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LA VIDA PENITENTE DE LA VIZCONDESA DE jORBALAN (ANALISIS DE SUS ESCRITOS lNEDITOS) He aquí una vida que nos asombra desde el primer momento por la intensidad, el drama, la extensión y el ritmo de sus penitencias. Unas pe- nitencias que eclipsan el fulgor del oro, oscurecen el brillo de las joyas, apagan el crujido de la seda. Nos parece una mujer tallada en el rudo ascetismo del yermo, en las hormas de los eremitas, en el yunque del Vitae Patrum. Y, sin embargo, es casi de nuestro tiempo. Es una dama de la alta sociedad madrileña de la época de Isabel lI. La pretensión de las páginas que siguen es sencilla: en primer lugar, trazamos un esbozo histórico-narrativo de las penitencias de la Vizcondesa de Jorbalán, procurando que hable la protagonista (1); en segunda ins- tancia, sugerimos, de propia cosecha, algunos pensamientos teológico-es- pirituales, bien de alcance general, bien de aplicación psicológica y mís- tica a la santa. (1) He orillado, de intento, las biograffas y monograffai, por tratarse de estu- dios en que se mezcla ya la visión personal de los autores; sólo he tenido en cuenta los escritos de la protagonista, que son la "fuente" principal e inmediata de mi estudio; en contados casos he acudido a la obra clásica del P. Cámara (Vida de la V. Madre Sacramento, 2 v., Madrid, 1908') para fijar la cronología, que oscila mucho en los autógrafos de la Vizcondesa. Obligada a escribir de su vida, no siempre precisa las fechas: "Como no se trata de componer sucesos y acomo- darlos a lo conveniente ... , debo decir las cosas tal cual pasaron para que se vea de qué medios se vale Dios para sacar un alma como la mia del mundo y ... poniendo yo las cosas tal cual pasaron y recuerdo, queda mi conciencia tranquila, al obedecer la orden de poner cómo me llevó el Sefior para hacer las fundaciones y colegios ... ; lo digo tal como lo voy recordando, tanto más que hay cosas que olvidé y al escribirlas... sin fechas filas, los hechos si son exactos" (A 124). Tam- poco me he servido de las declaraciones de los testigos del proceso de beatifi- cación, pues se resienten de un clima. favorable; ni del Epfatolarlo del P. Carasa, documento excepcional, pero extr1nseco.

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LA VIDA PENITENTE DE LA VIZCONDESA DE jORBALAN

(ANALISIS DE SUS ESCRITOS lNEDITOS)

He aquí una vida que nos asombra desde el primer momento por la intensidad, el drama, la extensión y el ritmo de sus penitencias. Unas pe­nitencias que eclipsan el fulgor del oro, oscurecen el brillo de las joyas, apagan el crujido de la seda. Nos parece una mujer tallada en el rudo ascetismo del yermo, en las hormas de los eremitas, en el yunque del Vitae Patrum. Y, sin embargo, es casi de nuestro tiempo. Es una dama de la alta sociedad madrileña de la época de Isabel lI.

La pretensión de las páginas que siguen es sencilla: en primer lugar, trazamos un esbozo histórico-narrativo de las penitencias de la Vizcondesa de Jorbalán, procurando que hable la protagonista (1); en segunda ins­tancia, sugerimos, de propia cosecha, algunos pensamientos teológico-es­pirituales, bien de alcance general, bien de aplicación psicológica y mís­tica a la santa.

(1) He orillado, de intento, las biograffas y monograffai, por tratarse de estu­dios en que se mezcla ya la visión personal de los autores; sólo he tenido en cuenta los escritos de la protagonista, que son la "fuente" principal e inmediata de mi estudio; en contados casos he acudido a la obra clásica del P. Cámara (Vida de la V. Madre Sacramento, 2 v., Madrid, 1908') para fijar la cronología, que oscila mucho en los autógrafos de la Vizcondesa. Obligada a escribir de su vida, no siempre precisa las fechas: "Como no se trata de componer sucesos y acomo­darlos a lo conveniente ... , debo decir las cosas tal cual pasaron para que se vea de qué medios se vale Dios para sacar un alma como la mia del mundo y ... poniendo yo las cosas tal cual pasaron y recuerdo, queda mi conciencia tranquila, al obedecer la orden de poner cómo me llevó el Sefior para hacer las fundaciones y colegios ... ; lo digo tal como lo voy recordando, tanto más que hay cosas que olvidé y al escribirlas... sin fechas filas, los hechos si son exactos" (A 124). Tam­poco me he servido de las declaraciones de los testigos del proceso de beatifi­cación, pues se resienten de un clima. favorable; ni del Epfatolarlo del P. Carasa, documento excepcional, pero extr1nseco.

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1. «CONVERSIO MORUM»

AUTORRETRATO

Un elemental boceto de autorretrato lo ofrece la primera pagma de la Autobiografía: «Dios me dio desde niña un genio dulce, amable, amiga de la paz en todo, holgazana, golosa, zalamera, muy compasiva y amiga de reconciliar los hermanos y criados ... ; era en extremo viva y ligera para todo: tenía una aversión marcada a los pobres, más por lo sucios que por ser pobres, que no me daba yo cuenta por qué lo eran. Mi ocupación era componer mi cuarto, mi altar, leer; pero no encontraba nada que leer a mi satisfacción, porque no me gustaba nada que no fuera verdad, ni cuen­tos ni historietas; novelas, no me dejó mi madre leer, y alguna, por ser buena, me la daban, y jamás la concluía de leer, porque me decía: ¡si esto es mentira, no ha sucedido! Historia, vidas de santos, viajes, bordar, coser, pintar, escribir,y muchas novenas y un sinnúmero de rezos: todo esto lo hacía sin descanso; pues era víctima del orden. Creo, más que virtud, fue y es un vicio, de modo que tenía mis horas arregladas. Mi madre nos hacía aprender a planchar, a guisar, como un oficio, por lo que nos pudiera suceder, que éramos tres hermanas. Tenía mi madre una ahi­jadita, a la que puso su nombre por gratitud a sus padres, y de cinco años me la dieron a mí para enseñarla la Doctrina, coser y demás, y se quedó en casa; y parecía Bernarda hermana nuestra, pues iba casi siempre con nosotras, pues, como yo, perdió a su padre, muy niña; y, después, siempre estuvo conmigo, porque congeniábamos las dos más que mis hermanas, que no les gustaba la vida que yo hacía, ni visitas, ni salir, ni paseos, y ellas me suplían a mí. Como tenía un corazón sensible, ,las complacía en

Las "fuentes" de la primera parte de mi estudio son: 1. Cartas 1 (Archivo de la Casa Generalicia de Religiosas Adoratrices, signa-

tura: SM. I, 12). . 2. Relación y origen de la Fundación del Colegio de Desamparadas de Madrid

y después de la Comunidad de Señoras Adoratrices Esclavas· del Santísimo y de la Caridad:::: Autobiografía, 1864-1865 (Ibidem: SM. I, 6).

3. Relación de Penitencias, 1860 (Ibidem: SM. I, 1). 4. Relación de Favores divinos, 1860 (Ibidem: SM. I, 2). 5. Relación del viaje a Cestona, 1862 (Ibidem: SM. I, 7). 6. Relación del viaje a Santander, 1864 (Proc. informativo de Valencia, f. 756v-

7761'). . 7. ,Reglamento interior (Archivo Gen.: SM. I, 4). 8. Apuntes de Ejercicios y Retiros (Ibidem: SM. I, 3). Uso las copias autenticadas existentes en el Archivo de las RR. Adoratrices

de "Villa Jorbalán" de. Roma (Vía Alessandro Torlonia, 6). En las citas, los nú­meros arábigos que siguen al epígrafe de los manuscritos se refieren a la página de los originales.

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todo y nos queríamos mucho todos los hermanos, que éramos cuatro gran­des, de lo que hubo; pero que apenas conocí más que un hermano y dos hermanas. Como nos íbamos todos los veranos a Guadalajara, seguía yo mi vida como en Madrid, y socorría a los pobres para vencer la repug­nancia que les tenía» (2).

El «autorretrato» descubre unas cualidades humanas que, por ahora, sólo piden un poco de precisión e ilustración.

María de la Soledad Micaela Desmaisieres López de Dicastillo y Ol­meda perteneció a un hogar hidalgo, no muy rico en fortuna, pero acau­dalado en virtudes patrióticas y cristianas; don Miguel, oriundo de León, es el caballero de pro que dedica buena parte de su vida a la acción po­lítica; Doña Bernarda, madrileña, es la mujer señma: sufrida, aunque amargada por las muchas contrariedades pasadas, entregada por entero a .criar cristianamente a sus hijos, a inculcarles una educación de base, a prepararlos para el futuro. La situación real no permitía descuidos en este orden.

Conviene subrayar, en este apresurado «encuadre» del «autorretrato», las virtudes hoga1'eñas: heroismo y servicio. En la vida de la Vizcondesa de Jorbalán juegan papeles importantes, como soporte y cortejo de las virtudes adquiridas e infusas.

El matrimonio (1802) fue prolífero: nueve hijos. ¡Proeza de hidalgos! El seno fecundo de aquella noble dama no quedó frustrado. No obstante, los frutos se malogran tempranamente: cuatro en albricías; cuatro en flor; Luis (1805-1825, en Tolouse, a consecqencias de una caída infortunada), Diego (1806-1855, en Pau), Engracia (1807-1855, en Guadalajara), Manue­la (1812-1843, en Toulouse). Micaela había nacido elIde enero de 1809 en Madrid, en el número 8 de la calle de la Libertad. De Luis apenas se acuerda; a los otros tres les cerrará los ojos.

Genio y figura en el «Episilolario»

Si la educación «pesa» enormemente en la vida de la Vizcondesa de Jorbalán, no menos influyen los tristes avatares de la familia. El «amor» a los suyos será su cruz y su gloria. Una de sus muchas cruces y de sus muchas glorias. Huérfana de padre, siendo aún niña, es la más «casera» de todos los hermanos: la que ayuda a bien morir a la madre, la que se desvela y desvive por la desventurada Lola, por la desgraciada Engracia, por la felicidad de Diego.

Los biógrafos casi no han utilizado el Epistolario; él nos va a servir para completar el «autorretrato». En las cartas hallamos un testimonio «autobiográfico» íntimo de indudable calidad. Genio y figura aparecen al natural ahí, sin retoques ni alambicamientos. Aparece un gran corazón.

(2) A 2-4.

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La Vizcondesa es, ante todo, eso: un gran corazón. La vivacidad (3), la mirada límpida, la voz dulce, el talle esbelto, las manos alargadas y finas, el porte distinguido, la seda, el oro, y tantas cualidades humanas más, no descubren la belleza de su alma; el sentido del orden, del detalle y de la pulcritud, algo dicen, pero no basta; aquella mujer que vestía con lujo, que trabajaba en los menesteres humildes de un ama de casa, que se en­tretenía en bordar primores, que montaba a caballo con garbo de ama­zona, que cosía sus manos al arpa, y bailaba con arte de gracia homérica, quizá ignoraba aún que lo mejor de su persona era precisamente el co­razón.

Todavía es temprano para que estalle en llamas de amor divino, de amor crucificado; mientras, leemos sus cartas; en primer término, las que nos relatan un viaje, realizado en 1836, a Puertollano; Micaela sufre del estómago (4); le recomiendan tome «agua agria»; el viaje por la paramera no fue un placer; se lo describe a su hermana Lola: pasó por Almagro, admirando su plaza, sus iglesias y sus encajeras (5); Puertollano le ofrece una hospitalidad inhóspita: es un pueblo miserable, las mujeres se dedi­can al «encaje de bolillos>>-labor que tienta su femenina curiosidad­y, en colmo, no hay «confitería» (6). Los dulces: «Fui tan golosa-reve­lará-que estaba ajustada en una confitería que siempre que saliera-de casa, en Madrid-entraría a comer dulces, sin que me los contaran» (7).

De regreso de. la Mancha, su afición a la correspondencia epistolar se recrece. Escribe a su administrador y, sobre todo, a su hermana Lola. En esas cartas le habla de sus aficiones, de sus quehaceres. Hasta de «chismo­grafía» (8). Juega al billar con Munáiz, «que tiene su mujer aquí y es guapa y lechuguina» (9); monta a caballo:' «fui en tu yegua, y me gustó más que la mía» (10); le impresiona la muerte del novio de Paula: «se le cayó la sortija de su novia al agua y lo sintió tanto, que se arrojó a buscarla, diciendo: «o me ahogo, o aprendo a nadar, pues no la dejo así»; y no bien se tira, ya era difunto: tropezó con una piedra y se mató» (11); pero más blanda aún parece en su cariño y en sus desvelos por los suyos. El 1838, en la soledad de Guadalajara, rezuma tristeza: es cierto que «to­dos comen de la olla grande, a Dios gracias» (12), y que «la mamá cose pingos que se las pela» (13). Mas en medio de las múltiples actividades -casa, labores, rezos, pobres, «buenaventura de las gitanas» (14), com­pras, administración, epÍstolas-, Micaela se siente invadida por la tris-

(3) Las alusiones a la nativa vivacidad son frecuentes y variadas en A 64, 107, 271, 294, 360 Y 416; En ER 149, escribe: "el genio vivo y enérgico que me ca­racteriza".

(4) Cf. A 39, 41 Y 52. (5) ef. CA l n. 3. (6) lb. (7) P 42. (8) CA l n. 14. (9) lb, (10) lb. n. 40 (11) lb. n. 14. (12) lb. n. 33. (13) lb. n. 40. (14) " ... Y se han enfadado, porque les dimos un real", lb.

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teza: «no quiere Dios que yo sea feliz» (15). Sólo la oración parece abrirle horizontes a sus sufrimientos físicos y morales: «Que reces mucho, Lola, y serás muy feliz, no lo dudes» (16).

En 1840 va, por cuestiones de administración de los bienes familiares, a Alguazas, en Murcia. Este viaje señala un momento de apogeo de mu­jer. Su corresponsal sigue siendo Lola. El 28 de mar;lO, le refiere, Marga­rita Rejón «me dio un convite de ocho platos de carne» (17). La descrip­ción de Alguazas, patrimonio de la familia, es delicada aún en el aspecto literario. Micaela llega a sus dominios triunfalmente; los colonos admiran su hermosura envuelta en trajes de seda: «mi llegada a Alguazas fue como de reina, pues salió todo el pueblo a recibirme» (18). Les impresionó tan­to, que la llamaban «Reina Mora». Pronto descubrieron, al contrastar su fineza de trato, y su rara astucia en los negocios, que era una «madrileña ladina» (19).

Dio por terminada su gestión con un poco de hastío humano. Regresó en barco, desde Cartagena; e121 de junio está ya en Valencia; escribe a Lola: «Hoy me baño por primer día en el mar, que me gusta mucho» (20).

Un mes más tarde se halla ya en su residencia veraniega de Guadala­jara. Todo lo tiene-hermosura, juventud, bienestar-y todo le falta: salud resquebrajada, cruces familiares, cruces íntimas.

Lance de la boda

En la Autobiografía, hay una página vaga, alusiva al lance de su no­viazgo con el primogénito de los Marqueses de Villadarias. Escribe: «Te­nía yo muchas bodas, pero si no eran devotos del Santísimo y amigos de rezos y novenas, no había que hablarme de ello, por buenas que fueran, pues yo no entendía nada, en verdad, de lo que eran bodas. Una familia se empeñó que yo me había de casar con su hijo mayor; eran muy reli­giosos y Grandes de España, no muy ricos; por ser carlistas, gastaron mucho; yo no quería, pero como todos me decían era lo que me convenía, y era un joven muy religioso, en tres años que duraron estas relaciones, por ser muy jóvenes los dos, todo era tomarnos cuentas de los rezos y novenas que llevábamos a porfía, y quién hacía más oración, pues los dos creo ignorábamos hubiera nada malo. Se descompuso la boda por intere­ses, con gran pena para los dos; pero yo no quise, después que supe se oponía la familia, por haberse quedado mal la casa; trataron otra boda

(15) lb. n. 14. (16) lb. n. 33. En A 4-6, cuenta las piadosas ocupaciones-escuela de nifias,

preparación para primeras comuniones, enfermos, pobres, etc.-que tenía en Gua­dalajara en estos afios: "en tiempo del cólera, daba mi madre cientos de camisas, que cosíamos todas y las criadas, que eran cinco, y nosotras con mamá ... : pasó de 3 Ó 4 mil piezas, que yo llevaba a las casas que decían los curas párrocos" (lb. n. 5).

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(17) CA 1 n. 46. (1;8) lb. (19) lb. (20) lb. n. 54.

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a pesar nuestro, y los dos decidimos ceder» (21). El cuadro psicológico de estos. amores-pasando por el sobrehaz de los bastardos intereses de la nobleza, convirtiendo el amor en razón económica-es sorprendente. Mi­caela, la de genio vivo, aparece como una mujer ingenua; el joven pre­tendiente, sin personalidad, comido por devociones y obediencia a los pa­dres. Un noviazgo de «pasiones dormidas» más que domeñadas.

Con todo, el percance abrió una profunda llaga en el corazón-pura sensibilidad, puro afecto-de la novia. La. página transcrita pertenece a una época tardía, a la época de los recuerdos evaporados. Aún aSÍ, no está exenta de una amarga evocación, que se recrece al unirse a la muerte de la madre. En el Epistolario, al filo de la herida, escribe Micaela a Lola, 30 julio 1840: «Yo no tengo ni amores ni lances de ninguna especie, por­que no me olvido del ingrato Javier; pero no hay ya nada, todo acabó, y si hallase algo que me guste y convenga, no lo dejaré por capricho» (22). La confesión, por inmediata, es más fiel a la realidad; en la Autobiografía el lance se difumina en lejanías cronológicas y en un clima espiritual muy distinto. El corazón de Micaela sangra en estos meses mucho más de lo que cabe pensar. El anhelo de la compañía de Lola es un índice: «En Guadalajara me haces más falta; cuando vengas, iremos juntas siempre, y yo saldré a paseo y tertulia y me vestiré bien» (23). Lola, en cambio, tuvo que huir a Francia con su marido; en Guadalajara no queda más que soledad: Engracia, «simple», es decir, perturbada, atontada, inútil; la mamá: «¡qué humor, qué rabiar tan continuo! Llevo un mes de infier­no» (24). El 23 de diciembre de 1840 descubre una de sus aficiones, que ahora le sirve de evasión: «la manía de labores en mí está en su auge; no me ocupo de otra cosa» (25). En realidad, se ocupaba de otras cosas, pero con cierta desgana. Por añadidura, el sufrimiento físico: «llevo un mes de dolor de estómago» (26). El 8 de enero de 1841 alude a una pro­posición de boda. Ya no ofrece para ella aliciente: «Oliván se quiso casar conmigo, y no le quise, y buscó otra, y se casa a fin de mes; yo soy la encargada de los trajes y galas, porque dice que no conoce mujer como yo. ¡Qué tonto!» (27). En este «¡qué tonto!», quemaba el último alarde de coquetería. La última sonrisa femenina al mundo. Una conclusión se está forjando en su alma, quizá sin sentirlo o, mejor, sin medir todo su trascendente alcance: «de este mundo no hay que esperar más que males y más males» (28).

El desencanto se abate, como un ave negra, sobre el corazón inmenso de esta mujer extraordinaria.

(21) A 7. (22) CA I n. 58. (23) lb. (24) lb. n. 60. (25) lb. n. 64. (26) lb. n. 65. (27) lb. (28) lb. n. 86. El grito desgarrado, con data 5 octubre 1841, no era presu­

mible el 30 jUlio de 1840, día en que escribe a Lola con más sereno espíritu, pese al lance de Javier: "que pidas a la Virgen en todos tus apuros y con mucha confianza, y verás cómo te sale todo bien". lb, n. 58.

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Soledad

María de la Soledad: a paso lento el nombre se torna carne viva. Mue­re el amor. Muere también su madre, la madre de nueve hijos: a su lado, María de la Soledad. He aquÍ cómo describe su muerte: «Esta pena [la ruptura del noviazgo] con la muerte de mi madre, que fue en el mismo año, me desconsolaron en extremo ... El día que murió, horas antes me pidió muy encarecidamente tres cosas, que solemnemente prometí para que, como ella decía, muriera muy tranquila. Y fueron: la primera, que jamás leyera libros que tratasen cosas contra la Religión, pues el menor mal era muy grave, porque, cuando menos, dejan dudas; lo segundo, que no tuviera amigas Íntimas jamás, que no fuesen de probada virtud, por­que éstas son las que se atreven, en sus confianzas, a abrir los ojos de una joven inocente, y la hacen burla, o no creen sea cierto no saben lo que ellas cuentan; tercero, que jamás consintiera se pusiera pleito por intereses entre los cuatro hermanos que quedábamos: la mayor con ac­cidentes, simple del todo; mi tercera hermana, casada y muy desgraciada, y temía que su marido nos desuniera; y teniendo mi hermano mi apoyo en cualquier cuestión, no habría pleito; de modo que la dejé muy tran­quila con mi promesa, y murió sin que yo le hubiera dado ni un disgusto jamás, ni la menor desobediencia, lo que la tenía tan satisfecha de mí que me regaló una taza grande de plata con un perro encima, y un letrero que de letras de oro y relieve decía: «a mi hija Micaela, fiel, amable, y virtuosa» (29).

La muerte ocurrió el 8 de octubre de 1841, a las cuatro de la tarde (30). Pocos días después, el once, con espíritu sereno, Micaela escribe a su hermana Lola:. «Te pido encarecidamente moderes tu pena y.sufras con conformidad, como yo hago, yeso que no tengo, como tú, quien te ame y cuide y mire por ti; yo me. quedo sola.»

¡Sola! Un viento seco de páramo corre por su alma, pero a los puntos de la pluma no desciende más que resignación y fe: «Dios me ayudará y ésto me consuela» (31). ..

Para distraer su soledad y curar su sálud, Diego la llevó entonces a Francia (32). El 17 de septiembre de 1842 aparece animada, callejeando por París: «Hoy salí con Diego, tomé un baño con lujo y fuimos a correr

(29) A 8 s. Los SUbrayados son nuestros. (30) "La pobre mamá murió el día 8 a las 4 de la tarde, muy tranquila",

escribe a Lola el 5 noviembre 1841; le cuenta la despedida y con qué ahinco ma­terno le insistió en la "paz con sus hermanos": CA 1 n. 90.

(31) lb, n. 87. (32) "Por diestraerme de estas penas tan hondas en mi corazón, me ocupé

en obras de caridad; y como se me agravó el dolor de estómago que sufría, a causa del mal estado de mi hermana mayor simple, y el mal de mi madre, que duró tresafios, mi salud se resintió considerablemente; mi hermano me llevó con él a París y se vino conmigo Bernarda. No supieron curarme, y me volví, pues, con la pena que tenía" nada me divertí": A 10. El Epistolario es más opti­mista, al menos en la superfiCie. En julio de 1842 se halla en Audinac; el 17 pide cosas para la capilla "que nada tiene en el altar". CA 1 n. 91, 94.

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calles; almorcé en el Boulevard, en el café Fay. ¡Qué lujo! Tomé os­tras ... » (SS).

El 2 de diciembre la volvemos a encontrar en Madrid. Las cartas, im­pensadamente, revelan un cambio del panorama espiritual. El espíritu se ha fortalecido: «yo en todo soy tan feliz», escribe; y aún añade: «Me aburre tener que salir decasa» (34). Los sufrimientos físicos no desapare­cen, pues el 26 de enero de 1843 confiesa que no hay día «que no me duela algo» (35), mas no dibuja ya un rictus de dolor moral.

No obstante, la fortuna hunde su garra cruel en el espíritu remozado de Micaela. La muerte, en su pertinaz ronda a la familia, asalta a la her­mana que vive en el destierro involuntario de Toulouse. El 20 de febrero, recibida la noticia de la grave enfermedad, sale Micaela de Madrid, ca­mino de Francia; elIde marzo escribe a Diego, contándole que hay pocas esperanzas; la hermana querida fallece en la flor de la juventud; Micaela la asiste en la hora postrera. El Señor le otorga, entre tanta des­ventura, la posibilidad de ver morir a sus deudos; conmovida y sin des­mayo, escribe al único hermano que puede comprenderla: «Toma esta desgracia con la resignación que Dios pide de nosotros; piensa, además, que no tengo ya más que a ti en el mundo que me consuele» (36).

En la soledad de Guadalajara, Micaela mitiga en el trabajo y la ora­ción las hondas penas que la afligen. Diego ha decidido casarse, y su her­mana es la encargada de preparar el palacio para tan singular aconteci­miento. El trajín es enorme; la correspondencia con el señor Bahía, ad­ministrador en Madrid de los Vega del Pozo, se recrece: órdenes, encargos, nerviosismo; alguna vez, destapa el espíritu. En Navidades de 1845 le de­clara: «Estoy de mal humor, por más que no quiero tenerle; pero todos se conjuran para aburrirme. Callo lo único que me puede consolar. Este es mi sino: males sin alivio ni consuelo; y unos males sostienen otros ma­les, que no cura Hisern, ni el mar, porque los sostiene otro mal» (37).

Con fausto de príncipes se celebró, al empezar el 1846, la boda del conde de la Vega del Pozo y Marqués de los Llanos de Alguazas con María de las Nieves Sevillano. Micaela, que había dedicado, nervios en tensión, meses y meses a preparar y engalanar el palacio de Guadalajara, al despedirse de los esposos se quedó sola y desolada. En su sonrisa anidó la tristeza. En su mirada, infinitos silencios. La pobre Engracia, con su tontez, no era capaz de recibir un desahogo ni de entablar un diálogo. En la mansión solariega vagaban sombras, recuerdos, el vacío; María de la Soledad está totalmente sola.

(33) lb, n. 97. (34) lb, n. 99. "A la vuelta de París" traba santa amistad con dofía 19nacia

Rico de Grande; con ella visita San Juan de Dios y descubre un mundo nuevo de miserias humanas. Cf. A 11; "de aquí nació mi primera inspiración de poner una casa o refugio" para las mUjeres que, al salir del hospita, no encontraban amparo. A 15.

De dotía 19nacia Rico de Grande conservó la Vizcondesa siempre grata me-moria: Cf. A 17-18, 1.70-171.

(35) CA l n. 100. (36) lb, n. 110. (37) lb, n. 127.

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París, «camino del cielo»

Casi se adivina un camino en la frase transcrita ya: «callo lo único que me puede consolar». Pero Micaela, la mujer de gran corazón, no ha atinado aún con él. Es el camino del amor de Dios. Le conduce a él el instinto, el sufrimiento, la educación; se le ofusca la senda con una ca­ridad mezclada a la filantropía, con unas devociones que alternan con el lujo.

Su hermano se instala en París, en cumplimiento de sus deberes di­plomáticos. María de las Nieves es una flor enfermiza. Diego llama a Mi­caela para que la cuide con su dulce compañía; así podrá también dis­traer el abatimiento soledoso de su espíritu.

Los años, pues, que median entre la muerte de Lola y el nuevO viaje a París, son decisivos; Micaela 10 deja entrever en la Autobiografía. Al morir su madre, aquella madre de tan rancio abolengo cristiano, se la en­comendó al Padre Caras a (38). Este fino jesuíta gaditano ocupa un puesto segundón en el Epistolario; es un personaje oscuro, quizá oscurecido adre­dre; pero más adelante pasará a desempeñar un papel de primer orden en la vida espiritual de Micaela.

El P. earasa la conocía; tal vez la temía; sin duda, le daba pena. Su temperamento, sus extraordinarias dotes humanas, sus sufrimientos, su na­tiva piedad, su dinamismo caritativo-filantrópico, aliados al orgullo de la estirpe, al vestir lujoso, a la mesa regalada, a la tertulia y al baile, daban a Micaela una especie de «doble personalidad». El sacerdote esperó pa­cientemente. Micaela «llevaba una vida tan original: la mañana, en obras de caridad; el día, tarde y noche, a convites, paseo a caballo o en coche; la noche, al teatro y tertulias, bailes, a los baños, ya en Francia o Espa­ña, por mi dolor de estómago, que sufría de un modo penoso y, a fuerza de opio y calmantes, iba pasando; todo esto y el excesivo lujo y regalo en la mesa, pues seguía yo teniendo gentes a comer diariamente, y, aunque yo no hacía nada malo en sí, el P. Carasa, que era el confesor de mi ma­dre, todo esto le llenaba de pena, y resolvió que hiciera unos Ejercicios, amenazándome para ello con no volver más a mi casi si no mudaba de género de vida, dejando de frecuentar los teatros, bailes y demás» (39).

Al faltarle la madre, al quedarse sola, se consagró, como por instinto, a la Virgen de los Dolores (40). El P. earasa debió aprovechar la coyun­tura espiritual: de un lado, Micaela, inconsolable, se evadía con distrac­ciones no malas, pero sí disipadas y disipadoras; de otro, se hallaba con su soledad a cuestas. La instó a una «revisión de vida». El «desdobla­miento» era una ruta erizada de peligros; el mismo ejercicio de la caridad

(38) ef. A 8. (39) A 19. (40) er. A 21-24; nunca desmintió la voluntaria prohijación mariana: er. A 29,

56, 87, 100, 367, 393, 442.

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estaba paralizado por una sutil especie de filantropía, muy frecuente en la nobleza. La misma protagonista lo reconocerá, andando el tiempo: «Pasé un año que yo llamo hoy perdido, en el que gasté en lujo, bailes y distracciones» (41). A la invitación del P. Carasa respondió con su gran corazón: «El respeto y cariño que le tenía, y la memoria de mi madre, me decidió a hacer los ejercicios y confesión general por primera vez. Escogí para ellos al mismo Padre, que no quería, y yo le amenacé, a mi vez, con que no los haría sino con él; y también hice voto de obedecerle en todo, y escogerle por mi confesor y director para toda mi vida» (42).

He aquí a Micaelaent1'egada. Con gesto de mando aparente, mas, en el fondo, con una total sumisión a la llamada misteriosa de Dios. Ya pue­de marchar a París.

Su madre barruntó que, si algún día se iba a París, podía echar a per­der el alma (43). Se equivocó de punta a punta. «Yo fui en seguida, sin que fuera obstáculo ni el viaje, ni la estancia en París para dejar ni un sólo día ninguno de los rezos y.demás propósitos y prácticas religiosas que me había propuesto en los Ejercicios» (44).

París la esperaba con un oculto ramo de cruces. La preocupación por lo que dejaba en Madrid fue una pesadilla omnipresente» (45); la cu­ñada enferma, hacía una vida de flor lánguida, en reposo largo, en di­versiones frívolas (46); no faltan disgustos, provocados por el malhumor de la enfermedad, o por las insidias del servicio (47). Micaela se sobre­pone ya a todo con espíritu cristiano. Tiene tiempo para acompañar a la cuñada, para organizar un hogar en el que sobra dinero y banquetes y fallan los cimientos; estudia pintura y aprende labores (48); vaca a Dios. El resorte de su dinamismo-y de su felicidad-es ése.

Páginas de oro en la Autobiog1'afía: «Al llegar a París, permitió Dios tuviera grandes penas, y, no teniendo quien me diera un consejo acertado para obrar según el nuevo espíritu que yo tenía en mi corazón-y temía perder-, me fui un día, que me hallaba más apurada y afligida que de ordinario, teniendo mis tres enfermos eh su cama y, a más del mal, dis­gustos, me fui por las calles de París con mi criada, preguntando» ... ¿Por quién? Por un ministro de Dios. La encaminaron a Mons. Ausoure (49), párroco de San Felipe del Rul: «Entré primero en una Iglesia, a pedir

(41) A 10. (42) A 19-20. (43) Cf. A 63. (44) A 24. (45) Cf. A 26, 36; la preocupación y las enfermedades y los líos estuvieron

a punto de decidirla a regresar a Madrid; la obediencia al confesor y el amor a los suyos, a quienes tanta falta les hacia, la obligaron a desistir. Cf. A 42.

(46) El régimen de la. cufiada enferma puede verse en A 30 Y 52. Micaela, con dulce ingenuidad, escribe: "trataba yo de ganar su carifio, pues no habíamos aún vivido juntas, ni teníamos gran confianza, por no habernos conocido ni tra­tado, y la hacía yo compafiía, la leía, la ensefiaba algunas labores, rezos, etc. y la proponía algunas pequefias reformas, en cosas que me daban a mí mucha pena". A 30.

(47) Cf. A 39, 100 Y 106; Cf. CA 1 n. 163. (48) Cf. A 65-66. (49) Se trata de Mons. Jean-Hippolyte Ausoure, que fue párroco de sto Philippe

du Roule, de 1842 a 1856.

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luz, y luego tomé un coche, y le dije me llevara a San Felipe del Rul, que yo ignoraba dónde se hallaba; busqué a este señor cura y lo hallé en el confesonario; me confesé,pues ya llevaba doce días en París sin confe­sar; luego consulté con él, pues me pareció, en efecto, persona muy apre­ciable, y de gran virtud, finura y talento Mons. Ansor ... Y me fue diri­giendo y enseñando con mucho fervor ... En la función de iglesia, en la Parroquia, el día del Espíritu Santo, sentí un trastorno muy grande, y una luz interior que obró en mí efectos muy marcados: una especial devoción a esta fiesta, en la que siempre, desde entonces, recibo del Señor algún favor especial; una luz muy clara de esta misteriosa venida, y los efectos que produce en el alma que, con fe y amor, se prepara para ella... Sentí un cambio de inclinaciones y una fuerza superior para vencerme en todo; presencia de Dios continua, sin estudio ni violencia; un ansia que me de­voraba por hacer oración, de modo que la hacía cinco y siete horas al día y siempre me hallaba muy fervorosa en ella y fuera de ella; que me pro­ducía gran dolor de mis pecados; muy frecuentemente los lloraba amar­gamente, sin saber después, en nueve años, lo que era sequedad o tibie­za... Después me quedó un vehemente deseo de hacer penitencia, y la hice continua por espacio de cinco años seguidos, y, por fuertes que las inventara o hiciera, no me satisfacían, pues quitaba el Señor la parte más dolorosa, de modo que me quedaba como si nada hiciera» (50).

El pasaje transcrito guarda el secreto de la conversión definitiva de Micaela (51). Le arde ya en el alma el fuego divino. En la superficie con­tinúa la «high life» parisiense. Se lo impone la condición de hidalguía de su nombre familiar y la profesión de su hermano. La Vizcondesa de Jorbalán-título nobiliario que le cede su hermano el 21 de octubre de 1846, y que había pertenecido a Lola-, viste con lujo aún, asiste a banque­tes, va al teatro. Nada de esto le interesa (52); le preocupa construir un hogar para su hermano, y, sobre todo, vivir en amor con Dios. Servirle en los pob1'es (53). A Bernarda escribe el 18 de agosto de 1847: «París

(50) A 24-28. (51) Al proceso espiritual de estos años lo solía llamar: "mi conversión y

mudanza de vida": A 171; una de las principales características de la "conver­sión" consistió en la. "penitencia": "En este tiempo eran muchas las penitencias que hacia; no sé que hubiera en mi nada que no mortificara: la vista, haciendo un estudio penoso para no ver, y lo he logrado, de modo que miro las cosas sin fijarme en ellas .como antes; hoy me es ya tan natural, que he de hacer intención para mirar algo: caminos, pueblos, las torres de las iglesias que veo desde muy lejos para hacer una visita al Santísimo ... ; salia del teatro, bailes, sin haber visto nada, ni perder la presencia de Dios ni un momento" (A 33), .

(52) Con todo, la asistencia a espectáculos y bailes, que le resultaba ya pesada cruz, resignándose por dar contento a su cuñada y obediencia a ~us confesores, le acarreará no pocas críticas de damas puritanas: Cf. A 173.

(53) Cf. A 53-56; en cambio, "el tener que ir a los bailes, tertulias, teatro, el continuo vestirse y desnudarl;le, que eran lo menos seis veces [al día], los contaré, porque para el alma que Dios llama de un modo fuerte y seguro es un tormento todo lo que en cierto modo nos separa de El... Me vestía a las 5 para irme a la iglesia, de negro; a las 12,30 para almorzar, con bata de lujo, porque venían gentes a almorzar con nosotros; a las 3, para salir a tiendas; a las 6, para comer; a las 8, de manga corta, para el teatro, porque a la grande ópera se va de toda etiqueta; y no me podía descuidar ninguna vez, porque tenía en casa testigos muy severos, como Mr. Estron": A 38.

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hoyes una delicia, ya ves, y lo puedo bien llamar el camino del cielo» (54). Hacer del París de la «high life» un «camino del cielo» es una hazaña

formidable. Enteramente nueva e impensada en la historia de la mujer del gran corazón.

La rifa del caballo

Pero, ¿qué dejó en Madrid? Una fundación carítativo-filantr6pica; una Junta de siete señoras de alta alcurnia que sufragaban y cuidaban de un puñado de «desamparadw>; la casa alquilada en la calle Dos Amigos, número 8, funcionó bien en los albores; pero la ausencia de la Vizcon­desa y las travesuras de las muchachas recogidas pusieron la fundación en trance de venirse a pique. Puso también en evidencia que a las señoras de la Junta se les gastó pronto la energía espiritual para sostenerla. En carta a su confidente Bernarda se trasluce el «mar de fondo»: «siento que ten­gas la idea de los pobres de Francia; los pobres en todas partes son pobres y no sé dónde has leído que loS del país de uno deben ser preferidos. Tu moral es nueva para mí y no la adopto». A continuación alude al desaliento de la Junta, falta-¡quién lo diría!-de dinero, cansada de hacer la cari­dad con unas mujeres difíciles. ¡Como si la caridad conociese el cansancio! «¡Qué se me da a mí que estas señoras guieran mi dinero en la Junta, si yo gano el cielo! Con sus pobres lleno mi objeto; no sé si para después me servirá; por el pronto, hallo gran ventaja; los tengo tan malos y que pa­decen tanto que, cuando llego a casa, me hallo muy feliz y doy gracias a Dios de que me dé tantas cruce citas, que llamo crucecitas porque, al lado de las de mis pobres, las mías se achican.» Y termina: «Como no salgo ni veo a nadie, nada tengo que contar, más que iglesia, pobres y pinturas» (55).

La caridad auténtica posee un lenguaje expresivo; la versión de ese len­guaje son las «obras de misericordia».

A las altas clases nobles les falla frecuentemente la perspectiva de lo que hoy se llama «justicia social». En línea de máxima, la actividad en el campo apostólico la desarrollan bajo el signo de la «~aridad». Pero la «caridad» suele convertirse en «filantropíro>, que es una caridad sin raíces. Algo de esto sucedió con la Junta para socorro de las «desamparadas». Por falta de raíces y de generosidad se venía abajo la fundación.

Sin pensar en la trascendencia de aquel ensayo funcional-semilla de su futura «obra>)-, la Vizcondesa puso alma y corazón-¡siempre su gran corazón!-en que no se arrumbase. Un viaje apresurado a Madrid dejó al descubierto los móviles limpios de sus tareas apostólicas, unos móviles tan impetuosos que no pararon en barrall económicas: rifó su caballo de

(54) CA l n. 157. (55) lb, n. 166.

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montar. Lo quería con egoísmo, quizá con egolatría. La aventura del des­prendimiento hay que valorarla desde el ángulo afectivo, no desde el án­gulo financiero. A un amor se sobrepone otró amor: al amor propio, el amor de Dios, amado en esa figura miserable de unas mujeres desampara­das. La anécdota nos la narra así: «Mi hermano dispuso fuera yo ocho días a Madrid para unos asuntos, lo que me vino muy bien. Llegué a Madrid y encontré las señoras de la Junta que lo querían dejar ... ; me cita­ron a junta en cuanto supieron mi llegada ... ; me dijeron era una falta de formalidad, que las había engañado y comprometido ... Como habían que­dado resentidas conmigo las señoras ... , me llamaron a una junta para de­jarlo por falta de dinero; ... yo les rogué que no lo dejaran, que yo buscaría dinero, pues me tenía que volver a Francia por hallarse mala mi cuñada ... Como había yo gastado mucho en París años antes, en dos vajillas que aca­baba de pagar, una de oro y otra de plata, de 24 cubiertos cada una y de­más servicio completo, con la corona de Conde y las iniciales de mi casa, como era estilo en Francia ... No sólo no tenía dinero, sino que aún me alcanzaba en cuentas mi apoderado, y yo creí siempre que para siete cole­gialas les sobrarían fondos, de modo que no pensé faltaría. Como me di­jeron qué, a más de no tener dinero, hallaban de suyo la obra muy penosa, me vi en un apuro; y, para que no lo dejaran, me fui pensando por la calle cómo buscarlo en ocho días. Me entré en una iglesia a pedir socorro a mi refugio, al Santísimo, y al llegar a mi casa me ocurre una idea muy bonita, porque en ella le hacía a Dios un sacrificio y daba una limosna, dos cosas que siempre llenaban mi corazón de gozo: vendiendo mi caballo de mon­tar, que era precioso y muy fiel, que lo quería yo en extremo, saldría de mi apuro; no me lo querrán cómprar, por no darme pena; pues ¡rifarlol; y así lo hice ... ; le cayó a Sevillano, marqués de Fuentes de Duero, padre de mi cuñada; y como supo lloré al llevárselo, me lo regaló; y yo, avergon­zada de querer tanto a mi caballo, lo mandé vender en la plaza al primero que ofreciera al contado una suma, fuera la que quisiera, y se vendió en marzo de 1847» (56).

Volvió, pues, a París. La casa de las «desamparadas» seguía en pie, gracias a un sacrificio heroico. Tal vez el primer acto de «penitencia» hon­damente cristiana de su vida.

Iglesias, pobres, y ... casa real

En París prosiguió su «doble vida»: la exterior, la «high life» que le exigía la sociedad y la estirpe y la posición y profesión de su hermano; la íntima, constelada de renuncias. «Llegué a París-dice-y hallé a mi cu­ñada peor y decidida a ponerse en cura; y no hallaba yo tampoco mejoria en mi fuerte y diario dolor de estómago, que lo sufría con mucho gusto,

(56) A 43-44; 48-50; ef. P 39.

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por ser una penitencia dada por Dios. Seguí haciendo l~ misma vida que antes, pues, aunque iba al teatro y sociedades, lo hacía por obediencia, pues tanto mi hermano como mi confesor lo exigían así, porque mi cuñada no hablaba francés yno podía ir sola; y como su mal a veces lo impedía, eran menos frecuentes los bailes y demás; sin embargo de que yo no de­jaba jamás mis rezos y oraciones, sin perder la presencia de Dios en ninc guna de estas cosas, y hacía entonces muchas penitencias, por ignorar debía dar cuenta y pedir licencia, recibiendo en cambio del Señor favores muy especiales, por lo que yo siempre en el fondo de mi corazón deseaba ya hacer una vida retirada y no conocía yo qué vocación tenía, y pedía mucho a Dios lo diera a conocer. Los días que mi cuñada estaba en cama, que eran muchos, por ser una enfermedad que sufría desde niña, y descuidada, estos días los pasaba yo sentada encima de su cama, haciéndole compañía, y le leía, rezaba con ella, hacíamos meditación, y los empleábamos en hacer planes para ser mejores y adelantar en la virtud y nos proponíamos medios para vencer mutuamente nuestras inclinaciones, que eran bien dis­tintas; la contaba tanta cosa a fin de distraerla y tenerla contenta, y ver de que fueran felices ella y mi hermano, que me daba· pena ver cómo es­taba la sociedad, y temía yo mucho que en casa entrasen estas disen­siones en los matrimonios. Le contaba mis visitas a los pobres, y sus anéc-dotas» (57). .

Los pobres y las «desamparadas» constituyen el objetivo de sus horas «extra»; a veces se le encrespaba el orgullo; un día una pobre se le aba­lanza en la calle; «formábamos un contraste particular»: una dama ves­tida «toda de terciopelo», y una trapera; «me vencí y la abracé» (58).

Los episodios con los pobres se multiplican, en contraste violento con el lujo exterior; la «high life» era una cruz estéril, una cruz de la que no podía desligarse; «iba por precisión a los teatros y llevaba los anteojos sin cristales, de modo que nada veía de lejos; en los bailes ... llevaba algo que me sirviera de martirio, ya un cilicio, ya el vestido que me mortificara en algo, ya que no sabía cómo iba porque no me miraba al espejo» (59) ..

El plan de vida interior era ya su principal quehacer (60). Continuaba, no obstante, la vida de sociedad: banquetes, teatros, bailes. Es una peni­tencia involuntaria de la que no logra zafarse. Se niega rotundamente a asistir a un baile de máscaras (61); pero acude a una soirée el doce de noviembre de 1847 al Palacio de las Tullerías; el Rey Luis Felipe, en vís­peras de la catástrofe que se está cerniendo sobre su corona, invitó a su hermano; a la Corte llegaban noticias de las «obras de misericordia» de la Torbalán, y los Reyes, con exquisita amabilidad, derivaron la conversa­-ción aquella noche al tema (62).

Estalla la Revolución; Diego es nombrado embajador de España en

(57) A 52-53. (58) ef. A 61-63. (59) A 64. (éO) ef. A 62-64. (61) ef. A 66. (62) ef. A 67-75, un relato impresionante de la revolución a sangre y fuego;

Micaela dio claras muestras de heroína: con los heridos y con los familiares.

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Bélf.!:ica; acude a su puesto; .enel camino, erizado de revolucionarios, su mujer, cargada de alhajas, y su hermana, cargada de impaciencias divinas, se instalaron en Boulogne-sur-mer (63). Allí organiza Micaela sus jornadas de caridad, pues la cuñada no se levanta hasta mediodía (64). El dos de abril de 1848 le escribe a Diego, tranquilizándolo: «vive con Nieves» tan en paz, que «ni un sí ni un no, hemos tenido por nada» (65).

Por fin se va a Bruselas. La vida allí sigue su ritmo: iglesias, pobres y: .. casa real. En Bélgica abundaban también los pobres, los miserables y las prostitutas. El «horario» de la Vizcondesa era, más o menos, el de París. De 5,30 a 11,30, en la iglesia de Cauderberg; a las 11,30 se cambiaba el vestido negro por «una bata muy elegante»; a las 12,30 almorzaban; de sobremesa, hacían el programa para la tarde: «entonces me daban a mí la orden del plan del día: de 5 a 7, paseo o visitas; esto era lo de diario fijo, y a este tenor arreglaba yo mi vida» (66). La pasión de los pobres no disminuyó; las escenas anecdóticas son incontables. He aquí una, acom­pañada de damas de la alta nobleza flamenca: «Entre mis pobres yo tenía algunos cuyas circunstancias eran bien penosas ... ; embromé mucho a mis dos nuevas amigas y acompañantes con la visita que íbamos a' hacer a uno de mis pobres. Como siempre he tenido buen humor, muy alegre, las hice reir con decirles que ellas no podían ver [a] mi pobre, porque eran cobardes y medrosas; le dieron una gatera o pieza en una bohardilla, y no tenía más entrada que una escalera de mano que se enganchaba en el suelo, pues siempre se hallaba asegurada en lo alto, en el agujero que le daba entrada ... ¡Cuál fue la sorpresa de mis acompañantes cuando cojo la escalera de cuerda. la engancho en la pared opuesta ... , me ato a la cin­tura un saquito en el que llevaba el socorro para un pobre enfermo, que hacía dos años se hallaba en una cama al cuidado de una hija costurera, que le llevaba de su trabajo el alimento y le tenía que dejar solo todo el día ... , y yo iba todos los días, le leía, hablaba, rezaba con él y éramos ya muy amigos, su segunda hija! ... Este día subí por mi escalera, y desde lo alto, les hacía· rabiar, pues intentaban subir, ya la una, ya la otra, y al quinto escalón temblaban y se bajaban sin atreverse a subir; yo creía su­bir al cielo y con la idea que Jesucristo se hallaba representado por aquel enfermo, me sentía las fuerzas necesarias: las justas," pues temblaba tam­bién yo siempre que subía» (67).

(63) "Aprovecharon mis bermanos la primera clarita que hubo y se vinieron a casa, y, en cuanto se supo que salían trenes, nos preparamos en ocho días para marchamos a Londres, pues era el único camino expedito; se empaquetaron todas las cosas y ¡vuelta al apuro de las alhajas y grandioso equipaje!; las mias también me ocupaban, por ser de mi madre, y buenas, y que el año antes las había renovado, poniéndolas de moda, etc. Aunque con grande exposición, salimos la víspera de una jarana, porque. habían nombrado a mi hermano. embajador en Bélgica ... ; al llegar a Boulogne, mi cuñada no pudo seguir, y se fue mi hermano solo a Bruselas, quedándonos nosotras en una fonda muy buena, y recomendadas al banquero para quien llevábamos letras y carta-orden para darnos todo lo que quisiéramos para irnos a Londres, viaje que impidió el mal de mi cuñada": A 75-76.

(64) Cf. A 76-83. . (65) CA 1 n. 171. (66) Cf. A 84 s. y 90. (67) A 95-97; las amigas eran la baronesa D'Hooghvorst y MUe. Meeüs; cf. A. 88-

89 y 93; P 11-12.

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A lo mejor, de la bohardilla regresaba al hotel de la plaza de Cau· derberg, se vestía de gala e iba a palacio. En la Corte de los soberanos belgas la hermana del embajador de España era querida y admirada por su inteligencia, su elegancia y, más que nada, por su gran corazón (68). «Todos los sacrificios los hacía sin pena», dice (69). El gozo de la caridad irradiaba en la dulzura de la conversación, en la amabilidad con la cu­ñada, en los desvelos por los pobres, en la devoción a la Virgen y en la protección a los jesuitas; de las dos últimas cosas habló con fervor a la Reina (70).

El «flaco» más fuerte seguían siendo los desharrapados. «Como había reducido mis gastos, tenía más dinero para mis limosnas, que era lo que llenaba de gozo mi corazón: consolar a los afligidos y socorrerlos. Y, en verdad, que no tenía mérito en no gastar ya nada para lujo, pues tenía un magnífico equipaje todavía de París ... en el que, lo confieso con dolor, malgasté mucho dinero en vanidades. Y, para reparar en cierto modo esta falta, resolví no gastar más en mi persona, no siendo de pura necesidad, y dar a los pobres lo que ahorraba» (71).

De ahorros y de venta de alhajas, de limosnas y ayudas, montó una sociedad de socorro para las iglesias pobres de Bélgica, «que lo estaban de un modo penoso» (72). Y casi otra para las mujeres perdidas ... (73).

Durante una temporada que pasó con la cuñada en los baños de Spa dio rienda suelta al amor ... a Dios y al prójimo. Fueron unos días de gran intimidad religiosa (74).

El nuevo clima espiritual lo describe expresamente en la Autobiogra­fía; sin embargo, es en las cartas donde se refleja con más ingenua espon­taneidad. El estilo de sus mensajes se enternece de dulzura: cambia el viejo orgullo, la viveza temperamental, el esporádico malhumor y los aje­treos filantrópicos por una visión más cristiana de la vida. La vieja escoria arde en la llama de una caridad ya sin riberas. El 11 de junio escribía a Bernarda: «No somos felices porque no queremos serlo; o, mejor dicho, queremos serlo sin trabajo nuestro; el orgullo es el que nos impide ser fe­lices las más veces, y digo que nos impide, porque es nuestro gran defecto, tuyo y mío, te diré cómo, y por mí te verás a ti misma. Nos ofende que nos humillen porque creemos valer algo; yo porque quiero parecer mejor; y tú parecer más de lo que eres ... La memoria de mis defectos me humilla tanto, tanto, que no me ofenden ya las humillaciones, felizmente... Qui­siera, Bernarda mía, que fueras muy humilde; un año llevo yo trabajando para serlo, y aún me falta; me voy a ocupar en la dulzura ... ; tú, que eres dulce por naturaleza, ocúpate de la humildad» (75).

(68) " ... le daba tanto gusto [a la Reina] el hablar conmigo" ... ; A 99. (69) AlGO. (70) Cf. A 98, 122. (71) A 90. (72) A 115; cf. A 116-117, 120. (73) Cf. la descripción dolorida que hace del desprecio social en que vivían alli

las "mujeres extraviadas": A 118-120. (74) Cf. A 108. (75) CA I n. 173; cf. también A 110.

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En el retiro de Spa, encerrada por dentro en la iglesia, el dolor de su «mala vida pasada» se acrecentó enormemente; le «traspasó» el gran co­razón» (76).

Había encontrado el camino. Pero no acababa de encontrarse a sí mis­ma. Alanceado el corazón de anhelos, intensificando las mortificaciones, buscaba la voluntad divina: ¿qué quiere Dios de la Vizcondesa? ¿Cuál es su vocación? La pregunta aún no hallaba respuesta.

Viaje y aventuras

En Bruselas liquidó su comercio con la «high life». nos actos a los que participa constituyen, en substancia, dos llamadas más del Señor. El pri­mero fue un banquete: «Como yo padecía tanto del dolor de estómago, en agosto de 1848, estaba un día echada en un sofá, calentándome a la estufa, pues era el dolor tan fuerte que temblaba de frío. Entró mi her­mano a preguntarme a qué hora quería el peluquero, pues teníamos gran comida en casa, y asistía todo el Cuerpo Diplomático.

-----,Conmigo no cuentes, porque me siento muy mala hoy. Como mi cuñada no hablaba francés fue gran apuro para mi her-

mano ... -¿y tu vestido de París, que acaba de llegar para esta comida? -No te canses que no puedo vestirme. Se fue lleno de pena por verme sufrir y la falta que le hacía en este

día». Por complacer a su hermano, pidió a Dios, en dura prueba de incredu­

lidad, le quitase el dolor; y se lo quitó para todo el resto de la vida (78). Naturalmente, la gracia la dejó también preocupada para el resto de su vida; fue una debilidad. Al fin, la fineza divina llamaba de nuevo en su alma. Aquel día tomó parte, vestida con elegancia, en el banquete.

El segundo fue otro banquete dado por el Rey con motivo de la pri­mera comunión del príncipe. Se sentó a la izquierda del soberano. La con­versación en la comida y en la sobremesa versó una y otra vez sobre la Religión (79). Aquella fiesta, tal vez la última que celebró en la alta so­ciedad, era un dardo heridor de su alma también.

y llegó así el momento del retorno. Los médicos aconsejaron a su cu­ñada viajar. Los preparativos materiales y el viaje, entreverado de peri­pecias y aventuras, constituyen, en el aspecto literario, las páginas más brillantes de la Autobíogt'afía. Ante el consejo de los doctores, «se resolvió fuera en su coche con todas las comodidades posibles, y se detuviera, el día que se hallase mal, donde las cogiera; para lo cual se buscó un ca-

(76) Cf. A 109. (77) CA 1 n. 195. (78) A 112-115. (79) Cf. A 121.

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rruaje de VIaJe: en la carretela de cuatro asientos, las dos-mi cuñada yyo~; en el cabriolé de delante, el mayordomo Mr.Morletcon el co­chero maestro de postas; y detrás, en otro cabriolé, un criado y una criada. En las innumerables bacas que tenía irían las alhajas, la cama de mi cu­ñada, y el equipaje de las dos, muy abundante de todo» (80). El mayor­domo pagaría las costas. Se trataba, pues, de un viaje de placer. Micaela hizo también sus preparativos· espirituales, porque aquel. viaje podía tras­tornar del todo el programa de vida trazado. Se las arregló con el Se­ñor (81). Hasta hizo voto de obedecer a su cuñada ... (82).

Y partió la caravana. A paso lento, rumbo a España. ¿Cuándo llega­rán? El tiempo no importa; las peripecias, sí. En el coche no falta una «capilla ambulante» (83), que nos incita a evocar los carromatos en que viajaba Santa Teresa. Charlan, se entretienen bordando «unos vestidos de baile, mi cuñada de gasa azul; y el mío, rosa» (84). Seguro que la Viz­. condesa no pensó nunca ponérselo; mas el propósito de no desagradar en un ápice a su cuñada, la hacía condescender.

Amberes, pueblecito de Francia, París. Aquí se detienen. La Vizcon­desa está a punto de ingresar en las Hermanas de la Caridad (85); al en­terarse su cuñada, el disgusto la puso a morir: «se puso muy mala, y, a los tres días de tanto llorar, dijeron los médicos que se moría»; acude «furioso» su hermano, relata Micaela, y logra desbaratar el plan, regoci­jándose ante el fracaso (86). La verdad es que tampoco la llamaba Dios para hermanita de la Caridad. El Señor le ap1'emia incesantemente; y, no obstante, la misteriosa vocación no se aclara.

El embajador Arnau y Diego arreglaron con rapidez la continuación del camino, por «miedo» de que la Vizcondesa intentara quedarse «en al­guna otra religióll». Arnau, Diego y Nieves, cada cual por sus razones, se daban la mano en oponerse a los proyectos monásticos de Micaela. Las de Arnau no eran sólo de amistad con el embajador de Bruselas. Se le declaró: «Me dijo-refiere la galanteada-que yo había nacido para em­bajadora; que él no se había querido casar, pero que si yo quería, me dejaría él hacer mi vida habitual de obras de caridad, rezos, etc.» El pre­tendiente no perdió las esperanzas. La respuesta fue siempre la misma: «le dije esta vez, y otras varias después en Madrid, no quería más esposo que Dios» (87).

Parten de París; en Burdeos la estancia se prolonga; Micaela aprovechó el tiempo para los acostumbrados ejercicios piadosos y para otros muchos que la Providencia le deparó (88). El cinco de noviembre pasan por Ba-

(80) A 123. (81.) Of.· A 123-124. (82) Of. A 125. El voto, empero, parece que lo había prometido ya antes; ahora

lo renovó; ef. A 106. . (83) Of. A 9 127. (84) lb.; ella misma le habia enseñado "labores"; ef. A 30. (85) Of. A 135-139. (86) Of. A 138. (87) A 139. (88) Of. A 140-150.

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yona (89). El paisaje español, adivinado entre brumas, reanima a las via­jeras; luego, Vitoria, enfilando de madrugada la meseta (90). Al subir el Puerto de Guadarrama, la aventura fuerte: se rompe el coche; como las sombras del crepúsculo cubren ya de oro rojo el paisaje, llameando en los cerros, atan la rueda, se echan a caminar a pie y, a la caída de la noche, llegan a la -posada. Allí les están esperando los bandoleros; la sa­gacidad de Micaela lo advierte; y organiza la huida. En la posada se quedó el carro y la comitiva; las viajeras, con los baúles de las alhajas, entraban en Madrid a salvo, el 15 de noviembre de 1848 (91). El 27 da cuenta a Diego, sin olvidarse· de hacer un panegírico de su acompañada, subra­yando: «Nieves ni una vez se ha enfadado en todo el camino» (92).

Madrid va a ser el teatro de su Via Crucis. El Señor le va a revelar el secreto de la vocación definitiva.

Crujir de sedas

La sumisión al P. Cm'asa era total. Le hizo apurar el cáliz de las prue­bas más amargas. Fiel a una ascética rigurosa, muy del tiempo, no le da licencia para que comulgue a diario. La mayor desdicha, el mayor sacri­ficio, era. ése (93). Más afortunado anduvo el severo asceta en otros pun­tos de mortificación. Su dirigida no se había librado aún de la costumbre del vestir bien. «Le daba pena el lujo que yo tenía, y no se atrevía él a quitármelo, porque no me creía segura aún, sin duda, o por la familia, o porque, a mi ver, ni él ni yo sabíamos lo que Dios quería de mí, porque todo lo que tanteábamos los dos, para mí, ofrecía grandes dificultades siempre, y el Señor me daba a conocer no era aquello lo que El quería, pero tampoco decía por lo claro cuál fuese su voluntad» (94). La piedra de toque no era otra que el desprendimiento, la purificación, la nada. Gran corazón, pero «corazón partido» el de Micaela. El director se de­cidió, al verla regresar de París bastante transformada, a someterla a ru­das «purificaciones». La vio una mañana acercarse al confesionario. «Como iba yo muy elegante, crujiendo la seda del vestido negro, creyó el Padre si me hallaría yo orgullosa o deseosa de lucir y parecer bien; ello es que un día me riñó porque iba muy hueca y sonando sedas:

.,-Son las sayas. -Pues quíteselas usted esas sayas y venga usted sin ellas mañana.

(89) Cf. CA 1 n. 180. (90) Cf. A 151. . (91) Cf. un pormenorizado relato de la aventura: A 154-159. (92) CA 1 n. 181. . (93) En París,en Boulogne, en Bruxelles, en Spa, durante el viaje, en Ma­

drid, etc., la "comunión diaria" es un problema espiritual hondo; las dificultades no las superó sino a costa de mucho sufrir. Cf. A 28, 73, 86, 124-125, 128, 137, 152, 159-161, etc.; cf. P 40. "ElP. Carasa me dijo que la comunión diaria, de ninguna manera":F 9.

(94) A 162.

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Al día siguiente voy hecha una facha o visión, tanto que al ir t;ne dijo una mujer:

--¿Que va usted sin enaguas o sayas? ·-SÍ, señora. Pasé gran vergüenza, pero, para mí, la obediencia me fue muy natural

siempre; no es virtud. Voy al confesonario, ¡qué pelucal -¿Cómo viene usted tan ridícula?, me dice el Padre. ¿No ve que se

ríen de su figura de usted? -Padre, usted me dijo que me quitara las sayas ... -¡Qué sé yo lo que son sayasl Está usted ridícula así; ¿no le ha dado

a usted vergüenza?» (95). En resumen, el Padre quería no vistiese ni crujiese seda. Mujer deli­

cada, por hábito ya, no toleró sobre su cuerpo más que gasíls y tejidos finísimos; la lana, el algodón, la mortificaban (96). Pero desde aquel día aprendió a valorar los vestidos pobres. l.a veremos ir a palacio en alpar­gatas ...

Escrutinio de la Mbrería

En la vida penitente de la Vizcondesa de Jorbalán, que alcanza cimas de absoluta desnudez de espíritu, hay aún un episodio impensado. No es una aventura quijotesca; es real. «Ya me creía yo desprendida de todo, sin ropa, sin alhajas, sin encajes ...

-Ya, padre, he acabado con todo; renuncié al título, y se lo he dicho por escrito a mi familia, etc.

-No, señora, no; aún tiene usted apeguillos. -dA qué? -Abra usted su lujosa librería, llena de magníficos libros; para us-

ted son inútiles. Se sentó en medio, en una silla: - Váyamelos usted tirando, que yo le diré a quién se los puede usted

mandar, y me los hizo tirar uno a uno; y ocho o más días los vi revueltos, amontonados en el suelo.»

(95) A 163-164. (96) "La ropa de lana o estamefia fue una cruz ... , ya porque destifie y mancha

cuánto porque yo no he gastado jamás vestido de lana ni de merino ... La ropa de algodón y gruesa me costó mucho; llegué a creer me hacia dafio a la salud; al fin, me he vencido". P 37.

En su Colegio aún vestia seda: "Empecé por ponerme un traje religioso, que yo no me puse jamás traje de lana, y le tenia aversión; lo pondré de seda, y me lo puse muy elegante, y lo envidiaban las colegialas, y esto me dio pena: ver les daba yo misma ideas de lujo ... " A 361.

"Tres meses o más meses he llevado camisa de lana"; pero se llenó de miseria: P 7.

"Ya vestida de negro, sep. del mismo afio 1850, de merino, que no quiso el Padre llamase la atención con lana gorda ... ; pensé ponerme alguna sefial que indicara al Amo a quien servia, como los criados del mundo que tienen a gala las . armas de su sefior". A 365.

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A los quince días no quedaban más que los libros religiosos. Aparente­mente burlón, el Padre le dijo:

-Servirán «para esa Comunidad que piensa usted fundar». Y, en lo que al título atañe, le ató corto el orgullo, instándola a que

se desdijese de la renuncia: «lo debe usted recoger, que lo necesitan las pobrecitas «desamparadas»; Dios ya lo tomó de usted; sufra usted ahora que se dude del apego que usted le tuvo» (97) ...

La escena ocurre aproximadamente en 1853. Los años anteriores, des~ de su llegada de París, son años de terribles purgas espirituales.

La dama de la Cmidad

El Señor no la quería Hermanita de la Caridad; dama, sí. Dama a prueba de lanzas.

Conocida la Vizcondesa por sus intrépidos actos de misericordia, visi­tadora asidua del Hospital de San Juan de Dios, la nombran Hermana Mayor. La noticia «produjo una verdadera alarma en las cuarenta seño­ras Hermanas ... ; y fue una oposición general a mi nombramiento. Dijeron que si yo entraba de Hermana Mayor, todas lo dejaban y salían de la Congregación; y se sostuvieron en ello, alegando, desgraciadamente, la verdad: que con el lujo que yo traería de París, no podían o no querían alternar en una obra de caridad; que con mi orgullo las trataría a todas por cima del hombro, y ellas no necesitaban que yo las protegiera; que yo tenía el genio muy vivo y dominante, fuerte, etc.; y, además, que ¡qué entendía yo de obras de caridad! De tertulias, bailes y teatros les podía dar lección» (98).

Todavía dijeron otras lindezas. Pero, al fin, todo se suavizó y se aman. saron las opositoras y la Hermana Mayor dio testimonio de que sabía ser obediente, caritativa, dulce ... (99).

M uier fuerte

La primordial inquietud de la Vizcondesa estaba cifrada en lo que Dios quería respecto a las «desamparadas». El Colegio quedó medio apun­talado en la rápida visita que hizo a Madrid en 1847. Habían pasado casi dos años. Intensificó las penitencias atroces. «Pedía en mi oración y co­muniones al Señor me diera a conocer lo que quería del Colegio, pues comprendía bien claro no estaba satisfecho de lo que había» hecho hasta

4

(97) P. 49. (98) ef. A 173. (99) Cf. A 174-178.

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entonces. «Con este fin, hacía yo grandes penitencias, como en París ... Dormía con un cilicio de más de tercia, rodeado a la cintura, de hierro, y llegué a acostumbrarme, de modo que pasaba ya la noche sin que me molestara, clavado en la carne. Seguía con las ortigas muchos días, y lle­naba el cuerpo de habones; no bebía agua hasta que se me quitaba la sed, a fuerza de sufrirla ... ; y en todo buscaba modos de sufrir algo por Dios, expiar mis pecados» (100).

Lo que el Señor esperaba era la total renuncia de la Vizcondesa a sí misma y a su mundo. A su sangre. Sola para El. Mujer fuerte.

«En cuanto supieron las señoras de la Junta mi llegada, me llamaron a casa de la Marquesa ... , y todas reunidas decidieron dejarlo, porque es­tas mujeres eran incorregibles, y el plan de su salvación sólo estaba en mi cabeza; todas lo dejaron, y algunas ya ni a esta última Junta asistieron; quedándome sola, me afirmé más y más en mi idea» (101).

En cuerpo y alma se entregó a su obra. No se avergonzará de llamar a las puertas de sus antiguas amigas, que murmuran de su celo y le nie­gan una limosna que les pide «por amor de Dios» (102). Traslada el Co­legio a la calle Jardines; sueña; sufre (103).

La «mujer fuerte» sigue adelante, contra viento y marea del mundo, al barlovento de Dios. Vive aún en su casa, mansión de señores: veintiún criados, tres oficiales de rango, «mi hermano, mi cuñada y yo» (104). Las circunstancias le imponen un nuevo sacrificio: cuando ya parece que la fundación del Colegio está en marcha, respaldándolo con sus desvelos y sus caudales, mas en manos extrañas, Dios le pide que se quede a vivir en él (105).

Una decisión de tal género implicaba una penosa serie de consecuen­cias. No se arredró ante las dificultades. Las económicas las va solucio­nando a base de vender alhajas, hilos de perlas, vajillas ... (106). Las ín-

(100) A 166-167. (101) A 168. (102) "Me eché a pedir limosna casa por casa. ¡Qué negativas, qué insultos!

Lo menos era llamarme loca". i Qué cartas". de lo más lucido de la grandeza, y en qué tono, y señorasl" P 25.

(103) Las vicisitudes del Colegio-que rodó de piso en piso: Calle Dos Ami­gos, n. 8 (A 17); "Plazuela de Fomento, en un cuarto de peseta, muy malo" (A 169); Jardines, alquilado por "nueve reales", cerca de Caballero de Gracia, donde ella vivía, en el n. 33 (cf. A 179-203); calle Don Pedro, n. 1 (cf. A 204 Y 207); calle de Atocha, n. 74 (cf. A 212, 247-251)-, las dificultades con las religiosas francesas' que se hicieron cargo de él (cf. A 206-209 Y 223-239), los líos del capellán (cf. A 389-401), la escasez de medios económicos, la sacrificada convivencia con mujeres que cuando volvían de los talleres parecían toritos y fieras (A 169), no la hacen desistir de su empeño: "pedía mucho al Señor me iluminara para acertar con lo que El quería"; soñó (cf. A 181) Y sufrió: "En 1850 me vine al Colegio a dirigirlo yo misma, pero me parecía no había de poder hacer el gran sacrificio que me proponía. Me hallaba tan sola, tan triste y despreciada por todos, incluso de mi familia, que no querían saber de mi ni verme, sólo un criado para traerme almuerzo y comida, yeso porque yo dejé a mi hermano las haciendas que me tocaron de mi madre, y él, por no dividir las fincas, me daba la renta de un seis por ciento, casa, mesa, criados para mi ~ervicio, coche, ropa limpia, que se descontó del capital que me correspondía, y, cuando me fui de mi casa me seguía mi hermano dando todo eso": A 275.

(104) A 185. (105) Cf. A 215, 231-238, 270-277. (106) Cf. A 238-239, 251-253, 441.

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timas, a golpe de penitencias y oraciones; las de los amigos y familia, a fuerza de resignación. Ha entrado por un camino difícil, por la prueba de­finitiva, de la que sólo con heroísmos sin cuento sale victoriosa.

La cruz de los hermanos

El amor a los suyos y las adherencias de una posición social aristocrá­tica, constituían un baluarte psicológico del que Dios quería despojarla. Vencida en el lujo al cambiar la seda y la morada por el traje pobre y la habitación desnuda, le quedó aún la cruz de los hermanos. Diego no sufre que anduviese metida entre andrajosos; tolera qué venda las alhajas, que organice Juntas de Beneficencia, pero no que se mezcle con una clase so­cial de lejanía, separándose así de su casa (107).

Está en TurÍn, de embajador, cuando viene a saber que ha ido a vivir con las «desamparadas»; se puso malo de pena y orgullo y le manda en noviembre de 1850 una carta humillante (108); «llevaron tan a mal mi sa­lida [que] en tres años no quiso venir ninguno a verme, lo que era para mi corazón una pena diaria, pues no parecía más sino que yo había co­metido un gran delito, que todos se avergonzaban de mí; esto me hacía recordar que lo pude dejar cuando se deshizo la Junta, y le decía yo al P. Carasa: quizás será mejor dejarlo, tanto más que yo me reconocía inútil.-Bien, déjelo usted, que a Dios no le hace usted falta.

Esto me llegaba a mí al alma y lloraba entonces amargamente; pero yo sentía en el fondo de mi corazón que Dios lo quería, y esto me hacía rElnovar mis promesas a Dios; pero sufrí tanto, que me dieron anginas y me puse a la muerte. El médico de mi casa lo supo, que no lo llamaba por no tener dineros para pagarle, y me asistió de caridad; y, al verme tan sola, habló de ello no sólo a sus visitas, sino a mi hermano ... ; después que me puse buena,. fue un día mi hermano a verme, y se afectó tanto, ya de verme, como el estado de pobreza que tenía mi cuarto, que se desmayó ... ; llevó malo ocho o más días, que yo fui a cuidarle; por disposición del P. Carasa, iba dos o tres horas, un día sí y otro no, y ya no volví más a mi casa en siete años» (109).

La soledad era cada día más completa; las amigas la abandonaron; los familiares también; y, para colmo de sufrimientos mortificadores, a los de fuera se añadieron los consabidos del régimen interior de las «mujeres di­fíciles» y, en fin, hasta el P. Carasa cayó en el lazo de los murmuradores y la despidió (110). ¡Soledad absolutal En tal situación, no desmaya:

(107) Cf. A 117, 206, 189, 238. (108) Cf. A 282. La carta no surtió efecto real, pues la Vizcondesa prOSiguió en

su propósito; el Conde no se da por vencido, esperando la oportunidad para renovar los intentos de hacer desistir a su hermana. "En mi casa empezaron un nuevo ataque para disuadirme ... " A 244.

(109) A 305-307. (110) Cf. A 390 s.; P 14; F 60.

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«Como tenía tantos apuros de todo género, pues tenía muchos enemigos de la Obra, tentaciones que me afligían sobremanera, antes o después de la Comunión; me veía sin dinero para mantener mi gente y las cargas ... de modo que hacía muchas penitencias, rogando a Dios viniera en mi ayu­da; tomaba disciplinas de sangre con cadenillas de hierro» (111).

El dolor de los pecados se intensifica, la soledad arrecia, las necesida­des materiales la acongojan. Vende y vende lo poco que le va quedan­do (112). Y un buen día de 1853 liquida el juego de cubiertos de oro; el corredor que lo adquiere, al ver las iniciales «V. P.» grabadas, con corona de Conde, intuye que es buena oferta para el. .. señor Vega del Pozo. Se hace él encontradizo, lo aborda en la calle, y le espeta:

-«Señor Conde, ¿le vendría bien a Vuecencia un servicio de oro nuevo que tiene una marca igual a la de V. E.?

-Bien, llévemelo usted. ¡Qué sorpresa para mi hermano al ver mi estuche, pues juntos lo fui­

mos a encargar en París! Lo compró por el doble que a mí me dieron, y más barato de su valor, pues él sabía el coste.

Teníamos que tratar de asuntos a poco de esto y me envía a llamar para arreglar nuestros negocios y que vaya a almorzar. ¡Qué sorpresa fue para mí ver el almuerzo servido con mi vajillal ¡Qué motivo para las reconvenciones de mi nueva vida! ¡Qué sufrí!» (113).

No dio, a pesar de todo, su brazo a torcer. Corría el 1853. Dos años más tarde cae enfermo Diego en Pau; le niega el P. Carasa permiso para irlo a asistir. Después, a instancias de los Superiores, corrige; la Vizcon­desa mortifica hasta el maximum su amor de sangre; renuncia. Pero la desgraciada Engracia se está muriendo en Guadalajara; acude Micaela y le cierra los ojos el 13 de marzO de 1855 (ll4). Parte, después de enterrar a la hermana, para Pau. Prepara a Diego a bien morir. El Señor se llevó al Conde el 28 del mismo mes (ll5).

Ya, de nueve hermanos, sobrevive sola. Dios se los ha ido arrancando como pedazos de su gran corazón. A la postre escribe resignada y lúcida: «El enemigo se vale de los amigos, los parientes, los intereses, para influir, para que sirva uno antes al mundo que a Dios (116).

¡Loca!

Desprendida de todo, con su cruz a cuestas por la vida, la gente dio en decir que estaba «loca». Verdad y mentira, según se tome. La «locura del mundo» equivalía en este caso a la «sabiduría de Dios».

(111) A 440. (112) Cf. A 441. (113) A 462; cf. P 24. (114) Ya en agosto de 1850 acudió a atenderla, pues se había puesto "muy

mala" (A 350); "se la llevó el Seftor el 13 de marzo de 1855" (A 476). (115) Cf. A 473-480. (116) A 474.

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Los sandios eran los murmuradores. La especie saltaba de corro en corro, adensándose entre los conocidos. Un familiar la lanzó y no hubo manera de recoger el dardo que, naturalmente, producía sus naturales efectos (117).

La Vizcondesa redobla sus disciplinas y su confianza en Dios como única réplica (118). Prosigue con más tesón la labor comenzada de am­parar a las «desamparadas»; le arman asechanzas mil, le gritan, la enve­nenan. Todo en vano: está Dios de Su parte.

Un día «le dijeron a la Reina Isabel que yo estaba loca, y se lo creyó, de modo que se lamentaba ella con el Rey:

-¡Qué lástima, tan elegante como vino de París, y ya no bailaba!» La Reina, gordinflona y bondadosa, envidiaba el talle y la gracia de la

Vizcondesa. Sintió en el alma la desventura de la mujer que había sido gala de la alta sociedad. Otro día, hablando con la Duquesa de GOl', no pudo reprimir su pena y su curiosidad, y la interpeló:

-«dNo es amiga tuya la de Jorbalán? -Sí, señora. -dY cómo se volvió loca? -¡Qué, señora, no está loca! -Pues sus parientes lo dicen. -Es, señora, que se ha dedicado a salvar las mujeres de mal vivir, y

es a disgusto de sus hermanos y parientes, y la llaman loca por esto, pero está muy cuerda y buena.

-Dila que venga, que la quiero ver» (119). Acudió a la cita: en alpargatas, vestida pobre y limpiamente, en un

simón. Los simones eran una pesadilla para la mujer acostumbrada a salir en coche de lujo (120). Se ruborizó al verse así a la puerta de palacio. Al subir, (<un alabardero me dijo no fuese por aquella escalera, que era para los títulos de Castilla; le miré, me repuse de la vergüenza de que me hi­ciera bajar; le dí las gracias, y, con aire de quedar complacida del aviso, subí por la otra, y ofrecí no subir jamás por la otra sino por obedien­cia» (121).

La Reina conversó largamente, y, poco a poco, cayó en la red del diá­logo fascinante-ágil, vivo, sobrenatural-de su interlocutora. Desde aquel encuentro, las idas y venidas a palacio menudearon. Los Reyes gozaban de tenerla en compañía, gustaban de sus finos modos y de sus pláticas espirituales. Almorzaban y rezaban juntos. En suma: «estábamos muy uni­das las dos como dos íntimas amigas». Las damas de la nobleza al prin­cipio disimularon conocerla o filtraban una sonrisa maliciosa al verla pasar;

(117) "Si algún pariente me encontraba, por casualidad, me decia mil insultos ... y el mayordomo mayor de Palacio era pariente mio y dijo: 'Mi prima, la Vizcon­desa de Jorbalán, está loca'. Y lo tomaron tan al pie de la letra, que muchos lo creyeron y en Palacio todos, hasta los Reyes, juzgaron había perdido el juicio en realidad". A 308; ct. P 13-14.

(118) P 8. (119) A 491. (120) Cf. A 55; P 17; la descripción de su antiguo coche de lujo, con librea de

calzón corto y lacayos, en A 193; la de las "alpargatas", en P 2. (121) P 47.

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pero luego se reconcomían de envidia, al advertir la intimidad y el fervor que conquistó en palacio.

«La gente'-anota en la Autobiog1'afía-sabe mil cosas de los Reyes que quizá son falsas; y yo he sido testigo de muchas que me han edificado: su piedad, su fe para rezar en los apuros y conflictos en que se hallan a veces» (122).

En verdad, «la loca» estaba bien cuerda; temió, al ir a palacio, que el orgullo de casta y de educación resucitase, apegándola a la vanidad cor­tesana; reforzó la humildad (123), hizo firmes propósitos de no pedir fa­vores para sus «desamparadas», pero habló con calor de su «obra». La Reina quiso ir a visitarla; la atajó con gracejo: «Señora, no cabrá por la puerta»". Una visita solemne de Doña Isabel 11 hubiese sido el mejor es­paldarazo ante el mundo y ante la «high life» de la hazaña en que la Vizcondesa de Jorbalán, la «loca», estaba metida; pero optó por impedir­la; sólo Dios-y ella-tenían parte en la descomunal aventura.

De la vida palaciega nada se le pegó. La Reina requería sus consejos para prepararse a recibir al nuevo confesor, P. Claret, que estaba para llegar de La Habana. Allí, en palacio, se encontraron la Vizcondesa y el P. Claret. Al morir el P. Carasa (1857), será el P. Claret quien tome las riendas del gran corazón de la fundadora por la cuesta arriba de la san­tidad. Al fin y al cabo, los «santos» se entienden, a las primeras de cam­bio, sobre los designios de Dios. El P. Carasa, el duro asceta, traspasó de buen grado la carga de la dirección espiritual de la Vizcondesa y de su obra-la había desempeñado luengos años de silencio y desvelo-a manos del P. Claret, el fino mÍstico,que la conducirá con moderación y clarivi­dencia (124).

Sin arpa

La última etapa de la vida mortal de Micaela estuvo caracterizada por el dinamismo propio de los fundadores. Su «obra» se irradia: por los ca­minos de Levante, por los caminos de Castilla la vemos cruzar ensimis­mada. Apenas abre los ojos, que van a clavarse en las torres de las igle­sitas, plegarias verticales que le abrasan el gran corazón en actos de amor eucarístico (125).

En la intimidad, es ascua pura. Necesita freno en vez de espuelas en las mortificaciones (126), «expiadoras» de los pecados propios y ajenos. La soledad se torna compañía. Las adversidades han sido numerosas; pero

(122) A 498; cf. A 493-498 ("yo comía con ella los cuarenta días en todos sus males ... ": A 495).

(123) Cf. A 491-492. (124) Cf. A 492-493; 513-516; P 1, 42. (125) Cf. A 127; Rl 60; ER 83; " ... haciendo visitas al Santísimo en todos los

pueblos": Relación viaje a Santander: PlV 763 v; cf. 756 v. . (126) Cf. ER 38 Y 78.

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han sido también exigencias que el Amado colmó a cada instante de fa­vores celestes. He aquí una auto-confesión clave: «Si cada uno de estos hechos reúne un sinnúmero de disgustos, también revelan el cúmulo de milagros que Dios hacía en cada hora del día, y la seguridad que me daba de que era suya la obra. Yo, a voz en grito, le decía al Señor: Yo, a sufrir; y Tú, a ayudarme, y vengan penas, que, por darte yo un consuelo solo, sufriré lo que quieras» (127).

Como alma enamonida, sonaba el arpa. Cuando «estaba muy triste y sola, buscaba medio de distraerme; por la noche tocaba el arpa, y se jun­taba tanta gente a oírme, que llamaba la atención, y me aplaudían desde la calle, y tuve que dejarlo» (128). Se desprendió de ella (129). En reali­dad-ella misma-su gran corazón, era el arpa que al Señor le gustaba oír vibrar.

Como es sabido, murió en Valencia, el 24 de agosto de 1865. Murió atacada de la epidemia que asolaba la luminosa ciudad levantina. Murió de amor.

Su obra-ramificada por el orbe-continúa su espíritu y su estilo. San­ta Micaela pervive en sus hijas: esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad.

n. REFLEXIONES VALORATIVAS

No és posible desmembrar las asombrosas penitencias de la Vizcon­desa de Jorbalán y aislarlas del contexto de su vida. Por este motivo se han pergeñado, páginas arriba, los rasgos fundamentales de la epopeya humano-divina de la mujer del gran corazón. Al filo de la síntesis biográ­fica se ajusta ahora un análisis de valores. No se trata, como es obvio, de inducir prueba y repruebas de su santidad; tal planteamiento sería ab­surdo, pues su santidad ha sido canonizada por la Iglesia. La pretensión consiste sustancialmente en unas reflexiones mínimas de encuadre espiri­tual, postuladas por la magnitud en intención de las penitencias de la Viz­condes,a y por la mentalidad del cristiano de hoy, al. que tal vez le resul­ten «extrañas».

Desde dos puntos de vista se pueden analizar las extremadas peniten­cias de Madre Sacramento: o bien desde el ángulo histórico-teológico; o desde el psicológico-mÍstico. El primer enfoque se hace desde fuera, ob­jetivamente; el segundo, desde dentro, subjetivamente. Intentaré una glo­sa de ambos en escala descensiva.

(127) P 26. (128) A 281. (129) ef. P 37.

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Valoración histórico-teológica

La historia de la espiritualidad cristiana posee un vocabulario peniten­cial abundoso: «metánoia», «penitencia», «purificación», <<lioches», «con­versión», «renuncia», «mortificación», etc. En torno a él se ha tejido una teología ascética fundamental o de base. Su carácter virtuoso y aun sus hondas raíces psicológicas y su aspecto sacramental no empecen que ha­yan proliferado los desvaríos penitenciales en una doble vertiente: por exceso y por defecto.

En la primitiva Iglesia las prácticas penitenciales, inspirándose en la doctrina apostólica, cobraron una importancia enorme. Poco a poco se van codificando, en su cara visible, con una severidad que hoy parecen, des­entroncadas de su árbol histórico, en extremo excesiva. Tal es el caso, por ejemplo, del «penitencial Vallicellanum 1», que desciende a un detalla­dísimo casuísmo (130). La Edad Media, formada espiritualmente en clima monástico, cultivó, aumentándolos, quizá sobrevalorándolos, múltiples ejer­cicios de penitencia, como se ve en los estudios de L. Gougaud (131). Fa­mosas son las cofradías de disciplinantes de San Vivente Ferrer (132) y, para no aducir más ejemplos, alcanzan vigor y florecen instituciones tan típicas como son las «Ordenes de penitencia» (133).

Con la crisis monástica y la aparición del humanismo las tornas cam­bian y se revaloriza el «hombre» y se busca una concepción más halagante de la vida cristiana y se ridiculizan las «devociones» penitenciales del vul­go, tantas veces vacías de contenido auténtico. Erasmo, con su espiritua­lidad socrática, exangüe y académica, y su vivir de buen burgués flamen­co, satirizó acremente los melindres penitenciales, que han de ser susti­tuidos, según dice, por el «cristianismo interior» y por la moderación que predicaban los filósofos «apáticos» (134).

Aún en la literatura profana el tema penitencial, que harto ocurre, se reblandece. Cervantes, que pinta al pobre D. Quijote emboscado en Sierra Morena haciendo penitentes «finezas de enamorado» (135), alude al re­blandecimiento, refiriéndose a los ermitaños, «porque no son los que ahora se usan como aquéllos de los desiertos de Egipto, que se vestían de hojas de palma, y comían raíces de tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquellos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de ahora; pero no por esto dejan de ser todos buenos, a lo menos yo por buenos los juz-

(130) Cf. J. MADOZ, Una nueva recensi6n del penitencial "Vallicellanum 1": "Analecta S. Tarraconensia" 18 (1945) 27-58.

(131) Cf. L. GOUGAUD, Dévotions et praiiques ascétiques elu Moyen Age. Pa­ris, 1925, p. 155 s.

(132) Cf. Biografia y escritos ele San Vicente Ferrer. Madrid, BAC, 1956, p. 46-50. (133) Cf. S. ORLANDI, L'oreline elella penitenza nel secolo XIII: "Memoire do­

menicane" 78 (1962) 122-129. (134) Cf. ERASMO DE ROTTERDAM, Elogio ele la locura. Madrid, 1945, p. 50-51;

122-124. (135) Cf. Don Quijote ele la Mancha, II P., c. 25, 26.

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go» (136). Con tintes erasmistas narra Solórzano las «penitencias» hueras de la beatería ignorante: «Era custodia y guarda de aquella reclusa don­cellería y continente congregación una dueña, que lo debía de haber sido de la condesa Doña Sancha, mujer del Conde Fernán González: tantos años debía tener. Por no mentir, ella había criado a la madre de mi ama, a ella, y actualmente era aya de sus hijas. Esta era la que gobernaba aque­lla virgen manada, su predicadora, y con quien ellas estaban muy mal, porque la mucha edad la tenía en asomos de caduca y declarada por im­pertinente. Como tan antigua en la casa, observaban las criadas sus esta­tutos inviolablemente; en orden al ahorro de sus raciones, era grandísima ayunadora por esforzar ésto, y seguían todas su estilo, excediéndose de las obligaciones del precepto y dilatándose por el calendario adelante: a San Dionisio, ayunaban por el dolor de cabeza; a Santa Lucía, por la vista; a Santa Polonia, por las muelas; a San BIas, por la garganta; a San Gregorio, por el dolor de estómago; a San Erasmo, por el de vientre; a San Adrián, por las piernas; a San Antonio Abad, por el fuego; a San Vicente, mártir, por las fiebres; a San Antonio de Padua, por las cosas perdidas; a San Nicolás, Obispo, por remediador de doncellas; y, finalmente, a San Cris­pín, por la duración de su calzado. Sacaban del ayuno tres provechos, que eran: adelantarse en la virtud para mayores grados de gloria, preserva­ción de apoplejías y aumento de su dinero, que sabían guardar con siete nudos y treinta llaves» (137).

Como se ve, el tema penitencial se desliza en tonos burlescos por la literatura de pícaros y truhanes. La simple constatación nos inclina a su­poner que existía un clima poco propicio a las penitencias, pues el género picaresco, que florece pujante en el Barroco, refleja con óptica de pre­cisión psicológicamente acerada el ambiente de las prácticas y conviccio­nes populares.

En nuestro tiempo, cuando tantas aguas corren turbias, se ha exacer­bado la crítica a las prácticas penitenciales. Muchos de los paladines de la moderna espiritualidad opinan que las «mortificaciones» penitentes son un residuo de la «espiritualidad monástica», algo tocada de «maniqueís­mo». En el mejor de los supuestos, las prácticas penitenciales responden a una «espiritualidad negativa», de menguado alcance y no muy apta al ímpetu cósmico y sacralizadol' del cristianismo. La «revisión» de la vieja ascética debe conducir, dicen, a un concepto más optimista de la vida.

La verdad en torno a las prácticas penitenciales se deladea, en el cam­po ascético, por una vertiente defectuosa o por una vertiente excesiva. Sin detenernos en la reacción que las hodiernas opiniones han provocado entre los espirituales (138), y en orden a una aplicación inmediata de cri-

(136) lb., II, 24. (137) ALONSO DEL CASTILLO SOLÓRZANO, La niña de los embustes Teresa de Man­

zanares, natural de Madrid. Madrid, Aguilar, 1964, p. 191-193. (138) Véase, por ejemplo, I. COLOSIO, Il pericolo della mondanizzazione: "Ri­

vista di Ascetica e Mistica" 10 (1965) 1-7; ROBERTO DI S. TERESA, Umanesimo e mor­tificazione: "Rivista di Vita Spirituale" 6 (1952) 31-47; F. GUARDINI, L'abnegazione cristiana. Padova, 1962; A. HuERGA, l valori spirituali dell'abnegazione: "L'Osserv. rom.", 28 marzo 1962, p. 3; Y especialmente M. LLAMERA, Ascesis cristiana y huma­nismo: "Teología espiritual" 7 (1963) 283-390.

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terios valorativos al caso que nos ocupa, basten unos leves prenotandos. La «penitencia» es, ante todo, ley de la vida cristiana. El Evangelio

y la catequesis apostólica no permiten una infravaloración de la metánoia como entrañante de 1'enuncías, abnegaciones, muerte, conversión... (139).

Las mismas instituciones cristianas, que solemos designar con el nom­bre de «estados de perfección», nacen del ímpetu vital con que se llevan a la práctica los ideales cristianos. Renunciar y morir para vivir con Cris­to: la idea está tallada en San Pablo de un modo energético y definiti­vo (140). Los primitivos anacoretas, y los antiguos monjes, viven una «es­piritualidad de Encarnación»-lado que soslayan los entusiastas de la «es­piritualidad seglar» que le aplican la expresión, ya bastardeada, a su mo­lino--con todas las consecuencias que implica. Una, y muy importante, es la «penitencial»: de tipo interno, es decir, «penitencia de corazón», de alma; y, prolongándose, de tipo externo, o sea, físico-somática. El con­tenido positivo de las renuncias y penitencias se dibuja cabalmente a la luz de este prisma. La vida consagrada equivale a «penitencia perfecta», fórmula que, a par de otras, sirve para designarla. Recientemente, F. Se­bastián observó: es preciso «caer en la cuenta de una grave deformación de los hechos y de la doctrina» en que caen los heraldos de la espiritua­lidad seglar. «Es la hora de los seglares, se dice, porque la Iglesia debe ocuparse de salvar y de santificar las estructuras de este mundo. Hay en ello un gran error y desconocimiento fundamental de la naturaleza íntima de la vida cristiana. La Iglesia no santifica las cosas de este mundo sino en la medida en que las informa y las regenera con su caridad. Ahora bien, esta caridad no se posee sino en la medida en que se renuncia con Cristo a las cosas de este mundo y se vive para Dios». Y concluye: «ahora como antes llevarán la delantera en el servicio de la Iglesia los que hayan renunciado a todo para poseer perfectamente su caridad y, con ella, su responsabilidad y voluntad santificadoras». Añade todavía, en fino análi­sis, que «hay como tres niveles de progresiva profundidad y perfección» en la penitencia: un nivel esencial a toda vida cristiana auténtica, que exige la renuncia al mundo y al pecado; otro que es de pura generosidad, pues renuncia a lo que puede constituir una fuente de tentaciones; y uno, en fin, que consiste en la entrega ilimitada, en la donación voluntaria de todo el ser, espoleado por el amor a Dios (141).

La «vida consagrada» es, pues, «penitencia perfecta» (142). El mismo Santo Tomás, constructor de una perenne teología de la vida de pe1'fec­ción, da un sentido plenario a la fórmula (143), que aún hoy conserva su primigenia validez. No hay razón de extrañarse que los Padres del Yermo, que tan hondament'e valoran los resortes penitenciales de la vida cristia-

(139) Cf. HuERGA, La espiritualidad seglar. Barcelona, Herder, 1964, p. 90 s. (140) Cf. Rom 6, 3-9. (141) F. SEBASTlÁN AGUILAR, La vida de perfección en la Iglesia, Madrid, Co­

culsa, 1963, p. 208-210. (142) Véase ib., p. 201-224. (143) Cf. QQ. DD.: De caritate, a. 11 ad 5; De perfectione vitae spiritualis,

c. 11: ''Religionls status non solum pel'fectionem cal'ltatis sed etiam pel'fectionem poenitentiae continet".

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na, macerasen sus cuerpos y sus espíritus. Santa Teresa los admiraba y los imitaba (144). y quienes han querido «seguir a Cristo» en línea de pro­fundidad han abrazado, como vía más expedita, la «penitencia perfecta». ¿Es Zícíto rasgarse las vestiduras? ¿Es cristiano pretender una «revisión» de la «espiritualidad tradicional», sustituyéndola por una mística sin Cruz y sin cruces?

Lope de Vega, «el penitente», esculpió en filigrana barroca unos ver­sos cargados de emoción y lucidez:

«Sin cruz no hay gloria ninguna, ni con cruz eterno llanto; santidad y cruz es una: no hay cruz que no tenga santo, ni santo sin cruz alguna» (145).

Pero si examinamos atentamente, con mirada teológica, la «penitencia» y prescindimos ya de estriar por caminos históricos y polémicos, hallare­mos a leve andadura el matiz y la valoración justa. La veremos por sus cuatro caras.

En primer lugar, la penitencia es una actitud humana. A la luz de la razón natural se mueve el hombre espontáneamente a dolerse de los ma­les que hizo» (146). Santo Tomás, de quien es la ¡lguda incisión en la psi­cología humana, señala y explica el proceso del «arrepentimiento». El hom­bre descubre el mal inherente a sus actos; y le «pesa»; y procura «en­mendarlos» (147). Es un principio de ética elemental, de psicología ele­mental.

Un segundo estado: la penitencia es no sólo una actitud humana, sino también una virtud cristiana. Su condición virtuosa se incardina a la jus~ ticia (148) y se proyecta en una extensa gama de actos interiores-contri­ción o «pesar de haber ofendido a Dios», de un lado; de otro, anhelo de satisfacerlo y reencontrarlo-y externos o complementarios-mortificacio­nes, etc. Es, por tanto, una virtud que entra en el cortejo de las «virtutes quae ordinant homines ad Deum» (149), es decir, ordenadoras de la vida humana.

Además, la penitencia-tercer aspecto-engrana en el organismo so­brenatural, que se mueve, como es sabido, por el amor, y se regula, en los sectores morales, por la prudencia y los dones. De aquí que, en cuanto virtud cristiana o infusa (150), implique una adaptación maravillosa a la caridad: el dolor es un acto de amor; es una huída de lo que aparta del Amado (151). Es llanto y llama (152).

(144) Cf. Relaciones, 36; Vida, 24, 2. (145) Cancionero divino. Madrid, 1947, p. 146. (146) HI P., q. 84, a. 7. (147) lb. q. 85, a. 2. (148) Cf. In IV Sent., d. 14, q. 1, a. 1, ql. 5; d. 15, q. 1, a. 1, ql. 2; IH P., q. 85,

a. 3 ad 3. . (149) In IV Sent .. , d. 14, q. 1, a. 1, ql. 3 ad 4. (150) Cf. I-H, q. 113, 8 ad 2; nI, q. 85, a. 3 ad 1; Supp!., q. 1, a. 3. (151) Cf. nI, q. 85, a. 6; a. 2 ad 2. (152) Cf. lb., a. 2 ad 1; q. 84, a. 8 ad 2; Suppl., q. 15, a. 3 ad 1.

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El análisis tomista culmina en una inesperada dimensión: la peniten­cia es, en fin, un sacramento. En cuanto tal, es una «medicina cuya eficacia sanativa depende de la Pasión de Cristo» (153). Recupera para el hombre la filiación divina, restaura los fundamentos de su vida espiritual cristiana, pone en marcha todo el cortejo de las virtudes sobrenaturales (154). La penitencia, enjoyada con las condiciones antecedentes, concomitantes y consiguientes peculiares del sacramento, recibe el nombre simbólico de «tabla de salvación», porque «después de perdida la nave de la inocencia, ésta es la segunda tabla en que nos podemos salvar», dice, en su limpia prosa, fray Luis de Granada. Y, discurriendo por el mismo sendero, añade una comparación similar: «Ella es otro segundo bautismo, en el cual de nuevo se nos infunde el espíritu de adopción» (155). Las dos comparacio­nes, tomadas de la mejor fuente ascético-mística de los Santos Padres, y aun de los teólogos (156), constituyen dos coordinadas ideológicas que van a empalmar acordemente a una metáfora muy frecuentada: la de «vita perfecta». He aquí una trilogía de elementos acordes que se aplica de ordinario a la «vida consagrada», pero que, en el fondo, es viable para la «vida cristiana» en su radical estructura.

El ciclo de valores de la penitencia concluye en la dimensión sacra­mental. Es su clave de bóveda. El pensamiento tomista frecuenta el re­curso a la naturaleza humana: sin violentarla, la va sublimando, la va haciendo superarse de perfección en perfección. El armónico proceso de superación alcanza una potencia insospechada en las matizaciones psico­lógicas y sobrenaturales de esta virtud: de la cannaturalídad se pasa in­sensiblemente a la condición virtuosa; y de la condición virtuosa, a un engranaje dinámico en el organismo sobrenatural; y, por último, logra ran­go de sacramento.

La sacramentaMdad de la penitencia la instala de lleno en la econo­mía de la Redención en sus aspectos más dramáticos-Pasión, muerte-y gozosos-Resurrección, vida nueva-; en el fuego de las lágrimas y del amor, pues «penitencia» y «eucaristía» son sacramentos «cercanos»; y, por fin, la incardina al misterio celestial. La caridad exige que al hombre le pese la ofensa que ha cometido contra el amigo y que busque el modo de satisfacerla; la fe lo impulsa a que anhele la justificación y liberación del pecado por la virtud de la Pasión de Cristo, que obra mediante los sacramentos de la Iglesia; la misericordia bien ordenada lo mueve a que se socorra a sí mismo, doliéndose de la propia miseria (157). En la inser­ción eclesial apoya el Doctor Angélico la razón última de la Statuta pe­nitenciales de la Iglesia, poderosa, en virtud de las prerrogativas que Cris­to le confiere y en orden a su fin, para imponer a los cristianos prácticas mortificantes-vivificantes (158).

(153) II!, q. 84, a. 5. (154) lb., q. 89, 3. (155) L. DE GRANADA, Obras, ed. J. Cuervo, t. XI. Madrid, 1906, p. 135. (156) III, q. 84, a. 6, inspirándose en SAN JERÓNIMO, Epist. 30 ad Demet.:

PL. 22, 1115. (157) III, q. 84, a. 5 ad 2. (158) lb., a. 8.

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Situados en la anterior perspectiva teológica, comprendemos rápida­mente cómo la penitencia ocupa un lugar significativo en la vida cristiana. La «penitencia» y las «penitencias». Si la «penitencia» es «dolor de la vo­luntad» que «excede todo dolor», y aflicción de la parte sensitiva (159), las «penitencias» son «expiatorias» y cumplen la función de someter las rebeldes pasiones a un orden virtuoso. Obras y actos penitenciales por los propios pecados (160)-dquién está ajeno de tan amarga realidad?-, obras y actos penitenciales por los prójimos; el valor comunitario o ecle­sial de la penitencia imperada por el amor tiene su más alto paradigma y su más honda raíz en la Cruz de Cristo. En esa Cruz se gloría el «cris­tiano» (161).

Ni vale objetar que los actos penales, condicionados a la existencia del pecado, deben ser intensamente internos, no externos. Unos dimanan de otros. A todos los manda la caridad y los regula la prudencia infusa; y, no siendo fin en sí mismos, han de tender, como medios, a metas sobre­naturales (162).

Como resumen, he aquí la escala de valores de la «penitencia» y de sus damas de honor-las «penitencias» o ejercicios penales-establecida por el P. Naval: las ventajas o provechos son:

l.", el de satisface/' por los pecados, según aquello de Joel: «Conver­tíos a Mí, dice el Señor, de todo vuestro corazón, con ayunos, lágrimas y gemidos» (2,12);

2.°, domar los apetitos, siguiendo el ejemplo de San Pablo: «Castigo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre» (1 Cal' 9, 27);

3.0, dar eficac'ia a la oración y sostenerla, como el arcángel San Rafael

dijo a Tobías: «Buena es la oración acompañada del ayuno» (12, 8); 4.0

, atraer las divinas consolaciones, conforme a los vaticinios de los profetas (cf. J el' 31, 13) y a las sentencias de Jesucristo: «Bienaventurados los que lloran ... » (Mt 5, 5);

5.0, resistir al enemigo como 10 practicaba David: «mientras ellos me

afligían, me cubría con cilicio» (Sal 34) y 10 confirma San Antonio Abad: «Creedme, hermanos, teme sobremanera Satanás las vigilias, las oraciones y los ayunos de las personas piadosas;

6.0, ofrecer a Dios un Sacrificio místico de todo nuestro ser, según lo

encarga el Apóstol: «Que ofrezcáis vuestros cuerpos a Dios en hostia viva, santa, agradable a Dios ... » (Rom 12, 1);

7.°, imitar la Pasión de Jesucristo y participar de ella ... , según la idea de San Pablo: «Suplo en mi carne 10 que resta de los sufrimientos de Cristo» (Col 1, 24) (163).

En el séptimo escalón de la penitencia alcanza su vértice y su razón de ser. Una razón definitiva, cristológica. Pero todavía, partiendo de ahí, cabe señalar dos proyecciones: una, a la vida mística; otra, al apostolado.

(159) Suppl., q. 3, a. 1. (160) lb., 15, 3. (161) Gál 6, 14. (162) nI, q. 85, a. 2 ad 1 y a. 3 ad 1. (163) F. NAVAL, Curso de Teología Ascética y Mística. Madrid, 19487, p. 135-136.

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N os hundimos de nuevo en el misterio de Cristo. En él se explica el pe­queño misterio de las penitencias de las almas enamoradas; en él se si­túan para lanzarse a un apostolado de amor consustancial y de peregrina eficacia.

Si la penitencia es un resorte imprescindible de la vida y de la acción cristiana, hay que aquilatar finalmente su naturaleza insistiendo en su aspecto interior, que es el móvil de los ejercicios exteriores (164); y tam­bién de la función de la prudencia en toda la actividad penitencial (165).

Entendida y enfocada así la penitencia, no hay por qué extrañarse que los maestros de espíritu carguen la mano en la recomendación de las prác­ticas mortificadoras. «¿Por qué hay tan pocos contemplativos?», pregunta el P. Arintero, que concede gran importancia a la cuestión. Y responde: «si son tan pocos los que alcanzan la inapreciable gracia de la contem­plación y la vida mística, es porque los más no quieren resolverse a entrar por la angosta puerta de la abnegación cristiana ni abrazar con amor cada cual su propia cruz para poder seguir a Cristo por su estrecho cami­no» (166). Un camino de negaciones, de abnegación de sí, de conforma­ción con Cristo.

El gran maestro de la «restauración mística española» no está solo en este punto. La tesis es clara: escasean los místicos porque no abundan los ascetas. Que es igual a decir: sin ascétioa, no hay mística.

Doctrina-ooncluyo-respaldada por la autoridad de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, para no recurrir más que a las águilas; doctrina que corrobora la Iglesia en la «praxis» de beatificaoión y oanonización de los «Siervos de Dios». Doctrina, en fin, que va a guiarnos en la exégesis psicológico-mística de las «penitencias» de la Vizcondesa de Jorbalán.

Valoración psicológico-mística

Al asceta de hoy, al humanista moderno-laico o clérigo-Ie sorprende que la dama de la «high life» de Madrid y París, mudando vida, se des­troce con tan inexorable ahinco. Estupor nos causa verla subir alegremen­te por un «vi a crucis» de empinados repechos humanos, de «renuncias» absolutas, de soledades inhóspitas, de mortificaciones sin cuento. Y sube sin desmayo, intrépida, en alaaa línea recta.

La explicación es obvia: sin cilicios y llagas no hubiese escalado las

(164) In IV Sent., d. 14, q. 1, a. 4, q1. 1 ad 1. (165) nI, q. 84, a. 8; q. 85, a.3 ad 4. SantaTeresa de Jesús confirma reiterada­

mente la doctrina penitencial que estamos exponiendo en dos puntos esenciales: 1;0 El anhelo que sienten las almas generosas de hacer penitencias (cf. Moradas 5, 2; 6, 4; 7,2), que es "grandísimo", "no las sienten casi" y "deleitable"; 2.° La mode­ración como valla de muchas indiscreciones "sin camino ni concierto" en que caen los imprUdentes (cf. Camino, 10, 6; 19, 9; 39, 3), sobre todo los "que tienen humor de melancolía" (Fundaciones, 7, 3).

(166) J. G. ARINTERO, Cuestiones Místicas. Madrid, BAC, 1956, p. 350.

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cimas de la santidad. Advierte el P. Naval-y la advertencia es válida para el asceta de hoy, para el cristiano de la calle, para el «místico moderno», humanista o no-que las razones aducidas para probar la necesidad y pro­vecho de los ejercicios penales, «son absolutas y tienen idéntico valor para todos los tiempos y civilizaciones». Y la argumentación que invoca es con­tundente: «las pasiones humanas que se han de subyugar son las mismas en todas las épocas, el cielo que se ha de ganar tiene igual precio que antes y la ley de Jesucristo no ha variado ni variará nunca. Y santos hay ahora que prueban, como lo probaron los del tiempo de Santa Teresa, que la naturaleza humana puede muy bien llevar esta carga» (167). Santos hay: sin querer, pensamos en las manos finas, sobrenaturales, de la Viz­condesa, atareadas en labrar el capullo de seda de la santidad: «Veis aquí,

"diría Santa Teresa de Jesús, lo que podemos, con el favor de Dios, hacer, que su Majestad, mesmo sea nuestra morada, labrándola nosotras». A «este trabajillo, que no es nada», junta Dios su grandeza y le da «tan gran valor, que el mesmo Señor es el premio de esta labor. Y ansÍ como ha sido el que ha puesto la mayor costa, ansÍ quiere juntar nuestros trabajillos con los grandes que padeció su Majestad, y que todo sea una cosa. Pues, ea, hijas mías, priesa a hacer esta labor y tejer este capuchillo, quitando nuestro amor propio y nuestra voluntad, el estar asidas a ninguna cosa de la tierra, poniendo obras de penitencia ... Muera este gusano ... y veréis cómo vemos a Dios y nos vemos tan metidas en su grandeza, como lo está este gusanillo en este capullo» (168).

El párrafo es todo de seda y gracia. Podría servirnos para prologar la aplicación de los criterios teológicos, sumariamente estudiados páginas arri­ba, al mundo interior y penitente de la Vizcondesa de Jorbalán. Santa Teresa es el prototipo de las santas fundadoras. El P. Cámara llamó a Santa Micaela «Moderna Teresa de Jesús, de tantos lances y brillantes he­roísmos» (169). Quizá la tentación de robar el nombre a la santa para vestir con él a otras santas halle aquÍ disculpa, pues la Vizcondesa se le parece en muchas cosas y, desde luego, sintió por ella admiración y de­voción nO comunes (170).

Sea lo que fuere, subrayamos en el campo concreto de la «psicología mística» de Santa Micaela los valores principales de su vida penitencial:

l. El salto psicológico de un modo de vivir acordado con una refi­nada educación y con un innato temperamento fruitivo a un modo de vivir alineado en la Cruz y en lás cruces. Repetidas veces se ha hecho alusión intencionada a las dotes, exquisitas dotes, con que la naturaleza adornó el alma de esta mujer; se ha descrito la clase social a que pertenece, el género de vida que desarrolla, que resultó a juicio de la protagonista, una rara mezcolanza de «high life» y de «obras de misericordia». El clima

(167) F. NAVAL, O. C., p. 137. (168) SANTA TERESA, Moradas 5, 2. (169) CÁMARA, I, v. (170) Cf. A 289-291; en 1862 se fue a Avila, a ver a la Santa. La hospedó el

P. Blanco OP, Obispo a la sazón de la ciudad. De él escribe: "Es una alhaja en virtud, talento y celo". Relaci6n viaje a Cestona, p. 6.

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mundano-bailes, arpa, seda-sin estar carcomido por la malicia, dista mucho de la santidad; tanto como las «obras de misericordia», que obe­decen a una ley de filantropía muy común en los espíritus «nobles», de la genuina caridad.

El «adiós» a ese modo de vivir fue lento, penoso. De la «high life» de la «reina mora» a la «via crucis» de la «loca» no se pasa sin penitencia. y para abrazar las cruces penitenciales es menester un gran corazón, amén de la gracia divina, que hay que suponer en cualquier empresa de santi­dad. De cómo se «mortificaba» nos dejó testimonios sobrados.

Se da, por consiguiente, una conversión a Dios. Una «conversión» que es llanto y fuego.

2. El llanto espiritual por la «vida pasada»-por los pecados de la vida anterior-es característico, en sentido penitencial, de la Vizcondesa «convertida». Una luz divina ilumina los rincones de los actos humanos para ver su miseria. Según el axioma tomista, cuanto más perfecto es uno en la vida espiritual, tanto se considera más imperfecto. «Sentía grandes deseos de hacer penitencia (171); sentía «dolor sobrenatural», declara rei­teradamente (172).

En la psicología de los místicos, la purificación activa entraña una voluntad de hierro. Ahí está «todo el mayor trabajo», dice Santa Tere­sa (173); y es un trabajo inaplazable, remacha San Juan de la Cruz: «Aquí nos conviene notar la causa por qué hay tan pocos que lleguen a tan alto estado de perfección de unión con Dios: en lo cual es de saber que no es porque Dios quiera que haya pocos espíritus levantados, que antes que­rría que todos fuesen perfectos, sino que halla pocos vasos que sufran tan alta y subida obra, que como los prueba en lo menos y los halla flo­jos, de suerte que luego huyen de la labor, no queriendo sujetarse al me­nor desconsuelo y mortificación, obrando en maciza paciencia, de aquí es que no hallándolos fuertes y fieles en aquello poco que les hacía mer­ced de comenzarlos a desbastar y labrar ... , no va adelante en purificarlos y levantarlos» (174).

La colaboración personal en la tarea es requisito doloroso. Después vienen los toques diví11los, las purificaciones pasivas, la acción del Espí­ritu, que quema a fuego las escorias remanentes.

En muchísimos pasajes de los escritos autobiográficos describe la Viz­condesa cómo le quemaba y se quemaba penitencialmente, sobrenatural­mente. Y subraya cómo la «mayor costa» la ponía el Señor, trocándosele en gozo el sufrimiento (175). La experimentadísima Teresa resalta también cómo, en la vida penitente, cuando actúa el Espíritu, «lo más es go­zar» (176).

(171) Cf. A 23 s., 109, 43, 457, 471. (172) Cf. lb., p. 29; ER 11. (173) Vida, 11, 5. (174) Llama, Cane. 2, 27; ef. Subida, 2, 6-7; Noche, 1, 11, 1. (175) F 4; A 27, 63-64, 100. (176) Vida, 11, 5.

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La dimensión activo-humana y su inmediato entronque pasivo-divino aparecen en Santa Micaela con toda claridad. Fijémonos en un pasaje de la Autobiografía, cuando aún se hallaba en los principios: En París, en la iglesia parroquial de San Felipe del Rul, en la fiesta del Espíritu Santo, sentí «una luz interior que obró en mí efectos muy marcados; una especial devoción a esta fiesta, en la que siempre, desde entonces, recibo del Señor algún favor especial; una luz muy clara de esta misteriosa venida, y los efectos que produce en el alma, que con fe y amor se prepara para ella ... ; sentí un cambio de inclinaciones y una fuerza superior para vencerme en todo: presencia de Dios continua, sin estudio ni violencia, un ansia que me devoraba por hacer oración, de modo que la hacía cinco y siete horas al día y siempre me hallaba muy fervorosa en ella y fuera de ella: que me producía gran dolor de mis pecados, muy frecuente los lloraba amar­gamente, sin saber después en nueve años lo que era sequedad o tibieza; todos estos efectos los adquirí este día del Espíritu Santo en un punto, sin darme cuenta yo misma de lo que me pasaba, no sé qué sentí, pero no se me ha borrado del alma jamás la impresión que sentí este día, que es para mí uno de los más señalados. Después me quedó un vehemente deseo de hacer penitencia, y la hice continua por espacio de cinco años seguidos, y por fuertes que las inventara e hiciera, no me satisfacían, pues quitaba el Señor la parte más dolorosa, de modo que me quedaba como si nada hiciera; y me acontecía estos años que, cuando no podía hacerlas por razones ajenas de mi voluntad, las sentía en mi cuerpo, más marca­damente que cuando las hacía, y no sabía debía dar cuenta antes de hacer­las» (177).

En este pasaje descubre la Vizcondesa dos cosas: Primero, su inmer­sión en el mundo «pasivo» de la vida sobrenatural, en ese mundo de clima acalorado y viento sutil del Espíritu; segundo, el resorte hondo de sus asombrosas penitencias, que se dispara insensiblemente, que vibra al «to­que suave» de la gracia. Es el amor. Es el amor divino el que siembra en el alma la comezón penitencial. ¿Por qué ¿Para qué?

Una explicación de esta fenomenología la hallamos en el esquema mís­tico de San Juan de la Cruz. No se trata, en realidad, de otra cosa que de las <<noches» o «purificaciones» pasivas; atrás se quedan las activas, con su sabor ascético; ahora el alma en el proceso de transformación psicoló­gico-sobrenatural, siente un fuego más penetrante que la quema: es el fuego del Espíritu, fuego acrisolador, cuyo fin es precisamente «disponerla» para la unión de amor». Y no puede lograrse la «unión» sin que el alma se ponga a nivel con Dios. De ahí la tensión, de frente, en lo alto, Dios; a la espalda, a ras de tierra, la vida humana, con su cortejo de barro y miseria; de pecado. La «sensibilidad» del amor divino, que anida como una llama en el alma, la proyecta en anhelo al Amado; y, en contraste, la sensación de lejanía, de pecado. La Vizcondesa, pura sensibilidad para lo humano y para lo divino, no fue una pecadora; sus disipaciones están enmarcadas por la condición social de familia, y atenuadas por la ingenuidad y el gran

(177) A 26-28.

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corazón. Necesita, con todo, una «purificación» intensa, que emprende al filo de la «conversión».

Mudanza de vida (178): en el aspecto externo el cambio es relativo; en la intimidad, profundo. Encerrada en la iglesita de Spa, «me hizo ver el Señor ... tan claramente los pecados de toda mi vida, que ... me traspasó el corazón de pena ver muy claramente lo que con ellos había ofendido a Dios, y, deshecha en llanto, me sentía morir de pena, y, como me creía sola, por tener yo la llave, di rienda suelta a mi dolor; pero ¡qué susto me llevé al ver de pronto entrar al Señor Cura párroco, mi confesor ... 1 se lo conté todo con amargo llanto, y me dijo que no temía en asegurarme, en nombre del Señor, estaban perdonados mis pecados y que era, a su juicio, el mayor favor que el Señor me había hecho» (179).

La «experiencia» de la iglesita de Spa nos hace entrever la «transfor­mación» de vida. «Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: andad, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad» (180).

3. Por el camino penitente, en la luz de una vida renovada en amor, va ya la Vizcondesa. Pero va en humildad. Piedra de toque de la santidad. Obediente a las inspiraciones de la gracia, con la zozobra de poder equi­vocarse, sumisa a la dirección espiritual. Una de las mayores penitencias consiste en escribir la relación de sus penitencias (181): exquisita humildad. Desnudez en el apetito, recelo en errar, «abatimiento interior de humildad» son señales del buen espíritu, indicadas por San Juan de la Cruz (182).

4. Va también en heroísmo. La vida penitente de la Vizcondesa está constelada de heroísmos. El amor es así: superador de obstáculos, vence­dor de la muerte (183). En mil ocasiones descubre Micaela el temple he­roico: en la soledad que la circunda, cuando la sangre y los amigos la abandonan:

«Rodéanme toros en gran número, cércanme novillos de Basán; abren sus bocas contra mí...» (184);

en el desprendimiento real de sus alhajas, de sus riquezas, de su caballo, de su arpa, de sus sedas ... ; en el desprendimiento de sí misma, que inmola el propio <<yo>>-un «yo» fuerte- en aras de la voluntad ajena; de su cuñada, por ejemplo: <<ofrecí a la Virgen obedecer a mi cuñada como si fuera mi Superiora; y jamás, en los años que vivimos juntas después, ni la menor resistencia a nada de 10 que indicaba» (185); en las difíciles si-

(178) A 171. (179) A 109. (180) El 5, 8-9. (181) Cf. P 48. (182) Cf. Vida y Obras M San Juan de la Cruz. Madrid, BAO, 19645, p. 995-996. (183) Cant 8, 6; cf. 1 COI' 13, 8. (184) Sal 21, 13-14. (185) A 106.

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tuaciones en que la ponía la fundación y régimen de una «comunidad» de mujeres «desamparadas», que la llegaron, incluso, a envenenar (186); en los cotidianos ejercicios de la misericordia con los pobres y enfermos, al­guna vez o muchas veces repugnantes, como cuando llevó a su cuñada a visitar el hospital de San Juan de Dios: «Como yo deseaba que mi cu­ñada hiciera obras de caridad y viera las necesidades, la llevé un día al hospital; ... había una mujer cuajada de lepra de medio cuerpo arriba, que pedía le hicieran la cama; nadie se determinaba; y yo al fin me resolví, figurándome que era el Señor representado por aquella infeliz cubierta con una coraza de costras hediondas:

-Yo le haré a usted la cama ... -Hermanita-me dijo-yo la echaré a usted los brazos al cuello y así

me coge usted por debajo del cuerpo. Metí mis manos en aquella balsa de materias y fue tanto el esfuerzo

que hube de hacer que me desollé las manos ... ; hice la cama ... ; la volví a colocar del mismo modo, y di gracias a Dios que me dio fuerzas y un valor justo, muy justo; pero ¡qué gozo sentí después, pues se imprimió fuertemente en mi corazón que era el Señor el que había cogido en bra­zas!» (187); en el sacrificio de renunciar a recibir la Comunión, que era, indiscutiblemente, el más desgarrador (188); etc.

La inmersión en el misterio de la Cruz es cada vez más absoluta, res­plandece más, se purifica más. Hay textos en la Autobiografía que insisten en la visión sobrenaturalmente penetrante de la Pasión (189). De ahí sacará energías para superar las circunstancias: «Las calumnias y ataques al Co­legio y a mí eran como unas espuelas que me animaban a trabajar, como si empezara entonces, con un ánimo y fortaleza invencibles en lo humano, y jamás tuve una tentación de dejarlo y marcharme a mi casa por penosas que fueran las circunstancias que me rodearan. La casa fue siempre un gran tormento para mí, la poca luz me dejó casi ciega, la humedad me llenó de dolores ... » (190).

(186) er. P 41. (187) A 465. (188) F 9; P 40-41. (189) Cf. A 29, 32, 165, 304, 368, 373,. 385. Las penitencias que hace le parece

"no son nada en la realidad, comparadas con lo que Jesús sufrió por mis pecados": P 3. Nótese el alcance místico del siguiente pensamiento aquiniano: "Ad hoc quod consequamur effectum Passionis Christi oportet nos ei configurari". III P., q. 49, a.3 ad 2.

(190) A 362. "Malvendí mis alhajas para dar de comer en los primeros años, que en siete años nadie ha querido ayudarme". P. 13. En la adversidad, se crecía, acudía a Dios. Un Obispo llegó a aconsejarle: "Cierre usted su casa [de "desampa­radas"], y no sea usted tonta; cásese usted ..... "Y yo, cuantos más ataques, más firme; jamás he tenido tentación de dejarlo (aún son pocos para mis pecados, me decía yo a mi misma), y ¡cómo se pide y acude una a Dios cuando se ve atribu­lada!": P 15-16. Mujer de carácter, de personalidad robusta, es, sin embargo, mansa cordera. Los rasgos fuertes-genio, orgullo-se cruzan con los rasgos virtuosos -obediencia, humildad-: "Yo no sé cómo soy; hay en mí un compuesto original: si son pecados, todos los tengo. Si son virtudes, todas me faltan ... Avisos, todos me sirven; consejos, todos me cuadran": ER 84.

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5. El desemboque final de la vida penitente fue la abismación mística. Ahí, en la llama casi ininterrumpida de amor, paran los santos. Abisma­ción que se solaza en una continuada teoría de favores divinos-minucio­samente relatados por ella, a ruego y orden de los confesores (191)-y se hunde en el mar sin riberas de la contemplación trinitaria: «Muchas veces me ha dado el Señor gran luz para meditar el misterio de la Santísima Trinidad. Y una vez escribí todo lo que entendí de este Misterio, por ver si había algún error que, después que pasa, temo yo no iré bien ... ; no es posible, después que pasa el tiempo, decirlo, como lo comprendía y siento al meditarlo. Y no se puede escribir bien a sangre fría sobre la Santísima Trinidad» (192).

¡Soberana intuición! Lo que el místico experimenta en la «claro-oscu­ridad» contemplativa no se puede contar, no se puede escribir a «sangre fría». La espontánea confesión coincide exactamente con el pensamiento de San Juan de la Cruz: «falta lenguaje» y «con dificultad se dice algo de la sustancia, porque también se habla mal en las entrañas del espíritu si no es con entrañable espíritu» (193); y de modo más tajante: «sería ig­norancia pensar que los dichos de amor en inteligencia mística ... con al­guna manera de palabras se pueden explicar» (194).

La abismación mística es una cumbre luminosa; las almas abismadas con trabajo y dolor se apartan de ella; no es otra la razón del fenómeno descrito en la Autobiografía: una irreprimible inclinación a la vida con­templativa (195).

6. La vida penitente conduce a la unión mística; y la unión mística es frugífera. La historia de la Vizcondesa de Jorbalán fue en extremo feraz. Una «obra»-una institución-, que mil contrariedades parecían suficien­tes para hacerla morir, aún en vida de la protagonista, arraigó y ramificó prodigiosamente la Iglesia. Por los frutos conocemos el árbol (196). Y los frutos, ahí están, representándonos «al vivo ... el inmenso bien que en su apostolado y en sus obras de celo hacen en el mundo las almas verdadera­mente unidas con Jesús, comunicando a otros lo que han contemplado y llevando a todas partes el mensaje de paz. A su paso todo parece que recobra vida; una sola de estas Sulamitis divinas basta a veces para pro­ducir una profundísima y extensa reforma. El fuego que en sus pechos

(191) Cf. A 26, 107, 124, 162, 188, 273,.382, 385, etc. En realidad, la Autobiografía está entreverada de "favores divinos". En 1860 empezó a escribir una Relación de los más singulares durante los ejercicios espirituales de otoño (octubre), obediente a la indicación del P. Cumplido. Aunque son numerosísimas las gracias de este género, adviértase que, por temor a equivocarse, las sometía al juicio de los con­fesores y, en el orden práctico, se gUiaba por la obediencia más que por los ca­rismas.

(192) A 387. (193) Vida y obras, p. 826. (194) lb., p. 626. (195) A 366 (" ... me aficionaba tanto a la vida contemplativa, que decía el

Padre dejaba la activa"). (196) Cf Lc 7, 7; Mt 6, 16, 20, 43.

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llevan prende en muchos corazones y tiende a causar un incendio divi­no» (197).

Estas palabras, escritas en sentido ancho por un comentador del Cantar de los Cantares nos sirven de broche de oro para cerrar la glosa.

Si agavillamos rápidamente el testimonio autobiográfico de la Vizcon­desa de Jorbalán arroja las siguientes conclusiones; 1) mujer de peregri­nas cualidades humanas y de alta posición social, vive al ritmo mundano cristiano de su casta hidalga (198); 2) se produce luego la «conversión y mudanza de vida» (199); 3) a raíz de la conversión le quedó en el alma «un vehemente deseo de hacer penitencia por mis pecados y la hice con­tinua cinco años seguidos; y por fuerte que las hiciera, el Señor quitaba la parte más penosa, y me quedaba con más deseos de sufrir» (200); 4) las purificaciones pasivas prosiguen, pues «Dios me quería quitar todo arrimo humano y consuelo de las criaturas» (201); 5) abismada en la unión, los confesores le mandan aflojar los ejercicios penitenciales (202); no son ya necesarios; las llamas del amor surgen solas con ímpetu incoercible.

(197) J. G. ARINTERO, El Cantar de lo~ Cantares. Exposición mística. Salaman-ca, 19583, p. 542-543.

(198) "Como yo llevaba una vida tan original"; A 19. (199) lb., 198. "No soy la misma". CA 1 n. 163. (200) F 4. El contraste de la vida disipada con la vida penitente se podría sim­

plificar con un sinnúmero de anécdotas. Recordemos algunos testimonios: 1.0 "Como he pasado tantos afios quitando las molestias de la vida, hace afios resolví aceptar las incomodidades que se presentasen. Tenía ratones en mi celda, y ofrecí aceptar esta penosa compafiía; se subían a mi cama, andaban por cima y bajo mis al­mohadas; pedía a Dios me ayudase a vencer esta repugnancia y, al mes, estaba tan hecha a mi gente que dormía y los espantaba tan sólo cuando me llegaban a la cara y tiraban del pelo; y un día se hallaron que tenía en el jergón cría": P 40; 2.° "Tenía una muy fervorosa alma, y la convencí me diese disciplina con toda su fuerza ... ; perdió el tino y con tal fervor lo hacía que llegué a estar toda hecha un cardenal": P 5; 3.° "Creía mi cMada que yo tenía la aversión de siempre a los malos olores; y como un día en París halló en mi cuarto muchas ortigas, me pre­guntó para qué las tenía, y le dije eran muy sanas y purificaban; y, como ella creyera era el aire de malos olores, tenía el cuidado me las pusieran siempre frescas en mi cuarto; lo que me daba risa, pues nadie sospechaba fueran para penitencia": A. 143; 4.° En días de epidemia, se desvelaba por cocer los "peroles" para sus cole­gialas: "ninguna enferma murió; la convalecencia fue larga y costosa, y, como yo sé guisar muy bien, les hacía platos apetitosos para las desganadas ... ; y mis pa­rientes y amigos preguntaban desde el coche al portero: -¿Vive la Superiora? -Sí... .. .Pues dígala usted que como lo hace por su gusto no la compadecemos": A 414; cf. p. 368.

(201) A 299. No quisiera que el lector se formase un concepto peyorativo de la familia de la Vizcondesa de Jorbalán. El "abandono" en que la dejan y la ma­chacona lucha por obligarla a desistir de su propósito son ciertos. "En mi casa no gustaban mucho del Colegio~ resolvieron no ayudarme con sus limosnas": A 223; incluso se "alegraban" que le Iuesen mal las cosas. La actitud, sin embargo, pro­cedía del orgullo de casta y también del afecto: cf. P 26. Su hermano fue el más intransigente; la cufiada se mostró más compasiva, la acompafió alguna vez (cf. A 204), la visitaba al anochecer, porque no quería ni ser vista ni ver "esas mujeres, como ella las llamaba" (A 306).

(202) Cf. ER 78.

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Admira el llanto, el ritmo, el fuego de su vida penitente. La soledad de sus lágrimas:

«l vo piangendo i miei passati tempi» (203). La entrega a Dios: la vida religiosa es un holocausto (204). Un incen­

dio de amor. Y, al verla en la cumbre, no se pierde de vista la terrible es­calada.

Es el camino único de la santidad. Advertía San Juan de la Cruz: Si alguno te persuade «doctrina de anchura y más alivio, no la crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros; sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas; y jamás, si quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque sin la cruz» (205). Y nos resuenan en el alma, tal vez dormida, no los versos de Jorge Manrique, sino la admonicion del himno li­túrgico de la primitiva Iglesia: «Despierta, tú, que duermes, y levántate de entre los muertos: y te iluminará Cristo» (206).

A. HUERGA OP Pontificia Universidad de Santo Tomás. Roma.

(203) F. PETRARCA, II Canzoniere. Milano, Rizzloli, 1954, p. 405. (204) Cf. S. GREGORIO MAGNO, Homiliarum in Ezequielem, II, 8: PL. 76, 1037;

cf. F. SEBASTIÁN AGUILAR, O. C., p. 202-203. (205) Vida y obras, ed. cit., p. 991. (206) Ef 5, 14.