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1 LA SOCIEDAD EN EL SIGLO XVIII LA NOBLEZA El Setecientos fue, ante todo, un siglo aristocrático. La aristocracia desempeñó un papel importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado. La nobleza estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. Únicamente la pequeña Suiza, por su peculiar evolución histórica, carecía de ella, aunque no faltaran grupos sociales que, desde el punto de vista funcional y del disfrute de privilegios, resultaban equivalentes. No hubo ya en el siglo XVIII levantamientos armados por parte de la nobleza. La única revuelta nobiliaria de importancia es la protagonizada en Hungría por F. Rakóczy (1703-1711). En el conjunto europeo, el cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en el marco estatal y que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio. Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su influencia política era considerable. En Polonia el predominio de los intereses aristocráticos había conseguido impedir la consolidación de un poder monárquico fuerte. En un régimen tan distinto como el de la Prusia de Federico II los junkers monopolizaron los cargos políticos y militares, aunque perfectamente sometidos al poder absoluto del monarca. En Francia, entre 1714 y 1789, sólo hubo tres ministros sin título... Formas diversas y casos concretos. Pero en todos ellos puede apreciarse la importancia política de la nobleza durante este siglo. Numéricamente constituía una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos países a otros. En la mayor parte de Europa occidental (Francia, Imperio, Suecia, gran parte de los Estados italianos) no representaban más del uno o, como máximo, el 1,5 por 100 de la población. En Francia, G. Chaussinand-Nogaret la evalúa hacia 1789 en unas 110.000- 120.000 personas, es decir, 25.000 familias aproximadamente. En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, con algo más del 2 por 100 en Rusia, pero llegando al 5 por 100 en Hungría y al 10 por 100, e incluso más, en Polonia. España estaba entre los países de nobleza numerosa, con 480.000 nobles censados en 1786-1787, si bien no es fácil calcular la proporción que representaban, ya que la cifra de nobles recoge indistintamente datos referidos a familias y a individuos (no se siguió el mismo criterio en todos los municipios) y sólo conocemos la población total en habitantes. Ahora bien, casi las tres cuartas partes se concentraba en los territorios vascos y en la cornisa cantábrica, donde por razones históricas se gozaba de hidalguía universal o quasi universal.

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LA SOCIEDAD EN EL SIGLO XVIII LA NOBLEZA El Setecientos fue, ante todo, un siglo aristocrático. La aristocracia desempeñó un papel importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado. La nobleza estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. Únicamente la pequeña Suiza, por su peculiar evolución histórica, carecía de ella, aunque no faltaran grupos sociales que, desde el punto de vista funcional y del disfrute de privilegios, resultaban equivalentes. No hubo ya en el siglo XVIII levantamientos armados por parte de la nobleza. La única revuelta nobiliaria de importancia es la protagonizada en Hungría por F. Rakóczy (1703-1711). En el conjunto europeo, el cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en el marco estatal y que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio.

• Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su influencia política era considerable. En Polonia el predominio de los intereses aristocráticos había conseguido impedir la consolidación de un poder monárquico fuerte. En un régimen tan distinto como el de la Prusia de Federico II los junkers monopolizaron los cargos políticos y militares, aunque perfectamente sometidos al poder absoluto del monarca. En Francia, entre 1714 y 1789, sólo hubo tres ministros sin título... Formas diversas y casos concretos. Pero en todos ellos puede apreciarse la importancia política de la nobleza durante este siglo.

Numéricamente constituía una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos países a otros. En la mayor parte de Europa occidental (Francia, Imperio, Suecia, gran parte de los Estados italianos) no representaban más del uno o, como máximo, el 1,5 por 100 de la población.

• En Francia, G. Chaussinand-Nogaret la evalúa hacia 1789 en unas 110.000-120.000 personas, es decir, 25.000 familias aproximadamente. En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, con algo más del 2 por 100 en Rusia, pero llegando al 5 por 100 en Hungría y al 10 por 100, e incluso más, en Polonia. España estaba entre los países de nobleza numerosa, con 480.000 nobles censados en 1786-1787, si bien no es fácil calcular la proporción que representaban, ya que la cifra de nobles recoge indistintamente datos referidos a familias y a individuos (no se siguió el mismo criterio en todos los municipios) y sólo conocemos la población total en habitantes. Ahora bien, casi las tres cuartas partes se concentraba en los territorios vascos y en la cornisa cantábrica, donde por razones históricas se gozaba de hidalguía universal o quasi universal.

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Inglaterra, por su parte, era el país de nobleza más escasa y donde los limites del estamento estaban más nítidamente señalados, ya que, jurídicamente, tal distinción correspondía en exclusiva a los pares (menos de 400 familias), quienes la transmitían únicamente a su primogénito. La opinión general, sin embargo, consideraba nobles también a los segundones de los pares y a la gentry, grupo destacado de terratenientes que adoptaba formas de vida más propias de la nobleza que de la burguesía. La cifra final era, pues, más elevada: quizá de 50.000 a 70.000 individuos; pero, en cualquier caso, estaba entre las más bajas de Europa.

Ningún grupo social mitificó tanto la cuna como la nobleza. Se nacía noble y, en principio, era la nobleza de sangre (heredada) la más apreciada, llegándose a esgrimir incluso supuestas diferencias raciales (los nobles franceses descenderían de los antiguos francos; los españoles, de los godos refugiados en Asturias con la invasión musulmana... para justificar la transmisión de condición social, privilegios y hasta virtudes por vía genética. Pero, contra lo que pretendían demostrar sus frondosos árboles genealógicos, raros eran los que en el siglo XVIII podían remontar sus orígenes más allá de la Baja Edad Media o principios de la Moderna, cuando las turbulencias civiles y religiosas y la evolución política propiciaron la quiebra de la nobleza tradicional y la creación de otra nueva más vinculada a las nuevas monarquías. Incluso es probable que la mayoría procediera de ennoblecimientos producidos a lo largo del Seiscientos y del mismo Setecientos. Porque, pese a los prejuicios en torno a la sangre, la nobleza, de hecho, no constituía un grupo cerrado. Los monarcas contaron entre sus atribuciones la de ennoblecer a sus súbditos, concediendo estatutos, privilegios o cartas de nobleza para premiar servicios eminentes en la milicia, la política, la administración, las finanzas reales o, ya en el siglo XVIII, el mérito civil e incluso económico (noción, evidentemente, más burguesa que propiamente nobiliaria). Nunca faltaron, por otra parte, caminos más o menos fraudulentos para llegar a un estado que, en última instancia, se basaba en la universal aceptación. La frontera del estamento no dejaba de ser, pues, un tanto difusa y siempre permeable.

• En las repúblicas del norte de Italia el acceso al patriciado se realizaba por un sistema de presentación por parte de la propia nobleza que podía llevar emparejado el pago de una elevada cantidad de dinero (Venecia) y, siempre, el cumplimiento de determinados requisitos por parte del candidato.

• En Francia había, además, cargos que ennoblecían a sus titulares y descendencia en determinadas condiciones; por ejemplo, a quienes morían ejerciéndolos o a quienes los ejercían durante veinte años o varias generaciones continuadamente. La lista de estos cargos, relativamente amplia, se reducía considerablemente por la designación sistemática de nobles para ocuparlos. Pero algunos de ellos eran venales y constituyeron la principal puerta abierta para que elementos adinerados (los precios a que se cotizaban eran elevadísimos) accedieran a la nobleza. Consejeros de parlamentos y secretarios del rey (cargo este último sin apenas obligaciones y denominado despectivamente savonnette à vilains jaboncillo de villano) fueron los más codiciados y llegó a establecerse toda una estrategia en torno a su compra, ejercicio y reventa para obtener el más rápido ennoblecimiento y el reembolso de las cantidades previamente invertidas.

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• Los matrimonios mixtos constituyeron otro modo de aportar savia nueva (y solidez económica) a la nobleza. Pero se practicaban más controladamente de lo que ha podido suponerse y se solía preferir, a la hora de realizar matrimonios más o menos desiguales, entroncar con familias ya ennoblecidas, aunque fuera muy recientemente.

• Un tópico ampliamente difundido caracterizaba a la sociedad inglesa como la más abierta y flexible de Europa en este sentido. Pero, aunque el número de pares casi se duplicó a lo largo del siglo XVIII, la inmensa mayoría de los nuevos títulos recayó en individuos previamente entroncados de alguna forma con la nobleza. Y si la gentry carecía de perfiles jurídicos que la delimitaran, la doble necesidad de efectuar un enorme desembolso para la adquisición de tierras (que tampoco abundaban en el mercado) y de obtener la aceptación psicológica por parte del grupo establecido (lo que podía resultar harto problemático) dificultaba mucho el acceso a ella, mientras que la exclusión se materializaba prácticamente a partir de los segundones (y en cualquier caso, de los hijos de éstos), cuya base económica ya no estaba en la tierra, sino que ocupaban puestos en el ejército o el clero.

La tendencia dominante en el XVIII fue, no obstante, la de clarificar esa frontera, limitar la concesión real de ennoblecimientos (no así la de títulos aristocráticos a los ya nobles) y reducir el volumen del estamento nobiliario. Las propias capas altas nobiliarias reconocían la exigüidad en el número como algo necesario para la nobleza. J. Meyer estima que en el período comprendido entre 1780 y 1800 la nobleza europea, en conjunto, pudo reducirse entre un tercio y la mitad de sus efectivos, lo que sólo en parte podría achacarse a los efectos de la Revolución Francesa.

• En Francia, las principales medidas para excluir de la nobleza a quienes no pudieran demostrarla fehacientemente se remontan a 1660. En España hubo disposiciones restringiendo el acceso a la nobleza por parte de Fernando VI (1758) y Carlos III (1760, 1785). También la nobleza popular de origen polaco fue reducida considerablemente por las potencias que se repartieron el territorio, y sobre todo por Prusia, para adecuar la situación a la propia y ante el temor de que pudiera aglutinar en torno a sí la oposición nacionalista. Y las ya aludidas estrategias familiares nobiliarias tuvieron, igualmente, su parte de responsabilidad en la disminución.

Los privilegios nobiliarios eran, por una parte, de naturaleza jurídico-procesal, destacando el derecho a ser juzgados por tribunales propios, con un procedimiento del que se excluía el tormento y con penas que eludían las consideradas ignominiosas (azotes, por ejemplo) y que, por lo general, eran más suaves que las ordinarias; inmunidad al encarcelamiento por deudas, prisión -cuando se imponía- mitigada o sustituida por arresto domiciliario, decapitación y no ahorcamiento en el caso de condenas a muerte... Con la excepción de los nobles ingleses y de los de algunas repúblicas italianas, gozaban, además, de inmunidad fiscal, total o parcial, frente a los impuestos directos. Pero aunque fue éste el privilegio más socavado por las monarquías modernas, que recurrieron a las tributaciones indirectas y a otras formas de contribuciones específicas, siguieron disfrutando de cierto trato de favor. Y los intentos más ambiciosos de igualación fiscal, pese a contar con el apoyo de una parte la misma nobleza, terminaron

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fracasando, como ocurrió en Francia con las operaciones para el establecimiento del vingtième o en España con las de la única contribución emprendida por el marqués de la Ensenada en tiempos de Fernando VI. En la Europa del Este el señorío era también patrimonio exclusivo de los nobles, aunque no todos los poseyeran. No ocurría lo mismo en Occidente, pero el señorío conservó siempre un fuerte carácter nobiliario y la casi totalidad de sus titulares fueron, de hecho, nobles, por lo que las atribuciones señoriales podían identificarse con atribuciones nobiliarias. Diversas exenciones de cargas municipales estaban vigentes también en muchos países. Habría que añadir ciertos privilegios de hecho, como la mayor facilidad para acceder a cargos y sinecuras, en algún caso convertida en privilegio abiertamente reconocido. Es lo que, por ejemplo, ocurría en el ejército francés a partir del Edicto de Ségur, de 1781, que reservaba el acceso directo a la oficialidad a los nobles con antigüedad de cuatro generaciones, en vez de precisar de toda la línea de ascensos para llegar a ella. Es esta medida una de las más destacadas de la reacción aristocrática, tendencia observada en la Francia del XVIII y que tuvo por fin preservar más celosamente los viejos privilegios y prerrogativas nobiliarios frente al ascenso de otros grupos. Por último, una serie de distinciones puramente honoríficas preeminencia en actos públicos o ceremonias religiosas, por ejemplo- de gran importancia, puesto que eran el reflejo en la vida cotidiana de la misma concepción jerárquica en que se basaba aquella sociedad. Si la nobleza, en principio, constituía una unidad desde el punto de vista jurídico, cuestiones como titulación, antigüedad, función, riqueza y hábitat -rural o urbano- establecían una gran heterogeneidad y una clara jerarquización interna. La ostentación de un título aristocrático suponía la principal barrera divisoria en el seno del estamento, acentuada con el paso del tiempo, dado que fue ganando terreno progresivamente la identificación psicológica de nobleza con nobleza titulada y será ésta la única que sobreviva en el tiempo.

• En España sobresalía una minoría de entre los títulos, los grandes -todos los duques, más los marqueses y condes sobre quienes hubiese recaído la concesión real-, que gozaban de determinadas preeminencias y privilegios honoríficos exclusivos, destacando entre ellos la mayor facilidad para acceder a la presencia real o la facultad de permanecer cubiertos en determinadas ocasiones en presencia del monarca. En Francia eran los príncipes de la sangre, con teóricas vinculaciones familiares con la realeza y, por lo tanto, con vagos derechos a la sucesión de la Corona, la minoría destacada. La antigüedad del linaje confería, un mayor prestigio a la nobleza y las familias que se jactaban del más rancio abolengo tendían a desestimar a las más recientes.

La frecuencia de los ennoblecimientos mediante compra de cargos llevó a diferenciar en Francia entre una antigua nobleza de espada, y una más reciente nobleza de toga, todavía calificada despectivamente de vil burguesía por Saint-Simon -quien, por cierto, tenía lazos con togas o financieros por medio de su madre, su suegra y su nuera-. Sin embargo, la separación, al avanzar el siglo XVIII, era más teórica que real y las alianzas matrimoniales entre ambos grupos fueron frecuentes. La pertenencia a las órdenes militares, en España, había introducido un elemento de distinción basado en la calidad de la nobleza (antigüedad del linaje, limpieza de sangre...), pero en el Setecientos,

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aunque poseer un hábito seguía representando un honor añadido, habían perdido ya buena parte de su eficacia en este sentido y su principal valor consistía en la posibilidad de acceder vitaliciamente a una encomienda, lo que, por otra parte, solía recaer en la nobleza titulada. La situación económica pese a que los teóricos mantenían que no era una cualidad esencial de la nobleza, constituía un elemento de suma importancia, ya que el mantenimiento del ideal de vida noble exigía solidez económica. Y para asegurarla base económica, en casi todos los países existían costumbres sucesorias o figuras jurídicas que trataban de preservar el patrimonio nobiliario y su permanencia en el seno de la familia, haciendo de su titular un mero usufructuario, mediante la constitución de vínculos sobre todos o gran parte de los bienes que, formando una unidad indivisible e inalienable, se transmitía a un solo heredero, siguiéndose, normalmente, el orden de primogenitura masculina.

• Es el caso del mayorazgo español, el morgado portugués, el fideicomiso italiano, el fideikommis austriaco o el strict settlement inglés, aunque de hecho no todos los nobles lo poseyeran, no siempre tuviera la misma rigidez (en Inglaterra, por ejemplo, podía retocarse el patrimonio vinculado en cada transmisión) ni en algún caso (España) fueran facultad exclusiva de la nobleza. Los vínculos, lógicamente, constituían un elemento básico en la política familiar de la nobleza y condicionaban fuertemente el destino de los segundones, al tener que buscar su mantenimiento en el ejército, la burocracia o la Iglesia, en el supuesto de tener preparación para ello, o depender enteramente del titular; para las hijas no quedaba otro camino que un matrimonio favorable, si se conseguía reunir la dote apropiada, o la soltería o el convento en caso contrario.

Pero no todo el estamento disfrutaba de una situación económica saneada. Había nobles pobres que pasaban todo tipo de privaciones. Sobre todo, en los países donde el estamento era más numeroso.

• Suele hablarse habitualmente a este respecto de parte de los hidalgos del norte de Castilla, de los más humildes miembros de la szlachta polaca o de la nobleza desheredada húngara, sometida casi servilmente a los no más de 200 o 300 grandes magnates que detentan de hecho el poder; de los barnabotti venecianos -así llamados porque en algún momento abundaban en la parroquia de san Bernabé-, que vendían su voto en el Gran Consejo y se involucraban en mil intrigas para conseguir alguno de los cargos menores de la Administración; o, finalmente, de los hobereaux (literalmente: baharí, pequeña ave parecida al halcón) franceses, ávidos como la rapaz que les dio nombre por cobrar sus escasos derechos señoriales. Y en más de una ocasión una situación de pobreza prolongada sin otro tipo de apoyatura (familiar o funcional), terminó por convertir la pertenencia al estamento en algo meramente psicológico que, sobre todo en este siglo, tendía a olvidarse por la sociedad.

• Sin llegar a estos extremos, en todos los países había nobles que vivían ajustadamente y podían pasar dificultades en momentos concretos, como, por ejemplo, a la hora de educar convenientemente a sus hijos en una época en que se necesitaba una preparación cada vez mayor para poder abrirse paso en la vida. Y es que el abanico de las fortunas nobiliarias era muy amplio. A los casos de pobreza citados se contraponen los inmensos patrimonios de los Osuna

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(España), Potocki (Polonia), Esterhazy (Hungría), Mocenigo (Venecia) u Orleans (Francia), entre otros; y en medio, casi todas las situaciones posibles. En Inglaterra, por ejemplo, G. E. Mingay describió la pirámide nobiliaria con una amplia base de gentlemen cuyos ingresos, de 300 a 1.000 libras anuales, estaban al nivel de los de la capa media de arrendatarios, e iba ascendiendo con los 3.000 o 4.000 squires que percibían de 1.000 a 3.000 libras, los 700 u 800 knights o baronets que contaban con 3.000 o 4.000 libras anuales (todos ellos pertenecían a la gentry) hasta llegar a la reducida minoría (no más de 400 familias) que superaba las 10.000 libras y aun se situaban, como los duques de Bedford o Northumberland, en torno a las 30.000 libras. Para la nobleza francesa, G. Chaussinand-Nogaret, basándose en las cuotas de la capitación, ha establecido hasta cinco grupos. Casi la quinta parte conformaría esa nobleza rural de ingresos muy bajos y vida nada regalada; algo más del 40 por 100 de las familias nobles dispondrían de 1.000 a 4.000 libras de renta anual, lo que les permitiría una vida de cierto acomodo, sin más; otra cuarta parte, con ingresos de 4.000 a 10.000 libras anuales, disfrutaban de un amplio bienestar; por encima, un 13 por 100 que constituiría la denominada nobleza provincial, en la que se incluyen los consejeros de las cortes soberanas, disponía de 10.000 a 50.000 libras de rentas anuales, y el resto, unas 160 familias (menos del 1 por 100 del total), superaban las 50.000 libras anuales llegando hasta las 200.000; ni que decir tiene que en esta minoría del vértice se incluye la nobleza cortesana.

Aunque las diferencias internas sean considerables, hay una constatación general: la inmensa riqueza que, en conjunto, poseía la nobleza europea. Una riqueza que giraba, en primer lugar, en torno a la tierra, aunque los beneficios obtenidos de su explotación no siempre fueran muy elevados. Algunos ejemplos de los países en que se han podido hacer evaluaciones globales -aun con importantes variaciones regionales- nos lo muestran.

• La nobleza inglesa era la que mayor proporción de tierra cultivable controlaba: cerca de las tres cuartas partes a finales del siglo. En Bohemia las cien familias más importantes poseían, aproximadamente, la tercera parte de la tierra y el conjunto de la nobleza, casi el 60 por 100. En Suecia, las tierras en poder de la nobleza suponían a principios del XVII la tercera parte de la tierra arable. En el norte y centro de Italia las proporciones van del 35 al 50 por 100. En Francia, del 20 al 25 por 100, llegando en algunas regiones del Norte hasta la tercera parte y reduciéndose considerablemente la proporción en el Sureste. Federico II de Prusia pretendió restringir el acceso a la tierra de la burguesía, declarando el monopolio de su posesión en manos de la nobleza (1775), aunque, eso sí, previamente le había exigido impresionantes contribuciones para las guerras que protagonizó.

Las formas de explotación eran enormemente variadas, ya que, además, en muchas regiones el control de la tierra se ejercía en el cuadro más amplio del régimen señorial, que, a su vez, presentaba mil variantes. Pero en el siglo XVIII los patrimonios nobiliarios, en general, solían estar mejor administrados que en tiempos anteriores, ya fuera por la procedencia burguesa de una parte del estamento, o por la general influencia de su mentalidad. No era raro, aunque tampoco pueda generalizarse del todo, encontrar en Europa nobles de tipo medio, y más frecuentemente de la pequeña nobleza, que explotaban directamente sus posesiones. En cuanto a la alta nobleza, la

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generalización es más difícil. Allí donde las formas señoriales estaban casi disueltas, como en Inglaterra, los Países Bajos o ciertas zonas del norte de Italia, o donde el señorío se limitaba prácticamente a los aspectos jurisdiccionales, como en gran parte de España, era frecuente el arrendamiento capitalista. Y no está de más subrayar que, por ello, la frecuentemente repetida vinculación de la alta nobleza inglesa con los cambios agrarios acaecidos durante el siglo no deja de ser, en general, un tópico sin apenas fundamento. Pero también hay casos de explotación directa y pocos tan bien conocidos como el estudiado por J. Georgelin de la familia Tron en la Terra Ferma veneciana -modelo, además, de explotación plenamente capitalista, como también se daba en el Piamonte-, en cuya finca de 500 hectáreas de extensión trabajaban 360 empleados, la mitad, aproximadamente, fijos, y la otra mitad, jornaleros temporales, o como, en otra escala, M. A. Melón ha demostrado para los duques de Abrantes y su hacienda cacereña durante la primera mitad del siglo (la abandonarán más tarde para, instalándose en Madrid, pasar a la explotación indirecta). La explotación directa solía ser habitual en los grandes dominios nobiliarios del centro y este de Europa, en Prusia, Polonia y Rusia, por ejemplo, donde el campesino estaba aún forzado a prestaciones de trabajo obligatorio en las tierras del señor, lo que reducía sensiblemente los costes de explotación. Pero, por lo demás, abundan, sobre todo, los modelos intermedios, con todo tipo de arrendamientos, aparcerías y cesiones enfitéuticas, y éstas, a su vez, de muy diversos tipos. Los derechos de tipo señorial, independientemente de su forma concreta, formaban también parte, aunque variable en extremo -de un país a otro, entre regiones de un mismo país y de unos nobles a otros-, de los ingresos típicamente nobiliarios y, normalmente, eran mucho más sustanciosos allí donde afectaban a una parte de la cosecha. En Francia se observa una tendencia durante los dos últimos tercios del siglo, acentuada desde 1770, aproximadamente, a preservar y cobrar mejor los derechos señoriales, resucitando incluso algunos caídos en desuso. La finalidad, aumentar la rentabilidad de los dominios señoriales, es evidente. Pero el impulso de este complejo fenómeno denominado reacción señorial, que en 1776 recibió el apoyo del Parlamento de París, no obedece exclusivamente a intereses nobiliarios: en su origen se encuentran, por supuesto, nobles empobrecidos y otros de reciente origen burgués, pero también burgueses arrendatarios de los derechos señoriales de nobles asentistas; y no pocas veces, eran éstos los más intransigentes a la hora de exigir su pago a los campesinos. Sin embargo, no todos los derechos señoriales implicaban ingresos para los señores. En concreto, la facultad jurisdiccional de administración de justicia llevaba consigo una serie de gastos por la necesidad de pagar salarios a los oficiales. Ahora bien, por muy costosa que resultara y no está de más recordar que hallaríamos muy significativas variaciones en el interés de los señores por cubrir dignamente este capítulo-, pocos serían los que renunciaran a dicha carga: la administración de justicia implicaba el reconocimiento explícito de ese señorear sobre hombres (por utilizar la expresión española) que era uno de los elementos clave de la mentalidad y aspiraciones nobiliarias no sólo del siglo XVIII, sino de todo el Antiguo Régimen. A partir de aquí, ya no es posible ofrecer un cuadro homogéneo de la procedencia de los ingresos nobiliarios. Se encuentran salarios de oficios públicos, militares y eclesiásticos; rentas e intereses de deuda pública y de préstamos a particulares; alquileres de fincas urbanas, que a veces llegan a constituir una parte fundamental de los patrimonios nobiliarios; hay nobles que ejercen determinadas profesiones liberales, y en Francia los

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hay también que participan en la ferme générale (arrendamiento de impuestos)... En definitiva, nada que no pudiera encontrarse en los patrimonios de otros grupos sociales. Pero había una serie de actividades, relacionadas fundamentalmente con el comercio y el trabajo manual o mecánico, tradicionalmente vetadas a los nobles. J. Meyer distingue tres amplias zonas en Europa al respecto. En la Europa del Suroeste, incluyendo Francia y una parte de Italia, los prejuicios en este sentido eran muy fuertes y se podía llegar a la dérogeance -derogación, pérdida de la condición noble- en determinados supuestos. En la Europa del Este la rigidez de los principios no se correspondía con una realidad mucho más permisiva, por la necesidad de subsistir de las noblezas populares, que habrían de ocuparse en todo tipo de tareas, y porque la alta nobleza asumía en sus dominios buena parte de las funciones teóricamente propias de la burguesía, obteniendo importantes ingresos del comercio de exportación (granos, ganados, etc.), de la explotación minera (ejercicio que, por cierto, no solía implicar en ningún sitio desdoro para la nobleza) o del control de ciertas actividades artesanales. En Rusia, por ejemplo, fueron nobles (una minoría entre los más poderosos, no generalicemos) quienes, desde los años sesenta y explotando los recursos de sus dominios con mano de obra servil, impulsaron, además de otras industrias, la minería y las empresas metalúrgicas en los Urales, donde el burgués de origen campesino (y posteriormente ennoblecido) Nikita Demidov había fundado, en tiempos de Pedro el Grande, la primera gran industria. Se ha calculado que a principios del siglo XIX poseían las dos terceras partes de las minas del país, en torno al 80 por 100 de las pañerías y de las fábricas de potasa, el 60 por 100 de los molinos de papel... Finalmente, en la Europa del Noroeste no había, en principio, actividades económicas vetadas a la nobleza. Pese a todo, en países como Suecia, la muy minoritaria nobleza estaba integrada fundamentalmente por cargos públicos, militares, marinos y propietarios de tierras. Y en Inglaterra, L. Stone ha discutido la habitualmente admitida dedicación de los segundones de la elite inglesa al comercio y la industria, al menos durante el siglo XVIII. Nada se lo impedía, en efecto, pero, en la práctica, disponiendo de una asignación anual por parte de la familia, resultándoles fácil (aunque no hubiera ni privilegios ni disposiciones legales que les favorecieran, sí lo hacía el sistema clientelar que dominaba las relaciones políticas) conseguir un oficio público o entrar en el Ejército y la Iglesia, y pudiendo acceder a matrimonios ventajosos dentro de su grupo social, prácticamente ninguno se dedicó al comercio o la industria. Por lo que respecta al área citada en primer lugar, habrá intentos, más o menos tímidos, más o menos decididos, por parte de los gobiernos ilustrados y de algunos intelectuales y escritores económicos -sobre todo, por parte de éstos- por estimular la participación de la nobleza en actividades industriales y comerciales, arrinconando los viejos prejuicios.

• Es, por ejemplo, muy conocida la Real Cédula de 18 de marzo de 1783 por la que Carlos III de España declaraba la honra legal de todos los oficios, su compatibilidad con la hidalguía y la posibilidad de alegar su ejercicio continuado durante tres generaciones como un mérito para acceder a la nobleza, pero sus repercusiones prácticas fueron muy escasas. Algunos destacados nobles potenciaron actividades industriales en sus señoríos. Pero los casos que suelen citarse no son reflejo precisamente de una situación generalizada. Como tampoco lo es el ascenso social, durante el reinado de Felipe V, de don Juan de Goyeneche por sus múltiples actividades económicas. En Francia, desde 1701, la participación en el gran comercio de la nobleza no implicaba derogéance, pero todavía a mediados de siglo la publicación de La noblesse commerçante (1756), por el abate Coyer, en la que se defendía el ejercicio del comercio por los

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nobles, provocó alguna réplica airada (La. noblesse militaire, opposée á la noblesse comerçante, también de 1756, cuyo autor, el chevalier D´Arc, se oponía al aburguesamiento de la vieja nobleza) y una polémica que se prolongó durante algunos años. Pero la participación de la nobleza -sobre todo, de la alta nobleza- en actividades capitalistas estuvo mucho más extendida que en España, sobre todo en los últimos treinta o cuarenta años del siglo. Si no era, de hecho, nueva la participación nobiliaria, especialmente de la radicada en ciudades portuarias, en el comercio marítimo y al por mayor, ahora se multiplicará e intensificará su presencia en las grandes compañías marítimas; hubo igualmente destacados nobles que impulsaron el desarrollo de industrias en sus señoríos, donde, por otra parte, casi monopolizaban las empresas mineras y de fundición del hierro; e invirtieron una parte de sus capitales en compañías industriales por acciones. No escatimaron, pues, medios para extraer la mayor rentabilidad a sus fortunas. Creemos, no obstante, que negar a concluir, con G. Chaussinand-Nogaret, que la nobleza francesa, a finales del siglo, estaba a la vanguardia del progreso económico es, sin duda, excesivo. Pero, recuerda el italiano C. Campra, "puede servir de contrapeso al tradicional cliché de una aristocracia fatua y ociosa, dedicada sólo al juego y la disipación".

La enorme riqueza de la aristocracia posibilitaba un estilo de vida brillante y caracterizado por la ostentación y el boato, que llevó a más de una familia al borde de la ruina y que fue duramente criticado por quienes, como Fénelon, el duque de Saint-Simon o Henri de Boulanvilliers, veían en el lujo un cáncer que iba destruyendo a la nobleza, atenta sólo a conseguir riquezas aunque fuera mediante alianzas anti-natura, y que, fomentado por el mismo monarca, la sometía a su poder, restándole independencia. Una de las manifestaciones de este estilo de vida era el mantenimiento de residencias suntuosas con un servicio doméstico numerosísimo. Baste citar, a título de ejemplo, las cerca de 3.000 personas que percibían salarios en los palacios del duque de Orleans en Francia; o la impresionante residencia de verano que el príncipe Nicolás Esterhazy se hizo construir, saneando previamente un terreno pantanoso, cerca de Eisenstadt (núcleo de sus posesiones), vinculada a la historia de la cultura por haber sido testigo de gran parte de la creación musical de Joseph Haydn, maestro de capilla del citado príncipe. Tal grado de esplendor, forzosamente, se limitaba a unos pocos, aunque sí era frecuente entre la nobleza la doble residencia, urbana y rural, que posibilitaba el retiro veraniego u otoñal (a veces, para supervisar las tareas agrarias) a los que habitualmente vivían en el medio cortesano o urbano y el acceso a los entretenimientos ciudadanos a quienes residían en el medio rural (caso frecuente en la gentry inglesa, por ejemplo). Mantenía un elevadísimo concepto de sí misma, rayano en el orgullo; no renunciaba a reconocimientos y preeminencias y en el trato con los demás exigía deferencia e incluso sumisión. Sólo en algunos casos (en España, por ejemplo) se permitía cierta actitud de campechanía y superficial confianza de quien se sabe incontestablemente superior (actitud que nunca tendría un miembro de la baja nobleza al que sólo unos privilegios, a veces discutidos, distinguían de sus convecinos). Se iba extendiendo paulatinamente la educación y cada vez quedaba menos del noble rudo de los siglos anteriores (quizá salvo en ciertos casos rurales), pero sólo los estratos más elevados tenían acceso a la cultura superior, bien por medio de instructores privados, por su asistencia a costosos colegios de jesuitas, a la universidad o a los gimnasios nórdicos; y cuidaban igualmente la educación femenina, en la propia casa, en

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colegios especializados o en conventos que preparaban a la mujer para el papel que se esperaba cumpliera en la sociedad. Aumentó el número de nobles que poseían bibliotecas, así como el tamaño de éstas, y al menos en Francia, eran más numerosas, estaban más nutridas y tenían una mayor orientación hacia la modernidad (sin faltar libros prohibidos y críticos con el ordenamiento social) las de la nobleza capitalina que las de la nobleza provincial. Pero en conjunto fueron los nobles ingleses, educados frecuentemente en las universidades de Oxford y Cambridge, los más cultos de Europa. Y, probablemente, los más cosmopolitas y aficionados a viajar por otros países. Ni siquiera se consideraba completa su formación si no se había realizado el grand tour, viaje por las principales ciudades europeas entre las que nunca faltaban París y Venecia, costumbre que se extenderá también a la nobleza de otros países. Y en todos ellos, una selecta minoría acudía periódicamente a las estaciones termales de moda, viajaba de una corte a otra, se expresaba en francés, la lengua culta de la época, y constituía algo así como una internacional aristócrata -la expresión es de J. Meyer- capaz de reconocerse y encontrarse a sí misma en los salones de cualquier capital europea. Y no falta quien cree ver cómo, de la mano del cosmopolitismo, se abrían paso en su mentalidad los gérmenes del liberalismo... Riqueza, privilegios, poder, reconocimiento social, refinamiento... Todo ello confluía en la nobleza europea del siglo XVIII y continuaba ejerciendo una irresistible atracción sobre el resto de la sociedad y, especialmente, sobre sus elementos más destacados. Pero en la Europa occidental se había iniciado un proceso de cambio que se acentuaba progresivamente a lo largo del siglo y, sobre todo, en las últimas décadas. Como recuerda O. Huffton, el desarrollo de la burocracia estatal y de los ejércitos regulares contribuyó a hacer la relación del noble con sus gobernantes cada vez más ambivalente. Los monarcas tendían a servirse de sus noblezas, pero tratando, al mismo tiempo, de neutralizarlas e insistían en la disminución de sus privilegios. Por su parte, la propia nobleza se cuestionó su origen, la justificación de sus privilegios y su papel político. Y en este contexto se elaboraron y difundieron teorías como la del conde de Boulanvilliers (1727-1732) que apelaba a la historia y a una raza vencedora, de la que descendía la nobleza, para justificar los privilegios de la sangre, o la del barón de Montesquieu en L`Esprit des Lois (1748), que veía a la nobleza como intermediaria y templadora del absolutismo monárquico y, por lo tanto, como defensora del pueblo. Pero ciertos ilustrados, nobles también entre ellos, llevaron a cabo un ataque sistemático contra todo lo que significaba la nobleza, especialmente (aunque no sólo) en el área suroccidental de Europa. Elegimos -un ejemplo entre cientos- la dura crítica contenida en la Enciclopedia francesa (1750-1772), enmarcada en la ofensiva contra todos los elementos esenciales de lo que después se denominará Ancien Régime. Lo que, no obstante, no implicaba necesariamente un pensamiento igualitario en sus autores, que en bastantes casos despreciaban al pueblo con idéntica o mayor fuerza que a los privilegios nobiliarios. Paralelamente, la ambigüedad en cuanto a las funciones económicas de los distintos grupos sociales fue creciendo. Hemos visto a destacados elementos de la aristocracia participando en actividades propias de la burguesía; por su parte, los burgueses ennoblecidos abandonarán menos decididamente que en siglos anteriores los negocios que permitieron su ascenso. Desde este punto de vista, no les faltaba razón a los críticos del lujo nobiliario: la necesidad de disponer de unos ingresos inmensos para poder llevar un modo de vida noble, y su búsqueda, sin renunciar a cualquier vía, contribuía a introducir una ambigüedad creciente en la visión tradicional del rol de los distintos grupos sociales y un germen de erosión de aquella sociedad. Y de la misma manera que se lamentaban las injusticias derivadas "de haber considerado la sociedad más como una

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unión de familias que como una unión de individuos" (Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene, 1764), se iba desarrollando un ideal social opuesto al viejo modelo nobiliario, que aprecia cada vez más al negociante -no "hay miembros más útiles a la sociedad que los mercaderes", dirá, por ejemplo, el inglés Joseph Addison en uno de sus ensayos periodísticos publicados a principios de siglo en The Spectator- que tendía a sustituir el valor, el orgullo de "ser quien se es" y la visión de la sociedad dividida en compartimentos prácticamente estancos aceptados por principio e incuestionablemente valores esencialmente nobiliarios y de la sociedad estamental- por el trabajo, el esfuerzo personal, la economía, la utilidad social, la bondad y el deseo de ascenso social en esa sociedad de individuos, es decir, por valores burgueses y que prefiguran una sociedad distinta. Aunque estos valores no se impusieron implacablemente ni la aristocracia se mostró incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos: más reducida numéricamente, más infiltrada por elementos de orígenes ajenos a ella, pero aún poderosa económicamente, tenía mucho que decir y hacer todavía en el siglo XIX... EL CLERO El clero compartía con la nobleza su condición de estamento privilegiado y era reconocido, teórica y tradicionalmente, como el primero en rango y honor. Su capacidad de influencia en la sociedad seguirá siendo notable. Pero, más acusadamente que la nobleza, y debido a la presión centralizadora de las monarquías absolutas, al ataque de los intelectuales ilustrados, a la creciente desacralización de la sociedad, a los efectos de ciertas disputas teológicas -aunque mucho más débiles que en el pasado- y, sobre todo, a la ruptura de su monopolio doctrinal por el avance de la tolerancia, no traspasará incólume las fronteras del siglo. El clero europeo del siglo XVIII era muy heterogéneo y muchas de las afirmaciones generales que sobre él puedan hacerse, incluso las más elementales, exigen matizaciones. Había enormes diferencias entre el mundo católico y el protestante, por un lado; entre los distintos países de una misma confesión, por otro, y, finalmente, dentro del estamento en cada país. Para comenzar, sólo en el área católica se reconocía jurídicamente al clero como estamento privilegiado y a ella limitaremos nuestra exposición. Se trataba, en teoría, de un grupo bien definido, formado por individuos que libremente, guiados por la vocación, se integraban en él mediante un acto jurídico-canónico la tonsura o administración de las órdenes sagradas-. En la práctica, sin embargo, las decisiones personales podían estar fuertemente condicionadas por elementos ajenos a toda consideración religiosa, y el clero constituía, en la práctica, una de las salidas naturales de la nobleza, una vía de acomodo o de ascenso social para muchos o el destino impuesto por algunos padres a sus hijas a quienes resultaba difícil concertar un matrimonio apropiado. Y no faltaban situaciones de cierta ambigüedad con algunos de los ordenados de menores o con personas vinculadas a los conventos que difuminaban de hecho los límites entre clérigos y laicos. También algunos de sus privilegios deben ser matizados. Desde mucho antes del siglo XVIII se redujeron las exenciones fiscales eclesiásticas. Así, por ejemplo, en Francia el clero contribuía al sostenimiento del Estado con una suma considerable, el denominado

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don gratuit; en los Estados Pontificios debía pagar un elevado impuesto sobre la tierra, y en España, además de la tributación indirecta, debía hacer frente a diversas cargas parafiscales. Hubo, igualmente, un esfuerzo por recortar los privilegios jurídicos, si no los de los eclesiásticos propiamente dichos, sí los de la Iglesia, restringiendo sustancialmente, por ejemplo, el derecho de asilo en los edificios sagrados. Igualmente, se prosiguió en el camino hacia la nacionalización de la aplicación del Derecho canónico, reduciéndose al mínimo las apelaciones a Roma, mientras que la firma de concordatos entre el Papado y los Estados católicos (con Portugal, en 1740; con Nápoles y Cerdeña, en 1741; con España, en 1737, y, sobre todo, en 1753) otorgaba a los monarcas el nombramiento de un gran número de cargos y prebendas eclesiásticas, reduciendo de paso la corriente dineraria que afluía hacia Roma. Las riquezas eclesiásticas eran cuantiosas. Procedían sus ingresos de la percepción de diezmos, proporción variable de la producción agro-pecuaria que llegaba hasta el 10 por 100 bruto, aunque frecuentemente era algo más bajo; de los derechos de estola, es decir, del cobro de los distintos servicios prestados por los eclesiásticos; y, finalmente, de la explotación de un patrimonio raíz e inmobiliario no faltan tampoco señoríos acumulados durante siglos por viejas donaciones reales y continuas transferencias de propiedades por los fieles a titulo de limosnas, donaciones y fundaciones post mortem.

• Se estima, por ejemplo, que en gran parte de los Estados católicos la tierra bajo dominio eclesiástico oscilaba del 7 al 20 por 100, superándose a veces con mucho dicha proporción. En Francia, por ejemplo, suele ser inferior al 10 por 100, pero en Nápoles es prácticamente la tercera parte, proporción todavía superada, acercándose a la mitad, en Toscana. Son cifras, sin embargo, sobrevaloradas, entre otras razones, porque suelen incluir los bienes de instituciones asistenciales (hospitales) o docentes y de otras paraeclesiásticas (cofradías) que no eran estrictamente religiosas o cuyas rentas no iban directamente a los eclesiásticos.

Y no hay que olvidar que la práctica de la limosna -una de las formas establecidas de redistribución de la renta- consumía cuantiosos recursos de personas e instituciones eclesiásticas. Pero, sobre todo, no hay que olvidar que, desde el punto de vista económico, la Iglesia no es más que una abstracción, ya que estaba constituida por multitud de unidades de muy distinto significado, desde el más opulento monasterio o arzobispo al cura de aldea que no pocas veces experimentaba dificultades similares a las de sus feligreses para subsistir. El número de clérigos era mayor del que se precisaba para una adecuada asistencia religiosa de los fieles, debido a la existencia del clero regular y a la proliferación de prebendas, beneficios y capellanías, aunque siempre fue mucho menor que el denunciado por ilustrados y filósofos.

• En Francia, por ejemplo, Moheau, en 1774, los estimaba en 130.000, es decir, el 0,5 por 100 de la población total (los filósofos hablaban de 500.000). La proporción se superaba abiertamente en países como Portugal (1 por 100, aproximadamente) y, sobre todo, en España (1,6 por 100 en 1787) y algunos Estados italianos (2,5 por 100 en Nápoles, 3 por 100 en Toscana). Los efectivos del clero secular se mantuvieron estancados o descendieron a lo largo del siglo (en cualquier caso, dado el incremento demográfico general, habría retroceso

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proporcional), pero en casi todos los países disminuyeron los del clero reglar, sobre todo en la segunda mitad, ya que fue este sector el que concitó los principales ataques de los ilustrados.

Su distribución geográfica era muy heterogénea. En cuanto al clero secular, se avanzó notablemente durante este siglo en la aspiración de la jerarquía de que cada comunidad tuviera su párroco. Pero aún quedaban aldeas sin párroco, mientras se daba una notable concentración de clérigos en las ciudades y núcleos más importantes, dado el carácter urbano de las sedes episcopales y también por la multiplicidad de cargos y fundaciones que en ellas había y por la atracción que la vida urbana ejercía entre clérigos absentistas (aunque el número de éstos tendiera a disminuir). En Aviñón, por ejemplo, había casi un 6 por 100 de eclesiásticos y en Angers, en 1769, el 3,4 por 100 (si bien en esta proporción se incluyen los seminaristas). Maguncia llegaba a contar cerca de 1.000 eclesiásticos, es decir, algo más del 2 por 100 de la población total, proporción similar a la de Bonn y Tréveris. El clero reglar tenía también una fuerte presencia urbana, especialmente las órdenes mendicantes y las renovadas en la Baja Edad Media o surgidas al hilo de la Reforma. Los monasterios rurales solían corresponder a las órdenes (benedictinos, cistercienses) de origen más antiguo. Si dejamos aparte los miembros de la Curia papal y el Colegio Cardenalicio, altos aristócratas en su inmensa mayoría por su origen familiar, por el papel que desempeñaban en el seno de la Iglesia y por el tren de vida que les permitían sus inmensos recursos económicos, la cima de las jerarquías eclesiásticas nacionales correspondía a los arzobispos y obispos. Designados normalmente por los monarcas y confirmados posteriormente por Roma, su procedencia social era esencialmente aristocrática. En vísperas de la Revolución, por ejemplo, 138 de los 139 obispos franceses eran nobles. Incluso había familias -el caso de los Rohan con respecto a Estrasburgo es paradigmático- para las que determinadas sedes episcopales formaban casi parte de los bienes patrimoniales. Podría así recaer la elección en personas totalmente inapropiadas -"el arzobispo de París debería, al menos, creer en Dios", se dice que exclamó Luis XVI al conocer a un candidato a la sede parisina-, pero no fue la norma. El propio sistema de acceso al Episcopado en Francia, por seguir en este mismo país, aunque fuertemente teñido de clientelismo, solía implicar un período de preparación como "grandes vicarios" (importante cargo subalterno) en las diócesis, lo que les daba una sólida experiencia al respecto. En España e Italia, sin que faltaran aristócratas, había una fuerte presencia de nobleza media y baja en el Episcopado y no pocos procedían del clero regular, con personas de origen plebeyo entre ellos. Los ingresos de los obispos podían ser elevadísimos -el ejemplo obligado es el Arzobispado de Toledo-, aunque también los había de rentas modestas, como algunos del sur de Francia. Las monarquías modernas les habían despojado del poder temporal que tuvieron en la Edad Media y en el siglo XVIII se reducirá también el protagonismo político que, a título individual, continuaron ejerciendo algunos de ellos (en Francia, reaparecerán colectivamente en los Estados Generales prerrevolucionarios). Los retazos de poder temporal que les quedaban solían reducirse a señoríos territoriales, aunque a veces fueran importantes, como el del arzobispo de Estrasburgo, integrado por no menos de 80 núcleos de población. Subsistían, sin embargo, los principados eclesiásticos en el Imperio, y eran nada menos que 65 (algo más de la cuarta parte del total de entidades representadas) los que tenían asiento en la Dieta Imperial. No era raro que estos últimos, especialmente si el territorio era de cierta entidad, estuvieran más preocupados por los asuntos políticos de sus Estados que por los

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religiosos, que solían delegar abiertamente en sus subordinados. Por cierto, hubo entre ellos hombres muy dotados y que, influidos por el espíritu de las Luces, promovieron importantes reformas, como fue el caso, en el Arzobispado de Salzburgo, de Hieronymus von Colloredo, arzobispo desde 1772 (aunque su enfrentamiento con Mozart haya proyectado de él una superficial imagen negativa), o en el de Maguncia, Friedrich Karl von Erthal, elector durante el último cuarto del siglo y muchas de cuyas reformas afectaron, precisamente, a los privilegios eclesiásticos. Persistían también en otras partes viejos abusos. Es tópico recordar a este respecto, por ejemplo, que en 1764 residían habitualmente todavía 40 obispos en París y que hasta 1784 no se les obligó a residir en sus sedes. Pero se puede afirmar casi con seguridad que el tipo de obispo dominante en el siglo XVIII era el que se preocupaba por la correcta administración de su diócesis; que la visitaba con regularidad, personalmente o por medio de sus vicarios; que velaba por la moralidad de los párrocos y la atención espiritual de los fieles y que tampoco desatendía los aspectos temporales, desembolsando cuantiosas sumas en obras de caridad y beneficencia (especialmente, en momentos de calamidades) o en la promoción de proyectos económicos o urbanísticos que en nada desmerecían de los emprendidos por sus respectivos gobiernos. El siguiente escalón estaba integrado por los miembros de los cabildos catedralicios. Sus obligaciones, nada agobiantes y no siempre cumplidas escrupulosamente, estaban ligadas al culto y administración de catedrales y diócesis. Sus rentas, aunque variables, solían ser saneadas o abundantes, disfrutaban de una alta estima social y, con frecuencia, los cabildos constituían un buen camino para la promoción a los obispados. Eran, por lo tanto, puestos muy codiciados, y, nuevamente con las excepciones española e italiana, donde había más variedad, solían ser ocupados mayoritariamente por miembros de la nobleza, especialmente tratándose de los cabildos más importantes. De formación similar o superior a la del resto de los clérigos, el nombramiento de los canónigos respondía a diversas tradiciones -alguna forma de elección, oposición o cooptación; nominación por el obispo o incluso por un patrono laico, por ejemplo- y su procedencia geográfica solfa ser tanto más localista cuanto menos relevante fuera el cabildo considerado. La vida de los canónigos solía transcurrir apaciblemente y no faltaron en sus filas quienes se dedicaron al estudio y el ejercicio intelectual. En conjunto, sin embargo, domina la impresión de un sector tradicionalista y conservador que, corporativamente, se mostraba como celoso defensor de sus prerrogativas y tradiciones ante cualquier posible intento, viniera de quien viniera, de restricción o reforma. Los repetidos enfrentamientos entre los capitulares de Maguncia y su obispo cuando éste les quiso imponer cambios acordes con el espíritu del siglo son un ejemplo no aislado de ello. El resto del clero secular -la mayoría- constituía un abigarrado grupo de curas párrocos, beneficiados, prebendados de catedrales, colegiatas y parroquias, titulares de capellanías y otras fundaciones particulares... Había, en primer lugar, variedad extrema en cuanto a su dotación económica, encontrándose desde párrocos con ingresos similares o superiores a los de ciertos canónigos hasta clérigos que vivían, como ya hemos indicado, en un grado próximo a la pobreza. La condición sociodemográfica de las parroquias influía notablemente: en ello y solían ser los curas de las aldeas más pequeñas los más desfavorecidos. Sin embargo, es muy probable que, dentro de la variedad, la mayor parte de los párrocos tuviera una situación económica más que pasable, aunque muchos de ellos se sintieran maltratados por un reparto a todas luces injusto de las rentas eclesiásticas. La oposición existente entre el bajo y el alto clero

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francés por estas cuestiones fue, por ejemplo, notable. El auténtico proletariado eclesiástico era el dedicado a la asistencia y culto menor de capillas catedralicias y otros templos suntuosos y, más aún, los titulares de capellanías pequeñas y ciertos ordenados sin cargo en expectativa, que se concentraban en las proximidades de la corte o en las ciudades donde radicaban los beneficios a que aspiraban y a quienes la necesidad podía llevar a ejercer las más variopintas y no siempre dignas tareas. Los intentos realizados -a veces, por el poder civil- para remediar esta situación no siempre fueron coronados por el éxito. Nombrados por muy diversos procedimientos, desde la nominación por autoridades eclesiásticas (cada vez más frecuente) o civiles (en virtud de las facultades otorgadas por los concordatos), hasta el patronato ejercido por algún laico, abundaban los procedentes de las capas sociales medias, tanto rurales (campesinos y artesanos acomodados) como urbanas (profesiones liberales, mercaderes, artesanos de nuevo...), junto con algunos miembros de la pequeña y aun mediana nobleza. Geográficamente, había un fuerte componente regional y diocesano, sin faltar excepciones notables, sobre todo en determinadas áreas urbanas, cuyo habitual amplio radio de atracción tendía a aumentarse, en algún caso concreto, por la escasez de vocaciones locales, dada la mayor incidencia del laicismo. Es característico a este respecto el caso de la cuenca parisina, donde a finales del siglo nada menos que el 80 por 100 de su clero era foráneo. El mandato tridentino que señalaba los seminarios como centros idóneos para la formación del clero no había dado todos sus frutos, debido, esencialmente, a problemas económicos y de dotación. Así, junto a los sacerdotes de origen universitario o los formados en seminarios y escuelas conventuales de Teología siguieron existiendo los procedentes de escuelas locales de latinidad o que apenas habían realizado estudios, encontrando estos últimos empleos más fácilmente en las parroquias sobre las que se ejercían patronatos laicos o bien como titulares de determinadas capellanías. Durante el siglo XVIII, sin embargo, aumentó la preocupación, tanto en las autoridades eclesiásticas como en las civiles, por mejorar la formación del clero. Se aumentó el número de seminarios y se mejoró la enseñanza impartida en ellos. En Francia, el movimiento se remonta ya a la segunda mitad del siglo XVII; en España, tras la expulsión de los jesuitas, se dieron las órdenes pertinentes para que determinadas casas de los expulsos se transformaran en seminarios. Y el nivel cultural del clero fue, lógicamente, elevándose. Los clérigos toscos y bravíos, que aún quedaban, eran cada vez más la excepción. Más frecuentemente, los curas párrocos proseguían su formación tras los estudios básicos, manteniendo bibliotecas personales más o menos nutridas cuya base estaba formada por libros de moral y espiritualidad y en la que podía haber ejemplares de las más diversas materias. Y el grado de cumplimiento de sus obligaciones se juzgaba mayoritariamente satisfactorio en las visitas a que eran sometidos periódicamente por sus superiores. Las relaciones con los fieles eran, como no podía ser menos, diversas en función de múltiples factores. Su grado de influencia en los parroquianos, desde todos los puntos de vista, era mucho mayor en el mundo rural que en el urbano y era también en aquél donde el más estrecho contacto daba lugar a las situaciones más complejas e, incluso, contradictorias. El párroco rural tenia una dimensión rayana en lo coercitivo -control del cumplimiento por Pascua florida, imposición de penitencias, percepción de tributos, cobro de rentas...- y otra mucho más positiva -consejos, ayudas de todo tipo, intermediario ante autoridades...-, incluso con algún aspecto que participaba de ambas podía ser también, ocasional o habitualmente, prestamista de dinero o granos-. Y fue en

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el mundo rural principalmente donde los gobiernos ilustrados de todos los países católicos trataron de instrumentalizar la figura del párroco, convirtiéndolo poco menos que en un funcionario de quien lo mismo se esperaba que cumpliera diferentes tareas de información como que realizara una eficaz tarea de difusión del espíritu de las Luces y de medidas que pretendían mejorar las condiciones de vida del campesinado. El ejemplo español del envío a todos los párrocos del Discurso "sobre el fomento de la industria popular", de Campomanes, es bien ilustrativo al respecto. Y, ciertamente, no faltaron los curas que colaboraron activamente con los proyectos gubernamentales o que, a titulo individual, trataron de introducir novedades económicas o sanitarias. En cuanto a Francia, el grado de aceptación que la Constitución Civil del Clero de 1791 tuvo entre el clero parroquial (fue asumida por algo más de la mitad) nos habla de que había bastantes clérigos a finales del siglo XVIII (al menos, en este país y entre los párrocos) que participaban de las inquietudes colectivas y de los nuevos aires políticos. El complejo clero regular, que hasta las primeras décadas del XVIII había vivido una etapa de esplendor y crecimiento, sufrió posteriormente unos años más críticos y fue el blanco preferido de los ataques ilustrados. Su elevado número, su condición de grupo sin utilidad social aparente y sus cuantiosas riquezas eran las principales razones que concitaron la enemiga de los gobernantes dieciochescos, incluidos los fervientemente religiosos. Incuestionable la primera, la segunda no puede suscribirse sin matizaciones, ya que casi todas las órdenes religiosas, en mayor o menor medida, y especialmente en sus centros urbanos, desarrollaban una labor caritativa cuya importancia no podía desconocerse; otras (hermanos de san Juan de Dios, hermanas de la caridad de san Vicente de Paúl) estaban dedicadas primordialmente a tareas asistenciales; y también era destacable la participación de los religiosos en la enseñanza. En cuanto al asunto de sus riquezas, tan cierto era su gran volumen global como la existencia de enormes diferencias entre órdenes e incluso entre casas de una misma orden. Eran enormes, por ejemplo, los bienes de determinadas abadías benedictinas o de los monasterios jerónimos españoles; pero junto a ellas, los conventos de religiosos mendicantes seguían viviendo fundamentalmente de las limosnas directas o indirectas de los fieles, y no pocos, sobre todo en Francia y en la segunda mitad del siglo, en que aquéllas empezaron a disminuir, pasaban serios apuros económicos. Por otra parte, la independencia de las órdenes frente al Episcopado hacía que el apoyo de la jerarquía eclesiástica secular no siempre fuera incondicional. Y menudeaban las tensiones entre el clero parroquial y los regulares establecidos en las proximidades de sus parroquias por cuestiones, casi siempre, de captación de fieles o, lo que es lo mismo, de limosnas, reparto de sufragios post-mortem y grado de influencia y prestigio en la población. El origen de los religiosos era muy diverso. En las órdenes monásticas abundaban los miembros de familias acomodadas y altas, incluyendo, por supuesto, nobles, y procedentes de un ámbito geográfico muy amplio, mientras que en las mendicantes su procedencia geográfica se circunscribía más concretamente al centro de su ubicación -medio urbano o semiurbano y, al avanzar el siglo, cada vez más de su entorno rural- y su medio social predominante, las capas medias, tanto del mundo de los oficios como del campesinado terminaría dominando éste con el paso de los años-. En cuanto a las órdenes femeninas, fueron las que menos deterioro experimentaron a lo largo del siglo. Aunque no solían contarse entre las más ricas (había excepciones notables, sin embargo), la exigencia de una dote para entrar en ellas concentraba el origen social de las monjas en las capas medias y altas; la estrecha concepción que no concebía

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alternativas válidas para aquellas mujeres al margen de matrimonio o convento contribuyó decisivamente a que se mantuvieran mejor, en cuanto al número de profesiones, que las órdenes masculinas. Pero, como hemos señalado, fue el clero regular el más atacado por los gobiernos ilustrados. Es paradigmática a este respecto la creación en Francia, en 1766, de la denominada Comisión de Regulares, que trató de limitar determinados abusos y, entre otras medidas, ordenó la agrupación de casas con corto número de religiosos, la supresión de algunas, la confiscación de sus bienes y su transferencia a seminarios y centros educativos y estableció limitaciones de edad para la formulación de votos. La reducción de conventos no se limitó a Francia, sino que afectó también, por ejemplo, al territorio imperial. Eran éstas, y otras que han ido apareciendo a lo largo de la exposición, medidas inscritas en el marco más amplio de la presión del centralismo ilustrado sobre la Iglesia, que en España concretamente, con la cuestión del regalismo, mantuvo agitado todo el siglo XVIII; que alcanzó momentos de elevada tensión a propósito del Monitorio de Parma -condena en 1768 por el papa Clemente XIII de las enérgicas medidas desamortizadoras, de imposición fiscal sobre bienes eclesiásticos y de centralización y nacionalización de la vida religiosa tomadas en el pequeño ducado de Parma-; que consiguió una de sus realizaciones más espectaculares -asestando de paso una tremenda humillación al Papado- con la imposición, por parte de los monarcas católicos, de la disolución de la Compañía de Jesús tras la previa expulsión de sus respectivos territorios; y cuya intensidad, en el caso del Imperio, alarmó tanto a Roma que el propio Papa, en una decisión sin precedentes, trató inútilmente de detener viajando a Viena (1782) para entrevistarse con el emperador José II. Debemos, no obstante, aludir aquí, aunque sólo sea someramente, a las disputas internas, como el metodismo y el pietismo en el campo protestante, o los últimos coletazos del jansenismo en el católico (en Francia, principalmente, pero también con ciertas ramificaciones en cuanto a actitudes políticas sobre todo en España y otros países católicos); a los ataques de los intelectuales -¿es preciso recordar a Voltaire o la Enciclopedia?- y al desarrollo del deísmo entre las capas ilustradas, así como el de asociaciones laicas (francmasonería) vinculadas a estas actitudes; a la creciente tolerancia hacia otras confesiones, adoptada primero como actitud social por las elites cultas y que llegaron a plasmarse en medidas de gobierno (Edicto de Tolerancia del emperador José II en 1781; en Francia, en 1787); la propia Iglesia contribuyó a debilitar vínculos con gran parte de sus fieles al apostar por una religión más limpia de prácticas populares supersticiosas... Todo ello se tradujo en una pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad y un incremento del laicismo, manifestado, por ejemplo, en el descenso experimentado en algunos países y de forma acusada en Francia desde 1750-1760, aproximadamente, por limosnas, mandas y disposiciones testamentarias en favor de la Iglesia; por el creciente fraude que paralelamente se dio en la recaudación de los diezmos; por la disminución en algunas áreas concretas de las vocaciones religiosas, o por la difusión de prácticas anticonceptivas, contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, a que hemos aludido con anterioridad. Pero, como siempre, las generalizaciones olvidan excepciones. En España, por ejemplo, la Iglesia -que en una fracción nada despreciable respondió a la presión intelectual y política y a los abundantes conatos desamortizadores alineándose ideológicamente con

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las posturas más conservadoras y, cuando se plantee la disyuntiva, con los defensores del Antiguo Régimen- conservaba casi intacta su capacidad de influencia en la masa, y lo demostraría con el importante papel desempeñado, apelando al espíritu de cruzada, en la movilización de la sociedad durante las guerras contra la Francia revolucionaria. Y en un país tan lejano del nuestro como Polonia la ausencia de un poder monárquico fuerte impidió el ataque sistemático a la Iglesia y, más concretamente, al clero regular, que seguirá creciendo durante el siglo tanto en establecimientos (674, en 1700; 884, en 1772-1773) como en número de religiosos (de 10.000 a 14.5000 en el mismo período). Formados en Roma muchos de sus elementos más destacados, llevarán a cabo, en mayor medida que el clero secular, una eficaz síntesis de la ilustración cristiana occidental y sus tradiciones autóctonas. Y consiguieron de esta forma articular un espíritu peculiar que, andando el tiempo, cuando se produzca el reparto del país entre las potencias vecinas, será decisivo en el mantenimiento de la propia identidad nacional. LA BURGUESÍA En su origen medieval, el término burgués designaba a los habitantes de los burgos o ciudades y todavía en el siglo XVIII se encontraban múltiples huellas de este significado. Así, por ejemplo, el "derecho de burguesía" -en las ciudades libres alemanas, en las suizas, en las de las Provincias Unidas- confería la plena condición de vecino y facultaba para el disfrute de prerrogativas y, en su caso, privilegios particulares. Ahora bien, paulatinamente se fue extendiendo otro significado del término, referido a un grupo social que se ocupaba en ciertas actividades socio-económicas, es decir, el significado que hoy mantiene. Podemos definir la burguesía dieciochesca, en un sentido amplio, como una fracción del tercer Estado que, disfrutando de unos recursos económicos, al menos, saneados -la imprecisión es inevitable-, ejercía actividades mercantiles, financieras, industriales- en el más amplio sentido de la palabra-, liberales -destacando abogados y hombres de leyes- o del funcionariado o que, simplemente, vivía de las rentas de sus inversiones -en la tierra o en cualquier tipo de empresa o compañía- o administraba las de otros. El trabajo y el esfuerzo personal, ya sea manual o intelectual, caracterizan en buena medida la actividad burguesa y están o estuvieron en la base de su patrimonio económico; un patrimonio, por lo tanto, que se ha adquirido o ganado -frente a la noción de patrimonio concedido y heredado, predominante en la mentalidad tradicional nobiliaria-, que se administra con ánimo de lucro -es más, de obtener el máximo beneficio- y que se concibe esencialmente, recuerda P. Léon, como dinámico, esto es, "basado en una constante y creciente acumulación". Grupo complejo donde los haya, sus límites son de difícil delineación. Su frontera inferior es forzosamente imprecisa y permeable, alcanzando, sin duda, a ciertos artesanos independientes, por ejemplo, o a pequeños comerciantes y tenderos. Tampoco el límite superior estuvo siempre claro. Podemos verlo con el ejemplo de los financieros franceses. Surgidos a la sombra del Estado moderno, los financieros se ocupaban, fundamentalmente, del dinero del Estado (préstamos, recaudación de impuestos, avituallamiento de tropas...) y estuvieron presentes en toda Europa occidental; sólo en Inglaterra y las Provincias Unidas el desarrollo de unas finanzas estatales más centralizadas hizo que pasaran paulatinamente a un segundo plano. En el caso francés, su reconocimiento social fue tardío (en el mismo siglo XVIII), pero su ascenso, brillante. Los más importantes constituían una asociación, la Ferme Générale (Contrata General), para participar en el arrendamiento de determinados impuestos -sobre la sal,

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tabaco y aduaneros, entre otros-, en la que, como ya hemos dicho, no faltaban aristócratas. Algunos de ellos fueron ennoblecidos y otros establecieron alianzas familiares con cualificados miembros de la nobleza. Su estilo de vida era plenamente nobiliario e incluso disfrutaban de algunos privilegios -entre ellos, el de llevar armas-, similares a los de la nobleza. Terminó configurándose, pues, como un grupo a medio camino entre la burguesía y la nobleza propiamente dichas y al que algunos autores no dudan en incluir en la última. Entre ambos extremos, el grueso del grupo cubría una amplia gama de actividades que no creemos necesario enumerar detalladamente. Señalaremos, simplemente, cómo este siglo consagró el triunfo de la figura más tradicional de la burguesía, la del mercader o gran comerciante; vio desarrollarse otras, como la de banquero e industrial, destinadas a gozar de un brillante porvenir (pero, recordemos, ningún contemporáneo habría osado situarlas en el mismo plano); y asistió, finalmente, al fortalecimiento, numérico y en términos de influencia y estima social, de las capas medias urbanas. Los banqueros eran hombres no relacionados, en principio, con las finanzas del Estado, sino dedicados a la inversión de su propio dinero y del de sus clientes, y que simultaneaban sus inversiones en los más diversos ámbitos, económicos y geográficos, nacionales e internacionales, multiplicando, pues, las posibilidades de ganancias y tratando de minimizar los riesgos. La diversificación de inversiones, por otra parte, se hizo habitual en una minoría que, procedente del mundo del gran comercio, estaba cada vez mejor formada y preparada técnicamente, con un bagaje de conocimientos adquiridos no en la universidad, sino en la práctica cotidiana del negocio, de la mano del padre u otro familiar, y en viajes al extranjero, en visitas a las propias sucursales o a otros comerciantes vinculados económica y personalmente (las redes de tipo clientelar o similares vuelven a aparecer aquí) a la familia. Eran los denominados en Francia negociantes y a los que G. Chaussinand-Nogaret califica como mercaderes-banqueros-empresarios-armadores-financieros" para, explícitamente, señalar su amplia procedencia, subrayar sus interrelaciones y mostrar cómo, en definitiva, prácticamente ningún campo de la actividad económica quedaba fuera de su alcance. En cuanto al manufacturero o industrial, este tipo de empresario de nuevo cuño se irá configurando a finales del siglo, principalmente en Inglaterra. Procedentes mayoritariamente de las capas medias del campesinado, del artesanado o del comercio (contando a veces con una sólida base económica), mucho más raramente de las capas bajas (nunca de entre los más pobres), protagonizaron en algunas ocasiones, más llamativas por minoritarias, ascensos rápidos, aunque la gran mayoría continuaría durante toda su vida como pequeños empresarios, es decir, manteniendo o, a lo sumo, mejorando levemente su condición social. Pero esta figura, en su pleno desarrollo, será más propia del siglo XIX que del XVIII, por más que ahora algunos de sus representantes (minoritarios, insistimos) dieran el salto a las elites urbanas. La burguesía no estuvo ausente del mundo rural -se habla incluso de una burguesía agraria, integrada por grandes agricultores (propietarios o arrendatarios) que, con el empleo masivo de mano de obra asalariada, producían para el mercado (esa figura tan querida por los fisiócratas)-, pero fue, sobre todo, en las ciudades y en Europa occidental donde alcanzó su máximo desarrollo, aunque su presencia y significación numérica, económica y social fuera distinta según los países. Al este del Elba la debilidad burguesa era patente, toda vez que en las grandes explotaciones señoriales la alta nobleza detentaba, como ya hemos señalado, parte de las actividades consideradas en Occidente propias de la burguesía. Pese a todo, en países como Rusia hubo un

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esfuerzo por parte de sus soberanos por tratar de impulsar su desarrollo y, en cualquier caso, el crecimiento experimentado durante este siglo por gran parte de las ciudades de la Europa central y oriental hubo de estar vinculado en mayor o menor medida al desarrollo de la burguesía comercial. En Europa occidental había todavía países, como España, en que el peso social de la burguesía no dejó de ser relativo, estando compuesta en su mayoría por profesiones liberales y funcionarios, y limitándose los principales focos de la burguesía económica -mercantil más que industrial- a las ciudades portuarias -algunas de las cuales, como Cádiz, llegaron a convertirse en interesantes centros cosmopolitas- y a Madrid, y siendo Cataluña el único polo notable de crecimiento de una burguesía manufacturera aún incapaz, sin embargo, de competir con los comerciantes. Pero en las Provincias Unidas o en las grandes ciudades comerciales alemanas portuarias, como Hamburgo, o del interior, como Leipzig o Francfort la larga tradición de predominio burgués continuó e incluso se reforzó en este siglo y su elite, evolucionada a un patriciado exclusivista y defensor de sus privilegios, controlaba celosamente el poder -en muchas de las ciudades alemanas- o lo compartía con una nobleza que no podía hacerle sombra -en las Provincias Unidas-. Excluyendo este país, fueron Francia e Inglaterra los que contaron con las burguesías más desarrolladas del Continente, en íntima relación con su evolución económica. En Inglaterra los grupos burgueses, fortalecidos ya en el siglo XVII, se encontraban integrados en el régimen desde la revolución de 1688; la permeabilidad social en la isla era, como ya hemos señalado, más un tópico que una realidad, pero, al menos, se puede decir que, aunque a cierta distancia, la burguesía caminaba socialmente junto a la aristocracia y la gentry y dejaba oír su voz en la Cámara de los Comunes (aunque las últimas cortapisas al pleno ejercicio de sus derechos políticos no desaparecieron hasta 1832). Y las capas medias urbanas ya podían ser consideradas como la auténtica espina dorsal de la sociedad inglesa, algo todavía lejano en el Continente, por más que su fuerza fuera ya grande en algunas de las ciudades más importantes. En Francia las posibilidades de plena integración socio-política eran más limitadas que en Inglaterra, y si exceptuamos el caso de algunas ciudades, donde su posición preeminente no era discutida, pasaban casi necesariamente por la compra de cargos ennoblecedores o la alianza matrimonial con la nobleza. En correspondencia con la heterogeneidad del grupo, los niveles de sus fortunas eran muy variados. Allí donde la burguesía contaba con una sólida tradición de predominio, sus patrimonios solían ser los más importantes del conjunto social. Por ejemplo, en el Hamburgo de finales del siglo la suma de las grandes fortunas burguesas equivalía a las reservas de Estado de Prusia (P. E. Schramm, citado por J. Meyer). No era esto, sin embargo, lo más frecuente en Europa, donde si una minoría de negociantes, mercaderes, armadores, financieros... disfrutaba de rentas elevadísimas, eran más numerosos los burgueses con fortunas de tipo medio. Y en conjunto, sus patrimonios se situaban aún por debajo de los nobiliarios, sobre todo si comparamos las cúspides de ambos grupos. Su nivel de vida era acorde a su saneada situación económica. Residencias opulentas lujosamente amuebladas y decoradas, abundancia de servicio doméstico, mesas con viandas de calidad y buenos vinos, joyas y telas preciosas en los vestidos, preceptores para los hijos, que también hacían su grand tour de formación..., es decir, la tendencia a la equiparación con la nobleza era frecuente entre la alta burguesía. Pero, en líneas generales, era la decencia y la comodidad, el buen gusto con algún detalle de lujo, la abundancia sin derroche, en definitiva, el disfrute de la vida con mesura, discreción y equilibrio lo que solía caracterizar la vida burguesa, en la que el consumo ejercía un papel cada vez más importante. Fue en las ciudades con capas medias (burguesas, en

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buena medida) más nutridas, y particularmente en Londres y París, donde mayor desarrollo experimentaron tiendas y comercios variados -Oxford Street, concretamente, destacaba ya en este sentido-; ir de compras se convirtió en una actividad social de buen tono y la moda tuvo una influencia creciente en la vida social y económica. Los entretenimientos ocupaban un lugar destacado en la vida burguesa, desde los más simples y gratuitos -el paseo por las calles o los alrededores de la ciudad, por ejemplo- hasta los que entrañaban desembolso económico, de cierta importancia, como pudieran ser las estancias más o menos prolongadas en las estaciones termales de moda, o de escasa significación, como la frecuentación de los cafés que, desde que aparecieron en el último tercio del siglo anterior, habían proliferado en las ciudades más importantes, convirtiéndose en lugares de cita obligados para la "buena sociedad" de la época y para la que no lo era tanto, que todos cabían, por ejemplo, en los 700 u 800 cafés de París-, constituyendo, especialmente en Londres, un excelente foro de discusión y difusión de ideas y hasta propiciando la creación de sociedades científicas. La explotación comercial del ocio iba, pues, asentándose y alcanzando cada vez mayor entidad económica. Y se hizo extensiva también, entre otras manifestaciones, a la música. La burguesía, junto con la nobleza, constituía lo más granado y numeroso de los asistentes a la ópera y a los conciertos públicos que, junto con el más tradicional teatro, iban cobrando paulatinamente carta de naturaleza en múltiples ciudades -en algún caso volvemos a encontrarnos en sus orígenes con los cafés: el Collegium musicum de Leipzig, dirigido durante cierto tiempo por J. S. Bach, actuaba una o dos noches por semana en el café de Zimmermann-. Y, profesionales aparte, fueron burgueses los mejores clientes de los fabricantes de instrumentos de música y los principales suscriptores de las publicaciones periódicas musicales que, como El maestro de música fiel (1728-1729), de G. P. Telemann, o las Colecciones para conocedores y aficionados (1779-1787) de su ahijado y sucesor en Hamburgo, C. P. E. Bach (dos ejemplos entre cientos), abundaron en casi todos los países. Definitivamente, la música había dejado de ser patrimonio casi exclusivo de príncipes y aristócratas. Y, al menos algunos sectores, con los profesionales liberales a la cabeza, sintieron gran preocupación por la cultura. Buena parte de los ilustrados, intelectuales y científicos de la época fueron de extracción burguesa y, desde luego, fueron miembros de este grupo, al menos en las últimas décadas del siglo, los principales destinatarios de su producción y los suscriptores de la prensa que tan gran desarrollo conoció en el Setecientos, de la misma forma que participaban, junto a miembros de la nobleza, en salones, clubs y sociedades patrióticas y literarias, algunas de las cuales contaban con nutridas bibliotecas y en cuyas salas de lectura y conversación, muy frecuentadas, se difundía y discutía todo tipo de noticias e ideas. Señalábamos antes cómo los planteamientos, valores e ideales burgueses fueron impregnando paulatinamente la sociedad, enfrentándose y tendiendo a sustituir a los nobiliarios, que habían dominado sin discusión hasta entonces. Esto, unido a su triunfo político posterior, y especialmente a lo ocurrido durante la Revolución Francesa, puede evocar la idea de una burguesía con fuerte conciencia de clase en pugna con la nobleza por arrebatarle su puesto dirigente en la sociedad. Lo que no es, por lo general, aplicable sin más a la época que estudiamos. La mayor parte de los burgueses del siglo XVIII no concebía otro sistema social que el conocido y del que formaba parte y sólo aspiraba a conseguir reconocimiento y, a ser posible, ennoblecimiento. Quien pudo, compró cargos o enlazó matrimonialmente con la nobleza. Y, de forma más general, los burgueses invertían una parte de sus beneficios en tierras, tanto por paliar los inevitables riesgos

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emparejados a la práctica del comercio, cuanto por el superior prestigio social que aún conservaba dicha inversión, llegando incluso a abandonar la actividad que les proporcionó su primitiva riqueza -si bien en menor medida que en el pasado-. Hasta en la sociedad inglesa -donde, pese a todo, la sociedad era más fluida y las oportunidades de la burguesía mayores que en el Continente- era el modo de vida noble, afirma, entre otros, R. Marx, el modelo que todos, comerciantes, industriales o coloniales afortunados trataban de imitar, aportando incluso detalles extravagantes. El ejemplo de Richard Arkwright, que tanto influyó en el desarrollo de la industria algodonera, consiguiendo ser admitido en la gentry al final de su vida y exhibiéndose en público rodeado de criados a caballo uniformados con lujosas libreas, habla bien a las claras de esta actitud, que, por cierto, no dejaba de suscitar una mezcla de desprecio y envidia entre las elites de siempre (A. Parreaux, cit. por J. P. Poussou). Y no estará de más aludir a que también en Inglaterra, muy a finales del siglo, empezó a observarse entre la nobleza tradicional una mayor valoración del ocio como actitud vital para distinguirse de estos recién llegados cuyo triunfo se basaba en la laboriosidad. En cuanto a Francia, no nos corresponde tratar aquí el cúmulo de causas que confluyeron en los acontecimientos de 1789. Recordaremos, simplemente, un par de cuestiones. La primera, que, económicamente hablando, la mayoría de la burguesía francesa no se situaba en los sectores del futuro (J. Meyer); una buena parte de ella, compuesta por arrendatarios o titulares de derechos señoriales, tenía ligado su destino económico a la propia estructura social contra la que supuestamente habrían luchado. En segundo lugar, el importante papel que intelectuales y profesionales liberales (abogados y juristas, sobre todo) desempeñaron en el proceso de crítica a la sociedad estamental, de difusión de la conciencia de clase burguesa y de ataque práctico a aquélla: constituían, por ejemplo, el 85 por 100 de los representantes del Tercer Estado que se juramentó en el Jeu de Pomme y dominaban también en la Asamblea Nacional que llevó a cabo la revolución jurídica burguesa. EL CAMPESINADO En los países más desarrollados, sobre todo en Inglaterra, se había iniciado ya el descenso de la población campesina. Pero ésta, que normalmente habitaba en comunidades rurales de reducido o relativamente reducido tamaño, seguía constituyendo, como ya se ha señalado, el grupo más numeroso de la sociedad. Su situación social, obviamente muy variada, estaba condicionada en casi toda Europa, aunque también desigualmente, por la subsistencia del régimen señorial. Se denominan señoríos aquellas demarcaciones territoriales (podían llegar a constituir la mayor parte o aun la casi totalidad de un país) sobre las que su titular persona física (un noble, normalmente) o jurídica (un monasterio, por ejemplo, u otra institución)-, que mantenía una compleja situación con respecto a la propiedad de la tierra, disfrutaba de distintas prerrogativas jurisdiccionales, gubernativas o vasalláticas en virtud de las cuales estaba facultado para percibir una serie de prestaciones de diverso tipo de sus habitantes y colonos. El río Elba señalaba una divisoria en Europa desde este punto de vista. Al Este, las pervivencias abiertamente feudales eran mucho más acusadas y la evolución en los primeros siglos de la Edad Moderna, opuesta por muy diversas causas a la experimentada en Occidente, había llevado a la mayoría de los campesinos a la segunda servidumbre. Más aún, en Rusia aumentó notablemente el número de siervos a lo largo del siglo, debido a la expansión territorial en época de Catalina II, mientras se agravaba

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su situación, aproximándose a la esclavitud, ya que no sólo les estuvo vedada la libertad de movimientos, sino que los señores podían infligirles azotes y otros castigos físicos, venderlos con la tierra, desterrarlos a Siberia para castigar intentos de rebeldía (desde 1760) o transferirlos (desde 1763) de una tierra a otra, perdiendo, pues, los posibles derechos a la tierra que cultivaban en el escaso tiempo que no debían trabajar gratuitamente para el señor; también en 1763 les fue quitado el derecho a querellarse contra sus señores... En los demás territorios -Prusia Oriental, Bohemia, Hungría, Polonia...-, aun con las inevitables diferencias en cuanto a la extensión de las explotaciones, las cargas de los campesinos y la intensidad del control de la comunidad rural, puede decirse que, en general, abundaban los grandes dominios señoriales, en cuyas amplias reservas debían trabajar gratuitamente los campesinos varios días a la semana, quienes tenían a su cargo, además, el cuidado de caminos y obras públicas y podían sufrir otras limitaciones jurídicas, no pudiendo emigrar, contraer matrimonio ni emprender tareas artesanales sin permiso del señor (y en muchas ocasiones, previo pago de tributos y tasas específicos). Lo que no quiere decir, sin embargo, que entre los siervos no hubiera diferencias económicas y, por lo tanto, sociales. Los señores, por otra parte, ejercían un intenso control sobre la comunidad rural, con amplias facultades en materia de administración de justicia, gobierno y orden público y tenían a su cargo la ejecución de las levas militares. Si descontamos los leves retoques introducidos por la emperatriz María Teresa en las relaciones entre campesinos y señores en 1767, los intentos más serios por mejorar el estatus campesino en este ámbito fueron los llevados a cabo por el emperador José II (entre 1781 y 1789), aboliendo la servidumbre personal y autorizando la libre emigración y elección de esposa, limitando los derechos del señor a castigar a sus vasallos y reduciendo o sustituyendo por dinero, según los casos, las prestaciones personales. Pero fueron reformas que no siempre afectaban a todos los campesinos (de la citada en último lugar, por ejemplo, y debido a las condiciones que debían cumplir sus beneficiarios quedaba excluida una importante proporción, próxima a la mitad), que no pudieron aplicarse en su integridad y cuyo alcance hubo de limitar considerablemente él mismo en 1789 y después su sucesor Leopoldo II. Habría que esperar a 1848 para que desaparecieran las supervivencias feudales. En la Europa occidental, por el contrario, el régimen señorial estaba mucho más erosionado -lo que no quiere decir que no persistieran manifestaciones gravosas para los campesinos- o prácticamente había desaparecido (en Inglaterra, Países Bajos, algunas zonas del norte de Italia). Apenas quedaban ya algunas bolsas de servidumbre que, además, se redujeron o suavizaron en el transcurso del siglo (Lorena, Nápoles, Saboya). También las facultades señoriales de administración de justicia se habían limitado, asumiendo los monarcas la jurisdicción criminal y limitando la jurisdicción civil a las primeras instancias, pudiendo los vasallos apelar a la justicia real (lo que, sin embargo, podía dificultarse por los señores en la práctica). El control del gobierno local no solía ser tan completo como en el Este y no faltaba cierta participación, muchas veces indirecta, de los vasallos en el nombramiento de los oficiales municipales, pero el poder señorial en este campo seguía siendo amplio y se aumentaba, de hecho, por la vigencia y actuación de las redes clientelares. Continuaban, eso sí, percibiendo determinados tributos y contribuciones de cuantía muy variable y cuya naturaleza, en ocasiones, había hecho muy confusa el paso del tiempo; algunos habían nacido para sustituir prestaciones personales (corvées), de las que, por cierto, aún quedaban algo más que restos en Estados como Baviera o Sajonia, por ejemplo, y que en otras zonas se

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limitaban a momentos extraordinarios. Podían disfrutar, igualmente, de una serie de monopolios (banalités en Francia, regalías en España), muy discutidos por los campesinos, que afectaban a aspectos tales como la utilización de pastos, explotación de bosques, caza y pesca y al control del comercio -lo que les facultaba, por ejemplo, para cobrar peajes y aduanas, portazgos y pontazgos- y de la industria rural -tantas veces concretados en la obligatoriedad de uso para los habitantes del señorío de los molinos o lagares señoriales. En cuanto a la propiedad y control del suelo, no había uniformidad. En amplias zonas (norte y centro de Francia, Alemania, centro y sur de Italia, Levante español...) conservaban los señores el "dominio eminente" (última propiedad) del territorio señorial, si bien el "dominio útil" (derecho de uso) había sido cedido en formas diversas predominando las cesiones censuales perpetuas o a largo plazo- a los campesinos, quienes, pese a no tener la plena propiedad, podían, a su vez, transmitir, vender o ceder las tenencias, siempre que se hiciera frente al pago del censo y demás derechos señoriales. Las viejas reservas de control dominical habían evolucionado hasta convertirse, de hecho, en simples propiedades (el señor era a la vez titular de los dominios eminente y útil) en cuya explotación, directa o indirecta, ya no intervenía la mano de obra servil. Había, sin embargo, otras zonas, entre las que se encontraba la mayor parte de Castilla, en las que el paso del tiempo había disuelto en la práctica los derechos señoriales sobre la tierra (o nunca existieron, que persiste la polémica entre los historiadores al respecto) y sus facultades eran meramente jurisdiccionales y/o vasalláticas. La combinación de las diversas posibles facultades señoriales daba lugar a situaciones concretas enormemente variadas, incluso dentro de un mismo país, que iban desde aquellos señoríos jurisdiccionales (no eran raros, por ejemplo, en el centro de Castilla) en los que el poder del señor se limitaba al cobro de una ínfima cantidad anual en reconocimiento de señorío y al nombramiento indirecto de ciertos cargos municipales, hasta aquellos en que ejercía todas o gran parte de las funciones anteriormente enumeradas (ocurría, por ejemplo, en buena parte de Francia y Alemania), percibiendo, además, algún derecho en especie proporcional a la cosecha (lo que no era raro, por ejemplo, en el sur de Italia, en el Franco Condado, en Lorena, en Valencia...). Y la frecuente práctica de arrendar la percepción de determinados tributos contribuía, sin duda, a hacerlos más gravosos. Al margen de la situación legal de sus miembros, la sociedad rural presentaba profundas diferencias económicas, determinadas por la estructura de la propiedad y el tamaño de las explotaciones (independientemente de las formas de posesión de la tierra y de que ésta fuera propia o arrendada). Desde el labrador rico castellano, el coq de village (literalmente: gallo de aldea) francés o algunos de los "yeomen freeholders" (labradores acomodados y medios que cultivaban su propia tierra) ingleses, a los jornaleros sin tierra hay una enorme distancia cubierta por toda la gama posible de situaciones intermedias en las que se incluían, por ejemplo, los "laboureurs" (pequeños propietarios) y "métayers" (aparceros) franceses, los "cottagers" (pequeños agricultores) y "squatters" (jornaleros con algún pedazo de tierra, propio o, más frecuentemente, roturado en los comunales) ingleses. Y las diferencias económicas se reflejaban en todos los ámbitos de la vida, desde la capacidad de influencia en las instituciones municipales -nula para unos, muy amplia para los más poderosos- hasta el tamaño y calidad de la casa y su equipamiento, pasando, entre otras cosas, por la diferente actitud

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ante el trabajo asalariado y el servicio doméstico unos lo empleaban, otros lo proveían-. La tendencia secular al aumento de los precios agrarios benefició, sobre todo, a quienes habitualmente obtenían excedentes para el mercado -cultivadores ricos, acomodados y medianos- y, de hecho, en buena parte de Europa occidental se observan mejoras en cantidad y calidad en vestidos y menaje de bastantes hogares campesinos, lo que, por su significado de incremento de la demanda interna, tuvo sus indudables repercusiones en el desarrollo de las actividades de transformación. Pero en todas partes, y especialmente donde no hubo transformaciones cualitativas en la agricultura, la amenaza de degradación social para muchos campesinos medianos y, sobre todo, pequeños era constante. Con el producto de la cosecha --en principio, su fuente de ingresos básica- debían cubrir, en primer lugar, los gastos de reproducción simple, necesarios para la continuidad de la empresa agraria -gastos de mantenimiento, explotación y recolección, alimentación humana y del ganado, simiente...- y hacer frente al pago del diezmo eclesiástico, a la fiscalidad estatal y quizá municipal, a los derechos señoriales (si vivía en territorio de señorío) y al pago de la renta (si toda o parte de la tierra que cultivaba era ajena), cualquiera que fuera su fórmula concreta. Los todavía bajos rendimientos de la tierra en amplias zonas de Europa, la cambiante climatología y las correspondientes fluctuaciones de la cosecha hacían que los beneficios netos fueran habitualmente cortos para gran parte del campesinado. Muchos cultivadores sólo disponían de un pequeño excedente que encamarar o vender en años de buenas cosechas, es decir, cuando los precios eran bajos, con lo que sus ingresos nunca eran llamativos, pero su producción les resultaba insuficiente en años de escasez y hasta incluso en algunos normales, debiendo, pues, comprar granos cuando los precios eran altos (malas cosechas o meses de soldadura, previos a la recolección). De ahí la importancia de los aprovechamientos comunales, que solían proporcionar gratuitamente pastos o leña para el uso doméstico, y la doble necesidad de complementar recursos e ingresos (aves de corral, caza, pesca, trabajo asalariado en la agricultura o industria, arriería, emigración temporal...) y de reducir gastos (hijos dedicados al servicio doméstico, tendencia al autoconsumo). La introducción de nuevos cultivos, pero más para ahuyentar el fantasma del hambre que mejorando sensiblemente su nivel económico; incluso en algún caso limite (Irlanda) el efecto llegó a suponer a medio y largo plazo la depauperación general. El capitulo de las detracciones no permaneció estable. De forma generalizada, aunque diversa según los países y aun las regiones, tendieron a crecer y más acusadamente en la segunda mitad del siglo- la presión fiscal, las cargas señoriales en algún destacado caso, como Francia, y la renta de la tierra, fuera ésta del tipo aparcería (reparto proporcional, en diverso grado, del producto entre propietario y aparcero, a veces con aportación previa por parte del propietario de capital para el inicio de la explotación) o arrendamiento a corto plazo, cada vez más generalizado. Bastaban unos años de cosecha un poco menos abundante para que hicieran su aparición las dificultades, que con cierta frecuencia se solventaban con el recurso a la deuda y no fueron pocos los casos en que terminaron convirtiéndose en deudores perpetuos si no llegaron a la pérdida del control de la propiedad o tenencia de la tierra y su paso a manos de los propietarios mayores rurales o de burgueses urbanos absentistas, incrementándose el número de los sin tierra, meros arrendatarios o jornaleros en lo sucesivo. Hubo, pues, una buena proporción del campesinado -es, sin embargo, imposible ofrecer cifras al respecto- para la que el siglo XVIII no supuso en modo alguno una mejora

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sustancial de su situación. Y por lo que respecta a los jornaleros, entraban casi de lleno en la miseria con una ocupación muchas veces sólo estacional, y con unos salarios nominales que, al haber una mano de obra abundante, crecían muy despacio y por debajo de la inflación general de los precios. El caso francés se ajusta en líneas generales a cuanto acabamos de decir. Si se exceptúan algunas regiones, apenas se produjo renovación en el campo y la mayor parte de los agricultores vivía en el marco de estructuras profundamente tradicionales. No es extraño, por lo tanto, el malestar crónico del campesinado galo. En Inglaterra, además, la evolución del campesinado se vio muy condicionada por el avance de la gran propiedad, su concentración y la extensión de los "enclosures" (cercamientos). La imposibilidad de hacer frente a los gastos de los cercamientos y la pérdida de los aprovechamientos comunales allí donde se llevaron a cabo, porque en las demás zonas persistió la estructura tradicional- llevó a convertirse en simples arrendatarios o incluso en asalariados a muchos de los que habían sido propietarios ("yeomen" y, sobre todo, "cottagers"), y, definitivamente, en jornaleros sin tierra a los "squatters". Aunque, sin embargo, la visión tradicional, que hablaba de emigración masiva por estas causas hacia los emergentes centros manufactureros, como veremos más adelante, se ha revisado, al menos en parte, en los últimos decenios. Las medidas que algunos gobiernos ilustrados tomaron para mejorar la agricultura favorecieron, ante todo, a los grandes propietarios. El ejemplo de lo acontecido en España es significativo. La abolición de la tasa de los cereales en 1765, acentuó, de hecho, el desequilibrio entre quienes producían excedentes y los que no, mejorando sensiblemente, eso sí, los beneficios de los perceptores de diezmos y rentas, habitualmente cobradas en especie -grupos, en definitiva, ajenos al campesinado-, y de los arrendadores de diezmos -de tipología social diversa, sin faltar en ella ni el labrador rico ni algún clérigo, y que tenían en la especulación del grano recaudado un bonito negocio-. Por otra parte, con los repartos en arrendamiento de bienes comunales impulsados entre 1766 y 1770 hubo, sin duda, bastantes casos y lo ha mostrado, por ejemplo, A. García Sanz en tierras segovianas- en los que se consiguió dotar de tierras a algunos de los más humildes de la población rural. Pero F. Sánchez Salazar insiste en que, en general, la medida fue un fracaso: con frecuencia los jornaleros no pudieron cultivarlas, al no poseer ganado ni medios para ello, mientras, paralelamente, los poderosos de las localidades afectadas trataron de impedir el proceso o de orientarlo, por medio de mil ardides, en beneficio propio y de sus paniaguados. ARTESANOS Y OBREROS El progreso de la industrialización llevó consigo un generalizado, aunque desigual -mayor en la Europa occidental que en la del Este, más intenso en Inglaterra que en ningún otro país-, aumento, en cifras absolutas y proporcionales, de la población artesanal y obrera (utilizamos el término en su acepción más genérica), acompañado en ciertos casos de importantes cambios, tanto en las formas y condiciones de trabajo cuanto en el estatus y nivel de vida del trabajador. En la Europa del Este el fenómeno, además, presentó una notable y paradójica peculiaridad, ya que estuvo ligado, en parte, a la servidumbre. El desarrollo de las manufacturas se produjo no pocas veces en el marco del dominio señorial y, junto a hombres libres asalariados, fueron empleados en ellas siervos que cumplían (o pagaban) su corvea de esta forma. En el caso de Rusia, mejor estudiado, junto a las dos categorías

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citadas, aparecen también, aun en las empresas explotadas por comerciantes o fabricantes burgueses, siervos de otros dominios, autorizados al desplazamiento por su señor, quien percibía por ello una parte de su salario, y cierto tipo de campesinos (denominados inscritos), a quienes las autoridades, para potenciar el desarrollo industrial, fijaban a una determinada manufactura, condonándoles a cambio sus obligaciones fiscales. En 1736, para asegurar una mano de obra escasa, estas adscripciones se convirtieron en perpetuas y hereditarias, aunque más tarde Catalina II limitaría el derecho de fabricantes y mercaderes a poseer siervos. Siervos y hombres libres, obreros especializados y campesinos-artesanos componían, pues, la mano de obra que impulsaba las manufacturas rusas. Es muy probable que, hacia 1770, las dos terceras partes de la mano de obra estuviera compuesta por campesinos inscritos o siervos. No era, desde luego, el camino más adecuado para proseguir con el avance industrial. En la Europa occidental y en líneas generales el Setecientos trajo para una parte del artesanado una pérdida de independencia. En gran parte de las ciudades la reglamentación gremial trataba, entre otras cosas, de garantizar y proteger dicha independencia. Pero no siempre resultó eficaz. Y bastaba el más mínimo resquicio o vacío en la normativa (en lo referente a nuevas materias primas o nuevos tejidos, por ejemplo) para que los agremiados más poderosos terminaran imponiendo sus condiciones al resto del artesanado, que, al no poder resistir la competencia de los grandes, se vio arrastrado a la proletarización. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, en Amberes, donde la obligatoria limitación del número de telares por maestro tejedor no afectaba a los tejidos de mezcla de lino y algodón. Los más ricos pudieron así multiplicar el número de telares bajo su control. Y la incorporación de alguna mejora técnica que entrañara desembolso de capital agudizaba el problema para los pequeños maestros. Siguiendo en Amberes, la introducción, a partir de 1775, de telares capaces de confeccionar varias cintas a la vez provocó el auge del ramo, pero también la desaparición, en menos de quince años, de casi todos los maestros independientes (eran 100 en 1778) y su conversión en asalariados (añadiendo los nuevamente llegados, en 1789 había 800, que trabajaban para sólo seis grandes patronos). Y, lógicamente, la tendencia a la dependencia fue mucho mayor cuando no existía la reglamentación gremial. La referencia al mundo rural, donde hubo una gran difusión de las actividades industriales por medio del "lagssystem" es obligada. Pero también el caso de Inglaterra, donde las pervivencias gremiales estaban más desvaídas que en el Continente. Siguieron dominando numéricamente en la isla los trabajadores que desarrollaban su tarea en un pequeño taller. E. A. Thompson insiste en que, sumándolos a los jornaleros con empleo más o menos permanente, eran todavía mayoritarios a la altura de 1830. Refiriéndose al caso concreto de los tejedores, señala estos cuatro tipos: el tejedor tradicional, independiente, que realizaba encargos para sus clientes directos, y cuyo número decreció considerablemente a lo largo del siglo; el tejedor-artesano (maestro) que trabajaba por cuenta propia, por piezas, para una selección de patronos; el asalariado que trabajaba en el taller del maestro o, más frecuentemente, en su propia casa para un solo patrono; finalmente, el agricultor o pequeño propietario que también era tejedor y sólo trabajaba en el telar durante cierto tiempo. La tendencia, sin embargo, fue la de ir hacia una sola categoría, la de los proletarios que, una vez perdido el estatus y la seguridad que habían tenido sus antecesores, continuaban trabajando en su casa, pero frecuentemente con el telar alquilado y a las órdenes del agente de una fábrica o, tal vez, de algún intermediario.

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Los cambios fundamentales, sin embargo, fueron introducidos por las empresas concentradas, en las que reinaban unas condiciones laborales distintas a las imperantes hasta entonces en el taller artesanal, fuera éste urbano o, más aún, rural. Aunque es obligado advertir contra cualquier tentación de idealización del mundo tradicional, en el taller no solía haber otra medida del tiempo que los fenómenos naturales, imperaba normalmente la flexibilidad en la dedicación y se trabajaba en pequeñas unidades y muchas veces al aire libre. El contraste con el nuevo modelo de trabajo organizado era patente y hasta brutal para quien procediera del ámbito anterior: sometimiento a una rígida disciplina en la que las máquinas, progresivamente, terminaron imponiendo su ritmo, concentración en espacios cerrados -en las hilanderías, por ejemplo, el necesario empleo de aceite daba al aire un característico y molestísimo olor-, promiscuidad, horarios que no pocas veces sobrepasaban las doce horas por jornada... G. Mori reproduce la siguiente descripción de, hacia 1784, las hilanderías de Lancashire: "Las hilanderías de algodón son grandes edificios construidos para albergar al mayor número posible de personas. No se puede sustraer ningún espacio a la producción y así los techos son lo más bajos posible y todos los locales están llenos de máquinas que, además, requieren de grandes cantidades de aceite para realizar sus movimientos. Debido a la naturaleza misma de la producción, hay mucho polvo en el ambiente: calentado por la fricción, y unido al aceite, provoca un fuerte y desagradable olor; y hay que tener presente que los obreros trabajan día y noche en dicho ambiente: en consecuencia, hay que utilizar muchas velas y, por tanto, es difícil ventilar las habitaciones en las que a los olores anteriores se une también el efluvio que emanan los muchos cuerpos humanos que hay en ellas..." No desapareció por completo la costumbre de que los salarios incluyeran una parte en especie o determinadas prestaciones -el alojamiento podía ser una de ellas-, pero, poco a poco, tendieron a generalizarse los salarios en metálico como la forma dominante de retribución del trabajo. Eran salarios establecidos de distintas formas -abundaba, por ejemplo, el destajo, u otras formas de pago por tarea realizada- y por tiempos diversos, pagados casi siempre muy irregularmente y en cuya fijación fueron imponiéndose implacablemente las leyes del mercado -en una época, como sabemos, de mano de obra abundante-. Y la posibilidad que en ocasiones tenían los obreros de abastecerse en almacenes de la empresa a cuenta del salario no era, en realidad, sino una forma de endeudarse con los patronos a cambio de unos productos, por lo general, de ínfima calidad y caros. Los salarios bajos se justificaban no sólo para abaratar y hacer más competitivos los precios de los productos, sino también, como escribía el prusiano Majet en su Mémoire sur les fabriques de Lyon (1786), para "mantener al obrero en una necesidad continua de trabajo... y así hacerle más laborioso, más reglamentado en sus costumbres, más sometido a sus voluntades" (de los empresarios) y menos propenso a la asociación y la reivindicación. Toda una declaración de principios que no es aislada. Poco antes, en 1770, el inglés Arthur Young escribía: "Cualquier hombre, si no es tonto, sabe que las clases más bajas han de ser mantenidas en la pobreza, pues de lo contrario nunca serán industriosos". Incapaces de imponer incrementos paulatinos, la inflación del siglo se tradujo, al igual que ocurría con los jornaleros agrarios, en un descenso paulatino de su capacidad adquisitiva. Sin embargo, muchos estudios hablan, refiriéndose a Inglaterra, de salarios reales estables o incluso con una ligera tendencia al alza hasta finales de siglo. Probablemente, las cifras medias encubren diferencias notables dentro de los nuevos proletarios. Una minoría de trabajadores altamente especializados se vio al

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margen del proceso de degradación social. Pero un sector de los nuevos obreros sufrió el empobrecimiento, y la necesidad de incrementar los ingresos llevó a la multiplicación del trabajo femenino e infantil, aún peor remunerado. Abundaba éste en las primeras manufacturas inglesas y hasta tal punto se identificó en algunos casos con ellas que parece que los hombres tuvieron problemas de mentalidad para trabajar en ellas. La ocupación preferente de las mujeres -como, por otra parte, era tradicional- era el sector textil y oficios similares, pero también realizaron trabajos mucho más pesados, destacando en este sentido los realizados en las minas. Las descripciones de las minas de Northumberland, por ejemplo, con mujeres transportando o subiendo pesadas cargas por largas y empinadas escaleras se han hecho clásicas en el relato de las penalidades obreras en los primeros tiempos de la industrialización. En cuanto al trabajo infantil de ambos sexos, nunca se había empleado tanto ni en tan penosas condiciones como ahora. Cambiaron por completo las condiciones del aprendizaje, reguladas en el sistema tradicional por un contrato y por los estatutos de la corporación. No había ahora normas de obligado cumplimiento, lo que permitió la explotación más despiadada de los niños. En todas las ciudades belgas, por ejemplo, se abrieron escuelas privadas para enseñar a las niñas, a partir de los seis años, a hacer encajes. La gratuidad de la enseñanza entrañaba para las aprendices el compromiso de trabajar varios años para el patrón sin compensación económica alguna. En 1780 funcionaban, sólo en Amberes, unas 150 de estas escuelas privadas, más algunas religiosas. Por otra parte, hubo también una degradación del hábitat obrero -al menos, del sector más desfavorecido- y se acrecentó la segregación urbana, acentuándose cada vez más los contrastes entre los barrios ricos y los barrios pobres. Los ejemplos de Manchester y Liverpool son bien conocidos al respecto. I. C. Taylor ha mostrado que en Liverpool, en 1789, el 13 por 100 de la población, inmigrantes irlandeses en su mayoría, vivía en reducidas e insalubres cuevas, y otra proporción importante, en infraconstrucciones, denominadas courts, levantadas sobre una superficie de no más de 4 por 5 metros. Pese a todo, R M. Hartwell se esfuerza por encontrar elementos positivos en las nuevas. Pero no nos engañemos. Las condiciones de vida de algunos sectores de las capas obreras eran, ciertamente, muy duras. Pero el hacinamiento y el trabajo infantil, la segregación urbana y, más en general, la opresión, la explotación económica y la pobreza parafraseamos a P. Laslett no surgieron al hilo de la industrialización: estaban ya en el mundo preindustrial. ¿No abundaban los ajustes salariales por poco más que el alojamiento y la comida? ¿No debía hacer frente la mujer a la reproducción, el cuidado de la casa, la elaboración de alimentos y vestidos y, en muchos casos, las tareas del campo? ¿No podía, de hecho, considerarse pobre en potencia todo individuo que viviera exclusivamente de su trabajo? La incapacidad física, la pérdida del vigor por la edad o la enfermedad -lo que S. Woolf denomina pobreza estructural-, la muerte de alguno de los esposos, un invierno de frío más intenso que de costumbre, una etapa de pan demasiado caro, una crisis más o menos prolongada..., contingencias todas que estaban más en el horizonte de lo probable que en el de lo meramente posible, podían desencadenar el proceso que terminaba debiendo depender de la beneficencia institucional o religiosa o de la limosna privada. El problema se presentaba con más fuerza en las ciudades mayores, donde se agolpaban por miles jornaleros, ganapanes, vagabundos, pícaros y mendigos y a las que, en caso de crisis, acudían muchos más en busca de ayuda. Lógicamente, se solia traducir en unas cotas de criminalidad más elevadas que en el medio rural, que en algún caso, como Londres, llegaron a ser preocupantes.

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Cambió, por otra parte, la visión que se tenía de la pobreza y la mendicidad. En la visión de la vida y la sociedad, los criterios económicos fueron ganando terreno a los estrictamente religiosos -también la caridad fue adquiriendo un mayor tinte social-, el mendigo pasó a convertirse en una plaga que se debía combatir. Había que ayudar, ciertamente, a los pobres auténticos, a los que, ocasional o permanentemente, no podían ganarse el sustento. Pero, igualmente, había que proporcionar trabajo a los que pudieran hacerlo, por lo que en muchas ciudades surgieron, por iniciativa pública, religiosa o privada, centros de acogida -fracasarían muchos de ellos- de niños y menesterosos en los que se les enseñaba un oficio; en la práctica, lo que se organizó fue una explotación económica despiadada de aquellos desgraciados y en más de un caso terminaron trabajando en los nuevos establecimientos industriales apenas sin salario. Y, por último, se persiguió a los falsos mendigos y vagabundos: más o menos sistemáticamente, más o menos eficazmente, se trataba de poner en práctica una idea que machaconamente habían venido repitiendo tantos autores mercantilistas desde el siglo XVI. CONFLICTIVIDAD SOCIAL Como es fácil suponer, las relaciones sociales durante el siglo XVIII no fueron, precisamente, una balsa de aceite. Había suficientes planos de tensión como para que los conflictos no estallaran. Y abundantemente, aunque, en cualquier caso, de forma más atenuada que en el siglo anterior. Siguiendo a G. Rudé, podemos establecer su tipología. Hubo revueltas campesinas, que en algunos casos adquirieron especial gravedad; protestas de pequeños consumidores, rurales y urbanos; de los nuevos trabajadores industriales; y, por otra parte, complejos movimientos urbanos (más abundantes en la segunda mitad del siglo) y que con frecuencia presentaban claras connotaciones políticas. Veámoslos muy someramente. En el mundo rural había, como no podía ser menos, un marcado contraste entre la Europa del Este y la occidental. En la Europa oriental las revueltas campesinas estaban relacionadas, de una forma u otra, con la servidumbre y llegaron a adquirir caracteres de rebelión abierta, la más importante de las cuales fue la del cosaco E. Pugachov, de 1773-1774, en la Rusia de Catalina II. Pugachov se hizo pasar por el asesinado zar Pedro III -que gozaba de un especial apoyo popular por algunas de sus reformas, que favorecieron a los siervos de los monasterios-, que se habría salvado milagrosamente, y aprovechando la rebeldía cosaca por el recorte de sus derechos tradicionales, consiguió acaudillar lo que ha sido calificado como el mayor levantamiento popular ocurrido en Europa entre las revoluciones inglesa y francesa. La rebelión afectó básicamente a las regiones del Volga y los Urales y entre las heterogéneas masas sublevadas destacaban los siervos rurales y los campesinos-obreros vinculados a las fábricas y minas de los Urales, ansiosos por librarse de su penosa situación. El temor que suscitó en los círculos del poder fue grande, pero su derrota, a cargo de los mejores generales de la zarina, no resultó difícil. Tras ella, Catalina II no sólo abandonó los proyectos de reforma de la situación del campesinado, sino que la Carta de la Nobleza de 1785 confirmaba, entre otros privilegios nobiliarios, su absoluto control jurisdiccional de los siervos rurales. Aunque fueron menos amplios e intensos que en Rusia, los levantamientos campesinos en el Imperio austriaco estuvieron también guiados por la protesta contra las exacciones fiscales y la servidumbre. En algunos casos -rebelión de Silesia en 1767 contra el robot (nombre de las prestaciones personales)- precedieron a las reformas de José II o estuvieron provocadas por la creencia errónea de que ya se habían promulgado -

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sublevación en Bohemia en 1775- y fueron una explícita manifestación de inquietud y apoyo a las medidas imperiales. El descontento provocado por la tardanza en aplicar las reformas, las exclusiones que entrañaban, sus limitaciones y su anulación posterior provocaron nuevas protestas, aunque no se llegó a la rebelión, probablemente por el desánimo y frustración que tales medidas habían provocado en los campesinos. En Europa occidental hubo, por supuesto, tensiones constantes que no solían dar lugar a estallidos violentos. Fueron a este respecto típicas las fricciones entre arrendatarios y propietarios, que dieron lugar a frecuentes enfrentamientos personalizados, resistencias pasivas y recursos a los tribunales ordinarios; otro tanto puede decirse con respecto al pago de los diezmos y de ciertos derechos señoriales. Pero las revueltas campesinas fueron, por lo general, más esporádicas y atenuadas y adquirieron formas y motivaciones distintas según los países. En Francia, por ejemplo, el siglo se abrió con las revueltas generalizadas de 1709, motivadas por una de las más agudas hambres de los tiempos modernos y la presión fiscal causada por la Guerra de Sucesión española. Luego hubo protestas localizadas contra diezmos y derechos señoriales, pero el clima de descontento en el campesinado -que no desapareció en esta centuria- no afloraría violentamente sino al agravarse las condiciones económicas generales, en los años previos a la Revolución. El siglo XVIII fue, pues, desde este punto de vista relativamente tranquilo y sólo se suelen registrar agitaciones de pequeños campesinos que no producían suficiente para su consumo y debían comprar un cereal cada vez más caro -consumidores, pues-, en los clásicos motines de subsistencia a los que nos referiremos en breve (en la década de los veinte, sin embargo, los motines de hambre fueron particularmente graves). Probablemente, la explicación de esta relativa calma resida en la mejora económica experimentada por el sector más destacado de los agricultores, lo que, sin duda, les llevó a relegar los problemas de fondo a un segundo plano mientras duró aquélla. En Inglaterra las protestas campesinas estuvieron relacionadas con los cambios socio-económicos que se estaban produciendo protestas contra peajes en las carreteras y caminos de nueva construcción y cercamientos- y, aunque poco espectaculares por lo general, fueron abundantes, antes y sobre todo después de la Enclosure Act de 1760. Sus protagonistas, otra vez, fueron los pequeños campesinos, que trataban de defenderse de las usurpaciones y restricciones derivadas de la extensión de los cercamientos, intentando restablecer los aprovechamientos comunales tradicionales. En los dos países -Francia e Inglaterra- en que la economía industrial había alcanzado mayor grado de desarrollo, la protesta de los trabajadores industriales comenzó a cobrar cierto relieve. Desaparecidos o limitado el alcance de los gremios, hubo jornaleros que comenzaron a agruparse en asociaciones ilegales (compagnonages en Francia, comisiones de trabajadores en Inglaterra) que animaron huelgas, casi siempre acompañadas de violencia, como respuesta al descenso de salarios, las jornadas excesivamente largas, la contratación de extranjeros (irlandeses en Inglaterra, saboyanos en Francia, por ejemplo) o, ya a finales del siglo y en ocasiones, contra la introducción de máquinas que reducían las necesidades de mano de obra. Aunque se sitúa cronológicamente fuera de la época que estudiamos, no está de más recordar que, en Inglaterra, uno de los más violentos y complejos movimientos de este tipo, que no solamente actuaba contra las máquinas, sino también contra manufactureros particularmente odiados, fue el de los ludditas -así denominado en referencia a un supuesto o real King Ludd que en algún momento estuvo al frente de los amotinados en los Midlands- en 1811-1812.

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No obstante, eran más frecuentes y característicos del siglo XVIII, incluso en las zonas más industrializadas, los motines de subsistencia. Podían prender tanto en el medio rural como en las ciudades; más raramente (aunque también los hubo), en las capitales políticas, debido al especial cuidado que los gobernantes tuvieron en asegurar su abastecimiento precisamente por el temor a los levantamientos y la ejemplaridad que podrían tener en el resto de la nación. Constituían, de hecho, la forma de protesta más habitual de los pequeños consumidores contra la carestía del pan, el alimento todavía básico en la dieta popular. La tipología social de sus protagonistas, dentro de su característica común de pequeños consumidores, era amplísima: desde el pequeño u, ocasionalmente, el mediano campesino al pequeño artesano, pasando por toda la amplia galería de trabajadores urbanos y, también, por el asalariado industrial por cierto, más preocupado todavía por conseguir pan a bajo precio que por aumentar su salario ordinario-. Y así, cuando el precio del pan subía hasta hacerse casi inalcanzable para muchos, la ira popular estallaba en forma de motín contra las figuras clave del mercado de granos, comerciantes, acaparadores y especuladores las actitudes seguidas en este tipo de motines han sido descritas por E. P. Thompson- y se asaltaban graneros, hornos y tiendas, saqueando las reservas, destruyéndolas en algunos casos y, si se contaba con cierto grado de organización, llegando a establecer una tasación justa del precio del pan -mantenimiento de la economía, moral de los pobres de que habla E. P. Thompson-. Según G. Rudé, nada menos que 275 de los 375 motines ocurridos en Inglaterra y reseñados por los periódicos entre 1730 y 1795 respondían a este tipo; y no menos de 100 ha registrado D. Mornet en Francia entre 1724 y 1789. Los más importantes, sin lugar a dudas, fueron los del verano y otoño de 1766 en Inglaterra, en que los amotinados, tras los acostumbrados asaltos a mercados y tiendas, impusieron precios tasados al grano, la harina, el pan y otros alimentos, y la guerra de las harinas francesa de la primavera de 1775, provocada por las medidas de liberalización del comercio interior de granos dictadas por Turgot, que llegó a prender en París. Las turbulencias urbanas, nada raras en la mayoría de los países, solían ser de naturaleza más compleja. Podía haber problemas de abastecimiento en sus orígenes, pero también presentaron tintes xenófobos o religiosos; adquirían muchas veces connotaciones políticas, si no estaban ya en su raíz, y podían deberse a la inspiración de grupos e intereses ajenos a la multitud. Podemos citar como ejemplo los tumultos parisinos de 1720, relacionados con las medidas financieras de Law, o bien los de 1753, en apoyo de las posiciones del Parlamento en su pugna con la Corona: en ambos casos, y en otros muchos a lo largo del siglo, el Parlamento de París fue su instigador. En Londres, los más destacados fueron los de 1736 (que mezclaban protestas contra la inmigración irlandesa y contra las medidas parlamentarias que restringían el consumo de ginebra), 1768-1769 (en apoyo de las pretensiones políticas de John Wilkes) y 1780 (de carácter religioso, anticatólico con elementos xenófobos, con lord Gordon como cabeza más destacada). En el caso español los motines más importantes fueron los ocurridos en Madrid y otras localidades (cerca de 70, según el mapa que presenta L. Rodríguez) en la primavera de 1766 y que genéricamente son conocidos como motín de Esquilache. La medida concreta que provocó el levantamiento en Madrid fue el conocido bando de Esquilache relativo al tamaño de capas y sombreros, pero hubo otros factores sin los cuales no pueden explicarse. Ante todo, un fondo común de descontento por el encarecimiento de los alimentos provocado por la abolición de la tasa de los cereales el año anterior. Algo hubo, pues, del clásico motín de subsistencias alegado por P. Vilar, pero más en provincias (el caso es, por ejemplo, bastante claro en Zaragoza) que en Madrid, dirá L. Rodríguez. Localmente, intervinieron otros elementos concretos -

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tensiones antiseñoriales en alguna zona valenciana (J. M. Palop), municipales en el País Vasco (P. Fernández Albaladejo), por ejemplo- que en más de una ocasión hicieron derivar los tumultos en abiertos enfrentamientos de clase. Y en el caso madrileño no se pueden menospreciar las motivaciones políticas: elementos de xenofobia contra los extranjeros que estaban impulsando las reformas; frustración general de la alta aristocracia al verse relegada del poder por nobles de inferior categoría; rechazo a las reformas por parte de una fracción de los estamentos privilegiados (como es sabido, la posible participación de los jesuitas, aunque nunca plenamente demostrada, llevó a decretar inmediatamente su expulsión); decepción de ciertos nobles reformistas apartados del poder (la referencia al marqués de la Ensenada, desterrado tras el motín, se hace casi obligatoria)... No hubo, pues, una sola forma de protesta en el siglo XVIII, en correspondencia con la diversidad de problemas y causas que las motivaron y el medio social en que se produjeron. Pero, concluye G. Rudé, si exceptuamos los casos de Europa oriental y algunos de la centro-oriental, de corte más primitivo, se pueden destacar ciertos elementos comunes a las revueltas de Europa occidental, que constituyen los rasgos característicos de la protesta en la sociedad de transición o preindustrial. No solían iniciarlos los más desheredados, aunque éstos los apoyaran y contribuyeran a amplificarlos; eran iniciados más bien por quienes se encontraban en la clásica situación de equilibrio inestable y temían caer en la pobreza. Se trataba, normalmente, de manifestaciones con un alto grado de espontaneidad y, paralelamente, un escaso nivel de organización; los elementos en quienes recaía el castigo, una vez finalizados, solían ser, simplemente, los que mayor actividad habían desplegado. Y cuando había un líder reconocido (se daba a veces en los motines urbanos) no era raro que perteneciera a un grupo social superior. Eran actos de violencia, pero casi siempre dirigidos contra la propiedad y (hubo excepciones, claro está) no contra las personas. Y solían, por último, mostrar una elevada selectividad en cuanto a los objetivos propuestos. En la sociedad preindustrial, la ideología popular constaría de dos elementos: el denominado inherente, constituido por el cuerpo tradicional de ideas y actitudes procedentes de la memoria colectiva, y el derivado, integrado por las ideas transferidas por otros grupos sociales (los grupos dominantes) por diversas vías (púlpito, boca a oreja, escritos...); el segundo podía superponerse al primero, lo influía e, incluso, contribuía a conformarlo (elementos ideológicos derivados en una generación, una vez asimilados, podían ser inherentes para la siguiente o siguientes). Así, las formas más elementales y espontáneas de protesta (motines de subsistencia, primeras huelgas...), respondían al impulso básico del sistema ideológico inherente y sus objetivos solían ser muy simples y sencillos, estando cifrados, por lo general, en lo que se consideraba restauración de la justicia (restablecer los justos precios o salarios o los justos usos de la tierra...). En las protestas más organizadas había una mayor influencia de elementos ideológicos derivados, lo que explicaría la frecuente tendencia conservadora que solía latir en ellas. Sería la Revolución Francesa la que, aun partiendo también de elementos ideológicos derivados (el concepto de fraternidad, los derechos del hombre, la soberanía popular...), dotaría a la protesta popular de una más profunda dimensión política. La asimilación y elaboración de aquéllos terminaría dotando al pueblo de sus propias ideas políticas. Finalmente, el lento influjo de la revolución industrial y de las asociaciones obreras de alcance nacional aportarán otros elementos: la huelga sustituirá al motín, los proletarios a los campesinos y la plebe urbana, las reivindicaciones concretas que trataban de mejorar su situación a la restauración de la justicia... Pero esto se produjo ya

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con, el siglo XIX bastante entrado, lo que, evidentemente, queda muy lejos de nuestros límites cronológicos.