Las Crónicas de Narnia, de C.S.Lewis

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GUÍA DE LECTURA PARA LAS CRÓNICAS DE NARNIA EL LEÓN, LA BRUJA Y EL ARMARIO C.S. LEWIS Índice 1. C.S. Lewis: una breve biografía 2. La obra ensayística y erudita de C.S. Lewis 3. La obra creativa de C.S. Lewis: mito y alegoría 4. Las Crónicas de Narnia: El León, la bruja y el armario. Comentario de textos 4. 1. Las siete Crónicas de Narnia 4. 2. Narnia, entre la alegoría y el mito 4. 3. La inspiración para El León, la bruja y el armario 4. 4. Una sinopsis de El León, la bruja y el armario 4. 5. Comentario de textos 4.5.1. Capítulos 12 y 13 4.5.2. Capítulo 5 5. C.S. Lewis y los críticos 6. Bibliografía comentada 7. Actividades recomendadas

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A este pequeño libro le profeso un especial cariño, por dos motivos. El primero es que hacía tiempo que acariciaba la idea de elaborar un ensayo un poco más extenso de lo habitual sobre un gran pensador y teólogo que era, además, uno de los mejores amigos de Tolkien. El segundo está vinculado a mi vocación docente des los años en que empecé a trabajar con niños, en 1990: se trataba de una guía de lectura especialmente enfocada a estudiantes de secundaria. Así pues, me puse manos a la obra enseguida con la misma mentalidad que apliqué al escribir El mago de las palabras: debía ser un libro que enriqueciese a mentes perspicaces, sensibles y abiertas a la verdad, de entre catorce y ochenta años, como mínimo.

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GUÍA DE LECTURA PARA LAS CRÓNICAS DE NARNIA

EL LEÓN, LA BRUJA Y EL ARMARIO

C.S. LEWIS

Índice 1. C.S. Lewis: una breve biografía 2. La obra ensayística y erudita de C.S. Lewis 3. La obra creativa de C.S. Lewis: mito y alegoría 4. Las Crónicas de Narnia: El León, la bruja y el armario. Comentario de textos

4. 1. Las siete Crónicas de Narnia 4. 2. Narnia, entre la alegoría y el mito 4. 3. La inspiración para El León, la bruja y el armario 4. 4. Una sinopsis de El León, la bruja y el armario 4. 5. Comentario de textos 4.5.1. Capítulos 12 y 13 4.5.2. Capítulo 5

5. C.S. Lewis y los críticos 6. Bibliografía comentada 7. Actividades recomendadas

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1. C.S. Lewis: una breve biografía Clive Staples Lewis nació el 29 de noviembre de 1898 en Belfast, Irlanda del Norte. Era hijo de un abogado, Albert, y de Florence (Flora), cuyo padre era pastor protestante. Su hermano mayor, Warren, que había nacido tres años antes y a quien llamaba cariñosamente “Warnie”, fue su mejor amigo desde la infancia, y compartió sus intereses intelectuales durante toda la vida de ambos. Los dos hermanos vivieron juntos prácticamente desde 1930 hasta la muerte de nuestro autor, en 1963. Muy pronto, cuando el pequeño Clive contaba apenas diez años, los Lewis perdieron a su madre a causa de un cáncer. La felicidad despreocupada de los años iniciales, disfrutando de la pacífica belleza del paisaje y de la vida al aire libre en las afueras de Belfast, se vio truncada de súbito por ese profundo drama que selló bruscamente el final de su infancia. Las huellas que dejó en el alma del pequeño Clive esa muerte serían duraderas, y la pena pertinaz, ya que aquélla no fue sino la primera de otras muchas dolorosas separaciones que jalonarían su vida. Ese dolor le llevaría a escribir en uno de sus poemas, muchos años después: «vivimos en tierras de penumbra. / El sol brilla siempre en otra parte». Como es lógico, también para “Warnie” la pérdida fue terrible y dolorosa, tanto más cuanto que, al ser un poco mayor, se daba cuenta con una profundidad más consciente de la irreversibilidad de esa partida definitiva. Tras la muerte de Flora, nuestro protagonista fue enviado por su padre a Inglaterra para continuar su educación en un internado, que a él le pareció más bien un campo de concentración. Harto del trato y las enseñanzas que recibía en aquel horrible lugar, cuyo director era un hombre mentalmente desequilibrado, en 1913 pidió a su padre que le sacara de allí. Albert accedió, trasladando al joven Clive a Malvern College, la escuela donde le había precedido “Warnie”. Las cosas no mejoraron demasiado, aunque en aquellas aulas “Jack” tuvo la fortuna de descubrir y quedar literalmente encantado por los mitos nórdicos y germánicos, y en especial por la historia de Sigfrido y los nibelungos. Ese descubrimiento se convertiría en una influencia clave y duradera en su vida y gustos estéticos. Además, leyó de nuevo la Biblia de modo regular, algo que años más tarde, cuando se planteó para él la acuciante cuestión de su conversión al cristianismo, vería con agradecimiento al echar la vista atrás y entender de qué modo Dios no había dejado nunca de buscarle. Volveremos pronto sobre este tema crucial en la vida de C. S. Lewis.

Permaneció en Malvern tan sólo un año. Volvió entonces a pedir a su padre que lo sacara del colegio, y en 1914 “Jack” comenzaría a

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descubrir por fin aquello que de verdad le gustaba, y para lo que en verdad servía: el estudio de las lenguas antiguas y la literatura, de la mano de un exigente y sabio tutor, William Kirkpatrick. Se trataba de un hombre severo, de mente racionalista y siempre alerta, experto en lógica, latín y griego, y que poseía una extraordinaria biblioteca de filosofía, antigua y moderna. A pesar de su temperamento aparentemente hosco, supo encontrar el camino hasta el corazón de su pupilo, conquistando el territorio que el padre de Clive había descuidado pues, tras la muerte de su esposa, Albert nunca demostró demasiado cariño hacia su hijo, más por incapacidad emocional que por mala voluntad.

Poco a poco, aquellos libros y su nuevo maestro se convirtieron en la palestra donde comenzó el duro y exigente entrenamiento intelectual de “Jack”, entrenamiento que daría un fruto extraordinario gracias a su aguda inteligencia y a una capacidad inaudita para el razonamiento lógico. Kirkpatrick, que había sido tutor del padre de los Lewis y del propio “Warnie”, recomendó vivamente a Albert que enviase a su hijo a la universidad. El chico tenía un talento que no se debía perder, y que podría fructificar con la adecuada atención y los exigentes cuidados de maestros más preparados incluso que él mismo. Con aguda percepción y de modo casi profético, el sagaz mentor hizo saber a Albert en una carta que Clive sólo tenía talento para dos cosas: «ser profesor universitario o escritor». El tiempo demostraría lo acertado de la predicción, pues nuestro protagonista llegó a alcanzar la excelencia en ambas tareas.

El sobrenombre de “Jack” procedía de un perrillo que tenían en casa cuando eran pequeños, a quien llamaban “Jacksie”; y como a Clive no le gustaba su nombre, en adelante procuró que sus amigos empleasen el más afectuoso apelativo, “Jack”. 1914 fue también el año en que conoció al que llegaría a ser, según sus propias palabras, su mejor amigo aparte de su hermano: Arthur Greeves. Les unía el amor por los mitos nórdicos, y la búsqueda de la fe verdadera, dos constantes en la vida de nuestro autor.

En 1917, “Jack” se alistó en el ejército como voluntario, a pesar de que al ser irlandés no estaba obligado a combatir, y fue enviado a Francia para luchar en la Primera Guerra Mundial. Participó en la batalla del Somme, fue herido en Arras y devuelto entonces a Inglaterra, donde continuó sus estudios tras un periodo de convalecencia en Londres, durante el cual su padre no tuvo siquiera el detalle de acercarse a verle e interesarse por su salud. Finalmente, se graduó con las máximas calificaciones en 1922, en el prestigioso University College de Oxford. En 1925 comenzaría su trabajo como fellow y tutor de literatura inglesa en el Magdalen College de la célebre y centenaria ciudad universitaria.

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Unos años antes, en 1916, se había producido lo que Lewis calificaría más tarde como el «bautismo de mi imaginación con el inmenso don de la Alegría». Durante un viaje en tren leyó Phantastes, uno de los más célebres cuentos del escocés George MacDonald, publicado en 1858. Phantastes era un relato muy imaginativo, que aglutinaba en feliz fusión el romanticismo y la religión cristiana, una mezcla que “Jack” había prejuzgado imposible.

Aunque la lectura del libro no operó en él una conversión intelectual o moral instantánea, sí le ayudó a reconsiderar diversos y atenazantes prejuicios: su abandonada noción de la Alegría como sinónimo de la trascendencia y, por ende, de Dios; la posibilidad —como tendremos ocasión de ver más despacio— de una coexistencia de romanticismo y cristianismo en una forma estéticamente atractiva, viable y alejada de toda ñoñería; y, por último, la apreciación positiva de la experiencia como maestra de la vida y como senda segura para alcanzar la verdad. George MacDonald y Gilbert Keith Chesterton se convirtieron, en aquellos decisivos años de formación, en los dos escritores que más hondamente influyeron en la paulatina conversión intelectual y espiritual de Lewis al cristianismo, actuando como un atajo para la acción de la gracia de Dios en su alma. A raíz de las preguntas sin respuesta que siguieron a la muerte de su madre, y a causa de la educación racionalista que había recibido de su padre —a quien, como se indicó, nunca se sintió unido— y, sobre todo, de su tutor, Lewis se había mantenido en el ateísmo. Al llegar a la juventud, albergaba en su interior un cierto recelo contra el cristianismo, que consideraba sencillamente un “mito”, en el sentido peyorativo: una simple “mentira supersticiosa” cuya prevalencia en el tiempo se había debido más bien a intrigas de poder y oscuras maquinaciones humanas, que a razones espirituales; y que, en cualquier caso, era intelectual y científicamente indemostrable, si bien su núcleo teológico era atrayente como posibilidad y su mensaje seductor, incluso, como desafío vital.

Esa convicción le acompañaría hasta 1926, año en que, recién llegado a Oxford, se produce un hecho clave en su vida: conoce a otro profesor, John Ronald Reuel Tolkien, quien por entonces daba clases de anglosajón, literatura e historia del inglés en Pembroke College, y que era católico. Lewis contaría años más tarde este encuentro en su autobiografía con una gran dosis de humor, diciendo que al llegar a Oxford le habían advertido de dos cosas: explícitamente, de que tuviese cuidado con los papistas (nombre despectivo que se da en Inglaterra a los católicos), e implícitamente de que se abstuviera de tratar a ningún filólogo. Pues bien, como señaló lacónicamente “Jack” en Cautivado por

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la Alegría, «Tolkien era ambas cosas». Pero, como veremos, eso no fue en absoluto un obstáculo; al contrario, pues dio lugar a una amistad duradera, profunda y tremendamente fructífera para ambos.

Como no podía ser menos, y siguiendo una costumbre muy arraigada en el mundillo académico inglés, “Jack” pronto rebautizó a su amigo con un nuevo apodo, llamándolo “Tollers”. Poco a poco, sus prejuicios y también sus sólidas trabas intelectuales empezaron a ceder. Las largas y apasionadas conversaciones con Tolkien tuvieron mucho que ver en su conversión, que se produjo en 1931. El campo de batalla que “Tollers” escogió para explicar a su amigo la verdad del cristianismo fue, precisamente, el mito.

Para Tolkien los mitos reflejan de múltiples modos la verdad, aunque ellos mismos no hayan sucedido “de hecho” en la realidad. Pero en el caso de Jesús ocurría algo único, ya que se trataba del único mito que había sido verdad en el mundo que llamamos “real”: había sucedido en la Historia, se trataba de un personaje que había existido. De ahí que las objeciones de Lewis, que se preguntaba de qué modo podía influir en su vida el hecho de que Jesucristo hubiese muerto por él en una cruz veinte siglos atrás, se desvaneciesen ante la constatación de la verdad del relato evangélico. El cristianismo era verdad porque su Protagonista era la Verdad. En ese caso único, historia, leyenda y mito eran una y la misma cosa. Pero un hecho de tal calibre lo cambiaba todo. “Jack” se dio cuenta de que a partir de entonces ya no podía seguir viviendo como si Dios no existiese. Así lo contaba el propio Lewis en una carta a su gran amigo Arthur Greeves:

«Lo que Dyson y Tolkien me mostraron fue lo siguiente: si yo aceptaba sin reservas la noción de sacrificio en una historia pagana, y además me fascinaba el hecho de un Dios que se sacrificaba Él mismo, hasta llegar a conmoverme de manera inexplicable, añadiendo a esto que sentía una emoción semejante ante la idea de un Dios muerto y resucitado, entonces, ¿cuáles eran mis razones para no aceptar todo esto en los evangelios? La explicación era que en las historias paganas yo estaba preparado para sentir el mito en toda la plenitud de su significado más hondo y sugerente (...). Por lo tanto, la historia de Cristo se puede entender sencillamente como un mito verdadero; un mito que funcionaba del mismo modo que lo hacen los demás, pero con la radical diferencia de que esto ocurrió realmente, y así lo tenemos que aceptar, sin olvidar

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que estamos ante el Mito de Dios, mientras que los demás son Mitos de los Hombres»1.

“Jack” se convirtió entonces al anglicanismo, y a partir de aquel

momento comenzó a granjearse fama de buen conferenciante y polemista a través de una serie de breves pero densas charlas radiofónicas para la BBC, y gracias también a los ensayos que empezó a escribir, dedicados a mostrar la verdad del cristianismo. Consagraría a esta tarea mucho tiempo y continuos esfuerzos durante el resto de su vida, como veremos más adelante. Hacia la misma época comienza a reunir, en torno a sí y a Tolkien, un grupo informal de amigos, varios de ellos también profesores en Oxford, que se dieron a sí mismos el nombre de Inklings (en anglosajón, “noción vaga, sospecha”). Algunos miembros de esa tertulia eran Charles Williams, Owen Barfield, “Warnie” Lewis, Hugo Dyson, Nevill Coghill, y el médico de los Lewis y los Tolkien, Robert Havard, entre otros. Se reunían en las habitaciones de Lewis en Magdalen College los jueves por la noche para leer las sagas nórdicas, charlar de literatura antigua, recitar en voz alta sus propias creaciones, y conversar sobre el más variado abanico de temas que se pueda imaginar, bebiendo té, cerveza y güiski, y llenando la estancia con el humo de sus pipas y el ruidoso eco de sus risas. Siempre había un buen chiste que celebrar, o una anécdota divertida relacionada con la vida académica que les unía.

Los martes, las reuniones se celebraban por la mañana en The Eagle and Child, un pub que ellos rebautizaron con el simpático nombre de Bird and Baby, a partir del vistoso cartel que colgaba sobre la puerta, y que mostraba a un niño llevado a lomos de un águila hacia un nostálgico cielo otoñal. Otros pubs que sirvieron como escenario de estas tertulias inolvidables tenían asimismo nombres muy adecuados, como The Unicorn o The White Horse, este último especialmente durante los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando a causa de la escasez de cerveza, muchos otros hubieron de cerrar.

Los Inklings eran hombres de mentes perspicaces, muy poco narcisistas, y su ruidoso sentido del humor podía llegar a ser cáustico. Con el paso de los años llegaron a formar un auténtico microcosmos unido por profundos vínculos, pues muchos de ellos habían combatido en la Gran Guerra, y participaban del espíritu de honda camaradería que unía a todos los supervivientes, y que en su caso se había transformado en

1 Carta a Greeves, fechada el 18 de octubre de 1931, publicada en They Stand Together: the Letters of C.S. Lewis to Arthur Greeves (1914-1963), editado por Walter Hooper en 1979.

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una verdadera amistad. Ante aquella selecta audiencia fueron leídos El hobbit, El Señor de los Anillos, y también Las Crónicas de Narnia, o El problema del dolor, además de otras muchas obras, y no sólo de Lewis y Tolkien.

Todos aquellos libros eran alabados o criticados según los gustos personales y los vastos conocimientos de los asistentes, muchos de ellos auténticos sabios cuyo espectro de intereses intelectuales era ciertamente, y sin miedo a exagerar, humanista. Entre los más críticos estaban el propio “Jack”, el exigente “Tollers”, y Hugo Dyson, a quien no gustaba el elevado estilo lingüístico que iban adquiriendo las aventuras de Frodo Bolsón, y que “odiaba” a los elfos. Las tertulias de los Inklings se prolongaron desde aproximadamente 1928 hasta 1949, aunque de manera esporádica los amigos continuaron reuniéndose hasta la marcha de Lewis a Cambridge, en 1954.2

En ese año de 1954, y tras veinte de estudio y trabajo continuos, “Jack” había terminado una de sus obras de investigación fundamentales. Se trataba del volumen titulado La literatura inglesa en el siglo XVI, a excepción del teatro. También en ese mismo año aceptó la cátedra de Literatura medieval y renacentista en Cambridge, pasando a formar parte en 1955 del claustro de profesores del Magdalene College en la otra gran ciudad universitaria inglesa. Paralelamente, su amistad con Tolkien se fue enfriando, aunque escribió dos elogiosas reseñas de los sucesivos volúmenes de El Señor de los Anillos, publicados precisamente en ese bienio gracias, entre otras cosas, al aliento continuo de “Jack”. Persuadido de la genialidad de su amigo, Lewis había urgido a Tolkien durante más de doce años para que llevase a término su obra magna. Esos comentarios que publicó el Times Literary Supplement son, en su agudeza y brevedad, lo mejor que se ha escrito nunca sobre la obra más leída de Tolkien. En 1956, “Jack” se casó con Helen Joy Davidman, una poetisa estadounidense con la que había mantenido correspondencia desde 1950. Joy admiraba los escritos de Lewis, pero era una feroz luchadora intelectual, y sostenía con él apasionados debates de ideas. A partir de aquella relación epistolar fue surgiendo entre ellos algo más que una amistad. Joy era judía, había sido comunista, y antes de conocer a “Jack” a través de sus obras, se consideraba atea. La lectura de sus libros la había ayudado en parte a recorrer el camino de vuelta al cristianismo, y se había hecho presbiteriana.

2 Sobre este tema, y en particular acerca de la mutua influencia mitopoética que ejercieron unos inklings sobre los demás, véase el excelente estudio de D. GLYER, The Company they Keep. C.S. Lewis and J.R.R. Tolkien as Writers in Community, The Kent State University Press, Ohio 2007.

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Estaba casada desde 1942 con un escritor, William Gresham, y tenían dos hijos; pero él era alcohólico y la maltrataba, y Joy había huido a Inglaterra para evitar a su marido, quien además le era compulsivamente infiel. Una vez obtenido el divorcio, y para conseguir el permiso de residencia en el país, “Jack” accedió a casarse con Joy. La boda civil fue seguida de una noticia dolorosa y terrible para ambos: ella tenía cáncer, concretamente un sarcoma de Ewing. Y, puesto que ambos se habían dado cuenta de que se amaban en verdad, decidieron contraer matrimonio en marzo de 1957 ante Dios y los hombres, en una ceremonia celebrada por un sacerdote anglicano que había sido alumno de Lewis. “Jack” siempre consideró que el matrimonio anterior de Joy había sido nulo, pero no todos sus amigos lo vieron del mismo modo. Sea como fuere, vivieron juntos los últimos años de Joy, que murió a causa del cáncer de huesos en 1960.

La salud de “Jack” había empezado a empeorar ya durante los años de convalecencia de Joy, aquejado de osteoporosis y problemas cardíacos, que le llevaron a las puertas mismas de la muerte en julio de 1963. Se recuperó brevemente, pero fue un espejismo. Su vida se apagaba poco a poco. Y así, el 22 de noviembre de ese mismo año, exactamente el mismo día en que morían John F. Kennedy y Aldous Huxley, Clive Staples Lewis fallecía en su casa, The Kilns, confortado por su hermano “Warnie”. Tras la muerte de su amigo, Tolkien pasó largos ratos leyendo y meditando uno de los últimos libros escritos por “Jack”, Cartas a Malcolm, especialmente sobre la oración, que se convirtió durante un tiempo en su libro de cabecera. En una carta, Tolkien confesaba a su hija Priscilla que la muerte de “Jack” había sido para él «como un hachazo en las raíces». Su amistad pervivía, profunda y silenciosa como la vida secreta de los árboles. Warren Lewis moriría diez años después que su hermano, en 1973. Los dos están enterrados en la iglesia de Holy Trinity en Headington Quarry, en Oxford. A la muerte de “Jack”, su hermano mayor había encargado grabar en la lápida, a modo de epitafio, una cita de Shakespeare: Men must endure their going hence, «los hombres deben soportar su partida». Albert, el padre de los Lewis, había guardado la hoja del calendario donde estaba escrita esa frase desde el día en que muriera su esposa Flora, muchos años atrás. Mientras tanto, el río de la vida había seguido fluyendo, y seguiría haciéndolo, atravesando mansamente las tierras de penumbra de este mundo.