LA VIDA EN LAS CIUDADES ESPAÑOLAS EN 2020: SMART CITIES …

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0 LA VIDA EN LAS CIUDADES ESPAÑOLAS EN 2020: SMART CITIES Y GENTRIFICACIÓN ADRIÁN JOSÉ BERTOL PINILLA GRADO DE SOCIOLOGÍA | U.N.E.D. 2017/18

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LA VIDA EN LAS CIUDADES ESPAÑOLAS EN 2020:

SMART CITIES Y GENTRIFICACIÓN

ADRIÁN JOSÉ BERTOL PINILLA

GRADO DE SOCIOLOGÍA | U.N.E.D. 2017/18

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Big Data, Inteligencia Artificial, Internet de las Cosas… las nuevas tecnologías, aplicadas

a la vida cotidiana, están transformando las formas de relación social en las ciudades

españolas, a punto de comenzar la segunda década del siglo XXI.

La pretensión de este trabajo es analizar los cambios que la transformación digital1 está

suponiendo en la vida urbana, tratando de sintetizar dos perspectivas de análisis que se

han desarrollado por separado: la perspectiva tecnológica, vinculada a la ingeniería de

telecomunicaciones y la informática, cuyo paradigma actual es la Smart City o Ciudad

Inteligente2, y la perspectiva urbanística, más cercana a la arquitectura, la geografía y la

sociología urbana, cuyo foco de atención actual es la gentrificación.

Para su desarrollo, el trabajo parte de la concepción de la ciudad como nodo en los

circuitos de movilidad de capitales financieros, mercancías, conocimientos y personas,

que la colocan en el centro de la lucha por la apropiación de los espacios físicos entre los

diferentes grupos sociales. Todo ello dentro de un mundo globalizado, con una economía

de mercado que cada vez se aleja más del modelo fordista, tanto en su estructura

productiva como en su constructo cultural.

Comenzaremos analizando la Smart City como modelo de ciudad y posteriormente

abordaremos la gentrificación. Al finalizar, como síntesis del trabajo, haremos un esbozo

de los posibles escenarios de futuro de la vida urbana española.

1. La Smart City como modelo de ciudad

Los expertos mencionan tres condiciones que han hecho posible el origen de las Ciudades

Inteligentes: la transformación urbana, la transformación tecnológica y la transformación

ecológica (Seisdedos, 2012: 15; C. Fernández, 2015).

La primera de ellas, la transformación urbana, ha sido resultado de la concentración

creciente de la población mundial en ciudades. Los datos lo demuestran. En 2007, por

primera vez en la historia de la humanidad, la población urbana mundial superó a la rural.

En 2016, el 54,29% de la población mundial era urbana y la previsión para 2050 es

alcanzar el 70%. Además, las ciudades son el motor de la economía actual. A medida que

1 En ocasiones denominada “revolución digital” o “tercera revolución industrial”, la transformación digital

es el proceso que lleva a las tecnologías implantadas a partir de 1990 a modificar las formas de organización

social del trabajo. 2 A lo largo del trabajo se utilizará indistintamente el concepto en inglés, Smart City, o en español, Ciudad

Inteligente.

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las ciudades crecen, su promedio de ingresos aumenta más que proporcionalmente, con

una no linealidad positiva, respecto a su población. Entre todas generan el 80% del

Producto Interior Bruto internacional (Seisdedos, 2015: 16; Batty, 2013: 39).

La segunda transformación, de tipo tecnológico, ha sido producto de las innovaciones

digitales de las últimas décadas y la extensión de su uso en la vida cotidiana;

especialmente gracias al progreso de Internet y las tecnologías de banda ancha. Esto ha

posibilitado la conexión entre los diferentes dispositivos que se extienden a lo largo y

ancho de la ciudad. No solo entre dispositivos móviles, sino también entre objetos

cotidianos que proporcionan una señal e intercambian información con otros objetos sin

necesidad de interacción humana3 (Vidal Tejedor, 2015: 15-16).

A la conexión entre las personas y estos dispositivos se le ha dado el nombre de Internet

de las Cosas y responde a una ola de innovación que ha tejido una telaraña entre el sistema

nervioso artificial y el mundo físico. En la actualidad, las redes de telecomunicación

digital (los nervios), la inteligencia integrada de forma ubicua (los cerebros), los sensores

e indicadores (los órganos sensoriales) y el software (el conocimiento y la competencia

cognitiva) están combinados. Hay una telaraña creciente de conexiones directas a los

sistemas mecánicos y eléctricos de los edificios, los aparatos domésticos, la maquinaria

de producción, las plantas de procesamiento, los sistemas de transporte, las redes

eléctricas y otras redes de suministro de energía, suministro de agua y eliminación de

residuos, sistemas que proporcionan seguridad vital y sistemas de gestión para casi

cualquier actividad humana imaginable. Además, las conexiones cruzadas entre estos

sistemas –tanto horizontales como verticales– van creciendo (Mitchell, 2007: 5).

En tercer lugar, la transformación ecológica, que ha supuesto la concienciación social

acerca de la sostenibilidad y la necesidad de modificar los patrones de consumo, abriendo

una brecha entre las generaciones antes y después de 1970 en cuanto a su relación con el

medio ambiente. Desde entonces, la ecología ha pasado a formar parte de la hoja de ruta

política mundial, enmarcada dentro del paradigma de la “economía verde”4.

3 Esta conexión entre objetos sin interacción humana toma el nombre de conexión Machine to Machine o

M2M. 4 La economía verde es aquella que da lugar al mejoramiento del bienestar humano e igualdad social,

mientras que se reducen significativamente los riesgos medioambientales y la escasez ecológica (Programa

de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente).

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Las ideas de sostenibilidad y eficiencia han ocupado un papel central en el ideario de los

proyectos de Smart City y también se han argüido como factor de legitimación de algunos

procesos de transformación urbanísticos, pretéritos y actuales, como veremos más

adelante.

Origen del concepto

Las primeras formulaciones sobre las Smart Cities datan de la segunda mitad de la década

de 1990. Estaban centradas en la resolución de los problemas de sostenibilidad mediante

la implantación de innovaciones tecnológicas (Sánchez Ramos, 2017: 63; M. Fernández,

2016: 19-20).

La primera definición completa se dio en el año 2000 por parte de Robert E. Hall, quien

definió ciudad inteligente como “una ciudad que controla e integra las condiciones de la

totalidad de sus infraestructuras críticas, incluidas las carreteras, los puentes, los túneles,

el ferrocarril / metro, los aeropuertos, los puertos marítimos, las comunicaciones, el agua,

la energía, e incluso los edificios más importantes, para optimizar mejor sus recursos,

planificar sus actividades de mantenimiento preventivo y supervisar los aspectos de

seguridad, así como para aumentar al máximo los servicios a los ciudadanos” (Hall, 2000:

2).

A partir de entonces, el concepto empezó a extenderse y a ser asumido por diferentes

agentes. Entre sus precursores destacaron gigantes tecnológicos como Cisco, quien en

2005 puso en marcha los primeros proyectos de Smart City en San Francisco, Seúl y

Amsterdam, auspiciados por la Fundación Clinton.

Pero no fue hasta 2007 cuando se elaboró una formulación de ciudad inteligente que pasó

a ser utilizada como patrón de referencia para conceptualizar el nuevo paradigma.

Esta formulación quedó recogida en el documento “Smart Cities. Ranking of European

medium-sized cities”, dirigido por Rudolf Giffinger y editado por la Universidad de

Viena, en el que se situaron seis dimensiones de la ciudad inteligente que aún se siguen

utilizando: Economía (Smart Economy), Ciudadanía (Smart People), Gobernanza (Smart

Governance), Movilidad (Smart Mobility), Medio Ambiente (Smart Environment) y

Calidad de Vida (Smart Living).

Al incorporar más dimensiones que medio ambiente y movilidad, esta conceptualización

también supuso una ampliación en las pretensiones de los proyectos de Ciudad

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Inteligente. A partir de entonces, las Smart Cities no solo se marcaron como objetivo la

optimización en el uso de los recursos, sino que empezaron a convertirse en un nuevo

modelo de ciudad que, mediante el uso de las más recientes tecnologías, pretendía

solucionar íntegramente los problemas históricos de las ciudades, incluidos los problemas

de tipo social, dentro de una visión holística del medio urbano (Sánchez Ramos, 2017:

74).

La principal consecuencia de este hito fue la introducción de la Smart City en la agenda

política de los ayuntamientos y, en general, de todas las instituciones, como nuevo modelo

de referencia (M. Fernández, 2016; XV).

Una definición bastante descriptiva de este cambio de paradigma pertenece a Donato

Toppeta: “La gente quiere vivir en ciudades inteligentes, con unas mejores condiciones

de trabajo, estudio, vida y relaciones sociales; preparada para las expectativas de un futuro

mejor, individual y colectivo; compatible con los recursos finitos del planeta y los

derechos humanos” (Toppeta, 2010: 4).

Y podemos encontrar afirmaciones que van más allá, defendiendo que la ciudad

inteligente también debía suponer un cambio ético en sus pobladores y transitar al

paradigma de Wise City (“ciudad sabia”), una ciudad integrada por personas juiciosas,

prudentes y sensatas (Chinchilla y Moragas, 2012).

Dificultades para encontrar una definición

La transformación digital ha ido empujando el modelo de Smart City, modificando sus

contenidos de manera constante hasta el punto de exigir una actualización permanente a

las ciudades y suponiendo una mutación del propio concepto.

Los requisitos que en los años 2000 se exigían han evolucionado hasta tal punto que

resultaría muy complicado calificar a una ciudad de “inteligente” si nos basáramos en

criterios rígidos y/o estáticos.

Haciendo una retrospectiva, a mediados de 1990, el hito tecnológico para un

ayuntamiento era abrir un portal web que pusiera a disposición de los ciudadanos ciertos

volúmenes de información para su consulta. Un poco más adelante, entorno a mitades de

los 2000, estos bancos de información fueron evolucionando hacia catálogos de datos

abiertos y mercados locales de aplicaciones móviles. Pocos años después, por 2010, las

exigencias incrementaron y se pusieron en marcha aceleradoras de negocios digitales para

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dar uso a toda la estructura previa (Sarasa, 2017: 12). Hoy en día, algo más de un lustro

después, esta estructura se ha quedado corta y la última tendencia en inteligencia urbana

es el Internet de las Cosas.

Esta necesidad de actualización continua ha sido una gran dificultad, pues las estrategias

municipales requieren pactos entre diferentes grupos políticos y, sobre todo, pactos con

la ciudadanía, que tienen ritmos mucho más estáticos. El caso más paradigmático son las

elecciones, que se celebran cada cuatro años, un periodo durante en el cual se pueden dar

cambios tecnológicos importantes que tarden en ser introducidos en la agenda política.

A sensu contrario, el cambio cada cuatro años también puede suponer una ruptura con la

agenda política anterior y provocar la detención de proyectos en marcha. Al respecto del

proyecto de Smart City, Raúl González, responsable de esta área en Cellnex, sitúa: “Ha

de ser a largo plazo, de forma que no esté condicionada por limitaciones inmediatas de

tipo político, tecnológico o de cualquier otra índole”. Se aconseja que la puesta en marcha

de la Smart City siga tres pasos: establecer una visión ideal, marcar un plan de acción a

largo plazo y conseguir convertirse en una definición compartida entre todos los agentes

(Seisdedos, 2015: 80).

De todas formas, si bien el documento “Smart Cities. Ranking of European medium-sized

cities” señala que una ciudad inteligente debe abarcar seis dimensiones: economía,

ciudadanía, gobernanza, movilidad, medio ambiente y calidad de vida; en cambio, nos

encontramos ciudades que son consideradas inteligentes por trabajar una sola dimensión.

Incluso hay otras que se les considera como tal sin tener en marcha un proyecto de Smart

City, solo por el hecho de preverlo.

El riesgo de hacer un mal uso del concepto de “ciudad inteligente” es importante. Las

Smart Cities se han convertido en un lugar común del discurso urbano y, por tanto, el

concepto ha quedado vaciado de un significado intrínseco. Cada proyecto de Smart City

da sentido al término según su propio desarrollo y no resulta fácil encontrar un consenso

(M. Fernández, 2016: XV).

Encontrarlo es una dificultad reconocida por los propios expertos: “a día de hoy, no existe

una métrica o conjunto de métricas de referencia para medir el avance de una smart city,

si bien se está desarrollando un proyecto en este sentido desde la Secretaría de Estado y

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Telecomunicaciones y Sociedad de la Información (SETSI) y existe también un grupo de

trabajo en AENOR” (Seisdedos, 2015: 79).

Así es que, a priori, se sitúen requisitos muy altos para ser una “ciudad inteligente”, pero

luego este grado de exigencia descienda, causando una confusión entre la parte y el todo

en la conceptualización de la Smart City.

Una aportación al respecto nos la proporciona el estudio “Smart Cities: La transformación

digital de las ciudades”, que clasifica a los proyectos de Ciudad Inteligente en cuatro

categorías.

Los “Smart Labs”, proyectos para un ámbito territorial reducido y de nueva creación

(Malmö, Masdar, Tianjin y Songdo); los “Pioneers”, ciudades de tamaño intermedio y

con cierta autonomía administrativa (Singapur, Hong Kong, Barcelona y Ámsterdam);

los “Global hubs”, grandes capitales mundiales (Londres, Tokio, Nueva York y Sidney);

y los “Niche players”, ciudades con proyectos en una dimensión muy determinada de la

“Smart City” (Boston en ciencia, Copenaghe y Bogotá en movilidad sostenible, Toronto

en sostenibilidad y gestión de recursos y Berlín en creatividad y cultura) (Seisdedos,

2015: 122).

Otra métrica interesante es el “Cities in Motion Index” de la IESE Business School. Este

estudio clasifica a las principales ciudades mundiales en un ranking con diez dimensiones:

economía, capital humano, tecnología, medio ambiente, proyección internacional,

cohesión social, movilidad y transporte, gobernanza, planificación urbana y gestión

pública.

La última edición, de 2017, incluyó 180 ciudades de 80 diferentes países, y determinó

que Nueva York, Londres y París, en este orden, eran las ciudades más preparadas según

el global de dimensiones. Aparte, cada una de las dimensiones contó con su propio

ranking, de tal manera que también permite ver los resultados parciales para cada una de

ellas.

El “IESE Cities in Motion Index” coincide en bastantes dimensiones con el “Smart Cities.

Ranking of European medium-sized cities”. Y, además, el “IESE Cities in Motion Index”,

como circunstancia novedosa, realiza una medición del grado de cumplimiento, de tal

manera que cubre la gran carencia que habíamos encontrado. Es por esto que podemos

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categorizar a este estudio como una buena referencia en la medición de las Ciudades

Inteligentes, con la única pega de que se circunscribe a un número de ciudades limitado.

Asimismo, el IESE Cities in Motion Index nos confirma la hipótesis de que no existe un

solo tipo de Smart City, sino diferentes proyectos con características distintas y con un

modelo de referencia común.

Posiciones críticas y precedentes urbanísticos

El auge de la Smart City también ha levantado críticas. Expertos como Manu Fernández

hablan de la mitificación del modelo de Smart City, al considerar que las Smart Cities

han sido utilizadas para colocar en la agenda política municipal asuntos que eluden la

confrontación las desigualdades sociales dentro de la ciudad y, además, suponen procesos

de privatización de servicios públicos. Para estos críticos, la Smart City sería la utopía

urbana del neoliberalismo actual (M. Fernández, 2016: 26).

Esta opinión contrasta con los defensores de las Smart Cities, como Michael Batty, que

llegan a calificar la aplicación urbana de avances tecnológicos recientes como una nueva

“ciencia de las ciudades”. Para Batty, la ciudad es una red de componentes irreductibles

(lugares, tipos de actividad, individuos o grupos de población) con un comportamiento

autónomo, que en su mutua conexión influyen sobre el conjunto. De estas conexiones se

pueden extraer patrones y leyes que permiten estudiar las ciudades como ciencia (Batty,

2013: 79).

Para estos, la evolución hacia el modelo de Ciudad Inteligente está por encima de

valoraciones ideológicas. Es una necesidad de nuestros tiempos ya que coloca la vida del

conjunto de la ciudadanía (no solo a unos sectores sociales) en un estado de mejora.

¿Solo una utopía?

Una utopía es una construcción narrativa que supone la proyección de un presupuesto

ideológico en un modelo ficticio que tiene como meta u objetivo una visión del futuro

hacia la cual tiende a orientar la acción colectiva.

Las utopías, a la par que proyectan un cambio en el futuro, influyen en la acción presente

y modifican la subjetividad acerca del pasado, buscando generar una coherencia armónica

entre las fases temporales como medida de legitimación histórica. En palabras de Ricoeur,

“la función de la utopía consiste, entonces, en proyectar la imaginación fuera de lo real,

en otro-lugar, que es también un ningún-sitio”.

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A lo largo de la historia de las ciudades, se han construido diferentes utopías urbanas que

han tenido una notable influencia. En muchos casos, las utopías han impulsado cambios

en las ciudades y han dejado una notable herencia que ha arraigado en el modelo urbano.

Estas utopías han tenido su periodo de vigencia, más o menos largo, y después han sido

superadas por nuevas perspectivas, muchas de las cuales también fueron utopías en sus

inicios.

Por tanto, considerar a un modelo social como una “utopía” no es algo negativo. El

nacimiento de una utopía responde a un momento histórico y es la representación del

anhelo de una parte de la población de dicha época por vivir de determinada manera.

La pregunta correcta sería: ¿a qué parte de la población (a qué sector social) representa

dicha utopía? O, dicho de otra manera, ¿quiénes son los potenciales beneficiados en esa

visión de la ciudad?

Cuando Manu Fernández identifica el modelo de las Smart Cities como un mito neoliberal

y explica que éstas benefician a las grandes empresas tecnológicas como Cisco, IBM,

Telefónica, Siemens, Orange, Microsoft, Oracle, Toshiba, etc. (M. Fernández, 2016: 20-

21), minusvalora la posibilidad de que otros grupos sociales sean beneficiados por las

Smart Cities. En cambio, sí los hay, en concreto, aquellos cuya profesión tiene una

relación directa con la transformación digital. Un perfil de población mayoritariamente

joven, menor de 40 años, con educación universitaria y empleos intelectuales. A este

sector se le ha denominado en los últimos años “clases creativas”.

De hecho, la apuesta por las Ciudades Inteligentes no solo está en las corporaciones

municipales de ideología neoliberal, sino que otros ayuntamientos como el de Barcelona

o Zaragoza, con corporaciones vinculadas a Podemos (Barcelona En Común y Zaragoza

En Común), también desarrollan proyectos relacionados.

¿Y también habría sectores potencialmente perjudicados?

Al estar enmarcada en el proceso de transformación digital, que está suponiendo la

sustitución de mano de obra humana por ordenadores o robots, la Smart City también va

a traer como consecuencia una potencial destrucción de empleo en la ciudad,

principalmente de tipo manual (limpieza pública, transporte, seguridad…), pero también

de tipo intelectual (administrativos o personal de servicios). Esto provocará un aumento

del desempleo entre los sectores más desprotegidos ante estos cambios, cuyos perfiles

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sociológicos coinciden con grupos de riesgo ya existentes. Por ejemplo, los mayores de

50 años, que ya se están viendo desplazados por la denominada “brecha digital”; los que

carecen de especialización y, por tanto, no se diferencian en un mercado laboral altamente

competido; o los que tienen un empleo manual y/o una rutina de trabajo repetitiva, cuya

labor pueda ser automatizada.

Modelos urbanos precedentes

El primer modelo urbano de la industrialización fue la Ciudad Jardín. Este modelo estaba

basado en las utopías anti-industriales del siglo XIX y llamaba a transformar las ciudades

en distritos suburbanos con grandes semejanzas al medio rural. Su precursor fue el

urbanista inglés Ebenezer Howard.

Según los defensores de la Ciudad Jardín, la aglomeración de población era una

desviación de la vida humana, pues alteraba el orden natural que durante muchos siglos

había mantenido el ser humano y la naturaleza. En contraposición, clamaba en defensa

del distanciamiento entre núcleos urbanos ordenados en forma de cinturón con un centro

que concentrara los principales servicios, siendo las edificaciones de poca altura (Blasco,

2016).

La primera implantación de la Ciudad Jardín se denominó Letchworth y se situó al norte

de Londres. Esta experiencia se replicó en otros muchos lugares, hasta el punto de poder

considerarse el modelo urbano de referencia en los inicios del siglo XX.

Al modelo de Ciudad Jardín sucedió la propuesta del afamado arquitecto francés Le

Corbusier, que en 1933 propuso el modelo de Ville Radieuse o Ciudad Radiante para

transformar el centro de la ciudad de París.

El modelo de Ciudad Radiante coincide con la Ciudad Jardín en la organización en base

a un esquema concéntrico y la apuesta por relegar la zona residencial a la periferia, pero

es partidario de las construcciones de alta altura como medida para aumentar la eficiencia.

En este modelo, el centro estaría ocupado por rascacielos que albergarían el tejido

empresarial de la ciudad y, en torno a él, bien comunicado mediante una red de transporte

urbano, carretera y autopistas, toda la zona residencial suburbana donde viviría la mayor

parte de la población. En esta Ciudad Radiante, los parques y zonas verdes también

ocuparían un papel primordial ya que el suelo reservado a edificaciones se limitaría al

15% (De Terán, 1969: 31).

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Tanto la Ciudad Jardín como la Ciudad Radiante influyeron fuertemente en la ordenación

urbana de la primera mitad del siglo XX y las ideas defendidas para su implantación, se

entremezclaron en muchas ciudades.

Jane Jacobs fue la primera personalidad crítica con ambos modelos. Durante los años

1950 y 1960 estuvo implicada en luchas vecinales en el distrito de Greenwich Village, en

la ciudad de Nueva York. En 1961 escribiría su principal obra, “Muerte y vida de las

grandes ciudades”, una crítica al urbanismo neoyorkino y estadounidense de los años 50.

En ella hacía énfasis en el riesgo que suponía la unificación de usos en los espacios

urbanos y la tendencia a volcar la vida urbana en el interior de urbanizaciones, en vez de

apostar por la calle.

Según Jacobs, una zona pasa a ser considerada peligrosa y dejar de ser frecuentada por la

población en el momento que se dedica a un solo uso. Por ejemplo, un parque ubicado en

una zona de oficinas, que solo tiene visitantes durante el día y por la noche está vacío

(Jacobs, 1961: 119-142). Otro ejemplo, una zona residencial en la que se eliminan los

locales comerciales y, en consecuencia, durante la mayor parte del día la calle queda

despoblada (Jacobs, 1961: 55-82) E incluso el caso de un barrio en el cual se demuelen

las casas más antiguas y desaparece la diversidad social de familias y clases sociales de

todo tipo (Jacobs, 1961: 143-174).

El alegato de Jacobs no se dirigió tanto a construir un nuevo modelo de ciudad, sino a

contradecir a los habidos anteriormente. Fue una defensora acérrima de la gran ciudad y

la concentración poblacional, y una detractora firme de relegar las zonas residenciales a

la periferia.

Sus teorías tuvieron influencia en modelos urbanos posteriores, como el New Urbanism

o Nuevo Urbanismo, que tuvo su auge en los años 80. Este nuevo modelo apostó por la

diversificación de usos, tal como defendió Jacobs, y propuso un modelo de movilidad no

dependiente del automóvil privado. También apostó por la preservación histórica, la

construcción sostenible y el espacio suburbano. Tuvo una importante influencia del

ecologismo, que nació en aquella época (Congreso del Nuevo Urbanismo, 1996). Una

derivación idealista del Nuevo Urbanismo es el Nuevo Peatonalismo, que pone la

prioridad en los desplazamientos a pie en las ciudades, buscando adaptar la organización

urbana para facilitarlos y así echar de la ciudad a los automóviles

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Experiencias en España

El punto de partida de las Smart Cities en España se puede situar en el año 2004. En aquel

año, el Ministerio de Industria puso en marcha las “Ciudades Digitales”, una iniciativa

que llegó a reunir en 2005 a más de 30 empresas de diferentes sectores, junto a gobiernos

regionales y ayuntamientos, para crear Comunidad Digital. El resultado de este encuentro

llevó a la proyección de una ciudad de 5.000 m2 con todos los servicios integrados. Entre

las empresas participantes, cabe destactar a ZTE, Telefónica, Siemens, Gas Natural,

Prosegur, Berker e INDRA.

Gracias a este temprano compromiso, España ha liderado las iniciativas a nivel mundial

de Ciudades Inteligentes y ha reunido importantes foros sobre Smart Cities a nivel

internacional.

Ciudades de referencia

En 2012 se aprobaron los proyectos Smart City de las ciudades de Barcelona, Santander

y Zaragoza. Un año después, se aprobó en Madrid.

A pesar de compartir un paradigma común, hay grandes diferencias en las orientaciones

de los planes, así como en los objetivos que se persiguen. La gran línea divisoria entre

unas y otras es el responsable de la ejecución, el ayuntamiento, según el carácter

ideológico de la corporación municipal al mando.

En el caso de Santander, se trata de una ciudad de tamaño mediano, con 172.656

habitantes, que ha estado gobernada por el Partido Popular desde las primeras elecciones

democráticas en 1979. Desde 2007 hasta 2016 su alcalde fue Íñigo de la Serna, quien

posteriormente pasó a ser Ministro de Fomento. En concreto, cabe destacar el papel

destacado De la Serna como promotor de la Smart City en España, tanto en la ciudad

donde fue alcalde, como a nivel más general.

A lo largo y ancho de la ciudad, se han instalado más de 20.000 sensores con el propósito

de medir desde parámetros ambientales al estado del tráfico, pasando por la disponibilidad

de aparcamiento o la gestión de residuos. Estos sensores están en fuentes, jardines, taxis,

vehículos de limpieza, aparcamientos, semáforos, farolas o los smartphones de los

ciudadanos, mediante una aplicación llamada ‘El pulso de la ciudad’. A través de esta app

cualquier habitante puede informar al Ayuntamiento sobre desperfectos en bancos o

papeleras mediante fotografías (Ayuntamiento de Santander, 2012).

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El caso de Barcelona es diferente. En primer lugar, al tratarse de una ciudad mucho más

grande, con 1.620.809 habitantes en su núcleo urbano, pero también por su gobernanza,

con Ada Colau, de Barcelona En Común, como alcaldesa.

El enfoque de la Smart City de Barcelona se centra mucho en la participación ciudadana,

poniendo en marcha iniciativas como los Datos Abiertos, los presupuestos participativos,

los laboratorios de idea o con el compromiso por el software libre. Se trata de un modelo

de código abierto y replicable (Sassen, 2011), de tal manera que la información que

genera puede ser utilizada por cualquier empresa, asociación o persona para darle una

utilidad. Por su supuesto, también cuenta con una red de sensores bajo un sistema llamado

Sentilo (Ajuntament de Barcelona, 2017).

El caso de Zaragoza es similar por el enfoque de ciudad de Código Abierto, destinada a

una población de 661.108 habitantes, bajo el gobierno de Santiago Santiesteve, de

Zaragoza En Común.

El requisito para que una ciudad sea de Código Abierto es que sus proyectos sean

entendibles, sean accesibles (minimizando las barreras físicas, económicas, tecnológicas

o de conocimiento), sean configurables (permitiendo su modificación por la comunidad),

sean cooperativos (que el beneficio sea comunitario) y que fijen una riqueza en el

territorio (Sarasa, 2017: 100-101).

Desde 2012 se han puesto en marcha diferentes iniciativas que han proporcionado

información de los datos de la ciudad a solicitud de emprendedores que quieran usarlos.

Todas las aplicaciones derivadas del uso de estos datos, están a disposición de los

ciudadanos en la web municipal a forma de Marketplace. Aparte, se inauguró un centro

de cultura e innovación, Etopía, que ha actuado como promotor de las iniciativas digitales

a modo de laboratorio urbano e incubadora de ideas (Ayuntamiento de Zaragoza, 2012).

Finalmente, cabe mencionar el caso de Madrid, la ciudad más populosa, con 3.182.981

habitantes. Esta ciudad tuvo un cambio de gobierno municipal en 2015, cuando pasó de

estar gobernada por el Partido Popular a estarlo por Ahora Madrid, con Manuela Carmena

como alcaldesa.

Este cambio supuso un cambio de orientación en el proyecto local de Smart City, en un

inicio liderado por IBM en consorcio con otras multinacionales del sector como

Microsoft. Actualmente el proyecto Smart City en Madrid se centra en reforzar la

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participación ciudadana, la transparencia en la gestión y la calidad de vida (Carmena,

2017).

La Red Española de Ciudades Inteligentes

En 2016, España fue pionera en tejer lazos de asociación entre los diferentes proyectos

en marcha mediante la creación de la Red Española de Ciudades Inteligentes (RECI), que

agrupa actualmente a 65 municipios de muy diversos tamaños enfocados al modelo de

Smart City.

La misión de la RECI es poner en común experiencias entre las diferentes localidades, las

cuales llegan a involucrar hasta 553 empresas, según un estudio del Urban Transformation

and Global Change Laboratory (TURBA) de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).

En la mayoría de las ocasiones, los promotores de estos intentos son las empresas

privadas, muy por encima del sector público. En España cabe mencionar a Telefónica,

Indra o Acciona.

2. La gentrificación como tendencia urbanística

España, como el resto de Europa, ha vivido en las últimas décadas una importante

transformación del espacio geográfico, consecuencia del proceso de cambio más general

de una sociedad fordista a una sociedad post-fordista.

Mediante este cambio, las ciudades han dejado de ser núcleos sólidos con límites

marcados y han pasado a tener límites difusos dentro de un espacio global que borra las

distinciones entre urbano y rural (Entrena Durán, 2005: 59).

Podríamos hablar de tres tendencias urbanísticas asociadas a este cambio: la

gentrificación, la relegación y la periurbanización.

La conjunción de las tres ha supuesto la relegación de los polígonos residenciales

habitados por las clases obreras (los barrios obreros tradicionales); la periurbanización de

las clases medias consolidadas, que temen la proximidad de los excluidos mientras se

sienten olvidadas por la élite de los ganadores; y la gentrificación de los centros históricos,

que quedan destinados al turismo y a las nuevas clases medias o “clases creativas”

(Blanco et al., 2014: 73).

Nos detendremos a hablar sobre la gentrificación, entendiendo que es la tendencia

urbanística más novedosa, y trataremos el fenómeno de la relegación como una

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consecuencia implícita de la gentrificación, no por separado. Acerca de la

periurbanización haremos un pequeño inciso, relacionando centro y periferia.

Origen del concepto

El concepto de gentrificación nació en el Reino Unido en los años 60. Fue acuñado en

1964 por la socióloga Ruth Glass, que estudió los procesos de transformación de los

barrios obreros londinenses ante la llegada de nuevos residentes de poder adquisitivo

medio y alto (“the gentry”).

Durante varias décadas fue un concepto sin uso en España. No fue hasta 1996 que la

geógrafa Vázquez Varela lo introdujo en España tras incluirlo en su tesis doctoral sobre

los procesos de cambio en el casco histórico de Madrid. A partir de entonces, su uso se

popularizó.

Qué es la gentrificación

La gentrificación es un proceso de transformación urbano que supone la modificación del

uso del espacio público del centro de las ciudades y la composición social de sus

residentes y usuarios.

Este proceso se lleva a cabo mediante la reinversión de capital, que supone un alza del

valor del suelo de ese espacio y las áreas colindantes; la llegada de agentes con mayor

capacidad de consumo que los residentes y/o usuarios ya establecidos; cambios en las

actividades y en el paisaje urbano llevados a cabo por el grupo que ingresa en el espacio;

y el desplazamiento directo, o la presión indirecta para el desplazamiento, de los grupos

sociales de ingresos más bajos de los que entran (Blanco et al., 2014: 42).

Por qué interesa el centro histórico de las ciudades

Los centros de las ciudades tienen ventajas comparativas fundamentales en la

globalización, como la infraestructura y las comunicaciones, que atraen a empresas y

usuarios (Porter y Van der Linde, 1995).

Se trata de zonas bien ubicadas con tiempos de desplazamiento cortos hacia las zonas de

oficinas y ocio. Gracias al transporte público o los carriles bici, la movilidad es sencilla.

También es posible desplazarse a pie.

Durante largos años, estos barrios fueron relegados y abandonados tras perder todo el

interés por parte de sus propietarios, tras la promulgación de la Ley de Arrendamientos

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Urbanos en 1946, que congeló la cuantía de las rentas mensuales e impuso una duración

indefinida a de los contratos de alquiler. La consecuencia directa fue que estas zonas

pasaron a ser habitadas por los sectores más empobrecidos de la ciudad. En los 50 y 60,

actuaron como zona de llegada de las olas de inmigrantes provenientes del medio rural

español y, después, en los 90, volvieron a ser foco receptor de inmigración, en este caso

de extranjeros provenientes del Este de Europa, América Latina y África (Tabakman,

2001).

Durante estas décadas, los centros históricos fueron considerados zonas sucias y

problemáticas, que no gozaron de ningún interés por parte de inversores privados ni

instituciones públicas y sobre los que cayó el peso del estigma social.

No fue hasta principios de los años 2000 cuando se pusieron en marcha diferentes

iniciativas para revertir el estigma asociado a los cascos históricos.

En los casos más destacados, la iniciativa partió de movimientos sociales alternativos

(ecologistas, anti-globalización, LGTB, okupas) asociados a reivindicaciones a favor de

la diversidad cultural. Muchos de sus integrantes decidieron trasladarse y/o frecuentar los

centros históricos, seducidos por un estilo de vida alternativo, un cierto tipo de nostalgia

hacia la vida barrial y el bajo coste de la vivienda, sin ocultar un anhelo de hacer realidad

su utopía contra-cultural a pequeña escala. El ejemplo más claro fue el barrio de Chueca

en Madrid y el movimiento LGTB.

Actores del proceso

“El capital espacial es un concepto dinámico que destaca las formas de creación,

circulación y transmisión –o desgaste y eventual desaparición– del capital. Reintroduce

la dimensión temporal y reafirma que el territorio es una construcción social e histórica”

(Hoffman, 2007: 446).

El acceso al capital espacial está relacionado con el abanico de movilidades posibles de

acuerdo con el lugar, el tiempo y otras restricciones contextuales. Por ejemplo, la

disponibilidad económica. La competencia remite a las habilidades de los individuos, es

decir, a un conjunto de capacidades derivadas de cuestiones físicas (edad, capacidades

diferenciales), adquiridas (disponibilidad, carnet de conducir, conocimiento de las redes

y dispositivos de pago y de combinaciones entre modos de transporte) y organizacionales

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(planificación, lecturas de las señalizaciones, etc.). Y la apropiación se refiere a las

estrategias, motivaciones, valores y prácticas de los individuos (Blanco et al., 2014: 44).

Los sectores sociales con mayor capital espacial se encuentran en una mayor disposición

para ocupar posiciones espaciales, no solo en el ámbito profesional, sino también en el

ámbito residencial y de consumo.

Richard Florida, en 2009, hace la primera descripción de un grupo social emergente, las

“clases creativas”, que es considerado el actor principal del proceso de gentrificación.

Según Florida, se trata de “profesionales, vinculados a la ciencia, tecnología y el arte,

quienes, gracias a su posición estratégica en la cadena social y productiva, tienen la

capacidad de elegir su residencia”.

Estas clases creativas son fundamentalmente jóvenes que buscan sacudirse la enajenación

de la vida cotidiana del suburbio (Lefebvre, 1984) y tienen representaciones de un pasado

mitificado de la vida urbana en los centros de las ciudades. Poseen una formación

superior, un alto capital cultural y unas prácticas sociales distintivas. En inglés se les

llama “yuppies” (young proffesionals) y en francés “bobos” (bourgeois bohème). Son

parte de las nuevas clases medias nacidas de la terciarización de la economía y el post-

fordismo, pero se diferencian de las primeras nuevas clases medias en que han vivido la

transformación digital y no son analógicas.

La Segunda Transición Demográfica ha dado forma a esta nueva generación (Hernández

Cordero, 2016: 72) y se considera que constituyen hogares posmodernos: unidades

familiares unipersonales o con menos integrantes; solteros, separados o divorciados, con

pocos hijos o ninguno; y sin un fuerte arraigo en el territorio por su alta movilidad.

Debido a su alta posesión de capital cultural, son muy demandados por parte de las

empresas, lo cual lleva a las instancias públicas a tratar de atraer su “talento” a las

ciudades. Una manera de atraerlos es creando clústeres creativos, es decir, espacios con

otros profesionales que comparten su estilo de vida caracterizado por el consumo,

tolerancia, diversidad cultural y oferta de actividades de ocio.

Este capital cultural influye para que los artistas y bohemios instalen su residencia o sitio

de trabajo en los barrios en proceso de gentrificación. Paralelamente y progresivamente

se emplazan galerías de arte, espacios culturales y comercios que le imprimen un

ambiente artístico. Sin embargo, cuando el proceso de gentrificación se intensifica y se

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aumenta el valor del suelo, los artistas terminan al igual que los antiguos vecinos siendo

desplazados y sustituidos por personas y actividades con mayores retribuciones

económicas.

En el caso específico del Casc Antic de Barcelona, según la investigación de Hernández

Cordero, la proporción de empresarios y directivos que tenía entre 25 y 49 años durante

el periodo 2001-2011, aumentó cerca de cinco puntos porcentuales, mientras que en el

resto de la ciudad disminuyó. Asimismo, un dato relevante fue el aumento notable del

porcentaje de profesionales. En cambio, en cuanto al personal de servicios, comercial y

administrativo se dio un fenómeno contrario a los anteriores. En 2001, el Casc Antic se

encontraba con cerca del 42% de personas en esta categoría socieconómica, superando a

Barcelona en el mismo rubro. Sin embargo, diez años después la cifra se mantuvo

prácticamente sin variación. Asimismo, la proporción de operarios en el rango de edad de

25 a 49 años en 2001 eran casi del 17% en el Casc Antic, cifra superior al resto de

Barcelona. Para 2011 el porcentaje decreció, ubicándose cerca del 10%, dato que se sitúa

por debajo de la media de la ciudad (Hernández Cordero, 2006: 86).

Como podemos ver, los procesos de gentrificación suponen un aumento de las clases

medias, pero también una disminución de la clase obrera. Esto provoca una

transformación de la composición social de los barrios gentrificados. A este fenómeno se

le denomina “rent gap” y fue acuñado por el geógrafo Neil Smith en 1979.

Herramientas para la gentrificación: ¿cómo se gentrifica?

El barrio del Bronx de Nueva York ha sido durante muchas décadas el barrio maldito por

excelencia. Su estigma se remonta a los años 70, cuando más del 60% de la población del

South Bronx dejó el territorio tras una inmensa cadena de incendios que devastaron el

barrio.

El denominador común de todos los barrios a gentrificar es que se trata de zonas habitadas

por la infraclase (el lumpenproletariado en palabras de Marx), es decir, por los sectores

sociales más empobrecidos, frecuentemente inmigrantes, con un amplio desempleo y que

reciben ayudas gubernamentales. Entorno a ellos se crean toda una serie de leyendas

urbanas que muchas veces no tienen pie en la realidad y que les lleva a terminar por ser

vistos con desprecio por el resto de la ciudad, que incluso evitar transitar por ellos.

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Esta estigmatización no es involuntaria siempre, sino que muchas veces su dejadez es

consecuencia de la inacción consciente del gobierno municipal, que espera a que se

encuentre en estado de devastación para justificar futuras operaciones de higiene urbano.

Como novedad, en los procesos de gentrificación, la principal herramienta es la cultura.

Esto fue posible como consecuencia de la revolución contracultural de los años 60 en los

campus universitarios, momento en el cual la cultura se erigió en un nuevo campo de

crecimiento económico que estaba en posibilidades de competir con la industria (Nofre,

2010). Por supuesto, se trata de una cultura fetichizada y mistificada, un producto cultural

de la élite, al gusto de las clases creativas, y que se convierte en elemento modificador de

la ciudad en el contexto neoliberal.

Este vector de la cultura opera como un argumento irrebatible en tanto en cuanto la cultura

es benevolente y no dañina. Y trae como consecuencia más directa la museificación y

saturación cultural de los barrios como estrategia de atracción de potenciales

consumidores de mercancías materiales y simbólicas (Zukin, 1989), que pueden ser tanto

turistas como futuros residentes. Esto convierte los centros históricos en lugares de

consumo que, al mismo tiempo, son consumidos como lugar (Hernández Cordero, 2016:

25) y cuya importancia radica en tanto que son lugares de tránsito, no como lugares para

estar (Giglia, 2003). Un ejemplo está en la proporción de un asiento público por cada

nueve sillas en terrazas en el Casc Antic de Barcelona, siendo las terrazas otra forma de

apropiación del espacio público a través del consumo.

La mayor prueba de esta apropiación de los centros históricos es la turistificación de las

grandes capitales. La combinación de la gentrificación y la turistificación supone que la

población residente de estos espacios pasa a ser flotante y las relaciones de vecindad no

tengan razón de ser. De esta manera desaparece toda resistencia a las lógicas

mercantilistas, pues no hay comunidad vecinal alguna que sea lo suficientemente sólida

como para oponerse.

Si volvemos al ejemplo con el que iniciábamos el apartado, el barrio del Bronx, y

contrastamos su situación en los años 70 con la actualidad, tenemos el mejor ejemplo de

cómo la gentrificación actúa y con qué herramientas lo hace.

Desde hace unos años, el gobierno neoyorquino está haciendo una importante inversión

en la zona de Mott Haven – Port Morris y se van a levantar 1.600 apartamentos que serán

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alquilados por 3.750 dólares mensuales. Para evitar el estigma del Bronx, la zona será

rebautizada por “Piano District”, en referencia a la antigua zona de fábricas de pianos

donde se han levantado los apartamentos.

En 2015, los promotores urbanísticos del barrio organizaron una fiesta de Halloween a la

que acudieron celebridades como Kendall Jenner, Naomi Campbell, Carmelo Anthony y

Adrien Brody. La decoración del interior del almacén donde se celebró consistía en

vehículos acribillados a balazos y cubos en llamas, haciendo referencia al pasado del

Bronx. Ningún residente del barrio fue invitado (Sorando y Ardura, 2016: 64).

Cuál es el papel del capital privado y las instituciones

Los actores sociales de la gentrificación son las clases creativas, pero la gentrificación

forma parte de una estrategia amplia por parte del capital privado para apoderarse de los

espacios de los centros históricos y dedicar su uso a actividades lucrativas.

La Ley de Rehabilitación, Regeneración y Renovación Urbanas (LRRRU), promulgada

en 2013, facilitó la generación de nuevos mercados en torno al suelo urbano, encubriendo

la posible liberalización del mismo y abriendo la puerta a un nuevo ciclo de especulación

sobre la ciudad consolidada (Blanco et al., 2014: 42).

Las operaciones urbanísticas que se llevan a cabo son de dos tipos: intervenciones

“buldócer” que recurren a la destrucción creativa a partir de derribos que generan espacios

completamente diferentes a los anteriores, e intervenciones quirúrgicas que se ejecutan a

pequeña escala para salvaguardar estructuras de valor patrimonial mediante la

rehabilitación.

En casos como el de Ciutat Vella, en Barcelona, el ayuntamiento recurrió a la supresión

de cualquier elemento que hiciera posible el espacio público, aplicando estrategias de

urbanismo preventivo o defensivo: poniendo rampas en vez de escalones, bancos

separados para evitar dormir, etc. En el resto de ciudades, incluida Barcelona, se aplicaron

Ordenanzas Ciudadanas que desde entonces han establecido qué comportamientos están

permitidos en la ciudad y cuáles no, pretendiendo suprimir las prácticas de los usuarios

indeseados.

Un argumento extendido para la justificación de la gentrificación es la necesidad de

esponjar las áreas centrales para reducir la densidad poblacional y construir nuevos

espacios públicos (Hernández Cordero, 2015: 138).

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Un caso claro de la contribución a la gentrificación que puede llevar a cabo un

ayuntamiento, se dio en El Cabanyal de Valencia, tradicional barrio de pescadores con

casas de pocas alturas y pegado a la playa. En 1966, el Plan General de Ordenación

Urbana de Valencia previó la destrucción del barrio para dar paso a una avenida que debía

extenderse desde el centro de la ciudad hasta el mar. Durante largos años este proyecto

fue olvidado y no se retomó hasta que el Partido Popular entró en el ayuntamiento en

1991. A partir de entonces, y durante dos décadas, se suspendieron todas las licencias de

obras, se paró la inversión pública, se desatendió la recogida de basuras y se incrementó

la permisividad policial con las prácticas ilegales. Todo con el objetivo de devaluar las

viviendas hasta el punto de que los vecinos aceptaran su venta por precios irrisorios.

Según Hernández Cordero, la gentrificación es un proceso neoliberal. A pesar de que se

justifique en nombre de la cultura y la diversidad, es una estrategia de disputa del espacio

público por parte de la oligarquía y las clases medias, en detrimento de las clases

populares. La gentrificación supone “gestionar la ciudad desde una perspectiva

puramente empresarial, copiando el modo de funcionamiento de las empresas.”

(Hernández Cordero, 2015: 17).

Cambio completo en la composición social

El proceso de gentrificación es una secuencia de diferentes etapas desde el punto inicial

de barrio maldito a barrio de moda. Hackworth y Smith (2001) elaboraron un modelo de

olas de gentrificación, según el cual hay tres etapas. Una primera caracterizada por una

gran inversión pública en un territorio demasiado arriesgado para el gran capital privado.

Una segunda en la que la administración pública promueve la inversión privada. Y una

tercera que extiende e intensifica las dinámicas de acumulación de beneficios, de forma

que comienzan a implicarse promotores inmobiliarios que reemplazan a los pioneros.

En este proceso, los pioneros actúan como zapadores que construyen puentes para la

llegada posterior de clases medias. Y estos pioneros terminan por ser expulsados o

asimilados, lo cual también supone el desmoronamiento de sus proyectos

contraculturales, no porque les haya sido imposible alcanzar su objetivo, sino porque su

objetivo era el punto de partida del proyecto neoliberal, que se apropia del trabajo

realizado hasta entonces (Sorando y Ardura, 2016: 111).

La progresiva introducción de sectores más acaudalados provoca un incremento del

precio de la zona al tratarse de sectores sociales más pudientes que los tradicionales

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vecinos del barrio. Esto no solo afecta a los precios en los comercios, sino también a los

precios de los alquileres y las viviendas, multiplicando el coste de vivir en el barrio con

respecto a antes de su aparición.

Una figura emblemática de estos procesos de gentrificación es el mercado de abastos,

vistos por las clases medias como espacios deteriorados, sucios y salvajes de la clase

obrera. La adecuación y reconstrucción de estos para convertirlos en mercados gourmet,

actúa como caballo de Troya de la gentrificación, pues supone un punto de avance para

luego gentrificar los alrededores. En España tenemos varios ejemplos: el Mercado de San

Miguel en Madrid, La Boquería en Barcelona o el Mercado Central en Zaragoza.

Mediante la gentrificación, una zona urbana queda transformada socialmente hasta el

punto de que sus propios habitantes y usuarios dejan de ser los de antaño para pasar a ser

completamente nuevos. Durante este proceso, a pesar de esgrimir un discurso retórico de

diversidad, las nuevas clases medias no llegan a integrarse con la población tradicional,

sino que construyen su propia burbuja social (Butler, 2003). Una burbuja que crece y

crece gracias a las inyecciones del capital inmobiliario y que cada vez deja menos espacio

al resto de residentes.

Relación centro-periferia

Las ciudades están organizadas en función de su dependencia funcional y espacial. Existe

una constante en los patrones de flujo, mediante la cual las personas, los materiales y la

información son arrastrados dentro de los núcleos (centralización) y las actividades son

empujadas a la periferia de manera simétrica (descentralización). En cómputo global, el

tamaño de una ciudad es proporcional a la cantidad de residentes de su área metropolitana,

la cual depende espacial y económicamente del centro (Batty, 2013: 49).

Esta organización de la ciudad no varía demasiado de los modelos urbanos de principios

del siglo XX, especialmente con respecto a la Ciudad Radicante de Le Corbusier. El

centro está reservado a los negocios y la periferia a los residentes. Entre unos y otros se

teje una red de comunicación mediante transporte, privado o público.

El desplazamiento de la vida residencial a la periferia de las ciudades supone una

segregación del uso de los espacios. Cada espacio se destina a una única finalidad. No

hay diversidad, como reclamaba Jane Jacobs. Y esto no solo supone una segregación en

la finalidad del uso, sino también en cuanto a sus usuarios.

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Las dinámicas de movilidad, trabajo y consumo varían según los diferentes sectores

sociales. Cada uno hace un uso diferente de la ciudad ya que se desplaza por zonas del

espacio urbano diferentes a otros sectores de la población. Este hecho, en vez de aliviar

las diferencias, las incrementa.

En las periferias, a diferencia de los centros urbanos, los tiempos de desplazamiento son

largos, por lo que la cuestión del transporte se torna fundamental. La organización y las

características de estos sistemas de transporte tienen implicaciones críticas en la

conformación y dinámica del espacio urbano, al distribuir diferencialmente atributos de

accesibilidad y valorización entre los distintos lugares de la ciudad (Miralles, 2002 y

Blanco, 2010). Las zonas fácilmente accesibles, como los centros, tienen valor; las zonas

menos accesibles, como las periferias, tienen menor valor.

Una consecuencia de esta desvalorización es la obligatoriedad del uso del vehículo

privado para los desplazamientos. A pesar de que en las periferias también existan redes

de autobús o tren de cercanías, la mala organización de las rutas, derivada de la dificultad

de satisfacer las necesidades de desplazamiento por la ingente cantidad de nodos de

comunicación y/o de una deficiente inversión, hace imprescindible el vehículo privado.

Para satisfacer los grandes volúmenes de desplazamientos, se diseña una nutrida red de

carreteras de alta intensidad (Jacobs, 1961: 384).

Otra diferencia de la periferia con el centro de las ciudades es que en ésta no existe una

priorización de la exclusividad, la calidad y la personalización. Los edificios acostumbran

a ser bloques con varias alturas y formas muy semejantes; asimismo, el consumo se

realiza en establecimientos de grandes dimensiones y masificados en los días festivos de

la semana.

Los modelos habitacionales y las formas de familia también varían. Los hogares tampoco

son tan amplios como hace unas décadas, pero la frecuencia de los hogares unipersonales

baja y la convivencia suele darse con hijos. Por tanto, hay una continuidad del espacio en

el tiempo, que también se refleja en las dinámicas de agrupación de los residentes, mucho

más estables que en los centros históricos.

3. Escenarios de futuro entre 2020 y 2030

El uso del smartphone en España ha incrementado de un 41% a un 85% de 2012 a 2017.

A través de la transformación digital, la tecnología está cada vez más enraizada en los

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procesos que mueven la economía y la sociedad, desde la macroeconomía al día a día

cotidiano. Gracias a ella, los españoles permanecen conectados de manera continua a la

red global, lo que les posibilita tener un mayor acceso al conocimiento y mantener una

comunicación continua con cualquier parte del globo. Pero, simultáneamente, les

convierte en una fuente de generación de datos constante y fácilmente rastreable.

Los avances hacia la Smart City y, en general, todos los cambios asociados a la

transformación digital, van a tener una influencia notable en la vida de las ciudades.

Modificarán tanto los fenómenos urbanísticos (la vida pública), como la forma de

relacionarse dentro de los hogares y con personas cercanas (la vida privada). No sucederá

de la noche a la mañana, sino que será gradual. Y requerirá un cambio cultural general

para asimilar la convivencia con dispositivos tecnológicos autónomos y entender las

alteraciones que se producirán en ciertas nociones muy asentadas.

Smart Mobility: Una nueva concepción de la continuidad espacial

Las formas de movilidad y transporte no han cambiado apenas desde hace varias décadas.

El vehículo privado continúa siendo el medio más utilizado y se han hecho notables

esfuerzos por su sustitución por medios de transporte colectivos u otros medios no

contaminantes (bicicleta o desplazamiento a pie), pero sin el éxito esperado.

Sí han mejorado las infraestructuras de comunicación y esto ha supuesto un acercamiento

de los diferentes espacios entre sí, eliminando fronteras físicas. Un ejemplo es cómo se

han reducido las diferencias entre el medio rural y el medio urbano. Una parte de la

población ha decidido vivir en pueblos alrededor de las grandes ciudades, provocando

que estas localidades pasen a formar parte de las áreas metropolitanas y tengan dinámicas

muy similares al núcleo urbano. A su vez, las redes de comunicación también han

beneficiado a localidades alejadas, permitiendo a su población desplazarse diariamente

para trabajar o realizar cualquier actividad más allá de su núcleo.

Todo indica que la implantación del vehículo autónomo durante la próxima década

supondrá un hito en las formas de movilidad y transporte, en medida que eliminará

muchas de las barreras que existen en la actualidad. Con la popularización de este

vehículo se producirá una revolución en los medios de transporte, dando lugar a una nueva

concepción del espacio donde éste sería continuo y, por tanto, mucho más ilimitado.

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Smart Economy: Espacios con un solo uso y dotados de carga simbólica

A través de la gentrificación se embellecen los centros de las ciudades para hacerlos más

atractivos a ojos de las clases creativas y los turistas, que hacen uso del espacio durante

espacios cortos de tiempo.

En ambos casos, se trata de usuarios flexibles del espacio, pues las dinámicas de ambos

les mueven fuera de aquellas zonas en plazos cortos o medios de tiempo. En búsqueda de

su consumo, los mercados generados en estos lugares son espacios de un solo uso porque

se basan en la obtención del mayor beneficio por compra, pues la rotación de

consumidores es alta y resulta rentable afianzar la fidelización del cliente, especialmente

en el caso de los turistas.

A su vez, esto repercute en una alta atención hacia el servicio y/o producto ofrecido, pues

cada experiencia de compra busca convertirse en única y genera un recuerdo inédito en

la memoria del consumidor ya que es asociado a un contexto espacial que es fetichizado

por las dinámicas consustanciales al turismo.

El carácter de estas dinámicas resulta incompatible con las dinámicas de asentamiento

estable que son necesarias para la construcción de un espacio objetivo y subjetivo donde

las personas no solo se sientan identificadas con su entorno, sino que construyan un

proyecto de vida alrededor del entorno que proporcione una continuidad histórica a éste.

De esta manera, la memoria subjetiva sobre los centros de las ciudades se genera mediante

una mezcla de fragmentos de la vida de sus usuarios (de relatos) y no como una

construcción sólida y compartida por esos mismos usuarios (un metarrelato). Esto hace

que la representación social de estos espacios sea fácilmente influenciable por empresas

e instituciones, que utilizan el marketing urbano como forma de apropiación del espacio

urbano mediante la atribución simbólica.

Asimismo, la competencia entre empresas para la apropiación del conocimiento fomenta

la concentración del personal especializado en espacios cada vez más focalizados. Por lo

general hablamos de países y ciudades, pero también se habla de espacios específicos

dentro de una ciudad, como Silicon Valley. Para la creación de estos espacios, las

empresas e instituciones hacen grandes esfuerzos y, por norma general, se crean en las

periferias de las ciudades, suponiendo la creación de espacios de un uso único, el

empresarial.

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La gentrificación de los centros urbanos, la concentración de las zonas empresariales y la

creación de grandes periferias para la vida residencial son sinónimos de la escasa

diversificación de usos que se da a los espacios urbanos, una tendencia ya existente y que

no tiene visos de ser cambiada.

Smart People: Hegemonía del conocimiento y potencial crecimiento del desempleo

ligado a la brecha digital

Incrementa la tendencia a la sustitución del trabajo manual por el intelectual, a la par que

el sistema productivo se desplaza del capital físico al conocimiento (Seisdedos, 2016: 23).

Son especialmente frágiles en este contexto aquellos trabajadores que no estén

capacitados para desempeñar puestos de trabajo especializados que requieran

conocimientos digitales. La brecha digital puede suponer una gran fractura social que

altere el mercado laboral tal como se ha conocido hasta ahora.

Es clave impulsar un cambio en el sistema educativo para transformar a medio plazo el

mercado laboral y la estructura productiva. Es un riesgo real el incremento del desempleo

debido a la sustitución de mano de obra por sistemas automatizados.

Smart Governance: Tecnocracia combinada con participación ciudadana

Big Data proporciona la posibilidad de conocer el funcionamiento de la ciudad a tiempo

real. Mediante el Internet de las Cosas, pieza clave de la Smart City, se capta información

de manera continua para que las decisiones sobre la ciudad sean lo más eficaces posibles.

No es extraño oír hablar del gobierno de los datos, sobre todo a nivel empresarial. Esto

quiere decir que disponemos de tanto volumen de información en la actualidad, que es

posible tomar decisiones basándonos en toda esa información. Unas decisiones que

podrían ser automatizadas si tenemos en cuenta los avances en Inteligencia Artificial.

En general, hay mucho vocabulario empresarial que se ha filtrado en el ámbito

institucional a través de las Smart Cities. Por ejemplo, muchos métodos de trabajo del

empleo digital, como las metodologías Agile, se están exportando a la gobernanza de las

ciudades inteligentes.

Una posible consecuencia de todo este proceso es que la tecnología tome las decisiones

por los humanos. Derivado de ello, las personas que entiendan y supervisen estas

tecnologías contarán con la reputación más alta a la hora de guiar las decisiones. Sin lugar

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a dudas, esto sería una forma de tecnocracia; los expertos o incluso los ordenadores

tomarían decisiones por todos los demás.

Esta es una consecuencia de las Smart Cities que entra en conflicto con otra apuesta de

las mismas: la participación ciudadana mediante plataformas abiertas donde se proponen,

debaten y toman decisiones sobre el colectivo. Tanto una como la otra son resultado de

un mismo fenómeno, por lo que el lado del que caiga la balanza dependerá de la gestión

que se haga por parte de las instituciones que dirijan los proyectos de Smart Cities.

Smart Living: Una vida más sencilla gracias al uso universal de la tecnología

Las diferentes soluciones tecnológicas de la Smart City harán que la vida de los

ciudadanos sea mucho más sencilla y en todo momento puedan hacer consultas para

verificar sus decisiones. De esta manera, el foco de las preocupaciones no se tendría que

centrar tanto en los deberes con respecto a la sociedad, sino en las inquietudes personales

de cada cual ya que las otras ya están cubiertas por la tecnología.

A pesar de que esto entrañe un beneficio claro, también supone una alteración del sentido

de responsabilidad colectiva, más cercano al individualismo ético y moral, pues la

preocupación por lo colectivo no será su labor, sino que quedará externalizada.

Smart Environment: Una ciudad más verde

A medida que las ciudades crecen, se vuelven más "verdes" en el sentido de ser más

sostenibles. Esto, por supuesto, es un hallazgo reciente, y es exactamente lo contrario de

lo que sucedió cuando las ciudades crecieron durante la Revolución Industrial.

Las densidades más altas son necesarias para una buena interacción social y tienden a

hacer que las soluciones sostenibles para el transporte y la construcción sean mucho más

rentables que la expansión de menor densidad.

Como todo fenómeno social, la Smart City tendrá sus pros y sus contras. La labor de los

sociólogos es investigar su desarrollo para calibrar las decisiones a tomar de tal manera

que generen progreso en la ciudadanía y siempre bajo consenso.

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Bibliografía

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