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Las Cofradías de Buenos Aires y el arte Barroco Ms. Ricardo González Universidad de Buenos Aires Hablar de las cofradías y el arte barroco implica suponer otros estilos y épocas ligados a su existencia y actividad. Tal vez el aspecto más sorprendente de su evolu- ción, vista en una perspectiva amplia, sea justamente esta contraposición entre la persistente fidelidad de las hermandades a fines y programas de acción, por un lado, y su adaptación permanente a los cambios operados en las concepciones y en los procedimientos a lo largo de períodos históricos, estilos y mentalidades, por el otro. Este hecho es indudablemente debido al carácter estable de los valores e ideas cristianos en que las hermandades se fundaban, pero también a la flexibilidad y adaptabilidad de un sistema que ofrecía un modelo integrador de diferentes áreas de la experiencia cuya interacción los potenciaba mutuamente y que era llevado a cabo mediante una perspectiva socialmente abierta y procedimentalmente multifacética. Este trabajo está en parte dedicado a la presentación sucinta de ese modelo y de sus componentes básicos; en parte, a dar cuenta del modo de actualización de sus pará- metros generales en consonancia con los principios del arte barroco en las cofradías establecidas en Buenos Aires en el siglo XVIII. 1. El sistema de las cofradías Las cofradías proponían a sus miembros un programa basado en la práctica de los valores cristianos, tanto en relación con la promoción del culto y la oración como a través del ejercicio de la caridad. Este plan sencillo y uniforme, adoptaba sin embargo tantas formas como pueda pensarse en razón de que su aplicación estaba ligada a la multiplicidad de objetos a que podía dirigirse la práctica de la caridad. Era una especie de herramienta de pocas funciones básicas que podían aplicarse a innumerables propósitos. Esta flexibilidad, que sin duda hacía atractiva la participación en las hermandades en la medida en que permitía fácilmente com- binar objetivos tan generales como la salvación con intereses particulares y corpo- rativos -a veces tan acotados como construir un puente-, estaba complementada

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Las Cofradías de Buenos Aires y el arte Barroco

Ms. Ricardo GonzálezUniversidad de Buenos Aires

Hablar de las cofradías y el arte barroco implica suponer otros estilos y épocas ligados a su existencia y actividad. Tal vez el aspecto más sorprendente de su evolu-ción, vista en una perspectiva amplia, sea justamente esta contraposición entre la persistente fidelidad de las hermandades a fines y programas de acción, por un lado, y su adaptación permanente a los cambios operados en las concepciones y en los procedimientos a lo largo de períodos históricos, estilos y mentalidades, por el otro.

Este hecho es indudablemente debido al carácter estable de los valores e ideas cristianos en que las hermandades se fundaban, pero también a la flexibilidad y adaptabilidad de un sistema que ofrecía un modelo integrador de diferentes áreas de la experiencia cuya interacción los potenciaba mutuamente y que era llevado a cabo mediante una perspectiva socialmente abierta y procedimentalmente multifacética. Este trabajo está en parte dedicado a la presentación sucinta de ese modelo y de sus componentes básicos; en parte, a dar cuenta del modo de actualización de sus pará-metros generales en consonancia con los principios del arte barroco en las cofradías establecidas en Buenos Aires en el siglo XVIII.

1. El sistema de las cofradías

Las cofradías proponían a sus miembros un programa basado en la práctica de los valores cristianos, tanto en relación con la promoción del culto y la oración como a través del ejercicio de la caridad. Este plan sencillo y uniforme, adoptaba sin embargo tantas formas como pueda pensarse en razón de que su aplicación estaba ligada a la multiplicidad de objetos a que podía dirigirse la práctica de la caridad. Era una especie de herramienta de pocas funciones básicas que podían aplicarse a innumerables propósitos. Esta flexibilidad, que sin duda hacía atractiva la participación en las hermandades en la medida en que permitía fácilmente com-binar objetivos tan generales como la salvación con intereses particulares y corpo-rativos -a veces tan acotados como construir un puente-, estaba complementada

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por la constitución de una entidad comunitaria normativamente delimitada que ofrecía a la práctica cristiana un espacio social particular permitiendo incluso cier-ta focalización temática y discursiva. Por otra parte, esta privacidad se multiplicaba en numerosas asociaciones de diversa composición, que garantizaban la participa-ción de toda la comunidad en las hermandades. Su aggiornamento constante se expresaba en la periódica reformulación de los estatutos con el fin de adecuarlos a la época, tanto “en el modo de razonar, como en la lengua y romance”, como señalan los cofrades de la Creazón, de la catedral de Burgos, al redactar en 1496 una regla que renovaba la original de 12601.

Las actividades caritativas de las confraternidades tenían sus raíces en diversos tipos de agrupaciones actuantes desde siglos atrás, cuyos fines ordenaron en un cauce de acción más general. Entre ellas una de las más importantes fue desde un comienzo el servicio dedicado a los muertos, que recogía tradiciones históricas como los registros necrológicos, libros memoriales y obituarios, cuyo uso se regis-tra por lo menos desde la época carolingia y que constituían tanto una memoria de los muertos como una forma de participación conjunta en la liturgia por parte de vivos y difuntos: “The belief in Purgatory, created a dialogue between the souls of the dead expiating their faults and the living now praying to hasten the departed souls’ expiation time”2.

Otra tradición relacionada con la muerte y recogida por las hermandades fue la actividad de los sepultureros, que procuraban el entierro caritativo de los muer-tos y oraban por ellos. La existencia de cristianos dedicados a estas tareas se remon-ta a la época de las catacumbas donde uno de ellos aparece “reppresentato in mezzo ai suoi arnesi di lavoro: zappa, scolpelli, martello e lampada”�. Naturalmente ejerci-taban la asistencia a pobres, viudas, mujeres solas y necesitados, lugar común de la práctica de las virtudes cristianas, descripta ya en los Hechos de los Apóstoles y re-tratadas por Massaccio en la capilla Brancacci. Finalmente, algunas ejercitaron la penitencia que se había popularizado públicamente a partir del movimiento de los flagelanti, que en las últimas décadas del siglo XIII recorrían las ciudades y los cami-nos italianos con sus masas de disciplinantes.

Creo que vale la pena apuntar que la preexistencia organizada de estas prácticas presenta el surgimiento de las cofradías como una institucionalización regulada de un conjunto de usos sociales ya vigentes, dando forma a una serie de experiencias tradi-cionales aunque desarticuladas. La nueva organización, que no inventaba estas activi-dades, las inscribía en cambio en un marco social y una regulación estipulados, dán-doles un nuevo formato y una nueva perspectiva y ligándolas a las tendencias particularizantes y corporativas de la sociedad tardomedieval. Este asociacionismo brindaba el modelo de unidad social que permitía sumar a los beneficios tradicionales

1 Diócesis de Burgos, 1996, 585.2 Rollo-Koster, 1998, 7. Ver también M. Mc Laughlin, Consorting with saints: Prayers for the Dead in Early Medieval France (Ithaca: Cornell University Press, 1994). � Diócesis de Burgos, 1996, Ver Hertling y Kirchbaum, 1949, 2�1 – 2��. Agradezco este dato y la observación correspondiente a monseñor Eugenio Guasta.

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de las acciones comprendidas la colectivización de los esfuerzos, con la consiguien-te potenciación de su eficacia y permanencia en el tiempo.

Su razón de ser en tanto acción social orientada por máximas era configurar una construcción dirigida a posibilitar el ejercicio de ese cuerpo de ideas y valores absolu-tos y fines específicos en una práctica pautada y ordenada, capaz de darle eficacia empírica regulando la satisfacción de los intereses de sus miembros y proporcionando materialidad a ese conjunto ideal. Eran, para ponerlo en términos de Habermas, un caso típico de la forma en que los objetos culturales y los órdenes institucionales encar-nan valores4.

Siguiendo el principio latino de ubi societas ibi lex, esta construcción estaba pautada y regida ya tempranamente (el estatuto más antiguo conocido corresponde a mediados del siglo IX) por medio de estatutos o constituciones en las que se decla-raban los fines y actividades propuestos cuya forma concreta de ejecución compro-metía a los integrantes en una rutina mutuamente estipulada y regida por modos de gobierno y administración creados con ese fin, es decir, dotándolas de un marco procedimental definido y garantizado por la necesidad de cumplimiento de las reglas que el ingreso conllevaba.

Así vistas, las cofradías serían un modelo amplio de participación y acción so-cial capaces de vincular valores y necesidades de diversa índole estableciendo entre ellos una especie de circuito ecológico en el que la energía puesta para dar respuesta a ciertos problemas incidía al mismo tiempo para solucionar otros: asistir a los enfer-mos en los hospitales prestaba sin duda un servicio a la comunidad, pero al mismo tiempo este ejercicio implicaba la puesta en práctica del valor cristiano de la caridad y por lo tanto servía personalmente al ejecutante para dirigir sus actos en un sentido agradable a Dios y así mejorar sus posibilidades de salvación. La cofradía articulaba estos dos aspectos y convertía la voluntad individual en una rutina de acción predeter-minada y desarrollada en relación con la celebración de una figura emblemática de la función que agregaba el valor del culto y la devoción al de la caridad y el servicio.

Mientras el núcleo de los valores centrales cristianos se mantenía inalterado, su traslación al terreno de la aplicación práctica variaba según las características y fines particulares de cada hermandad. Pero cualquiera fuera esta aplicación, su acción tendía un puente entre el marco ideal dado por los dogmas y la doctrina cristianos y la práctica particular de sus miembros. En otra palabras, los planes de acción que regían las actividades promovidas constituían la articulación del uni-verso de los valores cristianos con las práctica efectiva de los cofrades, que podrí-amos graficar como sigue

4 Habermas, 1984, t.1, 250 - 251.

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La seducción de la “forma cofradía” tal vez haya radicado en una manera de articular corporativamente un conjunto de expectativas, deseos, necesidades y te-mores dentro del marco de la vida y la práctica religiosa.

Su aspecto más novedoso fue la vinculación de su actividad con una figura parti-cular que representaba el objeto devocional. Esta novedad permitía al mismo tiempo la identificación empática de los cofrades y la recuperación de la historia. Los valores cristianos eran en cierto sentido entidades ideales a los que debía tenderse. En cambio los santos eran hombres de carne y hueso que habían vivido según ellos.

Por otro lado, este programa de acción conllevó la constitución de una escena dedicada al culto y el establecimiento del sistema de capillas laterales en las naves de las iglesias fue su significante arquitectónico al que se sumó, con el impulso de la narratividad hagiográfica tardomedieval, el retablo, como forma ordenada de exponer los hechos y milagros del titular5 y de “vestir” el espacio arquitectónico con un cubrimiento de relatos y ornamentos que se complementaban.

Prácticas devocionales y caritativas, retablos y esculturas, se ordenan como un conjunto integrado de acciones y experiencias, ámbitos e imágenes en el que cada uno de los aspectos cumple un papel definido por criterios específicos, teleológicos y comunicacionales pero que interactúan en la conciencia y la afectividad de los participantes sujetos a una intención común que las determina. Es justamente esta concepción global de la actividad de las cofradías la que creemos permite explicar de un modo más significativo el sentido del aparato artístico que conforma su escena. Es verdaderamente un sistema en el que las partes cumplen un circuito que movili-za la energía entre los diferentes componentes, potenciándose mutuamente, y como las soluciones “clásicas” en virtud de la eficacia de su diseño perduró con cambios menores hasta la llegada de la Ilustración.

5 Ver del autor, Retablos y predicación y Los retablos cristianos y la retórica barroca.

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Quizás el aspecto más remarcable de este sistema interactivo y la clave de su operatividad, sea la combinatoria de acciones (estéticas, rituales, sociales)¸ que se retroalimentan favoreciendo cierta disposición anímica y un marcado espíritu co-munitario dirigidos a la salvación. Esta interacción está por otra parte basada en un doble movimiento que refunde algunos de los valores fundamentales cristianos (plásticos, morales, sociales), por un lado, con las nuevas formas de organización del culto, la vida religiosa, el asistencialismo y el arte, por el otro, es decir que la persistencia de los valores se une a la renovación de los procedimientos y concep-ciones, ligando así tradición y cambio a la transformación de los marcos conceptu-ales e institucionales.

2. Las imágenes y los retablos

Proyectada a América con la conquista y colonización del continente, ésta diná-mica múltiple sufrió tanto en el aspecto artístico como en el funcional modificacio-nes que acompañaron las transformaciones sociales, estéticas y culturales en el perí-odo que va del establecimiento español a la llegada de la Ilustración, sin modificar sus bases ni sus fines. Esta tensión las llevó a adoptar formas artísticas, prácticas de-vocionales y concepciones organizativas modernas para materializar sus objetivos tradicionales.

En la ciudad de Buenos Aires la actividad de las hermandades apareció ya en 1586, 6 años después de la modestísima fundación y un cuarto de siglo más tarde las cofradías ya eran 14, muchas de las cuales repetían los títulos más comunes en

ESQUEMA 1: diagrama del sistema cofradía

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España: la del Rosario, la de la Inmaculada Concepción, la de la Vera Cruz, la del Santísimo Sacramento, la de la Soledad, la del Hospital.

Las pocas imágenes que disponemos de esa época – la de la Virgen del Rosa-rio y la de Nuestra Señora de las Nieves- son pequeñas obras de escala doméstica resueltas de modo frontal, con cierta rigidez de ícono acentuada por la geometri-zación y la desanatomización producida por los vestidos. Son características imá-genes de devoción, que evitan el sentimentalismo, reconcentradas en sí mismas y alejadas de la sugestión narrativa que podría producir una gestualidad marcada o una postura alusiva a la acción. La tercera –y última- escultura de cofradía de esa centuria que nos ha llegado es el Cristo crucificado que tallara el portugués Manuel Coyto para el gobernador Martínez de Salazar en 1671 para ser colocada en una capilla adjunta a la catedral y que se convirtió inmediatamente en la imagen titular de la Congregación que representaría a los integrantes de la Real Audiencia, extin-guida casi simultáneamente. Es la primera obra conservada cuyo encargo, fecha y autor se conocen, la primera que sabemos realizada en Buenos Aires con maderas locales y la más antigua de trabajo artístico particularizado y que desaparecida la hermandad, generó un culto popular propio. Tiene sobre todo el encanto de exhi-bir una regularidad ya arcaica e ingenua y una austera sencillez en la que la viva-cidad inquietante de la luz barroca no penetra.

Las tres eran imágenes de talla completa ejecutadas con las técnicas comunes de terminación, encarne y estofado, pero presentaban rasgos gestuales y composi-tivos que en Europa tendían a ser reemplazados por un lenguaje más naturalista y dramático. La comparación del Cristo de Coyto con los que produjeron décadas antes Martínez Montañés o Alonso Cano lo demuestra.

Entre las esculturas del siglo XVIII se siguió utilizando la talla completa, espe-cialmente en las que se produjeron en el medio local, como el San Pedro de la hermandad de los clérigos y el Cabildo Eclesiástico establecida en la catedral, basa-do en modelos españoles. Más interés tenían dos imágenes realizadas en 1769 y 177� respectivamente: el San Benito de Palermo [1] de la cofradía de esclavos de igual nombre (San Francisco) y el San Vicente Ferrer de la Tercera Orden dominica-na. Ambas presentaban un buen manejo del volumen, mostraban la figura bien plan-tada y trabajaban la tridimensionalidad con soltura. La similitud de algunos detalles compositivos, del tipo de policromía y de ornamentación, podrían sugerir una auto-ría común del escultor franciscano conocido como “fray Manuel”, autor de la ima-gen dominicana. Ambas presentaban al personaje en acción, avanzando con reso-lución, los brazos extendidos pero concebidos con una composición clara y una terminación plana del hábito que evitando el estofado procuraba una imagen más realista. Es igualmente de factura local la titular de la cofradía de Nuestra Señora del Socorro (La Piedad, 1799), de policromía llamativa pero de concepción plásti-ca elemental y seguramente el bulto de la imagen que perteneció a la hermandad de negros de Santa Rosa de Viterbo [2] aunque completando una cabeza y manos de origen quiteño. Las vestiduras son de factura simple y adornadas con un estofa-do de motivos florales y guardas geométricas de lo que resulta una Santa Rosa más

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frontal y menos graciosa que la que podrían haber ejecutado los artífices quiteños y desprovista de la vistosa policromía que caracteriza sus obras.

Sin embargo, la novedad del siglo XVIII la constituye la difusión del vestido de las imágenes, que si se practicaba anteriormente, adquiere ahora un carácter pre-ponderante. La primera imagen de este tipo cuyo origen y fecha conocemos bien es la de la Dolorosa que Jerónimo Matorras donara a la cofradía de la Catedral, comprada en Cádiz en 1756. Es una obra que muestra la sutil transformación de las imágenes marianas hacia formas más naturalistas a través de pequeños detalles como la leve inclinación de la cabeza y la gestualidad del rostro y las manos. Se incorpora así un enfoque más realista de la representación que intenta mostrar de un modo vívido los sentimientos del personaje en su situación concreta, es decir humanizar la imagen de la Virgen presentándola con rasgos personales. El cambio del gusto llevó a vestir no sólo las imágenes que, como la que acabamos de ver, estaban concebidas para ello, sino también aquellas que habían sido pensadas como obras de talla completa. Las viejas imágenes de la Virgen de las Nieves y del Rosario sufrieron ese proceso de modernización que estropeó su factura original. También pertenecían a este tipo, a juzgar por los ajuares que describen los inven-tarios, varias imágenes de hermandades que no han llegado a nosotros, como la de la Archicofradía de Nuestra Señora de la Merced con título del Rosario, la imagen de la Virgen de la Merced del altar mayor de la misma iglesia a la que rendía culto la cofradía del Santo Escapulario, las imágenes de las cofradías de negros del Rosa-rio de Menores y de Santa María del Socorro y quizás la de Nuestra Señora de Aranzazu, de los vascos (San Francisco) y también otras que sí conocemos como la imagen gaditana de la Hermandad de la Santa Caridad, Nuestra Señora de los Re-medios (San Miguel), la representación de la patrona de la hermandad de asturia-nos (San Ignacio), la Virgen de Covadonga, y las dos únicas esculturas masculinas de vestir entre las que relevamos: el San Roque, patrón de la Tercera Orden de San Francisco, de origen cuzqueño y la cabeza del San Ramón Nonato de los terciarios mercedarios, también de proveniencia andina. Las imágenes de vestir que hemos consignado corresponden, con excepción de las dos últimas, a advocaciones de María y la preferencia por aplicar esta modalidad a la Virgen está ligada al carácter femenino del vestido y el adorno.

Desde el punto de vista plástico, el reemplazo de la talla policromada por el vestido implicaba la pérdida del magnífico efecto producido por los estofados de calidad, pero a cambio se incrementaba el grado de verosimilitud acercando la obra a la personificación, acercamiento contrapesado por la forma rígida y hermé-tica que adoptaban los mantos que en cierta manera aíslaban la imagen en el pro-pio universo geométrico de terciopelos, brocatos y joyas, en un doble juego simul-táneo de mímesis y distanciamiento.

Estilísticcamente, las obras del siglo XVIII adoptan un lenguaje más suelto y con-tingente que sus predecesoras. La comparación del Cristo de Coyto o de la Virgen de las Nieves con casi cualquiera de las tallas de la segunda mitad de 1700 que hemos presentado muestra la adopción de un lenguaje formal ligado a un tono emotivo y a una comunicabilidad diferente signada por la idea aristotélica, característica del arte

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barroco6, de persuadir al espectador movilizando sus afectos y creando así un lazo empático con él. Los brazos se extienden y las miradas están dirigidas, bien al frente, bien al cielo, pero siempre muestran una actitud activa o alocucional muy diferente a las obras que conocemos del siglo anterior.

En el aspecto técnico, muchas de las imágenes religiosas conservan, tanto en España como en América, el apego a las técnicas tradicionales de estofado emplea-das para configurar las vestiduras. Creo que no puede dejar de verse en esta perviven-cia la continuidad de los valores en que se fundaba, esto es, la expresión de la virtud a través de la materia, pero la representación metafórica de la virtud se irá paulatina-mente asociando a criterios de verosimilitud crecientes en el trabajo de las telas: en las policromías más tardías el oro se integra en los adornos florales o fitomorfos que ornamentan los mantos y que como los de Santa Rosa de Viterbo o Nuestra Señora del Socorro semejan, con sus motivos grandes y coloridos, los bordados y las elabo-radas telas al uso. Mediante la pintura lisa, imágenes como el San Benito de Palermo se acercan aún más a la realidad corriente, aunque conservan en sus orlas doradas y en sus aditamentos, los signos plásticos de su origen. Hay pues un tránsito paulatino hacia formas de policromía crecientemente naturalistas que manteniendo algunos rasgos tradicionales, envuelven cada vez más las imágenes en un ropaje propio de la vida real. Del simple oro a la representación de las telas los cambios en los medios técnicos siguen un recorrido que va de la metáfora a la figuración realista. El paso siguiente será el reemplazo de la representación por lo representado, es decir de la policromía y el estofado por las telas: casi el 60 % de las esculturas de cofradías del siglo XVIII eran de vestir, mientras que en la centuria anterior todas eran de bulto: el antiguo resplandor es remplazado por elementos resplandecientes.

Esta naturalización, que se opera tanto en lo que hace a las técnicas y materia-les como a los lenguajes formales y gestuales empleados en las esculturas, tiene su correlato en las condiciones de uso de las imágenes, y especialmente en el vestido. La gama de telas y alhajas que conformaban sus ajuares pone en claro, a través del tipo de materiales y objetos empleados, que la concepción misma del vestido y adorno de las imágenes se correspondía con el vestido y el adorno de las personas, particularmente las integrantes de los segmentos más ricos de la sociedad colonial. La simple comparación de los inventarios de las imágenes con los de cualquier dama porteña de la época pone de manifiesto la analogía. En otras palabras, el mismo tipo de valores adscriptos a esos materiales eran atributo de las imágenes sagradas y de los miembros de los estamentos superiores, identificación que se proyectaba aún sobre la normativa que prohibía el uso de determinados tipos de adornos y telas a los estamentos bajos y a las castas. Finalmente, la conformación de una práctica destinada al servicio y vestido de la imagen llevaba a la reproduc-ción del vínculo de servidumbre vigente en el plano social. El vestido implicaba un grado superior de realismo, dado ya no por los códigos de la representación plásti-

6 Aristóteles, Retórica, libro 2. Un desarrollo de esta idea se puede ver en el muy interesante trabajo de Giulio Argan La “Retorica” e l’Arte Barroca (1955).

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ca sino, por la inmersión de la experiencia artística y religiosa en el universo de la cotidianeidad.

Los retablos. Las transformaciones registradas en las imágenes a lo largo del siglo XVIII tienen su correlato en la transformación de las condiciones de recepción mode-ladas por los retablos en tres aspectos que si bien son diferentes, interactúan en el proceso perceptivo: la simplificación de los programas iconográficos, la potenciación de la imagen principal y el establecimiento de un vínculo más dinámico con el fiel, fenómenos que se ven reflejados en los retablos porteños que han llegado a nosotros.

Sabemos poco del aparato artístico de las cofradías en el siglo XVII, que sin duda era sencillo, a juzgar no sólo por la pobreza de la ciudad entonces, sino tam-bién por el hecho de que la primera confraternidad cuya escenografía conocemos detalladamente, la Hermandad del Santo Cristo de Buenos Aires, que como dijimos representaba a la Real Audiencia, no tenía siquiera retablo. El ambiente que trasun-ta la descripción es peculiar y con sus colgaduras, tejidos, macetitas, cuadros de paisajes, retratos reales, multitud de pequeños objetos y hasta una tina de Para-guay, parece tener características más domésticas que las que imponían el retablo y la ornamentación tradicional. Era un sitio muy simple espacialmente, recargado de cosas y con las paredes cubiertas de telas en donde la obra del portugués Coyto estaba pues-ta sobre gradas en una peana cubierta con un tejido rústico en un nicho con respaldar cubierto por una cortina y enmarcado por dos cajoneras. ¿Era este el tipo de arreglo común para las capillas porteñas del siglo XVII? No lo sabemos, pero en todo caso es preciso registrar que así es la única cuya descripción ha llegado a nosotros y que sus patrones son muy diferentes de los que conocemos de la centuria siguiente.

Sin embargo, tardíamente las cofradías porteñas tuvieron su barroco. La re-construcción de los templos de la ciudad en la primera mitad del siglo XVIII motivó un reequipamiento del que participaron las hermandades encargando nuevos reta-blos y ornamentos. Los primeros que se conservan o que conocemos datan de co-mienzos de la década de 1760 y corresponden a la capilla de la Tercera Orden franciscana y a la hermandad de Nuestra Señora de las Nieves, vicepatrona de Buenos Aires y una de las imágenes más antiguas de la ciudad.

El retablo de San Roque tenía columnas salomónicas, las que raramente apa-recen en Buenos Aires luego de 17507. Su comparación con el retablo mayor de Yaguarón, también de Souza, lo sitúa en la perspectiva lusitana remarcando la afi-nidad que el nicho central bajo de la obra de Buenos Aires, modificada posterior-mente, disimula. Era un retablo de cuerpo único con un edículo central, flanquea-do por dos calles laterales estrechas y curvas separadas por grandes columnas salomónicas, que daban una gran integración al conjunto, acrecentada por el di-seño del ático concebido como un gran complejo ornamental de carácter unitario. Este modelo, ligado al retablo del Hospital de la Caridad de Sevilla (1674), se de-

7 Dos ejemplos son el desaparecido retablo mayor de San Francisco y el de San Juan Nepo-muceno en San Ignacio, pero su número no se compara con los que pueblan, por ejemplo, la zona andina.

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sarrolla también en Portugal acentuando el rasgo edicular del nicho central, que incorpora grandes peanas o gradas donde se inserta la imagen principal.

El de Nuestra Señora de las Nieves es menos complejo debido a su reducida escala, pero ejemplifica muy bien la tendencia barroca a focalizar la imagen prin-cipal, convirtiendo el retablo en una gran marco. La planta movida con las colum-nas esviadas irregularmente y el recorte del ático conforman un conjunto integrado y unitario que encuadra la hornacina.

Ambas piezas forman parte de la estética barroca, aunque moderada. Son muy diferentes, y mientras que el de Souza Cavadas representa la tradición de las tres calles resueltas en un solo cuerpo, el de las Nieves muestra la tendencia al nicho único. En estos retablos el cuerpo de planta curvilínea, los movimientos en corni-sas, frontones y remates, la búsqueda de variaciones rítmicas en las composiciones y en los desfasajes de los nichos centrales, generan una lectura dinámica y variada estimulada por la riqueza ornamental. Aparece aquí un sentido unitario y sintético característicamente barroco, que pone en relieve la presentación directa del personaje alejado de toda construcción argumental narrativa.

El segundo conjunto de piezas de cofradías que muestran características bar-rocas está integrado por cinco obras realizadas alrededor de 1780, es decir unos veinte años más tarde que las que acabamos de describir y que pertenecían a las hermandades de Santa Rosa de Viterbo [�], en el templo franciscano, de Santa María del Socorro [4] y del Santo Entierro de Cristo, en el de la Merced, a la de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo y a la dedicada a San Eloy de la cofra-día de los plateros, en la iglesia de Santa Catalina. El de Santa Rosa de Viterbo, que pertenecía a la cofradía de mulatos establecida en San Francisco muestra bien el modelo de retablo lateral de tres calles que domina la década de 1780 y que se reitera en varias obras de este grupo, casi todas atribuibles al estilo de Tomás Sara-via, aunque no todas de su mano y próximas en último término, a los modelos lu-sobrasileros. Tienen planta movida que avanza la calle central o las laterales y combinan columnas de fuste liso con pilastras avolutadas sostenidas por ménsulas cubiertas de ornamentación, siendo también similar la ubicación de las imágenes laterales sobre repisas curvas en las calles esviadas y los áticos semicirculares.

Este conjunto presenta, sin transgredir la estructura de los órdenes, una profu-sión ornamental que en cierta forma implica ya un revival a fines de la década del 80, pero que parece poner de manifiesto los medios disponibles en la ciudad en ese momento de auge que son las décadas finales del siglo XVIII ejecutando entonces el programa ostentoso que por falta de recursos no había podido llevar a cabo cuando el exceso ornamental estaba vivo, antes de 1770.

La simplificación de los temas y la jerarquización del nicho principal pertene-cen a un mismo proceso que complementa la reducción iconográfica con la crea-ción de una estructuración expositiva acorde, proceso operado en los retablos es-pañoles a partir del último cuarto del siglo XVII y en los americanos desde comienzos del siguiente. Los retablos de cofradías de Buenos Aires, producidos luego de 1750, adoptan el modelo moderno y prescindiendo de la estructuración

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narrativa que servía de amplificatio a la figura titular en los complejos figurativos prebarrocos8 presentan una unidad focalizada en la figura del titular y complemen-tada por miembros de su orden o por las figuras nucleares cristianas de Cristo y la Virgen hecho manifiesto en la exclusión de relieves y pinturas – con excepción de las dedicadas a los velos que ocultaban la imagen del titular-. Naturalmente, la simplificación temática y la formal se entrelazan reduciendo el retablo a verdade-ras arquitecturas de enmarque de fuerte potenciación expresiva en las que la inte-gración y la jerarquización compositivas eran complementadas por el desarrollo del aparato ornamental que envuelve las expresiones figurativas, proceso que for-maba parte de las búsquedas artísticas barrocas en el siglo XVII, que promovieron la simplificación argumental en la retórica y la literatura hasta bien entrada la si-guiente centuria9.

Finalmente, el diseño de los retablos porteños pone de manifiesto, a través de sus movimientos de planta el interés por el control de las variables visuales y la búsqueda de una situación privilegiada de observación. Será la forma de hacer partícipe o de integrar más efectivamente al fiel a la escena del culto y al discurso vívido de la imagen y mediante esta integración optimizar la capacidad de la obra de movilizarlo afectivamente. Los retablos construidos en la década del 80 articu-lan siempre sus calles recediendo la central, y produciendo así un efecto “embudo” que absorbe al espectador, o contrariamente, avanzándola, y saliendo así a su en-cuentro. Ambas soluciones, esviando las calles y los nichos laterales, sirven a la vez para destacar el nicho principal, e implican una relación más dinámica e interacti-va entre la obra, la imagen titular, y el fiel, concepción que había aparecido en la ciudad con el diseño del retablo mayor de San Ignacio por Isidro Lorea – el gran innovador de la retablística local- hacia 1760 y el de las catalinas unos años más tarde. Recién entonces el concepto de verosimilitud, se apoyará en un nuevo vín-culo obra-espectador teñido por la manipulación específica de los elementos plás-ticos en función del proceso perceptivo, por las relaciones establecidas con la ima-gen -como el vestido o la adoración física - y por las posibilidades del control de las variables formales en que ese vínculo se manifestaba.

Sin embargo, la modernización de las concepciones plásticas no abolieron, ni mucho menos, la pervivencia de técnicas y materiales tradicionales, que, como el oro o el estofado, daban cuenta de la idea misma de sacralidad y de virtud. Ambas tendencias se fusionan en el arte barroco dando como resultado un discurso que recurre a la descripción verosímil y a la incidencia fenoménica para exaltar los valores primitivos cristianos.

La práctica religiosa, regida por la ejercitación sistemática de las cofradías te-nía en los retablos y las imágenes que contenían un escenario significante, que enmarcaba la acción proporcionando una fuente de motivación dada por la in-

8 González, 2000 y 2001.9 Luzán, en su Poética (Zaragoza, 17�7) lleva el concepto al límite de la sensatez y de la viabilidad artística al concluir que la obra debía tratar “una acción sola, en un lugar y un día”. Ver González, 2001.

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fluencia del aparato visual sobre la sensibilidad. La búsqueda de este ilusionismo tenderá a hacer verosímiles las visiones fantásticas y a convertir los discursos y las obras en ejemplos vivos destinados a completar ese elaborado efectismo movili-zante. En el aspecto artístico, la búsqueda del deleite como un elemento central de las obras y la integración de las formas con el espectador a través de la dinámica del diseño promovía la participación creando un vínculo activo que integraba al fiel a un complejo formal y semántico estimulante. En el aspecto funcional, esta escena que enmarcaba ejercicios y oraciones proporcionaba a los hermanos una experiencia vital antes que una enunciación de proposiciones morales, esto es, una experiencia en la que discursos análogos (pero diferentes) se entrelazaban y expre-saban mutuamente: lo percibido en la percepción, lo creído en la creencia, lo sentido en el afecto.

3. Otros aspectos modernos

Las peculiaridades que adopta el sistema artístico tienden a un nuevo criterio de eficacia empírica y a la satisfacción de objetivos definidos. Es interesante que transformaciones apoyadas en la misma matriz conceptual impregnan igualmente los cambios operados en el resto de las actividades de las cofradías de Buenos Aires en la segunda mitad del siglo XVIII.

Los procedimientos empleados para llevar adelante los ejercicios espiritu-ales sostenidos por hermandades no escapan al nuevo carácter, más racional y fenoménico. La escenografía que acompañaba la oración -incluyendo una ca-lavera iluminada con cirios-, las insignias de la pasión, la teatralización del Vía Crucis y las admoniciones potenciadas por la presencia de imágenes, pero so-bre todo el simulacro de responso de un hermano por los terciarios francisca-nos, muestran bien el grado de sofisticación de los ejercicios. Se trataba de proponer del modo más directo posible una experiencia capaz de actuar afec-tiva y psicológicamente sobre el individuo. Es interesante el grado de eficiencia técnica presupuesta en la práctica, que sin duda debía considerarse como una verdadera ejercitación mortuoria actuante sobre la conciencia.

Este tipo de ejercitación vital y realista remite en último término a los ejerci-cios espirituales ignacianos, que se habían practicado en la ciudad. El conjunto de mecanismos introduce un elemento pragmático a tono con el nuevo naturalismo siguiendo criterios de operatividad sobre los hermanos que implican una especie de tecné aplicada a la concientización y en la que el recurso central es el sentir10. Los ejercicios estaban dirigidos a tocar interiormente al ejercitante mediante la meditación o la “experiencia del pecado” (primera semana) de un modo que “no es solamente un proceso discursivo, sino también y sobre todo un proceso afecti-

10 Divarkar, 1996, 29.

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vo”11. Las experiencias que proponen los ejercicios espirituales impulsan la toma de conciencia de un acontecimiento, no de una idea” obrando, coram Deo, en la interioridad del sujeto, es decir “en el nivel del yo”12 y proyectando idealmente sus efectos más allá del texto hacia “el contexto de la vida del ejercitante y en la trans-formación del proceso vital”1�. En otras palabras, la modernidad de este tipo de ejercitación radicaba en su capacidad para promover una especie de remodelación afectiva, es decir un proceso de movilización interior análogo – por otros medios- al que se buscaba mediante los estímulos perceptivos14.

También los aspectos prácticos muestran esta tendencia al control de los proce-dimientos. La misma redacción de las constituciones abandona el dispar “popurrí temático” característico de los estatutos del siglo XVII y el carácter indefinido de muchas de las normativas, a favor de una estructuración ajustada a una nueva lógica en la que las divisiones intratextuales responden a una separación de contenidos basada en criterios de afinidad funcional. Esta organización más racional del texto introducía indudablemente una mayor claridad en la exposición, al aislar unidades temáticas uniformes, las que por otra parte reciben en el siglo XVIII un tratamiento más extenso y detallado que a su vez implica una modificación sustancial en las pautas operativas propuestas. Los cambios introducidos implicaban un nivel de des-cripción de actividades, procedimientos, responsabilidades y controles que induda-blemente reemplazaban el minimalismo anterior por una concepción del culto fun-dada en un conjunto de mecanismos organizativos que recuerdan más al nuevo espíritu empresarial que a la simple devoción tradicional.

El carácter de la administración evolucionó de la difusa enunciación de crite-rios operativos del siglo XVII hacia el desarrollo de una verdadera concepción bu-rocrática del gobierno, -particularmente en las tres décadas finales del XVIII- mar-cada por un notable incremento de la cantidad y especialización de funciones y por un detallado mecanismo procedimental dirigido tanto a ordenar como a con-trolar su ejecución. Las razones de la adopción de este enfoque “administrativista” guarda indudablemente relación con los cambios operados en la teoría de la buro-cracia que impregna los proyectos borbónicos y que comienzan a operar activa-mente en la ciudad luego de la creación del virreinato15.

La implementación de las detalladas pautas operativas impuestas a fines de siglo requerían el establecimiento de una jerarquía de conducción, capaz de verificar el cumplimiento de las tareas y de llevar adelante lo que en definitiva implicaba el nuevo sistema: la especialización de las funciones y el control pormenorizado de su

11 Sievernich, 1996, 54 (las cursivas son del original). 12 Divarkar, 1996, 24. 1� Sievernich, 1996, 49. 14 Domínguez, 1996, 110. 15 La comparación de la multiplicación de funciones y cargos en el gobierno de las cofradías, de 1 o 2 en las confraternidades del siglo XVII a 25 y 2� en las de San Benito y la Tercera orden mercedaria, con la evolución de cargos administrativos en el gobierno real, que pasó de 14 funcionarios en 1767 a 1�4 en 1790, hace evidente la analogía señalada.

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desarrollo. Esta tarea recaía principalmente en la figura del hermano mayor, cuyo perfil es exaltado justamente en virtud de dos aspectos complementarios: su papel ejemplar y la necesidad de que contase con la autoridad precisa para el cargo. Al igual que la burocratización administrativa, la centralización de la autoridad, tiene una clara correspondencia con las tendencias políticas implementadas en las dos décadas finales del siglo que se expresaban en uno de los loci communes del mo-mento relativo al papel de los dirigentes que aparece comúnmente en las constitucio-nes: “La vara fundamental de cualquier cuerpo, es el Gobierno como que de él pende su acierto, aumento y Progresos”16.

Estos breves ejemplos sirven para mostrar la uniformidad de dirección de los cambios operados en la estética, las actividades y los procedimientos, todos dirigi-dos a optimizar los resultados perceptivos, organizativos y devocionales con el fin de alcanzar el mejor logro de los fines tradicionales. La dialéctica entre renovación y tradición dio forma a la vida de las cofradías a lo largo de la historia.

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