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LA SITUACIÓN INTERNACIONAL EN LA DÉCADA DE LOS AÑOS TREINTA. Los diez años de 1930 a 1940 marcaron lo que se bautizó como la “época de las catástrofes”. Inició con la agresión japonesa a Manchuría en 1931, y terminó con el inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939. La década de los treinta fue escenario de golpes de Estado, crisis económicas y guerras civiles, casi sin interrupción, consecuencia obligada de la gran crisis económica que se manifestó en 1929. El moderno Japón había demostrado siempre una tendencia acusada hacia el militarismo y el imperialismo. El ejército gozaba de privilegios excepcionales y constituía una especie de Estado dentro del Estado, al margen de las autoridades civiles. Una política de conquista era la consecuencia natural de las antiguas tradiciones niponas y de su religión sintoísta; los japoneses se creían un pueblo elegido, gobernado por un emperador-dios, y destinados a acaudillar a las naciones de color en su lucha y en su rebelión contra Occidente; y eran no sólo los militares quienes soñaban con una hegemonía japonesa en Asía entera, no también los políticos. Las victorias nacionales obtenidas contra China (1894-1895) y Rusia (l904- 1905), aparte de tas ventajas conseguidas durante la Primera Guerra Mundial, estimularon sus anhelos de expansión, y la crisis general proporcionó 1

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LA SITUACIÓN INTERNACIONAL EN LA DÉCADA DE LOS AÑOS TREINTA.Los diez años de 1930 a 1940 marcaron lo que se bautizó como la “época de las catástrofes”. Inició con la agresión japonesa a Manchuría en 1931, y terminó con el inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939. La década de los treinta fue escenario de golpes de Estado, crisis económicas y guerras civiles, casi sin interrupción, consecuencia obligada de la gran crisis económica que se manifestó en 1929.El moderno Japón había demostrado siempre una tendencia acusada hacia el militarismo y el imperialismo. El ejército gozaba de privilegios excepcionales y constituía una especie de Estado dentro del Estado, al margen de las autoridades civiles. Una política de conquista era la consecuencia natural de las antiguas tradiciones niponas y de su religión sintoísta; los japoneses se creían un pueblo elegido, gobernado por un emperador-dios, y destinados a acaudillar a las naciones de color en su lucha y en su rebelión contra Occidente; y eran no sólo los militares quienes soñaban con una hegemonía japonesa en Asía entera, no también los políticos. Las victorias nacionales obtenidas contra China (1894-1895) y Rusia (l904- 1905), aparte de tas ventajas conseguidas durante la Primera Guerra Mun-dial, estimularon sus anhelos de expansión, y la crisis general proporcionó nuevos triunfos a los imperialistas. En un Japón superpoblado y con escasez de materias primas, sus exportaciones disminuyeron en un 50% durante aquella época; por otra parte las grandes potencias occidentales -muy debilitadas por la crisis- no podían defender con la firmeza de antes sus intereses en el Asia del Sudeste.Japón consideraba que China era el objetivo más apropiado para su expansión. Debilitado y dividido, el inmenso país chino les parecía una víctima fácil. Además, China poseía las materias primas que el Japón necesitaba: hierro, carbón, fibras textiles, etc., y sus centenares de millones de habitantes constituirían asimismo un mercado inagotable de consumo de productos manufacturados japoneses. Los conceptos de espacio vital, de expansión indispensable, y la influencia de una casta militar incondicional y, como consecuencia, la huella de una mística fanáticamente nacionalista adquieren tal intensidad en el

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Japón que a su lado las aspiraciones del nacionalismo alemán aparecen muy disminuidas. En 1927, el primer ministro Tanaka presentó al emperador japonés, un plan expansionista para extender su dominio a Manchuria, China septentrional, Siberia, la India e Indochina, sin tener que enfrentarse con el poderío de los Estados Unidos.Con todo, China era el primer campo de ensayo y experimentación, debido a su situación interna extremadamente debilitada.En China, los japoneses tenían importantes inversiones financieras y comerciales, y sus súbditos, muy activos eran periódicamente afectados por las reacciones de un nacionalismo también exacerbado.Los nipones iniciaron su acción en Manchuria, extenso territorio poco poblado, situado al nordeste de China, que había sido administrado por un general. Prácticamente independiente Manchuria sólo en teoría se hallaba sometida al gobierno central chino. El 18 de septiembre de 1931, el ejército nipón de Corea iniciaba la ofensiva con la complicidad del Estado Mayor Imperial y demás círculos militaristas de Tokio, y sin informar siquiera al gobierno japonés. La explosión de una bomba en el ferrocarril meridional de Manchuria, incidente preparado por los propios japoneses, sirvió de pretexto a la invasión, y, en pocas horas, las tropas niponas iniciaban su ofensiva. En un día y una noche se apoderaron de Mukden y de otras ciudades situadas en territorio chino. Cabe señalar que el momento era oportuno y bien elegido, pues la crisis económica afectaba gravemente a la Gran Bretaña tres días después de la invasión nipona, la libra esterlina abandonaba el patrón oro y los Estados Unidos atravesaban un período político de aislacionismo. China realizó un llamado a la Sociedad de Naciones, de la que era miembro, como el Japón.Por su parte en Inglaterra, algunos políticos sugerían la ruptura diplomática con Tokio y el embargo de las materias primas para la fabricación de armamento aunque sir John Simon no compartiera tal opinión. Consideraba que los intereses vitales del Imperio británico no solo se hallaban en peligro, y logró que fuera rechazada toda acción a través de la Sociedad de Naciones, por parecerle que bastaba el “veredicto de la opinión mundial” contra el agresor; igual era la opinión de Briand, en Francia. Esta actitud de Francia e Inglaterra, países árbitros sería característica de todo este período.

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La Sociedad de Naciones y el gobierno de los Estados Unidos, neutral y aislacionista, se limitaron a cursar unas notas de protesta diplomática y a enviar una simple comisión de encuesta por parte de la Sociedad de Naciones al Extremo Oriente. Los japoneses respondieron que no se trataba de una guerra, sino de simples operaciones de policía destinadas al restablecimiento “del orden y la paz» con objeto de proteger sus legítimos intereses económicos en una Manchuria víctima de generales-bandoleros. Tras esta declaración, los nipones persiguieron sus conquistas.En cierto modo, era lógico que, excluidos de la América del Norte, de Australia y, virtualmente, de la América hispana, los japoneses dirigieran su mirada hacia el continente que se hallaba a pocas horas de su país y ello explica la conquista de Corea al iniciar del siglo XX.Pero también el país coreano estaba muy poblado, su posesión alcanzaba enorme valor estratégico, aunque escaso valor económico. Sin embargo, si los japoneses no dominaban en Corea, existía el peligro de que lo hicieran los rusos por ser la península una especie de puente desde el continente hasta las islas niponas; en consecuencia, para defender Corea había que dominar en Manchuria. Luego, habría que ir más lejos. Lo trágico de las conquistas consiste en esa necesidad de defender lo conquistado mediante nuevos avances.En Manchuria, los japoneses organizaron con ayuda de políticos venales, un falso movimiento de liberación nacional” y el 18 de febrero de 1932 el país era proclamado Estado independiente con el nombre de Manchukuo. Los japoneses habían colocado al frente del nuevo Estado a Pu-Yi o Hsilan Tung último emperador chino de la dinastía manchú, que había sido educado en el Japón.Una comisión de encuesta de la Sociedad de Naciones denunciaba la superchería de un informe de octubre de 1932 y aunque en Ginebra se aprobó una resolución obligando a los japoneses a evacuar Manchuria, los invasores no se sintieron afectados en lo más mínimo, y observaron idéntica actitud hacia una nueva resolución de la Sociedad de Naciones el 24 de febrero de 1933, aprobada casi por unanimidad. Al contrario, los ejércitos nipones prosiguieron su marcha a través de la Mongolia interior e invadieron la provincia china de Jehol y los territorios situadas al sur de la Gran Muralla hasta llegar a amenazar a la propia ciudad de Pekín. El Japón respondió a

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la condena formulada por la Sociedad de Naciones abandonando este organismo el 21 de marzo de 1933. En mayo, los soldados nipones ocupaban Pekín.La Sociedad de Naciones y las potencias occidentales no se atrevían a correr el riesgo de una guerra en el Extremo Oriente. Los chinos, obligados a negociar, hubieron de reconocer la independencia de Manchuria —convertida de hecho en protectorado japonés— y el establecimiento de una zona desmilitarizada al sur de la Gran Muralla. Esta solución era, de hecho, una seria derrota para el organismo ginebrino y para sus principios sobre la “seguridad colectiva”. A este desaire seguirían otros por parte de Italia y Alemania, acompañados de la simple y pasiva complicidad de Francia e Inglaterra.En Francia, paralelamente a los acontecimientos en Asia, tuvo una serie de gobiernos que reflejaban la difícil situación política. La crisis económica mundial afectó a Francia y después a otros países, pero ocasionó gran descontento. De un lado determinados movimientos fascistas se manifestaron en las calles de manera espectacular y pintoresca.Francia también conocía de escándalos financieros graves. El más famoso de éstos fue el caso de Staviski, aventurero ruso que realizó una emisión fraudulenta de acciones de tanta resonancia que provocó la caída del gobierno Cbauntemps. El siguiente gobernante de Francia fue Daladier, quien quiso reprimir las protestas generales y también tuvo que dimitir. A Staviski se le encontró muerto en una quinta del magistrado Punte, que había intervenido en el asunto jurídico, murió también asesinado. Todo ello provocó manifestaciones de los grupos derechistas en las que resultaron muertos y heridos a consecuencia de la violenta represión de la policía. Determinadas conversaciones mantenidas entre organizadores izquierdistas llevaron a la firma de un pacto de acción conjunto entre socialistas y comunistas, fundando el 27 de julio de 1934 el Frente Popular.El Frente Popular francés consiguió una gran victoria en las elecciones de mayo de 1936 y en junio se formó un gobierno presidido por el dirigente socialista León Blum, en el cual los radicales y los socialistas aparecían representados en el gabinete,

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mientras los comunistas, que no participaron en el gobierno, le apoyaron desde el parlamento.El movimiento obrero reclamaba insistentemente una acción antifascista más enérgica y una mejoría en el nivel de vida. El gobierno del Frente Popular emprendió una serie de reformas económicos y sociales: logró la aprobación de una ley que limitaba la jornada de trabajo a cuarenta horas semanales y adoptó una serie de medidas en obras sociales y limitación de los poderosos trusts económicos. Pero estas medidas sólo tuvieron eficacia para irritar a las potencias económicas que presionaron más todavía para que los gobiernos adoptasen una actitud más enérgica ante las huelgas. Por otro lado, el temor de los capitalistas y la preocupación de los obreros en mantener simples reivindicaciones económicas que se traducían en aumentos de salarios sin estabilización de precios, llevaban a un callejón sin salida: la claudicación ante Hitler, papel que representó muy pronto Daladier.La guerra civil española, en la que el Frente Popular, también en el poder, emprende apenas comenzada la vía de las realizaciones revolucionarias, completó el cuadro. El propio gobierno francés no supo salir del problema y tuvo que ceder a la política de concesiones del primer ministro inglés Chamberlain a la política intervencionista de Hitler en España.En la Italia fascista, Mussolini fue el primero en aprovechar la ventaja. El Duce soñaba con realizar espectaculares conquistas miltaires que integraran un nuevo “imperio”. En Europa, Mussolini se imponía con mayor energía desde finales de la década anterior, en especial cuando se trataba de los Balcanes o del sudeste europeo en general a partir de 1935 su atención se centró en Abisinia, último estado independiente que quedaba en África. Su emperador, Haile Selassie, rey de Reyes y León de Judá—, era un soberano que tendía a la modernización de su país, todavía con formas feudales.Los proyectos de Mussolini sobre Abisinia habían empezado a tomar cuerpo en 1932, inspirado por un nacionalismo chauvinista. El Duce ambicionaba participar en el llamado ‘honor de las armas y proporcionar mayor espacio vital para los italianos. Deseaba también vengar la tremenda derrota sufrida en Adua en 1896 por Italia, cuando intentó por primera vez conquistar Etiopía.

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El 3 de octubre de 1935, tras una serie de provocaciones fronterizas y maniobras diplomáticas, el ejército italiano, previamente concentrado en Eritrea, invadía el territorio etíope.Con tropas motorizadas, provistas de aviación y armas automáticas, los italianos eran muy superiores. Las tribus abisinias, de armamento primitivo y sin disciplina. Los ‘conquistadores” italianos apenas encontraron más obstáculos que el terreno áspero. La dificultad de las comunicaciones y enlaces y el clima.Se daba la circunstancia de que tanto Italia como Etiopía eran miembros de la Sociedad de Naciones; así que, como en el caso de Manchuria, el mundo asistía a la agresión perpetrada por un Estado miembro contra otra. Haile Selassie apeló al organismo internacional y llegó incluso a presentarse en Ginebra y postular, personalmente, en favor de la causa de su país, ante la Asamblea General.La opinión mundial condenó la agresión italiana con una energía y unanimidad sorprendentes; el de octubre de 1935, el Consejo declaraba que Italia había violado el pacto, y pocos días después la Asamblea General confirmaba, con casi la totalidad de los votos, que Italia era considerada agresora. Según el artículo 16 del pacto, Italia se había hecho culpable de agresión contra el conjunto de Estados miembros; en consecuencia, éstos debían aplicar sanciones al agresor, lo que significaba, en principio, un bloqueo económico y político.Del 11 al l9 de octubre de 1935 el mundo presenció, por primera vez en la historia, cómo una asamblea internacional decidía sanciones contra un país, declarado agresor, fecha histórica, aunque, para desgracia, la acción colectiva resultó mucho menos rápida y eficaz de los fundadores de la Sociedad de Naciones imaginaran. El boicot contra Italia simplemente se “recomendaba” a los países miembros y no efectuar sino en forma progresiva, sin alcanzar plenos efectos hasta algunos meses más tarde. Con todo, el principio de las sanciones en fue favorablemente acogido por la opinión mundial; antes de terminar octubre de 1935, cincuenta Estados habían prohibido de la exportación de armas, municiones y toda clase de material de guerra a Italia; cuarenta y nueve países negaron créditos bancarios a los italianos y cuarenta y ocho se comprometieron a no adquirir más mercancías italianas.

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No obstante, Italia apenas tenía que temer a esas medidas, al menos momentáneamente. Había acumulado enormes cantidades de material de guerra: el bloqueo de los créditos y el boicot económico sólo podrían dejarse sentir a largo plazo y el único problema estribaba en el número de Estados que estuvieran dispuestos a interrumpir sistemáticamente el aprovisionamiento de Italia en determinados productos esenciales.La primera cuestión que se planteaba era si debía paralizar el suministro de petróleo, material indispensable para la maquinaria bélica de los italianos. Esta cuestión constituyó el tema fundamental en las negociaciones iniciadas entonces en el seno de la Sociedad de Naciones y ante las grandes potencia. Indudablemente, el bloqueo del petróleo hubíera sido muy eficaz quizás decisivo, pero, como a tantos otros aspectos durante la década de 1930-1940, las democracias pecaron por exceso-de prudencia, en sus contínuas dilaciones y aplazamientos. En previsión del corte de suministros, las empresas exportadoras aumentaban los envíos.Inglaterra trataba de atraerse a Italia, cuya potencia militar, y en especial la aviación, sobrevaloraba y temía que el Duce, exasperado por unas sanciones rigurosas, atacase las posiciones inglesas en el Mediterráneo. Además, el pasado imperialista de la Gran Bretaña y el papel que desempeñó durante el siglo XIX en el reparto colonial de África infundían a este suficientes escrúpulos para meditar antes de condenar una guerra colonial: Nos hallamos en la misma situación del ladrón retirado, decían en Londres, con ejemplar cinismo.Por su parte el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt y su gobierno condenaban la agresión italiana, pero el aislacionismo era la tendencia dominante en los Estados Unidos con relación a su política exterior por consiguiente, este país observó una actitud muy reservada respecto al conflicto italo-etíope. Francia se mostraba todavía más cautelosa que las dos grandes potencias anglosajonas. El gobierno francés, presidido por Pierre Laval, consideraba una Alemania nazi y poderosamente armada como la amenaza más grave del momento internacional.Francia tenía el máximo interés en no atacar a Italia, pues aspiraba al apoyo de Mussolini contra la política agresiva iniciada por Hitler. Los temores franceses se acentuaron en forma dramática cuando en marzo

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de 1936 Hitler decidió, de súbito, que el ejército germano ocupase la zona desmilitarizada de Renania. Asumiendo la plena soberanía sobre dicho territorio, atentados flagrantes contra el tratado de Versalles y el pacto de Locarno, París y Londres, atemorizados ante Alemania, confiaban nada menos que en Mussolini.Las sanciones y la amenaza del embargo sobre el petróleo incitaron a Italia a precipitar el ritmo de las operaciones militares. La campaña debía terminar antes de que las sanciones se dejasen sentir de modo efectivo y quedara cortado el suministro del petróleo. Algunos políticos británicos se esforzaban en movilizar a toda costa a los partidarios del embargo, y el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, actuaba en dicho sentido, aunque no le apoyase el indeciso gabinete Baldwin.Mussolini incrementó entonces su acción militar en Etiopía. Durante los meses de febrero, marzo y abril de 1936, los italianos ocuparon extensas zonas del país después de llevar a cabo auténticas matanzas de etíopes indefensos. El 5 de mayo, un mes antes de la estación de las lluvias, las tropas fascistas entraban en Addis-Abeba. El 9 dc marzo, Mussolini pudo anunciar que el imperio del Negus quedaba por entero bajo dominio italiano y que el rey Víctor Manuel III era proclamado emperador de Abisinia.Las sanciones fueron levantadas pocos meses más tarde: habían significado un notable fracaso. Las democracias se inclinaban, serviles, ante un vencedor de opereta.Las potencias occidentales experimentaron, de hecho, una doble y deplorable derrota, pues si Mussolini habla resultado victorioso, Hitler no triunfaba menos en su esfera de influencia. El Fuhrer había ocupado con toda impunidad la zona renana, asegurándose así una posición infinitamente más favorable ante una Francia que, por la misma razón, perdía gran parte de su significación estratégica con respecto a sus aliados del Este europeo. Factor de no menos importante para el futuro era que los dictadores alemán e italiano habían estrechado su amistad durante la crisis. Antes de ésta, Mussolini y Hitler seguían su propia política exterior, pero el problema de Abisinia les unió en una común oposición a las democracias occidentales. En breve, sus afinidades ideológicas los unirían todavía más. De aquel pacto de 1936 nació una nueva

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constelación en el firmamento de la política europea el bautizado Eje Roma-BerlínY aquel mismo año, abandonado por Herriot y por los ministros radicales, el gabinete Laval no podía resistir más las críticas dirigidas a su politica exterior por los elementos izquierdistas. Los partidos de izquierda apoyaron al gabinete de Alberte Saraut, en el que Flandin desempeñaba la cartera de Asuntos Exteriores.POLÍTICA EXTERIOR DE LA ALEMANIA NAZIPoco después de la llegada al poder de Hitler. En enero de 1933, aplicó una renovada política exterior, basada en una agresividad, practicando esencialmente una doble actitud de chantaje y desafío. Ya es sabido que el nacionalismo constituía la base de la doctrina nazi; en su obra de “Mi Lucha”, Hitler había proclamado abiertamente su intención de desconocer el tratado de Versalles, vengar la derrota de 1918, agrupar a todos los hombres ”de raza alemana —por supuesto, los austríacos— en un Gran Reich, y ofrecer al pueblo alemán, en continua expansión demográfica, un espacio vital en el Este europeo mediante conquistas violentas, disfrazadas de una especie de cruzada contra el comunismo.Según sus propias palabras, Hitler se proponía desvíar la progresión constante de los alemanes hacía el oeste y sur de Europa y cambiar el sentido de sus invasiones hacia el este del continente; es decir, dirigiéndola hacia Rusia y sus vecinos, en especial contra aquel mundo soviético al que consideraba víctima ideal para aniquilarlo sin esfuerzo: “Alemania será una potencia mundial o no existirá”, repetía y la primera fase de dicha política no podía ser otra que el rearme de Alemania y la deliberada violación del tratado de Versalles.Durante la república de Weimar, la Reichswehr y algunas organizaciones paramilitares ya habían dejado al margen más o menos hábilmente los artículos del referido tratado que imponían el desarme alemán, y, en especial, pudo observarse el renacimiento del Alto Estado Mayor germano. Apenas los nazis alcanzaron el poder, las violaciones del tratado se hicieron cada vez más claras y flagrantes. Las actividades militares seguían hallándose fuera de la ley, ciertamente, el disfraz que las encubría era cada vez menos disimulado. Pero sus anuncios de que tales campañas iban “sólo”

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contra Rusia acallaban la conciencia de las democracias occidentales, que no veían con malos ojos tal tendencia.Durante la tercera década del siglo, la Sociedad de Naciones había consagrado un denodado esfuerzo al desarme de los Estados citados en el tratado de Versalles y sus actividades no experimentaron ninguna demora teórica. En el mismo instante en que Hitler ocupaba el cargo de canciller alemán, se hallaba reunido en Ginebra una importante conferencia sobre el desarme, con participación de Alemania, país que ingresó en la Sociedad de Naciones en 1926. Sin embargo, fue imposible llegar a un acuerdo sobre propuestas concretas, y en octubre de 1933 Alemania abandonaba bruscamente la conferencia del desarme y la propia Sociedad de Naciones, sellando así la suerte de una y otra. Por su parte, el Japón había dejado ya de pertenecer a la organización internacional, ausencia que no pudo ser compensada con el ingreso, a su vez, de la Unión Soviética en 1934.El mundo debía quedar de nuevo atónito el 25 de julio de1934. Un grupo de nazis austríacos, en estrecha complicidad con los alemanes, trató por la violencia de tomar el poder en Viena. Ocuparon el edificio de la radio oficial, interrumpieron la emisión y proclamaron el régimen nazi y, forzando las puertas de la cancillería federal, asesinaron al canciller Engelbert Dollfuss. Sin embargo, el golpe de Estado fracasó, y entonces Hitler se esforzó inútilmente en convencer a la opinión internacional de que él era ajeno por entero a lo ocurrido.Mussolini se había erigido en protector do Austria, con objeto de evitar la vecindad de una Gran Alemania cuyas fronteras llegaran hasta el paso alpino del Brenner, a tal efecto, concentró sus tropas en la frontera septentrional, a la vez que condenaba duramente la conjura nazi y cualquier atentado a la independencia de Austria. Durante algún tiempo pareció incluso que habla cierta tirantez de relaciones entre los dictadores fascista y nacionalsocialista. Poco después, Kurt Schuschnigg era nombrado canciller de Austria.Hitler decidió paralizar momentáneamente su ofensiva contra Austria, pero los países vecinos del III Reich no se sintieron por ello menos alarmados. Sus temores habían empezado con el asalto al poder por los nazis, y eran compartidos por todos los demás Estados interesados en el cumplimiento del tratado de Versalles. Polonia, con su tristemente famoso “corredor” entre Pomerania y la Prusia oriental,

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emprender el régimen hitleriano, pero al negase Francia a ello y al no querer el gobierno del coronel Beck el menor trato con Rusia, prefirieron aceptar la firma de un pacto de no agresión en enero de 1934 con Alemania, por el que ambos países se comprometían solemnemente, durante diez años, a no solucionar con las armas sus eventuales conflictos. Ello equivalía a neutralizar momentáneamente el problema del corredor polaco.Medió otro factor importante: la Unión Soviética también modificaba su política. Con anterioridad, los rusos calificaban de “latrocinio capitalista” el tratado de Versalles e hicieron cuanto pudieron para obstaculizar la política de las potencias occidentales, colaborando en cambio estrechamente con la república de Weimar. Sólo cuando Hitler proclamó sin rebozo que el comunismo era una plaga mundial, y designó claramente a la URSS como objetivo primordial de las futuras conquistas germánicas, ésta se sintió amenazada por el Reich, del propio modo que se sentía también incómoda a causa del expansionismo nipón en el Extremo Oriento. Esta situación indujo a Moscú a una aproximación a los occidentales. En Ginebra, los delegados soviéticos (Litvinof) sostuvieron la doctrina de “la paz indivisible» y la defensa de la paz mundial.Las tentativas de acercamiento entre Francia y la URSS recordaban la alianza franco-rusa anterior a 1914-1918. La llamada Pequeña Entente formaba ya parte del permanente sistema francés de alianzas con el Este. En enero de 1935, Laval firmaba también un tratado con Roma, y aquel mismo año el territorio del Sarre, colocado bajo adminitración francesa desde 1919, decidía unirse a Alemania tras la celebración de un plebiscito.Hitler no mostró ninguna impresión por el “círculo de hierro” con que la diplomacía francesa intentaba cercar a Alemina. El Führer violó una vez más el tratado de Versalles con su decisión del l6 de marzo de 1935, fecha en que restableció el servicio militar obligatorio en Alemania, evidenciando, además, sus intenciones de reconstituir un ejército cuyos efectos en tiempo de paz oscilaran entre los 500 000 y los 600 000 hombres, El rearme clandestino de Alemania no constituía ya un secreto para nadie; no obstante, la noticia causó grave impresión, sobro todo en Francia y en la Unión Soviética. En cambio

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Inglaterra parecía aceptar los acontecimientos con mucha mayor resignación. Tiempo tendría para arrepentirse de su pasiva actitud.El restablecimiento del servicio militar obligatorio en Alemania, provocó, entre otros efectos, la firma de un pacto de asistencia mutua entre Francia y la URSS. El documento fue firmado el 2 de mayo de 1935; sin embargo había en él diversas cláusulas que neutralizaban su alcance. Lo cierto es que la idea de una colaboración con los rusos no satisfacía a Pierre Laval y no hubo acuerdo militar alguno que materializara aquella proclamada comunidad de intereses o intenciones. También el gobierno gobierno francés hubo de pagar muy caro el arrepentimiento.En cuanto a Checoslovaquia, aliada oficial de Francia desde 1924, firmó igualmente un pacto de asistencia con la Unión Soviética, de la que había sido enemiga, sobro todo en los tiempos de Masaryk (1919), en que las tropas checas combatieron a la Revolución rusa.

De pronto Hitler llevó a cabo un giro en una dirección inesperada: hacia la Gran Bretaña. El I8 de junio de aquel mismo año, un intercambio de notas entre ambos países tuvo como consecuencia un acuerdo naval sorprendentemente favorable para Alemania, que quedaba autorizada a construir navíos de guerra de todos los tipos hasta alcanzar un 35% del tonelaje de la Royal Navy. La Gran Bretaña consagraba de este modo la liquidación del tratado de Versalles, al firmar semejante acuerdo naval sin molestarse siquiera en consultar previamente a Francia ni a Italia.Al año siguiente, Hitler obtuvo otros éxitos más considerables todavía, siempre mediante el oportunismo o en forma de brutales golpes de mano. Aprovechó esta vez, con suma habilidad, la crisis etíope. Las potencias occidentales aparecían divididas en cuanto a su actitud con respecto a Mussolini y su aventura africana. Aun mostrándose muy reservados y poco dispuesto, a precipitar la crisis, con riesgo en de una guerra en el mediterráneo, los británicos deseaban más aún que Francia oponer un dique a las conquistas italianas. París, por su parte, se mostraba menos preocupado por mantener a Mussolini en el frente antigermánico.Mientras los ingleses parecían deseosos, ante todo, de oponerse a las empresas militaristas de Italia, los franceses, seguros de que el máximo peligro provenía de Alemania rehusaban a una acción

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conjunta para provocar la caída consecuencia del Duce. La consecuencia fue que tanto el dictador italiano como el de Alemania pudieron actuar enteramente a su antojo, cada cual por su lado: el Duce se anexó Abisinia sin tropezar con una verdadera opisición y el Führer pudo penetrar en territorio desmilitarizado primero por el tratado de Verssalles ymás tarde por los acuerdos de Locarno, ratificados solemnemente por Alemania de modo voluntario en 1925, con lo que Hitler se culpable de una doble violación. El dictador alemán pretendió, sin embargo, que su decisión no era del todo contraria al espíritu de Locarno, y el 7 de marzo de 1936 las tropas alemana penetraron definitivamente en Renania, zona que debía quedar desmilitarizada según el tratado de Versalles.

Los franceses se mostraron sorprendidos e indignados, sin atreverse, no obstante, a emprender una acción bélica para frenar los impulsos hitlerianos. Francia no podía adoptar iniciativas ante una Italia que se rebelaba contra las sanciones y una Gran Bretaña que confiaba en sus negociaciones con Hitler.Hoy es sabido lo mucho que Hitler se jugaba cuando se dispuso a dar su ”salto de tigre” sobre el Rin. En efecto, sus consejeros militares y políticos lo rogaban que reconsiderara su decisión y aun mejor que no la tomase. Las reservas de petróleo con que contaba Alemania le hubiesen permitido, en el mejor de los casos, llevar a cabo sólo una guerra de pocas semanas. Sus generales vivieron angustiados, hasta el día en que los cálculos político de Hitler demostraron no ser erróneos: divididas e indecisas, las potencias democráticas estaban dispuestas a toda clase de concesiones.Poco después, durante la segunda mitad de aquel crítico año de 1936, el pueblo británico prestaba más atención a un problema dinástico. Su Soberano, Eduardo VIII quien fuera el elegante príncipe de Gales, demostró pocos deseos de gobernar y menos con las pocas atribuciones y muchas preocupaciones que la Constitución británica deja a los soberanos. No ocultaba sus simpatías hacía los alemanes y en está hubiera visto con gusto la política que siguieron luego hombres como Chamberlain. A primeros de diciembre, en los precisos momentos en que se luchaba desesperadamente en las afueras de Madrid, y Europa entera aparecía anhelante por la suerte que pudiera correr el pueblo español. Eduardo VIII se preocupaba do

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otro problema de género muy distinto: renunciar a la corona o a la señora Simpson. Eduardo VIII, a satisfacción de todos, abdicó. Le sucedió su hermano Jorge VI.

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLALa España del primer cuarto de siglo había desarrollado su industria, aunque de manera tímida y parcial, así como incrementado la producción agrícola, beneficiándose de su neutralidad durante la Primera Guerra Mundial. Pero, igual que todos los demás países, no pudo resistir el choque de las dificultades económicas, financieras y sociales de aquella postguerra.“Cansado de una política que gira en el vacío, asqueado de las intrigas tradicionales —escribía Maurice Baumont—, el país ni siquiera siente apego por la corona. Alfonso XIII, que ya era rey antes de nacer, sólo es popular fuera de España. Apasionado y elegante, deportista, rebosante de juvenil petulancia, este desenvuelto soberano, de espíritu emprendedor y dispuesto siempre a evadirse de los apacibles marcos constitucionales, ofrece las características de un rey moderno. Qui-siera que los jefes de los grupos parlamentarios fuesen dóciles al criterio real, porque posee un elevado sentido de su autoridad; pero el equilibrio entre los partidos, tan inestable a causa de su política oscilante, va siendo cada vez más difícil, y el soberano, aunque posee calidad de monarca, no inspira sino confianza mediocre. En la envenenada atmósfera en que vive, entre los egoísmos de una aristocracia momificada, obstinadamente opuesta a una reforma agraria, no sabe concretar ideas acertadas que, si no en su mente, se hallan al menos en su temperamento y que podrían conducirle a efectuar las necesarias reformas. Permite que los acontecimientos se vayan produciendo, y va a perder la partida.”Al principio del reinado, se intentó aplicar el régimen parlamentario. El estadista Antonio Maura se preocupó por la reforma de la administración local, del caciquismo imperante y de los problemas laborales, llegándose a la creación de un incipiente Instituto de Reformas Sociales (1903), impulsos que fracasaron finalmente.En 1909 se produjo una situación crítica: el bloque liberal o de izquierdas se opuso enérgicamente al dirigismo derechista de Maura,

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los socialistas promovieron la huelga general y estalló una guerra en Marruecos a causa del asesinato de unos obreros de las minas del Rif. El episodio acaso más espectacular fueron los sucesos de la llamada “semana trágica” de Barcelona, grave explosión de carácter anarco-sindicalista que motivó el fusilamiento de Ferrer Guardia, acusado de ser su promotor, el 13 de octubre de 1909, y que produjo viva sensación en España y en el extranjero.Otro ministro, Canalejas, preconizó una orientación política algo más izquierdista, que tampoco alcanzó sus objetivos; Canalejas pereció en 1912 en un atentado, y los ministros que le sucedieron no demostraron cualidades de estadista. De esta forma se llegó a la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en que España mantuvo estricta neutralidad, pero que también ejerció su influjo en el país. Los sucesivos gobiernos de “gestión” o de “concentración” no resolvieron problema alguno, y tal situación se mantuvo hasta el año crucial de 1917, decisivo para Europa y para América, en plena crisis de la guerra mundial. Estallaron huelgas y atentados, y al terrorismo se replicaba con la represión. Ortega y Gasset aludía a la coyuntura española de aquellos años exasperados, calificándola de “insolidaria e invertebrada”.Fracasada la “revolución desde arriba” que preconizara Maura, tampoco se ofrecía —ni siquiera se intentaba— solución viable a las reivindicaciones políticas, sociales y regionalistas; el sindicalismo obrero se lanzaba a la lucha en las calles y se recurría tan sólo a la policía y al ejército para contrarrestarla. El país parecía encaminarse, con fatalismo, a una encrucijada. El problema de Marruecos, que había sido grave en 1909-1911, llegó a ser gravísimo en julio y agosto de 1921. Un jefe marroquí, Alt-el Krim, se sublevó contra España y atacó las posiciones de Annual e lgueriben; al retirarse de Annual, pereció el general Silvestre, y las tropas en desbandada fueron aniquiladas en Monte Arruít. Cayeron Nador y Zeluán en poder del jefe marroquí, y se produjo el derrumbamiento del frente de Melilla con la pérdida de 14.000 soldados españoles, entre muertos y desaparecidos, e inmensa cantidad de material de guerra. La reacción española fue lenta: hasta 1925 no se emprendió una campaña que, dirigida por el general Primo de Rivera, en colaboración con fuerzas

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francesas, terminó con la rebelión marroquí y la derrota de Alt-el Krim.De 1923 a 1930, el general Primo de Rivera pretendió sostener el régimen monárquico mediante una dictadura militar de tipo más bien paternalista, y al estilo ya clásico de los gobiernos militares del siglo anterior. Llevó a cabo internos de política laboral con a cooperación socialista, y organizó los comités paritarios que iniciaron una especie de arbitraje en los conflictos laborales; emprendió un programa de obras públicas, carreteras y ferrocarriles, así como ostentosas exposiciones internacionales que, si de momento absorbieron el paro, a la larga agravaron las dificultades económicas del país.Dimitió en el año 1930 y le sucedieron el general Dámaso Berenguer (enero 1930-febrero 1931) y el almirante Aznar (febrero-abril 1931) con idéntica política, aunque más abierta hacia una consulta popular. La sublevación militar de Jaca (diciembre de 1930) y la consiguiente represión de la misma señalaron el prólogo del desmoronamiento del régimen monárquico.En las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, los partidos republicanos alcanzaron una gran mayoría en las principales ciudades del país, aunque no en el campo, y los círculos monárquicos se alarmaron en extremo, produciéndose auténtico pánico. La monarquía se desplomó por sí sola, sin ofrecer resistencia alguna. El rey Alfonso XIII partió para el exilio en Roma, y en España se proclamó la República el día 14; más tarde fue aprobada una Constitución relativamente moderada (9 de diciembre de 1931): los partidos de izquierda fueron los primeros en ocupar el poder y proclamaron la separación de la Iglesia y del Estado, en mayo de 1931, decretando la libertad de cultos y con objeto de luchar contra la influencia de la Iglesia en la vida pública, la ley de Congregaciones Religiosas, de marzo a mayo de 1933. Se preparó una Ley de Reforma Agraria (septiembre de 1932) en un país en que los propietarios rurales, es decir, un 1% de la población, detentaba los dos tercios de las tierras cultivables, pero que no se llegó a aplicar. Ambos temas fueron la manzana de la discordia que llevaría a la guerra civil.Los republicanos aparecían divididos e indecisos en lo referente a la reforma agraria. Las nuevas elecciones en noviembre de 1933 señalaron un desplazamiento hacia la derecha, y el nuevo gobierno de

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los radicales de Lerroux y los derechistas de la CEDA trató de promover una política conservadora. En octubre de 1934 estalló una revolución de tipo social que en Asturias revistió especial gravedad. Simultáneamente, en Barcelona se proclamó el Estado Catalán, con el intento de superar el vigente Estatuto de autonomía concedido por la República. El gobierno pudo dominar ambos movimientos con tropas trasladadas con urgencia de África a la península.Los partidos republicanos de la oposición establecieron una alianza que abarcaba desde el centro hasta los socialistas y comunistas en la extrema izquierda, siguiendo la línea de Frente Popular, como en el resto de Europa. Las elecciones de febrero de 1936 proporcionaron el triunfo a dicho Frente Popular, otorgándole mayoría en el Parlamento. La más destacada personalidad de la nueva situación y de toda la época republicana, Manuel Azaña, sustituyó a Alcalá Zamora en la presidencia de la República. Azaña era el típico representante de la izquierda intelectual, liberal y burguesa al estilo francés, y ya había sido jefe de gobierno desde octubre de 1931 a septiembre de 1933. La obra reformista se dispuso con perspectivas de mayor ponderación, pero era más intensa y, sobre todo, iba precedida de la acción directa de las masas. Sin esperar la reforma agraria, los campesinos manchegos, andaluces y extremeños ocupaban las tierras de cultivo, todo lo cual aumentó la inquietud del ala conservadora, que no aceptó aquella política, con la que tampoco quisieron colaborar los extremistas del movimiento obrero.La mística de la reforma revolucionaria, generalizada en buena parte del pueblo español, en 1931, dio vida a la tercera solución: la II República. Llevada al poder gracias a un inicial movimiento de entusiasmo popular, preconizó un Estado democrático, regionalista, laico y abierto a amplias reformas sociales. Era un sistema conveniente a una burguesía de izquierdas, de clase media liberal, precisamente las fuerzas menos vivas —excepto en algunos territorios periféricos— del panorama español. De este modo, el camino de la República fue totalmente obstaculizado por las presiones de los obreros (los sindicalistas de la CNT, inducidos por la mística de la Tercera Revolución, y los socialistas de la UGT por el revolucionarismo marxista) y la reacción de los grandes latifundistas (sublevación de Sanjurjo, 1932).

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Los católicos, que se sentían amenazados en sus conciencias, hostilizaron a la República, y en lugar de apoderarse democrática y sinceramente de sus puestos de mando, contribuyeron a arruinarla. Los métodos de los españoles conservadores aprendidos de la Alemania de Hitler, de la Italia de Mussolini, de la Austria de Dollfuss, de la Rusia de Stalin e incluso de la Francia de febrero de 1934. Europa se echó sobre España, enturbió sus ojos y la precipitó hacia la tremenda crisis de octubre de 1934, en Cataluña y Asturias, de la que salió con una mentalidad revolucionaria en la derecha y en la izquierda. Y así, de la misma manera que muchas gotas de agua forman un torrente, los hispanos se dejaron arrastrar hacia el dramático torbellino de julio de 1936. La República, pues, era zarandeada por todos los extremismos.Durante aquel período, en ambos bandos una violencia respondió a otra, y tanto uno como otro recurrieron sin vacilar al atentado político, tan frecuente en aquellos meses. El de mayor repercusión fue el asesinato cometido en la persona del dirigente conservador Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936, y este hecho desencadenó el conflicto armado el 18 de julio del mismo año.El Movimiento Nacional —que éste fue su nombre— se inició el día anterior en Marruecos. Su presunto jefe, el general Sanjurjo, pereció en un accidente de aviación, pero el alzamiento se propagó pronto a diversas guarniciones españolas en numerosas capitales de provincia: Sevilla, Granada, Córdoba, Salamanca, Zaragoza, Burgos, Valladolid y Galicia.En cambio, el movimiento fue reprimido en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao y casi en todas las grandes ciudades, bajo la acción conjunta de obreros, soldados y fuerzas de guardias de Asalto creadas por la República, a las que se sumó, en general, la Guardia Civil. El gobierno, sorprendido, reaccionó intentando convencer por teléfono a los diversos jefes militares, pero las masas obreras, encuadradas por partidos y sindicatos en milicias, se movilizaron imponiendo el reparto de armas y sometieron a los núcleos militares de las principales ciudades.A los pocos días, la situación era de franca división del país y guerra civil, con un movimiento de revolución obrerista en la zona gubernamental o republicana. Y las grandes potencias europeas se

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vieron en cierto modo implicadas en la lucha que, además de guerra civil española, dada la coyuntura internacional, fue el prólogo de una guerra ideológica y de la “contienda civil europea” de los años 1939 a 1945. Los países extranjeros ayudaron más o menos a sus bandos afines: Alemania e Italia a los “nacionales” y Rusia a los “republicanos”. Los beligerantes pusieron a prueba en España nuevas armas y métodos tácticos que serían aplicados luego, en el curso de la Segunda Guerra Mundial. El carácter internacional de la guerra ya apareció desde el primer momento y España se convirtió en campo de experimentación bélica. El 30 de julio de 1936, aviones militares italianos ayudaban ya a los nacionales.Las potencias occidentales tenían, por supuesto razones sobradas para desear el mantenimiento o la restauración de un régimen democrático en España; sin embargo, en Inglaterra, el equipo gubernamental aparecía muy dividido y se manifestaban simpatías hacia ambos bandos.Las atrocidades cometidas no fueron patrimonio de unos ni de otros, sino secuela de una brutal exaltación, característica de las guerras civiles, exacerbada por el temperamento de un pueblo. Sin embargo, ellas no entraron en consideración para las respectivas actitudes de los gobiernos extranjeros, sino la trayectoria de su propia política.Tanto en la Gran Bretaña como en Francia, los elementos más conservadores se hallaban ofuscados por el temor a la implantación de un régimen comunista en España. Además, el objetivo principal de ambas potencias era evitar que aquella guerra civil degenerase en un conflicto europeo. Trataban de localizar el conflicto interno español, y con tal finalidad proclamaron una política de “no intervención”, procurando que los demás Estados la secundaran.Aparentemente, lo consiguieron, aunque no en la realidad. Alemania, Italia y Portugal se adhirieron a dicha política, que geográficamente les favorecía. Francia, por su parte, aplicó sus compromisos. Alemania e Italia no sólo enviaron material de guerra, sino millares de soldados, y las tropas de Mussolini pudieron contarse pronto por divisiones. Se ha calculado que en 1937, a poco más de medio año de estallar el conflicto, luchaban en el campo nacional unos 7.000 alemanes y 14.000 italianos; por otra parte, el número de voluntarios

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extranjeros encuadrados en las Brigadas Internacionales alcanzaba la cifra de 24.000.El frente de la guerra civil permaneció inestable durante algún tiempo: en otoño de 1936, las fuerzas nacionales amenazaron la capital, pero fueron contenidas, estabilizándose un frente de trincheras que se mantuvo toda la guerra. En la primavera de 1937, las tropas republicanas consiguieron algunas victorias minúsculas, y a principios de 1938 la efímera ocupación de Teruel, mientras los nacionales presionaron en el frente cantábrico, conquistando rápidamente el Norte (abril-octubre de 1937); fue en aquella época cuando, en una incursión aérea sobre la ciudad vasca de Guernica, el 26 de abril de 1937, la Luftwaffe —aviación alemana— inauguró las devastaciones de la moderna guerra aérea.Las batallas y maniobras clave durante los últimos meses de 1936 fueron, en el frente norte, la consolidación del sector gallego asturiano por parte de los nacionales, cuyo eje virtual era la ciudad de Oviedo, y la batalla de Brunete, una de las piedras de toque de la resistencia de Madrid. En 1937, la lucha reviste en general un carácter de tanteo por ambos bandos y a lo largo de todos los sectores, a excepción del frente septentrional, cuya batalla clave fue la acción de Bilbao. Sólo en Belchite hubo intensa actividad de las fuerzas republicanas, tratando de aliviar la presión adversaria que, en agosto y septiembre de 1937, se ejercía sobre Santander y los últimos reductos republicanos del frente norte. En 1938, liquidado el episodio de Teruel, el hecho más espectacular fue la subsiguiente ofensiva de primavera llevada a cabo por los nacionales en Aragón, que les permitió la salida y dominio del Mediterráneo.De marzo a julio de 1938, se llevó a cabo la operación Aragón Mediterráneo, que constituyó una carrera al mar y significó la partición del territorio republicano en dos zonas desiguales; a continuación (julio-diciembre de 1938) se entabló la batalla del Ebro, campaña de desgaste, lucha de material y masa de maniobra, que fue decisiva, ya que acarreó la caída de Cataluña en mes y medio (diciembre de 1938 a febrero de 1939) y decidió el resultado de la guerra.

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En septiembre 1938 se firmaba el pacto de Munich, al que siguieron acuerdos más o menos vagos entre Inglaterra e Italia, Francia y Alemania. Rusia quedaba excluida del grupo político europeo.El 5 de marzo de 1939 se sublevaron en Madrid contra el gobierno central —cuya sede oscilaba entre Albacete, Valencia y... Francia— un grupo de políticos y militares que, en nombre del “anticomunismo”, entonces tan de moda en Europa, intentaba pactar con las ya victoriosas fuerzas nacionales, a expensas de aquel título y de la prisión de todos los comunistas de la zona republicana.Dirigidos por el coronel Casado, eran figuras principales de la llamada “Junta de Defensa” los socialistas Besteiro y W. Carrillo, así como los anarquistas de Cipriano Mera, que abandonó el frente de Guadalajara en apoyo de Casado. Pusieron a su frente al general Miaja, como simple figura representativa, que nunca fue otra cosa, y al poner en práctica su doble propósito tropezaron con la resistencia armada de los comunistas y con la negativa rotunda de los nacionales a dar valor a sus dudosos títulos y promesas.Esta lucha duró en Madrid ocho días y terminó con una especie de acuerdo-rendición de los comunistas, en el que se prometía que no habría represalias; pero el jefe militar Barceló y el comisario Conesa fueron fusilados y millares de comunistas encarcelados por los juntistas. La resistencia había terminado. El día 29 de marzo, las tropas nacionales entraban en Madrid.El 1 de abril de 1939 terminaba la guerra civil con la derrota de los republicanos, después de 33 meses de sangrientas luchas, en las que pereció un millón de españoles, y casi otro tanto más de ellos se vieron obligados a refugiarse en el extranjero.LA ANEXION DE AUSTRIA A ALEMANIA.Simultáneamente y paralelos al curso de los acontecimientos de la guerra civil española se producían en diversos lugares de Europa otros hechos de la más alta significación para la evolución futura. Para Hitler, la intervención en la guerra española no significa sino una maniobra de diversión. Su auténtico objetivo era otro. Entre 1933 y 1937 se había preparado para sentar las bases de las futuras conquistas nazis. El rearme alemán estaba prácticamente terminado; ante los países orientales europeos Francia había perdido influencia y toda confianza como aliada cuando Hitler reocupó Renania y

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emprendió en su frontera occidental las sólidas fortificaciones de la Línea Sigfrido. La aventura italiana de Etiopía, la ocupación de la zona renana y la tragedia española, demostraban la división y la gran debilidad de las democracias occidentales.La actitud de las democracias occidentales tenía su explicación, en cierto modo: la repugnancia y el temor que inspiraban la guerra, la sensación de que el tratado de Versalles había significado una injusticia hacia Alemania y una opinión por entero errónea con respecto a Hitler que esgrimían los órganos de opinión del gran capitalismo industrial (Comité des Forges) y sus agentes Tardieu y Laval, sumamente activos frente a la pasividad de Herriot, Daladier y Blunt radicales y socialistas, todos además a remolque de Inglaterra. Se imaginaban que haciendo concesiones al Führer, éste se convertiría en un ser razonable y sus aspiraciones quedarían así satisfechas.El primer defensor de esta fatal política de appeasement o apaciguamiento en Londres era Neville Chamberlain. Primer Ministro de la Gran Bretaña, después de Baldwin, era especialista en asuntos de política interior, pero no poseía cualidades, altura ni experiencia para tratar los problemas internacionales. A pesar de ello intervino activamente en asuntos de política exterior.

Chamberlain, y con él los demás partidarios del apaciguamiento”, temían ante todo a la Unión Soviética y al comunis-mo internacional, y para ello —como para muchos europeos— los rusos representaban un peligro mayor y mucho más grave que el III Reich, que consideraban un “baluarte contra el bolchevismo”. Por eso veían de mala gana una posible colaboración de los occidentales con los rusos como éstos pedían y los frentes populares clamaban para detener la expansión alemana. No faltaban quienes confiaban con innegable placer e ingenuidad en que “Hitler la emprendería con el Este”, es decir, con el comunismo, y, por su parte, el Fiíhrer explotaba hábilmente aquel estado de ánimo; tal era su más ruidoso “slogan” propagandístico: Alemania —proclamaba de continuo— sólo se propone corregir determinadas injusticias, las más escandalosas, del tratado de Versalles, y aplicar el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. A cada “golpe de mano” que perpetraba, siguiendo sistemáticamente su plan, Hitler se deshacía en discursos pacifistas, proponiendo nuevos acuerdos para tranquilizar a los países vecinos,

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inquietos ante su voracidad. A continuación, esas mismas naciones caían bajo sus garras, con la complicidad de su ex-aliado y vecinos, como veremos.Desde que comenzó a actuar el régimen nacionalsocialista se tuvo la seguridad de que Hitler deseaba anexarse a su país natal, Austria. El programa nazi no lo ocultaba en modo alguno, como tampoco el Mein Kampf. El nacionalismo hitleriano se proponía incorporar al Gran Reich a todos los “hermanos de sangre germana”; por lo demás, la anexión austríaca constituiría el primer paso para la conquista alemana del Este y del Sudeste. Austria podía suministrar soldados para numerosas divisiones, minera! para muchos cañones, y, sobre todo, proporcionar al Fuhrer un “puente tendido” sobre sus objetivos danubianos.El golpe de Estado de los nazis austríacos, en julio de 1934, que costara la vida al canciller Dollfuss, fracasó por preparación insuficiente. Hitler procuró zafarse de aquel punto muerto mediante una retirada estratégica, bastante burda, que las democracias le facilitaron. Mussolini se hizo el enfadado y hasta movilizó tropas; en cuanto a los franceses (Laval) e ingleses, se alegraron de este enfrentamiento entre consortes, aunque tampoco sacaron ventajas de ello: Alemania e Italia reforzaron su amistad, ya que Austria era zona de discusión pero “sólo entre ambos”. En julio de 1936, Hitler firmaba con Austria un pacto encaminado a restablecer relaciones más amistosas entre ambos países, según aseguraba formalmente el Führer: en él, Alemania reconocía la total independencia de Austria, y ésta, por su parte, se proclamaba “Estado alemán”, adoptando con respecto a Alemania una política inspirada en la “hermandad de raza”. Cada gobierno se comprometía solemnemente a no inmiscuirse en los asuntos internos del otro.Las cláusulas del citado pacto fueron redactadas con estudiada oscuridad, para que pudieran ser sometidas luego a las más diversas interpretaciones. Los austríacos se aferraban a la garantía de su independencia, y la debilidad de Mussolini, su antiguo protector, sólo servía para incitarles a firmar el pacto propuesto por Alemania. El pacto facilitaba la actividad, al principio clandestina, de los nazis austríacos, que pronto actuaron a banderas desplegadas, obstaculizando al gobierno con turbios manejos y provocaciones

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constantes, ataques a comunistas, luego a judíos, después a socialistas, y pronto a católicos motejados también de comunistas y judíos, cuya eficacia ya se había probado en la propia Alemania. La policía austríaca descubrió el 25 de enero de 1938 los planes detalla-dos de un inminente golpe de Estado. Ya era tarde para evitarlo.El descubrimiento inquietó al canciller federal austríaco, Schuschnigg, quien pudo creer que una entrevista con el Führer ayudaría a aclarar la situación. Y en efecto, ésta ya no podía quedar más clara cuando, celebrada la reunión, Schuschnigg abandonó Berchtesgaden. El dictador alemán habló durante dos horas seguidas, abrumando con injurias y sarcasmos al infeliz canciller austríaco, profiriendo las peores amenazas y asegurándole que el Führer efectuaría su entrada en Viena “como una tempestad en primavera”, para barrer el régimen que osaba oponerse a los nacionalsocialistas austríacos. Tras las amenazas vinieron las exigencias; participación de los nazis austríacos en el gobierno de Viena, amnistía para los nazis detenidos por sus crímenes y asesinatos, y ampliación de los intercambios económicos entre Austria y Alemania. Como contrapartida de sus exigencias, Hitler renovó promesas que no cumplía: ratificación del tratado de julio de 1936, reconociendo la independencia austríaca, y promesa de que Alemania no se inmiscuiría en los asuntos internos de Austria. No era preciso que lo hicieran los nazis de Berlín, le bastaba con los de Viena.Los austríacos se indignaron; pero nada más podían hacer. Las “reivindicaciones” iban acompañadas de amenazas, cuyo sentido no podía llamar a engaño. Austria era impotente y su única solución era someterse y aceptar. Desde aquel instante, los nazis austríacos emprendieron una nueva campaña de agitación, más violenta todavía.Schuschnigg intentó un último e ineficaz esfuerzo. Preparó para el 13 de marzo un plebiscito en el que preguntaba: “¿Vota a favor de una Austria federal, libre, independiente, alemana y cristiana?”. Aquella grandiosa manifestación nacional era también un patético llamamiento de un país débil a las “grandes potencias” europeas. Hitler montó en cólera. Era de esperar que del 70 al 80% de los austríacos, respondería con un “sí” rotundo. No cabía réplica más democrática a los planes hitlerianos. Pero entonces, todo el mundo se reía de la cobardía de las democracias

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Dos días antes, el 11 de marzo, la frontera austro-alemana había sido cerrada. Alemania concentró sus más potentes fuerzas militares, dispuesta a invadir Austria. Acto seguido, Hitler ordenó a los nazis austríacos que presentaran a Schuschnigg un ultimátum exigiendo la suspensión del plebiscito y éste cedió; luego, otro ultimátum: Schuschnigg debía entregar el poder al nazi Arthur Seyss-lnquart. El canciller austríaco cedió también, pero el presidente federal, Miklas, se negó a doblegarse. Nuevo ultimátum desde Berlín: si Miklas mantenía su actitud, las tropas alemanas iniciarían su marcha y atravesarían la frontera el día 13, a las siete y media de la mañana. Simultáneamente. Seyss-Inquart recibía las últimas instrucciones: apenas hubiera aceptado el poder” debía proclamar que su objetivo primordial consistía en restablccer el orden y la paz en Austria —donde precisamente todo permanecía en calma— y luego solicitar la ayuda militar de Alemania para “impedir derramamientos de sangre”.Las fuerzas alemanas entraron en Austria durante la noche del 12 de marzo de 1938, sin hallar resistencia. Con las tropas de ocupación llegaba el primer representante del gobierno alemán, Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo y de las SS. Hitler era ya dueño de Austria, y no tardó en aplicar el consabido sistema nazi: sólo en la ciudad de Viena fueron asesinadas, torturadas y detenidas 67.000 personas y la oleada de terror inundó pronto Austria entera, llenando las cárceles y los campos de concentración apresuradamente construidos, mientras las SS aplastaban la menor posibilidad de resistencia, que no la hubo, ahogándola en sangre y torturas antes de que pudiera producirse.El domingo 13 de mano, el mismo día en que debía haberse celebrado el referéndum de Schuschnigg, proclamaba Seyss-Inquart el tristemente famoso Anschluss o unión con Alemania: Austria se integraba en el Reich germano con la denominación medieval de Ostmark o Marca del Este, y Seyss-lnquart quedaba, por supuesto, como gobernador del nuevo territorio alemán. Pocas semanas más tarde, se celebraba en Austria una parodia de referéndum, al estilo nazi, sin voto secreto. Las cifras del resultado fueron proporcionadas por las propias autoridades: el 99,73% de los electores aprobaron el “retorno al Reich” y Hitler pudo llevar a cabo su entrada triunfal en Viena. Las potencias occidentales se indignaron ante lo sucedido,

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pero, acobardadas, consideraron que, en último término, “los austríacos también eran alemanes”. El espectáculo se repetiría pronto en Checoslovaquia.Error tan flagrante en lo referente a la propia Austria, no lo era menos en cuanto a sus consecuencias externas. El diputado Winston Churchill lo señalaba con dureza en la Cámara de los Comunes, dos días después: “No cabe exagerar la gravedad de los acontecimientos del 12 de marzo de 1938. Europa se halla ante un programa de agresión cuidadosamente preparado y calculado al minuto, que se viene ejecutando etapa tras etapa. Sólo nos queda una posible elección, con respecto a nosotros y a las demás naciones: o nos sometemos como ha hecho Austria, o adoptamos —mientras todavía haya tiempo— las medidas eficaces para alejar el peligro; y si es imposible alejarlo, para acabar con él. Si seguimos permitiendo que se produzcan los hechos consumados, ¿cuántos recursos vamos a desperdiciar, y cuántos aún nos quedan utilizables para nuestra seguridad y el mantenimiento de la paz? ¿Cuántos amigos vamos a perder? ¿Cuántos posibles aliados veremos caer, uno tras otro, en el abismo?”.Como de costumbre, durante la crisis austríaca Hitler había tranquilizado a los demás países inquietos. Checoslovaquia recibió en particular toda clase de promesas, garantías y seguridades de que lo ocurrido en Austria no se produciría en otros lugares, y mucho menos en el país checo, ya que Alemania prometía, una vez más, respetar los tratados concertados con ella. Pero con la ocupación de Austria, Checoslovaquia quedaba cercada: Polonia y Hungría sólo se preocupaban de unir a las futuras reclamaciones de Alemania las suyas propias para mayor sarcasmo.Sin embargo, ya en 1937 Hitler había decidido borrar el Estado checo del mapa, para lo cual pretextaría que trataba de aplicar el principio de la autodeterminación nacional en favor de una minoría germánica oprimida por grupos mayoritarios, lo mismo que el caso de los asalariados nazis austríacos. Para ello, procedió en dos etapas. En esta ocasión, el pretexto del Führer estribó en los sudetes, personas de lengua alemana de los territorios fronterizos de Checoslovaquia, que jamás fueron ciudadanos alemanes, pues antes de la Primera Guerra Mundial pertenecieron, como todo el país checo, al imperio austro-

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húngaro. En 1918-1919, Austria propuso inútilmente quedarse con las regiones cuyos ciudadanos de lengua alemana estuvieran en mayoría. El tratado de Versalles adjudicó la región de los sudetes a Checoslovaquia, porque las zonas sudetes de Bohemia y Moravia quedaban geográficamente muy separadas de Austria, y porque aquella frontera montañosa, llamada el “baluarte de Bohemia”, tenía suma importancia estratégica para el recién creado Estado checo. La minoría alemana comprendía durante la década 1930-1940 unos tres millones y medio de personas, es decir, el 22% de la población de Checoslovaquia en aquella época.Eran inevitables las fricciones entre los alemanes sudetes, antiguos súbditos de la monarquía habsburguesa, y las nuevas autoridades checas, aunque no cabe duda de que era la minoría mejor tratada de cuantas existían entonces en Europa. Todo permitía suponer que se desarrollaría armoniosamente en el seno de la joven nación checoslovaca, como una comunidad sin conflictos. Por desgracia, la victoria hitleriana en Alemania provocó la aparición de una formación pronazi, dirigida por Konrad Heinlein, que pronto demostró ser dócil instrumento del Fiihrer, desde luego, éste se encargaba de apoyar económicamente al partido nazi de los sudetes.A los quince días de la ocupación de Austria y de la renovación solemne de las promesas hechas a Checoslovaquia, el 18 de marzo de 1939, Hitler llamaba a Heinlein a Alemania para transmitirle sus instrucciones. En lo sucesivo, Heinlein debía considerarse como el representante del Führer en el país de los sudetes, y acosar al gobierno de Praga con reivindicaciones continuadas y crecientes, y tan extremistas como inaceptables. Hitler había decidido actuar y acabar lo antes posible con esta nueva etapa. Dos o tres semanas después de confirmar sus promesas y ofrecer garantías a Checoslovaquia, el Estado Mayor alemán recibía orden de preparar un plan de operaciones militares. Con todo, Hitler deseaba provocar una situación política especial que le permitiera aplastar a Checoslovaquia por las armas, aunque sin excesivas complicaciones internacionales.Pocas podía temer, en efecto, en Europa; respecto al propio país alemán menos aún. En su sangrienta aventura, Hitler fue seguido con escalofriante unanimidad por los alemanes enfebrecidos; sometidos los posibles jefes de la oposición liberal y socialista, el pueblo

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aclamaba, como fiel comparsa año tras año, victoria tras victoria: hasta la derrota. La lección es digna de estudio y meditación.La primera crisis estalló en mayo de 1938, al fomentar Heinlein unos disturbios de los sudetes con su milicia política, imitación de las SA y de las SS. Los checos decretaron la movilización parcial, los ingleses formularon a Berlín enérgicas advertencias y Francia se declaró dispuesta a hacer honor a sus compromisos y asistir a Checoslovaquia ante cualquier agresión. Rusia ofreció su ayuda aérea inmediata y militar si se le facilitaba paso e incluso incondicionalmente ofreció 300 aviones, oferta que Benes rechazó. Después de una de sus acostumbradas e histéricas crisis de cólera, Hitler se limitó a ordenar que se activaran los preparativos de la Wehrmacht, y los trabajos de fortificación en la frontera occidental; decidió aniquilar a Che-coslovaquia en aquel mismo otoño y al propio tiempo ofreció seguridades al embajador checo en la capital germana, por lo que su país no tenía motivo alguno para movilizarse. No por ello abandonó Heinlein sus actividades subversivas, mientras se desencadenaba una ofensiva propagandística contra los países occidentales.El recuerdo de la sangría que supuso para Francia la guerra de 1914-1918 creaba un clima muy poco bélico en este país. Además, su influencia en la Europa oriental era un tanto artificiosa y poco menos que imposible de mantener con una Alemania y una Rusia recuperadas. Francia lo comprendió así a partir de 1930 y emprendió la construcción de una potente línea fortificada en su frontera oriental, que se denominó Línea Maginot, nombre del entonces ministro de Defensa. Francia depositaba su única confianza en aquella tan costosa como inútil fortificación para una eventual guerra defensiva con Alemania, mientras que sólo en los círculos especializados empezaba a pronunciarse el nombre de un coronel, Charles de Gaulle, que propugnaba, en vano, una defensa activa, apoyada en cuerpos blindados y motorizados.Polonia y Rumania habían obtenido extensos territorios en 1919, gracias tan sólo a la impotencia de alemanes, rusos y austríacos en aquella época; de ahí el temor que les infundían los soviéticos, parte de cuyo país detentaban. Temor que en los círculos dirigentes era aún mayor al que sentían hacia los alemanes. El coronel Beck, dictador de

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hecho en Polonia, era un ejemplo típico; otros con menos escrúpulos aún, venales y ambiciosos como Antonescu el rumano, tampoco faltaban. Todo ello dificultaba las tentativas occidentales en favor de una alianza que contase con la colaboración rusa, única condición eficaz, como se demostrará después, para frenar el impulso hitleriano. Éstas fueron las razones principales de la tendencia aislacionista que influyó en la política francesa a partir de 1933, siendo numerosos los que deseaban el abandono de la idea francesa—más o menos ficticia—de seguirse considerando como una gran potencia.Además, terminada la guerra, los occidentales habían limitado sus armamentos, en especial la aviación, por su errónea creencia de hallarse libres de cualquier agresión. Los alemanes, entretanto, concentraban sus esfuerzos en la aviación de bombardeo, en el armamento pesado y en los tanques, “prefiriendo los cañones a la mantequilla”. El temor de un ataque “estilo Guernica” sobre Londres y París se convirtió en la pesadilla de los políticos occidentales.Los británicos, en quienes los políticos franceses descansaban, también dudaban de la gravedad de la situación en el Este y el Sudeste europeos. Chamberlain hablaba de Checoslovaquia como de “un país lejano del que no sabemos nada”. Además, a algunos ingleses les remordía la conciencia pensando en el tratado de Versalles, prestaban atención a los “argumentos” de Berlín acerca del derecho de los pueblos a su autodeterminación y aprobaban en cierto modo el “retorno al seno del Reich” de pueblos como los austríacos, los sudetes y otras minorías de lengua germánica.Hitler reanudó sus actividades contra Checoslovaquia durante el verano y el otoño de 1938 y los nazis sudetes abrumaron a Praga con inaceptables reivindicaciones. El crecimiento de los “micronacionalismos” en los Estados con minorías étnicas fue entonces el detonante de una conspiración de apetitos imperialistas que invocaban hipócritamente el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos.En el camino de las contemporizaciones, Londres y París acabaron presionando al presidente checo Benes, sugiriéndole que formulara concesiones. En septiembre, Heinlein exigía ya claramente la anexión de los sudetes al Reich, mientras que Hitler proclamaba que aquella zona era “su última reivindicación territorial en Europa”.

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Los checos se negaron a ello rotundamente; el territorio de los sudetes les proporcionaba una frontera de fácil defensa, en la que, además, habían instalado sólidas fortificaciones y su pérdida dejaría a Checoslovaquia en insostenible posición estratégica ante la agresión de la Alemania hitleriana. Pero las potencias occidentales insistían torpemente con análoga energía para convencer a Praga a que cediese. A los setenta años de edad, y tomando el avión por vez primera en su vida, Neville Chamberlain voló tres veces consecutivas —el 15, el 22 y el 29 de septiembre de 1938— para entrevistarse con Hitler en Berchtesgaden, en Bad Godesberg y, por fin, en Munich, tratando de hallar una solución de compromiso para el caso checoslovaco.En cada una de estas ocasiones, el Führer se mostraba más intransigente, mientras la cohesión y la decisión de los occidentales perdían terreno; por consiguiente, él acentuaba sus exigencias. A su vez, también británicos y franceses presionaban de continuo a sus amigos checoslovacos para que capitularan.Tras aquella “guerra de nervios” que se prolongó durante semanas y meses, la claudicación llegó al cabo con la firma de los célebres acuerdos de Munich, el 29 de septiembre de 1938. La iniciativa provino del Duce italiano, siempre atraído por estas ocasiones de mediación gananciosa. Hitler y Mussolini recibieron en Munich a Chamberlain y al presidente del Consejo francés, Edouard Daladier. Los checos no estaban representados en la conferencia, como tampoco los rusos. Los acuerdos finales eran firmados en la madrugada del 30 de septiembre: Checoslovaquia debía ceder a Alemania cuatro zonas nacionales en las que las personas de lengua alemana eran numéricamente mayoritarias y cuyas fronteras definitivas serían fijadas por una comisión internacional. En noviembre, la citada comisión ofrecía a Hitler prácticamente todo cuanto había venido exigiendo: una minoría checa de 700 000 personas era integrada al Reich, mientras unos 500.000 sudetes quedaban todavía —sólo provisionalmente— dentro de las fronteras de Checoslovaquia, donde se necesitaban para la ulterior operación.Checoslovaquia se convertía en un país amputado, paralizado e indefenso. El más fiel aliado de Francia en el Este, una nación que poseía un ejército moderno de 21 divisiones, con poderosos sistemas defensivos y considerable industria bélica, quedaba anulado “fuera de

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juego” antes de que se disparara un solo cañonazo. El acuerdo de Munich tenía todo el aspecto de un pacto antisoviético, por lo que convenció a los rusos de que las democracias no podían ni deseaban contener la expansión hitleriana; en opinión de Moscú, dejaban las manos libres para proseguir su expansión hacia el Este, como único medio de conjurar su marcha hacia el Oeste. Nadie se recataba en proclamarlo, y el propio Hitler lo repetía.Al día siguiente del acuerdo de Munich, Chamberlain se reunió otra vez a solas con Hitler. Después de una charla inútil acerca del desarme, trataron de la guerra civil española, que oportunamente le servía a Hitler para distraer a Francia e Inglaterra, mientras él manejaba a su antojo la Europa central; una guerra que provocaba recelos entre Italia y las potencias occidentales y promovía la comunidad de armas ítalo-alemana. En aquel septiembre de 1938 se hallaba en un momento decisivo la batalla del Ebro, que, mes y medio más tarde, quebrantaría la resistencia republicana.Con todo, el objeto principal de la visita de Chamberlain era el de proponer a Hitler que ambos redactaran una declaración conjunta que demostrase su “deseo de mejorar las relaciones anglo-alemanas y conseguir así una mayor estabilidad europea”. En el borrador presentado por Chamberlain se aludía al propósito de que ambos pueblos “no luchasen jamás entre si”. El dictador alemán accedió gustoso a firmar tal propuesta.Esta iniciativa unilateral de Chamberlain sorprendió a los franceses, e incluso los mortificó. Ambas potencias no seguían una línea común de acción con respecto a la agresividad de los regímenes totalitarios, lo que debilitaba aún más su posición. Consecuencia también de Munich fue el acuerdo franco-germánico. Las negociaciones duraron todo el mes de noviembre; el 6 de diciembre de 1938 el ministro Ribbentrop firmaba en París una declaración en que se hablaba de la “consolidación de la situación europea y del mantenimiento de la paz general”, documento que no comprometía a Hitler en modo alguno y que tampoco sirvió de gran cosa. Fue, en cambio, un precedente de aquellos tantos acuerdos “de no agresión”, tan del gusto de Hitler, y de los que hacía caso omiso.Pero no terminaron aquí las repercusiones del mal paso de Munich. Los países de la Europa oriental se sintieron inquietos y

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desconcertados al producirse el más famoso pacto de no agresión, el germano-ruso de 1939. Rusia pactó con Alemania como diez meses antes que hicieran exactamente lo mismo Francia e Inglaterra. Por otra parte, Chamberlain quiso negociar también otro acuerdo con Italia y acudió a Roma el 7 de enero de 1939, acompañado de Halifax, para entrevistarse con Mussolini. Se hallaba en su agonía la guerra civil española y las potencias occidentales deseaban su liquidación a cualquier precio. En noviembre de 1938 ya habían sido retiradas del bando republicano las Brigadas Internacionales, mientras que 34.000 italianos y alemanes seguían luchando en España.El día 24 de diciembre de 1938 comenzó la ofensiva de Cataluña; el 10 de febrero terminaba, tras mes y medio de lucha, dicha campaña, y el 1 de abril la guerra civil española se definía. Dos días después, Hitler empezaría los preparativos para la invasión de Polonia.Firmados los acuerdos de Munich, el presidente Benes abandonó su país. En otro tiempo pudo escribir: “Cabe la serena y absoluta certeza de que las minorías no constituirán ya un peligro para la Europa central”. Pero la faz del mundo cambió desde entonces. Quizá cometió un error al ceder: si hubiera defendido sus líneas fortificadas, acaso la Francia de Mandel y de Reynaud hubiera acudido en su socorro, y la Gran Bretaña secundara también a Francia; pero ante la actitud de ambas potencias, Benes tenía perfecto derecho a preguntarse dónde estaban las auténticas naciones francesa e inglesa: si las que le incitaban a ceder a cualquier precio o aquellas que tenían que ayudarle a la resistencia.De uno u otro modo, Chamberlain y Daladier obtuvieron triunfal recibimiento al regresar a Londres y París, respectivamente. La prensa, venal o acobardada, dijo que acababan de salvar la paz y que habían obtenido una evidente victoria diplomática. Lo cierto fue que las potencias occidentales sufrieron en Munich la más espantosa de las derrotas imaginables. El propio Chamberlain no podía disimularlo, ni siquiera cuando, ante la multitud, agitaba el documento firmado por Hitler, declarando que contenía “la paz de nuestra generación”.Antes de un año, la Segunda Guerra Mundial entraba en la escena.

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APUNTES PARA CLASE

1. LA INVASION DE MANCHURA POR JAPO.ON2. DECADA DE LOS TREINTA_ GOLPES DE ESTADO,

CRISIS ECONÓMICA Y GUERRAS CIVILES

CARACTERISTICAS DE JAPONPOR QUE INVADE CHINA: POBLACIÓN MATERIAS PRIMAS-POSICION DE LA SOCIEDAD ED LAS NACIONES.ANTECEDENTES DE GUERRAS CON CHINA Y RUSIA.JAPON ABANDONA LA SOCIEDAD DE NACIONAES EN 1933FUNDACION DEL FPF EN 27 DE JULIO DE 1934.1936 GANA LEON BLUM. REFORMES DEL FRENTE POPULAR 40 HORAS JL, LIMITACION DE LOS TRUTS ECONÓMICOS LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, CON EL FRENTE POPULAR. INTERVENCION DE ALEMANIA, ITALIA, E INGLATERRA. Y LA URSS.INVASION DE ITALIA A ABISINIA. 1935. ACEPTACION DE LA SN1936 EJE BERILIN-ROMAPOLITICA EXTERIOR DE ALEMANIA: 1933 ALEAMIA ABANDONA LA SOCIEDAD DE NACIONES.INGRESP DE LA URSS EN 1934.GOLPE DE ESTADAO QUE FRACAS EN AUSTRIA EN 1934.MOVILIZACION ITALIANA CONTRA ALEMANIA.INTENTO DE PÀCTO DE LA URSS CON POLONIA. DOCTRINA DE PAZ INDIVISIBLE Y DEFENSA DE LA PAZ MUNDIAL.16 DE MARZO DE 1935, HITLER RESTABLECE EL SERVICIO MILITAR OBLIGATORIA (500 A 600 MIL HOMBRES).PACTOI DE AYUDA MUTUA ENTRE FRANCIA Y LA URSS. 1935.1935. CHECOSLOVAQUIS FIRMA CON LA URSS DE ASISTENCIA1935. ACUERDO NAVAL DE ALEMANIA E INGLATERRA 35%.1936 INVASION DEL RIN POR HITLER EDUARDO VIII Y JORGE VI.

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LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA. ANTECEDENTES.EL GOBIERNO DE AMURA. (1903)1923 A 1930. PRIMO DE RIVERAELECCIONESDE 1931, AVANZAN LOS PARTIDOS REPUBLICANOS, SEPARACION DE IGLESIA Y ESTADO, LUCHA CONTRA ÑA IGLESIA CATOLICA Y SUS CONGREGACIONES.LEY DE LA REFORMA AGRARIA.1934. REVOLUCION SOCIAL EN ESPAÑA.1936 GANAN LA PRESIDENCIA LOS REPUBLICANOIOIS. MANUEL AZAÑA ES PRESIDENTE.LA GUERRA CIVIL DEL MARRUECOS DE SANJURO A LA VICTORIA DE LOS NACIONALISTAS. EN 1939. 1 MILLON DE MUERTOS Y OTRO DE EXILIADOS.

1938 GPE DE ESTADO NAZI EN ALEMANIA.

LA POLITICA DE APACIGUAMIENTO DE CHAMBERALIN.

SEPTIEMBRE DE 1938 SE FIERMA EL PACTO DE MUNICH.SE DESCONOCE EL RESULÑTADO DEL PLEBISICTO. ALEMANIA ENTRA A AUSTRIA EL 12 DE MARZO DE 1938,

CHECOSLOVAQUISEL PRETREEXTO, LOS SUDETES.(BOHEMIA Y MORAVIA).EL PACTO DE MUNICH 29 DE SEP DE 1938. ACEPTO LAS CONDICIONES DE HITLER.INGLATERRA Y FRANCIA PRESIONARON A BENES A ACEPTAR LAS CONDICIONES DE ALEMANIA.EL PACTO DE MUNIOCH ERA ANTISOVI´´ETICO.

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