Las Hadas Contes

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LAS HADAS Charles Perrault Erase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar. Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena. Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber. - Como no, mi buena señora -dijo la hermosa niña. Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, 1

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LAS HADASCharles Perrault

Erase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.

Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.

Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber.

- Como no, mi buena señora -dijo la hermosa niña.

Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:

-Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de

hacerte un don -pues era un hada que había tomado la

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forma de una pobre aldeana para ver hasta dónde llegaría la gentileza de la joven-. Te concedo el don -prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.

Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente.

-Perdón, madre mía -dijo la pobre muchacha- por haberme demorado-; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.

-¡Qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro-; ¡parece que de la boca te salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?

Era la primera vez que le decía hija.

La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar una infinidad de diamantes.

-Verdaderamente -dijo la madre- tengo que mandar a mi hija; mira, Fanchon, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.

-¡No faltaba más! -respondió groseramente la joven- ¡ir a la fuente!

-Deseo que vayas -repuso la madre- ¡y de inmediato!

Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.

-¿Habré venido acaso -le dijo esta grosera mal criada- para darte de beber? ¡Justamente he traído un jarro de plata

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nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebe directamente, si quieres.

-No eres nada amable -repuso el hada, sin irritarse-; ¡está bien! ya que eres tan poco atenta, te otorgo el don de que a cada palabra que pronuncies, te salga de la boca una serpiente o un sapo.

La madre no hizo más que divisarla y le gritó:

-¡Y bien, hija mía?

-¡Y bien, madre mía! -respondió la malvada, echando dos víboras y dos sapos.

-¡Cielos! -exclamó la madre- ¿qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará! -y corrió a pegarle.

La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.

-¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.

El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron.

En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.

Moraleja

Las riquezas, las joyas, los diamantes 

son del ánimo influjos favorables, 

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Sin embargo los discursos agradables 

son más fuertes aun, más gravitantes.

Otra moraleja

La honradez cuesta cuidados, exige esfuerzo y mucho afán 

que en el momento menos pensado 

su recompensa recibirán

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HANSEL Y GRETELLos hermanos Grimm

Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos: el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer y, en una época de escasez que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día.

Estaba el leñador una noche en la cama, sin que las preocupaciones le dejaran pegar ojo, cuando, desesperado, dijo a su mujer:

-¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo daremos de comer a los pobres pequeños? Ya nada nos queda.

-Se me ocurre una idea -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.

-¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.

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-¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes!

Y no cesó de importunarle, hasta que el pobre leñador accedió a lo que le proponía su mujer.

-Pero los pobres niños me dan mucha lástima -concluyó el hombre.

Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que la madrastra dijo a su padre.

Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hansel:

-¡Ahora sí que estamos perdidos!

-No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.

Cuando los viejos estuvieron dormidos, Hansel se levantó, se puso la chaquetilla y, sigilosamente, abrió la puerta y salió a la calle. Brillaba una luna espléndida, y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como monedas de plata. Hansel fue recogiendo piedras hasta que no le cupieron más en los bolsillos de la chaquetilla. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:

-Nada temas, hermanita, y duerme tranquila. Dios no nos abandonará.

Y volvió a meterse en la cama.

Con las primeras luces del día, antes aun de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:

-¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque a por leña.

Y dando a cada uno un mendruguillo de pan, les advirtió:

-Aquí tenéis esto para el almuerzo, pero no os lo vayáis a comer antes, pues no os daré nada más.

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Gretel recogió el pan en su delantal, puesto que Hansel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. De cuando en cuando, Hansel se detenía para mirar hacia atrás en dirección a la casa. Entonces , le dijo el padre:

-Hansel, no te quedes rezagado mirando para atrás. ¡Vamos, camina!

-Es que miro mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós -respondió el niño.

Y replicó la mujer:

-Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.

Pero lo que estaba haciendo Hansel no era mirar al gato, sino ir arrojando blancas piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino.

Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:

-Ahora recoged leña, pequeños; os encenderé un fuego para que no tengáis frío.

Hansel y Gretel se pusieron a coger ramas secas hasta que reunieron un montoncito. Encendieron una hoguera y, cuando ya ardía con viva llama, dijo la mujer:

-Poneos ahora al lado del fuego, niños, y no os mováis de aquí; nosotros vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.

Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego y, al mediodía, cada uno se comió su mendruguillo de pan. Y, como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco.

Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos.

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Despertaron bien entrada la noche, en medio de una profunda oscuridad.

-¿Cómo saldremos ahora del bosque? -exclamó Gretel, rompiendo a llorar.

Pero Hansel la consoló:

-Espera un poco a que salga la luna, que ya encontraremos el camino.

Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, Hansel, cogiendo de la mano a su hermanita, se fue guiando por las piedrecitas blancas que, brillando como monedas de plata, le indicaron el camino.

Estuvieron andando toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó:

-¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Ya creíamos que no pensabais regresar!

Pero el padre se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.

Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país que volvió a afectarles a ellos. Y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:

-Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.

Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y dijo:

-Mejor harías compartiendo con tus hijos hasta el último bocado.

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Pero la mujer no atendía a razones, y lo llenó de reproches e improperios; de modo que el hombre no tuvo valor para negarse y hubo de ceder otra vez.

Sin embargo los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se durmieron, Hansel se levantó de la cama con intención de salir a recoger guijarros como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo , no obstante, a su hermanita para consolarla:

-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios nos ayudará.

A la mañana siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior.

Camino del bosque, Hansel iba desmigando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.

-Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -dijo el padre-. ¡Vamos, no te entretengas!

-Estoy mirando a mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.

-¡Tarugo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.

Pero Hansel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. De nuevo encendieron un gran fuego, y la mujer les dijo:

-Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, podéis dormir un poco. Nosotros vamos a por leña y, al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogeros.

A mediodía, Gretel repartió su pan con Hansel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscarlos; se

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despertaron cuando era ya noche cerrada. Hansel consoló a Gretel diciéndole:

-Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he ido arrojando al suelo, y nos mostrarán el camino de vuelta.

Cuando salió la luna se dispusieron a regresar, pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los miles de pajarillos que volaban por el bosque. Hansel dijo entonces a Gretel:

-Encontraremos el camino.

Pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; además estaban hambrientos, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, se echaron al pie de un árbol y se quedaron dormidos.

Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se internaban más profundamente en el bosque; si alguien no acudía pronto en su ayuda, morirían de hambre. Sin embargo, hacia el mediodía, vieron un hermoso pajarillo blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; cantaba tan alegremente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado de cantar, abrió sus alas y emprendió el vuelo; y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; al acercarse, vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de chocolate, y las ventanas eran de puro azúcar.

-¡Vamos a por ella! -exclamó Hansel-. Nos vamos a dar un buen banquete. Me comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás lo dulce que es.

Hansel se encaramó al tejado y partió un trocito para probar a qué sabía, mientras Gretel mordisqueaba en la ventana. Entonces oyeron una fina voz que venía de la casa, pero siguieron comiendo sin dejarse intimidar.

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Hansel, a quien el tejado le había gustado mucho, arrancó un gran trozo y Gretel, tomando todo el cristal de una ventana, se sentó en el suelo a saborearlo. Entonces se abrió la puerta bruscamente y salió una mujer muy vieja, que caminaba apoyándose en un bastón.

Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, moviendo la cabeza, les dijo:

-¡Hola, queridos niños!, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad y quedaos conmigo que no os haré ningún daño.

Y, cogiéndolos de la mano, los metió dentro de la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas que estaban preparadas con preciosas sábanas blancas, y Hansel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo.

La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con chocolate con el único objeto de atraerlos. Cuando un niño caía en su poder, lo mataba, lo cocinaba y se lo comía; esto era para ella una gran fiesta. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos advierten la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hansel y Gretel, dijo riéndose malignamente:

-¡Ya son míos; éstos no se me escapan!

Se levantó muy temprano, antes de que los niños se despertaran, y al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillas sonrosadas, murmuró entre dientes:

-¡Serán un buen bocado!

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Y agarrando a Hansel con sus huesudas manos, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró tras unas rejas. El niño gritó con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Se dirigió entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola violentamente y gritándole:

-

¡Levántate, holgazana! Ve a buscar agua y prepárale algo bueno de comer a tu hermano; está afuera en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien gordo, me lo comeré.

Gretel se echó a llorar amargamente, pero todo fue en vano; tuvo que hacer lo que le pedía la malvada bruja. Desde entonces a Hansel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino migajas. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:

-Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordito.

Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, creía que era realmente el dedo del niño, y se extrañaba de que no engordase. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hansel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso esperar más tiempo:

-¡Anda, Gretel -dijo a la niña-, ve a buscar agua! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré.

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¡Oh, cómo gemía la pobre hermanita cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por sus mejillas!

-¡Dios mío, ayúdanos! -exclamó-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!

-¡Deja ya de lloriquear! -gritó la vieja-; ¡no te servirá de nada!

Por la mañana muy temprano, Gretel tuvo que salir a llenar de agua el caldero y encender el fuego.

-Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa.

Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de donde ya salían llamas.

-Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -dijo la bruja.

Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese dentro, para asarla y comérsela también. Pero Gretel adivinó sus intenciones y dijo:

-No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo puedo entrar?

-¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella.

Y para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en el horno. Entonces Gretel, de un empujón, la metió dentro y, cerrando la puerta de hierro, echó el cerrojo. ¡Qué chillidos tan espeluznantes daba la bruja! ¡Qué berridos más espantosos! Pero Gretel echó a correr, y la malvada bruja acabó muriendo achicharrada miserablemente.

Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hansel y le abrió la puerta, exclamando:

-¡Hansel, estamos salvados; la vieja bruja ha muerto!

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Entonces saltó el niño fuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos! ¡Cómo se abrazaron! ¡Cómo se besaron y saltaron! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.

-¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hansel, llenándose de ellas los bolsillos.

Y dijo Gretel:

-También yo quiero llevar algo a casa.

Y, a su vez, se llenó el delantal de piedras preciosas.

-Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado.

Después de algunas horas de camino llegaron a un ancho río.

-No podemos pasar -dijo Hansel-, no veo ni vado ni puente.

-Tampoco hay ninguna barca -añadió Gretel-; pero mira, allí nada un pato blanco; si se lo pido nos ayudará a pasar el río.

Gretel llamó al patito pidiéndole que los ayudara.

El patito se acercó y Hansel se montó en él, y pidió a su hermanita que se sentara a su lado.

-No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; es mejor que nos lleve uno tras otro.

Así lo hizo el buen patito, y cuando ya estuvieron en la otra orilla y hubieron caminado un rato, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se echaron en los brazoso de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de felicidad desde el día en que

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abandonara a sus hijos en el bosque; la madrastra había muerto. Sacudió Gretel su delantal y todas las perlas y piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo, mientras Hansel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron desde entonces todas las penas y, en adelante, vivieron los tres muy felices y contentos

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LA LIEBRE Y EL ERIZOLos hermanos Grimm

Tenéis que saber, muchachos, que esta historia, aunque se cuente de mentirijillas, es totalmente verdadera, pues mi abuelo, que me la contó a mí, siempre decía: «Ha de ser cierta, hijo mío, pues de lo contrario no podría contarse». Y así fue como ocurrió:

Sucedió un domingo de otoño por la mañana, precisamente cuando florecía el alforfón. El sol brillaba en el cielo, el viento mañanero soplaba cálido sobre los rastrojos, las alondras cantaban en los campos, las abejas zumbaban sobre la alfalfa y la gente iba a oír misa vestida con el traje de los domingos. Todas las criaturas se sentían gozosas y también, por supuesto, el erizo.

El erizo estaba en la puerta de su casa, mirando al cielo distraídamente mientras tarareaba una cancioncilla, tan bien o tan mal como suele hacerlo cualquier erizo un domingo por la mañana, cuando se le ocurrió de repente que, mientras su mujer vestía a los niños, podía dar un

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pequeño paseo por los sembrados, para ver cómo iban sus nabos. El sembrado estaba muy cerca de su casa y toda la familia comía de sus nabos con frecuencia; por eso los consideraba de su propiedad. Y, en efecto, el erizo se dirigió al sembrado.

No muy lejos de su casa, cuando se disponía a rodear el soto de endrinos que cercaba el campo para llegar hasta sus nabos, le salió al paso la liebre, que iba ocupada en parecidos asuntos: ella iba a ver cómo estaban sus coles.

Cuando el erizo vio a la liebre le deseó amablemente muy buenos días. Pero la liebre, que era a su modo toda una señora, llena de exagerada arrogancia, en vez de devolverle el saludo le preguntó, haciendo una mueca, con profundo sarcasmo:

-¿Cómo es que andas tan de mañana por los sembrados?

-Voy de paseo -respondió el erizo.

-¿De paseo, eh? -exclamó la liebre, rompiendo a reír-. A mí me parece que podrías utilizar tus piernas con más provecho.

Tal respuesta indignó enormemente al erizo, que lo toleraba todo excepto las observaciones sobre sus piernas, porque era patizambo por naturaleza.

-¿Acaso te imaginas -replicó el erizo- que las tuyas son mejores en algo?

-Eso pienso -dijo la liebre.

-Hagamos una prueba -propuso el erizo-; te apuesto lo que quieras a que te gano una carrera.

-¡No me hagas reír! ¡Tú, con tus piernas torcidas! -dijo la liebre-; pero si tantas ganas tienes, por mí que no sea. ¿Qué apostamos?

-Una moneda de oro y una botella de aguardiente -propuso el erizo-. Pero aún estoy en ayunas; quiero ir

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antes a casa y desayunar un poco; regresaré en media hora.

Y el erizo se fue, pues la liebre se mostró conforme. Por el camino iba pensando el erizo: «La liebre confía mucho en sus largas piernas, pero yo le daré su merecido. Es, ciertamente, toda una señora, pero no por eso deja de ser una estúpida; me las pagará». Cuando llegó a su casa dijo a su mujer:

-Mujer, vístete ahora mismo; tienes que venir conmigo al campo.

-¿Qué ocurre? -preguntó la mujer.

-He apostado con la liebre una moneda de oro y una botella de aguardiente; vamos a hacer una carrera a ver quién gana, y necesito que estés presente.

-¡Oh, Dios mío! -comenzó a gritar la mujer del erizo-. ¿Eres un idiota? ¿Perdiste la razón? ¿Cómo pretendes ganar una carrera a la liebre?

-¡Calla mujer -dijo el erizo-, eso es cosa mía! No te metas en cosas de hombres. Andando, vístete y ven conmigo.

¿Y qué otra cosa podía hacer la mujer del erizo? Quisiera o no, tuvo que obedecer.

Por el camino dijo el erizo a su mujer:

-Y ahora pon atención a lo que te voy a decir. Mira, en ese largo sembrado que hay allí vamos a correr. La liebre correrá por un surco y yo por otro, y empezaremos desde allá arriba. Lo único que tienes que hacer es quedarte aquí abajo en el surco, y cuando la liebre se acerque desde el otro lado, le sales al encuentro y le dices: «Ya estoy aquí».

Y estando en estas charlas llegaron al sembrado. El erizo señaló a la mujer su puesto y se fue al otro extremo del sembrado. Cuando llegó, la liebre ya estaba allí.

-¿Podemos empezar? -preguntó la liebre.

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-¡Por supuesto! -dijo el erizo.

-¡Pues adelante!

Y cada uno de los dos se colocó en su surco. La liebre contó «uno, dos, tres» y salió disparada como un rayo por el sembrado. El erizo apenas dio unos tres pasitos, se agachó en el surco y se quedó quieto.

Cuando la liebre se acercó corriendo como un bólido a la parte baja del sembrado, la mujer del erizo le gritó desde su puesto:

-¡Ya estoy aquí!

La liebre se quedó perpleja; y no fue pequeño su asombro, pues no pensó otra cosa sino que era el mismo erizo quien le hablaba, ya que, como es sabido, la mujer del erizo tiene exactamente el mismo aspecto que el marido. Pero la liebre pensó: «Aquí hay gato encerrado», y gritó:

-¡A correr otra vez! ¡De vuelta!

Y de nuevo salió como un bólido, con las orejas ondeando al viento. La mujer del erizo permaneció quieta en su puesto. Cuando la liebre llegó a la parte alta del campo el erizo le gritó desde su puesto:

-¡Ya estoy aquí!

Pero la liebre, indignada y fuera de sí, gritó:

-¡A correr otra vez! ¡De vuelta!

-A mí eso no me importa -respondió el erizo-; por mí, las veces que tú quieras.

Y de esta manera corrió la liebre otras setenta y tres veces, y el erizo siempre accedía a repetir la carrera. Y cada vez que la liebre llegaba a un extremo o al otro, decían el erizo o su mujer:

-¡Ya estoy aquí!

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Pero, a la septuagésima cuarta vuelta la liebre no pudo llegar hasta el final. En medio del campo se desplomó, la sangre fluyó de su garganta y quedó muerta en el suelo. Y el erizo tomó la moneda de oro y la botella de aguardiente que había ganado, llamó a su mujer desde su surco y ambos se fueron contentos a casa; y si todavía no se han muerto, seguirán con vida.

Así fue cómo sucedió que en las campiñas de Buxtehude el erizo hizo correr a la liebre hasta la muerte, y desde ese día no se le ha vuelto a ocurrir a ninguna liebre apostar en una carrera con un erizo de Buxtehude.

La moraleja de esta historia es: primero, que a nadie, por muy principal que se considere, se le debe ocurrir burlarse de un hombre inferior, aun cuando se trate de un erizo; y, segundo, que resulta aconsejable, cuando uno se quiere casar, tomar por mujer a una de su condición y que sea igual de aspecto; o sea, un erizo ha de preocuparse de que su mujer sea también un erizo, y así sucesivamente

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LA OCA DE ORO

Los hermanos Grimm

Había una vez un hombre que tenía tres hijos. Al más pequeño lo llamaban Tontorrón y era menospreciado por todos; se reían de él y le daban de lado a cada momento.

Un día el hijo mayor debía ir al bosque a cortar leña; su madre le preparó una exquisita tortilla de patatas, añadiéndole una botella de buen vino de la tierra, para que no pasase ni hambre ni sed. Al llegar al bosque se tropezó con un viejo hombrecillo de pelo canoso, que le dio los buenos días y le dijo:

-Dame un trozo de la tortilla que llevas en el canasto y déjame beber un poco de vino; tengo mucha hambre y estoy sediento.

Pero el hijo, que era un listillo, le contestó:

-Si te doy parte de mi tortilla y de mi vino, no tendré suficiente para mí ¡Apártate de mi camino!

Y, dejando al hombrecillo allí plantado, siguió su marcha.

Llegado al lugar adecuado, se puso a talar un árbol; pero, no había transcurrido mucho tiempo cuando, dando un

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mal golpe, se clavó el hacha en el brazo y tuvo que regresar a casa para que le curasen la herida. Esto no había sido un simple accidente, pues había sido provocado por el hombrecillo de pelo canoso.

Luego, tuvo que ir el segundo hijo al bosque a cortar algo de leña, y la madre le preparó, igual que al hijo mayor, una exquisita tortilla de patatas y una botella de vino. Él también se encontró con el viejo hombrecillo que, del mismo modo, le pidió un trozo de tortilla y un trago de vino. Pero el segundo hijo también le habló con una gran sensatez:

-Si te doy algo, tendré menos para mí. ¡Lárgate con viento fresco!

Y prosiguió su marcha.

Efectivamente, también a él le llegó pronto el castigo: no había hecho más que dar un par de hachazos al árbol, cuando se golpeó en la pierna, con tanta fuerza, que tuvo que ser llevado a casa.

Entonces dijo Tontorrón:

-Padre, déjame que vaya yo a cortar la leña.

A lo que el padre respondió:

-Lo único que han conseguido tus hermanos es hacerse daño; olvídate de esas cosas, de las que tú no entiendes.

Pero Tontorrón le suplicó con tanta insistencia para que le permitiera ir que, al final, su padre dijo:

-Está bien, puedes ir. Ya escarmentarás cuando te hagas daño.

La madre le preparó una tortilla con mondas de patata, que había hecho con agua y sobre las cenizas; a la que añadió una botella de cerveza agria.

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Cuando llegó al bosque se topó, como le había ocurrido a los otros, con el viejo y canoso hombrecillo, quien, saludándole, le dijo:

-Dame un trozo de tortilla y un poquito de vino; tengo mucha hambre y me muero de sed.

-Pero -le respondió Tontorrón- sólo tengo una tortilla de mondas de patata, hecha sobre las cenizas, y cerveza agria; si te parece bien, nos sentaremos y comeremos juntos.

Entonces se sentaron y, cuando el hijo menor sacó la esmirriada tortilla, ésta se había convertido en una exquisita tortilla de patatas con mucha cebollita, y la cerveza agria era un delicado vino. Y así, comieron y bebieron; y después habló el hombrecillo:

-Como tienes un buen corazón y estás dispuesto a compartir lo que posees, quiero que recibas tu premio. Allí hay un viejo árbol, córtalo y encontrarás algo entre las raíces.

Y, diciendo esto, el hombrecillo canoso desapareció.

Tontorrón se acercó al árbol y lo cortó; al caer, vio entre sus raíces una oca que tenía las plumas de oro puro. La cogió y se fue a una posada, donde había de pasar la noche.

El posadero tenía tres hijas, que vieron la oca y sintieron curiosidad por saber qué clase de pájaro maravilloso era aquel, y quisieron quitarle una de sus plumas de oro. La mayor pensó: «Ya se presentará la ocasión de arrancarle una pluma». Y, en un momento en que Tontorrón había salido, cogió la oca por las alas para quitarle una pluma, pero la mano se le quedó pegada y no pudo soltarse.

Poco después apareció la segunda hija, con la intención también de llevarse una pluma de oro; pero, apenas había tocado a su hermana, cuando se quedó pegada a ella.

Finalmente, llegó también la tercera hija con las mismas intenciones. Entonces gritaron las otras:

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-¡No te acerques, por todos los Santos, no te acerques!

Pero ella, que no entendía por qué no podía acercarse, pensó: «Ellas están ahí. ¿Por qué no puedo estar yo también?». Y se acercó corriendo, pero en cuanto hubo tocado a sus hermanas, se quedó pegada a ellas. Y, de esta manera, tuvieron las tres que pasar la noche.

Por la mañana cogió Tontorrón a la oca en sus brazos y se marchó, no preocupándose por las tres hermanas que iban pegadas detrás. Las muchachas tenían que seguirle siempre a todo correr, procurando no tropezar entre ellas.

En medio del campo se les acercó el cura que, al ver la procesión, exclamó:

-¿No os avergonzáis, chicas descaradas? ¿Por qué corréis tras este joven por el campo? ¿Os parece bien lo que estáis haciendo?

Entonces tomó a la menor de la mano para apartarla, pero se quedó igualmente pegado y tuvo él también que ir corriendo detrás.

Al poco rato apareció el sacristán que, al ver al señor cura siguiendo los pasos a tres muchachas, exclamó perplejo:

-¡Eh, señor cura! ¿A dónde va tan aprisa? ¡No olvide que hoy tenemos bautizo!

Y, dicho esto, se le acercó corriendo y lo cogió por la manga, quedándose también pegado.

Y, cuando los cinco iban caminado de esta guisa, uno detrás del otro, aparecieron dos campesinos, con sus azadones. El cura les pidió que liberaran al sacristán y

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luego a él, pero, en cuanto tocaron al sacristán, se quedaron pegados; así que eran ya siete personas corriendo detrás de Tontorrón y de su oca.

Llegaron después a una ciudad, donde gobernaba un rey cuya única hija era tan seria que nadie podía hacerla reír jamás. Por eso el rey había proclamado una ley, según la cual, quien pudiera hacerla reír se casaría con ella.

Cuando Tontorrón oyó esto, fue con su oca y toda su comitiva a presentarse ante la hija del rey y, cuando ésta vio a las siete personas caminando siempre una detrás de otra, comenzó a reír a grandes carcajadas, y parecía que no podría parar nunca.

Entonces la pidió Tontorrón como prometida, pero al rey no le gustó como yerno y le puso toda tipo de condiciones. Primero pidió a Tontorrón que le trajera a un hombre que fuera capaz beberse toda una bodega llena de vino.

Tontorrón se acordó del viejo hombrecillo canoso, que quizás pudiera ayudarle; se fue al bosque a buscarlo, y en el sitio donde había cortado el árbol vio a un hombre sentado, con una expresión muy triste en el rostro.

Tontorrón le preguntó qué le afligía de ese modo y el hombre contestó:

-Tengo mucha sed y no puedo saciarla. No soporto el agua fría y ya he vaciado un tonel de vino, pero ¿qué hará una gota sobre una roca ardiendo?

-Creo que puedo ayudarte -dijo Tontorrón-. Vente conmigo y podrás beber vino hasta que te hartes.

Lo condujo entonces a la bodega del rey, y el hombre se abalanzó sobre los grandes toneles, y bebió y bebió, hasta que su cuerpo estaba a punto de reventar. Y al finalizar el día había acabado con toda la bodega.

Tontorrón volvió a reclamar a su prometida, pero al rey le fastidiaba de que aquel simple rapaz, llamado Tontorrón, se llevase a su hija, por lo que impuso nuevas condiciones.

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Tendría que encontrar primero a un hombre que pudiera comerse una montaña entera de pan.

Tontorrón no lo pensó mucho y se fue inmediatamente al bosque; allí estaba sentado, exactamente en el mismo sitio, un hombre que se apretaba fuertemente el cuerpo con un cinturón; tenía una expresión muy triste en su rostro, y dijo:

-Me he comido todo un horno lleno de pan; pero ¿de qué sirve eso si se tiene tanta hambre como tengo yo? Mi estómago sigue estando vacío, y cada día tengo que apretarme más el cinturón para no morir de hambre.

Tontorrón se puso muy contento y dijo:

-Levántate y ven conmigo, pues comerás hasta hartarte.

Lo condujo a la corte, donde el rey había hecho traer toda la harina de su reino para cocer con ella una inmensa montaña de pan. Pero el hombre del bosque se colocó frente a ella, comenzó a comer y a comer, y al final del día había desaparecido toda la montaña.

Tontorrón reclamó por tercera vez a su prometida, pero el rey buscó de nuevo un pretexto y pidió un barco que pudiera navegar tanto por tierra como por mar.

-En cuanto vengas navegando en él -dijo-, tendrás a mi hija por esposa.

Tontorrón se fue directamente al bosque; allí estaba sentado el viejo hombrecillo canoso al que había dado su tortilla, que dijo:

-He bebido y he comido gracias a ti, y ahora te daré también ese barco; todo esto lo hago porque fuiste compasivo y bondadoso conmigo.

Y le dio el barco que podía navegar por tierra y por mar, y cuando el rey lo vio no pudo negarle por más tiempo a su hija. Se celebró la boda y, a la muerte del rey, Tontorrón heredó el reino, y vivió feliz muchos años con su esposa

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RUMPELSTIKINLos hermanos Grimm

Había una vez un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que en cierta ocasión se encontró con el rey, y, como le gustaba darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras, le dijo:

-Mi hija es tan hábil y  sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro.

-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba.

Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo:

-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás.

Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.

Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar.

De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?

-¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta

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hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.

-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?

-Mi collar -dijo la muchacha.

El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas! . con varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó

hilada y todos los carreteles llenos de oro.

Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le

ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito.

-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?

-Mi sortija -contestó la muchacha.

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El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.

Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca.

-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa.

Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo:

-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro?

-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.

-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo.

La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.

Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero.

Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero. de repente, lo vio entrar en su cámara:

-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.

La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:

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-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo.

Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo. que el hombrecito se compadeció de ella.

-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre. te quedarás con el niño.

La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente:

-¡No! Así no me llamo yo.

Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes.

-¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba?

Pero él contestaba invariablemente:

-¡No! Así no me llamo yo.

Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:

-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:

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Hoy tomo vino y mañana cerveza,

después al niño sin falta traerán.

Nunca, se rompan o no la cabeza,

el nombre Rumpelstikin  adivinarán.

¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre!

Poco después entró el hombrecito y dijo:

-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?

-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.

-¡No! Así no me llamo yo.

-¿Y Enrique?

-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante.

Sonrió la reina y le dijo:

-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?

-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y, furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura.

Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos.

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http://lalupa3.webcindario.com/clasicos/rumpelstikin.htm

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EL SASTRECILLO VALIENTELos Hermanos Grimm

Una mañana de primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a su mesa, al lado de la ventana. Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en esto, una campesina pasaba por la calle pregonando su mercancía:

-¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!

Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por la ventana y llamó a la vendedora:

-¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!

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Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo con su pesada cesta a cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para enseñárselos al sastre. Éste los miraba y los volvía a mirar uno por uno, metiendo en ellos las narices; por fin, dijo:

-La mermelada me parece buena, así que pésame dos onzas, buena mujer, y si llegas al cuarto de libra, no vamos a discutir por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó malhumorada y refunfuñando:

-¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me dé salud y fuerza!

Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de mermelada.

-Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminaré este jubón.

Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía por la habitación, hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran número; éstas, sintiéndose atraídas por el olor, se lanzaron sobre el pan como un verdadero enjambre.

-¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes.

Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la paciencia; irritado, cogió un trapo y, al grito de: «¡Esperad, que ya os daré!», descargó sin compasión sobre ellas un golpe tras otro. Al retirar el trapo y contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.

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-¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene que saberlo toda la ciudad.

Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras: «¡Siete de un golpe!»

-¡Qué digo la ciudad! -añadió-; ¡el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y su corazón palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.

Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero sólo encontró un queso viejo, que se metió en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el paisaje. El sastrecillo se le acercó con atrevimiento y le dijo:

-¡Buenos días, camarada! ¿Qué tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no? Hacia él voy yo precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?

El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:

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-¡Quítate de mi vista, imbécil! ¡Miserable criatura...!

-¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón-; ¡aquí puedes leer qué clase de hombre soy!

El gigante leyó: «Siete de un golpe» y, pensando que se trataba de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba: agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!

-¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecillo. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.

-Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.

-Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás.

Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de verse libre, se elevó por los aires y se perdió de vista.

-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.

-Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre. 

Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que

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estaba derribado en el suelo, le dijo: 

-Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

-Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré de la copa, que es lo más pesado .

En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento allí detrás y se puso a tararear la canción: «Tres sastres cabalgaban a la ciudad», como si el cargar árboles fuese un juego de niños.

El gigante, después de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:

-¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa, donde cuelgan las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol y, en cuanto lo soltó el gigante, volvió a enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:

-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?

-No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del

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árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecillo se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra cueva y pasa la noche con nosotros.

El sastrecillo aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego; cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecillo miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller».

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. 

A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente saltarín. A la mañana siguiente, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecillo, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron venir hacia ellos tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar y, creyendo que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

El sastrecillo prosiguió su camino, siempre a la buena de Dios. Tras mucho caminar, llegó al jardín del palacio real y, como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras dormía, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron de arriba a abajo y leyeron en el cinturón: «Siete de un golpe».

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-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que, en modo alguno, debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció junto al durmiente y, cuando vio que abría los ojos y despertaba, le comunicó la propuesta del rey.

-Precisamente por eso he venido aquí -respondió el sastrecillo-. Estoy dispuesto a servir al rey. 

Así que lo recibieron con todos los honores y le prepararon una residencia especial para él.

Pero los soldados del rey estaban molestos con él y deseaban verlo a mil leguas de distancia.

-¿Qué ocurrirá? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y nos ataca, a cada golpe derribará a siete. Eso no lo resistiremos.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.

-No estamos preparados -le dijeron- para estar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder a todos sus fieles servidores. Se lamentaba de haber visto al sastrecillo y, gustosamente, se habría desembarazado de él; pero no se atrevía a hacerlo, por miedo a que lo matara junto a todos los suyos y luego ocupase el trono. Estuvo pensándolo largamente hasta que, por fin, encontró una solución. Mandó decir al sastrecillo que, siendo tan poderoso guerrero, tenía una propuesta que hacerle: en un bosque del reino vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía

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acercárseles sin correr peligro de muerte. Si él lograba vencer y exterminar a estos dos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como dote nupcial; además, cien jinetes lo acompañarían y le prestarían su ayuda.

«¡No está mal para un hombre como tú!» -se dijo el sastrecillo-. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días».

-Claro que acepto -respondió-. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no necesito a los cien jinetes. El que derriba a siete de un solo golpe no tiene por qué asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecillo se puso en marcha, seguido por los cien jinetes. Al llegar al lindero del bosque, dijo a sus acompañantes:

-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar por todas partes. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes: estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecillo, ni corto ni perezoso, se llenó los bolsillos de piedras y trepó al árbol. Antes de llegar a la copa se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes; entonces fue tirando a uno de los gigantes una piedra tras otra, apuntándole al pecho. El gigante, al principio, no sintió nada, pero finalmente reaccionó dando un empujón a su compañero y diciéndole:

-¿Por qué me pegas?

-Estás soñando -dijo el otro-; yo no te estoy pegando.

De nuevo se volvieron a dormir y, entonces, el sastrecillo le tiró una piedra al otro.

-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?

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-No te he tirado ninguna piedra -refunfuñó el primero.

Aún estuvieron discutiedo un buen rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y volvieron a cerrar los ojos. El sastrecillo siguió con su peligroso juego. Esta vez, eligiendo la piedra más grande, se la tiró con toda su fuerza al primer gigante, dándole en todo el pecho.

-¡Esto ya es demasiado! -gritó furioso el gigante. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo temblar. El otro le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron golpeándose con ellos hasta que ambos cayeron muertos al mismo tiempo. Entonces bajó del árbol el sastrecillo.

-Es una suerte que no hayan arrancado el árbol en que me encontraba -se dijo-, pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla; menos mal que soy ágil.

Y, desenvainando la espada, asestó unos buenos tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se fue a ver a los jinetes y les dijo:

-Se acabaron los gigantes, aunque debo reconocer que ha sido un trabajo verdaderamente duro: desesperados, se pusieron a arrancar árboles para defenderse; pero, cuando se tiene enfrente a alguien como yo, que mata a siete de un golpe, no hay nada que valga.

-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.

-No piensen tal cosa -dijo el sastrecillo-; no me tocaron ni un pelo.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

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El sastrecillo se presentó al rey para exigirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.

-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. En el bosque se encuentra un unicornio que hace grandes estragos y debes capturarlo primero.

-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecillo- Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus escoltas que lo esperasen fuera. No tuvo que buscar mucho: el unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a atravesarlo con su único cuerno sin ningún tipo de contemplaciones.

-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecillo.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con toda su fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente que, por más que lo intentó, ya no pudo sacarlo y quedó aprisionado.

-¡Ya cayó el pajarillo! -dijo el sastre.

Y saliendo de detrás del árbol, ató la cuerda al cuello del unicornio y cortó el cuerno de un hachazo; cogió al animal y se lo presentó al rey.

Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo: antes de que la boda se celebrase, el sastrecillo tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.

-¡No faltaba más! -dijo el sastrecillo-. ¡Si es un juego de niños!

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Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse a él de nuevo. Tan pronto vio al sastrecillo, el jabalí se lanzó sobre él con sus afilados colmillos echando espuma por la boca. A punto de alcanzarlo, el ágil héroe huyó a todo correr en dirección hacia una ermita que estaba en las cercanías; entró en ella y, de un salto, pudo salir por la ventana del fondo. El jabalí había entrado tras él en la ermita; pero ya el sastrecillo había dado la vuelta y le cerró la puerta de un golpe, con lo que el enfurecido animal quedó apresado, pues era demasiado torpe y pesado como para saltar por la ventana. El sastrecillo se apresuró a llamar a los cazadores, para que contemplasen al animal en su prisión.

El rey, acabadas todas sus tretas, tuvo que cumplir su promesa y le dio al sastrecillo la mano de su hija y la mitad de su reino, celebrándose la boda con gran esplendor, aunque con no demasiada alegría. Y así fue como se convirtió en todo un rey el sastrecillo valiente.

Pasado algún tiempo, la joven reina oyó a su esposo hablar en sueños:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las orejas con la vara de medir.

Entonces la joven se dio cuenta de la baja condición social de su esposo, yéndose a quejar a su padre a la mañana siguiente, rogándole que la liberase de un hombre que no era más que un pobre sastre. El rey la consoló y le dijo:

-Deja abierta esta noche la puerta de tu habitación, que mis servidores entrarán en ella cuando tu marido se haya dormido; lo secuestrarán y lo conducirán en un barco a tierras lejanas.

La mujer quedó complacida con esto, pero el fiel escudero del rey, que oyó la conversación, comunicó estas nuevas a su señor.

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-Tengo que acabar con esto -dijo el sastrecillo.

Cuando llegó la noche se fue a la cama con su mujer como de costumbre; la esposa, al creer que su marido ya dormía, se levantó para abrir la puerta del dormitorio, volviéndose a acostar después. Entonces el sastrecillo, fingiendo que dormía, empezó a dar voces:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las orejas con la vara de medir. He derribado a siete de un solo golpe, he matado a dos gigantes, he cazado a un unicornio y a un jabalí. ¿Crees acaso que voy a temer a los que están esperando frente a mi dormitorio?

Los criados, al oir estas palabras, salieron huyendo como alma que lleva el diablo y nunca jamás se les volvería a ocurrir el acercarse al sastrecillo.

Y así, el joven sastre siguió siendo rey durante toda su vida.

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El lobo y los siete CABRITILLAS

Los hermanos Grimm

Había una vez una cabra que tenía siete cabritos, a los que quería tanto como cualquier madre puede querer a sus hijos. Un día necesitaba ir al bosque a buscar comida, de modo que llamó a sus siete cabritillos y les dijo:

-Queridos hijos, voy a ir al bosque; tened cuidado con el lobo, porque si entrara en casa os comería a todos y no dejaría de vosotros ni un pellejito. A veces el malvado se disfraza, pero podréis reconocerlo por su voz ronca y por sus negras pezuñas.

Los cabritos dijeron:

-Querida mamá, puedes irte tranquila, que nosotros sabremos cuidarnos.

Entonces la madre se despidió con un par de balidos y, tranquilizada, emprendió el camino hacia el bosque.

No había pasado mucho tiempo, cuando alguien llamó a la puerta, diciendo:

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-Abrid, queridos hijos, que ha llegado vuestra madre y ha traído comida para todos vosotros.

Pero los cabritillos, al oír una voz tan ronca, se dieron cuenta de que era el lobo y exclamaron:

-No abriremos, tú no eres nuestra madre; ella tiene la voz dulce y agradable y la tuya es ronca. Tú eres el lobo.

Entonces el lobo fue en busca de un buhonero y le compró un gran trozo de tiza. Se lo comió y así logró suavizar la voz. Luego volvió otra vez a la casa de los cabritos y llamó a la puerta, diciendo:

-Abrid, hijos queridos, que vuestra madre ha llegado y ha traído comida para todos vosotros.

Pero el lobo había apoyado una de sus negras pezuñas en la ventana, por lo cual los pequeños pudieron darse cuenta de que no era su madre y exclamaron:

-No abriremos; nuestra madre no tiene la pezuña tan negra como tú. Tú eres el lobo.

Entonces el lobo fue a buscar a un panadero y le dijo:

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-Me he dado un golpe en la pezuña; úntamela con un poco de masa.

Y cuando el panadero le hubo extendido la masa por la pezuña, se fue corriendo a buscar al molinero y le dijo:

-Échame harina en la pezuña.

El molinero pensó: «Seguro que el lobo quiere engañar a alguien», y se negó a hacer lo que le pedía; pero el lobo dijo:

-Si no lo haces, te devoraré.

Entonces el molinero se asustó y le puso la pezuña, y toda la pata, blanca de harina. Sí, así son las personas.

Por tercera vez fue el malvado lobo hasta la casa de los cabritos, llamó a la puerta y dijo:

-Abridme, hijitos, que vuestra querida mamá ha vuelto y ha traído del bosque comida para todos vosotros.

Los cabritillos exclamaron:

-Primero enséñanos la pezuña, para asegurarnos de que eres nuestra madre.

Entonces el lobo enseñó su pezuña por la ventana y, cuando los cabritos vieron que era blanca, creyeron que lo que había dicho era cierto, y abrieron la puerta. Pero quien entró por ella fue el lobo. Los cabritos se asustaron y corrieron a esconderse. El mayor se metió debajo de la mesa; el segundo, en la cama; el tercero se escondió en la estufa; el cuarto, en la cocina; el quinto, en el armario; el sexto, bajo el fregadero, y el séptimo se metió en la caja del reloj de pared. Pero el lobo los fue encontrando y no se anduvo con miramientos. Iba devorándolos uno detrás de otro. Pero el pequeño, el que estaba en la caja del reloj, afortunadamente consiguió escapar. Una vez que el lobo hubo saciado su apetito, se alejó muy despacio hasta un prado verde, se tendió debajo de un árbol y se quedó dormido.

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Muy poco después volvió del bosque la vieja cabra. Pero ¡ay!, ¡qué escena tan dramática apareció ante sus ojos! La puerta de la casa estaba abierta de par en par; la mesa, las sillas y los bancos, tirados por el suelo; las mantas y la almohada, arrojadas de la cama, y el fregadero hecho pedazos. Buscó a sus hijos, pero no pudo encontrarlos por ninguna parte. Los llamó a todos por sus nombres, pero nadie respondió. Hasta que, al acercarse donde estaba el más pequeño, pudo oir su melodiosa voz:

Mamaíta, estoy metido en la caja del reloj.

La madre lo sacó de allí, y el pequeño cabrito le contó lo que había sucedido, diciéndole que había visto todo desde su escondite y que, de milagro, no fue encontrado por el lobo. La mamá cabra lloró desconsoladamente por sus pobres hijos.

Luego, muy angustiada, salió de la casa seguida por su hijito. Cuando llegó al prado, encontró al lobo tumbado junto al árbol, roncando tan fuerte que hasta las ramas se estremecían. Lo miró atentamente, de pies a cabeza, y vio que en su abultado vientre, algo se movía y pateaba. «¡Oh Dios mío! -pensó-, ¿será posible que mis hijos vivan todavía, después de habérselos tragado en la cena?» Entonces mandó al cabrito que fuera a la casa a buscar unas tijeras, aguja e hilo. Luego ella abrió la barriga al monstruo y, nada más dar el primer corte, el primer cabrito asomó la cabeza por la abertura y, a medida que seguía cortando, fueron saliendo dando brincos los seis cabritillos, que estaban vivos y no habían sufrido ningún daño, pues el monstruo, en su excesiva voracidad, se los había tragado enteros. ¡Aquello sí que fue alegría! Los cabritos se abrazaron a su madre y saltaron y brincaron como un sastre celebrando sus bodas. Pero la vieja cabra dijo:

-Ahora id a buscar unos buenos pedruscos. Con ellos llenaremos la barriga de este maldito animal mientras está dormido.

Los siete cabritos trajeron a toda prisa las piedras que pudieron y se las metieron en la barriga al lobo. Luego la

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mamá cabra cosió el agujero con hilo y aguja, y lo hizo tan bien que el lobo no se dio cuenta de nada, y ni siquiera se movió.

Cuando el lobo se despertó, se levantó y se dispuso a caminar, pero, como las piedras que tenía en la barriga le daban mucha sed, se dirigió hacia un pozo para beber agua. Cuando echó a andar y empezó a moverse, las piedras de su barriga chocaban unas contra otras haciendo mucho ruido. Entonces el lobo exclamó:

¿Qué es lo que en mi barriga bulle y rebulle? Seis cabritos creí haber comido, y en piedras se han convertido.

Al llegar al pozo se inclinó para beber, pero el peso de las piedras lo arrastraron al fondo, ahogándose como un miserable. Cuando los siete cabritos lo vieron, fueron hacia allá corriendo, mientras gritaban:

-¡El lobo ha muerto! ¡El lobo ha muerto!

Y, llenos de alegría, bailaron con su madre alrededor del pozo.

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BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS

Los hermanos Grimm

Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves.  A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la

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lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

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-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella,  descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.

Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.

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Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

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EL CAMPESINO Y EL DIABLOLos hermanos Grimm

Érase una vez un campesino ingenioso y muy socarrón, de cuyas picardías mucho habría que contar. Pero la historia más divertida es, sin duda, cómo en cierta ocasión

consiguió jugársela al diablo y hacerle pasar por tonto.

El campesinito, un buen día en que había estado labrando sus tierras y, habiendo ya oscurecido, se disponía a regresar a su casa, descubrió en medio de su campo un montón de brasas encendidas. Cuando,

asombrado, se acercó a ellas, se encontró sentado sobre las ascuas a un diablillo negro.

-¡De modo que estás sentado sobre un tesoro! -dijo el campesinito.

-Pues sí -respondió el diablo-, sobre un tesoro en el que hay más oro y plata de lo que hayas podido ver en toda tu vida.

-Pues entonces el tesoro me pertenece, porque está en mis tierras -dijo el campesinito. 

-Tuyo será -repuso el diablo-, si me das la mitad de lo que produzcan tus campos durante dos años. Bienes y dinero tengo de sobra, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra.

El campesino aceptó el trato.

-Pero para que no haya discusiones a la hora del reparto -dijo-, a ti te tocará lo que crezca de la tierra hacia arriba y a mí lo que crezca de la tierra hacia abajo.

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Al diablo le pareció bien esta propuesta, pero resultó que el avispado campesino había sembrado remolachas. Cuando llegó el tiempo de la cosecha apareció el diablo a recoger sus frutos, pero sólo encontró unas cuantas hojas amarillentas y mustias, en tanto que el campesinito, con gran satisfacción, sacaba de la tierra sus remolachas.

 -Esta vez tú has salido ganando -dijo el diablo-, pero la próxima no será así de ningún modo. Tú te quedarás con lo que crezca de la tierra hacia arriba, y yo recogeré lo que crezca de la tierra hacia abajo.

-Pues también estoy de acuerdo -contestó el campesinito.

Pero cuando llegó el tiempo de la siembra, el campesino no plantó remolachas, sino trigo. Cuando maduraron los granos, el campesino fue a sus tierras y cortó las repletas espigas a ras de tierra. Y cuando llegó el diablo no encontró más que los rastrojos y, furioso, se precipitó en las entrañas de la tierra.

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-Así es como hay que tratar a los pícaros -dijo el campesinito; y se fue a recoger su tesoro.

Enseñanza:

Planificar con el adecuado conocimiento, definitivamente lleva al éxito.

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BLANCANIEVE Y ROJAFLOR

Los hermanos Grimm

Una pobre viuda vivía en una pequeña choza solitaria, ante la cual había un jardín con dos rosales: uno, de rosas blancas, y el otro, de rosas encarnadas. La mujer tenía dos hijitas que se parecían a los dos rosales, y se llamaban Blancanieve y Rojaflor. Eran tan buenas y piadosas, tan hacendosas y diligentes, que no se hallarían otras iguales en todo el mundo; sólo que Blancanieve era más apacible y dulce que su hermana. A Rojaflor le gustaba correr y saltar por campos y prados, buscar flores y cazar pajarillos, mientras Blancanieve prefería estar en casa, al lado de su madre, ayudándola en sus quehaceres o leyéndose en voz alta cuando no había otra ocupación a que atender. Las dos niñas se querían tanto, que salían cogidas de la mano, y cuando Blancanieve decía: - Jamás nos separaremos -contestaba Rojaflor:

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- No, mientras vivamos -y la madre añadía: - Lo que es de una, ha de ser de la otra.

Con frecuencia salían las dos al bosque, a recoger fresas u otros frutos silvestres. Nunca les hizo daño ningún animal; antes, al contrario, se les acercaban confiados. La liebre acudía a comer una hoja de col de sus manos; el corzo pacía a su lado, el ciervo saltaba alegremente en torno, y las aves, posadas en las ramas, gorjeaban para ellas.

Jamás les ocurrió el menor percance. Cuando les sorprendía la noche en el bosque, tumbábanse juntas a dormir sobre el musgo hasta la mañana; su madre lo sabía y no se inquietaba por ello. Una vez que habían dormido en el bosque, al despertarlas la aurora vieron a un hermoso niño, con un brillante vestidito blanco, sentado junto a ellas. Levantóse y les dirigió una cariñosa mirada; luego, sin decir palabra, se adentró en la selva. Miraron las niñas a su alrededor y vieron que habían dormido junto a un precipicio, en el que sin duda se habrían despeñado si, en la oscuridad, hubiesen dado un paso más. Su madre les dijo que seguramente se trataría del ángel que guarda a los niños buenos.

Blancanieve y Rojaflor tenían la choza de su madre tan limpia y aseada, que era una gloria verla. En verano, Rojaflor cuidaba de la casa, y todas las mañanas, antes de que se despertase su madre, le ponía un ramo de flores frente a la cama; y siempre había una rosa de cada rosal. En invierno, Blancanieve encendía el fuego y suspendía el caldero de las llares; y el caldero, que era de latón, relucía como oro puro, de limpio y bruñido que estaba. Al anochecer, cuando nevaba, decía la madre:

- Blancanieve, echa el cerrojo - y se sentaban las tres junto al hogar, y la madre se ponía los lentes y leía de un gran libro. Las niñas escuchaban, hilando laboriosamente; a su lado, en el suelo, yacía un corderillo, y detrás, posada en una percha, una palomita blanca dormía con la cabeza bajo el ala.

Durante una velada en que se hallaban las tres así reunidas, llamaron a la puerta. - Abre, Rojaflor; será algún

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caminante que busca refugio -dijo la madre. Corrió Rojaflor a descorrer el cerrojo, pensando que sería un pobre; pero era un oso, el cual asomó por la puerta su gorda cabezota negra. La niña dejó escapar un grito y retrocedió de un salto; el corderillo se puso a balar, y la palomita, a batir de alas, mientras Blancanieve se escondía detrás de la cama de su madre.

Pero el oso rompió a hablar: - No temáis, no os haré ningún daño. Estoy medio helado y sólo deseo calentarme un poquitín.

- ¡Pobre oso! -exclamó la madre-; échate junto al fuego y ten cuidado de no quemarte la piel-. Y luego, elevando la voz: - Blancanieve, Rojaflor, salid, que el oso no os hará ningún mal; lleva buenas intenciones.

Las niñas se acercaron, y luego lo hicieron también, paso a paso, el corderillo y la palomita, pasado ya el susto.

Dijo el oso: - Niñas, sacudidme la nieve que llevo en la piel - y ellas trajeron la escoba y lo barrieron, dejándolo limpio, mientras él, tendido al lado del fuego, gruñía de satisfacción.

Al poco rato, las niñas se habían familiarizado con el animal y le hacían mil diabluras: tirábanle del pelo, apoyaban los piececitos en su espalda, lo zarandeaban de

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un lado para otro, le pegaban con una vara de avellano... Y si él gruñía, se echaban a reír. El oso se sometía complaciente a sus juegos, y si alguna vez sus amiguitas pasaban un poco de la medida, exclamaba: - Dejadme vivir, Rositas; si me martirizáis es a vuestro novio a quien matáis.

Al ser la hora de acostarse, y cuando todos se fueron a la cama, la madre dijo al oso: - Puedes quedarte en el hogar -, así estarás resguardado del frío y del mal tiempo.

Al asomar el nuevo día, las niñas le abrieron la puerta, y el animal se alejó trotando por la nieve y desapareció en el bosque. A partir de entonces volvió todas las noches a la misma hora; echábase junto al fuego y dejaba a las niñas divertirse con él cuanto querían; y llegaron a acostumbrarse a él de tal manera, que ya no cerraban la puerta hasta que había entrado su negro amigo.

Cuando vino la primavera y todo reverdecía, dijo el oso a Blancanieve: - Ahora tengo que marcharme, y no volveré en todo el verano.

- ¿Adónde vas, querido oso? -preguntóle Blancanieve.

- Al bosque, a guardar mis tesoros y protegerlos de los malvados enanos. En invierno, cuando la tierra está helada, no pueden salir de sus cuevas ni abrirse camino hasta arriba, pero ahora que el sol ha deshelado el suelo y lo ha calentado, subirán a buscar y a robar. Y lo que una vez cae en sus manos y va a parar a sus madrigueras, no es fácil que vuelva a salir a la luz.

Blancanieve sintió una gran tristeza por la despedida de su amigo. Cuando le abrió la puerta, el oso se enganchó en el pestillo y se desgarró un poco la piel, y a Blancanieve le pareció distinguir un brillo de oro, aunque no estaba segura. El oso se alejó rápidamente y desapareció entre los árboles.

Algún tiempo después, la madre envió a las niñas al bosque a buscar leña. Encontraron un gran árbol derribado, y, cerca del tronco, en medio de la hierba,

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vieron algo que saltaba de un lado a otro, sin que pudiesen distinguir de qué se trataba. Al acercarse descubrieron un enanillo de rostro arrugado y marchito, con una larguísima barba, blanca como la nieve, cuyo extremo se le había cogido en una hendidura del árbol; por esto, el hombrecillo saltaba como un perrito sujeto a una cuerda, sin poder soltarse. Clavando en las niñas sus ojitos rojos y encendidos, les gritó:

- ¿Qué hacéis ahí paradas? ¿No podéis venir a ayudarme?

- ¿Qué te ha pasado, enanito? -preguntó Rojaflor.

- ¡Tonta curiosa! -replicó el enano-. Quise partir el tronco en leña menuda para mi cocina. Los tizones grandes nos queman la comida, pues nuestros platos son pequeños y comemos mucho menos que vosotros, que sois gente grandota y glotona. Ya tenía la cuña hincada, y todo hubiera ido a las mil maravillas, pero esta maldita madera es demasiado lisa; la cuña saltó cuando menos lo pensaba, y el tronco se cerró, y me quedó la hermosa barba cogida, sin poder sacarla; y ahora estoy aprisionado. ¡Sí, ya podéis reiros, tontas, caras de cera! ¡Uf, y qué feas sois!

Por más que las niñas se esforzaron, no hubo medio de desasir la barba; tan sólidamente cogida estaba.

- Iré a buscar gente -dijo Rojaflor.

- ¡Bobaliconas! -gruñó el enano con voz gangosa-. ¿Para qué queréis más gente? A mí me sobra con vosotras dos. ¿No se os ocurre nada mejor?

- No te impacientes -dijo Blancanieve-, ya encontraré un remedio- y, sacando las tijeritas del bolsillo, cortó el extremo de la barba. Tan pronto como el enano se vio libre, agarró un saco, lleno de oro, que había dejado entre las raíces del árbol y, cargándoselo a la espalda, gruñó:

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- ¡Qué gentezuela más torpe! ¡Cortar un trozo de mi hermosa barba! ¡Qué os lo pague el diablo! Y se alejó, sin volverse a mirar a las niñas.

Poco tiempo después, las dos hermanas quisieron preparar un plato de pescado. Salieron, pues, de pesca y, al llegar cerca del río, vieron un bicho semejante a un saltamontes que avanzaba a saltitos hacia el agua, como queriendo meterse en ella. Al aproximarse, reconocieron al enano de marras.

- ¿Adónde vas? -preguntóle Rojaflor-. Supongo que no querrás echarte al agua, ¿verdad?

- No soy tan imbécil -gritó el enano-. ¿No veis que ese maldito pez me arrastra al río?

Era el caso de que el hombrecillo había estado pescando, pero con tan mala suerte que el viento le había enredado el sedal en la barba, y, al picar un pez gordo, la débil criatura no tuvo fuerzas suficientes para sacarlo, por el contrario, era el pez el que se llevaba al enanillo al agua. El hombrecito se agarraba a las hierbas y juncos, pero sus esfuerzos no servían de gran cosa; tenía que seguir los movimientos del pez, con peligro inminente de verse precipitado en el río. Las muchachas llegaron muy oportunamente; lo sujetaron e intentaron soltarle la barba, pero en vano: barba e hilo estaban sólidamente enredados. No hubo más remedio que acudir nuevamente a las tijeras y cortar otro trocito de barba. Al verlo el enanillo, les gritó:

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- ¡Estúpidas! ¿Qué manera es esa de desfigurarle a uno? ¿No bastaba con haberme despuntado la barba, sino que ahora me cortáis otro gran trozo? ¿Cómo me presento a los míos? ¡Ojalá tuvieseis que echar a correr sin suelas en los zapatos!

Y, cogiendo un saco de perlas que yacía entre los juncos, se marchó sin decir más, desapareciendo detrás de una piedra.

Otro día, la madre envió a las dos hermanitas a la ciudad a comprar hilo, agujas, cordones y cintas. El camino cruzaba por un erial, en el que, de trecho en trecho, había grandes rocas dispersas. De pronto vieron una gran ave que describía amplios círculos encima de sus cabezas, descendiendo cada vez más, hasta que se posó en lo alto de una de las peñas, e inmediatamente oyeron un penetrante grito de angustia. Corrieron allí y vieron con espanto que el águila había hecho presa en su viejo conocido, el enano, y se aprestaba a llevárselo. Las compasivas criaturas sujetaron con todas sus fuerzas al hombrecillo y no cejaron hasta que el águila soltó a su víctima. Cuando el enano se hubo repuesto del susto, gritó con su voz gangosa: - ¿No podíais tratarme con más cuidado? Me habéis desgarrado la chaquetita, y ahora está toda rota y agujereada, ¡torpes más que torpes!

Y cargando con un saquito de piedras preciosas se metió en su cueva, entre las rocas. Las niñas, acostumbradas a su ingratitud, prosiguieron su camino e hicieron sus recados en la ciudad. De regreso, al pasar de nuevo por el erial, sorprendieron al enano, que había esparcido, en un lugar desbrozado, las piedras preciosas de su saco, seguro de que a una hora tan avanzada nadie pasaría por allí. El sol poniente proyectaba sus rayos sobre las brillantes piedras, que refulgían y centelleaban como soles; y sus colores eran tan vivos, que las pequeñas se quedaron boquiabiertas, contemplándolas.

- ¡A qué os paráis, con vuestras caras de babiecas! -gritó el enano; y su rostro ceniciento se volvió rojo de ira. Y ya se disponía a seguir con sus improperios cuando se oyó un fuerte gruñido y apareció un oso negro, que venía del

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bosque. Aterrorizado, el hombrecillo trató de emprender la fuga; pero el oso lo alcanzó antes de que pudiese meterse en su escondrijo. Entonces se puso a suplicar, angustiado: - Querido señor oso, perdonadme la vida y os daré todo mi tesoro; fijaos, todas esas piedras preciosas que están en el suelo. No me matéis. ¿De qué os servirá una criatura tan pequeña y flacucha como yo? Ni os lo sentiréis entre los dientes. Mejor es que os comáis a esas dos malditas muchachas; ellas sí serán un buen bocado, gorditas como tiernas codornices. Coméoslas y buen provecho os hagan.

El oso, sin hacer caso de sus palabras, propinó al malvado hombrecillo un zarpazo de su poderosa pata y lo dejó muerto en el acto.Las muchachas habían echado a correr; pero el oso las llamó: - ¡Blancanieve, Rojaflor, no temáis; esperadme, que voy con vosotras!

Ellas reconocieron entonces su voz y se detuvieron, y, cuando el oso las hubo alcanzado, de pronto se desprendió su espesa piel y quedó transformado en un hermoso joven, vestido de brocado de oro: - Soy un príncipe -manifestó-, y ese malvado enano me había encantado, robándome mis tesoros y condenándome a errar por el bosque en figura de oso salvaje, hasta que me redimiera con su muerte. Ahora ha recibido el castigo que merecía.

Blancanieve se casó con él, y Rojaflor, con su hermano, y se repartieron las inmensas riquezas que el enano había acumulado en su cueva. La anciana madre vivió aún muchos años tranquila y feliz, al lado de sus hijas. Llevóse consigo los dos rosales que, plantados delante de su ventana, siguieron dando todos los años sus hermosísimas rosas, blancas y rojas.

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El agua de vida

Los Hermanos Grimm

Enfermó una vez un rey tan gravemente, que nadie creía que pudiera curarse. Tenía tres hijos, los cuales, apesadumbrados por la dolencia de su padre, salieron un día a llorar al jardín de palacio. Encontráronse allí con un anciano, que les preguntó por el motivo de su aflicción. Ellos le explicaron que su padre estaba muy enfermo y no tardaría en morir, pues no se encontraba ningún remedio a su mal.

Díjoles el viejo: - Pues yo conozco uno: el agua de vida. Quien bebe de ella, sana. Sólo que es difícil encontrarla.

Al oír esto, exclamó el mayor: - ¡Yo la encontraré! -y, presentándose al doliente Rey, le pidió autorización para partir en busca de aquella agua de vida, única capaz de curarlo.

- No -respondió el Rey-. Es demasiado peligroso. Prefiero morir.

Pero el hijo insistió con tanta vehemencia, que, al fin, el Rey cedió. Pensaba el príncipe en su corazón: «Si vuelvo con el agua, pasaré a ser el favorito de mi padre y

heredaré el trono».

Púsose, pues, en camino y, al cabo de algunas horas de cabalgar, salióle al paso un enano, que lo llamó y le dijo:

- ¿Adónde vas tan deprisa?

- ¡Renacuajo estúpido -respondióle el príncipe con altivez-, eso es cosa que no te importa! -y siguió su ruta.

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El enano se enojó ante esta respuesta y le lanzó una maldición. Poco después, el mozo entró en una garganta, y cuanto más se adentraba en ella, más se estrechaban las montañas a ambos lados, hasta que, al cabo, el camino se hizo tan angosto, que el príncipe no pudo dar un paso más; y no siéndole tampoco posible hacer dar la vuelta al caballo y desmontar, quedó aprisionado en aquella estrechura.

El rey enfermo estuvo aguardando largo tiempo su vuelta, sin que el mozo apareciera. Entonces pidió el hijo segundo: - Padre, déjame ir a mí en busca del agua de vida -mientras pensaba: «Si mi hermano ha muerto, para mí será la corona». Al principio, el Rey no quería dejarlo partir, pero acabó accediendo.

Siguió el príncipe el mismo camino que su hermano, y se encontró también con el enanito, que lo detuvo y le preguntó adónde iba con tanta prisa. - ¡Figurilla! -respondióle el príncipe-, ¿qué te importa? -y prosiguió adelante sin preocuparse más del hombrecillo. Pero éste lo maldijo también, enviándolo, como al otro, a una estrecha garganta de la cual no pudo salir. Eso les pasa a los soberbios.

Ante la tardanza del hijo segundo, ofrecióse el tercero a partir en busca del agua, y el Rey hubo de ceder también a sus instancias. Al encontrarse con el enano, y ante su pregunta sobre el objeto de su viaje, detúvose el mozo y le contestó con buenas palabras: - Voy en busca del agua de vida, pues mi padre se halla gravemente enfermo.

- ¿Y ya sabes dónde encontrarla?

- No -respondió el príncipe.

- Ya que te has portado cortésmente y no con insolencia, como tus desleales hermanos, te informaré sobre el modo de obtener el agua de vida. Fluye de una fuente en el patio de un castillo encantado, en el cual no podrás penetrar si antes yo no te doy una varilla de hierro y dos panes. Con la vara golpearás por tres veces la puerta del castillo. La puerta se te abrirá enseguida; dentro hay dos

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leones, que te recibirán con abiertas fauces; pero si les arrojas los panes, se apaciguarán. Corre entonces a buscar el agua milagrosa antes de que den las doce, pues a aquella hora se cerrará la puerta y quedarías prisionero.

Dióle el príncipe las gracias y, tomando la varilla y los panes, púsose en camino. Todo sucedió tal como le anunciara el enano. Abrióse la puerta al tercer golpe y, una vez hubo amansado a los leones echándoles el pan, adentróse en el castillo y llegó a una espaciosa y magnífica sala, donde yacían príncipes encantados, a los que quitó las sortijas de los dedos, llevándose, asimismo, una espada y un pan que estaban en la habitación. Pasó luego a otro aposento, ocupado por una hermosa doncella, que mostró gran alegría al verlo y que, besándolo, le dijo que la había desencantado, por lo cual le daría todo su reino y si volvía a buscarla dentro un año celebrarían su boda. Díjole también dónde estaba la fuente del agua de vida, advirtiéndole de la necesidad de retirarse antes de las doce.

Prosiguió el príncipe. y llegó, finalmente, a una habitación que contenía una magnífica cama, acabada de hacer. Sentíase fatigado y pensó en descansar un ratito; pero en cuanto se echó, se quedó dormido, y cuando despertó estaban dando las doce menos cuarto. Levantándose de un brinco, asustado, precipitóse a la fuente, llenó de agua un frasco que había al lado y se retiró a toda prisa. En el mismo momento en que sonaban las campanadas de las doce cruzaba el dintel, y la puerta, cerrándose bruscamente, le arrancó un pedazo de tacón.

Contento de tener el agua de vida, reemprendió el camino de su casa y volvió a pasar por donde estaba el enano. Al ver éste la espada y el pan, le dijo: - Con estos dos objetos has adquirido grandes tesoros: La espada te servirá para vencer a ejércitos enteros, y, en cuanto al pan, es inagotable.

El príncipe, no queriendo regresar sin sus hermanos, le dijo al enanito: - Mi querido enano, ¿no me dirías dónde se hallan mis hermanos? Partieron antes que yo en busca del agua de vida, y no volvieron.

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- Están encerrados entre dos montañas -le respondió el hombrecillo-. Les encanté como castigo por su insolencia.

Rogóle el príncipe tan insistentemente, que, al fin, el enano se avino a libertarlos; pero le advirtió: - ¡Guárdate de ellos, que tienen mal corazón!

Al llegar sus hermanos, él se alegró mucho y les contó cuanto le había sucedido: que había encontrado el agua de vida, de la cual traía un frasco lleno, y que había desencantado a una bella princesa, a la cual debía ir a buscar dentro de un año para casarse con ella y recibir un gran reino. Partieron luego los tres juntos y llegaron a un país asolado por el hambre y la guerra, cuyo rey lo daba ya todo por perdido; tan apurada era la situación. Presentósele el príncipe y le dio el pan, con el cual pudo alimentar y aun saciar a todo su pueblo. Luego le prestó la espada; y, gracias a ella, fueron derrotados los ejércitos enemigos, y el país pudo vivir en paz y tranquilidad. Recogiendo el príncipe el pan y la espada, prosiguió el camino con sus hermanos, encontrando, a su paso, otros dos países, azotados también por el hambre y la guerra, a cuyas plagas pusieron nuevamente remedio el pan y la espada. De este modo, el joven príncipe había salvado a tres reinos.

Después se embarcaron y se hicieron a la mar. Durante la travesía, los dos mayores se dijeron: - El pequeño ha encontrado el agua de vida, y nosotros, no; en pago, nuestro padre le dará el reino que nos pertenece, y él se quedará con nuestra fortuna.

Y, sedientos de venganza, se conjuraron para perderlo.

Aguardando a que estuviese dormido, le cambiaron el agua de vida del frasco por agua de mar, y ellos se quedaron la milagrosa. Al llegar a su casa, el menor llevó al rey enfermo la copa para que, bebiendo de ella, se curase; pero no bien el viejo hubo probado la amarga agua de mar, púsose más enfermo que antes. Y, al oír que se lamentaba, entrando los dos hijos mayores, acusaron a su hermano de haber tratado de envenenarle y le sirvieron el agua verdaderamente eficaz. Apenas la hubo

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tragado, sintió que su dolencia desaparecía y que recuperaba la salud, quedando fuerte y vigoroso como en su juventud.

Saliendo los dos mayores al encuentro del menor, burláronse de él, diciéndole: - Cierto que fuiste tú quien encontró el agua de vida; pero has cargado con el trabajo, y nosotros, con el premio. Tenías que ser más listo y mantener los ojos abiertos; te la quitamos en el barco, mientras dormías, y, dentro de un año, uno de nosotros te quitará también la bella princesa. Pero guárdate muy bien de descubrirnos. Nuestro padre no te creerá, y si dices una sola palabra, te costará la vida; pero si callas, te la respetaremos.

El anciano rey guardaba rencor a su hijo tercero, creyendo que había tratado de atentar contra su vida. Mandó reunir la Corte y fue dictada sentencia por la que el príncipe debía ser muerto secretamente. Hallándose éste un día de caza sin sospechar nada malo, lo acompañó uno de los monteros del Rey. Al llegar al bosque, solos los dos, notó el príncipe que el hombre estaba triste y le preguntó: - ¿Qué te ocurre, montero amigo?

Replicó el cazador: - No puedo decirlo, y, sin embargo, debería hacerlo.

Insistió el príncipe: - Dime lo que sea; te perdonaré.

- ¡Ay! -exclamó el montero-, el Rey me ha dado orden de mataros de un tiro.

Asustóse el mozo y dijo al hombre: - Mi buen montero, no me quites la vida. Te cambiaré mi real vestido por el pobre tuyo.

- Lo haré gustoso -dijo el otro-; de ningún modo habría podido disparar contra vos.

Cambiaron de vestidos, y el cazador se marchó a su casa, mientras el príncipe se internaba en el bosque. Transcurrido algún tiempo, llegaron a la Corte del anciano rey tres coches cargados de oro y piedras preciosas

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destinados al príncipe menor. Enviábanlos los tres soberanos que, con la espada y el pan que él les prestara, habían derrotado a los enemigos y dado de comer a sus respectivos pueblos. Pensó entonces el viejo Monarca: «¿Y si mi hijo fuera inocente?», y dijo a los que le rodeaban: - ¡Ojalá viviera! ¡Cómo lamento el haber ordenado darle muerte!

- ¡Vive aún! -exclamó el montero-. Yo no tuve valor para cumplir vuestra orden -y explicó al Rey cómo habían ocurrido las cosas. El Rey sintióse muy aliviado, y dio orden de pregonar por todo el reino que su hijo podía volver a palacio, donde sería recibido con todo afecto.

Por su parte, la princesa mandó construir una carretera, que partía de su palacio, toda de oro, brillantísima, y dijo a sus cortesanos que quien llegase por ella directamente, sería su verdadero prometido: debían dejarle el paso libre. Pero el que viniese por caminos laterales, sería un impostor y debían cerrarle el acceso al alcázar. Al acercarse el tiempo fijado, pensó el mayor que debía darse prisa en dirigirse a la mansión de la princesa y presentarse como su libertador; se casaría con ella y subiría al trono. Emprendió, pues, el viaje y, al acercarse al palacio, viendo la hermosa carretera de oro, pensó: «¡Sería una lástima cabalgar por ella!», y, desviándose, tomó por un camino lateral. Mas al llegar frente a la puerta dijéronle los guardas que, no siendo el príncipe elegido, debía volverse.

Poco después partió el segundo, y al llegar a la carretera de oro, y cuando ya el caballo había puesto el pie en ella, pensó: «¡Sería lástima, podría desgastarla!», y tomó por la izquierda. En la puerta rechazáronlo los guardas, diciéndole que no era el elegido, y que se volviese. Y cuando ya hubo transcurrido el año, el hermano tercero se dispuso, a su vez, a abandonar el bosque y trasladarse al palacio de su amada, donde sus penas encontrarían término. Púsose, pues, en camino, y, tan absorto iba pensando en su prometida, que ni siquiera reparó en que la carretera era de oro, y su caballo siguió por el centro de la calzada. Al llegar a la puerta le abrieron enseguida; la princesa lo recibió con grandes muestras de alegría,

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diciendo que era su libertador y señor del reino, y celebróse la boda con extraordinario regocijo. Cuando estuvieron casados, contóle la princesa que su padre había enviado mensajeros para comunicarle su perdón. Trasladóse él entonces a su palacio y contó al anciano rey el engaño de que lo habían hecho víctima sus hermanos, y que él no había revelado. El Soberano quiso castigarlos, pero ellos se habían fugado en un barco y jamás volvieron a su patria

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EL PRINCIPE Y EL MENDIGO

Anònimo

Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él. 

-¡Sí que es casualidad! - dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua. -Es cierto - reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú. 

Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas. -Eres exacto a mi - repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo. 

Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal.

 

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Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres. 

Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla. - ¿Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así? 

Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo. El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil. 

Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas. 

Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan. - Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre. 

El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas. 

-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general. Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciñó la corona en las sienes de su autentico dueño. El príncipe había sufrido demasiado y sabía perdonar. El usurpador no recibió mas castigo que el de trabajar a

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diario. 

Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad él respondía: Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey.

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EL FLAUTISTA DE HAMELIN

Había una vez una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin.   Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.

Pero... un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas!

Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además... Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas,  y hasta pretendían

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trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.

¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!

...Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa,  fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.

¡Qué exaltados estaban todos!

No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.

-¡Abajo el alcalde! -gritaban unos.

-¡Ese hombre es un pelele! -decían otros.

-¡Que  los del Ayuntamiento nos den una solución! -exigían los de más allá.

Con las mujeres la cosa era peor.

-Pero, ¿qué se creen? -vociferaban-. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O  hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!

Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.

¿Qué hacer?

Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.

Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:

-¡Lo que yo daría por una buena ratonera!

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Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.

-¡Dios nos ampare! -gritó el alcalde, lleno de pánico-. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?

Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.

-¡Pase adelante el que llama! -vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.

Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar.

Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.

Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.

El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:

-Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean

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topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.

En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.

El flautista continuó hablando así: -Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien,  si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?

-¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.

Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.

De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.

Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.

Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.

¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las

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ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.

Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.

Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.

Una vez allí contó lo que había sucedido.

-Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: "¡Anda, atrévete!" Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias a mi fortaleza me he salvado!

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Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.

¡Había que ver a las gentes de Hamelin!

Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.

El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:

-¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!

Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.

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El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:

-Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.

¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!

El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.

¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?

-¿Mil florines... ?-dijo el alcalde-. ¿Por qué?

-Por haber ahogado las ratas -respondió el flautista.

-¿Que tú has ahogado las ratas? -exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales-. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos...! Toma cincuenta.

El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.

-¡No diga más tonterías, alcalde! -exclamó-. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!

-¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? -dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.

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Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.

El flautista advirtió muy serio:

-¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.

Tales palabras enfurecieron al alcalde.

-¿Cómo se entiende? -bramó-. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?

El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.

Así que siguió vociferando:

-¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!

-¡Se arrepentirán!

-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor-. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!

El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.

Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.

Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.

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Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.

El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.

Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.

No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.

Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río.

¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!

Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur,

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dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.

Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.

-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! -se dijeron las personas mayores-. Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.

Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.

Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.

Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.

A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.

Y lo hallaron triste y cariacontecido.

Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:

-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.

-¿Y qué les prometía? -preguntó su padre, curioso.

-Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y

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nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.

-Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?

-No pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño-. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.

¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!

El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños.

Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!

Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista

Mágico . Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.

Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin

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ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA

Erase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor y como eran muy pobres aceptó.

-¿Qué tengo que hacer? -preguntó. 

-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.

El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este ultimo iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.

- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre ha estado ahí?

El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:

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-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lampara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.

-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla. 

-Algo más- agrego el extranjero-.No toques nada más, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lampara de aceite.

El tono de voz con que el extranjero le dijo esto ultimo, alarmó a Aladino. Por un momento pensó huir, pero cambió de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podría comprar con ella.

-No se preocupe, le traeré su lampara, - dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.

Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lampara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no seria su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.

"Si el extranjero solo quiere su vieja lampara -pensó Aladino-, o esta loco o es un brujo. Mmm, ¡tengo la impresión de que no esta loco! ¡Entonces es un ... !"

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-¡La lampara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.

-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.

-¡No! ¡Primero dame la lampara! -exigió el brujo cerrándole el paso

-¡No! Grito Aladino.

-¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies de Aladino.

En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacia rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.

Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.

De repente, la cueva se lleno de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.

-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:

-Quiero regresar a casa.

Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lampara de aceite entre las manos.

Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lampara.

-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.

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La esta frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.

-Soy el genio de la lampara. ¿Que deseas? La madre de Aladino contemplando aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Aladino sonriendo murmuró:

-¿Porqué no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?

Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años. Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades. Un día cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:

-¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.

-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.

Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas. Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:

-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.

La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -

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¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.

Tal vez el genio de la lampara pueda ayudarnos -contestó Aladino. Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino. Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo

-¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladino.

El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado de el del Sultán (con la ayuda del genio claro esta). El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo que era atento y generoso. Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regreso a la ciudad disfrazado de mercader.

-¡Cambio lamparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lamparas viejas.

-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lampara del genio.

Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lampara y ahora era demasiado tarde.

El brujo froto la lampara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.

-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima , viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.

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Cuando Aladino regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido. Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas. 

-Gran genio del anillo, ¿dime que sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.

-El brujo que te empujo al interior de la cueva hace algunos años regresó mi amo, y se llevó con él, tu palacio y esposa y la lampara -respondió el genio.

Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino. 

-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran.

Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.

-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporciono el veneno.

Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo. Sin quitarle los ojos de encima, espero a que se tomara hasta la ultima gota. Casi inmediatamente este se desplomo inerte.

Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lampara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la froto con fuerza.

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-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.

¿Podemos regresar ahora?

-¡Al instante!- respondió Aladino y el palacio se elevo por el aire y floto suavemente hasta el reino del Sultán.

El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.

Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aun se pueden ver cada vez que alguien brilla una vieja lampara de aceite.

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EL CUERVO Y LA ZORRA

Erase en cierta ocasión un cuervo, el de más negro plumaje, que habitaba en el bosque y que tenía cierta fama de vanidoso. 

Ante su vista se extendían campos, sembrados y jardines llenos de florecillas... Y una preciosa casita blanca, a través de cuyas abiertas ventanas se veía al ama de la casa preparando la comida del dia.-¡Un queso!- murmuró el cuervo, y sintió que el pico se le hacía agua.

El ama de la casa, pensando que así el queso se mantendría más fresco, colocó el plato con su contenido cerca de la abierta ventana.-¡Qué queso tan sabroso!- volvió a suspirar el cuervo, imaginando que se lo apropiaba. Voló el ladronzuelo hasta la ventana, y tomando el queso en el pico, se fue muy contento a saborearlo sobre las ramas de un arbol. 

Todo esto que acabamos de referir había sido visto también por una astuta zorra, que llevaba bastante tiempo sin comer.

En estas circunstancias vio la zorra llegar ufano al cuervo a la más alta rama del arbol.-Ay, si yo pudiera a mi vez robar a ese ladrón!-Buenos días, señor cuervo.

El cuervo callaba. Miró hacia abajo y contempló a la zorra, amable y sonriente.-Tenga usted buenos días -repitió aquella, comenzando a adularle de esta manera - Vaya, ¡que está usted bien elegante con tan bello plumaje! 

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El cuervo, que, como ya sabemos era vanidoso, siguió callado, pero contento al escuchar tales elogios. -Sí, sí prosiguió la zorra. Es lo que siempre digo. No hay entre todas las aves quien tenga la gallardía y belleza del señor cuervo.

El ave, sobre su rama, se esponjaba lleno de satisfacción. Y en su fuero interno estaba convencido de que todo cuanto decía el animal que estaba a sus pies era verdad. Pues, ¿acaso había otro plumaje más lindo que el suyo? 

Desde abajo volvió a sonar, con acento muy suave y engañoso, la voz de aquella astuta zorra: - Bello es usted, a fe mía, y de porte majestuoso. Como que si su voz es tan hermosa como deslumbrante es su cuerpo, creo que no habrá entre todas las aves del mundo quien se le pueda igualar en perfección.

Al oír aquel discurso tan dulce y halagueño, quiso demostrar el cuervo a la zorra su armonía de voz y la calidad de su canto, para que se convenciera de que el gorjeo no le iba en zaga a su plumaje. 

Llevado de su vanidad, quiso cantar. 

Abrió su negro pico y comenzó a graznar, sin acordarse de que así dejaba caer el queso. ¡Qué más deseaba la astuta zorra! Se apresuró a coger entre sus dientes el suculento bocado. Y entre bocado y bocado dijo burlonamente a la engañada ave:

-Señor bobo, ya que sin otro alimento que las adulaciones y lisonjas os habéis quedado tan hinchado y repleto, podéis ahora hacer la

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digestión de tanta adulación, en tanto que yo me encargo de digerir este queso. 

Nuestro cuervo hubo de comprender, aunque tarde, que nunca debió admitir aquellas falsas alabanzas. 

Desde entonces apreció en el justo punto su valía, y ya nunca más se dejó seducir por elogios inmerecidos. Y cuando, en alguna ocasión, escuchaba a algún adulador, huía de él, porque, acordándose de la zorra, sabía que todos los que halagan a quien no tiene meritos, lo hacen esperando lucrarse a costa del que linsonjean. Y el cuervo escarmentó de esta forma para siempre.

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SIMBAD EL MARINO

Hace muchos, muchísmos años, en la ciudad de Bagdad vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador. - ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!

Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven. A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones. En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos.

En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera: -Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...

"Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdad..."

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Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente. Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas...

"Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.

Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."

Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente...

"Hubiera podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó. 

Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos de aquel espantoso lugar. 

De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..."

Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.

"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas..."

Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.

El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso,

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Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.

Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.

"Regresé a Bagdad y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos."

Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo...

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JUAN SIN MIEDO

Anònimo

Érase un padre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales era listo y despierto, muy despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, en cambio, era un verdadero zoquete, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podía por menos de exclamar: «¡Este sí que va a ser la cruz de su padre!». Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir, ya anochecido, a buscar alguna cosa, y había que pasar por las cercanías del cementerio o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el mozo solía resistirse:

-No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!

Pues, en efecto, era miedoso.

En las veladas, cuando, reunidos todos en torno a la lumbre, alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, los oyentes solían exclamar: «¡Oh, qué miedo!». El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin acertar a comprender su significado.

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-Siempre están diciendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!». Pues yo no lo tengo. Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.

Un buen día le dijo su padre:

-Oye, tú, del rincón: Ya eres mayor y robusto. Es hora de que aprendas también alguna cosa con que ganarte el pan. Mira cómo tu hermano se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.

-Tienes razón, padre -respondió el muchacho-. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no te parece mal, me gustaría aprender a tener miedo; de esto no sé ni pizca.

El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí: «¡Santo Dios, y qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno». El padre se limitó a suspirar y a responderle:

-Día vendrá en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.

A los pocos días tuvieron la visita del sacristán. Le contó el padre su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.

-Sólo le diré que una vez que le pregunté cómo pensaba ganarse la vida, me dijo que quería aprender a tener miedo.

-Si no es más que eso -repuso el sacristán-, puede aprenderlo en mi casa. Deje que venga conmigo. Yo se lo desbastaré de tal forma, que no habrá más que ver.

Se avino el padre, pensando: «Le servirá para despabilarse». Así, pues, se lo llevó consigo y le señaló la tarea de tocar las campanas. A los dos o tres días lo despertó hacia medianoche y lo mandó subir al campanario a tocar la campana. «Vas a aprender lo que es el miedo», pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.

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Estando el muchacho en la torre, al volverse para coger la cuerda de la campana vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.

-¿Quién está ahí? -gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió.

-Contesta -insistió el muchacho- o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche-. Pero el sacristán seguía inmóvil, para que el otro lo tomase por un fantasma.

El chico le gritó por segunda vez:

-¿Qué buscas ahí? Habla si eres persona cabal, o te arrojaré escaleras abajo. El sacristán pensó: «No llegará a tanto», y continuó impertérrito, como una estatua de piedra. Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, mal de su grado, saltó de una vez diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho. El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y se quedó dormido.

La mujer del sacristán estuvo durante largo rato aguardando la vuelta de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, ya muy inquieta, al ayudante, y le preguntó:

-¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.

-En el campanario no estaba -respondió el muchacho-. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como se empeñó en no responder ni marcharse, he supuesto que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, no fuera el caso que se tratase de él. De veras que lo sentiría.

La mujer se precipitó a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.

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Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, hecha un mar de lágrimas:

-Su hijo -se lamentó- ha causado una gran desgracia, ha echado a mi marido escaleras abajo, y le ha roto una pierna. ¡Llévese enseguida de mi casa a esta calamidad!

Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y puso a su hijo de vuelta y media:

-¡Eres una mala persona! ¿Qué maneras son ésas? Ni que tuvieses el diablo en el cuerpo.

-Soy inocente, padre -contestó el muchacho-. Le digo la verdad. Él estaba allí a medianoche, como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablase o se marchase.

-¡Ay! -exclamó el padre-. ¡Sólo disgustos me causas! Vete de mi presencia, no quiero volver a verte.

-Bueno, padre, así lo haré; aguarda sólo a que sea de día, y me marcharé a aprender lo que es el miedo; al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.

-Aprende lo que quieras -dijo el padre-; lo mismo me da. Ahí tienes cincuenta monedas; márchate a correr mundo y no digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor vergüenza.

-Sí, padre, como quieras. Si sólo me pides eso, fácil me será obedecerte.

Al apuntar el día embolsó el muchacho sus cincuenta monedas y se fue por la carretera. Mientras andaba, iba diciéndose:

«¡Si por lo menos tuviera miedo! ¡Si por lo menos tuviera miedo!». En esto acertó a pasar un hombre que oyó lo que el mozo murmuraba, y cuando hubieron andado un buen trecho y llegaron a la vista de la horca, le dijo:

-Mira, en aquel árbol hay siete que se han casado con la hija del cordelero, y ahora están aprendiendo a volar.

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Siéntate debajo y aguarda a que llegue la noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.

-Si no es más que eso -respondió el muchacho-, la cosa no tendrá dificultad; pero si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta monedas. Vuelve a buscarme por la mañana.

Y se encaminó al patíbulo, donde esperó, sentado, la llegada de la noche. Como arreciara el frío, encendió fuego; pero hacia medianoche empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía de gran cosa. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, pensó el mozo: «Si tú, junto al fuego, estás helándose, ¡cómo deben pasarlo esos que patalean ahí arriba!».

Y como era compasivo de natural, arrimó la escalera y fue desatando los cadáveres, uno tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló luego el fuego para avivarlo, y dispuso los cuerpos en torno al fuego para que se calentasen; pero los muertos permanecían inmóviles, y los llamas prendieron en sus ropas. Al verlo, el muchacho les advirtió:

-Si no tienen cuidado, los volveré a colgar.

Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose. Se irritó entonces el mozo:

-Puesto que se empeñan en no tener cuidado, nada puedo hacer por ustedes; no quiero quemarme yo también.

Y los colgó nuevamente, uno tras otro; hecho lo cual, volvió a sentarse al lado de la hoguera y se quedó dormido.

A la mañana siguiente se presentó el hombre, dispuesto a cobrar las cincuenta monedas.

-Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo?

-No -replicó el mozo-. ¿Cómo iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan tontos que dejaron que se quemasen los harapos que llevan.

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Vio el hombre que por aquella vez no embolsaría las monedas, y se alejó murmurando:

-En mi vida me he topado con un tipo como éste.

Siguió también el mozo su camino, siempre expresando en voz alta su idea fija: «¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo! ¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo!». Lo escuchó un carretero que iba tras él, y le preguntó:

-¿Quién eres?

-No lo sé -respondió el joven.

-¿De dónde vienes? -siguió inquiriendo el otro.

-No lo sé.

-¿Quién es tu padre?

-No puedo decirlo.

-¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?

-¡Oh! -respondió el muchacho-, quisiera saber lo que es el miedo, pero nadie puede enseñármelo.

-Basta de tonterías -replicó el carretero-. Te vienes conmigo y te buscaré alojamiento.

Lo acompañó el mozo, y, al anochecer, llegaron a una hospedería. Al entrar en la sala repitió el mozo en voz alta:

-¡Si al menos supiera lo que es el miedo!

Oyéndolo el posadero, se echó a reír, y dijo:

-Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.

-¡Cállate, por Dios! -exclamó la patrona-. Más de un temerario lo ha pagado ya con la vida. ¡Sería una pena que esos hermosos ojos no volviesen a ver la luz del día!

Pero el muchacho replicó:

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-Por costoso que sea, quisiera saber lo que es el miedo; para esto me marché de casa.

Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle que, a poca distancia de allí, se levantaba un castillo encantado, donde, con toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres noches en él. Le dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se atreviese. Además, había en el castillo valiosos tesoros, capaces de enriquecer al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y podrían recuperarse al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado ya, pero ninguno había escapado con vida de la empresa.

A la mañana siguiente, el joven se presentó al Rey y le dijo que, si se le autorizaba, él se comprometía a pasarse tres noches en vela en el castillo encantado.

Lo miró el Rey, y como su aspecto le resultara simpático, le dijo:

-Puedes pedir tres cosas para llevarte al castillo, pero deben ser cosas inanimadas.

A lo que contestó el muchacho:

-Deme entonces fuego, un torno y un banco de carpintero con su cuchilla.

El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer subió a él el muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de carpintero con la cuchilla y se sentó sobre el torno.

-¡Ah! ¡Si por lo menos aquí tuviera miedo! -suspiró-. Pero me temo que tampoco aquí me enseñarán lo que es.

Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas voces, procedentes de una esquina, que gritaban:

-¡Au, miau! ¡Qué frío hace!

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-¡Tontos! -exclamó él-. ¿Por qué gritan? Si tienen frío, acérquense al fuego a caliéntense.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, llegaron de un enorme brinco dos grandes gatos negros que, sentándose uno a cada lado, clavaron en él una mirada ardiente y feroz. Al cabo de un rato, cuando ya se hubieron calentado, dijeron:

-Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?

-¿Por qué no? -respondió él-. Pero antes muéstrenme las patas.

Los animales sacaron las garras.

-¡Ah! -exclamó el muchacho-. ¡Vaya uñas largas! Primero se las cortaré.

Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco de carpintero.

-He adivinado sus intenciones -dijo- y se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.

Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del castillo.

Despachados ya aquellos dos y cuando se disponía a instalarse de nuevo junto al fuego, de todos los rincones y esquinas empezaron a salir gatos y perros negros, en número cada vez mayor, hasta el punto de que ya no sabía él dónde meterse. Aullando lúgubremente, pisotearon el fuego, intentando esparcirlo y apagarlo. El mozo estuvo un rato contemplando tranquilamente aquel espectáculo hasta que, al fin, se amoscó y, empuñando la cuchilla y gritando: «¡Fuera de aquí, chusma asquerosa!», arremetió contra el ejército de alimañas. Parte de los animales escapó corriendo, el resto los mató, y arrojó sus cuerpos al estanque. De vuelta al aposento, reunió las brasas aún encendidas, las sopló para reanimar el fuego y se sentó nuevamente a calentarse. Y estando así sentado, le vino el sueño, con una gran pesadez en los ojos. Miró a

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su alrededor, y descubrió en una esquina una espaciosa cama. «A punto vienes», dijo, y se acostó en ella sin pensarlo más.

Pero apenas había cerrado los ojos cuando el lecho se puso en movimiento, como si quisiera recorrer todo el castillo. «¡Tanto mejor!», se dijo el mozo. Y la cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando umbrales y subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y queda la cama patas arriba, y su ocupante debajo como si se le hubiese venido una montaña encima.

Lanzando al aire mantas y almohadas, salió de aquel revoltijo, y, exclamando: «¡Que pasee quien tenga ganas!», volvió a la vera del fuego y se quedó dormido hasta la madrugada.

A la mañana siguiente se presentó el Rey, y, al verlo tendido en el suelo, creyó que los fantasmas lo habían matado.

-¡Lástima, tan guapo mozo! -dijo.

Lo escuchó el muchacho e, incorporándose, exclamó:

-¡No están aún tan mal las cosas!

El Rey, admirado y contento, le preguntó qué tal había pasado la noche.

-¡Muy bien! -respondió el interpelado-. He pasado una, también pasaré las dos que quedan.

Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo como quien ve visiones.

-Jamás pensé volver a verte vivo -le dijo-. Supongo que ahora sabrás lo que es el miedo.

-No -replicó el muchacho-. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!

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Al llegar la segunda noche, se encaminó de nuevo al castillo y, sentándose junto al fuego, volvió a la vieja canción: «¡Si siquiera supiese lo que es el miedo!». Antes de medianoche se oyó un estrépito. Quedo al principio, luego más fuerte; siguió un momento de silencio, y, al fin, emitiendo un agudísimo alarido bajó por la chimenea la mitad de un hombre y fue a caer a sus pies.

-¡Caramba! -exclamó el joven-. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!.

Volvió a oírse el estruendo, y, entre un alboroto de gritos y aullidos, cayó la otra mitad del hombre.

-Aguarda -exclamó el muchacho-. Voy a avivarte el fuego.

Cuando, ya listo, se volvió a mirar a su alrededor, las dos mitades se habían soldado, y un hombre horrible estaba sentado en su sitio.

-¡Eh, amigo, que éste no es el trato! -dijo-. El banco es mío.

El hombre quería echarlo, pero el mozo, empeñado en no ceder, lo apartó de un empujón y se instaló en su asiento.

Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve tibias y dos calaveras, y, después de colocarlas en la posición debida, comenzaron a jugar a bolos. Al muchacho le entraron ganas de participar en el juego y les preguntó:

-¡Hola!, ¿puedo jugar yo también?

-Sí, si tienes dinero.

-Dinero tengo -respondió él-. Pero sus bolos no son bien redondos.

Y, cogiendo las calaveras, las puso en el torno y las modeló debidamente.

-Ahora rodarán mejor -dijo-. ¡Así da gusto!

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Jugó y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su vista. Se tendió y durmió tranquilamente. A la mañana siguiente se presentó de nuevo el Rey, curioso por saber lo ocurrido.

-¿Cómo lo has pasado esta vez? -le preguntó.

-Estuve jugando a los bolos y perdí unas cuantas monedas.

-¿Y no sentiste miedo?

-¡Qué va! -replicó el chico-. Me he divertido mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo que es el miedo!

La tercera noche, sentado nuevamente en su banco, suspiraba mohíno y malhumorado: «¡Por qué no puedo sentir miedo!».

Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd. Dijo él entonces:

-Ahí debe de venir mi primito, el que murió hace unos días.

-Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:

-¡Ven, primito, ven aquí!

Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó la tapa: contenía un cuerpo muerto. Le tocó la cara, que estaba fría como hielo.

-Aguarda -dijo-, voy a calentarte un poquito.

Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo sacó entonces del ataúd, se sentó junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos para reanimar la circulación. Como tampoco eso sirviera de nada, se le ocurrió que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, pues, lo arropó bien y se echó a su lado. Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a moverse. Dijo entonces el mozo:

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-¡Ves, primito, cómo te he hecho entrar en calor!

Pero el muerto se incorporó, gritando:

-¡Te voy a estrangular!

-¿Esas tenemos? -exclamó el muchacho-. ¿Así me lo agradeces? Pues te volverás a tu ataúd.

Y, levantándolo, lo metió en la caja y cerró la tapa. En esto entraron de nuevo los seis hombres y se lo llevaron.

-No hay manera de sentir miedo -se dijo-. Está visto que no me enteraré de lo que es, aunque pasara aquí toda la vida.

Apareció luego otro hombre, más alto que los anteriores, y de terrible aspecto; pero era viejo y llevaba una larga barba blanca.

-¡Ah, bribonzuelo -exclamó-; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir!

-¡Calma, calma! -replicó el mozo-. Yo también tengo algo que decir en este asunto.

-Deja que te agarre -dijo el ogro.

-Poquito a poco. Lo ves muy fácil. Soy tan fuerte como tú, o más.

-Eso lo veremos -replicó el viejo-. Si lo eres, te dejaré marchar. Ven conmigo, que haremos la prueba.

Y, a través de tenebrosos corredores, lo condujo a una fragua. Allí empuñó un hacha, y de un hachazo clavó en el suelo uno de los yunques.

-Yo puedo hacer más -dijo el muchacho, dirigiéndose al otro yunque. El viejo, colgante la blanca barba, se colocó a su lado para verlo bien. Cogió el mozo el hacha, y de un hachazo partió el yunque, aprisionando de paso la barba del viejo.

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-Ahora te tengo en mis manos -le dijo-; tú eres quien va a morir.

Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste, gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes riquezas. El chico desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de oro:

-Una de ellas es para los pobres; la otra, para el Rey, y la tercera, para ti. Dieron en aquel momento las doce, y el trasgo desapareció, quedando el muchacho sumido en tinieblas.

-De algún modo saldré de aquí -se dijo.

Y, moviéndose a tientas, al cabo de un rato dio con un camino que lo condujo a su aposento, donde se echó a dormir junto al fuego.

A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:

-Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.

-No -replicó el muchacho-. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero de lo que sea el miedo, nadie me ha dicho una palabra.

Dijo entonces el Rey:

-Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.

-Todo eso está muy bien -repuso él-. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo. Sacaron el oro y se celebró la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de suspirar: «¡Si al menos supiese lo que es el miedo!».

Al fin, aquella cantinela acabó por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:

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-Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.

Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho. Éste despertó de súbito y echó a gritar:

-¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!

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EL MAGO DE OZ

Dorita era una niña que vivia en una granja en Kansas con sus tios y su perro llamado Toto.

Un dia, mientras la niña jugaba con el perro por los alrededores de la casa , nadie se dio cuenta de que se acercaba un tornado. Cuando Dorita lo vio, intento correr en direccion a la casa , pero su tentativa de huida fue en vano

. La niña tropezo, se cayo , y acabo siendo llevaba junto con el perro, por el tornado. Los tios vieron desaparecer en cielo a Dorita y a Toto , no pudieron hacer nada para evitarlo. Dorita y su perro viajaron a traves del tornado y aterrizaron en un lugar totalmente desconocido para ellos. Alli , encontraron a unos extraños personajes y un hada que , respondiendo al deseo de Dorita de encontrar el camino de vuelta a su casa les aconsejaron a que fueran visitar al Mago de Oz. Les indicaron un camino de baldosas amarillas, y Dorita y Toto lo siguieron. 

En el camino, los dos se cruzaron con un espantapajaros que pedia , incesantemente, un cerebro. Dorita le invito a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz podria hacer por el. Y el espantapajaros acepto. Mas tarde , se encontraron a un hombre de hojalata que , entado debajo de un arbol, deseaba tener un corazon.

Dorita le llamo a que fuera con ellos a consultar al mago de Oz. Y continuaron en el camino. Algun tiempo despues, Dorita, el

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espantapajaros y el hombre de hojalata se encontraron a un leon rugiendo debilmente, asustado con los ladridos de Toto.

El leon lloraba porque queria ser valiente. Asi que todos decidieron seguir el camino hacia el mago de Oz , con la esperanza de hacer realidad sus deseos.

Cuando llegaron al pais de Oz, un guardia les abrio 

la puerta , y finalmente pudieron explicar al mago lo 

que querian. El mago de Oz les puso una condicion: primero tendrian que acabar con la bruja mas cruel de reino, antes de solucionar sus problemas. Ellos los aceptaron. Al salir del 

castillo de Oz, Dorita y sus amigos pasaron por un campo de amapolas y aquel aroma intenso les hicieron caer en un profundo sueño, siendo capturados por unos monos voladores que venian de parte de la mala bruja. Cuando despertaron y vieron la bruja, lo unico que se le ocurrio a Dorita fue arrojar un cubo de agua a la cara de la bruja, sin saber que eso era lo que haria desaparecer a la bruja. El cuerpo de la bruja se convirtio en un charco de agua, en un pis-pas.

Rompiendo asi el hechizo de la bruja, todos pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad, excepto Dorita. Toto, como era muy curioso, descubrio que el mago no era sino un 

anciano que se escondia tras su figura. El hombre llevaba alli muchos años pero ya queria marcharse. 

Para ello habia creado un globo magico. Dorita decidio irse con el. Durante la peligrosa travesia en globo, su perro se cayo y Dorita salto tras el para salvarle. En su caida la niña soño con todos sus amigos, y oyo como el hada le decia:

Si quieres volver , piensa:

“en ningun sitio se esta como en casa”.

Y asi lo hizo. Cuando desperto, oyo gritar a sus tios y salio corriendo. Todo habia sido un sueño Un sueño que ella nunca olvidaria , ni tampoco sus amigos.

FIN

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EL NUEVO TRAJE DEL EMPERADOR

Hans Christian Andersen

Érase una vez un emperador muy vanidoso a quien le encantaban los finos ropajes. Gastaba la mayor parte de su tiempo y mucho dinero en espléndidos trajes nuevos. El emperador descuidaba por completo los asuntos de su gobierno y sólo le interesaba aparecer en público para lucir sus nuevos trajes y sombreros.

Un día llegaron a la ciudad dos estafadores y decidieron sacar partido de la afición exagerada del emperador.

-Tengo un plan con el que nos volveremos ricos en poco tiempo -dijo uno de ellos.

Las puertas del palacio estaban abiertas para los tejedores y sastres de todos los rincones de la tierra. En poco tiempo, los dos estafadores tuvieron audiencia con el emperador.

-Somos tejedores de un país muy lejano y fabricamos la tela más hermosa que se pueda imaginar su Excelencia -dijeron los falsos tejedores, mientras el emperador escuchaba con sumo interés-. Los colores son majestuosos y el diseño es inigualable.

-Esta tela -continuaron diciendo-, tiene la propiedad de ser invisible para todo aquel que sea tonto y no esté a la altura de su puesto."Una tela así me sería muy útil", pensó el emperador. "Así podré saber cuáles de mis ministros no están a la altura de

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sus cargos."Sin pensar más, el emperador le ordenó a su primer ministro entregarles a los tejedores el dinero necesario, así como la seda y los hilos de oro, para que empezaran el trabajo de inmediato.Los dos estafadores se pusieron manos a la obra. Alquilaron un telar y un gran taller, y se instalaron con toda comodidad. Cada vez que alguien iba a verlos, fingían trabajar arduamente.Por supuesto, no estaban tejiendo nada. Todos los días escondían un poco de seda y de hilos de oro, y se pasaban el tiempo comiendo y bebiendo.

Entretanto, el emperador se deleitaba pensando en su maravilloso traje nuevo."Me pregunto cómo irá el trabajo de esos tejedores", pensaba. No estaba muy seguro de ir a ver la tela por sí mismo, pues lo inquietaban sus poderes mágicos… ¡Claro que eso no debía preocuparle en lo más mínimo!

-¡Ya sé! -exclamó el emperador-. Enviaré a mi primer ministro. Él no es ningún tonto y está a la altura de su cargo. La tela no será invisible para él. El emperador mandó llamar a su primer ministro y le pidió un reporte detallado sobre la elaboración de la tela. Ya toda la ciudad se había enterado de la fabricación de la maravillosa tela. El primer ministro, que era un hombre sensato, decidió ir solo a supervisar el trabajo de los tejedores.

"No soy estúpido y sé muy bien que soy apto para mi cargo, pero es mejor tomar precauciones".

Los falsos tejedores recibieron muy amablemente al primer ministro. Uno de ellos levantaba los brazos en el aire, como si estuviera sosteniendo la tela, y hablaba de sus magníficos colores. El otro movía las manos sobre el telar, fingiendo entrelazar los hilos. Sin embargo, el pobre primer ministro ¡no veía absolutamente nada!

"¿Me habré vuelto estúpido?" se preguntó preocupado.

El primer ministro regresó al palacio.-Su Excelencia -dijo en tono solemne-. Jamás había visto nada igual.

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El emperador estaba escuchando impaciente. -Bueno, pues dime cómo es.-Hemm... su Excelencia.... los colores son exquisitos, como un hermoso atardecer: azul, rosado, malva y dorado. El diseño es muy elaborado… como un jardín, con delicadas flores, árboles majestuosos y límpidos arroyos. ¡Estoy sorprendido de la habilidad de esos tejedores!Al cabo de unos días, los embaucadores le pidieron más dinero al primer ministro. En el fondo de su corazón, él sabía que algo no andaba bien, pero le daba temor confesar que no veía la tela. Así pues, accedió a enviarles más dinero.Al día siguiente, los sirvientes del emperador fueron al taller de los falsos tejedores a dejarles tanto el dinero que pedían como más hilos de oro. Los estafadores estaban encantados.La impaciencia del emperador aumentaba cada día más. Esta vez decidió enviar a uno de sus cortesanos de confianza a supervisar el trabajo de los tejedores. La sorpresa del cortesano al ver el telar vacío fue total. Sin embargo, para que los tejedores no pensaran que era un tonto, se acercó al telar e hizo como si examinara cuidadosamente la tela.

Cuando regresó al palacio del emperador, no quiso revelar su incapacidad para ver la tela. No quería exponerse a que lo considerasen estúpido. Entonces, alabó la tela e hizo una magnífica descripción que complació al emperador. Por fin, el emperador decidió ir a ver la tela con sus propios ojos. Los estafadores lo recibieron con grandes venias.

El emperador no salía de su asombro: ¡No podía ver la tela!

-Toque esta tela, su Excelencia -decían los falsos tejedores-. Es de una suavidad y una delicadeza indescriptibles.

-Hemm... sí, claro, claro, muy suave -dijo el emperador-. Es un trabajo absolutamente maravilloso.

El día de la prueba del traje llegó por fin. El emperador esperaba pacientemente en ropa interior mientras los estafadores hacían como si estuvieran probándole al emperador el famoso traje. Los cortesanos, reunidos en torno a él, alababan la calidad del diseño y la hermosura de los colores.

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-¡Su Excelencia debería lucir este traje en la procesión de mañana! -dijo alguien.

Al día siguiente, los estafadores le ayudaron al emperador a ponerse el traje. Con todo cuidado, le alcanzaban cada prenda y él, con el mismo cuidado, hacía lo mejor para ponérsela.

-¿Me veo bien? -preguntaba con nerviosismo el emperador, al tiempo que se miraba en el espejo.

-¡Oh, sí, su Excelencia! -todos exclamaban, con una sonrisa de oreja a oreja.

El emperador desfiló por toda la ciudad. La gente comentaba con admiración la delicadeza y vistosidad de las prendas. Nadie quería pasar por tonto. De repente, un niño gritó:

-¡Pero si el emperador está desnudo!

Todo el mundo empezó a reírse a carcajadas.

El emperador se sentía muy avergonzado, pues sabía que la gente tenía razón. A pesar de todo, siguió caminando con la cabeza muy erguida, resuelto a no admitir en público su estupidez. Por su parte, los astutos estafadores en otro lugar, disfrutaban de la inmensa fortuna.

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LA GUARDADORA DE GANSOS

Autor: Hermanos Grimm

Existió una vez una bella princesa llamada Rosabel, cuyo padre concertó su boda con el príncipe de un lejano país.

- Soy anciano y estoy enfermo. Tendrás que hacer el viaje sola, hija mía -dijo el Rey.- No sufras, querido padre.

Partió la princesa, amazona en caballo veloz, llevando por toda compañía a Sharanaz, la doncella.

Resultó que Rosabel, cuyo bondadoso corazón ignoraba el mal, no tenía noción del mucho que albergaba el de su doncella, a la que como a todos en general, trataba

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con gran cariño.

Muy atrás había quedado el reino de su padre, cuando la princesa sintió fatiga.

- Creo que vamos a descansar -dijo. Además, tengo sed.

Sharanaz, con vistas a su plan, propuso:

- Será mejor más adelante, mi señora; veo a lo lejos la cinta plateada de un río.

Al llegar a la orilla, Rosabel descendió del caballo para saciar su sed. Sharanaz se apeó también y, con toda rapidez, golpeó la cabeza de la princesa.

Al verla aturdida, le exigió:

- ¡Rápido, dadme vuestras ropas, vuestras joyas y el manto real!

La aturdida Rosabel ni siquiera pensó en defenderse, y pronto cada una de ellas llevó el vestido de la otra.

- Ahora soy la princesa y me llamarás alteza.

Y volvieron a montar a caballo, sólo que ahora Rosabel iba detrás.

No contenta con aquello, la falaz doncella exigió:

- Júrame que no contarás a nadie que eres la princesa. Si lo cuentas, me vengaré con el príncipe, con el que pienso unirme en matrimonio.

Por miedo a sus amenazas, Rosabel lo prometió.

En cuanto llegaron al reino del joven príncipe Fabián, éste salió a recibirlas acompañado de su padre. Sharanaz les dijo:

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- Esta joven que viene conmigo es una holgazana, así que bueno será que la pongáis a trabajar.

Fabián, prendado de la belleza y dulzura de la doncella, ni siquiera se fijó en la que suponían princesa. En cambio el rey, para complacer a ésta, ordenó que Rosabel fuera trasladada a una de sus granjas.

Sorprendiendo las miradas de Fabián, fijas en la linda Rosabel, Sharanaz siguió a la princesita a la granja.

- Los vestidos que fueron míos aún son demasiado buenos para tí, así que devuélvemelos.- Lo haré, pero a cambio de que seáis buena con el príncipe.- No me déis consejos.

Y aún tuvo la audacia de confesar que pensaba invertir en joyas y boato todo el oro del reino. Mucho se angustió la princesita, creyéndola capaz.

Sin embargo, mientras cuidaba de los gansos, poco podía sospechar que el apuesto príncipe Fabián, escondido cerca, la contemplaba con placer, y que se decía:

- No es tan haragana como la fea princesa pretende hacernos creer...

Desde su escondite observó que hablaba con el caballo que la trajera, lo que no dejó de sorprenderle, aunque lo que decían no llegaba hasta él.

- ¡Mi pobre caballito! -se compadecía Rosabel.- ¡Mi pobre princesita! -decía él.- He jurado callar, y si hablo, mi querido príncipe se perjudicará.

Un día Fabián, deseando conversar con la niña, dejó su escondite.

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- Pareces triste -le dijo. ¿Es que echas de menos tu país?- Quizás, pero no os preocupéis por mí. ¿Es verdad que os vais a casar?- ¡Ay de mí! -suspiró Fabián. Me dijeron que mi princesita era muy linda y muy buena y no ha sido verdad.- ¡Mi pobre señor! -se apiadó ella.- ¿Sabéis? Me hubiera gustado que la princesa fuese como vos.

Rosabel se emocionó mucho. Sucedió que el mozo de cuadra, intrigado por las conversaciones de la granjerita y su caballo, se puso a escuchar.

Lo que oyó lo dejó con la boca de a palmo, y a todo correr fue a contárselo al rey.

Cuando le hubo dicho todo, añadió:

- Y si no me creéis, podéis ir vos a escuchar, Majestad.

El rey fue a la granja y se ocultó bajo la paja del establo. Así oyó al caballo decir:

- ¡Ay mi princesita Rosabel, qué triste se pondría vuestro padre, el rey, si os pudiese ver!- Pero como no me ve, se evita ese pesar. ¡Si no le hubiera jurado a mi doncella Sharanaz callar...!

El rey se dio buena prisa en alzarse de la paja. Convencido de la realidad, envió a por hermosos vestidos para Rosabel y la llevó ante su hijo, diciendo:

- ¡He aquí a tu princesa, la verdadera!

Con lo que ambos príncipes fueron tan dichosos, que ni se puede contar

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EL DÍA EN QUE EL SOL SE ENFADÓBegoña Ibarrola

RESUMEN

El Sol está enfadado porque los habitantes de la Tierra no le dan las gracias por su trabajo. Entonces decide no volver a salir, lo cual tiene unas consecuencias desastrosas para todos los habitantes del planeta. La Luna y las estrellas también se sienten muy mal por esta decisión que les hace trabajar horas extras.

En este cuento se habla de… la gratitud, del enfado y de la forma de solucionar un conflicto a través del diálogo y el cambio de actitud.

El Sol estaba ya muy cansado de salir todos los días a iluminar la Tierra y darle calor. Estaba además muy enfadado con sus habitantes porque eran unos desagradecidos. En otros tiempos, todos los días le daban las gracias al salir y le despedían al atardecer, levantaban monumentos en su honor, le dedicaban canciones, grababan su cara en las piedras, le hacían versos, y él e sentía muy orgulloso de lo que hacía y muy feliz.

Pensaba: “Gracias a mí maduran los frutos, os doy vitaminas que os ayudan a crecer y estar sanos, derrito los hielos y tenéis abundante agua, sin la que no podríais vivir. Ayudo a que salgan miles de flores que os alegran la vista y el olfato, y un montón de cosas más. Y a cambio, ¿qué hacéis los seres humanos por mí?

Nada, ni caso, como si fuera mi obligación salir todos los días a calentar la Tierra”.

Estaba tan, tan furioso, que decidió darse unos días de vacaciones y no brillar en el cielo.

Y ¿sabéis lo que pasó? Que aquello fue un auténtico desastre: la Luna y las estrellas se enfadaron mucho porque tuvieron que hacer horas extras y no podían irse a descansar. Estaban indignadas. ¿Cómo podía el Sol hacer semejante locura?

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Empezó a hacer frío, cada vez más frío. Las flores no se abrían, las frutas no maduraban, los animales estaban despistados, pues no sabían cuándo dormir y cuándo despertar. Las luces de las calles y de las casas tenían que estar encendidas todo el tiempo. La gente empezó a ponerse triste, muy triste, y algunos incluso

enfermaron.

A los niños les costaba mucho levantarse para ir a la escuela:

– Mamá, déjame dormir un poco más, que todavía es de noche.

– No, cariño, que ya es la hora. Ya es de día, aunque el Sol no haya salido todavía.

Los responsables de todos los países del planeta estaban muy preocupados, pero no sabían qué hacer hasta que a uno se le ocurrió una idea: debían ir a hablar con el Sol.

Se reunieron representantes de todos los lugares de la Tierra y juntos se dirigieron a la montaña por la cual acostumbraba a nacer el Sol.

Y una vez en la cima le pidieron que saliera de su escondite y les escuchara con atención. Entonces le hablaron y le suplicaron que volviera a brillar en el cielo.

– ¡Ah! ¿Así que me echáis de menos y queréis que vuelva? –les dijo muy enfadado.

– Sí, te pedimos que vuelvas y reconocemos que tu presencia es necesaria para la vida de toda la Tierra, no solo para nosotros los seres humanos, sino para los animales y las plantas también. Tú nos das la vida y sentimos mucho haberlo olvidado, te prometemos recordarlo de ahora en adelante y para siempre. Te estamos profundamente agradecidos. Perdónanos, por favor…

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– Bueno, me lo voy a pensar…

Y el Sol volvió a esconderse detrás de la montaña.

Como también la Luna y las estrellas se lo estaban pidiendo por favor todos los días, cada vez con mayor insistencia, decidió al fin salir a la mañana siguiente.

¿Y os imagináis lo que pasó?

Que en todo el mundo se celebraron fiestas en su honor, se levantaron monumentos, se hicieron canciones y poesías, se grabó su rostro en las piedras y hasta se pusieron de moda las danzas al Sol.

Eso sucedió hace mucho, mucho tiempo, y el Sol, desde entonces, sigue saliendo todos los días y dando su luz y calor.

¿No crees que tú también debes darle las gracias?

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LAS HADAS.................................................................................................................1

HANSEL Y GRETEL..................................................................................................5

LA LIEBRE Y EL ERIZO........................................................................................16

LA OCA DE ORO......................................................................................................21

RUMPELSTIKIN......................................................................................................28

EL SASTRECILLO VALIENTE.............................................................................34

BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS......................................................52

BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS......................................................52

EL CAMPESINO Y EL DIABLO............................................................................56

BLANCANIEVE Y ROJAFLOR.............................................................................59

BLANCANIEVE Y ROJAFLOR.............................................................................59

EL PRINCIPE Y EL MENDIGO.............................................................................74

EL FLAUTISTA DE HAMELIN.............................................................................77

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA....................................................86

EL CUERVO Y LA ZORRA....................................................................................94

JUAN SIN MIEDO 99

JUAN SIN MIEDO..................................................................................................100

EL MAGO DE OZ...................................................................................................115

EL NUEVO TRAJE DEL EMPERADOR............................................................117

LA GUARDADORA DE GANSOS.....................................122

EL DÍA EN QUE EL SOL SE ENFADÓ...............................................................126

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