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La Santa Misa J. Fernando Rey Ballesteros colección Milenio Y el Divino Protocolo

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La Santa Misa

J. Fernando Rey Ballesteros

colección Milenio

Y el Divino Protocolo

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Consideraciones previas .................................................. 9Importante: sobre el gozo espiritual ..............................13La Santa Misa en la vida del cristiano ........................... 22

Antes de la misa: preparando el alma .............29Preparación habitual ..................................................... 32Preparación próxima .....................................................40

Durante la misa............................................... 47Ritos iniciales ................................................................. 47Liturgia de la Palabra .................................................... 56Presentación de ofrendas .............................................. 64La consagración ............................................................. 72La plegaria eucarística ...................................................82La doxología ....................................................................91El Padrenuestro ............................................................. 94La comunión ................................................................ 102Los ritos finales .............................................................116

Después de la misa. La acción de gracias ........121

La misa diaria ............................................... 125

«Divino protocolo» ........................................131

ÍNDICE

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Consideraciones previas

He aquí a un héroe. Porque sus palabras nos dejan entender que su forma de participar en el Santo Sacrificio es realmente «sacrificada». De ellas deducimos que:

1) Asiste a misa. Si no fuera así, la respues-ta habría sido: «No me aburro, porque no voy». Pero él se aburre. Por tanto, está presente.

2) Lo hace a su pesar. La misa no es atracti-va para él. A nadie le gusta aburrirse. Quizá va a gusto al cine, o al fútbol. Pero, para ir a misa, tiene que realizar un esfuerzo. A pesar de todo, cada domingo se persona en la iglesia.

3) Durante la misa, llega un momento en que sufre una pequeña crisis de ansiedad. Puesto que le resulta aburrida, si el sacerdote alarga la ho-milía, o si en su parroquia son amigos de inter-minables moniciones a cada una de las partes de la celebración, se siente tentado de mirar el reloj, e incluso de levantar las manos pidiendo la hora, como hacen los equipos apurados en los partidos de fútbol. No obstante, retiene sus brazos y espe-ra heroicamente al final de la misa para levantar-se y salir del templo.

4) Cuando, finalmente, la misa termina, y él sale aliviado de la iglesia para retomar su vida

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donde la dejó, sabe que volverá el domingo si-guiente. Se ha aburrido, y puede que abandone el templo porfiando del sacerdote o de la celebra-ción, pero sabe que volverá. Es un héroe.

El único problema que tiene una persona así es que la bienaventuranza está más al alcance de los santos que de los héroes. No va por mal cami-no, ya que la santidad conlleva el grado heroico en la vivencia de las virtudes. Pero hace falta algo más. Ese «algo» es, precisamente, lo que marca la diferencia entre aburrirse en misa y disfrutar del Santo Sacrificio como del momento más pre-ciado de la vida.

Me estoy refiriendo al amor a Dios. Podría de-cirse que el amor es lo contrario al aburrimiento. Cuando una persona se aburre, el tiempo parece arrastrar los pies de tal manera que los minutos se vuelven horas. Por el contrario, cuando una persona se encuentra gozando del ser amado, el tiempo se acelera de manera cruel, y son las ho-ras las que se vuelven minutos. Si nuestro ima-ginario interlocutor llegara a vivir el Santo Sacri-ficio como un encuentro gozoso con el Ser más amado, dejaría de aburrirse en misa para pasar a desear, más que nada en este mundo, que diese comienzo la misa siguiente.

No puede amarse lo que no se conoce. Muchos cristianos que tienen un conocimiento elemental de Dios y de su Hijo, y que aman realmente a Je-sucristo, sin embargo desconocen por completo

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la esencia de la misa y el significado de sus ri-tos. Al no conocer, no pueden tampoco amar. Y la misa se vuelve opaca, densa, impenetrable… aburrida. Si fuera una película, diríamos que es preciso ser un héroe para soportar cada domin-go la misma película, cuyo comienzo y final son siempre idénticos, en la que no hay acción, ni disparos, ni besos, y en la que lo único que cam-bia, de un domingo a otro, son unas lecturas di-fíciles de entender y una homilía que la mayor parte de las veces carece de interés.

Tenemos muchos héroes en nuestras iglesias los domingos. Pero sería preferible llenar de san-tos los templos. Por eso, este breve libro quisiera aportar al lector medio un conocimiento básico sobre la esencia de la misa y el significado de sus ritos. Sé que son miles los libros que han trata-do de proporcionar lo que aquí se ofrece. Tomé-moslo como un nuevo intento. Y valdría la pena intentarlo un millón de veces hasta conseguirlo, porque es tan precioso el Don que en la misa se derrama que inspira mucha lástima el que tantas personas salgan del templo sin haberlo gozado.

Si nuestros héroes no pasan a ser santos, ha-brá grandes decepciones a las puertas del cielo. Porque cuando estos héroes sean llamados por Dios, cuando las puertas del Paraíso se abran ante ellos y se los invite a entrar, y descubran entonces que la bienaventuranza es una eterna e interminable misa… ¿Qué harán? No quiero ni

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pensarlo. Después de toda una vida sacrificándo-se cada domingo para ir a la iglesia, convencidos de que, a cambio, serían admitidos tras la muer-te en un lugar donde todo quedase compensado, ¿con qué gesto afrontarán la noticia de que tie-nen por delante el mismo banquete que tanto les aburrió en la tierra? ¿Entrarán? ¿Se atreverán a afrontar una eternidad de aburrimiento supre-mo?

Sin embargo… Es preciso que sea así. De to-dos los placeres y gozos de esta tierra, ninguno resistiría la prueba de la eternidad. Una comida que se prolongase eternamente nos provocaría el vómito; un concierto que jamás acabase nos volvería locos; un encuentro amoroso con una criatura, aunque fuese la más bella, prolongado durante toda la eternidad acabaría en hastío… ¿Qué haremos en el cielo, si no hemos descu-bierto en esta vida un gozo capaz de alegrarnos eternamente?

Pues bien: ese gozo, el único que nunca sacia el corazón humano, está en la misa. Pero muy pocos lo conocen. Y, si no aprendemos a disfru-tarlo en esta vida, no estaremos en condiciones de desearlo cuando nos veamos a las puertas de lo eterno. Por eso valdría la pena intentar expli-carlo a los hombres un millón de veces, hasta que ningún cristiano se aburra en misa.

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Importante: sobre el gozo espiritual

Importante, no; importantísimo. Porque tra-tamos ahora la causa de la inmensa mayoría de las frustraciones en lo que se refiere a la misa. Me refiero a las expectativas. Los fieles esperan una forma de gozo a la que están habituados, pero que no es el que la misa puede proporcionarles.

Existe un gozo corporal, al que llamamos «pla-cer», y que consiste en el recreo de los sentidos. Desde el sabor de una buena comida, o el gusto de beber cuando se tiene sed, o la sensación de des-canso que uno experimenta al tumbarse cuando está cansado, hasta sensaciones placenteras más intensas como son las propias de la sexualidad, todo este abanico de experiencias tienen en co-mún el deleite carnal. Son gozos muy epidér-micos y, por eso, muy breves, aunque puedan proporcionar altos niveles de satisfacción. Pero ninguno de ellos puede prolongarse demasiado en el tiempo sin producir hastío. Obviamente, no estamos hablando del tipo de alegrías que uno espera el domingo en misa de doce. A nadie se le ocurre ir a misa para comer, aunque, en algunos casos, haya quien parezca que se ha acercado a la iglesia para dormir. Tomémoslo como un placer añadido, aunque no siempre inesperado.

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Existe un gozo afectivo o sentimental, al que podríamos llamar «bienestar», y que consiste en el deleite de los sentimientos y emociones. La conversación agradable con una persona afín, el paseo de dos enamorados que caminan cogidos de la mano, el abrazo a un ser querido, la trepi-dación que produce una película de acción o el dulce lagrimeo que provoca la película román-tica, las emociones despertadas al escuchar una canción… Hablamos ahora de gozos más profun-dos que los del párrafo anterior, y que pueden in-cluso prolongarse durante más tiempo sin llegar a saciar. Una buena película puede mantener la atención del espectador durante horas sin abu-rrirle, y un enamoramiento puede incluso durar años. Sin embargo, tampoco estos gozos pueden prolongarse indefinidamente. Una película de doce horas se volvería insoportable, y el enamo-ramiento, tarde o temprano, tiene que desvane-cerse para que pueda construirse la relación de verdadero amor. Uno no siempre «se encuentra bien» ni se divierte durante todo el día.

Si, al hablar del placer, quedaba claro que no es lo que una persona espera cuando asiste a misa, en el caso del bienestar o gozo afectivo las cosas no son tan fáciles de dilucidar. Mucha gen-te espera que la misa sea «divertida», entreteni-da, amena e incluso emocionante. Quieren «pa-sar un buen rato» en la iglesia, como lo pasarían en el cine o en un romance. Y los sacerdotes, que no podemos poner un restaurante en el templo,

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sin embargo, y por desgracia, hemos pensado en ocasiones que podíamos satisfacer esas expec-tativas. Para ello, hemos procurado introducir elementos que volviesen la misa un poco más «emocionante». Desde la música moderna has-ta las representaciones teatrales o la implicación activa de los fieles en partes de la liturgia, todo ello ha estado destinado a que la gente no se abu-rriera en nuestras celebraciones. Se trataba de encender sentimientos, provocar emociones o, simplemente, evitar que decayese el interés. Con este tipo de iniciativas, los sacerdotes cometimos un error de principiantes, al intentar convertir la misa en algo divertido. Y, claro, los profesionales de la diversión cuentan con muchos más medios que nosotros para lograr ese fin, que no es el que se nos ha encomendado. Resulta ridículo querer entretener a la gente en la iglesia, cuando en la acera de enfrente hay un cine o una sala de fies-tas. Por el mismo motivo por el que no podemos poner un restaurante, tampoco podemos con-vertir el templo en un parque temático donde la gente vaya a «pasarlo bien». Ni el sacerdote debe ser un showman, ni la música litúrgica tiene que convertirse en megahit, ni las asambleas tienen que ser reuniones de terapia colectiva. No sé si habrá años suficientes en la Historia para que los clérigos nos arrepintamos del mal que hemos causado en los fieles al despertar en ellos expec-tativas que no podíamos colmar. La diversión no es lo nuestro. Y, para nuestro consuelo, tampoco

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nadie va a alcanzar la salvación por haberse di-vertido durante su vida.

¿Qué es el gozo espiritual? Hablamos del de-leite más elevado y noble que puede un hombre experimentar en esta vida; el único –por cierto– que se prolongará eternamente después de la muerte sin hartar ni saciar jamás. Y, seguramen-te, de la alegría más desconocida e inexplorada por los hombres.

No es el propósito de este breve libro el de suplir a un manual de antropología. Pero, si hablamos de «gozo espiritual», difícilmente se comprenderá el contenido de estas páginas si no nos referimos a qué entendemos por «espíritu». Dediquémosle, por tanto, unas líneas imprescin-dibles.

Hemos hablado del cuerpo y la afectividad. También hemos señalado en qué consiste el gozo corporal y el deleite afectivo o sentimental. Pero la vida del hombre no se ciñe a esos dos planos. A diferencia de los animales, el ser humano está abierto a una dimensión mucho más elevada y profunda, que es la espiritual. Desgraciadamen-te, eso no quiere decir que todos los hombres de nuestro tiempo aprovechen esa capacidad. Por desgracia, son ya muchos quienes viven como si no tuvieran alma. Semejante tipo de vida nos convierte en una especie de animales evolucio-nados con conexión a Internet.

Como ser espiritual, el hombre es capaz de re-plegarse sobre sí mismo, está dotando de cons-

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ciencia y facultado para decir «yo». Ningún ani-mal puede decir «yo», porque ningún animal puede elevarse sobre sí mismo y mirarse. Esa capacidad pertenece al ámbito del espíritu.

Si, en las dimensiones corporal y afectiva, el hombre siente y padece, apetece y rechaza, el es-píritu conoce e ignora, ama y odia. El gozo espiri-tual, por tanto, se distingue esencialmente de los gozos corporales y afectivos en que no consiste tanto en sentir como en conocer; en palpar como en saber; en apetecer como en amar. La diferen-cia es abismal, porque, mientras la experiencia de «sentir» es efímera, cuando algo se sabe se sabe para siempre. Por eso, si al referirnos al cuerpo o a los afectos hablamos de «estar» a gusto o «estar» contentos, al referirnos al estado deseable del espíritu hablamos de «ser» felices. Quien es feliz lo es incluso mientras sufre dolor o siente tristeza. Lo que suceda en la dimensión corporal o afectiva no altera el estado de un espí-ritu que ha alcanzado la felicidad. Descendiendo al terreno que centra las páginas de este libro, la misa no nos proporciona placer ni nos entretie-ne, sino que nos hace felices.

Hablé antes de amor. Nuestros contemporá-neos han adulterado esta palabra hasta tal punto que se la identifica con una experiencia carnal –«hacer el amor»– o con un sentimiento –«sen-tir amor»–. Pero lo cierto es que el amor verda-dero ni se hace ni se siente; más bien se «vive», y se vive desde lo más profundo del ser humano,

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que es el espíritu. Los animales, que son capaces de copular o de sentir apego a otros, sin embargo no están capacitados para amar, por la sencilla razón de que no pueden entregarse. Y no pue-den entregarse porque, al no estar dotados de espíritu, no se poseen a sí mismos. Se me dirá que tampoco muchos hombres son dueños de sí; pero la causa no es que no puedan serlo, sino que no han ejercitado sus capacidades espirituales. Estas personas están, por desgracia, incapacita-das para el amor y para la felicidad.

Más que lo agradable, el espíritu busca lo ver-dadero y lo bello. Cuando lo encuentra, el gozo que experimenta lo mueve a salir de sí sin aban-donarse a sí mismo, como la luz del sol sale po-derosamente de su centro sin abandonarlo nun-ca, y entonces decide entregarse y crear vínculos de amor. Si existe respuesta por parte del ser amado, y éste se decide a entregarse a su vez, en esa entrega el ser amado se desvela a sí mismo y muestra su interior. Al crecer el conocimiento, crece de nuevo el amor, y ambos se van retroali-mentando y aumentando así la dicha.

Supongamos que Juan conoce a Isabel, goza al contemplarla, y así en él se despierta el amor. Si Isabel realiza con Juan la misma experiencia, y decide corresponder con amor a quien le ama, ambos entablarán una relación amorosa. Se sen-tarán juntos, se mirarán a los ojos, y cada uno irá desvelando al otro el misterio de su persona. Al aumentar el conocimiento, el amor crecerá,

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y mayor será la dicha que experimentan juntos. Todo este proceso irá en ascenso mientras am-bos mantengan su decisión de entregarse. Pero el misterio de un ser humano es, necesariamen-te, limitado. Y podría llegar un momento en que el conocimiento ha alcanzado su cota máxima, y apenas se descubre nada nuevo en el ser amado. Si la voluntad de entregarse al otro se mantiene, el amor no tiene por qué decaer, y puede seguir creciendo cada día. Pero el afán de contempla-ción ha alcanzado su cumbre, y pocas cosas sor-prenden ya del ser querido.

Sin embargo, cuando el ser amado es Dios, el espíritu humano resulta elevado a una dimen-sión insospechada, como un mar sin orillas: no hay límites. De Dios siempre puedes esperar otra novedad, otra sorpresa, otra maravilla. El grado de felicidad, entonces, puede ser infinito. Y el ser humano –aunque no en esta tierra– está prepa-rado por Dios para ser infinitamente dichoso, porque su corazón ha sido creado para un amor inconmensurable. Hemos sido creados para Dios. Eso hace que ningún amor de esta tierra nos satisfaga completamente.

Toda relación de amor comienza en un cono-cer. Y, cuando se trata de Dios, ese conocer nos lleva a las realidades espirituales. Dios es Espíri-tu, y sólo se conoce a Dios cuando el espíritu del hombre es capaz de contemplar el ser divino de su Creador. El hombre, sin embargo, aun siendo una criatura espiritual, es también carnal, y en

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él todo conocimiento debe pasar a través de los sentidos. Para deleitarme con una novela, mis ojos tienen que divisar las letras; para gozar de una obra musical, mis oídos necesitan escuchar las notas. ¿Qué haré para conocer a Dios?

La respuesta a esta pregunta es otra pregun-ta: ¿Qué ha hecho Dios para que yo lo pueda co-nocer? Encarnarse, hacerse carne como carne soy yo, y con su santísima humanidad tender un puente que me lleve, partiendo de los sentidos, a las realidades espirituales. Los sacramentos son, desde la Ascensión de Cristo a los cielos, la base de ese puente, el lado más cercano a mis pies. Pero, para cruzarlo, necesito cierta instrucción. De poco me sirve que mis ojos vean al sacerdo-te alzando la sagrada Hostia si yo desconozco que, tras los accidentes del pan, es Cristo mismo con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad quien se halla escondido en las manos del pres-bítero.

Cada rito de la misa nos abre a un mundo de luces divinas capaces de embriagar en Amor al corazón más duro. Quienes han conocido y ex-perimentado estos gozos saben lo que supone esa «sobria embriaguez». Pero, para que el hom-bre y Dios entren en Amor durante la misa, el romance debe comenzar por el primer paso: el conocimiento. Debo saber lo que el rito supone y conocer todo su significado. En segundo lu-gar, debo decidir adentrarme en esa invitación amorosa, cruzar la puerta del signo y entregar

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mi vida en la aventura… La misa, entonces, ha comenzado.

Si el puente se encuentra embadurnado de al-quitrán, o cubierto de miel, será difícil cruzarlo. Por eso los gestos litúrgicos deben ser sobrios, limpios, fáciles de dejar atrás para alcanzar la otra orilla. Una música ruidosa, una polifonía excesivamente barroca, un altar descuidado o sucio, una persona conversando en voz alta en un banco de la iglesia, un teléfono móvil que suena en mitad de la misa, una ocurrencia del sacerdote que rompe el orden del ritual… Todo ello son obstáculos para que el alma pueda pasar al otro lado. El mejor compañero de viaje es el silencio. Un ambiente recogido, un canto sobrio cuya letra eleve el espíritu, unos gestos litúrgi-cos ajustados al ritual y no sobreactuados… Todo ello facilitará a quien participa en el Santo Sacri-ficio el camino hacia el corazón mismo de Dios, entregado en Amor.

Cada rito, cada gesto, ofrece al alma su pro-fundo significado dentro del ámbito en que se encuentra. En la misa, todo cuanto acontece se enmarca en el sacrificio del Calvario. Por eso, an-tes de explicar, uno por uno, los ritos de la litur-gia, será preciso obtener una «vista de pájaro» acerca de lo que supone la celebración eucarísti-ca en la vida de un cristiano. A ello dedicaremos el siguiente epígrafe, el último de esta introduc-ción.

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La Santa Misa en la vida del cristiano

Supongamos que una persona muere con cien años de edad sin haber pisado una iglesia más que una vez en su vida. Se trataba del funeral de un amigo, al que acudió por compromiso. Ni atendió a lo que allí sucedía, ni le importaba lo más mínimo el significado de aquella ceremo-nia; se quedó sentado en el último banco y salió de allí en cuanto la misa terminó. Incluso en un caso como éste, habría que decir que el aconte-cimiento más importante y trascendente de los cien años de existencia de esa persona tuvo lu-gar el día en que se sentó, distraído, en el templo durante el funeral de su amigo. Aunque, durante su vida, nuestro personaje hubiera fundado una empresa de fama mundial, o hubiera gobernado el país más influyente del planeta, ninguno de sus actos podría compararse en importancia y en trascendencia con ese momento en el que él mismo no se enteró de nada de cuanto sucedía a su alrededor. Aún sin ser consciente de ello, aquel día estuvo en el lugar donde la Historia se abre a la eternidad y la tierra se une con el cielo. Ante sus despistadas narices, la Creación ente-ra resultó redimida en aquel sagrado instante. Y tan triste como el hecho de que él no fuera cons-

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ciente de lo que sucedía es la desgracia de morir sin saber que estuvo allí. Cuando la vida de una persona toca la grandeza y el protagonista mira hacia otro lado, hay motivos para llorar por una existencia malgastada.

La Santa Misa es la renovación incruenta del sacrificio cruento de Cristo en la Cruz. No es éste un manual de teología sacramental, y el lector in-teresado podrá encontrar en otros libros decenas de fórmulas que expliquen lo mismo. Yo empleo ésta porque es la que me enseñaron en mi juven-tud, y porque entiendo que refleja a la perfección la grandeza de la celebración eucarística.

En el Calvario, Cristo ofreció a su Padre el sa-crificio capaz de redimir todos los pecados de los hombres y de librar a la Creación entera del do-minio del Diablo, al que estaba sometida desde que Adán y Eva la pusieran en sus manos. Ele-vado sobre la Cruz, Jesús, Dios y hombre verda-dero, se alzó sobre la Historia y abarcó con sus brazos extendidos todas la épocas, todas las al-mas, todas las traiciones y todos los sacrificios. Resucitando de entre los muertos, abrió en la muerte y en la Historia un boquete con forma de cruz que la une con la eternidad. Por esa sagrada puerta entran las almas en el cielo, y desciende sobre la tierra la bendición celestial. No existe otra puerta, ni puede ofrecerse otro sacrificio ca-paz de redimir al ser humano. Tampoco es pre-ciso que la Víctima inmolada en la Cruz vuelva a inmolarse, porque su eficacia hace innecesaria la repetición del sacrificio.

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La misa, por tanto, no es una repetición –ni dramática ni real– de lo que sucedió en el Gól-gota. Tampoco es un recuerdo, si por recuerdo entendemos la mirada nostálgica hacia un tiem-po pasado y lejano. Para entender lo que se des-pliega ante nosotros en cada misa es preciso te-ner en cuenta que el sacrificio de la Cruz rompió la Historia en el momento en que tuvo lugar, y se elevó por encima de ella hasta abarcarla por completo, merced a la divinidad de Aquél que colgaba del Madero. Bajo su mirada estábamos cada uno de nosotros con todos nuestros peca-dos y todos nuestros dolores. Somos contempo-ráneos de Cristo crucificado, y cuanto hagamos o nos suceda tiene su impacto en el Crucifijo. De la misma manera, en cada misa y en cada altar se hace real y misteriosamente presente ese único sacrificio que ha sido ofrecido una sola vez. Del mismo modo que la luz del sol, elevado sobre la tierra, penetra en una casa por cada una de las ventanas, así la ofrenda del Calvario, elevada so-bre la Historia, penetra en la vida de los hom-bres a través de cada misa y de cada altar sobre el que se ofrece. Son sus sagrados Cuerpo y Sangre, ofrecidos al Padre, los que se hacen presentes en cada eucaristía; es el mismo Cristo sacerdo-te quien presenta esa ofrenda en cada presbítero que se acerca al altar. Y nosotros, en cada misa, tenemos la oportunidad de asociarnos a ese sa-crificio y a esa labor –trabajo, sí, trabajo– reden-tora completando con nuestra devoción lo que le

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falta (cf. Col 1, 24): nuestro «sí», nuestro con-sentimiento para que la entrega de la Cabeza se prolongue en los miembros.

He escrito en el párrafo anterior que el sa-crificio de Cristo se hace, en cada misa, «real y misteriosamente presente». Retomo ahora esas palabras porque requieren una explicación. La presencia física, a la que tan acostumbrados es-tamos los seres carnales, no es la única forma de presencia real. El modo en que la ofrenda del Gólgota ha quebrado la Historia y se ha eleva-do sobre ella inaugura otras formas de presencia real menos torpes y pesadas que la física, en la que todo queda apresado en el tiempo y el lugar. Por ejemplo, una vez pronunciadas las palabras de la consagración, el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Jesucristo están realmente pre-sentes sobre el altar, velados y a la vez mostra-dos por las sagradas especies del pan y del vino, pero Cristo no está físicamente allí. Está corpo-ralmente, es verdaderamente su cuerpo el que se encuentra entre las manos y ante los ojos del presbítero; pero ni esas manos lo tocan, ni esos ojos lo ven, porque se trata de una presencia sa-cramental, no física. Cristo, que sufrió lo indeci-ble en el Gólgota, no sufre sobre el altar, a pesar de tratarse del mismo sacrificio. El modo en que se renueva en cada Eucaristía trae al altar la Víc-tima, el Sacerdote y la ofrenda, pero no el dolor. Sobre el altar, el sacrificio cruento del Gólgota se renueva de manera incruenta. Y esta ausencia

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del dolor une sobre el presbiterio el Calvario con el Tabor. Muchos hemos encontrado nuestro Ta-bor en ese Gólgota eucarístico.

No es una metáfora; no es un acto simbóli-co. Estamos realmente presentes en el Calvario durante cada misa. Y tenemos la posibilidad de unir nuestra pequeña vida a la vida ofrecida del Hijo de Dios. Podemos depositar a los pies del Crucificado nuestros anhelos y nuestros dolores, nuestra contrición y nuestro amor, con la seguri-dad de que todo será recogido y presentado por Él al Padre.

Precisamente por eso, la misa no es un mo-mento más de entre los muchos que disfrutamos o padecemos a lo largo de la jornada. Una per-sona despierta por la mañana a las órdenes del smartphone, el gran dueño de nuestras vidas. Se asea, desayuna, acude a su trabajo o lleva a sus hijos al colegio, entra en un centro comer-cial y sale de allí cargado de bolsas, come cuando puede y dedica un tiempo a sus amigos si tiene oportunidad, atiende a su familia, se sienta ante el ordenador, se sirve una cerveza o lee un li-bro, cena, ve un programa de televisión y vuelve a la cama hasta el día siguiente… Todo ello son puntos a lo largo de una línea; y, una vez mar-cados, ya no vuelven. La línea se prolonga hasta el punto final de la muerte, y lo escrito, escrito está. Introducir la misa en esa línea de puntos como uno más sería el gran error de nuestras vi-das. Porque, en cada misa, la línea del tiempo se

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quiebra para entrar en diálogo con ese sacrificio que ha roto la Historia y la ha abierto a la eterni-dad. A través de esa puerta sagrada que se abre en la celebración eucarística, el cielo desciende sobre la tierra y la tierra se escapa hacia el cielo. La eternidad de Dios entra en mi vida, y mi vida, con cada uno de mis días, se escapa a través del altar hacia lo eterno de Dios. Como absorbido por esa ofrenda personal con la que me uno a la Santa Misa, los demás momentos de la jornada –mi trabajo profesional, mi vida familiar o so-cial, mis dolores y alegrías– se vuelven eternos y son llevados al cielo en los brazos extendidos del Redentor sobre la Cruz. Por eso, en la misa cobra sentido el resto del día y el resto de la vida, de modo que nada se pierde. Mi propia muerte, si está unida eucarísticamente al altar, no será sino la consumación del sacrificio, de tal modo que, cuando muera, no haré sino pasar al otro lado de la misa, a ese lado en el que la eternidad, con su dicha, ya lo ha absorbido todo.

Deberíamos pensar en ello cada vez que cru-zamos las puertas de la iglesia para participar en la celebración de la Eucaristía. Uno no pue-de acercarse a esa puerta sagrada bostezando y mirando el reloj; ni puede llegar ante el altar sin nada que ofrecer allí, aun cuando, muchos días, la única ofrenda posible sean nuestros fracasos. Sería como permanecer en el andén mientras de-jamos escapar el tren que nos lleva al cielo. Cada momento de la misa merece ser vivido intensa

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y atentamente. Sólo así aprovecharemos todo lo que Dios nos ofrece en cada eucaristía.

Aunque volveré luego sobre ello, la considera-ción de estas verdades justifica la conveniencia de asistir a misa todos los días. No es lo mismo un día con misa que un día sin misa. Un día sin misa es un día plano, atrapado en la red de las horas y los minutos. Es cierto que el precepto dominical, cuando menos, abre las puertas de lo eterno ante los ojos del cristiano al final de la se-mana. Pero entre el lunes y el domingo hay seis días; y seis días, punto tras punto, momento tras momento, forman una línea demasiado larga para quien ama y añora a Dios. La misa diaria hace que todos los momentos del día se vuelvan hacia el altar, y convierte en monte elevado al cielo la aburrida línea de nuestra monotonía dia-ria. Cuando se asiste a misa cada día, la misa se convierte en el centro de la jornada y, por ello mismo, en el centro de la vida. Entonces, todo cuanto hacemos mira y espera al altar. Todo es para Dios, y Dios está en todo. Y así la misa, que para muchos no es sino un precepto que cum-plir, se convierte en la gran alegría del enamora-do que cada día alcanza intimidad con el amor de su vida. Cuando ese momento llega, el cristiano se ha convertido en alma eucarística. Todos los santos lo han sido.