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LAS ESCRITORAS DE “LA TERTULIA” DE MEDELLÍN (1960-1964) 1 Mas si el saber es el imán del pensamiento, una vez logrado se acumula y se alza como pasado frente al hombre. Mientras que el pensar es acción, insustituible acción, en la que se revela la esencia de la condición humana: descubrir la ignorancia rescatando su libertad. Y sólo así se abre el futuro (1956) María Zambrano Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia [email protected] Reunir a un grupo de escritores, heterogéneos en muchos sentidos, para conversar sobre cualquier tema, fue una idea que se le ocurrió al doctor Gonzalo Restrepo Jaramillo a mediados del año 1961. Era necesario abrir un espacio de discusión y encuentro entre la joven generación de escritores que comenzaba a escribir y se revelaba prometedora, y otros escritores de trayectoria reconocida en el medio cultural de Medellín. 2 Entre los distintos miembros del grupo: Sofía Ospina de Navarro, Gonzalo Restrepo Jaramillo, Pilarica Alvear, Olga Elena Mattei, María Helena Uribe, Manuel Mejía Vallejo, Rocío Vélez, Arturo Echeverri Mejía, Regina Mejía, Jaime Sanín Echeverri y Jorge Montoya Toro se observan diferencias no sólo de edad sino también de mentalidad y estilo. Esto no obsta para que a unos y otros los animara un mismo espíritu: propiciar un medio de comunicación cultural donde se pudiera hablar y discutir de “lo humano y lo divino” sin prejuicios de ningún orden (Mejía 1962ª: 9). Con la iniciativa de Restrepo Jaramillo se logró conformar un grupo inicial de doce personas, seis mujeres y seis hombres que se reunían regularmente en la sala de la rectoría de la Universidad de Antioquia, facilitada por el abogado Jaime Sanín, también escritor y miembro del grupo. 3 En esas reuniones informales que se llevaban a cabo los miércoles se hablaba de literatura o se leía lo que cada uno iba escribiendo. Aunque casi todos habían escrito algo antes, La Tertulia promovió, entre 1962 y 1963 la publicación de obras de distintos géneros de todos sus miembros (Troncoso 1986:72-73). Cuando aprendí a pensar, la única novela de Pilarica Alvear; Polvo y ceniza, una colección de cuentos

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LAS ESCRITORAS DE “LA TERTULIA” DE MEDELLÍN (1960-1964)1

Mas si el saber es el imán del pensamiento, una vez logrado se acumula y se alza como pasado frente al hombre. Mientras que el pensar es acción,

insustituible acción, en la que se revela la esencia de la condición humana: descubrir la ignorancia rescatando su libertad.

Y sólo así se abre el futuro (1956) María Zambrano

Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia [email protected]

Reunir a un grupo de escritores, heterogéneos en muchos sentidos, para conversar sobre cualquier tema, fue una idea que se le ocurrió al doctor Gonzalo Restrepo Jaramillo a mediados del año 1961. Era necesario abrir un espacio de discusión y encuentro entre la joven generación de escritores que comenzaba a escribir y se revelaba prometedora, y otros escritores de trayectoria reconocida en el medio cultural de Medellín.2 Entre los distintos miembros del grupo: Sofía Ospina de Navarro, Gonzalo Restrepo Jaramillo, Pilarica Alvear, Olga Elena Mattei, María Helena Uribe, Manuel Mejía Vallejo, Rocío Vélez, Arturo Echeverri Mejía, Regina Mejía, Jaime Sanín Echeverri y Jorge Montoya Toro se observan diferencias no sólo de edad sino también de mentalidad y estilo. Esto no obsta para que a unos y otros los animara un mismo espíritu: propiciar un medio de comunicación cultural donde se pudiera hablar y discutir de “lo humano y lo divino” sin prejuicios de ningún orden (Mejía 1962ª: 9). Con la iniciativa de Restrepo Jaramillo se logró conformar un grupo inicial de doce personas, seis mujeres y seis hombres que se reunían regularmente en la sala de la rectoría de la Universidad de Antioquia, facilitada por el abogado Jaime Sanín, también escritor y miembro del grupo.3 En esas reuniones informales que se llevaban a cabo los miércoles se hablaba de literatura o se leía lo que cada uno iba escribiendo. Aunque casi todos habían escrito algo antes, La Tertulia promovió, entre 1962 y 1963 la publicación de obras de distintos géneros de todos sus miembros (Troncoso 1986:72-73). Cuando aprendí a pensar, la única novela de Pilarica Alvear; Polvo y ceniza, una colección de cuentos

de María Helena Uribe de Estrada; Sílabas de arena, poemario de Olga Elena Mattei; Calle tal... número tal de Regina Mejía, obra compuesta de varias piezas breves de teatro; La abuela cuenta, crónicas del viejo Medellín de Sofía Ospina de Navarro; La tercera generación, novela de Rocío Vélez; Dos horas de literatura colombiana, ensayos de Javier Arango Ferrer; Los círculos concéntricos, ensayos de Gonzalo Restrepo Jaramillo y Tiempo de sequía, colección de cuentos de Manuel Mejía Vallejo. Magda Moreno, Mabel Escobar de Ortega, Darío Ruiz, Javier Arango Ferrer, Leonel Estrada y Óscar Hernández, aunque no integraron el grupo inicial, mantuvieron estrechos vínculos con él y asistían con frecuencia a los encuentros de La Tertulia. Ésta funcionó, casi sin interrupción, durante varios años gracias –como advierte Mejía Vallejo– a la presencia y decisión de las mujeres (Mejía 1962:9). Y fue precisamente éste uno de los que más aportó al grupo con su reconocida experiencia de escritor de cuentos y novelas y como director de la Imprenta Departamental de Antioquia, en donde se editaron, con papel sobrante, los textos de esa generación de escritores. Dentro y fuera de La Tertulia, Mejía Vallejo fue un “verdadero maestro” que orientó el trabajo creativo de muchas de las recién iniciadas escritoras (Mattei 1992). En poco más de un año, de septiembre de 1962 a diciembre de 1963, se escribieron y publicaron diez textos, lo que constituyó, en la opinión de Abel Naranjo Villegas, el más sistemático y fecundo esfuerzo de un grupo de escritores colombianos por “dotar de instrumentos intelectuales a la literatura de todos los géneros” (Naranjo 1963a:1). Paralelo a ese grupo, otros escritores antioqueños de la época –algunos de los cuales han alcanzado luego reconocimiento nacional– dieron cuenta de las múltiples problemáticas del hombre y la sociedad colombiana con una gran eficacia estética, y mostraron el esfuerzo de los escritores de la región antioqueña por vincularse a la gran corriente de la cultura universal, sin dejar de recrear la propia realidad.4 Esta peculiar circunstancia cultural hizo afirmar a Manuel Mejía Vallejo en 1966 que la literatura de Antioquia contaba en ese momento “con tres generaciones bien equipadas”.5 Nunca antes esa literatura había tenido más disposición de hacer una obra importante, no obstante el peso de Tomás Carrasquilla, Porfirio Barba Jacob y Baldomero Sanín Cano. Los escritores de la nueva generación no aparecieron por generación espontánea. Hubo un largo proceso de asimilación, aprendizaje, autonomía y búsqueda de definición de estilos propios. Los novelistas y cuentistas debían algo, por adopción o reacción a Tomás Carrasquilla, a Francisco de Paula Rendón, a Efe Gómez, a César Uribe Piedrahita; los ensayistas y cronistas se nutrieron de Sanín Cano, Roberto Jaramillo, Luis López de Mesa y Luis Tejada. Los poetas tenían su deuda con León de Greiff, Barba Jacob y Abel Farina, y los mismos

nadaístas eran “hijos de la rebeldía anárquica” de Fernando González (Mejía 1966:1).6 A una invitación que hizo el director de el periódico “El Colombiano Literario”, Jorge Montoya Toro, a los iniciados escritores antioqueños a participar en las páginas del periódico, el escritor, crítico y ensayista Gonzalo Cadavid Uribe, les advertía, en 1964, sobre los peligros de la escritura y el largo camino que deberían recorrer.7 No había que ignorar que el artista debía estar siempre en plan de principiante y que cada conquista que realizaran era apenas una limitación que adquirían, por cuanto el mundo de la creación repite por naturaleza los caminos que llevan a su término. “La creación artística es un espacio cuyos límites no ha visto nadie y cuya periferia viaja a ritmo con su centro, alejándose a medida que ese centro crece” (Cadavid 1964:1). Esta idea de disciplina y de vocación excluyente que es la actividad literaria, era compartida por los miembros de La Tertulia. Ellos reconocieron que la experiencia no se improvisaba, supieron del compromiso adquirido y de la expectativa que estaban creando en el medio con cada nueva obra que aparecía en el mercado. Esto los obligó a depurarse, a exigirse más, a rebasar los formalismos de la literatura tradicional que a veces el ambiente antioqueño demandaba. Había que abrir caminos, tomar el riesgo de lo nuevo, proponer alternativas estéticas distintas, y fue esto lo que hicieron y lograron: Olga Elena Mattei fue una de las revelaciones de la lírica colombiana (Mejía 1962b:9); caso singular, “voz nueva y refrescante de la poesía” (Uribe Ferrer, 1962:10); Regina Mejía, en el teatro, siguió una línea muy moderna, cultivada por maestros como Strindberg, O`Neill, T. Wilder, T. Williams (Naranjo 1963b:3); María Helena Uribe, en el cuento, tuvo el mejor estilo entre las escritoras colombianas (Restrepo 1963a:3); Arturo Echeverri, en la novela, mostró de manera auténtica lo que era Colombia (Garzón 1980:11). “Por este don y la fuerza que adquieren hablando sus personajes, presiento que este escritor de la Montaña es uno de los más vigorosos dramaturgos de Colombia” (Arango Ferrer 1960:1); Manuel Mejía Vallejo, en el cuento y novela, se destacó por su “substancia dramática y fascinación humana, vitalidad en el lenguaje hablado y tensión dramática” (Levy 1967:157). Escritoras y escritura femenina Como lo que interesa es destacar la obra literaria de las escritoras pertenecientes a La Tertulia —además son las únicas que muestran una producción consistente en la cultura antioqueña—, veamos, en rasgos generales, el trabajo realizado por cada una de ellas, no sin antes caracterizar las líneas de pensamiento de los años sesenta. La Tertulia la conformó un grupo de escritores, homogéneos en su

dedicación y en la exigencia con el lenguaje, aunque bien diferenciados en sus estilos, concepciones ideológicas y estéticas. Como se dijo al comienzo, entre la generación de Sofía Ospina (70 años), Restrepo Jaramillo (67 años), Uribe Ferrer (45 años), y los demás miembros de La Tertulia, cuya edad promedio no superaba los 30, había de por medio no sólo tendencias literarias y estéticas, sino también maneras distintas de aprehender y explicar la realidad (Vélez 1963:1-2). A los primeros les tocó vivir en un mundo estable en el que los valores mantuvieron su vigencia por décadas. Fue un período sin sobresaltos en la vida social y en la mentalidad de las gentes. En lo económico fue lenta la transición entre el régimen precapitalista y el capitalista. Dominio señorial, vida cuasimonástica y patriarcal caracterizó el largo período de hegemonía conservadora –46 años– que se prolongó desde 1886 hasta 1930. Al respecto recuerda Gonzalo Restrepo:

Los ateos, gentes de salón, casi siempre profesionales y científicos, miraban con cierta compasión a los creyentes y no pretendían convertir su ateísmo en sistema político para organizar los Estados. Llegado al poder no pasaban de hostilizar a las comunidades religiosas y perturbar la educación pública; si bien en ese terreno eran más peligrosos los librepensadores y herejes que los ateos. Los partidos políticos peleaban la superficie pero no el subsuelo de las instituciones. Cuando se iba a la guerra, románticamente como Mambrú, querían sacrificarse por cosas trascendentales. Lo único trascendental era su heroísmo. Los motivos mismos de la pelea podían arreglarse y se arreglaron pacíficamente en 1910. Cuando el liberalismo triunfó en 1930 no hubo catástrofe, con lo cual no queremos decir que no ocurriera nada grave, sino que lo esencial subsistió, hasta la Constitución conservadora de 1886 (Restrepo 1963b:1).

Las escritoras de La Tertulia no escaparon ni pretendieron rehuir al imperativo contemporáneo que reclamaba de ellas la máxima conciencia como intelectuales que eran, ni a su dedicación a la literatura que exigía una entrega, ni mucho menos al requerimiento de asumirse como mujeres de manera peculiar. El decenio del sesenta anunció los grandes cambios que marcaron el resto del siglo XX, particularmente en el desarrollo tecnológico y en el desmoronamiento de las ideologías tradicionales (Grisioni 1987:17-102). El pensamiento, las costumbres y la vida cotidiana alcanzaron matices tan diversos y complejos que nadie pudo prever. Las ideologías brotaron y se cruzaron; el existencialismo se impuso en sus más variadas manifestaciones filosóficas y literarias y encontrados representantes, desde

Jean Paul Sartre con una postura materialista y atea, hasta la metafísica y católica de Gabriel Marcel. Otras corrientes de pensamiento acompañaron al existencialismo: el materialismo histórico y dialéctico, el personalismo, la fenomenología, el estructuralismo, entre otros (Morin 1976:8-68). También la guerra fría acentuó la lucha ideológica y propició un clima de intolerancia que tocó todos los aspectos de la vida social y política. La diferencia generacional comenzó a generar conflictos en la familia y demás instituciones. Las artes, en sus distintas manifestaciones, alcanzaron un grado de desarrollo sin paralelo en la historia. Desde las más refinadas y clásicas formas hasta la recuperación de la expresión cotidiana y popular, se llega a las más elaboradas y revolucionarias técnicas que pasan por el tamiz estético de artistas y creadores. La pintura y la música, particularmente, revolucionaron la sensibilidad y abrieron camino a novedosas e imaginativas innovaciones. En Colombia, la intolerancia política partidista creó un clima de violencia sin precedentes con 200 mil muertos en menos de diez años de guerra civil no declarada (Oquist 1978:13-97; Sánchez 1986:183-332) y llevó irremediablemente a una desconfianza en las instituciones –que propiciaron esa violencia– que pretendían mantener el statu quo social y moral del País. Esto generó una crisis de valores que afectó profundamente la sociedad entera; y de la que aún hoy se sienten sus efectos. En lo cultural se habló de una falta de autenticidad y compromiso de los escritores y artistas al no dar cuenta de la realidad dramática que se vivía. En las regiones, si bien se buscó mantener el orden tradicional, respetar los valores de siempre y asegurar la hegemonía religiosa, ya no fue igual. La violencia trajo muchos cambios, sobre todo con la penetración y aceleración del capitalismo agrario en el campo, y el industrial en las ciudades (Abel 1987:179-228; Torres R. 1985:53-116). Una nueva noción de cultura y de sociedad se imponía, pero las estructuras vigentes no correspondían a esa urgencia por su arraigo en una tradición de siglos. Había que iniciar una revolución, así fuera burguesa, como la propuesta desde la revista Mito populista o diletante, tal como se expresaba en el movimiento nadaísta; pero revolución que tocara la conciencia y con ella, las estructuras mentales de la sociedad. Y aunque no las cambiara inmediatamente, por lo menos, debilitara sus soportes atávicos y pusiera en jaque sus propuestas anacrónicas, para que, finalmente, diera paso a otras alternativas de sociedad. Las revistas Mito, Letras Nacionales, Eco y Crítica, principalmente, dieron cuenta de los cambios producidos en lo social, moral, cultural y estético. Ya no se era

coterráneo del campesino y de su vida apacible, sino contemporáneo de todos los hombres y destinatario de todas las corrientes del pensamiento (Jaramillo 1989:3-17; Moreno-Durán 1989:19-30; Torres D. 1989:31-42). Los nadaístas con su iconoclasia, irreverencia y protagonismo, auspiciados por ciertos sectores dominantes de la sociedad –que han sido y siguen siendo hostiles al verdadero arte como expresión de una cultura distinta–,8 dieron cuenta, no de un estado de vacuidad ni de la socialización de la irresponsabilidad, sino más bien de la crisis de la sociedad causada por la inversión de los valores que se venía produciendo (Romero 1988:33-87; Cobo Borda 1988:195-235). Al respecto Gonzalo Cadavid afirmaba en 1963:

La crisis actual es el fracaso de una cultura nacional, y deriva de la exaltación inconsulta del hombre y de conceptos que no realizan a cabalidad los valores de la nacionalidad. Carcomida la sociedad por tantas décadas de insinceridad, era fatal que desembocáramos en una hora como ésta que vivimos, en la que toda aristocracia cede ante la presión de lo chabacano. En televisión, el mal cine de pistoleros, el documental de los violentos, el charco de estupideces donde chapotean los petimetres sin distinción; en radio, la propaganda ilógica, la música cabaretera, el humorismo que hacía sonrojar públicos de burdel; en literatura, calco servil de folletinistas extranjeros, relato de violencias corporales y espirituales. Todo achatado, todo traspasado de vulgaridad, todo fabricado para el espasmo del momento, con historias de segundos, sin más trascendencias que su negación de toda trascendencia (Cadavid 1963b:1).

Lo que para Cadavid era una falta de identidad, para Gonzalo Restrepo Jaramillo, ideólogo del conservatismo, el mal social del presente siglo se debía a que el hombre tanto en su vida particular como en la social había perdido el camino de la moral. De ahí la “angustia siniestra” que vivía y recordaba “la señal que puso Dios sobre la frente de Caín”; todo era producto del ateísmo, de un existencialismo nihilista y de una exagerada primacía de lo económico sobre cualquier otro valor (Echeverri 1962:11-13). Sin embargo, para el escritor liberal progresista Eduardo Santa, ese malestar se debió a una falta de autenticidad de casi todos los estamentos de la sociedad; sobre todo de aquellos que ejercieron alguna responsabilidad en ella, y particularmente entre los escritores, artistas e intelectuales. Porque es precisamente en la novela y en el arte en general donde más se observa la falta de autenticidad que luego:

va creciendo con el concurso de otros factores no menos nocivos que el

primero. Porque lo menos que un pueblo puede exigir a sus artistas es eso: autenticidad. Ser auténtico en arte significa elaborar la obra con materiales propios. Ser fiel a sí mismo y fiel al medio ambiente y, en consecuencia, elaborar la obra con materiales extraídos subjetivamente del artista mismo y subjetivamente del medio que le rodea. En lugar de ir a otras fuentes extrañas que nacen de la imitación de lo foráneo, de la moda importada o de la asimilación de técnicas que no se compadecen con el tratamiento de temas nacionales. Se me dirá que no hay temas nacionales, que todo tema es universal pero ello es una simple inversión de valores, ya que los temas son universales en la medida en que sean regionales [...] No sé por que en nuestro país el artista en muchas ocasiones tiene la propensión de alejarse de su medio, lo que equivale a afirmar que se aleja de sí mismo [...] Seguimos la tradición de lo inauténtico y en ella estamos en la hora actual (Santa 1962:70-71).

Desde esta perspectiva en la que se observan en parte las estructuras mentales de una época, se desarrolló una literatura femenina singular por el número de mujeres que participaron, las peculiaridades de sus estilos, el afán renovador de las formas literarias y de pensamiento que las motivó; por haber logrado captar la atención de los lectores y los críticos y propiciar un nuevo concepto sobre la mujer como creadora e intelectual. En fin, por haber puesto en entredicho una labor y una vocación exclusiva –la femenina– en una sociedad altamente tradicional al respecto y haber quebrado el dominio masculino en una actividad que estimaba como prerrogativa propia, la literaria (Gutiérrez 1994:427-444). Si en cinco años, entre 1959 y 1964, siete escritoras publicaron once obras literarias, desde la poesía hasta la novela, pasando por el ensayo, el cuento, la crónica y el teatro, era porque el medio había evolucionado lo suficiente como para acoger a este grupo de intelectuales. Además, ellas mismas, con su osada actitud, contribuyeron a fisurar los viejos patrones mentales y los roles asignados a la mujer. Las jóvenes escritoras no se conformaron con el cultivo de la belleza formal, sino que trataron temas de interés que implicaran reflexión (Restrepo 1963a:3) y acertado criterio crítico con respecto a las tendencias estéticas vigentes y a la sociedad de su tiempo. Al aceptar el reto que les demandó la modernidad –el cual significaba estar abierto a las nuevas tendencias del pensamiento–, participaron de igual a igual con los hombres en el redescubrimiento de un mundo que les permitía innumerables posibilidades para abordar la realidad. Al deponer el espíritu de frivolidad con que acogían la literatura y tomar conciencia clara de la exigencia de ésta, la asumieron no como divertimento,

sino como oficio exigente; empezaron a mostrar los problemas que las acosaban a ellas y a su sociedad. Pero para esto tuvieron, que recrear el mundo que iban a revelar y reencontrarse como mujeres y como creadoras. Así dejaron de ser, en definitiva, subsidiarias del hombre –”predicado de éste”– al cual se le adherían “como un bello adjetivo” (Cadavid 1963c:1). UNA GENERACION DE ESCRITORAS ANTIOQUEÑAS

La escritura: esa tentativa desesperada de testimoniar el amor compartido de lo real y lo imaginario,

y la creación del mundo Jeanne Hyvrard

Sofía Ospina de Navarro (Medellín 1892-1974) Excelente cronista de la vida cotidiana, lo mostró en sus escritos permanentes en los periódicos El Colombiano y El Espectador. Sus normas de urbanidad al estilo Carreño en su Don de gentes: compromisos de la cultura social (1958) y La cartilla del hogar (1964), deliciosas y prácticas recetas de cocina que aún hoy se reeditan por enésima vez, hicieron de esta matrona antioqueña uno de los baluartes de la cultura cotidiana. Pero si por un lado se encuentra la maestra en el arte culinario y las buenas costumbres, por el otro se ve a la observadora atenta del diario discurrir de las cosas del pasado y del presente de una ciudad y de un pueblo que va pasando de la vida pueblerina y cuasi monacal a la acelerada y conflictiva de los tiempos modernos. Según Tomás Carrasquilla, Sofía Ospina estaba dotada para la labor literaria porque dominaba con garbo y modestia el difícil género del cuento. De la misma manera que atrapaba el tema, le asignaba el concepto que resulta categórico y definitivo. Como escritora de pura cepa, con sencillez y naturalidad impuso un estilo que se caracterizó por un peculiar don de observación, sutileza y agilidad para tratar personajes, describir ambientes con unas “ciertas gotitas de una burla tan justificada como saludable”; todo ello escrito con impecable dicción y sazonado fondo (Carrasquilla 1964,II:800). Por ser la más fiel traductora mental y literaria de las costumbres sociales del pueblo antioqueño y por “esa nota de humor fino pero sano y reconfortante” (Ospina 1964:169), los libros de la escritora: Cuentos y crónicas (1926) y La abuela cuenta (1964) son, en la opinión de Fernando González, testimonios vivos de un pueblo, una “sinfonía humana” llena de inteligencia y amor

(González 1964:13-14). En ellos se encuentran recogidas crónicas sobre las costumbres, los juegos infantiles, ciertos personajes típicos, la moda, el matrimonio, la mujer en la casa y el feminismo, las dolencias y medicinas, las fiestas religiosas y carnavales; también las historias de la quebrada Santa Elena que atravesaba la ciudad, de las hermosas mansiones señoriales, de las fondas camineras, de la guerra de los Mil días, entre 1988 y 1902, y de las famosas echadoras de cuentos, entre muchas otras historias. Sofía Ospina es una “experta en el gracejo oportuno, en la salerosa remembranza, en la sapiente dosis de humor con bouquet de aristocracia [...] Conjúgase –en ella– sin repetición ya posible el más exquisito don para acicalar con las virtudes de la literata afortunada a la matrona confortablemente guardada entre prescripciones y permisiones sociales y morales” (Cadavid 1964b:8). En 1926 Carrasquilla reconoció en las crónicas de la escritora sobre el Medellín antiguo –que ella llama un “rumiar lo ya vivido”– una manera muy propia de escritura, fruto de su propio huerto, ajena a las influencias y parafraseos librescos tan en boga en la época (Carrasquilla 1964, II:800). Fue ella una de las primeras mujeres que en la Antioquia del siglo XX, con el natural desconcierto que produjo, se encaminó por los senderos de la creación literaria. Dirigió Letras y encajes (1926-1959), una de las revistas femeninas de mayor permanencia en el medio antioqueño y colombiano (Londoño 1990:17-18), y enfrentó con sus cuentos y crónicas el ambiente regional con una visión certera, elegante y sutil, a pesar del peso enorme que representaba Carrasquilla, quien estaba en el apogeo de su grandeza solitaria (Ospina 1964:10). En 1933, al observar el estilo ágil y vigoroso de Sofía Ospina, Luis Cano, director de El Espectador, opinó que de continuar escribiendo así, sería la heredera única del estilo y el genio de Tomás Carrasquilla (Ospina 1964:169). Pilarica Alvear Sanín (Medellín, 1942) Al hacer una crónica de La Tertulia, Rocío Vélez, refiriéndose a la única novela de su colega Alvear, afirmaba que era una niña que había explicado en cien páginas el difícil proceso de aprender a pensar (Vélez 1963:1). Cuando aprendí a pensar (1962), el primer libro de la colección de La Tertulia, es una suma de recuerdos y vivencias salvadas del olvido. Pilarica lleva al lector adulto de la mano para hacerle vivir aquellas experiencias inolvidables de la infancia feliz. Habla de sí misma, de su casa, de sus padres, de la abuela consentidora, de la cocinera malgeniada, del hermano hostil, de la madre triste, del campo y de las inolvidables sensaciones de esos primeros pasos por la vida. Pocos libros como éste pueden dar una imagen tan viva, saludable y plena de “ese pedazo de vida que son los niños” (Vera 1963:4). Como la

misma Alvear afirma: “existen muchos libros de grandes, escritos para chiquitos: Yo he querido escribir para los grandes un libro de chiquitos” (Alvear 1962:9). Pilarica Alvear fue invitada por Restrepo Jaramillo a participar en La Tertulia, luego que leyera sus relatos publicados y elogiados por Ulises, Eduardo Zalamea, en una página completa del Magazín Literario de El Espectador. Tanto para los lectores capitalinos como para los antioqueños fue una grata sorpresa el reconocimiento a una novel escritora que no llegaba a los veinte años. La novela de Alvear hace recordar necesariamente, según Ulises, a escritoras como Minou Drouet, Françoise Sagan y Teresa de la Parra. El lector asiste a la formación de un estilo y de una “bien definida personalidad de escritora, de futura novelista; frescura, gracia, naturalidad, capacidad evocadora; suave, ingenuo, natural sentimiento poético, se aúnan para hacer gratísima la lectura de este pequeño libro” (Ulises 1962:2F). Para el ensayista y crítico Javier Arango Ferrer, esa novela no es un libro más, sino un grato “cursillo de sociología infantil” organizado con mucha gracia por una escritora que sabe cómo llevar a la conciencia infantil las imágenes y revelaciones del mundo (Arango 1963:96). Con un estilo natural y sencillo en el que se siente el anhelo de escribir (Mercado 1963:3), Alvear ingresa en la gran corriente de la literatura infantil antioqueña y colombiana, cuyas sombras tutelares están guiadas por: Tomás Carrasquilla con sus cuentos “El Zarco” (1925), “Entrañas de niño” (1906) y “Simón el mago” (1890); y Francisco de Paula Rendón con sus novelas Sol (1909) e Inocencia (1904). Alvear descubre al lector un mundo asentado sobre la gracia y sostenido por la emoción. La vida se regodea en su libro y fluye en él la ternura escondida tras el cristal de la prosa, “cristal que mira a Dios. En él vive una mujer de tránsito hacia la expresión perfecta de su alma” (Cadavid 1962:5). “Su libro es la primera asignatura para un curso de feminidad plena” (idem). En esta novela de prosa fluida y natural se descubre, en la opinión de Mejía Vallejo, “su genuina belleza sin afanosos desplantes”, y agrega:

según ocurre en toda obra de ficción, hay aquí detalles autobiográficos; es decir, se `autobiografían´ sensaciones, no las anécdotas que las producen. En tal sentido el recuerdo viene a participar de las categorías estéticas en cuanto representa una recreación, una realidad trascendida con ayuda de la bruma poética. En los mismos rasgos de angustia que salpican sus páginas se nota esa autenticidad tan escasa en quienes transcriben en letras de molde la por algunos llamada angustia de nuestro tiempo, donde a veces hay una desesperación sin nobleza, un sufrimiento sucio que fácilmente se

confunde con la pavura del hombre frente a todo lo visible y lo invisible que lo rodea y lo acecha (Mejía 1962c:8).

Olga Elena Mattei (Arecibo, Puerto Rico, 1933) Del elenco femenino de La Tertulia es la más audaz en el manejo y en la plasticidad de las palabras (Vélez 1963:2). Hija única, estudiosa del teatro, el ballet y la escultura; graduada en filosofía y letras y en arte y decoración. Poeta, promotora cultural, modelo, presentadora de radio y televisión, directora de galerías de arte, publicista, conferencista, crítica de arte, diseñadora. Mattei estuvo siempre rodeada de un ambiente de gran gusto y sensibilidad artística. Desde muy pequeña, como ella lo confiesa, escribió para conversar con ella misma y con las cosas. Le urge “volver palabras lo que es un sentimiento” (Mejía 1962b:9). Hasta ese momento la literatura femenina en Colombia no había superado el tono romántico, la anécdota sentimental e intrascendente. Muy pocas eran las poetisas y escritoras que descollaban en el panorama literario nacional. Entre ellas: la poetisa Amira de la Rosa (Barranquilla), la “Gabriela Mistral colombiana dueña de un ingenioso y ameno estilo” (Arango 1963:166); Fanny Osorio (Boavita, Boyacá), cronista, periodista y autora de comedias dramáticas y satíricas, es reconocida por sus logrados cuentos infantiles. Elisa Mújica (Bucaramanga, 1918), hábil para el relato en prosa y el tratamiento de los temas infantiles. Agripina Montes del Valle (Salamina, 1844-1915) quien fuera para Rafael Pombo una de las primeras en la lírica castellana y la más ilustre de las poetisas colombianas de su tiempo (Gómez 1952:128). En Dora Castellanos (Bogotá, 1924) el amor, tema constante, se vuelve nostalgia y ensoñación y preside el nacimiento del canto (Holguín 1968:6-8); su poesía es sensual, directa y desnuda. Otra apasionada cantora del amor, es Dolly Mejía (Jericó, Antioquia, 1920-1975), quien brinda una poesía de gran emotividad y de lenguaje simple que la hace la más popular poetisa de la primera mitad del siglo XX. Javier Arango la califica como “la Delmira Agustini colombiana”. Matilde Espinosa (Páez, Cauca, 1915), genuina voz lírica, interpreta con gran acierto la tragedia del pueblo en su más inmediata cotidianidad (Torres E. 1975:217). Es la primera que elabora una poesía social y trasmite no sólo el sentir de los seres en su más simple devenir, sino también la fuerza de las cosas elementales (Martínez 1980:15-22). En Maruja Vieira (Manizales, 1922), su poesía amorosa está llena de misteriosas sugerencias y cálidas evocaciones (Lagos 1987:61, 71). Y finalmente, Meira Delmar (Barranquilla, 1922), cuya poesía, traducida al italiano por Mario Vitale, alcanza su máxima fuerza lírica y

expresión intimista. Es Meira Delmar la voz más alta en el proceso ascendente que inicia la espiritual Josefa del Castillo (Arango 1963:165-166). Fuera de éstas, las demás voces poéticas femeninas se pierden, en el decir de Mejía Vallejo: “en la barahúnda de seudo versificadoras de sonetos de contrición, silabarios hogareños, pucheros infantiles y folclorismos de falsa ornamentación, o en el lugar común, donde las víctimas resultan siendo más los lectores que las autoras mismas” (Mejía 1962b:9). Con la poesía de Meira Delmar y la de Olga E. Mattei, se advierte un fresco renacer de la poesía femenina. El dominio de los temas es más universal; no se limitan a cantar lo que observan y viven, sino que, además, lo hacen de manera profunda, crítica y con gran decisión; tienen en cuenta, además, los conflictos del hombre moderno y de su sociedad. Este repaso superficial por el panorama poético femenino colombiano pone de presente aquella idea fundamental de que la mujer ingresaba primero a la “república de las letras como poeta, precisamente por el poder `mágico' de su palabra y los procedimientos intuitivos e irracionales que eran valorados en la poesía, pero no debían entrar en la narrativa” (Ciplijauskaité 1988:26). Por eso se sorprenden algunos críticos al leer la narrativa de escritoras como María Helena Uribe, Regina Mejía y Rocío Vélez, cuyos textos muestran no sólo una percepción particular del mundo propio, sino también una mirada crítica de sí y del acto creador, como pocos escritores del momento podrían parangonárseles. Mattei escribe como quien habla, como quien cuenta sus cosas a un amigo cualquiera. El tema del amor cruza toda su poesía aunque no es exclusivo: el amor al hijo, al hombre que sufre, al limitado físico, a la adolescencia, al esposo ausente, a la naturaleza. El tratamiento que le da al amor, la convierte en la colombiana que con más altura lírica lo expresa, y esto es difícil en un país donde el discurso poético cae con facilidad en la emoción y se hace del lado irremediable del corazón. Aunque la poesía de Mattei muestra los sentimientos en sus más diversas manifestaciones, éstos se hallan controlados por la razón. Elemental en ocasiones, arrebatada en otras, ella pasa de “la ternura más auténtica a la protesta encendida, con la sola intención que el buen gusto exige para no caer en lo chillón y declamatorio”. Sus composiciones giran en torno a cuatro temáticas: la primera es la de la vida íntima en la que desnuda su alma. En sus poemas se observa el júbilo de la esposa que ama y se sabe amada, el ansia de perpetuarse en el hijo, el temor a la muerte y los grandes interrogantes que atan y angustian al hombre. Se observa también en la

producción de Mattei, la visión trágica y sublime del niño sordomudo, “las pequeñas desolaciones y las infaltables alegrías que constituyen la vida de la pareja cuando el amor auténtico —de todo el cuerpo y de toda el alma—, lleno de sentimiento humano, la orienta y la satura” (Uribe F 1962:8). Le canta a la adolescencia, aquella edad que se descompone en mil pedazos; también a las ausencias y negaciones, a la soledad que es “infinita y circular”, la única fiel y verdadera compañía. “No me abandones cuando muera / y acompaña / mi canción solitaria / Soledad / soledad de mi ser / mi vieja soledad cansada” (Mattei 1962:72). El segundo motivo de interés se centra en la vida social. Afincada en la vida cotidiana, la poetisa muestra el sentimiento del hombre violentado por la injusticia social, el sufrimiento de niños inocentes, la enajenación producida por la competencia económica y la avidez del dinero. Protesta contra las desigualdades sociales y la violencia que había asolado el País en años recientes; además, contra la desintegración del hombre como efecto, en palabras de ella, “de la alquimia nuclear” que “hará del mundo un alambique humano atomizado” (Mattei 1962:32). Su tercera línea temática se observa en Pentafonía, donde se exploran terrenos nuevos en la poesía9 (Mattei 1964): el cosmos infinito, los elementos naturales, el destino del mundo, la cosmogénesis, los misterios del universo galáctico, el hombre asediado por los cataclismos sociales y estelares que se abaten sobre sí o sobre su imaginación, la energía, origen y motor de todo, la exaltación del espíritu a través de su energía psíquica, la biotecnología, la ingeniería genética, las variaciones sobre un tema recurrente, y el hombre inconforme y desolado con su inevitable destino. Mattei utiliza como material poético todo aquello que, no pareciendo poético lo es indiscutiblemente, pero que nadie se había atrevido a poetizar. La creación, el cosmos, los pueblos, la naturaleza, la genética, se articulan como un todo en un largo poema sobre el orden universal, en el que se trata de explicar la “razón de ser y de existir del hombre, sus incógnitas y sus angustias” (Mattei 1992). Todos los temas son tratados por la autora con gran armonía, alcance estético y un estilo muy personal, y recreados con delicadeza e intimidad de mujer “que no siente desvíos ni simulación varonil ni excesos de exhibición sensiblera. Recato y franqueza, justamente, son las notas de su feminidad” (Uribe F. 1962:8-9). Su obra no tiene origen geográfico ni destino prefijado, así hable de hombres y mujeres de América Latina o de cualquier esquina del mundo; es la de una agonista que dispuso su canto al despertar del nuevo tiempo nacido en el decenio del sesenta; tiempo intermedio que revolucionó la historia, la tecnología, las ideologías y al hombre mismo, ese sujeto paradójico cuyo invento se le salió de las manos y lo dejó

en estado de asombro permanente. Pero la poesía de Mattei no se quedó fijada en aquella época sin referente análogo en la historia, si bien era tan inesperado el instante presente, tan lleno de cataclismos y revoluciones aquí, en este país arrinconado por la violencia, como allá, en tantos otros lugares estremecidos por los nuevos órdenes en el pensamiento y en la imaginación. Tanto el ayer, primordial, originario; el hoy, escindido y doloroso; como el mañana, incierto y sobrecogedor, son motivo de su inspiración. Pocos poetas, sólo los que padecen el flagelo del asombro, escriben como anclados en un tiempo sin tiempo, el tiempo de los dioses, no obstante que a cada verso lo envuelva un hilo de Ariadna que remite a seres y lugares de absoluta cotidianidad. Sílabas de arena hizo detener no sólo la mirada y el ánimo de los transeúntes de la poesía, sino de un poeta, monje y escritor como Thomas Merton que le hizo decir –en carta personal– que este libro lo había conmovido de tal manera, por la abundancia de vida y de luz que proyectaba, que lo había dejado balbuciente. Manuel Mejía Vallejo fue aún más lejos al declarar que era la poetisa colombiana que con más altura había tratado el tema del amor; así lo confirmarían luego Marta Traba, Javier Arango Ferrer, Rafael Maya, Germán Arciniegas, al conocer cada uno de los libros que se fraguaron en ese crisol anhelante de imaginación: La gente (1974), Pentafonía (1964), Cosmofonía (1975), y luego vendrían: Conclusiones finales (1989), Cosmogonía y 21 volúmenes que deambulan por Medellín, Puerto Rico y Nueva York. Con La gente, más una selección de poemas de diez libros inéditos, escritos entre 1962 y 1974, la poetisa abre camino a la antipoesía femenina. Las gentes y las cosas se sublimizan en sus poemas –esta es la cuarta línea temática–. Un aliento nuevo cae sobre los objetos elementales que rodean al hombre y sobre sus actos cotidianos hasta elevarlos a su máxima condición: la poética. Las cosas corrientes adquieren un color inédito, muestran un lirismo fino, espontáneo, desprovisto de artificios. Una fina intuición penetra las cosas más simples y los más elementales acontecimientos. Adentrándose en la intimidad del oficio poético de Mattei, Aura López subraya:

“En los poemas publicados de Mattei como en su numerosa poesía inédita, se advierte: un oficio y una vocación, prolongados en un itinerario ininterrumpido que muestra que la autora ha hecho de su condición de poeta, una entrañable forma de vida. Hace treinta años ya sus poemas eran diferentes; rompían con los viejos esquemas, con las oxidadas palabras inofensivas; le dio a la poesía amorosa una dimensión humana

despojándola de todo artificio, buceando en el fondo del ser auténtico y el mundo que rodea a ese ser [...] Olga Elena Mattei, no se resigna al simple entorno personal, aunque de ahí parte su esencia poética: despojada de inútiles sentimentalismos, de emociones epidérmicas, salta su propio muro, abandona su piel, y tiende su mirada hacia los otros, escarbando en sus miserias y en sus alegrías que se convierten en alimento de su propia voz (López 1992:3).

Regina Mejía de Gaviria (Medellín, 1929) El poeta Óscar Hernández afirma que con la lectura de las piezas de teatro de Regina Mejía, le “volvió la fe en la literatura colombiana”, porque no sólo escribe sobre las cosas importantes de la vida como son el amor, el sexo, la soledad, la culpa, la alienación social y económica, la creación y el don de la palabra, sino porque lo hace de manera distinta a los dramaturgos de la época (Hernández 1963:2). Sus obras de teatro son piezas breves y densas que corresponden al mundo acelerado del presente. Mejía de Gaviria supera el teatro costumbrista y realista que por décadas se había producido en el medio. Presenta, además, grandes cambios en la técnica, en el funcionamiento y montaje y el los objetivos y temáticas al seguir de cerca los grandes maestros contemporáneos como Strindberg, O`Neill, T. Williams, entre otros. Las obras Calle tal, número tal... (1963) y El gallo cantó tres veces (1963) se caracterizan por el laconismo de la palabra, la sobriedad de la acción y una fuerza dramática como pocas veces se había visto en piezas de teatro colombianas. En sus obras se observa una subordinación de la visión a la palabra, atribuyéndole a ésta toda la potencia y el don misterioso que le corresponde (Naranjo 1963b:3). El alma que bulle en esos textos es la misma de la dramaturga que “casi no habla en La Tertulia, salvo cuando tiene algo que decir”. Sin embargo, sus textos, tanto por el alcance como por la profundidad y tratamiento de su temas, dejaron “atónitos a su colegas de La Tertulia” (Vélez 1963:2). Nadie imaginaba que detrás de la apariencia serena y discreta de la autora había “un pensamiento perenne y en tremenda ebullición, que se abría a los caminos de lo trascendental” (Restrepo 1963:1). En La pared (1963) Regina Mejía muestra que padres e hijos son culpables de su propia pared –su yo–. Todos somos de alguna manera pared. Nos hemos emparedado con ella desde Adán, origen de la culpa y del remordimiento. La pared que levantamos a nuestro alrededor nos ha sumido en la amargura y la congoja, como lo recuerda el versículo de Jeremías que aparece al inicio de la pieza de teatro.

El gallo cantó tres veces es un texto que atrapó la “energía psíquica” del filósofo antioqueño Fernando González, quien se declaró asombrado al descubrir en él “una obra maestra de arte” que rejuvenecía el espíritu. En esa obra los personajes son los trajes con que se encubre la vergüenza, la hipocresía y la doble moral. Y lo que la autora llama las almas, son los vestidos en forma de ideas. “El traje del drama, el estilo, es el mismo del drama: perfecto, bello, movido. No le falta ni le sobra” (González 1963:2). La dramaturga representa visualmente la dualidad humana de espíritu y materia al separar las almas de los cuerpos de sus personajes. Muestra el fenómeno que invade, satura y a veces asfixia al hombre contemporáneo al dejarse absorber por lo económico (Restrepo 1963b:3). Calle tal, número tal... es una obra de inusitado dramatismo, de golpes escénicos inspirados y lógicos que producen en el espectador la evidencia de estar en otro mundo, en un universo que obliga a trascender la escueta realidad inmediata. “Es el misterio creador desvelado magistral y dramáticamente” (González 1963:2). Las primeras palabras de la autora dirigidas a los espectadores –a la manera de Seis personajes en busca de autor de Pirandello– los sorprende y los ubica en otro ámbito de la realidad:

“En mala hora creé esta casa y cuando menos lo pensé se me pobló de personajes francamente indeseables. Quise ponerlos a vivir el drama que estaba gestando, pero no me hicieron caso. Traté de imponerles mi punto de vista, les sugerí frases que se negaron a decir [...] Por último me despidieron con cajas destempladas y hube de abandonar el lugar, para espiarlos por las rendijas, como vulgar merodeador. Debo, pues, salvar mi reputación y advierto que de lo digan o hagan ellos, no soy responsable (Mejía de G. 1963:76).

Esta frase sumada a lo que dice el inspector cuando el detective atrapa al culpable: “¡es la autora!”, produce un sentimiento de afectada reacción al poner en jaque todo: tema, acción, montaje, forma y la palabra misma que virtualiza tal drama. La forma, según Fernando González, es sustancial en el verdadero artista, y en esta obra lo es en “grado sumo”. Su obra, agrega el filósofo González, me produce un sentimiento de liviandad, de atemporalidad. “Es para mí un desvelador (un revelador), una llamada desde muy allá en la noche oscurísima poblada de twist y carcajadas, de meneos de caderas y hedores de cadaverina entreverados de pomadas de Isabel Arden” (González 1963:2).

En Puente de Eulalia (1963) se mezclan la ironía, la sorpresa, el movimiento, el ritmo, la autenticidad, el espacio y el tiempo, trabajados de manera que “dan la sensación de liviandad, levitación y milagro”. Eulalia padece la agonía de vivir el instante; no logra huir de su propio abatimiento y olvida que se nace, se vive y se muere solo. Su búsqueda desesperada de lo Otro, del Otro, se vuelve tragedia. Eulalia descubre, no sin dolor, que Dios es ineludible porque lo envuelve todo. Como señalara Fernando González, Mejía le ha dado forma a esta gran tragedia o tragicomedia que es la vida, “que es el agonizar de los mortales [...] y vaso transparente que se ajusta a la suprema ley artística: que comunica la desnudez de la vivencia... Esta Regina es la primera maga dramática suramericana” (González 1963:2). Rocío Vélez de Piedrahita (Medellín, 1926) Esta escritora ha sido una observadora sagaz y crítica implacable de los vicios de la sociedad antioqueña y colombiana. Como miembro asiduo de La tertulia se adelantó a las otras escritoras del grupo con su admirable y decidida crítica social, plena de interés y realismo (Restrepo 1963a:3). Tanto en El hombre, la mujer y la vaca (1960), como en El pacto de las dos Rosas (1963) y La tercera generación (1963), Rocío Vélez, con un estilo ameno deja entrever la sátira social y un penetrante humor. En El pacto de las dos Rosas, por ejemplo, se muestran las desventuras de las dos protagonistas, una rica y otra pobre, llamadas ambas Rosa, y cuyos destinos se intercambian sin que ninguna logre asimilar el nuevo, por no haberle pertenecido nunca. Con un fondo de ironía y aristocrática visión, se pone en cuestión aquello de que la clase a la que se pertenece no es un añadido, sino una sustancia. Desde sus crónicas humorísticas Entre nos I y II (1959, 1973), pasando por novelas como La cisterna (1971), La guaca (1979), El terrateniente (1978), Por los caminos del sur (1990) y en los libros de ensayos: Comentarios sobre la vida y la obra de algunos autores colombianos (1977), Guía de la literatura infantil (1983), El diálogo y la paz: mi perspectiva (1988), Rocío Vélez, con un estilo ameno y castizo, presenta una visión crítica de la sociedad. Nada del acontecer cotidiano le es ajeno. Sagaz y atenta observadora de los asuntos culturales, lo es también de los sociales y políticos, y de la condición de la mujer acechada por unas pautas de comportamiento rígidas y discriminativas que la reprimen y la culpabilizan. La autora se interesa por ahondar, a través de los personajes de sus novelas, en la moral confusa de una sociedad que aún no halla su lugar y menos su identidad. Últimamente una nueva inquietud intelectual

ocupa el tiempo de la escritora: la imaginación infantil. Por ser de gran importancia los planteamientos de Gonzalo Cadavid –crítico y escritor que vio surgir y promovió a muchas de estas mujeres en periódicos, suplementos y revistas–, seguimos de cerca sus acertadas reflexiones, que permiten ubicar el pensamiento de ellas, su evolución intelectual, sus expectativas y la mirada que sobre aquellas pudo configurarse en su época. Hasta la década del sesenta, el concepto cultural que se tenía de la mujer en el País era que sólo constituía motivo de inspiración. En ese sentido no había encontrado una justificación para vivir como intelectual, como ser pensante y creador. Al no existir sino en función de ser cantada, ella “cifraba su existir en los cantos que inspiraba, y no había descubierto su voz, el misterio indecible de su canto, el mundo sobreabundante de su intuición”. Al revelar su capacidad descubre otras maneras distintas de percibir el mundo:

Almanauta de prodigiosas adivinaciones, ya sienta en el quicio de la casa de nuestro corazón un niño para que narre la parábola esplendorosa de su infancia y el acertado descubrimiento de las fronteras de lo real [se refiere a la novela Cuando aprendí a pensar de Pilarica Alvear], ya sitúa el canto del gallo en el centro de las intenciones para desnudarlas [alude al Gallo cantó tres veces de Regina Mejía], ya nos cuenta [...] de las esperanzas casi voluptuosas con que la niña asiste a la construcción de las copas o los cálices [remite a El cáliz de María Helena Uribe],10 y, como un río de caudalosas espumas sólidas, hace correr hasta nuestros ojos la leyenda de los sueños, descubriendo el soñar no libidinoso, el soñar infantil que permanece acurrucado en el alma de cada mujer como una nostalgia del paraíso que viaja en su cuerpo [se refiere a la poesía de Olga Elena Mattei y a los cuentos de María Helena Uribe]. Descubridora de paraísos propios de solo ella, lleva su creación hasta el límite donde el espíritu encuentra la presencia de Dios [...] Haber tomado conciencia de esto es lo sustantivo del cambio sufrido en los últimos años por ella [...] De esa toma de conciencia devino esta aristocracia del sentir y del pensar que lo ha hecho llegar a los campos de la creación literaria para narrar su ser y su hacer [...] Prestaba el hombre a la mujer esa aristocracia, y en la creación de aquel se pretendía dar vida a ésta. Por eso ignorábamos cómo era en realidad la mujer. Apenas si era como nosotros dejábamos que fuera. La mujer era nuestra creación. Era el personaje que nosotros inventábamos. Empieza ahora a desposeerse de su accidentalidad literaria, empieza a ser, y ya podemos encontrarla en cualquier casa y calle, erigiéndose sobre `polvo y ceniza' la estatua de su

ser, porque ha aprendido, más que a pensar, a pensarse (Cadavid 1963c:3). Aunque tarde con respecto a Europa, la mujer no quiere ser un ideal de otros –como lo señalaba ya en 1929 Robert Musil–, sino que se propone “forjar ideales ella misma” (Ciplijaukaité 1988:20). Ella será su propio objeto de observación y sujeto de su creación. Escribir se vuelve sinónimo de autocreación como efecto del espacio que ha reservado para sí, al disponer del tiempo necesario para mirarse y autoanalizarse. Bibliografía Abel, Christophe. Política, Iglesia y partidos políticos en Colombia. Bogotá: Faes-Universidad Nacional, 1987. Adorno, Theodor. Teoría estética. Madrid: Taurus, 1980 Alvear Sanín, Pilarica. Cuando aprendí a pensar. Medellín: La Tertulia, 1962. Arango Ferrer, Javier. Dos horas de literatura colombiana. Medellín: La Tertulia, 1963. -----. “Actores y dramaturgos”. El Tiempo. Lecturas Dominicales. 16 de octubre, 1960:1. Cadavid U., Gonzalo. “Introducción”. La abuela cuenta. Sofía Ospina de Navarro. Medellín: La Tertulia, 1964:7-11 -----. “Principiantes y maestros”. El Colombiano Literario, 7 de Junio de 1964:1. -----. “Vida y pasión de dos Rosas”. El Colombiano Literario, 10 de marzo de 1963a:3. -----. “Esta desvalorización cultural”. El Colombiano Literario, 31 de marzo de 1963b:1. -----. “Los últimos libros femeninos. Ser y creación de la mujer”. El Colombiano Literario, 22 de septiembre de 1963c:1.

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3Entrevistas con el escritor Jaime Sanín Echeverri en Bogotá, noviembre de 1991; y en Medellín, marzo de 1992. 4Escritores y sus obras publicadas hasta 1966, fecha límite de este estudio: Darío Ruiz (1936): poeta, cuentista, novelista, ensayista, crítico de arte. Para que no se olvide su nombre (1966). Óscar Hernández (1925): poeta, periodista, cuentista, novelista. Poemas del hombre (1950), Las contadas palabras (1958), Al final de la calle (1960), El día domingo (1962), Habitantes del aire (1964), Mientras los leños arden (1964). Jesús Botero Restrepo (1921): novelista y cuentista: Andágueda (1948) y Café exasperación (1962). Rogelio Echavarría (1926): poeta, periodista: El transeúnte (1964). Mario Rivero (1935): poeta, periodista, crítico de arte: Poemas urbanos (1966) y Noticiario 67 (1967). Arturo Echeverri Mejía (1919-1966): novelista, cuentista: Antares (1949), Marea de ratas (1960), El hombre de Talara (1964) y Bajo Cauca (1964). Enrique Posada (1936): novelista, cuentista: Los guerrilleros no bajan a la ciudad (1963) y Las bestias de agosto (1964). Gonzalo Cadavid Uribe (1920): novelista, ensayista: Presencia del pueblo en Tomás Carrasquilla (1959), Oyendo conversar al pueblo (1953), Visibilidad cero (1966) y Pozo cegado (1966). Manuel Mejía Vallejo (1923): novelista, cuentista, ensayista, periodista, poeta: La tierra éramos nosotros (1945), Tiempo de sequía (1957), Al pie de la ciudad (1958), Cielo cerrado (1963), El día señalado (1964). 5Paralelo a La Tertulia y desde la Imprenta Departamental de Antioquia, dirigida por el mismo Mejía Vallejo, se venía publicando desde 1958 la segunda serie de Autores Antioqueños sobre temas políticos, históricos y filológicos. Cuando aparece el primer libro de La tertulia el 20 de agosto de 1962, la Imprenta Departamental había publicado trece. La Tertulia llena el vacío que había en cuanto a géneros como la novela, el cuento, el teatro y la crítica literaria. 6Otras escritoras de la época y cuyas obras no tuvieron gran ascendencia fueron: Elvia Gutiérrez de Isaza (1916-1985), novelista e historiadora, con Florilegio Bolivariano (1955), Colombia y el Libertador (1957) y la novela de la violencia Caos y tiranía (1959). Magda Moreno (? -1964), novelista y ensayista, con Dos novelistas y un pueblo (1960) y las novelas El embrujo del micrófono (1948) y Las hijas de Gracia (1951). Amanda Escobar Correa (Soraya Juncal), novelista y poetisa, con la novela de la violencia Jacinta y la violencia (1967). Sobre los escritores y la literatura antioqueña de los años sesenta, se viene realizando una investigación desde hace algún tiempo. Algunos adelantos se tienen en textos ya publicados o en investigaciones terminadas: La novela de la violencia en Colombia (3). El día señalado de M. Mejía Vallejo: lectura crítica. Medellín: Hombre Nuevo, 1981; La violencia á travers de la production littéraire de l’écrivain colombien Arturo Echeverri Mejía. Bordeaux: Université de Bordeaux III, 1987, 3 vols.; Arturo Echeverri Mejía: de Capitán de mares a piloto de sí mismo. Medellín: Biblioteca Pública Piloto-COLCULTURA, 1995, 4O8 p. 7Una iniciativa en ese sentido fue lanzada por el escritor Ulises (Eduardo Zalamea Borda) en el periódico El Espectador a finales de los años cuarenta; y fue gracias a esta invitación que García Márquez dio a conocer su primer cuento “La tercera resignación” en 1947. 8El verdadero arte –como diría Theodor Adorno, haciéndole una crítica a la industria de la cultura– “podría sobrevivir en una sociedad que se librase de la barbarie de su cultura”. Y agrega más tarde hablando de la pérdida de la esencia artística: “los clientes de la cultura se rebelan contra la autonomía de la obra de arte porque la convierte en algo mejor de lo que cree que es. De esta autonomía no queda otra cosa que la mercancía como nuevo fetiche en un proceso de regresión al fetichismo arcaico de los orígenes del arte: ahí reside el rasgo regresivo de la actitud contemporánea para con el arte”. Theodor Adorno. Teoría estética. Madrid: Taurus, 1980: 13, 31; 9-33. Sobre el

nadaísmo, véase Juan Gustavo Cobo, “El nadaísmo”. Manual de la literatura colombiana. Ed. Germán Arciniegas et al. Bogotá: Procultura-Planeta, 1988. P. 195-235. 9La letra de los poemas de Pentafonía sirvieron al compositor francés Marc Carles, para realizar una cantata con el nombre de Cosmofonía; esta obra fue estrenada en París el 12 de octubre de 1976, en homenaje al descubrimiento de América, con las coros y el grupo de cámara de la orquesta filarmónica de Radio France. Mattei, O. Pentafonía - Carles, Marc. Cosmofonía. París: Fabricato-Coltejer-Enka, 1976, edic. bilingüe. 10En este capítulo no se estudia la obra de María Helena Uribe de Estrada, porque en este libro hay un texto dedicado exclusivamente a su producción literaria.