LA VIDA MITIGADA

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Extracto del libro "LA VIDA MITIGADA" del autor Tomás Sánchez Santiago

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Tomás Sánchez Santiago

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a José Luis, José Manuel y Julián,

tres chicos de barrio

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LA ESCRITURA TEMERARIA

Juntamente con la menesterosidad verbal, el saqueo

despiadado a otros autores y la aparición espontánea

de adjetivos en medio de la noche, el acarreo es uno

de los más nobles fenómenos de la escritura. Es una de

esas tareas jamás sospechadas en cátedras ilustradas ni

en gabinetes de obsesión literaria profesional. Eso de

ir transportando viejas palabras asentadas en libretas,

cuadernos y papeles repentinos se parece mucho a la

manipulación meticulosa y llena de dulce credulidad de

los niños en las playas. Un cubo, una pala, algo de agua,

arena… y empieza el trasiego entre los dos límites, el

del mar y el de la tierra. De acá para allá. De allá para

acá. A ver qué ocurre. Eso es todo.

Estos textos nacen de esa manía temeraria de apuntarlo

todo o casi todo según va llegando. No llevan mucho

cincel y no pertenecen al mundo de la estridencia ni

al de las gesticulaciones excesivas. Proceden más bien

del lenguaje tranquilo o, todo lo más, de la necesidad

de dejar congregado en pequeñas porciones lo que no

acabó pudriéndose en una escritura de contrabando.

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A mí me gustan mucho los libros compuestos así, con

anotaciones de carnet más o menos bárbaras pero que

no se han desechado del todo y ya se van incorporando,

casi tan magulladas como surgieron, a las filas de otras

precedentes y en un orden espontáneo y apaciguado.

Me recuerda aquella vez, la única vez, en que fui de

joven a recolectar pepinillos. Era verano. Se trataba

de echar una mano a un buen amigo que trabajaba

ocasionalmente en labores de campo. En el hangar

había una máquina de extraña manufactura, uno de

esos monstruos mecánicos que a su modo parecen

replicar la morfología humana. Se le echaba en la boca,

una especie de campana invertida, todo el material y

se giraba un volante para que aquel contenido fuese

resbalando en un tránsito oculto -un tránsito intestinal,

sí- hasta dar con canaletas de distinto calibre que ya

dejaban repartidos los pepinillos según el tamaño; de

esa manera, caían a tres depósitos distintos (ciego,

colon y recto) de donde salían organizados por tallas

(pequeños, medianos y grandes) y así quedaban ya,

dispuestos para labores posteriores de presentación y

envasado. Algo así me ocurre con este tipo de libros que

de cuando en cuando voy pudiendo hacer (Para qué

sirven los charcos, en 1999; Los pormenores en 2006).

Doy cuenta sin mucha deliberación de lo que vi, de

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lo que oí, de lo que hubo cerca. Y lo hago en distintas

secciones, como pasaba con los pepinillos de aquel

verano de agraria juventud lejana. Unos recalan aquí;

otros se van más allá; algunos terminan descartados

definitivamente por cualquier anomalía.

Lo primero que me vino fue el título: La vida mitigada.

Se me cruzó por delante y me quedé de inmediato

con esa propuesta de baja temperatura (esa palabra,

‘mitigada’, de fonética modesta y que en un salto mortal

de semántica fantástica debería emparentar con ‘miga,

migaja’, o sea, pequeños testigos residuales de lo que

hubo antes pero que ya no molesta, no da desazón).

Puesto el título, fue más fácil decidir qué iría tras él en el

desfile y qué quedaría de nuevo amortizado entre gomas

de carpetas. Luego sucedió eso: la teoría del pepinillo.

Y los materiales acarreados se fueron ordenando

silenciosamente como animales obedientes en distintos

cuarteles, tal como aquí aparecen. Algunos de estos

titulares ya existían como cobijos de escritos anteriores.

Por ejemplo, buena parte de los textos de “Visto y oído”

aparecieron bajo el rótulo “Miramientos” en el periódico

digital Tam Tam Press, que afortunadamente sigue en pie

al cuidado de Eloísa Otero. Y “Cuaderno sin norma” fue

una sección que salió hace ya años en un periódico

también digital, de nombre Peatom, y cuya repercusión

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metafísica más visible fue la engañifa a la que su director

nos sometió a quienes escribimos durante unos meses

en él: aquel hombre -un piernas, un verdadero piernas-

terminó por no pagarnos y todo se le iba en alardes y

aplazamientos con excusas y otras baratijas verbales que

se resolvieron en una bajada general de trapas (él) y de

pantalones (yo); y si te he visto (y oído) no me acuerdo.

Por su parte, “Historias naturales” es una recopilación

de pequeños relatos reales -“Reales Relatos”, pensé

denominar a esta sección en algún momento- que se

me fueron apareciendo en los últimos veinte años un

peu partout y de los que fui dando cuenta espontánea

en libretas de guardia que siempre he llevado conmigo.

Lo más parecido a un diario convencional es lo que aquí

se titula “En manos de los días”. He seleccionado una

miscelánea alborotada de distintos años y de distintas

vicisitudes (un hospital, la bofetada de la crisis a la

ciudadanía, los entresijos de una vida literaria personal

poco ruidosa…) que, me temo, a la postre hacen hilo

común con todo lo demás. O sea, vida mitigada.

Por último, he incorporado al volumen, pues me parecía

que respetaba el mismo tono oral y lleno de gracia

contemporánea de muchos de estos textos, un relato

inédito -entre memoria y fábula- de un libro que todavía

no se ha precipitado hacia la imprenta.

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La vida mitigada, sí. ¿Qué otra manera de vivir es posible

ya? Poco a poco, el ruido inaguantable del mundo nos

ha ido expulsando a muchos hacia unas inmediaciones

secundarias donde, cuando menos, es posible escuchar

sin nervios las palabras de los otros, contemplar las

cosas despacio y en sí mismas y tomar notas calientes

de pequeños sobresaltos al margen de una sumisión al

vértigo de la actualidad. Un estreñimiento silencioso y

persistente, tal como la ley sigilosa de los pestañeos, va

ganando hace tiempo los hábitos y las aventuras diarias

de la ciudadanía menor. Pero hay otras cosas: el parque

de un barrio con su vida mínima y vivaracha, el gusto

por las conversaciones de vaivén entre pequeños bares

donde ya no hay que preguntar lo que se toma, los gestos

desprendidos de individuos con los que uno puede

cruzarse a diario varias veces en estas calles de fachadas

soñolientas… ¿Para qué más? William Blake decía que la

sustancia del mundo podía caber en un grano de arena.

Sin esas ínfulas de cosmovisión romántica, uno cree

que replegarse a ángulos discretos para vivir no supone

perder intensidad; y una vida mitigada puede contener

más interés que una existencia sustentada en el trasiego

y en el culto compulsivo a la mudanza.

Un último recado: compruebo que entre estos textos

menudean alusiones críticas -de la estupefacción a la

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rabia- contra quienes se han ido haciendo con sitio que

no les corresponde en estos últimos años, los primeros

del siglo XXI. Eso también nos ha decidido a muchos a

cultivar la retracción. Somos un ejército de apabullados

que nos arreglamos, sí, en la esquina de los silenciados,

como titulaba no hace mucho Juan Carlos Pajares un libro

que salió aquí, en esta misma editorial. Quiero recordarlo

ahora porque creo que este libro también pertenece a

esa misma estirpe. Y quiero asimismo agradecer a Héctor

Escobar su disposición y su ánimo para culminar así la

aventura de publicar este libro, un libro que da cuenta

de un hombre tranquilo. O eso espero.

T. S. S.

En León, en julio, en 2014

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VISTO Y OÍDO

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Una paloma que se posó al lado en el parque y fue

ganando confianza y terreno poco a poco. Su ojo

dulcemente sangriento; su plumaje que escapa hacia un

vago vaho verde en las timoneras. Creí que todo era un

símbolo. Y “nos cogió cariño”, eso dije. Pero mi amigo

lo rectificó con certeza: “Yo pienso que está enferma,

más bien”. Allí quedó, en medio del paseo, escalfada y

serena. A merced de qué.

El hombre de gafas muy fuertes que entra en el bar. Es

menudito y fibroso. Un trabajador manual, ya jubilado,

desde luego. Y viene muy borracho aunque no levanta

el polvo de la bulla. Va hablando entre dientes y quiere

pegar la hebra a su manera con unos y otros. En el

mostrador lo conocen, eso está claro, pero nadie le

pone de beber. Tampoco hay palabras de imprecación

hacia él. Lo dejan que se agite solo como un jarabe que

terminará por evaporarse. Entonces, impotente, él saca

tres billetes de 20 euros arrugados y los tira a su manera

sobre el mostrador. Allí quedan como extraños ejercicios

de papiroflexia. Es su forma de decir que sí tiene dinero,

que va a pagar, que por eso tienen que servirle como a

los demás. Pero siguen sin hacerle caso en esa piedad

sumergida que los camareros conocen muy bien. Y ya

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recoge uno por uno los billetes. Sigue mascullando algo

con media sonrisa pacífica. Sale del bar. Solo entonces

empiezan a hablar de él los otros: “Ah, ese…”.

Los gatos que veo desde el ventanal del salón y que salen

al alba de su hura, un hueco al aire en una alcantarilla

reventada. El macho es negro y la hembra pardusca como

un suelo de nieve sucia. Y tienen crías a las que controlan

con esa especie de dejadez animal que es más bien otra

versión del celo. Los paseantes numerosos suelen pararse

de pronto ante esa madriguera improvisada. Deben de

oír al paso maullidos o ruidos extraños. Y se quedan a

mirar. He visto de todo: la mujer que dejó residuos y

comistrajos para ellos; el hombre que pugnaba por sacar

de esos alrededores a su perro, furioso y obsesionado por

hocicar ahí. Veo también cómo sale a cazar el macho

muy temprano. Regresa de vacío –eso parece- y con

andares flojos, derrotados, como una figura de Brueghel.

El hombre del parque que hablaba y hablaba por el

móvil. Muy trajeado de arriba a abajo, con las piernas

despreocupadamente estiradas hacia el paseo central.

Su conversación está intervenida continuamente de

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preguntas al otro corresponsal. Está muy claro: él es el

que no quiere colgar. Porque está solo. Y los domingos

por la tarde, si se está además así de solo, se envejece

más, se envejece antes. Termina por fin de hablar. Se

levanta con fastidio. Pasea sin rumbo. Deriva.

El joven que me presentaron y que llevaba una camiseta

‘de principios’ –eso quise suponer yo- donde se leía esto:

EAT and SLEEP and PLAY.

La mujer mayor que empieza a atravesar el parque a

mi altura y que, sin conocerme, empieza a enhebrar

una conversación decidida, como si ya viniésemos

ambos hablando desde atrás. El tiempo más frío de lo

previsto en junio, la lluvia que ha llegado y ha dejado

charcos descarados… Y enseguida ese asunto que

parece interesarle sobre todo lo demás: los gérmenes,

las enfermedades provocadas por los cambios de

temperatura, los bronquios indefensos… La sobrepaso.

Y a mis espaldas sigue y sigue hablando, alcanzándome

por detrás con la jabalina de sus palabras. Me voy

alejando poco a poco. Ella sigue hablando. La escucho

desde la lejanía. Sus palabras son ya ruido verbal molido.

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La caja registradora de la frutería que se mostraba a sí

misma sin pudor en el escaparate, abierta e invertebrada

para persuadir a posibles ladrones de que no merecería la

pena intentar entrar en el local. Entre manos de plátanos

y cebollas radiantes, ese cajón abierto y desnudo,

exhibiendo facturas atrasadas y unas cuantas monedas

como argumentos decimales.

El anciano que va a cruzar trabajoso el paso de cebra. Se

ayuda como puede de un andador. Su encorvamiento es

exagerado y sus movimientos, costosos, se parecen a los

de un saurio de gelatinosa pereza. Delante, la empleada

que lo cuida va manipulando su móvil, desentendida

por completo de él. Cuando ella llega a la acera, el

anciano sigue esforzándose por ganar la orilla por fin

antes de que el semáforo cambie. Ella continúa, absorta,

tecleando.

Las lilas que han llegado otro año a casa. Un hermoso

ramo de flores moradas y blancas. Las trajo el mecánico

que nos arregló el coche. Y eso es lo que les da otro realce

cuando las veo aquí, en medio del salón. El aire huele

a esa intensidad carnosa que detiene la respiración por

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un momento. Y yo entonces me acuerdo del mecánico,

un viejo alumno que ha tenido ese gesto de traerlas al

volvernos a encontrar. Las cosas son también la aventura

que las propicia, no cabe duda.

La dueña de la confitería, esa mujer gruesa y tranquila

que se limita a ir envolviendo con lento primor las

bandejas; siempre coloca pasteles de más para salvar

huecos y dejar listo, aún mejor, cada paquete. No le

importa hacerlo así. Uno, dos, hasta tres pasteles más.

Desde siempre la he visto hacer eso, contra la ley de los

comerciantes. Lo hace y luego sonríe, como si quisiera

hacer saber que no todo está perdido en este tiempo de

relaciones crispadas, mordidas por el aprovechamiento

y la desconfianza.

Un paseo por la parte norte de la ciudad. Y, de pronto,

en una calle corta y discreta, al abrigo de una fachada,

¡oh, mira esos prunos! Son dos árboles, solo dos, ya

bien floridos, casi incandescentes en sus colores malvas

apretados, silenciosos. Solo para quien lo sepa ver todo

ahí, agazapado y sin molestar, en el codo perdido de una

calle de la ciudad.

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La fresa que permanecía en el suelo así, estallada y

brillante como un ángel derribado en medio de una

calle. Ya estaba por la mañana allí, mojada por la lluvia.

Y allí que seguía luego, oscurecida por el manoseo de la

luz pero respetada por todos los pasos.

El anuncio que lucía en el escaparate de la librería: “HAY

CUADERNOS RUBIO DE CALIGRAFÍA INFANTIL, ESPECIAL

ALZHEIMER”.

(lo que vi al día siguiente: mojada y quieta, aún la fresa

allí, volcada y vergonzosa. Su inopinada resistencia, su

servicio último de iluminar el cemento desvitalizado.

Nadie la había pisado. Tampoco fue asunto de palomas

ni de gatos. Allí, a salvo, la fresa)

El papanoel de talla casi real que alguien dejó tirado

junto a un contenedor público. Estaba así, desmadejado

y yerto como un monigote fuera de lugar; un emblema

menesteroso y trágico que resumía en julio dónde van a

parar los sueños podridos de los niños.

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ÍNDICE

LA ESCRITURA TEMERARIA ...................................... 9

VISTO Y OÍDO ........................................................ 15

CUADERNO SIN NORMA ...................................... 59

HISTORIAS NATURALES ....................................... 119

EN MANOS DE LOS DÍAS ..................................... 169

SOLO LOS MUDOS SABEN PRONUNCIAR LA HACHE ........................ 219

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

© de los textos: Tomás Sánchez Santiago© de la edición: EOLAS EDICIONES

Diagramación: contactovisual.esISBN: 978-84-15603-72-6Deposito legal: LE-899-2014Impreso en España - Printed in Spain

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