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LA NUEVA JERUSALEN ESPERANZA DE LA IGLESIA Francisco Contreras SIGUEME V

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LA NUEVA JERUSALENESPERANZA DE LA IGLESIA

Francisco Contreras

SIGUEME

V

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LA NUEVA JERUSALEN

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BIBLIOTECA DE ESTUDIOS BIBLICOS 101

Otras obras publicadas por Ediciones Sígueme:—F. Contreras, El Señor de la vida (Apocalipsis) (BEB 76)—U. Luz, El evangelio según san Mateo (BEB 74)—J. Gnilka, El evangelio según san Marcos (BEB 55-56)—F. Bovon, El evangelio según san Lucas (BEB 85)—X. Léon-Dufour, Lectura del evangelio de Juan (BEB 68-70.96) —U. Wilckens, La Carta a los romanos (BEB 61-62)—H. Schlier, La Carta a los efesios (BEB 71)—E. Schweizer, La Carta a los colosenses (BEB 58)—N. Brox, La primera Carta de Pedro (BEB 73)

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FRANCISCO CONTRERAS MOLINA

LA NUEVA JERUSALENESPERANZA DE LA IGLESIA

Ap 21, 1-22, 5

EDICIONES SIGUEME SALAMANCA 1998

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CONTENIDO

Preludio ....................................................................................................... 11Introducción............................................................................................... 211. El nuevo mundo (Ap 21, 1-8 )........................................................ 41

1. Un cielo nuevo y una tierra nueva.......................................... 422. La nueva Jerusalén. Historia de su nombre.......................... 493. La presencia de la nueva Jerusalén......................................... 534. Origen de la nueva Jerusalén en el Apocalipsis.................. 655. Presencia de Dios entre los hombres. Alianza universal... 666. Superación de todo m al............................................................. 717. La creación divina de un universo nuevo.............................. 76

2. La nueva Jerusalén (Ap 21, 9 -2 7 ).................................................. 991. La visión protetica-en el Espíritu-de la nueva Jerusalén. 1012. La gloria de Dios inunda la nueva Jerusalén........................ 1033. La muralla. La nueva Jerusalén, ciudad protegida.............. 1064. Las puertas. La nueva Jerusalén, ciudad abierta................. 1075. Los cimientos. La nueva Jerusalén, ciudad apostólica....... 1106. Las medidas «desmesuradas» de la nueva Jerusalén.......... 1127. El cubo y las murallas................................................................ 1178. La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotal.................................... 1209. La nueva Jerusalén, ciudad de jaspe y de oro...................... 122

10. Los cimientos de la nueva Jerusalén. El enigma de las docepiedras preciosas.......................................................................... 125

11. Las doce puertas-perlas de la nueva Jerusalén..................... 14812. La nueva Jerusalén, ciudad que es tem plo.......................... 15013. La luz de Dios y del Cordero.................................................. 15614. La nueva Jerusalén, ciudad del mundo................................. 159

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10 Contenido

3. El paraíso recreado (Ap 22, 1-5)....................................................... 1671. El río de agua de vida y el árbol de la vida............................. 1692. La nueva humanidad...................................................................... 175

4. Interpretación teológica.................................................................... 1851. La nueva Jerusalén. La ciudad de Dios-Trinidad............... 1862. La nueva Jerusalén. Ciudad de la humanidad renovada... 2073. La nueva Jerusalén, la ciudad de Dios y de los hombres.... 2224. La humanidad, cara a cara con D ios...................................... 2255. La nueva Jerusalén, plenitud de las bienaventuranzas...... 2346. La nueva Jerusalén. Misterio de doce piedras preciosas.. 2367. La nueva Jerusalén. Comunidad santa.................................. 2398. La nueva Jerusalén, la perfecta ciudad ecológica............... 2409. La nueva Jerusalén, la anti-cortesana, la anti-Babilonia.. 242

10. La nueva Jerusalén, la ciudad de los vencedores............... 25611. La nueva Jerusalén, la esposa del Cordero.......................... 26212. La nueva Jerusalén y la universalidad de la salvación........ 269

E pílogo ........................................................................................................ 275

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PRELUDIO

Este preludio, tal com o su nombre sugiere, posee en la más no­ble acepción del término, un carácter lúdico; es una recreación —no un juego, sino el arranque de un sueño portentoso—, que orienta nuestros primeros pasos hacia la senda de la nueva Jerusalén. Constituye los preliminares que nos ambientan, temática y existen- cialmente, antes de entrar con decisión por las puertas en la ciudad santa. Preludio recuerda también el canto inaugural, previo a la apoteosis de toda gran obra. Se anticipa, a modo de obertura, la so­lemne música que va a ser ejecutada por la mano todopoderosa de Dios: la sinfonía del «nuevo mundo». Un cielo nuevo y una nueva tierra van a ser creados, a fin de servir de ámbito ante la irrupción de la nueva Jerusalén.

En los umbrales ya del tercer milenio, cuando lamentablemen­te se resquebrajan muchas ilusiones y una grieta de pesimismo se abre en no pocos corazones, providencial resulta ofrecer a la Igle­sia la razón suprema de su esperanza: la ciudad de la nueva Jeru­salén, que es la consumación del reino de Dios.

Vista así, toda la historia cristiana aparece como un único río, al que muchos afluentes vierten sus aguas. El año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río: el río de la revelación, del cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de la historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en Belén hace dos mil años. Es verdaderamente el ‘río’ que con sus ‘afluentes’, según la expresión del salmo ‘recrean la ciudad de Dios’ (46/45, 5)1.

Puede legítimamente afirmarse que la historia de la salvación ha peregrinado desde siempre, toda ella sin desmayos, a la bús­queda de la ciudad de Dios. La esperanza de la nueva Jerusalén ha infundido aliento a la andadura del pueblo de Dios por el desierto

1. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n.° 25. En Encíclicas de Juan Pa­blo II (edición preparada por J. A. Martínez Puche), Madrid 31995. Conforme a esta edición serán citadas las diversas encíclicas papales.

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12 Preludio

de este mundo. Y cuando la caravana de la humanidad parecía su­cumbir extenuada en medio de las arenas, alzaba sus ojos para v is­lumbrar en lontananza —casi com o un sueño, nunca com o un espe­jism o— las deseadas murallas de la ciudad. Anhelaba encontrar dentro de ella el oasis del paraíso, el río de la vida, la presencia de D ios, que pudiese colmar su sed de infinito. Espoleada con tan es­timulante aliento arreciaba sus pasos, y se confirmaba en su deter­minación de proseguir adelante en su peregrinación2.

El autor de la Carta a los hebreos ha descrito en un hermoso ca­pítulo (11) el itinerario de esta historia salvífica, interiormente m o­vida por la palanca de la fe que es garantía de lo que se espera (11,1). A lo largo de un pormenorizado reconocimiento, el autor sagra­do enaltece la fe de los patriarcas y profetas. A sí Abel, quien ofre­ció a D ios un sacrificio más excelente que el de Caín y fue decla­rado justo (11, 4). D e manera análoga Henoc, quien no vio la muer­te (11, 5). También Noé, quien se salvó del naufragio y llegó a ser heredero de la justicia, según la fe (11, 7)... La bien ponderada nu­be de testigos se detiene con preferencia en Abrahán, quien fue lla­mado por D ios, obedeció con prontitud y salió, aun sin saber adon­de iba, al lugar que había de recibir en herencia (11, 8). Más ade­lante —convirtiendo su caminar en modelo de la marcha del pueblo de D ios—, refiere que por la fe estuvo peregrinando a través de la tierra prometida, cual si fuese una tierra extraña; habitando en tien­das, al modo de un nómada, com o también hicieron los grandes pa­triarcas Isaac y Jacob (11, 9). Y ofrece, por fin, la razón última de tan dilatado peregrinaje:

Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitectoy constructor es Dios (11, 10).

Esta ciudad no es otra sino la nueva Jerusalén, descrita en Ap 21-22, 5, edificada sobre doce cimientos y venida del cielo, de par­te de D ios. Ella constituye la esperanza de Abrahán, el padre del pueblo, y asimismo sustenta la esperanza viva de todo el pueblo de D ios en su larga marcha por la historia.

2. Con esta imagen bíblica de la peregrinación describe el papa Juan Pablo II la condición de la existencia cristiana, que repercute en la esfera más íntima de la per­sona, en la situación de la Iglesia y en el devenir de toda la humanidad: «Toda la vi­da cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se des­cubre cada día su amor incondicionado por toda criatura humana, y en particular por el ‘hijo pródigo’ (cf. Le 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la perso­na, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar la humanidad ente­ra» (Tertio millennio adveniente, n.° 49).

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Preludio 13

Contemplar el misterio de la nueva Jerusalén es un regalo in­merecido; sólo le es dado a quien el Espíritu inspira y mueve, co ­mo a Juan, el vidente del Apocalipsis (21, 10). Ojalá cada uno de los cristianos que componen la Iglesia pueda ser testigo favorecido de tan alta revelación: «Jerusalén, igualmente ciudad de Dios, de Cristo y de los hombres, donde la divinidad se hace humana y la humanidad se hace sorprendentemente divina, llevada al nivel de un amor vertiginoso, es realmente nuestra ciudad»3.

Es nuestra intención —permítasenos declarar la aspiración pri­mordial que anima estas páginas y la responsabilidad que alberga por compartirla—, mostrar, por medio del presente libro y ante los ojos de los cristianos, la siempre atrayente imagen de la ciudad, don de D ios para la humanidad. Esta suprema visión fortalece la esperanza, permite «levantar las manos caídas y las rodillas vaci­lantes» (Heb 11, 12); ayuda a la Iglesia, hoy peregrina, a fin de que no se «des-oriente» (falta de luz), no desfallezca en su fe (abruma­da por la multitud de sus pecados), no se pierda (carente de rumbo) ni se «extra-víe» (fuera de camino).

De esta esperanza escribía san Juan Crisóstomo:Tengamos en nuestro espíritu la ciudad de Jerusalén. Contemplé­mosla sin descanso, tengamos siempre delante de nuestros ojos su belleza. Es la capital del Rey de los cielos, donde todo es inmuta­ble, donde nada es pasajero, donde todas las bellezas son inco­rruptibles. Contemplémosla para llegar a ser cada día más afec­tuosos con nuestros hermanos y así poder heredar el Reino de los cielos4.

De esa misma esperanza, pero renovada ante los acontecimien­tos que la historia se apresta a protagonizar —la ocasión irrepetible de alcanzar el tercer milenio—, habla el papa Juan Pablo II, bus­cando afianzarla en el corazón de los cristianos, que viven en la fe de la Iglesia e inmersos en la historia del mundo:

Los cristianos están llamados a prepararse al gran Jubileo del ini­cio del tercer milenio renovando su esperanza en la venida defini­tiva del reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la

3. U. Vanni, L'Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, Bologna 1988, 390. Cf. con atención un reciente libro, que reúne enriquecedoras perspectivas sobre la ciu­dad de Jerusalén, y que tiende una esperanzada mirada al futuro de su historia: G. Bis- soli, Cerusalemme. Realta, sogní e speranze, Jerusalén 1996.

4. Comm. Sal 47 (48): PG 55, 2221-2222.

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14 Preludio

comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social don­de viven y también en la historia del mundo5.

Poder contemplar la nueva Jerusalén, permite realizar un nuevo éxodo, entretejido de recuerdos bíblicos, de pasajes de los salmos y de cantos de peregrinos. Hace que la Iglesia se sitúe rápida, aun­que idealmente, en su meta, com o si hubiera conseguido alcanzar ya el final de su peregrinación. La Iglesia repite el dinamismo, que tan vivamente aparece descrito en el salmo 1226.

¡Qué alegría cuando me dijeron:‘Vamos a la casa del Señor’!Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.

En estos dos primeros versos se enlazan los extremos de la pe­regrinación. La alegría de iniciar el viaje a Jerusalén produce mila­grosamente la real ilusión de que, por fin, se están pisando sus ca­lles. La partida y la llegada se tocan. Se olvidan las penalidades del viaje, que tanto ralentizan la marcha, com o sucede en el salmo 85. Se supera todo el cúmulo de dificultades y el peregrino contempla ya a Jerusalén: «Al final del Apocalipsis, al final de la Biblia cul­mina el destino de Jerusalén»7.

Pero este salmo recrea a Jerusalén, designada en el primer y úl­timo verso mediante una sinécdoque cultual: «La casa del Señor» (vv. 1.9), es decir, el templo. Después se contempla la ciudad en su conjunto: sus puertas (v. 2), sus muros (v. 7). Por medio de una in­terpelación directa —resuelta gramaticalmente en segunda persona, a modo de efusivo saludo— invoca de forma sorprendente a «tus puertas» (v. 2), a «tus muros» (v. 7). Jerusalén se convierte en un tú conocido, vivido, a quien se desea la paz (v. 7); adquiere pro­porciones personales, denotativas de una presencia amiga, o una esposa. Esta serie de elementos señalados no están lejos, ni en el espíritu ni en la forma narrativa, de la ciudad descrita en Ap. El sal­mo 122 no parece, por ello, sino una miniatura concentrada de la nueva Jerusalén de Ap 21-22, 58.

5. Juan Pablo II, Tertio mülennio adveniente, n.° 46.6 . Cf. L. Alonso Schokel-A. Struss, Salmo 122: canto al nombre de Jerusalén:

Bib 61 (1980) 234-2507. L. Alonso Schokel-C. Carniti, Salmos II, Estella 1993, 1477-1485. De esta

manera lacónica, los autores, al acabar su comentario sálmico, lo sentencian y lo con­templan en un horizonte de plenitud (p. 1485).

8. Cf. Cario M. Marti ni, A Gerusalemme salgono le moltitudini del Signare. Lectiu bíblica sul Salmo 122: Credere oggi 91/1 (1996) 15-24.

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Preludio 15

D e C. M. Martini son estas palabras, que no nos resignamos a dejar de consignar, y que valen com o mensaje nuclear del salmo de la esperanza en la nueva Jerusalén:

El hombre está en camino, peregrino hacia una ciudad sólida, com­pacta, en la que Dios es alabado y en la que existe plenitud de paz, hacia una ciudad que no engaña y por la que vale la pena abando­nar las otras ciudades... ¿Nuestros intereses están verdaderamente allí?... Todas las otras realidades son relativas, todos los aconteci­mientos (históricos, sociales, políticos, culturales, eclesiales) son valorados en tanto en cuanto responden a un camino hacia la ciu­dad compacta, pacífica, justa... El cristiano, interrogado sobre sus esperanzas, debería responder espontáneamente: mis esperanzas son la Jerusalén celeste, allí están mis esperanzas9.

Redescubrir la presencia de la nueva Jerusalén en el horizonte de la vida cristiana es urgente para la Iglesia. Sería preciso, en es­te contexto, hacer memoria del salmo de las cítaras (137) o, por mejor decir, del canto de los «sin tierra». Los cristianos se encuen­tran justamente viviendo fuera de su patria, también «desterrados», y andan buscando la ciudad futura, que es la nueva Jerusalén. Lla­marla, desearla, suspirar por ella, es invocar la esperanza contra la desilusión y el abatimiento. Si se pierde de vista en el sinuoso ca­mino de la historia la presencia de la nueva Jerusalén, valorada co­mo la alegría más grande (v. 6b), entonces todo está perdido: es quedarse reducido —desde el simbolismo bíblico— a una insignifi­cante apariencia, a una sombra que vegeta, prácticamente muerto en vida: manco y mudo, sin brazo derecho y sin lengua (v. 5-6).

Este salmo 137 es el canto de la resistencia, que mantiene en es­tado de fidelidad a la Iglesia, para no dejarse embrujar por la se­ducción de otras Babilonias; conserva el espíritu tenso hacia la me­ta de la esperanza: la nueva Jerusalén10.

Asim ism o es toda una súplica, que resuena para la Iglesia como una voz de alarma: «¡Ay!, si me olvido de ti, Jerusalén», exclama con advertencia el verso cinco. Hoy, situados en fechas precisas, a las puertas del tercer milenio, tendría que ser entonado así: «¡Ay de ti, Iglesia, si te olvidas de la nueva Jerusalén!».

Pero la contemplación adecuada de Jerusalén —he aquí otro es­corzo que se vislumbra com o arista de discordias— debiera ser sig­

9. Ibid., 22.10. Cf. siempre interesantes sugerencias en L. Alonso Schokel-C. Carniti, Salmos

II, 1565-1575.

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16 Preludio

no de unión para todos los creyentes, que profesan la fe de Abra­hán, aquel que esperó la ciudad futura, y que avizoró una Jerusalén convertida —com o su nombre enseña— en ciudad de la paz. La­mentablemente, su posesión concede triste actualidad al enfrenta­miento de pueblos creyentes, enzarzados en una escalada irrefre­nable de violencia, que lacera su fe compartida en el único D ios y no cesa de ensangrentar su convivencia.

Jerusalén constituye para las tres grandes religiones monoteís­tas una ciudad santa, una patria (de padre), cuya presencia habría de ejercer una atracción irresistible de convergencia y reconcilia­ción: «Jerusalén, ‘ciudad sa n ta ’para hebreos, cristianos y musul­manes»". Respecto al pueblo judío y cristiano, ya existen pruebas sin número que testimonian su devota admiración, tal com o se ve­rá a continuación, a lo largo de estas páginas.

Por lo que toca al pueblo musulmán, elemento cultual-cultural para nosotros más ignoto, pueden leerse con provecho algunos es­tudios notables12. Hay que decir, en un intento sumarísimo de sín­tesis, que la historia de ocupación musulmana, iniciada en el 638 d. C., se caracterizó por un pacto de protección (dhimma), conce­dido a los cristianos. Tras la edificación por el Califa Ornar de la gran mezquita en la explanada del Templo, Jerusalén representa, junto a la M eca y Medina, la ciudad santa para el Islam. Su impor­tancia está atestiguada en el Corán, justamente en el primer verso de la sura XVII.

Gloria a Aquel que tomó de noche a Su Siervo del Templo Santo(Al-Masgid al-Haram) al Templo Ultimo (al-Masgid al-Aqsa).

11. Así reza el reciente título monográfico de una revista de orientación y actua­lidad teológica, pero que recoge el sentir de estos tres grandes credos monoteístas: Credere oggi 91/1 (1996). Juan Pablo II desea realizar encuentros comunes para fa­vorecer el diálogo entre las grandes religiones, especialmente para intensificar el acer­camiento entre los hebreos y los fieles de Israel. Pretende preparar reuniones históri­cas en el Sinaí, en Belén y en Jerusalén, para que, con el olvido de los errores del pa­sado, tristemente acaecidos en dichos lugares (con reiterado énfasis en Jerusalén, ciu­dad de discordia durante tantos siglos) todos se reencuentren como hermanos e hijos del mismo Padre. Cf. Tertio Millenio Adveniente, n.° 53.

12. M. Borrmans, Oerusalemme nella tradízíone religiosa musulmana, en Geru- salemme. Atti della XXVI seltimana bíblica italiana, Brescia 1982, 111-130; A. L. Ti- bawi, Jerusalem, ist Place in Islam and Arab History. The Islamic Quarterly XII (1968) 185-218; F. F. Peters, Jerusalem and Mecca. The Typology ofthe Holy City in the Near East, New York 1986.

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Preludio 17

Se ha interpretado este pasaje com o la ascensión de Mahoma al cielo, desde este lugar, a partir de entonces sagrado para los mu­sulmanes, que es la ciudad de Jerusalén13.

Resulta ilustrativo leer en el pórtico de la novela histórica —¡Oh, Jerusalén— que documenta los trágicos avatares, en tom o a 1948, año de la independencia del pueblo judío, estos tres testimo­nios, que por mor de la fidelidad ahora reproducimos literalmente, tal com o se encuentran en el libro14:

Si alguna vez te olvidase, Jerusalén,que se me falle la diestra;se me pegue la lengua al paladarsi no te recuerdo,si no ensalzo a Jerusalénpor encima de mi alegre canción»15.¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas...!16.¡Oh, Jerusalén, tierra elegida de Alá y patriade sus servidores! ¡A partir de tus murallas, el mundose ha convertido en mundo!¡Oh, Jerusalén, el rocío que cae sobre ti cura todos los males, porque procede de los jardines del Paraíso17.

La nueva Jerusalén, com o misterio de profecía, trasciende las dimensiones históricas y topográficas de la Jerusalén terrestre; se convierte en la meta escatológica no sólo de la Iglesia, sino de to­da la humanidad. Apocalipsis habla de una Iglesia, germen y pri­micias del reino de Dios, que desborda los límites jurisdiccionales de una Iglesia visible, pero que ubica en esta Iglesia presente y pe­regrina, tachonada de luces y sombras, un signo e instrumento de salvación universal. En este devenir histórico, la nueva Jerusalén constituye la eficaz palanca de su esperanza; ella aparece siempre en el destino del itinerario de la salvación, como la plenitud anhe­

13. Cf. P. Branca, II posto di Gerusalemme tra i litoghi santi d e ll’Islam'. Credere oggi 91/1 (1996) 33-47.

14. D. Lapierre-L. Collins, Oh, Jerusalén, Barcelona 4I972,15. Canto de los hijos exiliados de Israel, salmo 137.16. Jesús contemplando el monte de los Olivos; Mt 23, 27.17. El «Hadith», palabras del profeta Mahoma.

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18 Preludio

lada, la ciudad de paz y de futuro soñada por los hombres, hasta que «D ios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28).

La esperanza busca siempre, de manera indeclinable y tenaz —nada es capaz de apartarla de la realización de su destino de glo­ria— un sentido. Al hombre le es consustancial la apertura a un más allá. El aliento de la humanidad no se harta con su finitud; al con­trario, instalada en su menesterosidad, sin horizontes de un futuro más grande y más hermoso, languidece y muere. Vive proyectada confiadamente hacia una felicidad, que dé plenitud de sentido y de ser a su vida. Mientras el hombre vive, espera: «Dum spiro, spero». La esperanza es el aliento de la humanidad: cuando hay vida hay esperanza.Y la nueva Jerusalén es la esperanza viva de la Iglesia.

La vida humana tiene, pues, un hacia dónde, un destino que no se identifica con la oscuridad de la muerte. Hay una patria futura pa­ra todos nosotros, la casa del Padre, a la que llamamos cielo. La in­mensidad de los cielos estrellados que observamos ‘allá arriba’, desde la tierra, puede sugerir, a modo de imagen, la inmensa feli­cidad que supone para el ser humano su encuentro definitivo y ple­no con Dios. Este encuentro es el cielo del que nos habla la sagra­da Escritura con parábolas y símbolos como los de la fiesta de las bodas, la luz y la vida. ‘Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió’ es i o que Dios preparó para los que le aman’ (1 Cor 2, 9)18.

Hoy es preciso reivindicar una fuerte dosis de esperanza, «la virtud que tiene peor prensa», según E. d’Ors19. En los umbrales de este tercer milenio, sacudido por contiendas inacabables y presa­gios nada halagüeños, bien podríamos apropiarnos —com o diag­nóstico— del título de un libro reciente: «Esperar a pesar de todo»20. Se trata de unas densas conversaciones mantenidas con dos teólo­gos/escritores actuales de prestigio. Como sendos botones de mues­tra espigamos sólo unas palabras reveladoras acerca de la esperan­za de estos testigos de nuestra época, curiosamente situados en

18. «Esperamos la resurrección y la vida eterna». Documento de la Comisión episcopal para la doctrina de la fe de la Conferencia episcopal española (26-11-95): Ecclesia 2.766 (1955) 14.

19. Esta cita pertenece al libro de P. Laín Entralgo, La espera y ¡a esperanza. His­toria y teoría del esperar humano, Madrid 31962. Se trata de un estudio enciclopédi­co acerca de la esperanza, teniendo en cuenta las aportaciones de la Biblia y la tradi­ción de los santos Padres —santo Tomás, san Juan de la Cruz...—; se analiza la espe­ranza en el mundo moderno y en la crisis de nuestro tiempo, con bien ponderadas ca­las en autores representativos.

20. J. B. Metz-E. Wiesel, Esperar a pesar de todo, Madrid 1966.

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Preludio 19

bandos opuestos (verdugo —lado alemán— y víctima —parte ju d ía- respectivamente en la última guerra mundial). Ambos piden, como grito de alarma, la voz testimoniante de la esperanza, mayor de lo que cada uno, individualmente, pueda concebir; más allá de los ho­rrores del pasado y de los pronósticos agoreros. J. B. M etz se re­fiere a la Iglesia com o la veladora (la que cuida y protege) de la es­peranza en el mundo:

Sin la Iglesia habría caído en el olvido una esperanza de siglos, una esperanza, además, tan grande y tan improbable que nadie la pue­de esperar para él solo21.

E. W iesel aboga por el recuerdo, la anámnesis, para que la voz de los testigos no se olvide; e invoca desde su fe judía, él supervi­viente del «reino de la noche» en Auschwitz, un reino de la luz:

Si miro a mi alrededor, en el mundo sólo veo falta de esperanza.Y a pesar de todo: yo y todos, tenemos que encontrar una fuen­te de esperanza22.

El considerable olvido, palpable incluso en las altas instancias del saber teológico23, y el general desconocimiento también ex is­tente entre el pueblo fiel acerca de la nueva Jerusalén —su patria verdadera (¡)—, se convirtieron en fuerte acicate para acometer con entereza este trabajo, y poder ofrecer a la Iglesia la descripción simbólica, ya interpretada, de la meta de su esperanza.

El presente libro constituye el primer estudio bíblico monográ­fico, a la vez pormenorizado y teológico, del que tengamos noticia acerca de la nueva Jerusalén.

21. lbid., 27.22. Ibid., 73.23. Valga como botón de muestra el reciente documento eclesial, ya citado, «Es­

peramos la resurrección y la vida eterna». Documento de la Comisión episcopal pa­ra la doctrina de la fe de la Conferencia episcopal española. Lamentamos que se si­lencie la gran aportación de Ap 21-22, 5 en todo el escrito, pues entre otros olvidos, afirma tal vez demasiado categóricamente: «No podemos, por eso, pretender una des­cripción del cielo» (p. 14). El documento no tiene en cuenta el verso inmediatamente posterior al que ha sido citado de 1 Cor 2, 9, para invocar ese «silencio» sobre la des­cripción del cielo: «A nosotros nos los reveló Dios por medio del Espíritu» (v. 10a). Es el Espíritu quien ha hecho posible la experiencia profética de Juan (Ap 1,10) para po­der escribir el libro del Ap; y es el mismo Espíritu concretamente quien le ha mostra­do la ciudad de la nueva Jerusalén (Ap 21, 10), tal como Juan con fidelidad atestigua, y él la ha descrito para enseñanza de la Iglesia. Pues justamente de esto trata Ap 21, 1-22, 5, de describir el cielo, aunque con símbolos que deben luego ser descifrados. Para descodificar estos símbolos apocalípticos presta su tarea el biblista.

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INTRODUCCION

Una vez considerado en este preludio el ambiente bíblico en que irrumpe la nueva Jerusalén; habiendo caído en la cuenta de la urgencia —acuciada de perentoriedad insoslayable, a causa de los tiempos que nos tocan— acerca de su visión —la que puede devol­ver la esperanza a la Iglesia, a las grandes religiones monoteístas y a la humanidad—, será preciso examinar cuál es la novedad del li­bro de Ap y cóm o la ejecuta, es decir, se atenderá a la aportación original de Ap 21, 1 —22, 5. Después será menester considerar la importancia de la nueva Jerusalén en la vida misma de la Iglesia de todos los tiempos. Por fin, se estudiará con detalle la unidad es- tructural-temática del fragmento.

1. Presentación literaria de la nueva JerusalénAp 21, 1-22, 5 es el único lugar, no sólo de la Biblia sino de to­

dos los escritos judíos, donde se hace una extensa mención de la ciudad de la nueva Jerusalén1. En ningún otro texto —preciso es re­calcarlo— se ofrece descripción alguna de la Jerusalén celeste. N in­gún escritor apocalíptico, que tome parte en un viaje celeste, nin­gún rabino que haya subido a la Merkabá, ha delineado, ni siquie­ra en mero bosquejo, la imagen de esta ciudad2. En medio de tan vasto desconocimiento acerca de la realidad íntima de la ciudad de la nueva Jerusalén, la aportación de Ap 21, 1-22-5 resulta funda­mental.

El Ap cristiano surge com o el cumplimiento eficaz de las mejo­res promesas bíblicas del antiguo testamento. El anhelo de los pro-

1. «Ap 21 ofrece la única descripción de la Jerusalén celeste en el ámbito judeo- cristiano. La ciudad es idéntica con el nuevo eón, con el reino de Dios» (H. Bieten- hard, Die himmlische Welt in Urchrístentum und Spatjudentum, Tübingen 1951, 202).

2. Cf. H. Bietenhad, Die himmlische Welt in Urchrístentum und Spatjudentum,196.

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22 Introducción

fetas y la irrenunciable expectativa judía, manifestada a través de tantos textos a menudo inextricables, no se perdió para siempre en un vacío lamentable, sino que se realizó en su plenitud mediante la irrupción de la nueva Jerusalén, tal com o, de manera espléndida, se consigna en Ap 21, 1-22, 5.

Tal vez Juan no supiese, mientras describía la nueva Jerusalén, que estaba redactando las postreras páginas de la Biblia escrita, sea del antiguo com o del nuevo testamento. La Iglesia, posteriormen­te, no sin la presencia inquieta de ciertos avatares sobre su canoni- cidad3, pero asistida siempre por la fuerza inspiradora del Espíritu, colocó el Ap al final de todos los libros escritos. Hizo providen­cialmente una sabia elección, pues Ap sustenta toda la Biblia com o la meta sostiene el esfuerzo de la gran marcha. Aún más, la nueva Jerusalén se erige en la gran visión de totalidad: «Ap 21, 1-22, 5 se presenta com o el punto culminante, la clave de bóveda de esa gran obra milenaria que es la Biblia»4. Los más nucleares eventos bíbli­cos encuentran en la nueva Jerusalén su confirmación: la elección divina, la nueva creación, la alianza, la apertura de la salvación, las nupcias sagradas entre D ios y su pueblo, el ver a D ios, la ecología...

Resulta esclarecedor, a estas alturas, poder conocer el espíritu (con minúscula, a saber el tono y talante) que alienta en estas pá­ginas que contemplamos. Sea dicho a modo de anticipo sumarial. Preciso es afirmar que la nueva Jerusalén de Ap 21, 1-22, 5 es un pasaje lleno de misterio, sin parangón posible con ningún otro tex­to cristiano o judío: la luz que ilumina la larga noche del tiempo y de la historia5.

El texto constituye en sí mismo una de las «obras de arte litera­rias del autor del Ap»6. Unicamente aquí se describe, con la e lo ­cuente expresividad del símbolo, cuál y cóm o es la confirmación de la esperanza, el premio que D ios otorga tan desbordada cuanto gratuitamente a la Iglesia y a la humanidad. Fragmento de riqueza teológica inconmesurable y de belleza casi mágica. N o pretende­mos caer en la metáfora hiperbólica al afirmar con plena delibera­

3. Cf. una detallada panorámica sobre los problemas que aquejaron a la recta in­terpretación del libro de Ap, en F. D. Mazzaferri, The Genre ofth e Book o f Revelation. From a source-criticalperspective, Berlin-New York 1988, 1-34.

4. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, Estella 1994, 121.5. También se podría añadir —para no excluir ninguna clave de simbolismo bí­

blico— que en medio del mar -paradigma de todo peligro acechante en que navega la historia—, una luz poderosa como un alto faro, rompe la oscuridad y libera del nau­fragio: es la fuerza, impregnada de irradiación divina, de la nueva Jerusalén.

6 . Así lo reconoce textualmente U. Vanni, Gerusalemme nell'Apocalisse, en Ge- rusalemme. Atti della XXVI settimana bíblica, Brescia 1982, 42.

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ción que sus versos fulguran con pulcritudes de deslumbrante lus­tre y brillanteces hasta ahora no usadas en ninguna otra parte de la Biblia. Como un relámpago de hermosura sobrenatural es la apote­osis de la nueva Jerusalén, que aquí irrumpe y nos envuelve. Hay que dejarse, pues, afectar y envolver por el aura de su gloria.

Si hubiese que elegir a algún escritor contemporáneo —por tan­to, acorde con nuestro sentir actual—, cuya obra se acercara de al­guna manera a la descrita en Ap 21, 1-22, 5, sin duda habría que designar unánimemente a V. Aleixandre. Este autor ofrece unos textos de enorme fuerza y resonancia; en él sobresalen las imáge­nes visionarias, cuya magnitud telúrica y celestial —y asombrosa­mente, cuyo amor por el detalle—, son colindantes con Ap. V. A lei­xandre crea visiones, que producen un efecto conmovedor, debido a asociaciones emotivas, no conscientes7.

Preciso es penetrar por la puerta de la palabra del Ap para ac­ceder a la visión de la ciudad. Hay que permitir ser llevados casi de la mano por lo que este pasaje, paso a paso, nos va indicando. Hay que detenerse en cada palabra —com o si de la contemplación insó­lita de un edificio de Jerusalén se tratase—, mirarla con complacen­cia y estudiarla con esmero, «re-creándose» en ella (todo este tri­buto constituye las minucias requeridas de la exégesis literal). El

7. El autor escribe, por ejemplo: «Aguilas como abismos / como montes altísi­mos». No existe un nexo lógico que enlaza las comparaciones, sólo se produce el sí­mil por la emoción suscitada en ambos casos, por la resonancia magnética que crea en el ánimo del lector la grandeza del abismo y de la elevación de los montes (asimismo hay que dejarse ganar emotivamente por el clima original y paradisíaco de Ap 21-22, 5 —¡—). El más completo estudio de la obra de Aleixandre se debe a C. Bousofio, La poesía de V. Aleixandre, Madrid 31977, especialmente las páginas donde se trata acer­ca de la imagen visionaria, la visión y el símbolo (159-200). Entre todos sus libros, desde nuestra perspectiva del Ap, cabe destacar Sombra del paraíso. El poeta canta a un mundo original, donde la naturaleza —elevada a categoría de coprotagonista, ani­mada de sentimientos—, los animales y los hombres conviven en una inocencia prísti­na, en medio de una luminosidad que los invade y los deslumbra. Cf. L. de Luis, V. Aleixandre, Madrid 1970; V. Granados, La poesía de V. Aleixandre, Málaga 1977. A modo de cita esclarecedora, que propicia el clima descriptivo de la nueva Jerusalén de Ap 21, 1-22, 5, bien merece ser reproducida parcialmente la poesía, que se titula —otorgando aún mayor parecido a la ciudad de la nueva Jerusalén— Ciudad del paraí­so. Esta ciudad descrita por el poeta parece sobrenatural, encaramada en un monte ele­vado (como el escenario de la nueva Jerusalén), entregada por una mano invisible, rei­nando señera entre el cielo y el mar. Esta ciudad, se recuerda aun sin haberla conoci­do antes, está habitada idealmente. He aquí los versos iniciales: «Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. / Colgada del imponente monte, apenas detenida / en tu vertical caída a las ondas azules, / pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas, / intermedia en los aires...». Cf. V. Aleixandre, Sombra delparaíso. Edición, introduc­ción y notas de L. de Luis, Madrid 31990, 175.

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fiel análisis del pasaje de Ap 21,1-22 , 5, permitirá acceder a la con­templación serena de la ciudad —es decir, obtener su mensaje teo­lógico—, de la misma manera que por los vericuetos de sus calles más íntimas se llega hasta la plaza de la ciudad.

Ap deliberadamente crea imágenes insólitas, estilo vivísim o y acuña palabras relucientes. Cincela —no es la suya sino la depura­dísima obra de un orfebre— un expresivo lenguaje para ponerlo al servicio de su noble causa: describir con las mejores palabras la gloria de la nueva Jerusalén, que es la perfección de la Iglesia y de la humanidad com o dádiva de Dios. D e esto se trata definitiva­mente, de descubrir y reconocer la hermosura de la Iglesia, hecha a imagen de la nueva Jerusalén y hacia donde esperanzadamente aquélla camina.

La nueva Jerusalén aparece com o un esplendor de belleza, por­que —tal com o muestra el ángel al vidente (21, 9-10)—, es la espo­sa del Cordero y porque es ciudad escatológica. D os sím bolos y dos registros, ambos imbricados com o los anillos de una alianza; el primero mira al amor personal, esponsalicio; el segundo contempla las relaciones humanas en el entramado social de la convivencia.

Aparece hermosa, porque ya es no sólo la prometida, sino la es­posa radiante de Cristo, quien la quiso para sí «resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 27)8. El hecho de que sea llamada la esposa del Cordero no proviene de la mente en delirio del autor, que configura un recurso estético personifica- dor. Tiene un arraigo profundísimo en la consagración bautismal de cada cristiano a Cristo, el Señor y en su vocación escatológica. La comunidad se siente amada por el Señor, su Redentor, mediante el sacrificio oneroso de su sangre (Ap 1, 5)g.

Y también resulta hermosa porque es ciudad santa, a saber, constituye el lugar de la comunión-comunicación, en paz, entre Dios y los hombres. A sí se verá con más detalle en las siguientes páginas.

Sería preciso utilizar a lo largo de toda la explicación apocalíp­tica algunas figuras literarias extremas, com o la paradoja, el con­trasentido y el oxímoron, que den cuenta de los efectos pretendidos

8. Cf. Ch. Journet, L ’Eglise de Verbe Incarné II, Paris 1951, 893. Especialmen­te sugerente el excursus VI: Sur l'Eglise sans tache ni ride (1115-1129), que es un es­tudio histórico con aportaciones de san Jerónimo, san Agustín, san Juan Crisóstomo, santo Tomás de Aquino, entre otros autores importantes.

9. Tal como ha sido escrito: «Dar a la Iglesia el nombre de Esposa no es en ab­soluto un artificio literario: es una necesidad teológica» (A. Vonier, L ’Esprit et l ’E- pou:se Paris 1947, 13).

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por el siempre soprendente lenguaje de Ap. Hay que hablar de la desmesura de las dimensiones de la nueva Jerusalén. No se sabe qué aspecto destacar con más relieve, si sus medidas o sus desm e­didas. Las dos cualidades, en principio antípodas, se funden al uní­sono, logrando mediante la vigorosa expresividad literaria un alto alcance eclesiológico.

La nueva Jerusalén es simultáneamente (¡) ciudad segura (cir­cundada de una alta muralla de protección) y ciudad abierta (con doce puertas francas).

A través de un simbolismo mineral —precioso más allá de lo que toda imaginería religiosa pudiera concebir o que orfebre humano pudiera engastar-, Ap desvela la belleza de la nueva Jerusalén, una ciudad enladrillada entera del más purísimo oro.

La insistencia, asimismo, en las piedras preciosas, manifiesta el misterio de la Iglesia. La presencia trascendente de D ios llena por com pleto la ciudad. Las doce piedras preciosas se incrustan en los cimientos de la ciudad. Esta se puebla de habitantes, que son sa­cerdotes; toda ella es una Iglesia sacerdotal. Se trata, también, de la gloria de la Iglesia apostólica, cimentada en los doce apóstoles del Cordero, pero cuyo fundamento último es Cristo.

Con palabras que son de este mundo, pero que nos han sido re­creadas por la revelación divina, es preciso descubrir la grandeza eterna que D ios otorga a la Iglesia y a la humanidad.

Pero no sólo queremos demoramos en la complacencia de su estilo único e inconfundible; hay que reivindicar una interpretación sim bólico-teológica de la visión última del Ap a la que combaten todas las disecciones que un pretendido bisturí analítico quiere per­petrar contra el mensaje meridiano de estos versos, intentando se­parar el mundo nuevo de la ciudad de Jerusalén, y dividiendo a és­ta en una Jerusalén nueva y una Jerusalén celeste, en esposa y pa­raíso. Preciso es no hacer juego ni parodia sobre la letra del texto, cuando se desconoce el aliento sim bólico que lo invade10.

Son las suyas imágenes no geográficas, sino simbólicas; y todas ellas engarzadas en una cadena interpretativa, dotada de múltiples

10. Cf. el comentario de P. Claudel: «Voilá une fiancée qu’il faudrait des grands bras pour étreindre» (P. Claudel interrogue l ’Apocalypse, Paris 1952, 213). Es una ocurrencia irónica ante las explicaciones de Alio —demasiado literales—, con quien si­gue dialogando en idéntico tono burlesco: «¿Qué me decís, ahora, R. P. Alio, acerca de vuestro pequeño río en tirabuzón que alegra con toda clase de divertimentos hi­dráulicos este ‘promontorio’ de 300 km. de alto que san Juan, según usted, habría atri­buido como residencia a los elegidos y que desciende amablemente hacia ellos como una novia?» (ibid ., 241).

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registros. Son variaciones del mismo tema teológico y eclesial: la creación del mundo nuevo (cielo y tierra nueva), en el que aparece la ciudad de Jerusalén (la Jerusalén celeste es la nueva Jerusalén), y dentro de sus muros, el paraíso recreado".

Como mensaje nuclear se insiste en que la nueva Jerusalén —genuina unidad temática que cohesiona todo el pasaje apocalípti­c o - representa la vida desbordante, donde la Iglesia, al fin glorifi­cada y salvada, se une con toda la humanidad, formada por el pue­blo elegido y las naciones del mundo, en una vida de comunión con D io s12.

2. La nueva Jerusalén en la vida de la IglesiaAl pretender hablar con detenimiento de la nueva Jerusalén, no

estamos tratando un asunto raro (por novedoso), sino que nos es­forzamos en hacer visible el misterio que ha sido vivido a lo largo de la historia de la Iglesia, y que se ha manifestado en la celebra­ción cristiana de la liturgia y en las obras egregias de su fe, a saber, en la sublime expresión del arte cristiano.

En primer lugar, la Iglesia ha hecho explícita mención de la nueva Jerusalén en importantes lugares de su liturgia, algunos de ellos constituyentes de momentos privilegiados. Cuando la com u­nidad cristiana acompaña, doliente y esperanzada, el cuerpo del di­funto para ser enterrado, realiza, consciente de la certeza de la re­surrección y de la vida inmortal que tendrá lugar en la ciudad de Jerusalén, esta última súplica: «Al paraíso te lleven los ángeles, a tu llegada te reciban los mártires y te introduzcan en la ciudad san­ta de Jerusalén».

Cuando la Iglesia peregrina se congrega para celebrar su fe, e s­pecialmente en la eucaristía, se une a la Iglesia celeste. Esta viven­cia comunitaria se expresa muy acertadamente en el prefacio de la festividad de todos los santos. La nueva Jerusalén es considerada en referencia a sus pobladores, com o una asamblea de hermanos, que alaban eternamente a D ios, que operan una profunda atracción sobre los cristianos peregrinos, a quienes sirven de estímulo: «Hoy, nos concedes celebrar la gloria de todos los santos, nuestros her­

11. Cf. R. H. Gundry, The New Jerusalem People as Place, not Place fo r People'. NT 29 (3) 254-264; G. Caird, The Language and Imagery o f the Bible, Philadelphia 1980, 160-167.

12. Cf. A. T. Nikolainen, Die Kirchenbegriff in der Offenbarung des Johannes: NTS (1963) 360.

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manos, asamblea de la Jerusalén celeste, que eternamente te alaba. Hacia ella, aunque peregrinos en país extraño, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los santos; en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad»13.

En las oraciones que la Iglesia implora, al consagrar una igle­sia, de nuevo se hace una súplica con la mirada puesta en el desti­no último que aguarda a los cristianos, que no es sino la nueva Je­rusalén: «Concédenos a nosotros y a cuantos en esta iglesia cele­brarán los divinos misterios llegar a la Jerusalén del c ie lo»14.

En segundo lugar, hay que decir que la Iglesia ha sentido desde siempre añoranza de la nueva Jerusalén, su verdadera patria celes­te. Esta nostalgia ha tomado forma —línea, color, arquitectura— de arte. La labor artística cristiana es un lugar teológico y se convier­te, por ello mismo, en una obra de interpretación bíblica. También la exégesis puede sacar luz de las diversas referencias iconográfi­cas. En este punto, es preciso destacar la riqueza sim bólica de la nueva Jerusalén en el arte cristiano de todos los tiempos.

La Jerusalén presente que es la Iglesia adquiere en el arte cristiano cada vez más los colores y los contornos de la Jerusalén celeste, conforme al espíritu del Apocalipsis que no es sólo el designio de un Reino final y futuro sino también el análisis simbólico de su historia y de su actuar guiadas por Cristo en medio de las tempes­tades y del asedio desencadenado por el mal15.

Durante la celebración litúrgica especialmente —así ha sido re­cordado previamente—, la Iglesia terrestre entra en comunión con la Iglesia escatológica, según repetidas afirmaciones de la Carta a los hebreos (12, 22-24; 16, 25: «Vosotros habéis penetrado en la montaña de Sión, en la ciudad del D ios viviente, en la Jerusalén ce­lestial»). Por ello el templo se convierte —arquitectónicamente ha­blando— en un espejo de la ciudad de la nueva Jerusalén16.

13. Semejante idea se encuentra en el prefacio de la eucaristía del común de la dedicación de una Iglesia. El templo verdadero no hace referencia a un edificio mate­rial, sino a la comunidad cristiana. La Iglesia, Cuerpo de Cristo, crece vigorosamen­te, entretejida cada vez con más miembros, hasta arribar a su meta: la nueva Jerusa­lén: «En este lugar, Señor, tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta lle­gar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz».

14. Se trata de la oración, hecha por el obispo, en los momentos iniciales de la bendición. Rituales de la dedicación de iglesias y de altares, Madrid 1979, 42.103.

15. G. Ravasi, en en Varios, La dimora di Dio con gli utimini. Immagini della Ge- rusalemme celeste dal III al XIV secolo, Milano 1983, 47.

16. Cf. R. Grosche, Zur Theologie der Kirchengebaude, Würzburg 1962, 27.

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Se transforma la visión teológica, y de ahí que también se m o­difique la planta de los nuevos templos e iglesias en la cristiandad. En el período romano la puerta principal iba lateralmente adosada a la basílica, pero el templo cristiano cambia la orientación. Aque­lla puerta principal se convierte ahora en la puerta de entrada, a sa­ber, el com ienzo de un camino que atraviesa el edificio y llega has­ta el altar formando un «iter» representativo, a saber; señala el éxo­do que la Iglesia debe realizar hasta arribar a la Jerusalén celeste. Por ello, la figura gloriosa que corona el ábside es la del Kyrios, el Pantocrátor y, sobre todo, el Cordero del Apocalipsis. La presencia del Resucitado, situada no sólo con los cristianos, sino en medio de ellos (Cristo es contemplado en Ap 1, 13, com o el que está «en me­dio de» los siete candelabros de oro —de oro o encendidos—, a sa­ber, en la posición del que preside toda celebración litúrgica en la Iglesia) les transporta por el arte y la fe a la visión de la Jerusalén celeste17.

Exponentes genuinas de esta visión simultánea —el cielo en la tierra, la nueva Jerusalén en el templo representada—, son las pala­bras que Eusebio de Cesarea refiere en la consagración de una ba­sílica cristiana:

Esta basílica es el gran templo que el soberano Creador del cos­mos, el Verbo, ha erigido bajo el sol en el centro mismo de la tie­rra y en el que ha establecido en este mundo un símbolo espiritual, un trasunto de lo que es en el más allá la bóveda del cielo... Nin­gún mortal puede celebrar debidamente la patria celeste, el proto­tipo de las cosas terrestres allí contenido, la Jerusalén celestial aquí representada18.

El motivo ornamental de la nueva Jerusalén va colocado en el ábside de los templos cristianos, es decir, en el eje que une los fie­les con el altar, y por encima del altar. Esta precisa ubicación po­see una significación ambivalente: de presencia y de provisionali- dad. D e presencia porque en todo templo cristiano, se adensa y se refleja, aunque sea «p e r speculum et in aenigm ate» la Jerusalén ce­leste19. Pero también de provisionalidad, porque el templo material

17. Así reconocido por L. Bouyer, Le rite e t l ’homme, Paris 1962, 236.18. Historia Eclesiástica X, 4, 69-70. El párrafo forma parte de un larguísimo

(contiene setentaidós fragmentos) panegírico sobre la edificación de las iglesias, diri­gido a Paulino, obispo de Tiro. Cf. E. Sauser, Symbolik der katolischen Kirche, Stutt- gart 1960, 60.

19. Cf. L. F. Pizzolato, en Varios, La dimora di Dio con gli uomini. Immagini del- la Gerusalemme celeste dal III al XIV secolo, 19.

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de aquí abajo —toda la variada e inmensa constelación de templos erigidos en la historia, ya suntuosos o humildes— son sólo etapa de transición hacia la nueva Jerusalén.

A sí, pues, los templos cristianos se convierten en imágenes de gloria y signos de caducidad. La visión de la Jerusalén celeste, ins­crita en el ábside de los templos, recuerda a la Iglesia terrestre que va en camino, es peregrina, que está en el Reino, pero que aún no ha conseguido serlo de manera acabada.

Sumamente revelador resultaría, incluso com o lección interpre­tativa de Ap 21, 1-22, 5, recorrer la visión iconográfica completa de la nueva Jerusalén en la historia del arte. Las referencias edili- cias, ornamentales, pictóricas... de la nueva Jerusalén, son tan am­plias que ni en un solo libro podrían ser tratadas. Y tales tópicos provienen prevalentemente de las raíces del Apocalipsis20.

Para darse cuenta de la inmensa producción artística que el mo­tivo de la nueva Jerusalén ha originado en el arte cristiano, véase una somera prueba, aparte de los libros citados previamente, en es­ta selecta reseña bibliográfica abajo confeccionada21.

3. Unidad estructural-literaria de Ap 21, 1-22, 5He aquí el pasaje íntegro de Ap que versa sobre la nueva Jeru­

salén. Sobre él es preciso volver repetidamente los ojos a fin de fa­miliarizarse con las palabras y visiones que alberga. Esta traduc­ción, fiel y matizada del texto griego, encuentra su justificación en las páginas posteriores, tras el análisis respectivo; y debería ir, ló­gicamente, al final, com o un logro adquirido por la exégesis. En beneficio del lector, la situamos al principio, para que su presencia

20. Cf. B. Kühnel, From the Earthly to the Heavenly Jerusalem. Representation ofthe Holy City in Christian Art ofthe Fist Millenium, Rom-Freiburg-Wien 1987, 13, 166.

21. Varios, L ’Apocalypse de Jean. Traditions exégetiques et iconographiques (II- XIII siécles), Genéve 1973; A. Coli, La Gerusalemme celeste nei cicli apocalittici al- tomedievali e l ’affresco de san Pietro al Monte di Civate: proposta di lettura icono­gráfica: Arte Lombarda. Nuova Serie 58/59 (1981) 7-20; J. Engemann, L ’Apocalypse de Jean. Traditions exégetiques et iconographiques. III-XII siécles, Genéve 1979; M. T. Gousset, La représentation de la Jérusalem céleste á l ’époque carolingienne: Cahiers Archéologiques 23 (1982) 81-106; M. R. James, The Apocalypse inA rt, Lon- don 1931; A. Rodríguez, El simbolismo de ‘Jerusalén celeste’, constante ambiental del templo cristiano, en Varios, Arte sacro y Concilio Vaticano II, León 1965, 137- 151; F. Van der Meer, Maiestas Domini. Théophanies de l ’Apocalypse dans l ’art chrétien. Etude sur les origines d ’une iconographie spécial du Christ, Roma-Paris 1938; Id., L ’Apocalypse dans l ’art, Anvers 1978.

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presida estratégicamente todo el proceso de lectura. Además, las partes señaladas se irán presentando, de manera progresiva, al co­mienzo de cada capítulo y al inicio de la exégesis de cada verso.

A. EL M UNDO NUEVO (21, 1-8)'Y vi un cielo nuevo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. 2Y vi la ciu­dad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su es­poso. Y oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la mo­rada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán sus pueblos, y él mismo, Dios con ellos, será su Dios’. 4Y enjuga­rá toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llan­to ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. 5Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’. 6Y me dijo: ‘He­cho está’. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratis. 7E1 ven­cedor herederá esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo. 8Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.

B. LA NUEVA JERUSALEN (21, 9-27)9Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas, y me habló diciendo: ‘Mira, te mostraré la prometida, la esposa del Cordero’. I0Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, "y tenía la gloria de Dios, su resplandor era semejante a una piedra preciosísima como piedra de jaspe cristalino. l2Tenía una muralla grande y elevada, te­nía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres gra­bados que son las doce tribus de Israel. '-’Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, 14y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nom­bres de los doce apóstoles del Cordero. I5Y el que hablaba conmi­go tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puer­tas y su muralla. 16La ciudad se asienta sobre un cuadrado: su lon­gitud es igual a su anchura. Y midió la ciudad con la caña: doce mil estadios, su longitud, anchura y altura son iguales. I7Y midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel. 18Y el material de su muralla es de jaspe y la ciu­

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dad es de oro puro semejante al vidrio puro. I9Y los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas: el primero es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, 20el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de ágata, el undécimo de jacinto, el duodécimo de amatista . 21Y las doce puertas son doce perlas, ca­da una de las puertas hecha de una sola perla. Y la plaza de la ciu­dad era de oro puro como vidrio translúcido. 22Y santuario no vi en ella, pues el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su san­tuario. 2,Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alum­bren, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cor­dero. 24Y las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra traerán su gloria hasta ella; 25sus puertas no cerrarán, pues allí no habrá noche, 26y llevarán hasta ella la gloria y el honor de las na­ciones. 27Y no entrará en ella nada profano, ni el que comete abo­minación y mentira, sino sólo los inscritos en el libro de la vida del Cordero.

C. EL PARAISO RECREADO (22, 1-5)’Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de su pla­za, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce fru­tos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones. 3Y ya no habrá ninguna maldición más. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. 4Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. 5Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.

Tan extenso pasaje es la coronación ideal del Ap. Toda la obra se ha escrito teniendo en cuenta la ciudad de la nueva Jerusalén —tal com o se verá con más minuciosidad en páginas posteriores—, y sólo dentro de ella encuentra el libro cabal sentido y compren­sión. Resulta aleccionador detectar el cambio de ritmo narrativo de Ap en los últimos capítulos. El libro acelera su marcha. Tras men­cionar el infierno, de una manera brevísima, casi com o de pasada y con cierta repugnancia, el Ap se detiene ahora con premiosa com ­placencia, con entusiasmo diríase, en describir las maravillas de la nueva Jerusalén22. Estos treintaidós versos están dotados de inson­

22. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalyse, 332.

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dable alcance teológico y eclesiológico, también de hallazgos lite­rarios23.

Las tres partes del texto pueden asemejarse a un tríptico de pin­tura religiosa, dotado de profunda simbología. Cada una de ellas, en gradación creciente, va mostrando las maravillas del Señor pa­ra los cristianos fieles. También se ha comparado la descripción de Ap 21, 1-22, 5 con una hermosa vidriera, hábilmente construida y conjuntada por Juan; la vidriera posee tres amplios panoramas24.

El estilo de los tres grandes párrafos resulta bastante afín. Co­ordinación y polisíndeton son las notas más características, en im ­presionante frecuencia: quince veces en el primero, veintiséis en el segundo y ocho en el tercero, que es con mucho el más breve. E xis­te una tendencia, pues, a amontonar oraciones y palabras con igual función sintáctica. Hay, por tanto, una simplicidad muy deliberada al servicio de una estrategia narrativo-descriptiva clara: la técnica de contar «lo visto» y «oído».

A través del texto se advierte la presencia del minucioso obser­vador, del testigo directo, siempre atento a ver y presto a transmi­tir. Para ello recurre a detalles precisos o da una visión estilizada, pero preñada de sabrosos apuntes, que confieren realismo a su mensaje. Pretende comunicar con fidelidad al lector del Ap, la realidad sobrenatural, que con la fuerza del Espíritu, le ha sido po­sible contemplar.

La crítica de todos los tiempos, especialmente a partir del siglo XIX, se ha planteado el problema de la homogeneidad de esta sec­ción. Las anomalías de algunos fenóm enos de índole narrativa, co ­mo el frecuente uso de la prolepsis, el sorprendente empleo de an­ticipaciones indebidas, entorpecían en exceso una lectura armóni­ca del pasaje. Llama la atención, por encima de otras trabas lin­güísticas, la descripción de Jerusalén, que en una primera lectura resulta doble y superpuesta: su consumación parece haber tenido ya lugar (21, 1-5), pero también se ofrece la imagen de una Jeru­salén que aún vive en la tierra, habitada por variedad de pueblos (21, 9 -2 2 , 5); una Jerusalén santa (21, 2-7), y, por otra parte, so­metida a todo tipo de acechanzas y pecados (21, 27). La dificultad resulta evidente y clamorosa. Se ha intentado de diversas maneras

23. Sigue resultando válido el jucio global de E. Lohmeyer (Die Offenbarung des Johannes, 165) a los dos capítulos: «Esta visión está fuertemente basada sobre mate­riales tradicionales; en sus descripciones concretas es concisa y se contenta volunta­riamente con alusiones. Original en su composición, comenta todos los acontecimien­tos por una palabra profética de gran envergadura».

24. Cf. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, 116.

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Introducción 33

explicar la causa de este informe estado de cosas. Se ha conjetura­do que básicamente este caos narrativo se debe a la alteridad de fuentes, mal asimiladas por el autor; o bien a los orígenes judíos, transformados de manera inhábil por el redactor griego del Ap.

Concentramos los principales intentos que se han dado en la historia exegética para resolver el enigma literario de Ap 21, 1-22,5. Volker considera tres fuentes innatas dentro del relato: 21, 1-13; 15-21; 22, 4-6. El posterior editor en tiempos de Trajano diseccio­na el relato en estas partes fundamentales: 21, 14.22.27; 22, 1-2. Incluso se detectan interpolaciones internas: 21, 9; 22, 3. Calmes cree que 21, 3-1 la es un desarrollo intercalado entre dos partes de un mismo relato. Bousset opina que el autor utiliza fragmentos de fuentes judías que ya han ido apareciendo en los capítulos 17-1825.

Creemos que todas las anteriores hipótesis, sustentadas por sus respectivos autores, adolecen de una falla original: diseccionan el texto, y carecen de la perspectiva suficiente para considerarlo, aun con sus matices diversos, dentro de su unidad fundamental.

Quien ha dado sistematización a estos planteamientos ha sido R. H. Charles en su comentario al Ap, cuya exposición ahora se re­coge y se valora. El texto de los cc. 20-22 está completamente des­ordenado en un grado asombroso y no muestra en la disposición actual la secuencia original buscada por el autor del Ap26. La cau­sa de tan intolerable confusión y la única hipótesis que puede dar cuenta de ésta para un estudio comprehensivo de los datos es que Juan (mártir o fallecido de muerte natural) sólo escribió de Ap has­ta el c. 20, 3. Dejó para completar su obra una serie de materiales, unos documentos independientes. Juan había presentado la Jerusa­lén del milenarismo (el autor era milenarista), que descendía del cielo antes de la destrucción de la tierra actual, cuando aún pervi­vía el mal en el mundo y quedaban muchas naciones por evangeli­zar (incluía 20, 9; 20, 2.14-15.17). La otra visión de Jerusalén co­rrespondía a su estado celeste, donde los vencedores habitarán des­pués de la consumación final, y abarcaba 21, 5a, 4d, 5b; l-4abc; 22, 3-527. Estos materiales fueron puestos juntos por un «fiel pero ininteligente discípulo en el orden que él creyó justo»28, dando ori­gen al caos actual, caracterizado por la abundancia de rasgos con­tradictorios.

25. En la presentación inicial de este panorama interpretativo, seguimos a E. B. Alio (L ’Apocalypse, 341-342), quien refiere objetivamente el estado de la cuestión.

26. Cf. A Critical and Exegetical Comentary on the Revelation o f St. John I, 147.27. Ibid., 148-154.28. Ibid., 147.

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34 Introducciórm

Esta hipótesis de Charles, tan sutil en el detalle exegético cuan­to crédula en sus reconstrucciones interpretativas, ha sido criticada con tanta dureza com o justicia. Encubre un pseudo delirio de fan­tasía, pues ¿quién, con fiable garantía, puede haber seguido la prehistoria del texto apocalíptico y sus avatares? Denota una nota­ble estrechez de miras, haciendo una lectura plana del texto; no tie­ne en cuenta la simbología de Juan, que adopta diversas metamor­fosis, creando registros inéditos; y carece de la amplitud de toda vi­sión apocalíptica29, tal com o se irá viendo detenidamente en la exé- gesis respectiva.

Dicha hipótesis apenas ha tenido eco en los comentarios de Ap, salvo la propuesta de M. E. Boismard30 que, por mor de la exhaus- tividad de la historia interpretativa de estos capítulos, recogemos ahora con fidelidad. El autor declara explícitamente: «No hacemos más que completar aquí, con nuevos argumentos, la demostración de Charles»31. La visión de la Jerusalén futura, según él, se presen­ta de doble manera: la primera quiere destacar esta breve perícopa21, 1-8; la segunda aglutina esta parte 21, 9-22, 5. Pero surge ine­vitable una dificultad. La primera visión de Jerusalén se sitúa en una perspectiva trascendente: el cielo y la tierra han desaparecido, también el mar e incluso la muerte. En cambio, la segunda des­cripción de Jerusalén se ubica en una dimensión terrestre: la tierra existe todavía (21, 10) y los gentiles pueden convertirse y venir hasta Jerusalén (21, 24-26). ¿Cómo conciliar ambas presentacio­nes? «Se está justamente obligado a concluir que las dos descrip­ciones pertenecían de hecho a dos textos diferentes»32. El autor se extiende en un largo discurso para tratar de mostrar la coherencia de sus hipótesis31; discurso que se torna sinuoso, poco fiable, y que no ha contado con ningún adepto.

Ultimamente H. Kraft apunta de manera sucinta un intento de solución, que sigue en la misma línea de una redacción sucesiva. Los versos 21, 1-8 formaban la conclusión antigua del libro. Los versos 21, 9ss, que corresponden a la visión de la gran prostituta sobre la Bestia (Ap 17), han sido añadidos posteriormente al li­bro34. Parecida es la aportación de J. Massingberde Ford35.

29. Cf. la critica de E. B. Alio, L ’Apocalypse, 342; P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 319.

30. «L ’Apocalypse» ou «Les Apocalypses» de S. Jean: RB 56 (1949) 507-541.31. Ibid., 525.32. Ibid., 525.33. Ibid., 525-521.34. Die OJfenbarung des Johannes, 262.35. Revelation, 38-39.

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Introducción 35

Aceptamos la propuesta global —aunque no compartimos los puntos de vista particulares de su estudio— de J. Comblin36; pues ofrece una perspectiva coherente, fundamentada en la seriedad del análisis filológico y marcas configuradoras. El autor reclama la unidad literaria y teológica de Ap 21, 1-22, 5, dentro de la obra apocalíptica. Existen claramente tres fragmentos: 21, 1-8; 21, 9-27; 22, 1-5), emparentados por toda una serie de elementos formales. Se encuentran interconectados por una red de relaciones fácilmen­te identificables, que ahora sólo señalamos con suma brevedad.

1,° Los tres comienzan con una formulación de estilo apocalíp­tico: «Y vi» (21, 1); «Y vino...y me mostró» (21, 9.10); «Y me mostró» (22, 1-6).

2 ° Cada uno de ellos inicia con una descripción de la ciudad de Jerusalén, de corte apocalíptico: 21, 1.2.3ab; 21, 9-21; 22, 1.2. Los verbos se conjugan en un tiempo pasado o presen­te; hay abundancia de oráculos celestes.

3.° Cada fragmento se articula desarrollando oráculos proféti- cos del antiguo testamento, citados explícita o implícita­mente: 21, 3cde.4.6c.7; 21, 24-26; 22, 3-5. Los verbos están en futuro.

4.° En cada segmento profético, la descripción del último mo­tivo resulta idéntica al primero. Véase esta perfecta recipro­cidad: 21, 7b = 21, 3cde; 21, 26 = 21, 24b; 22, 5c = 22, 3.

5.° Cada parte acaba con una fórmula de maldición respecto a los pecadores. Obsérvese la repetida cadencia: 2 1 ,8 ; 22, 27; 22, 15.

A la unidad literaria de Ap 21, 1-22, 5, palmariamente detecta­da, corresponde una fundamental unidad de contenido, que versa sobre la nueva Jerusalén. El autor de Ap toma palabras y evocacio­nes de los profetas, las asimila profundamente y describe con vigor genial, dotando ya a sus imágenes de un genuino cuño personal.

La unidad está hoy reclamada por los más prestigiosos comen­tadores37. Se ha declarado sin ambigüedades: «Apocalipsis 21, 1-22, 5, el relato de la visión de la nueva Jerusalén, contiene en sí mismo una unidad literaria»38.

36. La Liturgie de la nouvelle Jérusalem (Apoc 21, 1-22, 5): ETL 29 (1953), 5-9.37. Cf. una muestra en M. Wilcox Tradition and Redaction o f Rev 21, 9-22, 5, en

J.Lambrecht (ed.), L ’Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Tes- tament, Gembloux 1980, 205-215.

38. Ibid., 205.

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36 Introducción

Por nuestra parte reconocemos abiertamente que la nueva Jeru­salén es el tema principal y aglutinador de toda la sección. Juan propone tres partes esenciales (21, 1-8; 21, 9-27; 22, 1-5), coinci­dentes en describir con distinta imaginería la misma realidad repe­tida: la ciudad de la nueva Jerusalén39. Preferimos seguir a la ma­yoría de los comentaristas y adoptamos, por ello, una nomenclatu­ra más clara por cuanto resulta más descriptiva y funcional, que en­cabezamos con las tres primeras letras mayúsculas del alfabeto: A. El mundo nuevo; B. La nueva Jerusalén; C. El para íso recreado40.

La exégesis nos irá mostrando detenidamente los avances de cada sección, el proceso por el que los distintos cuadros se van completando armoniosamente.

Hay que añadir —a fin de anular todo equívoco y evitar el tras­vase de versos de una sección a otra— que el pasaje conclusivo de Ap, a saber, 22, 6-21, el verdadero epílogo del libro41, no es objeto de nuestro estudio. Se encuentra claramente separado de la precisa temática de la nueva Jerusalén, no por su ilación en la narración, a la que inmediatamente sigue, pero sí por su contenido y estilo di­versos. Pertenece a otro género literario; constituye un diálogo li­túrgico mantenido entre Juan, el ángel, la asamblea y Jesús glorifi­cado. En este aspecto, hay suma coincidencia entre los comenta­dores; otra cosa distinta será fijar con precisión los componentes del diálogo litúrgico y las partes de la lectura respectivamente re­servadas42.

Véanse la distribución y asignación correspondientes a cada participante, resueltas en forma de repetidas invocaciones, llama­das, respuestas y antífonas corales.Juan: Y me dijo:Angel: Estas son palabras fieles y verdaderas; el Señor, Dios de los espí­

ritus de los profetas, ha enviado su ángel para mostrar a sus siervos loque tiene que suceder pronto (22, 6).39. Cf. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, 116.40. Así lo haremos en los comentarios filológicos respectivos. E. B. Alio une el

fragmento de Ap 21, 1-5 con la visión precedente, a la que completa. Rompe así la unidad de toda esta gran sección (L ’Apocalypse, 332).

41. Cf. U. Vanni, La struttura litteraria d e ll’Apocalisse, Roma 1971, 109-115.42. Cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Salamanca 1987,

147-154. Difiero bastante de los esquemas establecidos por E. B. Alio, L'Apocalypse, 358-361; y de R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revela- tion ofSt. John II, 221-225. Sigo fundamentalmente—aun discrepando en algunas par­tes—, las propuestas de de M. A. Kavanagh, Apocalypse 22:6, 21 as Concluding Li- turgical Dialogue, Roma 1984; y más recientemente de U. Vanni, Liturgical Dialogue in the Book o f Revelation: New Testament Studies 37 (1991) 356-372.

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Introducción 37

Jesús: He aquí, yo vengo pronto. Bienaventurado el que guarda las pala­bras de profecía de este libro (v. 7).

Juan: Yo, Juan, soy el que oía y veía esto; y cuando oí y vi, caí a los pies del ángel que me mostraba esto, para adorarle (v. 8). Y me dijo:

Angel: Mira, no lo hagas. Yo soy un compañero de servicio tuyo y de tus hermanos los profetas y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios (v. 9).

Juan: Y me dijo:Angel: No selles las palabras de profecía de este libro, porque el tiempo

está cerca (v. 10). Que el injusto siga cometiendo injusticias y el man­chado siga manchándose; que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose (v. 11).

Jesús: He aquí, yo vengo pronto y mi recompensa conmigo para dar a ca­da uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último (v. 13). Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para tener acceso al árbol de la vida y entrar por las puertas en la ciudad (v. 14). Fuera los perros, los hechiceros, los lujuriosos, los asesinos, los idólatras, y todo el que ama y practica la injusticia (v. 15). Yo, Jesús, he enviado a mi ángel para dar testimonio de esto a las Igle­sias. Yo soy la raíz y la descendencia de David, la estrella radiante de la mañana (v. 16).

Asamblea: El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven! (v. 17a).El cristiano: Y quien lo oiga, diga: ¡Ven! Y quien tenga sed, que venga.

Y quien quiera, que tome el agua de la vida gratuitamente (v. 17b). Jesús: Yo declaro a todo el que oye las palabras de profecía de este libro:

Si alguien añade a estas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas que es­tán escritas en este libro (v. 18). Y si alguien quita de las palabras de este libro de profecía, Dios quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, descritas en este libro (v. 19). El que da testimonio de es­tas cosas dice: Sí, vengo pronto (v. 20a).

Asamblea: Amén, ¡Ven, Señor Jesús! (v. 20b).Juan: La gracia del Señor Jesús esté con todos (v. 21).

Estos personajes no resultan demasiado evidentes, fenomenoló- gicamente recortados y palpables en una experiencia, aun de tipo religioso; son interlocutores estilizados por la atmósfera de fe y el carácter concluyente del epílogo, apretado de densidad teológica. El autor del Ap ha querido recoger los protagonistas decisivos de su obra, y dar de cada uno de ellos los rasgos más sutiles (la quin­taesencia de su actuación apocalíptica; son personajes transfigura­dos con funciones decantadas), situándolos juntos, al final del li­bro, en un diálogo litúrgico pero ideal; diálogo al que tiene acceso privilegiado y participación activa la comunidad eclesial —«la es­

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38 Introducción

posa»— cada vez que, inspirada por el Espíritu, se reúne en la li­turgia para invocar a su Señor.

Es preciso insistir en este último punto. Los protagonistas in­terpretativos del libro del Ap son el grupo cristiano, a saber, «los que escuchan» (o i áxoíiovteg) las palabras de esta profecía, y tra­tan de cumplirlas, tal com o aparece reiterativamente señalado en el prólogo (1, 3) y epílogo (22, 7). La asamblea debe interpretar el símbolo apocalíptico de la nueva Jerusalén; tiene, por tanto, que verificar mediante una lectura hecha en el Espíritu estas exigencias que se desprenden del texto en su aplicación con la historia con­creta personal y comunitaria43.

Presentamos los más reconocidos comentarios al libro del Ap, que nos han servido en nuestro trabajo. Se citan ahora de manera completa. Durante nuestro estudio, se ofrece sólo la referencia del autor, el título y el número de la página correspondiente44.

43. Cf. U. Vanni, L ’Apocalisse, Ermeneutica, esegesi, teología , 389; T. Collins, Apocalypse 22:6-21 as the focal point o f moral teaching and exhortation in the Apo- callypse, Roma 1986.

44. E. B. Alio, L ’Apocalypse, Paris ’1933; W. Barlay, The Revelation of John 1, Westminster 1960; S. Bartina, Apocalipsis de S. Juan, Madrid 1962; Beato de Liéva- na, Comentario al Apocalipsis de San Juan, en Varios, Obras completas de Beato de Liévana, Madrid 1995, 5-663; I. T. Beckwit, The Apocalypse o f John, New York 1919; J. Behm, Die Ojfenbarung des Johannes, Gottingen 1935; P. Benoit, Ce que l ’Esprit dit aux Eglises. Commentaire sur ¡'Apocalypse, Vennes 1941; A. Bisping, Erkldrung der Apokalypse des Johannes, Münster 1876, M. E. Boismard, L ’Apocalypse, Paris 1950; J. Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, Paris 1951; W. Bousset, Die Offen- barung Johannis, Gottingen 51906; Ch. Brütsch, La ciarte de l ’Apocalypse, Genéve '1966; G. B. Caird, A Commentary on the Revelation ofSt. John the Divine, London- New York 1966; L. Cerfaux-J. Cambier, El Apocalipsis de san Juan leído a los cris­tianos, Madrid 1968; Cesáreo de Arlés, Comentario al Apocalipsis, Madrid 1994; F. Contreras, Apocalipsis, Madrid 1990; E. Corsini, ApocaUsse prima e dopo, Torino 1980; R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John I II, Edinburg 1920; .1. P. Charlier, Comprender el Apocalipsis I-II, Bilbao 1993; N. Domínguez, Apocalypsis lesus Christi, Madrid 1968; H. Echternach, Der Kom- mende. Die Offenbarung St. Johannes fiird ie Gegemvart ausgelegt, Güterloh 1950; J. Ellul, L ’Apocalypse. Architecture en mouvement, Paris 1975; A. Farrer, The Revela­tion o f St. John visión Divine, London 1964; H. M. Feret, L ’Apocalypse de saint Je­an, visión chrétienne de l ’histoire, Paris 1943; A. Feuillet, L ’Apocalypse: état de la question, Paris 1963; H. B. Forck, B ibelhilfefiird ie Gemeinde. Die Offenbarung des Johannes, Cassel 1964; A. Fuhr, Offenbarung Jesu Christi, Philadelphia-Reutlingen 1965; M. García Cordero, El libro de los siete sellos, Salamanca 1962; A. Gelin, L ’A­pocalypse, Paris 1938; T. F. Glasson, The Revelation o f John, Cambridge 1965; J. M. González Ruiz, Apocalipsis de Juan, Madrid 1987; W. Hadorn, Die Offenbarung des Johannes, Leipzig 1928; R. Haug, Das Buch der Geheimnisse, Freiburg 1927; J. Hehm, Die Offenbarung des Johannes, Gottingen 1935; W. Hoste, The Visions o f John the Divine, Kilmarnock 1932; O. Karrer, Die Geheime Offenbarung, Zürich 1938; B. Keller, Die Offenbarung des Johannes, Dresden M 911; M. Kiddle, The Revelation o f

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Introducción 39

El libro está estructurado en tres grandes capítulos. Pretende se ­guir en principio la vertebración, ya adoptada con respecto a la di­visión de la gran sección. El primer capítulo (A) versa sobre el uni­verso nuevo (Ap 21, 1-8); el segundo engloba las dos divisiones si­guientes (B y C): la nueva Jerusalén (Ap 21, 9-27) y el paraíso re­creado (Ap 22, 1-5). Ello se debe a que creemos que los cinco ver­sos iniciales de Ap 22, desde el punto de vista de la nueva Jerusa­lén, carecen de entidad suficiente para configurar por ellos mismos todo un capítulo; de ahí que hemos optado por unirlos a lo anterior, por razones de proporcionalidad con el conjunto del libro, pero con el respeto siempre a su peculiariedad dentro de la sección; y así se­rán tratados.

En estos dos capítulos se hace un análisis exegético detallado. Se escudriñan con esmero todos los versos que integran el pasaje, siendo conscientes de que cada uno de ellos constituiría, merced a su insondable densidad, un tratado autónomo. Nos interesa sobre­manera contemplar su ensamblaje, no su discordancia, en esta gran arquitectura de armonía que representa la nueva Jerusalén. Se pro­cura ir iluminando los pasajes con rótulos orientadores.

En el tercer capítulo, prácticamente la conclusión final del li­bro, se atiende con deliberada amplitud a la interpretación teológi­ca de toda la sección, con referencias explícitas a D ios, contem-

St. John, London 1940; H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, Tübingen 1974; G. E. Ladd, Commentary on the Book o f Revelation o f John, Miami 1928; A. Lancelloti, L ’Apocalisse, Milano 1964; P. G. Landucci, L'Apocalisse di san Giovanni, Milano 1967; R. Lenski, The Interpretation o f St. John's Revelation, Ohio 1951; H. Llilje, L'Apocalypse, le dernier livre de la Bible, Paris 1959; E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, Tübingen 21953; E. Lohse, Die Offenbarung des Johannes, Gottingen *1960; A. Loisy, L ’Apocalypse de Jean, Paris 1923; J. Massyngberde Ford, Revelation, New York 1975; J. Moffat, The Revelation o f St. John the Divine, London 1910; P. Morant, Eine Erklárung der Offenbarung des Johannes, Wien 1969; L. Morris, The Revelation o f St. John, Grand Rapids 1969; R. H. Mounce, The Book o f Revelation, Grand Rapids, 1977; P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, Paris 1981; Primasio, Commentarium super Apocalypsim b. Joannis, ML 68, 793-936; M. Rist, The Revela­tion o fS t John the Divine, New York 1957; J. Roloff, Die Offenbarung des Johannes, Zürich 1984; F. Salguero, Apocalipsis, Madrid 1965; E. F. Scott, The Book o f Revela­tion, London 1939; E. Schick, El Apocalipsis, Barcelona 1974; J. Sickenberg, Erkla- rung des Johannesapokalypse, Bonn 1940; F. Spitta, Offenbarung des Johannes, Ha­lle 1899; J. Sweet, Revelation, London 1990; H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, London 21909; T. J. Torrance, The Apocalypse today, London 1960; C. C. Torrey, The Apocalypse ofSt. John, New Have-London 1960; U. Vanni, Apocalipsis, Estella 1982; Victorino, Scolia in Apocalypsin b. Joannis, ML 68, 793-936; E. Vischer, Die Offen­barung Johannis: eine jüdische Apokalyse in christlicher Eearbeitung, Leipzig 1886; R. W. Wall, Revelation, Massachusetts 1991; A. Wikenhauser, Offenbarung des Jo­hannes, Regensburg 1947; T. Zahn, Die Offenbarung des Johannes, Leipzig 1926.

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40 Introducción

piado en su imagen trinitaria, a la Iglesia en su relación de conti­nuidad-discontinuidad con la nueva Jerusalén, a la consumación fi­nal, a la suerte de la humanidad nueva, la salvación universal, la ecología, la visión cara a cara de D ios... Los dos primeros capítu­los son exegéticos, el tercero teológico. No configuran partes neta­mente separadas, sino orgánicamente enlazadas; pues en cada una de ellas no pueden menos de coexistir motivos de la otra, aunque prevalentemente cada bloque es fiel a su título.

Un epílogo, réplica literaria al preludio o prólogo inaugural con que este libro comenzaba, remata la obra.

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EL MUNDO NUEVO (Ap 21, 1-8)

1

1Y vi un cielo nuevo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. 7Y vi la ciu­dad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su es­poso. 3 K oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la mo­rada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán sus pueblos, y él mismo, Dios con ellos, será su D ios’. 4Y enjuga­rá toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. 5Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’. 6 Y me dijo: ‘Hecho está’. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratis. 1El vencedor herederá esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hi­jo. 8Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impu­ros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.

Ap 21, 1-8 muestra por su amplitud evocadora y función reca- pituladora, debido sobre todo a la mención de la misma voz de D ios (Ap 21, 3.5), que los misterios divinos, proféticamente anunciados por el Angel poderoso (cf. Ap 10, 7), se han cumplido, y que la aventura humano-divina descrita durante el largo proceso narrativo del Ap, ha conseguido llegar a su punto culminante de realización1.

En este «mundo nuevo», pues, el último y más temible reducto del mal desaparece ante la novedad de la potencia divina. Se trata de una negación absoluta, que tiene que dar inevitablemente paso

1. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Studie über Johannesof- fenbarung 19, 11-22, 15, Bale 1965, 63-64; M. Coune, L ’univers nouveau (Ap 21, 1 - 5): AssSeign 26 (1973) 67-72.

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42 La nueva Jerusalén

a una instauración asimismo absoluta. Frente a la existencia del cielo y de la tierra nueva, se constata que el primer cielo y la pri­mera tierra desaparecen; que el mar no existe; que ya el oscuro do­minio del caos en el cosm os inaugurado está de más. El nuevo c ie­lo y la nueva tierra ofrecen un lugar para que habiten los hombres rescatados, una plataforma ideal para acoger la presencia de la nue­va Jerusalén.

D ios com ienza su obra regeneradora con la humanidad. La imagen de un D ios personal se impone por el derroche de sus efec­tos benéficos; mora entre todos los hombres, renueva una alianza universal, anula el mal. Hace desaparecer el llanto y la congoja, la muerte y el dolor. Sacia su sed con abundancia de vida y convier­te a los humanos en hijos suyos.

Desde una óptica narrativa, es preciso señalar que los sujetos intervinientes —D ios, la nueva Jerusalén y los hombres— son des­critos desde lo sobresaliente a lo nimio. No se pierde la gradación. Los sentidos captan los más variados matices, mediante las accio­nes puntuales de los verbos, tales com o «ver», «oír», «decir». De adjetivación escasa, el vocabulario es variado, preciso y pintoresco a un tiempo.

1. Un cielo nuevo y una tierra nueva1Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar no existe ya.

Hay que reconocer las fuentes bíblicas que inspiran este verso. El profeta Isaías surte con abundancia al autor de Ap para la com ­posición de su gran visión de la nueva Jerusalén2. La capital im­portancia del tema «Jerusalén» —que será tratado de forma siste­mática un poco más adelante—, se encuentra resaltado en Isaías por la inusitada frecuencia del vocablo (3, 8; 4, 4; 5, 3; 7, 1; 8, 14; 10, 32; 22, 10.21; 31, 5; 33, 20; 37, 10.22; 40, 2.9; 51, 17; 52, 1.2.9; 62, 1.6.7; 64, 9; 65, 18; 66, 10.20). Se enriquece con la progresiva

2. Cf. E. Franco, Gerusalemme in Is 40-66. Archetipo materno e simbolismo sponsale nel contesto deU'alleanza eterna, en Gerusalemme. Atti della XXVI Settima- na Bíblica, Brescia 1982, 142-152; Marconcini, L ’utiliz.z.azione del TM nelle citazioni isaiane d e ll’Apocalisse: RivBiblt 24 (1976) 113-136; A. Gangemi, L ’utilizzazione del Dt-Is nelVApoc. di Giovanni; EuntDoc 27 (1974) 109-44, 311-339. Especialmente im­portante el artículo de J. van Ruiten, The intertextual Relationsships between Jsaias 65, 17-20 and Revelation 21 , J-5b: EstBíb 51 (1993) 473-510.

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El mundo nuevo 43

formación del libro3 y la incorporación de antiguas tradiciones yah- vistas4.

Ya el profeta (Is 11, 6; 65, 25) había descrito la felicidad me- siánica futura como un retomo a las inmejorables condiciones de aquel paraíso perdido pero recobrado. Existen, sin embargo, dos textos de influencia certera en Ap:

Mirad, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; de lo pa­sado no haya recuerdo ni venga pensamiento (Is 65, 17).Porque así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen siempre en mi presencia —oráculo de Yahvé— así per­manecerá vuestra raza y vuestro nombre (Is 66, 22).

Isaías anuncia con tono de solemnidad una renovación íntegra. Avizorando proféticamente el futuro, declara la instauración de un orden nuevo5. El pasaje de 65, 17 —el primero de los dos citados— se revela com o el paralelo más diáfano, no sólo por la semejanza textual de la cita, sino por el parecido climático del contexto. En los versos siguientes Isaías concentra la instauración anunciada en la ciudad de Jerusalén, doblemente señalada (vv. 18.19), y men­ciona —tal com o puntualmente hará Ap 21, 4— la abolición del llan­to (vv. 19-20). El profeta habla con palabras metafóricas, a modo de una larga paráfrasis, acerca de un cielo nuevo y una tierra nue­va, alusivos a la renovación de Jerusalén, mas siempre con una aplicación unívoca a la Jerusalén terrena. Su contemplación se en­sancha en una perspectiva de esperanza: Jerusalén, madre de las naciones, se convierte en el centro de su espacio poético6. Pero es­ta visión —preciso es recordarlo— no se refiere a un com ienzo ro­tundamente nuevo, no habla de «otra» Jerusalén completamente distinta a la actual. Tal grado de alteridad absoluta pertenece de lle­no a la apocalíptica7.

El tema de la novedad cósm ica es ampliamente recogido por los escritos apocalípticos. He aquí una selecta antología de los textos principales, en donde se declara, aun dentro de una cierta ambi­

3. Cf. R. Lack, La Symbolique du livre d'Isaíe, Rome 1973. Especialmente es- clarecedor resulta el excursus, La Redaktiongeschichte du livre d ’h á ie , 142-145.

4. Cf. M. Noth, Jerusalén y la tradición israelita, en Estudios sobre el antiguo testamento, Salamanca 1985, 145-158; R. A. F. MacKenzie,77¡e City and IsraeUtische Religión: CBQ 25 (1963) 60-72.

5. Cf. L. Alonso Schókel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, Madrid 1980, 388.6. Cf. R. Lack, La Symbolique du libre d ’Isaie, 121.7. Cf. L. Alonso Schokel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, 389.

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güedad por parte de algunos de ellos, una ruptura con el mundo presente e instauración de un mundo nuevo.

Describe el libro de los Oráculos Sibilinos (V, 476-483) el m o­mento final de la historia, mediante un cuadro alucinante con tin­tes dramáticos, que recuerda los apocalipsis sinópticos: el sol se oculta sepultado en las aguas del mar, y la luna desaparece para siempre. D e esta oscuridad emergerá la luz de Dios, com o una nue­va creación:

Innumerables lamentos dejará escapar la mísera raza humana al fi­nal, cuando el sol se ponga para ya no volver a salir y se quede en el océano, para sumergirse en sus aguas, pues de muchos mortales contempló las maldades impías. La luna desaparecerá del gran cie­lo y densas tinieblas ocultarán los repliegues del mundo por se­gunda vez; mas luego la luz de Dios será el guía de los hombres buenos, de cuantos elevaron a Dios sus himnos8.

Habla resueltamente el pasaje de la destrucción del mundo pre­sente para dar paso a otra nueva creación material.

En un ciclo hebdomadario, cuya alternancia de semanas señala el devenir de la historia, otro libro (4 Esdras 7, 30-32) reseña la transformación final. Tras una semana de silencio absoluto —«si­lencio de muerte», señala el texto—, vendrá otra semana de desper­tar y de renovación:

El mundo volverá al silencio primigenio durante siete días, co­mo había sido en el comienzo original, de tal manera que nadie quedará. Tras siete días, sin embargo, el mundo, que todavía es­tá despierto, se despertará. Y lo pasajero morirá. La tierra devol­verá cuanto en ella dormía, y las cámaras devolverán las almas de los fieles9.

En Jubileos 1, 29 se hace mención «del día de la nueva crea­ción, cuando se renueven el cielo y la tierra y todas las criaturas». El valor que posee este texto estriba en que la nueva creación, se­gún la peculiar visión del libro, atañe esencialmente a la renovación de un orden total, considerado com o la armonía del mundo y de la ley; que encuentra su confirmación en la formulación de un nuevo calendario por el que ya empezará a regirse la vida los hombres10.

8. Cf. E. Suárez, Oráculos Sibilinos, en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del an­tiguo testamento III, Madrid 1982, 336.

9. Cf. J. Schreiner, Das 4.Buch Esra, Gütersloh 1981, 46.10. Cf. K. Berger, Das Buch der Jitbilaen, Gütersloh 1981, 320.

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La renovación del mundo aparece también descrita en 1 Henoc 45, 4-5. Se menciona la formulación binaria del cielo y de la tierra, tal com o hace Ap 21, 1. Se alude con claridad a una mutación ge­neral, debida al inapelable juicio de Dios. Este se muestra benévo­lo para los justos, a quienes mira y sacia de paz, mas inflexible con los pecadores «a fin de eliminarlos de la faz de la tierra» (v. 6):

En ese día asentaré entre ellos a mi Elegido y transformaré el cie­lo, volviéndolo bendición y luz eterna. Transformaré la tierra, ha­ciéndola bendición, y asentaré en ella a mis elegidos, pero los que cometen pecado y extravío no la pisarán11.

Esta transformación anunciada llegará a su plenitud en Ap 21,1. En análoga perspectiva cabe colocar el pasaje de Rom 8, 19-22.

El texto del nuevo testamento que registra un mayor parecido y que requiere, por tanto, una circunspecta observación, es el de 2 Pe3, 10:

El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y sus obras serán descubiertas—E l)0£Íh '|0f,TC n—.

Una conflagración apocalíptica, llevada a término especialm en­te por el fuego, era tanto para los cristianos como para los judíos, no sólo la prueba necesaria por la que el universo quedaba purifi­cado, sino la señal del fin de un mundo y el comienzo de un orden completamente nuevo12. La tierra y sus obras serán manifiestas, re­conocidas; y, puesto que se trata de un contexto de juicio final, se­rán patentes ante el tribunal de la presencia de D ios13.

Aceptamos críticamente la lectura £i)Q8§i']OEtai que significa li­teralmente: «será encontrada», a saber, «será descubierta ante los ojos del Señor». Esta versión está fiablemente garantizada por la tradición textual14, la calidad de los autores y es «lectio difficilior»15.

11. Cf. F. Corriente-A. Piñero, Libro 1 de Henoc, en A. Diez Macho (ed.), Apó­crifos del antiguo testamento IV, Madrid 1982, 71.

12. Cf. J. Chaine, Cosmogonie aquatique et conflagration finales d ’aprés la se­cunda Petri: RB 46 (1937) 215.

13. Cf. H. Lenhard, Ein Beitrag zur übersetzung von IIP 3, lOd: ZNW 52 (1961)128.

14. Así se mantiene por The Greek New Testament, Nestle-Aland; y es atestigua­da por X, B, K, P, 0156.

15. De ahí la existencia de algunas variantes señaladas: xaTcocfioetai «será de­molida», CKpavuxftr|aoTca «desaparecerá». F. Olivier ha propuesto (Une correction au

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Los cristianos se asocian por su leal comportamiento al esta­blecimiento definitivo del reino de Dios, «esperando y acelerando la venida del Día de D ios, en el que los cielos, en llamas, se disol­verán» (v. 13). El tiempo no aparece inexorablemente determina­do, sino que puede ser adelantado por el mismo Dios, quien en su providencia cuenta con la generosa contribución de los fieles a fin de incrementar el ritmo positivo de la historia salvífica. Esta con­cepción se encuentra asimism o registrada en la literatura apocalíp­tica: «Si los israelitas cum pliesen un día de penitencia, el Hijo de David vendría en seguida»16.

El texto de 2 Pe 3, 13 sigue recalcando, mediante una cláusula adversativa —6é—, el motivo de la esperanza:

Pero nosotros esperamos, según la promesa, cielos nuevos y tierra nueva donde habite la justicia (v. 13).

El autor se remite a la esperanza en una promesa divina —pro­mesa anticipada en Is 65, 17—, un compromiso personal mantenido por Dios. Se sitúa, así, fuera del ámbito de los mitos circundantes acerca del fin del mundo. Quiere decirse que la recreación del uni­verso no se deberá a la fuerza innata de las cosas, a las leyes evo­lutivas de la creación, sino gracias a la libre voluntad de D ios y a su decidida intervención. La cosm ogonía se somete a la cosm o­logía, y ésta se subordina a la soteriología; y ésta, por fin, se fun­damenta en la fe de los cristianos en la palabra todopoderosa de D io s17.

Leyendo con atención el pasaje, no deja de sorprender que la justicia sea la única virtud mencionada; sin embargo, ya aparece en las representaciones del nuevo orden en algunos libros apócrifos (1 Henoc 10, 18; 38, 2; Salmos de Salomón 17, 25.35). Por otra par­te, acorde con la visión de la carta, la justicia caracteriza el cami- no-comportamiento de la vida cristiana (2 Pe 2, 2).

Los anteriores textos apocalípticos o, al menos, de índole apo­calíptica, insisten en una enorme conflagración final, llevada a ca­bo por el agua o atizada por un fuego devorador. Sus visiones re-texte de Nouveau Testament: II Pierre 3, 10, en Essais dans le domaine du monde gré- co-romain antique et dans celui du NT, Paris 1963, 134) la lectura de éxTtDQW&fioe- Tai «purificadas por el fuego»; pero esta corrección no es sino una repetición de un concepto poco antes señalado: x au a o ij|ieva «abrasados». Sobre esta problemática textual-semántica, cf. E. Fuchs, La deuxiéme épitre de saint Pierre, Paris 1980, 119.

16. Asi citado en H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 164.

17. Cf. E. Fuchs, La deuxiéme épitre de saint Pierre, Paris 1980, 121.

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visten acentos fantasmagóricos; resultan ser abigarrados inventa­rios de colosales cataclismos y maremotos18.

Frente a tanto tremendismo se destaca la sobriedad del Ap de Juan. No pretende enajenar al lector por medio de descripciones turbulentas ni decorar con fantásticas elucubraciones el final de la historia. Habla —¡cuánta sencilla majestad en su relato!— de la re­novación total, de un cielo nuevo y de una tierra nueva, merced a la intervención todopoderosa de Dios.

El apelativo «nuevo», doblemente registrado y referido al cielo y a la tierra com o enumeración polar, a saber, que abarca íntegra­mente a toda la creación, no alude al tiempo sino a la cualidad19. Lo «nuevo» (xaivóg) se opone a lo «viejo» y «caduco» (jtcdaióq).

Se relaciona esta novedad del cielo y de la tierra con la xakvy- Y£veoía de Mt 19, 2820. Jesús promete a sus discípulos el poder sentarse, egregiamente, com o señores y jueces de su pueblo, ha­ciéndolos partícipes de su capacidad regia. El dicho del Señor, con­forme a la versión de Mateo, posee un contexto mesiánico; se re­fiere a la renovación que se manifestará al fin del mundo, con el triunfo universal de Cristo; pero que se inaugura ya con su resu­rrección y la implantación de su Reino en la Iglesia (cf. Hech 3, 21). Esta revelación final del Hijo del hombre supera con creces una dimensión individual o asépticamente «espiritual». Hay que recordar que M e 10, 30 y Le 18, 30 hablan, en sus respectivos tex­tos paralelos, del «mundo venidero»21.

Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la ‘regene­ración’ (jTcdiYYeveoía), cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28).

Este vocablo-adjetivo xaivóg posee una significación ulterior; es el concepto de lo totalmente otro, maravilloso, lo que trae con­sigo, com o nota esencial y distintiva, la salvación escatológica. Por eso, «nuevo» desborda la acepción de un simple adjetivo orná­

is. Cf. W. Bousset-H. Gressmann, Die Religión des Judentums im spathellenis- tischen Zeitalter, ’1926, 280-282; P. Volz, Die Eschatologie der Jüdischen Gemeinde im neutestamentlichen Z eita lter,21934, 333-340.

19. Cf. R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 158.

20. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 369. El vocablo griego de Mateo significa literalmente: «generación de nuevo».

21. Cf. A. Charbel, O Conceito de «Palingenesia» ou R egenerado em Mt 19, 28: RCB 7 (1963) 13-17.

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mental, se convierte en categoría paradigmática, pasa a ser la «pa­labra guía de la promesa apocalíptica»22. Lo nuevo «sugiere vida fresca que surge tras la decadencia y el naufragio del viejo mun­do»23. Basten por ahora estas observaciones preliminares de tipo general. Más adelante se atenderá con detenida atención, según re­clama la peculiar visión del Ap, a su valor específicam ente cristo- lógico.

La original aportación de Ap en torno a la existencia del mun­do nuevo, se sitúa en la línea de un com ienzo definitivo, a partir de la notificación que el mismo pasaje ofrece. Se trata de un acto crea­dor de Dios: «Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’» (v. 5). En seguida se constata la eficaz in­tervención divina: «Y me dijo: ‘Hecho está’» (v. 6).

D ios crea un mundo nuevo merced a la redención de Cristo, el Cordero. El universo se llena profusamente de esta novedad. La creación entera, que suspira por la liberación, es renovada de la servidumbre de la vanidad presente (cf. Rom 8, 20-22). El génesis es recreado ahora por Cristo. ^

En este mundo nuevo —señala la parte última del texto de Ap— ya no hay mar. No puede tratarse de una mera descripción geográ­fica, puesto que ya antes se había dicho que el cielo y la tierra hu­yeron de la presencia de D ios (20, 11). ¿Cómo es posible que aún exista mar, si no hay tierra que lo contenga ni orillas que lo lim i­ten? Lo que sin duda interesa al autor de Ap, al margen de elucu­braciones espaciales, del todo ajenas a su escritura, es constatar que el mar, com o símbolo proverbial del caos en la historia bíbli­ca, ha desaparecido por com pleto del nuevo mapa del mundo, que ahora se instaura.

La mentalidad bíblica concibe el mar com o lugar siniestro, po­blado por potencias enemigas a D ios. A sí puede apreciarse en al­gunos pasajes especialmente significativos: Job 7, 12; Is 27 , 324. El libro persiste, al menos en alguna medida, en semejante perspecti­va; pues del hondo mar surge la primera Bestia (Ap 1 3 ,1 , 6-7); ha sido considerado el habitáculo donde residen los muertos (Ap 20, 13). Pero Ap proclama sin ambages la derrota del mar, com o per­sonificación del mal. Esta declaración de victoria divina sobre el mar es inédita en nuestro libro. En el mundo nuevo que D ios crea,

22. J. Behm, xcavóg, en TWNT III, 451.23. H. B. Swete, The Apocalypse ofS t. John, 275.24. Cf. M. Lurker, Worterbuch biblischer Bilderung Symbole, München 1973,

205-206.

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ya nada tiene que hacer la patria de los muertos. Con la aniquila­ción del mar, desaparece también la última hostilidad que va con­tra D ios y su designio de vida en la humanidad: la muerte25.

En los escritos apocalípticos también se menciona el aniquila­miento del mar. Según el libro de la Asunción de M oisés, cuando D ios aparezca en el último día para castigar a los gentiles, «el mar se retirará dentro del abismo» (10, 6). A l final de los tiempos una gran estrella caerá del cielo y quemará el profundo mar (Oráculos Sibilinos 5, 158-159). Resulta ser éste —la desaparición del mar en los momentos del juicio final— un motivo tradicional dentro de la literatura apocalíptica26.

2. La nueva Jerusalén. H istoria de su nombre2 Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de junto a Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo.

N o es preciso ponderar la importancia de este verso, pues la so­la mención de Jerusalén incide de lleno en la temática de nuestro libro. D e acuerdo con su real alcance, se le dará el pormenorizado tratamiento que se merece.

Jerusalén es, a la vez, geografía, historia y profecía27; represen­ta un cúmulo ingente de nociones de todo tipo, que es preciso aco­tar. D e su geografía no nos ocupamos, sí brevemente de la historia de su nombre y con mayor detención de su dimensión profética28.

Llegar a saber el nombre no quiere decir captar algo extrínseco —tarea para nosotros ociosa—, sino que, conforme a la antropología bíblica, consiste en conocer la más íntima condición de una perso­na, de un pueblo, de una ciudad. Se trata de entender cóm o es Je­rusalén, de qué forma ha sido interpretada por la Escritura, cuál es la esencia que la constituye.

25. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 263.26. Cf. Testamento de Leví 4, 1; Oráculos Sibilinos 5,447. Cf. también Plutarco,

De Isis et Osiris, 7. Cf. algunos testimonios antiguos recogidos por E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 162.

27. Cf. C. M. Martini, Gerusalemme: storia, mistero, profezia, en Gerusalemme. Atti della XXVI Settimana bíblica, Brescia 1982, 1-12. En este prestigioso autor nos inspiramos libremente para confeccionar el rótulo orientador de nuestro estudio.

28. Cf. S. Garofalo, Jerusalén/Sión, en P. Rossano-G. Ravasi-A. Girlanda (eds.), Nuevo diccionario de teología bíblica, Madrid 1990, 848-864.

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En el primer libro de la Biblia existe una referencia, universal­mente entendida com o alusión a Jerusalén: «Entonces, Melquise- dec, rey de Salem, presentó pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísim o» (Gén 14, 18). Al margen de alguna interpretación alego­rizante (cf. Heb 7, 2), se concuerda en que es preciso entender el extraño vocablo «Salem» com o sinónimo apocopado de Jerusalén. Un comentario tradicional hebreo, consignado en Gén Rabbá 43, 6, afirma:

Melquisedec, ‘rey de justicia’, rey de Salem... este lugar hace jus­tos a sus habitantes... Jerusalén es llamada Sedeq porque ha sido dicho: ‘la justicia mora allí’ (Is 1, 21).

Resulta significativo que los nombres de los dos primeros re­yes de Jesusalén se relacionen con la palabra hebrea justicia «se­deq»: M elquisedec (Gén 14, 18) y Adonisedec (Jos 10, 1). Se ha conjenturado que «Slm» y «Sdq» fuesen dos divinidades protecto­ras de Jerusalén y que incluso fuesen adoradas allí desde los más remotos orígenes29.

Aunque es arriesgado decidirse por una sola raíz etim ológica, sí que es preciso subrayar la conexión entre Jerusalem «ciudad de paz», mediante los vocablos hebreos «ir» —ciudad— y «shalóm» —paz—, por su evidente asonancia30.

El salmo 122 constituye un conocido ejemplo de paronomasia, juego deliberado de vocablos para conseguir una significación. La Biblia no es ajena a este recurso de la poesía oriental; utiliza este procedimiento con Salomón en relación con «shalóm», la paz (cf. 1 Cr 22, 9; 29, 19; 1 Re 5, 4). En nuestro caso, la paronomasia se aplica a Jerusalén, «ciudad de paz», tal com o se refiere por tres ve­ces en el salmo:

Saludad con la paz a Jerusalén (v. 6)... Haya paz en tus murallas (v. 7)... Por mis hermanos y compañeros pido la paz para ti (v. 8).

29. Cf. J. Gray, The Desert God 'Attr in the Literature and Religión o f Canaan: JNES 8 (1949) 82. A. Spreafico, Gerusalemme, cittá di pace e di giustizia, en Geru­salemme. Atti della XXVI Settimana bíblica, Brescia 1982, 80-83; P. Stefani, Ebrei, cristiani e musulmani guardona a Gerusalemme: Credere oggi 91/1 (1996) 6-7.

30. Cf. E. Burrows, The ñame o f Jerusalem, en The Gospel o f the infancy and other biblical essays, London 194Ó, 118-123; N. W. Porteous, Shalem-Shalom: TGUOS 10 (1940-41) 4; Id., Jerusalem-Zion: the Growth o f a Symbol, en Verbannung und Heimkehr. FS W. Rudolf Tübingen 1961, 235-252; A. Spreafico, Gerusalemme, cittá di pace e di giustizia, en Gerusalemme. Atti della XXVI Settimana bíblica, 81 -98.

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Los comentaristas antiguos, especialmente medievales, han in­terpretado a Jerusalén primordialmente en relación con la paz. E s­tas son las más habituales expresiones aplicadas a Jerusalén:

ooaoig EÍQrjvrig: visión de pazíeoov floi]Ví|5; santuario de pazcpwg eiQi']vr|5: luz de pazoqoc, eÍQi)VT)5: monte de paz31.

Hoy se admite mayoritariamente que la designación más genui- na de Jerusalén, es «ciudad de paz»32.

Jerusalén constituye el nombre de ciudad más importante de la revelación bíblica33. Fijando nuestra atención en la historia del an­tiguo testamento, puede afirmarse que Jerusalén es el centro irra­diante de Israel (Sal 84; 87; 122; 137; Is 12-13; 60; Zac 8, 7-8) y polo de atracción para los otros pueblos (Sal 87; Is 2, 1-4; 60; 66, 16ss; Miq 4; Zac 8, 20-23)34.

La ciudad, la que por antonomasia ostenta este título privilegia­do, es, dentro ya de la inmensa proliferación de escritos no sólo bí­blicos sino también judíos, Jerusalén. Ella sola es la ciudad (Ez 7, 23), y asume la suprema capitalidad porque es el lugar elegido por Dios para habitar en ella y para que dentro de sus muros sea invo­cado su santo nombre (Dt 12, 5.11; 14, 24)35.

Merced a esta elección divina, Jerusalén es llamada la ciudad de D ios (Sal 46, 5; 48, 2.9; 87, 3; Dan 3, 28; 9, 16), la ciudad del Santo (Tob 13, 9). Y, sobre todo, con nomenclatura que ya perma­necerá clásica, la ciudad santa (Is 48, 2; 52, 1; 66, 20; Neh 11 ,1; Dan 9, 24; 1 Mac 2, 7; 2 Mac 1, 12; 3, 1; 9, 14). Con frecuencia se asocian en Jerusalén, los motivos recurrentes de ciudad santa, lu­gar de la morada de D ios, y templo de su gloria (Eclo 36, 12s). Tan­

31. Cf. F. Wutz, Onomástica Sacra. Untersuchungen zum Liber Interpretationis nominum hebraicorum des Hl. Hieronimus, Leipzig 1914, 109-697. Es muy conocido el himno medieval que también incidía sobre la paz: «Caelestis urbs Jerusalem / bea­ta pacis visio, / quae celsa de viventibus / saxis ad astra tolleris». Para estas significa­ciones patrísticas, L. Alonso Schokel-A. Strus, Salmo 122: Canto al nombre de Jeru­salén-. Bib 61 (1980) 234-235.

32. Cf. L. Alonso Schokel-C. Carniti, Salmos II, Estella 1993, 1480-1484.33. Cf. J. Schreiner, Sion-Jerusalem Yahwes Konigstum, München 1963, espe­

cialmente p. 219-222; E. Otto, Jerusalem. Die Geschichte der Heiligen Stadt, Stutt- gart 1980.

34. Cf. R. A. F. McKenzie, The City and Israelite Religión: CBQ 23 (1963) 60-70.

35. Cf. G. Dalman, Jerusalem und sein Gelánde: BFTh 2/19 (1930) 284-285.

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to énfasis en su sacralidad la convierte en ciudad de tal manera ín­tegra y santa, que no puede albergar nada profano —a imagen de la nueva Jerusalén de Ap—; por eso no entrará en ella ningún incir­cunciso o impuro (Is 52, 1); ningún extranjero habitará dentro de sus muros (Salm os de Salomón 17, 28). En esta ciudad mora el Creador (Oráculos Sibilinos 3, 787)36. La Sekiná encontrará para siempre su lugar de descanso en la nueva Jerusalén. A sí es repeti­do, a manera de cantinela, por los maestros rabinos37.

En el nuevo testamento, siguiendo la inercia del uso veterotes- tamentario, se habla también de Jerusalén con la designación de ciudad santa (Mt 4, 5; 27, 53; Ap 11, 2). En el primer evangelio, se trata más bien de una mera señalización; pues no se menciona ex­presamente el nombre de Jerusalén. Tal em pleo muestra que la identificación había calado profundamente en la mentalidad judía, a la que se dirige el evangelio de Mateo. La semejanza semántica la convierte en sinónimo usual, a saber; decir ciudad santa equiva­le a pronunciar Jerusalén.

La designación de la ciudad am ada se encuentra com o rara ex­cepción en Ap 20, 9; pero no aparece de esta manera acuñada en el antiguo testamento; aunque sí se habla mediante alguna paráfrasis del amor de D ios por Jerusalén o Sión (Jer 11, 15; Sal 76, 68; 87,2). La ciudad santa se aplica a Jerusalén en Ap 11, 2. En este m is­mo verso se registra una elipsis evocadora. Es la única vez en toda la Biblia que dicha expresión se refiere a la Jerusalén terrestre. Normalmente el sintagma «ciudad santa» se utiliza para indicar a la nueva Jerusalén (Ap 21, 2; 22, 19)38.

Pero la ciudad histórica de Jerusalén, es también acreedora del rechazo culpable del evangelio de la salvación. Se ha cerrado al co­nocim iento de Jesús, quien ha venido a visitarla con la paz y por ella ha llorado en vano (cf. Le 19, 41-44); tiene sus días contados (Me 13, 2; Mt 24, 15). D e este em pleo negativo se hace eco el li­bro de Ap. Por eso Jerusalén, alusivamente mencionada con la pa­ráfrasis «allí donde nuestro Señor también fue crucificado» (Ap 11, 81), es parangonada a las ciudades-pueblos más fatídicos respecto al pueblo de Dios: «Babilonia o la ‘Gran Ciudad’, Sodoma, Egip­to» (Ap 11, 8)39.

36. Cf. H. Strathmann, nóX.15, en TWNT VI, 528-532.37. Cf. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud

und Midrasch IV, 923-925.38. Cf. K. L. Schmidt, Die Polis in Kirche und Welt, Bale 1939, 67-70.39. Cf. más adelante el estudio de estos nombres de ciudades bíblicas y de Jeru­

salén, a ellas asociada.

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El mundo nuevo 53

D e ahí que la esperanza en el nuevo testamento no pueda fijar­se ya en esta ciudad, sorda a la voz de D ios y asesina de su Hijo, asentada en unas coordenadas geográfico-históricas demasiado concretas y manchada por la culpabilidad de sus habitantes, y ten­ga que, levantando su mirada, dirigirse a una ciudad completa­mente nueva, que descenderá del cielo.

La ciudad de Jerusalén se trasciende a sí misma para convertir­se en un símbolo, que representa la renovación final de la historia, el estado definitivo de la escatología.

La nueva Jerusalén constituye el acto creador de D ios, su dona­ción perfecta a la humanidad. El Ap cristiano termina, no sólo con la aparición victoriosa del Hijo del hombre (19, 11-18) —formando inclusión semítica, dotada de una cadena de vistosos paralelismos, con su descripción inicial (1, 9-20)—, sino con la irrupción de la Iglesia gloriosa, es decir, de la humanidad redimida por la sangre de Cristo y recreada toda ella a imagen de D ios40.

3. La presencia de la nueva Jerusaléna) Perspectiva del antiguo testamento

Desde los tiempos del exilio la imagen de Jerusalén se va pro­gresivamente idealizando (Is 54, 10-13; 60, 1-62, 12; cf. Bar 4, 3 0-5 , 9; Tob 13, 17-18); se convierte, dentro de un proceso de exal­tación nacional judía, en una ciudad preexistente, que se sitúa jun­to a D ios, y allí está omnipresente desde los orígenes (Is 49, 16)41. Más tarde, los desastres de la Jerusalén terrestre concedieron ac­tualidad a estas especulaciones místicas. Y de la ciudad ideal se pa­sa a la Jerusalén celeste o nueva Jerusalén42.

40. Cf. L. Bouyer, La Bible et l ’Evangile, Paris 1953, 200.41. Para todo este desarrollo, aquí sucintamente apuntado, cf. K. L. Schmidt, J e­

rusalem ais Urbild und Abbild: ErJb XV11I (1950) 207-247.42. Cf. A. Aptowitzer, The Heavenly Temple in the Agada: Tarb II (1931) 137-

153.257-277. El autor recoge gran cantidad de testimonios judíos. Según su propio ba­lance, la imagen de la bajada de la Jerusalén celeste sería la más antigua en los escri­tos rabínicos. Cf. los siguientes estudios monográgicos: A. Alvarez, Im Nueva Jeru­salén del Apocalipsis y sus raíces en el antiguo testamento: la Jerusalén reconstrui­da: RBibArg 53 (1992) 141-153; Id., La Nueva Jerusalén del Apocalipsis y sus raíces en el antiguo testamento: el período de la «Jerusalén nueva»: RBibArg 56 (1994/2) 103-113; L. Rosso, Dalla nuova Gerusalemme alia Gerusalemme celeste: Henoch 3 (1981) 69-80.

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Contemplemos a grandes rasgos esta muy interesante evolución histórica. El libro de Nehemías es testigo de un presente trastorna­do. Los judíos que vuelven del destierro se muestran reacios a ha­bitar los antiguos recintos de Jerusalén, debido a sus condiciones inhóspitas y a la escasez de sus recursos geográfico-agrícolas: «La ciudad era espaciosa y grande, pero tenía muy poca población y no se fundaban nuevas familias» (Neh 7, 4). Más adelante se constata la desolación, que ha hecho presa entre quienes regresaban con la nostalgia de poblar la ciudad de sus sueños, y ahora se ven del to­do des-ilusionados. D esde instancias del poder político-religioso se intenta premiar a quienes se ofrezcan a vivir entre los restos de la ciudad destruida:

Los jefes del pueblo se establecieron en Jerusalén, el resto del pue­blo echó a suertes para que de cada diez hombres habitase uno en Jerusalén, la Ciudad santa, quedando los otros nueve en las ciuda­des. Y el pueblo bendijo a todos los hombres que se ofrecieron vo­luntarios para habitar en Jerusalén (Neh 11, 1-2).

Los profetas, infatigablemente con su voz alentadora, procuran levantar el ánimo del pueblo decaído, y comienzan a ensalzar a Je­rusalén, com o ciudad digna de ser habitada. Hacen de ella una pre­sentación aureolada.

Tras el regreso de Babilonia, se habla por vez primera (521) de la reconstrucción de Jerusalén, que yace lamentablemente en es­combros:

Por eso, así dice Yahvé: A Jerusalén me vuelvo con piedad: en ella será reconstruida mi Casa —oráculo de Yahvé Sebaot— y el cordel será tendido sobre Jerusalén. Clama también y di: Así dice Yahvé Sebaot: aún han de rebosar mis ciudades de bienes; aún consolará Yahvé a Sión y aún elegirá a Jerusalén (Zac 1, 16-17).

A la reconstrucción de Jerusalén se refiere con entusiasmo el profeta Jeremías. Sus palabras revelan el sentir del pueblo, ahora abochornado a causa de la Jerusalén derruida. Pero muy pronto, de­bido a la inaudita acción de D ios, el lamento del pueblo se trans­formará en una voz festiva en honor de una Jerusalén, convertida en júbilo para D ios y orgullo de todos.

Jerusalén será para mí un nombre evocador de alegría, será prez y ornato para todas las naciones de la tierra que oyeron todo el bien que voy a hacerle, y se asustarán de tanta bondad y de tanta paz

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como voy a concederle. Así dice Yahvé: aún se oirá en este lugar, del que vosotros decís que está abandonado, sin personas ni gana­dos, en todas las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén de­soladas, sin personas ni habitantes ni ganados, voz de gozo y ale­gría, la voz del novio y la voz de la novia, la voz de cuantos traigan sacrificios de alabanza a la Casa de Yahvé Sebaot (Jer 33, 9-11).

El profeta predice un futuro dichoso para la ciudad: «En aque­llos días estará a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro. Y así se llamará: ‘Yahvé, justicia nuestra’» (v. 16). La exalta más allá de to­da humana ponderación al aplicar a la ciudad el título mesiánico de «nuestra justicia» (cf. Ez 48, 35; Is 1, 26).

La más hermosa página sobre Jerusalén la ha escrito el profeta Isaías (c. 60). Todo el capítulo representa uno de los grandes poe­mas del libro. Con esta descripción (en especial los vv. 17-22) se pasa del registro simbólico de la Jerusalén de abajo a la Jerusalén de arriba43.

Tanta es la belleza de estos versos antológicos, que no es posi­ble dejar de leerlos, máxime cuando constituyen el trasfondo nece­sario para entender algunas de las imágenes nutricias, que el autor del Ap retomará y ampliará en los dos últimos capítulos del libro:

En vez de bronce, te traeré oro, en vez de hierro, te traeré plata; en vez de madera, bronce, y en vez de piedra, hierro; te daré por ins­pectores la paz, y por capataces, la justicia. No se oirán más vio­lencias en tu tierra; ni dentro de tus fronteras, ruina o destrucción; tu muralla se llamará «Salvación», y tus puertas, «Alabanza». Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la lu­na; será el Señor tu luz perpetua, y tu Dios será tu esplendor; tu sol ya no se pondrá ni menguará tu luna, porque el Señor será tu luz perpetua y se habrán cumplido los días de tu luto. En tu pueblo to­dos serán justos y poseerán por siempre la tierra: es el brote que yo he plantado, la obra de mis manos, para gloria mía. El pequeño crecerá hasta mil, y el menor se hará pueblo numeroso: yo soy el Señor y apresuraré el plazo.

Tan poderosa es la luz que Isaías proyecta sobre Jerusalén que la ciudad rompe sus límites naturales, geográficos, y se eleva a la categoría de tipo. Se trata de una ciudad de tal manera transforma­da, que apunta ya a una ciudad escatológica. No obstante, dentro del capítulo 60 coexisten dos tendencias: una insiste en el nacíona-

43. Según R. Poelman, Jerusalem d ’en Haut: VieSpir 495 (1963) 652. El autor revisa las diversas imágenes que el AT propone para Jerusalén (p. 637-659).

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lism o excluyente, otra en la peregrinación universal, por la que Je­rusalén se convierte en meta de todas las naciones44.

Contemplando el devenir de la revelación bíblica, y, situados desde una atalaya neotestamentaria, se constata que estos hermo­sos textos encierran virtualidades que van más allá de su realismo histórico, debido a la fuerza inherente de sus símbolos. A sí ha sido sentenciosamente formulado: «El Apocalipsis nos ofrece una clave para prolongar estas sugestiones»45.

Es preciso señalar que la voz unánime de los profetas se refie­re de continuo, por más que se esfuerce en idealizarla, a la Jerusa­lén terrena. La transformación última acontecerá —según ellos— siempre a ras de tierra, aunque sea ésta una tierra santa.

b) Perspectiva del nuevo testamentoEl tema de la nueva Jerusalén, aunque no de manera explícita

así formulado, es recogido mediante designaciones afines funda­mentalmente en tres pasajes: los dos primeros pertenecientes a las Cartas paulinas de gálatas y filipenses, y el último consignado en la Epístola a los hebreos, cuya explicación respectiva se verá a con­tinuación.

1. G á l4 , 24-26Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan dos alianzas; la primera, la del monte Sinaí, madre de los esclavos, es Agar, (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual, que es esclava, y lo mismo sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre.

Los cristianos son habitantes de derecho de una ciudad que no es creación humana, sino divina, realidad escatológica. Pablo des­arrolla este pensamiento central en una larga paráfrasis. Se sirve de una alegoría para ofrecer una serie binaria de elem entos contra­puestos: dos hijos, dos madres, dos alianzas y dos ciudades: la Je­rusalén de ahora (vüv 'lEQOuaaA.fn.1) y la de arriba (ávco 'Ie- qodoXií|.i). Utiliza sorprendentemente un registro temporal «ahora»

44. Cf. L. Alonso Schokel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, 365-366.45. Ibid. I, 368.

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y también espacial «lo alto». La Jerusalén de los judíos, la del tiempo presente —por oposición a la de lo alto, que pertenece al mundo venidero—, es conocida en todo el mundo. La otra es una ciudad del cielo, pero no completamente celeste, puesto que se ha­lla también provisionalmente sobre la tierra y es madre de los cris­tianos46.

Pablo no ofrece especulaciones sobre esta Jerusalén de arriba. Concentra en una sola palabra el carácter de la Iglesia, afirmando que es nuestra madre —tal com o Jerusalén fue la madre de los judí­os (y de los judaizantes)—. La Iglesia cristiana se halla a la vez en el cielo y sobre la tierra, es libre de la ley y heredera de la prome­sa: es la madre de todos los cristianos que aún peregrinan sobre la tierra47.

2. F lp 3 , 20Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos co­mo Salvador al Señor Jesucristo.

El hombre, conforme a la mentalidad helenista del tiempo, era considerado, antes que una persona independiente, un ciudadano, un ser social en interacción con otros. Los cristianos de Filipos, ha­bitantes de una colonia romana, estaban capacitados para com ­prender la imagen de la ciudadanía. Pablo tampoco elucubra aquí sobre la índole peculiar de esta ciudad (jrókg), sino sobre el dere­cho a la participación en los asuntos cívicos (TtoXÍTE'uj.ia). Al após­tol le interesa, por encima de otras consideraciones, extraer las consecuencias prácticas para la vida cristiana, rodeada por las on­das de un ambiente negativo casi asfixiante, en el que «muchos v i­ven, com o enem igos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdi­ción, cuyo D ios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza» (vv. 18b-19).

En estas líneas se delata el pastor, que es Pablo; no el sofista ni el fantasioso. Indica que los cristianos, en oposición a aquellos cu­yos m óviles son «terrestres» (o l r á é m Y E ia (p q o v o iív t e s , v- 19), so­mos ciudadanos del cielo. Y es justamente de esta patria celeste,

46. Cf. A. Causse, De la Jérusalem terrestre á la Jérusalem céleste: RHPR (1947) 12.

47. Cf. M. J. Lagrange, Epitre aux Galates, Paris 1926, 128-129; P. Bonnard, L ’Epitre de Saint Paul aux Galates, Paris 1953, 98.

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desde donde «esperamos» (ájtexóexófie'da) que vendrá el Señor, quien transformará nuestro miserable cuerpo a semejanza de un cuerpo glorioso com o el suyo (v. 21).

Del cielo, ansiada meta del peregrinar cristiano, es preciso sa­car energías para proseguir, sin desmayos, la ardua marcha por la historia. Hay una tensión expectante —som os ciudadanos del cielo y aguardamos serlo del todo—, que mantiene en vilo la esperanza y reanima el comportamiento cristiano, a ejemplo del Señor. Esta ciudadanía no hurta al creyente de la lucha de este mundo, sino que le ofrece un don de lo alto, que se convierte dinámicamente en fuerza operativa constante48.

No parece probable que Pablo haya sido influenciado por los mitos helenistas paganizantes49. Se apoya, más bien, en la concep­ción judía de la Jerusalén celeste50.

3. Heb 1 2 ,22 -24Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial ('Ieeo\)aWin eirovKxmo)), y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogé­nitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espí­ritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, media­dor de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una san­gre que habla mejor que la de Abel.

Este fragmento resulta ser el más ilustrativo de los pertenecien­tes al nuevo testamento, por ello exige un comentario más amplio. El autor de la Carta a los hebreos pretende robustecer la fe de los nuevos cristianos, poco conscientes de los privilegios de la vida dentro de la Iglesia, y tentados de continuo a volver la mirada ha­cia atrás, con una no envidiada añoranza del antiguo testamento y la sinagoga, cuyas celebraciones festivas ansian. D ios ha tenido dos encuentros con los hombres, pero con caracteres muy opues­

48. Cf. L. De Lorenzi, «II nostro politeuma é nei cieli» Fil 3, 20a: ParSpVi 28 (1993) 165-181. Cf. también: N. Flanagan, «A Note on Pliil 3, 20-21»: CBQ 18 (1956) 8-11; G. Strecker, Redaktion und Tradition im Christushymnus Phil 2: ZNW 55 (1964) 75-78.

49. Cf. el vasto estudio de Ruppel, Politeuma. Bedeutungsgeschichte eines sta- atsrechtlichen Terminus: Philologus 82 (1927) 289s; Platón, República, 9, 592b; Aris­tóteles, Plitinica, 3, 7.1297b.

50. Cf. J. F. Collange, L ’Epitre de Saint Paul aux Philippiens, Delachaux-Niestlé 1973, 122-123.

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tos. El primero aconteció entre los torbellinos de una teofanía, nim­bada por fuego ardiente (Heb 12, 18-19), en un monte que inspira­ba el temor sacro de la muerte por lapidación a quien traspasase sus lindes (v. 20), y por medio de una revelación ante la cual hasta el mismo M oisés quedó espantado y tembloroso (v. 21).

En cambio —ahora el autor de la carta presenta una vigorosa contraposición; sobre un trasfondo material transfigura diversas realidades—, los cristianos son partícipes de un cumplimiento festi­vo transcendental. Repárese en que la densísima descripción de la Jerusalén celestial no es una vaga alusión a «la ciudad futura» (Heb13, 14), sino que está fraguada por una serie de realidades decisi­vas que recorren la historia de la salvación. Los cristianos se han acercado al monte Sión, término técnico para designar la colina del templo y el templo mismo (1 Mac 4, 37.46.60; 6, 48). Aquí se re­vela el Señor, por eso se llama (obsérvese cómo pasa deliberada­mente del referente del templo al de la ciudad) la ciudad del Dios vivo, que es Jerusalén (Sal 122); y de esta Jerusalén, se traslada a la Jerusalén celestial, que fue objeto de esperanza de Abrahán y de los patriarcas (Heb 11, 10.16).

Es la Jerusalén preexistente, tipo de la Jerusalén de aquí abajo (8, 2.5). Pero el autor la describe con absoluta sobriedad. Trátase de la Iglesia escatológica, glorificada, habitada por los cristianos ya rescatados, que viven para adorar a Dios y Jesús. Pero no es una ciudad totalmente futura, a saber, lejana y remota, sino una reali­dad celeste, que influye decisivamente en la vida cristiana, en acentuado contraste con aquella institución cultual del antiguo tes­tamento, que es sólo imagen (8, 5), símbolo (9 ,9 ) y sombra (10, 1). Aquí se habla de una Iglesia celeste vitalmente unida a la Iglesia peregrina, en donde los cristianos pueden encontrarse com o her­manos. Y esta asamblea festiva —comunión de los bautizados con la Iglesia celeste—, constituye una realidad que supera con creces las más grandiosas asambleas y solemnidades del templo antiguo. Otra vez se impone el enfoque parenético al tratamiento de la Je­rusalén celeste. Ante la revelación de este misterio, los cristianos no tienen ningún motivo para lamentarse; pues poseen todos los medios que se despliegan con generosidad a su alcance a fin de vi­vir gloriosamente su fe51.

El autor precisa el estado actual de los cristianos; no dice que éstos ya hayan ingresado en la ciudad. Existe una distinción neta entre la situación presente y el cumplimiento final de su «vocación

51. Cf. C. Spicq, L'épltre aux Hébreux II, Paris 1953, 404-405.

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celeste» (3, 1). Los cristianos habitan en una ciudad pasajera, pero deben esforzase por ir al encuentro de la ciudad «futura».

Esta búsqueda se realiza siguiendo las huellas de Cristo. La fe­cundidad de su misterio pascual ha hecho posible la gloria de la ciudad futura. Cristo ha vivido en solidaridad con sus hermanos (2, 14-18). Manifestación suprema de este misterio de amor es la afrenta de su muerte; pues ha muerto fuera de la puerta de la ciu­dad terrena (13, 12). El cristiano, a la zaga de Cristo, debe vivir en una dialéctica de presencia-distancia respecto a las realidades de este mundo, que le amenaza por doquier, y debe «llevar las igno­minias de Cristo» (13, 5). La fe en Cristo, sumo Sacerdote, que ha ofrecido a D ios el sacrificio de su propia existencia y en íntima so­lidaridad con los hombres pecadores, constituye la fuerza sustenta­dora en su marcha irrenunciable hacia la ciudad futura, a saber, la unión perfecta de todos en D ios52.

Es preciso ilustrar esta visión neotestamentaria, cuyos radios de influencia alcanzan el pensamiento cristianos de los primeros si­glos. Según El pa sto r de H erm as (1, 1-6), los cristianos existen aquí, sobre la haz de la tierra, com o habitantes de una ciudad ex­tranjera, en contraste con su ciudad de origen a la cual volverán53.

Esta ciudad celeste es mencionada con frecuencia por los escri­tores cristianos: Primera Carta de Clemente 2, 1; Martirio de Poli- carpo 17, 1; Clemente de Alejandría (Stromata 172, 2)54.

Hay que indicar, com o balance conclusivo de esta presentación neotestamentaria, que el vocabulario de los tres pasajes reseñados resulta oscilante y adopta diversas expresiones: «La Jerusalén de arriba, nuestra madre», señala Pablo en Gál 4, 26. O bien utiliza una mención indirecta al hablar de los cristianos, com o «ciudada­nos del cielo» (Flp 3, 20). O la designación se manifiesta con más rotundidad por el autor de la Carta a los hebreos (12, 22): «ciudad del D ios vivo, la «Jerusalén celestial» ('l£QO,uoXij¡.i éjiougavíq)).

Todos los textos se mueven dentro de la más severa contención; no se dejan llevar por la fantasía ni el delirio. Son delicadamente sobrios. Es preciso señalar también que se inscriben en un contex­to parenético, no hacen cálculos cabalísticos sobre la hora de la irrupción de esta Jerusalén. Tampoco la ven com o una realidad hi-

52. Cf. A. Vanhoye, La cittá futura, ¡a Gerusalemme celeste (Eb 13, 14; 12, 22): ParSpVi (1991) 222- 226.

53. Cf. H. Strathmann, nó^ig, en TWNT VI, 525.54. Cf. K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild undAbbild: ErJb XVIII (1950) 232-

248 .

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postasiada, que en el reducto de los cielos se alberga y allí se con­fina. La contemplan, eso sí y con énfasis fuertemente acentuado, com o la verdadera patria a la que se dirigen los cristianos y que m oviliza todas sus energías: o «madre» que los nutre y que les aguarda; o «magnífica (es decir, grande y esplendorosa) asamblea litúrgica», poblada por Dios, Cristo y los santos, a la que todos los cristianos son invitados desde su bautismo a entrar festivamente.

c) Perspectiva apocalípticaEl tránsito definitivo de la ciudad terrestre a una ciudad celes­

te, a saber, el trueque de la Jerusalén histórica por la nueva Jerusa­lén, que incluye una radical ruptura, se describe únicamente en los escritos apocalípticos. He aquí, en apretada gavilla, la recolección de los textos más relevantes.

En el «libro de los sueños» de 1 Henoc se lee:Me levanté para ver hasta que él enrolló la vieja Casa. Sacaron to­das las columnas, vigas y ornamentos de la Casa enrollados juntos con ella y los echaron en un lugar al sur de la tierra. Y vi al Señor de las ovejas que trajo una Casa nueva, más grande y alta que la primera, y la puso en el lugar de la que había sido recogida. Todas sus columnas y ornamentos eran nuevos y mayores que los de la antigua que había quitado, y el Señor de las ovejas estaba dentro (90, 28-29).

Mediante la imagen de las dos Casas se alude a la antigua y nueva Jerusalén55. Ya no se habla de una progresiva transforma­ción, sino de un trueque operado sólo por Dios; y este cambio ra­dical se sitúa en exclusiva dentro de una perspectiva apocalíptica. Hay escisión entre la vieja y la nueva Casa. Además, el sorpren­dente dato literario de mencionar indistintamente un vocabulario característico, que incluye la mención de la casa, columnas y orna­mentos, induce a pensar que se habla también del templo. D e don­de se infiere una identificación de la ciudad con su templo. Esta equivalencia lexicográfica sólo aparece registrada en Ap 21, 22- 2356.

55. Idéntica figura aparece en 89, 50.54.56.66.72, referida a la contracción de Je­rusalén y del templo, cf. F. Corriente-A. Pinero, Libro I de Henoc (etiópico y griego), en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento IV, Madrid 1984, 116.

56. Cf. L. Rosso, Dalla nuova Gerusalemme alia Gerusalemme celeste, 70.

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En el Testamento de Daniel se menciona por vez primera y de manera harto explícita «la nueva Jerusalén»:

Surgirá de las tribus de Judá y Leví la salvación del Señor. Hará la guerra a Beliar, y otorgará una venganza victoriosa de nuestros enemigos. Arrebatará los cautivos —las almas de los santos— a Be- liar, hará volver hacia el Señor los corazones desobedientes y con­cederá a los que lo invoquen la paz eterna. Descansarán en ei Edén los santos, y los justos se alegrarán por la nueva Jerusalén, que subsistirá para gloria de Dios por siempre... El Señor estará en me­dio de ella, el Santo de Israel reinando sobre ellos (5, 10-13)57.

Aparecen asociadas, tal com o señala la descripción de Ap 22, 1- 5, las imágenes de la ciudad de Jerusalén y del Edén. Se menciona la presencia de D ios en medio de la ciudad o, con formulación más precisa, la permanencia de la gloria divina y una subsistencia esta­ble; por ello se tiene una certidumbre confortante: ya nunca será destruida esta ciudad. En ella sólo habitarán los santos, no los des­obedientes. Idéntica separación entre los santos y pecadores acon­tece en Ap 21, 7-8; 22, 14-15. Resulta interesante constatar las no­tas afines entre ambos escritos, los apocalípticos y el Ap de Juan. Sin embargo, aun contando con la evidencia de estas semejanzas, no se habla todavía con claridad de otra Jerusalén, definitivamente distinta; la perspectiva sigue siendo histórica y terrena aunque existan indicios de una cierta ruptura58.

En el libro segundo de Baruc la interpretación de algunos pa­sajes relativos a la nueva Jerusalén no resulta en apariencia fácil. Esta obra se mueve entre una concepción terrena y otra trascen­dente; pero una indagación más profunda descubre algunos párra­fos claramente decisivos.

Baruc se queja con pesadumbre ante el Señor por la ruina de Je­rusalén. D e la siguiente manera va desgranando el rosario de sus amargas razones. Si el Señor ha destruido la ciudad y entregado la tierra a todos los enem igos, ¿cómo persistirá todavía en el mundo el nombre de Israel? ¿cómo proclamarán los judíos la gloria de D ios y explicarán el contenido de la ley? La creación entera pare­ce un contrasentido. El universo volverá de nuevo al silencio pri­mordial. Y la promesa dicha a M oisés, que fue soberanamente pro­nunciada por D ios, se quedará sólo en una vana palabra. Ante este cúmulo de reproches, así responde la voz divina:

57. Semejante tratamiento en un pasaje de Oráculos Sibilinos 5, 420ss.58. Cf. A. Alvarez, La Nueva Jerusalén del Apocalipsis y sus raíces en el antiguo

testamento: el período de la «Jerusalén nueva»: RBibArg 56 (1994/2) 110.

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Y el Señor me dijo: Esta ciudad será entregada por un tiempo, y el pueblo durante un tiempo será castigado, pero el mundo no será entregado al olvido. ¿O tal vez tú te imaginas que es ésta la ciudad de la que yo he dicho: ‘Sobre las palmas de mi mano yo te ha gra­vado’? No, esta edificación que se levanta ahora entre vosotros no es la que será revelada cerca de mí, la que ha sido preparada aquí, al comienzo, desde que yo he concebido la idea de hacer el paraí­so. Yo la hice ver a Adán antes de que él pecase. Cuando él infrin­gió el orden, fue privado de ella como también del paraíso. Yo la mostré en seguida a mi siervo Abrahán, durante la noche, entre las partes de las víctimas. A Moisés también yo la mostré sobre el monte Sinaí, cuando yo le descubrí la imagen de la Tienda y de to­dos sus vasos. Y he aquí que ahora permanece reservada cerca de mí, como también el Paraíso (4, 1-6).

La histórica ciudad de Jerusalén, que acaba de ser destruida por la impiedad humana, no puede en absoluto compararse con la ver­dadera ciudad de Jerusalén, que está cerca de D ios —com o asimis­mo el Paraíso—; y que ahora permanece en una situación de reser­va, aguardando a que algún día D ios la haga descender.

El autor, que utiliza la peseudonimia de Baruc, m ezcla delibe­radamente en un solo fragmento ambas aniquilaciones de Jerusalén (la del 586 a. C. y la del 70 d. C.). La segunda destrucción repre­senta el final de la era mesiánica. Tras ella acontecerá una renova­ción completa, que tiene por objeto la edificación de la Jerusalén celeste en el mundo que ha de venir59.

Este es, sin asomo de duda, el pasaje apocalíptico que con ma­yor rotundidad hace mención de otra ciudad de Jerusalén com ple­tamente distinta, del todo trascendente. El presente fragmento re­sulta esclarecedor y se abre a una fecunda expectativa. En sem e­jante perspectiva esperanzadora se sitúa Ap 21, 1-22, 5, que con­templa ya la irrupción de la nueva Jerusalén y también del paraíso.

Se encuentran en la literatura apocalíptica otros textos de se­mejante índole. En 4 Esdras 8, 36 y 2 Baruc 51, 11 se habla de las condiciones ideales del paraíso, reservado para los elegidos en el mundo por venir.

También en 4 Esdras 7, 26 se dice: «Mira, viene el tiempo en que los signos que he predicho se cumplirán... Pues la ciudad invi­sible aparecerá y se mostrará el paraíso ahora oculto»60. Algunos

59. Cf. para toda esta descripción apocalíptica y explicación pertinente, P. Boga- ert, Apocalypse de Baruch, Paris 1969, 421-424.

60. J. Schreiner, Das 4. Buch Esra, 344-345.

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pasajes, provistos de parecida temática, se mencionan en el mismo libro: 8, 52; 10, 49-50; 13, 36.

Hay que indicar que la Jerusalén preexistente y el Paraíso son, en su más íntima esencia, la misma y única realidad, aunque dife­rentes sean los nombres asignados, pues pertenecen a diversas tra­diciones escatológicas61. Ap recoge en sus dos últimos capítulos la conexión entre ambas imágenes: la ciudad y el paraíso; y las funde admirablemente en la descripción conjunta de la nueva Jerusalén.

Otros textos resultan, sin embargo, un tanto ambiguos. En 4 Es­dras 6 , 7-9 se anuncia la restauración de Jerusalén, pero también se habla de un culto que es preciso continuar en el mundo que ha de venir. Por tanto, el corte no es del todo radical. En 32, 1-6 se habla asimismo —la interpretación es compleja y dificultosa resulta ya su simple traducción— de dos destrucciones.

También en el Talmud se manifiesta una contraposición entre la Jerusalén de ahora y la futura:

No puede compararse la Jerusalén de este mundo a la Jerusalén del mundo futuro. A la Jerusalén de este mundo sube quien quiere su­bir; a la Jerusalén del mundo futuro sólo subirán los que son invi­tados62.

Como característica dominante, confirmada incluso por la pre­sencia de alguna excepción esporádica, puede afirmarse que el la­mento de Esdras y de Baruc (marcadamente estos dos libros) a cau­sa de la destrucción de Jerusalén y del santuario, es característico del judaismo a partir del 70 (d. C.), com o asimismo es nota pecu­liar el consuelo en la esperanza de una Jerusalén totalmente nueva, revelada y dada por D ios63. La imagen de una nueva Jerusalén sur­ge poderosamente tras la catástrofe del 7064.

Muy raramente la tradición judía dirá que la Jerusalén celeste vendrá a la tierra en los últimos tiempos de la salvación; apenas se han sugerido algunas leves alusiones, tal com o han recordado los fragmentos de 4 Esdras 7, 26; 13, 36. Es preciso consignar que esa multisecular espera se malogró. La teología rabínica desconoce

61. Cf. P. Volz, Die Eschatologie der Jüdischen Gemeinde im neutestamentlichen Zeitalter, 373.

62. Baba Batra 75 b. Cf. K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild und Abbild, 224.63. Cf. P. M. Bogaert, Les Apocalypses contemporaines, en J. Lambrecht (ed.),

L ’Apocalypse johannique et l'Apocalyptique dans le Nouveau Testament, Gembloux 1980, 64.

64. Cf. K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild und Abbild, 230.

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completamente la creencia por la que la Jerusalén celeste, en los tiempos finales de la consumación, descenderá a la tierra 65.

Justo es reconocer —al deudor no le duelen prendas— que para la elaboración de este apartado, nos ha sido de gran utilidad la obra monográfica de H. Bietenhard66. Pero asimismo reconocemos que no nos hemos limitado sólo a tomar nota de sus afirmaciones, sino que hemos acudido directamente a los libros apocalípticos, y he­mos descubierto otros lugares no aportados previamente por el au­tor; y dentro de las mismas fuentes escriturísticas hemos indagado y buscado testimonios fehacientes para compulsar el valor doctri­nal de nuestras afirmaciones.

4. Origen de la nueva Jerusalén en el Apocalipsis2Que descendía del (ex) cielo, de parte de (curó) Dios61.

La nueva Jerusalén proviene «del» cielo (ex indica el origen), y, resaltado con sutil precisión, «de parte de» o «de junto a» D ios (a r ó alude al autor)68. A sí, pues, con un notable lenguaje preposi­cional, Ap recalca que desciende no sólo de la más alta trascen­dencia (el «cielo» en Ap significa la morada de Dios: 3, 12; 4, 1.2;5, 3.13; 8, 1; 9, 1...), sino que, de manera explícita, con la fuerza de la reiteración, se determina que procede directamente desde su fuente divina. Por eso la traducción española debe respetar este precioso matiz, que acentúa el valor de donación, otorgada desde la presencia generosa del mismo D ios, que posee la nueva Jerusa­lén. Esta peculiaridad de la gramática del Ap consigue uno de los más felices hallazgos del libro: considerar el don de la nueva Jeru­salén en relación con la bendición de D ios Trinidad, al inicio del li­

65. P. Volz, Die Eschatologie der Jüdischen Gemeinde im neutestamentlichen Zeitalter, 375; L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 796.

66. Die himmlische Welt im Urchrístentum und Spatjudentum, Tübingen 1951. El autor dedica un concienzudo capítulo al estudio de la Jerusalén celeste (Das himmlis­che Jerusalem; p. 193-204) en su libro.

67. Aparece la nueva Jerusalén descrita también como esposa. Así reza la segun­da parte del verso: «preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo» (2b). Este registro figurativo de esposa, aplicado a la ciudad, será tratado más adelan­te, en conexión orgánica con todos los otros textos relativos al simbolismo nupcial de la nueva Jerusalén.

68. Exégesis clara desde Bousset (Die Offenbarung Johannis, 443): «ex gibt den Ursprung, ¿otó den Urheber».

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bro (1, 4-5). De esta manera elocuente se evidencia que todo el Ap se abre y se cierra con la bendición de D ios69.

5. Presencia de D ios entre los hombres. Alianza universaly'Y oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la morada de Dios con los hombres, y morará entre ellos

La voz que pronuncia estas palabras debe ser angélica, la del «Angel de la faz de D ios»70. El sujeto emisor no puede ser ni D ios ni Cristo. El mismo libro nos disuade de tal atribución divina. V é­ase un claro paralelismo con nuestro texto, inserto, casi com o un calco, en idénticas circunstancias y motivos: «Y salió una voz del trono, que decía: ‘Alabad a nuestro D io s’» (19, 5). Además, esta voz se refiere a Dios en tercera persona; resultaría inverosímil pen­sar que D ios mismo se fuera a desdoblar com o sujeto interlocutor —primera persona— en referente objetivo71. S. Bartina lo aplica, erróneamente creemos, a D ios72.

Esta voz, emergente del trono, anuncia con solemnidad dos co­sas: en primer lugar la presencia de D ios de la manera más íntima (v. 3); y luego la carencia de todo aquello que es causa de infelici­dad (v. 4).

La partícula «he aquí» o «mira» (lóoiO73 introduce una serie de textos proféticos, que el autor recrea. Este significado se extrae de su peculiar uso en los pasajes de Ap, que dicha partícula encabeza: 1, 7; 5, 5; 14, 14; 16, 15; 21, 3.5; 22, 1274.

En la lectura griega de Ap los dos miembros de la frase poseen idéntica matriz sonora: oxT]vi]... o x tiv o jo sl ; «la tienda... pondrá su tienda». Por ello, nuestra traducción intenta conservar la misma ca­dencia expresiva del texto griego del Ap: «morada... morará».

69. Más tarde, podremos explicar merecidamente esta genial intuición del Ap (cf. infra, 214-216).

70. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 334.71. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 163.72. «En toda esta perícopa es mucho más congruente atribuir todas las declara­

ciones a la voz de Dios (Apocalipsis de S. Juan, 827).73. «Para conseguir la advertencia del oyente o lector», así describe la función de

esta partícula, W. Bauer, en Worterbuch zum Neuen Testament, Berlin-New York 51971, 733.

74. Cf. el análisis de estos fragmentos y de otros introducidos por la formulación —x a i i&oii— en F. Contreras, Estoy a la puerta y llanto, Salamanca 1995, 26-32.

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Existe una referencia a la fiesta de las chozas o tiendas75. Esta fiesta tenía para los judíos un componente bifronte, de mirada ha­cia atrás y también hacia el porvenir. Por una parte, recordaba los tiempos de su marcha por el desierto cuando habitaban en chozas; y, por otra, acrecentaba la esperanza en la definitiva venida de Dios a fin de que también él pusiera su tienda entre ellos. La fiesta de las chozas poseía una clara dimensión escatológica (cf. Zac 14, 16)76. De esta manera Ap 21, 3 vendría, con su nítido mensaje escatoló- gico, a colmar las esperanzas del pueblo.

El texto de Ap recalca la presencia estable del Señor. La alusión a una tienda pasajera ha desaparecido77. Es preciso recordar que las tres consonantes griegas «a-x-v» equivalen a las tres consonantes hebreas de la Sekiná (ti?, 3 ,3 ) . Se insiste con fuerza, mediante este recurso sonoro, en la firme presencia de D ios entre su pueblo; pues la significación del vocablo hebreo subyacente así lo subraya78.

El motivo inspirador de la primera parte del verso se encuentra en el Targum de Neophyti a Lev 26, 11-1279. Todo este capítulo presenta una larga serie de bendiciones de Dios al pueblo, a condi­ción de que éste guarde los preceptos de la Ley (v. 1-3): la lluvia, los frutos (v. 4), el vino y el pan (v. 5), la paz (v. 6), el éxito en la batalla (vv. 7-8). D ios proclama solemnemente:

Y volveré mi Verbo (mi rostro) bienhechor a vosotros y os fortale­ceré y os multiplicaré y mantendré mi alianza con vosotros. Y co­meréis la cosecha antigua tornada añeja y sacaréis la antigua de­lante de la nueva y haré habitar la Gloria de mi Sekiná entre vos­

75. Cf. H. Bornhauser, Sukka, 1935; R. Vicent, La fiesta judia de las Cabañas (Sukkot), Estella 1995. Este último libro estudia por vez primera mediante una rigu­rosa investigación este tema, mucho tiempo olvidado, debido posiblemente al hecho de haber desaparecido dicha fiesta del horizonte litúrgico cristiano, a diferencia de pascua y pentecostés. La monografía se refiere a las Interpretaciones de la fiesta de Sukkot en el judaismo antiguo. Pero el tema se acota aún más, y se concentra en el trasvase del texto bíblico al targum y midrás. Lamentablemente sólo en una nota se hace explícita alusión a nuestro texto: «En Ap 21, 3 esta morada de Dios toma la for­ma de una ciudad en la que habitan juntos: ‘habitará con ellos’, axr)vcüoei | i s t ’ a v- xcóv» (p. 234, n. 60).

76. Cf. E. Lohmeyer, Die Verklarung Jesu nach dem Markus Evangelium: ZNW21 (1922) 197-199; P. Prigent, La fin de Jérusalem, Neuchátel-Paris 1969, 105.

77. Cf. P. Prigent, L Apocalypse de Jean, 328. Pero el autor va demasiado lejos, al afirmar que incluso se ha roto todo lazo posible con la fiesta de las tiendas. Tal vez no valora suficientemente la dimensión escatológica que la celebración de esta fiesta resaltaba (ibid.)

78. Cf. A. R. Hulst, p t í i, en E. Jenni-C. Westermann (ed.), Theologisches Handwórterbuch zum Alten Testament II, München 1976, 906.

79. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 163.

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otros y yo no os rechazaré... y vosotros seréis para mi nombre un pueblo santo (vv. 9-12)80.

Este es, resueltamente, el texto más claro en donde bebe Ap 21, 3a. Aparecen dos temas de singular relevancia teológica: la alusión a la alianza, establecida entre D ios y el pueblo santo; y, sobre todo, la mención de la Sekiná, la gloria de D ios habitando en medio del pueblo. La trama narrativa se articula mediante una cadena de ver­bos conjugados, de manera invariable, en futuro. El pueblo con­templa, pues, la acción divina en el remoto horizonte del porvenir. Ap representa el momento culminante: en la actualidad del ahora acontece el cumplimiento de tan ansiada espera respecto a la alian­za y a la Sekiná.

La tienda de D ios es una metonimia literaria, se designa el con­tinente por el contenido. Bajo esta imagen es preciso referirse a D ios mismo. La tienda mostraba en un claro-oscuro la presencia de Dios; era elocuente signo para una población nómada de esa pre­sencia, pero también la ocultaba a sus ojos. En la nueva Jerusalén se realiza de manera sublime la perfección de cuanto la tienda evo­caba para el pueblo: la presencia divina. D ios ahora se da en una comunicación, no lastrada por los impedimentos de cortinas opa­cas ni la precaria condición de tiendas pasajeras. Ahora directa­mente se revela81.

Por otra parte se rememora un largo proceso de mediación di­vina, que ya toca a su término. Primero, la presencia de D ios se al­bergaba en la tienda de la reunión (Ex 33, 7-11); luego en el tem­plo (1 Re 8, 10-11); y, llegada la plenitud de los tiempos, en Jesu­cristo (Jn 1, 14). Por fin, en la Jerusalén celestial la presencia divi­na llenará colmadamente toda la ciudad habitada; y los hombres rescatados —ya sin el impedimento del velo, de los muros o atrios del templo; tampoco sin la conciencia de su pecado (Is 6, 5)—, po­drán ver a D ios cara a cara (Ap 22, 4). Ap insiste en la presencia inmediata de D ios entre los hombres82.

80. A. Diez Macho, Neophyti l III. Levítico, Madrid-Barcelona 1971, 194; cf. D. Muñoz, Gloria de la Shekiná, Madrid 1977.

81. Cf. J. Comblin, La liturgie de la nouvelle Jérusalem (Apoc 21, 1-22, 5), 21.82. Cf. ibid., 12: «Parece excluirse todos los seres abtractos por los cuales la teo­

logía judía tenía a los hombres a distancia de Dios»; J. Abelson, The Immanence o f God, London 1912, 80-85; S. Terrien, The elusive Presence, San Francisco 1978, 161- 226.

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3hEllos serán sus pueblos, y él mismo, Dios con ellos, será su Dios.Esta segunda parte del verso tercero, tan escueta, encierra en su

difícil comprensión y traducción, virtualidades insospechadas res­pecto a la apertura del arco de la salvación. Por fin, la alianza se despliega, sin límites im positivos de restricción alguna, en un ho­rizonte universal.

Se recuerda la vieja promesa de la alianza, tan insistentemente repetida en el antiguo testamento: Ex 6, 7; Lev 26, 12; 2 Crón 6 , 18; Jer 24, 7; 30, 22; 31, 1.33; 32, 38; 37, 23; 38, 33; Ez 37, 27; Zac 2, 10; 8, 8. En estos pasajes resonaban las palabras encendidas de Yahvé donde al fin prometía que él iba a ser para el pueblo su Dios, y ellos su pueblo («serán mi pueblo» — eaovtcu Xaóg [rou—).

Hay que sorprenderse ante la lectura del texto de Ap 21, 3b y caer en la cuenta de la intrusión deliberada de un cambio sustan­cial. Si el antiguo testamento hablaba siempre, en tales promesas de alianza, de un solo pueblo, com o referente único del amor de Dios (cf. Jer 7, 23; 30, 22; Os 2, 23), ahora el libro de Ap, en con­tra del uso inveterado de la frase, introduce una profunda m odifi­cación. No dice, com o siempre solía repetirse: «Ellos serán su pue­blo», sino justamente: «Ellos serán sus pueblos».

La crítica textual se ha debatido por determinar la correcta lec­tura, entre las dos variantes: «pueblos» (taxoi) y «pueblo» (Xaóg)S3. La tendencia natural es continuar en la inercia de las conocidas profecías y escribir «pueblo» (Xaóg). Nosotros nos decantamos por la «lectio difficilior» que usa el plural, puesto que el singular se ex­plica com o una armonización con el antiguo testamento84.

El autor de Ap, al insertar de manera pretendida esta brusca al­teración y transformar el em pleo habitual de la expresión, alude no a un solo pueblo, sino a todos los pueblos; está reconociendo que el cumplimiento de la multisecular profecía se lleva a término con la apertura a todas las naciones. A saber, todos los «pueblos de la tierra» —no exclusivamente el pueblo elegido—, están llamados a ser «pueblos de D ios».

83. Por el plural Xaoí se decantan: X. A. 046.2930.2050.2053. Ireneo. Por e l sin­gular Xaó<;\ P.051M 006.1841.1854.1859... Ticonio, Ambrosio, Agustín, Primasio, An­drés Aretas. Y entre los modernos: Bousset, Charles, Comblin. F. Cantera-M. Iglesias (Sagrada Biblia, Madrid 1975, 1442) precisan con acierto: «Literalmente pueblos de él serán». Y entre los modernos se deciden por el singular: Nestle, Alio, Lohmeyer, Bonsirven, Bartina, Strathmann, Mounce, Prigent.

84. Cf. B. M. Metzger, A Textual Commentary on the Greek New Testament, Lon- don-New York 21975, 763.

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Esta frase, bien entendida, debía resultar para los oídos de un judío creyente, tremendamente ofensiva, pues lesionaba los inalie­nables derechos adquiridos, merced a la elección divina de un solo pueblo, durante muchas generaciones. El particularismo de Israel, tan afianzado en la conciencia colectiva, toca su fin.

Todos los hombres, sin excepción ya de etnias o cualquier tipo de segregación excluyente, entran en la nueva alianza que D ios ins­taura; y este cambio acontece porque Cristo, verdadero Cordero degollado, ha hecho una Iglesia de todas las tribus, lenguas, razas y naciones (Ap 5, 10; 7, 15-17). Los privilegios que, de manera ex ­clusiva, poseía el antiguo pueblo de Israel, pasan a ser propiedad de «los pueblos». Todos los pueblos son ahora de hecho y derecho el nuevo pueblo de Dios constituido.

El texto se muestra en sintonía con el mensaje de apertura uni­versal, peculiarmente característico del Ap y también de la escuela joánica.

Este acento universal es recogido fielmente por el cuarto evan­gelio, mediante la mención de tres símbolos fundamentales (el pas­tor, la túnica y la red) y la oración misionera, de los que conviene hacer ahora, evitando una exégesis, tan sólo una somera reseña in­dicativa.

Jesús habla de otras ovejas que no son de este redil; ovejas que es preciso conducir, a fin de que escuchen su voz y haya un solo re­baño y un solo pastor (Jn 10, 16).

En la oración sacerdotal, Jesús ruega no sólo por sus discípulos, sino por todos aquellos que mediante la palabra de los suyos, cre­erán en él (Jn 17, 20).

La túnica inconsútil, tejida de una sola pieza, de arriba abajo, —según la apreciación de los soldados, la túnica «no debe romper­se»—, es una ilustración gráfica de esta unidad eclesial, que tampo­co debe desgarrarse (cf. Jn 19, 23-24).

En la red de la Iglesia caben ciento cincuenta y tres peces gran­des —todas las clases de peces entonces conocidos en el mundo—; a pesar de tanta cantidad, la red no se «rompe» —idéntico verbo que el empleado para designar la túnica, oxí^to— (Jn 21, 11). D e nuevo otra ilustración, que insiste en el universalismo de la Iglesia, for­mada por todos los pueblos de la tierra85.

No resulta tampoco fácil la traducción de la última parte del verso, a saber, el segundo miembro de la formulación de la alian­

85. Cf. F. M. Braun, Quatres «signes» johanniques d e l’unité chrétienne: NTS 9 (1962-1963) 147-155.

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za86. El texto original griego suena así: «Y él, el D ios que está con ellos, será el D ios de ellos». A causa de la complejidad expresiva de la frase han surgido diversas correcciones que han tratado de hacerla más inteligible. En aras de la claridad interpretativa se e li­minan las palabras finales: «su D ios»87. Pero com o en tantas otras páginas del libro, la aparente rudeza idiomática de Ap conserva la­tentes sus riquezas. Basta saber leer e interpretar con corrección. Nos decidimos por la lectura completa, tal com o la hemos traduci­do más arriba88.

El D ios que ahora forja la alianza no es el D ios del antiguo tes­tamento, que sólo se ha fijado en un pueblo, sino «ese D ios» —el griego tortuoso del Ap lo identifica, por medio de un pleonasmo re­petitivo— que ha hecho una alianza con todos los pueblos. Ese m is­mo Dios, «El D ios con ellos» (ó deóg ¡xet= auxcóv), y no otro, jus­tamente «será su D ios» ( e o t c u aíitcbv ’&eóg), a saber, el D ios con quien ahora toda la humanidad participa en una comunicación de mutua reciprocidad. A sí se completa perfectamente el círculo de la formulación de la alianza universal entre D ios y todos los pueblos.

La expresión «El D ios que está con ellos» se relaciona con el «En-Manuel» hebreo (Is 7, 14; cf. Ex 3, 12; Ez 48, 35) y el «Dios con nosotros» neotestamentario (Mt 1, 23). La aspiración de las an­tiguas promesas se cumple verdaderamente, instaurándose una pre­sencia cercana de D ios, a la vez íntima («dentro de»), fam iliar («en medio de») y universal («con todos los pueblos»)89.

6 . Superación de todo mal4Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.

Se inaugura una nueva existencia, hecha posible por la presen­cia irradiante de D ios entre los hombres, cuyo efecto primero en la

86. Reconoce la dificultades B. M. Metzger, A Textual Commentary on the Greek New Testament, 765-766.

87. El Sinaítico, algunos minúsculos, Ambrosio, Agustín, Primasio y Andrés ha­cen una lectura abreviada, y prescinden de «su Dios», a w ü v Osó?. Incluso la ver­sión del The Greek New Testament, Sociedades Bíblicas Unidas 31975, 280 pone en­tre paréntesis las dos palabras griegas aiiitóv frsóg.

88. Así lo atestiguan: A, Ireneo, Ticonio, Ambrosio, Beato de Liévana. Por esta lectura se decanta B. M. Metzger, A Textual Commentary on the Greek New Testa­ment, 766.

89. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 828.

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descripción apocalíptica es extinguir todo tipo de penalidades. Ya el Ap había declarado la desaparición del mundo anterior (21, 1); y que también la muerte y el infierno habían sido precipitados en el estanque de fuego (20, 4).

El pasaje de Is 25, 6-8 sirve de fecunda inspiración para el anuncio de Ap. El Señor ofrece desde su monte santo de Sión un banquete, aderezado con unas peculiares características: la univer­salidad, la abundancia y la exquisitez. Sus com ensales serán todos los pueblos; será un «festín de manjares suculentos, un festín de v i­nos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos» (v. 6). D es­pués el Señor insiste en el tema de la mutua compañía, que otorga el derecho a compartir la misma mesa: poder estar juntos gozando de la inmediatez de la presencia. A fin de que los pueblos puedan contemplarlo sin estorbos, el Señor «arrancará en este monte el ve­lo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las na­ciones» (7 a).

Y también el Señor —estas palabras aseguradoras constituyen el paralelo con nuestro texto de Ap 21, 4— va a quitar los impedi­mentos negativos de la humanidad:

7h íiK aniquilará la muerte para siempre. Et Señor enjugará las lá­grimas de todos los rostros y alejará de la tierra entera el oprobio de su pueblo —lo ha dicho el Señor—90.

Ap invierte la disposición narrativa de Isaías. Primero anuncia la presencia de D ios, quien personalmente eliminará toda lágrima. Luego vienen los efectos de esta presencia sanadora divina.

Ap desarrolla con más detalles la promesa reconfortante de que D ios va a eliminar las lágrimas. Corrige a su fuente, indicando que el Señor enjugará no ya «las lágrimas», sino de manera tajante y absoluta: «toda lágrima» (jrav óáxQ'uov). La fuerza de este adjeti­vo «toda» (jtáv) es un motivo de consolación, pues D ios remedia­rá toda angustia y toda pena, causantes de las lágrimas. No se de­rramará ni una sola lágrima de dolor en la nueva Jerusalén. Y lue­go señala con una imagen delicada que el Señor enjugará toda lá­grima, que brota no genéricamente de los «rostros» —com o señala­ba Isaías—, sino «de los ojos» (éx xwv ócpftaX.|.ia)v) en llanto de la humanidad.

Aniquila el Señor la muerte, que constituye la maldición funda­mental de la humanidad, la que entró por culpa del pecado (Gén 3;

90. «Lo ha dicho el Señor, y no ha dicho promesa más grande en todo el AT» (co­menta sentenciosamente L. Alonso Schókel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, 211).

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Rom 5, 12). Tan contundente es su victoria que la «muerte no ex is­tirá más» (ó ftávaxoc; otix éoxai eu ). Pablo dirá que «la muerte ha sido absorbida en la victoria» (1 Cor 15, 45). Con la desaparición de la muerte, se desvanece la desgracia primigenia que atenazaba al hombre (Gén 3, 19). Elimina el Señor la muerte, que ha causado tanto dolor en la humanidad, tal com o dramáticamente ha sido re­saltado en el cuarto sello. La muerte, cual personificación simbóli­ca, va dejando tras de sí un reguero de calamidades, toda clase de violencia ocasionada por la espada, el hambre, la peste, y la natu­raleza indómita de los animales salvajes, aún no domesticados por el cuidado del hombre:

Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente que de­cía: ‘Ven’. Miré entonces y había un caballo verde-amarillo91; el que lo montaba se llamaba Muerte y el Infierno lo seguía. Se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espa­da, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra (Ap 6, 7-8).

Después, con su fuerza todopoderosa, va el Señor eliminando cada uno de los azotes que aflijen a la humanidad. El texto de Ap 2 1 ,4 constituye, debido a su semejanza lexicográfica griega y te­mática, un apretado resumen de la descripción dramática de los pri­meros cuatro sellos (el cuarto que alude a la muerte, ya se ha con­signado). El segundo sello o la violencia (6 , 3-4), es causa de «la­mento» (Jtévdog) y de «gritos» (xQauyi'i). El tercero (6 , 5-6) o la injusticia social, es ocasión de «fatiga» (jtóvog) y desesperación92.

Veamos ahora, más de cerca, cada una de las penalidades, men­cionadas en Ap 21, 4, y que el Señor va a aniquilar con su poder.

«Duelo» (jtévfrog)Palabra peculiar del Ap, pues se encuentra cuatro veces en el li­

bro, de entre las cinco frecuencias registradas en el nuevo testa­mento. El vocablo aparece en un hábitat determinado —y tal deli­mitación resulta significativa—: la ciudad opresora y asesina. Es el

91. El adjetivo y\(üQÓg indica el color de la hierba verde cuanto se torna mustia, símbolo de la caducidad y de la muerte («Toda carne es hierba y todo su esplendor co­mo ñor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba» Is 40, 7-8). Alude al color cetrino de un moribundo.

92. Cf. U. Vanni, II terzo sigillo delVApocalisse (Ap 6, 5-6), símbolo dell'ingius- tizia sociale, en L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, 193-213.

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castigo reservado para los últimos tiempos a Babilonia (Ap 18, 7a.b.8; cf. Is 47, 7-10). Se resalta sobre todo el contraste entre am­bas ciudades. En la nueva Jerusalén no existirá ya el duelo, que tan­to aflige a Babilonia93.

«Llanto» (xQaxjyií)Es un grito de angustia, tan intenso que prorrumpe en lágrimas

(Ef 4, 31). Tiene un sentido cristológico y soteriológico; de hecho vale para indicar el vehemente clamor, que acompañó a la pasión de Cristo (Heb 5, 7)94.

«Dolor» (nóvoq)Indica no sólo trabajo o esfuerzo (Col 4, 13), sino dolor extre­

mo, irreprimible, que llega hasta la desesperación. A sí aparece re­gistrado en la misteriosa acción de verter las copas del furor de Dios: «El quinto ángel derramó su copa sobre el trono de la Bestia; y quedó su reino en tinieblas y los hombres se mordían la lengua ‘de dolor’ ( e x t o v j z ó v o v ) » (Ap 16, l l ) 95.

Era común en los escritos apocalípticos la coincidencia de dos circunstancias: la irrupción de la gloria divina y el alejamiento de la muerte con todas sus secuelas de pesar y corrupción. Y aún pue­de legítimamente afirmarse que el poder de Dios era causa eficaz —no sólo elemento concomitante—, de la eliminación de las penali­dades96. Véanse esta serie de textos elocuentes:

Refrena pues también al ángel de la muerte, y que tu gloria irrum­pa. Que la grandeza de tu belleza se manifieste. Que el Sheol sea cerrado; que, desde este momento, no reciba ya a los muertos (2 Bar 21, 23).Sea pura la tierra de toda corrupción y pecado, de toda plaga y do­lor (1 Hen 10, 22).Para vosotros está abierto el Paraíso, plantado el Arbol de la vida, preparada la futura edad, la abundancia está dispuesta, la Ciudad construida, el Resto señalado, las obras de Dios establecidas, la sa­

93. Cf. H. Lilje, L ’Apocalypse, le dernier livre de la Bible, 257; H. Balz, Jtá'&og, en DENT II, 672-673.

94. Cf. H. W. Kuhn, xqocuytÍ, en DENT I, 2400; L. Grundmnann, xgá£a> - XQavyr], en TWNT III, 901-904.

95. Cf. G. Schneider, Jlóvog, en DENT II, 1080.96. Cf. P. Volz, Die Eschatologie der Jiidischen Gemeinde im neutestamentlichen

Zeitalter, 386.

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biduría reconstituida. Y toda raíz mala es arrancada de en medio de vosotros, la enfermedad es extinguida de vuestros caminos. Y la muerte está ocultada, el hades huye, la corrupción es olvidada, las penalidades se pasan, y los tesoros de la inmortalidad son hechos manifiestos (4 Esd 8, 52-54).

Resulta esclarecedor cotejar el contexto del fragmento último, donde aparecen asociados el tema del paraíso, la nueva ciudad y la desaparición de los males que hacen sufrir al hombre. Según la prolija descripción de estos versos, la «gloria» divina interviene, acompañada de una serie de eventos alusivos a la vida futura de los justos; es una fuente de consolación para sostener también las tri­bulaciones de la vida presente. Esta ciudad se refiere a la Jerusalén celeste, contemplada no com o la restauración o reedificación de la Jerusalén terreste, sino com o nueva ciudad1*7.

Importa señalar —el Ap lo recalca una vez más— que la ciudad de la nueva Jerusalén se ve libre de aquellas congojas que angus­tiaban a su antípoda, la ciudad de Babilonia; pues no habrá en ella «ni duelo, ni llanto, ni dolor», en antítesis con la ciudad engreída de Babilonia. En un triple coro de lamentos sucesivos se condue­len por su desgracia todos sus potentados:

Llorarán, harán duelo por ella los reyes de la tierra... Lloran y se ‘lamentan’ (jiEvfloüoiv) por ella los mercaderes... Los marineros gritaban llorando y ‘lamentándose’ (jtevftoüvTeg) (Ap 18, 9.11.19).

La antítesis entre ambas ciudades queda acentuada también con la mención contrastada de estos elementos descriptivos.

Mediante la eliminación de toda lágrima y de la muerte, tam­bién del fúnebre cortejo de penalidades que les acompañan, desa­parece el viejo orden (Is 42, 8; 43, 18; 65, 16) y brota la novedad. Sea dicho con mayor rotundidad, desde la clave neotestamentaria: la resurrección de Cristo hace desaparecer lo antiguo. Lo primero ha desaparecido, señala Ap 21, 4.

Pablo indica —obsérvese el parecido con Ap 21, 5-6 cuya exé- gesis se hará más adelante— que:

El que está en Cristo es una nueva creatura: lo antiguo ha pasado, lo nuevo se ha hecho (yéyovev) (2 Cor 5, 17).

97. Cf. R. H. Charles, The Apocripha and Pseitdoepigrapha ofthe Oíd TestamentII, Oxford 1963, 597-598. Se pueden encontrar abundantes paralelos en 2 Henoc 65, 9-10; Exodo Rabbá 15.

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5'6Ydijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’... Y me dijo: ‘Está hecho’ (yéyovav).

Cuanto Pablo afirma de la vida del cristiano hecho uno con Cristo1*8, Ap lo refiere a la creación, que es ahora completa y uni­versalmente renovada en Cristo. Esta afirmación no sólo reviste un significado moral, sino esencialmente ontológico. Cristo, transfor­mado por su resurrección, transforma también el universo. Su cuer­po glorificado instaura una relación nueva con la creación, que abarca a la humanidad de los seres rescatados, y a través de ellos, alcanza dimensiones cósm icas, de tal manera que ya nada puede quedar fuera de su todopoderosa órbita de gloria".

7. La creación divina de un universo nuevo5-8 y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdade­ras’. Y me dijo: ‘Hecho está’. Yo soy el Alfa y la Omega, el prin­cipio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratis. El vencedor heredera esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo. Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azu­fre, que es la muerte segunda.

Estos cuatro versos (5 .6 .7 .8) parecen interrumpir la descripción que hasta ahora se estaba siguiendo. El autor de Ap, llegada la lec­tura del libro a tal punto de relevancia teológica, reivindica con to­da solemnidad que D ios otorga garantías fiables acerca de la ver­dad de las visiones que acontecen. Hay que hacer notar que el su­jeto, absolutamente principal de este breve fragmento, es D ios y no otro. Con énfasis recalcado: él en persona habla, interpela, premia, deshereda; continúa siendo el protagonista activo e indiscutible a lo largo del presente parlamento100.

98. Cf. B. Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según San Pablo, Madrid 1968, 43-45, 72-73, 298-300.

99. Cf. Ch. Duquoc, Le Christ, chef de la création: VieSpir 109 (1965) 707-718.100. Cf. estos tres densos artículos, que han servido para la confección de las si­

guientes páginas: P. Stuhlmacher, «Siehe, ich mache alies neu» (Apk 21, 5): LuthRu 18 (1968) 3-18; G. Stahlin, «Siehe ich mache alies neu» Das Leitwort fiir die Weltkir- chenkonferenz. 1968 und seine biblischen Hintergrunde: OkRu 16 (1967) 237-352; D. M. Stanley, So! I Make All Things New (Apoc 21, 5)'. Way 9 (1969) 278-291.

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— Por tres veces se repite el verbo «dijo» (eIjtev). El discurso di­vino versa trípticamente sobre la creación, las palabras y la ve­rificación de cuanto acaece.

— D ios mismo da las credenciales que fundamentan el alcance de su acción.

— Ofrece una inconmensurable recompensa, a saber, concede el magnífico lote de tres premios al cristiano que resulte vencedor: el don del agua de la vida, la herencia, la filiación divina.

— Por otra parte —no puede olvidarse el funesto envés de la histo­ria de la salvación—, D ios deshereda a los que culpablemente se comportan con lesa indignidad, apartándose de manera volun­taria del camino que conduce a la nueva Jerusalén.El presente fragmento posee un estilo muy denso, que de tan

sincopado resulta hermético, casi confuso; pero una observación atenta descubre en tan sólo cuatro versos una admirable orquesta­ción, en cuanto a su ordenada gradación doctrinal. Iremos estruc­turando, pues, escalonadamente, en sucesivos apartados (hasta sie­te), aglutinados por su interés temático, no por la estricta ordena­ción de los versos, el contenido del pasaje.

a) La voz divinaHabla D ios directamente: «Y dijo el que está sentado en el tro­

no», no un intermediario, la voz del ángel, como suele acontecer en Ap con cierta frecuencia (1, 1; 5, 2; 8, 8.10.12.13; 10, 1.5.7.9; 14, 6.8.9.10.15.17.19; 19, 7; 22, 6.8.16). La expresión «El —perfecta­mente— sentado en el trono» (ó xafriíiiEvog gjri xóv üqóvov), es abundante en el libro de Ap (4, 2.3.4.9.10; 5, 1.7.13; 7, 10.15; 21, 5) y equivale de hecho a una designación divina. Dicho sea con mayor rigor, se refiere, debido a tan gráfica postura, a su completo señorío sobre todo lo creado (cf. Sal 93, 1-2).

Pero Ap no alude al trono vacío de una divina trascendencia ale­jada de la historia. Interpretado en su simbolismo por el m ism o li­bro, hay que decir que desde él com ienza a realizarse la historia de la salvación; pues merced a la iniciativa del Sentado en el trono se ofrece a la humanidad el libro sellado con siete sellos (Ap 5, 1), que el Cordero abrirá e interpretará (5, 5.7). El Sentado en el trono es origen dinámico y meta concluyente de toda la historia de la sal­vación (20 , 1 1 ).

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N o es ésta la primera vez que habla D ios en el libro, en contra del parecer de diversos comentadores101. D ios ha hablado ya al co­mienzo del Ap: «Yo soy el A lfa y la Omega, dice el Señor Dios» ( 1 , 8); tampoco su voz se dilata tanto en la narración apocalíptica, com o para aparecer tardíamente en 16, 1.17102. Fue entonces —jus­tamente, en 1, 18— cuando se oyó la voz divina, la de D ios Padre, y ahora será la última vez. El libro entero del Ap se inaugura y se recapitula con la palabra de Dios, formando una inclusión sem íti­ca. Lleno está de la poderosa resonancia de Dios. Todo él queda transido por este eco divino, que debe ser acogido atentamente por el oído de la Iglesia. En nuestro caso (Ap 21, 1-4), es preciso indi­car que ante una revelación de tanta trascendencia, sólo D ios pue­de decir una palabra autorizada.

b) Creación en actoLa voz divina enuncia solemnemente: «Mira, hago nuevas to­

das las cosas». Se insiste en la dimensión creadora de Dios, que el libro de Ap con reconocida razón realza, tal com o se desprende de la lectura de algunos pasajes.

En la primera gran doxología frente al trono de Dios, los vein­ticuatro ancianos se postran delante del Sentado en el trono, lo ado­ran, echan sus coronas de oro en señal de acatamiento obediencial ante quien se erige com o el solo D ios verdadero, y lo proclaman único autor de toda la obra de la creación. Por dos veces —en un so­lo verso (!)— ensalzan esta acción creadora de Dios:

Eres digno, Señor Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, porque por tu voluntad lo que no existía ha sido creado (4, 11).

La asamblea cristiana, a lo largo de la lectura litúrgica del libro, también celebra gozosamente su dinamismo creador (cf. Ap 15, 3; 19, 6). Y D ios persiste activamente en su obra creadora —en pre­

101. En contra efectivamente de la opinión de J. Behm, Die Offenbarung des Jo­hannes, 107: «Por primera vez en el Ap resuena una palabra inmediata de Dios mis­mo». Asimismo de R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 373: «El silencio de Dios es roto por esta declaración». Y de S. Bartina, Apocalipsis de San Juan, 828: «Por pri­mera vez en este pasaje se dice de modo indudable que habla Dios, el Padre».

102. Tal como pretende P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 329.

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s e n te c o n t in u o ( jtoicd) , s in in t e r m i t e n c i a s n i d e s m a y o s —103, h a c i e n ­d o n u e v a s to d a s la s c o s a s .

La acción creadora de Dios, señalada por Ap, recuerda espe­cialmente un texto del profeta Isaías:

Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando ¿no lo notáis? (43, 19).

La imagen se relaciona con la transformación del desierto, en donde milagrosamente germinará un vergel y crecerá una riente ve­getación (cf. 42, 9). Pero esta novedad que Dios declara —y al de­cirlo lo ejecuta; tal es la fuerza de su palabra todopoderosa— supe­ra con creces la maravilla del primer Exodo (cf. 35, 6 ; 41, 18s)104. La novedad que se anuncia no mira a un remoto futuro, sino que se concentra en un hoy y reviste acentos de actualidad. Claramente se indica: «ya está brotando». El profeta anima al pueblo perplejo a percibirla con ojos atentos y a rendirse ante la evidencia del prodi­gio divino: «¿no lo notáis?».

La renovación del universo era idea común dentro de la litera­tura apocalíptica (cf. 1 Henoc 91, 16; 2 Baruc 57, 2; 44, 12; 2 Es­dras 7, 75; Jubileos 1, 29). El significado real de tales afirmacio­nes, por lo demás bastantes genéricas, no suele perfilarse con pre­cisión. Es habitual emplearlas a manera de estereotipo literario- teológico.

Pero el texto de Ap va más lejos todavía, desborda el optim is­mo del profeta y de los escritos apocalípticos; puesto que no es só­lo «algo nuevo», sino una omniabarcante dimensión de totalidad la que se describe: «Hago nuevas todas las cosas». La traducción li­teral reza así: «Mira, nuevas estoy haciendo todas las cosas» (’I6oí3 x a iv á Jtoia) Jtávxa). La Epístola a Bernabé (VI, 13) afirma que se refiere tanto a «las últimas com o a las primeras» (xa eoxcxta cbg xa jiQtSxa), a saber, «todas las cosas».

Se habla de la perfecta recreación cósmica, que admirablemen­te se concentra en la nueva Jerusalén. D ios mismo se delata com o todopoderoso en su acto creador, y se dirige al lector creyente de Ap. «Mira» (íóoü), invita Dios a través del texto apocalíptico al cristiano-lector, el cual, una vez apercibido, sorprende a D ios con las manos puestas en su obra creadora. La expresión de Ap es una

103. Así queda resaltado merced al valor durativo del presente de indicativo. Cf. F. Blass-A. Debrunner-A. Rehkopf, Grammatik des neutestamentlichen Griechisch, 264 § 319.

104. Cf. L. Alonso Schókel-J. L. Sicre, Los profetas. Comentario I, 295.

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secuencia de presencialidad y de verismo narrativo. Privilegia un encuentro sin intermediarios entre Dios-autor y el cristiano-inter­pelado, ambos admirándose de consuno ante la reciente frescura —in fie ri— de la nueva creación divina.

Para insistir en la índole de esta radical novedad, apenas si lo ­gramos acertar con las palabras justas que nos la puedan definir certeramente. No se trata de repetir de nuevo, tampoco de hacer pa­ra mejorar: es una plena transformación creadora, una instauración total («Non pas seulement du nouveau, mais du neuf»)105. Pero es necesario interpretar correctamente desde la cristología del Ap: es­ta renovación supone la presencia de Cristo; él constituye, merced a su misterio pascual, el com ienzo de toda novedad absoluta10*.

En el Ap la acción de renovación continua se atribuye siempre a Cristo, al que com pete la implantación y el despliegue del reino de D ios sobre toda tierra: «El objeto de nuestra esperanza, la crea­ción nueva tendrá lugar un día. Esta ha empezado en el ser vivien­te de Cristo»107. El es el principio y «arquetipo» de toda novedad que se realiza en el mundo, quien es capaz de superar el mal por la fuerza de su energía de resurrección. Con formulación harto signi­ficativa, Cristo glorioso, en su autopresentación divina a la Iglesia de Laodicea, así se ha autodesignado: «El principio —ij dela creación de D ios» (3, 14). D e esta manera se identifica con el po­der creador de la Sabiduría y de la Palabra: Prov 8, 22; Sab 9, lss; Jn 1, 3; Col 1, 15-17; Heb 1, 2.

En fin, todo será renovado, no por un prodigio de encantamien­to, sino por esta obra de D ios que ha comenzado ya a actuar en la resurrección de Cristo, y que no se detiene en su proceso instaura- dor hasta que desemboque en la plenitud cósmica de la renovación universal. D e manera acertada ha sido comentado por san Ireneo:

Entonces, preguntaréis: ¿qué ha traído el Señor de nuevo por su venida? Sabed que ha traído toda novedad, trayendo su propia per­sona (yvdjxe orí Jiaaav xí]v xaivóxr)ia ííveyxev, éaxóv évéy- xag)108.

Palabras, cuyo fundamento se encuentra en Pablo:105. J. Bonsirven, L ’Apocalypse, 312.106. Cf. U. Vanni, L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología , 142-146, 266.107. Así lo refiere con razón R. Guardini (El Señor, Madrid '1963, 952), al co­

mentar sucintamente el libro del Apocalipsis.108. Adversus Haereses 1, 34, 1. Cf. A. Rousseau, ¡rénée de Lyon. Contre ¡es Hé-

resies, Paris 1968, 847.

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Por tanto, el que está en Cristo, es una ‘nueva creación’ (xcavr] XTÍ015); pasó lo viejo, todo es ‘nuevo’ (xaivd) (2 Cor 5, 17).

Esta afirmación paulina, junto a la registrada en Gál 6, 15, cons­tituye una referencia a Is 42, 19 y una ilustración del texto de Ap109.

c) Garantía divinaRatifica D ios su obra creadora y reveladora de esta manera: «Y

dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’». La frase se repite, con idéntico tenor, en 2 2 , 6 .

El imperativo «escribe» (YQátyov), ya lo ha escuchado el vi­dente en otras ocasiones, siempre con el motivo apremiante de ano­tar con fidelidad una revelación de gran trascendencia para el lec­tor cristiano (2, 1.8.12.18; 3, 1.7.14; 14, 13; 19, 9). La insistencia incide sobre el carácter sacro-canónico del libro. Se trata de una doble aseguración (con la certeza de fiabilidad que posee el testi­monio por dos veces repetido o doblemente formulado por dos tes­tigos) de las presentes visiones. La orden de escribir es impartida en esta ocasión por el mismo Dios. Hasta ese momento de la his­toria apocalíptica, tal mandato había sido dado por diversos em iso­res: un ángel (1, 11), Cristo (1, 19), una voz celeste anónima (14, 13) y una voz que sale del trono (19, 9).

Ahora, al final del libro, es D ios quien resulta garante de todas las revelaciones mostradas. Son las suyas palabras ciertas, verda­deras, asentadas sobre la firmeza divina, a saber, que se cumplirán. Estas palabras se refieren a «todas las visiones del A p»110. Está cla­ro que por influjo del semitismo, el lexema «palabras» abarca «per modum unius» palabras y acontecimientos.

San Ireneo ha mostrado que toda la prodigiosa realización de la nueva Jerusalén, no alegórica, sino real o verdadera —insiste con vigor en esta contraposición, seguramente para hacer ver que la maravilla que se espera no se debe a la fantasía del hombre, sino a la palabra de D ios—, se apoya en el poder divino y cita justamente este verso de Ap:

Cuando todas estas cosas hayan pasado, nos dice Juan, el discípu­lo del Señor, sobre la nueva tierra descenderá la Jerusalén de arri­

109. Cf. B. Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según san Pablo , 25- 53, en donde se estudian concienzudamente ambos textos.

110. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 165.

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ba, tal como una novia preparada para su esposo, y ella será el ta­bernáculo de Dios, en el que Dios habitará con los hombres... En esta Jerusalén, que será la imagen de la Jerusalén de la primera tie­rra, los justos se ejercitarán en la incorruptibilidad y se prepararán para la salvación... Y nada de todo esto puede entenderse ‘alegóri­camente’ (a/.XriYOQeia'&a), sino al contrario todo es firme, verda­dero, y posee una existencia auténtica, ‘realizada por Dios’ (tjtto t o ü í I e o í j Y E y o v Ó T a ) para el goce de los hombres justos. Pues, del mismo modo que realmente — áXridatg— es Dios quien resucitará al hombre, así también realmente el hombre resucitará de entre los muertos, y no ‘alegóricamente’ (áXXriYOQixcüg), como lo hemos abundantemente mostrado. Y del mismo modo que resucitará ‘real­mente’ (áXrjdcüg), ‘realmente’ (cdT)da>g) Dios es el principio, con­sistencia y fin de todas las cosas; se ejercitará en la incorruptibili­dad y crecerá y llegará a la plenitud de su vigor en los tiempos del Reino, hasta hacerse capaz de acoger la gloria del Padre. Pues cuando todas las cosas hayan sido renovadas, realmente él habita­rá la ciudad de Dios. Pues, dice Juan: «Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevo todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’»111.

Aún más, todas estas palabras descansan en Jesucristo, la má­xima y definitiva Palabra de D io s112. Su título cristológico es «El Verdadero» (’AXi^&ivóg). A sí es designado Cristo en sendas oca­siones por el libro: en la última de las siete misivas a las Iglesias, a la comunidad de Laodicea (3, 14); y en el combate escatológico, com o emblema del jinete que monta el caballo blanco de la victo­ria y que ejecutará los planes de D ios (19, 11).

El Ap com ienza de esta manera: «Revelación de nuestro Señor Jesucristo» (Ap 1, 1). Y de modo semejante acaba (21, 5; 22, 6). El libro entero se polariza en Jesucristo, quien realiza en sí el cumpli­miento de todas las palabras y visiones del Ap. Es obligado, pues, insistir en el carácter cristológico de esta declaración divina.

Un matiz lexemático resulta interesante en dicha alocución. La partícula o u puede ser declarativa («escribe que estas palabras son fieles y verdaderas») o causal («escribe, porque estas palabras...»). Ambas explicaciones son correctas113; pero la segunda parece pre­

111. Cf. A. Rousseau, Irénée de Lyon. Contre les Héresies. Livre V, Paris 1969, 451-453.

112. Tal como reza el significativo título del iluminador libro de P. Hünemann, del que ahora no podemos sino aludir con su escueta referencia: Jesús Chritus. Gottes Wort in der Zeit, Münster 1994.

113. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 829.

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ferible114. La partícula ó t i no sólo introduce la siguiente frase com o un discurso directo, sino que ofrece la razón por la que Juan tiene que escribir, a saber, porque la revelación que se le ofrece de parte de D ios es genuina y fiable115.

d) Realización plenaLa ejecución: «Y me dijo: ‘Hecho está’» (yéyovav v. 6a), se re­

fiere, en primer lugar y en sintonía con la gramática griega del tex­to apocalíptico, a las palabras que se han declarado: éstas se cum­plen al instante116. Se sigue el mismo esquema redaccional que en la narración de la creación según Génesis (1, 3.6.9.11.14.20.24.26), en donde a una palabra divina pronunciada, indefectiblemente su­cede la correspondiente ejecución. Tal com o más arriba se ha indi­cado, estas palabras aluden, dentro de la más amplia panorámica, a la revelación íntegra del Ap —totalidad de palabras/visiones—, que se cumplen perfectamente en la ciudad de la nueva Jerusalén117.

Véase idéntico procedimiento, provisto incluso del mismo ver­bo, en Ap 16, 17. Cuando el séptimo ángel versa sobre el aire el contenido de la séptima copa, entonces sale del Santuario una fuer­te voz que proclama: «Hecho está» (yéyovav).

Se presenta en tan breve frase el poder omnímodo de la palabra divina, capaz de llevar a cabo al instante cuanto proclama. D ios lo dice, y se hace; habla y se cumple.

Para seguir afianzando su autoridad divina, D ios afirma con to­da solemnidad: «Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin» (6b).

«Alfa y Omega», lo dice D ios (Ap 1, 8); también lo afirma Cris­to (22, 13), quien añade «el Primero y el Ultimo». El título binario «El Primero y el Ultimo» se aplica asimismo a Cristo en los si­guientes textos: 1, 17; 2, 8; 22, 13.

El transferí cristológico, tan peculiar dentro del Ap, es de nue­vo utilizado. Con esta común asignación se insiste en el rango de la divinidad que ambos —D ios y Cristo— comparten esencialmente.

114. De hecho el texto de The Greek New Testament, 891, así lo insinúa.115. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 373; J. Bonsirven, L ’Apocalypse

de saint Jean, 312: «porque estas palabras transmiten verdades necesarias».116. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 338.117. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Studie über Johannesof-

fenbarung 19:11-22, 15, Bale 1965, 68.

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Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del cosmos y también de la historia, de las que es ‘el Alfa y la Omega’ (Ap 1, 8; 21, 6), ‘el Principio y el Fin’ (Ap 21, 6). En él el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia118.

Consideramos com o sinónimos los dos sintagmas, que tienen un trasfondo común, presente en el helenismo y judaism o119. Su origen bíblico más palmario se encuentra en sendos oráculos del profeta Isaías (44, 6; 48, 12)'20. Del contexto de estos dos pasajes —especialm ente el primero, al que nos referiremos— se infiere que se trata de un entorno polém ico. Frente a la orgullosa pretensión de otras divinidades, sólo el D ios de Israel se presenta com o el único D ios verdadero. V éase esta insistente cadena de reivindicaciones: «Fuera de mí no hay dios» (v. 6); «¿Quién se parece a mí?» (v. 7); «Vosotros sois testigos: ¿Hay un dios fuera de mí?» (v. 8). D e ahí que aparezca dicha expresión en este lugar preciso del discurso apocalíptico; puesto que D ios, revestido de su soberana autoridad divina, sí puede garantizar la verdad de tan altas palabras. Sólo él, que es verdaderamente D ios —recordar el contexto polém ico entre divinidades—, resulta fiador de tales exigencias.

La enumeración polar indica la com pletez divina, la perfección; pues la primera y la última letras de alfabeto incluyen las otras. La bina de las dos letras extremas significa totalidad y carácter úni­c o 121. Las dos afirmaciones dicen lo m ism o122. El principio y el fin deben ser tomados no en sentido filosófico o escolástico, sino con la significación precisa de la historia de la salvación123. A saber, el D ios que ha creado de manera gratuita el mundo, él lo llevará a tér­mino, panificándolo. D ios es origen y finalidad del universo, que él ha hecho por sus manos y que perfectamente recreará al final de la historia, según la narración apocalíptica. No sólo es el primero en el tiempo, sino que es el origen eficaz de todo lo creado («Alfa, el Primero»), y el objetivo teleológico hacia el que todo providen­cial e inexorablemente camina («Omega, el Ultimo»).

118. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n.° 5.119. Cf. R. Kittel, A Q , en TWNT I, 1-3; W. C. Van Unnik, Het gudspredikaat

«Heet beginen het einde» bij Flavius Josephus en in de openbaring van Johannes: MNAW 39/1 (1976), 12-27.

120. Cf. W. J. P. Boyd, «I am the Alha and Omega» (Rev 1, 8; 21, 6; 22, 13): StEv 2 (1964) 526-31. Y una matizada exposición en F. Contreras, El Señor de la Vida, 54- 56.

121. Cf. Ch. Brütsch, La clarté de l'Apocalypse, 32.122. Cf. E. Stauffer, Eyco, en TWNT II, 349, donde estudia «éycó in den Christus-

worten der Apokalypse».123. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 829.

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D ios se revela com o seguro amparo de la creación, pues sólo él es su autor, y la conducirá a feliz desenlace. Es cuanto afirma Pa­blo en el denso himno a la sabiduría divina (Rom 11, 33-36), ante cuyo abismo de riqueza y de ciencia el hombre enmudece, incapaz de sondear los designios de D ios y rastrear sus caminos. Proclama que la creación tiene un principio, una consistencia y una finalidad: Dios. «Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos! Amén» (v. 35)124.

e) Donación gratuita de vidafxAI que tenga sed yo [le] daré de la fuente del agua de la vida gra­tis.

El origen inspirador de este texto del Ap, formulado a manera de una dilatada paráfrasis, se encuentra en Is 55, 1:

¡Atención, sedientos!, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar, vino y leche de bal­de.

El Señor invita por medio de cuatro imperativos-desiderativos a recibir los bienes característicos de la historia bíblica: el agua —ese don tan preciado en la sequedad hórrida del desierto—; la le­che de la tierra prometida (en habitual expresión deuteronomista: «tierra que mana leche y miel»); el trigo y el vino, símbolos de la felicidad que llena el corazón del creyente en D ios («Señor, tú has dado a mi corazón más alegría que cuando abundan ellos en trigo y vino nuevo» [Sal 4, 7]).

D ios brinda y convida a aceptar el don de la vida, a través de unos símbolos fundamentales, tal vez los elementos primordiales de la historia humana. Pero junto a esta plenitud, se da también otra nota de acusado relieve: la completa gratuidad. Son invitados «los sedientos, los que no tenéis dinero» a comer «de balde». Se insiste en la total franquicia y desprendida benignidad de la oferta. Esta no se merece, sino que se recibe gratuitamente, sin que se precisen los merecimientos y las fatigas para su obtención. Cabe reconocer con justicia que si grandes son los dones, mayor es la generosidad del donante.

124. El texto es citado por san Ireneo (Adversus Haereses V, 35, 2). Cf. la refe­rencia más arriba.

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Ap recrea esa pródiga invitación; pero no se trata ya tan sólo de la invitación anónima de un heraldo, sino la del mismo Dios, quien personalmente convida y ofrece. Concentra el lote de los cuatro do­nes mencionados por el profeta (el agua, el trigo, el vino y la leche) y se reserva, com o la más exquisita quintaesencia de todos ellos, el símbolo del agua. Pero exige una sola condición: tener sed. Esta sed sentida hace caminar hacia la fuente de la vida; es activa, de­sencadenante. M oviliza a la Iglesia peregrina en el desierto de e s­te mundo125.

Ap afirma que D ios dará de la fuente del agua de la vida. Cla­ramente se refiere, siguiendo la estela significativa de la metáfora acuática, a la plenitud de la vida. Es un tema privilegiadamente jo- ánico (Jn 4, 10.14; 7, 17) y que aparece en Ap (7, 16; 22, 17). Se trata del símbolo de la vida divina, que será visionariamente des­crito más adelante, en la imagen cristalina de un torrente impetuo­so de vida, que brota del trono de D ios y del Cordero (Ap 22, 1).

El regalo del agua —tal com o acentuaba Isaías— se ofrece libe­ralmente. El texto de Ap insiste en este carácter gratuito del don, al escribir en último lugar, recapitulador de todo lo dicho, la palabra «gratis» (ócoQedv), que significa la excelencia del don o regalo y, sobre todo, la gratuidad126. Con acento religioso se encuentra en Sab 7, 14; 16, 25; Rom 5, 15-17; 2 Cor 9, 15; E f 3, 7; 4, 7.

Esta invitación posee rango universal y se amplía a todo cre­yente (cf. Sal 36, 9; 42, 1; 63, 1). El destinatario no se refiere, pues tal aplicación resultaría demasiado restrictiva, al «todavía no már­tir»127.

Como Cristo, durante la interpelación de las cartas a las siete Iglesias (siete = totalidad; siete Iglesias = Iglesia universal), se di­rigía a todo creyente para animarlo a que se mantuviera fiel y re­sultase vencedor, asimism o D ios, fuente de agua viva (Jer 2, 13),invita ahora a todo cristiano a ser testigo fiel de Jesús.

Véase, apoyados en la expresiva gramática griega del Ap, el de­liberado paralelismo con las promesas al vencedor en las cartas a las Iglesias. Ambos pasajes denotan su semejanza al ir provistas de idéntica construcción sintáctica: el participio de presente en dativo más el futuro del verbo 6 íóoj[ii:

125. Esta sed de los fieles conviene a la Iglesia y en este mundo, en su condición actual (cf. 22, 17); ella no será perfectamente saciada sino en el cielo. Cf. E. B. Alio, L'Apocalypse, 338.

126. Cf. F. Büchsel, S l5 ü ) |il- bíogéav, en TWNT II, 169-170.127. Como pretende E. Lohmeyer (Die Offenbarung des Johannes, 165): «el se­

diento o dipson no es el creyente, sino el aún no mártir».

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«al vencedor daré» t ío viy.rTmi 8cóacü (2, 7.17)«al que tiene sed daré» tc¡) Si^cdvti 5cóooj (2 1 , 6)

f) La herencia del vencedor1El vencedor heredará esto: yo seré Dios para él y él será para mí hijo.

Conforme a la estricta construcción del texto apocalíptico («El vencedor herederá esto», v. 7a), no aparece claro si el indefinido neutro ( t a i t a ) , «esto, estas cosas», se refiere genéricamente al don gratuito del agua de la vida (2 1 , 6), o a las promesas que se enun­ciarán un poco después, en 21, 9 ss128. Parece más coherente preci­sar, soslayando la alternativa propuesta, que se alude a todos los dones previamente señalados, y que ahora encontrarán su pleno cumplimiento en la nueva Jerusalén. Pero, en sintonía rigurosa con la visión íntegra del Ap, se afirma que D ios asegura al vencedor la plena posesión de todos los premios, que ya antes y de manera de­tallada se habían indicado en las cartas a las Iglesias. Ya se verá una pormenorizada correspondencia, más adelante, en la conclusión teológica, merced a la deliberada repetición del motivo literario- apocalíptico del «vencedor». La promesa al vencedor en este ver­so compendia las siete promesas a los vencedores, diseminadas en los capítulos dos y tres129.

A estas alturas privilegiadas del libro, situados ya en el clímax de la historia apocalíptica y tras la batalla contra los enem igos y su derrota sin paliativos, el vencedor es digno merecedor de todas las recompensas que se le concederán en el ingente lote de la nueva Je­rusalén.

El vencedor se hace acreedor a tal donación: «heredará», seña­la el texto. El verbo «heredar» (xÁ.T]Qovo^éü)) asume una doble acepción. Por una parte significa recibir un don gratuito (Heb 1, 2;6, 17; 9, 15) y, de otra, lograr la adquisición para la que se tiene al­gún derecho natural, legitimado por la ley 130.

128. Así expresa su perplejidad, E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 165.

129. Cf. H. B. Forck, Bibelhilfe fiird ie Gemeinde. Die Ojfenbarung des Johannes,154.

130. Cf. W. Foerster-J. Hermann, xXi]Qovo|.iéü), en TWNT III, 775; S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 830.

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En este contexto final del Ap y acordes con la abundancia ma­siva de textos neotestamentarios, es preciso insistir en la gratuidad del don concedido. No puede silenciarse ni, por supuesto, negarse, la leal colaboración del creyente en el orden de la gracia; tampoco puede abdicar irresponsablemente de ella. Esta colaboración hu­mana, aun esmerándose en contestar con generosidad, resulta a la postre pequeñísima, casi ínfima, comparada con la excelencia de la gracia divina; pero nunca —preciso es resaltarlo, aun a pesar del manifiesto desajuste—, puede ser nula ni estéril131. Léase con aten­ción la siempre sorprendente descripción de la paradoja de la sal­vación cristiana, según Ap.

La herencia es, según su verdadera noción, la posesión que es en­tregada gratuitamente, sin ningún trabajo ni mérito propios, por el hecho de la muerte del testador... al ‘vencedor’... La vida eterna no puede ser más que la recompensa de una fidelidad de toda la vi­da...; y, sin embargo, esta fidelidad puesta a prueba es una gracia: así la exigencia es gracia y el cumplimiento es gracia. La fidelidad del cristiano es el reflejo de la de Dios; sus obras son cumplidas en él por Cristo132.

La herencia por antonomasia en el antiguo testamento se refie­re al don de la tierra prometida. A sí lo declara con solemnidad Dios al pueblo elegido:

Toda esta tierra que os tengo prometida, la daré a vuestros descen­dientes, y ellos la heredarán para siempre (Ex 32, 13; cf. Núm 26, 52-56).

Dicha herencia («heredar la tierra», precisará el primer evange­lio, Mt 5, 5) va ampliando su valencia significativa y asume deci­didamente una dimensión ultra-terrena, escatológica. D e ahí la pre­sencia de estas peculiares formulaciones neotestamentarias: «here­dar el reino de D ios» (Mt 25, 34; Sant 2, 5; 1 Cor 15, 50); «here­dar la vida eterna» (Me 10, 17; Le 10, 25; Mt 19, 29; Tit 3, 7; Col 3, 24). Esta herencia sobrenatural constituye un don de D ios para el creyente (1 Pe 1, 2 -5 )133.

131. Así P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 331; y, en general, los comenta­ristas protestantes del Apocalipsis.

132. H. Echtemach, Der Kommende. Die Ojfenbarung St. Johannes für die Ge- genwart ausgelegt, 175.

133. Cf. J. H. Friedrich, x/,T|(>ovo[iéoj, en DENT I, 2344-2348.

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Pero existe un innegable acento cristológico, que es preciso no soslayar, sino que debe ser recalcado con vigor134. Según Gál 3, 15-16, Cristo es el único descendiente que tiene derecho a todas las promesas hechas a Abrahán (Gén 12, 7). Es el heredero universal. La Carta a los hebreos afirma que D ios ha instituido heredero de todo al Hijo (Heb 1, 2). El Hijo está por encima de los ángeles, pues ha heredado un nombre mayor. Sólo el Hijo tiene derecho de herencia. La parábola de los viñadores homicidas así lo reconoce: «Al ver al hijo, se dijeron: ‘Este es el heredero’» (Mt 21, 38).

El pasaje más claro en este mutuo reconocimiento de paterni­dad y filiación, que Ap 21, 7 subraya con un lenguaje de relacio- nalidad (obsérvese la doble serie de elementos binarios existentes en el texto: padre = hijo; para él = para mí), se encuentra registra­do en la profecía de Natán al rey David, cuyo texto preciso consti­tuye una fórmula de adopción (Sal 2, 7; 110, 3 —LXX—) y consti­tuye la primera expresión del mesianismo real:

Yo seré para él padre y él será para mí hijo (2 Sam 7, 14)B5.Otra mención importante aparece —aunque formando una pará­

frasis a 2 Sam 7, cuya tradición continúa—, en el Salmo 89, 2 7 136.Estos son los dos más relevantes pasajes del antiguo testamen­

to, en donde se destaca la existencia de una mutua reciprocidad: un hombre es llamado hijo, y D ios es designado Padre.

El primer texto señalado (2 Sam 7, 14) es reinterpretado cristo- lógicamente en Heb 1, 5: «En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré pa­ra él Padre, y él será para mí Hijo?».

En el nuevo testamento se halla un pasaje afín. Pertenece a Pa­blo y está formado por un conglomerado de citas veterotestamen- tarias, entre las cuales se encuentran algunos paralelos con textos aparecidos en Ap:

134. Cf. H. Langkammer, Den er zum Erben von alien eingesetz hat (Heb 1, 2): BZ 10(1966) 273-280.

135. Cf. G. W. Ahlstrom, Der Prophet Nathan und der lempelbau: VT 11 (1961)113-127; E. Kutsch, D ie Dinastie von Cottes Gnade: Problem der Nathanweissasgung in 2 Sam 7: ZTK 58 (1961) 137-153; T. N. D. Mettinger, King and Messiah: CBOT 8 (1976) 48-63; J. Becker, Messiaserwartung im Alten Testament, Stuttgart 1977. J. L. Sicre, De David al Mesías, Estella 1995. Así lo califica el autor: «Texto, que termina­rá siendo el más importante en la esperanza de un Mesías real» (p. 85).

136. Tal como ha sido puesto de relieve por L. Sabourin, The Psalms. Their Ori- gin and Meaning, New York 1974, 353; J.-L. McKenzie, Royal Messianism: CBQ 19- (1957) 33.

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Habitaré en medio de ellos y caminaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Por tanto, salid de entre ellos y apartaos, dice el Señor. No toquéis cosa impura, y yo os acogeré. Yo seré pa­ra vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso (2 Cor 6, 16b-18).

A quí se encuentra citado Lev 26, 11-12, cuya paráfrasis targú- mica ya ha sido señalada en el análisis de Ap 21, 3. También se des­taca la expresión relacional «seré su Dios y serán mi pueblo», que asimism o se encuentra en Ap 21, 3. Figura el tema de la inhabita- ción de D ios en medio de su pueblo, como igualmente la referen­cia a abundantes textos del antiguo testamento. Se ha creído, por ello, que Pablo y Ap debían conocer un fondo de tradición común, parcialmente registrado en algunos escritos judíos: Jubileos 1, 24; 1QH 9, 35137.

Este acento cristológico, nota peculiar de la herencia según Ap, es también concepción oriunda del nuevo testamento. Existe una estrecha conexión entre Cristo, la herencia y la filiación. Todas las promesas se realizan en la persona del Señor. Cristo posibilita al cristiano la herencia de la filiación divina. Pueden recordarse algu­nos selectos fragmentos, de por sí altamente elocuentes:

El Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que so­mos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8, 16-17).De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también here­dero por voluntad de Dios (Gal 4, 7)138.

N o puede olvidarse un pasaje crucial en el nuevo testamento, perteneciente al primer evangelio, en donde el Hijo del hombre juzga a cada hombre por su comportamiento de servicio amoroso respecto a los hermanos más humildes, en donde él se hace pre­sente («Lo que hicisteis a mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis», Mt 25, 40). La recompensa mira a una posesión del rei­no, preparado para quienes practicaron la misericordia. Ap habla­rá, con su típica formulación, del cristiano vencedor. Este premio es descrito, al igual que en Ap 21, 7, en términos de herencia: «Ve­

137. Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 332.138. Cf. K. Romaniuk, Spiritus clamans (Gal 4, 6; Rom 8, 16): VD 40 (1962) 190-

198; A. Duprez, Note sur le role de l ’Esprit-Saint dans la filiation du chrétien. A pro­pos de Gal 4, 6: RSR 52 (1964) 421-431; S. V. McCasland, Abba, Father: JBL 72 (1953) 79-91.

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nid, benditos de mi Padre, ‘heredad’ (xXriQ0V0¡.if|aaTE) el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).

Pero también este pasaje mateano incluye, lo mismo que Ap (2 1 , 8), una segunda parte —que a continuación se estudiará— de re­probación y rechazo (Mt 25, 41-46).

g) Abominación de conductas réprobasLa salvación divina es ofrecida, pero nunca impuesta ni arran­

cada violentamente a la libertad. La gracia es absolutamente de bal­de, tal com o Ap ha evidenciado con la mención de las magníficas recompensas que D ios acaba de prometer. Pero ante tan gran mis­terio de gracia, el hombre puede responder con otro misterio —esta vez de iniquidad—: mediante un rechazo deliberado y culpable.

%Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.

Esta lista de vicios —verdadero catálogo de pecados—, muestra que la Iglesia del Ap no era todavía una comunidad totalmente con­vertida, ni tampoco idealizada. Con la presentación de dicho re­pertorio, Juan no pretende cerrar las puertas de la nueva Jerusalén, ni anatematizar a nadie, sino, más bien, permitir la entrada franca mediante la conversión de las «obras de la carne», según expresión paulina139.

Se atenderá a cada conducta reprobada, una por una, tal como se señala en el texto apocalíptico. Se trata de una lista, que contie­ne ocho vicios; en realidad siete, puesto que el octavo se conside­ra un compendio, que engloba a los siete anteriores140.

«Los cobardes» (6e ilo í)Aparece significativamente al principio de la lista. Representa

la antinomia de la que apenas un poco antes ha hablado el texto: el139. Cf. U. Vanni, / peccati nell'Apocalisse e nelle lettere di Pietro, di Giacomo,

di Giuda: ScuolC 3/4 (1978) 372-379.140. Es pertinente observación de P. Prigent, Le Temps et le Royaume, en J. Lara-

brecht (ed.), L'Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Testament, 235.

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vencedor, es decir, quien arrostra con valentía el combate de su fe, y, unido a Cristo, participa con él en su muerte y resurrección. Co­barde es quien, cansado, abandona y huye; vergonzante desertor de la fe cristiana. Su absoluta falta de coraje equivale a la actitud de la tibieza, tan duramente denostada por el Señor en la carta a Lao- dicea (Ap 3, 15-16). A dolece de capacidad de aguante y, abochor­nado de dar testimonio de Cristo, cede ignominiosamente ante cualquier eventualidad y contrariedad. El texto que refleja muy bien esta postura, y que sirve com o fiel comentario a la cobardía, aquí señalada, lo ofrece Pablo:

Porque no nos dio el Señor un ‘espíritu de cobardía’ (jtv£'ü|.ia Sei- Xías), sino de fortaleza, caridad, y templanza. No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos del evangelio, ayudado por la fuerza de Dios (2 Tim 1, 7-8)141.

Este comportamiento vilipendiado por Ap, resulta de modo ad­mirable retratado en la pregunta-reprimenda de Jesús a los discí­pulos, quienes, ante las acometidas violentas de la tempestad, pen­saban que la barca se hundía irremediablemente: «¿Por qué sois co ­bardes?» (Tí ó e lX o í s o t e ) . Como duro reproche, que sustenta la existencia de la cobardía, les echa en cara su actitud carente de fe. Con auténticas palabras («ipsissim a verba Iesu»), pronunciadas por el Jesús histórico, les hace descubrir la vaciedad de su fondo, in­crepándolos así: «Hombres de poca fe» ( ó X iy ó j u o t o i , Mt 8, 26; cf. Me 4, 40).

Igualmente en Ap 21, 8 aparece descrito el origen de la cobar­día. Por eso, viene a continuación mencionado el siguiente vicio capital.

«Los incrédulos» (ám oxoi)Esta cobardía tiene, pues, su profunda causa en la deficiencia de

fe; pero preciso es señalar que la fe, según el contexto ambiental de Ap, debe vivirse en medio de circunstancias desfavorables e inclu­so adversas. Por eso, según Ap, el incrédulo equivales al infiel142. Tal actitud queda muy bien ejemplificada en la breve parábola del siervo inicuo:

141. Cf. G. Schneider, óstXóg, en DENT I, 846.142. Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean , 333.

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Vendrá el Señor de aquel siervo el día que no espera y en el mo­mento que no sabe, le separará y le señalará ‘su suerte entre los in­fieles’ (tó |iéoog uí'Toi) tcüv cotíotcov •frrjaei, Le 12, 46).

Infiel es el siervo que, cansado de esperar, no obedece al man­dato recibido, maltrata a los criados: com e, bebe y se emborracha. Abdica de su tarea de servicio. Véase, además de la semejanza con­textuad la mención del aspecto judicial y la literal repetición de es­tas palabras temáticas, registradas tanto en Le com o en Ap: «su suerte» (tó ¡.lÉQog); «infieles» (ám oxcov)143.

«Abominables» (épEÓXir/ iEVOi)Son todos aquellos que se confabulan para participar irreveren­

temente en la adoración de los ídolos. Esta actitud no es reciente, posee un trasfondo veterotestamentario. Representan a los suceso­res de los israelitas idólatras, quienes «se consagraron ellos m is­mos a Baal, y se hicieron ‘abominables’ (épóeX'UYI^É'voO com o el objeto de su amor» (Os 9, 10 —LXX—; cf. el episodio narrado en Núm 25). M erece la pena recordar este texto, debido a la semejan­za de varias palabras. Abominables son quienes ofrecen acata­miento a la gran prostituta: «La gran Babilonia, la madre de las ra­meras y de las ‘abominaciones’ (P5EX\)Y(-iáx(ji)v) de la tierra» (Ap17, 5). En lugar de adorar a D ios, rinden pleitesía a la gran ramera. En esto consiste su gran abominación, por la que quedan contami­nados ellos también de todas sus prostituciones, que les arrastran, más allá de los confines de un ámbito estrictamente cultual, hasta la abyección de unas costumbres depravadas, que desnaturalizan su existencia. Pablo hace un vigoroso retrato de este tipo de persona­jes, cuya pretendida adoración a D ios es desmentida por la hipo­cresía de su vida. Son gente incrédula, para quienes nada hay lim ­pio, ya que su mente y corazón están emponzoñados. «Confiesan» (¿¡.loXoyo'üoiv) conocer a D ios, pero con sus obras le niegan; son abominables (póe^uxtoi) y rebeldes e incapaces de toda obra bue­na (cf. Tit 1, 15-16)144.

143. Cf. G. Barth, ajuoToq, en DENTI, 366-368.144. Cf. W. Foerster, pófiXiiaaonca - póéXuy^a, en TWNT I, 598-600; J. Zmi-

jeswski, |36éXx)Y[ia, en DENT I, 627-629.

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«A sesinos» (cpovetg)El vocablo es el primero de una serie de tres vicios «asesinos,

impuros, hechiceros», que se encuentran reiterada y literalmente registrados también en Ap 22, 15. Dicho sustantivo adquiere un sentido activo, transitivo: son los homicidas, los que matan145. Con­forme a la visión del Ap, éstos reciben el aliento asesino de la se­gunda Bestia, de tal manera que consiguen «matar a cuantos no adoran la imagen de la Bestia» (13, 15). Son también corresponsa- bles y copartícipes del gran genocidio que perpetra la ciudad de Babilonia, la que mercadea no sólo con toda clase de objetos pre­ciosos —madera y perfumes—, sino —lo cual recae en lo absoluta­mente antihumano, convierte su com ercio en un tráfico asesino—: negocia con «las vidas humanas» (tin ca s áv^ gám ov, Ap 18, 13).

«Impuros» ( j t ó q v o i )Siguen el dictado inmoral de la «gran prostituta» (i] (.leyá^r]

jrÓQvri, Ap 17), contrafigura simbólica de la «esposa» (vú|.i<pT]). Es­ta impureza designa ante todo la idolatría en Ap, pero su significa­ción no queda desprovista de alusiones a desórdenes de tipo se­xual146.

«Hechiceros» ((páQ[iaxoi)Se atribuye por antonomasia a la ciudad de Babilonia «porque

con tus hechicerías (av tí) qpapnaxeía oou) se extraviaron todas las naciones» (Ap 18, 23). Quiere decir una seducción o conjuro, que es causa de perdición —de engaño que acaba en extravío— no sólo para unos pocos incautos, sino que tiende a ejercitarse en un ámbito universal. Aparece en el catálogo de vicios, descritos en Gál 5, 20. También se ha visto en esta conducta una especie de ma­gia o encantam iento147.

145. Cf. H. Balz, cpovsúg, en DENT II, 1985-1986.146. Cf. U. Vanni, Ipecca ti nell'Apocalisse e nelle lettere di Pietru, d i G¡aconto,

d i Giuda, 375.147. Así W. Bauer, Woterbuch,s. v. cpaQ¡iaxeía; G. Schneider, cpaQ(iaxEÍa, qpag-

[laxEijg, cpápjiaxov, cpag|iaxóg, en DENT II, 1931-1932.

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En definitiva, parece referirse a una cierta presión que se dirige hacia la personalidad de los demás, y que mediante una sutil estra­tagema de artificios anula o limita la libertad148.

Es suficiente esta descripción, más que definición acotada. Pe­ro no conviene precisar hasta el detalle y afirmar con excesiva ro­tundidad que se trata de la falacia de los filtros venenosos149; o con­jeturar sobre bebidas mágicas o abortivas150.

«Idólatras» (eíócoXoXáxQet?)Esta actitud permite descubrir la oscura raíz de todos los vicios

mencionados. Palabra dotada de la enorme carga teológica que po­see en Ap. N o es una om isión moral —el quebranto de una norma—, sino el gesto culpable de dar la espalda a D ios para volverse al Dra­gón. Es la anticonversión, lúcidamente ejecutada, acompañada de una plena implicación personal y social. Los idólatras cambian la adoración a D ios por el culto al gran Instigador y a sus Bestias. Ya no aman a Dios, sino al Diablo y practican sus obras151.

De ellos habla severamente el libro, cosa nada extraña pues Ap quiere alertar a los cristianos para que no sucumban ante el peligro de la apostasía circundante, los alienta en su fe intrépida en el Dios de Jesucristo. Los idólatras adoran la fuerza de los demonios, a su poder se rinden (Ap 9, 20). Son mencionados en Ap 22, 15. Apare­cen también en 1 Cor 5, 10.11 (junto a los «impuros» j i ó q v o i ) y en Ef 5, 5'52.

El presente catálogo de siete pecados es recapitulado, con un deliberado efecto de perfecto resumen, mediante la mención de «los mentirosos». Con lenguaje prestado podría ser parafraseado de la siguiente manera: «Todos los anteriores vicios se encierran en»:

«Los mentirosos» (tyeu&elg)Esta falsedad es retomada y, sobre todo, clarificada en la más

breve lista de pecados que ofrece Ap 22, 15b: «Todo el que ama y148. Cf. U. Vanni, Ipecca ti n e ll’Apocalisse e nelle lettere di Pietro, di Giacomo,

di Giuda, 376.149. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 830.150. Cf. J. Massyngberde Ford, Revelation, 345.151. Cf. W. Bauer, Worterbuch, s. v. £Í8coXáTQT}c;.152. También se encuentra esta expresión en los Oráculos Sibilinos 3, 38.

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realiza la mentira». Se refiere en primer lugar a una opción asumi­da, pretendida por propia voluntad: «El que ama (cpdojv) la menti­ra». Luego, este apetito de mentira, volitivamente engendrado y concebido, no se queda en un mero deseo alojado en el ámbito pri­vado, sino que invade las zonas todas de la vida, convirtiéndola de hecho en una falsedad: «el que hace la mentira» (jto iüv ipe'üóog). Es la mentira existencial, que tanto reprocha el Señor en Ap (2, 2; 3, 9). No se trata ingenuamente de una mentira emitida por el ór­gano de la boca, sino —de ahí su malicia— del sustancial engaño manante de la vida entera, que va en contra de la Palabra de Dios, testimoniada por Jesús (Ap 1, 2.9; 6, 9; 12, 17)l5\

N o únicamente califica, pues, a los que no dicen la verdad, sino a los enem igos de la misma verdad; enem igos, por tanto, de Cristo; ya que sólo él es el Verdadero (Ap 19, 11). En cambio, el Diablo es el mentiroso, el engañador por excelencia (Jn 8, 44s). Quienes ha­cen la mentira se alinean en las filas del Diablo; se colocan en las antípodas de quienes realizan la verdad, expresión característica de la escuela de Juan (Jn 3, 21; 1 Jn 1, 6). Aquellos cristianos fieles que siguen al Cordero, el Verdadero, son asimismo verdaderos; en «su boca no se encuentra la mentira, pues son sin tacha» (Ap 14, 5).

D os observaciones deben ser tenidas en cuenta en la valoración de esta lista de pecados, referida por el libro de Ap, y que puede ser ilustrada con el simbolismo de un árbol. Una hace relación a la raíz que los sustenta, la otra alude a su ramificación.

Se insiste, por una parte, en la gravedad y profundidad satánica de estos pecados; pues están alentados por un origen demoníaco, cuya malicia es suprahumana, descomunal; están nutridos por el gran fautor de la mentira, que es el Diablo.

Hay que caer en la cuenta, también, de la carga fuertemente so­cial —no son sólo asuntos del ámbito privado, no «son marchitos árboles sin ramas»— que poseen estos vicios encadenados. Se les ha visto en conexión profunda con la ciudad de Babilonia y con la gran prostituta. Estas actitudes poseen dimensiones macrocósmi- cas y alteran profundamente el haz de las relaciones de todo orden. Emergen de la esfera particular a fin de corromper las conductas humanas, viciando hasta su más vil podredumbre el entramado so­cial en que éstas se desenvuelven.

Para todos estos hay un destino amenazante: el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda. A sí dice el texto:

153. Cf. H. Balz, en DENT II, 2168-2169.

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«Pero los cobardes, incrédulos... tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda» (2 1 , 8). Se puede esclarecer el desenlace de esta lista de personas re­probas, cotejándola con esta otra paralela, que presenta el Ap a continuación del presente macarismo:

Dichosos los que lavan sus vestiduras, así podrán disponer del ár­bol de la vida y entrarán por la puerta en la ciudad. Fuera los pe­rros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras y todo el que ama y practica le mentira (22 , 14-15).

Se observa que, en el primer caso, el castigo es la muerte se­gunda; y en el segundo es la no entrada en la ciudad de Jerusalén. Merced a la perfecta correspondencia del paralelismo «membro- rum», se puede colegir con rigor que sufrir la muerte segunda equi­vale en el libro del Ap a no tener entrada en la nueva ciudad de Je­rusalén.

La muerte segunda es un sintagma inédito dentro de la Biblia; pero sí aparece con cierta profusión en la literatura judía, a la que es preciso recurrir en busca de una significación precisa. Tras una larga etapa de evolución semántica, la expresión quedó ya fija y acuñada en la mentalidad judía. Quiere decir la exclusión total de los bienes de la otra vida: es la muerte escatológica154.

Frente a la imagen apocalíptica del lago de fuego y azufre, pre­sente en tantos pasajes de los libros apocalípticos, pinturas horren­das de cuadros alucinantes, macabros, casi espeluznantes, cuya contemplación produce vértigo y temor155, es preciso de nuevo va­lorar la sobriedad de nuestro libro. Ap presenta de manera discreta esta mención. N o se pierde en detalles fantásticos de tinte sinies­tro. Le da un nombre apenas y añade que este lugar de castigo úl­timo equivale a la muerte segunda156.

154. Para entender su aparición en la literatura judía, su peculiar significación y posterior desarrollo interpretativo en los diversos targumim, cf. M. McNamara, The New Testament and t/ie Palestinian Targum to the Pentateuch, Rome 1966, 117-125; A. Gangemi, La marte seconda: RBiblt 26 (1976) 3-11; H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 830-834; A. D iez Macho, Apócrifos del antiguo testamento II, Madrid 1983, 234; F. Contreras, El Se­ñor de la Vida, 166-170.

155. Cf. Henoc 27, 1-3; 56, 23-26; 90, 26-27; Masseket Geehinnon 147; Oráculos Sibilinos 1, 101-101; 4, 185-186. Cf. una completa antología de textos en la enciclo­pédica obra de L. Ginzberg, The Legends o f the Jews II, 310; III, 470; IV, 19, 20.37.

156. Cf. M. Girard, La violence de Dieu dans la Bible juive: approche symbolique et interprétation théologique: Sc(i)Esprit 39 (1987) 145-170; F. Contreras, El Señor de la Vida, 170-181.

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Ap ha recordado que en la nueva Jerusalén no habrá ya muerte (21, 4); por eso, resultaría intolerable que ahora el cristiano sufrie­se la muerte segunda. Antinatural sería que no siguiese su destino glorioso al que está llamado; que se desviase y cayese en el mismo sitio en donde han sido precipitados el Dragón y las Bestias: el la­go de fuego y azufre (19, 20 ; 20 , 10 ); y que sufriese perpetuamen­te la muerte segunda, es decir, la muerte escatológica (20, 14): la no entrada en la nueva Jerusalén.

Cuando el libro del Ap com ienza a describir la ciudad de la nueva Jerusalén, busca una intención parenética. Pretende animar al cristiano a fin de que abandone el pesado lastre de sus vicios, se purifique, y se convierta. No quiere atemorizar ni inhibir, sino alentar a que, dejando las obras de la carne, ingrese con todo dere­cho por la puertas en la nueva Jerusalén.

Existen también catálogos de pecados en algunos pasajes del nuevo testamento, con los que nuestro texto de Ap parece presentar un alto grado de afinidad157. Especialmente en tres fragmentos de lascarías paulinas: 1 C oró, 9-1115S; Gál 5, 19-23159; 2 Tim 3, 2 -516H.

Puede afirmarse —sea dicho sin detenernos en cada uno de los fragmentos anteriores, a modo de una concordancia sintética—, que estas listas poseen muchos puntos en común con Ap —la sola enu­meración de pecados ya es elocuente—. Hacen referencia expresa al cristiano bautizado; insisten en la novedad de vida que debe llevar, so pena de no poder heredar el reino de Dios. Animan fuertemente a no acomodarse ya a los dictados de la carne, sino a vivir como hombres renacidos. Estos pasajes se inspiran en catequesis o litur­gias bautismales, que explicitan la conducta del hombre natural, que no ha conocido aún el nuevo nacimiento o que se sitúa al mar­gen de él. Tales comportamientos deben ser rechazados por el cris­tiano regenerado161.

157. Cf. E. Kamlach, Die Form der katalogischen Paranese im NT, Tübingen 1964, 23-45.

158. Cf. H. Conzelmann, Die Tugend- und Lasterkataloge in d er erste Briefan die Korinther, Gottingen 1969, 121-146; G. Giavini, «Tutto é vostro, voi siete di Cristo», ¡p ecca ti del cristiano in 1 Corinti: ScuolC 3/4 (1978) 266-289.

159. Cf. B. Ramazzotti, Etica cristiana e peccati nelle lettere ai Romani e ai Ga- lati: ScuolC 3/4 (1978) 290-342.

160. Cf. G. Segalla, I cataloghi dei peccati in San Paolo: StPatav 15 (1968) 205- 228.

161. Cf. P. Prigent, Une trace de liturgie judéo-chrétienne dans le chapitre XXI de l ’Apocalypse de Jean: RecSC 60 (1972) 165-172.

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LA NUEVA JERUSALEN (Ap 21, 9-27)

2

La concentrada visión anterior, que englobaba el primer capítu­lo y que literariamente asumía forma de prolepsis anticipativa, aho­ra se describe de manera pormenorizada, incluso profusamente, en­riquecida con todo lujo de detalles ornamentales. Esta descripción de la nueva Jerusalén celeste no es más que la eclosión, la ‘última onda’, del tema tratado en 21, 1-81. El lector —o vidente del Ap— asiste maravillado a la apoteosis de la ciudad de Jerusalén. Con es­ta contemplación se arriba al punto más alto -a l cénit— de las vi­siones apocalípticas. Juan desarrolla en la más amplia panorámica de su obra entera el esplendor del eón nuevo, en donde se hace pre­sente la nueva Jerusalén2.

Los actantes del relato ya aparecieron con anterioridad. Ahora, un ángel es el encargado de mostrar la nueva Jerusalén, principal protagonista. No exhibe un mundo creado en la fantasía, sino una realidad asible con los sentidos, aun cuando las imágenes y compa­raciones se suceden en un ambiente sobrenatural e hiperbólico. Se utiliza el estilo directo, siempre más vivo, así como el presente de narración que da actualidad y verismo a los hechos mencionados. Hay un orden marcado por la sucesión lógica de los acontecimien­tos; un argumento pensado y estructurado. Cada acción ha sido nombrada con propiedad y precisión. No se pasa sin transición de una escena a otra; se procura la suficiente trabazón entre ellas. El lenguaje posee ductilidad para amoldarse a los cambios del relato: frases breves y concisas cuando los hechos transcurren velozmente y las escenas se suceden con rapidez (vv. 22-26); períodos largos y pausados cuando la narración se detiene a describir minuciosamen­te (vv. 11-14). Las palabras que dan testimonio son los verbos en pasado absoluto: vino, habló, me m ostró..., pero la ciudad existe y

1. Así lo ve E. B. Alio, L'Apocalypse, 339.2. Cf. P. Halver, Der Mythos im letzten Buch der Bibel, Hamburg 1964, 110.

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sigue existiendo: descendía, tenía, el Señor es su santuario. La ciu­dad queda convertida, mediante el arte narrativo de Ap, en un sím­bolo teológico, digno de la más atrevida metamorfosis.

La prolija descripción se recarga de cifras astronómicas, repeti­ciones intencionadas, pedrerías deslumbrantes; pero, después de una contemplación parsimoniosa, la visión se serena: cada detalle recobra su brillo propio y cada repentino fragor su cadencia pecu­liar. No puede olvidarse otra vez el propósito parenético que reco­rre el relato, ajeno por completo a recrearse estérilmente en un jue­go de fatuos daguerrotipos. El móvil que inspira esta grandiosa v i­sión es pintar la heredad desbordante de los creyentes, para que los lectores cristianos del Ap, superen con confianza los terrores cau­sados por los «reyes y naciones» y los misterios de «la abomina­ción y mentira»3. Por eso se adorna con tanta profusión ornamen­tal, rayana en un lujo que supera cualquier delirio imaginativo. Mas la intención del simbolismo deslumbrante —tal com o se verá— pretende ser una clara advertencia y un magnífico consuelo.

Aun cuando Ap despliegue, pues, ante nuestra mirada cautiva­da, sorprendentes hallazgos arquitectónicos, es preciso contemplar este flujo creciente de palabras e imágenes, com o una señal des­bordante que mira a animar al cristiano con toda clase de avisos y promesas4.

Para la estructuración del fragmento, se han ofrecido principal­mente estas tres soluciones, propuestas respectivamente por E. B. A lio5, E. Lohmeyer6, M. R issi7. No queremos perdernos en enma­rañadas clasificaciones y nomenclaturas. No pretendemos añadir adicionales dificultades a un pasaje ya de por sí complejo. Vamos a seguir de manera natural y, sobre todo, pedagógica, pero con fi­delidad a la temática, la orientación señalada por el texto de Ap. Nos detendremos en los elementos arquitectónicos que la descrip­ción apocalíptica nos muestra, com o altamente dignos de relieve, y en consecuencia dotados de revelador alcance más allá de su pre­tendido efecto estético.

3. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 167.4. Cf. ibid., 167.5. El autor hace una vertebración en tres partes: 1.a: 9-10; 2.a: 11-23; 3.a: 24-27.

Cf. L ’Apocalypse, 343.6 . Quien divide en cinco partes: 1.a: descripción de la ciudad (9-14); 2.a: las me­

didas (15-17); 3.a: el material (18-21); 4.a: el interior de la ciudad (22-27); 5.a: señal de Dios en la ciudad (22, 1-5). Cf. Die Ojfenbarung des Johannes, 168.

7. Este autor asigna siete partes. Dicho septenario se resuelve —pensamos— de manera poco clara y sí muy intrincada. Cf. D ie Zukunft der Welt, eine exegetisclie Stu- die iiber Johannesojfenbarung 19; 11-22, 15, Basel 1965, 71.

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He aquí el texto que va a ser comentado próximamente, a fin de que el lector disponga de una cercana referencia, y no se extravíe entre tan prolijas descripciones y atrevidas dimensiones:

9 Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas, y me habló diciendo: Mira, te mostra­ré la prometida, la esposa del Cordero. H]Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jeru­salén que descendía del cielo, de parte de Dios, ny tenía la gloria de Dios, su resplandor era semejante a una piedra preciosísima como piedra de jaspe cristalino. nTenía una muralla grande y ele­vada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nom­bres grabados que son las doce tribus de Israel. nAl oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, 14y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. ],iY el que ha­blaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciu­dad, sus puertas y su muralla. 16La ciudad se asienta sobre un cua­drado: su longitud es igual a su anchura. Y midió la ciudad con la caña: doce mil estadios, su longitud, anchura y altura son iguales. nY midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel. n Y el material de su muralla es de jaspe y la ciudad es de oro puro semejante al vidrio puro. 19 Y los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas: el primero es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, 20el quin­to de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de ágata, el un­décimo de jacinto, el duodécimo de amatista. 21Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla.Y la plaza de la ciudad era de oro puro como vidrio translúcido.22 Y Santuario no vi en ella, pues el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su santuario. 23K la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alumbren, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero. 24Y las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra traerán su gloria hasta ella; 25sus puertas no cerrarán, pues allí no habrá noche, 26v llevarán hasta ella la glo­ria y el honor de las naciones. 21Y no entrará en ella nada profa­no, ni el que comete abominación y mentira, sino sólo los inscri­tos en el libro de la vida del Cordero.

1. Visión profética —en el Espíritu— de la nueva Jerusalén9 Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenasde las siete últimas plagas, y me habló diciendo: Mira, te mostra-

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ré la prometida, la esposa del Cordero. 10y me llevó en el Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Je­rusalén que descendía del cielo, de parte de Dios.

Llama la atención la construcción extraña de la primera parte del verso nueve: «Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas». Sorprende ese adje­tivo participial «llenas» ( y 8 (.ió v tco v ) , que no concuerda con el an­tecedente más lógico «copas» (qpuxXag), sino con uno lejano «án­geles» (á y y é \(ü v f.

Pensamos que debe existir alguna razón para este cambio, no imputable, com o si de un grueso error accidental se tratase, a al­guien que durante toda la escritura del Ap se ha mostrado com o un consumado maestro de la gramática griega. Convencidos estamos de que el autor utiliza una figura retórica, denominada hipálage, que consiste en el desplazamiento de la relación gramatical (y tam­bién semántica) de un adjetivo. Este es referido, en lugar de al sus­tantivo unido a él sintácticamente, a otro sustantivo del contexto inmediato.

En Ap 21, 9 se pretende acentuar sobre todo la función de los ángeles, cuya misión esencial consiste en este momento de la his­toria apocalíptica en dar cumplimiento a las siete últimas plagas; ellos se identifican prácticamente con las plagas; y así el autor es­cribe literalmente que «están llenos de las siete ultimas plagas»9.

La segunda parte del verso nueve hace referencia a la visión de la esposa del Cordero. Este tema nupcial, aquí tan sólo alusiva­mente señalado, se tratará de manera recapituladora, en la conclu­sión teológica.

Mas la fuerza narrativa del pasaje recae en la visión profética que es concedida al autor de Ap (v. 10). Como M oisés (Dt 34, 1), Juan debe contemplar desde un alto monte la tierra prometida. Mas

8 . Aparece la lectura xmv ye| ióvtcov [to?] •yeno'úaag, en la rec. K y algunos có­dices y comentaristas. No estoy de acuerdo con la opinión de E. B. Alio (L’Apocalyp­se, 343). Sostiene este autor que se trata de «una singular falta de concordancia, debi­do sin duda al cercano á y y éXcov: denota una tal precipitación, que se diría que el au­tor mismo no se ha leído». Muestro mi disconformidad asimismo con P. Prigent (L’A ­pocalypse, 336): «No se ve verdaderamente a qué intención respondería esta cons­trucción que debe ser el fruto de un error accidental».

9. Esta figura literaria es habitual, se encuentra atestiguada en los autores anti­guos con cierta profusión. Cf. algunos claros ejemplos de Virgilio: Altae moenia Ro­ma (Eneida 1, 7). lbant oscuri sola sub nocti (Eneida 6, 28). Cf. para el estudio de la hipálage, H. Lausberg, Elementos de Retórica literaria. Introducción al estudio de la filología clásica, románica, inglesa y alemana, Madrid 1983, 155.

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no sólo interesa indicar el escenario, sino la cualidad de su visión profética. Juan puede tener esta revelación, gracias a la fuerza del Espíritu, que le capacita sobrenaturalmente. N o se trata de éxtasis o de un estado de arrebatamiento10; puesto que la formulación exacta empleada en Ap 21, 10 dice así: «Me llevó en el Espíritu» (ájníveyxév jie év jtveí>|.Km).

Para entender de forma adecuada esta declaración de Juan, es preciso acudir al recurso, por otra parte peculiar del Ap, de la dia­léctica de las figuras contrastadas. Esta visión es la antípoda de otra anterior, descrita en Ap 17, 3: «El Espíritu me llevó al desierto y vi...». No obstante, ambas visiones tienen un factor que las rela­ciona causalmente: han sido posibles, no por la eximia cualidad del vidente, sino merced a la acción del Espíritu, explícitamente seña­lado11. Por lo demás, son dos visiones proféticas estructuradas lite­rariamente por la alternancia de elementos contrarios. Obsérvese la detenida secuencia de ambos pasajes, recorrida por tres factores di­ferenciados. Ap 17, 3 tiene com o marco un desierto, com o objeto la gran cortesana que más tarde se convertirá en ciudad, y que se­rá arrasada hasta quedar hecha un desierto. Ap 21, 10 posee com o escenario un monte grande y elevado; tiene como objeto una ciu­dad, que antes fue esposa, y que permanecerá para siempre, llena de la gloria de Dios.

La visión de la gran prostituta manifiesta la naturaleza que al­berga la ciudad de Babilonia, el imperio romano, profanador e ido­látrico. Representa el fracaso irremediable del poder del mal, que atenta contra la historia de la salvación. La visión de la ciudad san­ta de Jerusalén, revela la condición de la Iglesia con dos notas esenciales: es santa, pues proviene de Dios, y es escatológica, pe­ro recordando que el «esjaton» ya ha comenzado con el aconteci­miento de la muerte y resurrección de Jesús.

2. La gloria de D ios inunda la nueva JerusalénSe pasa del registro simbólico de la esposa —anteriormente se­

ñalado— a la imagen de la ciudad. Y se anuncia su fundamental ca­lo. Cf. E. Moering, éYevó(tr|v év nveiijiaxi: ThStK 92 (1919) 159.11. Para el estudio, reivindicador legítimo de una decidida interpretación pneu-

matológica —que otorga papel protagonista al Espíritu— de la expresión «El Espíritu me llevó» (cuir|VEY?tév (te év jtvei>|iaTL), que se encuentra en estos dos textos cons- trapuestos (Ap 17, 3; 21, 10); como asimismo de la formulación «entré en la fuerza del Espíritu» (EY£vó[ir)v év Jtvei)|taxt, que aparece en Ap 1, 10; 4, 2), cf. F. Contre­ras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Salamanca 1987, 57-66.

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racterística: la gloria de D ios habita en ella y le pertenece por esen­cia.

11Y tenía la gloria de Dios, su resplandor era semejante a una pie­dra preciosísima como piedra de jaspe cristalino.

La parte inicial del hemistiquio se inspira en el primer verso del capítulo sesenta de Isaías, —pasaje matriz del que Ap extrae sus mejores imágenes descriptivas—, en donde el profeta anima a Jeru­salén a levantarse de su abyección y a resplandecer, porque «la g lo­ria de Yahvé sobre ti ha amanecido». La gloria significa la presen­cia y potencia de Dios, en cuanto que manifestada al exterior, bri­lla; la gloria divina es epifánica12. Se ha dicho con certera breve­dad: «La gloria de D ios es la presencia de su majestad»11.

La luminosa visión proviene también de Ezequiel:He aquí que la gloria del Dios de Israel llegaba de la parte de Oriente... La gloria de Yahvé entró en la Casa por el pórtico que mira Oriente (43, 2.4).

Pero Ap posee sus matices diferenciales. En Ez la gloria era una hipóstasis, la corporeidad de una propiedad divina; en Ap es el re­flejo de D ios, quien habita —¡él mismo!— en la ciudad14. No es la gloria de D ios una irrupción momentánea —com o indica el profeta—, sino que forma parte sustantiva de la ciudad, permane­ciendo dentro de ella15. A sí ha sido acertadamente sugerido: «El cielo de D ios es la experiencia vivida de su gloria»16. También Pa­blo (2 Cor 3, 8), haciéndose eco de una tradición bíblica, ha acen­tuado el carácter pasajero de la gloria en el rostro de M oisés (AT) en confrontación con la gloria duradera del régimen salvador del Espíritu.

A fin de profundizar en las implicaciones de tan singular sim­bolism o, desde el libro del Ap, hay que indicar que el resplandor luminoso, señal de la gloria divina, es el mismo que emerge de la

12. Cf. M. Didier, La gloire de Dieu: réalité méconnue: FoiTemps 4 (1974) 579- 602; H. Kittel, Die Herrlichkeit Gottes, Giessen 1934; C. Mohrmann, Note sur dóxa, en Sprachgeschichte und Wortbedeutung. FS A. Debrunner, Bern 1954, 321-328; D. Muñoz, Palabra y gloria, Madrid 1983, 319-320.

13. Aprinjio de Beja, Comentario al Apocalipsis (Introducción, texto latino y tra­ducción de A. del Campo), Estella 1991, 207.

14. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 268.15. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Sludie iiber Johannesof-

fenbarung 19: I ! -22, 15, Basel 1965, 71.16. E. Schick, El Apocalipsis, 261.

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presencia de Dios, el sentado en el trono. Repárese en el siguiente paralelismo:

El que estaba sentado en el trono tenía un aspecto ‘semejante a una piedra de jaspe’ (01.10105 M&cp láamói) (4, 3)...su resplandor era ‘semejante a una piedra’ preciosísima, ‘como piedra de jaspe’ (0(101,05 Mfl'Cp... Xííkp iáomSi) (Ap 21, 11).

Quiere decirse, a través de esta correlación mineral-luminosa, que la presencia de D ios llena e invade a la ciudad. El resplandor de D ios (4, 3) y de la ciudad (21, 11) es calificado en ambos textos con la idéntica paráfrasis descriptiva «semejante a una piedra de jaspe».

El uso de la palabra «resplandor» (cpojonjQ) es muy raro. Pablo compara a los creyentes que viven en medio de esta generación malvada «como resplandores, que lucen en el mundo» (—év ole, qpaíveofte— (bq cpcootfiQeg év xococo, Flp 2, 15). Pero el vocablo asume un sentido escatológico, se utiliza para describir el brillo de la luz celeste que alumbra el mundo de los justos (cf. 1 Esdras 8, 79; 3 Esdras 8, 76 )17. A sí, pues, esta luz que brilla en la nueva Je­rusalén posee un resplandor divino; es la manifestación de Dios, quien se comunica sin velos a la ciudad.

Los autores están de acuerdo en que por jaspe hay que entender el actual diamante, conforme a una muy antigua interpretación18; y por ser extremadamente precioso y cristalino19. Además, si no se incluye aquí, faltaría la mención de la piedra más célebre de cuan­tas piedras adornan la ciudad. N o obstante, respetamos la grafía griega del Ap —tan parecida a la versión española del vocablo—, y por eso preferimos seguir adoptando la palabra «jaspe» (íaam g).

El segundo miembro del verso es una repetición sinonímica del primero, pero resuelto en clave mineral. A saber, la ciudad está ilu­minada por la gloria de D ios, luz escatológica (cpcooTriQ), la más hermosa de las luminarias. Más adelante Ap dirá de nuevo que la gloria de Dios, tan invicta y poderosa que logra derrotar y conver­tir en tonos desvaídos la luz del sol y de la luna, ella sola hace bri­llar toda la ciudad (21, 23).

17. Cf. H. Balz, qpcooxT|Q, en DENT II, 2027; R. H. Charles, A Critical and Exe- getical Commentary on the Revelation II, 162.

18. Cf. Plinio, Historia natural, 37, 115; S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 832; E. Schick (El Apocalipsis, 261); «el diamante que centellea con todos los colo­res de la luz del sol».

19. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 268.

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3. La muralla. La nueva Jerusalén, ciudad protegida t23Tenía una muralla grande y elevada

Esta ciudad, proféticamente entrevista por el vidente, como cualquier otra antigua se encuentra de manera estratégica rodeada por una muralla. Es inconcebible pensar una ciudad primitiva sin la existencia de una muralla, que le servía de segura protección20. La muralla vale, pues, no sólo com o ornato sino también de defen­sa, aunque —com o más adelante se comprobará—, la muralla de la nueva Jerusalén posee un simbolismo que desborda la valencia de ambas funciones.

El soporte inspirativo de esta imagen apocalíptica se encuentra en los últimos capítulos del profeta Ezequiel (40-48), donde por- menorizadamente se habla de la gloria del templo futuro. Ya se ha aludido al paralelismo existente entre el profeta y Ap respecto a la visión del alto monte (Ez 40, 2 = Ap 2, 10), atalaya desde donde Juan contempla la ciudad. Ambas descripciones prosiguen en se­mejante pauta narrativa. Lo primero que ve el profeta es una mu­ralla todo alrededor (v. 5); idéntico objeto visual posee el autor de Ap. Sólo una precisión cabe reseñar; esta muralla, en tom o a la nueva Jesusalén, sobresale con una majestuosidad mucho más im­ponente que su tipo inspirador, provista está con tres destacadas cualidades. Aparece hermosamente coloreada —está adornada por perlas preciosas—, profundamente excavada —tiene cimientos que son los doce apóstoles del Cordero— y angélicamente coronada —los nombres de doce ángeles y tribus se inscriben en sus alme­nas—21. Ap añade además dos adjetivos, que tampoco se hallaban mencionados por el profeta, y que se corresponden deliberadamen­te —al igual que un calco— con los apelativos del monte. La mura­lla de la ciudad, al igual que el monte, escenario de la contempla­ción (Ap 21, 10), es «grande y elevada» (iiéya x a i útyT^óv).

El simbolismo de una muralla levantada en tomo a una ciudad, tiende a resaltar la seguridad de ésta. La nueva Jerusalén se en­cuentra bien defendida y pertrechada. La muralla, com o metáfora de refugio, aparece registrada en los pasajes de algunos profetas, en Is 26, 1 y Zac 2, 5. Jerusalén es una ciudad protegida debido a la existencia de una muralla compacta y elevada.

Se ha especulado también —es preciso valorar cualquier hipóte­sis interpretativa— en que la muralla marcaría una frontera; señala­

20. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 832.21. Cf. E. B. Alio, L'Apocalypse, 346.

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ría un «dentro» santo y un «fuera» impuro. En conexión con las se­rias advertencias de Ap 21, 8.27 y 22, 15, se indicaría que «fuera» de la ciudad está el estanque de fuego, a saber, en el «afuera» se en­cuentra el lugar nefasto de la condenación22. Pensamos que esta in­terpretación de la muralla, com o linde recio de discriminación, de pertenencia o no a la ciudad, adolece de artificiosidad. La alusión al estanque de fuego queda, según la disposición del texto de Ap, demasiado lejos. Y sigue resultando rebuscada en demasía porque la temática tratada es ahora otra bien distinta. Ahora el Ap preten­de realzar un aspecto esencial de la ciudad de Jerusalén, que se convierte en centro acogedor, sin replegarse sobre ella misma: es meta de todas las naciones.

4. Las puertas. La nueva Jerusalén, ciudad abierta'2bTenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel. ''Al oriente tres puer­tas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puer­tas.

La ciudad —señala el texto, en primer lugar- tenía doce puertas. El modelo inspirador sigue siendo el pasaje de Ez 48, 30-35, en donde se mencionan justamente doce puertas, adornadas además con dos características semejantes a Ap. Están distribuidas según los puntos cardinales, y asignadas a las doce tribus de Israel. El pa­ralelismo no puede resultar más palmario23.

La palabra griega (jtiA ojv) —utilizada en nuestro verso— no sig­nifica propiamente puerta —eso sería en rigor (jt'úX.r))—, sino más bien portal24. Se trata de un deslizamiento semántico, comprobable incluso en nuestras lenguas (de «puerta» a «portal»). El lexema (jtuA.obv) indica, pues, una puerta amplia o portal, y alude a todo lo relativo a la puerta, com o lugar de reunión social, en donde se des­envuelve la opinión pública25.

22. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Studie über Johannesof- fenbarung 19: 11-22: 15, 81, 85.

23. En 1 Hen 33-35 existe la misma distribución respecto a las puertas del cielo.24. «Gatehouse, porch», así R. H. Charles (A Critical and Exegetical Commen­

tary on the Revelation o f St. John II, 162). De esta forma traduce W. Bauer ( Worter- buch zum Neuen Testament, 1446) la palabra griega Jtuívúr. «das Tor, der Tor-ein- gang, das Portal, die Vorhalle».

25. Cf. H. Langensberg, Die prophetische Bildsprache der Apokalypse, Metzin- gen s. f., 26.

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Tal es el sentido que posee en algunos pasajes del nuevo testa­mento: Mt 26, 71; Le 16, 20; Hech 10, 17; 14, 13. Y ésta es la sig­nificación que asume en las once veces mencionadas por Ap, con­centradas justamente en los dos últimos capítulos (prácticamente en el 21) y en referencia siempre a la ciudad de Jerusalén (21, 12 (b is).13 (tres).15.21 (tres).25; 22, 14). En cambio, el evangelio de Jn en lugar de utilizar jtuXcóv - jujXti, emplea ftvQa (10, 1.2.7.9; 18, 16; 20 , 19), otorgándole idéntico valor.

La mención de los «doce ángeles», que se encuentran situados sobre las doce puertas, es alusión intencionada al profeta Isaías, quien, mediante la existencia de puertas vigiladas, pretende afirmar la defensa y seguridad de la Jerusalén restaurada:

Sobre tus murallas, Jerusalén, he colocado centinelas: nunca ca­llan, ni de noche ni de día (62, 2).

Asim ism o la aparición de los nombres de las doce tribus de Is­rael, es un eco de Ez 48, 31; pero con una notoria salvedad: las tri­bus no son numeradas com o hace el texto veterotestamentario y co ­mo también se registra en otro pasaje de Ap 7, 4-826. Este verso de Ap insiste, propiamente, en la dimensión genérica; le interesa re­saltar el número com pleto, la cifra simbólica; seguramente para ha­cer ver la estrecha relación en el próximo verso con la mención de los doce apóstoles del Cordero.

La distribución de las puertas —circunstancia para los antiguos no baladí, ya que afecta de lleno a su seguridad— es sumamente no­vedosa, pues tal disposición no se encuentra registrada en ninguna otra parte de la Biblia, aun con ser varios los lugares que de ella ha­blan. V éase en pretendida síntesis las diversas orientaciones, tan sorpresivamente cambiantes, sea en textos bíblicos com o incluso extrabíblicos que de esta cuestión estratégica se han ocupado. Se escribe, pues, el orden situacional conforme a los cuatro puntos cardinales.

E(ste). S(ur). O(este). N(orte) según Núm 2, 3.E. N. O. S. conforme a la medición del tem­

plo en Ez 42, 16.N. E. S. O. según Ez 48, 30.N. O. S. E., en 1 Henoc 34-36 (las puertas del

cielo).

26. En Qumrán se ha encontrado un pasaje del Libro de la Guerra, donde pueden leerse los nombres de las doce tribus como emblema de un estandarte: 1QM 3, 13-14.

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La descripción del Ap se presenta de una forma del todo origi­nal, respecto a estos posibles modelos conocidos. Llama la aten­ción, pues, ese intento deliberado de independencia. Según dicha descripción, parece que Ap combina la salida del sol (el oriente: ávaToXfjg) con los vientos (el bóreas o tramontana: (3o(3Qá) y el sur (o austro: v ó t o v ) ; y retoma de nuevo el sol en su ocaso (el ponien­te: Suo^wv).

Resultaría demasiado arbitrario pretender establecer una alu­sión a la disposición de Babilonia27. Pero —justo es reconocerlo- este carácter inédito del texto apocalíptico, tal vez no puede ser ex ­plicado con satisfactoria seguridad. No poseemos garantía fiable para determinar ni la dirección ni la disposición de las puertas, ni cóm o éstas se situaban respectivamente o con qué espacio se inter­calaban. En tal caso bien vale una buena dosis de prudencia y pon­deración interpretativa28. Posiblemente el autor de Ap escoge la manera más errática para disuadir al lector de cualquier interés pa­ra buscar una correspondencia con el ciclo zodiacal29. Y segura­mente para hacer ver la absoluta novedad de la ciudad de Jerusa­lén, no clasificable en ningún plano urbano ni reductible a ningún calco conocido, respecto a todas las ciudades anteriores.

De nuevo nos topamos —igual que frente a un muro— con una paradoja al tratar de explicar adecuadamente el simbolismo de la ciudad. El objetivo de la muralla no consiste —ya se ha visto ante­riormente y de nuevo es preciso retomarlo con mayor amplitud— sólo en la separación ni protección contra los enemigos, tal com o acontecía con cualquier ciudad de la civilización humana, eso que Ap ha denominado la «primera tierra». Su interés radica en pre­sentar la nueva Jerusalén (imagen desacostumbrada e impensable entonces) con la imagen de una ciudad con las puertas abiertas.

Creemos, pues, que las doce puertas son símbolo de una entra­da franca, sin restricciones. Su existencia, sin embargo, no va en detrimento de la seguridad. D oce puertas (tantas puertas com o po­tenciales entradas y desguarnecidos flancos a todo tipo de hostili­dad externa) podían atentar contra la defensa de la ciudad. La nue­va Jerusalén es una ciudad entregada al peregrino. En ella entran todos los pueblos de la tierra, cuyos nombres están inscritos en el

27. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 173.28. Así recomienda R. H. Charles, A Critical and Exegetical Comentary on the

Revelation ofSt. John II, 162.29. Cf. G. B. Caird, A Commentary on the Revelation ofSt. John the Divine, 272.30. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation , 379.

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n o La nueva Jerusalén

libro de la vida del Cordero (Ap 21, 24-27); pues sólo una ciudad completamente abierta, de par en par, puede dar cobijo a tanta mul­titud, que acude hacia ella en peregrinación universal30.

5. Los cimientos. La nueva Jerusalén, ciudad apostólical4Y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos losnombres de los doce apóstoles del Cordero.

Precisa el texto que la ciudad tenía doce cimientos (v. 14a). Los tramos o secciones de muralla que iban de puerta a puerta debían de ser lógicamente doce31. Cada uno de ellos tenía un cimiento. Pe­ro más que distraernos con cálculos edilicios que no son de la con­sideración del libro, es preciso fijar la atención en la original es­critura del Ap, porque ésta muestra una justa correspondencia en­tre las doce tribus y los doce apóstoles del Cordero.

Sobre las puertas están inscritos los nombres de las doce tribus de Israel (v. 13); y sobre los cimientos están los nombres de los do­ce apóstoles del Cordero (v. 14). Leyendo el texto de Ap con aten­ción, se descubre una logradísima conexión. Repárese en este es­trecho paralelismo, orquestado por las palabras claves de la des­cripción: «nombres», «doce», «tribus - apóstoles», «Israel - el Cor­dero»:

tá óvó|ia ia tcov 6cáSexa cpu>al)v mcov ’laoar'iLóvó|iaTa xo)v óróSexa ájcoaxó^cav xoü ccqvíod.

Los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel.—Los— nombres de los doce apóstoles del Cordero.

Juan ha querido mostrar, de manera bien patente a través de la visión de las puertas y cimientos, y mediante una fidelísima escri­tura, en justa correspondencia con su arquitectura, que la ciudad está formada y compenetrada por las doce tribus y los doce após­toles del Cordero. A saber, que la nueva Jerusalén está fraguada por la unión del antiguo y del nuevo testamento; constituye el Israel nuevo. Es la Iglesia apostólica regida por Cristo, el Cordero, la que

31. La preposición ourá, en la que subyace la preposición hebrea ]Í2, puede tener un doble sentido: «de, desde», y también «hacia». Este último significado parece más adecuado. A saber, seria preciso leer la preposición griega JtQÓg (justamente la que se emplea en Ez 48, 31), que insiste en la apertura de las puerta y que da mejor explica­ción del verso.

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recoge todas las expectativas del antiguo testamento y las cumple. La nueva Jerusalén no rompe ni anula del todo las esperanzas ve- terotestamentarias, sino que las lleva a término. Con redoblada in­sistencia se recalca la continuidad en la obra de la salvación. La imbricación de las doce tribus y de los doce apóstoles muestra perfectamente la unidad de Israel y de la Iglesia del nuevo testa­mento32.

La expresión de los «doce» aparece con el valor semántico de un organismo íntegro, una totalidad; por ello, no es preciso buscar su exacta identificación. Es una referencia corporativa. Inútil re­sulta conjeturar arbitrariamente sobre la presencia o no de Judas, o la ausencia de Pablo, o la insistencia sobre Pedro33; o interpretar sesgadamente indicando que «descansa sobre doce no sobre uno solo»34. Esta Iglesia gloriosa tiene su origen en Jesús, quien eligió a doce com o discípulos, y a quienes dejó una misión universal, y éstos se han comportado com o enviados de Cristo35.

Sobre este testimonio apostólico acerca de Cristo —fielmente mantenido a través de los siglos—, se asienta la Iglesia. Algunos pa­sajes selectos del nuevo testamento así lo atestiguan.

En la declaración de Jesús a Pedro, resulta interesante notar el simbolismo de la construcción y la alusión a dos ciudades. La ciu­dad de la Iglesia y la ciudad del Maligno, cuyas puertas nada po­drán contra aquella:

Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edifi­caré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16, 18).

Véase también este pasaje de Pablo, donde el apóstol, tras re­conocer la ingente obra de reconciliación de Cristo, quien ha hecho de dos pueblos uno solo, derribando el muro que los separaba, ha­bla de la Iglesia universal, en la que los cristianos, com o edificios de nueva planta se yerguen sobre el cimiento vivo de los apóstoles. Pero toda la construcción descansa en Cristo y de él enteramente depende. Esta edificación se eleva —al igual que la ciudad de Jeru­salén— hasta configurar un santuario santo:

32. «Hay dos revelaciones, la del viejo y la del nuevo testamento; pero una sola es la economía salvífica de Dios» (S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 833).

33. Cf. J. Moffat, The Revelation ofS t. John the Divine, 324.34. Ch. Brütsch, La clarté de l'Apocalypse, 366.35. Cf. Rengstorf, ócóSexa, en TW NTII, 326-328.

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Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un tem­plo santo en el Señor (Ef 2, 19-21).

Los apóstoles son el principal nexo de unión viviente entre Je­sús y la Iglesia posterior a la resurrección. Su testimonio acerca de las palabras, milagros y, especialmente, de su misterio pascual, muerte y resurrección, fueron la base de la Iglesia. Ellos, inspira­dos por la fuerza del Espíritu santo, guiaron a la Iglesia, superaron los estrechos límites de la comunidad en Judea, y la abrieron m i­sioneramente al mundo. Como grupo, convocado inicialmente por Cristo, formado en su presencia y alentado a la misión universal, supieron dar testimonio más tarde, tras la resurrección, mediante su palabra y con el ofrecimiento de su vida de pertenecer por entero a Cristo y a su designio de salvación. Por estas razones la Iglesia del nuevo testamento es considerada com o «apostólica»36.

Lo que importa es eso que surge de la muerte y de la resurrección de Cristo. Lo importante es lo que proviene del poder del Espíritu santo. En este campo, Pedro, y con él los otros apóstoles, y luego también Pablo después de su conversión, se transformaron en los auténticos testigos de Cristo, hasta el derramamiento de sangre. En definitiva, Pedro es el que no sólo no niega ya nunca más a Cris­to, el que no repite su infausto ‘No conozco a este hombre’ (Mt 26, 72), sino que es el que ha perseverado en la fe hasta el fin: ‘Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo’ (Mt 16, 16). De este modo, ha llega­do a ser la ‘roca’, aun si como hombre, quizá, no era más que are­na movediza. Cristo mismo es la roca, y Cristo edifica su Iglesia sobre Pedro. Sobre Pedro, Pablo y los apóstoles. La Iglesia es apostólica en virtud de Cristo-’7.

6. Las m edidas «desm esuradas» de la nueva Jerusalén15 Y el que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. >6La ciudad se asienta sobre un cuadrado: su longitud es igual a su anchura. Y midió la ciudad con la caña: doce mil estadios, su longitud, anchura y al­

36. Cf. Un desarrollo expositivo, F. A. Sullivan, La Iglesia en la que creemos, Bilbao 1995, 177-194.

37. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994, 31-32.

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tura son iguales. 17Y midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel.

Leem os estos tres versos conjuntamente, dada su imbricación y dependencia mutua. No obstante, ya se irá señalando en su mo­mento oportuno el comentario explícito al contenido teológico que cada uno de ellos reviste.

El vidente contempla ahora la ciudad más de cerca. Ve a alguien midiendo: un ángel, a saber, «el que hablaba conm igo». Esta ac­ción posee algunas notas distintivas. N o se trata ya de un hombre, sino de un ser sobrenatural; tampoco se emplea una caña frágil (co­mo aparecía en Ap 11, 1.2; medición que servía para preservar el templo), sino que se utiliza una caña de oro, acorde con el simbo­lism o áureo que impregna a la ciudad de la nueva Jerusalén. Dichas matizaciones suponen un designio divino (cf. Ez 40, 3.5), no ocul­to, sino público; pues estas medidas se van a dar a conocer (no se mantienen en secreto com o en Zac 2, 5). Se enuncia la estructura del plano.

El ángel, pues, provisto de una caña de oro «verifica» las di­mensiones de la ciudad, según el orden antes expuesto: sus puertas y su muralla. El resultado de su acción es de sorpresa. La configu­ración y las dimensiones de la ciudad se alzan al nivel de lo huma­namente inimaginable38.

En primer lugar, la ciudad posee forma cuadrangular: «se asien­ta sobre un cuadrado» (xeTQáycovog xettai). En la cultura antigua, en particular la griega debido a la abundancia de sus testimonios, el cuadrado es considerado una figura geométricamente perfecta39. Algunas de las más célebres ciudades antiguas tenían una planta cuadrangular: así Babilonia40 y Nínive41. Se han descubierto inclu­so restos arqueológicos de una remota ciudad en forma cuadrangu­lar, llamada Timgad42.

Dentro ya de un ámbito geográfico y cultual más cercano al am­biente de Ap, cabe mencionar algunos datos de importancia. La

38. «Dios —se diría— no podía hacer ya más (21, 16-17). Así comenta U. Vanni, Gerusalemme nell’Apocalisse, en Varios, Gerusalemme. Atti della XXV Settimana b í­blica, 44.

39. «El cuadrado es signo de perfección» (E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Jo- hannes, 173; cf. Platón, Protágoras, 244a; Aristóteles, Retórica III, 1 1 ,2 . Diversos testimonios en Ch. Brütsch, La clarté de l ’Apocalypse, 366.

40. Cf. Herodoto, Historias I, 178.41. Cf. Diodoro Sículo, Biblioteca I, 3.42. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 835.

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forma cuadrada es típica del santuario de Ezequiel43. La configura­ción cuadrangular es también propia del templo descrito en el «Ro­llo del Templo»44. Es preciso valorar el siguiente testimonio, que tiene que ver directamente con nuestro tema central: según los ma­nuscritos de Qumrán incluso «la nueva Jerusalén» tiene figura cua­drada45.

En segundo lugar, las dimensiones de la nueva Jerusalén resul­tan, de nuevo, sorprendentes. El ángel mide el perímetro de la ciu­dad: doce mil estadios, a saber, 2.131 kilómetros de perímetro46. Es decir, que la nueva Jerusalén vendría a tener —a fin de obtener una idea aproximativa— una superficie acorde con la mitad de toda Es­paña.

La medida de doce mil equivale a la inmensidad y a la perfec­ción; es la cifra resultante de multiplicar doce, «el sagrado número del pueblo de Israel», por mil «el número de la historia de la sal­vación»47. El vidente está esforzándose en expresar mediante sím­bolos bíblicos y apocalípticos la perfecta simetría y el esplendor de la nueva Jerusalén48. Así, pues, se designa con estas medidas al «perfecto pueblo de D ios»49.

Existe una serie de textos judíos que ilustran el carácter incon­mensurable de estas dim ensiones50. La literatura rabínica ha reco­gido testimonios de diversos maestros sobre las medidas grandio­sas de la ciudad de Jerusalén:

En aquel tiempo se llamará a Jerusalén ‘trono de Yahvé’ e irán ha­cia ella todas los pueblos de la tierra (Jer 3, 17)51.Ahora bien, ¿cómo podrá Jerusalén recoger a todas las naciones? A esto responde Dios: «Ensancha el espacio de tu tienda» (Is 54,

43. Cf. R. Kóster, D er Tempel von Jerusalem von Salomo bis Herodes. Eine archaologisch-historische Studie unter Berücksichtigung des westmitischen Tempel- baus II. Von Ezequiel bis Middot, Leiden 1980, 709-712.

44. Cf. Y. Yadin, The Temple Scroll, Jerusalem 1983, 190-192.45. Cf. J. Licht, An Ideal Town Planfrom Qumran: the Descriptions o f the New

Jerusalem: IEJ 29 (1979) 45-59.46. Conforme a las dimensiones áticas, un estadio equivale a 400 codos, o sea,

177’6 metros. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 834. Según el texto, no resul­ta claro si estas dimensiones se refieren a un solo lado o a todo el perímetro; aunque parece más verosímil atribuirlas a este último.

47. A. Farrer, The Revelation o f John, 217.48. Cf. I. T. Beckwit, The Apocalypse o f John, 760.49. L. Morris, The Revelation o f St. John, 217.50. Cf. abundantes muestras en J. Bonsirven, Le Judaisme Palestinien au temps

de Jésus-Christ I, Paris 1934, 429-432.51. Testimonio de R. Eleazar, transmitido en la Pesijta 143.

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2) y serán recogidas en ti todas las naciones. Y Jerusalén llegará hasta la puerta de Damasco... R. Berekha había dicho que Jerusa­lén se extenderá hasta el Océano (mar Mediterráneo). Y R. Zakay había dicho que llegaría hasta las puertas de Damasco52.

N o hay que perderse en la inmensidad de estas «desmesuras», es preciso señalar el objetivo perseguido, la intención teológica que se insinúa en tales desmedidas. Se recalca que Jerusalén debe ser inmensa porque en ella va a habitar la gloria y el trono de D ios, y porque se va a convertir en la patria de todas las naciones. Como lugar de peregrinación universal, tiene que albergar a una multitud de pueblos; por eso se ensanchan sus fronteras hasta el confín del mar y de la tierra.

En los Oráculos Sibilinos (5, 251) se hace mención de la ciudad de Dios, circundada con un gran muro y que se «eleva a las alturas hasta las sombrías nubes» (¡.léya xuxX óoteg útyóq áeÍQOVTai áxQi x a i veqpéwv éQ ePevtajv)53.

El Targum de Pseudo Jonatán a Gén 2, 8-9a, refiriéndose al jar­dín —que también aparece en la descripción de la nueva Jerusalén de Ap— habla de esta manera hiperbólica:

Un jardín había sido plantado por la Palabra de Yahvé Elohim an­tes de la creación del mundo y allí hizo habitar a Adán cuando él fue creado. Yahvé Elohim hizo brotar del suelo toda especie de ár­bol deseable a la vista y agradable para comer, así como el árbol de la vida en medio del jardín cuya altura (representaba) un reco­rrido de quinientos años.

Como fácilmente se puede detectar, se emplea el recurso de las medidas fantásticas. Tal es la intención del símbolo de la desm esu­ra: subrayar al máximo la idea de la plenitud. Se trata de expresar la amplitud inabarcable de lo que Dios crea; y entre las obras de Dios, destaca sobremanera, la creación de la nueva Jerusalén.

Vano intento resultará tratar de entender, por parte de ciertas mentalidades, las medidas de la ciudad del modo más literal y bus­car por doquier correspondencias de tipo arqueológico, que puedan ser exhumadas y eventualmente comprobadas. Es de lamentar que incluso en estos años recientes se pretenda todavía una explicación

52. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar z.um Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 849-850.

53. Cf. R. H. Charles, The Apocripha and Pseudoepigrapha o f the Oíd TestamentII, Oxford 1963, 402.

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«racionalista» de la ciudad, soslayando la intención siempre deter­minante del símbolo tan omnipresente en esta descripción.

Baste pasar reseña a dos pretendidas visiones de la nueva Jeru­salén. El primer autor, M. Tophan54, cual el ángel de Ap 21, 15 y provisto él también de una imaginaria caña de medir, se pierde en una enmarañada madeja de metros para mensurar los estadios y co­dos. Les asigna desigual valor, a fin de que logren encajar con las medidas de la ciudad geográfica de Jerusalén, que tendría unos 144.000 habitantes; por tanto, sería mucho más pequeña que Ro­ma, Antioquía o Alejandría. El muro que la rodeaba giraba en tor­no a 4 kmts (22 estadios u 8.800 codos). Es la ciudad de la nueva Jerusalén que, en sus delirios de grandeza nacional, imaginaron los históricos adalides del judaismo Simón Bar Kokba, G. de Boulog- ne y T. Herzl.

También se ha pretendido corregir el texto mismo del Ap55. El segundo autor, M. del Alamo, tal vez asustado de la desmesura de la ciudad, exagera a su vez las medidas; pues piensa que la super­ficie de la ciudad superaría a la mitad de toda Europa (?)56. Quita los inconvenientes del texto, despojándolo de la problemática pa­labra «m il». Obviada la dificultad, se obtienen entonces unas m e­didas razonables conforme a un canon de normalidad, con unos dos kilómetros de perímetro, com o cualquiera de nuestra ciudades. Pa­ra ello se apoya en el comentario —que no en el texto de Ap— de al­gunos autores (Beato de Liévana, Apringio de Beja, Pseudo A m ­brosio y Beda); pero sólo se fija en sus escolios. Hay que decir que estos últimos cuatro autores mencionados comentan, debido a su interés eclesio lóg ico y por la cercanía textual con los doce apósto­les (v. 14), sólo doce estadios (evitando la palabra «mil»). También elim ina M. del Alamo el problemático dato de la altura, porque no puede en modo alguno concebir la forma cúbica de la Jerusalén ce­leste.

Am bos estudios, traídos deliberadamente a colación, pues son prototipos de cierta interpretación fundamentalista con que se lee el Ap, constituyen un intento de reduccionismo y parcialidad; pre­tenden crasamente dar realismo material a la irreductible grandeza del sim bolism o apocalíptico, desfigurando así el profundo sentido eclesial que encierran estos versos.

54. The Dimensions o f the New Jerusalen: ExpTim 100 (1988/89) 417-419.55. Cf. M. del Alamo, Las medidas de la Jerusalén celeste: CuBíb 3 (1946) 136-

138.56. «Cosa no fácil de imaginar, aun añadiendo alas a la fantasía; pues ¿cómo con­

cebir una ciudad con esa misma altura?» (ibid., 138).

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A la anchura y longitud, se añade ahora la altura: «Su longitud, anchura y altura son iguales» (16b). La escritura del Ap se resien­te de una cierta indeterminación. La existencia de las tres dimen­siones resulta difícilmente aplicable a una ciudad. Acorde con el texto apocalíptico, la nueva Jerusalén no es solamente cuadrangu- lar, sino cúbica; con lo cual la imagen propuesta nos transporta a una iconología de ensueño. Esta visión más bien encajaría con otro tipo de construcción edilicia: una mole ingente o una pirámide.

Será preciso recurrir a testimonios que nos expliquen esta atre­vida imagen de la nueva Jerusalén. Se ha dicho en Baba Batra 75 que la ciudad de Jerusalén celeste tendrá tres parasangas en sus tres dimensiones57. Cabe remontarse a períodos culturales-cultuales de la antigüedad y recordar viejas tradiciones acerca de la existencia de un templo-torre, surgidas en Babilonia, y que muestran que las tres dimensiones del santuario —su longitud, anchura y altura— eran exactamente iguales58. Autores modernos renuncian a imaginar cualquier volumen geométrico, y acuden a la célebre ciudad de Ba­bilonia, adornada con un prodigioso zigurat (templo en forma de torre) que ha podido servir com o modelo representativo59. El cubo era también para los griegos emblema de solidez inquebrantable60.

E. B. Alio, un autor que se ha prodigado en escudriñar la confi­guración cúbica de la nueva Jerusalén, se decide por una forma pi­ramidal; pues expresa muy acertadamente la consistencia de la ciu­dad, com o «morada de eternidad»61. Incluso podría pensarse en Es- mirna, ciudad compacta que se levantaba hasta la acrópolis ocu­pando la cumbre de Paagus. Tales intentos no han logrado su últi­ma aquiescencia y, tras dubitativas reflexiones, el autor desiste de su empeño y, derrotado, confiesa: «Pero el ‘cubo’ alegórico, yo no sé qué paisajista o qué geómetra llegará a imaginárselo»62. Otros han imaginado la ciudad en evidente forma de pirámide, y, de esta manera, se explicaría que el río del agua de la vida pudiese bajar desde el trono de D ios63.

57. Cf. H. Schlier, páfto;, en TWNT I, 515.58. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 173.59. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 271.60. Los pitagóricos Filolaos y Proclo creían que la tierra tenía figura de cubo. Cf.

diversos testimonios antiguos en Ch. Brütsch, La ciarte de la VApocalypse, 366.61. L’Apocalypse, 349.62. Ibid., 350.63. Cf. W. Hoste, The Visions o f John the Divine, 178; H. Lilje, The Last Book of

the Bible, 267.

1. El cubo y las murallas. La nueva Jerusalén, ciudad perfecta

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118 La nueva Jerusalén

Resulta harto complejo la representación de una ciudad que adopta una imagen cúbica. ¿Cómo puede ésta disponer de un río que se desliza, de unos árboles que crecen —¿hacia dónde?—, de una plaza que debe ser el centro de la vida urbana...? Hay que in­sistir en que esta visión del Ap, más que «imaginativamente vista» —contemplación imposible de reproducir de manera figurativa—, ha sido pensada sobre datos subyacentes, que m ezcla «disjecta mem- bra» de diversas tradiciones, con una finalidad esencialmente teo­lógica y eclesiológica.

Es preciso acudir —com o recurso a todas luces imprescindible— a la llave interpretativa del simbolismo aritmético-geométrico del Ap. Según éste, la forma cúbica expresa el máximo de la perfec­ción: «El resultado es sorprendente: las dimensiones al límite de lo inimaginable»64. La forma cúbica manifiesta la solidez y de mane­ra señalada la perfecta unidad65. El símbolo apocalíptico del cubo se asigna a la Jerusalén celeste e «igualmente a la celeste éxxX/r]aía»66.

Lo decisivo en nuestro empeño interpretativo es ir siguiendo, con plena fidelidad, las pistas que nos ofrece el texto apocalíptico a fin de conseguir un mensaje válido67. Tal com o enigmáticamente nos describe esta ciudad el Ap, no queda más remedio que evocar la imagen de una pirámide o zigurat, cuya elevación evoca la idea de que la ciudad aspira hacia lo alto. D e esta manera simbólica, se insiste en que la ciudad de Jerusalén es la negación de toda ambi­ción humana: crece hacia D ios. Pretende, en una supremo gesto de superación, una comunión universal: unir el cielo con la tierra. La nueva Jerusalén es la antípoda de la torre de Babel68.

La torre, com o símbolo de estabilidad y de aspiración hacia el cielo, es imagen denotativa de la Iglesia. A sí aparece en los prime­ros tiempos del cristianismo, conforme al testimonio del Pastor de Hermas69. Revelador resulta este símbolo porque la misma Iglesia

64. U. Vanni, L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, 383.65. «Tetrágonos symbolum est unitatis et perfectionis», así lo describe Aristóte­

les, Etica a Nicómaco I, 10, 11.66. H. Schlier, pórftog, en TWNT 1, 515.67. Así nos aconsejan sabiamente L. Cerfaux-J. Cambier (El Apocalipsis de Juan

leído a los cristianos, 188): «Es preciso renunciar a representarse concretamente es­tos datos fantásticos, y contentarse con su significación simbólica, que es por otra par­te la verdadera».

68. Cf. U. Gressmann, The Tower o f Babel, New York 1928, aporta testimonios de algunas tradiciones asirio-babilónicas, sobre estas ciudades en forma de zigurats. en especial en el c. IV, que habla de la Jerusalén celeste y la Torre de Babel.

69. Es interesante este testimonio eclesial porque el libro comenzó a gestarse a fi­nales del siglo I, durante el pontificado de Clemente Romano, y se concluiría hacia el

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se lo aplica a sí misma («La torre... soy yo, la Iglesia», comenta el texto). Sobre el tipo de la creación antigua —las aguas primordia­les— se yergue ahora la imagen de la Iglesia, realidad plena de la nueva creación. Pero aún no ha finalizado su tarea de ser, de ma­nera lograda, la nueva Jerusalén; por eso se encuentra en un proce­so inacabado de construcción:

La torre que ves en construcción, soy yo, la Iglesia, que has visto ahora y antes... Por tanto, escucha por qué la torre70 es construida sobre el agua: porque vuestra vida fue salvada y se salvará por el agua. La torre está cimentada en la palabra del Nombre todopode­roso y glorioso, y es fuerte por el poder invisible del Señor (Pastor de Hermas II, 3.5)

El libro de Ap prosigue su descripción simbólica y se detiene ahora morosamente en las medidas de la muralla:

l7K midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel

Esta cifra de ciento cuarenta y cuatro codos da com o resultado unos 64 metros de altura71. La desproporción es notable. ¡Cómo puede explicarse tan tremenda oscilación, que va desde unos 2.000 kmts que medía el perímetro hasta 64 mts de altura; pues previa­mente se ha dicho que su longitud, anchura y altura eran iguales (v. 16)! Sigue habiendo distintas teorías, de corte arqueológico, para explicar esta anomalía72.año 140. Cf. Cf. J. J. Ayán, Hermas. El Pastor, Madrid 1995, 26-27; L. W. Barnard, Studies in the Apostolic Fathers and their Background, Oxford 1966, 156.

70. Existe un trasfondo judaico en esta imagen de la torre. Cf. el texto de 4 E s­dras 10, 44. Cf. L. Cirillo, Erma e il problema deU’apocaUttica a Roma: CrSt 4 (1983) 10-15. La alusión a las aguas es una referencia al bautismo. J. Daniélou (Théologie du Judéo-Christianisme, Paris 21991, 357-358) compara la imagen de la torre, funda­mentada en la palabra y levantada sobre las aguas, con el relato de la creación donde aparecen las aguas originales y la palabra eficaz de Dios.

71. 144 codos por 0,444 m da como resultante: 63,936 m, casi 64 m de altura. Cf. M. del Alamo, Las medidas de la Jerusalén celeste, quien se sirve del sistema métri­co empleado entonces.

72. Asimismo lo reconoce E. Schüssler-Fiorenza, The Book o f Revelation: Justi- ce and Judgment, Philadelphia 1985, 136: «Existe una gran discrepancia entre la ex­tensión de la ciudad y la extensión de su muro». Explica - o trata de explicar— que es­ta discordancia pretende expresar cómo la nueva Jerusalén sobrepasa las medidas de la ciudad judía y cristiana (136 [!]). Pensamos que la autora mezcla dos patrones re- ferenciales distintos, rompiendo así la coherencia simbólica del conjunto de la ciudad descrita en Ap.

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120 La nueva Jerusalén

Es recomendable acudir al simbolismo numérico típico de Ap y desde él interpretar el texto, sin aventurarse en otras deducciones. La cifra de 144 es el resultado de mutiplicar 12 por 12. A sí nos orientamos, pues el texto nos ofrece pistas para esta operación, ya que un poco antes ha hablado de la ciudad, que tenía doce puertas y sobre ellas los nombres de las doce tribus (v. 12), y sobre los c i­mientos estaban los nombres de los doce apóstoles (v. 14). El au­tor insiste en esta cifra de cumplimiento, a saber; se trata de resal­tar el valor de la plenitud cristiana: el antiguo testamento (12) po­tenciado por y realizado en el nuevo testamento (12). Las cifras son elocuentes y válidas no por la exactitud de su importancia aritmé­tica, sino por su valor simbólico, conforme al código que les otor­ga Ap.

Y añade el autor que esta medida es humana —y que es también la del ángel—, a saber, se sigue en la misma dimensión simbólica de todo el fragmento, que comenzaba con el v. 15. El libro da un to­que realista para evitar un juego excesivam ente críptico; se trata de una ciudad humana y divina al mismo tiempo, donde habitan en fundida armonía D ios y los hombres rescatados.

8. La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotalFinalmente —dando el sentido pleno a cuantas significaciones

antes han sido mencionadas—, lo que verdaderamente interesa re­saltar al autor del Ap, es mostrar que toda su magnificencia estriba en que la nueva Jerusalén es una ciudad sacerdotal: se convierte en el lugar en donde D ios ha hecho morada con su pueblo.

Ha ido sabia y escalonadamente yuxtaponiendo estratos simbó­licos —que no debieran distraer por su deslumbrante confusión—, en atrevidas contorsiones —y cada perspectiva reciente descubría en escorzo nuevos destellos— hasta lograr su imagen justa, la más aca­bada y la más teológica: la ciudad es enteramente sacerdotal.

La forma de un cubo —ya se ha dicho— indica el máximo de la perfección. Pero con más justicia hay que decir que su configura­ción apunta certeramente a la imagen del santo de los santos. Para decidirse por una opción interpretativa, hay que atender sobre todo a la escritura del Ap. En el texto griego las palabras resultan la cla­ve de bóveda, en donde se sostiene la ciudad. Y por aquí se debe rastrear la verdadera solución.

Cuando el antiguo testamento menciona la construcción del templo, llevada a cabo por Salomón, el autor sagrado va descri­

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La nueva Jerusalén 121

biendo con lenta complacencia, por orden creciente de importan­cia: el interior del Templo (1 Re 6, 15-21), los querubines (vv. 23- 30), las puertas y el atrio (vv. 31-36). Se detiene con esmero en la visualización del «santo de los santos», y señala:

Había preparado un Debir al fondo del Templo en el interior para colocar en él el arca de la Alianza de Yahvé. El Debir tenía veinte codos de largo, veinte codos de ancho y veinte codos de alto; lo re­vistió de oro fino (1 Re 6, 19-20).

El texto refiere, pues, que las tres dimensiones tenían veinte co­dos, a saber, eran iguales. Resulta ilustrativo recordar que según Ap 21, 16 «su longitud, anchura y altura son iguales». Ambos tex­tos, que son «iguales», subrayan la igualdad de las proporciones. Véase el sorprendente paralelismo e incluso la disposición sintác­tica de sus miembros:

xó |iíf/.og xai tó nXárog xal xó íhpog ai)xf]g loa eoxív (Ap 21, 16) (ii'jxog... jtkxxo;... íítyog... (1 Re 6,20)

Su longitud y anchura y altura son iguales longitud... anchura... altura

Existe una correspondencia fidelísim a entre el texto del antiguo testamento y nuestro verso del Ap. Frente a la evidencia de tan exacta equivalencia no es posible sino afirmar con rotundidad la afinidad de ambos pasajes, la deliberada dependencia de Ap respe­to a 1 Re 6, 20, y, por tanto, la interpretación sacerdotal de Ap 21, 16.

La nueva Jerusalén, descrita por Ap, es una ciudad con forma geométrica de cubo73. El santo de los santos tenía forma cúbica. La nueva Jerusalén asume decididamente forma de santuario74; queda convertida en lo más santo, «el santo de los santos»; es «Debir», templo consagrado a Dios: ciudad sacerdotal, en donde D ios per­sonal y permanentemente habita.

73. Así M. Rissi (Die Zukunft der Welt. Eine exegetische Studie über Johannes- offenbarung 19: 11-22, 15, 73) cree que el autor, familiarizado con el antiguo testa­mento, piensa en el santo de los santos.

74. Cf. R. Kóster, The DweUing ofG od , Washington 1989, 121.

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i 22 La nueva Jerusalén

l8y el material de su muralla es de jaspe y la ciudad es de oro pu­ro semejante al vidrio puro.

La extraña palabra «material» (evSü)|.i£aig), que no aparece en parte alguna del nuevo testamento, sino únicamente en Ap 21, 18, contiene dos particularidades. Es vocablo empleado habitualmente para designar construcciones sagradas75; incluso se menciona en una inscripción precristiana76. Indica al mismo tiempo el edificio y la base que lo sostiene77.

Pero la escritura del Ap no se detiene en estos aspectos parcia­les, los desborda por su enorme potencia expresiva. No sólo el tro­no de D ios resplandece como jaspe (4, 3), o la ciudad entera brilla como jaspe (21, 11), sino que afirma que «el material de su mura­lla es de jaspe» (i) evócojieoic; ro v isi^oug aí)xf]g Xaomq)m. Ap quiere sugerir, en atrevida sinécdoque, que incluso la muralla está edificada con el mismo brillo de la luz (!). Su lenguaje no se limi­ta a describir, se convierte en la más enriquecedora elocuencia, de­bido a la capacidad de sus sorprendentes simbolismos. ¡Qué prodi­gio de belleza mediante el recurso de inusitados resortes literarios! El lector/vidente asiste atónito a la visión de la nueva Jerusalén, an­te él desplegada, camina de pasmo en pasmo. Es preciso caer en la cuenta de este cúmulo de novedades sin cuento, so pena de desvir­tuar el texto y deformar la maravilla de la visión del Ap.

La muralla es una cristalización de luz divina. El libro pretende mostrar, mediante el simbolism o de la piedra de jaspe, la presencia de D ios en los cimientos de la ciudad, su compenetración radical con ella. D ios se adentra en el ámbito más hondo y firme de la ciu­dad, impregnándola con su misma luz.

El Ap realiza, además, otra hipérbole literaria respecto al oro, que engasta la ciudad. A fin de insistir en la excelencia de la gloria divina, que penetra la urdimbre toda de la ciudad, acude a las más nobles materias primas —el jaspe, el oro—, Pero incluso este último debe ser acrisolado; y es catalogado con una cualidad de la que ca­rece el oro de la tierra: es semejante al «vidrio puro». Esta virtud su­

75. Cf. F. Josefo, Antigüedades Judías XV, 9, 6.76. Cf. R. H. Charles, A Critical and Exegetical Comentary on the Revelation o f

St. John II, 164, quien cita a Moffat.77. «Bau» equivalente a «Unterbau», así afirma W. Bauer, svScbjteoic;, en Wdr-

terbuch zum Neuen Testament, 524.78. En donde se sobreentiende el verbo eoxív, que aparece en el anterior verso

17, a fin de otorgarle mayor énfasis a la expresión griega.

9 . La nueva Jerusalén, ciudad de ja sp e y de oro

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La nueva Jerusalén 123

ya innata indica la ausencia de cualquier m ezcla de heterogeneidad y ganga, y su perfecto estado translúcido. El oro de la nueva Jeru­salén no sólo brilla, sino que es en sí mismo del todo transparente; en cambio, el oro conocido es duro, compacto e impermeable. La ciudad entera es de oro; pero no del oro de la tierra, sino del cielo.

Puede dar una idea más aproximada —aunque por más que se pretenda un acercamiento, siempre se obtendrá una imagen lejana y remota— de la belleza de la nueva Jerusalén, la descripción que E Josefo hace del templo de Jerusalén, todo él bañado en oro, im­posible de ser mirado de frente, com o si fuese una ascua viva o un sol en su apogeo:

Por todos los sitios estaba cubierto con planchas macizas de oro (jiXaíji yáo xQvaoít aTipuoaíg xexaXr)|.i|.iévo5 irávioítev), el tem­plo brillaba con los primeros rayos de sol con un resplandor tan vi­vo, que los espectadores tenían que apartar sus miradas, como si fuese el templo rayos de sol79.

Pero en el Ap el oro posee, además, una valoración peculiar. Es el metal/símbolo que expresa la cercanía de D ios, es el color de la liturgia. Repárense en las precisas alusiones del libro al uso del oro. Cristo glorioso aparece al vidente, vestido de túnica talar, ceñido el pecho con una cinta de «oro», y caminando en medio de siete can­delabros de «oro» —de oro o encendidos— (1, 12-13), a saber, Cris­to preside com o único y sumo Sacerdote la gran liturgia de la Igle­sia. Los veinticuatro ancianos tienen coronas de «oro» (4, 4) y las arrojan al que está sentado en el trono, en señal de adoración (4, 10). Ofrecen en copas de «oro», llenas de perfume, las oraciones de los santos (5, 8). Un ángel misterioso, en un incensario de «oro», ofrenda los perfumes-oraciones de los santos, en el altar de «oro», colocado frente al trono de D ios (8, 3). Estas oraciones, ya transformadas, llegan hasta D ios y resultan eficaces; pues del altar de «oro» salen los decretos de la historia (9, 13-15). Ceñidos con cinturones de «oro» y con copas de «oro» en sus manos, aparecen los siete ángeles del santuario de D ios, prontos para ejecutar la vo­luntad divina (15, 6.7).

A sí, pues, en metales dorados —copas, candelabros, incensarios y altar de oro—, la Iglesia celebra su liturgia. Y en una ciudad, toda revestida y engastada de oro —ya no se trata sólo de algunos uten­silios sagrados, sino que el oro llena la ciudad y brilla por do­

79. Guerra judía V, 6, 222.

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¡2 4 La nueva Jerusalén

quier—, se consuma la gran liturgia final de la Iglesia: el encuentro definitivo de D ios con los hombres.

Ap registra también el em pleo idolátrico del oro. La gran corte­sana está enjoyada de oro, piedras preciosas y perlas, y lleva en su mano una copa de oro (17, 4). Esta mujer usurpa el oro y lo profa­na, porque ese cáliz dorado que porta en su mano «está lleno de abominaciones y de la impureza de su fornicación» (17, 4). Igual­mente la ciudad de Babilonia aparece con cargamentos de oro y piedras preciosas (18, 12). Sin embargo, esta riqueza inicua ha si­do amasada por medio de la injusticia social y de la sangre derra­mada (18, 13.24). Por eso la ciudad fastuosa será completamente aniquilada. La gran ramera (c. 17) y la ciudad de Babilonia (c. 18), constituyen en el Ap la contrapartida grotesca de la Iglesia, que es respectivamente considerada la fiel esposa del Cordero y la nueva Jerusalén.

La descripción de Ap no se contenta con haber determinado ya con admirable acierto la calidad del oro. Sigue retratando sus ge­m inas riquezas por medio de dos epítetos: es «puro y cristalino».

El adjetivo «puro» —o radiante, espléndido— (A.a|.iJtQÓq) apare­ce nueve veces en el nuevo testamento, de ellas cinco en Ap. Este adjetivo, derivado del verbo «brillar, resplandecer» (>.á(.iJico, 2 Cor 4, 16), expresa la imagen de algo luminoso que resplandece con brillo singular. V éanse estos textos: Sab 17, 19; Is 60, 3. Pablo re­memora su conversión, indicando que a mediodía vio alrededor de él y de los que le acompañaban, una luz celeste más «brillante que el sol» (ÚJtéQ xi'iv XanJtQÓTeta toiS r|Xiou, Hech 26, 13). El adjeti­vo expresa que un objeto refleja una viva luz811. El nuevo testamen­to lo emplea, sobre todo, com o calificación luminosa de los vesti­dos. Herodes hace endosar a Jesús un «vestido espléndido» (:teQi- (3cdcbv éo^ fita tax(.utQáv, Le 23, 11). Un ángel se presenta a Cor- nelio «con vestido resplandeciente» (év éo^f]Ti Á.a(x;rcQ(x, Hech 10, 3). Es denotativo de magnificencia, com o indica la carta de San­tiago (2, 2): «Si un hombre se presenta ante vosotros con un anillo de oro y revestido con un ‘traje espléndido’ (év éo'&fjxt Xcc[.utqc0 » 81.

En el libro de Ap el adjetivo designa la brillantez de las ropas de los ángeles, que salen del templo del cielo, vestidos de lino lim ­pio y «puro» (Xa¡.utQÓv, 15, 6). Califica el radiante vestido de la prometida ante la inminencia de las bodas del Cordero, que es de

80. Cf. Ch. Mugler, Dictionnaire historique de la terminolagie optique des Crees, París 1964, 238.

81. Cf. una matizada exposición en C. Spicq, Notes de lexicographie néo-testa- mentaire I, Góttingen 1978, 460-462.

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lino «puro» (Xa|.iJtQÓv, 19, 8). Alude a la transparencia del río de la vida, río «resplandeciente» (tax[.iJtQÓv) com o el cristal (21, 1). Y se relaciona con Cristo, quien aparece designado com o la estrella «ra­diante» (^.a^urgóg) de la mañana (22, 16).

Es de notar que el adjetivo surge siempre en contexto positivo, aludiendo a egregios personajes divinos o purificados, o elementos simbólicos de trascendental relieve: los ángeles, la prometida del Cordero, el río de agua de vida, la estrella de la mañana, que es Cristo. Quiere decirse, a través del uso de este apelativo, que la nueva Jerusalén es una ciudad, totalmente pura, situada al nivel de las más hermosas realidades sobrenaturales.

Como un contrapunto, típico recurso de la narración del libro, Ap conoce también un uso profano, reservado en exclusiva a la ciudad de Babilonia. Todo su esplendor, tras su ruina, se perderá para siempre: «Los frutos codiciados por tu alma se apartaron de ti, y todas las cosas exquisitas y ‘espléndidas’ (?ia[XJrQa) te faltarán y nunca más las hallarás» (18, 14).

El sustantivo «cristal» (lícdo^), con el que se pretende redon­dear la imagen del oro, sólo aparece en dos ocasiones, y es em plea­do en la forma de un símil. Sirve a modo de una determinación aña­dida al oro. El cimiento de la ciudad es de oro puro «semejante al cristal puro» (6|.ioiov va k w xaü a q w , 21, 18); y asimismo la plaza de la ciudad es de oro puro, «com o cristal transparente» (cbg iíaXog óiauYilS, 21, 21). La presencia del «cristal» vale para aquilatar, aún más, la ya de por sí genuina calidad del oro que llena por com ple­to la ciudad de la nueva Jerusalén.

10. Los cim ientos de la nueva Jerusalén. El enigma de las doce piedras preciosas

19y los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas: el primero es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, 20el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de ágata, el un­décimo de jacinto, el duodécimo de amatista.

a) O riginalidad de la escritura del ApocalipsisEl autor pasa de la descripción de la muralla a los cimientos. Ya

anteriormente había mencionado los doce cimientos; pero entonces

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126 La nueva Jerusalén

se había limitado a decir que sobre ellos están grabados los nom­bres de los doce apóstoles del Cordero (v. 14).

Ahora el pasaje trata de penetrar en la naturaleza de estos m is­teriosos cimientos; indica de qué noble materia están compuestos, también refiere su número y la piedra preciosa que le corresponde.

Los cimientos, precisa el texto, no sólo están «adornados» (xe- xoo|.i8voi), sino que, en otro salto audaz, afirma que están hechos de perlas preciosas; aún más, que se identifican con ellas: cada c i­miento es una perla preciosa. Por eso el autor violenta de nuevo la gramática griega, por motivos expresivos. Afirma en primer lugar que «los cimientos están adornados de toda piedra preciosa». Lue­go va detallando cada uno de los doce cimientos y las perlas; de­bería repetir en estas frases particulares la cadencia descriptiva: «el primer cimiento está adornado de jaspe; el segundo está adornado de zafiro, el tercero...». Pero interrumpe el período de la secuencia narrativa. Quita el verbo «adornar», e incluso el verbo «ser»; y el nombre de la piedra preciosa no va declinado ya en dativo, como debiera ser en coherencia sintáctica. Emplea deliberadamente fra­ses nominales puras, que tienden a dar mayor énfasis al sustantivo. A sí queda resaltado el valor de cada piedra preciosa. Quiere recal­car, en fin, que cada cimiento es justamente una perla.

Por medio de un recurso circundante, el Ap se detiene morosa­mente en repetir por doce veces la misma afirmación. Multiplica una idea a fin de crear un efecto persuasivo en el lector, de tal ma­nera que éste quede totalmente convencido y se rinda a la eviden­cia de que —a través de tan insistente simbolismo mineral—D ios es­tá presente en la ciudad. Por eso subraya con mayor énfasis toda­vía la presencia de Dios, que llega incluso a las zonas más oscuras y ocultas de la ciudad com o son los cimientos, convertidos en pie­dras preciosas. Lo que «fundamenta» y sostiene verdaderamente la ciudad de la nueva Jerusalén es la presencia, tan gloriosa com o la más hermosa pedrería, de la belleza divina.

Hay que constatar que la diversidad de las piedras preciosas mencionadas, muestra la amplia cultura del autor y su delicadeza refinada. Pero nos interesa conocer, ante todo, la correcta interpre­tación de esta lista de piedras preciosas, comprobar su trasfondo cultual y su validez teológica. Para ello, haremos un amplio reco­rrido en su historia interpretativa, que se ha mostrado a través de sus exegetas y alquimistas más insignes, de una manera tan varia­da com o atrevida; pero siempre fecunda. Estas doce perlas precio­sas del Ap han suscitado un atractivo imperecedero; se ha indaga­do incansablemente sobre su nomenclatura, su distribución, sus

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orígenes míticos o bíblicos... Puede decirse que el brillo multise- cular de las perlas preciosas aún no se ha apagado. Nuestro elenco, que se afana por abarcar cuantas teorías relevantes se han dado a lo largo de la historia, pretende ser completo. N os esforzaremos en presentar con la mayor claridad posible —cosa no siempre fácil, aunque sí deseable— cada teoría, sustentada por el autor correspon­diente. Con frecuencia unas breves líneas constituyen la síntesis de muchas páginas farragosas de los diversos autores; iremos ofre­ciendo también una crítica razonada a cada una de las teorías. Tras este amplio recorrido, daremos un balance ponderativo. Acabare­mos, en fin, ofreciendo nuestra propia interpretación desde la B i­blia y, en particular, desde el Ap.

b) H istoria interpretativa—Las perlas son simplemente una hipérbole poética que acentúa

la belleza de la ciudad en general82; su presencia recalca la brillan­tez luminosa de la nueva Jerusalén83.

—La lista proviene de una remota mitología astral. Se le asigna un confuso simbolismo, en conexión con teofanías, oráculos y sig ­nos del zodíaco84.

—La lista tiene su origen en las «lapidaria» del mundo judío y greco-romano. Posee cualidades mágicas, prácticamente equivale a amuletos. Guarda estrecha relación con textos medievales y caba­lísticos85. Pero —hay que juzgarla debidam ente- esta interpretación se pierde en una maraña de invenciones arbitrarias, que se alejan por completo de la visión de Juan.

—Novedosa y merecedora de atención, resulta la opinión de R. H. Charles86. El autor sostiene que el orden de las piedras precio­sas de Ap no puede ser explicado según la disposición señalada en Ex 28, 17-20; y propone, en un pormenorizado y muy com plejo es­

82. Cf. D. Georgi, Die Visionen vom himmlischen Jerusalem in Apk 21 un 22, en Kirche. FS G. Bornkamm, Tübingen 1980, 367.

83. Cf. Beckwith, The Apocalypse o f John, 762, G. B. Caird, A Commentary of the Revelation o f St. John the Divine, 274.

84. Cf. P. L. Garber-R. W. Funk, Jewels and Precwus Stones, en IDB II, 898-905.85. Cf. U. Jart, The Precious Stones in the Revelation of St. John 21, 18-21: ST

24(1970) 150-81.86. A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation o f St John II, 165-

167.

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128 La nueva Jerusalén

tudio, un diagrama siguiendo las medidas de la ciudad, efectuadas por el ángel.

M ezcla, en amalgamada visión, los pasajes de Ap 7, 5-8; 21, 13 y 21, 18-19. Sin criterio uniforme que lo justifique, hace una ex ­traña combinación de los nombres de los doce patriarcas. Véase con esmero su extraña distribución a fin de configurar en el cua­drado de la ciudad los nombres de los patriarcas. Los seis hijos de Lía, es decir; Judá, Rubén, Simeón, Leví, Isacar y Zabulón, están situados al este y el norte. Junto a los hijos de Lía aparecen los hi­jos de Raquel: José y Benjamín. Dado que el sur era preferido al oeste entre el pueblo judío; y, puesto que el ángel mide la ciudad en el siguiente orden (este, norte, sur, oeste [Ap 21, 13], éstos —Jo­sé y Benjamín— deben ser colocados a lo largo del flanco Sur. Jun­to a ellos, vienen los hijos de la criada de Lía: Gad y Aser. He aquí el cuadro resultante87.

Zabulón Isacar Leví

Hay que concluir afirmando que esta figura, asignada a los c i­mientos y puntos cardinales de la ciudad, resultado final de tan di­versas operaciones de ingenio88, no es más que el fruto de una pu­ra especulación.

Sostiene también el autor —subyugado por este misterio de las perlas preciosas, sobre las que indaga de forma insistente, y esta vez no desprovisto de todo acierto— que cada una de las piedras pre­ciosas está relacionada con los doce signos del zodíaco, según ha

87. De manera extraña, el autor no establece alusión alguna con el resto de los patriarcas.

88. A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation o fS t John II, 166.

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La nueva Jerusalén 129

mostrado la arqueología en numerosos hallazgos de monumentos egipcios y arábigos89. La exacta correspondencia es la siguiente:

Aries = amethistus;taurus = hiancinthus;gemini = chrysoprasus;cáncer = topazius;leo = beryllus;virgo = chrysolithos;libra = sardius;scorpio = sardonyx;sagittarius = smaragus;capricornius = chalcedonius;aquarius = sapphirus;piscis = iaspis.

Repárese en el marco, ya com pleto de la lista, en donde se tie­nen en cuenta nuevos elementos de interrelación, a saber, el texto griego del Ap (en paréntesis se incluye el correspondiente al de los LXX) y los signos del zodíaco90.

ocíqóóvu¿~ o á Q & io v ( to j t c x ^ io v ) o ^ á Q a y S o c

Libra Escopio SagitarioXaXxr|6ct)v (ávftjiaS;)Capricornio

ocurcpeucogAcuario

íotomsPiscis

T O Jtáí¡IO V (3 iiQ i3 M aov(Óvl’xlov) Leo Virgo

Cáncer

La nota característica del pasaje de las piedras preciosas de Ap 21, 19-20 —y esta observación muestra la índole peculiar de su e s ­critura, su irreductible originalidad— es que ofrece un orden inver­

89. Esta identificación de las piedras con los signos del Zodíaco había sido de­tectada, mucho tiempo atrás, por A. Kircher, Oedipus Aegiptiacus II, Roma 1653, 2177.

90. A Critical and Exegetical Commentary un the Revelation o f St John II, 168.

á|xéduvxoc;Aries

M xtvü oc ;(áxcm}c)Tauro

XQDoÓJtaoog(XiyÚQLOv)Géminis

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130 La nueva Jerusalén

so al establecido por los signos del zodíaco. La lista de piedras pre­ciosas es exactamente el reverso de la ciencia astronómica. No tie­ne nada que ver con las especulaciones étnicas de las ciudades de los dioses. En éstas las doce puertas estaban conectadas con doce piedras preciosas y los signos del zodíaco, según el orden del m o­vimiento solar. Obsérvese el siguiente proceso. Cuando el sol cru­za el ecuador hacia el norte, entonces com ienza el signo Aries; treinta días más tarde, Tauro, y luego Géminis... así hasta llegar a Piscis. En la ciudad nueva de Jerusalén según el orden (este, norte, sur, oeste —Ap 21, 13—) se com ienza por Piscis, Aquario, Capri­cornio... hasta acabar en Aries91.

Esta disposición de Ap, fielm ente reproducida en el diseño arri­ba realizado, no sólo carece de paralelos y semejanzas célebres, si­no que refleja la concepción de una ciudad diametralmente opues­ta a las entonces conocidas. La pretensión de Ap es ante todo m os­trar que la ciudad de la nueva Jerusalén se sitúa en las antípodas92. La nueva Jerusalén es del todo inédita, carece de parangón experi­mentado aquí en la tierra; proviene directamente de Dios.

Es justo reconocer que ya Filón93 veía en las doce piedras del efod del sumo sacerdote una alusión a los doce signos del zodíaco. Ahora bien, tal com o reivindica R. H. Charles, Ap se presenta co­mo una contrarréplica a las concepciones paganas de entonces, m e­diante una lista que posee un orden totalmente distinto. Pero el ta­lón de Aquiles de esta teoría es que R. H. Charles no muestra nin­gún documento fiable o de alguna manera identificado —tampoco lo hace Kircher—; y falta saber si esta correspondencia entre las piedras preciosas y los signos del zodíaco era conocida por el au­tor de Ap, a fin de poder atribuirle alguna intención teológica.

Esta interpretación ha sido contestada, aunque sin mostrar prue­bas fehacientes, por T. F. Glasson94. Cree el autor que, debido a las circunstancias de com posición del libro del Ap, al ser escrito en el exilio, el orden de las perlas se basaba en la frágil memoria del v i­dente; de ahí la confusión actual95. Su conclusión, com o puede co ­legirse, no pasa de ser una pura conjetura. Incluso en los períodos talmúdicos y post-talmúdicos, los signos del zodíaco eran utiliza­

91. Ibid., 167-168.92. Ibid., 168.93. Cf. más adelante los textos pertinentes: De specialibus legibus, 1, 87; De vi­

ta Mosis 2, 124.126-133.94. The Order o f Jewels in Revelation XI. 19-20: A Theory Eliminated: JTS 26

(1975) 95-100.95. Ibid., 100.

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La nueva Jerusalén 131

dos com o símbolos cúlticos en la sinagoga y sin ninguna intención polém ica96.

— Otra hipótesis explicativa trata de hilvanar una conexión en­tre las piedras, los patriarcas y los signos del zodíaco97. Se unen —en extraña mezcla aleatoria y arbitraria alegoría— los nombres de las piedras con los patriarcas y los signos del zodíaco. Esta catalo­gación se hace sin justificar criterio alguno para asignar cada uno de los signos astrológicos a los patriarcas y a las piedras de Ap. Adolece, por tanto, de una seria metodología y del rigor de la atri­bución efectuada con coherencia.

— La lista de las doce perlas posee una belleza arraigada en su escueta ortografía98. Se ha estudiado la armonía y eufonía de los nombres de las perlas. Ninguno de los doce vocablos acaba con un sonido sibilante (5 o ^); sólo tres finalizan con el sonido nasal (v), y están colocados en los puntos centrales de la división (...Xcdwifrcbv... oápó iov ... xojrá^iov). La teoría se asemeja a un juego musical, que no deja de ser sino una ocurrente sugerencia.

— El pasaje de Ap 21, 19-21 bebe directamente del texto he­breo, donde las piedras estaban colocadas en cuatro filas parale­las99. Ap resultaría ser un texto iconológico, realizaría de este mo­do tan llamativo su propia construcción simbólica:

4 9 611 11

- - + -^+ ' x12 + + -y '+ + + 10 + + + + 11:1--------------------- g -----------------------j

96. Cf. C. E. Douglas, The Twelve Houses o f Israel. JTS 37 (1936) 49-56.97. Cf. A. Farrer, A Rebirth o f Images. The Making ofSt. John ’s Apocalypse, Bos­

ton 1963, 216-235.98. Cf. otra original faceta en la interpretación de A. Farrer, A Rebirth o f Images.

The Making ofSt. John’s Apocalypse, 219.99. Según la opinión de E. F. Jourdain, The Twelve Stones in the Apocalypse:

ExpTim 22 (1910/11) 448-500.

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132 La nueva Jerusalén

Según el autor, la secuencia de las piedras asume tres diferen­tes formas geométricas. Las tres primeras piedras configuran un triángulo, que es símbolo en el rabinismo de la divinidad. Las cua­tro siguientes forman un cuadrado, símbolo de la tierra. Las últi­mas cinco diseñan una cruz que atraviesa las dos figuras geométri­cas anteriores y las enlazan, a saber, unen el cielo con la tierra100. Hay que reprochar a esta teoría que resulta demasiado críptica pa­ra ser aceptada. Responde más a un sofisticado dibujo de filigranas que a las exigencias de una exégesis seria.

— Las doce piedras de Ap tienen su origen en las más remotas y diversas tradiciones'01:

* Las teofanías (Ez 1, 16.22; 26; 10, 1).* El jardín del Edén (Gén 2, 12; Ez 28, 18; Gilgamés 9, 49-51),* La ciudad de los dioses (Ez 48, 30-35, Platón, Fedro 110b;

Luciano, Vera Historia, 2, 11).* Escritores helenistas, interpretados en clave cosm ológica (Fi­

lón, Vita M osis 2, 122-136; ad Gaium 87-98; Clemente de Alejandría, Stromata 5.38)

* Escritos rabínicos (Ex Rabbá 38, 8-9; Núm Rabbá 2, 7).El autor acumula y presenta un copiosísim o arsenal de material,

sin clasificar; aglutina en extraña mixtura interpretaciones cabalís­ticas, astrológicas, que no llegan a convertirse sino en una informe suma de probabilidades.

— Existe también una clasificación científica de las doce pie­dras. Se atiende a la constitución física de las piedras, a su color y aspecto1112. El autor trata de ofrecer una nomenclatura actual103; pre­senta un estudio de sus diversos colores y m atices104. Toma de R.H. Charles alguna de las claves interpretativas para su disposición ordenada —las doce tribus— en el plano de la ciudad, y configura una estricta correspondencia con cada uno de los apóstoles105.

100. Ibid., 450.101. Cf. U. Jart, The Precious Stones in the Revelation o fS t John XXL 18-21: ST

24(1970) 150-181.102. Cf. S. Bartina, El Apocalipsis de san Juan, 836.103. Sigue a Levesque DB V, 423-427; E. B. Alio, L ’Apocalypse, 347; Camps BM

22, 345-347.104. Esto añade a Plinio, Historia natural I, 37; A. Laudunense, Enarrationes in

Apocalypsin; PL 162, 1579-1582.105. S. Bartina, El Apocalipsis de san Juan, 840. Aquí puede verse su exhaustivo

organigrama.

Page 131: La

PONI

ENTE

La nueva Jerusalén

NTRAMONTANA

ZABULON ISACAR LEVIsardo sardónica esmeralda calcedonia

BARTOLOME FELIPE JUAN SANTIAGO

MANASES

amatista

NEFTALI

jacinto

ASER

[^ 3 1 ••

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CORDERO PEDRO

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crisoprasa topacio berilo crisólitoGAD BENJAMIN JOSE

SIMEON

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jaspe•>• i i

JUDA

SNOTO

AUSTRO

La distribución de las tribus se inspira en la larga descripción del capítulo segundo del libro de los Números. La de los doce apóstoles en Mt 10, 2-4; Me 3, 16-19; Le 6, 14-16. En el centro de la ciudad, en la plaza, se sitúa el trono de Dios y del Cordero, del que mana un torrente impetuoso de agua viva (22, 1), dirigido ha­cia oriente según Ezequiel (47, 1-12), o hacia poniente, conforme a la descripción de Zacarías (14, 18). A ambos lados se sitúa la «ar­boleda» de la vida.

Hay que decir, en aras de una fiable exégesis de Ap, que no po­demos conocer ni siquiera con un mínimo de garantía qué aposto-

LEVANTE

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134 La nueva Jerusalén

les corresponden a las tribus o a las piedras preciosas106. Todas las combinaciones y asignaciones que se han hecho se mueven en el terreno pictórico e hipotético, llevan el estigma de la propia fanta­sía107. Fácilmente se combina la mística de J. van Ruysbroek (1294- 1381) y de J. Tirinius (1580-1636), quien ordena así la lista de los apóstoles: Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Ma­teo, Tomás, Santiago, Judas Tadeo, Simón, M atías108. Incluso se ha establecido una asignación de las piedras preciosas, conforme a los colores de cada piedra. Esta operación ha resultado ser una extra­ña aleación de imaginación y de visiones sobrenaturales109.

— No debe quedar por reseñar la interpretación de O. Bocher110. El autor cree encontrar en las piedras preciosas un valor medicinal; equivaldrían a una especie de amuletos curativos. Nada en el texto induce a pensar en ello. La discreta mención «para la curación de las naciones» no sirve com o apoyatura de su teoría; es bastante posterior en el pasaje (Ap 22, 2), se sitúa en otro contexto, y posee una clara alusión: el árbol de la vida.

— La lista de las piedras ha tenido diversos referentes; ha sido asociada con los doce apóstoles del Cordero (Ap 21, 14; cf. E f 2, 20s), con Cristo (1 Cor 3, lOs; Rom 15, 20), con las tribus de Isra­el (Ex 28, 17-21) e incluso con los signos del zodíaco111. Todas es­tas hipótesis explican el sim bolism o de las piedras principalmente con la ayuda de fuentes externas, a excepción de la primera asig­

106. Cf. O. Bócher, Zur Bedeutung der Edelsteine in Offb. 21, 29. A sí resuena el resignado y bien ponderado juicio de A. Bisping (Erklarung der Apokalypse des Jo- hannes, 341): «El esfuerzo de algunos intérpretes, para asignar cada una de las piedras a cada apóstol, por ejemplo, el jaspe a Pedro, el zafiro a Andrés... hemos de rechazar­lo como infructuoso y debemos quedarnos en la significación de alguna manera sim­bólica de esta descripción».

107. Cf. para una historia de estas interpretaciones, P. Schmidt, Edelsteine, Ihr Vie­sen und ihr Wert bei den Kulturvolkern, Bonn 1948, 100-127; C. Meier, Gemma Spi- ritalis. Methode und Gebrauch der Edelstein allegorese von frühen Christentum bis ins 18. Jahrhundert, München 1977.

108. Cf. J. Tirinius, Commentarius in Vetus et Novum Testamentum III, Antverpiae 1632, 603-605.

109. F. Bussa de Leoni gozó de una visión mariana, en donde aparecían las piedras preciosas de Ap, dotadas de un color refulgente. Cf. P. Schmidt, Edelsteine, Ihr Wesen und ihr Wert bei den Kulturvolkern, 106.

110. Zur Bedeutung der Edelsteine in Offb 21, en Kirche und Bibel. FS E. Schick, Paderborn 1979, 19-31.

111. Cf. M. Wojciechowski, A pocalypse 21, 19-20; des titres christologiques ca- chés dans la liste des pierres précieuses: NTS 33 (1987) 153s.

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La nueva Jerusalén 135

nación. La estructura de la lista tiene, no obstante, su sentido pro­pio. Este autor examina cuidadosamente las piedras. Su trabajo es comparable al de un orfebre volcado sobre sus piedras, y mirando con lupa sus propiedades. Sólo que él examina escrupulosamente la com posición lexicográfica; trata de dibujar acrósticos, juega con el valor de las letras, hace gematría, labor de encaje típicamente ju­dío. Realiza siete operaciones metodológicas para concluir con es­ta disposición:

IC XC CC / X B T / X Y A’lrioo'Dg XQioxóg Icoxr|Q, XQioxóg B aoileiig (x a i) TéXog (tajreivóg), XQioxóg Yíóg ’AvOqcójcou

Jesucristo Salvador, Cristo Rey (y) Fin (humilde), Cristo, Hijo de hombre.

La traducción final insiste sobre el título de Cristo. Presenta su misión escatológica y la realización de las profecías sobre el Rey- M esías y el Hijo de hombre. La significación teológica e histórica de esta confesión cristológica es considerable, y refleja con bas­tante fidelidad la teología y la liturgia de la Iglesia de Ap.

Hay que objetar que bastantes procedimientos y pasos metodo­lógicos no están suficientemente llevados con rigor. Incluso el au­tor reconoce que algunas soluciones propuestas no son plenamen­te convincentes112. Es un intento que se mueve en la línea del ju­daismo más nominalista. Esta teoría vale no como prueba sino tan sólo com o una estimulante invitación. Cae en el mismo error que en principio pretende combatir, quedarse en la superficie del texto, en su dimensión puramente literalista, para inferir una significa­ción teológica.

c) Balance ponderativoCreemos que buscar una referencia demasiado concreta, una es­

pecífica coloración, un apóstol para cada piedra, un signo del zo­díaco... no esclarece sino que empobrece la lectura de Ap. Preferi­ble es dejar el símbolo, en su aspecto sugerente y en la profunda significación que le otorga el libro entero de Ap, y no tratar de bus­car una asignación tan particularizada.

Las diversas imágenes del Ap no son piezas de un rompecabe­zas, con cuya unión en las coordenadas del espacio y del tiempo, se obtendría la panorámica cabal. Estas imágenes son simbólicas,

112. Ibid., 153.

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136 La nueva Jerusalén

y, por tanto, con frecuencia incompletas y contradictorias entre ellas mismas; tratan de expresar, a su manera, mediante el torpe lenguaje humano, el inefable mensaje de Dios, que trasciende toda lengua y comparación. Para la policromía de las piedras, es sufi­ciente con evocar la sinfonía de colores que reverberan estos mati­ces tan variados de azul, verde, rojo y amarillo: la impresión de deslumbramiento y belleza113.

Como conclusión a esta reseña crítica, se constata que la inves­tigación histórica de 1a tradición de las doce piedras preciosas ha producido un resultado decepcionante. Los modernos intentos de interpretación han marchado de forma errática, por sendas equivo­cadas. ¡Qué derroche de esfuerzo empleado para no llegar a ningu­na conclusión segura!

En cuanto a datos ya adquiridos es preciso señalar algunos, pues no todo ha sido estéril en tan dilatada investigación. Hay que indicar que las piedras preciosas del Ap no pueden parangonarse en referencia distributiva con alguna de las tribus, apóstoles, signos del zodíaco, o direcciones geográficas. Nada fructífero puede deri­varse de los colores, nombres o secuencias de las piedras. Los cé­lebres «lapidaría» del mundo griego/romano no ofrecen motivos fiables para una exégesis seria. Lo mismo cabe decir de los textos cabalísticos.

Sin embargo, no nos sentimos derrotados —resignados a dejar la tarea—, sino sabiamente apercibidos por la historia interpretativa. No parece que el autor de Ap haya querido enterrar en los cim ien­tos de la ciudad, junto al tesoro de las perlas preciosas, el secreto oculto de su interpretación. Secreto que está solicitando al lector para que exhume esos restos escondidos. Si los conatos de inter­pretación se han revelado a la postre negativos, tienen un efecto di- suasorio y sanante; nos apartan de un camino extraviado y nos se­ñalan la dirección por donde deben ir las futuras investigaciones.

Así, pues, con la experiencia cautelar del que conoce pasados errores y evita tropezar en ellos, es preciso caminar decididamente por la senda bíblica.

d) Interpretación bíblicaEl pasaje de Ap acerca de las piedras preciosas posee un inne­

gable trasfondo veterotestamentario. Los profetas han sabido dar113. Cf. J. Bonsirven, L ’A pocalypse , 318.

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La nueva Jerusalén 137

voz a una esperanza colectiva; han sido testigos privilegiados de la gran expectación, que desbordaba los anhelos del pueblo judío por la renovación de Jerusalén. La vieja ciudad santa sería transforma­da en suntuoso edificio, lleno de piedras preciosas. He aquí los dos textos principales, en donde resuena la voz de la promesa:

¡Oh afligida, zarandeada, desconsolada!Mira, yo mismo te coloco piedras de azabache, te cimiento con zafiros,te pongo almenas de rubí, y puertas de esmeralda, y murallas de piedras preciosas (Is 54, 11-12).

El fragmento profético articula una descripción de Jerusalén, rápidamente resuelta con el procedimiento de una reconstrucción (cf. Is 60, 10-18). Se pasa del lenguaje alusivo a una mujer (vv. 1-9), que está desconsolada, a otro registro simbólico, hecho de pe­drerías. El profeta acentúa tres notas esenciales: la estabilidad («Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no te retiraré mi lealtad ni mi alianza de paz vacilará», v. 10); el consuelo (lo opuesto a la situación actual de desconsolada, eco de las célebres palabras «Consolad a mi pueblo»; cf. Is 40, 1) y el amor. Por eso, acude a un lenguaje simbólico, que sugiere esa firme presencia de Dios, su permanencia y la solicitud de su cariño. Isaías lleva a ca­bo este transfert a través de la hermosura y la estabilidad de los m i­nerales. Describe la profundidad (los cimientos) y la altura (las al­menas); luego el exterior (las puertas y la muralla). La ciudad en­tera es hermosa mansión compacta de perlas preciosas.

Se da un trueque en la imagen descrita. Es el paso de la mujer a la ciudad, una metamorfosis que es, por otra parte, recurrente en los escritos proféticos. Léanse los hermosos capítulos de Isaías 60 y Ezequiel 40; 48. Lo mismo que una mujer se engalana con sus jo ­yas, la ciudad también se adorna con piedras preciosas, a fin de ma­nifestar su hermosura y belleza. Este tema, prevalentemente bíbli­co, es típico de Ap.

El siguiente pasaje representa un saludo a Jerusalén. La nostal­gia de los desterrados decora una Jerusalén por fin reconstruida, se aspira a que sea centro de reunión universal y que resulte (de ahí la insistencia en murallas, torres, defensas) ya invencible para siem ­pre.

Las puertas de Jerusalén serán rehechas con zafiros y esmeraldas, y de piedras preciosas sus murallas. Las torres de Jerusalén serán alzadas con oro, y con oro puro sus defensas. Las plazas de Jeru­salén serán soldadas con rubí y piedra de Ofir (Tob 13, 16b-17a).

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138 La nueva Jerusalén

Se sigue en la misma línea descriptiva de Isaías. Existe profu­sión de piedras preciosas. La novedad interesante es que introduce la mención del oro, y «oro puro», com o hace justamente Ap 21, 18.

Pero el «locus classicus» para la confección de la lista de las doce piedras preciosas se halla en la descripción del sumo sacer­dote, tal com o aparece en Ex 28, 17-20; 39, 10-12.

También se encuentra —aunque secundariamente— un pasaje si­milar en Ez 28, 13. En este último texto, el profeta se lamenta a causa del arrogante rey de Tiro, cuyo corazón se ha corrompido y que es objeto de espanto (cf. vv. 16-19); pero que inicialmente fue comparado con el primitivo hombre del paraíso. He aquí la des­cripción:

En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de piedras pre­ciosas formaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, pie­dra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita, esmeralda; en oro estaban la­brados los aretes y pinjantes que llevabas (28, 13).

El pasaje pretende acentuar fuertemente el contraste respecto a Tiro, entre su primera condición —adánica— y la última —satánica—, debido al orgullo y violencia de que ha hecho gala, combatiendo contra el pueblo elegido. Además, la lectura masorética sólo rese­ña nueve piedras.

He aquí, pues, el texto principal. Hay que indicar que Ex 39, 10-13 es una reproducción literal de éste:

Lo llenarás (el pectoral) de pedrería, poniendo cuatro filas de pie­dras: en la primera fila, un sardio, un topacio y una esmeralda; en la segunda fila, un rubí, un zafiro y un diamante; en la tercera fila, un ópalo, una ágata y una amatista; en la cuarta fila, un crisólito, un ónice y un jaspe; todas estarán engastadas en oro (Ex 28, 17-20).

El pasaje habla de las vestiduras del sumo sacerdote. La señal visible de su sacerdocio se manifestaba en los ornamentos que so­lemnemente portaba; le eran conferidos en un rito de investidura, y le hacían apto para actuar en la liturgia com o representante de D ios sobre la tierra"4. Estas esplendorosas vestiduras que endosaba, eran también signo de la pureza y santidad de su alto cargo115.

114. Cf. J. Gabriel, Untersuchungen ü berdas alttestamentliche Hohenpriestertum, Wien 1933,44-90.

115. Cf. E. Schürer, Historia del pueblo ju d ío en tiempos de Jesús II, Madrid 1985, 365-369.

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La nueva Jerusalén 139

Tan magnífica indumentaria ha sido descrita con detalle y em o­ción por diversos pasajes bíblicos (Ex 28 —¡Todo un capítulo!—; Eclo 45, 6-13; 50, 5ss). Algunos escritores extrabíblicos también la han ponderado en textos memorables: F ilón116 y F. Josefo"7.

Las vestiduras sacerdotales se componían de túnica de seda, calzones de seda, turbante, cinturón; además de otras cuatro piezas, típicamente peculiares de su función: pectoral, efod, túnica talar —que se prolongaba desde lo alto de la cabeza hasta los pies— y dia­dema de oro, colocada sobre el turbante118.

Entre las prendas destacaba el efod, confeccionado con tejidos de lana, dibujos multicolores y entorchados de oro. En su centro, reposando en el corazón, estaba el pectoral, incrustado de doces perlas preciosas (cf. Ex 28, 6-14; 39, 2 -7 )I19. Sobre el efod, pues, se situaba, el pectoral (Ex 28, 30 )120.

Este vocablo —el pectoral— es de origen desconocido; estaba confeccionado del mismo tejido del efod. N o se ha encontrado nin­gún resto arqueológico o vestigio de otro tipo, que permita una re­construcción verosímil. Una posible reconstrucción, hecha a partir del texto bíblico (y algunos pasajes ugaríticos y egipcios), no tiene sino el valor de una conjetura12'.

Se ha querido ver que el texto masorético de Ex 28, 17-20 sub- yace detrás de Ap 21, 19-20, siendo su fuente inspirativa; y que las piedras del pectoral estaban colocadas en cuatro filas paralelas122:1 np-O = 0|.iápaYSog m£33 = Tojiá¡¡tov DIN = aágóiov2 □ ;iT = aag6óvi| T 30 = aáJtqpiQog ”]33 = XQuaóXido;3 ¡ lü ^ n x = ánéfhjoros 13!£¡ = XQuaóJTQaooc; 0^*7 = tiduavOog4 n a B ’ = íaaiuc; OilD = PiÍQvXXog íTlITin = x a ^5a)&tüv

Nos encontramos, sin embargo, con graves problemas de orden textual. Hay que reconocer que la identificación del texto hebreo

116. De vita Mosis 2, 23; De specialibus legibus 1,16.117. Antigüedades Judías III, 7, 4-7; Guerra judía V, 5, 7. Cf. M. Haran, Priestley

Vestments, en Enciclop. Jud. 13 cois. 1063-1069.118. Cf. K. Elliger, Ephod und Choschen: VT 8 (1951) 19-35.119. Cf. H. Thiersch, Ependytes und Ephod, Stuttgart 1936; S. de Ausejo, Efod, en

Diccionario de la Biblia, Barcelona 1963, 516-517.120. La palabra suele traducirse del hebreo BStían ]tün al griego por «X.c>Y[e]tov

xf]5 xpíoEiog». La Vulgata traduce «rationale».121. Cf. H. G. May, Ephod und Ariel: AJSL 56 (1939) 44-69', C. Gancho, Pecto­

ral, en Enciclopedia de la Biblia 5, Barcelona 1963, 953.122. Cf. E. F. Jourdain, The Twelve Stones in the Apocalypse: ExTim 22 (1910/11)

448-50).

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140 La nueva Jerusalén

con el griego, para designar con propiedad a las piedras preciosas es puramente hipotética. Esto se debe al distinto orden de las pie­dras según el texto masorético y A p123. Este comienza enumerando las piedras correspondientes a la segunda fila del efod (según el texto masorético); sigue con la primera, después con la cuarta, y acaba con la tercera. Los inconvenientes se suman al tener también —en algunos casos— diversa nomenclatura124. Hay coincidencias só­lo entre diez piedras; quedan sin correspondencia las piedras ocxq- 6óv\)^ y xe^ oóitaoog. Ante tal cúmulo de dificultades es preferi­ble, en este sentido, mantener el texto de los L X X 125.

Conforme a la versión de los LXX de ambos textos (Ex 28, 17- 20: 39, 10-13), he aquí los nombres de las piedras preciosas:

1.a (K Ío íM o v 2.a t o j t ó ¡ ; i o v 3." a|.i«o«Y<V)54.a ávífjTaS, 5.a crájiqpeiQog 6.a íaojtig7.a /a'fúoiov 8.a áxátris 9.a ót|.iéíhmos

10.a xe^oóXi#og 11.a pT]nú>J.iov 12.a óvúxiovV éase el texto correspondiente de Ap 21, 18-19

1 .a i 'a a ;u c 2a occmpiQot; 3.a xabaiiSmv /4.a a|iáQaY&og 5.a oaQ6óvi)§ 6.a aágSiov /7.a XQ'DoóÁiOoc; 8.a pí]ov/Aoi; 9.a toitá^iov /

10.a XQVOÓXQaoog 11.a úájuvdog 12.a á|.iéíh)cn;o5

Confrontando ambas listas de piedras preciosas, se llega al si­guiente resultado. El orden en cada uno de los dos pasajes es dis­tinto. La nomenclatura no se repite de manera uniforme. Hay tres piedras cuyos nombres no aparecen en el Ap, a saber; falta de la lis­ta la asignada a la numeración 4.a áv&jta^, la 7.a XiyÚQiov y la 8.a axáxiis.

En F. Josefo aparecen en dos ocasiones una lista de doce pie­dras preciosas. La primera versión es ésta:

123. Cf. L. Thorndike, De lapidibus [1. de textibus relatis ad Apoc 21, 19s et Ex28, 17-20)]: Ambix 8 (1960) 6-23.

124. Cf. R. H. Charles, A Critica! and Exegetical Comentary on the Revelation o f St. John II, 169 y P. Prigent, L ’A pocalypse, 340, quienes reconocen las evidentes difi­cultades.

125. Cf. W. W. Reader, The twelve Jewels o f Revelations 21: 19-20: Tradition His- tory and modern Interpretations: JBL 100/3 (1981) 437.

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La nueva Jerusalén 141

a á o ftto v / t c o t ó ^ io v /<7|tá Q a Y & o q / á v d jc a ^ / a áitcp E u to g / ía a m c ; / Á17ÚQIOV /á x á t r ic ; /á iié f lu a x o q / x Q u a ó /.if)o c / fhioí>>./aov / ó v i j - X io v 126.

La segunda entrega es así:oágbiov / t o j u í g o v / 0 ^ 10 5 0 7 8 0 5 / « v ib r a d / o ájtcp E in o g / ía a m g / X iy ú g io v / cr/a rr i; / « | i ¿ í H jv t o c / xoiiaóXi/Oog / p r |n ú Á /a o v / ó v ú - X io v 127.

Se ha conjeturado que el autor, F. Josefo, para inspirarse en su precisa descripción, pudo ver en Roma el efod del sumo sacerdote, prenda que fue arrebatada por el ejército de Tito, entre otros trofe­os de singular relieve, en la gran guerra judía y considerada parte del botín de la victoria128.

En tiempos helenistas se conocía una lista no fija, sino más bien flexible acerca de la tradición de las doce piedras (Sab 18, 24; Eclo 45, 11; 50, 9; Ep. Aristeas 97). D e manera semejante se encuentran varios catálogos de las doce piedras preciosas, registrados en los principales targumim, que «traducen» los conocidos textos de Ex 28, 17-20 y 39, 10-13: N eophyti129, Pseudo-Jonatán130 y Onque- los131. Lina lectura sinóptica de las tres versiones, muestra que ex is­te un mixtum compositum, donde aparecen sus semejanzas entre ellos y también leves diferencias con respecto al TM. Estas listas fueron compiladas teniendo en cuenta la tradición oral; no son fi­dedignas traducciones de la peculiar designación hebrea132.

En Ex 28, 21 (en la inmediata continuación, pues, del texto arri­ba reseñado) se da la explicación al simbolismo de las piedras. Es­tas corresponderán a los nombres de los hijos de Israel; serán do­

126. Guerra judía V, 5, 7.127. Antigüedades judías III, 7.5. Respecto al orden de la versión de los LXX, he

aquí el orden que ofrece F. Josefo. En la Guerra judía'. 1.2.3.4.6.5.8.9.7.12.11.10). En Antigüedades judías, cambia la palabra oóq&lov y oag&óvu%, y difiere del orden de los LXX: [11.2.3.4.6.5.7.9.8.10.12.11.

128. Cf. U. Jart, The Precious Stones in the Revelation ofSt. John 21, 18-21, 153-154.

129. Cf. A. Diez Macho, Neophyti 1, Targum Palestinense I. Exodo, Madrid-Bar- celona 1970, 181, 183,263.

130. Cf. M. Ginsburger, Pseudo-Jonatan, New York 1971, 149, 170.131. Cf. A. Sperber, The Bible in Aramaic According to targum Onkelos, Leiden-

Brill 1959, 137-138, 160-161.132. Cf. W. W. Reader, The twelve Jewels o f Revelations 21:19-20: Tradition His-

tory and modern Interpretations, 440-441.

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142 La nueva Jerusalén

ce, com o doce son sus nombres. Estarán grabadas a manera de se­llos, cada una con su nombre, conforme a las doce tribus; pero no se detallan los nombres de las tribus, ni se ofrece asignación para cada una de ellas.

Los targumim, antes aludidos, deletrean —detalle interpretativo que no hace el texto bíblico—, cada uno de los nombres de los do­ce patriarcas. Los tres son coincidentes. V éase la detallada y co lo­rista lectura que hace Neophyti I a Ex 28, 15-20:

Y harás el pectoral del juicio, una obra de artista: lo harás como la bara de] efod; lo harás de oro, de púrpura violeta, escarlata, color carmesí precioso y lino de hilo torzal. Será cuadrado, doble, de un palmo de longitud y un palmo de anchura. Y lo llenarás con un re­lleno de piedras: cuatro filas de piedras preciosas. La primera fila: una cornalina, un topacio y un carbunclo: una fila. Y estará escri­to y expresado sobre ellas el nombre de tres tribus: Rubén, Si­meón, Leví. Y la segunda fila: una calcedonia, un zafiro y un ojo de becerro133. Y estará escrito y expresado sobre ellas el nombre de tres tribus: Judá, Isacar, Zabulón. Y la tercera fila: un jacinto, un berilo y una esmeralda. Y estará escrito y expresado sobre ellas el nombre de tres tribus: Dan, Neftalí, Gad. Y la cuarta fila: berilo del Gran Mar, el bedelio, la margarita, y estará escrito y expresado so­bre ellas el nombre de tres tribus: Aser, José y Benjamín. Estarán engastadas en oro134.

Resultaría empresa ardua si no imposible, intentar una equiva­lencia semántica, a saber, acomodar la vieja denominación de estas antiguas piedras con la nomenclatura actual. Esta tarea restaurado­ra se ha visto repetidamente baldía135.

Las versiones en nuestra lengua, fenóm eno fácil de detectar pa­ra cualquier lector avezado, son variadísimas, y nos hacen desistir de cualquier intento de traducción concordada.

133. En la nota n.° 12 (p. 180) el autor se pregunta si esta piedra pueda correpon- der al diamante.

134. A. Diez Macho, Neophyti f II. Exodo, 181-182.135. He aquí los intentos fallidos: S. V. Gliszcynski, Versuche einer Identifizierung

ie r Edelsteine im Amtsschikd des Jüdischen Hohenpriesters aufGrund kritischer und iisthetischer Vergleichsmomente: FuF 21/23 (1947) 234-238; H. Quiring, Die Edels­teine im Amstsschild des jüdischen Hohenpriesters und die Herkunft ihrer Ñamen: Sudhofs Archiv für Geschichte der Medizin und der Naturwissenschaften 38 (1954) 193-213.

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La nueva Jerusalén 143

e) interpretación desde el ApocalipsisLa anterior reseña comparativa de textos, prevalentemente bí­

blicos o, al menos, fundados en última instancia sobre la Biblia, nos ha mostrado fehacientemente que ya existía de manera autóno­ma una lista, aunque confeccionada con variados matices. También nos ha convencido de la dificultad insuperable de lograr una tra­ducción actualizada y fidedigna. D e ahí que interesa ahora sobre­manera atender a la peculiar lectura que hace Ap y extraer válida­mente su mensaje teológico.

Nuestro libro muestra que la lista de doce perlas ha sido resca­tada de una antigua tradición. Lo prueban algunos fenómenos de la sintaxis propia del texto apocalíptico. N o se explica el hecho de la reiteración de la piedra preciosa «jaspe» —repetición impensable—, cuando previamente se ha dicho que el material de la muralla era de jaspe (v. 18). Cada nombre de las perlas va declinado en nom i­nativo, originando así una crasa incoherencia; pues de acuerdo con todas las secuencias anteriores, tendría que ir declinado en dativo. Estas anomalías o incorrecciones, inexplicables para un escritor, com o es el autor del Ap, que con tanta maestría emplea el griego, subrayan la importancia y el realce de la presente lista, cuyo sus­tancial sustrato puede inferirse que es anterior a la com posición ac­tual del Ap, sin que tal antelación implique que nuestro autor re­mede sin más los doce nombres de las piedras.

Con toda certeza, pues, Ap se refiere a las doce piedras que adornaban el pectoral, que reposaba en el efod del sumo sacerdote (cf. Ex 28, 17-20; 39, 10-12); tanto más que en Ex 28, 21 se alude a las doce tribus (sobre cada piedra va el nombre de una tribu) co­mo aparece también en Ap 21, 12.

Pero no basta con afirmar y sostener la dependencia textual —cosa por lo demás admitida— entre Ap y los pasajes respectivos del Exodo. Tal reconocimiento sería cosecha de poca envergadura. Es preciso leer e interpretar —con mentalidad apocalíptica, a saber, desde la perspectiva reveladora que otorga la integridad del libro del Ap— la descripción simbólica de la que el vidente es testigo; hay que caer en la cuenta de la importancia del trueque que se rea­liza, y desvelar sus consecuencias eclesiales.

f) La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotalEl autor de Ap ejecuta una novedad inusitada, un atrevimiento

rayano en el sacrilegio: despoja las piedras preciosas del lugar sa­

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144 La nueva Jerusalén

grado en donde estaban —el pectoral del sumo sacerdote—, para po­nerlas com o material de construcción de una ciudad.

Este acto desacralizante resulta tanto más sorprendente dada la mentalidad religiosa de entonces, que es preciso conocer para cali­brar el alcance del texto apocalíptico. Las vestiduras del sumo sa­cerdote tenían poderes especiales —actuaban casi com o talismán sagrado—, poseían virtud expiatoria136. Dichos ornamentos consti­tuían para los judíos el sím bolo inviolable de su religión. Resulta­ban, por ello, moral y físicam ente «intocables». Por la historia sa­bemos que Herodes el Grande, Arquelao, y los procuradores roma­nos guardaron en la torre Antonia, bajo una eficaz custodia, las vestiduras sagradas del sumo sacerdote. Sólo así lograron evitar las revueltas de los judíos. Estos lucharon denodadamente hasta que un decreto del emperador Claudio (45 d. C.) les devolvió tales in­dumentarias anteriormente robadas y que habían permanecido en poder romano desde el 6 hasta el 36 d. C. (Vitelio las restituyó). A sí se escribía la encarnizada historia de la reivindicación nacional pa­ra detentar y poder enarbolar la bandera religiosa del pueblo ju ­dío137.

Sólo el autor de Ap —entre tantos escritores que han comentado el texto bíblico respecto a las vestiduras del sumo sacerdocio— ha tenido la osadía de describir los cimientos de la ciudad de la nueva Jerusalén, recurriendo a las doce perlas que adornaban el pectoral del sumo sacerdote.

Es preciso interpretar con coherencia apocalíptica este trueque simbólico entre las vestiduras sacerdotales y las doce piedras. Este es, en esencia, su mensaje teológico-eclesial. Ap afirma que el sa­cerdocio que plenamente asumía el sumo sacerdote, quien quedaba investido de un carácter indeleble, que lo representaba en la tierra con santidad eterna138, simbolizado en las doce perlas del pectoral del efod sagrado, ahora se extiende por toda la ciudad. Las doce piedras preciosas, que adornan los cimientos, que son la noble ma­teria de la que están hechos, muestran que la nueva Jerusalén es una ciudad sacerdotal, sin necesidad de mediaciones ni sacrificios: toda ella consagrada al culto del D ios vivo, mediante una com u­nión, hecha de presencia mutua, directa e ininterrumpida.

Esta explicación queda reforzada por el hecho de que la ciudad santa está construida de la misma forma que el «santo de los san­

136. El poder expiatorio de las prendas del sumo sacerdote se encuentra registra­do en Cantar Rabbá 4 ,7 y en La Pesijta 6, 5.

137. Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, 168-169.138. F. Josefo, Vida 1,1.

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tos» (cf. v. 22; ya se vio la importancia de este verso y su interpre­tación sacerdotal-cultual). Y así, otro detalle sim bólico —esta vez de construcción— revela la naturaleza sagrada de la ciudad. La nue­va Jerusalén está convertida —íntegramente, sin exclusión de parte alguna— en «santo de los santos», lo más sagrado. Ap se esmera con denodado esfuerzo por establecer y consolidar, mediante una cadena simbólica, forjada de atrevidos eslabones, el carácter cul- tual-sacerdotal de la ciudad.

Esta interpretación global, no aislada ni ocurrente, sino respe­tuosa con el texto y contexto del Ap, permite mostrar la coherencia de nuestra propuesta. Aunque el gesto simbólico resulte un tanto osado, entra perfectamente en la congruente explicación del sim­bolismo de Ap. «El privilegio reservado al sumo sacerdote en el antiguo testamento es ahora dado libremente a todo el pueblo de D ios»131’.

Se nos antoja reductivo no percibir ni valorar este aspecto sa- cerdotal-cultual, el verdaderamente consustancial en la lista de las doce piedras preciosas; y aún más grave, ni siquiera mencionarlo —pues es depauperizar la riqueza interpretativa de tan fecundo tex­to—, tal com o lamentablemente se ha hecho. A sí P. Prigent, para quien el objetivo último, tan modesto en comparación con el des­pliegue de su erudición, se concentra en la insistencia sobre la glo­ria y magnificencia de la ciudad celeste. Esta finalidad resulta de­masiado genérica e imprecisa140. Según H. Kraft, el autor de Ap se limita a enumerar la lista de las doce piedras preciosas, y concluye afirmando que «la suntuosidad y el brillo de la ciudad celeste son expresados, pero nada más se ha pretendido»141. No se diga nada de R. H. Charles142, obsesionado por la correspondencia nominal entre el vocablo griego de las piedras y su partner latino, siguiendo de cerca las prolijas explicaciones de Plinio143.

g) La nueva Jerusalén, ciudad apostólicaLa enumeración de las doce piedras posee también un sentido

apostólico. Los apóstoles son considerados como cimientos (Ap139. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 382. No estoy solo, pues, mantenien­

do esta opinión. También la comparten: O. Bocher, Zur Bedeutung der Edelsteine in Offb 21, 28-29; E. Schich, El Apocalipsis, 266.

140. L ’Apocalypse, 341-342.141. Die Offenbarung des Johannes, 272.142. A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 169s.143. Cf. Historia natural, 37.

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21, 12-14), jueces y testigos. Puede cotejarse Ap 20, 4 con Mt 19, 28; Le 22, 30; cf. 1 Cor 12, 4-6.

La nueva Jerusalén alberga en sí a la fiel comunidad de Israel (Ap 21, 12) y a la fundada por Jesús: la que reposa sobre el cole­gio apostólico establecido por el mismo Jesús («los doce cim ien­tos, los apóstoles del Cordero» —Ap 21, 14—). La Iglesia tiene con­ciencia de ser el nuevo y verdadero Israel, la realización del cum­plimiento de las esperanzas judías en la restitución de las doce tri­bus (Ap 7, 4-8; 14, 1-5; cf. Sant 1, 1)

Las piedras preciosas hacen relación con los doce apóstoles, y su brillo es el Espíritu santo. El es quien hermosea la ciudad de Je­rusalén144.

Resulta esclarecedora en este punto la interpretación que de las doce piedras ofrece Clemente de Alejandría, autor de quien es pre­ciso citar algunos fragmentos.

Nosotros sabemos por la tradición que la Jerusalén de arriba ha si­do construida con piedras santas, y entendemos que las doce puer­tas de la ciudad celeste, parecidas a piedras preciosas, significan la manifestación visible de la gracia anunciada por los Apóstoles. Pues es sobre estas piedras donde se encuentran dispuestos los co­lores; estos colores preciosos, mientras que todo el resto es dejado de lado como materia terrestre. Con razón es fortificada simbóli­camente con ellas la ciudad de los santos, edificada espiritualmen­te —jtóXig Jtvexi(x(mxa>5145 oíxoSo[xou|iévr|—l46.

Según Clemente la significación de las piedras preciosas es la manifestación visible de la gracia, anunciada por los apóstoles; a saber, el anuncio del evangelio, la vivificación a través de los sa­cramentos. Pero su brillo y resplandor se debe al Espíritu, aquí re­ferido al «Espíritu santo o Espíritu de D io s» 147. Este carácter espi­ritual se atribuye expresamente a la Iglesia en su conjunto, que es apostólica en el ejercicio del anuncio del evangelio.

144. Cf. H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, 294.145. Este adverbio, característico de Ap (cf. 11, 8. Su explicación se verá con de­

talle más adelante) aparece en otros lugares de Clemente: Stromata V, 7, 5; VI 41, 7. Tiene el significado: «por medio de o con el Espíritu». Según el resplandor inimitable de las piedras preciosas se ha entendido «el resplandor del Espíritu» (TO avOoQ toü jtv8Ú|taxo5), que es imperecedero y santo por esencia.

146. Pedagogo II, 119, 1-2.147. Cf. L. F. Ladaria, El Espíritu en Clemente Alejandrino, Madrid 1980, 244.

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Otro texto insiste sobre la misma interpretación espiritual:Las esmeraldas brillantes colocadas sobre el efod significan el sol y la luna que trabajan con la naturaleza. El hombre, creo, es el co­mienzo del brazo. Las doce piedras colocadas en cuatro filas sobre el pecho (cf. Ex 28, 17-20) nos describen el círculo del zodíaco con los cuatro cambios del año. Era necesario que a la cabeza, al Señor, estuviesen sometidos la Ley y los profetas; pues podemos decir con razón que los apóstoles son al mismo tiempo profetas y justos, puesto que un solo y mismo Espíritu santo actúa en todos14*.

A través de la interpretación de Filón, sobre el efod, quien ve en él los signos del zodíaco149, Clemente hace una interpretación apos­tólica, y la fundamenta en la actuación del Espíritu santo.

Ya el rabinismo había explicado el significado de las piedras preciosas150. El judaismo helenístico, en especial a través de Filón (cf. textos arriba citados), asociaba los signos del zodíaco a los do­ce patriarcas. A la alegoría cósm ica sucede la exégesis de interpre­tación cristiana. Clemente relaciona las piedras preciosas con los doce apóstoles151.

El texto apocalíptico que refiere que los cimientos de la mura­lla están adornados de toda clase de piedras preciosas (21, 19-20), ha sido comentado, pues, en clave apostólica y pneumatológica.

Esta interpretación que conecta los cimientos y las piedras con los apóstoles, movidos por la inspiración del Espíritu, ha sido man­tenida en la Iglesia. Véanse dos muestras elocuentes. La primera pertenece a Cesáreo de Arlés:

Ha querido nombrar la diversidad de piedras preciosas en los fun­damentos para mostrar los dones de las diversas gracias que son concedidas a los Apóstoles, como dijo a propósito del Espíritu san­to: ‘Repartiéndolas a cada uno en particular según su voluntad’152.

148. Stromata V, 6, 38, 3-5.149. Cf. De specialibus legibus, 1, 87; De fuga et inventione, 184-185; De vita

Mosis 2, 124.126.133; Quaestiones et solutiunes in Exodum, 2, 112-114.150. Cf. W. Bacher, Une ancienne liste des noms grecs des pierres précieuses re­

lajee dans Exode XXVII, 17-20. Fragment du midrasch de l ’école d ’Ismael sur le Lé- vitique: REJ 29 (1894) 79-90.

151. Ver arriba los textos. Cf. J. Daniélou, Les douze Apotres et le Zodiaque\ VigChr 13 (1959) 21.

152. Comentario al Apocalipsis (Introducción, traducción y notas de E. Romero), Madrid 1994, 152.

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Explicación similar es adoptada por Apringio de Beja.Estos cimientos de la ciudad, se ensefia que son la fe apostólica y la predicación de los Apóstoles; sobre estos construye su ciudad nuestro Señor Jesucristo... El que cada uno de ellos sea equipara­do a una piedra preciosa, debe entenderse que brillan en cada uno de ellos los dones y milagros propios del Espíritu santo153.

11. Las doce puertas-perlas de la nueva Jerusalén

21Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas he­cha de una sola perla. Y la plaza de la ciudad era de oro puro co­mo vidrio translúcido.

El verso veintiuno sigue insistiendo en la gloria de Jerusalén. Las doce puertas (que han sido mencionadas con anterioridad, re­feridas a las doce tribus de Israel, v. 12) se asocian ellas también al entramado simbólico de la ciudad. Están invadidas por la presen­cia de D ios.

Se dice, primero, de manera genérica, que las doce puertas son doce perlas; después, de forma específica, que distributivamente (áv á ), «cada una» (elg exaotog ) de las puertas es una perla distin­ta. Hay que rescatar l a fuerza expresiva de la frase, que se esmera en delimitar hasta el mínimo pormenor la justa distribución y par­ticularidad de cada puerta. Es preciso admirar e l amor por el deta­l l e de la observación, que manifiesta e l autor de A p154.

Los escritos judíos hablan con magnificencia de enormes per­las, que configuraban las puertas de la Jerusalén escatológica. El Santo traerá piedras preciosas y perlas, de medidas colosales, y las pondrá com o puertas de Jerusalén155.

«La plaza» (f| jt^ateía) constituye una parte esencial e indis­pensable de la ciudad. M ás que designar la calle principal156 —es

153. Comentario al Apocalipsis de Apringio de Beja (Introducción, texto latino y traducción de A. del Campo), Estella 1991, 206.

154. Aunque Charles (A Critical and Exegelical Commentary on the Revelation o f St. John II, 170) califique a esta construcción gramatical de «bárbara».

155. Conforme a la visión de R. Johanan. Cf. en H. L. Strack-P. Billerbeck, Kom- mentar zum Neuen Testament aus Talmud und M idrasch III, 851 s. Cf. también Baba Batra 75; E. Burrous, The Pearl in the Apocalypse: JTS 43 (1942) 177-179.

156. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes 90; Ch. Brutsch, La clarté de l ’Apocalypse, 186.

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ésa una definición acorde con la estructura o trazado urbanístico—, se refiere al centro neurálgico más importante de reunión cívica, a saber, la convivencia157. La plaza es el lugar de encuentro entre los ciudadanos, donde éstos anudan sus relaciones humanas158. Ap afir­ma que la plaza es de oro puro, com o previamente se había dicho de toda la ciudad (v. 18).

Aparece, así, uno de los casos más llamativos de versos «do­bles» en A p159. V éase la estrechísima similitud entre los versos 18 y 21:y.ui í) jióXig XQÚaiov •/aíluyóv o|ioiov ítcdco y.crítaoq)xai í| jtXateía tí)s nó/.coig xouoíov y.a’íluoóv á>s iía/.ogY la ciudad de oro puro semejante a vidrio puroY la plaza de la ciudad de oro puro como vidrio translúcido.

Dado que el «oro» en Ap es metal/símbolo de la liturgia, del en­cuentro con D ios —se han visto diversos pasajes con sus comenta­rios respectivos—, y que la plaza de la ciudad es de oro puro, se es­tá subrayando, mediante este simbolismo mineral, que la presencia de D ios se muestra cercana; que D ios está y se encuentra «en la plaza», a saber, en medio de la vida de los hombres.

También se alude a su transparencia, manifestada por el apela­tivo que califica al vidrio, pues afirma el texto que es com o vidrio «translúcido» (óiouYns)160- Esta descripción, resuelta en forma de símil, recalca de manera original cuanto ya antes se había afirma­do de Dios, quien pone su morada entre los hombres, a fin de mo­rar con ellos y convertirlos en su pueblo (21, 3). Ap insiste con es­te simbolismo en que la presencia de D ios se comunica: no se es­conde, no se repliega. Su presencia es del todo transparente. Dios se encuentra en medio de los hombres, en su hacer y su hábitat. Es­tá «en el centro de la vida» —expresión cara a D. Bonhoffer— igual que está la plaza en medio de la ciudad; y en la plaza convergen to­das las calles o de ella surgen todas las arterias múltiples de la ciu­dad: se erige la plaza en el centro vitalizante de las relaciones hu­manas.

157. Cf. W. Bauer, JiXaxEÍa, en Wiirterbuch zum Neuen Testament, 1322.158. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse 153; S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 716.159. Así lo califica, W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 454.160. El adjetivo «translúcido» (Stauyrig) sólo se encuentra aquí en todo el NT,

tampoco aparece en los LXX.

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A través de cuatro registros simbólicos —«plaza», «ciudad», «oro puro», «vidrio transparente»—, concentrados en un solo verso, Ap describe toda una secuencia del ser divino, a manera de un pro­longado intento de definición. El D ios que habita en la nueva Jeru­salén es el D ios de la relación humana, quien la hace posible («la plaza de la ciudad»); es un ser cercano y al que los hombres pue­den acercarse de por vida («de oro puro»), y cuya presencia no es­tá velada, sino «expuesta» o manifiesta, luminosa; pues es del to­do «transparente» (com o el cristal de vidrio «translúcido» —6iauyT|5—).

12. La nueva Jerusalén, ciudad que es templo22Y santuario no vi en ella, pues el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su santuario.

La serie de versos, que van desde el veinte hasta el veintisiete, se articula principalmente según un patrón literario que se repite de manera uniforme: una sarta de negaciones: «no» (orí), «nunca» (oí) nf|), continuada por una explicación concorde «pues» (yúq). Véa­se el procedimiento en esta secuencia:

Y santuario ‘no’ (oím) vi en ella, ‘pues’ (yáp) el Señor (v. 22).Y la ciudad ‘no’ (oí)) necesita del sol... ‘pues’ (yág) la gloria del Señor (23).Sus puertas ‘nunca’ (oí) |iii) cerrarán, ‘pues’ (yúo) no habrá noche allí (25).

En el verso veintidós se encuentra, teniendo en cuenta la hila- zón narrativa anterior, un elemento anómalo. Todo nuestro capítu­lo, que versa sobre la visión de la nueva Jerusalén, está jalonado con reiteradas m enciones de la visión que ha sido otorgada profé- ticamente a Juan, y éste con la garantía del testigo va puntualmen­te anotando: «Y vi un cielo nuevo y una nueva tierra» (v. 1); «y vi la ciudad santa» (v. 2). Otras veces el subrayado se hace mediante verbos alusivos a los sentidos «oír», «mostrar», o la partícula «he aquí, mira»: «y o í una gran voz desde el trono...» (v. 3); «mira, te mostraré la prometida» (v. 9); «y me mostró la ciudad santa» (v.10). El vidente ha descrito con detalle el conjunto de la ciudad y cada uno de sus componentes: su muralla, sus puertas, sus dimen­siones, el material de su muro y sus puertas. Nada se excluye a su

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fiel testimonio, que registra todos los pormenores con primorosa complacencia.

En dicho verso se aduce una extraña circunstancia que rompe sus expectativas. A lgo esperaba contemplar y ese algo no lo con­templa. En la visión íntegra de la ciudad, una parte esencial se le ha hurtado. Y esta no visión se convierte sin duda en uno de los fe ­nómenos más insólitos de su descripción. D e manera paradójica, la «no visión» va a iluminar el panorama com pleto, otorgándole la perfecta perspectiva.

La mentalidad bíblica (y en parte judía del autor) resulta estre­mecida. ¿Por qué se ha sentido turbado el vidente hasta el punto de que su misma escritura delata esta sacudida y conmoción? El libro responde a esta grave interrogación. El texto griego de Ap lo sitúa en posición enfática, en primer lugar: «Y santuario no vi en ella (xa i vaóv o ír / eí&ov év aíiif])» (Ap 21, 22a). Para un israelita e s­ta ausencia resulta algo inaudito, va demasiado lejos. ¡Cómo es po­sible pensar que la ciudad santa de Jerusalén se vea privada de su gloria; que dentro de ella no se encuentre el templo, el lugar de la presencia de D ios! ¡Jerusalén, sin templo, dejaría de existir! Y si Jerusalén desaparece, también el mundo se desvanecerá sin reme­dio. La frase suena a los oídos de un israelita piadoso cargada de un cúmulo infausto de impresiones, propias de una pesadilla, que van desde la perplejidad y el desencanto hasta la suprema profana­ción.

Pero la explicación inmediata saca de la confusión al autor. Es­ta aclaración superará incluso los mejores cálculos y aportará una novedad inusitada. El vidente se aparta deliberadamente del influ­jo de Ezequiel, que había sido hasta ahora su principal fuente ins­pirativa. El profeta había empleado siete densos capítulos (40-46) para describir el templo restaurado y sus dependencias. El Ap se separa de todas las ancestrales expectativas, que esperaban un tem­plo futuro completamente renovado (cf. Ez 44-45; 48, 15-16.30- 35; y testimonios jud íos161), para las que tenía que contar, com o presencia determinante, la existencia del templo en la Jerusalén ce ­lestial162.

El libro de Ap se opone incluso radicalmente al judaismo tardío y lo supera en su original concepción —otra nueva barrera que tras­

161. R. Johanan b. Torta, Nehahot 13, 23; R. Aquiba, Makkat, 24; Pesijta 144. Cf. para mayor información, J. Bonsirven, Le Juddisme Palestinien au temps de Jésus- Christ I, 430-432.

162. Cf. H. L. Strack-R Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch 111, 852-853.

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pasa—; pues éste creía del todo punto necesaria en la representación de la nueva Jerusalén la existencia de un templo rico y célebre. Se­gún Dan 8, 14, el templo purificado se yergue en el horizonte de la espera escatológica: D ios construirá su santuario en medio de su pueblo. El profeta Daniel (8, 14) afirma: «Hasta dos mil trescien­tas tardes y mañanas: después será reivindicado el santuario». Se­mejante pensamiento se encuentra también registrado en el libro de los Jubileos 1, 17163.

La literatura apocalíptica considera com o una realidad transito­ria las instituciones del templo, en cuanto que pertenecen al eón presente; pero cree en la existencia de la ciudad de Jerusalén y del templo en el eón futuro, hacia el que se dirige la comunidad para superar la ruina causada por la guerra164.

El hecho de que Ap no garantice la restitución renovada del templo destruido en la nueva Jerusalén, sino que afirme resuelta­mente que el Cordero es el único templo, y que él lo hace presen­te en su misma persona —pretensión que había sido el motivo de la condena a muerte de Jesús—, constituye la escisión abismal con la esperanza apocalíptica judía165.

Antes el pueblo judío erigía templos para albergar la gloria de Dios. Mediante la ofrenda ininterrumpida de víctimas y plegarias buscaba un acercamiento con D io s166. Pero los templos estaban se­parados con recintos sacros y limitados a un solo pueblo. Ahora existe una ruptura y una transformación impensada.

La ausencia de un templo material se llena con la presencia v i­va de D ios y del Cordero. Antes los hombres buscaban a Dios; aho­ra es D ios quien busca a los hombres. Antes el templo se ceñía a un edificio material, ahora el templo invade la ciudad. En la Jerusalén celeste todo es nuevo; y nueva es esencialm ente la relación entre Dios y la humanidad. D ios no aparece ya sólo com o objeto de cul­to, sino com o el mismo lugar de culto. La presencia eterna de Dios y del Cordero, significa el cum plimiento de todas las profecías que conlleva la idea de tem plo167.

163. Cf. Michel, vaóg, en TWNT IV, 894.164. Cf. G. Bissoli, II Templo nella letteratura giudaica e neotestamentaria. Stu-

dio sulla correspondería fra terapia celeste e tempio terrestre, Jerusalem 1994, 186-187.

165. Cf. R. Halver, Der Mythos im lez.ten Buch der Bibel, Hamburg 1964, 45.166. Para la interpretación teológica del templo en la historia de la salvación, cf.

Y. M. Congar, El misterio del templo, Barcelona 1964. El subtítulo del libro ya resul­ta esclarecedor: «Economía de la presencia de Dios en su criatura, del Génesis al Apocalipsis».

167. Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse, 342.

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Tal grado de novedad es registrado y expuesto vigorosamente también por Pablo. Este declara que la comunidad cristiana consti­tuye de hecho el templo de Dios: «Porque nosotros som os santua­rio de D ios vivo» (2 Cor 6, 16). La congregación de los creyentes, cuerpo de Cristo, es el verdadero templo de la nueva Alianza: «¿No sabéis que sois santuario de D ios y que el Espíritu habita en voso­tros» (1 Cor 6, 19). Puede leerse igualmente el pasaje de la Carta a los romanos 8, 10-13.

El hueco que deja la ausencia de templo es sobradamente col­mado por la plenitud divina, que Ap refiere en primer lugar a Dios, luego a Cristo, mediante el atributo más característico «Cordero».

D ios es, pues, nombrado con el apelativo de «El Todopodero­so» (ó jtavToxoáxojg). Este título aparece únicamente en Ap —aparte de la sola vez que se encuentra en el nuevo testamento (2 Cor 6, 18)—. Posee un contexto cultual, pues va situado en aclama­ciones litúrgicas, que la Iglesia de Ap le tributa. A sí D ios es pro­clamado «Todopoderoso» en el saludo litúrgico inicial, por el lec­tor del libro (1, 8); en la trascendencia del cielo, por los cuatro vi­vientes (4, 8); ante la majestad de su trono, por los veinticuatro an­cianos (11, 17); en el cielo, por los vencedores de la Bestia (15, 3); por los ángeles del altar (16, 7.14), por una gran multitud (19, 6.15). La comunidad de la Iglesia, celeste y terrestre, se une en es­ta aclamación litúrgica y celebra el señorío de Dios en la economía de la salvación; su fuerza salvífica sostiene la historia y la llevará a plenitud168.

El Cordero es Cristo muerto y resucitado, cuya presencia g lo­riosa se convierte en el templo de la Jerusalén escatológica. A lgu­nas páginas del nuevo testamento permiten esclarecer esta afirma­ción de suma relevancia. Según los evangelios sinópticos, entre el templo de Jerusalén y el cuerpo de Jesús existe una solidaridad misteriosa, que se va acentuando conforme se acercan los aconte­cimientos de la pasión. En el proceso judío contra Jesús, algunos dan testimonio contra él diciendo que había afirmado: «Yo destrui­ré este santuario, hecho por hombres y en tres días edificaré otro no hecho por manos de hombres» (M e 15, 28). Es una frase articula­da en claro paralelismo antitético. Las dos acciones resultan con­trapuestas: «destruiré» (xaxcdijocj) y «levantaré» (oixoóo(.irjaa)). El objeto es indicado por el texto: se trata de «este» (toütov) san­

168. Cf. Th. Blatter, Macht und Herrschaft Gottes, Freiburg 1962; D. L. Holland, jravTOXQCiTCüQ in NT and Creed: StEv 6 (1973) 256-266; W. Michaelis, Jiavto- x gáxa)Q, en TWNT III, 913-915.

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tuario, a saber, del único santuario existente en Jerusalén. «Este santuario» es distinguido de «otro» (a'k.Xov); y se añade una preci­sión temporal «después de tres días» (ó iá tqlojv r||.i£Qa>v). Pero la antítesis reside especialmente en los atributos que califican el tem­plo. El primero es «hecho por mano de hombre» (xeiQOjtoÍTjtoc;), a saber, «manufacto» o «manufacturado»; el segundo es «no hecho por mano de hombre» (áx£iQ0JT0ÍT]T05), es decir, nuevo, natural, no de imagen religiosa esculpida o tallada, pues el adjetivo adopta un sentido cultual169.

Cuando Jesús muere en la cruz, los evangelistas testimonian que el velo del templo se rasga en dos, de arriba abajo (Mt 27, 71; M e 14, 58; Le 23, 45). Quiere afirmarse, desde la descodificación del sím bolo bíblico que lo sustenta, que a partir de este momento queda irremisiblemente anulada la validez del templo antiguo.

Preciso es acudir al cuarto evangelio, debido a sendas razones. Es oriundo de la misma escuela joánica, patria nutricia de Ap, de donde éste se surte doctrinalmente; además, este evangelio ha en­fatizado la relación entre Jesús y el templo con mayor rotundidad que cualquier otro escrito neotestamentario. Dicha conexión ha si­do sugerida en el prólogo, al anunciar el misterio de la encarnación del Verbo de D ios mediante la expresión: «puso su tienda» (éoxiívcooev — 1, 14—), en alusión a la tienda del Exodo, señal de la presencia de D ios en medio de los hombres170.

Al final del capítulo primero, Jesús responde con autoridad y clarividencia a Natanael: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de D ios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (1, 50-51). El texto tiene com o trasfondo la visión de Ja­cob sobre Betel (Gén 28, 12) y numerosas tradiciones judías171. Se debe notar cóm o el evangelista cambia el sujeto interpelante; en lu­gar del tú —que tendría com o único referente a Natanael— utiliza el plural «veréis», y éste conjugado en futuro, aludiendo a un evento que debe llegar: la muerte y glorificación de Jesús. La afirmación de Juan a la comunidad cristiana es que Jesucristo constituye la

169. Cf. G. Biguzzi: M e 14, 58: un tempio áxEtQOJioíriTog: RivBib 26 (1978) 225- 240.

170. Cf. F. Manns, L ’Evangile de Jean a la lumiére de Judaísme, Jérusalem 1991,29.

171. Cf. H. Odeberg, The Fourth Gospe!. Interpreted in its Relation tu Contempo- raneuos Religious Currents in Palestine and the Hellenistic-Oriental World, Amster- dan 1968, 35; C. Rowland, John 1. 51, Jewish Apocalyptic and Targumic Tradition: NTS 30 (1984) 498-507; J. H. Neyrey, The Jacob Allusion in John 1: 51: CBQ 44 (1982) 586-605.

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unión permanente, eficaz camino de ida y vuelta, entre la humani­dad y D io s172.

La vida entera de Jesús, que a continuación el cuarto evangelio fielmente va a referir, ilustra el mensaje de que el culto no está li­gado ya al templo de Jerusalén, sino a la persona misma de Jesús173.

Esta idea aparece de manera particularmente dramática en el episodio de la purificación del templo. Jesús con total dominio de la situación afirma: «Destruid (X\)oaxe) este templo y yo en tres días lo levantaré (iyegü))» (Jn 2, 19). Jesús —anota el evangelista- hablaba del templo de su cuerpo (Jn 2, 21). Y cuando «resucitó de entre los muertos» (f'iYÉQ'fl'T) ex vexQorv, Jn 2, 22), los discípulos se acordaron de estas palabras (es decir, las comprendieron plena­mente) y creyeron en él. El evangelista, al disponer de idéntico ver­bo para referirse al levantamiento del templo y a la resurrección de Jesús —eyeígo)—, está mostrando desde la patente semántica de la frase que Jesús resucitado se erige en el verdadero templo para la comunidad cristiana.

El Ap se mantiene en la misma línea teológica del evangelio; sólo que su expresión resulta más clamorosa. Pretende recalcar la relación directa de D ios y del Cordero con la ciudad, y lo hace de manera rayana en el escándalo, afirmando con intolerable fuerza y en contra de todas las expectativas entonces dominantes, que en ella no existe ningún templo. Quiere decir, desde su mensaje teo­lógico, que en la nueva Jerusalén no se precisa la mediación de nin­gún santuario para encontrarse con Dios, porque el Cordero, Cris­to muerto y resucitado, anula todas las barreras y cumple en sí to­das las comunicaciones: él es el lugar de encuentro perfecto entre D ios y los hombres. Lo que en vano pretendía conseguir la más honda aspiración de cualquier templo, Cristo lo realiza por medio de su humanidad resucitada174.

El libro recalca, también con énfasis, la comunión entre D ios y el Cordero. Esta perfecta comunión divina hace posible la comu­nión entre los hombres. Sólo el evangelio de Juan ha subrayado la profundísima unión entre el Padre y Jesús a propósito del relato arriba mencionado. Jesús emplea un vocabulario muy personal, fiel trasunto de su relación íntima con el Padre. Al hablar del templo lo califica no com o «casa de oración» (así registrado por los evange­

172. Cf. F. J. Moloney, The Johannine Son o f Man, Roma 21978, 25.173. Cf. O. Cullmann, L'opposition contre le temple de Jérusalem, motiv commun

de la théologie johnannique et du monde ambianf. NTS 5 (1958) 171.174. Cf. G. Bissoli, II Tempio nella letteratura giudaica e neotestamentaria. Stu-

dio sulla corresponden?# fra tempio celeste e tempio terrestre, 125-126.

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lios sinópticos: Mt 21, 13; M e 11, 17; Le 19, 45), sino cual es, en verdad, a partir de la conciencia de su filiación divina: «la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Y él será, una vez resucitado de entre los muertos, la nueva y definitiva casa del Padre, en donde los hom­bres podrán encontrar efectivamente a D ios y encontrarse mutua­mente en D ios (Jn 14, 2.6.9).

Este verso del Ap, dotado con toda la extrañeza inicial («san­tuario no vi») y de radicalidad («D ios y el Cordero es su templo»), acentúa la definitiva transformación operada en la historia de la salvación. Los templos, cuantos santuarios ha erigido la piedad de los hombres y las más dispares religiones, señalaban la presencia provisoria de D ios. Eran un sincero, mas vano intento, por querer alojar la divinidad: amurallar en un recinto material su presencia infinita, clausurar en un tiempo fugaz su eternidad. Tras esa larga constelación de templos, después de constatar que no lograron lo que con tan loable afán pretendían, ahora, situados en el momento de plenitud de la historia, Ap realza con majestad que D ios, en co ­munión de personas (el Padre y Cristo), constituye el templo ver­daderamente único de la humanidad, en donde se asienta la nueva ciudad formada por hombres rescatados.

Ap resalta con el recurso literario de dos metonimias la interac­ción de lo divino y lo humano; explica el contenido por el conti­nente: la ciudad descrita son los hombres, el templo designado es Dios. Y templo no se ve en la ciudad, porque la ciudad es ya todo un templo. La presencia de D ios irrumpe en la ciudad, se adentra en su interior hasta ensimismarse con ella; transfigura las relacio­nes humanas ya consideradas ‘en referencia a ’ y ‘a imagen de’ la comunión de D ios Padre e Hijo, íntima relación personal, como una convivencia asimism o profunda e interpersonal, realizada en plenitud de transparencia175.

13. La luz de D ios y del Cordero23Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alumbren,pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero.

Este verso, en forma de quiasmo con el anterior, describe de manera concisa la más hermosa luminaria. En la nueva ciudad no se precisa de la luz del sol ni de la luna. Estos seres naturales, pre­

175. Cf. J. Bonsirven, L ’Apocalypse, 319-320.

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ciosas criaturas de D ios (Gén 1, 18) y necesarios para el recto des­envolvimiento de la vida y regulación de la actividad humana, son pálidos reflejos en comparación con la luz divina, aquí potenciada hasta el infinito.

La fuente de nuestro texto sigue siendo el profeta Isaías, que emplea con frecuencia el símbolo de la luz para indicar la presen­cia de D ios (2, 5; 24, 23); pero se destaca en especial el siguiente texto:

No será para ti ya nunca más el sol luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que para ti el Señor será luz eterna, y tu Dios tu gloria (60, 19).

Las dos últimas frases se estructuran en estricto paralelismo si­nonímico: «El Señor será luz eterna»; «tu D ios tu gloria». Ap in­troduce un cambio significativo. A llí donde Isaías escribe «tu D ios», Ap inserta «el Cordero». Esta deliberada corrección posee dos significaciones fundamentales. La primera es que la luz divina se ha manifestado ante todo com o luz cristiana/crística, hecha v isi­ble únicamente con la presencia de Jesucristo. La segunda estriba en que la mención expresa del Cordero junto a Dios, sitúa a aquél en el mismo rango de divinidad que posee Yahvé en el antiguo tes­tamento. Cristo es la plena revelación de la gloria de Dios.

Otro cambio se registra, al constatar que mientras Isaías habla de luna, el Ap menciona la «lámpara» (A/úxvoc;) que es el Cordero. En principio, esta modificación no se debe a que al autor de Ap le repugne quizás el simbolismo lunar aplicado a Cristo176, sino sobre

176. Así cree P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 342. No podemos menos de recordar que este símbolo sí se aplica plenamente a Cristo en el libro-poemario, que con más hondura ha tratado en este siglo, desde la voz de la poesía, el misterio de Cris­to: El Cristo de Velázquez, de M. de Unamuno. Cristo es la luna de Dios y es la luna para la humanidad. En la noche, que envuelve a la tierra, la luna es el único destello de luz, que la humanidad puede recibir. La luna es testigo del sol vivificador (que en el poema se refiere a Dios). Asimismo, Cristo recibe toda la luz del Padre, es su úni­co testigo, y con su luminosidad (cuerpo blanco, donde brilla al unísono la divinidad y la humanidad) puede alumbrar y «or-ientar» a la humanidad errática y oscurecida. Léanse estos hermosos versos: «Mientras la tierra sueña solitaria, / vela la blanca lu­na; vela el Hombre / desde su cruz, mientras los hombres sueñan, / vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco / como la luna de la noche negra (El Cristo de Velázquez (edición crítica de V. García de la Concha) Madrid 1988,1, IV, 94). «De noche la re­donda luna dícenos / de cómo alienta el sol bajo la tierra; y así tu luz: pues eres testi­monio Tú el único de Dios: / sólo tu luz lunar en nuestra noche / cuenta que vive el sol...» (El Cristo de Velázquez I, V, 98). Para un desarrollo ulterior, cf. J. Bergantín, El Cristo lunar de Unamuno: Luminar 4 (1940) 10-30; J. G. Renart, El Cristo de Veláz-

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todo porque utiliza, recurso expresivo en él bastante habitual, el término «lámpara» (Átr/voq) com o elemento de contraste en la des­cripción de la ciudad de Babilonia. La ciudad autosuficiente se su- mergerá en la oscuridad, carente de luz: «la luz de la lámpara (qpcog Xijxvou) no brillará más en ti» (18, 23). En cambio, la nueva Jeru­salén se ve inundada por la luz de la lámpara que es el Cordero. Só­lo en tres ocasiones aparece la palabra «lámpara» (Áir/vog) en Ap: las dos ya mencionadas (18, 23; 21, 23) y una tercera vez para de­signar la felicidad de los santos, que no necesitan de luz de «lám­para» (X/úxvou) ni de luz del sol en el paraíso recreado (22, 5).

También en los escritos de Juan, el motivo recurrente de la luz, con su amplia estela simbólica, subraya la comunión entre el Padre y Jesús. Ambos son designados com o luz perfecta, sin mancha al­guna de sombra. D e D ios se dice: «Este es el mensaje que oímos de él, y os anunciamos: que D ios es luz y en él no hay tinieblas» (1 Jn 1, 5). D e Jesús se afirma: «El es la luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 19).

En el cuarto evangelio Jesús es considerado com o luz, porque él se ha mostrado soberanamente com o la revelación de la vida de D ios para el hombre que camina en la oscuridad. Los textos alusi­vos son abundantes: 3, 19; 8, 12; 9, 5; 11, 9; 12, 35.36.46.

Dentro de la obra joánica, Ap mantiene una significación muy peculiar con respecto a la luz. Esta se manifiesta com o una prolon­gación visible de la gloria y de la lámpara, términos que poseen significación cultual; pues la luz es referencia de la «gloria» (6ó- \a ) que llenaba el templo; com o asimismo de la «lámpara» ( .a(,i- Jtág), señal de la presencia vigilante de D ios en el templo (cf. Ap 4 ,5 ) .

Este verso, pues, se revela com o la continuación orgánica del anterior, que mencionaba el templo. Ahora se sigue hablando del mismo templo, mediante la sim bología de la luz y con la utiliza­ción de un haz de palabras impregnadas de connotación luminosa. Repárese en la fuerza acumulativa de los vocablos empleados: «sol, luna, alumbrar, gloria, iluminar, lámpara».

La ciudad aparece com o el lugar oriundo de la luz, el verdade­ro «oriente» luminoso. Ya no hay necesidad ni de luz astral (sol o luna) ni de luz cultual (lámpara) tal com o señala Ap 21, 23; 22, 5;quez.: Estructura, estilo, sentido, Toronto 1982, 69-80. Para valorar adecuadamente to­do el poema, teniendo en cuenta la teología subyacente, cf. O. González de Cardedal, Cuatro poetas desde la otra ladera. Unamuno, Jean Paul Sartre, Machado, O. Wilde, 1996, 19-192. El autor se refiere al poemarío como uno de los monumentos máximos en la historia de la poesía y de la religiosidad españolas (p. 192).

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pues D ios y el Cordero son la única fuente de luz que inunda la ciu­dad, la plena luz escatológica.

Ap insiste en la presencia inmediata de D ios y del Cordero; la irradiación de su vida se da a los hombres de forma esplendorosa, en una comunión hecha de luz. Unas palabras de un salmo cultual pueden servir de comentario sapiencial a esta misteriosa realidad:

Los humanos se acogen a la sombra de tus alas, se nutren de los sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias; por­que en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz (Sal 36, 8- 18).

14. La nueva Jerusalén, ciudad del mundo24 Y las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra trae­rán su gloria hasta ella; 25sus puertas no cerrarán, pues allí no ha­brá noche, 26y llevarán hasta ella la gloria y el honor de las na­ciones.

Estos versos hablan de la función centrífuga de la nueva Jeru­salén, la que irradia luz por doquier. También aluden a su función centrípeta: las naciones y los reyes de la tierra caminan atraídos por la «orientación» de su luz y le llevan su gloria. Son, en fin, el cum­plimiento de unas antiquísimas profecías y salmos, en tom o a la gloria de la Jerusalén futura.

Los escritores bíblicos avizoraban en un lejano porvenir que Je­rusalén se convertiría en la meta de todas las naciones (Is 60, 3.5.11; Sal 17, 34; 72, 10.15)177. Todas ellas subirían hacia Jerusa­lén, mas esta confluencia quedaba ensombrecida por mor de unas condiciones históricas humillantes; pues su peregrinación no se realizaba en son de paz igualitaria, sino para rendir servilmente la contribución de vasallaje con respecto a Jerusalén.

El presente pasaje de Ap 21, 24-26 es una remembranza del profeta Isaías:

Marcharán las naciones a tu luz, y los reyes al esplendor de tu al­borada... Vendrán a ti los tesoros del mar, las riquezas de las na­ciones..., un sinfín de camellos, jóvenes dromedarios de Madián y de Efá. Todos ellos vienen de Sabá, portadores de oro y de incien­

177. Cf. V. Eller, How the Kings o f the Earth land in the New Jerusalem: The World on the Book o f Revelation: Katallagete/be ReconciIed5 (1975) 21-27.

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so. Todas las ovejas de Quedar se apiñarán junto a ti, los machos cabríos de Nebayot (Is 60, 3.5-7).

El Ap, conforme a su fiel costumbre de em pleo del trasfondo veterotesmentario que lo sustenta, modifica la cita de Isaías. El lec­tor será testigo, a lo largo de los siguientes párrafos, en que ambos textos se cotejan, de los logros interpretativos con que el autor de Ap sabe matizar y enriquecer genialmente su mensaje teológico.

Omite la larga enumeración del profeta que se complacía en de­tallar las riquezas y tesoros traídos: vienen del oeste los tesoros del mar en barcos fenicios; las riquezas del oriente proceden del de­sierto de Arabia, una abigarrada multitud polícroma sube en holo­causto para hermosear la casa de Dios.

Ap reemplaza esta inmensa carga por un sobrio binomio «la gloria y el honor» (tijv dó^av x a i xijv ti|ií]v). Despoja a su fuente inspiradora de todo sabor demasiado folklórico, de alusiones a to­pografías y pueblos muy determinados, para hacer ver que se trata ahora de una peregrinación universal178. ¡ Apréciese otra vez más, el discreto encanto de la escritura de Ap, respecto a sus modelos de inspiración —sean bíblicos o extrabíblicos—: cuánta contención y elocuencia en sus elementales afirmaciones!

En este proceso valorativo resulta digno de atención otro con­traste conscientemente descrito. La comparación tiene ahora como referente la situación en la ciudad de Babilonia. Las riquezas, que antes eran objeto de comercio, codicia y ambición desmesurada en la metrópolis de Babilonia y que la hicieron centro de poder inhu­mano (18, 11-17), ahora se convierten en regalo y dádiva. Se trans­forman en vehículo eficaz de comunicación pacífica entre nación y nación; entre éstas y la ciudad de la nueva Jerusalén. Además, hay que notar la ausencia de todo inventario, salvo los lacónicos térmi­nos «gloria y honor», a diferencia del recargado pasaje, que des­cribe pormenorizadamente, hasta con exceso rayano en el derro­che, las mercancías y productos de Babilonia (Ap 18, 11-13)179. Es­ta ciudad se asienta sobre el comercio, y com ercio sacrilego, capaz de matar vidas humanas; en la nueva Jerusalén ya no existe la in­humana lucha de mercado, sino que se instauran relaciones de paz duradera y de armonía entre todos los pueblos.

178. Kraft reconoce que Ap 21, 24-26 es una repetición de la profecía de Is 60, ] -11, pero carente de orden y claridad, está mucho mejor descrita en su modelo (Die Of­

fenbarung des Johannes, 273). Dicha observación, atribuida al autor del Ap, nos pa­rece infundada e insuficiente.

179. Cf. J. Schneider, xmr|, en TWNT VIII, 179.

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El ingente lote de «gloria y honor», aportado generosamente por las naciones, no va a hermosear a Jerusalén, com o ocurría en la narración del profeta Isaías: «Y mi hermosa Casa hermoseará aún más» (60, 6); puesto que la nueva Jerusalén, de tanta hermosura co­mo está engalanada —portentoso cúmulo henchido de belleza, que la sitúa en un inigualable rango divino, recuérdese la exuberancia del oro y la pedrería preciosa que la cimentan y pavimentan—, no admite ni un ápice ni una joya más, que puedan volverla aún más hermosa.

Ap introduce el verbo «caminarán» (jteQutaTiíoo'uotv) —que no estaba en el original de Isaías—, en lugar de la forma habitual del profeta: «marcharán» (jiOQEÚoovTai). Utiliza de manera delibera­da el verbo, que en todo el libro posee un peculiar registro, cuyo sentido es preciso descubrir. Se asigna a Cristo, «el que camina» (ó jteQutatcóv) en medio de los siete candelabros de oro (2, 1). Se aplica a los cristianos de Sardes, que no se han manchado y «ca­minarán» (jt£QuraTf)oouoiv) con Cristo, vestidos con blancas ves­tiduras, pues son dignos (3, 4). El cristiano debe vigilar y guardar sus vestiduras, para que no «camine desnudo» (yusivo? jt£QLJtaxf¡) y poder marchar dignamente con Cristo (16, 15). A sí, pues, el ver­bo se refiere a Cristo «el que camina» en medio de la Iglesia, y a los cristianos que, merced a su fidelidad, también tendrán derecho a caminar victoriosos con Cristo. Quiere decirse que estas ciudades y reyes, que Ap menciona, poseen, merced al característico verbo que les acompaña, una acepción positiva y un acentuado valor cris- tológico.

Es preciso atender críticamente a una observación original, for­mulada a propósito de la subida de las naciones y reyes. J. Com- blin ha intentado mostrar que la llegada a la ciudad nueva es una acción que se prolonga ininterrumpidamente. El autor estudia las frecuencias y acepciones de los verbos «subir» (áva|3aív£iv) y «ca­minar» (jieqijkxteIv), las compara, extrayendo la siguiente conclu­sión: «El verbo ‘subir’ se adapta a las condiciones espaciales y temporales de la antigua alianza: incluye un desplazamiento del país hacia la ciudad, y designa una acción que dura un tiempo de­terminado. Pero la nueva Jerusalén es coextensiva al mundo nue­vo»180. Tal concepción no puede legítimamente formularse desde el rigor de la gramática empleada; pues una lectura atenta de Is 60, 1- 10, según el texto de los LXX, no descubre en ninguno de los diez versos la presencia del verbo «subir» (áva|3aí,vav); por eso su con­

180. J. Comblin, La liturgie de la nouvelle Jérusalem, 25.

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clusión, que suena con acentos muy sugerentes, parece ser precipi­tada y errónea.

Hay que decir que Ap utiliza las imágenes de Isaías, pero so­metiéndolas a una muy alta depuración. A fin de conocer con pre­cisión el significado de las expresiones, «las naciones» y «los re­yes de la tierra», es menester realizar un completo recorrido por el conjunto del libro, ya que no resulta unívoca su interpretación. Ha llegado a decirse que el autor de Ap utiliza expresiones, tales como «naciones» o «reyes de la tierra», que, al ser un calco literal del profeta Isaías, no resultan apropiadas para describir la nueva situa­ción que se instaura181.

«Las naciones» (rá f'í) vt])Tres significados fundamentales puede alcanzar en Ap:— Interpretación étnica. Es una designación gentilicia, se refie­

re de manera neutral a naciones o pueblos. Con frecuencia está añadido a expresiones parecidas, sinonímicas. Véanse las abun­dantes citas que ofrece el libro: 2, 26; 5, 9; 7, 9; 10, 11; 12, 5; 13, 7; 14, 6; 15, 3.4; 20, 3.8.

— Interpretación hostil-negativa. Alude a las naciones como símbolo de un poder que desprecia y pisotea el lugar santo (11, 2), que se burla de los profetas (11, 9). Las naciones se llenan de có­lera ante el triunfo final de los testigos-profetas (11, 18); han bebi­do del vino del furor de la fornicación (14, 8; cf. 18, 3); sirven de soporte a la gran cortesana (17, 15); han sido engañadas por el po­der pagano e idolátrico de Babilonia (18, 23); serán objeto de un severo castigo por parte del jinete que monta el caballo blanco (19, 15).

— Interpretación positiva. Esta acepción aparece sólo en el ca­pítulo 21 del libro. Las naciones dejan su imagen negativa y opre­sora; ya no tienen en ellas mismas su punto de gravedad, sino que marchan com o imantadas a su lugar y encuentran su patria en la nueva Jerusalén, que se convierte en centro de atracción para todas ellas y meta del universo. Todos las naciones caminan hacia Jeru­salén en busca de la luz salvadora (cf. 21, 24-26).

181. Asi lo hace T. F. Glasson, The Revelation ofJohn, Cambridge 1965, 120. Tal vez desconoce este exegeta la evolución semántica que Ap realiza dentro de su libro.

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En nuestro texto se realiza lo que habían visto anticipadamente los profetas en lo tocante al atractivo que ejerce Jerusalén sobre las naciones (Is 2, 2-4; 60, 3; Ag 2, 6-9). Pero hay que decir, matizan­do, que éstas abandonan ya el orgullo étnico; dejan de ser rivales para convertirse en hijas/hermanas de la ciudad de D ios, madre de todas la naciones. Reina ya una paz universal y duradera.

«Los reyes de la tierra» (o i PaoiXsíg xfjg yfjg)También esta expresión ha padecido la misma transformación

semántica que el lexema de las naciones; de ser un concepto con denotaciones claramente hostiles al pueblo de D ios durante todo el curso de la historia —según Ap 6, 15; 17, 2.19; 18, 3.9.19—, ha lle­gado a convertirse en elemento integrante del cortejo universal que acude en peregrinación a Jerusalén, a fin de rendirle triunfal plei­tesía (Ap 21, 24).

Se cumple lo predicho por el salmo:Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles, filisteos, tirios y etíopes han nacido allí... y cantarán mientras danzan: Todas mis fuentes están en ti (87, 4.7).

Este canto a Jerusalén rompe cualquier clase de particularismo y reticencia sectaria. Es preciso leerlo en clave de arquetipos uni­versales, procurando alcanzar, más allá de los nombres concretos, la realidad profunda que encaman. Los proverbiales enem igos del pueblo, com o son Egipto y Babilonia, se convierten en ciudadanos del nuevo reino. Igual acontece con los rivales históricos: filisteos, los comerciantes de Tiro y los residentes de Etiopía. Todos son ga­nados pacíficamente a la ciudadanía de Jerusalén; se rompe la mul- tisecular enemistad y las remotas diferencias se acercan: Jerusalén es ciudad universal, que irradia su gloria por todo el orbe.

Se insiste, por tanto, en una de las notas más características de la nueva Jerusalén: ciudad de puertas francas, abierta a todo el mundo. Las naciones paganas ( t á e'&vri) —no importa ya ni la raza ni el origen— van en dirección de la luz de la nueva Jerusalén. Los reyes de la tierra, cetros y centros de poder asfixiante, quienes eran antaño aliados de la Bestia y enem igos del Cordero (cf. anteriores textos), deponen su actitud de amenaza; y traen su «gloria» (óó- í;av), cuanto tienen de más preciado, su «honor» (TÍ(,ii]v), y reco­nocen el señorío de Dios y de Cristo. Un ambiente ya logrado de paz universal reina en la nueva Jerusalén.

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Se describe, pues, una peregrinación universal, la enorme cara­vana del mundo que camina rumbo a la nueva Jerusalén. Se reali­za la aspiración, presente en tantos testimonios de la literatura apo­calíptica: Tob 13, 9; 14, 5; 1 Henoc 90, 28-33; Oráculos Sibilinos 702-731. Esta recibe a las naciones con las puertas abiertas, en una afluencia de gloria y de júbilo incesante, sin que la noche ponga pausa a tanto desfile.

Solía ser habitual que el desenvolvim iento de la vida dentro de una ciudad antigua, en sus aspectos sociales, com erciales..., se vie­se interrumpido o disminuido ante la llegada de la noche o al ce­rrarse las puertas con el exterior. No ocurre así en la nueva Jerusa­lén, donde hay de continuo vida exuberante182. Se cumple la profe­cía de Is 60, 11:

Abiertas estarán tus puertas de continuo; ni de día ni de noche se cerrarán, para dejar entrar a ti las riquezas de las naciones, traídas por sus reyes.

Esta noche no es oscura, al contrario resulta sorprendentemen­te brillantísima; tiene profundas reminiscencias con la noche pas­cual, tipo de la noche de la venida del Mesías, que traerá la salva­ción escatológica. Algunos escritos judíos han enaltecido sus ma­ravillas: la noche será luminosa, la luna brillará com o el sol y éste será siete veces más luminoso «com o la luz que D ios había creado al com ienzo y reservado en el paraíso»183. El origen más antiguo de esta creencia se encuentra en una Barayta de Gén Rabbá 1, 3, acer­ca de la luz primigenia de Gén 1, 3, oculta en el paraíso hasta el momento en que aparezca con la presencia del M esías184. La noche, com o se verá, se asocia a la venida última del Mesías.

Es preciso mencionar, dentro de nuestro preciso contexto, el más privilegiado testimonio judío, titulado Poem a de las cuatro noches. Esta reflexión litúrgica —el Targum a Ex 12, 42— asocia en una teología histórica cuatro eventos cruciales, situándolos respec­tivamente en cada una de las noches: la creación, la ofrenda de Abrahán con el sacrificio de Isaac (Aquedá), la pascua de Egipto y la llegada del M esías en la noche de pascua185. Esta noche ilumina­

182. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 842.183. Cf. Exodo Rabbá 12, 2. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum

Neuen Testament aus Talmud und Midrasch IV, 960-962.184. Cf. R. Le Déaut, La Nuit Pascale, Rome 1963, 235-236.185. Cf. la versión española en A. Diez Macho, Neophyti I II. Exodo, Madrid-Bar-

celona 1970, 78. Y una pertinente explicación en D. Muñoz, Derás. Los caminos y sentidos de la Palabra divina en la Escritura, Madrid 1987, 137, 174.

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da de gloria, portadora de la liberación final, ha dejado profunda impronta en la literatura judía186. La llegada del M esías —justamen­te en la noche de pascua— la Iglesia la ha visto realizada con la re­surrección de Jesús187; y así lo canta en el pregón de la noche san­ta del sábado de gloria: «Esta es la noche de la que estaba escrito / será la noche clara com o el día / la noche iluminada por mi gozo».

Finalmente se oye una severa advertencia, dirigida a todos los lectores: «Y no entrará en ella nada profano, ni el que comete abo­minación y mentira, sino sólo los inscritos en el libro de la vida del Cordero» (21, 27). Es una voz de alerta, que guarda estrecha se­mejanza con 21, 8 —texto ya detenidamente estudiado—. La entra­da en la ciudad no queda reservada al capricho de cualquiera, mo- dificable según el talante del peregrino; respeta la libre responsa­bilidad de cada uno. El texto resuena con entera claridad: no pue­de entrar en la ciudad nada «profano». El adjetivo xotvóg puede significar impuro (Is 52, 1; Hech 10, 14.28; 11,8; Rom 14, 14); pe­ro también profano (Me 7, 2; Heb 10, 2 9 )188. Este sentido concuer­da mejor con nuestro pasaje de Ap, añadiendo la salvedad de que la categoría de lo profano no se mide por criterios sacrales o na­cionalistas, sino por la colaboración de cada cristiano en la obra de Cristo, quien lo elige y lo inscribe en su libro y en él permanece es­crito, a no ser que aquél, de forma autónoma, quiera borrarse del li­bro de la vida del Cordero189.

La esperanza en la nueva Jerusalén se muestra activa, desenca­dena una nueva conducta, antípoda de la llevada por los ciudada­nos de Babilonia, que practicaban la abominación y la mentira. To­das las naciones pueden entrar en la nueva Jerusalén, a excepción de las que, de manera recalcitrante, se empeñan en autoexcluirse al mancharse por la idolatría.

N o existe aquí ninguna alusión a la predestinación ni al fatalis­mo; al contrario, este verso constituye un vigoroso acicate para tra­tar de vivir conforme al evangelio de Jesús, muerto y resucitado, en

186. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 417; J. Klausner, Die Messianische Vorstellungen des jüdisches Vol- kes in Zeitalter der Tannaiten, Krakau 1903, 32.

187. Cf. R. Cantalamessa, La pasqua nella Chiesa antica, Tormo 1978, XII; R. Le Déaut, La nuit pascale, 284. Muy documentados artículos, de una abundancia casi abrumadora de testimonios en A. Strobel, Die Passa-Erwartung in Lk 17, 20f: ZNW 49 (1958) 157-197.

188. Cf. J. Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, 323; F. G. Untergassmair, xot- vóg, en DENT I, 2357-2360.

189. Para las otras expresiones, recordar la explicación ya dada previamente en 21, 7-8.

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quien cada cristiano ha sido llamado y destinado a la vida. A sí se ha recordado en Ap repetidamente: 3, 5; 13, 8; 20, 15. Nadie ni na­da debe apartar al discípulo de su corona de vida, que él va pa­cientemente entretejiendo con los juncos diarios de su lealtad, y que Cristo le otorgará merced a los frutos de su obra salvadora en él (2, 10).

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EL PARAISO RECREADO (Ap 22, 1-5)

3

La tercera parte de la gran sección unitaria, la más concisa (22, 1-5), evoca el paraíso renovado. Se pasa del registro simbólico de la ciudad a otro, cuyo referente es la naturaleza. La alegoría llega a su cima. Es la exhortación a los hombres a sumergirse en la di­cha de soñar la promesa de Dios: el paraíso intacto, un ámbito de perfección, ajeno a toda caída. Estos cinco primeros versos (22, 1- 5) evocan con las imágenes primordiales del agua, la vida, el ár­bol... los temas característicos del paraíso bíblico y la idea del ori­gen incontaminado que se respira en todos los hermosos jardines del mundo, patrimonio de la mejor humanidad: es el edén soñado, el «locus amoenus», el paraíso del Corán, cruzado asimismo por un río, el lugar encantado de la Arcadia clásica...

Aquí se expresa un deseo antiguo, emergente en todas las eda­des y pueblos: la nostalgia de la paz divina en la creación, la bús­queda de los orígenes perdidos'.

Pero en este paraíso no encontramos un mundo forjado por la fantasía oriental: ni ríos desbordados, ni paisajes multicolores, ni animales exóticos. La descripción es sobria, de intensidad retenida. La nueva Jerusalén extiende ahora su contagio a la humanidad y a la naturaleza, transfigurándolas en su luz sobrenatural2.

'Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de su pla­za, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce fru­tos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones. 'Yya no habrá ninguna maldición más. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. 4Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. 5K ya no habrá

1. Cf. R. Halver, Der Mythos im letzen Buch der Bibel, Hamburg 1964, 112.2. Cf. K. L. Schmidt, Die Bildersprache in der Johannes-Apokalypse: TZ 3

(1947) 60.

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más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.

Estos cinco versos, escritos con lenguaje genesíaco, describen esta feliz armonía ya recobrada y para siempre. Se huye de lo ne­gativo para dar paso a un reinado glorioso del amor, de perenne contemplación directa de Dios. Entonces observamos cóm o la con­junción copulativa se multiplica, pretende enlazar en gozosa alga­rabía las múltiples gracias que D ios tiene reservadas a los suyos. Estos versos expresan rotundamente la locuacidad de la dicha, que, en pura dádiva divina, ha de llenar a toda la humanidad.

Capacitado, pues, «con la fuerza del Espíritu» (21, 10), el autor del Ap puede acceder a la contemplación del paraíso, que está lo­calizado en la nueva Jerusalén. Se trata de una visión profética, que altera los habituales esquemas convencionales de pensamiento pa­ra adentrarse en el misterio subyugante del simbolismo apocalípti­co; por eso no le importa gran cosa incurrir en reiteradas tropelías lógicas: que del trono de D ios y del Cordero mane —¡extrañísimo venero, de cuyo seno nace un agua borbotante!— un río de agua de vida (22, 1); y que en medio de la plaza brote un árbol de vida (22, 2), por más que la plaza ofrezca un suelo improductivo y refracta­rio, pues «es de oro puro, transparente com o el cristal» (21, 21).

En este fragmento el autor toma fundamentalmente motivos li- terario-teológicos del Génesis, enriquecidos por la tradición profé­tica, para formular de manera original su propio mensaje teológi­co. La ciudad de la nueva Jerusalén se convierte ahora en el paraí­so —sorprendente metamorfosis de enormes proporciones—, en donde se realiza íntegramente la comunicación de D ios con los hombres, de los humanos entre sí, y con la naturaleza.

El pensamiento apocalíptico tiende a unir el fin de la historia con los com ienzos; el porvenir con el origen3. No se trata, sin em ­bargo, de un retorno, teñido de nostalgia, a aquel paraíso perdido. No se repetirán ya los graves errores del pasado, que causaron la desarmonía de la humanidad y del cosm os. La historia no puede ya volver sobre sí misma. Hay que ser consecuentes con la fuerza ob­jetiva de los hechos de la revelación bíblica. El Ap cristiano no pre­senta ahora otra edición corregida de aquel paraíso perdido y aban­donado. Perdido el paraíso, hay que darlo ya por perdido irreme­

3. Cf. M. Rist, The Revelation o f St. John the Divine, 541; R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 387.

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diablemente. La visión última de la que Juan es testigo muestra un paraíso, dotado con la categoría de lo nuevo, lo prístino, lo recién acabado de hacer por las manos de Dios com o regalo para la hu­manidad. Este altísimo grado de novedad se ajusta al mismo rango que reviste la ciudad de la nueva Jerusalén, tal com o ya se ha estu­diado con cierta profusión.

Así, pues, la presente contemplación profética no se desentien­de de la iconología de la nueva Jerusalén. Esta prosigue en una es­pecie de metamorfosis urbana, con rasgos propios de un paraíso. El lenguaje empleado por Ap delata la persistencia; sólo una lectura atenta descubre esta continuidad; pues el río de agua es «relucien­te» com o el «cristal» (22, 1), con la misma cualidad que ha sido predicada de la gloria de la ciudad (21, 11) y de la plaza (v. 21). Con respecto al otro gran símbolo, el árbol de la vida, también se indica que brota «en medio de la plaza» (22, 2). Y no existe otra plaza sino la descrita en la nueva Jerusalén (21, 21). Es justamen­te en el centro mismo de la ciudad, no al margen, ni en las afueras —extrarradios en que se ubicaría cualquier jardín terrenal antiguo—, donde crece fecundo, en agua y fruto, el paraíso nuevo.

1. El río de agua de vida y el árbol de vidaD e la imagen conjunta del paraíso, poco ha vislumbrada, nues­

tra retina se queda en la contemplación de sus dos componentes esenciales, com o son el agua y el árbol. Ni el uno ni el otro pueden ser tratados de forma totalmente independiente; pues están imbri­cados en la misma visión y determinados, además, en el texto por el sustantivo «vida», que los circunscribe.

'Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de su pla­za, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce fru­tos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones.

La presente visión tiene su fuente inspirativa en el Génesis:De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos (2, 10).Asim ism o recuerda la célebre descripción del templo futuro

narrada por Ezequiel en la última parte de su libro (cc. 40-48). El

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profeta, desde un monte alto (40, 2; igual escenario y localización que describe el vidente de Ap —21, 10—), contempla, llevado por la mano de Yahvé (40, 1; en Ap se habla, en cambio, de un ángel), la gloria futura de una Jerusalén reconstruida e idealizada.

Hay que decir que los últimos capítulos del Ap han tenido co­mo inspiración las visiones de los profetas Isaías, Zacarías, Daniel, y especialmente Ezequiel. Esta dependencia respecto al profeta Ezequiel, patentizada en numerosas pruebas de citas explícitas y remembranzas, ha sido ampliamente puesta de manifiesto y recal­cada4.

La formulación de Ap proviene, pues, ya transformada, del pro­feta Ezequiel (47, 1-12), quien ve manar agua del templo, agua tan abundante que se convierte en «agua de pasar a nado, un torrente que no se podía atravesar» (v. 5); agua que sana lo hediondo (v. 8), que da vida y hace prosperar (v. 9).

Ap concentra en esta palabra suya tan característica, «vida», la dinámica descripción del profeta Ezequiel. Además, el río de agua de vida, que se le muestra al vidente y que retiene su atención, «es­tá brotando» —en griego va conjugado en participio de presente (éxJTOQeuónevov)—. Es un río de aguas vivas, corrientes, no estan­cadas o muertas. Torrente limpio, tan cerca de la fuente que no pue­de sino fluir incesantemente. El agua serpea serena y fluida, «relu­ciente com o el cristal» —señala el texto—; impregnada de aquella luz, reflejo del centro luminoso, que es la divinidad5. El motivo de la luz sigue estando presente en esta descripción paradisíaca. Tam­bién las comparaciones, que servían para ilustrar el brillo de la ciu­dad de Jerusalén; pues el agua es la materia transparente más pare­cida a la luz6.

Ap cambia la fecunda fuente desde donde brota el agua. Con­forme a la lectura de Ezequiel el agua surgía del templo de Jerusa­lén; ahora mana del trono de D ios y del Cordero. Ya no se habla más del templo, pues el tema ha quedado suficientemente explíci­to en el capítulo anterior. D e ahora en adelante, el trono de D ios y del Cordero ocupará el lugar del templo.

4. Cf. J. Lust, The Order o fth e Final Events in Revelation and in Ezekiel, en J. Lambrecht (ed.), L ’Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Testa­ment, Gembloux 1980, 179-183; H. Bietenhad, Das tausendjahrige Reich. Eine bi- blisch-theologische Studie, Zürich 1955, 34-35.

5. Es un agua «éticelante», así traduce C. Spicq, Notes de lexicographie néo-tes- tamentaire I, 461. Sobre las características de esta misteriosa agua, cf. Aristóteles, Me- teor., 370 a 13.

6. Cf. E. Aepli, Der Traum und seine Deutung, 278.

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La significación teológica acerca del río de agua de vida es ri­ca. Se ha interpretado en clave bautismal o pneumatológica. El evangelista Juan comenta unas palabras de Jesús, que inducen a es­ta última equivalencia: «De su seno correrán ríos de agua viva. Es­to lo dijo refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creye­ran en él» (Jn 7, 38b-39). Diversas interpretaciones han sido for­muladas con respecto al texto de Ap. Se ha visto una clara referen­cia al Espíritu santo7; una alusión a la promesa de la inmortalidad8 y una referencia a la abundancia de bienestar que Dios concede a su pueblo1'. La expresión, creemos, parece indicar fundamental­mente la sacramentalidad de la Iglesia, vivificada por la presencia del Espíritu santo.

Según la visión del profeta la mención del río se imbrica, casi hasta el punto de fundirse o confundirse, con la alusiva a la arbo­leda. A sí reza el verso de Ez 47, 7, tan semejante a nuestro texto de comentario, conforme a las versiones española, hebrea, la griega de los LXX y la de Ap 22, 2:

En la orilla del río había una arboleda a un lado y otro.n-rm rra n'xp :n ya bmn naffl'bK (TM)xal l S o t j em t o ü x e ía o i jc ; t o O j t o t « | i o ü SévSga K o X k á acpóóou ev-íh;v v a l i e v í í e v (LXX)’Ev ¡ l é a o ) t i j c j T ^ a i e í a g a i ) t í ] ; xa! t o í i j t o t u h o í i evteM ev x a i éxetfrev ^ ú á o v ¡¡ojíjg (Ap 22, 2).

Como puede apreciarse, existen más parecidos con el texto ma­sorético que con la versión de los LXX. El singular colectivo yi? 3"1 «árbol numeroso, mucho árbol, arboleda» se adecúa mejor con el singular í;t)A.ov de Ap que no con el plural neutro 6évÓQa JioXká. La expresión adverbial del Ap «a un lado y otro» (evteüOev xa l éxeldev) puede muy bien ser la traducción del hebreo MTQ1 Í1TQ, pero no parece corresponder al diverso sintagma ev&ev x a i evííev de los LXX.

Pero la diferencia más notable reside en la ausencia del sintag­ma «árbol de vida» en el profeta Ezequiel. Falta, pues, la expresión fija y estereotipada de Ap, aunque la mención de la vida no resul­ta ajena en el contexto inmediato. Efectivamente, rastreando entre las líneas próximas del texto profético, se lee que el agua de este

7. Cf. H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, 298.8. Cf. G. E. Ladd, Commentary on the Book o f Revelalions o f John, 286.9. Cf. W. Barclay, Revelation o f John I, 283.

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torrente o río, por dondequiera que pasa, irá dejando tras de sí hue­llas de vida: «Todo ser viviente que en é] se mueva, vivirá. La vi­da prospera en todas partes adonde llega el torrente» (v. 9). Mas es­ta exuberancia de vida está ligada, según el texto de Ezequiel, no al árbol —com o ocurre en el libro de Ap—, sino al agua del río que brota del templo. D e donde resulta que ambos sintagmas «río de agua de vida» y «árbol de vida» se entremezclan también confor­me a la descripción del Ap.

La imagen del árbol de vida de Ap parece tener su origen in­mediato no en la lectura del profeta Ezequiel, sino en Gén 2, 9, cu­ya precisa escritura, vertida en hebreo y el griego de los Setenta, reza así:

El árbol de la vida en medio del paraísoTM: y r n □,,m pyLXX: tó gúXov xfig tcoíjg év ^léoco tco Jtapa&eíowEl autor del Ap presenta, pues, una lectura con diversas so-

breimpresiones (G énesis, Ezequiel, su propia versión), que reclama una mirada penetrante para poder captar, nítida, la imagen del ár­bol de la vida entre tanta fronda. No sorprende, por eso, la dificul­tad de algunos exegetas en su tarea de ofrecer una correcta traduc­ción del texto.

Curioso resulta observar que la expresión «en medio (év (.léow) del paraíso», corresponde a «en medio (év ¡xéao)) de la plaza». Existe idéntica preposición en las tres versiones: TM, LXX y Ap. La imagen del paraíso ha sido ampliada con la visión de la nueva Jerusalén y de su plaza, por cuya causa el texto se ha incrementa­do de riqueza teológica y se ha hecho, por ello, más denso e inex­tricable10. Es preciso reconocer que una traducción del todo inteli­gible y limpia resulta muy difícil de formular, pues el autor ha re­cargado con un cúmulo excesivo de alusiones bíblicas el texto apo­calíptico.

El Ap muestra, por medio de su peculiar mensaje, no una res­tauración, sino el cumplimiento de una profecía. El árbol de la v i­

lo. Para obviar esta dificultad, ha investigado concienzudamente E. Delebecque, i ’Arbre de la vie dans la Jérusalem céleste: RThom 88 (1988) 124-130. El autor rea­liza un examen detenido de las posibles traducciones (hasta un número de once); y tras diversos análisis filológicos y comparativos, concluye dando su propia versión: «'En medio de su explanada y el río, viniendo de aquí y viniendo de allí, un Árbol de vi­da’... Este árbol se encuentra, pues, a igual distancia de la una y de la otra, es decir, justamente en medio» (p. 129).

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da no tiene com o referente sólo al mencionado por el libro del G é­nesis, sino también a aquel árbol proverbial que la literatura apo­calíptica, entre tantas descripciones de fantasía, aguardaba anhe­lante11; y de forma señalada al que el profeta Ezequiel columbró en su visión del templo futuro. D e ahí que la discreta mención del pro­feta, sustentada por el texto de Ap, concede valor escatológico al árbol del paraíso. La calidad de vida que este árbol otorga es de su­ma abundancia y perfección12.

El Ap continúa relatando los efectos beneficiosos del árbol de la vida: da doce frutos, cada mes su fruto, y sus hojas sirven para la curación de las naciones. D e nuevo el verso apocalíptico se re­laciona con el profeta Ezequiel:

Y junto al río, en la orilla, a uno y otro lado, crecerá toda clase de árbol frutal; sus hojas nunca caerán ni faltará su fruto. Producirán todos los meses frutos nuevos, porque sus aguas salen del santua­rio; y su fruto será alimento, y sus hojas medicina (47, 9).

Las diferencias existentes entre ambos textos, manifiestan lo que de original aporta la revelación de Ap. Ez habla con frases ne­gativas, perentorias, de la fertilidad de este árbol: «nunca caerán sus hojas», «no acabará su fruto». Ap adopta, en cambio, un tono positivo: «da doce frutos», «cada mes da su fruto».

Existe diversa prospectiva temporal. Ez utiliza verbos en futu­ro, refiriéndose a una profecía que tendrá que llegar en un remoto porvenir. Ap insiste en el valor de la actualidad: el árbol de la vida «está dando» (jioioív), «está produciendo» (ájtoóióoijv) —todos ellos participios de presente— ya en este tiempo, con una fecundi­dad continua, incesante y feracísima.

Ap evita mencionar la expresión «porque sus aguas salen del santuario» propia de Ez; pues está aludiendo al árbol de la vida, no al río. Y el árbol de la vida está situado en medio de la plaza. Su ri­gor lógico, en este caso, alcanza a la imagen del árbol, y la respeta.

La relevancia de su mensaje teológico estriba en lo que añade de nuevo: la insistencia en el número doce y la expresión «las na­ciones».

El árbol da doce frutos, cada mes produce un fruto. La frase griega (jtoioxiv xagicoug Scbóexa), es retomada y reforzada por la

1 1 . 2 Esdras 8, 52; 2 Henoc 8, 3-4. Cf. otros testimonios y su explicación aneja en F. Contreras, El Señor de la Vida, 150-158.

12. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 387.

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siguiente (x a tá (.ifjva exaoxov ájTOÓióoüv). Cada uno de los me­ses el árbol «produce» (ájT0ÓiÓ0tSv) su fruto correspondiente. Se acentúa mediante esta reiteración la puntualidad en la fructifica­ción, la perennidad en el ciclo de producción del «fruto» ( t ó v x c c q j tó v , en singular). La abundante cosecha está del todo asegura­da y fielmente permanece. Es preciso recordar, en este contexto, el tema joánico de la fructificación, tan insistentemente reclamado por Jesús en la alegoría de la vid y los sarmientos: Jn 15, 2.4.5.8.16. La permanencia con Jesús es la única garantía para dar fruto duradero.

Pero un añadido extraño dificulta la comprensión del texto. ¿Qué significación posee la expresión «doce» que acompaña a los frutos? ¿por qué el autor inserta este número que no se encuentra en el texto inspirador del profeta Ezequiel? Precisa se hace una v i­sión panorámica por el libro del Ap para valorar la importancia.

En nuestro libro el número doce sobresale por su frecuencia; se refiere de manera explícita a las doce tribus de Israel (7, 5 [tres].6 [tres],7 [tres],8 [tres]; 21, 12 [tres]). En 12, 1 se relaciona con el gran signo aparecido en el cielo, una mujer con una corona de do­ce estrellas (alusión a las doce tribus). En 21, 14 se habla de la nue­va Jerusalén que tenía doce cim ientos, que son los doce apóstoles del Cordero. Finalmente las medidas de la ciudad hacen referencia al número doce o a sus múltiplos: la ciudad, mensurada por un án­gel con caña de oro, da la suma de doce mil estadios (2 1 , 16); la muralla mide ciento cuarenta y cuatro codos (v. 17); las doce puer­tas de la ciudad son doce perlas (v. 2 1 ).

La literatura apocalíptica menciona con asiduidad la expresión de los doce meses, pero habitualmente en relación con las tribus de Israel13.

Creemos que el número doce, clara incrustación por parte del autor en nuestro texto, se refiere a las doce tribus de Israel, pero no exclusivamente; incluye también a los doce apóstoles del Cordero, debido al contexto próximo de la visión de la ciudad. Se reafirma

13. He aquí una antología de las principales asignaciones del número doce en la literatura judía: «Todas las obras de Dios fueron hechas para corresponder al número de las tribus: doce fueron los signos del zodíaco, doce los meses, doce las horas que tiene el día, doce horas la noche, y doce piedras están colocadas en el pecho de Aa- rón» (L. Ginzberg, The Legertds ofthe Jews 1, Philadelphia 1967, 31). José habla a sus hermanos con gran magnanimidad y dice: «¿Creéis que yo tengo poder de actuar con­trariamente a las leyes de la naturaleza? Doce horas tiene el día, doce horas la noche, doce meses el año, doce constelaciones hay en los cielos, y también doce tribus» (ibid., 168).

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otra vez la universalidad de la nueva Jerusalén: en ella se hace pre­sente todo el antiguo y nuevo testamento. Ya nadie puede ser apar­tado, por razón de etnia u origen, del fruto de este árbol. A saber, todos los pueblos están llamados a participar y a comer del árbol de la vida. Es una oferta de vida completamente abierta y gratuita. La exuberancia de las alegrías que esperan a las naciones en el rei­no final, encuentra su expresión en la fecundidad mensual de los árboles14.

Se trata del tema nuclear de la universalidad de la Iglesia —ver­dadera preocupación teológica, rayana en la obsesión a lo largo de todo el libro—, que el autor de Ap siempre introduce allí donde pue­de, indeleble marca de su estilo, sirviéndose de todos los medios a su alcance, tal com o acontece en este caso donde rubrica con su se­llo la mínima referencia original del número doce.

La otra mención peculiar de Ap es la expresión «para la cura­ción de las naciones». ¿Por qué su insospechada presencia y aso­ciación? ¿qué quiere decir la palabra «las naciones» en este con­texto? Ya se ha visto, poco ha, el em pleo completamente positivo que adoptaba en estos últimos capítulos el vocablo «naciones», a saber, aquellas que caminan rumbo a la nueva Jerusalén, trayéndo- le el obsequio de su gloria y de sus bienes. La riqueza no sirve ya, com o antaño en la vieja Babilonia, de motivo de confrontación, si­no com o lazo de comunión.

D e nuevo el autor de Ap, al insertar el lexema «las naciones» en su texto, incrusta de hecho una profunda modificación teológica. Abre, de par en par, su perspectiva de salvación; ésta no queda ya reservada sólo a los justos de Israel, ahora se torna universal. To­das las naciones están destinadas a las salvación. Pueden con ple­no derecho acercarse y tomar el fruto del árbol de la vida.

2. La nueva humanidad~'Y ya no habrá ninguna maldición más. y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. *Y verán su ros­tro, y su nombre (está) sobre sus frentes. 5 Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.

Tras describir sobriamente la quintaesencia del paraíso de la nueva Jerusalén, el Ap se extiende en las inmejorables condiciones

14. Cf. Delling, nf|v, en TWNT IV, 644.

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de vida que D ios y el Cordero, sentados en su trono (esta mención conjunta de D ios y del Cordero, se estudiará más adelante, en la in­terpretación teológica), otorgan con liberalidad. En su atrevida for­mulación que causa enorme extrañeza —¡cómo pueden ser ocupan­tes simultáneos del mismo trono!— esta expresión del Ap reviste una amplitud de enorme transcendencia teológica. Los verbos, en contraste con la primera parte (Ap 22, 1-2), cuyas acciones se si­tuaban en pasado-aoristo y en presente, van conjugados en futuro: «no habrá (oím eoxai)... estará en ella (év aí)xfj eaxai)... darán cul­to (Á.aTQEÚaouaiv)... verán su rostro (óapovxai tó jrQÓocojtov ai)- xoü)... no habrá (otix eoxai)... iluminará (qxüxíoei)... reinarán (|3a- oiAe'úoo'uaiv)»15. La gramática es elocuente; este cambio m anifies­to de tiempos verbales indica una negación absoluta de todo ele­mento negativo (maldición, noche) y sirve para remarcar la nueva condición de los cristianos rescatados: el Señor los iluminará para siempre, con él reinarán, en una acción duradera e interminable. De ahí, el cambio de parágrafo con que se ha rotulado esta inédita si­tuación: la nueva humanidad.

a) No una maldición, sino una bendiciónEl primer hemistiquio («Y ya no habrá ninguna maldición

más», v. 3) sirve de transición de una parte a otra: del paraíso a las condiciones actuales. Lo primero que se enuncia, de manera termi­nante, es que no existirá más maldición o anatema (xaxófl'Tijia). Esta palabra de uso helenista, tardíamente incorporada al griego, declinada en su forma singular es única en el nuevo testamento16. En Le 21, 5 aparece el plural áva§i'](.iaoiv, pero con el sentido de «exvotos». Algunos de los presentes admiran la construcción del templo, que estaba adornado de piedras hermosas y de «ofrendas votivas o exvotos» (ava'frru.iaoiv)17. En Mt 26, 74 se encuentra la­cónicamente mencionado el verbo xaxa^e(.iaxí^o), que significa «maldecir», «echar imprecaciones».

Fuera del nuevo testamento se halla en un pasaje del libro de la Didajé 16, 5: «Entonces los hombres vendrán al fuego de la prue­ba y muchos se escandalizarán y perecerán, pero los que hayan per­manecido en su fe se salvarán por el mismo ‘anatema’ (xaxai)é(.i,a-

15. Excepto la expresión negativa: «no tienen necesidad de luz —otix é'xot)aiv XQEÍav (p o rtó ?-» (v. 4).

16. Cf. H. Balz, áváfrrina, en DENT I, 241.17. Idéntico significado en F. Josefa, La Guerra judía V, 210.

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T05)». Se interpreta esta maldición, con relación a Cristo, quien se hizo por nosotros maldición, conforme a Gál 3, 1318.

La palabra griega zaxá'OriLia, dotada con la fuerza reduplicati- va del prefijo x a tá , acentúa la gravedad del anatema19. Queda abo­lida aquella maldición genesíaca (3, 16-22), que condenó a la infe­licidad a los primeros hombres, cuyas relaciones se vieron turbadas entre ellos mismos, con los animales y con la naturaleza nutricia, y que les obligó a abandonar el paraíso20. A estas alturas del libro de Ap, dicha liberación de toda maldición posee cabal sentido; pues­to que el Diablo, el gran instigador que engañaba a la humanidad y que provocó el pecado, ya ha caído; y también la Bestia y el falso profeta han sido definitivamente abatidos por la fuerza de Cristo (20, 10). N o existe, por tanto, ninguna sombra que oscurezca la luz irradiante de la nueva Jerusalén, ningún peligro de maldición se cierne en este paraíso, antípoda del paraíso terrenal. Perfectamente se cumple la predicción de Zacarías: «Y morarán en ella, y ya nun­ca habrá más maldición y morarán en seguridad» (14, 1 1 ).

b) Cara a cara con Dios4 Y verán su rostro y su nombre —está— sobre sus frentes.

Este verso refiere la visión directa que la nueva humanidad ten­drá de Dios, quien se convierte por ventura en la permanente con­templación que llenará sus vidas21. El verso, en su escueto laconis­mo, contiene la certidumbre de una dicha suprema, que un creyen­te/lector de la Biblia apenas podía llegar a imaginar y que, sin em ­bargo, era en el fondo su aspiración más honda: ver a D ios. Ap ase­gura, de manera antropológica, con la mención de la parte más re­presentativa de la persona —com o es el rostro-, que los cristianos fieles «verán su rostro» (v. 4a).

La situación de la humanidad rescatada sobrepasa con creces al Israel antiguo, donde nadie podía ver a Dios sin padecer la muerte. Tal era la experiencia de los grandes patriarcas y profetas. A M oi­sés que suspiraba por ver a Dios (Ex 33, 18), éste le dice: «Mi ros­

18. Cf. E. Stommel, or|[ieiov éxjtgTáaecog (Didaché ¡6, 6): RoQ 48 (1953) 31-34.

19. Cf. F. Blass-A. Debrunner-F. Rehkopf, Grammatik des neutestamentlichen Griechish, § 225, 3; E. B. Alio, L ’Apocalypse, 354.

20. Cf. S. Bartina, La escatología del Apocalipsis: EstEcl 21 (1962) 309-310.21. Cf. J. Ladame, «¡Is verront son visage», Apc 22, 4: VSI 16 (1968) 24.

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tro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir vi­viendo... podrás ver mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver (v. 20.23). Recuérdese también los ayes desdichados de Isaías, quien se siente hombre perdido porque sus ojos han visto a D ios (6, 3).

Hay que añadir también que esta contemplación abarca miste­riosamente a Dios y a Cristo; pues ambos son los ocupantes del tro­no. A sí queda indicado desde el rigor de la gramática del Ap, ya que un solo adjetivo - e l singular «su» (au toí))— engloba a D ios y a Cristo, com o unidad indisoluble22.

Dicha visión conlleva la comunicación plena de la vida espiri­tual que el Padre absolutamente posee y que da en plenitud a Cris­to, y que éste otorga gloriosamente a los suyos. El cuarto evange­lio lo expresa mediante el sim bolism o de la inmanencia comparti­da y del conocer más íntimo posible:

Aquel día com prenderéis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros (Jn 14, 20).Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdade­ro y a tu enviado, Jesucristo (Jn 17, 3).

Esta contemplación no conocerá mengua ni límite, porque Ap asegura en la segunda parte del verso que «su nombre —está— so­bre sus frentes» (4b).

Portar el nombre divino en la frente es señal de pertenencia ex­clusiva a D ios y de protección divina, según múltiples testimonios del Ap: 3, 13; 7, 3; 14, 1. En cambio, los seguidores de la Bestia llevan su «marca» (xáQay|.ia) inscrita en sus frentes (13, 16). D e nuevo el Ap registra el contraste de caracteres opuestos entre los fieles de D ios y los adeptos de la Bestia.

Como trasfondo explicativo de la imagen se puede rememorar el pasaje de Ex 28, 36-38, donde se refiere que Aarón llevaba so­bre su frente, una lámina de oro con la inscripción: «Consagrado a Yahvé». En nuestro pasaje esta señal sobre las frentes del nombre de Dios, indica la total consagración al servicio de D ios23.

D ios no sólo es objeto de contemplación, sino que se constitu­ye egregiamente en el que mira; es, en términos absolutos, «quien en verdad mira». A sí reza la denominación que Agar le rinde a Yah­vé, cuando en el desierto, huyendo de la presencia de su señora Sa- ray, se encuentra con Dios. Ella exclama: «He visto las espaldas de

22. Cf. T. Holz, Die Christologie der Apokalypse des Johannes, 202.23. Cf. H. B. Swete, The Apocalypse o f St. John, 301.

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aquel que me ve» (Gén 16, 13). En el salmo 80 se repite por tres veces, con la fuerza reduplicativa del estribillo, la súplica: «que brille tu rostro y nos salve» (4.8.20). El brillo del rostro es señal de benevolencia divina —un rostro radiante es denotativo de acogida y, específicamente de unos ojos complacientes, de unos labios que sonríen—, causa de salvación para quien es objeto de esa mirada. Igualmente la mirada del Señor se fija sobre los que esperan en su amor, para librar sus vidas de la muerte (Sal 33, 18-19). La creen­cia de que la mirada de D ios realiza la bondad y que morar a la sombra de mirada es saludable, se convierte en una creencia admi­tida por la súplica repetida de los salmos. D ios lo mira todo, nadie puede huir de su rostro (139, 7). La mirada de Dios es transforma­dora, recrea al creyente, devolviéndole el fulgor de su ser origi­nal24.

c) Plenitud de luz y de sacerdocio real'Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpa­ra ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.

D e nuevo se insiste en el triunfo de la luz sobre las tinieblas, merced a la victoria divina. N o habrá más noche, aseguraba el pro­feta Zacarías (14, 7). N o persistirá ninguna sombra en la nueva Je­rusalén, que empañe la claridad de la luz, a saber, la presencia irra­diante de D ios quien hace a los hombres sapientísimos y felices: «No surgirá ya más la noche del pecado, ni aparecerá la tiniebla de la injusticia; y los que vivan en esa bienaventuranza no necesitarán de la enseñanza de doctor alguno... porque toda ciencia que se ne­cesita, se descubre en la claridad de su rostro»25.

No hace falta, por tanto, ni luz cultual («lámpara» —Xúxvog—) ni luz astral («el sol» —11X105—). A través de estas palabras denota­

24. En una oración, atribuida a san Agustín, desde el s. IV, se suplica: «Aspice me ut ditigam te». «Tus ojos me miran constantemente y yo vivo de tu mirada, mi Crea­dor y mi salvación», R. Guardini, Theologische Cebete, Frankfurt 1960, 14. San Ig­nacio también recomienda: «Un paso o dos antes del lugar donde tengo de contemplar o meditar, me pondré en pie, por espacio de un Pater noster, alzado el entendimiento arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira» (Ejercicios Espirituales, 75). Interesantes sugerencias en P. van Breemen, Transparentar la gloría de Dios, Santan­der 1994, 11-21.

25. Apringio de Beja, Comentario a l Apocalipsis (Introducción, texto latino y tra­ducción de A. del Campo), Estella 1991, 210.

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tivas com o «lámpara» y «sol», Ap sigue insistiendo en la anulación de todo régimen antiguo. En la nueva Jerusalén no se precisa de ninguna lámpara para el culto, porque «Dios todopoderoso y el Cordero es la ‘lámpara’ (Toj/vog)» (21, 23), la única capaz de ilu­minar. Merced a la palabra «sol», se anuncia la invalidez del orden natural, basado en la primera tierra y el primer cielo (Gén 1, 14- 16). El sol que alumbra reside en Jesucristo resucitado, cuyo ros­tro, tal com o el vidente lo ha contemplado en la cristofanía inicial, brilla «com o el sol en su apogeo» (65 ó ijkog év ifl &vvá[xei a m o v , Ap 1, 16). La luz de la nueva Jerusalén no se alimenta, por tanto, de la fuerza del culto humano, imagen de los templos terre­nos; no teme el ocaso del sol natural, que fatalmente atardece. Sus luminarias no son pasajeras, parpadeantes, sino divinas, eternas; porque, com o antes se ha dicho (21, 23), y ahora se reitera, la pre­sencia de D ios ilumina siempre y perfectamente.

La expresión «darán culto» se une a «reinarán» por motivos m etodológicos, en sintonía con el sentir del Ap que con frecuencia agrega ambas referencias. Con esta mención de Ap 22, 5, culmina un proceso, que se había prometido a lo largo del libro acerca de los sintagmas «un pueblo de sacerdotes y de reyes» (1, 6; 5, 10). Ahora se enuncia claramente que los cristianos fieles serán sacer­dotes, a saber, «darán culto» (X.atQEÍioo'uoiv) y «reinarán» (|3aoi- ^.eíioo'uoiv) por los siglos.

Hay que decir, en primer lugar, con respecto al culto, que se tra­ta del cumplimiento de lo enunciado en la escena de los que iban vestidos de blanco (Ap 7, 9-14), donde se refería la gloriosa situa­ción de la muchedumbre de los rescatados y del Cordero pastor. Se indicaba que éstos ya han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero; por eso están delante del trono de D ios y le ‘darán culto noche y día’ (X.aTQE'úooouoiv c o it o ) %iéQa5 x a i v\)xtóg Ap 7, 15). Este culto se verifica en un encuentro personal, a saber, «estando delante de Dios»; celebra ininterrumpidamente —día y noche— el triunfo de D ios y de Cristo, que se ha hecho com ­pleto en la victoria de los cristianos. D e ahí que Ap señala oportu­namente su porte y su indumentaria: llevan palmas de aclamación en sus manos (cf. Sal 118, 25) y van vestidos de blanco26.

N ótese, además, el régimen especial de los verbos en el Ap, aquí fielm ente transcritos, que giran ininterrumpidamente sobre los

26. Cf. H. Ulgard, Feast and Future. Revelation 7, 9-17 and the Feast o f Taber­nacles, Stockholm 1989, 69-107.

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tres tiempos; fenómeno gramatical que causa extrañeza, pero que un poco más adelante podrá ser esclarecido27.

El verbo «AaTQEÚco», abundante en los LXX, se refiere siempre al culto dado por el pueblo (Ex 3, 12; 7, 16.26; 8, 16; 9, 1.13; 10, 3.7.8.24). Este culto constituye la latría por excelencia. Son ahora los cristianos, nuevo pueblo y nueva humanidad, quienes lo tribu­tan a D ios28.

El título oficial dado a Israel en Ex 29, 6 —«reino sacerdotal» (PaoiAeíav íeQEtg)—, se atribuye a la comunidad cristiana en varias ocasiones a lo largo del libro del Ap: 1, 6; 5, 10; 20, 4.6). Pero exis­te una situación inédita: en la ciudad de la nueva Jerusalén, ya no se utiliza la palabra «sacerdotes» (Leqei^); no se precisan interme­diarios entre D ios y los hombres; por tanto, no hace falta templo, ni sacerdotes, ni sacrificios de ninguna clase. Los elegidos verán directamente a D ios y tendrán con él una relación íntima, tomando parte activa en su victoria eterna29.

En segundo lugar, Ap señala de manera explícita que los elegi­dos «reinarán». Se trata de la participación plena en el reinado del Cordero, Señor de señores y Rey de reyes (Ap 17, 14). Ya se había asegurado a los mártires que reinarían con Cristo durante el m ile­nio (20, 4). Ahora llega el cumplimiento eterno. El verbo, no obs­tante, va conjugado en futuro, «reinarán» (fkxaiAeúaomiv). Pero el mismo libro habla igualmente de esta acción de reinar también en presente: 1, 6 ; 5, 10. Ya conocemos la triple rotación del tiempo en Ap. Sus tres dimensiones implican por igual el presente, el pasado y el futuro, apoyándose mutuamente.

Parece oportuno precisar a estas alturas, a modo de síntesis su­marial y desde una perspectiva neotestamentaria, las notas princi­pales del Reino, que deben ser consideradas de manera orgánica, sin exclusivism os. El Reino tiene un componente «teo-lógico», pues su origen absoluto es el Padre. Posee una dimensión cristoló- gica, poque Jesús es su artífice, quien lo implanta mediante sus pa­labras y acciones, especialmente con el misterio de su muerte y re­

27. Por ahora, vale la precisión de R. Vicent (La fiesta judía de las Cabañas [Suk­kot], 233), quien cree que el contexto litúrgico invita a interpretar esta escena no co­mo una profecía acerca del futuro, sino como una revelación que patentiza el genuino carácter de la existencia cristiana. Los cristianos participan ya de la salvación de Cris­to, quien los conduce hacia las aguas de la vida.

28. Cf. J. Comblin, La Liturgie de la nouvelle Jérusalem, 25.29. Cf. L. Cerfaux, Regale sacerdotium: RSPhTh 28 (1939) 5-39; D. Muñoz

León, Un reino de sacerdotes y una nación santa: EstBib 37 (1978) 149-212; U. Van­ni, Sacerdozio e regno n ell’Apocalisse, una prospettiva teolugica-biblica: RivLtg 69 (1982) 337-350.

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surrección. Posee asimismo una dimensión soteriológica, porque busca la salvación de toda la humanidad; y, finalmente, contiene una orientación escatológica, pues no desfallecerá, mira a la reali­zación perfecta, cuando Cristo haya aniquilado las obras del mal y haya hecho resplandecer sobre toda la humanidad el proyecto sal- vífico de D ios. A sí lo reconoce Pablo: «Luego, el fin, cuando en­tregue a D ios Padre el Reino, después de haber destruido todo Prin­cipado, Dominación y Potestad (1 Cor 15, 24)30.

La comunidad cristiana del Ap, la Iglesia peregrina, vive en el tiempo y, aunque inseparable del Reino, no puede sin más confun­dirse con él, es diferente; constituye sus primicias y también su sa­cramento; por eso la Iglesia suplica a D ios la llegada del Reino: ¡«Venga tu Reino»! (Mt 6, 9; Le 11, 2). Ap refiere esta invocación eclesial, realizada de manera íntima, en unión con el Espíritu, se­gún declara el diálogo litúrgico final de Ap: «El Espíritu y la espo­sa dicen: ¡Ven!» (22, 17). Con la venida última del Señor, adviene efectivamente el Reino escatológico. La comunidad eclesial anun­cia kerigmáticamente este Reino a todas las naciones, lo va instau­rando con la proclama viva del evangelio, mediante la generosidad de la diakonía y su testimonio martirial. La «Ecclesia consumma- ta» no es distinta del «Regnum consummatum». En la ciudad de la nueva Jerusalén, la Iglesia caminante llegará a su meta final, ob­tendrá su perfección y la plenitud de su cumplimiento glorioso31. De esa gloria consumada habla explícitamente este futuro: «Reina­rán por los siglos de los siglos» (22, 5 )32.

Llama la atención el contraste que el preciso lenguaje de Ap instaura mediante la mención del desenlace último de unas vidas opuestas. Los condenados —señala el texto apocalíptico—: «serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (20 , 10); en cambio los justos «reinarán por los siglos de los siglos» (22, 5). Pa­ra unos, los seguidores del Dragón, su destino será un tormento inacabable; para los cristianos fieles, seguidores del Cordero, su suerte será participar en la realeza eterna de Cristo, su Señor.

30. Cf. M. Semerano, Reino, en Diccionario teológico enciclopédico, Estella 1995, 842-844.

31. Cf. Lumen gentium, 48, 68.32. Sobre tan fecunda temática, cf. W. J. Rewark, The reign o f the Saints (Apoc),

Colleggeville 1965, 1345-1350; H. Rathke, Die Wirklichkeit der Reiches Gottes nach Offb 22, 1-5: Exegese, Vorüberlegugen zur Predigt: StimOrth 1 (1977) 45-59; S. Ger­mán, Das Reich Gottes ais gegenwartige und zukünftige Wirlichkeit: Exegese zu Offb22, 1-5: StimOrth 2 (1977) 31-46; J. Du Prez, Peoples and Nations in the Kingdom of God according to the Book o f Revelation: JTSAF 49 (1984) 49-64.

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Por ello, esta expresión «y reinarán por los siglos de los siglos» constituye una llamada parenética a no considerar las realidades expuestas por Ap com o algo completamente remoto —ignoto aero­lito, que sobrevendrá más adelante, cayendo descomunalmente so­bre las expectativas actuales, machacándolas incluso—, sino como presencialidad germinal y divina, que ha irrumpido en la historia y en el seno de la historia puja por crecer y desarrollarse vigorosa­mente. Dentro del curso temporal de la historia de la humanidad, hacen progresar los cristianos el reino de Cristo, el Cordero victo­rioso (Ap 19, 16). La promesa sobre tan glorioso porvenir que les aguarda, se revela asimismo com o tarea del hoy que les anima en su testimonio de lealtad33.

Con la certidumbre de un reinado, se corona tan fecunda con­solación divina. A sí ha sido reconocido por E. B. A lio34: «Tales son las palabras que debían cerrar la última profecía de la Biblia, la más completa y la más sublime».

Es la promesa, tanto tiempo mantenida del designio salvífico de Dios, que no acaba en el absurdo ni en el caos, sino en la más ple­na fecundidad de su realización perfecta. Se cumple el reinado de Dios, en el que los cristianos, unidos a Cristo, «Rey de reyes», par­ticipan y gozan «por los siglos de los siglos», a saber, con una du­ración, que no conocerá ya los límites del tiempo, de forma impe­recedera, sin fin.

33. «Todas estas imágenes convienen proporcionalmente a la vida presente y a la futura» (E. B. Alio, L ’Apocalypse, 353).

34. L ’Apocalypse, 355.

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INTERPRETACION TEOLOGICA4

El peregrino que hoy acude a visitar Jerusalén suele situarse en un mirador habitual, en la falda del M onte de los O livos, junto a la iglesia del Pater Noster. D esde esta atalaya puede ver la Jerusalén actual: si alza los ojos su vista tropieza con la explanada del tem­plo, y avizora las dos grandes mezquitas, coronadas en espléndidas cúpulas, la gris de El Aksa y la dorada de La Roca; más al sur dis­tingue la iglesia de la Dormición de María, más al norte y a lo le­jos columbra no sin cierta dificultad la cúpula del santo Sepulcro. Si su vista desciende, observa la Puerta Dorada, también la puerta de san Esteban... El peregrino se hace contemplativo y rehace de nuevo la vieja experiencia del salmista; puede contar los torreones de Jerusalén, fijarse en sus baluartes, observar sus palacios (Sal 47, 13-14).

Este proceso visionario es el que nos aprestamos a efectuar. Ahora se trata de contemplar en panorámica la ciudad de la nueva Jerusalén, sin fijarnos ya en sus calles, ni asomarnos curiosamente por las esquinas, o mirar sus puertas, murallas, medidas..., a saber, sin detenemos en los pormenores laboriosos que supone toda inda­gación exegética. Esta conclusión ya supone todo ese trabajo one­roso, lo tiene en cuenta, pero quiere alzar la mirada, y ver más al­to y mejor. Pretende ser una contemplación omniabarcante. Permi­te saborear el todo, que no es suma de partes, sino la síntesis nue­va que depara situamos en una perspectiva inmejorable, la que go ­zó Juan, el vidente del Ap, al situarse idealmente en un monte alto y elevado (Ap 21, 10). Se atenderá, pues, en primer lugar a la di­mensión «teológica», a saber, la nueva Jerusalén contemplada des­de Dios; luego a una visión eclesial, es decir, como realización ín­tegra en D ios de una humanidad renovada.

La nueva Jerusalén no es sólo conclusión que clausura etapas bíblicas, sino meta que dinamiza la historia. La última página de la Biblia (Ap 21, 1 -22 , 5) no cierra definitivamente la lectura del

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gran libro o «libros» ( tá PiP^ía), sino que representa la señalada culminación hacia donde la multisecular aventura humano-divina ha ido orientándose. Desenlace feliz en donde, arribando al fin y descansando de tan duro trabajo, adquiere sentido de plenitud con­sumada la historia de la salvación.

La nueva Jerusalén es la perfecta confirmación del designio de Dios. Significa también la recolección madura de cuantos trabajos el hombre ha prodigado con sudor generoso, desde aquellos leja­nos inicios del Génesis (3, 19); pero sin otear ya com o triste desti­no convertirse en polvo de la tierra —de donde fue tomado—, sino ser morador en una nueva tierra y bajo un nuevo cielo, habitante con derecho en su genuina patria.

1. La nueva Jerusalén. La ciudad de Dios-Trinidad'En cuanto que es Iglesia consumada, la nueva Jerusalén realiza

la plenitud de la presencia trinitaria, que colma a la Iglesia, tal co­mo admirablemente recuerda el concilio Vaticano II. La Iglesia es pueblo del Padre, cuerpo del Hijo y templo del Espíritu santo2.

a) Dios, «el que es, el que era y el que ha de venir»El m ism o libro emplea esta designación divina, que constituye,

dentro de la inmensa producción escrita de la Biblia, una formula­ción exclusiva de Ap (1, 4.8). Este título divino es remembranza de una paráfrasis targúmica a Ex 3, 14: «Yo soy el que soy»; enuncia­do con más precisión, es propiamente la paráfrasis del Pseudo-Jo-

1. Contemplamos la nueva Jerusalén decididamente en una dimensión trinitaria. Hay coincidencia de miras. Nos situamos en la misma perspectiva con que Juan Pa­blo II quiere que se viva la preparación del tercer milenio, a lo largo de una etapa de tres años: «La estructura ideal para este trienio, centrado en Cristo, Hijo de Dios he­cho hombre, debe ser teológica, es decir, ‘trinitaria’» (Tertio millennio adveniente, n.° 39).

2. Léanse a este respecto los números iniciales del capítulo primero de la Cons­titución Lumen gentium. El número segundo recuerda el designio del Padre que quie­re que todos los hombres se salven y participen de la vida divina; el tercero muestra que Cristo cumple la voluntad del Padre y hace presente la Iglesia; todos los hombres están llamados a esta unión viva con Cristo. El número cuarto rememora la función del Espíritu, quien santifica y da vida a los fieles para que tengan acceso al Padre. De esta manera «toda la Iglesia aparece ‘como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu santo» (Lumen gentium, I, 4; san Ireneo, Ad. Hae- reses III, 24, 1).

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Interpretación teológica 187

natán a Dt 32, 393. Describe a D ios com o el Señor de la historia sal- vífica, cuya providencia impregna de sentido la ondulante marcha del tiempo, vela sobre la historia con amor que no duerme y actúa poderosamente en las tres dimensiones del tiempo: el presente (Dios es «el que es»), el pasado (D ios es «el que era») y el futuro (Dios es «el que ha de venir»)4. Ningún título más adecuado que éste para dibujar la silueta divina que aparece en la nueva Jerusa­lén. N o de otra manera que no sea dinámica, se manifiesta el D ios de Ap en la vida de la Iglesia y de la humanidad, tal com o cabal­mente ha sido reconocido: «El D ios de nuestra fe, de nuestra espe­ranza y de nuestra oración es a un tiempo ‘Aquel que es, que era y que ha de venir’ (Ap 1, 8)»5.

1. D ios creadorAp 21-22, 5 presenta la imagen de D ios que culmina su obra

creadora a lo largo de la historia. Puede afirmarse que D ios recrea el mundo en un génesis incesante, y lo lleva a la plenitud de su cé­nit teleológico. El lenguaje del Ap, tan rico en sugerencias, susten­ta tales declaraciones. A sí puede establecerse un sutil paralelismo entre el libro del Génesis y el Ap, a saber, entre el primer esbozo de la creación y la perfección del acabado. Con estilo pretendida­mente sobrio, nos limitamos a señalar este haz de semejanzas y dis­cordias simultáneas que emparentan ambos relatos.

* Al principio, en el primer día, creó Dios la luz (Gén 1, 3); ahora crea una ciudad tan luminosa, que tom a pálida la presencia de aquella luz primigenia. Los habitantes de la nueva Jerusalén —señala el texto— no tienen ya necesidad de luz (Ap 22, 3).

* En el quinto día creó D ios el sol y la luna (Gén 1, 16); aho­ra la nueva ciudad no precisa ya de sol ni de luna, de luminarias ce ­lestes, porque la misma gloria esplendorosa de Dios y del Cordero la iluminan (21, 23).

* El mar y la tierra firme que D ios hizo el tercer día (Gén 1, 9), desaparecen (Ap 21, 1); dejan su lugar a una nueva tierra y nue­

3. Así lo ha mostrado M. McNamara, The New Testament and the Palestinian Targum to the Pentateuch, Roma 1966, 98.

4. Cf. T. Holtz, Gott in der Apokalypse, en L ’Apocalypse johannique et l ’Apo- calyptique dans le Nouveau Testament, 247-265.

5. Conferencia episcopal francesa, Catecismo para adultos. La Alianza de Dios con los hombres, Bilbao 1993, § 652.

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vo cielo, sobrenatural ámbito, en donde irrumpe la nueva Jerusalén (Ap 21, 2).

* El jardín, que Dios formó para la pareja humana, dotado de un manantial (Gén 2, 6.10), un árbol de vida (Gén 2, 9), y ornado con oro y perlas com o el ónice y el bedelio (Gén 2, 11-12), queda trascendido por el prodigio que ahora realiza: un edén con un ma­nantial imperecedero de agua de vida (Ap 22, 1), un árbol de vida no prohibido ni clausurado, ni objeto de temor codicioso, bajo pe­na de muerte sin remedio (Gén 2, 17), sino al alcance de todos (Ap 2 2 , 2 ); y una ciudad completamente engastada en oro y enjoyada con las más célebres perlas preciosas (Ap 21, 11.18-21). Y lo que resulta aún más de maravilla, un jardín eterno donde los humanos pueden vivir en concordia con la naturaleza sin la amenaza de una maldición (Ap 22, 3b), com o aquella que produjo la desarmonía entre los animales («maldita seas entre todas las bestias del cam ­po», Gén 3, 14) y la tierra («maldito sea el suelo por tu causa», Gén 3, 17).

* Aquella pareja, el hombre y la mujer que Dios creó con ar­cilla de la tierra y con el soplo de su aliento de vida, a imagen su­ya (Gén 1, 27; 2, 7), principio de la humanidad que más tarde con­tra su mismo creador se rebeló (Gén 3, 1-14), encuentra ahora, tras tantos bocetos hechos añicos a causa de la iniquidad del pecado, el modelo supremo: la Iglesia, que, cual digna esposa, invoca a Cris­to com o esposo, con amor de iguales (Ap 22, 17).

* La historia de la humanidad es una larga historia de amor. Aquel requiebro inicial, el primer piropo de amor que registra la re­velación bíblica, dirigido por Adán a Eva, por el esposo a la espo­sa, el «varón a la varona» (véase el parentesco sonoro entre ambas palabras hebreas: tiTX - ilCÍX; Gén 2, 23), halla ahora su culmina­ción, pero esta vez dirigido por la esposa —llena de la presencia profética del Espíritu que la hace prorrumpir— al esposo, de quien solicita su pronta venida (Ap 22, 17).

* Las fatigas, el quebranto, el duelo... tan inmenso cortejo de penalidades que confluye sin remedio en la muerte; esa fúnebre ca­ravana de dolor que, por culpa del pecado hizo su aparición enton­ces (Gén 3, 19) y que no ha dejado de anegar con lágrimas la his­toria de la humanidad, deja ya de hacer sufrir, no existirá más. D ios la elim ina para siempre: «Y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llan­to, ni dolor, porque lo primero ha desaparecido» (Ap 22, 3).

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* No sin real sentido el Génesis (en su relato yahvista) afirma que fue Caín, el asesino de su hermano, proscrito por D ios y hecho maldito, el constructor de la primera ciudad (4, 17). Será D ios el constructor y arquitecto de la definitiva ciudad, la nueva Jerusalén, culmen de todas las bendiciones divinas a la humanidad (Ap 21, 2).

* Tras el diluvio, los hombres pretenden edificar una ciudad y una torre para escalar el cielo (Gén 11,1 -9), sirviéndose de sus so­las fuerzas y por motivos de orgullo (v. 4); pero el trazo de ciudad bosquejada se convierte en Babel, a saber, confusión: los hombres no logran comunicarse entre ellos y se dispersan por la tierra. Al fi­nal de la historia, culminándola, D ios regala a la humanidad una ciudad venida del cielo (Ap 21, 2), la nueva Jerusalén, lugar de congregación universal, a donde se encaminan todas las naciones de la tierra (Ap 21, 24).

* A lo largo de toda la obra apocalíptica, la asamblea recono­ce a D ios com o creador. Los veinticuatro ancianos arrojan sus co ­ronas doradas frente al trono y adoran a Dios, digno de recibir el honor y el poder, porque ha creado el universo y gracias a su vo­luntad lo que no existía ha empezado a ser (cf. Ap 4, 11). D ios crea­dor se ha mostrado todopoderoso a lo largo de la historia, como también lo declara la asamblea litúrgica: sus obras son grandes y maravillosas (15, 3) y su reino ha llegado (19, 6). Ahora D ios crea­dor —quien no puede dejar de actuar— continúa su obra creadora en un presente continuo, sin fin, que será eterno: «Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’» (Ap 21, 5).

2. D ios cercanoAp 21-22, 5 se esmera por hacer caer en la cuenta de que la vi­

va presencia de D ios acontece en medio de los hombres. A través de numerosas alusiones simbólicas, Ap recalca el mensaje de que Dios, por fin, habita entre los hombres; se manifiesta com o el En- manuel, que significa «Dios con nosotros».

* Insiste en que D ios pone su «morada» (oxr|vij) con los hom ­bres y que «morará» (oxr|oa)oei) entre ellos (21, 3). Se trata de la presencia gloriosa de Dios, la divina Sekiná —la antigua manifesta­ción esplendorosa de D ios que antaño se alojaba en el santuario—, que ahora se establece firmemente entre los hombres.

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* El mismo libro de Ap se trasciende a sí mismo en un proce­so de revelación divina, que muestra a D ios cada vez más cercano. El trono de D ios, antes confinado en la bóveda del cielo, tal como muestran repetidos pasajes de Ap (4, 2.3.4.5.6.9.10), ahora se sitúa en medio de la ciudad: «El trono de D ios y del Cordero estará en ella» (22, 3). D ios, «el Sentado en el trono», ahora se «asienta» en­tre los hombres.

* El Ap, mediante el em pleo atrevido de un lenguaje altamen­te expresivo en sus paradojas, no habla de una ciudad, que tiene un templo, sino de la nueva ciudad de Jerusalén, que es toda ella un templo; e incluso, más radicalmente dicho, se refiere a un templo que es ciudad, a saber, la plenitud de la presencia viva de D ios, quien hace posible la existencia de la ciudad.

* La ciudad se convierte en lo más sagrado; tiene dimensiones sacras, las propias del recinto santo («su longitud, anchura y altura son iguales», Ap 21, 16; cf. 1 Re 6 , 20). Toda ella es santuario, el santo de lo santos (Ap 21, 16); la ciudad íntegra goza de la presen­cia inmediata de Dios.

* Esta ciudad no necesita ya de templos para albergar la ima­gen de D ios, ni de sacerdotes que lo «re-presenten»; pues la m is­mísima presencia de D ios llena la ciudad e impregna la vida de los hombres, porque el vacío del templo se colma con el exceso de la gloria de D ios y se ilumina con la lámpara del Cordero (21, 23).

3. D ios amorEl último gesto expresivo —que no concepto, recordar que Ap es

una larga visión sucesiva de D ios y de la Iglesia— que ofrece nues­tro libro acerca de D ios es el de alguien que acompaña al que su­fre, procurando evitarle todo dolor. A sí reza el texto: «Y enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 2 1 ,4 ) . Ya se ha visto en un estudio comparativo que Ap (21, 4) corrige a Isaías (25, 8); añade el adje­tivo «todo» e introduce la expresiva palabra «ojos». La acción di­vina gana en universalidad y también en realismo. Quiere D ios res­tañar toda congoja. Es preciso valorar no sólo la eficacia de su po­der om ním odo, sino la delicadeza de su gesto, lleno de ternura pa­ra todos los hombres, a quienes consuela com o una madre. Justa­mente dice el Señor, haciendo explícita mención de Jerusalén: «Como uno a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Y por Jerusalén seréis consolados (Is 66 , 13). Aunque Ap no utiliza con

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frecuencia la palabra amor (1, 5; 3, 9.19; 20, 9), retrata fielmente con esta vivida pintura la imagen bíblica de un D ios, todo amor y misericordia6.

Apenas podría inventarse algo más parecido al amor misericor­dioso. D ios, ¡él, personalmente!, limpia los ojos en llanto de la hu­manidad con el pañuelo de su misericordia.

Asim ism o D ios quita, ya y para siempre, todo cuanto hace su­frir a los hombres: la muerte, el duelo, el dolor (21, 4). Quiere des­arraigar las oscuras raíces del llanto, y borrar también toda sombra de maldición; pues en el paraíso recreado no existirá la amenaza de ninguna proscripción com o la que antaño padecieron Adán y Eva (Ap 22, 3).

Qué lejos estamos, pues, —literalmente, situados en las antípo­das— de aquella maldición genesíaca (Gén 3, 16-22) que la litera­tura judía decoró con tintes desgarradores, donde aparece la inau­dita imagen de un D ios inclemente, sordo a las lágrimas de perdón de Adán, y encaprichado en castigarlo con una dureza inflexible7.

4. D ios PadreAunque más adelante este atributo sea tratado desde la referen­

cia de Cristo, el Hijo único del Padre, es tan sustancial designar a D ios con el nombre de Padre —¡ le cuadra tan adecuadamente bien

6. Aquí cabe citar la encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia, cuyo tí­tulo es sumamente expresivo y cuyo contenido sabe desmenuzar con finos detalles es­ta riqueza de Dios a lo largo de la revelación bíblica. No se trata de un simple rótulo nominalista, sino de una actividad que se ha mostrado operante, sin desfallecer nunca en medio de la miseria del pueblo, a quien siempre ha socorrido. «Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comien­zos del pueblo que escogió para sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha con­fiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pe­cado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la mi­sericordia del Señor para con los suyos» (n.° 4g).

7. Léase este breve y significativo fragmento, en donde Eva narra retrospecti­vamente las desventuras acaecidas en el paraíso: «Dicho esto, ordenó a sus ángeles que nos arrojaran del paraíso. Una vez expulsados, mientras nos lamentábamos, su­plicó vuestro padre Adán a los ángeles con estas palabras: ‘Permitidme un momento que pida, por favor, que tenga entrañas de compasión y misericordia, porque yo sólo he pecado’. Estos dejaron de empujarle. Y Adán se puso a gritar entre sollozos: ‘Per­dóname, Señor, por lo que he hecho’. Entonces el Señor dijo a sus ángeles: ‘¿Por qué dejáis de expulsar a Adán del paraíso? ¿acaso es mío el pecado o he juzgado mal?’. Los ángeles cayeron en tierra y adoraron al Señor diciendo. ‘Justo eres, Señor, y juz­gas con rectitud’. El Señor se volvió a Adán y le dijo: ‘A partir de ahora no te permi­tiré estar en el paraíso’». Vida de Adán y Eva, en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento II, Madrid 1983, 332.

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en Ap!—, que los otros títulos pueden resumirse en él. Por ello, sin resignarse a dejarlo pasar, es preciso pespuntar ahora un brevísimo subrayado.

La gran revelación del nuevo testamento, la enseñanza que Je­sús ha traído con aires de absoluta novedad, lo que ha hecho real desde su muerte y resurrección, la herencia que él ha comunicado desde su íntima filiación, ahora se realiza en esta declaración divi­na, abierta ya a todo cristiano vencedor, es decir, unido existen- cialm ente a Cristo: «Yo seré D ios para él, y él será para mí hijo» (21, 7). Además, la declaración está hecha desde una intensa reci­procidad, deudora de las fórmulas de la alianza bíblica, que asume un intransferible carácter personal8.

5. D ios de vidaAp 21-22, 5 no habla de un ser celosam ente replegado sobre su

intimidad, sino de un D ios que se comunica, que da lo que es y cuanto tiene; a saber, que se da. Encuentra su felicidad suprema do­nándose: es el Viviente. Este título «El que vive por los siglos», le conviene, y puntualmente le es aplicado en frecuentes escenas apo­calípticas. Con dicha advocación parafraseada le adoran los veinti­cuatro ancianos (4, 9-10). A sí lo invoca el poderoso ángel que se asienta sobre la tierra y el mar (10, 6). D e igual manera lo procla­ma uno de los cuatro vivientes (15, 7). D ios es reconocido en su in­finita trascendencia (ancianos, ángel fuerte, vivientes) com o el Vi­viente por los siglos.

Esta vida suprema, que él posee absolutamente, no la retiene para sí, la comunica con generosidad: es el Vivificante —no sólo el V iviente—. Mediante imágenes paradisíacas Ap 21-22, 5 muestra esta donación de vida divina. D ios mismo da, de forma gratuita, de la fuente de la vida (21, 6). D el manantial de su trono brota ininte­rrumpidamente un río de agua de vida («manante» — é>moQ£\)ó[X£- vov— en presente continuo: 22, 1). El posibilita la vida de la ciu­dad, haciendo brotar un árbol de vida con fruto perenne, sin in­viernos (22, 2). A saber, D ios mismo se erige en el sustento nece­sario y escatológico; ofrece bebida (agua de vida) y comida (árbol de vida) a los habitantes de la nueva Jerusalén.

8. Cf. P. O ’Callaghan, ¡Que todo sea para alabanza de su gloria! I m paternidad de D ios a la luz. de Cristo , en Tenia millennio adveniente. Comentario teológico-pas- toral, 217-229. Cf. también W. Marchel, Abba Vater: die Vaterbotschaft des Neuen Testaments, Dusseldorf 1963; J. Galot, Découvrir le Pére, Louvain 1985; J. Jeremías, Abba. El mensaje central del nuevo testamento, Salamanca 41993.

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Con otro registro simbólico, Ap muestra esta comunicación de vida de D ios a los hombres. Los nobles materiales del trono de D ios y de la ciudad son ya los mismos. No existen distancias que irreparablemente alejen a D ios de los hombres ni a éstos de aquél. Las piedras preciosas que adornaban su trono, son ahora las piedras con que se yergue la ciudad. El oro, metal/símbolo de la cercanía de D ios, pavimenta ahora el empedrado de la nueva Jerusalén (21, 18). La ciudad entera no es sino un reflejo de la vida de D ios que en ella tan copiosamente se derrama. La ciudad es la Jerusalén nue­va y santa, porque D ios así la ha construido, y participa de su g lo­ria, «pues la gloria de D ios la ilumina» (21, 22). Toda la ciudad es de cristal, puro, translúcido (21, 18.21; 22, 1). A sí puede refractar nítidamente la luz que la hace resplandecer, y puede también espe­jar el origen de tanta luz: Dios de Dios, Luz de Luz.

Y la luz, según el sentir de la escuela joánica, es manifestación de la donación de vida: «En él estaba la vida, y la vida es la luz de los hombres» (Jn 1, 4).

b) La nueva Jerusalén. La ciudad de Cristo, el Cordero1. El CorderoSabemos que los escritos neotestamentarios adoptan diversas

perspectivas para contemplar el misterio de Cristo. La Carta a los hebreos se polariza sobre la figura de Cristo, sumo Sacerdote; el evangelio de Juan sobre Cristo, com o supremo revelador...; el Ap se concentra en la presencia del Cordero; hace sin duda de este símbolo la nota más destacada de su presentación cristológica9.

Hay que recordar un sorprendente contraste. Quien tuvo que pa­decer la muerte fuera de los muros de la ciudad histórica de Jeru-

9. Cf. F. G. Blanck, L'Agneau de Dieu. Entretienes sur quelques textes des li- vres de saint Jecin, Roma 1913; M. E. Boismard, Le Christ-Agneau, rédempteur des hommes: LumVie 7 (1958) 91-104; J. D. D ’Sousa, The Lamb o f God in the Johanni- ne Writings, Allhabad 1966; F. Gerke, Der Usprung des Lammallegorien: ZNTW 33 (1934) 160-196; P. A. Harle, Le Christ-Agneau de l ’Apocalypse. Essai sur la Christo- logie de l ’Apocalypse'. EtTR 31 (1956) 26-35; Id., Le Agneau de l'Apocalypse et le Nouveau Testament: EtTR 31 (1956) 26-35; N. Hillyer, «The Lamb» in the Apocalyp- se: EvQ 39 (1967) 228-236M; N. Hohnjec, Das Lamm -to arnion— in der Offenba- rung des Johannes. Eines exegetisch-theologische Untersuchung, Roma 1980; W. Koster, Lamm und Kirche in der Apocalypse, en Fest. M. Meinertz, Münster 1950, 152-164; G. E. Ladd, The Lion is the Lamb (Apc): Eternity 16/4 (1965) 20-22; J. Mc- Ginnis, The Doctrine o f the Lamb o f Godin the Apocalypse, Kentucky 1944.

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salén (cf. Heb 13, 12), Jesús, Cordero degollado pero de pie, a sa­ber, Cristo glorioso, ahora es entronizado en el mismo trono de Dios, ocupando el centro de la nueva Jerusalén. Estas paradojas de la historia sirven, desde la perspectiva neotestamentaria, para que el autor de la Carta a los hebreos tenga palabras de ánimo a los cris­tianos que sufren la persecución —com o la comunidad del Apoca­lipsis—, a que sigan cargando con el oprobio, «pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la ciudad fu­tura» (13, 14).

La designación de «el Cordero» resulta, además, peculiar del Ap por su originalidad. Sólo en este libro, dentro de la inmensa producción bíblica, aparece la típica formulación, escrita de mane­ra uniforme en singular, «el Cordero» (xó aQVÍov), que señala a un sujeto personal, protagonista de acciones irrepetibles10. La palabra resulta llamativa por su abundancia; pues se encuentra veintiocho veces, refiriéndose con claridad a Cristo: 5, 6.8.12.13; 6 , 1.16; 7, 9.10.14; 12, 11; 13 ,8 ; 14, 1.4 (bis).lO; 15,3; 17, 14 (bis); 19 ,7 .9 ; 21, 9.14.22.23.27; 22, 1.3. Solamente en una ocasión, el vocablo sirve para calificar a la segunda Bestia, que surge de la tierra, y «que tiene dos cuernos semejantes a los de un cordero» (13, 1 1 ). Conforme al sistema descriptivo de paralelismos y antinomias, tan grato al Ap, se trata de descalificar a la segunda Bestia o falso pro­feta, pues no es sino una torpe imitación de la figura de Cristo, el Cordero por antonomasia.

En el Cordero se funden armónicamente estas tres figuras, de tanto raigambre bíblico y de enorme trascendencia.

* Siervo de Yahvé (Is 52, 13-53 , 12). A saber, es Cristo, quien voluntariamente ofrenda el don de su propia vida, en expiación perfecta en favor de los hombres.

* Cordero pascual (Ex 12; 24, 8). Es Cristo, quien derrama generosamente su sangre, com o precio valiosísim o, para rescatar a los hombres de la esclavitud del pecado, y poder así devolver a D ios Padre una herencia de hijos, transformada y santificada en el Espíritu.

* Cordero apocalíptico (1 Henoc 89, 41-46; 90, 6-10.37; Test, de José 19, 8; Tes. de Benjamín 3, 8; Targum de Jerusalén sobre Ex1, 15). Es Cristo, Rey de reyes y Señor de señores, dueño sobera­no de la historia, que rige los destinos de la Iglesia, y que combate

10. Cf. J. Jeremías, aiivog, en TWNT I, 923.

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con el poder de su resurrección contra las fuerzas del mal para ha­cer de la historia destino de salvación universal11.

Sorprende aún más, causando profunda estupefacción, una lec­tura que verifica la presencia del Cordero en los dos últimos capí­tulos de Ap. Hasta siete veces (!) aparece explícitamente nombra­do en la descripción de la nueva Jerusalén, el Cordero. Siete veces es un número de frecuencias muy relevante, no sólo por su canti­dad, sino por la significación de plenitud que adquiere esta simbó­lica cifra en A p12. He aquí agrupadas todas las menciones:

Mira, te mostraré la prometida, la esposa del Cordero (21, 9).La m uralla tenía doce cim ientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero (21, 14).Y santuario no vi en ella, pues el Señor, el D ios Todopoderoso, y el Cordero es su santuario (21, 22).Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alumbren, pues la gloria del Señor la ilum ina, y su lámpara es el Cordero (21, 23).Y no entrará en ella nada profano... sino sólo los inscritos en el li­bro de la vida del Cordero (21, 27).Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero (22, 1).Y el trono de D ios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le da­rán culto (22, 3).

Prescindiendo de la exégesis respectiva, que ya en su momento fue hecha y cuya tarea ahora resultaría inapropiada, es preciso va­lorar el protagonismo del Cordero en la nueva Jerusalén. Su pre­sencia puede ser descrita en tres momentos sucesivos.

2. El Cordero, sujeto primordialA sí aparece en relación directa con la nueva Jerusalén, en su

doble acepción simbólica de esposa y de ciudad.El nombre personal de la nueva Jerusalén es la esposa del Cor­

dero (21, 9). El la ha adquirido al precio de su amor, mediante la entrega onerosa y generosa de su propia sangre. Unicamente por

11. Para un desarrollo temático de estas ideas, aquí sucintamente señaladas, cf. F. Contreras, El Señor de la vida, 233-274.

12. Ya hace más de un siglo, cayó en la cuenta de esta singularidad, luego la­mentablemente olvidada, E. Vischer, Die Offenbarung Johannis: eine jüdische Apo- kalypse in christlicher Bearbeitung, Leipzig 1886, 42.

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ella, por causa de su esposa, él fue cordero degollado (Ap 5, 9). La Iglesia ya no sólo es prometida, sino esposa digna. Más allá de to­das las descripciones ornamentales que estos dos capítulos consa­gran a la ciudad, hay que rendirse a la evidencia de que la nueva Jerusalén posee una realidad personal: es la esposa de Cristo. A él se debe com o esposa única; a él le pertenece com o su solo esposo.

El Cordero es también quien hace posible la existencia de la nueva Jerusalén, entrevista com o ciudad; es decir, bajo el prisma de una realidad arquitectónica segura y sólida; pero también como relación social, no monolítica, sino abierta al entramado del mun­do circundante.

El constituye el fundamento último, el que otorga la firme con­sistencia, en quien gravita y descansa el peso de toda la ciudad, pues ésta se sostiene sobre los cimientos de los doce apóstoles del Cordero (21, 14); y éstos no tienen más título que su pertenencia a Cristo; poseen en el Cordero su origen y razón de ser: él los llamó y los envió.

En la consideración simbólica de su arquitectura, también el Cordero sigue desempeñando una función trascendental. Aunque la ciudad disponga de doce puertas francas (21, 13.21), Cristo se eri­ge en la suprema instancia, la puerta definitiva por la que hay que entrar. La lectura del libro resulta determinante y esclarecedora. Sólo accede a la nueva Jerusalén quien está inscrito en el libro de vida del Cordero, a saber, quien se hace partícipe de la vida y muerte de Jesús (21, 27).

3. El Cordero, asociado a DiosEn dos pasajes seguidos, de la misma factura literaria —resuel­

ta con una negación inicial continuada por una aclaración supera- dora— aparece esta conexión. Ya no se encuentra el Cordero ac­tuando solo, sino con Dios. El santuario que Juan, en su experien­cia profética, deja de contemplar, es sustituido egregiamente por otro templo que es D ios, y el Cordero (21, 22). La ciudad no tiene alumbrado astral ni del sol ni de la luna, porque D ios la ilumina y la lámpara es el Cordero (21, 23). En Ap no se ve muy claro —el texto griego no precisa en forma depurada— si D ios y el Cordero, ambos por igual, son sujeto único de la acción. Si D ios es templo y es luz de la misma manera que lo es el Cordero. O si éste es la realización perfecta, el artífice del templo y de la luz, quien hace posible ambas realidades. Esta indeterminación deliberada sugiere la existencia de dos actantes. Sería preciso, pues, debido a la escri­

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tura misma del Ap, hablar por ahora de una yuxtaposición. El Cor­dero aparece cabe D ios, actuando junto a él.

4. El Cordero, unido a DiosHay que señalar un avance en la revelación cristológica, aten­

diendo a la precisa ubicación del Cordero a lo largo de la narración apocalíptica. Al principio aparecía el Cordero «en medio del trono y de los cuatro vivientes y en medio de los ancianos» (5, 6), a sa­ber, ocupando un lugar verdaderamente de dignidad excelsa, la más próxima posible al trono de la divinidad.

Más adelante, se indica que el «Cordero está justamente en m e­dio del trono» (7, 17). Por su significativa escritura griega se alude a que el Cordero ha debido recorrer un camino —el camino de su pasión y muerte— para poder sentarse en el trono de la gloria13.

Debido al copioso fruto de la redención, el Cordero es recono­cido y adorado com o Señor y Rey (17, 14). El último objetivo del designio de salvación es renovar el orden de la creación. La adora­ción al Cordero representa el momento culminante de esta restau­ración lograda14.

Finalmente en los textos pertenecientes a la nueva Jerusalén, se contempla al Cordero egregiamente sentado, habitando con D ios el mismo trono de la Divinidad. Con ello su condición divina queda pacíficamente establecida y resaltada.

D ios y el Cordero son los ocupantes simultáneos del trono; son igualmente los dadores de vida (2 2 , 1 ) y centro arterial de la ciu­dad (22, 3). Rompe el Ap toda referencia lógica de la figuración plástica, para obligarnos a abrirnos a otra comprensión simbólica. D e donde resulta que la comunión divina entre D ios y el Cordero resulta patente, total. Muy acertadamente ha sido formulado:

Sed thronus Dei et Agni erit in ea. Non dixit erunt, ñeque throni; ubi enim unitas est naturalis et indifferens15.

El alcance teológico de Ap quiere ser diáfano: el D ios que se revela dentro de la Iglesia a la humanidad, es el D ios y Padre de

13. La preposición á v á indica un movimiento hacia un estado superior y posee un sentido dinámico: «El Cordero que está ‘justamente’ —ává— en medio del trono» (Ap 7, 17). Cf. F. Blass-A. Debrunner-F. Rehkopf, Grammatik des neutestamentlichen Gríechisch, § 204, traduce «Reihe nach».

14. Cf. N. Hillyer, The Lamb in the Apocalypse: EQ 39 (1967) 236; R. Surridge, Redemption in the Structure o f Revelation: ExpTim 101 (1989-1990) 234.

15. Primasio, Commentariorum super Apocalypsim B. ]oannis\ PL 68, 930.

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nuestro Señor Jesucristo. La salvación no proviene ya del templo, com o señalaba Ez 47, sino directamente de las personas divinas. El centro irradiante, el corazón (a otros símbolos, aunque más gasta­dos, tendríamos que acudir también a fin de resultar inteligibles) de la ciudad-paraíso de la nueva Jerusalén no es el río, ni el árbol..., sino el trono de D ios y del Cordero, única fuente original de vida divina.

También es preciso advertir un notable proceso en el desarrollo doctrinal del libro. Aquel trono que antes aparecía en la trascen­dencia («Vi una puerta abierta en el cielo, y alguien sentado en el trono», 4, 1), ahora desciende a la nueva Jerusalén. La última pre­sencia del trono, y éste ya divinamente compartido, acontece den­tro de la ciudad (22, 4). D ios y el Cordero ejercen su señorío en medio de los hombres.

«Y sus siervos le darán culto» (2, 3) —añade finalmente el tex­to—, a saber, rinden culto por igual a Dios Padre y a D ios Hijo. A sí se cierra perfectamente el ciclo litúrgico del libro. Al com ienzo, tras la entronización del Cordero (5, 1-12), hubo una alabanza có s­mica. Incluso los seres, que proverbialmente estaban «bajo tierra» y que no podían alabar a D ios, son partícipes de esta acción de gra­cias verdaderamente universal. Toda criatura que está en el cielo, en la tierra, debajo de la tierra y en el mar (cf. Is 38, 18), todo cuan­to hay en ellos, prorrumpe en alabanza y gloria por los siglos, a D ios y Cristo, a saber: «al que está sentado en el trono y al Corde­ro» (5, 13). Esta alabanza universal ahora culmina en el mundo nuevo, mediante los siervos que adoran a quienes están sentados en el trono (no ya sólo «al que está sentado en el trono»). Ap acuña ya esta formulación fija: «El trono de D ios y del Cordero» (Ap 22, 1.3). Trono no hay más que uno, y lo comparten por igual, en idén­tica exuberancia de divinidad, D ios y el Cordero. Su unidad teoló­gica no puede quedar más acentuada16.

El mensaje nuclear de Ap (21, 1.3) es afirmar la total divinidad compartida de D ios y de Cristo, y que ambos, en íntima comunión de personas, constituyen toda la vida para la Iglesia, a la que le es dado vivir a su imagen, es decir, en el amor de D ios compartido.

5. Cristo, piedra angular de la nueva JerusalénM ediante el em pleo de esta imagen arquitectónica, coherente

con el lenguaje propio de la ciudad, queremos aludir al papel, ver­16. Cf. R. Bauckham, The Worship o f Jesús in Apocalyptic Chrisiianity. NTS 27

(1981) 322-341.

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daderamente protagonista e insustituible, que Cristo desempeña en toda la edificación. Cristo es el artífice de la nueva Jerusalén, quien de forma egregia la levanta y de manera eficaz la sostiene.

Es preciso saber descubrir, leyendo incluso más allá de las pa­labras aparentes, envuelto entre sus líneas, el misterio cifrado del Ap, no a primera vista explícito, que sólo se resuelve en clave cris- tológica. Pretendemos encontramos con el mensaje que oculta ce­losamente su simbolismo arquitectónico.

Los antiguos comentadores de Ap han subrayado esta dimen­sión crística de la nueva Jerusalén. Cristo es el Señor de la ciudad, cuya grandeza y enigma únicamente desde él se esclarece. Todas las calles de la nueva Jerusalén convergen hacia el centro lumino­so que es Cristo.

Baste recordar someramente algunas afirmaciones de exim ios comentadores del Ap, que convienen en identificar a Cristo con los motivos ornamentales principales de la ciudad, otorgándole así a toda la ciudad la unidad cristológica; pues sólo el Señor es el c i­miento, la muralla, la perla, la puerta de la ciudad de Jerusalén:

La muralla de esa ciudad es nuestro Señor Jesucristo17.El es el cimiento de los cimientos, él mismo es el constructor que edifica sobre la fe de su santísimo nombre su prim itiva Iglesia, y la subsiguiente hasta el desconocido final del m undo18.Pues lo que se dice por cada una de ellas, se enseña que brilla en cada uno de ellos una sola perla, que es nuestro Señor Jesucristo19. La piedra preciosísim a es Cristo20.Porque la piedra es Cristo, por quien y para quien está fundada la Iglesia, que no es vencida por ola alguna de hombres locos21.Por tanto, la puerta es Cristo22.Cristo es la puerta23.Nuestro Señor Jesucristo, que es el árbol de la vida24.

La nueva Jerusalén es una ciudad llena de luz, «cristalina» (21, 18.21), el agua de la vida del paraíso también es «cristalina» (2 2 ,

17. Apringio de Beja, en Comentario al Apocalipsis de Apringio de Beja (Intro­ducción, texto latino y traducción de A. del Campo), Estella 1991, 205.

18. Apringio de Beja, Comentario al Apocalipsis, 206.19. Ibid., 207.20. Cesáreo de Arlés, Comentario al Apocalipsis, 150; Beato de Liévana, Co­

mentario al Apocalipsis de san Juan, 637.21. Beato de Liévana, Comentario al Apocalipsis, 653.22. Ibid., 639. El autor repite por dos veces idéntica atribución a Cristo (ibid.).23. Ibid., 207.24. Ibid., 209.

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1). Sin pretender hacer una fácil aliteración, sin buscar una equí­voca equivalencia, se puede afirmar, desde la lectura profunda del Ap y traduciendo con fidelidad su mensaje a nuestra lengua, que la nueva Jerusalén es luminosa y translúcida como el cristal, porque está llena de la presencia irradiante del Cordero. Cristo la hace per­fectamente cristalina25.

Y com o Cristo es reflejo de D ios, la nueva Jerusalén —toda ella inundada de Cristo—, espeja com o el cristal, la gloria de D ios —la epifanía de su amor— que en ella se desborda.

Dejando por ahora el simbolismo arquitectónico, acudimos pa­ra verificar la importancia capital que asume Cristo en la nueva Je­rusalén, a las imágenes y declaraciones, hechas por la autoridad de Dios y que se encuentran formuladas en Ap 21, 4-7. D ios aparece enjugando toda lágrima; anuncia que va a hacer un mundo nuevo; también promete al cristiano sediento una fuente de agua de la v i­da gratis; finalmente, dará al vencedor en herencia el don de la fi­liación.

Tan ingente lote de premios —de auténtico botín de gloria, po­dría calificarse— sólo es alcanzable porque Cristo lo ha conquista­do por su muerte y resurrección, lo ha entregado al Padre, para que éste gratuitamente lo conceda al cristiano. La victoria del Cordero se debe, paradójicamente, a su degüello sacrificial. A sí lo recono­cen los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos, postrados en adoración delante del Cordero, y entonando un canto nuevo: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y has comprado para D ios con tu sangre hombres de toda raza, len­gua, pueblo y nación» (5, 9).

Reparemos cóm o Cristo va realizando, él mismo y mirando siempre a su Iglesia, respectivamente estas cuatro promesas de Dios.

25. Nos orientamos por la expresividad del vocablo y la semejanza sonora que emparenta las palabras «Cristo» y «cristalina». Algunas veces la fonología, cuando se inscribe naturalmente dentro de la misma palabra, privilegia un modo de interpreta­ción singular. Tal es el caso del Cántico de san Juan de la Cruz. De todos es conocido el sorprendente hecho de la ausencia de un referente religioso (la mención de Dios o de Cristo...), que aparezca de forma explícita en el texto. Semejante fenómeno litera­rio acontece también en el Cantar de los Cantares. Pero un verso puede dar la clave, que debe ser resuelta en clave poética. Repárese en la mención velada, pero sonora de «Cristo», ansia de la amada que lo busca por doquier: «Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados» (Cántico espiritual B, canción 12, 1; cf. san Juan de la Cruz, Obras completas, Salamanca 21992, 622).

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a) Cristo, el consoladorYa se ha visto que D ios enjuga toda lágrima de los ojos (cf. Is

25, 8, corregido por Ap 21, 4). El llanto sobra cuando se está de­lante de Dios. El cara a cara con D ios, com o quien está frente a un sol ardiente, tiene la virtud de secar las lágrimas de los ojos. Hay que indicar, no obstante, que sólo Cristo resucitado constituye la superación de todo llanto. El es el cumplimiento en la historia sal- vífica de la misericordia de D ios. Su presencia de Resucitado muestra la actualidad del amor de Dios:

Esta revelación del amor es definida también misericordia, y tal re­velación del amor y de la m isericordia tiene en la h istoria del hom ­bre una form a y un nombre: se llam a Jesucristo26.

A sí se dibuja finamente en una escena, perteneciente a la es­cuela de Juan, de la que el libro del Ap es parte constituyente. Apa­rece dentro de una narración del cuarto evangelio, marcada por el llanto (Jn 20, 11-18); hasta cuatro veces se menciona la acción de llorar (11 —bis—.13.15). M. Magdalena busca obsesivamente, casi compulsivamente, un cadáver, y las lágrimas le velan otra visión distinta, le impiden contemplar al Señor. Las primeras palabras del Resucitado son: «Mujer, ¿por qué lloras?» (20, 15). N o se puede llorar la muerte, teniendo delante la Vida.

La presencia del Resucitado, actuante en la humanidad, busca realizar lo que durante su ministerio público sólo pudo hacer par­cialmente: eliminar toda lágrima de los ojos que lloran («No llo ­res», le dijo a la viuda, madre de un hijo único, que había muerto y a quien resucita; cf. Le 7, 11-17); y sanar todo dolor de los cora­zones desgarrados (así rezaba en su programa de evangelización, proclamado en la sinagoga de Nazaret, cf. Le 4, 18-19). Ahora, ya resucitado, viva imagen del Padre, actuando con él al unísono, mostrando su infinito poder en la inmensidad de su misericordia, está revestido de una energía tal que es capaz de secar toda lágri­ma de los ojos.

b) Cristo, novedad absolutaDios crea nuevas todas las cosas mediante la presencia renova­

dora de Cristo. N o existe otra novedad escatológica sino la del S e­26. Juan Pablo ÍI, Redemptor hominis, n.° 9.

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ñor muerto y resucitado27. El Ap con su preciso lenguaje así lo se­ñala y determina. El adjetivo «nuevo» (xaivóg) —nunca emplea el sinónimo veóg— se utiliza siempre en referencia a Cristo. Recorde­mos en apurada síntesis todas sus apariciones dentro del libro. D e­signa a aquella misteriosa piedra blanca, que Cristo entrega al ven­cedor a fin de que tenga acceso a la nueva Jerusalén (2, 17). El cris­tiano, acogido en la ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo de parte de Dios, «tiene un nombre nuevo», es decir, el nombre de Cristo inscrito sobre la frente (3, 12). Califica el canto que proclaman sin cesar los veinticuatro ancianos y que dirigen al Cordero degollado, pero de pie (5, 9); el m ism o canto nuevo que entonan los 144.000 rescatados de la tierra, que son primicias para D ios y para el Cordero, y al que siguen por donde quiera que vaya (14, 3). Por fin el adjetivo «nuevo» aparece en 21, 1 (bis).2.5 para indicar la realidad final: el cielo nuevo, la tierra nueva, la Jerusa­lén nueva. El mundo, en especial la humanidad, llega al culmen de su realización, se hace definitivamente nuevo por la resurrección de Cristo28. El impregna con su nueva realidad la ciudad de Jerusa­lén, haciéndola semejante a su imagen irradiante de gloria.

c) Cristo, fuente de agua vivaD ios da gratis de la fuente del agua de la vida. Pero esta dádiva

sólo es posible porque Cristo ha abierto, mediante el misterio de su muerte y resurrección, la fuente que estaba sellada. El tema es pro­pio de la escuela de Juan, aparece singularmente en el evangelio. Ya Jesús había anunciado que de sus entrañas brotarían ríos de agua viva (Jn 7, 37). El evangelista testimonia con gran solem ni­dad que del costado abierto del Señor, traspasado por la lanza, bro­ta el agua y la sangre (Jn 19, 34).

Semejante tratamiento también se encuentra registrado en Ap. El vidente contempla la muchedumbre de rescatados, que vienen de la gran tribulación, y que endosan las blancas vestiduras, carac­terístico uniforme de su victoria con Cristo (7, 13-15). D e estos

27. La encarnación es el principio de la redención, que culmina con el misteric pascual. «Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como cosmos, es de cir, como universo ordenado. Y es que el Verbo, encarnándose renueva el orden cós mico de la creación» (Juan Pablo II, Tertiu millennio adveniente, n.° 4).

28. «En el misterio de la redención el hombre es ‘confirmado’ y en cierto modc es nuevamente creado. ¡El es creado de nuevo!» (Juan Pablo II, Redemptor hominis n.° 10)

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vencedores se afirma que ya no pasarán más hambre ni sed, porque el Cordero, que está en medio del trono, a saber, Cristo resucitado, los apacentará y los guiará hacia fuentes de aguas vivas (7, 17).

La asamblea cristiana del Ap, durante la celebración de su li­turgia, invoca al Señor para que venga con urgencia (Ap 22, 17). Todo cristiano, que escucha este grito del «maranatha» eclesial, de­be repetirlo personalmente, y debe acudir con voluntad decidida al misterio que en la liturgia se conmemora; tiene que acercarse a la presencia vivificante del Señor, quien ofrece la riqueza del agua de la vida: «El que tenga sed, que se acerque, y el que quiera reciba gratis agua de vida» (2 2 , 17).

d) Cristo, el vencedor da la victoria al cristiano: la herencia de la filiación

El Señor ha vencido el mal mediante la ofrenda generosa de su propia vida.

La religión de la encarnación es la religión de la redención del mundo por el sacrificio de Cristo, que comprende la victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Cristo, aceptan­do la muerte en cruz, m anifiesta y da la vida ai mismo tiempo por­que resucita, no teniendo ya la muerte ningún poder sobre él29.

A sí lo reconoce la asamblea celeste de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos. El Cordero es digno de abrir el libro y le­erlo, porque ha sido degollado (5, 2.5). Por ello la multitud de los ángeles, los vivientes y los ancianos le tributa solemnemente el ho­menaje al vencedor con un perfecto reconocimiento (se enumeran hasta siete motivos —!—): «el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuer­za, el honor, la gloria y la alabanza» (5, 12). Jinete sobre un blan­co corcel, cabalga com o vencedor y para vencer a los tres caballos desbocados de la violencia, la injusticia social y la muerte (6 , 2 ). Cristo hace posible con su victoria, causa ejemplar, la consecuente victoria de los cristianos, los que con él se configuran (7, 13), los que le siguen fielmente (19, 14). El ha permitido, en fin, que el cristiano fiel tenga tan abundante premio, a saber, «el vencedor he­redará esto»; que sea merecedor de la herencia de la filiación (2 1 , 7). La batalla está ya decidida, aunque la lucha aún continúa per­

29. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n° 7.

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sistente en el tiempo y haciendo sufrir a los cristianos; pero es pre­ciso saber que el desenlace será de triunfo total para aquellos que militan y padecen con Cristo, y que el bien prevalecerá sobre el M aligno que acecha continuamente y combate contra Cristo y su Iglesia30.

Todas las promesas de herencia, prodigadas en la historia de la salvación, se recapitulan en el Hijo. Este es el genuino heredero por derecho propio (Mt 21, 38), y el único que puede invocar a D ios co­mo Padre y recibir de él el nombre de Hijo (Heb 1, 5). Hay vincu­lación estrechísima entre el don de la herencia y la filiación; Cris­to es absolutamente el heredero, pues es el Hijo del Padre. El es, además, quien hace factible el don de la filiación para el cristiano. Para éste la gran promesa se concentra en su participación con el Hijo, a saber, en el derecho inalienable de ser hijo en el Hijo. Por eso Ap declara el anuncio divino de la promesa: «El vencedor he­redará esto: Yo seré D ios para él, y él será para mí hijo (21, 7).

A sí, pues, la multisecular promesa, formulada en clave de alian­za, que recorría el antiguo testamento, se cumple perfectamente en Cristo, el Hijo; y desde Cristo pasa fecundamente al cristiano. Tal es el alcance de la herencia que Ap declara: que el cristiano es ya capaz —pues ha recibido este don que le habilita— de dirigirse, des­de y con Jesús, el Hijo, a D ios com o Padre y vivir con él en una re­lación de mutua intimidad.

D os matices singulares posee la promesa del Ap. No habla en línea general de hijos e hijas, sino que insiste en una relación per­sonal e intransferible. Y evita el nombre de Padre. Esta reserva le­xicográfica está en consonancia con la teología del cuarto evange­lio y de Ap. En nuestro libro sólo Jesús llama a D ios, Padre: 2, 28;3, 5; 14, l 31.

30. Cristo, vencedor absoluto, propicia nuestra victoria. Esta conciencia de vic­toria debe impregnar el corazón del discípulo del Señor, y tiene que alejar toda duda y desánimo. Certeramente lo ha expresado Juan Pablo II (Mi decálogo para el tercer Milenio, Madrid 1994, 18): «Nosotros estamos llamados a vencer al mundo con nues­tra fe (cf. 1 Jn 5, 4), porque pertenecemos a quien con su muerte y resurrección con­siguió para nosotros la victoria sobre el pecado y la muerte y nos hizo capaces de una afirmación humilde y serena, pero segura, del bien por encima del mal. Somos de Cristo y es él quien vence en nosotros. Debemos creer esto profundamente, debemos vivir esta certeza, pues de lo contrario las continuas dificultades que surgen tendrán desgraciadamente la fuerza de inocular en nuestras almas la carcoma insidiosa que se llama desánimo, costumbre, acomodamiento pleno a la prepotencia del mal».

31. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 165.

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En líneas generales cabe afirmar:Este río que tiene su fuente en el trono donde se sientan Dios y el Cordero, es Dios com unicado, la tercera persona divina represen­tada por su operación. Así, en la cum bre de Jerusalén, vemos la Trinidad toda entera: el Padre penetra toda la ciudad con su gloria, el Cordero la ilum ina con su doctrina, el Espíritu la riega y hace nacer por todas partes la vida, en prim er lugar por el sacramento del bautism o52.

Esta interpretación pneumatológica, que resulta ya clásica, pues bastantes autores —santos Padres y escritores de espiritualidad— se adhieren a ella, puede ser aceptada com o sustancialmente válida, pero no exegética ni rigurosamente correcta.

Se admite una alusión al Espíritu, vislumbrado en el río de agua de vida que brota impetuoso del trono de Dios y del Cordero. La equivalencia, no obstante, entre la realidad del Espíritu y el símbo­lo del agua, es más propia del cuarto evangelio. Existe concordia entre ambos escritos de la escuela de Juan, al considerar al Espíri­tu com o don escatológico, proveniente del Padre y del Hijo (Jn 14, 26; 15, 26 = Ap 3, 1; 5, 6)33. Pero el Ap reserva para el Espíritu san­to un tratamiento específico: es por antonomasia el Espíritu de pro­fecía y a ella va esencialmente ligada su actuación.

Situados ya en las postrimerías de Ap y desde la atalaya que nos permite contemplar la trayectoria de la andadura eclesial, puede hacerse una sucinta panorámica sobre la función del Espíritu den­tro de la Iglesia34.

Al principio el Espíritu hablaba a las siete Iglesias de Ap; su lenguaje era interpretativo y ecuménico, a saber, se dirigía a toda la Iglesia universal a fin de iluminar e interiorizar la palabra de Cristo: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las Igle­sias» (2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22)35.

Este mismo Espíritu ha ido fortificando a los profetas y testigos de la Iglesia. Promueve y legitima la actuación de Juan, el vidente del Ap, y le concede que pueda contemplar realidades sobrenatura­

32. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 353.33. Para una síntesis comparativa entre el Espíritu según el cuarto evangelio y el

libro de Ap, cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, 192-194.34. Cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Salamanca 1987.35. Cf. Dibelius, Wer hat zu hdren, der hdre~. ThStKr 83 (1910) 461-471; F. Sa-

racino, Qaello che lo Spirito dice (Apoc. 2, 7, ecc.j: RBiblt 29 (1981) 3-31.

c) Im nueva Jerusalén y el Espíritu

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les, que de otro modo le estarían vedadas, y comunicarlas con fi­delidad a la Iglesia (1, 10; 4, 2; 17, 3; 21, 10).

El Espíritu protege a la Iglesia que da testimonio de Jesús, tal com o aparece marcadamente en el episodio de los dos testigos-pro­fetas ( 1 1 , 1-13); les confirma, a pesar de tanta impiedad infligida por parte de los enem igos, en el triunfo final y permite lograr, mer­ced a la total entrega de los testigos de Jesús, la conversión de la humanidad ( 1 1 , 1 1 ).

El Espíritu sigue alentando a los cristianos para que permanez­can fieles, en medio de la cruel persecución y aun de la misma muerte. Muertos a causa de la fe de Cristo, el Espíritu les asegura una bienaventuranza eterna y un descanso de plenitud, pues sus obras les acompañan (14, 13)36.

«El testimonio de Jesús es el Espíritu de profecía» (19, 10). Es el «textus princeps» de la pneumatología del Ap37. Su función se bifurca en sendas perspectivas: hacia dentro de la Iglesia y hacia fuera de ella. Primero, el Espíritu en su labor sapiencial hace co­nocer y asimilar a toda la Iglesia el testimonio que Jesús ha pro­clamado, es decir, la Palabra de D ios por él testimoniada, confor­me a esta frecuente hendíadis literaria: «La Palabra de D ios y el testimonio de Jesús (Ap 1, 2.9; 6 , 9; 20, 4). Segundo, el Espíritu convierte a la Iglesia en una asamblea de testigos (tarea m isione­ra), a fin de que sean capaces de proclamar el testimonio único de Jesucristo, el mensaje de su evangelio, tal com o también insisten­temente reflejan los discursos de misión de los evangelios (cf. Mt 10, 18-20; Me 13, 11; Le 12, 11-21)38.

Según el libro del Ap la comunidad eclesial ha vivido un expe­riencia singular, apocalíptica. Al principio, el Espíritu se dirigía a la Iglesia invitándola a la escucha fiel de la palabra de Cristo (re­cordar los textos previamente citados de las cartas a las Iglesias). Esta misma Iglesia, a lo largo de toda la lectura profética del Ap,

36. Cf. B. Prete, Beali i morti che muiono nel Signare: PalCl 26 (1947) 169-172.37. Cf. D. Muñoz, La palabra de Dias y el testimania de Jesucristo. Una nueva

interpretación de la fórmula en el Apocalipsis: EstBib 31 (1972) 179-199. J. Mas- syngberde Ford, For the Testimany o f Jesús is the Spirit o f Prophecy: IrTQ 42 (1975) 280-292.

38. La acción del Espíritu santo se asocia estrechamente a la misión de la Iglesia. Así queda recalcado con testimonios muy abundantes en la encíclica de Juan Pablo 11, Redemptaris missia. Baste mencionar un par de citas: «Bajo la acción del Espíritu, la fe cristiana se abre decisivamente a las ‘gentes’» (n° 25). «Los horizontes y las posi­bilidades de la misión se ensanchan, y nosotros los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu ¡El es el ‘protagonista’ de la Misión! (n.° 30).

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se ha ido purificando por la palabra de Cristo, sabiamente interpre­tada por el Espíritu y, sostenida por su fuerza, la ha ido procla­mando con valentía al mundo. Al final del libro, la Iglesia aparece com o esposa, se ha anulado una distancia, y el Espíritu no es ya un «inter-locutor» distante, sino una presencia íntima a la Iglesia. El Espíritu y la Iglesia hablan la misma voz compartida y dicen: «¡Ven!» (22, 17).

2. La nueva Jerusalén. Ciudad de la humanidad renovadaLa gloria de D ios es la salvación del hombre, y el deseo del

hombre es la visión de D ios. Tan esclarecedora afirmación proce­de de san Ireneo quien dice justamente —y ambas partes de su de­claración debieran ser citadas de consuno y ninguna de ellas, por tanto, ser sesgadamente relegada—: «pues la gloria de D ios es el ‘hombre viviente’ (£tt>v ávdgam oi;), y la vida del hombre es la ‘vi­sión de D ios’ (ógaoiq freoü)»39. La nueva Jerusalén cumple acaba­damente las dos aspiraciones, tanto la gloria de D ios com o el an­helo del hombre. La esperanza de la revelación bíblica se realiza; D ios y los hombres comparten la misma ciudad, son ciudadanos de derecho en una casa común. La nueva Jerusalén representa la línea armónica del plan de Dios, dado a conocer en una historia no vio­lentamente truncada, sino desplegada y potenciada hasta conseguir el desenlace feliz de su plenitud escatológica.

Cuando se manifieste la gloria de Dios de manera universal, se cumplirá también el anhelo más profundo de las criaturas y se ha­rá realidad el reino de la libertad de los hijos y las hijas de Dios (cf. Rom 8, 22-23). Entonces la justicia, la vida, la libertad y la paz de Dios, la luz de su verdad y la gloria de su amor llenarán y trans­figurarán todas las cosas. El reino y la gloria de Dios serán la rea­lidad última, universal y bienaventurada40.

Ap 21, 1-22, 5 insiste con creces en la dimensión social-rela- cional. N o podía hacerlo de otro modo, pues tan profundo pasaje tiene com o explícito referente a la ciudad de la nueva Jerusalén —nota esencial de toda ciudad es la interrelación de sus habitan­tes—, por más que sean variados los registros simbólicos que adop­

39. Adversus Haereses IV, 20, 7.40. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos. La fe de la

Iglesia, Madrid 1988, 473.

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te: agua de vida, herencia, muros, medidas, cimientos, perlas, pa­raíso. Lo decisivo para el autor es describir el jubiloso término de la Iglesia, entendida en su más ecuménica realidad, agraciada por una situación de privilegio, que puede muy bien definirse com o la nueva humanidad. Esta situación se caracteriza por gozar de una doble cualidad adquirida: de despojo y de plenitud. Por una parte, se ve libre de todos los impedimentos negativos que antaño la ha­bían encadenado; y, de otro lado, se sabe poseedora, com o don gra­tuito de lo alto, de un estado de gracia que la hace vivir ya y para siempre en comunión plenísima con D ios y con todos los hombres y mujeres de la nueva tierra41.

Puede afirmarse, siguiendo las pautas orientadores del simbo­lism o eclesiológico de Ap 21, 1-22, 5, que la nueva Jerusalén sig­nifica la ciudad de los santos, dada por Dios: es la culminación de la Iglesia santa. Ya lo había señalado el Beato de Liévana: «La ciu­dad cuadrada significa la muchedumbre reunida de los santos, en los que no pudo de ninguna manera naufragar la fe»42. Esta inter­pretación no resulta novedosa, pero sí debe ser recalcada cada vez con más fuerza y añadiendo sustanciales matices al contemplar en la nueva Jerusalén en su dimensión eclesial43.

a) La nueva Jerusalén y la IglesiaLa nueva Jerusalén no puede ser el punto más alto, cenital, a

donde arriba el ímpetu creciente del evolucionism o, sea de tipo material sea de orden político o religioso. Cualquier pretensión por hacer de esta tierra la meta definitiva, el sueño utópico de la «Nue­va Edad», al margen de D ios —y a veces incluso deliberada y beli­gerantemente en contra de él— se resuelve en la más infructuosa es­terilidad. La nueva Jerusalén no debe confundirse con los logros que en vano han pretendido las utopías de un futuro intramundano, o los paraísos de las teorías cosm ológicas sobre el devenir del uni­verso. Es preciso desenmascarar las presuntas utopías, que laten fa­lazmente en tom o a la aparición de un «mundo feliz».

41. Cf. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, 118.42. Comentario al Apocalipsis de san Juan, 651.43. Cf. R. H. Gundry, The New Jerusalem People as Place, not Place fo r People:

NT 29 (1987) 255; R. J. McKelvey, The New Temple, New York 1969, 167-176; W. Thüsing, Die Vision des ‘Neue Jerusalem' (Apk 21, 1-22, 5) ais Verheissung und Got- tesverkündigung: TrThZ 77 (1968) 17-34; T. Holtz, Die Christologie der Apokalypse des Johannes, Berlin 1962, 191-195.

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El mundo no es capaz de hacer al hombre feliz. No es capaz de sal­varlo del mal en todas sus especies y formas: enferm edades, epi­demias, cataclism os, catástrofes y otros males semejantes. Este mismo mundo, con sus riquezas y sus carencias, necesita ser sal­vado, ser redimido. El mundo no es capaz de liberar al hombre del sufrim iento, en concreto, no es capaz de liberarlo de la muerte. El mundo entero está sometido a la ‘precariedad’44.

No puede alcanzarse la nueva Jerusalén por los caminos de la evolución; ni siquiera intentando —tentación constante del fanatis­mo y fundamentalismo religioso, herederos de todo afán «celotis- ta» imperecedero— erigir aquí en la tierra un estado teocrático45.

La nueva Jerusalén no representa la ciudad ideal, o la idea pla­tónica de una ciudad suprema, suma de los sueños y esfuerzos hu­manos oriundos de la tierra, com o creación exclusiva del hombre, sino un don divino que viene de lo alto sobre una tierra —eso sí, preciso es recalcarlo— que la humanidad ha ido madurando y trans­formando mediante un trabajo solidario. La nueva Jerusalén es la anti-Babel y la anti-Babilonia.

No se identifica tampoco con la Iglesia terrestre, conforme sos­tenía la apreciación exegética de algunos comentadores eximios del Ap: san Agustín46, Beato de Liévana47. Cesáreo de Arlés ha he­

44. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, 73.45. Cf. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos, 473.46. En contra de Alio (L ’Apocalypse, CCXLIII, p. 341) citado por Ch. Bruths (La

clarté de l ’Apocalypse, 356), quien hace suyo un pasaje de La ciudad de Dios de san Agustín (texto rememorado con frecuencia para ser felicitado o vituperado); cf. P. Pri- gent, L ’Apocalypse de saint Jean, 326. Ante el panorama confuso de diversas opinio­nes en torno al pasaje controvertido de san Agustín, es preciso leer íntegro el texto: «Esta ciudad desciende del cielo, según él, porque la gracia de Dios, que la ha forma­do, es celestial. Y así dice por Isaías: Yo soy el Señor, que te forma. Y ha descendido del cielo desde el principio, desde que sus ciudadanos van en aumento por la gracia de Dios, que mana de la regeneración comunicada por la venida del Espíritu santo. Pe­ro en el juicio de Dios, que será el último y obra de su Hijo Jesucristo, recibirá un es­plendor tan nuevo y maravilloso de la gracia divina, que no quedarán ni rastros de su vejez, pues los cuerpos pasarán de su antigua corrupción y mortalidad a una inco- rruptibilidad e inmortalidad nuevas... En ese libro, titulado Apocalipsis, hay muchas cosas oscuras para ejercitar la mente del lector, y unas cuantas, pocas por cierto, cla­ras, que permiten comprender las otras no sin gran trabajo» (san Agustín, La ciudad de Dios XX, 17, Madrid 1958, 1485-1486). No creo que haya que insistir en conce­derle excesiva importancia a su interpretación eclesial, pues el pasaje resulta bastante ambiguo, y máxime cuando ya él mismo se cura en salud, hablando de este modo dis­tante del Apocalipsis. Pero creemos que el cielo nuevo no se identifica, sin más pre­cisiones, sencillamente con la Iglesia.

47. «En esta Jerusalén se refiere a la Iglesia (hanc Ierusalem Ecclesiam dicit)... el cielo nuevo es la Iglesia: porque desde que Cristo asumióla carne, creó el cielo nue-

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cho la siguiente equivalencia: «Esta ciudad que ha sido descrita re­presenta a la Iglesia extendida por toda la tierra»48. El Beato de Liévana, antes citado, exagera aún más si cabe, cuando afirma que «El trono de D ios es la sede de Dios, es decir, la Iglesia»49. Tal gra­do de identificación no parece justo, desde la perspectiva del Ap que reserva para el trono un uso exclusivam ente divino. La identi­ficación con la nueva Jerusalén no puede plantearse ni siquiera en el ámbito espiritual-individual50.

Tampoco se trata de reivindicar, oscilando ahora el pensamien­to hacia sus antípodas, la imagen de una Iglesia glorificada o con­sumada, que vendrá sobrepuesta, caída del cielo —com o un meteo­rito gigante—, destruyendo todo lo previamente plantado y trabaja­do con generosidad por el esfuerzo humano. D e esta manera se re­lega la nueva Jerusalén a un futuro, «un eón futuro», sin conexión alguna con la realidad presente51. Tal ha sido la concepción apoca­líptica judía, que decididamente se rechaza.

Se trata de interpretar con corrección el mensaje eclesiológico de Ap, enseñanza cifrada pues va envuelta en tan densa simbolo- gía. Nos decidim os por la interpretación estrictamente escatológi­ca de la nueva Jerusalén52.

El libro del Ap presenta un mensaje escatológico, que no quie­re decir remotamente futuro, alejado de nuestra realidad/tarea ecle­sial y mundana viviente, en modo alguno ajeno a ellas. No es cues­tión ya de especular com o si de un retorcido ejercicio de cábalas se tratase, acerca de fechas ni de geografía, sino que es preciso partir del acontecimiento que ha marcado la historia de la salvación: la visión emblemática de todo el Ap, la presencia del Cordero, dego­llado pero de pie, es decir, Cristo muerto y resucitado. Con él se ha «incoado» el advenimiento del Reino de D ios. Aunque superficial­mente las cosas parecen continuar igual, con la presencia de Cris-

vo y la tierra nueva» (Comentario al Apocalipsis de san Juan, 633). Comentando el verso «Y me mostró la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios», sentencia de manera apodíptica-, «Esta es la Iglesia, la ciudad situada en el monte, la esposa del Cordero» (ibid., 637).

48. Comentario al Apocalipsis, 151.49. Comentario al Apocalipis de san Juan, 653.50. «Das neue Jerusalem bis du für Gott, mein Christ / Wenn du aus Gottes Geist

ganz neugeboren bist» («La nueva Jerusalén eres tú para Dios, querido cristiano, si por el Espíritu divino eres totalmente regenerado»). Citado por E. Stahlin, Die Ver- kündigung des Reiches Gottes in der Kirche Jesu Christi, Basel 1956, 465.

51. Cf. H. Strathmann, JtóXtc;, en TWNT VI, 532.52. Con la mayoría de los escritores, tal como propugna A. Feuillet, L ’Apocalyp­

se, état de la question, Paris-Bruges 1963, 45.

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Interpretación teológica 211

to se ha cambiado radicalmente el rumbo de la historia de la hu­manidad, pero aún no se ha consumado entre todos la presencia del Resucitado, todavía el Reino no se ha implantado plenamente so­bre la tierra. Hay que seguir reivindicando la proposición de O. Cullmann, «jetzt schon, aber noch nicht», y aceptar decididamente una escatología dialéctica, con más claridad expuesta por el papa Juan Pablo II:

La escatología está ya iniciada con la venida de Cristo. Evento es- catológico fue, en prim er lugar, su muerte redentora y su resurrec­ción. Este es el principio ‘de un nuevo cielo y de una nueva tierra’ (cf. A p 2 1 , 1)5\

Existe continuidad entre la Iglesia y la nueva Jerusalén: son los cristianos los herederos futuros de la nueva Jerusalén. La semilla de nuestra esperanza, una vez sembrada en el corazón del mundo y en los corazones humanos, conocerá la realidad anhelada en la nue­va Jerusalén, plenitud de los dones universales, donde Dios será to­do en todos y Cristo recapitulará el cosm os en el Padre. Mas esta realidad última aún no se ha conseguido del todo; la Iglesia es, mientras exista el tiempo de la historia, peregrina por este mundo.

Pero los cristianos ya son partícipes de la vida de la nueva Je­rusalén. El libro de Ap ofrece testimonios de esta comunión con la escatología futura. Repárese con atención en su fuerza probatoria. A través del bautismo, se tiene ingreso en las fuentes de agua de la vida. Por medio de la liturgia se permite franco acceso a la cele­bración de la Iglesia celeste. Mediante la eucaristía pueden comer con Cristo, los cristianos son com ensales sentados en su misma mesa (Ap 3, 20). Los cristianos vencedores son ciudadanos de de­recho de la nueva Jerusalén (Ap 3, 12).

Tiene razón Cesáreo de Arlés cuando, al comentar las maravi­llas ofrecidas al cristiano en la nueva Jerusalén —se refiere en con­creto al pasaje de Ap 22, 4-5—, afirma lacónicamente: «Todas estas cosas han comenzado a partir de la pasión del Señor»"4.

Es cuanto afirman los textos neotestamentarios que se han ana­lizado previamente: Gál 4, 24-26; Flp 3, 20; y, sobre todo, Heb 12, 22-24. Los cristianos son ya hijos de esta madre —en la que son en­gendrados, a la que pertenecen por consagración bautismal—, que no es sino la Iglesia celestial, la Jerusalén de arriba.

53. Cruzando el umbral de la esperanza, 186.54. Comentario al Apocalipsis, 154.

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212 La nueva Jerusalén

La tendencia de la eclesiología protestante ha sido —y en esta actitud persiste— mostrar la discontinuidad entre la nueva Jerusalén y la Iglesia; mientras que la teología católica acentúa la continui­dad. Sin negar el aspecto polar y dialéctico de esta escatología, hay que insistir en la continuidad en la línea ontológica de la Iglesia, aunque sea preciso reconocer el don final de la novedad absoluta que procede de D ios55.

Tarea esclarecedora resulta espigar de entre las páginas del con­cilio Vaticano II, los testimonios explícitos acerca de la nueva Je­rusalén —u otra denominación sinónima pero de idéntico contenido temático— y valorar su incidencia en el misterio y vida de la Igle­sia.

La liturgia, no sin razón, com para —la Iglesia— a la ciudad santa, la nueva Jerusalén. Efectivamente, en este mundo servimos, cual pie­dras vivas, para edificarla (1 Pe 2, 5). San Juan contem pla esta ciu­dad santa bajando, en la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap 21, ls )56.

Pero el m ism o concilio reconoce que la conexión entre Iglesia terrestre y la nueva Jerusalén debe formularse a modo de una com ­paración, no de identificación:

Sin em bargo, mientras la Iglesia cam ina en esta tierra lejos del Se­ñor (cf. 2 Cor 5, 6), se considera como en destierro, buscando y sa­boreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la dere­cha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3, 1-4)57.

La nueva Jerusalén de Ap corrige la visión teológica de las ex ­pectativas anteriores a ella, propias de los profetas y de la visión apocalíptica. Incluso en este asunto de incesante debate, su presen­cia resulta inédita.

55. Para un análisis detallado de ambas posturas, que deben reencontrarse en la visión del Ap, cf. el sugerente trabajo de P. S. Minear, Ontology and Ecclesiology in the Apocalypse: NTS 12 (1965-1966) 89-105. De esta manera rotunda afirma el autor: «La ciudad santa está más sustancialmente, más permanentemente unida a las iglesias terrestres de lo que la mayoría de los existencialistas admite» (ibid., 104).

56. Lumen gentium, 6.57. Ibid., 6. Tal como afirma H. Bietenhad (Die himmlische Welt im Urchristen-

tum und Spatjudentum. Tübingen 1951, 201): «La Jerusalén celeste es idéntica con el nuevo eón, con el Reino de los cielos; y forma contraste con la Jerusalén que asesina a Cristo (11, 8)».

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Los profetas esperaban una nueva Jerusalén; pero en el fondo de su mensaje se traslucía su énfasis en la reconstrucción y em be­llecimiento de la Jerusalén terrena, de aquí abajo, la histórica ciu­dad del judaismo, que sería centro del mundo y se elevaría hasta el trono divino58. Se insistía absolutamente en la continuidad terrena.

La visión de los libros apocalípticos judíos, en cambio, con­templa el aniquilamiento de este mundo - e l cielo, la tierra, todo cuanto contienen—, del eón presente, completamente malvado y que es merecedor de castigo. En el solar vacío que ha dejado, se pone otra realidad, del todo diversa, venida de los cielos, la Jeru­salén celeste. Se recalca, por tanto, la ruptura total.

Hay, pues, que evitar ambos extremos: identificar la nueva Je­rusalén con las instituciones terrestres, de cualquier signo; o rom­per toda relación entre los com ienzos del tiempo presente y el cum­plimiento futuro59.

La nueva Jerusalén, de acuerdo con el pensamiento más genui- namente apocalíptico, es una ciudad preexistente; por tanto, mode­lo y prototipo para todo el pueblo de Dios. Desde una perspectiva neotestamentaria la nueva Jerusalén constituye el supremo modelo de la Iglesia terrestre, que peregrina en busca de la unión con su ar­quetipo60.

1. Continuidad entre la Iglesia y la nueva JerusalénCreemos que existe una continuidad entre la Iglesia «militante»

—en el sentido no beligerante del término, sino en el apocalíptico, a saber, la Iglesia que en la tierra testimonia frente al mundo y lu­cha/padece, al igual que los dos testigos-profetas en el combate de su fe— y la nueva Jerusalén. Continuidad en el designio de salva­ción de D ios, que se resume en la ontológica unidad de la Iglesia61.

Puede afirmarse, desde el mensaje íntegro de Ap, que la Iglesia actual, martirizada en sus miembros y testimoniante en su misión

58. Tal como se ha visto en los textos proféticos. Cf. H. Bietenhad, Die himmli- sche Welt im Urchristentum und Spatjudentum, 202.

59. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 356.60. Cf. S. Levi della Torre, Gerusalemme: la citla duale, en Gerusalemme patria

di tutti, Bologna 1995, 100-114; K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild undAbbild, 224- 226.

61. Así lo subraya con rotundidad meridiana: «Civitas sancta Ierusalem quae des- cendit de cáelo, Ecclesia Christi militans, in qua Deus et Agnus sunt omnia in ómni­bus, est una, quae veteris et novi Testamenti Eclesias, Iudaeum et Gentilem, com- plectitur», N. Domínguez, Ecclesia Christi Militans in Apocalypsis Visionibus Reve- lata: PhilipSac 1 (1966) 268.

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2 ¡4 La nueva Jerusalén

evangelizadora, está construyendo, aunque veladamente pero sí con eficacia, la ciudad futura; pues los cimientos de la nueva Jeru­salén son los apóstoles del Cordero. El concilio Vaticano II lo re­conoce:

Esta com penetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna só­lo puede percibirse por la fe; más aún, es un m isterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de D ios62.

Será, a todas luces, determinante poder encontrar en el libro su­ficientes indicios que permitan inferir legítimamente —y no servir­nos de postulados gratuitos y discursos programáticos provistos só­lo de buenas intenciones— la imprescindible compenetración y continuidad. Hay, pues, que seguir leyendo con atención el mensa­je siempre orientador del Ap.

2. Continuidad desde el designio de D iosEl mismo D ios que, en el diálogo litúrgico inicial del libro, ben­

dice a la comunidad cristiana del Ap, «los que escuchan las pala­bras de esta profecía» (Ap 1, 3), es quien otorga el don de la nue­va Jerusalén. Incluso el lenguaje de Ap se torna de una precisión elocuente para marcar este lazo unitivo. «D e parte de D ios» (curó xo\j -&eoí3) viene la bendición (Ap 1, 4) y proviene también la nue­va Jerusalén (Ap 21, 10).

Para mejor entender, pues, esta profunda relación —de la mane­ra más gráfica posible—, hay que poner en sintonía nuestro texto con la primera bendición trinitaria de Ap (1, 4-5), iniciada por la triple presencia de la preposición «de parte de» (ájtó). Esta prepo­sición enmarca un bloque literario y colorea las frases que le si­guen, de tal forma que constituyen sintácticamente un conjunto au­tónomo com o si de una verdadera trilogía se tratase:

G racia y paz a vosotrosde parte (curó) del que es, el que era y ha de venir, de parte (airó) de los siete espíritus que hay frente a su trono,

y de parte (ccjió) de Jesucristo,el testigo fiel,el prim ogénito de los muertos, el jefe de los reyes de la tierra.

62. Gaudium et spes, 4, 40.

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Interpretación teológica 215

Al com ienzo del libro de Ap Dios-Trinidad (Padre-Espíritu san- to-Cristo), presente en la más encumbrada trascendencia, bendice a su Iglesia con la gracia y la paz.

La última visión profética de Juan (Ap 21, 2) se describe así:Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de parte (ano) de Dios.

Al final del libro aparece ya realizado el gran don de la gracia y de la paz, magníficamente resuelto en el descenso, «de parte» (ájtó) del mismo Dios de la nueva Jerusalén, com o si de un envío divino se tratase. Y así el libro entero del Ap se abre con la prome­sa de una bendición y se cierra con la misma bendición ya cumpli­da. La nueva Jerusalén es la concentración de todas las bendicio­nes que D ios ha ido impartiendo a la largo de la historia. Es el bro­che final, la síntesis perfecta.

Resulta extraño que ningún autor haya reparado en esta cone­xión que establece el libro a través de la sutileza de su lenguaje.

La presencia providente de Dios ha acompañado a la Iglesia du­rante la economía salvífica: en el tiempo presente, pues Dios es «el que es»; en el pasado, pues sigue siendo D ios «el que era»; y cier­tamente en el futuro, pues D ios será «el que ha de venir» (Ap 1, 4).

De manera semejante hay que hablar de Cristo, el Señor. El vi­ve en la comunidad cristiana, la fortalece, la vivifica, «camina en medio de los siete candelabros» (Ap 1, 12-13; 2, 1), es decir, Cris­to peregrina codo a codo con la Iglesia peregrina; simultáneamen­te la espera en la nueva Jerusalén. Quiere afirmarse con vigor que Cristo acompaña fielmente todo el devenir de la Iglesia, desde sus pasos iniciales e intermedios en la historia hasta su consumación gloriosa. A sí el Ap señala que Cristo es contemplado, adorado y creído en la Iglesia, a la que da vida con su palabra (Ap 2-3); quien consuela a los cristianos cada día (1, 9-20). Este Señor de la Igle­sia es el mismo que promete su venida (22, 20); es el Cordero, que fundamenta la ciudad, pues de él enteramente dependen los doce apóstoles, convertidos en cimientos (21, 14); constituye también su presencia de Resucitado, junto con el Padre, el único santuario y lámpara de la nueva Jerusalén (21, 22.23).

El Ap muestra continuidad en el proyecto salvífico, al insistir también en la unidad de la revelación. Él pueblo fiel del antiguo testamento (doce tribus de Israel, Ap 21, 12) continúa realizándo­se, decantándose en la Iglesia cristiana (doce apóstoles del Corde­ro, Ap 21, 14), y terminará su perfección en la nueva Jerusalén.

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216 La nueva Jerusalén

Léanse estas palabras, tan sugerentes en matices, y que insisten en la continuidad desde el designio creador de D ios y desde su fi­delidad con la creación. Hay que seguir advirtiendo que la nueva creación, la nueva Jerusalén, no significa una llana continuación de la historia o el grado sumo de una compleja evolución, sino una ra­dical transformación:

A diferencia de la prim era creación, la nueva no es una creación de la nada. Se basa en la prim era, y, así, no significa ruptura y fin, si­no plenitud y consum ación del mundo. Pues D ios es fiel también a su creación. La redención de la creación tam poco es mera conti­nuación, perfeccionam iento, progreso o evolución de la realidad existente. La transfiguración de toda la realidad por la gloria de Dios, que se m anifestará de m anera universal, im plica una modifi­cación radical de la figura de este m undo63.

3. Continuidad desde la vida cristianaEsta continuidad se insinúa fundamentalmente en tres imáge­

nes/temas, característicos del Ap: las obras, el simbolismo del ves­tido, el motivo del vencedor. En estos tres temas señalados se ad­vierte la ilación entre la situación actual de los cristianos y su esta­do futuro, ambos orgánicamente interrelacionados y mutuamente interdependientes.

El Espíritu asegura a los cristianos fieles, que mueren en el Se­ñor, que descansen ya de sus fatigas; y añade: «pues sus obras (xa egya) Ies acompañan» (14, 13). Según enseña el Ap al hablar re­petidamente, en los dos primeros capítulos, acerca de «las obras» ( tá e g y a ) a las que acompañan una serie de contenidos, éstas con­sisten en: «fatigas y paciencia» (2 , 2 ); «tribulación y pobreza» (2 , 9); «amor, fidelidad, servicio y paciencia» (2, 19). Son las prime­ras obras que se realizan en consonancia con el amor primero (2 ,4). Las obras se manifiestan com o la expresión privilegiada del amor fraterno: «Hijos mío, no amemos de palabra ni de lengua, si­no de ‘obras’ y en verdad» (1 Jn 3, 18). Los que guardan los man­damientos de Jesús son dichosos (Ap 14, 13), porque les es dada capacidad para entrar por las puertas en la ciudad y participar en el árbol de la vida (Ap 22, 14).

Estas obras forman simbólicamente el vestido de la esposa, con que se acompaña para recibir dignamente al esposo, y participar en

63. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia, 472.

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las nupcias eternas, a saber, la Iglesia es digna esposa cuando va adornada con las «obras justas» de los santos (19, 8).

Y, por fin, aparece el motivo del vencedor, que según Ap actúa com o acicate en la vida eclesial a fin de mantener al cristiano en tensión y no verse privado del acceso a la nueva Jerusalén. El Se­ñor asegura que el vencedor será revestido de blancas vestiduras y que no borrará su nombre del libro de la vida (3, 5). En la nueva Jerusalén ingresa efectivamente el vencedor com o heredero privi­legiado de todas las promesas anteriormente impartidas por el Se­ñor (21, 7); entra porque ya está inscrito en el libro de la vida del Cordero (21, 26); es decir, ha lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero (7, 14).

Esta Iglesia, coronada en la nueva Jerusalén, es el único pro­yecto salvffico de Dios, que ha sido dado a los hombres. Sus puer­tas son las doce tribus y sus cimientos son los apóstoles del Cor­dero. Y este Cordero es Jesús, que murió y fue resucitado, quien gloriosamente la alumbra.

4. Una cierta discontinuidadLa nueva Jerusalén supone y requiere una continuidad con la

Iglesia terrestre, pero su presencia no consiste en ser una prolon­gación desarrollada, sin más; no va a seguir existiendo de la m is­ma manera que la Iglesia terrestre; no va a ser más de lo mismo. La Iglesia es peregrina, no pertenece a este mundo, mas debe perma­necer en él. Se compone de hombres y mujeres de carne y sangre; está, pues, marcada indeleblemente por la debilidad y el pecado; los fallos continuos agrietan su rostro de madre/esposa; no puede pretender ser en la tierra la Iglesia celeste; pero está llamada de ma­nera apremiante y empujada a serlo. La Iglesia no debe nunca per­der la fuerza de ser fermento transformador y, cayendo en la tenta­ción de la dejadez o la om isión, aguardar resignadamente todo el fruto sólo de una renovación última de parte de Dios.

A sí lo ha reconocido reiteradamente el concilio Vaticano II:La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva fam ilia humana, el cual puede de alguna ma­nera anticipar un vislum bre del signo nuevo64.Nacida del amor del Padre eterno, fundada en el tiempo por C ris­to Redentor, reunida en el Espíritu santo, la Iglesia tiene una fina­

64. Gaudium et spes, 3, 39.

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218 La nueva Jerusalén

lidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente... La Iglesia avanza juntam ente con toda la humanidad, experim enta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como ferm ento y com o alma de la sociedad, que de­be renovarse en Cristo y transform arse en fam ilia de D ios65.

Nunca se insistirá suficientemente en la fecundidad transforma­dora de la esperanza cristiana, la que aguarda, com o don de Dios, la nueva Jerusalén. Jamás debió ser —ni debe en el presente, o de­biera en el futuro— flor adormidera, ni filtro enajenante, narcoti­zante, sino una virtud (que comporta fortaleza, conforme a su eti­m ología latina «virtus»), que no dimite de su urgente tarea, ni deja en manos del destino (llám ese con diversos apelativos por exceso o defecto: fatalidad, «ya todo está escrito en las estrellas», azar...), lo que el hombre tiene que hacer con el esfuerzo de sus manos en­callecidas, pero sabiendo que el fruto copioso de su trabajo es y se­rá siempre don de Dios:

Fundados en la fuerza de la esperanza y de la caridad, los cristia­nos pueden y deben, ya en este mundo y cada uno según sus posi­bilidades, anticipar de m anera fragm entaria y como en esbozo la realidad del reino de Dios, arraigados en el amor, lejos de toda vio­lencia, con espíritu de com prensión y desprendim iento, con pure­za de corazón, com o hom bres que tienen ham bre y sed de justicia y están dispuestos a sufrir persecución por ella (Mt 5, 3-13). Su ac­ción en favor de la paz y de la justicia debe ser efecto y reflejo de la justicia consum ada y de la paz definitiva del reino de Dios66.

«A pesar de todo», aun a pesar de la generosidad e incluso mag­nificencia del esfuerzo humano, tan sincero com o denodado, que se ve acompañado con frecuencia de óptimos logros, la esperanza cristiana va más allá y otea horizontes más amplios. Desborda las naturales expectativas humanas y supera la estrechez de sus lím i­tes, siempre tan contingentes. Por más que se vea defraudada y contradicha por los sufrimientos del tiempo presente, por cuanto el Ap llama «la tribulación» (■{Rí/ipig: la que padece el mismo viden­te, relegado en Patmos —1, 9—; com o sufre la Iglesia de Esmirna —2, 9—; a la manera de los vencedores que vienen de la ‘gran tri­bulación’ —7, 14—), que comporta una serie onerosa de dificultades no com unes, persecuciones, calamidades cósm icas, desgracias y

65. Ibid., 4, 40.66. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos, 474.

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desengaños..., la esperanza no puede quedar derrotada ante el in­gente cometido de su tarea, ni desfallecer abdicando del objetivo final de su empeño. A saber, la esperanza cristiana no se resigna an­te el catastrofismo reinante, ni se confunde con los resultados in­mediatos, por más halagüeños que pudieran resultar, de la acción humana. La esperanza se afianza en Dios, y Padre de nuestro Se­ñor Jesucristo, quien ha revelado, por medio del Espíritu, como a Juan, el vidente del Ap, la existencia de un cielo nuevo y una tie­rra nueva: la nueva Jerusalén, dada com o regalo supremo a nuestro esfuerzo humano y eclesial, y que premia la generosa esperanza cristiana en esta tierra67.

La nueva Jerusalén es esta Iglesia, fundada por Cristo, en uni­dad de la revelación que incluye el antiguo y nuevo testamento, en unión misteriosa con todos los hombres de buena voluntad, que vi­ve en el así llamado «tiempo intermedio», pero que un día será lle­vada a su culmen. Se trata de una continuidad trascendida por un acto gratuito de D ios, que la transforma completamente. En este sentido se puede hablar de una cierta continuidad, y simultánea­mente de una cierta ruptura. Se debe mantener la tensión escatoló- gica, que es por lo demás inherente a lodo el mensaje del nuevo testamento. Hay que decir que la Iglesia no constituye aun el reino de Dios, pero sí sus primicias.

Puede ilustramos el ejemplo paulino de la siembra. Existe iden­tidad entre el simple grano de trigo y la espiga que de él brota; pe­ro la realidad final, la fructífera espiga, radiante en belleza y col­mada de granos fecundos, no equivale sin más a la sem illa inicial. Ha existido una transformación sustancial (Puede leerse con dete­nimiento 1 Cor 15, 35-38).

Existe un lazo ontológico entre el presente y el futuro, y tam­bién un cierto contraste; pues en la debilidad del presente se ocul­ta misteriosamente y opera la fuerza del futuro, activada por el po­der de Dios. Nada mejor que recordar la parábola de la semilla del grano de mostaza, que en confrontación con el «alto cedro», plan­tado en el «alto monte» (cf. Ez 17, 23), se siembra en la tierra, y desde su enterrada humildad («humus» quiere decir tierra), crece hasta convertirse en poderoso árbol, en cuyas ramas anidan todos los pájaros (Mt 13, 31-33). La Iglesia es hoy esa semilla; y debe,

67. La esperanza se encuentra profundamente arraigada en el corazón del hom­bre, y cuánto más del hombre creyente. Léanse con provecho algunos fragmentos ilu­minadores en: Esperamos la resurrección y la vida eterna. Documento de la Comisión episcopal para la doctrina de la fe de la Conferencia episcopal española (26-11-95), II, 14; Ecclesia n.° 2.766.

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por imperiosa vocación divina, crecer hasta convertirse en Reino, inmenso árbol, bajo cuya sombra se reunirán todos los hombres. Dicho estado de plenitud acabada acontecerá com o don gratuito de Dios.

La Iglesia no es aún la Jerusalén celeste; vive en el tiempo, y si­gue peregrinando. La nueva Jerusalén desciende del cielo, de par­te de D ios y se manifiesta al fin de los tiempos.

No hay continuidad absoluta, pero sí una cierta continuidad. No existe una total ruptura, pero sí una cierta ruptura. Cada afirmación debe ser corregida con una matización añadida, a fin de evitar cualquier polarización. Se da —com o acontecimiento y regalo— la novedad de D ios, que cuenta también con todo lo bueno que ha ido sembrando el hombre sobre la tierra. Entonces llegará el tiempo de la recolección final y de la gracia inesperada de D ios68.

D e nuevo nos ayudan a entender mejor las pautas orientativas el concilio Vaticano II:

Los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a en­contrarlos lim pios de toda mancha, ilum inados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal; reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de am or y de paz. El reino está ya misteriosam ente presente en nues­tra tierra; cuando venga el Señor, se consum ará su perfección69.

La aparición de la nueva Jerusalén no podemos esperarla los cristianos con los brazos cruzados de la inacción o los brazos caí­dos de la derrota, ni contemplando con despreocupado desdén pa­sar las nubes por los altos cielos (com o aquellos varones de Gali­lea, a quienes se les reprocha esta actitud: Hech 1, 10), sino traba­jando por un mundo más acorde y semejante con las condiciones de la nueva Jerusalén, volcándonos en él desde la inquebrantable esperanza final que nos anima. En la presente tierra sembramos los cristianos y los hombres de buena voluntad la sem illa de la nueva tierra. Esta tierra, por el amor y el trabajo, se convierte en lugar del crecimiento del reino de Cristo70.

68. Cf. Ch. Brütsch, La clarté de VApocalypse, 355-356; P. Prigent, L ’Apocalyp­se de saint Jean , 326-327.

69. Gaudium et spes, 3, 39.70. Cf. Conferencia episcopal francesa, Catecismo para adultos. La alianza de

Dios con los hombres, Bilbao 1993, § 670, 332.

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Interpretación teológica 221

Cuando la presencia de Cristo, quien con su misterio de muer­te y resurrección ha desencadenado la renovación de este mundo, impregne completamente la existencia de los hombres y mujeres que componen la Iglesia; cuando éstos, invadidos por la energía del Resucitado, sean capaces de amarse con una caridad no fingida; cuando todos los cristianos vivan unidos com o hermanos bajo la mirada solícita de Dios Padre; cuando el Espíritu de profecía pren­da con su fuego a los cristianos y sepan éstos dar testimonio del evangelio de la salvación al mundo entero; cuando todas las nacio­nes acepten el evangelio del amor de D ios y convivan en armonía universal... entonces, por un acto gratuito de D ios, acontecerá la plenitud de la consumación. Esta plenitud se explica mediante un simbolismo temporal o espacial. Si se refiere a la duración del tiempo, entonces vendrá el así llamado «fin de los tiempos». Si res­pecto al espacio, entonces irrumpirá la nueva Jerusalén, la que des­ciende del cielo, de parte de D ios, sobre la tierra renovada.

Existen cuatro fases en el misterio de la historia de la salvación, que ahora, por mor de la síntesis, queremos esquematizar en sus lí­neas más esenciales, vertebradoras:

1.° El designio de salvación de Dios, proyectado desde toda la eternidad.

2.° La realización de ese proyecto en Cristo, mediante su muer­te y resurrección. Es el Cordero degollado pero de pie, la vi­sión emblemática del libro de Ap.

3.° La Iglesia, que actualiza en la historia la presencia vivifi­cante de Cristo, mediante su fe y el testimonio. Es un mo­mento seminal, que la Iglesia vive en la pequeñez, debilidad y persecución.

4.° La nueva Jerusalén en donde Dios, perfeccionando a la Igle­sia, culminará su designio.

Estas etapas de realización de la voluntad de Dios han sido sin­tetizadas y sobriamente descritas en el Vaticano II, que utiliza cer­teramente un verbo alusivo a cada fase respectiva: Iglesia prefigu­rada (desde el com ienzo), preparada (desde Abrahán a Jesucristo, a saber, la antigua Alianza), constituida (por la presencia de Jesús y la efusión del Espíritu santo) y consumada (en la gloria de los úl­timos tiempos, es decir, en la nueva Jerusalén). He aquí la concen­trada historia de la salvación, vista desde el designio de Dios.

Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admi­

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222 La nueva Jerusalén

rablem ente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua A lian­za, constituida en los tiempos definitivos, m anifestada por la efu­sión del Espíritu y que se consum ará gloriosam ente al final de los tiem pos71.

3. La nueva Jerusalén, la ciudad de D ios y de los hombresLa nueva Jerusalén no tiene copia, carece de ejemplar en esta

tierra. Es única, irrepetible, original. N o conoce, absolutamente ha­blando, un antes, que, de forma auroral, la haga presentir o vica­riamente representar; desconoce un después, que le haga sombra. Rompe cálculos, tritura metros, desborda fantasías. Es una ciudad de otro mundo. Dios la regala a la humanidad, para que en ella ha­bite por siempre. El autor del Ap, mediante un lenguaje nada con­vencional, sino atrevido y a veces hasta escandaloso, pretende lla­mar la atención del lector, sorprenderlo, a fin de que contemple con arrobamiento las inimaginables maravillas que alberga esta ciudad y, subyugado, se rinda al don de su belleza.

Resulta determinante para todo lector del Ap no tratar de descu­brir con vana curiosidad, entreteniéndose en ello com o si de un jue­go de jeroglíficos se tratase, el tipo ideal de construcción subya­cente, el plano o estructura, que pudiera haber servido de calco a la ciudad descrita en Ap 21, 1-22, 5. Incluso esta tarea se resolvería, desde su consideración arqueológica, del todo inviable. Tales in­tentos de concreción material se han revelado inanes, atentando in­debidamente contra el simbolismo de aquello que no es sino una vi­sión profética, única en su género literario, otorgada por el Espíri­tu a Juan, el testigo. D e nuevo, el peculiar estilo del texto apocalíp­tico nos hace desistir de cualquier proyecto de figuración plástica.

El autor del Ap ha acumulado una serie de simbolismos conca­tenados, cuyo sentido esclarecedor nos desvela pacientemente. Ya se ha visto anteriormente, con el detalle pormenorizado del análi­sis filo lógico y exegético, el alcance de tales presentaciones sim ­bólicas. No debemos demoramos ahora en ellas, sino tan sólo se­ñalarlas. La nueva Jerusalén es una ciudad cuadrada; tiene además forma geométrica de cubo, a saber, por ser cuadrada y cúbica, re­sulta doblemente perfecta. Es una ciudad de dimensiones desorbi­tadas, cuya imagen recuerda de lejos a la Jerusalén forjada por los sueños de la literatura judía apocalíptica. Se pretende recalcar la

71. Lumen gentium, I, 2.

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idea de una ciudad, que ha de convertirse en patria de todas las na­ciones y que debe extenderse hasta el confín último de la tierra, al­canzar también el peldaño cimero de los cielos; de ahí su vasta in­mensidad. La nueva Jerusalén posee atípicamente tres dimensiones inconmensurables, es ciudad de altura: zigurat elevado, configura una inmensa torre. Es la anti-Babel, a saber, la que desciende de parte de Dios, y no proviene de la ambición humana, y que aspira de nuevo hacia el cielo, hacia Dios.

Pero el simbolismo, creemos, más fecundo; el que, sin duda, aparece insinuado con más frecuencia, es el sacerdotal. Asombro­so resulta comprobar que los comentadores del Ap no subrayen, o al menos —lo que ya es una lamentable carencia— que no lo recal­quen con la fuerza que se merece esta aportación singularísima del Ap; y se limiten a especulaciones puramente estéticas sin valorar tan alto sentido eclesial que adquiere la nueva Jerusalén en Ap. Es preciso reafirmar, más allá de toda consideración ornamental, que Ap se esmera en resaltar la dimensión sacerdotal de la nueva Jeru­salén. La ciudad queda sustancialmente hecha santuario de Dios, quien por completo la llena con su presencia de gloria, tal com o ha­bía decidido llenar el «Debir» en el antiguo testamento.

La ciudad entera, pues, se ha convertido en morada de Dios, presencia divina, Sekiná, sagrado templo, santo de los santos. No se encuentra lugar en ella, a donde D ios no llegue; no hay ya peri­feria ni extrarradio, que se sitúen al margen de su inmediatez; ya no hay rincones de sombra por recónditos que pudieran parecer, alejados de la claridad de su luz72.

El Ap, mediante el empleo atrevido de un lenguaje altamente revelador, no habla de una ciudad, que tiene un templo, sino de la nueva ciudad de Jerusalén, que es toda ella un templo; e incluso, más radicalmente dicho, se refiere a un templo que es ciudad, a sa­ber, la plenitud de la presencia viva de D ios y del Cordero, quienes hacen posible la existencia de la ciudad.

Ya existe una relación continua, ininterrumpida, hecha de trans­parencia entre D ios y los hombres, pues el mismo D ios se convier­te en su morada. D ios y el Cordero son ya el único templo vivien­te donde los hombres pueden adorar; constituyen la única ciudad en donde les es dado vivir en armonía y establemente. La convi­vencia humana se eleva, merced a la presencia de D ios entre ellos, a rango de culto vivo y verdadero. La luz de Dios y del Cordero sostiene la vida entera de la humanidad, que está entretejida de pro­

72. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 348.

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224 La nueva Jerusalén

fundas comunicaciones y de adoración viviente. D ios y el Cordero aparecen com o el soporte absolutamente necesario —y sorprenden­temente gratuito— que instaura una red familiar entre los hombres renovados.

Y viven todos ellos fundidos en una comunión análoga a la de la santísima Trinidad, aún más, partícipes de su unión fecunda e in­divisible. Se cumple la palabra de Jesús: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20; cf. 17, 21-23)

D ios se encuentra tan íntimamente presente a la humanidad res­catada, que ya resulta superfluo erigir un edificio material que sir­va de encuentro entre D ios y los hombres. Se cumple ahora radi­calmente la profecía de Ez 48, 35: «El nombre de la ciudad será: D ios allí»73.

Incluso desaparece en la plena realidad de la nueva Jerusalén, la presencia de otros templos durante la narración apocalíptica an­tes señalados: 3, 12; 7, 15; 11, 1-2.19; 14, 15.17; 15, 5.8; 16, 1.7. El mismo libro de Ap se trasciende a sí mismo, superándose en es­ta última imagen eclesial. N o importa la arquitectura; adquiere re­levancia, sí, la amplitud teológica de esta visión para la Iglesia: el Cordero, a saber, la presencia de Cristo, muerto y resucitado, dota­do de la exuberancia del Espíritu, al que comunica, perpetuamente vivo en la plenitud de su misterio pascual, constituye ya la presen­cia de D ios en medio de los hombres renovados.

La nueva Jerusalén realiza la aspiración latentemente (a saber, oculta y palpitante) contenida en las profecías, a la que todos los templos erigidos remitían y señalaban: la perfecta comunicación de D ios entre los hombres, y el cumplimiento gozoso por parte de é s­tos de la voluntad divina.

El vacío, dejado por la ausencia del templo («templo no vi en ella», confiesa el vidente), se llena con la abundancia de un culto vivo y de una adoración perfecta. El defecto se corrige con el ex ­ceso; pues ya todos sus habitantes participan íntegramente en el sa­cerdocio real, y contemplan a D ios cara a cara.

Se habla también de un paraíso totalmente nuevo y definitivo, en el que la vida divina, com o un río impetuoso, se derrama abun­dante, haciendo germinar a toda la creación. Es ya la total comu­

73. La expresión denotativa «Dios allí», compuesta del tetragramma divino «Dios» (mil') más el adverbio espacial «allí» (Dtlí), constituye en hebreo una paro­nomasia evidente con el vocablo «Jerusalén». Desde la elocuencia de la grafía hebrea se patentiza que Jerusalén se convierte en el lugar permamente de Dios, equivale a de­cir que es su morada.

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Interpretación teológica 225

nión entre D ios y los hombres, sin la vergüenza del mutuo encuen­tro por culpa del pecado de antaño (Gén 3, 10); y es la suma per­fección, sin amenazas de maldición (Gén 3, 3.17), de la vida de D ios con los hombres.

4. La humanidad, cara a cara con D iosPara la humanidad la visión de D ios ha constituido, desde siem ­

pre, su ansia más profunda, una inquietud insatisfecha hasta que no logre de alguna manera descansar en él74. Es la súplica máxima de M oisés a Dios, cuando el caudillo, que había ejercido com o tal, de­ja paso al místico que habitaba dentro de él: «Déjame ver, por fa­vor, tu gloria» (Ex 33, 18). Es la petición de Felipe a Jesús, que equivale a decir la oración prototipo de todo hombre, en la hora memorable de su despedida de este mundo: «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta» (Jn 14, 8). Estos deseos irrefrenables de todo ser humano, que se sabe religado por Dios, han sido expresados por la voz genuina de la poesía (es decir, el lenguaje más hondo de la humanidad) y la unción mística. Ahora se aduce com o fiel diag­nóstico de su situación. San Juan de la Cruz ha enseñado que el al­ma que en D ios tiene puesto el corazón, no vive en paz, sino que adolece llena de pena, hasta que no le vea; la vida presente se le convierte en un continuo lamento, en un ¡ay! ininterrumpido; pier­de el gusto a todas las cosas, aún más, todas le son molestas y pe­nosas; y si pretende consolarse en el trato humano, también éste se le vuelve pesado. El alma prendada de D ios recibe mil enojos, por­que mientras está en esta vida, sin lograr su propósito, «que es ver a su D ios», no puede librarse en poco o en mucho de este tormen­to. Por eso suplica:

Apaga mis enojos, / pues que ninguno basta a deshacellos / y véan- te mis ojos / pues eres lum bre dellos / y sólo para ti quiero tene- llos75.

La aspiración más íntima de la humanidad -ta l com o Ap 22, 4 reconoce—, es querer ver a D ios, pues no tiene sino un anhelo mar­

74. Es la primera confesión de las «Confesiones» de san Agustín, que hace suya, apropiándosela en su inquebrantable pretensión de fondo, totalmente, cualquier hom­bre religioso.

75. Cántico Espiritual B, estrofa 10, 1. Cf. san Juan de la Cruz, Obras comple­tas, Salamanca 21992, 613. Cf. las sugerentes páginas de X. Pikaza, El 'Cántico espi­ritual' de san Juan de la Cruz, Madrid 1992, 236-241.

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cado a sangre y fuego: «Llevan en su frente el nombre de Dios». La metáfora muestra que los elegidos no pueden pensar y existir sino sólo en D ios, quien se convierte en el único horizonte de sus vidas.

Conforme a la visión de Ap, D ios se acerca para llenar con su presencia el más poderoso instinto de la humanidad, que no es otro sino verle, a él directamente; y en su presencia poder «re-crearse», a saber, felizm ente descansar gozando, y perpetuamente regenerar­se con su vista y hermosura.

La recompensa que Dios regala a los elegidos culmina un largo proceso de revelación, no sólo del antiguo testamento, sino inclu­so del mismo libro del Ap.

Llega a su término lo que ansiosamente deseó el antiguo testa­mento, concentrado ejemplarmente en sus dos figuras cimeras, M oisés y Elias, y no les fue permitido. D e M oisés ha poco regis­tramos dicha imposibilidad (cf. Ex 33, 20); asimismo de Elias, quien buscaba la experiencia primigenia del encuentro con D ios en el monte Horeb, sabemos que debió cubrirse el rostro con el man­to, y quedarse a oscuras, ante la presencia de D ios que pasaba (1 Re 19, 9-14).

La inquietud angustiosa del creyente anónimo o salmista, con­vertida en la «sed de su alma» que le arrecia, al fin se calmaría viendo el rostro de Dios:

Tiene mi alm a sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios? (42, 3).

Pero en estos casos (cf. también Sal 17, 15, donde se habla de saciarse del semblante de Dios), el desasosiego del salmista se de­bía mitigar de alguna manera, en el culto; de hecho, resultaba prác­ticamente sinónimo el visitar el santuario en Jerusalén con la visión de su rostro divino (cf. Dt 31, 11). La aspiración del hombre, no obstante, era —y continúa siendo por siempre, pues no es sino un peregrino del Absoluto— contemplarlo cara a cara, sin intermedia­rios. Juan Pablo II así lo reconoce:

Este D ios viviente es en realidad el baluarte últim o y definitivo del hom bre en medio de todas las pruebas y sufrim ientos de la exis­tencia terrena. El hom bre anhela poseer a este Dios de manera de­finitiva cuando experim enta su presencia. Se esfuerza por llegar a la visión de su rostro, como recuerda el salm ista: ¡Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así te desea mi alma, Señor’76.

76. Mi decálogo para el tercer milenio, 20.

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Interpretación teológica 22 7

Se da, por fin, lo que es privilegio exclusivo del Hijo y de los ángeles:

A Dios nadie le ha visto nunca, el Hijo unigénito, que está en el se­no del Padre, él lo ha contado (Jn 1, 18).Porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continua­mente el rostro de mi Padre que está en los cielos (Mt 18, 10).

Las promesas, presagios, profecías..., todo cuanto en la historia de la revelación era parcial y señalaba a una dirección, lo que se aguardaba para un futuro lejano, ahora se cumple, toca a su fin, en el «cara a cara» perfecto. Ap lo ha resuelto con una frase definito- ria: «verán su rostro». El nuevo testamento ha refrendado con mar­cados acentos esta esperanza en la visión directa de Dios, que se contrapone a la situación de destierro, que es peculiar de los cris­tianos en este mundo. Pablo así lo reconoce y remite esta visión ha­cia un futuro, que en la nueva Jerusalén ya se adelanta. San Juan relaciona esta visión con la parusía. He aquí agrupados los textos principales:

M ientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues ca­minamos en la fe y no en la visión (2 Cor 5, 7).Parcial es nuestra ciencia y parcial es nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial... Ahora vemos en un es­pejo, en enigma. Entonces verem os cara a cara (1 Cor 13, 9.12). Sabemos que cuando aparezca serem os semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3, 2).

Incluso el libro mismo de Ap experimenta una superación, de­bido a este momento culmen de trascendencia. Al inicio de la se­gunda parte, según la estructura literaria del Ap77, «después de es­tas cosas» (^lerá xaCta 4, 1), la fuerza del Espíritu permitió al vi­dente contemplar en aquel trono a alguien sentado (4, 2); un lumi­noso halo lo nimbaba com o el arco iris (4, 3); era una hermosa pe­ro fría luz; ningún acercamiento era posible, tan sólo surgía de él una mano, y en la mano un misterioso libro sellado con siete sellos (5, 2). Ahora, tras la historia apocalíptica, los cristianos vencedo­res —no sólo Juan, el vidente del Ap— podrán contemplar directa­mente el rostro de Dios, cara a cara, es decir; mirarle a los ojos, con una mirada de comunicación perfecta, hecha de transparencia, paz

77. Cf. U. Vanni, La struttura letteraria d e ll’Apocalisse, Roma 1971, 1 82.

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y amor. N o hay temor en el amor (1 Jn 4, 18)78. Mirarán a Dios sin velos ni recelos.

El verso entero de Ap 22, 4, en uno y otro hemistiquio («Y ve­rán su rostro y su nombre —está— sobre sus frentes»), señala la pro­fundidad de la experiencia religiosa, comunicadora de plenitud de vida, que poseen los elegidos. Sobre la riqueza de la vivencia hu­mana es posible entender de alguna manera esta situación de privi­legio. Es la superación de aquella actitud de Adán que se escondía temeroso de un pudor ya perdido y con vergüenza del rostro de D ios (cf. Gén 3, 8-11). Existe ahora, com o contrapunto, un final di­choso de la historia de la humanidad, experiencia de mirada aden­tro y visión mutua, compenetrada de complacencia reciproca y de gozo compartido: poder descansar la mirada en los ojos de Dios, y mirar que el mismo D ios mira79. Unicamente algunos m ísticos pue­den ser fiadores de tan altísima vivencia espiritual. Entre ellos, es preciso citar de forma sobria —sólo se hará con cierta extensión en las notas a pie de página— las figuras señeras de santa Teresa y san Juan de la Cruz, que han penetrado en el abismo del alma humana y han sabido decir palabras reveladoras.

Según santa Teresa en el mirar siempre existe un referente cris- tológico; se polariza de continuo en la figura humana de Cristo80. Además, la santa recomienda no sólo mirar a Cristo, sino acoger su mirada. Ella ha acuñado una expresión del todo original, en donde el mirar transitivo se torna acto reflejo, investido por el mirar del Señor, esto es: «mirar que él le mira»81.

78. Cf. J. Bonsirven, L'Apocalypse de saint Jean, 321.79. Llegados a este punto hay que afirmar con G. Marcel {Le Myslére de l ’élre,

Paris 1951, 19) que «la presencia sólo puede invocarse o evocarse, y la esencia de la invocación es mágica».

80. La santa recomienda mirar continuamente al Señor; pues este mirar quita to­da pena, ya en la vida presente, aunque se esté con muchos trabajos o postrado en la suma tristeza: «Miradle en la columna lleno de dolores, todas sus carnes hechas pe­dazos por lo mucho que os ama... o miradle en el huerto, o en la cruz u cargado con ella» (Camino de perfección, 26, 5, en Obras completas, Salamanca 1997, 411). De nuevo insiste en la mirada —tan sólo una mirada del Señor basta—, pues es bálsamo y premio de toda una vida: «Considero yo muchas veces, Cristo mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama, y Vos, bien mío, queréis mi­rar con amor. Paréceme que sola una vez de este mirar tan suave a las almas que te­néis por vuestras, basta como premio de muchos años de servicio. ¡Oh, válgame Dios, qué mal se puede dar esto a entender, sino a los que ya han entendido cuán suave es el Señor!» (Exclamación 14, 1, en Obras completas, 1042).

81. No insiste en el ejercicio de discurrir interminablemente acerca las penas o dolores, lo que más encarece es que «se esté allí con él, acallado el pensamiento. Si pudiere ocuparle en que mire que le mira» (Libro de la vida, 13, 22, en Obras com-

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Para san Juan de la Cruz el mirar de D ios consiste en amar; am­bas acciones se convierten en sinónimas82. El mirar de D ios tiene un esencial componente cristológico, a saber, D ios mira a través de los ojos de su Hijo; por eso, deja el mundo lleno de hermosura na­tural y sobrenatural, pues lo reviste con la exuberancia de la figura de su Hijo83.

Deliberadamente pedimos prestada a san Juan de la Cruz una preciosísima estrofa, que debe quedar destacada en el texto:

¡Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; m ira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura!

píelas, 109). Solicita con suma urgencia una profunda mirada, nada más que un mirar continuo: «No pido que penséis en él, ni saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones en vuestro entendimiento; no quiero más de que le miréis» (Camino de perfección, 26, 3, en Obras completas, 468). Se trata, sobre to­do, de no sentirse protagonista activo de la contemplación, hay que dejarse mirar por él: «Miraros ha él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvi­dará sus dolores por consolar los vuestros» (Camino de perfección, 26, 5, en Obras completas, 470).

82. Comentando el verso «mas miras las compiñas», dice: «El mirar de Dios es amar y hacer mercedes» (Cántico espiritual B 19, 6, en Obras completas, Salamanca 21992, 665). Con respecto al verso: «mirástele en mi cuello», añade: «lo cual dice pa­ra dar a entender el alma que no sólo preció y estimó Dios este su amor viéndole so­lo, sino que también le amó viéndole fuerte; porque mirar Dios es amar Dios» (Cán­tico espiritual B, 31, 5, en Obras completas, 723s). Repite la misma equivalencia en­tre ambas acciones divinas: «Porque como habernos dicho, el mirar de Dios es amar» (Cántico espiritual B, 31, 5, en Obras completas, 723s). Comentando el verso: «Cuan­do tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían; por eso me adamabas», aclara: «Es a saber, con afecto de amor, porque ya dijimos que el mirar de Dios es amar» (Cántico espiritual B, 32, 3; en Obras completas, 727).

83. Muy reveladora se muestra la estrofa quinta: «Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura, / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los de­jó de hermosura»; y el comentario esclarecedor: «Según dice san Pablo, e l Hijo de Dios es resplandor de su gloria y figura de su sustancia (Heb 1, 3). Es, pues, de sa­ber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue e l darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales, haciéndolas acabadas y perfectas, según dice en el Génesis por estas palabras: Miró Dios todas las cosas que había hecho, y eran mucho buenas (1, 31). El mirarlas mucho buenas era hacerlas mu­cho buenas en el Verbo, su Hijo. Y no solamente les comunicó el ser y gracias natu­rales mirándolas, como habernos dicho, mas también con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural» (Cántico espiri­tual B, 5, 4, en Obras completas, 599).

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Sólo habría que modificar algunas palabras demasiado laceran­tes —desgarradas en cuanto «definidoras físicas» de un estado e s ­piritual intenso: «matar», «dolencia»—, que no cuadran bien con la pacífica —y «beata» por dichosa— visión de D ios en la nueva Jeru­salén84.

Pero de estas disgresiones nos libera el comentario esclarece- dor. Sabe el santo que la contemplación de D ios conlleva no un e s ­tado de despojamiento sino el cumplirse el deseo del amor y la sa­tisfacción de todas sus necesidades. Aquí la prosa sanjuanista llega a límites insospechados, delata el goce que la arrebata, pues se rin­de y se deja envolver en el proceso de la misma pasión amorosa que describe. Ver a D ios, la suprema hermosura (hasta siete veces (¡) repite el santo la palabra hermosura, cual si se tratase de un tex­to apocalíptico que otorga valor simbólico de plenitud a esta cifra, para recalcar así la infinitud de hermosura que es Dios y el estado de hermosura en que queda anegada el alma contemplativa) es lle­narse de la misma hermosura que se contempla. No es, pues, un ver distante, objetivante, sino transformador, fruitivo, unitivo:

Razón tiene, pues, el alma en atreverse a decir sin temor: máteme tu vista y hermosura, pues sabe que en aquel mismo punto que la viese sería ella arrebatada a la mism a hermosura, y absorta en la m ism a hermosura, y transform ada en la m ism a hermosura, y ser ella hermosa com o la m ism a hermosura, y abastada y enriquecida com o la m ism a hermosura85.

La visión de D ios supera toda comprensión humana y trascien­de cualquier cálculo, por más que la inteligencia, incapaz de tras­gredir los límites de sus moldes cognoscitivos, trate de enaltecerla.

84. Cántico Espiritual B, 11, en Obras completas, 616. Es ésta una estrofa nue­va que el autor añade en la segunda redacción del Cántico', con lo que resulta el poe­ma total compuesto de cuarenta canciones. Sirve, al mismo tiempo, como ilustración poética —el santo la acompaña de un comentario espiritual muy denso (Obras com­pletas, 616-622)— al deleite inenarrable de la contemplación de Dios. Emilio Orozco, pionero en los estudios «rigurosos» de la poesía sanjuanista, creía que estos versos de san Juan de la Cruz, surgieron como música dentro de la tradición carmelitana, brota­ron en los moldes del canto como expresión de un desbordante lirismo (Poesía y m ís­tica, Madrid 1959, 187). Permítaseme añadir, a modo de recuerdo/homenaje agrade­cido, que cuando Emilio Orozco nos enseñaba con unción y sabiduría el sepulcro de san Juan de la Cruz, en Ubeda, lugar de la muerte del santo, no pudo reprimir las lá­grimas de emoción y se echó de bruces sobre los mármoles del sepulcro, como abra­zándolo. Emilio Orozco murió recientemente en Granada recitando la presente estro­fa del Cántico Espiritual.

85. Cántico espiritual B, 11, 10, en Obras completas, 619.

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Es una visión «teo-lógica», y que da la vida. Unas profundísimas líneas de san Ireneo, un teólogo, ilustran el milagro de gracia in­sospechado para el hombre que consiste en poder ver a D ios y te­ner acceso a la vida. Esta iluminación de la visión es obra exclusi­va de D ios Trinidad, preparada por el Espíritu y hecha posible por el Hijo, el único que ha visto a Dios. La visión del «In-visible», se debe únicamente a la bondad de Dios. Ver a D ios significa tener v i­da, participar en su vida eterna. Sin esta vida divina es imposible vivir; la vida del hombre consiste en ver a Dios y gozar de él:

El hombre, en efecto, por él mismo no podrá ver a Dios jamás; pe­ro Dios, si él quiere, será visto de los hombres, de los que él quie­ra, cuando quiera y como quiera. Dios lo puede todo: fue visto en otro tiempo proféticamente por la mediación del Espíritu, después fue visto por mediación del Hijo según la adopción, Dios será vis­to aún en el Reino de los cielos como Padre, preparando el Espíri­tu al hombre para ser hijo de Dios, conduciéndolo el Hijo hasta el Padre, y el Padre dando al hombre la incorruptibilidad y la vida eterna, que provienen de la visión de Dios para aquellos que lo vean. Pues, del mismo modo que los que ven la luz están en la luz y participan en su esplendor, asimismo los que ven a Dios están en Dios y participan en su esplendor. ‘Vivificante es el esplendor de Dios’ (^woitoioijaa 5é í| t o u ü e o í i a <x[LJTo ó x r ig ) . Tendrán parte en la vida los que ven a Dios. Tal es el motivo por el que quien es ina­barcable, incomprensible e invisible se ofrece para ser visto, com­prendido y percibido por los hombres, a fin de vivificar a aquellos que le perciben y le ven. Pues si su grandeza es inescrutable, su bondad es inexpresable, sólo gracias a su bondad él se hace ver y da la vida a quien le ven. Es imposible vivir sin la vida, y no hay vida más que por la participación en Dios, y esta participación consiste en ver a Dios y gozar de su bondad86.

Ap continúa su narración en el mismo registro contemplativo. El culto («Y le darán culto», Ap 22, 3) —que algunas traducciones vierten indebidamente com o «servicio»— consiste es una adoración viva, hecha de una presencia ininterrumpida. Aquella lejanía abis­mal con el «Sentado sobre el trono» se anula. Aquel a quien sólo podían ver los ancianos, los vivientes y los altos ángeles (Ap 4, 4-11), ahora puede ser directamente contemplado por todos los cris­tianos. Contemplación, ya sin límite de tiempo, sin m ediaciones ni restricciones. Ahora el cristiano dispone de «todo el tiempo del mundo» para adorar a Dios.

86. Adversus Haereses IV, 20, 5.

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Esta felicidad suprema se completa con la añadidura «y reina­rán» (Ap 22, 5). Habrá que notar que a lo largo del libro se asocian los temas del sacerdocio y de la realeza. A sí lo reconoce la asam­blea cristiana en el diálogo litúrgico inicial, en la triple invoca­ción/alabanza a Cristo, porque nos ama, nos ha librado/lavado con su sangre de nuestros pecados, y —de esta forma reza textualmen­te—: «Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su D ios y Padre» (1 ,6 ). Semejante invocación es impartida por los cuatro v i­vientes y los veinticuatro ancianos, al Cordero, que se ha mostrado digno de tomar el libro de la historia y abrir sus sellos (a saber, des­velar su sentido mediante el misterio de su muerte y resurrección), y ha hecho de toda raza, lengua, pueblo y nación, «un Reino de sa­cerdotes y reinan sobre la tierra» (5, 10). En el milenio, son reco­nocidos dichosos quienes se ven libres de la muerte segunda, por­que «serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años» (20, 6).

Ahora, situados en la cumbre reveladora del Ap, es decir, en la plenitud de la historia, desaparece la mención del sacerdocio, por­que en la nueva Jerusalén no se precisa de ningún intermediario en­tre D ios y los hombres, y no existe ningún templo para ofrecer ora­ciones o víctimas (21, 22). Los cristianos quedan ya investidos su­mos sacerdotes, pues tienen acceso directo con Dios.

Aquí llega a su plenitud el carácter sacerdotal de la Iglesia, pue­blo que cree en Cristo y que ha renacido no de semillas corrupti­bles o de la simple agua, sino de la Palabra de D ios vivo (cf. 1 Pe1, 23) y del Espíritu santo (cf. Jn 3, 5-6). Quienes han recibido el sacramento del bautismo y de la confirmación, son sellados —al igual que acontece en Ap—, mediante una «marca espiritual indele­ble», que los hace ser para siempre partícipes del sacerdocio de Cristo; sacerdocio que alcanza su cumbre en la nueva Jerusalén. El concilio Vaticano II lo ha establecido en la primera parte de un en- riquecedor pasaje87:

Cristo Señor, Pontífice tom ado de entre los hombres (cf. Heb 5, 1-5), de su nuevo pueblo hizo un reino y sacerdotes para Dios, su Padre (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, son consa­grados por la regeneración y la unción del Espíritu santo como ca­sa espiritual y sacerdocio santo, para que, por m edio de toda obra del hom bre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llam ó de las tinieblas a su luz admirable

87. Cf. Una exposición del carácter sacerdotal del pueblo de la Iglesia en F. A. Sullivan, La Iglesia en la que creemos, 84-93.

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(cf. 1 Pe 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseve­rando en la oración y alabando juntos a D ios (cf. Hech 2, 42-47), ofrézcanse a sí m ism os com o hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom 12, 1) y den testim onio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 Pe 3, 15)88.

Asimismo, los cristianos son ya reyes no porque reinan sobre alguien —a ninguno hacen vasallo—, sino porque participan del rei­nado de D ios y de Cristo por los siglos de los siglos. Culmina aho­ra la promesa previamente ofrecida por Cristo al cristiano vencedor de la Iglesia de Tiatira —y por ende, a todo cristiano fiel—: darle po­der sobre las naciones y «regirlas» con cetro de hierro (Ap 2, 26).

Este reino se vive ahora, tal com o lo ha hecho Cristo, de mane­ra muy privilegiada, en la debilidad, en el servicio humilde y fra­terno. Cristo-Rey se identifica con los hermanos más pobres y ne­cesitados, a quienes se les presta amor misericordioso: «Y el Rey les dirá: ‘En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de mis her­manos más pequeños, a mí me lo hicisteis’» (Mt 25, 40 )89.

La magnificencia de D ios sigue mostrándose paradójica, pero ilusionante: su reino se convierte para los elegidos en un servicio; este servicio les granjeará el reino90.

En la nueva Jerusalén no existirá autoridad dominadora que subyugue ni pueblo sometido que tenga que obedecer. Sólo D ios y Cristo reinarán en su trono, y los hombres vencedores se sentarán en el trono de la victoria y reinarán con Dios. Se cumple aquella palabra de Jesús: «Al vencedor le concederé sentarse conm igo en mi trono, com o yo también vencí y me senté en su trono» (Ap 3, 21). Todos los ciudadanos reyes. A sí reza justamente la fórmula democrática, que ahora se cum ple en su sentido de plenitud jamás imaginado por los mejores tratados de la sociología de la ciudad.

Pero este reinado se realiza por elevación del cristiano a la dig­nidad regia de D ios y de Cristo —no por descenso de categoría, que igualaría chatamente a los ínfimos—, quienes son los ocupantes del trono de la realeza. Estos les dan entrada en su trono de gloria pa­ra reinar con ellos.

88. Lumen gentium, II, 10.89. Cf. A. Panimolle, Reino de Dios, en P. Rossano-G. Ravasi-A. Girlanda, Nue­

vo diccionario de teología bíblica, Madrid 1990, 1609-1639; B. Klappert, Reino, en Diccionario teológico del nuevo testamento IV, Salamanca 1980-1984; W. Pannen- berg, Teología y reino de Dios, Salamanca 1974; R. Schnackenburg, Reino y reinado de Dios, Madrid 1970.

90. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 173.

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234 La nueva Jerusalén

Las bienaventuranzas son la invitación de D ios a la alegría, fue­ron pronunciadas por Jesús —y nunca debieran perder, por más que un uso abusivo pretenda gastarlas, este acento que las caracteriza— con el m ism o tono jubiloso con que em pezó la palabra reveladora de D ios en el nuevo testamento a la humanidad, en el anuncio di­rigido a María: «Alégrate». Cada una de ellas, en efecto, se inicia con un macarismo, que constituye un insistente motivo de dicha. El Señor ofrece su don gratuitamente, y dicho don se concentra de manera admirable en la filiación. Esta hace —y tiende por fuerza del amor al milagro de crear incesantemente— hermanos a todos los hombres. Por ello el discípulo debe mostrarse feliz y bienaventura­do; le ha tocado una fortuna, le ha caído, venida del cielo, una suer­te inimaginable; D ios se acerca hasta el hombre, los hombres se aproximan hasta convertirse en prójimos, aún más: D ios es Padre y los humanos son hermanos los unos de los otros. Esta es la ver­dadera causa de la alegría cristiana y ésta es la cara, el icono au­téntico, cuya efigie es preciso ver acuñada en todas las bienaven­turanzas91.

Pero el don divino recibido tiene forma de semilla. Como ger­men pletórico de vida que es —por tanto, en ciernes, en promesa, « in fieri»—, hay que colaborar para que se desarrolle, y desaloje to­do el cúmulo encerrado de sus virtualidades. Cooperar en esta ta­rea vivificadora constituye la misión del cristiano. Desplegar la v i­da de filiación y abrirla eficazm ente a todos los hombres, resume su entera ética y obligaciones. Cada una de las siete bienaventu­ranzas (Mt 5, 2-12) no es sino una variante de esta fundamental obra: hacer crecer la sem illa del Reino, que es filiación que se tra­duce en un amor sincero, no fingido, que debe alcanzar a los hom­bres y mujeres de todo el mundo. La cooperación humana con D ios lleva a un dinamismo, sin vuelta atrás, esperanzado, y que otea con ansias un futuro. La promesa que se ofrece en las Bienaventuran­zas —y que ya va fraguando aunque de manera velada y fragmen­taria en la vida del cristiano—, sólo se alcanzará plenamente en el Reino de los cielos.

El macarismo que rubrica cada una de las siete bienaventuran­zas no es primordialmente de tipo sapiencial; no mira a ajustar la

91. Cf. E. Pérez-Cotapos, Parábolas: D iálogo y experiencia. El método parabó­lico de Jesús según D. J. Dupont, Pontificia Universidad de Chile 1991, 191-193. El autor recoge la obra completa de J. Dupont y también ofrece una ingente bibliografía acerca de las parábolas (pp. 229-261).

5. La nueva Jerusalén, plenitud de las bienaventuranzas

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conducta con las leyes de la sabiduría (Prov 3 ,1 3 ; Eclo 14, 1); tam­poco sirve para implorar el favor de D ios a fin de vivir según las normas de la piedad y la religión (Sal 1, 1). Es esencialmente es- catológico, tal com o lo expresó abiertamente a Jesús uno de sus muchos com ensales, que solían sentarse en la misma mesa, duran­te sus frecuentes comidas con los pecadores: «Dichoso el que pue­da comer en el reino de Dios» (Le 14, 15). Dios promete su asis­tencia y compromete su palabra al discípulo para que éste tenga parte en la vida eterna, a saber, pueda entrar en el Reino de los c ie­los. Por ello, cada una de la bienaventuranzas acaba con la mención del Reino de los cielos, o una alusión a Dios, resuelta literaria­mente en pasiva teológica. Los que lloran serán consolados; los que tienen hambre de justicia serán saciados... Quiere decirse que el único sujeto protagonista es D ios quien efectivamente consuela y sacia.

Sorprenden las afinidades, incluso a nivel textual, entre las bien­aventuranzas y la visión de Ap 21, 1-22, 5. No acaba el lector del libro de admirarse del prodigio de la nueva Jerusalén; en ella se en­cierra también la síntesis acabada de la mejor promesa contenida en las palabras de Jesús: el mensaje de las bienaventuranzas. Bas­ta una somera reseña comparativa, para evidenciar tan estrechísi­mos lazos de comunión.

* «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tie­rra» (Mt 5, 4), encuentra su correspondencia con el premio que Dios da: «una nueva tierra» (Ap 21, 1), donde está la nueva Jeru­salén (21, 2), y en ella, el cristiano vencedor «heredará estas cosas» (Ap 21, 7).

* «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán conso­lados» (Mt 7, 5), tiene su paralelo en la presencia de un D ios mi­sericordioso, quien «enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 2 1 ,4 ).

* «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mt 5, 6), evidencia su relación en la nueva Jerusalén, donde brota un río de agua de vida, para saciar la sed (Ap 22, 1), y crece el árbol de vida (Ap 22, 2), para colmar el hambre de quienes son justos y han trabajado por la justicia.

* «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos ve­rán a D ios» (Mt 7, 8), tiene su similar en la contemplación eterna de los santos, quienes verán el rostro de Dios, y llevan su nombre en su frente (Ap 22, 4).

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236 La nueva Jerusalén

* «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de D ios» (Mt 8, 9), encuentra su más acabada semejanza en la nueva Jerusalén, donde D ios dice al vencedor: «Yo seré D ios para él y él será para mí hijo» (Ap 21, 7).

Una esperanza escatológica recorre todas las bienaventuranzas, desde la primera hasta la última, configurando toda una red de in­clusión semítica. Desde los pobres de espíritu (Mt 5, 3), hasta los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5, 10), son dichosos y de­ben regocijarse («Alegraos y regocijaos», les conforta la voz de Je­sús, mediante una doble llamada a la alegría constante, Mt 5, 12), porque su dicha no mira a una recompensa terrena y, por ende, pa­sajera, corruptible, sino que todos ellos —cuantos conforman su vi­da con este espíritu de las bienaventuranzas—, van a tomar parte en el reino de D ios, es decir, en clave de Ap, serán ciudadanos de he­cho y derecho en la nueva Jerusalén, donde D ios es Padre y los hu­manos viven hermanados alrededor y al resplandor de su luz.

6. La nueva Jerusalén. M isterio de doce p iedras preciosasTanta insistencia por parte del Ap en la mención de las piedras

preciosas —su número exacto, su nomenclatura, su extraña disposi­ción textual...—, obliga a que volvamos de nuevo la vista al enigma de este sim bolism o mineral, pero ahora sólo de manera panorámi­ca, pues ya tuvimos ocasión de detenernos incluso generosamente en su estudio. Busquemos, pues, una recapitulación serena.

D ios se hace cercano, tan próximo a la ciudad que la transfor­ma, la convierte en oro, en luz resplandeciente, reflejo de su m is­ma presencia deslumbrante. Pero ese oro no está celosamente guar­dado (resguardado en un cofre o caja fuerte), sino que es ofrecido a la visión del autor del Ap, quien ahora asiste maravillado a este espectáculo de luz. Como la luz blanca se refracta en siete colores, el oro de la ciudad se reverbera en doce perlas preciosas. Tan ini­maginable com o la desmedida de sus dimensiones, es la suntuosi­dad y belleza de la nueva Jerusalén.

Sin pretender forzar una estricta y cabal interpretación eclesio- lógica —reflexión posterior que pertenecería a la declaración dog­mática—, la mención de las doce piedras de Ap, situadas en su con­texto preciso, se abre, debido a la múltiple riqueza de su sim bolis­mo, a unas dimensiones, que aparecen com o notas esenciales de la Iglesia, acordes con la fe cristiana.

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a) Iglesia sacerdotalEsta es la originalísima aportación que refleja el libro en torno

a las piedras preciosas. Ya vimos, de forma abrumadora y creemos hasta exhaustiva, cuántos intentos de explicación, y desde qué re­motas instancias provenientes, se manifestaron a la postre inefica­ces. Es preciso reivindicar con legítim o derecho que Ap pretende la instauración de una novedad absoluta, inédita. Ningún autor sa­grado se había atrevido a tanto: desvestir simbólicamente al sumo sacerdote (cf. Ex 28, 17-20) para revestir una ciudad; despojarle de sus doce perlas preciosas para construir con ellas los cimientos de una ciudad. Con este gesto simbólico, rayano en el escándalo —una auténtica acción profética—, Ap indica que el sacerdocio ya no re­side en una sola persona humana, sino en todo un pueblo. La nue­va Jerusalén —toda entera y desde los cimientos— es un pueblo sa­cerdotal. Esto es justamente lo que dirá Ap 1 ,6; 5, 10; 22, 3-5; cf. H eb 7 , 5-24; 1 P e 2 ,5 .9 <’2.

b) Iglesia unaSe muestra la continuidad de la Iglesia con el Israel de las doce

tribus. El autor de Ap contempla cóm o sobre cada puerta (y cada puerta es una perla, Ap 21, 20) se aposta un ángel con una misión tutelar —de guardián según Is 62, 6—; y sobre cada puerta está ins­crito el nombre de cada una de las tribus de Israel. Asim ism o, so­bre los doce cimientos (adornados con toda clase de piedras pre­ciosas, Ap 21, 19) están inscritos los nombres de los doce apósto­les del Cordero (imagen que Pablo ilustra en Ef 2, 20). Se afirma la unidad del designio de D ios, la continuidad de las dos revela­ciones que forman una sola economía de la salvación y que se ha­ce presente en la Iglesia” . El nuevo pueblo de Dios es, trascen­diendo cualquier exlusividad étnica, el legítimo heredero del Israel antiguo (Ap 21, 12). Sobre los primeros testigos de Cristo se fun­da este verdadero pueblo Dios.

92. Cf. W. Pesch, Zu Texten des Neuen Testamentes überdas Priestertum der Ge- tauften, en Verborum Veritas. FS G. Stáhlin, Wuppertal 1970, 303-315.

93. Cf. J. Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, 318.

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238 La nueva Jerusalén

La muralla erigida con doce piedras preciosas —el material más noble de la naturaleza— alude a la santidad de la ciudad. Esta in­terpretación queda reforzada también por el contexto: toda impu­reza es echada fuera de la ciudad (22, 15). Semejante exigencia de santidad tiene sus antecedentes en las profecías veterotestamenta- rias respecto a la futura ciudad de D ios y su templo y escritos ju ­díos (Is 52, 1; 60, 21; Ez 44, 9; J1 4, 17; Zac 14, 21; cf. Hen et 90, 32; 1QH 6, 27). D ios mismo, considerado com o una muralla de fuego, separa la ciudad santa de la impureza de fuera (Is 26, 1; 60, 18; cf. Zac 2, 9).

Para los cristianos, oprimidos por un poder corrupto que trata­ba de usurpar el trono de D ios —la gran prostituta y Babilonia (Ap17, 4; 18, 12.16)—, las joyas son un emblema para sostener la es­peranza en la victoria final de D ios94.

c) Iglesia sin mancha

d) Iglesia de CristoLa Iglesia tiene com o cimientos a los apóstoles del Cordero. Ap

con esta sobria indicación habla del fundamento último de la ciu­dad, que es Cristo. Los apóstoles sólo quedan explicados desde su íntima conexión con el Cordero: a él se remiten, de él dependen to­talmente. Mantienen con él una relación de origen (él los llamó), de permanencia (con él estuvieron) y de misión (él los envió en su nombre a todo el mundo). V éase este texto programático de Mar­cos, que condensa admirablemente esta triple dimensión, arriba se­ñalada: «Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron don­de él. Instituyó a los Doce, para que estuvieran con él, y para en­viarlos a predicar» (Me 3, 13-14)95. Estas doce piedras preciosas son un referente sim bólico de la presencia viva de Cristo mismo, en quien la ciudad de D ios descansa permanentemente. Todo el edificio se levanta conforme a la obediencia a Jesús, el Señor, quien es la Piedra viva.

94. Cf. W. W. Reader, The twelve Jewels o f Revelations 21: 19-20: Tradition His- tory and modern Interpretations, 457.

95. Cf J. Bonsirven, L'Apocalypse de saint Jean, 318.

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Interpretación teológica 239

La nueva Jerusalén es comunidad santa (insistimos hasta la rei­teración en dicha cualidad) porque participa de la santidad de Dios, y éste reclama la santidad de todos sus miembros: «Sed santos por­que yo soy santo» (Lev 19, 2; cf. Mt 5, 48).

Por ello la entrada en la nueva Jerusalén no es automática, exi­ge una libertad responsable; requiere la decisión de inscribirse per­sonalmente en el libro de vida del Cordero (Ap 21, 27). A más de un lector sorprende, no obstante, encontrar en la descripción de la nueva Jerusalén algunas listas de personas réprobas (21, 8.27; 22, 15). Pero estas menciones, debidamente entendidas, poseen un oportuna enseñanza para la Iglesia actual.

El Ap no es un libro ingenuo, ni una utopía intimista o etérea; no borra las duras aristas y compromisos de la existencia cristiana. La nueva Jerusalén no es una pintura idílica, enajenante, al margen de la vida comprometida de la Iglesia. No diluye la vocación testi­moniante del cristiano, quien existe aún, sometido a merced de cualquier estratagema diabólica, combatiendo el duro combate de la fe.

La historia cristiana, que Ap refleja, está hecha de obstinación y de realismo. Estos vicios, tan duramente denostados, no son sólo faltas privadas, sino que tienen una resonancia eclesial, afectan in­trínsecamente a su vida y participan de un sistema moral, político y económ ico injusto. La comunidad cristiana del Ap debe siempre purificarse; se encuentra en perenne trance de conversión, a fin de poder entrar en la Jerusalén celeste. La luz de la nueva Jerusalén no puede soslayar las sombras de los cristianos pecadores y réprobos. La Iglesia, mientras sea peregrina por este mundo, está expuesta ella también a la idolatría y a la caída.

Hay que reconocer que también existen en la historia partida­rios del sistema opresivo y depravado de Babilonia; éstos se han cerrado a ellos mismos las puertas, no pueden entrar (Ap 2 1 ,8 ; 22, 15): sufrirán idéntico castigo que Babilonia (18, 4); les alcanzará el juicio de D ios (2, 11; 14, 10; 18, 8; 19, 20; 20, 10). Según Ap 21, 27 los que no entran en la ciudad santa, es porque no pueden estar en la presencia santa de D ios (Is 52, 1). Son como aquellas nacio­nes y reyes que se niegan a convertirse (Ap 14, 6-11).

Todos ellos se presentan a modo de variaciones sobre el mismo tema de fondo, que es la idolatría. Hasta el final se prosigue en es­ta radical alternativa existencial: o se adora a Dios o se es irreme­diable esclavo del Dragón y sus secuaces. Cada página de Ap re­

7. La nueva Jerusalén. Comunidad santa

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presenta una apelación perentoria a la conversión. El creyente está incesantemente llamado a la nueva vida, que empuja por desarro­llarse y crecer en una imperecedera regeneración cristiana. M ien­tras vive en la carne, está sometido a sus tribulaciones. Es peregri­no, y, culpable o involuntariamente, a sus pies andariegos se ad­hiere el polvo de tantos caminos. Debe, por tanto, purificarse, la­varse y endosar las blancas vestiduras de Cristo (Ap 3, 4-5).

Estando tan cerca de habitar en la nueva Jerusalén com o ciuda­dano de derecho, Ap advierte al cristiano —lector del libro— con un reproche a modo de recuerdo con efectos salutíferos, que no vaya a quedarse fuera, y en lugar de habitar en la región de la luz, se de­tenga a morar en las tinieblas, en el lago de fuego y azufre (21, 8). Que en vez de recibir el agua instauradora de la vida, reciba el da­ño perenne de la muerte segunda (21, 8); y que en lugar de tener por compañía al mismo D ios y a sus hermanos, reciba el séquito del Dragón y de las Bestias (20, 10).

La insistencia, pues, en este momento no podía ser más urgen­te y pedagógica. Ap permite gustar un poco la visión cercana de la nueva Jerusalén, para que el cristiano deteste todos los pecados; a fin de que esc nuevo sabor sea antídoto que haga aborrecer viejos alimentos y conductas; y, sabiamente enseñado, encamine con re­solución sus pasos rumbo a la ciudad que le espera.

8. La nueva Jerusalén, la perfecta ciudad ecológicaLa nueva Jerusalén es la bien compenetrada «ciudad-jardín». En

ella está el río de la vida (22, 1), el árbol de la vida (22, 2); pero es algo más que un jardín recobrado. La nueva Jerusalén contiene el Edén recreado, tal com o D ios lo plantó antes que el pecado man­chara las buenas relaciones entre el hombre y la naturaleza («M al­dita la tierra por tu causa», dijo D ios a Adán, Gén 3, 17). Se indica que es el lugar de la perfecta armonía entre la cultura (ampliable a todo tipo de «cultivo») humana y la naturaleza. «La ciudad de Dios vive en la naturaleza y la naturaleza vive en la ciudad de D ios»96. La naturaleza es la casa de la humanidad, su espacio de realización y lugar de contemplación. La invitación del Gén (1, 28): «Dominad la tierra», no es una justificación para destruir la naturaleza, usarla hasta el abuso, devastando, desertizando y envenenando el eco sis­

96. J. Moltmann, D as Kommen Gottes. Christliche Eschatologie, Gütersloh 1995, 345 (ed. castellana en prensa Ediciones Sígueme).

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tema del planeta, sino una llamada a humanizarlo y transformarlo, llevarlo a su plenitud de armonía y realización íntegra.

Hay que lamentar que a partir de la revolución industrial se ha agravado la capacidad destructiva del hombre, atizada por la cien­cia y la técnica, sin la protección de principios que velen por un or­den mundial. Los derechos de la naturaleza pasan por una defensa, cada vez más acentuada, de una cultura de la vida. La reconcilia­ción con la naturaleza no representa un problema particular dentro del orden cósm ico, es interdependiente y sólo será posible conse­guirla mediante la promoción de la paz entre todos los pueblos.

Frente a la actual depredación, la ciudad de la nueva Jerusalén, com o altísimo modelo a imitar, representa el equilibrio entre hu­manidad y naturaleza, el ideal de la cultura ecológica.

Esta perfecta ecología significa, desde la trayectoria de la reve­lación, la plenitud salvífica del cosmos. Se conoce la interconexión en el pasado entre el mundo material y el hombre («Maldita sea la tierra por tu causa», Gén 3, 17), pero también su profunda com u­nidad de destino glorioso. La creación y el hombre prorrumpen en un común gem ido (véase el mismo verbo «gemir» —oievá^to— aplicado en el pasaje paulino a la creación y al hombre), a modo de un doloroso parto, esperando con ansias la salvación definitiva:

Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revela­ción de los hijos de Dios... en la esperanza de ser liberada de la ser­vidumbre de la corrupción... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, noso­tros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rom 8, 19-23).

Gracias a la redención universal de Cristo, el cosm os o «uni­verso» visible será también transformado97. La vida gloriosa del mundo futuro incluye la creación entera; sin la consumación del mundo no sería posible la plenitud del hombre íntegro, com puesto de alma y cuerpo; pues el mundo sólo se entiende como espacio de realización y plenitud del hombre. El cosmos es transformado «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos»98. La comunión en la misma vocación salvadora debe llegar a todos los ámbitos de la creación.

97. Cf. Catecismo de la Iglesia católica, Madrid 1992, § 1046-1077, p. 245.98. San Ireneo, Adversus haereses V, 32, 1.

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Están inseparablem ente unidas, en un gran acontecimiento univer­sal, la plenitud de la persona humana, la de la humanidad y la del cosmos. Sólo así puede decirse que Dios es Señor, luz y vida de to­da la realidad".

La ciudad de la nueva Jerusalén, por tanto, su sola y muda pre­sencia, no es sólo una visión bucólica, «paradisíaca», constituye to­da una denuncia profética a nuestro mundo; es la antítesis del des­acato de esa civilización humana, verdadera plaga asoladora de ve­getación, fauna y flora. Va en contra de las modernas ciudades que se levantan a costa de la degradación de la naturaleza y también del hombre1*. Por otra parte, significa la culminación del proyecto creador de D ios, el universo llevado a sus máximas cotas de reali­zación íntegra, en donde conviven en una casa común (eco-logia hace relación en el nuevo testamento a la «casa» habitable —ol- Hog—) D ios y los hombres en medio de una creación renovada.

9. La nueva Jerusalén, la anti-cortesana, la anti-BabiloniaEl Ap no es un libro ingenuo; sus descripciones no decoran fi­

ligranas de arabescos, no buscan distraer al lector con un enaje­nante virtuosismo literario. Su realismo brota de la arena de la his­toria, se empapa de los duros acontecimientos que sufre la com u­nidad cristiana del final del primer siglo. Por ello tiene que acudir, debido a una imperiosa necesidad expresiva, al símbolo visionario, para mostrar que cuanto entonces ocurrió no se confina a unos he­chos registrados en el pasado, sino que persiste todavía, sigue sien­do vigente por culpa de la fuerza negativa de la historia y la mal­dad de los hombres.

La Iglesia, que lee el mensaje de profecía de este libro (Ap 1, 3), es una comunidad de testigos y de mártires; padece el influjo negativo del poder del Dragón y sus engendros: la primera Bestia y la segunda Bestia o falso profeta; es sacrificada en algunos de sus miembros («En los días de Antipas, mi testigo fiel, que fue matado entre vosotros, ahí donde Satanás habita»; Ap 2, 13) y perseguida en todos ellos. Recuérdese el relato emblemático de los dos testi­gos (11, 1-13).

99. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia, 471.

100. Cf. J. Moltmann, Das Kommen Gottes. Christliche Eschatologie, 344-345; H. E. Cox, La ciudad secular, Madrid 1968. Mensaje del XV Congreso de Teología: Eco­logía y cristianismo, Madrid 1995.

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El autor del Ap sabe por experiencia —lo sufre en carne propia—, cuanto acontece en la comunidad cristiana y a ella se dirige: «Juan, a las siete iglesias de Asia» (Ap, 1, 4). Comparte la tribulación y el reino con sus hermanos: «Yo, Juan, vuestro hermano y compañero de la tribulación y el reino y de la paciencia en el sufrimiento en Jesús» (Ap 1, 9). A causa de la palabra de D ios y del testimonio de Jesús, le alcanza el destierro y la soledad; está relegado en la isla de Patmos (Ap 1, 9). En el libro del Ap no sólo da testimonio Juan, el personaje, un hombre concreto; habla también un hombre tras­cendido, que «entra en la fuerza del Espíritu» (Ap 1, 10). Se ve asistido por la inspiración del Espíritu, quien le convierte en profe­ta y le capacita para contemplar, más allá y más adentro de la su­perficie de las contingencias; su visión penetra en lo más profundo de la historia, en su maldad abisal. Como profeta avizora la mag­nitud de la persecución que rápidamente se aproxima. Es el Espíri­tu, de manera explícita nombrado por Juan, quien eficazm ente le conduce a contemplar las dos visiones antagónicas del Ap: la gran cortesana (17, 3) y la nueva Jerusalén (21, 10)

Frente a la gloriosa imagen de una Iglesia fiel a Cristo, que más adelante será Iglesia consumada o nueva Jerusalén, se alza amena­zante la anti-Iglesia, doblemente designada en Ap com o la gran cortesana y la gran Babilonia.

Se presentan, pues, en el libro dos figuras femeninas y dos ciu­dades, que dominan los últimos capítulos (17-22). Dejam os, por ahora al margen, la mención estelar de la «mujer» (Ap 12), entre­vista más bien en su función materna.

Una característica común hermana —o «separa» según sus ver­tientes aplicativas— a estas figuras binarias, sea que adopten regis­tro humano (entonces se convierten respectivamente en cortesana o esposa) o urbanístico (en referencia a la ciudad de Babilonia o nueva Jerusalén). La nota que indeleblemente las marca es que aparecen delineadas siempre en permanente antagonismo.

Existe también en estos símbolos del Ap un proceso de cambio, una metamorfosis. La esposa del Cordero, que en Ap posee un fuerte contraste con la cortesana, se convierte en ciudad: la nueva Jerusalén (Ap 21, 1-22, 5). La cortesana (Ap 17), asimismo, se trueca en ciudad: Babilonia (Ap 18). Claramente dicho en el texto: «La mujer que has visto es la gran ciudad, que ejerce imperio so ­bre los reyes de la tierra» (17, 18). La apocalíptica ciudad de B a­bilonia es «terrestre travestí» de la nueva Jerusalén101.

101. G. B. Caird, A Commentary on the Revelation ofSt. John the Divine, 269.

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H e aquí, en síntesis gráfica, el proceso de su transformación, contemplado también desde la óptica de su paralelismo antitético:

a La mujer, esposa del Cordero -> ciudad — > La nueva Jerusalén.b La mujer, co rtesan a---------------> ciudad — > Babilonia.a ’ i j vú[X(pT] í| y u v ij xofi á g v ío u —> i j xcóXig — > ij á y í a ’le g o u a c d ijf ib ’ i j y u v ij, jTÓovi] ---------------------------------> i j jtóX ig — > (3a |3uXcbv i j neyáX.r]

a) La gran cortesana y la nueva Jerusalén, esposa del CorderoEl autor de Ap ha conseguido describir dos imágenes femeninas

antípodas: la gran cortesana y la esposa del Cordero. Con refinado esmero, mediante sutiles toques geniales, ha logrado evocar la opo­sición entre la prostitución y la consagración a Dios, la blasfemia y la adoración, la abominación y la santidad, el imperio pagano y la Iglesia. Veamos en sus líneas esenciales estas dos figuras, que se presentan en perpetuo hostigamiento.

* La cortesana de la que habla Ap 17, está enjoyada de oro y tiene una copa de oro en la mano (v. 4). El oro —según la aprecia­ción del libro del Ap—, aparece en relación directa con D ios en ce­lebración litúrgica (1, 12.13.20; 2, 1; 15, 6.7), y en las solem nes doxologías que tienen lugar frente al trono de D ios (4, 4; 5, 8; 8, 3;9, 13). El oro es el color-sím bolo de la liturgia, metal sagrado, alu­sivo a la cercanía de Dios. La cortesana usurpa el oro y lo profana, porque el cáliz de oro que lleva en su mano está lleno de las abo­minaciones y de la impureza de su fornicación (17, 4).

* La cortesana fornica sin pudor con los reyes de la tierra (17, 2). La esposa del Cordero es casta, está preparada por D ios, com o esposa digna para su esposo: es la esposa del Cordero (21, 2.9).

* La gran cortesana va vestida con un lujo rayano en la osten­tación desmedida, de llameante «rojo». El rojo es el color de la vio­lencia (cf. apertura del segundo sello, 6, 3-4), y es asim ism o el co­lor siniestro del gran Dragón (12, 3); se adorna de «colorada» púr­pura y escarlata (17, 4). En cambio, de la esposa del Cordero ape­nas sabemos que está modestamente vestida de lino, brillante y limpio (19, 8). El autor se apresura a identificar el sím bolo, dice que el lino son las obras justas de los santos (19, 8); y éstos han la­vado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre del Cordero (7, 13-14).

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* En relación con el simbolismo del vestido, hay que anotar —com o fino detalle lexicográfico— el contraste entre la ciudad de Babilonia y la esposa. Mientras que Babilonia se caracteriza por sus obras injustas, iniquidades (18, 5), la esposa del Cordero se re­viste de obras justas (19, 8 )102. El contraste queda más resaltado en el lacónico texto griego de Ap.

Babilonia = x a á&wíTpaxa.La esposa = t á óixoutünaxa.

* En este desarrollo progresivo de la antítesis, la farsa burles­ca se convierte en drama. Y éste deviene persecución cruenta, ase­sinato, muerte. La cortesana está embriagada, grotescamente bo­rracha (17, 2), de la sangre de los santos y de la sangre de los tes­tigos de Jesús (17, 6). La Iglesia es la esposa del Cordero ‘dego­llado’ (5, 6.9.12; 13, 8).

b) Babilonia y la ciudad de la nueva Jerusalén* La cortesana se transforma en ciudad, Babilonia, la madre

de las abominaciones de la tierra (17, 5), que tiene poderío sobre los reyes de la tierra (17, 18), quienes intentan arrebatar el imperio al Cordero que es Rey de reyes y Señor de señores (19, 16). La es­posa del Cordero también se muda en ciudad, la nueva Jerusalén (21, 9-10). Ahora la confrontación se realiza entre dos ciudades opuestas: Babilonia y la nueva Jerusalén.

El pueblo de D ios —la Iglesia— tiene que salir espiritualmente de Babilonia, conforme al aviso de D ios (18, 4) para ir a otra ciu­dad alternativa. Babilonia tiene que caer para dar lugar a la nueva Jerusalén. El aviso del Ap se torna apremiante. Los lectores del li­bro podrán reconocer, en primera instancia, esta ciudad en Roma. Ap espera que antes de su caída los cristianos, quienes aún viven inmersos en el mundo, se decepcionen de sus encantos —ya conde­nados a perecer—, y fijen sus ojos en la nueva Jerusalén. Por eso presenta dos visiones contrastadas, para que los lectores, sabia­mente avisados, no se dejen atraer por el hechizo de Babilonia y se rindan y sucumban. He aquí, reducidas a lacónicas proposiciones tan duro antagonismo, esta vez resuelto en clave urbana.

* El esplendor de Babilonia proviene de engrandecer su im­perio a costa de explotar a las naciones (17, 4; 18, 12-13.16). El es­plendor de la nueva Jerusalén es la gloria de Dios (21, 1-21).

102. Cf. I. T. Beckwith, The Apocalypse o f John, 727.

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* Babilonia corrompe y con sus hechicerías «engaña» a todas las naciones (18, 23). Es la suya una acción demoníaca, pues este verbo «engañar» (jtA.aváco) se aplica en Ap al gran instigador, el Dragón o Satanás, ‘el que engaña’ (ó Jtkxvcóv) a toda la tierra (12, 9; 20, 3); y a la segunda Bestia o falso profeta (13, 14). Las nacio­nes, pues, van hacia Babilonia, en pos de un engaño diabólico (18, 23). Hacia la nueva Jerusalén caminan todas las naciones en busca de la luz, que consiste en la gloria de Dios (21, 24).

* Babilonia se convierte en guarida de toda clase de espíritus inmundos y aves impuras (18, 2). En la nueva Jerusalén la abomi­nación y la impureza son excluidas (21, 8.27).

* En Babilonia corre un vino, con el que se prostituyen --ido­latran— todas las naciones (18, 3). En la nueva Jerusalén brota el agua de la vida y crece el árbol de la vida para curación de las na­ciones (21, 6; 22, 1-2).

* Babilonia, la gran ciudad, tiene poder sobre los reyes de la tierra (17, 18). Hacia la nueva Jerusalén traen los reyes de la tierra su gloria y honor, en señal de adoración a D ios (21, 24).

* D e la ciudad de Babilonia se dice que la «luz de la lámpara no brillará más en ti» (18, 23). En la nueva Jerusalén no hay nece­sidad de sol ni de luna —han palidecido frente a la luz d ivina-, pues la gloria de D ios la ilumina y su lámpara es el Cordero (21, 21).

* En Babilonia reina la violencia y la muerte (18, 24). En la nueva Jerusalén ya no existe la muerte, ni el duelo, ni el llanto ni el dolor (21, 4), sino la vida abundante (22, 1.2).

* Babilonia es la residencia demoníaca (18 ,1 -3). La nueva Je­rusalén es el lugar de la presencia de Dios.

* El lamento sobre Babilonia acaba con una expresión desola­dora que encuentra su eco en los profetas (Jer 7, 34; 16, 9; 25, 10; JI 1, 18): «la voz del esposo y de la esposa no se oirá más en ti» (Ap 18, 23). Se acaba el grito de la alegría, se enmudece el júbilo nupcial y falla la esperanza de la vida; hay un silencio sepulcral, lu­to de muerte. Por contraste afortunado, en la asamblea cristiana, en la Iglesia, resuena una voz compartida, asimismo nupcial, que se oye: «El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!» (22, 17)"’5.

103. Algunos de estos motivos han sido recogidos por C. Deutsh, Transformation o f Symbols: The New Jerusalem in Rv 21, 3-22, 5: ZNW 78 (1987) 106-126. Por núes-

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Hay que decir, al final de esta presentación contrastada, que la ciudad de Babilonia para los lectores del Ap está representada en Roma. Existe una patente identificación motivada por medio de di­versos enlaces textuales (cf. 17, 15-16): la sucesión de los reyes (17, 12-14) que serían respectivamente Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Vespasiano y Tito, y el octavo, el rey «redivivus», el cruel Domiciano, en cuyo tiempo se escribió el A p104. También inducen a esta asignación diversos motivos: la alusión al incendio (cf. 18, 18) que destruyó por igual a Babilonia y Roma; la mención de las siete colinas, en donde se asienta la ciudad (17, 9). Los au­tores, de manera unánime, están de acuerdo en atribuir la figuras de la cortesana y de Babilonia al imperio romano anticristiano105.

Pero la Babilonia, descrita en Ap, no se circunscribe a los lím i­tes de la Roma corrompida y depravada del imperio del final del primer siglo. Dos razones lo impiden. La primera es su peculiar im­postación simbólica. El símbolo en Ap es realidad bifronte; apo­yándose en la dimensión fáctica de la historia, tiene capacidad de sobrevolar cualquier concreción particularizada, se eleva a la cate­goría de paradigma; y alude a todo tipo de corrupción urbana om­nipresente en tantas ciudades de la historia humana. Segundo, la específica modalidad de los verbos existentes en el relato apoca­líptico, que simultáneamente se encuentran en pasado y en futu­ro1116, lo liberan de toda aplicación demasiado localizada en unas coordenadas espacio-temporales.

Babilonia representa la humanidad deificada, la ambición su­prema, la que en lugar de adorar a Dios, se adora a sí misma. To­das las ciudades, sistemas de poder idolátricos, opresoras de los hombres, presentes en las narraciones del antiguo testamento, las que se atrevieron a desafiar a Dios, han contribuido con sus trazostra parte nos hemos esforzado por ensanchar considerablemente la lista de antónimos, aglutinando también en diversas secciones los registros de tipo nupcial y urbano.

104. Cf. O. Bócher, Die Johannesapokalypse, Darmstadt 1975, 96.105. Cf. W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 403: «No hay duda de que la cor­

tesana se identifica con la ciudad de Roma». Asimismo, R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation o f St. John II, 59; W. Hadorn, Die Offen­barung des Johannes, 173, quien excluye cualquier otra aplicación; A. Wikenhauser, Offenbarung des Johannes, 128. Para H. Kraft (Die Offenbarung des Johannes, 214) es la «diosa Roma».

106. Cf. R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 56-57, los recoge pormenorizadamente; pero el autor se decanta por la existencia de un documento diverso en la composición de Ap 18, escrito primero en hebreo, traducido luego al griego, e inserto por el autor de Ap en su libro. Nosotros valoramos su esfuerzo, estamos por su labor, pero en absoluto desacuerdo con estas precipitadas conclusiones.

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tiránicos a pintar la Babilonia del Ap, a saber, Babel, Sodoma, Egipto, Tiro, Babilonia, Edom. La fuente inspirativa más cercana, no obstante, la constituye Ezequiel 27-28.

El tema ha sido recordado por Ap en el relato de los dos testi­gos-profetas, al referir que sus cadáveres permanecen, en contra de todo sentimiento de piedad, insepultos en la «gran ciudad», que es identificada con Sodoma, Egipto, y donde el Señor fue crucificado. Tan extraño texto debe ser estudiado con cierto detenimiento, de­biendo acudir, en esta ocasión y por necesidad, a su exégesis; pues sólo ella nos permitirá esclarecer el misterio de la ciudad de Babi­lonia y nos ofrecerá una adecuada clave de lectura histórica, la pro­pia del libro del Ap:

Y sus cadáveres —quedarán— en la plaza de la gran ciudad, que es­piritualm ente se llama Sodom a o Egipto, allí donde tam bién su Se­ñor fue crucificado (Ap 11,8).

Aparece la designación genérica de «la gran ciudad», que es preciso identificar. Las opiniones de los autores, de manera selecta aquí recogidas, difieren notablemente, refiriéndose a dos ciudades principales.

* Jerusalén. Algunos comentadores clásicos la identifican con la proverbial ciudad del judaism o107.

* Rom a'm. Si se acepta que es Roma, ¿cómo haccr frente a es­ta aclaración del mismo relato que precisa «donde nuestro Señor fue crucificado»?1<w.

107. «Esta ciudad es Jerusalén» (E. B. Alio, L ’Apocalypse, 152). «Se trata aquí claramente de Jerusalén» (Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, 198). «El contexto señala claramente a Jerusalén, ninguna pista lleva a Roma» (W. Bousset, Die Offen­barung Johannis, 321). «La gran ciudad: el profeta está pensando en Jerusalén» (Cer- faux-Cambier, El Apocalipsis de san Juan leído a los cristianos, 113). «La gran ciu­dad sólo puede ser Jerusalén» (R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John I, 287). «La escena está enteramente localizada en Jeru­salén» (R. Feuillet, Essai d ’interpretation du ch. / / de l ’Apc: NTS 3 [1957] 192). «La gran ciudad es Jerusalén» (Lohmeyer, Die Offenbarung Johannis, 90).

108. «Por prevalecer el tinte pagano en el ambiente de esta gran ciudad, parece mejor identificarla con Roma» (S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 716).

109. Se la ha considerado como una glosa tardía, cf. S. Giet, L ’Apocalypse et l ’Histoire, Paris 94; pero la tradición textual no conoce ninguna variante. Según A. Olivier (La cié de ¡'Apocalypse, étude sur la composition et l ’interprétation de la grande prophétie de saint Jean, Paris 1938, 163), «El Señor no es Cristo, sino el Se­ñor de los testigos, san Pedro, jefe y modelo de todos los otros, crucificado en Roma», refiriéndose a los ‘Hechos de Pedro’ («Vado Romam, iterum crucifigi»).

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Este tipo de interpretación alternativa, que se resuelve en un di­lema perentorio: Jerusalén y/o Roma, no aporta ninguna solución satisfactoria. Negar la evidencia textual del pasaje o pretender di- fuminarlo con leyendas —desde el punto de vista histórico incon­sistentes—, no son argumentos científicamente válidos. Además es­te verso ocho no parece ofrecer, a primera vista, indicios suficien­temente claros, sino más bien contradictorios, para decidirnos en favor de una u otra ciudad determinada. Por ello resulta imprescin­dible atender la escritura tan rigurosa del libro, única llave que nos dará acceso a su adecuada comprensión.

Refiere el verso ocho que esa «gran ciudad, la cual se llama». Se utiliza el verbo (xaXÉü)) en pasiva «ser llamado». Este verbo —siempre conjugado en voz pasiva—, aparece en Ap siete veces: 1, 9; 11 ,8 ; 12, 9; 16, 16; 19, 9.13. Aparte de 19, 9 —donde designa una simple invitación a participar en las bodas del Cordero—, en to­dos los restantes casos el verbo (xodéco) indica una pausa reflexi­va; marca una distancia respecto a lo que se está afirmando en la trama narrativa del libro del Ap. Esta separación permite tomar una postura de discernimiento, de especial verificación aplicativa, a fin de reconocer la realidad mencionada y «llamarla» con una nueva y exacta designación110.

Junto a este verbo (xaXéto) se encuentra, sobre todo, el extraño adverbio «espiritualmente» (jtve'upcmxwg), del que tan sólo se ha­lla una vez en Ap y, fuera del libro, ocasionalmente, en un texto de Pablo. El apóstol canta un himno de alabanza a la sabiduría de Dios (1 Cor 1, 17-2). Pero tal sabiduría no se demuestra en la inescruta­ble y, de alguna forma, abstracta omnisciencia divina, sino patenti­zada en la historia de la salvación: Dios, a través de su Espíritu, nos ha revelado su verdadera sabiduría y poder, que es Cristo Jesús:

El hombre naturalm ente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede entender porque sólo ‘espiri­tualm ente’ (7wev[urux«>5) pueden ser juzgadas (1 Cor 2, 14-15).

El hombre, abandonado a su capacidad natural, está cerrado a la obra del Espíritu; es incapaz de captarla, se convierte en un absur­do para él. Tal acción sólo se puede discernir «espiritualmente» (jtve 'U |raT i> c(I> s). El cristiano, en cambio, sí ha recibido el Espíritu que procede de Dios. El adverbio modal (jtVEupatixwg) significa con la ayuda del Espíritu divino. Merced a la luz interna que éste

110. Cf. W. Bauer, xotXéoo, en Wórterbuch z.um Neuen Testament, 788.

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otorga, el creyente juzga y sabe expresar rectamente los aconteci­mientos de la historia de la salvación. Con este auxilio, por fin, cla­rificador del Espíritu, el cristiano no ve en Jesús de Nazaret cruci­ficado, un escándalo o una necedad, sino que en él reconoce al Je­sús de la gloria, al Señor, quien se erige absolutamente en la su­prema sabiduría elocuente y poder soberano de D io s111.

El adverbio «espiritualmente» (jtve,u|.iaTixa>g), en nuestro texto apocalíptico, ha sido de diversas formas interpretado por los co­mentarios más autorizados. Algunas veces ha sido silenciado en su exégesis respectiva, com o carente de importancia112; otras veces es objeto de una amplia gama de explicaciones, tal com o puede com ­probarse al pie de la página113.

La mayoría de ellos —excepto unos pocos (Bartina, Caird, Mas- singberde)— insiste en el protagonismo del Espíritu —en Ap especí­ficamente designado com o Espíritu de profecía, 19, 10—. No se tra­ta de la manera común y natural de entender y hablar. Se requiere el indujo eficaz del Espíritu para que la comunidad cristiana sea capaz de comprender la historia de la salvación con mirada pene­trante, y asimismo pueda comunicarse mediante un lenguaje profé- tico. Con esta ayuda, pues, del Espíritu la asamblea del Ap va a dis­cernir su «hora» en medio de la gran ciudad; va a identificarla y po­nerle un nombre nuevo y reconocible por todos. Para ello, Ap ofre­ce varios registros interpretativos.

Se ha dicho, primero, la «gran ciudad». Esta expresión, que aparece siete veces, está reservada en Ap a Babilonia-Roma. Ya el mismo libro hace la identificación entre una y otra: la Babilonia del antiguo testamento se prolonga en Roma (Ap 16, 19). Se sirve pa­

111. Cf. E. B. Alio, Premiére Epitre aux Corinthiens, Paris 1934, 48; J. Hering, La premiére Epitre de Saint Paul aux Corinthiens, Paris 1949, 28; W. Grosheide, Com­mentary on the First Epistle to the Corinthians, Michigan 1955, 71; H. Conzelmann, Der erste Briefe an die Korinther, Gottingen 1969, 87.

112. Cf. W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 321; A. Gelin, L ’Apocalypse, 626; R. H. Charles, A Critical and Exegetical Comentary on the Revelation ofSt. JohnI, 287; E. Corsini, Apocalisse prima e dopo, 238.

113. «Es aquella que ha sido llamada por los profetas» (E. B. Alio, L ’Apocalypse, 134); «De inodo metafórico o fingido» (S. Bartina, Apocalipsis de san J u a n ,l\6 ); «En lenguaje profético» (Ch. Briitsch, La clarté de / ’Apocalypse, 186); «De una manera fi­gurada» (G. B. Caird, A Commentary on the Revelation o f St. John the Divine, 138); «A la manera de la profecía» (H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 158); «Ale- góricanente» (J. Massingberde, Revelation, 187); «Espiritualmente —o alegóricamen­te—» (R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 226); «Espiritualmente, es decir, por inspiración profética» (P. Prigent, L'Apocalypse de saint Jean, 168); «No en lenguaje común sino en lenguaje profético» (E. Schweitzer, jrveijjia, en TWNT VI, 484); «En el lenguaje de misterio o de profecía» (H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, 137).

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ra tal ecuación (Babilonia = Roma), tal com o previamente ha sido señalado, de diversas alusiones histórico-geográficas muy eviden­tes de la ciudad imperial de Roma, asentada sobre siete colinas (17, 18) y de la narración de la caída de la gran ciudad de Babilonia (18, 10.16.18.19.21). Babilonia se había convertido en un símbolo de la enemistad frente a D ios y contra la ciudad amada.

En Ap Babilonia, la «gran ciudad», es la antítesis de la ciudad de Dios, que es llamada «ciudad santa» (11, 2; 21, 2.10; 22, 19) o «ciudad amada» (20, 9). Cuando Ap, en fin, habla de Babilonia se está refiriendo con esta designación proverbial a Roma114. El m is­mo autor realiza dentro de su obra una explícita equivalencia sig­nificativa e interpela así a la comunidad cristiana que está leyendo el libro:

«Ahora» —en este momento preciso de lectura e interpretación del Ap— se requiere un esfuerzo aclaratorio para descubrir y ubicar una realidad social de la que se posee un conocim iento previo, pe­ro insuficiente. Hay que conocer esa ciudad y ponerle un nombre, a saber, xcdeíxa i :rcvEU[.iaTix<í>5 «llamarla espiritualmente». Esa gran ciudad, cuya descripción es simbólica, participa de la celebri­dad típica y bíblica de cada ciudad mencionada: Sodoma, Egipto, Jerusalén y Roma.

Sodoma. Históricamente Sodoma rechazó a los mensajeros de Dios, faltó al sagrado deber de la hospitalidad, cayó en la deprava­ción moral y se hizo acreedora del juicio de D ios (Gén 18, 25-19, 39). Muy pronto esta historia de corrupción se convirtió en un pa­radigma. Isaías compara a los jefes de Judá con los jueces de So- doma (1, 10; 3, 10). Ezequiel considera el pecado de Israel menos grave que el pecado de Sodoma (16, 46.55). En el nuevo testa­mento se asocia con frecuencia a Sodoma con las ciudades de Isra­el que han rechazado a los mensajeros de la salvación (Me 10, 5; Le 10, 12). La respuesta de Cafamaún a Jesús ha sido calificada por él mismo más culpable que el pecado de Sodoma (Mt 11, 24). Así, Sodoma se transmuta en símbolo; representa el rechazo y la obstinación ante el mensaje de Dios y el juicio de éste sobre tales ciudades —o conductas sociales— rebeldes.

Egipto. Esta nación es sinónimo de ciudad opresora, cuyos he­chos funestos quedaron marcados indeleblemente en la memoria colectiva del pueblo, que allí fue hecho esclavo (Ex 1-4). Egipto rechazó reiteradamente a los delegados divinos, persiguió a los he­

114. Todos los comentarios exegéticos antes citados con profusión concuerdan en esta aplicación.

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breos. En Egipto el nombre de D ios no se pronunciará más, y su comportamiento resulta ser aún más pecador que el de la prover­bial Sodoma (Sab 19, 13-17). Egipto se ha convertido para la his­toria judía en símbolo de los reinos tiránicos: «Todos los reinos son llamados con el nombre de Egipto porque han esclavizado a Isra­el» '15.

Jerusalén. La ciudad del templo, Jerusalén, participa asimismo de esta maldad acumulada, pues —según precisa el texto de Ap 11, 8— es la ciudad «donde también su Señor fue crucificado», y así ha quedado sentenciada para siempre. Esta cuña explicativa del texto reviste suma importancia116. Es Jerusalén que rechaza con obstina­ción a los enviados de Dios, mata a los profetas y, en el colm o de su pecado, crucifica al M esías (Mt 23, 28-31, 37s; Le 13, 33s; 19, 41-44; 21, 20-24). Jerusalén ha sido designada com o «ciudad gran­de»117.

La expresión de Ap 1 1 ,8 «que se llama espiritualmente» (xa - ^elrai JiveunaTixwg), es una llamada al discernimiento espiritual y a la concretización objetiva. El grupo eclesial —los que escuchan las palabras de esta profecía (Ap 1, 3), el verdadero receptor acti­vo del Ap— debe identificar esa gran ciudad, de la que el mismo li­bro hace ya una actualización. Es el Espíritu quien concede la in­teligencia espiritual a la comunidad cristiana para saber reconocer el lugar social donde sucede su devenir histórico. Este empeño in­tenso de lectura interpretativa y aplicativa (sólo cuando se verifica con la historia actual que vive la comunidad, llega el texto apoca­líptico a desvelar todo su sentido), hay que hacerlo «espiritual- mente» (jtve'Uj.iatixüjg), es decir, con la asistencia inspiradora del Espíritu, a la luz de toda la economía de la salvación y que corres­ponde al criterio de la medida de Dios.

Con la iluminación, pues, del Espíritu los lectores del Ap siguen discerniendo la historia de la salvación. ¿Cómo es la Babilonia que

115. Así reza la sentencia de R. Josef b. Jalafta, recogida en H. L. Strack-P. Bil- lerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 812, donde se encuentran otras referencias pertinentes.

116. «En este pasaje encontramos la referencia más precisa de todo el Ap a la exis­tencia histórica de Jesús» (H. Lilje, L'Apocalypse, le dernier llvre de la Bible, 166). «Esta Jerusalén se ha hecho semejante a Sodoma y Egipto, lugares ‘tipos’ de los ene­migos del pueblo de Dios en el AT. Jerusalén ha llegado a ser la hermana espiritual de la gran prostituta Babilonia... se convierte en la irradiación y en el lugar de revelación de la Bestia» (M. Rissi, Das Judenproblem im Licht der Johannes-Apokalypse: TZBas 13 [1957] 246).

117. Cf. Oráculos Sibilinos (5, 154.226.413) y F. Josefo, Contra Apion 1, 197,209.

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presenta el Ap? ¿cuáles son sus rasgos dominantes? ¿por qué es ob­jeto de tanto rechazo y ludibrio por parte del libro? ¿a qué se debe que sea juzgada y condenada por Dios?

El autor de Ap no pretende ofrecer una visión surrealista de la gran ciudad, no se recrea en el arte por el arte; persigue ante todo una intención parenética y busca una decisión disuasoria: que los cristianos detesten con todas sus fuerza a Babilonia y al sistema de vida que ella representa. Sabe que los lectores de Ap son habitan­tes de las grandes ciudades de nuestro mundo, que viven «entre Ba­bilonia y Jerusalén»118. La Iglesia está permanentemente en tránsi­to de una ciudad a otra, de Babilonia y Jerusalén; pero tiene que sa­ber, con inteligencia espiritual, la que le otorga el Espíritu, que su patria no está en Babilonia, que será destruida, sino en la nueva Je­rusalén, que será eterna. Hacia ella debe encaminar decididamente sus pasos. Como un apremiante requerimiento a la Iglesia de todos los tiempos, el autor de Ap aborda proféticamente su descripción

La Babilonia, descrita en Ap, sobrepasa a cuantas ciudades han sido mencionadas, debido a su maldad acumulada; es prototipo de toda ciudad engreída y secular; rinde adoración a su lujo desm edi­do e irrespetuoso. La ciudad trafica con vidas humanas. Babilonia no es sólo una ciudad, por más que sus perversiones resulten in­contables. Constituye un sistema totalitario, que atenta contra y que asesina toda vida. Desborda cualquier localización concreta por la incesante carga de muerte y de exterminio que va propagan­do. Es el reino del mal organizado sobre la tierra. Él libro del Ap la ha descrito —¡visionariamente!— a modo de último estertor en el verso final del capítulo: «Y en ella fue hallada la sangre de los pro­fetas y de los santos y de todos los degollados sobre la tierra» (Ap 18, 24).

Contemplémosla, pues, a la cara; reparemos en sus acusadas facciones, subyugantes pero terribles, siguiendo las indicaciones que nos depara el texto apocalíptico.

Junto a los ingentes cargamentos de oro y plata y perlas... (Ap18, 12), aparece también —reseñado en último lugar, com o inten­tando tal vez desmentir la realidad— el comercio de esclavos y la mercancía humana (18, 13). Babilonia es ciudad asesina, pues den­tro de sus muros hay sangre derramada. Recordamos el verso antes citado, pero ahora desde una perspectiva inédita: «En ella fue ha­llada la sangre de los profetas, de los santos y de todos los ‘dego-

118. Así se llama justamente un libro publicado sobre la teología de la ciudad en 1988: Zwischen Babylon und Jerusalem, Beitrage zu einerTheologie der Stadt.

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liados’ — 80cpay(iévd)v— sobre la tierra» (18, 24). Estos han muerto, al igual que Jesús, «el Cordero degollado» (tó ápvíov tó eocpay- p ivov, Ap 5, 6). Un mismo sacrificio común los hermana en pare­ja suerte: morir víctimas de la violencia, que Ap explica mediante la aplicación unívoca del verbo «degollar» (ocpá^w) tanto a Cristo com o a los cristianos y a todos los hombres, muertos inocente­mente a manos de otros hombres.

Por dentro, «en su corazón», se cree autosuficiente (év x ij x ccq- 6 ía aim~¡ Xéysi 18, 7 ); «se glorifica a sí misma» (éóó^aoev ai)tf|v 17, 7). Se cree «reina» (P a o ílio a —18, 7—), emulando de esta ma­nera, con su desmedida soberbia, el reinado absoluto de quien en Ap es el único Rey de reyes y Señor de señores (19, 16). Esta pre­tensión irreverente se evidencia asimismo en su postura: se «sien­ta» (xó&r^icu —18, 7 —) com o reina. También este verbo caracteri­za la posición orgullosa de la cortesana: se «sienta» sobre muchas aguas (17, 1), sobre una Bestia de color rojo (17 , 3), sobre siete co­linas (17 , 9); es, por fin, identificada en dicho estado, com o actitud permanente y así calificada: «la que se sienta» (xófrerai 17, 15). Este connotativo lenguaje gráfico del libro delata la postura arro­gante de Babilonia: la que quiere ser com o Dios. Pero en Ap —tal afirmación se subraya fuertemente por su presencia masiva— sólo hay uno a quien com pete estar sentado: Dios, «el Sentado sobre el trono» (ó xor&i^iévog eiri xoií $ qóvou: 4 , 2 .3 ; 5 , 1 .7 .13 ; 6, 16; 7, 10.15; 1 9 ,4 ; 21 , 5 ). Babilonia es, pues, la ciudad que no sólo se en­señorea en su poderío, sino que atenta directamente contra el seño­río de D ios y su designio de salvación.

Babilonia cierra sus puertas a todo sentimiento humano. Dentro de ella prospera un consum ism o desenfrenado, insolidario, y rige un sistema de injusticia social que provoca incluso el sacrificio de vidas humanas. Pero existe todavía una gradación peor en su mal­dad, pues la ciudad no representa un caso singular, aparte, sino un prototipo, provisto de tentáculos que se multiplican. Es la corrup­ción no aislada, sino organizada com o sistema. Un complejo pero bien articulado trípode sostiene la existencia de Babilonia. Estos son los pilares que la sustentan:

a) un estado que se hace adorar (17, 3);b) unos centros de poder político, que Ap denomina los «re­

yes de la tierra» (18, 3);c) y finalmente una red de agentes colaboradores que se ex­

pande a todo el mundo, por tierra y mar, mediante los mercaderes (18, 11-16) y marineros (18, 17-19).

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El juicio de D ios, que escucha el grito de los hijos oprimidos, actuará contra ella, y la destruirá. Tan exacerbado grado de bienes­tar se convertirá en ruina, será pavesa de llamas, «será pasada a fuego» (év jtuqi Jíaxaxa'ufhíaeTai 18, 8), «en un solo momento» (|iía &Q<x 18, 9).

Babilonia se cava su propia ruina. No hace falta ir violenta­mente contra ella. Babilonia, la que se alimenta de la sangre de los inocentes, ella sola va a la perdición. Puede hacerse una lectura «en el Espíritu» de esta ciudad apocalíptica, con una verificación en la historia. Babilonia ha asumido en nuestro siglo una representación —una de sus múltiples y siniestras ramificaciones— en el sistema cerrado del comunismo, en cuanto negador de la libertad (piénsese en la existencia de los Gulags) y que ha buscado por todos los m e­dios un fin idolátrico: desterrar hasta el nombre de D ios entre los hombres. Sobre esta Babilonia de nuestro tiempo, Juan Pablo II ha realizado un diagnóstico certero: ha caído ella sola —al igual que la Babilonia de Ap 18—, minada por la podredumbre de sus mismos vicios:

El comunism o como sistem a cerrado en cierto sentido, se ha caído solo. Se ha caído como consecuencia de sus propios errores y abu­sos. Ha dem ostrado ser una medicina más dañosa que la enferm e­dad misma. No ha llevado a cabo una verdadera reforma social, a pesar de haberse convertido para todo el mundo en una poderosa am enaza y en un reto. Pero se ha caído solo, por su propia debili­dad interna119.

La peculiar presentación que Ap 18 hace de Babilonia, pone en guardia a la comunidad cristiana frente a la influencia fascinante de esta ciudad de lujo, pero contemplada desde la luz última, que pue­de iluminarla: el inapelable juicio de Dios.

Babilonia, así pues, es destruida —Ap insiste en su extrema ani­quilación—, reducida a yermo calcinado. Todo el cap 18 asume la elegiaca forma de un lamento universal e incluso, diríase, de un drama litúrgico, habitado por coros de dolientes que van paulatina­mente levantándose y gimiendo. Merced a su repetida actuación escénica intensifican el patetismo de tan vasta desolación120.

Por ella se conduelen los reyes, aterrorizados ante tal suplicio, y desde lejos exclaman: «¡Ay, ay, gran Ciudad! ¡Babilonia, ciudad

119. En el umbral de la esperanza, 141.120. Cf. A. Yarbro Collins, Revelation 18: Taunt-Song or Dirge?, en L. Lambrecht

(ed.), L'Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Testament., Gem- bloux 1980, 185-204.

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256 La nueva Jerusalén

poderosa, que en una hora ha llegado tu condenación» (18, 10). Los comerciantes, los que se habían enriquecido a costa de ella, se que­dan en la distancia horrorizados y se lamentan: «¡Ay, ay, gran Ciu­dad, vestida de lino, púrpura y escarlata, resplandeciente de oro, piedras preciosas y perlas, que en una hora ha sido arruinada tanta riqueza!» (18, 16-17). Finalmente los marineros, en medio de enor­mes aspavientos y gestos desorbitados, sienten su ruina: «Se que­daron a distancia y gritaban al ver la humareda de sus llamas: ‘¿Quién cóm o la gran ciudad?’. Y echando polvo sobre sus cabe­zas, gritaban llorando y lamentándose: ‘¡Ay, ay, la gran Ciudad, con cuya opulencia se enriquecieron cuantos tenían las naves en el mar; que en una hora ha sido arruinada!» (18, 17-19). Pero resulta en va­no el canto de las plañideras. Babilonia es aniquilada sin remedio.

Y cuando Babilonia haya sido arrasada, desaparecidos esos ce ­tros-centros de poder asfixiantes e inhumanos, entonces, «después de estas cosas» (19, 1), resuena, com o contrapunto al lamento an­terior, un aleluya que alcanza a los ciclos e inunda a los santos. Dios crea un ciclo nuevo y una tierra nueva, que sirva de platafor­ma y horizonte ideal para el advenimiento de la nueva Jerusalén, la esposa del Cordero la ciudad-paraíso de los hombres transforma­dos, que vivirán y reinarán en la luz de Dios para siempre.

La presencia de la nueva Jerusalén es la respuesta, otorgada por Dios, al vehemente grito de los mártires del Ap 6, 10: «¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?».Y es también la contestación a la sangre derramada en Babilonia (Ap 18, 24, que com o la de Abel pide justicia desde la tierra, Gén4, 10). Por la ruina de Babilonia, se alegra el cielo, y cuantos en él habitan: los santos, los apóstoles y los profetas, porque, al conde­narla, D ios ha juzgado su causa (Ap 18, 20).

D ios, com o supremo Goel de la humanidad, no sólo venga la sangre de los suyos, sino que, com o Padre, «Yo serc D ios para él, y él será para mí hijo» (Ap 2 1 ,7 ) , los hace hijos y miembros de su familia en la nueva Jerusalén.

10. La n u eva Jerusalén , la c iu d a d d e lo s ven cedoresLa ciudad de la nueva Jerusalén tiene doce puertas (21, 12), que

la protegen y al mismo tiempo la comunican con el exterior; pasar por ellas no es un inalienable derecho adquirido por nadie; no se abren o se cierran al antojo de cualquier peregrino que a la ciudad

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Interpretación teológica 257

arriba. Se abren de par en par a fin de conceder entrada al cristia­no vencedor; se cierran a cal y canto para los cobardes.

Los cristianos vencedores, los que han lavado sus túnicas en la sangre del Cordero (Ap 7, 13), a saber, quienes se han identificado con Cristo en la superación paciente de las tribulaciones, entrarán en la ciudad: «Dichosos los que laven sus túnicas, así podrán dis­poner del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la Ciudad» (22, 14). Los cristianos vencedores, es decir, quienes tratan con su vida de asemejarse a la vida de Cristo, apuntándose indeleblemen­te en su libro, ingresarán asimismo en la ciudad: «Nada profano en­trará en ella..., solamente los inscritos en el libro de la vida del Cor­dero» (21, 27). En cambio, los cobardes, los que reniegan de su condición cristiana, desertores en el combate de su fe, no podrán entrar en la nueva Jerusalén: «Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominación y mentira» (21, 8). Ellos mism os se au- toexcluyen: «¡Fuera, los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la mentira!» (22, 15).

La nueva Jerusalén es la ciudad de los vencedores; en ella in­gresan para celebrar su victoria asociándose al gran vencedor del Ap: Cristo, el Cordero invicto e invencible. Dentro de ella podrán festejar Cristo y los cristianos, en comunión inescindible, en col­mada recolección, la victoria final de la historia.

Tan dichosa realidad, que se convierte en logro para la Iglesia consumada y expectativa para la Iglesia peregrina, aparece consig­nada en las páginas de libro. Preciso es leer con detenimiento. Re­sulta ilustrativo, en este punto crucial de entronque, recordar la promesa de Cristo a la Iglesia de Filadelfia:

Al vencedor lo haré colum na en el templo de mi Dios y nunca más saldrá fuera; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nom­bre de la nueva Jerusalén, que desciende del cielo de parte de mi Dios, y mi nombre nuevo (Ap 3, 12)121.

En la primera parte, con denotativo lenguaje cultual —se habla de «columna» y «templo»—, promete el Señor al cristiano una si­tuación de privilegio, una permanencia estable -h a cer de él co­lumna o pilar— en el santuario, a saber, en el lugar más íntimo de comunión con Dios. Lo que Ap refiere con un simbolismo sacro-li­túrgico, el cuarto evangelio lo declara sin ambages, mediante un

121. Cf. para un desarrollo pormenorizado, entretejido de notas y testimonios bí­blicos y extrabíblicos, F. Contreras, El Señor de la Vida, 220-228.

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lenguaje intensamente personal: «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conm igo lo que tú me has dado» (Jn 17, 24).

La promesa se amplía luego con una total consagración divina. Cristo le impondrá una tríada de nombres, que conciernen todos ellos al ámbito divino: el nombre de «mi» Dios, el de la «nueva Je­rusalén» y «mi» nombre nuevo. Frente al deplorable hecho de la inscripción de un nombre sobre los cristianos infieles, que les hace ser secuaces de la Bestia, idólatras (13, 1.6.8.16; 17, 3.5), aconte­ce un signo del todo positivo: Cristo escribe por tres veces —para que de ningún modo se borre— una nomenclatura, mediante la cual convierte al cristiano en pertenencia exclusiva de D ios122.

La promesa al cristiano vencedor está matizada por la presen­cia, también tres veces reiterada, de la expresión «mi D ios». Con esta designación peculiar, Cristo permite entrar al cristiano en su atmósfera íntima del Hijo. Por eso cuando dice que le impondrá su nombre nuevo (el nombre de Jesús en la escuela de Juan es ser Hi­jo; Jn 14, 13.2 6 )l2\ quiere significar que le hará partícipe del don de su filiación.

El Señor asegura al creyente fiel el derecho de ciudadanía en la nueva Jerusalén. El cristiano, urgido por tan magnífica promesa, vive en la expectativa de convertirse un día en habitante de hecho de la ciudad santa. Esta es justamente descrita con las mismas pa­labras —salvo el posesivo «mi» D ios— en el premio a la Iglesia de Filadelfia y al final del libro.

La nueva Jerusalén, que desciende del cielo de junto a mi D ios (3 , 12)tí]5 xam jgij x a T a |3a ív o u o a é x x o u o íjo u v o O ócjró t o ü fte o ü |.iou (3 , 12)

La nueva Jerusalén, que desciende del cielo de jun to a Dios (21, 2).’Ií-'.ooi)o«X)-'|i xaivijv xaTa(3aívoi)oav ex tou ovQavofi curó tofi fteoí) (21, 2)

El cristiano aguardará confortado la irrupción de la ciudad, cu­yo arquitecto es D ios y a la que gratuitamente le es garantizado in-

122. «El escribir un nombre sobre alguien... expresa la pertenencia, aquí a Dios y su ciudad; concede el derecho de ciudadanía en ella» (E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 37).

123. Cf. J. Howton, Son o fG o d in the fourth Gospel: NTS 10 (1963-1964) 227- 237; T. E. Clarke, The Son o f the Living God: Way 8 (1968) 97-105; W. H. Cadman, The open Heaven. The Revelation o f God in the Johannine sayings o f Jesús, Oxford 1969.

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gresar. La firme esperanza en su destino glorioso —entrar en la nue­va Jerusalén— m oviliza ahora las energías todas de su existencia que se verifican en un comportamiento digno de tal promesa.

Puede afirmarse que no sólo este premio a la Iglesia vencedora de Filadelfia, sino todos los premios asignados a cada una de las Iglesias del Ap, encuentran su cumplimiento en la nueva Jerusalén. Descubrir esta interconexión literario-teológica permite contem­plar a la Iglesia del Ap —y preciso es decir a la Iglesia cristiana de todos los tiempos—, prevalentemente com o una comunidad pere­grina que marcha con decisión rumbo a la meta escatológica que le aguarda: la nueva Jerusalén.

Veamos de cerca esta llamativa sintonía en Ap. Las siete cartas se encuentran en profunda correspondencia con la segunda parte del Ap —esencialmente, con la nueva Jerusalén— mediante el moti­vo teológico del vencedor. Pueden espigarse estas referencias ex­plícitas, aquí y allá, por la extensa área del libro. Obsérvese con sorpresa tan estrecha interrelación:

Al vencedor le daré a com er del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios (2, 7).

El vencedor no sufrirá daño de la muerte segunda (2, 11).

Al vencedor... le daré autoridad sobre las naciones y las pastorea­rá con cetro de hierro... y le daré la estrella de la m añana (2, 27- 28).El vencedor será vestido de blan­cas vestiduras (3, 5).

Al vencedor lo haré colum na en el tem plo de mi Dios... y escribi­ré sobre él el nombre de mi Dios y el nom bre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que

Allí está el árbol de la vida que da doce frutos (22, 2)...para tener derecho sobre el ár­bol de la vida (22, 14).Esta es la muerte segunda, el es­tanque de fuego (20, 14). En el estanque encendido de fuego y azufre, que es la muerte segunda (21 , 8).

Y dio a luz un hijo varón, el cual pastoreará a todas las naciones con cetro de hierro (12, 5). Yo soy la estrella rad iante de la m añana (22, 16).Y se dio a cada uno una blanca vestidura (6, 11). Estaban de pie delante de trono y del Cordero, vestidos de blancas vestiduras (7,9).Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cie­lo de parte de D ios (21, 2).

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260 La nueva Jerusalén

desciende del cielo de parte de mi Dios (3, 12).Al vencedor le daré sentarse con­m igo en mi trono, como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono (3, 21).

Y dijo el que está sentado en el trono: he aquí que hago nuevas todas las cosas (21, 5).

Estos paralelismos muestran que el motivo teológico del ven­cedor se halla presente en todo el Ap, pero especialmente concen­trado en la primera parte —cartas a las Iglesias—, y en la parte final o consumación. Mediante esta conexión pretende el Señor mante­ner a la Iglesia en estado de tensión expectante. La firme esperan­za de la victoria final actúa de resorte literario y de acicate que pro­voca en la vida de la Iglesia una respuesta de fidelidad. El Ap ínte­gro queda bañado con esta esperanza; puede legítimamente hablar­se de una comunidad en trance de victoria, a saber; la Iglesia del Ap es una Iglesia vencedora124. Esta victoria descansa en la palabra del Señor y en su misterio pascual.

Ap muestra en la historia de la Iglesia el cumplimiento de la pa­labra consoladora de Jesús a los discípulos, sometidos a todo tipo de tribulación: «¡Anim o!, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33); la desarrolla por su amplitud numérica y por su presencia cualifica­da125.

Cristo es el vencedor absoluto. El verbo «vencer» (vixáco) tie­ne el carácter de promesa; es un término escatológico. Fundamen­

124. Esta interconexión literaria del «vencedor» señala que «la primera y la últi­ma unidad del Apocalipsis se corresponden entre ellas como promesa y cumplimien­to» (E. Schüssler-Fiorenza, Compositlon and Structure o f the Book o f Revelation: CBQ 39 [1977] 364). Más prudentemente U. Vanni (La struttura letteraria d e ll’Apo- calisse, 364) alude a una continuidad genérica, sin que se encuentren razones para ha­blar de una correspondencia organizada. Demasiado genérico e impreciso, en cambio, se muestra N. W. Lund, Chiasmus in the New Testament, Chapel Hill 1942, 343-355, enseñando que las siete cartas hacen alusión a los siete ángeles de Ap 17, 1-22. Las cartas se presentan a manera de un resumen concentrado, una especie de miniatura del Ap en estilo prosaico; pues contienen todos los temas teológicos de la obra: juicio (2, 5), salvación (2, 10), adoración (1, 7; 2, 13), eucaristía (3, 20), ataque del enemigo (2, 10), martirio (2, 13), incluso la venida de Jesús (2, 5; 2, 16; 3, 3) y la nueva Jerusalén (3, 12) (The Apocalipsis o f John as oral Interpretation, 247). Defienden, sin entrar en matizaciones, la relación con el resto del Ap: I. Schuster, La Chiesa e le sette chiese apocalittiche: ScC 81 (1953) 217-23; F. Hoyos, La carta común a las siete Iglesias: RBiCalz 83 (1957) 18-22.

125. Ap es el libro que más utiliza el verbo «vencer» vtxácü (I6x); de los otros es­critos joánicos: Jn (1 x) y 1 Jn (6x). Los restantes libros neotestamentarios sólo lo men­cionan: Le ( lx ) y Rom (2x).

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talmente, el vixáoo prometido no es otro que el vixáa) de Cristo: una participación de los cristianos en la egregia victoria de Cristo, el Señor126. El es el Cordero degollado, pero de pie (muerto y resu­citado); por tanto, vencedor supremo (Ap 5, 6). Los cristianos son asimismo vencedores porque han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero; han participado plenamente del misterio pascual de Jesús (7, 14). Han pasado el mar amargo de las tribula­ciones, y están de pie, entonando con arpas divinas el canto victo­rioso del Cordero (15, 2-3).

Detrás de Cristo, Señor de Señores y Rey de Reyes, marcha la tropa de los cristianos, que son «los llamados, elegidos y fieles» (17, 14). Leyendo con atención la escritura de estas tres palabras griegas (x .t]t o L, e x ^e x t o í, motoi) con que la tropa es designada, aparece —igual que un criptograma— el nombre dinámico de la Iglesia, ’E5íxX.r]oía, a saber, la «convocación de los fieles», que si­guen a Cristo peleando el combate de la fe.

En pos de Cristo, el jinete vencedor que monta el blanco corcel («Miré entonces y había un caballo blanco; el que lo montaba te­nía un arco; se le dio una corona, y salió com o vencedor para se­guir venciendo» Ap 6, 2), marchan los cristianos —vencedores tam­bién— subidos en blancos caballos (19, 14). A través del simbolis­mo cromático (el blanco) y teriomórfico (el caballo), se puede es­tablecer la cercanía entre los vencedores; pues ambos, Cristo y los cristianos, son sujetos revestidos de idénticas atribuciones. Cristo resultará definitivamente vencedor con la victoria de la Iglesia; es­te triunfo eclesial significa llevar a sus últimas consecuencias la primordial victoria de su Señor. Entonces acontecerá la renovación mesiánica, el génesis recreado desde Cristo (21, 5), la total consu­mación y comunión de Dios con los hombres.

La victoria de Cristo, conseguida con la victoria de la Iglesia, significa ya la participación de la vida divina en la nueva Jerusa­lén, contemplada com o esposa radiante (plenitud de vida personal:19, 7-10; 21, 20) y finalmente com o ciudad perfecta (plenitud de vida social: 21-22, 16). La Iglesia es vista, simbólicamente, como la ciudad de la victoria —en ella se realizan todas las promesas de victoria antes anunciadas: 2 1 ,5 ; 22, 2.14.16—, la nueva Jerusalén, que se va construyendo con los materiales de las tribulaciones pa­decidas en nombre de Cristo, durante el tiempo «intermedio» de la historia, pero cuya terminación última acontecerá com o don exclu­sivo de D ios (21, 2).

126. Cf. D. Bauerfeind, vixáü), en TWNT IV, 944.

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262 La nueva Jerusalén

Ap habla de la prometida/esposa del Cordero en tres pasajes si­tuados en la parte final del libro127. Primero, en un entorno que se refiere por entero a la ciudad de Babilonia (19, 7-8); después m e­diante dos fragmentos (21, 2.9-10), rodeados de alusiones a la ciu­dad de Jerusalén128. Por ello es preferible —desde la metodología de esta parte esencialmente conclusiva— agrupar los tres párrafos re­ferentes al tema de la prometida/esposa, y que guardan relación con la ciudad de la nueva Jerusalén o su antípoda. Los tres pasajes son de capital importancia para entender a la nueva Jerusalén bajo una nueva luz129.1. «Han llegado las bodas del Cordero, y su ‘esposa’ (yuvij) ‘se ha

preparado’ (i]xoí[.iaoev éauxijv), ‘se le ha concedido’ (éSofh) aíixf]) vestirse de lino, resplandeciente y puro. El lino son ‘las buenas acciones’, xá (óixcucófiaxa) de los santos» (Ap 19, 7-8).

2. «Y vi la ciudad santa de Jerusalén que descendía del ciclo, de parte de Dios, ‘preparada’ (í]xoi4iaofiévr]v) ‘com o una esposa’ (cbg vi)|.iqpTiv) ‘que se ha adornado’ (xexoofxévriv) para su espo­so» (Ap 21, 2).

3. «Mira, te ‘mostraré’ (óetéjco) ‘la prometida’ (xijv vú|.i(pTiv), i a esposa’ (xí]v yvv a íx a ) del Cordero. Y me llevó a un monte grande y elevado. Y me ‘mostró’ (eSei^év) la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de D ios» (Ap 2 1 ,9 -10).

En los tres fragmentos se da una gradación, hábilmente encade­nada por el autor conforme a la aparición del verbo. En el primero la esposa se prepara; en el segundo la esposa se prepara y se ador­na; en el tercero la esposa se adorna. La acción, registrada en cada pasaje, pasa a ser constitutivo del siguiente, formando toda una se­rie organizada de acciones consecuentes. Véase dicha imbricación, conforme al verbo griego, que hace de sutura unitiva.

127. Cf. A. Feuillet, Visión de conjunto de la mística nupcial en el Ap: Scripta Theologica 18 (1988), 407-431.

128. Algunos comentadores han manifestado que estas dos referencias, en especial 21, 9-10, pueden ser redaccionales; se trataría de glosas, tardíamente incorporadas al texto primitivo de Ap: W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 446; R. H. Charles, A Critica! and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 156.

129. En esta perspectiva, de mirada panorámica sobre los tres pasajes apocalípti­cos, seguimos, creemos que con acierto, a J. Fekkes, 'His Bride hasprepared h erse lf: Revelation 19-21 and Isaian Nuptial Imagery: JBL 109/2 (1990) 269-287.

11. La nueva Jerusalén, la esposa del Cordero

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Interpretación teológica 263

(1) éxoi¡.iá^O) (19, 7 ) --------------------- >(2) éxoi(.iáí;cü — xoajiéü) (21 , 2 ) ----- >(3 ) ---------------> xoojuéiú (21, 9).

El primer pasaje constituye (19, 7-8) el punto final de la doxo- logía (19, 1-8), que celebra la destrucción del mal, representado en el drama de la gran Babilonia (18, 1-24). Tras la ruina de tanta opresión, Ap festeja el definitivo triunfo del bien. Lo hace con in­tensidad, de forma pleonástica, mediante la reiteración de tres ac­ciones jubilosas: «Alegrémonos, regocijémonos, dém osle gracias» (v. 7).

Hay que notar una peculiaridad expresiva de este lenguaje. La secuencia de Ap 19, 7 «alegrémonos y regocijémonos... porque» (XaÍQCD|.iev xod áyaM.iü>|.i£v... oxi), es del todo similar a Mt 5, 12, pronunciada por Jesús a propósito de la última bienaventuranza, pues habrá gran gozo en el cielo para los cristianos perseguidos: «alegraos y regocijaos, porque» ( '/o .L ó e t e xod áya)Jaaaíh i oxt Mt 5, 12); y también a las menciones de algunos salmos festivos que ensalzan las acciones de Dios: 97, 1; 118, 24. El motivo fundante, según Ap 19, para la irrupción de tanto gozo es que se ha estable­cido el reinado de nuestro Dios (v. 6) o, dicho en lenguaje nupcial, han llegado las bodas del Cordero (v. 7).

La esposa del Cordero, que es la comunidad cristiana, se ha pre­parado. Se trata de una acción activa, refleja: «ella a sí misma se ha preparado» (ijTOÍ[iaoev éoumjv). También se añade que le ha sido dado por Dios (eSoftr) aiixíj —en pasiva divina—) vestirse de lino. Aquí se insinúa una doble modalidad. En primer lugar, la actividad se refiere a una preparación, a un embellecimiento, hecho por la misma Iglesia. Luego se insiste en que el definitivo vestido de bo­das le es concedido gratuitamente por Dios. Esas vestiduras res­plandecientes y puras son regalo de Dios. Y para que el simbolis­mo deslumbrante no extravíe a! lector del Ap, se indica claramen­te que tales vestiduras son las acciones justas, «las obras buenas» (xa óixatcójLiaTa) de los santos que forman la Iglesia. Con una vi­da de conversión (primer momento), del todo purificada por Dios (segundo requerimiento), la Iglesia está ya pronta para la celebra­ción de las bodas.

Hay que matizar diciendo que este canto de la doxología cele­bra los desposorios de una manera proléptica; porque el definitivo encuentro nupcial aún no ha llegado.

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2 64 La nueva Jerusalén

La influencia del profeta Isaías resulta patente130.Con gozo me gozaré en Yahvé, exulta mi alma en Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, con manto de justicia me ha en­vuelto com o el esposo se pone una diadem a, como la esposa se adorna con sus joyas (61, 10).

Se encuentran los motivos recurrentes del gozo, las nupcias, el vestido de salvación, que es la justicia: la esposa ha sido prepara­da (éxoi|.iá^(o), adornada (xoo(.iéco), regalada (eóóftri axiifl) por Dios. El pueblo de D ios com o mujer/esposa (Yuvf|, vú|.tcpTi) apare­ce también descrito en Is 62, 4 -5 131.

En los dos últimos pasajes de Ap existe una mutua metamorfo­sis entre ciudad y esposa. En Ap 21, 2 Juan contempla la ciudad, y añade, contra toda verosimilitud, pensando más desde su visión te­ológica que gráfica, que la ciudad estaba preparada com o una e s ­posa. En Ap 21, 9-10 el cambio resulta aún más drástico. El ángel intérprete le asegura que le va a mostrar la esposa del Cordero, y lo que en verdad le muestra (el mismo verbo se emplea para la pro­mesa de ver y la acción de «mostrar» — 6eíxvx)(.u—) es la ciudad san­ta de Jerusalén (¡). En ambos pasajes se registra un deslizamiento visual entrecruzado: en Ap 21, 2, la referencia va desde la ciudad a esposa; en Ap 21, 9-10, viceversa.

El trueque entre la imagen de la mujer y la ciudad, es un tema que aparece en la Biblia (Ez 16, 11-13; cf. Is 54, 60; Ez 40; 48) y asimismo en la literatura apocalíptica (4 Esdras 7, 38; 8, 27; 10, 27 )132 y, en fin, resulta una constante dentro del patrimonio de la li­teratura universal133.

El pasaje más invocado es 4 Esdras 10, 2 7 114. Pero, leyendo de­tenidamente su contenido, hay que decir que no resulta tan acerta­da la asignación. En dicho texto aparece una mujer llorando des­

130. Cf. P. van Bergen, Dans l ’atiente de la ntnivelle Jerusalem: LumVie 45 (1959).

131. Cf. J. Fekkes, ‘His Bride has prepared herse lf: Revelation 19-21 and Isaian Nuptial Imagery, 277-287.

132. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 267.133. Como una válida muestra recuérdese el conocido «Romance de Abenámar»,

en donde la ciudad —Granada, mi tierra- es interpelada con evidente lenjuaje denota­tivo de amor nupcial: «Si tú quisieses. Granada, / contigo me casaría; / daréte en arras y dote / a Córdoba y a Sevilla. / —Casada soy, rey Don Juan, / casada soy, que no viu­da» (El Romancero viejo, Madrid 141991, 61).

134. Así ha sido considerado por parte de P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 327: «Para la visión del bajo-judaismo hay que referirse sobre todo a la visión de 4 Esdras 10».

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consoladamente la pérdida de su hijo, muerto en la noche de bodas. Durante la visión apocalíptica desaparece de improviso la mujer y, en su lugar, se levanta una ciudad de gran esplendor y magnitud. Los pasajes anteriormente citados de Ap están influenciados por los profetas, extrañamente puede aplicársele, en estos casos, una dependencia directa de los escritos apocalípticos. Y ello debido a una doble razón. En 4 Esdras 10, 27 se habla de una madre, no de esposa; por otra parte, la visión es de duelo, lo que contrasta con la escena de triunfo y alegría presente en Ap 19, 9; 21, 2.9.

La imagen de unos desposorios entre el Mesías y Jerusalén (que asumiría la figura simbólica de mujer, para que pueda verificarse dicho matrimonio sacro) no está atestiguada en el judaismo, a pe­sar de que incluso los tiempos mesiánicos han sido frecuentemen­te descritos com o unas nupcias135.

En el segundo fragmento (Ap 21, 9-10), se dice rotundamente que la prometida o novia ya se ha convertido en esposa. Ha pasa­do el tiempo de la purificación, de la larga espera; ya ha sido pre­parada por D ios. Para dar énfasis a esta fuerza transformadora de D ios aparecen dos verbos en pasiva. El primero, «preparada» (ijxoifiao^iévTiv), y el segundo, «adornada» (xexoo|.iévT]v). Ambos están en participio de perfecto, de donde resulta que la acción de Dios operada en la Iglesia tiene una validez perfecta en cuanto a la dignidad de esa preparación, y en cuanto a su duración eterna, que no conocerá en el rostro de la Iglesia las arrugas del tiempo.

En este pasaje la visión de la esposa no está del todo perfilada. Juan contempla sin nitidez plena y su escritura delata una cierta ge­neralización. No dice claramente la esposa, sino «com o esposa» (65 vi)|.i(pr|v). Tampoco precisa de quién es esposa; añade vaga­mente —y tal añadido es obvio, redundante—, «para su esposo» (t<I> ocvSqí).

El último pasaje (Ap 21, 9-10) sacará al lector de su estado de imprecisa perplejidad; pues manifiesta que la prometida es ya la esposa del Cordero. A través de referencias veladas o pleonásticas, se llega por fin a contemplar la realidad íntima de la Iglesia: ser la esposa del Cordero. A él le pertenece y a su único esposo, Cristo, está consagrada. Su belleza consiste en ser la esposa digna, sin ta­cha, del Cordero; la esposa que Cristo se ha adquirido con el sacri­ficio de su sangre y al precio de su amor generoso.

135. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 517-518; M. Bogaert, Les Apocalypses contemporaines, en J. Lam- brecht (ed.), L ’Apocalypse johannique et VApocalyptique dans le Nouveau Testament, Gembloux 1980, 65.

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Esta cadena simbólica, entretejida de menciones nupciales y alusiones esponsalicias (toda una secuencia lexicográfica, que ha­bla de «bodas», «vestido de bodas», «preparación», «prometida», «esposa»), posee cabalmente un sentido eclesial, no es vana guir­nalda de hermosas metáforas. La nueva Jerusalén, de la que Juan está hablando, ciudad construida con gran profusión de piedras y de medidas colosales, no se encierra en la frialdad de sus muros o se com place en el virtuosismo de su pedrería. Es una ciudad no he­cha sólo con piedras preciosas, sino que alberga en su interior sen­timientos. Es una ciudad, donde habitan personas, que se saben amadas por Cristo, y responden asimism o con la fidelidad de su amor; tal com o acontece en una relación esponsalicia.

Resulta revelador, en este momento de nuestra indagación del símbolo nupcial, rescatar del olvido —ningún autor lo destaca— un precioso paralelismo.

Se trata de una novela piadosa judía, llamada «José y Asenet», que narra los amores y boda entre dos protagonistas enfrentados por sus respectivas creencias: un judío (José) y una mujer egipcia (A senet)136. Fue escrita hacia el final del primer siglo de nuestra era, por tanto, contemporánea del A p117; e incluso —se ha conjetu­rado no sin fundamento—, está provista de interpolaciones cristia­nas138. Este escrito muestra llamativamente, aun a despecho del sentir de la época, un espíritu no de cerrazón, sino de apertura a otros pueblos y mentalidades —acorde con la teología profunda de Ap—; y celebra la grandeza de la conversión a la fe139. Además, co­mo toda gran obra literaria que de ello se precia, se sustenta de ca­racteres paradigmáticos, ejemplares; los personajes son proclives

136. Cf. M. Philonenko, Joseph et Aséneth. introduction. Texte critique. Traduc- tion et Notes, Leiden 1968. El autor propone, en su monumental estudio filológico, en­riquecido con abundantes paralelos en la literatura religiosa helenista, este título: Con­fesión y p legaria de Asenet, la hija del sacerdote Pentefrés.

137. Se insiste en la coetaneidad de estos escritos, debido a la similitud entre el banquete de purificación y la sorprendente semejanza de algunos párrafos. Cf. K. G. Kuhn, The Lord’s Super ant the Communal Meal at Qumram, en K. Stendahl, The Scrolls ant the New Testament, London 1958, 76.

138. Así lo ha defendido T. Holtz, Christliche Interpolationen in Joseph und Ase- neth: NTS 14 (1967-1968) 482-497.

139. Cf. M. Pérez Fernández, La apertura a los gentiles en el judaismo intertesta­mentario: EstBib 43 (1983) 93-98. El autor reivindica estos dos aspectos fudamenta- les de la obra: la conversión y la apertura: «La concepción clave que sostiene toda la novela es la referida a la conversión... Importa aquí la actitud de apertura, de ofreci­miento absolutamente abierto. La Alianza está comprometida no en términos de sepa­ración, la elección no es exclusiva, el pueblo de los hijos de Dios no está cerrado» (ibid., 93-94).

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de ser contemplados a la luz de otra dimensión trascendente, que va allende las apariencias contingentes que se pormenorizan en la historia concreta140. Aunque Asenet es la prometida de José, sin em ­bargo, ella —com o tipo representativo de todo un pueblo, fiel a la Alianza— se adorna «como novia de D ios» (4, 2).

Acudiendo al simbolismo que nos interesa, se recuerda que la prometida de José, Asenet, se prepara para el banquete con su pro­metido. El acto de vestirse «reviste» toda una secuencia narrativa, llena de colorido y dinamismo; un parsimonioso ceremonial de be­lleza se despliega ante los ojos del lector. Hay que notar cómo se insiste en la profusión de perlas preciosas. Desde aquí puede en­tenderse mejor, según la mentalidad judía/oriental de la época, el paso de esposa a ciudad; lo mismo que una esposa se adorna con joyas, la nueva Jerusalén —que es en su realidad sustancial más ple­na la esposa del Cordero— también se engalana profusamente con las mejores piedras preciosas. Hay que añadir que no se trata de un gesto de simulacro, de un pagano y externo adorno esteticista. A se­net aparece —no olvidar este registro que esclarece la visión de la nueva Jerusalén com o esposa— revistiéndose con sus más preciadas joyas, su rostro destella en belleza com o el refulgir de un diaman­te, porque va a encontrarse con su prometido —clara premonición esponsalicia— y porque ya se ha convertido al amor y al Dios ver­dadero.

Asenet llamó al m ayordom o y le ordenó:— Prepárame un buen banquete, porque José, el fuerte de Dios vie­ne hoy a nuestra casa.Entró A senet en su alcoba, abrió su cofre y sacó su traje, el prime­ro, brillante como un relám pago, y se lo puso. Se ciñó un cinturón refulgente, regio, hecho con piedras preciosas. C olocó alrededor de sus manos unas pulseras de oro y en sus piernas unos calzones dorados, y un preciado collar en su cuello, y en torno a su cabeza una corona de oro, en cuya parte delantera había piedras de gran valor (18, 2-5)141.

Descodificado el simbolismo nupcial en los tres pasajes apoca­lípticos reseñados (19, 7-8; 21, 2; 21, 9-10), quiere decirse que la nueva Jerusalén es una personalidad corporativa —«una esposa»— o

140. Para encontrar los más diversos referentes en su aplicación simbólica, cf. P. Riessler, Joseph und Aseneth. Eine altjiidische Erzáhlung: ThQ 103 (1922) 1-22; 145- 183.

141. José y Asenet (traducción por R. Martínez-A. Pinero), en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento III, Madrid 1982, 227.

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una asamblea que está compuesta de personas, que viven para el amor. La esposa es palabra transida de profundo y entrañable sim­bolism o a lo largo de toda la revelación bíblica, tanto en el anti­guo142 com o en el nuevo testamento, designando respectivamente a la comunidad de Israel y a la Iglesia de Cristo.

Las «nupcias sagradas» (ycqiog) en donde el M esías aparece co ­mo «esposo» (aunque Ap no utiliza esta palabra referida a Cristo) aparecen principalmente en estos pasajes del nuevo testamento: Mt 22, 1-13; 25, 1-3 (cf. Me 2, 19-20 y par); Jn 3, 29; 2 Cor 11, 2; Ef5, 2 2 143.

La «esposa» designa al pueblo de D ios, situado en la órbita amorosa de la alianza divina, y que en la plenitud de la revelación se convertirá ya en la «esposa de Cristo», quien la desposará dan­do la vida por ella. Con palabras inspiradas en Ap el concilio Vati­cano II ha descrito la situación presente de la Iglesia:

Cam inando la Iglesia a través de la desgracia y la tribulación, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le prom etió el Se­ñor, para que en la debilidad de la carne no desfallezca de la fide­lidad perfecta, sino que perm anezca como una esposa fiel a su Se­ñor, para que movida por el Espíritu santo nunca deje de renovar­se, hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso144.

La esposa del Ap, a saber, la comunidad cristiana, vive en si­tuación de nupcias, en ese trance indecible que se refiere a un amor personal y que busca una respuesta de fidelidad a su Señor. Está desposada con un solo esposo, el Cordero. Y este esposo es Cristo, quien vive solícito para colmar las ansias de su esposa. La Iglesia se sabe amada cada día por Cristo145. Por eso lo invoca de esta ma­nera: «Al que nos ama y nos ha liberado con su sangre de nuestros

142. Cf. V. Dellagiacoma, Israele, Sposa di Dio, Roma 1956; A. Ncher, Le sym- bolysme conjugal, expression de l'histoire dans l'AT: RHPR 34 (1954) 30-49; R. M. Serra, Ensayo de estudio de la terminología hebrea del amor de Dios en el libro del Deuteronomio y en los profetas Amos, Oseas Isaías, Jeremías y Ezequiel, Roma 1977.

143. Cf. H. A. A. Kennedy, The New Testament Metaphor o f the Messianic Bridal. ExpTim 11 (1916) 106-118; C. Chavasse, The Bride o f Christ. An Enquiry into the Nuptial Element in Early Christianity, London 1940; J. Comblin, L'Homme retrouvé: la rencontre d e l’époux et d e l’épouse: AssSeg 29 (1970) 39-42; R. Batey, New Testa­ment Nuptial Imagery, Leiden 1971.

144. Lumen gentium, II, 9.145. Debido a la fuerza del participo de presente «que nos ama» (xw áyajTCÓVTt

Tifiag), en contraste con los otros verbos adyacentes, conjugados en tiempos del pasa­do, aoristo: «nos ha liberado» (XúoavTi fp a g ), «nos ha hecho» (éjt0ir|08v f|¡iág). Cf. más abajo el texto completo.

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pecados» (Ap 1, 5 )146. El Ap, com o libro que registra una historia de amor entre Cristo y la Iglesia, cuenta cóm o ésta se ha ido puri­ficando mediante la escucha atenta de la palabra de su Señor (2-3), el compartir de las grandes tribulaciones (7), y la participación en su testimonio (11). A lo largo de esta aventura apocalíptica, la co ­munidad cristiana no ha desfallecido en su amor primero, a excep­ción de algunos de sus miembros, que prefirieron los amoríos de la gran cortesana (17) y los hechizos de Babilonia (18). Hacia el final de la historia desea vivamente el encuentro con su Señor. La Igle­sia no puede olvidar que su Señor la ha rescatado, la ha adquirido para sí y la ha hecho digna, dando la vida por ella. Cristo, el espo­so de la Iglesia, es el Cordero degollado (5, 6 .12). Su amor por ella se ha evidenciado mediante la ofrenda de su sangre derramada; «la ha comprado con su sangre» (5, 9). Por ello, la Iglesia recuerda que las bodas que va a celebrar son, en su más genuino sentido, «bodas de sangre». Ante tanto amor de su Señor, la Iglesia no quiere sino unirse con él. D e ahí el grito vehemente que la Iglesia, llena ya del Espíritu, al unísono con él, incesantemente, le dirige. «El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!» (22, 17)147.

No olvidem os en este contexto esponsalicio, dibujar un detalle final. Como contempla la Iglesia peregrina a la nueva Jerusalén —para acrecentar su esperanza—, de igual modo mira a María, la Virgen Inmaculada, llena de gracia, uno de sus miembros —y al mismo tiempo—, su modelo de consagración y de glorificación, plenitud de alianza personal entre D ios y la humanidad:

En la santísim a Virgen la Iglesia ya ha alcanzado esa perfección, por lo cual ella existe sin mancha ni arruga148.

12. La nueva Jerusalén y la universalidad de la salvaciónAp insiste de manera martilleante en la universalidad de la sal­

vación. No se cansa de repetirlo, no abdica de este énfasis, y lo acentúa especialmente en los últimos capítulos. La nueva Jerusalén está formada por todas las naciones; constituye no sólo la plenitud

146. También se admite la lectura de ^oúaavTi «nos ha lavado», cuya versión, atestiguada por P y algunos unciales, añadiría un matiz de preparación en este simbo­lismo nupcial.

147. Para la significación de la esposa, como personificación del pueblo (AT) e Iglesia (NT), y especialmente en el Ap, cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, 150-169; U. Vanni, L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, 382.

148. Lumen gentium, VIII, 65.

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de la Iglesia, sino la esperanza de la íntegra humanidad. Ya se ha visto, incluso con pormenorizada atención pues este te m a capital así lo requería, cada uno de los pasajes que hablan de la un iversa­lidad. Ahora nos esmeramos en ofrecer con sobriedad u n a síntesis recapituladora.

La voz autorizada, justamente la que emerge del tron o , declara ante la aparición de la nueva Jerusalén: «He aquí la m orada de Dios con los hombres y morará entre ellos» (Ap 21, 3a). Esta m orada o tienda, que antaño Dios puso entre su pueblo elegido, ahora se planta «en medio de los hombres» (fiera t ü j v ávfrQCüjtojv). La de­claración se toma más reveladora, adquiere vuelos de m a yor am­plitud, cuando reparamos en la construcción lex icográfica utiliza­da en Ap 21, 3. El vocablo «hombres» (áv§QWJioi), aquí em plea­do con plena conciencia, designa en Ap no a una porción o resto, sino a toda la humanidad. Esta equivalencia puede verificarse le­yendo los siguientes pasajes: 8, 11; 9, 6; 10, 15.18.20; 1 3 , 13; 14, 4; 16, 8.9.21.

Además, aun a conciencia de estar resquebrajando el u so habi­tual del lenguaje bíblico, sancionado por los escritos d e l antiguo testamento, respecto a las formulaciones de la alianza, A p insiste en que el referente no es ya un solo pueblo, sino los p u eb los, todos los pueblos.

Utiliza un lenguaje desconcertante: «Y ellos serán su s pueblos, y él mismo, D ios con ellos, será su D ios (Ap 21, 3b). Y a estudia­mos la complejidad de este retorcido hemistiquio y pudim os ex ­traer las enormes consecuencias de su contenido sa lv ílico . Ap no emplea, en la nueva designación de la alianza, el plural «naciones» (eftvri), que aparece con frecuencia en el libro (2, 26; 11, 1 8; 12, 5; 14, 8; 15, 3-4; 18, 3.23; 19, 15; 20, 3), sino el término técn ico que la Biblia adopta para señalar el pueblo elegido, «pueblo» (X aóg\ cf. Ez 37, 27) y éste, aun en contra del em pleo sacro de la alianza, lo declina en plural: no es ya un «pueblo» (Xaóg), sino los «pueblos» ()taoí). Así, de manera harto escandalosa, Ap sigue rom piendo to­da la inercia del tiempo y del uso de la formulación b íb lica . El mensaje de Ap quiere ser diáfano: la alianza de D ios, que antaño se reservaba para un solo pueblo, se extiende ya a todos pueblos, abrazándolos en el misterio universal de su elección d iv in a . Ahora todas las naciones de la tierra participan en los priv ileg ios del an­tiguo pueblo; quedan convertidas en el genuino pueblo/s d e D ios149.

149. Cf. R. Bauckham, The Theology ofthe Book o f Revelation, Cambridge 1993,137.

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En la nueva Jerusalén converge el verdadero Israel. Están ins­critos los nombres de las doce tribus (2 1 , 1 2 ) y, asimismo, los nom­bres de los doce apóstoles del Cordero (21, 14). También se ha vis­to cóm o en la descripción de la ciudad, abunda la mención de la c i­fra doce y los múltiplos aritméticos del número doce: la nueva Je­rusalén tiene doce puertas (Ap 21, 12-13); sus cimientos están he­chos de doce piedras preciosas (Ap 21, 19-21); su muralla mide ciento cuarenta y cuatro codos (Ap 21, 17). Esta frecuencia cuan­titativa resulta elocuente desde su simbolismo apocalíptico. Pre­tende evidenciar que el designio de la salvación, hecho posible por la existencia del pueblo de Israel y la Iglesia, plenamente culmina en la nueva Jerusalén.

Esta posee una larga historia, saturada con la mejor aportación del antiguo y del nuevo testamento, que aquí se realiza. A saber, sus cimientos son muy hondos; no es una ciudad edificada de manera improvisada sobre una tierra de nadie; su origen se remonta a muy lejos, viene desde el inicio de la historia de la salvación, que ha ido madurando hasta hacer realidad el proyecto de construcción de D ios sobre este mundo: que se levanten los inquebrantables muros de la ciudad de D ios y de los hombres.

Pero —aquí reside otra novedad radical, expresada en Ap 21, 24- 26— no es la nueva Jerusalén una ciudad cerrada dentro de sus mu­rallas sino abierta por los flancos de sus doce puertas. Y estas puer­tas —apunta el texto— «no cerrarán, pues allí no habrá noche» (Ap 21, 25; expresión que aparece en el contexto referido a las nacio­nes). Todas las naciones suben a ella y forman parte de sus habi­tantes legítimos; llevan «la gloria y el honor» (6óí;av x á i tijiiiv; 21, 26). El privilegio de ser ciudadanos de derecho (jtoXÍTEU^a) en la nueva Jerusalén, es compartido por todos los pueblos.

Esta procesión universal forma un doble contraste, según seña­la Ap 21, 24-26, que no quiere que nos acostumbremos al uso con­vencional del lenguaje, aunque sea de tipo religioso o bíblico. Pri­mero corrige a su fuente inspirativa, el profeta Isaías, que hablaba de un tributo de vasallaje de las naciones (60, 5-10). A p precisa que las naciones ahora entran por las puertas en la ciudad con el m is­mo derecho que los cristianos fieles (Ap 2, 14). En segundo lugar, se señala un antagonismo con Babilonia, la que explotaba a otros pueblos mediante un sistema comercial corrompido (18, 11-14). Jerusalén es ya ahora un centro de convivencia, no una ciudad de mercado.

Se trata del cumplimiento de la historia universal. El aniquila­miento de las naciones narrada en los capítulos 19 y 20 de Ap, pro­

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baba la separación absoluta entre el mundo antiguo y el mundo nuevo. La peregrinación de las naciones muestra en todo su es­plendor la reunión universal en la nueva Jerusalén150.

Las naciones, según la óptica de Ap, ofrecen lo mejor que tie­nen, y reconocen que esta «gloria y honor» pertenece a Dios. A sí queda reflejado en el uso que Ap hace de este binomio, cuya pre­sencia se ubica en las doxologías que tributa la asamblea litúrgica. Los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos adoran a D ios, sen­tado sobre el trono, y le aclaman, pues es digno de recibir la «glo­ria y el honor» (4, í 1). Miríadas de ángeles aclaman al Cordero, pues es digno de recibir «el honor y la gloria» (5, 12.13). Todos los ángeles se postran delante del trono y adoran a Dios, pues a él co ­rresponde «la gloria y el poder» (7, 12). Mediante esta lectura es- clarecedora del libro, puede afirmarse que las naciones todas de la tierra —he aquí otro privilegio de suprema categoría— pueden par­ticipar también en culto que la asamblea del cielo tributa a Dios y al Cordero.

La nueva Jerusalén no sólo es plenitud de la Iglesia, sino tam­bién es la esperanza de la humanidad. «Las naciones», a saber, to­da la humanidad trac todo aquello que ante Dios es una gloria per­manente. Es justamente lo que Pablo, mediante un lenguaje moral habitual en su tiempo, alaba com o una conducta digna:

Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de am able, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta (Flp 4, 8).

Y añade el apóstol que se ponga por obra (v. 9). El concilio Va­ticano II ha hecho un comentario digno de ser tenido en cuenta:

Todos estos frutos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y se­gún su mandato, los encontrarem os después de nuevo, limpios de toda mancha, ilum inados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal151.

Todo este esfuerzo de la humanidad que fructifica en un cúmu­lo de valores, relativos a la verdad, convivencia, justicia... no se los tragará una tierra inmisericorde. El generoso trabajo del amor,

150. Cf. J. Comblin, La liturgie de la Nouvelle Jerusalem, 16; Ch. Brütsch, La clarté de l ’Apocalypse, 371.

151. Gaudium et spes, 39, 3.

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Interpretación teológica 273

amasado con tribulaciones y lágrimas, siempre resulta fecundo; no perecerá jamás, lisia persistencia inmortal de cuanto es noble, y con nobleza se hace, cuya práctica inculcaba el apóstol Pablo a sus cristianos y que certifica el concilio Vaticano II, se encuentra asi­mismo registrado en el Ap, aunque con el revestimiento del sím­bolo apocalíptico. El libro asegura que los cristianos que mueren en el Señor serán dichosos, cesarán de sus fatigas; y sus obras, a saber, cuanto han hecho de bueno y noble, de paciente y testimo­niante (cf. contexto próximo: Ap 14, 12) no se perderán en la más vana esterilidad. «Sus obras —asegura la voz del Espíritu— les acompañan» (Ap 14, 13). Asimismo las obras justas de los cristia­nos constituyen el vestido de la esposa del Cordero: «Su esposa se ha preparado, se le ha concedido vestirse de lino, resplandeciente y puro. Este lino son las buenas acciones de los santos» (Ap 19, 7-8). Nosotros ya conocem os esta metamorfosis de la imagen de la es­posa convertida en ciudad. Quiere decirse que la Iglesia consuma­da, com o esposa resplandeciente que es, se reviste de las buenas obras de los cristianos; o que la nueva Jerusalén, com o ciudad per­fecta, se edifica con los materiales de las buenas acciones, hechas en conformidad con las obras de Cristo.

El mismo Jesús invitaba a poner los tesoros no en la tierra, sino en el cielo, en donde ni la herrumbre los corroe ni los ladrones lo socavan (Mt 6, 19-20). Los tesoros son las obras que se «hacen» —insistencia mateana en la terminología de la praxis— en el diario servicio del amor, tal com o alaba Jesús (Mt 25, 31-46) y requisito indispensable para entrar en el Reino preparado desde la creación del mundo (Mt 25, 33), a saber, en la nueva Jerusalén.

También se ha visto que el proverbial árbol de la vida, exclusi­vidad reservada para un solo pueblo elegido (Ez 47, 9), es ahora —de nuevo una corrección que Ap opera en sus m odelos configura- dores— otorgado a las naciones (22, 2). Quiere mostrar que la sal­vación —«la curación» dice Ap— llega a todas las naciones. Se cum­ple la culminación de un proceso, que el libro ha ido paulatina­mente señalando al referirse a la conversión de las naciones: 11, 13; 14, 14-16; 15, 4.

La gloria de la nueva Jerusalén es verdaderamente universal, y las naciones en ella encuentran la meta de su peregrinación y su sustento; se alimentan del árbol de la vida (Ap 22, 3 )152.

152. Cf. interesantes reflexiones en W. Thiising, Studien zur neutestamentlichen Theologie, Tübingen 1995, 163-168.

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EPILOGOLa nueva Jerusalén, la ciudad de los sueños de Dios

Empleamos la palabra sueño en su más honda acepción. No es vana ensoñación, una quimera, un em beleco, sino la aspiración creadora, el anhelo genuino que nunca se rinde y con ansias porfía siempre por algo mejor, el dinamismo eficaz que da alas al esfuer­zo y hace caminar la historia de la humanidad1. El sueño resulta, aquí, sinónimo coincidente con la utopía: el motor de la historia, capaz de alumbrar una nueva sociedad. Aceptamos la etimología de la palabra utopía cuyo significado correcto no es «lo que no tie­ne lugar» (oü-TÓJTog)2, algo irreal, sino más bien, «el lugar de la su­prema dicha» (eíi-TÓJtog), el espacio gratificante y com pleto, la meta en donde la humanidad alcanza la plenitud de sus aspiracio­nes-. Con justicia puede reivindicarse la presencia de la nueva Je- rusalén con el rango de constituir egregiamente la utopía de la Igle­sia y de la humanidad.

Como D ios ha hablado por medio de los profetas y especial ­mente de su Hijo (Heb 1, 1-2), asimismo ha manifestado algunas veces y de forma cimera su mejor sueño, a través de los sueños de los profetas y de su Hijo.

Con la presencia de la nueva Jerusalén se cumple el sueño de los profetas, que ya oteara Isaías:

1. El sueño concebido con los componentes de anticipación previsora y de pa­lanca impulsora de actos que tienden hacia el logro del objeto forjado, es propio de la psicología de C. C. Jung. En cambio, para S. Freud el sueño se aloja en el pasado, no en el porvenir, como un reducto de la libido. Cf. J. Jacobi, La psicología de C. C. Jung, Madrid 1963, 114-138.

2. Cf. K. Mannheim, Ideología y utopía, Madrid 1966.3. Cf. J. M.a Castillo, Las siete palabras de..., Madrid 1996. El autor menciona

la séptima palabra «utopía», y certeramente la describe y evalúa (pp. 119-132). Para una profundización del concepto, cf. el indispensable libro de A. Neusüss, Utopia, Barcelona 1971. También J. A. Gimbernat, Utopía, en C. Floristán-J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid 1883, 1015-1022.

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Al final de los tiem pos estará firme el monte de la casa del Señor, en la cim a de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán todas las naciones, cam inarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subam os al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: El nos instruirá en sus caminos y m archarem os por sus sen­das; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Se­ñor (Is 2, 2-3).

Reside en Jerusalén una doble fuerza cordial. D e sístole: las na­ciones suben atraídas a la santa ciudad, com o arrastradas, casi imantadas por ella; y también de diástole expansivo, porque de Je­rusalén brota y se extiende la ley, la palabra del Señor (v. 3b). Hay que subrayar que esta peregrinación cósm ica a Jerusalén no se rea­liza —com o era habitual costumbre antaño— en plan de guerra, sino en son de paz; pues una era de desarme universal invade a toda la tierra. El profeta mediante símbolos elementales ha detectado un asombroso trueque: los instrumentos crueles de la guerra se mudan en eficaces utensilios de labranza, a fin de cultivar la paz y el bien­estar: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (v. 4). El profeta otea una situación de paz universal, para­disíaca, en donde el mal hasta ahora reinante quedará deslegitima­do por la fuerza instauradora del bien, ahora convertido en el más puro instinto que renueva la condición de todos los seres, hombres y animales:

Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tum bará con el ca­brito... el niño jugará con la hura dei áspid... No harán daño ni es­trago por todo mi monte santo (Is 11, 6.8-9).

El sueño de Isaías es retomado, mucho tiempo después, por uno de los últimos profetas escritores para indicar, a modo de inclusión semítica, que este proyecto de salvación universal —todos los pue­blos habitando en una tierra en paz— constituye sin duda el corazón del mensaje profético.

Y sucederá al fin de los tiempos que la montaña de la casa del Se­ñor se consolidará com o la más alta de las m ontañas, y se elevará sobre las colinas, y se apresurarán a ella todas las gentes y las na­ciones vendrán diciendo: ‘Venid, subamos a la montaña del Señor, a la casa del D ios de Jacob’ (M iq 4, 1-2).

¿Acaso no era un sueño el cántico de los ángeles, que en la no­che de la navidad, recién nacido el Salvador del mundo, deseaban

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que la gloria de D ios en el cielo se colmara con una invasión de paz sobre la tierra? (cf. Le 2, 14). Para una humanidad, tanto tiempo cainita, envuelta en una incesante guerra fratricida, la irrupción de la nueva Jerusalén colma su sueño: la paz.

Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hom bres4.

El sueño de Jesús llega a su término. El deseaba ardientemente una salvación universal. Por ello predicó la palabra de Dios, hizo milagros, derramó su sangre por todos (cf. Le 22, 20; preferencia lucana en el «todos» que, por nuestra parte, también recalcamos en estos párrafos recapituladores, con la intención de que nos marti­lleen con obstinada insistencia, y nos devuelvan el logrado mensa­je de la universalidad) y extendió sus brazos en la cruz. Quería re­conciliar y reunir a todos los hombres en un abrazo fraterno, para que todos se sentaran, con la dignidad de hijos y con la confianza de hermanos, en la misma mesa, en el banquete que el Padre a to­dos ofrecía:

Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se senta­rán a la m esa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos (Mt 8, 11; cf. Le 13, 29).

El sueño de la Iglesia —la Iglesia misionera5— aquí se cumple, conforme al mandato recibido por parte del Señor:

Id y enseñad a ‘todas las naciones’ (icáv ta xa edvT); M t 28, 19).Se anticipa felizmente —igual que ocurre en los mejores sue­

ños— el tiempo de la tarea encomendada por el Señor. La siembra coincide con la cosecha (Jn 4, 35-38). Estas naciones —que son «to­

4. Gaudium et spes, 39, 1.5. Cuando redactaba estas páginas tuve la suerte inmensa de encontrarme con

un libro (acaso su mejor testamento espiritual) del malogrado J. L. Ruiz de la Peña, donde en un alarde de clarividencia aventura cómo será el perfil de la Iglesia supervi­viente, con qué rostro va a comparecer ante el mundo del siglo XXI. Entre sus notas esenciales, la Iglesia debe concentrarse en lo que le es más propio, tiene que presen­tarse ante todo como una «comunidad misionera», pues ya está padeciendo de un d é­ficit de dinamismo misionero. La Iglesia no existe por ella misma ni para ella misma; tiene una tarea urgente que realizar, ser testimonio de Dios y de Cristo. «Por tanto, una Iglesia que planea en vuelo rasante sobre el sancta sanctorum, sin osar asomarse al atrio de los gentiles, deja de ser lo único que debe ser: signo de salvación (Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio, Santander 1995, 335).

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das las naciones ( tá eftvr]) y pueblos de la tierra», conforme enfa­tizan los pasajes de Ap 21, 24.26— ya vienen para ser evangeliza­das, y se postran ante el Señor.

Se trata de la Iglesia misionera o de la epifanía de la luz. Esta radiante imagen de la nueva Jerusalén, recogida en las últimas pá­ginas de la Biblia escrita, se encuentra insinuada en las primeras páginas del evangelio, a saber, en el relato de los magos (Mt 2, 1- 12)6. La escena es todo un símbolo de la peregrinación de las na­ciones, que buscan en la nueva Jerusalén la luz. Los magos buscan también, siguiendo la estela luminosa de una estrella, la luz mesiá- nica. Esta estrella, símbolo de designación regia, se posa encima de donde está el niño. En Jesús, un niño con su Madre, encuentran la luz; a él en persona lo reconocen y lo adoran como Señor, le ofre­cen sus más preciosos dones: oro, incienso y mirra, los propios pa­ra un rey soberano. Ahora esta adoración de los magos se realiza a escala universal y con validez para todos los tiempos; las naciones siguen buscando la luz de la vida.

No vige ya aquella imagen eclesial de un grupo ensimismado, silenciado y pusilánime, «con las puertas cerradas» por miedo a los judíos (Jn 20, 19), sino la Iglesia de pentecostés, henchida de la fuerza del Espíritu, la que habla, abiertas sus puertas de par en par, a todos los pueblos de la tierra en una misma lengua (Hech 2, 1- 12). Pentecostés es asimismo imagen de la nueva Jerusalén; pues en la ciudad se reúnen de nuevo todos los pueblos de la tierra, y no sólo los judíos piadosos7.

La nueva Jerusalén es la Iglesia misionera, que ya ha cumplido su tarea: la que abre pacíficamente sus puertas para que el mundo entero contemple la luz que la ilumina: la viva presencia de D ios y de Cristo.

Se realiza el sueño del Ap, aquella alabanza a Dios, que ento­naron los vencedores de la Bestia, quienes atravesaron a pie el mar de las tribulaciones, cantan al unísono el canto de M oisés y del Cordero; y reconocen el señorío universal de Dios:

Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente... porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento (Ap 15, 3.4).

6 . Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 343; j. M. González Ruiz, Apo­calipsis de Juan, 193.

7. Así ha sido puesto de manifiesto. Cf. V. Fusco, Effusione dello Spirito e ra- duno dell'lsraele disperso, en Gerusalemme, Atti della XXVI Settimana bíblica, Bres- cia 1982, 201-218.

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El particularismo se ha acabado. Lo que antaño era prerrogati­va intocable de una minoría, un reducto sacro, un pueblo elegido, una condición social... ha sido invalidado por la superación de un derecho, que Cristo propicia para todos.

Antes sólo los sacerdotes podían estar en el «atrio de los sacer­dotes» y acercarse a D ios, ahora todos son sacerdotes y andan li­bremente en el templo de Dios. Antes únicamente al sumo sacer­dote le era permitido entrar en el santo de los santos, un día al año, ahora todos están de continuo en el santo de los santos. Antes sólo M oisés podía ver a Dios, ahora todos contemplan el rostro de Dios, lo ven cara a cara.

El mundo entero se hace ciudadano de la nueva Jerusalén, que desborda los límites étnicos de la vieja Jerusalén: es ya la ciudad (urbis) del universo (orbe), la madre de todas las naciones.

La nueva Jerusalén, abiertas ya de par en par sus puertas, hen­chida en su interior por ser albergue de una peregrinación univer­sal, se convierte de hecho en la ciudad del mundo. Tal es el sueño, dotado de amplitud universal, del concilio Vaticano II:

Entonces, como se lee en los santos Padres, todos los justos desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido, serán congrega­dos en una Iglesia universal en la casa del Padre".La Iglesia es muy consciente de que debe congregar en unión de aquel Rey, a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2, 8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 72, 10; Is 60, 4-7; Ap 21, 24). Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu9.

En efecto, com o asimismo reconoce y reitera el concilio, todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios. Existen «tres círculos de pertenencia» a la Iglesia, a saber, pertenecen o se ordenan de diversos modos a ellas, los fieles cató­licos, los cristianos no católicos, y todo los hombres, creyentes o no creyentes10. Se cumple, pues, el sueño de esta Iglesia, verdade­ramente universal: ser desde Cristo «Luz de las naciones» y com­partir con toda la humanidad «sus gozos y esperanzas»

8. Lumen gentium, I, 2.9. Ibid., I, 13.

10. Cf. para una matizada interpretación los números 14, 15 y 17, de Lumen gen­tium 1, que hablan respectivamente de cada uno de estos círculos.

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Pero la nueva Jerusalén es descrita también com o esposa —no sólo ciudad—. Contemplada bajo este registro simbólico, se llega asimismo a la plenitud de los sueños, entrevistos por los profetas, los salmos y el Cantar de los cantares.

Acaso en ninguna otra parte de la Biblia, creemos, se m anifies­ta con tanta claridad y a tanta altura, el misterio de la Iglesia y el destino que le aguarda con su Señor, cuando ésta es dócil a la voz persuasiva del Espíritu. La Iglesia gloriosa puede ya, por fin, amar al Señor con amor de esposa, es decir, de iguales, porque dentro de ella el Espíritu es su sentir fundamental, quien al unísono, como una «sin-fonía» —o «voz compartida—, le hacer prorrumpir en la misma invocación. El Espíritu mantiene viva e intacta la consagra­ción de la Iglesia, que significa la indisoluble unión con Cristo, co ­mo esposa fiel e inmaculada del Cordero. Gracias al Espíritu que la transforma, la Iglesia se reconoce delante de Cristo com o espo­sa, lo ama con intimidad única y cariño exclusivo. El Espíritu va conduciendo a la Iglesia a la apoteosis del encuentro definitivo con su Señor.

Hay que saber leer los últimos versos del Ap con toda la fuerza evocadora de que están impregnados, a la luz de los primeros ver­sos de la Biblia, cuando D ios hizo el cosm os y creó, a su imagen y semejanza, el primer hombre y la primera mujer (Gén 2, 27). El sueño de D ios era hacer del mundo un hogar y de la humanidad una esposa. Este designio divino, que ha durado cuanto se prolonga la historia de la salvación con toda su larga constelación de luces en­tre las sombras, encuentra ahora su cumplimiento. «El Espíritu y la esposa dicen: ‘¡Ven!’» (22, 17). Y el Señor responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22, 20a). «Pronto» se refiere a la incidencia e intensi­dad positiva que la historia recibe por parte de Cristo resucitado. El tiempo se ha acortado tras su venida, y la historia, guiada por el Se­ñor y compenetrada de la fuerza de su Espíritu, marcha irremedia­blemente a su fin".

Como en una antífona coral, la Iglesia confirma su fe. «¡Ven!», dice. Y el Señor asiente y asegura: «Sí, vengo pronto». Así, la Igle­sia va alimentando su esperanza de que el Señor viene continua­

II. «Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación —que está inscrita en la historia de la humanidad— está presente y operante el Espíritu san­to, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hom­bre y hace confluir toda la creación —toda la historia— hacia su último término en el océano infinito de Dios» (Juan Pablo 11, Dominum et vivificantem, n° 64).

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mente con una presencia cada vez más creciente, que se colmará en el encuentro ansiado en la nueva Jerusalén.

En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras ‘el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; ¡Ven!’, esta oración su­ya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cua­les el Espíritu santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, es­ta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la ‘plenitud de los tiempos’, marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este jubileo por me­dio del Espíritu santo, así como por el Espíritu santo fue prepara­da la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne12.

Es el Espíritu, instinto profundo de la Iglesia, quien, llenándola proféticamente, sugiere esta llamada.

La venida del Señor se apresura y se presenta com o una res­puesta de amor a su esposa, que es la Iglesia ya purificada. Dios, ante la infidelidad reiterada del pueblo, había ansiado unos despo­sorios eternos, que ya se cumplen:

Me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en justicia y derecho, en afecto y cariño. Me casaré contigo en fidelidad y tú co­nocerás al Señor (Os 2, 21-22).

Esta esposa se encuentra ya preparada por el m ism o D ios, en­galanada para su esposo: es esposa sin mancha ni arruga. Quien la «construyó» (el verbo del profeta es el característico vocablo bí­blico empleado para la edificación) com o ciudad y esposa, se des­posará con ella para siempre, llenándose de la alegría que encuen­tra un marido con su esposa (cf. Is 62, 5). Esta esposa, que es tam­bién ciudad (repárese en la continua metamorfosis de la imagen), es objeto predilecto del amor de Dios: «Con amor eterno te he ama­do: por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada» (Jer 31, 3-4). En la nueva Jerusalén (Ap 21, 2.9) ten­drán lugar las bodas eternas de amor entre Dios y la Iglesia.

Se realiza egregiamente el sueño mismo de Dios. Por fin la glo­ria de D ios, su divina presencia —la Sekiná— halla su lugar perdu­rable de descanso, tras haber morado sucesivamente en el desierto, en el templo de Jerusalén y en la Iglesia peregrina.

12. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n° 66.

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Entonces, la gloria de Dios brillará en toda la creación, devuelta a su esplendor primero. El reino de Dios, reino de luz, de amor, de justicia y de paz, colmará y traducirá todos los anhelos y todos los deseos profundos de los hombres. «Noche ya no habrá; no tendrán necesidad de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 5)11.

D ios está aquí, en medio de la humanidad. Se cumple la alian­za que D ios antaño estableció con un solo pueblo y que ahora se abre universalmente, abrazando ya a todos los pueblos de la tie­rra14. Su presencia es fuente perenne de inmortalidad para los hom­bres, quienes pueden participar ya de su misma vida divina trinita­ria. Una misma comunión de vida los une y los sustenta15.

El cielo nuevo, el definitivo eón, el reino de Dios consumado, ha descendido sobre la nueva tierra. La tierra se hace ciudad habi­table, y en la ciudad está el paraíso (el edén recreado). Esta ciudad es abierta, tiene doce puertas francas. Todos los pueblos entran en ella y forman parte de su ciudadanía. Las mediaciones están de más. El sacerdocio sobra. Nadie es súbdito de nadie. Todos reinan con Cristo y para siempre. Templo ya no existe. La humanidad se ve libre de las heridas del pecado, el llanto y la muerte.

La nueva Jerusalén es la ciudad que D ios ha soñado desde siem ­pre en su insondable designio de amor, la primorosa hechura de sus dedos, su lograda obra escatológica. Ciudad, que es congregación de hermanos, al escoger D ios de manera progresiva un pueblo, al fundar una Iglesia, cimentada sobre el antiguo y nuevo testamento, y que ahora llega a su culmen.

Puede D ios descansar, al mirar complacido, tras una larga his­toria de salvación, la obra reciente de sus manos. En su último ac­to creador, réplica del Génesis, D ios crea todo nuevo; y desde él mismo hace descender la nueva Jerusalén, que es la radiante espo­sa del Cordero y ciudad para vivir en comunión perenne de amor D ios y los hombres renovados: «He aquí la nueva Jerusalén». Dios

13. Cf. Conferencia episcopal francesa, Catecismo para adultos. La alianza de Dios con los hombres, Bilbao 1993, § 680, p. 339.

14. «Así, pues, la alianza que Dios, en su designio salvífico, quiso entablar con toda la humanidad, inaugurada ya con Abrahán y sellada de modo definitivo en Cris­to, encontrará su consumación plena en esa comunión de amor y vida eterna de los hombres con Dios» (ibid.).

15. «La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su miseri­cordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (san Cirilo de Jerusalén, Catech. ill, 18, 29).

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la ha hecho. Y ve Dios que es no sólo buena, sino muy buena, es decir, totalmente impregnada de su misma bondad y belleza16. Es­tá muy bien. Amén.

Amén es el «sí» a los sueños y promesas de Dios. Cristo es de­signado el «Amén» de Dios (Ap 3, 14); en él todas las promesas di­vinas han recibido un sí categórico (2 Cor 1, 20). La nueva Jerusa­lén es el amén, tan gozoso cuanto recapitulador, de toda la historia de la salvación.

* * *

Al final de este libro sobre la nueva Jerusalén, esperanza de la Iglesia, nos es permitido hacer —com o miembros vivos de la com u­nidad cristiana y peregrina que som os— un triple acto de virtud te­ologal: de fe, esperanza y caridad. Este triple acto se expresa con un «yo creo, espero y amo» personal, responsable, y simultáneamente con un solidario «nosotros creemos, esperamos y am amos»17.

Admitir la existencia de la nueva Jerusalén es renovar aquel so­lemne compromiso, personal y también comunitario, en donde los cristianos proclámanos el símbolo de nuestra fe: «Credo in vitam venturi saeculi».

Reconocer la presencia de la nueva Jerusalén es reafirmarnos en un acto de esperanza; no resignarse a la figura de este mundo que pasa (1 Cor 7, 31) y que gime bajo la servidumbre del pecado, sino ansiar la liberación (cf. Rom 8, 21), levantar los ojos y fijar­los en la meta que aguarda a la Iglesia y a la humanidad.

Quiere Dios, mediante la visión de la nueva Jerusalén, infundir a la Iglesia una esperanza firme. Pretende darle una moral de vic­toria, para que no sucumba en el abatimiento derrotista, en el si­lencio de quien con pesadumbre piensa que ya nada tiene que de­cir ni hacer...; busca insuflarle un recio espíritu de ánimo, tanto más profundo cuanto más graves resulten ser las dificultades y per­secuciones que la hostigan. Esta esperanza eclesial no es sueño inalcanzable, está afianzada en la palabra y victoria de Jesús, fun­damento de esperanza para toda la Iglesia.

Confesar la existencia de la nueva Jerusalén es comprometerse con denuedo a fin transformar nuestra tierra y nuestra vieja huma­

16. Tal es el sentido del adjetivo hebreo 3ÍB que se repite como cadencia sonora en el relato la creación, Gén 1, 10.12.18.21.25.31.

17. Cuanto profesamos no pertenece en exclusiva al ámbito privado, sino al con­tenido de existencia de la comunidad cristiana que somos. Cf. R. Fisichella, Ario san­to: un signo de la fe que nunca se cansa de buscar, en Tertio millennio adveniente. Comentario teológico-pastoral, Salamanca 31997, 156.

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nidad, según el modelo que nos ha sido dado. La nueva Jerusalén es arquetipo que debe copiar la Iglesia: modelo de comunión, de santidad, de adoración a Dios, de ecología, de apertura universal, de empeño misionero, y de vida eterna. Todo esfuerzo solidario, aunque mínimo y escondido pero hecho con amor, pervivirá, trans­formado, en una tierra nueva y un cielo nuevo.

Ese sueño futuro —Dios mismo, com o anhelo indeclinable del hombre—, a veces tan distante, o sinuoso, se torna un presente sin sombras, sin la amenaza de la pesadilla insomne, del despertar an­gustioso. Ahora sí se cumple, transida en todo el fulgor de su ver­dad, la aspiración del salmista, eco fiel de la humanidad inquieta: «al despertar me saciaré de tu semblante» (cf. Sal 17, 15)IK. A con­tece ahora un cara a cara eterno. «Conociendo a D ios ‘cara a cara’, el hombre encuentra la absoluta plenitud del bien»'9. La humani­dad ya consigue su meta: ver su rostro; y logra alcanzar la espe­ranza más dichosa: participar de la misma vida eterna de D ios, san­tísima Trinidad20.

La Iglesia peregrina, a saber, la comunidad lectora del Ap, nos­otros, los cristianos de este siglo X X que agoniza, todos los hom­bres de buena voluntad, habitantes de nuestro mundo, vamos rum­bo a la nueva Jerusalén, cuya imagen nos ha sido permitido con­templar de cerca en este libro, que ya finaliza sus líneas, pero que se abre a la esperanza. Esperamos, viviendo a la altura de nuestra fe, la ciudad inmortal de D ios y de los hombres renovados, donde, bañados en la bondad de Dios, nos saciaremos de la luz de su ros­tro y vivirem os com o hermanos para siempre.

El sueño de D ios, que no es sino el culmen de los sueños de la humanidad, por fin se realiza.

18. Con qué acordes de oportuna actualidad resuena en este contexto la «Oración final» de El Cristo de Velázquez., donde el poema entero alcanza su climax pletórico, y hace olvidar ambigüedades anteriores. El alma de un hombre —de todo un hombre, de carne y hueso como él solía repetir- de M. de Unamuno, prototipo de congoja que angustia el corazón humano, se abre en súplica confiada. Lo que quiere al fin es cuan­to promete nuestro libro de Ap: poder contemplar a Dios, los ojos fijos en sus ojos, anegarse en el Señor. He aquí los versos postreros del libro: «Dame, / Señor, que cuan­do al fin vaya perdido / a salir de esta noche tenebrosa / en que soñando el corazón se acorcha, / me entre en el claro día que no acaba, / fijos mis ojos en tu blanco cuerpo, / Hijo del hombre, Humanidad completa, / en la increada luz que nunca muere; / ¡mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, / mi mirada anegada en ti, Señor! (El Cristo de Veláz.- quez., ¡ 44- 145).

19. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, 86.20. «La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los

elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua» (Catecis­mo de la iglesia católica, Madrid 1992, § 1045, p. 244-245).

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INDICE GENERAL

Preludio........................................................................................................ 11Introducción................................................................................................. 21

1. Presentación literaria de la nueva Jerusalén............................. 212. La nueva Jerusalén en la vida de la Iglesia.............................. 263. Unidad estructural-literaria de Ap 21, 1-22, 5 ........................ 29

1. El nuevo mundo (Ap 21, 1-8)............................................................. 411. Un cielo nuevo y una tierra nueva............................................. 422. La nueva Jerusalén. Historia de su nombre.............................. 493. La presencia de la nueva Jerusalén............................................ 53

a) Perspectiva del antiguo testamento........................................ 53b) Perspectiva del nuevo testamento.......................................... 56

1. Gál4, 24-26....................................................................... 562. Flp3, 2 0 .............................................................................. 573. Heb 12, 22-24.................................................................... 58

c) Perspectiva apocalíptica.......................................................... 614. Origen de la nueva Jerusalén en el Apocalipsis....................... 655. Presencia de Dios entre los hombres. Alianza universal......... 666. Superación de todo m al............................................................... 717. La creación divina de un universo nuevo................................. 76

a) La voz divina............................................................................ 77b) Creación en acto...................................................................... 78c) Garantía divina......................................................................... 81d) Realización plena..................................................................... 83e) Donación gratuita de vida....................................................... 85f) La herencia del vencedor........................................................ 87g) Abominación de conductas réprobas.................................... 91

2. La nueva Jerusalén (Ap 21, 9-27)...................................................... 991. La visión profética—en el Espíritu— de la nueva Jerusalén.. 1012. La gloria de Dios inunda la nueva Jerusalén............................ 103

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286 Índice general

3. La muralla. La nueva Jerusalén, ciudad protegida................... 1064. Las puertas. La nueva Jerusalén, ciudad abierta...................... 1075. Los cimientos. La nueva Jerusalén, ciudad apostólica.............. 1106. Las medidas «desmesuradas» de la nueva Jerusalén................ 1127. El cubo y las murallas. La nueva Jerusalén, ciudad perfecta... 1178. La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotal.................................. 1209. La nueva Jerusalén, ciudad de jaspe y de oro......................... 122

10. Los cimientos de la nueva Jerusalén. El enigma de las docepiedras preciosas............................................................................ 125a) Originalidad de la escritura del Apocalipsis.......................... 125b) Historia interpretativa................................................................ 127c) Balance ponderativo.................................................................. 135d) Interpretación bíblica................................................................. 136e) Interpretación desde el Apocalipsis......................................... 143f) La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotal................................... 143g) La nueva Jerusalén, ciudad apostólica.................................. 145

11. Las doce puertas-perlas de la nueva Jerusalén......................... 14812. La nueva Jerusalén, ciudad que es templo.............................. 15013. La luz de Dios y del Cordero..................................................... 15614. La nueva Jerusalén, ciudad del mundo..................................... 159

3. El paraíso recreado (Ap 22, 1-5)................................... 1671. El río de agua de vida y el árbol de la vida.......................... 1692. La nueva humanidad.................................................................. 175

a) No una maldición, sino una bendición................................... 176b) Cara a cara con Dios................................................................. 177c) Plenitud de luz y de sacerdocio real....................................... 179

4. Interpretación teológica...................................................................... 1851. La nueva Jerusalén. La ciudad de Dios-Trinidad................. 186

a) Dios, «el que es, el que era y el que ha de venir».................. 1861. Dios creador........................................................................ 1872. Dios cercano....................................................................... 1893. Dios amor............................................................................ 1904. Dios Padre........................................................................... 1915. Dios de la vida.................................................................... 192

b) La nueva Jerusalén. La ciudad de Cristo, el Cordero........... 1931. El Cordero.......................................................................... 1932. El Cordero, sujeto primordial......................................... 1953. El Cordero, asociado a D ios........................................... 1964. El Cordero, unido a Dios................................................. 1975. Cristo, piedra angular de la nueva Jerusalén................. 198

a) Cristo, el consolador................................................... 201b) Cristo, novedad absoluta............................................ 201

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c) Cristo, fuente de agua viva........................................ 202d) Cristo vencedor da la victoria al cristiano:

la herencia de la filiación.......................................... 203c) La nueva Jerusalén y el Espíritu........................................... 205

2. La nueva Jerusalén. Ciudad de la humanidad renovada.......... 207a) La nueva Jerusalén y la Iglesia............................................. 208

1. Continuidad entre la Iglesia y la nueva Jerusalén.......... 2132. Continuidad desde el destino de D ios............................. 2143. Continuidad desde la vida cristiana................................ 2164. Una cierta discontinuidad................................................. 217

3. La nueva Jerusalén, la ciudad de Dios y de los hombres......... 2224. La humanidad, cara a cara con Dios........................................... 2255. La nueva Jerusalén, plenitud de las bienaventuranzas............. 2346. La nueva Jerusalén. Misterio de doce piedras preciosas.......... 236

a) Iglesia sacerdotal...................................................................... 237b) Iglesia una............................. .................................................... 237c) Iglesia sin mancha................................................................... 238d) Iglesia de Cristo........................................................................ 238

7. La nueva Jerusalén. Comunidad santa........................................ 2398. La nueva Jerusalén, la perfecta ciudad ecológica...................... 2409. La nueva Jerusalén, la anti-cortesana, la anti-Babilonia.......... 242

a) La gran cortesana y la nueva Jerusalén................................ 244b) Babilonia y la ciudad de la nueva Jerusalén........................ 245

10. La nueva Jerusalén, la ciudad de los vencedores...................... 25611. La nueva Jerusalén, la esposa del Cordero................................ 26212. La nueva Jerusalén y la universalidad de la salvación............ 269

Epílogo.......................................................................................................... 275

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La historia de la humanidad es una larga pere­grinación en busca de una ciudad en donde pue­dan habitar felizmente y para siempre Dios y los hombres rescatados (Heb 11). Esta meta ansia­da es «la nueva Jerusalén», cuyo arquitecto es Dios, edificada sobre los cimientos de los após­toles del Cordero, labrada por el trabajo de los hombres, la consumación del reino de Dios.En los umbrales del tercer milenio, resulta pro­videncial ofrecer a los cristianos la visión de la nueva Jerusalén, que anima su marcha por el mundo y que constituye la razón suprema de su esperanza.En la nueva Jerusalén culmina la historia de la revelación bíblica: la nueva alianza, la derrota del mal o de la gran Babilonia, la apertura de la salvación a todos los pueblos, las bodas de Cristo y su esposa, que es la Iglesia, la visión ca­ra a cara con Dios Padre, el triunfo definitivo del bien.El presente libro es una investigación sobre la nueva Jerusalén en su conjunto, descrita en los últimos capítulos del Apocalipsis. Se trata de un estudio pormenorizado, bíblico y teológico, rea­lizado con los métodos de una rigurosa exége- sis. A ello se suma el logro de la claridad y be­lleza expositiva, pues F. Contreras ha sabido venturosamente unir sus conocimientos y sus dotes de escritor.La Iglesia debe mirar a su destino. «¡Ay de ti, Iglesia, si te olvidas de la nueva Jerusalén». Es­ta visión reconforta el espíritu y fortalece el com­promiso cristiano. ¡Es la hora de la esperanza!

Biblioteca de Estudios Bíblicos

ISBN: 84-301-1350-9

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