La Tunda de Puerto Palmeras
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La Tunda de Puerto Palmeras
Ra l Oscar Ifranúpunta alta. Buenos aires. Argentina
Sus primeras vacaciones en Puerto Palmeras fueron cuando tenía diez años. Aquel verano había a-
rrancado con un tiempo malísimo Grises nubarrones se empeñaban en convertir al sol en un polisón
condenado al destierro. El viento aullaba dueño de la situación y convertía las playas en un desierto
de areniscas agresivas.
Sin embargo, para Abelardo todo era novedad y motivo de alegría. Así era que todas las mañanas
dedicaba su tiempo a largas caminatas por las extensas playas habitadas por algún ocasional pa-
seante, uno que otro vendedor de refrescos o helados y algunas aves marinas de gran tamaño.
Miraba las gaviotas y trataba de descifrar el misterio planteado por Richard Bach en Juan Salvador
Gaviota, ¿les interesa comer o lo que realmente las motiva es el vuelo?
Atraía enormemente su atención el ajetreo diario de los pescadores nativos de la isla, que ajenos a
los turistas, enrollaban sus redes, limpiaban las cubiertas de las coloridas naves, calentaban el agua
donde procesarían la pesca del día, oraban en torno a una bella imagen de la virgen y luego partían
en medio de un alboroto de motores y olas blancas hacia su escogido destino.
De ese modo la encontró a ella.
La niña venía caminando en sentido contrario y parecía mas una fantasía de la imaginación que una
persona real. Tenía una rara belleza, sus cabellos eran muy negros, su cara muy blanca y sus ojos
muy azules.
Con gran atrevimiento ella se cruzó en su camino y le sonrió con una sonrisa que iluminaba el
nublado día.
-hola, soy Eloísa. Y tu ¿quién eres?
Abelardo se sintió muy avergonzado y sintió que las mejillas le ardían. Pero le contestó como si se
zambullera en el alborotado mar. Después siguió caminando como tratando de huir de ella, entonces
la niña giró y cambió su rumbo.
-caminaré contigo ¿quieres?
A pesar de la terrible timidez él asintió con la cabeza. En el fondo de su corazón le agradaba la
compañía de la niña, en fin, toda la niña le agradaba mucho aunque no se atrevía a admitirlo ni
siquiera con el pensamiento.
Se hicieron amigos enseguida. Acaso porque ese verano no abundaban los niños de esa edad en
Puerto Palmeras. Abelardo estaba con sus padres por primera vez en ese balneario y Eloísa, de doce
años, hacía varias temporadas que lo visitaba después del divorcio de los suyos. Curiosamente,
aunque mayor, la niña congeniaba maravillosamente con Abelardo, tal vez por su extrema seriedad
y madurez.
Un día mientras caminaban por la playa ella le dijo sorpresivamente.
-¿le temes a la tunda?
-¿quién es la tunda?
-pues mira, es una bella mujer o niña que un varón de repente encuentra por la playa, lo deslumbra,
lo seduce y de pronto él se vuelve para mirarla y ...¡caramba! ha desaparecido. Y solo ha dejado un
par de huellas diminutas, como de un ave o algo así, y algunas veces hasta se ha transformado en
pájaro. Hay muchos testimonios de caballeros que se han encontrado con la tunda. Y el rasgo en
común de este prodigio es que ninguno puede olvidarla luego.
-No creo en ello.
-¿no? Pues voltea tu rostro y no mires hasta un par de minutos.
Abelardo lo hizo muy a gusto, pues un tibio sol le pegaba en la cara y el viento era muy suave y este
juego con Eloísa era muy placentero. . Cuando abrió los ojos sintió algo parecido al miedo.
Eloísa no estaba ya. Un reguero de pequeñas huellas conducían sus ojos asombrados hasta una
gaviota que lo miraba a una decena de metros. Enseguida se oyó una carcajada y Eloísa apareció
por un costado ahogada de risa. Transparentes lagrimones rodaban por su hermosa cara a la que la
agitación concedía una especial rubicundez. De un salto lo abrazó y él pudo sentir su tibieza, su
tenue perfume, la caricia de su aliento.
-amigo, mañana se acaba el verano. ¿me recordarás?
La proximidad de la separación, la vecindad del año de colegio, el final de la magia volvió un poco
osado al niño. El mismo se asombró de su repentino coraje. Se sentía todo un Quijote, lanza en ris-
tre, enfrentando a los molinos de viento.
-nunca te olvidaré Eloísa.
-Nos veremos al año que viene ¿si?
Esta promesa le produjo una profunda tranquilidad, una gran sensación de felicidad. Había
encontrado algo muy importante, un motivo hermoso para deshojar el tiempo y esperar el día
siguiente. Aunque debieran sumarse mas de trescientos días para el próximo encuentro.
El verano siguiente volvieron a encontrarse. Y lo hicieron con una naturalidad tal que era difícil
creer que hacía un año que no se veían. Sus vidas experimentaban cambios, el mundo alrededor de
ellos experimentaba cambios.
-¿Conoces la historia de Abelardo y Eloísa?
Preguntó Abelardo que había descubierto el tema en la clase de Literatura. Enseguida se arrepintió
de la pregunta. Sin embargo, ya era demasiado tarde.
-Si, eran un hombre y una mujer que se amaron locamente muy en contra de la sociedad de su
época y de sus familiares. Y se amaron hasta el límite de la tragedia ¿crees que nos parecemos a
ellos?
Abelardo sintió que las mejillas le ardían pero no tanto por el sol como por la turbación. Eloísa, fiel
a su costumbre, enseguida descomprimió la situación con otra de sus ocurrencias.
- Digo tan solo porque nos llamamos igual que ellos. O tú ¿qué cosa pensaste picarón?
Y en seguida y a los gritos propuso una corrida por la arena hasta el extremo de la playa con la
condición de que el perdedor pagaría los refrescos.
Qué feliz se sentía Abelardo junto a su querida amiga.
Con el tiempo el verano los sorprendió adolescentes. Eloísa, bella, enigmática y atrevida ya viajaba
sola mientras Abelardo seguía haciéndolo con sus padres. Los jóvenes, embarcados en sus propias
vidas, sentían que cada vez estaban mas lejos de los felices pequeños que comenzaran esta historia.
El rasgo común que unía los tiempos era el esperado encuentro de los veranos en Puerto Palmeras.
Un verano Eloísa no apareció.
Abelardo creyó enloquecer. Caminó por la playa como un tigre recién atrapado. Sintió que todo ese
verano sería un perfecto desperdicio. Es más, en ese preciso instante sintió que toda su vida era un
perfecto desperdicio. Hasta ahora había esperado pacientemente año tras año y recién en esta au-
sencia inesperada entendía que amaba a Eloísa.
Pensó que apenas terminara este verano desdichado compraría los anillos y en el próximo encuentro
le pediría matrimonio. Estaba seguro que ella también lo amaba.
Para las próximas vacaciones el padre de Abelardo había fallecido y su madre no había querido
acompañarlo. Sin embargo, él desembarcó con el corazón atenazado por la ansiedad y un anillo de
oro brincando en uno de sus bolsillos.
Cuando vio aparecer por la rambla a la bella mujer de los cabellos negros sintió que la vida se
acomodaba de nuevo en sus zapatos.
El se mostró muy emocionado. Sin embargo ella se mantuvo seria, distraída, distante y
melancólica.
-Es posible que no viaje mas a Puerto Palmeras
El la miró como si estuviera ante la consumación de la peor de las pesadillas.
-Me casé el año pasado y cometí el peor error de mi vida. Soy totalmente desdichada. Hasta he
pensado que lo mejor sería morirme.
Morir! Una palabra que el joven no concebía en labios de Eloísa. Abelardo la estrechó entre sus
fuertes brazos y por primera vez la sintió pequeña e indefensa.
Reconoció sin dificultades la tibieza, el perfume y el latido del primer abrazo de su infancia.
-no sé porqué te afliges tanto, si no eres feliz déjalo y búscame. Yo estaré siempre esperándote.
Aparte, tu ¿no eres la tunda de Puerto Palmeras? ¿no tienes la facultad de aparecer y desaparecer
dejando apenas huellas?
Ella prometió volver al verano siguiente. Pero no lo hizo. Tampoco lo hizo el próximo ni el que lo
siguió. Abelardo casi perdió la cuenta de veranos que anduvo solo por la playa con su valija de
recuerdos y el anillo que poco a poco perdía brillo en su bolsillo.
Dicen que los recuerdos se hacen de pequeños olvidos que se suceden y eslabonan, de modo que lo
uno cree que es la memoria en realidad es el olvido. Abelardo recordó una frase que dice que el
color negro es la suma de todos los colores y el olvido, de todos los recuerdos.
Llegó un momento que Abelardo viajaba a Puerto Palmeras casi por costumbre pero sin saber a
ciencia cierta qué buscaba o qué esperaba. Caminaba por la playa del primer encuentro como un
gesto cabalístico. Pensaba que así como había comenzado todo podía recomenzar. La famosa teoría
de los ciclos que se repiten uno tras otro iguales y concéntricos y donde un punto o un instante
determinado en alguna secuencia volverá a suceder. No percibió en qué momento algunos cabellos
se tornaron blancos ni en qué instancia comenzó a usar anteojos para leer y adoptó la pipa de su
padre.
En esta magia estaba cuando oyó a sus espaldas, muy cercano, el graznido de la gaviota.
Sin embargo, cuando giró el rostro, se encontró con la niña. .
-¿no le temes a la tunda?-preguntó ella.
Sorprendido Abelardo levantó la vista. La niña estaba allí con sus grandes ojos azules, su cara
blanca como la harina y sus cabellos negros como la noche.
-Eloísa
-¿cómo sabes mi nombre? Mi papá odiaba mi nombre. Pero mi papá ya no está. Me llamo igual que
mi mamá. Y mi mamá se llama como la novia del pensador francés Pedro Abelardo. Vivieron en el
mil cien o algo así, y se quisieron tanto que desafiaron a la gente de su época y a la misma muerte.
Pero aún no me has contestado si le temes a la tunda.
-no , no le temo. Es más, la he visto.
La niña abrió sus grandes ojos azules.
-¿de verdad la has visto? ¿no me mientes?
-no, no te miento. La vi por primera vez hace muchos años, siendo niño. Me deslumbró su belleza y
su gracia y de pronto... desapareció! Y dejó una breve línea de huellas en la arena, y se convirtió en
ave. Sin embargo, el gran rastro indeleble es el que dejó en mi corazón.
-sí que viste a la tunda- exclamó con asombro la pequeña.
Entonces Abelardo vio a contraluz, encandilado por el sol, la figura de una mujer que avanzaba por
la arena. Avanzaba lenta pero segura, como flotando en el aire, como si no fuera realidad, como si
no fuera a llegar nunca.