La Torre

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La Torre cuento María Eugenia Moreno

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La Torre es un cuento ambientado en la ciudad de Rosario, Argentina.

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La Torre cuento

María Eugenia Moreno

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La mejilla de la gitana daba al sol, y mientras ofrecía sus chucherías a la

anciana, pequeños trozos de la manzana que masticaba salían de su boca como

proyectiles bañados en gotas de saliva sobre la mercadería, evidentes en el trasluz de

su perfil recortado frente al sol de la mañana que ya se estaba convirtiendo en

mediodía.

Al detenerse ante ella, observando su pollera hasta los tobillos, le preguntó si

era “evangelia”. Como no entendía lo que le estaba preguntando, la gitana

repreguntó: “¿Sos hermana en Cristo?”. Casi automáticamente, casi sin pensar, ella

dijo “No, pero conocí alguien que era”. La gitana volvió a observarla de arriba abajo

y con gesto despectivo continuó su peregrinación suplicante mientras terminaba su

manzana.

Ella tenía el desagradable vicio de hablar en pasado sobre las personas que ya

no frecuentaba. Víctor tampoco escapaba al tratamiento verbal, aparentando estar

muerto a los oídos de quien la escuchara. En su caso, quizás, el uso del pasado no era

del todo incorrecto. Cuando ella hablaba de Víctor, hablaba más de un Víctor

inventado que del real. Si ella estaba intentando abandonar su mundo de fantasías, si

estaba comenzando a vivir la realidad, entonces hablar de ese Víctor que fue y que

era, no estaba mal.

Hasta ese jueves a la mañana, Víctor era una memoria manipulada e

inverosímil de lo que él fue. Lo vio viejo, con una cara como de muerto en vida, de

amargado, como quien ya no sueña más, ya no espera más, y sólo espera que el juego

termine. El 107 estaba lleno. Víctor estaba sentado contra el vidrio en uno de los

asientos del medio. En ningún momento se percató de ella, de pie en el pasillo del

ómnibus casi a la altura de donde estaba él, ni siquiera cuando ocupó el asiento a su

lado, que era abandonado pocas cuadras antes que el descendiera. Él le pidió permiso

en la esquina de Urquiza y Oroño, y sin reconocerla, se fue.

A lo largo de ese día, recuerdos que creía desterrados acosaron su mente.

Como desechos ajenos traídos por una tormenta, llegaban a su memoria retazos de

recuerdos, recorriendo los escalones sucios de la torre, con sus paredes oscuras y

llenas de graffitis. Se asomó luego de muchos años otra vez por la ventana del

dormitorio de Víctor, donde podía ver la última parte de la ciudad dormida, con luces

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bajas por la noche, el frigorífico, el olor al ganado, las islas del río a oscuras,

mientras algún niño lloraba y una cumbia a lo lejos era traída por el aire fresco del

sur.

El viernes, al salir del negocio, se tomó el 146 rojo, se sentó contra una

ventana, y con el fondo musical de los ruidos del colectivo y de la calle, perdió la

vista en la torpe y veloz sucesión de casas, autos y gente apurada en la vereda.

El colectivo subió a varias personas en la esquina de San Luis y Oroño,

cuando sintió que una persona ocupaba el lugar que estaba vacío al lado suyo.

Abandonó su contemplación por el mundo fuera del ómnibus y al ver al hombre gris

sentado a su lado, no pudo evitar abrir la boca.

Se sintió caer al vacío como en un torbellino, mientras las palabras salían de

sus labios y la cara inexpresiva de Víctor reflejaba los escasos pero suficientes signos

de que estaba molesto. No podía detener su verborragia y cuanto más molesto se

mostraba él, peor se sentía ella por no poder frenar a su boca.

Avergonzada, le pidió permiso para descender. No lo miró al rostro, pero

sintió que él se apiadaba de ella. Tocó timbre al cruzar Montevideo. En la calle, un

bebé rubio en un cochecito, ajeno a la mirada de su madre y su abuela, saludaba

alegremente al colectivo mientras pasaba.

Víctor bajó con ella, arrastrado por la pena. Lucharon contra el viento del

oeste mientras caminaban por Pellegrini para luego cometer el último error. Ella

quería sentirse una mujer moderna, que andaba sin vueltas, pero se sintió indecente.

Él le tenía una lástima evidente.

Más tarde lo llamó, pero él no le contestó, lo cual profundizó su humillación.

No tuvo el coraje de volver a llamarlo, pero le escribió un SMS que decía

“Perdoname si te importuné. Me equivoqué. Adiós.”

Nunca le contestó.

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El ascensor se había descompuesto por segunda vez ese mes, por cuarta vez

en lo que iba del año. Él, como siempre, llegó cansado de haber trabajado todo el día

y de haber gastado media hora de su vida en el viaje de regreso en colectivo, sin

contar el tiempo que perdió en la parada de Buenos Aires y San Luis esperando.

Al entrar al hall de ingreso de la torre, se le desfiguró la cara ante el reclamo

de uno de los tipos de la comisión para que pagara lo que debía para el arreglo del

ascensor. De las cuarenta familias que vivían allí, él era el único que no era familia, y

uno de los pocos que pagaba los gastos centrales. Hacía dos días su vecina le había

pasado un papelito escrito por su puño y letra infantil con el monto que debía pagar,

pero simplemente no la había visto en esos días para pagárselo. “Sí, tenés razón, a

vos no te puedo decir nada”, dijo el de la comisión excusándose.

Subió las escaleras con el aliento que le quedaba, haciendo fuerzas con su

mente para no contar el piso por el que iba, y cuando llegó al décimo, golpeó la

puerta del D. “¿Quién es?”, preguntó la vecina gritando. “Soy yo”. “¿Quién es?”,

otra vez a los gritos. Frunció el entrecejo fastidiado, resopló y no contestó. Entró a su

casa y dejando la puerta abierta tomó el dinero que tenía preparado para el arreglo.

“¡Soy yo, Víctor!”, le gritó desde el comedor. “¡Ah, Víctor! Sí, ¿qué necesitabas?”,

dijo la vieja dulcemente con la puerta de su departamento entreabierta. “Te quería

pagar lo del ascensor”, ya sin gritar, dándole el billete de veinte por la hendidura que

la gorda había dejado abierta.

Ella quería seguir la charla, él le contesto lo mínimo indispensable mientras

volvía para su departamento, intentando alejar de su mente la idea de la gorda

desnuda escondida tras la puerta. Dio un portazo mientras ella seguía hablando y se

encerró para no salir más hasta el otro día. Encendió la televisión para no escuchar la

cumbia del departamento de enfrente, abrió la notebook, cambió el estado de su

MSN a “no disponible” y se fue a bañar.

No cenó. En la heladera había sobras de comida en un recipiente tapado, no

había frutas, ni salchichas, ni hamburguesas. Se hizo una chocolatada, comió unas

galletitas de agua, cerró la notebook y se fue a la cama, que había quedado sin hacer

desde la noche anterior, como todas las noches.

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Víctor estaba cansado de no poder sentirse feliz, de estar siempre debiendo

dinero o favores; cansado de no poder volver a confiar en las personas, de saber que

nada ni nadie cambiaría, que todo lo que le molestaba se perpetuaría, que su

situación nunca mejoraría, que todo lo que viniera en el futuro jamás sería mejor que

el presente. Estaba cansado de saber que los sueños no se cumplirían nunca, porque

para él no había castigos pero tampoco había premios, por lo tanto nada de lo que

hiciera importaba, porque las promesas, todas, eran mentira.

Las ideas giraban en su mente, y como pudo, cuando pudo, durmió hasta las

siete de la mañana del otro día, con el primer rayo de sol de un día de otoño.

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Ana era pasado, pero a veces también era sueño. Tenía un aire lánguido con

su físico delgado, no tenía pecas ni lunares que ultrajen su piel suave y blanca, tenía

extremidades infinitas que él no se cansaba de recorrer con sus labios, dedos largos

de pianista que solían tocar sinfonías en el teclado sin afinar de los nudos de su

espalda, tenía mirada dulce y enigmática tras ojos amarillos de gata, voz clara y

suave que vibraba dulcemente con palabras serenas. Sí, Ana era sueño, aunque

también era pasado.

Fuera de algunas vecinas chusmas, el único que se enteró que Ana y él

andaban juntos fue Gabriel, el hermano de Víctor. Para Gabriel, Ana era pretensiosa

y antipática, una de esas minas que van a lo suyo y no les importa mucho lo que le

pase a los demás, mientras ellas estén bien. Le resultaba obvio que Víctor no era

candidato para ella. Víctor sabía todo eso, pero ¿qué importaba que fuera cierto?

Mucho tiempo antes de lo de Ana, Víctor estuvo de novio con Lucía, una

compañera de la facultad de quien se enamoró completamente. Fue la única chica a

quien le escribió mails y cartas de amor, que le fueron devueltos dentro de un sobre

de papel madera el día en el que ella pegó media vuelta y desapareció tras la esquina

de Córdoba y Dorrego. Víctor lloró todas las noches durante un mes mientras releía

las cartas y se puteaba a sí mismo por imbécil, por haberse expresado tan

abiertamente con una mina que lo dejó en la primera de cambio argumentando muy

suelta de cuerpo que “se había cansado de él”.

La noche posterior a la última vez que había llorado llegó a su casa con la

mente saturada de problemas del trabajo. Cuando se fue a la cama miró hacia la mesa

de luz, donde el sobre cínicamente esperaba que lo abriera una vez más para ahondar

la llaga de amor, pero no lo abrió. Intentó romperlo, pero no pudo. Lo tomó de la

esquina, como quien sostiene algo hediondo, y lo tiró en el cesto de la basura. Volvió

a la cama, pero se levantó otra vez, indeciso. Retiró el sobre del cesto, limpió con un

repasador unas cáscaras de verduras que se habían adherido, y lo guardó en el último

cajón de la cómoda, el de más abajo, el que no abre nunca, donde descansa en paz,

con la marca del deseo de no olvidar.

Para Gabriel, Víctor era un tipo tímido, correcto y sentimental. Como su ídolo

durante toda su infancia y adolescencia, Víctor le enseñaba con el ejemplo que no

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había que meterse en problemas, que lo más importante era estudiar, era ser sincero,

y nunca pelear ni discutir con nadie porque casi nunca vale la pena enojarse, mucho

menos agarrarse a piñas. Le enseñaba que ellos dos eran más inteligentes que eso, no

necesitaban demostrar que eran más porque pegaban más fuerte. Para Gabriel, Víctor

se merecía una chica que valorara su buen corazón, su inteligencia, su educación.

Ana era, en el fondo, una atorranta que lo usó y que, cuando le convino, volvió con el

marido que era el que tenía la guita. Y respecto a Lucía, la mina era una histérica.

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Se bañó en cinco minutos, se puso un jean, la camisa blanca con rayas finitas

azules adentro del pantalón, el chaleco de polar azul marino, las zapatillas marrones

y bajó las escaleras con agilidad, sin olvidarse los anteojos de sol. Con paso enérgico

caminó los cincuenta metros hasta la garita, apurando los últimos trancos, cuando vio

que ya venía el 107. Estaba ventoso y fresco pero por suerte había sol. Subió al

colectivo. Mente en blanco, gente dormida. Rutina.

Al llegar a Urquiza y Balcarce, se levantó de su asiento para tocar timbre,

pidiendo permiso a la chica que se había sentado al lado de él. La chica lo miró como

reconociéndolo, le sonrió suavemente con la comisura de los labios, y sin decir una

palabra, corrió los pies hacia el pasillo, dándole espacio para que él pudiera salir. Él

la miró, pero no la reconoció.

Se bajó en la esquina de Oroño, caminó hasta calle Córdoba, entró al edificio

de la empresa, saludó al portero, quien le hizo un chiste sin gracia. Víctor rió sin

demostrarlo, le dio una palmada en la espalda, subió hasta la oficina y comenzó su

día jueves.

Al mediodía tuvo que ir a una obra, con la idea que quizás debiera

permanecer solucionando un problema con unos subcontratistas hasta final de la

jornada laboral, pero terminó en un par de horas y volvió a la oficina, a terminar con

un nuevo proyecto. “Boludo te hubieras ido, ¡si el jefe te dio el ok!” le dijo un

compañero de oficina cuando Víctor regresó. “Ya sé, negro, pero quiero sacarme esto

de encima” dijo señalando una pila de papeles.

Víctor trabajaba en la empresa desde hacía doce años. El dueño era un

hombre de unos setenta y pico de años, honesto, de palabra, quien desde el momento

en el que contrató a Víctor, vio en él el espejo de lo que él era cuando era joven;

trabajador incansable, humilde, inteligente y capaz. El viejo venía todos los días,

pero él no era el jefe, sino su hijo, un tipo cheto pero buena gente.

Víctor no era nada cheto. No tenía la piel bronceada de navegar durante todo

el año, no usaba camisas de marcas reconocidas, no tenía un reloj deportivo

moderno, no usaba zapatillas cuyo valor superaran el veinte por ciento de su salario,

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no vivía en un country, no tenía un golden retriever, ni una mujer rubia con dos o tres

hijos en un colegio privado, y no andaba en cuatro por cuatro.

Los compañeros de Víctor sabían que no salía por las noches, que no viajaba,

que no iba al shopping. “¿Qué haces con la guita?” querían saber. Él reía. “La gasta

en droga” por ahí decía alguno. Él reía con más ganas, pero no les respondía.

A las seis de la tarde la pila de trabajo pendiente se había reducido

considerablemente. Tres de sus compañeros estaban cerrando sus computadoras,

alistándose para irse. Víctor miró la hora, respondió rápidamente un mail a un cliente

e hizo lo mismo, pero todavía faltaba que uno terminara. “Dale boludo que son las

seis”, le dijeron a este último. Como todos los jueves, iban a jugar fútbol cinco contra

otro equipo de ingenieros.

Cuando llegaron a la cancha el otro equipo ya estaba peloteando. “¡Pensamos

que habían arrugado, manga de troncos!” dijo el más gordito. En el vestuario se

pusieron la indumentaria deportiva y salieron apurados a la cancha, esperando

quebrar la racha. Perdieron, como casi siempre, esta vez quince a nueve, pero hubo

otras peores. Después de la ducha, se fueron todos al bar de la esquina a tomar una

cerveza con maníes.

Uno de los chicos llevó a Víctor a la Plaza Sarmiento. Descendió del auto,

cerró la puerta trasera con un golpe seco. Se escuchó la bocina que lo saludaba

mientras el auto salía arando. Él saludó con la mano izquierda en alto y se dirigió

hasta la parada del 146. Miró el reloj, las nueve. Se sentó en el frío banco de

cemento, extrajo la tarjeta magnética de la billetera y al observarla descubrió que ya

no tenía más crédito.

Resopló, la tiró en un cesto de basura que había a unos metros de donde él

estaba y comenzó a contar las monedas que tenía. Una de un peso, tres de veinticinco

centavos, perfecto. El cambio justo para el boleto.

Cuando quiso volver al lugar donde estaba antes sentado, descubrió que una

mujer embarazada o gorda le había ocupado su lugar. Entonces permaneció parado

cerca del cesto. Miró el reloj, las nueve y cinco. Resopló.

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Unas viejas hablaban en un tono de voz tan fuerte que todos podían

escucharlas. Hablaban lentamente. Víctor dedujo que no se conocían aunque

hablaran como si fueran amigas.

“… Y yo vengo de visitar a mi nieta y los nenes. Qué criaturas más cariñosas,

como su madre, unas dulzuras. No esperé a que llegara su marido del trabajo. Con lo

cansado que llega el pobre, ¿cómo le voy a pedir que me lleve en su auto? Si total yo

no tengo apuro”, dijo la más encorvada.

Luego de unos breves segundos sin tema de conversación, en los que

aprovecharon para quejarse de la frecuencia de los “micros”, mirando a una joven

atractiva que justo llegaba a la parada, la de pelo largo y canoso espetó: “¿Vio lo del

sinvergüenza ese que salió en el informativo? El speaker dijo que el muy degenerado

golpeó salvajemente a esa pobre chica, tan bonita, y la llevó al descampado donde la

violó y la desfiguró con un cuchillo. ¡Pobrecita! ¡Qué terrible! ¡Dios nos libre y nos

guarde de depravados como ese!”, dijo indignada. “¡A la gente como esa hay que

encerrarla y por veinte años que no vea la luz del sol!”

“O preferible, ¡que le pongan una inyeción y listo! ¿Con qué necesidad

mantener vivo a alguien así? ¡Está enfermo, eso está! ¡Tiene el veneno adentro!”,

dijo la encorvada, coreando por la pena de muerte.

“¡Pero claro que sí! ¡Ese tipo tiene el veneno adentro y no se le va a ir más

por más años que esté en la cárcel! Hay que matarlo, eso hay que hacer. Seguro, ¡una

inyeción y listo!, concordó la de pelo largo.

“¡Pero más vale!” dijo la otra enojadísima. “¿Es ese?” dijo cambiando el tono

y volviendo a la cotidianeidad, mientras señalaba a un colectivo amarillo que se

acercaba. La otra miró con esfuerzo, frunciendo los ojos. “¿Es la M, nena?” le

preguntaron a la joven, quien les indicó que sí. Entonces las viejas impetuosamente

extendieron sus brazos derechos para que el colectivo se detuviera. Le agradecieron a

la joven, y con dificultad y fastidio, subieron.

El 146 llegó a las nueve y media, y a las diez lo dejó en Sánchez de

Thompson y Grandoli. Al llegar a la torre, el ascensor continuaba descompuesto, tal

como suponía que estaría. “Mañana es viernes”, se repetía a medida que la

respiración se le dificultaba con cada escalón que subía, como si el viernes fuera

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suficiente consuelo para una vida negada a la suerte de viajar en ascensor, condenada

a crecer con sacrificio o a no crecer, retando a su paciencia y tesón. Subió el último

escalón, resopló. “Llegué”.

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El viernes Víctor despertó de buen humor con el sol por la ventana de su

dormitorio. (Siempre tuvo la sensación de que los viernes sin sol son menos viernes).

Estuvo en la oficina todo el día, sin salir en ningún momento durante la

jornada laboral salvo a la una, cuando fue a comprar su almuerzo. Se encontró que el

viento desde el suroeste había cambiado el clima, comenzando a soplar pinceladas

grises sobre el cielo y polleras de mujeres sin abrigos suficientes para un día que se

haría aún más frío.

A la tarde, cuando salió de trabajar, el cielo ya totalmente blanco y el aire frío

rendían honor al otoño, pero hacían que el día tuviera menos sensación de viernes.

En la parada de Oroño y San Luis, Víctor esperaba el 146 con una sensación extraña

que lo había acompañado desde más temprano. No sabía interpretarla, era un hombre

poco habituado a descifrar correctamente sus emociones. Estaba ansioso porque,

aunque no se diera cuenta, intuía que algo estaba por ocurrir. Como casi siempre

suele suceder, lo más esperado ocurre en el momento en el que uno menos lo espera,

así como lo más buscado aparece cuando uno deja de buscarlo.

El 146 rojo llegó sólo con asientos libres sueltos en la fila de los pares, de

modo que se sentó en uno del pasillo cuyo par estaba ocupado por una joven, que al

llegar él, abandonó su contemplación por lo que ocurría en la vereda tras la ventana

para pasar a mirarlo fijamente. Él no reparó en la muchacha, pero ante la persistencia

de su mirada, giró sus ojos hacia ella. Ella sonrió como si lo reconociera, él no la

reconoció, pero cortésmente le devolvió la sonrisa como forma de saludo y volvió la

vista al frente, con cierto fastidio ante la actitud de la joven.

“Ayer a la mañana viajamos juntos en el 107, ¿no te acordás?”, le dijo

suavemente a Víctor, quien permanecía mudo intentando disimular el malestar que le

ocasionaba hablar con extraños en el colectivo. Ella prosiguió como si nada: “¡Qué

increíble que no puedas reconocerme!”, dijo malhumorada, bajando la cabeza y

volviendo a perder la mirada en el vereda, aunque esta vez no miraba a través del

vidrio sino que buscaba el reflejo de Víctor en él. Él seguía mudo, sin darle

importancia, intentando que ella interprete su silencio como un rechazo y no le dirija

más la palabra. Pero no fue así.

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“Mi vida cambió mucho en estos años, pero no sólo estoy diferente por

fuera”, dijo con un gesto circular delante de su rostro y una mueca. “¿Sabés cuándo

me arrepentí de haberte dejado? Tres pasos después de doblar en esa esquina”, dijo

poéticamente, lanzando en ese instante una señal de emergencia bochornosa

disparada directo al pecho de Víctor, quien comenzó a sentir vergüenza por la escena

que estaría a punto de coprotagonizar, mientras agradecía silenciosamente a la

colección de ruidos molestos conformada por chirridos de amortiguadores viejos,

bullicio del gentío en el colectivo, y una sucesión bocinas, alarmas y frenadas

violentas desde el exterior, que prevenía que el papelón en proceso se hiciera

público.

“Quise volver, pedirte que me devuelvas el sobre con tus cartas para poder

releerlas, para sentir el amor que me tenías, que nos teníamos”, se corrigió, “y los

sueños que compartimos; quise rogar por tu comprensión y tu paciencia ante mi

idiotez, pero mi orgullo me impidió volver mis pasos. Ese orgullo de mierda que

tengo. Esperé que me llamaras alguna vez, que me buscaras. Deseé que pudieras

darte cuenta de que fui arrebatada y tonta, y que me comprendieras, que hicieras la

vista gorda y lo dejaras pasar. Pero nada. Era evidente que te había perdido. Y ahora,

después de tanto tiempo, nos encontramos de casualidad, dos días seguidos. ¿Te

parece que es una coincidencia?” dijo con una sonrisa melancólica.

“Es pura coincidencia” dijo él, devolviéndole la sonrisa y borrando la de ella

instantáneamente, “¿o vos creés que es el destino?”, irónicamente. “Yo no”, terminó

tajante. Paladeó la revancha, la sintió dulce y amarga, ella se sonrojó, él se sintió

imbécil.

“Esta es mi parada”, cabizbaja, mirando el piso de goma del colectivo. Él se

levantó para dejarle lugar, la observaba fijamente, ella seguía absorta con la vista en

el piso. Al rozar su cuerpo, él la tomó de la cintura. “¿Querés que hablemos?” sin

vacilar.

Se bajaron los dos en Colón y Pellegrini, sin pronunciar palabra desde que

bajaron del colectivo. Lucía parecía nerviosa. “¿A dónde vamos?”, le preguntó.

“Donde quieras”, dijo él, mientras sus miradas se rozaban como espadas en un duelo.

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Ya habían atravesado la avenida y caminando por la vereda de enfrente al

Politécnico, cruzaron Ayacucho, hacia el departamento de ella. Como un último

intento para frenarlos, el viento soplaba desahuciadamente desde el oeste haciéndolos

empujar su paso hacia delante.

Víctor sentía que si algún lazo se había roto, si las ilusiones se habían

perdido, si los caminos se habían desdibujado, nada podría ocurrir esa tarde que

sanara lo quebrado, abandonado, borrado. Nada podría volver el tiempo atrás y

detener el filo de dos palabras y un gesto clavándose en la carne de su cuerpo que se

desangraba. No obstante, una vez más, tropezó con su debilidad, y sin ver, se

zambulló en un nuevo error disfrazado de destino, que se presentaba natural e

inevitable con una promesa imposible de cumplir bajo el turbante.

Fue insuficiente la magia de la conexión reinstalada. El disfraz cayó, como

espejo que pierde el reflejo y al fin trasluce la realidad. Las ilusiones no despertaron

de su tumba, los caminos permanecieron escondidos tras matorrales de ego herido.

Pero lo que lastimaba más a Víctor no fue descubrir que el destino le había jugado en

contra, sino comprender que si no era con Lucía, la única persona de quien se sintió

enamorado en su vida, entonces no existía la posibilidad de que fuera con otra.

Cuando llegó a la torre estaba oscuro y muy frío. El ascensor ya estaba

arreglado, pero sabía que en cualquier momento se descompondría nuevamente,

porque la avería era su estado habitual. Los vecinos del B ofrecían una función de

gritos y llantos. Encendió la televisión, sintonizó el canal local, subió el volumen,

puso a funcionar el lavarropas y se dio una ducha caliente. Al salir, de un cajón

olvidado, retiró un sobre con los restos de un pasado para desechar.

Mientras bajaba para darle disposición final en el contenedor, en la mesa del

comedor, el visor de su teléfono celular brillaba con una llamada que no era atendida.

El contenedor estaba repleto de basura que pronto sería retirada por el camión

recolector. Mientras volvía hacia la entrada de la torre, Gabriel lo detuvo con un

“¡Eu, Víctor!” Él giró, caminó hacia donde estaba su hermano. Se había olvidado que

esa noche jugaba Newell’s contra River y tenían entradas para ir.

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Mientras caminaban hacia el auto de Gabriel, éste realizaba conjeturas acerca

de la formación que Sensini habría de disponer para esa noche. Víctor aparentaba

estar tan preocupado como él. El Torneo Clausura estaba terminando y Newell’s

necesitaba ganar. Además, había bronca con River.

Estacionaron el auto en 27 de Febrero y Oroño y caminaron hasta la cancha

con pasos largos. Ya el frío de la noche comenzaba a templarse con expectativa de

gloria futbolística.

Dentro de la cancha, los fanáticos liberaban la tensión saltando, entonando

cantos al ritmo de los brazos en alto, y al iniciarse el primer tiempo, la cancha estalló

en rojo y negro de pasión y muerte, al todo o nada, para dejar todo allí esa noche.

El celular vibró con SMS que ingresaba a su bandeja de entrada. En la

televisión, a todo volumen, la novela de las diez de la noche se transmitía a un sillón

vacío. Ya los vecinos del B habían cerrado el espectáculo con un guiso cuyos

indicios se escapaban por las rendijas de la puerta.

Gol de River. Ira, insultos, manos en las cabezas.

El lavarropas terminó el programa y aguardaba que Víctor retirara la ropa

para colgarla en la soga.

Final del primer tiempo. Especulaciones, teorías. Víctor se sentó, y en ese

momento constató que había olvidado el celular en su casa. Terminado el medio

tiempo, salió el equipo a la cancha, con las puteadas de aliento de los hinchas.

Salvo por el departamento de Víctor, la torre se volvía silenciosa, el ascensor

esperando quieto en la planta baja.

Cinco minutos antes de que terminara el partido, con la victoria cantada de

River, los barra bravas de ambos equipos comenzaron a arrojar todo tipo de objetos

hacia la hinchada contraria, botellas llenas de agua, piedras, butacas, hasta zapatillas.

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Durante siete minutos el árbitro esperó infructuosamente que los incidentes cesaran

para reanudar el partido, hasta que decidió suspenderlo.

Sin esperar los treinta minutos establecidos según el operativo de seguridad,

las hinchadas salieron a la calle. Gabriel estaba enardecido, Víctor lo retenía, pero no

pudo evitar que saliera a pelearse con los de River.

La policía detuvo a algunos hinchas por intentar derribar vallas y dispersó el

tumulto con balas de goma, pero sin evitar que las hinchadas se encontraran en una

esquina fatídica del parque, donde la violencia en el fútbol se cobraría una nueva

víctima.

Gabriel recibió una herida cortante en su mano izquierda cuando intentó

defender a su hermano, a quien confundieron con un agresor de la barra brava de

Newell’s, y quien tras ser herido de cinco heridas de arma blanca provocadas por una

faca de unos veinte centímetros, llegó sin vida al Hospital de Emergencias Clemente

Álvarez.

Nunca llegó a comprender lo que le sucedía. La última embestida, la única

fatal. Ya no importaban las promesas, los sueños, los castigos, la infelicidad perenne.

Ya no había más dilemas.

En la televisión, el padre Ignacio con la meditación para la pausa, luego la

señal de ajuste y al final, una lluvia condenada a perpetuidad anunciando el fin de la

programación.