y cerrandolos ojos. Pensó en Eduardo. Le necesitaba allí ahora mismo. ¿Y si su abuela no mejoraba? Nopodía pensar en esto. Su cabeza no podía concebir una vida sin su abuela.

—Respira —le dijo una enfermera al verla contener el aliento en el pasillo—. No ocurre nada.Seguiremos dándole medicación para que se recupere y, mientras tanto, ten esperanza.

Eva se quedó mirando a aquella mujer que, por primera vez en todas aquellas noches, le habíadedicado unas palabras de aliento. Miró su bata, con una flor hecha de fieltro y su nombre, Rosa.Mientras la hablaba, la había cogido de los antebrazos como si temiera que se fuera a caer.

—¿Por qué no te tumbas un poquito aquí en esta sala que tenemos, anda? Yo estaré pendientede tu abuela mientras duermes.

Movida por el tono sugerente de las palabras de la dulce Rosa, Eva obedeció y se tumbó enuna camilla. Se dejó arropar como el niño que se despierta confuso y aterrado por una pesadilla ya quien su madre tranquiliza para que se vuelva a dormir.

CAPÍTULO 10

Había bajado a la socorrida tienda china del barrio a comprar recipientes para guardar toda lacomida que había hecho. Se había entretenido toda la mañana aprovechando que no había tareaspendientes en la facultad. Hasta había rescatado aquella libreta en la que escribía recetas que lehabían gustado. Ternera en salsa, tallarines a la carbonara, una tortilla de patatas, una crema fríade tomate y de postre, tiramisú casero y unos flanes. Después de ver su obra se dio cuenta de quese había excedido, así que preparó algunas raciones y el resto lo guardó en la nevera.

Eva tampoco andaba desocupada. En cuanto había llegado a casa, había aparecido por allíNadia, con su cubo lleno de bayetas y plumeros, y las dos se habían puesto a limpiar la casa. Evale explicó que iba a tener un invitado para comer y la mujer rusa le sonrió cómplice.

—Ya me contó tu abuela que hay un hombre apuesto de universidad detrás de ti —le confesó,con su sintaxis danzarina.

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Era una pena que el sol diera todavía en el jardín, así que montaría la mesa en el comedor, endonde estarían más frescos. Buscó un mantel de los de ‘las visitas’, como hubiera dicho su abuela,y sacó dos copas bonitas y cubiertos de los del cajón del salón. Nadia metió dos rosas reciéncortadas del jardín en un jarrón y lo dispuso en el centro de la mesa.

—Creo que ya tienes todo. Si me necesitas, estoy al lado —le dijo la mujer, poniéndose unpañuelo atado en la cabeza para cubrirse el pelo.

En cuanto la vecina se marchó, Eva subió corriendo las escaleras y llenó la bañera. Vacióvarios frascos de sales que llevaban en la repisa de la bañera años y se quedó allí, alargando unpoco el cuello para poder contemplar el jardín desde el filo de la ventana. Olía a vainilla y fresa,y podía escuchar el sonido de las ramas de los árboles meciéndose en el cielo. Sintió paz y culpaa la vez. No podía estar allí relajada mientras su abuela luchaba por respirar. Pero lo necesitabatanto. Intentó concentrarse en Eduardo y en la ropa que iba a ponerse para aquella comidaimprovisada. Un vestido negro de tirantes y el collar azul que le había regalado su abuela en elanterior cumpleaños. Se recogió el pelo en un moño y bajó al salón. Una sombra se acercó a lapuerta de entrada. Esperó a que el timbre sonara y se acercó a abrir.

—Hola Eva, ¿qué tal va todo? —Jorge la saludó bajando la cabeza y rascándose el cogote.—Vaya, Jorge. No te esperaba… ahora. Bien, bien, mi abuela está mejor. Acabo de llegar del

hospital. Tu abuelo está ahora haciéndola compañía. Le agradezco mucho que me ayude a hacerlos turnos la verdad—. Eva se hizo consciente de que aquella verborrea no ayudaría mucho a queJorge se marchara de la casa lo antes posible, así que se calló, sujetando la puerta con un brazo ysonriendo ampliamente.

—Cualquiera diría que no has dormido. Estás muy guapa —dijo Jorge, guiñándole un ojo—.Venía por si querías que saliéramos a comer a algún lado. A lo mejor te apetece despejarte unpoco. He venido en moto, así que podemos ir a cualquier sitio.

—Vaya… Es un detalle por tu parte, pero tengo visita y comeré en casa.Después de que había aparecido en son de paz, Eva decidió que no le mentiría.—Ah, bueno, ya entiendo. ¿Has quedado con alguien entonces? —Jorge intentó mirar dentro de

la casa sin ningún disimulo.—Sí, viene un amigo a comer conmigo. Se te han adelantado —y forzó una sonrisa. No iba a

mentirle, pero tampoco le contaría toda la verdad—. De todas maneras, creo que tenemos quehablar con tranquilidad. Han pasado muchas cosas estos días y creo que es mejor que lashablemos.

—Sí, bueno, yo estaré por aquí. Ya sabes… Aunque puede que trabaje pronto, ayer llevé elcurrículum a la editorial que te comenté y tiene muy buena pinta. Están haciendo selección así que,si te animas, puedo acompañarte.

—Podemos quedar mañana para comer, si quieres. ¿A esta hora?El chico sonrió, levantó el pulgar en señal de aprobación y se dio media vuelta. Eva suspiró

aliviada. No tenía ganas de que Eduardo y Jorge se encontrarán otra vez y se volviera a montaruna escena por algún malentendido. Estaba claro que Jorge no tenía buenas vibraciones conEduardo, aunque si no hubiera sido por él, no hubiera hecho el último examen.

Eduardo no tardó en llegar. Al entrar a la casa de Eva, se vio reflejado en uno de los espejosde la entrada. Su pelo castaño oscuro dejaba mostrar algún reflejo plateado de unas más queincipientes canas; la barba de dos días que había aparecido allí más por desidia que por moda, yuna cara de niño que le había ayudado a quitarse cinco o seis años de encima fácilmente en más deuna conversación de estimación de edad. A sus 39 años, ahora veía como una mujer se acercaba a

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él y le abrazaba. Tendría que sentirse contento y, sin embargo, estaba demasiado nervioso parapoder sentirse feliz. De todos modos, esa incapacidad que tenía para distinguir sus emociones letenía nublada la mente una vez más.

A Eduardo la casa de Eva le pareció muy acogedora. Le hubiera encantado tener un jardíncomo aquel para poder tumbarse y leer, aunque por el momento tendría que conformarse con susala de lectura particular, su butacón y sus librerías pulcramente ordenadas. Mientras Evadisponía la comida en platos y fuentes en la cocina, él se paseó por la casa. El salón ocupabaprácticamente toda la planta baja, tenía una zona de estar con dos sillones y una pequeñatelevisión, y otra zona con una gran mesa y seis sillas en derredor. Un gran aparador caobapresidía la sala. En sus estantes había una enciclopedia Espasa de los años 60, libros sobreantigüedades y restauración de muebles, cajas y más cajas, y álbumes de fotografías de todos loscolores y tamaños. Después se asomó a las escaleras y vio la vidriera. Como hiciera Jorge unosdías antes, se asomó para ver el exterior a través de sus colores.

—Acabas de hacer lo mismo que hace Jorge cuando viene aquí —apuntó Eva riendo. Eduardose apartó de la vidriera y bajó hacia la mesa.

—Es una vidriera singular. Nunca había visto algo así. ¿Y la mariposa?—Es una Morpho —dijo Eva, que ya estaba acostumbrada a dar explicaciones de la vidriera a

sus invitados.—¿Y a quién se le ocurrió poner semejante cosa ahí? El diseño hexagonal es muy curioso.—A mi abuelo Lorenzo. ¿Quieres que te cuente la historia?Eduardo asintió y ambos aprovecharon para poner la mesa. Aunque Eva se había empecinado

en comer en el salón, Eduardo insistió en utilizar la cocina, en donde tenían más luz.—Fue en su luna de miel. Llevaban dos semanas en Túnez. Habían recorrido pequeñas

poblaciones y mi abuelo había aprovechado para ir en busca de tesoros que vender en la tienda.Mi abuela entonces no sabía mucho de comercio, así que dejaba que mi abuelo se encargara, eramuy bueno en el regateo. Era capaz de marcharse a cincuenta metros y que el vendedor lepersiguiera por la calle rogándole otra oportunidad. Habían llegado a una población llamada AlKarib y mi abuela, que estaba un poco harta de ir de tienda en tienda, le pidió ir a pasear por unbosque cercano, un parque natural que se encontraba a una hora en coche. Mi abuelo accedió y sefueron allí en compañía de un guía local. Mi abuela dice que fueron décimas de segundo. Se habíaapartado algo del camino porque había visto un animal azul que no podía identificar. Justo cuandose agachó para ver qué era, un chacal saltó por encima de ella. El guía que iba con mis abueloscogió el rifle que llevaba en su espalda y lo mató.

—Pobre chacal. Al fin y al cabo, eran ellos los que habían invadido su casa, ¿no crees?—Hubiera sido mejor si nadie hubiera salido herido, pero si hay que elegir, me quedo con mi

abuela —afirmó Eva.—Es curioso como recordamos ciertos momentos de nuestras vidas. Seguramente aquel

momento fue bastante diferente de lo que ella cuenta —apuntó Eduardo.—¿Quieres decir que es como un sueño?—No exactamente. Anoche tuve un sueño de mi infancia. Un sueño desagradable que se repite

de vez en cuando. Cuando me desperté me dolía el cuerpo como si hubiera sido real. Podía sentiraquel dolor. Creo que con los sueños es diferente, porque tú no controlas lo que pasa. Me refieroa lo que elegimos conscientemente, a nuestra memoria. Al final nos quedamos con aquello que nosinteresa.

—Te puedo asegurar que esta anécdota es verídica. Mi abuela la cuenta con pelos y señales.

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Pero no te he contado lo mejor, y es que ese tipo de mariposas es habitual en América del Sur y enMéxico. No se conocen en esa zona. Los tunecinos pensaron que podía tratarse de algún espírituque la protegió —explicó.

—Sí, pero pueden ser adornos que ha ido poniéndole con el tiempo a la historia —prosiguióél, fascinado por aquella anécdota como si fuera objeto de estudio.

—En todo caso —dijo Eva, intentando abreviar—. Esa es la razón por la que mi abueloencargó la vidriera. La mariposa azul era el tótem de mi abuela.

—¿Un tótem? Me temo que esas cosas al final no te ahorran el sufrimiento.—Un tótem no te ahorra el sufrimiento, pero te acompaña mientras ocurre —sentenció Eva—.

¿Y todo esto? ¿No lo habrás comprado en el restaurante chino de la esquina? —bromeó Eva,señalando el festín que había dispuesto sobre la mesa.

—Te puedo asegurar que en ningún restaurante chino hacen la tortilla y el tiramisú como lohago yo —dijo Eduardo, levantando una ceja. Se sentía raro en aquella casa, pero a la vez estabacómodo. Era una sensación extraña de familiaridad. Podía imaginarse a Eva con sus cuadernos deestudio sobre la mesa, preparándose una taza de té, o cambiando las flores de sitio porque a suabuela le gustaban más en aquel lugar. Era fácil ver que aquellas cuatro paredes contenían unhogar.

—Estaría muy bien que brindáramos, ¿no? Aunque me temo que no he traído la bebida.—Mi abuela tiene unas cuantas botellas aquí —dijo Eva, sacando un Lambrusco de la nevera

—. A veces las abrimos por la noche y bebemos un poco con la cena o antes de dormir.—Estáis muy bien preparadas en esta casa —dijo Eduardo, observando como Eva abría la

botella con pericia y servía las copas.—Bueno, brindemos por el fin de tu carrera académica, ¿no? —sugirió Eduardo, mirando los

ojos de Eva—. Y enhorabuena por el sobresaliente.—¿A qué te refieres? —Eva dejó la copa en la mesa temiendo derramarla con los nervios.—A que han salido las notas. ¿No te has enterado? Imaginé que Jorge a lo mejor te lo habría

dicho ya. ¡Has acabado la carrera!No pudo evitarlo. En un momento así hubiera abrazado al conserje de la universidad, a la

compañera más pesada de clase, o a cualquiera que hubiera estado a su lado. Se levantó de lasilla y abrió los brazos, compartiendo la duda de si debía llorar o reír, saltar o hacerse un ovilloen un rincón. Eduardo se alegraba de veras, aunque no había contado con que él le daría la noticiaantes que nadie. La estrechó junto a su cuerpo y le pareció que era un abrazo perfecto. No tuvieronque rectificar, sus cuerpos se amoldaron el uno al otro y permanecieron así más tiempo del quehabían planeado.

—Me alegro mucho —dijo Eduardo, apretándola aún más hacia él. Eva se apartó, lo miró y sepuso de puntillas para besarle en los labios. Fue un beso suave y dulce, sin apretar, un rocemomentáneo que hizo que los dos se estremecieran lo suficiente como para separar sus cuerpos ybuscar con la mirada el suelo.

—Perdona —se excusó Eva—. Ha sido por el momento. No quería…—No, está bien —dijo él, tomándola suavemente por un brazo—. Si no lo hubieras hecho tú, lo

habría hecho yo tarde o temprano. Estaba deseando besarte.—Yo… Eduardo, verás… Creo que…El olor a vainilla de la piel de Eva le invitó a descubrir cada rincón de su cuerpo con miles de

caricias. Ella aceptó su abrazo y fue llenándole de besos desabrochando los botones. El vestidocayó en la escalera y la puerta de la habitación emitió un crujido antes de cerrarse.

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CAPÍTULO 11

Todavía sentía en su cuerpo un cosquilleo, como algo eléctrico que no terminaba de apagarseen su interior. Subió la escalinata de la entrada y se dirigió a los ascensores. Los pasillos delhospital, que por la noche dormitaban vacíos, bullían sin embargo por la tarde. La dirección delhospital se había vuelto muy laxa con referencia a los pases y horarios de entrada, y algunos díasse confundían las alas de habitaciones con el jolgorio del mercado de abastos. A las 20.30 lasenfermeras comenzaban a preparar las bandejas de la cena, y suspiraban esperando recuperar elsilencio y la calma. Eva caminó entre el gentío y se apoyó en el quicio de la puerta de lahabitación 638 para comprobar si su abuela estaba visible o si tenía al personal atendiéndola.Asomó la cabeza un momento y vio que el doctor Nájera estaba sentado junto a ella, tenía cogidauna de sus manos entre las suyas, y la hablaba muy bajito, en un murmullo. El hombre se levantó yse inclinó para acariciar su pelo. Un gesto de ternura. Una mano arrugada acariciando un peloblanco. Eva se estremeció y no supo que hacer. Giró su cuerpo hacia el pasillo como si hubierasido testigo de una escena demasiado íntima. Escuchó los pasos del doctor y retrocedió como sitomara impulso, dio la vuelta y prosiguió hasta entrar en la habitación.

—Bueno, Andrea, pues espero que pases una buena noche hoy y mañana, vamos a ver si vasmejor —dijo, manteniendo ese tono formal con el que hablaba a la abuela y abandonando laposición que tenía, con el cuerpo adelantado hacia la cama, para apoyar sus manos en las rodillasy levantarse.

Eva apretó los labios, miró al suelo y tomó asiento en su butaca azul, que casi era ya como unmueble de su casa. Los pies del doctor Nájera dieron pequeños pasos hasta alejarse por elpasillo.

—Pensé que ya no vendrías —dijo la abuela, haciendo un ímprobo esfuerzo por abrir los ojosy enfocarlos en su nieta—. ¿No ibas a comer con tu amigo?

—Al final le he llamado y le he dicho que estaba muy cansada y que quería dormir.—Vaya, yo que estaba esperando a que me contaras que había pasado…—Pues nada, es solo un amigo…, como tú y el doctor Nájera —y miró de reojo a su abuela.

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—Es un buen hombre—dijo la abuela, cerrando los ojos—. Si las circunstancias hubieran sidootras, si no hubiéramos estado casados y si fuéramos más jóvenes…

—Qué tontería, abuela. El amor no tiene edad.—Ya lo creo que sí, hija.—Creo que él te quiere—dijo Eva, levantándose y acercándose a la cama, como si le estuviera

contando un secreto.—Y yo a él —murmuró la abuela.—¿Y por qué no os hacéis novios?—Ay, hija mía, ¿crees que cambiaría mucho las cosas? —dijo la abuela, entre risas y toses—.

Al fin y al cabo, íbamos a hacer lo mismo que ahora, acompañarnos y cuidar el uno del otro, ¿nocrees? Además, a nuestra edad está mal visto.

La abuela carraspeó, empujó con los brazos la camilla para incorporarse un poco y pestañeópesadamente, como si los párpados insistieran en bajar en contra de su voluntad.

—Ahora entiendo las visitas semanales para tomarte la tensión, que siempre duraban bastantemás que lo que se tarda en manejar el “aparatejo” ese —dijo la chica, revolviéndose en su butacaazul.

—Nos vemos casi todos los días, no sólo cuando viene a tomarme la tensión —aclaró laabuela muy digna.

Los aparatos que rodeaban a la abuela empezaron a emitir pitidos. Por la puerta asomó Rosa,con su temperamento dulce y nervioso a la vez, volvió a comprobar todos los botones, miró a laabuela y a Eva y se atrevió a regañarlas.

—No sé de qué estáis hablando, pero más os vale que dejéis el tema. Doña Andrea, respirehondo o la tendré que poner una medicación más fuerte, que el médico ya ha dicho que igual hayque subir la dosis —y al mismo tiempo que la reprendía, la acariciaba un brazo con un gesto decariño.

—Ha sido culpa mía —dijo Eva—. Ahora mismo lo arreglamos. No te preocupes.—Sí, sí que lo vamos a arreglar —afirmó la abuela en cuanto la enfermera las había vuelto a

dejar sola—. Ya me estás contando quién es tu amigo, que yo ya te he confesado demasiado.—Abuela, preferiría no hablar de eso ahora. No creo que sea el momento, ¿no te parece?La abuela arqueó las cejas y le hizo un gesto para que continuara hablando.—Es alguien de la universidad.—Eso ya me lo habías dicho —afirmó, subiendo los ojos como si repasara un archivo mental

—. Espero que no hagas la tontería de irte con un niño rico más mayor que tú, como hizo tu madre.Porque mira que somos tontos los humanos que siempre cometemos los mismos errores.

—Abuela, yo no soy mi madre.Apretó los puños y pensó que era mejor decir la verdad. Si iban a discutir, que fuera por algo

real. Estaba harta de que su abuela hiciera hipótesis sobre la capacidad que podía tener dearruinar su vida como lo hizo su madre.

—Es profesor de la universidad, abuela. Se llama Eduardo.—¿Profesor de la universidad? Tú a mí me quieres matar —dijo la abuela, quitándose la

sábana de encima de un manotazo.—Abuela, que solamente hemos salido un par de veces a tomar algo. No te estreses.—Pues ya estás dejando de salir con él, porque además eso es delito. Seguro.—No, no es delito. Soy mayor de edad desde hace un tiempo. He acabado la carrera, abuela.

He aprobado el último examen. Así que oficialmente ya he dejado de ser estudiante de la

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universidad y él ya no es mi profesor.La abuela se aclaró la garganta y le pidió que la dejara descansar, que se encontraba muy

cansada. Después volvió a arroparse y se giró hacia la ventana. Eva se quedó allí, con las manosen el regazo, incrédula al ver que su abuela era capaz de ignorarla completamente. En unosminutos escuchó la respiración profunda de la abuela.

—No me quiero enfadar contigo, abuela —le susurró en el oído.—Buenas tardes, doña Andrea —la buena de Nadia había aparecido por la puerta con un plato

envuelto en papel albal en la mano—. La he traído el pastel de leche de pájaro que tanto le gusta.Aquella tarta de chocolate y nata era una delicia que la abuela siempre le había pedido a su

vecina que preparara para celebrar los días más importantes: los cumpleaños, el año nuevo o eldía de la Virgen del Carmen. Aquellas ocasiones ya marcadas o que la abuela había mantenidodurante el tiempo.

La abuela se dio media vuelta y saludó a la vecina, intentando evitar mirar a Eva. Sí queparecía que estaba enfadada.

—Bueno, yo creo que hoy quedo yo por la noche con usted. La niña ya ha dormido poco hoy,¿verdad? —dijo Nadia sonriendo a Eva, que no pudo evitar ruborizarse.

—La niña no se mueve de aquí, Nadia —dijo la abuela, cruzándose de brazos—. No me fío deese profesor de universidad que se ha echado por novio. ¡Lo que me faltaba!

—Abuela, no quiero discutir contigo. Eduardo es buena persona y no me va a hacer daño.—Exactamente eso me decía tu madre del demonio de Sebastián. Que era un alma angelical. Y

ya ves, no vino nada más que a traer la desgracia de la casa.Eva sintió que los brazos se le tensaban, se puso en pie y miró a la abuela con los ojos bien

abiertos.—Te trajo a tu nieta, abuela. Si él no hubiera estado, yo no estaría aquí. Y gracias a que él se

fue, hemos podido estar juntas todo este tiempo. Quizás no nos ha ido tan mal como dices.—Pero mi hija no está —murmuró la abuela, que empezaba a tener dificultades para coger

aire.—Y no hubiera estado de todos modos. Mi padre no tiene la culpa del tumor.Rosa, la enfermera, entró en la habitación moviendo los brazos con nerviosismo y haciendo

aspavientos en el aire.—Pues como no me estáis haciendo caso, voy a ser yo la que organice. Ahora mismo todo el

mundo fuera de la habitación. Vamos a darle la cena a la abuela y necesitamos que esté tranquila.Eva y Nadia se sentaron en las butacas de plástico del pasillo. Nadia dejó sobre sus piernas el

pastel de origen ruso que había hecho para la abuela y suspiró.—Va a llevar mal que estés con un hombre más viejo —dijo finalmente—. Siempre ha querido

que Jorge novio tuyo es.—¡Qué manía!—Mientras la abuela esté enferma, tú deberías de no decir nada sobre tu novio. No salir más

con él o no decir que sales. Solo hasta que ella esté bien y pueda respirar para entender —continuó la mujer, sacando un pañuelo rojo del bolso y anudándoselo sobre el pelo.

Después de la cena, la abuela parecía más risueña y tranquila. Pidió probar un poco de la tartay aceptó que Nadia se quedara durante la noche con ella.

—Dejaré de ver a Eduardo si eso es lo que quieres — le susurró Eva al oído.—Yo quiero que seas feliz, mi niña —le dijo la abuela, acariciándola la cabeza.

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En el autobús de vuelta, Eva pensó en el doctor Nájera y en su abuela. Le parecía extraño queun hombre hubiera podido conquistar su corazón a su edad, pero también le resultaba tierno. Erafácil de entender que la dulzura y educación del doctor la hubiera convencido. Ella tampoco podíadejar de pensar en aquellas manos fuertes recorriendo su espalda, en su voz, en su risa y en laseguridad que sentía estando a su lado. Quizás lo que le estaba hormigueando dentro no era elcansancio ni el hambre, sino la ilusión de estar con ese profesor que ya había dejado de serlo, almenos para ella. El autobús se paró frente a su casa, pero ella no bajó. Continuó diez minutos más,descendiendo por la avenida y esperando a que llegara frente a la puerta de “La Galería”. No lehabía dicho nada, pero ella sabía que lo encontraría. Eduardo estaba acodado frente al ventanal,acariciando una botella de cerveza y mirando distraídamente al cielo. Llevaba una camiseta azul yse había revuelto el pelo. Cuando vio que Eva entraba en el local se bajó del taburete en el queestaba sentado. No se saludaron. Ella se aproximó a él, dejando que el profesor la atrajera hacíasí y dándole un largo beso que se prolongó más de lo que los dos habían esperado. Se miraroncomo si no se hubieran visto nunca y se sentaron todavía observándose, incapaces de frenar unasonrisa que se desbordaba en su cara. Se cogieron de las manos y miraron al resto de personasque ocupaban el local. Sabían que la reacción del ‘mundo’ marcaría un momento en su relación.Nada ocurrió. La gente andaba apurando cafés, doblando servilletas o celebrando un gol. Ellossolamente querían ser felices.

CAPÍTULO 12

¿Qué se hacía cuando ya no había que estudiar? Por el momento, sentirse extraño. Eva llevabadando vueltas en la cama unas cuantas horas. En su cabeza desfilaba Eduardo, la abuela y eldoctor Nájera, y también Jorge y su promesa de comer con él en unas horas. Después todos lospensamientos volvían a Eduardo, porque la almohada todavía olía a él y tenía el sabor del últimobeso todavía pegado a sus labios.

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Necesitaba aire fresco así que, aunque fueran las cuatro de la mañana, se puso un chándal y sesentó en la mesa de la cocina con una taza de cacao frío. Intento que el invento se deshiciera, perolos grumos de cacao empezaron a flotar en la leche, rebelándose a su naturaleza. Deslizó lacuchara sobre la superficie del líquido para llevarse algunos a la boca. Le gustaba ese sabor queexplotaba y se convertía en polvo de chocolate. Cogió la taza, salió al jardín y se tumbó en una delas hamacas que habían puesto hacia unas semanas. El cielo estaba lleno de estrellas y la lunaparecía un botón a medio abrochar, asomando solamente a la mitad en el cielo azul oscuro. Seagitó en la hamaca y pensó que eso era realmente lo que pasaba. Giraba en una pelota azul en eluniverso y se sintió tan pequeña que se asustó al pensar en la inmensidad que tenía encima. Seincorporó un poco, apuró la bebida de la taza y se tumbó de lado, como si estuviera en unaespecie de incubadora.

Ni el piar de los pájaros ni el ruido de las máquinas de limpieza en la calle. Lo que la despertó

de súbito fue un sonido chillón. Al encontrarse en una superficie inestable, se agarró con todas susfuerzas a la tela de la hamaca y tardó medio minuto en entender dónde estaba. Al principio creyóque algo se había caído al suelo en el salón, luego se percató de que el sonido provenía de lapuerta de entrada. El corazón le dio un brinco mientras llegaba al recibidor. Abrió la puerta y seencontró al recién descubierto novio de su abuela.

—Buenos días —dijo el señor Nájera con una sonrisa—. Tu abuela me dijo ayer que no teencontrabas bien y he venido a asegurarme de que habías descansado.

Eva le miró fijamente a los ojos, sin pestañear. Aquella cara redondita, los ojos de botón, losmofletes sonrosados, y una boca mínima debajo de un bigotillo rubio. El señor era de los másgracioso, y le produjo ternura pensar en su abuela y en él regalándose arrumacos.

—A lo mejor es un poco temprano, pero me dirigía al hospital para ver a tu abuela.—Pase —dijo ella muy educadamente, entornando la puerta hacia dentro—. ¿Quiere un café?Al entrar el hombre dejó un rastro de olor a Varón Dandy y naftalina. Llevaba una chaqueta de

tweed marrón y verde. Siempre iba vestido así, como si fuera a su consulta en el centro de laciudad. Hacía tiempo que había dejado aquella rutina. Desde que Adela había fallecido, las cosashabían cambiado tanto. En realidad, desde que Adela cayó enferma con el dichoso Alzheimer.Llegó un momento en el que le confundía con su hijo o con su nieto. Por fuera seguía siendo ella,pero por dentro su memoria tan solo daba chispazos momentáneos. A veces lo sabía simplementepor la manera que tenía de mirarle. Le acariciaba la cara y le decía que estaba muy guapo con esebigote y que cuándo iban a salir a pasear.

Eva terminó de echar el café en la cafetera y la puso al fuego. A la abuela no le gustaba otrocafé que no saliera de su cafetera italiana, así que pensó que quizás era el que lo ofrecía al doctorNájera en sus visitas. No iba a hacerle un interrogatorio y seguía teniendo la intención de que sesintiera cómodo en su casa. Aquel señor había estado siempre en su vida. Lo había visto aparecerpor casa cuando ella era pequeña, entrando en la habitación en donde su madre había pasado lamayor parte del tiempo. Después la abuela decidió trasladarla a una caseta exterior a la casa, unaespecie de cobertizo que amuebló con esmero para que Clara se recuperara. Pintó las paredes demadera de blanco y se preocupaba de que tuviera flores frescas todos los días. Sin embargo,muchas veces aparecían decapitadas en medio del jardín o, lo que era peor, dentro de la casa, conlos pétalos esparcidos por el salón. Seguramente porque su madre no podía soportar laenfermedad. El señor Nájera siempre había acudido cuando se agravaba su estado, y le dabainyecciones que la calmaban. Sus ojos de niña habían visto muchas veces a su madre dejarse

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vencer por aquellas sustancias que la dejaban en estado comatoso y con la baba colgando durantehoras. “Sube a tu habitación”, le decía la abuela en cuanto se percataba de que la niña estabapresenciando la escena.

Comprendió que era fácil enamorarse de una persona que había estado allí en las duras y en lasmaduras, en lo bueno y en lo malo. También se había preocupado mucho por la salud del abuelo.Había sido un ángel guardián, un amigo invisible que aparece cuando se le necesita.

—Gracias por todo lo que estás haciendo por mi abuela —dijo finalmente Eva. El hombre bajólos párpados y alargó sus manos para tomar las de la chica—. Y por mí.

—No las merezco —dijo él—. Tu abuela me llamó anoche y me dijo que me quería. Quequería que lo supiera por si las cosas se ponían feas.

—Ay, ya está con sus “neuras”. Seguro que se pone bien, ¿verdad? —Eva sirvió el café reciénhecho y miró al doctor.

—Espero que sí, Eva. Pero está más delicada de lo que en principio pensábamos. Habrá quecuidarla mucho.

—Bueno, y entonces, ¿os vais a hacer novios? —preguntó Eva, con una sonrisa traviesa.El doctor pegó un pequeño brinco, bebió un largo trago de su taza de café y carraspeó.

Después miró a los ojos de Eva y comenzó su alegato.—Ciertamente uno ha vivido cuarenta años con una persona con la que ha compartido vida,

hijos, alegrías, y penas, y cuando esa persona se marcha nunca piensas que vaya a florecer el amorotra vez. No es el amor que tú puedes sentir. Es un amor más calmado, una necesidad deacompañar al otro y de mimarlo, un deseo de simple y pura compañía. A tu edad el amor es eltrampolín para experimentar, para lanzarse a lo desconocido. Ahora es un amor que nos acompañamientras la vida se va frenando. Lo que nos une ahora es más el dolor que la pasión—y apuró lataza.

Clases de amor. Ni ella misma sabía que era lo que sentía, pero desde luego no era un amorcalmado. Era uno de los que no dejaba dormir.

—Puede sonar extraño, pero a tu abuela y a mí nos unió el dolor. Cuando uno siente una penamuy honda, quiere encontrar consuelo en alguien que entiende lo que está sintiendo —prosiguió eldoctor, acariciando la taza con las yemas de los dedos.

—¿Y piensa venir a vivir aquí con ella? Quiero decir… ¿aquí con nosotras?— Ya sabes que yo tengo mi casa, y a Jorge de ‘ocupa’ durante el curso. Bueno, y también está

mi canario, Teo —y dejó asomar una sonrisa tímida debajo del bigote recortado.La chica sacudió la cabeza. No se imaginaba viviendo con Jorge y con su abuelo en la casa e

inmediatamente pensó en el piso que la abuela tenía alquilado: una preciosa vivienda en el centro,herencia de los padres de la abuela Andrea. Hasta ahora les había ayudado a subsistir con losinquilinos que habían desfilado por allí. En esos momentos estaba ocupado por un hombre denegocios que ya llevaba allí dos años. Él mismo confesaba que apenas pisaba la casa porqueestaba constantemente viajando. Era una pena que ese lugar estuviera ocupado tan sólo de vez encuando y Eva siempre soñaba con vivir allí.

—Y ahora me vas a contar qué es lo que pasa con ese profesor de universidad —dijo eldoctor, apropiándose de una familiaridad que todavía no se había ganado con ella.

—Lo que hay es lo que le conté a mi abuela ayer —intentó cortar Eva.—Pues prácticamente no dijiste nada, según me ha contado —explicó él, solícito—. Claro que

mi nieto Jorge sí que me ha referido su preocupación por esa relación que, al parecer, sí que haempezado.

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Otra vez Jorge metiéndose en sus asuntos. Eva sopló la leche de la taza y suspiró.—Es una pena. Siempre he pensado que hacías buena pareja con mi nieto —se sinceró el

hombre, mientras llevaba la taza al fregadero para lavarla él mismo.—Jorge es mi amigo, aunque, como siga así, me lo voy a tener que pensar.—Bueno, se preocupa por ti. Ya me ha dicho que habíais quedado para comer hoy.Eva se quedó en silencio y tamborileó los dedos sobre la repisa de la cocina. Era cierto. Había

quedado con él y no tenía la nevera para dar ninguna fiesta. Podía cancelarlo. Tenía ganas de quelas horas pasaran para poder volver a quedar con Eduardo. Apenas habían hablado la tardeanterior. Se habían mirado todo el rato, como absortos el uno en el otro, y se habían sonreídomucho. Eduardo la había besado antes de marcharse y le había dicho: “Me alegro de que hayasvenido”.

—Eva, ¿me estás escuchando? —le insistió el doctor Nájera.—Prepararé algo para Jorge —dijo ella en modo autómata.—No, no. Te decía que Jorge tiene una entrevista en una editorial y quiere que tú vayas con él.

Me harás ese favor, ¿verdad? Se pone muy nervioso con estas cosas y yo sé que tú vas a podertransmitirle la tranquilidad que necesita.

—Lo hablaré con él luego. Sí, claro.El doctor Nájera giró la cabeza en derredor, como si quisiera atrapar con la mirada el vuelo de

una polilla y luego fijó sus pequeños ojos de botón en los de Eva.—¿Ha pasado la noche aquí?—¿Quién?—¿Tu profesor? —y agachó la cabeza como si fuera a contarle una confidencia—. A mí me lo

puedes decir.La chica resopló ruidosamente y se levantó para dejar las cosas en el fregadero.—En realidad no. Pero, si lo hubiera estado, no hubiera pasado nada. Ya soy mayor de edad —

recalcó, y desapareció escaleras arriba. Al contrario que Eva, Eduardo había dormido como un bebé. Hacía tiempo que no descansaba

como lo había hecho aquella noche. Era como si de repente hubiera notado que unos hilos que lemanejaban hubieran dejado de estar tensos. Descansó la cabeza sobre la almohada y simplementedurmió. Tuvo unos sueños algo extraños, en los que una mujer con un vestido blanco giraba dandode vueltas en un campo lleno de amapolas. Quizás era el recuerdo de su madre que, cuando eranpequeños, los llevaba a pasear al lado de las vías del tren. Los hacía poner el oído en los raílespara que notaran la vibración de los convoyes que pasarían unos minutos después. Salvando esosepisodios oníricos, Eduardo no tenía nada más que reprochar a una noche que le había dejado conuna sensación de tranquilidad que hacía tiempo que no le visitaba.

Había sido también en junio. Qué curioso. Qué idas y venidas tiene el tiempo. Lo pensómientras se sentaba en el café de la esquina a desayunar y leer el periódico. Virginia se habíamarchado un día de junio. Había llegado de la universidad, después de corregir exámenes yexámenes como profesor ayudante, y se había encontrado media casa embalada en cajas. Virginia,con un vestido azul y las gafas de sol sobre el pelo, le había dicho que se marchaba, que tenía queaceptar la beca y que se iba a Estados Unidos. No había más razones para dejarle, sino suspropios objetivos profesionales. Claro que luego se había enterado de que había comenzado asalir con el jefe del proyecto de investigación al que le habían asignado. ¿Qué sería de ella? ¿Sehabrían casado? ¿Tendrían hijos? ¿Vivirían en una enorme casa como esas de las películas?

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Virginia, su pelo olía siempre a fresa y le gustaba andar descalza por casa. No tenía ropa negra yapenas se ponía pantalones. Le encantaba escuchar a ‘Presuntos Implicados’ tanto como a‘Rosendo’.

Hoy iba a pedir churros. Un día así, con la alegría de saberse correspondido por Eva, tenía quemerecerse un desayuno estupendo, así que levantó la cabeza para hacer una seña al camarero, queesquivó una moto que acababa de meterse en la acera. Una moto roja que le resultó familiar. EraJorge, la dejó aparcada contra la pared y, si pedir permiso, se sentó en una de las sillas metálicasjunto a él.

—¿Va todo bien, Jorge? —le preguntó, arrastrando la silla para tomar más distancia.—Va todo perfecto —le dijo el chico, con el ceño fruncido y los puños apretados contra los

muslos.—Pues muy bien. ¿Te puedo invitar a un café?—No he venido a desayunar contigo. He venido a decirte que tengas cuidado. No sé qué

intenciones tienes con Eva, pero no pienso dejar que la hagas daño.A Jorge le costaba pronunciar las palabras porque tenía la mandíbula tensa y hablaba entre

dientes.—Me parece muy bien que quieras protegerla, pero creo que yo no voy a ser el peligro mayor

al que se enfrente, te lo puedo asegurar —dijo Eduardo, e insistió al camarero para que le tomaranota.

—Se lo advierto. Como la hagas daño, no me hago responsable —volvió a decir, señalándolecon un dedo acusador. Después se dio la vuelta, tropezó con un par de taburetes, y dejó el localpara coger de nuevo la moto.

Eduardo pensó que no dejaba de ser un comportamiento tierno. No servía de nada enfadarsecon un chiquillo de veintipocos años que no sabía nada de la vida. ¿Proteger a Eva? ¡Cómo si sepudiera hacer eso! Ojalá se pudiera proteger a una persona. Pero no, eso no era posible. No habíasido posible con su padre, con su madre, con Virginia… Ni siquiera con él mismo. Pobremuchacho. Todavía le quedaba mucho que aprender.

A Jorge le ardía la sangre. El cuerpo se le había tensado y tenía un calor dentro que le habíaobligado a dejar la moto aparcada para dar un par de patadas a una pared. No tenía la culpa, perole había dejado sacar una ira que no sabía cómo canalizar. Debía tranquilizarse. En un par dehoras tendría que ir a casa de Eva, y no podía estar así. No podía permitirse enfadarse. Pero, ¿porqué lo había hecho? ¿Por qué le había dado aquel beso? Cuando la vio entrar en “La Galería”supo que no había marcha atrás. Había estado esperando durante un buen rato, espiando desde unacafetería al otro lado de la calle. Cómo se besaron, cómo se sonreían y jugueteaban con las manos.¡Por qué le estaba haciendo esto Eva! Es que no le había dejado claro que él sentía algo por ella.Quizás no. Quizás no había sido lo suficientemente claro, pero tenía remedio. Tenía que decírseloa Eva. Tenía que decirle que la quería.

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CAPÍTULO 13

Cuando abrió la puerta de casa y lo encontró con un ramo de rosas blancas en la mano, Evasintió que la cara le ardía. En otras ocasiones, si hubiera pasado algo así, se hubiera reídoabiertamente, y los dos hubieran terminado haciéndose bromas. Ahora no. De repente ya no leapetecía volver a tener esa complicidad, porque ahora le resultaba forzada. Si hubiera sido antes,le hubiera rogado que se sentara en el salón y le habría contado todo lo que había sucedido conEduardo el día anterior, le habría pedido consejo y habrían compartido confidencias. Ahora ya nosabía si podía fiarse de él. Era como empezar de nuevo. Casi como cuando se encontraron laprimera vez, probablemente jugando en el jardín de su casa. Aquel niño delgado que tenía miedo aacercarse a la piscina y que devoraba las gominolas de los cuencos. Al principio solamenteaparecía en vacaciones, y luego comenzó a quedarse más tiempo. Sus padres trabajaban para unaorganización no gubernamental, y habían decidido aceptar un proyecto en Zambia. Fue entoncescuando Jorge decidió realizar sus estudios en Madrid, y allí se quedó hasta entonces, con suabuelo, y conformándose con las noticias que recibía de sus padres a través de cartas y,últimamente, de correos electrónicos que leía con desazón en la sala de ordenadores de launiversidad. Llegaban noticias de enfrentamientos tribales, de asesinatos de cooperantes y deenfermedades que se propagaban como plagas bíblicas. Aun así, había aprendido a que cada unotomaba las decisiones con sus riesgos, y sabía que sus padres conocían esos peligros mejor queél.

Eva se recordó a sí misma que quería recuperar la cordialidad con Jorge. Se había entregado ala tarea yendo a la compra, preparando una lasaña y haciendo un bizcocho de zanahoria. Lo habíahecho pensando en que su amistad bien valía un intento de comunicación, aunque sabía que encuanto hablara de Eduardo surgirían de nuevo las tensiones. Decidió que, por el momento, no teníapor qué nombrarle.

—Tu abuelo ha venido a verme hoy —le dijo a Jorge, mientras colocaba los platos en la mesa.—¿En serio? No me ha dicho nada.—Quería saber qué tal estaba. Creo que está preocupado porque estoy aquí sola.—Podías venirte a casa con nosotros. Hay sitio —dijo él, pasando una mano sobre el mantel.—No, aquí estoy bien. En realidad, tu abuelo ha venido porque ayer me enteré de que tiene

algo con mi abuela. ¿Tú lo sabías?Jorge negó con la cabeza, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa. Le parecía muy tierno que

su abuelo hubiera conquistado el corazón de doña Andrea, y ahora entendía por qué el hombre seempeñaba en salir bien afeitado y aseado de casa cada vez que iba a visitarla.

—¿No te parece mal? —insistió Eva.—No, ¿por qué me va a parecer mal que dos personas se quieran? Es de lo más normal —

explicó, pensando más en él que en su abuelo.

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—Bueno, yo he hablado con tu abuelo esta mañana y creo que me parece bien. Creo que esmejor que estén bien, acompañados, y que se quieran.

—Pues yo tomaré la misma decisión. Que hagan lo que quieran, que ya son mayorcitos. Esperoque tu abuela se recupere pronto para que puedan estar más tiempo juntos disfrutando.

—¿Sabes que me ha dicho tu abuelo? Que le hubiera gustado que tú y yo fuéramos pareja. ¡Quécosas se le ocurren! —soltó Eva, arrepintiéndose al instante de haber sacado ese tema deconversación.

—¿Te parece mala idea? —Jorge había dejado el tenedor sobre el plato y se había apoyadocon los dos brazos sobre la mesa, inclinándose cómo si quisiera recoger la respuestadebidamente.

—Jorge, a ver, nosotros… Somos amigos, ¿no?—Sí, pero podríamos ser algo más. ¿O es que no puede ser?—Jorge, pero eso es extraño, ¿no? Si hubiéramos querido ser pareja, ya lo hubiéramos hecho.

¿No crees? Hemos tenido la posibilidad de serlo en algún momento. No sé, hemos compartidomuchas cosas, quizás demasiadas, para ser pareja.

El chico se frotó la cara y se quedó mirando al plato como si fuera a insultar a la salsabechamel. De repente, se le había quitado el hambre. Ahora resultaba que había sido demasiadocercano para ser su pareja. Era lo que le faltaba por oír.

—Ahora me dirás que soy como tu hermano.—Pues casi, Jorge, casi. Yo tengo confianza en ti. Lo que no sé es por qué últimamente parece

que has perdido la tuya en mí.—Cuéntame qué hacías ayer a las seis y media —la retó Jorge.Eva apretó los labios haciendo una mueca similar a un puchero. Jorge había estado espiándola.

Estaba claro que ayer, al otro lado del ventanal de “La Galería”, había un par de ojos siguiendocada uno de sus movimientos. Lo peor es que en el fondo ella lo sabía. Le pareció ver la moto rojaapoyada en una farola, en la explanada de enfrente, pero quiso pensar que no, que no podía ser queJorge estuviera allí también.

—Estabas con Bayó —dijo Jorge, apartando el plato de pasta a un lado de la mesa—. Y ahorano me digas que no, porque lo vi yo con mis propios ojos. Con Bayó, besándote.

—Jorge, ¿has estado siguiéndome?—Claro que he estado siguiéndote. A ti y al pervertido ese. Ha hecho todo lo posible para que

os encontrarais.—Jorge…, creo que eso son suposiciones tuyas…—Claro que no lo sabes. Ni tampoco sabes que estuvo mucho tiempo con una profesora de la

universidad que se llamaba Virginia, y que terminaron mal. Llevaba una vida rara. Todo el díametido en casa, mirando por la ventana, leyendo, y seguramente organizando un plan para que tucayeras en sus redes. Pero claro, eso no lo sabes, porque ni siquiera le conoces, Eva. Ni siquierasabes nada de su pasado.

—Es una buena persona. ¿Quieres calmarte?—No, no quiero calmarme. Ayer me echaste de aquí porque el profesor venía a comer contigo.

¿No es eso? Y luego tardaste un rato hasta que fuiste al hospital.—Me estás asustando. Has estado siguiéndome todo el rato. Estás muy mal, Jorge. Será mejor

que me dejes tranquila. Por favor, vete.—No importa —dijo el chico, dándole la espalda—. Da igual. Ya veo que a ti no te importa lo

que sienta por ti. Sigue tu camino. Quizás en algún momento nos volvamos a encontrar.

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Se dirigió a la puerta y se marchó.“Todo a la mierda”, pensó Eva, mientras se dejaba caer en un sofá del salón. Todo al garete en

un momento. Uno tarda cinco años en fraguar una amistad con alguien y en diez minutos se vuelvetodo del revés. No pensaba que Jorge pudiera superar aquel enfado. Sabía que tenía un geniopeculiar y que de buenas era un gran amigo, pero de malas era bastante vengativo. Lo había vistocon otras personas y ahora le tocaba a ella. Le daba pena pensar que ya no compartirían tiempojuntos. La había puesto entre la espada y la pared. Era disculparse con él y darle calabazas aBayó, o dejar que Jorge se alejara para vivir el inicio de esa historia que le hacía sentir que latripa se le encogía. Superar el miedo a equivocarse, a hacer lo incorrecto, a parecerse a su madre,que había cometido un error tras otro. Al final se iba a parecer a su madre y cogería el caminoinapropiado, ese que la abuela siempre le había advertido que llevaba al dolor. Sintió miedo.

Subió a la habitación para intentar calmarse. La conversación con Jorge le había producido unmareo acompañado de un zumbido. De repente le pareció que su habitación estaba llena de cajas.Había demasiadas. Eran cajas de cartón de diferentes tamaños, colores, estampados y tramas.Cajas que le regalaba su abuela sobre todo en los cumpleaños y que iniciaban la ‘búsqueda deltesoro’ que le tuviera preparada. Un sinfín de pistas que la conducían a su regalo de cumpleaños,aunque al final era lo de menos porque se lo había pasado tan bien intentando encontrar lasiguiente pista. Ahora se sentía así, como cuando tenía una hoja de papel en la mano con unmensaje en clave, pero la diferencia era que había varios papeles posibles para seguir la historia.Otras hojas conteniendo múltiples pistas para un siguiente paso y así sucesivamente. Hojas depapel que aleteaban como la mariposa de la vidriera, agitando las alas constantemente. Se pusolas manos sobre el pecho, que se agitaba como preso por una intuición oscura. Se tumbó y sequedó adormecida.

Había un silencio extraño cuando el teléfono la despertó. Un silencio demasiado quieto, sin unmurmullo ni un zumbido. Cogió el aparato todavía medio dormida, decidiendo si podía serEduardo o quizás Jorge, arrepentido.

—Eva, menos mal que te encuentro. Tienes que venir aquí rápido, hija —le pidió el doctorNájera.

Dejó el auricular descolgado y se quedó sentada en las escaleras, como si la hubieranderribado con un empujón. Percibió el olor a tierra mojada. Una lluvia fina había empezado a caersin haber avisado antes, dejando que regueros de agua se fueran abriendo camino por el jardín,dando brillo a las hojas de los árboles y haciendo callar por un momento a los pájaros que nohacía mucho tiempo habían estado piando con energía. Aquella llamada no podía ser verdad. Suabuela no podía estar muriéndose. Eva buscó un paraguas en su habitación, cogió un bolso y bajólas escaleras de dos en dos. Hubiera querido teletransportarse o volar, pero tuvo que conformarsecon cruzar media ciudad. Lo hizo como un zombi, sin darse cuenta de las aceras que pisaba, de lagente que iba con ella en el autobús, de las enfermeras que fumaban en la puerta del hospital, delolor a antiséptico del área de habitaciones, de los murmullos de la gente al lado de las máquinasde café, del ruido de las ruedas de los carritos que servían las cenas a las siete de la tarde. No sedio cuenta de la mano cálida del doctor Nájera, que salió a abrazarla con los ojos enrojecidos ymudo.

—Se ha ido —murmuró mientras la abrazaba—. Se nos ha ido.

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CAPÍTULO 14

Solamente a él se le había podido ocurrir quedar en “La Galería” en un día de concierto.Eduardo entró a empujones en el local y buscó desesperado a Eva entre el gentío. Se le ocurriómirar en el rincón donde habían estado juntos la tarde anterior, pero todo estaba ocupado porgrupos de jóvenes que buscaban un sitio para tomarse un ‘mini’ antes de que empezara laactuación. Seguramente estaba de camino o quizás ya hubiera llegado y estaría sentada en algunamesa del local. Intentó a duras penas entrar en la sala y mirar a todas las caras que se ibaencontrando, hasta que decidió que quizás a ella le había pasado igual. A lo mejor había entrado y,asustada por la masa de cuerpos y voces, se había marchado a su casa. El barman le hizo un gestodesde la barra con un teléfono en la mano. Tenía una llamada. Sorteó de nuevo la marea decuerpos calientes y vociferantes hasta que llegó al auricular. Una voz temblorosa y lejana preguntópor él. Eva balbuceaba cosas: “abuela, no está, muerte, te necesito”, y Eduardo la escuchaba aduras penas, apretándose el teléfono contra la cabeza para escucharla.

Caminó dando empujones y apartando a la gente. Salió a la avenida principal para coger untaxi al tanatorio. Se sintió rígido y ni siquiera escuchó al taxista, que pretendía iniciar unaconversación sobre el tiempo con él. Tenía la cabeza llena de preguntas y no sabía si iba allí encalidad de profesor o de otra cosa. ¿Se podía comportar como un amigo?

El tanatorio se ubicaba en un edificio de cinco plantas. No tuvo que buscar mucho, Eva estaba

en la recepción, esperando a que le dieran acceso a la sala. Llevaba el pelo recogido en unacoleta baja y hablaba en un murmullo, como si le costara hacer salir la voz. Eduardo no esperabaque se diera media vuelta de súbito, así que se topó con el resto del cuadro: unos ojos hinchados yel rostro enrojecido. Al verla rota se le revolvió el estómago. Se acercó a ella sin mirar alrededory se abrazaron largo tiempo, aprovechando que todavía no había nadie. El profesor apretó los ojospara intentar apartar ese dolor que es más hiriente que el de uno mismo: el dolor que toca alcorazón de las personas que uno quiere. Pronto comenzaron a llegar los vecinos, los primoslejanos y los amigos. Todos fueron entrando en la sala.

Eduardo se mantuvo a una distancia prudencial en todo momento. Se dio cuenta de que aquelloque sentía por Eva no era un capricho, porque le dolía. Los caprichos no duelen, solo están ahípara disfrutarlos y cuando dan guerra, se despachan. Le dolía ver a Eva intentar rescatar losúltimos momentos con su abuela, recordar lo felices que habían sido, los ratos que habían pasadojuntas y lo mucho que le hubiera gustado vivir el futuro con ella. En cuanto comenzó a llegar gente,

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hablaba de su abuela con todo el mundo, con las vecinas que se sentaban por turnos y la mirabancon los labios fruncidos, con los clientes que habían frecuentado la tienda del abuelo, y hasta conel mismo cartero se había pasado a presentar sus respetos.

Después empezó a llegar gente que no conocía, familiares del abuelo Lorenzo que no se habíanpreocupado por ellas nunca y personas que solamente iban para fisgonear. Eva salió a la calle atomar el aire. Estaba agotada. Había pasado toda la noche en un sillón de la sala, con la cabezaapoyada en una pared mirando a su abuela. Tenía la macabra esperanza de que se moviera enalgún momento y que todo hubiera sido un malentendido.

—Quizás puedas irte un par de horas a casa a descansar —le dijo el doctor Nájera,acompañándola en el exterior—. Llevas aquí un día entero y no has comido nada. Ve a casa ydescansa un poco.

Pero Eva se negó. Resistió todo el protocolo: el responso, los besos y abrazos, las risas de losfamiliares que hacía tiempo que no se encontraban, las miradas de pena de las vecinas y loscuchicheos para ver quién había mandado coronas de flores. Eva lo observaba todo como si nofuera con ella, con esa especie de extrañamiento que nos guarda de los dolores intensos. Y lo eranporque su abuela no estaba. El tiempo se había vuelto denso e inmóvil, como si estuviera atrapadaen él.

Se cerró una puerta de madera y el féretro desapareció dejando paso a un silencio másdoloroso que la propia pena. Eva se puso de pie y le siguieron todos. Quería marcharse de allí.Quería que todo acabara ya. Un hombre alto y trajeado se acercó a ella con una leve sonrisa paraofrecerle transporte hasta su casa, ya que lo cubría el seguro de decesos de la abuela. Eduardo yel doctor Nájera se acercaron para acompañarla, pero ella insistió en que necesitaba estar sola.Se montó en el coche con el chófer y desapareció.

Cuando llegó a casa, Eva cerró puertas y ventanas. Descolgó los teléfonos. Corrió las cortinas.Acababa de ver el ataúd con el cuerpo de su abuela desaparecer. Adiós. Así. Ya está. No lavuelves a ver. Se le había acabado el llanto. Estaba harta de que le dijeran lo buena y estupendaque era su abuela, cuando ella era la única persona que sabía cómo era verdaderamente, con susluces y sus sombras. Necesitaba estar sola. El mundo no le importaba nada porque se habíasaltado sus reglas. Esas reglas que prohíben que los hijos mueran, que los accidentes no ocurran alas personas responsables, o que las enfermedades no se paseen en las casas de gente buena. Esasreglas que no están escritas, pero que nos creemos para poder seguir viviendo. Eva necesitabaponer en orden sus pensamientos y sentimientos. Se había marchado a casa con una carpeta llenade papeles de su abuela, una bolsa con la ropa y pertenencias que habían dejado en la taquilla dela habitación y un olor a despedida que tardaría en irse. La casa estaba triste. La vidriera parecíatener los colores más apagados y la mariposa parecía más añil que azul.

Eduardo todavía se quedó un rato más en el cementerio. Caminó por un sendero repleto demacetas de pensamientos que llevaba hacia el edificio crematorio. De repente, desde la distancia,le pareció ver a alguien que le saludaba haciendo aspavientos con los brazos. Se acercó a grandeszancadas y se dio cuenta de que era la profesora Silvia Chaparral.

—¿Necesitas que te lleve? —le dijo, después de saludarle con un abrazo.—¿Qué haces aquí? ¿Va todo bien?—Sí, he venido al entierro de la abuela de Eva Quijada. Te he visto dentro, pero luego te he

perdido la pista.Eduardo bajó la cabeza y se miró los zapatos sin saber qué decir.—Pareces muy afectado. Imagino que esto era lo que no me querías contar el otro día, ¿no?

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El profesor asintió y tomó a su compañera por los hombros en un gesto de complicidad. Leagradecía enormemente que no hubiera tenido que lidiar con un interrogatorio y, en vez de eso,ella misma hubiera llegado a sus propias conclusiones.

—Hasta ahora no había entendido lo que sentía por ella, Silvia.—Bueno, la compasión es un sentimiento muy humano que no debe confundirse con el amor. En

momentos así uno puede hacerse un lío con las emociones —aclaró, intentando hacer un ejerciciode empatía.

—No se trata de compasión. Se trata de que su dolor es también el mío —dijo él, ofendido porel comentario de la profesora—. Te puedo asegurar que, después de lo de Virginia, he salidocorriendo de las relaciones en cuanto he olido complicaciones, dolor o peligro. No he apostadopor esforzarme porque me daba miedo. Pero ahora es distinto. Ahora estoy preparado para asumirriesgos.

—Ay, Eduardo. No te has dado cuenta de que ya has corrido esos riesgos. Yo creo que no setrata de estar preparado o no, se trata de querer hacerlo. Y tú, mi querido amigo, ya lo has hecho.

CAPÍTULO 15

Después del funeral todos se fueron a sus casas menos Nadia Melkinova. La vecina rusa quellevaba bizcochos de zanahoria y pasteles de leche de pájaro a la abuela, y lo mismo arreglaba ungrifo que cosía una cortina o se echaba una partida al tute. Pasó por delante de su casa y siguiócaminando. Dos manzanas más y estaría en la casa de la señora Andrea. La mujer había rehusadoque la acercaran a su casa y había hecho el camino desde el cementerio a pie. Casi una hora ymedia caminando a buen paso. Lo necesitaba. Por el camino había llorado por la señora Andrea.Se había acordado de su generosidad, de su alegría y de cómo le había dado consejos para queretomara su vida en España. La había ayudado a sacarse el graduado escolar y celebraban losaprobados con una copita de brandy. Se secó la cara con un pañuelo. Empujó la verja suavemente.Buscó las llaves en el bolsillo, aquellas que Andrea le había dado por si había una emergencia, yla puerta emitió un chasquido. Entró y se golpeó con los muebles en medio de una oscuridad casitotal. Cuando sus ojos se hicieron a la luz, subió por las escaleras y se quedó parada frente a lapuerta de la habitación de Eva. La escuchó sollozar bajito y volvió sus pasos hacia el salón.Debía dejar que lidiara con su dolor, pero la vigilaría de cerca. Se sentó en el sofá y allí la

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sorprendió el amanecer.La tristeza tenía anestesiada a Eva, que yacía en la cama con la cabeza debajo de la almohada.

Aunque sintió unas manos rodeando sus pies, le dio igual. Podía haber sido un ladrón y ella lehubiera dicho lo mismo. Nada. Las manos tiraron de ella hacia fuera, la cogieron en brazos y lametieron sin desvestir en una bañera llena de agua tibia. Olía a vainilla y por la ventana del bañosintió el calor del sol.

—Abre los ojos, por favor, Eva —le dijo una voz.El aire entró por la ventana del baño como si fuera una caricia, y un calor extraño la invadió

recordándole una ternura que ya no habitaba esa casa. Los ojos le rebosaban de lágrimas y leimpedían ver con claridad.

—Muy bien —le susurró la sombra, que le acariciaba el brazo—. Vas a estar muy bien.¿Quieres quedarte un rato más aquí?

Eva asintió intentando abrir más los párpados. Vio a su lado a Nadia, de rodillas en el suelo,inclinada hacia ella y mirándola con una dulzura maternal.

—Sé que esto va a pasar, en algún momento, pero no sé cuándo —murmuró la mujer—. No nosqueda más remedio que seguir caminando. Es lo que ellos hicieron cuando perdieron a susabuelos, a sus padres, a sus hermanos. Siguieron caminando por nosotros y también por ellos.

—Es que la necesitaba tanto ahora, Nadia —murmuró Eva, todavía con los ojos entreabiertos—. Estoy sola sin ella. No me queda nada, ni siquiera mis recuerdos.

—Tu abuela lo dejó todo preparado. El doctor ha venido para traerte un mensaje de ella —dijoNadia, suspirando.

Aquella noticia despertó de súbito a Eva, que no tardó en cambiarse de ropa y bajar al salón.Miró el reloj y se dio cuenta de que era media tarde. Había dormido casi veinticuatro horas ytodavía pensaba que su abuela iba a salir con una bandeja llena de vasos de café helado. Lesorprendió ver que Nadia se había preocupado por abrir las ventanas y dejar que la luz llenara lacasa. Se asomó al jardín y vio que el doctor Nájera estaba revisando la salud de las plantas de laabuela.

—¡Eva! —exclamó al verla—. ¿Cómo te encuentras?—Desorientada.—Es normal. Necesitas descansar y comer. Siéntate aquí fuera. ¿Te ha contado Nadia que tengo

una carta de tu abuela para ti?Eva asintió sintiendo que las piernas se le doblaban. Dejó caer su cuerpo sobre una silla del

jardín y esperó que todo aquello que le habían prometido llegara a ella: un té helado, un trozo debizcocho de zanahoria y una carta dentro de un sobre rosa. Aquellos sobres que había visto sobrela mesilla de noche de la abuela cuando llegó tarde después del concierto de Queen. ¿Era posibleque lo hubiera estado preparando todo? Quizás ya imaginaba que aquellos achaques de salud noiban a terminar bien.

—La escribió unas horas antes de... —el doctor Nájera no pudo continuar la frase—. Ellamisma llevaba el papel y el sobre en su bolso. La redactó como pudo y me la dio cerrada. No sélo que contiene.

Miró el sobre. Por un lado, quería abrirlo a toda prisa, como un regalo inesperado. Por otroquería dejarlo como estaba. Tenía la intuición de que abrirlo iba a acercarla otra vez a ese dolordenso y latiente de la muerte. Abrir la carta era volver a escuchar la voz de su abuela sin poderabrazarla. Dio vueltas al sobre entre sus dedos. Era como los que la abuela utilizaba para darle lapropina o esconderle acertijos por la casa en sus cumpleaños. ¿Cómo podía haber muerto alguien

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que tenía un espíritu juguetón de niña dentro? Eva inspiró la pena y rompió el sobre con los dedos.Contenía una hoja doblada llena de letras. Los primeros párrafos estaban llenos de líneas rectas yapretadas, y los últimos mostraban una caligrafía más alargada y dispersa, con líneas que seinclinaban hacia abajo.

Mi niña Eva,Tengo la terrible intuición de que acabo de verte por última vez, y

tengo tantas cosas que decirte todavía. Quizás no me dé tiempo adecirlo todo, pero al menos quiero que puedas acceder a loimportante. Si mi intuición es errónea, mañana romperé esta carta, ydisfrutaré de tu abrazo, olvidando este mal sueño.

Antes que nada, quiero decirte que TE QUIERO, y que sé que mequieres, mucho. Me lo demuestras día a día. Mal o bien, todas lasdecisiones que he tomado desde que naciste han sido paraasegurarme de tu bienestar. Discúlpame si me pongo pesada cuandoveo a alguien o algo que pueda ponerlo en peligro, pero no puedoevitarlo, como me ha pasado hoy.

Perdona mis palabras de hoy. Quizás el profesor sea una buenapareja para ti, a pesar de la edad, a pesar de lo que os separa. Almenos así lo espero y deseo. Sin embargo, y con mucho dolor, tengoque reconocerte que estoy absolutamente segura de que todo lo queestás viviendo en estos momentos es un puro espejismo. Estás metidaen una tela de araña que están tejiendo sin que lo sepas. Lo séporque fue lo que me pasó con tu abuelo, y sé que el espejismo puededurar muchos, muchos años, entre otras cosas porque tú misma teencargarás de alimentarlo.

Aún con todo, y sabiendo que te equivocas, no soy quién paradecirte a quién tienes que amar. Yo no escuché cómo debía a micorazón, y cuando lo hice fue demasiado tarde. Escucha a tu corazóny haz lo que te dicte. No pienso dejar de quererte porque cometaserrores. Me preocuparía más que no lo hicieras. Vivir es equivocarse,y si el miedo a hacerlo te paraliza, la vida te atropellará como unalocomotora.

Yo soy la primera en admitir que he cometido muchos errores, nome enorgullezco de ello, pero los cometí porque era lo que debía

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hacer. Algunos de ellos ya los conoces, pero otros no, y en algunoscasos no me ha quedado más remedio que ocultarte la verdad. Ahoraque veo que tendrás que salir adelante tú sola, es necesario quesepas cosas que ocurrieron y que no son exactamente cómo te lashemos contado. Para empezar, en mi habitación, encontrarás unacaja marrón metida en el baúl de madera. Ábrela, y perdóname.

Cuida de mis cosas, ya sabes a las que me refiero, y procura serfeliz.

Te quiero muchísimo, perdóname.Tu abuela,Andrea.

Volvió a doblar la carta como estaba. Sin soltarla se levantó, ante la atenta mirada del doctor yde Nadia, que no se atrevían a decir palabra. Bebió el té de un sorbo y anunció que necesitabacoger algo de la habitación de la abuela. Todo estaba tal y como uno lo encontraría si ella hubieraestado por allí. La cama bien hecha, con su colcha estirada y unos pequeños cojines apoyadossobre la almohada. La bata colgando del perchero de pared, dispuesta a cubrir su pequeño cuerpoal levantarse. Las zapatillas de estar por casa estratégicamente ubicadas sobre una alfombrillajunto a la cama. Por un momento, Eva pensó que en un instante la abuela cruzaría la puerta y ledaría un beso en la cabeza, cargada con una torre de toallas dobladas y planchadas dispuestaspara ser guardadas en su armario. Una punzada de dolor le atravesó el pecho pensando que jamásvería esa escena, jamás tendría un beso suyo, ya podría abrazarla.

Cogió aire y miró el baúl. Era de madera con adornos plateados. Siempre había pensado que laabuela no quería que lo tocara porque era una joya, por el valor que tenía el propio mueble y nopor lo que contenía. Ahora lo entendía todo. Lo abrió y vio en su interior trozos de tela, hilos,lanas, agujas de tricotar y una caja marrón. La cogió con cuidado, se sentó al borde de la cama yla abrió. Allí estaban decenas de cartas con un mismo remitente, Sebastián Quijada, su padre. Setragó las lágrimas, todavía presa por la incredulidad. ¿Era posible que la hubiera estadoescribiendo todo este tiempo? Abrió algunas, leyó por encima su contenido: “¿Cómo está la niña?Espero que sea tan preciosa como su madre. Me gustaría mucho que me enviases una foto”. Enmuchas de ellas se repetía el mismo mensaje de arrepentimiento: “Siento mucho el dolor que os hecausado, pero no por ello quiero apartarme de vuestras vidas, al contrario, quiero que Eva sepaque siempre estaré aquí”. Algunas narraban sucesos de su vida en los últimos años: “Voy a estarun tiempo en Estados Unidos, he rehecho mi vida allí. Me encantaría que Eva pudiera venir aquí”.La voz de su padre resonaba en su cabeza mientras leía, aún la recordaba.

Mientras repasaba aquellas frases, Eva intentó dilucidar porque su abuela le había apartado deese padre que parecía tan amoroso y deseoso de verla. Era cierto que ella guardaba recuerdos másentrañables que los que su abuela parecía tener de él. Siempre le había culpado de no haberprestado atención de su madre, pero de ahí a intentar convencer a Eva de que él no quería sabernada de ella había una gran diferencia. Lejos de culpar a su abuela, intentó pensar qué habríahecho aquel hombre para que se hubiera merecido tal castigo, y por qué no la había reclamado.

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¿Cómo había podido guardar su abuela el secreto durante tanto tiempo?Alguien tocó en la puerta de la habitación. Eva se levantó a abrir todavía temblorosa y con

algunas cartas en la mano y se encontró, inesperadamente con Eduardo, que la miró asustado.—¿Va todo bien? —notó como la chica temblaba como una hoja.—¿Sabes qué es esto, Edu? —dijo ella, señalando los manojos de cartas que se esparcían

sobre la cama—. Son todos los intentos de mi padre por ponerse en contacto conmigo.Eduardo se quedó mirando a los sobres y papeles, y se acarició el pelo hacia atrás dejando la

mano en su nuca, como si pretendiera ayudarla a sostener su propia cabeza.—Tu padre quiere verte —dijo al fin.—Eso parece. Lleva muchos años intentándolo, pero parece ser que mi abuela no quería.—No es exactamente así —dijo el doctor Nájera, apareciendo detrás de Eduardo—. Si hubiera

querido venir a verte, tu abuela no le hubiera cerrado la puerta, pero sus intenciones se quedabanen estas cartas que te enviaba de vez en cuando.

—¿Lo sabías? ¿Tú lo sabías?—Claro que lo sabía. Queríamos protegerte, Eva.Aquello no era sino otra muestra de que perder a su abuela no solo suponía no volver a ver a la

persona con la que había pasado más tiempo en su vida, también implicaba perder el acceso a unaparcela de su pasado que solo su abuela conocía. Había ido construyendo su niñez con las fotos,las anécdotas y las cicatrices, y ahora la versión de los hechos cambiaba. Con su abuela se habíaido también parte de su infancia.

—¿Y ahora a quién le pregunto? ¿Quién me va a contestar qué ha estado pasando este tiempo?¿Mi abuela? ¿Me lo va a decir ella? Tendré que buscar a mi padre y saber su versión.

—No creo que esa sea una buena idea… —intervino el doctor.Eva se había inclinado a buscar la última carta en el baúl. Estaba fechada el 2 de febrero y

tenía una dirección en Edimburgo. La abrió y comenzó a leer en voz alta:“Querida Andrea: Espero que tú y Eva estéis bien. Acaban de trasladarme a la central

escocesa de la empresa. Por suerte ahora en febrero los días comenzarán a alargar porque aquí elinvierno es muy triste y yo necesito el sol. Las cosas con mi mujer, Amanda, no han ido muy bien.Ha decidido quedarse con su hijo en Estados Unidos y estamos en trámite de divorcio. Sé que estedesengaño te alegrará enormemente porque nunca has confiado en mí. Debo decirte que tengobuena relación con Amanda y no perderé el contacto con ella. Me gustaría ver a Eva. Debe deestar acabando la universidad. ¿Ha hecho ciencias o letras? Ni siquiera eso sé. Me gustaría sabercuándo es su graduación para poder verla. Envíame una foto a esta dirección al menos. Unabrazo”.

—Tengo que ir a Edimburgo —sentenció Eva. Nunca había tenido algo tan claro.

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CAPÍTULO 16

Le sorprendió el inesperado tacto frío de la arena cuando apoyó las manos para dejar caer sucuerpo. No había nadie. Ni siquiera los abuelos madrugadores que se levantaban a plantar lasombrilla para toda la tropa familiar que todavía estaba dormida. Sintió que la arena se mecíadebajo de él como si estuviera balanceándose. El sol siguió asomando poco a poco. ¡Qué belleza!Había merecido la pena levantarse temprano, dejar el apretado piso de estudiantes al que habíallegado por la noche para dejarse embobar por algo tan cotidiano. Ojalá hubiera podidocompartirlo con Eva. Quizás fuera por la arena por lo que le picaban los ojos, quiso pensar.

Cuando recibió la llamada de la editorial ofreciéndole un puesto en la sede de Valencia, leshabía dicho que no. Albergaba la esperanza de poder convencer a Eva para que ambos pasaran laentrevista para los puestos en Madrid. Una esperanza rota cuando llegó al tanatorio y volvió atoparse con Eduardo. En su mente seguían pasando la misma película. Una y otra vez. Esa que sequedaba parada en la escena con el profesor abrazando a Eva, estrechándola en sus brazos con undolor que era palpable desde la distancia. Ni siquiera había entrado en la sala. Los había visto delejos y se había dado media vuelta. Había salido a la calle y, en la primera cabina que habíaencontrado, había marcado el teléfono de la editorial para aceptar la propuesta.

Quizás si su abuelo le hubiera puesto alguna traba, pero ni siquiera eso había ocurrido. Habíaentendido que era una oportunidad e incluso le había animado a que compartiera un piso deestudiantes para conocer gente allí y disfrutar del verano en Valencia. “Quizás me pueda acercarun par de días cuando las cosas aquí se calmen un poco”, le había insistido. Era mejor así. Tomaruna distancia y poder pensar en ella de otra forma. Había llegado a obsesionarse tanto que a puntoestuvo de tirarlo todo por la borda. Hubiera sido fácil haber suspendido alguna asignatura y quetodo hubiera sido un fiasco. Todo por quererla. Todo por estar con ella. Porque, ¿con quién mejoriba a estar que con él que la conocía tan bien?

La Malvarrosa empezaba a llenarse de sombrillas. Observó delante de él a un grupo numerosoque caminaba al borde de las olas. Eran seis adultos y cuatro niños que reían, jugaban y parecíandisfrutar de ese momento previo a que la arena se llenara de toallas y bañistas. Ni siquierallevaban bañador. Iban vestidos con ropa de calle y llevaban los zapatos en la mano. Los niñoscogían conchas y se quedaban atrás, a veces se quedaban a su lado y le sonreían. Él queríasentirse así, quería que sus pasos fueran paralelos a alguien más con quien caminar. Queríasentirse parte de algo. El rencor y la envidia no iban a ayudarle. Irse de casa había sido la mejordecisión. También retirar la denuncia que había interpuesto ante el decano. Ahora que lo pensaba,¿cómo había podido ser tan ruin? Le había contado que Bayó estaba con su amiga. Después decontarle todo, con el impreso de queja escrito sobre la mesa, se había sobresaltado. Se habíasentido como si alguien le hubiera tocado en el hombro y hubiera recuperado la cordura. ¿Iba atirar todo el esfuerzo de su amiga por la borda solamente porque él estuviera celoso? Le habíapedido mil disculpas al decano, había roto el impreso, y había salido del despacho sintiendo quealguien le apretaba la garganta.

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—¿Tú también recoges conchas? —le preguntó uno de los niños del grupo, que se habíaquedado rezagado.

Él negó con la cabeza. El niño le sonrió, sacó algo de una bolsa de plástico que llevaba yalargó el brazo para darle una caracola diminuta.

—Toma. Me gusta mucho, pero te la regalo —y se irguió con el orgullo de quien da algorealmente valioso.

El niño salió corriendo hacia el grupo y Jorge lo vio correr con otra niña de pelo rubio, con laque jugaba a recoger las conchas más raras. Miró el reloj. Era el momento justo para coger elautobús y presentarse en la editorial. Esperaba no llevar mucha arena en los zapatos.

CAPÍTULO 17

El timbre del telefonillo sonó dos veces. La primera vez Eduardo lo escuchó como un sonidoajeno a él, como si no le perteneciera, como si fuera de un mundo en el que no tuviera posibilidadde acción. “Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no seapague”, estaba leyendo el profesor, y masticaba una a una las palabras con un sabor amargo yreal que no le daba su propia vida. La segunda vez el chirrido fue más prolongado y ya no tuvomás remedio que levantarse, dejar el libro cuidando de que el marcapáginas se situara en laposición correcta y acercarse al aparato para intentar establecer una conversación con uninterlocutor al que no veía. Los chasquidos del viejo telefonillo no le permitieron reconocer lavoz, así que presionó el botón que daba acceso al portal con la seguridad de que se trataría de unrepartidor de propaganda.

—Bayó —había abierto la puerta encontrándose frente a frente con el Decano de la Facultad,Don Servando Poveda, un hombre de dimensiones enormes, uno noventa de estatura, corpulento ycon una barba poblada salpicada de canas.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Eduardo, invitándole a pasar.—Ya sé que no te gusta que nadie te moleste en tu descanso y todavía menos en tu casa, pero es

urgente y no he encontrado otro momento —se disculpó el hombre, quedándose de pie en laentrada—. Es un tema complicado, así que he preferido venir a verte.

Eduardo abrió la puerta un palmo más para que el Decano entrara, se arremangara los

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pantalones de manera exagerada, dejando ver hasta el borde de sus calcetines, para sentarse en elsillón más viejo y desvencijado de todo el salón.

Al ver que Servando había llegado para quedarse un rato, Eduardo acudió a la nevera para verqué podía ofrecerle. Quedaba una lata de tónica, que vertió en un vaso alargado.

—¿Cómo te va todo, muchacho? Desde que Virginia se marchó, no hemos tenido un momentopara hablar de cómo estás.

El súbito interés del Decano por su vida personal hizo que Eduardo se tomara unos segundospara responder. Era cierto que el profesor Poveda había sido de apoyo durante el tiempo en el quetuvo que recuperarse por la marcha de Virginia, pero hacía mucho de aquello.

—Creo que ya es tiempo de que busques a una buena mujer con la que puedas sentar la cabeza—continuo el profesor, intentando acomodar su complexión corpulenta en el sillón, que se hundíairremediablemente hacia el suelo.

—Servando, no todo el mundo tiene que pasar por los mismos episodios. Las historias de cadauno se narran de una manera diferente, y a veces forzar un ensayo para que se convierta en unanovela no tiene ningún sentido.

—Déjate de idioteces. Todos los hombres necesitamos una mujer en casa que nos cuide y noscomprenda, una familia que nos llene de satisfacción y de orgullo, y un hogar —el decanocarraspeó intentando evitar que la vibración de su voz denotara un atisbo de emoción en suspalabras.

—Si eso te hace feliz a ti y lo tienes, me alegro mucho. Yo no sé si sería feliz con ello, porquenunca lo he tenido, pero tampoco aspiro a tenerlo.

—Vamos, hombre, ¿me vas a decir que eres feliz ahí solo sin nadie que te quiera? La situaciónideal de un hombre es la de estar acompañado por una mujer, y no hay más cáscaras —dijoServando con tono de telepredicador.

—Te agradezco que te preocupes por mí, Servando. ¿Cuál era el motivo de tu visita?—Verás…, creo que sería bueno que en tus circunstancias te marcharas al extranjero. No suelo

hacer esto con nadie del departamento, pero en tu caso voy a hacer una excepción y te sugieroamablemente que hagas la estancia el próximo curso.

—¿A qué responde esa decisión? —Eduardo se había sentado en el sillón de enfrente, quecontaba con una suerte de balancín que le hacía ir hacia delante y hacia atrás sin remedio.

—Sigo insistiendo en que quizás eso te ayude y que dejes de hacer chiquilladas que nos van ameter en un lío.

—¿A qué te refieres, Servando? —insistió Eduardo, intentando averiguar si las manos lehormigueaban por nerviosismo, curiosidad o miedo.

—Me refiero a que alguien ha hecho un intento de denunciar la situación que tienes con una delas estudiantes—declaró el Decano, haciendo reposar las manos en sus rodillas, como si nopudiera sujetar los brazos.

Eduardo sintió una llamarada en el centro del pecho. No le cabía duda de que aquello era obrade Jorge. ¿Cómo había podido llegar a hacerlo?

—Verás, Servando, yo creo que hay relativizar un poco la situación.—Eduardo, si estoy aquí es porque lo he visto con mis propios ojos. A instancias de lo que me

comentó este sujeto, acudí al tanatorio en el que velaban a la abuela de la estudiante y os vi allí.Verás, yo no suelo acercarme a las casas de los profesores con estos mensajes solamente porquereciba la queja de un estudiante, intento cerciorarme yo mismo antes de tener que tomarme estamolestia —dijo, alzando el tono de voz y frunciendo el ceño.

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—¿No se iba a marchar Silvia?—La profesora Chaparral no está segura de poder irse. Temas familiares, me ha dicho.—No vas a darme otra opción.El hombre se arrastró hasta el borde del asiento y le puso las manos sobre los hombros a

Eduardo, que se encontraba inclinado levemente hacia delante gracias al vaivén del asiento.—Es lo mejor que puedes hacer. Tenemos muchas plazas en universidades de Reino Unido.

Todas son un buen sitio, la verdad. Lo malo es el invierno, que es muy lluvioso, gris y con muchaniebla. Pero tú con esa pinta que tienes de galán de una novela de Austen, seguro que estás comoen casa. Mira que te puedo imaginar bebiendo té en un despacho enmoquetado. Tienes una semana.Mañana te dejo el listado de destinos en el casillero —dijo el decano.

A esos riesgos se refería la profesora Chaparral cuando le habló en el tanatorio. Se habíaexpuesto en público y ahora no había marcha atrás. Tendría que marcharse. Pero Jorge no iba asalirse con la suya. Si se iba, sería de la mano de Eva.

—Me gustaría poder aceptar tu propuesta de irme al extranjero, pero sería la mínima, tresmeses, hasta Navidades.

—Bueno, bueno…Algo es algo. Con eso ya ventilamos este asunto un poco. Me alegra quehayas entrado en razón —dijo el decano, palmoteando en el aire.

—Vaya… ¿Habría posibilidad de solicitar el destino? Me gustaría ir a la Universidad deEdimburgo.

—Lo intentaré. Tengo un par de contactos allí. La editora Rose Santamarta colaboró en elúltimo volumen que hemos editado sobre el realismo mágico. Creo que podría ser un buen enlaceallí.

—Muy bien, pues te agradezco la ayuda —dijo Eduardo, y se puso de pie—. Una últimapregunta, ¿sabes si la queja la interpuesto un chico que se llama Jorge Nájera?

—No te lo puedo decir —dijo el decano, al que le habían brotado dos rosetones en lasmejillas de repente—. No me está permitido darte esa información. Quizás ni siquiera la sepa —afirmó—. Será mejor que os mantengáis alejados por un tiempo hasta que la tormenta amaine.Mientras tanto, te voy gestionando lo de Edimburgo, a ver si te puedes ir más pronto que tarde y teolvidas de estas tonterías —y despidiéndose con una palmada en el hombro, el decano abandonóel piso.

Eduardo se quedó como un pasmarote en el salón, intentando hacer una composición de lugar

con todo lo que estaba sucediendo. Entendió que Eva iba a tener que dar explicaciones a launiversidad y que él tenía que tomar una decisión con respecto a su viaje a Edimburgo. Quizásfuera bueno darse un tiempo. Eso fue lo que pensó, pero a los veinte minutos telefoneó a Eva. Sirecibía aquel aviso de la universidad, se asustaría. Era mejor que lo supiera por él. El doctorNájera cogió el teléfono.

—¿Ha pasado algo? —preguntó, solícito.—Nada grave, —dijo Eduardo—. Pero necesitaría hablar con Eva. Va a recibir un aviso por

correo acerca de…—Hubo un silencio. Eduardo acababa de acordarse de que Jorge era el nietodel doctor.

—¿Eduardo? ¿Sigues ahí?—Sí, sí. Me había quedado en blanco, perdone. Quería decir que le llegará un aviso por

correo para hacer los papeles del título en la universidad. Yo podría acompañarla para que notenga problemas en el trámite —se ofreció Eduardo, mintiendo—. Si le parece, para que no se

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preocupe por toda la documentación que tiene que entregar, cuando llegue la carta, me avisa usted.—No hay problema —dijo el doctor—. Tenemos muy acostumbrado al cartero a hacernos este

tipo de favores, así que se lo diré mañana mismo.—Se lo agradezco. No quiero que Eva tenga más preocupaciones que las que ya vienen

asociadas a este tipo de situaciones —explicó Eduardo—. ¿Y qué hay de Jorge? —preguntó confingido interés.

—Ah, Jorge. Bueno, creo que no debería de hablar sobre él precisamente con usted. Seráconocedor de que no es precisamente santo de su devoción —el doctor Nájera no tenía ningúnafán por ocultar la verdad. A la vista estaba que su nieto le había informado.

—Aunque hayamos tenido nuestras rencillas, creo que todo se ha debido a un malentendido.Quizás sea el momento de que hablemos y aclaremos las cosas —dijo el profesor, intentadomostrar su disposición al diálogo y, de paso, averiguar si había sido Jorge el que había interpuestola reclamación en la universidad.

—Debe tener usted en cuenta que Jorge lleva cinco años pegado a Eva. Han sido inseparablesdurante todo este tiempo. Es lógico que ahora sienta recelo sobre su papel en la vida de Eva.Tiene derecho a sentir cierta… intromisión.

—¿Intromisión? Eva y Jorge pueden ser todo lo amigos que quieran. No voy a entrometerme ennada de lo que tenían.

—Bueno, se ha entrometido en lo que a él le hubiera gustado tener con ella. Digámoslo claro—sentenció el doctor, mostrando cierto tono de enfado en su voz.

—Espero que Jorge sea mucho más maduro de lo que me está haciendo usted saber con suspalabras. Necesitará un tiempo para asumir que algunas cosas ya no serán como había imaginado,pero es, al fin y al cabo, la vida. A todos nos ha pasado, ¿no cree?

El doctor gruñó, dubitativo. Se separó el auricular y carraspeó.—Si llega la carta, yo le llamaré, descuide. Que pase una buena tarde —y colgó el teléfono. Eduardo volvió a sentarse en la sala de lectura. Quizás Benedetti le ayudara a despejar la

mente. Abrió el poemario por una página al azar y se preparó para leer en voz alta. En la antiguaRoma se creía que los que leían en alto eran poseídos por el espíritu del escritor y quizásnecesitaba algo así: olvidarse de sí mismo. Así que recorrió la primera línea y recitó: “Es tanlindo saber que usted existe…”

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CAPÍTULO 18

Hacía tiempo que no iban a “La Galería”. Eva apenas salía de casa y Eduardo no encontrabauna buena excusa para volver. Por eso, cuando Eva marcó el número del profesor en el teléfonosintió los mismos nervios que en una primera cita. A Eduardo no le pasó desapercibido el tonotemblón de su voz al proponerle quedar. Era buena señal que quisiera salir. La pena podía anclar acualquiera al suelo.

Cuando Eva llegó, Eduardo ya iba por su segundo café con hielo. Lo observó en la distancia,incrédula al pensar que aquel hombre que estaba allí sentado iba a levantarse, abrazarla y besarla,como finalmente hizo. El local estaba vacío, así que pudieron prodigarse caricias y arrumacosdurante un buen rato.

—Tenía muchas ganas de verte fuera de tu casa —confesó Eduardo—. Creo que me estoyvolviendo un poco ñoño.

Eva prorrumpió en una carcajada y comenzó a anudarse el pelo suelto en una trenza. Llevabaun vestido de tirantes color rosa chicle con unas sandalias blancas. Había decidido desterrar elnegro en el armario, a su abuela nunca le habían gustado los lutos. Decía que se ponían de negrosolamente quienes querían hablar de la pena y la pérdida, y eso no iba con ella.

—Quiero proponerte algo. He estado pensando en lo de tu padre.—¿Sabes algo? —preguntó Eva, inclinando su cuerpo hacia delante como si estuviera

compartiendo un secreto.—Sé que podemos ir a Edimburgo. Juntos.—¿Cuándo? ¿Cómo?La cabeza de Eva se llenaba de preguntas mientras jugaba a deshacer y hacer la trenza con los

dedos caminando por su pelo. Eduardo sacó un sobre del bolsillo de la camisa y lo abrió.—Han aceptado mi solicitud para hacer una estancia de tres meses en la Universidad de

Edimburgo. Les he pedido poder alojarme allí antes. Podemos irnos en unas semanas y quiero quevengas conmigo.

—¿Contigo? ¿Todo el tiempo?—Sí. Tenemos tiempo para arreglar tus papeles del título y los míos de mis proyectos,

artículos, asignaturas y libros. Después cogeremos un avión, que hace escala en Birmingham, yllegaremos a esta impresionante ciudad que ya nos espera. Ya he hablado con nuestro contactoallí. Tenemos una casa y tiempo para dedicar a buscar a tu padre. ¿No te apetece?

Eva se quedó en silencio mirando los ojos de Eduardo. Si su abuela hubiera escuchado lapropuesta, le hubiera dado un síncope del que hubiera muerto inmediatamente. Marcharse alextranjero con su profesor para buscar a su padre. La frase contenía todos los ingredientes quepodían sembrar el pánico en la mente de la abuela. Pero ella ya no estaba allí. Sujetó el borde dela mesa con las dos manos, como si estuviera montada en una atracción de feria y cogió aire.

—Tengo que pensar en dejar la casa bien, aunque imagino que el doctor Nájera y Nadiapodrían cuidarla.

—No tenemos tiempo que perder, Eva. Por lo que vimos en esas cartas, tu padre cambia delugar de trabajo con frecuencia. Quizás el mes que viene ya no esté allí. Tenemos que ponernos enmarcha —dijo el profesor, apoyando los codos sobre la mesa.

—Perdona que no reaccione —se excusó Eva—. Me parecía muy complicado poder ir a

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Edimburgo, pero ahora todo parece demasiado fácil.—Te vendrá muy bien cambiar de aires. Allí puedes hacer algún curso, dar clases de español o

simplemente descansar.—No quiero ir de invitada, Edu. Tendría que intentar aportar algo en todo esto.—No tienes por qué preocuparte por eso. Yo tengo una beca y tengo dinero ahorrado para los

gastos pequeños. No somos gente de lujos, así que no te preocupes ni lo más mínimo.—Esto es muy raro. Parece que tú tienes más ganas de ir que yo. ¿Has planeado todo esto

solamente por mí?El profesor se pasó la mano por el pelo mientras pensaba en la respuesta adecuada. Estaba

claro que no tenía ninguna intención de marcharse al extranjero. Claro que, si Silvia Chaparral selo hubiera pedido, lo hubiera hecho por hacerle un favor siempre y cuando no hubiera estado Eva.Era evidente que sin Eva aquel plan no existiría.

—Sí, lo he hecho por ti. Es evidente —dijo él—, pero creo que yo también puedo disfrutarlo yaprender de la experiencia. Me vendrá bien.

Un puñado de años después era él el que estaba intentando convencer a la chica para irsefuera. Virginia lo había intentado, al menos un par de veces, pero él había dicho que no. Quéironía.

—Entonces, ¿qué me dices? ¿O quieres consultarlo con tu amigo Jorge?—¿Amigo? Estoy muy enfadada con él. No se ha despedido de mi abuela y no ha contactado

conmigo en todo este tiempo. El doctor Nájera me ha dicho que está en Valencia trabajando parala editorial esa que me comentó. Dice que tengo que entender su dolor también y que cada unotiene su manera de llevarlo. No me consuela —apostilló. Mientras hablaba había doblado unaservilleta de papel hasta dejarla reducida a un minúsculo cuadrado.

—Entonces, ¿destino Edimburgo?—Vámonos, the show must go on.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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SEGUNDA PARTECAPÍTULO 19

Cualquier cosa sorprendía a Eva: la forma de las nubes, la danza orquestada de los auxiliaresde vuelo por los pasillos o los recipientes minúsculos en los que le habían servido el desayuno.Eduardo la miraba divertido, descubriendo todo a través de esos ojos nuevos. Cuando el avióntomó tierra, Eva le apretó la mano y tembló.

Subieron al microbús. Eduardo se sentía incómodo en esas situaciones en las que uno se veobligado a compartir un espacio limitado con demasiadas personas. Tuvo que respirar hondo ycontar hasta diez para relajarse. Tenía que disimular su ansiedad delante de Eva, aunque ella sehabía entregado al pasatiempo de pegarse a la ventanilla para descubrir qué tenía de diferenteaquel paisaje con el de su país. Por el momento, una gama de verdes oscuros poblando el suelo yun cielo con nubes grises que dejaban pasar el sol a intervalos. A Eduardo le hacía gracia aquellacuriosidad de animalillo salvaje de Eva. En el fondo él también quería sorprenderse con lo que lerodeaba. Quería volver a sentir el cosquilleo de descubrir algo nuevo y dejarse seducir por laidea de que podía explorarlo. Sin embargo, todos los aeropuertos le parecían similares, todas lasciudades tenían cosas en común y todas las personas eran casi calcadas, excepto Eva. Sin ella, nose hubiera atrevido a dar el paso.

Por fortuna, las maletas aparecieron todas juntas e intactas en la cinta transportadora, yEduardo y Eva se vieron con todas sus pertenencias saliendo de la terminal. Habían logradoempaquetar su vida en tan solo cuatro bultos, algo que al taxista que los llevó a su nuevo hogar lesorprendió.

—Aquí hay que traer ropa para todo tipo de temperatura. Nunca se sabe qué día va a hacer.Creo que llevar maletas a España es más fácil, ¿no? —dijo el hombre, un auténtico escocéspelirrojo, pecoso y con los ojos azul transparente—. Mi sueño dorado es ir a vivir a Alicante —continuó. Y Eva se lo imaginó en shorts y sandalias en un día de sol radiante.

En cierto modo, Eduardo sintió que aquella era otra de sus peripecias en la lista de ircontracorriente. Se sentía muy nervioso o, más bien, inquieto. Tenía unas ganas inmensas de llegara la nueva casa, colocar todas las cosas en armarios y estanterías vacías, y conocer a la gente conla que trabajaría en la universidad. Pero, sobre todo, deseaba saber qué era eso de llegar a casa yencontrarse con alguien, con Eva. No sabía cómo se sentiría, quizás ilusionado. Llegar a laconclusión de que ese estado emocional era el que le correspondería le llevó un tiempo, y tardó en

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decidirse entre la ansiedad, la alegría o la ilusión. La casa que la universidad les había proporcionado estaba a diez minutos andando del centro.

Se trataba de una típica casa victoriana, rodeada por una verja, con un pequeño senderoempedrado que cruzaba un minúsculo jardín. Ascendieron por los tres escalones que daban accesoa la puerta de entrada. Tardaron unos minutos en atinar con la llave de la luz y, una vez dentro, Evase centró en escudriñar la moqueta, pasar la mano por el papel pintado de flores que cubría lasparedes del salón, y asustarse por el olor a humedad, al que terminaría por acostumbrarse.

En la planta inferior se encontraba una cocina conectada con un salón amplísimo. En un lateraldel salón había una puerta acristalada desde donde se accedía a un pequeño jardín trasero,cubierto casi en su totalidad por gravilla, y amueblado con dos sillas de madera y una mesaredonda. Aquel era un lugar perfecto para leer, pensó Eduardo. A la derecha de la puertaacristalada serpenteaba una escalera, casi de caracol, que daba acceso al piso superior, en dondese encontraba un despacho lleno de estanterías vacías (Eduardo casi gritó de alegría al verlas); undormitorio con una cama de matrimonio, dos mesillas y un amplio armario; un cuarto vacío conuna cama pequeña y un baño con todos los elementos usuales, aunque con la particularidad decontar con bañera y además ducha.

—Está genial —dijo Eduardo, con una energía optimista desbordante—. Pensé que iba a sermucho más pequeña.

—¿Te parece que tú vayas colocando la ropa en los armarios mientras yo preparo un té? —propuso Eva.

Le costó abrir todos los armarios de la cocina intentando buscar la dichosa tetera, hasta que sedio cuenta de que contaba con la presencia de un hervidor en la encimera. Lo llenó de agua, y sesentó en la mesa de la cocina a esperar. No pudo evitar pensar en su abuela. Le hubiera encantadoir a aquella casa. Aunque le daba mucha pereza salir de su hogar, siempre había soñado convolver a viajar por el mundo y conocer otras culturas, como había hecho con el abuelo en aquellasescapadas contadas buscando muebles exóticos. Otra cosa es que le hubiera dado el visto bueno ala idea de compartir techo con Eduardo. Estaba segura de que, allá dónde estuviera, la abuelaestaría regañándola por ser tan atrevida, pero, en el fondo, sentiría algo de envidia sana.

El pitido del hervidor hizo que Eduardo bajara las escaleras de dos en dos, se sirvieran ellíquido en dos tazas enormes y permanecieran en completo silencio, sentados el uno enfrente delotro. Parecía que estuvieran en casa ajena y que el anfitrión estuviera a punto de entrar por lapuerta. Sintieron esa extrañeza de estar en una casa de invitados, de estar invadiendo el espaciode alguien a quien todavía no conocían. En ese momento sonó el timbre de la puerta.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Eva dando un respingo.—Puede que sea Rose. Abriré yo —dijo Eduardo, metiéndose la camisa dentro del pantalón y

comprobando el estado de su pelo, peinándolo con ambas manos.Al otro lado de la puerta esperaba una mujer alta, pelirroja, vestida con un traje con falda

color verde, con botas negras y portando una cartera marrón.—¡Bienvenidos! —dijo, alargando la mano para saludar a Eduardo, que la hizo pasar al

interior.—Un placer, Rose. Te presento a Eva.Rose Santamarta se acercó a la chica y la besó en una mejilla. Se quedó observándola un

momento. Aceptó la propuesta de Eva de unirse al té y se sentó en un taburete de la cocina,dejando el maletín sobre la encimera.

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—Habéis tenido suerte con el tiempo —les explicó Rose—. La última semana fue muylluviosa. Una pena, porque deslució los últimos días de celebración de nuestro Fringe. Siento queno lo hayas podido disfrutar.

—No te preocupes —dijo Eduardo, haciendo que tomara asiento alrededor de la isla queseparaba la cocina del salón—. Ya nos imaginábamos que iba a ser difícil encontrar alojamientoen esos días.

—Es casi imposible. Los visitantes hacen reservas de un año para otro. Los alojamientosuniversitarios son los primeros en llenarse. Quizás el año que viene queráis volver —dijo lamujer, colocándose los rizos cobrizos que le enmarcaban la cara detrás de las orejas.

Se hizo un silencio más largo de lo normal. El cansancio estaba minando la capacidad deconversación de Eduardo y Eva. Rose hizo repiquetear sus uñas rosas contra la taza. Miró aEduardo y después a Eva.

—¿Vosotros sois familia? —les preguntó al final—. He visto que vuestros apellidos nocoinciden, pero nunca se sabe.

Eduardo y Eva rieron con esa risilla incómoda de no saber qué decir. Rose, lejos de retirar lapregunta al ver su reacción, los miró de hito en hito y aguantó el silencio hasta que obtuvo unarespuesta. No le cuadraba que la acompañante de Eduardo fuera una jovencita de apenas 20 años.

—No somos familia. Es una amiga.Eva levantó la vista, forzó una sonrisa y apretó el asa de la taza más de lo necesario.

Permaneció un momento intentando relativizar aquel comentario y, aunque logró calmarse, intuyóque aquellas palabras iban a dar vueltas en su cabeza durante un tiempo.

—Bueno, te he traído algunas cosas —dijo Rose abriendo el maletín y sacando de él unacarpeta negra y un estuche, ambos con el logotipo de la universidad—. Aquí tienes un plano de lafacultad, te he indicado donde está el despacho. Y aquí tienes unas indicaciones para acceder a losdiferentes edificios. Por si yo estuviera ocupada, mi despacho está al final del pasillo —dijo,señalando el plano—. Además, te dejo indicaciones para los profesores nuevos, la llave de tudespacho, y la tarjeta de la fotocopiadora y la clave. La semana que viene no hay clase.

—Muchas gracias por todo. No sé cómo agradecerte…—Prepárate para lo que viene, las clases empiezan pronto. Puedes ir andando desde aquí. Es

un paseo muy agradable.—Estoy admirado por tu nivel de castellano. Pareces nativa —dijo Eduardo.—Bueno, en realidad soy bilingüe. Soy de aquí, pero mi madre es española y en casa siempre

se habla español. Además, estuve casada con un argentino durante seis años, así que nunca hedejado de comunicarme en el idioma. Eso sin contar que soy profesora del departamento deespañol y también lo utilizo en mi vida profesional.

De repente Rose se levantó y abrió el frigorífico, en un gesto que sorprendió a Eva y Eduardo.Daba la sensación de que ella era la dueña de la vivienda. Con toda tranquilidad, y sin pedirpermiso, husmeó en el interior del electrodoméstico.

—Os han dejado algo de comida para cenar. Hay un supermercado en la avenida que sirve adomicilio. Un martes al mes los profesores del departamento nos reunimos a cenar en mi casa. Teespero la semana que viene, Eduardo. Ya sabéis mi teléfono, por si necesitáis cualquier cosa.

Eva observó a Rose. Estaba frente a ellos como una comandante del ejército, estirada y con lacabeza en alto, pero al mismo tiempo los miraba de una manera que no dejaba de ser dulce ymaternal. Era una mezcla de madre y sargento. Daba la sensación de que quería proyectar unaimagen de seguridad que quizás ni ella misma se creía, pero resultaba muy efectiva de cara al

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público.—¿Y bien? ¿Os puedo ayudar en algo más? —intervino la profesora, al ver que el silencio se

prolongaba demasiado.—No, muchas gracias, Rose. Te acompañaré a la puerta. Y disculpa que estemos tan poco

habladores hoy. Estamos todavía un poco desorientados.—Tranquilos. Descansad. Nos vemos el martes en mi casa, Eduardo. No lo olvides. ¡Adiós,

Eva!Después de la visita de Rose, Eduardo se volvió a sentar en su sitio y se quedó mirando toda la

documentación que le había traído, que había quedado desparramada sobre la mesa. Comenzó apensar si era más útil guardarla por tamaño, grado de utilidad o mejor por orden de aparición, yrecordó que había traído unas carpetas de plástico de colores que le ayudarían a categorizar elmaterial.

Eva, mientras tanto, miraba al fondo de la taza de té, revolviéndose en su silla, y desprovistade estrategias para comenzar una conversación acerca de qué tipo de relación tenía con él.

—Qué bien tener a una persona de referencia aquí —dijo al fin Eduardo, levantándose paradejar la taza en el fregadero—. Creo que puede ser una buena amiga esta Rose…

—Seguro que sí, y así ya tendrás dos amigas, a mí y a ella —dijo Eva con ironía.—Noto algo de sarcasmo en tu voz —Eduardo frunció el ceño y volvió a tomar su sitio.—No, en realidad no es sarcasmo, es sorpresa. No sabía que era solo una amiga tuya — dijo

Eva, levantándose.—Es que lo eres. A nadie le importa lo que tengamos tú y yo.—Pues por eso no deberías tener miedo a contarlo.—No tengo miedo, es que soy algo precavido porque no conozco a esta gente. No voy

contándole mi vida al primero que pasa. Primero tengo que hacer una toma de contacto con elnuevo departamento — explicó él, que se había levantado y seguía a Eva por todo el salón.

—Es que no me gusta esa Rose —se justificó Eva, cruzando los brazos sobre el pecho—. Mehe sentido invisible en su presencia.

—La iremos conociendo, no te fíes de las primeras impresiones. A mí tampoco me gustaste túen un primer momento —bromeó Eduardo.

—¿En serio?—Me parecías una estudiante de lo más sosa —dijo él, sacudiendo la cabeza.—¿Me lo estás diciendo en serio?—Eso nunca lo sabrás.—Llevo muy mal lo de no manejar toda la información que necesito, así que ya me puedes ir

contando…—Ya veremos… — rubricó él —. ¿Te parece que demos un paseo y así vemos los

alrededores? Para ser pleno agosto, la noche caía con una suave brisa fría. El cielo se pintó de color gris

plomo, y jirones de nubes empezaron a bailar en el cielo como movidos por arte de magia. Segúniban subiendo la calle, las luces de las viviendas se iban encendiendo a sus espaldas. Cuandollegaron a un cruce, se volvieron para ver cómo las calles serpenteaban hacia el estuario del ríoFirth, que pronto dejaría de recortarse en el paisaje para ahogarse en la negrura de la noche.

De manera inesperada, el cielo se cubrió de un manto negro, y comenzó a llover. En vez deponerse a cubierto, Eduardo y Eva continuaron paseando por la calle, admirando las casas, los

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jardines engalanados de prímulas y campanillas, y los parques, a esas horas con sus verjascerradas. Cuando llegaron a casa, acariciaron sus cuerpos mojados pensando que se habíanalejado de todos sus fantasmas.

CAPÍTULO 20

Era sorprendente ver cómo la velocidad a la que el lienzo del cielo iba cambiando de siluetas.A veces lo cubrían nubes enormes y grises y de repente llegaba un tropel de nubecitas blancas queocupaban un rincón. El cielo parecía como esos vídeos en los que se puede ver acelerado todo undía, con nubes que corren, rayos de sol que aparecen y desaparecen, y el devenir imparable de losdías y las noches. Así era una hora de cielo escocés. Eva dio un sorbo al café, aún en pijama,sentada en una silla en el jardín envuelta en una manta que había encontrado en un armario. Unviento ligero y frío acariciaba su cara, y pensó que aquello era un lujo teniendo en cuenta que enMadrid ya haría una temperatura alta a esas horas. Se preguntó cómo estaría su casa, si el doctorNájera se sentiría cómodo allí y si todo volvería a estar igual cuando volviera.

Tampoco se quitaba de la cabeza a Jorge. Aquella última llamada, justo cuando estabapreparando las maletas en casa. El teléfono había sonado y ella lo había cogido emocionada,pensando que era Eduardo con algún recado de última hora. Al escuchar la voz de Jorge al otrolado, tragó saliva y no supo qué decir. La voz de Jorge era débil y tímida. De repente se habíaconvertido en la voz de un extraño.

—Me ha dicho mi abuelo que te marchas a Edimburgo con el profesor Bayó —dijo él—. Tellamaba para desearte suerte. Espero que estés bien.

“El profesor Bayó”. Todavía había querido señalar que se trataba de su ‘profesor’. Eva leescuchó al otro lado del auricular. Le contó que era una suerte vivir cerca del mar, que le gustabael trabajo en la editorial y que los compañeros de piso eran bastante educados. También le dijoque había ido al cine un par de veces con una chica llamada Paula.

—No hay nada entre nosotros. Nos divertimos juntos —había aclarado él.—Jorge, verás, no tienes que darme ninguna explicación. Yo quiero que seas feliz —le había

dicho ella.—Ya sabes qué es lo que me haría feliz, Eva. Cuídate.Y colgó el teléfono.

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Rozó con las puntas de los pies el césped. Estaba mucho más verde que el de su casa, y no eranecesario tener riego automático. ¡Qué suerte! Se levantó y se echó sobre la hierba, como solíahacer con su madre cuando era pequeña. De nuevo el paisaje de nubes invadió sus ojos. Seentretuvo viendo cómo corrían de un lado a otro y cambiaban de forma.

—Buenos días, ¿qué tal has dormido? —le preguntó Eduardo sentándose en la otra silla quehabitaba el jardín—. ¡Qué frío hace aquí! ¡Levántate del suelo! —y le ofreció una mano paraayudarla a levantarse.

—Me encanta hacer esto. Hace tiempo que no lo hacía. Mi madre decía que notaba una energíacuando tocaba la tierra. Creo que ahora empiezo a entenderla.

Eduardo dejó la silla y se echó en la hierba junto a Eva, estirando de la manta que la tapabapara compartirla.

—Tengo que encontrar a mi padre y tengo que buscarme un trabajo aquí.—Ninguna de las dos cosas corren prisa.—Pues yo creo que sí. ¿Qué voy a hacer la semana que viene cuando tú no estés en casa? Me

voy a aburrir muchísimo —replicó Eva, sin dejar de mirar al cielo.—Puedes colocar carteles en la universidad para dar clases de español a extranjeros o revisar

textos. Seguro que hay alguien que necesita tu ayuda.Una bandada de gaviotas sobrevoló el jardín graznando como si rieran a carcajadas.—Había olvidado que el mar está cerca —dijo Eva, viendo como las aves se perdían entre las

nubes—. Igual que mi padre, podría estar en cualquier esquina. ¿Te imaginas que fuera nuestrovecino? —y se incorporó de repente.

Desayunaron despacio, sorprendidos por los sabores nuevos de la leche, la mermelada, el pan

tostado y el té. Había un aroma especial en todo lo que comían, o bien era su propia tranquilidadlo que hacía que todo aquello que antes era insípido tuviera ahora un sabor diferente y especial.

—Quizás tengas razón. Deberíamos empezar a buscar a tu padre hoy mismo —dijo Eduardo—.No sé lo ocupado que voy a estar cuando empiece a ir a la universidad. Me gustaría acompañarte.

Eva corrió a la habitación para cambiarse de ropa. Tardó más de lo habitual en decidir qué seponía para la ocasión. Se sintió algo estúpida al verse tan indecisa, porque no era alguien que sepasara horas mirando su vestidor, que se componía principalmente de vaqueros y camisetas.Después de mucho cavilar, eso es lo que había elegido: un vaquero, una camiseta roja y unachaqueta color caramelo. Mientras tanto, Eduardo se entretuvo sacando todos los libros de laestantería del salón y organizándolos alfabéticamente. Añadió algunos que se había traído desdecasa. Además, aprovechó para sacar uno de los planos que les había dado Rose la noche anteriory trazar la ruta para llegar a la dirección de la constructora que figuraba en la carta del padre deEva.

Cuando salieron a la calle, un sol tímido había elevado la temperatura varios grados. Bajo laluz recién nacida, la ciudad se había despertado descubriendo que detrás de su gama de grises seescondían otros tantos de verde, salpicados por fachadas y puertas de diversos colores, y consuelos que se cubrían de alfombras empedradas.

—Tenemos que girar por esta calle. Debe de estar a unos 100 metros —anunció Eduardo.Eva se agarró de su mano con más fuerza y contuvo la respiración. Pensar en que padre podría

estar justo a la vuelta de la esquina hizo que su pecho se convirtiera en un tambor. ¿Se loencontraría de repente? ¿Querría verla? ¿La reconocería? ¿Podría contarle todo lo que ellanecesitaba saber? Hacía solo unos meses que su padre simplemente no estaba en su cabeza, y

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ahora todo su pasado giraba en torno a él. ¿Y si la versión de su pasado que tenía era diferente delo que él le contaba? Tenía miedo a encontrarse con una verdad distinta. Empezaba a pensar quesu abuela la había protegido durante todo este tiempo, pero, ¿de qué exactamente?

Un edificio gris con largas ventanas rectangulares sobresalía de los demás por su fachadaremodelada. Parecía limpio y brillante en contraste con los sucios y húmedos frontales de losedificios contiguos. Un cartel sobre la puerta de entrada confirmaba que era la sede de laconstructora que buscaban.

—Hemos llegado —dijo Eva, mirando a Eduardo de reojo.—Entremos —dijo él, accionando el pomo de la puerta y sujetándola para que Eva accediera

el edificio.Cuando sus pupilas se adaptaron a la oscuridad del recibidor pudieron comprobar que estaban

sobre suelos de madera que crujían a cada paso. La sala contaba con un largo mostrador delmismo material que ocupaba prácticamente toda la pared. Detrás de este se encontraba un hombrede unos cincuenta años, vestido de manera informal con un vaquero y una camiseta blanca con ellogo de la empresa.

Eva saludó en un perfecto inglés al hombre y le enseñó el nombre de su padre preguntándolepor la manera de localizar a este empleado. El hombre se rascó la cabeza y le explicó que él noera el encargado del personal y que los jefes estaban reunidos en Londres hasta finales de mes.Sin embargo, se enterneció al saber que Eva estaba buscando nada menos que a su padre, a quienno veía desde hacía años, y se ofreció para llamar a la central para preguntar por esa persona.Acto seguido, abrió una puerta que se encontraba a sus espaldas y se metió en su oficina.

—Pensé que esto iba a ser más fácil —dijo ella.—Ten en cuenta que quizás son datos personales que no pueden dar. Yo creo que está llamando

para ver si tiene permiso para darte la información —dijo Eduardo—. Voy a ver si veo algo poraquí —continuó, y se inclinó sobre el mostrador utilizando sus manos como apoyo, para ver siveía algo al otro lado.

Eva pegó un respingo al ver que el profesor se saltaba las buenas formas de esa manera. Laescena le resultó cómica al principio, pero al ver que la sombra al otro lado de la puerta parecíaacercarse, se puso nerviosa.

—Déjalo Edu, a ver si el señor este se va a enfadar y no nos va a dar los datos.El hombre apareció de nuevo abriendo la puerta de su oficina y algo cabizbajo.—No podemos dar la información que me pides. Me gustaría ayudarte, pero no tengo permiso

para darte esa información.—Solo necesito saber si mi padre está aquí en Edimburgo, si trabaja aquí —insistió Eva.—Puedo darte el teléfono del jefe de personal para que hables con él, pero no le digas que te

lo he dado yo —dijo el hombre, apuntando el teléfono en un trozo de papel.Después de agradecerle su atención, Eva y Eduardo abandonaron el edificio.—Por lo que he podido ver, tu padre está aquí —dijo Eduardo, sorprendiendo a Eva—. En el

listado que tenía el señor en el mostrador estaba el nombre de tu padre.—¿Has podido ver eso? —exclamó Eva, agarrando un brazo de Edu como si estrujara una

bayeta.—Por el momento ya tenemos dos pistas: sabemos que está aquí, y también tienes el teléfono

del señor de personal, que quizás nos pueda dar más información. Además, podemos pedir ayudaa Rose si vemos que las cosas se complican, quizás pueda echarnos un cable.

Eva miró de reojo a Eduardo fingiendo no haber escuchado lo último que había sugerido.

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Estaba claro que no comentaría a Rose nada sobre su padre. Si ni siquiera había sido digna de laconfianza para contarle que estaban juntos, ¡cómo se le ocurría que iba a poder compartir algotodavía más privado!

Eduardo echó un vistazo al cielo e hizo una mueca de preocupación.—Será mejor que nos refugiemos en algún sitio, parece que va a caer una buena.

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CAPÍTULO 21

Las verjas se abrieron y el taxi avanzó lentamente por un camino empedrado que zigzagueabahasta llegar a la puerta de una imponente mansión victoriana de tres pisos que evocaba un castillocon un aire gótico y señorial. Las ventanas, rectangulares y blancas, tenían el típico diseño deguillotina. En la parte delantera se veían dos hileras en forma de mirador, probablementecorrespondiendo a los salones más amplios. A la derecha, anexa al edificio principal, se veíailuminado un jardín de invierno con el techo y las paredes de cristal. Alrededor del edificio unenorme jardín privado, primorosamente cuidado, poblado de arbolitos podados en formasesféricas, setos milimétricamente recortados y, hasta donde les alcanzaba la vista, por al menosmedia docena de olmos, un abeto y lo que parecía un inacabable campo de hierba salpicado demargaritas y prímulas. Eduardo y Eva se miraron confundidos. O se habían equivocado al tomar ladirección o aquella era la casa de Rose. El taxista les aseguró que aquella era la direcciónindicada. Bromeó diciendo que quizás de todos modos no les importara cenar allí, si se lopermitían. Sus dudas se despejaron al ver que la puerta emitía un crujido, y la figura de Rose salíaa saludarles.

—He visto el taxi parado en la puerta. Estaba segura de que eráis vosotros. Bienvenidos a mihogar.

Un camino empedrado los llevó hasta la puerta principal. En un lateral lucía una vidriera conel dibujo de unas flores de cardo enroscadas a modo de guirnalda. Un hombre alto y sonriente conatuendo de personal de servicio les guio a través de un vestíbulo cuyo suelo estaba lleno deazulejos que componían figuras geométricas en blanco y negro. A través de un pasillo llegaron aun comedor cuadrado con un mirador a ambos lados. En el centro se erigía una hermosa chimeneaencendida. El sonido del fuego crepitando se mezclaba con una melodía tocada al piano que salíade un reproductor de CD situado en una esquina de la habitación. En el centro, justo en frente de lachimenea, se situaba una mesa baja de madera de roble. A ambos lados de la mesa, dos sillonescolor crudo decorados con cojines en tonos azul, rosa y amarillo pastel, invitaban a los reciénllegados a acomodarse junto al fuego. A la derecha, un gran aparador de madera ofrecía una hilerade botellas con distintas etiquetas y colores, como un batallón al que pasar revista. Junto a la otraventana mirador, una mesa alargada vestida con un mantel rosado mostraba una vajilla blanca con

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bordes dorados, cristalería resplandeciente y candelabros que portaban velas encendidas. Elconjunto de elementos desplegaba una visión de otro tiempo.

—Habéis sido los primeros —dijo Rose—. Por eso sabía que eráis vosotros. La genteacostumbra a creer que los anglosajones son puntuales, y es cierto. Tan puntuales que raramentellegan antes de la hora, no está bien visto —les explicó mientras llenaba unas copas de unespumoso vino lambrusco—. Tú ya tienes edad para beber, ¿verdad? —bromeó con Eva alalargarle la copa.

Ella forzó una sonrisa. Se miró en el reflejo de las ventanas y vio que había acertado con aquelvestido rojo que había metido en la maleta sin mucha convicción. La última vez que se lo habíapuesto había sido en una nochevieja que había decidido salir con unos amigos, y desde entoncesno había salido del armario. Además, se había recogido su larga cabellera morena en un moñoalto, así que su figura parecía mucho más estilizada y daba una imagen de seguridad y armonía quela convencía hasta a ella. Por eso no se tomó el comentario de Rose a mal. No tenía ganas deseguir frustrándose porque la gente no entendiera que una chica de veintitrés pudiera enamorarsede un hombre de casi cuarenta años. Su abuela siempre le decía que ella era mucho más maduraque las chicas de su edad y que el hombre que la quisiera debía tener la cabeza muy bienamueblada para poder convivir con alguien así. Eva nunca se había fijado en los chicos de suedad, le parecían muy infantiles y poco seguros de sí mismos. Eduardo, sin embargo, parecía tenersu vida muy controlada y ordenada, sobre todo en orden alfabético, se sonrió Eva.

—Menuda mansión —dijo Eduardo silbando y mirando a su alrededor con asombro.Rose arqueó las cejas y cerró los ojos. En realidad, estaba más que acostumbrada a que los

visitantes reaccionaran así en la primera visita. Se atusó la falda del vestido verde, sacudió lasbotas altas de cuero y respondió.

—Sé lo que estaréis pensando. Al menos la mayor parte de los que conocen mi casa piensan“seguro que su padre era un magnate”, o “aquel argentino con el que estuvo era un millonario”. Esincreíble como todavía nuestra mentalidad moderna no puede asumir que esto sea propiedad deuna mujer.

—¿Todo esto es tuyo?—preguntó Eva, a quien el vino le había parecido una bebida de lo másinteresante y no paraba de dar pequeños sorbos a la copa.

—Todo lo que veis es fruto del trabajo de una sola persona: de mi madre—apuntó triunfante.Eva pensó que seguramente se había aprendido aquella frase de memoria, porque había sonado

como cuando una guía de un museo te cuenta algo fascinante de manera mecánica.—Os estaréis preguntando quién era mi madre para poder tener estas propiedades—prosiguió,

con su complejo de guía turística, ahora aderezado por los movimientos dramáticos de sus brazos—. Fue la cabeza pensante de un grupo de científicos en una universidad catalana. Su equipodescubrió varios mecanismos de tratamiento e incluso cura de algunas enfermedades hastaentonces incurables, y vendieron las patentes a la industria farmacéutica. Con 35 años mi madre yaera multimillonaria, daba conferencias por todo el mundo y recibía ofertas muy tentadoras para sermiembro de prestigiosos equipos.

Rose dio unos pasos hacia la mesa de las bebidas y descorchó una botella de Ribera de Duero,vertiendo el líquido en una copa que se coloreó instantáneamente de una luz granate.

—Buena elección —dijo Eduardo—. ¿Sabes que este vino es de mi tierra?Rose sonrió, hizo chocar su copa con la de Eduardo y continuó hablando.—Después se dio cuenta de que la propia medicina que le había dado prestigio y dinero no era

capaz de hacer que cumpliera uno de sus mayores deseos: ser madre.

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—Vaya —a Eva se le escapó un suspiro como si estuviera viendo una película.—Coincidió que aceptó una invitación para dar una conferencia en Edimburgo y se enamoró de

la ciudad. Compró esta casa, que por entonces era solo de una planta, y aquí estuvo intentandosuperar una crisis personal durante algunos meses.

Unas puertas correderas blancas situadas al fondo del salón se abrieron repentinamente, y de lapenumbra apareció una figura menuda y delgada, con un pelo esponjoso y blanco, mirada vidriosay una sonrisa encantadora. Avanzó lentamente apoyada en un bastón y comenzó a hablar.

—Y cuando tomas decisiones desde el corazón se abren otras posibilidades. A través de unoscontactos me hablaron de un hogar de niños que esperaban familias cerca de aquí. Lo visité, y allíencontré a mi Rose —continuó, mientras caminaba despacio hacia su hija.

—Os presento a mi madre, Claudia Santamarta. Mamá, ¿qué hacías espiando detrás de lapuerta?

—No estaba espiando, es que no podía abrir, y me he pasado un buen rato peleando con elpicaporte. Esto de llevar bastón está dificultándome la vida diaria hasta en las cosas máspequeñas. Encantada de conocerles.

Eva y Eduardo se presentaron y besaron a la mujer delgada y de baja estatura, que les sonriócuriosa por conocer a aquellos nuevos invitados.

—¿Ustedes son los recién llegados?—Efectivamente —dijo Eduardo—. Aquí estamos, aclimatándonos a esta ciudad.—Los primeros meses no son difíciles. La novedad siempre atrae, y si uno llega cuando

todavía hay muchas horas de luz, no nota tanto la diferencia. Lo peor es cuando estar aquí sevuelve rutina, y cuando las horas de luz disminuyen. Aun así, esta ciudad es un auténtico tesoro.Después de mucho tiempo todavía descubro rincones nuevos. Hay algo épico en ella, como si lahistoria que ha pasado por sus calles se metiera en cada visitante. Uno se siente protagonista de lavida entre sus muros.

—Eso que has dicho es muy bello, mamá —afirmó Rose, sirviéndola una copa de vino blanco.La mujer asintió con la cabeza y arrugó sus pequeños ojos grises bajo unos párpados llenos de

pliegues y bordeados por cuatro pestañas blancas.—¿Han venido ustedes juntos? —preguntó la mujer, alargando el brazo y volteando la mano

con la palma hacia arriba, como si hiciera ademán de pasar el turno a sus invitados.—Somos pareja —se adelantó Eva, lanzando una mirada cómplice a Eduardo, que estaba

sirviéndose una nueva copa de vino.Rose lanzó una risita nerviosa y se disculpó por dejarles, pero ya estaban llegando los

invitados a su hora. Al cabo de unos minutos la sala se llenó de gente, la mayoría personal de launiversidad con sus parejas. Casi todos pertenecían al departamento de español así que tan prontose oía un tropel de palabras esdrújulas y kilométricas como aparecían la entonación de tiovivotípica del inglés.

—¿Y bien, preciosa? —preguntó Claudia, abriéndose paso entre la multitud para sentarse juntoa Eva, que se había acodado en un sofá blanco para descansar sus pies de los zapatos de tacón.

—No estoy acostumbrada a llevar este calzado, aunque me encantaría poder hacerlo —admitió, y volvió a ponerse los zapatos.

—Por mí no hay problema, puedes quedarte descalza el tiempo que quieras. A mí no memolesta y soy la anfitriona —dijo, y soltó una risilla traviesa.

—Muchas gracias. Verdaderamente tiene usted una vida fascinante digna de una novela—. Evalo dijo con verdadera admiración.

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—Sí que me han pasado muchas cosas, sí… Pero supongo que como a todo el mundo.—¿Y qué hizo cuando se trajo a Rose aquí? —preguntó Eva, volviendo su cuerpo hacia el de

Claudia para poder mirarla de frente.—Pues aprender a ser madre, intentar hacerlo lo mejor que sabía, y colaborar con algunos

compañeros que trabajan en proyectos sobre la infertilidad. Este tema llegó a obsesionarme.Colaboraba puntualmente en alguna publicación y daba alguna conferencia.

—¿Y no se casó?—No, no lo hice. No encontré a la persona con la que compartir mi vida. Tuve que enfrentarme

a muchos dimes y diretes, y hubo momentos en los que se me hizo muy cuesta arriba, pero al finaltodo pasa. Lo malo y lo bueno. Todo pasa. Podría contar tantas cosas…

—¿No se ha planteado nunca escribir una biografía?Las intervenciones de Eva estaban dando un tono de entrevista a la conversación, y pensó que

tenía que dejar de interrogarla, pero le resultaba difícil dejar de tener información sobre ella.—No tengo talento ni paciencia para eso, pero sí que he pensado varias veces contratar a

alguien para que se encargue. Quizás no debería de postergar la idea. ¿A ti te gustaría encargartede ello?

La mujer lanzó la pregunta fijando su mirada en Eva y esperando una respuesta con una muecasolícita.

—¿Yo? —Eva se sobresaltó—. A mí me encantaría, pero quizás quiera usted encontrar aalguien más… veterano. Más profesional, quizás.

La mujer sonrió y se arrastró unos centímetros en el sofá para sentarse más cerca de Eva.—Vamos a hacer una cosa. Tú me contestas una pregunta y yo decido si quiero que seas tú o

no. ¿Te parece?Eva asintió y se encorvó para estar todavía más cerca de la mujer. Seguramente aquella iba a

ser la entrevista de trabajo más extraña que le iban a hacer nunca, pero aquella oportunidadsonaba interesante y así estaría ocupada mientras estaban en Edimburgo.

—¿Por qué tienes los ojos tristes? —le preguntó la mujer, y acto seguido depositó su manosobre la de ella.

Eva se encontró con unos ojos grises, algo vidriosos, pero con una chispa de luz que indicabaque dentro de aquel cuerpo quejoso y titubeante se encontraba todavía una joven científica llenade inquietudes y vida.

—No estoy triste, estoy nostálgica. Hoy es mi cumpleaños, pero nadie lo sabe.—¡Vaya! No eres tan mayor para empezar a dejar de celebrar. Creo que yo el año que viene ya

no cumpliré más, empezaré a ‘descumplir’ —dijo la mujer, riéndose mientras juntaba las manoscomo en una plegaria.

—Mi cumpleaños me recuerda a mi abuela. Siempre me organizaba un juego de pistas paraconseguir mi regalo. Le encantaba hacer que los demás se divirtieran y ella se lo pasaba bombaorganizándolo todo.

—¿Hace mucho de eso?—Es mi primer cumpleaños sin ella.—Vaya, entiendo —la mujer se removió en su sillón, carraspeó e hizo un gesto a un camarero

para que le acercara dos copas de champán—. Pues brindemos por tu cumpleaños y por la suertede llegar hasta aquí.

Entre sorbo y sorbo, Eva le contó que estaba buscando a su padre y que no sabía muy bien aqué dedicar su tiempo mientras estuviera allí. La mujer la escuchaba con interés, inclinando su

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cabeza para escucharla mejor. El ruido de la sala había aumentado después de que las bandejas dechampán empezarán a desfilar entre los asistentes.

—Está decidido. Empezaremos a trabajar en mi biografía.—¿En su biografía? —repitió Eva.—Sí, no me queda mucho tiempo para perder la cabeza o el cuerpo, o ambas cosas. Hay que

darse prisa. ¿Puedes venir mañana?Eva le devolvió una sonrisa. ¿Ella? ¿Por qué? ¿No era mejor que Rose se encargara de eso?—Mi hija ya está muy cansada de que le cuente historietas y, además, ¿qué valor le iban a dar a

una biografía escrita por la hija de la protagonista? Lo mejor es que seas tú, que tienes una miradalimpia sobre lo que te contaré. Resulta curioso que al final uno se quede solamente con su cuento,¿verdad?

—Yo pienso mucho en eso. Lo poco que sé de mis padres lo sé a través de terceras personas.Ahora tengo la posibilidad de conocer algo más si encuentro a mi padre. Aunque me da miedoporque las cosas que sé pueden cambiar.

—Ah, bueno… Así es el pasado. Cada persona a la que preguntes te dará la pieza de unavidriera. Lo harán con el mejor de sus propósitos, así que es mejor no juzgarles. Tomaron susdecisiones con la información que tenían en ese momento. Mi consejo, nena, es que escuches,comprendas y no juzgues. Evitarás hacerte daño y hacérselo a los demás.

Una vidriera. Eva cerró los ojos y se transportó mentalmente a su casa. Parecía que estuvieraviendo la calle desde la mariposa azul. Y a su lado, Jorge, asombrado por la cantidad de cosasdiferentes que se podían ver a través de ella. Echaba de menos a su amigo. ¿Cómo le iría? ¿Habríaencontrado un lugar en la editorial? ¿Pensaría en ella? ¿Volverían a verse? De repente le invadióun estremecimiento por pensar que las dos personas que habían estado más tiempo a su lado en losúltimos tiempos no estaban con ella ese día. El día de su cumpleaños. Notó que los ojos leescocían y cerró los párpados para evitar montar un número.

—Creo que ya he bebido demasiado, doña Claudia. No estoy acostumbrada al alcohol —leanunció, intentando levantarse.

Doña Claudia le aproximó otra copa, esta vez de color naranja.—Es zumo, esto no te hará daño.—¿Zumo? ¿Está segura? Parece que tiene burbujas.—No, no, es una mimosa. Con ese nombre no puede hacer daño, mujer. Yo lo estoy bebiendo

también, ¿no ves? —dijo, tomando un sorbo de la copa como quien se mete en un mar radiactivopara demostrar que no es letal—. Tal y como estoy, igual esta noche me da un parraque y me voypara el otro barrio—apuntó. Y acto seguido cogió el bastón, se levantó, y haciendo un gesto con lamano a su hija salió por las puertas blancas por las que había entrado.

Las palabras de aquella mujer se quedaron flotando en la cabeza de Eva durante toda la noche.

No sabía muy bien si por haber bebido algo más de la cuenta, se sintió mareada durante lamadrugada, y tuvo que levantarse para hacerse una infusión en la cocina. La casa crujía bajo suspies y en la calle solo se oían los ladridos de algún perro. Sintió ganas de salir al jardín parallenarse del frío de la noche, pero pensó que quizás el capricho le podía costar una pulmonía, asíque encendió el hervidor y se sentó en la mesa de la cocina a esperar.

El sonido del teléfono le pareció lejano y distinto. Tardó unos segundos en reaccionar y saltarsobre él para que no terminara despertando a Eduardo.

—¡Qué alegría oírte, Eva! —dijo el doctor Nájera—. Muchas felicidades. Espero que no sea

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muy tarde. He intentado llamaros antes, pero no he podido localizaros.—No te disculpes, Guillermo. Muchas gracias. Me alegra que te hayas acordado.—¿Qué tal va todo por allí?Eva se lo imaginó en la entrada de la casa, junto al perchero de madera y frente al espejo en el

que a ella le encantaba mirarse mientras hablaba por teléfono.—Estupendamente. Todo está en orden. No tienes que preocuparte de nada. También te felicito

de parte de Jorge. Está muy contento en la editorial.—Me alegra mucho que le vaya bien. Se lo merece.—Y también te felicito de parte de tu abuela. Como era de esperar, no se ha olvidado.Eva repasó las últimas palabras mentalmente para asegurarse de que había entendido al doctor.—Ha llegado un ramo de rosas blancas para ti a nombre de tu abuela. He preguntado en la

floristería y me han dicho que había dejado recado hace meses para que se te enviaran en este día.Eva sintió una sacudida en el pecho. No estaba allí. No las había recogido. No estaba oliendo

esas flores que su abuela le había enviado.—No te apures, Nadia es experta en secarlas y se ha ofrecido a encargarse del proceso.

Además, hay una pequeña tarjeta en la que pone ‘Felicidades, ni niña Eva. Te quiero mucho.· Yluego hay un número 3350.

—Yo…Os agradezco mucho todo. Siento no estar ahí. ¿Sabes qué puede ser ese número?—No tengo ni idea, pero dado que tu abuela era muy dada a los acertijos… Quizás sea una

primera pista de tu juego de cumpleaños. ¿Quién sabe?—Guarda la tarjeta. Intentaré pensar —Eva dibujó los cuatro números en su cabeza —.

Guillermo, he tenido un día un poco raro pero tu llamada me ha alegrado mucho. Ahora me doycuenta de que tenía que haber celebrado mi cumpleaños. Al fin y al cabo, era una manera dehonrar a mi abuela.

—Todavía te quedan un par de horas —rio el doctor—. Da saludos a Eduardo de mi parte.Hablamos pronto.

El hervidor emitió un pitido, como si se hubiera puesto de acuerdo para coordinarse con elteléfono. Apagó el aparato y cogió una taza, cuando escuchó unos pasos bajando las escaleras.

—Espero no haberte despertado —se disculpó ella.—¿Te encuentras bien? —le preguntó Eduardo, que había surgido por las escaleras con el pelo

revuelto.—Creo que he tomado demasiado alcohol. Un par de copas de vino y unas ‘cariñosas’ o algo

así —dijo ella esbozando una amplia sonrisa—. De todos modos, se me ha pasado el malestar conla llamada de Guillermo. Te manda abrazos.

—¿Qué quería?—Felicitarme por mi cumpleaños.Eduardo intentó abrir más los ojos y apretó los labios.—¿Cómo es que no me has avisado?—No quería celebrarlo. Pensé que si lo hacía me vendrían recuerdos. Y ha dado igual. No lo

he hecho y me he acordado.—Es inevitable que la recuerdes. No puedes dejar de celebrar por eso.—Ya me he dado cuenta. Mi abuela me ha mandado un ramo a casa.—¿Tu abuela? —Eduardo se rascó el pelo, intentando aclarar si aquello era un relato de

realismo mágico o una historia verdadera.—Sí, parece ser que dejó recado en la floristería para que me lo hicieran llegar hoy. Se lleva

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muy bien con la dueña, Olivia.—Tu abuela es increíble. Era increíble. Bueno, sigue siendo increíble. Todas estas cosas hacen

que siga estando aquí.—¿Te apetece brindar con manzanilla por mi cumpleaños?Eduardo se sirvió una taza y los dos las hicieron chocar sonriendo.—Doña Claudia me ha dicho hoy dos cosas muy interesantes. La primera ha sido que no juzgue

a los demás.—Es buen consejo —dijo Eduardo—, pero es muy difícil de llevar a la práctica.—¿Por qué lo dices?—Porque todos juzgamos. No lo podemos evitar.—No quiero juzgar a mi padre, Edu. Solamente quiero saber su versión.—No adelantes acontecimientos. Cuando hayamos encontrado a tu padre, puedes empezar a

sembrar todos los interrogantes que quieras. Ten siempre en cuenta que fue una persona que huyóde tu entorno —Eduardo probó la infusión, que estaba todavía demasiado caliente.

—Necesito mirar al pasado, Edu. Quiero saber qué ocurrió con mis padres. Mi vida está llenade incógnitas.

—La vida es una incógnita —afirmó Eduardo, removiendo la manzanilla vivamente.—Sí, pero yo he crecido en esas incógnitas y soy producto de ellas.Eva abrió un arcón del salón, sacó una manta, se rodeó con ella, y tomando la taza con la

infusión en una mano salió al jardín.—¿Te has vuelto loca? Te vas a helar de frío —le advirtió Eduardo, que la miraba asombrado.—Será solamente por unos minutos, pero merece la pena helarse por ver un rato las estrellas.

CAPÍTULO 22

Aquella noche la abuela le había leído un libro sobre una niña que, por quedarse despierta demadrugada, había sido raptada y transportada a la Tierra de los Gigantes. El relato la había dejadointranquila y se revolvía en la cama pensando que cuanto más nerviosa se ponía, menos eran lasposibilidades de quedarse dormida, y más las de terminar en un plato devorada por uno deaquellos monstruos. Finalmente se quedó de lado, apretando la almohada entre la mejilla y unbrazo, vigilando el movimiento de las ramas al otro lado de la ventana.

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Dicen que la imaginación infantil es inagotable, pero realmente los adultos siguen teniendoesas mismas ideas irreales e incoherentes. La diferencia es que la experiencia les ha hecho saberque, salvo raras excepciones, lo que uno imagina no suele hacerse real. Eva sí lo sabía einterpretó cada movimiento de las hojas del viejo plátano del jardín como un presagio mágico.Estuvo tentada de salir corriendo de su cama para visitar la de su abuela, pero su cuerpo parecíaahora preso de un hechizo. Su corazón golpeaba tan fuerte que lo oía zumbar hasta en sus oídos.

De repente escuchó un crujido que le hizo dar un respingo en la cama y ocultarse, aún más sicabe, bajo la sábana. Después sintió otro ruido, seguido de otro, y la puerta de la habitación cedióal accionarse el picaporte. A Eva no le cabía duda. El gigante había accedido a su casa y ahoraquizás ni esperaría a comerla, sino que la devoraría allí mismo con sábana, pijama e incluso conla almohada, a la que se aferraba como un náufrago al último listón a su alcance.

Dada la situación, prefirió cerrar los ojos y esperar a que todo pasara. La luz que provenía dela ventana de repente se cegó, dejando la habitación prácticamente a oscuras, y Eva entreabrió losojos para encontrarse con una silueta frente a ella. Quiso chillar, pero el poco aire que tenía en elcuerpo se le había quedado atascado en el pecho.

—Nunca encuentro el maldito interruptor —escuchó murmurar. Y entonces reconoció la voz desu madre, cuya figura se hizo visible al encenderse la luz.

La pobre niña, todavía muerta de miedo, respiró.—¿Te he asustado, estrellita? —su madre la miraba con extrañeza y ternura, retirándole el pelo

de la cara.La niña asintió con la cabeza y esbozó una tímida sonrisa.—He pensado que te gustaría venir a cazar estrellas conmigo.La noche era tibia, y el viento que se había levantado al anochecer era una bendición después

de un día entero soportando un calor seco, como de fiebre. Clara tomó de la mano a su hija y leindicó que no hiciera ruido llevándose un dedo a los labios. Bajaron por las escaleras hasta lapuerta que daba acceso al jardín. Eva se quedó al principio en el umbral de la puerta, temerosapor estar saltándose alguna norma prohibida. Su madre, sin embargo, pegó un brinco y se puso abailar descalza en la hierba. Abrió los brazos, alegre, y se contoneó feliz por sentir el viento en supiel, la escasa humedad que aun guardaba el césped que rozaba sus pies, y el aroma de la ciudaden verano. Llevaba un camisón blanco de tirantes con bordados de flores azules en el escote. Sulargo pelo castaño claro estaba recogido con una goma en un lateral de la cabeza, confiándole unporte de princesa medieval recién levantada, esperando a que sus damas la ayudaran aadecentarse un poco.

Clara se tumbó en el suelo e invitó a Eva a que hiciera lo mismo. El cielo estaba raso y, apesar de la luz de dos farolas cercanas, era posible vislumbrar la luz temblorosa de un puñado deestrellas extendidas sobre el manto oscuro de la noche.

—Hoy los dioses lanzan las estrellas. Vamos a intentar cazar una —dijo Clara, su rostropegado al de su hija.

Después le explicó que las Perseidas eran portadoras de deseos, y que, si una persona veía unaestrella caer, estaba obligada a encargarle un sueño.

—¿Has pensado uno?El cielo no se movió. Las estrellas titilaban en el fondo del universo enviando una luz que

atravesaba el espacio y el tiempo. El frío del suelo comenzó a traspasar la tela del pijama de Eva,que se arrebulló al lado de su madre buscando su calor.

—No te duermas, estrellita, tenemos que cazar una Perseida y pedir un deseo.

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—Tengo sueño, mamá.Aquel ‘mamá’ le sonó raro, quizás porque cada vez lo pronunciaba menos. Porque sí, aquella

era su mamá, vestida de blanco, alegre, curiosa y espontánea. Esa era la mamá que quería, y no ladeprimida o colérica o violenta, la que había roto media vajilla, la que insultaba a la abuela o laque le había dado un empujón haciéndola caer de las escaleras. Lo había hecho sin querer, peroaquella no era su mamá.

Una nube ligera, como un pañuelo de seda, cubrió por un momento el trocito de cielo que Claray su hija observaban. La madre dejó de mirar al firmamento para observar a su pequeña, queluchaba para no cerrar los ojos por completo. Contempló aquel instante con sumo cuidado, comoqueriendo aprehender cada detalle para hacerlo suyo, para que aquel instante dejara de serpasajero y se convirtiera en eterno. Quería hacer eterna la luz de su estrella.

La nube se desplazó sobre el cielo y dejó ver un haz luminoso que cruzó el firmamento.—¡La he visto! ¡La he visto! —exclamaron ambas a dúo, y se levantaron para celebrarlo,

bailando y abrazándose. Se hartaron de girar y brincar hasta que Clara volvió a indicar a lapequeña Eva que había llegado el momento de subir a las habitaciones en silencio.

La niña obedeció, aunque se había desvelado con la emoción de cazar una Perseida y lehubiera gustado seguir jugando con su madre.

—¿Mañana cazaremos estrellas otra vez? — le preguntó.—Tendremos que esperar a que vuelvan… ¿Has pedido un deseo?Eva asintió y abrió la boca con la intención de contarle a su madre con todo detalle el deseo

que acababa de formular. Clara intuyó el propósito de la niña y cerró sus palabras poniéndole undedo sobre los labios.

—No, Eva, no, los deseos no pueden contarse. Tienes que guardarlo para ti para que secumpla.

Un beso en la frente, accionó el interruptor para apagar la luz y volvió a la habitación haciendoel menor ruido posible. La figura de Clara desapareció y un viento suave entró por la ventanamoviendo las cortinas y dejando un olor a noche tibia y a hierba en el aire.

CAPÍTULO 23

Todo parecía más fácil en el plano que en la realidad. Eduardo giró varias veces el papel y

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miró a ambos lados del pasillo. ¿Dónde demonios se encontraría el despacho 24—1 si las puertasno tenían número? Después de deambular por el edificio Hume Tower un buen rato, paró a laprimera persona con una cara amable que se encontró por el camino. Intentó hacerse entender conun torpe inglés, pero la chica sacudió su pelo castaño y rizado, y le sonrió.

—No te apures, yo también hablo español —le dijo, con una risilla cómplice—. El primer díanos perdemos todos.

—Mi inglés es horrible, ¿no?—En realidad, tu nombre en esa placa lo dice todo.La chica señaló la identificación que lucía en la solapa de la chaqueta. Los dos se miraron y se

sonrieron. Eduardo se alegró de haberla parado, parecía una buena guía para hacerle llegar hastasu despacho.

—Me llamo Bea —le dijo, alargando la mano para saludarle formalmente. Llevaba un colgantecon la figura de un colibrí colgado.

—Eduardo. Te agradezco la comprensión, y qué suerte que hables español —admitió elprofesor, aliviado—. Me defiendo con mi inglés de Valladolid, pero aquí el acento es muydistinto.

La chica le contó que estaba haciendo un proyecto de investigación sobre las aves enEdimburgo, y que estaba de paso por allí para tomar café con su hermana.

—Así que ha sido pura casualidad que nos encontráramos. Bueno, solamente dos españoles sepueden encontrar en un pasillo. En España hacemos mucha vida académica en zonas comunes. Esono lo vas a ver aquí —le explicó, hablando animadamente y gesticulando con las manos.

La chica le indicó unas puertas dobles que daban acceso al departamento de filologíahispánica. Después de despedirse, Eduardo las empujó como un vaquero entrando en una cantina.

—Querido Edward, has pasado la primera prueba —dijo Rose, palmoteando llena de alegría.Rose permanecía con los brazos en jarra junto a la puerta del despacho 24—1. Llevaba su

melena cobriza recogida en lo alto de la cabeza y lucía un vestido verde botella hasta la rodilla yunas botas altas marrones. Sus ojos verdes parecían más brillantes debajo de una capa de sombradorada, y sus labios, pintados en rojo cereza, esbozaban sin dificultad una amplia sonrisa.

—Llegar aquí ya es todo un reto —apuntó—. Gracias a que me he encontrado con una chicaespañola muy simpática que me ha indicado.

—Seguro que ha sido con Bea. Viene de vez en cuando a tomar café con su hermana —leinformó en un susurro, como si no quisiera que fuera obvio que estaba atenta al menor movimientoen el edificio.

Rose sacó unas llaves y se dirigió a una de las puertas de madera, de la decena quesimétricamente se disponían, frente a frente, en el pasillo. Era la 516, y daba a la plaza principaldel edificio. Al abrir, una mezcla de olor a pachuli lo inundó todo, dejándolo noqueadoolfativamente. El lugar era pequeño, como el despacho que había dejado en España, pero acambio tenía un amplio ventanal desde el que mirar la ciudad, que se atropellaba bajo sus pies encalles y callejuelas.

—Ahora la niebla apenas deja ver el horizonte, pero ya verás lo que podrás contemplar en undía despejado —dijo Rose en un susurro, apoyando una de sus manos en el hombro de Eduardo,que seguía embebido con las vistas.

—En mi casa en Madrid también tengo unas vistas espectaculares. Me gusta otear el horizontedesde las alturas.

—Vaya, entonces hemos elegido bien tu despacho —se felicitó Rose—. Estaré encantada de

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descubrir esas vistas algún día, si es que me invitas —apostilló, guiñándole un ojo—. Sobre lamesa tienes tus horarios de clase y reuniones para las próximas dos semanas. Después tendrás quehacer tú la programación, pero he pensado que por el momento esto te ayudará a sobrevivir.

—Fantástico. Ya veo que me quieres dar trabajo —dijo Eduardo, sentándose sobre una esquinade la mesa, como si estuviera dando clase.

—El que tú quieras. No eres nuevo en la universidad, ya sabes que aquí hay gente que hace lomínimo y otra que necesita días de 48 horas. Por cierto —y miró su reloj de pulsera— he quedadodentro de unos minutos para una charla telefónica con el Profesor Godwin. Imagino que leconoces.

—¿William Godwin? ¡Vaya! —dijo Eduardo, pasándose la mano por el pelo—. ¿Y qué quierede ti?

—Está intentando convencerme para que participemos en un proyecto interuniversitario sobremujeres escritoras en habla hispana.

Eduardo no pudo evitar abrir los ojos como platos. ¿Convencerla? ¿Quién se podía negar aeso? Aquel tema era afín a su trabajo doctoral y podía reconocerse como un especialista. Indagarun poco más sobre aquella área en compañía de un investigador tan reconocido y afamado como elprofesor Godwin era un sueño para él.

—Por tu silencio interpreto que te encantaría formar parte del proyecto, ¿verdad?—Estaría muy bien. Lo confieso. Pero no quiero darte más trabajo.—Que me den trabajo es mi especialidad. Por cierto, me ha comentado mi madre que Eva

empezaba hoy a recopilar información para escribir su biografía. La ha debido de caer en gracia,porque yo llevo muchos años insistiendo en que lo haga.

—Si no te parece bien, puedo decirle a Eva…—No, no. Me parece fantástico. Mi madre necesita tener a alguien en casa. Le va a venir muy

bien tener la compañía de alguien más joven. Bueno, realmente de casi una adolescente.Eduardo carraspeó, se volvió hacia la estantería e intentó organizar los libros que estaban

amontonados según su tamaño.—Creo que insistes demasiado en la diferencia de edad que tengo con ella. ¿Tienes algún

problema con eso? —Eduardo había soltado la directa sin darse la vuelta, afanado en organizar laestantería. Escuchó a Rose moverse detrás de él.

—Por experiencia sé que estas relaciones no suelen funcionar. Los dos estáis en momentosvitales distintos. Tú intentando recuperar la juventud que se te escapa. Ella anhelando la seguridadque tú pareces proyectar.

Las palabras de Rose sonaron a un cuchillo despedazando un trozo de carne.—Me alegra que te preocupes por nosotros —dijo Eduardo, dándose la vuelta por fin—. Pero

creo que en los temas de pareja es mejor no meterse. No hay ninguna igual.—Mi novio argentino me doblaba la edad y aquello no salió bien. Me recordáis mucho a

nosotros. Es solo eso. Pero no te preocupes. No volveré a mencionar nada sobre la edad de Eva.Lamento si te ha sentado mal —dijo, poniendo las manos sobre los hombros de Eduardo, que sequedó mirándola muy serio—. Creo que ya tienes toda la información que necesitas paracomenzar.

Rose se marchó con sus tacones y sus palabras afiladas del despacho. Eduardo se quedó un

rato mirando cómo la ciudad se iba descubriendo bajo el manto de niebla. Justo debajo había unaplaza rectangular en donde algunos estudiantes se habían arremolinado para saludarse. Quizás

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fuera su grupo. Sí, iba a pensar en las primeras lecturas para trabajar con ellos. “¿Qué se meescapa la juventud?”, pensó. Le pareció una tontería. A él no se le escapaba nada. Tenía lasensación de estar ganando más y más todo el tiempo. Había tomado decisiones, que era lo mejorque podía hacer para equilibrar sus años de juventud. Ahora sí que estaba tomando las riendas desu vida. Un despacho en la universidad de Edimburgo. Una cena para dos. ¡Qué más podía pedir!¿Y qué pasaba si tenían momentos vitales distintos? Muchas personas de la misma edad tambiénquerían cosas diferentes. Desde luego que los argumentos de Rose no se sujetaban. Todo esopensaba Eduardo mientras sacaba una carpeta y subrayaba en la lista el título “Los cuentos de EvaLuna” como primera lectura del curso.

CAPÍTULO 24

Mordisqueó el extremo del bolígrafo y se quedó mirando fijamente a Doña Claudia, quepermanecía embelesada en el fondo de su taza de té, como si estuvieran sonriéndole desde ellíquido dorado. A veces las bebidas actúan como una suerte de bola de cristal en las que unopuede ver su pasado o su futuro. La mujer despertó de su ensimismamiento y se quedó mirando ala joven, esbozando rápidamente una sonrisa.

—Sea lo que sea lo que me quieras preguntar, hazlo —dijo, y sorbió despacio el té—. Ya séreconocer ese gesto tuyo de querer preguntarme algo y no atreverte.

Eva asintió. Por un momento le pareció estar hablando con su abuela y recordó esacomplicidad entre ellas, a pesar de la diferencia de edad. De hecho, nunca se había entendido muybien con la gente de su generación. Siempre había tenido buenos amigos en los cursos superiores yse encontraba cómoda con adultos incluso cuando era niña. Quizás no fuera tan extraño que supareja fuera mayor después de todo.

—Estaba pensando… —dijo, y carraspeó— si ha tenido algún gran amor en su vida. Demomento no me ha comentado nada sobre este tema y por las fotos que me está enseñando no mecreo eso de que ningún hombre se fijara en usted.

“Y ahora es cuando me va a decir que qué carámbanos me importa a mí eso”, pensó Eva,utilizando una expresión muy común en el vocabulario de Doña Claudia.

—¿Por qué crees que viene a Edimburgo, querida? —inquirió la mujer, arqueando una ceja.—No me diga que le gustó un señor con falda —bromeó Eva, haciendo que las dos rieran a

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carcajadas.—No, no, nada de eso. Recuerda que te he contado que…—Se enamoró de la ciudad —completó Eva la frase—. Pero eso no cuenta como experiencia

amorosa, no me líe.—Me enamoré de la ciudad y también fue mi refugio. A veces las ciudades se convierten en

cunas, otras en jaulas. Edimburgo fue para mí mi cuna, el lugar donde maduré y me sané.—¿De qué estaba enferma? —preguntó Eva, que tomó la frase literalmente.—De dolor, de celos, de rabia… Estaba enamorada de otro científico, Carlos Ojeda, una de

las mentes más brillantes que ha dado nuestro país.—¡¿Carlos Ojeda?! ¿El dueño de laboratorios Ojeda? ¡Vaya!Eva había leído sobre el científico multimillonario que había cosechado su fortuna y creado un

emporio farmacéutico multinacional.—Trabajábamos juntos durante horas. Soñábamos con encontrar remedio para muchas

enfermedades, generamos equipos de trabajo fabulosos. Nos complementábamos. Yo estabasegura de que tarde o temprano tendríamos tiempo para nosotros. Nos entendíamos a laperfección.

—¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó Eva sin poder ocultar la ansiedad que le producíaintentar adivinar el desenlace de la historia.

—Una noche volví al laboratorio a por unas muestras que me había dejado. Entré con sigilo enel cuarto y escuché unos ruidos extraños. Me sobresalté pensando que alguien había entrado arobar material, y me escondí entre dos muebles. De repente escuché pasos, voces, y entre ellas lade Carlos. Había organizado una reunión a mis espaldas para vender algunas de las fórmulas quehabíamos descubierto a laboratorios farmacéuticos con cuyas prácticas no estábamos de acuerdo.Algunos de los asistentes le ofrecieron grandes cantidades de dinero a cambio de que esasfórmulas nunca salieran a la luz. Cuando la reunión finalizó, esperé a serenarme lo suficiente comopara marcharme a casa sin perderme por el camino. Pasé toda la noche sin dormir, me sentíaengañada, traicionada…

—Entiendo que pudiera sentir dolor y rabia, pero ¿por qué sentía celos? —preguntó,imaginando a la joven Claudia, con su bata blanca y el pelo recogido en un moño, yendo demicroscopio en microscopio y mirando de reojo a Carlos con despecho.

Doña Claudia bebió lo que le quedaba de té en la taza y la depositó sobre la mesita que laseparaba de Eva.

—Decidí contarle la verdad. Me dijo que sentía mucho que me hubiera enterado de esa formaporque prefería mantenerme al margen de esas negociaciones. Me aseguró que iba a informarmede ellas cuando se hubieran resuelto. Como es obvio monté en cólera, le eché en cara sudesfachatez, su falta de ética y profesionalidad, y su falta de compromiso con lo que habíamoshablado. Se vio acorralado y entonces me soltó que me quería mucho, que solamente quería lomejor para mí —la voz de Doña Claudia se quebró súbitamente.

—¿Y usted le creyó? —insistió Eva, que estaba completamente enganchada a la narración.—Creo que nunca lo hice, pero fingí hacerlo, y eso bastó para arruinarlo todo. Le perdoné y

las cosas volvieron a la calma. No solo a cómo eran antes, sino que empezamos una relación. Nosconvertimos en pareja.

Eva sintió una tremenda ternura por esa mujer de pelo cano que le hablaba de dejar susprincipios por darle una segunda oportunidad a alguien. Su abuela también había hecho lo mismocon su abuelo, una y más veces.

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—Y entonces llegó un informe médico, era el que decía que yo no podía ser madre. No se looculté. Fue comprensivo, pero poco a poco me sentí repudiada por él, cada vez se alejaba más demí, hasta que los rumores comenzaron a acrecentarse en el laboratorio. Carlos se había prometidocon la hija de un adinerado empresario textil. Un día, sin más, desapareció, y la siguiente vez quele vi fue en los ecos de sociedad de una famosa revista vestido de novio en el día de su boda.

—¡Vaya pieza el señor Ojeda! —exclamó Eva, sin pensarlo.—Pero eso no quiero que figure en el libro, Eva. Lo guardamos entre tú y yo —dijo,

guiñándole un ojo a la chica—. No es que quiera ocultar nada, ni pretender que no me heequivocado en la vida, sino porque él tiene una familia a la que no quiero perjudicar, ¿sabes?

—Siempre podemos publicarlo sin nombres —sugirió Eva.—Sería muy fácil atar cabos y hacer conjeturas. Carlos fue mi hombre de confianza durante

mucho tiempo.—Me da miedo pensar que alguien a quien amas tanto te pueda traicionar de esa manera —

afirmó Eva, mirando el reloj y cerrando las carpetas, haciendo además de ir recogiendo para irse.—¿Lo dices por alguien en concreto? ¿Por Eduardo? —preguntó la anciana sin rodeos.—Eduardo nunca me traicionaría —afirmó ella, abrazando las carpetas sobre el pecho.—El que conoces hoy puede que no, pero no sabes qué hará el que te encontrarás mañana. A

veces no se trata de traición, sino simplemente de que llega un momento en el que evolucionas endistinta dirección, y ya no tiene sentido seguir compartiendo camino con esa persona.

Eva miró fijamente a Doña Claudia, apretó los labios y pensó en su padre. Probablementenunca se había imaginado que su historia acabaría así cuando empezó a salir con su madre. Quizásno le quedó más remedio que tomar otro camino, porque el que le esperaba con ella era uncallejón sin salida.

El cielo escocés se había nublado completamente y una fina lluvia comenzaba a caer sobre la

ciudad. El ambiente nostálgico y gris acompañaba los pensamientos de Eva, que buscó unparaguas plegable en su bolso y lo accionó para cubrirse. Había dicho muy segura que Eduardojamás la traicionaría. Si había algo de lo que estaba segura era de que el profesor tenía un corazónhonesto. No sería capaz de hacer algo que la hiciera daño, pero era cierto lo que había comentadoDoña Claudia, quizás los caminos solamente se cruzaran puntualmente en la vida de dos personas.Nunca habían hablado de lo que ocurriría a su vuelta a casa, quizás fuera demasiado pronto detodos modos.

—¿Estás muy pensativa hoy? ¿Te ha pasado algo? —le preguntó Eduardo mientras preparabanla mesa para cenar.

—¿Cómo ves tu vida en… digamos… tres años?—No tengo ni idea. La vida da muchas vueltas. Fíjate donde estaba hace tres años y donde

estoy ahora —afirmó él, y se acercó a ella para abrazarla.—Te lo digo en serio, Edu. ¿Dónde te ves?Permaneció abrazándola unos segundos. Sintió la rigidez de sus brazos y el corazón latiéndole

deprisa. Eva estaba inquieta y hacía preguntas raras, así que tampoco creía que fuera el momentopara contarle todo lo que había ocurrido. Quizás sería suficiente con tranquilizarla.

—Pues a ver… De momento estoy aquí contigo hasta Navidades. Después volveremos aMadrid e intentaré que te vengas a vivir conmigo… y seremos felices —dijo él sonriendo.

—¿Y qué puede evitar que eso pase? —siguió preguntado ella.—Que se nos ocurra algo mejor que hacer mientras tanto —afirmó él besándola en el cuello.

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Eva esperó a que Eduardo le preguntara sobre sus planes de futuro, sus expectativas, sobre quéesperaba ella y qué podía impedir llevar a cabo sus planes. Las preguntas no llegaron, así que ellamisma intentó formulárselas y le dio un escalofrío al comprobar que no tenía respuestas que dar.

CAPÍTULO 25

La rutina escocesa se había desplegado con un ingrediente inesperado: el insomnio. Evabostezó por enésima vez en el sofá del salón, asombrada al ver que los libros de la estanteríapermanecían organizados en orden alfabético. ¿Cuándo había tenido tiempo Eduardo paraorganizarlos? Hasta parecía que algunos volúmenes se los había traído él. No podía vivir sin suslibros de culto. Se estiró, sintiendo que el cuello se había convertido en un tubo rígido, y se colóde puntillas en la habitación para coger algo de ropa. Era sábado y no tenía que ir a casa de DoñaClaudia. Quizás no tener una tarea organizada le hacía estar inquieta por la noche. Ya no sabía quérazón esgrimir para estar dando vueltas horas y horas. Se preparó un café soluble. Echaba demenos el de España, aquel café tenía un sabor insoportable, pero era lo que podía encontrar en lossupermercados. Miró por la ventana y decidió echarse a andar sin destino prefijado por calles,parques y más calles, hasta que, sin quererlo, volvió al edificio de la constructora de su padre.¿Cómo había podido volver allí? ¿Sería una señal? ¿Y si volvía a entrar e insistía? ¿Y si les decíaque era un asunto de ‘vida o muerte’? Se asomó a través de la puerta principal y vio que eledificio estaba abierto. Empujó la puerta sin pensarlo mucho y volvió a encontrarse con el señorcorpulento detrás del mostrador.

—Ya sabes que no puedo decirte nada —le espetó el hombre al verla entrar.—Pero, ¿por qué? Tienes la información que busco.El hombre negó con la cabeza varias veces.—¿Has llamado al encargado al teléfono que te di?—Sí, pero nadie responde—Pues sigue llamando, es todo lo que puedes hacer.—¿No entiendes que Sebastián Quijada es mi padre? ¿No puedes decirme si está en el

edificio?Los labios del hombre se fruncieron como si una parte de su cerebro le estuviera diciendo que

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no merecía la pena guardarse la información, y otra le estuviera ordenando que siguiera lasnormas. De repente, sus ojos parecieron iluminarse, levantó una de sus grandes manos y la pusoencima de una de las manos de Eva, que reposaba en el mostrador.

—Mira, quizás te venga bien ir a tomarte un té. Hay un sitio perfecto justo al otro lado de lacalle —dijo, cambiando el tono seco por uno demasiado amable.

Eva se quedó mirándole sin entender nada.—No necesito un té. Lo que quiero es encontrar a mi padre.Unos hombres trajeados se asomaron por la escalera. Eva no se había dado cuenta de que

estaba elevando el tono, y para los escoceses el tono español normal ya era uno de discusiónfuerte o de algarabía exacerbada.

—Haz lo que te digo. Ve a tomarte un té allí—insistió—. Espera unos quince minutos. Si tegusta mucho el sitio, puedes traerme una cupcake de arándanos—añadió, y sonrió—. Venga,vamos.

Eva salió de las oficinas pensando que aquel señor estaba como una cabra. ¿Acaso pensabaque se iba a librar de ella mandándola a tomar té? Enfurecida comenzó a cruzar la calle, y se diocuenta de que, tal y como le había dicho, había una cafetería decorada estilo ‘vintage’ en esa acerallamada ‘Molly’s Place’. Dudó sobre qué hacer. Quizás el consejo del señor no fuera tan malo y, adecir verdad, necesitaba descansar un poco antes de iniciar el camino de vuelta a casa. Entró en ellugar con la bienvenida del tintineo de unas cuantas campanillas colgadas del techo. El localestaba repleto de mesitas redondas blancas y sillas decoradas en colores pastel. En un lateral seencontraba el mostrador, que contaba con expositores circulares llenos de coloridos y originalescupcakes.

Cuando se sentó en una de las mesas del rincón con su café y su madalena premium delante,Eva empezó a sentirse mejor. Recordó que su abuela siempre le preparaba una bebida caliente yle servía un trozo de bizcocho cuando la veía aturdida, deprimida o cansada, ¡y vaya sifuncionaba! Cuánto hubiera dado por poder compartir aquella tarde con su abuela, comer juntasmadalenas y recorrer la ciudad. Era inevitable pensar en ella. Era un vacío constante con el que nole iba a quedar más remedio que seguir viviendo.

Sus pensamientos nostálgicos se vieron interrumpidos por un jolgorio de voces. Dos hombres ytres mujeres entraron en el local. Hablaban animadamente mientras señalaban las delicias derepostería, dudando sobre si coger unas u otras. Eva los observaba con mucha atención. ¿Por quéle habría mandado el hombre del mostrador allí? ¿Quizás encontraría una pista para encontrarsecon su padre? ¿Eran aquellas personas parte del personal de la empresa? Intentaba fijarse en todoslos detalles mientras se iba deslizando en la silla, como si estuviera preparándose para salircorriendo. Espero a que el grupo que había entrado se sentara y se acercó a ellos.

—Perdonen, mi nombre es Eva —dijo despacio en su inglés colegial—. Estoy buscando aSebastián Quijada. ¿Lo conocen?

Las cinco personas que ocupaban la mesa se quedaron en silencio, mirándola.—Oh, Quijada —dijo una mujer morena—. Claro que lo conocemos.—¿Dónde lo puedo encontrar? —preguntó Eva, sintiendo que el corazón se le iba a salir por la

boca.Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. Todos se giraron hacia el hombre que acababa

de entrar y estaba haciendo un barrido visual del interior del local.—¡Aquí está! —exclamó la mujer morena.Eva se quedó inmóvil. Se reconoció en aquellos ojos, ahora cubiertos por unas gafas, en la

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forma de su barbilla y hasta en el gesto del cuerpo, con los brazos en los bolsillos y los hombrosligeramente elevados.

—Dios mío, dios mío, dios mío. No lo puedo creer —musitó el hombre, ajustándose las gafascomo si eso le diera más información de lo que estaba viendo.

Sebastián se acercó dando pasos largos y firmes hasta que estuvo frente a su hija. La rodeóentre sus brazos y se puso a llorar como un niño. Eva tardó en poder moverse. Se dejó abrazar,pero le resultaba difícil corresponderle. De repente, reconoció aquel olor de su piel y cerró losojos para recordar el último abrazo que le había dado. Estaban en un parque y las hojas caían delos árboles. Había un columpio todavía meciéndose cerca de ellos. ¿Cómo había podido quedaraquel recuerdo sepultado? Probablemente todo lo que había vivido en aquel tiempo había sidomuy intenso. La muerte de su abuelo, la de su madre, sobrevivir con su abuela a duras penas yasumir que su padre no volvería más. Había sido demasiado para la memoria de una niñapequeña.

Deshicieron el abrazo. Eva secó las lágrimas de su padre con los dedos. Bajo aquellas cejassalpicadas por alguna cana todavía estaban esos ojos brillantes que ahora ubicaba en susrecuerdos.

—Papá —dijo en alto. Los de la mesa de grupo dieron todos un respingo. Incluso Molly, queestaba ocupada limpiando la cafetera y no entendía ni palabra de español, se había dado mediavuelta y observaba la escena con los ojos húmedos por las lágrimas. La escena se congeló como siun dedo supremo hubiera dado a la tecla de pausa hasta que los dos se sonrieron.

—Eva, hija —repetía el hombre, mientras buscaba una silla en la que dejarse caer.—¿Cómo me has reconocido tan pronto? —le preguntó Eva, mirándole con ternura.—Eres igual que tu madre, cariño. Ese pelo recogido así… —dijo, señalando a la trenza que

caía sobre su hombro.—No me lo creo —afirmó él, cogiendo una servilleta para que secarse los ojos.Alrededor de una mesa cerca del ventanal, viendo a la gente correr, al cielo llover y a las

gaviotas reír sobre la ciudad de Edimburgo, Eva y su padre hablaron con dos cappuccinos en lamano, que no terminaban de apurarse. Su padre no pudo dar crédito al saber que Eva no habíarecibido ni una sola de las cartas que le había enviado desde que se habían separado.

—Imaginé que no sabías nada de mí —dijo Sebastián, sacudiendo la cabeza—. Tu abuelanunca ha querido que tuviera contacto contigo. Nunca. ¿Ha venido contigo? —y miró en derredorde súbito, como si estuviera preparándose para un ataque sin previo aviso.

—La abuela falleció hace unos meses —murmuró Eva.—Eso no es posible —dijo el padre de Eva, ajustándose las gafas—. Recibí una carta suya

hará un par de semanas aproximadamente.—¿Una carta?—Sí, una carta en un sobre rosado. El matasellos era de vuestro barrio, así que pensé que era

ella quién la había mandado.—No, ella no fue —dijo Eva, pensando en el doctor Nájera, pero sin compartir la idea con su

padre.—Pues alguien la mandó en su nombre.—¿Y qué te decía?—Me decía que era su deber avisarme de que podías presentarte en algún momento, y me

decía que de mí dependía que tu infancia fuera feliz. ¡Cómo si yo pudiera cambiar el pasado!Sebastián bajó la cabeza y jugueteó con el sobre de azúcar que tenía entre los dedos. Parecía

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querer añadir algo, pero no lo hizo.—¿Cuántos días vas a estar aquí, hija?—Hasta navidades.—Vaya… Creí que serían unos días, pero… Verás, yo vivo en un piso pequeño, pero quizás

podamos hacer algo para que puedas quedarte. Siempre podemos comprar un colchón…—No te preocupes por eso, papá. Estoy en una casa de la universidad.—Pensé que… habías venido solamente a verme —dijo el padre, entrelazando los dedos de

las manos.—Sí, he venido a verte, pero también estoy haciendo algo para la universidad. Me iré a

Madrid a finales de año. No tienes por qué preocuparte por mí. Está todo organizado.Eva cogió una servilleta y se puso a juguetear con ella entre sus dedos. La dobló varias veces

intentando hacer uno de esos barquitos con los que se entretiene a los bebés para que coman. Nohabía sido capaz de contarle a su padre que había venido acompañada por su novio, su exprofesorde la universidad. Repetía en la cabeza la frase y le resultaba difícil que aquella simple cadena depalabras no precipitara un interrogatorio de su padre. No le apetecía dar explicaciones en esemomento y Eduardo seguro que entendería que no hablase de él, al menos todavía.

—En estos años, ¿has pensado en mí? ¿Te has preguntado dónde estaba yo?Eva se quedó mirando las manos de su padre, de dedos nudosos y uñas redondeadas. Eran unas

manos árbol, pensó.—Claro, papá. Siempre pensaba que ibas a aparecer algún día. A la salida del colegio, el día

de mi cumpleaños… ¿Alguna vez viniste a verme?—Tengo un trabajo muy complicado, Eva. Estoy todo el día viajando. Nunca tengo un hogar

estable, es difícil.Eva siguió con su premisa de no juzgar. Era complicado no hacerlo. ¿Acaso una persona que

viaja mucho no tiene más facilidad para ir adonde quiere? Eso era lo que pensaba ella, pero noquería poner a prueba a su padre.

—¿Y tú, papá? Además de mandar las cartas, ¿pensabas en mí?—Claro que lo hacía. Siempre he querido saber qué estudios harías.—Filología hispánica —dijo ella, irguiendo la espalda y sonriendo—. Siempre me han gustado

mucho las letras.—Vaya, siempre pensé que harías algo de ciencias. Las filologías están bien como

entretenimiento. Al final todos termináis de profesores. Pero bien… Si eso es lo que tú quieres —Sebastián arrastró los dedos sobre la mesa.

Eva tenía la sensación de que no estaba cumpliendo los requisitos de su padre. Era como siestuviera haciendo una entrevista de trabajo, pero en vez de para una empresa, era el puesto dehija.

—Habrá cosas que te sorprendan de mí —intentó explicarse Eva.—Sí, ya me imagino que me he ido haciendo expectativas de tu vida en estos años. Pero, para

eso estamos aquí los dos, ¿verdad?CTienes que contarme muchas cosas —pidió Eva.—Lo haré. Primero tengo que recuperarme de esta sorpresa que me has dado. Todavía no

puedo creerme que estés aquí —le dijo a su hija, acariciándola un brazo—. Sinceramente, cuandorecibí la carta de tu abuela, creí que era una broma de mal gusto.

Eva volvió a mirar a su padre. Lo repitió en su cabeza: “su padre”. Era una sensacióncompletamente nueva.Si mencionaba esa palabra delante de la abuela Andrea, ella le hubiera

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recordado el dolor que había traído a la familia. Pero allí estaban los dos, hablando en unacafetería llena de madalenas de colores en una calle de Edimburgo.

—Es muy duro saber que tu abuela te alejó de mí. No puedo perdonar que haya escondidotodas mis cartas —continuó Sebastián, que parecía obcecado con encontrar argumentos en contrade la abuela Andrea.

—Quería protegerme, pero ya estoy preparada para saberlo todo, papá. La abuela solamentequería lo mejor para mí. Me ha cuidado y ha sido mi amiga, mi padre y mi madre.

—No, tu padre… No. Tu padre soy yo.—Sí, papá. Pero no estabas allí. Ella es la que me ha escuchado, me ha aconsejado, me ha

dado lo que necesitaba y ha hecho todo lo que podía porque yo estuviera bien. No quiero quehables nunca más mal de la abuela, papá.

Eva no podía evitar defender a su abuela. Aunque no hubiera hecho las cosas bien, las habíahecho a su manera.

—Me temo que no puedo quedarme más contigo, Eva. Tengo que volver al trabajo —Sebastiánmiraba al reloj de pulsera, sujetando la esfera entre dos dedos.

Se levantaron, se sonrieron y se abrazaron largamente. Sebastián la sacudió hacia los lados,como si quisiera expresar una alegría que no sabía poner en palabras. Quedaron en verse al díasiguiente a las cinco. Eva sintió que volvía a ser pequeña, que volvía a su habitación malva, ajugar con sus marionetas, a pintar las piedras grandes que encontraban del parque, a sentir vértigosubida en los columpios, a tener ilusión por el futuro.

—Mañana nos vemos, hija —dijo su padre, con los ojos aguados por las lágrimas, sujetando lapuerta del local.

—Espera, papá, voy contigo. Tengo que llevar un té y una cupcake de arándanos a alguien queme dio un buen consejo.

CAPÍTULO 26

No podía decir que le hubiera incomodado encontrar la casa vacía al despertarse. Al contrario,la falta de respuesta al llamar a Eva y no recibir respuesta le produjo una paz extraña. Quizásnecesitaba un tiempo para estas a solas para posar todo lo que le había ocurrido desde que habíanllegado allí. Quizás estaba demasiado acostumbrado al eco que le devolvía su piso en Madrid

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cuando él llegaba. Se dedicó a explorar armarios que no había abierto todavía. Encontró un viejotocadiscos y una colección de vinilos para acompañarle. Eligió uno de Sinatra, lo limpiócuidadosamente con un paño y lo dispuso sobre el disco giratorio. La voz inconfundible de Frankcomenzó a cantar ‘For Once in My Life’, y Eduardo no pudo resistirse a acompañarle. Tenía lasensación de que estaba viviendo los días como realmente quería. Le dio pena pensar en el tiempoempleado en el cuartucho de la facultad, ordenando libros y corrigiendo trabajos. Ahora todo teníasentido, podía tener una carrera profesional llena de proyectos nuevos y Eva estaría a su lado.Dejó la música sonar mientras se preparaba una ducha caliente. Quizás se sentaría a leer después.Esperaría hasta que Eva volviera y después irían a cenar fuera. Inesperadamente, la cortina queprotegía la ducha se descorrió, y apareció la cara sonriente de Eva.

—¡He encontrado a mi padre! —exclamó, metiéndose en la ducha tal cual estaba, y abrazandoa Eduardo, que todavía tenía el bote de gel en la mano y la observaba atónito.

Eduardo giró el grifo para que la ducha dejara de empaparles. Después alargó una mano enbusca de una toalla mientras Eva salía de la ducha mojando todo el suelo.

—Me he puesto perdida —dijo, como si hubiera descubierto de repente que se había metido enuna ducha con la ropa puesta—. Da igual —parecía presa de una explicable locura.

—A ver, tranquilízate, coge una toalla, y ahora me cuentas, ¿vale? —dijo Eduardo, intentandoreconducir la situación.

Eva se despojó de toda su ropa en un santiamén, rodeó su cuerpo con una toalla y salió dandobrincos a su habitación para buscar ropa seca que ponerse. Entre tanto, Eduardo continuó con suplan de terminar de ducharse.

Eva relató cómo el hombre de la constructora le había dado una pista sin ella apenas intuirlo ycómo había encontrado a su padre en esa cafetería vintage.

—¿Y cómo te has sentido? —le preguntó Eduardo, que no dejaba de mirarla.—Ha sido como volver a mi infancia. Me he sentido como una niña pequeña de nuevo, como si

recuperara recuerdos y sensaciones que debían de estar en algún lado escondidos.—Eso está bien —afirmó Eduardo—. No quiero hacer de abogado de diablo en esta situación,

Eva, pero tienes que recordar que tu padre tiene un pasado que, al menos en la versión de tuabuela, no es de cuento de hadas.

—Lo sé, lo sé. Pero él tiene información que yo no sé.—¿Cómo ha reaccionado cuanto te ha visto?—Se ha puesto muy contento. Estaba muy emocionado también, pero ya estaba sobre aviso de

que quizás yo aparecería. Mi abuela le había escrito un mensaje muy críptico en una carta. Algoasí como que de él dependía que mi recuerdo de la infancia siguiera siendo feliz.

—Me apabulla la capacidad de previsión de tu abuela —confesó Eduardo—. Ha sido capaz deimaginar los pasos que darías durante este tiempo.

Eva meneó la cabeza y apretó los labios. Era cierto. Aquella noche que había vuelto tarde delconcierto de Queen, aquellos sobres rosas sobre la mesilla. Ya sabía en ese momento que algo ibaa suceder. Tenía el presentimiento de que la muerte estaba cerca de ella y se había imaginado loque ocurriría después. ¿Cómo podía ser posible? Así decía ella siempre: “Más sabe el diablo porviejo que por diablo” cuando era capaz de acertar lo que iba a ocurrir en casi todas lascircunstancias. Lo veía venir.

La mueca de tristeza de Eva no pasó desapercibida a Edu, que se dio cuenta de quemencionando a la abuela había cortado el entusiasmo con el que había entrado Eva. La acariciólos hombros y pensó en retomar la conversación acerca del encuentro con su padre.

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—¿Y cuándo os vais a volver a ver?—Mañana mismo, hemos quedado en la misma cafetería, a las cinco. Hubiera querido

preguntarle muchas cosas hoy mismo, pero no quería ser pesada. Iremos poco a poco.Bajaron las escaleras y se sentaron sobre el sofá. Ya tenían su sitio elegido. Eduardo siempre

en el lado derecho, cerca de la librería, para tener al alcance cualquier libro a cualquier hora. Evase sentaba cerca de la puerta del jardín, porque no solía aguantar mucho tiempo sentada, y preferíatener la salida al exterior lo más cerca posible.

—Esta semana no me has comentado mucho sobre la universidad. ¿Qué tal las clases?—Bien, algo aburridas. El grupo es pequeño y no está muy motivado por lo que enseño, pero

estoy colaborando en otras cosas que sí que son interesantes. Hoy he estado ayudando en lasupervisión de dos tesis.

Eduardo pensó en comentarle la propuesta de Rose para colaborar en el proyecto de WilliamGodwin. No sabía lo que podía acarrear, quizás era mejor ser cauto, aunque ya se imaginarahablando con el profesor Godwin en su despacho, discutiendo libros, escribiendo investigacionesjuntos y, quién sabe, hasta viajando a Estados Unidos para colaborar con él. Jamás había tenidoesas ambiciones internacionales así que le parecía un acto de valentía diseñar aquellos sueñosfuturos tan pretenciosos para él. Quizás la estancia escocesa le estaba dando fuerzas para teneraspiraciones mayores.

—¿Rose sigue siendo tu sombra o ya se ha entretenido con un profesor nuevo? —preguntó Eva,dando palmadas a un cojín que estaba doblado. No se fiaba de ella. No lo podía evitar.

—¿Qué estás pensando? ¿Que no me debería de fiar de Rose? Yo también lo pienso, no tecreas, pero creo que voy a darle un voto de confianza. Se lo merece —confesó Eduardo—. ¿Y tú?¿Qué tal va la biografía de Doña Claudia?

—Es un gusto escucharla. Las cosas que cuenta son muy interesantes. Se acuerda de tantosdetalles que es muy fácil escribirlo todo. Además, lo hace de manera cronológica, parece quetiene un archivo mental muy organizado. Me parece muy triste que no se le haya reconocido todoel trabajo que ha hecho, y que sigue haciendo. Ha permanecido en la sombra durante décadas.

—Pero tiene un buen colchón de dinero —apuntó Eduardo, levantando una ceja—. Tampocopuede decirse que le haya ido muy mal en su carrera.

—El dinero no lo es todo. Hubo una época en la que no la dejaban firmar los descubrimientossimplemente porque era una mujer. Después algunos de los avances que desarrolló con susequipos se vendieron a la industria farmacéutica con tejemanejes de un compañero suyo. Lo peores que siente que la situación no ha mejorado lo suficiente. Me ha dado que pensar.

—Tienes razón. Es muy injusto. En literatura no es muy diferente. Por eso me interesa tantorecoger a muchas autoras que se quedaron perdidas y olvidadas. Aprenderíamos mucho de ellas.

—Como yo estoy aprendiendo con doña Claudia. Cuando la gente lea el libro, se dará cuentade la gran mujer que es y de lo mucho que ha hecho por todos —dijo Eva.

Eva se quedó en silencio sintiendo que la mente iba corriendo hacia su madre. También queríaque se supiera la historia de Clara. Esa historia que todos sabían, pero a medias.

—Seguro que la historia de tu madre también sería interesante —dijo Eva, en un intento derecuperar el tema con Eduardo.

El profesor se levantó del sofá sin decir nada, y empezó a hacer cómo que organizaba laencimera de la cocina. Ninguno de los cacharros se había movido desde el día anterior, pero aquelafán suyo por tenerlo todo en el lugar correcto le hacía hacer ese tipo de cosas, tan solo porencontrarse bien. Encontraba paz en devolver el salero, el azucarero y una botella con un preciado

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aceite de oliva al mismo sitio en el que habían visto pasar el día. Y si no tenía que hablar delpasado, mejor.

—¿Qué te parece si mañana cenamos fuera? Podemos quedar en St. Giles. Así me cuentascómo te ha ido con tu padre —le propuso a Eva.

Eva asintió. De repente pensó que nunca había celebrado un cumpleaños con su padre. Tenía elvestido azul que había traído en una caja. El vestido con el que había celebrado sus últimos trescumpleaños. Quizás tuviera la oportunidad de sacarlo al día siguiente. Cerró los ojos y se viovestida así en la cocina de la abuela, soplando una tarta de cumpleaños trufada de velas y floresde nata. La abuela riendo. Una maceta de begonias anaranjadas en una esquina. El olor de unbizcocho casero. La confianza de que todo era como se esperaba.

CAPÍTULO 27

‘Molly’s Place’ parecía un dibujo salido de la tiza de Bert en el que Mary Poppins podíavisitar FairyLand. Las mesitas redondas y blancas, las sillas de estilo romántico pintadas decolores pastel, los expositores llenos de pequeñas y grandes madalenas de colores. Simplementeel olor a bizcocho que daba la bienvenida al visitante nada más cruzar la puerta, o quizás inclusoantes, las notas de limón y el aroma suave y dulzón del chocolate, conseguían que se entrara en unauténtico estado de trance. Eva se dio cuenta al entrar por segunda vez en el local de que olía a sucasa. Aquel olor dulzón y levemente ácido podía transportarla a cualquier habitación, a cualquierrecuerdo.

Se quitó el abrigo de tweed y estiró el vestido azul para que no se le arrugara. Hoy podíacelebrar su cumpleaños si quería. Se quedó mirando a la puerta lo suficiente para poder ver cómosu padre se acercaba y entraba en el local. Eva hizo un gesto a la camarera, que cogió una bandejay depositó dos cafés y una pequeña tarta con una vela encendida sobre la mesa.

—Antes que nada, voy a hacer algo que siempre he tenido ganas de hacer —anunció, mientrasesperaba que la camarera encendiera la vela con un mechero—. Voy a celebrar mi cumpleañoscontigo.

—¿Es hoy? —preguntó su padre, entre alegre y contrariado.—Fue hace unos días. Eso no importa.Eva cogió de la mano a su padre, una mano grande, de dedos gruesos y fuertes, que devolvió el

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gesto apretando los de su hija mientras soplaba las velas. Eva cerró los ojos y, por primera vez ensu vida, no pidió nada.

—23 años —murmuró su padre, rodeándola con un brazo—. Y cuántos de esos años me heperdido.

—Lo importante es que ahora estamos aquí juntos, papá.No parecía que aquella frase consolara a Sebastián, que luchó por reprimir las lágrimas que se

escapaban sin previo aviso con la ayuda de una servilleta plagada de corazones rosas. Suspirómirando al techo y se consoló probando un trozo del pastel de nata y limón.

—Tengo tantas ganas de saber cosas de ti, de mamá… No sé por dónde podríamos empezar.Siempre pensaba que te presentarías en mi colegio o en mi cumpleaños. ¿Alguna vez viniste averme?

—No lo hice. Tenía miedo de causar algún problema en la familia y siempre he estadotrabajando mucho y viajando. No tenía muchas posibilidades de hacerlo.

—¿Nunca has pensado en venir a por mí?Sebastián sacudió la cabeza y bebió un sorbo de café.—Es mucho más complicado que eso, Eva. Temía causar más problemas con la familia.Eva se removió en la silla. Las respuestas de su padre más que esclarecer la situación parecían

opacas y ambiguas. ¿Por qué no era capaz de contarle lo que había ocurrido punto por punto?Intentó serenarse y encontrar otra manera de abordar la situación.

—Papá, no entiendo por qué no podías venir a verme. Eras mi padre. Nadie te hubiera negadoel derecho que tenías a estar con tu hija, aunque fuera los fines de semana o las vacaciones.

—Verás, Eva, ocurrió algo —Sebastián se secó la boca con una servilleta y separó el plato depastel de su lado para hacer hueco—. Yo hice algo horrible en vuestra casa. Fue algo totalmenteaccidental, pero soy responsable de ello.

Eva sujetó las manos a los bordes de la silla, como si se fuera a caer. Se inclinó hacia delantepara poder escuchar mejor. En esos segundos, no pudo evitar pensar que podía estar delante de unmonstruo. Le miró a los ojos, que empezaban a llenarse de lágrimas, y apartó la idea. “Déjalohablar, no juzgues, pensó”, recordando las palabras de doña Claudia

—Verás… Un día me enteré de algo que… yo no me podía creer. Fui a la casa de tus abuelosasqueado, lleno de rabia y de ira. Empujé la puerta de entrada, aunque se resistieron a dejarmeentrar, y tu madre bajó de la habitación. Tenía una apariencia cadavérica, como si fuera una muertaen vida. Tu abuelo intentó pararme, me pegó un puñetazo, pero me dio tiempo a contar todo lo quesabía. A decirles que me iba a llevar a mi hija de esa casa de locos. Fui a tu cuarto. Recuerdo queestabas jugando, y te dije que te vinieras conmigo. Dijiste que sí y te abrazaste a mi cuello —Sebastián tragó saliva antes de volver a continuar—. Tu abuelo nos cortaba el paso en la puerta deentrada y entramos en un forcejeo absurdo. Cayó al suelo con las manos en el pecho. Entonces nolo supe, Eva. Te prometo que pensé que era un simple desmayo —confesó entre lágrimas.

Eva apretó los labios y sujetó las manos de su padre, que empezaron a temblar. La abuelasiempre le había contado que el abuelo había muerto de la propia tristeza por ver todo loocurrido. Siempre había dicho que su padre había sido el causante de tanto dolor en la familia,pero nunca le había contado aquello. Podría habérselo contado. Aquella historia le hubieraconvertido en un monstruo, en el villano, en el culpable, todavía más de lo que ya era.

—Hubo mucha confusión. Tu madre me dijo que me fuera, me empujó hacia la calle y cerró lapuerta. Fue la última vez que la vi. Te juro que yo no quería hacerle daño, Eva. Él se interpuso, yyo no supe reaccionar y me marché de allí para no volver.

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—¿Y por eso no volviste? ¿Te sentiste culpable por ello?—Sentí que había estropeado todo. Volví, aunque ellos no lo supieron, porque estuve en el

entierro de tu madre. Y otra vez después, tú tenías tres o cuatro años. Llegamos a jugar un ratojuntos en el parque hasta que una mujer, amiga de tu abuela, nos vio desde lejos, y tuve quedejarte. Para entonces tu abuela ya me había amenazado con denunciarme. Me envió una carta a micasa diciéndome que no volviera jamás porque me acusaría de asesinato.

—¿Denunciarte, papá? ¿Cómo te iba a denunciar sin ninguna prueba?—La mayor prueba era ese doctorcito amigo suyo. Nájera. Me amenazaron con sacar a la luz la

declaración del doctor, que todo el mundo creería. Él también estaba allí en ese momento. Estabaenamorado de tu abuela desde el primer día que la vio. Con la excusa de ir a ver a tu madre, sepasaba allí el día, hablando con ella y riendo. A veces pienso que quizás no atendió a tu abuelo lodebido en ese momento.

—No juzgues, papá. Intenta no juzgar.Eva se lo dijo a su padre porque ella también se lo repetía a sí misma. No era momento de

contarle a su padre que la abuela y el doctor Nájera tenían una relación. Era muy pronto. Prontopara poder abrirse delante de aquel hombre que ya se había declarado culpable. Como la abuelale decía: tu padre no era mala persona, pero hizo las cosas muy mal. Pero no. Ella no queríaquedarse con todos aquellos detalles tenebrosos de la historia. Eran necesarios, por supuesto,pero también quería ver algo de luz en la oportunidad. Apuró el café y miró al reloj. El tiempoestaba pasando demasiado deprisa y tenía muchas preguntas que hacer.

—¿Cómo era mamá?—Era como tú, hija mía. Tenía el mismo pelo castaño que tienes tú. Tu sonrisa.Sebastián acarició la cara de Eva como si pudiera tocar una réplica de Clara.—¿Fuiste feliz con ella?—Claro, Eva. Tú eres la prueba de ello. Fui muy feliz con tu madre. Queríamos estar juntos

por encima de todo. Hasta que ella cayó en picado y todo se hizo más difícil.Sebastián se levantó hacia la barra para pedir la cuenta. Eva lo siguió con la mirada y se dio

cuenta de que Eduardo acababa de entrar por la puerta y se acercaba hacia ella. ¿Qué hacía allí?El plan de aquella noche era verse en St. Giles.

—He calculado muy bien el tiempo, por lo que veo. ¿Qué tal con tu padre? —preguntó a Eva,demostrando que le había pasado desapercibido que Sebastián todavía seguía allí.

Ella señaló a la barra y se levantó del sitio. Se recordó mentalmente que no había hablado a supadre de Eduardo, y que Eduardo no sabía que era invisible para su padre. Suspiró, volvió aalisarse el vestido y sonrió a los dos hombres, que se miraban sorprendidos y se presentaban eluno al otro sin que ella mediara. Sebastián escrutó hasta el último detalle de Eduardo, mientrasque el profesor parecía más relajado. A Eva no le quedó más remedio que aclarar su relación conel profesor, a lo que su padre respondió pidiendo otra ronda de cafés para la mesa, que Mollysirvió con una sonrisa tímida.

En los siguientes quince minutos Sebastián obvió que su hija estaba allí. Se dedicó a realizarun interrogatorio digno de una pesquisa policial. Quiso saber quién era, qué hacía, cómo habíaconocido a Eva, qué tiempo llevaban juntos, qué hacía en Edimburgo y cuáles eran sus planes.Eduardo contestó todas las preguntas excepto la última.

—Espero haber pasado el examen —comentó Eduardo, en tono jocoso, tomando la mano deEva entre las suyas.

—Creo que ya tienes años suficientes para haber pasado bastantes exámenes. Mi hija tiene 23

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años recién cumplidos, ¿y tú? ¿Cuántos tienes? ¿40? Yo tengo 46, así que imagínate lo poquito quenos llevamos. Podría ser tu hija.

Eduardo miró al suelo y vio que tenía los pies de puntillas. Le hubiera gustado que sussospechas sobre el padre de Eva no se hubieran cumplido, pero allí estaba ejerciendo de padreprotector de una hija a la que no había criado. Eduardo terminó la taza de té y miró a Eva. Era unamirada para pedirla permiso, para saber qué hacer, porque estaba a punto de soltar por su bocatodo lo que se le estaba atropellando, todo aquello que Eva no era capaz de decirle, pero que él síque podía soltarle sin ningún remordimiento. Cogió aire sabiendo que cuando lo soltara porcompleto solo podría hacer dos cosas: enfrentarse a él claramente o marcharse de allí. Sinembargo, no tuvo tiempo de dejar que sus pulmones cogieran carrerilla, porque Eva saltó enmedio de la conversación sin ninguna contemplación.

—Papá, no necesito tu aprobación para estar con Eduardo. No he venido a buscarla. Tampocohe venido a juzgarte por lo que hiciste o dejaste de hacer, así que tengamos la fiesta en paz.

Sebastián la miraba sin pestañear, sujetaba el borde de su chaqueta con una mano buscandoalgo a lo que agarrarse, porque sentía que con esas palabras caía en el vacío de un pozo lleno deculpas y errores. Apretó los labios y asintió con la cabeza mientras los ojos se le llenaban delágrimas.

—Lo siento —se disculpó, y miró después a Eduardo, que no terminó de creerse lo que, a sujuicio, le resultaba una clara pantomima—. Tengo que marcharme. Nos vemos otro día.

El tintineo de las campanillas de la puerta dio paso a un nuevo acto en aquella pieza dramáticaque se había desarrollado en pocos minutos.

—Siento haberme presentado así —dijo Eduardo—. Me han anulado la reserva del restauranteal que quería llevarte, y he pensado que podía acercarme a por ti y hacer un picnic de esos quetanto te gustan.

—No te disculpes. No es culpa tuya. Yo no le había hablado a mi padre de lo nuestro. Quería irmás despacio —admitió Eva—. Da igual.

—Bueno, creo que lo mejor es que comencéis a quedar vosotros. Daros un tiempo paraconoceros, para poner las cosas en su sitio. Al fin y al cabo, a mí no me necesitáis.

—Tengo tantas preguntas que hacerle, Edu… —dijo ella, levantándose de la silla yapoyándose en la mesa con las yemas de los dedos.

Recorrieron el centro de la ciudad hasta llegar a las escaleras que daban acceso a Calton Hill.

En ese trecho, Eva le contó a Eduardo, palabra por palabra, todo lo que Sebastián le habíaadmitido aquella tarde. ¿Cuánto dolor podía soportar una familia? ¿Cómo había podido reponersesu abuela de las incontables ausencias del abuelo, de la enfermedad de su hija, de la inesperadamuerte de su abuelo y del amor imposible con el doctor Nájera? ¿Cómo había podidoarreglárselas con una niña pequeña? Eva se hacía muchas preguntas que solamente le indicaban lamisma dirección. Su abuela lo había hecho lo mejor que sabía. Solo había intentado protegerla,como le había dicho en la carta.

La colina de Calton Hill se llenaba de grupos de jóvenes que hablaban y bebían hasta bienentrado el anochecer. En aquella ocasión, un grupo numeroso, de unas treinta o cuarenta personas,se habían disfrazado de bufones y princesas, y cantaban y bailaban sobre la explanada principal.Parecía un grupo de amigos que celebraban alguna despedida de soltero. Eva y Eduardo sesentaron cerca del falso Partenón, que ya arrojaba una sombra muy alargada.

—¿Sabías que a este monumento le llaman ‘La desgracia de Edimburgo’ porque no pudo ser

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finalizado? —comentó Eva.—Es que fueron muy ambiciosos, ¿no?En unos minutos se empezaron a arremolinar transeúntes en torno a una chica que parecía

narrar un cuento. Tenía unos carteles escritos a mano que decían: “Nicolás, estoy aquí. Te esperoen Calton Hill todos los días”. La muchacha, en un inglés con marcado acento español, contaba suaventura buscando al amor de su vida, un muchacho llamado Nicolás que trabajaba en Edimburgo.

—Vaya historia —murmuró Eva—. Eso se llama ser tenaz.—Ojalá encuentre lo que se merece —comentó un chico con una gorra roja que, a su lado, se

dedicaba a recoger las monedas que el público, conmovido por la historia, le daba a la chica paraque pudiera seguir viviendo en Edimburgo.

—Ahora que la veo, es cierto que he visto los carteles pegados en algunas calles. Yo no seríacapaz de hacer un acto público para decir que estoy buscando a una persona —confesó Eduardo, yse rascó el bolsillo para contribuir con algo de dinero a la causa. Eva, sin embargo, esperó a quela chica terminara la narración y se acercó a ella para darle ánimos y un apretado abrazo que fuerecibido con lágrimas.

Después de aquel pequeño encuentro con su compatriota, los dos disfrutaron de las vistas de laciudad vieja y nueva, descubriendo como el plano de la ciudad se desplegaba ante sus ojosdejando ver las diferentes ordenaciones urbanísticas, las estructuras serpenteantes y caóticas de laciudad vieja, y la estructura cuadriculada y ordenada de la nueva. A lo lejos, el Firth of Forth seiba oscureciendo y fundiéndose con un cielo cada vez más poblado de nubes. Las luces de laciudad se multiplicaban para dar pinceladas de luz a la noche oscura, que ya había caído paracuando Eva y Eduardo decidieron sentarse de nuevo, al lado del falso Partenón.

—Es un sitio muy romántico, ¿no crees? —dijo Eva, apretando la mano de Eduardo.—Imagínate la cantidad de parejas que habrán subido aquí para declararse. Es el lugar

perfecto para quedar bien —dijo Eduardo, sonriendo.—Pues por lo que me ha contado doña Claudia, este era el lugar en el que quemaban a las

brujas —explicó Eva.—¿En serio?—En realidad muchas eran mujeres que no querían acomodarse a las normas, que iban más allá

de lo que se esperaba de ellas. Se consideraban brujas porque leían, escribían o estudiaban laspropiedades de las plantas. Brujas, por no querer que las controlaran —explicó Eva, mirandofijamente al horizonte como si hubiera entrado en un estado de concentración superior.

—Sin lugar a duda, esta colina está pidiendo a gritos que la hagan fiestas para resarcirse deldolor de la injusticia —añadió Eduardo, sintiéndose bañado por la luz dorada del atardecer—.Ahora me parece más interesante que antes —confesó.

Se sentaron mirando la ciudad bajo sus pies, sacaron de una bolsa de plástico unos sándwichesde cangrejo y unas botellas de JtoO que habían comprado de camino y brindaron por las brujasmientras observaban de lejos al grupo de bufones y princesas, cantando y bailando, mientrasrecorrían la colina en una espiral.

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CAPÍTULO 28

El ruido sordo de sus tacones sobre la moqueta era tan característico que para cuando solo lefaltaban seis pasos para llegar, Eduardo ya había abierto la puerta del despacho para recibirla.

—Tengo buenas noticias —anunció ella nada más entrar—. He consultado lo que te comentésobre el proyecto de investigación trienal, y hay una plaza libre.

Eduardo se quedó paralizado frente a ella. Sacudió la cabeza como si no hubiera escuchadobien y apretó los párpados como si intentara ver un insecto minúsculo.

—Podrías acceder a la plaza, Eduardo —insistió Rose, reformulando el mensaje para mejorarsu comprensión.

—¿En serio?—Claro que sí. Tenemos que agilizar todo el papeleo hoy mismo porque me han dicho que

Godwin visitará el departamento pronto —dijo ella, alargándole una carpeta azul llena dedocumentos.

—Espera —Eduardo levantó la mano y se negó a coger la documentación—. Ni siquiera le hemencionado nada de esto a Eva, quizás debería hablarlo con ella primero.

—Acceder a la plaza es muy difícil, Eduardo, quizás levantes unas expectativas que luego nose cumplan. No sé. Yo prepararía la documentación, y luego puedes comentárselo, claro, porqueseguro que se va a alegrar muchísimo —dijo, poniendo la carpeta sobre el escritorio—. ¿A ti no tehace feliz la idea?

—Me encanta, Rose, es un proyecto que me ilusiona mucho, pero no era lo que habíamosplaneado. Sé que tendría mejor sueldo que en España.

—¡Un buen sueldo, casa y coche! La oferta es inmejorable. Es tu sueño, Eduardo. Y Eva esjoven, no tiene nada que perder. Si no es capaz de arriesgarse ahora, ¿cuándo lo va a hacer?

Eduardo sacudió la cabeza y sonrió. Recorrió con la mirada la figura de su compañera, desdelas botas negras hasta la rodilla, subiendo por el vestido negro con lunares rosas.

—Tienes razón, a Eva le va a gustar la idea, seguro. Esta noche se lo diré y asunto zanjado —decidió él, y se aproximó a la estantería para colocar un volumen de ‘Rimas y Leyendas’ que sehabía inclinado levemente.

—Imagínate que podrías asentarte aquí, casarte con Eva, tener hijos escoceses —y rubricó suplan con una sonora carcajada.

Eduardo carraspeó, le incomodaba pensar en un futuro tan fácilmente resumible, quería que suvida fuera más fascinante que eso. No necesariamente hijos, quizás tampoco un matrimonio, perosí un hogar, una persona con la que compartir los días y la posibilidad de seguir aprendiendo. “Elconocimiento da la felicidad”, se repitió, recordando aquella frase que siempre les soltaba a sus

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alumnos a la menor ocasión. De repente, había sentido un calor extraño en el pecho, como si lehubieran encendido una bombilla. Quiso pensar que aquello se llamaría entusiasmo, pero no sesentía muy cómodo ni alegre con aquella sensación.

—¿Qué te ocurre? Casi parece que me hace más ilusión a mí que a ti.Rose se puso con los brazos en jarra en frente de Eduardo.—Lo siento, Rose, no me malinterpretes —comentó Eduardo acariciando el escritorio como si

tratara de eliminar una mota de polvo—. Es solo que esta decisión cambia mis planes, y tambiéncambia los de Eva. Es solamente eso. Muchas gracias por todo lo que haces por mí…, pornosotros.

—Me pareces legal, Eduardo, y eres un buen profesor y un buen compañero. Creo que aquínecesitamos a gente como tú.

—¿Piensas que Eva no aceptará la propuesta?—Pienso que la decisión es tuya, querido. Lo que ella haga o deje de hacer vendrá después.

Mira, desde aquí se ve tu futuro hogar.Rose le empujó suavemente hasta la ventana para señalar la barriada en donde se ubicaba la

casa que le adjudicarían de entrar en el proyecto. Eduardo no veía nada, estaba todavía pensandoen qué hacer, cómo decírselo a Eva, y qué repercusión tendría todo aquello en sus vidas.

—Quizás Eva podría continuar aquí sus estudios, hacer un posgrado —pensó en voz alta.Cuando se quedó solo, Eduardo revisó la carpeta llena de documentación numerada e

identificada. Aquel orden perfecto le dio una sensación de placer que se acrecentó cuando descubrió que en

notas adhesivas le indicaba donde firmar y qué datos incluir. Rose se había tomado mucho tiempoen prepararlo todo. Repasó todos los textos con cuidado, leyendo cada cláusula con deleite y sinpoder dejar de pensar en lo que supondría que fuera aceptado. Si fuera así, podría trabajar con unequipo internacional coordinado nada menos que por el profesor William Godwin. Y siempre lequedaría volver a casa. Siempre existiría esa posibilidad, tarde o temprano. ¿No le había dichoEva que quería cambiar de aires? ¿No quería una vida nueva? Esa sería su oportunidad. Cuantomás lo pensaba, más convencido estaba en que aquella era una señal para quedarse allí ycomenzar una vida más estable con Eva.

Al salir del edificio Hume Tower, Eduardo sintió de repente que era otoño. Hasta entonces losdías se habían mantenido algo cálidos, y tan solo habían sufrido episodios de lluvias intermitentes,pero aquel día era la primera vez que tenía la sensación de estar desabrigado. Rodeó el edificiopara dirigirse a las escaleras que daban acceso a la calle contigua, cuando vio una figura sentadasobre los escalones. Le hizo gracia ver la cara de Eva con la nariz y las mejillas enrojecidas porel frío. Parecía una de esas muñecas antiguas a las que no tenían ningún reparo en maquillarexcesivamente para que parecieran niñas saludables. Se agachó y se sentó a su lado.

—Nos vamos a quedar helados aquí —le dijo, apretándose a su cuerpo.—Te he traído esto. Hace mucho frío —dijo ella, alargando una prenda de abrigo a Eduardo—.

Me apetecía pasear, y pensé que en algún momento pasarías por aquí.—¿Estás bien? —Eduardo se puso la cazadora de cuero y ayudó a Eva a levantarse.—Caminemos, ¿vale? —propuso ella, cogiéndole del brazo.Cada vez que salía a dar un paseo con Eduardo, Eva tenía la sensación de vitalidad, como si

llenara su cuerpo de una energía positiva. No necesitaba más lujos para sentirse satisfecha.Aquellas incursiones en la ciudad con una buena conversación y algunos besos robados eran, sin

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lugar a duda, un pequeño tesoro que iba coleccionando en su archivo de tiempo bien empleado.Sin embargo, aquella tarde el paseo era casi una necesidad. Se había pasado toda la mañanareescribiendo las notas de las conversaciones en un ordenador de la casa de doña Claudia. Eltrabajo la había ayudado a no pensar, a bloquear todo aquello que su padre le había dicho, perosegún había cruzado la verja de salida, todos los pensamientos se le habían agolpado de caminode vuelta a casa. Ni siquiera había probado bocado. Se había sentado en el sofá del salón mirandoel reloj y esperando la hora adecuada para ir a buscar a Eduardo. Mientras tanto, se había puestocalor en el costado. El súbito cambio de tiempo le había traído un dolor familiar. La cicatriz delcostado era como una tirita mal puesta. En cuanto hacía un gesto extraño, le recordaba que seguíaallí. Aquellos cuatro puntos en el costado por una herida del fórceps al nacer. Hacía tiempo queno le molestaban, pero ahora un calambre le recorría el cuerpo como si fuera una corrienteeléctrica.

—¿Qué te parece si cenamos algo en aquel restaurante italiano? Me apetece comer unosespaguetis carbonara al estilo escocés —sugirió Eduardo, que realmente estaba pensando en unabotella de lambrusco para compartir.

Eva aceptó la sugerencia. Después de unos minutos se sentaron en un pequeño sitio privado,apartado del resto del salón con unas cortinas. La estancia tenía un amplio ventanal que daba a unparque iluminado por farolas. Después de un primer plato de pasta y unas pizzas caseras,destaparon la tercera botella de lambrusco entre risas. Aquellos primeros días en la ciudadescocesa habían dado para innumerables anécdotas que merecían ser revividas y disfrutadas.

—De verdad que me dijo D. Servando que me imaginaba en un despacho enmoquetadotomando el té y que parecía un galán de una novela de Jane Austen. Y ahora cuando me veo en eldespacho me dan ganas de sacarme una foto y enviársela —comentó Eduardo entre carcajadas,recordando las palabras del decano.

—¿Tu familia sabe que estás aquí? —preguntó Eva, intentando hacer una incursión en un temamás personal.

—No, no saben nada.—¿Nadie?—Mis hermanos solamente me llamaban para mi cumpleaños. Una mera formalidad. Así que

imagino que ya se habrán dado cuenta de que no estoy en casa. No creo que se preocupen.—¿Y tus padres?—Mis padres ya no viven, Eva. Yo soy el más pequeño de mis tres hermanos y fui un niño

inesperado. Mi madre tenía 45 años cuando me tuvo, imagínate el susto.—¿Te llevabas bien con ellos?—Más o menos. Con mi padre tuve muchos problemas. Él quería que yo fuera sastre para

heredar su negocio. No le gustaba verme leyendo libros, me los escondía. Con mi madre apenastuve trato. Me marché de casa joven, compartí piso, y cuando acabé la universidad me marché avivir con mi novia, Virginia. Con ella estuve siete años.

—Vaya… Siete años es mucho tiempo, ¿no? ¿Qué pasó?—La vida es complicada. A veces el amor no basta, Eva. Nos queríamos mucho, pero cada uno

teníamos un camino distinto. Ella quería volar y yo permanecer.—Nunca sabrás que hubiera pasado si…—Ni lo quiero saber —interrumpió Eduardo, cogiéndole las manos—. Eso no ha sucedido. Lo

que ha pasado es que no estamos juntos, y que nosotros estamos ahora aquí. Yo no necesito buscarexplicaciones a las cosas que me pasan. Las acepto y ya está.

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—¿Qué quieres decir con eso? —Eva se sirvió otra copa de vino, notando como el pulso letemblaba levemente.

—No sé si es bueno que estés ahondando en tu pasado, Eva. El pasado no nos ayuda a seguiravanzando, se convierte en un lastre, en una mochila que llevamos siempre colgada. Yo hedecidido que no quiero llevar ese peso, pero creo que tú te estás cargando con él sin necesidad.

—No puedes comparar mi situación con la tuya. Yo necesito saber. Lo que me han contado noes cierto —se defendió Eva, frunciendo el ceño—. Todavía estoy digiriendo lo que le ocurrió a miabuelo.

—¿Y crees que lo que nos han contado a los demás es verdad?—No lo sé. Pero yo necesito que me cuenten… No sé si lo entiendes.—Hay cosas que es mejor no saber, Eva —dijo Eduardo, removiéndose en su silla.—Yo necesito preguntar. Lo siento si te molestó el interrogatorio de mi padre en la cafetería.

Creo que todavía estás dolido por eso.—No, no, para nada. Entiendo que quisiera asegurarse de quién está con su hija, aunque no

entiendo porque se ha pasado los últimos veintitrés años sin hacerlo. Solamente quería compartircontigo mi manera de pensar, quería ser honesto.

—Y te lo agradezco. Siento estar así, pero son demasiadas cosas para pensar. No entiendo porqué mi abuela me ocultó esto. No sé si debería de estar aquí o allí. Soy un mar de dudas.

—Creo que estar aquí te sentara bien, Eva. Quizás la distancia te ayude a pensar y a organizarlas cosas…

—Tengo que llamar a mi padre y terminar de hablar con él. Todavía tengo muchos cabossueltos.

Las servilletas desplegadas sobre la mesa, dos platos redondos con restos de tiramisú, latercera botella de lambrusco con algo de vino y el ruido de la vajilla en el fregadero,preparándose para el servicio del día siguiente. La ciudad se había apagado a su alrededor. Evase llevó la mano al costado y pasó las yemas de los dedos por su cicatriz.

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CAPÍTULO 29

Nueve de la mañana. La niebla comenzaba a disiparse y la Royal Mile se llenaba de vida. Ungrupo de turistas esperaban en la puerta de una agencia de viajes. En la entrada un cartelanunciaba la inminente salida de un minibús al lago Ness. De repente, del interior del local salióun señor bajito, entrado en carnes, con una camisa blanca y una falda escocesa. ‘Good morningeverybody’, dijo a voz en grito saliendo a la calle. Y acto seguido pasó lista y se llevó al grupo,como un rebaño de ovejitas, hasta un vehículo aparcado en una calle trasera.

Eva sintió cierta envidia del grupo. Le apetecía salir unas horas de la ciudad, conocer otrospaisajes y adentrarse en el misterioso entorno del lago. Tendría que conformarse con disfrutarrecorriendo las calles, especialmente la Royal Mile o Princes Street, sin dejar de tener el castillocomo referencia. Otras veces cogía un autobús hasta las afueras y caminaba por el campo sinalejarse mucho de la ciudad. Le hubiera gustado ir a ver a su padre, pero Eduardo ya le habíarecomendado que no frecuentara el barrio de Leith, porque eran comunes los atracos a manoarmada de drogadictos. Inexplicablemente, una productora estaba grabando una película en esazona. Pensó que podría acercarse a ‘Molly’s Place’ para ver si su padre estaba por allí. Quizáspodía llamarle al teléfono que le había proporcionado. Hacia días que no sabía de él.

El día fue despertando con menor velocidad que la habitual hasta que un sol inesperadocomenzó a bañar la ciudad de una luz brillante, haciendo que las calles se llenaran de tonalidadesgrises y verdes. Eva hizo tiempo hasta la hora escocesa de comer, entró en un Marks and Spencery almorzó un sándwich a los pies del Castillo. Los bancos estaban llenos de gente degustando susbocadillos envueltos en plástico. Aquella parecía ser una costumbre local los días en los que eltiempo les enseñaba su cara amable. Consultó el reloj y se dio cuenta de que tocaba cena en casade Rose. Al principio aquellas reuniones le habían resultado algo soporíferas, sin embargo, suamistad con Doña Claudia y las breves conversaciones que había mantenido con algunosprofesores del departamento le habían dado cierto interés a esta cita ya rutinaria.

Llegó a su casa. Había un par de cartas tiradas detrás de la verja. Las recogió y continuó sucamino hasta la puerta de entrada, que cedió con un crujido tras hacer girar las llaves. El olor amadera invadió súbitamente sus sentidos mientras ascendía hasta su habitación. Miró eldormitorio como si no fuera suyo. Todavía le resultaba raro dormir allí y, en ocasiones, pasaba lasnoches buscando la luz de la ventana, o equivocándose de ruta para ir al baño. Aún era una

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extraña en esa casa, pero no quería cejar en su empeño de quererla, de hacerla suya al menos porel tiempo que estuvieran allí.

Abrió el armario y encontró un vestido gris todavía con la etiqueta puesta. De repente, recordóque aquel vestido era el que se había comprado para su graduación, a la que finalmente habíadecidido no asistir después de la muerte de su abuela. Había elegido el modelo con ella, en unatienda de la calle Preciados, y su abuela se había puesto muy terca con la necesidad de alargar unpoquito la longitud de la falda con un postizo añadido al final. A Eva no le había gustado la idea,pero sí el vestido, y al final la abuela había cedido sin remedio.

De un tirón arrancó la etiqueta y sacó un par de medias. De una caja sacó unos zapatos colortopo, sus preferidos, unos zapatos que había llevado su abuela en su juventud y que a Eva le dabanseguridad, quizás guardaran cierta magia como los chapines rojos de Dorothy. Abrió la duchamientras colocaba la ropa estratégicamente para poder vestirse en cuanto saliera de debajo delagua y buscó unas toallas limpias. De repente, un sonido seco la perturbó. Cerró la ducha y bajósigilosamente por la escalera hasta llegar al piso inferior. La llave de la luz más cercana estaba enel lado opuesto del salón, y todo estaba oculto en una extraña penumbra. Dio dos brincos y pegóun manotazo al interruptor. La bombilla se encendió, iluminando todo de repente y emitiendo unchisporroteo preocupante. Observó a su alrededor y no vio nada extraño. La puerta acristaladaque daba al jardín estaba cerrada al igual que la puerta de entrada a la casa, de cuya cerraduracolgaban las llaves en el interior. Comprobó las ventanas, y se asomó al otro lado del sofá.Recogió un libro que se había caído de la estantería, y su corazón se apaciguó en cuanto pensó quehabía sido el causante de aquel ruido. Lo giró entre sus manos y buscó el lugar que ocupaba en suestante. Era ‘The Bell Jar’, de Sylvia Plath. Buscó por la P, y lo colocó justo delante de ‘Larepública’ de Platón. Platón, el de las espaldas anchas, el pobre era más conocido por su apodoque por su nombre real. Justo cuando intentaba acomodarlo, un papel cayó de entre las hojas dellibro de Plath. Era una fotografía. Se veía en ella a una pareja, el chico besando a la chica en lamejilla. Eva tardó unos segundos en percatarse de que se trataba de Eduardo, con el pelo máscorto, un vaquero roto y una camiseta blanca. Estaban sentados sobre el césped y disfrutaban de loque parecía un picnic. Ella ofrecía su mejilla gustosa, cerrando los ojos ante la expectativa derecibir el beso de él. En su mano sujetaba copa y lucía un anillo de oro. Él tenía en su mano unabotella de vino. En la parte inferior de la imagen se veían las asas de una cesta y una tela queparecía una manta. Eva dio la vuelta a la fotografía y vio garabateada una dedicatoria: “Edu, comodice Plath: ‘If you expect nothing from somebody, you are never disappointed’. Te quiero,Virginia’. Eva volvió a voltear la postal y a fijarse en aquella chica. En la foto tendría más omenos su edad, el pelo castaño largo y ondulado, muy parecido al suyo, y una sonrisa quedemostraba el momento de felicidad que estaba viviendo junto a Eduardo.

‘Una pieza de la vida de Eduardo’, pensó Eva, depositando cuidadosamente la fotografía en ellibro y volviéndolo a dejar en su sitio. Era triste pensar que eso no volvería a ocurrir, que aquellainstantánea era única e irrepetible y que, como rezaba la dedicatoria, era mejor no esperar nada dealguien para no decepcionarse. ¿Qué podía esperar de su padre o de Eduardo? ¿Qué podía esperarde sí misma? Quizás Virginia tenía razón y era mejor anestesiarse para no fabular sobre un futuroque sin remedio la iba a sorprender de alguna u otra manera. Ya lo había hecho con una infanciasin padres, luego arrebatándola a su abuela, y ahora… ¿Qué era lo siguiente? Eva sacudió lacabeza para quitarse aquellos pensamientos de encima y volvió a subir a su habitación paravestirse. Quizás lo mejor era no pensar demasiado.

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Rose tamborileó con sus dedos sobre la mesa y decidió comprobar qué estaba reteniendo aEduardo tanto tiempo en su despacho. Eva la había llamado para preguntar por él, porque noconseguía que cogiera el teléfono. Aunque había tranquilizado a la chica, asegurándole queEduardo todavía estaba trabajando, comprendió la inquietud de la llamada. Era cierto que el díahabía sido bastante ajetreado, pero no recordaba que el profesor tuviera nada en la agenda quesolucionar a esas horas, y era extraño teniendo en cuenta que ella intentaba ayudarle a tener suhorario organizado. Caminó hasta la puerta del despacho y, justo antes de tocar la madera con losnudillos, llegó a sus oídos la voz de un hombre hablando con Eduardo. La conversación tenía untono elevado, así que no tuvo dificultad en escuchar con claridad lo que decían.

—Sé cómo funcionan estas cosas, Eduardo. De repente ella no te encajara en tu proyecto devida, y entonces la dejaras tirada. Estas cosas nunca llegan a buen puerto, te lo digo yo.

—Si no te has tomado la molestia de conocerme, ¿cómo eres capaz de juzgarme así? —lepreguntó Eduardo.

—Porque a tipos como a ti ya os tengo calados. Me voy a llevar a Eva a Estados Unidos encuanto me den el destino. Eso será en navidades, así que hazte a la idea.

“Es el padre de Eva”, susurró Rose sin mover un músculo.—Es mayor de edad, Sebastián. Tú ya no tienes potestad sobre lo que puede o no puede hacer.

No sé si eres consciente de que su infancia y adolescencia han pasado ya de largo y, por cierto, sintu ayuda —dijo Eduardo, cuyo tono parecía más seco y cortante que nunca.

—Ahora las cosas han cambiado. Yo soy su padre y sé lo que tengo que hacer. Han estadotomándola el pelo durante todo este tiempo, y ahora me toca ayudarla a dirigir su vida. Es miderecho de padre, y tú no estarás en su vida mientras yo pueda evitarlo.

—No te consiento que me hables así —el tono de Eduardo parecía ir de la calma a ladesesperación.

Rose no esperó más. Tocó la puerta y la abrió sin más preámbulos.—Disculpad —dijo, fingiendo que llegaba en ese momento—. Vi luz debajo de la puerta y

pensé que te habías quedado a trabajar un rato.Eduardo y Sebastián se quedaron mirándola por un momento. Acto seguido, el padre de Eva se

levantó y se giró hacia la puerta.—Yo ya me iba —anunció.—Soy Rose Santamarta —dijo ella, esbozando una sonrisa y alargando su mano— ¿Y usted

es…?Sebastián miró a Rose con desdén y la empujó a un lado para acceder a la puerta.—¡Eres un imbécil! —exclamó Eduardo, a quien aquel golpe le había parecido la gota que

colmaba el vaso.—¡Eso me lo vas a decir a mí en la calle! —gritó Sebastián, que se había dado la vuelta para

increparle.—¡Basta ya! —chilló Rose—. Usted se va de aquí porque estas no son maneras —le dijo a

Sebastián indicándole con un brazo el pasillo—. Y tú te vas a calmar también—le aconsejó aEduardo—. No están las cosas para que ahora te expedienten.

—Me voy, pero esto no va a quedar así —prometió el padre de Eva mientras recorría elpasillo hacia la salida.

El teléfono chilló y rompió el hielo de aquella escena congelada. Eduardo no sabía qué decir yRose tenía la adrenalina corriendo por su cuerpo como una bala perdida.

—Será Eva —le informó Rose—. Está intentando localizarte, y me ha llamado preocupada

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porque te esperaba en casa.—No puedo hablar con ella ahora —dijo Eduardo—. Me voy a casa dando un paseo a ver si

me tranquilizo.—¿Pero qué demonios ha pasado?—No es bueno remover las cosas, Rose. Eva se ha obcecado en obtener información sobre sus

padres, sobre su vida cuando era una niña…, y ahora salen a la luz cosas con las que ella nodebería enfrentarse —dijo, metiendo algunos documentos en un maletín.

—Algo me ha contado mi madre. Si este es el padre que ha venido a conocer, ya puede tenercuidado.

Rose se asomó a la ventana y vio como la figura de Sebastián se perdía entre los árboles de unparque adyacente.

—Parece que se ha marchado en dirección contraria a tu casa. Yo que tú, de todas formas,pediría un taxi hoy —le aconsejó—. No me han gustado las artes de este señor. Pobre Eva, buscara un padre y encontrarse con esto. Y luego yo me quejo por no tener uno —apuntó.

Eduardo llegó tarde. Finalmente decidió dar un paseo, aunque de vez en cuando giraba lacabeza para asegurarse de que Sebastián no le seguía, y tomó la precaución de ir por callesfrecuentadas a esas horas. Se disculpó con Eva, se cambió rápidamente y llamaron a un taxi parair a la casa de Rose. Ya dentro del vehículo, Eduardo la miró mientras ella andaba distraídamirando a través de la ventanilla. Se fijó en el vestido, en cómo había recogido su pelo, y laimaginó esperando a que él llegase. Había pensado que aquella iba a ser una aventura liberadorapara Eva, que iban a encontrar una especie de paraíso para evadirse de las preocupaciones yrecuerdos que habían dejado atrás en Madrid. Se había equivocado. Se sentía responsable porquela había conducido a la boca del lobo, a la guarida de un padre que despotricaba sobre un pasadolleno de fantasmas que sobrevolaban sobre los recuerdos de una infancia feliz. En un gesto decariño buscó su mano y la apretó mientras llegaban a Villa Santamarta. Como era habitual, Roseya había abierto la puerta y les esperaba en el porche.

La velada se desarrolló como siempre, es decir, Eduardo y Eva eran los últimos en abandonarla mansión, y doña Claudia sacaba una botella de buen whisky para disfrutarla con ellos. Loscuatro hablaban de asuntos más personales y departían sobre lo ocurrido durante la semana.

—¿Qué tal va vuestro libro? —preguntó Eduardo, mientras se servía un poco de pudding.—Las aportaciones que está haciendo Eva son verdaderamente significativas. Estamos

avanzando muy rápido y puede que podamos tener el original a la vuelta de Navidad —apuntódoña Claudia y guiñó un ojo a Eva, que la sonreía tímidamente.

—Seguro que ya sabes muchas más cosas sobre la vida de mi madre que yo—dijo Rose,sirviéndose un vaso de whisky y sentándose junto a su madre.

—Lo dudo mucho. Sabes bien que a ti te cuento batallitas siempre que tengo ocasión.—Y a mí me encanta. Prefiero una madre pesada que un padre maleducado como el de Eva.—¿Qué quieres decir? —dijo Eva, frunciendo el ceño y dejando su vaso sobre la mesa. Había

inclinado su cuerpo hacia Rose como queriendo asegurarse de lo que había oído.Eduardo buscó los ojos de Rose para indicarle con la mirada que cambiara de tema, pero no

llegó a encontrarlos a tiempo. El vaso de Edu chirrió contra el cristal de la mesa produciendo unanota musical inesperada que antecedió a un comentario que estaba abocado a ser inapropiado.

—Lo que ha pasado esta tarde es la mar de desagradable. ¿No te ha dicho nada Eduardo? —continuó Rose.

—No, no he contado nada —dijo Eduardo, ahora sí, mirando fijamente a Rose, quien se había

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dado cuenta de su inoportuno comentario demasiado tarde.—Creo que es mejor que os dejemos hablar tranquilos —decidió Doña Claudia y, tomando a

su hija por el brazo, se dirigieron a la habitación contigua cerrando la puerta a sus espaldas.—¿Mi padre ha ido a verte? ¿Cómo no me has dicho nada? —le preguntó Eva con una mezcla

de curiosidad y nerviosismo, notando como sus manos le hormigueaban por la tensión.—No me ha dado casi tiempo. Lo siento —prosiguió él.—¿Qué es lo que quería? Hace días que no nos vemos. Ha estado muy huidizo últimamente,

siempre me dice que tiene mucho trabajo que hacer.—Y será cierto —le disculpó Eduardo—. Solamente quería conocer mi lugar de trabajo y

asegurarse de que estábamos bien.—Pero Rose ha dicho que había sido maleducado —le interrumpió Eva, acercándose todavía

más a él y cogiéndole de un brazo—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estaba ella allí?Eduardo se frotó la barbilla con un gesto de preocupación, dirimiendo si contar toda la verdad

o una versión más suave que no resultara tan indigesta para Eva. No sabía muy bien si debíaprotegerla o debía arrojarla a una realidad que podía resultarle bastante cruda.

—Ya sabes que a tu padre yo no le caigo demasiado bien —se explicó, y tomando la copa selevantó a servirse más alcohol. Eva escudriñó cada gesto, intentando leer en su rostro lo que no ledecía con sus palabras. No sabía si era peor lo que tenía que decirle o lo que su cabeza habíacomenzado a construir fabulando sobre las múltiples escenas que se podían haber dado aquellatarde en el despacho de Eduardo.

—Por eso llegaste tarde a casa —concluyó ella—. Porque mi padre estaba contigo.—Sí, en parte ha sido por eso. Él no aprueba lo nuestro y quiere que te marches con él a

Estados Unidos —dijo, sin mirar a la cara a Eva.—Pero, ¿por qué me quiere alejar de ti?¿Por qué quiere controlar mi vida cuando nunca se ha

preocupado por mí? No entiendo nada —farfulló ella visiblemente enfadada.—Necesita que creas su versión. Cree que tu abuela no te contaba toda la verdad y que has

vivido en una especie de fantasía generada por ella, y a mí me quiere fuera de tu vida. —seexplicó Eduardo, que finalmente había optado por ir desenredando la madeja.

—¿Y qué historia se supone que me ha contado mi abuela, vamos a ver?—Eva, no hace falta ser muy listo para imaginarse que tu padre quiere tomar la posición que

cree que le pertenece —resumió Eduardo, prefiriendo no entrar en detalles en última instancia.—Y lo dice la persona que nunca ha estado a mi lado, que no se ha preocupado nada más que

de mandar cartitas mientras yo estaba sola. ¿Cómo puede ser tan cínico? —Eva rompió en unllanto desconsolador que hizo que Rose y Claudia volvieran a la habitación.

La científica no pudo quedarse observando la escena y a duras penas se acercó a Eva, a quienabrazó hasta que pudo contener el llanto. La mujer la mecía como si estuviera arrullando a un bebémientras Rose y Eduardo miraban la escena sin saber qué hacer. Eva se dejó envolver por el olora polvos de talco y rosas, y el tacto de su chaqueta de lana, mientras las lágrimas que brotaban desus ojos provocaban una quemazón imprevista en su camino, como si ardieran de rabia.

Eduardo se rascó la nuca, en un gesto suyo de inseguridad y desconcierto, sin saber muy biencómo actuar ni qué decir. No había vomitado todo lo que le había contado Sebastián. De haberlohecho quizás la situación de Eva sería todavía más dramática, o quizás debía aprovechar quehabía abierto una herida para hacerla sangrar hasta que curara. Se debatía sobre qué hacer cuandoEva se levantó de súbito.

—Voy a darme un paseo hasta casa —anunció, sin dejar de mirar al suelo.

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—Yo te acompaño, es muy tarde —sugirió él, acercándose al lugar donde había dejado laamericana y el abrigo.

—Prefiero ir sola. Necesito pensar, me vendrá bien caminar —insistió Eva.En cuanto salió de la casa, sintió una energía que solamente la incitaba a moverse. Era la ira

quemando sus músculos, accionando sus piernas para consumirse allí antes de que le explotaradentro, en el centro del pecho. Cuando se dio cuenta de donde la habían llevado sus pies ya estabamuy lejos de Villa Santamarta. Había dejado a un lado la gran superficie verde que constituíanThe Meadows, y continuaba su paso a través de South Bridge acercándose al castillo. Las callesde la vieja ciudad, con sus pasadizos y recovecos, la condujeron a través de la Royal Mile a laciudad nueva, con las avenidas más anchas y los edificios menos apretados. Sintió que la ciudadla estaba escupiendo a un lugar más seguro, que alguien la empujaba por detrás, como si huyera deun incendio.

El aire estaba lleno de una humedad que empapaba la cara al caminar y pronto tuvo que subirseel cuello del abrigo porque comenzó a llover una lluvia helada y fina, como diminutas estalactitas.Aquel frío ayudó a calmar su corazón. Se sintió más sola que nunca recorriendo las callesempedradas que se había replegado ante el frío y la lluvia. Miraba hacia los lados con recelo,temiendo equivocarse de camino y confundir las aceras.

Ya no sabía si quería saber la verdad y, en todo caso, cómo saber cuál era la verdad. QuizásEduardo estaba en lo cierto cuando le decía que tenía que seguir adelante con ese mar de dudas.Él había sobrevivido sin saber nada sobre su madre. Quizás la idea de conocer a su padre nohabía sido tan buena. La abuela había intentado extirpar su dolor eliminando a Sebastián de suvida y, por extensión, también de la de ella. Eva tembló al pensarlo. Cada minuto que pensaba ensu padre se le venía a la cabeza la imagen de su madre enferma, del abuelo cayendo sin remedio alsuelo. Ese es el dolor que la abuela quería evitar y ,sin embargo, no había quemado las cartas desu padre. Las podría haber hecho desaparecer enseguida, sin dejar rastro, pero no había podidohacerlo porque no podía ocultarle toda la verdad. En algún momento de la vida Eva estaríapreparada para enfrentarse a ese dolor. Y la abuela lo sabía, porque había incluso avisado aSebastián de que su hija podía acercarse, de que le endulzara la historia de su infancia. Esemomento era en el que ella ya no estuviera.

El suelo se estaba volviendo resbaladizo. Eva se agarró a una farola para recuperar el

resuello. La cara le hormigueaba y hacía un rato que había dejado de sentir la nariz. Abrió elbolso con la esperanza de que hubiera metido unos guantes dentro y sonrió cuando los viodoblados en un lateral. Mientras se los ponía pensó que quizás la única que podría darle unaversión veraz de los hechos era su madre, ya que al fin y al cabo era la protagonista de toda lasituación. Si hubiera podido tener la posibilidad de preguntarle. Si pudiera tan solo escuchar suversión de las cosas.

Tomó la avenida que desembocaba en la calle en donde vivían, una hilera de olmos se agitabaa merced de un viento que empezaba a dejar de ser soportable. Aceleró el paso temiendo queaquello desembocara en una inesperada ventisca y advirtió que una figura cruzaba al otro lado dela calle hacia ella.

—Soy yo, no te asustes —le dijo el hombre embutido en un abrigo negro.—Edu, ¿me has seguido?—Eso creo —dijo él, sonriendo detrás de la bufanda azul—. Hace mucho frío como para

asegurarte que eras tú a quien seguía todo el rato.

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Eva sonrió y acarició la cara de Eduardo, que estaba completamente helada.—Creo que tenemos que hablar más —dijo él—. Paso demasiado tiempo con Rose, y al final

ella se ha enterado de todo antes que tú. Lo lamento.—No es tu culpa. Siento que mi padre se presentara así.Intentaron juntarse, pasándose un brazo por la espalda del otro. Parecían dos patinadores sobre

hielo, intentando acompasar sus pisadas para no resbalar, doblando las rodillas ligeramente paraevitar una caída estrepitosa. El camino era cuesta abajo hasta que llegaran a la casa, así quetendrían que poner doble atención. Una fina capa de hielo se estaba adhiriendo a la acera como sila Reina de las Nieves hubiera soplado por toda la ciudad. No hablaron durante el camino, puedeque por la concentración para no caerse o más bien por el entumecimiento que el frío provocaba, yque llegaba más allá de lo físico. Los pensamientos también se habían congelado.

Una ducha caliente, dos tazas de té y dos batas templadas en el radiador. Era todo lo que

necesitaban para sentirse en el paraíso.—Siento haberme ido así —dijo Eva, a quien el calor había logrado romper hasta el silencio.—No importa. Tenías derecho. Estás sobrepasada con todo esto.—Mañana iré a ver a mi padre para que me aclare todo. No puedo dejar a medias lo que he

empezado. No quiero que te meta a ti por medio —dijo, sacando la bolsita redonda de té yponiéndola sobre la cucharilla haciendo equilibrio.

—Quiere eliminarme de tu vida. Su intención es que te marches con él a Estados Unidos. Noquiere perderte.

Eduardo ni siquiera podía mirar a los ojos a Eva. Estaba concentrado en el fondo de la taza.No, no quería que Eva se fuese, y menos con Sebastián.

—Yo no quiero irme con él. Eduardo, mírame. No me voy a ir con él. No puede perdermeporque nunca me ha tenido. Vive agarrado a un recuerdo de mí.

Eduardo la observó. Eva parecía serena, tranquila, llena de una seguridad que a él le faltaba enese momento.

—Eva, no quiero ponerme pesado, pero quizás… deberías dejar las cosas como están. No sési hablar con tu padre te ayudará mucho.

—Claro que me ayudará. Para eso hemos venido, ¿no? —dijo ella, cogiéndole del brazo.—Sí, claro, para eso hemos venido —se repitió sin ningún convencimiento.—Lo que tengo que intentar es no hacerme expectativas sobre él para que no me defraude —

subrayó, recordando la frase que había leído en la postal idílica con la foto de Eduardo y sunovia.

—¿De dónde has sacado esa idea? —Eduardo parecía removido por esas palabras. Eva nopudo evitar echar una mirada furtiva a la librería.

—Lo he leído en un libro de los que andan por ahí —dijo, sintiendo que se sonrojaba desúbito.

—Virginia siempre repetía esa frase. Siempre decía que no había que esperar nada de nadie,porque eso era lo único que podía hacerte fuerte. Lo decía constantemente. Y creo que en el fondolo aplicó conmigo también. Nunca esperó nada de mí. Cuando le dije que yo me quedaba, ellasiguió adelante sin mirar atrás. Si no esperas de nada de nadie, te vuelves una roca, Eva. Yo noquiero que seas una roca.

Eduardo se mordió los labios y acarició el cuello de Eva. Su piel se erizó y ella cerró los ojospara olvidarse de todo.

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CAPÍTULO 30

Aquella mañana, como la de cualquier domingo sin tareas laborales, se desperezó, buscó atientas las zapatillas de estar por casa y se dirigió a la cocina. Puso un café a hervir y se sentó amirar la prensa del día de anterior, que había recogido sin tener tiempo para revisarla a fondo. Semesó la barba mientras repasaba varios artículos centrados en animar a los habitantes deEdimburgo a prepararse para la celebración del Hogmanay, la gran fiesta de fin de añoedimburguesa, que se extendía durante cuatro días y sus noches. La cafetera empezó a borbotear,así que se levantó perezosamente hasta uno de los muebles de la cocina para servirse una taza.Justo cuando se disponía a dar el primer sorbo a la bebida, el timbre de la puerta emitió elcaracterístico sonido de zumbido de insecto irritado. Sebastián miró el pijama que llevaba puesto:unos pantalones largos a rayas blancas y beige, y una camiseta vieja. Abrió el armario de suhabitación y se puso un albornoz marrón para parecer algo más presentable, con la esperanza deque no se tratara de un asunto urgente del trabajo.

Eva no tenía razones para sonreír a su padre. Sin embargo, lo hizo. No pudo evitarlo. Fue ungesto mecánico. La puerta se abrió y le invadió la ternura por ver a aquel hombre con el peloalborotado envuelto en un albornoz que le quedaba pequeño. Estaba sorprendido frente a lapuerta, sin mover un músculo. Tan solo pudo musitar un ‘Hola, ¿qué haces aquí?’.

—¿Me invitas a un café?Se sentó enfrente de su padre, que dobló el periódico para mostrarse abierto a la conversación.

Eva no dijo nada. Sorbió el café en silencio e inspeccionó la casa sin ningún pudor, llegando ainclinar la cabeza para mirar lo que había a su alrededor. No era mucho. Un salón y cocina en unaestancia alargada que se prolongaba hasta un dormitorio que quedaba algo escondido en unaesquina de la casa, tan solo vislumbraba los pies de una cama, y una puerta de aspecto metálico ycon rejilla, como la de un trastero, parecía dar acceso al baño.

—Ya veo que el profesor te ha hablado de mi visita. Por eso estás aquí, ¿no? —Sebastián nopodía sostener más segundos de silencio, y sostuvo las cejas levantadas hasta que Eva emitió unarespuesta.

—Eduardo me ha comentado que le hiciste una visita y que fuiste bastante maleducado, papá.Creo que no es un buen comienzo para retomar el contacto contigo —confesó Eva—. No he

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venido aquí para que me digas con quién tengo que estar.—Es evidente que sí, soy tu padre —afirmó él, sosteniéndola la mirada.—Para ser padre tienes que ejercerlo primero. Llevamos muchos años de retraso, ¿no crees?

—le retó Eva.—Precisamente por eso. No voy a esperar ni un minuto para decirte que tu lugar está a mi lado.

Después de navidades quiero que te vengas conmigo a Estados Unidos —anunció, y le dedicó unasonrisa forzada.

—La abuela siempre me decía que habías destrozado la vida de la familia —admitió Eva—.Yo he venido aquí para conocerte y para que me cuentes tu versión.

—¿Mi versión? —Sebastián soltó una carcajada—. Es que no hay otra. Puedes creerla o no,pero es lo que hay.

—Pues empieza contándomelo todo y diciéndome la verdad —dijo Eva, retándole con unaseguridad fingida, porque ni siquiera podía agarrar la taza con unos dedos que le temblaban por latensión.

—¿Qué quieres saber? Vamos, pregunta…—¿Cómo os enterasteis de lo de su tumor?—¿Tumor? ¿Qué tumor? —Sebastián apoyó los codos sobre la mesa y juntó las manos como si

se fuera a poner a rezar.—Mamá murió de un tumor cerebral —dijo Eva, estirando la espalda, como si esto pudiera

asegurarle que se mantendría firme.—Así que no te dijo nada. Lo ocultó a todo el mundo ¿Pero a ti? ¡Un tumor! Hija mía, tu madre

no tenía un tumor —y se llevó las manos a la cara, ocultándola durante unos segundos.—¿Cómo?Eva echó su cuerpo hacia delante. Creía no haber escuchado bien a su padre. Quizás fueran los

nervios, pensó.—Siento habértelo soltado así, pero has venido a por la verdad, pues ahí la tienes. Tu madre

tenía un trastorno mental de la personalidad muy grave. Como no tuvo síntomas hasta que empezóa salir conmigo, el malo era yo.

—¿Enferma mental? —Eva se repetía esas dos palabras en su cabeza e intentaba utilizarlaspara etiquetar a su madre, pero no encajaban. La cabeza le zumbaba como si tuviera un enjambrede abejas dentro, golpeándole las sienes. Las carcajadas de las gaviotas se escuchaban a través deuna ventana abierta. Olía a café quemado.

—Tu madre no estaba bien, hija. Tenía arranques de bondad y de locura. La hubieran llevado aun sanatorio mental, pero ni tu abuela ni el doctorcito querían hacerlo. Además, estabaembarazada de ti. La hubieran atiborrado de pastillas y tú no hubieras nacido.

—No entiendo nada —Eva se agarró al borde la mesa. Su mirada era un tono de súplica.—Tu abuela nunca quiso que se supiera. No lo decía a nadie y no quiso que lo dijéramos a

nadie… Se avergonzaba de que su hija fuera una enfermeda mental.—Pero entonces, entonces… ¿Qué le pasó a mamá? ¿Cómo murió?Aquella última pregunta se quedó flotando en la mente de Eva. ¿De verdad quería saber cómo

había fallecido su madre? ¿Necesitaba saberlo? Lo dudó unos segundos, mientras veía a su padrerevolverse sobre la silla.

—Eva, tu madre a veces era violenta con los demás, y otras consigo misma. ¿Entiendes?Se quedaron en silencio. Eva sintió que los brazos se le dormían, que el cuerpo le estaba

dejando de funcionar por la confusión de sus pensamientos.

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—No sabía nada de esto. Yo…—Ahora entiendo esta carta de advertencia de tu abuelita —dijo Sebastián, girándose para

sacar un sobre rosado de uno de los cajones del mueble de la cocina—. Todo palabras. Todo farsa—dijo, poniendo el sobre en la mesa.

—Pero entonces, ¿intentó agredirme a mí también? —Eva elucubraba sobre todos los sucesosturbios que había podido protagonizar su madre en la historia familias.

—Sé que sí. De hecho, el día que fui a por ti a casa de tus abuelos, el día en el que tu abuelotuvo el infarto, yo iba a llevarte porque me habían dicho que había sucedido algo en la casa. Mellamaron unos vecinos para decirme que algo raro estaba pasando. Pero, ya ves, en vez desolucionar las cosas, las puse peor.

Eva sintió que todo el dolor de su infancia estaba flotando como una nube entre los dos. Undolor que no había podido sacar de su cuerpo hasta que no había tenido plena consciencia de él.Su padre alargó las manos para tocar las suyas, pero ella las retiró con un gesto rápido. Sintió quedebía protegerse también de él.

—No me tengas miedo. Yo solo quiero lo mejor para ti. Eres mi hija. Tengo la oportunidad dedarte lo que llevo años debiéndote. Te puedo ofrecer una vida nueva en Estados Unidos. Venconmigo—le rogó, afinando la voz como si estuviera hablando con un bebé.

Eva se quedó en silencio. Cogió una servilleta de una caja de latón que había sobre la mesa yempezó a doblarla. Le parecía estar viendo una película en el centro de aquel papel. Veía a sumadre reír, andar descalza, bailar sobre el césped, pero ahora también la veía furiosa, tirando laropa por la ventana y gritando. Vestidos, camisas y faldas volaban sobre el jardín, y algunos caíanen la piscina. Era como si hubiera descubierto un álbum de fotos nuevo en su memoria, pero ya nose fiaba de que fuera real. Quería hablar, pero una lengua de desconcierto rodeaba su cabeza ybloqueaba su garganta. Inspiró lentamente varias veces, se levantó con la taza de café intacta en lamano, la enjuagó en el fregadero y la llenó de agua fresca, bebiéndola como si hubiera estadovarios días en el desierto. Volvió a inspirar profundamente y tomó asiento de nuevo frente a supadre. Se llevó la mano al costado y tocó aquella cicatriz que a veces ardía como si todavía fuerauna herida sin curar. Una cicatriz de nacimiento por el fórceps, le había explicado la abuela. Enrealidad, ocultando que su propia madre había intentado herirla.

—Estoy segura de que mamá no tenía intención de herirme. Fue la enfermedad —dijo al fin.—Tu madre no, pero ya veo que tu abuela ha hecho de tu vida una mentira. Siempre se ha

valido de cualquier artimaña para salirse con la suya. A mí siempre me ha querido lejos. Meculpaba de que yo consumía drogas y que eso había desencadenado la enfermedad de tu madre.

—¿Y era verdad?Sebastián bajó la cabeza y escarbó unas migas que se habían quedado desperdigadas sobre el

mantel.—¿Era verdad? —repitió Eva, poniendo una mano sobre la mesa.—Era lo que hacían todos. Íbamos a los guateques de familias bien, ya sabes. Yo tenía amigos

de barrios ricos y te invitaban a casa y siempre estaba la droga de moda. Quizás yo era un pocoinsistente con tu madre, pero era una manera de no ser el raro del grupo. No creo que aquello lehiciera ningún daño, no éramos consumidores habituales.

—¿Obligabas a mamá a drogarse?—Eva, no, no lo digas así. Yo quería ser uno más en aquellos círculos. Tu madre entendió que

era parte del juego.—¿De qué juego?

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—Éramos unos críos. Queríamos jugar a tener dinero y comprar cosas caras. Yo quería lomejor para tu madre: un chalé con servicio, una piscina, un apartamento en la costa… Loqueríamos todo ya. La manera más rápida de hacerlo era teniendo un buen círculo de amistades.Esos grupos se ayudan a ascender y se cubren la mierda, ¿entiendes? Claro que con un bebé lacosa cambiaba.

Sebastián explicó que el embarazo de Clara había sido muy mal acogido por el círculo deamigos, que resultó mucho más conservador en sus creencias que en sus actos. Ninguna deaquellas familias quería que sus hijos se mezclaran con una pareja joven, sin casar, y esperando unbebé. Era una mancha en su historial intachable. Si eso ocurría con cualquiera de sus vástagos, losolucionaban enviando a la chica a Londres durante un fin de semana y se acababa el tema. Sinembargo, todo cambió cuando él les confesó que ella era una enferma mental. Se hicieron a la ideadel calvario que le estaba suponiendo, y uno de sus amigos le ofreció un puesto en Colombia.

—Así es como empecé a trabajar para esta compañía —confesó el padre de Eva, echándosemás café en la taza.

—¿Contaste a tus amigos que mamá tenía una enfermedad mental?—Era la verdad, hija. ¿Qué querías que hiciera?—Pero la abuela no quería que se supiera. Se enfadaría mucho.—Ni se enteró. Lo que más la enfadaba era que mencionara la idea de irnos a vivir juntos. Se

ponía como loca, y peor es que tu madre la defendía.—¿Mamá no quería irse a vivir contigo? ¿No decías que estabais muy enamorados?—Sí, pero le daba miedo. El embarazo le pilló de sorpresa.Después de unos segundos intentando organizar la información en su cabeza y pensando en

cómo contarla, Sebastián le confesó a Eva que había sido una niña buscada parcialmente.—Tu madre no quería quedarse embarazada, Eva, pero yo creía que era lo mejor para poder

irnos a vivir juntos.—Pero, tú no tenías trabajo todavía, ¿no? ¿De qué ibaís a vivir?—Estaba seguro de que tus abuelos nos ayudarían, y así lo hicieron. En cuanto les dijimos que

estábamos esperando un bebé, tu abuelo me dio un dinero para poder alquilar un piso en Madrid.—¿Y os fuisteis?—Eva, no, no estoy orgulloso de lo que hice —dijo Sebastián, visiblemente emocionado—. Yo

era un crío, tenía ganas de avanzar, de ser alguien…. Me ofrecieron un buen negocio y lo metíallí…

—¿Y lo perdiste?—Sí, lo perdí, pero se lo hubiera dado. Yo no soy un ladrón —apuntó, levantando un dedo en

el aire.—Si mi madre tenía un bebé, mis abuelos no os iban a dejar en la calle. Confiabas en que ellos

os darían el dinero que necesitabais. Y mi abuelo te lo dio, pero lo perdiste todo.—Yo…—Sebastián se rascó la cabeza y echó los hombros hacia delante, encorvándose.—Mamá no quería tenerme, ¿verdad? Era demasiado pronto para ella. ¿No es eso? —afirmó

Eva, sintiendo que la mandíbula se le tensaba por momentos—. Mamá no quería tenerme.Conseguiste que se quedara embarazada, pero ella no quería… —Eva sentía que una voz lesusurraba en el oído. Ya no sabía si eran imaginaciones suyas o era el sonido del viento, que sehabía levantado oportunamente y estaba moviendo las cortinas blancas hasta hacerlas volar comouna capa.

—Eva…Es el pasado —le rogó su padre en tono de súplica.

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—Por eso la abuela te temía tanto. Habías manipulado a mamá física y psicológicamente. Nosoy el fruto de un amor romántico, como siempre he querido pensar, sino de tus ansias de tenerlotodo. Y ahora también quieres tenerme a mí.

Sebastián se levantó de la silla, se dio media vuelta, dándole la espalda a Eva, y elevó losbrazos al techo, como si quisiera tocarlo. Parecía estar teniendo algún tipo de ataque de ira que noquería hacer visible a Eva, que seguía sentada, desdoblando la servilleta esta vez. A pesar deldolor que le producía todo aquello, sentía la calma de quien recoge una cosecha que ya sabedesde el comienzo que va a estar podrida. Necesita llevarse el producto corrompido para dejarque las plantas den mejor fruto en un futuro. Acababa de dejar la inquietud para abrir la puerta a laesperanza. Una ventana se cerró ruidosamente a causa del viento.

—He cambiado —dijo él, dándose la vuelta—. Tú eres mi hija, y yo quiero protegerte. Te hecontado la verdad como tú me has pedido —y se acercó a ella con los ojos enrojecidos—.Queríaapartarme de la situación. Necesitaba protegerme. Entiéndelo, cariño. Yo sabía que estarías bien.Me imaginaba que estabas creciendo, y mírate ahora. Tienes que estar orgullosa de lo que te hasconvertido.

—Lo estoy, y mucho. Y todo es gracias a mi abuela. Siempre ha estado ahí. Me ha dado todo loque necesitaba, incluso una historia de mi pasado que no me hiciera daño. Sé que lo hizo paraprotegerme. Se guardó la pena y el dolor para que yo no lo viviera. Ahora me da pena que hayatenido que llevar toda esta carga ella sola.

—Te engañó —dijo Sebastián, levantando un dedo y achicando los ojos—. Y me pidió que teengañara en esta carta. Me pedía que no te contara todo lo que te he contado porque te podía hacerdaño.

—Es una pena que no pueda abrazar a mamá para decirla lo mucho que la quiero —dijo Eva,que había dejado de dirigir sus palabras a su padre.

—Te pido que me des una oportunidad, Eva. Yo no voy a mentirte. Te he contado toda laverdad, y tengo mucho más que decirte. Espérame aquí y te contaré de camino al trabajo.

Sebastián apoyó las manos sobre la mesa para coger impulso y levantarse. Buscó algo de ropapara ponerse y se introdujo en el baño, accionando el grifo de la ducha y cerrando la puerta.Cuando salió, el sobre rosado ya no estaba sobre la mesa y solo las gaviotas le respondieron consu aguda risa de pájaro.

CAPÍTULO 31

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En ningún momento sintió que estaba huyendo, sino que iba al encuentro de algo que no podíadefinir. Caminó hasta la Royal Mile, a esas horas con los comercios bullendo y manadas deturistas recorriendo los lugares más típicos del centro. Atravesó la calle y se internó en uno de lospasadizos para acortar el camino y aparecer en la vía que transcurría a lo largo de Arthur’s Seat.Se quedó mirando a la gran colina sin perder el paso y pensó que algún día podría subir y ver laciudad desde allí. Había leído que tanto aquel lugar como la formación sobre la que se aposentabael mismísimo castillo habían tenido su origen en volcanes extintos. Era increíble comprobar cómoel paisaje se había modificado con el tiempo y cómo se podía desentrañar el pasado de la tierramirando sus capas. En donde antes solamente había destrucción, ahora había un lugar para admirarel paisaje. La única certeza de la vida es que todo está en continuo cambio, pensó. La Eva quehabía entrado al apartamento de su padre era diferente de la que había salido.

Giró a la derecha y tomó una avenida que conducía a Villa Santamarta. Había decididodisculparse por lo ocurrido la noche anterior, concretamente quería hablar con Doña Claudia yagradecerle todo el apoyo y cariño que le había brindado en plena crisis emocional. Uno de losjardineros la saludó desde el otro lado de la verja, y se apresuró a darle paso a la finca. La luz delsol hacía resplandecer la hierba y los árboles, mostrando decenas de tonalidades verdes distintas.Las margaritas y prímulas, que salpicaban el jardín en pequeños grupos, daban un toque divertidocon sus colores y formas. Eva aspiró el olor a hierba recién cortada mientras tomaba el caminoempedrado hasta la casa.

Doña Claudia le dio la bienvenida en el jardín de invierno. Sentada en la chaiselonge hojeabarevistas científicas internacionales. A su lado había un bolígrafo y un bloc de notas en donderecopilaba todo aquello que le llamaba la atención y merecía un seguimiento por su parte.

—He estado a punto de llamarte —dijo la mujer, acelerada—, pero no quería molestarte en undía festivo. Resulta que nos han llamado de una editorial interesada en el proyecto de mibiografía. Quieren tener el borrador del original antes de final de año, ¿crees que será posible?

—Es poco tiempo, pero lo podemos intentar.Doña Claudia sonrió satisfecha y señaló con una mano un sillón invitando a Eva a tomar

asiento.—Lamento mucho la escena que monté anoche. Gracias por ser tan comprensiva conmigo.La mujer tomó la mano de Eva entre las suyas y la acarició con cariño. No dijo nada, se limitó

a sacudir la cabeza como si negara algo.—¿Has hablado con tu padre?—Vengo de estar con él. Todavía estoy digiriendo todo lo que me ha contado. No deja de ser

su versión. Creo que al final terminamos inventándonos parte de nuestras vidas.—Imagínate cuánto de cierto habrá en el libro entonces —comentó Doña Claudia, apostillando

el comentario con una risita nerviosa—. Son solamente recuerdos de una mente vieja.—Quizás no saque nada de todo esto, después de todo. Quizás Eduardo tiene razón cuando me

dice que tengo que dejar de remover el pasado porque no me va a servir de nada —confesó Eva,con la mirada perdida en algún punto al otro lado de la venta.

—Siempre sirve de algo, aunque sea para darte cuenta de que puedes seguir avanzando —anunció Doña Claudia—. Se acerca la Navidad, ¿cuáles son vuestros planes? —preguntó lacientífica, llevándose una copa de whisky a los labios para vaciarla de un trago.

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—No lo he hablado con Eduardo, pero creo que necesito volver a Madrid.La anciana pegó un respingo y se quedó mirándola fijamente.—¿Definitivamente? —dijo al fin.—No lo sé, Claudia —Eva se miraba las manos con nerviosismo—. Lo único que sé es que

hay una persona que aparece en toda la historia de mi infancia, alguien que ha vivido con mifamilia y ha sido testigo de todo. Alguien que quizá también tenga una versión que contarme.

—¿Te refieres al doctor?—Sí, tengo que hablar con el doctor Nájera y no puedo hacerlo por teléfono. Tengo que

desplazarme a Madrid. No podría quedarme mucho más tiempo aquí pensando en esa posibilidad.Quizás me marcharé lo antes que pueda, incluso antes de Navidades.

—Pero, ¿terminaremos el libro? —preguntó la mujer, arqueando las cejas.—Sí, por eso no hay problema. Puedo trabajar en Madrid y mantener contacto telefónico si

hubiera necesidad de realizar algún cambio —dijo Eva, esbozando una sonrisa con la quepretendía tranquilizar a la mujer.

Claudia agitó la cabeza en signo de aprobación y volvió a servirse otra copa. Confiaba en EvaSabía que acabaría el proyecto, sin embargo, lo que más le inquietaba era perder el nexo que launía a ella. Por algún motivo le parecía que su vida era de algún modo paralela a la de ella y queel destino la había puesto en su camino para que pudiera darle algún tipo de enseñanza con el quedesenvolverse en decisiones futuras. Volvió a beber de la copa y se quedó mirando al vacío. Derepente, una figura vestida de blanco surgió de una esquina de la habitación, se acercó a DoñaClaudia y la invitó a que dejara de beber alcohol para no ver su medicación perjudicada por unconsumo excesivo. La mujer sonrió como una niña que acabara de hacer una travesura, asintió conla cabeza y apuró el vaso hasta no dejar ni una gota.

—Señora, tiene una visita del profesor Eduardo Bayó —una empleada se asomó por laspuertas correderas para dar el aviso. Eva y Doña Claudia se miraron la una a la otra con gesto deasombro.

La visita era a todas luces inesperada, pero ambas se alegraron por contar con Eduardo allí. Elprofesor tardó solamente unos segundos en recorrer las dos estancias que separaban la puerta deentrada del solárium y sonrió ampliamente al verlas a las dos sentadas charlando.

—Siento estropear este momento de trabajo —dijo, para acercarse a Doña Claudia y hacer elademán de besar su mano, e inclinarse para besar en la mejilla a Eva.

—No estábamos trabajando, en realidad esta visita ha sido para hablar un rato como amigas —aclaró Eva.

—No tenía ni idea de donde estabas así que, cansado de esperar, he pensado que quizásestarías aquí —explicó Eduardo.

Eva miró su reloj y se dio cuenta de que casi era la hora de comer. Aquella mañana el tiempohabía transcurrido de manera diferente, y podía haberse creído de igual forma que eran las sietede la tarde o las ocho de la mañana. Era como si no tuviera conciencia de las horas transcurridas ynada, ni siquiera la luz del sol, podía darle pistas sobre las horas que quedaban para el anochecer.

—He ido a ver a mi padre esta mañana —explicó Eva.—¿Ha pasado algo? —Eduardo observó cada gesto y detalle de su rostro intentado adivinar si

escondía alguna emoción que no era capaz de leer: ¿era tristeza, miedo, alegría, desolación oesperanza? No sabía.

Se hizo un silencio. Doña Claudia cogió el bastón y educadamente se excusó diciendo quedebía realizar una llamada y tomarse una medicina, así que volvería en unos diez minutos.

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Después de que la científica desapareciera de la habitación, Eva tomó asiento junto a Eduardo y leexplicó lo que había ocurrido aquella mañana.

—Entiendo perfectamente porque mi abuela quería separarme de mi padre. Puede que quieraresarcirse conmigo de todo lo que hizo, pero no puedo darle una oportunidad. Al menos, no puedodársela ahora.

—Lo entiendo, Eva. Ya te dije que tuvieras cuidado —apuntó Eduardo, acariciándole losdedos.

—Edu, tengo que ir Madrid lo antes posible —soltó Eva, mirando a los ojos de Eduardo, quedejó caer los párpados como si quisiera obviar lo que le estaba anunciando—. Sé que todavía nosquedan algunas semanas aquí, pero yo tendría que adelantar nuestra vuelta, Edu. Espero que loentiendas.

—Bueno, en realidad también quería hablarte de eso, Eva. Verás, las cosas han cambiado ypuede que no vuelva a Madrid en Navidad.

Eva sintió frío. Un frío que le recorrió toda la espalda y le llegó a la nuca. Era una sensaciónque solamente la invadía cuando tenía un miedo formidable por algo inconcreto. Le sucedía aveces, como si tuviera un presentimiento de que algo fuera de su control estuviera a punto decambiarle el rumbo. Cogió aire sintiendo que se mareaba un poco, y observó cómo los labios deEduardo hacían un esfuerzo ímprobo por pronunciar unas palabras que le estaban resultandodifíciles de elegir.

—¿Recuerdas aquello que te conté sobre el proyecto de investigación con el profesor Godwin?El caso es que se trata de algo a largo plazo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Eva, intentando concentrarse en escuchar en vez dealimentar su imaginación con situaciones probables.

—Pues básicamente supone tres años de trabajo en esta universidad. No volvería a Madrid.—Un proyecto de tres años…, ¿y cuándo esperabas a decírmelo?Eva notó una pulsión en su cuello que jamás había sentido antes.—No he encontrado el momento y tampoco es seguro, Eva, pero algo me dice que tengo que

intentarlo. Hacía tiempo que no se me presentaba una oportunidad como esta.Entendía que Eduardo tenía todo el derecho a elegir su carrera profesional, pero no podía

comprender por qué no la había hecho partícipe de sus planes cuando le habían surgido. Derepente se sintió un apéndice, un adorno, una variable que se podía desechar en cualquiermomento sin afectar el recorrido del argumento principal.

—Entonces, ¿estás dispuesto a quedarte aquí? —Eva buscó los ojos de Eduardo.—Quiero quedarme y quiero que tú te quedes conmigo. Puedes ir a Madrid y luego volver

aquí. Yo te esperaré.Eva bajó la cabeza y se miró las palmas de las manos.—No creo que vuelva —afirmó en voz queda—. Necesito poner las cosas en orden allí.—Eva, tengo una sensación extraña, no puedo evitar decírtelo. Parece que una vez has

obtenido lo que querías de tu padre, yo ya no pinto nada aquí —dijo Eduardo, sabiendo que cadapalabra era un dardo.

Eva puso en orden aquellas palabras en su mente. Cogió con una mano su pelo y comenzó atrenzarlo, como siempre hacía cuando tenía que pensar algo con mucha concentración.

—¿Sientes que te he utilizado? —le preguntó a Eduardo.—No es eso, Eva… Pero ahora que sabes lo que necesitas, me dejas aquí —explicó Eduardo

con tono lastimero.

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—Tan solo voy a adelantar unas semanas mi vuelta, Edu. Prácticamente he terminado laestancia que tenías programada con la universidad. Con lo que no contaba era con que estabaspensando en quedarte a vivir aquí. ¿Has pensado en mí por un segundo?

El profesor se quedó mirándola. Estaba terminando de trenzar su pelo. Lo hacía de maneraautomática, moviendo los dedos con una rapidez portentosa hasta llegar al final del mechón. Evatenía la sensación de que habían llegado al final de un viaje, como cuando el vagón emite esesonido metálico que indica que el freno se ha puesto en marcha.

CAPÍTULO 32

Eduardo no tuvo tiempo de extrañarse por encontrar el otro lado de la cama vacío al despertarpor la mañana. Sabía que Eva había estado toda la noche transcribiendo sus notas de lasconversaciones con Claudia en un rudimentario ordenador portátil que él había traído de launiversidad. Necesitaba concentrarse en algo para no pensar que en dos días volaría de vuelta aMadrid.

El teléfono sonó histriónico irrumpiendo en el silencio de la casa como un martillo neumático.—Morning, solo quería comprobar que estás listo para la entrevista.La enésima comprobación de Rose para que Eduardo estuviera preparado. El profesor miró el

reloj. Todo estaba transcurriendo según lo previsto. Todo, menos que Eva no fuera parte del nuevocapítulo. Se encerró en la habitación, como si hubiera alguien extraño en la casa, sacó de su fundaun traje azul y una corbata gris, y se esmeró por lustrar el único par de zapatos de vestir que habíallevado a Edimburgo. Tenía que aprovechar la oportunidad. Godwin era profesor emérito en laUniversidad de Harvard y estaba dando un curso sobre narratología en Edimburgo durante unosdías.

Salió convertido en otra persona: en el profesor Bayó. Se asomó a la habitación contigua. Evadormía sobre una cama pequeña que estaba sin sábanas. Tenía el ordenador portátil sobre losmuslos, un cuaderno abierto sobre el pecho y todavía conservaba un bolígrafo en la mano. Queríadespedirse de ella, como si necesitara que ese ‘adiós’ fuera su amuleto de buena suerte. Decidióno despertarla. Ahora iba a ser así. Tendría que acostumbrarse a su ausencia.

Aunque ya lo había hecho varias veces, terminó de repasar la documentación que había

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entregado con su candidatura. Dudó sobre si debía llevar aquella carpeta consigo. Finalmentedecidió no hacerlo para mostrar más seguridad en sí mismo, sin necesidad de tener ningún apoyodocumental para contar su propio recorrido profesional. Rose apareció por la puerta y, sin decirnada, le señaló con un dedo el final del pasillo, en donde se encontraba la sala de juntas.

Quizás porque uno piensa que un director de un proyecto de investigación debe ser alguien conun currículum envidiable cultivado a lo largo de muchos años, Eduardo se asombró cuando vio aun hombre aproximadamente de su edad, mirando a través de la ventana. Era alto y delgado, yllamaba la atención su pelo rubio claro, peinado con la raya a un lado y ahuecado levemente comosi tuviera un tupé. Llevaba un traje gris con una corbata color amarillo pálido y, a primera vista,parecía que le fuera muy difícil esbozar una sonrisa. Ni siquiera lo hizo cuando Rose los presentó,aunque fuera un simple gesto de cortesía.

Los dos hombres se sentaron uno frente a otro en la mesa ovalada. El profesor Godwin arrastróla silla para sentarse más cómodamente, cruzando las piernas y mirando de lado a Eduardo, que sehabía apoyado en la mesa y miraba al horizonte a través de la ventana.

—Rose me ha dicho que en principio usted iba a quedarse hasta Navidad —le dijo, inclinandola cabeza y dejando que un mechón de pelo rubio le cruzara la frente —. ¿Por qué lo hizo?

Se hizo un silencio. Eduardo pensó que podía contar que no tenía ninguna intención de irse desu ciudad, pero que era la única manera de estar con la chica que quería y ayudarla a encontrar asu padre. Sonrió de lado pensando en esta idea, carraspeó y preparó la respuesta.

—Llevaba tiempo sopesando la posibilidad de salir al extranjero. Escocia me llamaba laatención por su cultura e historia. Siempre me habéis parecido un pueblo rebelde y con carisma.Además, he admirado vuestra literatura como admiro la mía. Quizás no soy un gran fanático deWalter Scott, que es el nombre que más pueda sonar, pero admiro la audacia de Arthur ConanDoyle y la capacidad literaria de Stevenson está fuera de duda.

—No es necesario que haga una exaltación nacional, se lo aseguro—aclaró Godwin,levantándose de la silla—. Yo soy galés.

Eduardo frunció los labios y se miró los dedos, como haciéndose el distraído. Había sido unerror de bulto no consultar el lugar de procedencia de Godwin. ¿Por qué había dado por sentadoque era escocés? Se reprendió varias veces utilizando la voz del profesor Bayó para decir aEduardo que dejara de tomar parte en sus asuntos profesionales. Eduardo le susurraba que, si estono funcionaba, podría irse con Eva a Madrid.

El profesor Godwin se acarició la barbilla y miró al techo. Después giró su cuerpo de nuevo alventanal y continuó hablando de espaldas a Eduardo, que se sintió bastante incómodo con estamanera de entrevistarle. Al menos esperaba que los dos estuvieran sentados y que se miraran a losojos, aunque no cabía duda de que el investigador era bastante inquieto.

—Aunque usted se ha especializado en autoras de habla hispana, su trabajo doctoral estácentrado en los cuentos de Jorge Luis Borges, ¿no es así?

El profesor visualizó entonces el tomo encuaderno en tapas negras y con letras doradas. Aqueltrabajo arduo de investigación le había llevado siete años de su vida. Lo recordaba con unamezcla de cariño y amargura. Un trabajo tan intenso para que lo leyeran media docena depersonas, y eso siendo optimista.

—Elegí al autor argentino porque sentí debilidad por él en el instituto. Mi profesora deliteratura, Carmen, era capaz de embelesarnos a todos en cualquier lectura, pero sentía unapredilección especial por este autor. Al finalizar mis estudios de bachillerato era un enamorado desu escritura, y mi profesora me regaló un libro suyo, ‘El libro de la arena’, que me dedicó. En la

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dedicatoria me auguraba un buen futuro como profesor de lengua y literatura, y no se equivocó —explicó ufano por haber materializado la predicción de convertirse en docente universitario.

—Debo admitir que he leído su trabajo doctoral, profesor Bayó —dijo Godwin, realizando unmovimiento que parecía indicar que sorprendentemente iba a tomar asiento—. Creo que es muyinteresante el análisis que realiza. Como sabe, el proyecto que yo lidero trata de rescatar autorasde la literatura hispanoamericana que quedaron en el olvido. Su trabajo me ha mostrado que elenfoque que usted aplica puede ser muy afín a las líneas de trabajo.

—Me alegra saber que alguien más, además del tribunal de tesis y mi tutor, ha leído el trabajo—admitió Eduardo.

—Por supuesto —aclaró Godwin, intentando hacer un esbozo de sonrisa que finalmente quedóen fallido.

—¿Y estaría dispuesto a comprometerse a un trabajo de tres años? —le preguntó el profesorGodwin, retornando a su asiento.

—Sí, claro —respondió Eduardo entusiasmado—. Siempre he querido poder enseñar españolen una universidad extranjera. Cuando estaba estudiando la carrera siempre imaginé que podríaenseñar mi idioma en otros países y creo que se cumpliría un sueño si lo hago. Además, formarparte de un equipo de investigación como el suyo es realmente un reto para mí. Creo que podríacontribuir con mi trabajo a rescatar esas voces femeninas que parecían olvidadas.

¡Qué bien lo había dicho!, pensó de sí mismo. Sin lugar a duda era el profesor Bayó el quehablaba, y no Eduardo, que hubiera metido la pata con algún comentario inoportuno.

—Soy todo oídos, dígame que podría usted hacer —dijo su interlocutor, sacando una libreta yun bolígrafo de un maletín dispuesto en una silla, y haciendo garabatos.

La siguiente hora el profesor Godwin apenas habló. Bayó tomó la iniciativa, contando todasaquellas ideas que se le habían pasado por la cabeza durante los días que habían mediado entre elanuncio de la propuesta por parte de Rose y aquel exacto segundo. Recurrió a todo lo que sabía, atodo lo que había leído, y a todo lo que quería mostrar al mundo: la historia de muchas autorasque, por el hecho de ser mujeres, no habían podido ser leídas ni reconocidas. El profesor Godwinpasaba las hojas de la libreta completando las líneas con apuntes que a veces subrayaba oenmarcaba en recuadros. Apenas cruzó la mirada con él. Después del encuentro, ambosestrecharon sus manos afablemente, y el profesor Godwin salió de la sala sin decir palabra.

El resto de la mañana Eduardo intentó concentrarse. Tuvo que releer varias veces los párrafos

de los trabajos de sus estudiantes, y ya no porque no tuvieran un nivel de español muy bueno, sinoporque las letras habían vuelto a ser esos signos inertes que uno ve antes de aprender a leer.Intentó recorrer las frases forzando su concentración, pero solo obtuvo algunos resquicios designificado que no lograron revelarle el mensaje escondido. Rose tocó la puerta con los nudillos yentró ensanchando su sonrisa con cada paso.

—No puedes imaginarte cuánto me alegro, Eduardo —dijo, y se acercó para darle un abrazo.—¿Qué ha pasado?—Qué tonto eres. Pues que has aceptado el contrato de tres años del proyecto de investigación.

El profesor Godwin ya me lo ha comunicado y no puedo estar más feliz de tenerte comocompañero por tanto tiempo. Estoy segura de que va a ser la experiencia de tu vida —y le liberódel abrazo para dejarle pensar.

Eduardo no sabía lo que sentía. Intentó centrarse en sus sensaciones corporales paradeterminar qué era lo que le estaba pasando. Notaba una presión en el centro del pecho que no

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sabía si correspondía a algo malo o algo bueno. Podían ser nervios o angustia, o quizás ilusión…Probablemente era desconcierto. Tenía que admitir que había visto peligrar la oportunidad porque,en el fondo sabía que, si cometía un error, si Godwin no lo aceptaba, él se volvería a Madrid conEva, y aquella tampoco le parecía una mala idea.

—Estás pensando en la niña, ¿verdad? —dijo Rose, con un tono de reproche que ya erahabitual cuando se refería a Eva.

—Claro. Esto me aleja todavía más de ella.—A veces lo que nos parece una mala decisión resulta llevarnos a la verdadera felicidad —

apostilló Rose, y se marchó por un pasillo adyacente lanzándole un beso al aire.

CAPÍTULO 33

Eva introdujo la última camiseta con precisión quirúrgica en un lateral de la maleta. Deslizóuna mano por toda la superficie plagada de ropa escrupulosamente dispuesta, y la cerró sin máscontemplaciones.

Aquellas tres noches sin apenas dormir le habían cundido mucho más de lo que ella habíaesperado, y el primer borrador del libro estaba finalizado. Hojeó el último borrador sentándose alborde del colchón, junto a la maleta, y pensando que al día siguiente dormiría en su cama enMadrid. Todo aquello le iba a parecer un sueño, y olvidaría el tacto, el olor, los colores de laciudad. ¿Le ocurriría mismo con Eduardo? Sus sentimientos hacia él se habían difuminado comoel que introduce un pincel cubierto de tempera en un vaso lleno de agua.

—Veo que te vas a llevar todo —observó él, inclinándose ligeramente para descubrir que unlado del armario había sido literalmente despojado de su contenido—. Entiendo que no piensasvolver.

Aquella última frase sonó como el golpe de un gran tambor, profundo, hizo que los corazonesde ambos se removieran en sus cuerpos.

—No creo que te hagan falta mis camisetas y mi cepillo de dientes —bromeó ella—. Esto irádonde yo vaya —dijo, golpeando la maleta.

—Siento no poder acompañarte, pero creo que es mejor que…—No tienes que darme explicaciones, Edu, de verdad —dijo ella, interrumpiéndole—. Te voy

a pedir que me hagas un favor, ¿puedes entregarle esto a Claudia cuando la veas?

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Eva alargó al profesor el fajo de hojas que componía el escrito con la biografía de lacientífica.

—Has trabajado mucho para terminar esto —dijo Eduardo—. Apenas has dormido estasnoches. Espero que puedas descansar en Madrid. Quizás te venga bien el cambio de aires.

Se hizo un silencio. Ninguno supo muy bien qué decir, así que Eva se levantó y se dirigió a lapuerta de la habitación. De súbito, Eduardo la agarró por una muñeca, lo hizo con firmeza y consuavidad a la vez, como queriendo retenerla y acariciarla al mismo tiempo. Eva cerró los ojos,quedándose impávida junto a él, pero sin cambiar la dirección de su cuerpo, que apuntaba hacia lapuerta de la habitación.

—Me han aceptado en el proyecto de investigación.Eduardo se lo dijo sin atreverse a mirarla. No quería ver su reacción, pero imaginó

acertadamente que apretaba los párpados.—Me alegro mucho por ti. Eso significa que tienes mucho trabajo aquí.—Me temo que es lo que me va a quedar aquí: solo trabajo. Estoy condenado a perder a las

mujeres a las que amo.Eva sintió que el cuerpo se le agarrotaba, los músculos de la mandíbula se habían tensado y

estaba apretando los puños. Nunca la había definido así. Era la nieta de Andrea, la hija de Clara,la amiga de Jorge, y ahora también era la mujer que amaba Eduardo. ¿Y Eva? ¿Quién era Eva?Abrazó a Eduardo con un cariño que ya empezaba a ser nostálgico y lo miró frente a frenteintentando buscar unas palabras que no salieron.

—No sé si esto es una despedida —dijo él al fin.—No lo sé, Eduardo. El tiempo lo dirá.—De nuestros miedos nacen nuestros corajes —empezó a recitar Eduardo.—Y en nuestras dudas viven nuestras certezas —continuó Eva, sin dejar de apartarse de él.—Los sueños anuncian otra realidad posible.—Y los delirios otra razón.—En los extravíos nos esperan los hallazgos.—Porque es preciso perderse para volver a encontrarse —terminó Eva, separándose del

profesor para mirarle. Ambos se buscaban en los ojos emocionados. Se besaron como si rozarancon los labios algo delicado y frágil que pudiera estar a punto de romperse.

Las luces del taxi iluminaron el jardín delantero, y su conductor no imaginó entonces que elsonido del claxon fuera a marcar el final de un tiempo.

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CAPÍTULO 34

Estuvo a punto de pasar de largo porque no se esperaba que fueran a buscarla al aeropuerto. Elvuelo con escala le había parecido un suplicio innecesario. Los auxiliares de vuelo les habíanindicado que en la escala en Birmingham tenían que coger su equipaje de mano de nuevo, porqueera necesario hacerlo pasar por los arcos de seguridad. Después de treinta minutos caminando porlos pasillos de la terminal, habían vuelto a enseñar sus pasaportes y maletas, para mostrar susorpresa al encontrarse de nuevo metidos en el mismo avión que habían abandonado apenas unahora antes. Aquella peregrinación era no solo el principio. Cuando llegara al aeropuerto, tenía quecoger dos autobuses y el metro. Por eso no pudo creer que alguien hubiera ido a buscarla, peroallí estaba un señor sujetando un cartel con su nombre. Eva se quedó mirándole y, una vezconfirmada su identidad, él cogió sus maletas y ella no tuvo más remedio que andar a grandeszancadas para seguirle el paso.

—Me llamo Pedro —dijo él, mientras se sentaban en el taxi—. Te llevo a esta dirección,¿verdad? —y le enseñó sus señas escritas en un papel.

—Pero, ¿quién le ha llamado?Eva se abrochó el cinturón pensando que solamente Eduardo podía haber solicitado el

transporte. Nadie más sabía que volvía. No le había dicho nada a Nájera porque prefería que lavisita fuera de sorpresa.

—No lo sé, hija —dijo el taxista en tono cordial—. A mí me llamaron y me dijeron que eltrayecto estaba ya pagado, así que no te puedo decir más.

El hombre le explicó que había decidido especializarse en realizar transporte de personas ensillas de ruedas, que no había apenas servicio para ellas, y que estaba a punto de que le dieran unafurgoneta adaptada para empezar a dar el servicio.

—¿Vuelves a casa por Navidad? —le preguntó.Eva asintió mirando al espejo retrovisor.—Tus padres se alegrarán mucho de verte. ¿Estabas estudiando fuera?—Vuelvo a mi casa, sí. Quiero pasar las Navidades aquí, en casa de mi abuela —dijo

finalmente.Cuando el taxi se fue aproximando a la casa, a Eva le pareció que había envejecido. Tenía el

aspecto de un edificio en una foto antigua. Los arbustos de la puerta estaban sin recortar, laspetunias de los maceteros estaban mustias, y la puerta metálica exterior tenía manchas de óxido.La abuela nunca hubiera permitido que la casa estuviera así, y comenzó a sentir algo depreocupación por la labor de Nájera en el mantenimiento de la vivienda. Dio una propina altaxista, que la acompañó hasta la puerta para ayudarla con las maletas, y sacó las llaves para abrirla portezuela exterior con las manos temblando. Entre las rejas metálicas vio una cabezaacercarse. Una cabeza que no era la del doctor Nájera. Un pelo revuelto de alguien más alto que élque se pegaba a la puerta y tiraba del cerrojo interior.

—Pero, ¿qué haces aquí? —preguntó Jorge con una sonrisa y abriendo los brazos para darle labienvenida.

—Más bien qué haces tú aquí —dijo ella, sin intención de aproximarse y conduciendo lasmaletas por el camino empedrado hasta la casa.

—¡Bienvenida! —exclamó Jorge con un tono sarcástico.

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—¿No estabas en Valencia?Jorge se adelantó para abrirle la puerta de la vivienda y que dejara todas sus cosas en la

entrada. Le pareció que el espejo de la entrada era más pequeño que antes, o quizás ella era másgrande. Sintió un complejo de Alicia en el País de las Maravillas, midiéndose con las cosas desiempre como si fueran nuevas.

—Estaba en Valencia, sí, pero me han traído a la sucursal de Madrid. Llegué hace dos días y elabuelo me dijo que me quedara aquí con él. Bueno, no sé si sabes que no le han renovado elcontrato de alquiler de su piso. Es increíble. El bloque de viviendas lo ha comprado una empresaque va a hacer oficinas. Flípalo. ¡Oficinas! Así que quería hablar contigo sobre este tema, pero meimagino que no te había dicho nada.

La verborrea de Jorge mareó a Eva, que se sentó en el sofá resoplando. Se notaba claramenteque el muchacho estaba haciendo un esfuerzo por resultar cordial. Se hizo un silencio quedevolvió a Eva al pasado, a las partidas de cartas en el césped, a escuchar la risa de su abuelaoyendo algún programa de radio en la cocina, a correr con la ropa tendida porque se había puestoa llover inesperadamente, a la voz de su madre despertándola por la noche para leerla un cuento omirar las estrellas.

—Imagino que será raro para ti volver ahora, ¿verdad? —preguntó Jorge, mientras la mirabacon curiosidad.

—Últimamente todo es raro. Es como si hubiera perdido el anclaje a la realidad.Eva pareció aliviada después de compartir aquella confesión. Se escucharon unas llaves

peleando con la cerradura, y en unos segundos asomó la cara redonda y la sonrisa debajo delmostacho poblado de canas. El doctor Nájera salió al encuentro de Eva que, sorprendida, se dejórodear por aquel abrazo.

—Me alegra mucho que hayas vuelto, pequeña —y parpadeo muy rápido mostrando sus ojososcuros y redondos—. No te esperaba tan pronto. ¿Dónde está Eduardo?

—Se ha quedado allí. La beca no le permitía volver en Navidad, pero yo me quedaré por aquíun tiempo.

—Muy bien, muy bien, hija —murmuró el doctor, sin pedir más explicaciones—. Por supuestoque sí. Tu habitación y la de tu abuela están como las dejaste. Jorge y yo estamos durmiendo en elcuarto de invitados.

—Bueno, dormir lo que se dice dormir… Con lo que roncas tú, más bien poco —apuntó Jorge,sentándose al lado de Eva.

Eva sonrió y movió la cabeza. Jorge no iba a cambiar nunca y eso le hacía gracia. Escuchóunos graznidos y se dio cuenta de que había un nuevo habitante en la casa. En una jaula, un canariodaba pequeños saltos mientras piaba.

—Calla —le conminó el doctor—. Mira, hasta Teo se ha puesto contento por verte. ¿y qué talpor Edimburgo? ¿Qué has hecho por allí? Voy a calentar un té, que me imagino que te apeteceráahora que vienes de esas tierras.

El doctor Nájera desapareció hacia la cocina y dejó que Jorge y Eva se quedaran hablandodurante un buen rato. Eva le habló a Jorge sobre el plan de publicación de la biografía de doñaClaudia, los lugares mágicos de la ciudad y el trabajo de Eduardo con el profesor Godwin.

—¡Godwin! Madre mía, eso es un lujo. Eduardo debe estar muy orgulloso. Se lo van a rifarcuando vuelva —dijo el chico, cogiendo la taza de té con el meñique en alto.

—¿Y tú? ¿Estás contento con tu trabajo?—Muy contento, Eva —dijo, dándole una palmada en la pierna en un gesto de confianza—. En

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Valencia estaba muy bien. Me encanta la ciudad y la gente. Conocí a una chica, estuve saliendounos meses con ella, ya sabes… Pero al final echaba mucho de menos esto, y también quería estarmás cerca de mi abuelo. Me he cogido unos días de vacaciones para hacer el traslado.

Los ojos de Jorge brillaban de una manera especial que nunca había visto antes.—Eva, me has dicho que estás trabajando con un libro. ¿Tenéis los derechos atados con la otra

editorial? Quizás yo pueda proponerlo en la mía —Jorge se puso más estirado y serio mientras lodecía, como si hubiera adoptado el ‘modo profesional’ de repente.

—Te daré el teléfono de doña Claudia. Yo no podría valorarlo ahora mismo. Tengo un montónde tareas que hacer. Lo primero de todo es arreglar ese desastre de entrada. La jardinería no es lovuestro, ¿no?

—Te encantaría trabajar en la editorial —insistió Jorge—. ¿Sabes que la profesora Chaparralcolabora con nosotros? Si la admiraba como profesora, ahora mucho más. Es una compañeraestupenda.

—¿En serio? Eso es genial. A mí siempre me ha parecido una buena persona.—Lo es, lo es. Ahora está de baja porque va a tener un bebé.—¡Vaya! No tenía ni idea. Me alegro mucho por ella. Jorge, creo que voy a tomar ese té y me

pondré a hacer algo —anunció Eva—. Como me quede quieta, me va a dar por pensar. Era fácil que el anochecer la sorprendiera recogiendo las bolsas de tierra y plantas secas. Era

lo malo del mes de diciembre, en el que las horas de sol se convertían en un lujo. Con todo, nopodía quejarse, en Edimburgo ya llevarían un par de horas a oscuras y seguramente haría unendiablado frío húmedo que se calaría hasta los huesos. Al menos había podido trabajar en elexterior, aunque abrigada, y se había sentido de repente con mucha energía. En cada movimientoque hacía estaba su abuela. Su abuela diciéndole que no dejara esa tierra seca en los maceteros,que quitara esas piedras de los sumideros y que comprara semillas de alguna planta que pudieraflorecer pronto. Eva se metió en la ducha pensando en que ya estaba de vuelta. ‘Ya estoy aquí,abuela’, pensó. Sintió un cansancio extraño, como si le llegara a los huesos, y se tumbó en lacama. Apenas eran las ocho de la tarde, pero tenía una sensación de que ya no podía más y sequedó dormida.

Al doctor Nájera le gustaba silbar cuando cocinaba. Silbaba canciones antiguas que a veces

costaba reconocer, como un pajarillo que va de rama en rama observando el paisaje. De vez encuando, si estaba muy embebido en la tarea, incluso tarareaba alguna zarzuela imitando lasdiferentes voces.

—Buenos días, Guillermo.La voz de Eva dio por acabado el concierto de aquella mañana.—Estaba preparando tortitas. Jorge me enseñó a hacerlas ayer y creo que me han quedado

bastante dignas —dijo, poniendo un plato lleno de discos dorados sobre la mesa.Eva sacó los cubiertos para cuatro comensales, y Guillermo cogió su mano cuando vio el gesto

de la chica al darse cuenta.—Está bien así. Podemos ponerlo siempre, como si ella estuviera. Yo también la echo de

menos. Anda, sírvete, que creo que el perezoso de mi nieto no va a bajar hasta dentro de un buenrato.

Eva se asomó a mirar el jardín. Los arbustos habían crecido desmelenados y estabanarrollando las pequeñas parcelas destinadas a las flores. El césped lucía calvas que nunca había

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tenido y una de las cuerdas del tendedero se había roto.—Parece que llevo años fuera —dijo Eva, volviendo a salón y untando la tortita con chocolate

recién fundido.—He hecho lo que he podido, Eva. No sé cómo tu abuela podía con todo esto.—Yo sí. Era muy fuerte, y tenía buenos amigos que la ayudaba —y le guiñó un ojo—. ¿Qué ha

pasado con Nadia?Eva se acordaba de aquella mujer que había demostrado ser una amiga de la familia. Echaba

de menos sus pasteles de leche de pájaro, las canciones dramáticas que canturreaba mientrasayudaba a su abuela a limpiar los cristales, y sus ojos grises empatizando con los de ella cuandola abuela se marchó.

—Ha vuelto a su país por unas semanas. Antes de irse, te dejó preparado tu ramo de tucumpleaños. Lo ha convertido en un bouquet de rosas secas. ¿Has podido averiguar qué era elnúmero que te dio?

—Es cierto. Había olvidado lo del número. Tres, tres, cinco, cero —repitió Eva con un tonorobótico.

El doctor Nájera carraspeó y lanzó una pregunta que llevaba atravesada en su mente desde queEva había llegado.

—¿Qué tal en Edimburgo? ¿Pudiste hablar con tu padre?—Sí, y su versión es muy distinta a lo que yo sabía —apuntó Eva, mirando al doctor para ver

su reacción.—Lo que te contó era una versión fruto del dolor de aquellos momentos —dijo el hombre, sin

apartar la mirada de la taza.—¿Es cierto que fue el responsable de la muerte de mi abuelo?El doctor Nájera la miró fijamente, sin pestañear, como si se estuviera tomando un tiempo para

asegurarse de que había escuchado exactamente esas palabras.—No es exacto. Tu abuelo estaba muy delicado del corazón. Ya había dado algún susto en

alguno de los viajes que hacía para comprar muebles en el extranjero. Aquel día la situaciónestaba muy tensa, y aquello desencadenó en un ataque al corazón que acabaría con su vida. Si nohubiera sido ese día, quizás hubiera ocurrido el día que tu madre nos dejó. No podemos culpar atu padre de eso.

Su explicación venía endulzada con un tono angelical que a Eva no terminó de convencer.—¿Y no utilizaste ese argumento para que dejara de verme? ¿No le dijiste que si volvía por

aquí ibas a acusarle de la muerte de mi abuelo? —inexplicablemente Eva mantenía un tonocalmado, incluso cuando la información que estaba presentado era de alto voltaje.

—Sí, le llegué a amenazar así, lo admito. No te puedes imaginar el dolor que trajo ese hombrea la casa, a tu madre y a tu abuela. Quería poder defenderlas, y no me importaba acusar aSebastián de lo que hiciera falta para mantenerlo alejado de ti.

—¿Por qué os daba tanto miedo? No queríais que nadie supiera que mi madre tenía unaenfermedad mental.

—¿Quién te ha contado eso? —preguntó el doctor Nájera, visiblemente nervioso.—Siempre me habéis dicho que mi madre tenía una enfermedad muy grave, pero nunca me

habíais contado que tenía problemas mentales. Curiosamente desde que lo sé he empezado a tenerrecuerdos de momentos que he vivido con ella y que claramente eran señales de que algo noandaba bien en su cabeza. ¿Por qué me lo habéis ocultado todo este tiempo? ¿Qué tiene de maloque mi madre haya sido una enferma mental?

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El doctor Nájera buscó algo en el bolsillo interior del abrigo y resopló. Finalmente sacó unamedallita, deslizó la chapa trasera para abrirla, y dejó visible el interior del camafeo, unafotografía recortada de Andrea. La miró con cariño, y le dio un beso, para volver a meterla denuevo en el bolsillo.

—Todo fue un proceso muy duro, Eva. Tu madre efectivamente era una enferma mental y fueresponsable de algunos actos que tu abuela y yo nos afanamos en esconder o maquillar. Lo hicimospor su bien y por el tuyo, y por eso es mejor que no los conozcas y vivas feliz. Es el mejor regaloque le puedes hacer a tu abuela y a tu madre, porque ellas lo sacrificaron todo para que hoypuedas tener una vida plena.

—Pero eso no es cierto,—Eva sacudió la taza de café en el aire en un gesto de ira, provocandoque el líquido cayera encima de sus pantalones—. No tengo una vida plena. No sé qué fue de miinfancia. No sé qué ocurrió con mi madre. Tengo una vida inventada y nadie quiere ayudarme asaber qué es lo que pasó realmente. Quiero ver los informes médicos de mi madre, el parte de sufallecimiento y también el de mi abuelo. Necesito que me ayudes a tener toda esta información.

El hombre la miró de soslayo y continuó removiendo la taza.—¿Por qué quieres mover el pasado, mi querida Eva? Lamentablemente tu abuelo, tu madre y

nuestra querida Andrea no están. No podemos hacer mucho por ellos ya —dijo el señor Nájeracon tono consolador—. Tienes que aprender que la niñez es un espacio que nosotros nomanejamos. Todos lo terminamos reconstruyendo con las piezas que nos van dando otros y con losrecuerdos que tenemos o que inventamos.

—¿Es cierto que mi madre intentó hacerme daño? ¿Tiene algo que ver esta cicatriz que tengoen el costado? —preguntó, sin dejar que su voz se quebrara.

—Sí, es cierto. Estabais jugando y se puso muy nerviosa. Habíamos puesto la mesa para comery cogió un tenedor y te lo clavó. Fue un gran susto, pero, por suerte, fue una herida superficial. Yoestaba en la casa en ese momento y te atendí según pasó. Ya no volvimos a dejarte a solas con tumadre, Eva.

—Mi abuela me dijo que era una marca del fórceps —explicó Eva.—Entiende que era una historia muy difícil para contársela a una niña de ocho o nueve años,

que es cuando empezaste a preguntarte cosas.—Lo entiendo. La abuela escogió de qué color quería que viera la vida. Extrajo algunos

pedazos del cristal para que no me cortara con ellos —afirmó Eva, ensimismada en la visión de lavidriera hexagonal de la escalera, con sus pedacitos de cristal de colores rodeando una hermosamariposa azul.

—Por eso espero que no incluyas los recuerdos de tu padre en todo esto. Creo que no es justo.El doctor Nájera llevó una de sus manos regordetas encima de los dedos de Eva, que se

estaban empeñando en eliminar las manchas del pantalón a palmotadas. La miró a los ojos y dijo:—Lo que pasó realmente es lo que tú quieras que sea.Y con esas palabras, se levantó y volvió a la cocina. Aquella conversación había dejado a Eva en un intenso estado de ensimismamiento. Salió al

jardín envuelta en una manta y se quitó las zapatillas. El césped estaba todavía húmedo. Cerró losojos y recordó como lo pisaba con su madre en plena madrugada, danzaban sobre la hierbamojada y luego se levantaba con los pies llenos de briznas. Su abuela se enfadaba cuando lodescubría. Quizás ni siquiera esos recuerdos fueran reales, pensó. Abrió una de las sillas deljardín y se tumbó, esperando a que el cielo, que se había tornado en un raro violeta, comenzara a

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estrujarse y a mojarlo todo.—Si tienes ganas de coger una pulmonía, lo estás haciendo muy bien —dijo Jorge, cogiendo

otra silla y sentándose a su lado.—¿Te gusta seguir mis ideas locas? —le preguntó Eva, riendo.—Ya sabes que sí. ¿Qué planes tienes hoy?—Intentaré entretenerme con el número que dejó mi abuela. Tres, tres, cinco, cero.—¿Te dejó una búsqueda del tesoro preparada?—Pues parece que sí, pero no tengo ni idea de que puede ser.—Un número clave de una caja fuerte, el número de una habitación de hotel, una matrícula de

un coche… —empezó a pensar Jorge, mientras miraba al cielo como si viera las respuestas allí.—Podrían ser todas esas cosas, sí…Eva se giró para ver al doctor Nájera hacer aspavientos dentro de la casa. Tenía una llamada.

Dio un respingo pensando que quizás fuera Eduardo, con el que todavía no había hablado. Al otrolado del teléfono, una voz suave y amable la reconoció de inmediato.

—Mi querida Eva, ¿cómo te trata la vida en Madrid?La voz de Claudia Santamarta parecía provenir de otra dimensión. Si le hubieran preguntado en

ese momento a Eva, hubiera dicho que estaba hablando con el personaje de una novela, con unvisitante de uno de los sueños que había tenido en las últimas semanas. Quisieron saber cómoestaban cada una, y Doña Claudia confesó que la echaba de menos.

—Ayer por la noche recibí una llamada de una editorial de Madrid. El contacto que me dierones Jorge Nájera —dijo Doña Claudia—. Si la propuesta que me hace es en firme, podemos ir conellos. Tú conoces a este chico, ¿verdad?

Eva miró por la puerta que daba al jardín mientras Jorge pegaba brincos sobre el césped comosi le estuviera importunando algún insecto. No pudo evitar reírse un poco.

—Sí, es amigo mío. No hay ningún compromiso. Le dije que te enviara las condiciones.—Bien. Quería asegurarme de que el contacto era fiable. Su propuesta es razonable y tienen

una distribución mayor. Han sugerido que la presentación del libro sea en Madrid. Me encantaríair, pero no sé si mi salud me lo va a permitir. La única condición que voy a poner es que tú teencargues de todo lo relativo a la edición.

Eva apretó los párpados y sonrió. Era lo mejor que le podía pasar. Tener un trabajo con el queentusiasmarse y seguir con el proyecto de doña Claudia. Algo así habría sentido Eduardo al hablarcon Godwin, pensó.

—Claudia, ¿sabes algo de Eduardo? —la pregunta sonó tímida y cauta al otro lado de la línea.—Estuvo ayer aquí. Era la última cena del profesor Godwin antes de marcharse a Estados

Unidos. Entre nosotras, me pareció un señor un poco arrogante. No me termina de gustar.—¿Está bien? —insistió Eva.—Más serio y menos hablador de lo habitual. Imagino que también estará haciéndose a esta

situación —continuó doña Claudia—. Es muy pronto, Eva. Hay que dejar las cosas posar. Los dosos merecéis un tiempo.

—Quizás sea un tiempo indefinido —murmuró Eva—. Creo que lo que sentía por él se hadesvanecido.

—No te culpes. Céntrate en lo que ahora mismo necesitas. Todo se pondrá en su sitio en algúnmomento.

La voz pausada de Claudia templó los ánimos de Eva, que le agradeció el consejo.—¿Te puedo pedir un pequeño favor? —preguntó Claudia, con tono de intriga—. No sé si

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conservarás aquellas notas, pero quiero que añadas a mi biografía el episodio con Carlos Ojeda,el farmacéutico, ¿te acuerdas?

Claro que se acordaba. Aquel novio que había hecho trapicheos con la farmacéutica paralucrarse, y todo a espaldas de la científica. Aquel hombre que la había repudiado porque no podíatener hijos.

—Lo tengo todo, Claudia. ¿Estás segura? ¿Podría buscarte problemas?—El problema ya lo tengo escondiendo lo que sé. ¡A la porra! Para cuatro días que me quedan

por vivir, que la verdad sea libre —la mujer rubricó la frase con una risa traviesa.—Eso retrasará un poco más la versión final —anunció la chica.—Está todo en tus manos, Eva. He dicho a la editorial que lo pongo todo en tu dirección.

Confío en ti plenamente. Te he nombrado mi agente.—Claudia… No es necesario que me pagues por esto. Lo haré encantada.—Lo sé, lo sé. Por eso he tenido que ponerte un nombre, lo de agente creo que viene bien. Si le

pongo una etiqueta, no podrás librarte de tener un contrato —dijo, riendo.Las dos mujeres se despidieron cariñosamente. Eva se dirigió cabizbaja a su habitación

topándose con Jorge sentado en las escaleras, mirando a la vidriera de la mariposa azul.—¿Ves algo distinto? —preguntó Eva con tono de sorna.—Echo de menos a tu abuela discutiendo conmigo por eso —confesó el chico.—Yo también la echo de menos —dijo Eva—. A veces tengo la sensación de que estoy

haciendo que las cosas estén bien en la casa porque pienso que no quiero que la vea así. Es comosi esperara que volviera de viaje en algún momento.

Jorge la miró y buscó la mano de Eva para cogerla entre las suyas. Eva sintió que aquella manono era la misma que recordaba. Ya no tenía los dedos finos y larguiruchos o, al menos, ya no leparecían así. Era una mano más firme y cálida. Sintió una sensación extraña al tocar a Jorge, comosi recuperara algo que había sido muy importante para ella.

—¿Quién te ha llamado?—Era doña Claudia. Ha visto tu propuesta y quiere trabajar con tu editorial.Jorge soltó la mano y se abalanzó para abrazarla mientras reía de contento. —¡Qué pelotazo! —exclamó—. Va a ser una entrada por la puerta grande —y plantó un beso

glotón en la mejilla de Eva.—¿Quieres parar? No te alegres tanto, doña Claudia ha pedido que yo me encargue de todo.—Pues entonces te doy otro más —y le dio otro beso desmedido en la mejilla contraria—. ¡No

me puede hacer más ilusión que trabajes conmigo!No era mala idea. Al fin y al cabo, Jorge había sido su compañero de fatigas durante cuatro

años, y nunca habían discutido, excepto por Eduardo. Si era cuestión de ponerse a trabajar juntos,tenían experiencia en organizarse. No podía imaginar que la vuelta a Madrid hubiera empezadocon buenas noticias. No debía perder tiempo, tenía que contarle todo a su abuela.

—Sé que no es un plan estupendo, pero he pensado en ir al cementerio y de paso comprarsemillas para plantarlas en unas semanas. Creo que puedo oír la voz de mi abuela diciéndome queya es hora de poner orden en el jardín—dijo, mientras se enroscaba la trenza de pelo castañosobre la cabeza.

Jorge se levantó y sacó de su bolsillo unas llaves de un coche.—Vaya, ¿y eso?—Me ha cundido el tiempo. Me voy haciendo mayor, ¿eh?El Ford Fiesta azul relucía en contraste con el cielo gris. Olía a plástico y cuero, aunque Jorge

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estaba empeñado en explicar que se trataba de un ambientador específico que daba la sensación alcliente de que el coche era nuevo.

—Si se lo echas en un coche viejo, te crees que está recién salido del concesionario.Eva intentó sonreír, pero iba pensando en lo tristes que eran los cementerios y en que

necesitaba hacerle tantas preguntas a su abuela. Jorge se ofreció para hacer los recados dejardinería mientras ella pasaba un rato mirando aquella lápida que la separaba del cuerpo de suabuela. Quería poder creer que estaría viviendo en otra dimensión, pero su relación con la idea dela vida eterna no había sido muy duradera. Su abuela tampoco la había alimentado. Siempre ledecía que, si hubiera algo después, se habrían enterado ya hace tiempo. “Vaya, abuela, no queríasque supiera la versión de mi padre hasta que no estuviera preparada. Al menos te has aseguradode que pasara más de dos décadas pensando que las cosas no eran tan terribles como lo habíansido”, le susurró, acariciando el pequeño retrato de la abuela, con una sonrisa de oreja a oreja,que no encajaba en un entorno tan triste y gris. Siempre había bromeado con que esa era la fotoque quería que colocaran en su tumba, una en la que estaba sonriendo ampliamente, como si lehubieran dado la mejor noticia de su vida. Todo el mundo había pensado que aquel deseo era unabroma traviesa de la mujer, hasta que el notario certificó que había dejado explícitamente su deseoen sus últimas voluntades.

Intentó evitar leer los nombres de las personas que rodeaban a su abuela. Odiaba la palabra‘nicho’ y no le gustaba ver las fechas de las lápidas. No podía evitar imaginar la vida de esaspersonas y fantasear sobre qué les habría ocurrido. Aquellas historias suyas le parecían macabras,así que evitaba que sus ojos se entretuvieran en tumbas ajenas. Para concentrarse, repasó con undedo el nombre de su abuela en letras doradas sobre el mármol y bordeó la fecha de sunacimiento, 4 de marzo. Cumplía los años justo un día después que su madre, así que elcumpleaños de la abuela también era el de Clara de alguna forma. El tres del tres, pensó Eva.Tres, tres, cinco, cero. Abandonó la posición de cuclillas y se apoyó en un ciprés que cualquieradiría que había aparecido para que no se cayera al suelo. Era la fecha de nacimiento de su madre.¡Cómo podía haberse olvidado! Tres de marzo de 1950.

—Estupendo, abuela, ¿y ahora qué hago yo con esa fecha? —dijo en alto.En el camino de vuelta en el coche, compartió el descubrimiento con Jorge, que comenzó a

elaborar teorías sobre el sentido de esos números. Quizás tendría que esperar al tres de marzopara poder dar otro paso, había pensado él. Aparcaron el coche en la puerta de la casa y, antes deentrar, Jorge cogió a Eva por un brazo.

—Lo siento —dijo, buscando sus ojos.—¿El qué sientes? —preguntó Eva contrariada.—Siento lo que hice antes de marcharme a Valencia. Me alegra que podamos ser amigos otra

vez.Eva le abrazó, apretando su cuerpo delgado y tenso, y sintió los brazos de Jorge

correspondiendo el abrazo y apretándola fuerte contra él.—Te he echado de menos, Eva —le susurró, antes de soltarla.—Yo también a ti, Jorge —le correspondió ella sinceramente. La habitación de su niñez volvió a acogerla otra noche más. No podía dejar de tener ese

síndrome de Alicia que le había acompañado desde su vuelta a la casa. La cama le parecía máspequeña que antes; los juguetes, apostados sobre las estanterías, habían dejado de ser recuerdopara tener un halo fantasmagórico; y el armarito de la ropa, con los pomos pintados de rosa,

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guardaba en su interior prendas que hacía años que no se ponía. Se sintió incómoda por primeravez, como alguien que se pone un guante de la mano contraria y está luchando por encontrar elhueco de unos dedos que no existen. Se revolvió en la cama y, cansada de dar vueltas, encendió lalamparita sobre la mesilla. Una luz color ámbar bañó la habitación como si tuviera unrecubrimiento dorado, como esas fotografías que se han acartonado con el tiempo y que lucen uncolor amarillento que las hace parecer de otro siglo. Encontró la tarjeta de felicitación de suabuela. Sus números alargados y llenos de florituras en los extremos: tres, tres, cinco, cero.

Abrió un cajón de la cómoda buscando un libro o una libreta para escribir ideas, perosolamente encontró un montón de sobres. Era correspondencia en sobres cerrados, fechados en losúltimos meses. Probablemente el señor Nájera había ido depositando allí todo lo poco importante.Le pareció una buena idea repasar los remitentes para distraerse. La mayoría eran folletos y cartasde invitación a jornadas de puertas abiertas de centros que ofrecían estudios de posgrado. Habíacontactado con algunos de ellos antes de tener previsto viajar a Edimburgo. Sostuvo uno a uno lossobres en sus manos y abrió algunos de ellos. Uno de los últimos estaba remitido por D. Álvarode Leza, de la notaría. Pensó que quizás aquella sería una comunicación para aclarar lascondiciones del testamento de su abuela, aunque le había asegurado que todas las gestiones habíanquedado resueltas antes de su vuelta. En su interior había un único papel doblado tres veces yfirmado de puño y letra por el notario. En la notificación se informaba a Eva que teníapertenencias de su abuela a la espera de su recogida en una caja fuerte de una sucursal bancaria dela zona. No disponían de la clave de apertura, que debía haberse hecho llegar por otros medios.Eva pegó un respingo sobre la cama. Tres, tres, cinco, cero. 3350. ¿Qué contendría aquella caja?¿Por qué la abuela Andrea la había guardado en una caja fuerte?

Metió todos los papeles, ahora de manera más desordenada, en el cajón. Apagó la lamparita yse asomó a la ventana para ver por última vez el jardín donde a veces cazaba estrellas con sumadre.

CAPÍTULO 35

El despacho de la notaría de Leza estaba ubicado en los bajos de un edificio de viviendas en elbarrio de Salamanca. Se accedía al mismo a través de una puerta blanca con un pomo dorado queestaba a ras de la calle. Daba la sensación de que se trataba de un piso hasta que uno podía ver la

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pequeña placa dorada bajo la mirilla que indicaba la existencia de la notaría y el nombre supropietario. Don Álvaro no tardó en abrir la puerta. Había recibido la llamada de Eva por lamañana temprano, y a pesar de que la notaría estaba cerrada durante las navidades, decidió haceruna excepción con ella. Los abuelos de Eva habían sido clientes del despacho con anterioridad aque él tomara el mando, cuando el padre de Álvaro decidió poner el despacho en Madrid.

—Pasa, hija, pasa —la conminó mientras se hacía a un lado del pasillo para dejar el espacionecesario para que Eva entrara.

El suelo era del típico terrazo que se ponía en los pisos en los años setenta, de color ocre ysalpicado de pequeñas piedras. Las paredes, pintadas de color blanco, mostraban un gotelé rugosoque había sido la moda también en aquella década, y el despacho estaba amueblado con elementosde color cerezo, haciendo que el minúsculo espacio pareciera todavía más pequeño de lo querealmente era. El hombre encendió la luz de una lámpara con globos blancos y miró a la muchachacon un gesto de ternura. Parecía que se preocupaba realmente de cómo estaba Eva y escrutó suaspecto para reconocer el estado de la chica.

—Te veo mucho mejor —dijo finalmente, abriendo sus ojos color avellana enmarcados en dospobladas cejas color negro, que contrastaban con un pelo prácticamente blanco.

—Hago lo que puedo —admitió Eva—. No pensé que todo esto fuera tan duro y largo—admitió.

No se veían desde que firmaron los últimos papeles del testamento de su abuela, así que Evatambién reconoció en el hombre una ligera decadencia física. Era como si en los últimos meses eltiempo se hubiera precipitado sobre ellos, causando diferentes estragos, algunos más visibles,otros más internos.

—¿Cómo es que no me habló de esta caja cuando vine a firmar los papeles? —preguntó Eva,sentándose sobre una de las sillas setenteras.

—Bueno, seguí estrictamente las indicaciones de tu abuela en cuanto al plazo que debíaesperar para enviar la carta.

—Me parece muy extraño —dijo Eva, juntando las manos y entrelazando los dedos sobre lamesa.

—Seguro que hay algún motivo. En todo caso, aquí tienes los detalles —y depositó sobre lamesa un sobre cerrado con un lacre—. La clave debes tenerla tú.

Eva asintió y abrió el sobre. La sucursal estaba cerca de la notaría, así que fue dando un paseo.De repente pensó en las calles empedradas del centro de Edimburgo, en el puente, en el CaltonHill lleno de grupos de jóvenes riendo y bailando. Pensó en Eduardo. Se lo imaginó trabajando ensu despacho. Estaría embebido con los proyectos del profesor Godwin y acompañado por laincansable Rose. Volvió a las calles de su ciudad cuando vio que la sucursal estaba llena. Enaquellos días se cobraba la llamada ‘paga de navidad’, que venía a cubrir muchas necesidades dehogares que no estaban precisamente en su mejor momento. La mayoría de las personas que hacíancola eran jubilados que esperaban pacientemente su turno, abandonaban la sucursal metiéndose lacartera debajo de la chaqueta, o llevándose un sobre al bolso. Apartó su mirada para ver si losempleados que atendían en las mesas estaban libres, y finalmente vio que la oficina de ladirección de la sucursal estaba abierta. La figura de una mujer parecía moverse detrás de laspersianas que cubrían el cristal que hacía de pared.

Eva avanzó sigilosamente, sorteando las personas que se iba encontrando en su camino, hastala oficina de dirección. Tocó con los nudillos en la puerta abierta.

—Disculpe, ¿podría ayudarme? —rogó a la mujer de ojos verdes que le lanzó inmediatamente

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una mirada interrogante—. Me gustaría poder acceder a unas pertenencias familiares que están enuna caja fuerte de esta sucursal.

La mujer cambió el gesto, revisó la documentación que aportaba Eva y la condujo a través deun pasillo a una sala desde la cual accedieron a la habitación en donde se guardaban las cajasfuertes. Se paró en una de ellas y le pidió a Eva que tecleara la clave. Tres, tres, cinco, cero. Lapuerta cedió. Eva sonrió satisfecha. La mujer le explicó que, una vez hubiera revisado elcontenido, podía salir de la sala apretando un botón verde, que les daría aviso para darle accesode nuevo al hall del edificio.

—Espero que encuentres lo que esperas —dijo la mujer, quizás movida por la ansiedad queEva transmitía con sus gestos.

Le pareció que una bocanada de aire frío salía del compartimento. En su interior había una cajade madera pintada a mano. La reconoció al instante porque su abuela solía tener cajas de eseestilo en la tienda y le encantaba ver cómo las decoraba y pronto desaparecían del escaparate parairse en las manos de algún cliente. Eva tomó la caja entre sus manos, la depositó en una mesametálica que estaba dispuesta en un rincón de la habitación. Accionó el mecanismo de apertura, yvio en su interior un sobre y cuatro objetos: dos cuadernos, uno rojo y otro azul, que por elaspecto del papel habían sido utilizados intensamente: un foulard azul que le resultó familiar y uncollar de plata del que pendía un colgante esmaltado con la forma de una mariposa azul.

Eva reconoció a la primera la textura y el color de esos sobres que su abuela utilizaba paradarle la paga. Esta vez no era sepia, sino un sobre color marfil, con unas letras alargadas yelegantes había escrito “Para Eva” en la parte delantera. Abrió el sobre con cuidado y se dispusoa desplegar aquella misiva. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda cuando vio la letrapulcramente ordenada organizada en líneas paralelas y rectas sobre el papel.

“Querida Eva:Si estás leyendo esto es porque llevo ya tiempo en esa otra dimensión que no alcanzamos a

conocer hasta que nos llega el turno a cada uno. No te preocupes por mí, porque estaré bien, yconociéndome, ya habré buscado la manera para estar velando por ti y protegiéndote. Esperoque en estos meses hayas recuperado la tristeza que me imagino te habrá supuesto mi pérdida.No hay mal que cien años dure.

Pedí al notario que te enviara esta carta el día de tu cumpleaños porque no se pueden dar

dos golpes fuertes seguidos en el mismo clavo. Espero, y deseo, que ahora estés preparada parapoder entender algunas cosas de tu pasado de las que te protegí, y de las que también te sigoprotegiendo. Creo que no solamente estás en todo tu derecho de conocerlas, sino que tepertenecen ahora ti, y debes ser la encargada de velar por ellas.

Tu madre adoraba pintar y escribir. Siempre llevaba unos cuadernitos pequeños en donde

hacia dibujos de las cosas que le llamaban la atención y en los últimos años de su vida lossustituyó por diarios en donde escribía. Algunos hechos que narra son verdaderos, otros eranpura invención suya, sacados de los delirios que le provocaba su enfermedad y la medicación.Cuando ella falleció decidí guardarlos en la caja fuerte de un banco. Quizás te parezca algofrío, pero pensé que cualquiera que diera con ellos podría hacernos daño, o utilizarlos demanera ilícita. Me parecen algo tan íntimo que no podía dejarlos al descubierto. Ahorasolamente te pido que cuides de que caigan en buenas manos y que se conserven. Son lo más

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valioso que preservo de tu madre. Te quiere,Tu abuela.” Era inevitable escuchar la voz de su abuela mientras leía aquellas palabras. Le alegró poder

acordarse de ella, porque le daba tanto miedo perder ese recuerdo, dejar de saber cómo era suvoz. ¿Se le olvidaría? Cuando salió a la calle todavía retumbaban en su cabeza las palabras de suabuela, y se emocionó ante la idea de poder tener una versión de los hechos desde la perspectivade su madre. Le hacía muy feliz poder tener un testimonio que, quizás, pusiera luz a lo que habíaocurrido en su infancia.

Cerró los ojos, de repente un olor familiar inundó su nariz. Cogió el foulard y se lo acercó a lacara. Aquel era el olor de su madre. Olía a su colonia preferida: perfume de lirios del valle. Derepente le vino a la mente su cara sonriente, llevando ese foulard al cuello. La recordó una tardeen el parque, cuando empujaba su columpio y las dos reían porque creían que iban a ser capacesde llegar hasta las ramas de los árboles que se extendían enfrente de ellas. Acarició el colgante deplata y recordó que su abuelo se lo había regalado a su madre en un cumpleaños. Probablementelo hizo para protegerla, para intentar librarla de los demonios que la atenazarían años después.Eva sintió una punzada en el estómago. Aquella era una mezcla de ilusión por encontrar su pasado,pero también de un dolor intenso por la desesperanza que albergaban esos objetos. En aquelmomento quiso que hubiera estado a su lado Eduardo. Le hubiera gustado contarle lo que estabasintiendo, compartir con él aquel descubrimiento y poder llorar sobre su hombro la pena de laausencia. Sintió que se mareaba, y se giró rápidamente para pulsar el botón verde que le dabaacceso al exterior. Necesitaba tomar el aire lo antes posible.

Se despidió de la directora de la sucursal agitando la mano desde lejos y, con la caja pegada alcuerpo, se desplomó en la acera nada más salir.

—Ya está mejor —escuchó decir, mientras comenzó a recuperar la percepción de su cuerpo.Veía las ramas de un árbol y el cielo. Debía de estar tumbada en un banco de la calle. Unos ojosazules la miraron con igual dosis de dulzura y preocupación.

—¿Estás bien? Te has pegado un buen porrazo —le dijo la chica, y acto seguido se dirigió aotra persona que estaba a su lado—. Helena, yo creo que no vuelve. Se ha quedado como enshock.

—Ya verás que no, Sara. Eso es una bajada de tensión —dijo la otra chica, de pelo castaño,sonriéndola e intentando que bebiera agua de una botella de plástico.

El guardia de seguridad de la sucursal se acercó a las dos chicas, y elevó los pies de Evatodavía más para, según dijo, mejorar su presión sanguínea. A pesar de que no podía mover unmúsculo, Eva seguía sujetando la caja con fuerza.

—Te juro que he pensado que era una ladrona que se llevaba algo y que se caía desplomadapor un tiro —dijo la chica morena al vigilante, que asentía con interés.

—No tiene pinta de ser mala persona —apuntó la chica de los ojos azules.—Ay, Sara, yo ya no me fío de nadie. Que puede tener pinta de buena gente y luego ser una

ratera.—El caso es que la caja no la suelta…—¿Y si es una bomba? —se atrevió a decir la chica morena, mirando al guardia de seguridad

de reojo—. Igual se inmola y nos vamos todos al otro barrio.

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—No, la caja solamente contiene efectos personales—añadió la directora del banco, que habíasalido del edificio al echar en falta al vigilante en su puesto habitual—. Vaya susto que nos hasdado, hija —la recriminó mientras hacía aletear un mini ventilador de plástico cerca de su cara—.¿Quieres que llamemos a alguien para que venga a buscarte?

Eva pestañeó, tomó aire e intentó incorporarse a duras penas. Aseguró a todos que seencontraba bien. Dedicó unas sonrisas a las dos chicas que la habían rescatado del suelo, y volvióa su casa, cansada, algo aturdida y bastante avergonzada por lo que había ocurrido.

—Podías haber llamado a casa y hubiera ido a buscarte —dijo Jorge, que acababa de

levantarse y agitaba un vaso con cacao mientras leía el periódico en la cocina—. ¿Has averiguadoalgo más sobre tu madre? —le preguntó Jorge, volcando una caja de cereales sobre el bol dedesayuno.

—Estoy a punto de hacerlo —dijo Eva—. Por fin tengo en mis manos algo que puededevolverme mi infancia desde el punto de vista de mi madre. Estoy tan nerviosa que no sé pordónde empezar.

—Pues empieza por el principio —Jorge la miró a los ojos, todavía sujetando la cuchara cercade su rostro—. Estás escribiendo tu propia rapsodia. No sé si te has dado cuenta.

La rapsodia. Esa canción fragmentada como la de Queen, su rapsodia bohemia, con sus altos ybajos. También ella había lanzado una llamada desesperada a su madre y allí estaba la respuesta.

Eva subió las escaleras hasta su habitación. Volvió a sentir algo claustrofóbico entre aquellas

cuatro paredes y tuvo que salir de nuevo. Se dirigió a la habitación de su abuela para comprobarsi, como hacía siempre, había una copia de las llaves del piso del centro, aquel que habían tenidoalquilado, dentro de un joyero hecho de mimbre que el abuelo le había traído de Cerdeña. Cogióla tapa del joyero y comprobó que efectivamente tres llaves colgaban de un llavero con la imagende la Virgen del Carmen colgada.

Jorge dio un respingo cuando escuchó como la puerta de la entrada se cerraba, dejando en elaire un olor inesperado a lirios del valle.

CAPÍTULO 36

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El piso de alquiler se encontraba situado en el barrio de las Letras en Madrid, en la mismacalle que un teatro en el que día sí día también había monólogos e improvisaciones de grupos deaficionados. Cuando Eva salió de la boca del metro, que se encontraba apenas a doscientos metrosde la casa, sintió una sensación de libertad extraña. Sacó las llaves de su bolso y las accionó paraabrir la puerta del portal. El vestíbulo de entrada era enorme, con un suelo de mármol que todavíalucía cierto brillo, a pesar de los años. A ambos lados estaban los buzones de los vecinos, decolor marrón y con placas doradas anunciando los nombres de los propietarios. Una pequeñarampa daba acceso al patio central, en donde se encontraba el ascensor. Se trataba de unaimitación al viejo elevador que tenía el edificio en sus tiempos. Un habitáculo de madera conpuertas acristaladas al que había que acceder a través de un cerramiento metálico. A Eva siemprele había divertido aquel artefacto. Pulsó el botón que daba acceso al tercer piso y respiró hondo.Hacía mucho tiempo que no pisaba aquel lugar. La puerta del piso estaba exactamente enfrente dela salida del ascensor. A ambos lados se extendía un pasillo en forma de ‘u’ y en los extremoshabía otras dos puertas (la A, y la C). Volvió a sacar el llavero y probó con un par de llaves hastaque la puerta de entrada cedió.

La entrada del piso estaba a oscuras, pero se podía ver como el sol se colaba por los balconesdel salón. Dio dos pasos largos para poder acceder a esa parte de la casa, que estaba mejoriluminada, y encendió la luz del pasillo arrastrando la mano por la pared hasta dar con elinterruptor. Olía a polvo y a incienso. Descorrió las pesadas cortinas que tapaban los balconespara que un chorro de luz entró para inundarlo todo. El salón estaba vació excepto por un viejosofá, que estaba cubierto con una tela que en sus tiempos había podido ser blanca. En la chimeneatodavía había restos de cenizas. Las ventanas estaban sucias y los balcones estaban llenos deexcremento de paloma. A pesar del aspecto decrépito, Eva se sintió liberada al estar allí. Estallóen ella una chispa de emoción que no había sentido desde que había vuelto de Escocia.

Desde el salón se accedía a un pasillo que tenía tres puertas. Las de los lateralescorrespondían a dos habitaciones prácticamente gemelas, cuadradas, con una ventana en un lateral,una cama grande, y un armario. Al final del pasillo se encontraba un baño de buen tamaño, condoble lavabo, una bañera, y una ducha en la esquina. Encima del lavabo había un juego de toallasde color rosa fucsia, que desentonaban con los colores pálidos de toda la habitación.

Eva volvió en sus pasos, atravesó el salón, y volvió a acceder al pasillo de la entrada. En unlateral se encontraba la puerta de la cocina, que estaba cerrada. Al entrar la luz del ventanal cegósus ojos por unos segundos. Pestañeó para ayudar a que sus ojos se adecuaran a la luz.

Volvió al salón, se sentó en el suelo y acarició los cuadernitos de la caja. Abrió uno al azar yleyó:

30 de marzoEstrellita, mirarte dormir en la cuna sana mi alma. Me gustaría besar esos deditos pequeños y

decirte que algún día podré ser la madre que quiero ser. Por el momento mi madre prefiere que noesté muy cerca de ti. La entiendo, pero aprovecho las noches para mirarte. Creces rápido, prontoempezarás a andar y saldrás al mundo. Espero que tengas más suerte que yo.

12 de abrilTengo recuerdos borrosos de lo que sucedió anoche. Quizás lo soñé, porque últimamente

empiezo a vagar entre lo que creo que ha pasado y lo que sucede realmente. La puerta de entradase abrió estrepitosamente cuando yo intentaba apilar todos los vasos de cristal sobre la encimera

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de la cocina. Creo que estaba logrando que al menos dos decenas de ellos se mantuvieran enperfecto equilibrio. Imagino que cantaba o tarareaba algo, como siempre hago cuando estoyconcentrada intentando cumplir los desafíos que me pongo. Alguien apareció súbitamente en elsalón. Podía ver su sombra desde donde yo estaba, y sentí un escalofrío que me recorrió toda laespalda. Tomé un cuchillo del soporte de madera donde se hallaba dispuestos con otros dediferentes tamaños. Juzgué que este tenía unas dimensiones suficientes para asustar a un ladrón.Me agaché, y me deslicé detrás del sofá. No recuerdo bien si alguien dio las luces entonces o sipermanecieron apagadas todo el rato. Rastreé con mi olfato el olor a calle, gasolina y colonia caraque acababa de colarse en la habitación. Me asomé por encima del sofá y vi una figura acercarseal mueble en donde papá guardaba la caja fuerte con el dinero de la tienda.

No lo pensé. Lo juro que no lo pensé. Creí que era un ladrón y me tiré sobre su espalda como

un animal salvaje. Clavé el cuchillo sobre un costado, se deslizó con facilidad entre las costillassin oponer resistencia. Un grito ensordecedor lo llenó todo. Tiré de su pelo, y entonces sí quealguien dio la luz (o estaba ya dada, no lo recuerdo), y vi el rostro de mi madre con una mueca depánico y dolor. Guillermo bajó las escaleras del piso de arriba con el rostro desencajado. Llevabaen su mano el maletín con los calmantes y sacó una inyección que estaba ya preparada parapincharme en un brazo. Caí en el suelo sin apenas tener tiempo a disculparme. Esta mañana me hedespertado llena de sudor. En mis manos he descubierto restos de sangre que he lavadoconcienzudamente. Ella dice que no pasó nada, pero sé que no lo he soñado.

3 de mayoEstrellita, este monstruo que crece en mí me está devorando por momentos. Le he pedido a la

abuela que te ponga en contacto con tu padre, pero se niega categóricamente. Nunca entenderé eseodio enconado que tiene hacia él. Es demasiado duro para ella creer que yo soy la únicaresponsable de todo lo que me pase. Tu padre no es mala persona, pero no quería encontrarse conesto, ni quiere lidiar con ello… Le gustaría pensar que ha hecho todo lo que ha podido por ti. Noes cierto. Se ha buscado sus propias excusas para dejar de quererte. Te ha hecho daño más de loque puede imaginar, pero yo no dejaré que crezcas así. Te protegeré hasta donde pueda, estrellita.A veces te miro jugar en el cuarto, cuando veo que nadie me vigila. Me asomo a tu habitación yveo como haces que tus muñecas hablen. Me gustaría ser una de ellas para poder entrar en tusjuegos, para poder escucharte, para estar junto a ti siempre.

20 de mayoHoy te he dibujado mientras te miraba por la ventana. Tienes mi pelo y mi sonrisa. Creo que ya

no la recuerdo en mi rostro, así que me gusta verla en el tuyo. Imagino que no sabes que te veojugar desde la ventana. La abuela siempre tiene todo pensado, confía en ella.

3 de junioLas montañas cabalgan detrás de los árboles. Un montón de mariposas se han chocado con el

cristal y hay un vendaval en este vaso de agua que intento beber. Las letras se mueven. Estecuaderno está enfermo.

23 de septiembreYa es otoño y las hojas de los árboles lo han cubierto todo. Creo que puedo escuchar el

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crepitar de la tierra preparándose para este largo invierno debajo de ese manto de cáscaras. Ayersoñé que un barco transatlántico enorme llegaba a nuestra calle. Era tan grande que su sombra noscubría por completo. Veíamos por la ventana del salón como un marinero sacaba la escalerilla, ycomenzaban a descender de él cientos y cientos de personas que ocupaban nuestro jardín. En unosminutos todo el mundo estaba rodeando nuestra casa, mirando por nuestras ventanas, e intentandoacceder al interior. Yo me sentaba en el suelo y abrazaba mis rodillas. No podía despertarme deesa pesadilla, y comenzaba a tararear ‘Bohemian Rhapsody’ a voz en grito hasta que el barcohacía sonar una estruendosa sirena que lograba que todos volvieran a subir. He sentido pánico.

12 de octubreComienzo a olvidarme de mí, de mi historia, de mi pasado, y me olvidaré de ti. Esta lengua

negra que está lamiendo mis pensamientos cada segundo me está dejando sin identidad. Haymomentos en los que de repente han dejado de existir. Solamente tú, verte crecer feliz, me ayuda asaber que un día hice algo bueno y bello. No te merezco, estrellita. Se equivocaron al dejar untrozo de diamante sobre este pantano oscuro y profundo que he cavado con mis manos. No meacompañes aquí.

3 de noviembreHoy me he levantado llena de esperanza. Siento que puedo dejar de tomar este veneno que me

consume por dentro. Tengo la cabeza despejada y me siento bien. Te dibujaré mientras la abuela teda de comer en el salón y si tengo suerte me dejarán darte el postre con esos cubiertos ridículosde plástico o jugar contigo un rato o contarte un cuento. Hoy será un buen día.

Eva acarició cada página, releyendo con sumo interés y cuidado todas aquellas palabras.

Imaginaba cómo su madre buscaba el diario en el cajón de su cómoda, se armaba con un bolígrafoo lápiz, y lo dejaba arrastrar sobre el papel con toda esa serie de vivencias y emociones. Aquellossímbolos, negro sobre blanco, eran su único testimonio, el legado de vida en primera persona quele dejaba a su hija. Un testamento deformado, a veces irascible, otras tranquilo y esperanzado,pero, ¿no eran al fin y al cabo así los de todos? ¿No son cada una de nuestras narraciones de vidauna interpretación y deformación de nuestra propia historia?

Se secó las lágrimas con el dorso de las manos hasta que cayó en la cuenta de que llevaba subolso y un paquete de pañuelos dentro. Mientras lo buscaba descubrió que sus piernas estabanadormecidas por permanecer tanto tiempo sentada en el suelo sin moverse, así que las estiró congran esfuerzo, sintiéndolas agarrotadas y pesadas, y decidió levantarse y caminar un poco antes decontinuar leyendo. Se puso de pie y colocó una de sus manos en un costado, como si lo sintieraherido. La cicatriz del costado estaba tirante. El dolor de una marca que le recordaría a su madreirremisiblemente.

A través de las puertas abiertas que daban acceso al balcón, una bandada de palomas zureabasaltando de un tejado a otro. El cielo se había vuelto de repente blanco, con unas cuantas manchasazules de distintos tonos salpicando aquel lienzo albino. Estiró de la cortina para tapar el paso delbalcón, temiendo que algún pájaro volara al interior, y se fue a la cocina donde se sirvió un pocode agua en un vaso viejo, rayado y coloreado por el paso del tiempo. Se sentó en uno de lostaburetes de madera de la cocina y empezó a imaginar que, con algunos arreglos, aquel espaciopodía ser más acogedor y agradable. Abrió la pequeña ventana que daba al otro lado de la calle, y

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un haz de luz golpeó la pared alicatada con azulejos de color crema.En el salón la estampa era digna de un buen cuadro. Los cuadernos yacían abiertos en el centro

de la habitación, sobre el suelo. A su lado un bolso abierto, la caja en donde habían sidoconfinados y un abrigo doblado. A través de las ventanas se colaba una luz que comenzaba a serde un tono rosa anaranjado. Eva se sentó en medio de aquella escena, entre los libros abiertos,como si fuera el centro de un círculo sagrado que le ponía directamente en contacto con otradimensión. Acarició los volúmenes y los cerró despacio, tocándolos con las yemas de los dedos ydevolviéndolos a su habitáculo original. En la manera de devolverlos a su sitio había cierto aireritual y místico. Eva encontraba razones de diferente naturaleza para justificar loscomportamientos de todos aquellos que la habían rodeado en su infancia: de su madre, de suabuela, de su padre y del señor Nájera, también, quizás, incluso, de su abuelo. No podíaperdonarles porque ella no podía ejercer aquel poder sobre ellos. No sentía que tuviera queperdonarlos y quizás tampoco podía comprenderlos.

Cerró todas las ventanas cuidadosamente, corrió las cortinas, lavó el vaso que había utilizadoy salió del piso cerrando a sus espaldas, sabiendo que tenía un par de decisiones tomadas quehabía que llevar a la acción. Cuando salió a la calle sintió como si el aire fuera más ligero yfresco, como si una punzada de entusiasmo la estuviera elevando sobre el suelo y le hiciera frentea la mismísima fuerza de la gravedad. Le pareció que la gente con la que se cruzaba le sonreía, yella devolvía el gesto asomando sus labios por encima de la bufanda gris.

Las horas habían pasado tan rápido en aquel piso que una sensación de desorientación sacudiósu cabeza al ver que el reloj de la farmacia de la esquina marcaba las siete de la tarde. ¿Podía sercierto? Buscó su reloj de pulsera bajo las capas del abrigo y comprobó que, efectivamente, eramucho más tarde de lo que había imaginado.

CAPÍTULO 37

Cerró las puertas del balcón antes de que alguna paloma se asomara y apareciera revoloteandoen el salón. Desde que había puesto las cortinas ya no le había vuelto a pasar. Desdobló unaesquina de la alfombra del salón, que se había quedado en punta y podía provocar un tropezón, ypegó un suspiró que se escuchó en toda la casa.

—Parece que estás más nerviosa que yo, Eva —dijo doña Claudia, apareciendo desde el

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pasillo, con una chaqueta y falda blanco marfil, y asiendo un bastón con una empuñadura azul quele confería la apariencia de un hada madrina.

—Estás impresionante, Claudia —aplaudió Eva—. Y sí, estoy muy nerviosa. Parecía quenunca iba a llegar, pero ya está aquí.

Se sirvió un poco de agua en la cocina, ahora cubierta con muebles de color claro, con unavajilla nueva transparente y sin heridas. Un reloj redondo marcaba las diez y diez. Les esperabanen el hotel a las once. No podían entretenerse mucho más. Miró por la ventana de la cocina, elpatio de luces estaba inundado por los rayos de sol durante un par de horas, haciendo que lascuerdas de los tendederos brillaran como cordones de seda. Llevaba más de seis meses viviendoallí. No había podido volver a la casa de la mariposa azul. La casa era un tiempo que se fue y ellahabía pasado página.

—Voy a por el dossier y nos vamos —informó a Claudia.Entró en la última habitación. La había acondicionado como su despacho después de saber que

su madre la había utilizado como taller de dibujo en más de una ocasión. Quería pensar que lacreatividad de su lado Quer se dejaba fluir allí. Las labores de edición del libro de doña Claudiahabían sido mucho más complicadas de lo que ella había pensado, pero había aprendido tanto. Laoportunidad que le había brindado trabajar con el equipo de Jorge había sido mucho más de lo quehabía esperado. Estaba ilusionada por comenzar una trayectoria profesional de la mano de la genteque la quería como era, sin disfraces.

Una decena de ejemplares de la biografía de Claudia Santamarta estaban sobre la mesa delsalón. Una edición blanca con el lomo con las letras en negro que recogía lo que las dos mujereshabían hablado durante días y días. Eva no podía evitar pararse a contemplarlos cada vez quepasa por su lado. A veces cogía alguno y lo abría, leía cualquiera de las frases, a veces con ciertotemor de encontrarse con alguna errata. Había llegado la hora de dar a conocer la historia de lavida de doña Claudia al mundo, con todas sus consecuencias.

El timbre del portero automático la sacó de sus pensamientos.—Justo a tiempo. Ese es Jorge.Eva miró a doña Claudia, que se había apostado enfrente del balcón mirando la calle. Le

pareció que su figura estaba empezando a transmitir una sensación de fragilidad, como si fuera aromperse en cualquier momento. La mujer intentó girar su cuerpo con dificultad y murmuró:“Maldita cáscara, por dentro sigo teniendo dieciséis años”.

—Y por fuera también —afirmó Eva, cogiendo un foulard del perchero de la entrada yabriendo la puerta para que doña Claudia pasara delante de ella.

—Espera, Eva. Alguien me dio algo para ti y tengo que entregártelo ahora, siguiendo susinstrucciones —anunció Claudia, poniéndose firme para prepararse para la misión.

La mujer se internó en una de las habitaciones y salió con un paquete envuelto en papel rosapálido. Eva se quedó mirándolo con sorpresa. Dudó sobre si abrirlo más tarde, pero doña Claudiase lo acercaba más y más, como si la apuntara con un florete. Las esquinas del papel estabanpegadas con mucho cuidado, haciendo coincidir cada una de ellas escrupulosamente. Lo abrió concuidado para no romper el papel y encontró un paquete cuadrado. Una edición especial de “ANight at the Opera”. Una nota escrita en un papel blanco acompañaba al paquete. Reconociórápido la letra inclinada y los curiosos círculos sobre las íes. “Solo alguien como tú puedeentender “Bohemian Rhapsody”. Espero que hayas juntado las piezas. Te extraña, Eduardo”.

Eva sonrió y acarició la nota con las yemas de los dedos.—Me tienes que prometer que vendrás a Edimburgo en verano —le dijo la mujer antes de

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salir.—Sí, prometido —asintió ella, poniéndole una mano en el hombro como si fuera el sello del

trato.—Y después de la presentación, quiero que me enseñes esa vidriera de la que tanto hablas.—Por supuesto, Claudia, pasaremos la tarde en casa de mi abuela. El doctor Nájera ya lo tiene

todo preparado. Hasta ha preparado mimosas para ti.—Vales mucho —dijo la mujer, volviéndose hacia Eva y pellizcándole una mejilla—. No

dejes que nadie te diga lo contrario.Eva miró el interior de la casa antes de salir. Aquel salón lleno de suciedad, papeles y

palomas se había convertido en su hogar. De repente, le pareció ver la figura de una mujer vestidade blanco desapareciendo detrás de las cortinas y escuchó el sonido de un leve batir de alas.

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AGRADECIMIENTOS

Soñé a Eva una tarde de abril de 2016. En este camino de escritura, edición y publicaciónmuchas personas me han ayudado y alentado. Me disculpo por no nombraros a todos, peroquisiera mencionar y agradecer:

a mis padres, por enseñarme a soñar y a luchar;a mi hermana Bea, por tener siempre las agujas preparadas para ayudarme a tejer mis

sueños;a José Ángel, por ser cómplice diario, compañero de aventuras y desventuras;a mi Ohana Hexagonal, siempre remando juntos y, en especial a Helena y Sara, por

ofrecerse para ser ‘lectoras beta’ y alimentar mi entusiasmo;a Rosa Quer, por estar siempre ahí, arropándome con su cariño mágico;a mis profesoras de la Escuela de Escritores: Juana, Aixa e Inés, por todo lo aprendido;a mi equipo Kraken, porque me han devuelto las ganas de compartir letras e historias;a Rosa Montero, por ser siempre la chispa para encender la pasión que tengo por la

escritura;y a ti, lectora, lector, por darme la oportunidad de compartir contigo “La rapsodia de

Eva”.

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Esta obra se gestó a partir de un relato, no publicado, escrito el 2 de abril de 2016, y su versióndefinitiva fue terminada el 17 de abril de 2020 en Alcalá de Henares.

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ACERCA DE LA AUTORA

Raquel F. Alcalá se dedica a la docencia y la investigación a nivel universitario. Es unaapasionada de los libros y escribe historias desde los siete años. En 2016 publicó “La Casa de losLirios y otros relatos” en Amazon. En ese mismo año ganó el primer Premio de Microrrelato en sucategoría nacional en el concurso organizado por la Fundación Emilio Carrere. Ha colaborado enel volumen de cuentos “Y al otro lado está el mar” (2018) y en el blog del club de lectura AireNuestro del Instituto Cervantes en Milán. “La Rapsodia de Eva” (2020) es su primera novela.

Raquel F. AlcaláInstagram: @raquelf.alcalaTwitter: @esquinaspalabraBlog: lasesquinasdelaspalabras.wordpress.com Spotify: La rapsodia de Eva