LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES DE ESPAÑA EN … · Señores Patronos. Señoras y señores....

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PATRONATO DEL ALCAZAR DE SEGOVIA LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES DE ESPAÑA EN RELACION CON EL ALCAZAR DE SEGOVIA POR ALFONSO EMILIO PEREZ SANCHEZ PRESENT ACION POR ENRIQUE PARDO CANALÍS SEGOVIA MCMLXXXIX

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PATRONATO DEL ALCAZAR DE SEGOVIA

LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES DE ESPAÑA EN RELACION CON EL ALCAZAR

DE SEGOVIA

POR

ALFONSO EMILIO PEREZ SANCHEZ

PRESENT ACION

POR

ENRIQUE PARDO CANALÍS

SEGOVIA

MCMLXXXIX

LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES

DE ESPAÑA EN RELACION CON EL ALCAZAR

DE SEGOVIA

PATRONATO DEL ALCAZAR DE SEGOVIA

LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES DE ESPAÑA EN RELACION CON EL ALCAZAR

DE SEGOVIA POR

ALFONSO EMILIO PEREZ SANCHEZ

PRESENT ACION

POR

ENRIQUE pARDO CANALÍS

SEGOVIA

MCMLXXXIX

Textos correspondientes a la celebración del VI Día del Alcázar en el Salón de Reyes el día 2 3 de jw1io de 1989.

Cubierta: Facsímil de la firma de Luis de Madrazo.

Depósito legal: M.- 41.535- 1989

Imprenta AGUIRRE - General Alvarez de Castro, 38 - 28010 MADRID

PRESENT ACION

POR

ENRIQUE PARDO CANALÍS

Excelentísimo Señor General Presidente del Patronato del Alcázar

de Segovia.

Excelentísimos e Ilustrísimos Señores.

Señores Patronos.

Señoras y señores.

Cumplo muy gustosamente con el honroso encargo recibido de presentar a nuestro conferenciante de hoy en la celebración del

VI Día del Alcázar. Misión que si, de una parte, supone el grato empeño de agradecer su presencia entre nosotros, por otra, no deja

de suscitarme justificada inquietud por si mis palabras no aciertan a realzar como es debido sus propios merecimientos. Mas, por aña­didura, tampoco puedo eludir el deseo de todos de corresponder,

si no con elocuencia, sí con muy complacida cortesía al gesto cordial de quien ha tenido a bien acompañarnos en tan señalada efemérides.

Arduo menester, de compleja traza, implica, en definitiva, la ta­

rea de presentar al Profesor Pérez Sánchez, dado el alcance y sig­nificación de su propia vida, realmente esforzada, dedicada de ma­nera absorbente y tenaz al estudio, a la investigación y a la docencia;

impulsada desde sus años mozos -más mozos aún, quiero decir, de

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los que ahora tiene- hacia otras inquietudes que, como el cine y la poesía, contribuirían a reforzar su enteriza personalidad de abierto

empuje y, a la vez, de refrenada firmeza.

Con un bagaje humano de acrecido interés, a prueba de contra­tiempos e incomprensiones, no exento de problemas, sería muy tem­pranamente cuando sazonados frutos y fundadas promesas encau­zarían, al servicio inequívoco de una clara vocación, su denso cu­rrículum de brillante y enjundioso contenido.

De ahí que intente subrayar, en primer término, que don Alfonso Emilio Pérez Sánchez cuenta, por su condición de universitario autén­ticamente vocacional, de un rango intelectual, bien manifiesto, que le

ha llevado, nemine discrepante, a ser conocido y reconocido entre los máximos especialistas de la Historia del Arte a través de una ingente producción de relevante autoridad. Sus estudios, de gran importancia en el campo de la Pintura del siglo xvn, singularmente

española e italiana, y sus fecundas investigaciones sobre los dibujos, le han conferido indudable prestigio dentro y fuera del ámbito es­pañol. Con una particularidad digna de subrayarse: su diligente y fructífera cooperación al lado de un gran maestro -¡maestro, sin duda, de tantos! -, don Diego Angula Iñiguez, a quien sigue ofre­ciendo el recuerdo vivo y edificante de su fidelidad y gratitud. Ya

en vida de don Diego, la estrecha colaboración entre ambos cuajaría en logros espléndidos, que luego continuaría culminando en ese

monumental Corpus de dibujos españoles de importancia capital.

Con todo, su condición de Catedrático de Historia del Arte, pri­mero en la Universidad Autónoma de Madrid, y luego en la Com­

plutense, le llevaría a seguir desempeñando su actividad docente, articulada siempre dentro de un rigor, de una seriedad, a la manera d'orsiana, con loable preocupación por alcanzar o promover la obra

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LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES DE ESPAÑA EN RELACION CON EL ALCAZAR DE SEGOVIA

POR

ALFONSO EMILIO PÉREZ SÁNCHEZ

LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES

DE ESPAÑA EN RELACION CON EL ALCAZAR

DE SEGOVIA

PATRONATO DEL ALCAZAR DE SEGOVIA

LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES DE ESPANA EN RELACION CON EL ALCAZAR

DE SEGOVIA POR

ALFONSO EMILIO PEREZ SANCHEZ

PRESENT ACION

POR

ENRIQUE pARDO CANALÍS

SEGOVIA

MCMLXXXIX

Textos correspondientes a la celebración del VI Día del Alcázar en el Salón de Reyes

el día 23 de junio de 1989.

Cubierta: Facsímil de la firma de Luis de Madrazo.

Depósito legal: M.- 41.535-1989

Imprenta AGUIRRE - General Alvarez de Castro, 38 - 28010 MADRID

Excelentísimo Señor General Presidente del Patronato del Alcázar

de Segovia.

Excelentísimos e Ilustrísimos Señores.

Señores Patronos.

Señoras y señores.

Cumplo muy gustosamente con el honroso encargo recibido de

presentar a nuestro conferenciante de hoy en la celebración del VI Día del Alcázar. Misión que si, de una parte, supone el grato empeño de agradecer su presencia entre nosotros, por otra, no deja de suscitarme justificada inquietud por si mis palabras no aciertan

a realzar como es debido sus propios merecimientos. Mas, por aña­didura, tampoco puedo eludir el deseo de todos de corresponder,

si no con elocuencia, sí con muy complacida cortesía al gesto cordial de quien ha tenido a bien acompañarnos en tan señalada efemérides.

Arduo menester, de compleja traza, implica, en definitiva, la ta­

rea de presentar al Profesor Pérez Sánchez, dado el alcance y sig­nificación de su propia vida, realmente esforzada, dedicada de ma­nera absorbente y tenaz al estudio, a la investigación y a la docencia;

impulsada desde sus años mozos -más mozos aún, quiero decir, de

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los que ahora tiene- hacia otras inquietudes que, como el cine y la poesía, contribuirían a reforzar su enteriza personalidad de abierto empuje y, a la vez, de refrenada firmeza.

Con un bagaje humano de acrecido interés, a prueba de contra­tiempos e incomprensiones, no exento de problemas, sería muy tem­pranamente cuando sazonados frutos y fundadas promesas encau­zarían, al servicio inequívoco de una clara vocación, su denso cu­rrículum de brillante y enjundioso contenido.

De ahí que intente subrayar, en primer término, que don Alfonso

Emilio Pérez Sánchez cuenta, por su condición de universitario autén­ticamente vocacional, de un rango intelectual, bien manifiesto, que le

ha llevado, nemine discrepante, a ser conocido y reconocido entre los máximos especialistas de la Historia del Arte a través de una ingente producción de relevante autoridad. Sus estudios, de gran importancia en el campo de la Pintura del siglo xvn, singularmente

española e italiana, y sus fecundas investigaciones sobre los dibujos, le han conferido indudable prestigio dentro y fuera del ámbito es­pañol. Con una particularidad digna de subrayarse: su diligente y fructífera cooperación al lado de un gran maestro -¡maestro, sin

duda, de tantos! -, don Diego Angulo Iñiguez, a quien sigue ofre­ciendo el recuerdo vivo y edificante de su fidelidad y gratitud. Ya en vida de don Diego, la estrecha colaboración entre ambos cuajaría en logros espléndidos, que luego continuaría: culminando en ese monumental Corpus de dibujos españoles de importancia capital.

Con todo, su condición de Catedrático de Historia del Arte, pri­mero en la Universidad Autónoma de Madrid, y luego en la Com­

plutense, le llevaría a seguir desempeñando su actividad docente, articulada siempre dentro de un rigor, de una seriedad, a la manera

d'orsiana, con loable preocupación por alcanzar o promover la obra

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bien hecha, lejos de la chapuza y ese salir del paso de cualquier manera. En tal sentido, cabría recordar ahora lo dicho en otra oca­sión sobre un insigne cultivador de nuestros estudios de Historia del Arte afirmando, sin vacilación, que nació para maestro. Maestría que, sin límites previsibles, constituye, de suyo, una confortante y alentadora realidad.

Mas, si su actividad docente es bien notoria, no cabe echar en olvido lo que, en otro orden de manifestaciones, comporta y se tra­duce en realizaciones incontables. Sus numerosas conferencias lo atestiguan, y no menos sus aportaciones críticas y eruditas, en punto a organización, montaje y catalogación de exposiciones -en las que no se sabe bien si la verdadera atracción estriba en las obras expuestas o en esos prólogos o estudios preliminares en los que el Profesor Pérez Sánchez aporta enfoques, sugerencias o comentarios de interés sobresaliente- y cuyo número parece estar incitando ya a un recuento propio de exhaustivo trabajo de investigación. Todo ello, en definitiva, corrobora la aguda sentencia de Gracián de que no hay sabiduría ociosa, sin duda, porque la propia ociosidad es in­compatible con toda suerte de actitudes de inoperante vaciedad.

De ahí también que, conciliando su vocación y notoria compe­tencia, haya venido a regir los destinos del Museo del Prado, a cuyo frente ofrece desde hace años, día a día, una dedicación, una entrega más bien, no por todos comprendida, ejercitada en ocasiones con denuedo, pero siempre con amorosa servidumbre, con todo lo que el amor tiene, a veces, de iluminado y terminante.

He aquí, por cierto, un claro testimonio de cuanto acabamos de apuntar. Celebramos hoy no sólo con alegría, sino con profundo re­conocimiento, la intervención decisiva del Profesor Pérez Sánchez respecto de una gestión que, iniciada hace años por el Patronato, ha sido bajo su mandato cuando acaba de llevarse a buen término.

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Claro es que me refiero a la incorporación al Alcázar, como preciado depósito, de un conjunto de retratos de la serie iconográfica de los Reyes de España, iniciada bajo Isabel II, constituyendo una intere­sante galería iconográfica de cerca de un centenar de lienzos, dis­persa hasta la fecha por centros y dependencias oficiales que han venido a nutrir el llamado Prado disperso. Entre sus autores -fir­mas conocidas de artistas de la última centuria- figuran, entre otros, Luis y Ricardo de Madrazo, Eduardo Cano, Puebla, Montañés, Gu­tiérrez de la Vega, Rosales y muchos más.

Pues bien; la llegada de los regios moradores al Alcázar -de la mano, diríamos, del señor Director del Museo del Prado, Profesor Pérez Sánchez, casi en funciones de cumplido Aposentador, según la

terminología de otro tiempo- se produce cuando el histórico recinto donde nos encontramos vive, por fortuna, una etapa de brillante re­surgimiento, gracias al loable esfuerzo, perseverante, solidario y, ¿por qué no?, artillero, logrando cubrir con eficacia y dignidad bien notorias los objetivos pendientes que le son propios.

He dicho.

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LA SERIE ICONOGRAFICA DE LOS REYES DE ESPAÑA EN RELACION CON EL ALCAZAR DE SEGOVIA

POR

ALFONSO EMILIO PÉREZ SÁNCHEZ

Excelentísimas autoridades, señoras y señores:

Es para mí un verdadero honor hallarme hoy aquí para, respon­diendo a la cordial invitación del Patronato del Alcázar, celebrar con ustedes el VI Día del Alcázar, en este salón lleno de tan solem­nes resonancias históricas.

He de agradecer, ante todo, las generosísimas palabras de don Enrique Pardo Canalís, excelente amigo desde hace ya muchos años, y a cuyo afecto debo tanto. Estímenlas ustedes como testimonio de su benevolente amistad más que como justicia a mis modestos méritos.

Voy a procurar presentarles, en esta ocaswn, un recorrido por lo que fueron las series de los reyes de España a lo largo de nuestra historia, por creer que quizá sea oportuno, cuando intentamos re­construir y dar digno alojamiento entre estos muros a la última de que hay noticia, evocar, precisamente aquí, lo que ha sido su his­toria.

De todos es sabido que el Alcázar de Segovia conservó, desde fecha muy antigua, una de las más significativas series de retratos de reyes de Castilla de las que hay noticia.

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Vino a ser, pues, el por eso llamado salón de Reyes, un recinto de extraordinario valor simbólico, en el que podía verse y sentirse la continuidad dinástica de los soberanos castellanos, de modo bien expresivo, a través de imágenes de bulto policromado que los re­presentaban.

Iniciada en tiempos de Alfonso X el Sabio, que reconstruyó los salones después del hundimiento de 1258 que costó la vida al deán de Burgos y heridas graves a muchos obispos y nobles, se represen­taron allí, por encargo real, las figuras de los reyes de Oviedo, León y Castilla hasta Fernando III el Santo, padre del rey reinante. En­rique IV, tan amante de Segovia, hizo completar las series hasta él mismo, y todavía, más de un siglo después, Felipe II la incrementó, añadiendo -con gesto que podríamos calificar hoy de feminista­los retratos de las reinas propietarias, hasta entonces ausentes, y los de los duques Ramón de Borgoña y Enrique de Lorena, así como, como parece lógico, los de los reyes Fernando e Isabel, los Reyes Católicos, y Juana la Loca. Sorprendentemente, no incluyó a su padre Carlos, el emperador, ni a su abuelo Felipe de Austria, como queriendo subrayar el carácter histórico castellano de la serie, que quedaba cerrado en un pasado inmediato, antes de la irrupción de la Casa de Austria.

Este conjunto, de rareza notable, desapareció, como todos sabe­mos, en el dramático incendio de 1862, aunque tenemos de él, por fortuna, una serie de testimonios gráficos que permiten formar clara idea de su aspecto y de su contenido, compensando de algún modo su pérdida, y autorizando su estudio crítico, iniciado en 1917 por don Elías Tormo en un excelente trabajo pionero, al que habré ne­cesariamente de referirme en adelante.

Según todos los testimonios, la obra primitiva de época de Al­fonso X habría ya desaparecido enteramente en tiempos de Felipe II,

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pues, a través de las descripciones que veremos, nada presentaba el menor recuerdo del característico estilo franco-gótico del período alfonsí. Probablemente lo que se perdió en el incendio correspondía

en gran medida a lo hecho en tiempos de Enrique IV, fuertemente retocado y repintado en la reforma de Felipe 11.

Según el testimonio del VIaJero Leon Rosmithal, que estuvo en Segovia en 1466, el salón tenía suelo de alabastro y un friso a lo alto con 34 efigies de reyes.

No es de mi incumbencia el tratar de cuáles reyes se representa­ron y cuáles se omitieron. Pues mi interés se centra hoy en intentar calibrar sus valores artísticos y estilísticos más que los históricos.

Un primer testimonio gráfico de aquella serie antes de la inter­vención de Felipe 11 lo constituye el manuscrito del escultor Diego de Villalta, De las estatuas antiguas, fechado en 1590, que Tormo no

conoció. Conservado en el Museo Británico, ha sido el joven profesor segoviano Fernando Collar de Cáceres el que lo ha dado a conocer.

Se sabe muy poco de este escultor que se proponía preparar un verdadero tratado de escultura, con referencias al mundo antiguo y a lo inmediato. En el fragmento conservado muestra, junto a las

imágenes de los reyes castellanos, la escultura de Leoni con el Em­

perador dominando al Furor, hoy en el Prado, con relativa fidelidad.

Los dibujos muestran los reyes sentados, tal como sabemos que estaban (salvo unos pocos casos en que parecen precipitarse fuera de su espacio de fondo) y encuadrados en una especie de hornacina flanqueada por balaústres y coronada con volutas, todo de tono muy renacentista.

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Su cotejo con los otros testimonios posteriores no permite, sin embargo, conceder demasiada autoridad a esos dibujos, vivaces y ha­bilidosos, pero que han querido omitir voluntariamente todo carácter goticista y cualquier fidelidad a lo que realmente se mostraba en el salón segoviano. Se trata,. más bien, de interpretaciones libres en las que se insiste en los atributos personales de los reyes, más que

en copiar las esculturas reales.

Su interés, como ha subrayado Collar de Cáceres, estriba en que nos da la composición de la serie inmediatamente antes de que se iniciase la definitiva ampliación ordenada por Felipe II, y nos dice con precisión quiénes eran los reyes representados, desde Rodrigo, incluido para enlazar la monarquía asturiana con la goda, hasta Enrique IV, y añadiendo, además, a Fernán González y Ruy Díaz de Vivar, el Cid, de modo un tanto literario, pero subrayando el prestigio casi mítico de esos personajes.

La ampliación de Felipe II se inscribe en el plan de reconstruc­ción y redecoración del Alcázar, iniciado en 1564 con el redorado y repinte de los artesonados, que parece volvía a acometerse en 1591, con la participación de artistas de renombre, como el pintor Diego de Urbina, bien conocido por sus trabajos en El Escorial, que re­dactó el pliego de condiciones, y de He mando de A vila, que pre­sentó también «traza y modelo para la Reformación y dorado de la pintura de la Sala de los Reyes y todas las piezas del cuarto», adjudicándose luego su realización, frente a la solicitud de Fabricio Castelló y Alonso de Herrera. En esta última y definitiva revisión de la sala se añadieron 12 esculturas que labraron Juan de Ribero, Agustín Ruiz y Pedro de Aragón. Collar ha descubierto documen­tos que permiten conocer al detalle cómo y quién realizó cada: una de las partes del trabajo. En ella se incluyen, como he dicho, las reinas propietarias y los condes de Borgoña y Lorena.

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De esta definitiva ampliación disponemos, por fortuna, de un testimonio -seguramente mucho más fiel que los dibujos de Vi­llalta- en el libro que el propio Felipe II encargó al citado Her­nando de Avila, que era entonces su pintor, con el propósito de dejar a sus descendientes una imagen visual de lo que había quedado res­taurado, completado y ordenado, por la iniciativa del monarca y con el consejo de su cronista Esteban de Garibay, a quien se encomendó la ordenación definitiva, así como la redacción de los textos de las cartelas.

El libro de Hernando de Avila, que por fortuna conserva el Museo del Prado, ha sido íntegramente publicado hace pocos años por el profesor Collar de Cáceres y es hoy accesible a través de un cuidadoso facsímil que permite proteger el original y garantizar su conservación sin privar a nadie de la posibilidad de conocer al de­talle lo que en él se muestra.

El pintor, más notable miniaturista que pintor de retablos o re­tratos, ha dejado en las páginas de su códice, ricamente miniado, un testimonio puntual y atento de las imágenes reales, sedentes todas ellas, que llenaban las galerías del salón y que, tal como había se­.1alado Tormo al estudiar las copias que a continuación recogemos, no debían incluir ya ninguna de las labradas por Alfonso el Sabio, pues su estilo resulta bastante uniforme, y, desde luego, todos ellos posteriores al mundo de tradición gótico-borgoñona, que era presu­mible en las obras de Enrique IV. Probablemente la obra de los es­cultores de Felipe II unificó considerablemente el tono de la obra que, sin embargo, mantuvo su encuadramiento gótico mudéjar, per­dido en el incendio de 1861, y hoy reintegrado del modo que puede verse en el salón.

Aunque la existencia del libro de Hernando de Avila era conocida de antiguo y consta su ingreso en el Museo del Prado, entre 1838-

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1857, siendo director don José de Madraza, nunca había sido estu­diado adecuadamente, e incluso estuvo extraviado durante años. Dado a conocer, de modo un tanto impreciso, por Sánchez Cantón en la revista Correo Erudito en 1940, se depositó luego unos años en este Alcázar, tras utilizarse como guía para la restauración de esta sala de los reyes, y sólo en 1983 el estudio de Fernando Collar de Cáceres le devolvió, como he dicho, toda su significación en la historia de la pintura y la iconografía española.

Hasta esa fecha, pues, sólo se conocía la serie a través de dos conjuntos de dibujos que utilizó Tormo en 1917. Se trata, de una parte, de una serie de acuarelas del pintor José de Avrial, hechas en 1844 y cromolitografiadas años más tarde. Tormo relata cómo encontró las litografías olvidadas en unas dependencias del Minis­terio de Instrucción Pública y Bellas Artes y cómo preparó con ellas unos volúmenes, que hizo distribuir en las bibliotecas públicas, lo que las hizo relativamente accesibles.

De otra, los importantes dibujos a lápiz de Manuel Castellano (1828-1880), interesante pintor que comienza a ser adecuadamente estudiado en la actualidad, conocido tanto por sus obras de tema taurino como por sus grandes cuadros históricos del Museo Munici­pal de Madrid y su temprana dedicación a la fotografía, en la que ha dejado soberbios ejemplos.

Este curioso artista, preocupado por la indumentaria y por la historia, realizó, en agosto de 1846, una serie de copias a lápiz, en 18 hojas que guarda la Biblioteca Nacional y que confirman la fide­lidad con que Avrial habría interpretado la realidad del salón, que era todavía lo que Felipe II había concebido.

El cuidadoso cotejo de las ilustraciones de Hernando de A vila y las de A vrial y Castellano permite observar cómo desde el siglo XVI

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las esculturas debieron sufrir bastantes restauraciones, repintes o modificaciones. El color de las telas ha sido cambiado en algunos casos, y la posición de cetros y espadas habían sufrido también cambios en ocasiones.

Es inútil pretender que esta serie -de valor más simbólico y representativo que verdaderamente iconográfico- pueda transmitir algún rasgo de los reyes representados. Sólo, quizás, los rostros de la Reina y el Rey Católicos, y probablemente el de Juana la Loca, po­drían responder a alguna realidad.

Los restantes son, sin duda alguna, imágenes ideales que, como supo ver Tormo, expresan el ideal monárquico de Castilla. Un rey debía ser persona de maduro consejo, severo su espíritu, tranquila y sencilla su actitud habitual y mostrando, con la fuerza del brazo armado de la espada justiciera, ser digno de aquel apotegma: «rex eris si recte facies; si auten non facies, non eris».

Las figuras femeninas añadidas por Felipe II responden también al mismo estereotipo de la grave dignidad, del recato y de la devo­ción. Doña Sancha, la esposa de don Fernando de León, lleva una cruz y una bola de oro, como testimonio de su gran devoción. Doña Berenguela lleva breviario y rosario, al igual que Isabel la Católica.

Pero la disposición de estas imágenes sedentes, ordenadas en friso, solemnes y plenas, de una convencional majestad, habría de hacer fortuna.

Sin duda fue la del Alcázar segoviano la más antigua, al menos en cuanto a su origen, de las series reales que decoraron palacios españoles.

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De análogo carácter, aunque más simple, al no ser de escultura sino simplemente pintada, es la del Alcázar de Sevilla, ésta, por for­tuna, conservada. Se halla en el salón llamado de los Embajadores y los presenta también sentados en hornacinas de tono gótico, de altos gabletes, acompañados de inscripciones y escudos. Comienza en el rey godo Chindasvinto, de modo un tanto extraño (recuérdese que en Segovia no hubo reyes godos) y concluye en Felipe 11, en cuyo reinado se hicieron los balcones que interrumpen el friso y que obligaron, sin duda, a replantear la decoración.

Tormo ha planteado las diversas hipótesis que permiten aproxi­mar la fecha de inicio de la serie y su originaria composición. Lo más probable es que la idea corresponda al reinado de don Pedro el Cruel, en cuyo tiempo (1364) se hicieron las soberbias puertas del salón, o todo lo más tarde en 1420, cuando consta que se rehacía la estupenda bóveda de mocárabes.

Debieron repintarse en varias ocasiones, pues lo que hoy se ve poco mantiene de su original carácter. Es sumamente curioso el hecho de que en 1600 un pintor apenas conocido, Diego de Esquive!, pintó una serie de cabezas femeninas de damas, dueñas, reinas quizás, sobre la serie real en los huecos del arrocabe de yesería.

Es probable que entonces se hiciese una reordenación de los reyes, pero es evidente que se repintó aún más tarde. Nada definitivo puede hoy decirse, y ni siquiera se cita la serie en las más recientes historias de la pintura sevillana. La disposición es análoga a la de Segovia, y es evidente en ella el mismo deseo de subrayar la majestad y la dignidad real, dando a cada monarca un globo terráqueo y una espada, lo que produce mayor monotonía que en la serie segoviana. Llevan, como en Segovia, rótulos indicativos y textos explicativos, así como los repetidos motivos heráldicos de castillos y leones, al modo medieval, y otros con escudos reales en laureas, correspon­dientes al tiempo de Felipe 11.

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En fechas no muy distantes, y también durante el reinado de Felipe II, se había pintado una extensa serie de signo a la vez aná­logo y diverso, esta vez por iniciativa de la Corona de Aragón.

La Diputación del reino aragonés, cuyas casas se hallaban en la plaza de la Seo de aquella ciudad, en un hermoso palacio gótico construido en el siglo xv, entre 1437 y 1450, encargó en 1586 una serie de retratos de los reyes del Sobrarbe, condes de Aragón y reyes de este título, encargándola a un pintor de origen italiano, Felipe Ariosto, representante no más que discreto del tipo internacional del retrato de corte, que hubo seguramente de utilizar en su serie, grabados flamencos o franceses, como veremos.

La serie iba destinada a un gran salón, la Sala Real, Sala de las Cortes o Sala Dorada, cubierta de un rico artesonado mudéjar, re­hecho y redorado ahora bajo la dirección de Rolán de Mois, de modo análogo a lo que hemos visto hacer en Segovia bajo la dirección de Hernando de A vila.

Las descripciones que conservamos de esta sala -pues el edi­ficio desapareció en Los Sitios, de 1808 - se deben al cronista del reino de Aragón, Jerónimo de Blancas, y fueron publicadas en 1680 por los herederos del doctor Diego Dormer, en un raro volumen -del que ha dado noticia puntual la profesora Carmen Morte Gar­cía-, con el prolijo título de «<nscripciones latinas a los retratos de los reyes de Sobrarbe, condes antiguos y reyes de Aragón, puestos en la sala Real de la Diputación de Zaragoza. Contienen una breve noticia de las heroicas acciones de cada uno, tiempo en que flore­cieron y cosas tocantes a sus reinados. Autor Jerónimo de Blancas, cronista del reino de Aragón. Se añaden las inscripciones a los re­tratos de los reyes don Felipe Primero, Segundo y Tercero. Tradu­cidos en vulgar y escoliado, los de los reyes de Sobrarbe y condes

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antiguos de Aragón, por don Martín Carrillo, Abad de la Real Casa de Montearagón. Los de los reyes de Aragón, con la descripción de la sala y otras noticias por el doctor Diego Josef Dormen>.

Según esta descripción, bajo el techo dorado había un friso en el que iban pintados «en campo de oro, a lo grutesco, muchachos y algunas sabandijas», es decir, decoración renacentista tardía, y de­bajo cuarenta y dos cuadros con los citados retratos. Entre los cua­dros iban unos estípites y debajo de cada uno de ellos una cartela con las inscripciones de los reyes en letras doradas. En los propios lienzos, según el contrato establecido con Felipe Ariosto, había de ir la imagen de los soberanos «con diferentes traxes conforme a los que en tiempos pasados se usaban, con su escudo de armas colocado donde mejor cupiese, con sus empresas y letras».

Se procuró también -y es cierta novedad respecto a lo visto en Segovia o Sevilla- que el pintor se documentase respecto a las apariencias físicas de los soberanos hasta donde fuese posible, y así, sabemos que Ariosto viajó a Barcelona, Poblet, Huesca y Sigena para ver los sepulcros reales y «reconocer algunos retratos al vivo» que se hallaban en ellos.

Aun cuando la serie la pagaba la Diputación, y en su palacio se había de instalar, consta el empeño directo del rey Felipe II por controlar muy directamente su realización. Sabemos que se hizo mostrar por el pintor, en mayo de 1587, algunas de las pinturas y que de los cuarenta lienzos en un principio contratados decidió que se separaran los de sus padres y el suyo propio, para que fueran ejecutados por Sánchez Coello, su pintor, sin duda para mayor ca­lidad y veracidad.

El esquema, pues, era en cierto modo análogo a lo que hemos

visto en Segovia y en Sevilla, y responde a un mismo deseo de hacer

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presente la historia a través de las efigies reales, cargadas de signi­ficación mayestática, subrayada por las inscripciones y por la repe­tida presencia de los escudos de armas. Las empresas y motes subra­yaban el carácter simbólico-emblemático del conjunto.

Había también un testero con la imagen de San Jorge, de mano de Ancheta, y en el otro un Calvario, fundiendo el sentido dinástico con el religioso.

Desaparecido el conjunto, tenemos, sin embargo, una bastante completa idea de lo que fue a través de unas copias que se realizaron en 1634 por encargo expreso de Felipe IV, para decorar un salón del Palacio del Buen Retiro, y que el Prado conserva casi entera, aunque dispersa en diferentes depósitos.

Es significativo también que se realizase esta copia en esos años de 1630-35, cuando la política del Conde Duque de Olivares se es­forzaba en incorporar Aragón a una empresa común y a una <mnión de Armas». Felipe IV había ido a Zaragoza en 1626 a jurar los fue­ros y privilegios, y volvió otra vez en 1630 para pedir subsidios. Cuando en los años inmediatamente siguientes se plantea la decora­ción del Buen Retiro, se solicitan aquellas copias, que habían de constituir, en el ambiente madrileño, una feliz réplica del salón ara­gonés, y una evidencia plástica de la legitimidad de sus derechos sobre la corona aragonesa.

Parece ser que había una evidente urgencia, pues se instaba a que los trabajos se realizasen con prontitud. Se dice en el documen­to de encargo, dado a conocer por Tomás Ximénez de Embún en 1901, aunque con un error en la fecha, que: «había encargado su majestad la brevedad». De hecho se contrataron en 23 de mayo de 1634, con los pintores Francisco Camilo, Pedro Urzanqui, Andrés Urzanqui y Vicente Tió, y apenas un año después, en junio de 1635, ya estaban en Madrid.

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Es imposible en la actualidad, dada la dispersión de la serie y su estado de conservación, hacer juicio exacto de su verdadero valor artístico y pretender analizar, al pormenor, las composiciones ori­ginales de Felipe Ariosto, así como las posibles diferencias de mano entre los varios colaboradores de las copias, de los cuales sólo el madrileño Francisco Camilo es artista importante y de personalidad hoy conocida.

Nacido en Madrid hacia 1615, tendría apenas dieciocho años al trabajar en esta serie, y su estilo personal, tan característico y tan bien conocido en Segovia, donde se conservan algunas importantes obras suyas, no podía estar formado. Nada hay que pueda conside­rarse claramente suyo en la serie, en la que, por otra parte, hubo de atenerse a los modelos antiguos.

La serie de Ariosto constaba de 39 retratos, agrupados en tres series: los reyes de Sobrarbe, cabeza de la corona aragonesa, desde García Ximénez a Fortún Gómez II, con un total de siete retratos; los condes de Aragón, desde el legendario Aznar hasta Fortún Ji­ménez, con seis retratos, y los propios reyes de Aragón, desde San­cho Garcés I hasta Felipe II. La serie del Buen Retiro se completó con los de Felipe III y Felipe IV, copiados de prototipos de Pantoja de la Cruz y quizá del joven Velázquez, respectivamente.

Hay una evidente diferencia entre los más antiguos, concebidos buena parte de ellos como figuras de guerreros un tanto de fantasía en sus tocados y seguramente inspirados en grabados del último manierismo flamenco (García Ximénez, Ximeno García II, Iñigo Arista y Pedro Sancho I) y los que se presentan como modelos de una gravedad que ha pasado, con sus armiños, espadas y coronas, al repertorio de los naipes de juego. Fortún Gómez I o García San­cho II son ejemplo de muy digna calidad como pintura, aun dentro de esa convencional iconografía.

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Hay algunos que responden a modelos ya establecidos, que hacen recordar la noticia, ya transmitida, de que Ariosto procuró ver re­tratos anteriores. Muy individual en el retrato de Juan II, y el de Jai­me 1 el Conquistador repite un modelo conocido por grabados de fines del siglo xv, usado luego por Juan de Juanes, y prolongado con amplia vigencia en Valencia, a través de Zariñena y de Bernar­dino Alzamora hasta bien entrado el siglo xvn.

El conjunto, que está siendo objeto de un pormenorizado estudio de la profesora Carmen Morte, se halla hoy disperso entre distintos emplazamientos. Los conjuntos más amplios están en los palacios arzobispales de Toledo y Valladolid, pero hay también algunos en el Museo marítimo de Barcelona, el Ayuntamiento de Fuenterrabía, el Ministerio de Educación y Ciencia, la Audiencia de La Coruña y el propio Museo del Prado, donde están los recogidos del Instituto de Logroño.

Por las mismas fechas en que se encargaban las copias de la serie aragonesa y con el mismo destino, en el Palacio del Buen Re­tiro, se iniciaba una serie, probablemente pensada como muy extensa, pero que, por las circunstancias que fuere, parece que no llegó a completarse nunca, aunque los lienzos que han llegado a nosotros sean, seguramente, los de más alta calidad entre todo lo que venimos viendo.

Se trata de un conjunto de reyes godos (Ataúlfo, Teodorico, Euri­co, Alarico y Agila) que se conservan hoy en el Museo del Ejército -es decir, en el mismo edificio para el que fueron pintados-, pro­cedentes todos del Museo del Prado, salvo el de Agila, que está en el Seminario de Lérida.

Estas imágenes sorprenden por su dinamismo y su condición co­lorista y vivaz. Frente al relativo estatismo de las series ya comen-

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tadas, es evidente que los artistas -bien conocidos en esta ocasión (Vicente Carducho, Félix Castello, Andrés López, Jusepe Leonardo y Antonio de Pereda)- han pretendido hacer algo distinto. Las fi­guras, erguidas y gesticulantes, se acompañan de fondos de paisaje donde se representan episodios de batallas que ayudan a percibir la imagen real con un tono de triunfo y de energía bien diverso de la ceremonial quietud de las series de Segovia o de Sevilla, y de la grave dignidad de la aragonesa.

Fechados en 1635 los de Pereda y Castello, es muy lógico que se pintasen todos en ese año o en los inmediatos.

No es posible saber por ahora cómo se inició y por qué se truncó serie tan prometedora y que enlaza tan directamente con la decora­ción del Buen Retiro, donde, en el Salón de Reinos, se creaba el conjunto de los precarios triunfos y batallas de la monarquía Filipina, emparejados nada menos que a los episodios de la leyenda de Hér­cules.

Quizá, como apuntó Tormo, se quiso dotar a la corona castellana y a su rey Felipe IV de unos ilustres antepasados «godos», es decir, «del robusto tronco de la nobleza hereditaria», «los seculares robles de todo el bosque hispano».

No deja de ser significativo que el primer inventario que los describe con cierta precisión (1701), dando, incluso, los nombres de sus respectivos autores, mezcle estos lienzos (de dimensiones 2,15 por 1,18) con la serie de copias de reyes de Aragón, que acabamos de ver, de dimensiones muy próximas (2,40 por 1,27 de promedio). Algunos de los más antiguos de éstos, se denominaron en los inven­tarios «reyes godos», indicando que se había perdido su identifica­ción y que se consideraban más o menos del mismo conjunto. Si se piensa que no había en el Retiro serie de reyes castellanos, y que

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la serie aragonesa no se entroncaba directamente con los godos, no sería imposible suponer que se quiso mostrar esa presencia alto me­dieval, timbre de gloria y afirmadero de toda dignidad nobiliaria.

Los artistas que los pintan cuentan entre lo más granado de la pintura madrileña del momento. El viejo Carducho (que morira en 1638) era el maestro más influyente de la generación de los formados en El Escorial; Félix Castello (1595-1651), su mejor discípulo, hijo también de italiano formado en El Escorial, fiel a su maestro y ex­celente técnico; Andrés López, quizá el menos valioso, era, sin em­bargo, discreto retratista en la tradición de Pantoja, aunque resulta el más rígido del conjunto; Leonardo y Pereda son, sin duda, los mejores pintores de su generación. Leonardo (1602-1652), aragonés de nacimiento, fue soberbio colorista y delicado y poético creador de composiciones; Pereda (1611-1678), truncada su carrera de pintor cortesano por la muerte de su protector, el marqués de Crescenci, fue un extraordinario intérprete de la realidad y la materia, prolon­gando en el siglo xvn una maestría naturalista, casi de rigor flamen­co y sensualidad veneciana.

Ya he dicho que no había en el Buen Retiro serie de reyes cas­tellanos. Su ausencia debía advertirse en el momento de exaltación simbólica y política, como la que el Conde Duque pretendía en la

corte de Felipe IV. Sin duda por ello, en 1639, se acuerda realizar una nueva serie con destino al Salón Grande del Alcázar de los Aus­trias, llamado luego Salón de Comedias, por ser en su recinto donde se celebran las representaciones teatrales.

La historia de esta serie, en muy pequeña parte conservada, la conocemos gracias a las investigaciones de María Luisa Caturla, que aclaró definitivamente cuantas dudas habían surgido desde el texto de Tormo.

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Se pensó, sin duda -y esto lo intuyó ya Tormo-, que era ne­cesario dotar al Alcazar madrileño de una serie equivalente a las de Segovia y Sevilla, y se procuró dar al salón, reinstalado y redecorado, una disposición análoga a la de los más antiguos y venerables alcá­zares. Así, se dispuso una techumbre dorada de tipo artesonado, de tradición mudéjar, y, a todo lo alto de los muros, por debajo de la rica techumbre, se dispusieron los retratos reales, sedentes como en Segovia y Sevilla, con los atributos de la realeza, coronas, cetros y espadas, y en alguna ocasión esferas, tal como hemos visto en los precedentes medievales.

Pero, como es lógico, los tiempos son otros, y artísticamente las obras responden ya a una concepción de movimiento y de expresi­vidad por entero barrocas, que suponen, incluso, un paso más ade­lante de lo visto en la serie de los reyes godos del Buen Retiro.

Unos dibujos de Herrera el Mozo, hechos en 1679, para ilustrar un manuscrito de la comedia representada en el cumpleaños de la reina doña Mariana, que se preparó para enviar a Viena, nos pro­porcionan una referencia gráfica de cómo estaba dispuesto el Salón.

Gracias a las investigaciones de María Luisa Caturla conocemos con detalle las vicisitudes del encargo, el proceso de su realización y los artistas que en él colaboraron. Unas pocas obras conservadas nos permiten conocer algo de lo que fue el gran conjunto.

La idea decorativa y el plan general ha de deberse a la invención de Vicente Carducho, el más veterano de los pintores del rey y el más «tradicional» en estos menesteres. Y a en 1636 se recoge en el inventario real, en la pieza primera sobre el pasadizo del Consejo de Ordenes, un lienzo de «D. Alonso el Batallador y D. Sancho el Bravo que se hizo por Carducho para modelo de los que se han de pintar para el salón grande».

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Se había pensado, pues, en que la disposición de los lienzos que se encontrarían en la parte superior de la sala presentase a dos reyes

por lienzo.

Así se hizo, como acreditan los cuadros conservados, pero debió haber también algún otro lienzo de rey único, para completar las esquinas, ya que uno de los de Cano, que veremos, presenta una sola

figura.

La serie, compleja, fue llevada a efecto por un grupo de los pintores más prometedores en el Madrid de la época. Los artistas de mayor edad -fallecido Carducho en 1638, es decir, antes de que se concertara la ejecución de la serie- fueron Pedro Núñez del Valle (h. 1590-1649), un interesante maestro que se había formado en la Italia de principios de siglo y conocía tanto el ambiente de Caravag­gio como el clasicismo domeniquinesco; Alonso Cano (1601-1667), el gran maestro granadino instalado en la Corte, y Francisco Fer­nández (h. 1604- después de 1657), discípulo de Carducho. Algo más jóvenes eran Antonio Arias (1614-1684), Diego Polo (h. 1610-1656), Francisco Rizi (1614-1685) y Francisco Camilo (1615-1673), al que ya vimos muy joven trabajando en la serie de copias de los reyes de Aragón.

El gran Salón o Salón largo, se dividió antes de ultimarse su decoración, en dos salones: el que siguió siendo para las Comedias, que nos describe el dibujo de Herrera, y otro dedicado a dormitorio del rey («Cámara del Rey nuestro señor, donde se arma el camón»). En 1641 se contrataban algunos otros lienzos con parejas de reyes para la alcoba de su magestad. Los testimonios de Palomino, el bió­grafo de los artistas españoles, y las referencias documentales, per­

miten hacerse hoy una idea de cómo debió ser el espléndido salón, aunque los lienzos conservados sean escasos, ya que se reducen a

tres cuadros: dos considerados tradicionalmente de Alonso Cano

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y otro de Antonio Arias. De los de Cano, hoy en el Prado, uno muestra dos reyes y otro uno sólo. Son obras de considerable belleza, pero muy sorprendentes, al menos el que presenta a dos monarcas, por el tono casi burlesco con que se muestran, vistos de abajo a arriba, buscando un efecto de acentuación perspectiva, como si fuesen de bulto redondo y los mirásemos desde abajo, es decir, como se veían los de Segovia. Sus rostros sonrientes y su aspecto bonachón y bienhumorado ha hecho pensar, incluso -cuando no se conocía el detalle de la serie y su destino y carácter- que pudiesen ser bufones disfrazados de reyes, tal como se sabe que .hubo en oca­sión de ciertas fiestas.

El de figura sola es de más grave apostura, pero aún sorprende su tono de cierta llamativa violencia. La espada erguida y la esfera, parecen hermanarle con los de Sevilla o Segovia.

El lienzo de Antonio Arias (depositado por el Prado en la Uni­versidad de Granada), es más severo y realista, pues presenta a dos monarcas que conocemos bien, Carlos V y Felipe II, respetando su apariencia perfectamente habitual.

Otra serie real que podía ser recordada es la del palacio de la Generalitat valenciana, procedente del antiguo palacio real de aquella ciudad, constituida sólo por los soberanos que fueron reyes de Valencia, empezando, lógicamente, por don Jaime el Conquista­dor, hasta Felipe IV, en cuya época se pintó, siendo luego prolon­gada, de otra mano, con los retratos de Carlos II y Felipe V. Parece que se quiso apurar los parecidos, y don Jaime se refiere al viejo modelo medieval bien conocido y utilizado por Felipe Ariosto en Zaragoza.

También hubo otra en el Monasterio de El Paular, que abarcaba desde Enrique II a Carlos II, obra, al parecer, de 1671 y de un pin-

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tor casi desconocido, Isidoro Burgos Matilla, hijo de un discípulo de Velázquez de quien sólo conocemos un soberbio bodegón de ex­cepcional belleza, que guarda la Universidad de Yale. Como primicia puedo adelantar que de esta serie, dada por perdida, parece proce­der un hermoso Enrique IV que, creído de Carreño -y no sin ra­zones, pues su calidad es notable-, se guarda en la Universidad de Granada como depósito del Prado. La inscripción «Enricus IV, fun­dator noster», parece acreditar la procedencia, pues El Paular, como es bien sabido, es fundación del rey Enrique.

Durante el siglo XVIII no hay series de pinturas amplias y ambi­ciosas que reseñar, aunque el deseo erudito hiciese que se grabasen algunas para ilustración de determinados libros, generalmente de

culto, e inspirados en monedas y medallas.

Hay que llegar al siglo XIX para encontrar una nueva y extensí­sima serie que enlace de algún modo con las que hemos ido viendo hasta ahora. Se trata de una amplia serie de todos los reyes españo­les, desde Ataúlfo hasta Isabel II, preparada como «Serie cronológica de los Reyes de España», concebida por decisión oficial del Gobierno de Narváez, para constituir parte importante del Museo Iconográ­fico, que se intentaba crear en el Museo del Prado, al modo de la National Portrait Gallery británica, y que, como es sabido, no llegó a llevarse a efecto.

Debió iniciarse hacia 1849, pues esa es la fecha más temprana que aparece sobre algunos de los lienzos que hoy conservamos, de los 92 que debieron concebirse, siendo la más tardía la de 1856, ya en pleno bienio progresista.

Es esa la serie que ahora, y por feliz acuerdo del Real Patronato del Museo del Prado, se procura reunir en estos muros del Alcázar. La historia, aún mal conocida, de esta serie, parece haber estado perseguida por un infeliz destino. Nunca llegó a exhibirse íntegra,

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pues la revolución de septiembre truncó el propósito y pronto se ini­ció su dispersión, distribuyéndose por los más diversos emplazamien­tos de la península.

Los lotes más amplios fueron los depositados en el Tribunal Su­premo (hasta 24 lienzos), Basílica de Covadonga (18), Biblioteca Na­cional (8) o Sociedad Económica de Amigos del País de Santiago de Compostela (6) y otros varios en lugares tan poco explicables como la Qiputación Provincial de Lugo (6), los Ayuntamientos de Ubeda (2) y de Pontevedra (2), el Ministerio de Justicia (2) o la Uni­versidad de Zaragoza, entre otros.

El triste destino a que aludía parece haberse cebado en estos lienzos. El depósito del Tribunal Supremo, el más extenso, se perdió en el incendio de las Salesas en 1915.

Los de la Económica de Santiago, trasladados en 1940 a alma­cenes de la Catedral de aquella ciudad, se perdieron en parte tam­bién. Recuerdo que al intentar, en 1966, recuperar aquel depósito, encontré algunos de ellos sirviendo de cubrición a los huecos de las torres, medio destruidos ya por la lluvia y la acción de los pájaros.

De los restantes depósitos vamos poseyendo información deta­llada en los últimos años, y el estado de conservación, siempre me­diocre, no es, sin embargo, tan alarmante. Se han restaurado algu­nos de ellos -los ya depositados en este Alcázar- y se prosigue lentamente su recuperación.

La serie se inicia, pues, en los años mismos en que está creán­dose la pintura de historia. Recuérdese que fue la primera Exposi­ción Nacional en 1856, la que consagra, a través de la obra de Eduar­do Cano, Colón en la Rábida, el triunfo de este género de pintura. Como es lógico, en la serie va a reflejarse el mismo espíritu que en

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las primeras pinturas del género histórico: un cierto rigor purista, heredero del neoclasicismo tardío, superpuesto a una sensibilidad ya romántica que, al evocar el pasado, se impregna siempre de secretas y apasionadas alusiones al presente. El hecho de tener que efigiar absolutamente a todos los reyes del pasado, fuese cual fuese la ima­gen que de ellos ha dejado la historia, no permite a los autores de la serie «tomar partido», como era habitual en los grandes lienzos de composición, en los que se enfrentaron, de modo muy evidente, conservadores y progresistas, haciendo bandera de los episodios que mejor les cuadraban.

Aquí un tono de solemne grandilocuencia impregna a todos los soberanos por igual, produciendo una evidente monotonía que in­tentan salvar algunos de los artistas con recursos de expresividad teatral, que pretenden sugerir algún matiz sicológico, o con efectos de pura calidad pictórica, aunque, por desgracia, no sean éstos de­masiado frecuentes .

No conocemos aún -aunque se trabaja en la búsqueda de la documentación que debe existir en alguna parte- las circunstancias precisas del encargo, pero todos los testimonios apuntan hacia un empeño sostenido desde la Dirección del Museo del Prado, que de­sempeñaba don José de Madrazo, desde 1838 hasta 1857 en que re­nunció por desacuerdos con la Intendencia de Palacio, de quien dependía.

En repetidas ocasiones, el clásico diccionario de Ossorio Bernat, fuente fundamental para la pintura decimonónica, se refiere a esta serie como «la Serie Cronológica de Reyes de España del Real Mu­seo», señalando inequívocamente su destino. En el propio Museo se inventarían en un cuaderno, sin fecha, con numeración correlativa al inventario de 1849, con la misma indicación de «Serie Cronoló­gica de los Reyes de España». No llegaron, sin embargo, a incluirse

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en ninguno de los catálogos impresos, y su dispersión, como he dicho, comenzó relativamente pronto, pues en 1884 ya se enviaban 18 a Covadonga y en 1887 otros a Lugo.

Los artistas que intervinieron en la extensa serie fueron muchos. Hasta cuarenta y cuatro pintores distintos se pueden señalar en las listas de los conocidos e identificados, aunque hay alguna obra per­dida de antiguo, cuyo autor desconocemos.

Los más viejos en edad entre los que colaboraron fueron algunos de los grandes nombres del romanticismo, más conocidos por sus retratos o composiciones costumbristas que por el lienzo heróico. Así José Gutiérrez de la Vega (1791-1865), autor de la Ermesinda, que evoca la Santa Isabel de Murillo, Esquive! (1806-1857), cuyo Egica

se encuadra al modo de un retrato de salón, a pesar de sus deseos arqueológicos, o Manuel Rodríguez de Guzmán (1818-1866), bien conocido por sus cuadros de costumbres, pero autor de un conven­cional Eurico de apostura chulesca, casi agitanada, aunque de muy

bello colorido.

Pero la mayor parte de los autores invitados a trabajar en la serie pertenecen a la generación de los nacidos entre 1820-1830, que son los que inician conscientemente la pintura de historia. Eduardo Cano de la Peña (1823-1897), considerado el primer artista de este carácter, tiene obras como el Aurelio o el Silo, buenos ejemplos

de su contención aún neoclásica, con gesticulación heredada del mundo davidiano.

Es más que probable que la influencia de José de Madrazo de­terminase la elección de algunos de los artistas, pues predominan entre ellos los que, de modo más o menos directo, pasaron por sus enseñanzas y las de su hijo Federico, completándolas en París, en e) círculo de León Cognet, que cultivaba una estética semejante y era amigo también de los Madrazo.

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Uno de los hijos de José Madrazo, hermano menor de Federico, Luis (1825-1897) está presente en la serie con dos obras que se esti­maron de las más importantes, por la significación de los monarcas efigiados: D. Pelayo y la Reina Católica. Son, desde luego, de lo más discreto de la serie: el rey asturiano, muy solemne, sobre un fondo de paisaje que evoca el escenario real de Covadonga, y la reina, ins­pirada directamente en los retratos contemporáneos. Curiosamente, Federico de Madrazo no tomó parte en la serie, sin duda ocupado en obras más significativas, pero sí lo hace su jovencísimo hijo Rai­mundo, nacido en 1841, que luego sería uno de los más exquisitos cultivadores del «tableautim> y de un peculiar género de pintura ga­lante y refinada muy parisina. Su Ataúlfo, pintado presumiblemente a los dieciséis años, es, sin embargo, muy significativo de su rigurosa formación de carácter neoclásico.

De la generación de Cano son la mayor parte de los colabora­dores de la serie, tales como el catalán Francisco Sanz Cabot (1828-1881), el murciano Germán Hernández Amores (1823-1894), el ara­gonés Bernardino Montañés (1825-1893) - cuyo Fruela 1 resulta de enérgica apostura y eficacia decorativa-, el riojano Isidoro Lozano. autor del Ordoño ll, el granadino José Manuel Contreras (1827-1890), el sevillano Mariano de la Roca (t 1872), cuyo Rodrigo res­ponde a la misma estética, representándosele pensativo, como medi­tando sobre la pérdida de España, o el interesante Manuel Caste­llanos, a quien nos hemos referido como dibujante copista de las estatuas del alcázar segoviano.

De la misma estética son otros artistas, quizá menos conocidos, como el aragonés Francisco Aznar, cuya labor más estimada es su Indumentaria española, valioso esfuerzo de documentación. Su Re­caredo JI resulta de cierta luminosidad por el tratamiento abierto. Francisco Cerdá, catalán, autor de Alfonso XI, o el malagueño Fran-

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cisco Prats, autor de Juan JI, son también del mismo círculo. Cu­rioso es el caso de un alicantino, Agustín Sáez, que concluyó su vida en Manila como director de la Academia de Bellas Artes de aquella ciudad y cuyo Tulga (hoy en Lugo) resulta singular por el modo de representar al rey en acción, ejerciendo la caridad, dando limosna, casi al modo de una imagen piadosa.

De la generación más joven, a la que pertenecía el ya citado Rai­mundo de Madraza, es decir, la de los nacidos entre 1830 y 1840, encontramos en la serie algunos de los nombres más prestigiosos de la pintura española del último tercio del siglo. Con ellos puedo dar fin a esta ya un tanto enojosa enumeración.

Piénsese que en esta serie hacen sus primeras armas «oficiales» artistas como Dióscoro de la Puebla (1832-1901), cuyo Agila pensa­tivo tiene un cierto aire wagneriano, Antonio Gisbert (1835-1906), lleno de evocaciones clásicas en su Liuva 1, convencional pero resuelto con la evidente severidad monumental que empleará años más tarde en sus más conocidas composiciones históricas o, sobre todo, Eduar­do Rosales (1836-1873), cuyo García Aznar es quizá, como pura pintura, el más importante lienzo de la serie, desentendido de toda intención arqueológica, movido con evidente naturalidad y con un rostro sentido como retrato contemporáneo, de pensativa viveza te­ñida de melancolía.

Tales han sido, hasta hoy, los intentos de hacer visible de modo completo y expresivo, el panorama entero de la extensa y gloriosa monarquía de las Españas.

En este Alcázar segoviano, que albergó el primero de esos in­tentos iconográfico-simbólicos, pretendemos ahora ir reuniendo esa última serie, que se concibió para el Prado y que hoy, dispersa, no permite entender en su verdadera dimensión lo que se propusieron

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sus creadores. Invención uno y otra, lejos de la verdad física de los soberanos -que, salvo muy contados casos, sólo podemos conocer a través de las descripciones literarias-, sirvieron, sin embargo, para satisfacer la humana necesidad de dar a los ojos imágenes significa­tivas, apoyo sensible a la imaginación y a la evocación.

Y, para terminar, quizá valga la pena evocar las octavas reales que un cronista de Aragón, del siglo xvn, dedicó al salón de Reyes de la Diputación zaragozana, a la que me he referido antes. Sus palabras podrán, quizá un día no muy lejano, referirse, con bien poca diferencia, a lo que deseamos acojan los Salones de este Alcá­zar segoviano:

Estos, de nuestros Reyes valerosos, son los retratos fieles, delineados, Reyes siempre Aragón tuvo animosos como Castilla imperios y soldados; en salón bien capaz, ya los famosos bultos no caben, que aún con ser pintados, espacio es poco, tan grandiosa pieza para incluir la Augusta fortaleza.

ALFONSO E. PÉREZ SÁNCHEZ

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BIBLIOGRAFIA ESENCIAL

M. OsSORIO Y BERNARD: Galería Biográfica de artistas españoles del Siglo XIX, Madrid, 1884.

E. TORMO: Las viejas series icónicas de los Reyes de España, Madrid, 1917.

MARÍA LUISA CATURLA: Los retratos de Reyes del Salón Dorado en el Antiguo Alcázar de Madrid, «Archivo Español de Arte», 1947, pá­ginas 1 y sigs.

AURORA Ecmo: <<Retratos de los Reyes de Aragón» de Andrés U starroz y otros poemas de Academia, Zaragoza, Institución Fernando el Ca­tólico, 1983.

FERNANDO CoLLAR DE CÁCERES: En torno al Libro de Retratos de los Reyes de Hernando de Avila, en <<Boletín del Museo del Prado», tomo IV, núm. 10 (1983), págs. 7-35.

---: El libro de Retratos, letreros e insignias reales de los Reyes de Oviedo, León y Castilla, Madrid, 1985.

CARMEN MORTE: Pintura y política en la época de los Austrias: los re­tratos de los Reyes de Sobrarbe, Condes Antiguos y Reyes de Ara­gón para la Diputación de Zaragoza ( 1586), y las copias de 1634 para el Buen Retiro de Madrid, <<Boletín del Museo del Prado» (en prensa).

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LAMINAS

Raimundo de Madrazo: Ataúlfo

Antonio Gisbert: Liuva 1

J. Barroeta: Leovigildo

Benito Soriano Murillo: Witerico

Manuel Miranda y Rendón : Suintila

Ramón Cortés: Ervigio

Mariano de la Roca: Don Rodrigo

Carlos Múgica: Doña Urraca

Isidoro Loz¡tno: Fernando 11

Luis de Madrazo: Isabel la Católica

Bernardino Montañés: Fernando el Católico