La Tradición Oral, Las Literatura Populares y El Problema Del Canon -Vich y Zavala (1)

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VICTOR VicH - VIRGINIA ZAVALA por estudiar el lenguaje en uso de distintas formas y con- ceptualizan la relación entre el lenguaje, el significado y la sociedad desde puntos de vista distintos. Más aún, aunque todas estudian la relación entre lenguaje y con- texto, esta relación revela asunciones diferentes sobre la manera en que uno influye en el otro, sobre la prece- dencia de uno con relación al otro y sobre la relativa autonomía de cada uno. Sin embargo, no se trata de optar por una u otra corriente presentada sino de asumir el marco teórico más amplio e incorporar en él todas las herramientas conceptuales y metodológicas intro- ducidas por las distintas corrientes. Si hacemos esto, el lenguaje nos abrirá las puertas para la investigación critica de la vida social y nos permitirá estudiar aspectos tan importantes como la mfluencia de los léñemenos culturales, el manejo de las relaciones sociales, la cons- titución de las instituciones políticas y la reproducción del i^oder en nuestras desiguales sociedades. CAPÍTULO 4 LA TRADICIÓN ORAL, LAS LITERATURAS POPULARES Y EL PROBLEMA DEL CANON La recopilación y análisis de cuentos populares y tradiciones orales han estado guiados por el afán de llegar a una especie de inconsciente social que permi- ta reconstruir las raíces simbólicas de una comunidad. En efecto, por tradición oral se ha hecho referencia al universo mítico o imaginario de cualquier gmpo huma- no y el interés en ella ha tenido que ver con la pregunta por el conjunto de representaciones que constituyen el "ser colectivo". Se ha asumido que el lenguaje es la ins- tancia que revela mejor la identidad de un pueblo -el lugar donde se cifra y constituye la identidad- y, por tanto, el estudio de las tradiciones orales ha sido en- tendido como la mejor vía de acceso a la supuesta "esencia" de una cultura. La filología moderna nació a pardr de este impulso, vale decir, del intento por recuperar las raíces textuales de una comunidad y con ellas las características funda- mentales de su identidad. Así, los textos orales fueron asumidos como una especie de "alma natural" que siem- pre permanece latente resguardando la "esencia" de los pueblos. Fue el momento del romanticismo europeo y en ese contexto un conjunto de intelectuales (como 73

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por estudiar el lenguaje en uso de distintas formas y con-ceptualizan la relación entre el lenguaje, el significado y la sociedad desde puntos de vista distintos. Más aún, aunque todas estudian la relación entre lenguaje y con­texto, esta relación revela asunciones diferentes sobre la manera en que uno influye en el otro, sobre la prece­dencia de uno con relación al otro y sobre la relativa autonomía de cada uno. Sin embargo, no se trata de optar por una u otra corriente presentada sino de asumir el marco teórico más amplio e incorporar en él todas las herramientas conceptuales y metodológicas intro­ducidas por las distintas corrientes. Si hacemos esto, el lenguaje nos abrirá las puertas para la investigación critica de la vida social y nos permitirá estudiar aspectos tan importantes como la mfluencia de los léñemenos culturales, el manejo de las relaciones sociales, la cons­titución de las instituciones políticas y la reproducción del i^oder en nuestras desiguales sociedades.

CAPÍTULO 4 L A T R A D I C I Ó N O R A L ,

LAS L I T E R A T U R A S P O P U L A R E S Y E L PROBLEMA D E L C A N O N

La recopilación y análisis de cuentos populares y tradiciones orales han estado guiados por el afán de llegar a una especie de inconsciente social que permi­ta reconstruir las raíces simbólicas de una comunidad. En efecto, por tradición oral se ha hecho referencia al universo mítico o imaginario de cualquier gmpo huma­no y el interés en ella ha tenido que ver con la pregunta por el conjunto de representaciones que constituyen el "ser colectivo". Se ha asumido que el lenguaje es la ins­tancia que revela mejor la identidad de un pueblo - e l lugar donde se cifra y constituye la identidad- y, por tanto, el estudio de las tradiciones orales ha sido en­tendido como la mejor vía de acceso a la supuesta "esencia" de una cultura.

La filología moderna nació a pardr de este impulso, vale decir, del intento por recuperar las raíces textuales de una comunidad y con ellas las características funda­mentales de su identidad. Así, los textos orales fueron asumidos como una especie de "alma natural" que siem­pre permanece latente resguardando la "esencia" de los pueblos. Fue el momento del romanticismo europeo y en ese contexto un conjunto de intelectuales (como

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Humbolt, por ejemplo) se preocuparon por determinar lo que cada comunidad tenía de característico como identidad esencial y diferenciada: el "wlkgcist". Ellos asu­mían que existían "esencias nacionales" capaces de resis­tir a los cambios históricos y mantenerse en el tiempo.'''

De esta manera, el inicial interés por la tradición oral estuvo directamente vinculado al nacimiento de los Estados modernos y al surgimiento de las ideolo­gías nacionalistas. Es decir, la recopilación de cuentos populares coincidió con la construcción de las narrati­vas nacionales y estuvo al servicio de la formación de una cultura nacional homogénea. La idea consistía en que cada comunidad debería recuperar sus historias populares para encontrar ahí su pasado, entender su historia y constatar, en ese marco, su identidad dife­renciada. Por tanto, un "nacionalismo esencialista" marcó la recopilación e interpretación cultural de las tradiciones orales y bien puede decirse que ello no ha dejado de suceder hasta la actualidad.

En América Latina, sin embargo, este proceso fue muy diferente porque aquí la construcción de los Es­tados-nacionales se encontró directamente relacionada con el "proyecto letrado" de un conjunto de hombres ilustrados que asumieron la cultura occidental como la

24 Por ejemplo, respondiendo a impulsos críticos de la moder­nidad, los hermanos Grimm se lanzaron a una ansiosa búsqueda de los cuentos populares con el objetivo de poder encontrar las fuen­tes de la cultura alemana. Para ellos, a partir de los cuentos popu­lares, se trataba de obsen-ar la fomiación del carácter alemán con el objetivo de incentivar una devoción patriótica por lo nacional. Más o menos lo mismo puede decirse de los cuentos de Perrault en I-rancia e inclusive de la colección de Calvino para Italia.

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tánica fuente de civilización. Para ellos, sólo lo occi­dental era lo que difundía la cultura y, por tanto, lo tínico destinado a constituir un espacio público. Como se sabe, para los intelectuales letrados latinoamerica­nos la cultura indígena carecía de importancia y sus prácticas simbólicas, cuando no despreciadas, 'enían una importancia mínima. Se trataba entonces de "edu­car" a la población indígena, des-indianizar a los mes­tizos y constituir una simbología nacional homogénea que diera cuenta del nacimiento de una nueva colectivi­dad fuertemente anclada en los derroteros del "progreso" y la "civilización".

Si ahora sabemos que los contextos políticos son los que finalmente estructuran un canon literario, en América Latina dicho proyecto fue el de construcción de una ilusoria unidad ahí donde aquello era realmen­te imposible. Aquí, las leyes estéticas se impusieron de manera violenta y no es difícil constatar que el canon literario se convirtió en una especie de plan político. El importante libro de Doris Sommer (1991), Ficciones

fundacionales, es un buen ejemplo de ello, como tam­bién lo son las historias literarias que se escribieron en cada país pues ellas inventaron una narrativa que invi-sibilizó casi toda la producción literaria o popular. Es decir, al interior de sociedades radicalmente heterogé­neas -multilingües y multiculturales- estas historias lite­rarias no han hecho otra cosa que homogenizar el gusto y - l o que es peor- considerar que sólo una parte de la producción simbólica - la producción letrada- ha sido la única socialmente pertinente.

Por ello, críticos como Bailón (1989: 259) han soste­nido que la institución literaria se ha desarrollado sobre

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un fondo de conllictos diglósicos fuertemente com­prometidos con la dominación cultural. La institución literaria ha sido la encargada de formar el gusto y je­rarquizar la producción cultural a partir de prejuicios estéticos formados desde una perspectiva realmente etnocéntrica. Para este crítico, la apreciación simbóli­ca ha estado guiada por prejuicios "universalistas" que despojan a los textos de sus determinaciones culturales y que insisten en interpretarlos a partir de paradigmas estéticos que surgieron en una determinada cultura pero que no necesariamente todas las otras compar­ten. Bailón (1989: 260) sostiene, por ejemplo, que no se pueden evaluar los cuentos populares andinos des­de las características literarias constituidas y formadas en la Grecia clásica.

Si sabemos que el orden simbólico es el encargado de configurar la identidad colectiva, la institución lite­raria (atada, por lo general, a los gustos de las burguesías nacionales) todavía se encuentra entrampada en un sinmlmero de contradicciones que no consigue resol­ver. Lo que queremos decir es que en América Latina existe una inultiplicidad de formaciones discursivas que las historias literarias no han tomado en cuenta o que, en todo caso, siempre terminan por ser inscri­tas en un marco de interpretación que por lo general es jerarquizante y etnocéntrico. Aunque algLinos críticos han intentado solucionar este problema introduciendo los textos orales bajo el notnbre de "etnoliteratura" tal denominación revela, una vez más, la legitimidad ex­lerna a la c|itc tlichos textos son sometidos. En nombre de o|')ciones estéticas que siempre son factibles de relativizarse, queda claro que, al intentar "integrar"

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los textos orales, la institución literaria no ha hecho otra cosa que someterlos a otro tipo de sujeción.

En ese sentido, los estudios sobre literaturas orales pueden ser entendidos como instancias que retan el poder de una institución marcada por un conjunto de prejuicios que han terminado por construir al objeto de la literatura como una entidad algo uniforme donde la diferencia radical no es posible. Por ello, bien pudieran convertirse en dispositivos adicionales para involu­crarnos, con mayor radicalidad, en la revisión de los criterios que han venido estructurando nuestros cáno­nes literarios y culturales. En el contexto de una mo­dernidad completamente asaltada por la heterogeneidad, hoy en día el discurso letrado ya no parece tener cabida como proyecto único y, en ese sentido, el estudio de las literaturas orales puede proporcionar una contundente reflexión sobre la diferencia."

Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones de produc­ción de las tradiciones orales? En los últimos años, se ha discutido mucho al respecto y podemos comenzar a sacar algunas conclusiones. En primer lugar, su carác­ter anónimo ha sido un elemento fundamental que siem­pre ha llamado la atención de los investigadores invo­lucrados. En efecto, este tipo de textos no tienen un autor definido y resulta imposible fijar con certeza una fuente original de enunciación. Se afirma que su autor

25 Dice Beatriz Sario (1994: 198): "Una cultura debe estar en condiciones de nombrar las diferencias que la integran y una critica cultural debe liberarse del doble encierro de la celebración neopopu-lista de lo existente y de los prejuicios elitistas que socavan la posibi­lidad de articular una perspectiva democrática".

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es la comLinidad, la tradición popular, una voz o una especie de "rumor" que viene de lejos y que va recreán­dose en el tiempo.

Dice Spivak (1997: 269) que el rumor es uno de los principales medios de la comunicación subalterna pero, sobre todo, que se trata de "un relevo de algo siempre asumido como pre-existenle". Es decir, muchas veces el pasado regresa como fragmento para establecer su crítica al presente. La tradición entonces es el retorno de la memoria y la escenificación de una fantasía c(ue persiste en su pertinencia. No importa, por tanto, la localización de la fuente primaria sino que interesa más bien el acto de apropiación del sujeto que narra el relato, su identidad, sus características particulares y la necesidad de volverlo a contar, en ese lugar y en un momento específico de la historia.

El reposicionamiento del relato dentro de la comu­nidad -a efectos de un nuevo narrador- tiene como objetivo sostener la ilusión de la identidad cultural co­mo si fuera un lodo orgánico y contribuir a su imagina­ción colectiva. Dice Stuart Hall (1999: 133) que, a pesar de su esencialismo, esta manera de pensar la identidad (como algo totalmente compartido o como una especie de naturaleza precisa) es muy importante y no debemos sobreestimar sus posibilidades políticas. Aquellas "his­torias ocultas" encargadas de activar el reconocimiento cultural han jugado un importantísimo papel en el surgi­miento de los movimientos sociales a lo largo de la his­toria. Es decir, frente a la experiencia de la dispersión y la fragmentación social, dichas historias o dicho "re­levo de a(.|uello siempre asumido como pre-existenle" no sólo integra sino que también moviliza.

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De todas formas, Hall (1999: 135) es también muy enfático en subrayar lo siguiente: la identidad nunca es un hecho consumado y más bien siempre debemos entenderla como "producción", vale decir, como algo incompleto que se encuentra en un eterno proceso de constitución y que nunca deja de preguntarse por las diferencias internas y los antagonismos que la consti­tuyen. Las identidades culturales son siempre puntos inestables y nunca una esencia completamente estable­cida. No podemos, por lanío, hablar de la identidad como una categoría homogénea al margen de las mo­dificaciones de la historia y de la cultura.

En ese sentido, la función del acto de narrar y de traer a colación una vieja historia es de fundamental importancia en el marco del conjunto de reconceptua-lizaciones por las que las identidades de los pueblos necesitan ser revisadas, nuevamente asimiladas o sim­plemente cuestionadas. La tradición oral no regresa necesariamente para que nos volvamos a preguntar por su origen sino, más bien, para que nos involucremos con su pertinencia.

En segundo lugar, y más allá de toda esta proble­mática, hay que volver a subrayar que los cuentos orales no tienen la forma de aquellos textos bien editados que vemos impresos en las antologías y que se encuentran dotados de muchísima coherencia.-^" Por el contrario, loda narración oral es altamente fragmentaria y por lo

26 No se trata de desvirtuar aquí el valor cultural de aquellos textos (el cual, sin lugar a dudas, puede ser muy importante) sino simplemente, de cuestionar la representación de la oralidad que dichas ediciones suelen proponer sin esclarecer el a,sunto por algún lado i

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general ha sido construida sobre la base del diálogo. Muchos cuentos populares parten de una estructura conversacional -vale decir, participativa- donde el pú­blico es tan importante como el mismo narrador. Los cuentos populares suelen aparecer en el contexto de una conversación y no pueden entenderse como textos fijos constmidos de una manera totalmente formulaica (Mannheim, 1999: 49).

Por esta misma razón es que Daniel Mato (1990: 144) ha optado por usar la categoría de "arte de narrar" antes que la de "literatura oral". En su opinión, esta úl­tima denominación entorpece el estudio de la oralidad en tanto su interés -netamente textualista- tertnina por iiTvisibilizar todo el componente expresivo desde el cual los textos orales se producen o actualizan. Para este crítico, la presencia de rasgos no verbales (gestuales, proxénicos, musicales, corporales, vocales, etc.) es de fundamental importancia en el estudio de los narra­dores de cuentos y constituye, sin lugar a dudas, la real puesta en escena de la oralidad: "el arte de narrar no alu­de al relato narrado sino a la acción del individuo que narra, lo cual incluye al relato pero no se agota en él".

Entonces es urgente resaltar los siguiente: las tradi­ciones orales no son relatos "estáticos" ni mucho menos textos "puros" cuya significación esté fuera de los con­tactos culturales y de múltiples formas de mediación. Por ello, no tiene ningún sentido dedicarse a recopilar o analizar relatos locales con el presupuesto de que ahí se revelará una supuesta "esencia" identitaria destinada a la fundamcntación de un nacionalismo purista. Todo discurso oral va cainbiando en el tiempo, adecuánd(>'.( a sus circunstancias históricas y siempre es prodiu i . '

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del contacto y la mezcla cultural. Aunque algunos crí­ticos han estado muy preocupados por la supuesta "pureza" y "fijación textual" de los textos orales habría que subrayar que la cultura popular vive en las variantes, en los contactos y opta por cultivarlas.

En efecto, las culturas populares se han constituido en el marco de profundas articulaciones entre tiempos, tradiciones y actores sociales y en la actualidad globa-lizada, este proceso parece haberse radicalizado mu­cho más. Por lo mismo, el mundo popular no puede ser entendido como una entidad aislada y resistente a la modernización. Mal haríamos entonces en "orien-talizar" a la literatura oral como un tipo de discurso supuestamente más "puro" y "auténtico" que el de las literaturas consagradas (Mato, 1993: 50). Los cuentos populares y los relatos de tradición oral son el punto de encuentro de tradiciones simbólicas muy diferen­ciadas y son constituidos dentro de una complejidad discursiva semejante a la escrita.

En tercer lugar. Bruce Mannhein (1999: 48, 73) ha subrayado que los cuentos que componen una tradición oral suelen remitirse unos a otros pues, en realidad, se trata de redes interconectadas de profunda referencia miertextual. En efecto, los relatos orales nunca pueden ser completamente entendidos como textos aislados M i i o que la densidad de sus significaciones se observa mejor en función de las relaciones que ellos mismos v . i t i estableciendo entre sí. Por tanto, su interpretación lirin- partir de reflexiones sobre la posición que dicho M Lito ocupa en un campo discursivo más atnplio; un

impo que puede comenzar por la densa descripción li 1.1 comunidad y su simbología.

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Es cierto que los cuentos populares pueden ser in­terpretados a partir del conjunto de relaciones internas que sus elementos establecen entre sí (el estructuralis-mo o la semiótica han aportado mucho al respecto) pero ganamos mucho más si optamos por recolocarlos en su lugar de origen, vale decir, si volvemos a inser­tarlos en la cultura que les corresponde. En palabras más políticas: si leemos en ellos la simbolización de al­gún tipo de antagonismo social. En nuestra opinión, los mitos o cuentos populares escenifican siempre una fantasía destinada a representar las tensiones más i m ­portantes de la vida del hombre en el mundo como lo pueden ser las relaciones con la naturaleza, las formas de articulación con lo sagrado y la conceptualización de las relaciones con los demás."

Al respecto es mucho lo que se ha escrito sobre el mito y múltiples son las definiciones que lo discuten y conceptualizan. En líneas generales, se ha entendido por mito a una representación que da cuenta de los orígenes y de las concepciones que una cultura tiene del mundo y del universo. Paul Ricoeur (1986) sostie­ne, por ejemplo, que el mito siempre se presenta como drama y que su origen está relacionado con el senti­miento de culpa que considera al hombre responsable de la ruptura de unidad en el mundo. Por lo general, los mitos se presentan como historias ejemplares con

27 Kirk (1990) sostiene, por ejemplo, que no todos los cuen­tos p i u l a r e ' son mUos y que, a su vez, no todos los mit^3S tienen necesariamente que ver con lo sagrado o con lo ntual. En ese sen üdo,'es un error'suponer que toda la tradición oral tiene ongenes netamente asociados a cultos religiosos.

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un tono normalivizador y remiten a un "lenguaje confe­sional" que habla sobre la culpa y el mal. Ricoeur explica bien que como el hombre es un ser constitucionalmente frágil, al simbolizar la caída, la producción y verbaliza-ción de los mitos permite cierta liberación:

La confesión del mal es la condición de la con­ciencia de la libertad, ya que en esa confesión es donde podemos sorprender la sutil articulación del pasado con el futuro, del yo con sus actos, del no-ser con la acción pura en el corazón mismo de la libertad (Ricoeur, 1986: 20).

El acto de narrar es así el acto de construcción de un espacio de visibilización de uno mismo dentro de un de­terminado contexto social; una especie de catarsis desti­nada a la identificación pero también al espanto, vale de­cir, a la critica y al rechazo de mucho de lo existente. La narración del mito o de la historia popular - y la inrerpre-tación que surge de él en la conversación misma- puede funcionar, entonces, como una especie de afección que permite revisar el sentido común y su praxis conjunta.

De otro lado, un discurso actual, generalmente et­nocéntrico, ha terminado por asociar al mito con las culturas primitivas y al pensamiento racional con aqué­llas occidentales. Se dice que, ancladas en la mitología, las sociedades tradicionales no tienen historia y viven '.oslenidas por el dogma, mientras que los pueblos modernos, fundados en la razón, insisten en la duda y consiguen desarrollarse.

Como puede notarse, se trata una vez más de la iDiislrucción de un razonamiento rígido y jerárquico

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c|ue ha traído consigo la imposición de un poder y la lormación de violentas relaciones de colonialidad. Al igual que en el debate entre oralidad y literacidad, po­demos decir que se trata de una estrategia ideológica que no tiene en cuenta los contextos en la producción de conocimiento y que permanece inventando oposi­ciones que, por otro lado, siempre pueden ser decons-truidas o simplemente cuestionadas. Para este tipo de ideología, la racionalidad y la modernidad son patri­monios únicos de occidente, el cual -como ya hemos visto- parece no haber sido nunca dogmático.

Gadamer (1997: 20), por ejemplo, no acepta tal d i ­cotomía y niega la construcción de una perspectiva evolucionista de la historia de la humanidad que sos­tendría, sólo en su itnaginación, el paso cancelativo del i?iií() (imagen) al lagos (concepto, razón). Para él, la capa­cidad soiiadora del hombre es permanente y el mito es una condición inevitable de toda cultura. Solamente en un horizonte rodeado de fantasías las culturas pueden

desarrollarse. El paso del mito al lagos, el desencantamiento de la

realidad, sería la dirección única de la historia sólo si la razón desencantada fuera dueña de sí misma y se realizara en una absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón abso­luta es una ilusión. La idea de una razón sólo es en cuanto que es real e histórica.

Esta discusión nos conduce al gran debate entre "universalismo" y "particularidad". Se ha dicho tam­bién que la literatura letrada es "universal" mientras que, sumergidas en una lógica local, las tradiciones

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orales están impedidas de sostenerse en un nivel de mayor generalización sobre la condición humana. Tal dicotomía es nuevamente falsa puesto que no hay for­ma de que el universalismo deje de estar empañado de una lógica local. Hoy en día, el pensamiento hlosófico insiste en afirmar que el "universalismo" ha dejado de ser una categoría conflictiva frente a lo local y se ha convertido en la realización de los particularismos en el marco de una nueva articulación que aspira a ser to­talizante pero nunca fija. Es decir, en el mundo con­temporáneo, la promesa del universalismo depende de la diferencia cultural y "se encuentra anclada en los re­clamos particularistas" (Laclan, 1995: 107).

En ese sentido, se ha venido hablando de la nece­sidad de comenzar a "provincializar a Europa" como una estrategia destinada a descolonizar la producción del conocimiento (Chakrabarty 1992). No se trata, por supuesto, de un acto de puro "relativismo cultural" ni mucho menos de negación de la importancia occidental en la configuración del mundo contemporáneo sino, simplemente, de una crítica al historicismo tradicional y del intento por sostener que la modernidad fue pro-tlucida con relación a diferentes realidades locales cu­yos conocimientos siempre fueron subalternizados o desconocidos. Europa no es, ni fue, la única sede del ' onocimiento y sin negar su importancia histórica, lam-I l i e n se trata de conceptualizarla como una historia local dentro de una polifonía trtayor.

En nuestra opinión, los estudios sobre tradiciones males y literaturas populares pueden contribuir a re-• I mccptualizar tales problemáticas y a deconstruir mu-' líos de los presupuestos epistemológicos, estéticos y

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políticos que han sido constmidos por la actual hegemo­nía. Por todo ello, podríamos concluir preguntándotios lo siguiente: ¿Cuáles son los mitos que están surgien­do en nuestra época y qué lugar ocupan en la determi­nación de las actuales relaciones sociales? ¿Qué papel desempeña el mito en una sociedad, como la actual, dominada por un tipo de razón que aspira a invisibili-zar el ejercicio de poder y que olvida su colonialidad constitutiva? ¿Es que dicha razón ha terminado por convertirse en el nuevo gran mito de la humanidad? ¿Cómo, desde los espacios locales, las viejas historias pueden responder a dichas problemáticas? Se trata en­tonces de comenzar de nuevo y debatir la relevancia de todo aquello en un nuevo contexto: "La pregun­ta no es simplemente si hay que recuperar tradicio­nes populares sino para qué sería i t t i l recuperarlas" (Schiwy 2002; 111).

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CAPÍTULO 5 L A H I S T O R I A O R A L

La emergencia de la historia como una disciplina autónoma y diferenciada es bastante reciente y casi po­dría decirse que surgió a contrapunto de la consolida­ción de los Estados nacionales en el siglo xix. Como un área separada de conocimiento, la historia moderna trató de fijar un conjunto de significados que permitie­ran "imaginar la comunidad" y así homogeneizar a sus miembros dentro de un pasado común; un supuesto pasado que los unificaría y reuniría a todos. La comu­nidad, o la nación más precisamente, fue el resultado de un acto de imaginación en buena parte inducido por el Estado y por lo que ha venido a llamarse el "ca­pitalismo impreso".

En efecto, se ha demostrado que la escritura estu­vo asociada a la formación de las naciones pues gracias al periódico diversos lectores comenzaron a sentirse conectados y homogeneizados a través de la construc­ción de un "tiempo simultáneo" que todos comenzaron a compartir. Éste se caracterizaba por la concurrencia de las actividades de los anónimos miembros de la nación. Según Anderson (1993: 63), el sentimiento y la idea de que los lectores conciudadanos estarían

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