La Virtud de La Caridad

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LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA CARIDAD La fidelidad de caridad del cristiano (COZZOLI, MAURO, Etica Teologale, Milano, Ed. Paoline 1991, 153-245. Traducción del profesor) La ontología agápica trinitaria de la caridad es axiología ética de la caridad. La agape fontal divina, constitutiva del ser cristiano, ilumina objetivamente la conciencia y mueve subjetivamente la libertad como deber-ser agápico. La caridad es el deber-ser normativo de la conciencia y habilitador de la libertad cristiana. La caridad es la norma nueva, superior, unificante de toda la ley, y la virtud plasmadora y polarizadora de la libertad cristiana. “Vivan en la caridad como Cristo los amó” (Ef 5,2): es el imperativo ético consiguiente al indicativo meta-ético del ser-en-la-caridad-divina. Para Juan es el “mandamiento nuevo” (Jn 13,34; 1Jn 2,8), expresado por la novedad de vida traída por el Señor. Mandamiento-tarea, no precepto: se lo designa, en efecto, con el término entolé, que expresa una exigencia de revelación-gracia, capaz de manifestar toda la existencia cristiana; a diferencia del término nomos, que expresa una ley prescriptiva externa. La caridad es la fidelidad ética del ser agápico: la resonancia operativa de la caridad de Dios en nosotros. 1. LA CARIDAD ES DE DIOS La caridad no es el amor simplemente humano: un afecto, una benevolencia, una filantropía, una solidaridad... adquirida o producida por el hombre. Tampoco es pura expresión y exigencia de convivencia, comunicación y sociabilidad interhumana. La caridad es Dios y participación del hombre en el ser agápico divino. “Dios es amor” (1Jn 4, 8 .16): esta es la esencia y el centro de donde mana. “La caridad es de Dios” (1Jn 4,7): el cristiano no ama con un amor suyo, sino con el mismo amor de Dios que El le ha comunicado. La caridad de Dios en nosotros es charis : gracia. Son dos los “lugares” en los cuales la caridad de Dios se ofrece al hombre y éste participa de ella: la cruz y el bautismo, expresiones respectiva y específicamente de la misión del Hijo y del Espíritu. 1.1 La caridad donada por la cruz

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LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA CARIDAD

La fidelidad de caridad del cristiano

(COZZOLI, MAURO, Etica Teologale, Milano, Ed. Paoline 1991, 153-245. Traducción del profesor)

La ontología agápica trinitaria de la caridad es axiología ética de la caridad. La agape fontal divina, constitutiva del ser cristiano, ilumina objetivamente la conciencia y mueve subjetivamente la libertad como deber-ser agápico. La caridad es el deber-ser normativo de la conciencia y habilitador de la libertad cristiana.

La caridad es la norma nueva, superior, unificante de toda la ley, y la virtud plasmadora y polarizadora de la libertad cristiana. “Vivan en la caridad como Cristo los amó” (Ef 5,2): es el imperativo ético consiguiente al indicativo meta-ético del ser-en-la-caridad-divina. Para Juan es el “mandamiento nuevo” (Jn 13,34; 1Jn 2,8), expresado por la novedad de vida traída por el Señor. Mandamiento-tarea, no precepto: se lo designa, en efecto, con el término entolé, que expresa una exigencia de revelación-gracia, capaz de manifestar toda la existencia cristiana; a diferencia del término nomos, que expresa una ley prescriptiva externa. La caridad es la fidelidad ética del ser agápico: la resonancia operativa de la caridad de Dios en nosotros.

1. LA CARIDAD ES DE DIOS

La caridad no es el amor simplemente humano: un afecto, una benevolencia, una filantropía, una solidaridad... adquirida o producida por el hombre. Tampoco es pura expresión y exigencia de convivencia, comunicación y sociabilidad interhumana. La caridad es Dios y participación del hombre en el ser agápico divino. “Dios es amor” (1Jn 4, 8 .16): esta es la esencia y el centro de donde mana. “La caridad es de Dios” (1Jn 4,7): el cristiano no ama con un amor suyo, sino con el mismo amor de Dios que El le ha comunicado. La caridad de Dios en nosotros es charis : gracia.

Son dos los “lugares” en los cuales la caridad de Dios se ofrece al hombre y éste participa de ella: la cruz y el bautismo, expresiones respectiva y específicamente de la misión del Hijo y del Espíritu.

1.1 La caridad donada por la cruz

“La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). La cruz es la síntesis y la cumbre de la misión agápica de Cristo: revelación donante del amor de Dios. “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3,16; cfr. 1Jn 4,10; Rm 8,32). El don del Hijo -el agapêtos- es la máxima expresión y, por eso, escatológica (última y definitiva) de la caridad del Padre. En su vida pro-existente se hace presente de modo efectivo el amor redentor de Dios. Jesús es el amor encarnado. Su aproximación a toda miseria humana, física y moral, es la expresión categorial, en los evangelios, del amor de Dios que se hace presente y operante en su persona. La enseñanza que acompaña sus acciones, revela el rostro amoroso de Dios, como el del Pastor que busca la oveja perdida (Mt 18,12-24; Lc 15,4-7), del Padre que abraza al hijo pródigo (Lc 15, 11-32), que colma de sus beneficios a los buenos y a los malos, justos e injustos (Mt 5,45) y se preocupa amorosamente de sus hijos (Mt 6,28-34; Lc 12,27-31).

El rostro amoroso del Padre se hace visible en la humanidad de Jesús, el Hijo entregado por amor (cfr. Jn 3,16; 1,18; 12,45). En el corazón de Cristo late el corazón de Dios: el amor con que el Padre ama al Hijo es el amor

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que nos ha donado el Hijo (cfr. Jn 15,9). Este amor se expresa en toda la existencia de Cristo por nosotros: en la encarnación (cfr. Fil 2,7), en la misión (cfr. Hch 10,38) y, sobre todo, en la cruz: “los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). El Hijo entregado por nuestra vida (cfr. 1Jn 4,10) es la total manifestación de la caridad de Dios; el don de la vida en obediencia al Padre por nosotros es la total manifestación de la caridad del Hijo (cfr. Jn 15,13). La expresión más alta de la caridad es el amor que pierde por el amado: el amor que no sólo dona, sino que se hace don. Jesús vive su muerte como don de la vida. Es la máxima revelación del amor.

Haciendo memoria de Jesús, el cristiano conoce el amor y aprende a amar. Un amor que sólo es posible como revelación y gracia; que tiene las notas características de la caridad de la cruz. En primer lugar, la totalidad, como ausencia de toda reserva.

En segundo término, la oblatividad, como amor plenamente gratuito, sea en su origen (puesto que no está motivado por ninguna exigencia, ni requerido por ninguna necesidad), sea en su finalidad (puesto que no persigue ningún interés o ventaja). Es benevolencia pura (cfr. Rm 5,7-8): amor puramente donante (por parte del Amante) e inmerecido (por parte del amado).

Esta oblatividad tiene un carácter desbordante; la caridad de la cruz es de una grandeza que sobrepasa toda necesidad humana, nacida de la inaudita e incalculable generosidad de Dios (cfr. 1Co 2,9; 1,4-5; 2Co 2,8,9; Ef 2,7).

Otra nota es la publicidad y transparencia de la caridad de la cruz. Jesús muere, da la vida por amor, frente al mundo (cfr. Lc 33,38-39; Jn 19,37; Mt 5,14-15). El amor más humilde, silencioso y púdico, es el más abierto, luminoso y cautivante. Es el amor elevado sobre la cruz: signo transparente y atrayente de la caridad de Dios: “Cuando sea elevado en la cruz atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).

Señalemos, por último, la concretez y el carácter misionero de la caridad manifestada en la cruz. El amor más fiel a Dios es el más real y cercano al hombre. Esta concretez desconcertante de la cruz constituye su fuerza misionera: el “por nosotros” manifestativo y el “por nosotros” abarcativo y difusivo de la caridad. Es un “por nosotros” que rompe todas las fronteras y alcanza a todos los hombres porque tiene la amplitud de la universal caridad de Dios.

1.2. La caridad derramada en nuestros corazones

El otro “lugar” de encuentro de la caridad de Dios es el bautismo y, por medio de él, todos los sacramentos de la gracia. La caridad de Dios, manifestada en la cruz de Cristo, es derramada por el Resucitado, por el don del Espíritu, en el corazón de los creyentes (cfr. Rm 5, 5). La caridad subsistente en Dios -el Espíritu- se hace en nosotros caridad-gracia (charis) constitutiva de nuestro ser filial-agápico y dinamizador de nuestro deber-ser como libertad de caridad.

Configurado ontológicamente a Cristo, nuestro ser “encuentra su estatuto ontológico en la forma de existencia del Hijo que se expresa... como don que viene del Padre, que se acepta como don y que se realiza como respuesta viviente a este don” (BORDONI, M., Gesù di Nazareth, vol. III,p. 541). Nuestro hombre viejo y carnal, individualísticamente centrado sobre sí mismo, ha dejado paso al hombre nuevo y espiritual, recreado en la caridad de Cristo. La nueva ontología define la nueva axiología del cristiano.

El evangelio de la caridad, que penetra ontológica y axiológicamente nuestro ser, lo dispone para el deber-ser de caridad y lo capacita para la caridad de la cruz. Por la acción del Espíritu Santo, la caridad del Crucificado nos alcanza personalmente, penetrando nuestro ser y nuestro obrar.

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La caridad de Cristo llega a ser, así, la caridad del cristiano. Desde el punto de vista ético, esto tiene dos significados esenciales: El primero es que el evangelio de la caridad es la nueva ley o ley de la gracia que el Espíritu escribe en el corazón del hombre. La escribe ontológicamente como ser nuevo en Cristo y ser-con filial respecto del Padre, que suscita el deber-ser de amor del Crucificado. Así el amor no es un precepto impuesto teonomísticamente, sino exigido por la fidelidad ética al ser filial en Cristo. La caridad moral es irradiación exigente de la caridad ontológica: esta moviliza como amor toda la libertad del cristiano. Lo cual significa que la caridad no pueda ser considerada por el cristiano como un deber facultativo.

El segundo es que la caridad de la cruz es posible: por más exigente y difícil que sea, es también intensivamente realizable, porque el cristiano no se apoya sobre sí, sino sobre la acción liberadora y capacitadora del Espíritu Santo. La caridad de Cristo en nosotros no es obra nuestra sino “fruto del Espíritu” (Gal 5,22): “Dios nos ha dado un Espíritu de caridad” (2Tim 1,7). El Espíritu penetra interiormente al hombre, difundiendo la caridad en su corazón (cfr. Rm 5,5), haciéndolo “sintonizar” con el corazón abierto del Crucificado, haciendo posible la comunión de amor con El y con los hombres.

Aún en el plano meramente humano, no es posible amar sin ser amados: mediante las auténticas experiencias de amor el hombre supera el egocentrismo y el narcisismo infantiles y alcanza, en la apertura del amor, la madurez del adulto. En el Espíritu, hacemos la transformante experiencia de ser amados por Dios -”el amor con que tú me has amado esté en ellos” (Jn 17,26)- y, así, somos amantes. Esto es el cristiano: amante porque amado. Amante en el amor mismo de Cristo, que lo constituye y lo capacita para la caridad.

La efusión bautismal del amor de Dios en nuestros corazones introduce al cristiano en la economía sacramental de la caridad-charis, eficazmente significada por cada uno de los signos de la gracia.

En primer lugar, los sacramentos que completan la iniciación cristiana: la confirmación crismal en la caridad bautismal, que suscita la misión y el testimonio, y la eucaristía. En el signo del pan y del vino, Jesús ha concentrado toda la caridad de la cruz: es el sacramento del cuerpo dado y de la sangre vertida “por nosotros”, o sea, del amor sin límites que lleva a Jesús a ofrecer su vida. Mucho más que un recuerdo de su amor insuperable, es su actualización y comunicación sustancial. Esta inherencia eucarística de Cristo en nosotros significa nuestra participación en el amor del Padre por el Hijo, y nuestra habilitación para traducir la fidelidad obediente y testimoniante de Cristo. En el memorial de la Pascual, la caridad del Crucificado pasa a nuestra vida, des-centrándonos del yo egoísta y constituyéndonos en la libertad y fidelidad de abnegación, oblatividad y comunión. Comulgar con el cuerpo y la sangre de Cristo, significa llegar a ser pan partido, ofrecido a Dios por la vida del mundo.

La efusión pneumática del amor de Dios se completa con los otros sacramentos que marcan la vida cristiana. En relación con el pecado, que interfiere como apartamiento o inversión de la caridad vivida, el sacramento de la penitencia significa la conversión a la caridad y la reconciliación en ella. En determinadas situaciones o estados de vida del cristiano, la caridad será participada por el sacramento de la unción de los enfermos: como especial comunión con el amor sufriente y lleno de esperanza del Crucificado; por el sacramento del orden sagrado: como conformación ministerial con la caridad sacerdotal de Cristo; y por el sacramento del matrimonio: como participación de la unión del hombre y la mujer en la caridad esponsal de Cristo y la Iglesia.

Estamos en la economía de la gracia, no de la ley. La caridad no es un precepto exigido coactivamente: es un don de salvación, que mueve la libertad como tarea y fidelidad. Caridad es ser amados por Dios: amor de Dios que nos constituye en amantes. Amar es irradiar y difundir la caridad de Dios que está en nosotros: es fidelidad a Dios, a su amor; es fidelidad a nosotros mismos: al amor de Dios en mí, a lo que su amor ha hecho de mí. Por esta razón, el negarse a amar no es una mera transgresión de un mandamiento, sino un acto que desconoce (en sí) y destruye (en mí) el amor de Dios. “Nosotros amemos porque El nos amó primero” (1Jn 4,19): el amor es exigencia

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interior del ser amados por Dios, que mueve como fidelidad -habitus de caridad- nuestra libertad.

2. UNA SOLA CARIDAD

Decir con san Juan que “la caridad es de Dios” (1Jn 4,7) es decir que ella nos hace capaces de aquel amor con el cual Dios os une filialmente con él. La misma caridad me hace estar en comunión filial con Dios y me introduce y me induce a amar: es en mí principio fontal y dinámico de caridad, al mismo tiempo del amor a Dios y del amor al prójimo.

La caridad de Dios en nosotros es amor a Dios : amor con el que el hombre responde a la caridad de Dios. Es la primera exigencia de la tôrah, expresiónd e fidelidad a la elección y alianza divina (cfr. Dt 6,5), indicada por Jesús como el “primer” mandamiento (cfr. Mc 12,30). Los salmos cantan este amor (cfr. Sal 18,2; 116,1), invitan a practicarlo (31,24). En los profetas asume la forma de la fidelidad de la esposa, del hijo, de la oveja, al Dios que se ofrece como esposo, padre y pastor. En el NT la caridad es amor filial al Padre en sintonía con el Hijo por el Espíritu (cfr. Jn 14,31; Rm 8,15; Gal 4,4-6); es también amor a Cristo, en cuanto en su rostro resplandece el del Padre (cfr. Mt 10,37; Lc 14,26; Jn 21,15-17; 1Co 16,22; Ef 6,24; 1Jn 5,1). Orar es entrar en diálogo temático de amor con Dios.

Al mismo tiempo, la caridad de Dios en nosotros es amor al prójimo. Para Juan son un solo mandamiento divino (cfr. 1Jn 4,21); en Lucas expresan la única exigencia para heredar la vida (cfr. Lc 10, 25-28); para Mateo el precepto de amor al prójimo es “semejante al primero” (cfr. Mt 22,34-40); para Marcos las dos exigencias de la ley, juntas, constituyen el “mandamiento más importante” y la garantía de pertenencia al reino (cfr. Mc 12,28-34).

Amistad del hombre con Dios, la caridad es relación agápica con Dios y con todos los llamados a la comunión con él. Una única caridad une (caridad ontológica) e induce a amar (caridad ética) a Dios y a los hijos de Dios. La caridad de Dios en nosotros es amor filial y fraterno. “La caridad que ama al prójimo -escribe san Agustín- no es distinta de la que ama a Dios. No hay una segunda caridad. Con la misma caridad con la que amamos al prójimo amamos también a Dios” (Sermo 265, VIII, 9; PL 38, 1223).

2.1. No se da amor al hombre sin Dios

En Dios se ilumina el misterio del hombre. En Dios él es para mí alter, otro (no alienus, extraño), prójimo (no lejano), hermano (no desconocido, competidor o adversario) y, por eso, amable, con la amabilidad desinteresada y exigente del evangelio.

La caridad ama al prójimo en Dios y por amor a Dios. Esto significa que Dios y su amor, además de origen y fuente, es el motivo y el fundamento del amor al prójimo. Yo amo a los demás porque Dios los ama como me ama a mí, uniéndonos a sí (como a sus hijos) y entre nosotros (como hermanos).

Este amor de Dios, que nos relaciona a él y entre nosotros, motiva nuestra caridad mutua: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn 4,11): el amor originario y primario de Dios es el motivo fundante y exigente de la caridad fraterna. Esta condensación de la caridad en el amor al prójimo no significa empequeñecimiento, descuido o subordinación del amor a Dios, sino persuasión y consideración teologal del amor al prójimo. El amor al prójimo se inscribe en el diálogo de amor que nos une a Dios.

El amor evangélico al prójimo no se funda en el placer ni es un hobby, sino que se apoya en la fe -refleja o irrefleja, temática o atemática- en el Amor que motiva nuestro amor por los otros y retorna siempre a Él. No se da un amor ateo o agnóstico del prójimo: no sería verdadero amor, amor según el evangelio; en una palabra, sería

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caridad. Según Pablo se pueden distribuir todas las riquezas propias a los pobres y, sin embargo, no tener caridad (cfr. 1Co 13,3). Es una prueba ex contrario: una expresión límite de una actitud ante los otros que no es amor-caridad porque no está dirigida por el Amor. No es una cuestión cuantitativa y pragmática, sino intencional - cualitativa: aquí se juega la caridad (cfr. Mc 10,41; Mt 10,42).

2.2 No se da amor a Dios si se prescinde del hombre

También es verdad que no se da el amor a Dios sin amor al hombre. El amor a Dios pasa imprescindiblemente por el amor al prójimo. Así lo indica el exiguo número de textos sobre el amor a Dios en el NT (además de la cita de Dt 6,5 hecha por Jesús sobre el mandamiento más grande, cfr. Mt 22,37; Mc 12,29; Lc 10,27, los textos que hablan del amor a Dios no son más de una decena: Rm 8.28; 1Co 2,9; 8,3; St 1,2; 2,5; 1Pe 1,8; 1Jn 5,3), en comparación con las numerosas referencias al amor al prójimo.

La inseparable conexión entre amor a Dios y amor al prójimo expresa, junta y progresivamente, una relación de consecuencia del amor al prójimo respecto del amor a Dios; de verificación del amor de Dios en el amor del prójimo; y de co-presencia del amor de Dios en el amor al prójimo.

Relación de consecuencia : “Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que quien ama a Dios ame también a su hermano” (1Jn 4,21). El imperativo sigue al indicativo de la paternidad de Dios y de la filialidad del hombre, que suscita el amor filial por el Padre y, consecuentemente, el amor fraterno de los hijos: “Todo el que ama a aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de él”.

Relación de verificación : el amor fraterno es el criterio de la verdad del amor a Dios y a Cristo. Sin el amor fraterno, el amor a Dios se aproxima o cae en el verbalismo (cfr. Mt 7,21), o en el "cultualismo" (cfr. Mt 5,23-24). Sin el amor fraterno, el amor a Dios se evapora o se hace mentiroso (cfr. 1Jn 4,20-21). La verdad de nuestro ser cristiano está hecha del amor a Dios y a Jesús verificado en el amor recíproco (Jn 10,34; Gal 5,6; St 2,14-26). "Permanecer en" Jesucristo exige poner en práctica su mandamiento de amor fraterno (cfr. Jn 15, 9-17).

El amor fraterno no sólo no suprime ni absorbe el amor a Dios, sino que lo expresa, lo hace creíble y lo lleva a plenitud, sustrayéndolo a un misticismo y/o gnosticismo al cual podría inducirnos la invisibilidad de su objeto (1Jn 4,12).

Relación de co-presencia : “Imagen y reflejo de Dios” (1Co 11,7; cfr. Gn 1,27) y “conforme a la imagen de su Hijo” (Rm 8,29; cfr. Col 3,10), el hermano me muestra el rostro invisible de Dios y de Cristo. Por esto en el amor fraterno no sólo se hace visible el amor a Dios, sino que se cumple: el amor al prójimo es, él mismo, un acto de amor a Dios. Dar al hermano es dar a Cristo. En el amor fraterno entramos en reciprocidad con Dios. “Es verdadero, en sentido radical, es decir por una necesidad ontológica, no solamente "moral" o "psicológica", que quien no ama al hermano que "ve" no puede amar tampoco a Dios a quien no ve, y uno puede amar a Dios a quien no ve sólo amando intensamente al hermano que ve” (cfr. RAHNER, K., Unità dell'amore di Dio e del prossimo, en Nuovi saggi, vol I, p. 410).

2.3. Del amor a Dios al amor a los hijos de Dios

El amor fraterno es camino hacia el amor a Dios. Pero hay que afirmar también que el amor a Dios es criterio de significación del amor al prójimo: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1Jn 5,2). Al movimiento ascendente que va del signo exterior e inmanente a la realidad trascendente e invisible, Juan asocia un movimiento descendente, que de la realidad fontal divina llega

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hasta nosotros. Cuando “el creyente ha llegado a la plenitud de la fe, se realiza necesariamente una inversión de su perspectiva, porque ve todo desde lo alto, desde Dios” (DE LA POTTERIE, I., L'amore di Dio, p. 205).

2.4. La indivisa caridad de Cristo y en Cristo

Una sola caridad nos une a Dios y a los hijos de Dios: como Cristo, que ha vivido el amor al Padre en la autodonación a nosotros y el amor a nosotros como ofrenda sacrificial al Padre. Jesús es el testigo de la indivisa caridad a la que somos llamados: “Vivan en el amor como Cristo los amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” a Dios (Ef 5,2). Vivir en la caridad “al modo” de Cristo es vivir el amor por el prójimo como ofrenda sacrificial a Dios: es vivir la caridad como diakonía y liturgia al mismo tiempo, en la única koinonía que nos une inseparablemente al Padre y a los hermanos.

Una sola caridad en Cristo, porque El es el centro de nuestra caridad. La caridad no tiene más que un objeto: el Cristo total. En él amamos al Padre; en él y por él amamos a nuestros hermanos. Desde el momento en que Cristo es "cabeza" de la creación (cfr. Col 1,15-17; Ef 1,10; 2,22; 1Co 15,24-28; Hb 2,8) y todos los hombres están vinculados a él (cfr. Rm 5,17-18), y, de modo más especial aún, es "cabeza" de la Iglesia (cfr. Col 1,18; Ef 1,22; 5,23), en la cual ha unido a sí a todos los redimidos como los miembros a la cabeza en un solo cuerpo (cfr. Ef 1,23; 3,30; 1Co 12,12; Rm 12,4-5), amar a Cristo es amar al Cristo total: cabeza y miembros (Cfr. S. AGUSTIN, In epistolam Joannis ad Parthos, X, 3; PL 35, 2053-2062).

Cristo es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de un mismo amor: amante y amado. En mí ama Cristo y Cristo es amado por mí. Una sola caridad pues, porque la caridad de Cristo en mí es amor a Cristo.

3. LA CARIDAD DE DIOS EN NOSOTROS

Analizando los datos bíblicos hemos visto que “la distinción de los objetos, que hoy nos obsesiona, es secundaria en la teología neotestamentaria. Lo que cuenta es poseer la agape, participación del amor propio de Dios” (SPICQ, C., L'agapé, p. 132). Por eso hemos puesto de relieve en primer término que la caridad teologal es una e indivisible. Ahora, trataremos de analizar la estructura de la caridad y captar su dinámica propia. La caridad de Dios y que procede de Dios es nuestra caridad: la caridad de Dios en nosotros constituye la libertad de amor del cristiano, la virtud teologal de la caridad. Ella es en nosotros reproducción participativa del amor donante, receptivo y comunional de la Trinidad; amor delineado y requerido por la caridad de Cristo; amor creador en la más grande oblatividad.

3.1. Icono del movimiento trinitario del amor

Imagen de Dios-caridad y partícipe de la caridad trinitaria, el cristiano refleja su dinámica estructural. Cuando amamos a alguien con amor de caridad, entramos en una comunicación semejante a la del Hijo con el Padre o a la del Padre y el Hijo con el Espíritu. En la Trinidad, pues, el cristiano encuentra y aprende la caridad que ha de testimoniar con su vida.

3.1.1 Caridad es donación

Reflejo del amor paterno de Dios, la caridad es donación. El donar es acto de salida de sí mismo hacia el otro: es el éxtasis del amor, por el cual el "yo" encuentra activamente al "tú". Es principalmente movimiento del

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ser, del "yo" que se dona a sí mismo en el amor; y del "tener" sólo en la medida en que dar algo es expresión del don de sí.

En la donación la caridad del cristiano participa de la creatividad del amor divino. Es la misma efusión co-creadora de este amor. Amar a un ser es decirle: es bueno que tú existas (cfr. PIEPER, J., Sull'amore). Es coincidir con el amor creador de Dios.

Siendo él mismo don de Dios, el cristiano se hace don para los otros. Refleja, a su medida, el amor de Dios, teniéndolo siempre como paradigma y criterio de revisión permanente de su propia praxis del amor, teniendo en cuenta especialmente sus principales rasgos caracterizadores: la iniciativa del amor divino (cfr. 1Jn 4,19); la gratuidad y la benignidad del don de Dios (St 1,5); la misericordia divina, que se inclina sobre la miseria humana y restablece al hombre en su dignidad e integridad (Ex 34, 6-7; Lc 15,11-32; 2Co 1,3; St 5,11; Ef 2,4-5); la universalidad y la indefectibilidad del don de Dios, que no hace discriminaciones ni desfallece en el amor, que es amor para todos y para siempre.

3.1.2 Caridad es acogida

Reflejo del amor filial de Cristo, la caridad es acogida, receptividad. El Hijo es el "Tú" eternamente receptivo del don de amor del Padre. En él el amor es receptivo: precisamente, filial. Hijo, por conformación ontológica al Hijo unigénito, el cristiano está en relación con el Padre en la misma relación receptiva del Hijo. Caridad es dejarse amar por el Padre: ser a partir del amor y en el amor creador y reconciliador de Dios.

Amar es consentir al amante su amor: es ser amados y ser en el amor. En el amor “yo soy” porque “tú eres”. Amarte es recibirte. Así salgo de la angustia de la soledad y de la indigencia y vivo en la alegría de la gratitud. “Quien no recibe el amor no existirá verdaderamente nunca: la pobreza que acoge es la condición del amor, y por eso, la condición del ser; quien no sabe decir gracias, no será nunca plenamente humano: donde no hay gratitud, el don se pierde” (FORTE, B., Trinità come storia, p. 175). El recibir en el amor es también acto del ser, no del tener. Es libertad de todo el tener que me impide recibir el amor, y libertad de todo lo que me oculta, me impide reconocer al “tú” amante.

La caridad es receptiva, esencial y primariamente, en relación con Dios (cfr. 1Co 15,10), acogida de la gracia por parte de quien se siente necesitado de ser salvado. También, respecto de los hombres. Acogidos por Cristo, estamos en relación receptiva de amor, como Cristo, con Dios y con todos los hijos de Dios. Acogemos a Dios en la medida en que lo reconocemos y lo acogemos en los hermanos: en el más pobre, pequeño y necesitado (cfr. Mc 9,37; Mt 10,40).

3.1.3 Caridad es comunión

Reflejo del amor del Espíritu Santo, la caridad es comunión. Iniciativa y acogida son una sola cosa en la caridad y crean relaciones de reciprocidad: abren la libertad a la comunión del dar y del recibir, del amor dado y recibido. Es una apertura del “yo” al “tú” en el “nosotros” del amor. La caridad del Espíritu rompe toda clausura narcisista, intimista, clasista, sectaria, del amor; abre la intersubjetividad a la socialidad, las relaciones más exclusivas e intensas a las más inclusivas y amplias.

El amor más unitivo es el más personalizante, porque no significa fusión anuladora de las individualidades, sino comunión integradora.

Icono del movimiento trinitario del amor, la caridad abre la libertad del cristiano a la donación del Padre,

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a la acogida del Hijo y a la comunión del Espíritu Santo, liberándolo del egoísmo, del orgullo y de la división del pecado.

Rechazo de donar, de acoger, de compartir: esto es el pecado contra la caridad.

3.2 Amor “como” y “porque” Cristo

La caridad que reproduce el amor de las divinas personas encuentra su forma y su motivo en la vida agápica de Jesucristo. “No comprendemos qué es el verdadero amor desde nuestra experiencia librada a sí misma, sino a partir de la memoria de Jesús. En su vida... se nos manifestó la profundidad del amor” (B. Maggioni, amatevi come io vi ho amato, p. 161).

Indudablemente, el amor no es una exclusividad cristiana. Todo amor verdadero refleja el amor fontal divino. Pero el amor es cristiano, es caridad, en Cristo. “Esta revelación del amor... tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo” (JUAN PABLO II, Redemptor hominis, 9). El es el testigo de la caridad de Dios. En él se encuentra lo específico cristiano del amor y el mandamiento antiguo se vuelve nuevo (cfr. 1Jn 2,7-8; Dt 6,5; Lv 19,18; Jn 13,34). En el como y porque de la caridad de Cristo radica esa especificidad: el adverbio griego katòs de Jn 15,9 tiene un significado no solamente ejemplar (“como”), sino también motivante (“porque”). La caridad recíproca tiene en nosotros la forma y la exigencia del amor de Dios y de Cristo. Practicar el amor fraterno como y porque Cristo, es realizar toda la caridad, vivir la teologalidad del amor (cfr. Ef 5,2).

3.2.1 La caridad ejemplar de Cristo

Vivir la novedad cristiana del amor quiere decir, en primer lugar, amar “como” Cristo : El es la norma. Amar “como” Cristo es re-diseñar sobre él la virtud ética del amor (“como yo... así ustedes”: Jn 15,12), así como Cristo modeló su amor sobre el amor del Padre (“como el Padre... así yo”: Jn 15,9). Amar, para el cristiano, es abrirse en el seguimiento y en la imitación de la caridad de Cristo, que el Espíritu transcribe en nuestros corazones. Cristo es el maestro, el modelo y el principio de la caridad: esta tiene la forma y la medida de la caridad de Cristo.

En Jesús la libertad coincide con la caridad. Los rasgos más característicos de la caridad de Cristo, tal como se nos ofrece normativamente a nosotros, son: la oblatividad pura del amor que “se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20), “por nosotros” (Tt 2,14; Ef 5,2), “por nuestros pecados” (Gal 1,14), “en rescate por todos” (1Tm 2,6; cfr. Mt 20,28); del amor que “ofrece la vida por las ovejas” (Jn 10,15), que “ha muerto por nosotros” (2Co 5,14.15); la diakonía kenótica del amor que “se despojó a sí mismo asumiendo la condición de siervo” y “se humilló a sí mismo hasta la muerte y la muerte de cruz” (Flp 2,7.8); la mansedumbre indefensa del amor que “ultrajado, no respondía con ultrajes y sufriendo no amenazaba con la venganza” (1Pe 2,23); la amplitud sin fronteras del “amor más grande” (Jn 15,13), del amor “hasta el extremo” (Jn 13,1), del amor que “da la vida” (Jn 15,13; 1Jn 3,16).

San Pablo nos permite entrar más temáticamente en la configuración normativa de la caridad ejemplar de Cristo, poniendo en evidencia las actitudes que la expresan en el “himno de la caridad” (cfr. 1Co 13,4-7). No se trata de atributos o expresiones de un amor en general, sino de modos de ser de una caridad-persona; y esta es la persona de Cristo. Esta es la caridad que el cristiano debe testimoniar con su vida (cfr. Fil 2,5; Col 3,12-14; Rm 12,9-13; Flp 2,3-4; 2Co 5,14-15; 1Jn 3,16).

El “como” Cristo del amor significa que la caridad de Cristo es ejemplar en toda su radicalidad. No se da una caridad minimalista; una caridad que se conforma, sustrayéndose a la tensión oblativa, kenótica y

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La virtud teologal de la caridad

sobreabundante del amor de Cristo. Tampoco concierne a algunos en la Iglesia, sino a todos, llamados a la perfección de la caridad. Hay una sola caridad de Cristo que llama a todos a la imitación y al seguimiento, cada uno dentro de su propia vocación, según su carisma.

Esta gran exigencia no debe llevarnos a caer en un sentimiento de impotencia o al desánimo. Nuestra libertad es pequeña y limitada, pero “Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20). No podemos olvidar que no somos nosotros los que amamos y con nuestro amor, sino él quien dilata nuestro corazón, llenándolo de su amor que nos hace capaces de amar “como” Cristo. No es una adquisición humana, es charis. Como tal debe ser invocada e intensificada mediante la oración (cfr. Ef 3,14-19). La intensidad de la caridad está dada esencialmente, no por nuestra praxis, sino por la oración y por la fidelidad a la gracia.

Por otra parte, “la caridad nace en nosotros para crecer en perfección” (S. AGUSTIN). Lo que importa no es poder decir: yo soy perfecto en la caridad, sino “yo camino en la caridad” (Ef 5,1), o sea vivo en una libertad de amor que se expresa en una fidelidad intensiva y en una conversión permanente a la caridad de Cristo, en la que ya estamos y a la que, al mismo tiempo, hemos de tender.

3.2.2 La caridad motivadora de Cristo

Vivir la novedad cristiana del amor quiere decir al mismo tiempo amar “porque” Cristo : él es el motivo. “Nosotros amamos porque él nos amó primero” (1Jn 4,19). La caridad ama en nombre de Dios que en Cristo me ama: y no primariamente en nombre del prójimo amado. El cristiano no conoce el amor en base a una axiología puramente humana o a una antropología racional; sino a partir del evento histórico-salvífico del amor de Dios en Cristo Jesús por nosotros. Amamos a los hermanos porque Dios en Cristo nos ama (cfr. 1Co 4,11). La norma del amor fraterno saca su fuerza obligante de la certeza de fe de ser amados por Dios (1Jn 4,16) en Cristo (cfr. 1Jn 4,9 . 14).

En el “porque” Dios nos ha amado en Cristo se encuentra el inédito cimiento de la caridad y de su exigibilidad. Aun cuando faltasen todos los motivos humanos para el amor al prójimo, todos los estímulos afectivos, todas las razones relacionales y de comunicación, quedaría el dato incontestable de ser amado por Dios en Cristo.

Esto significa que el amor de Dios por nosotros encuentra correspondencia y reciprocidad en nuestro amor fraterno. Decimos el amen de la fe a Dios en la fidelidad de nuestro amor a los hermanos. Lo que decide sobre nuestra relación con Dios es “la fe que actúa por la caridad” (Gal 5,6).

Las razones de la caridad no son las de la filantropía, ni las de la contractualidad legal, ni las del sentimiento emotivo: son las razones de la “fe en Hijo de Dios que me ha amado y ha dado su vida por mí” (Gal 2,20; cfr. Ef 5,2).

3.3 Eros y ágape en la caridad

La novedad del amor revelado está expresada en el término griego agape, con el cual la versión de los Setenta traduce los vocablos hebraicos que denotan el amor (principalmente 'ahabah y también raham) y los autores neotestamentarios designan el amor manifestado en Cristo. Es un término raro en la literatura griega, que se afirma decidida y ampliamente en el mensaje de la salvación en un significado que lo identifica.

La concepción griega del amor se expresa por eros, que designa el deseo del otro que nos atrae como nuestro bien. El otro es amado como satisfacción del propio deseo: él es mi bien. Esta concepción es radicalmente

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La virtud teologal de la caridad

modificada y como invertida en la tradición judeo-cristiana, en la cual el amor llega a ser primaria y esencialmente agape. Este término es asumido para designar el inédito y sorprendente amor de Dios: el amor previniente, gratuito y desbordante de Dios que se ofrece como salvación al hombre. El amor “no es más solamente el movimiento ascendente del alma, su deseo de ver y conocer a Dios, sino un movimiento descendente de Dios hacia los hombres: Dios se interesa por su creación; Dios, que es puro don, ama a los hombres; desde el hombre, que es su objeto, ese amor de Dios es acogido como pura gracia” (DE LA POTTERIE, I., Dio è amore, p. 187-188).

La agape es, pues, el amor-gracia (charis) -el amor-caridad- de Dios por nosotros. En el cristiano el amor es agape : amor-don con el cual se ofrece a Dios y a los hermanos al margen de todo interés y búsqueda de sí mismo (cfr. 1Co 13,5). Es amor únicamente orientado al bien del amado, motivado por el puro “por tí”, que precede o excluye todo “por mí”. Reproduce el amor donante de Dios, revelado en la cruz de Cristo.

Dios es el amor sumamente y únicamente agápico. El es el absoluto Esse offerens, sin indigencia ni aspiración alguna, que ama absolutamente por amor, o sea, por el bien exclusivo del amado, sin que nada le pueda ser aportado por éste. Sólo en Dios el amor es donación pura y “puede ser creativo en sentido absoluto” (RAHNER, K., Amore, p. 66). El hombre, en cambio es al mismo tiempo esse offerens et indigens: en el amor con el que se ofrece agápicamente al amado buscar colmar la propia necesidad, busca el bien del otro al mismo tiempo como el bien propio.

La novedad agápica del amor cristiano ha tenido que afrontar cuestiones de relación y conciliación entre las exigencias del eros (amor-necesidad) y las de la agape (amor-don). El debate atraviesa todas las épocas. El teólogo protestante A. Nygren, en su obra Eros y Agape, después de analizar los tentativos históricos de armonizar ambas nociones, concluye considerándolas inconciliables. El amor cristiano es, según Nygren, absolutamente agape : amor que solamente se da, totalmente desinteresado, sin desear nunca nada. El eros se le contrapone incompatiblemente, como amor egocéntrico. Nygren es una expresión en nuestro siglo de una lejana tradición, desarrollada en parte en campo católico y principalmente en el protestantismo, desde Lutero a Karl Barth.

Pero ¿esta absolutización del amor desinteresado, negadora de todo gozo y complacencia de amor, define correctamente la agape cristiana? ¿O es, más bien, una exasperación de la auténtica agape?

El amor-caridad, en su radicalidad agápica, es esencialmente un movimiento extático de benevolencia, que lleva al “yo” a salir de sí mismo y a donarse, hasta perderse por el otro y en el otro. Esto tiene lugar primaria y absolutamente en el amor a Dios: el Sumo Bien, que suscita la suprema benevolencia. Ahora bien, tenemos que preguntarnos si esta ontología agápica del amor-caridad no implica por sí misma, de modo implícito a su propio dinamismo, una dimensión de autorealización del amante, un volcarse del amor sobre el mismo sujeto de la agape. En otros términos, si el más gratuito y desinteresado “te amo por tí” no comporte también un “por mí”. De modo que el amor de benevolencia y el amor de concupiscencia, agape y eros, no sean sino aspectos del único amor.

La verdad del amor-caridad es que la donación más oblativa y desinteresada a Dios y al prójimo es siempre un evento de gracia para la libertad amante. Evento significado en la Biblia por la “exultación de gozo” (cfr. Sof 3,17; 1Pe 1,8) que brota de la caridad. Agape incluso lexicalmente expresa un significado de felicidad, de gozo, de satisfacción. Agape y gozo se implican siempre en el amor-don: “El mismo Señor Jesús ha dicho: hay más alegría en el dar que en el recibir” (Hch 20,35). Caridad y gozo son juntamente gracia del Espíritu: “El fruto del Espíritu es amor, alegría...” (Gal 5,22).

Se dice que la caridad es éxtasis puro, es fin en sí misma: es perderse en el amor de Dios y de los hermanos, olvidándose completamente de sí mismo. Es verdad, pero también es verdad -y santo Tomás nos lo demuestra- que el hombre se encuentra bajo la tensión finalizante del bien y del sumo bien: ha sido hecho para el

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La virtud teologal de la caridad

bien y, por lo tanto, para la felicidad (beatitudo), que consiste en la consecución del último fin, del sumo bien (S. Th., I-II, q. 3, a. 4; q. 4, a. 1). La vía para alcanzar este bien no es una concupiscencia captativa o un eros posesivo, sino la bene-volencia de la agape, mediante la cual el “yo” se pierde en el amor. Y en este perderse se recupera a sí mismo: en este desinteresado querer el bien del otro encuentra su propio bien. Es la lógica evangélica del negarse a sí mismo y perder la propia vida para recuperarla (cfr. Mt 16, 24-25), expresión de la dinámica pascual del morir para resucitar (cfr. Jn 12,24-25; 1Co 15,36).

Por todo lo cual es verdad que la caridad es agape, que el hombre no busca a sí mismo y su propio interés en el amor; pero también es verdad que amando agápicamente, es decir, buscando todo el bien del amado, encuentra e intensifica su propio bien. En este sentido el amor tiene un componente de eros inscrito en la economía misma de la agape. No se trata de un “por mí” del amor-caridad buscado independientemente del “por ti”, sino simultáneo e intrínseco a su dinámica: “quien es amado constituye, él mismo, la recompensa del amor”; “si amas verdaderamente, aquel a quien amas será tu recompensa”; son expresiones de san Agustín, que claramente se inclina por el gratis amare: “Si amas, ama gratuitamente”; en efecto, “lo que no es amado por sí, no es amado”. Efectivamente, la agape no busca ningún tipo de recompensa, sino que es ella misma la recompensa. “El amor -se expresa san Bernardo- es autosuficiente; agrada en sí mismo y por sí mismo: el amor es el premio a sí mismo, la recompensa a sí mismo. El amor no busca fuera de sí su razón de ser y su fin. El fruto del amor es el amor: amo porque amo, amo por amar” (Sermones in Cantica, 83, 4; PL 183, 1183).

Lo dicho vale de todo amor-caridad: también del amor a los pobres, a los desheredados, a los últimos; incluso de la caridad no correspondida y hasta rechazada, de la caridad hacia el malvado y hacia el enemigo: el don de amor siempre vuelve creativa y redentoramente sobre el que ama, así como el amor crucificado llegó a ser el amor resucitado. Virtud teologal, la caridad es siempre comunión con Dios. Como en el amor al prójimo amamos a Dios, así siempre en el mismo amor somos amados por Dios. Podremos no contar con la correspondencia del prójimo: nunca nos faltará la respuesta llena de gracia de parte de Dios, amado en el prójimo.

Eros y agape no se enfrentan y excluyen como opuestos, sino que se integran como momentos del único amor-caridad. Cuando decimos que la caridad, como amor específicamente cristiano y sobrenatural, es agape, sabemos que “la agape es esencialmente donación y al mismo tiempo realización de sí. En ella se armonizan el amor a Dios, al prójimo y a sí mismo” (WARNACH, V., Amore, p. 70).

El amor a uno mismo no es necesariamente egoísta. En su base se encuentra la humilde apertura del esse indigens, que es el hombre, a la realización de sí mismo en el total olvido de sí mismo de la agape. Quien se niega a sí mismo por la caridad, se recupera y recibe como gracia la recompensa de la agape. Una gracia que nunca alcanzará quien la busca vuelto sobre sí mismo, o con espíritu de conquista o de posesión. En la caridad sobrenatural, de la que nos hace capaces el Espíritu Santo, el eros es liberado de toda búsqueda y fruición egoísta de los gozos del amor, y la agape engloba el eros en la oblatividad radical y total del amor crucificado y resucitado.

4. CARIDAD MUTUA Y A TODOS

La caridad se nos revelado caracterizada por un movimiento descendente de Dios a nosotros (“la caridad es de Dios”: 1Jn 4,7) y por un movimiento difusivo (“ámense unos a otros”: Jn 15,17;13,34). Amar a Dios es la primera exigencia de la caridad: la comunión con él constituye el movimiento ascendente, pero llevando consigo a todos los hombres abrazados por la caridad con-descendiente de Dios. La caridad vuelve a Dios en el movimiento de expansión y de implicación de todos los hijos de Dios en nuestro amor por él (cfr. Is 56,10).

El amor que se nos ha donado y se nos exige por la caridad de Dios y a Dios, es una tarea de “amor de unos con otros, y para con todos” (1Ts 3,12; cfr. Gal 6,10), que debe informar, animar y regir todas las expresiones

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La virtud teologal de la caridad

de la relacionalidad humana: desde las más estrechamente intersubjetivas a las más ampliamente sociales.

4.1 Universalidad y projimidad

“Amor de unos con otros, y para con todos” (1Ts 3,12), el amor cristiano tiene las dimensiones de la universalidad y la calidad relacional de la projimidad: amor por todo hombre, que se me hace prójimo en el acto de donarme receptivamente a él.

4.1.1 ¿Quién es mi prójimo?

¿Quiénes son los destinatarios de la caridad horizontal? ¿Hasta dónde se extienden los límites de la caridad? A la pregunta: ¿Quién es mi prójimo? (Lc 10,29), Jesús responde con una parábola (cfr. Lc 10, 30-37). “Bajaba un hombre...”, simplemente un ser humano; éste es el prójimo que hay que amar: es el otro en el que se demuestra mi amor por Dios, en quien reconozco el rostro amable de Cristo, y lo amo sabiendo que amo a Dios en él y que lo amo con el mismo amor de Dios. Cualquiera sea, no importa quién; por ser un hombre, es mi prójimo; es mi hermano en Dios. Como tal, es digno de mi amor: su presencia suscita mi responsabilidad de caridad. Potencialmente hacia todos, actualmente hacia quien entra en el radio de acción y relación de mi libertad: casualmente o buscado por mí, de modo momentáneo y provisorio o estable y permanente. Él es para mí un llamado a la caridad. Ignorarlo, hacer como si nada, darle las espaldas, “seguir de largo”, como el sacerdote y el levita de la parábola, es desconocerlo en su teologal dignidad humana, y no amarlo es pecado teologal. No es casual que Jesús identifique a los que “siguieron de largo”, con los representantes de la religión y el culto: quiere subrayar que, en el amor a Dios, no se puede aceptar ni la fuga religiosa ni un desequilibrio cultualista.

Igualmente significativo es que quien se ocupa del hombre necesitado sea un samaritano: no sólo un excluido del culto y de la religión judía, sino un no-israelita, un extranjero, un no-prójimo. Uno que ha osado amar más allá de la ley, derribando las barreras étnicas de la religión nacional. Sólo él ha reconocido en un desconocido a un hombre que debía ser amado; en uno que no era del pueblo, a su prójimo; en uno que estaba fuera de las exigencias de la Ley, a uno incluido por un deber de conciencia.

El prójimo como objeto de la caridad es el hombre: todo hombre, en razón de la dignidad humana y cristiana que lo individualiza como persona y lo relaciona a todo otro hombre.

4.1.2 Hacerse prójimo

Acercarse en la caridad al otro, como el samaritano, invierte las relaciones de projimidad. Si en la respuesta de Jesús a la pregunta del doctor de la Ley, la palabra “prójimo” designa al destinatario-objeto de la caridad, en el interrogante de Jesús, después de la parábola, la palabra “prójimo” designa, en cambio, al protagonista-sujeto de la caridad, en una inversión radical: caridad quiere decir “hacerse prójimo”.

“¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” (v. 36). Ahora no se trata ya de saber quién es el prójimo que hay que amar, sino de preguntarse sobre la disponibilidad del amante a “hacerse prójimo”. Hacerse prójimo del otro es ponerse a su nivel, reconocerlo y acogerlo en la medida de su necesidad. El samaritano -cuenta la parábola- “lo vio”, “tuvo compasión de él”, “se acercó”, y lo socorrió de diversos modos y totalmente.

“Lo vio”: hacerse prójimo es reconocer al otro en la singularidad del rostro que lo revela y en la densidad axiológica que expresa. “Tuvo compasión de él”: hacerse prójimo es sintonizar con el otro, con su pathos, entrar en

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La virtud teologal de la caridad

su sentir, en su sufrimiento, para comprenderlo verdaderamente, establecer una relación de profundidad; es esta co-participación de sentimientos y de espíritu lo que suscita la acción. “Se acercó”: hacerse prójimo es ir hacia el otro; es movimiento de salida de uno mismo hacia el otro, para ofrecerse a él y acogerlo con disponibilidad y fidelidad operativa y concreta.

El samaritano es figura de Cristo, de su caridad compasiva (cfr. Lc 7,13; 15,20; Mt 9,36; Mc 6,34), expresión eficaz de la “bondad misericordiosa de nuestro Dios” (Lc 1,68). El “hacerse prójimo” del cristiano reproduce y prolonga en el hoy del mundo y de la historia, la encarnación de la caridad de Dios en Cristo: su acercarse benévolo y compasivo al hombre en Cristo.

Si la nota distintiva de la respuesta a la pregunta inicial es la universalidad de la caridad: amor por todo hombre; la nota distintiva de la respuesta a la pregunta final es la projimidad: amor efectivo y real. No la primera sin la segunda, pues existe el riesgo de un amor indeterminado, genérico, evasivo, que no llega efectivamente a nadie. En la projimidad, la universalidad del amor se pone bajo la instancia normativa y crítica de la persona real y concreta, que me interpela situacionalmente.

El amor que responde al inseparable criterio de la universalidad y la projimidad, es el camino de la vida eterna, como “está escrito en la Ley” (cfr. Lc 10,25). Pero para que la Ley sea realmente camino de la vida (cfr. Lc 10,28), es necesaria una interpretación no formal, puramente jurídica y moralista, sino viviente, existencial y dinámica; hay que liberarla de todas las incrustaciones y endurecimientos tranquilizantes y autojustificantes. El samaritano no es experto en la Ley. En él la caridad no es ley, es más que ley: es conciencia que mueve exigentemente la libertad.

4.2 Tipología de la caridad

La caridad hacia el prójimo es una sola en la variedad y diversidad de las relaciones que establecemos con los otros. La misma caridad anima encuentros y relaciones de comunión diversos. Delineamos ahora el cuadro tipológico de la caridad, según las diversas relaciones interhumanas.

4.2.1 Caridad fraterna

La primera forma de la caridad por el prójimo es la orientada a todo hombre en cuanto hijo de Dios y hermano mío. La debemos indistintamente a todos: todo hombre merece la caridad fraterna. Y esto por el solo hecho de ser hombre, independientemente de su modo de ser (cfr. Mt 23, 8; St 2,1-4 . 9).

En esta perspectiva, el amor al pobre representa la primera expresión-límite de la caridad fraterna. En el pobre -nos referimos a todas las formas antiguas y nuevas de pobreza- la dignidad humana no se nos presenta con la atracción que hace espontáneo y agradable el amor. Evangélicamente, el pobre merece una atención privilegiada, por su directa relación de semejanza con el Cristo pobre. El amor al pobre es más fielmente evangélico porque es más puramente gratuito y desinteresado en su donarse receptivo. Porque Jesús los hizo primeros destinatarios de la Buena Noticia (cfr. Lc 4,18; 7,22), la Iglesia formula insistentemente hoy, en la evangelización y en la praxis de la caridad, la “opción preferencial por los pobres”: “Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana” (JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 42 b).

La segunda expresión-límite de la caridad fraterna según el evangelio, es el amor al enemigo. En este caso no sólo falta el sentimiento, pareciera faltar también la lógica. No se encuentran razones para amar: sí, en cambio, para el no-amor. Sin embargo, por grande que sea su iniquidad, el enemigo no pierde la dignidad de ser humano.

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Dios continúa amándolo (cfr. Mt 18,12-14; Lc 15,11-32); también por él, Cristo se ofrece en la cruz (cfr. Lc 23,34); y por eso, el enemigo sigue siendo mi hermano, y ha de suscitar mi amor fraterno: “Amen a sus enemigos y hagan el bien a los que los odian” (Lc 6,27; Mt 5,44). Se tratará de una caridad difícil, sufrida; por esto, precisamente, más conforme a la caridad de Cristo: a la caridad redentora de la cruz; a la del Padre que “es bueno con los ingratos y malvados” (Lc 6,35; Mt 5,45; 6,46-47). El cristiano no puede limitarse a un amor humanamente medido y motivado: debe corresponder a la caridad ilimitada de Dios: “Sean perfectos, como es perfecto su Padre celestial” (Mt 5,48).

La fe en Cristo que murió por nosotros cuando éramos enemigos de Dios, pecadores (cfr. Rm 5, 8 .10) y justifica al impío (Rm 4,5), es la que motiva todas las exhortaciones normativas del amor a los enemigos: el perdón (cfr. Lc 6,37; Mt 6,14; Mt 18,21-34), la oración por los pecadores (Mt 5,44; Lc 6,27-28), la prohibición de injuriar (Mt 5,22), la superación de la Ley del Talión (Mt 5,38-42), a responder al mal con el bien (cfr. 1Pe 3,9; Rm 12,14-20; 1Ts 5,15).

“No te dejes vencer por el mal”, exhorta el Apóstol (Rm 12,21), sino “vence el mal con el bien” (id.). Este “bien” no está determinado sólo por el valor efectivo y por la bondad del amado, sino que se funda en la profundidad espiritual del ser personal. La caridad, ni se deja condicionar por el sentimiento, ni se deja bloquear por la iniquidad; sino que afirma el primado de la libertad y del espíritu sobre los sentimientos, y confía en el poder del amor, más fuerte que todo mal.

Esto lo puede sólo un amor que es libre, porque ha sido liberado: la caridad de Cristo en nosotros es esa fuerza de liberación, de motivación y de esperanza, que nos hace ver en cada hombre a un hijo de Dios y amarlo como hermano.

4.2.2 Caridad de amistad

Sobre la base de la caridad fraterna, se destaca un amor distintivo y selectivo de los destinatarios: es la caridad de amistad. Forma humana natural de amor, la amistad asume una especificidad nueva en la caridad. Es un amor de mutua benevolencia, fundada sobre una comunicación de vida. En esta definición de santo Tomás encontramos los rasgos distintivos de la caridad de amistad. Ante todo, la mutua benevolencia, la reciprocidad en el bien-querer. La amistad es una caridad correspondida.

La caridad de amistad se dirige al otro en cuanto destinatario de una comunicación intensa e interior: una comunicación de vida; tanto que mi vida llega a ser la vida del amigo, y viceversa. La amistad genera un compartir el ser y el existir propio de cada uno; un compartir así es un con-vivir; los amigos comparten la vida.

Para que esta comunicación creadora sea efectivamente posible, agrega santo Tomás, es necesaria la aequitas: la igualdad de los amigos. Se necesita una plataforma común de valores, de principios, de significados, que permite que se entiendan. Esa plataforma común hace posible el entendimiento fundamental de los amigos, que suscita la comunicación de la vida, y ésta hace cada vez más semejantes (iguales en las diferencias) a los amigos: es la dinámica creadora de la caridad amical.

Por esto, la caridad de amistad tiene carácter electivo y exclusivo: se dá sólo entre quienes comparten una misma conciencia de los valores y con los cuales es posible establecer una comunicación de vida. La caridad exige la no-exclusividad en la fraternidad, no en la amistad. La amistad no compromete extensiva, sino intensivamente a los amigos, introduciéndolos en una relación personalmente absorbente y estable de amor; como tal, es posible sólo hacia un número limitado de personas. Aun queriéndolo, no podemos ser amigos de todos. No falto a la caridad cuando no establezco relaciones de amistad con el otro, sino cuando lo desconozco como hermano; y, si es

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La virtud teologal de la caridad

mi amigo, si no le correspondo a su amor.

Esto no implica ningún tipo de intimismo o privatismo en la caridad. Como caridad, la amistad no puede negar o contradecir las otras expresiones de la misma caridad, en particular la fraterna, que requiere la universalidad. La amistad no se da en el círculo cerrado y estrecho de los pocos íntimos que están bien juntos: aquí se expresa más bien una autocomplacencia de tipo egoísta, con rasgos narcisistas, un egoísmo de dos, de tres... La amistad es una forma electiva, pero no elitista, de caridad.

Precisamente, por ser expresión de caridad, la amistad es, por sí misma, abierta a la más amplia sociabilidad: la amistad más unitiva en la comunión y en la comunidad, abre a los amigos al amor por todos.

La caridad de amistad expresa, de modo especial, un significado trinitario y cristológico. Dios es comunión de amistad y nos une en comunión de amistad con él. La amistad recibe una nueva luz de la palabra y el testimonio de Jesús (cfr. Jn 15,15). Jesús nos dio ejemplo de caridad de amistad. Él, el profeta del amor fraterno más abierto e inclusivo, es el testigo de las formas de amistad más exclusivas y cristalinas. En Jesús, en su ejemplo, se encuentra la síntesis perfecta de caridad fraterna y de amistad: de universalidad y elección en la caridad.

4.2.3 Caridad conyugal y familiar

En la línea de la dinámica relacional de la amistad, encontramos en su límite de realización la caridad conyugal, que constituye su expresión más alta y fuerte, expresión del amor electivo y exclusivo en grado máximo, tanto que sólo puede darse entre dos personas. Una reciprocidad de caridad tan implicante y absorbente como para empeñar al hombre y a la mujer en una comunión total de donación y acogida, que abarca al tener y al ser, el espíritu, los afectos, el cuerpo. De esta totalidad es expresión la sexualidad, el donarse en la propia diversidad y riqueza de hombre y mujer, asumiendo el lenguaje del cuerpo sexuado como gesto de comunicación. Un amor sin reservas en la mutua implicancia: como tal único (monogámico). Un amor sin reservas en el tiempo: caridad para siempre.

La conyugalidad es una forma de la caridad que asume y expresa a fondo las condiciones de posibilidad y la dinámica comunional de la amistad. Es comunión más allá de la amistad: nace como amistad y llega a ser conyugalidad.

En la economía de la salvación refleja una singular novedad. Considerada “en referencia a Cristo y a la Iglesia”, la caridad conyugal (cfr. Ef 5,22-30.33) es un “gran misterio” (Ef 5,32): signo revelador y participativo de la caridad esponsal entre Cristo y la Iglesia. La caridad conyugal es sacramento: signo eficaz de la caridad nupcial con que Cristo une consigo a la Iglesia, y la Iglesia es fiel a Cristo.

La caridad conyugal es al mismo tiempo unitiva y procreativa. Es la misma y única caridad que genera y alimenta el “nosotros” matrimonial y el “nosotros” familiar. Por esto, la caridad conyugal no puede buscarse sino como caridad familiar: amor abierto a la vida, a su generación y formación. La caridad conyugal es, por sí misma, fecunda: une en comunión de vida.

Por la apertura procreativa a la vida, el matrimonio se hace familia: la caridad conyugal supera el diálogo intra-conyugal y se hace familiar. Por ella, los cónyuges se vuelven padres: son constituidos en relación de caridad paterna y materna respecto del fruto de su amor: los hijos. Ser padres comporta una responsabilidad singular y específica de caridad que se traduce en la formación integral y progresiva de los hijos. Una caridad de acompañamiento de su crecimiento, libre de posesividad, que apunta a que sean personas maduras en la autonomía de la propia libertad. Caridad que asume la forma de la paternidad y maternidad responsable: amor que quiere donar la vida no de cualquier manera, sino del modo más adecuado a la dignidad y a todo el bien de los

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La virtud teologal de la caridad

hijos ya nacidos y de los que nacerán.

La caridad previniente de los padres suscita la caridad de reconocimiento de los hijos: activa el diálogo de amor y la comunión agápica familiar. Es la comunión de la “iglesia doméstica”, que reproduce, por el sacramento, la economía agápica de la Iglesia.

En esta comunión, la caridad filial es fidelidad plena de gratitud, con la que los hijos corresponden, en la obediencia, en el amor, a sus padres. Fidelidad capaz de tomar, también ella, la iniciativa. Estos vínculos y obligaciones de caridad para con los padres, permanecen y van adquiriendo nuevos rasgos en relación con los cambios en las necesidades, que tienen lugar con el paso del tiempo. La Escritura se refiere a las obligaciones filiales de muchas maneras, desde el quinto mandamiento (cfr. Ex 20,12) a los consejos de los libros sapienciales (cfr. Sir 2-18; Prov 23,22), y las exhortaciones de san Pablo (cfr. EF 6,1; Col 3,20).

4.2.4 Caridad vocacional

Más allá de las relaciones dadas de parentesco, hay muchas otras que surgen de las diversas comunidades de pertenencia, que crean obligaciones ineludibles y prioritarias respecto a otras que les están subordinadas. Hay que tener la conciencia explícita y dinámica de estas prioridades, porque la caridad no ama indistintamente, no consiente fugas hacia el prójimo-lejano que descuida al prójimo-cercano, no admite reducciones o endurecimientos en ámbitos estrechos o formas estandarizadas. Es muy importante, pues, establecer las prioridades tomando como criterio la propia elección vocacional, en el contexto en el que cada uno está llamado a vivirla. Vocación es el modo personal, o sea, la libertad fundamental con la que me he empeñado a responder en mi vida a la caridad de Dios en Cristo, y que el Espíritu infunde en mí, constituyéndome en ella y capacitándome para ella.

La caridad vocacional nos lleva a fijar un ordo de prioridades y de compromisos; orden primariamente objetivo, desde el momento en que cada estado de vida en la Iglesia y en el mundo comporta por sí mismo algunas exigencias. Un orden dinámico, que debe ser subjetivamente recibido por la conciencia y continuamente discernido “en situación”. Esta es la tarea de la caridad vocacional.

Suscitada, constituida y plasmada por el Espíritu, la caridad vocacional es, en nosotros, espíritu de discernimiento y de verdad. Discernimiento que nos permite buscar y determinar lo mejor (cfr. Flp 1,10), lo que la caridad significa en esta red de relaciones en que y en la situación particular en que me encuentro. Es espíritu de verdad, que nos capacita para “realizar la verdad” (Ef 4,15); la caridad es criterio de verdad moral.

4.2.5. Caridad eclesial

El prójimo más inmediato del cristiano es el condiscípulo, aquellos a quienes Pablo llama “los hermanos en la fe” (Gal 6,10). La caridad debe ejercitarse, ante todo, dentro de la comunidad eclesial, como caridad eclesial.

La ecclesia debe edificarse, a partir de sus miembros, en la caridad (cfr. Ef 4,16; Col 2,19). Cada cristiano tiene la responsabilidad de la gracia edificadora de la Iglesia, que significa un deber de amor recíproco, que se expresa, por ej., en las parénesis apostólicas sobre la caridad, como en Rm 12,9-13 (cfr. Ef 4,2; Flp 2,3-4; 1Pe 1,22; Col 3,12-13.15.16).

La caridad eclesial brota de la liturgia, como experiencia de ser amados por Dios, y constituidos en koinonía de caridad, y se prolonga en lo cotidiano de la diakonía que la testimonia; y se hace caridad doxológica: alabanza a Dios, en la celebración y en la acción, expresiva del amor a Dios y a los hermanos.

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La virtud teologal de la caridad

La caridad acogida y vivida construye la Iglesia (1Co 8,2). La gnosis de la comunidad debe medirse y completarse con la agape (cfr. 1Co 13,2), y subordinarse a la agape para no herir al hermano débil en la ciencia y no debilitar o romper la comunión (cfr. Rm 14; 1Co 8). La misma ortodoxia de la fe es criterio de pertenencia a la Iglesia cuando se la considera inseparable de la ortopraxis de la caridad, porque la fe más grande, y toda la ciencia, sin la caridad no es nada (cfr. 1Co 13,2).

Por la comunión de caridad de sus miembros, la Ecclesia de caritate, que tiene la forma caritatis, constituida sacramento de la caridad de Cristo, se hace signo transparente y atrayente de caridad para todos (cfr. Jn 13,35). Por esta comunión agápica, la Iglesia es “sacramento visible de unidad salvífica” (LG 9), “signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Esta conciencia y responsabilidad es un deber primario e irrenunciable para todos los miembros de la Iglesia.

4.2.6. Caridad social y política

La caridad reúne en comunión y edifica la comunidad. No se agota, pues, en las relaciones inter-individuales. Concierne también el tejido conectivo que constituye la comunidad: la sociedad en todas las formas que la estructuran y la expresan.

Junto con el bien de la persona individual, existe el bien de la comunidad de las personas, que la bene-volencia de la caridad debe reconocer, buscar y realizar con solicitud y sentido de responsabilidad: es el bien común de la comunidad a la que se pertenece, desde la más primaria hasta la más englobante. El bien común es aquel que los individuos pueden alcanzar sólo relacionándose entre sí en la sociedad. El bien común es el objeto de la caridad social. La caridad social nos hace amar el bien común, es decir, nos hace buscar efectivamente el bien de todos, no ya individual o privadamente considerados, sino socialmente unidos. El prójimo que he de amar viene a mi encuentro en la vida social; amarlo realmente, puede significar y exigir un compromiso por transformar las condiciones institucionales y estructurales que determinan su indigencia.

Esta exigencia de caridad se ha hecho hoy más amplia y urgente, en un mundo cada vez más estructurado, en el que las relaciones entre los hombres están mediadas por grandes instituciones. La caridad no puede rehuir el desafío de las mediaciones estructurales, arrinconándose en una praxis parcial e inadecuada, que le ha merecido el desprestigio lexical que acompaña hoy al término.

La caridad debe estar abierta a todos los medios que se le ofrecen para una diakonía efectivamente y eficazmente liberadora y promotora del hombre: de todo el hombre y de todos los hombres. La caridad es, también, una dynamis histórica que tiende a producir procesos de transformación efectiva de la situación en que se encuentra el hombre a quien debemos amar; como tal, ha de contar con el instrumento de análisis y de intervención que le proporcionan la ciencia, la tecnología, las instituciones.

Una caridad hacia el prójimo, que quiera ser expresión del único e indiviso amor a Dios, en un mundo caracterizado por una extrema complejidad de las relaciones y por una interdependencia cada vez más estrecha y amplia de personas y comunidades, no puede no plantearse como caridad social. Esta no es algo opcional: es, como nunca, una vía obligada.

El bien común socialmente conformado, toma y lleva la forma de la polis, o sea, de una comunidad de hombres bien definida, organizada y coordinada, mediante complejos institucionales intermedios, hasta el Estado. Por esto mismo, la caridad social se hace caridad política: sus mediaciones se vuelven, entonces, esencialmente políticas. A la política le compete la responsabilidad de la ciudad, del bien común instituido y garantizado según el derecho y la justicia... Hay aquí un deber de caridad particularmente definido, que hay que reconocer y asumir

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como tal.

La actividad y la participación política son para el magisterio social de la Iglesia una exigencia ineludible de la caridad: “La ley de caridad del evangelio -afirmó Benedicto XV- no es una para los individuos particulares y otra para las ciudades y las naciones” (Enc. Pacem, 23.05.20). “El campo de la política... es el campo de la más amplia caridad, de la caridad política, de la que se podría decir que ninguna otra virtud, fuera de la de religión, es superior a ella” (PIO XI, Discurso a dirigentes de la Federación Universitaria Católica, 18.12.27). El Vaticano II afirma que “todos los cristianos deben tomar conciencia de la propia especial vocación en la comunidad política” (GS 66); y Pablo VI: “La política es una manera exigente... de vivir el compromiso cristiano de servicio a los demás” (Carta Apostólica Octogesima adveniens, 46).

La falta de caridad social y política es más que una omisión y un vacío. Es lo que permite el endurecerse y consolidarse de las “estructuras de pecado”, denunciadas por Juan Pablo II (cfr. SRS, 36), que toman cuerpo en instituciones y ordenamientos que no garantizan el bien común, sino que favorecen intereses privados.

Hoy la caridad social y política tiene que abrirse a las dimensiones de toda la población mundial, sin fronteras, buscando afirmar el “bien común del género humano” (cfr. SRS 22).

Por último, recordemos que la caridad, antes de exteriorizarse en la acción, y en la acción organizada, es una realidad interior: virtud que plasma y renueva el corazón del hombre. No hay proyecto y compromiso de liberación y promoción socio-político, que sea expresión de caridad, si no a partir de la conversión del corazón, como expresión de una libertad “enraizada y fundada en la caridad” (Ef 3,17).

4.2.7 Caridad hacia los seres infrahumanos

¿Se puede hablar de una caridad hacia los seres infrahumanos? Por sí misma la caridad es virtud inter-personal: su destinatario es la persona. Propiamente hablando, pues, no se puede dar una caridad hacia las creaturas no humanas. Querer a alguien es quererlo por sí mismo, con valor de fin, no de medio. Los seres infrahumanos están finalizados al hombre. El hombre no busca el bien de las creaturas infrahumanas por ellas mismas, sino por los hombres.

Sólo puede hablarse analógicamente y en un sentido impropio o lato de caridad para con las creaturas infrahumanas: “en cuanto -dice santo Tomás- la caridad nos hace querer que las criaturas irracionales sean conservadas para honor de Dios y el servicio de los hombres” (S. Th., II-II, q. 25, a. 3). Es legítima y es un deber una “caridad” para con los animales, las plantas y las cosas en cuanto reflejan la bondad creadora de Dios, y en cuanto cuidar de ellos es amar al hombre a quien están destinadas. Aquí se encuentran las raíces de una “caridad ecológica”, entendida como tutela amorosa del ecosistema que constituye el ambiente vital de los hombres en el mundo y en la historia. En este sentido, amar a los animales, las plantas y las cosas, es amar a Dios y al prójimo: estamos en la economía de la caridad.

Sin embargo, hay que estar atentos a una tendencia niveladora, que pregona un amor indiferenciado a toda forma de vida, que rebaja al hombre al nivel infrahumano o eleva a las criaturas impersonales al nivel humano. En una economía de caridad el hombre puede y debe servirse de todo el mundo subhumano, también de los animales. Lo que la caridad prohíbe no es el uso, sino el abuso; propiciando, en cambio, el señorío ministerial del hombre sobre el cosmos.

4.2.8 Caridad para consigo mismo

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La caridad relaciona el “yo” con el “tú” en el amor. Por ello, puede parecer ilógica una auto-relación del “yo” en el amor. Pero, en realidad, hay un diálogo y una relación que cada uno tiene consigo mismo: cada uno se pregunta sobre sí mismo, sobre las responsabilidades que tiene para consigo... Hay, pues, un “tú” de mí mismo, destinatario de mis cuidados: respecto del cual tengo obligaciones de caridad que cumplir.

Cada uno se recibe a sí mismo como tarea de auto-personalización: de crecimiento, de maduración en el propio ser-persona. Cada uno tiene que hacerse cargo de la propia vida interior: de la densidad ético-espiritual del propio ser. Cada uno tiene deberes para consigo mismo, como con un “tú”, al que debo educar, formar, convertir, sostener, cuidar en su unitotalidad física, psíquica y espiritual del ser personal (cf. Ef 4,13).

El hombre no es dueño de su vida como para desinteresarse de ella. Entre el hombre y la vida hay como un “vínculo nupcial”, que no debería ser roto y que reclama una fidelidad llena de amorosa solicitud.

El seguimiento de la cruz no nos autoriza a comportamientos des-responsabilizantes respecto de los deberes para con uno mismo: al contrario, es la fuente y la norma del más puro, sufrido y oblativo amor de sí, que pasa por el vaciamiento kenótico del perderse para recuperarse (cfr. Mt 10,39). El amor de sí mismo, modelado por la cruz, es caridad altamente exigente: es santidad de vida que hay que buscar con fidelidad a la gracia. El “yo” la busca y la conquista en el más extático amor de sí mismo: aquel amor que me afirma y me hace crecer como persona en Cristo en el acto de perderme completa y definitivamente en Él.

Santo Tomás, al igual que san Agustín, legitima el amor de sí mismo como forma y condición de todo otro amor por los demás, comentando la regla de oro (cfr. Mt 22,39). El amor a sí mismo es completamente distinto del egoísmo: al contrario, precisamente el egoísta es quien menos se ama a sí mismo, puesto que “quien quiera salvar su vida, la perderá” (Mt 16,25), puesto que se coloca fuera del dinamismo auténtico de la caridad.

5. CARIDAD Y JUSTICIA

En primer lugar, la caridad exige la justicia. Es su primera forma de realización. La caridad quiere más que la justicia, pero no sin la justicia. Por amor doy al otro lo que es mío; por justicia, le doy al otro lo que es suyo. Ahora bien, no puedo darle a otro lo mío, si le he negado antes lo suyo. Por eso es tan odioso que se presente como don, lo que se debe en justicia, porque responde a un derecho del otro. El primer bien que la caridad quiere para el otro, es que se respete su derecho.

El vínculo jurídico de la justicia, su exigibilidad legal, no la hacen ajena y alternativa respecto de la caridad, como frecuentemente se piensa. La misma caridad quiere que la justicia se exprese en un orden primariamente jurídico-legal. Se ha dicho que la justicia es “la caridad de lo exigible”: amor que se deja vincular como debitum correlativo de un jus.

La caridad excede, supera el jus, el derecho: va más allá de lo estrictamente debido según el derecho, pero sin prescindir de él. El donar y el per-donar de la caridad, incluyen el dar y el restituir de la justicia. Virtud del “a cada cual lo suyo”, la justicia garantiza la autonomía del “yo” y del “tú” en el “nosotros” del amor. A causa del dinamismo de justicia que la atraviesa, la caridad no une nunca a las personas por fusión reductiva de las individualidades personales, sino que comporta y expresa una insuprimible exigencia de respeto por la alteridad del amado; más aún, contribuye a la intensificación de la promoción de las personas en la comunión unitiva del amor.

La justicia es, pues, intrínseca al dinamismo ético-teologal de la caridad. De ésta toma la densidad personal y la tensión salvífica, sustrayéndose al formalismo y al anonimato de una relación distante, funcional, y previniendo la caída degenerativa del summum jus en la summa iniuria. Expresión de caridad, la justicia humaniza

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el derecho como bien de la persona (hijo de Dios y hermano), dando una impronta comunional a las relaciones contractuales, burocráticas y legales (cfr. JUAN PABLO II, Dives in misericordia, 12 . 14).

La caridad exige la justicia; ésta, una vez afirmada abre nuevos espacios a la caridad, como los espacios propios del don y del perdón, de la gratuidad y de la misericordia.

Hay que reintroducir la justicia en la dinámica ético-salvífica de la caridad, liberándola de aquella concepción iusnaturalística que hizo de ella una virtud ajena, paralela o añadida, función de una responsabilidad puramente legal y secular. Expresión exigente del evangelio de la caridad, la justicia asume y refleja la acción evangelizadora y redentora. Sustraerse a los deberes de justicia no es, para el cristiano, descuidar una obligación profana, sino contradecirse a sí mismo como cristiano: sin espíritu de justicia no puede haber verdadera vida cristiana (cfr. CONC. VATICANO II, Apostolicam actuositatem, 4); al contrario, “practicando la justicia, el cristiano trabaja por su propia salvación” ; y la Iglesia encuentra en la causa de la justicia la “verificación de su fidelidad a Cristo” (JUAN PABLO II, Laborem exercens 8).

6. LA PRIMACIA DE LA CARIDAD

La caridad no es una virtud más, junto a otras, sino una virtud supereminente: le compete la primacía unificadora de toda la ley, de los actos y de las actitudes morales. Así lo afirma Jesús en la respuesta a la pregunta sobre el primero y más grande de los mandamientos (cfr. Mt 22,34-40; Mc 12,28-34). Así lo dicen también los escritos apostólicos (cfr. Rm 13, 8-10; Gal 5,6 . 13-14; Col 3,14; 1Co 13; etc.). En Juan, la caridad llega a ser el mandamiento (cfr. 1Jn 3,23; 4,21; etc.) que “une en un mismo vínculo religioso a Dios, a Cristo, al prójimo; el anillo de oro del amor” (SPICQ, C., Charité et liberté, p. 43).

La caridad tiene esta primacía unificadora de toda la ley y las virtudes morales, en función de su objeto/fin propio, que es Dios mismo, el sumo bien querido por el hombre. Este fin mueve unitaria y globalmente toda la libertad del hombre, de modo que todo otro bien es tal y es objeto de benevolencia en cuanto es su expresión y su reflejo.

Antes de expresarse particularmente en esto o en aquello, la libertad expresa fundamentalmente una tensión al todo, realizadora de la persona en cuanto tal. Es la libertad fundamental, la opción fundamental. Esta libertad en el hombre es amor del sumo bien, es amor de Dios, es caridad teologal. Todo bien, acto y virtud particulares son éticamente tales en tanto y en cuanto participan y expresan esta ordenación al sumo bien y fin último, que es la caridad. Por eso se dice que la caridad informa todo el bien moral objetivamente considerado y toda la actividad ética del sujeto agente.

Santo Tomás afirma que la caridad es la “forma virtutum”, en el sentido que la caridad ordena al último fin sobrenatural a todas las virtudes y llega a ser el principio eficiente (imperante, motivante) de toda la voluntad virtuosa. Esto no significa que cada acto o virtud particular sea absorbido por la caridad, perdiendo su propia especificidad, sino que los sitúa y los unifica en el horizonte complexivo de significación y finalización. La justicia, la veracidad, la castidad, la obediencia... y toda otra virtud moral será siempre especificada por su propio objeto particular, pero cada objeto particular de una virtud tiene que vincularse con la bondad divina que es el objeto de la caridad. La caridad es la virtud del fin, que ordena los bienes particulares del hombre y los actos propios, como medios al fin, e. d., al Bien supremo y último que es Dios mismo.

Modalidad ontológico-dinámica del hombre en Cristo, la caridad no impone al hombre algo, una obra, unas exigencias bien determinadas, sino que compromete al hombre mismo, en totalidad de libertad y fidelidad. Es amor “con todo el ser” (cfr. Dt 6,5; Mt 22,37; Mc 12,30). En este sentido, la caridad creada no es esencialmente

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un mandamiento: es el hombre mismo en cuanto posibilidad de acogida del amor de Dios, en el que Dios no nos da algo sino a sí mismo. Sin embargo, el todo de la caridad de Dios en el hombre, es principio y matriz de toda determinación del bien; y en este sentido, es, también, un mandamiento: expresión temática del amor a Dios y al prójimo, en todas sus múltiples e irrenunciables exigencias.

En la caridad todo el bien se compendia y de la caridad se irradia. Es el centro de unidad de todos los mandamientos y virtudes: principio de simplificación exigente de toda la vida moral. Por eso, san Agustín podía decir: “Ama et fac quod vis” (In epistolam Joannis ad Parthos, VII, 8; PL 35, 2033).

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7. LA CARIDAD ES PARA SIEMPRE

El primado de la caridad abarca la totalidad, no sólo ética sino ontológica de la persona en Cristo: “Si no tengo caridad, no soy nada” (1 Cor 13,2). Ciertamente, la caridad no es obra nuestra: es charis la caridad. Pero articulada a la acogida y a la fidelidad testimoniante de la libertad que “busca la caridad” (1Cor 14,1) y “camina en la caridad” (Ef 5,2). De esta correspondencia fiel al amor donante de Dios procede el ser y el existir cristiano. La caridad es la indudable verificación ontológica de lo cristiano: amo ergo sum. Soy porque somos en el amor. Ser es amar y amar es ser: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte” (1Jn 3,14).

El cristiano simplemente “permanece en la caridad” (Jn 15,9-10: Ef 1,4; 1Jn 4,16): expresión de la inherencia ontológica y ética en el amor fontal de Dios: “Dios es Amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16); y en el amor vital de Cristo: “Permanezcan en mí como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento en la vid... permanezcan en mi amor” (Jn 15,4 . 9). La caridad es esta permanencia ontológica y ética en el amor de Dios en Cristo, que envuelve y otorga significado a todo el existir y co-existir cristiano. Corresponde al proyecto eterno de Dios: nuestra elección y vocación en Cristo a “ser santos e inmaculados en su presencia por el amor” (cfr. Ef 1,4).

Este ser en la caridad-de-Dios-en-Cristo otorga dimensión de eternidad a toda nuestra existencia: es la anticipación y la primicia de la eternidad en el tiempo. “¿Quién podrá jamás separaros del amor de Cristo” (Rm 8,35), se pregunta el Apóstol. Y, en la segura y profunda certeza de este amor indefectible, profesa su esperanza: “Estoy persuadido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni el presente ni el futuro, ni las potencias, ni la altura ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios, en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,38-39). En el tiempo del hombre todo es relativo y destinado a desaparecer, aún las condiciones y prerrogativas más sublimes y privilegiadas: “Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia” (1Cor 13,8b). Sólo la caridad es para siempre; “la caridad no acaba nunca” (1Cor 13,8ª). Es la caridad de Dios en nosotros y vivida por nosotros como su voluntad: “El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre” (1Jn 2,17).

Por ser amor de Dios -que tiene a Dios como origen y fin- la caridad no se pierde. Por pequeña y escondida a los ojos de los hombres que sea, la caridad atraviesa los confines del tiempo y decide metahistóricamente de nuestra existencia. A los ojos de Dios tiene valor de eternidad el vaso de agua dado al sediento (cfr. Mt 10,42): gesto emblemático para Jesús -como los enunciados en la descripción figurada del juicio final (cfr. Mt 25,35)- de amor gratuito a Dios en el prójimo. Son actos irrelevantes y olvidables para la crónica profana, pero llenos de amor de Dios y por ello decisivos de la salvación (cfr. Mt 25,31-46).

La caridad es lo esencial de la vida: lo que “importa” verdaderamente, porque importa para la eternidad (cfr. Gal 5,6). Somos realmente lo que somos a la luz y en la medida de la caridad. Por eso ella se constituye en el criterio y medida del juicio final (cfr. Mt 25,34-36). De aquí nace el deber de “progresar y sobreabundar en la caridad” (1Ts 3,12; cfr. 2Ts 1,3). En razón de su intensidad y riqueza, llegamos a ser “puros y sin tacha para el Día de Cristo” (Flp 1,9-10).

La caridad es un movimiento de amor que nace de Dios y a Él vuelve, asumiendo ontológicamente y dinamizando éticamente toda nuestra existencia. Por ella, todo cobra sentido y valor: el sentido y el valor de la comunión salvífica, iluminada por la fe y anticipada en la esperanza.

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