La suegra

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Novela de Jean Louis Dubut de Laforest

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LA SUEGRA

Jean Louis Dubut de Laforest

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Título original.- Belle Mama. © Jean-Louis Dubut de Laforest. París 1891 © José Manuel Ramos González por la traducción del francés. Pontevedra 2014

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I Una cálida jornada del mes de junio de 1882. La llanura de las Bastidas arde bajo

el incendio que cae del cielo. Bajo el inclemente sol, los campesinos siegan los prados; y de vez en cuando, un clamor, – sonido de hoces, rodamientos de carretas, arroyos can-tarines, trinos de pájaros, voces humanas – clamor confuso, llega hasta el salón dónde el general Philippe Claudel duerme la siesta.

Suenan las tres en el reloj del corredor. Las grandes cortinas de sedad roja tamizan una luz dorada y de fuego alrededor de

la cabeza blanca del durmiente. Dos mujeres jóvenes están sentadas al lado de la puerta-ventana que se abre sobre

el parque de las Bastidas. Al verlas así, en trajes claros, se les tomaría por dos hermanas. Una es la Sra.

Germaine, esposa en segundas nupcias del general; la otra, la Srta. Léonie Claudel, na-cida del primer matrimonio.

La más joven es alta, esbelta, morena, un poco seria. Imposible pensar en una jo-ven más graciosa y más elegante que Léonie, con su perfil de medalla griega y esa son-risa de virgen soñadora donde destacan dos hoyuelos en sus mejillas; pareciera una dio-sa de un templo pagano.

La Sra. Germaine no se parece en nada a su hijastra. Rubia, pelo rizado, nerviosa, tan nerviosa que, por tres veces, ha roto un pequeño trabajo de encajes que había co-menzado, desoyendo los consejos de Léonie, la esposa del general todavía no tiene treinta años, apenas diez años más que la Srta. Claudel.

La casa de las Bastidas está situada a tres kilómetros de Limoges, en la pedanía de la Maldrière, una pequeña comunidad compuesta de algunas casas de burgueses y de campesinos, agrupados sobre la vertiente izquierda de la ruta departamental, en medio de una frondosidad de matorrales y profundos bosques de grandes árboles. El castillo está aislado. Es un pequeño castillo moderno, de estilo composite. Tiene buen aspecto con sus torretas de ladrillo; los viñedos, loas glicinas, los jazmines de España y los gra-nados tapizan los muros donde las piedras talladas se entremezclan con el rojo enladri-llado.

El general Claudel, su esposa y su hija viven allí con sencillez. El personal de la casa comprende una vieja sirvienta, la Martrille, Jacques, el antiguo ordenanza del Se-ñor, un jardinero y una criada, la pequeña Cécile Bordain, está especialmente dedicada al servido de las damas.

En 1876, el general, viudo muy pronto, y al que la viudedad pesaba con más in-tensidad desde que su hija Léonie había sido internada en las damas de Herbert, en Li-moges, se decidió a contraer una nueva unión. Precisamente, había conocido, en un bai-le dado por el Recaudador de finanzas, a la Srta. Germaine de Maulmont, una huérfana con una dote de las más mediocres.

El general era rico. La Srta. de Maulmont lo conquistó con su risa y con su gracia de mujer, estimándose feliz de abandonar a una tía con la que vivía en una casa de la calle del Clocher y que no la cuidaba más que por pura caridad, al tener hijos propios. Esta pariente rica discutía a menudo con la sobrina pobre a la que acusaba de poner la casa patas arriba.

–Desde que te haya situado, – decía a Germaine la vieja tía egoísta, – me iré a ins-talar e Angolème con mi hijo el más joven, y no me volverás a ver más que de pascuas a Ramos.

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La pariente iba a mantener su palabra. Antes de tomar una resolución definitiva, el general consultó con su hija Léonie,

que no tenía más que catorce años y cuya inteligencia ya era singularmente delicada. Era el día de salida de la pensionista; Léonie acababa de llegar a las Bastidas. El

padre y la hija se pasearon silenciosamente. El Sr. Claudel vacilaba: las palabras no podían salir de su boca. Le parecía que iba a cometer una mala acción. ¿No había termi-nado su vida? No debía pensar más que en el futuro de su hija.

Sí, el general se decía todo eso, pero también sentía que estaba perdidamente enamorado de la Srta. ce Maulmont… Solo, siempre solo, eso no era vida…

Creyéndose más fuerte, se decidió a hablar. –Veamos, Léonie, qué dirías si… –¿Si papá se volviese a casar? –¿Quién te ha podido informar? –¡Oh! ¡Lo sé todo, papá! –¿Y te enfadas? –No… no –¿No me quieres? –Yo no te quiero; ¡te amo con todo mi corazón! –Querida hija… Permanecieron un momento abrazados, en uno de esos momentos de ternura que

son lo mejor de la vida, en medio de esos afectos desbordantes que hacen que valga la pena vivir.

Tras este abrazo cordial, unas lágrimas humedecieron la risa de Léonie; pero la niña se reprimió.

La señorita lo comprendía; una extraña en el hogar mitigaría su felicidad. Iba a venir una extraña que usurpase una parte de la amistad paterna, que, desde la muerte de la madre, no había compartido con nadie.

Allá, en la pensión de la calle de las Clairettes, desde que Léonie comenzó a pen-sar, la gloria de su padre la hizo estremecer. El apellido de Claudel no era noble, y, sin embargo, sonaba más alto que el de familias de abolengo. ¡Claudel!... Cuando un oficial del ejército francés escuchaba vibrar ese apellido, una llama de orgullo encendía su mi-rada… ¡Claudel!... Si ese apellido era pronunciado muy bajo, del otro lado del Rhin, el enemigo victorioso se recogía e inclinaba.

La joven recordó las vivencias de su infancia. No tenía más que nueve años, y una visión la había bruscamente engrandecido y encantado.

Cuando regresó de las prisiones alemanas, el general, que nunca desesperó de la salvación de la patria, fue acogido con entusiasmo por sus compatriotas. El ejército, los treinta mil obreros de las fábricas de porcelana, los alumnos de Instituto y la Escuela normal, todas las corporaciones, todas las instituciones, estandartes en cabeza, todos los viejos, todos los jóvenes, ser rindieron ante él. A las puertas de la ciudad, se levantó un arco del triunfo donde se veían coronas de inmortales; y mientras las banderas tricolo-res, veladas de crespones, gemían al viento de la derrota, los clarines sonaron, los tam-bores batieron, casi sin ruido, así como hacen clarines y tambores ante un cementerio, saludando el ataúd portador de un muerto glorioso. Ataviada toda de blanco, en medio de sus compañeras que marchaba en dos filas, como en una procesión, Léonie entregó un ramo de rosas a su padre.

Su alegría de niña quedó grabada en la memoria de la Srta. Claudel. El padre era un héroe; ello lo sabía. Y todavía se estremecía cuando se lo decían; le gustaba que se lo dijeran.

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–¿Pues bien! Sí, –había continuado Léonie, – tienes razón en volverte casar; yo, algún día haré bien en casarme y tú estarías solo, querido padre…

Tras su matrimonio, el general dijo a su hija: –La Sra. Germaine, tu madrastra, no es una madre que yo te dé; es una hermana

mayor, ámala bien, querida. Transcurrieron los años. La joven señora Claudel se mostró un poco frívola, un

poco ligera, demasiado ocupada de su ajuar, demasiado poco diligente en el hogar; y cierta tarde el viejo oficial, con pena, abrazó a Léonie, suspirando.

–¡Eres tú, Nini, quién es la gran hermana!… ¡Lo sabes!… ¡No lo olvides! Sin embargo, Germaine, cuyo corazón era generoso, se volvió más razonable, gra-

cias al afecto de su marido y a las ternuras filiales de Léonie. –¡Oh! mamá,– murmuraba de pronto la Srta. Claudel, – mira esta luz que está en

la frente de papá… Se diría una aureola… Tengo ganas de besarla… –Nini, vas a despertar a tu padre; sabes que necesita descansar… Esta mañana to-

davía, se quejaba de un gran dolor en el brazo… Esa maldita herida… –Voy a caminar sin hacer ruido… ¿vienes? –Sí, querida niña. Se levantaron ambas de sus sillas y reteniendo sus faldas, a fin de evitar los

frufrús, midiendo los pasos, se detenían, a la menor alerta, sobre la punta de los pies y llegaron ante el dormido.

Cuando Léonie se apartó para dejar paso a la esposa; y, esta, tras haber depositado un beso sobre la frente del marido, dio pasó a la jovencita que se adelantó a su vez.

El general no se movía; pero una sonrisa, la sombra radiante de un sueño, iluminó su rostro, en el dulce calor de los besos.

En ese momento se abrio la puerta del salón, y Jacques, el criado, dijo en voz ba-ja:

–Señora, es el señor doctor… Casi de inmediato, las damas Claudel vieron entrar al doctor Adrien Delmas, anti-

guo cirujano del ejército, uno de los más viejos amigos del general. Era un hombre de sesenta años, muy recto, juvenil aún. Llevaba una larga levita

negra ornada con la roseta de la Legión de honor. Sus ojos eran intensos y claros; su amplia frente denotaba una viva inteligencia, Y algún discípulo de Gall y de Spurzheim no hubiesen dudado en encontrar, en la construcción del cráneo de ese médico, los sig-nos del entendimiento, de la memoria, y más particularmente de la voluntad y del análi-sis.

El Sr. Delmas era delgado y de alta talla, con un rostro apergaminado y del color de los viejos marfiles. Una cadena colgaba encima del bolsillo derecho de su pantalón negro. Sin bigote, pero con una barba rasurada a lo americano; en definitiva, la fisio-nomía del doctor Milagro de los Cuentos de Hoffmann, un doctor Milagro viejo y bar-budo, – la energía de un yanqui y la frialdad razonada de un auténtico sabio parisino.

Las damas Claudel indicaron un asiento al médico. Luego, entre los tres, comenzaron una conversación en sordina. –Doctor, siempre padezco de migrañas,– suspiró la Sra. Claudel. –Señora, es un poco vuestra culpa; rechazáis las medicaciones… Vuestro salvador

es el bromuro de potasio… –¡Vuestro bromuros me producen horror! –¿Queréis curaros? –Sí. –Pues bien, seguid las prescripciones de la ciencia, señora. Léonie inclinó la cabeza.

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–¡Ves, mamá! Germaine, que intentaba desde hacía un momento enhebrar un hilo en su aguja,

tuvo un pequeño y significativo temblor de dedos. –Los nervios, – dijo el doctor. Y, volviéndose hacia Léonie, el Sr. Delmas añadió: –¿Para cuándo la boda, señorita? –¡Oh! doctor… –¿La señorita Léonie se hace la misteriosa? La hija del general tomó las manos del Sr. Delmas: –Vos sois el amigo de mi padre, y no será con vos con quién me haga la «miste-

riosa»… Doctor, la petición es oficial desde hace dos días. El antiguo cirujano mayor mostró una sonrisa afectuosa. –Felicidades, señorita… el capitán de Montigny es un oficial distinguido, muy

apreciado por su coronel… –De una familia noble, –interrumpió la dama. – Pertenece a una de las más anti-

guas casas… Su madre, la condesa Aline, es una mujer encantadora… El capitán es rico; Léonie tiene una dote magnífica… Nuestros hijos se amaron pronto… El general os dirá, doctor, que ha pensado en rogaros ser el testigo de su hija, si nada viene a en-torpecer nuestros proyectos… Vamos, doctor, no frunza las cejas y, sobre todo, haga como si no supiera nada… Philippe quiere tener el placer de haceros saber la noticia personalmente…

A estas palabras, Germaine se levantó e, inclinándose ante el viejo cirujano: –El novio de Léonie viene a cenar esta noche, a casa. La madrastra no debe estar

fea hasta dar miedo… ¿Aún no sabes lo que te vas a poner, Léonie? –En un instante, mamá. La Srta. Claudel hizo un gesto que quería decir: –¿Es conveniente dejar solo a nuestro viejo amigo? Germaine comprendió el gesto; enrojeció un poco; luego, con una gracia muy fe-

menina, tendió la mano al Sr. Delmas: –Sea severo, doctor, dígame que no soy seria, al fin y al cabo, no soy yo quién me

caso. –Vos sois la mejor de las esposas, Señora, – concluyó el médico. Y Germaine, con risa burlona: –¡Realmente, prefiero las galanterías y los cumplidos a los bromuros! La Srta. Claudel se dirigió a la puerta abriéndola sobre la escalera de servicio. –Papá duerme a pierna suelta – dijo Léonie… –El general no siempre ha dormido,

¿no es así, señor cirujano? Y, tomado por un sentimiento de entusiasmo, la Srta. Claudel levantó la cabeza

con orgullo: –Doctor, ¿queréis hacerme un favor? Contadme lo de las Banderas… Me habéis

prometido a menudo contar esa historia… Aquí, ahora, estamos solos… Vamos… ¡se lo ruego!...

Pero como el antiguo cirujano mayor vacilaba en hablar, Léonie continuó: –Cuando yo era muy pequeña, me encantaban los cuentos; desde que soy una jo-

vencita, otras ideas invaden mi espíritu… Mi novio va a venir esta noche, y me siento muy alegre. El Sr. René tiene mando en soldados; será general también… quisiera repe-tir la leyenda… Varias veces ya, he intentado que me hablaseis de mi padre… El gene-ral me mima y me sonríe; y eso es todo… ¡Se lo ruego, doctor!

El viejo Delmas pareció recogerse. Una de sus grandes manos delgadas se posó sobre su frente: y cuando la mano se abatió con un chasquido casi metálico sobre el res-

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paldo de su sillón, una luz iluminó su rostro. Su cabeza se echó hacia atrás, y el viejo habló dulcemente, sin énfasis:

–Napoleón había entregado su espada, y la bandera blanca ondeaba sobre la ciu-dadela. La proclamación del general de Wimpffen estaba en los muros de Sedan, cuan-do yo me dirigía hacia la ambulancia, a la que el general Philippe Claudel había sido transportado. La víspera de ese día, a fin de cerrar el agujero que existía entre el primer y el séptimo cuerpo, desde Illy a Givonne, la brigada de Claudel, de la división de Les-part, se había adelantado sobre la ruta de Mézieres, dejando la brigada Abbatuccio de la misma división en el Gran Campo con la artillería de reserva en baterías. A mi paso, encontré unos soldados indignados y oficiales atónitos. No habían sido consultados, y su rabia era indescriptible. Muchos oficiales se negaron a suscribir esa acta deshonrosa; unos soldados arrojaban a sus captores, sus sables y sus municiones. Los artilleros pre-cipitaban en el río sus cañones y sus ametralladoras; y un viento de rebelión soplaba entre toda nuestra tropa…

…Yo llegaba a la ambulancia. Dos de mis ayudantes se agarraron a los brazos del general Claudel para impedirle salir. Las hermanas de guardia le imploraban también:

–¡Señor general, camináis hacia una muerte segura! –¡Pero ved pues!... ¡Se tambalea!... ¡Va a caer!... ¡Impedidle salir!... ¡Cerrad la

puertas!… Ese hombre nos asustaba… Herido por una explosión de un obús en el hombro

derecho, había arrancado los tubos; su guerrera estaba desabotonada, y la sangre, tintada de color negro, discurría y trazaba una larga mancha sobre su ropa blanca… Su quepí estaba hundido sobre su cabeza, y con el brazo que quedaba libre, apartaba a las herma-nas y a los médicos para abrirse paso… Cuando me vio, gritó:

–¡Delmas, la segunda brigada no entrega sus banderas! –General, os lo suplico… –Nada de frases… ni una palabra… Ayúdame a vestirme. Me acerqué, y con mis manos temblorosas abroché los botones de la casaca… El

general sufría; yo lo veía bien, puesto que mordía sus bigotes y su pie derecho se cris-paba…

–¡Ahora, mis cruces! – ordenó… Jacques trajo las cruces y yo mismo las colgué sobre el pecho del herido. La noche había caído. Los regimientos conservaban las filas, con el arma al pie. De repente, sonaron los clarines. Un gran fuego brillaba a algunos pasos de noso-

tros. El general Claudel, rodeado de su estado-mayor, apoyado en dos ayudantes de campo, se arrastró ante los tropas:

–Oficiales, suboficiales y soldados de la segunda brigada, vuestro general no ha podido morir… ¡Lamentadlo!... ¡Tambores, toquen redoble!...

Los dos coroneles se adelantaron, acompañados de suboficiales que portaban las banderas.

Entonces, en el silencio de la noche, los tambores sonaron. El general y sus oficia-les permanecían allí, descubiertos.

Flexionando la rodilla, los dos coroneles acercaron las águilas a la llama, que ilu-mino los pálidos rostros de los vencidos. Los oficiales lloraban.

–¡Parad el redoble!... El general mismo no tuvo fuerzas para volver a poner su quepí… Su herida lo

hacía sufrir horriblemente; no decía nada… Pero, cuando la llama hubo consumido las banderas, la sangre lo ahogó; sus dientes castañearon y cayó, arrugado, entre nuestros brazos. Allí todavía, mientras el coronel Harvin y yo sosteníamos su cabeza desfalle-

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ciente, hizo un supremo esfuerzo. Los ojos extraviados, se levantó con toda la altura de tu talla, y con la espada en la mano, grito: «La Patria todavía no está muerta… ¡Viva Francia!...» Los oficiales y los soldados repitieron ese grito… El ejército estaba prisio-nero… Una orden especial – al margen de todas las reglas de la guerra – autorizó al general de la segunda brigada a conservar su espada sobre tierra enemiga. – En Dussel-dorf, durante su cautiverio, el prisionero recibió la visita del general Manteuffel quien, con el casco en la mano, pronunció estas palabras:

–Sois un héroe; en nombre del Emperador, os saludo, señor general. –¡Oh! –suspiró la jovencita, –¿Por qué mamá no se ha quedado con nosotros? La Srta. Claudel apenas había pronunciado esas palabras, cuando percibió a Ger-

maine que, presa de un remordimiento, había bajado bruscamente de su habitación, sin pensar ya en su vestimenta. De pie, detrás del doctor, la mujer había escuchado toda la historia.

En ese momento, el general se despertaba de su largo sueño. –Hola, Adrien, – dijo vivamente… ¿Desde cuándo estás aquí, doctor? –Desde hace veinte minutos, general… Los dos hombres se estrecharon las manos. –¿Te duele? – interrogó el Sr. Delmas. –No… ahora no… Esta noche, por ejemplo, tuve una pequeña crisis… El tiempo

va a cambiar; me transformo en un barómetro… Un pequeño fragmento de hueso que pugna por salir…

–Descanso… –Ya acabo de descansar… Todavía tengo la cabeza abotargada; pero, veamos,

¿qué ocurre?... Germaine ¿Por qué lloras?... Es culpa tuya Delmas; apuesto a que habrás aburrido a estas damas con historias de la guerra…

El general iba a regañar al viejo doctor, cuando vio venir hacia él a su Germaine, que rodeó su cuello con sus bellos brazos, murmurando:

–¡Philippe, mi Philippe, te amo mucho!… ¡y estoy orgullosa de sur tu esposa! De alta talla, el cuello sólidamente encajado sobre sus amplios hombros, el pecho

abombado, los cabellos blancos muy cortados, un blanco bigote, un rostro un poco an-guloso, con llamas claras y dulces en la mirada, a las que sucedían fuegos de metal en fusión, – tal se mostraba el general Claudel. La fuerza del gigante, la autoridad del jefe acostumbrado a ordenar a hombres, la benevolencia del esposo y del padre de familia se reflejaban sucesivamente sobre esta majestuosa figura de bravo hombre que, sobre los campos de batalla, cuando acechaba la muerte tenía «ojos de bestia feroz», según reza-ban los informes del Estado mayor prusiano.

En las Bastidas, el Sr. Claudel llevada un chaquetón sin galones, un pantalón ne-gro y un chaleco de botones de cobre. Se cubría con sus viejos quepís. El militar no aceptaba todavía los usos burgueses.

Enrolado a los dieciocho años de edad, a pesar de los ruegos de sus padres, dos ri-cos burgueses del Limousin, había obtenido sus grados, uno por uno, en África, en México, sobre todos los campos de batalla, por todos dónde ha habido sangre que ver-ter. Cuando sufrió la trágica pérdida de su primera esposa, el Sr. Claudel tuvo que re-signarse a internar a su hija en la pensión de Limoges; el oficial debía batallar todavía, pero no tenía más que un sueño en el corazón, el de acabar tranquilamente sus días en las Bastidas, en la propiedad paterna.

–Sí, – decía a la Martrille, – la sirvienta que guardaba el castillo, – ¡Te volveré a ver, mi vieja, si no tengo una indigestión de metralla!…

Sin embargo se había casado. Y si Léonie había aprobado su nueva unión, no fue de la misma opinión el ex cirujano Sr. Delmas, hoy médico en Limoges.

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Compatriotas, antiguos compañeros de colegio, compañeros de gloria, unidos por una amistad inquebrantable basada en una devoción recíproca, los dos viejos podían decirse todo.

El doctor, – un soltero empedernido, – no buscó sus frases el día en el que recibió la primera confidencia.

–Delmas, voy a casarme… –¡Bromista! ¡va! –Hablo en serio… –¡Entonces estás loco! Se produjo entre ellos una gran discusión, donde no se omitieron palabras duras.

A continuación se produjo un enfriamiento de relaciones, pero se ve que la nube se hab-ía disipado con rapidez.

El doctor Adrien Delmas era ahora uno de los huéspedes asiduos de las Bastidas. Las damas Claudel subieron a sus habitaciones. El general y el cirujano quedaron

solos. –Vamos, viejo charlatán, – dijo el Sr. Claudel, – ofréceme el brazo… Daremos

una vuelta por el parque. He de hablarte muy en serio. El Sr. Delmas esperaba una confidencia; pero, así como había sido convenido en-

tre las damas y él, reservó al general el placer de informarle sobre el proyectado matri-monio.

Hacia las seis, un coche enganchado con dos caballos se detuvo ante la escalinata empedrada de las Bastidas. El capitán René de Montigny, que conducía él mismo, arrojó las bridas a su ordenanza e hizo su entrada en el salón. La familia Claudel y el doctor Delmas, al que habían invitado a cenar, no tardaron en unirse a él. El joven ofi-cial había traído dos ramos de camelias blancas y rosas.

Germaine estaba radiante. –Nada de celos, Nini; uno para ti, y ¿el otro? –¡Para mamá! La comida fue alegre. En los postres, el doctor hizo un brindis por los novios, conviniendo que el joven

oficial sería la perla de los yernos.

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II El conde René de Montigny, capitán del 21 regimiento de zapadores, era uno de

esos escasos jóvenes para los cuales todo son flores y risas en la vida. Sus antepasados, cuya gloria resuena alto en la Historia de Francia, le legaron una herencia de honor; el nombre de su abuelo, el general Nicolás de Montigny, está inscrito en el Arco del Triun-fo. Único, en la línea ancestral, el padre del capitán no eligió la carreras de las armas, probablemente por razones de salud, puesto que el conde murió antes de llegar a la cua-rentena.

Si se exceptúa esa pérdida, que para muchos jóvenes basta para envenenar la exis-tencia, nada vino a turbar las alegrías del capitán. Por lo demás, René apenas conoció a su padre, y era excusable no sentir en su corazón ese dolor que hace desolador el vació del mejor amigo.

El capitán adoraba a su madre. La condesa Aline de Montigny vivía muy retirada en su castillo. Era una buena anciana, muy complaciente con los pobres, fina risueña, escuchando todo lo que decían los curas y no creyéndolos siempre. El castillo estaba situado en los alrededores de Bussière-Galant, a algunas leguas de Limoges.

Se habría podido esperar alguna resistencia de la madre, el día en el que su hijo le rogó entrar en relaciones con la familia Claudel y pedir la mano de la Señorita Léonie. Lejos de eso, la Sra. Aline aprobó la elección de su hijo, estimando que la gloria de un recién llegado es el más grande título de nobleza, demasiado orgullosa de sus antepasa-dos, de los hombres de espada también, para no sacrificar su vanidad, si un impulso de orgullo hubiese germinado en esa alma auténticamente maternal.

Que su René fuese feliz, que se convirtiese en un hombre útil para su país; la da-ma no pedía otra cosa.

El joven conde era alto, arrojado. Un fino bigote sombreaba sus risueños labios, cabellos rubios cortados según el reglamento, una tez de criollo, ojos llenos de luz ami-naban un rostro oval, ojos sensuales a sus horas; una bravura a toda prueba, un corazón generoso, odiaba la mentira, y gozaba con hacer favores; todo lo que gusta a las mujeres y todo lo que hace amigos, se encontraba en la persona de ese joven encantador.

Cien mil libras de renta permitían al joven oficial libertades hasta entonces desco-nocías en Limoges. Con motivo de las grandes maniobras, cuando el general comandan-te del 12 cuerpo del ejército debía realizar algún viaje, René insistía para que su jefe, cuyos caballos no siempre bastaban para la tarea, aceptase sus cuadras, y se veía galopar sobre los caminos a cuatro alazanos dorados que el noble conducía con la única idea de honrar al general y a los oficiales extranjeros que asistían a las maniobras del ejército francés.

No hay que decir que el capitán de zapadores no esperaba nada a cambio de esos deferentes; era el primero en dar ejemplo de disciplina y deber. Trabajador infatigable, escudero completo, llevaba a rajatabla la preparación física y mental. Salido de Saint-Cyr, con un buen número, ingresó en la Escuela superior de guerra, y, de guarnición en guarnición, a la edad de veintiséis años, fue nombrado capitán del 21 batallón de zapa-dores a caballo.

René hoy tiene treinta años, pero parece que apenas tenga veinticinco. Sí, todo era exitoso en esa inteligencia singularmente delicada, en ese carácter de

hombre, bendecido por los hombres a causa de su valentía y generosidad, en ese apuesto muchacho adorado por las mujeres, a causa de su elegancia y sus amorosas ternuras. Los oficiales de caballería son generalmente ricos; pero, si, por azar, un camarada esta-ba en dificultades, Montigny, le abría su enorme bolsa. Si las damas de caridad del pue-

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blo realizaban una cuestación, sabían el camino que conduce a la calle Gaignolle, a la casa Perrier donde vivía el capitán.

Sin embargo, el conde René mantuvo un duelo con un joven de Limoges, por una actriz, la señorita Clara Mongibeaux, que, hacía dos meses, todavía era su amante. Fue el oficial quien hirió a su adversario, un peligroso pendenciero. Ni un fracaso a relatar: ¡una suerte de todos los diablos! Cuando el 21 estaba en Rocquencourt, el joven oficial, que podría dirigirse a Paris bastante fácilmente, obtuvo los primeros premios en el con-curso hípico, y más de una mirada de mujer se encendía, en tiempos de cuaresma, ante las proezas del Sr. de Montigny.

Hacía tres años ya, que el capitán vivía en un gran apartamento de la calle Gaig-nolle, a algunos metros de la plaza de la Prefectura, plaza tristemente célebre por la muerte del coronel Billet, cargando en cabeza de sus coraceros al pueblo rebelado, más bien extraviado. Una dolorosa historia como la de ese coronel famoso en Reichshoffen, – un héroe aún, – que murió, con el sable en la mano, tiroteado por los franceses en una encrucijada de un pueblo de Francia.

Todos los capitanes solteros del 21 de zapadores vivían de pensión en el hotel Pe-rrier. Era una viejo costumbre, y René no quería contravenirla.

La casa – una gran barraca, – con un patio un poco sombrío, tenía su entrada prin-cipal que daba a la calle Gaignolle, y una pequeña puerta para los habituales, dando a la plaza de la Ancienne-Comédie. Cuatro pisos, lo que es raro en provincias, daban asilo a un mundo muy variado. Independientemente de los oficiales, para los cuales el tío Adan tenía atenciones particulares, destacaban: jóvenes abogados, formando un apartado en una pequeña mesa; actrices del teatro de Limoges, jóvenes que vivían a la mesa del anfi-trión, en compañía de actores, en la gran sala común; pintores, un profesor de música, un zapatero.

En el primer piso, un ingeniero-zahorí y sus empleados ocupaban una parte del edificio, especie de jaula de vidrio donde unas sombras iban y venían, sin ruido; los apartamentos del capitán René se encontraban sobre el rellano de la izquierda. Se com-ponían de un vestíbulo, de un suntuoso salón amueblado, de un dormitorio y de un fu-mador – estilo oriental. Lucien, el ordenanza del capitán, se acostaba en un gabinete contiguo a la habitación de su jefe. Se podía admirar una biblioteca con cinco mil volú-menes; armas de tosas las épocas colgaban de las paredes forradas de viejas telas. Un gran lujo, pero un lujo de buen gusto, presidía la instalación del millonario oficial, muy feliz de ofrecer una copa de fino champán y un cigarro a sus camaradas menos afortu-nados y alquilados con más sencillez.

René tenía alquilada una cuadra cerca del cuartel de caballería, situada sobre la carretera de Aix, un pequeño pueblo donde, los domingos, los habitantes de Limoges se dirigían a pasear, – un auténtico Bougival de provincia.

La Srta. Clara Mongibeaux, la antigua amante del capitana fue dotada de un en-cantador palacete, en la avenida del Champs-de- Julliet. La señorita tuvo el primer em-pleo de ingenua en el teatro; fue una chica valiente, muy enamorada de su arte, muy enamorada de su amante. Lloró mucho, en el momento de la separación previa, y las rentas que le fueron libremente dispensadas, no pudieron consolarla; pero no era mujer de hacer inútiles escenas.

El conde le rogó abandonar Limoges, a fin de que no tuviese la tentación de vol-ver a verlo. Clara vendió su palacete, rescindió su contrato con el teatro y partió para Niza, sin pensar regresar.

Fue en una velada dada por el ingeniero jefe del departamento, donde René de Montigny fue presentado a las damas Claudel; y esa noche, el flechazo no fue una vana palabra.

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Léonie estaba radiante en traje de noche; Germaine casi tan joven y tan bonita como su hijastra; pero René no veía más que los hermosos ojos de la señorita Claudel. Si la madre era bella, graciosa en su sonrisa de mujer, su mirada no tenía esas claridades repentinas, espontaneas, que iluminaban el rostro de la hija del general y turbaban al oficial hasta lo más profundo de su ser.

No. René no había visto a Germaine. La consideró un momento; y como, un poco cansada de bailar, la dama se había

retirado a descansar, mientras Léonie bailaba aún, el conde se sintió atraído hacia ella. Le pareció que ante esa joven mamá tan risueña y tan benevolente, podría atraer el goce y el amor del que su corazón desbordaba.

Ambos charlaron. Era la primera vez que se veían; y. conservando siempre los modales en sociedad, se concedieron libertades de buenos amigos.

–Una mamá tiene un libro oculto, - dijo Germaine, – un libro que lo dice todo… ¿Usted ama a Léonie, señor?

–Sí, Señora. Y además, la Sra. Claudel, feliz de haber adivinado los sentimientos del joven, se

lanzó a un elogio extraordinario de su hijastra, de su Léonie, a la que amaba como si hubiese sido su madre. Ella leyó un cuadro tan vivo de la paz y de la felicidad que rei-naban en las Bastidas que el enamorado experimentó deliciosas embriagueces.

En ese momento, un bailarín traía a Léonie del bazo. El oficial se levantó para abrir paso a la joven muchacha e, inclinándose, como hombre de mundo:

–Si no estáis demasiado fatigada, Señorita, ¿me hacéis el honor de concederme el primer vals?

La señorita Claudel aceptó, y bailaron. Había allí tal armonía de formas y de contornos, tanta gracia y viveza juvenil en

esos brazos de hombre y de mujer enlazados, que un estremecimiento de admiración o de celos – nunca se saben esas cosas – corría a lo largo de la galería de las damas y de las solteronas.

El capitán y Léonie se miraron a los ojos, y comprendieron que se pertenecían pa-ra siempre.

Algunas semanas más tarde, la condesa Aline de Montigny se dirigía a las Basti-das, y el joven oficial acababa victoriosamente su campaña amorosa.

Dieron largos paseos, bajo los bosques sombríos del parque, a través de la campi-ña reverdecida. A veces René y su novia veían venir a Germain junto a ellos, tierna vigi-lante que, lejos de importunarlos, les hacía comprender que la mamá se regocijaba de haber penetrado la primera en el secreto de los amores, de haber puesto todo en marcha para apresurar el matrimonio.

Se sentaban los tres sobre los céspedes floridos del parque, enfrente a los chorros de agua que esparcían cantarines rocíos; a la Sra. Claudel le gustaba escuchar los pro-yectos de viajes. El capitán obtendría un permiso: la noche misma de bodas, los esposos partían para las orillas del Rhin. Luego, de regreso, se instalarían en la espléndida casa que el Sr. de Montigny acababa de alquilar en Limoges, sobre la plaza de Aisne. ¡Oh! la nueva condesa no tendría de que preocuparse, desde su llegada, pues todo estaría dis-puesto: la madre del capitán respondía de todo.

-–¿Y los viejos quedarán solos? – suspiraba Germaine. La Sra. Claudel pronunciaba esas palabras: los viejos, con un acento de tristeza,

cuya amargura todavía no comprendía. –No, mamá, – intervenía Léonie.– Papá y tú, vendréis a Limoges; nos recibiréis

en las Bastidas… Tanto aquí como allá; viviremos siempre juntos, ¿no es así, René?

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–Sí, señorita Léonie, está convenido y bien convenido; y cuando mamá nos honre con su visita, lo festejaremos de todo corazón.

–Con una condición, capitán. –¿Diga, Señora? –¡Que usted no me llame, suegra ni madrastra! –Mamá. –No… ni mamá… Señora Germaine… ¿No lo olvidará, Señor? –No lo olvidaré. El matrimonio iba a tener lugar. Esa mañana, como Léonie, toda alegre, atravesaba el corredor que llevaba a la co-

cina de las Bastidas, se cruzó con la Martrille, la vieja sirvienta de la casa. –Estás muy seria, Martrille… ¿Es qué mamá te ha regañado?... ¿Estás apenada,

dime? –La vieja sacudió la cabeza. –Vamos, ¿qué te corre por la cabeza? –Bien, es cierto, señorita… Es la idea de que vais a abandonarnos, me siento muy

mal… ¡me da miedo! –Querida Martrille… –¡No pienso en mí, vaya! Para los cuatro días que me quedan, el tiempo pasará

siempre bastante bien. Es vuestra felicidad, la de nuestra señorita, la que me intriga… Cuando estéis allá, ¿cómo marcharán las cosas?... Vuestra mamá…

–¡Mamá es muy buena, tú lo sabes bien! –¡Oh! no me quejo… Pero la señora no le gusta ocuparse del trajín… ¿Vendréis a

menudo, dígame señorita? –Sí… sí… tu estarás contenta de mí, mi buena Martrille; te daré una hermosa li-

brea, el día de la boda. –Unos baratijas para la vieja, eso no la embellecerá…. Cuando mismo lo agradez-

co, pues os considero como si fueseis mi hija… Perdón, señorita… él parece un hombre decente, vuestro galán; rogaré al buen Dios, la Virgen y todos los santos del Paraíso para que vuestro marido, os dé toda la felicidad que merecéis.

La vieja decía eso, con la cabeza tapada por un pañuelo de color, los ojos enroje-cidos, el rostro apergaminado, el cuerpo tembloroso bajo un vestido de lustrina pasado de moda.

La Martrille no vivía mas que para sus amos. Pertenecía a la familia Claudel des-de hacía más de cincuenta años; recordaba a menudo al general y a su hija que los había hecho bailar a ambos en sus rodillas, treinta años atrás. La criada se consideraba casi como una pariente, no recibiendo paga y jurando a veces contra la Sra. Claudel, cuando se le ocurría a la dama no haber terminado su aseo, a la hora de almorzar.

–Nuestra señora no tiene dos dedos de frente,– gruñía–… ¡Ah! nuestro señor haría bien en mantenerse viudo… La Sra. Germaine, no es la mujer que le hacía falta… Es la Nini quién es la mamá… Dulce santa Virgen, ¿qué será de nosotros, el día en que nues-tra señorita vaya a vivir con ese pollo de Limoges?...

La vieja sabía lo que decía. La Sra. Claudel era una mujer encantadora, pero una detestable ama de casa: todo

su tiempo lo pasaba en medio de los vestidos, ante el espejo de su habitación, y cuando acababa de acicalarse, no se le podía preguntar nada, pues nada sabía, ni siquiera la cuenta de su ropa interior.

La Señora, – se sabe – no fue educada para llevar un hogar. Su tía, la hermana de su padre, que no esperaba más que una ocasión favorable para desembarazarse de la huérfana, no se preocupaba en absoluto de Germaine. Tanto, en las Bastidas, ante la

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obligación de arreglárselas con los criados, de dar ordenas para adquirir provisiones, ocuparse en una palabra de esos mil trabajos que ocupan la existencia de las mujeres, la Sra. Claudel se encontraba desorientada. El general sufría mucho; y hubiese sufrido más aún, si Léonie no hubiese tomado con gusto el reparar las negligencia de su madrastra, no solamente desde que la joven se había retirado de la pensión, sino incluso en la época en la que la pensionistas pasaba los jueves y domingos con su padre.

El Sr. Claudel, que encontraba en su hija las cualidades de la madre muerta, no ce-jaba en su admiración:

–Hola, mamá, – murmuraba, viendo a Léonie activa en el trabajo, mientras Ge-maine dormía a pierna suelta todavía.

La Sra. Claudel quiso una habitación para ella sola. Allí se notaba el carácter in-fantil de la joven mujer. Sobre unas estanterías de madera rosa, unos bibelots sin valor, lámparas minúsculas, servicios de muñecas, objeto de cotillón, recuerdos de bailes pa-sados, – flores secas, que gracias a Dios, no tenían historia; dos pequeños estribos de plata, una fusta con pomo de oro donde brillaba una esmeralda.

En los cajones de una cómoda, una multitud de novelas que Germaine leía y volv-ía a leer, a pesar de las observaciones de su marido. Si la lectura era demasiado cautiva-dora, la señora olvidaba el almuerzo. El general se impacientaba. Léonie afirmaba a su padre que la mamá estaba un podo indispuesta.

–¡Bah! – exclamaba el Sr. Claudel… – La verdad es que la señora ha leído algún libro malo… Esas lecturas le corroen el espíritu y el corazón…. ¿No puedes impedirle leer, Nini?

Pero, comprendiendo que no correspondía a Léonie dirigir a su madrastra obser-vaciones, el general concluía:

–¡Se lo diré yo… y pronto! –¡Oh! papá… Esas mismas escenas se habían reproducido varias veces, y siempre Léonei había

tratado de mitigar las violencias de su padre. ¿Qué ocurriría, cuando la encantadora hija no estuviese allí? El general hablaba en su despacho con su futuro yerno. –Sí, mi querido Señor René, no es una hija lo que os entrego, es una santa… una

santa laica, por supuesto… Y, bajando la voz, el padre enternecido se puso a contar las dichas de su primer

matrimonio: contó su dolor, al recuerdo de la muerta… Léonie evocaba, con su única presencia, el recuerdo de la ausente. Y a veces, creía que su Gabrielle no estaba muerta, tanto era el parecido entre la hija y la madre; los mismos gestos, la misma voz penetran-te y dulce, la misma sonrisa. Él se había vuelto a casar, un viejo.. Desde luego, no la-mentaba su nueva unión. La Sra. Claudel era una excelente persona, incapaz de hacer daño a alma viviente… Ella lo amaba; lo sabía… Podía confesar, al que iba a convertir-se en su hijo, que él amaba a su Germaine con todas sus fuerzas. Y perdonaba todo a la joven esposa, todo, sus caprichos, sus frivolidades, sus actitudes infantiles, en razón de afectuosas ternuras, de los impulsos de amor con los que ella le deparaba, con los que lo encantaba.

¿Léonie?... ¿qué decir de Léonie?... A esta no había nada que perdonar. Germaine no era siempre seria; era él, – el hombre de sesenta años, – que no se juzgaba lo bastante grave ante su hija. En sus veleidades de cólera, Léonie lo detenía con un gesto, con una mirada. Siempre estaba allí, con sus pequeños cuidados; y luego tenía un alma valiente, un coraje a toda prueba. Cuando el doctor Adrien Delmas estaba obligado a hacer la cura de la yaga de la herida infernal que no curaba, Germaine trataba de ser valiente, de preparar las vendas, pero su fragilidad de mujer era superior a ella. La vista de la sangre

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la espantaba. Solo Léonie quedaba junto al herido, mordiendo los labios para no llorar, tranquila como el mismísimo cirujano.

Tras haber hablado mucho tiempo, el general tomó las manos del capitán entre las suyas y, atrayendo al joven contra su pecho:

–Os entrego a mi hija, Montigny… ¡Es un tesoro, capitán!

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III A partir de la noche en la que los jóvenes esposos, completamente enamorados,

partieron para Alemania, el aislamiento pesó sobre Germaine. Léonie, esa compañera que casi era una hermana para ella, le faltaba a la joven mujer. Durante las largas vela-das del mes de agosto, el doctor Adrien Delmas acudió muy a menudo a las Bastidas. Se instalaba en una mesa de la terraza, y los dos ancianos bebían cerveza de Saint-Yrieix, jugando a las cartas. Unas partidas interesantes, pero solo para los jugadores. Ese gran diablo de cirujano era de una habilidad realmente notable; en un abrir y cerrar de ojos, contaba su juego y el de su adversario. El general Philippe, casi siempre derrotado a las cartas, se vengaba con el ajedrez o las damas.

Sentado sobre un gran sofá de madera de castaño, la Sra. Claudel, en vestido lila, con los hombros protegidos por un pequeño chal rojo, miraba a los dos viejos. Jacques, el ordenanza, un hombre ventrudo, de bigotes abundantes, – servía la cerveza o se iba a la cocina a buscar alguna brasa destinada a encender las pipas de los caballeros. Por ello, se producían violentas discusiones entre el criado y la Martrille, al pretender esta última que no estaba bien hacer peligrar el fuego donde se calentaba la marmita para el baño de los pies de la señora.

Los fumadores eran compulsivos. A veces, ocurría que algún campesino de los alrededores enviaba a buscar al doc-

tor. Entonces, la partida amenazaba con cesar bruscamente. Pero Germaine, deseosa de procurar distracciones a su marido, se ofrecía ella

misma; y tomando las cartas del médico, se libraba a una derrota de quintas y de cator-ce, y a una serie interminable de revanchas, aunque el juego la aburriese profundamente.

Tal era la vida ordinaria de los habitantes de las Bastidas, en las tardes estivales, mientras el cielo se iluminaba de estrellas, mientras que hacia el poniente, sobre el hori-zonte ensangrentado por los últimos besos del sol, se extendían velas de un rojo sombr-ío, agujeradas aquí y allá por fuegos de aurora boreal, – profecías de batallas próximas, decían los campesinos.

De pie, sobre la terraza, admirando la naturaleza reposando tras la labor, Germai-ne lamentaba su inanición, la desesperante monotonía del hogar, lamentaba su descanso, un descanso llegado demasiado pronto.

El pensamiento de la mujer se transportó hacia los viajeros amados. Una noche que no dormía, dulces visiones blancas pasaron ante sus ojos. Invadida por un senti-miento de amor, escuchó unos ruidos de besos, un frufrú lejano acariciador y voluptuo-so. ¡Qué bellos eran esos queridos niños!... Ella, aún, inocente y llena de gracia; él, res-petuoso del pudor asustadizo que iba a conquistar al final. Y ella los amaba a ambos con un amor parecido, feliz de su dicha, gozando de su cielo de paz y de amor.

Sin que ella lo desease, sin embargo, una mala idea penetró en el corazón de la jo-ven mujer y quemándolo.

¿Una idea de celos?... ¡Oh! no, ella era incapaz, la dulce criatura… ¿Por qué en-tonces estaba preocupada?

El cuadro alegre había desaparecido, La señora no pensaba ya en los celos; por primera vez en su vida, pensaba seriamente en ello. Su marido era un viejo, y ella con-sideraba tristemente los seis años pasados, su juventud casi muerta; no había conocido las tiernas expansiones del joven esposo con la joven esposa; y, recordando a los recién casados, muy a su pesar, la comparación se encarnizaba con ella.

Pero expulsó todas esas ideas; su honestidad de esposa se rebeló; sus sentidos se apaciguaron.

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Por lo demás, el general sufría mucho menos de su herida. Germaine comprendió que tenía el deber de reemplazar, junto al padre, a la hija ausente, de colmar su vida, tal como ella lo había aceptado libremente el día de su matrimonio.

Muy dulcemente, se operó una metamorfosis en el carácter de la Sra. Claudel, que se convirtió un una mujer afectuosa – otra Léonie, afirmaba el general.

La Señora no veía ya el rostro arrugado del viejo; no se quejaba más por ese cuer-po golpeado por la inclemencia de la edad, de esa ruda musculatura rebelada contra el inevitable envejecer.

Y cuando estaban solos en el parque de las Bastidas y loas grandes sombres de la tarde los envolvían a ambos, dejando en las tinieblas las arrugas del viejo, Germaine, con su risa de niña, que estallaba como una canción, se colgaba al cuello de su marido:

–¡Te amo mucho, Philippe! El Sr Claudel agradecía a su joven esposa y, atrayéndola hacia él: –Germaine, se sincera… ¿Nunca te has arrepentido, joven y bonita, de ser la mu-

jer de un pobre minusválido? –¡No, no, amigo mío! –Pero mira mis arrugas, mis cabellos completamente blancos… Escucha esta voz

temblorosa y cascada… –Yo no veo más que el brillo de tus ojos… Te amo, Philippe… ¡mi gran Phillip-

pe! –¡Oh, mi querida esposa! El general, loco de dicha, cubría de caricias la encantadora cabeza; se embriagaba

con ese olor de flor y de mujer. En un impulso de pasión, recuperaba su juventud: besa-ba los rubios cabellos y los bellos ojos de Germaine, no ya con ternuras de padre, sino con los santos furores de un esposo enamorado y radiante.

Tras su viaje de bodas, el Sr. y la Sra. de Montigny, tomaron posesión de la casa que el joven conde había habilitado sobre la plaza de Aisne.

Las cuatro ventanas del primer piso abrían sobre el Palacio de Justicia, y del balcón en hierro forjado, se percibía el bulevar de la Poste-aux-Chevaux, ruidoso con el estrépito de los pesados camiones acarreando las porcelanas de las manufacturas.

La plaza de Aisne es uno de los rincones más vivos de Limoges. Domina la ciu-dad, y los caminos que conducen allí parecen calvarios o a pendientes de cura. Aquí, la calle Monte-á-Regret, así llamada en recuerdo de las ejecuciones capitales; la calle de la Clautre, próxima al mercado Dupuytren; más arriba, la calle de las Clairettes, donde se encuentra todavía la pensión de las damas Herbert, el antiguo pensionado de Léonie. La noche del 15 de agosto de 1865, poco faltó para que el colosal incendio de Limoges, no abrazase toda esa parte de la ciudad y que tan solo una llama no prendiese todas las construcciones de madera situadas en la vecindad. Esa noche, los habitantes de la ciu-dad dieron un admirable ejemplo de solidaridad y de valor. No por ello el incendio dejó de causar grandes ruinas y grandes duelos.

De una desgracia se extrajo algo bueno. Hoy, unas casas elegantes reemplazan las barracas del barrio. Solo, la calle de los

carniceros ha conservado su fisonomía de tiempos pretéritos; y cuando se celebra la fiesta de la Ascensión, desde la callejuela negra y ensangrentada de adelantan unos hombres vestidos con trajes plateados, llevando espada y sombrero. Maestros y aprendi-ces abandonan por un día el delantal blanco y el cuchillo, y se pasean con gran pompa. El clérigo los precede, yendo a su cabeza el obispo de la diócesis. Suenan las fanfarrias. Por la noche, un banquete muestra reunidos a los señores carniceros; el prefecto, el general, el obispo, el alcalde toman parte en esos ágapes. Se pronuncian brindis en

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honor a los que una antigua tradición concede la custodia de las llaves de la ciudad. Se bebe en firme entre soldados y civiles…

La guarnición de Limoges comprende un regimiento de dragones, dos escuadro-nes de coraceros, un regimiento de zapadores a caballo y dos regimientos de infantería.

El ejército es querido y respetado. No siempre ha sido así. En una época ya lejana, una disputa a raíz de una repre-

sentación teatral, desembocó en una serie de duelos entre oficiales y jóvenes del pueblo. Hubo heridos y muertos. Pero el incidente está olvidado; y, si en el mes de octubre de 1880, un civil provocó e hirió gravemente a un oficial de infantería, el motivo del en-frentamiento había sido estrictamente personal, independientemente de la odiosa rivali-dad que existía antes entre los chalecos y los pantalones rojos.

El círculo de oficiales está situado en la calle Darnet, a algunos cientos de metros de la casa ocupada por el Sr. y la Sra. de Montigny. El capitán va a estrechar las manos de sus camaradas, pero no tarda en regresar. René ama a su esposa; y como los ejerci-cios, las maniobras militares absorben gran parte de las horas del día, el joven oficial dedica todas sus veladas a su querida Léonie.

Fue la condesa Aline quién, durante la ausencia de los recién casados, se ocupó del mantenimiento de la casa. La madre de René ya es sesentona. La amable dama da a todos un ejemplo de actividad. Su rostro, enmarcado por unos papillotes blancos, emana dulzura; su pequeña nariz se dilata al unísono de sus impresiones; y cuando eleva sus gafas de oro y sus bondadosos ojos de vieja se fijan sobre su hijo, se comprende que el hijo adore a su madre y que la nuera pronto amará también a la mamá.

Pero lo señora tiene sus costumbres. Ahora que su tarea está casi terminada, como los criados ya están a las órdenes de su joven ama, como la casa de la plaza de Aisne puede recibir a sus propietarios, la condesa Aline quiere despedirse y regresar a su casti-llo.

–¡Partiréis mañana, señora… no esta noche¡ – murmura Léonie. –Mañana… siempre mañana… –¿Os aburrís con nosotros? –No, hija mía… ¿Cómo podría aburrirme con mis hijos, contigo, mi encantadora

hija?... Sin embargo, piensa que mi casa está abandonada. –¿Por qué no os quedáis definitivamente en Limoges? –Léonie, tu propuesta parte de un buen corazón, pero es peligrosa… ¿Quieres ser

siempre amiga de tu suegra? Pues bien, déjala marchar… La mamá te vendrá a visitar a menudo; te recibiré en el castillo… No insistas… ¡No quiero discutir con mis hijos!

La condesa Aline partió. René y su esposa quedaron solos. Jamás pareja alguna estuvo tan tiernamente unida; jamás dos seres no se confun-

dieron mejor en un mismo pensamiento y en un mismo amor. El general y Germaine se mantenían en contacto. Se reunían los cuatro, bien en

Limoges, bien en Las Bastidas. Germaine estaba alegre, vivaracha. Jugaba con su yerno, como si René fuese su

hermano, divirtiéndose en hacer diabluras al oficial. La frivolidad de ese temperamento de mujer iba a más, y nadie le hacía sombra.

–Señor René – dijo ella una noche –¿Me invita a bailar? Léonie se puso al piano. El capitán ofreció la mano a Germaine, y la suegra bailó;

bailó hasta perder el aliento. –¿Vas a ponerte mala? – dijo el general. La Sra. Claudel no oía nada. El ritmo la arrastraba. Por fin, se sentó. Luego quiso

que Léonie bailase a su vez con René.

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Pero sus fantasías de niña grande se apaciguaban bruscamente. La joven mujer acababa al lado de su marido, y lo besaba en las mejillas:

–¡Philippe, dirás que no soy seria! –Yo no diré nunca eso, Germaine… Diviértete, baila, ríe, es cosa de tu edad, no

de la mía!... ¿Quién es el moralista imbécil que afirmaba que la risa que aflora demasia-do a menudo en los labios de una mujer, indica un vacío en el espíritu?... No creas en ese filósofo de pacotilla… ¡La risa de la mujer ha sido inventada para encantar a los hombres!

–Eres el mejor de los esposos. –Y tú, Germaine, la más amable de las generalas de Francia.

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IV

El antiguo cirujano mayor Adrien Delmas era un hombre de una inteligencia re-almente superior. Ese duro rostro de yanqui no gustaba a todo el mundo; esa voz metá-lica y vibrante, esos gestos secos y a veces violentos del amigo del general Claudel habrían bastado para alejar a la clientela, si el doctor hubiese deseado crearse una clien-tela. El Dr. Delmas no tenía ni la corrección severa y un poco altiva del médico parisi-no, ni la familiaridad bonachona del Esculapio de provincias.

Al verlo vestido con una larga levita sobre la que, a veces, olvidaba colocar la ro-seta, un chaleco naranja del que colgaban unas raras cadenas, especialmente una uña de chacal engastada en un lingote de platino; al ver su sombrero de fieltro de vuelo amplio, un sombrero puntiagudo en la parte superior, cubriendo una cabeza huesuda, arrojando sombras sobre un rostro casi triangular y afligido por una sonrisa sufriente; observando su forma de caminar, su gran cuerpo delgado golpeado por la brisa, sus brazos de longi-tud asombrosa, se hubiese dicho que era un alquimista de la Edad Media, un Fausto ante la aparición de Mefisto, un doctor Milagro, en definitiva un ser pasado de moda, extraño para la sociedad contemporánea. Uno se lo imaginaba en un laboratorio, teniendo frente a él el lagarto disecado y el sapo de ojos glaucos, símbolo de la ciencia diabólica; se le veía sentado sobre un sillón del siglo XVI, en medio de los viejos libros y manuscritos, de los alambiques, de las probetas y los matraces repletos de licores infames, desintere-sado de la vida cruelmente banal de sus amigos de las Bastidas.

Nada de ello era así. El Sr. Delmas gozaba de un excelente corazón y una profunda erudición. Aunque

habituado a cortar las carnes, a amputar los miembros, a chapotear en la sangre, había conservado del recuerdo de los campos de batalla una impasibilidad casi salvaje ante los dolores físicos de los heridos, hoy, los sufrimientos morales de sus amigos e incluso los de los extraños encontraban un eco doloroso en lo profundo de su corazón.

–El mal está aquí, – decía, tocándose su frente…– Está ahí para todo el mundo… Lo demás no cuenta. ¡Y sin embargo, es lo demás lo que manda!

Se le sorprendía derramando lágrimas al saber que una madre acababa de perder a su hijo, o que un hombre honrado había sido engañado por su esposa.

No creía ni en Dios ni en el diablo; no se rebelaba contra el destino, afirmando que todo, en el orden de las cosas, se rigen por las leyes inmutables de la Compensación y la Armonía; que la auténtica fuerza consiste en cuidarse a sí mismo, a ser el guardián vigilante de su voluntad, sobre todo a no hacer nada para apresurar los ardides de la naturaleza. Es por lo que Delmas había enfadado tanto al general Claudel, cuando su viejo amigo pensó por primera vez en volverse a casar. Veía ese matrimonio con terror; un viejo minusválido casándose con una mujer llena de juventud y salud, incapaz de dar a su compañera los goces con los que sueña toda mujer. Para él, filósofo, ese matrimo-nio era una flagrante violación de la ley natural de atracción, que quiere, que exige que los seres que se van a unir puedan amarse.

Una vez que el matrimonio se celebró, el viejo doctor tuvo una gran pena; pero le pareció que un nuevo deber se imponía en su conciencia. Quería al Sr. Claudel; lo res-petaba, lo veneraba. Se propuso la tarea de vigilar a la joven esposa, de protegerla con-tra sí misma, contra las tentaciones plantadas sobre su camino, y mitigar la tormenta que, solo él, oía aproximarse.

Sin familia, aislado en su ciudad natal que había abandonado para mudarse a Paris y correr a continuación de guarnición en guarnición, el antiguo cirujano vivía en Limo-ges, tranquilamente. Su retiro, su cruz de oficial de la Legión de honor y algunas rentas mínimas bastaban para asegurarle el pan cotidiano; no pedía más. Desde hacía una de-

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cena de años, ocupaba un pequeño apartamento en el primer piso de una de las casas que bordean la avenida de la estación, cerca del campo de maniobras.

Un criado, llamado Anatole, le servía, acumulando los empleos de ayudante de cámara y cocinero.

El interior del domicilio del cirujano soltero era más que austero; una cama de hierro, una biblioteca de madera negra repleta de libros de medicina, un salón de bur-gués con muebles en palisandro, unas sillas; sobre una cómoda de mármol, unos instru-mentos quirúrgicos; un comedor también muy burgués y un pequeño laboratorio con tragaluces rojos. Eso era todo.

Anatole era muy fiel a su amo, que dejaba en sus manos la dirección general de la casa.

Por las mañana, el viejo doctor almorzaba una chuletilla, leyendo su periódico; por la tarde iba a cenar a cualquier lugar, en el primer restaurante que encontraba en su camino, deseoso de no crearse hábitos. Los vecinos lo consideraban un viejo original, un maníaco, – él, que jamás había tenido nunca la más mínima manía.

A menudo el doctor se dirigía a las Bastidas y aceptar, a su manera, una hospitali-dad cordialmente ofrecida. El Sr. Delmas no ejercía la medicina excepto para los po-bres del barrio; pero cuando sus colegas lo llamaban para consulta, no se hacía de rogar. La habilidad del galeno era reconocida por todos, y desde que el mayor se encontraba retirado en Limoges se le podía encontrar de vez en cuando en la cabecera de los heri-dos del hospital militar.

Germaine y Léonie tenían un gran respeto y una auténtica amistad por el camara-da del general. Léonie, ya desde muy pequeña, le llamaba el mayor Corta-Todo, a cusa de algunas historias de la guerra contadas, en esta ocasión, por el propio Sr. Claudel. En cuanto a Germaine, afirmaba que el médico era su confesor, un brujo más exactamente, pues ese diablo de hombre leía en el fondo de las almas. No es que fuese indiscreto: el Sr. Delmas no abusaba nunca de una confidencia y, casi siempre, conservaba para sí las observaciones de su singular penetración.

–Vamos doctor, sea franco, – decía la Sra. Claudel, – vuestra mirada un poco fría me delata que soy coqueta, despreocupada y ligera para ser una suegra… ¿No es cier-to?... ¡No mintáis!

Y luego, tomándole las manos, riendo con su risa de mujer decente, levantando la cabeza:

–Es para Philippe, para quien me pongo guapa… ¿Me equivoco? –No, señora, no. –Entonces hágame un cumplido… ¿Qué decís de este vestido gris perla? –Estáis encantadora. Tras su matrimonio, la Srta. Claudel, que permanecía mucho junto a su padre,

manifestó el deseo de tener una casa común. El general y su madrastra podían perfecta-mente alojarse, durante el invierno, en Limoges: el palacete de la plaza de Aisne era lo bastante grande para recibirlos. En el verano regresarían a las Bastidas.

Germaine se sumó a la propuesta de Léonie; el capitán estaba encantado y el ge-neral se defendía blandamente, cuando el Sr. Delmas tomó la palabra:

–¡Si queréis estar reñidos antes de un año, – dijo – decidid vivir juntos! –¡Oh! doctor – replicó Germaine, – no seáis aguafiestas… ¿Acaso soy una suegra

tan desagradable que no se pueda vivir en mi compañía? –Adrien, tienes razón – concluyó el general… – ¡Cada uno para sí, y tu amistad

para todos! –Gracias. –¿Cómo eres tú quien nos lo agradeces?

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–Caramba… Porque tengo la satisfacción de haceros un favor. El Sr. Adrien Delmas no había tenido juventud, ni serias relaciones. Tras una vida

dura, experimentaba la necesidad de dar a alguien el tesoro de afecto que había en él; su elección cayó sobre el general Claudel. Esa fue la razón por la que sus palabras vibraban con tanta fuerza el día en el que contó la historia de las Banderas a Léonie, no ignorando que Germaine se ocultaba para escucharle. Lo que quería, es esa solemne hora, era im-pactar la imaginación de la joven esposa, para que Germaine se acordase eternamente de la gloria que se proyectaba sobre ella; para que sus comparaciones de mujer, – sí, por desgracia, llegaba a tener oportunidad de comparar, – se detuviesen siempre ante el in-menso orgullo de la esposa.

A fin de asegurar la dicha del hombre al que consideraba, con toda justicia, como el héroe santificado de la Patria en duelo, todo fue pesado y juzgado en el espíritu ma-temáticamente exactos del viejo cirujano. Si protestó contra el deseo expresado por la Srta. Claudel, fue porque temía, no disputas, sino algo más grave. Se decía que la pre-sencia demasiado asidua y familiar de un joven hombre y una joven mujer, extraños el uno al otro, viviendo la misma vida, encontrándose en una constante intimidad, podía despertar ideas malsanas.

Pero todos los temores del Sr. Delmas se disiparon como por encanto. ¿De qué se preocupaba ese cortador de carnes?... Su amistad sospechosa era un insulto, su vigilan-cia una indignidad.

–¡A tus bisturís! ¡A tus escalpelos! Vieja bruja, – se decía a sí mismo… – ¡A la puñeta la fisiología!... ¿Las leyes de atracción?... ¿La debilidad de las mujeres?... ¿El atrevimiento de los hombres?... ¿La influencia del medio?... Falacias, nada más que falacias! El honor de una mujer basta para preservarla de las tentaciones; ¡todo está en la voluntad!

Era una risa buena y franca la que estallaba en las entrevistas de René y de su sue-gra. Ambos eran niños, exuberantes de alegría, incapaces de actuar mal e incluso de pensar mal. ¿Por qué se estremecía siempre ese infernal doctor, cuando los demás, la condesa Aline, el general, la propia Léonie, se regocijaban con esa tempestad de alegría desencadenada por los dos seres amados?

Eran adorables en sus zalamerías a todas horas. –Venid, Señor René, tengo una gran confidencia que haceros – suspiraba Germai-

ne. –Señora Germaine, aquí estoy. Parecían levantar montañas de secretos… ¿De qué hablaban, en definitiva?... His-

torias de fiestas parisinas… El gran mal, sin duda… Hablaban de caballos, de cacerías, de teatros, modas; tomaban un juego de naipes e intentaban solitarios, o corrían por el parque uno tras otro… Una tarde, el capitán de Montigny había compuesto un acróstico con el título de Germaine; Germaine, exclamó, sin enrojecer, que el Sr. René era un halagador; en otra ocasión, habían discutido con motivo de una fecha histórica, y la sue-gra había dicho al marido de su hijastra: «Deme un beso; hagamos las paces.» La Sra. Claudel se había divertido, durante un paseo, en poner sus manos en venda sobre los ojos del marido de Léonie: –¿Quién soy? ¡Adivine!...–había preguntado… – el oficial adivinó… ¿Y luego qué?... ¡Ah!... La pasada mañana, en el almuerzo, la Sra. Claudel se inclinó del lado del Sr. de Montigny cuando el oficial sacaba su pañuelo del bolsillo. El pañuelo, impregnado de un perfume de violetas, olía bien: Germaine respiró el perfume del pañuelo… Nada… nada más… Todas esas demostraciones afectuosas parecían tan infantiles y tan cordiales que Léonie decía al general: – «Papá, ¡mira a nuestros bebés!»

La condesa Aline reía; el general reía; Léonie reía; y él, el viejo cirujano, el hace-dor de cadáveres mutilados, permanecía sombrío, muy sombrío. Decididamente, ese

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doctor Delmas, con sus teorías y sus observaciones fisiológicas, era uno de esos co-rrompidos de los hospitales y los cuarteles que ven el mal por todas partes, una de esos viejos tontos sin familia, sin amistad, que no saben nada de la vida – y la deshonran.

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V El final de diciembre llegaba, y el general Philippe Claudel estaba muy alegre con

la idea de que, dentro de tres meses sería abuelo. Ni una nube había turbado la dicha de los jóvenes esposos. El capitán de Montig-

ny estaba orgulloso de la belleza de su mujer; estaba orgulloso de la gloria de su suegro. Y a menudo, los domingos llenos de sol donde toda la ciudad de Limoges se pasea por las avenidas del Champ-de-Juillet a la hora de la banda de música y de los vestidos de estreno, se veía pasar a un oficial dando el brazo a su joven esposa. ¡Cómo se amaban!... Eran encantadores; ella, en su radiante vestido de seda gris perla, con su sombrero flori-do de rosas; él, en su uniforme azul, con sus entorchados y armadura brillante.

Casi todos los días, montaban a caballo; y era una auténtica admiración para los habitantes del barrio, ver pasar a Léonie, graciosas sobre un corcel, tan sólida como un pájaro posada sobre su rama. Iban galopando por las polvorientas rutas, haciendo cara-colear sus animales; y luego, en medio de los bosques que lindan con la llanura de las Bastidas, se detenían para mirarse, dejaban tomar aliento a los caballos un rato, y, a riesgo de romperse el cuello, se daban besos de amor.

Un verdadera luna de miel; ni siquiera un arrebato, ni un mohín. El general y Germaine iban a Limoges, y el Sr. de Montigny alquilaba un palco en

el teatro; pero si el Sr. Claudel se encontraba un poco indispuesto o deseaba pasar la velada en compañía de sus antiguos colegas de Limoges, René acompañaba solo a las damas. Y, cosa curiosa, los amigos del capitán siempre se confundían; los oficiales cre-ían dirigir un cumplido a la esposa de su camarada, pero era a Germaine con quién hablaban. La Sra. Claudel reía mucho con esas confusiones; Léonie no estaba en absolu-to molesta.

Realmente, la esposa del general parecía más joven que su hijastra. Una era rubia, despreocupada; la otra, morena, no viviendo más que de su amor,

casi indiferente a las charlatanerías mundanas. Germaine, esposa de un viejo, ignoraba aún los misterios que el amor de los hombres jóvenes desvela a las mujeres. Esta bonita flor esperaba en la sombra, y sin saberlo, al vivificante rocío. La suegra era parecida a una llama incierta y temblorosa que, por la mañana, busca su color, pasando del rosa al azul, del azul al blanco y al rojo, viendo venir el sol que va a pedir a la aurora que elija por fin su color; Léonie ya había hecho su elección. Su color no estaba animado de ful-gurantes brillos; la joven esposa no quería ni dar que hablar, ni una vida de apariencias. Se decía que la auténtica dicha no tiene necesidad de ser vivida para los demás.

Pero cuando los primeros estigmas del embarazo marcaron la frente de la Sra. de Montigny, y la Sra. Claudel quedó con la frescura de su juventud y toda la elegancia de su porte, fue Léonie quién pareció ser la madre de Germaine.

Bajo las órdenes del doctor Delmas, la hija del general había debido renunciar a los ejercicios de equitación e incluso a los largos paseos a pie. ¿Hacía falta que por eso Germaine tuviese que renunciar a sus fantasías?... La joven condesa no lo deseaba en absoluto; incluso insistía para que, bien en Limoges, bien en las Bastidas, el capitán René fuese el compañero de ruta de la intrépida amazona.

Si el general regañaba un poco a su mujer, declarando que la Sra. Claudel tenía el deber de ocuparse más activamente de la casa, Léonie intervenía, como antaño:

–Déjales ir, papá… Hoy no me siento cansada… Voy a ordenar un poco… ¿Qué digo?... ¡Todo está en orden!...

Y, mientras los jinetes seguían los caminos soleados, Léonie iba a dar una vuelta por la casa; penosamente, subía a las habitaciones, sacando el polvo por aquí, por allá, dando cuerda a un péndulo olvidado, devolviendo al vestidor un vestido o una capa col-

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gadas en los manubrios de una ventana, ordenando los cajones de la ropa, dando en de-finitiva ese toque de ama de casa que, solo, las mujeres de verdad poseen.

Luego, bajaba; y, si el doctor Delmas no estaba allí, proponía a su padre una par-tida de dominó o un cinquillo a las cartas.

Durante un paseo, la Sra. Claudel y el joven oficial hablaron de mil cosas. –Yo,– dio Germaine, – no me divierto en ninguna parte; la provincia me enerva; si

el general me escuchase, iríamos a vivir a París. – Este invierno habrá bonitos bailes en Limoges, – declaró el Sr. de Montigny. – ¡Oh! los bailes… ¿Creéis que podría asistir sin Léonie? – ¿Por qué no? – Es cierto; tenéis razón. –Señora Germaine, me olvidaba avisaros… El nuevo prefecto da una gran velada,

un gran baile, el día treinta… Faltan quince días… –¡Quince días!... ¡Oh! se ve bien, Sr. René, que ignoráis completamente los terri-

bles rumores a los que estamos expuestas las mujeres… A Léonie no le gusta ese am-biente. Yo no podría ir sola a casa del prefecto… Tomaremos nuestra revancha cuando seais papá y yo abuela.

Tras un tiempo de galope, la conversación recayó sobre un nuevo tema: –¿No es cierto, capitán, – exclamó la Sra. Claudel, – que la gloria de las armas va-

le un título nobiliario?... Cuando me casé con el general, no vi ni sus arrugas, ni su edad… ni sus minusvalías, ni su fortuna; no vi más que su renombre, y soy feliz!

–¿Sois… feliz? –Sí. ¿Por qué no habría de serlo?... ¿Qué me falta?... Veis perfectamente que no

necesito nada. –Es cierto… Mi pregunta era absurda… Perdón… –Pero he aquí el sol que baja… Estarán preocupados por nosotros… Vamos, ca-

pitán, ¡al galope! Las ideas de la Sra. Claudel cambiaban bruscamente. Esa misma noche, la joven

mujer se acercó a su marido. –Philippe, el Sr. René acaba de decirme que, mañana, recibiremos una invitación

para el gran baile de la prefectura. –¿Y? –Me gustaría ir al baile. El Sr. Claudel tuvo un gesto de impaciencia. –Sabes bien, Germaine, que las veladas te fatigan. Y suavemente: –Bueno, decidid… –¿Léonie, que dices tú? –¿Sobre qué, mamá?... –Si estoy equivocada en que me guste bailar, Nini. –No, mamá… Irás al baile con papá y con René… y si al día siguiente tienes mi-

grañas, no llamaremos a nadie. Yo te cuidaré. Conmovida por tanta bondad, Germaine tomó a su hijastra entre sus brazos y la

estrechó apasionadamente contra su corazón: –¡Oh, querida! La noche del gran baile dado por el prefecto, la condesa Aline, el general y su es-

posa cenaron en Limoges. La Sra. Claudel y la Sra. de Montigny dejaban la mesa, diri-giéndose hacia la habitación donde el vestido de baile de Germaine se extendía sobre una de las camas de la alcoba.

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Por lo común, cuando la Sra. Claudel pasaba algunos días en la ciudad, ocupaba un apartamento que le había sido reservado; pero esa noche, como era tarde, el tiempo estaba frío y el fuego se encontraba encendido en la habitación de Léonie, la mujer aceptó la hospitalidad de su hijastra.

Léonie se había retirado. Cécile, – la criada de las Bastidas, – una niña de quince años, que prometía ser bonita, ayudaba a vestir a du ama.

Germaine se dejaba vestir, con unas indolencias de criolla. Sentada sobre un ca-napé, mientras la chiquilla iba y venía, trayendo las faldas de una blancura resplande-ciente, dispensando fragancias sobre los brazos y el pecho de su dama, poniendo a ca-lentar ante la chimenea las largas medias de seda para facilitar el deslizamiento por los pies y las admirables piernas moldeadas, Germaine soñaba. Su mirada se paseaba a lo largo de la habitación, desde las colgaduras bordadas hasta las armas de los Montigny, viejos recuerdos de la noble familia, esmaltes antiguos, camafeos de oro, encantadores retratos de mujeres empolvadas… Habiéndose levantado, miró todo, escudriñó todo, invadida por una curiosidad cada vez más intensa, curiosidad infantil, nada más.

–¿Puedo entrar, mamá? –Claro, adorada mía. –Papá se impacienta. –No es culpa mía… Cécile es de una lentitud… –Señora… –No responda, señorita… ¿Dónde está mi abrigo para la salida del baile?... Va-

mos, ¿no encuentras mi abrigo?... Aquí está el pequeño broche; ¡abotona mis guantes! La Sra. Claudel estaba más fresca, más bonita que nunca, con su vestido de ter-

ciopelo azul y su diadema de piedras preciosas que, entre dos rosas, brillaba en sus ca-bellos rubios; los diamantes sin aro que colgaban de sus orejas, y más aún que todo eso, la belleza de su piel, el estallido risueño de sus dientes, su distinción natrual, sus bellos ojos, sus maneras delicadas le aseguraban un éxito aplastante.

Se levantó sobre sus pequeños zapatos de satén blanco, se miró en el espejo de cuerpo entero, con un abanico en la mano. Giraba, moviéndose a pasitos cortos como una muñeca mecánica.

–¿Estoy bien así, Nini? –¡Estás encantadora, encantadora, encantadora! Y un poco cansada, con los rasgos hinchados, los párpados enrojecidos, mal ves-

tida, con un albornoz malva, calzada con unas zapatillas negras demasiado largas, los cabellos en desorden, dejándose llevar en ese abandono de sí misma, en ese aturdimien-to en el que se complacen las mujeres que pronto van a ser madres, la Sra. de Montigny olvidaba sus dolores para dirigir a su suegra palabras halagadoras que esta provocaba.

Las damas bajaron al salón. –Por fin… – exclamó el general. Germaine besó a su marido en la frente. –Philippe, no seas gruñón… El Sr. Claudel y su yerno encendían un último cigarrillo, antes de subir al coche. –¿Entonces, – dijo la condesa Aline, – Léonie y yo nos quedamos en casa? La Sra. Claudel se dirigió hacia su hijastra. –Cuídate bien, mi gatita. Y mientras la calesa, enganchada con dos purasangres, rodaba hacia el palacio de

la Prefectura, la condesa de Montigny y su nuera se hacían confidencias, evocando el pasado, hablando del porvenir.

–No siempre serás una Cenicienta, mi Léonie, – murmuraba la vieja condesa. A lo que la hija del general respondió:

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–Mamá, no me encontraréis ridícula… A mi edad, no me gusta relacionarme en sociedad. Si René quisiera creerme, cuando tengamos un bebé, quedaríamos aquí, los dos, al lado de la chimenea, muy tranquilos… Las veladas todas son iguales, ¿verdad?... Apuestos caballeros que os hacen cumplidos si sois bonita; bellas damas que os critican, si sois fea, o bien que se celan de vos en el caso contrario; banalidades tan desagrada-bles como un vaso de horchata para una persona a la que horrorizan las cosas dulces, ¡esas son las reuniones mundanas!

–Pero estás arrojando piedras sobre el tejado de tu otra mamá… la joven… –Yo no hablaba más que de mí. –Sí, lo sé… Cada uno es feliz donde quiere. La Sra. Claudel detesta el descanso

que a ti tanto te complace; ella busca el ruido, las fiestas, los cumplidos… Pero, no hablemos de ella… ¿Quieres que te sea franca, querida?... ¿Me permites un consejo?

–¿Os lo ruego? –Pues bien, desde que des a luz, será necesario que te vuelvas a… no digo coque-

ta, pero… –¿Más a la moda? –Sí. –¿A causa de René? –Sí. –Es curioso… El doctor Delmas me decía lo mismo, ayer. –¡Ah! El Sr. Delmas… –Incluso añadía que, siendo rica, debería gastar más en mi vestimenta; que a un

marido le gusta que su esposa esté presentable, que le hiciese sentirse orgulloso, y yo me decía que tenía razón. Desde el momento que pueda, seguiré los consejos de ambos, pues ya sabía perfectamente que vuestros buenos consejos, señora, me harían falta…

–¿Y esa voz temblorosa?... ¿Qué te ocurre, Léonie? La condesa sollozaba. –Te he disgustado, perdón… – suspiró la condesa, muy desolada. La joven señora de Montigny enjugaba sus lágrimas. –No, pero me turba pensar que un viejo amigo de la casa y que la madre de René

pongan en duda el amor de mi marido, cuando sé que René es mío, como yo soy toda suya.

–Querida niña, me has entendido mal; tu sensibilidad te pierde… Tan solo te seña-laba un peligro imaginario… Sécate esas lágrimas y abrázame, querida mía.

Entonces, calmada, la esposa del capitán se dio cuenta de que su suegra no había tenido intención de ofenderla. La buena dama era incapaz de hacer sangrar el corazón de su nuera; su benevolente consejo no tenía nada de injurioso. Sencillamente, y sin ninguna malicia, al haber observado que incluso ante su embarazo, Léonie se abandona-ba un poco, la ponía en guardia contra sí misma.

La conclusión de la vieja dama fue esta: –Hija mía, a una pueden no gustarle las relaciones mundanas; pero, para ser feliz

y por siempre feliz, una mujer debe llamar en su ayuda a todos los artificios de las de-más mujeres, hay que sufrir, hay que llorar… Este lenguaje es duro, tal vez, pero resu-me la vida, querida.

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VI La velada de la prefectura apenas comenzaba, en el momento en el que uno de los

ujieres anunció: –El Señor general y la Señora Claudel. –El Señor capitán conde Montigny. El prefecto de Limoges, el Sr. Démartiel, un hombre de cuarenta años, de rostro

inteligente con una bonita barba rubia, atravesó un grupo de funcionarios para acercarse al general, mientras que la esposa del prefecto, muy rodeada también, invitaba a Ger-maine a sentarse a su lado. La Sra. Claudel tomó asiento en un semicírculo formado en mitad del salón por una treintena de damas en vestidos de noche, jóvenes y solteras.

En los tres salones contiguos, con las puertas abiertas, deslumbrantes de luz, los fracs negros y los uniformes iban y venían.

La Sra. Démartiel, una morena de ojos brillantes, muy elegante en su vestido de terciopelo cereza, tenía unas palabras corteses para todas las recién llegadas. Los invita-dos no paraban de entrar, y la orquesta, sobre un palco flanqueado por árboles verdes y enormes macizos de rosas, preludiaba. Todas las miradas se dirigieron hacia la Sra. Claudel. La mujer del prefecto se inclinó discretamente hacia su vecina:

–Vuestro vestido es maravilloso, señora generala. Pero no solo es vuestro vestido lo que se admira, es vuestra belleza y algo más.

–¿Lo qué, señora?...–preguntó Germaine con una sonrisa. –¡Vuestro orgullo!... ¡Oh! ¡Tenéis motivos para estar orgullosa! –Orgullo por la gloria de mi marido, ¿no es así, Señora? –Sí, Señora generala… ¡Preguntad a esas damas! Las damas se inclinaron. El capitán de Montigny charlaba en un rincón del salón con sus colegas del regi-

miento, cuando el doctor Delmas le golpeó amistosamente sobre el hombro: –Hola, mi querido capitán… ¡Me gustaría decirle unas palabras? –Voy con usted, doctor… Perdón, caballeros. El antiguo cirujano y el yerno del general se dirigieron, del brazo, al lado de la sa-

la de juego, aún desierta. Los camaradas de René, los Sres. de Lescure, Bordas y de Selves, los tres capita-

nes del 21 de zapadores, intercambiaban algunas palabras, dirigiendo de vez en cuando miradas a los espejos del fondo, donde se reflejaban los hombros desnudos de las muje-res. Los escotes de los corsés, la abertura en V de la espalda, – moda nueva, tanto de crítica como de entusiasmo.

Bajo las enormes lámparas, iluminadas por el fuego de los diamantes, por el esta-llido de las flores, los cabellos morenos y rubios, las carnes blancas y rosadas parecían un mar de leche espumosa brotando de las maravillosas vestimentas, variadas y lumino-sas; eso es lo que pensaba el Sr. de Lescure, un fino meridional de bigote negro. Pero Bordas, espíritu bizarro, prefería la crítica a las alabanzas, y, en detrimento de las des-nudeces adorables y permitidas, se regocijaba con las exageraciones de los contornos de algunas damas de Limoges, excelentes madres de familia, gruesas y tiernas mamás que no podían bailar, pero allí presentes para hacer bailar a sus hijas y para casarlas si había oportunidad. En los altos espejos, el capitán, un rubio gigante del norte, miraba curio-

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samente los corsés floridos, los pechos desbordantes que comparaba con esos enormes patés de gelatina de color ámbar claro que se veían brillar sobre las mesas del lunch.

–¡Montigny sí que tiene suerte! – dijo bruscamente Lescure. –¿Qué quieres, querido? – respondió Bordas, – cuando se tienen cien mil libras de

renta y un general Claudel como suegro… –¡Y una hermosa suegra!... – interrumpió Lescure, con entusiasmo…– ¡Una her-

mosa suegra!... Precisamente… Allí… Frente a nosotros… ¡Mirad con disimulo, y des-lumbraos!

–No hables tan alto, Lescure. –A ver, amigo Bordas, ¿es bonita o no? –Sí, la señora Claudel es bonita, muy bonita… ¡Y qué nombre tan hermoso…

Germaine!... ¡Pero esa mujer es sagrada! El capitán de Selves, un gran hombre moreno con binóculo, de ojos enérgicos y

acariciadores, balanceó la cabeza. –¡Sí, caballeros! La generala Claudel es sagrada. El Sr. Lescure gesticulaba: –Cuando uno se llama general Philippe Claudel, – dijo, – se puede ser viejo, feo,

inválido, chocho incluso, y tener la esposa más bonita que haya en el mundo. –¡Sin que militares y civiles tengan el derecho de tocar a la esposa!–afirmó Bor-

das. –A menos que el general no tenga un yerno, – murmuró de Selves. –¡Oh! – exclamaron los dos oficiales, invadidos por una común idea. –No lo creo, – dijo Bordas… – ¿y tú, Lescure? –Yo tampoco… ¡De Selves, eres un bromista! –Caballeros, – continuó fríamente el capitán de Selves, – si otro hombre que no

fuese de Lescure me tratase de bromista, tomaría a mal el comentario; pero Lescure… –¡Venga ya!... ¡Vamos, danos pruebas!... –¿Pruebas?... No tengo… No es más que una hipótesis. –¡Ah! ¡ah! –¿Queréis, sí o no, que siga con mi relato? –Te escuchamos… Precisamente, comienza el baile… Pongámonos en fila…

aquí, a la derecha… en ese ramo de flores… ¡Perfecto!... Por el lado derecho… ¡Ar!... Ahí está el pequeño Vallery bailando con la mujer del director de los… ¡Oh!...¡oh!...

Siempre charlando, de Lescure arrastró a sus dos camaradas al lado del bufet. –¡De Selves tiene la palabra!... Se breve, camarada. –Caballeros, he vivido mucho más que vosotros en intimidad con Montigny; so-

mos de la misma promoción… He cenado a menudo con la condesa Léonie… –Lo sabemos… Sabes relacionarte bien… Los oficiales llegaron ante el bufet. Comieron un sándwich y bebieron algunos

sorbos de champán. De Lescure hizo chasquear su lengua. –Soy todo oídos… de Selves, un bizcocho, un caramelo. –René ha sido un niño mimado por su madre. Hasta ahora nadie se le ha resisti-

do… Ese muchacho es de una fantasía terrible… ¿Recordáis la cena en casa Perrin don-de hubo de romperse los riñones, levantando al grueso, al colosal Moullières sobre su brazo?... ¿Habéis olvidado los concursos de hípica de hace cuatro años?... ¡Un hermoso incidente en el Palacio de la Industria!... –«El lugarteniente se va a matar!... –¡No salt-éis!...» El caballo de Montigny, un animal enrabietado, se encabritó… Montigny espo-leó firme… ¡Hop!... Un «Hop» seco, brutal, al que sucedió un «¡Oh!» de terror; y luego, la bestia dominada por el hombre, superó el obstáculo bajo los aplausos de la multi-

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tud… Otro en su lugar estaría muerto; Montigny se conformó con reír, recibiendo el primer premio del concurso… ¡Ah!... ¿Y la apuesta que ganó contra Forestier?... Se trataba de obtener una cita de la bella Sra. Muraud, la esposa de un propietario de Ro-chechouart, una joven casada apetecible como pocas; fiel, según se decía, al panoli de su marido…En ocho días, René tenía a la mujer en su casa, en su apartamento de la ca-lle Gaignolle… Un divertido desafío y sobre todo una singular manera de verificar el hecho… –«Yo me fío de su palabra, dijo Forestier. – No, respondió René, le presentaré la prueba…» Como todos sabíamos que Montigny es un hombre incapaz de perder una mujer por vanidad, nos quedamos sorprendidos de su audacia… «¡Eh! es bien sencillo, – concluyó, – Forestier pretende que la Sra. Muraud lleva botines cobrizos, unos botines tan originales en sus dibujos grabados sobre el cuero, tan encantadores, tan extraños que solo ella tiene la coquetería de hacerlos fabricar exclusivamente para su uso. En mi casa, rogaré a la dama, oculta bajo un velo, que muestre el extremo de su pequeño pie al apostante…» Y la amante obedeció.

–¿Y cuál es la conclusión de todo esto? – preguntó Lescure. –Todos esos hechos que, de entrada, parecen pueriles, tienen una importancia ca-

pital en la existencia de un individuo. El hombre que no sabe vencerse a sí mismo por cosas fútiles, que disfruta su vida, cuando el objeto de sus deseos no tiene la intensidad de una pasión o un vicio, no se detiene ante nada, si el vicio y la pasión mandan… Va-rias veces, en el Champ-de-Juillet, sobre la plaza de Aisne, encontré a Montigny con su suegra… En el paseo, en el teatro, aquí mismo, – voy a dar la prueba pronto,– René no quita los ojos de la Sra. Claudel… Este hombre está enamorado con locura de la suegra. ¡Si no deshonra aún a la esposa del general, la compromete!

De Lescure, siempre bromista, silbó: –¡Filosofía experimental!... ¡cantinelas del cirujano Delmas!… ¡Bravísimo, signor

Selvo! Bordas tomó la palabra. –Querido amigo, eres un buen observador. Ahora, recuerdo un incidente al que no

concedí relevancia y que ahora juzgo muy importante tras tu revelación. Una noche, en el teatro, – se representaba… ¿qué importa?... – encontré a Montigny en el corredor; no conocía aún a su esposa y le roge que me la presentase. – «Con mucho gusto, me res-pondió, pero no esta noche; mi esposa no está aquí…–Yo creía haberte visto en un pal-co… –Con la Sra. Claudel, sí… mi suegra… La condesa está indispuesta…» –Nos des-pedimos; y luego, durante un entreacto, cuando yo fijaba mis gemelos sobre los palcos, percibí a nuestro camarada y lo vi que, sin dudar, y a petición de la dama, ponía en or-den los cabellos un poco alborotados de la Sra. Claudel. Sí, Montigny se encontraba detrás de ella, y según una expresión trivial, pero que expresa bien mis pensamientos, él le pasaba «la mano por los cabellos.»

De Lescure se alzó de hombros. –Tal vez se tratase de una familiaridad excesiva… No hay que buscarle tres pies

al gato… La Sra. Claudel estaba despeinada; Montigny, sustituyendo a la dama de com-pañía ausente, arreglaba los cabellos… ¡Nada más natural!

Pero, de regreso al salón, los tres oficiales acabaron por afirmar, de forma unáni-me, que el hombre que tomase a la esposa del general Claudel sería un canalla integral.

La fiesta discurría. Se bailaba en los dos salones. –¡Y bien! Caballeros, – preguntó el coronel del 21º, ¿no bailan ustedes?... Vamos,

échenle valor!... ¡es una velada radiante!… –Sí, mi coronel. De Lescure y Bordas se inclinaron ante dos jóvenes señoritas sentadas a la largo

de la galería y se hicieron inscribir en la próxima cuadrilla. En cuanto a de Selves, inter-

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cambió un guiño con el doctor Delmas, que se encontraba de pie, cerca del general Claudel y de René.

Entre el oleaje de los bailarines, fracs negros, satenes y encajes, cintas multicolo-res, túnicas oscuras, chales azules, pantalones rojos, embriagada por las flores, deslum-brada por el brillo de las lámparas que ponían blancas luces sobre los alzacuellos, sobre los botones de metal, sobre las piedras preciosas de las diademas, sobre los brazaletes, sobre las carnes rosadas, Germaine bailaba con el secretario general de la prefectura.

El Sr. Claudel se volvió hacia su yerno: –Germaine se va a fatigar. La Sra. Claudel pasaba junto a ellos. La bailarina había escuchado, sin duda, pues,

con la cabeza, hizo un gesto para indicar que no. El Sr. Vivien, senador, presidente del consejo general, una buena figura, sin barba,

un poco grueso, abrió la puerta de la sala de juegos. –¡Necesitamos un cuarto para la partida de cartas!... Ya veis, Señor prefecto, man-

tengo mi palabra… ayudo a hacer los honores de la casa… El Sr. Démartial se inclinó. –Gracias, mi querido senador. Si no tuviese más que a mis consejeros de prefectu-

ra y a mis subprefectos… –¿Tendríais de que quejaros? –¡Oh! sí… Esos caballeros ni siquiera bailan… El secretario general aún, pero los

consejeros…. ¡Oh! ¡los consejeros! –Esos jóvenes son demasiado serios, – afirmó el senador… – En mis tiempos…

pero, no nos engañemos… ¡Mirad!... ¡Toda vuestra administración ha sido concebida bajo el ejemplo de los militares!

El capitán de Montigny fue a reunirse con la Sra. Claudel, en el momento en el que el secretario general acompañaba a su pareja.

De Selves tocó el codo del Sr. Delmas. –¿Lo habéis confesado, doctor? –Sí y no. –¿Su dictamen? –Es necesario que René solicite una permuta. –¿Y si se niega? –¿Si se niega?... ¡Ocurrirá una gran desgracia! –Será difícil hacerle entrar en razón… ¿Cuál es el medio? –Le diré que el clima de Limoges mata a su esposa. –¿Se lo habéis comenzado a decir? –Lo llevé aparte para eso, pero el va y viene nos ha interrumpido… Mañana le

hablaré seriamente… –Doctor, si René ama a la Sra. Claudel, se las arreglará para que el general y su

esposa le sigan a su nuevo destino. –Esto temo. –¿Entonces, qué? –Sr. de Selves, usted es el camarada de Montigny, verdad? ¿su mejor camarada? –Sí, doctor… Como él, adoro el placer, me gustan las fiestas; trabajo mucho tam-

bién… pero, desde que la misma idea nos ha acosado a los dos, ya no pienso más en el placer, ni siquiera en el trabajo; me parece que tengo el deber de vigilar con vos a Mon-tigny e impedir a este hombre terrible que cometa una infamia… El desgraciado no es capaz de disimularlo, y todo el mundo ve y comprende lo que intenta… Antes aún, mis colegas Bordas y Lescure observaban sus idas y venidas…

–¿Y se reían de ello?

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–¡No, Señor!... Perdón, doctor… –Sin embrago, el Sr. de Lescure?... –Lescure es un buen muchacho que no ve mala intención en nada. El viejo cirujano estrechó vigorosamente la mano del capitán de Selves. –¡Ambos salvaremos a Montigny! Durante la velada, el capitán René dio nuevas pruebas de su pasión: ¡no quería

amar y amaba! Amaba a Germaine con toda la violencia de su temperamento, con todo el calor de su exuberante juventud. Fue en vano que tratase de luchar contra sí mismo, imaginaba el horror de su amor, exageraba el pensamiento odioso, hacía un incesto de lo que no era un incesto; en vano, en su cerebro oscurecido, brillaba la gloriosa imagen de aquél al que llamaba padre. Cansado y desolado hasta lo más profundo de su ser, volvió a ver a su dulce compañera, que pronto sería madre… No pensaba más que en Germai-ne, celoso de los hombres con los que ella bailaba; la vigilaba como si hubiese sido suya; giraba la cabeza para no verla más y corría a ella.

El Sr. de Montigny se mantenía detrás del sillón de la Sra. Claudel. –¿Estoy muy sofocada, Señor René? –Sí… No… Ella prorrumpía en carcajadas. –Esa no es una respuestas… ¿Pero, que le ocurre, amigo mío?... Pareciese que

tiembla… ¿Se encuentra mal?... ¿Dónde está el general?... ¡Ah! juega… Dígame, ¿por qué no baila usted?... ¿Desea que regresemos?... Son las tres, ya… Y esa pobre Léo-nie… Vamos, ofrézcame el brazo…

René guardaba silencio, mordisqueaba su bigote, no se movía. Ella lo arrastró. –¿Está contrariado por algo? –¿Yo?... No… No del todo… Le aseguro… –Leo en sus ojos… Adivino… Ella palideció un poco, diciendo en voz baja: –¿Un duelo?... Los duelos no incumben a las mujeres, lo sé, pero una madre tiene

el derecho a saberlo todo… ¿No soy su mamá?... La Sra. Claudel había dicho esas palabras con una voz tan tierna y tan dulce que el

soñador salvaje se sintió desarmado. Entonces contó que el doctor Delmas, un pesimis-ta, lo había asustado con la salud de Léonie y que tal vez, – oh! no ahora, más tarde, después del parto, – debería ir a vivir al Midi… Esa era toda la causa de su pena.

La joven mujer sacudió la cabeza. –Nuestro amigo el Sr. Delmas es más cirujano que médico… Léonie está sufrien-

do, cosa natural en su estado… Por lo demás, si fuese necesario un viaje, usted pediría un permiso y el general y yo os acompañaríamos… Pero aquí está mi marido… Inútil alarmarlo sin razón, ¿verdad?...

La Sra. Démartial insistió mucho en retener a Germaine. –Vamos, general, convenced a la Sra. Claudel para que sea la reina… no, la presi-

denta de nuestra fiesta. El general Philippe, que se había divertido perdiendo algunos luises con las cartas,

se dirigió a su yerno: –Yo voy a regresar… Si usted quiere quedar aún, ambos, enviaré el coche. Ellos rehusaron. El Sr. Claudel hizo el último comentario: –Buena velada… ¡No se habló de política! Se organizaba el cotillón, y la orquesta vibraba todavía, mientras que, bajo la fría

niebla de la madrugada, los caballos del conde de Montigny transportaban a los dos hombres y a la suegra.

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VII Esa mañana, – era febrero de 1883, – el capitán René leía su periódico en el co-

medor, y la condesa, con muchos dolores, todavía no sabía si sería lo bastante fuerte para sentarse a la mesa. El conde, de regreso de las maniobras, acababa de vestirse con una coqueta pelliza y botas de montar de fantasía con espuelas de oro.

La dama de compañía vestía a la Señora. El joven oficial, que se disponía a mon-tar a caballo tras el desayuno, miró el reloj de péndulo; a continuación, se paseó a lo largo de la estancia, muy taciturno, sonriendo con esa sonrisa malsana que revela una angustia secreta y profunda. Silbando una cancioncilla de caza, llamó bruscamente.

Apareció su ordenanza. –Lucien, pregunta a la doncella si la Señora va a desayunar… ¿Qué miras?...

¡Vamos!... ¡imbécil!... Léonie entraba. –Discúlpame René… te he hecho esperar… Él balbuceó una excusa y ofreció la mano a la joven, que lo besó en la frente. –Estoy muy fea, amigo mío… Bésame de todos modos… Tu beso es como un

frescor que acaricia… Se sentaron en la mesa. Ella se sentó, dando la espalda al fuego, vestida con un traje gris un poco flojo pa-

ra que sus doloridos miembros se encontrasen más cómodos. Los estragos de la próxima maternidad la desfiguraban. Realmente estaba casi fea, pálida y pesada, destrozada de fatiga, con brillos sangrientos en los ojos que eran los reflejos de una vida doble, de una doble mirada, de un doble movimiento soportado y vivido por una única y valiente cria-tura.

Animosa ante el mal, Léonie se había puesto una cinta negra en el cuello y aplica-do un colorete en sus mejillas para atenuar los abotargamientos de sus carnes enrojeci-das; con un amplio sayal rosa flotante, para disimular las brutales realidades de un cuer-po ultrajado – un ramo de violetas en la blusa, para expulsar el olor a fiebre.

Pero, ¿qué puede hacer la coquetería, en medio del augusto recogimiento de la maternidad? Desaparecen las gracias y los encantos, el sonido argentino de la risa, el brillo de los hermosos ojos, para centrarse en el fruto de las entrañas. Pues la naturaleza tiene necesidad de retomar lo que ha dado, a fin de dar aún y siempre: es la eterna ley.

La Sra. de Montigny se encontraba fatal; sus dolores se hacían insoportables; quería que René la amase aún y que encontrase en su conciencia el recuerdo de la talla esbelta, del color de los ojos, del bonito rostro, – bellezas escondidas, pero no perdidas.

–¿No comes, Léonie? –No tengo hambre, René. La condesa secó con su pañuelo de batista las gruesas gotas de sudor que perlaban

su rostro. –El fuego es demasiado intenso – dijo el conde. Suzanne, la criada que servía la mesa, una morena, dispuso la pantalla de la chi-

menea. Luego, acercándose a su ama: –Señora, no ha tomado aún nada… Si la Señora quiere le preparo una trucha. Pre-

cisamente, Chabissou, el granjero de las Bastidas, acaba de traer una cestilla de peces… Era demasiado tarde y…

René la interrumpió: –Suzanne, ¡no canses a la Señora!

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Pero como la condesa aceptaba finalmente probar el postre, el capitán se mordió los labios, avergonzado de no haber previsto los deseos de la enferma, se haberse dejado adelantar.

Al retirarse la criada y tras haber servido el café, Léonie se acercó a su marido. –¿Por qué estás tan pensativo? Él sonrió. –No pienso del todo, querida amiga; ¡no imagines cosas raras! –Yo, yo pienso… Entonces se puso a contar sus alegrías y sus esperanzas. Dentro de un mes sería

madre… ¡Oh! un niño… estaba segura… –Dime, amado querido, ¿cómo lo llamaremos?... ¿Philippe?... No… ¿Adivinas? –No lo sé. –¡Alexandre! Ese nombre es muy bonito… Alexandre,… ¿René? Es un bonito

nombre también. –¿Qué prefieres. Philippe o Alexandre?... ¿nombres de reyes, de guerreros? Ella lo miró y, con una entonación de bebé que no sabe aún mentir, dijo: –«Sí…»

muy seria, como si la cuestión hubiese sido importante, como si se tratase de decidir no solamente unos nombres, sino entre personas y amistades.

Se entenderá y volveremos a encontrar ese «sí» más adelante. El Sr. de Montigny iba a partir para las Bastidas. La condesa le tomó las manos y,

con un mohín que trató de ser encantador, dijo: –Ahora, René, mis recados. Dirás a papá que quiero que venga a cenar el domingo

por la noche, así como a mamá… Dirás a mamá que la quiero y que le enviaré las revis-tas de modas por el cartero… ¡Ah! otra cosa… Subirás a nuestra habitación y me traerás un pequeño frasco de esencia de rosa… Regresarás temprano, ¿verdad?... Hasta la no-che, mi René; voy a descansar un poco… no por mí… por el bebé… ¡Bésame, amigo mío!

El oficial corría sobre el camino blanco helado, transportado por su purasangre, y un manto azul de Francia golpeaba los hombros del jinete. Cerca de él, su perro galopa-ba, jadeaba, y en torno a ellos, el viento silbaba a través de las ramas muertas de los sauces y los robles aislados, para precipitarse a continuación sobre los profundos casta-ños, con estridentes ruidos de metal.

Al llegar a la pequeña colina de la Fayolle, René puso su animal al paso. El conde estaba muy pálido, muy triste. En varias ocasiones ya, había tratado de dar la vuelta. Se detenía, ponía una mano sobre su frente; bruscamente, daba a la espuela y continuaba el camino. El Sr. de Montigny luchaba contra una idea. Se le hubiese escuchado decir:

–¡Soy un miserable! Y luego: –¡Qué ocurra lo que tenga que ocurrir!… ¡Amo a Germaine!... ¡La amo!... ¡La

quiero! Desde la velada de la Prefectura, no vivía y no deseaba vivir más que para su ído-

lo. La veía por todas partes; la escuchaba por todas partes. El brillo de sus hermosos ojos, sus labios rojos, su esbelta cintura, todo eso lo perseguía, embriagándole. Al regre-sar del baile, en la habitación nupcial, donde Germaine se había vestido, mientras su esposa dormía con ese sueño que prepara la vida a un ser, René tomó asiento sobre un canapé; y allí, en medio del silencio, olvidó a su compañera dormida. ¡Ella lo irritaba!... Pensaba en la otra, en la que permanecía siempre joven y hermosa.

Un trozo de cinta azul se encontraba tirada en el suelo, una cinta olvidada por Germaine; la recogió y la besó con los transportes de un colegial loco por su prima. Y esa noche, le pareció que Germaine había embalsamado la atmósfera de la habitación

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con una fragancia penetrante y dulce, un olor de jazmín que alejaba la fiebre de la mujer encinta.

Sin embargo, se rebeló. Se consideró cobarde y cruel, indigno de ser esposo, in-digno de ser soldado, indigno de ser padre algún día.

–Tomaré una amante, – se dijo… – No importa quién… Germaine… ¡jamás!... ¡jamás!...

A pesar de la exasperación de sus sentidos, todavía razonaba. Veía entreabierto el abismo: su esposa, el general, Germaine, su madre, él mismo, su porvenir, su felicidad, el honor de la familia, ¡todo eso destrozado, perdido! Y se decía que, al comprender el peligro, podría evitarlo.

El capitán tuvo la idea de solicitar una permuta, de seguir los consejos del doctor Delmas, que afirmaba que el clima de Limoges no era favorable para Léonie; luego, alejando esa idea, tuvo aún otra; había decidido regresar con la Srta. Mongibeaux, su antigua amante.

Iba a escribirle, enviar un telegrama, cuando un incendio iluminó su cerebro, con toda la violencia de los deseos contenidos y de los dolores soportados.

Era la mujer amada la que venía a él, después de haber esperado, después de haber sufrido. Retrotrayéndose a recuerdos no muy lejanos, se imaginaba que las confidencias de la Sra. Claudel, que las caricias de la suegra, ocultaban voluptuosidades insatisfe-chas. Analizando, tal vez las excesivas familiaridades, una intemperancia en el lenguaje, las frivolidades de una chiquilla, los abandonos de una colegiala, razones que «la razón no comprendía», risas a cuento de nada, lágrimas por menos que nada, sofocos súbitos, impulsos impetuosos, lasitudes sucediendo a trastornos extraños, raras neurosis, creía haber penetrado en los misterios de Germaine.

Y siguiendo a Germaine como a su sombra, cubriéndola con su mirada ardiente, sentándose allí donde ella acababa de sentarse, tocando lo que ella había tocado, vol-viendo las páginas de un libreto al piano, compartiendo una fruta con ella, viviendo su vida, no estaba desarmado, cuando ella lo miraba afectuosamente, apenas sorprendida del brillo extraordinario de sus ojos, y como ella le decía: hola, o: gracias, con gesto rápido de un niño o de una encantadora risa de hermana mayor.

El marido de Léonie bajaba del caballo en el patio de las Bastidas. –El Señor ha debido de pasar mucho frío, – dijo Jacques mientras se llevaba al

animal. –¿Temes al frío, tío Jacques?... –Dios mío, mi capitán, durante la campaña de 1870… –Sí, lo sé, tú eres un valiente; cumpliste con tu deber… ¿Está el general en el cas-

tillo? –No, mi capitán, la señora está sola… El Señor ha ido a almorzar a la Rampinsole,

con el Sr. Barrigeau, nuestro alcalde, lo he llevado esta mañana; iré a recogerlo a las cuatro… ¿Cómo está la Señora?

–Bastante bien. –¡Ah! estupendo. ¿Qué hora tenéis, mi capitán? –Las dos. –Gracias, mi capitán… Dudaba… El antiguo ordenanza tiró del caballo por la brida, defendiéndose con una mano

del perro, que brincaba con saltos prodigiosos alrededor de su viejo amigo: –Tranquilo Plock… ¡tranquilo, bonito!... Fue la Martrille quién recibió al capitán. –¿Deseáis calentaros un poco en la cocina, Señor?...

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Y volviéndose hacia Cécile, que limpiaba los cuchillos de la mesa, la criada or-denó:

–Cilia, ve a avisar a la Señora. Pero Cécile no se movía de su sitio. –¿Estás sorda, Cilia? –La Señora dijo que no la molestase antes del regreso del Señor… La Señora

duerme… pero si el Señor conde… –No… espera un poco… –Sí, Señor. –¿Y nuestra joven dama? – continuó la vieja criada. –Está bien, gracias. –¿Será vuestra mamá la madrina y nuestro amo el padrino? ¡Un hermoso bautis-

mo!... –Sí, mi buena Martrille. –¿Por qué no traéis a Léonie?... Estaba convenido… La cuidaríamos bien, durante

el parto. –Estará bien cuidada en Limoges… mi madre llega mañana. –Vaya… la Señora decía que ella iría también mañana a vuestra casa…Lo que yo

os diga: no vale para eso. –¡Oh!–dijo Cécile… – ¡usted habla muy mal de nuestros amos! –Basta, cállate mocosa… No tengo que recibir lecciones de la juventud… La Sra.

Léonie es como si fuera mi hija, ¿verdad, señor? –Tienes razón, Margot. –¡Pardiez!... Pensad pues; cuando una ha educado a una pequeña, la ha visto cre-

cer, adquirir belleza con la edad, cuando una no tiene hijos propios, ni familia, a nadie, se aferra como un animal… Y para colmo, vuestro suegro hace que me disguste… ¿Tenía necesidad con este frío de ir a comer con el señor alcalde?... ¿No haría mejor quedarse junto al fuego? ¡Ah! ha llevado una existencia, con sus guarniciones, sus mu-danzas… ¡Y cuando la señora murió! ¡Y la guerra!... ¡Oh! la..la..la..la!... Hablamos ya de tristezas… Eso me devora las entrañas… Acérquese a las llama, Señor… Yo os quie-ro bien, porque sé que la Nini es feliz con vos…

La vieja lloraba. Cécile se levantó bruscamente. –¡La Señora llama!... Voy a decirle que el Señor conde ha llegado. –Sí, hija mía. El capitán encendió un cigarrillo, que fumó paseándose. –¿Se quedará a cenar, el Señor? – preguntó la Martrille. –No. –¡Peor para vos! –¿Por qué? –¡Té! ¿Creéis que vuestro Zhephirine de Limoges os sabrá preparar los platos de

la Bastida? La cocinera había tenido tiempo de desplumar una gallina; el Sr. de Montigny en-

cendió un nuevo cigarro; la Sra. Claudel todavía no había bajado de su habitación. La Martrille inclinó la cabeza. –¿Léonie no tarda tanto como esa para vestirse, eh?... ¡Con la Sra. Claudel es toda

una historia! Hace falta que se acicale y se arregle toda la santa jornada… Los brazale-tes, el polvo de arroz, las fragancias, las cintas… Eso enfada al Señor y a mí también, como os lo digo… Pues aquí estoy, a los ochenta años, y la casa me pesa desde que la

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Nini ya no está… La Sra. Germaine pareciese que se fuese a volver a casar siempre… ¡Tonterías!... ¡Si eso debe hacer sudar!...

Germaine y René acababan de entrar en el salón. Conversaban cerca del fuego. La suegra estaba vestida con un albornoz de terciopelo negro decorado con encajes blan-cos; su rubia cabellera, coquetamente peinada hacia el lado derecho, ponía una placa de oro en la blancura de su frente; sus mejillas se coloreaban con ese encarnado hecho de sangre y voluptuosidades que producen las migrañas leves; sus ojos, rodeados de tintes lilas, tenían dulces llamas; sus manos, largas y finas, acariciaban el pequeño ramito de primaveras fijado en su blusa; una risa infantil se expandía en su boca roja, y sus encan-tadores pies, calzados con chinelas bordadas, descansaban sobre un mullido cojín; Ger-maine parecía como la primavera florida, irradiada de luz, en esa jornada de invierno un poco sombría.

La Sra. Claudel habló de su Léonie: la canastilla que estaba bordando, casi estaba terminada. Luego, saltando de un tema a otro, con su vivacidad habitual, Germaine le-vantó la manga de su albornoz, y mostró un brazalete engastado con topacios y rosas:

–Este es el regalo de Philippe… Es muy bonito; ¿no es cierto, señor René? La mirada del joven oficial se encendía con un brillo extraordinario. La Sra. Clau-

del no se dio cuenta e, insistiendo en su pregunta, añadió: –Estas rosas son espléndidas! ¡Pero, fíjese! El Sr. de Montigny trató de sonreír; balbuceó incluso un elogio banal a la joya. Y, con los ojos extraviados, con voz temblorosa, murmuró: –¡Qué bella sois!... –Realmente, Señor René, ¿me encuentra bonita hoy? –¡Siempre! –¡Adulador!... ¿Sabe usted, capitán, que Léonie casi habría tenido razón de estar

celosa?... ¿Celosa de su madre?... ¡Qué risa! Reconozca que nosotros le hemos dado la mujer más dulce y la más amante del mundo. Yo, por desgracia, no soy la Sra. de Sévigné; pero mi hijastra es como la Sra. de Grignan; podría comportarse mal que jamás nadie se atrevería a sospechar… ¿Usted ama mucho a su Nini, verdad?

–Sí, Señora. –Como dice: «Sí, Señora..,» Desde hace algunos minutos, tiene usted un aire dis-

traído… ¡Sus ojos brillan!... Casi me da miedo… Jamás lo he visto así… ¿Se encuentra mal, Señor René?

Él se había arrodillado; tomó las manos de Germaine entre las suyas. –¡Dejadme miraros! –¿Qué le ocurre?... ¿Qué broma es esta?... Pero, déjeme… ¡Está usted loco! Él la seguía reteniendo, fuera de sí, arrastrándola contra él. –¡Os amo, Germaine! –¡Oh!– exclamó ella con un gran suspiro de niña. Bruscamente, lo rechazó y se levantó indignada: –¡Salga, Señor!... ¡No quiero verlo más… No quiero volver a escucharlo!… ¡Me

da miedo!... ¡Salga!... Cuando la Sra. Claudel estuvo sola, la invadió el terror. Una oleada de lágrimas

inundó sus mejillas. Con las manos juntas, sentada sobre el canapé del salón, gemía: –Este hombre me ha roto el corazón… ¡Pero, yo soy una mujer decente! ¡Amo a

mi marido!... ¡Amo a mi Léonie!... Germaine se levantó y se miró en el espejo. Una luz se hizo en su espíritu: –¿Acaso tengo necesidad de ser coqueta? Estaba loca; ¡pero la razón regresa a la

suegra!...

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Rompió los encajes de su albornoz; arrancó las flores de su blusa; arrojó a sus pies el brazalete; se deshizo de todos los testimonios de sus pasadas frivolidades; y, orgullo-sa de sí misma, deteniendo sus sollozos, la Sra. Claudel pronunció una frase que resum-ía su honor de esposa y su pudor rebelado:

–¡Soy la señora generala Claudel! ¡Oh, Nini, soy tu mamá… No tengas miedo!...

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VIII

Al cabo de dos jornadas de ese día, el doctor Delmas hablaba con el capitán de

Selves en la gran sala del círculo de los caballeros oficiales. –¿Así pues, – interrogó el capitán, –Clara Mongibeaux está en Limoges, desde es-

ta mañana? –Sí. –Pobre señora de Montigny… –¡No la compadezcáis! –En efecto, doctor, tenéis razón… René engaña a su esposa con su antigua aman-

te; actúa como muchos maridos. Él solo es juez de su conducta… En fin, no roba la mu-jer a un viejo que para nosotros es sagrada; eso es lo importante… ¿Y vos ya no acon-sejáis a Montigny a permutar?

–No… Está más o menos curado. –¡Hum!... ¡hum!... –¿Conocéis a la Srta. Clara, capitán? –Caramba… He estado en casa de ella con René. –¿Es bonita? –Cuestión de gustos… Clara es simpática… Rubia, arrojada, ojos negros, muy ri-

sueña… Fíjese, si es el retrato de la Sra. Claudel… –¡Ah! –El mismo caminar, la misma risa, el mismo timbre de voz… ¡Palabra de honor! El viejo cirujano tuvo un estremecimiento, que reprimió: –¿El parecido es tan perfecto como decís? –Absolutamente. El oficial encendió un cigarro. –¡Camarero, un medio!... Vamos, doctor, que no se diga… Ese vermouth de Turin

es delicioso… Mientras uno de los camareros del círculo llenaba el vaso del cirujano y el del ca-

pitán, el Sr. de Selves se acercó al Sr. Delmas y continuó: –Mi querido doctor, la semejanza de esas dos mujeres es tan real como que uno de

nosotros se ha confundido. –¿En serio?... Cuénteme eso, se lo ruego. –Uno de nuestros jefes de escuadrón, que no conocía a la esposa del general y

que, una noche de Navidad, había sido invitado a cenar por Montigny, en casa de Clara, nos afirmaba recientemente que René hacía de las suyas… Apostaba su cabeza a que Clara estaba en Limoges… La verdad, es que el jefe de escuadrón había encontrado a la Sra. Claudel paseando por el Champ-de-Juillet del brazo de Montigny… Pero, ahí vie-nen Bordas y Lescure; preguntadles a ver qué opinan.

Dieron las seis. El círculo estaba muy animado. Oficiales de todas las armas y de todo grado, coraceros, dragones, zapadores, la mayoría en uniforme, habían tomado plaza ante las mesas de mármol cargadas de aperitivos de colores del topacio, de rubís, y de oro verde. Aquí y allá, algunos viejos «chusqueros» jugaban, unos al dominó, otros al ajedrez, mientras que los jóvenes sublugartenientes empujaban los tacos de billar so-bre las cuatro mesas colocadas entre ellos, bajo grandes arcos pintados cortando la sala en dos partes más o menos iguales. La variedad de los uniformes daba un aspecto muy pintoresco a la multitud de los consumidores; un tono de cortesía, incluso de fraterni-dad, reinaba en el establecimiento.

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Sentadas en la barra, dos gruesas damas, expuestas bajo los fuegos del gas, acos-tumbras a la pesadez de la atmósfera repleta del humo de las pipas y las respiraciones de un centenar de hombres, se mantenían allí, muy dignas, entre dos lámparas. De vez en cuando, vibraba el chasquido de los sables. La puerta de la calle se abría, se cerraba, daba paso a militares casados para ganar su domicilio sin esperar a las siete, la hora de la cena.

Los viejos hablaban del servicio; los jóvenes de mujeres y caballos. En definitiva, una gran y verdadera familia, animada de un espíritu de solidaridad bastante vivaz para imponer silencio a las rivalidades y a las ambiciones.

–Francia cuida a su ejército,– afirmaba el viejo cirujano.– Un país que no honra a sus soldados es un país perdido. El Príncipe, dijo Maquiavelo, debe saber hacer la gue-rra. El Príncipe hoy es el pueblo. Cuando la civilización haya progresado, los ejércitos permanentes serán inútiles; pero la última palabra no la tienen aún los filósofos. ¡Un cañón trona más fuerte que un discurso!...

–Vamos, Lescure – dijo el capitán Bordas, – seamos serios. Debes confesar que Montigny ha tenido una singular idea instalando a Clara en el hotel Perrier.

El doctor Delmas inclinó la cabeza. –El Sr. de Lescure tiene razón. Nuestro amigo René tenía el deber de actuar con

más prudencia, de alquilar un apartamento alejado, a no exponer a su esposa a encon-trarse con su amante…

–Opino lo mismo – dijo Selves. –Pienso igual, – añadió Bordas. De Lescure se cruzó de brazos y se echó a reír. –¡Ah! caballeros, palabra de honor, ¡se diría que Montigny es un crío! Extendió la mano y señaló a sus colegas: –… ¡Admiren a los niños! Os exceptúo, mayor. Realmente, la broma es de una

amargura… Esta cantinela comenzó la noche del baile de la Prefectura… Montigny y la Sra. Claudel… Ahora, Montigny y Clara… Mañana, Montigny y quién queráis…Yo os pregunto, ¿qué nos importan a nosotros los asuntos de nuestro camarada? En rigor, comprendo que, cuando la cabeza del bravo general Claudel está en juego, enarbolemos algunas lanzas… Hoy, se trata de un marido que pasa la lama de su sable por el contra-to, a favor de una antigua conocida… ¿Acaso somos ángeles guardianes, muchachos?... Nos volvemos ridículos, ¡eso es todo! ¡Camarero, un absenta!... Después de todo, que ocurra lo que tenga que ocurrir, ¡yo no quiero saber nada!...

–Lescure, – intervino de Selves, – no hablabas así la pasada noche. –¡Es posible! Pero os volvéis irritantes con vuestras reflexiones y vuestra moral a

todas horas… Es el mayor quién nos catequiza. Sí, doctor, yo no os quiero mal, pero, en fin…

–Proteste, doctor, proteste, – dijeron Bordas y de Selves. El mal humor del capitán de Lescure duró poco. El joven tendió la mano al Sr.

Delmas y, mientras sus camaradas tomaban sus sables y sus quepís, él murmuró al oído del viejo cirujano:

–Vos sabéis, mi viejo amigo, qué afecto y respeto siento por vos; disculpe mi ve-hemencia. Sois un hombre de ciencia; pero, sapristi, con de Selves, la fisiología es muy aburrida! Vamos, sin rencor… ¡Cene con nosotros! Yo os llevo a la pensión.

–¿Al hotel Perrier? –Sí. –Acepto.

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–¡Bravo! Decidme pues, mi querido doctor, si nos encontrásemos a Montigny y Clara sería divertido… Pero, dudo el encuentro… Parece que la mujer está bajo llave… ¡Basta! Descorcharemos algunas botellas de Caplette y de Selves hará su discurso.

–¿Qué dices?... – preguntó de Selves. –Digo que en los postres, se discutirá en firme… de ciencia pura… No hay nada

tan divertido como eso… ¡En marcha! –¡En marcha! El Sr. Delmas y los tres oficiales llegaban al restaurante de la calle Gaignolle. En el corredor, se cruzaron con dos actrices que se dirigían al teatro. –Hola, Julietta – saludó Lescure. –Hola, capitán. –¿A dónde vais, queridas? –Al teatro. –¡Pasadlo bien!.... Escucha, Julietta… De Selves había arrastrado a Bordas y al doctor hasta la salita de grandes puertas

acristaladas donde se encontraba puesto el cubierto de los inquilinos. Pasando ante la cocina, los dos capitanes interpelaron al grueso Adán, propietario

y cocinero de la casa. –Tío Caplete… ¡un cubierto más! Y de inmediato, la voz del patrón se alzó. Pronunció el nombre de su camarero

Joseph: –¡Osé! ¡Osé! –Aquí estoy, patrón. El camarero de sala, que se encontraba en el segundo piso, bajó en mangas de ca-

misa, sobre la rampa de la escalera. Luego, puso rápidamente su frac negro colgado en una percha, y se presentó, muy serio, para recibir las órdenes de los clientes.

Joseph, un gran muchacho, sin barba, con cabellos pelirrojos, había sido payaso en su juventud, y conservaba del circo costumbres bastante divertidas para regocijar a los inquilinos y clientes del hotel Perrier.

El Sr. de Montigny se divertía antaño con sus piruetas, o haciéndole saltar un sa-ble a la altura de un hombre.

Se esperaba a Lescure. Unas risas estallaron de repente en el corredor. –Bueno… – exclamó Bordas – ¡Lescure va a comprometer al 21º! Julietta, una muchacha muy joven, muy alta y muy morena, que tenía en el teatro

papeles principales, se abandonaba a una intensa cólera. –Sí, Lescure, podéis reíros, burlaros de mi, pero eso no impedirá que la Mongibe-

aux haya regresado a Limoges con la intención de firmar un nuevo contrato! –En primer lugar, ¿quién te ha dicho que Clara estuviese de regreso? –¡Oh! señor,– respondió la amiga de la actriz, – una cosa es no tener gran educa-

ción, pero habría que ser muy tonta para no adivinar… Durante toda la jornada, la casa ha sido un trajín subiendo y bajando… ¡Maletas y más maletas!... No hay otra, que no sea la Srta. Mongibeaux, que sea capaz de arrastrar tanto equipaje con ella.

–Además yo he visto algo que lo constata. – afirmó Julietta. –Visto…¿qué? –A Montigny… –¿Cuándo?... –Esta mañana… Cuando os decía que dejaría a su esposa por la Mongibeaux…

¿No tenía razón? –Julietta, ¿quieres un consejo?

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–¡Decidme! –No seas cotilla. –¡En fin, si la Mongibeaux disputa mi plaza, me defenderé! –Clara no viene con esas intenciones. –¿Estáis seguro? –Seguro como la dulzura de tus labios. Vamos, Julietta, voy a besarte para calmar-

te. –No… No aquí, querido. –¡Malvada! –Entonces, date prisa… Precisamente vuestros amigos os llaman. Se escuchaban las llamadas. La actriz tendió la mejilla, mientras que su compañe-

ra se dirigía hacia la puerta de salida. –Hasta luego, mi pequeña Julietta… No te enfades… Clara Mongibeaux está en

Limoges… cuestión de amores… Misterio y discreción…. ¿Cuándo me permitirás ir … a tocar el piano a tu casa?

–Mañana no… Él viene… –¿Quién es Él? –¿No lo sabéis?... Bélicien, el banquero de la calle de los Canards… ¡Chsss! –¿Entonces? –Pasado mañana… a las tres. –Entendido… Precisamente quiero ofrecerte un brazalete porta felicidad… Tú ya

sabes, con un cerdito trufado de zafiros… –¡Oh! sois muy amable… Os quiero mucho… Me voy… Hasta pronto, Cucure. Julietta, muy pizpireta, puso la mano sobre su boca y envió un beso al capitán

quién, en el silencio del corredor, emitió un silbido como el trino de un alegre pinzón. Tras haber soportado una andanada de bromas, el capitán tomó asiento en la mesa. Se habló. El amigo de Julietta estaba dicharachero, y en los postres, el cirujano,

tan serio de ordinario, feliz con la idea de que el honor de su amigo Claudel no estaba en peligro, que pronto Léonie recuperaría sus derechos de esposa, el gran cirujano plan-teó una serie de paradojas en relación con el amor, con sus caprichos, con sus derrotas y sus victorias. Mientras la cuestión del amor figurase en el cuadro, Larouche toleraba todas las fantasías y divagaciones.

–Caballeros, –comenzó el doctor, – yo nunca miento. Si les afirmo que jamás he amado, pueden creerme…

Un «muy bien» acogió la confidencia. –Si algún día llegase a amar, lo que no es demasiado probable a mi edad, me pa-

rece que hubiese sido con la mujer más virtuosa, la más inconquistable… ¿El Sr. de Lescure sonríe?... Continúo… En el país de los yanquis, en New York incluso, un hábil chalán quiso, un día, desprenderse de un caballo que ya no le gustaba. Redactó un anun-cio que apareció en el New York Herald. Lejos de valorar la mercancía, el anuncio decía textualmente lo siguiente: «SE VENDE, un caballo cojo, arqueado y tuerto.» Deben us-tedes reconocer que eso era una publicidad singular. La primera mañana, los lectores del periódico se alzaron de hombros; al día siguiente, un abonado encontró el asunto diver-tido y se interesó. Se habló de la historia en el club; se reían de ello. El chalán no se desalentaba y el mismo anuncio apareció durante dos meses en el mismo periódico. En-tonces, el vendedor de caballos recibió mil peticiones, y el caballo cojo, arqueado y tuerto alcanzó un precio considerable. La moraleja, caballeros y amigos, es fácil de ex-traer. El chalán había vencido por la continuidad del deseo de vender. Uno se decía: «El animal no puede ser absolutamente cojo… ¿Arqueado?... Hay muy buenos animales que tienen esa tara… ¿Tuerto? Un caballo tuerto, raramente es perezoso… ¡Vamos a ver-

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lo!...» Los abonados del New-York Herald habían vacilado… La incesante publicidad se imponía. Eso mismo es aplicable en el amor. El amante se presenta, y casi siempre con menos defectos que el caballo del yanqui. La mujer mira al amante, le encuentra mil defectos; el amante regresa al día siguiente, y al siguiente aún, todos los días, a todas horas. Si no puede aparecer realmente en persona, se remite al recuerdo de la dama amada mediante sus propios defectos. El hombre debe penetrar en el corazón de una mujer, no como una punta que un martillo hunde brutalmente de un solo golpe, sino con la lenta mordedura de un tornillo… La punta llega más rápido, pero puede doblarse, y además es raramente sólida; el tornillo, por el contrario, muerde difícilmente; y cuando el destornillador lo gira, el tornillo vacila!... Si finalmente penetra, será necesario dar los mismos giros de destornillador para arrancarlo, la misma lentitud.

–¡Apuesto por el tornillo!– concluyó de Lescure. Y mientras los bravos acogían las paradojas del doctor, el propietario del hotel, el

Sr. Adán, apareció en el umbral de la puerta. Era un hombre grueso de rostro escarlata, tostado por el horno. Siempre vestido con su traje blanco de chef de cocina, su amplia banda sujeta a la cadera, quería mucho a sus capitanes y se complacía al verlos en los postres. Tenía un bigotito y hablaba tan aprisa que, para pronunciar el nombre del Sr. de Lescure, simplemente decía: «¡Ñor Scur!» Los oficiales lo habían apodado el tío Caplet, a causa de un vino de Saumur dorado, chispeante y espumoso, – el orgullo de sus bode-gas.

–Tío Caplet, ¿hay alguien nuevo en la caja, verdad?... ¿La Sra. Clara?... – dijo Lescure.

–¡No sé, ñor Scur! –El que os haga hablar tendrá que ser un ciudadano muy duro… ¿Es inútil pre-

guntaros si el Sr. de Montigny debe venir esta noche? –¡No sé, ñor Scur… No pue decir ná! –¿Pero podéis servirnos el caplete? –Sí, ñor Scur… ¡Osé!... ¡dos caplet! Al no estar allí el camarero, el Sr. Adán agitó la cuerda de una campanilla, y de

inmediato el ruido de un cuerpo bajando por la rampa de la escalera, se hizo oír. –Aquí, patrón. –¿Está todo bien, por ahí arriba? –La Señora Mongibeaux… –¡Chhhsss animal… chssss!... ¡Rapio! ¡Dos caplets!... ¡dos!... –Sí, patrón. Se hacía tarde. El cirujano y los oficiales se levantaron de la mesa, y el azar quiso

que en el momento en el que la puerta se abría ante ellos, el capitán René entrase en el hotel.

Intercambiaron una serie de saludos rápidos. El Sr. de Montigny, un poco pálido y febril, atravesó el corredor y subió la escale-

ra que llevaba al apartamento de su antigua amante, la Srta. Mongibeaux. El cirujano Delmas agarró el brazo del Sr. de Selves, y, casi alegre, bajo una emo-

ción que alejaba los terrores pasados, declaró: –Montigny está convaleciente… Una vez sea padre, se curará. ¡Respondo de ello! Pero los oficiales salieron poco convencidos de la rotundidad de esa afirmación.

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IX Germaine ya no era la misma mujer. De súbito, en presencia de la espantosa auda-

cia del Sr. de Montigny, había medido la extensión del abismo que la separaba para siempre, según pensaba, de su marido y su hijastra. El recuerdo de los repentinos trans-portes, de las ardiente declaración de un hombre al que consideraba como un hijo, la arrojó en unas tinieblas tan profundas, que tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario de memoria para convencerse de la realidad-

Y cuando la Sra. Claudel estuvo en posesión de su libre albedrío y, muy tranquila, reflexionó en todas esas cosas, prorrumpió a llorar. No eran los llantos más abundantes de la mujer indignada los que mojaban su rostro, la hacían bonita con la belleza del do-lor; eran lágrimas raras, contenidas, temblando sobre los párpados, vacilando en desbor-dar, parecían rojas como si la sangre las tiñese.

La suegra se reprochó las futilidades, las zalamerías, las despreocupaciones de su carácter. ¡Oh! lo reconocía: la primera culpable era ella. Todo el pasado se levantó ante Germaine, y Germaine incriminó a su coquetería y el prurito de vanidad que germinaba en ella, pues su deber de esposa le ordenaba comportarse, mientras que sus impulsos de juventud habían exasperado. Consumados ya los acontecimientos se iluminaban de una luz tan intensa que la daba casi enloquecía. Le pareció, en esas penosas horas, que ella revivía todas las conversaciones, todas las escenas alocadas, todas las diversiones: ama-zona y jinete galopaban por los caminos, mientras que en la casa. Léonie reemplazaba a la madre ausente; la suegra bailaba con el yerno, mientras la esposa enferma les instaba a que bailasen…, La hijastra encinta descansaba en su cama, mecida por los encantos que dan una tregua a los dolores de las madres, y la suegra lucía sus guantes en el teatro, en el concierto, con el apuesto joven que ella robaba a la otra.

Germaine lloraba. –¿Pero qué te pasa, amiga mía? – murmuraba el general. – ¡Mírame, vamos!…

¿Te han hecho algo? –No, amigo mío, no. –¿Por qué ya no ríes? –Ya va siendo hora, Philippe de que tu esposa sea seria. –¿Para qué?... Está en tu naturaleza cantar y reír… ¡Ríe! ¡Señora Generala! –Querido Philippe… Y, alegre, la joven mujer besaba al viejo con un ardor hasta entonces desconocido. El general se desprendió suavemente. –Es mi culpa también… Siempre te repito que no eres bastante seria, y he aquí

que tu frente severa me entristece… ¿Vamos a Limoges hoy? Nini te espera. –Mañana… Iremos juntos. Léonie estará contenta de verte. –¿Germaine, estás afligida con la idea de que pronto serás abuela, un título que te

va a envejecer? –¿Envejecer?... Estoy feliz por ello. –Para acercarte a Philippe? –Sí. –Diablos, pero un año cuenta tanto para mi como para ti… No te puedes acercar…

La ancianidad de la edad… –¡No impide la elección! He sido elegida por ti. ¡Estoy orgullosa! –¡Oh! ¡Eres encantadora! La Sra. Claudel se ocupaba del hogar, y con tanta intensidad que la Martrille no lo

podía creer. Antaño, la dama, educada en el desdén por las actividades domésticas, de-

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jaba en cualquier sitio su ropa interior, sus vestidos, su dinero del bolsillo, incluso sus joyas. Cécile contaba historias de su ama; narraba las negligencias y los comportamien-tos extraños de la joven mujer: vestidos en trozos, faldas embarradas, pañuelos nuevos cortados en dos, sombreros desplumados y marchitos al día siguiente, un desorden que sacaba de quicio a la vieja sirvienta.

Ahora, Germaine se manifestaba como una mujer de su casa. Esos mil detalles que hasta aquí ella había ignorado, ahora le interesaban y la absorbían por completo; la vida de interior le gustaba por la actividad que había que dispensar. Quiso saber como la Martrille se las arreglaba para fabricar las exquisitas pastas, las compotas de manzana, las tartas con mermelada de grosella, que enloquecían al Sr. Claudel.

A veces, el general se divertía sorprendido a la bonita cocinera, cuyas manitas blancas por la harina tocaban dulcemente el rostro del viejo y marcaban las mejillas flacas con manchas blancas. Risas de niña tan gentiles, caricias tan amorosas que la Martrille aplaudía, viendo la dicha de sus amos.

Transcurrieron de este modo algunos días. Germaine evitaba encontrarse sola con René. En la mesa, bien en Las Bastidas, como en Limoges, se hablaba de unas cosas y otras. El capitán siempre era el mismo, siempre gracioso con la suegra, siempre lleno de ternura con su esposa. El Sr. de Montigny charlaba con la Sra. Claudel; volvía las pági-nas de la partitura en el piano de un modo tan natural, que Germaine pensó que el joven había sido víctima de una locura pasajera.

Una noche, ella le dio la mano, bajando la cabeza, agradeciéndole con una sonrisa haberla olvidado: René tomó la mano, pero giró su rostro sufriendo, humillado por ese perdón grave y silencioso.

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X –Ahí, querida… La cabeza un poco más inclinada a la derecha… Bien… Míra-

me… Sonríe, ahora… ¡Oh! ¡Estás adorable! Sentado sobre un canapé, con el cigarro en los dientes, el Sr. de Montigny con-

templaba a la Srta. Mongibeaux, indolentemente extendida sobre un sofá y dispuesta a satisfacer todos los caprichos del joven oficial.

Clara cantaba, reía, caminaba, incluso bailaba, a las órdenes de René. Eran las dos de la madrugada. – Estaban allí, los dos, en una habitación del hotel

Perrier. Las cortinas habían sido cuidadosamente pasadas sobre las ventanas. En la casa, todos dormían. La luz de las lámparas y las llamas de la chimenea iluminaban sus páli-dos rostros marchitos por la batalla del amor. Clara, en faldas blancas, en corsé rojo, con los ojos ojerosos, el peinado revuelto, reposaba con la cabeza apoyada sobre la palma de su mano derecha, con una expresión atenta e inquieta en la mirada, como un animal obedeciendo a un payaso.

Él, muy tranquilo, ordenaba: –¡Baila! Ella se levantaba; bailaba. –¡Canta! Ella cantaba. –¡Ríe! –Ella reía. –¡Más fuerte!... ¡Más fuerte!... ¡Más fuerte!... Ella reía más fuerte; reía hasta torcerse. En fin, enervada por esta salvaje comedia, se detuvo bruscamente y se negó a eje-

cutar una orden tan extraña, tan loca, tan indigna de un amante, que su pudor de mujer se rebeló.

–Pierdes la cabeza, mi pobre René… Estás ebrio… ¡Cómo te brillan los ojos!... ¿En qué piensas?... ¿Es otra mujer quien te preocupa?… ¡La sosia tiene miedo!...

Él la miró, encantado por la dulzura de su voz. –Eres una buena chica. Él lloraba. Se estremecía y no hacía frío en la habitación. Clara, muy confusa viendo llorar y temblar a un hombre tan valiente y leal, se

arrodilló, y calentado con sus manos los dedos helados de René, dijo: –Amigo, estás afligido… No soy yo a quién amas… Digo que padeces un mal que

no se puede curar… –¡Déjame… vete!... – dijo en un sollozo, apartando a la mujer. Ella casi había caído, pero volvió en sí, arrastrándose sobre la alfombra, y acarició

al amante como a un bebé enfermo que se acuna: –¡Oh! ¡querido! Una noche de orgía. La mesa todavía estaba levantada en medio de la habitación,

y allí se veía en claro desorden unos cazuelas con las asas rotas, galletas esparcidas mordidas rabiosamente por dos bocas, servilletas sucias; y sobre las alfombras, botellas de champán, garrafas, vasos, una tetera de panta reventada por una patada, fragmentos de vajilla, todos los testimonios de una fiesta de dos en el que el furor de un amante celoso hubiese tenido vía libre.

La atmósfera estaba impregnada del olor de los cigarros y de las penetrantes ema-naciones de los perfumes de baño.

–Déjame mecerte… ¡Dodo!... ¡Dodo!... ¡Dodo!... ¡dodo!... ¡dodo!...

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La víspera de ese día, el capitán René había pretextado un viaje a Bellac, para vi-sitar, decía él, a un antiguo camarada de Saint-Cyr. Muy dolorida, la condesa, lo vio partir tristemente.

–¿No podrías posponer ese viaje? –Lo he prometido, querida. –¿Regresarás mañana? –Sí. –¿Seguro? –Por supuesto. –Me aburro tanto cuando no estás. El Sr. de Montigny se hizo conducir a la estación, y tras haber enviado de vuelta

su cupé, subió por la calle Gaignolle. Clara lo esperaba. El tío Adán, siempre misterioso, se había recogido para com-

poner un fino menú y desempolvar algunas botellas en la bodega; y cuando hacia las siete de la tarde, el capitán de Lescure lo interrogó, con ocasión de los preparativos que ponían la cocina patas arriba, el propietario del hotel respondió, según su costumbre:

–No sé, ñor Scur.. –¡Eh! ¡viejo bribón! –La discre…ción es una virtú…mi capitán! –Era Joseph – el primer camarero del hotel – el que había hecho el servicio a la

Srta. Mongibeaux, mientras esta esperaba aún una criada. El sirviente se retiró temprano a órdenes de Montigny, que, todo el tiempo que duró la cena, se mostró muy galante con la señorita. Pero si Clara hubiese tenido un poco de intuición, habría adivinado cier-tas preocupaciones en el espíritu de su amante. Una idea fija atormentaba al capitán, una idea obsesiva. El conde, más impactado que nunca del extraño parecido de Germaine y Clara, deseaba que ese parecido fuese perfecto, hasta el punto de engañarlo a él mismo y permitirle vivir realmente su visión.

En esa noche poblada de quimeras, exasperado por un dolor tan grande, por un amor tan violento que los fuegos del alcohol no pueden apagar el amor ni apaciguar el dolor, el conde se había librado a sus fantasías.

El amante quiso que su amante se pusiese un vestido parecido al que llevaba la Sra. Claudel la noche del baile de la Prefectura; precisamente, la Srta. Mongibeaux po-seía un vestido más o menso parecido, un vestido de terciopelo azul, de cola larga, flori-do de rosas y encajes. La actriz calzó unos zapatos de satén blanco, se puso un tocado, y una diadema de piedras preciosas entre dos rosas, brillando en su rubia cabellera. Se puso unos guantes y brazales alrededor de sus brazos desnudos.

–¿Estoy bonita, así, mi querido conde?... ¿Estás satisfecho? –Vamos, camina un poco… ¡Sonríe!... ¡Baila!... Tu voz es dura… A tus ojos les

falta vida… Así… Eso está mejor… Levanta la frente… Un poco más… ¡Te adoro!... ¡te adoro!...

Perdido, corría hacia ella, la levantaba entre sus brazos nerviosos, y, creyendo que era Germaine que le devolvía amor por amor, besos por besos, zalamerías por zalamer-ías, él inundaba a la actriz con sus voluptuosidades.

Luego, deseó que la muchacha quitase su vestido de baile. Quería que apareciera en blancos faldones, muy casta… Había sorprendido a Germaine desvistiéndose una mañana en las Bastidas: quería volver a vivir esa escena que la había encendido la san-gre.

Clara amaba mucho al conde de Montigny. Cuando debió abandonar Limoges, la artista no echó de menos ni a la ciudad ni al teatro, sino que la mujer sintió una gran tristeza, causada por la necesidad de encontrar un nuevo amante y el eterno lamento de

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no volver más al hombre generoso y tierno con el que había compartido tantas alegrías en la flor de su inocencia.

Venida de Boulogne-sur-Mer, – sin familia ahora, sin protector, – se comparaba a una exiliada.

Allí, en el encantador hotelito de la avenida del Champ-de-Julliet, nada faltaba a su dicha. Se recibían a cenar a los oficiales del 21º, los Sres. de Selves, Bordas, de Les-cure y otros más – y los camaradas respetaban a la amante del amigo. La Srta. Mongi-beaux obtuvo grandes éxitos en el teatro; se reveló como una artista laboriosa e inteli-gente, y, cuando la sala crujía bajo los bravos, se inclinaba ante todo el mundo, pero sus ojos enamorados no brillaban más que para la zona de butacas de la derecha, donde una apuesta figura de hombre le sonreía: la sonrisa de René, el único bravo que alegraba su corazón.

En esa época, los capitanes no soñaban con el matrimonio. Los jóvenes amantes vivían en un paraíso de amor. Retozaban de la mañana a la noche. La artista soñaba con Paris. El Vaudeville, el Gymnase, la Comédie-Française tal vez… El conde tenía rela-ciones poderosas; obtendría un destino… Un día, ambos irían juntos a París.

La actriz ya se veía oficiala de los franceses. ¡El, sería coronel a los treinta y ocho años!

–¡Oh! amigo mío, – decía la dulce muchacha – si otra mujer no te va a procurar más dicha que Clara, conserva a Clara… Querido René, yo te amo tanto… No me echarás, verdad?... ¡No es culpa mía si soy pobre y oscura!

Y, su rubia cabeza echada hacia atrás, con los ojos brillantes, la voz acariciadora, con un gesto y una sonrisa de gran dama:

–Es que tú ennobleces todo lo que tocas, Señor conde. Fue necesario separarse. –Marcharás, Clara. –Sí. –No tratarás de volver a verme, ¿me entiendes? ¡Jamás! –¡Jamás! –Adiós –Adiós. –Pobre pequeña.. –Déjame besarte por última vez, ¿quieres?... ¡Oh, mi René!... Muy afligida, Clara se arrojó sobre el pecho del joven y quedó allí largo rato, tan-

to tiempo como pudo. Y como él partía, con los ojos rojos, ella todavía lo llamó por última vez. –Señor conde, te casas con la Srta. Claudel, la hija de ese general cuyo apellido es

bendecido por todos los franceses… Qué seas feliz… Me inclino y te saludo… ¡Adiós!...

La Srta. Mongibeaux estaba en Niza, en el momento en que recibió el telegrama del Sr. del Montigny.

La llamada decía: «Ven enseguida – necesito verte. – Iré a esperarte a la estación – Ven.—RENE.»

Clara había abandonado todo. Debía actuar al día siguiente con una compañía de paso; no actuaría, eso es todo. La denunciarían ante los tribunales; pagaría una multa. El único hombre que amaba en el mundo, la llamaba; ella no escuchaba más que su voz, gran artista, pero mujer. Nada prevalecería contra los impulsos amorosos.

Había venido, llegando justo a tiempo para hacer sus maletas, pues esperaba que-dar en Limoges. Durante el viaje, la actriz había reflexionado. Desde luego, era feliz por volver a ver a René y de amarlo aún; pero un sentimiento de pena se mezclaba con su

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triunfo… El Sr. de Montigny despreciaba a la condesa, no había duda. Aunque tuviese la alegría de haberlo reconquistado, no podía evitar una tristeza pensando en el inmenso dolor de la esposa legítima, de esa encantadora señorita que se mostraba antaño en la ciudad casi con orgullo, – la pequeña colegiala que había ofrecido el ramo de rosas a su padre, el general, la niña de Limoges, como todo el mundo la llamaba. La misma impre-sión no se produciría si hubiese sido otra mujer, pero esta… ¡Ah! ¡realmente, era dema-siado tonta teniendo esos escrúpulos!… Se le había robado su amante, ella lo retomaba, era justo.

–Te encuentras mejor ahora, mi pequeño René. –Sí. –¡Qué pesadilla!... Me has dado miedo… –¿He soñado, dime? –Sí… hemos bebido demasiado champán. –No, no es el champán. –¿Has fumado demasiado? –No. –¿Qué, entonces? –Nada. –Te lo ruego… –Nada. –¿Por qué me engañas, amigo?... Leo en tus ojos una gran pena… Tengo el dere-

cho de saber. –¡No! – dijo él, brutalmente. Ella se alejó, herida. –Perdón… perdón… No seré más curiosa… Clara se había sentado, sobre las rodillas del capitán, y alisaba los bigotes rizados

de su querido enamorado que se inclinaba hacia ella. –¿Es tarde? – preguntó él. –Las cinco… ¿Tú no regresas a tu casa aún? –No… No antes de las doce. –Claro… La condesa te cree en Bellac… Estás muy pálido… ¿Una taza de té? –Gracias. –¿Sí? –Como quieras. Ella buscó la tetera y, viéndola rota sobre la alfombra: –Bebé, has sido malo… pero Clara es una mujer precavida. Corrió a la antesala, abrió una de sus maletas y extrajo una pequeña cafetera de

vieja plata. –Nunca se sabe lo que se puede necesitar mientras se viaja! – canturreó, alegre. Cuando le sirvió el té, lo besó. –¿Quieres que nos acostemos, Dodo? Es una locura pasar la noche en blanco…

¡Vamos, ven, ven, mi gatito querido! Se levantaron a las diez. Joseph les trajo el almuerzo. Dos docenas de ostras, huevos duros, un par de chuletillas y una botella de sauter-

ne los reconfortaron, y René prometió regresar a ver a Clara esa misma noche. Por lo demás, el capitán se las arreglaría para estar libre lo más a menudo posible. Hasta que se le hubiese encontrado un apartamento conveniente, Clara permanecería en el hotel Pe-rrier, en compañía de la criada que la Sra. Adán se encargase de conseguirle.

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–Aquí, – continuaba el Sr. de Montigny… – y a fin de evitar cualquier comenta-rio, saldrás sola, sin hacerte notar, por supuesto. Nos citaremos en el puente Nuevo, sobre la carretera de Aix… Voy a dar órdenes a mi decorador para que te consiga una instalación provisional… ¿Necesitas dinero?

–No del todo. –¡Tanto peor!... ¿Y el teatro? –No pienso en ello. –Yo si pensaba. –¿Cómo es eso? –Sí… Una fantasía… –¡Cuéntame! –Próximamente van a representar los Fourchambault; me gustaría verte en el pa-

pel de Blanche. –El papel, sin duda estará ya concedido. –A Julietta, lo sé… Pero el director ha conservado de ti un recuerdo tal que no

dudará en cambiar de opinión… –¿Retirar el rol a la Srta. Julietta? ¡Eso estaría mal! –¿Entonces, no quieres concederme ese placer? –Si… ¿Acaso detestas a esa Julietta? –Apenas la conozco. –¿No se trata de una venganza? –No. –¡Bien! Veré lo que puedo hacer… Sapristi, de todos modos no está bien… –Obtendrás un enorme éxito. –¡Oh! ¡el éxito!... –¿Estás enfadada? –Claro que no… Pero el teatro de Limoges no tienta demasiado… En fin… –¿Aceptas? –Acepto… Es decir que primero iré a hacer una visita a la Srta. Julietta, y a conti-

nuación al director, si ha lugar… ¿Sabes si la Srta. Julietta vive en el hotel? –Segundo piso… la puerta de la izquierda. –¿Cuántos amantes? –¡Dos! El primero, un banquero; el segundo, de Lescure. –Ese pobre de Lescure… ¿Tú lo aprecias mucho, no? –Sí, mucho… a Bordas, Lescure, de Selves… –Athos, Porthos, Aramis… –Los tres hermanos siameses, es más moderno. –¿Y el doctor Delmas? –El cirujano siempre será el cirujano. –Un hombre muy inteligente, por lo que tengo entendido. –¿No lo conoces? –Apenas lo conozco… Recuerdo que rechazaba nuestras invitaciones a cenar… –Está más suavizado. –¿Es el mejor amigo de tu suegro? –¡Dos siameses!... Así, pues, ¿actúas en los Fourchambault? –Voy a intentarlo. Julietta se va a poner furiosa… ¡Conozco a las buenas compa-

ñeras! –¿Y si le ofrecieses dinero? –Muy probablemente lo rechazaría. –¿Una joya?

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–Ya veremos. El conde de Montigny extrajo su reloj de bolsillo: –Las doce menos veinte. Mi cupé me espera en la estación. Me voy… Hasta esta

noche, Toutou… ¡Bésame! El capitán salió del hotel Perrier, discretamente.

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XI La Sra. de Montigny no salía de la habitación; Suzanne quedaba junto a su ama.

Si la enferma soportaba valientemente los males comunes a todas las mujeres en su es-tado, las irritaciones musculares, las penosas sensaciones de frío y calor, los lentos so-focos, los espantosos dolores de la espalda anunciando la inmediata liberación, todos los horribles sufrimientos que no han conocido las vírgenes santificadas por la Iglesia, y que hacen que una madre sea bendecida entre las mujeres y tres veces santa en las obras de la naturaleza, la esposa abandonada sentía su corazón herido por una yaga incurable.

La criada estaba obligada a mentir, todavía hoy, para excusar a su amo, – ahora un alegre vividor.

–Señora, los amigos del Sr. conde han venido a buscarle… una cena del cuerpo en el hotel de la Paz… eso aburre mucho al Señor…

–Sí, hija mía, sí… –¿La Señora no me cree? –Sí… Dime Suzanne, ¿la señora Claudel ha preguntado por mí? –Señora… –¡No mientas! –No, Señora… Pero la condesa de Montigny ha hablado por mediación de su ad-

ministrador. –Ya lo sé. –La señora generala ha tenido su migraña en la jornada de ayer. –¡Ah! ¿Quién te ha dicho eso? –Jacques, el criado. –¿Dónde has encontrado a Jacques? –En el mercado Dupuytren, Señora. Léonie añadió por lo bajo: –Y Jacques no ha venido hasta la casa… Eso es extraño y cruel… Mamá Germai-

ne me abandona… Suzanne levantó una esquina de una de las cortinas de la habitación. –¿Qué miras, Suzanne? –Señora… es el Sr. doctor… Atraviesa la plaza… Viene a casa… Aquí está…

Llama… ¿La señora quiere recibirlo? –Sí. –¿Entonces voy a decir al Sr. Delmas que puede subir? –¡Ve! –Sí, Señora… ¿Necesita algo la Señora? –No… no… –¡Oh! ¡Qué pálida está la Señora!... ¡pálida!... me siento muy mal viendo sufrir a

la Señora que es tan buena conmigo! –Gracias, hija mía… Aquí está el doctor. Déjanos… El Sr. Delmas entraba. –¿Y bien, mi querida Léonie? La condesa tendió la mano al cirujano que se sentó frente a ella, cubriéndola con

esa mirada inquisitiva, rápida, llena de luz. Cuando ese hombre observaba a una criatura enferma, la fascinaba, y, hasta tal punto, que la persona inquieta, dominada, compren-diendo sin duda que trataría en vano de engañarle, se libraba de sí misma y confesaba todo.

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El viejo adivinaba los efectos tardíos de una herencia vergonzosa, de modo que nunca solía fallar en sus vaticinios al joven víctima de un temperamento ajado y des-truido por las enfermedades de juventud.

–Señor, vuestro padre ha tenido tal enfermedad? –Sí. –Joven, ¡he aquí vuestra historia! –Sí. Pero no solamente eran los sufrimientos del cuerpo humano los que el Sr. Delmas

adivinaba y aliviaba; los dolores morales también los desvelaba bruscamente. –Amigo mío, tú esposa te engaña… Querrás pruebas; guardas aún silencio, pero

sufres, lo veo en tus ojos escrutadores, en tus labios crispados que ríen con falsa risa. –Vos, señora, amáis a otro hombre que no es vuestro marido; vuestra voluptuosa

boca no está satisfecha… Señora, ¡pronto cederéis! En París, en una de las grandes salas del Val-de-Grace, se ven cadáveres colgados

del techo que sirven de blanco a los aprendices de cirujanos. Los alumnos en bata negra, con el delantal blanco hasta los riñones, armados de revólveres, disparan sobre los cadáveres vestidos con uniformes, a fin de saber el destrozo que una bala puede causar sobre tal o cual parte del cuerpo. El experimento no se establece según unas condiciones adecuadas, pues el cuerpo de un hombre privado de calor y movimiento, ofrecerá menos resistencia que una musculatura animada por el aliento de la vida, por la fiebre del fuego que arde en los combatientes sobre el campo de batalla. Por lo demás, la gravedad de las heridas aumenta o disminuye, según el derramamiento de sangre. No es menos cierto que el experimento es útil, incluso necesario, como son útiles y necesarios los admira-bles estudios del Sr. Pasteur sobre la rabia.

La ciencia es feroz: aquí, el insulto a la muerte; allá, el dolor más horrible inocu-lado a unos animales inofensivos. ¡Pero los sabios y los artistas santifican todo lo que tocan!

El cirujano estaba muy armado, pero de un modo diferente al de los tiradores del Val-de-Grâce. Él penetraba en la existencia de un hombre y de una mujer con la rapidez que un gran jefe de escuela se pone a leer la obra que un discípulo ha escrito, según la inspiración del maestro, siguiendo una vía claramente trazada. Todo hombre que tiene la gloria de crear una ciencia nueva o un arte nuevo, siempre tendrá el honor de quedarse con lo gigantesco de la obra, venga lo que venga posteriormente, sean cuales sean los desarrollos que el futuro aporte a la primera creación.

Es así como el doctor Delmas, – un desconocido aún, – hubiese sido célebre, más grande que Lavater, Gall y Spurzheim, si hubiese deseado la celebridad. Lavater edificó las bases del estudio de los caracteres por la observación de la fisionomía de los sujetos; Gall y Spurzheim fundaron la ciencia de la frenología. El sistema fisiológico del antiguo cirujano era absolutamente nuevo: AVERIGUAR LA CANTIDAD DEL SENTIDO MORAL DE LOS SERES, DE SU INDEPENDENCIA, MEDIANTE EL ESTUDIO DE SUS SENSACIONES.

Así pues, era el estado físico de los individuos lo que, por vez primera, era objeto de estudio. Lavater no observa más que los rostros; Gall y Spurzheim miran solamente los cráneos; el fisiólogo Delmas estudiaba todo el ser, – la sangre,– los nervios, – los músculos, – antes de diagnosticar.

La estadística, – ese testigo brutal, pero irrecusable de toda verdad, – confirmaba la doctrina del cirujano, así enunciada por Moreau (de Tours): TODO DEFECTO INTE-

LECTUAL ES CONSECUENCIA DE UN DEFECTO ORGÁNICO. Sobre cien individuos, – hombres y mujeres, – condenados por los tribunales, hay

ochenta enfermos, enfermos FÍSICAMENTE. Un individuo de cuerpo sano tiene un ochenta por ciento de probabilidades de no ser un criminal; la proporción es inversa

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para todo ser que sufre. Añadiendo al cálculo la pérdida del intelecto, en definitiva mínima: de un individuo sobre cien, la responsabilidad humana se establece así:

CIEN CRIMINALES

1º Ochenta irresponsables, a consecuencia de males físicos. 2º Un alienado. 3º Tan solo diecinueve individuos que gozan de la plenitud de su libre albedrío. El cirujano Adrien Delmas, – es sabido – aprovechaba las informaciones de su ley

fisiológica, no para apreciar el estado de los criminales enfermos, sino para adivinar las aflicciones de las personas que amaba con toda su alma generosa y tierna.

En ese momento, observaba a la Sra. de Montigny. La joven mujer tenía las ma-nos calientes, la lengua seca; una trepidación nerviosa sacudía ese cuerpo para el que la naturaleza ordenaba reposo. Estaba enferma. Los ojos de la muchacha revelaban una angustia profunda causada, no por el embarazo de la dama, sino por una inquietud moral que había surgido a consecuencia de largas reflexiones. Las luces suaves y brillantes, reafirmando una vida doble, habían dado lugar a chispas de fuego.

–¡Oh! señor Delmas, ¡soy muy desgraciada! – dijo de pronto la condesa estallando en sollozos.

–Ya lo veo, mi querida Léonie. Ella no paraba de llorar, con las manos sobre los ojos, abandonándose a la explo-

sión de un dolor mucho tiempo soportado. –Léonie, te pondrás enferma… Piensa en tu hijo… ¡Se valiente!... La esposa del capitán se levantó, y con el rostro arrugado por el llanto, inclinó

tristemente la cabeza: –Tenéis razón… Voy a ser madre… No tengo el derecho de afligirme de este mo-

do… Luego, muy tranquila, tomada por una imperiosa necesidad de encontrar un confi-

dente y un protector, Léonie dirigió una fría mirada sobre el viejo cirujano. –René me engaña con otra mujer, – dijo ella lentamente. –No, señora, no. –He adivinado todo… Una mujer encinta casi no tiene nada ya de mujer; es fea…

los rasgos se hinchan; las carnes se entumecen… Condesa, obrera o campesina, o men-diga o puta, se está horrible… El marido, – si tiene corazón, – ¿no debería comprender y justificar a la esposa que va a darle un hijo? ¿No debería esperar y amar y respetar siempre a la esposa que sufre?

Guardaron un momento de silencio, ella con los labios crispados, los ojos ojero-sos, espantada de lo que acababa de decir; él, inclinado sobre su sillón y reflexionando todavía. De vez en cuando, la condesa sacudía la cabeza como para decir: «¡René tiene una amante, estoy segura!»

Y como el Sr. Delmas no respondía, la Sra. de Montigny, que mordía su pañuelo de batista para no llorar, continuó:

–Fijaos bien… ¿No valdría más que estuviese muerta, yo y mi hijo?... Mirad… Si no me habláis, amigo, es que sabéis todo antes que yo, y, temiendo disgustarme, matar-me tal vez, os hacíais el ignorante… Es horrible… ¡René es un cobarde!...

Entonces, recobrando toda su presencia de espíritu, el doctor tomó las manos de la condesa y las mantuvo afectuosamente entre las suyas:

–Querida nija, – permitidme llamaros así, – René tal vez sea culpable; no lo sé; no quiero saberlo; pero de los que estoy seguro es que pronto lo recuperaréis si él está con-

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fundido… Permaneced firme y valiente como los sois… Pensad en el bendito fardo que lleváis y que os reconciliará a ambos… La carne es débil, el hombre es frágil; hay mu-cho que perdonar.

En ese momento, el ruido de un coche subió de la calle. –¡Oh! – suspiró Léonie, – si fuese mamá Germaine… –¿Seríais feliz? –Sí, sí… Imagínese doctor que desde hace algunos días, ella no ha venido; se diría

que comprende mi desgracia, que tiene vergüenza de verme llorar… La condesa se levantó dificultosamente, entreabrió la ventana y miró. –Es ella, señor Delmas, es ella… Ya no voy a estar sola… La quiero tanto… La

Sra. Claudel es buena; pero ya no es mi mamá, es mi hermana, mi gemela! –Os dejo, Léonie. –Podéis quedaros, doctor. –No, os molestaría. La Sra. Claudel entró, sonriente. –Hola, mi amada niña. –Hola, mamá. Se abrazaron con todo el ardor de una ternura común de madre e hija. –Tus ojos están rojos… ¿Has llorado, Nini? –Ya no lloro, mamá. La Sra. Claudel se quitó su abrigo y, acercándose al Sr. Delmal, que las miraba a

ambas, invadido por una profunda emoción, le preguntó: –¿Doctor, mi Nini tiene alguna pena? –Es cierto, Señora, – dijo el Sr. Delmas;– Léonie está triste; solo vos puede conso-

larla… Habladle con toda vuestra bondad… Tengo fe en vos… Hasta luego, Señoras… Hasta luego…

Cuando el doctor se hubo retirado, tras haber prometido regresar por la noche para tomar una taza de té, las dos jóvenes mujeres se sentaron sobre el canapé, una al lado de la otra, ante el fuego.

–Nini, la canastilla está bordada… ¡He trabajado mucho! –¿Por qué no has venido antes? –Estaba un poco indispuesta… ¿Dónde está tu marido? –No lo sé. –¡Oh!... El Sr. René sin duda está en el cuartel. –Lo dudo. –¿Cómo? –¡El Sr. de Montigny tiene una amante! –¿Qué dices? –Estoy segura… René me abandona; pasa sus noches de orgía, y cuando regresa,

por la madrugada, tiene una mirada que no me gusta; su rostro está deshecho… –¡Cállate! ¡cállate!... –Pero estoy feliz viéndote en casa… Voy a pedirte un favor que no me atrevería a

exponer ante la Sra. de Montigny, ni ante papá. Me gustaría que hicieses entrar en razón a René y hacerle comprender que actúa mal, que es un cobarde. ¿Quieres, dime?... No me respondes… ¿Por qué?... ¿Te da miedo a ti también ese hombre que tanto he amado, y al que tanto amo? ¿Hablarás con él?

–Sí. –Gracias, mamá. Mientras la Sra. Claudel intentaba consolar a su hijastra, la Srta. Mongibeaux lla-

maba a la puerta de la Srta. Julietta, la primer actriz del teatro de Limoges.

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Con objeto de satisfacer la petición expresada por el conde de Montigny, cada vez más deseoso de aplaudir a su amante en los Fourchambault, Clara se había decidido a intentar una gestión personal con su vecina.

Ambas se miraron de arriba abajo con una de esas bruscas miradas de mujeres acostumbradas a los focos de la rampa, y a no temblar ante los anteojos de las butacas y los palcos.

–Siéntese, querida Señora, –suspiró Julietta, en el momento que Clara dijo su nombre. – Estoy realmente encantada de recibiros… Conozco mucho vuestra reputa-ción… ¡Sois una gran artista!

La Srta. Julietta ocupaba un pequeño apartamento en el segundo piso del hotel Pe-rrier, compuesto solamente por dos estancias; un dormitorio con cuarto de baño y un salón. El salón estaba cubierto de telas simulando ser orientales; muebles de palisandro, sillones cubiertos de cojines blancos, un canapé y un piano. Sobre la chimenea, un gran ramo de camelias; un joyero abierto conteniendo el brazalete porta felicidad, el reciente regalo del capitán de Lescure.

Luego, alrededor del espejo, fotografías de actores y actrices, especialmente los retratos de Julietta en casi todos sus roles. La actriz, obligada a satisfacer las exigencias de numerosos acreedores, vivía muy modestamente. Tomaba sus comidas en el propio hotel, con sus compañeros del teatro. Julietta era de Córcega. Una joven realmente inte-resante y espiritual. Por su alegría, animaba la mesa de huéspedes de la gran sala, a me-nos que su amante titular, el Sr. Bélicien, un hombre casado, un banquero de la calle del Canard, no manifestase su deseo de un cara a cara. El Sr. Bélicien, poco generoso por naturaleza, concedía a la joven actriz una renta mensual de doscientos francos, – una buena renta en una provincia. Julietta, a la que había vuelto prudente sus malas expe-riencias con el crack de la Bolsa, conservaba a su banquero. Por lo demás, lo engañaba tanto como podía. El Sr. Bélicien le decía siempre con su acento meridional:

–Me fastidian todos esos arrastra-sables… Y su pillo a uno contigo… No tengas miedo, te garantizo que…

–¿Qué harías, mi gordito Ciencien? –Pardiez, me iría y no me volverías a ver. –Bebecito, solo te quiero a ti. –Tú hablas mucho… Pero el pantalón rojo!... En fin, dí a ese Lescure que tenga-

mos la fiesta en paz... No le pido nada a ese hombre… un figurín… un soldado de cartón… No le pido nada…

–¡Él no quiere darte nada! Julietta conservaba su amable sonrisa, representando el papel de la dama sorpren-

dida. –Querida señora, hoy estoy un poco pesimista… Algo me decía que vos me hon-

raríais con vuestra visita hoy… Precisamente necesito vuestros consejos… Acabo de aprender uno de los papeles que vos habéis representado tan brillantemente en Limoges.

–¿El rol de Blanche de los Fourchambault? –Sí, señora. Y, mientras la Srta. Mongibeaux se confundía en excusas sobre el descuido de su

aspecto, Julietta le puso el guión entre las manos. –Ese rol de Blanche es soberbio… Desde luego no tengo la pretensión de haceros

olvidar… Vos habéis estado admirable; pero siento ese papel, os lo juro, señora… E indicando con el dedo una página en el guión abierto: –Ahí, precisamente… la escena VIII del 4… Cuando Bernard responde a Four-

chambault: «Si tuviese una hermana le diría: Trata de ser feliz para ser honesta, pues la felicidad es la mitad de la virtud; y, puesto que hace falta una novela en la vida de una

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mujer, coloca la tuya sobre la cabeza de tu marido y de tus hijos.» ¿Es bonito, verdad?... ¡Oh! este Émile Augier es un encantador!... Seguidme, señora Mongibeaux. ¿Doy bien la entonación?... Es Blanche quién habla: «–Pero yo no soy novelesca, yo….» No, no es así, verdad?... He insistido demasiado sobre el yo… Hay que deslizarse sobre la palabra «novelesca»… Apenas una defensa… No hay que dar la impresión de que Blanche está herida… A ver así: «Pero yo no soy novelesca, yo...» Hay un poco más de dulzura… Lo conseguiré… La creadora del papel, la Srta. Reichenberg, ante quién tuve el honor de sustituir en París, el mes pasado, me ha felicitado… Estamos ensayando de lleno…. El estreno tendrá lugar dentro de ocho días. ¿Queréis un palco?... Venid; me gustará mu-cho vuestra asistencia… ¿No respondéis, señora?

Clara se sentía muy turbada. Se decidió por fin a exponer el objeto de su visita. –Señora Julietta, he venido para pediros un favor, un favor muy grande… –Hablad, mi querida camarada, y creed que, si os puedo ser útil, actuaré de todo

corazón. –¿Os hace mucha ilusión en actuar en los Fourchambault? –¿Si me hace ilusión?... ¿Me preguntáis si me gusta el papel de Blanche? –No… si vos… si vos no consentiría en ceder el rol… por algunos días solamente. –¡Jamás!... ¿Estáis bromeando? –Es que… –¿Es que la Srta. Mongibeaux desea ocupar mi puesto? –Me habéis comprendido mal, señorita Julietta. –¡Bien! ¿Entonces qué? ¿qué? –Razones serias, mi querida camarada, me han determinado a hacer esta gestión

con vos… No se trata de plantear ninguna rivalidad… Anteayer aún, no soñaba con importunaros; pero uno de mis amigos, quiero ser franca, – mi amante, el conde de Montigny, me ha testimoniado su deseo de verme en escena…

–¿Y vos creéis, señora, que para satisfacer un capricho del Sr. de Montigny, la Ju-lietta va a ponerse en ridículo?

–¿Ridículo? ¿Y por qué habría de ser así? –Decidme… ¿Os estáis burlando de mí? El Courrier du Centre y el Petit Centre

ya han dado el reparto de la obra; todos mis amigos – pues yo también tengo amigos – esperan verme alcanzar el éxito… ¡Sería una bruta borrica!

–Solo lo representaría tres veces… ¿Qué teméis? –¿Qué temo?... Que se diga que el director me ha retirado el papel para dárselo a

vos. –Se publicaría una nota donde quedaría establecido que a consecuencia de una in-

disposición, la Srta. Julietta toma unos días de reposo. –Sí… de todos son conocidas las indisposiciones de las actrices… ¿Julietta?...

¡una polichinela en el cajón! La Srta. Mongibeaux comenzó a reír: –Volveréis a la cuarta representación… Se vería claramente que no estáis encinta,

que no lo habéis estado; y además, cuando lo estéis, no hay deshonor en eso… No habr-íais inventado nada…

–Todo eso, querida señora, son tonterías… ¡Tengo mi rol y lo conservo! –¿Y si os ofreciese una indemnización? –La rechazaría. –Un regalo… ¿un bello par de brillantes? –¡Lo rechazo! –Sois intratable… –¿Yo? Me parece que tenéis mucha cara… ¡Sapristi!...

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–¿Quiere un consejo, señora Mongibeaux? –¿Para mí? –Sí. –Adelante… Escucho… –El Sr. de Montigny es un caballero ante el cual todo el mundo se inclina en Li-

moges… Es un apuesto joven, muy rico, muy chic… Las mujeres se lo disputan a su esposa…

–¿A dónde queréis llegar, señora? –A recordaros que la Julietta es corsa, ¿me entendéis bien?, corsa, – ella pronun-

cia carsa, – y que si hacéis actuar las influencias del Sr. de Montigny, ¡me vengaré! –¿Una vendetta? –Sí, podéis reíros todo lo que queráis… Una vendetta… no os fieis, señora. –Como los españoles, tenéis un puñal en la liga… Veamos. –Reíros!... ¡reíros!... –A fe mía que estáis enfadada… Me retiro… salud, señora… –¡Salud! Y, cerrando violentamente su puerta, la actriz exclamó: –¡Tened cuidado, Mongibeaux! Un estallido de risa respondió a Julietta.

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XII Ante la sobreexcitación nerviosa de Léonie, la Sra. Claudel había enviado a su co-

chero a las Bastidas para informar al general que pasaría algunos días en Limoges. Añadía que el general Philippe haría bien en venir próximamente, aunque no había nada grave en el estado un poco febril de su hija.

Al día siguiente, como la Sra. Germaine todavía estaba acostada, llamaron a la puerta de su habitación.

–¿Eres tú, Suzanne? –No, mamá, soy yo. –Entra, querida. La condesa, en llantos, se arrojó en brazos de su madrastra. Su mano crispada ten-

ía una carta. –Toma, lee – suspiró la enferma, dejándose caer sobre un sofá… Sabía que ese

hombre me mataba. La carta decía:

A la Señora condesa de Montigny, en su palacete, – Limoges. » Señora, » Al no querer ser por más tiempo víctima de las fantasías del Sr. conde, vuestro

marido, tengo el honor de someter a vuestra apreciación el incidente siguiente: » La dirección del teatro de Limoges va a estrenar los Fourchambault; es a mí a

quien pertenece el papel principal. Nada había pensado en disputar mi empelo, hasta el momento en el que el Sr. conde de Montigny ha llamado a Limoges a una de las anti-guas actrices del teatro, la Srta. Mongibeaux.

» Perdón, Señora, por la pena que voy a causaros; pero debo apresurarme y, si quiero que me entendáis bien, tengo el deber de contároslo todo.

» La Srta. Clara Mongibeaux, – sin duda no lo ignoráis, – fue amante del conde, antes de vuestro matrimonio; pero lo que seguramente no sabéis es que esa dama, de regreso de Niza, está en este momento en el hotel Perrier, haciendo… – seré discreta en mis palabras, – desviarse al conde de sus deberes conyugales.

» Desde luego, Señora, ni no hubiese más, habría guardado silencio. » No entra en mis aficiones, ni en mis costumbres, denunciar adulterios. Un papel

de confidente de la fiscalía me disgustaría soberanamente, tanto como actriz que como civil.

» Así pues, si elevo la voz no es para protestar contra el injurioso abandono en el que un noble, oficial de nuestro ejército, deja a la hija de ese general, de ese gran solda-do que yo, como artista, titiritera si vos queréis, mujer muy por debajo de vos, viviendo al margen de vuestro mundo, respeto; si tomo la palabra, Señora, es para defenderme.

» El Sr. de Montigny acaba de tener un antojo: quiere a toda costa que la Srta. Mongibeaux represente el papel de Blanche, que es de mi propiedad. Es una locura, pero vos juzgaréis el capricho de un hombre y el atrevimiento de una mujer.

» Veréis, condesa, a donde la pasión de los sentidos conduce a un amante, a donde llega un furor desencadenado y como las hijas del teatro, – hijas alegres para la mayoría, – acaparan a un hombre casado. Las mujeres de vuestro mundo, jamás sabréis los miste-rios de nuestras alcobas, nuestras inteligencias secretas, nuestra fuerza; jamás conocer-éis nuestras depravaciones, vos que pensáis siempre que vivimos de vuestras migajas.

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»¡Somos las reinas del festín, Señora! » Ayer, la Srta. Mongibeaux ha venido a mi casa y, como buena comedianta, se ha

demorado bastante en contarme el objeto de su visita. Por fin se decidió, y allí, dulce-mente, ha desplegado su discurso… Un amigo suyo estaría muy contento de aplaudirla en los Fourchambault… Yo dudaba…

» Pero confesó que era el propio conde de Montigny que le hacía intentar esa ges-tión… Naturalmente me negué, incluso de un modo brutal, pues la dama me ofendió con un ofrecimiento de dinero… la Srta. Mongibeaux se ha retirado partiéndose de ri-sa… ¡Eh! ¡la muy p…! Me viene una palabra a la mente. No debo escribirla.

» Eso no había acabado. » Ayer noche, antes del ensayo, el Sr. Pastourette, el director, me hizo llamar. De-

bo decir que el Sr. Pastourette me quiere mucho como artista y tal vez le guste un poco como mujer, aunque nunca me haya retrasado en el despacho de dirección. En resumen, el director hacía girar sus pulgares, el uno sobre el otro. Dudaba en hablar. Yo lo dejé juguetear con su sombrero, y luego dije: «¡No!... ¡no!...»

» Entonces, el Sr. Pastourette, con su voz más melosa, me contó que le resultaba muy violento. El conde de Montigny, decía, lo había salvado de la quiebra; era su acreedor… La Mongibeaux no actuaría más que tres veces… Se me facilitaría una ex-cusa para la prensa… Se me daría una indemnización enorme… Yo siempre decía: «¡No!... ¡no!...» El director se dejó llevar por la ira; me trató de tonta; y finalmente, me dio veinticuatro horas para reflexionar. Esa es, Señora, toda la indigna historia.

» Por mucho que haya estado encantado con vos, en el dulce calor de vuestra ter-nura, el conde no ha olvidado a la Mongibeaux, la ramera infernal, – escúcheme bien, – que ha aprovechado vuestro estado de gestación para recuperarlo, para debilitarlo con unos placeres malsanos contra los que vuestra dignidad de esposa y vuestra razón de mujer se hubiesen rebelado.

» La Mongibeaux en muy zalamera, muy fuerte, aunque represente papeles de in-genua. Es una inventora en asuntos del amor, una de esas bestias hechas mujeres que adivinan las pasiones de los hombres, que bajo una pérfida máscara, adoptan, con hipo-cresía, inocencias de virgen… A esas mujeres, Señora, un amante jamás las deja, aun-que esté casado con la más encantadora de las mujeres del mundo. Vos embridáis a un marido, durante algunos meses, por vuestra simpatía y encanto. El tiempo pasa… Llega la monotonía en la pareja, vos besáis siempre de la misma manera; no inventáis, ¡y las Mongibeaux inventan!... Pero, ¿qué digo? Esas cosas no mi importan… Defendeos so-la… Pobre señora, la partida es desigual, vos estáis encinta, y la Mongibeaux es una viciosa!...

» No añado más que una frase: si la Srta. Mongibeaux no renuncia a su locura, me dejaré expulsar del teatro, pero el conde de Montigny y la Mongibeaux se acordarán de mí: soy corsa… Se que vos sois una noble y digna dama; ¡evitad una desgracia!

» Quisiera agregar, Señora, el homenaje de mis saludos más respetuosos.

» PAULE JULIETTA,

» Primera actriz del teatro de Limoges. »

La Sra. de Montigny había observado el rostro de Germaine, mientras su madras-

tra leía la carta, y el dulce rostro de la joven mujer reflejaba una sensación de quietud, tras las amenazas de una tormenta.

–¿No me dices nada, mamá? – suspiró la condesa.

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–René es culpable… Su locura no podrá durar… Esta Julietta te engaña… ¡El amor de una comediante es poca cosa!

–Yo, yo estoy herida, humillada… Lloro… –¡Oh, mi querida, no llores más! –¿Y eso es todo lo que se os ocurre decirme…? –Hablaré con tu marido. –¿Por qué no lo habéis hecho en la velada de ayer? –¿Por qué?... ¿por qué?... No lo sé… El Sr. René no tenía buena cara… –¿Tuvisteis miedo? –¿Miedo?... No… Vamos… ¿Cómo habría de tener miedo? –Sí, ¿por qué deberíais tener miedo?... René es vuestro hijo. –¿Mi hijo?... Sí… sí… –¿Vuestra voz es incierta? –Es tu dolor que te confunde, Nini… Me estás tratando de «vos» desde hace un

momento… –Perdón, madre… Perdón… –¡Ven, hija! La Señora Germaine abría sus brazos para recibir a su hijastra, apoyando sus dos

manos sobre el corazón de Léonie, a fin de hacer entrar allí su maternal caricia. –Es necesario que la comedianta abandone Limoges desde esta misma tarde, –

afirmó la Sra. Claudel… – ¡Es necesario que René no la vuelva a ver jamás! –Eso es inútil, mamá, del todo inútil. –¿Qué dices? –Lo siento, jamás podré volver amar a René… Me ha traicionado, en un momento

en el que debería ser todo amor y todo ternura hacia su esposa… el Sr. de Montigny es un hombre indigno!

–¡No te exaltes! –Pediré la separación. –No… no… Léonie se acodó sobre la cama, y con el rostro hinchado, húmedo por las lágrimas

y los ojos surcados de brillos: –Querida madre, tienes razón… perdonaré… No es necesario que papá me crea

desdichada… No, no hace falta… Papá se moriría!... ¡No quiero que muera! Luego, bruscamente, de pie, aguzando el oído: –Aquí llega mi padre… Camina por el corredor… Reconozco sus pasos… Mira,

ya no lloro… Enjugándose los ojos: –¿Dime, tengo aspecto de haber llorado? ¡Oh! sí… Regreso a mi habitación para

lavar mis lágrimas… ¿Te animas? –Sí, mi bebé. –Se bonita… bien bonita… Antaño, papá gritaba contra mis vestidos; ahora en-

cuentra que el color de mis ropas es demasiado serio… No tienes razón para estar tris-te… Al general le guste que se le honre, ¡Señora generala!

Y abrazaba a su madrastra, olvidando sus dolores de mujer. –René se pondrá a tus rodillas, esta noche,– dijo Germaine. La Sra. Claudel todavía leía la carta de Julietta, sin terror, y se decía, en su fuero

interno, que a partir de ese momento estaba al abrigo del amor infame con el que la hab-ía amenazado el marido de su hijastra. Experimentó un alivio, en medio de esa nueva desgracia, juzgando el crimen menos odioso, más fácilmente perdonable. Iba a recupe-rar su autoridad comprometida y perdida, hablar como madre de familia, hacer entrar en

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razón a ese joven desviado, invocar la luz que descendería en esa alma oscurecida. Animada por la creencia que da el deber, por la fuerza que la naturaleza concede a veces a los débiles de la vida, estaba feliz de la misión maternal que acababa de aceptar; esta-ba segura de vencer.

En su entusiasmo febril, Germaine vio renacer la alegría en la familia. Era ella, la suegra, antes alocada, hoy seria, la que iba a traer la rama de olivo. Léonie perdonaría al esposo culpable. No lloraría el viejo soldado al que ella había sacrificado sus tumultuo-sos deseos, los formidables impulsos de una juventud amorosa, ardiente y condenada al eterno silencio, las rebeliones de espíritu y las mordeduras de la carne, los éxtasis mu-dos, los sueños turbadores, las visiones del insomnio, – flores malditas en primavera, marchitas en la sombra, no habiendo recibido la llama del sol que abre las rosas y las mujeres. Él no conocería ninguna tristeza, ¡el viejo, grande entre los hombres!

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XIII El Sr. Claudel y su esposa esperaban la hora de la cena. El general, que acababa de hacerse afeitar, levantaba orgullosamente sus grandes

bigotes blancos recortados a navaja. Se había puesto un frac azul estrechando su grueso vientre, y, de pie, ante el armario de espejo, con un gorro griego sobre su cabeza calva, se daba aires de viejo presumido. Germaine, en vestido de seda negra, le sonreía.

–Todavía quedan restos – dijo con voz cascada, casi apagada. –¡Claro que sí! –Este pantalón no me queda nada mal… ¿Y la corbata?... Perfecto… Estaba ridí-

culo con mi sempiterno uniforme… ¡Abajo el quepí! Uno se civiliza… Civiliza, de ci-vil… Un retruécano… ¿No está mal, eh?

–¡Nada mal! –¿Me estás adulando? –No, y la prueba… –¡Se pide una prueba! La Sra. Claudel tomó dulcemente la cabeza del viejo y le besó las dos mejillas. –¡Más! –Sí. –¿Sobre los ojos? –Sí. –¿Sobre la oreja? –Sí. –¿En la boca? –¡Sí! –¡Ahora, a mí!... ¡A mí, Germaine!... Encendido por un impulso de vitalidad, el general Claudel cubrió a su esposa de

caricias. Una manera de besarlo por completo a él, nada más que a él. –¡Mi-mi sobre el cuello!... ¡Zin-zin sobre los cabellos!... ¡Pan-pan sobre las meji-

llas!... ¡Fort-fort sobre los labios!... Amistades paternales desbordadas por pasiones de amante; grandes risas sucedían

a silenciosos besos; abrazos juveniles, y luego el recogimiento de enamorado satisfecho, de un marido cuyo sueño no va más allá.

Germaine suspiraba: –Se prudente, Philippe… Vas a hacerte daño… Tu herida… –¡Bagatelas!... Hoy no me duele… ¡Ah! ¡Qué bonita eres… Me gustaría comer-

te!... –Cállate. ¿Se razonable? –¡Hum! –Querido gran hombre… –No hay un gran hombre aquí; hay un viejo que te adora y te agradece que lo

ames, mi dulce Germaine. Y exaltado aún, manteniéndola inclinada sobre su pecho, ignorando el sacrificio

de inmolación de la esposa, con ese orgullo de los viejos, decía: –¡Lilippe es feliz!... ¡Mi-mi sobre el cuello!... ¡Zin-zin sobre los cabellos!... ¡Pan-

pan sobre las mejillas!... ¡Fort-fort sobre los labios!... Ella se desprendió del abrazo; y como, un poco cansado, él se había sentado sobre

el canapé, ella fue hacia él: –¡Niño grande!... tu frente está húmeda… ¡Oh mi Philippe, hay que ser más pru-

dente!

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Semejante a la madre que mima al bebé, Germaine tomó su pañuelo de batista y secó las gotas de sudor que perlaban el rostro del viejo.

El Sr. Claudel, con los ojos medio cerrados, se dejó tocar por las acariciadoras manos, como un niño mimado. Pero, bruscamente, recuperó su actitud viril y rompió el encanto. Un pensamiento triste lo había invadido.

–Germaine, nuestra Léonie no parece feliz… Dime, ¿sabes algo? La Sra. Claudel se estremeció. –No… Léonie tiene la figura de todos los días… Ya comprendes… En el estado

de tu hija… –Sí, lo entiendo… Pero esta mañana me abrazó con un ardor… –¡Te quiere tanto! –Había tristeza en su mirada… –Seguramente tenía dolores. –René también parece raro… Nos hemos estrechado la mano apresuradamente… –El Sr. René estaba de servicio en el cuartel… Tenía prisa… –No digo que no… El servicio justifica todo… Sin embargo, mi yerno no tenía su

sonrisa de ordinario. –Sin duda temía llegar con retraso. –Realmente, creo que pasa algo anormal… El amigo Montigny fue un alegre vi-

vidor en sus tiempos… –Tu yerno ha olvidado todo eso. –Supongo que le habrá remitido con su boda. –Sus camaradas lo invitan a cenar… El Sr. René no puede recibir aquí, en tanto

Léonie se encuentre mal… Limita sus compromisos al cabaret, al círculo de oficiales… –Germaine, tienes respuestas para todas las preguntas. Tu buen corazón tiende

con naturalidad a la excusa… Pero, si Montigny ya no amase a su esposa… –Claro que la ama. –Sin embargo, si la deja a un lado… Creo que haría bien en hablar con él, después

de cenar. –No… no tú. –¿Por qué? –Irías demasiado lejos… ¡Eres demasiado vehemente! –¿Y si le hablases tú, Germaine? –Sí, lo haré. –Le dirás… Dos pequeños golpes sonaron en la puerta de la habitación: –¿Se puede? –Sí, Nini. La joven condesa inclinó dulcemente la cabeza. -¡Qué serios estáis los dos! El general sonrió: –Si hubieses venido hace un momento… En fin, no hablemos de eso… –Os habéis reído… creó… me hace feliz el saberos contentos… –Buena chica… ¿Está Montigny en el salón? –Sí, papá… Si quieres podemos bajar… La cena está lista. –¿Delmas es de los nuestros? –Nuestro amigo cena en la ciudad… Pero ha prometido hacer una escapada para

venir a tomar el té. –¡Muy bien… Jugaremos a las cartas!

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El Sr. Claudel ofreció el brazo a su hija; la Sra. Claudel caminó detrás de ellos, radiante y orgullosa por la clemente misión que debía llevar a cabo.

Durante la cena, el Sr. de Montigny se mostró un conversador amable, como de costumbre. Léonie, temiendo afligir a su padre, trató de meterse en la conversación. El general y el capitán intercambiaron sus opiniones en relación con las grandes maniobras que debían tener lugar en otoño: El Sr. Claudel habló con entusiasmo del general Bart-hal, comandante en jefe del décimo segundo cuerpo del ejército.

–Un poco seco, pero un gran soldado, ¿Qué dices, René? –Soy de vuestra opinión, suegro. –¿Y tus camaradas? –Todos los oficiales piensan como nosotros. –Yo, – dijo Germaine, – encuentro que el Sr. de Barthal es demasiado severo con

los oficiales. –Todo está en la disciplina, – afirmó el héroe de Sedan. – ¡Los prusianos lo saben

muy bien! La Sra. Claudel miró a su marido: –Sin embargo, confesarás, Philippe, que el general en jefe es de un rigor… El Sr.

de Lescure nos contaba recientemente que un día, el general de Barthal, que no estaba precisamente de muy buen humor, mandó al hotel de la División a dos capitanes de co-raceros… El Sr. de Lescure escribió el relato de la entrevista para que yo te la lea, Phi-lippe… El manuscrito debe estar en una caja, sobre la chimenea… ¿Conocéis la histo-ria, Sr. René?

–Sí, señora… Pero contadla vos, os lo ruego. El Sr. Claudel sonrió a su hija. –La mamá es terrible, Nini… ¿En qué crees que nos convertiremos si la esposa de

un general se dedica a criticar al ejército? –Continúo, – dijo Germaine, – puesto que solo el Sr. René conoce la historia…

Por lo demás, estamos en familia. –Escuchamos,– dijo el general. –Y además, el daño no es tan grande, vamos… La esposa de un oficial superior,

sin ser una cotilla, tiene el derecho de interesarse por la Revancha… ¿No era una dama francesa quién escribió estas hermosas palabras?: «Las mujeres, en países vencidos, aman la guerra.»

–Bien… Muy bien, mi Germaine. La Sra. Claudel se levantó y extrajo un pequeño papel de un costurero: –Esto es lo que escribió el Sr de Lescure: « Esta mañana, el general de Barthal, trabajando en su despacho, llamó a dos capi-

tanes de coraceros. Los oficiales, que se encontraban en el círculo de la calle Dernet, se dispusieron a tomar sus sables y se dirigieron al hotel de la División. Mientras camina-ban, se preguntaban, sin poder adivinar la causa de una llamada tan imprevista. «–¿Una misión en Rusia? murmuraba el más joven. – ¿O algún contratiempo?... respondía el mayor.» Cuando se presentaron ante el general, el Sr. de Barthal, con un mapa del esta-do mayor desplegado ante él, les planteó la siguiente cuestión: – «La batalla va a des-arrollarse como en Freschwiller; la artillería ha tomado posición sobre las crestas de Elsashausen; los regimientos de línea, con las bayonetas caladas, están escalonados en tierra; los clarines llaman a la carga. Los oficiales ordenan: ¡Adelante!... El grueso de la caballería atraviesa al galope las llanuras de Morsbronn, cuando unos refuerzos del ejér-cito alemán desembocan sobre la orilla derecha del Sauer. Los coraceros, protegidos por la artillería que trona sobre las alturas de Elsashausen, deben ganar inmediatamente los

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alrededores del pueblo de Goersdorf, para cortar la retirada del enemigo y agruparse, con el sable en la mano, dispuestos a la carga; lo que no fue hecho en 1870. Yo os pre-gunto, caballeros, que reflexionéis y me digáis ¿cuál es la ruta a seguir, cuánto tiempo hará falta a un regimiento de coraceros para llegar lo más rápidamente posible desde las llanuras de Morsbronn al pueblo de Goersdorf ?»

–¡La pregunta es enorme, pero diabólica! – suspiró el Sr. Claudel. –Los capitanes de coraceros quedaron tan sorprendidos como tú. Se inclinaron so-

bre el mapa del estado mayor… Los números bailaban… Todo se nublaba ante ellos… Ya no estaban allí. El gato les comía la lengua…

–¿Y qué dijo el Sr. de Barthal? La Sra. Claudel continuó con su lectura: «El general en jefe se levantó, encolerizado, rojo como un bogavante cocido: Ca-

balleros, –gritó con esa voz vibrante que le conocéis–, les había propuesto a ambos para el grado de jefe de escuadrón… El general de Barthal es un gentleman de primo carte-llo…

–El primer escudero de Francia, – afirmó el capitán. –Un apuesto bailarín, – dijo la joven condesa. –¡El hombre que mandará los ejércitos de la República, el día de la Revancha! –

exclamó el general Claudel, cuyos ojos se iluminaron con intensas llamas –¡Ah! Ger-maine, me ha gustado mucho… Gracias…

Pero, en el salón, la conversación discurrió sobre un tema menos serio. La Sra. Claudel quería disipar las tristezas de los dos jóvenes amados.

En vano, trató de iluminar las sonrisas: el Sr. de Montigny permanecía serio; Léo-nie siempre estaba sometida bajo el peso de sus angustias. A petición del general, Ger-maine se puso al piano y cantó un romance, una dulce canción que había cantado siendo una chiquilla, cuando tenía sueños y que ahora suspiraba aún amorosamente por su Léonie, la mamá de mañana:

Su frente le dijo: ha nacido para la guerra… …….. Corrió, voló, se convirtió en general!...

Luego el estribillo cadente que el Sr. Claudel acompañaba con un balanceo de ca-

beza: Esperando sobre mis rodillas, Ángel de ojos azules, dormid; Ángel de ojos azules, dormid!...

–¡Bravo! ¡bravo!... Era el doctor Delmas que aparecía en el salón, sin haber sido anunciado, sobre la

punta de los pies para no interrumpir. El general se dirigió hacia la mesa de juego, del brazo de su yerno. Léonie, daba

órdenes a Suzanne, que dispuso las lámparas: –Al Sr. Delmas le gusta que el té esté muy fuerte, no lo olvides. –Sí, señora. –¿El pastelero ha enviado los pasteles?... ¡Ve al despacho! El viejo cirujano se inclinó ante la Sra. Claudel:

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–Vuestra voz es maravillosa, y vuestro corazón señora, me hace creer en la exis-tencia inmaterial del corazón… Os saludo; ¡estáis llena de simpatía!

Había dicho esas palabras con un acento tan profundamente emocionado, y de un modo tan desacostumbrado en su forma de hablar habitual, que Germaine quedó enter-necida. Poco le faltó para llorar.

–¿Vamos, Adrien? –¡Estoy contigo, Philippe! Los dos viejos se sentaron ante la mesa de juego: –Tira una carta, – dijo el general. –¡Un siete! –Un rey… Estoy en racha; lo siento… Tienes una manera de distribuir las cartas,

mi querido doctor… –¿Crees que te engaño? ¿Qué hago montones adrede? –No… Pero te fijas con una mirada… pareciese que las leyeras al través… Quiero

decir que buscas la transparencia de las cartas… En un círculo eso estaría muy bonito, ¿sabes?...

–¡Llámame tramposo, griego, ladrón! –No hay medio de hacerte fallar… Vamos… Seis a la dama… Tres ases… tres so-

tas… –Bromista… Me toca dar. –¿Léonie? –¿Papá? –¿Dónde está Suzanne? –¿Quieres algo? –Mi pipa, que ha quedado sobre la mesa. –Voy a buscarla. Pero el general, percatándose de que Germaine arrastraba dulcemente a su yerno

al comedor, cruzó su mirada con la de su hija. Se comprendieron. –Espera… –Sí, papá. Léonie tomó lugar junto a los jugadores. Germaine había cerrado la puerta que daba al salón e indicaba un asiento junto a

ella al Sr. de Montigny. El oficial, en frac negro, muy pálido, esperaba. –Señor René, – dijo seriamente la Sra. Claudel – la desgracia está a punto de en-

trar en vuestra casa. Léonie sabe todo. Vuestra esposa llora; ella os ama con toda su alma… Vais a ser padre. No quiero decir más: sois un hombre de honor. Las faltas pa-sadas no contaron… Amigo, creedme, no pequéis más…

Él escuchaba, sin decir palabra, animado de un furioso deseo de gritarle que la se-guía amando, que la amaría eternamente con un amor terrible; que la comedianta, causa de todas las alarmas, no era más que un juguete entre sus manos, un sosia. En la exaspe-ración de los sentidos, él levantó la cabeza y los brazos, dudando en tomarla a la fuerza. No fue más que un destello. Su locura se hundió en un impulso de respetuosa ternura. Unas lágrimas brotaron de sus ojos, y quedó allí, vencido y encantado.

–Nini… Entra ahora… Y, de pie, en medio de ambos, radiante, Germaine los acercó el uno al otro, exten-

diendo las manos, como para bendecirlos. El Sr. Claudel y el Sr. Delmas ya no jugaban; miraban esa escena, invadidos y ro-

tos por una emoción semejante. El viejo cirujano temblaba con todo su cuerpo flaco: –¡Philippe, déjame besar a tu esposa!...

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XIV

La Srta. Mongibeaux se disponía a dirigirse al teatro, cuando Joseph, el camarero

del hotel Perrier, le entregó la siguiente nota: « Clara, eres una muchacha valiente, y yo un pobre loco. Perdona las comedias a

las que una absurda exaltación te obligaba, hace dos noches aún, a representar ante un hombre desgraciado. Estaba enfermo; estoy curado. He sufrido mucho; no quiero decir-te más. Esta misma noche, abandonarás Limoges para no volver. Hay que olvidar a René, y, esta vez, para siempre. Piensa en tu arte; no pidas a los placeres y a las fiestas de la lujuria más que una distracción útil para tu labor. El cerebro no marcha con el re-sto. Eres valiente, una artista llamada a conquistar pronto la celebridad. ¡Sueña con París y gánate a París! Allí solamente es donde se atemperan las inteligencias, donde chocan para crecer todos los corajes y las nobles ambiciones. Es allí como germinan, circulan y brillan los generosos pensamientos, el amor a la Patria, la fe en el trabajo, el entusiasmo por lo nuevo, la embriaguez de lo desconocido.

« En nuestros pueblos desiertos, el aislamiento y la monotonía corroen y destru-yen las imaginaciones ardientes que tendrían necesidad de expulsar ideas malsanas, de corromperse en veinte lugares de la capital y de cien maneras, para ser menos corruptos por una incesante visión, absoluta, infame, idiota, una visión de provinciano en provin-cia… ¡No quisiera pensar en esto, y sin embargo lo piensa! El recogimiento, la paz del hogar, las miradas encantadoras, las comparaciones, los respetos, los tiernos afectos, los recuerdos os invitan a ello. ¡El objeto amado está ahí!...¿Por qué el 21 º de zapadores no está siempre destinado a realizar las grandes maniobras?... ¿Por qué no tenemos por fin una guerra?.. No lo sé… Las letras de mi escritura son confusas.. Mi lámpara casi está apagada, y mi querida esposa me llama. … No pienso más que en mi Léonie; oh, mi Léonie, ¡la adoro!... ¿No me crees?... ¡Lo juro!... Nuestro bebé será encantador.. Veo todo negro, todo negro, y tengo miedo. ¡Tengo miedo, yo, un soldado!... Quemarás esta carta, Clara… No he querido despedirme sin unas palabras amistosas, sin un apretón de manos… El Sr. Adán te entregará mi pequeño recuerdo, así como decíamos antes… Vete a Paris: allí está el olvido, la fuerza, el desdén, la grandeza y la gloria… Adiós… ¡Adiós, gran actriz, valiente amiga!

«RENÉ.» Clara, ayudada por su criada, hizo inmediatamente las maletas. –Vamos, aprisa… –Pero, Señora… –Ve a buscarme una guía de ferrocarriles. –Sí, señora. La criada salió de la habitación no comprendiendo en absoluto la extrema agita-

ción de su ama por un día. La Srta. Mongibeaux volvió a leer la carta del amante. Algunas frases, que al

principio le habían parecido oscuras, se revelaron a su espíritu en su espantosa claridad. No había duda: el conde de Montigny luchaba contra un terrible amor, un amor que su-pondría su desgracia. En medio de las noches locas, cuyo recuerdo le producía un tem-blor nervioso, la artista había representado el rol de otro mujer, el personaje de la Sra. Claudel, Clara ya no lo ignoraba. Si realmente su René estaba herido para siempre, ella no lamentaría nada, ni sus crisis de nervios, ni sus rebeliones vencidas, ni los juegos

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seniles donde el talento de la actriz se había afirmado, donde el pudor de la mujer se había hundido por completo, y sin una blasfemia.

Pero, tristemente, sacudía la cabeza, con la idea de que el Sr. de Montigny regre-saría a su quimera, un día u otro. La fantoche ya no estaría allí para reír, para cantar, para bailar, para amar, para aturdir y hacer asomar la bestia sensual que aullaba en el cuerpo del joven hombre tan amable y encantador. ¿Y si se quedaba?.. No… ¿Y si ad-vertía a la condesa?... No… ¿Qué hacer, entonces?...

Y, ante tal desolador pensamiento, con el que nada podía hacer, la Mongibeaux se puso a llorar, sacudida por grandes sollozos.

En el segundo piso se reía. El capitán de Lescure había subido a la habitación de Julietta, a fin de saludarla al pasar. La actriz, a la cual el Sr. Pastourette, el director del teatro, había devuelto su papel, se paseaba, en faldas blancas, muy vivaracha y alegre, divirtiéndose en esbozar pasos y gestos de pantomima.

–Figúrate Lescure, que en la noche de anteayer, fui despertada con un sobresalto por un aullido raro, tan extraño, tan espantoso que nunca mujer en un parto ha proferi-do… ¿Grito de alegría o dolor?... Dudaba en pronunciarme. Se hubiese dicho el ladrido de un perro herido de muerte o tal vez de un largo suspiro de amante agotado y radian-te… ¿Angustia fúnebre o delirio de amor?... No lo sabía… Este animal de Bélicien ron-caba como un repicador de campanas. Me puse mi falda apresuradamente; el gritó au-mentó todavía, mas desolado o más alegre… Descendí suavemente y me aposté en la puerta de la Mongibeaux… No veía nada; pero adivinaba…

Julietta continuaba con su pantomima con inflexiones de torso, sobresaltos, giros de ojos.– ¿Me sigues?

–Sí. Tras haber indicado ciertas poses, la actriz habló, extendiendo los brazos ante una

aparición imaginaria. Su voz imitaba los maullidos de una gasta buscona. –Escucha: era el capitán René que se dirigía a la sosia: «¡Oh, mi Germaine!...

¡Oh, mi Germaine!...» La sosia respondió: «¡Señor René!... ¡Señor René!...» René: «Nanaine!... ¡Nanaine!...» La sosia: «¡Nené!... ¡Nené!...» Voces agónicas o amorosas muy cansadas… ¡Era grotesco!... ¡Ja!... ¡Ja!...¡Ja! ¡Ja!

De Lescure se levantó bruscamente: –¡Basta!... ¡Me irritas!... ¡Me pones de los nervios!... –¡Lo que no impide que el conde de Montigny esté enamorado de la generala

Claudel! – exclamó Julietta estallando en carcajadas. –¡Silencio! –¿Y si quiero reír? –Te lo prohíbo. –Estoy en mi casa, Señor. –¡Yo te pago, puta! –¡Oh, mi Germaine!... ¡Señor René!... –Julietta… –¡Nanaine!...¡Nanaine!... –¡Te voy a golpear! –¡Señor René! –¡Silencio, te digo!... ¡Me enervas!... –No… ¡Oh, mi Germaine!... Entonces, el capitán con los dientes apretados, agarró el brazo de Julietta y obligó

a la actriz a arrodillarse ante él. –Un hombre debe reflexionar antes de golpear a una mujer; he tenido amantes y

no soy cruel; pero, escúchame bien, si se te ocurre decir una sola palabra de tu espiona-

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je, esté tu Bélicien aquí o no esté, te bajo hasta el patio del hotel, te levanto las faldas y te fustigo hasta hacerte sangrar, delante de los camaradas reunidos.

Julietta se levantó: –Eres un bruto, Cucure… Me has hecho daño… ¿Quieres bien a tu colega? ¿No

quieres que se vuelva loco?... ¡Oh! guardaré silencio… Creía que esto te divertía… Me parecía que yo era muy divertida, y hete aquí que viéndote tan triste y pálido, me aver-güenzo de mí misa… Me he equivocado… Perdón… No soy despreciable y no merezco la paliza en la encrucijada de la Edad Media… la paliza de las mujeres adúlteras!... Fíja-te, ya no tengo ganas de bailar ni de reír… Hablemos de otra cosa, ¿quieres?...

El Sr. de Selves descendía por la calle Monte-a-Regret, cuando se cruzó con el doctor Delmas. El viejo cirujano estaba alegre; contó la escena de la reconciliación.

–¡Ah! mi querido capitán, nuestro amigo de Lescure tiene razón… ¿Los fisiólo-gos?... ¡Unos bromistas!... Un alma valiente y decente resiste todas las tentaciones… La Sra. Claudel ha estado admirable… ¡Que el diablo me lleve, hasta me haría creer en Dios!...

Antes de partir para Niza, la Srta. Mongibeaux envió su tarjeta a René con estas simples palabras:

«Ama mucho a tu esposa.»

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XV

Hacía seis meses que la condesa de Montigny era madre de un pequeñín risueño.

Al niño, en brazos de la condesa Aline y el general Claudel, sobre las fuentes bautisma-les, se le llamó «Alexandre», para cumplir el capricho un poco infantil de la madre.

Casi tan pronto como se vio liberada, Léonie se instaló en las Bastidas. El capitán René solicitó una dispensa de las grandes maniobras que el 12º cuerpo del ejército reali-zaba, bajo las órdenes del general de Barthal, – en ese mes de septiembre,– sobre la in-mensa llanura de la Coquille. Las maniobras eran singularmente interesantes para un soldado laborioso. Las potencias extranjeras, incluso Alemania, habían enviado al 12º cuerpo sus oficiales superiores más distinguidos; el plan de batalla consistía en tomar la pequeña ciudad de Thiviers. Era la primera vez, – después de siglos, – que un ejército tan numeroso se ponía en marcha sobre esos territorios del Limousin y del Périgord, cuya situación geográfica conserva al abrigo de las invasiones. Allá, el prusiano no pu-do pasar; el burgués todavía conserva sus relojes de péndulo.

En 1890, los miembros de los consejos de revisión de la Dordogne y de la Haute-Vienne no regresaron pálidos, como sus colegas del Norte y del Este, examinando los tratados. Los primeros se dijeron que ellos incorporan a los franceses hijos de franceses; los otros no podrían sustraerse a una duda tan cruel, con la idea de que tal vez franceses, hijos de prusianos, pongan de manifiesto ante ellos el fruto de adulterios y violaciones durante el Año Terrible.

Mientras que esta parte del ejército francés, animoso con el deber, soportaba el ca-lor tórrido del Sudoeste, las largas marchas, los bruscos despertares, y sufría la pérdida de los hábitos más agradables; mientras que los burgueses y campesinos de los pueblos engalanaban las mejores habitaciones de sus casas, haciendo buenas literas, estreme-ciéndose los unos y los otros, cuando resonaban las músicas y que, sobre las rutas pol-vorientas, desfilaban los regimientos, el capitán Montigny, casi siempre enfermo, aspi-raba el frescor del parque de las Bastidas.

El conde estaba enamorado, tan enamorado que los relatos de los combates, que antes encendían llamas en sus bellos ojos, ahora lo dejaban más o menos indiferente. ¿De qué sufría este hombre generoso y valiente?

Al mirarlo no se encontraba la causa de su dolor. Parecía menos enfermo; sonreía siempre; pero había trabajado mucho en el plan de la campaña y todo el mundo coincid-ía en decir que un poco de reposo le vendría bien.

La condesa Aline sabía la historia de Limoges, la intervención de Germaine; y ella, – la anciana dama tan inteligente y dulce, – se reprochaba el haber menospreciado a la Sra. Claudel. Sus visitas al castillo de las Bastidas eran frecuentes. La condesa, que no vivía más que para su hijo, sentía su corazón desbordado de gratitud. Con una de esas misteriosas sonrisas que expresan más y mejor que las palabras, se lo agradecía a la suegra. Toda la familia, por lo demás, celebraba a Germaine, contando al doctor Delmas como un miembro más de la familia.

La Sra. Claudel se dejaba querer por esos testimonios de gratitud; y, en medio de esta luz de dicha y de amor por ella invocada, por ella deslumbrante y pura tanto como el azul del cielo, Germaine aparecía como una de esas dulces figuras nostálgicas, – vi-siones fugitivas,– que un poeta imagina en su sueño, con los sentidos apaciguados y el alma fogosa.

La joven mamá también era bonita. Aligerada de su fardo, la condesa parecía más alta; su frente adornada con una cinta negra, su cuello y su pecho tenían la palidez de las carnes de una virgen; sus ojos negros proyectaban intensas llamas, y de su boja roja,

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donde reían sus dientes blancos, se exhalaba un frescor embriagador y embalsamado. Estaba encantadora en la renovación de la primavera y siempre enamorada. En vestido claro dibujando sus formas, tocada de un sombrero con alas caídas, calzada con unas pequeñas botas amarillas, levantando un poco las faldas blancas y bordadas, iba del bra-zo de su marido; y ambos descansaban sobre los verdes prados; Léonie se volvía coque-ta, lánguida, incluso sensual, para ser amada por su bien amado.

La hija del general se había privado de la dicha de alimentar ella misma a su hijo; una vigorosa moza, venida de Dournazac, llena de una buena leche, daba la vida al bebé mimado por el abuelo.

A la vista de tanta felicidad, del Sr. Claudel más o menos curado por fin de su herida, – de la suegra, excelente ama de casa, – de los jóvenes casados ocultándose para amar, – del pequeño y encantador Alexandre,– la vieja Martrille sacudiendo sus sesenta años de servidumbre, sus ochenta años de edad, se levantaba, muy erguida, en la mesa de los criados y se soltaba cantando una canción en patois.

La Sra. de Montigny tenía en el corazón la alegría de las madres, el deseo fortifi-cado de la caridad humana.

En el pueblo de la Maldrière, una pobre mujer había parido. Criada de granja ex-pulsada por su amo. Tras haber errado durante dos noches, pasando hambre, sin atrever-se a mendigar, la desdichada había caído sobre el talud de un camino. Se la había encon-trado allí, con los ojos vacíos, mirando con angustia el estanque de los Trincaud. Por orden del general Claudel, los criados del castillo la recogieron.

Era una alegría para la Sra. Claudel y para Léonie hacer una visita a la desolada. Las damas tenían buenas palabras, que daban más calor a la limosna y llevaban la cari-cia hasta el helado corazón de la miserable. Cuando ellas estaban allí, delante de la ca-ma de mimbres levantada en la cocina, le decían cosas tan dulces que las mujeres de los criados bajaban la cabeza, juntando las manos, – que los hombres rudos en las tareas, negros por los rayos del sol, estaban enternecidos, – que la madre lloraba, – que el mis-mo pequeño, que no tenía el derecho a sonreír antes de cuarenta días, les sonreía tam-bién.

Entonces Germaine, olvidando el pasado, se volvió a convertir en la amable com-pañera del capitán Montigny. El joven hombre ya no le daba miedo…

Era una hermosa noche, llena de estrellas. La familia Claudel había cenado en la terraza, bajo las fragancias de los rosales y las clemátides. Los macizos de verbenas y geranios del césped estaban iluminados por los reflejos de la luna, que ponían brillos de plata en un gran estanque; unas luciérnagas parecían manchas de oro en medio de las hierbas; de vez en cuando, unos ruidos de alas, un ligero trino de pájaro, un vals de hojas, un murmullo de carretas que se recogían tarde, sobre las lejanas sombras de la llanura muy negra, salpicada aquí y allá de rojos fuegos; luego el silencio y el misterio. La tibia brisa mecía las trepadoras de los muros; el pequeño riachuelo cantaba en el fondo del parque. Todo era armonía y paz en la naturaleza.

Las damas y el capitán se paseaban por la gran avenida de acacias. Léonie se apoyó en el brazo de René, y Germaine caminaba, soñadora y sonriente, junto a su hijastra. El general y su amigo Delmas quedaban solos en la mesa.

–¡Ah! mi querido Adrien, ¡soy feliz! –Ya era hora – respondió el viejo cirujano. El Sr. Claudel levantó una botella de fino champán, a la luz de la lámpara. –¡Vamos, cortador de carnes! –¿Me vas a emborrachar? –¡A tu salud! –¡A la tuya, general!...

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–Pero no veo a nuestras mujeres… Habiendo traído Jacques las pipas y las cartas, los dos viejos amigos no pensaron

más en los paseantes. Germaine, Léonie y René habían llegado hasta el fondo del parque, y habían to-

mado asiento sobre la hierba, frente al río. La cabeza de Léonie estaba apoyada sobre el hombro de René; la Sra. de Claudel

recogía distraídamente florecillas a su alrededor. En un momento, Germaine no se mo-vió; sus manos permanecieron inmóviles sobre el blanco de su vestido y de allí cayeron azulinas, amapolas y margaritas.

El Sr. de Montigny quiso recoger las flores, sin detenerse ante las observaciones de las mujeres que, habiéndose levantado, le gritaban que las había igual de bellas por todas partes.

–No tienes que bajarte, René,– decía Léonie. –Deje esas flores, señor René – continuaba Germaine…– Es una tontería… Va a

sufrir una contractura… Se diría que busca alfileres… –¡Vamos, René! –Pero venga, señor!... ¡Nini se hirió en las manos y el rostro para recoger en su

honor, rosas de escaramujo! El capitán no escuchaba nada; hizo un pequeño ramo tricolor con las flores de

Germaine y, riendo con un rictus de sufrimiento, introdujo el ramito casi marchito en el ojal de su chaqueta.

Una suave brisa circulaba en las frondosidades de los sauces y los olmos. Las temblorosas hojas y húmedas, a lo largo del parque, rozaban los rostros de los pasean-tes, semejantes a esos abanicos del siglo XX que, agitados por manos invisibles, tendrán el poder soberano de proporcionar a la vez frescor y rocío a los bailarines del futuro.

–¡Oh! ¡qué dulce velada!– suspiraba Germaine. – Nini, y si diésemos un paseo sobre el agua… Aquí está la barca… ¿Quieres?... ¿Quiere usted, señor René?

–Sí, mamá. –Sí, señora. El capitán desató la cuerda fijada a un tronco de sauce; se instaló en la barca, co-

mo un remero experto, y tendió la mano a las dos damas. –Cúbrete bien, Nini. –No temas, mamá. Tras haber ganado unos metros río adentro, el remero dejó la barca ir a la deriva.

Ya no se habló. Las jóvenes mujeres estaban invadidas por unas sensaciones, por unos goces íntimos que las turbaban hasta en lo más profundo de su ser. Ambas, cerraban los ojos a la luz argéntea que bajaba del cielo brillando sobre el agua, poniendo claridades de aurora en el verdor de la orilla florida. René las contemplaba; su mirada de fuego iba de una a otra, sin tregua, y se adelantaba mejor para poseerlas en su reposo encantador y mimoso. Sus rodillas tocaban los dos vestidos. Se echaba hacia atrás; volvía a adelantar-se, encantado por una embriaguez, en un abandono de sí mismo, encendido por un golpe de deseo, asustado por sus audacias – y siempre audaz.

Tomó las manos de la Sra. Claudel. La joven mujer se despertó bruscamente: –Tengo frío… Regresemos, señor, por favor… Háblame, Nini…

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XVI

Por la mañana, la vieja Martrille, ayudada por la criada y Jacques, había extendido la ropa de la colada sobre las hayas del parque. El conde de Montigny se paseaba solo, suavemente, midiendo sus pasos. Estaba pálido, abatido, deshecho; nada podía distraer-lo de su pena. Tras el desayuno, cubrió de caricias al pequeño Alexandre; habló de glo-ria y patria con el general, de amor con su esposa. Fue en vano que, subiéndose a un animal vicioso, se pusiese a galopar por las landas; fue en vano que buscase aturdirse, olvidar su dolor mediante violentos ejercicios físicos: siempre el mismo pensamiento encarnizado que lo hacía estremecerse, siempre más intenso, siempre más poderoso.

Un sol ígneo incendiaba la tierra, retorciendo las hojas de los árboles, sembrando muerte en medio de las hierbas y las flores.

Con una mirada extrañamente fija y luminosa, el solitario paseante contemplaba las ropas blancas penetradas de las fragancias de los romeros y las artemisas, extendida, aquí y allá, sobre el lujurioso verdor. Las grandes sábanas, las camisolas de noche, los gorros de cintas azules, los pantalones bordados, las faldas con cordones rosas, toda es ropa de la mujer amada le cantaba en el cerebro. Sus sentidos estaban embriagados. Él permanecía allí, invadido por una incomprensible angustia, con los oídos zumbando con un ruido de mar, con un calor en el pecho y hasta en las entrañas, tan tórrido que la cúpula ardiente del cielo le parecía ligera y fresca. Escuchaba voces, tormentas de ar-monía. René pensaba en Germaine. Esas prendas íntimas blancas, misterios de la ama-da, en su embriaguez las disponía él mismo sobre el admirable cuerpo erigido ante sus ojos, y experimentaba goces repentinos, estremecimientos, voluptuosidades, sofocos, gestos y sonrisas, como si realmente no hubiese sido el juguete de una alucinación. Luego, deshaciendo el trabajo y volviendo a ver de nuevo la misma aparición, impoten-te en expulsar el mal pensamiento, continuaba su camino, helado de espanto. El encanto se había roto; regresaba la razón.

Entre sus manos febriles, el capitán tenía una fotografía arrancada del álbum de la familia, el retrato de la Sra. Claudel, cuando su suegra se llamaba Srta. De Maulmont y que todavía era una virgen de ojos negros. René había tomado ese retrato mejor que otro, porque le parecía que Germaine le pertenecía así desde hacía mucho más tiempo, – desde siempre.

Ahora el sol lo cegaba. Se sentó a la sombra de un tilo, junto a un macizo de da-lias blancas, él más pálido que las dalias. Los pájaros cantaban; millares de insectos zumbaban, haciendo a su alrededor la luz de oro; no veía a las abejas; no escuchaba los trinos y gorgoritos, sumido en una nada del espíritu y del cuerpo, de tal modo abatido por la idea de la mujer, por el deseo de la carne, como ese grito bizarro y prolongado del que hablaba Julietta, – agonía de un moribundo o bien suspiro de amor,– lo arrojaba aún con todas sus fuerzas, pero solamente en sí mismo, en las misteriosas profundidades de su ser desolado y enfermo.

Cansado, se acostó sobre el césped y cerró los ojos. El sol quemaba más fuerte; René se durmió. La Sra. de Montigny llegaba al lado del dormido. Lo observó un momento, con

las manos juntas: –¡Oh! ¡qué guapo es mi René! Habiéndose arrodillado para besarle en la frente, Léonie observó un retrato caído

entre las hierbas. Lo miró… –Vaya, mi madrastra… la Sra. Claudel… ¿Por qué este retrato?... La fotografía estaba mojada de lágrimas. La joven mujer levantó lentamente la

cabeza y emitió un: ¡Ah! de dolor. En un minuto de angustia que le pareció eterno,, la

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condesa creyó leer el pasado. Fue como una revelación fulgurante. Se levantó, y, tras haber arrojado a sus pies el retrato de Germaine, con la cabeza ardiendo, se dirigió al castillo.

La Sra. Claudel, que leía una revista de modas en el invernadero del parque, llamó a su hijastra.

–¡Nini!... ¡Ven a ver nuestros rosales de Bengala!... ¡Nini!... No hubo respuesta. –¡Nini!... La condesa se decidió a abrir la puerta del invernadero. –¿Por qué no me respondes? –interrogó Germaine.– Te veía bien a través del cris-

tal… Estás rara… ¿Qué te ocurre?... ¿No quieres hablar?... ¿Acaso te he hecho algo, dime?... ¿Vamos, querida, qué sucede?

–¡Lo que ocurre, Señora, es que ambas amamos al mismo hombre! –¡Oh!... –¡René es vuestro amante! –¡Loca! –Vuestra fotografía… –¿Mi fotografía? –Sí, ese retrato que le habéis dado… ¿Os hacéis la ignorante? –Léonie!... –Os dejo, Señora… –Hija mía, escúchame… –¡No! –Ante Dios, te lo juro… –¡Mentís! –¡Niña cruel, me estás matando!... –¿Por qué no estáis muerta, Señora? Mejor hubiera sido morir que deshonrar el

apellido que lleváis… Ayer aún, dudaba… En la barca había visto a René tomándoos las manos, y había hecho que no veía… Hoy, lo sé todo: El Sr. de Montigny había lla-mado a su antigua amante para ocultar vuestra infamia a todos… Sois una comedianta admirable… Por consideración hacia mi padre, no os arrastraré ante la justicia: obtendré la separación de otra manera… Mentiré si es necesario. Esperando, señora, que los jue-ces me den la razón, conservaré la actitud que conviene a una esposa humillada que se respeta… Soy valiente… Los extraños y los criados no adivinarán nada… Mi padre y mi marido no sabrán nada… No os disputo a vuestro René, señora… Esperaré el juicio con calma, con dignidad… ¡Adiós, miserable!

Germaine había escuchado todos esos insultos, con la cabeza alta. –Señora, – dijo ella gravemente, – las locuras más breves son las mejores. Cuando la Sra. Claudel, sola en su habitación, quedó hundida en su aislamiento

soñador, ella también, volvió a ver el pasado. Y, en lugar de las acusaciones de las que antes la joven la había colmado, un viento de rebelión se desencadenó en ella. La tem-pestad que soplaba ahora removía las apetencias de la carne, los tumultuosos impulsos de una pasión vencida. Germaine se estremecía. Entonces, le pareció que la lucha se volvía igual y casi legítima. No era la madre disputando el marido a su hija, yendo a por él cuando la hija estaba encinta y fea; era una mujer ultrajada injustamente y levantán-dose contra otra mujer.

Nerviosa, iba por la habitación, con los ojos llenos de lágrimas; y, como en esos cuadros de la publicidad en que los paseantes de los bulevares de Paris se ven sucedién-dose sin interrupción, Germaine vio desfilar las brutales realidades de su sacrificio de

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esposa y de sus deseos de mujer. Recordó las innumerables tristezas que la habían asal-tado algunos meses después de su matrimonio: un viejo inválido, maníaco a sus horas, reemplazaba al joven de frente pálida, a la mirada deslumbrante de luz, al sueño de su juventud! Y el sueño se había hecho realidad; él había venido a ella, el príncipe espera-do por todas las colegialas; él había venido más apuesto que en sus sueños de dormito-rio! Ella lo había rechazado… ¿Cuál era su recompensa?... El insulto de la mujer por la que se había sacrificado… ¡Ah! realmente…

Un golpe sonó en la puerta. –Entrad… –¡Buenos días, señora! –¿Señor René?... Cómo usted… –He venido… Léonie os ha insultado, lo sé. El capitán tenía tomada la mano de Germaine; y dulcemente, con los ojos en los

ojos, se acercaban el uno al otro, él animado, temblando de la fiebre de amor; ella es-pantada, sin fuerza, temblando de miedo.

–Germaine… –Déjeme, señor. –Germaine… Sé que el general está ausente de la casa… He venido… –Os lo suplico… –¡Os amo! –Es horrible… –¡Qué bonita sois! –Retiraos… No me miréis así… Esto está mal… La cabeza me da vueltas… Mi

sangre está hirviendo… No abuséis, señor René. Lo lamentaréis… Alejaos… Yo amo a Philippe…

–¡Un anciano! –Vuestro aliento me quema… –Te amo a morir… Recuerda: ella te acusa… –Sí… Está equivocada… Léonie. Está equivocada… –Germaine… –Me rompéis las manos… –Perdón… Pero ven, ven! –¡No!... ¡no!... –¡Te adoro!... ¡te quiero!... –No! Él la arrastraba. Los volantes del vestido azul, las blancas faldas se mezclaban con

el rojo del pantalón; los encajes de la blusa rozaban los nerviosos brazos del hombre, el uniforme azul ahora los cubría… Sus labios se tocaban. Un largo estremecimiento co-rrió por la habitación, tan desolado como el sollozo supremo, inapreciable para los humanos, del espíritu huyendo y el cuerpo convertido en cadáver…

Germaine se había abandonado… …………………………………………………. …………………………………………………. En ese mismo momento, la Sra. de Montigny se hacía conducir a casa del Sr.

Delmas. El viejo cirujano dio un brinco de chacal, cuando estuvo al corriente de la his-toria. Miraba a la joven mujer que continuaba con sus imprecaciones. Con un gesto bru-tal, él la detuvo:

–¡Desgraciada, vuestra casa estará de duelo y vos lo habréis querido!...

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XVII El cirujano Delmas había trabajado duro. En menos de una semana, gracias a unas

incesantes gestiones y a una actividad prodigiosa, el viejo amigo de los Claudel había hecho entrar en razón a la hija del general. Era un asunto liquidado: el conde y la conde-sa debían abandonar Limoges, el capitán habiendo obtenido una permuta con uno de sus colegas de guarnición en París.

A fin de evitar hipótesis desagradable sobre esa brusca partida, el doctor hizo in-sertar en los periódicos de la ciudad una nota que afirmaba que el joven oficial había sido llamado por el gabinete del Ministro de la guerra.

Cuando Léonie vino a anunciar la noticia en las Bastidas, el general se entristeció; pero el sentimiento del deber lo transportó. El futuro de René estaba en juego; no había que dudar. Por lo demás, desde algún tiempo ya, el Sr. Claudel notaba la profunda alte-ración en el rostro de su yerno. El muchacho sufría de la vida de provincias, de la mono-tonía del cuartel; esa ardiente imaginación necesitaba una labor persistente. Allá, en el ministerio, los directores reconocerían pronto la gran inteligencia del recién llegado; el propio ministro se interesaría en ese muchacho, que a veces emitía grandes ideas sobre los planes de batalla. Después de todo, la capital no estaba en el extremo del mundo: se escribirían a menudo, y tal vez como los viejos se decidiesen a su vez, se arrendarían las tierra y se viviría en común en Paris.

Una vez más, el pasado estaba muerto; la condesa había perdonado. Ahora, Germaine, cuya alma estaba para siempre herida, no se atrevía ya a acari-

ciar al viejo. –Pero, ¿qué te ocurre? – preguntaba el Sr. Claudel. –Nada… –¿Me rehúyes? ¿Es mi edad lo que te da miedo?... Has luchado… ¿Tu sacrificio te

pesa? –No… no, Philippe… –Se diría que sobre nosotros ha caído alguna desgracia que me ocultas… ¿Vamos

Germaine?... ¿Y tú, Nini? Las dos mujeres se acercaron al general; y ambas, con bastante coraje para olvi-

dar, murmuraban: –Te equivocas… Míranos: ¡Oh! estamos contentas… –Vuestras voces tiemblan… Pero ya entiendo… ¡Es la idea de la separación lo

que os entristece!... –Sí, papá. –Sí, Philippe. Y luego, cuando el Sr. Claudel ya no estaba allí, Germaine rompía a llorar. Leónie

acudía al lado de la madrastra. –No llores… El Sr. Delmas me juraba ayer aún que eres la más santa de las muje-

res… –¡Ah!... –Puesto que te he pedido perdón de rodillas… Ya lo sé todo, va… Pobre mamá…

Pienso en tus luchas, en tus desesperaciones… No llores… El hombre que te espantaba, no arrojará más espanto… Vivirás feliz para encantar los últimos días de aquél que ado-ramos…

–¿Y tú? –No te preocupes… Soy fuerte. Sonaban las doce. El capitán de Montigny ponía sus guantes. –¿Vas a ir al cuartel? – preguntó la condesa.

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–Sí, querida. –¿Entonces, partimos pasado mañana? –Está convenido. –París te cambiará; necesitas un cambio. –¡Dios mío, sí! –Voy a ocuparme de los últimos preparativos de nuestra partida. –¡Eso es! –¿Irás a despedirte del Sr. Delmas? –Evidentemente. –Tus respuestas son de una sequedad… En fin… –Esta noche, ceno en la ciudad. –¿En el hotel Perrier?... ¿Con tus amigos? –Con Lescure, Selves y Bordas que regresan de las grandes maniobras. –Al menos no te emborracharás… La noche pasada, has regresado en un estado… –No me emborracharé. Pero, como el capitán René se dirigiese hacia la puerta, Léonie tuvo un impulso de

ternura. –¿Por qué estás tan duro? Bien sabes que si dejamos Limoges y a nuestra familia,

es a fin de evitar la vergüenza a los que amamos, a aquella que has ultrajado, a esa mamá que ha llorado, por tu causa, por mi causa… Vamos besa a tu mujer; recuerda que eres padre… Hasta pronto, René…

Hacia las tres, la Sra. de Montigny llegó a las Bastidas. Habiéndole ordenado el doctor un poco de ejercicio, la condesa hizo el camino a pie, en compañía de Suzanne, su criada.

–¿Dónde está mi padre? – preguntó al jardinero. –El Señor ha ido a la loma del Four-a-Chaux con el Sr. Delmas para ver a los sol-

dados que van a atravesar el pueblo, dirigiéndose a Limoges… ¡Escuchad los clarines!... Esos caballeros no tardarán… la Señora ha hecho como el capitán; ella no tuvo miedo del camino…

–El Señor… ¿El Señor René está aquí? –¿La Señora no lo sabía? –Sí… Pero… La artillería tronaba sobre las alturas. El pueblo de la Maldrière se engalanaba de

oriflamas para festejar a los regimientos que, con la banda de música en cabeza, iban a desfilar en algunos minutos.

Léonie subió rápidamente la escalera que conducía a la habitación de Germaine. Un ruido de voces apagadas se escuchaba. La condesa quedó allí, inmóvil.

–Germaine, todo está dispuesto… Mañana, habremos ganado la frontera… –¡Sois infame! –¡Te amo! –Desgraciado… –Desde el día en que mis labios han besado tus labios, no vivo más que por y para

ti. –¡Cobarde!... Me habéis tomado en uno de esos momentos en los que una mujer

está sin defensa… Léonie me acusaba y yo todavía no era culpable… –¿Qué me importa?... Te amo con todas mis fuerzas, con todo mi corazón… ¡Se-

remos felices! –Jamás… Señor, ¡retiraos! –¡No! ¡no!

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–¡Tenéis el alma envenenada!... Vos, un soldado, vos no pensáis en ese hombre que fue la gloria; vos, padre, vos no tenéis entrañas, vos que olvidáis a vuestro hijo…a vuestra esposa… a vuestro honor…

La condesa acababa de armarse con un revolver descolgado de la panoplia del ge-neral.

Las voces continuaban: –No veo nada… No escucho nada… No veo más que la luz de tus ojos… No es-

cucho más que el sonido armonioso de tu palabra…No quiero embriagarme más que de tu aliento… Partiremos esta noche… Los caballos estarán allí, sobre el camino… Vendré a tomarte entre mis brazos y a arrancarte, si en necesario, de los brazos de ese viejo al que odio, si tu lo amas.

–Señor… ¡dejadme!... –¡No! Los músicos comenzaron a tocar; los soldados llegaban. Se escuchaba al general que, de pie, sobre la terraza, agitaba su quepí, aplaudía,

gritando: –¡Aquí están!... ¡Aquí están!... El Sr. de Montigny se arrojó sobre Germaine: –¡Ven!... –¡Oh, Dios mío! ¿Nadie me protegerá?... La puerta se abrió bruscamente. –¡Léonie!... ¡Por fin!... La hija del general, disimulando su arma en los pliegues de su vestido, caminó

hacia el Sr. de Montigny, que la esperaba, con los brazos en cruz. –Señor, me habéis engañado, un día, con una cortesana; estaba sola sufriendo; he

perdonado. Hoy, es el deshonor para todos nosotros… Esto es demasiado… René, aca-barás mal… la pasión de los sentidos de domina y te ciega… Tu regimiento toca la marcha de los combates, y tú no te estremeces… Te volverás loco o bien serás un co-barde a la hora de la revancha, como eres cobarde en tu casa… ¡Prefiero saberte muerto y llorarte!...

Y, levantando la pistola, la condesa apuntó al corazón. El disparo partió: el hom-bre cayó.

En ese momento, el 21º de zapadores desfilaba en el camino de las Bastidas. El coronel, habiendo percibido al general Philippe, levantó su espada y ordenó:

–¡Presenten sables!... La orden, seguida de los sonidos metálicos de las armas, entró furiosamente en la

habitación y vibró allí como un toque de clarín. El general Claudel y el cirujano corrían, apresurados. –¡René herido!... ¡Socorro!... El parque y el castillo se habían llenado de oficiales, al ruido de la detonación; los

capitanes de Selves, Bordas y de Lescure subieron a la habitación. Pero ya, el cirujano Delmas trataba de devolver la vida al capitán, cuyo pecho se

sobresaltaba, sangrando. El revólver caído en medio de la habitación. Cerca de la venta-na, la Señora Claudel se encontraba sin fuerzas para hacer un movimiento. Léonie iba a hablar, cuando el herido hizo un esfuerzo. Casi militarmente, su quepí en la mano, el capitán de zapadores saludó al Sr. Claudel:

–Mi general… había cometido… un crimen.. contra el honor… Me he hecho jus-ticia a mí mismo… Uno no deshonra el apellido… del general Claudel… ¡Adiós!...

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El general Philippe, con los ojos despavoridos, se hundía en una angustia, cuando su hija lo arrastró hacia el hombre que daba sus últimos estertores, en medio de la san-gre.

–Perdona – suspiró ella. Más pálida que un sudario, ella hizo juntar sus manos a los dos; y luego, como

René exhalaba el último aliento, cuando fue acostado allí, muerto, Léonie estalló en sollozos. Con un grito de terror, la joven mujer ser refugió en los brazos de Germaine, y mostrando el cadáver del esposo, dijo:

–¡Yo lo adoraba, mamá!

FIN

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Esta novela se acabó de traducir en Pontevedra, el 12 de enero de 2014