Las monedas de los 24 - ForuQ

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Índice

PortadaDedicatoriaPrólogoI. Acogimiento a sagradoII. El abogado de pobres del concejoIII. La audiencia con don RodrigoIV. La prevención de AdelaV. La cita con el promotor fiscalVI. El juicio por la muerte de Dionisia

MenéndezVII. El taller del dorador GaleraVIII. La costurera Felisa DomínguezIX. Juicio por violaciónX. El cobro de la minuta

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XI. Una visita en la nocheXII. La confidencia de Tomás de la CruzXIII. Flagelación y muerteXIV. El preso Deogracias MontañoXV. El veinticuatro EncisoXVI. En la mansión de los PereaXVII. La feria de agostoXVIII. El entierro de la hija del

veinticuatroXIX. La moza Evangelina GonzálezXX. Las monedas de los veinticuatrosXXI. El juicio contra el falsificador de

monedaXXII. La esquela del veinticuatro

MedinaXXIII. Encuentro con don Luis de

Salazar y ValenzequiXXIV. Toros, cañas y cábalas

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XXV. La esposa del veinticuatroXXVI. Recelos, sospechas y

aprensionesXXVII. La nueva monedaXXVIII. Una imposible reparaciónXXIX. El consejo de don BartoloméXXX. El escrito de acusaciónXXXI. El jesuita don Gerónimo de

EstradaXXXII. Una visita inesperadaXXXIII. El canónigo Mesa y XineteXXXIV. El denario del rey AretasXXXV. La advertenciaXXXVI. Un disparo en la nocheXXXVII. Recuerdos que regresanXXXVIII. Juicio por asesinatoXXXIX. Las explicaciones de Pedro de

Alemán

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EpílogoDramatis personaeCréditos

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A Mª Carmen Perea,que me hace la vida tan

fácil.

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PRÓLOGO

Dionisia Menéndez, que era joven peroque no era en exceso agraciada,caminaba en esa noche del viernes día15 de abril del año del Señor de 1757por la calle Tras de Santo Domingo. Ibade camino a su casa en el cercanocallejón de la Garrida y venía de susdiarios quehaceres en la morada delveinticuatro don Jerónimo Enciso delCastillo, de los que no se había libradoa pesar de que era día sagrado, ViernesSanto, y Jerez, en fecha tan señalada,

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dedicaba todos sus bríos a su devocióna los cristos y vírgenes que paseabanpor las calles y a las cofradías quehacían estación de penitencia a sieteiglesias cada una, buscando lasindulgencias que los curas concedíanpor las visitas a los sagrarios.

Había caído ya una noche que, aunqueestaban en abril, era desapacible,nublosa y húmeda, y corría un vientoracheado que apagaba los cirios quealumbraban a las imágenes y los queportaban los hermanos de luz de lascofradías. Hacía semanas que no llovíay las calles apestaban a las inmundiciasque desprendían unos hedores con losque no podían ni el azahar reciénbrotado en los naranjos, ni las colonias

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de los caballeros, ni los perfumes de lasdamas empingorotadas, ni el inciensoque los monaguillos derrochaban portoda la ciudad balanceando susturíbulos. Mientras andaba por la calleen penumbras, Dionisia Menéndez oía alo lejos, allá por la Porvera, lostambores y los clarines de los músicosque acompañaban a la procesión de laVirgen de la Soledad, que ya debía de irde camino hacia la iglesia de laVictoria.

Dionisia trabajaba desde que era niñaen la casa del veinticuatro Enciso,situada en la Porvera, junto a la puertaNueva, donde ayudaba a las cocineras,lavaba, daba de comer su alpiste a lospájaros de la casa, regaba macetas,

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limpiaba azulejos, amasaba el pan e ibapor la fruta, las verduras y la carne. Esatarde había tenido que trabajar en elcaserón a pesar de ser fiesta de guardar,pues don Jerónimo, como cada año,invitaba a vinos y a torrijas a familiares,a otros veinticuatros y a jurados yprincipales para que desde su balconadacontemplaran el paso de la cofradía dela Soledad, las hermosas andas donde laVirgen iba bajo palio, los hermanos deluz y de sangre, los curas consobrepellices, los religiosos mínimosentonando letanías, los limosneros consus tazas de plata y los cargadores delpaso que hacían resonar sus horquillassobre las guijas de la hermosa calleflanqueada de casas palaciegas. Y a la

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merienda le seguían más vinos y losmanjares que durante la mañana ella,Dionisia Menéndez, había ayudado apreparar en las cocinas de la mansión.

A esas horas de la noche, y ya hacíamucho que habían dado las completas,todavía había gente que transitaba porlos alrededores de Santo Domingo, decamino a sus casas o con dirección a laPorvera para ver la recogida de lacofradía de la iglesia de la Victoria. Sinembargo, cuando Dionisia dejó atrás laplaza de las Atarazanas del Rey y seadentró en la calle Clavel, seincrementaron las pestilencias, sesolidificó el silencio y la ganó unasoledad absoluta.

Ni perros vagabundos se veían por

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esa calle a tales horas.Ni gatos malolientes y ni siquiera las

falenas y polillas que tan dadas eran azumbar y zangolotear en las noches de laprimavera.

Se arrebujó en su pañoleta y apresuróel paso, deseando llegar cuanto antes asu pequeña casa de tres habitaciones enel callejón de la Garrida, que también selo nombraba en Jerez como calleConocedores, puesto que por allí sereunían los conocedores de ganado porhallarse en las cercanías de los caminosque llevaban al Hato de la Carne y aotras dehesas donde pastaban terneros yvacas. Oyó sonar el campanil de SanPedro dando unos cuartos y se dijo quede ahí a poco sonaría la campana de la

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queda. Y redobló el ritmo ya presurosode su caminar.

Llegó a su casa aterida y exhausta. Sumarido, como esperaba, no se hallabaallí. Estaría, se dijo, en el figón de lacalle Rui López, gastándose los últimosmaravedíes del exiguo sueldo queganaba como amasador en una de lasdulcerías de la calle Bizcocheros yagarrando una turca que lo colmaría defrustraciones que pagaría con ella.Como cada vez que se ajumaba.

Se preparó una infusión demanzanilla.

No tenía hambre: había picado de lassobras del festín servido por elveinticuatro Enciso a sus invitados y loque deseaba era acostarse enseguida y

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atrapar el sueño antes de que su hombrellegase. Tal vez, al verla dormida, ladejara en paz. De pie en la cocina, antelos fogones, vio cómo el agua hervía enel pequeño caldero. Contempló suimagen, que, distorsionada por el aguaque bullía, se reflejaba en el fondocobrizo de la olla. Vislumbró su rostroescuálido, sus ojos apagados, su pielmate, su cabello en exceso fino. Y todossus sueños rotos. Suspiró y se dijo queno debía quejarse, pues sabía que lasquejas sólo traían lágrimas ydesilusiones. Preparó la manzanilla, laendulzó con los últimos granos deazúcar que había en el azucarero, se lallevó a la alcoba y se la bebió sentadaen el filo de la cama, agradeciendo el

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calor de la infusión, que vigorizaba sushuesos adoloridos.

Sintió entonces que la puerta de lacasa se abría y oyó pasos en lahabitación delantera. Pensó que la turcade esa noche no debía de haber sido delas gordas a que su Francisco la teníahecha, pues los pasos eran firmes ydecididos. Y no los de quien llegaenturbiado por la jumera.

Aunque…Demasiado firmes. Demasiado

decididos. Esos pasos…—Francisco… ¿Eres tú?Sólo el silencio, empero, respondió a

esa pregunta en la que latía unaprevención que amenazaba conconvertirse en miedo.

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—Francisco… ¿has llegado…? ¿Erestú?

Y esta vez sí palpitaba el temor en lainterrogación que le brotó trémula de loslabios.

Se quedó quieta, aguzando el oído.Durante unos instantes sólo percibió losruidos del viento que, fuera, golpeabacontra los esterones de la única ventanade la casa que daba a la calle. Y, tal vez,un ruido metálico cuyo origen no pudoprecisar.

—¡Francisco! ¡¿Estás ahí?!Y el pánico era lo que ponía signos de

admiración a su pregunta.Se levantó de la cama, dejó sobre la

patética mesilla de noche la infusión demanzanilla, de la que no quedaban más

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que unos posos verduscos en la taza dehojalata, y salió a la cocina, que era lahabitación que comunicaba con eldormitorio. Pero allí sólo había elaroma de la infusión recién colada y elcalorcillo con que el fuego habíaabrigado el cuarto. Contempló lapequeña estancia, la carbonera mediovacía, los tarritos del vinagre y delaceite, el anaquel con los saquitos delegumbres, la talega del pan, el cántarodel agua. Se dio cuenta de lo endebleque era su vida toda. Y experimentó unmiedo antiguo que le erizó cada uno delos vellos del cuerpo. Volvió a preguntary se encontró con un silencio tupido.

De nuevo.Descorrió la cortinilla que separaba

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la cocina de la habitación delantera, queestaba a oscuras. Pero aun entre lapenumbra pudo distinguir una figuranegra y grande parada en los medios delcuarto.

—Francisco… ¿Estás ahí…? ¿Erestú?

Y ahora no había ni miedo niprevención en su pregunta, sino tan sólosúplica.

Oyó de nuevo aquel ruido metálico ysupo que era el del espadín enfundadoen su vaina chocando contra la piernadel hombre. Se dijo que aquello nopodía ser, que los bandos del concejoprohibían portar armas. Y que quién ibaa querer robar en esa casa donde nohabía más que estrecheces y miseria. Y

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que todo era un sueño.Pero no.Porque se apercibió entonces del

chasquido del acero al serdesenvainado. Chasquido que era real yno el sonido esponjoso que se oye en lossueños.

—Por Dios… No…Dionisia Menéndez nunca llegó a

saber por qué murió. Únicamente tuvotiempo de musitar los primeros versosdel padrenuestro antes de que la hoja delespadín, larga como los brazos del mal,se hundiera por entero en su cuerpopequeño. Una, dos, tres veces. Apenassintió dolor, tan sólo que se le abrían enlas entrañas lóbregos pasadizos por losque se le escapaba la vida.

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Luego, cuando ya todo era muerte, elintruso, que hasta entonces no habíadicho una palabra, sacó cuidadosamentesu faltriquera, eligió una moneda deentre las muchas que atestaban la bolsa,la contempló con una sonrisa aguda,pasó la yema del dedo pulgar de la manodiestra sobre su superficie, sintió el fríotacto de la plata, antigua como losvientos, los contornos de susinscripciones, y volvió a sonreír. Alpoco, dejó la moneda sobre el pequeñoaparador de madera basta que había a laentrada de la humilde casita.

Después desnudó el cuerpo exánimede Dionisia, enjuto, huesudo, grisáceo, yle hizo cosas que, por infames ydepravadas, ni siquiera es posible

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narrar aquí.

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I

ACOGIMIENTO A SAGRADO

Antonio Galera tenía como oficio el dedorador, y tenía taller abierto en la calleMonte Corto, en la collación de SanMarcos. Collación por la que, además,ostentaba el cargo de caballero juradoen el concejo de la muy noble y muy lealciudad de Jerez de la Frontera.

Las leyes del reino encargaban elgobierno de las ciudades a los regidoresy a los jurados. Los primeros, desde lostiempos de su majestad don Enrique elCuarto, eran en Jerez los caballeros

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veinticuatro, todos pertenecientes alestamento de la nobleza; los segundos,los caballeros jurados, tenían por misiónen el cabildo la de ver y oír, y sólo lesestaba dado intervenir en las sesionescapitulares cuando lo que se hacía yacordaba venía en daño y perjuicio desu majestad el rey, de las leyes deEspaña o de las propias ordenanzasmunicipales. Antaño, los jurados erancargos electivos y se votaban a razón dedos por parroquia, lo que hacía un totalde dieciséis. Las necesidades del erariopúblico hicieron, sin embargo, que lasjuradurías se convirtieran en objeto decompras y de ventas y perdiesen sucarácter popular. Había en Jerez porestos años sesenta juradurías, todas

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perpetuas. Y una de ellas era la deAntonio Galera, el dorador, que la habíaheredado de su señor padre junto conunos cientos de escudos de deudas y unfuturo oscurecido. Lo cual había hechoque el heredero dejase atrás antiguasprevenciones familiares y sociales yabriese el taller de dorado hacía ahoraveintidós años, oficio que le habíapermitido liquidar las deudas heredadas,comprar una casa de dos plantas junto altaller y mantener depósitos con losbanqueros que le garantizaban el futuromucho más allá de su muerte. Mas si suoficio le había dado escudos y pesos yuna vida tranquila, no le habíapropiciado la consideración de susiguales, que seguían pensando, como

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otrora, que era indecente e iba contra laautoridad del cargo que un juradoejerciera oficio menestral, vendiendo ensus tiendas sus mercancías en cuerpo,vareando sus paños y lienzos ocomerciando de cualquier otra manera.Aunque fuera con oro. «Lo cual es muymurmurado por los vecinos de estaciudad y de otras comarcanas», se decía.

Empero, en esa mañana de abril,martes después de la Resurrección, loque menos preocupaba a Antonio Galeraera la consideración de sus iguales. Loque en verdad lo turbaba era lo quehabía acontecido en su taller el díaanterior, en la noche ya y a punto deechar el cierre al negocio, cuandoEvangelina González, la moza que

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trabajaba sirviendo en su casa y que decuando en vez se encargaba también dela limpieza del taller y del cuidado delos buriles y de otras tareas menores,estuvo a solas con él en su estudio. Y loque allí había acontecido y lasconsecuencias que de ello podíanderivarse.

Y aquello fue como si una tormentaterrible se desatara sobre su vida, hastaesos instantes tan sosegada.

«¡Sangre de Cristo! ¡Qué calamidad!¿En qué diantres estaría yo pensando?».

Exclamaciones y pregunta queresonaron como un eco funesto en elsilencio de esa mañana agrisada.

Hasta la noche de ese infausto lunesde gloria, la vida del dorador Antonio

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Galera, a sus cuarenta y muchos años,era plácida, apacible. Tan pacífica quealgunos decían que era aburrida. Teníasalud, un buen oficio, dos hijos quetenían su propio negocio (una pañeríaque les rentaba sus buenos escudos alaño), otras dos hijas bien casadas y unatranquilidad de espíritu que le otorgabaese gesto satisfecho que le era tancaracterístico. Había enviudado sieteaños atrás, y la viudez había sido comouna liberación. Y no porque su mujer lehubiera dado mala vida, no. Porque laverdad era que su difunta esposa habíasido una mujer de buen ver, de buencarácter y buenas hechuras y de tratoagradable. Pero que había enfermado deunas espantosas escrófulas que

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resultaron inmunes a los baños de hojasde nogal, a las pócimas de nueces ypiñones y a las bizmas de uvas y raíz deregaliz que le habían recetado losfísicos y que la habían ido minandopoco a poco como una aterradoratermita.

Caminaba como un fugitivo en esamañana del martes día 19 de abril por elPostigo de la Poca Sangre, barruntandolo ocurrido y sus resultas. Ymascullando maldiciones que jamás sehabían oído en los labios del dorador.

Se había levantado antes del alba,después de una noche breve y pobladade pesadillas que apenas si le habíandejado conciliar el sueño.

Y ella no estaba.

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Y supuso lo que habría hecho.Se había asomado a la ventana de la

casa y había visto la calle oscura ydesierta. Había respirado con alivio,pues se la había imaginado repleta dealguaciles y corchetes. Sin desayunar niun mal café ni asearse, habíaabandonado su casa, consciente de quetenía que buscar refugio en alguna partehasta que se le ocurriese cómosolucionar la horrible contrariedad enque se hallaba, y cuando giró a laderecha para tomar la Tornería endirección a la plaza de los Plateros, viocómo desde la puerta de Sevilla subía elcoche de la ronda.

«¡Ya están aquí, voto a bríos! ¡Sí queha sido rauda la denuncia!».

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Aceleró el paso, casi corriendo, hastallegar a la calle de don Alvar López y ala de San Cristóbal, también llamada delos Tundidores, para desde allíadentrarse, como si fuera un prófugo, ycon toda probabilidad lo era, por elPostigo de la Poca Sangre, que tambiénllamaban Agujero del Hospital, yalcanzar la calle Larga.

Se lamentó por su falta de previsión:hacía frío en esa alba abrileña y nohabía cogido ropa de abrigo: tan sólo lacasaca mal abrochada y la camisa suciade varios días anteriores. Vio que en lamanga de la casaca brillaba una briznade pan de oro y se desesperó al pensaren todo cuanto podía perder. Siguióandando, medio corriendo, sin rumbo

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fijo, con la cabeza hundida en loshombros, las manos heladas, la mentehecha un batiburrillo de pensamientos ymalos augurios. La calle Largacomenzaba a tomar vida en esosinstantes: carros cargados de verduras,los olores de las dulcerías de la calleBizcocheros, los aromas blandos de lastahonas, la fragancia caliente del café delos palacios que la flanqueaban. Estuvoa punto de resbalar y caer cuando pisóun emplasto de cera, recuerdo de lasrecientes procesiones de Semana Santa,y lanzó un juramento.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo deshacer elentuerto en que se había metido?

¡Dios bendito! ¡Santísima Virgen de laMerced!

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Intentó tranquilizarse, acompasar larespiración, que se le había tornadoconvulsa, y sumido en ese desasosiegollegó hasta la plaza del Arenal. Allícontempló el patíbulo que había sidolevantado semanas atrás para laejecución de un reo y que loscarpinteros del concejo aún no habíandesmantelado, pues no se descartabanmás ejecuciones. Sintió que el corazónse le alborotaba en unas palpitacionesque amenazaban con dejarlo sin aire. Yen ese instante vio cómo el coche de laronda subía Lancería arriba.

Oyó los gritos del alguacil que ledaba el alto, que lo conminaba adetenerse y entregarse, por vida del rey.

—¡Alto, alto a la justicia del reino!

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¡Alto, pardiez!Lejos de obedecer, echó a correr

como alma que llevara el diablo. Tomóla calle de San Miguel, que conducíadirectamente al hermoso templo delArcángel. Oyó los cascos de loscaballos que iban en pos suya, los gritosde los alguaciles y de los corchetes, violas caras de asombro de los viandantescon los que se cruzaba. La calle eraestrecha y obligó al coche de la ronda aponer al trote a los rocines, pues de nohacerlo corría el riesgo de arrollar amás de uno de los peatones que pegabansus cuerpos a las fachadas de las casaspara evitar el atropello. Llegó a laiglesia con el hálito encogido, jadeante,mas vio que las puertas del templo

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estaban cerradas. Se agachó, pusoambas manos sobre las rodillas pararecuperar el aliento, se giró luego ydivisó el coche de la ronda a apenasunos pasos de él, deteniéndose. Y alalguacil y los corchetes apeándose ydesenfundando sus bastones. Estuvo apunto de dejarse caer al suelo, asfixiadocomo estaba, y rendirse. Empero,sonaron en ese momento las campanasde la iglesia, anunciando los cuartos, yvio cómo las puertas de San Miguel seabrían para permitir la entrada de losfeligreses a misa de ocho.

Cuando alguacil y corchetes estabansólo a media docena de pasos de él,Antonio Galera se introdujo a la carreraen el templo, penumbroso y desierto.

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—¡Me acojo a sagrado! —gritabacomo un poseso—. ¡Me acojo asagrado!

***

—Don Benito, ¿qué hacemos?La voz del corchete dirigiéndose al

alguacil sonó como un caramillo en elsilencio de la plaza. Varias beatas quese dirigían a misa habían quedado en laspuertas del templo, amedrentadas, sinsaber qué hacer, alarmadas por losgritos que se oían desde dentro y por lapresencia de la ronda a las puertas de laiglesia.

—¡Hijo de la gran puta! —exclamó elalguacil Benito Andrades, un individuo

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altísimo, de más de seis pies, sumamentedelgado, blanco como el albayalde y conojos saltones—. ¡Voto a bríos!

—¿Lo sacamos a rastras de laiglesia? —preguntó el corchete.

—¡Cállate, idiota! —repuso elministro—. ¿Qué pretendes? ¿Profanarel templo, zascandil?

—Pues usted dirá —insistió el sayón,a quien se veía deseoso de continuar lacaza.

—¡Cállate, te digo! ¡Y déjame pensar!Benito Andrades se llevó una mano a

la barbilla, contempló la plaza, losnaranjos, la gente que comenzaba aarracimarse en la esquina de la calle delas Novias y en la de las Berrocalas, laspuertas abiertas del templo, la oscuridad

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de su interior.—Tú, Benigno, y tú, Emilio —

ordenó, dirigiéndose a dos de loscorchetes—, cada uno a una de laspuertas. Y que no entre ni salga nadie,pardiez.

—¿Y qué hacemos si alguien quiereentrar a misa de ocho? —preguntó,imprudente, el llamado Benigno.

—¡Que no entre ni salga nadie, hedicho, coño, Benigno! ¿O es que no teenteras?

—A sus órdenes, don Benito.—Y tú, Juan —se dirigió al tercero

de los corchetes—, te vas ahora mismocorriendo a casa de don Manuel CuevaCórdoba, el alguacil mayor, que vive ahíal lado, en la Lancería. Y le das parte.

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—¿Y si duerme?—¡Pues que se levante, coño, que

esto que está pasando aquí mesobrepasa, vive Dios! Que sé que aquien hemos estado persiguiendo es unjurado y no un cualquiera. ¡Y mira queacogerse a sagrado, el muy hijo de puta!

***

Don Ramón Álvarez de Palma era elcura párroco de San Miguel. Era estaparroquia la más principal de Jerezjunto con la colegial y, como tal,disponía, además de su párroco, de trescuras beneficiados, de un semanero, dedoce numerarios entre los que estaban elteniente mayor, el teniente de noche, el

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cura colector, el diácono, el subdiáconoy otros siete supernumerarios. Y era unapreciosidad de iglesia la de San Miguel.

Con fama de hombre santo en Jerez,don Ramón Álvarez de Palma habíafundado tres años atrás, el 22 de juniode 1754, el hospital de Jesús, María yJosé para mujeres incurables, que alprincipio se había ubicado en una casade la calle del Pollo y que ahora estabaen la calle del Vicario Viejo, en unosedificios que el propio párroco habíacomprado de su peculio. Hospital delque se decía que era el más limpio yaseado de la provincia y al que acudíanenfermas y ancianas con pocasesperanzas de curación y de vida. Teníaiglesia dedicada al Santo Cristo de los

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Desagravios, bodega y almacén, y eradirigido por la monjita sor Petronila deSan Francisco.

El cura don Ramón Álvarez de Palmase hallaba en la mañana de ese martesde Pascua en la sacristía de San Miguel,revistiéndose para celebrar la misa. Esedía la liturgia se dedicaba a la apariciónde Jesús a María Magdalena junto alsepulcro. Estaba enfundándose lacasulla blanca con bordados de oroayudado por el sacristán cuando unmonaguillo se acercó corriendo a lasacristía. Entró alterado y sin pedirvenia, arrebatado el rostro.

—¡Don Ramón! ¡Don Ramón!—¿Qué te pasa ahora, tabardillo? —

preguntó el párroco sin ni siquiera mirar

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al camilo, acostumbrado como estaba asus frenesíes.

—¡Que las beatas no entran en laiglesia! ¡Y que está la ronda fuera! ¡Yque hay un hombre muy nervioso junto ala pila bautismal! ¡Y que no para degritar y de decir cosas raras! ¡Y que yono sé qué es todo esto, páter!

Don Ramón frunció el ceño, se ajustóalrededor del cuello la estola que enesos instantes tenía entre las manos y segiró, encarando al monaguillo.

—¿Qué estás diciendo, Luisillo?¿Que está la ronda fuera?

—Lo que oye, páter. ¡Y dos corchetes,uno en cada puerta, que no dejan entrarni salir a nadie!

—¿Tú sabes algo de todo esto,

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Sebastián? —preguntó el párroco alsacristán.

—Nada, don Ramón. Si quiere, meacerco a ver…

—Ya voy yo. Tú, Sebastián, quédateaquí y sigue preparando las cosas de lamisa. Y tú, Luisillo, mequetrefe, venconmigo. Que como te hayas inventadoesta patraña vas a saber quién soy yo.

***

—¿Quién es usted? ¿Y qué hace aquí?—Mi nombre es Antonio Galera y soy

dorador, páter. También soy caballerojurado en el concejo de la ciudad. Ybusco, reverendo, el amparo de laIglesia.

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El párroco de San Miguel se habíaencontrado a aquel hombre, queaparentaba estar extremadamentenervioso, junto a la pila bautismal deltemplo, contemplando con ojosdespavoridos las puertas de la iglesia,como si por ella fuese a aparecer de unmomento a otro el mismísimo Barrabás.

—¿Cuál es el motivo de que irrumpade esta forma en la casa de Dios? ¿Ycuál la razón de que necesite su amparo?

—Me persigue la ronda, páter.—¿A un caballero jurado del

concejo?—Así están las cosas, don Ramón.—¿Me conoce usted?—¿Y quién no en Jerez, padre?—Está bien, continúa.

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—Le decía, páter, que me persigue laronda, y que pretende aherrojarme yllevarme a la cárcel real. Supongo. Si noalgo peor. Y por eso me he acogido asagrado, reverendo.

—¿Puede la ronda prender a unjurado?

—Sí, por lo que se ve. Ahí los tieneusted, fuera, dispuestos a ponerme losgrillos. Así que…

—¿Y cuál es el delito que se leimputa y por el que se le persigue, hijo?

—No lo sé, don Ramón.—¿Y cómo iba a ser eso? Si huye

usted, de algo será y por un motivo.—Ya le digo que no lo sé, padre.

Aunque lo puedo intuir.—¿Le importaría ser más explícito,

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hijo mío? Tenga usted en cuenta quetenemos ahora la misa de ocho, que medicen que no dejan entrar a losfeligreses en la iglesia y que negar elconsuelo de la misa a los parroquianoses tan grave, si no más, que la situaciónque usted atraviesa.

—Todo ocurrió ayer por la noche,padre —dijo al fin el dorador AntonioGalera, como desinflándose—. En mitaller de dorados de la calle MonteCorto, junto a la iglesia de San Marcos.La moza Evangelina González pidióverme cuando ya íbamos a cerrar.Cuando ya no quedaba nadie en el taller,creo. Es una niña que trabaja conmigodesde hace año y medio, más o menos.Yo me hallaba recogiendo, apagando los

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crisoles, guardando bajo llave lasláminas de oro, y entonces apareció esaniña, y…

Y Antonio Galera contó, entre jadeos,al párroco de San Miguel don RamónÁlvarez de Palma lo que habíaacontecido en la aciaga noche anterior.Cuando acabó su relato, el cura quedómirando al dorador, como evaluándolo.Después, meneó la cabeza.

—Extraña historia cuenta usted, hijomío —replicó.

—La verdad, don Ramón.—Aunque el auxilio de la Iglesia

siempre es necesario, yo diría que loque usted necesita es un abogado. ¿Tieneusted uno?

—Sólo una vez en mi vida necesité de

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los servicios de un abogado, páter, y fuecuando compré la casa donde vivo. Yesperaba no volver a necesitarlos, y yave usted. Ese abogado fue don Antoniode la Fuente, que ha tiempo que murió.Así que no, don Ramón, que no tengoabogado.

El párroco de San Miguel se quedópensativo. Al oír la palabra «abogado»,el primer nombre que se le vino a lasmientes fue por supuesto el de don Luisde Salazar y Valenzequi, el veteranoletrado que tanto visitaba la parroquia,pues en ella celebraba sus sesiones eltribunal eclesiástico, y que con tantafrecuencia defendía a curas y conventos.Se dijo, empero, que don Luis eraversado en bulas y decretales, mas no tal

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vez en habilidades como las que aquellatesitura podía exigir. Reflexionó sobrela insólita historia que le acababa denarrar ese hombre, que por su aspecto ysu forma de hablar no parecía unbotarate, y que no lo era por su cargo enel concejo, y recordó aquel juicio dehacía unos años, al que asistió porque sehabía visto implicado quien entonces eracura colector de San Miguel, don AlejoSuárez de Toledo, de ingrato recuerdo.Pues a punto había estado el mal páterde tirar por tierra en tan sólo unassemanas lo que durante tantos añoshabía estado él construyendo.

—Tal vez yo, hijo mío, puedaseñalarle a un abogado de recursos y deconfianza. ¿Tienes con qué pagar

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abogados? Aunque, en verdad, en quienestoy pensando es en el abogado depobres del concejo…

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II

EL ABOGADO DE POBRESDEL CONCEJO

Pedro de Alemán se dijo que, a esasalturas de su vida, que tampoco eranmuchas, voto a bríos, pocos resquiciosquedaban para las sorpresas. Sinembargo, eso, sorpresa, fue lo queexperimentó cuando a primera hora de lamañana de ese martes de Pascua vioaparecer por la oficina del abogado depobres, situada en la Casa delCorregidor, en la plaza de la Justicia, aun muchachuelo vestido de monaguillo

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que decía llamarse Luis —«Aunque elpáter y todos me llaman Luisillo,señor»— y aseguraba venir de parte delcura párroco de San Miguel, don RamónÁlvarez de Palma.

—¿De parte de don Ramón? —preguntó, sorprendido, Pedro. Noconocía personalmente al buen cura nise le ocurría asunto que pudiesejustificar su requerimiento.

—De su parte.—¿Y que puede don Ramón necesitar

de mí?—Pues él se lo dirá, imagino.—¿Un asunto relacionado con el

espíritu, Luisillo? —preguntó, perplejoy torpe—. ¿O con las leyes, quizá?

La voz del camilo era puntiaguda y

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aflautada, denotando que el mozo nisiquiera había llegado aún a laadolescencia. Era, sin embargo y por loque se veía, listo el pilluelo.

—Pues yo diría que con lo segundo—fue lo que contestó el monaguillo—,porque está la ronda en las puertas de laiglesia y no deja entrar ni salir a nadie.Y la misa de ocho se ha ido al garete,¿sabe usted? Y ni confesarse han podidolas beatas. Así que yo diría que esasunto de leyes, señor.

—¿La ronda en las puertas de laiglesia?

—Como le digo.—¿Y con motivo de qué?—Pues algo he oído de que un

hombre se ha acogido a sagrado, señor.

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O algo así. El hombre al queprecisamente perseguían el alguacil ylos corchetes. Según creo, claro.

—¡Pardiez!El acogimiento a sagrado por parte de

quienes eran perseguidos por la justiciaera figura antigua en España y en todoslos países civilizados. En España, enconcreto, desde los tiempos del FueroJuzgo ya se había legislado al respecto.Significaba que quien, perseguido por laley, entraba en una iglesia y proclamabaacogerse a sagrado no podía serprendido ni podían los justicias entraren el templo con ese propósito. Lo cualhabía provocado antaño que no en pocasocasiones las iglesias y conventos máspareciesen un albergue de pillos,

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granujas, putas y facinerosos que unlugar sacrosanto. En el siglo dieciséis, ypara evitar los abusos y esasaglomeraciones que afrentaban laliturgia, el papa Gregorio Catorce habíaregulado el procedimiento mediante unabula según la cual quedaban excluidosde la protección de la Santa MadreIglesia quienes eran reos de delitosgraves. El asilado, en tal caso, debíapermanecer en la cárcel del obispado yse abría procedimiento para que un juezeclesiástico decidiera si existía derechode asilo. Y aunque la realidad era que laIglesia había sido celosa guardiana deese privilegio —había dictado decretalestableciendo que «nunca se permitirápongan guardias dentro de la iglesia sino

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fuera y a debida distancia, por lo menosde diez pasos»—, no era menos ciertoque en estos tiempos el acogimiento asagrado no era conducta frecuente. Deahí la sorpresa de Pedro de Alemán.

—¿Y qué desea don Ramón de mí,muchacho? —preguntó.

—Pues, por lo que he entendido, esnecesaria la presencia allí de unabogado, señor.

Pedro derramó la vista sobre supequeña oficina del corregimiento ycontempló las paredes descalichadas, lamancha de humedad que había en una delas esquinas del techo, los mueblesviejos, la estantería con los pocos librosde que allí disponía, y de entre ellossólo un par valioso —un ejemplar del

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Tratado del cuidado que se debe tenercon los presos pobres, de Sandoval, unasegunda impresión de principios delsiglo anterior, y uno de los seisvolúmenes de los Comentariorum iuriscivilis in Hispaniae regiasconstitutiones, de Alfonso de Acevedo,con mala conservación—, el mapamundicon los colores desvaídos y el papellleno de máculas, y se dijo que la vidaera curiosa. Allí seguía él, después de…¿de cuántos…? ¿Siete, ocho años…?Hizo las cuentas y por poco se llevó lasmanos a la cabeza. ¡Llevaba casi nueveaños en el oficio de abogado de pobres!¡Nueve años, Dios bendito! ¡Y lo que lavida le había cambiado desde entonces!Recordó sus comienzos, endeudado y

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fullero, destilando resentimiento cadadía, abusando del cargo y de quienes seconfiaban a ese cargo, siempre al bordedel precipicio. Respiró con fuerza. Y sedijo que sí, que la vida había cambiado,pero que también él había cambiado a lavida. Y ahora, ese requerimiento de donRamón Álvarez de Palma, el curapárroco de San Miguel, uno de los máspreclaros prohombres jerezanos…

—¿Le pasa a usted algo, señor?La voz fina del monaguillo lo sacó de

su abstracción y sonrió por dentrocuando se apercibió del gesto confusodel muchacho, que lo contemplabaperplejo, pensando que a aquel hombre,joven aún, con su traje negro lleno debrillos, el cabello castaño despeinado y

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escaseándole y la mirada curiosa, lehabía dado un vahído, pues se le veíapasmarote total. Sonrió ahora por fueray vio cómo el camilo le sonreía a su vez,tranquilizándose a medias.

—Vamos —dijo, levantándose de susillón frailero—, que no es don Ramónhombre a quien se le deba hacer esperarni decir que no.

Salieron ambos, monaguillo y letrado,a aquella mañana de abril que, a pesarde ser de primavera, había nacidofriolenta y llena de grisuras. Aunque elviento había menguado un tanto,apaciguado con el alba. La plaza delArenal, como cada día, rebullía repletade trajines, ajena a lo que se cocía porSan Miguel. Y los edificios de las

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Carnecerías y de las Pescaderías yamostraban su habitual ajetreo. Y el de laAlhóndiga. Cortaron por la calle de losFate por la acera de la Cuna y desde allíllegaron a la iglesia. Una multitud decuriosos se agolpaba en los derredores,atenta a todo cuanto allí acontecía. APedro lo recibió en la esquina de lacalle de las Novias el gesto ceñudo delalguacil Benito Andrades, viejoconocido del letrado, quien le dedicó unsaludo áspero.

—¿Qué hace usted por aquí,abogado? —preguntó el alguacilsuspicaz después de un desabrido«buenos días».

—He sido llamado, alguacil.—¿Por quién y a santo de qué? —

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interrogó el ministro, que ya se habíaencontrado al letrado en más de unaocasión en tesituras como aquélla.

—A la primera pregunta le respondodiciéndole que quien me requiere es elcura párroco de este templo. Y en cuantoa la segunda, y según creo, el santo es elmismo a quien usted hace novena.

—Pues en la iglesia no se puedeentrar ahora mismo.

—¿Quién prohíbe entrar en la casa deDios?

—Se han acogido a sagrado, abogado.Un delincuente que ha sido objeto dedenuncia por delito grave y a quienperseguíamos. Y hasta tanto el asunto nose ventile, de ahí dentro no sale nadie ytampoco entra nadie desde aquí fuera.

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Ésas son las órdenes que tengo.—Supongo que esas órdenes no

afectan al rapaz, ¿no? —preguntó Pedroseñalando al monaguillo, que asistíacurioso a aquel intercambio.

Benito Andrades se quedó dubitativo.—Bueno —admitió, al fin—, el

monaguillo sí puede entrar, puesto quede hecho salió de dentro no ha mucho,pero usted no.

—Pues muy bien —adujo Alemán; yvolviéndose al acólito—: Luisillo, yahas oído al alguacil: puedes entrar enSan Miguel. Así que corre y dile a donRamón que aquí me hallo, a la espera deser admitido.

El monaguillo asintió, se recogió losfaldones de la sotanilla y salió a toda

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velocidad hacia la puerta del Evangeliode San Miguel. Abogado y alguacil, aquien escoltaba un par de corchetes,quedaron en el exterior del templo, ensilencio y soportando el airecillo crudode aquella mañana. Al poco dieron lasnueve en el carrillón de la iglesia. Trasunos minutos apareció por la puerta deltemplo la figura espigada de don RamónÁlvarez de Palma. De mediana edad,vestido con inmaculada sotana negra,descubierta la testa y con el cabellocanoso agitado por el vientecillomatinal, era hombre de buen porte ycuya estampa transmitía autoridad.

—Abogado —dijo, con su voz sonorade tantos años de púlpitos—, puedeusted entrar.

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—Don Ramón —intervino el alguacil—, disculpe su reverencia, pero yotengo órdenes de…

—Andrades, el abogado puede pasar.Fue la voz de don Manuel Cueva

Córdoba, caballero veinticuatro yalguacil mayor del concejo, que asomópor la puerta del templo en esosinstantes, la que resonó, potente y grave,en la mañana de Jerez. Mañana que si nose adormilaba, con lo gris y cansina queestaba, era por la tensión que se vivíapor los alrededores de la iglesia de SanMiguel, con la ronda a sus puertas, elpárroco con el semblante airado, elalguacil mayor descabellado y con lacasaca mal abrochada y un numerosogrupo de curiosos que no querían

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perderse el final del entremés. Que noera, por demás, de los que se veían adiario por estos lares.

Pedro de Alemán siguió a cura yveinticuatro al interior del templo. Seadmiró una vez más con la grandeza deledificio, la impresionante nave centralcon sus columnas de estilo góticoflorido adornadas con doseletes y lamagnífica bóveda de crucería. Lasurgencias de ese día habían hecho quepocos velones estuviesen encendidos yla iglesia estaba penumbrosa, con la luzgrisácea de la mañana penetrando aduras penas por las vidrieras de laiglesia.

—Síganos, por favor.La voz de don Ramón retumbó en el

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silencio del templo y después lohicieron los pasos de los tres hombressobre su suelo ajedrezado. El abogadocontinuó en silencio, aunque de suslabios pugnaba por escapar más de unapregunta. Se dijo, empero, que ya ledarían respuestas y que no era bueno serimpaciente, pues la impaciencia era porlo habitual signo de falta de templanza.Dejaron atrás las capillas que se abríanen la margen izquierda de la naveprincipal, entre ellas las del Sagrario,aún en obras, para cuya finalización nodebía de quedar mucho, y el espléndidoretablo de los maestros MartínezMontañés y José de Arce.

—Por aquí —indicó el párroco.Llegaron a la sacristía, que Alemán ya

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conocía pues en ella se celebraban lassesiones del tribunal eclesiásticojerezano. Y allí, sentado en unabanqueta, descompuesto y sudoroso apesar del ambiente nada cálido ni de lamañana ni del templo, se topó con unhombre de edad más bien avanzada,pues no cumpliría ya los cuarenta, con lamirada, que en ese momento teníaenterrada en las losas del suelo,trasminando tribulaciones, y con elademán de quien está sometido agrandes amarguras.

—Don Antonio —anunció el páter—,este señor es el abogado de quien lehablé, don Pedro de Alemán.

El dorador levantó la mirada de suenterramiento y contempló angustiado al

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abogado de pobres sin decir palabra.Pedro lo examinó a su vez, sorprendidode que su aspecto fuese tan digno apesar de la mortificación que loataviaba; pensaba encontrarse con undelincuente con traza de tal y no con uncaballero regularmente vestido del quenada decía estuviese habituado a serperseguido por la ronda y los justicias.Por más que el miedo que titilaba en suspupilas desluciera el conjunto. Ytambién, se dijo Pedro, un sesgoextraño, un halo de tensión que no estabaprovocado únicamente por la coyunturaque vivía, como si algo pujara en suinterior por aflorar y sólo unacontención extrema lo evitara. No acabóde gustarle del todo lo que veía, aunque

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decidió no dejarse llevar por lasapariencias. A su lado, el alguacil mayordon Manuel Cueva resoplabaruidosamente, como si el exceso degrasas que guarnecía su cuerpo leimpidiera respirar en condiciones.

—Mucho gusto, señor —saludó Pedro—, y confío en que mi presencia aquísirva para algo.

Galera asintió, contemplandofijamente al letrado, pero continuó sindespegar los labios.

—¿Desea usted que hablemos de loque le ocurre, caballero? —preguntóAlemán.

—¿Podrá usted ayudarme, abogado?—fueron las primeras palabras quepronunció el asilado.

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—Pues dependerá de lo que tenga quecontarme. Y una vez conozca su historia,le diré si puedo ofrecerle ayuda o no.

El dorador Galera examinó,desconfiando, la figura oronda delveinticuatro Cueva Córdoba, que,recostado en uno de los muebles de laestancia, y amansados sus resoplidos,observaba en silencio el diálogo entreabogado y prófugo.

—Tal vez fuera más conveniente,páter —expuso Alemán, dirigiéndose alpárroco don Ramón Álvarez de Palma—, que nos dejaran a solas a estecaballero y a mí. Lo que el cliente ha derelatar a su abogado sólo debe ser oídopor éste. Sin querer ser impertinente oirrespetuoso, por supuesto. Pero, como

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comprenderá su reverencia y supongoque también don Manuel, alguacil mayordel concejo, al igual que la confesión esalgo reservado entre cura y penitente, dela misma forma lo es la confidenciaentre cliente y letrado.

—Ejem… Sí, claro —reconoció donRamón, tras unos instantes de duda. Puesno estaba acostumbrado a que se ledieran órdenes y mucho menos en suparroquia—. Don Manuel, si tiene abien acompañarme, podemos esperar enla antesacristía.

—Pues usted dirá, caballero —dijoPedro cuando los pasos de cura yveinticuatro abandonando la sacristíadejaron de oírse y cuando el ruido de suportalón encajándose en las jambas

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clausuró la estancia—. Aunque mejorserá que busquemos lugar dondesentarnos.

Hallaron acomodo en dos sillonestapizados en terciopelo rojo que habíaen el lugar destinados a los curas, y deuna jarra de agua que había en una de lascómodas cajoneras sirvió el abogado depobres dos vasos bien colmados, uno delos cuales ofreció al dorador, que bebióde buen grado, y otro apuró el letrado.

—Antes de que tenga a bien contarmelo que le ocurre —explicó Alemán alprófugo—, he de hacerle saber quecuanto me relate será, como antes le hedicho a don Ramón y a don Manuel,igual que secreto de confesión. Jamásrepetiré a nadie, sin su consentimiento,

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lo que usted me cuente. ¿Lo haentendido, señor mío?

—Sí, lo he entendido, y se loagradezco.

—¿Pues qué tal si comenzamos por sunombre, señas y oficio?

—Me llamo Antonio Galera y soydorador. Vivo en la calle Monte Corto,en la collación de San Marcos, en sumitad más o menos. Y soy caballerojurado del concejo por herencia de midifunto padre.

Pedro compuso ademán de extrañeza.No era el de jurado en Jerez un cargo sinpoderes ni de relevancia baladí, yexperimentó profunda sorpresa aladvertir que la ronda, con el alguacilBenito Andrades a la cabeza, que

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tampoco era de los que solían jugárselasin tener buena mano, no había tenidoreparos en perseguir e intentaraprehender a quien estaba revestido dela dignidad de la juraduría. Lo cualsirvió para su alarma y para que suprevención se acrecentara, pues, si asíhabían actuado los justicias, en buenasrazones se ampararían. Dado que, de notenerlas, se exponían a sufrir las iras delconcejo, porque, desde tiempos del buenrey Juan Segundo, era norma concejilamparar y defender a uno de los suyoshasta que fuere sobre ello «llamado ajuicio y oído y vencido por fuero y porderecho». Y se dijo que graves debíande ser los cargos por los cualesAndrades y sus corchetes habían

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perseguido al jurado hasta el punto deobligarlo a acogerse a sagrado.

Frunció el entrecejo y observó aAntonio Galera. Reparó en sus ojillospequeños, marrones, con el color de lacamisa de las castañas, y los vioasustados y confundidos. Con la miradaerrabunda. Tenía la tez empalidecida ytodo en él hablaba de consternación ymiedos. Y de algo más también que elabogado no supo en esos instantesdilucidar.

—Pues dígame qué le ha ocurrido,don Antonio.

—¿Desde el principio?—¿Es que hay otras maneras de

comenzar acaso?—Está bien —dijo el dorador, que

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apuró su vaso de agua y lo dejó sobre lamesa central de mármol a cuyo lado sesentaban. La mano que había sostenidoel vaso lo había hecho temblorosa y deigual manera se retiró. Suspiró y en sususpiro pareció se le fueran muchas desus energías—. Todo comenzó ayernoche, en mi obrador.

Y meneó la cabeza y detuvo su relatorecién iniciado, como si le costararecordar detalles y episodios quedeseara olvidar. Tuvo Pedro queanimarlo a que prosiguiera.

—Mire usted —le explicó—, cuantoantes yo sepa lo sucedido, antes podréadoptar las medidas que procedan.Según me ha dicho el alguacil, el delitoque se le imputa es de los considerados

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graves, y en esas circunstancias de pocole va a valer el haberse acogido asagrado.

—¿Es que pueden sacarme a rastrasde San Miguel?

—No, pero sí pueden llamar al juezeclesiástico para que dictamine si tieneusted derecho a la protección de laIglesia. Y le hago ver que, desde lostiempos del penúltimo papa Gregorio,las cosas ya no son como eran.

—¿Cuál ha sido la mudanza? Pensabaque, estando en lugar sagrado, la rondano podría prenderme.

—Salvo que el delito que se leatribuya sea grave, en cuyo caso el juezcanónico puede ordenar su expulsión delrecinto y que sea usted puesto a

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disposición de los justicias mayores delconcejo. Así que, se lo repito, lo queprocede es que yo sepa de qué delitoestamos hablando para que pueda actuarcomo sea menester, ¿no cree usted? Asíque dígame: ¿de qué se le acusa?

—Violación, me temo.—¡Por vida del rey! ¿Violación?

¿Usted?—Mas la acusación es falsa, desde ya

se lo digo.—Sangre de Cristo, pues sí que el

asunto es grave. Cuénteme, por favor,qué ha sucedido. Y con el máximodetalle, se lo ruego. Y dígame quién loacusa y por qué lo hace falsamente.

—Todo ocurrió ayer noche, en miobrador de dorados, como le decía. Ya

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había acabado la jornada y estabaapagando crisoles y guardando paletas,cuchillas y pinceles en sus cajones y elpan de oro a buen recaudo, que ya sabráusted que el oro suele llamar a voces alos rateros. Y entonces entró en mitaller, cuando estábamos solos en lacasa, la moza Evangelina González.

—¿Quién es la tal Evangelina?—Una moza que trabaja en mi casa

desde hará cosa de año y medio, no más.Fregando y limpiando la casa y el taller,a cambio de lo cual le pago comida,ropa, techo, casi dieciocho reales al mesy aguinaldo.

—Entonces, ¿esa muchacha vive en sucasa?

—Así es, en efecto.

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—Está bien. Continúe.—Le estaba diciendo que la criada

entró en mi taller cuando estabarecogiendo y dejándolo todo preparadopara el día siguiente. Y no tenía razónninguna para entrar en mi obrador, pueses sólo cuando yo lo abandono cuandoella ha de entrar para limpiar el suelo,fregarlo después y recoger lasbarreduras. Sin embargo, ayer nocheentró estando yo, y en cuanto lo hizoobservé que algo raro ocurría. La vi, nosé, diferente, y no llevaba consigo nicubo ni escoba ni aljofifa. Y le preguntéqué se le ofrecía antes de regañarla,pues suelo ser considerado y amable conmis criados y mis aprendices. Ella, envez de responderme, se acercó a mí y…

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no sé cómo explicarlo… se me lanzóencima, así, sin más, al mismo tiempoque se rasgaba las ropas, dejando aldescubierto las piernas y los pechos,con perdón, para a continuación ponersea arañarse a sí misma como una loca.Por los muslos y por otras partes delcuerpo. Ya sé que le parecerá mentira,porque a mí mismo me lo parece, peroeso fue lo que en verdad ocurrió.

Pedro de Alemán contempló consorpresa al hombre, que, sentado frentea él, parecía haberse derrumbado trasrelatar tan extravagante historia.

—Ejem… pues… Bueno, donAntonio —preguntó, más bien tardo—,¿y eso fue todo? ¿No ocurrió nada más?

—Qué va. Intenté desasirme de sus

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brazos, que me habían rodeado elcuello, y quitármela de encima. Puesencima se me había echado, la muyperdida. Como una loca, ya le digo.Pero ella se aferraba a mí como la cabraal risco e intentaba besarme. Hasta queal fin pude apartarla, no sin esfuerzo. Yfue entonces cuando comenzó a gritar y aamenazarme.

—¿Amenazarle?—Como lo oye, y chillando como una

posesa. Me gritaba que iba a llamar a laronda, que me iba a denunciar ante losjusticias, pues decía que yo la habíaforzado, que había desgraciado suvirtud, que le había robado virginidad yhonra. Y que iba a iniciar proceso contramí a no ser que le diera palabra de

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matrimonio. ¿Se lo puede usted figurar?—¿Y qué hizo usted?—Negarme, por supuesto. Claro que

me negué, a fe mía.—¿Y eso fue lo que le dijo? ¿Qué iba

a iniciar proceso?—Tal cosa fue lo que dijo, en efecto,

abogado.—Raras palabras son para una moza,

¿no cree usted? Eso de «iniciarproceso».

—Bueno, tal vez no lo dijera con esaspalabras que, verdad es, no son delvulgo. Pero utilizaría otras parecidas.Comprenda usted que, en la disposiciónen que me hallaba, lo que intentaba eraquitarme a la hembra de encima y noregistrar sus palabras.

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—Ya. ¿Y qué ocurrió luego?—Que prosiguió con su desvarío.

Continuó arañándose, descubrió sunatura y con sus uñas se hirió hastasangrar en tan delicado sitio. Y serasguñó en los pechos y yo no sé dóndemás. Y persistió en sus conminaciones,en eso de formular denuncia y llamar ala ronda si no accedía a desposarla.¡Qué locura, Virgen santa!

—¿A qué hora ocurrió todo eso, donAntonio?

—Pues serían las nueve o nueve ymedia de la noche cuando apareció pormi taller. Y las diez o cosa así cuandotodo terminó. Más o menos.

—Y entre entonces y ahora, ¿quésucedió? Pues ha transcurrido toda una

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madrugada, si no más.—Ah, bien. Intenté tranquilizarla,

hacerle ver que todo era un desatino, undisparate, que se estaba jugando sulibertad y su futuro, pues yo tambiénpensaba denunciarla, por supuesto. Poresas amenazas y por las lesiones que mehabía provocado. Pero ella…

—¿Le provocó lesiones? —lointerrumpió Pedro.

—Bueno, no —reconoció el dorador.Y desabrochándose la camisa ydescubriéndose el cuello, añadió—: Oapenas. Tal vez algún moratón por aquí,¿ve usted? Aunque creo que ya se me haido.

—Me decía que intentó tranquilizarla.—Eso es. Hacerle ver que su actitud

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era un despropósito que no la iba aconducir a nada. Le rogué que secalmara, que reconsiderara su conductay que cesara en su ofuscación y en susmalos propósitos. Que a la mañanasiguiente podríamos hablar con mayortranquilidad y hacer que las aguasvolvieran a su cauce. En fin. Esas cosas.

—¿Y cómo reaccionó la talEvangelina?

—Bueno… Se calmó un punto, a Diosgracias. Aunque me dijo que a lamañana siguiente pensaría igual. Que yola había violentado y que tendría quesalvaguardar su honra matrimoniándola.Pero conseguí que se marchara a sucuarto, confiando en que todo fuera unarrebato, o un mal consejo, cualquiera

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sabe, y que al alba viese las cosas deotra manera y se apercibiera de que seestaba buscando la ruina. Qué iluso fui.

—¿Por qué?—Porque en cuanto me levanté esta

mañana, aun antes de que amaneciera, yfui a su cuarto en la confianza de verlacon la cordura recobrada, advertí que noestaba en su alcoba y supuse que habríahuido de la casa buscando a la ronda,que en cualquier momento vendría a pormí.

—¿Y qué hizo usted?—Salir de la casa, desorientado y sin

saber qué hacer. Confundido, porque¿qué hombre puede mantener lacompostura en ese brete? Y al ir a tomarla Tornería, vi cómo desde la puerta de

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Sevilla subía el coche de la ronda. Yaquí me tiene usted, inocente, sinhaberle hecho mal a nadie y, a pesar deello, voto a bríos, perseguido como unvulgar delincuente y acogido a sagrado.

Pedro de Alemán contempló a Galeradurante un cierto rato, intentandoasimilar la deslavazada historia.Presumía, después de tantos años deabogado y bregando con culpables einocentes, de conocer la naturalezahumana y de saber desentrañar en laspalabras de sus clientes la verdad y lamentira como quien separaba la paja delgrano. Con ese caballero jurado, encambio, se sentía enmarañado, confuso eindeciso, sin saber hacia qué ladodecantar la balanza de su escrutinio.

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—Lo que no acabo de entender —arguyó al fin— es que huyera, donAntonio. Siendo usted caballero juradoy no existiendo en su contra más pruebaque la sola palabra de esa moza…

—¿Me perjudicará haberlo hecho?—No lo sé, posiblemente no. O sí, ya

veremos. Lo que le decía es que nocomprendo sus razones para huir.

—Ya. Pero es que, cuando se tieneencima el coche de la ronda y seimagina uno engrilletado y encerrado enuna celda inmunda, ¿qué quiere que lediga? Soy de los que piensan que lajusticia, con tanto trapo tapándole losojos, puede en muchas ocasionesequivocar su estocada.

—Pero, le insisto, es usted jurado del

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concejo. Y hombre de reputación, portanto, supongo. Así que me cuestasobremanera comprender su reacción.Mire usted, señor mío, llevo añoslidiando en juicios y contendiendo entrelos curiales, y en esas contiendas llegauno a ser capaz de escudriñar en losbajíos de la justicia, y créame si le digoque la justicia y el poder son amantesque suelen compartir el mismo lecho.Así que no veo razón para que ustedhuyera.

—Yo sí la vi, y sus palabras de ahorame dan la razón, ¿no cree? Y motivospara no arrepentirme de lo que he hecho,señor De Alemán. Porque mire cómonos hallamos. Viene usted a reconocerque la justicia es corta, y yo le digo que

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donde hay poca justicia es peligrosotener razón. Así que ya ve.

—Bien, de nada nos va a valerlamentarnos de lo que se ha hecho,pardiez. La cuestión ahora es decidirqué hacemos.

—Entiendo, pues, que acepta ustedser mi abogado.

Pedro cerró los ojos durante unbrevísimo instante. Durante ese tiempodiminuto se planteó las dudas que lainsólita historia del dorador le habíasuscitado, la desconfianza que durantealgunos instantes experimentó alescuchar cómo esa historia era narrada,y por primera vez durante el tiempo desu oficio vaciló a la hora de aceptar uncliente.

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—¿Qué le ocurre, don Pedro? —preguntó el dorador, extrañado ante elmutismo de Alemán.

—No, nada, nada. Discúlpeme.Reflexionaba sobre algunas de las cosasque me ha relatado, sólo eso.

—Entonces, ¿entiendo que aceptausted mi caso?

—Pues… sí, sí, claro —solucionóPedro al cabo.

«¿Quién soy yo para resolver sobre lainocencia o la culpabilidad de unhombre? —se preguntó, ofuscado—.¿Quién, para juzgar a nadie? Yoúnicamente soy abogado y mi misión esprocurar la justicia, y no administrarla.Así que ¿en qué diantres pienso,pardiez? ¿O es que cada día se me

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ofrece la ocasión de defender a unjurado?».

—Sí, don Antonio, acepto su caso. Loprimero que tendremos que hacer esrequerir la presencia de un escribano,para que pueda usted apoderar a unpersonero que lo represente. ¿Tienealguno de su preferencia?

—No conozco a ningún procurador,señor.

—Don Jerónimo de Hiniesta es miprocurador, si no tiene usted objeciones.

—Ninguna, vive Dios. Lo que usteddecida, bien está.

—Gracias.—Una cosa más. Me dijo don Ramón,

el páter, que es usted abogado depobres.

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—Así es. Soy el abogado de pobresdel concejo. ¿Supone eso algúnproblema para usted?

—Pues sí, la verdad.—Dígame entonces —instó Pedro,

desconcertado—. ¿De qué problema mehabla? ¿De qué inconveniente?

—Pues que yo no lo soy.—¿Que usted no es qué?—Pobre, pardiez.—No le entiendo.—Pues está claro, don Pedro. Que yo

no soy pobre y no tengo derecho a serdefendido por usted, teniendomaravedíes para pagar abogados.

—Ah, ahora le alcanzo. Tambiéntengo bufete privado, señor. Pues así lopermiten las pragmáticas.

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—¿Y puede usted defenderme comoabogado de pago?

—Sí, si así usted lo desea.—¿Podrá sacarme del embrollo en

que me encuentro?—Podré intentarlo, y no le quepa a

usted la menor duda de que lo haré. Contodas mis fuerzas. Otra cosa no puedoprometerle, a fuer de ser sincero conusted. El abogado no hace justicia, sinoque la impetra. Y eso es lo que puedoasegurarle que haré: demandar justiciaen su nombre.

Ahora fue el turno del dorador dequedar cogitabundo. Contempló a Pedrode Alemán, frunciendo los ojos, y legustó lo que vio: decisión, mirada clara,juventud no excesiva pero sí la

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suficiente para presumirlo brioso, y unbrillo de inteligencia en sus ojos que, sino era sobrada, se dijo, le eraconveniente. Y además, veníarecomendado por don Ramón Álvarezde Palma, uno de los más esclarecidosclérigos jerezanos a quien lo último quese le ocurriría sería apadrinar a unpicapleitos o patrocinar a un leguleyo.

—Pues hecho —concluyó—. Desdeeste mismo instante es usted mi abogado.¿Puedo saber, señor, cuáles serán sushonorarios?

—Le enviaré enseguida detalle a sucasa. O iré a verle, más bien, yconvendremos entonces la minuta.Mañana, posiblemente, si no se metuerce nada.

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—¿Mañana? ¿Es que espera quemañana pueda estar yo en mi casa,letrado?

—En ello confío.—¿Qué se propone?—Mire, don Antonio, es usted jurado

del concejo, hombre de bien mientras unjuez no sentencie lo contrario, y defortuna según he creído entender. ¿O esque se puede ser pobre y trabajar conoro? Siendo así, tiene usted más quecelebrar que temer de las leyes delreino. Que disponen que no siempre laacusación de delito ha de llevaraparejada prisión y que, en cualquiercaso y de proceder ésta por la gravedadde los cargos, el arresto puede noefectuarse en la cárcel pública, sino que,

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tratándose de personas «de buen lugar, uhonrado por riqueza, o por ciencia», esdecir, nobles, caballeros y gente deposibles como usted es, el juez puedeacordar su prisión en algún lugar seguro.Y por tal se entiende, y tal vez en másveces de las debidas, la propia casa delreo, la casa del cabildo, una fortaleza e,incluso, toda la ciudad si el delito y laconfianza del preso lo permiten.

—No sabe usted cuánto metranquilizan sus palabras, letrado. ¿Quéva a hacer al respecto, pues?

—Lo primero, procurar que unescribano venga a verlo de forma tal quepueda usted otorgar los poderes de queantes le he hablado. Y lo segundo,presentarme ante don Rodrigo de

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Aguilar y Pereira, juez de lo criminaldel concejo, y ante el nuevo promotorfiscal don Bernardo Yáñez y deSaavedra, y convencerlos de que no lesmerece la pena enzarzarse en contiendascon el juez eclesiástico para resolver suacogimiento. Y que está usted dispuestoa salir de San Miguel y aceptar sujurisdicción y competencia siempre que,a cambio, se disponga, como medidamás grave, su arresto domiciliario hastaque el juicio se celebre y la cuestión seresuelva. ¿Qué le parece?

—Pues que serán, los que le pague austed, los escudos de oro más bienempleados en mi vida, si es que es ustedcapaz de hacer que tal cosa suceda. Porvida del rey.

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III

LA AUDIENCIA CON DONRODRIGO

La Casa de la Justicia estaba situada enla plaza de los Escribanos, junto alhermoso edificio del cabildo, de portadarenacentista decorada con grutescos, yhacia allí había dirigido sus pasos Pedrode Alemán después de abandonar SanMiguel y de haber asegurado al doradorAntonio Galera que antes del mediodíarecibiría noticias suyas. Sin embargo, nofue hasta casi la una de la tarde cuandopudo obtener audiencia con don Rodrigo

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de Aguilar y Pereira, juez de lo criminalde residencia del concejo de Jerez de laFrontera, audiencia a la que tambiénasistió, como las ordenanzas mandaban,don Bernardo Yáñez y de Saavedra, elnuevo promotor fiscal que hacía pocohabía regresado a Jerez desde Granada,donde había ejercido como fiscal en laReal Chancillería, para tomar posesiónde la fiscalía del corregimiento ensustitución de don Laureano de Ercilla,enfermo de gravedad tal que loimposibilitaba y de grato recuerdo paratodos los curiales.

Don Rodrigo, el juez, era hombre deconsiderable altura, de rasgos marcados,flaco y con la piel tan cerúlea como lade un lechal crudo. Juez no letrado sino

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de capa y espada, hoy no vestía lagarnacha negra con la que Pedro estabaacostumbrado a verlo en los juicios,sino una casaca de color gris oscurodemasiado fina para el destempladoabril en que se hallaban, peluca ycamisa blanca con gorguera. Su gesto síera el de siempre: desabrido y hoscocomo el de un pez espada peleando consedal y anzuelo.

Junto a Pedro se sentaba, en eldespacho del juez, situado en la plantabaja de la Casa de la Justicia, el fiscalYáñez y de Saavedra. Los fiscales eranlos representantes del rey en lostribunales de justicia e intervenían paradefender los intereses del reino y de susleyes tanto en el ámbito de lo público,

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manteniendo la acusación en los juicioscriminales, como en lo patrimonial endefensa del fisco, y de ahí su nombre.Hasta este año del Señor de 1757, ydesde hacía más de un lustro, el cargode promotor fiscal en Jerez había venidosiendo ostentado por don Laureano deErcilla y Marín, hombre prudente ydocto, templado y erudito, al que, sinembargo, una afección pulmonar habíaretirado de la vida pública. En susustitución había sido elegido donBernardo Yáñez y de Saavedra,miembro del ilustre linaje de los Yáñez,que ahora, y pese a que antaño habíatenido relevancia y en los quinientoshabía lucido alcurnia, andaba de capacaída.

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Don Bernardo era relativamentejoven, ni treinta y cinco años tendría, y,para desgracia de la curia jerezana, noestaba adornado por las virtudes queengalanaban a su predecesor. De cabellobermejo bajo peluca castaña, ojosclaros, pálida piel como de peltre ypródiga en afeites y cosméticos, buenaestatura, voz grave, cuidada oratoria ylabios gruesos que dejaban atisbar unfondo oscuro, durante los casi cuatromeses que llevaba en el cargo se habíacaracterizado por su altivez, por suintemperancia y por su tendencia amaltratar en el estrado a reos y testigos.

—O mucho me equivoco, Alemán —dijo el juez en cuanto Pedro huboentrado en su despacho—, o su

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presencia aquí esta mañana tiene muchoque ver con lo que hemos oído acerca deun acogimiento a sagrado en San Migueldel que todo el mundo habla. ¿Es así,letrado?

—Así es, señoría.—Lo sabía, pardiez. Es que no sé yo

de dónde saca usted esa habilidad suyapara estar en medio de todos losentuertos y de todas las calamidades,abogado. —Y dirigiéndose al promotorfiscal—: Ya se irá acostumbrando usted,don Bernardo, ya se irá acostumbrandousted.

—Soy abogado, señor —repusoPedro—, y los abogados, por lohabitual, hemos de mediar en lasdesdichas. Y sin abogados, como bien le

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consta, no habría justicia, y sin justiciano habría juez, así que ya ve usted,señoría.

—¿Ve lo que le digo, don Bernardo?—Tuve ocasión de contender con don

Pedro en un juicio que celebramos no hamucho —explicó el Yáñez—, en el queel señor De Alemán, como abogado depobres, asumió el patrocinio de un parde putas acusadas de no pagar alcabalas.Y supe de sus habilidades, aunque, claroestá, las pupilas fueron por supuestocondenadas. Y, si no yerro, nos veremosde aquí a no mucho en el juicio contra elamasador de una dulcería de la calleBizcocheros que apioló a su mujer elpasado Viernes Santo en el callejón dela Garrida, un tal Francisco Porrúa. ¿Es

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así, letrado? ¿Ha llegado ya esa sumariaa su oficina? Porque supongo que el talPorrúa, pobre como una rata, no tienemaravedíes para pagar abogados.

—No sé de qué juicio me habla usted,don Bernardo. Llegó a mis oídos lo delcrimen cometido en la persona de unamujer, llamada Dionisia Menéndezsegún creo recordar, en el callejón de laGarrida, pero no sabía que se hubiesedetenido a nadie por su muerte ni a laoficina del abogado de pobres hallegado requisitoria alguna.

—Pues si le llega, procure leer lasumaria cuando el desayuno ya se lehaya asentado en el estómago. Lo queese individuo hizo con la pobre mujer esvomitivo. El daño más leve que le

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infligió fue destriparla. Así que ya sepuede imaginar el resto.

—Bueno, ya tendrán ustedes momentode hablar de eso —repuso don Rodrigo,nada amigo de los rodeos—. Vayamos algrano ahora, que no está el tiempo paraperderlo. ¿Qué se le ofrece, Alemán?

—Es curioso, señor —dijo entoncesPedro con una sonrisa sarcástica.

—¿Qué es curioso?—Pues que al señor fiscal se le dirija

usted con el «señor» o el «don» pordelante, y a mí, en cambio, se me dirijatan sólo por mi apellido. A secas. ¿Nocree su señoría que es un detallecurioso?

—Yo aquí represento —adujo Yáñezcon una sonrisa meliflua que escondía su

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coraje— a su majestad el rey, nuestrobuen señor don Fernando el Sexto, aquien Dios guarde, y al concejo de estamuy noble y muy leal ciudad. Y usted,amigo mío, y según creo, sólo representaa un violador que, por muy jurado quesea, únicamente ha tenido arrestos,después de su fechoría, para escondersedebajo de la sotana de los curas.

—Nadie es autor de un delito, donBernardo, hasta que la sentencia de unjuez así lo diga. Y, hasta donde yo sé,don Rodrigo aún no se ha pronunciadoen el caso que nos ocupa. Y bueno seríaque los señores fiscales, que han depatrocinar la ley y la verdad, seatuvieran a la una y buscaran a la otra envez de dejarse llevar por arrebatos.

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—Señores, señores —medió el juez,que mal podía ocultar su regocijo alcontemplar a abogado y promotor fiscalenredados en porfías—, no perdamoslos papeles, y más si están todavía sintimbrar. Y dígame, señor De Alemán, siasí se siente más a gusto, ¿qué se leofrece?

—Represento a don Antonio Galera,dorador y caballero jurado del concejo.

—Sí, ya. Como antes he dicho, yahabíamos oído que es un jurado el queha solicitado asilo en San Miguel —dijoel Yáñez, todavía disgustado—. Que,por cierto, harto extraño es que unjurado, en vez de solicitar la protecciónde sus iguales, busque la de la Iglesiaacogiéndose a sagrado. No creo que sea

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un buen comienzo para su cliente,abogado.

—Tengo una solicitud que formularle,señoría —adujo Pedro, haciendo casoomiso de la pulla del fiscal. Se dijo queno era bueno, ocupando la posición queocupaba, nada halagüeña teniendo encuenta lo que se proponía rogar del juez,encizañarse en controversias con quientendría que asentir con lo que donRodrigo tuviese a bien dictaminar. Y conun adversario, y de la enjundia del juezde lo criminal, ya le era bastante—. Leruego me atienda.

—Usted dirá.—Como los señores conocen, y en

virtud de bula papal consentida por lasleyes del reino, cuando una persona que

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es perseguida por los justicias se acogea sagrado no puede ser desalojada de laiglesia donde haya buscado cobijo hastaque un juez canónico así lo decida. Eigualmente habrán de conocer quecualquier decisión al respecto del juezdel Tribunal Eclesiástico se puedeprolongar días, cuando no semanas.Tiempo durante el cual el concejodeberá subvenir a la manutención delasilado y sufragar los sueldos de losalguaciles y corchetes que habrá dedisponer para que vigilen San Migueldía y noche a fin de que el acogido no seescape. En todo lo cual se irán unospuñados de pesos de plata que mejorestarían destinados a otras cosas másperentorias. Que haberlas, haylas. Y ello

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por no hablar de las contrariedades quese causará a los feligreses de SanMiguel, a la cofradía del Santo Crucifijoque aún tiene allí sus pasos y a la propialiturgia.

—¿Adónde quiere ir usted a parar?—interrogó don Rodrigo.

—Pues que a todos sería convenientehallar una solución urgente y expeditivaal conflicto. En concreto…

—Y esa solución urgente y expeditiva—interrumpió el fiscal con retintín— esla que usted nos va a proponer, sin duda.

—Júzguenlo ustedes.—Si nos la dice.—Y si usted me lo permite, pardiez.—Lo que su cliente debe hacer es

entregarse, voto a bríos.

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—Señores, señores, por favor…Pedro suspiró para recobrar la calma.—Pues lo que les propongo es

precisamente eso: que se permita a micliente entregarse y someterse a lajurisdicción y competencia de estetribunal.

—Pues haber empezado usted por ahí,don Pedro.

—Pero toda prestación tiene sucontraprestación, don Rodrigo.

—Vamos a ver qué se le ha ocurrido,que miedo me da, a fe mía.

—Pues es muy sencillo, señoría: lalibertad de mi cliente. Ésa es la soluciónque propongo. El señor Galeraabandona su encierro y acepta sometersea proceso ante este tribunal, el cual, a

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cambio, le permitirá permanecer enlibertad hasta el juicio.

—Eso no va a poder ser, letrado —argumentó el fiscal—. Ese hombre yahuyó de la ronda cuando ésta fue adetenerlo. Nada nos garantiza que nohuirá también de la justicia si se le dejalibre.

—Ahí lleva razón don Bernardo. Esun riesgo demasiado grande, don Pedro.

—Pues caución juratoria entonces.—Tampoco —insistió Saavedra—.

Demasiada apuesta para tan pocaganancia.

—Pues arresto domiciliario hasta eldía del juicio.

—No veo yo que…—Un momento, señor fiscal —

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intervino el juez—. Que pienso yo queesa propuesta viene siendo ya másrazonable.

—Y no sólo es razonable —rubricó elabogado de pobres—, dadas lasmolestias que el concejo con ella seevitaría y los gastos que se ahorraría,sino que además es coherente con losusos y costumbres de este foro y con lasleyes del reino. Sin ir más lejos, donRodrigo, le recuerdo sus disposicionesadoptadas en el caso de los hermanosBasurto y Luna[1], a quienes, aunquevenían acusados de un delito más gravecomo era el asesinato, permitió ustedsufrir la prisión en su propia casa.

—Está bien, está bien —zanjó el juez,molesto por ese recordatorio del crimen

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que todos en Jerez conocían como delhospital de la Sangre, ocurrido duranteel año anterior y a resultas del cualacabaron dos mujeres muertas, unajoven inocente reducida a presidiodurante meses en la cárcel real y dosculpables fugados y viviendo ahora acuerpo de rey en Inglaterra y Portugalrespectivamente—. Hágase comopropone y dejémonos de removerasuntos del pasado. Don Pedro, adopteusted las disposiciones que procedanpara que ese dichoso dorador, que no meexplico yo cómo en un concejo como elde Jerez se permite que los menestralesocupen juradurías, comparezca ante nosdebidamente representado porprocurador habilitado ante este tribunal

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y se someta a nuestra jurisdicción ycompetencia. Y luego yo proveeré loque proceda para que pueda permaneceren arresto domiciliario hasta el día deljuicio. Que no habrá de ser a muchotardar, a fe mía. Y ahora, voto a bríos,dejen los caballeros que este juez acabela mañana en paz. ¡Que bien fatigosa queha sido, vive Dios!

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IV

LA PREVENCIÓN DE ADELA

Hasta más tarde de las cuatro no pudoregresar Pedro de Alemán esa tarde a sucasa de la calle Gloria, donde teníamorada y bufete.

Nada más salir de la Casa de laJusticia, anduvo un buen rato revistandolos figones y tabernas de la collación,donde barruntaba que, a esa hora, que loera de vinos y algarabías, se hallaría elpersonero Jerónimo de Hiniestaescanciando mostos. Y no seequivocaba. Lo halló en un boliche de la

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calle de la Amargura despachando conotros colegas una jarra de vino aguapiéy unas libras de embutidos, y no le costópoco esfuerzo, y sí la promesa de unabuena bolsa, arrancarlo del convite yconvencerlo para que diera con unescribano del número y con él tomara elcamino de San Miguel para que allí eldorador Antonio Galera, cuyo caso leexplicó por encima, le otorgara poder.

Después, en la propia Casa de laJusticia, compró por unos cuantosmaravedíes papel timbrado y redactó elescrito de personación y sumisión, conel que acudió a la sacristía de SanMiguel. Allí se reunió con el doradorGalera, quien, con los ojos nublos yescaso apetito, picoteaba del frugal

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almuerzo que por indicación del páter sehabía dispuesto para él. Explicó a sucliente el acuerdo alcanzado con juez ypromotor fiscal, resolvió sus dudas y lehabló de la bondad de tal convenio, quele ahorraría mayores disgustos y laposibilidad de dar con sus huesos en unade las húmedas ergástulas de la cárcelreal.

Provisto de carta de personería yescrito de personación, se plantó denuevo en la Casa de la Justicia, dondeaguardó a que uno de los escribientes dedon Rodrigo le entregara auto en el queel juez determinaba la sujeción delprófugo a arresto domiciliario hasta eldía del juicio o hasta que otra cosa no sedecretara.

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Y con dicho auto, vuelta a SanMiguel, esta vez en un coche de caballosalquilado en la plaza de los Escribanos,donde exhibió la resolución delmagistrado al alguacil Benito Andrades.Éste, con sus ojos saltones que tantodestacaban en su piel de albayalde,examinó el auto del derecho y del revés,como si recelara una fullería delabogado. Pareció convencerse al fin dela legalidad del proveído y permitió queAlemán entrase en la sacristía deltemplo, de donde volvió al poco rato encompañía del dorador, que, pese a lasgarantías que el abogado le había dado,contempló a la ronda como si fuera unescuadrón de mamelucos. Ambos,letrado y cliente, se introdujeron en el

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coche de caballos e instruyeron alcochero para que, sin pérdida de tiempo,los llevase a la calle Monte Corto, en lacollación de San Marcos, donde eldorador vivía y por la que era jurado. Yallí quedó éste, tras recibir lasinstrucciones de Pedro para que no se leocurriera bajo ningún conceptoquebrantar el arresto, advirtiéndole quela ronda estaría bien pendiente decualquier desliz, y su promesa de que deahí a unos días, en cuanto susobligaciones se lo permitieran,regresaría para pactar honorarios y paraque Galera le aclarase algunas cosas desu relato que, a fe suya, no acababan deencajarle.

Aunque en ese preciso instante no

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habría podido decir con exactitud cuáleseran en verdad tales cosas.

***

La calle Letrados, situada muy cerca delcabildo y de la Casa de la Justicia ycárcel real, era la calle en la queradicaban los bufetes de los másprestigiosos abogados de Jerez. Laprolongaba la calle Gloria, que, aunquede menos lustre que la de Letrados,también era de residentes de posibles yde buenos bufetes jurídicos. Allí, desdepoco después del terremoto de Lisboaque no hacía ni año y medio habíaescurruchado al país vecino y llevadosus demoledores efectos a muchos sitios

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entre los que Jerez se hallaba, vivía elletrado Pedro de Alemán con su esposaAdela Navas y su hija Merceditas, queen el venidero septiembre habría decumplir sus dos primeros años de vida.

Pedro llegó esa tarde a su casadesmayado y hambriento. Adela lorecibió con gesto de preocupación en surostro tan hermoso, pues no eranfrecuentes en el letrado esas demoras. Yes que, muy al contrario que otroscolegas, no era Alemán amigo decantinas ni de gaudeamus, y solía comery cenar en su casa.

—Bueno, pues venga, Pedro —loinstó Adela Navas mientras su maridoalmorzaba—, cuéntame eso tan urgenteque te está haciendo comer a deshoras.

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Alemán sabía que el sigiloprofesional, su deber de guardar ensecreto las confidencias de sus clientes,era una obligación sagrada. Perotambién sabía que su esposa, y másdespués de lo acontecido con el crimendel hospital de la Sangre, donde tanto loayudara, era como la otra orilla de suconciencia. Y que podía confiar en ellaciegamente.

—Tengo un nuevo cliente, Adela.—¿Ah, sí? Pues no te veo muy

entusiasmado.—Un caballero jurado del concejo.—Vaya. Razón de más para que no se

te viera tan cariacontecido. ¿Quién esese jurado?

—Don Antonio Galera, un dorador de

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la collación de San Marcos.—¿Dorador un jurado?—Así están las cosas, ya ves.—¿Qué pleito te ha encomendado?—No ha sido pleito, sino causa

criminal.—¿Y contra quién es la querella?—Contra nadie. Es él, el jurado, el

querellado. O el acusado, más bien. Dehecho, esta mañana ha pedidoacogimiento a sagrado en San Miguel,pues lo perseguía la ronda paradetenerlo. Aunque ya está en su casa.

—¡Por la Virgen santísima! ¿Unjurado perseguido por la ronda? ¿Y dequé se le acusa?

—De violación de una criada, metemo.

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Los ojos verdes de Adela se abrieronde puro pasmo. Se pasó la mano por sucabello rubio y se quedó mirando a suesposo, estupefacta.

—Por Dios, Pedro. ¿Violación? ¿Yson ciertos los cargos?

—Eso es lo que habrá de verse en eljuicio, Adela. Por mi bien y el de todos,espero que no.

—No te veo nada convencido. Teconozco y sé cuándo confíasresueltamente en la palabra de un clientey cuándo no.

—Sí que me conoces, Adela, mi vida.Y llevas razón. Me ves así porque esque no acaba de gustarme el asunto.

—¿Por qué?—Pues la verdad es que no sabría

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decirte por qué, a fe mía. No sé si es laversión del dorador lo que no me cuadrao si es que el hombre no acaba deconvencerme. Como si viera en él algoraro que no consigo identificar. O si esel propio delito el que me espanta. Estoyhecho un lío, la verdad.

—Pues no le des más vuelta, esposo:no te hagas cargo de su defensa y se teacaba el problema. O se nos acaba,mejor dicho, pues ya sabes que tusproblemas son los míos y no me gustaverte atribulado como te veo.

—Sí, claro, lo comprendo, Adela,pero no es tan fácil, entiéndeme tú. Ya lehe dicho que sí al dorador y, además,nos hacen falta los escudos de oro quepienso solicitarle por mi actuación. Y el

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solo hecho de defender a un caballerojurado con sitial en el concejo, por muymenestral que sea, tendrá que darlelustre al bufete. Que siempre son buenas,mujer, ambas cosas: los escudos y lasreputaciones.

Adela se quedó pensativa. Algo mástenía que haber para que Pedroestuviera… ¿cómo decirlo?… tanconfuso. Meditó, y enseguida la asaltóuna prevención enorme, pues sabía quesu marido no era de los que seequivocaban al escrutar la naturalezahumana.

—No cojas este caso, Pedro.—Tarde viene tu consejo, y lo siento.

Ya lo he aceptado.—Pues dile ahora a ese dorador que

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no puedes, no sé, que te ha surgido unimprevisto, que eres incompatible, quehas enfermado o lo que se te ocurra,pero no defiendas a ese hombre por muyjurado que sea. Hazme caso, Pedro, te loruego.

—¿A qué vienen tantas suspicacias,Adela?

Al igual que Pedro de Alemánconocía la naturaleza de los hombres,Adela conocía la de Pedro. Sabía de lalucha constante que cada día se producíaen el interior de su marido, una luchatenaz entre el bien y el mal que lohabitaban, y su perseverante batallaporque la balanza se inclinase un día yotro hacia el bien en esa guerra cruenta.Pero siempre en un equilibrio difícil y

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precario. Y mientras ahora lo miraba sinsaber cómo comenzar a explicarse, ymientras advertía en el fondo de sus ojosla inquietud que lo turbaba, supo quecualquier traspiés, cualquier resbalón,cualquier error, cualquier desacierto ocualquier descuido podrían inclinar laromana hacia el lugar no querido. Yentonces todo su mundo podíaderrumbarse.

—No lo sé, Pedro. Un mal pálpitoquizá, no lo sé. Pero no me gusta, deverdad. No me gusta nada el asunto.

—Escasas razones me das.—Ya, pero tú hazme caso, por favor.

Antes que la fama y los escudos,prefiero verte como siempre te he visto:entregado a tu cliente, convencido de su

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inocencia, dispuesto a hacer tuya susuerte sin importarte los riesgos. Y noasí, hecho un mar de dudas.

—Creo de verdad que exageras,Adelita, pardiez.

—Ni votos ni pardieces, Pedro, quesé lo que me digo. Y sólo me llamasAdelita cuando buscas arrumacos ocuando piensas que llevo razón. Y éstees el caso y bien que lo sabes.Escúchame, por favor: vivimos bien,Pedro, sin lujos, es cierto, pero sindemasiadas estrecheces tampoco.Disfrutamos de todo a lo que podemosaspirar: tenemos nuestra casa y pagamoscada mes puntualmente el estipendio alveinticuatro Padilla por el arriendo;podemos pagar a Crista los reales de a

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ocho que le prometimos; hay un platocada día en nuestra mesa y tenemos aMerceditas; nos tenemos a nosotros,¿qué más podríamos querer?

—Pero ¿es que acaso piensas que pordefender a ese jurado íbamos a perdertodo eso que dices? Exageras, y mucho,Adela, de verdad.

—Yo sí me entiendo, y me temo quetambién tú, por mucho que ahora noquieras verlo. Porque la tranquilidad delespíritu es más valiosa que unafaltriquera rebosante de pesos yescudos.

—Mira, Adela, escúchame: elabogado no defiende a inocentes nadamás. ¿O es que no sabes que la inmensamayoría de quienes defiendo en la

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oficina del abogado de pobres es másculpable que Poncio Pilato? Y, además,si fuese el abogado quien pudiesedictaminar quién es culpable y quiéninocente a la hora de elegir a suspatrocinados, no harían falta los jueces,mujer. Y se acabaría la justicia también,porque ¿quién, entonces, defendería alos culpables? ¿O es que acaso piensasque los culpables no tienen derecho auna defensa? ¡Pues claro que sí, Adela,claro que sí! Por más que en muchasocasiones pueda asquearnos, hasta elmás pérfido de los hombres tienederecho a que haya alguien que sepanavegarse entre fueros y pragmáticasque parlamente en su nombre ante eltribunal. Ése es el pilar fundamental de

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la justicia del rey. Y por eso, comotantas veces te he dicho, el abogado,aunque en la curia cueste reconocerlo,es la piedra angular de nuestro sistema.

—Ésas son palabras rimbombantesnada más, Pedro. No estoy diciendo queese dorador de San Marcos no tengaderecho a letrado. Lo que digo es queese letrado no tienes por qué ser tú. ¿Oes que acaso ese caballero jurado nopodría pagar los escudos que le pediríadon Martín Espino, o don José JoaquínTriano de Paradas, o don Juan PolancoRoseti o, si me apuras, el mismísimodon Luis de Salazar y Valenzequi? ¡Puesclaro que sí! Que bien sabes que es eloficio de dorador uno de los queproporcionan buenos dineros. —Adela

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Navas se levantó del sillón queocupaba, se acercó a su esposo, se sentóen sus rodillas y lo abrazó—. Sabes quenunca interfiero en tus casos, Pedro —ledijo, casi al oído, en voz susurrante—,todo lo contrario, más bien. Jamás te hedicho lo que tienes que hacer y lo queno. Pero ahora tengo… no sé, lo que tehe dicho, un pálpito, un presagio. Ollámalo intuición, si quieres. Y sabes,como yo, que la intuición de una mujeres tan poderosa como el terremoto aquelque destrozó nuestra casa de la calleCruces. Así que piensa bien lo que tedigo, Pedro, por favor.

El abogado de pobres no pudoresponder. Los labios de Adela Navasse enhebraron con los suyos, percibió el

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efluvio de su carne, su calor, que yaantes se le había hilvanado en la voz,sus brazos que rodeaban su cuello.

Y el recuerdo del dorador y sudichoso asunto se evanesció como elhumo azulenco de las papelinas.

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V

LA CITA CON EL PROMOTORFISCAL

El jueves 28 de abril de 1757, Pedro deAlemán tuvo que defender ante eltribunal de lo criminal ocho juicios de laoficina del abogado de pobres,consecuencia todos ellos de la pasadaSemana Santa, porque en esos días, apesar de ser sagrados, abundaban enJerez los robos, los hurtos, los manoseosimpúdicos a las mujeres y las turcas quedesembocaban en ginebras.

Fueron ocho juicios durante los

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cuales Pedro, como siempre hacía, pusotodo su saber y su empeño en defender aonce desharrapados que llegaron a lasala de audiencias de don Rodrigo deAguilar con los rostros atribulados y lascarnes ahítas de las llagas, las postillasy las mataduras que los tormentos queles habían sido aplicados en la cárcelreal les habían provocado. Porque, apesar de las filípicas que contra talforma de probar los delitos habíanpublicado eminencias como el padreFeijoo, a pesar de las homilías delbenedictino fray Martín Sarmiento y apesar de que el tormento había sidoenvilecido hasta por San Agustín y LuisVives, canciller del octavo Enrique deInglaterra, en la España de Fernando el

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Sexto todo el andamiaje del procesopenal estaba dirigido a conseguir laprueba perfecta: la confesión delacusado. Y si ésta no se producíaespontáneamente, no les dolían prendasa los justicias mayores del reino el uso atal fin del tormento del potro, el delcepo o el del ladrillo. Pues, según laspragmáticas de su majestad, laexistencia de indicios contra unsospechoso permitía al juez someterlo atortura ad eruendam veritatem. Y, enJerez, don Rodrigo de Aguilar y Pereira,juez de residencia del corregimiento, erabien dado a tales prácticas y prodigabasus autos y providencias mandando a lospresos al potro o a la garrucha. Y sidespués resultaba que el reo se desdecía

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y la confesión resultaba inválida, allácada cual con sus carnes sajadas, sushuesos descoyuntados o sus pulmonesinundados del líquido pútrido que en lascárceles se usaba para el tormento deagua.

El último juicio de ese día acabó casia la hora del almuerzo. Y con Pedroderrengado, exhausto y mohíno, puesbarruntaba que sus empeños en ladefensa de los infelices que se habíanpresentado aherrojados y supurantesante don Rodrigo, y acusados de delitostan variopintos como las lesiones, lasblasfemias y las tropelías contra lasmujeres, iban a ser infructuosos y que lamayoría de ellos iba a acabar en elArsenal de la Carraca o, en el mejor de

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los casos, con penas de multa y algunosazotes para que se cuidaran muy muchode volver a las andadas. Se hallaba elabogado de pobres recogiendo suspapeles y legajos, y deseoso de salir deallí cuanto antes y refugiarse en elremanso de su casa con Adela y su hija,cuando oyó la voz grave y bienmodulada de don Bernardo Yáñez y deSaavedra, el promotor fiscal delconcejo.

—¿Don Pedro?—¿Sí, don Bernardo? —preguntó el

letrado, al que lo que menos le apetecíaen esos instantes era comentar losjuicios recién acabados con el acusadoro someterse a sus consejas.

—¿Tendría usted unos minutos que

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dedicarme?—Creo que está a punto de dar la una

en el reloj de San Dionisio, señor. Yestoy realmente extenuado. Si la cosa noes en exceso urgente, podría…

—Serán no más de diez minutos,señor De Alemán, se lo aseguro.

Pedro contempló al promotor fiscal.Apenas si lo conocía, sólo de las vecesque se habían enfrentado en los juicios.Sabía bien poco de él: que era de buenafamilia aunque venida a menos en lo quea maravedíes hacía, que no tenía enexceso mal carácter fuera de la sala deaudiencias aunque, dentro de ella, eraaltivo y severo; que permanecía célibe apesar de sus treinta y pico años y quevivía con una hermana menor y también

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soltera en la calle Armas, muy cerca delalcázar y de la Casa del Corregidor.Observó su ademán ahora amigable, susfacciones armoniosas, su nobleempaque, su piel colmada de barros, susojos verdosos, su casaca de seda negraajustada a la cintura desde la quebajaban faldones largos con aberturas ala espalda y a los laterales; los botonesde nácar; su camisa de hilo blanco cuyaspuntillas sobresalían por las mangasbordadas con pasamanería negra; suchaleco negro calado con hilos tambiénnegros; las calzas hasta la rodilla, lasmedias de seda, la corbata abrazando lagola y, en la mano, el sombrero negro detres picos. Todo en él era elegancia ydistinción. Empero, pensó Pedro, había

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en él un lustre salaz que desdibujaba elperfecto conjunto; y no sabría decir si sedebía a su forma de mirar, tan fija, y conese brillo liviano de sus ojosaceitunados, o si era por la turgencia desus labios; lo que sí sabía era que habíaen todo él un aire voluptuoso que movíaa la suspicacia. «O tal vez —se dijo—no es más que mi natural prevenciónhacia los promotores fiscales».

—Está bien —admitió al fin—.¿Desea que hablemos aquí mismo?

—En mi despacho estaremos mástranquilos —sugirió el Yáñez y deSaavedra—. Y tengo un vino que sinduda le gustará probar. Y así remedio enparte la inconveniencia de esterequerimiento mío tan a deshoras.

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El despacho del fiscal estaba situadoen la planta alta de la Casa de laJusticia, hasta la que ambos subieron.Estaba oscuro, pues tenía corridos loscortinones, olía a cuero y ceras y estababien ordenado. Yáñez hizo pasar alabogado de pobres y lo invitó aacomodarse en uno de los sillones quehabía frente a su mesa, donde seamontonaban legajos y sumarios. Sindejar de hablar de menudencias,descorrió los cortinajes y el sol de esemediodía de abril penetró a raudales através de la ventana que daba a la cuestade la Cárcel Vieja, iluminándola. Acontinuación, de un aparador que habíaadosado a la pared de la derecha cogióuna frasca de vino y sirvió para ambos.

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Pedro probó el licor, oloroso y añejo, ysonrió por dentro al pensar que allí, enJerez, hasta los fiscales incumplían lasordenanzas en materia de vinos, pues lasnormas del gremio de la vinateríaprohibían el envejecimiento de loscaldos, y ese al que don Bernardo Yáñezlo convidaba, fragante y oscuro, estababien envejecido, y durante muchos añosademás. Letrado y fiscal celebraron labondad del oloroso y se dirigió denuevo el segundo al aparador, del quetomó un tarro de porcelana del quepretendió extraer, según dijo, unasalmendras extremeñas que habíacomprado hacía poco en un ultramarinosde la calle Higueras y que eranexquisitas.

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—Voto a bríos —exclamó el fiscal—,no queda ni una almendra en el tarro,sólo vainas y escurriduras. Alguien melas está sisando —afirmó, sonriendo conesa sonrisa suya voluptuosa—, o soymás glotón de lo que imaginaba.Disculpe usted, salgo un instante a ver sialguien tiene algo de picar por aquí.

—Por mí no se preocupe, donBernardo. Puedo aguantar el hambre unrato más todavía. Y tengo prisa, como ledije.

—Será un momento nada más, se loaseguro. No es bueno catar ese vino tancorpulento sin algo que llevarse a laboca so pena de que sus vapores nosenturbien el entendimiento. Y eso nuncaes bueno. Discúlpeme un segundo,

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regreso enseguida.Pedro de Alemán se quedó solo en el

despacho del fiscal. Probó de nuevo elvino, que era, en verdad, exquisito, deuna robustez considerable y de un saborúnico. Se distrajo después encontemplar la mesa de buena madera,atestada de papeles, pliegos atados concordeles, diligencias y sumarias.Curioseó luego los libros que habíasobre el tapete y se sorprendió alcomprobar que sólo uno era un tratadojurídico —un magnífico ejemplar de laPolítica para corregidores y señores devasallos, en tiempo de paz y de guerray para prelados en lo espiritual ytemporal entre legos, juezes decomisión, regidores, abogados y otros

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oficiales públicos y de lasjurisdicciones, preeminencias,residencias y salarios dellos y de lotocante a las de órdenes y cavallerosdellas, de Jerónimo Castillo deBobadilla, editado en 1597 yencuadernado en marquilla enpergamino, que debía de valer un potosí— y que el resto eran libros que pocotenían que ver con el derecho: el tomocuarto del Tractatus septem del padreMariana; una obra de Tomás Antonio deMarien y Arróspide, autor del que jamáshabía oído hablar; uno más de Sancho deMoncada, y algunos otros que aparecíanabiertos y manoseados, como si fueranobjeto de permanentes estudio yconsulta.

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Se levantó y observó la librería, quecontendría más de cien volúmenes. Deentre todos ellos, destacaban los docetomos, lujosamente encuadernados, delas obras de un escritor de quientampoco el abogado de pobres habíaoído hablar jamás y cuyo nombre paranada le sonaba como jurista de antaño nide hogaño. Junto a ellos, un libroprecioso trabajado en una finísima pielde cuero con letras taraceadas de oro, yotras obras y tratados, la mayoría de loscuales no versaban ni sobre las leyes nisobre los fueros ni sobre el derecho delreino. Se dijo que el Yáñez gustaba dela lectura de libros profanos en sus ratoslibres y que no era mala costumbre.Regresó a su asiento cuando oyó que la

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puerta se abría.—Pues lo siento, don Pedro —se

lamentó el fiscal, entrando en eldespacho y tomando asiento frente aAlemán—, pero tendremos queconformarnos con el vino. No hay ni unamaldita aceituna por ahí afuera.

—Ya le he dicho que por mi parte nohay problema, don Bernardo. ¿Puedosaber, pues, el motivo de su interés enhablar conmigo?

—Por supuesto. Pero antes, ¿cómolleva el asunto del caballero jurado? Eldel dorador Galera.

—Ni siquiera he tenido tiempo de ir averlo. Han sido, estos últimos, unos díascomplicados, como le consta.

Dieron las horas en el campanil de

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San Dionisio.—Así es. Y la verdad es que admiro

la vida de ustedes, los abogados, puesyo siempre he vivido la justicia desde laotra trinchera, la de los fiscales, inclusoen la Real Chancillería de Granada,donde tuve buenos maestros. Bueno, esode admirar… Tal vez, don Pedro, no heusado el término correcto, ¿sabe usted?Porque, a fe mía, más que admiracióndebiera decir incomprensión. Eso detener que defender a suripantas un día, aforajidos el otro, a pícaros el de másallá, a gente que ladronea y malvive…En fin. Pero supongo que ésa es la vidadel abogado, ¿no? Defender adelincuentes y confiar en que la vendade la justicia les permita salir airosos

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del trance.Pedro estuvo a punto de replicar al

fiscal, de enredarse con él endisquisiciones y debates. Podría haberledicho que había hallado más altura deespíritu, más nobleza y más gallardía enpersonas como Catalina Cortés, oSaturnino García, o Diego González, oLucía de Jesús, o en tantos otros quehabían tenido que enfrentarse sin másarmas que su inocencia y la pericia desu abogado a la temible rueda de molinodel sistema de las leyes de los hombres,que en muchos que presumían deescudos, de títulos y de hidalguías.Podría haberle dicho que, en muchasocasiones, en la defensa de esos aquienes llamaba suripantas y bandidos

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había encontrado más satisfacciones yrecompensas que visitando palacios yconventos. Podría haberle dicho quegracias a ellos había aprendido que lajusticia y la virtud no siempre veníanhermanadas. Podría haberle dicho que laverdad y la justicia caminan en muchasocasiones por veredas diferentes. Secontuvo, empero. Contempló al Yáñez,la mirada expectante de sus ojosverdosos, su disposición a la lid y a lacontroversia, y se dijo que no le merecíala pena el convite.

—Como le dije, don Bernardo, estarde y estoy cansado —arguyó—. Y noes hora de polémicas sobre el papel delos abogados en nuestra sociedad osobre nuestro modo de hacer justicia, y

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tampoco es tiempo de refutaciones.¿Cuál era el asunto del que deseabatratar conmigo, señor?

—No se me moleste, se lo ruego.Reconozco que el papel de los abogadoses primordial en nuestro sistema y estoyde acuerdo con los honores que se lesrinden. Era un comentario sin malicia,señor De Alemán.

—Pues vayamos al grano, señorYáñez.

—Es sobre el juicio del próximomayo sobre el que deseaba hablarle. Elque se sigue contra el tal FranciscoPorrúa por el asesinato de su mujer,Dionisia Menéndez, en el callejón de laGarrida. Supongo que sabe de qué lehablo. Un mal asunto, ¿verdad?

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—Ya me llegó la sumaria a mi oficinade la Casa del Corregidor, en efecto,pues me corresponde defender al presocomo abogado de pobres. Estuvevisitándolo no ha mucho y, como metemía, se le había aplicado tormento. Yhabía confesado, como no podía ser deotra manera. Mas he de hacerle ver,señor fiscal, que Porrúa no ratificará suconfesión obtenida mediante tortura enel juicio, con lo cual tal confesiónresultará inválida.

—No preciso de su confesión para sucondena, don Pedro. El asunto estáextremadamente claro. El preso solíamaltratar a su esposa y esta vez debió deírsele la mano. Fue hallado junto alcadáver y ensangrentado. Además de

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borracho como una cuba. Con esoshechos, y con los que le antecedieron, eljuicio no va a durar ni media hora.

—Y, siendo así, ¿qué desea usted demí?

—Que nos ahorremos todos unpandemónium que encrespe aún más lasiras de don Rodrigo, que ya de por síson notables.

—No sé si le sigo.—Mire usted, abogado. He sido

advertido de sus maneras y me hanrelatado algunos juicios de no ha muchodonde usted exhibió su propensión a loszafarranchos. No, no se me molesteusted, se lo ruego, que no es miintención zaherirle, a fe mía que no. Loque quiero decirle es que la muerte de

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esa pobre mujer, Dionisia Menéndez, fueespantosa, supongo que habrá leídousted los detalles en la sumaria.

—El que la muerte de una mujer seaespantosa no convierte al marido enculpable.

—Pues a no ser que pueda ustedprobar que el tal Porrúa no dio muerte asu mujer, y voto al cielo que no lo veonada fácil, el preso va a ser condenado.Como le digo, fue hallado junto alcuerpo y ensangrentado, y en otrasocasiones había maltratado a la pobreDionisia. ¿Qué más pruebas quiereusted? Y conocerá las penas quesolicito.

—La muerte, creo recordar.—Previa flagelación pública y

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posterior descuartizamiento conexposición de sus restos. Y lo quequiero ofrecerle es la evitación delprólogo y del epílogo. Es decir, queacepte usted una condena a muerte en lahorca y que el preso se ahorre los azotesy el desmembramiento. Y bien servidoque va.

El rostro de Pedro se vistió deasombro.

—¿Y de verdad considera usted,señor fiscal, que puedo plantear esapropuesta a mi cliente sin que éste metome por loco? ¿O es que cree que elahorro de unos azotes justifica larenuncia a luchar por su vida en eljuicio?

—El ahorro de unos azotes y que sus

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cuartos no sean expuestos en loscaminos.

—Una vez muerto, qué más le da quelo desmiembren. De todas formas, sushuesos y sus carnes serían comidos porlos gusanos tras la horca.

—A fe mía que eso debiera ser elpreso quien lo dijese. Quizá, señor mío,no le da igual que le abran las espaldascomo la barriga a un cerdo y que luegolo despedacen.

—Y así será, no tenga dudas, donBernardo. Le comunicaré mañana mismoa mi cliente que, a cambio de no lucharpor su vida en el juicio y de resignarse asu suerte sin una protesta de inocencia,ha tenido usted la deferencia depermitirle elegir de qué forma prefiere

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morir, si ahorcado o si ahorcado ypreviamente flagelado, y por vida delrey que habrá de estarle muyagradecido.

Mientras caminaba por la calleLetrados, Pedro de Alemán reflexionabasobre los motivos que habían movido alfiscal a mantener esa chocanteentrevista. Dudaba entre si había sido laconveniencia de un juicio fácil y unresultado compasivo para el preso, o sihabía sido la simple pereza. O, tal vez,sus deseos de no enredarse en astuciascon él. O a saber cuál otro, que no era elfiscal persona especialmentetransparente. Pensamientos que sedifuminaron en su mente cuando, a pesardel amargor que le había dejado la

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conversación con el Yáñez, su bocacomenzó a salivar al percibir los oloresexquisitos —a estofado de carne yzanahorias, a cerdo asado, a judías ychorizo— que escapaban de las casasque flanqueaban la estrecha calle de losabogados.

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VI

EL JUICIO POR LA MUERTEDE DIONISIA MENÉNDEZ

El desánimo, pensó Pedro de Alemánmientras entraba en la sala de audienciasde la Casa de la Justicia y ordenaba suspapeles en la mesa de la defensa, es elpeor de los enemigos del abogadocuando enfrenta el comienzo de unjuicio.

Y a pesar de saberlo, así se sentía élese jueves 5 de mayo de 1757.Desanimado, asténico, pensando que,por mucho empeño que pusiera en la

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defensa del infeliz que de un momento aotro tendría que hacer su entrada en lasala, por mucho que se esforzara, pormucho que discurseara y por muchasleyes, pragmáticas y precedentes queinvocara, la suerte del acusado estabaechada y que la moneda iba a caerbocabajo. Había de por medio un crimenhorrible, una mujer destripada, forzadadespués de morir, un cadáver con el quese habían perpetrado tropelíasinenarrables. Y había un pobre diabloborrachín, haragán y pendenciero que enmuchas ocasiones anteriores habíapegado a su mujer. Y ante esa realidadineluctable, de nada iban a valer ni supericia ni sus estratagemas, si es quetuviese alguna a su alcance, que no la

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tenía. Supo en lo más profundo de suintuición de abogado que la sentencia yaestaba puesta y que la condena ya estabadictada, por más que las pruebas fuesentan endebles como una brizna de hierba.Lo veía en la cara del juez, don Rodrigode Aguilar, que estaba ya aburrido, y esoque la vista ni se había iniciado,pugnando por desasirse una cazcarriadel orificio izquierdo de su ahorabulbosa nariz, pues su residencia enJerez lo estaba aficionando, por lo quese veía, a los caldos y a los mostos; enel rostro de don Bernardo Yáñez y deSaavedra, el fiscal, suficiente yconfiado, aguardando al reo como elcarnicero a la res; en el ademán de donDamián Dávalos, el escribano, en cuyo

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gesto calmado se ponía de manifiesto sucerteza de que no iba a necesitarescribir mucho en ese juicio que preveíabreve; y en los rostros de los pocosfamiliares del preso que asistían aljuicio —su madre, ya muy anciana, y unahermana que no paraba de sonarse losmocos—, en los que se traslucían, comouna máscara lúgubre, la resignación y lafatalidad.

Y lo sentía en sus propias carnescomo un augurio funesto: que todos susesfuerzos iban a ser inútiles y que nadielo iba a oír aunque se desgañitara.

La entrada del preso en la sala sacó aAlemán de sus meditaciones. Porrúavenía escoltado por dos corchetes quemedio tenían que aguantarlo para que no

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se derrumbara; engrilletado y hecho uneccehomo después de haber pasado porel tormento del agua, por el del ladrilloy sabría Dios por cuál otro. Porque eljuez, tratándose de delito atroz —encuyo enjuiciamiento eran precisas menospruebas, en el que había menos garantíaspara el procesado, en el que se señalabael juicio con premura inaudita y en elque se permitía una rápida condenabasada incluso en simples presuncioneso conjeturas—, no había parado mientesa la hora de permitir que los carcelerosse cebaran con el preso para arrancarlea fuerza de tormentos y mamporros unaconfesión de la forma que mejor lespareciese.

Tras los introitos rituales, tomó la

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palabra el fiscal don Bernardo Yáñez,que comenzó su interrogatorio al presodespués de pedir y de obtener venia.

—¿Estaba usted casado con DionisiaMenéndez?

—Sí.La voz de Francisco Porrúa era,

además de rasposa, como su estatura:pequeña y achaparrada. Tenía una grancabeza que mal encajaba con su tamaño,la tez colorada de muchos años dejumeras, la nariz surcada por venillasbermellones, los labios heridos de tantomordérselos y el cuerpo lacerado porlos suplicios.

—¿Vivían ustedes en el callejón de laGarrida, en la collación de San Miguel,en el barrio de San Pedro?

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—Sí.—Diga el preso dónde se hallaba en

la noche del viernes día 15 del pasadoabril.

—¿Fue ésa la noche en que mataron ami pobre Dionisia?

—¿Cómo se atreve usted a hablar asíde la muerta? Después de lo que le hizo,del padecimiento que le infligió…

—¿Cómo he de decirles a ustedes,usías, que yo no le hice nada a miDionisia, que yo no le puse la manoencima esa noche, que me la encontréasí como estaba, machacada,desentrañada y hecha un guiñapo, lapobrecita mía? ¿Cómo he de decírselo,usías, por Dios bendito?

Había ahora en la voz de Francisco

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Porrúa un dolor verdadero, un dolorprofundo, un dolor que no era delcuerpo, por las mataduras y laslaceraciones, sino del alma. Un dolorque no provenía del arrepentimiento,sino de los sucesos que estaba viviendoy de la incomprensión que lo abrumaba.Y Pedro se convenció de que el presoestaba diciendo la verdad. Porquecuando un dolor de ese tamaño aparecíade esa forma en la voz y en los ojos deun malaventurado como él, de unmiserable que, a pesar de pagar susfrustraciones con la desdichada conquien había casado, era ahora capaz desentir el tremendo vacío de su ausencia,era porque estaba diciendo verdad. Yalo había intuido en la cárcel real, en las

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dos ocasiones en que fue a visitarlo —laúltima, para comunicarle la propuestadel fiscal, ante la cual el reo lo únicoque pudo fue echarse a llorar,descoyuntado además como estaba—,cuando, a pesar de haber confesadomediante tortura, enseguida se desdijode su confesión y proclamó suinocencia. Y pese a su mala apariencia,pese a su rostro estragado de borrachocontumaz, pese a su cuerpo comido porla mala vida, el abogado de pobres lohabía creído. Había en su voz y en susgestos, en la mirada de sus ojilloscontraídos y enrojecidos, en su miradade animalillo acorralado, una sinceridadque brotaba de los corredores del alma.Y fue entonces, recién comenzado el

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juicio, cuando a Pedro se le vino laangustia encima como un alud, porqueahora percibió con una claridad dearúspice que en ese juicio no sóloestaba decidida la condena, sino que esacondena iba a recaer sobre los hombrosderrotados de un inocente. En el que, setemió, únicamente él creía.

—Pues bien que confesó usted en lacárcel real —proseguía el fiscal suinterrogatorio, las manos en jarras,plantado ante el reo, contrastando sunegra elegancia con la tosquedad de losharapos de Porrúa—. Fue muy valientepara mortificar a la infeliz de su esposa,pero ante el carcelero cacareó usted conla boca ancha como una venceja.

—Que le pongan a usted en el potro,

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señor fiscal, y ya verá cómo confiesahasta haber sido el causante del contagiode las viruelillas que acabaron con lavida del buen rey Luis.

—A mí no se me insolente usted,desgraciado —ordenó Yáñez y deSaavedra cuando oyó que la respuestadel reo había provocado algunas risillasentre el público—. Y responda a mipregunta de una vez: ¿dónde se hallabausted en la noche del viernes día 15 delpasado abril, que fue, en efecto, la nocheen que murió la desdichada DionisiaMenéndez? Poco antes de que sonara lacampana de la queda.

—Pues estaría en el figón delEustaquio, como todas las noches.

—Borracho.

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—Para olvidar las penas de la vida,usía.

—¿A qué hora abandonó usted eseboliche?

—A la que usted ha dicho: poco antesde la queda. Para que la ronda no meimportunara.

—¿Y es cierto que fue ustedsorprendido precisamente por la rondacuando, ya en su casa, estaba sobre elcadáver destripado de DionisiaMenéndez y todo ensangrentado?

—Así me la encontré, señor. Y se mepartió el corazón cuando la vi. Porquesepa usted que, a pesar de que no le dibuena vida y de que de cuando en vez seme iba la mano con ella, yo le teníaaprecio a la Dionisia, que era una buena

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mujer. No fui yo ni quien le dio muerteni quien hizo con ella las barbaridadesque le hicieron. Soy un borracho, sí, y undesgraciado si usted quiere, pues así meha llamado antes, y un miserable y ungandul. Pero no soy un asesino, usía.¡Por vida del rey que no!

El fiscal acabó su interrogatorio pocodespués, incapaz de hacer que el presose inculpara. Pero bien que consiguió supropósito, pues no pronunciaba dosfrases sin traer a la imaginación del juezy de todos los asistentes tétricas escenasde entrañas desparramadas, de carnessajadas, de intimidades violadas y de lasangre llenando cada uno de losrincones de la pequeña habitación delcallejón de la Garrida donde el crimen

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había acontecido. Y de la presencia allídel reo cuando fue aprehendido por laronda, tendido sobre el cuerpo de lamuerta y chorreando de su sangre.

—Con la venia, señoría —comenzóPedro su pesquisa—. Francisco, ¿en quétrabaja usted?

—Ahora soy amasador en unadulcería de la calle Bizcocheros, en lade Gabriel Estepa, que está en laesquina con la calle que ahora se llamade las Ánimas. Antes trabajaba cuandopodía en las viñas y los sembradíos,binando las cepas y partiéndome laespalda en los campos, señor. Y todoesto —se quejó, inconsciente de lasituación en que se hallaba— me estáhaciendo perder no sé cuantas peonadas

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en la dulcería.«Cuando no la vida, hombre», pensó

el letrado, pesaroso.—Ha dicho usted que se hallaba, en

esa infausta noche, en el figón de un talEustaquio. ¿Quiénes se encontraban conusted allí?

—El Atanasio y el Luis, como todaslas noches. Y alguno que otro, supongo,aunque no sé muy bien sus nombres.Ahogando las penas en aguardiente, quesé que no es bueno ni está bien visto,pero ¿qué otra fiesta nos queda a losdesheredados de Dios?

—¿Se refiere usted a AtanasioSánchez y a Luis Pantoja?

—A los mismos.El abogado de pobres había

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conseguido localizar a ambos amigos defrancachelas del preso y los llevaba detestigos al juicio, aunque confiaba poco,por no decir nada, en el testimonio deesos dos cuyas mientes se hallabananegadas de las brumas de las arrobasde holandas que consumían cada año,día a día, noche a noche.

—Está bien, después tendremosocasión de oírlos. Cuéntenos ahora quése halló usted al llegar a su casa en elcallejón de la Garrida.

Francisco Porrúa torció el gesto. Sele nublaron las facciones y la angustiaplantó un rosetón de color carmesí en surostro ya de por sí acardenalado.

—Me encontré algo que no quiero nirecordar, señor abogado —respondió el

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reo, rebosante de aflicción—. Algo…terrible, horripilante, algo que no podríasoñar ni el mismísimo Lucifer, malditosea su nombre. Algo que…

—Vaya al grano el preso —interrumpió el juez don Rodrigo deAguilar, impaciente e irascible— ydéjese de monsergas.

Pedro respiró profundamente paraahorrarse el arrebato. Era consciente deque no le interesaba, en ese trance,embrollarse en porfías con quien teníaen sus manos la suerte de su cliente.Aunque no pudo evitar que unpensamiento incómodo se le viniese derepente a las entendederas, sabiéndosecomo se sabía testarudo y siempredispuesto a defender no sólo la vida

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sino el honor de los desdichados que,siendo inocentes como pensaba eraPorrúa, tenían que someterse alenjuiciamiento público: «Me estoyhaciendo mayor». Eso fue lo que en eseinstante pensó. Pues no eran habitualesen él tales mesuras.

—Cuéntenos qué se encontró al llegara su casa, Francisco, se lo ruego. Yhágalo de la forma más clara posible ysin rodeos.

—A la Dionisia tendida en mitad dela habitación, con el justillo descosido acuchilladas, la barriga abierta, lasentrañas desparramadas, las enaguasrasgadas, su natura al aire y la sangreempapándolo todo, chorreando laslosas. Eso fue lo que me encontré al

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llegar a la casa, bien lo sabe Dios.E intentó llevarse las manos al rostro,

mas los grillos se lo impidieron. Elmetal tintineó como un repique demortichuelos apagado y etéreo. Laslágrimas brotaban de sus ojillossanguinolentos. Una velilla de mocosasomó por su nariz y el preso la hizodesaparecer sorbiendo estrepitosamente.Había en la sala un silencio entelerido.

—¿Qué hizo usted entonces?—Al principio, nada —respondió

Porrúa cuando logró controlar la voz ylas lágrimas—. Quedé como aturdido,alelado. Sin creerme lo que estabaviendo. Como si fuese una visiónproducto de la borrachera. Después,cuando volví en mí, intenté ver si la

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Dionisia estaba viva, y mientras tantogritaba para que los vecinos meayudasen, y así fue como me llené todode la sangre de la pobre. Y entoncesllegó la ronda y me apresó.

—Según consta en la sumaria, sumujer fue apuñalada, primero con unadaga de hoja larga y fina o con unespadín, y después con un cuchillo o unmachete. ¿Le encontró a usted la rondaalgunas de esas armas?

—¡Claro que no, señor abogado! Delo único que se incautaron fue de laperica que usaba en el campo y queahora utilizo para mondar fruta odescorchar damajuanas. Y es de hojabien corta la perica esa.

—Cuando usted llegó a la casa, ¿la

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puerta estaba abierta?—Encajada, sí.—¿Y cualquiera pudo haber entrado

antes que usted?—Cualquiera.—¿Echó usted algo en falta?—La ronda me llevó a la cárcel de

inmediato y no pude revisar nada. Loque eché y sigo echando en falta es lavida de mi pobre mujer.

Hasta ahora, pensó Pedro, su clienteestaba respondiendo bien a lo quehabían preparado durante las dos visitasque le hiciera en su celda. Meditó quéotras preguntas formular, mas no se leocurrió ninguna. Sólo le quedaban lascuestiones finales y definitivas.

—Usted confesó en la cárcel real, en

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los sótanos de esta Casa de la Justicia.Y reconoció ser autor del crimen.

—¿Y cómo no iba a hacerlo, si elcarcelero se aplicó al tormento con elfrenesí de un desquiciado?

—¿Se ratifica usted en esa confesión?—No, señor. ¡Me desdigo!—Francisco, ¿mató usted a su mujer

Dionisia Menéndez en la noche del 15de abril pasado?

—No, señor, no lo hice. Por lamemoria de mis padres y por la vida enel limbo del hijo que nunca tuvimos. Yono maté a mi mujer, y el cielo lo sabe.

—No hay más preguntas, señoría.—¿Alguna repregunta el fiscal?—Una tan sólo. Con su venia.—Sea breve.

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—Lo seré. —Y dirigiéndose al preso—: ¿Estaba la puerta de la casa forzada?

—No, que yo recuerde.—¿Tenía candado?—Un pestillo enclenque.—Pero no estaba forzada, ¿no? No

estaba la madera rajada ni los postigosdescuajaringados, ¿verdad?

—No.—Y entonces, hombre de Dios, ¿cómo

quiere hacernos creer que alguien antesque usted entró en la casa? ¿O es quepretende que nos creamos que su mujerle abrió la puerta a su propio asesino?

—La madera es muy endeble, usía.—Su versión de los hechos sí que es

endeble. No hay más preguntas, señoría.Don Bernardo Yáñez interrogó a

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continuación al primero de sus testigos:un alguacil de nombre Gil Benítez,gordo y sudoroso. El ministro contócómo habían sido alertados por algunosvecinos de la escandalera que había enel callejón de la Garrida y cómo habíanllegado a la pequeña casita de DionisiaMenéndez y hallado allí su cadáver,junto al que estaba el reo FranciscoPorrúa, ensangrentado, todo pringado devísceras y humores y, según decía elministro, como arrepentido de lo quehabía hecho.

Llegó luego el turno de repreguntar dePedro de Alemán.

—¿A causa de qué herida falleció lainterfecta? —inquirió el abogado depobres.

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—No fue una herida, sino muchas. Ytodas de arma blanca.

—¿Puñal o espadín?—No sabría decirle.—¿Iba armado el reo cuando lo

aprehendieron?—Una perica al cinto, llevaba.—¿Se la incautó la ronda?—Pues claro.—¿Tenía su hoja manchada de

sangre?—Esto… la verdad es que no. Pero

pudo haberla limpiado antes de quellegáramos, claro.

—¿Se hallaron otras armas blancas enla casa?

—Cuchillos de cocina.—¿Alguno manchado de sangre?

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—Uno, junto al cuerpo de la pobremujer. Creo que con él la desentrañó. Yno se puede usted figurar lo que le hizo.La dejó como a una ternera después depasar por la piedra del matarife.

—¿Lo empuñaba el reo? El cuchillo.—No, cuando nosotros llegamos, no.

Lo tiraría al darse cuenta de queirrumpíamos en la casa, supongo.

—Pues no suponga usted y diga sólolo que sabe.

—Y eso es lo que le he dicho. Lo quesé.

—¿Reconoció Porrúa ante la rondahaber sido el autor del crimen?

—No, señor. Eso sí que es verdadque no. No paraba de gimotear y demoquear. Llevaba una turca buena, de

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órdago. Y como usted ha de saber, haymuchos que se alumbran y después nosaben controlar la curda, se vuelvencomo locos y ya ve usted lo que pasa.Este hombre —rubricó, señalando alpreso, que tenía la cabeza hundida en elpecho— ya había pegado antes, y enmuchas ocasiones, a la víctima.

—¿Y eso cómo lo sabe usted?—Porque era la comidilla de toda la

collación y porque en un par deocasiones antes tuvimos que acudir alcallejón de la Garrida a poner freno alas somantas. Lo que ocurrió fue que lamujer, Dionisia, nunca quisodenunciarlo. Y así acabó, la pobrecilla.

—Pero, en suma —quiso Pedroacabar cuanto antes ese interrogatorio

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del que nada bueno estaba obteniendo—, lo que usted sabe es que halló alacusado junto al cuerpo ya muerto de lamujer, y nada más.

—¿Y le parece a usted poco?Pasaron luego por el estrado de los

testigos una vecina de San Pedro, quedio fe de que el preso solía poner mano,y con frecuencia, sobre su cónyuge, ysobre la que el abogado de pobres tuvoque pasar de puntillas, pues la mujer,que era resuelta y categórica, no parecíadispuesta a permitir que el letrado laenmarañase; y un médico que puso losvellos de punta a todos los asistentes aljuicio al describir los terribles agraviosque se habían cometido sobre el cuerpode la difunta. Habló de

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desentrañamientos, de carnesdespellejadas, de órganos eviscerados,de iniquidades post mortem y de cienbarbaridades más. Tan vívida fue ladescripción del galeno que algunas delas mujeres del público tuvieron queaplicarse sales para evitar el vahído,ante lo cual Pedro renunció a interrogaral físico para evitar que continuaraexplayándose en sus crudas reseñas.

Finalmente, se sentaron en el estrado,como testigos de la defensa, AtanasioSánchez y Luis Pantoja, que fueron, delos muchos con quien Pedro habíahablado, los únicos conocidos de Porrúaque se avinieron a comparecer en lavista. Y más mal que bien hicieron, puesambos, de rostros abotargados por las

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merluzas que cada día agarraban,embrutecidos por los efectos de losmostos y las holandas, y aunquerespondieron de manera más o menosarreglada a las preguntas de la defensa,cayeron como mojarras en las redes delfiscal, que los presentó como lo queeran, individuos entregados a losalcoholes y a los excesos, con escasocontrol de sus efusiones y de sus ímpetusy, por tanto —«como el preso»,apuntilló el Yáñez—, capaces decualquier atrocidad cuando la tranca leshacía flojear las frágiles riendas con queapaciguaban sus enviones.

El promotor fiscal estuvo conciso yrotundo en su informe. Habló deDionisia Menéndez sin caer en la

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gazmoñería, pero supo presentar a laoccisa como una mujer decente,aprisionada por la vida estrecha que sumarido le daba, que servía con honradezy esmero desde hacía años en la casadel veinticuatro don Jerónimo Encisodel Castillo en la Porvera y que no semerecía la muerte atroz que habíasufrido. Hizo ver que la versión del reoera tan floja como la masa de los malospanaderos y que no resistía el másmínimo escrutinio. Que nadie más que elpreso pudo haber sido el autor de lafechoría, pues a nadie halló la ronda enlos alrededores de la casa y pues erahombre dado a las tundas. Que esta vezse le había ido la mano y que debíapagar por ello. Con la muerte en la

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horca, previa flagelación pública y conposterior descuartizamiento de susrestos, que deberían ser expuestos en elcamino de Sevilla, en el de Sanlúcar, enel de Arcos y en el de El Puerto paraaviso de los vecinos y para que todossupieran que en Jerez los crímenes sepagaban. Y con moneda de ley.

Al comenzar su informe, tentadoestuvo Pedro de Alemán de limitarse apedir misericordia. Tragó fuerte, sinembargo, para quitarse de encima ladesazón que lo abrumaba, e intentó darlo mejor de sí en su alegato final. Perono se le iba de la cabeza el sistema de lajusticia del rey: el acusado no eraconsiderado un simple sospechoso, másbien se le estimaba culpable, y era a él a

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quien correspondía el deber de destruirlas conjeturas de culpabilidaddemostrando su inocencia. E intentóhacerlo, aunque el peso enorme de saberque sobre él pendía la vida de unapersona lo desazonaba y le desfallecíala voz, de común tan potente y sonora enlos juicios. Habló de las pruebas,escasas, que contra el preso había, deque nadie podía afirmar sin temor aequivocarse y sin miedo a la condenaeterna que su cliente fuese el autor delhorrendo crimen, de que más valían cienculpables libres que un solo inocenteajusticiado y de todo cuanto se leocurrió, por tópico que fuera, paraevitar el espantoso fin que a Porrúa leaguardaba. Pero veía el rostro fastidiado

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de don Rodrigo de Aguilar y laspalabras se le embarullaban y le costóDios y ayuda componer un discursohilvanado.

—«Quien esté libre de culpa quearroje la primera piedra», son palabrasde nuestro Salvador —finalizó Pedro sudiscurso—. Y no seré yo quien lo haga,pues ninguno de los aquí presentesestamos libres de culpa. «Gran descansoes estar libre de culpa», dejó dicho elgran jurista romano Cicerón. Y no, he dereconocer: Francisco Porrúa, hoyacusado de la muerte de su esposaDionisia Menéndez, no está libre deculpa: no es un santo, no es un ejemplopara nuestros hijos, no es un hombrelibre de pecado. Pegaba a su mujer, se

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nos ha dicho hoy, y eso es reprobableante los ojos de Dios y de los hombres.Perdía el sentido con las jumeras, y esoes reprobable ante los ojos de Dios y delos hombres. Se enredaba en ginebras yen jaleos, y eso es reprobable ante losojos de Dios y de los hombres. Segastaba su jornal en mostos y enboliches, y eso es reprobable ante losojos de Dios y de los hombres. ¡Pero loque también es reprobable ante los ojosde Dios y de los hombres es condenarpor un crimen infame a quien no es autorde ese crimen!

Hizo una pausa para tomar aire.Contempló a don Bernardo Yáñez, quelo escuchaba interesado, con una mediasonrisa en sus labios lúbricos. Evitó

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mirar al juez de lo criminal para que suseguro gesto de hartura no le hicieraperder el hilo de su soflama.

—Pero lo que aquí estamosenjuiciando no es si Francisco Porrúamaltrataba a su mujer, ni si se ajumabaen las tabernas, ni si se enzarzaba engrescas ni si se gastaba su estipendio envaciar las frascas de las bodegas de SanPedro. No. Lo que aquí estamosenjuiciando es si mató a su mujer, aDionisia Menéndez. Y para su condenano serán suficientes sus ruines actos, nisus malas costumbres ni su vida abyecta.Para condenarlo serán precisas pruebas.Y eso es, señoría, lo que aquí no hay:pruebas. Hay sospechas, conjeturas,barruntos. Pero no pruebas, que son los

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anchos maineles en que se ha de apoyarla justicia. La Justicia, usía, conmayúsculas, que es el pan del puebloporque sólo ella puede saciar suhambre. La Justicia, usía, que ha de serla principal virtud del reino. Ycondenando a Porrúa satisfaremosansias de venganza, satisfaremos laavidez del desquite, daremos al puebloun espectáculo de sangre y muerte, perono estaremos haciendo justicia. Y,téngalo seguro, eso, Dios se lodemandará.

Caminó derrengado hacia la mesa dela defensa y se quitó su gorrilla deletrado para limpiarse el sudor de lafrente. Poco a poco, el escaso público,en silencio, fue desalojando la sala

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después de que el juez, con su martillo,anunciase que el juicio quedaba vistopara sentencia.

Los alguaciles se llevaron de nuevo aPorrúa, engrilletado y con la miradaperdida, hacia los sótanos de la Casa dela Justicia, donde se ubicaba la cárcelreal.

Miró a don Bernardo Yáñez, que,pensativo, recogía los legajos de lamesa del fiscal.

Y, al fin, contempló al juez. Y vio ensu gesto, hosco, ceñudo y huraño, elrostro de una justicia que, ojalá, el signode los tiempos, algún día, viniese adesterrar. Su sentencia llegó a los pocosdías. Hacía suyos, punto por punto, cadauno de los pedimentos del fiscal. Y

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ordenaba la ejecución de su fallo sindemoras y sin suplicaciones.

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VII

EL TALLER DEL DORADORGALERA

A la finalización del juicio de FranciscoPorrúa, el abogado de pobres, exánime yapesadumbrado, se refugió en su casa. Apesar de que ese día Crista, la criada, sehabía esmerado y había elaborado unpotaje de carne y chícharos que estabaexquisito, Pedro de Alemán apenas sipudo probar bocado. Se sentía lagarganta como cerrada, era incapaz detragar ni un guisante y no se le iba de lamente el ademán adusto del juez, que

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vaticinaba su fallo.Como tantas veces le ocurría después

de los juicios, no paraba de dar vueltasen su cerebro a su actuación en la salade audiencias, interrogándose si podíahaber hecho más de lo que había hecho:si se le había olvidado hacer unapregunta a un testigo, si había pedido aotro una aclaración inconveniente cuyarespuesta había perjudicado más quefavorecido a su cliente, si pudo ser másconcluyente en su alegato, si se habíaolvidado de esgrimir este argumento,aquella premisa o el razonamiento demás allá. Si había dado la talla y si sehabía mostrado a la altura de laexigencia de su oficio. De ese oficio tanduro porque en su desempeño se ponían

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en juego las haciendas, los dineros, losderechos, las vidas de los demás. Unoficio que iba carcomiendo la salud y laentereza del abogado cada día como unatermes ciclópea. Ni las carantoñas deMerceditas ni la conversación queAdela Navas le daba intentando aliviarsus cuitas —Adela, que tan bien loconocía y que sabía lo que su maridosufría después de un juicio en el quemediaba la petición del fiscal decondena a muerte del acusado—consiguieron quitar de su boca elamargor, como de ajenjo, que le impedíatragar ni un chícharo.

Después de comer, si es que aaniquilar guisantes con el tenedor se lepodía llamar comer, intentó echar una

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siesta breve, pero ni el calor del día nila turbación de sus pensamientos lepermitieron conciliar el sueño. Bajó albufete e intentó dar forma a la litiscontestatio en uno de los pleitos que poraquel entonces mantenía ante el alcaldemayor: una demanda de denunciación deobra nueva que un soguero de la calleCampana había interpuesto contra unalmacenista de vinos, cliente de Pedro,que estaba ampliando su almacénadosado a su vivienda. Pero le fueimposible concentrarse y, antes de lascinco, anunció a Adela que se iba parala calle Monte Corto a visitar al doradorGalera, a cerrar con él los detalles de suminuta y a preparar el juicio que habríade celebrarse, suponía, antes del verano,

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pues la sumaria estaba casi finalizada,sólo pendían los escritos de acusacióndel fiscal, el de defensa de Pedro y elseñalamiento del juicio. Todo muyrápido, pues no convenía que uncaballero jurado del concejopermaneciese en arresto domiciliariomás tiempo del debido.

A Adela se le oscureció el gesto. Apesar de que no había tenido ocasión deconocerlos, no le gustaban ni el clienteni el pleito. Pero no dijo nada. Avisadacomo era, supo que no le convenía a laturbación de su esposo que ella loatosigara ahora con dimes y diretessobre un tema acerca del cual ya habíandiscutido en un par de ocasiones.

Pedro besó a su mujer y salió a la

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calle Gloria. Y se topó de cara con unsol esplendente que tanto contrastabacon su ánimo, oscurecido y encapotadocomo un día de invierno.

***

El taller del dorador Antonio Galera,ubicado en la planta baja de su vivienda,era amplio, de casi diez varascuadradas, olía a fuego y a metalescalientes, a sustancias químicas y abarnices. Fue recibido por uno de losaprendices del dorador, quien le hizosaber que el caballero jurado estabadesde hacía un buen rato reunido en laparte de arriba cobrando un encargovalioso —un relicario que habría de

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contener un mechón de cabellos que sedecía era de Juan Pecador— con unveinticuatro de la calle Judería, peroque se acomodara en el taller y loesperara, pues su maestro no habría detardar en terminar el cónclave y regresara la factoría.

Pedro de Alemán tomó asiento en unade las esquinas del obrador, se embebióen sus pensamientos sobre el juicio dePorrúa, pero, en cuanto advirtió que denada le iba a servir continuarmartirizándose, escapó de ellos y sededicó a pasear la mirada por el taller,atestado de máquinas, instrumentos yutensilios del oficio. Había allí baños,cacerolas y palanganas de porcelanaimpecables, todas de perfecto esmalte;

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copelas de pedernal, bombonas yembudos de cristal, varillas de vidrio,filtros de papel y tarros con sales,ácidos y potingues que Pedro fueincapaz de identificar. Se distrajoobservando el ajetreo de los aprendices,uno de los cuales cortaba con mañaextremada las láminas de oro de unapulgada convirtiéndolas en hojasfinísimas de menos de un punto. Yaunque hacía mucho calor debido a loscrisoles encendidos, consiguió, con esasdistracciones, espantar los negrospensamientos que lo habían tenidoagobiado.

A eso de las cinco y media llegóAntonio Galera al obrador. Aparentabaun contento inusitado, como si no

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estuviese sometido a proceso yenfrentando una pena que podría acabarcon sus bienestares. Lo contemplómientras entraba en el taller e impartíainstrucciones a sus empleados, algunosde los cuales dieron un pequeño pasoatrás como si temieran a su patrón, y elletrado pensó que el dorador era hombrepropenso a regañar, cuando menos, a suspracticantes. Galera no advirtió lapresencia de Pedro allí hasta que uno delos meritorios se lo señaló. El juradocompuso gesto de sorpresa y se lenublaron los ojos como si la presenciadel abogado en su obrador le trajesemalos agüeros, pero enseguida serehízo, esbozó una sonrisa y se acercópresuroso donde Alemán, ya de pie, se

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hallaba.—Don Pedro —saludó el dorador,

extendiendo una mano que el abogado depobres estrechó—, pensaba que se habíaolvidado usted de mí. Y como no puedosalir de la casa, tampoco yo he podido ira verle, claro.

—Discúlpeme, he estado atareado enlas últimas semanas. Un juicio detrás deotro, muchas ocupaciones ypreocupaciones, y sin parar. Y tampocohabía especial urgencia en que viniese averle. Aún tenemos algún tiempo hastaque se nos dé plazo para el escrito dedefensa. ¿Cómo se encuentra usted?

—Bien, bien. Por fortuna, ese… eselamentable incidente con la ronda no hamermado el negocio. También es cierto

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que pocos obradores hay en Jerez quepuedan igualar el trabajo que aquíhacemos. Pero, por Dios, vayamosarriba, no es lugar éste, con tantosruidos y tantas calores, el adecuado paraque usted y yo hablemos.

—¿Cómo lleva usted lo del arresto?—Como puedo. Me fastidia no ver la

luz del sol más que a través de losbalcones y no poder ir a visitar a misclientes ni acudir al concejo, pero ¿quéle vamos a hacer? Cosas peores hay.

—Espero que sea buen momento paratratar de su caso. Tal vez debí remitirleantes una esquela anunciando mi visita.

—Oh, no, no se preocupe ni seexcuse. Por supuesto que es buenmomento. Siempre lo es para el abogado

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en cuyas manos he puesto mi libertad,¿no cree usted? Además, recién acabode cobrar un encargo lucrativo con elveinticuatro don Pedro Martínez: eltallado y dorado de un relicario dondequiere conservar cabellos que dice sonde Juan Pecador, ¿qué le parece? Asíque sígame, sígame, por favor, queseguro que arriba estaremos máscómodos.

Subieron por una escalera ancha conpasamanos de madera noble y alfombrade camino de lana pura y llegaron a unsaloncito en el que se acomodaron.Galera hizo que una criada les sirvieracafé, aguardiente y pastas de monjas, ydurante un buen rato estuvo desgranandolos pormenores del dorado del

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guardapelo que el veinticuatro le habíaconfiado. Hasta que Pedro, aburrido,interrumpió, de la manera más educadaposible, sus disquisiciones.

—Pues, si le parece —aprovechó queel jurado había detenido su chácharapara llevarse a la boca un dulce—,vamos a lo que nos ocupa. Me gustaría,don Antonio, hacerle algunas preguntassobre varios de los extremos del relatoque me hizo usted en San Miguel.

—Usted dirá —dijo el dorador,apurando su taza de café y llenando deuna frasca de cristal tallado su copita deaguardiente.

—Vayamos primero con la moza. ConEvangelina González.

—¿Qué quiere saber usted de esa

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arpía, mal rayo la parta?—Pues, en primer lugar —aclaró

Pedro, sacando de la casaca su librillode notas—, el tiempo que llevaba en sucasa y las faenas a que se dedicaba.

—Bien, aunque creo haberle habladode eso en San Miguel.

—Entonces no pude tomar notas,como recordará, y, en un asunto delcalado del suyo, no me atrevo a confiarexclusivamente en mi memoria.

—Lo comprendo. Pues verá,Evangelina llevaba en esta casa cosa deaño y medio, más o menos, y, aparte dededicarse a la limpieza del taller, alcuidado de los buriles y a otras tareasmenores en el obrador, principalmenteayudaba a Serafina, la criada que nos ha

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traído el café y el aguardiente, en lasfaenas de la casa, ya sabe usted: arrimarel hombro en la cocina cuando hacefalta, cuando hay que pelar patatas odesencapar cebollas; tender en la azotea,restregar la escalera, el patio y elzaguán, baldear la acera, bajar lasespuertas de la basura… En fin, de todo.Y cobraba nada más y nada menos quecasi dieciocho reales, además de lacomida, la muy desagradecida.

—Bien. Cuénteme con detalle ahora,por favor, lo que ocurrió abajo aquellanoche de aquel lunes de abril. Lunes deResurrección, creo recordar.

—Así es. Un día infausto, a pesar dela gloria del tiempo aquel, vive Dios.¿Qué es lo que quiere usted saber?

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—Todo. Y con detalle. De la a la zeta.Y el dorador Galera se enfrascó en

una larga explicación acerca de lo quehabía acontecido aquella noche: que lamoza entró en el taller cuando estaba asolas, pues ya se habían marchado eloficial y los aprendices; que se le lanzóencima sin más, al mismo tiempo que serasgaba las ropas, dejando aldescubierto las piernas y los pechos;que después se puso a arañarse a símisma y que, cuando él consiguiózafarse de su arremetida, lo amenazócon denunciarlo ante la ronda si no ledaba palabra de matrimonio y con contara todo el mundo que la había forzado ensu virtud.

—Cuando conseguí que se calmara, le

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aseguré que al día siguiente hablaríamoscon más sosiego y que seguro quepodríamos llegar a buen puerto en tanabsurda coyuntura, y la conduje a sucuarto, que está al fondo del pasillo queha visto usted al entrar aquí. Y yotambién me fui a dormir, aunque no pudeapenas pegar ojo, como comprenderá. Yantes del alba me levanté de la cama,inquieto, como avisado por un sextosentido, y fui a su alcoba y vi que noestaba. Y entonces supuse que se habíamarchado a llamar a la ronda, y fueentonces cuando, en un frenesí, salíhuyendo hasta acogerme a sagrado enSan Miguel. El resto, creo, ya lo sabeusted.

Pedro estuvo durante unos segundos

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tomando notas en su librillo. Luego,levantó la vista y vio que el dorador loobservaba. Y habría jurado que habíacautelas en su mirada, como sopesandosi el abogado de pobres creía en lo quele había narrado.

—Me cree usted, ¿verdad? —preguntó Galera cuando vislumbró elademán cogitabundo de Pedro, que habíaentrecerrado los párpados y fruncido elceño.

Transcurrieron unos segundos queviolentaron al caballero jurado. Elletrado, advirtiéndolo, se apresuró aresponder.

—La misión del abogado, donAntonio —dijo—, no es creer a sucliente, sino defenderlo con toda su

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pericia y con todo su empeño.—Bien, pero yo le pregunto: ¿me cree

usted?—No tengo ningún motivo para no

hacerlo.—Bien poco que se moja usted,

abogado. Espero que en el juicio acabepor hacerlo hasta quedar empapado, a femía. Porque ¿no es ésa la tarea de losabogados: enfangarse en el barro de susclientes hasta quedar pringados?

—No tenga usted la más mínima duda.Cuando asumo la defensa de un cliente,lo hago con todas las consecuencias.Aunque espero que en su caso haya másarena que barro. Y ahora continuemos,¿ha vuelto usted a ver a la moza, aEvangelina?

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—¡Pues claro que no! —exclamó eldorador, como escandalizado—. Estoyarrestado, recuérdelo, y ella no seatrevería a venir por aquí. ¿Cómo iba,pues, a verla?

—¿Tampoco ha recibido noticiassuyas?

—Ninguna. Ni las deseo, pardiez.—Se lo preguntaba porque,

pretendiendo la muchacha palabra dematrimonio, ahora, pendiente el proceso,es momento idóneo para exigírsela acambio de retirar los cargos, ¿no creeusted?

—Y yo qué sé. Tal vez la dichosamanceba no sea tan lista como usted.

—¿Había alguien en la casa cuandolos hechos sucedieron?

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—No, nadie. El oficial y losaprendices ya se habían ido y Serafinacuidaba esa noche a su madre enferma.

—Así pues, ni con los unos ni con laotra podremos contar como testigos dela defensa en el juicio.

—Eso me temo. Y la verdad es quetampoco quiero que los moleste. Es unbrete del que no deseo hacerlospartícipes. Si en esta vida se han derepartir, como cristianos que somos,muchas cosas, no son la angustia ni lazozobra de verse sometido a procesoninguna de ellas.

—¿Hay alguien, aunque no sea de lacasa, a quien podamos proponer comotestigo?

—No se me ocurre nadie.

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—¿Qué más me puede usted contar dela muchacha?

—¿Qué quiere usted saber?—¿Es persona humilde?—¿De dineros, se refiere?—Sí.—Pues claro. Si no, no serviría.—¿Qué sabe usted de su familia?—Poco, por no decir nada. Que su

padre trabaja en los campos cuando haytrabajo y que el resto del tiempo se lopasa de tranca, según he oído.

—Entonces, ¿el sueldo de la niña eranecesario en su casa?

—Supongo. ¿Y por qué me preguntausted todo eso?

—Siempre es bueno conocer a quienha de enfrentarse uno en el sitial de los

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testigos.—Ah, bueno.Durante un rato siguieron, abogado y

cliente, comentando la denuncia, lascircunstancias de la denunciante y losrestantes hechos. Y durante todo esetiempo Pedro, a la vez que intentabaprestar atención a las preguntas yrespuestas de Antonio Galera, seafanaba por dar con una línea de defensaque hiciera que ésta no dependieseúnicamente de la palabra del acusado.Aunque bien que sabía, y tal vez élmejor que nadie en Jerez, que la palabrade un caballero jurado valía cien vecesmás que la de una simple criada y que lade ésta sólo pesaría un ochavo en labalanza de la justicia mientras que la de

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aquél cargaría un quintal. Pese a lo cualno era dado a jugarse toda la partida aun solo naipe. Y fue mientras el doradorle hablaba del desagradecimiento de lamoza, de su chaladura al hacer lo quehabía hecho, de las aflicciones que lamala pécora había traído a su vida, tanplácida hasta entonces, y de cosas tales,cuando comenzó a asomar en su mente,al principio como una noción difusa ydespués como una posibilidad cada vezmás seductora, una idea, un ardid, unaañagaza procesal de esas a las que tanaficionado era.

—La tal Evangelina dirá en el juicio,con toda seguridad —sugirió, de prontoy a destiempo, interrumpiendo laslamentaciones del dorador—, que ella

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era una mera moza, frágil y sin fuerzas,mientras que usted es un varón con todassus potencias y que por tanto no pudodefenderse.

—¿Cómo dice usted? —preguntó elcliente, cogido a contrapié por esareflexión tan repentina.

—Creo recordar que me dijo, allí enSan Miguel, que no sufrió ustedlesiones.

—Eh… ¿Cómo? —preguntó Galera,que no sabía cómo seguir el curso de lasdisquisiciones de su abogado—. Yo…no… Apenas unas rozaduras en elcuello, de los abrazos, como le dije.

—Bien, bien.El abogado de pobres parecía sumido

en un trance. Aunque el brillo de sus

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ojos manifestaba que por sus mientesestaban deambulando ideas con lavelocidad de un potro.

—¿Qué es lo que está pensandousted? —inquirió el dorador.

—Así que si podemos demostrar —continuó, sin responder a la pregunta desu cliente— que ella no es una moza tandelicada y frágil como sin dudaafirmará, pondremos en duda toda suversión de los hechos.

—¡Ave María! —exclamó Galera—.Pardiez. Voto a bríos que no consigoseguirle en sus derroteros.

—Mire usted, soy de los letrados aquienes no les gusta fiar todo a que lapalabra de su cliente sea creída por eljuez. Y eso es lo que tenemos en ese

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juicio: su palabra tan sólo, puescarecemos de testigos que adveren suversión de los hechos.

—¿Y bien?—Pues que necesitamos tener un as en

la manga.—Sigo sin cogerle el hilo, don Pedro,

voto a bríos.—Escúcheme, don Antonio.—Soy todo oídos. Pero sea usted más

claro, que me tiene perdido, por Diosbendito.

—Esto es lo que haremos.Y se explayó en una larga explicación

sobre interrogatorios y desplantes, sobreofertas y revocaciones, sobre actitudesprevistas y consecuencias, que dejó aldorador patidifuso.

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—¿Y usted cree que esa tretafuncionará? —preguntó, cuando lasorpresa le permitió abrir los labios.

—Debiera hacerlo.—¿Y si no lo hace?—No nos encontraremos peor que

ahora.Antonio Galera permaneció

meditabundo, mirando fijamente alletrado y sin poder decantarse por suintrepidez o por su desvarío. Al finasintió, aunque no se le veía del todoconvencido al hombre.

—Está bien. Supongo que deboconfiar en usted.

—Gracias. Aunque, de todas formas,perfilaremos la argucia antes del juiciopara valorarla adecuadamente. Volveré a

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verle pronto, pues, y a lo mejor no una,sino varias veces. Una cuestión porabordar nos queda, don Antonio.

—No será otra artería como la queme acaba de proponer, ¿no?

—Por supuesto que no. Y no llameusted artería a lo que no es sino elintento por revelar la verdaderanaturaleza de las personas y las cosas.Es el asunto de mis honorarios del quele hablo.

—Ah, claro. Por supuesto. Puesdígame usted.

Pedro carraspeó para aclararse lavoz. No se le daba nada bien eso detratar de escudos y maravedíes con susclientes. Y así le iba.

—Verá usted. En unas diligencias

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como éstas, teniendo en cuenta lo de suacogimiento a sagrado, lo que hube dehacer para poder sacarlo sin mayorespercances de San Miguel y lo mucho queestá en juego y lo que le va en el envite,había pensado en una minuta de diezescudos de oro, la mitad paraaprovisionarla en estos días y la otramitad tras el juicio. Y… ejem… ¿Qué leparece?

El dorador entrecerró los párpados.Se le veía azorado ahora.

—Ha hablado usted de lo que me vaen el envite, y vive Dios que me hallenado de desasosiego. Porque, hastaahora, ni usted ni yo, letrado, hemoscomentado lo que podría pasarme si eljuicio no discurre como debiera. Y hora

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es de que lo hagamos. Dígame, donPedro, ¿qué podría sucederme si a donRodrigo le da por no creerse mi versiónde los hechos de aquella desventuradanoche?

Alemán se guardó su librillo de notasen la casaca. Por primera vez desde quese sentara en aquel saloncito de la casade Galera, cató el aguardiente, que erafino en verdad.

—Pues verá usted —explicó luego—,nos encontramos ante un delitociertamente grave. Que lo viene asísiendo desde las Partidas del rey Sabio,en las que se consideraba que el delitode violación era un «yerro e maldad muygrande», sobre todo cuando las víctimasdel delito son mujeres «de orden o

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viudas, o vírgenes que hacen buena vidaen sus casas». Tanto era así que seimponía pena de muerte a no ser que lamujer accediera a casar con su forzadorde buen grado.

—¡Sangre de Cristo! ¡Por la lechesanta y dulce de la Virgen María! —exclamó Galera, espantado—. ¿Pena demuerte? ¿A eso me enfrento?

—No, no, claro que no, don Antonio—aclaró Pedro, alzando ambas manos—, déjeme usted terminar, por Diosbendito. Que lo que intentaba hacerleera una exégesis del delito y no habíahecho más que comenzarla.

—Pues intente usted azucarar suspalabras y suavizar las cosas, se loruego. Porque me puede dar algo.

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—Con anterioridad, fíjese usted —prosiguió el letrado—, casos como elsuyo ni siquiera eran delito. Antes de lasPartidas del buen rey don Alfonso.

—¿Qué me dice?—Pues lo que oye. En el Libro de los

Fueros de Castilla se establecía queninguna paniaguada podía querellarsecontra su señor por haberla violado. Yen el Espéculo sólo se hacía referenciaal delito de violación cuando se cometíacontra damas de la corte. Aunque, comole digo, con las Partidas todo cambió.

—Todas esas leyes que me cita, donPedro, bien antiguas que son. Así quedígame, se lo ruego, ¿cuáles son hoy lasleyes del reino en la materia quetratamos? ¿A qué pena me enfrento?

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—Pues, como tantas veces ocurre,don Antonio, la calidad de la personasobre quien recae la violencia aumenta odisminuye el crimen según sea el caso.En nuestro tiempo, la violencia hecha aun esclavo o a una sirvienta es menosgrave que la hecha a una joven o a unadama de condición honesta. Así que yave usted, la dignidad del ofendidoorienta el cálculo y sugiere la medidadel mal.

—Habla usted como si eso dedistinguir entre criadas y señoras lepareciera mal —protestó el dorador—.Cuando a mí me parece justo locontrario: una sabia consideración, a femía.

—No entremos en controversias, si le

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parece. Tenemos lo que tenemos y yaestá. Vivimos, señor, en una sociedadque diferencia claramente una violacióndel dueño a su sirvienta de la de uncriado a su ama. La violencia hecha porel criado es siempre más grave y la penaque se le impondrá será posiblemente lamuerte. En su caso, en el caso del amoque abusa de su criada, la condenapuede ir, según sea el día que tenga eljuez, desde la prisión en el Arsenal de laCarraca por tiempo de tres o cuatroaños, el destierro o, si media subenevolencia, el simple pago de unaindemnización a la agraviada a modo dedote.

—¿Diez escudos, me dijo usted quesería su minuta?

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—Eso dije.—Pues no cuente usted con ellos.—¿Cómo dice?—Cincuenta escudos de oro. Eso será

lo que le pague, y la mitad poradelantado como me ha pedido. Y hoy.Pero sálveme usted, abogado, de laprisión y el destierro. Y de tener quepagarle un maravedí a esa desgraciadade Evangelina, que mire cómo me tiene,sometido a proceso y arrestado en mipropia casa, a más de con mi crédito ymi nombradía arrastrados por el barro,la muy hija de Caín.

Cuando Pedro salió de la casa de lacalle Monte Corto, y a pesar de que sufaltriquera iba como nunca abultada porlos veinticinco escudos con que el

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dorador Galera lo había aprovisionado,tenía en la saliva un sabor agridulce.Esas monedas iban a venir muy bien a sueconomía, siempre mal hilvanada. Pero,al mismo tiempo, un runrún de disgustole latía en las sienes. Después de casi undecenio en la curia y de tantos juicios enlos que había lidiado ora con pícarosora con probos, pensaba que sabíadistinguir la inocencia en los ojos de susclientes. Y en los ojos de ese caballerojurado lo que veía era una luz equívoca.Un lustre ambiguo en el que, más que lainocencia, eran el disimulo y la doblezlos que señoreaban.

Pero, se dijo al fin, ¿quién era elabogado para juzgar a nadie?

No era ésa la tarea para la que había

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venido al mundo ni para la que se habíallevado estudiando tantos años en elcolegio de Santa María de Jesús y en laFacultad de Cánones y Leyes de laUniversidad de Sevilla.

No era ésa.¿Verdad que no?Pardiez y voto a bríos.

***

Al salir de la casa de la calle MonteCorto supuso que de un momento a otrolas campanas tocarían a vísperas. Tomóla Tornería con intención de regresar ala calle Gloria, mas, cuando se vio en laplaza de los Plateros, reparó en quehacía semanas que no visitaba a don

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Bartolomé Gutiérrez. Y dirigió suspasos hacia la aledaña calle Algarve.

Don Bartolomé Gutiérrez, alfayate yescritor, tan querido en la ciudad, cojopero de buen carácter, autodidacta peroadornado de letras, era autor de diversasobras notables, entre ellas su Historiade las antigüedades y memorias deXerez de la Frontera, escrita en cuatrotomos, que todavía no había conseguidopublicar a pesar de que hacía tiempoque la había acabado. Era, más que unamigo, como un segundo padre paraPedro de Alemán.

Pedro fue recibido en casa del sastrecomo siempre: con alegría y bienvenida,aunque advirtió que el alfayatelanguidecía como en otoño las hojas del

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árbol caduco. Nunca había conseguidorecuperarse del todo de su estancia enlas ergástulas de Santo Domingo,después de haber sido acusado deblasfemia por el inquisidor don Martínde Cardona[2], pero ese día Pedro lovio más desmejorado que nunca, cetrinala piel, y su voz, siempre tan sonora,apagada y titubeante, como si le faltaseel aire.

—Nada, nada, Pedro —habíarespondido Gutiérrez cuando el abogadole mostró su preocupación por su salud—, los achaques de la edad, y que eltiempo, que no es como el agua quefluye sin parar, poco a poco se nosagota. Y en ésas estamos, hijo, qué levamos a hacer.

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—No diga usted eso, don Bartolomé,que Jerez y España aún necesitan de susaber y de su pluma.

—¿Y qué tiene eso que ver con lamuerte? La muerte, Pedro, puede con lacarne, pero no con la ilustración ni conla cultura, que sobreviven al hombre. Yconfío en que el buen Dios tenga labondad de hacer que mis obras, aun tanmodestas, me sobrevivan.

Hablaron después de los últimosacontecimientos habidos en Jerez, delnombramiento de don Antonio dePárraga y Vargas como corregidor de laciudad, varón de ilustre estirpe queotrora había ostentado el cargo deteniente de subdelegado de la Casa de laContratación en Sevilla; de bautizos e

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himeneos y de los últimos escritos delsastre. Pedro, poco antes de irse, que lohizo pronto pues veía cómo donBartolomé se cansaba a ojos vista, lehabló de la inquietud que el caso deldorador Galera, que ya todos en Jerezconocían, le provocaba.

—No sé de qué te preocupas, Pedro—le contestó el alfayate—, ni por qué teinquietas. No sé si ese caballero jurado,al que no tengo el gusto de conocer, esun tunante o un bienaventurado, unbribón o un santo. Pero ten por seguroque si no existiesen tunantes y bribones,santos y virtuosos, no habría abogados,pues hasta los últimos necesitan dequien sepa navegarse entre fueros yleyes cuando sobre ellos se cierne el

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manto oscuro de la justicia, que, porciega, en las más de las veces no reparaen a quién cubre con su túnica ni si lohace para protegerlo o para asfixiarlo. Yotra cosa, Pedro…

Permaneció durante unos instantes ensilencio, reflexivo.

—¿Sí, don Bartolomé? —lo instóAlemán.

—El corazón.—¿Cómo?—Los abogados hacéis vuestras las

cuitas de los demás, hijo. Y esa carga espesada como una montaña.

—Mas poco se puede hacer ante eso.Es nuestro oficio y nuestra obligación.

—Una cosa sí tienes que hacer,Pedro, aunque te duela.

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—¿Y qué cosa es ésa, donBartolomé?

—Encallecerte el corazón, hijo.Porque, de no hacerlo, corres el riesgode que ese corazón tuyo se te vayacayendo a pedazos. Haz caso a esteviejo a quien no le gusta verte como teve ahora.

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VIII

LA COSTURERA FELISADOMÍNGUEZ

Felisa Domínguez trabajaba, desdehacía poco más de dos años y comocosturera, en la casa de doña MaríaConsolación Perea y Vargas Espínola,en la calle Medina, también conocidacomo calle de don Rodrigo de Ceballosen honor de un antiguo veinticuatroconsejero del segundo rey Felipe. Eradoña Consolación —dueña de unaveinticuatría y de ancestral linaje quehundía sus raíces en los tiempos del Rey

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Sabio— una dama de considerablefortuna (era propietaria de casi milaranzadas de buena tierra que leproporcionaban cincuenta y nueve milreales cada año, sus inmuebles lerentaban más de cuatro mil ochocientosreales, y disfrutaba de veintiséis censosy otros derechos) que, como toda mujerlinajuda, era muy dada a los buenosropajes y a las elegantes vestimentas.

Ese viernes, vigesimoséptimo día delmes de mayo, que había llegado a Jerezcon una lluvia abundante que habíaflorecido las macetas de los balcones ylas flores de los arriates, y que se habíallevado consigo las basuras einmundicias que atestaban las calles,había sido, para Felisa, un día

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especialmente ajetreado. Al díasiguiente, sábado, su ama doña MaríaConsolación tenía que asistir a la bodade la hija de los condes de Colchado ensu mansión de la calle Collantes ypretendía lucir un primoroso vestidocuya última probanza estaba previstapara la tarde de ese lluvioso viernes.

El modelo que la Perea había elegidopara el himeneo era un vestido enterciopelos rojos de estilo Watteau, conpliegues desde el cuello y por toda laespalda, mangas abullonadas y con unaabertura en la parte delantera de la faldaen forma de «uve» invertida que lepermitía lucir las fastuosas enaguas desedas fucsias, encajes y cintas. Todoello hermoseado por piedras y metales

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preciosos cosidos a los terciopelos; porbotones de oro y diamantes; por elconspicuo panier —una cesta devarillas de mimbre que ahuecaba lafalda— que redondeaba las caderas ydaba voluptuosidad al conjunto; por lospequeños zapatos puntiagudos y conhebillas de plata; por los lazos ypañuelos; por los guantes de piel roja decabritilla; por el abanico de varillas denácar; por joyas de todo tipo (aderezos,manillas, broches, pendientes, un rosariode oro y plata, anillos engarrados condiferentes piedras preciosas, sobre tododiamantes y esmeraldas) y cienchucherías más. Era, la de la hija de loscondes de Colchado, una boda quehabría de recordarse en Jerez, y doña

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María Consolación quería ser recordadacon ella.

La probanza del vestido, que se llevóa cabo a eso de la hora nona, despuésdel almuerzo, fue, sin embargo, unauténtico desastre. Ya fuera porqueFelisa se hubiese equivocado cuandotomó las medidas a su ama dos semanasatrás, ya fuese porque ésta, durante esetiempo, no había comido lo suficiente yhabía enflaquecido, lo cierto fue que elvestido que con tanto mimo la costurerahabía cosido durante horas y horas lequedaba a doña María ConsolaciónPerea como un justillo a una escoba: lashombreras se le derramaban, losterciopelos chorreaban por la cintura,los pliegues se habían convertido en

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grutas y el panier resbalaba por lasenjutas caderas de la señora como lacera en los ciriales. Y si la noble dama,cuando se vio reflejada en el espejoveneciano de cuerpo entero del enormesalón de su casa en la calle Medina ycontempló el porte desgarbado que elvestido le confería, no mató a sucosturera fue tan sólo porque no eranhoras de buscar a otra que le arreglaseel desaguisado.

La pobre Felisa, después de recibirde su dueña una regañina que pensó noiba a olvidar así mil años viviese, tuvoque encerrarse en su cuartito de costurasy afanarse en descoser los hilvanes,cortar los terciopelos, ajustar el panier,adelgazar las enaguas y, al cabo, intentar

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por todos los medios reparar eldesatino. «¡Y de aquí no sales, malapécora —le había gritado doña MaríaConsolación entre aspiración yaspiración de su frasquito de sales—hasta que ese vestido no se ajuste a micuerpo como el capuchón a la vela! ¡Yni agua ni un mal mendrugo tomas hastaentonces, miserable, desdichada, infeliz,mala mujer, que eso es lo que eres, unamala mujer!».

Doña María Consolación Perea yVargas Espínola, que a pesar de su geniono era una dama insensible y que en elfondo era de buen corazón, lloróamargamente recordando esas palabrascuando, al alba del día siguiente, supode las funestas noticias y del fatal

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destino de su costurera FelisaDomínguez.

***

Hasta al menos una hora después de quelas campanas de San Dionisioanunciasen la queda no pudo lacosturera Felisa abandonar la mansiónde la calle Medina. Durante toda latarde y la noche había estado, sinrespiro, deshilvanando costuras,cortando telas, ajustando pliegues,reconciliando medidas, rehaciendodobladillos y sufriendo las iras de sudueña, que, cada dos por tres, entraba enel cuarto de costuras más paraimportunarla que para alentarla. Hasta

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que, por fin, a eso de las once y poco dela noche, mucho después de que loscampaniles de iglesias y conventoshubiesen anunciado las completas ycuando acababa de sonar en SanDionisio la campana de la queda, doñaMaría Consolación Perea y VargasEspínola quedó más o menos satisfechacon las hechuras del traje y a Felisa loúnico que le restó hacer fueron unosúltimos ajustes y recoser las pedreríasque con las composturas se habíandesprendido de los terciopelos.

Cuando la costurera abandonó elcaserón de la calle Medina, sólo se oíaen Jerez el repiqueteo de una lluvia finade primavera que acariciaba las guijas ylos adoquines. Muchos de los velones

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que alumbraban los zaguanes se habíanapagado, la mayor parte de los farolesque colgaban de las pétreas casapuertashabían perdido sus llamas por loscimbreos del viento y hasta la calleLarga, de habitual tan alumbrada por losfanales de sus casas y palacios, estabaoscura como el pelaje de un jabalí.

Y no había por esas calles silenciosasy mojadas ni un alma de Dios.

Felisa Domínguez sintió un repelucocuando, después de recorrer la calleSanta María y el callejón de Gravina,cruzó la calle Larga buscando la acerade la izquierda según se la miraba desdela plaza del Arenal, y ese repeluzno fuemás de miedo que de frío. Y eso que fríohacía, y mucho, en ese extraño mayo tan

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pluvioso. Pero es que parecía la ciudad,a esas horas y con esos silencios y esasoscuridades, una urbe de espectrospropicia a los sustos y a las apariciones.Y Felisa era, además, tan joven y deánimo tan escaso, hembra dada a losespantos y a los julepes.

Alcanzó la otra acera después desortear los charcos y caminó pegada a lamuralla hasta alcanzar el Agujero delHospital, que muchos en Jerez llamabanPostigo de la Poca Sangre, puescruzando la muralla por ese portillollegaría antes a su casa, situada cercadel convento de las monjas de SanCristóbal, en la calle Tundidores, dondevivía con su padre, modesto terceroficial de un fabricante de paños, su

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madre y sus cinco hermanos. Altraspasar el postigo, contempló su rostroreflejado en el cristal de un farolapagado, y, viéndose tan guapa, pues loera, recordó las palabras que su madresiempre le decía: «No andes sola, niña,por la calle, y da aviso si tienes queregresar tarde de la casa de doña MaríaConsolación, pues, con lo hermosa queeres y la de fieras sueltas que hay, tantascomo hombres, no sé qué podríapasarte».

Y, al recordarlas, su miedo seacrecentó. Aceleró el paso y se adentróen el estrecho pasadizo que habría deconducirla a las tapias del convento y deallí a su casa, y vio entonces, en ladirección contraria, una figura oscura,

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embozada, masculina por sus andares,por su altura y por su porte, el sombreronegro nublando las facciones delhombre, sus alas chorreando lluvia, y elcapote negro de hule brillando de lahumedad del agua. Caminabadespaciosamente, como si temiesetropezar, y Felisa rogó para que no fueseun borracho al que la turca diese ganasde pendencia o de piropos. Sin quererlo,disminuyó el paso sin dejar de mirar conrecelo a la tenebrosa figura y maldijopor lo bajo a Alonso Tejero, el dueño dela hospedería de Nuestra Señora deMonserrat, situada a pocos pasos de sucasa, por su costumbre de no respetarlos bandos del concejo y servir vinos ymostos a horas intempestivas. Pues a

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saber si ese hombretón que se leacercaba envuelto en ese capoteinmenso y con andares indecisos novendría de la hospedería de ajumarse adeshoras. Y con ganas de algarabías.

Musitó una jaculatoria y continuóandando, pegada a la pared del callejóncomo si ella misma fuese un trozo de lacal que blanqueaba las casas delangostillo.

—Ave María purísima —saludóFelisa, con la voz desangelada, cuandose cruzaba con el hombre embozado.

—Sin pecado concebida —respondióla figura, y su voz era sonora, por másque el embozo la amortiguara.

La costurera continuó callejón arribay rezó al cielo dando gracias cuando oyó

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los pasos del hombre, que parecía seguirsu camino. Sin detenerse, sin requiebrosy sin disgustos.

—Te Deum laudamus —agradeció susuerte Felisa al cielo en un susurroinaudible—, Te Dominum confitemur…

Y en ese preciso instante dejó de oírlos pasos del hombre.

El tedeum se congeló en sus labios, unterror que le embotó los sentidos seapoderó de ella y Felisa, sin saber muybien por qué, echó a correr.

El viento arrancó de sus hombros lapañoleta en que se había arrebujado alsalir de la casa de la calle Medina y lahizo revolotear en el aire negro hastadejarla caer al suelo convertida sobrelas piedras en un charco de lana gris.

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Oyó los tacones del hombre, querepiqueteaban sobre las guijasdesacompasadamente.

Acercándose.Y enseguida dejó de oír.Sólo sintió.Sintió un dolor terrible en la espalda.

El del acero perforando sus riñones. Elpropio dolor la hizo girarse, y lo últimoque Felisa Domínguez vio en este mundofueron dos ojos que relucían como si enellos se reflejaran las llamas delinfierno. Y el acero plateado que denuevo se cernía sobre ella, paraclavarse en su estómago, en su pecho, ensu corazón.

Después todo fue negrura.Ni sintió ni padeció cómo la

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desentrañaban, cómo la profanaban,cómo la ultrajaban, cómo la envilecían.Si es que la vileza puede alcanzar aquienes ya no viven.

Tampoco oyó el sonido de la extrañamoneda que el hombre, cuando todohubo acabado, dejó caer sobre su cuerpomancillado. La extraña moneda de plataque después rodó sobre las guijas —clink, clink, clink…— hasta quedarposada, fría y reluciente, con unasextrañas inscripciones en su cara y en sucruz, junto a la mejilla helada e inerte deFelisa Domínguez, costurera de laveinticuatro doña María ConsolaciónPerea y Vargas Espínola.

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IX

JUICIO POR VIOLACIÓN

El juicio por la violación de la mozaEvangelina González contra el doradorAntonio Galera, caballero jurado delconcejo de Jerez de la Frontera por lacollación de San Marcos, tuvo lugar elmartes día 14 de junio del año del Señorde 1757, después de que, a finales demayo, la acusación y la defensa hubieranevacuado, con la celeridad impuesta porlas propias circunstancias del caso, susescritos de conclusiones provisionales.La pena de cuatro años en el Arsenal de

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la Carraca y el pago de setenta escudosde oro para la agraviada en concepto deindemnización y dote era lo que elpromotor fiscal don Bernardo Yáñez yde Saavedra solicitaba en su escrito deagravios. Y el pago de las costas deljuicio. Y la libre absolución del reo contodos los pronunciamientos favorables,lo que Pedro de Alemán, abogado depobres y defensor de pago en ese pleito,impetraba.

Presidía el tribunal don Rodrigo deAguilar y Pereira, juez de lo criminal deresidencia del corregimiento de la muynoble y muy leal ciudad, que ocupaba lamesa de madera labrada que se situabaen la cabecera de la sala y vestía lagarnacha negra de los ministros del real

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Consejo de Castilla. Era juez de capa yespada, esto es, militar y no letrado. Portal motivo estaba asesorado por donRafael Ponce de León, hombre de letrasque, vestido con casaca y chupa deriguroso negro, se sentaba en una mesamás pequeña que la del juez y tambiénsituada en la cabecera de la sala a lamano derecha de la presidencia. A suizquierda se ubicaba otra mesa pequeñaque ocupaba el actuario don DamiánDávalos y Domínguez, escribano delcabildo, con traje ordinario y ferreruelo.

El fiscal Yáñez, que también vestíagarnacha y que ocupaba mesa con tapetey sillón de terciopelo, se colocaba a laizquierda del estrado según se lo mirabay encarando la pared opuesta. Justo

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enfrente se disponía la mesa delabogado defensor, de modo que ningunade las partes diera la espalda al público.

En esa mesa de la defensa se sentabaPedro de Alemán. Tenía el rostroceniciento, pues los malos agüeros conque había afrontado ese litigio desde susprincipios no lo habían abandonado.Vestía a la antigua usanza de losabogados: golilla blanca rizada, capanegra con capilla también negra yredonda que le llegaba hasta la cintura ygorra con la que debía cubrirse durantetodo el juicio, aunque debía entrar a lasala descubierto. Bajo la gorra negra, elpelo empolvado y coleta postiza.

A su lado, vestido con elegantecasaca del color de los granates, el

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dorador Galera, a quien la ronda habíaescoltado hasta el tribunal desde su casaen la calle Monte Corto. Y también en lamesa de la defensa, el personeroJerónimo de Hiniesta, carnudo ysudoroso, con su enorme mostachopelirrojo y la peluca mal ajustada.

El juicio se inició con la lectura delos escritos de acusación y defensa,trámite que apenas duró cinco minutos,durante los cuales Pedro, aunquesimulaba leer sus papeles, daba vueltasuna vez y otra en su cabeza a lospormenores del proceso. Habíapreparado la vista durante horas con sucliente, a quien había ratificado sudecisión de hacer uso de aquella astuciaque pergeñaron durante su primera visita

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al taller de dorados si no le quedabamás remedio y si veía que el juicio se leiba de las manos y que la absolución deldorador estaba en riesgo. Había leído yreleído cada papel de la sumaria. Habíaestudiado uno y mil precedentes. Y sehabía preparado como pocas veces en suvida. Sabía que todo iba a depender decómo se desenvolviera Galera duranteel interrogatorio del fiscal, que habíanplanificado en profundidad, y de cómoél se desempeñase con los testigos de laacusación, cuyos testimonios iban a serfundamentales. Y sólo en el caso de quela declaración del reo fueseinsatisfactoria o de que él no pudiesedebilitar los argumentos de los testigos,estaba dispuesto a acudir a aquella

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añagaza, de resultas inciertas y tras lacual preveía la furia de don Rodrigo,cuando no el proceso por desacato. O talvez, Dios no lo quisiera, algo más graveaún.

Estaba Pedro preocupado, muypreocupado, mientras se leían en la salalos escritos de las partes. Y era que esejuicio, desde el principio, le daba malpálpito.

La voz del juez, altisonante y brusca,aunque menos tal vez que en otrasocasiones dado que hoy el acusado eraun caballero jurado, lo sacó de susembelesamientos. Don Rodrigocontempló con cierta prevención aGalera y le preguntó:

—¿Se declara el acusado culpable o

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inocente?—Inocente, señoría —respondió el

jurado, y había en su voz un lustre queera una extraña mezcla de dignidad ypánico.

—Pues si es así, juicio habemus.Tiene la palabra el fiscal. Y usted, señorGalera, suba al estrado, y le exhorto adecir verdad.

Don Bernardo Yáñez y de Saavedrase levantó de su sitial, se ajustó lagarnacha y aguardó a que el acusadosubiese al estrado desde donde habríade prestar declaración.

—Con la venia —dijo, cuando elacusado ya se hubo acomodado en ellugar de los declarantes. Luego, seacercó al estrado y clavó la mirada en

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Galera—. Es usted caballero jurado enel concejo, ¿verdad?

—Así es, señor —respondió Galera.Con su hablar educado de siempre ysosteniendo a duras penas la mirada delpromotor fiscal.

—Y al mismo tiempo tiene usted untaller de dorados.

—Así es. La juraduría, como supongousted conoce, no renta más que unoscientos de maravedíes al año. Y mipadre, que su gloria goce, sólo me dejó,además del cargo, deudas yobligaciones. Hasta el más noble de loscaballeros, sean jurados o veinticuatros,ha de buscar los medios para dar decomer a los suyos y ganarse la vida. Séque no está bien visto, don Bernardo,

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compaginar el cargo de jurado conoficio menestral. Pero, dígame usted,¿qué otra cosa se puede hacer cuando nose es rico por la cuna de uno?

La respuesta pareció molestar alYáñez. Todos en la sala —que sehallaba atestada dado el cargo que en elconcejo ostentaba el acusado y lotruculento de los hechos que seenjuiciaban, hechos que habían venido asumarse al cruel asesinato de unacosturera acaecido en el Postigo de laPoca Sangre pocos días antes del juicioy que tenía a Jerez en vilo, pues no sehabía hallado al culpable— sabían queel fiscal también había heredado másdeudas que maravedíes y que su historiafamiliar era oscura. Y enseguida cambió

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de asunto.—La moza Evangelina González

trabajaba en su casa.Era el fiscal dado, por lo que se veía,

más que a preguntar, a formularafirmaciones que dejaba en el aireesperando la confirmación del reo.

—Así es.—Desde hace unos dos años.—Año y medio largo, mes más, mes

menos.—Se dedicaba a ayudarle a usted en

el taller de dorados.—En absoluto, señor. Esa… esa moza

carece de conocimientos y cualificaciónpara trabajar en el obrador.

—¿Qué hacía en su casa entonces?—Pues lo que cualquier criada:

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limpiar, fregotear, quitar el polvo, bajarla basura… Esas cosas. Lo normal deuna paniaguada.

—Ya. Pero, según tenemos entendido,la noche de los hechos, el lunes degloria, decimoctavo día de abril, cuandotodo acontece, la moza se hallaba en eltaller de dorados, y no en la casa, comole correspondería a una criada.

—Bueno… sí.—Pues explíquenoslo.—La verdad es que también estaba

entre las tareas de la muchacha las derecoger las barreduras del obrador ytodo eso. Aunque no hay quien me quitede la cabeza que esa noche se coló laniña allí para perpetrar la emboscadaque aquí me tiene, don Bernardo.

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—¿Ah, sí? Así que emboscada,¿eh…? Pues cuéntenos, cuéntenos quépasó, don Antonio.

Pedro contempló al fiscal,preocupado. El tono de su voz, el brillofiero de sus ojos y sus gestos lerecordaron a un águila acechando alcervatillo. El dorador Galera repitió unavez más su misma historia: que la mozase había colado en el taller cuando eloficial y los aprendices ya se habían idoy se hallaban los dos solos, dueño ycriada, en la casa; que se abalanzó sobreél pretendiendo ayuntamiento; que él senegó y que ella, la dichosa Evangelina,lo amenazó con denunciarlo a la ronda sino le daba palabra de casamiento. Ycómo había conseguido calmarla hasta

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que, de madrugada, se apercibió de quela criada se había marchado de la casa ybarruntó sus intenciones, por lo que, enun arrebato, decidió huir y acogerse asagrado en San Miguel.

Y, tras su narración, salpicada desuspiros y pucheros, se quedó ensilencio, como desinflado. Y con más deuno del público con los párpadosentornados, como queriendo rubricar ensilencio lo raro e inverosímil de lahistoria del reo.

—Una duda me asalta, don Antonio—arguyó el fiscal cuando el acusadohubo finalizado su relato. Se habíallevado el dedo índice de la manodiestra a la sien como si la respuesta deldorador le hubiese dejado reflexivo—:

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Que un hombre como usted, rico,caballero jurado en el concejo, de buenafama por tanto y sin mácula en supasado, en vez de denunciar a la mozapor sus violencias y sus amenazas,decidiese escapar de la justicia y buscarrefugio en la parroquia de don Ramón…Qué extraño, ¿no?

—Bueno… tal vez —repuso comopudo el dorador, caviloso—. Pero,claro, en momentos como ésos, ya sabeusted… Los nervios pueden con uno, sedesbarra y no se reflexiona.

—Ya, ya, ya… Así que, según usted,la moza se le abalanzó, lo amenazó ytodo eso.

—Así fueron las cosas, señor fiscal.—Y usted, claro, se la quitaría de

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encima, para evitar que continuaseagrediéndolo.

—Como pude. Así me la quité deencima. Pero tratando de calmarla entodo momento y no de dañarla.

—Claro, claro. Y entonces, señorGalera —preguntó, ahora sí, el Yáñez,subiendo un par de octavas el tono de suvoz—, ¿puede explicar por qué, paradefenderse según usted, tuvo que atentarcontra la virtud de la moza EvangelinaGonzález? ¿Puede usted explicar porqué su natura resultó llena de heridas?¿Puede usted explicar las uñaradas quehabía en sus pechos? ¿Puede ustedexplicar los arañones de sus piernas?¿Puede usted explicar la pérdida de suvirginidad? ¿Puede usted, señor Galera,

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explicar por qué nos miente?El dorador se quedó aturdido,

contemplando al fiscal con ojosvidriosos. Pedro, en su sitial, cerró losojos. Nada estaba yendo como debiera.Su cliente no estaba dando lasrespuestas adecuadas, las que con tantodenuedo habían preparado durantehoras. A su lado, Jerónimo de Hiniestafarfullaba juramentos por lo bajini.

—Yo no hice esas cosas terribles queusted dice —acertó el reo a responder alfin, con un hilo de voz.

—¿Ah, no? ¿Niega usted que lamuchacha padeciera esos daños? ¿Niegaque fue usted quien se los infligió?

—¡Ambas cosas! Ambas cosas niego,señor fiscal.

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—¿Afirma entonces usted que la mozano sufrió daños?

—Bueno, no… Quiero decir, sí. Quesí que los sufrió, pero porque se losinfligió ella misma, como he dicho, y noyo.

—Está bien. Ya veremos qué nosdicen los testigos. Vayamos a otroasunto, ahora. Mire usted, nos hacontado que la denunciante le exigiópromesa de matrimonio so pena dedenunciarlo. ¿Ha vuelto a verla desdeentonces?

—¿Cómo quiere usted que la hayavisto, si primero estuve acogido asagrado en San Miguel y despuésarrestado en mi domicilio?

—Aquí soy yo quien hace las

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preguntas, señor mío.—Lo que usted diga. Pero no sé otra

forma de responderle.—Con un sí o un no me sería bastante.—Un sí o un no ¿a qué?—A si ha vuelto a ver a Evangelina,

pardiez.—No. Ya está.—¿Y no cree usted extraño que, si lo

que quería era obligarlo a casarse o, almenos, a dotarla, no se haya vuelto adirigir a usted para insistir en suproposición a cambio de retirar ladenuncia?

—Yo no sé lo que es para ustedextraño o no. Yo sólo sé que, por muchoque esa suripanta hubiese insistido, larespuesta habría sido siempre la misma.

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No, no y no. Jamás habría accedido asus pretensiones. ¿Qué habrían dichomis hijos de mí? ¡Por Dios! Claro queno.

—¿No es cierto que se aprovechóusted de la soledad de su casa, a lomejor obtenida a propósito, para abusarde la denunciante?

—No.—¿No es cierto que le desgarró usted

las ropas, falda, justillo y enaguas?—No.—¿No es verdad que por la fuerza

consiguió usted entrepernarse con ella?—No, por Dios.—¿No es cierto que la violó?—¡No!—¿No es cierto que de tal modo, con

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acto tan vil, le robó su virtud?—¡No, no y no! ¡Por la sangre de

Cristo y su corona de espinas! ¡No y milveces no! ¡Esa niña es una embustera!

—Será don Rodrigo, aquí presente,quien diga si lo es o no. No hay máspreguntas, señoría.

Don Bernardo Yáñez, digno, mas conla faz demudada por las energíasempleadas en el interrogatorio deljurado y con gesto satisfecho a pesar deesa palidez, regresó a su sitial. Miró alabogado de pobres y compuso unasonrisa escueta, apenas con lascomisuras de los labios.

Pedro de Alemán se levantó de suasiento y se acercó al estrado donde eljurado Galera lo miraba como quien,

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estando a punto de perecer ahogado, veacercarse la barca salvadora.

—Con su venia, señoría —pidiópermiso Alemán—. Le voy a hacercuatro preguntas nada más. La primeraes ésta: ¿no es verdad que la mozaEvangelina González es mujer joven,sana y en sus carnes?

—Cierto es, señor. Es una mujer finapero fuerte.

—¿Y es cierto que cualquier hembraen ese lance, a punto de ser violada, sehabría defendido, arañándole,pegándole, mordiéndole y sabe Dios conqué otras armas?

—Claro, por vida del rey.—¿Sufrió usted lesiones, señor

Galera, a resultas del altercado?

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—Casi ninguna. Algunas moradurasen el cuello, pero de los abrazos. Y seme fueron enseguida.

—¿Significa eso que la moza nisiquiera se defendió y que si no lo hizofue porque en realidad no huboacometida?

—¡Sí, a mi entender! ¡Claro que sí!—Pues no hay más preguntas, señoría.Pedro regresó a su asiento con la

mirada enterrada en el suelo. Vio cómoel dorador, cabizbajo y sudoroso,tomaba asiento entre él e Hiniesta ysintió como propia la desolación de sucliente. Fue entonces cuando tomó ladecisión. La tomó y no le gustaba. No legustaba ni una pizca, ni tanto así. Pero seveía abocado a ella porque era la única

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defensa, por más que fuera desesperada,que le quedaba a su cliente. Y la misiónsagrada de todo abogado, más allá delas dudas que en el fondo de su almasintiese, más allá de las reconvencioneséticas que a sí mismo pudiera hacerse,era defender a su patrocinado y ponertodos sus bríos en ello. Y quien noestuviera dispuesto a proceder de talmanera, se decía cuando su decisiónflaqueaba, que dejara de ser abogado. YPedro no estaba dispuesto a dejar unoficio por el que sentía desmedidapasión.

Tenía que hacerlo.Tenía que utilizar el ardid urdido y

que ocurriese lo que tuviese que ocurrir.El interrogatorio del fiscal a Galera

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había favorecido a la acusación, el quesu cliente se hubiese acogido a sagradoen vez de denunciar él a la moza leperjudicaba notablemente en su relato yse le habían cerrado todas las puertas,pues no tenía pruebas que aportar en eseproceso. Y aún quedaban los testigos delfiscal, que podrían ser demoledores.Tenía que atajar por la única puerta quehabía quedado con un pequeñoresquicio, apenas entreabierta.

Tenía que hacerlo.Aunque no le gustara.Se retrepó en su sillón, atribulado, y

observó a don Rodrigo, que a su vez lomiraba como calibrando qué estaríatramando ese letrado que tan dado era aconvertir su tribunal en una corrala de

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bojigangas.—El fiscal llama —interrumpió la

contemplación don Bernardo Yáñez— alalguacil Benito Andrades.

Pedro dirigió la mirada al promotorfiscal, sorprendido. Contaba con que laprimera testigo de la acusación sería ladenunciante, Evangelina González.Pensó que estaba demasiadoacostumbrado a los métodos de donLaureano de Ercilla, el antecesor delYáñez, y que tendría que desprendersede esas certezas que podrían llegar aconfundirlo. Barruntó que don Bernardopretendía cerrar su capítulo de pruebascon el testimonio de la denunciante, conel que podría conmover a juez ypúblico.

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Benito Andrades, blanquiñoso y degran envergadura, juró sobre la Bibliadecir verdad con esa voz suya tanchillona.

—Alguacil —comenzó suinterrogatorio el fiscal—, en lamadrugada del día 19 de abril de esteaño, ¿fue usted requerido porEvangelina González?

—Sí, señor.—¿Dónde?—Estaba al mando de la ronda de la

puerta de Sevilla, en turno de mañanaque había comenzado con los maitines,cuando de pronto, a lo lejos, me vivenir, por la Tornería abajo, a lamuchacha, dando traspiés y comodesorientada.

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—¿Qué hizo usted?—Di voz de alarma a los corchetes,

pues cuando alguien anda vagando porJerez a esas horas tan tempranas, cuandono se ha levantado la queda, hay que serprecavido. Empuñamos los bastones yaguardamos cautelosos a que la mujerllegase adonde nos hallábamos.

—¿Y lo hizo?—No, señor. Cuando divisó a la

ronda, se dejó caer al suelo, comoderrengada, como rendida, y fueentonces cuando pudimos oír su llanto.

—Continúe, se lo ruego.—Le exigimos nombre, señas y

filiación, y le preguntamos por la causade su presencia allí a esas horas y de susaflicciones. Pero la moza apenas podía

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hablar, señor.—Cuando pudo, ¿qué les contó?—Entre sollozos, pudo al fin decirnos

su gracia, que era Evangelina González,y que se dirigía a casa de sus padres,que viven en la calle Capachos, queahora se llama de San Juan de Dios,como usía sabe, y que escapaba de sudueño, un dorador de la calle MonteCorto que la había ultrajado.

—Que la había violado, quiere decirusted, alguacil.

—Eso es, usía. Que la había violado.Ésa fue, de hecho, la palabra que ellautilizó.

—¿Puede usted, alguacil,describirnos el estado de la mozacuando usted la vio?

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—Pues… ¿cómo le diría yo…?Estaba como en Babia, con la cabezamedio perdida y hablaba atrastabillones. Daba miedo ver sus ojos,vidriosos de puro pánico. Nos costóDios y ayuda sacarle las palabras.Además de eso, tenía la cara arañada,moratones en los brazos y, según ella, enotras partes que por recato no nosenseñó, el justillo mal abrochado, lacamisa rasgada por las mangas y lasfaldas manchadas.

—¿De qué eran esas manchas?—Estaban más o menos secas, pero

eran de sangre, según decía la mujer.—¿Les contó de donde provenía esa

sangre?—Pues… ejem… de su natura.

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Sangró cuando fue forzada, porque eravirgen. Eso nos dijo.

—¿Qué hicieron ustedes entonces?—Le ofrecimos acercarla al hospital

de San Juan de Dios, en los Llanos deSan Sebastián. Porque, aunque essanatorio de hombres, físicos habría quela pudiesen atender. Pero ella, usía, nosdijo que no, que quería ir donde suspadres, en la calle Capachos. Yencomendé al corchete Rendón que laacompañara con el encargo de quebuscase a una partera que examinara a lamuchacha.

—¿Qué hizo la ronda en esemomento?

—Antes de que se marchara, lesolicité a la joven que nos dijera el

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nombre de su violador.—¿Y lo hizo?—Con miedos, pero sí, lo hizo.—¿Qué nombre les facilitó?—El del acusado —manifestó el

alguacil Andrades, señalando con elbrazo extendido al reo—. Nos dijo quequien la había ultrajado había sido sudueño, don Antonio Galera, jurado ydorador. Y nos dio sus señas.

—¿Qué hizo usted a renglón seguido?—Nos dirigimos a la calle Monte

Corto, a solicitar manifestaciones alviolador. Mas, cuando nosaproximábamos a la casa, vimos salir deella a un hombre que, en cuanto seapercibió de nuestra presencia, salióhuyendo como alma que llevara el

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diablo. Así que supusimos que elprófugo era el agresor. Y allí fue que loperseguimos, pero el malnacido corríacomo una liebre y, después de meternospor calles estrechas, consiguió llegar aSan Miguel, donde se acogió a sagrado.

El fiscal, con gesto histriónico,extendió el brazo diestro con el índicede la mano enarbolado y se giró hastaseñalar al dorador Galera, que parecióencogerse en su asiento cuando se sintióde tal modo expuesto.

—¿Es éste, alguacil, el hombre quehuía?

—Ése es, usía —ratificó BenitoAndrades—. El mismo que viste y calza.Y cómo corría, el maldito.

—Pues no hay más preguntas, señoría.

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—¿La defensa va a preguntar? —inquirió el juez.

—Sí, señoría —manifestó Pedro,levantándose y acercándose al estradode los testigos—. Con su venia. AlguacilAndrades, no serían muy graves laslesiones de la moza cuando se negó a serreconocida por un galeno, ¿no creeusted?

—No entiendo de lastimaduras ni desus resultas. Sólo sé lo que vi y lo queoí.

—¿Les dijo la moza cuándo se habíaproducido la agresión que refería?

—Esto… Ejem… Pues sí.—Díganos cuándo.—La noche anterior.—¿Cuándo, exactamente?

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—¿La hora, quiere usted saber?—Si es que usted la sabe.—Poco después de completas. A eso

de las diez de la noche, nos dijo. Más omenos.

—Y ha dicho usted que cuando seapercibió de la presencia errabunda dela mujer por la calle Tornería fuedespués de maitines. ¿Podría ser máspreciso con la hora?

—Pues estaba amaneciendo, eso sí lorecuerdo. Sería sobre la hora prima opoco después.

—Es decir, a las seis de la mañanaaproximadamente.

—Sí, puede ser.—Por tanto, alguacil, entre la

presunta agresión y la denuncia pasaron

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más de ocho horas, ¿no es cierto?—Lo es.—¿Y no ve usted extraño que una

moza que ha sido violada por su dueñotarde ocho horas en marcharse de lacasa donde el ultraje aconteció e igualtiempo en dar parte a la ronda?

Pedro vio cómo el alguacil sonreía ysupo que venía preparado para esapregunta.

—No me sorprendió ni me parecióextraño —respondió Andrades, confiado—, porque ella nos dijo que su amo lahabía retenido en su cuarto después delultraje y que hasta el alba no habíapodido huir de la casa.

—Está bien. Nos ha dicho usted,alguacil, que vio lastimaduras en la

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moza. ¿Les dijo si pudo defenderse?—Mire usted, esa mujer estaba como

ida, patidifusa, no era momento paraentrar en detalles. De todos modos, ledigo, Evangelina, aunque es joven, esmenuda, y mire usted a su cliente, unhombre hecho y derecho y de buennervio. ¿Cómo quiere usted que la pobremujer pudiera defenderse?

Pedro se quedó pensativo. Fingiórevisar su librillo de notas mientrasdecidía si preguntar algo más. Habíallevado al alguacil donde quería y talvez debiera acabar ahí el interrogatorio.

—¿El letrado piensa tenernos aquítoda la mañana? —preguntó donRodrigo, sardónico.

—Sólo un par de preguntas más,

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señoría.—Pues venga. Y abrevie.—Alguacil —inquirió el abogado de

pobres—, todo lo que usted sabe, estoes, que las manchas fueran de sangre,que las rasgaduras de las ropas y lasheridas de la moza le fuesen infligidaspor el acusado, y la existencia delultraje mismo, es porque EvangelinaGonzález se lo refirió, ¿no es cierto?

—Así es.—Usted no sabe nada de propia

mano, ¿no es verdad?—Lo que vi y lo que oí. Y que su

cliente corría como un galgo, pardiez.Eso sí que lo vi con mis propios ojos,como he narrado.

—Pues nada más, señoría.

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—Su siguiente testigo, señor fiscal.—Rosario Gil, señoría.—Ujier, que pase esa mujer.Rosario Gil era una anciana

demacrada y nervuda, escurrida, vestidade paños oscuros de los pies a la cabezay con excesivo abrigo para la época enque se hallaban. Mal encarada yquisquillosa, destacaban en su rostroarrugado como fruta pocha sus ojillosnegros de pupilas tan pequeñas comocabezas de alcayatas. Unos extrañosarambeles fuliginosos le colgaban de lacinturilla de la falda. Su voz era ásperay, cuando posó la mano diestra sobre lasSagradas Escrituras para jurar decirverdad, sus uñas blanquísimasdestacaron sobre el lomo negro del libro

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santo.—Rosario —preguntó el fiscal—,

¿cuál es su profesión?—Partera.—¿Desde cuándo?—Desde antes que usted naciera.—Le hablo de la mañana del día 19

de abril de este año, martes de gloria.—Pues hábleme.—¿Fue usted requerida por la ronda?—Por la ronda, no. Por un corchete

gordezuelo que, poco después del alba,se coló en mi casa de la plaza de lasCocheras.

—¿Qué le pidió?—Que reconociese a una moza.—¿Consintió usted?—Sí. Entendí que me hablaba de una

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parturienta y preparé mis paños y miscosas, pero el corchete me dijo que nohabía preñez, sino violación, y que loque quería era que yo le viese la naturaa la muchacha para atestiguar si decíaverdad.

—Bien. Así que acompañó usted alcorchete a la calle de San Juan de Dios.

—Yo aún la llamo calle Capachos.—Bien, pero, díganos, ¿reconoció

usted a la moza Evangelina González?—Ya no era moza, usía, cuando yo la

vi.—Ya. Cuéntenos usted cómo la vio,

por favor, Rosario.—Acostada.—¡Voto a bríos, señora! —Por

primera vez se soliviantó el fiscal. Una

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ardorada le escaló el rostro—. ¿Quiereir usted al grano, por los clavos deCristo?

—Usted pregunta y yo respondo. Y esque fue así como la vi, acostada. Y nojure usted, que no le pega a un hombreeducado como usía.

—No se enreden fiscal y testigo —amonestó el juez—. E intente la testigoser concreta y abreviar en lo que pueda.

—¿Tenía lesiones la moza?—Ya no lo era, le digo. Y sí, tenía

arañadas en los muslos y en los brazos,y moretones, como de haber sidosujetada.

—¿Había sangre?—Seca.—¿En el vestido?

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—Y en las piernas y en su natura.—¿Diría usted que la muchacha había

sido violada?—Yo y cualquiera.—Pues no hay más preguntas, pardiez

—concluyó el fiscal, satisfecho.—Su turno, abogado.—Con la venia. Señora —se acercó

Pedro a la partera—, ¿es usted físico?—¿Y es usted pánfilo? —le espetó la

vieja—. ¿Es que no sabe que lasmujeres no podemos serlo?

—Diríjase la testigo al letrado conbuenas formas —sermoneó el juez a laanciana.

—No se preocupe, señoría —suavizóPedro la cosa. No le interesabasublevarse con la partera—. Y

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permítame continuar.—Como usted quiera. Pero le

advierto que lo ha puesto de pánfilo.—Rosario, como bien dice usted, no

es físico, ya que el Tribunal delProtomedicato no admite en su seno alas hembras. Así que, supongo, susconocimientos, que no dudo los tenga,provienen de su experiencia, ¿verdad?

—De casi cincuenta años atendiendopreñeces, buenas y malas.

—De acuerdo. Cuando usted examinóa la moza…

—Que ya no lo era.—… vio arañazos en los muslos y en

los brazos y algunas moraduras. ¿Quémás?

—¿Cómo que qué más?

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—Vamos a ver. Por ejemplo, ¿estabansus uñas rotas?

—¿Las uñas de quién?—De la mujer.—¿De las manos o de los pies?—Las de las manos, buena mujer.—¿Y cómo quiere usted que yo me

fijara?—¿Vio sangre en sus manos?—Cuando yo llegué no tenía sangre en

las manos.—Si se le hubiesen quebrado las

uñas, tendría sangre en los dedos, ¿no?—Tal vez. A no ser que no sangrase

por la quebradura o que se los lavaraantes de que yo llegase.

—A todo esto, ¿a qué hora llegó usteda la casa de Evangelina?

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—Daban las siete en el campanil dela Victoria.

—¿Y aún había sangre en los muslosde la muchacha?

—Y en su natura.—¿Y no ve usted raro que no se

lavara después de casi una hora dehaber llegado a su casa?

—Bueno… ¡Y yo qué sé! Yo sé que viesa sangre allí y ya está.

—Pues si no se lavó los muslos,tampoco debió de haberse lavado lasmanos.

—Supongo.—Entonces, ¿podemos afirmar que no

llevaba las uñas de los dedos rotas?—Ay, hijo mío… ¡Qué cosas más

raras pregunta usted! Yo soy partera y no

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manicura.—Otra cosa, Rosario, ¿vio usted

señales de golpes en el rostro de lamujer?

—No. No lo recuerdo.—¿En los labios?—No vi sangre allí.—¿Los tenía tumefactos?—¿Tume… qué? ¿Qué significa esa

palabreja?—Si los tenía hinchados.—Ah, bueno. Pues hable usted en

cristiano, joven. La niña tenía los labiosde natural ensanchados. Era guapa lamoza. Aunque ya no lo era. Moza,quiero decir.

—Bien. Así que aparte de en losmuslos y en los brazos, no observó usted

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más daños, ¿no?—Bueno, en la natura, que ya no era

virgen.—Ya no era virgen —repitió Pedro,

reconcentrado—. ¿Y puede ustedafirmar, sin temor a equivocarse y bajojuramento, que antes de esa nocheEvangelina González era virgen?

La vieja se quedó mirando muyfijamente al abogado de pobres y estuvodurante unos instantes en silencio. Nadieen la sala, ni público ni fiscal ni juez, seatrevió a quebrar ese silencio decamposanto.

—Yo sólo puedo decir —respondióla partera, al fin, muy seria— que lamujer sangró esa noche. Pero si lo hizoporque fuera virgen o por causa de la

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violencia de la… penetración, no puedoafirmarlo. La niña estaba desflorada,pero si lo había sido la noche antes ouna semana atrás, no puedo precisarlo.

—Pues ninguna pregunta más,señoría.

—El fiscal —exclamó don BernardoYáñez, levantándose de su sitial de unsalto— llama a declarar a EvangelinaGonzález.

Un murmullo de admiración ysorpresa acompañó la entrada de lamuchacha en la sala de audiencias de laCasa de la Justicia.

Evangelina González era, en pocaspalabras, una beldad. Una auténticabeldad. Un ángel. Era, como bien habíadicho el alguacil Benito Andrades,

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menuda. Pero era al mismo tiempopizpireta y armoniosa en sus formas y ensus andares, y desprendía toda ella unprofundo aire de viveza. Y eso quevenía pavorida, con la tez blanca comola flor de la biznaga. Lo que, empero,lejos de afearla, servía para que en surostro destacaran aún más sus enormesojos marrones oscuros, su nariz devestal de Roma, sus labios turgentes ycarmesíes, sus mejillas de perfectaescultura y su cabello del color de lacáscara de las nueces. Su cuerpo, siendoliviano, era a la misma vez, por unextraño capricho de la naturaleza,pletórico, de formas suavementeredondeadas que sobresalían bajo suvestido de paños humildes y en color

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rojo muy oscuro, con camisa blanca yjustillo negro. El ujier la acompañóhasta el estrado sin tocarla, como si, dehacerlo, pudiese quebrarla, de tandelicada que parecía. Pese a lo cualhabía en ella una fuerza oculta,magmática, misteriosa. Sólo cuandoEvangelina se sentó en el sitial de lostestigos el público suspiró al unísono,como si hasta entonces hubiese estadoconteniendo la respiración.

Y Pedro, sabiendo lo que se proponíahacer con ella, se sintió infame eignominioso, como hacía tiempo no sesentía.

—¿Jura por los Santos Evangeliosdecir la verdad —recitó la fórmula elujier—, sabiendo que, de no hacerlo, la

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ley caerá con todo su peso sobre latestigo por mendaz y perjura y Dios ledemandará su disimulo?

—Sí, juro.Y su voz era angélica y voluptuosa a

la vez, clara y ronca, sonora yamortiguada, en sorprendentemezcolanza.

El fiscal, cuando se acercó a latestigo, arrebolado, no podía separar susojos de los ojos magnéticos deEvangelina González.

—Diga la testigo su nombre y señas—pidió, trémula su voz.

—Evangelina González. Ahora vivocon mis padres en nuestra casa de lacalle Capachos. Antes lo hacía en lacalle Monte Corto, en la casa y taller del

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caballero jurado y dorador don AntonioGalera.

—Edad.—Dieciocho años cumplí el pasado

mayo, usía.—¿De qué trabajabas en casa del

acusado?—Sobre todo, hacía labores de

criada. Fregaba, barría, esas cosas. Perosoy mañosa para el dibujo, usía, puesme lo enseñaron en el colegio de lacalle Escuela, y de cuando en vez el amome pedía que bajara al taller paradibujar alguna pieza o para que lemejorara algún boceto.

—¿Qué ocurrió en la noche del lunes18 de abril de este año, Evangelina?

La muchacha tuvo que tragar con

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fuerza para poder articular palabra. Susojos marrones lucieron un brillo deagua. Pedro aprovechó para preguntar asu cliente, en un susurro, si era ciertoque Evangelina le ayudaba con susdibujos, lo que el dorador negóvehementemente con un ademán de lacabeza.

—Yo me hallaba en la parte de arribade la casa, señor, recogiendo todo ydispuesta a acostarme, cuando oí quedon Antonio me llamaba desde abajo.

—¿Estabais solos?—Sí, usía. Era muy tarde, el oficial y

los aprendices ya se habían ido a suscasas, y Serafina, que también trabajaallí, aunque ella se encarga sobre todode la cocina, pasaba la noche fuera para

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cuidar a su madre. Al parecer, habíaenfermado, una pulmonía de primavera.

—Así que el señor Galera te pidióque bajaras al obrador.

—Sí.—¿Y qué ocurrió allí?—Al principio, fue muy amable. Me

pidió que me sentara junto a él y mepreguntó si sería capaz de dibujarle unrelicario que el oficial, Marcelino,habría de tallar para después serdorado. Era, según creo recordar, elencargo de un veinticuatro de la calleJudería. Me dijo que, aunque habíaexplicado a Marcelino cómo habría deser el relicario, le gustaría verlodibujado.

Pedro miró a Galera. Recordaba de

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una de sus visitas a su casa que eldorador le había comentado el encargode ese relicario, que ya estaba tallado,dorado y en trance de ser cobrado suprecio. Mas Galera continuó con la vistafija al frente, impertérrito.

—¿También se talla en el obrador dedorados del acusado? —preguntaba enese instante don Bernardo Yáñez.

—Sólo cosas pequeñas y que notengan mucha complicación. Marcelino,el oficial, tiene alguna destreza con losburiles.

—Está bien. ¿Qué pasó después?—Que yo estaba muy incómoda, usía.

Desde hacía semanas venía observandolas miradas que mi señor me prodigabay no me gustaban nada. Porque había en

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ellas… no sé cómo explicarlo…Hambre, diría yo. Un hambre mala. Demí.

—Te entiendo, Evangelina. Continúa.—Además, se había sentado muy

cerca de mí, y tuve que retirarme porquesu muslo rozaba mi falda. Todo era muyviolento, de verdad, y yo quería irme. Élcomenzó entonces a hablarme de mibelleza, de lo fácil que me sería la vidasi era amable con él, de lo que él podríaayudar a mis padres, que, si usía no losabe yo se lo digo, son muy pobres, puesmi padre apenas encuentra trabajo en loscampos. De lo bueno que sería que yofuese… su amiga. Fue en ese momentocuando se acercó más a mí, su caraestaba a unas pulgadas de la mía, y me

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di cuenta de que había bebido.—¿Solía abusar de la bebida el

acusado?—No, pero esa noche sí que lo había

hecho. No paro de pensar que todoocurrió por culpa del aguardiente, señor.

—Sigue, por favor, Evangelina.—Intenté levantarme. Marcharme.

Pero él me agarró del brazo.—¿Te hizo daño?—En ese momento aún no. Su apretón

era firme, pero no llegó a hacerme daño.—¿Qué te decía?—Se había levantado a su vez y me

insistía en lo mismo que ya le hecontado: en las ventajas, para mí y mifamilia, de ser amable con él, en loguapa que era, en lo mucho que me

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deseaba. Intentó conmoverme,hablándome de lo solo que se sentía, desu esposa difunta. Pero yo sólo veía esahambre de sus ojos y no me gustaba loque veía. Así que intenté desasirme ysubir a mi cuarto. Pero él no me lopermitió.

—¿Qué ocurrió?—Que se volvió como loco.Evangelina González, a estas alturas

de la narración, que hasta ahora habíalogrado mantener en un tonoapesadumbrado pero sereno, parecióderrumbarse. Se le quebró la voz, se lellenaron los ojos de lágrimas y se tapóel rostro con las manos. Pedro, muy a supesar, viendo a la niña allí, sola en elestrado de los testigos, tan joven y tan

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hermosa, teniendo su palabra comoúnico escudo, sintió que un nudo leensogaba la garganta. Y con grantrabajo, tragó con fuerza y tuvo querecordarse cuál era su papel en esedrama. Se le vinieron a la mente en eseinstante las palabras de don BartoloméGutiérrez, aquellas que hablaban de lanecesidad del abogado de endurecerseel corazón, mas no le resultaron enabsoluto aliviosas.

—Tranquilízate, por favor,Evangelina —rogó el fiscal, suave comonunca su entonación—. Y cuéntanos quéocurrió.

La muchacha todavía tardó unosminutos en recobrar la compostura.Cuando habló, lo hizo con la voz

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espasmódica.—Se abalanzó… se abalanzó sobre

mí, pretendiendo besarme. Como un toroen celo. Intenté defenderme, apartarme,huir de allí, pero él me agarró las manosy los brazos, impidiéndomelo.Después… después… ¡oh, Dios mío…!¡No puedo! ¡No puedo!

—Tienes que contarnos lo que pasó—la instó suave el promotor fiscal—.Sólo así podrá hacerse justicia,muchacha. Ujier, ¿puede traerle un vasode agua a la testigo?

El agua que el ujier sirvió a la jovenla recompuso un punto. Y el tiempo quetardó en traerla.

—Disculpe usted —se excusó lacriada—, pero es que… es que… Está

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bien. Lo que ocurrió fue que me tendióen el suelo, me subió la falda, medesgarró las enaguas, me abrió laspiernas y se montó sobre mí. Y… y…me… me violó.

En la sala había un silencio ritual.Podía oírse el vuelo de las pequeñasmoscas que auguraban el verano y lavendimia.

—La violó —repitió el fiscal con voztonante y paseando la mirada de sus ojosclaros por el público entelerido.

Pedro observó a don Rodrigo deAguilar y Pereira, el juez de lo criminal,que en ese instante contemplaba aldorador con ojos afilados. El abogadode pobres sintió que un repeluzno lerepechaba por la espalda hasta la nuca.

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—Sí, usía. Eso fue lo que pasó. Mevioló, bien lo sabe Dios. Me tomó por lafuerza y en contra de mi voluntad.

—¿Eras virgen, Evangelina?—Sí. Lo era —respondió la

muchacha, sofocada, ahíta de rubores.—¿Te arrojaste en algún momento

sobre el acusado pretendiendo besarlo,como él mantiene?

—Pero ¿qué dice usted? ¡Por mi vidaeterna que no!

—¿Le exigiste desposorios bajoamenazas de denuncia?

—¡Dios santo! ¡No!—¿De algún modo lo provocaste?—No, señor. No soy de ésas. Y tenía

a un muchacho que me rondaba.—¿Quién era?

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—Se llama Jesús. Jesús Nieto. Viveen la calle Sol y trabaja en unasombrerería de la calle de losSombrereros.

—¿Y te sigue noviando?—No, señor. Después de enterarse de

lo ocurrido, ya no.Y regresó el llanto a sus ojos.—¿Juras por la salvación de tu alma

que ese hombre —dijo el Yáñez,señalando de nuevo al dorador, que nofue capaz de sostenerle la mirada— tevioló?

—Lo juro, señor. Por la salvación demi alma.

—No hay más preguntas, señoría —anunció el fiscal, que regresó a suasiento no sin antes lanzar al dorador

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Galera una mirada devastadora.—Turno de la defensa, señor De

Alemán —proclamó el juez.Pedro de Alemán se levantó de su

asiento como si a las espaldas cargararueda de molino. Inspiró fuerte, para quela voz le saliese clara. Contempló aEvangelina, intentando ver en ellamalicia e infamia, pero lo único que viofue belleza e inocencia. Tuvo quedecirse, para poder hacer lo que teníaque hacer, que cuántas veces el mal seesconde bajo la apariencia de ángeles ycuántas veces la mentira viene encerradaen envolturas de verdad.

—Evangelina —comenzó—, hasdicho que eres pobre.

—Lo soy, señor.

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—Y tu familia también.—También. Pero no me tome a mal si

le digo que tanto mi familia como yotenemos de honestos tanto como depobres.

—El señor Galera es viudo, lo sabes,¿verdad?

—Claro. Ya he dicho antes que, paraconmoverme, me hablaba de su esposadifunta.

—Y es hombre con caudales. Tambiénlo sabes, ¿no es cierto?

—Sí.—Y tú eres joven, soltera y hermosa

—asintió Pedro y advirtió que se estabacomportando como el promotor fiscal:aseverando, más que preguntando.Añoró de nuevo a don Laureano de

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Ercilla y maldijo las influencias delnuevo promotor.

—Gracias —respondió la testigo—.Pero si quiere insinuar con eso lo quepienso que quiere sugerir, de verdad quese equivoca.

—¿Ah, sí? ¿Y qué piensas que quierodar a entender?

—Que aspiraba a matrimoniar con elseñor y así mejorar, ¿no?

—¿Y no era eso con lo que en verdadespeculabas?

—No, señor. Yo estaba enamorada.De Jesús, del zagal del que antes hehablado.

Pedro miró a los ojos a EvangelinaGonzález, a esos ojos almendrados y delcolor de la canela en rama. Y volvió a

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imprecar en silencio. Lamentandohallarse allí y tener que hacer lo quesabía debía hacer.

—Bien, situémonos. Dices, muchacha,que el señor Galera te hizo bajar alobrador y que allí se te insinuó primeroy te forzó después. ¿Fue así comoocurrieron las cosas?

—Usted lo ha dicho.—¿Y no pudiste defenderte de la

acometida?—No pude, señor. El amo era y es

mucho más fuerte que yo.—¿No pudiste oponer resistencia?—Ya le he dicho que no. Me agarró

por los brazos, me tiró al suelo y meinmovilizó.

—¿Y de ninguna forma pudiste

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protegerte?—De ninguna, y Dios lo sabe.—De hecho, el señor Galera no sufrió

lesiones graves, ni un mal arañazo, y lapartera Rosario Gil nos ha dicho que nohabía sangre en tus manos ni en tus uñas.Así que ni siquiera pudiste arañarle,¿verdad?

—Ya se lo he dicho, por Diosbendito. —Y de nuevo el brillo de aguaen esos ojos bellísimos y las lágrimas apunto de rebosar en sus pestañas largascomo los cabos de las velas—. Él es unhombre fuerte y yo no soy más que unaniña.

—Está bien. Vayamos a otro asunto.Después del pretendido… forzamiento,¿qué ocurrió? ¿Cómo acabaste en el piso

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de arriba? Porque, desde el supuestoultraje, tardaste más o menos ocho horasen escapar de la casa y dar parte a laronda.

—Una vez que él… que él… terminó—hizo un puchero y tragó para que laslágrimas que le chorreaban las mejillaspálidas le permitieran continuar surelato—, creo que se arrepintióenseguida. Que se quedó comoavergonzado, vamos. Posiblemente ya sele habían pasado los efectos de lasholandas. Y entonces me rogó que no lodenunciara, me prometió maravedíes,me aseguró que nadie se enteraría, mesuplicó que no le arruinara la vida, quequé iban a decir sus hijos si seenteraban, y me imploró que

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aguardásemos hasta la mañana siguientepara ver cómo salíamos del embrollo.

—¿Y tú, en vez de salir de allí y darparte de inmediato a la ronda, aceptaste?Difícil es tal cosa de creer, muchacha.

—Tenía miedo. Pánico. Y aunque alamo ya medio se le habían pasado losefectos de la tranca, vi en sus ojos que,si yo no me avenía a lo que meproponía, podía cometer una barbaridad.

—¿Y consentiste en subir al piso dearriba con él como si tal cosa?

—¿Y qué, si no, podía hacer?—Huir, escapar, marcharte, porque

¿quién en su sano juicio aceptaría pasarla noche con su agresor?

—Tenía miedo, señor, ya se lo hedicho. Y pensé que si intentaba escapar,

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la cosa podría ir a mayores y hacermedaño de verdad.

—¿Es que hasta entonces no te lohabía hecho?

—¡Sí! ¡Claro que sí! ¡Me forzó y merobó mi virtud! ¡Me hizo sangrar! ¡Sufrirun dolor terrible! ¡Me afrentó parasiempre! ¿No le parece a usted bastantedaño?

—Así que aceptaste subir con elseñor Galera al piso de arriba… ¿Quéocurrió a continuación?

—Él siguió con sus súplicas y susimploraciones. Hasta que conseguíencerrarme en mi alcoba.

—¿Qué hora sería?—Creo que poco antes de eso había

escuchado la campana de la queda.

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—¿Las once de la noche, entonces?—Un poco más.—¿Y estuviste allí hasta las seis de la

mañana, en que más o menos escapaste,según nos ha relatado el alguacil BenitoAndrades, que te vio por la calleTornería? Inaudito, ciertamente.

—No me atreví a salir antes.—¿Y cuándo te decidiste?—Después de muchas horas llorando

en mi cuarto y sin saber qué hacer.Cuando vi que la noche comenzaba aclarear.

—¿Y por qué entonces y no antes?—Porque supuse que el señor

dormiría a esas horas profundamente.Después de lo que había pasado…

—Pero es a las seis de la mañana

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precisamente cuando menestrales comoun dorador suelen despertarse parainiciar sus faenas.

—El señor solía levantarse un pocomás tarde. A eso de las siete de lamañana. Y se dice que el sueño másprofundo siempre viene en las vísperasde los despertares.

—Está bien. Saliste de tu cuarto.¿Qué pasó entonces?

—La casa estaba en silencio. Pero, alo lejos, desde la alcoba del señor, seoían, aunque levemente, sus ronquidos.Así que bajé corriendo las escaleras yalcancé la calle.

—Bajaste corriendo las escaleras…—repitió Alemán—. Muy dolorida noestarías entonces, ¿no?

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—El miedo y las ansias de libertadpueden más que el dolor, señor.

Pedro quedó en silencio en eseinstante. Mirando fijamente a la testigo,que a su vez lo miraba con prevención yangustia. A esas alturas delinterrogatorio, después de tantos dimes ydiretes, sus mejillas habían recobradoun color que engrandecía su hermosura.El abogado de pobres suspiró y se dijoque ése era el momento crucial, el trancedefinitivo. Había conseguido, tal vez,poner en entredicho la versión de laniña, pues su demora en denunciarlevantaba suspicacias. Pero, al mismotiempo, eran tan grandes las sensacionesde sinceridad e inocencia que suspalabras y su aspecto transmitían que no

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sabía hasta qué punto esas sensacionespodían hacer mella en don Rodrigo yllevarlo a un veredicto de condena.

Así que, concluyó, tenía que jugarsela carta decisiva.

Tirar la moneda al aire y jugarse acara o cruz el futuro del dorador Galera.

Era una jugada arriesgada, pues nosabía cómo se iban a desenvolver losacontecimientos y si las reaccionesserían las previstas. Pero no tenía otra.Tenía que lanzar la moneda. Y quepasara lo que tuviese que pasar.

—¿Tiene alguna pregunta más elletrado —quiso saber el juez,impaciente e irritado— o prefierecontinuar recontando musarañas?

—No hay más preguntas, señoría.

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Un runrún de sorpresa recorrió lasala. Todos allí tenían la impresión deque el abogado defensor había dejado elinterrogatorio inconcluso. Nadieentendía por qué cesaba ahora en unaspreguntas que habían conseguidoarrinconar en cierta forma a la testigodecisiva en ese litigio.

—Puede marcharse la denunciante —indicó don Rodrigo de Aguilar yPereira.

Evangelina González, tambiéndesconcertada, y aliviada además, selevantó del sitial desde donde habíadeclarado. Aunque sin estar muy segurade que todo terminara allí.

—¿Cuántos testigos tiene la defen…?—comenzó a preguntar el juez.

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—¡Un momento, señoría! —pidióPedro, interrumpiéndolo, y su pedidohizo que Evangelina, aún en el estrado,detuviese sus pasos y permaneciese allí,aturdida.

—¿Qué demonios ocurre ahora,abogado?

Pedro no respondió de inmediato. Seacercó a la mesa de la defensa, se situóante el dorador Galera y extendió lamano con la palma bocarriba. Galera,avisado del gesto, sacó de la casaca sufaltriquera y la depositó en la mano delletrado. Se la veía abultada y generosa.Alemán se giró y comenzó a hablarmientras se acercaba a la testigo, que loobservaba llegar perpleja.

—Mi cliente, jurado del concejo y

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hombre de honor —explicó mientrastodos en la sala, juez y fiscal incluidos,lo escuchaban atónitos—, y aunqueniega la verdad de los cargos y continúaproclamándose inocente, entiende que ladenuncia ha podido obedecer a error yque la exposición pública de unamuchacha tan joven y tan hermosa le hapodido causar a ésta un daño irreparableen su honra y en su futuro. A los suyostambién, claro está, pero él es hombrede edad y de posición y sabe que suabsolución borrará su mancha. Noocurrirá así con la denunciante y deseacompensarla.

Llegó ante Evangelina, que lo mirabaestupefacta, y le ofreció la faltriqueradel dorador. Pero como la mujer,

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suspensa, no hiciera gesto de cogerla, leasió la mano, se la abrió y depositó enella la bolsa repleta de escudos, pesos yreales. El pasmo de la muchacha seacentuó cuando se apercibió del peso dela sacocha, pero enseguida, cuandorumió cuántas monedas contendría, cerróla palma de la mano y la llevó a supecho, como protegiéndola.

—Puedes marcharte, Evangelina —dijo el abogado de pobres.

La joven miró al letrado, dubitativa,sin saber en qué iba a acabar todoaquello. Y aún estuvo unos segundosdetenida, sin saber qué hacer, la bolsarepleta de monedas contra su pecho.Mas, cuando advirtió que tenía elcamino expedito, bajó del estrado con

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pasos raudos, dispuesta a salir de allícon su tesoro. Todo le había venido deimproviso, sin darle tiempo a pensar, ysu reacción había sido instintiva,maquinal. Sólo veía en esas monedas elpan de su casa.

—Pero ¿qué es todo esto? —preguntócon gran voz el juez, desconcertado.

Pero sus palabras quedaronamortiguadas por el sonido que la silladel dorador hizo al caer con estrépito alsuelo cuando el acusado se levantó deella de un salto. Y, sin dar tiempo a quenadie, ni juez, ni fiscal, ni ujier nialguaciles reaccionaran, salió en pos deEvangelina, que, al reparar en elbullicio, detuvo sus pasos delante de labarandilla que separaba al público de

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los estrados. Anonadada.En ese momento, el dorador se cernió

sobre ella y agarró con gran fuerza lafaltriquera que Pedro había entregado ala muchacha. Ésta, saliendo del pasmo,se resistió, y durante unos segundostensos la bolsa pareció a punto deromperse cuando ambos tiraban de cadauno de sus extremos. Al fin, pudo más lafuerza del hombre, que se hizo con elsaquillo. Pero Evangelina, dispuesta ano resignarse, movida por puro instinto,sacando fuerzas de sus flaquezas, seabalanzó sobre el jurado y volvió aagarrar la bolsa. De un tirón, Galeraconsiguió que la soltara de nuevo, yentonces la muchacha se aferró de lacasaca del acusado, dispuesta a no

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dejarlo marchar con su tesoro. Elhombre la empujó y la tiró al suelo, delque enseguida Evangelina se levantó.Brillaron en sus ojos de almendra lafuria y la desesperación, y volvió alanzarse sobre el reo, pero esta vezblandiendo sus uñas como garras.Intentó asir la bolsa, pero, al no poderhacerlo, alzó sus uñas hasta la cara delhombre y las clavó con saña. Pataleóluego sin soltarse, intentando asir comofuera la faltriquera, y los dos, testigo yreo, se enzarzaron en una lucha fiera quedio con el cuerpo de ambos en el suelo,donde continuaron pugnando. AntonioGalera se limitaba a defenderse, sinsoltar la bolsa y sin permitir queEvangelina la agarrara. Ésta, mientras

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tanto, arañaba la carne que alcanzaba,sin importarle que fuera de la cara o deotra parte del cuerpo y sin reparar en eldaño que pudiera hacer; tenía entre cejay ceja el peso de las monedas queatestaban la bolsa, las necesidades de sufamilia, los sueldos que había perdidocon ese juicio, y eso nublaba susentendederas y le suministraba unafuerza impropia de su contextura y de susexo. Golpeó, aporreó, se enredó con elhombre, arañó, escupió, hizo cuantopudo para recuperar su botín.Obnubilada, irreflexiva, ofuscada, ciegaa todo cuanto no fueran esas monedasque pensaba le pertenecían por derecho,después del calvario sufrido. Esasmonedas que podrían sacar a sus padres,

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a sus hermanos y a ella misma de lapobreza, de un futuro lleno, ahora másque nunca, de negruras.

Don Rodrigo de Aguilar y Pereira, eljuez, de pie ante la mesa, golpeaba conel macillo una vez y otra, pero el fragordel alboroto ensordecía sus llamadas alorden y sus mazazos. Don DamiánDávalos y Domínguez, el escribano delcabildo, contemplaba la insólita escenacon ojos tan abiertos que amenazabanlas pupilas con escaparse de sus órbitas.Los alguaciles, pasmarotes, miraban lamarimorena sin saber si intervenir o no.El público, de pie, observaba lacontienda con asombro. Y el fiscal, quepor lo visto era el único que habíacomprendido la treta de Pedro, miraba

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al abogado de pobres con ojos en losque cohabitaban la ira y la admiración.

Mientras tanto, en el suelo de la sala,ante la barandilla y entre las mesas,dorador y testigo continuabanenzarzados, enardecidos, en la grotescapugna. La joven, como una gata a la quequisieran hurtar sus gatitos, contendíacon denuedo sin pararse en medios:rasguñaba, mordía, zarpeaba, pateaba.

Hasta que consiguió asir la bolsa porfin.

En ese momento, Antonio Galerapareció renunciar a la lucha. Sedesprendió de la zagala, se puso en pie,amoratada la tez por los golpes,rasguñados cara y brazos, sanguinolentala piel en decenas de puntos por los

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arañazos y las uñaradas.Y regresó sin más, aparentemente

contentado, a la mesa de la defensa.Evangelina, en el suelo, miraba a

diestra y siniestra, aferrada de nuevo labolsa contra el justillo. Se pusolentamente en pie, como desorientada.Verecunda.

Y se hizo entonces en la sala unsilencio de sepulcro. Donde antes sólohabía vocería y zarabanda, ahora habíaun silencio cargado de zozobra eincertidumbre.

Fue Pedro de Alemán quien, con lavoz ronca, quebró ese silencio profundoy espantado, dirigiéndose al juez.

—¿Y de verdad vamos a creer,señoría —clamó, tonante—, después de

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la terrible pendencia que acabamos depresenciar, que esta joven, EvangelinaGonzález, en aquella noche infausta del18 de abril, lunes de gloria, no pudodefenderse, como tantas veces nos hadicho? ¿De verdad podemos ahora,señoría, creer en su palabra? Y noolvidemos que es su palabra la únicaprueba contra mi cliente. Pensémoslotodos. ¿De verdad podemos condenar aun hombre en base a palabra tanprecaria? Porque mire usted, donRodrigo, si pudo Evangelina en aquellanoche defenderse. ¡Con uñas y dientes,señor, como ahora recién ha hecho! Y sitanto ardor ha puesto en defender unabolsa de monedas, ¿no pudo con igualardor defender su virtud?

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***

—¡Pedro! ¿Cómo te ha ido? —CorrióAdela Navas a recibir a su esposo encuanto oyó que se abría la puerta de lacasa—. ¿Cómo te fue el juicio…?¿Cómo ha…? Pero, Pedro, ¿qué teocurre?

—Bien —respondió, contrito yabatido, el abogado de pobres.

—¿Bien? ¿Y esa cara?Después de lo acontecido en la sala y

después de la contienda entre el doradorGalera y Evangelina, la defensa habíaanunciado que no propondría ningúntestigo ni ninguna otra prueba, por lo queel juez dio la palabra al fiscal don

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Bernardo Yáñez y de Saavedra para susconclusiones.

El Yáñez, buen orador como era,intentó por todos los medios recomponerel desaguisado. Habló, y lo hizobrillantemente, de la marrullería de ladefensa, de su inconcebible ardid paracon muchacha tan joven e inocente,recordó que zorra vieja huele la trampa,pero que el candor y la juventud deEvangelina González le habían impedidooliscar el incalificable artificio deldefensor. Recordó las palabras de ladenunciante durante su declaración en eljuicio, afirmó que habían sido sinceras ycreíbles, que toda ella trasminabafranqueza y verdad. Dijo ésas y milcosas más. Pero mientras el fiscal

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pontificaba, nadie en la sala, y donRodrigo tampoco, podía olvidar cómo lamuchacha se había defendido comoperra en celo cuando el reo intentóarrebatarle la faltriquera, cómo habíaluchado por lo que pensaba era suyo ycómo había peleado hasta laextenuación.

A Pedro, en su turno de informe, lefue muy fácil contrarrestar la soflamadel fiscal. Lanzó, en cuanto tomó lapalabra, una pregunta que dio por tierracon toda la homilía de don BernardoYáñez: «Si así ha luchado por unpuñado de maravedíes, ¿por qué, en lanoche de aquel lunes, no pudoEvangelina luchar de igual manera porsu virginidad?». El resto de su alocución

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versó sobre la necesidad de probar laculpa y que para ello las leyes del reinoexigían la palabra de dos testigoshonestos, hombres de bien y sin tacha, yque en ese juicio sólo se contaba con lapalabra de un testigo de presencia, lapropia denunciante, que podía estarmovida por intereses bastardos, y que,además y para mayor inri, esa palabrahabía quedado con tan poco valor comoun chavo de cobre.

Cuando el juicio quedó visto parasentencia, el dorador quiso abrazarlo,mas Pedro de Alemán rehusó laestrechura. No estaba orgulloso de loque había hecho y no se le iban de lasmientes los ojos de Evangelina cuandoadvirtió la trampa en que había caído,

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esos ojos de animalillo indefenso.Jerónimo de Hiniesta lo invitó a unosvinos en el mesón del Tuerto y Pedroaceptó. Y lo hizo ansiando el fuego delvino por primera vez desde hacíamuchos años, deseoso de que losefluvios del mosto le atemperasen lascongojas. Galera quiso unirse al convite,pero su letrado le recordó quecontinuaba en arresto domiciliario hastaque el juez no sentenciase y que la rondalo esperaba a la salida para escoltarlohasta su casa en la calle Monte Corto.

Con Jerónimo en el mesón del Tuerto,en la calle Caridad, recibió desganadolos parabienes del personero y se bebióél solo más de un cuartillo de vinoclaro. Algo infrecuente en Pedro de

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Alemán.Cuando las campanas de San Dionisio

anunciaron la hora de la Misericordia,se despidió del procurador y seencaminó a su casa, ávido de refugiarseen la paz de Adela y de su hija. Y allí seencontró con la pregunta de su mujer,esa pregunta extrañada y sorprendida:«¿Y esa cara?».

Él mismo se repitió la pregunta parasus adentros.

Había ganado el juicio, estaba seguro,y propiciado la absolución del dorador.Sin embargo, se sentía indigno, y no porla argucia utilizada, pues todo estabapermitido cuando de defender a uncliente se trataba, sino porque no estabaseguro de que con la absolución del

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jurado Galera se hiciese justicia. No sele iba de la cabeza, como si se lahubiesen grabado con un punzón detrásde los párpados, la imagen deEvangelina González, su hermosura, sucandidez, el tono suave de sus palabrasmientras declaraba trasluciendo verdad.

Relató a Adela lo sucedido en eljuicio de esa mañana y le contó susprevenciones. Ella, avisada siempre,intentó darle ánimos, confortarlo,aliviarlo, diciéndole que había cumplidocon la obligación que su oficio leasignaba; recordándole esas palabrasque tantas veces Pedro repetía («Elabogado procura justicia, pero no ladispensa») y haciéndole ver que era donRodrigo quien, al fin y al cabo, debía

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impartirla, dando a cada uno lo suyo.Pero, pese a las palabras alentadoras

de su esposa, la sensación de angustiano lo abandonó durante un buen rato. Ysólo lo hizo cuando, mientras Adela leponía la mesa y le servía el almuerzo —una carne de toro a la jardineraaprovechando las recientes corridashabidas en la plaza del Arenal—, vioentrar en el cuarto, anadeando, lasmanos extendidas y su preciosa sonrisaen ristre, a su hija Merceditas, que enmarzo había cumplido año y medio yque ya andaba trastabillando sin pararmientras Crista, la criada, la seguíaprocurando que no se abriera la cabezacontra uno de los muebles de la casa.

Y la angustia de ese día tan intenso y

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tan largo se convirtió en carcajadacuando contempló a su hija, tan bonita,que a trompicones se abalanzaba haciaél y se arrojaba en sus brazos extasiadosde padre.

«Los hijos —pensó Pedro entonces,mientras abrazaba emocionado a su hija—, aunque también fuente de miedos,son la poderosa fuerza que nos permiteseguir remando en las revueltas aguas dela vida».

Pese a todo lo cual esa noche no pudodormir.

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X

EL COBRO DE LA MINUTA

Apenas una semana tardó el juez de locriminal don Rodrigo de Aguilar yPereira en dictar la sentencia del juiciodel dorador.

El martes 21 de junio, Jerónimo deHiniesta se presentó a media tarde en elbufete de Pedro, sonriente y jactancioso.Y aguardando los parabienes de suamigo como si la absolución del juradose debiera a él, le entregó la sentenciade don Rodrigo. En ella, el juez, deforma sucinta y como a desgana,

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declaraba que no se habían practicadoen el juicio pruebas que permitiesenafirmar sin género de dudas laculpabilidad del reo. Vio la docta manode don Rafael Ponce de León, el asesorletrado del juez, en la referencia queéste hacía a la Partida tercera del ReySabio, en la que se afirmaba que «loshechos deben ser probadosespaladinadamente y las pruebas debenser claras como la luz, de manera que nopueda existir sobre ellas duda alguna».Y que esas pruebas no existían en lasumaria ni se habían practicado en eljuicio. Por lo que decretaba laabsolución de don Antonio Galera,jurado y dorador.

—Creo que esto se merece un convite

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a aguardiente, ¿no, Pedro? —propuso elpersonero Hiniesta.

—Pues no, Jeromo. Vive Dios que no.—¿Y eso?—Esta absolución y esta sentencia no

merecen convites ni celebraciones, lolamento.

—Pues sí que están bien las cosas,pardiez. Parece que te he traído lanoticia de un difunto en vez de unasentencia absolutoria, carajo.

—Las cosas están como tienen queestar, Jerónimo, y es lo que hay. Y ya tedigo que lo siento.

—A fe mía que no te entiendo, Pedro.Llevas desde ese juicio, que estabaclaro ibas a ganar desde la zarabandaque liaste con el dorador y la chiquilla

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peleando como hienas en la sala dejusticia, como alma en pena. Como si, envez de haber logrado librar de la prisióna un cliente, lo hubieses condenado a lahorca.

—Y es que tal vez algo de eso hasucedido, amigo mío.

—Pero… pero… ¿qué estás diciendo,majadero? ¿Es que no has leído lasentencia?

—Sí, la he leído, y sé que se absuelvede todo cargo a nuestro cliente. Lo sé.Pero en esa sentencia va otra condenaimplícita, querido Jerónimo, y por vidadel rey que no sé si es una condena justao si no lo es.

—Me tienes hecho un lío, Pedro, votoa bríos. ¿De qué coño estás hablando?

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Jerónimo de Hiniesta y Pedro deAlemán eran amigos desde la infancia. Apesar de lo distintos que eran el uno delotro, pues mientras el personero,carnudo, calvo, con un gran mostachoalejado de toda moda, malhablado comoun galeote y dado a los gustos y losplaceres, era un epicúreo con marcadatendencia al hedonismo, el letrado, quetodo lo interiorizaba y pese a la continualucha que entre el bien y el mal en elfondo de su alma se encarnizaba, era unestoico en busca siempre de la razón yla virtud. A pesar de esas diferencias decaracteres y conductas, sus vidas habíandiscurrido paralelas, pues sus padres,también abogado el de Pedro y tambiénprocurador el de Jerónimo, habían

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trabajado juntos y eso había propiciadola amistad de las familias y susvástagos. El abogado de pobres sabía dela franqueza de ese hombre grandote queahora se sentaba frente a él en su bufete,de sus habilidades, de sus muchasrelaciones en Jerez, de las veces en quelo había ayudado sin pedirexplicaciones, de las ocasiones en quehabía accedido a colaborar con él sinesperar ni un maravedí a cambio. Ysupo, como siempre había sabido, quepodía hablarle a corazón abierto.

—Pues que esa absolución supone lacondena de la denunciante, Jerónimo, ysu vergüenza pública, eso es lo queocurre. Hemos conseguido que nuestrocliente, el jurado y dorador, salga

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indemne, es cierto, pero ¿qué más hemoslogrado…? Pues que una muchacha deapenas dieciocho años haya quedadomarcada para siempre.

—Pero bueno, Pedro, si hadenunciado en falso, ella se lo habuscado, ¿o no es así?

—Tú mismo acabas de darme larespuesta. En ese «si» que acabas depronunciar, Jeromo, estriba toda lacuestión. Y por mi salvación eterna queno podría jurar, a pesar del veredicto dedon Rodrigo, que esa muchacha sea unaperjura. Y ahora debo dejarte.

—¿Ni un mal vaso de vino me vas adar entonces, mal hombre?

—Ya te he dicho que no es momentopara vinos.

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—¿Y adónde carajo vas con tantasprisas, si puede saberse?

—Pues a hablar con el dorador,precisamente. Tenemos un par deasuntos que resolver y quiero hacerlocuanto antes.

—Uno de ellos, supongo, será elcobro de tu minuta y el de mi cuenta,¿no? Porque espero que todo eseembrollo que tienes en las mientes nosea la excusa para dejarme una vez mássin cobrar los reales que me tocan. Queyo no tendré, compadre, los mismosgatuperios morales que tú, pero sí unafamilia que alimentar y unas alcabalasque hacer llegar al cabildo cada vez queme corresponde. Y eso son más veces delas que yo quisiera, pardiez.

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—No te preocupes por eso. Voy aexigir a don Antonio Galera, porsupuesto, tu cuenta y mi minuta, que yaen su día convinimos, una y otra. Ytambién, si se tercia, que me mire a losojos, a ver si en los suyos encuentrorazones para salir de mis dudas.

Cuando Pedro abandonó su bufete latarde caía a plomo sobre Jerez. A pesarde que ya declinaba. Se despidió deHiniesta en la plaza de los Escribanos.El personero tomó la calle Chapineríapara desde allí adentrarse en lacollación de San Juan y llegar a su casaen la calle del Horno de don Pedro elBueno. Y el abogado de pobres subióhasta la plaza de los Plateros para desdeallí llegar a la calle Monte Corto, donde

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el dorador moraba.Y mientras andaba por las calles

bulliciosas de ese Jerez que saludaba lallegada del estío, su mente burbujeabacomo un caldero. «La obligación delabogado —pensaba— es mantener elánimo tanto en la victoria como en laderrota. Por más que… ¡cuánto cuesta, yen cuántas ocasiones, distinguir, pardiez,a la una de la otra!».

***

Antonio Galera recibió al letrado en elsalón de la planta principal de su casa.Y lo hizo con la cara transfigurada.Porque, aunque confiaba en suabsolución, ese momento, el de la

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notificación de la sentencia, eraapurado, y, a pesar de esas confianzas,había dormido mal y poco desde lafinalización del juicio. Y llevaba igualde mal lo del arresto: se sentía en sucasa como enjaulado, y más en esos díasen que tan hermosa estaba la ciudad,florecida, olorosa, limpia por las lluviasde la primavera, cuajada de jazmines ycon las campanillas violetasacardenalando los muros de las casonasy los arriates de los palacios. Intentóentrever en el gesto de Alemán el carizde esa sentencia, pero el rostro delletrado era hermético. Y en sus ojosbrillaba una luz que no era de contento,sino de desazones. Tantas eran lasurgencias del jurado que ni siquiera

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convidó a Pedro ni a vino ni a asiento.—Dígame usted —lo apremió su

cliente, de pie y en cuanto Serafina, lacriada que había conducido a la visita alsalón, se hubo marchado de la estancia—. ¿Qué ha ocurrido, por el amor deDios? —Y contemplando con pavura ellegajo que en esos instantes Alemánextraía de su carpeta de letrado,preguntó—: ¿Qué ha dicho donRodrigo? ¿Qué pone ahí, por vida delrey?

Pedro, bajos los ojos, y nublos,porque las sensaciones contrapuestasrelampagueaban en su cerebro, tendió lasentencia al dorador.

—Ha sido usted absuelto —anunció.—¡Por la sangre de Cristo! ¡Por los

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santos clavos de sus benditas manos! ¿Ylo dice usted con esa voz, que parecierapésame más que complacencia?¡Hombre de Dios! ¡Tome asiento, tomeasiento, se lo ruego! ¡Aquí, aquí, en lacabecera, que hoy son para usted todoslos honores! Y léame qué ha dicho donRodrigo, que debe de estar usted mejordotado que yo para las lecturas.¡Serafina! ¡Serafina! —reclamó luego ala criada a gritos, mientras obligaba alabogado de pobres a tomar asiento en unsillón de enea y dando saltitos de purocontento—. ¡Serafina, vieja estúpida!¿Dónde te metes, cabrona? ¡Trae elmejor de los vinos que tengamos en labodega y lo más sabroso de lasdespensas, que he quedado libre y hay

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que celebrarlo con este abogado quedesde hoy es ya como parte de lafamilia! ¡Y usted, don Pedro, no metenga más en vilo y dígame qué dice eljuez de Evangelina, esa maldita hija deLutero, mal rayo la parta!

Pedro de Alemán no pudo ni decirpalabra durante todo el tiempo que duróla retahíla. Permaneció pasmadocontemplando las efusiones del dorador,sus gestos descontrolados y laexacerbación que lo había atrapadocomo el zorro a la gallina. En esosinstantes despotricaba contra sudenunciante, a la que llamaba concuantos denuestos le venían a lasmientes, desde suripanta hasta buscona,desde meretriz hasta aborto de

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Mesalina. Todo ello dando vueltas enderredor del letrado como las falúaspiratas en torno del galeón. Y no cesó ensu vituperio hasta que Serafina,apresurada, pidió venia para entrar en elsalón cargada con una bandeja de dulcesy una frasca de aguardientehermosamente tallada.

Antonio Galera pareció tranquilizarsecon el primer vaso del licor, que logróapaciguarlo un punto, pues cesó en susescarnios. Tomó asiento entonces al ladodel abogado de pobres, todavíacongestionado, presa la faz de una rojaardorada, y cambió entonces losimproperios por los agradecimientos.Alabó la astucia del letrado, su arrojo ysu listeza, su camándula y su desparpajo,

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y se deshizo en elogios de su oratoria,de la sonoridad de su voz, de suconocimiento del alma humana y decuantas virtudes, reales o imaginarias, ledio por regalar a Pedro, que lo oíatodavía con la cara anubarrada. Porque,escuchándolo, tuvo la impresión de queera el dorador un hombre de dos caras, yesa que recién había visto, destemplada,afrentosa, desmandada, atropellada eirreflexiva, era la verdadera. Contemplóla estancia donde se hallaban, lujosa,bien amueblada, presidida por unahermosa biblioteca donde se alineabanvolúmenes encuadernados en piel debecerro y letras en el lomo grabadas enoro. Le costaba creer que ese individuofuese un hombre leído.

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—Y es el momento, amigo mío, de sergeneroso —dijo en ese instante eljurado, cesando de pronto en sucháchara, levantándose de súbito yacercándose a un aparador de caoba concantoneras de bronce y filigranas. Abriócon su llave el cajón inferior, extrajouna caja de madera noble finamentetallada y taraceada, y con ella en ambosbrazos, pues aparentaba pesar lo suyo,se acercó de nuevo a la mesa, dejándosecaer en su silla, cansado al parecer notanto por el peso del cofre como por lospaseos y los brincos que había dado porla estancia y por el apasionamiento de laperorata con que había abrumado aAlemán. Puso la arquilla sobre la mesay, al hacerlo, dejó el bargueño escapar

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sonidos metálicos, como de monedaschocando las unas contra las otras.

—Lo cierto, amigo mío —explicóentonces Galera, respirando pesado—,es que lo que usted ha conseguido, loque usted ha hecho por mí, no tieneprecio. Y sepa que estaré eternamente endeuda con usted. Pero como, pordesgracia, en este mundo nuestro es elvil metal lo que mejor representa elagradecimiento, a ello habrá de quedarreducido el mío, y bien que lo siento,créame, pues me gustaría poder pagarlede mejor manera. Así que, don Pedro,dígame, ¿cuánto le resta por cobrar desu minuta?

—En cincuenta escudos la ciframos,señor, y de ellos la mitad ya fue pagada.

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—Está bien.Antonio Galera abrió el candado que

aseguraba el cofre que se hallaba entreél y el abogado de pobres. Levantó latapa, forrada en elegante terciopelo rojo,y de su interior escaparon brillos de oroy de plata. Introdujo en el arca su manocomo el pescadero en la caja desardinas y la sacó rebosante de pesos yescudos. Con la habilidad de quien estáacostumbrado a recontar monedas, fuecomponiendo montoncitos con losescudos, desechando los pesos, queregresó al cofre, hasta igualar tres debuena altura. Devolvió a la caja los quele habían sobrado. Luego, acercó alletrado los tres montones de dineros.

—Aquí tiene usted —dijo, ufano—.

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Treinta escudos de oro. Cinco más delos pactados. ¿Qué le parece?

Un escalofrío heló la piel de Pedrocuando esa suma —treinta monedas— letrajo a la mente recuerdos que loturbaron. Cerró los ojos para espantarde sí la reminiscencia —«¿Por treintamonedas vendes al Hijo del Hombre?Era así, ¿no?…»—, y sintiéndoseestúpido por la evocación (pues él, sedijo, ni había vendido a nadie ni habíatraicionado a nadie), con dedos ateridosseparó luego cinco monedas del máscercano de los montones. Cogió el resto—veinticinco escudos de oro—, sacó sufaltriquera y la llenó con las monedas.

—Aceptaré sólo lo acordado, señorGalera. Y tres escudos de oro que son la

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cuenta del señor Hiniesta.—¡Vaya! ¡Por vida del rey que es la

primera vez que veo que un abogadorechace un maravedí que se le pone a sualcance!

Y se aflojó luego el hombre en unarisa nerviosa.

Pedro se puso en pie, guardó la bolsarepleta en el bolsillo de su casaca negray miró a su cliente con los ojosdestemplados.

—Y también por vida del rey queaceptar un solo chavo por encima de loque usted y yo acordamos sería comoreconocer que he hecho más de lo quemi oficio me demandaba. Y, en tal caso,sería como convenir que traspasé loslímites de mi trabajo. Y eso, señor

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Galera, ni usted ni yo queremosadmitirlo.

—No le veo nada satisfecho, abogado—dijo el jurado, apurando su segundovaso de aguardiente y poniéndose en piea su vez—. Y ni ha comido ni ha bebido.¿Puedo saber, señor, la razón de sucontrariedad? Porque contrariado leveo, como si en vez de haber ganado eljuicio y procurado mi honra y milibertad, me hubiese llevado a la cárcelreal o al Arsenal de la Carraca. Raro esusted, a fe mía.

Pedro de Alemán contempló fijamenteal dorador. Vio que sonreía, queesgrimía su sonrisa como un desafío yque los ojos le brillaban por elaguardiente. Se dijo que no le convenía,

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que las cosas estaban bien comoestaban, pero, sin embargo, pudo más sucuriosidad e hizo la pregunta que sabíano debía hacer.

—¿Es usted en verdad inocente, señorGalera?

Sabía que esa pregunta, en boca de unabogado y en oídos de su cliente, eracomo una invitación a acompañar aDante y a Virgilio en sus paseos por elinfierno. Y, sin embargo, ahí estaba, ladichosa cuestión, flotando entramboscomo un ánima.

El jurado Galera miró a su vez muyfijamente a su abogado, entrecerrandosus ojillos alumbrados por las holandas.Y a la postre, después de un instante detensión durante el cual el silencio podía

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cortarse como una onza de manteca ydurante el cual hasta los sonidos queprovenían del taller de la planta inferiorparecieron acallarse, estalló el hombreen incontenibles carcajadas que loobligaron a tomar asiento de nuevo.Tardaron sus risas al menos dos minutosen apagarse y, cuando lo hicieron, fueporque un tercer vaso de aguardienteapurado de un trago las sofocaron en sugarganta.

—Y eso, abogado, ¿qué más da? —preguntó al fin, limpiándose con eldorso de la mano las gotas deaguardiente que habían mojado subarbilla.

Pedro de Alemán estuvo a punto deconvenir. Llevaba toda su vida buscando

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la verdad. La verdad en el proceso, laverdad en la ley, la verdad en la justicia,la verdad en la vida. Sabía que laverdad, las más de las veces,fortificaba, por más que, como las rosas,viniese en muchas ocasiones custodiadacon espinas. Empero, en esta ocasión latemió. La temió de veras. Como si laverdad del jurado pudiese ser lacatapulta que asolase unas almenas queen su interior sentía extremadamentefrágiles.

—A mí sí me da —replicó, noobstante. Aunque su mirada parecióesconderse en el fondo de sus ojos,como si se parapetara tras sus pestañas.Y era el miedo lo que la escondía.

—Esa niña se lo merecía —dijo

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Galera, como quien no quisiera la cosa,pizcando uno de los dulces que la criadaSerafina les había servido. Masticódespués con pausa, con la risa danzandoen sus pupilas jaspeadas.

—Explíquese —pidió el letrado,trémula la voz, y regresando a su silla.

—¿Está seguro?—Lo estoy.—No lo veo muy preparado para la

verdad, don Pedro.—Para la verdad siempre se ha de

estar dispuesto —se ratificó, por másque todo dentro de él le pedía que selevantara y huyera de esa casa y de esapresencia que ahora se le antojabaaciaga.

—Mire usted que quien pide la

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verdad corre un peligro gravísimo.—¿Cuál?—Pues que se la den. O eso dicen, al

menos.—Déjese de circunloquios, se lo

ruego. Y cuénteme. Responda a lo que lehe preguntado.

—Usted lo ha querido.Galera se llenó por cuarta vez su vaso

y con un pestañeo preguntó al letrado siquería que le llenara el suyo. Pedro selo pensó, se notó la boca seca y amargay asintió en silencio. Observó cómo ellicor transparente borbollaba en elvidrio al caer sobre él desde buenaaltura y lo colmaba de blancos fulgores.Asió el vaso y lo vació de un trago. Elaguardiente llegó a sus entrañas con

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unos hervores que lo lastimaron.—Esa Evangelina es una

calientamingas, abogado —comenzóAntonio Galera su relato. Y lo hizosatisfecho y sedicioso—. Y bienmerecido que se tenía lo que le pasó.

—¿Qué le pasó? —lo apremió Pedro,espantado. Despavoriéndose por lo quevenía.

—Llevaba meses —continuó eljurado haciendo caso omiso de lapregunta— provocándome. Moviéndomeal deseo y a la calentura. Sabiendo quesoy viudo y que en no más de un par deveces cada año puedo apaciguar miscalores cuando ya mi sangre amenazacon incendiarse. Y ella, sabiéndolo,nada hacía por esconder su hermosura ni

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la perfección de sus carnes. Muy alcontrario, se acicalaba, recibía mismiradas con unos ojos que parecíanquerer excitarme; aceptó en las pasadasNavidades los regalos que le hice, unesenciero con aromas y una bujeta deafeites. Y cada día venía desde entoncesoliendo a perfumes, y Serafina me contóque algunas noches se aplicaba en lacara polvos de harina de arroz parablanquear su piel y que se pintabalunares en la cara. Aunque debía delavarse cada mañana, pues nunca la vicon tales afeites. Pero con tan sólopensar que lo hacía… En fin. Ella se lobuscó.

—¿Qué ocurrió aquella noche? —preguntó Alemán, entelerido y

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perentorio—. La noche del lunes degloria.

—Lo que ella contó en el juicio,abogado. ¿O quiere más detalles?

Sin dar tiempo a que Pedrorespondiese, el dorador se explayó enuna larga declaración de lo acontecidoen aquel día deplorable. Y aunqueemperejiló su relato con pormenores quepretendieron ser sugerentes pero quesólo acabaron por ser repugnantes, sunarración confirmó punto por punto loque Evangelina González había contadoen el estrado de la Casa de la Justicia.

—Y no, letrado —concluyó Galera—.Se lo digo yo antes de que me lopregunte: no le di ocasión dedefenderse. Aquí donde me ve, mis

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brazos, de tanto dorar, de tanto manejarpaletas y buriles, son fuertes como la fede una abadesa. En mis manos,Evangelina no fue más que esa ovejillaque, aunque se resista al esquilado,aunque se retuerza y se sofoque, al finalacaba más mocha que una habichuela. —Quiso apurar su vaso, pero advirtió queestaba vacío. Sorbió para llevarse a loslabios las últimas gotas de aguardiente—. Eso fue, don Pedro, lo que ocurrió.

El abogado de pobres permaneció ensilencio, como golpeado.

—Me he informado de lo que dicenlas pragmáticas reales acerca de losabogados y sus clientes, por supuesto —continuó el jurado mientras llenaba suvaso y se demoraba en elegir un

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pastelillo—, porque nunca lo vi a ustedconvencido de mi inocencia y sabía queeste momento iba a llegar más tempranoque tarde. Y sé y me consta que nopuede usted contar ni pizca así de lo quehoy ha oído, so pena de perder sulicencia y su libertad. Así que, buenamigo, le aconsejo que lo olvide cuantoantes. Y ahora, señor De Alemán, si nose le ofrece nada más… Ya se lleva loque vino a buscar, ¿no es verdad…? Yno me refiero a esos veinticinco escudosde oro que llenan su faltriquera, porvida del rey. Así que buenas nochestenga usted. Es tarde y tengo que dejartodo preparado en el obrador paramañana. Y buscar una nueva moza, viveDios. Que no puede Serafina, con esas

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carnes enjutas y esos ojos de cabra, contodo lo que en esta casa a las criadas seles exige.

***

El mesón del Tuerto, en la calleCaridad, era frecuentado por abogados ycuriales. No sólo por su cercanía alcabildo y a la Casa de la Justicia, sinoporque allí se servía buen vino claro,buen aguardiente, buena morcilla y buenqueso. Y, si se pagaba bien, hasta buenosvinos envejecidos.

Pedro entró en el figón, que estaba debote en bote, cuando la noche ya caíasobre Jerez, calma y suave. Todo locontrario que su espíritu, agitado y

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bravo. Se dio de bruces con el ambientealegre y festivo del mesón, con lasconversaciones que llegaban desde lasmesas animadas por los vinos, con lasrisas que estallaban en un lugar y enotro, con la penumbra del lugar quemovía a las disipaciones, con losaromas del mosto y del aceite de lasfritangas, con los enjambres de moscasque pululaban por el gran salón de lahostería buscando dónde posarse yzangolotear por las viandas queatestaban los tapetes sin ser manoteadas.Caminó arrastrando los pies por el suelolleno de huesos de pollo, de aceitunas,de restos de comida, de escupitajos, detabaco mascado y de aserrín,correspondió con desgana, e incluso con

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displicencia rayana en la descortesía, alos saludos que algunos conocidos lebrindaron desde un par de mesas, rehusóla invitación de sentarse a la suya que lehizo su colega don Juan Polanco Roseti,que departía con un veinticuatro y suadministrador, y escudriñó el rincón másoscuro y más solitario para buscarasiento y encontrar refugio. Halló uno yotro en una mesita minúscula que estabasituada junto a la entrada a las cocinas, yde ahí que estuviera libre. Pues loshedores que desde los fogones llegaban(de grasa ardiendo, de la sangre de lasmorcillas, de las vísceras de lospescados…) eran insoportables. APedro, empero, no le importaron esostufos, pues pareciera que todos sus

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sentidos, incluido el olfato, los tuviesecomo anquilosados. Sólo tenía sitio ensu cerebro para la imagen de EvangelinaGonzález, para su belleza espléndida ypara el daño que se le había irrogado.Daño del que se sentía en últimainstancia responsable.

Tardó en ser servido, pues, estrujadoentre las sombras del lugar en que sehallaba, una de las meseras no reparó enél sino hasta la tercera vez que pasó porsu lado. Pidió un cuartillo de vino claro,dijo que no comería pues si algo notenía era hambre y, permitiendo que elvino entibiase el frío de sus carnes apesar de la atmósfera sofocante delfigón, fue intentando rehacerse yasimilar lo acontecido.

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Lo primero que hizo fue intentaridentificar la sensación que lo agobiaba.Se dijo que no era rabia, ni vergüenza,ni desesperanza, ni decepción. Seplanteó si sería angustia, para decirse alcabo que no, pues la angustia era vértigoy dolor del alma y él, a pesar de todo, sesentía calmado. Consideró si eraamargura, para también al fin negarlo,pues la amargura era miedo yfrustración, y no se notaba niatemorizado ni frustrado; mucho menosesto último, pues la frustración equivalíaa fracaso personal, y no era eso lo queexperimentaba. Fue al segundo cuartillode mosto cuando se dio cuenta de lo querealmente sentía.

Era pena.

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Una pena profunda y destructora. Unapena tan oscura como un pozo negro, eigual de infecta y espesa.

Pena.Pena por sí mismo, pena por la

justicia del rey, pena por las leyes de loshombres, pena por el mundo que lehabía tocado vivir.

Ese mundo en el que la palabra de unadama era prueba y la de una criada erasólo duda.

Ese mundo en el que la justicia sevestía de organzas para juzgar a uno y deharapos para enjuiciar a otra.

Ese mundo en el que los pesos, losescudos, los apellidos y los linajes eranla única medida real para las cosas.

Pena por Evangelina González.

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Pena por su vida deshecha.Por su futuro aniquilado.Y pena por ser una pieza más de ese

espantoso engranaje.Se preguntó luego si él era culpable

de lo sucedido, si en verdad tenía laculpa por la absolución de un culpable ypor la condena de una inocente.

Quiso decirse que no, que la misióndel abogado no era sino ofrecer al juezlas pruebas necesarias para un veredictojusto y para ayudarlo a descubrir laverdadera naturaleza de las personas,naturaleza humana que era el espejo quedesvelaba el alma.

Quiso convencerse de que no podíahaber culpa en el ejercicio cabal de suprofesión de abogado, que la culpa

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habría concurrido de no haber hechoprecisamente lo que hizo en el juicio deldorador.

Quiso persuadirse de eso y de milcosas más.

Pero al final no pudo.Y la culpa se le enredó con la pena

hasta convertirse en ira.Escarbó en el fondo de su alma y se

supo cómplice de una injusticia. Y alapercibirse de ello, todas aquellassensaciones que antes había negado —rabia, vergüenza, desesperanza,decepción, frustración, angustia,amargura…— lo anegaron como unaluvión de lodos.

Acabó su segundo cuartillo de vino yse puso en pie.

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Los mostos, lejos de haber enturbiadosus entendederas, las habían aguzado.

Sacó la faltriquera colmada dedineros, apartó los tres escudos que erande Jerónimo de Hiniesta y se los guardóen el bolsillo de las calzas, y dejó unpuñado de maravedíes sobre la mesapara pagar las dos jarras.

Y supo entonces, al notar el peso delos escudos en la bolsa y cuando se diocuenta de que sin pensarlo habíaguardado fuera de la faltriquera losescudos del personero, lo que tenía quehacer.

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XI

UNA VISITA EN LA NOCHE

La calle Capachos, que debía su nombrea los capachos de cáñamo con que losfrailes hospitalarios pedían suslimosnas, tenía, como otras tantas enJerez, diversas denominaciones: la deTras de San Juan de Letrán, por hallarsea las espaldas del antiguo hospital y dela iglesia del mismo nombre; y, desdehacía sólo cinco años, la de calle de SanJuan de Dios, en honor al hospitalitofundado por Juan Pecador y que antes sellamaba de la Candelaria. Era una

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calleja estrecha que comunicaba la callePiernas con la Porvera, y su aceraizquierda según se entraba en ella desdeesta última vía estaba salpicada depequeñas casas de vecinos dondemoraban familias humildes. Todo en unintenso contraste con las grandescasonas que se alineaban en la hermosay arbolada calle Porvera.

Pedro de Alemán llegó allí cuando yacasi era noche cerrada, aunque una lunablanca y redonda iluminaba con susfulgores pálidos la angosta callecita, quese hallaba desierta, por lo que no pudopreguntar a nadie por la casa quebuscaba. Fue llamando puerta por puertaa cada una de ellas, recibiendo enalguna que otra unas negativas educadas

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y en la mayoría maldiciones y pestes pormolestar a deshoras. Al fin, en una delas casas le fue señalada aquella por laque inquiría y allí se dirigió con pasosapresurados y sin saber muy bien nicómo anunciarse ni cómo justificar suvisita intempestiva. El portalón, de unverde desvaído, del edificio estabacerrado y no había aldaba ni picaporte.Golpeó la madera con todas sus fuerzascon la palma de la mano y enseguida oyóvoces amortiguadas, un par deblasfemias y un runrún de movimientosnerviosos desde el interior. No leimportó incomodar ni inquietar, pues sesentía movido por una necesidadperentoria de remediar, en la medidaque pudiera y si es que se podía, la

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injusticia cometida. Y volvió por tanto allamar con más fuerza. El portón seabrió al poco, y fue un mozo fuerte comoun yunque y malencarado quien apareciódetrás de él.

—¿Qué se le ofrece a estas horas, portodos los santos?

—¿Vive en esta casa EvangelinaGonzález?

El zagal contempló a la visita conojos escrutadores. Bajó la mirada desdelos ojos atormentados de Pedro hasta sucasaca negra, vieja pero de buenahechura, y la subió luego hasta sugorrilla de letrado húmeda por el sudorde la caminata bajo el clima templadode la noche de junio.

—¿Quién la busca? —preguntó el

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hombre.—Pedro de Alemán y Camacho,

abogado de pobres del concejo.El mozo dudó durante unos instantes,

como si pensara que nada bueno podríatraer a esa casa de gentes modestas lavisita de un abogado, y menos a esashoras, pero pareció adoptar luego unadecisión, aunque rezongando entredientes. Se hizo a un lado y permitió queAlemán entrase en el zaguán,penumbroso y descalichado, y accedieraal patio a cuyo alrededor se arracimabanlas habitaciones. Señaló una de ellas,casi al fondo del corral, y permaneciódonde se hallaba mientras Pedro seacercaba a la puerta que le había sidoindicada. Reparó en la presencia

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vigilante del zagal, mas no le hizo caso.Tenía que hacer lo que iba a hacer yesperaba ser comprendido, y si no loera, también estaba dispuesto a afrontarlo que viniese. Y respiró con fuerza ysiguió adelante, y advirtió absurdamenteque por encima del perfume de layerbabuena de las macetas del patio allíolía a gachas de avena, a cuadra y agallinas.

Llamó con suavidad a la puerta demadera cruda y aguardó a que seabriese. Cuando lo hizo, por el hueco delas jambas apareció una mujer, entrada,más que en años, en privaciones. Y enlas penalidades de la pobreza, quearrugaban la piel más que la edad, apesar de que no tendría ni cuarenta años.

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Y aunque había en ella una antiguabelleza que recordaba a la hermosuraimpoluta de su hija. Pues al instanteidentificó a aquella mujer como lamadre de la criada del dorador.

—Buenas noches, buena mujer —saludó Pedro.

—Buenas noches tenga usted —correspondió ella, con la voz afligida.En la casa del pobre, todo lo imprevistosolía acrecentar las desgracias, más queatenuarlas.

—¿Vive aquí Evangelina González?Fue pronunciar ese nombre para que

una nube de miedo oscureciese el rostroajado de quien Pedro había supuesto erasu madre. Y entendió ese miedo deinmediato: barruntó que la noticia de la

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absolución de Galera ya había llegado aesa casa y que allí se pensaba, o setemía, que esa absolución podríasignificar complicaciones para ladenunciante. Como si ya hubiese tenidopocas, con su virtud perdida por lafuerza y la vida arrasada como lacosecha bajo el granizo.

—No se inquiete, mujer —intentótranquilizarla—. No traigo problemaspara su hija. Lo único que quiero eshablar con ella.

—Es muy tarde. ¿Qué se le ofrece? Laniña debe de estar dormida ya.

—Soy el abogado de don AntonioGalera y…

—¡Dios mío! ¡Usted! ¡Pero usted…!—Sí, yo, yo, yo —interrumpió Pedro,

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contrito y cabeceando—. Pero no vengoa traerle ningún mal, sino todo locontrario. Créame, por el amor de Dios.

—¿Qué demonios ocurre, Trini? —seoyó una voz ronca de hombre, que deinmediato apareció en la puerta—.¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

—Es el abogado de don Antonio,Sebastián.

—¿De Galera?—Sí.Una sombra cruzó el rostro curtido

del padre de Evangelina, en el que lapiel asemejaba oscura badana de tantashoras al sol cosechando trigos, vareandoolivas o desmochando sarmientos. Susojos, embutidos en unos párpadosprietos y escarolados, refulgieron de

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incomprensión primero, de cóleradespués.

—¿Cómo se atreve? —Y su voz,aunque ronca y baja, pareció resonarcomo el zumbido de un flagelo en elsilencio del patio.

—¿Todo bien, Sebastián? —Era lavoz del zagal que había abierto a Pedroel portalón del inmueble, que aún sehallaba junto al zaguán, aguaitando.

—Creo que sí, Juan —respondió elhombre, aunque sin dejar de observar alinesperado visitante.

—Bueno, pues estoy ahí mismo, porsi me necesitas.

Sebastián González reparó en loshombros estrechos de Pedro, en su pintade hombre de paz y de leyes, en sus

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manos acostumbradas a empuñarcálamos y no azadas.

—No creo que haga falta, Juan,buenas noches.

Permanecieron en silencio hasta quelos pasos del zagal dejaron de oírse trasel ruido de una puerta al cerrarse.

—¿Qué quiere usted con nuestra hija?—preguntó luego González—. Sipretende querellas, sepa usted que aquíno tenemos ni un maravedí, y no sé québien podrán ni usted ni el doradorobtener de su prisión. ¿Por qué no me ladejan en paz?

—No traigo querellas, señor —afirmó Pedro—, sino reparaciones.

—¿Reparaciones?—Sí. Busco la forma de reparar el

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daño.—¿El daño?—El que se le ha hecho en el juicio.—¿Le va a devolver usted su virtud?—Bien sabe usted que no puedo. Y

ojalá pudiera.—¿O su vida, tal vez, que usted y su

cliente le han arruinado?—De verdad, permítanme hablar con

ella. Mi cliente, don Antonio Galera…—No pronuncie usted el nombre de

ese malnacido en mi casa.Pedro estuvo a punto de revelar al

padre de Evangelina la confesión queunas horas antes el jurado le habíahecho: que, en efecto, había ultrajado asu hija, que la niña había dicho laverdad ante don Rodrigo… Pudieron,

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sin embargo, más sus prevenciones, puesno podía olvidar que se hallaba sujeto ala obligación de sigilo profesional.

—Se lo ruego —fue lo que indicó—,déjeme que le diga lo que vengo adecirle. Y a hacer lo que vengo a hacer.Él, mi cliente, me dijo esta misma tardeque en este mundo nuestro es el vil metallo que mejor representa elagradecimiento. Pues lo mismo ocurrecon las reparaciones.

—Habla usted de reparaciones.¿Significa eso que cree usted que mi hijadijo la verdad cuando afirmó serviolentada por su dueño?

Pedro de Alemán calló. Aunque en susilencio cualquier persona avisadapodría encontrar más asertos que

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negaciones.Sebastián González miró fijamente al

abogado de pobres, taladrándolo con susojos ensombrecidos por la oscuridad dela piel y por las pestañas, tan espesascomo las de su hija. Se hizo a un lado alpoco, asintiendo.

—Pase usted. Trini, despierta a laniña y haz que venga. —Y dirigiéndosea Pedro—: Pero yo estaré presente en loque hablen.

—Por supuesto —admitió Alemán.Ambos, jornalero y abogado,

permanecieron de pie en el pequeñocuartito delantero de la casa, de apenastres varas cuadradas y escasamenteamueblado: un par de sillas escoltando auna mesa de madera basta y varios

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escabeles toscos.Llegó con su cabello enredado, con

ojos de sueño y con la pesadumbremoteando su piel y empalideciéndola.Pero, a pesar de ello, igual de hermosa,si no más, que cuando la vio en el juiciodel dorador. Evangelina González, seratificó Pedro, era un ángel, una beldadde Dios, una criatura de hermosuraperfecta, y sintió, al pensarlo, que unaardorada le incendiaba el rostro. Y notóque las piernas le flaqueaban y que sesentía desfallecer, y tuvo que realizar,apretando los dientes, un esfuerzosupremo por no hacerlo.

La niña estaba, por lo que parecía,recién vestida, y el botón superior malojalado de su camisa enseñaba una

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pulgada de su piel blanca. Al ver aPedro compuso gesto de espanto y dioun paso atrás, como si fuera Luciferquien se hallaba en el cuartuchodelantero de su casita y hubiese venido allevársela consigo.

—No te asustes, Evangelina —acertóa farfullar Pedro, todavía ruboroso—.Por Dios te lo pido. No te traigo másdesdichas, de verdad, sino todo locontrario.

La muchacha miró a su padre, quehabía endurecido el gesto al ver lareacción de su hija. La madre, conambos puños en los labios, observaba laescena desde la puerta que comunicabael cuartito con el resto de la casa, quePedro supuso no constaría de más de

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otras dos habitaciones. Un ronquido deniño llegó apagado desde susprofundidades.

—Diga lo que tenga que decir —instóSebastián González al abogado— ymárchese.

El abogado de pobres ni podía quitarlos ojos de Evangelina ni supo pordónde comenzar. Lamentó suimprevisión, sus premuras y su incuria, yse sintió torpe y pazguato como nunca ensu vida. Tragó saliva, apartó a duraspenas los ojos de la moza y, llevando lamirada desde el padre hasta las sillasque se alineaban tras de la mesa,interrogó sin decir palabra.

—No hace falta que tome asiento —respondió el padre a la muda pregunta

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—. Puede hablar de pie. Así que venga.Y tú, Evangelina, abróchate la camisa ysiéntate en ese escabel. No, en ése no —dijo, señalando el más alejado delletrado—, en ése. Y usted, comience. Notenemos toda la noche.

Pedro de Alemán buscó palabrasdesesperadamente. Y no las halló.Revolvió en el baúl del alma dondeguardaba sus sentimientos, que tan pocopropenso a mostrar era, y dejó que fueseel corazón quien hablara.

—Esta mañana —comenzó, con lavoz sobrecogida, fijos de nuevo sus ojosen los ojos enormes de la muchacha—,don Rodrigo de Aguilar, el juez, hadictado sentencia en el juicio por tudenuncia, Evangelina. Y ha absuelto a

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don Antonio Galera, tu antiguo amo.—Lo sabíamos —interrumpió el

padre, como el pedernal la voz—. Todoel mundo lo sabe ya. Y todo el mundopiensa en estos momentos que mi hija,además de una furcia, es una mentirosaque pretendió aprovecharse de unhombre honrado. Y ahora usted vieneaquí, en plena noche, y…

Cerró los puños, incapaz de seguirhablando, ganado por el coraje.

La interrupción sólo sirvió paraaturullar aún más a Pedro. Volvió abuscar palabras, pero ninguna de las quehalló le satisfizo. Quiso hablar delamentaciones, de perdón y de laceguera de la justicia. De esperanzas enque el tiempo borrase los agravios y de

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que la verdad al fin siempre relucía.Pero todas esas palabras le parecieronvanas, hueras, infértiles. Incapaces dedar la reparación que procuraba.Maldijo su inteligencia, tan agudasiempre, y hoy tan exánime. Maldijo suvoz, tan sonora en los juicios y hoyensogada en su garganta. Maldijo sulocuacidad, tan oportuna en losembrollos y hoy muda como los toros deGuisando. Se maldijo a sí mismo y sudecisión desventurada de venir estanoche a la calle Capachos.

Al fin, movió la cabeza, vencido, yabrió ambas manos.

—Yo…—Usted ¿qué?—Lo siento.

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—Pues ya lo ha dicho, pero pococonsuelo nos va a traer eso. Ahora,déjenos en paz, abogado. Buenas nochestenga usted, y espero no volver a verloen mi vida.

Pedro miró a Evangelina por últimavez. Se sintió laxo, desfallecido, sinfuerzas, inútil. Se giró para marcharse,pero algo pareció detenerlo. Se dio lavuelta, contempló a padres e hija, que asu vez lo observaban con emocionesvarias: miedo en el rostro de lamuchacha; esperanzas, en el de lamadre, como si esa visita inopinadapudiese traer algo de confortación a sudesdicha; y cólera en el del padre, queparecía contenerse para no dar dospasos adelante y echar de su casa al

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abogado a empujones. Bajó los ojos,abochornado por lo que iba a hacer.Pues no sabía si ese gesto, el único quese le ocurría, iba a ser más insulto queconsolación.

Se acercó a la mesa, introdujo lamano en la casaca, extrajo del bolsillosu bolsa repleta de escudos y la dejósobre la mesa. Musitó luego un buenasnoches y enfiló la puerta de la casa.Cruzó el patio, que olía a yerbabuena, aespliego y a cuadra y a corral. Y cuandoalcanzaba el zaguán y el portón parasalir a la calle, oyó unos pasosapresurados tras de él. Se volvió y vioque Sebastián González se le acercabaraudo. Lo aguardó, precaviéndose, hastaque el hombre llegó a su altura. Le

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tendió la bolsa, cerrada e intacta. Pedro,sin embargo, dio un paso atrás, como siesa bolsa quemara.

—¿Piensa usted —preguntó González,preñada de ira y fatiga su voz ronca—que esta bolsa de dineros puededevolverle la honra a mi hija?

—Sé que no.—¿Y entonces?—No tengo otra forma de manifestar

cuánto siento todo lo que ha ocurrido.—Sí la tiene.—Yo no la veo. ¿Cuál?—Vaya adonde ese maldito dorador,

agárrelo de la casaca, zarandéelo y no losuelte hasta que reconozca lo que hahecho y grite al mundo su culpa. Ésa esla única forma en que se puede lavar la

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afrenta.—No valdría de nada. Él no lo haría.

Jamás va a reconocer ante el mundo loque hizo.

—Entonces, tome. —Y volvió atenderle la bolsa—. No queremos susdineros.

Pedro sonrió, una sonrisa triste ydescompuesta.

—Yo tampoco —dijo.Y salió a la calle Capachos, oscura y

desierta.Durante unos instantes, oyó los pasos

del padre de Evangelina en pos de él,pero al poco dejó de escucharlos. Segiró cuando caminaba por la mediaciónde la calle y lo vio allí, parado, a variospasos de la casapuerta, sosteniendo en

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la mano, dejada caer al costado yrozando la tela tosca de sus zaragüelles,la faltriquera colmada. No podía ver sucara, envuelta en sombras, pero sehabría apostado años de su vida a queen esa cara cobriza y arrugada por el solde los campos titilaban, en una solahoguera, la rabia y la esperanza.

***

Llegó a su casa cuando por las callessólo transitaban algún que otroborracho, las ratas y los perrosvagabundos que las perseguían ymordisqueaban las basuras, y cuandosobre las tapias los gatos callejerosaguardaban el sueño de los perros para

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procurarse la pitanza.En la cocina, llenó una palangana con

agua del cántaro y se enjuagó, durantelargo tiempo, cara y manos, buscando enla frescura del agua la manera dequitarse la sensación de suciedad quetraía y de apaciguar los sentimientos quehervían en su interior. Sentimientoscontradictorios y discordantes: suconfianza en que los escudos que habíadejado en casa de Evangelina aliviaríansu pobreza y su futuro; su desazón por supropia pérdida, pues esos dineros eranmuy necesarios a su economía, siempreadelgazada y pendiente de un hilo; lasensación de infamia que reverberaba ensu mente, pues no podía olvidar quehabía contribuido, y de qué forma, a

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dejar sin castigo a un culpable, a unviolador; la impresión de que, sinembargo, no podía hacer otra cosa quelo que había hecho, pues no procurar laabsolución de un cliente a quienreputaba en aquel momento inocentehabría sido incompatible con lasobligaciones de su oficio. Sensacionescontrapuestas que lo conturbaban y porencima de las cuales aleteaba, como unduende malvado, el recuerdo de labelleza magnífica de la muchacha, aquien no conseguía expulsar de suspensamientos. Se secó las manos y lacara en el silencio de la casa, apenasinterrumpido de vez en cuando por losronquidos suaves y esporádicos deCrista, la criada, que yacía ahí al lado.

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Fue al cuarto de su hija, deMerceditas, que dormía con la paz delos niños, y esa paz infantil e inocente loreconfortó en cierta medida. La besó enla frente y dejó que su paz lo empapara,aunque, como la lluvia fina, se secóenseguida, dejando de nuevo paso a susturbaciones. Entró en la alcoba dematrimonio de puntillas, procurando nodespertar a Adela, que dormía apenastapada por una sábana que dejaba aldescubierto sus pies y sus hombros. Sedesnudó sin hacer ruido y se tumbó juntoa su esposa sin poder evitar que elcolchón de borra se balanceara con supeso.

—¿Pedro? —oyó la voz adormiladade Adela Navas.

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—Estoy aquí, Adela. Siguedurmiendo.

—¿Qué hora es?—A punto de dar las once.Adela se giró y se incorporó en la

cama.—¿De dónde vienes tan tarde, Pedro?—Han absuelto al dorador, Adela.—Lo sé. Me encontré con Elena —

Elena Castillo era la esposa delpersonero Jerónimo de Hiniesta— estatarde en la plaza de la Yerba con losniños y me lo comentó.

—Era culpable, Adela.—¿Galera?—Sí.—¿Cómo lo sabes?—Esta tarde, en cuanto Jeromo me

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trajo la sentencia, fui a su casa, acobrarme la minuta, y me lo dijo.

—¿Él mismo reconoció suculpabilidad?

—Y no sólo eso. Se jactó de lo quehabía hecho.

Adela Navas guardó silencio. Seincorporó y desencapuchó la vela quehabía en una palmatoria sobre su mesillade noche. Con una larga astilla demadera impregnada de azufre que rascócontra papel de fósforo, prendió supabilo, que dio a la pequeña alcoba delmatrimonio una luminosidad tenue ydorada. Acarició luego el brazo de suesposo.

—Ya te dije que ese caso me dabamal pálpito, Pedro. No sabes cuánto lo

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siento.—Ya.—De todas formas, pienso que no

debes culparte. Hiciste lo que tenías quehacer.

—Por Dios. ¿Ayudar a absolver a unculpable es lo que tenía que hacer,Adela?

—Sabes que las cosas no son así. Túmismo me lo has dicho un millón deveces. La obligación del abogado esdefender a su cliente y la del promotorfiscal es la de presentar las pruebas quejustifiquen su culpabilidad. Y si no escapaz de presentarlas y el juez absuelve,no es culpa del abogado.

—En este caso había pruebas, Adela.Las había.

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—No te entiendo.—Teníamos la palabra de Evangelina

González. Teníamos su declaración, quefue sincera y convincente. Pero yo, conuna astucia, Adela, la hundí, la puse enridículo, la hice pasar por una arpíamentirosa.

—Ya me contaste lo que pasó en eljuicio, Pedro. Y no fue culpa tuya. Si esaniña decidió revolverse contra Galerapugnando por su faltriquera, ¿qué podíashacer tú?

—¡Pues no haberlo hecho, voto abríos! —exclamó, aunque enseguidavolvió a bajar la voz—. Puse a esamuchacha en una tesitura difícil.Imposible, más bien. Con su vidaarruinada, su virginidad perdida, la

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había dejado su novio, su familia espobre como un erial, se hallaba sinempleo, ¿qué otra cosa podía hacer?¿Qué otra cosa le podríamos haberpedido que hiciera?

—Muy bien. Pero te lo repito: fue suelección. No fue culpa tuya.

—Ya. Tal vez. Pero no puedo evitarsentirme como un miserable, Adela.

—Pues no debieras. Pero, dime, ¿dedónde vienes?

—De casa de la muchacha.—¿De qué muchacha?—De ella. De Evangelina, la

denunciante.—Ah.—Y he dejado allí los veinticinco

escudos que el dorador me pagó. Bueno,

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la realidad es que no han sido losveinticinco escudos. Ha sido más, todolo que llevaba en la bolsa.

Adela Navas miró a su esposo y supover en él su corazón en carne viva.Volvió a encapuchar la vela y a permitirque la penumbra ganase de nuevo laalcoba. Se recostó contra su marido ysintió frías sus carnes a pesar de lacalidez de la noche. No le habló dedineros, ni de economías, ni de juiciosni de pleitos.

—Te quiero —fue lo que le dijo.Y Pedro supo que la ternura de una

mujer, de su mujer, era el bálsamo máseficaz contra las heridas del alma. Y porprimera vez en la noche, la imagenperturbadora de Evangelina González se

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esfumó de su mente.—Y yo no sé qué haría sin ti, Adela.Y era verdad. Porque ella era el ancla

que aseguraba el pequeño esquife de suvida en la peor de las tormentas. Ella, sumujer, Adela Navas, era el contrapesoque cada día hacía que la romana seinclinase hacia el platillo del bien en elprecario equilibrio de sus luchasinternas. Ella, su mujer, y su hijaMercedes, eran el agua y el sol quepermitían que en su tierra yerma lasemilla de sus cosas buenas germinase.

Si no fuera por ellas, pensó, cuántasposibilidades habría de que sólo fueraun pedregal colmado de hierbas malas.

Sí.Ellas eran su agua y su sol.

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Ellas eran el quinqué luminoso de suoscuridad.

Ellas eran la más sabia de laspragmáticas del libro de las leyes de suvida.

A pesar de todo lo cual, la imagen deEvangelina González rondó esa noche, ylas que vinieron, por sus sueños cuandoéstos al fin, y con no poco esfuerzo, loganaron.

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XII

LA CONFIDENCIA DETOMÁS DE LA CRUZ

Junio acabó sin mayores contratiempos,lo cual tampoco fue difícil en exceso, ylas exigencias de los muchos casos quetuvo que atender durante esos días en laoficina del abogado de pobres y en subufete privado ayudaron a Pedro aamansar las consternaciones de laabsolución del dorador. Que poco apoco pasaron a convertirse en algoparecido a una resaca, un recuerdodoloroso que de vez en cuando

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regresaba al escenario de su mente paraaguijarlo y para hacer que no seolvidara de los riesgos de su oficio. Ni,voto a bríos y muy a su pesar, deEvangelina González y su bellezasolemne.

Llegó julio, tórrido como cada año, ysucio, pues las calores hacían que lasbasuras de las calles de nuevoreverberaran, que sus efluviosenrareciesen el aire de la ciudad y loapestasen; aunque, a pesar de esa calorinsufrible y de esa pestilencia, era, eldel mes de julio, un mes gozoso enJerez, pues se oteaba la próximavendimia y había trabajo en los camposy los campesinos gastaban sus jornalesen las tiendas de intramuros, en las

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Carnecerías, en las Pescaderías y en losmercados de las plazas.

No era, empero, un mes gozoso paraPedro, y no sólo por aquellasturbaciones que de cuando en vez loasaeteaban, sino porque había en elcalendario una fecha señalada comofatídica: la del sábado día 9 de julio deese año del Señor de 1757, día en que,según reciente auto del juez de locriminal don Rodrigo de Aguilar yPereira, habría de tener lugar en la plazadel Arenal, y previa su flagelaciónpública, la ejecución en la horca y elposterior desmembramiento del reoFrancisco Porrúa, condenado a muertepor el asesinato de su mujer DionisiaMenéndez.

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Pedro de Alemán, aunque ya habíatenido que soportar en muchasocasiones, en sus casi nueve años deejercicio de la abogacía, el suplicio dever cómo algunos de sus clientes eranejecutados —once, a lo largo de esosaños—, no lograba acostumbrarse a latesitura. Y en los días, por no decirsemanas, previos a la ejecución, malcomía, mal dormía y mal vivía, si es quea ese estado de ánimo, amargoso,abatido y taciturno, se le podía llamarvivir.

Y así se hallaba en la mañana dellunes día 4 de julio cuando sintió que lapuerta de su oficina de abogado depobres en la Casa del Corregidor seabría y que por ella asomaba la cabeza

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de Tomás de la Cruz, jefe de losalguaciles del concejo.

Tomás de la Cruz, de algo menos decuarenta años, de buena estatura aunqueentrado en carnes y con cara debonachón, había alcanzado esa jefatura araíz de su colaboración con Pedro en laresolución del crimen del sacristanilloJacinto Jiménez Bazán[3], acaecidohacía más o menos cuatro años; y desdeentonces, aunque no se veían a menudo,mantenía con el letrado estrechos lazosde afecto.

—¿Se puede? —preguntó el ministro,esbozando una de sus sonrisas tanfrancas, por más que se le veía algopreocupado esa mañana.

—¡Tomás! —exclamó Pedro,

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levantándose y acercándose a la puerta—. ¡Qué alegría verle por aquí! Pase,pase, se lo ruego. Y tome asiento, porfavor. ¿Un vaso de agua? Ya sabe quepara vinos aquí no hay.

Tomaron asiento cada uno a un ladode la mesa, dejó el alguacil su bicorniosudado sobre el tapete, se secó la frentecon un pañuelo y durante algunosminutos estuvieron hablando de susrespectivas familias, de cosas de lajusticia, de la ciudad y del concejo.

—Supongo que está usted muyocupado, como siempre, Pedro —abordó por fin Tomás de la Cruz elasunto que lo había llevado a esa oficinaaquel lunes—, pero necesitaba hablarcon usted de algo que me tiene muy

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intranquilo.—Pues si hay algo que yo pueda

hacer por usted, Tomás, no tiene más quedecírmelo. Porque, dicho sea de paso, leveo en efecto un pelín preocupado.¿Ocurre algo?

—Pues sí que ocurre, Pedro, sí queocurre.

—Vaya, espero que no sea nadagrave. Dígame, se lo ruego.

—No sé si esto que le voy a contarestá bien o no.

—Sin saber qué es, ¿cómo quiere quelo juzgue, Tomás?

—Ya. Lo que me refiero es que lo quevengo a contarle afecta al alguacilazgo,es decir, a uno de los casos quetramitamos, y no sé si hablarlo con el

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abogado de la defensa me podrá traerproblemas.

—Sigo sin entenderle, a fe mía.—¿Ha llegado ya a esta oficina la

noticia de la detención de DeograciasMontaño?

—¿Deogracias Montaño? No,pardiez. Jamás oí hablar de eseindividuo. ¿Quién es?

—Fue detenido el sábado. Y, pobrecomo una rata que es, supongo que letocará a usted defenderlo.

—¿Ah, sí? ¿Y de qué se le acusa,Tomás?

—De la muerte de la costurera FelisaDomínguez en el Postigo de la PocaSangre en la noche del 27 de mayopasado. Un crimen horrible, Pedro.

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Execrable, diría yo.—Sí, claro. Oí hablar de ese crimen.

Por aquel entonces, todo el mundo locomentaba. Pero no consigo ver elproblema. Más allá de tener quedefender al reo, claro. ¿Existen pruebascontundentes contra él?

—Se halló en su poder un collarcitoque era de la interfecta y que, según seha podido probar, llevaba la pobreFelisa consigo en la noche en que fueasesinada. Una pequeña cadenilla deplata con una imagen de la Virgen de laMerced y una piedra sin valorengarrada. Una chuchería. Pero el talDeogracias la intentó vender el sábadoen una de las platerías de la calleAlgarve y, como habíamos notificado el

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hecho a los plateros y descrito elabalorio, la ronda fue enseguida avisaday detenido el presunto criminal.

—Mala cosa, voto a bríos.—Sí, mala cosa.—Pero… algo le inquieta, ¿no?—Pues sí. Ocurre que… que tengo

dudas, Pedro.—Ah. ¿Y eso?—Las comenté con don Manuel

Cueva, el alguacil mayor, que no mehizo ni puñetero caso. Y con el fiscaldon Bernardo, que aparentó mostrarsemuy interesado y me aseguró que tendríael dato en cuenta, aunque… no sé, nosé… Y el asunto es que este sábado queviene ejecutamos al infeliz de FranciscoPorrúa por el crimen de su mujer

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Dionisia Menéndez.—Está usted consiguiendo que me

haga un lío, Tomás. ¿Qué tiene que veruna cosa con la otra? ¿Qué relación hayentre la detención de ese DeograciasMontaño y la ejecución de Porrúa?

—Ni yo mismo estoy seguro, pardiez,pero las dudas me reconcomen, ya ledigo.

—Explíquese, Tomás, se lo ruego,que me tiene en vilo, por la Virgensantísima. ¿De qué diablos me estáhablando?

Tomás de la Cruz giró su cabeza paracomprobar que la puerta del despachose hallaba cerrada. Luego habló,bajando un par de octavas la voz.

—Verá usted, Pedro —comenzó su

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relato—, la cuestión es la siguiente:cuando, allá por mediados del pasadoabril, la ronda de San Pedro encontró ensu casa del callejón de la Garrida elcadáver de Dionisia Menéndez, sobreuno de los muebles de la casucha sehalló una extraña moneda de plata. Erauna moneda rara, como le digo, pues noera un peso, ni un real de a ocho, ymucho menos un cincuentín o un tostao ouna macuquina. Ni ninguna otra monedadel reino, hasta donde yo sé, ni deantaño ni de hogaño. La descubrió uncorchete, que en un principio intentóguardársela en la bolsa, pero otrocorchete lo sorprendió. Y como quieraque ambos no se pusieran de acuerdo encómo repartírsela, discutieron y su

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agarrada fue averiguada por el alguacil,que se incautó de la moneda, se extrañóde su rareza, barruntó que pudiese seruna prueba del homicidio y, en un alardede decencia a los que tan pocoacostumbrados estamos, levantó un actay la llevó a la Casa de la Justicia,aunque ese acta nunca se unió a lasumaria de Dionisia. Y allí se quedó lamoneda de marras, en un cajónpolvoriento sin que nadie supiera quéhacer con ella.

—Nunca oí hablar de esa monedacuando tuve que defender a Porrúa. Nofiguraba su hallazgo en las diligencias.

—Ya le digo que, por un error de unescribiente o por lo que fuera, el actaque levantó el alguacil dando cuenta del

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descubrimiento de la extraña monedanunca se unió a la sumaria. De ahí queusted nada supiera del hallazgo.

—Está bien. Continúe, Tomás, se loruego.

—Pues bien, como sabe usted, afinales de mayo apareció el cuerpo de lacosturera Felisa Domínguez en elPostigo de la Poca Sangre, y junto a sucadáver profanado se encontró otramoneda parecida a la hallada junto alcuerpo de Dionisia. Era también deplata, extraña, singular, con rarísimasinscripciones y misteriosas figuras. Fueuno de los funcionarios de la Casa de laJusticia quien se apercibió de lacoincidencia, la puso en conocimientodel alguacil Andrades, que fue quien

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descubrió el cadáver de Felisa, y él melo comentó el pasado viernes. Como lehe dicho, notifiqué el hallazgo y lacasualidad a don Manuel Cueva primeroy al fiscal señor Yáñez después, pero,por lo que se ve, ninguno de ambos estádispuesto a hacer mucho caso de laaveriguación y me temo que todo se va aquedar sin investigar. Y la ejecución deese desgraciado de Porrúa está previstapara el sábado, como le consta. Así que,después de mucho pensarlo, me hedecidido a venir aquí, a verle y acomunicarle el suceso. Por si usted loconsidera de interés y se decide a haceralgo. Porque, de verdad, Pedro, que noparo de darle vueltas a laconcomitancia.

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—Pardiez —exclamó el abogado depobres—, sí que es raro lo que usted mecuenta, Tomás. ¿Y dice que eran dosmonedas de plata no acuñadas enEspaña, y cada una al lado de loscadáveres?

—Así es. Y bien antiguas queparecían. La primera se halló sobre unacomodita de la casa de Dionisia y lasegunda, junto al cuerpo ultrajado deFelisa en el callejón y manchada con susangre.

—¿Podría usted describirme esasmonedas?

—Le he traído unos dibujos —anunció el alguacil, introduciendo sumano diestra bajo la esclavina ysacando unos papeles doblados del

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bolsillo de su casaca—. Aunque leaviso, no tengo yo mucha maña paraestas cosas.

Pedro asió los papeles que Tomás dela Cruz le ofrecía y los desdobló concuidado. En el primero se veía unbosquejo bastante tosco de una monedaen cuyo anverso figuraba lo que parecíaser la cabeza de una mujer, torpementeesbozada; y en cuyo reverso había unosgarabatos en los que Pedro, y muy aduras penas, creyó distinguir un animal,un cerdo tal vez, o un bicho parecido.

—¿Qué diantres es esto, Tomás? —preguntó, señalando la figura del animal—. ¿Un cerdo, acaso?

—¿Se refiere usted a la moneda enuna de cuyas caras he dibujado un

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jabalí?—Ah, pero ¿de verdad que esto que

ha pintarrajeado usted aquí es un jabalí?—Ya le he dicho que no tengo mucha

maña para el dibujo —se excusó elalguacil.

—¿Y estas letras? —preguntó elabogado refiriéndose a un grupo decaracteres que había sido trazado bajola figura de lo que Tomás de la Cruzhabía identificado como un cochinojabalí.

—No se ven muy bien en la moneda,que está muy desgastada. He creído leeralgo así como CHOSIDICE y eso es loque he escrito en ese papelote.

—¿CHOSIDICE?—Más o menos.

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—Por vida del rey que no entiendonada. ¿Qué podrá significar esapalabreja?

—Ni la más remota idea, ya le digo.Desdobló Pedro luego la segunda de

las hojas que el alguacil le habíaentregado, en la que también habíabosquejado las dos caras de unamoneda. En el anverso volvía a verse, ytrazada con igual rusticidad, la cabezade una mujer; y en el anverso, lo queparecía ser un coche de caballos, entrecuyas ruedas parecía jugar un gato, o talvez un perro, Pedro no habría podidoasegurarlo. Debajo del dibujo, cuatroletras: ROMA.

—¿ROMA?—Así es: ROMA. Eso juraría que

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pone en la moneda hallada junto alcuerpo de la costurera FelisaDomínguez.

—¿Y esto que ha abocetado usted esun gato?

—Un perro —aseguró De la Cruz,algo abochornado por su impericia.

—Vaya, quién lo diría. No entiendomucho de estas cosas, Tomás, pero sison así, como usted ha mal dibujado, lasmonedas encontradas junto a los cuerposde las víctimas, yo diría que se trata demonedas romanas. Y creo recordar quelas monedas de plata de los tiempos dela antigua Roma recibían el nombre dedenarios.

—Pues si usted lo dice… Pero lo queno consigo barruntar es qué significan,

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ni por qué fueron dejadas junto a loscadáveres.

—Pues una significación yo sí quehallo.

—Bueno, sí, la misma que yo,supongo: que si en las escenas de amboscrímenes aparecieron un… ¿cómo hadicho usted…?, ¿denario romano…?,pues que ambos asesinatos estánrelacionados. Y que, posiblemente,ambos fueron perpetrados por la mismamano.

—En efecto, Tomás. No puede sercasualidad que en ambos casos sehallaran esas extrañas monedas junto alos cuerpos de las víctimas.

—No puede serlo, voto a bríos.Aunque tampoco consigo comprender

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por qué el criminal quiso que nosapercibiéramos de la relación, dejandoallí esas monedas. Es como si nosdesafiara, ¿no cree usted?

—Tal vez, Tomás, tal vez. Paracometer unos crímenes como ésos, muyperturbado hay que estar. Y en la mentede un perturbado cualquier ocurrencia esposible.

—Entonces, ¿piensa usted, Pedro,como yo, que ambos crímenes son obrade una misma persona?

—A fe mía que sí. No hallo otraexplicación. Tanta casualidad no esposible, Tomás, y menos si hablamos deun denario de Roma. Si se hubiesenhallado… qué sé yo… dos cuartillos odos doblas, todavía podríamos admitir

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la coincidencia, pues aún se ven por ahíesas monedas de vez en cuando. Pero¿dos monedas romanas? ¿Dos monedasde hace diecisiete o dieciocho siglos, sino más? ¡No, pardiez, por supuesto queno es una casualidad! ¡Es un mensaje,por vida del rey!

—Lo cual viene a su vez a implicarotra cosa.

—¿Cuál?—Que Francisco Porrúa no dio

muerte a su mujer Dionisia Menéndez —sugirió el alguacil.

Pedro miró muy fijamente al jefe delos alguaciles del concejo.

—Por Dios bendito que lleva ustedrazón, Tomás. Porrúa lleva preso en lacárcel real desde el 15 de abril y a la

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costurera la mataron a finales de mayo,creo recordar.

—El 27 de mayo justamente.—Pues no pudo ser él quien le dio

muerte, está claro. Y si sostenemos queambos crímenes fueron ejecutados por lamisma persona, Porrúa es inocente delasesinato por el que se le ha condenado.

—Y por el que se le va a ejecutar elsábado que viene, Pedro.

El abogado de pobres sintió que unpeso enorme se le posaba entonces enlos hombros. Ya había conjeturado lainocencia de Porrúa durante la sumaria ydurante el juicio, pero ahora eldescubrimiento del alguacil De la Cruzvenía a confirmar esos barruntos. Y simalo era que a un abogado le ejecutaran

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a un cliente, peor, inmensa yterriblemente peor, era la certeza de suinocencia. Meditó qué hacer acontinuación, mas, en cuanto se cercioróde cuán escasas eran sus posibilidadesde evitar la horca de su cliente a pesarde la información que le acababa defacilitar el ministro, sintió la impotenciaerizándole la piel como si fuera unciempiés viscoso.

—Y hay otra cosa más, Pedro —anunció Tomás de la Cruz, ensombrecidala faz pues se había apercibido de laslastimaduras que mortificaban el almadel abogado.

—Dígame usted —lo instó Pedro,apesadumbrado.

—Otro dato que vincula a ambas

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víctimas.—¿Cuál?—Dionisia Menéndez trabajaba en

casa de don Jerónimo Enciso delCastillo como criada en su mansión dela Porvera, junto a la puerta Nueva.

—Sí, lo sé. Me fijé en ese datodurante el juicio.

—Y Felisa Domínguez lo hacía comocosturera en casa de doña MaríaConsolación Perea y Vargas Espínola.

—Sí, también lo sé. Llegó ese apuntea mis oídos por las hablillas que huboen Jerez cuando el crimen.

—Pues entonces debe usted de tenerloclaro.

—¿El qué?—Pues que ambas víctimas tenían eso

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en común.—¿Eso?—Sí, eso. Que ambas trabajaban en

casa de un veinticuatro. En la mansióndel veinticuatro Enciso la Dionisia y encasa de la Perea la Felisa. Y ambos sondueños de veinticuatrías, por más que enel caso de doña María Consolación seaun teniente quien ejerza los derechospolíticos de ésta en el concejo. Dosvíctimas, dos monedas romanas, dosveinticuatros. ¿No le parece demasiadacoincidencia?

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XIII

FLAGELACIÓN Y MUERTE

El juez don Rodrigo de Aguilar se negóa recibir al abogado de pobres cuandoéste, en la misma mañana de ese lunesdía 4 de julio, le suplicóencarecidamente audiencia. Y siguiónegándose a pesar de que Pedro, através de un escribiente de la Casa de laJusticia, le hizo saber que el asunto quelo llevaba hasta allí era de gravedadextrema y que de él dependía la vida deun hombre.

—¿De la vida de qué hombre habla

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usted, señor De Alemán? —le habíapreguntado el amanuense ante lainsistencia del letrado, que se negaba amarcharse de la oficina a pesar de laprimera negativa del juez.

—De Francisco Porrúa, que habrá deser ejecutado el sábado que viene. Y deforma injusta, pues ese hombre esinocente de toda ley. Dígaselo usted asía su señoría.

—Regreso en un minuto.Medio necesitó tan sólo el

funcionario para regresar donde Pedrose hallaba, a las puertas del despachodel juez de lo criminal. Y venía con elrostro arrebolado y con el gesto contrito,como si hubiese recibido severareprimenda del magistrado por retornar

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a la molestia llevando consigo lasolicitud pertinaz del visitante.

—Don Rodrigo me ordena que le digaque no va recibirle, ni por el tal Porrúani por nadie. Que está hasta la golilla desus tejemanejes y que lo que quieradecirle, que lo haga por escrito. Comomandan las leyes del proceso y como esnorma entre jueces y abogados, dice. Yque no se olvida de la zapatiesta quemontó usted en el juicio del dorador. Yme manda también usía que le recuerdeque la sentencia de ese reo en cuyonombre usted comparece es firme y, portanto, inmutable. Como usted debierasaber, ha añadido don Rodrigo. Y eso estodo, señor. Así que, si es tan amable…

Estuvo toda la tarde encerrado en su

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bufete, estudiando pragmáticas, fueros,colecciones y precedentes. Sin hallarnada, ni un cabo al que agarrarse en sunaufragio. Porque sentía que todas susesperanzas se iban a pique como unfalucho agujereado y que no iba a tenerforma de salvar la vida del infelizPorrúa, a pesar de los descubrimientosdel alguacil De la Cruz y a pesar de lasmuchas dudas que albergaba sobre queel reo fuese en verdad culpable delhorrendo crimen por el que había sidocondenado.

Rebuscó en los libros que tenía en sudespacho sobre el derecho y el procesopenal, los pocos que había heredado desu padre y los muchos que con el pasodel tiempo había ido comprando en la

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librería de viejo de la calle Caridad:Las Siete Partidas, en su ediciónglosada por Gregorio López; el FueroReal, comentado por Montalvo; laNueva Recopilación de las leyes deCastilla; la Practica causarumcriminalium, de Ignacio López deSalcedo; la Praxis de instrumentorumeditione, de Gabriel Parexa de Quesada,y muchos otros. Y en ninguno halló loque buscaba. Y no sólo no halló lo quebuscaba, sino que lo que encontró lellenó de nubarrones el alma, pues enmás de uno de esos polvorientos librospudo leer, aunque ya lo supiera, que conla sentencia se extinguía la acción,terminaba el proceso y ya nada habíaque hacer sino ejecutar lo ordenado en

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el fallo. Pues así lo prescribía, desdelos tiempos de la antigua Roma, el viejoprincipio res iudicata pro veritatehabetur. Que venía a decir que debíatenerse por verdadero lo que el juezexpresaba en la sentencia. Y si donRodrigo de Aguilar y Pereira, el juez delo criminal, había fallado en susentencia que procedía la flagelación ymuerte de Francisco Porrúa por elcrimen de Dionisia Menéndez, no habíahumana forma de oponerse a ello,máxime cuando el juez había invocadoen su resolución las antiguas Leyes deEstilo, que establecían que «en lospleitos criminales donde fuere decretadala muerte o el perdimiento de miembros,no den los jueces alzada, porque el

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ladrón público, raptor de vírgenes,falseador de moneda, sellos reales uhomicida alevoso, estén confesos oconvictos, han de sufrir la pena».

No se resignó, empero. Terminó deredactar, bien entrada la noche, escritodirigido a su majestad don Fernando elSexto, en el que, exponiendo los hechospor los que había sido condenadoFrancisco Porrúa y las nuevasaveriguaciones que habían de arrojardudas sobre su culpabilidad, solicitabadel buen rey la gracia del indulto para sucliente. Invocó la ley séptima del FueroJuzgo, que establecía que «cuando a nosruegan por algún hombre que es culpadode algún pecado, bien queremos oír alos que nos ruegan, y guardamos nuestro

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poder de hacer la merced»; y el FueroReal, donde se declaraba que «elperdonar la pena al reo es algo que haceel rey si quiere, a lo que puede moverlela piedad o merced».

Y con copia de ese escrito en el quesolicitaba la gracia real, dirigióinstancia al juez de lo criminal de lamuy noble y muy leal ciudad de Jerez dela Frontera, en la que sucintamenterelataba al juez las noticias de que eraposeedor y que podían arrojar dudassobre la culpabilidad del condenadoPorrúa; le hablaba de los dos denariosromanos que habían sido hallados juntoa los cadáveres; que ambas víctimas,tanto Dionisia como Felisa, trabajabanen casas de veinticuatros; adjuntaba los

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dibujos que el alguacil De la Cruz lehabía entregado; aseguraba que amboscrímenes eran obra de la misma mano,pues así lo indiciaba el hecho de quejunto a cada cadáver se hubiese halladouna moneda romana; que su cliente nohabría podido de ninguna manera serquien matara a Felisa, pues se hallabapreso en el día del asesinato de lacosturera, lo que evidenciaba suinocencia del crimen por el que se le ibaa ajusticiar; y por último impetraba lasuspensión de la ejecución de lasentencia hasta que su majestad no sepronunciase sobre la misericordiarogada.

Apenas durmió tres horas. En cuantoamaneció, envió a la villa y corte la

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petición de indulto mediante el serviciode postas; y en cuanto, a las siete de lamañana, llegaron a la Casa de la Justicialos primeros escribientes, presentó antela escribanía de don Damián Dávalos suinstancia dirigida a don Rodrigo y no semarchó de allí hasta recibir la seguridadde que su súplica llegaría a manos deljuez esa misma mañana.

Todo fue, sin embargo, en vano.En la mañana del miércoles, el juez

de lo criminal dictó auto rechazando deplano la petición de suspensión de laejecución de Francisco Porrúa. Y lohizo de forma huraña y destemplada:

En la muy noble y muy leal ciudad deJerez de la Frontera, a los seis días del mesde julio del año del Señor de 1757, don

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Rodrigo de Aguilar y Pereira, justicia y juezde lo criminal de esta ciudad, y por ante míel infrascrito escribano, dijo:

Únase este pedimento a la causa, querefiere, y unido quede. Y no procede lo quese pide, pues las leyes del reino establecenque sólo se suspenderá la pena de horca encaso de mujer preñada y hasta que para; osi, habiendo sido el reo colgado, se quiebrala soga y cae el reo al suelo; o si, antes deque cuelgue, un cardenal pone su capelosobre la cabeza del condenado. Lo que no esel caso hasta la fecha. Y la sentencia deljuez debe producir su efecto y ejecutarse.

Ítem más, y como el Rey Sabio decretó ensus Partidas, el perdón real aparece limitadoen los casos de alevosía, traición y perjuiciode tercero, supuestos en los que no se debeconceder, como es el caso. Y que el rey Juanel Primero, en el Ordenamiento de las Cortesde Briviesca, ya avisó de los abusos de lagracia, «porque de hacer los perdones deligero, se toman los hombres osadía para

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hacer el mal».Así que no ha lugar a lo que se impetra.

Sin suplicación. Cúmplase.Y por este su auto de oficio así lo

proveyó, mandó y firmó, y firmé yo elescribano, de lo que doy fe.

Cuando Pedro de Alemán, en lamañana de ese miércoles caluroso deestío, recibió el auto del juez, se dijoque perder una batalla no debe disuadiral buen abogado de persistir en la lucha.Mas también se dijo que cómo podía elhombre batallar cuando se le habíanretirado todas las armas, hasta la másinsignificante, y cuando al otro lado delcampo se alineaba frente a él el ejércitopoderoso de las leyes del reino, que entantas ocasiones tan poco tenían que vercon la justicia y con la misericordia.

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***

El sábado 9 de julio amaneció radiante,lumínico, soleado y esplendoroso, comosi el cielo se quisiera burlar de lascongojas de Pedro. Las flores colmabanlas tapias de las mansiones, en losarriates brotaban los geranios y laslavandas, y en las macetas de losbalcones de los edificios quecircundaban la plaza crecían lashortensias y las petunias. Y aunque susaromas no sofocaban las miasmaspútridas que emanaban de las basuras delas calles, de los muladares cercanos yde la costra de suciedad con que lascalores habían alfombrado las guijas de

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las calles, sí servían al menos parahermosear la ciudad que, galana yhedionda, se aprestaba a la ejecución deuno de sus hijos.

Francisco Porrúa llegó a la plaza delArenal a las ocho en punto de lamañana, vestido con una sotanilla ytraído en albarda sobre una yegua que noera de vientre de casta.

Las pragmáticas del reino establecíanque la pena de muerte se habría deejecutar de diferente modo según cualfuese la condición social del reo. Y así,mientras al noble se le daba garrote, alvil se le ahorcaba. Y mientras el presodistinguido llegaba al rollo montado enbestia de silla, el plebeyo llegabaamarrado al rocín sobre la albarda.

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En el rollo de la plaza del Arenal,junto al patíbulo que los carpinteros delconcejo habían levantado allá por abrily que aún no habían desmanteladosabiendo de la próxima ejecución dePorrúa, aguardaba el verdugo, que enestos días era un hombre enjuto pero debuena musculatura, natural de Arcos,llamado Martín Pérez, que, además delsalario que percibía del concejo, teníaderecho a quedarse con los vestidos delajusticiado, excepto la camisa y losanillos que pudiera llevar. Además,solía este verdugo, según las malaslenguas decían, recaudar dádivas, antesy después de las ejecuciones, de loscomerciantes de la plaza del Arenal y delos vendedores ambulantes que

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pululaban por el lugar para dar de comery beber a la multitud que allí seagolpaba, más de mil almasposiblemente. Pues unos y otros veíandobladas, e incluso triplicadas, susrecaudaciones como si la ejecución deun hombre de una feria se tratase.También se decía del tal Martín Pérezque solía mercadear con losinstrumentos con que llevaba a cabo sutrabajo o con los productos de éste, yque se dedicaba a la venta de varas deflagelar, de cuerdas, cuchillos, sebo deejecutado con el que fabricar velassupuestamente mágicas, semen deahorcado, retales de la ropa de losajusticiados, dedos amputados, manosmomificadas de los reos y toda suerte de

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reliquias con propiedadessobrenaturales con cuyo comercioobtenía pingües beneficios.

Francisco Porrúa, precedido de losjusticias mayores, de veinticuatros,jurados, dragones y clérigos, llegó a laplaza con la cara blanca como la cal ytuvo que ser sostenido por dos corchetescuando fue desatado de la albarda de layegua y sus pies tocaron el suelo. Ynadie habría podido decir si su flaquezaera producto del láudano con el que enla cárcel real sedaban a los reos quepartían para su ejecución o si era por elpavor que sentía al contemplar su muertetan próxima. Y su flaqueza se tornódesmayo cuando, por encima deljolgorio que reinaba en la plaza, de los

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efluvios salobres del sudor de los allícongregados —pues hacía un calorespantoso a pesar de que recién acababade amanecer— y de las griterías de losvendedores ambulantes que ofrecíanfrutas frías, limonadas, nieve y otrosproductos para combatir aquellascalores, se oyó el redoble de la tamboray el sonar del clarín, y tras ellos, comoun trueno, la voz del pregonero queencabezaba el desfile que había llegadoal Arenal desde la muralla:

—¡Ésta es la justicia que manda hacerel rey nuestro señor y en su real nombredon Rodrigo de Aguilar y Pereira, juezde lo criminal de residencia del concejode esta muy noble y muy leal ciudad deJerez de la Frontera, en este reo

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Francisco Porrúa que ha sido condenadoa muerte en causa seguida de oficio dela Real Justicia contra él por la muerteviolenta dada a Dionisia Menéndez, suesposa, con las agravantes de ley, ydemás deducido en el proceso!

Y de inmediato, sonando como unpandero, sobresaliendo del silenciopresagioso que el pregón del justiciahabía impuesto en la plaza, se escuchó,saliendo de su arrebato, la vozdesesperada del reo, de FranciscoPorrúa:

—¡Dios mío, apiádate de mí! ¡Jesús,socórreme!

Dos confesores, dominicos ambos, seacercaron corriendo al preso y hablaroncon él un buen rato. Y parecieron

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tranquilizarlo, pues Porrúa besó conunción el crucifijo que le presentaron yse dejó conducir mansamente por dosalguaciles hasta el centro de la plaza,donde lo recibió el verdugo, quien, deun tirón, le bajó la sotanilla dejándole aldescubierto las espaldas y lo ató alposte que se hallaba junto al patíbulo.

La pena de flagelación pública, a laque el penado había sido condenadocomo cruel antesala de su muerte en lahorca, era tan antigua como la ley y ya lahabía padecido Jesús Nuestro Señor. Segeneralizó en los tiempos de losvisigodos, apareciendo como castigo delas lesiones y para las panaderas quedefraudaran el peso. Y, pese a que el reyCarlos el Primero, en su pragmática de

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31 de enero de 1530, y su majestadFelipe el Segundo, en su pragmática de3 de mayo de 1566, la prohibieron,sustituyéndola por la pena de galeras, laverdad era que, al haber ésta caído endesuso, volvía a usarse la pena deazotes para el castigo de los delitos.

Fueron cien los fustazos que, con unavara de madera delgada, el verdugodescargó sobre las espaldas deFrancisco Porrúa. Al décimo zurriagazo,la madera de pino del vergajo ya habíaadquirido el color carmesí de la sangredel reo, y al decimoquinto dejaron deoírse los gritos y lamentos del flagelado,que se había derrumbado inconscientesobre el poste del tormento.

Cuando los azotes cesaron, Porrúa era

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casi cadáver. Dos físicos tuvieron queatenderlo y tardaron casi una hora enrevivirlo. Una hora durante la cual en laplaza del Arenal continuó la parranda ala espera del acto culminante del drama.Éste se produjo a eso de las nueve ymedia de la mañana, cuando losalguaciles, chapoteando sus botas en elcharco que la sangre del preso habíaformado en la arena, arrastraron aldesgraciado Porrúa hasta el patíbulo. Elverdugo se adelantó, asió la gruesa sogay la ajustó al cuello del condenado que,más muerto que vivo, ni se resistiósiquiera. Dio luego Martín Pérez unpaso al lado, asió la palanca situadajunto a uno de los mástiles del patíbulo yfijó la mirada en el alguacil mayor don

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Manuel Cueva Córdoba, que ordenó alpregonero diese lectura al fallo de lasentencia donde se decretaba la muerteen la horca del condenado.

Cuando la lectura acabó, el silenciose hizo en la plaza. Un silencio ominosoy trágico. El verdugo paseó la miradasobre la concurrencia hasta cerciorarsede que todos, desde el último de loshombres que ocupaban cada pulgada delArenal hasta los nobles y veinticuatrosque habían alquilado los balcones de losedificios que la circundaban parapresenciar el espectáculo, fijaban suatención en él. Las voces de los curas,sonoras en ese silencio espeso,sobrevolaron los aires caliginososentonando los versos del paternóster.

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Y al cabo, cuando más de uno estabaa punto de sofocarse de tanto aguantar larespiración, se oyó el chasquido fatídicode la palanca y una trampilla se abrió alos pies del condenado, que quedócolgando como un pelele. Porrúa, medioinconsciente, casi perdidas la cordura yla fuerza después del terrible castigo delflagelo, murió sin patalear siquiera. Yenseguida. Y allí quedó, colgando,haciendo la suave brisa del estío que sucuerpo yerto girase como una peonzafunesta.

Cuando uno de los físicos que anteshabían atendido al preso certificó sumuerte, dos ayudantes se esforzaron endescolgar el cuerpo mientras el verdugoMartín Pérez extraía de una saca sus

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herramientas: un cuchillo inmenso y unasierra de carpintero con los que deberíadesmembrar el cadáver para quedespués sus cuartos fuesen colgados enlos mojones de las carreteras de entradaa la ciudad para aviso de ciudadanos ycaminantes.

Cuando Pedro de Alemán, que hastaentonces, como defensor del condenadoa muerte, había estado junto al patíbulo,escuchó los rechinamientos que hacía elverdugo al frotar el cuchillo contra lapiedra de afilar, se dijo que ya no podíamás. Que si seguía allí un segundo más,la sangre se le iba a helar en las venas apesar del sofocante calor de la plaza.

Dirigió sus pasos hacia la calleGloria, buscando el refugio de Adela,

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buscando el refugio de su hija, deMerceditas. Y lo hizo caminando pegadoa las fachadas de las casas, procurandoel amparo de las escasas sombras quealgunas balconadas y algunos pórticosproporcionaban, rehuyendo conocidos ycharlas, concitando conmiseraciones.

No tenía nada que hacer allí.Los muertos, pensó, no necesitan

abogados.¿O sí?, se interrogó luego.Y se juró entonces que no descansaría

hasta descubrir la verdad de las muertesde Dionisia Menéndez y de FelisaDomínguez.

La verdad de esas muertes que,además de llevarse con ellas las vidasde esas dos desgraciadas, habían

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arrastrado consigo la vida de FranciscoPorrúa, a quien, como que Dios existía,Pedro sabía inocente del crimen por elque acababa de ser ajusticiado en elrollo de la plaza del Arenal.

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XIV

EL PRESO DEOGRACIASMONTAÑO

Pasó esa noche, larga como un surco, enun duermevela que lo tuvo toda lamadrugada en vilo, dando vueltas en lacama, sudando sábanas y almohada,incapaz de quitarse de la mente el rostrodemacrado de Francisco Porrúa y esasúnicas palabras que dijo antes de serahorcado: «¡Dios mío, apiádate de mí!¡Jesús, socórreme!». Y sus ojosdesorbitados por el pánico ante lamuerte, y su imagen de indefensión

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vestido con la sotanilla y solo ante elpatíbulo.

Su desazón se multiplicó hasta elinfinito cuando, al poco de levantarse, alalba apenas, con la boca seca como untrozo de esparto y mientras intentabaquitarse las legañas con un poco de aguaen la cocina, con un estremecimiento sedio cuenta de que, en sueños, la imagendel cadáver girando en la horca se habíamezclado con la de los ojos enormes ylas carnes blancas de EvangelinaGonzález. Esa imagen que llenaba susfantasías más veces de las que deseara ypor razones en las que ni reparar quería.Esa estampa de magnífica hermosuraque parecía habérsele fijado detrás delos ojos como si se la hubieran clavado

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con una tachuela.Deseando escapar de esos sueños y

de esos recuerdos sediciosos, y sinquerer en verdad ahondar en la razón deesa fijación con la niña a la que eldorador Galera había robado la virtud,se refugió en el saloncito de la casa conun café en las manos e intentóconcentrarse en el enigma de las muertesde Dionisia Menéndez y de FelisaDomínguez, en la razón del hallazgo deesas extrañas monedas romanas junto alos cadáveres y en la chocantecoincidencia de que ambas interfectastrabajasen en casa de veinticuatros.Quería entrever un significado oculto entodo ello y sabía que esa significaciónexistía y que en ella se habría de

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descubrir la raíz de los horrendoscrímenes, pero, por más vueltas que ledaba y por mucho que se estrujaba lasmientes, no era capaz de desentrañar elacertijo. Y ni siquiera de arrojar unpoco de luz sobre él.

Todo era, a su respecto, oscuridadabsoluta.

Poco después de las ocho de lamañana de ese domingo que, a pesar delo temprano de la hora, ya era ardiente ycanicular, apareció por la estanciaAdela Navas, despeinados sus hermososcabellos del color de los trigosmaduros, sus ojos verdes que parecíanhallarse aún enredados en el sueño, suslabios esbozando una sonrisa que aPedro se le antojó era a la vez de mujer

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sabia y de niña chica, sus carnesdoradas vislumbradas bajo la tenuecamisa de dormir, su halo devoluptuosidad y al mismo tiempo deinocencia, y sintió entonces el abogadode pobres unas ganas irresistibles deolvidarse de todo —de cadáveres, dedenarios romanos, de criadas deveinticuatros, de arcanos y enigmas, delos ojos de almendra de la niña de lacalle Capachos, de los libros de derechoy del derecho mismo— y buscar elsolaz, la paz y la armonía en los ojos yen el cuerpo de su mujer, en su presenciaque lo apaciguaba.

A punto estuvo Merceditas desorprenderlos en el ayuntamiento, puesapenas se habían vestido cuando la niña

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apareció por la alcoba anadeando de esaforma suya que movía a la risa y a laternura. Adela y él prepararon leche conchocolate y gachas para la pequeña ycafé con leche y pan migado del díaanterior para ellos —Crista libraba losdomingos—, y desayunaron los tresjuntos. Y, durante el desayuno, másreconfortaron a Pedro las miradas de sumujer y las carcajadas de su hija que milsentencias absolutorias. Y pensó en eseinstante en lo felices que podrían ser lostres, y lo que viniera, si él, cuandodebía, consiguiera alejarse de sumariasy de pleitos, de presos y de jueces, defiscales y de alguaciles, de autos yprovidencias. De ese oficio suyo que, sibien le daba tantas satisfacciones,

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también le proporcionaba muchasmiserias y muchas penurias y ponía entantas ocasiones en peligro el precarioequilibrio de su existencia. Pero, pensóal fin, la abogacía era una riada quellenaba la vida toda sin permitircompartimentos estancos, y sabía que,de renunciar a ella, el bienestar y lacomplacencia serían tan pasajeros y tanfugaces como las flores de los hibiscos,y que al final, en su ausencia, se sentiríatan desgraciado como lo era cuando lascosas del trabajo no le permitíandisfrutar de una vida plena. Lacontradicción del hombre. Esacontradicción eterna que en él semultiplicaba como mala hierba.

Luego, mientras ambos, como todos

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los domingos, bañaban a la niña, relatóa Adela el hallazgo de las monedasromanas junto a los cuerpos de lasvíctimas de los crímenes del callejón dela Garrida y del Postigo de la PocaSangre y, mientras Merceditaschapoteaba en el barreño de madera yjugueteaba con la blanca espuma quelevantaba el jabón de aceite de oliva,ambos estuvieron elucubrando sobre susignificación y resultas. Sin llegar aningún puerto, pues bien poco ayudaronesas elucubraciones para avanzar en suspesquisas.

Acudieron a misa de diez en SanDionisio y, a la finalización de laceremonia, regresaron a la casa de lacalle Gloria para cambiarse de

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indumentaria, pues habían decidido, contanta calor como hacía en ese domingode julio, pasar el día en la zona debaños del río Guadalete, donde lacercanía del agua y la sombra de losárboles les proporcionaría alivio a tantremendo bochorno. Adela preparó unalmuerzo frío y alquilaron un calesín derúa tirado por dos mulas con colleras enla plaza del Arenal, y antes de las docedel mediodía ya estaban en el lugar queel concejo había habilitado para losbaños en el río, situado entre el vadollamado de los Hornos y la huerta de laCartuja.

Aunque el lugar estaba lleno dejerezanos que habían aprovechado queel concejo, a la vista de las temperaturas

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que agostaban la ciudad, habíaadelantado la temporada de baños (quehabitualmente comenzaba con la Virgendel Carmen), encontraron acomodo bajoun álamo blanco y la brisa que movía lashojas acorazonadas del árbol compusouna melodía vegetal que mediotranquilizó el ánimo alborotado dePedro. Sentados en la hierba, rodeadosde achitablas de culebra de lustrosashojas arracimadas de bayas, altabacasque aún conservaban sus floresamarillas, escaramujos en flor,zarzamoriscas y zarzamoras, almorzaronlos filetes en aceite y los embutidos queAdela había preparado, bebieron lazarzaparrilla que los vendedoresambulantes ofrecían y regalaron a

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Merceditas un ramito que su madre lecompuso con las flores rosa pálido delos tarajes y, sobre todo, disfrutaron conlos juegos en la ribera del río con supadre, que se movía como un patollevando a la niña de aquí para allásobre los hombros y corriendo con ellaentre las rosas silvestres y entre losaltísimos fresnos de colgantes sámaras.

Cuando, ya bien entrada la tarde,regresaron a Jerez, estaban agotados ylos tres cayeron rendidos enseguida.Pedro fue el primero en despertar de lasiesta y, cuando advirtió su almohadahúmeda de babas, se percató de que denuevo había soñado y tuvo que realizarun esfuerzo extraordinario para norecordar esos sueños, pues sabía lo que

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hallaría en el recuerdo.Trató de distraerse preparando la

cena, pero desistió del empeño encuanto se cortó un dedo al intentartrocear un pedazo de tocino y,maldiciéndose por su torpeza, decidióbajar al bufete para despachar algunosasuntos pendientes.

Allí, en la soledad de su despacho, enla soledad del abogado, pretendió darforma a un escrito en el que solicitabaque un demandante en un juicioordinario sobre rendición de cuentas, uninglés recién llegado a la ciudad,prestara fianza de arraigo para que eljuicio no quedara ilusorio, pero suatención se le desperdigaba de continuoy no podía quitarse de su cabeza las

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dichosas monedas romanas aparecidasjunto a los cuerpos de DionisiaMenéndez y Felisa Domínguez y susignificado. Hizo a un lado el legajo delpleito del inglés y cogió un folio enblanco, donde, con escaso tino,pretendió dibujar de memoria lasmonedas que el alguacil De la Cruz lehabía bosquejado. También cesó deinmediato en el intento, tanto porque sumemoria no había atrapado todos losdetalles de los bocetos como porque suhabilidad para el dibujo era tan exiguacomo para la cocina, y se lamentó dehaber entregado al juez de lo criminalaquellos dibujos del alguacil, que parabien poco le había servido la entrega.

Se repantigó en el sillón de su bufete

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y se enmarañó en reflexiones sobre lopoco que sabía y sobre lo mucho quedesconocía sobre esos desconcertantes yabominables crímenes. Y cuando yaestaba a punto de admitir su incapacidadpara desentrañar el misterio de lasmonedas romanas, una luz se le encendióen mitad del cerebro: el autor de losasesinatos —se dijo— no podía habersido un desharrapado como FranciscoPorrúa ni como Deogracias Montaño,pues estos dos eran dos pobres hombresque poco o nada sabían sobre la historiade Roma ni sobre sus dineros y que, porsupuesto, no iban a tener en su poder dosdenarios que, por poco que valiesen,valdrían más de lo que ellos podíanembolsarse en muchos meses. Y que si,

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no obstante, por un azar del destino, esasmonedas hubiesen llegado a manos decualquiera de ellos, no las habríanarrojado junto a las víctimas como sifueran una baratija, sino que muchoantes las habrían vendido en cualquierplatería o en cualquiera de loscomercios que en Jerez negociaban conantigüedades. Lo que a la postre habíahecho el tal Deogracias Montañocuando, por razones ignotas, tuvo elcollarcillo de la segunda víctima en supoder.

Todo lo cual lo llevó a una conclusiónque lo hizo reencontrarse con antiguosfantasmas: el autor de los crímenes noera, así pues, un indigente ni undesheredado, sino alguien con posibles.

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Alguien con dinero.Alguien con poder.Alguien rico.Alguien capaz de arrojar junto a un

cadáver como si fuera una bagatela unamoneda romana que bien podría valer unpuñado de escudos de oro.

Pardiez y voto a bríos.Sintió que la sangre le bullía y le

pareció que podía oír su flujo golpeandolas paredes de sus venas.

El autor de esos crímenes horrendostenía que ser, como que Dios era Cristo,una persona rica. Una persona poderosa.

De nuevo, pensó, la mano caprichosadel destino lo situaba ante la encrucijadaque tanto temía: ante el cruce de loscaminos que recorrían el poder por un

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lado y la justicia por el otro. Y ante elriesgo de su colisión. Colisión deresultas de la cual, bien lo sabía él, eranlos más débiles los que solían padecerlas más dolorosas heridas.

Se levantó del asiento y se puso apasear por el pequeño bufete como tigreenjaulado, necesitando dar un paso másen sus indagaciones pero sin saber cuál.

Sonaron las siete de la tarde en elcercano reloj de San Dionisio.

Y se dijo que era tan buena, o tanmala, hora como cualquiera otra paraacercarse a la cárcel real y pedir visitacon un preso.

Con un preso que, según Tomás de laCruz le había referido, era un mendigoborrachuzo y tan pobre como un cabero

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de pan negro.Y que, por tanto, no podía ser el autor

del crimen de que se le acusaba.

***

La cárcel real, situada en los sótanos dela Casa de la Justicia, en la plaza de losEscribanos, se hallaba a pocos pasos dela calle Gloria. Y estaba en esos días debote en bote. Los trabajos en los campostraían dineros, los dineros aumentabanel consumo de vinos y aguardientes, ylos vinos y aguardientes, en los gaznatesde quienes no sabían beberlos conparsimonia, traían trifulcas y guirigayesque daban con los huesos de más de undescerebrado en las ergástulas del rey.

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Y si a eso se le unía que por aquellostiempos había llegado a Jerez un tropelde putas dispuestas a vender sus carnessin pagar alcabalas, que las recientesfiestas del Corpus habían propiciadoalgún que otro navajazo y que lascalores favorecían las insensateces y losdesbarros, ya estaba la novena dispuestacon todos sus acólitos y con todos suscirios.

Pedro de Alemán llegó al presidio ala hora en que a los presos les tocaba suhabitual cena a base de gachas de avenay pan duro, y se respiraba un clima deresignación, de fatalidad en esa criptahúmeda donde la luz del sol ni seasomaba. Fue recibido por un carceleromalcarado que le dijo que no eran horas

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de ver presos por muy abogado que elvisitante fuese, pero, ante la insistenciade Pedro y ante la retahíla depragmáticas y órdenes que éste lerecitara, no tuvo más remedio el guardaque avenirse a sus deseos. Aunque, esosí, lo hizo esperar un buen rato, y no fuehasta casi las ocho que trajo al cautivoal cuartucho donde los presos seentrevistaban con los escasos letradosque se atrevían a bajar a aquel sitio deaire viciado y paredes que rezumabanhumedad y frío incluso en ese julioachicharrante.

Deogracias Montaño era, o eso lepareció al abogado de pobres, un cruceentre un oso pardo y el hijo bastardo deHerodes. Velludo, barbado, cejijunto,

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con el nacimiento del cabello a la alturade los párpados, parecía tener peloshasta en el blanco de los ojos. Y sugesto era el del malhadado rey judíorecién llegado de masacrar a losinocentes: torvo, suspicaz, malicioso,sólo le faltaba portar la cabeza de uninfante entre sus brazos lanudos y que lasangre le recorriera la maraña de susvellos. Pedro dio un paso atrás nada másverlo y enseguida bajó la mirada hastasus manos para comprobar que llegabaaherrojado. Lo estaba, a Dios gracias,aunque ni la comprobación logrótranquilizarlo.

—Buenas tardes —saludó el letradocuando el guarda, y muy a pesar deAlemán, los hubo dejado a solas—. ¿Es

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usted Deogracias Montaño?Reparó en ese instante el abogado en

la incongruencia del nombre del reo,pues si algo no tenía el pobre hombrepor su aspecto eran motivos para dargracias a Dios. Porque era feo comopegarle a un padre.

—¿Y usted?La voz de Montaño, empero, desdecía

la antipatía de su catadura, pues era unavoz en cierta forma apacible y llena derespetos.

—Pedro de Alemán y Camacho,abogado de pobres del concejo. Y, portanto, supongo, también abogado suyo.Si es que no tiene inconvenientes.

Deogracias se encogió de hombros ybuscó un lugar donde sentarse. Lo halló

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en un taburete situado junto a la únicamesa que había en la covacha y al otrolado de ella se acomodó Pedro en elotro escabel. Y en cuanto lo hizo frunciólas narices, pues su cliente, a pesar dellevar un montón de días encerrado en lacárcel real, aún apestaba a alcohol. Y aotras cosas en las que no quiso nipensar.

—¿Cómo se encuentra usted? —preguntó a Montaño, sin saber por dóndecomenzar la charla.

Deogracias volvió a encogerse dehombros y luego se pasó la lengua porlos labios resecos. Dejó al descubierto,al hacerlo, unas encías sanguinolentas enlas que bailaba apenas media docena dedientes. Y eso que aún no le habían dado

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tormento.—¿Sabe usted la razón por la que se

halla aquí?—Por vender la dichosa cadenita,

supongo.—Y por algo más.—Ya.—Se le acusa de haber dado muerte a

Felisa Domínguez, costurera de doñaMaría Consolación Perea y VargasEspínola, el pasado día 27 de mayo. Enel Postigo de la Poca Sangre.

Y se encogió de hombros el preso portercera vez. Como si el hecho de estaracusado de crimen tan horrendo y ser lahorca el futuro más cierto que loaguardaba no fueran cuestiones de suincumbencia.

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—¿Qué tiene que decirme alrespecto? —insistió Alemán.

—Que yo no fui. Pero, claro, no creoque eso sirva para mucho, ¿no piensausted lo mismo? ¿O es que acaso haceusted milagros?

Había mirado, al hablar, por primeravez a los ojos al abogado, y éste pudodistinguir en la mirada oscura del presoun brillo que era una extraña mezcla derebeldía y resignación. Como si lo quele fuera a pasar fuese algo que llevabaaños esperando y, a la misma vez, algoque llevaba toda la vida evitando. Oalgo así.

—Toda la acusación se basa en quevendió usted una cadenilla que llevabala difunta en una platería de la calle

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Algarve. ¿Es cierto que lo hizo?—Sí.—¿Y cómo llegó la cadena a su

poder?—La cogí.—¿De dónde?—Del cadáver, pardiez —espetó el

preso. Hizo con las manos ademán comode ir a persignarse, hasta advertir queestaba engrilletado—. ¿De dónde iba aser, si no?

—¿Del cadáver? —preguntó Pedro,sin poder evitar que una extrañezaeufórica vibrara en su voz. Porque siDeogracias Montaño era en verdad elasesino de Felisa, ahí se acababa elmisterio. Al igual que ahí se acababa sucerteza de la inocencia de Francisco

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Porrúa. Y muchos problemas quebarruntaba llegarían de no ser así—.Entonces, ¿mató usted a la costurera?

—¡Yo no he dicho eso, cojones! —seexaltó el reo por vez primera.

—¡Pues aclárese usted —se exaltóPedro también—, que no consigoentenderle, voto a bríos! Y entenderle eslo que he de hacer si quiero defenderlocomo Dios manda. Me ha hablado usteddel cadáver de Felisa y de que cogió deél la dichosa cadenita. Y una cosa y otrapueden llevar a pensar que fue ustedquien la mató.

—Yo no maté a la muchacha.—Y entonces, ¿cómo llegó a su poder

el collarcito?—Estaba al lado del cuerpo, roto. De

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una agarrada, posiblemente.—Está bien —suspiró Alemán—.

Explíqueme, por favor, qué ocurrió esanoche. Y hágalo desde el principio y dela forma más clara posible, se lo ruego.

Montaño tosió y, al hacerlo, unasgotitas de saliva rojiza cayeron sobre lamesa. Pedro retiró sus codos deinmediato.

—Como casi todas las noches —comenzó su relato Deogracias—, iba deconvento en convento y de figón en figónbuscando qué comer en sus basuras y ensus desechos. Creo recordar que esanoche venía del convento de la VeraCruz y que llovía, y que en losdesperdicios de los frailes terceros nohallé ni un mal mendrugo que llevarme a

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la boca, así que me dirigí al convento delas monjas de San Cristóbal, en cuyasesportillas más de una vez me heencontrado las cortezas de un queso, uncostillar roído o la cabeza de unpescado. También recuerdo que cuandocrucé la calle Larga ya había sonado, yhacía sus buenos minutos, la campana dela queda. Y entonces me introduje en elPostigo de la Poca Sangre…

—¿Y qué ocurrió entonces? —loanimó Pedro a continuar cuando observóque el hombre se detenía en su relato.

—Que me llevé un susto de muerte,joder.

—¿Un susto usted? —preguntóAlemán, sorprendido de que el mendigopudiese asustarse de alguien y no a la

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viceversa, con esas trazas que segastaba el hombre.

—Un susto, como le digo.—Pues dígame.—Nada más entrar yo por el postigo,

un hombre, un espectro del averno diríayo, todo enlutado, silencioso como undiablejo, con un sombrero calado hastacasi los ojos y empuñando un espadín,casi me arrolla. Y tuve que pegarme a lapared para no irme de cabeza al suelo.

—¿Quién era ese hombre?—¿Y cómo quiere usted que yo lo

sepa? Bastante tuve con salir con vidadel tropiezo. Porque el fulano, fuesequien fuese, destilaba más peligro queun novicio en un convento de monjas.

—¿No pudo usted verle la cara?

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—Ya le he dicho que no. Llevaba elsombrero calado y estaba oscuro, puesla lluvia había apagado los faroles.

—¿Ni un rasgo siquiera?—Tal vez los ojos, que me parecieron

tizones. Pero no sé si en verdad los vi osi todo fue producto del julepe.

—¿Y nada más?—¿Qué más quiere usted, hombre?

¿Es que cree que darse de bruces conalguien emparentado con Belcebú espoca cosa? Sólo pensé en hoparme deallí cuanto antes.

—Al menos podrá decirme cómo eraese hombre de alto, ¿no? O si eradelgado o gordo. Enclenque o robusto.Esas cosas.

—Pues qué quiere usted que le diga.

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A mí me pareció un espanto y nada más.—Intente ayudarme, por su bien y el

mío. Haga memoria.—Bueno, pues… más bien alto, sin

excesivas carnes y… y… bueno, pues…no sé… ya está.

—Sus ropas, ¿eran de pañoselegantes? ¿De buenas hechuras?

—Vaya… Tampoco lo sé. Pero yodiría más bien que sí.

—¿Y nada más que pueda decirme?—No se me ocurre qué.—Si viera de nuevo a ese individuo,

¿sería capaz de reconocerlo?—Pues… no lo sé. Más bien no.

Aunque si fuera vestido de igual manera,a lo mejor, pero… no sé… no creo.

—¿Qué ocurrió luego?

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—Pues que cuando me recuperé de lacagalera y cuando el aire volvió aentrarme en el pecho, pues tanto fue elcanguelo que sentí, apresuré el paso,postigo adelante, en busca de las tapiasdel convento y del lugar donde lasmonjas depositan sus sobras, susmorrallas y sus escurriduras. Y entoncesla vi, que Dios me valga. Pobrecita mía.

—El cadáver de Felisa.—Bueno, más que un cadáver, aquello

era un estropicio. Había sangre hasta enlas paredes y vísceras y menudillos portodos los lados. Sólo tuve fuerzas parasantiguarme y salir corriendo otra vezbuscando la calle Larga. Y entonces,antes de salir huyendo, infeliz de mí, lavi.

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—Vio usted ¿qué?—La cadenilla esa. De plata y con la

medalla de la Virgen de la Merced. Laque me va a traer la ruina, que bien quelo sé yo.

—¿Dónde estaba la cadena?—Pues tirada a cosa de una vara de

los pies de la muerta. Como si hubierasalido despedida desde su cuello hastaallí con el alboroto. Y tuvo queempujarme Satanás, pues me acerqué, lacogí y luego salí corriendo.

—Eso fue el 27 de mayo, Deogracias.Extraño es que no haya intentado ustedvenderla hasta este mes de julio. Porqueno le veo yo a usted tan sobrado demaravedíes como para aguantar durantemeses la tentación de vender la cadena.

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Ya sabe.—Sí, es verdad.—¿Y entonces?—¿Pues qué quiere que le diga? Tuve

miedo, todos en Jerez hablaban delcrimen y me dije que esperar un tiemposería lo más sensato. Hasta que ya nopude aguantar más y me planté en lacalle Algarve a ver cuánto me daban porella. Y ni un suspiro tardó la ronda endar conmigo, pues el platero me conocíade brujulear por allí y daría parte.

—¿Y eso es todo?—Claro. Unos míseros chavos me

pagaron por la cadena y la medalla, ymire usted dónde me encuentro por unpuñado de calderilla. Y lo que meespera, que bien que lo sé. Porque

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¿quién me va a creer a mí, DeograciasMontaño, malaventurado y pobre?

Ésa fue la pregunta que Pedro se hizoen ese instante: ¿podía creer al preso?¿Era cierta su versión de los hechos?¿Decía la verdad o, por el contrario,intentaba con esa mentira escapar deldestino que lo aguardaba? Miró a losojos al hombre que, al otro lado de lamesa, parecía saber del escrutinio yesperar impaciente su resultado. Y loque vio en esos ojos enrojecidos y muyabiertos por la impaciencia, surcados devenillas sanguinolentas y rodeados de lacostra que se engastaba en las arrugas desus párpados, fue verdad y no disimulo.Y no supo si alegrarse de ello o no.

—Le creo —sentenció al cabo el

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letrado, poniéndose de pie.—Gracias —respondió Montaño,

haciendo lo propio. Y los grillosrechinaron al enderezarse y Pedrorecordó al oírlos el chasquido de lapalanca del patíbulo al ser maniobradapor el verdugo. Y sintió un repeluznohelado al ser consciente una vez más delpeso de su responsabilidad—. Peropermítame que le pregunte: ¿servirá dealgo que usted me crea?

—Peor sería que no lo hiciese.—Ya. ¿Me van a dar tortura? Porque,

desde ya se lo aviso, si me llevan alpotro o me dan tormento de agua, voy acontar lo que me pidan, como si mepiden que confiese haber sido yo quiendio muerte a Jesús Nuestro Señor,

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santificado sea su nombre.—Intentaré ayudarle también en eso.

Y, de todos modos, de nada vale lo queusted diga en el suplicio si después nolo ratifica ante el juez.

—Pues no sé si eso me consuelamucho, la verdad. Porque las matadurasy el sufrimiento no va a haber quien melos quite.

—Nada más puedo hacer por usted.—¿Cuándo será el juicio?—No lo sé, Deogracias. Pero, por la

cuenta que le trae, rece usted porque nosea pronto.

—¿Y eso?—Porque necesito tiempo para

resolver un misterio que le incumbe.—¿Un misterio?

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—Sí, ya otro día se lo explicaré,ahora debo irme. Aunque, a todo esto,¿vio usted, Deogracias, junto al cuerpode Felisa una moneda romana?

—¿Cómo? —preguntó el preso,mirando a su abogado sin entender.

—Una moneda de plata. Extraña.Antigua. Junto al cadáver.

—¿Es que piensan que también lacogí yo? ¡Pues no, señor! ¡No tengo niidea de qué me habla!

—Está bien, Deogracias, no sepreocupe. Espero no tardar mucho envolver a verle.

—¿Y me podría traer entonces unpoco de vino? Aunque sea un azumbre.O un cuartillo, al menos. Para que así seme haga más llevadera la prisión.

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—Intente calmar su sed con el aguaque aquí le den, buen hombre. Porque,aunque in vino veritas, la verdad es queen este mundo nuestro nadie cree a losborrachos. Porque, dicen, donde entramucho vino todos los vicios hacencamino.

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XV

EL VEINTICUATRO ENCISO

Pedro de Alemán, durante los díassiguientes, observó con sorpresa que lasumaria de Deogracias Montaño noprogresaba. Que estaba estancada comoel agua en el charco y que era tandelgada como un fideo, pues conteníapoco más que el acta del hallazgo delcadáver de Felisa Domínguez, elreconocimiento del cuerpo por elmédico del concejo y las declaracionesdel alguacil y los corchetes que loencontraron. Y no había, como hubiera

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sido normal, ni declaraciones niratificaciones ni interrogatorios detestigos, ni certificaciones, ni pregonesni inventario de bienes ni diligencias deembargo. Nada. Como si nadie tuvierainterés en que la investigación avanzara,como si se aguardara a que acaeciesealgo que viniese a arrojar certezas sobrela culpabilidad del detenido. O como silas ansias de sangre de los justiciashubiesen quedado satisfechas, aunquefuera por un tiempo, con la ejecución deFrancisco Porrúa. O como si lasargumentaciones de Pedro antes delahorcamiento de éste hubieran sembradodudas entre los curiales. Porque eso,dudas, es lo que debían de tener tanto eljuez don Rodrigo de Aguilar como el

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promotor fiscal don Bernardo Yáñez yde Saavedra, pues el uno ni se habíadignado interrogar al preso y ni siquierahabía dictado auto ordenando tormento,ni el otro impulsaba el proceso con sushabituales premuras y sus característicosapremios. Y así estaba el reo,languideciendo en la cárcel real sinpoder catar ni una gota de vino y sinsaber cuál iba a ser su suerte.

Pedro, mientras tanto, continuabasumido en la desazón de no saber de quécabos tirar para deshacer el nudo. Eraconsciente de que, por mucho que sedemoraran los trámites, más tempranoque tarde las diligencias sumariales deDeogracias Montaño cobrarían impulso,y sabía también que, si no se obraba un

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milagro o la inspiración no lo iluminabacomo a los doce el Espíritu Santo enPentecostés, ese pobre infeliz iba aacabar, como el otro, con las espaldasen carne viva y colgando de la soga. Yera difícil vivir con esa angustia y sinsaber si cada amanecer le iba a traer lasnuevas de los avances en elenjuiciamiento del reo. Y para más inri,en cuanto se descuidaba, y de veras queintentaba no hacerlo, se le venía a lasmientes el recuerdo de esa niña,Evangelina González, cuya bellezaparecía que se le había enracimado enlos párpados. El diablo se la llevase.Como si no tuviese él ya bastante conlas tribulaciones de su oficio para queencima lo acosaran las de la carne.

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Buscaba consuelo en Adela porquesabía que en ella estaba en verdad surefugio. Y su vida, y que cualquier otracosa no era sino desvarío. Hablaba cadados por tres con ella de la sumaria quetramitaba y de las dichosas monedas delos veinticuatros, y lo hacía, más queporque confiara en que la damita fuese asolucionar sus cuitas, porque pensabaque estando cerca de ella el mayortiempo posible, con esa bellezaesplendente suya, con sus ojos verdesllenos de inteligencia y con la calidezque trasminaba, aquellos recuerdosinsidiosos de la niña de la calleCapachos se arrinconarían en su sesera.

Buscaba al menos una vez cadasemana al alguacil Tomás de la Cruz,

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requiriendo nuevas sobre el crimen deFelisa Domínguez, nuevas que nuncallegaban. Cada mediodía, después de losjuicios o al salir de la oficina delabogado de pobres, charlaba conJerónimo de Hiniesta, el personero, quetenía muchas relaciones en Jerez, tantoen antros como en mansiones, en alturascomo en bajuras, y lo instaba a quepusiese oídos a cuanto se hablara en laciudad acerca de los crímenes, demonedas romanas o de criadas deveinticuatros. O de lo que fuese, que elcaso era encontrar una luz y salir de laoscuridad que lo martirizaba. Y en unpar de ocasiones se acercó a la calleAlgarve a pedir el consejo de donBartolomé Gutiérrez, pero el alfayate,

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con esas calores que le afectaban lospulmones, debilitados desde que estuvoen las celdas de la Inquisición, no pudorecibirlo por hallarse con calenturas.

Así transcurrió julio, pulverulento,seco y calinoso, con la vida detenidapero pendiente de un hilo. Y llena demalos augurios, como si ese hilo frágilestuviese a punto de quebrarse y todofuera a derrumbarse en cualquiermomento.

***

A finales de mes, desesperado por nosaber qué camino tomar ni qué hacerpara desamarrarse de la varadura en quese hallaba, se le ocurrió la idea de

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visitar las mansiones de losveinticuatros que habían empleado a lasinterfectas, para ver si allí podía obtenerinformaciones que vincularan a ambasdifuntas, o que le aclarasen por quéaquellos denarios romanos aparecieronjunto a sus cuerpos. O que de cualquierotra manera lo orientaran.

No confiaba mucho, más bien nada, enque esas visitas fuesen a dar frutos, pero¿qué otra cosa podía hacer?

Y no hacer nada era tan malo, o peor,que el resultado infructuoso de esasgestiones.

Y el viernes día 29 de julio seencaminó a la Porvera, donde, junto a lapuerta Nueva, vivía el veinticuatro donJerónimo Enciso del Castillo.

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Era éste uno de los menos adineradoscaballeros del concejo, pues suspropiedades sólo le rentaban nueve milseiscientos sesenta y cuatro reales cadaaño, nada más poseía tres inmuebles ysus propiedades rústicas eran deúnicamente treinta y dos aranzadas detierra. Pese a lo cual se daba ínfulas ypretendía vivir como un marqués, lo queno era, y mantenía una lujosa casa en unade las mejores calles de la ciudad yservidumbre compuesta por nuevepersonas (ocho, tras el fallecimiento dela desventurada Dionisia Menéndez),entre ellas nada más y nada menos quedos lacayos y un cochero. Para sufragartodo lo cual tenía que recurrirfrecuentemente al préstamo, pues se

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rumoreaba en Jerez que ya habíadilapidado todas sus herencias, entreellas las de su abuela, cuando laadministraba, y la de su madre doñaIsabel Ventura del Castillo Ibáñez.

Pedro de Alemán llegó a la mansióndel Enciso a las diez de la mañana,aprovechando que la de ese viernes dejulio era una jornada tranquila en laoficina del abogado de pobres.

Aunque se había hecho anunciarmediante una esquela remitida dos díasantes, tardó casi una hora en serrecibido por el veinticuatro, queapareció ante él descabellado, legañosoy con un vaso de aguardiente en la manoa pesar de lo temprano de la hora, puesni el ángelus había dado.

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Tras las ceremonias de rigor —aunque sin una disculpa por la demora—, y después de hacer desfilar por elsalón a dos criadas que trajeron café,pastas y la cajita de rapé del señor, queéste no paró de usar durante toda lareunión, y de comentar banalidades de laciudad y del concejo, pudo por fin Pedroabordar el asunto que lo había llevadoesa mañana a la puerta Nueva.

—¿Por la pobre Dionisia viene usteda verme, abogado? —preguntó donJerónimo Enciso, extrañado, cuando elletrado le comunicó la razón de suvisita.

—En efecto, señor. Investigo sumuerte.

—Pero ¿no se ejecutó, y no ha mucho,

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a un malhechor por ese motivo en elrollo de la plaza del Arenal?

—Bueno, sí, lleva usted razón.Pero… pero pienso que… a ver cómo selo explico… que quedan cabos sueltosen esa sumaria, a pesar de la ejecucióndel marido de Dionisia, llamadoFrancisco Porrúa.

—Pues a ver, abogado —lo instó elveinticuatro, después de estornudar porel pellizco de rapé que se había llevadoa las narices—, aclárese, que no logroentenderle. ¿Cómo demonios van aquedar cabos sueltos en un crimen si yaalguien ha sido ejecutado por él? ¿O esque el ahorcado ha revivido, pardiez?

Pedro explicó entonces, como pudo, yno fue fácil, al caballero el hallazgo de

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un denario romano junto al cuerpo de lainfortunada Dionisia y que poco despuésse había producido otro crimen, el de lacosturera Felisa Domínguez, y quetambién junto a su cadáver se habíaencontrado otra moneda romana, lo que,a su juicio, vinculaba ambos asesinatos,así como el hecho de que ambasvíctimas trabajasen en casa deveinticuatros. Y su convicción de queambos homicidios habían sido obra deuna misma mano.

—¿De una misma mano, dice usted?Entonces, ¿es que de verdad piensa quePorrúa resucitó y dio muerte a lacosturera?

—No, por Dios. No estoy diciendoeso —se quejó el letrado, enervado por

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la estulticia del regidor, aunque noestaba muy seguro de si era estulticia osarcasmo lo que motivaba loscomentarios del Enciso—. Lo que estoydiciendo es que es posible queFrancisco Porrúa, el ajusticiado, fueseinocente del crimen por el que se le diosoga, al igual que es inocente el presopor el crimen de Felisa, que se llamaDeogracias Montaño y está recluidodesde principios de mes en la cárcelreal a la espera de juicio. Eso, y no otracosa, es lo que quiero decir, donJerónimo.

Enciso, gordo, colorado y ufano comoun pavo real, volvió a llevarse a la narizuna pizca de rapé, estornudó, se limpiólas escurriduras del estornudo con la

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manga de la casaca de color claro yapuró luego su copa de aguardiente. Ymiró a Pedro como si éste no estuvieraen sus cabales.

—Mire usted, abogado —dijo—, esviernes, media mañana y tengo muchascosas que hacer. Entre otras, he determinar un informe sobre la próximaferia de agosto que he de presentarmañana en la sesión del cabildo de cadasábado, pues sepa usted que este año mehonro en ostentar la Diputación deFerias y Regatones en el concejo. Asíque no tengo tiempo para discutir conusted sobre sus conjeturas y majaderías.Que lo que hacen es poner en solfa lajusticia del rey nuestro señor, algo queno debiera hacer un abogado del

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concejo como usted, ¿no cree? Porquebien ejecutado está quien ha sidohallado culpable de un crimen pornuestros justicias mayores, y a ello nohabríamos de darle más vueltas so penade marearnos. Cuando no de incurrir endesacato o en sabe Dios qué, que noestoy yo muy puesto en leyes. Así quedígame de una maldita vez: ¿qué es loque quiere usted de mí? Porque hastaahora, a fe mía, no he podido imaginarlosiquiera.

—Pues… —dudó Pedro, viendo aaquel veinticuatro tan envanecido ydiciéndose si no habría sido una malaidea, como había conjeturado cuando sedecidió a hacerla, esa visita, que a verqué consecuencias podía traerle. Siguió

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con su explicación, no obstante—: No setrata de poner en tela de juicio las leyesdel reino, señor, sino de no dejar ningúncabo suelto. Y la verdad es que pensabaque tal vez usted podría ayudarme. Medije que a lo mejor podría contarme algosobre Dionisia o sobre la monedaromana aparecida junto a su cadáver osobre cualquier cuestión que pudieraencaminarme en mis pesquisas. Ése es elmotivo de mi visita.

—¿Sobre Dionisia? ¿Qué quieresaber usted de Dionisia?

—Lo que usted pueda referirme.—Nada. Sé que trabajaba en esta

casa, en las cocinas más concretamente,y que de cuando en vez me la cruzabapor los pasillos. No vivía con nosotros,

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pues cada noche marchaba a su morada,que, antes de que usted me lo pregunte,no tengo ni idea de dónde estaba. Sé queno era mujer muy agraciada y, por tanto,no solía servir en la mesa. Llevaba pocotiempo trabajando en esta casa y, enconsecuencia, no era, como otras quellevan aquí desde siempre, alguien dequien conociéramos su vida ycostumbres. ¿Qué más quiere usted quele diga?

—¿Y sobre la moneda romana que sehalló junto a su cadáver?

—¿Cómo era esa moneda?Ahora Pedro se lamentó de nuevo de

haber acompañado el dibujo de lamoneda que Tomás de la Cruz le habíaproporcionado a su escrito pidiendo

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misericordia al juez para FranciscoPorrúa. Y se dijo que tendría querecuperarlo o hacerse con un nuevoboceto a la mayor brevedad posible.

—Pues… era un denario. Un denariode la antigua Roma. Con una inscripciónextraña en una de sus caras.CHOSIDICE, ponía.

—¿CHOSIDICE?—Sí. ¿Le suena a usted de algo esa

palabra?—Pues claro que no, pardiez.

¿CHOSIDICE? ¿Qué diantres significaesa palabreja?

—No lo sé, la verdad.—Pues si no lo sabe usted, que es

abogado y dicen que los abogadossuelen saber de latinajos, ¿cómo quiere

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usted que yo lo sepa?—Ya. Disculpe. Y el hecho de que

junto al cadáver de Dionisia aparecieseuna moneda romana, ¿le dice a ustedalgo?

—Pues me dice que ya va siendo horade acabar con este desvarío, letrado.Acabo de oír las medias en el campanilde la Victoria y ya se me está haciendotarde. Así que si no se le ofrece nadamás, yo…

—Una cosa más, por favor —solicitóPedro poniéndose en pie, pues elveinticuatro así lo había hechoaprestándose a dar por finalizada esainsólita visita—. ¿Tiene usted algo quever con doña María Consolación Pereay Vargas Espínola?

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Los ojos del Enciso centellearon y asu tez subió una rubefacción queamenazaba con acabar en alferecía, detan pronunciada como fue.

—¿Qué está usted insinuando, voto abríos?

Pedro levantó ambas manos, abiertaslas palmas, como intentando detener unataque del regidor.

—No, no, excúseme, se lo ruego, novan por ahí los tiros. No pretendíasugerir nada inconveniente, Dios melibre. Es que, como también mataron a lacosturera de doña María Consolación,me preguntaba si no habría un vínculoentre ustedes. Es decir, si el hecho deque ambas víctimas trabajasen en casade veinticuatros no habría sido un factor

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desencadenante de las muertes. ¿Meentiende?

—A fe mía que no, por Dios bendito.Y qué rarito es usted, abogado. —Nuevainspiración de rapé, como para buscarsosiego, y nuevo estornudo. Habló luegoel veinticuatro con la voz sofocada porla exhalación—: Con doña MaríaConsolación Perea tan sólo me unenlazos de conocimiento, ni siquiera deamistad. Sí conocí a su difunto padre,pues ambos compartimos sillón en elconcejo, aunque por breve tiempo. Peronada más. Y no tengo ni la más remotaidea de lo que usted quiere dar aentender y la verdad es, caballero, quetampoco me importa un pimiento. Yahora sí, he de irme… Así que…

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—¿Tiene usted enemigos, donJerónimo? —interrumpió Pedro.

—De verdad que no sé qué le ocurre,abogado, ni por qué hace esas preguntastan extrañas. ¿Enemigos yo? ¡Pues claroque sí! ¿Quién no tiene enemigos hoy endía, pardiez? El año pasado, sin ir máslejos, fui fiel medidor de la Alhóndiga yme las tuve tiesas con más de uno. Y laveinticuatría levanta envidias yanimosidades. Pero si quiere dar usted aentender que la muerte de esa infeliz deDionisia tiene algo que ver conmigo ocon mis enemigos, es que la sangre no lellega bien al cerebro. ¡Fidel! —llamó agritos al mayordomo, que aparecióenseguida—, acompaña al visitantehasta la salida. Hasta la vista, abogado.

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Y cuide su salud, que no le veo yo muycatólico en estas horas, al menos en loque a la parte de los sesos se refiere. Ymuy buenos días tenga usted.

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XVI

EN LA MANSIÓN DE LOSPEREA

Era, el de los Perea, un linaje de largoarraigo en la muy noble y muy lealciudad de Jerez de la Frontera, que seremontaba a los tiempos del Rey Sabio yque había dado a la ciudad muchos hijosilustres, entre ellos don Diego López deCarrizosa y Perea, caballero de laOrden de San Juan de Jerusalén ycomendador de la Higuera, cuya estatuay sepulcro se conservaban en la iglesiade San Juan de los Caballeros.

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La veinticuatría que desde antañoposeía la familia por juro de heredad laostentaba en estos tiempos doña MaríaConsolación Perea y Vargas Espínola,soltera, y lo hacía por razón de laherencia de su difunto padre don Diegode Perea y Vargas, que había casado ensegundas nupcias con doña BeatrizEspínola y Villavicencio. No obstante,por ser mujer, no podía doña MaríaConsolación ejercer el cargo concejil,por lo que había cedido sus derechos,como teniente, a don Tomás ManuelLópez de Castro y Londoño, alférez delregimiento provincial de Sevilla.

Pedro de Alemán llegó a la mansiónde los Perea sin anunciarse y decidido ano resignarse al fracaso que la entrevista

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con don Jerónimo Enciso le habíasupuesto. A pesar de ello, fue enseguidarecibido por doña María Consolación,mujer afable que, a pesar de hallarse, ybien entrada, en la treintena, conservabauna belleza hidalga y gentil. Tambiéneran gentiles sus maneras, pues recibióal abogado con simpatía, le aseguró quehabía oído hablar de él al canónigoMesa y Xinete, de quien se manifestóferviente amiga y admiradora, y loconvidó a un vino elaborado con lasuvas de Peter Siemens que Pedro, apesar de no ser muy partidario de losvinos dulces, aceptó. Tenía, no obstante,un defecto doña María Consolación, yera que hablaba por los codos, y Alemánoyó las campanas del ángelus, las de los

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cuartos y las de las medias sin poderabordar el asunto que lo había llevadohasta la calle Medina. No fue hastadespués de las doce y media cuandoPedro pudo, aprovechando que la señorahabía cesado durante unos segundos dechacharear para rellenar las copitas devino, meter baza en la conversación ydirigirla hacia Felisa Domínguez, ladifunta costurera de la Perea. Lecomentó, con la mayor delicadeza quepudo, que era el defensor de DeograciasMontaño, acusado del crimen, y quetenía motivos para pensar que laacusación contra su cliente era injusta.

—No obstante lo cual —prosiguió—,se preguntará usted, doña MaríaConsolación, por el motivo que me ha

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movido a visitarla…—Ah, pues… Bueno, siempre es

agradable recibir visitas. Y más parauna dama como yo, que no ha sidobendecida con la dicha, o la desdicha —y sonrió galanamente— del matrimonio,por lo que, aparte de cumplir con misobligaciones de misa y comunión diariasy con las que la caridad de Cristo Jesúsnos exige, poca distracción me queda.Quitando, eso sí es cierto, las bodas, losbautizos y las fiestas a las que tengo elhonor de ser invitada. Pero, volviendo alo que usted me comentaba, la verdad esque sí, que no sé por qué me cuentausted todo lo que me ha contado, con lodesagradable que es todo eso, ¿no?

—Tuvo que ser duro el enterarse de

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la muerte de su sirvienta, y más en lascondiciones en que la pobre murió…

—¡Santísima Virgen de la Merced!¡No se lo puede usted ni figurar! Y másteniendo en cuenta lo que ocurrió esemalhadado día.

—¿Qué ocurrió, doña MaríaConsolación? —preguntó el letrado,repentinamente interesado.

Narró a continuación la dama lasincidencias habidas con la boda de lahija de los condes de Colchado y con eltraje en cuyas medidas la pobre Felisahabía errado, y cómo tuvo la costureraque estar en la mansión hasta muy altashoras de la noche, «hasta un poquitodespués de la queda, ¿sabe usted?».

—Así que la hora en que Felisa salió

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de esta casa no era la habitual… —dijoPedro, más para sí que para laveinticuatro.

—Claro que no. Ella solía irse cadatarde a eso de las vísperas, en cuanto elsol se ponía. Ése era su horario, desdetercia hasta vísperas. Una costurera nohace falta más tiempo en esta casa,aunque raro era el día que no tenía lapobre que hilvanar esto o remendaraquello o zurcir lo de más allá. Lascosas de las casas grandes, y con tantagente como vivimos aquí… Porque,aunque sea yo soltera, don Pedro, tengoaquí conmigo a mi tía, que ya es muyanciana, a tres sobrinos, a una sobrinaviuda con sus dos hijos y no sé cuántoscriados y criadas.

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—Ya. Pero eso —reflexionó Alemánen voz alta— quiere decir que o bienFelisa fue elegida al azar por el asesino,puesto que no era la hora en que debieraestar la muchacha por las calles, o bienque la estuvo esperando hasta que llegóal Postigo de la Poca Sangre, que sueleestar desierto en cuanto anochece.

—Creo que no le sigo, don Pedro.—No se preocupe usted, doña María

Consolación. Cosas mías. ¿Sabe ustedque junto al cuerpo de Felisa aparecióuna moneda romana? Un denario de laantigua Roma.

—¿Una moneda romana? —preguntóla noble con extrañeza—. ¿Y quésignifica eso?

—Pues eso quisiera saber yo. Y el

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caso es, señora, que también junto alcadáver de Dionisia Menéndez aparecióuna moneda similar.

—¿Dionisia Menéndez? ¿Y quién esésa?

—Otra mujer a quien dieron muerteen el callejón de la Garrida a mediadosde abril. Supongo que se enteró usteddel crimen y de la ejecución de sumarido, Francisco Porrúa, que tuvolugar no ha mucho.

—Ay, sí, por Dios. Yo no estuve en laplaza del Arenal ese día, porque notengo yo ya el corazón para esos dramas,pero sí que me enteré, ahora caigo. ¿Ydice usted que también se halló junto alcadáver de esa… de esa Dionisia unamoneda romana? Qué coincidencia más

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extraña…—No creo que sea un coincidencia,

señora, sino más bien la indicación deque ambos crímenes fueron obra de lamisma persona. Porque, además,también Dionisia, como su costurera,trabajaba en casa de un veinticuatro. Yeso ya son demasiadas casualidades.

—Puede ser, puede ser… Quépreocupante es todo lo que usted mecuenta, Dios mío. ¿Y cómo puedo yoayudarle, don Pedro?

—Ya lo está haciendo usted,dignándose a hablar conmigo, y se loagradezco en el alma. ¿Conoce usted adon Jerónimo Enciso del Castillo?

—Sólo de oídas. Veinticuatrotambién, ¿verdad? De la Porvera, creo.

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¿Y por qué lo pregunta?—Dionisia trabajaba en su casa, doña

María Consolación.—Ah, ya. Pues no, como le digo, ni

tengo el gusto ni tengo tratos con él. Nicreo que nadie de mi casa lo tenga.

—Veo que no está hoy aquí donTomás Manuel con usted —inquirió elletrado, refiriéndose a don TomásManuel López de Castro y Londoño, elcaballero alférez que ejercía laveinticuatría en nombre de la dama y porcuya relación con ésta el letrado no seatrevió a preguntar.

—Oh, no. Don Tomás Manuel —seapresuró a explicarse la señora— ejercela tenencia de mi veinticuatría porindicación de don Mateo Dávila, que fue

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mi tutor tras la muerte de mi padre, yviene poco por aquí, si acaso una vez almes para despachar asuntos. Pero nocreo que tampoco tenga tratos con donJerónimo, se lo aseguro. Lo sabría yo,de tenerlos.

—El hecho de que junto al cadáver deFelisa apareciera una moneda romana—insistió Pedro—, ¿le dice algo?

Doña María Consolación Perea yVargas Espínola reflexionó durante unossegundos y negó luego con la cabeza.

—Lo siento, pero no. ¿Cómo era esamoneda? ¿Me la puede usted enseñar?¿O lleva algún dibujo consigo?

Pedro se maldijo de nuevo por notener un bosquejo del denario quemostrar a la veinticuatro. No era en

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absoluto lo mismo describir una monedaque enseñarla.

—Lo siento, pero no. La moneda estáen la Casa de la Justicia, con laspruebas, lógicamente. Y no tengo ningúndibujo de ella. Sí puedo decirle que enuna de sus caras figura la cabeza de unamujer; y en el anverso, lo que parece serun carruaje entre cuyas ruedas jugueteaun animalillo, un gato o tal vez un perro,no sabría decirle. Y debajo, cuatroletras: ROMA. ¿Le dice a usted algotodo ello?

—Que jamás vi que la pobre Felisatuviera entre sus pertenencias unamoneda como ésa. Así que si se hallójunto a su cuerpo, Dios la tenga en sugloria, es porque alguien la dejó allí.

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—Yo pienso igual que usted, lo queno sé es la razón de que el criminal ladejara. Y tengo que descifrar el misteriosi no quiero que mi cliente, DeograciasMontaño, acabe también en la horca.¿Hay algo más que pueda ustedcontarme?

—¿Qué quiere usted saber? La verdades que no me gustaría que ajusticiaran aun inocente, como, según usted, es esetal Deogracias.

—¿Tiene usted algún enemigo, doñaMaría Consolación? ¿Alguien quequisiera dañarla y que, no pudiendohacerlo con usted directamente, sedecidiera a pagar sus rencores con unade sus sirvientas?

—¿Enemigos yo? —sonrió la dama

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—. Pues me temo que no, y es unalástima, porque tener enemigos debe deser distraidísimo. Aunque esté mal queyo lo diga, creo llevarme bien con todoel mundo, hasta con los inquilinos de loscuatro inmuebles que poseo en Jerez,además de éste, y con los aparceros delas casi mil fanegadas de tierras que mipadre me legó en diferentes pagos de laciudad.

—¿Y Felisa? ¿Sabe usted si por losdías previos a su muerte sufrió algúnproblema, o tuvo algún inconveniente, ole sucedió algo que se saliera de lohabitual?

—¿Felisa? No creo. Era buenachiquilla, y muy guapa, además.Hacendosa y limpia, sí, señor.

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—¿Sabe usted si noviaba conalguien?

—No, que yo supiera. Aunquetambién es verdad que poco sabía yo desu vida privada. Tal vez, si hablarausted con su familia… Felisa vivía en lacalle Tundidores, creo, con sus padres.

—Gracias, tal vez lo haga. Yentonces, doña María Consolación, ¿noocurrió nada extraño en los días previosa su muerte? Le ruego haga memoria,por favor. Cualquier detalle, por nimioque le parezca.

La dama frunció los ojos, intentandoacordarse, como se le pedía, yrealizando un esfuerzo de concentración.Al cabo, negó con la cabeza, con gestomohíno.

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—Pues me temo que no. La verdad esque no recuerdo que pasara nada fuerade lo habitual. Como no fuese, claroestá, el desastre que me hizo lapobrecita con el vestido que me iba aponer para la boda de la hija de loscondes de Colchado. ¿Ya le he contado austed lo que ocurrió con el dichosovestido?

Y antes de que Pedro pudiera negarsiquiera, ahí que doña MaríaConsolación Perea y Vargas Espínola seenfrascó en una entusiasta y prolijadisertación acerca de terciopelos,ajustes, panieres, hilvanes, paños ydobladillos de la que el abogado depobres no pudo escapar hasta que oyóque daban los cuartos de la una en el

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cercano convento de la Vera Cruz.

***

La impotencia fue la más cercana y fielcompañera de Pedro en aquelloscalurosos días de verano. Y la sensaciónde fracaso le acidulaba la saliva a cadahora. Aunque la sumaria de DeograciasMontaño avanzaba a paso de tortuga,sentía que el tiempo se le acababa y yano tenía caminos que recorrer. Habíahablado con los padres de FelisaDomínguez en la calle Tundidores y deesa conversación no sacó nada enlimpio, salvo llevarse consigo una partede la pena inmensa que se había alojado,como un huésped incómodo, en aquella

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humilde casa. Había localizado a doshermanos, varón y hembra, de DionisiaMenéndez, que vivían el uno en la callede los Valientes y la otra en laCarpintería Baja, y ninguno de ellospudo aportar nada a sus pesquisas. Tansólo la hermana, llamada Angustias,cuya parte derecha del rostro estabaacardenalada por un horrible sarpullidode nacimiento, pero que tenía dulzurasde bizcotela, le dijo, al final de suconversación, que Francisco Porrúa eraun villano y un granuja, un borracho y unmal hombre, pero que no creía quehubiese matado a su hermana porque,por mucho que la maltratara, en el fondola quería. Lo cual, lejos de apaciguar lascongojas del letrado, sólo vino a

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acrecentarlas.Recorrió las platerías de Jerez, las

tiendas de antigüedades y quincallas,traperías y mercados, preguntando pordenarios y monedas romanas, y nadiesupo dar respuestas a sus preguntas;habló con entendidos y mercachifles,mas con los unos se perdió en sushomilías y con los otros se arriesgó acaer en sus embustes; hizo cuanto se leocurrió para desentrañar el misterio quelo traía a mal vivir y en ningún lugarhalló solución a sus tribulaciones.

Se acostaba y se levantaba con lasmismas preguntas martilleando en sussienes: «¿Qué puedo hacer ahora? ¿Quépasos dar? ¿A quién recurrir?». Mas selevantaba y se acostaba sin respuestas.

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Intentó requerir el consejo de donBartolomé Gutiérrez, pues pensaba queel alfayate, con su natural inteligencia ymúltiples contactos en Jerez, lo podríasacar del atolladero y encauzarlo en ladirección correcta, pero en las dosveces en que fue a su casa para verlo ypedir su orientación y su ayuda se loencontró con unas calenturas que nihablar le permitían. Y era que el sastrese apagaba como velón sin pabilo.

Impotente, fracasado, frustrado ydesengañado, se maldijo a sí mismo ymaldijo su oficio. Deseó haber sido unchamarilero de esos a los que habíavisitado y a quienes vio felices entre susbuhonerías y sus cacharros; o unvendedor de aguachirles todo el día

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perdido entre los efluvios de los mostosaguados que servía a sus borrachos; obarbero sajador de pústulas, verdugo enel rollo o puta en el mesón del Toro.Cualquier cosa menos abogado, que eraoficio que hacía que los años pasaran adoble velocidad acortando la vida y lasesperanzas; que era oficio que obligabaa vivir cada día con las angustias ajenas;que era, al fin, oficio que anubarraba lavida hasta en los días de estío.

Estaba constantemente huraño, y amenudo vagaba por las calles, incapazde pasar en el bufete las horas muertasde esos días tranquilos antes de la feriay buscando en esos andares errabundosuna inspiración que no encontraba. Y enmás de una ocasión se sorprendió a sí

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mismo deambulando por las cercaníasde la calle Capachos, donde EvangelinaGonzález moraba. Esa dichosa niña cuyaestampa de blanca hermosura se le habíahilvanado a las mientes como una tirabordada.

Buscaba la compaña en tabancos yfigones del personero Hiniesta, a quiende continuo interrogaba por suspesquisas.

—Pero ¿qué quieres, carajo, Pedro?—le contestaba el procurador—. Si nome llegan noticias, no querrás que melas invente, ¿no? Pues sí que eresjartible, coño.

Y hasta en una ocasión, y por vezprimera desde los años en que seconocían, y no eran pocos, discutió con

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el alguacil Tomás de la Cruz, a quienreprochó lo que él creía era indolenciade los justicias en la investigación delos crímenes.

—No puedo entender, Tomás —leespetó cuando una mañana seencontraron al salir de la Casa de laJusticia—, que no estén haciendoustedes nada por investigar quién es elhomicida y cuál el significado de esasmonedas romanas. Parece como si anadie en esta maldita ciudad leimportara la suerte de DeograciasMontaño.

—No olvide usted —le respondióTomás, conciliador—, Pedro, que fui yoquien le puso sobre aviso.

—Sí, ya, y en mala hora lo hizo usted,

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que estoy que no vivo desde entonces.—¿Debí callarme, pues?—No, por Dios. Claro que le

agradezco que me contara su hallazgo.Pero lo que no puedo entender es que,desde entonces hasta ahora, esténustedes de brazos cruzados.

—No estamos de brazos cruzados,Pedro, por Dios. Hacemos lo quepodemos, que no es mucho. Y ya sabeusted la de delitos que hay en estaciudad, que no paramos.

—Sí, pero si las víctimas —adujo elletrado, sin saber cuán presagiosas ibana ser sus palabras— fuesen personasilustres en vez de una humilde criada yuna pobre costurera, otro gallo noscantaría.

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—Es usted injusto al hablar así,abogado. Me conoce desde hace años ysabe perfectamente que, en materia dejusticia, yo no distingo entre ricos ypobres.

—Usted tal vez no, Tomás. Pero ¿quéme dice del resto? ¿Qué me dice delalguacil mayor don Manuel Cueva? ¿Yde don Rodrigo? ¿Y de don Bernardo?¿Qué diablos están haciendo losjusticias mayores? ¡Y yo solo no puedodesentrañar el misterio, voto a bríos!

Y así pasaron los días hasta quellegaron las vísperas de la feria deagosto y todo comenzó a cambiar. Y siverdad fue que no llegaron a abrirse loscielos que siguieron en cierta formaencapotados en lo que a su caso se

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refería, verdad también fue que lossucesos que en el mes de la Virgenacaecieron en la muy noble y muy lealciudad de Jerez de la Frontera ayudaronal abogado de pobres, Pedro de Alemány Camacho, a atisbar nuevos caminos enlos que adentrarse buscando la solucióndel misterio que lo atenazaba.

Nuevos caminos que, verdad tambiénal fin, llegaron no diáfanos y luminosos,sino más bien oscurecidos y sembradosde cadáveres.

Aunque, pensó Pedro después, cuandotodo hubo pasado, qué verdad es que laoscuridad no es más que la luz que nonos alcanza. Y qué verdad es tambiénque cuántas veces en la muerte seencuentran las claves para evitar más y

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mayores calamidades.

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XVII

LA FERIA DE AGOSTO

Comenzó el mes más caluroso del año,el de la Transfiguración del Señor y laAsunción de María, con unacontecimiento que no por esperadoconcitó menos expectación: el de lapartida al exilio del marqués deGibalbín.

Don Raimundo José Astorga yAzcargorta, caballero veinticuatro,marqués de Gibalbín y atávico enemigode Pedro de Alemán desde el caso de lamuerte del sotasacristán Jacinto Jiménez

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Bazán, había sido condenado amediados de marzo último por el juez delo criminal como autor de un delito delesiones cometido en la persona delnegro Juan Jesús[4]. La pena impuestafue la de un año de extrañamiento alugar situado al menos a quince leguasde Jerez y a indemnizar al negro con lasuma de diez escudos de oro. Lasentencia fue confirmada por la sala delos alcaldes del crimen de la RealChancillería de Granada tras lasuplicación formulada por don Luis deSalazar y Valenzequi, abogado delmarqués, y, siendo firme la tal sentencia,mandaban las pragmáticas que fueraejecutada.

Había llegado, pues, y sin mayor

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demora, el tiempo de cumplir la condenaimpuesta.

El martes 2 de agosto de 1757,festividad de la Virgen de los Ángeles,don Raimundo José Astorga yAzcargorta, uno de los más conspicuosprohombres de Jerez de la Frontera y suconcejo, y marqués de Gibalbín, partíapara el exilio con rumbo a Ronda, dondetenía parientes.

Salió de su casa palacio en la calle deSan Blas a las once en punto de lamañana, a la hora en que más bullían lascalles jerezanas en ese día de estío ysofoco, y en vez de atajar por el caminomás corto para llegar extramuros,desfiló por las calles principales deJerez como si de un caballero triunfante

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en unas justas se tratase y no de uncondenado al exilio. Desde San Blastomó la cuesta del Espíritu Santo parallegar a la plaza del Arroyo de losCurtidores, a la cuesta de la CárcelVieja y a la plaza de los Escribanos.Tomó luego la plaza de los Plateros y laTornería, y por allí llegó a la puerta deSevilla a la hora del ángelus, sinimportarle que todos fueran testigos desu marcha y de su oprobio. Y lo hizo alomos de un caballo blanco engalanadocon sus mejores jaeces, altivo yarrogante, vestido con terciopelos apesar de la época y luciendo todos susgalardones y emblemas. Lo seguían trescarros llenos de sirvientes y de lo másvalioso de sus pertenencias. Y

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fulgurando en sus labios una sonrisaafilada como una gumía.

Y aseguraron los chismorreros ycorreveidiles de Jerez que, antes detomar el camino que desde su casa de lacalle de San Blas habría de llevarlohasta la puerta de Sevilla, se postró enSan Mateo ante el Señor de las Penas. Yque no lo hizo para solicitar amparo nipara reclamar perdones, sino que lohizo, dándose golpes de pecho, paraapalabrar ante Dios y ante los hombresun justo desagravio.

Para jurar venganza.Y todos aseguraban que habría de ser

el abogado de pobres, Pedro de Alemány Camacho, el destinatario de esavenganza, pues en el letrado veía el

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marqués la causa de todos sus males.Pedro, que no creyó oportuno

presenciar la salida de don RaimundoJosé por la puerta de Sevilla con rumboal exilio, tampoco dio mayor pábulo aesas charlillas. Era de los que pensabanque la venganza más efectiva era la quedespreciaba toda venganza, y por cruel ydesalmado que fuera el marqués, y loera, creía que el de Gibalbín debía dehaber aprendido de la condena y delexilio y que no debieran de quedarleánimos para rencores.

No sabía Pedro, cuando así pensaba,hasta qué punto erraba en suscavilaciones.

Aunque lo que por tal motivoaconteciera deberá ser razón de otras

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historias.

***

En el mes de agosto se celebraba enJerez, como cada año, la segunda de lasferias anuales que había instituido elRey Sabio tras la conquista de la ciudad.Tenía lugar desde tiempo inmemorial enlos alrededores del convento de laMerced, en la collación de Santiago, ypor eso era conocida por la gente como«Feria de la Merced». Como cada año,el concejo dictó bandos regulando sucelebración y la obligación de losvecinos de adornar sus casas con fanalesy guirnaldas de flores bajo pena demulta. Adela consiguió que Pedro

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aceptase ir a Santiago para participar delos festejos, y lo logró no sin esfuerzo,pues lo veía decaído, razón por la cualle insistió en que se acercara a lascelebraciones, de las que en realidad noera muy amigo. Pero bueno, se dijo, erahora de escapar de los malospensamientos y dedicar el tiempo aquienes de verdad quería. Y ésos sabíabien quiénes eran, ¿verdad? Así queconsintió en acudir a la Merced conAdela, y en el fondo muy a su gustoademás. Porque estar con la damitasiempre era motivo de felicidades. Pormás que en su alma siempre seescondieran tinieblas y sinrazones, a lasque tan dado era. Y mejor que no seentrase en detalles. Dejaron a

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Merceditas, que aún era muy pequeñapara las aglomeraciones, en casa conCrista, y ellos dos se fueron a disfrutarde los gozos de la feria, de lasaguardenterías colmadas deparroquianos, de las casas adornadascon velones, faroles y coronas de floresdel tiempo y del ambiente liviano que enJerez señoreaba en esos días feriados.

Durante esas horas, Pedro, con lacompaña de su mujer Adela y la delpersonero Hiniesta, con quien seencontraron junto a su esposa Elena enun figón de la calle Oliva, pudo escaparde sus preocupaciones y durante un buenrato se olvidó de crímenes sin resolver,de monedas romanas y de criadas deveinticuatros, dejándose envolver por el

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clima festivo que en esos días seadueñaba de la ciudad. Rio con ganas delas bromas del procurador, de lasregañinas de su mujer Elena por susexabruptos, disfrutó de las miradascómplices de Adela, del roce de su pielcuando andaban cogidos del brazo porlas calles engalanadas, de losespectáculos de títeres y marionetasjunto a la calle Mansa, de los puestosdonde se vendían golosinas y helados,de la noche cuyo frescor atenuó por unrato las calores de agosto.

Regresaron a su casa de la calleGloria, un tanto achispados pero felices,un poco después de las once, pues enesos días de feria el concejo era máspermisivo con los rigores de la queda, y

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aún tuvieron tiempo Adela y él dedisfrutar de otros placeres. Y después sedurmió enseguida, cansado y en paz.

Pero, sabido es, la paz en este mundosuele durar menos que un parpadeo.

***

Lo despertaron unos aldabonazosintempestivos que amenazaban conderribar la puerta de la casa cuando aúnera noche cerrada.

—¡Voto a bríos! —exclamó,despertándose de golpe, atemorizado.No eran horas de llamadas nirequerimientos y, si los había, nadabueno traerían. Adela, a su lado en lacama, se incorporó con igual premura y

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con idéntico susto—. ¿Quién diablospuede ser a estas horas?

Adela no respondió. Se levantó y fuecorriendo a la alcobita donde la hija deambos dormía, para cerciorarse de queestaba bien. Y lo estaba, dormida comoel ángel que era. Crista, despeinada ylegañosa, apareció también por el cuartode la niña. Las aldabadas seguíansonando en la puerta de entrada.

—¡Voy, voy! —gritó Pedro,vistiéndose a toda prisa. Se asomó a laventana y, en la penumbra de la nochesin luna, distinguió un carruaje detenidojunto al portón de la vivienda y a un parde figuras plantadas ante su puerta—.¿Qué se les ofrece, vive Dios, a estashoras? —preguntó a voces desde la

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ventana—. ¿Quién va?—¡La ronda de noche! —respondió

también a gritos una de las figuras. Seoyeron los chasquidos de otras ventanasal abrirse, alarmados los habitantes delas viviendas aledañas por esaescandalera en plena madrugada—. ¿Esusted Pedro de Alemán, el abogado?

—¡Sí, yo soy! ¿Qué ha ocurrido?—El alguacil Tomás de la Cruz nos

envía. ¡Debe usted venir con nosotros,señor!

—¿Tomás de la Cruz? ¡Quédemonios! ¿Qué ha pasado que no puedeaguardar hasta el alba?

—¡Un asunto grave!—¿Tan grave como para turbar el

sueño de personas honradas?

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—¡Un cadáver! Ha aparecido uncadáver en el Rincón Malillo. Y elalguacil De la Cruz nos ha enviado aquía por usted y nosotros obedecemos.¡Debe usted acompañarnos, abogado!

***

El Rincón Malillo era una encrucijadade callejuelas situada en la collación deSan Mateo, a las espaldas del palacio deRiquelme, y debía su nombre a lopeligroso de su tránsito por las noches ya las leyendas que sobre tal lugar enJerez se contaban. Decía una de ellasque, hacía mucho tiempo, más de doscenturias, un caballero jerezano, donÁlvaro de Mendoza y Virués, mujeriego,

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jugador y pendenciero, se batió allí enduelo con un rival, a quien dio muerte deuna estocada. Con la espada en altochorreando de la sangre de sucontendiente, con el seso perdido por elvino y con la euforia del triunfo, sesintió como un dios terrible y se atrevióa retar al mismísimo Belcebú, seguro deque ni el diablo podría con él. Percibióentonces en su brazo derecho un dolorardiente, como si le estuvieranquemando la piel, y bajo el tejido de sujubón apareció una herida enorme ysangrante, como si un florete invisible lohubiese atravesado. Pero allí no habíanadie, sólo el cadáver de su adversario.¿Y el diablo, tal vez…? Aterrado, huyóa su casa de la calle Justicia, donde se

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encerró y de la que ya no volvió a salirhasta el día de su muerte, por lo que enJerez se le conoció desde entonces comoel Enjaulado. Mandó que en el lugar enque había sido herido —por elmismísimo Lucifer, juraba el caballero— se levantara una hornacina con unacruz de hierro y pasó sus últimos díasentregado al rezo, aunque ni lasoraciones le sirvieron para que la heridade su brazo cicatrizara. Ni para que sualma atormentada hallara reposo.

Y ahora, en el lugar de esas leyendas,volvían, por lo que se veía, a acontecerdesgracias.

Pedro de Alemán, en el coche de laronda, acompañado de los dos corchetesa quienes el alguacil Tomás de la Cruz

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había mandado a por él, llegó al RincónMalillo cuando en los conventosjerezanos se rezaban los laudes. Elcoche se detuvo en una de las revueltasde la calle, la más cercana a la plazaBecerra, donde un par de farolessostenidos por corchetes iluminaban unaescena escabrosa: el cuerpo de unamujer, poco más que una niña, vestidacon lo que tenía que haber sido unelegante traje del color de los dulces decalabaza de las monjas de Madre deDios, yacía tendido bocarriba en uncharco de sangre. Las telas del vestidoestaban desgarradas por todos lados,exponiendo sus desnudeces. Y su carne,terriblemente lacerada. La rodeaban almenos tres alguaciles, uno de ellos

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Tomás de la Cruz, y otros cuatro o cincocorchetes. Las ventanas y balcones delas casas vecinas se habían abierto y porellos asomaban las caras descompuestasde vecinos curiosos a los que uno de loscorchetes intentaba espantar,pidiéndoles a gritos que se introdujeranen sus casas y cerraran los postigos. Quedespués vendrían las requisitorias. DonDamián Dávalos, escribano del cabildo,que portaba una carpeta con legajoscomo si acabara de levantar acta, y elmédico don Clemente Álvarez, de lacalle Francos, junto con otro individuomás a quien el abogado de pobres noconocía, pero que, por sus vestimentas ysu maletín, era también sin duda galeno,conversaban con los rostros demudados

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en las proximidades del cuerpo. La luzde los fanales de aceite otorgaba a laescena una claridad tenue y dorada, encierta forma espectral.

El alguacil De la Cruz se acercó aPedro en cuanto lo vio bajarse del cochede la ronda.

—¡Pedro, por fin! —exclamó,saliendo a su encuentro, con la voz llenade urgencias—. Dese prisa, se lo ruego.Don Manuel Cueva Córdoba, el alguacilmayor del concejo, debe de estar a puntode llegar con el padre de la víctima ytambién vienen para acá don Rodrigo eljuez y don Bernardo el promotor fiscal.Y no es bueno que lo vean a usted poraquí. Puedo meterme en jaleos si seenteran de que le he dado parte.

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Acompáñeme, por favor.—¿Qué ha ocurrido, Tomás? —

preguntó Pedro, con la caratransfigurada, sin poder quitar vista delcadáver, que, medio desnudo,masacrado e indefenso, movía tanto a larabia como a la misericordia—. ¿Quéhacen aquí tres alguaciles? ¿De quién esel cuerpo? ¿A quién han dado muerte?

—En cuanto me fue dado aviso —dijopor toda respuesta el alguacil—, yllegué y vi lo que vi, me dije que teníausted que estar al tanto, Pedro. Porque lavíctima es distinta, sí, pero, por lo queme temo, estamos ante el mismovictimario.

—¿Quiere usted decir que estamos…que estamos…?

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—Ante otro crimen como el deDionisia Menéndez y Felisa Domínguez,amigo mío —finalizó el ministro la fraseque Alemán había dejado inconclusa—.Eso es lo que le quiero decir.

—Cuénteme, se lo ruego.Tomás de la Cruz se llevó la mano

diestra al bolsillo de su casaca y laregresó llevando consigo una moneda deplata que ofreció a Pedro.

—Esto ha aparecido junto al cuerpo.Junto a la mejilla de la desdichadajoven, como en el caso de la costurera.Y que el diablo me lleve si esto es obradel azar.

Pedro cogió la moneda que elfuncionario le ofrecía y, sosteniéndolacon dos dedos, la alzó para que la

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alcanzara la luz de un farol. La examinódetenidamente. Era, sin duda, unamoneda romana, un denario de plata conpátina de siglos. En su anverso seobservaba el rostro de un personaje, nosabía si hombre o mujer, con un cascoalado; y en el reverso, bajo la palabra«ROMA», un carruaje con auriga ytirado por dos caballos; a sus pies, unguerrero con lanza luchando con lo queparecía un león; y debajo, una palabra:«CNDOM».

—¿CNDOM? —preguntó Pedro, máspara sí que para el alguacil y con un hilode voz—. ¿Qué puede significar esto?

—Que me maten si lo sé —respondióDe la Cruz en igual tono—. Pero queríaque usted viera esta moneda antes de

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que lleguen los justicias mayores,porque después no sé lo que puedapasar. Y no es que quiera decir que vayaa pasar nada raro, entiéndame, pero porsi acaso… Porque esta moneda es laprueba irrefutable de que estamos anteuna cadena de crímenes, todos obra dela misma mano.

—Espero que los justicias mayorespiensen como usted, Tomás.

—Yo también lo espero, Pedro.Aunque… no sé… no sé…

—Primero, CHOSIDICE. En lasegunda, sólo ROMA. Y ahora,CNDOM. ¿Qué clase de enigma es éste,por todos los santos?

—Ni idea, ya le digo.—¿Puedo llevarme esta moneda

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conmigo, Tomás?—¡Por supuesto que no! Pero ¿cómo

puede pedirme eso? Ya bastante me laestoy jugando con usted.

—Lo entiendo, lo entiendo,discúlpeme. Es que… ¿Podré ir a laCasa de la Justicia a hacer un dibujo delas tres monedas?

—Pienso que sí. Es usted el defensorde Deogracias Montaño, tiene derecho aver las pruebas.

—¿Qué se sabe de este crimen? —preguntó el letrado, señalando el cuerpoexánime de la muchacha, que yacía aapenas unos pies de ellos.

—Nada. O casi nada. Don Damián halevantado acta y los físicos, donClemente y el otro, han examinado el

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cadáver. Dicen que no saben si la causade la muerte ha sido el degollamiento osi, antes de ser degollada, ya habíamuerto por las heridas infligidas envarios lugares del cuerpo con un armablanca, un espadín posiblemente. Y lehan hecho barbaridades.

—¿Violada?—Y de qué manera.—¿Se sabe la hora?—La sangre estaba aún fresca cuando

llegamos. Se supone que los hechosacaecieron poco después de lamedianoche, según los galenos, un pocomás tarde tal vez.

—¿Se sabe algo más?—Don Manuel Cueva está a punto de

llegar y dirigirá la investigación. Se

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hará lo habitual, supongo:interrogaremos a los vecinos a ver quiénha visto u oído algo y esperaremos ungolpe de suerte. O de desgracia, comoen el caso del tal Montaño, que creo queel azar nos lo puso en el camino a pesarde ser inocente.

—Y la víctima, ¿quién es? ¿Otracriada de un noble?

—No.—¿Y entonces?—La hija de un veinticuatro.—¡Voto a bríos! ¿La hija de un

veinticuatro?—Como lo oye.—Dios mío.—Dejemos a Dios fuera de esto, que

no es cosa suya, sino de su rival, me

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temo.—Esto ya supone dar un paso más,

Tomás. Un paso mortal que no sé adóndenos pueda conducir. El asesino, en elloco afán que lo guía y que no somoscapaces de discernir, no se haconformado esta vez con dar muerte a unsirviente de un veinticuatro, sino que…¡ha matado a alguien de su propiasangre! ¿Quién es el veinticuatro,Tomás?

—Don Esteban Juan Medina yMartínez.

—Creo que no tengo el gusto deconocerlo. ¿De quién se trata?

—Uno de los veinticuatros ricos deverdad. Con un buen puñado de casas enJerez, dos balcones en la plaza del

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Arenal, censos, hipotecas, más de milfanegadas de tierras con sembraduras,pastos, viñas y olivares, la mayor partede ellas dadas en arriendo, y muchosescudos y pesos. Creo que este añoocupa en el concejo la Diputación delHato de la Carne. Y debe de estar apunto de llegar, porque don ManuelCueva Córdoba hace ya rato que fue abuscarlo y a darle las funestas noticias.Así que, Pedro…

—Un momento nada más. ¿Cómo sellamaba la muchacha?

—Isabel María. Isabel María Medinay de Morla, noble por ambas ramas,paterna y materna.

—¿Cómo es que se ha podidoidentificar tan pronto el cadáver?

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—Don Clemente Álvarez. Fuimos abuscarlo para el examen médico delcuerpo, porque, como sabe, es el galenodel concejo. En cuanto vio el cadáver dela joven la identificó, porque resulta quetambién es el físico de la familiaMedina. Y fue el propio don Clementequien nos aconsejó que, a la vista de lascircunstancias, diéramos aviso alveinticuatro don Juan Polanco Ceballos,que es la persona que se halla ahí y queademás de veinticuatro es también físico—dijo, señalando disimuladamente elgrupito donde estaban los médicos y elescribano del cabildo—, junto a donDamián y don Clemente.

—Sí, me suena de oídas el nombre dedon Juan Polanco. Es el padre de mi

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colega don Juan Polanco Roseti. ¿Hayalgo más que pueda usted contarme,Tomás?

—No se me ocurre qué. Le herelatado todo cuanto sabemos, que no esmucho. Y ahora, Pedro, se lo ruego…

—Sí, ya, ya. ¿No se irán de la lengualos médicos y el escribano? Acerca demi presencia aquí esta noche, merefiero.

—Espero que no. Y si pasa, ya meinventaré algo. Pero lo que no quiero esque, cuando lleguen don Manuel, donRodrigo y don Bernardo, lo vean a ustedaquí. El coche de la ronda lo volverá allevar a su casa. Y mañana, si ustedquiere, hablamos de nuevo.

—Un momento, un momento, por

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favor, Tomás —impetró Pedro, reacio airse sin toda la información que pudieseobtener—. ¿Quién descubrió el cuerpo?

—Un vecino. Dice que dormía y quede pronto oyó unas carcajadas. Pensóque era en sueños, pero después, yamedio despierto, vio que no. Se asomó asu balcón, a ese de ahí —y señaló unbalconcillo de forja en una esquina dellugar—, y vio el cuerpo y la sangre, ydio parte a la ronda.

—¿No pudo ver al asesino?—Jura que no.—¿Se han tomado declaraciones a

quienes viven en esas casas? ¿Se sabe sialguien pudo ver algo?

—Aún no, Pedro. En cuanto lleguendon Rodrigo y don Bernardo

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comenzaremos con las requisitorias.—¿No hay pista alguna, Tomás? Algo

que olvidara el criminal, un trozo deropa, una baratija, algo…

—Nada, Pedro. Y bien que lolamento. Excepto la moneda romana,nada más ha dejado el asesino en ellugar de los hechos. Bueno, sí, elcadáver de la pobre niña y el tormentoeterno para sus padres y familiares.

—¿Dónde vivía la interfecta?—Con sus padres, en la plaza de San

Lucas, cerca de aquí. Tenía sólodiecisiete años, Dios mío…

—¿Y qué hacía en el Rincón Malilloa estas horas de la noche?

—Eso sí que no lo sabe nadie. Segúndon Clemente, el médico, que, como le

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he dicho, es también el de los Medina,los padres de la muchacha eran muyestrictos con ella y jamás habríanpermitido que saliese sola, y menos denoche. Otro misterio. Esperemos que elpadre o la familia puedan aclarárnoslo.

—Deme cuenta mañana de lo que apartir de ahora pueda usted enterarse,Tomás.

—Así lo haré, no lo dude.Se oyeron en ese instante los cascos

de unos caballos resonando sobre elempedrado, acercándose desde la plazadel Mercado, que tenía ese nombredesde el tiempo de los moros, pues allíse hallaba entonces el zoco de la ciudad.Tomás de la Cruz, medio a empujones,condujo a Pedro hasta el coche de la

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ronda que lo había traído y dio orden alcochero de que lo regresara a la calleGloria de inmediato. Mientras salía delRincón Malillo aún tuvo tiempo elabogado de pobres de ver cómo unlujoso coche de caballos, con losemblemas de los Cueva Córdoba en lasportezuelas, llegaba al lugar y de éldescendía, a medio vestir, con la casacamal abrochada, despelucado y con ladesesperación blanqueando cadapartícula de su tez, quien supuso sería elpadre de la desventurada muchacha que,muerta y mancillada, yacía sobre lasguijas de la calle. Y sintió como propioel dolor de ese hombre, pues se acordóde su hija, de Merceditas, y se dijo quesería capaz de desmembrar a quien

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osara tocar un pelo de su niña. Podíaimaginarse, por tanto, el desespero deese veinticuatro al que ni los blasones,ni los dineros, ni la veinticuatría ni losbalcones en la plaza del Arenal ni lascasas ni las fanegadas le habían servidopara conservar lo que posiblemente másquería: la sangre de su sangre, su propiahija.

El cochero de la ronda, para notoparse con el coche del alguacil mayordel concejo, buscó la calle Muro paraadentrarse después por la muralla endirección a la calle Francos. Mientras elsonido de los cascos de los caballosquebraba el silencio de la nochejerezana, Pedro de Alemán fue anotandoen su librillo de notas cuantos datos del

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crimen le había facilitado Tomás de laCruz. Intentó, de memoria, dibujar lamoneda hallada junto al cadáver, pero,más que un dibujo, le volvió a salir ungarabato. Se maldijo y se juró que nopasarían más días sin hacer que alguienle dibujase las monedas romanas,pruebas cruciales de los homicidios.

Ya en la calle Francos, el coche de laronda se topó con el majestuoso carruajedonde don Rodrigo de Aguilar y Pereira,juez de lo criminal del corregimiento, encompañía, supuso Pedro, de donBernardo Yáñez y de Saavedra, supromotor fiscal, se encaminaban hacia ellugar de los hechos. Rogó para que laintemperancia de uno y el engreimientodel otro no nublasen sus mientes y

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pudieran, por la sangre de Cristo,encauzar sus pesquisas hacia elverdadero, e ignoto, autor de tanhorrendos asesinatos.

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XVIII

EL ENTIERRO DE LA HIJADEL VEINTICUATRO

La iglesia de San Lucas, situada en laplaza del mismo nombre, y edificadasobre una mezquita mora, fue una de lasiglesias erigidas por el rey Alfonso elDécimo tras la conquista de Jerez. Fueen esa parroquia de San Lucas donde,dos días después de su muerte, se le diosepultura a Isabel María Medina y deMorla, hija del caballero veinticuatrodon Esteban Juan Medina y Martínez yde su esposa doña Juana de Morla.

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A las nueve de la mañana de ese díatórrido de agosto, a las campanas de SanLucas se unieron las de todas lasiglesias y conventos jerezanos paraanunciar al pueblo y al mundo la muertede uno de sus principales.

El concejo decretó el luto y suspendiólos días de feria que restaban. Y a SanLucas, al sepelio de Isabel María,asistió toda la sociedad jerezana, desdemenestrales hasta nobles, jurados yregidores, clérigos y frailes.

También asistió Pedro de Alemán, aquien acompañaba su mujer Adela,vestida de negro y con la faz velada.Pedro, que quería ir al funeral paracontinuar con sus averiguaciones y sertestigo de lo que allí pasara (si es que

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algo pasaba), se lo había pedido, yaunque no conocían ni a la muerta ni asus padres, la damita no pudo negarse.Durante la ceremonia, oficiada y cantadapor once curas, y mientras contemplabadesde lejos a la familia de la fallecida(el padre muy digno, pero pálido; lamadre sostenida por dos matronas, lastres hermanas llorando a mares, su doshermanos intentando a duras penasmantener la compostura), el abogado depobres no pudo dejar de pensar en quiénsería el responsable de tanta desgracia.Maliciaba que era alguien rico, alguiencon poderes, alguien que podíapermitirse ir tirando denarios romanosde plata como si fuesen chavos, mas…¿quién sería? ¡Y es que había en Jerez

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tantos ricos! ¡Había tantos poderosos!¿Y por qué lo haría? ¿A qué desquiciadodesvarío obedecerían tan atrocescrímenes? ¿Quién podría ser? ¿Quénoble o hidalgo o hacendado había enJerez con tan mala sangre? Nadie, que élsupiera. O una sola persona tal vez: elmarqués de Gibalbín. Pero el marquésde Gibalbín había partido para el exiliodías atrás. Para Ronda, según se habíacomentado por Jerez, y allí estaba desdeentonces. ¿Habría sido capaz de…?

Se dijo que pensar que fuese elmarqués el autor de esos asesinatos eraun desbarro.

¿O no?Intentó distraerse durante la homilía

contemplando el interior barroco de la

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iglesia, sus tres naves con yeserías, elretablo, que era obra de su pariente donFrancisco Camacho de Mendoza (aquelque tanto le ayudara cuando el crimendel sacristanillo), y entonces recordó lavez que estuvo en San Miguel y, sinsaber muy bien por qué, se le vino a lamente el jurado y dorador Galera.Rememoró lo que le había contadocuando se había acogido a sagrado ycómo había huido de la ronda desde sucasa hasta San Miguel, cortando, lehabía dicho, por el Postigo de la PocaSangre para desde allí llegar a la callede las Novias.

A pesar del calor húmedo que hacíaen la iglesia, sintió un repeluzno que lohizo tiritar.

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El dorador Galera.Una violación.Un violador confeso.Aunque hubiese sido, esa confesión,

sin más testigos que él.El Postigo de la Poca Sangre.Donde habían dado muerte a la

costurera Felisa Domínguez.¿Tendría algo que ver el dorador

Galera con esos crímenes?¿Y por qué no?¿No era acaso un hombre rico, capaz

de desprenderse de denarios romanoscomo si nada? ¿Y acaso no era tambiénun hombre que, a la vista de lo que habíapasado con Evangelina, se dejaba llevarpor sus impulsos carnales sin contencióny sin miedos?

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¿Y no habían sido también violadaslas tres víctimas de esos asesinatos?

¡Por vida del rey!¿Sería posible?¡Pardiez y voto a bríos!¿Por qué no?¿No era capaz, quien osaba afrentar la

virtud de una muchacha, de dar un pasomás allá y acabar con la vida de lasiguiente?

Sentado en la banca, tronando en lasnaves la voz del cura, que en esosinstantes hablaba en su soflama decondenaciones y penas del infierno, sacósu librillo de notas y comenzó a escribir.

—¿Qué haces, Pedro? —le susurróAdela.

—Ahora te cuento —respondió en

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igual voz el letrado.Comenzó a anotar ideas y

posibilidades en su librillo, encorvado,intentando pasar desapercibido. Aunquela claridad del templo, apenasanubarrada por el humo del incienso, nole ayudaba en ese intento de pasarinadvertido, pues las puertas de laiglesia estaban abiertas de par en parpara que el aire de la mañana pudieseentrar en sus naves y aliviara algo lascalores de su interior. Y cualquiera lopodía ver escribiendo en su libro en vezde atento a la homilía del reverendo.

No le importó, empero.Y siguió escribiendo. Anotando

posibilidades, coincidencias, detalles,hipótesis. Y fue recapitulando,

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intentando poner en orden sus ideas, a lomejor tan insensatas.

¿Cuándo se produjo la primeramuerte, la de Dionisia Menéndez?, sepreguntó para sí. Fue, recordó, el 15 deabril, Viernes Santo, justo tres días antesde la violación de Evangelina Gonzáleza manos del dorador Galera.

Era posible. Pudo haber sido él. ¿Porqué no?

¿Y la muerte de Felisa Domínguez?¿Cuándo se produjo…? Sí, fue el día 27de mayo, viernes. Era cierto que eljuicio del jurado y dorador no habíatenido lugar hasta el día 14 de junio yque hasta entonces Antonio Galera habíaestado en arresto domiciliario. Portanto, cuando acaeció la muerte de

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Felisa, el dorador no podía salir de sucasa por orden del juez. Pero… ¿quiénpodría asegurar que el hombre nohubiera quebrantado el día del asesinatoel arresto preventivo y esperado a lacosturera en el Postigo de la PocaSangre, que tan bien parecía conocer, yle hubiera dado muerte allí?

Además, ese postigo no estaba lejosde la casa de Galera, cien estadales siacaso. Y el doble, o un poco más, hastael callejón de la Garrida, dondeDionisia fue asesinada.

Dios mío.¿Sería posible?¿Y si resultara que él, Pedro de

Alemán, había defendido al asesino deDionisia, Felisa e Isabel María, a quien

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ahora se le daba sepultura? ¿Y siresultaba que él había defendido almonstruo?

¿Era posible?¿No estaría desvariando?¿No estaría viendo fantasmas donde

realmente no había nada?El jurado y dorador don Antonio

Galera, ¿un asesino?Dios mío. Dios mío. Dios mío.

Santísima Virgen de la Merced.Ni siquiera se apercibió, de tan

embebido como estaba en suselucubraciones, de que la homilía habíafinalizado y de que las voces de curas,acólitos y fieles entonaban los versosdel credo de Nicea:

—Credo in unum Deum, Patrem

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omnipotentem, factorem cæli et terræ,visibilium omnium et invisibilium…

—Pedro, pazguato, levántate —losacó de su abstracción la voz de ladamita—, que están todos de pie ya y teestán mirando.

Se levantó azorado, guardó el librillode notas e intentó seguir los versos delcredo.

—Et in unum Dominum IesumChristum, Filium Dei unigenitum, et exPatre natum ante omnia sæcula…

Pero no podía quitarse de la cabeza aldorador Galera y esas sospechas que lehabían venido a las mientes, yequivocaba los versículos del credo acada paso.

—Pero ¿qué te pasa, Pedro?

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—Nada, nada. Después te cuento,Adela.

A la finalización de la misa, que durócasi dos horas, ambos, Adela y Pedro,se pusieron a la cola que se formó paradar el pésame a los familiares de ladifunta. Se limitaron a inclinarrespetuosamente la cabeza y a murmurarunas condolencias cuando, casi mediahora después, pudieron llegar a la alturadel duelo. Sin embargo, Pedro, cuandoya casi había sobrepasado alveinticuatro Medina, que mantenía lamirada borrosa al frente e insondable,pareció cambiar de opinión y, aun acosta de interrumpir el paso de quieneslo seguían en la larga fila, se detuvo y seacercó al desolado padre.

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—Reciba usted mis condolencias, donEsteban Juan.

—Gracias —se limitó a decir elhidalgo, sin mirar a Pedro siquiera.

—Me gustaría visitarle, señor.Cuando el luto se lo permita.

El veinticuatro Medina y Martínezbajó entonces la mirada y contempló aPedro. Pareció fijarse en sus ropas y ensus ojos, que lo miraban comosuplicantes.

—Pida usted audiencia a miadministrador —respondió el regidor demalas maneras, equivocando lasintenciones de Pedro.

—Quiero y creo que puedo ayudar enla resolución del crimen de su hija,caballero —argumentó entonces el

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letrado.—¿Quién es usted?—Pedro de Alemán y Camacho,

abogado de pobres del concejo.El deudo quedó en silencio,

desconcertado.—Tengo datos que creo pueden

interesarle, señor —insistió Alemán,cuya detención estaba provocandomurmullos de protesta entre quienesguardaban fila para presentar susrespetos—. Nada más lejos de miintención hacerle perder el tiempo, perolo que he de hablar con usted es serio. Ygrave.

Intensificó el veinticuatro su miradasobre Pedro, y algo pareció decirle quelo que le comentaba ese individuo en

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lugar y en momento tan inoportunos noera, empero, descabellado. Asintióimperceptiblemente y retiró su miradade los ojos del abogado.

—Mañana —se limitó a decir— enmi casa. A la hora del ángelus.

***

A la mañana siguiente, durante todo elcamino desde la calle Gloria hasta laplaza de San Lucas, estuvo intentandodilucidar si debía comunicar a donEsteban Juan Medina y Martínez sussospechas acerca del dorador Galera.Se las había comentado a Adela al salirdel entierro y la damita no quedó paranada convencida de sus explicaciones.

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Le dijo que todo eran barruntos, unapura conjetura sin base de verdad, queno tenía ninguna prueba de lo quepensaba y que acusar falsamente a unjurado —y además, a un jurado quehabía sido cliente suyo— era meterse enmuy delicados berenjenales.

Se dijo, al fin, que decidiría sobre lamarcha, según los senderos por los quela conversación con el veinticuatrodiscurriera.

La casa de los Medina estaba situadaen la misma plaza de San Lucas, a laderecha del templo según se lo miraba, yera un caserón de dos plantas confachada de piedra y de buenasproporciones. Ganado, en esa mañana,por una languidez fúnebre por la

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reciente muerte de uno de susmoradores.

Pedro de Alemán, puntual como unclavo, fue recibido por el veinticuatrojusto cuando las campanas de San Lucasanunciaban la hora del ángelus. Pálido,de riguroso luto, con la piel grasienta yojeroso, tenía trazas de no haberdormido en toda la noche. Recibió aPedro comunicándole, tras unosconcisos saludos de rigor, que no lepodría dedicar más de quince minutos.Le ofreció asiento pero no convite.

—He de estar a las doce y media enel cabildo, abogado. El concejo se reúnepara adoptar las medidas que procedanen relación con lo que en estos días hapasado.

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Alemán no preguntó cuáles seríanesas medidas. Suponía que seordenarían pregones, se remitirían cartasal Consejo de Castilla requiriendomedios y ayudas, se ofreceríanrecompensas y se instaría a los justiciasmayores a la pronta resolución delcrimen. Todo cambiaba cuando ladamnificada era la hija de un poderoso,de un veinticuatro.

—Entonces iré al grano, si me lopermite —aseguró Pedro—. Su hija, donEsteban, es la tercera de las víctimas dealguien que en Jerez pretende de algunaforma, y por razones que no le puedoexplicar porque las ignoro, vengarse deuna afrenta, cuyos pormenores tambiéndesconozco, de la que responsabiliza a

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los veinticuatros. A todos o a algunos,no lo sé.

El caballero frunció los ojos y volvióa examinar al letrado. Pareció calibrarsi ese hombre que de tan inopinadomodo y en lugar tan impropio le habíapedido visita se encontraba en suscabales o no.

—Explíquese —lo exhortó tras elescrutinio.

Pedro, entonces, relató al regidor lasmuertes de Dionisia Menéndez y FelisaDomínguez, le hizo ver que ambasestaban al servicio de veinticuatros y lecontó cómo, junto a los cadáveres de lasdos, se habían hallado sendas monedasromanas, al igual que junto al cuerpo desu difunta hija, que Dios la tuviera en su

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gloria. Nada dijo de sus sospechas:estuvo a punto de hacerlo, pero al finalse contuvo, pues no vio a su contertulioen exceso receptivo. Y no dijo ni unapalabra del dorador Galera.

—Supongo que los alguaciles o losjusticias —concluyó Pedro— lehablarían de esa moneda hallada junto alcuerpo de Isabel María.

—Sí. Uno de los alguaciles me lorefirió —asintió don Esteban JuanMedina—. Pero ni don Rodrigo deAguilar ni don Bernardo Yáñez ledieron mayor importancia aldescubrimiento.

—¿Y qué opina usted?—He de fiarme del criterio de juez y

fiscal, por supuesto.

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—¿De verdad cree usted que escasualidad que junto a las tres víctimasse hallase un denario de la antiguaRoma? ¿De verdad, don Esteban Juan,piensa usted también que nosencontramos ante un simple azar y noante un signo inexorable de que los tresasesinatos fueron obra del mismohombre? Un hombre, además, al que nole deben de faltar medios, pues nadie vapor ahí dilapidando tesoros, ¿no creeusted?

—No lo sé —se limitó a decir,después de unos segundos de reflexióndurante los cuales su mirada vagó por elartesonado del techo, el Medina, aunquecogitabundo.

—¿Le mostró el alguacil la moneda

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hallada junto al cuerpo?—Sí.—¿Y no le dice nada esa moneda?—¿Qué habría de decirme?—Piénselo, por favor. El hecho de

que se dejara allí ese denario ha designificar que tiene alguna relación conusted o con su hija. ¿Lo miró usted condetenimiento?

—Ya le he dicho que sí. Y únicamentevi eso: una moneda romana y nada más.Ignoro por qué se abandonó junto alcuerpo de Isabelita.

—La leyenda del reverso, esas letrasque forman la palabra «CNDOM», ¿ledice algo?

—Nada en absoluto.—¿No se le ocurre qué puedan

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significar?—Lo siento, abogado, pero no tengo

ni la más remota idea.—¿No podrían ser un anagrama? —se

le ocurrió de pronto a Pedro—. En esapalabra se contiene la letra «M», quepodría aludir a su apellido, Medina.

—Y aunque así fuera, ¿quésignificarían las restantes letras? Másaún, las otras dos monedas que segúnusted se encontraron junto a los cuerposde esas infortunadas que ha mencionado,¿tenían relación con los apellidos de loscaballeros a quienes servían?

El abogado de pobres se quedópensativo durante unos segundos.

—En la primera moneda figuraba laleyenda «CHOSIDICE». La interfecta

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Dionisia servía a don Jerónimo Encisodel Castillo… No, no parece que existarelación alguna entre la moneda y elnombre y apellidos de don Jerónimo.

—Ya lo ve usted.—Y en la segunda moneda, la hallada

junto al cuerpo de Felisa la costurera,sólo figuraba la leyenda «ROMA», yhemos de dar por supuesto que se refierea la Ciudad Eterna. La muerta servía adoña María Consolación Perea. Yaunque en esa palabra se contiene lainicial del primer nombre de pila de esaseñora, no creo que vayan por ahí lostiros, no.

—Entonces, creo que me estáhaciendo perder el tiempo, señor DeAlemán. ¿Qué desea de mí? ¿Para qué

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solicitó audiencia?—Creí mi obligación comunicarle lo

que le acabo de notificar: mi certeza deque su hija ha sido la tercera víctima deun solo asesino.

—Pues ya lo ha hecho. Y ahora…—También tengo una pregunta que

hacerle.—¿Qué pregunta?—¿Cómo es que su hija estaba, sola y

a esas horas de la noche, en el RincónMalillo?

Una sombra de pena cruzó el rostrodel hombre.

—No lo sé. Y eso me desconsuela.Ella, sin una poderosa razón, y noencuentro cuál pudiera haber sido, jamáshabría desobedecido mis órdenes, que

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eran las de no salir nunca sola de estacasa sin la compaña de uno de sushermanos o de una de sus criadas. Memartiriza el no saber por qué Isabel medesobedeció. Y el precio que ha pagadopor hacerlo.

—¿Estaba su hija comprometida?—Me hallaba en tratos con el

veinticuatro Pabón para matrimoniar aIsabelita con su hijo don Miguel. Peroaún no habíamos firmado nada.

—¿Podría ese joven, don MiguelPabón, haber sido el causante de que suhija saliera a esas horas de la noche ysin compaña? Tal vez quedaran paraverse a solas. Ya sabe usted, losjóvenes…

—Descártelo. No se conocían aún.

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Además, los Pabones viven muy lejos,en San Miguel. No, estoy seguro de queno.

—Está bien. También tengo un ruegoque hacerle, don Esteban.

—¿Qué ruego?—No permita usted que se intente dar

falsa solución al terrible homicidio,señor. Es usted veinticuatro y, enconsecuencia, regidor, y tiene poderes einfluencias. No permita que se busque aun pobre infeliz que cargue con lasculpas. Por el asesinato de Dionisia yaejecutaron al desgraciado de su esposo,Francisco Porrúa, un granuja, sí, pero noun homicida. Y por la muerte de Felisapaga cárcel otro desdichado, DeograciasMontaño, que será ejecutado si no lo

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remediamos. Eso es lo que vengo apedirle: use usted todo su poder y todasu autoridad para que se busque y sehalle al verdadero asesino, que es elmismo en los tres casos. Y no al primerdesgraciado al que se pueda de unaforma u otra vincular, aunque sea desoslayo, con la muerte. Porque, sépalousted, señor, eso es lo que se hará sinadie se opone. Y entonces la muerte desu hija quedará sin vengar y su asesinocontinuará en libertad para poder seguirsaciando con cualquier otradesventurada muchacha sus ansias desangre. Se lo ruego encarecidamente,señor.

El veinticuatro don Esteban JuanMedina y Martínez apoyó su puño

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diestro cerrado sobre sus labios y sequedó mirando muy fijamente a Pedro deAlemán. La curiosidad se mezcló en surostro curtido por el sol con la penaprofunda que lo apesaraba. El vuelo deuna mosca que presagiaba la vendimiafue lo único que se oyó durante unosinstantes en ese salón de gruesasalfombras y cuadros oscurecidos por elhumo y el tiempo. El silencio, al fin, fueroto por el crujido que hizo el sillóndonde se sentaba el caballero cuandoéste se levantó. Pedro hizo lo propio,sabiendo que era el momento de ladespedida. Los cuartos sonaron en elcampanario de San Lucas.

—Pensaré en lo que me ha dicho —aceptó el veinticuatro, tendiendo la

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mano a Pedro, que se la estrechó. Supalma estaba sudada por el calor y lavigilia—. Y haré, no lo dude usted, loque proceda.

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XIX

LA MOZA EVANGELINAGONZÁLEZ

Desde San Lucas, a través del Barranco,llegó al Arroyo de los Curtidores, desdedonde contempló, y oyó —los crujidosde las poleas, los gritos de los maestrosalbañiles, los chirridos de las sierras,los atronadores castañetazos de losmartillos de los canteros…—, las obrasde la colegial, que seguían adelantegracias al esfuerzo de los canónigos y delos feligreses, por más que ya no fuerala collación del Salvador la más

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poblada de Jerez como en época de laconquista, cuando alojaba casi a unacuarta parte de la población de laciudad. En estos tiempos, alarifes,albañiles y peones se afanaban en elabovedado de la segunda parte deltemplo, desde el transepto hasta lacabecera. Pese al batiburrillo de lasobras, la iglesia se había abierto al cultodesde junio del año anterior, pues sehabía dividido su interior con murosprovisionales desde los pies hasta elarranque de la cúpula, consiguiendo asíun espacio aislado donde se podíancelebrar las misas, los oficios y lasobligaciones corales del cabildocolegial.

Al contemplar las obras, en una

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curiosa mezcla de pensamientos, se levino de nuevo a las mientes sunecesidad de contar con dibujos de lasmonedas romanas con los que podertrabajar para descubrir el secreto queéstas contenían, y también para podermostrarlos a posibles testigos o peritos;y a renglón seguido se acordó de JácomeBaccaro, el joven escultor genovés peroafincado en Jerez que había testificadopara él en el juicio del sacristanillo,ayudándolo a descubrir lasfalsificaciones de los cuadros deZurbarán. Se dijo que, por estos días,Baccaro debía de estar finalizando latalla de la imagen del Cristo de laFlagelación que los canónigos le habíanencargado como recompensa por su

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participación en ese juicio. Pensó queigual trabajaba en la colegial y quequién mejor que un escultor, que tambiéntendría que saber mucho de pinturas ybocetos, para bosquejarle esas extrañasmonedas de Roma. Así que ni corto niperezoso subió a la colegial, sorteó losmateriales, las herramientas y lospertrechos que se amontonaban en losalrededores (arenas del Guadalete,ladrillos de arcilla y piedras paralabrar, maderas nobles y bastas, lenguasde gato, paletas y talochas, cimbras yandamios, escaleras, marros, cribas,picos y demás utensilios de losconstructores) y preguntó por elgenovés. Pero, para su decepción, se lehizo saber que el tallista no trabajaba

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allí, sino en su propio taller, que estabasituado, le informaron, en una casaubicada en la esquina de la calle delMolino del Judío, cerca de la plaza delas Atarazanas del Rey, extramuros de laciudad. Y fue de decepción endecepción, pues cuando llegó al tallerdel escultor después de una buenacaminata que lo hizo sudar a chorros, fueinformado por su aprendiz de que elmaestro Baccaro se hallaba en Sanlúcarde Barrameda, visitando a su novia doñaMargarita de la Rosa, hija del doradorsanluqueño don Diego de la Rosa, conquien habría de matrimoniar el añopróximo.

Y no acabaron ahí sus desilusiones.Ya que estaba cerca de los Llanos de

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San Sebastián, se dijo que por qué novisitar a su pariente, el ilustre escultor yretablista don Francisco Camacho deMendoza, que vivía en la calle Piernas,a quien hacía meses que no veía y aquien podría rogar el favor de que loayudara a trazar los bosquejos de lasdichosas monedas romanas. Hasta allíencaminó sus pasos, pero, para supesadumbre y desencanto, fue informadoentre pucheros por la esposa del artistadoña Francisca Ramos que su tíoagonizaba y no se encontraba endisposición de atender encargos, ni desu sobrino ni de nadie, pues la muerte loacechaba. Pedro intentó consolar a lamujer, agradeció de todas formas a laseñora sus atenciones e hizo votos por la

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recuperación de don Francisco,recuperación que no se produciría, pues,pocos meses después, en concreto el día19 de diciembre de 1757, don FranciscoCamacho de Mendoza entregaríacristianamente su alma al Señor, siendoenterrado en el convento de losCapuchinos, cerca de los cuadros deZurbarán cuya falsificación el buenhombre había ayudado a desentrañar.

Desencantado, y cercana ya la horadel almuerzo, se dispuso a regresar a sucasa de la calle Gloria. Y fue entonces,al desandar la calle Piernas y ver laproximidad de la calle Capachos,cuando volvió a acordarse de la mozaEvangelina González. Y de otro datomás: de que la niña, cuando la había

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interrogado en el juicio del dorador,había asegurado en su testimonio quetenía dotes para el dibujo y que, dehecho, ayudaba al jurado Galera en sustrabajos. ¿Qué había dicho Evangelinaentonces…? Sí, lo recordaba, había sidoa preguntas de don Bernardo Yáñez yhabía respondido más o menos esto:«Soy mañosa para el dibujo, usía, puesme lo enseñaron en el colegio de lacalle Escuela, y de cuando en vez el amome pedía que bajara al taller paradibujar alguna pieza o para que lemejorara algún boceto».

Sí, eso había dicho. Más o menos.La niña sabía dibujar.Podía, pues, ayudarlo con los dibujos

de los denarios de Roma.

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Porque sólo era eso lo que élpretendía, ¿verdad? Que lo ayudara conlos dibujos únicamente.

Y nada más.Pero…Sabía que no debía hacerlo.Sabía que dar ese paso le supondría

darse de bruces con sus fantasmas, consus tentaciones, con su lado oscuro, conlo peor de sí.

No debía hacerlo.Y no lo haría.Por Adela. Por Merceditas. Por él

mismo.No lo haría.Y, sin embargo, cuando llegó a la

esquina de la calle Capachos, en vez deseguir adelante para buscar los Llanos

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de San Sebastián, giró a la derecha.Y lo hizo.

***

La humilde casa de los González,aunque seguía siendo en efecto humilde,pues no eran más que unas pocashabitaciones estrechas, parecía otra: lasparedes estaban recién encaladas, habíavelas nuevas, la carbonera estaba llena yhabía como más luz, como una ciertaalegría que de alguna manera atenuabalas calamidades por las que la familiahabía atravesado después de que el amode Evangelina la mancillara. Pedrosupuso que los habitantes de esa casitahabían sabido dar buen uso a los

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escudos de oro que él allí dejara laprimera vez que los visitó.

Cuando la madre de la muchacha lovio aparecer por el umbral de lahabitación delantera de la casa,empalideció. Como si hubiese visto unaaparición.

—Buenas tardes —acertó a saludar,torpe, el abogado.

—Buenas tardes —correspondió lamujer en un suspiro, secándosenerviosamente las manos en el delantal.

—¿Está su hija?—¿Qué quiere usted con ella? Mi

marido no está en la casa. Pero está alllegar.

—Necesito que su hija me haga unfavor. O, mejor dicho, vengo a ofrecerle

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un trabajo.La cortina que separaba la habitación

delantera de la casa del cuarto aledañose descorrió y por el hueco apareció elrostro angélico de Evangelina González.Traía las mangas de la camisa quellevaba bajo el jubón arremangadas ylas manos húmedas, como si llegase defregar o lavar, y se las venía secando enuna toalla blanca. Y compuso, al verlo,un gesto en el que cohabitaban el susto yla intriga. Tras ella apareció unmozalbete de no más de seis o sieteaños, que sonrió al letrado, se agarró alas faldas de su hermana y quedó allípendiente de todo.

Pedro de Alemán tuvo que hacer unesfuerzo para tomar aire, pues se había

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quedado sin respiración, mirando comoun pasmarote a la muchacha. Se fijó enla carne de sus brazos desnudos y en elvello dorado que la recubría. Luego, ensus ojos, grandes como una pena.Después, en su cara, ganada por lasorpresa de ver allí a ese abogado quetan mal rato le había hecho pasar en eljuicio. Más tarde, en los contornos de sucuerpo, joven y pleno. Y, al cabo, Pedrotuvo que dejar de mirar, pues se sintiódesfallecer. Tomó aire de nuevo y confuerzas.

—Evangelina… yo…—¿Qué demonios pasa aquí?Una voz de hombre, crispada,

sobresaltó a Pedro, que se giróbruscamente. Vio que a la habitación

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llegaba el padre de la muchacha,sudoroso, y que había descompuesto elademán al verlo allí.

—¿Otra vez usted por aquí? —leespetó el recién llegado abruptamente yde malos modos.

—La última vez que estuve —desafióel letrado— no le fue a usted tan mal.

—Ni tan bien. ¿Qué es lo que quierehoy?

—Se lo acabo de decir a su mujer.Vengo a ofrecerle un trabajo aEvangelina, a su hija.

—¿Un trabajo? ¿Usted?—Sí, yo, ¿por qué no?—¿Qué tipo de trabajo?—Dibujando.—¿Dibujando qué?

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—Unas monedas romanas. Son unaprueba de unos delitos. No puedotenerlas en mi poder físicamente y, porlo tanto, necesito tener dibujos de ellas.Sé que su hija sabe dibujar, pues así lomanifestó en el juicio, y he pensado queella podría ayudarme. Sólo eso.

—¿Pretende mezclar a la niña endelitos? Ya salimos escarmentados deljuicio que tuvimos con usted.

Pedro meneó la cabeza.—Ella no se mezclará en nada. El

trabajo consistirá en ir a la Casa de laJusticia y copiar las monedas. Y nadiese enterará de que lo ha hecho ni deningún modo se verá involucrada en lasumaria. Esos dibujos serán para mi usoparticular.

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—¿No tendría que ir a juicio?—Por supuesto que no.—¿Habría algún riesgo para ella?—Que no, le digo.—Bueno, el riesgo sería tratar con

usted, que mire cómo le fue la últimavez que lo hizo.

—Le garantizo que conmigo su hija noestará en riesgo —aseveró Pedro,deseando creerse a sí mismo—, nipadecerá daño alguno. Le doy mipalabra de honor. Simplemente necesitounos dibujos que ella puede hacerme y,aunque sólo sea por unos cuantos días,pensé que le vendría bien un trabajo.

—¿Nada más?—Nada más.—¿Tengo su palabra?

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—La tiene.—¿Qué dices, Evangelina? —

preguntó el padre a su hija tras unosinstantes de silencio durante los cualesno dejó de escrutar a Alemán.

Evangelina González, con esos ojossuyos de madonna del Renacimiento,miró de reojo al abogado de pobres.Luego, se encogió de hombros.

—Lo que usted diga, padre.—¿Qué le pagará usted por esos

dibujos? ¿Y cuánto tiempo estaráempleada?

—El tiempo será el que ella tarde endibujar las monedas —aclaró Pedro—.Y en cuanto a su salario, será de diezreales por cada día de trabajo. Podríacomenzar mañana mismo.

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—¿Diez reales al día?—Eso he dicho.—¿Trini? —requirió la opinión de su

mujer.—Lo que tú digas, Sebastián.Sebastián González permaneció

pensativo durante unos segundos, sinquitar la mirada de sus ojos de párpadosprietos y escarolados del letradoAlemán.

—¿Tiene todo esto algo que ver conel dorador Galera? —preguntó luego.

Ahora fue el turno de Pedro deescrutar al hombre, calibrando hasta quépunto su respuesta podía decantar sudecisión. Estuvo unos segundosdudando, mas pareció llegar al cabo auna resolución.

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—Tal vez —se decidió a decir,enigmáticamente.

—¿Quiere eso decir que el doradorpuede tener algo que ver con esosdelitos de que ha hablado usted?

—Yo no he dicho eso.—¿Y entonces?—Se barajan posibilidades, nada

más.—Pero usted es su abogado.—No en el caso que investigo.Sebastián González miró ahora

primero a su hija y después a su mujer.Ambas se limitaron a recibir su miradaen silencio, a la expectativa.

—Dígame dónde quiere que esté laniña mañana y a qué hora —resolvió.

—A las diez de la mañana. En la Casa

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del Corregidor, junto a la plaza delArenal. Allí tengo mi oficina deabogado de pobres. Y muchas gracias,Sebastián.

***

Desde las ocho de la mañana en quehabía llegado, contó cada campanadacuyo tañido le llegaba a su oficinapensando en lo lento que transcurría eltiempo.

No le había dicho nada a Adela de lacontratación de la joven Evangelina paradibujar las monedas y se sintió culpablepor ello. Por su silencio y por lo que elsilencio escondía. La noche habíatranscurrido agitada, y no sólo por el

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calor, ni por el bochorno que llegaba ala alcoba a través de la ventana abierta.Fue porque estuvo toda la madrugada enduermevela, sudando e inquieto,despertándose cada dos por tres, yendopor agua al menos seis veces en esanoche abrasadora. Y cada vez que selevantaba contemplaba el rostrohermosísimo de su mujer Adela Navas,tenuemente iluminado por el resplandorde la noche, y rememoraba su dulzura,su entrega, todo lo que ella había hechopor él y su matrimonio. Y se sintiómiserable y débil, estúpido por esaobsesión suya por la niña de la calleCapachos. Y se prometió que la haríacumplir el encargo de dibujar lasmonedas romanas, que le pagaría los

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diez reales prometidos por cada día detrabajo, que no deberían de ser más deuno o dos, y que después la arrojaría desu mente y de su vida.

Y, sin embargo, ahí estaba, impacientepor que llegaran las diez de la mañana,nervioso como un aspirante a bachiller.

Unos minutos antes de esa hora, unosnudillos repiquetearon sobre la maderade la puerta de su oficina de abogado depobres.

—¿Sí? —inquirió, con la voz llenatanto de anhelos como de aprensiones.

Se abrió la puerta y por el huecoapareció la cara lampiña de uno de losujieres de la Casa del Corregidor.

—Le buscan, don Pedro.—¿Quién es?

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Aunque bien sabía él quién era.—Una muchacha pregunta por usted.

Evangelina González dice que se llama.—Que pase.Venía vestida con una falda azul

marino y un justillo negro que realzabasu piel blanca. Traía consigo unapequeña faltriquera roja. Y ahí estabansus enormes ojos marrones oscuros, sunariz de vestal de Roma, sus labiosturgentes y carmesíes, sus mejillas deperfecta escultura y su cabello del colorde la cáscara de las nueces. Supoentonces Pedro lo que era que unadecisión flaqueara como si estuvieratuberculosa.

—Hola, Evangelina —saludó—.Buenos días.

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—Hola.—Siéntate ahí, por favor.Y tomó asiento la joven en el sillón

que había ante su mesa y el abogado depobres sintió un estremecimiento cuandorecordó a otra mujer ahí sentada, hacíatanto tiempo ya, y su nombre, CatalinaCortés, la mujer del mozo de cuerdaSaturnino García, y lo que entoncesaconteciera[5]. Y sintió a sus demoniosinteriores revoloteando por sus entrañas,deseando escapar de la prisión adondelos había confinado con tanto esfuerzo.

—¿Cómo estás? —preguntó, transidala voz.

—Bien.Y esa voz suya, acariciante.—Oye, Evangelina, antes de que te

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explique el trabajo que pretendo querealices, quiero que sepas que lamentoenormemente lo que pasó durante eljuicio, y su resultado, y todo el daño quelo que pasó te haya podido causar.

—Ya. —Se encogió de hombros y elgesto resaltó sus voluptuosidades—.Gracias.

—De verdad que lo siento como no tepuedes ni imaginar —aseveró el letrado,intentando apartar la mirada de lascarnes de la niña—. Pero ése es elproblema de los abogados, que tenemosque defender a un cliente y, para eso, aveces debemos perjudicar a quienes loacusan. ¿Me entiendes?

—No sé… Supongo que sí.Todo el tiempo los ojos de la

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muchacha bajos, mirando el tapete de lamesa donde se amontonaban libros ylegajos.

—Pero eres joven, y hermosa,Evangelina, y ruego a Dios por quepuedas recuperarte del daño que teinfligimos y que la vida se te enderece.Es lo que deseo, de veras.

—No se preocupe usted.—Bueno… pues… —Añoró su

locuacidad, su facilidad de palabra, tanpresente en los juicios y ahora tanlejana. Era consciente de que no habíaparado de decir tópicos en la escuetaconversación. Si es que susexplicaciones triviales y las palabrasapenas musitadas por la niña podíanconstituir en verdad una conversación

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—. ¿Es cierto que sabes dibujar?Ahora sí, Evangelina levantó la

mirada, y sus ojos, cuando encontraronla luz del día que se filtraba a través dela ventana que daba al Arco delCorregidor, refulgieron como piedrasoscuras de ámbar.

—Sí. Lo que dije en el juicio eraverdad. Aprendí dibujo en el colegio dela calle Escuela y los maestros medecían que soy mañosa con los lápices.Y he traído los míos —dijo, mostrandoel pequeño saquillo rojo que traíaconsigo—. ¿Quiere que se lo demuestre?

—No, mujer, no, no hace falta, tecreo. Lo que quiero que dibujes son unasmonedas romanas, Evangelina, unasmonedas romanas que son las pruebas

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cruciales en unos crímenes horrendosque estoy investigando.

Y le explicó a continuación a lamuchacha las muertes de Dionisia, deFelisa y de Isabel María Medina, la hijadel veinticuatro, y cómo al lado de cadacadáver había aparecido un denario deplata de la antigua Roma. La jovenlivideció cuando oyó hablar de muertesy de asesinatos, aunque intentó mantenerla compostura tragando con fuerza.Pedro, después, le contó su necesidad detener unos dibujos de esas monedas quepoder mostrar y estudiar y le relatódespués, tal vez para justificarse a símismo, que había intentado hacer elencargo a los artistas Jácome Baccaro ydon Francisco Camacho de Mendoza,

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pero que, por razones diversas, ningunode ellos había podido aceptarlo. Por loque se había acordado de ella y de sushabilidades.

—¿Crees que podrás hacerlo?—Sí, creo que sí, señor. ¿Tiene usted

aquí esas monedas?—No. Claro que no. Están en la Casa

de la Justicia, con las restantes pruebas.—Ah.—Pues, si te parece bien, podemos ir

allí ahora mismo. Ya di cuenta ayer auno de los escribientes de que iríamosesta mañana y creo que todo debe deestar preparado.

—Como a usted le venga bien.—Pues vamos, entonces.Salieron a la mañana radiante de ese

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mes de agosto que ya finalizaba. Aunquelo que no finalizaban eran sus calores.Caminaron uno al lado del otro pero sinrozarse en ningún momento y cuidándosemucho de hacerlo. Podían haber tomadoel Arco del Corregidor a la izquierdapara desde allí llegar a la calle Gloria, ala calle Letrados y a la Casa de laJusticia. Pero Pedro decidió coger elcamino más largo y tirar por la plaza delArenal para, entrando de nuevointramuros por la puerta Real, tomar lacalle Caridad para llegar a la plaza delos Escribanos. Y fue perfectamenteconsciente de que lo había hecho parano pasar por su casa y evitar que Adelapudiera verlo en esa compaña.

Llegaron a la plaza de los Escribanos

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justo en el momento en que loscaballeros veinticuatros abandonaban eledificio del cabildo, a la finalización dela segunda sesión celebrada para tratarde la muerte de la hija de don EstebanJuan Medina y Martínez y en la que sehabrían adoptado medidas drásticasporque en Jerez, como en el reino, ni lamuerte era igual para todos. Las capasrojas de los regidores flameaban bajo elsol de la mañana, que fulguraba sobrelas puertas lacadas de los coches decaballos que aguardaban a losveinticuatros para regresarlos a susmansiones y palacios. En la plaza, losescribanos, en sus poyos, atendían a susclientes y redactaban esquelas yotorgaban escrituras.

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Un escribiente de la Casa de laJusticia, cuyo rostro se iluminó deadmiración al contemplar a Evangelina,los atendió solícito, sacó de los legajoslas tres monedas romanas halladas juntoa los cadáveres y facilitó a la joven unlugar donde sentarse y en el que poderrealizar sus dibujos.

—Ésta —dijo Pedro, sosteniendoentre sus dedos índice y pulgar elprimero de los denarios, aquel en cuyoanverso figuraba un busto de mujer conuna leyenda a su espalda y en cuyoreverso se veía un jabalí, bajo el cual seleía la palabra CHOSIDICE— es lamoneda hallada junto al cuerpo deDionisia Menéndez, una pobre mujerque trabajaba en la casa del veinticuatro

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don Jerónimo Enciso del Castillo.¿Crees que podrás dibujarla?

—¿Me permite usted?—Claro.Le acercó el denario y Evangelina lo

tomó en su palma. Durante una fracciónde segundo la piel de ambos se rozó yPedro sintió que sus dedos le ardían. Ydurante otra fracción de segundo susojos se encontraron, aunque EvangelinaGonzález bajó los suyos enseguida.Examinó después la moneda.

—¿Cuántas como ésta he de dibujar?—preguntó.

—Tres, por ahora.«¿Por ahora?», se preguntó en

silencio. Y tuvo entonces la certeza,para su desolación, de que el crimen de

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Isabel María Medina no sería el últimoy de que aparecerían nuevos cadáveres ynuevas monedas romanas.

—Puedo hacerlo.—Eso es estupendo, Evangelina.—E incluso puedo terminar los tres

dibujos esta misma mañana. No son nilas once, y si me permiten estar aquíhasta las dos o así, los puedo acabarhoy.

—No, no, por Dios, no es preciso,mujer. Quiero que te tomes tu tiempo.Deseo que los dibujos sean precisos,con todos sus detalles, y estas cosas hayque hacerlas despacio. Con que hoyacabes el dibujo de este denario serásuficiente. ¿Te parece bien?

—Como usted quiera.

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—Pues puedes empezar cuando lodesees. Traes tus lápices, ¿verdad? Sí,ya me lo dijiste. Bien, pues aquí tienesestos folios membretados. Y procura nogastarlos todos —bromeó, con unasonrisa—, que valen cuatro maravedíescada pliego.

La joven no dijo nada, se limitó asonreír fugazmente y con la mirada baja.Luego, se dirigió hacia el lugar que elescribiente le había habilitado pararealizar su trabajo, una pequeña mesitasituada junto a una ventana, al fondo dela estancia, donde la luz daba de pleno.Pedro se acercó con ella, le retiró lasilla para que se sentara y se retrasó unpar de pasos mientras Evangelinasacaba sus lápices del saquillo y se

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disponía a comenzar con sus tareas.—A la una puede usted volver, señor

—le indicó al abogado de pobres antesde ponerse a dibujar—. Para entonceshabré acabado con este primer dibujo,con toda seguridad.

Pedro de Alemán entendióperfectamente la insinuación y, para supesar, asintió, le aseguró que volvería aesa hora y abandonó la Casa de laJusticia.

Regresó a la oficina del abogado depobres e intentó atender a sus pleitos,pero le era difícil concentrarse. Suspensamientos se le iban una vez y otra ala Casa de la Justicia, a aquellas manosblancas que en esos momentos estaríantrazando sobre el papel inmaculado los

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contornos de un extraño denario. Yvolvió a sentirse miserable y mezquino,no sólo por tanta atención que prestaba aesa muchachita que tanto había sufridoya y a la que esas atenciones únicamentepodrían traer más sufrimientos, sinoporque estaba dañando, de pensamientocuando no de obra, a Adela, que enverdad lo era todo para él, y poniendoen riesgo todo cuanto tenía, todo cuantotantísimo esfuerzo le había costadoconstruir. Se maldijo a sí mismo y a susdemonios, a la carne que nublaba lasrazones y a las tentaciones del Maligno,y volvió a adquirir nuevos compromisosy a formularse en silencio nuevosjuramentos. Que a ver cuán fuertes ypoderosos resultaban ser.

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Incapaz de prestar atención a lo quehacía, salió de la oficina y decidióvisitar a don Bartolomé Gutiérrez, cuyaspalabras y consejos siempre eran para élcomo un bálsamo, pero el alfayateseguía encamado y, aunque pudo verlo ysaludarlo, no quiso cansarlo con susaflicciones. Y tampoco le habló de loscrímenes que investigaba ni de lasmalditas monedas. Paseó por Jerez, porla plaza de la Yerba y su mercado deverduras, por la plaza de los Platerosque todavía olía a pan, por las cercaníasdel convento de San Cristóbal, dondeoyó a las monjitas cantar el ángelus. Ypoco antes de la una volvió a la plaza delos Escribanos.

Evangelina González se hallaba

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charlando animadamente con elescribiente, un hombre mayor, mediocalvo y con la cara verrugosa. Pese a locual se la veía conversar relajada ydistraída, todo lo contrario que con él.En cuanto la joven lo vio aparecer porla puerta de la dependencia situada en laprimera planta de la Casa de la Justicia,se levantó rauda de la silla que ocupaba,fue adonde la mesita dispuesta para ellay de allí cogió un pliego, con el que seacercó al abogado de pobres.

—Aquí tiene usted —dijo,tendiéndoselo—. Espero que sea lo queusted quería, señor.

—Lo has terminado pronto.—Hace ya un rato, sí.Pedro desplegó el pliego y observó

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con fascinación los dibujos allírealizados por la muchacha, querepresentaban el anverso y el reverso dela moneda hallada junto al cuerpo deDionisia Menéndez, cada uno de grantamaño y plasmado en folios diferentes.Se fijó primero en el bosquejo del frentedel denario.

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En el dibujo, realizado con trazofirme y en extremo hábil, se veía elbusto de una mujer vestida, diademada ymirando hacia su derecha. Tras el bustoaparecía una primera inscripción:«GETA». Y delante, «III» y «VIR». Ydebajo, aunque con malos trazos, unaletra «X» que no aparecía en el dibujode Tomás de la Cruz.

—¿«GETA»? —preguntó Alemán,extrañado, pues en la moneda no habíapodido leer esa inscripción, así comotampoco las otras dos que ahora seveían en el dibujo delante del busto.

—Sí, eso es lo que pone, señor.—En el denario no se distingue —

advirtió el letrado.—Ya sí. Estaba sucio y lo he

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limpiado algo. Y entonces han salidoesas letras. Espero no haber hecho mal.

—No, no, todo lo contrario. Pero¿qué significa esa palabra, «GETA»?

—No lo sé, señor.—La inscripción «III» ha de aludir al

número «tres» en caracteres romanos. Y«VIR», en latín, significa «hombre». Y,en cambio, el busto corresponde a unamujer.

—Así es.—Qué extraño. También veo que has

dibujado una «X» en el anverso.—Sí, también ha aparecido con la

limpieza. Pero es una letra que no estabaoriginalmente en la moneda, sino queparece haber sido marcada. Como conun cuchillo. Y de cualquier modo, como

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puede ver…—¿Marcada?—Sí, fíjese. ¿Lo ve? Es como si

hubieran rascado la moneda con unadaga o un cuchillo para marcar esa «X».

—Pues sí que es también extraño,voto a bríos.

Examinó después el segundo folio,donde figuraba el dibujo del envés deldenario.

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En el dibujo se apreciaba,perfectamente dibujado, un jabalí heridopor una lanza en el lomo y atacado porun perro que intentaba morderlo en supierna delantera derecha. Debajo, lamisteriosa inscripción: «CHOSIDICF».

—¿«CHOSIDICF»?—Eso pone.—Yo creía que era «CHOSIDICE».

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—No, señor. Es una «F», no una «E».—¿Estás segura?—Usted mismo puede verlo en la

moneda. Con la limpieza ha quedadoclaro que es una «F».

—Y has dibujado un perro bajo eljabalí. Que, al parecer, lo ataca.

—Sí.—Yo no había reparado en ese perro.—Pasaba igual. He quitado la

suciedad y ha aparecido el perrito.—Es curioso —indicó Pedro, con

cierta agitación—. En la segundamoneda también aparece un perro, creo.

—No lo sé.—Pero, en cambio, en la tercera no.

En la tercera aparece lo que semeja serun león.

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—¿Puedo verlas?—Mañana, Evangelina. Es tarde y

tenemos que irnos. Mañana podrásexaminar la segunda moneda y dibujarla.Y ahora, toma.

Sacó su bolsa, extrajo de ella un realde plata de a ocho y contó maravedíeshasta completar otros dos reales. Se losofreció a la joven.

—Lo que te había prometido por tutrabajo. Y lo has hecho muy bien,además.

Evangelina González tomó lasmonedas sin contarlas y las guardó en susaquillo, junto con sus lápices.

—Y ahora, vamos —dijo Pedro,guardándose el pliego con los dibujos enla casaca.

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Bajaron ambos en silencio lasescaleras de la Casa de la Justicia ysalieron a la plaza de los Escribanos,donde los notarios ya recogían suspoyos y el lugar se iba quedando poco apoco desierto.

—Uf, qué calor —se quejó Alemán—. ¿Te apetecería tomar algo,Evangelina? Llevas toda la mañanaencerrada ahí arriba y ni agua te hemosdado. Debes de estar muerta de sed.¿Quieres tomar una zarzaparrilla? ¿Ouna aloja, tal vez? Aquí detrás, en lacalle de la Amargura, hay un figóndonde podremos beber y comer algo.

—No, señor. Pero gracias.—Será sólo un momento, mujer.—No, de verdad. He de irme. Lo

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siento. Me esperan en casa.Pedro intentó sonreír, mas le brotó

una mueca reluctante.—Está bien, como quieras. Permíteme

que te acompañe a tu casa, al menos. O,si quieres, podemos tomar un coche decaballos y nos ahorramos el calor, ¿quéte parece?

—Que se lo agradezco, pero no. Notiene usted por qué molestarse. Iré sola.No está tan lejos y aún hay gente por lascalles. No me pasará nada.

—Insisto.—Y yo. Buenas tardes, señor.

Mañana, a las diez en punto, estaré denuevo aquí, para dibujar la segundamoneda, ¿vale? Buenas tardes tengausted.

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La observó alejarse, viendo cómo,para llegar a la Porvera y de allí a lacalle Capachos, cogía por la calleChapinería, en vez de hacerlo por laplaza de los Plateros y por la Tornería,que era el camino más corto. Al cabo,reparó en que la muchacha intentabaevitar pasar junto a la calle MonteCorto, donde el dorador Galera vivía.Sintió una rabia y una lástima inmensas.

Sacó los dibujos de la casaca yvolvió a examinarlos. Se admiró de lapericia de la joven y se preguntó quésignificarían las imágenes de esedenario y qué sus inscripciones.«¿GETA? —se preguntó—.¿CHOSIDICF?». ¿Esa letra «X»marcada a cuchillo? ¿Qué significaría

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todo aquello?Preso de una extraña inquietud y de un

profundo desasosiego, guardó de nuevolos dibujos y se adentró en la calleLetrados para desde allí llegar a su casaen la calle Gloria.

Necesitaba abrazar a Adela.Necesitaba abrazar a Merceditas.Necesitaba escapar del mundo y sus

tentaciones.Necesitaba, sobre todo, escapar de sí

mismo.

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XX

LAS MONEDAS DE LOSVEINTICUATROS

Al día siguiente, como si la rueda deltiempo hubiese dado marcha atrás en susgiros infinitos, todo volvió a repetirse:la misma escena y el mismo escenario,las mismas miradas, la misma torpeza dePedro, sus mismos deseos que loconturbaban, su misma mala concienciaa pesar de todo, las mismasconversaciones, las mismasdesilusiones, todo igual.

La vida, que es una piedra rodando

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cuesta abajo.Y como el día anterior, a eso de la

una ya estaban listos los dibujos de lasegunda moneda romana, en esta ocasiónlos del denario hallado junto al cuerpode la costurera de doña MaríaConsolación Perea y Vargas Espínola,Felisa Domínguez.

Observó Pedro de Alemán primero eldibujo del anverso, trazado con parejapericia por las manos diestras deEvangelina, que, al igual que el díaprecedente, había limpiado con un trapomojado en agua y frotado con energía lasuperficie del denario y plasmado en suilustración los detalles antes invisibles:

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Era, lo que en el dibujo serepresentaba, la cabeza de una figura, nose podía estar muy seguro de si erahombre o mujer —aunque más parecíaésta que aquél—, con casco alado;detrás de la testa, la palabra«CANTESTI», de ignoto significado,que antes de la limpieza no se apreciabaen la moneda; y delante, la letra «X»,

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que a Pedro le resultó extremadamenteapropiada, pues dicha letra simbolizaba,según los algebraicos, la incógnita, elmisterio. Que era lo que todo eso lesuponía, por vida del rey: un absolutoenigma, un insondable arcano.

Aunque, también era verdad, elsignificado de la «X» en latín era el delnúmero «diez».

¿Haría referencia esa letra «X» a esenúmero?

Y de ser así, ¿a qué apuntaba?¿Tendría algo que ver con el número

«III» que aparecía en la primeramoneda? ¿Y con la «X» marcada acuchillo del primer denario?

¿Adónde lo conducía todo ello?¿Adónde…?

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¡A ninguna parte!A ninguna maldita parte.Pardiez y voto a bríos.Escrutó a continuación la carilla del

pliego donde se hallaba el segundodibujo, el del reverso de la moneda:

En el envés del denario se veían dosjinetes, muy parecidos ambos, como sifuesen gemelos, cabalgando sendos

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corceles, lanza en ristre y mirando haciala derecha. Entre las patas de losrocines jugueteaba un perrillo travieso.Debajo de todo ello, la palabra«ROMA».

Estaba bien. Esa palabra aludíaindudablemente a la Ciudad Eterna, a lacapital de los papas. Que era, pordemás, de donde procedía lógicamentela moneda.

¿Y qué…?Pues nada.Estaba tan absolutamente in albis

como antes.Su cerebro era un torbellino que por

más que girara caía una y otra vez en laspozas de la oscuridad.

Luego, cuando dieron la una y ya

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estaban los dibujos finalizados y notenían nada más que hacer en la Casa dela Justicia, volvió, pertinaz y mostrenco,sintiéndose tonto a nativitate, aconvidar a la niña Evangelina a unazarzaparrilla o a una aloja, o a lo queella quisiera, que el caso era prolongarel encuentro, poder seguirsumergiéndose en sus ojos de insólitasprofundidades, pero recibió también enesta segunda ocasión igual negativa eigual excusa:

—Mis padres me esperan, lo siento.E idéntico emplazamiento hasta el día

siguiente, en el que habría de trazar eldibujo de la tercera moneda. E igualpago: diez reales que la joven se guardóen el saquillo que siempre llevaba

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consigo. Y nada más. Apenas un«gracias» brevemente musitado en suslabios rojos. Se marchó, sola, condirección extramuros, a la calle de losCapachos.

En el tercer día, igual de caluroso eigual de frustrante, el primer dibujo quela muchacha le hizo representaba elanverso de la moneda aparecida junto alcuerpo de Isabelita María, la hija delveinticuatro Medina, moneda que sehallaba en peor estado de conservaciónque las anteriores a pesar de laslimpiezas que la muchacha habíallevado a cabo:

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En esa cara de la moneda sedistinguía la cabeza de, casi con todaseguridad, una mujer, también con cascoalado como la anterior; detrás, unaespiga, y delante, un extrañomonograma: una «X» con una rayahorizontal en el centro. No había en eseanverso leyenda alguna.

No dejó de reparar Pedro en esa

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coincidencia: la existencia de una «X»en los tres denarios. Pero ¿le servía esopara algo?

Para nada, por la sangre de Cristo.Más aún, la tercera «X» ni siquiera

era tal, pues estaba cruzada por unpalote horizontal cuyo sentido se leescapaba.

Todo eso era de locos, Virgensantísima.

Y en el segundo dibujo de ese tercerdía había representado Evangelina elreverso del denario:

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Figuraba en ese envés un carruajetirado por dos caballos y conducido poruna especie de ángel, un hombre omujer, no se distinguía, con alas; encima,de nuevo, la leyenda «ROMA»; bajo loscaballos, una especie de guerrero conlanza disputaba contra lo que parecía serun león, aunque bastante escuchimizado;y debajo del todo, la palabra

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«CNDOM».¡Dios!¿Qué podía significar todo ese

embrollo, toda esa jerigonza?Imposible saberlo.Perseverante, aunque sin esperanzas,

volvió a insistir en el convite a la niñacuando la mañana finalizaba, recibiendola tercera negativa. «Tercera negación,como la de Pedro a Jesús», pensóestúpidamente y sin siquiera saber porqué se le había venido a la mente. Tontoa nativitate, se dijo de nuevo. Y era queestaba atolondrado, además deimprudente. O pazguato, como Adela lehabría dicho. Y fue recordar a su mujerpara que su empeño se mitigase. Aunquesin dejar de procurar salir con algo de

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dignidad del desdichado lance.—Está bien, como quieras,

Evangelina —dijo, mientras le entregabasus diez reales—, sólo pretendía que…no sé… que nos conociéramos mejor, talvez, y de alguna forma poder remediartodo el daño que te hice durante aqueljuicio. Nada más, te lo aseguro. —Yquiso creerse—. Pero si así lo quieres,no hay ningún problema, de veras.Dejamos la zarzaparrilla o la aloja paraotro día, si es que lo hay.

—Gracias, señor. Le ruego no semoleste, pero así debe ser.

—¿Te importará que te dé aviso sivuelve a aparecer otra moneda de ésas?

—Claro que no.La contempló mientras, también por la

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calle Chapinería, salía de la plaza de losEscribanos. Y pensó que si volvía a verde nuevo a esa muchacha sería porquehabía aparecido otro cadáver. Y nosupo, el diablo se lo llevara, si lodeseaba o no.

***

Llegaron septiembre y la vendimia, lasmoscas de las uvas, maravedíes para losbraceros y jornaleros por los trabajos enlos campos y por la recolección de losracimos, nuevas obras públicasordenadas por el concejo con las que seterminaron de restañar las heridasdejadas en la ciudad por el terremoto deLisboa, el cumpleaños de Merceditas,

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que celebraron con una comida opíparay las risas desmandadas de la niñacuando vio sus regalos, y la festividadde la Virgen de Consolación, copatronade Jerez, la preferida de la nobleza, quela llamaba la «Virgen blanca», encontraposición a la Virgen de la Merced,tallada en madera negra y que era másde la devoción de las clases populares.

Los que no llegaron, para Pedro deAlemán, fueron ni el sosiego para sualma agitada ni la luz para sus profundosarcanos.

Ni de día ni de noche.De día, vivía llevando consigo a

todas partes los dibujos que de losdenarios romanos Evangelina Gonzálezle había trazado con singular maestría, y

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los examinaba a cada rato, aunque sinconseguir penetrar en su misterio. Notenía respuesta para ninguna de suspreguntas: ¿por qué habían dejado esasantiguas monedas junto a los cadáveres?¿Qué quería significar la presencia delas monedas en los escenarios de loscrímenes? ¿Cuál era la razón última delas muertes, más allá de la pura maldadhumana? ¿Qué relación tenían con losveinticuatros? ¿Era simple casualidadque cada una de las víctimas estuvieserelacionada de una forma u otra con unregidor o había otra significaciónoculta? ¿Qué diantres significaban lasleyendas de las caras y enveses de losdenarios? ¿Qué querían decir las letras«X» de las tres monedas? ¿Estaba el

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dorador Galera relacionado con losasesinatos o esa intuición suya era purodisparate? ¿Y qué podía hacer paraconfirmarla o desecharla?

Y de noche se acostaba temiendo serdespertado en cualquier momento por laronda para darle cuenta deldescubrimiento de un nuevo cadáver encualquier punto de Jerez. Y de otramaldita moneda romana. Y de larelación de la víctima con un capitular.Y así, en vez de dormir, mal dormía, sino era que directamente velaba, ycuando conseguía conciliar el sueño, selevantaba exhausto después de unanoche de pesadillas. Sueños y pesadillaspor los que solían rondar las carnesblancas de Evangelina González.

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Eso no era vida, le decía, con esaternura suya, su mujer Adela Navas. Yeso que no sabía de la misa la mitad.

—Tienes que sobreponerte, Pedro.Tienes que dejar que el tiempo lo vayaaclarando todo y no vivir con esesinvivir. Que ni vives ni duermes. Total,la sumaria de Deogracias Montaño sigueestancada y, por ahora, no le van a darsoga al pobre hombre. Lo que no puedeshacer es estar todo el día pensando en lomismo, amor mío, porque de tantopensar lo que sucede es que lospensamientos no fluyen, sino que secolapsan. La luz se te hará en cualquiermomento, ya lo verás.

Y él se sentía como un bellaco infamecuando así la oía hablar.

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Intentaba hacerle caso y en el fondosabía que su mujer Adela llevaba razón.Pero a un día de paciencia le sucedíandos de zozobras, porque veía cómo eltiempo pasaba y la luz no se encendía.Se juzgaba un inútil, un pelele en manosdel destino, incapaz de dar con lasolución de unos crímenes que, de noevitarlo alguien, se iban a seguirsucediendo como las estaciones del año.Eso se temía o, más que temerlo, losabía. Y a ciencia cierta.

Menos mal que fueron, esas de agostoy las primeras de septiembre, semanastranquilas en la oficina del abogado depobres, durante las cuales no setramitaron más que sumarias por delitoslivianos. Y también en su bufete

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privado, aunque esto último no era unabuena noticia, pues esa tranquilidadsuponía escasez de ingresos y minutas,que tan necesarios le eran.

Sin embargo, cuando los ajetreos sereanudaron y tuvo que enfrentarse alprimer juicio por delito grave, y cuandoconoció los pormenores de ese juicio,ahí sí que de verdad se sintió un peleleen manos del destino. Y no supo si erauna señal de los cielos que presagiabaque aquella luz por la que tanto rogaballegaría en cualquier momento, o si erauna carcajada del demonio, que seburlaba de él por su incapacidad y suineptitud.

Porque resultó que en ese juicio loque se ventilaba era, nada más y nada

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menos, que un delito de falsificación demoneda.

Como si tuviera él poco, por vida delrey, con las dichosas monedas de losveinticuatros.

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XXI

EL JUICIO CONTRA ELFALSIFICADOR DE MONEDA

Matías Peña era un carretero extremeñoque había llegado a Jerez en los últimosdías del pasado julio, por Santa MaríaMagdalena. Había arribado por lossembradíos que había al sur de la ciudady entrado intramuros por la puerta deRota, que era, más que una puerta al uso,un castillo con tres fuertes y torres devigilancia. Acudía conduciendo un carrorepleto de sacas de diferente tamaño delque tiraba una mula torda. Decía venir

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de Sanlúcar de Barrameda y cargaba,según manifestó en la puerta a losoficiales del fielato encargados decobrar los arbitrios municipales,semillas de diferentes tipos para suventa en el mercado a los agricultoresjerezanos, pues había en la ciudadcarestía de granos por la escasez de lacosecha del año anterior.

Desde la puerta de Rota tomó la callede San Blas para llegar a la plaza delMercado, donde pensaba, según dijodespués aunque nadie le creyó, vendersus productos. Empero, cuando justollegaba al amplio recinto aledaño a laiglesia de San Mateo y al palacio de losRiquelme, una de las ruedas traseras delcarro tropezó contra un adoquín mal

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encajado y se salió de su eje. La carretaquedó desequilibrada por consecuenciade la rotura, se desarticuló la maderaque cerraba el carro por detrás y variosde los sacos, que además estaban malapilados, se fueron al suelo. Algunos deellos se rompieron y de su interiorcomenzaron a fluir las semillas quecontenían. Pero, para pasmo yadmiración de las decenas de jerezanosque en esa soleada mañana atestaban laplaza, junto a las simientes comenzarona manar, como si los talegos hubiesensido tocados por las manos mágicas deun alquimista, y a puñados, cientos dereales que relucían con el brillo de laplata y un río de cuartos cuyo cobredestellaba bajo el sol de la mañana

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estival.Antes de que el desventurado e inepto

Matías Peña pudiese poner remedio alestropicio, mujeres, hombres y niñosque por allí rondaban, comerciandounos, desocupados otros, ávidos todos ynecesitados la mayoría, se lanzaron alsuelo pugnando por hacerse con todo oparte del inesperado tesoro que ante susojos maravillados se ofrecía.

El guirigay que se organizó fue de losque tardarían mucho en olvidarse. Agatas, reptando, empujando, mordiendo,todos luchaban por hacerse con unaporción de ese tesoro en forma de unpuñado de monedas. Mientras, el arrieroPeña, descompuesto, intentaba congritos, puñadas, patadas y empellones

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evitar el desvalijamiento. El de lassemillas, explicó después. Aunquetampoco nadie le creyó.

Muchos, agarradas unas cuantasmonedas, salieron corriendo antes deque el carrero, o la ronda, que ya seacercaba desde el palacio alertada porla barahúnda, se las arrebatasen. Otros,más agonías, siguieron gateando por laplaza en busca de más monedas de lasdesparramadas. Hasta que, de pronto,una mujer, gorda como un disgusto y conel pelo muy negro, a la que sus carnes nole permitían serpentear por el suelo enbusca de los dineros y que habíaempujado a su hijo pequeño a queculebreara entre los adoquines en buscade los reales y los cuartos esparcidos,

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comenzó a chillar, justo cuando el rapazle había entregado unos cuartos quehabía podido aprehender colándoseentre las piernas de quienes,zigzagueando a cuatro patas, rapiñabanlas monedas del infeliz arriero.

—¡Este cuarto es más falso queJudas! ¡Este cuarto es más falso queJudas! —gritaba, con una voz que era dedecepción y de histeria.

Y mostraba en una mano una de lasmonedas que el arrapiezo le habíaentregado y levantaba la otra para quetodos pudieran ver la mancha negruzcaque el cuarto le había dejado en la piel.En ese preciso momento, antes de quenadie pudiese reaccionar ante los gritosde la mujerona, uno de los hombres que

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reptaban en busca de monedas selevantó mostrando uno de los reales quehabía conseguido agenciarse. Y comenzóa chillar con igual decepción ynerviosidad que la matrona:

—¡Y este real está forrado! ¡Tienemenos plata que pelos un jurel! ¡Hijo dela gran puta! —Y señalaba al arriero,que había cesado en sus empujones ybuscaba entre la multitud un hueco pordonde escabullirse antes de que lerompieran los huesos del cuerpo, para loque poco faltaba—. ¡Hijo puta! ¡Estemulero viene cargado de reales falsos!

Y era que, con los jaleos y lospisotones, la cara del real que el hombremostraba al gentío se habíadescascarillado y, bajo una exigua capa

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argentina, aparecía un metal oscuro queera con el que en verdad se habíaacuñado la moneda, forrándola acontinuación, para que parecieraauténtica, con un fino baño de plata.

La ronda, atraída por lamuchedumbre, la bulla y los gritos,apareció de inmediato. A bastonazosdispersó a quienes pretendían hacersecon las monedas falsas, recogió cuantasquedaban por los suelos —ya nomuchas, la verdad— y engrilletó alarriero, a quien sin demora condujo a lacárcel real, donde se hallaba desdeentonces, gozando de la nauseabundapitanza que allí se servía y de lasatenciones continuas de los carceleros,diestros en la aplicación de los

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tormentos decretados presurosamentepor don Rodrigo de Aguilar y Pereira.

Y era que el de falsificación demoneda era un delito de los llamadosatroces, y desde las Partidas se preveíala pena de muerte para losfalsificadores, añadiéndose en las Leyesde Estilo que la misma pena habría deimponerse a quienes hicieran circular lamoneda falsa. Pudiéndose perseguir alos falsificadores y a sus cómpliceshasta veinte años después de perpetradoel delito.

Su majestad don Felipe el Cuartohabía dictado pragmática en 1638 en laque se establecía que el falsificador demoneda habría de ser castigado con lamuerte en la hoguera, ordenándose

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asimismo la confiscación de todos susbienes. Y por reales pragmáticasordenadas por don Felipe el Quinto en1716 y 1725 se recordaba la gravedaddel delito de falsificación, así como seaseguraba más firmeza en la aplicaciónde la justicia a los falsificadores. Tantoempeño había mostrado el buen rey en lapersecución de tal tipo de delitos que en1730 había creado la Junta de Comercioy Moneda, con competencia sobre todoslos asuntos concernientes al numerario,de modo tal que las causas por delito defalsificación de dineros dejaron de estaratribuidas al resto de organismosjudiciales del reino, que debíaninhibirse a favor de la Junta. Sinembargo, los numerosos conflictos de

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competencia surgidos con los tribunalesordinarios, las grandes distancias entreel lugar del delito y el de enjuiciamientoy la abundancia de causas provocaronque, hacía tan sólo dos años, en 1755, sumajestad dejara sin efecto su pragmáticay decretara que las causas defalsificación fueran seguidas por lasjusticias ordinarias y no por la Junta deMoneda.

Como delito atroz que era, la sumariase había tramitado con rapidez extrema yel juicio contra el arriero Matías Peñahabía sido señalado para el viernes 23de septiembre de ese año del Señor de1757, vísperas de la festividad de laVirgen de la Merced, patrona de laciudad.

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Antes de la fecha fijada para elenjuiciamiento, al menos en dos o tresocasiones Pedro de Alemán fue a visitaral preso en la cárcel real. Y lo hizo nosólo para preparar su declaración en laaudiencia, sino para ver si el hombre,que algo debía de saber de monedas, sedijo, le podía arrojar luz en el misteriode los denarios romanos. Allí, empero,lo único que se encontró fue el gesto deincomprensión y desconcierto en la caratumefacta del arriero, que, cuando elabogado le preguntó por tal particular,lo miró como si el letrado que le habíatocado en suerte fuese un orate de armastomar. Para su desdicha, como si yatuviera poca, encarcelado como estaba ycada semana sufriendo el tormento del

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potro o el del ladrillo, intentandosonsacarle los carceleros unainformación que el desdichado preso notenía, pues se aferraba a su versión deque le habían encargado traer a Jerez lossacos de semillas sin saber que en suinterior se hallaban los reales y loscuartos falsificados.

El juicio comenzó, aquel viernes deseptiembre, con las fórmulas de rigor. Ylo hizo con Pedro entregado en cuerpo yalma, si no a ganar el juicio, que sabíamisión ilusoria, sí al menos a librar aMatías Peña de la muerte y de que sucuerpo ardiera como una tea en losmedios de la plaza del Arenal. Yconsiguiendo, de camino, liberarse porun tiempo de sus pensamientos

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recurrentes sobre el enigma de loscrímenes y de las monedas de losveinticuatros. Y de la moza EvangelinaGonzález, cuya imagen aparecía por losresquicios de su imaginación en cuantose descuidaba.

—Con la venia. —Se levantó donBernardo Yáñez y de Saavedra, elfiscal, en cuanto el juez declaró abiertoel juicio. Se acercó al preso, que estabaaherrojado en el estrado de losdeponentes, con la fiereza de un bárbaro—. ¿Dónde consiguió usted las monedasfalsas, esos reales forrados y esoscuartos falsificados?

—No lo sé, señor.—¿Cómo que no lo sabe? Alguien se

los daría, digo yo.

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De la boca del reo brotó un quejidolastimero.

—Que no, usía, que no. Que yo no sénada de esas monedas. Que yo lo quetraía eran semillas de habas, dechícharos y de calabaza, por Dios se lojuro. Y no sé nada de esas monedas, asíel diablo me lleve.

Y era su voz tan compungida y llorosacomo la de un niño hambriento.

—¿Dónde las compró usted?—¿Las semillas? En Sanlúcar, señor,

en el mercado de abastos, junto a lacalle Bretones.

—¿Y cómo se explica usted que esasmonedas falsas aparecieran en lassacas?

—¡Si no puedo explicármelo ni a mí

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mismo, ¿cómo podría explicárselo ausía?! Yo sólo sé que compré simientes,y simientes creía traer en las sacas quellenaban mi carro. ¡Lo juro por Diosbendito y por su santísima Madre!

—¡Deje de una vez de jurar y diga laverdad! ¿Para quién traía usted lasmonedas falsas a Jerez? ¿Qué pretendíahacer con ellas? ¿Quién es su cómpliceen esta ciudad? ¿O quiénes son suscómplices? ¡Hable, hable!

Y el arriero meneó la cabeza,desesperado.

—Que no, usía, que no —repitió—.Que de verdad que yo no sé nada deesas monedas. Y no conozco a nadie enJerez, y prueba de ello es que ni elverdugo ha podido sacarme un nombre,

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y eso que mire usía cómo me ha dejado,desbarataíto. ¿Qué otra cosa quiere quele diga?

Durante casi media hora estuvo elpromotor fiscal agobiando al preso.Menos por el color de sus ojos, lepreguntó por todo. Por su estado civil,que era de soltería; por sus hijos, que notenía; por sus padres, que habían muertohacía años ya; por dónde había venidohasta Jerez, por qué caminos y quéveredas; por los nombres de quienes lehabían vendido las semillas, de los queel arriero no pudo dar razón ninguna,más que señalando que eran gentenormal, labradores sanluqueños confincas y fanegadas; por cómo seexplicaba que en sus sacas hubiesen

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aparecido las monedas, argumentando elhombre que había hecho noche enSanlúcar y que alguien las habríaintroducido en las sacas mientrasdormía. «¿Y con qué fines?». «¡PuesDios sabrá!».

Al fin, cuando ya casi eran las nuevede la mañana, el fiscal don BernardoYáñez pareció rendirse y cesó en suinterrogatorio al preso. Pedro deAlemán no preguntó nada a su cliente.No le quedaban preguntas que hacerle,después del interrogatorio exhaustivodel fiscal. Y nada iba a obtener ademáspreguntando a Matías Peña, pues, pormucho que éste proclamara su inocencia,era consciente de que su objetivo en esejuicio era no lograr la absolución del

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acusado, que sabía era imposible pueshabía sido hallado en poder de una riadade monedas falsas, sino evitarle lamuerte y el abrasamiento en la hoguera.Y no iba a ser ésa, vive Dios, misiónfácil. Aunque tenía una vaga idea, igualde vaga que su esperanza, de cómoconseguirla.

El primer testigo de la acusación fuedon Lorenzo Valderrama, cónsul veedorprimero de la Congregación de SanEloy, que era el gremio que reunía atodos los plateros de la ciudad. EraValderrama un orfebre con taller abiertoen la calle Nueva, una de lasestablecidas como demarcación para lasplaterías jerezanas, y era uno de los másreputados de Jerez. Vestía casaca de

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seda —los maestros plateros estabanautorizados a vestir de sedas— y sobresus ojillos cansados de tantas horas enel obrador relucían unos quevedos conmontura de oro.

—Por desgracia para nuestro gremioy nuestro oficio —comenzó Valderramasu declaración mientras contemplabacon interés uno de los reales forradosque figuraban en la sumaria como piezade convicción—, muchos se inician enestas prácticas de la falsificación demoneda porque son afines con susoficios de plateros, campanilleros oalquimistas, y la manipulación de losmetales no tiene secretos para ellos.

—¿Quiere usted decir, don Lorenzo—interrumpió el fiscal—, que quien ha

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falsificado este real es un platero?—Un platero, sí, por desdicha, como

le digo, o un orfebre entendido enaleaciones y crisoles.

—Está bien, continúe, se lo ruego.—Y es que, don Bernardo, las

técnicas de fabricación no son nadasencillas. Exigen en primer lugar unosconocimientos sólidos sobre el trabajocon los metales: fundición y aleación.Después, es necesario conocer lasproporciones de metal precioso quedeben incluirse en cada una de lasmonedas. Y, en último lugar, es precisoposeer la destreza suficiente pararealizar de la manera más perfectaposible las tareas de acuñación yforrado. No obstante, y pese a lo que le

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digo, todo es posible. Es decir, que seaun orfebre quien ha atentado contra losderechos reales o que sea un herrero, uncerrajero o cualquiera con maña.Porque, desgraciadamente, hoy en día,en el reino, los medios técnicos y suadquisición son bastante sencillos yestán al alcance de cualquiera, por esoel sistema monetario de su majestad,cuya vida Dios guarde, es tanvulnerable. Existen tratados de alquimia,de pesos y monedas, de manipulación demetales, etcétera, etcétera, en los quecualquier persona con no demasiadasletras puede aprender maravillas. Esoslibros, por su peligrosidad, suelen estarprohibidos en España, pero a veces seeditan en países extranjeros y es

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inevitable que circulen de matute pornuestras ciudades, al alcance decualquier desaprensivo.

—¿Puede usted, entonces, donLorenzo —preguntó el fiscal—, jurarque esas monedas —y señaló entoncesal pequeño montoncito de cuartos yreales falsificados que se hallaba en lamesa de las pruebas— son falsas detoda falsedad?

—Lo juro —aseveró el platero—. Hepodido examinar cada una de ellas ypuedo certificar que…

Pedro de Alemán dejó en ese instantede oír al perito. Había clavado sumirada en el montoncito de monedas, nomás alto de tres pulgadas y no másancho de un codo. Y esa idea que le

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rondaba por la cabeza, que hastaentonces no había sido sino algo vago yconfuso, se le hizo más clara, y duranteun buen rato estuvo sopesándola ymadurándola. Y calculando los riesgosde ponerla en práctica, que, vive Dios,no eran pocos.

—… y es por eso —decía entonces elorfebre, cuyo interrogatorio por partedel fiscal parecía estar concluyendo—por lo que a los orífices y plateros senos prohíbe comprar más oro o plata delque prudencialmente y respecto denuestro tráfico podemos trabajar yvender en alhajas dentro del reino. Paraasí evitar tentaciones y que con la platao el oro que sobre se puedan dedicar losmalhechores, que también los hay dentro

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del oficio como ya he dicho, a falsificarreales u otras piezas de oro o plata. Locual es delito de lesa majestad, porquese usurpa una de las principales regalíasdel monarca, y sacrilegio, porque seofende la figura del rey nuestro señor.

—Muchas gracias, don Lorenzo —agradeció el fiscal—. No hay máspreguntas, señoría.

—¿Alguna pregunta la defensa?—Un par nada más, usía.—Que así sea, abogado.—¿Tendría un simple arriero la maña

necesaria para forrar un real de plata,señor?

—Pues eso va a depender del arriero,claro está. Que, como en toda viña delSeñor, los habrá listos y los habrá

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torpes.—Don Lorenzo —preguntó Pedro,

señalando el montoncito de piezasfalsificadas que se hallaba sobre lamesa donde estaban las piezas deconvicción—, ¿ha examinado usted, yuna por una, todas esas monedas que haaseverado usted son falsas?

—Sí, señor. Todas y cada una. Ytodas son más falsas que abrazo demadrastra, se lo aseguro yo.

—Y supongo que fueron esasmonedas todas las incautadas por laronda. Ésas y sólo ésas.

—Eso me dijeron, señor.—Pues no hay más preguntas, señoría.El siguiente testigo del fiscal, que

miró con sorpresa a Pedro tras tan

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exiguo interrogatorio al maestro platero,fue el alguacil Romualdo Morales, queel día de los hechos estaba al frente dela ronda que vigilaba la plaza delMercado. Era un individuo gordezuelo,de cejas corridas y uñas comidas hastacasi la raíz. No paró, mientras deponía,de manosear el bicornio que sostenía enel regazo. A preguntas del fiscal relatólo que había acontecido aquella mañanaen la plaza del Mercado: cómo el carrodel arriero había tropezado con unadoquín sobresaliente y cómo una de susruedas se había descuajaringado; cómolas sacas cayeron al suelo y cómo dealgunas de ellas comenzaron a fluirmonedas: reales y cuartos; cómo elgentío se abalanzó sobre ellas,

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formándose una zapatiesta de padre ymuy señor mío; cómo hubo gritos acercade su falsedad y cómo, al fin, detuvieronal carretero Peña.

—¿Cuáles son las funciones de unalguacil, señor Morales? —comenzóPedro su interrogatorio cuando el fiscalhubo finalizado el suyo.

—¿Cómo…? —preguntó a su vez elministro, descolocado por esa preguntaque poco parecía tener que ver con loshechos que se enjuiciaban.

—Le pregunto por sus funciones,señor alguacil.

—Pues… verá usted… perseguirdelitos, ¿no? Y el servicio y cuidado dela policía urbana, así como la vigilanciapública municipal para el buen orden y

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seguridad de la población. Bueno… y…y… también detener a los vagabundos yvagos. E impedir los gritos, riñas,cantares y expresiones obscenas, y todolo que pueda perturbar el descanso ytranquilidad de los vecinos y ofender lapública moral. Todo eso, señor. Y a femía que no es poco.

—Así es, en efecto, señor Morales. Yahora le pregunto: ¿sabe cuál es elcastigo para el oficial del rey quevoluntariamente renuncia a lapersecución de un delito cometido infraganti?

—Pero yo no…—Conteste, por favor.—¡Protesto, señoría! —interrumpió el

fiscal—. No entiendo el sentido de las

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preguntas del defensor.—Abogado —consideró el juez—,

¿son pertinentes estas preguntas? No veoyo qué relación puedan tener con elhecho de si su cliente ha falsificado o noesos reales.

—Son introductorias, señoría.Enseguida voy al grano y no tardaré másde unos minutos con este testigo.

—Pues venga, alguacil, conteste, ysea breve, que todos sabemos larespuesta.

—¿Qué me había preguntado usted?—inquirió el ministro, que seguíadesorientado por el curso de ese extrañointerrogatorio.

—Le había preguntado si sabe ustedcuál es el castigo para el alguacil del

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rey que voluntariamente renuncia a lapersecución de un delito cometido infraganti.

—Sí, claro. El destierro y multa. Creorecordar. Pero yo no…

—¿Y fueron ésas —continuó Pedro,señalando el montoncito de monedasfalsas que había en la mesa de las piezasde convicción, y sin dejar que RomualdoMorales continuase con su respuesta—todas las monedas falsas incautadas?

—Supongo.—¿Qué supone usted?—Que ésas son todas las monedas

que logramos decomisar, sí.—¿Y el resto?—¿Qué resto?—Veamos, alguacil: se dice por parte

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del señor fiscal que fueron varias lassacas que estaban prácticamente llenasde monedas falsas. Miles de monedaseran, por tanto. Y aquí, sin embargo,apenas si vemos un centenar o dos.¿Dónde están las demás?

—¡Ah, eso! —exclamó el alguacil,que pareció tranquilizarse—. Uf, se lasllevó la gente, claro.

—Así que la gente…—Eso es. No puede usted ni figurarse

la que se lio allí, en la plaza delMercado, en cuanto la multitud seapercibió de que de las sacas fluíanreales y cuartos como del cuerno de laabundancia. Fue un pandemónium. Sedice así, ¿verdad? Un pandemónium…

—Sí, se dice así, alguacil. Mas yo le

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pregunto: ¿no intentaron, usted y laronda, impedir que la muchedumbre sehiciera con las monedas falsas y que selas llevara? Porque, o mucho meequivoco, o esas monedas estáncirculando por los puestos y mercadosde Jerez.

—Pero, señor —arguyó el ministro,frunciendo el ceño, trastornado—, erancientos los hombres, mujeres y niños losque andaban en esa hora por la plaza delMercado, y cientos también los que seapoderaron de las monedas que cayeronde las sacas. Algunas conseguimosrescatar, pero la mayor parte no.

—¿No hicieron nada para evitar queesas monedas que dicen falsas siguierancirculando?

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—Pero, por Dios… ¿Qué quiereusted, que nos hubiésemos enzarzadocon esa turbamulta? ¡En la ronda sóloestábamos cuatro corchetes y yo! ¡Yaunque hubiéramos dado parte a todoslos alguaciles y corchetes de la ciudad,ni siquiera así habríamos podido evitarel saqueo, so pena de embarcarnos enuna batalla sangrienta! ¿O es que nosabe usted que cuando un pobre agarraun real no lo suelta ni así lo amenacencon tirarlo de cabeza al Guadalete? ¿Oes que acaso pretende usted quehubiésemos llamado a los dragones delalcázar? ¡Por la sangre de Cristo!

—Lo que pretendo, señor alguacil, esque, al igual que a todos los aquípresentes se nos exige el cumplimiento

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de nuestras obligaciones, tambiéncumplan con las suyas los alguaciles delrey. Y tales obligaciones no son otra quela de evitar la comisión de los delitos.Así que ya ve usted. No hay máspreguntas, señoría. En su momento sesolicitará la deducción de testimoniocontra el alguacil Morales por innegableconducta criminal.

—¿Cómo diablos dice? —tronó eljuez, tan confuso como furioso—. ¿Dequé conducta criminal habla usted,abogado?

—Evidentemente, del delito de noperseguir los hechos criminales que sepresencian.

—¿Deducir testimonio por delitocontra un alguacil del reino? —inquirió

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el juez, cuya peluca se había torcido detanto como meneaba la cabeza,incrédulo ante lo que consideraba unainadmisible ofensa.

—Contra quien delinque, señoría, seaquien sea.

—Se está jugando usted proceso pordesacato —amenazó don Rodrigo deAguilar y Pereira—. Una vez más.

—Y mi cliente la vida, señor. Así queya ve su señoría lo poco que me va en elenvite.

—Retírese el alguacil —ordenó eljuez a Romualdo Morales, que habíaobservado el intercambio de palabrasentre juez y letrado con gesto de pasmoy los ojos abiertos como platos. Seencasquetó el bicornio y salió de la sala

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como alma que se llevase el mismísimoLucifer—. Que ya veremos —añadió elmagistrado, amenazante— cómo terminatodo esto.

Pedro, mientras caminaba hacia lamesa de la defensa, percibió el gesto dedon Rodrigo de Aguilar: agriado,torcidos ceño y peluca y las pupilasdestellando enfados. Y cuando se sentó asu mesa, advirtió también el ademán dedon Bernardo Yáñez, el promotor fiscal.Que estaba sonriente, aunque con lasonrisa fullera, y con sus ojos claros yllameantes clavados en los del defensor,destilando una mirada que era a la vezde admiración y de crueldad. Ambos, sedijo Alemán para sí, habían reparado ensu estrategia, y ambos la acogían

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conforme a sus personalidades: deforma airada el juez; de manera retadorael fiscal.

Eusebio Vaca, el siguiente testigo dela acusación, era un individuoescuchimizado, greñudo y de ojillosdesconfiados. Y de menos de treintaaños aunque con la piel agrietada detanto sol y de tanto vino posiblemente.Dijo ser casado, con cuatro hijos, yvivir en la calle Justicia, aledaña a laplaza del Mercado y así llamada porqueantaño, hasta hacía dos siglos más omenos, allí tenía su casa el corregidor yjusticia mayor de Jerez. A preguntas dedon Bernardo Yáñez, y después decontestar a las generales de la ley, queno le comprendían, manifestó que se

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hallaba en las cercanías del lugar de loshechos en el día de autos, pues trabajabade mandadero en el almacén deultramarinos que existía en la calleCeniza. Que se disponía a llevar unpedido a la cuesta del Espíritu Santo, alconvento de clausura de las madresdominicas, donde en estos tiemposhabitaban cincuenta y dos monjasprofesas que —explicó el mandadero—compraban en el almacén dondetrabajaba el azúcar para producir sus«tocinos de cielo», unos dulces hechosde yema de huevo y azúcar blanca queuna sor del convento había elaboradopoco después de la conquista de laciudad por el Rey Sabio y que ya eranfamosos en buena parte del reino. Y que

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cuando estaba a punto de montarse en elcarro advirtió la algarabía que seformaba en la plaza y vio cómo dealgunas de las sacas que se habían caídode la carreta de Matías Peñacomenzaban a brotar monedas de plata.

—¿Y qué hizo usted cuando seapercibió de lo que pasaba? —preguntóPedro cuando el fiscal dijo que no teníamás preguntas para el testigo y le cedióla palabra.

—Pues que volví a atar la mula alpalenque.

—¿Y eso? ¿Fue usted a intentarhacerse con algunos de los reales,acaso?

—Pues claro, amigo. Con todos losque pudiera. ¿Qué habría hecho usted en

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mi lugar?—¿Y consiguió hacerse con algunos?—Con un puñado. Que después

resultaron ser falsos, y por eso noshallamos aquí, ¿no?

—¿Y supongo que devolvió ustedesos reales falsos a la ronda?

—Ah, pues… No.—¿Ah, no?—No. No fue hasta el día siguiente

que me enteré de la falsía, y paraentonces ya no iba a ir a la ronda, ¿nocree usted?

—¿Y por qué no?—Porque quien se acerca a las llamas

corre el riesgo de salir escaldado. Poreso.

—¿Y qué hizo usted con los reales

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falsos de que se apoderó?—En mi casa están, más molestando

que otra cosa, porque ya no sirven paranada —contestó Eusebio Vaca, aunquese veía a la legua que no estaba diciendoverdad. Como todos los que ese díaagarraron un cuarto o un real de los quecayeron de la carreta de Matías Peña, nohabría tardado ni medio día en colárseloa algún tendero despistado o a algúnaguador inadvertido.

—Así que si la ronda va ahora a sucasa —propuso Pedro, ambas palmas delas manos abiertas y extendidas—,seguro que encuentra esos reales falsos,¿verdad?

—Bueno, pues… A lo mejor no.—¿A lo mejor no?

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—A lo mejor. Los niños… ¿sabeusted…? Igual los han usado para jugara las fichas o al hoyito de huesos. Total,¿para qué otra cosa iban a valer? Que almenos los zagales los disfruten, ¿no creeusted?

—Lo que creo, buen hombre —respondió Pedro mientras daba laespalda al testigo y regresaba a su sitial—, es que su mujer, si no usted mismo,ha usado esos reales falsos paracomprar verduras en la plaza de laYerba o chuletas en las Carnecerías o uncesto de acedías en las Pescaderías. Ovaya a saber qué. Así que, señoría, sesolicitará se investigue al testigoEusebio Vaca como autor del mismodelito por el que se acusa a mi cliente,

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pues tan delito es falsificar monedacomo introducirla en los puestos ymercados. E igual pena tienen amboshechos.

—No se atreverá usted —masculló eljuez, esgrimiendo el mazo y apuntandoal letrado con él.

—Póngame a prueba.—Es usted un insensato.—Abogado tan sólo, señor. Y no

siempre ambas cosas son lo mismo.—Pues, como abogado que es, le

recuerdo que en las Partidas seprescribe que el juez puede prohibir alabogado que actúe ante él durante ciertotiempo por alguna justa razón, como queel abogado sea irritable, de mal caráctero hablador de más. Que es esto último,

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señor De Alemán, lo que está haciendousted.

—Hasta ahora creo haber hablado lojusto únicamente, señoría.

—Eso seré yo quien lo diga. Y nodiscuta conmigo, maldita sea. Señorfiscal, ¿qué otros testigos de laacusación nos quedan?

Once testigos había propuesto elpromotor fiscal para acreditar queMatías Peña había sido el carrero quehabía traído a Jerez las sacas quederramaron su carga ilícita en la plazadel Mercado. Mas sólo tres másdepusieron y a los tres interrogó elabogado de pobres de igual manera. Ycon respecto a los tres amenazó con lamisma solicitud de deducción de

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testimonio. A los ocho restantes, a lavista de que la cosa se estaba saliendode madre y de que don Rodrigo deAguilar estaba al borde de la alferecía ode hacer prender a Pedro de Alemán pordesacato, renunció don Bernardo Yáñez.Aunque más fue la renuncia por loprimero que por lo segundo.

En sus conclusiones, el fiscal, con suvoz grave de bardo y en una alocuciónperfectamente hilvanada, impecable,habló de cómo el delito de falsificaciónde moneda perjudicaba los intereses delreino y de su majestad el rey, que contanto esfuerzo estaba intentando sanearlas arcas públicas. Invocó el FueroReal: «Quien hiciera maravedís falsos,muera por ello, así como quien hiciera

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falsas monedas o las cercenare». Hablóde las pruebas reunidas contra el reoMatías Peña, de quien dijo que, por másque arguyera su desconocimiento de loque transportaba, no había podidoprobarlo, y que nadie carga lo que noquiere.

—La moneda —concluyó el Yáñez—debe ser un utensilio de comercioincorruptible, como dijo el gran Patin. Yquien atenta contra esa incorruptibilidadatenta contra el derecho del rey y debepagar con su vida por ello.

—La culpabilidad de un reo —comenzó Pedro su proclama final,sentado ante la mesa de la defensa—debiera ser, en el proceso penal,probada por quien acusa sin género de

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dudas. Así pues, el ilustre promotorfiscal tendría que haber demostrado, sinlugar a dudas, que Matías Peña conocíalo que transportaba y que quisotransportarlo a pesar de ello y sabiendoque cometía delito. Y no lo ha hecho. Ydebió, en tal orden de cosas, haberinvestigado a quienes vendieron a micliente las sacas de simientes donde sehallaron las monedas falsas y no lo hahecho. Debió, asimismo, haberdemostrado que el desconocimientoargüido por el reo de que llevabamonedas falsificadas en su carro no eracierto y no lo ha hecho. Debió, pues,haber verificado que este hombre —aseveró señalando al reo, que lo oía conla cabeza gacha, inseguro de su suerte—

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ha cometido un delito y no lo ha hecho.Y debió, por fin, perseguir con igualsaña a quienes han cometido delitoanálogo al de mi cliente, y ya sabe usteda quiénes me refiero, don Rodrigo. Ytampoco lo ha hecho.

Se levantó de la mesa de la defensa yse acercó al estrado. Estuvo duranteunos minutos relatando los hechos que asu juicio habían quedado probadosdurante la vista, y a continuación disertósobre la personalidad de Matías Peña ysu pobreza, que no era el signo de quiense dedicaba a piratear con monedasfalsas. Aludió a la dificultad delproceso de forrar monedas para unprofano, recordando lo que al respectoel platero Valderrama había afirmado en

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su pericia, y puso de manifiesto lacarencia de habilidades de su defendidoen ese orden de cosas. Se aclaró la vozcuando su discurso se acercaba a susmomentos finales.

—Siento, como abogado —dijo—,una lástima inmensa cuando veo que enlos procesos se olvidan cada vez conmayor frecuencia las palabras del ReySabio, el décimo de los Alfonsos: «Elpleito criminal debe probarse portestigos o por cartas o por admitir elacusado su participación, y no porsospechas solamente, prohibiéndose lacondena por señales o presunciones».Aquí sospechamos que Matías Peñasabía qué era lo que llevaba en esasmalditas sacas de semillas, y en base a

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esas sospechas se le va a condenar.¡Pero, si ha de arder en la pira, no ha dehacerlo solo, vive Dios!

Calló durante unos segundos para quesus palabras calaran en el auditorio y enlos justicias. Contempló al juez, que a suvez lo observaba con los ojos muy fijosy el puño diestro sobre los labios. Miróal promotor fiscal, que seguía sonriendofulleramente.

—Las leyes y las pragmáticas —clamó— sancionan, es cierto, el delitode falsificación monetaria con pena demuerte y perdimiento de bienes, sineximente alguno por razón de privilegioo fuero. ¡Pero ese castigo es extensivo atodos aquellos que hayan colaborado enla comisión del delito! ¡Y si

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perseguimos a Matías Peña paraquemarlo en la hoguera, también se hade perseguir, con pena de destierro yperdimiento de bienes, a quienes nadahicieron para que los efectos del delitose multiplicasen y las monedas falsascorriesen de mano en mano! ¡Siperseguimos a Matías Peña paraquemarlo en la hoguera, también se hade perseguir, con pena de cárcel porcuatro años y pérdida de la mitad de susbienes, a aquellos que posean o hayanposeído, sin entregarlas a la ronda,algunas de las monedas que fluyeron delas sacas que mi cliente transportaba yque se derramaron en la plaza delMercado! ¡Si perseguimos a MatíasPeña para quemarlo en la hoguera, igual

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destino ha de serle dado a Eusebio Vacay a todos aquellos que, sabiendo de lafalsía de las monedas, pagaron con ellasen los puestos y comercios y de esaforma se lucraron con el delito,moviendo una noria que no se sabecuándo parará, pues esas monedassiguen estando, y Dios sabe hastacuándo, en el comercio de los hombres!¡Todas esas cosas habrá que hacer antesde dar muerte a este hombre! ¡Ábranseya las sumarias oportunas y lasdiligencias que la ley ordena! ¡Contra elalguacil Romualdo Morales, contraEusebio Vaca, Juan Torre, CándidoMena y todos los que aquí han depuesto!¡E incluso contra aquellos testigos a losque el fiscal ha renunciado pero que

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declararon en el sumario! ¡Apertúrenseprocesos, practíquense arrestos,llévense a cabo requisitorias, mándenseembargos, ordénense tormentos! ¡Aligual que se ha hecho con este hombre!¡Hágase lo que se debe, pues, si no sehace, se deberá lo que se omita! ¡Y siasí no se hace, yo mismo me encargaréde que el peso de la ley caiga contra losresponsables!

Cuando Pedro de Alemán y Camachofinalizó su discurso, cerró los ojos ypermaneció durante unos instantes deesa manera de pie ante el estrado deljuez, seguro de que éste iba a ordenar suinmediato prendimiento. En la sala, detanto silencio como había, se oían losvuelos de las moscas, que en esa época

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del año estaban gordas como castañas.Mas nada ocurrió. Oyó el mazo del

juez dando por finalizado el juicio yescuchó su voz ordenando desalojar lasala. Luego, oyó el revuelo de sugarnacha cuando abandonó su sitial y semarchó rumbo a su despacho.

Recogió sus papeles lentamentemientras los alguaciles se llevaban,aherrojado y sudoroso, a Matías Peña.Cuando levantó la mirada, se topó con ladel fiscal, que permanecía enfrente deél, en su mesa, contemplándolofijamente. Le sostuvo la mirada ydurante unos segundos los ojos deambos parecieron estar conectados porun cordel invisible. A la postre, el fiscalexhibió de nuevo su sonrisa astuta y

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meneó la cabeza, como denotandoincomprensión. Pareció que fuera ahablar, pero debió de pensarlo mejor yabandonó la sala sin una palabra.

La sentencia de don Rodrigo deAguilar y Pereira, juez de residencia delcorregimiento, le fue notificada oncedías después, ya en octubre. En ella, deforma sucinta, daba por probados loshechos por los que el fiscal acusaba,pero, teniendo en cuenta —decía— laescasa cantidad de monedas falsasincautadas —aunque ninguna menciónhacía a que el resto de las que severtieron en la plaza del Mercadoseguiría circulando por Jerez y sabríaDios por dónde ya—, considerabaprocedente mutar la pena de muerte por

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la de prisión por tiempo de veinte años,a cumplir en un presidio de ultramar.

A principios de año, Matías Peña fuetrasladado en una galera real aMazalquivir, una penitenciaría situadaen el norte de África, cerca de Orán,donde, aunque se vería obligado asoportar calores horrendas y a comerbazofia (se decía que allí servían a lospresos lagartos soasados y otros bichosdel desierto), podría al menos conservarla vida, aunque Pedro no podría saberpor cuánto tiempo teniendo en cuenta losrigores de aquel penal. Y aunque la RealChancillería desestimó la suplicacióndel abogado de pobres, se dijo éste queal menos había conseguido que el infelizdel carrero escapase del horror de la

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muerte en la hoguera en los medios de laplaza del Arenal.

***

Esa noche, la noche después del juiciodel falsificador de moneda, se despertóagitado de madrugada, con la boca secay empapado en sudor. Se levantó de lacama con cuidado de no despertar aAdela, que dormía profundamente juntoa él. Había tenido una pesadillarelacionada con el juicio de MatíasPeña, pero no conseguía aprehender losdetalles del sueño. Fue a la cocina, sesirvió del cántaro un vaso de agua que lesupo tibia y amarga en el paladar. Lacasa olía a los nardos que su mujer

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había comprado unos días antes en laplaza de los Plateros y su aroma enexceso dulce le atarazaba el cielo de laboca. Abrió la ventana que daba al patiointerior del edificio y dejó que el airecálido de la noche de septiembre lerevoloteara el pelo y le refrescara lapiel. Aún era noche cerrada y no habíaatisbos de alba. Tampoco había luna.Era una noche oscura, silenciosa ycalma. Sólo los leves ronquidos deCrista, la criada, que dormía junto a lacocina, perturbaban esa quietudnocturna, mansa y sugerente.

Intentó revivir el sueño, mas lasimágenes y los conceptos se evanescíanpor los corredores de su mente. Tuvo laimpresión de que en el juicio del carrero

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se había dicho algo o se había hechoalgo que tenía relación con los crímenesde las monedas de los veinticuatros,pero, por mucho que se devanó lossesos, no consiguió adivinar qué era esealgo. Repasó los testimonios que habíantenido lugar durante la larga mañana deljuicio, las palabras del reo, el peritajede don Lorenzo Valderrama, eltestimonio del alguacil RomualdoMorales, los de los testigos EusebioVaca, Juan Torre, José Ramírez yCándido Mena, las admoniciones deljuez, las preguntas y el discurso final delfiscal. Pero no hubo manera. Noconseguía dar con cabo alguno del quetirar. Era como intentar agarrar un retalde nubes. Como querer aprehender una

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bocanada de aire.Cuando se retiró de la ventana, el

cielo ya clareaba. Inquieto y frustrado,regresó al dormitorio, pero ni la visiónde Adela Navas, cuya piel brillaba porlas pequeñas gotitas de sudor que lamoteaban, logró que ese desasosiego sedesvaneciese.

«¿Qué había pasado en ese juicio quese relacionaba con los crímenesirresolutos? ¿Qué se había hecho odicho que le había traído a la mente esosasesinatos? ¿Qué había sido, porDios?».

Se devanó los caletres, mas no hallórespuestas para esas nuevas preguntas.

Y cuántas, y sin soluciones, se leacumulaban en su cerebro, por la sangre

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de Cristo.

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XXII

LA ESQUELA DELVEINTICUATRO MEDINA

Terminó septiembre, rubio devendimias, y llegó octubre. Y supoentonces Pedro qué pesada carga era lade la obsesión y la incertidumbre.Porque, finalizado ese juicio que duranteunos días lo había sacado de suspensamientos recurrentes, habían vueltoel desasosiego y la inquietud.

Así pues, fueron, los primeros de esenuevo mes, días de frustraciones, apenasaliviadas por la noticia de la sentencia

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de don Rodrigo en la que, aunquecondenaba al carrero Peña, lo libraba dela muerte. Y es que cada vez que Pedrode Alemán regresaba su pensamiento alenigma de las monedas de losveinticuatros y a los crímenesirresueltos, y lo hacía día sí y otrotambién, sentía que se hallaba en uncallejón sin escapatoria, en un laberintooscuro en el que le era imposibleencontrar la luz, la salida.

Y en todo momento con el alma envilo aguardando a que en cualquierinstante Tomás de la Cruz, o un corchete,o el rumor de la ciudad o suscorreveidiles le hicieran saber delhallazgo de un nuevo cadáver, de unanueva moneda romana adornando

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heridas pavorosas en un cuerpo yerto eindefenso.

Y a cada dos por tres se preguntaba:«¿Qué puedo hacer? ¿Qué caminotomar? ¿Qué pasos dar?». Y no teníarespuestas, respuestas válidas al menos,para tan atosigantes preguntas. Y llevadopor esa desesperación, en más de unaocasión había deseado temerariamenteque la sumaria de Deogracias Montañoavanzara, que se concluyeran lasdiligencias, que fiscal y defensaevacuaran sus escritos de calificación yque el juicio se celebrara. Así, por lomenos, pensaba, podría intentardemostrar que no había sido el de FelisaDomínguez un crimen aislado, sino queera un eslabón más de una cadena en

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cada uno de cuyos tramos lucía undenario de la antigua Roma. Porque elno poder hacer nada lo abismaba endesesperos. Pero, para su exasperación,el sumario de Montaño parecíaestancado, como si en la cárcel real y enla Casa de la Justicia el tiempo sehubiese detenido y nadie quisierareparar en ese preso que languidecía ensu mazmorra esperando un juicio quenadie, por lo que se veía, tenía intenciónde precipitar. A lo mejor, pensaba luego,para su propia fortuna y la fortuna delreo, pues hasta en los momentos demayor impaciencia se reconocía que notenía garantías ningunas de poderconvencer a don Rodrigo de Aguilar y adon Bernardo Yáñez y de Saavedra de

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la inocencia de Deogracias y de que traslos crímenes había una sola y malignamano. Y todo acabaría a la postre ynuevamente con la ejecución de uninocente. Así que más le valía dejar lascosas —la sumaria por el asesinato dela costurera de doña María ConsolaciónPerea— en ese estado de parálisis enque se encontraba desde hacía meses.

Fueron días de desesperación yangustia aquellos que vivió Pedro deAlemán y Camacho, abogado de pobresdel concejo de Jerez de la Frontera,cuando la ciudad ya se disponía acelebrar otra de sus inagotables fiestas.La de su patrón San Dionisio en estecaso. Y fue precisamente en ese día decelebraciones patronales cuando a la

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calle Gloria llegó una esquela delveinticuatro don Esteban Juan Medina yMartínez.

***

Fue costumbre, en los tiempos de laReconquista, nombrar patrón o patronade las poblaciones a aquel santo o santacuya festividad se conmemoraba en eldía en que la ciudad era reconquistada yreincorporada a la cristiandad. Puestoque, según decían las viejas crónicas,fue un 9 de octubre, festividad de SanDionisio Areopagita, cuando Alfonso elDécimo conquistó Jerez, fue este santonombrado patrón de la ciudad,dedicándosele además una de las

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parroquias que se mandó erigirintramuros.

Jerez de la Frontera, en ese día 9 deoctubre del año del Señor de 1757, sepreparó, como cada año, a celebrar lafiesta de su santo patrón. Se dispusotodo para la procesión cívico-religiosadurante la cual se rendían honores alpendón de la ciudad, el llamado «rabode gallo», gallardete arrebatado a losmoros del rey Alboacén de Benamarínen el año 1340 en la batalla del Salado,junto a Tarifa, y cuya bandera fueentregada a los caballeros jerezanos porAlfonso el Onceno en recompensa alvalor mostrado durante la batalla. Elconcejo libraba sus buenos puñados deescudos para engalanar las calles, para

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pagar el arrayán que se esparcía por elrecorrido de la procesión y parasufragar los gastos de las corridas detoros que se celebraban en la plaza delArenal y las cañas que en esa mismaplaza y en la Corredera se jugaban.

Fue esa mañana de San Dionisiocuando, poco después de las nueve, sonóla aldaba de la casa de Pedro deAlemán. Estaba en ese instante a puntode tomar su baño semanal después dehaber ayudado a Adela a bañar aMerceditas. Puesto que Crista libraba,fue su mujer quien bajó a abrir la puertade la calle. Regresó al punto, llevandoen sus manos un sobre en cuyo anverso,en letras grandes y perfectamentetrazadas en tinta azul, pudo leer su

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nombre: «Don Pedro de Alemán», y suoficio: «Abogado».

—Para ti, Pedro —dijo Adela,tendiéndole el sobre—. De parte de donEsteban Juan Medina y Martínez, segúnme ha dicho el mozo que ha traído estacarta, aunque, como ves, viene sinremite.

—¿Aguarda el mozo respuesta?—Sí.Pensativo, Pedro asió la carta que su

mujer le tendía y con una sonrisa intentótranquilizarla, pues había disturbio enlos ojos verdes de Adela Navas. Ladamita sabía de las inquietudes por lasque su marido atravesaba y se temía queesa esquela fuera portadora de másmalas noticias.

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El letrado rasgó el sobre, que era depapel bueno y grueso, y extrajo una cartade iguales características. No habíaescudo de armas ni blasones impresosen la misiva, sólo el nombre y apellidosdel veinticuatro Medina sobre unaelegante cenefa de color azul marino.Leyó su texto, que era escueto y directo:

Señor De Alemán, le ruego acuda a micasa en la plaza de San Lucas en cuanto lesea posible. He de comentar con usted unasunto de la máxima urgencia relacionadocon la muerte de mi hija, cuya alma Diostenga en su seno. Hoy, día de San Dionisio,a las once de la mañana, sería hora idónea.

Suyo atentamente,Esteban Juan Medina y

Martínez, caballeroveinticuatro

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—¿Qué dice? —le preguntó Adela encuanto Pedro hubo terminado la lectura.

—El caballero Medina —explicó él—. Desea verme. Hoy a las once.

—¿A las once…? Íbamos a ir a lasfiestas del patrón con Merceditas. Ydespués habíamos quedado paraalmorzar con mis padres en laCorredera, ¿recuerdas?

—Dice que tiene que contarme algourgente relacionado con el crimen de suhija Isabel María.

—¿A qué tanta prisa? ¿Qué puededesear de ti que no pueda aguardar amañana?

—No lo sé, Adela. Pero sabes que hede ir, ¿verdad?

Adela Navas fue a responder, mas

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cerró los labios tras apenas abrirlos.Era la mujer de un abogado. Le sonrió,lo besó suavemente y, luego, probó conun dedo la temperatura del agua delbarreño, que se había entibiado.

—Creo que, con la calor que hace,Pedro, no hará falta calentar más elagua, ¿no te parece? Anda, báñate y vedonde el veinticuatro. Merceditas y yo teesperaremos y, si te das prisa, estarás devuelta para el ángelus y aún podremosacercarnos a la plaza del Arenal apresenciar los juegos de cañas. ¡Venga,hombre! Deja de mirarme y de poneresos ojos de pazguato, y acaba dedesnudarte y de meterte en el agua.Mientras, yo bajo a decirle al mozo queestarás en San Lucas a la hora señalada.

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***

Don Esteban Juan Medina y Martínezrecibió a Pedro de Alemán en el mismoaposento donde lo hiciera la vezanterior. Nada parecía haber cambiadoen esa amplia estancia de artesonado demadera oscura, muebles afiligranados,mullidas alfombras y gruesos cortinonesque cegaban las ventanas que daban a laplaza y que ensombrecían el salón tansólo iluminado por dos quinqués. Elcaballero, en cambio, sí que habíacambiado: estaba más pálido aún que laprimera vez que lo recibiera, bajo suspárpados se arracimaban unas ojerascárdenas que le otorgaban un aspecto

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sobrecogedor, su piel parecíaquebradiza, estaba mal rasurado y,despelucado como iba, su cabelloparecía haber encanecido en tan sólounas semanas.

—Le agradezco su visita, abogado —dijo el veinticuatro, una vez que hubosaludado a Pedro y ofrecido asiento. Suvoz también parecía haber envejecidocomo todo él—. Y más en un día comoel de hoy. Pero lo que he de contarle nopodía esperar. O, mejor dicho, soy yoquien realmente no puede esperar. Cadadía que pasa sin noticias sobre la muertede mi hija y sobre su asesino es unsinvivir que me consume.

—Lo entiendo perfectamente, donEsteban Juan.

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—Pero no le he hecho venir para oírmis lamentaciones. Siempre pensé quelos pesares que se exponen en públicosólo sirven para debilitar y no parahallar consuelo, y aquí me tiene usted…Ya ve…

—Ha pasado usted por un infortunioque no se le puede desear ni al peor delos enemigos, señor. Perder a una hija,Dios mío. Y de modo tan terrible… Asíque es normal que…

—Está bien —interrumpió el Medina,tragando con fuerza para aclararse lavoz—. Dejémonos de lamentos. Le hehecho venir porque quiero participarleunas novedades que me parecenrelevantes, señor De Alemán. Para midesdicha, he descubierto que la de

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aquella infausta noche no fue la únicaocasión en que mi hija salió de casa ahoras intempestivas y para encontrarsecon un extraño.

—Virgen santa… Explíquese, se loruego.

—Aunque fue sólo aquella noche deagosto, cuando la feria y cuando…cuando su muerte, cuando lo hizo sin lacompaña de Antonia.

—¿Antonia?—Sí. Una vieja criada de la casa.

Nos lo confesó no hará ni cinco días,cuando mi esposa advirtió que tantollanto en esa sirvienta no era normal.Porque, más que de pena, que también lahabía, parecían sus lloros deremordimientos. La interrogó y la mujer

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no tardó ni dos segundos en contarnos loque sabía.

—¿Puedo saber qué les contó?—Para eso lo he hecho venir. Nos

refirió, a mi esposa doña Juana y a mí,que, desde el último Corpus más omenos, Isabel María salía de casa ahurtadillas después de caer la noche,varios viernes al mes, cuando todos nosdisponíamos a dormir y pensábamos queella estaba recogida en su alcoba. Y queella, la criada, la acompañaba.

—¿Dónde iba?—Cerca, casi siempre, según nos

contó. La primera vez fue aquí al lado, ala plaza Belén, junto al convento de losmercedarios descalzos. La siguienteocasión fue a la plaza de los Peones, ya

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un poco más lejos. La tercera, a la plazade Virués, y así hasta aquel desdichadodía de agosto.

—¿Con qué frecuencia lo hacía?—Una vez por semana, más o menos.

Y en viernes. Siempre en viernes.—¿Qué hacía en esas salidas? ¿Con

quién se veía?—Antonia jura que no lo sabe.—¿Cómo es posible?—En cada ocasión, un coche de

caballos la aguardaba. Mi hija —y vioPedro cómo los ojos se le aguaban alcaballero—… Isabel María subía alcoche y Antonia se quedaba a unospasos. Permanecía allí cosa de mediahora y bajaba. Dice que jamás vio aquien se refugiaba dentro del coche.

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—¿Tampoco al cochero? ¿No les hapodido facilitar una descripción dellacayo?

—Dice que no había nadie alpescante.

—¡Voto a bríos! —exclamó Pedro—.Sí que es extraña la cosa. Al menos,habrá podido describir el coche,supongo…

—Tampoco. Además, la maldita noentiende de carruajes. Sólo nos hasabido decir que era un coche cerrado,tirado por un solo caballo, que siempreaparcaba donde no había luz, lejos delos faroles de las casas, y que era decolor negro su caja, que no vio apliquesni distintivos. Creo entender que se estárefiriendo a una berlina. Y hay muchas

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de ésas en Jerez. Tantas como nobles ehidalgos.

—¿Tampoco supo la sirvienta de quéhablaban? ¿El motivo de los encuentros?

—Dice que preguntó a Isabelita… ami hija… en muchas ocasiones, pero queella siempre le respondía con evasivas.

—¿Ha dado usted cuenta de estainformación a los alguaciles?

—Al mismísimo don Rodrigo —aseveró el veinticuatro—. En cuanto laconocí. Pero de eso hace ya cinco días,como le dije, y nada ha ocurrido desdeentonces. Vinieron unos alguaciles ycorchetes a hablar con Antonia, a quientambién interrogó el fiscal señor Yáñez,pero nada más sé. Por eso me decidí adarle aviso a usted.

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—¿Podría hablar con esa criada, conAntonia?

—No sé si servirá para algo, pues yanos ha dicho todo cuanto sabía, pero¿por qué no?

Hizo sonar una campanilla yenseguida apareció el mayordomo. DonEsteban Juan le ordenó que trajese a supresencia a la criada. Regresó con ellaen menos de dos minutos.

La sirvienta era una mujer enteca quedebió de haber sido guapa de joven.Ahora tenía más de cincuenta años y unamirada aterrada. Su pelo gris recogidoen la nuca en un rodete dejaba aldescubierto parte de su cuello,amoratado, como si alguien la hubieseintentado estrangular. Por la bocamanga

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de su vestido marrón se le veía la pieldel brazo acardenalada. Aunque loshematomas, que parecían tener yaalgunos días, comenzaban a amarillear.Pedro miró al veinticuatro, que lesostuvo la mirada con desafío, y sintióuna profunda lástima por esa mujer que,por obedecer a su joven ama en suslocos devaneos nocturnos, ahora veíacómo el que la molieran a palos en esacasa era lo menos grave que le podíapasar.

—Este caballero te va a hacer unaspreguntas —la advirtió el Medina yMartínez con la voz severa— y procuracontar la verdad a lo que te pregunte,por la cuenta que te trae. —La mujer selimitó a asentir, enterrada la mirada en

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las alfombras del suelo—. ¿Me hasoído? —insistió el noble.

—Sí, señor.—Adelante, abogado.—¿Quieres tomar asiento, mujer? —

invitó Alemán.—Está bien como está —atajó el

dueño de la casa.Fue Pedro entonces quien se levantó y

se acercó a la criada, que no dejaba demirar de reojo a su señor, comotemiendo un golpe. Al principio, leformuló preguntas breves y sencillas,queriendo apaciguar los nervios de lamujer, que temblaba bajo su vestidobasto a pesar del calor que hacía en esaestancia clausurada. Le contó cómo, unoo dos días después del Corpus, la

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señorita Isabel María le dijo que esanoche se proponía salir, le ordenó quese dispusiera a acompañarla y que nodijera nada a sus padres. Que ellaintentó convencerla de que no lo hiciera,pero que la señorita insistió en susórdenes y se rio de sus consejas. Que sela veía contenta, alborozada, pese a locual ella reiteró sus advertencias,haciéndole ver que de ahí a unos mesesse celebrarían sus esponsales y que nosería bueno que se la viese deambularpor las calles de noche y sin su padre ouno de sus hermanos. Y que esasexhortaciones volvieron a caer en sacoroto y no valieron para nada. Que,cuando ya habían dado las completas ycuando todos se disponían en la casa al

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descanso nocturno, fue a su alcoba,situada en la parte trasera de la casa, yla conminó a salir. Y que lo hicieron sinque ninguno de los moradores sepercatara.

—Tengo entendido —la animó Pedroa continuar— que en esa primeraocasión fuisteis aquí cerca, a la plazaBelén, junto al convento de losmercedarios descalzos.

—Así es, señor.—¿Cómo era el coche de caballos

que la esperaba, Antonia?—Pues… no muy grande, tirado por

un solo caballo, creo recordar, y todonegro. Aunque la verdad es que estabamuy oscura la plaza esa noche y no pudever casi nada. —Hizo un puchero y se

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limpió la nariz con la manga de su traje—. Lo siento, de verdad. Si yo hubierasabido que…

—¿Qué tiempo estuvo doña IsabelMaría dentro del coche?

—Cosa de veinte minutos o mediahora o así, no más. Si hubiese tardadomás, pues… no sé… me habría puestomás nerviosa de lo que ya estaba y…¡Cualquiera podría pasar por allí yverme, y… no sé… preguntar… o daraviso a la ronda…! ¡O a los señores!¡Oh, Dios mío, la pobre señorita Isabel,cuánto lo siento!

Y se deshizo en llantos.—Cuando salió —continuó Pedro su

indagación cuando los llantos semitigaron—, ¿te comentó algo?

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Cualquier detalle, por nimio que sea,puede ser crucial, mujer. Intentarecordar.

—Nada, nada, de verdad. Yo sí lepregunté a ella, una vez y otra, pero laseñorita Isabel no respondía a ningunade mis preguntas. Y al cabo meordenaba siempre callar. Y aligeraba elpaso y me costaba seguirla, e iba comocanturreando. Iba contenta, sí, lapobrecita, en los regresos de esassalidas.

—Tengo entendido que no había nadieen el pescante del coche. Mientras osmarchabais de allí, ¿viste u oíste si elcoche se ponía en marcha?

—Ahora que lo dice usted… no. Fueluego, cuando abandonamos la plaza

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Belén, el primer día en que salimos,cuando recuerdo que oí los cascos delcaballo, como si el coche hubieraaguardado a que ya no pudiéramos verlopara avanzar. Sí, creo que así fue.

—Entonces, ¿no sabes con quién sevio tu señora? ¿No sabes quién laesperaba dentro del coche?

—No, señor. No sé nada.—¿Ni siquiera si era hombre o

mujer?—Bueno… era un hombre. —Y

volvió a mirar de reojo a su amo, que sehabía levantado de su asiento y situadoal lado de Pedro—. Eso sí lo sé.

—¿Y cómo lo sabes? —intervino elMedina, airado—. No dijiste nada deeso ni al juez ni a los alguaciles que te

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interrogaron.—Lo siento, don Esteban Juan. Ahora

recuerdo que, en una de las salidas, nosé en cuál, su señora hija comentó algoasí como «que ojalá mi padre me casaracon alguien como él y no con unpisaverde como el Pabón». Con milperdones. Pero eso fue lo que dijo. Yentendí que se refería a un hombre, queera un hombre con quien esos viernes seveía en el coche de caballos.

—Y dedujo usted que con esaspalabras se refería a que el hombre conquien se veía no era en exceso joven,según he creído entender.

—Eso fue lo que entendí, sí, señor.—¿Quiere usted algo más con esta

mujer, don Pedro? —preguntó el

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veinticuatro con la mirada encendida.El abogado de pobres supo entonces

que los castigos no se habían acabado enesa casa para esa desdichada sirvienta ala que la obediencia ciega a su jovenama le iba a costar más de una tunda ymás de un cardenal. Le hizo algunasotras preguntas, pero ya no había másmosto en el lagar de la desventuradaAntonia.

—Bien —dijo Alemán cuando lacriada ya se hubo ido—. No es mucha lainformación que hemos podido obtener,pero algunas cosas relevantes sí sedesprenden del testimonio de lasirvienta.

—¿Cuáles? Porque no sé si soy capazde verlas.

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—En primer lugar, que el primerencuentro tuvo que ser previamenteconvenido. ¿Han revisado usted y suesposa las pertenencias de su hija? ¿Hanbuscado en su alcoba? Para concertaresa cita, su hija tuvo que recibir omandar una esquela. Tal vez, sibuscáramos…

—He revisado cada rincón deldormitorio de Isabel María y nada hallé.Su madre no, ni siquiera ha tenidofuerzas para entrar en su alcoba desde…desde lo que ocurrió.

—Está bien. La segunda cuestión es:su hija conocía previamente a esehombre, que, por lo que la criada nosacaba de contar, era un hombre de ciertaedad. ¿Se le ocurre a usted, don Esteban

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Juan, a qué hombre de esascaracterísticas podría su hija haberconocido y dónde?

—No se me ocurre quién pueda ser. Ytampoco dónde, claro está.

—¿Le importaría contarme las rutinasde su hija, señor?

—Pues… las de cualquier joven de suedad y su condición. Por las mañanasacudía con su madre y sus hermanas amisa de ocho en San Lucas, y despuéspasaban, ella y las otras niñas, lamañana con su aya. Beatriz, Juana yMaría del Dulce Nombre son máspequeñas que Isabel María, que ya habíacumplido diecisiete años y, por tanto, noera una niña. Y estaba educada para nopensar como tal: tocador, gabinete,

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nuditos, encajes, cintas, parches,blondas, agua de colonia, todo eso ya sehabía acabado para ella. «¿Quién se hade casar contigo si te empleas en esospasatiempos?», le dije cuando ellaprotestó porque ya no la dejábamosjugar con sus hermanas. «¿Qué maridoha de tener la que no cría a sus hijos asus pechos, la que no sabe hacerle suscamisas, cuidarle en su enfermedad,gobernar la casa, organizar la economíadoméstica, mandar a los criados?». Paraeso eduqué a mi hija.

—¿No solía salir de casa?—Nunca sola. Desde hace medio año

más o menos, acompañaba a su madrecuando recibíamos e iba con ella cuandoeran invitadas a otras casas. Y siempre

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iba un lacayo con ellas.—¿Cómo pudo, pues, conocer a ese

misterioso hombre del coche decaballos?

—Lo ignoro, señor. Pero tenga usteden cuenta que, por mucho que unospadres intenten vigilar a sus hijas, nopodemos estar en todo momento encimade ellas. En muchas ocasiones IsabelMaría quedaba sola en la casa con loscriados, cuando su madre y yo teníamosque salir, y en esos momentos… ¿quiénsabe?

—¿Ocurrió en esta casa algo en losúltimos meses que escapara de lanormalidad, don Esteban Juan? Algo, loque fuere, que diera a su hijaoportunidad de conocer a ese hombre. A

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su asesino, probablemente.—No se me ocurre qué.—Haga memoria, se lo ruego.

Cualquier cosa podría arrojar luz almisterio.

El veinticuatro permaneció unosminutos en silencio, reflexionando.

—Mi suegro murió a finales de año,fueron días de mucho ajetreo, al entierrofueron cientos de personas… No sé.

—¿Nada más?—Allá por febrero, durante los

carnavales, intentaron robar en estacasa. Unos desharrapados sin trabajoque saltaron la tapia trasera, mas fueronsorprendidos por los criados y uno deellos aprehendido por la ronda.

—No recuerdo ese juicio, señor. Y

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siendo yo abogado de pobres, debía dehaber defendido al ladrón, si era tanmenesteroso como usted dice.

—No hubo juicio. Don Rodrigoordenó darle tormento para que revelarael nombre de sus cómplices y, según mecontó el fiscal, murió en el potro. Era decorazón débil.

—Está bien. Nada parece indicar quetenga ese suceso relación alguna con loque le ha sucedido a su hija. ¿Algunaotra cosa que crea de interés?

—Nada que pueda explicar loacontecido, me temo.

—De acuerdo. ¿Qué caballeros demediana edad suelen frecuentar estacasa, don Esteban Juan?

—¿Qué pretende insinuar usted?

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—La criada, Antonia, ha hablado deque ese hombre con quien su hija se veíano era un petimetre. Parecía dar aentender que era un caballero y demediana edad. De ahí mi pregunta.

—A esta casa, abogado, por la graciade Dios, vienen muchos caballeros, paranegocios, por las cosas del concejo, porcortesía o simplemente por placer. Maspor la decencia y rectitud de todos ellosme dejaría sacar los ojos. Yerra usted sipiensa que cualquiera de mis amistadespudo cometer ese abominable crimen.

—¿Qué diputación ocupa usted esteaño en el concejo, don Esteban Juan?

—La Diputación del Hato de laCarne. ¿Por qué?

—¿Quién ocupa la Diputación de

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Sello y Policía?—El marqués de Valhermoso de

Pozuela, creo recordar. ¿Le importaríaexplicar su interés?

—Si no me equivoco, todos loscoches de caballos de la ciudad han deestar censados, pues así lo ordenan laspragmáticas reales desde los tiemposdel segundo rey Felipe. Le agradeceríasolicitara de su colega don LorenzoAntonio Fernández de Villavicencio, elmarqués, la relación de las berlinascensadas. Por algún lugar hemos decomenzar a buscar, don Esteban Juan.

—Serán decenas, si no cientos.—Nada perdemos con intentarlo,

señor.—Pues así se hará. Cuente usted con

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ello.—Se lo agradezco. Como le

agradezco la confianza que ha tenidousted al darme aviso. Espero, por elbien de todos, serle de utilidad.

—Le haré llegar a su bufete larelación de esos coches en cuanto donLorenzo me la facilite. Buenos díastenga usted, don Pedro.

—Quede usted con Dios, donEsteban.

El abogado de pobres tomó el caminode salida del aposento. Mas antes aún dellegar a la puerta se detuvo. Se giró yvolvió a enfrentar al veinticuatro.

—¿Conoce usted a don AntonioGalera? —preguntó, casi atropellandolas palabras.

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—¿El jurado y dorador? —preguntó asu vez el Medina, sorprendido.

—El mismo.—Sí, lo conozco. ¿Por qué?—¿De qué lo conoce usted?—Del concejo, evidentemente. Es

jurado en el cabildo. Y también hizo unpar de trabajos para esta casa. Supe desus problemas con los justicias ytambién que fue usted quien lorepresentó. ¿Por qué me lo pregunta?

—¿Estuvo alguna vez Galera en estacasa?

—Ya le he dicho que me hizo un parde trabajos. Sí, estuvo aquí en algunaocasión que otra.

—¿Hace mucho de eso?—A principios de año fue la última

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vez que visitó esta casa, si la memoriano me falla. Doró unas cornucopias quemi esposa heredó de su difunto padre elaño pasado. Le insisto: ¿por qué mepregunta por el señor Galera?

—¿Conoció a su hija?—Supongo que sí. Y responda a mi

pregunta, por favor.Pedro dudó.—No, por nada. Simple curiosidad,

nada más. Buenos días, don Esteban.—Un momento, abogado. Si está

insinuando usted lo que pienso queinsinúa y si piensa que mi hija pudotener algo que ver con don AntonioGalera, es que no conoció a IsabelMaría. Lo que sugiere es un disparate,señor De Alemán. Y ese señor, por más

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problemas con la justicia que tuviera, delos que además salió absuelto, es uncaballero jurado. No siga por esecamino, pues es desatinado.

—No he tomado camino ninguno,señor, y tampoco he insinuado nada.Sólo le he hecho una pregunta, nada más.

—Una pregunta tras la que late unaacusación, he querido entender.

—Pues ha entendido mal, don EstebanJuan. Y ahora sí, quede usted con Dios.Aunque, antes de que me marche,permítame un consejo. Está relacionadocon esa pobre criada, con Antonia. Hevisto su cuello y he visto sus moretones.Déjeme decirle, caballero, que ni la irani la violencia van a devolver la vida asu hija. Esa mujer tuvo que ser

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obediente porque ha sido educada paraobedecer. No lo olvide. Como tampocoha de olvidar algo que aprendí en laFacultad de Cánones y Leyes de laUniversidad de Sevilla, cuandoestudiábamos el derecho del amo acastigar al criado: «El que, estandoenfadado, impone un castigo, no corrige,sino que se venga». Y esa pobre mujerno debería ser, don Esteban Juan, ladestinataria de su venganza.

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XXIII

ENCUENTRO CON DON LUISDE SALAZAR Y VALENZEQUI

Cuando salió a la plaza de San Lucas elsol caminaba, sereno y radiante, hacia sucénit. Pensó que la reunión con elveinticuatro Medina había durado mástiempo del previsto y que ya quedabapoco rato para que en los conventos secantara el ángelus, aunque también sedijo que, si se apresuraba, aún tendríatiempo de acudir con Adela y su hija ala plaza del Arenal, a contemplar losjuegos de cañas, antes de ir a la

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Corredera a almorzar con sus suegros.Se aflojó la golilla, pues el calor

apretaba, y tomó a buen paso el caminode la plaza Belén. Iba abstraído en suspensamientos, ajeno a todo, dándolevueltas a la conversación con donEsteban Juan Medina y Martínez y sinsaber si lamentarse de su imprudencia altraer a colación al dorador Galera sinpruebas de tipo alguno. No sabía si suanfitrión trasladaría su insinuación —que, en efecto, era más sospecha queotra cosa— al jurado y si eso le podríaacarrear problemas. Pero mientrasalcanzaba la calle estrecha quecomunicaba la plaza de San Lucas con lade Belén, sintió el ruido de los cascosde un caballo y los traqueteos de las

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ruedas de un coche, por lo que se pegó ala pared para evitar el atropello. Se diocuenta, empero, de que el cocheaminoraba su marcha y que al cabo sedetenía junto a él. Se sobresaltó alcomprobar que se trataba de una berlina.Y oyó aquella voz grave y familiar:

—¡Don Pedro!La cabeza empelucada de don Luis de

Salazar y Valenzequi asomó tras lacortinilla que protegía el interior delcoche de las calores diurnas.

—Buenos días, o casi buenas tardesya. ¿Hacia dónde camina?

—Don Luis, buenos días. A casa, aver si aún puedo ver algo de los juegosen la plaza del Arenal con la familia.

—Pues suba. Yo voy a mi casa en la

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calle Letrados y lo puedo dejar al ladode la suya. No está el día para ircaminando con estas calores. Queparece que vamos a tener el veranillo deSan Miguel más largo de la historia.Venga. Suba, vamos.

Don Luis de Salazar y Valenzequi erauno de los más célebres abogados de laciudad, habitual defensor de iglesias yconventos, letrado de muchos posibles yde larga trayectoria. Aunque con famade soberbio y prepotente, y pese a quese había enfrentado a Pedro en el juiciodel negro Juan Jesús, cuando Salazarasumió la defensa de don RaimundoJosé Astorga y Azcargorta, marqués deGibalbín, y habían tenido sus más y susmenos entonces, fluía entrambos una

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corriente que, si no de simpatía, sí almenos era de entendimiento y de respetomutuo.

Alemán contempló el interior de laberlina, que era oscuro y fresco, y a lavez fue consciente de la calor que hacíaen la calle, a pesar de que ya era octubrey el otoño bien entrado. Se percató almismo tiempo de que aún le quedabapor recorrer la plaza Belén, el Barranco,el Arroyo de los Curtidores y subir latrabajosa cuesta de la Cárcel Vieja hastaarribar a su casa, adonde iba a llegarsudando como un forzado en la galera. Ya pesar de sus prevenciones —¡esecoche era una berlina, posiblementeigual o parecida a la que, según todoindicaba, se había usado en los

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asesinatos!—, se dijo que por qué noaceptar la invitación de su colega, conquien además podría comentar el asuntodel dorador Galera, que en verdad lepreocupaba.

—Acepto, don Luis, muchas gracias.—Pues venga, arriba —invitó

Salazar, abriendo la portezuela delcoche.

El veterano letrado dio al cochero lasinstrucciones precisas para reemprenderla marcha y el caballo, un elegante tordode crines claras, reanudó el trote.

—Hermoso caballo —felicitóAlemán.

—Sí, un tordo joven y fogoso. Aunqueya está bien domado.

—¿Tiene usted más caballos, don

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Luis?—Sí, un macho negro azabache, más

viejo que éste. ¿Por qué?—No, no. Por nada.Y aprovechó Pedro para mirar por la

ventanilla, como queriendo alejar de síbarruntos que sabía eran absurdos.

—¿Qué hace usted por estosandurriales, don Pedro?

—Una reunión con motivo de unasumaria que tramito, don Luis —respondió Pedro, reacio todavía a darexplicaciones sobre sus pesquisas—. ¿Yusted?

—De San Mateo, de un encuentro conunos presbíteros por razón dedeterminados beneficios. Ya ve usted, nilos días feriados se respetan para los

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abogados. Pero ¿qué le voy a contar austed, siendo abogado de pobres? Enfin… Le vi cuando alcanzaba la plazadesde la calle de las Cabezas y habríajurado que salía usted de la casa delveinticuatro don Esteban Juan Medina yMartínez.

—No yerra, en efecto. Así es.—Y esa sumaria supongo que está

relacionada con la muerte de su pobrehija, que, si mal no recuerdo, fue allá enagosto. ¿Representa usted, don Pedro, aese caballero?

—No, no, en absoluto. Pero, de algúnmodo, la muerte de su hija sí estárelacionada con la sumaria deDeogracias Montaño, a quien defiendocomo abogado de pobres, y que está

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acusado de la muerte de FelisaDomínguez, la costurera de doña MaríaConsolación Perea.

—¡Ah, sí! Recuerdo ese crimenhorrendo. ¿Y dice usted que ambospueden estar relacionados?

—Bueno, pues… —dudó Pedro sirevelar el motivo real de su visita a lacasa del veinticuatro Medina—. Larealidad es que…

—No se preocupe usted, amigo —salió en su ayuda Salazar—. Comprendosu laconismo. Sé que estamos sometidosal deber de secreto de las cosas queconocemos por nuestro oficio y yo notengo relación ninguna con esassumarias ni, por tanto, derecho a saberde ellas. Hablemos de otra cosa, pues.

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Pedro se quedó meditabundo. Eracierto que estaba sometido al deber desecreto, pero no era menos cierto quelos procesos eran públicos y que elcontenido de los sumarios iba a ser, mástemprano que tarde, conocido por todos.Pensó también que no le vendría malcompartir con ese letrado, ducho en laspragmáticas reales, en las interioridadesde Jerez y en la naturaleza de laspersonas, sus preocupaciones sobre loscrímenes y las monedas de losveinticuatros. Y se dijo que tampoco levendría mal recibir sus consejos sobreel posible conflicto de intereses que lomartirizaba, pues a sus sospechas sobrela intervención del dorador y jurado donAntonio Galera en los asesinatos se

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confrontaba el hecho ineluctable dehaber sido su letrado en el proceso que,por la presunta violación de EvangelinaGonzález (y volvieron a venírsele a lasmientes las carnes y la mirada de laniña, y tuvo que pestañear con fuerzapara ahuyentar esas imágenes), se habíaseguido no hacía mucho.

Así que se decidió a relatar a donLuis de Salazar y Valenzequi lospormenores de los crímenes queinvestigaba mientras el tordo trotaba porlas calles de un Jerez casi desierto, puesla mayoría de los jerezanos habíaacudido en esa mañana a la Corredera,la Lancería y la plaza del Arenal acontemplar las celebraciones del patróndespués de la procesión del pendón

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«rabo de gallo». Le relató el hallazgo delos cadáveres de Dionisia Menéndez,Felisa Domínguez e Isabel MaríaMedina y de Morla. Le refirió que todaslas víctimas estaban vinculadas de unamanera u otra con caballerosveinticuatros: Dionisia servía en la casade don Jerónimo de Enciso; Felisa, en lade doña María Consolación Perea; eIsabel María era, como Salazar biensabía, la hija mayor de don Esteban JuanMedina. Le narró cómo FranciscoPorrúa y Deogracias Montaño habíansido culpados, y ejecutado Porrúa, porlos dos primeros asesinatos. Y el pasmode don Luis alcanzó empinadas cotascuando oyó de labios de Pedro cómojunto a cada uno de los cadáveres se

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había hallado una moneda romana, undenario de plata de la antigua Roma, conextrañas inscripciones cada cual.

—Difícil tarea la que tiene usted pordelante, don Pedro —sostuvo el letradoSalazar—. Mucho me temo que le restanmuchas noches sin dormir, muchosmuros que saltar, muchos riesgos queasumir y muchos esfuerzos quedesplegar.

—Noches sin dormir ya llevo, donLuis. Y no pocas, a fe mía. Pero si lavida de un hombre inocente no mereceesas vigilias, esos riesgos y esosesfuerzos, ¿qué podría merecerlos?

Los ojos de don Luis de Salazarbrillaron en la penumbra de la berlina.Pedro de Alemán vio cómo su colega

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esbozaba una sonrisa que se le antojótriste, o evocadora. O melancólica,quizá. Extrajo de su casaca una purera yofreció un puro habano a Pedro, que ésterechazó con un ademán de la cabeza.Con un mechero de yesca encendió suveguero. Aspiró el humo condelectación y lo expulsó luegolentamente, llenando de una nubeazulenca el interior de la berlina.

—Recuerdo —comentó Salazar alcabo, con la voz ronca— que una vez ledije, y no se me moleste usted, donPedro, que tiene la cabeza llena desueños, de quimeras, de palabrasgrandilocuentes, de ideales, y que enmuchas ocasiones no se da cuenta de quela vida es dura, que nada es blanco ni

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negro, que está llena de grises. Y que enmedio de esos grises estamos losabogados, y que nuestra obligación esmediar en los enfrentamientos,componer las diferencias, deshacer losentuertos. ¿Lo recuerda?

—Lo recuerdo perfectamente, donLuis. Lo que no sé muy bien es a quéviene la rememoración.

—Me llevé muchos días pensando enesas palabras que le dije, ¿sabe usted? Ytambién en las que las siguieron. Algoasí como que se le llena la boca confrecuencia de palabras tales comojusticia, igualdad, derechos y tonteríaspor el estilo, y que no repara en quepierde el tiempo en propósitosimposibles, cuando podría invertirlo en

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hacer mejor la vida de los suyos. Y creorecordar que hice alusión entonces a sutraje, que, por lo que veo, sigue lleno debrillos.

—Sí —recordó también Pedro,incómodo, aunque esbozó una sonrisaefímera. Una vez más, la conversacióncon ese colega suyo discurría porderroteros imprevistos.

—Le envidio, don Pedro —soltóSalazar de pronto, inopinadamente. Elabogado de pobres se quedó sin saberqué decir. Permaneció en silencioenvuelto en la nube de humo aromático yazul—. Sí, le envidio —continuó donLuis, con la mirada clavada en el cuerode la berlina—. Envidio esa tenacidadsuya, esa lucha que se ve que cada día

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mantiene por sacar de dentro lo mejorde usted mismo y por lograr mantener enesas profundidades a sus demonios, quetambién los tiene, y no me lo niegueporque se le nota en ese brillo de susojos, donde siempre hay un relumbre detormento. Envidio esa aspiración suyade conseguir que se haga justicia y deestar dispuesto a jugarse su futuro y suscomodidades para ello. Envidio susideales, sí. Pero, escúcheme, buenamigo. Tenga usted cuidado. Y tengo dosrazones para darle tal consejo. ¿Quieresaberlas?

—Por supuesto. Aunque de todasformas creo que me las va a decir.

—La primera es que, por lo que mecuenta, el autor de esos crímenes no es

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un menesteroso ni un vagabundo. Nosólo es alguien con dinero, pues escapaz de ir tirando por ahí unas monedasantiguas que, por poco que yo sepa denumismática, un buen puñado de escudosdebe de valer cada una. Es que, además,debe de ser alguien versado en saberes,pues, como usted mismo habrá podidosuponer, hay un mensaje oculto en esasmonedas. Y eso no está al alcance decualquiera.

—Estoy de acuerdo con usted yreflexionaré sobre lo que me dice. ¿Cuáles la segunda razón, don Luis?

—Pues que por esos crímenes ya seha dado muerte a ese tal FranciscoPorrúa del que acaba de hablarme. Y sisu teoría es cierta, ese Porrúa era

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inocente del crimen por el que fueejecutado.

—Así es.—¿Y piensa usted que nuestro

corregidor y nuestros justicias mayoresse van a avenir, así por las buenas, areconocer que han dado muerte en lahorca pública a un inocente? ¿Cree ustedque se van a allanar a reconocer sinlucha que se han equivocado?

—Tendrán que hacerlo, don Luis. Sise presentan pruebas, tendrán quehacerlo. E igualmente tendrán quehacerlo si se les enfrenta a la verdad. Laverdad es…

Don Luis de Salazar se atragantócuando la risa lo asaltó mientrasaspiraba el humo del cigarro.

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—¡La verdad, don Pedro! —dijo, aúnsonando en su garganta los últimos ecosde la carcajada con que se había atorado—. La justicia no busca la verdad, porDios bendito. Sólo la apariencia, donPedro, sólo la apariencia. No lo olvideusted. Y cuídese, se lo ruego.

Quedaron ambos en silencio.Pedro observó a través de la

ventanilla del coche que comenzaban asubir la cuesta de la Cárcel Vieja y queen unos minutos llegarían a su destino.La conversación sobre los crímenes delas monedas de los veinticuatros parecíahaberse agotado y no quería descenderde la berlina sin plantear a su colega elconflicto que lo turbaba y que era laauténtica razón por la que había subido

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al coche.—Don Luis —principió, buscando

con cuidado las palabras—, una dudame asalta. Y pienso que puedo obtenerconsejo de sus conocimientos y de suexperiencia.

—Tenga en cuenta que, como alguiendijo, el consejo es de las cosas másfáciles de dar y más difíciles de recibir.

Pedro sonrió.—Ya, pero no hay hombre más

inteligente que quien sabe aprovecharlas lecciones de la experiencia. Y yoestoy dispuesto a hacerlo.

—Dígame entonces, pues.—Le planteo una hipótesis: un

abogado defiende a un cliente y,posteriormente, tiene la sospecha de que

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ese cliente puede estar involucrado enotro crimen. ¿Qué ha de hacer eseabogado? ¿Cómo ha de actuar?

—¿Me está hablando usted de algorelacionado con esos crímenes de losque antes hemos conversado?

—Sólo es una hipótesis lo que letrazo, don Luis. ¿Hasta dónde lleganuestro deber de secreto profesional?¿Hasta dónde el de la lealtad para connuestros defendidos?

Don Luis de Salazar y Valenzequireflexionó unos instantes durante loscuales aprovechó para dar una largacalada al cigarro puro y, luego, parasoltar de un papirotazo el canutillo deceniza gris a través de la ventanilla delcoche. Al descorrer la cortina, el sol

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penetró en la caja de la berlina como unhaz de lanzas amarillas.

—Es máxima de nuestro oficio —explicó después— que el abogado nopuede intervenir en asuntos que puedanconducirlo a revelar el secreto que elcliente le confió; ni utilizar en provechopropio o de su patrocinado,representado o defendido lasconfidencias que haya recibido de otrocliente en el ejercicio de su profesión,salvo que obtenga el consentimientoprevio, expreso y escrito de éste. ¿En talsupuesto nos hallamos?

—No tal cual. En este caso, elabogado de mi hipótesis no alimenta sussospechas en base a datos que conocieradel anterior proceso.

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—Como bien sabe usted, don Pedro,nuestro derecho, desde las Partidas sino antes, prescribe que los abogadosdeben guardar los secretos que les hansido revelados por sus defendidos y nodeben descubrirlos a la parte contrariade modo que aquéllos pierdan suspleitos, pues el abogado que se hacomprometido con una parte no debemeterse a consejero de la otra. Elabogado que hiciere lo contrario y fueraprobado, es tachado de infame y nopodrá ser más abogado ni consejero enningún pleito. Además, el juez puedeimponerle pena de acuerdo con su librealbedrío, según la clase de pleito y lagravedad de la actitud del abogado.Pero, si para sostener esas sospechas de

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que me habla no hace uso de ningúnsecreto que le haya sido confiado por sucliente, el problema del abogado de suhipótesis —y pronunció estas últimaspalabras con retintín—, más que legal,es ético.

—Supongo que se refiere al deber delealtad para con su antiguo cliente.

—Deber de lealtad, en efecto, peroque es éste un deber que quiebra si eseantiguo cliente es autor de un delitodiferente a aquel por el que nuestroabogado lo defendió. En tal caso, eldeber del abogado es para con sumajestad y para con la ley, que vienen aser lo mismo, y no para con su cliente.¿Me explico?

Ambos letrados advirtieron que el

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coche de caballos se detenía en esosinstantes. Habían llegado, supuso Pedro,a la calle Letrados.

—Me ha sido usted de mucha ayuda,don Luis —retribuyó Alemán—.Gracias.

—No hay de qué —correspondióSalazar—. Creo que hemos llegado, donPedro. Cuídese, se lo ruego, y mida biensus pasos. ¿Le puedo hacer una últimapregunta?

—Por supuesto.—Por un casual, el cliente de ese

abogado de nuestra hipótesis, ¿no seríajurado y dorador?

Pedro abrió la portezuela del coche ydescendió de la berlina. Con él salieronhilachas de humo del cigarro al que ya

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don Luis de Salazar y Valenzequi dabalas últimas caladas.

—Es usted imposible, don Luis —aseveró Pedro con una sonrisa.

—Supe de ese juicio y de la habilidadcon que logró usted la absolución de sucliente. Y también supe de la acusaciónque pesaba contra don Antonio Galera y,oyéndole hablar, me he supuesto que noes difícil pensar que la maldad, en estavida, es vorágine más que episodio.Pero no ha respondido usted a mipregunta, don Pedro.

—El silencio es, a veces, don Luis, lamejor de las respuestas.

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XXIV

TOROS, CAÑAS Y CÁBALAS

Todas sus cavilaciones se le fueron delas mientes a Pedro en cuanto vio a suhija, a la que Adela Navas habíaacicalado que era un primor. La habíavestido con una falda de raso de colorceleste sobre unas enagüitas de frescatela blanca y un corpiño en tono azuloscuro con mangas de fantasía. Sobrelos hombros, unas bandas de tela fuerteadornada con tiras bordadas de las queAdela se servía para agarrar aMerceditas, que tan propensa era a los

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correteos y a los retozos, ahora que yahabía superado la inestabilidad de susprimeros andares.

Llegaron a la plaza del Arenal pocodespués del mediodía y consiguieronunos de los últimos asientos que habíalibres en el graderío que, junto al Arco,se reservaban para los funcionarios delas Casas de la Justicia y delCorregidor, y pudieron disfrutar de losúltimos juegos de cañas. Desde allípresenciaron cómo las cuadrillas decaballeros, a lomos de hermososrocines, luciendo sus mejores galas ycabalgando a la jineta, después de entrara la plaza y dar dos vueltas realizandohábiles caracoles con sus corceles yacompañados de los músicos que no

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dejaron de tocar sus instrumentosdurante todo el espectáculo, recogían lascañas y adargas y se situaba cadacuadrilla en el lugar designado. Luego,cada bandada se movía al unísono,dirigiéndose hacia la que tenía enfrente,y lanzaba sus cañas cuando estaban lomás cerca posible. Al final del juego,cada cuadrilla recorría la plaza de dosen dos o todos juntos en hilera, tirandocañas por lo alto. Los atacadosreplicaban en igual forma y unos y otrosprocuraban adargarse, evitando elimpacto de las cañas, empuñando con ladiestra su adarga, como escudoprotector, mientras que con la izquierdasostenían las riendas de su corcel.

Con tanto colorido, tanto griterío de

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público y caballero, los gallardetesflameando, las balconerías repletas dedamas e hidalgos lujosamente ataviados,los aguadores y vendedores delimonadas heladas voceando susmercancías, las vendedoras degolosinas, quesos y dulces ofreciendosus viandas y el sol de ese largoveranillo del membrillo iluminandocada rincón de la plaza, la fiesta resultóemocionante y vistosa y provocó elentusiasmo de Merceditas, que no paródurante todo el rato de palmotear ylanzar grititos ora de alegría, ora desusto, cuando las cañas surcaban el airesilbando como saetas y se rompíancontra los escudos de los caballeros.

Después de correr sus cañas todas las

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cuadrillas, los padrinos bajaron delestrado donde habían contemplado lalid, declaraban la paz y losgentilhombres dejaban caer las cañas yponían fin a la escaramuza. Como fin defiesta se colocaron barreras en la plazapara que no hubiese huecos por dondeacceder o salir de ella y se soltaron dostoros bravos, contra los que loscaballeros que se atrevieron empuñaronrejones.

Sin embargo, al poco de comenzar elespectáculo, aquellas cavilacionesregresaron. A pesar de todo.

Durante todo el tiempo que duró lacorrida, y aunque constantemente loasaltaban ramalazos de ternura yfelicidad cuando contemplaba a su hija

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tan alborozada y a su mujer Adela —guapísima con un traje verde esmeraldaa juego con sus ojos— riéndose,hablándole y mirándola embelesada,Pedro de Alemán volvió a las andadas yno pudo quitarse de la cabeza ni losdetalles del enigma de los crímenes delas monedas de los veinticuatros ni sussospechas sobre la participación enellos del jurado y dorador Galera.Sospechas que, bien lo sabía, no sebasaban más que en su simple intuición,pero que eran como pulsaciones en lassienes que le aceleraban la sangre.

Al cabo, tan ensimismado comoestaba en sus barruntos, decidió sacar dela casaca su librillo de notas del quesolía servirse cuando quería aclarar sus

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ideas. Y ahora bien que le hacía falta,pardiez y voto a bríos.

Escribió:

1. La primera muerte, la de DionisiaMenéndez, acaeció el Viernes Santo, día 15de abril de 1757. Fue muerta en su casa, enel callejón de la Garrida. Dionisiatrabajaba en casa del veinticuatro donJerónimo Enciso del Castillo. Esteveinticuatro vive en la Porvera. Junto a sucadáver fue hallado un denario romano enel cual, en el anverso, se ve el busto de unamujer vestida, diademada y mirando haciasu derecha. Tras el busto aparece unaprimera inscripción: «GETA». Y delante,«III» y «VIR». Y una «X» como marcada acuchillo. Y en el reverso se observa un jabalíherido por una lanza en el lomo y atacadopor un perro que intenta morderlo en supierna delantera derecha. Debajo:«CHOSIDICF».

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2. Los hechos por los que fue juzgadoAntonio Galera acaecieron tres días despuésde la muerte de Dionisia: el lunes 18 deabril. El martes 19, Galera se acogió asagrado. Para huir de su casa en la calleMonte Corto hasta San Miguel, cogió por elPostigo de la Poca Sangre. Desde ese díahasta la sentencia de don Rodrigoabsolviéndolo, el dorador permaneció enarresto domiciliario. La sentencia fuedictada el día 21 de junio.

3. El asesinato de Felisa Domínguez seprodujo el 27 de mayo. Justamente un mes ydoce días después del de Dionisia. El crimentuvo lugar precisamente en el Postigo de laPoca Sangre. El día 27 de mayo fue…¡viernes! ¡Viernes también, como el deDionisia! (¿Será significativa lacoincidencia? ¿No era en viernes tambiéncuando Isabel María Medina se veía con sumisterioso caballero en la enigmáticaberlina? ¡Tener en cuenta este dato! Puedeser importante. Pero la violación de

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Evangelina fue un lunes… ¡Dios!). FelisaDomínguez trabajaba en la casa de doñaMaría Consolación Perea y Vargas Espínola.Esta veinticuatro vive en la calle Medina.Junto a su cadáver se halló otro denarioromano de plata. Anverso: la cabeza de unafigura, no se distingue bien si hombre omujer, con casco alado; detrás de la testa, lapalabra «CANTESTI»; y delante, la letra«X». Y hay una «X» en cada una de las dosmonedas, aunque en la primera estámarcada como a cuchillo. Reverso: dosjinetes, muy parecidos ambos, como si fuesengemelos, cabalgando sendos corceles, lanzaen ristre y mirando hacia la derecha. Entrelas patas de los rocines juega un perrillotravieso. Debajo de todo ello, la palabra«ROMA».

4. El crimen de Isabel María Medina y deMorla sucedió el día 19 de agosto, que fue…¡viernes…! ¡Santísima Virgen de la Merced,no puede ser una coincidencia…! IsabelMaría vivía en la plaza de San Lucas y era

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hija del veinticuatro don Esteban JuanMedina y Martínez. Se veía cada viernes,desde Corpus más o menos, con un caballerodesconocido. Siempre la acompañaba sucriada Antonia, menos el día de su muerte.El Corpus de este año fue el día… 23 dejunio. ¡Ya no estaba entonces el doradorGalera en arresto domiciliario! El crimentuvo lugar en el Rincón Malillo, cerca deSan Mateo. Cada crimen ocurre en unacollación distinta, pues. Entre el crimen deFelisa y el de Isabel María transcurren dosmeses largos. También junto a su cuerpo sehalló una moneda romana. En su anverso sedistingue la cabeza de, casi con todaseguridad, una mujer, también con cascoalado como la hallada junto a Felisa;detrás, una espiga, y delante, un extrañomonograma: una «X» con una rayahorizontal en el centro. ¡Una «X» en cadamoneda! No hay en ese anverso leyendaalguna. En el envés de esta moneda se ve uncarruaje tirado por dos caballos y

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conducido por una especie de ángel, hombreo mujer, no se aprecia bien, con alas;encima, de nuevo, la leyenda «ROMA»; bajolos caballos, una especie de guerrero conlanza disputa contra lo que parece ser unleón enclenque; y debajo del todo, lapalabra «CNDOM».

5. Coincidencias:—Todos los crímenes ocurren de noche.—Todos los crímenes ocurren en viernes.—En todos los casos, la víctima es

violada y herida salvajemente hasta morir.—Cada uno de los asesinatos acaece en

una collación distinta. Pero, posiblemente,en lugares equidistantes de la calle MonteCorto, donde vive el dorador Galera.

—Todas las víctimas son mujeres yrelacionadas con un veinticuatro: dos erancriadas de regidores y la última era la hijade uno de ellos.

—Junto a cada cadáver aparece undenario romano de plata.

—En dos de las monedas aparece, en su

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anverso, una figura, posiblemente de mujer,con casco alado. Y la palabra «ROMA».

—En dos monedas aparece la letra «X»,aunque, en uno de los casos, atravesada poruna línea horizontal. Y en la primeramoneda también aparece la «X», aunquemarcada sobre la superficie de la moneda.¿Qué significan esas «X»?

—Las leyendas que se muestran en lasmonedas no parecen tener relación ni conlos nombres de las víctimas ni con los de losveinticuatros con quienes estabanvinculadas.

—¡En todas las monedas aparecenanimales! En la primera, un jabalí y unperro. En la segunda, caballos ¡y otra vez unperro! Y en la tercera, otra vez caballos y unleón. ¿Qué significación tiene la presenciade esos animales en las monedas?

—El dorador Galera conocía a donEsteban Juan Medina y Martínez y, casi contoda seguridad, también a su hija asesinada.¿Conocía a los veinticuatros Enciso y

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Perea? Del concejo seguramente, claro quesí. ¿Había estado alguna vez en sus casas?¿Conocía a sus criadas Dionisia y Felisa?

Leyó y releyó cada una de las notas,intentando ver luz y ajeno a la algarabíade la plaza. Pero, al fin, sólo teníapreguntas y ninguna respuesta para ellas.¿Por qué murieron esas desdichadasmujeres? ¿Qué desquiciado propósitomovía al criminal? ¿Y quién, voto abríos, era el criminal? ¿Fueronasesinadas esas pobres hembras por surelación con los caballeros veinticuatro?¿Qué significación tenían esas monedasromanas junto a sus cadáveres? ¿Quésimbolizaban los animales en lasmonedas? ¿Qué, las letras «X» queinsistentemente se repetían? ¿Por qué

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todas las víctimas fueron asesinadas enviernes? ¿Y por qué sólo mujeres? Y asíhasta completar una lista interminable.

Era frustrante.Ni la alegría que trasminaba Jerez en

el día de su patrón conseguía atenuar lastribulaciones del abogado de pobres.Levantó por fin la vista de su librillo denotas y se dio de bruces con el ambientechispeante que se enseñoreaba de Jerezen esos instantes, como si la ciudad, sedecía Pedro, pudiera ser ajena al dramaque la asolaba. Porque tres mujereshabían sido asesinadas en sus calles enlos últimos meses, y sabía Dios cuántaslo serían en lo sucesivo, si alguien, elmismísimo Dios, porque él no se veíacon fuerzas, no lo evitaba.

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Cuando levantó los ojos de sulibrillo, se topó con la mirada verde deAdela Navas. Que era mitad de pesar ymitad de compasión.

—¿Qué estás haciendo, Pedro? —lepreguntó, y en su voz latían ambos—.¿Qué escribes?

—Mis dudas —respondió él,cerrando el libro como quien oculta elpecado—. Las dudas que tengo sobrelos crímenes de las monedas, Adela. Laspreguntas que me atormentan. Buscandorespuestas que no hallo. Lo siento. Séque no es momento, pero no consigoquitarme de la cabeza ese asunto. Perote prometo que a partir de…

—A ver —interrumpió Adela,cogiendo de sus manos la libreta—.

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Déjame que eche un vistazo a lo que hasescrito.

—No quiero que tú también…—Cuatro ojos ven más que dos,

Pedro. Y mira a tu hija: se ha dormido apesar de la gritería. Así que permítemeque vea si soy capaz de ayudarte.

La damita cogió el libro y en cuantolo tuvo en sus manos sintió una punzadade ternura al contemplar sus tapas demadera dura forradas en un otrorabrillante papel azul que ahora aparecíadeslustrado y rasgado por algunoslugares. Se dijo que debería acordarsede ir a la librería de la calle Caridad acomprar una nueva libreta para suesposo. Luego, durante unos instantesestuvo embebida en la lectura. Cuando

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finalizó, cerró cuidadosamente el libritoy se lo devolvió a su marido. Lo mirófijamente a los ojos. Titilaba en ellosahora algo similar a la consternación.

—Jamás te había visto… no sé… tanobsesionado. Tan desquiciado con unoshechos y una idea.

—Mis motivos tengo, Adela. Uninocente ya ha muerto, ahorcado aquímismo, en la plaza pública, y otro loserá de aquí a poco si no lo remedio.Además, tres mujeres jóvenes han sidoasesinadas, y…

—Lo decía, Pedro —lo atajó suesposa—, por tu fijación con esehombre. Con el dorador Galera. De tusnotas se desprende que lo creesrelacionado con los crímenes, pero

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también en tus notas se ve que no tienesni una sola prueba contra él.

—Hay algo en ese hombre que me damala espina. Lo que fue capaz de hacercon su criada lo convierte en capaz portanto de cualquier cosa.

—Es como si no hubieses asimiladoel hecho de que has defendido y logradola absolución de un culpable, Pedro. Ycomo si de una forma u otra quisierasremediar ese error. Y no te das cuenta deque debes pasar página, concentrarte enlo que de verdad es importante. Que es,por supuesto, resolver esos crímenes yconseguir que tu cliente preso, eseDeogracias Montaño, no pague por loque con toda seguridad no ha hecho. Ésaes tu misión ahora, Pedro, y no

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embarcarte en sospechas sin base.Alemán tomó el libro de notas de

manos de su mujer.—¿Y quién me puede asegurar —

repuso al mismo tiempo— que laresolución de los crímenes no estáprecisamente en ese hombre, en AntonioGalera? Hay algo, llámalo intuición siquieres, Adela, un pálpito, no sé, perohay algo que me dice que el caballerojurado está relacionado con esosasesinatos. Y no consigo sacármelo dela cabeza.

—A mí lo que de verdad me preocupaes otra cosa, Pedro.

—¿Qué?—Según he podido leer en tus notas,

entre el primer asesinato y el segundo

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transcurrió mes y medio, mal contado. Yentre el segundo y el tercero, dos mesesmás o menos. Desde la muerte de IsabelMaría Medina han transcurrido ya casidos meses.

—¿Qué me quieres decir con eso,Adela?

—Pues que yo también tengo unpálpito.

—Cuéntamelo.—Que, sea quien sea el criminal, está

a punto de actuar de nuevo.

***

Pese a ese presentimiento de AdelaNavas, nada ocurrió durante el mes deoctubre, que discurrió sereno y pacífico.

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Salvo para Pedro de Alemán, que,sabiendo como sabía cuán certerossolían ser los auspicios de su mujer,estaba todo el día con el alma en vilo ytoda la noche preso de un duermevelaque le tatuó dos ojeras púrpuras bajo lospárpados.

Durante ese mes de octubre, elcaballero Medina hizo llegar a Pedro,conforme a lo prometido, la relación delas berlinas censadas en el concejo.Había más de ochenta, y entre suspropietarios estaban prácticamentetodos los caballeros veinticuatro, losjusticias mayores, nobles e hidalgos. Yhasta un par de conventos. No figurabaen esa lista, sin embargo, el nombre deAntonio Galera.

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También durante ese mes de octubre,Alemán volvió a visitar a doña MaríaConsolación Perea. Y, para alimentaraún más sus sospechas, resultó que síconocía al dorador. A mediados del añopasado le había efectuado el encargo derestaurar con pan de oro los marcos devarios cuadros que colgaban de lasparedes de su mansión. Y sí, casi contoda seguridad, le dijo la amable señora,en alguna vez que otra tuvo quecoincidir con la desventurada FelisaDomínguez. Que era muy guapa ysiempre era objeto, recalcó, de lasatenciones de los hombres que visitabanla casa.

Con don Jerónimo Enciso no hubotanta suerte. Conocía al dorador sólo

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como jurado del concejo puesto queGalera nunca había trabajado para él. Yjamás, hasta donde podía recordar,había estado en su casa. Sí, tal vez, en elentierro de su suegro, pero en su casacreía que no.

Así pues, octubre transcurrió repletode dudas y sospechas, pero sin que nadatrascendente acaeciera.

Vino, empero, noviembre, y todocambió. Llegó el mes de los muertos, elde los espíritus, el de los trasgos. Elmes de los cipreses, de los coloresgrises, del frío y los crisantemos.

El de las ánimas del purgatorio.Y un manto de horror helado volvió a

extenderse sobre la muy noble y muyleal ciudad de Jerez de la Frontera.

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XXV

LA ESPOSA DELVEINTICUATRO

Doña Francisca Madán y Gutiérrez erala esposa del caballero veinticuatro donFrancisco Hinojosa y Adorno. Era ésteun hidalgo singular, porque, pese a noser ni con mucho uno de los más ricosdel concejo —sus utilidades anualesescasamente superaban los treinta y seismil reales, casi todos provenientes desus trescientas setenta y nueve fanegadasde tierra—, era posiblemente el másceloso guardador de las tradiciones

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concejiles jerezanas, de la pureza de lasangre de sus regidores y acérrimoenemigo de las mezcolanzas entre noblesy plebeyos. Y para él, nobles eranúnicamente quienes estaban adornadosde título o veinticuatría; y plebeyos,todos los demás, incluidos quienes,aunque de rancio linaje o con apellidosde abolengo, no estuvieran bendecidoscon el blasón de la aristocracia o elbastón de la regiduría. Tanto era así quese le conocía entre sus colegascapitulares como Catón, por suausteridad, sus robustas costumbres y,sobre todo, por su elocuencia a la horade oponerse en las sesiones del concejoa cualquier pretensión de quienesconsideraba inferiores. Que eran, para

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él, todos quienes no vistieran la caparoja de veinticuatro. Se decía, además,que, pese a su austera moral y rectasprácticas públicas, era en la intimidadun hombre altanero, colérico, propensoal arrebato y a exigir a los demás lo quea él mismo se exigía de forma rayana enel fanatismo. Se gloriaba de susascendientes —afirmaba ser tataranietode don Pedro de Hinojosa, famosoregidor jerezano del siglo dieciséis, porparte de padre; y por la parte de suseñora madre, de micer DoménicoAdorno, quien, allá por 1282 y en elgolfo de Rosas, fue salvado de morirahogado en un naufragio por lamilagrera imagen de la Virgen deConsolación, que lo había guiado hasta

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Jerez, donde la pequeña imagen dealabastro fue bendecida como copatronade la ciudad y donde el genovés se habíaestablecido, él y sus descendientes,desde entonces— y no consentía de lossuyos ni de nadie conducta o procederalguno que pudiera suponer una máculaen su alcurnia y su prosapia. Y si a talfin tenía que hacer uso de la furia y de laviolencia, ¿qué otro remedio lequedaba?

Doña Francisca Madán y Gutiérrezera todo lo contrario a su linajudoesposo. Su familia paterna, que habíallegado a Jerez décadas antes desde lasislas Canarias, sólo tenía dinero; y sufamilia materna, ni eso. El jovenFrancisco Hinojosa y Adorno tuvo que

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sufrir que su progenitor —de similarcarácter que su vástago pero acuciadopor deudas e hipotecas— acordaseesponsales con el padre de la jovenFrancisca Madán, cuya dote y cuyosderechos hereditarios en la fortuna de suseñor padre iban a dar solución amuchos de los problemas económicos dela familia Hinojosa. Y ni siquiera loayudó a transigir la ignominia dematrimoniar con una plebeya laindudable belleza de la novia, que,aunque de carácter apocado yextremadamente religioso, era de unahermosura portentosa.

De aquello —esponsales ymatrimonio desiguales— habían pasadocasi doce años. Y, a pesar del tiempo

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transcurrido, de los tres hijos con queDios bendijo el himeneo y del bálsamoque los reales de la dote y de la herenciade doña Francisca supusieron para laeconomía familiar, la amargura de donFrancisco Hinojosa y Adorno no sehabía atenuado. Todo lo contrario. Ycada vez que pensaba que sus hijostendrían que cargar toda la vida con eseapellido —Madán— de tan menguadacuna, su rencor se acrecentaba. Y solíapagarlo con su pobre esposa. En las másde las veces, con miradas torcidas ydesprecio. En algunas, con vocesdestempladas. Y en las menos, pero lasmás dolorosas, con la fusta que usabacontra las carnes blancas de la mujercuando ésta le daba el más nimio

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motivo.En esa tesitura, doña Francisca

Madán y Gutiérrez, que ya hasta habíaperdido buena parte de su bellezajuvenil, sólo hallaba consuelo en lareligión. Y pasaba todo el tiempo que elcuidado de sus hijos y de la casa lepermitía entre rosarios, jaculatorias,monjas y presbíteros. Buscando en elmás allá lo que de forma tan injusta se lehabía negado en el más acá.

La mañana de ese viernes día 4 denoviembre de 1757, como la de cadaviernes del año, la esposa delveinticuatro Hinojosa salió de su casaen la calle San Marcos, junto a laplazoletita de Jaramago, muy de mañana,casi de noche aún, para acudir a la misa

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que, después de los laudes, se celebrabaen el convento de las monjitas de SanCristóbal. Allí, entre el humo delincienso, la tranquilidad de la nave delconvento, el olor de la cera y las vocesangélicas de las sores entonandoletanías hallaba la paz que en muy pocosotros sitios a su alma se le brindaba.Como esposa de veinticuatro ybienhechora del beaterio, tenía en laiglesita del convento sillón yreclinatorio frente al altar presidido porla imagen de Cristo crucificado, junto ala cual, en el retablo de madera de talladorada, se veneraba la imagen de SanCristóbal en el camarín, a la queflanqueaban las efigies de talla de SanPedro y San Pablo.

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Aquella mañana, como siempre,acompañaba a doña Francisca Madán sucriada Melchora, que había sido su ayadesde niña y que posiblemente era laúnica amiga de veras que tenía en elmundo. Era una mañana cruda denoviembre, con un viento del nortesoplando inclemente y revoloteando lasbarreduras de las calles y las hojascaídas de los árboles. Estaba todoencharcado por la lluvia torrencial de lamadrugada. Friolenta como era, ibadoña Francisca bien abrigada, con capade terciopelo, guantes de piel y chalsobre la cabeza. Desde la calle Francosllegaron a la plaza de los Plateros ydesde allí tomaron la callejuela de losBasantes para atajar hacia el convento y

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para evitar las gotas de lluvia quetodavía caían de los árboles de la plaza.Iban las dos, señora y criada, en silencioy con la cabeza gacha para protegersedel viento y del frío, caminando muyjuntas. Jerez estaba en penumbras, puesel sol no había escalado todavía pordetrás de las nubes y no se habíaasomado por encima de las murallas dela ciudad. Y estaban las calles casidesiertas en esa maitinada de otoñodesabrido.

Luego, cuando todo pasó, dijo lacriada Melchora que antes deintroducirse ambas en la callejuela delos Basantes había visto a un coche decaballos detenido en la Tornería, en ellugar que se conocía como del Mal

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Negro por la epidemia de tabardillo queallí surgió y que tantas muertesprodujera algún tiempo atrás. Y sinnadie al pescante. Pero que ni ella ni suseñora, si es que ésta había reparado enla presencia del coche en aquel lugar,echaron más cuenta al dato, pues no eraninfrecuentes los coches de rúa enmañanas como aquella, tan desapacible.

Cuando se le preguntó por coche ycaballo, lo único que supo decir fue queambos eran de color negro.

También recordó después que, cuandoya ambas caminaban por la callejuela,oyó a sus espaldas unos pasos que seacercaban raudos. Y que tampoco seinquietó, pues no eran raras las prisas endías como ése, que amenazaba lluvia.

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Y, al fin, contó Melchora luego quenada más podía recordar. Tan sólo quealguien se cernía sobre ella, el sonidodel golpe y un dolor horrible en la nucay como si el cielo de noviembre,anubarrado y cárdeno, cayera sobre elladerribándola al suelo.

***

Doña Francisca Madán y Gutiérrez oyóel golpe sordo y, después, el cuerpo deMelchora cayendo a tierra como unfardo. Vio horrorizada cómo la mujer seestrellaba contra el pavimento, cómo surostro chocaba contra las guijas y cómosu cofia blanca comenzaba aimpregnarse de un color rojo de sangre.

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Se llevó ambas manos a la boca,ahogando un grito.

Y se giró después.—Pero… ¡por Dios…! ¡¿Qué

ocurre…?! —Y cuando vio a la figuraque blandía un espadín con cuyo pomohabía golpeado a su sirvienta y que lamiraba con ojos fieros, exclamó—:¿Usted…? Pero ¿qué ha hecho…? ¿Porqué…?

Le costó reconocerlo al principio,pues no lucía las ropas de caballero queacostumbraba. Iba vestido con ropajesbastos y oscuros de lacayo, con embozoy un sombrero que casi le ocultaba lasfacciones. Pero, pese a ello, pese aldisfraz, logró identificarlo cuando loencaró. Y cuando en su rostro asomó una

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sonrisa diabólica que le heló la sangreen las venas y que congeló las palabrasen su boca. Comenzó a temblar cuandoobservó en su mano diestra el espadíncon que había golpeado a Melchora ycuya hoja afilada centelleaba en lamañana agrisada como un rayo de luna.

—¡Cállese! —pronunció el hombreesta palabra entre dientes, pero en losoídos de doña Francisca sonó como ladescarga de un fusil.

—Pero… pero… ¿por qué hagolpeado usted a la pobre Melchora? —preguntó la dama entre lágrimas yseñalando el cuerpo de la criadainconsciente—. ¿Por qué lleva esaespada? ¿Por qué viste de esa forma?Mi esposo… don Francisco… cuando se

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entere… ¡Oh, Dios mío, usted es uncaballero…! ¿Por qué viste de esaforma?

—Cállese, le digo.La voz fue ahora incluso más

amenorada que antes, pero sonó igual detorva y amenazadora, si no más.

—¿Qué quiere usted de mí?En la voz de doña Francisca latían los

últimos vestigios de su dignidad deesposa de veinticuatro.

—Ningún mal le deseo, señora. Sóloque me acompañe. Hay un asunto urgenteque debemos tratar.

—No voy a ir a lugar ninguno conusted. Si desea hablar conmigo o con miesposo, pida audiencia y don Franciscolo recibirá en nuestra casa. Y ahora he

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de buscar un médico para Melchora,mire cómo sangra y…

—Doña Francisca.De nuevo esa voz, apenas mascullada

pero tronante como el tiro del pistolón.—¿Qué?—Acompáñeme —ordenó el hombre,

colocándose el embozo—. Vamos a irhasta el coche de caballos que está apocos pasos de aquí. Y va a montar en élsin un grito ni una protesta. Tenemos quehablar.

—¡Yo no puedo ir con usted en sucoche, señor! —protestó doñaFrancisca, que no parecía haberadvertido del todo la extrema gravedadde la situación—. Mi esposo… ¿quédirían si nos vieran? No pienso subir

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con usted a su coche. Usted, don…El hombre esgrimió el arma, cuya

hoja destelló en la mañana quecomenzaba a clarear, y el nombre que ladama iba a pronunciar se le coaguló enlos labios. Aquella sonrisa luciferina seensanchó en la boca del embozado. Alzóel espadín y posó su punta sobre lacarne blanca y delicada del cuello de laseñora.

—Usted dirá si prefiere por las malaso por las buenas. Sólo quiero hablar conusted.

La esposa del veinticuatro intentóresponder con esa dignidad de que anteshabía intentado hacer gala y que ahorase le escapaba como el humo por lachimenea. Tragó saliva con fuerzas y

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levantó la barbilla antes de hablar.—Lo que quiera decirme —propuso

—, lo puede hacer aquí. No voy a subircon usted a su coche. Mi esposo jamásme lo perdonaría.

Pero todo rastro de gravedaddesapareció cuando sintió que lafinísima hoja del espadín hendía la finapiel de su cuello. Se llevó la manoenguantada a la piel rasgada y vio lasangre que manchaba la cabritillacuando la retiró. El miedo le nubló lafaz como una tormenta.

—Ahora —ordenó el espadachín—,andando. Y sin una palabra.

La plaza de los Plateros ya mostrabaa esa temprana hora de la mañana suvivacidad habitual. Las criadas de las

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mansiones de la calle Francoscaminaban hacia la plaza de la Yerba enbusca de las verduras frescas que lashortelanas vendían en sus puestos. Losescribanos con sus poyos se dirigíanhacia la plaza a la que daban nombre.De las panaderías cercanas brotaba elolor dulce de los bollos y las teleras.Los mendigos ya buscaban sus rinconeshabituales. Nadie, empero, se fijó en esaextraña pareja —el hombre embozado,ensombrerado y con capa basta decochero, la dama de elegantes ropajescaminando junto a él con la caradescompuesta— que se dirigía hacia lacalle del Mal Negro, donde un coche decaballos, una berlina oscura, desierto supescante, los aguardaba. Ni en la daga

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que el hombre ahora portaba en susmanos —envainado el espadín en eltahalí que la capa ocultaba— y cuyapunta afilada rozaba el vestido de colorverde oscuro de la mujer.

***

La desaparición de doña FranciscaMadán fue advertida apenas cincominutos después de que el coche decaballos saliera de intramuros por lapuerta de Sevilla con rumbo ignoto. Unvendedor de alfombras que llevaba unencargo a un vecino de la calle Basantesreparó en el cuerpo inconsciente ysangrante de Melchora, la criada, y dioaviso de inmediato a la ronda. Una

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vecina de la calle identificó a la yacentecomo una de las criadas de la mansióndel veinticuatro don Francisco Hinojosay Adorno, pues la veía muchas mañanasacompañar a su ama, y allí la llevarondando enseguida aviso al médico donClemente Álvarez, que tenía casa yconsulta en la cercana calle Francos.

Melchora recuperó el sentido antesaún de llegar a la calle San Marcos, y loprimero que hizo, aunque entrebalbuceos y entelerida, fue preguntar porsu señora, de la que nadie supo darrazón. Y volvió a desmayarse a renglónseguido.

Extrañados en la mansión de SanMarcos por la ausencia de su ama, elmayordomo de la casa envió a una

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doncella al convento de San Cristóbal,donde se suponía doña Francisca debíaencontrarse envuelta en sahumerios yjaculatorias, mas allí no fue hallada. Nohabía asistido a su habitual misamatutina y las sores nada sabían de subienhechora.

Alarmados todos en la casa, elmayordomo decidió enviar recado a laescribanía de don Juan Bautista de losCobos, adonde el caballero Hinojosahabía acudido a firmar escrituras. Con elruego de que regresara a su casa-palacioa la mayor brevedad posible, pues sehabían sucedido extrañosacontecimientos.

Cuando, recuperada la consciencia yya ante la presencia de don Francisco

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Hinojosa, que no daba crédito a lo queestaba pasando, Melchora pudoexplicarse y contar cómo, cuandocaminaban por la callejuela de Basantes,había oído pasos raudos que seacercaban y después un golpe en lacabeza que le hizo perder el sentido, yque no sabía qué había podido ocurrircon su señora, los gritos y denuestos delveinticuatro se oyeron hasta en laAlcubilla.

Ni se le ocurrió pensar que su mujerpudiera haber sufrido cualquier mal. Fueque su esposa estaba trajinando conotro, con un lechuguino o con uncualquiera como ella, lo que pensó.Después de desgañitarse, de jurar comojamás había jurado —y eso que bien

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solía jurar y rejurar— y de amenazar aquien ante su presencia estar osare, sedijo don Francisco de Hinojosa que horaera de dar solución al entuerto. Gritó,conminó y requirió a tirios y troyanos,recabando explicaciones, impetrandoconfesiones e intentando descubrircomplicidades. Tan grande era suvocería que se formó un coro decorreveidiles en las azoteas aledañas,hasta las cuales llegaban susimprecaciones. Hizo llorar a sus hijas,como si éstas fueran encubridoras de lossupuestos desvaríos de la madre. Envióesquelas a conventos y abadías,requiriendo confirmaciones de laasistencia de su esposa a oficios ylaudes cada mañana. Interrogó, fusta en

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mano, a criadas, doncellas,mayordomos, cocheros, palafreneros ylacayos de su casa, que de todo en ellahabía, preguntándoles si conocíandevaneos, galanteos o romances de doñaFrancisca, o si algún petimetre larondaba en los últimos tiempos —comosi Jerez fuese Madrid, vamos—, lo cual,al cabo, sólo vino a dar que pensar quela pobre señora, en vez de secuestrada,se había fugado con un pisaverde. Ytodo ello, al fin y a la postre, supusoúnicamente una demora en lainvestigación —que, de todos modos, aningún buen puerto habría llegado—,pues alguaciles y corchetes, en vez depesquisar entre vecinos y colindantes, sededicaron a hacer mofa de los enormes y

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puntiagudos cuernos del caballeroveinticuatro a quien todos en el concejoconocían como Catón.

***

Las noticias de la desaparición de doñaFrancisca Madán y Gutiérrez llegaron alabogado de pobres esa misma mañana,entre juicio y juicio que, todos ellos dela oficina del abogado de pobres,celebraba en ese gris día de noviembreen la Casa de la Justicia. Día que,además, había comenzadodesacostumbradamente, pues ujieres yalguaciles no paraban de cuchichearunos con otros transgrediendo lahabitual solemnidad del tribunal; don

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Rodrigo de Aguilar, el juez, habíaaparecido en la sala de audiencias conla nariz roja y moqueante por eldescomunal resfriado que lo aquejaba; adon Rafael Ponce de León y a donDamián Dávalos, siempre tancircunspecto, se les veía cara depreocupación por las noticias quellegaban de la desaparición de la esposade un veinticuatro en Jerez esa mismamañana; y don Bernardo Yáñez y deSaavedra, el fiscal, tan estricto ycomedido siempre, había llegado almenos diez minutos tarde y con trazas dehaber pasado mala noche. Cosas de lasoltería, aventuró el letrado.

Pedro de Alemán, al contrario que losujieres que hacían chascarrillos del

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suceso, sí que se alarmó. En cuanto seenteró de la extraña desaparición dedoña Francisca Madán conjeturó que esehecho podía estar relacionado con loscrímenes de las monedas, y así se lohizo saber tanto a don Rodrigo como adon Bernardo. El primero, sonándoseuna inmensa vela de mocos, se limitó anegar con la cabeza, como si la solapresencia del abogado pudieseaumentarle la calentura. Y el segundo, aquien Pedro advirtió ojeroso en cuantolo tuvo a dos pasos, le sonrió taimado,lo tomó del brazo y le susurró al oído:

—Su cliente Deogracias Montaño —le masculló y Pedro oliscó humores demostos en el aliento del fiscal y perfumede hembra— va a ser ahorcado más

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pronto que tarde. Y de nada, abogado, levan a valer sus triquiñuelas. Así quemejor que no intente enredarnos. Que asaber con qué lechuguino se nos ha liadodoña Francisca. Que, por demás, susmotivos tiene, pues soportar a diario aCatón no está pagado ni con laspromesas del paraíso. Deje, deje, pues,voto a bríos, de intentar enmarañarnos.

Pedro no encontró argumentos paracontradecir al acusador. Todos en Jerezsabían del carácter agrio delveinticuatro Hinojosa, de susintolerancias y de sus malos modos ypeores tratos, incluso con su esposa. Osobre todo con ella. Así que no seríanada extraño que la pobre mujer hubiesedecidido acabar con su calvario

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poniendo pies en polvorosa concualquiera que le prometiese besos envez de azotainas. Pero no se quedótranquilo. Muy al contrario, no se le ibade la cabeza ese hecho que a pesar detodo barruntaba mucho tenía que ver conlos crímenes que investigaba. Si es queen verdad los investigaba, porque eraconsciente de que lo que respecto aellos hacía era sólo formularsepreguntas, pues no hallaba camino nisendero para una auténticainvestigación. Acabó como pudo losjuicios de esa mañana, todos de escasaenjundia: un par de hurtos de cuantíaridícula, unas amenazas risibles y lasclásicas peleas entre vecinos queacababan con multas y amonestaciones.

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Nada, pardiez, que le permitiera escaparpor unos instantes del atolladero en quese encontraba. Y, a Dios gracias, porquesu actuación en esos juicios fue enverdad apocada y miserable.

Se demoró en recoger sus papelescuando las sesiones acabaron. Solo,sentado en la mesa de la defensa,desierta la sala de audiencias,reflexionó sobre esas noticias insólitasacerca de la desaparición de la esposade un veinticuatro. Podría ser, sí, ¿porqué no?, un rapto, una fuga románticaconsentida por la mujer, harta de la malavida que, según las lenguas viperinasdecían, su esposo le daba. Pero unpálpito que le latía detrás de la oreja ledecía que no se hallaba ante un episodio

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de amor arrebatado. No. Que era otracosa. Que posiblemente se hallaba anteun nuevo episodio en la tragedia quevivía. Y no podía quitarse de la mentehechos y nombres: las muertes de esastres mujeres, el secuestro ahora de doñaFrancisca que intuía relacionado conaquéllas, por más que en Jerez todosquisieran pensar en un arrobo de amor,las monedas de los veinticuatros, lasinconcebibles coincidencias, sussospechas sobre la intervención en losasesinatos del jurado y dorador donAntonio Galera, el preso DeograciasMontaño, el infeliz de FranciscoPorrúa… ¡Y sabría Dios quién más!Quién podría ser culpado de los nuevossucesos mientras el auténtico criminal

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campaba a sus anchas por Jerez,eligiendo futuras víctimas y argentinosdenarios. Y, por medio de todo, comouna visión fascinante y seductora, laimagen de Evangelina González. Que noconseguía expulsar de su pensamiento.Pardiez y voto a bríos. E imbécil, queeres un imbécil. Que ya no tienes edadpara esas vicisitudes, Pedro, por Dios.Todas esas cosas y más pensó ymasculló entre dientes en la soledad dela sala de audiencias de la Casa de laJusticia.

Al mediodía, incapaz de irse a lacalle Gloria, pues sabía que Adelaintentaría que dejara de pensar en esasideas que lo atormentaban, y él lo quequería no era huir de ellas, sino

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amasarlas como si fueran harina a ver side tanto sobarlas daba con soluciones yrespuestas, merodeó por los figonescercanos a la plaza de los Escribanoshasta dar en uno de ellos con Jerónimode Hiniesta. Estaba el personeroacompañado por otros dos colegas y unnotario, y Pedro, que no quería máscompañas que la de su amigo, ocupó unamesa en un rincón de la taberna yaguardó a que el procurador sepercatara de su presencia y se acercara.Lo que hizo al punto, en cuanto lo vio.

—Pareces un alma en pena, Pedrito,hijo —le espetó el personero sinpermitir al letrado decir palabra—.¿Qué coño te pasa ahora, hombre deDios?

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—¿Te has enterado de la desapariciónde la esposa del veinticuatro Hinojosa?

—¡Pues claro! No se habla de otracosa en todos los altares y en todos losbujíos. ¿Y qué vela portas tú en eseentierro, pardiez?

—Que, o mucho me equivoco, o esaseñora va a aparecer muerta y con undenario romano a la vera suya.

—¡Es que eres el carro de la alegría,Pedrito, carajo! ¿Y por qué no puede serque la buena señora se haya prendado deun currutaco y que, harta de soportar alveinticuatro Catón, se haya largado a, esun poner, Cartagena de Indias? O aCastilleja de la Cuesta, qué sé yo. ¡Queno hay que ser tan agorero, coño, Pedro!

—Hoy es viernes, Jeromo…

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—¿Y es el viernes mal día acaso paralas cosas de la carne?

—Todos los anteriores crímenesacaecieron en viernes.

—¿Y por eso todos los viernes delaño hemos de tener en Jerez un cadáver,hombre?

—Pero, Jeromo, reflexiona, usa tucabeza por una vez. ¿No te has dadocuenta de que los hechos…?

—¿Qué hechos, Pedro, por la Virgensanta? —lo interrumpió Hiniesta.

—La desaparición de doña FranciscaMadán. Y no me interrumpas, por vidadel rey. Que si a esa señora le hubieradado por fugarse con un enamorado, ¿aqué pegarle un mamporro a su criadaMelchora que, según se cuenta, por poco

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si no se queda en el sitio del porrazo, lainfeliz? ¡Se habría marchado demadrugada sin necesidad de abrirle lacabeza a nadie, ¿no crees?!

—Como tú digas —se resignó elprocurador. También era verdad que elanálisis de Pedro tenía su lógica y así loreconoció para sus adentros. Pero seresistió a caer en la agorería de suamigo—. Sé que por mucho que teargumente no voy a conseguir sacarte tusideas de esa cabezota que tienes. Laburra al trigo. Así que cuéntame.

—La calle del Mal Negro, como biensabes, está a apenas medio estadal, malcontado, de la calle Monte Corto.

—¿Y?—¡Que en la calle Monte Corto vive

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el dorador Galera, voto a bríos!Jerónimo de Hiniesta hizo una seña al

mesero, que se acercó de inmediato conuna jarra de vino y un plato deembutidos. Meneaba la cabeza mientrastanto el personero. Cuando el mozo sehubo ido, colmó los vasos de ambos,apuró el suyo, se tragó de un mordiscoun trozo de morcilla y eructó luego.

—Mira, Pedrito, joder —expuso,mientras se rellenaba su vaso y con suuña filosa se sacaba de una muela uncacho de tripa—. Ya te he oídoespecular de la forma en que ahora lovas a hacer acerca de ese hombre, dedon Antonio Galera. Y antes de quesigas por esas veredas, es mi obligaciónrecordarte que ese buen hombre, además

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de resultar absuelto de las imputacionesque le hizo la calientapollas aquella…

—¡No te consiento que hables así dela muchacha, porque tú…!

—¡Llevas toda la mañana hablando enla sala de audiencias, carajo, así que eshora de que escuches a alguien aparte dea ti mismo! Y a alguien sensato, además.Y ese soy yo hasta que no apure la jarrade vino que nos acaban de traer. Y lasque vengan. ¡Así que escúchame, joder!—Tragó un largo buche de vino yaprovechó para lanzar una miradamontaraz a un comensal de una mesacercana, que no paraba de observarloalarmado por sus exabruptos. Y cuandoel buen hombre hubo agachado lamirada, acobardado ante el ademán

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belicoso de Hiniesta, continuó éste consu filípica—. ¡Pedrito, coño! Eseprójimo de quien tan alegremente hablaspara denostarlo, don Antonio Galera,dorador y caballero jurado por másseñas, es tu cliente y el mío. No sé quéte pagaría a ti por la defensa en sujuicio, que seguro que lo hizo bien, peroa mí me pagó, y por tu mediación, lo quele pedí, y hasta donde sé sin rechistar. Oséase: tres escudos de oro que mevinieron como agua de mayo. Porque nosabes tú cómo comen mis tres zagales.Como cafres de Berbería, lo que yo tediga. Resulta, por tanto, que no tengomotivos para desagradecerle. Y me temoque tú tampoco. Así que ya está bueno lobueno, carajo. Que te expones, de seguir

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así, a ser el hazmerreír de todos, si esque no acabas de reo por calumnias. Oalgo peor. Porque… ¿no hay un delitoque es algo así como del abogadoprevaricoso? ¡Pues eso, Pedro, déjate yade historias, por la gloria de Cotón!

Y se zampó, exhausto por laparrafada, tres trozos de morcilla de unamisma vez. Y eructó después de nuevo yde tan sonora manera que a más de unoen el figón le pareció el eructo delpersonero el monstruoso estornudo delmismísimo Vulcano.

***

Los aldabonazos sonaron en la quietudde la noche como una carga de

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granaderos.Pedro de Alemán y Camacho, que

habría jurado que había logradoconciliar el sueño no hacía mucho rato,dio un respingo en la cama como si lohubieran pinchado con una bayoneta. Asu lado, Adela Navas también sedespertó sobresaltada.

—¿Qué ha sido eso? —preguntóalarmada.

Y fueron nuevos y furiosos golpes dealdaba los que le respondieron.

—Están llamando abajo, a la puerta—explicó Pedro, que en ese instanterecordó la llamada de la ronda a horassimilares y el descubrimiento delcadáver de Isabel María Medina. Losvellos se le erizaron en los brazos y se

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le aciduló la saliva. Se sacó por lacabeza la camisa de dormir y se pusoapresuradamente calzones y blusa. Atrompicones se acercó al balcón quedaba a la calle Gloria. Fuera, la nocheera cerrada como vulva de monja—.¡¿Quién va?! —preguntó.

—Pero ¿qué hora es, Pedro? —interrogó Adela, en cuyo rostro elsobresalto se estaba transformando enmiedo—. ¿Ves algo?

—No lo sé, Adela. Es muy tarde y nose ve casi nada fuera. Juraría que hay uncoche de caballos abajo, pero no estoyseguro.

—¿El coche de la ronda?—No lo sé. —Los aldabonazos

seguían resonando en toda la casa,

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amenazando con astillar la madera de lapuerta—. ¡Voy, voy, pardiez! ¡¿Quién va,voto a bríos!?

Y las aldabadas por toda respuesta.—Voy a bajar, Adela —anunció

Alemán—. Coge a la niña y no temuevas de aquí.

Se calzó, se dirigió a la cocina, lehizo un gesto a Crista, que en esemomento asomaba por el quicio de supuerta, para que regresara a su alcoba yasió un cuchillo de trinchar la carne.Desencapuchó una vela y la encendió.Empuñando el cuchillo, bajó raudo losescalones. Fue entonces, poco antes dealcanzar la planta baja de la casa,cuando oyó los cascos de un caballo y elrechinar metálico de las ruedas de un

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coche, que parecía ponerse en marcha,alejándose.

Por unos momentos la noche quedó ensilencio.

Enseguida, ese silencio fue quebradopor el chirriar de una ventana al abrirseen una casa próxima, como si losaldabonazos hubiesen arrancado de sussueños a otros vecinos.

Pedro de Alemán llegó ante la puertade su casa, encendió con la vela elquinqué de la entrada y, con sumaprecaución, abrió el portón. Unavaharada de aire helado lo saludó y elvaho de su respiración compuso formasextrañas en la noche.

Afuera no había nadie.El coche de caballos ya no estaba.

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Asomó la cabeza y se cercioró de quequien quisiera que con tanto ímpetuhabía hecho sonar la aldaba ya no estabaallí. La calle parecía desierta.

Abrió la puerta del todo y dio un pasoadelante en la casapuerta.

Y entonces tropezó.Bajó la mirada y no vio más que

oscuridad.Luego, cuando sus ojos se

acostumbraron a la negrura nocturna, lovio.

Justo ante la puerta de su casa.Un cuerpo tendido.El cuerpo de una mujer. Parecía.Regresó por la vela que había dejado

en una palmatoria y alumbró el zaguán.Allí estaba. No se equivocaba.

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Un frío helado, que no era sólo el dela madrugada de noviembre, le arañó lascarnes.

Aunque no la conocía, aunque no lahabía visto jamás, supo que ese cuerpodesparramado y yerto que estaba ante élera el cadáver de doña Francisca Madány Gutiérrez, la esposa del veinticuatrodon Francisco Hinojosa y Adorno.

La luz de la vela arrojó una claridadtemblorosa sobre el cadáver.

Tenía el cuello cortado. Decenas deheridas, aureoladas de sangre seca,adornaban ese cuerpo lacerado con unafuria inimaginable. Los ojos abiertos dela muerta parecían buscar, aun velados,el camino hacia las tierras infinitas.

Y en su frente, justo en el centro de su

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frente, lucía, plateada como una lunamínima y plena, una extraña moneda.

Incluso sin acercarse, Pedro deAlemán y Camacho, abogado de pobres,supo lo que era.

Un denario de la antigua Roma.

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XXVI

RECELOS, SOSPECHAS YAPRENSIONES

El espantoso hallazgo del cadáver dedoña Francisca Madán y Gutiérrez a laspuertas de la casa de Pedro de Alemánen la calle Gloria se había producidopoco después de las seis de la mañanade ese sábado, un rato antes de que selevantara en Jerez la queda.

Enseguida, alertada por los gritos delos vecinos que se habían asomado a lasventanas cuando oyeron las voces dePedro pidiendo ayuda tras el macabro

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descubrimiento, llegó a la calle Gloriala ronda más cercana, que era la de lapuerta Real. Estaba a su frente elalguacil Romualdo Morales, el quehabía sido testigo en el juicio delfalsificador de moneda más o menosmes y medio antes y que había tenidoque enfrentarse a las insidias de Pedrodurante su interrogatorio. Descompusoel gesto cuando advirtió la presencia delabogado de pobres en el lugar delcrimen. Y su tez empalideció cuandoobservó el cadáver tendido ante lacasapuerta de la casa y el aspectosobrecogedor del cuerpo, sobre el queparecía hubiesen descargado susbayonetas una compañía de fusileros.

—¿Qué ha pasado, por Dios? ¿Quién

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le ha hecho esto a esta mujer? —logródecir el alguacil cuando recuperó elhálito—. ¿Y qué hace usted aquí,abogado? ¿Quién le ha dado parte?

—Vivo aquí, alguacil. Ésta es micasa. Y mucho me temo —y señaló elcuerpo tendido ante las puertas— queéste es el cuerpo de doña FranciscaMadán, esposa del veinticuatro donFrancisco Hinojosa y Adorno. Que,como sabrá usted, desapareció estamisma mañana. Bueno, la mañana deayer viernes, quiero decir.

—¡Virgen santa! ¿Quiere usted decirque el cadáver ha aparecido aquí?¿Quién lo ha traído? ¿Cómo es posible?

—No lo sé, alguacil. Y le ruegorepare usted en la moneda que se halla

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sobre la frente de esta desdichadaseñora. Es una moneda romana.

—¿Otra vez enredando usted conmoneditas, abogado? ¿También es ésauna moneda falsa, como las del carreroPeña?

Pedro de Alemán consideró inútil darexplicaciones a ese alguacil que sólotenía hacia él desconfianzas. Le pidióque diera parte de lo sucedido a losjusticias mayores y a don Manuel CuevaCórdoba, alguacil mayor del concejo.Recomendación que el alguacil Moralesaceptó gustoso, deseando escapar deallí, de la horrible visión del cadáver, ytraspasar a otros las responsabilidades.

Dos corchetes quedaron vigilando elcuerpo hasta que el alguacil mayor llegó

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acompañado de Morales. Don ManuelCueva, de nuevo desaliñado y ojeroso,contempló con incredulidad el cuerpo yal abogado de pobres. Se acercó alcadáver, mas se retiró enseguida,espantado por las heridas y por los ojosabiertos de la muerta.

—Es… es… es doña FranciscaMadán —afirmó el alguacil mayor delconcejo, tartamudeando—. Por todos lossantos, la esposa de un veinticuatro,¡asesinada!

—¿Ha visto usted, don Manuel, lo quereposa en su frente?

—¿A qué se refiere? —preguntó elCueva Córdoba, reacio a posar de nuevola mirada en el cuerpo.

—Es una moneda romana, señor.

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Como en los crímenes anteriores, los deDionisia Menéndez, Felisa Domínguez yla hija de don Esteban Juan Medina yMartínez.

—A mí no pretenda enredarme ustedcon sus fabulaciones, abogado —protestó el alguacil mayor y veinticuatro—. Yo no sé nada de monedas romanas.

—De nada sirve cerrar los ojos antela evidencia, don Manuel.

—Tiene usted una extraña habilidadpara estar en medio de todas lasdesgracias, Alemán —dijo Cueva,cambiando el tercio—. ¿Tiene ustedalguna explicación para que se hayahallado el cadáver en el zaguán de sucasa?

Ésa era la pregunta que Pedro llevaba

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todo el tiempo haciéndose y para la queno tenía respuestas. Se limitó a menearla cabeza.

—¿Cómo ha aparecido aquí el cuerpode doña Francisca?

Pedro relató con palabras sucintas loacontecido durante la madrugada. DonManuel Cueva lo escuchó en silencio yrezumando suspicacias.

—Don Rodrigo viene de camino y yaveremos lo que dispone. Habrá que darparte, Morales, a los médicos delconcejo, para que examinen el cuerpocuanto antes y cuanto antes lo podamosllevar a su casa, a San Marcos, para quesu viudo y sus hijas puedan velarlo.Hasta entonces, alguacil, que nadie seacerque y que nadie lo toque. Y usted,

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Alemán, entre en su casa y aguardeórdenes. Supongo que más de uno querráhablar con usted. Así que no se muevade ahí, ¿entendido?

Pedro discutió la disposición delalguacil mayor, pero de nada valieronsus protestas. Fue escoltado por uncorchete hasta el interior de su casa yallí quedó confinado. Cuando desde laventana de la planta alta, adonde habíasubido para dar cuenta a Adela de losucedido y para tranquilizarla, vio queel juez se acercaba desde la plaza de losEscribanos y la calle Letrados al lugarde los hechos, intentó bajar y explicarseante él, mas no le fue permitido. Desdedetrás de los cristales del balcón yprotegido por los visillos, observó

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cómo don Rodrigo llegaba a la calleGloria, recibía las escuetasexplicaciones de Cueva y ordenaba a losmédicos del concejo, que habían reciénllegado, el reconocimiento del cuerpo, adon Damián Dávalos el levantamientode acta y a Tomás de la Cruz, quetambién se había personado en el lugar,dar aviso al veinticuatro Hinojosa ypedirle que preparara su mansión pararecibir allí, en cuanto los médicosacabaran su examen, el cuerpo de doñaFrancisca.

A las ocho de la mañana, más tarde delo habitual, vestido y aseado como cadadía, Pedro de Alemán se dispuso a dejarsu domicilio y tomar camino de lacercana Casa del Corregidor, rumbo a su

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diaria jornada en la oficina del abogadode pobres.

—No puede usted abandonar su casa,señor —le indicó uno de los corchetes,que se interpuso en su camino cuandopretendió acceder a la calle desde suvivienda.

—¿Cómo dice?—Que no puede usted salir, eso digo.—¿Quién me lo va a impedir? —

porfió—. ¿Y por qué motivo?—Órdenes de los justicias mayores,

señor —explicó el corchete—. Nopuede usted abandonar su casa hastanuevo aviso.

—¿Estoy arrestado, acaso?—No soy yo, señor, quien puede

responder a esa pregunta. Sólo cumplo

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órdenes, caballero. Y usted tambiéndebiera cumplirlas. Y, se lo advierto —yesgrimió su bastón—, puede irle algograve en no hacerlo.

***

Hasta las diez de la mañana estuvoPedro enclaustrado en su casa. A esahora regresó a la calle Gloria el alguacilTomás de la Cruz, y en cuanto vio surostro, que lo traía compungido ycolmado de preocupaciones, supo queera portador de malas nuevas. El jefe delos alguaciles, después de un saludocariñoso pero escueto en cuyas palabrasparecía esconderse una disculpa, leentregó un documento doblado.

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—Lo lamento, Pedro.El abogado desenrolló el pergamino y

leyó:

En la muy noble y muy leal ciudad deJerez de la Frontera, a los cinco días del mesde noviembre del año del Señor de 1757,don Rodrigo de Aguilar y Pereira, justicia yjuez de lo criminal de esta ciudad, y por antemí el infrascrito escribano dijo:

Únase el pedimento del fiscal a la causa,que refiere, y unido quede. Y procede lo quese pide, ante la posibilidad de poderhallarse en el domicilio que se indicavestigios del crimen que se investiga en lasumaria, que lo es en la ilustre persona dedoña Francisca Madán y Gutiérrez, esposade don Francisco Hinojosa y Adorno,caballero veinticuatro.

Autorizo, pues, el registro del domicilio dePedro de Alemán y Camacho, abogado depobres, que se llevará a cabo en el día de la

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fecha por los alguaciles del rey, quienespodrán incautar cualesquiera cosas quecrean relacionadas con los hechos que sepesquisan.

Cúmplase.Y por este su auto de oficio así lo

proveyó, mandó y firmó, y firmé yo elescribano, de lo que doy fe.

No fue de temor ni de apocamiento.Fue de pasmo, de puro pasmo, la caraque se le puso a Pedro de Alemán. Leera impensable que don Rodrigo hubiesedictado orden de registro de sudomicilio, pues tal cosa significaba, porun lado, que lo consideraba sospechosodel delito y, por otro, que existíanpruebas en su contra. En estos tiemposera precisa orden judicial escrita parapoder proceder a un registro

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domiciliario. Un auto del Consejo deCastilla de 9 de febrero de 1704 habíadispuesto que: «Ningún ministro inferiorpueda por sí allanar casa alguna nollevando auto de juez, que expresamentelo mande». Sólo se permitía elallanamiento de un domicilio sin ordenjudicial en caso de delitos flagrantes, ocuando tuviese como finalidad laindagación y prendimiento de mancebapública que habitase con clérigo, o elreconocimiento y aprehensión real encasas particulares donde se practicaranjuegos prohibidos, y cuando se buscarael cuerpo del delito en casos decontrabando. En cualquier caso, lasórdenes judiciales de registro de undomicilio particular, aun no siendo

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infrecuentes, solían reservarse en elcorregimiento de Jerez para asuntos degravedad.

—¿Qué dice ahí, Pedro? —preguntóAdela, señalando el legajo, cuandoobservó el rostro de incomprensión desu marido. Venía secándose las manosdespués de haber dado de desayunar asu hija, que con todos los jaleos de lanoche se había levantado muy tarde yagitada.

—Van a registrar la casa, Adela. —Yencarando al alguacil De la Cruz, con elauto del juez en las manos, que letemblaban, preguntó—: ¿Es que acasosoy sospechoso del crimen, Tomás?

Adela Navas masculló un «¡Virgensanta!» que era más de rabia que de otra

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cosa cuando oyó a su esposo hablar deque iban a registrar su morada. Agarróel auto de manos de Pedro y lo leyó envoz baja, maldiciendo entre dientes cadados por tres de una forma que Pedrojamás le había oído, pues utilizópalabras que no sabía existieran en elvocabulario de la damita. El alguacil,por su parte, chascó los labios y bajó lamirada, que se le había ensombrecido.

—¿No le da a usted vergüenza,Tomás? —le espetó Adela cuando huboacabado de leer. Arrojó el auto del juezsobre la mesa como si pringara.

—No es culpa suya, Adela —justificóAlemán al ministro—. Esto es lo desiempre: se prefiere el camino trilladoantes que el camino de la verdad. Y

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perder el tiempo en diligencias inútilesen vez de perseguir al auténticocriminal. ¡Y con ésta van ya cuatromuertes, vive Dios! O cinco, sicontamos al pobre de Francisco Porrúa.¿Qué he de hacer para que me oigan,Tomás?

De la Cruz meneó la cabeza,atribulado.

—Adela, Pedro, lo siento como no sepueden ustedes figurar, de veras —sedispensó el alguacil, mirando a uno y aotro, cariacontecido—. Pero los autosdel juez han de ser cumplidos, mal queme pese. Vamos a llevar esto a cabo dela forma más liviana posible y en unsantiamén, ¿de acuerdo? Voy a hacer quelos corchetes pasen y acabamos

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enseguida. Ustedes se pueden quedaraquí. De verdad que cuando nosvayamos ni siquiera se apercibirán deque la casa ha sido registrada.

—Ni se le ocurra tocar mis cosas,Tomás —amenazó la damita—. Si donRodrigo quiere quedar bien ante losveinticuatros, no va a hacerlo a costamía. Y que sepan usted y todos ellos quela cosa no va a quedar aquí, como AdelaNavas que me llamo.

—Adela, por favor —terció Pedro—,no pongamos peor las cosas. Deberías ira por Merceditas y traerla aquí.

—Estará bien con Crista. Yo mequedo contigo.

—Adela, Pedro, les prometo que sólotocaremos lo imprescindible —ultimó el

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ministro—. Pedro, antes de que loscorchetes pasen, ¿me permite examinarsu faltriquera?

Alemán entrecerró los ojos. Creía queya no le cabía más pasmo en el cuerpo,pero se equivocaba.

—¿Qué le han dicho que busque en mibolsa, voto a bríos, Tomás? ¿Monedasromanas, tal vez? ¿Es que piensan quehe sido yo quien ha depositado sobre elcadáver el denario de Roma que habíasobre su frente? ¡Esto es de locos, porvida del rey!

—No haga esto más difícil de lo queya es, Pedro, se lo ruego.

Pedro hizo un gesto de rabia, perosacó su faltriquera y se la ofreció al jefede los alguaciles. Éste la cogió,

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desanudó el cordoncillo que la manteníacerrada y volcó su contenido sobre lamesa. Allí no había más que unos pocoscuartos y chavos.

—¿Dónde guarda usted el dinero encasa, Pedro?

—¡Por Dios! —se quejó Pedro,elevando los ojos al cielo—. Está bien.En la alcoba. Acompáñeme.

Ambos, alguacil y abogado de pobres,abandonaron la estancia rumbo aldormitorio. Adela, desconsolada, másque por el registro por lo que sabíaestaba padeciendo su esposo, se dejócaer en un sillón y tuvo que hacer unesfuerzo sobrehumano para no dejarsellevar por el llanto. Los hombresregresaron enseguida. Pedro, cuando vio

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a su mujer con las manos en la cara, sesentó junto a ella e intentó consolarlacon palabras que nadie pudo oír. Tomásde la Cruz se dirigió a la puerta de lavivienda e hizo pasar a tres corchetesque aguardaban fuera.

—Tú, Rendón —ordenó al primerode los corchetes—, al dormitorio; tú,Ovidio, a la cocina; y tú, Ramón, teencargas de esta estancia. Las alcobasde la niña y de la criada no hará faltaque sean registradas. Yo bajaré con eldueño de la casa al bufete de la plantabaja. Y cuidaos muy mucho de revolvermás de lo debido o de dañar algúnmueble u objeto. Y dejad todo tal comolo encontrasteis. No quiero ni dañosinnecesarios ni más desarreglo del

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estrictamente preciso. Que debe serninguno, pardiez. ¿Me habéis entendido?Ya sabéis lo que queremos encontrar.

El registro de la vivienda de AdelaNavas y de Pedro de Alemán no sedemoró más allá de media hora. Y fueralo que fuese lo que estaban buscando,alguacil y corchetes se reunieron a sufinalización con las manos vacías.

—¿Qué era lo que buscaban, Tomás?—preguntó Pedro, con un cansancioextremo en la voz—. ¿Qué pensaban donRodrigo y don Bernardo que podría serhallado aquí, en mi casa?

—Ahora debe usted acompañarme,Pedro —manifestó el ministro por todarespuesta.

—¿Acompañarle? ¿Adónde?

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—A la cárcel real.—Pero… pero… ¡por las cinco

llagas de Cristo! —exclamó la damita,levantándose de un salto del asiento—,¿es que piensa usted prender a Pedro?

—¡Soy abogado, Tomás! —arguyóAlemán, airado—. ¡No puedendetenerme! ¡Los abogados no podemosser detenidos salvo en caso de delitoflagrante! ¡Y no es éste el caso! ¡Así lodisponen las pragmáticas reales!

—Lo sé, Pedro —explicó De la Cruz—. Y sepa usted, para su tranquilidad,que no tengo orden de arresto. Pero debeusted acompañarme a la cárcel real paraser interrogado. Así lo ha dispuesto eljuez, lo siento. Yo sólo cumplo órdenes,ya lo sabe. Y bien amargas que son, por

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los clavos de Cristo.

***

Había estado en esa estancia decenas,cientos de veces, pero jamás le habíaparecido la habitación tan lóbrega, tansombría, tan tétrica. Reparó en lahumedad de las paredes, en las manchasnegras que las emborronaban, en lasgotas de lluvia que se filtraban por losresquicios de los muros. Olía a vaporespútridos, a saturación y a aguasestancadas. Y si sórdidas eran laatmósfera y las trazas de la pieza, nomenos siniestras le parecieron a Pedrode Alemán las figuras de don Rodrigode Aguilar y Pereira —ropajes negros,

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mirada bravía, la gola lánguida por lahumedad— y de don Bernardo Yáñez yde Saavedra, que, sensible al frío de lasala, se envolvía en una capa deterciopelo y que ahora contemplaba alabogado de pobres con una mediosonrisa en sus labios de sibarita. Junto aellos, sentado en una mesa en el rincónde la estancia y procurando que unagotera no le mojase su peluca blanca,don Damián Dávalos y Domínguez, elescribano del cabildo, tenía enterrada lavista en sus papeles y legajos mientraspreparaba la tinta para su cálamo y surecado de escribir.

—¿Era necesario todo esto, señoría?—preguntó Pedro cuando sus ojos seacostumbraron a la oscuridad apenas

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atenuada por la luz endeble de un candilque titilaba sobre la mesa del notario. Yhabía una pesadumbre enorme en su voz—. ¿Había que hacer así las cosas?

—Alguacil, encienda usted aquellosvelones —ordenó el juez a Tomás de laCruz—. Está demasiado penumbrosa lapieza. Y permanezca usted con nosotroshasta nueva orden. Usted, abogado,puede tomar asiento ahí.

Señaló un escabel de cierta altura quese situaba frente a él.

—Como usted diga, señoría —aceptóPedro, obedeciendo—. Si así mandausted que sean las cosas, así serán.

—No estoy acostumbrado a verlo tansumiso, señor De Alemán —provocódon Rodrigo, ensanchando la sonrisa—.

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Una desgracia lo de doña FranciscaMadán y Gutiérrez, ¿no es cierto? El quehaya aparecido su cadáver en el zaguánde la casa de usted, me refiero.

—¿Soy sospechoso del crimen, donRodrigo? Se lo digo porque, si hadictado usted orden de registro de micasa, es que lo soy y que existen pruebasen mi contra. Y de no serlo y nohaberlas, creo que no ha obrado usíaconforme a ley.

Pareció que la pregunta y elargumento importunaban al juez de locriminal, que estuvo a punto derebatirlos, malhumorado. Pero fue donBernardo Yáñez quien se adelantó yrespondió a Pedro y refutó susargumentos tras pedir venia con una

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muda mirada a don Rodrigo de Aguilar,que de igual forma se la concedió.

—Por fortuna para usted, don Pedro—aseveró, mirándose las uñas de lamano diestra—, hay un testigo que más omenos confirma su versión de loshechos. Y, para su dicha, es un testigofiable y suficiente. Resulta, además, quehemos conocido su testimonio despuésde que yo solicitase la orden de registroy que su señoría accediera. Y cuandoello ocurrió, ya era tarde para parar ladiligencia.

—¿Un testigo? —se extrañó Alemán,recordando la noche pasada y la soledadde la calle—. ¿Es que hay alguien quepresenció los hechos? ¿Es que hayalguien que vio quién dejó en la puerta

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de mi casa el cuerpo de doña FranciscaMadán?

—Ese testigo es su colega don JoséBernal, que, como sabrá, vive muy cercade usted, en la esquina de la calleLetrados con la calle Latorre. Afirmaque fue sobresaltado en su sueño por lasaldabadas en su puerta y que se asomó asu ventana y observó cómo un coche decaballos se alejaba hacia el Llano delAlcázar y el bulto que quedó en suzaguán. Y que después advirtió cómousted aparecía en la casapuerta. Ya ve,es usted un hombre con suerte, Alemán.

—Y ¿entonces? ¿Por qué me halloaquí?

—El hecho de que don José Bernalhaya atestiguado lo que acabo de

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referirle —explicó el fiscal— no esóbice para que se le tomenmanifestaciones. Tal cosa es lo que elprocedimiento ordena. Es usted, donPedro, testigo de los hechos. Por ahora.Y tanto don Rodrigo como yo, y comotambién, supongo, don Damián y elalguacil De la Cruz, por no decir todoJerez y sus caballeros veinticuatros,estamos deseosos de saber por qué aquien fuera que lo hiciera le dio pordejar el cuerpo de la desventuradaseñora en las puertas de su casa. Porqueno me negará usted que es un hechocurioso, ¿no? Como es curioso lo de lamonedita que ha aparecido junto alcadáver. Así que, si don Rodrigo lotiene a bien, comencemos. Estamos

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realmente impacientes por oír susexplicaciones.

—Por supuesto —ratificó el juez—.Don Damián, ¿todo listo?

—Sí, señoría.Fue Pedro primeramente preguntado

por su nombre, señas, edad, estado civily oficio, como si aquellos hombres nolos supieran. Contestó sucintamente y adesgana, sin dejar de pensar en esaalusión de don Bernardo a la monedaromana que descansaba sobre la frentede doña Francisca Madán.

—Cuéntenos, señor De Alemán —loexhortó el juez luego— lo sucedido lapasada madrugada.

Relató, conciso, lo acontecido duranteesa noche: cómo, en mitad de la

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madrugada, había sido despertado porlos aldabonazos en la puerta de su casa;que se asomó a la ventana y creyó ver uncoche de caballos detenido en la calleGloria; que nadie respondió a sus vocesy que, cuando bajó, ni había coche niquien había llamado a su puerta, tan sóloel cadáver de doña Francisca. Y que, enefecto, sobre el cadáver, en mitad de lafrente, había una moneda, un denarioromano de plata.

—¿No pudo ver usted a la personaque llamaba a la puerta? —inquirió elfiscal, que era quien llevaba el peso dela diligencia.

—Desde arriba, si uno se asoma a laventana, no puede ver a quien está antela puerta. No, no pude avistar a quien

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llamaba.—¿Podría describir el coche de

caballos?—Tampoco. Era noche cerrada y no

pude ver más que el techo.—Sería una berlina entonces, ¿no?—Probablemente.—¿Alcanzó usted a distinguir el

caballo?—No soy consciente de ello, don

Bernardo. Lo cual seguramente quieredecir que, puesto que no lo distinguí enla oscuridad, era el rocín un corcelnegro.

—Cuando vio el cadáver, ¿diría quedoña Francisca Madán llevaba ya horasmuerta?

—Yo diría que sí, aunque no soy

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perito en medicina. Supongo que losfísicos del consejo podrán respondermejor a su pregunta.

—Ya lo han hecho, en efecto. Yresulta que la pobre señora murió pocodespués de su secuestro. A primera horade la mañana. Lo que nos preguntamoses dónde pudo estar su cuerpo desdeentonces y hasta que fue arrojado en lapuerta de su vivienda, señor De Alemán.

—Yo también me lo pregunto, así queno puedo ayudarles.

—¿Tiene usted idea de por qué elasesino decidió dejar el cuerpo en sucasapuerta?

—Me lo he preguntado una y milveces desde entonces. Y no tengorespuesta para esa pregunta. No sé por

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qué ha querido involucrarme en esamuerte. Puedo hacer elucubraciones,pero no dispongo de certezas.

—Pues comparta con nosotros esaselucubraciones, abogado, no sea remiso.

—Sabe que estoy investigando suscrímenes, sabe que sé que los cuatroasesinatos que se han producido en losúltimos meses en Jerez han sido obra dela misma mano y que de una forma u otraestán relacionados con los veinticuatros.Sabe que estoy cerca y creo que lo queme ha planteado es un desafío.

—¿Un desafío? —intervino ahora eljuez don Rodrigo de Aguilar—. ¿Austed? ¿Y por qué?

—No lo sé, señoría. Tal vez elasesino lo haya ideado como un juego.

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Como si quisiera demostrar suinteligencia comprometiendo a quienmás ardor está poniendo en el concejoen investigar sus fechorías.

—¿Y ése es usted? —preguntó,irónico, el fiscal.

—Eso creo. Nadie más está haciendonada al respecto, y respetuosamente lodigo. Y nadie parece querer creermecuando sostengo que todos losasesinatos son obra de la misma mano.

—A lo mejor, don Pedro —disputó elYáñez—, si nadie le cree es porque loque usted propone no es más que un purodesatino.

—¿Ah, sí, don Bernardo? ¿Es un purodesatino afirmar lo que sostengo si haypruebas que lo demuestran?

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—¿Qué pruebas son ésas? Porque yono escucho más que fabulaciones sinbase alguna.

—Por la sangre de Cristo, señoría —se dirigió ahora al juez—. Las cuatrovíctimas están relacionadas concaballeros veinticuatro: dos eran sussirvientas, la tercera era hija de uno deellos y la cuarta, esposa de otro. Y entodos los casos han aparecido monedasromanas junto a los cadáveres. ¿Quépersona sensata podría atribuir esoshechos al azar y a la coincidencia, y no aun designio malvado?

—Hablemos, pues, de esa monedaromana que, según usted, se halló sobrela frente de doña Francisca Madán —propuso don Bernardo.

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—No es que lo diga yo, señor fiscal,es que en verdad allí estaba la moneda.

—¿Quién puede asegurarnos, señorDe Alemán, que no fue usted quien pusoallí esa dichosa moneda, precisamentepara así avalar sus disparatadas teorías?

—¡Por Dios! —protestó Pedro—. ¿Yqué interés podría yo tener en hacer talcosa?

—Por lo pronto, salvar de la horca asu cliente preso, ¿no? A ese talDeogracias Montaño.

—La moneda estaba allí, señores —insistió Alemán—. No la puse yo. Jamásme atrevería a manipular las pruebas deun crimen. Yo…

—¡Pues bien que manipuló usted a laquerellante —saltó don Bernardo Yáñez

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— en el juicio del jurado don AntonioGalera, voto a bríos! ¿O acaso a lo queusted hizo con esa chiquilla no se lellama manipular el testimonio de untestigo, que es una prueba al fin y alcabo? ¡No pretenda ahora, señor DeAlemán, hacerse pasar por lo que no es!¡Usted es capaz de eso y de más!

—¡No le consiento que…!—Señores, señores —medió el juez

—, ya está bien. No se enreden endiscusiones. Señor De Alemán, ¿tienealgo más que contarnos? Sobre hechos,sobre cosas que usted oyera o viera estamadrugada, y dejemos las teorías paramejor ocasión.

—Pero, señoría, no son…—¡Responda a mi pregunta, pardiez!

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Pedro respiró hondo, recabando lacalma.

—No se me ocurre qué más contarle,usía —respondió al fin.

—Pues entonces creo que hemosterminado por hoy.

—¿Puedo, pues, marcharme? —interrogó Pedro con cierta aprensión ylevantándose del escabel.

Don Rodrigo de Aguilar, quepermaneció sentado, tardó unossegundos en responder. Unos segundosque al abogado de pobres se leantojaron tan largos como una agonía.

—En cuanto firme usted la diligencia,abogado. ¿Está lista el acta, donDamián?

Y el suspiro de alivio de Pedro

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pareció retumbar en tan lóbrega ysombría estancia.

***

Desde la cárcel real subió corriendohasta la calle Gloria, rehuyendo lasmiradas de escribanos y curiales aquienes había llegado la noticia de supresencia en las ergástulas para serinterrogado por el crimen de doñaFrancisca Madán. Todo lo que quería enel mundo era abrazar a su esposa y a suhija y tranquilizar a Adela, que habríaestado con el corazón en un puño desdeque abandonara la casa escoltado porTomás de la Cruz. Le contó en pocaspalabras el interrogatorio y respondió a

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las preguntas frenéticas que su mujer lehizo.

—Pero entonces, Pedro, ¿de verdadque no eres sospechoso?

—Ya te he dicho que don José Bernal,el abogado, ratifica mi versión de loshechos. Vio alejarse el coche decaballos y también pudo divisar elcuerpo en la casapuerta antes de que yosaliera.

—De todas formas, Pedro, por tu hijate lo pido: ten mucho cuidado. Sabescuánto incomodan a muchos en elconcejo tus desempeños en la Casa de laJusticia y mucho me temo queaprovecharán la menor oportunidad parahacerte daño.

—Lo tendré, Adela, pero creo que

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exageras. Don José Bernal es un hombrerespetable y sin motivos para perjurar. Yahora tengo que salir de nuevo.

—¿Ahora? Pero… ¿adónde vasahora, Pedro? Es sábado y mediamañana. Podrías ahorrarte ir hoy a laCasa del Corregidor. Total, con todo loque ha ocurrido, todos lo entenderían.¿Adónde pretendes ir?

—A la calle San Marcos, a la casa dedon Francisco Hinojosa y Adorno.Tengo que hacerle ver a ese veinticuatrolas razones de la muerte de su esposa.Creo que es mi deber, Adela.

—¡No vas a aprender en la vida,Pedro! —se quejó la damita—. ¿Nocomprendes que cuanto más teinmiscuyas más querrán comprometerte?

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—Ésa es la vida del abogado, mujer.Recibir en nuestras propias carnes losgolpes que se pretenden infligir anuestros clientes.

—Pero ¿de qué cliente hablas, porDios?

—¿De quién va a ser? De DeograciasMontaño, que aguarda la soga en lacárcel real. Y no te puedes ni figurar,Adela, lo duro, lo tremendamente duroque es pensar que sólo yo puedoevitarlo.

***

—El velatorio de la señora todavía nose ha abierto, señor —le dijo elmayordomo de la mansión del caballero

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Hinojosa. Pedro había acudido a la casade la calle San Marcos y pretendidoentrar a hablar con el veinticuatro. Uncriado lo detuvo en la puerta y dio avisoal mayordomo, que enseguida bajó a darexplicaciones a la visita—. Hastadespués del almuerzo no estará todopreparado, lo lamento. Si no tieneinconvenientes en venir entonces apresentar sus respetos…

—Lo haré, por supuesto, claro —aseguró Alemán, a quien aún se veíaagitado por los acontecimientos del día.Y de la noche—. Pero no venía alvelatorio de la señora en estosmomentos. Necesito hablar con donFrancisco. Es urgente. Le ruego que ledé aviso.

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—El señor no recibe visitas en estemomento.

—Insisto. Dele cuenta, por favor, deque el asunto es de vital importancia. Devida o muerte.

Y lo era, se dijo. Estaba en juego nosólo la vida o la muerte de DeograciasMontaño, sino la de cualquier otra mujersobre la que los ojos del asesino secerniesen.

El maestresala contempló al abogadode pobres. Reparó en su indumentaria,en su gorra de letrado, en su traje debuenas hechuras pero antiguo y, sobretodo, en el desasosiego que parecíaenvolver su figura toda. Tenía los ojosinyectados en sangre de las conmocionespadecidas en las últimas horas y del

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escaso sueño, y su piel estaba pálida, yno era sólo del frío que hacía ese día enJerez. Era como si algo de la humedadde la cárcel real se le hubiera pegado acada una de sus cutículas.

—¿A quién he de anunciar, caballero?—Pedro de Alemán y Camacho,

abogado de pobres del corregimiento.—Aguarde aquí, por favor.Esperó, intranquilo y urgido, y se

distrajo contemplando los maceterosmustios que adornaban la casapuerta dela mansión y oyendo el fluir del agua enel estanque del patio de la vivienda, quedesde allí se veía colmado de hojascaídas de los arbolitos que adornaban elatrio. Al poco le llegaron desde laplanta alta del palacio ruidos de voces

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que no pudo entender. Era como si allíestuvieran discutiendo, pese al momentopoco propicio para agarradas, estandola señora de la casa de cuerpo presente.Oyó luego pasos que se acercaban desdela escalinata que conducía a las plantasnobles y esperó ver aparecer almayordomo con las noticias de su señor.Fue, sin embargo, una figura conocida laque apareció por la galería y se acercóal zaguán donde Pedro aguardaba. Era elabogado don Martín de Espino yAlgeciras, un ilustre colega habitualdefensor de nobles y veinticuatros.

—Don Pedro —saludó don Martín deEspino a Alemán, acompañando sucortesía con una inclinación de cabeza.

—Don Martín —correspondió Pedro,

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de igual forma—. Venía a ver a donFrancisco Hinojosa. No sabía que eracliente suyo. Y, de cualquier forma, esigual. Lo que tengo que decirle puedohacerlo en su presencia.

—¿Qué se le ofrece, don Pedro?—Preferiría relatárselo a don

Francisco, don Martín. Sobre todo, parano tener que repetir mi relato dos veces.Es urgente que hable con él.

—¿Es usted consciente de lo que estápidiendo?

—¿A qué se refiere usted?Don Martín de Espino y Algeciras, de

mediana edad pero de ademánvenerable, sosegado y atento, se acercóa Pedro, lo tomó del brazo y lo alejó unpar de pasos del zaguán, como si lo que

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iba a decirle no debiera ser oído pornadie.

—Don Pedro, creo que no es ustedconsciente de la situación en que sehalla.

—No logro entenderle, don Martín.—Llevo toda la mañana, desde que se

supo de la muerte de la señora,intentando convencer a mi cliente paraque no se querelle contra usted.

Las cejas de Pedro, de tan alzarse,parecieron a punto de escapar de sufrente.

—¿Querellarse contra mí? Por vidadel rey, ¿por qué habría de hacer talcosa? ¿Qué tiene su cliente contra mí,don Martín? ¿Qué mal le he hecho? ¿Dequé puede acusarme?

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—Don Pedro, le insisto, creo que noevalúa usted su situaciónadecuadamente. —Meneó Espino yAlgeciras la cabeza con cierto pesar—.Mire usted, colega, el cadáver de laseñora fue hallado por la ronda en lapuerta de su casa y…

—¡El cadáver no fue hallado por laronda, don Martín! —repuso Alemán,exaltado—. Fui yo quien halló el cuerpode doña Francisca, y si eso ocurrió fueporque alguien lo dejó junto a mi zaguány casi parte la puerta a aldabonazos. ¡Yfui yo quien llamé a la ronda, por Dios!

—Le ruego baje la voz. DonFrancisco piensa que he bajado aecharlo de su casa y no a darleexplicaciones.

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—¿Explicaciones? ¡Me está ustedacusando, don Martín!

—Tranquilícese, se lo ruego. Yo —yrecalcó el pronombre— no le estoyacusando de nada. Es mi cliente, elveinticuatro Hinojosa, quien albergaresentimiento hacia usted, señor DeAlemán. Y déjeme explicarme, porfavor. —Y continuó, cuando comprobóque el abogado de pobres no lo iba avolver a interrumpir y se calmaba—:Como le decía, y con independencia dequién lo hallara, el cadáver de la esposade mi cliente ha sido encontrado junto ala puerta de su casa y de madrugada. Sesabe ya en todo Jerez que se haregistrado su vivienda y que luego hasido usted conducido a la cárcel real,

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donde ha sido interrogado por donRodrigo y el fiscal. Y se dice igualmenteen todos los conventículos que si no haquedado usted preso es gracias a sucondición de abogado y a los privilegiosdel oficio. Lo cual, como se puede ustedsuponer, no ha sido precisamente deconsuelo para don Francisco Hinojosa,que clama justa venganza por la muertede su señora esposa. Y a falta de otrossospechosos, es sobre usted sobre quienquiere que caiga el peso de la ley. Asíque en ésas me encuentro y en ésas seencuentra usted, don Pedro. Por lo queno parece, pues, que sea éste elmomento más oportuno para pediraudiencia con mi cliente. Pues a sabercómo acabaría.

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—Don Martín —repuso Alemán—,comprendo la ira de don FranciscoHinojosa y sus deseos de que se hagajusticia, pero esas sospechas sobre mipersona son un desatino producto tansólo de la ofuscación y no de laspruebas. Si he venido esta mañana a estacasa es precisamente para eso: para quese haga justicia. Para su conocimiento,he declarado ante don Rodrigo y donBernardo no como acusado nisospechoso, sino como testigo. Y ello esporque nuestro colega don José Bernal,acerca de cuya probidad y decencia niusted ni yo guardamos prevenciones, haratificado mi versión de los hechos.

—¿Don José Bernal? ¿Es que donJosé vio o escuchó algo de relevancia?

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Cuénteme, se lo ruego.Y relató Pedro de Alemán a don

Martín de Espino y Algeciras eltestimonio que el abogado Bernal habíaprestado en la sumaria.

—Bien, bien, bien —murmuróEspino, cogitabundo—. Eso cambiamucho las cosas. Sí, por supuesto que sí.

—¿Me será permitido entonces hablarcon don Francisco Hinojosa?

Don Martín frunció los labios, cavilóunos instantes y negó al cabo con lacabeza.

—Me va a costar más de un día y dedos convencer a mi cliente de que enverdad usted no es sospechoso. Y eso sies que lo consigo, de lo cual, por demásy a pesar de todo, no estoy nada cierto.

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Así que no. Lo lamento. No creo que seaposible esa entrevista que usted sugiere.Ahora bien, si quiere usted contarme amí cuanto ha venido a decirle, tal vez yopueda hacérselo llegar a don Francisco.

Pedro protestó e intentó convencer adon Martín de que le fuera permitidohablar y verse con el viudo, mas Espinoy Algeciras no cedió. Resignado, Pedrorelató a su colega, del modo más precisoque pudo, sus sospechas sobre loscrímenes habidos en Jerez en ese año, laaparición junto a cada cadáver de unamoneda romana, la vinculación de lasvíctimas con caballeros veinticuatro ylas coincidencias, que no podían serfruto del azar, que confluían en loshechos.

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Cuando se marchó de la calle SanMarcos, lo hizo andando como un viejo.

Ya no cargaba sólo con laincomprensión de tantos, sino inclusocon sus sospechas.

Sospechas que, pudo comprobar, nose circunscribían al caballero Hinojosa,sino que parecían extenderse como unamancha de aceite. Pues esa mismamañana, y también los días posteriores,tuvo que soportar miradas de recelo,cuchicheos maliciosos y comentariosaviesos. E incluso algunos de susclientes privados —seis en concreto—remitieron a su bufete esquelasanunciando su deseo de prescindir delos servicios del abogado don Pedro deAlemán y Camacho.

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XXVII

LA NUEVA MONEDA

Entre la oscuridad, la tensión delmomento y la nerviosidad que seapoderó de él al vislumbrar el cadáverde doña Francisca Madán, Pedro apenassi había podido echar una mirada esanoche a la moneda romana aparecidasobre la frente de la víctima. Recordabamuy vagamente que en una de sus caras,la única que había podido atisbar, y nosabía si el anverso o el reverso, serepresentaba una especie de cuadrigacon muchas letras a su alrededor. Letras

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que no había podido distinguir y muchomenos retener en la memoria.

El lunes siguiente a la aparición delcadáver se personó a primerísima horaen la Casa de la Justicia, donde solicitóacceso a la moneda hallada junto alcadáver de la esposa del veinticuatroHinojosa.

—Lo siento mucho, abogado —lecontestó don Damián Dávalos yDomínguez, el escribano del cabildo, aquien uno de los escribientes habíarequerido de presencia en cuanto supode la solicitud de Pedro—, pero suseñoría ha ordenado que no le seapermitido el examen de esa pieza deconvicción.

—¿Sólo con respecto a mí se ha

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dictado esa orden? —se extrañó.—Bueno, ni a usted ni a nadie.—¿En qué razón se ampara don

Rodrigo? ¿Cómo es posible que alabogado de un preso se le impida elconocimiento y examen de una de laspruebas?

—Pues precisamente ahí radica elquid de la cuestión, señor De Alemán —arguyó el notario, que no estaba nadacómodo—. En que usted no intervieneen la sumaria por el asesinato de doñaFrancisca Madán y Gutiérrez. Por el quenadie, además y hasta la fecha, ha sidopreso. Por tanto, no habiendo preso, nopuede haber abogado. Así de sencillo.

—Pero esa moneda, don Damián —discrepó—, es también una prueba en la

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sumaria en que está encausadoDeogracias Montaño, que sí está preso yde quien soy su abogado, por serlo depobres del concejo. Tengo derecho,pues, a examinar esa prueba.

—No quiero disputar con usted,abogado, pues no me corresponde.Simplemente he recibido una orden deljuez y he de cumplirla. Pero es que,asimismo, le hago ver que el que esamoneda sea una prueba en la sumaria deltal Deogracias es algo que sólo mantieneusted y que nadie más comparte. Asípues, lo que le digo: que lo siento, peroque no puede usted examinar la monedahallada junto al cadáver de doñaFrancisca Madán, a quien Dios tenga ensu bendito seno. Es lo que hay, señor De

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Alemán.De nada valieron sus intentos de

convencer a don Damián: había recibidoinstrucción expresa del juez de locriminal y se amparaba en quedesobedecerla era delito. Y de ahí nohabía quien lo menease.

Abandonó la Casa de la Justiciapensando que para qué existía en Jerezuna casa con tal nombre si nadie, por loque se veía, quería que la justiciaprevaleciese. Se refugió en la oficinadel abogado de pobres y redactópetición escrita al juez para que le fuerapermitido el examen de esa pieza deconvicción, mas don Rodrigo la denegódestempladamente mediante providenciade 10 de noviembre.

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Frustrado, se devanó los sesospensando en cómo poder examinar lamoneda. Evaluó posibilidades yartimañas, mas todas se le antojaron a lapostre disparatadas. Llegó a rumiarincluso la posibilidad de hurtarla, perono tenía ni la valentía ni las habilidadesprecisas para esos menesteres.

Pero algo, voto a bríos, tenía quehacer.

El sábado 12 de noviembre de 1757,aprovechando que los sábados eran losdías en que menos actividad y menosescribientes había en la Casa de laJusticia, acudió allí a media mañana.Con la excusa de examinar la sumaria deDeogracias Montaño, estuvo escrutandode reojo, mientras fingía leer los

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legajos, a los tres funcionarios que enesa mañana allí estaban. A uno, a quiensólo conocía por su apellido, que eraBenítez, lo advirtió ensimismado en suspapeles. Parecía estar copiando unasresoluciones del juez para sunotificación a las partes en el pleito deque se tratase. Se fijó en cómo su lenguarosada y húmeda sobresalía por entresus labios, enfrascado como estaba en laescritura. Reparó en sus mofletesrollizos y en su cabello perfectamentepeinado y, sin poder decir muy bien enqué se basaba, pensó que ese individuono era dado a cohechos.

Llevó su escrutinio después alsegundo de los funcionarios: era un tipocadavérico, de piel blanca y pecosa, que

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se distraía hasta con el vuelo de lasmoscas. En su cara empalidecidadestacaban, empero, las venillas rojizasque la surcaban, lo que era signo deafición al aguardiente. Se llamaba, creyórecordar, Gregorio de nombre y Camposde apellido. En esos instantes se hallabaabstraído en la contemplación de unalagartija que correteaba por el techo dela habitación.

El tercero de los escribientes era unanciano llamado Antón López,escuchimizado y casi completamentecalvo. Llevaba toda la vida al serviciode los justicias mayores. Sabía de él queera un hombre servicial, que sabía másde leyes y pragmáticas que muchoscuriales y que tenía fama de recto e

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incorruptible. Era, por demás, quienhabía recibido su inicial petición deacceso a la moneda hallada junto alcadáver de doña Francisca Madán yquien había requerido la presencia dedon Damián Dávalos.

Se dijo, tras brevísima cavilación,que la elección, si tenía que hacerla,estaba clara: si alguno de esos tresescribientes podía ser dado a los untos,ése era el demacrado Campos. A losotros dos no los veía con disposición acohecharse.

Sabía que era un envite arriesgado ydel que podía salir mal parado si es queno acababa empapelado y preso, pero sedijo que, cuando a uno no le dan otrascartas, ha de envidar con las que tiene o

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levantarse de la mesa. Y si a algo noestaba dispuesto era a que lo sacaran dela partida. Así que, a la hora en que lajornada laboral finalizaba en la Casa dela Justicia, se apostó detrás de un poyode un escribano, que ya estaba a puntode recoger y que no paraba de mirar aPedro por si le requería escritura, yesperó a que los tres escribientessaliesen a la plaza. Lo hicieron los tresjuntos, aunque el viejo Antón López sedespidió enseguida de sus colegas y sedirigió a la cuesta de la Cárcel Vieja.Benítez y Campos, en cambio, tomaronjuntos el camino de la calle Caridad, yallí que fue el abogado de pobres en posde ellos, sintiéndose más mentecato quesabueso. Caminaron hasta la mediación

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de la calle, donde el llamado Campos sedespidió con un golpe en la espalda delnombrado Benítez, que siguió rumbo a lapuerta Real y la plaza del Arenal. El talCampos, por su parte, extrajo de sucasaca la faltriquera, la sopesó ypareció decidirse: y ahí que se fuedirecto al mesón del Tuerto, sitiohabitual de reunión de curiales yfuncionarios, donde buscó mesa, tomóasiento y requirió comanda.

Pedro de Alemán, tras suspirar yencomendarse al cielo, hizo lo propio.Cuando sus ojos se acostumbraron a laoscuridad del mesón, divisó enseguidaal escribiente, que se había aposentadosolo en una mesa situada en una esquina.Y ni corto ni perezoso, y sin reflexión

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previa porque de haber reflexionado nolo habría hecho, se acercó adonde elfuncionario se sentaba.

—Buenas tardes.Campos levantó la mirada y pudo ver

entonces Pedro sus ojillos inyectados ensangre.

—Ah, usted. Buenas tardes, abogado.—¿Le importa que me siente y le

convide? Necesito hablar con usted.—Encantado a lo primero y más

encantado aún a lo segundo. A lotercero, va a depender de lo que me diga—chisteó el hombre y su sonrisa fuetétrica en ese rostro mortecino, con susmellas y sus dientes desparejados ynegruzcos.

—¿Qué va a tomar usted? Se llama

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usted Campos, ¿verdad?—Gregorio Campos, para servir a

usted y a Dios. Y a la justicia, que es laque me paga. —Era, por lo que se veía,el hombre, y a pesar de su aspectolúgubre, dado a los chascarrillos—. Yahabía pedido una jarra de vino aguapié,pero, si paga usted, podríamoscambiarlo por un buen oloroso, ¿hace?Y un par de salchichas de las que elTuerto guisa tampoco estaría nada, peroque nada mal, por vida del rey.

Pedro hizo señas al mesero y encargóel vino —dos jarras— y las salchichas.Y de su cosecha añadió unas aceitunas ychorizos asados. Le iban a hacer falta elmosto y las grasas para reunir el corajenecesario para llevar a cabo lo que se

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proponía.Estuvieron, abogado y escribiente,

hablando de banalidades mientras lestraían la comanda, y se veía a Pedroalterado, e intrigado a GregorioCampos, que se olfateaba que eseletrado tenía algo que proponerle y queese algo no era de las cosas que sepueden sugerir con oídos inconvenientesde por medio. Y estuvo haciendocábalas y barruntando ganancias.

—Estuve hace unos días, Gregorio —abordó Alemán por fin el asunto que lomovía mientras Campos se zampaba unbuen trozo de salchicha—, en la Casa dela Justicia, solicitando examinar lamoneda que se halló junto al cadáver dedoña Francisca Madán, la esposa del

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veinticuatro don Francisco Hinojosa, yno me fue permitido. También se medenegó la petición escrita que formulé.

—Vaya por Dios —fue todo lo quedijo el funcionario sin dejar de mirar aPedro y de masticar la carne. Se limpióluego con el canto de la mano unchorreón de grasa azafranada.

—Y el caso es que me resultaextremadamente necesario tener accesoa esa moneda. Es una prueba crucial enuna sumaria en la que intervengo, señorCampos.

Y se embarulló, azorado como unacasadera, en prolijas explicacionessobre las muertes, las monedas, lassospechas y las coincidencias. Todo deforma muy deslavazada y en exceso

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farragosa. Y sin saber cómo poner fin ala perorata, como si fuera un curitamisacantano. Porque intentaba comofuera demorar la propuesta de cohecho,inseguro como se sentía de la manera enque el otro la podría acoger. Por másque fueran claras las señales de que loiba a hacer a gusto y con alborozo.

—¡Pare, pare, pare! —lo interrumpióel escribiente después de apurar su vasode vino y alzando ambas manos. Ycuando Pedro por fin cesó en sumonserga, añadió—: Que parece ustedun mercachifle, por Dios. ¿Cuánto?

—¿Cuánto? —Las derechuras delhombre parecieron coger al letrado porsorpresa—. Cuánto ¿qué?

—No se me haga usted el pánfilo,

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abogado, que usted y yo sabemos de quéva la alcancía. Y dígame, ¿cuánto me vaa pagar si le doy acceso a esa monedade los cojones?

***

El acuerdo que Pedro de Alemánalcanzó con Gregorio Campos se tradujoen una bolsa con varias docenas demaravedíes para el funcionario y unamañana con la moneda fuera de la Casade la Justicia para el abogado. Con laconveniencia de que éste hiciera conella lo que le placiera siempre que ladevolviera intacta al cabo de esetiempo.

El cohecho se llevó a cabo el sábado

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día 19 de noviembre, y antes de ese díatuvo Pedro que preparar lo preciso paraobtener fiel dibujo del denario en elescaso margen de tiempo en que iba adisponer de él.

Y lo hizo aun sabiendo los riesgos ylas posibles resultas.

Pero lo hizo.Ese sábado, después de recoger la

moneda de manos del escribienteCampos, se dirigió con el denario deplata hasta la Casa del Corregidor,donde habría de tener lugar su siguientecita. Que ya había sido previamenteconcertada.

A las diez en punto de la mañana.Así la había convenido el día

anterior.

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Como la otra vez.Estuvo, desde las nueve y media en

que había llegado a su oficina,desasosegado y acopiando buenospropósitos y mejores actitudes. Tambiéncomo la otra vez. Y diciéndose que lacita no era más que asunto de su oficio yno de su gusto. Que cargaba sobre sushombros responsabilidades de las quepodía depender la vida de un hombre yque no podía permitirse ni distraccionesni esparcimientos. Que actuaría con laprofesionalidad que su cargo le exigía ycon la discreción a que aquellasresponsabilidades le obligaban. Y quedebía dejarse de comportamientos quemás parecerían de un bachillerfebricitante que de un hombre casado

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como él era, con una mujer que no semerecía y con una hija por la que eracapaz de cortarle el rabo al mismísimoBelcebú.

Mas todos aquellos buenos propósitosy mejores actitudes se fueron al gareteen cuanto Evangelina González, a lasdiez en punto de la mañana, pidió veniapara entrar en la oficina del abogado depobres.

Dios mío.Llegaba abrigada, pues era frío aquel

sábado de noviembre, con una capilladel color de la pimienta que ocultabasus formas. Pero que, en cuanto se laquitó, resplandecieron como las guijasmojadas por la lluvia al salir el sol. Suscarnes blancas contrastaban poderosa y

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seductoramente con la tela de su vestido,del color de la mostaza, y todo en ellaera más hechicero incluso de comoPedro de Alemán lo recordaba.

Se levantó, torpe y salivando comopostulante bisoño, bisbisando un saludodesaliñado, cuando la niña llegó, ypretendió ayudarla a tomar asiento,aunque Evangelina rehuyó el contacto yse sentó sin auxilio. Sí consintió en quePedro tomara en sus manos la capilla yla colgara de la percha desvencijada quehabía en la estancia. Tardó unossegundos en encontrar palabras parainiciar conversación.

—Otra moneda, Evangelina —asícomenzó la charla, mostrenco.

—¿Quiere que le dibuje otra moneda?

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Bueno, sí, claro. Lo suponía. Cuando mebuscó usted. Pero eso es que…entonces… Eso es que… —Y seinterrumpió la muchacha, consciente delsignificado de lo que iba a decir.Horrorizada.

—Sí. Ha aparecido otro cadáver ycon él otro denario de plata. Y esta vezha sido la esposa de un veinticuatro,doña Francisca Madán, supongo quehabrás oído hablar de ese crimen.

—Sí, sí, claro, por supuesto, pero nosabía…

—Es que nadie da importancia alhallazgo de las monedas romanas junto alos cadáveres, Evangelina. Y losilencian. Todo el mundo pretendecerrar los ojos ante la evidencia de que

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nos hallamos ante unos asesinatoscometidos por una misma persona y conun mismo propósito.

—Y usted cree que es así.—No es que lo crea, es que lo sé,

mujer.—¿Puedo verla? La moneda.—Claro. Toma.Sacó Pedro el denario romano del

bolsillo de su casaca y se lo tendió a laniña, que evitó que sus manos setocaran. Lo examinó cuidadosamente ypasó el índice de su mano diestra por susuperficie.

—¿Tendría usted un paño y un pocode agua?

—Agua, sí, en esa jarra. Pero unpaño… Bueno, tengo un pañuelo, ¿te

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servirá?—Creo que sí.Pedro escudriñó el pañuelo, que

estaba arrugado, antes de dárselo aEvangelina. Y cerciorándose de que nohabía ninguna cazcarria adherida a latela. Ella lo tomó, sin importarle suarrugamiento. Pero, cuando deshizo suspliegues, una pizca de moco seco cayósobre la mesa. Ella la apartó sin darleimportancia, aunque relumbró en susojos un brillo de risa. Que los hicieronmás hermosos si es que ello era posible.Luego, mojó el pañuelo en agua y frotócon él la moneda, despacio y con muchomimo, como si fuera la piel de un reciénnacido. Al cabo, dejó de frotar ycontempló el denario.

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—Así está mejor —dijo, devolviendoel pañuelo a Pedro, ennegrecido enaquel lugar que había tomado contactocon la plata oscurecida por la pátina desiglos. Y añadió—: Tardaré un pocomás que las otras veces, señor. Lamoneda tiene muchas figuras y muchasletras. ¿Quiere que la dibuje aquí?

—Sí, tengo que devolverla a la Casade la Justicia antes de la una.

—Bien. Son poco más de las diez.Creo que a las once y media o así estaráel dibujo terminado. Podría usted volverpara entonces.

—Bueno… pues… si no te importa,preferiría quedarme. Tengo algunoslegajos urgentes que estudiar y algunosescritos que preparar, y debo hacerlo

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aquí. ¿Te molestará si me quedo?—Pues… no sé… Bueno… —Aunque

su contrariedad fue manifiesta; y sudisgusto—. Lo que usted diga, claro.

Puso sobre la mesa su saquillo consus lápices y sus carboncillos y Pedroretiró algunos documentos para hacersitio a la muchacha. Le dio también unpliego donde plasmar sus dibujos, yEvangelina González, después deestudiar una vez más la moneda,comenzó trazando su circunferencia enel papel impoluto.

Pedro bajó los ojos, no queriendoincomodarla, y comenzó a leer uno desus legajos. Era la sumaria de un juiciopor amenazas que habría de celebrarsela semana próxima. Intentó concentrarse

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en los papeles, pero la cercanía de lamuchacha, que estaba a no más de doscodos de él sentada al otro lado de lamesa, lo embarullaba. Y su aroma, queera como de pan recién hecho y dehierba recién segada. Y sus carnes, delas que pensó que fueron creadas porDios para ser acariciadas por loshombres. La vista, como si tuviera vidapropia, desertaba cada dos por tres delos manuscritos y repechaba por encimade sus pestañas. Y de refilón,disimuladamente, se posaba en el rostrode Evangelina, en esos ojos suyos,enormes, de color marrón oscuro con elbrillo y la textura de las maderas nobles,en su nariz de vestal de Roma, en suslabios turgentes y carmesíes, en sus

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mejillas de perfecta escultura, en lasformas de sus pechos y en su cabello delcolor de la cáscara de las nueces. Y a latercera o cuarta deserción pasó lo quetenía que pasar: que ambas miradas seencontraron y que en ambas refulgierondiferentes relumbres: de esperanza ydeseo, en los ojos de Pedro; deturbación e incomodidad, en los ojos deEvangelina.

Alemán, queriendo minimizar éstas,esbozó una sonrisa tímida, que fuecontestada con un pestañeo que parecíade fastidio y perplejidad en los ojos dela muchacha.

Ella enseguida escondió su mirada enel pliego en el que dibujaba y Pedrohizo lo propio en sus legajos. El silencio

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de la estancia sólo se veía quebrantadopor los murmullos y ruidos de pasos queprovenían de los pasillos y de lasrestantes oficinas de la Casa delCorregidor y por los sordos rumores dela vida diaria de la ciudad que lesllegaban desde fuera, desde el Arco y lavecina plaza del Arenal.

—¿Cómo vas? —preguntó al caboAlemán, cuando se apercibió de que lamuchacha tenía los ojos clavados en elpliego, pero que no dibujaba.

Evangelina González levantó la vistade los papeles y dejó el lápiz sobre lamesa. Había en sus ojos una miradadesmayada.

—No puedo —dijo.—¿No puedes? ¿Qué ocurre,

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Evangelina? ¿Es demasiado difícil parati el dibujo de esa moneda? Si es así,podemos…

—Usted.—¿Cómo?—Que no puedo dibujar con usted

ahí.—Pero… ¿por qué?—No puedo.—¿Te estorbo?—No puedo. Lo siento.E hizo ademán de ir a levantarse.—Espera, espera —le detuvo Pedro

el gesto, alzándose él—. Lo entiendo, loentiendo. Sé que hay muchas personasque no pueden trabajar si las observan.Mira, vamos a hacer una cosa, ¿vale?Deben de ser las diez y media, más o

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menos. Aprovecho y salgo a hacer unasgestiones que tengo pendientes en laescribanía de don Beltrán Angulo yvuelvo en cuestión de una hora o así. ¿Teparece bien? ¿Crees que para entoncesya habrás podido terminar los dibujos?

Ella asintió sin decir palabra, con lavista todavía naufragando en lasuperficie rayada de la mesa.

—Pues eso hacemos, ¿de acuerdo?Hasta pronto, entonces. Ahí tienes agua,y si necesitas cualquier otra cosa, notienes más que pedírsela a uno de losujieres de la casa. Yo daré aviso de quete quedas aquí y diré que no te molesten.Y toma ya tu dinero, tus diez reales.

Pedro no tenía en verdad ningunagestión pendiente en la notaría de don

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Beltrán. Salió al Arco del Corregidor ygiró hacia la derecha, hacia la plaza delArenal, que en ese sábado nublado denoviembre parecía más lánguida que enotros días. Pero de inmediato se topócon la visión tétrica del patíbulo quetodavía seguía levantado en el centro dela plaza, se acordó de DeograciasMontaño y desvió sus pasos hacia lapuerta Real, huyendo de esa funestacontemplación que le traía recuerdoslúgubres y sombríos presagios. Estuvovagando sin rumbo por el centro de laciudad a pesar de que la mañanaamenazaba lluvia, hasta que sus pasos,inconscientemente, lo llevaron a lascercanías de San Marcos, a lasinmediaciones de la calle Monte Corto.

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Pensó si solicitar visita al doradorGalera y enfrentarlo a sus sospechas.Para confirmarlas o descartarlas. Perose dijo que era una idea descabelladaque sólo podía acabar con denuncia, sino con algo más malo. Así que deshizosus pasos y regresó a la plaza de losPlateros.

Durante todo el tiempo estuvomariposeando por las habitaciones de sucerebro la imagen de EvangelinaGonzález. Y él luchando por que esaimagen tentadora dejara de revolotearpor su sesera. Recordó esas miradasfurtivas que había dedicado a lamuchacha, su sonrisa encogida, su vozengolada, sus palabras adolescentes, suactitud de zascandil, y se sintió ridículo.

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Se sabía un hombre débil —como todoslos hombres, intentaba consolarse— yque en él la carne era un animal siempreinsatisfecho. Pero no lograbacomprender esa obsesión que sentía porla niña de la calle Capachos ni lograbacomprenderse él. Había conseguidoencauzar su vida, ya no fullereaba comoantes, ejercía tan dignamente comocualquier otro abogado su oficio, tenía aAdela, a quien adoraba, tenía aMerceditas, por quien era capaz decualquier cosa.

¿Qué diablos le estaba pasando? ¿Aqué jugaba? ¿Es que no se daba cuentade que ese deseo suyo era un yugo? ¿Esque no advertía que podía ser el pasodefinitivo hacia el precipicio?

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¡Pardiez y voto a bríos!Estuvo tentado de visitar a don

Bartolomé Gutiérrez en la calle Algarve,pero en ese instante sonaron losprimeros cuartos de las once en elcampanario de San Dionisio y se dijoque era hora de regresar a la Casa delCorregidor. Y hacia allí encaminó suspasos, no sin antes prometerse que nohabría de pasar mucho tiempo sin que lehiciera esa visita al alfayate, puessemanas hacía que no lo cumplimentabay que no sabía nada de su saludprecaria, y allí, con él, en su casa ysastrería, siempre hallaba buenosconsejos y sabias lecciones; y se jurótambién que tendría que cesar en esaactitud idiota que mantenía hacia

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Evangelina González, de la que nadabueno iba a sacar, que evidentementeincomodaba a la niña y que lo hacíapasar por un lechuguino estulto. Y él,por vida del rey, no lo era.

¿Verdad?Comenzó entonces a chispear en la

muy noble y muy leal ciudad de Jerez dela Frontera.

Lágrimas de Dios.Sabría sólo Él si de risa o si de pena.

***

Cuando entró en su oficina de abogadode pobres, Evangelina estaba de pie,contemplando el ajado mapamundi quedecoraba una de las paredes. Se giró al

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apercibirse de que la puerta se abría.Pedro, sorprendido de hallarla tancerca, permaneció estante entre lasjambas.

Ambos se miraron.De similar manera que hacía un rato,

en esa mañana. Con relumbres biendiferentes en sus ojos.

Y los buenos propósitos de Pedro,construidos con tanto ahínco, setambalearon como las piedras del diqueante el embate furioso del mar.

Evangelina, sin decir palabra, sedirigió hacia la mesa, se llevó las manosal pecho como si al inclinarse se lepudiera abrir la camisa y permitir que seentrevieran sus carnes ocultas, tomó deella los pliegos en los que había

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trabajado y se los tendió a Pedro, quelos asió.

—Has terminado —dijo.—Sí, hace un poquito.—Siento haber tardado. En la

escribanía… pues…—No se preocupe usted. Ha llegado

antes de lo que me dijo y yo reciénacabo de terminar, como le he dicho.

—Pues vamos a ver esos dibujos.Siéntate, ¿quieres?

Y la ayudó a tomar asiento, aunque sinrozarla siquiera, e hizo él lo propio antela mesa de su oficina.

Observó el primero de los dibujostrazados por Evangelina González.Como los anteriores, eran dedelineaciones firmes, certeras, y

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reproducían hasta en el más mínimodetalle la moneda hallada junto alcadáver de doña Francisca Madán.

Era esto lo que Evangelina habíadibujado en el primer pliego, el anversodel denario:

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Pedro de Alemán examinó el dibujo yluego lo comparó con la moneda quedescansaba sobre la superficie de lamesa. Era una fiel y magnífica

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reproducción del denario con todos susdetalles e incluso con todas susimperfecciones, pues la moneda parecíaestar descentrada y algunas de susleyendas se perdían por sus bordes.

En ese anverso se observaba a unafigura, con melena y capa, arrodillada,portando en su mano derecha lo queparecía una espiga o una rama; detrás deella, se veía un camello, cuyas bridas lafigura genuflexa sostenía con su manosiniestra. Delante de las figuras seapreciaban dos letras: «S» y «C». A laizquierda, se veían lo que podían serparte de las aspas de una «X». Arriba,las letras «AED» y «CVR». Y debajo,«REX ARETAS».

—¿«Rex Aretas»? —masculló Pedro,

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más para sí que otra cosa, yreconcentrado.

—Sí, eso pone —contestó lamuchacha, con esa voz suya suave ycandorosa—. «Rex», en latín, quieredecir «rey», ¿verdad?

—Sí, eso es. «Rey Aretas». Perojamás supe de ningún rey con esenombre.

—¿Pudo ser un rey de Roma? —sugirió Evangelina.

—No lo sé, no estoy yo muy puesto enesas historias, pero no me suena. Y ahíparece estar la «X» de nuevo. Y esecamello, ¿qué significará? A ver, déjamever el dibujo del reverso, por favor.

Evangelina González le entregó elsegundo pliego en el que había

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plasmado el revés de la moneda:

—Otra cuadriga —soltó Pedro encuanto vio el dibujo.

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—¿Una cuadriga?—Sí, un coche de caballos antiguo.

De los que corrían en el circo de Roma,creo.

Había, en efecto, en el reverso deldenario, un coche tirado por cuatrocaballos y conducido por un auriga.Bajo las patas de los caballosEvangelina había dibujado algoparecido a un escorpión. Y, tal comohabía dicho la niña, el reverso de lamoneda estaba lleno de letras: en laparte de arriba, «P HVPSAEVS AEDCVR»; debajo de la cuadriga, «CHVPSAE COS PREIVER»; y detrás,«CAPT». Un auténtico galimatías.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el abogado de pobres, abatido

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y confuso—. ¿Qué puede significar estajerigonza? ¡Esto no nos conduce a nada,por Dios! ¡Ni siquiera soy capaz depronunciar esas palabrejas que hasdibujado!

—Lo siento —se disculpó EvangelinaGonzález—. Yo sólo he dibujado lo quehe visto, señor.

—No, no, no te disculpes —dijo,poniéndose en pie y dando largos pasospor la oficina—. No es culpa tuya, a femía. Es que… no sé, pensaba que nosíbamos a acercar, que en esta monedapor fin iba a contenerse una pista quenos pusiera en el buen camino. Pero estodo lo contrario. Todo está cada vezmás oscuro y más embrollado. «REXARETAS», «HVPSAE», «CAPT», la

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«X» de nuevo, la cuadriga otra vez, uncamello ahora, un maldito escorpión…¡Virgen santa! ¡Esto me supera! ¡Notengo ni la más remota idea delsignificado de todo esto!

Se hizo en el despacho un silencioembarazoso que sólo interrumpían lospasos de Pedro, que deambulaba por laestancia sin ton ni son. Al cabo sedetuvo en mitad de la habitación yenfrentó a Evangelina, que lo miraba asu vez algo cohibida. La contempló, viosu rostro tan hermoso y tanapesadumbrado, y revivieron en élentonces aquellas tentaciones, aquellosdeseos. Se sintió que estaba a punto deldesliz y aspiró aire como si la bocanadapudiera llenarlo de sensatez. «Es el

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momento de decirle adiós, Pedro»,pensó para sí. «De dejar que se vaya. Yde olvidarte de ella de una puñeteravez».

«Venga, vamos, hazlo».—Está bien, sentémonos —fue, en

cambio, lo que dijo. Y tomó asiento ensu sillón frailero.

—¿Quiere usted algo más de mí? —preguntó la muchacha, que permanecióde pie. Y algo azarada.

—Pues… si no te viene mal, sí. Estemprano todavía. ¿Por qué no tesientas? Me gustaría hablar contigo.Será sólo un momento, de verdad. A versi me puedes ayudar con este embrollo.

Evangelina González alzó los ojos yllevó su mirada a la de Pedro de

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Alemán. No supo éste qué vio la niña enella, pero lo cierto fue que esos ojosmarrones inmensos se llenaron detonalidades de agua. Tomó asiento, sinembargo, y al hacerlo ese agua compusopárvulas mareas en sus pupilas.

—Dígame usted. ¿Qué quiere usted demí?

«Ésa es la pregunta que no paro dehacerme —caviló Alemán—. ¿Quéquiero yo de esta niña?».

Quiso pensar que lo que quería no erasino remediar el daño causado,compensarla de alguna forma por elperjuicio que había sufrido en el juiciodel dorador Galera, cuando cayó, comola niña que era, en las redes de suañagaza. Quiso convencerse de que era

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eso lo que quería y nada más. Y de esamanera también, a lo mejor, aplicar unbálsamo en su propia conciencia que,por escasa que a veces fuera, tambiénhabía sufrido con la artimaña y con elresultado de ésta. Pero, al fin, cuando nopudo por menos que reconocerse que notenía forma de domeñar su mirada, quese iba una vez y otra a los ojos y lascarnes de Evangelina, y que en esamirada había más calentura quearrepentimiento, tuvo que resignarse a laevidencia de que esa muchacha leprovocaba más incontinencia queternura, más fuego que compunciones,más pasión que deseos de remediar sudesventura. Que, aunque también loshabía, se disipaban en la hoguera de su

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carne. Meditó en cómo responder a lapregunta que Evangelina le habíaformulado —«¿Qué quiere usted demí?»—, mas las palabras encallaban ensus labios como si estuvieran ancladas asu garganta.

—¿Podemos ser amigos, Evangelina?—¿Amigos?Y de nuevo ese brillo de agua

meciéndose en sus ojos marrones.—Sí, ¿por qué no?—Mi abuela decía —repuso

Evangelina con una sonrisa párvula ytriste— que la amistad es como la salud.

—¿Como la salud? No entiendo.—Sí. Para estar sano no basta con

quererlo. Pues con la amistad ocurreigual. No basta con querer ser amigo de

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alguien. Hay que ver si se puede seramigo de ese alguien.

—¿Y tú no puedes ser amiga mía?Ella meneó la cabeza y había en su

gesto una tristeza infinita.—No.Y ahora aquel brillo de agua se

desbordó en sus párpados y brotóconvertido en una lágrima que se deslizósuavemente mejilla abajo.

—¿Qué te ocurre, Evangelina? ¿Estásllorando? ¿Por qué no podemos seramigos? ¿Es por lo que pasó en eljuicio? No hay nada que desee más quereparar el daño que se te hizo.

—No es por eso únicamente.Y también esa lágrima mojó su voz.—¿Por qué es, entonces?

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Evangelina bajó la cabeza, al mismotiempo que volvía a moverla de un ladoa otro, como si no pudiera entender queese hombre que se sentaba frente a ellano captara el sentido de sus palabras.

—No es sólo por lo que pasó en eljuicio de don Antonio. No. —Y con eldedo índice de su mano diestra recogióla lágrima que ahora se deslizaba porsus labios. Pero después de ésa vinieronotras y su voz se empapó por completo.Y sus palabras brotaron atropelladas yhúmedas—. No es sólo por eso. No essólo porque usted me hiciera quedarcomo una mentirosa en ese juicio. Nosólo es porque usted me hiciera pasarpor una perjura. Y por una puta. Conperdón. No es sólo porque perdí mi

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trabajo y mi honra. No es sólo porqueperdí el cariño de Jesús, con quienllevaba saliendo apenas dos meses y dequien estaba enamorada, o eso creía almenos. No es sólo porque oigo llorartodavía a mi madre por las noches. Noes sólo porque mi padre ya ha tenidodos altercados en el barrio porque oyóhablar mal de mí. No es sólo porquetambién Jesús perdió su trabajo en lasombrerería, porque igualmente se peleócon un cliente que arrastró mi nombrepor el barro. No es sólo porque aqueljuicio, y usted con él, me ha destrozadola vida y me ha convertido en unadesgraciada. No, señor. —Y ahoralloraba abiertamente—. No es solamentepor eso.

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Pedro quedó anonadado, sin saberqué decir. Fue entonces cuando tuvo másque nunca conciencia del daño inmensoque le había irrogado a esa muchachaque se deshacía en llanto frente a él yque a duras penas en esos momentos seponía de pie, temblando.

—Evangelina, yo… —acertó a decir,levantándose también, pretendiendoacercarse a la niña, consolarla, hacerque ese llanto que le estaba rasgando elalma cesara.

Pero ella avanzó las dos manos conlas palmas abiertas, como interponiendouna barrera entrambos.

—Es porque en sus ojos hay el mismobrillo que en los ojos de él.

—¿En los de quién, por Dios?

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—En los ojos de don Antonio Galera.—No te entiendo, Evangelina.—Hambre.—¿Hambre?—Sí, eso veo en sus ojos, señor.

Hambre. Y no es hambre de pan. Eshambre de mí. Y yo sólo quiero que medejen en paz. Usted y todos. Por Diosbendito.

Estas últimas palabras las habíapronunciado esmorecida. Y así semarchó de la oficina del abogado depobres, trastabillando y dejando lapuerta abierta a sus espaldas.

Pedro, de pie ante su mesa, sólo sintióvergüenza.

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XXVIII

UNA IMPOSIBLEREPARACIÓN

Tardó al menos diez minutos enreaccionar.

Durante ese tiempo estuvo de pie ensu despacho de la Casa del Corregidor,soportando que las palabras deEvangelina González resonaran en susoídos como timbales. Y que le arañaranel alma como gumías. Y ese vocablo quela niña había pronunciado—«¡Hambre!»— se reproducía una vezy otra en su mente como un fogonazo.

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Cuando el nudo que tenía en lagarganta le permitió acompasar larespiración, tomó asiento. Se observóambas manos y comprobó que temblabancomo ropa tendida al aire.

Recordó, como si los estuvieraviviendo ahora, momentos cruciales desu vida. Los momentos amargos. Losmomentos en que más bajo había caído.Esos momentos en los que el monstruoque llevaba dentro había dejado asomarsus fauces. ¡Y habían sido tantos! Loacontecido allí mismo, en esa oficina,con Catalina Cortés y con tantas otras,su viaje a Sevilla, su ayuntamiento conla puta sevillana en el mesón delCastellano, sus cientos de fulleríasdurante el tiempo de su ejercicio…

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Pero jamás, ¡jamás!, se había sentidotan sucio como ahora.

Había pensado que la bolsa deescudos que entregó a EvangelinaGonzález y a su padre cuando fue porprimera vez a visitarlos en su casa de lacalle Capachos después del juicio deldorador había sido una suficientereparación. Había creído, ¡iluso de él!,que el oro podía lavar la ignominia, quela honra perdida podía compensarse conel sonido y el brillo de las monedas.Que el dolor podía pagarse con dinero.

Y que de ese dinero podría obteneralgo más.

Idiota.Maldito idiota.«¿En qué mundo vives?».

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Tonto a nativitate.Y por si hubiese sido poco el daño

hecho, después, como si nada hubierapasado, había pretendido que la niña lesonriese, aceptase con un retozo debienvenida sus torpes acercamientos,que admitiese con alegría sus lerdosgalanteos, que olvidase los agravioscomo si no se hubiesen producido.

Pero sí se habían producido.¡Y de qué extrema manera!Vio los pliegos que Evangelina había

dibujado con tanto esmero encima de lamesa y la maldita moneda romana allado. Sintió una punzada deremordimiento cuando contempló ambascosas. Sintió rabia, ira, asco. Hacia símismo. Se guardó moneda y dibujo en un

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bolsillo de la casaca y abandonó con unportazo la oficina del abogado depobres. Le faltaba el aire, se ahogaba ensu interior. Ahí los recuerdos de supasado canalla se le venían encimacomo un diluvio.

Sin fijarse por dónde andaba y sindarse cuenta de que chispeaba en Jerez,llegó a la plaza del Arenal. La cruzó conpaso cansino, como si hasta las ropas lepesaran, rumbo a la collación de SanMiguel, aunque sin tener claro enabsoluto su destino.

O sí.Más de uno de los transeúntes que por

allí caminaban a paso rápido eintentando resguardarse de la llovizna sequedaron mirándolo con gesto de

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sorpresa. Tal vez por su caradescompuesta, tal vez por su gesto desufrimiento, tal vez por su andarquelonio.

O tal vez porque veían su perversidady lo rehuían.

Pensó Pedro.Al llegar a la iglesia de San Miguel

se detuvo. Se acordó del dorador Galeray lo maldijo, pues veía en él el origen detodas sus dificultades. Parado junto a lapuerta del Evangelio sacó su librillo denotas, donde apuntaba sus tesis, suspensamientos y los detalles de losjuicios. Pues una idea le rondaba por lasmientes, una idea que lo había llevadode forma casi inconsciente a la collaciónde San Miguel. Otra reparación, aunque

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fuese igual de imposible y de inútilprobablemente. Pero esta vez no seríacon monedas de oro, sino con ellenguaje del alma. Buscó lasanotaciones del juicio del dorador yhalló allí la que buscaba.

La calle Sol.Allí vivía.Y allí se dirigió.

***

La calle Sol era una vía larga, de lasmás largas de Jerez, y también de lasmás populosas, y recibía su nombreporque se decía que, por su estructura,en ella lucía el sol más tiempo que enninguna otra. Comenzaba en la esquina

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de la calle Pedro Alonso y se rendía alos pies del Humilladero de la Yedra.

A Pedro de Alemán le costó un buenrato encontrar la casa que buscaba. Lohizo después de preguntar en comerciosy en casas particulares y de levantar lassuspicacias de más de uno. Y cuandohabía dejado de llover y cuando en uncampanario cercano dieron las mediasde las doce. Y fue entonces cuando seacordó de la moneda que llevaba en elbolsillo de la casaca y de sucompromiso de devolvérsela alescribiente Campos antes de la una.

—¡Que le den morcilla al escribienteCampos!

—¿Cómo dice usted?Sin darse cuenta, había pronunciado

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el exabrupto en voz alta y llamado laatención de un individuo que a duraspenas arreaba a un cerdo amarrado a unasoga. El gorrino, como si supiera queera tiempo de matanza, se agarrabacomo podía con sus pezuñas a las guijasde la calle, que, aunque ya habíaescampado, seguían mojadas.

Se dirigió a la casa que le habíanseñalado y preguntó por quien buscaba.Una mujer mayor y desdentada, a quientuvo que repetir dos veces surequerimiento, pues parecía oír bastantepoco, le dijo que aquella persona no sehallaba allí.

—Ha ido a la plaza Peones, comocada día —le explicó con su vozcascada y subida de tono, como la de

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todas las personas con problemas deaudición—, a ver si encuentra trabajo.

—¡¿Es usted su madre?! —Tuvo quepreguntarlo dos veces y alzando la vozpara que la mujer lo oyera.

—¡Sí! ¿Y usted?—¡¿Tardará mucho en volver?!—¡Para la hora de comer, calculo!Pedro dio las gracias a la mujer y

buscó un lugar donde esperar sin llamaren exceso la atención. Que tampoco eramuy difícil porque, a esas horas y con eltiempo como estaba, no había muchagente deambulando por esa callehabitualmente tan bulliciosa. Lo halló, elrefugio, bajo un balconcillo del que, deser necesario, podría resguardarse de lalluvia. El tiempo transcurrió despacio,

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como rubricando los minutos cada unade sus penas. Sería poco antes de la unacuando vio acercarse, por la mismaacera en la que se guarecía, a un mozode no mucha altura pero de buena planta,moreno, en sus carnes, tez de buen colory ojos muy vivos bajo unas cejaspobladas. No había en él nada quedestacase de modo especial. Peroenseguida supo que era ese mozo dequien se había enamorado EvangelinaGonzález. Y muy a su pesar, no tuvo másremedio que reconocerse que le cayóbien en cuanto lo vio. Porque había en élalgo, no sabía qué, que rezumabaenergía y ganas de vivir.

—Hola. ¿Eres Jesús? ¿Jesús Nieto?El joven detuvo su marcha y

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contempló al abogado de pobres. Lucióuna sonrisa amplia y franca que dejó aldescubierto unos dientes grandes.

—Hola. Sí. ¿Y usted?—Pedro de Alemán y Camacho,

abogado.Y se nubló la sonrisa en la cara del

zagal cuando supo del oficio de quienestaba plantado ante él.

—Vaya —suspiró, no tanto resignadocomo dispuesto a afrontar lo que viniese—. Así que por fin me ha denunciado.Ya sospechaba yo que la justicia eralenta, pero ¿tanto? ¡Si hace ya más decuatro meses de aquello!

—¿Denunciado? ¿Aquello? Mepierdo, vive Dios. ¿De qué hablas?

—Del mamporro que le pegué al

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carajote del padre de Luisita. Que bienmerecido que se lo tenía, joder. Puesbueno, usted dirá qué desea y quéresultas me va a traer la denuncia. Y siquiere que hablemos aquí o si he deacompañarlo a algún sitio. Aunque nosean horas, porque al menos podríandejar los justicias que pasara la hora decomer para proceder a los arrestos, ¿no?

Pedro, aunque embarulladamente, fuehilando los cabos de las palabras deljoven. Recordó lo que le había contadoEvangelina González: que, pordefenderla, Jesús perdió su trabajo en lasombrerería donde estaba empleadocuando se había enfrentado con uncliente, golpeándolo, que había habladomal de ella. Un boceras que la había

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vituperado con motivo de lo sucedidocon el dorador Galera. Y a Pedro legustaron los redaños del muchachocuando enfrentó de tal modo, y con tantoaplomo, la tesitura.

—Bueno, bueno, creo que nosestamos enredando —adujo Pedro—.Que ni yo vengo por denuncia ninguna nitengo orden de arresto contra nadie. Nitenerla puedo, además, pues no soyalguacil, sino, como te he dicho,abogado. Y sí, mejor será quebusquemos un lugar donde podamoshablar con calma. Tú dirás, que eresvecino de la collación y sabrás mejorque yo dónde aclarar el entuerto.

—Pues si no viene usted a arrestarme,podemos ir a mi casa, que está ahí al

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lado y nadie nos molestará porque mimadre está sorda como una calavera, o ala posada de Higinio, que está cerca, alcomienzo de la calle Marimanta. Desdeya le digo que si le apetece un vino,mejor la posada, pues en mi casa está eltonel vacío.

La posada del tal Higinio, a la quePedro había elegido acudir paraproseguir la conversación con JesúsNieto, era un figón de mala muertedonde olía a las gallinas que atestabanel corral anejo, al aserrín quealfombraba el suelo y a la humedad delas paredes. Ambos pidieron vinocaliente que acompañaron con huevosduros. Que era, además de un quesomohoso y unos chorizos chuchurridos, lo

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único que allí parecía se podía comer.—¿Ha habido suerte en la plaza

Peones? —comenzó Pedro la charla—.¿Has encontrado trabajo?

—Por poco. Me quedé a tres númerosde la lista de un alarife que estababuscando obreros para unas obras en laplaza de Benavente. A ver si mañana haymás fortuna. Llevo casi mes y pico sintraer un real a casa y lo estamos pasandomal, la verdad. Supongo que usted nohabrá venido a ofrecerme trabajo…

—La verdad es que no —respondióPedro, aunque en esos instantes unaidea, con la que no había llegado enabsoluto a la calle Sol, comenzó arondarle por la cabeza. Otra de susideas, que a ver dónde y cómo acababa.

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—Pues entonces, usted dirá.Pedro no supo cómo abordar la razón

que lo había llevado a buscar a esejoven, a Jesús Nieto, en esa mañana denoviembre. Decidió ir al grano.

—Es de Evangelina de quien vengo ahablarte.

La pena se posó en los ojos del mozocomo una lágrima. No dijo nada. Selimitó a mirar muy fijamente a Alemán.Dejó en el plato, casi intacto, el huevoduro que había descascarado ymordisqueado.

—No estuviste en el juicio, ¿verdad?—prosiguió Pedro.

—No.—¿Por qué?El joven pensó las palabras antes de

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pronunciarlas. Jugueteaba, comobuscando tiempo, con las cáscaras delhuevo.

—No tuve bríos para presenciarcómo se hablaba de la deshonra de minovia por parte de otro y en medio detodo el mundo. Por eso.

—Yo fui el abogado que defendió a suviolador.

Observó cómo el mozo apretabapuños y dientes. Un trozo de cáscara dehuevo quedó pulverizado entre susmanos.

—Usted —masculló Nieto.—Sí, yo.—Y consiguió que absolvieran a

ese… a ese…—Era mi trabajo y mi obligación,

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Jesús.—¿No es el trabajo de los abogados

conseguir que se haga justicia?—Si así hablas, y si piensas que no se

hizo justicia con la absolución delacusado, deduzco que sabías queEvangelina decía verdad cuandoafirmaba haber sido abusada por lafuerza por su amo.

—¡Pues claro! Ella… ella nunca lohabría hecho de grado. ¡Por supuestoque no!

—Así pues, Jesús, si sabías que decíaverdad, ¿por qué la dejaste? ¿Por qué nosigues con ella? Sabes que ella está…no sé… ¿Enamorada, tal vez…? De ti.Sí, de ti, voto al cielo. Y no te puedes nifigurar cómo está sufriendo esa niña.

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—¡No pretenda usted hacer recaersobre los hombros de los demás lasculpas que al único que le correspondenes a usted! —casi gritó el muchacho. Yapuró su vaso de vino caliente para verde calmarse cuando se apercibió de quesu destemplanza había llamado laatención de los restantes parroquianosdel figón.

—No has respondido a mi pregunta,chaval. Yo ya cargo con mis culpas, te lojuro por Dios. Pero tú no debes hacerrecaer el peso de tu ira sobre quien notiene culpa alguna. Sobre Evangelina.

—No quiero mantener estaconversación con usted —espetó JesúsNieto, haciendo ademán de irse.

—Sólo te pido que respondas a esa

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pregunta que te he hecho. Después, si asílo quieres, me iré y no volverás averme.

—¿Cómo quiere usted que hubieseseguido noviando con ella, después delo que pasó? Después de que la… deque la…

—¿Después de qué, Jesús? ¿De que latomaran por la fuerza? ¿De que lerobaran con violencia aquello que sóloal hombre que hubiera casado con ellale habría dado de gusto? ¿Después deque la violentaran, de que la ultrajaran,de que la forzaran? ¿De que lequebraran su dignidad de mujer? ¿Tanpoco hombre eres? ¿O es que crees que,para limpiar tu conciencia, bastaronaquellas puñadas que le diste al padre

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de la tal Luisita, al que golpeaste en lasombrerería de la que después teecharon?

—Usted no tiene derecho a hablarmeasí…

—Posiblemente lleves razón, pues fuiyo quien contribuyó a aumentar su daño,al conseguir la absolución de quien lahabía violado. Pero en lo que seguro queno llevas razón es en hacerla a ellaculpable de lo que sucedió en contra desu voluntad. Y lo más curioso de todo esque, o mucho me equivoco, muchacho, ola sigues queriendo. Vi tu rostro cuandote dije que venía a hablarte de ella, deEvangelina. Y en la luz de tu cara y detus ojos no había rencor, ni encono, tansólo pena, Jesús. Pena por haberla

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perdido. Por haberla dejado. Y no sepuede uno lamentar de perder aquelloque en verdad no se quiere. No se penapor lo que no se ama. —Jesús Nietohundió la mirada en la madera rugosa dela mesa y no dijo nada—. Ella no tuvoculpa ninguna de lo que pasó —prosiguió el abogado de pobres—. Y esla misma que antes de que pasara. ¿Quéha cambiado en ella, Jesús? ¿De quécarece ahora que antes tenía? ¿No sonlos mismos sus ojos y su cara y su voz ysu alma? ¿Qué ha cambiado enEvangelina, dime? ¿O es que acaso elque un hombre horrible la tomara por lafuerza ha cambiado algo en ella? ¿Esque acaso no es la misma? —El zagalsiguió en silencio, llenos sus ojos de

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lágrimas—. Quiera Dios que no tengasque pasarte la vida entera lamentándotede tu decisión, chaval —concluyóPedro, exhausto, levantándose de lamesa—. Yo, de ti, no dejaría pasar ni undía más sin correr a su encuentro.Porque, probablemente, lo que le pasóno le ha quitado ni un ápice de su valía,de su dignidad y de su virtud. Muy alcontrario, las ha reforzado, pues ella nose resignó con lo que le pasó, sino queexigió justicia. Al revés de lo quemuchas otras hubiesen hecho, que sehabrían conformado con una buena bolsay guardado silencio. Lo que pasa, Jesús,es que en muchas ocasiones la justiciano premia la verdad, sino que la castiga.Y estás hablando con quien bien lo sabe.

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Queda con Dios, chaval.Pedro de Alemán salió al exterior de

la calle Marimanta y se dio de brucescon esa mañana grisísima que más aúnle ensombrecía el ánimo. Fue a tomar elcamino de la calle Sol cuando sintió queuna mano se posaba en su hombro. Segiró y se encontró con Jesús Nieto, quehabía salido detrás de él de la taberna.

—Dime —exigió, cansado.Jesús Nieto lo miró a los ojos.—¿Ella le ha hablado de mí?El abogado de pobres se encogió de

hombros.—¿Qué le ha dicho?—Que fuiste una más de las

penitencias que tuvo que pagar por unpecado inexistente.

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Y siguió su camino, mas el muchacholo sobrepasó y se le plantó delante,obligándolo a detenerse.

—¿No me guarda rencor? ¿No hablade mí con ira?

—El rencor cierra puertas. Y ella,Jesús, tiene las puertas abiertas para ti.Acude a ella antes de que otro lascierre.

Echó a andar, sintiendo un pesotremendo sobre los hombros. Mas sedetuvo de pronto cuando no llevabaandada ni media docena de pasos. Sevolvió y vio que Jesús Nieto permanecíadonde lo había dejado, hecho un mar dedudas. Se acercó a él.

—¿Te gustaría trabajar para mí? —lepreguntó.

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—¿Yo? —preguntó a su vez el joven,confuso—. ¿Trabajar para usted? ¿Dequé?

—Vigilando a quien le hizo daño aEvangelina. A don Antonio Galera,jurado y dorador. Serían unos cuantosmaravedíes por día, que seguro quevienen bien en tu casa. Y de camino,podrías ayudar a que se hiciera justicia.—Y le explicó a continuación, muyresumidamente, lo que pensaba deljurado y de su posible implicación enlos crímenes habidos en Jerez en losúltimos meses—. ¿Qué me dices?

—¿Lo sabrá ella?—¿Qué? ¿Que trabajas para mí? ¿Que

te convertirás en la sombra deGalera…? No lo sé. Tal vez. ¿Por qué?

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—¿Cuándo empiezo, señor?

***

Eran más de las dos de la tarde cuandoPedro de Alemán regresó a la Casa de laJusticia. Ya la jornada laboral habíafinalizado y la plaza de los Escribanosestaba casi vacía. También habíaacabado hacía rato ya la habitual sesiónde los sábados de los veinticuatros en elconcejo, cuando hacían uso de suprivilegio y potestad de reunirse ellossolos, sin la presencia del corregidor ylos jurados, para tratar asuntos que lesvenían reservados por las ordenanzas.

Vio desde lejos al escribienteCampos, que aguardaba en la puerta de

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la Casa de la Justicia. Y sin parar demenearse, como a punto de sufrir unvapor. Se acercó a Pedro corriendo encuanto lo divisó.

—¡Por Dios bendito! —exclamó, y elletrado tuvo que dar un paso atrás paraevitar que la saliva que se escapaba dela boca del hombre lo salpicara—.¡Abogado, ya era hora, pardiez! ¡Meprometió usted que estaría de vueltaantes de la una y son más de las dos.¡Deme la moneda, voto al cielo, que meva a buscar usted la ruina! ¡Coño! ¿Aquién se le ocurre confiar en unabogado?

Pedro tomó la mano del funcionario,se la abrió y depositó en su palma eldenario del rey Aretas

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destempladamente.—Tome usted su moneda y disfrute de

su cohecho —le espetó—. Y no metoque las narices, Campos, que no llevoyo el día para recriminaciones.

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XXIX

EL CONSEJO DE DONBARTOLOMÉ

Parecía Jerez en esos días una ciudad enestado de alerta. Se duplicaron lasrondas, se contrataron corchetes, seintensificaron vigilancias, se expulsó desus muros a vagos y transeúntes, seinterrogó a mendigos y limosneros, seinvestigó a quienes en años pasadoshabían sido procesados por delitoscontra mujeres, se incrementaron loscelos de la queda.

Habían sido asesinadas la hija y la

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esposa de sendos regidores y esoscrímenes no podían quedar sin castigo.

Los veinticuatros, en sus sesionessemanales, dictaron bandos, prometieronrecompensas, requirieron la ayuda delConsejo de Castilla y de la RealChancillería de Granada, se ampliaronlas desconfianzas en puertas y postigos,se hicieron registros y requisitorias.

Alguien, uno de los jurados, insinuóen una de las sesiones del concejo queesos crímenes podían ser obra de losmaleantes y desharrapados quemerodeaban por la campiña jerezana,sin oficio ni beneficio ni posibilidad dehallarlos, prodigando hurtos y tropelíaspor cortijos y caseríos. Y se requirió elauxilio de la Santa Hermandad.

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En Jerez de la Frontera había dosalcaldes de la Santa Hermandad, amboselegidos cada año por el cabildomunicipal: uno por el estado noble yotro por el de los hombres buenos,llanos y pecheros. Ostentaban ese añodel Señor de 1757 las alcaldías de laSanta Hermandad un veinticuatro y unterrateniente, con funciones de policíaen el ámbito rural e incluso conamplísimas competencias judiciales. Ybien que las ejercieron sus cuadrilleros,pues detuvieron a todos cuantosmerodeaban por los campos y susalcaldes procedieron a enjuiciamientosrápidos que acabaron, en las más de lasveces, en azotes y multa, y en todos loscasos con el destierro de los reos a

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muchas leguas de Jerez como penaañadida.

Todo, sin embargo, resultó ser envano. Porque por muchos vagos quefueron encarcelados, muchos exilios quese ordenaron, muchos azotes que sepropinaron y muchas multas que seimpusieron, los asesinatos de IsabelMaría Medina y de Morla y de doñaFrancisca Madán y Gutiérrezcontinuaban sin resolución y sinencausamiento.

Pedro, por su parte, siguió contando atodos quienes lo querían escuchar, ycada vez eran menos, que todos loscrímenes eran obra de un mismohomicida, pero nadie parecía oír susimpetraciones, como si clamara en el

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desierto. La sumaria de DeograciasMontaño seguía paralizada y el preso,consumiéndose en las ergástulas de lacárcel real. Recibía dos o tres veces porsemana los partes de Jesús Nieto de susvigilancias al dorador Galera, pero, másallá de enterarse de que ahorafrecuentaba con mayor asiduidad ellupanar del mesón del Toro, a nadallevaban esas asechanzas.

Decidió, pues, y por fin porque a susoídos había llegado la noticia de que lasfiebres ya lo habían abandonado, hacerlo que sus ocupaciones y la enfermedadde su amigo no le habían permitidohacer en los últimos meses: visitar yrequerir los sabios consejos de donBartolomé Gutiérrez, el alfayate de la

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calle Algarve.

***

—Esto se acaba, hijo. Todo, loqueramos o no, llega a su fin.

—No diga usted eso, don Bartolomé.De verdad que lo veo mejor que laúltima vez que vine a visitarlo.

Don Bartolomé Gutiérrez habíarecibido a Pedro de Alemán en lasastrería, que, al igual que siempre,estaba llena de rollos de tela, depatrones pintarrajeados con tiza, deprendas a medio cortar o medio coser,de cintas de medir, de acericos y, cómono, de libros, de muchos libros ypapeles, pues era también allí donde el

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alfayate escribía sus obras y sus versos.Sin embargo, pese a ese aspectoidéntico de la estancia, era tododiferente en ella: estaba ganada de unaura de pesimismo, de negatividad, depesar incluso, como si esas telas, esospatrones, esas cintas de medir y esoslibros supieran que a quien durantetantos años los había manejado con tantomimo y tanto esmero se le acababa eltiempo y el aliento vital.

Había hecho el viejo alfayate todo loposible por que Pedro no se percatarade su estado de enfermo y su debilidad:lo había recibido de pie, con unasonrisa, y empuñando en su mano diestrala enorme tijera con que cortaba suspatrones. Pero el temblor de sus manos,

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que apenas tenían fuerza para sostenerlas tenacillas; y la extrema palidez de sucara apergaminada; y el estremecimientode su cuerpo, que casi no se sostenía enpie, y más con la pierna mala que elsastre soportaba desde niño; y laopacidad de sus ojos, otrora tandespiertos; su respiración fatigosa ysibilante; y la blancura de sus labiosdelataba que el tiempo de donBartolomé Gutiérrez, el ilustre jerezanoque tanto había amado a su tierra y cuyahistoria desde los tiempos de lostartesios había compendiado eninfinidad de legajos, tocaba en verdad asu fin. Todo en él hablaba de despedida.Y, sobre todo, advirtió Alemán con unacongoja que le llenaba los ojos de

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lágrimas, sus orejas, que setransparentaban, y que le recordaron alas de su padre, don Pedro de Alemán yLagos, en su agonía postrera.

Y sintió el abogado de pobres unapena inmensa, un dolor casi físico,cuando fue consciente de que la sangrede ese cuerpo se enlentecía y que elhálito de ese alma se apagaba. Y temióel tiempo en que fuera doblementehuérfano, pues ese buen hombre, donBartolomé Domingo Gutiérrez, sastre yescritor, ilustre no por su cuna sino porsu natural ingenio y discreción, habíasido como un segundo padre para él.

—El tiempo no es más que ladistancia que media entre la vida y lamuerte —filosofó el anciano—, y el mío

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ha sido largo y fructífero. He dadocuatro hijos al mundo que serán buenoshombres. He estado casado con Amparo,que, aunque algo adusta, me ha hecho lavida muelle. He podido hacer lo que megusta: enhebrar agujas e historias. Hasido, pues, un buen tiempo. Pero ya seacaba, Pedro, y de nada vale resistirse aesa verdad inexorable porque, dehacerlo, de rebelarnos contra ella,estaremos renunciando a lo más hermosoque Dios Nuestro Señor nos puederegalar: una muerte buena. A eso es a loque aspiro ya, hijo mío: a una buenamuerte. Y sin temerla, porque la muertetan sólo es la confirmación definitiva deque hemos vivido. Así que ya ves,Pedro, cambia esa cara y cuéntame

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cómo te van las cosas, que hacesemanas, si no meses, que no podemoshablar.

—No puedo soportar oírle hablar así,don Bartolomé. ¿Por qué no me permiteque dé aviso a don Alejo Rodríguez, elfísico? Seguro que don Alejo, que aúnes joven y está versado en los nuevosmodos de la medicina y de lafarmacopea, le da una receta queconsiga vivificarlo. Al veinticuatroVillavicencio lo dejó como nuevodespués del síncope que sufrió, segúnme contó el buen médico hace no mucho.Y además…

—Calla, calla, Pedro, hijo —lointerrumpió el sastre con una sonrisa yapoyando sobre la mesa las tijeras,

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como si le pesaran—, y déjate demédicos y de pócimas. Que con estapierna mía llevo toda la vida entre unosy otras, y hora es ya de liberarmetambién de ellos. Vamos a sentarnos, queya los pies no me soportan. Y venga,venga, cuéntame.

Durante un rato más estuvo Pedrointeresándose por la salud del alfayate eintentando convencerlo de que buscaseel auxilio médico y de que los físicosaún le podían prestar ayuda. De que lequedaban muchas cosas por hacer ymuchos libros por escribir. Pero donBartolomé sentenció, definitivamente:

—No sigas, Pedro. Y mírame: estoyviejo, las manos ya no me responden.Tengo que acudir a Dimas —Dimas era

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su hijo primogénito y ya sastre avezado— si quiero cortar un patrón. Ya nopuedo empuñar la pluma so pena deemborronar los papeles con la tinta. Nosoy capaz de salir de casa, pues estapierna mía no me lo permite. Apenasduermo, pues me cuesta respirar, comopuedes ver. Casi no como, pues mira losdientes que me quedan, no más de cuatroo cinco. ¿Y de verdad crees que merecela pena prolongar la agonía? No, hijo,de verdad que no. De nada vale una vidaque no se puede vivir. La muerte, en talcaso, es mejor que una vidainapropiada.

Las palabras fueron entonces, paraPedro, tan inasibles como el aire.Porque se le enredó el llanto en las

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cuerdas vocales y no le dejó componerni una sílaba. Y tardó unos segundos enpoder comenzar a contar al alfayate elmotivo de su visita, además deinteresarse por la salud de su mentor.

Empezó dándole cuenta de los cuatrocrímenes que se habían cometido enJerez desde el pasado abril, de los queGutiérrez ya tenía noticias. Le relató elhallazgo junto a cada uno de loscadáveres de una moneda romana, de undenario de plata, hecho del cual tambiénGutiérrez había oído algo, no más querumores. Le narró su certeza de que loscuatro crímenes eran obra de una mismapersona, a pesar de que un inocente yahabía pagado con su vida por el primerode ellos y de que otro aguardaba juicio y

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sentencia en la cárcel real por elsegundo. Y le comentó, por fin, sussospechas sobre el dorador Galera,recordando el juicio que se habíacelebrado en junio y en el que el juradohabía sido absuelto de la acusación deviolación en la persona de EvangelinaGonzález.

—Cuéntame esas sospechas tuyassobre el dorador, Pedro. Aunque desdeya te aviso, ten cuidado, que un juradono es un caballero cualquiera.

Y le contó Pedro los detalles deljuicio, cómo había conseguido laabsolución de Galera, las coincidenciasque había apreciado —la equidistanciade los lugares de los crímenes con lacasa del hombre, su huida por el Postigo

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de la Poca Sangre, donde el crimen deFelisa Domínguez había acaecido, suvecindad con el veinticuatro Hinojosa,su conocimiento del regidor Medina yde su hija, así como de doña MaríaConsolación Perea y, posiblemente, desu costurera…—, le habló de su malasangre y le manifestó su convicción deque quien era capaz de violar a unamuchacha inocente era capaz decualquier cosa.

—No son muchas las pruebas quereúnes contra ese hombre, Pedro.

—Lo sé. Pero es que no las tengocontra nadie más. Y he de agarrarme,pues, a lo que tengo. ¿Qué hacer si no,don Bartolomé?

Y continuó insistiendo en sus

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sospechas y en el carácter perverso deljurado.

—Cuando has hablado de esamuchacha, Pedro —le expuso el alfayatecuando el abogado de pobres huboacabado su retahíla—, de esa talEvangelina González, se te haalumbrado el rostro. ¿Algo quecontarme?

Pedro sintió una ardorada y se dijoque don Bartolomé estaría perdiendo lasalud, pero no la clarividencia.

—Bueno, no… en realidad…—Pedro.—¿Qué?—A los viejos y a los moribundos no

se les miente.No tuvo más remedio que sonreír

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Alemán.—Don Bartolomé, cómo es usted.—Pues venga de ahí.—Nada que no haya podido

solucionar ya, de verdad.—Sigue.—No sé. Posiblemente esa niña se me

metió en la cabeza y he tenido quebatallar para sacármela de ahí. Esterriblemente hermosa, se lo adelanto.

—¿Qué más?—Nada. No ha pasado nada, se lo

aseguro.—¿Adela se ha enterado de algo?—¡No, por Dios…! Bueno, creo que

no.—Deberías contárselo.—¿Y qué le puedo contar, don

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Bartolomé? ¿Que he mirado a unamuchacha, que además era la partecontraria en un juicio, de manerainadecuada? ¿Que la he doñeado comoun tonto y sin correspondencia? Porquede verdad que ha sido sólo eso. Y lereitero que ya todo es agua pasada.

—En ti nada es agua pasada, Pedro.En ti hay una fuerza que no sé cómodefinir: una fuerza telúrica, magmática.Una fuerza que, cuando erupciona por ellado del bien, puede traer bonanzas ybuenaventuras. Pero que si erupcionapor el lado del mal, es capaz de acabarcon todo cuanto la rodea. Y contigo elprimero, hijo mío.

—Lo sé. De verdad que lo sé. Y no sepuede usted ni figurar cuán ardua es mi

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lucha para que ese lado oscuro mío nose apodere de mí.

—Me consta, Pedro, claro que sí —aseguró el sastre después de abrirmucho la boca para aspirar unabocanada de aire. Se lo veía cansado yjadeante. Continuó, empero—: Pero tenen cuenta que el mal es planta que brotahasta en la tierra más árida y sinnecesidad de agua ni de sol. El bien, encambio, es planta que necesita sercuidada, estercolada y regada cada día.No te digo más. Y ahora, háblame deesas monedas romanas, que me hasdejado intrigado.

—Si está usted cansado —adujoAlemán, observando la respiraciónsilbante de su amigo—, podemos

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dejarlo para otro día.—Quita, quita. Me quedan ya pocas

distracciones, pues apenas si puedo leer.Ni con las antiparras consigo distinguirlas letras, a no ser que sean muygrandes. Y venga, cuéntame.

—Tal vez le gustaría verlas.—¿Las monedas? ¿Las llevas

contigo?—No, claro que no. Pero sí tengo

unos dibujos muy precisos. Los hizo esamuchacha, Evangelina. ¿Quiere verlos?

—Claro que sí. Pero aguarda, quebusco los quevedos.

Y se puso a remover telas y papeleshasta dar con las lentes, que se ajustó ensu nariz ahora afilada, después de lasonzas de peso que había perdido en los

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últimos meses.—Aquí tiene usted los dibujos —dijo

Pedro, tendiendo los bocetos de losdenarios a don Bartolomé—. Están pororden. ¿Los distingue bien? Son grandes.

—A ver, a ver…Don Bartolomé Gutiérrez estuvo

varios minutos examinando con sumaatención los dibujos de las monedas.Del derecho y del revés y, en algunoscasos, llevando el papel hasta apenasuna pulgada de los ojos.

—Interesante —habló al fin.—¿Ve usted algo en esas monedas?

¿Algo que nos ayude a identificar aquien dio muerte a esas desdichadasmujeres? ¿Alguna pista, algún indicio?

—Aguarda, aguarda, hombre. Y

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acércame la jarra de agua, por favor. Seme seca la boca constantemente, ¿sabes?Por cierto, ni un mal vaso de vino te heofrecido. ¿Quieres que avise a Amparoy…?

—No, no —negó Alemán mientrasservía el agua al alfayate—. Estoy bien,de verdad. Y dígame usted, donBartolomé, ¿ha visto algo en esasmonedas?

—Son denarios romanos, como yasupongo sabrás.

—Sí, eso lo sabía.—De la época republicana, cuando

cada familia patricia acuñaba suspropias monedas.

—¿Sabe usted de numismáticaromana, don Bartolomé?

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—¡Oh, no! —exclamó el sastre, quebebió agua a continuación—. Claro queno. Sólo que para poder escribir miHistoria de las antigüedades ymemorias de Xerez de la Frontera tuveque empaparme de la historia de Roma.Y algo leí sobre las monedas de laRepública. Y recuerdo que me sorprendíal leer que el denario romano es, desdeel Renacimiento, una de las monedasantiguas más apreciadas por loscoleccionistas, pues une a su indudablebelleza un gran interés histórico, comodocumentos de la historia de Roma y porrepresentar, probablemente, la primeramoneda de valor universal, cuyo nombretodavía se utiliza como sinónimo dedinero. Puesto que este vocablo, dinero,

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proviene del nombre de esa moneda,denario.

—¿Qué más puede usted contarme?—Pues eso que te he dicho: que, en

aquella época, cada familia patriciaacuñaba sus propias monedas, segúncreo, y el nombre de sus acuñadoressolía figurar en ellas. Mira esta moneda—explicó, señalando el dibujo de lahallada junto al cuerpo de Isabel MaríaMedina y de Morla, la hija delveinticuatro don Esteban Juan Medina—. ¿Ves lo que pone en el reverso?

—Sí. «CNDOM».—Yo juraría que esa palabra es la

abreviatura del nombre y patronímicodel acuñador de la moneda: CneoDomicio. «CN» es Cneo. Y «DOM» es

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Domicio.—¿Cneo Domicio? ¿Y quién diablos

era Cneo Domicio?—Eso ya no lo sé, Pedro. Un patricio

romano con toda seguridad. Pero hastaahí alcanzo y no más.

—¿Y puede usted descifrar tambiénlos nombres que figuran en las otrasmonedas?

—Lo siento, hijo, pero no —dijo,escrutando los otros dibujos—.CHOSIDICF, CANTESTI, REXARETAS, HVPSAEUS… Ni idea. Hastaahí no llegan mis conocimientos.

—¿Y los dibujos que aparecen?—Hay animales en todos los

denarios: perros, un león, un escorpión,un camello… Es curioso. Y estoy seguro

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de que tienen algún significado oculto,mas no alcanzo a desentrañarlo, lolamento.

—¿Ha advertido usted que en todaslas monedas figura la letra «X»?

—A ver… —Y volvió a examinar losdibujos—. ¡Voto a bríos! Es cierto.Ocurre además, como sin duda te habráspercatado, que la presencia de esas «X»en los denarios no es casualidad. Fíjateque en la primera de las monedasaparece en su anverso también una «X»,pero marcada como a cuchillo, con uninstrumento cortante.

—Así es, ya me había fijado. En esamoneda no había «X» ninguna, peroquien la dejó junto al cuerpo de DionisiaMenéndez marcó esa letra en la moneda,

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iniciando la serie. Lo que no consigodesentrañar es el porqué, donBartolomé.

—Yo tampoco, pardiez. —Y se veíaal alfayate ahora como más animado.Cualquiera diría que el verse inmerso enese enigma había hecho que sus síntomasy sus padecimientos se atenuaran—.¿Has enseñado estos dibujos a losveinticuatros afectados por loscrímenes?

—A don Jerónimo Enciso, doñaMaría Consolación Perea y don EstebanJuan Medina sí les he hablado de lasmonedas y se las he descrito. Con donFrancisco Hinojosa y Adorno no me hasido permitido hablar.

—¿Y ninguno de ellos ha podido

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aclararte nada acerca de esos denarios?—Ninguno, don Bartolomé. Están tan

desorientados como yo. Y eso por nohablar de que en realidad ninguno deellos acaba de creerse mi teoría de quelos cuatro crímenes están relacionados.Al igual que los justicias mayores. Y yano sé qué hacer ni qué decir paraconvencerlos de algo que a mí meparece una pura evidencia. Y que acualquiera con tres dedos de frentedebería parecérsela.

—¿Tienes idea de por qué el cadáverde la esposa de ese veinticuatroHinojosa apareció junto a tu casa,Pedro?

—No, don Bartolomé. No tengo másque conjeturas.

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—¿Y cuáles son esas conjeturas?—Que quienquiera que sea el autor de

los crímenes me desafía. O se burla demí, tal vez. Sabe que ando en pos de suspasos, que sé que sólo es uno quienpromueve la barbarie, y se ríe de mídejando el cadáver de doña FranciscaMadán en el zaguán de mi casa. Eso eslo que pienso. Y es frustrante, por vidadel rey.

—El que aparezca un cadáver junto ala puerta de uno no es cosa de chiste, ymás si ha de gastárselas con quien ha degastárselas. Espero que no hayas tenidoproblemas con don Rodrigo y con donBernardo. Sé que el juez es persona queno se anda con chiquitas, y en cuanto alfiscal, aunque no lo conozco, se rumorea

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que es un intemperante.—Registraron mi casa, don

Bartolomé. Y tuve que declarar ante juezy promotor fiscal. Y para eso mellevaron a la cárcel real.

—¡Voto a bríos! ¿Serán bobos?Espero que la cosa no haya ido amayores, Pedro.

—Por fortuna, don José Bernal, micolega, que vive cerca de mí, en la calleLetrados, ratificó mi versión de loshechos y por ahora me están dejando enpaz. Pero no es eso lo que me preocupa.Lo que de verdad me quita el sueño esque no sé por dónde tirar ni a quiénacudir. Me siento como en un callejónsin salida. Y temiendo por lo que puedapasar mañana. O el otro. Y así llevo la

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vida, que se me arrastra.Don Bartolomé permaneció

pensativo, con los ojos entrecerrados,contemplando los dibujos de losdenarios romanos que aún se hallabansobre la mesa.

—¿Has probado a hablar con donGerónimo de Estrada?

—¿El jesuita?—El mismo.—¿De qué forma podría un fray

ayudarme, don Bartolomé?—Si hay alguien en Jerez que sepa de

numismática antigua, ése es donGerónimo, Pedro. Y si él no puedeayudarte, no sé, hijo mío, quién podrá.

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XXX

EL ESCRITO DE ACUSACIÓN

Desde la calle Algarve, y sin pérdida detiempo, Pedro de Alemán, esperanzadocon la posibilidad de que el jesuita frayGerónimo de Estrada arrojara algo deluz sobre sus oscuridades, acudió alconvento de la Compañía de Jesús. Ypara hacerlo tuvo que pasar por la calleMonte Corto, y allí, bajo un soportal dela aledaña plaza del Clavo, observó aJesús Nieto, que persistía en suasechanza. Se acercó a él y con disimulole pidió nuevas, que no las había.

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—Lleva toda la mañana sin salir deltaller de dorados, señor —le explicó elzagal—. La que ha salido es la nuevacriada. A comprar a la plaza de losPlateros.

—¿Y?—Pues no sé. Que es guapa y llevaba

cara de asustada.—No le pierdas vista, Jesús.—Descuide usted.—Mañana es viernes —instruyó

Pedro al muchacho antes de seguir sucamino hacia la plaza de la Compañía—, así que no vengas hasta por la tardey no dejes de vigilar hasta después de laqueda. Los viernes son los días en losque debemos estar con los ojosespecialmente abiertos. Sobre todo de

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noche. Si te molesta la ronda, hablarécon el alguacil De la Cruz, no tepreocupes. Aunque, de todos modos, sino te ven, mejor que mejor.

La Compañía de Jesús, ordenreligiosa que había sido fundada en1534 por San Ignacio de Loyola para lasalvación y perfección de los prójimos,tenía casa y convento en Jerez desdepoco después de su fundación, desde1574 concretamente, año en que losprimeros jesuitas llegados a la ciudad seinstalaron en unas casas de la calle delos Francos.

Pedro de Alemán llegó a la plaza dela Compañía cuando aún no eran lasonce de la mañana. Preguntó al lego quese encargaba de la portería por el padre

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don Gerónimo de Estrada, pero, para sudesencanto, fue informado de que elbuen fray había acudido el martesanterior a Sevilla, al entierro de uncompañero de noviciado que habíamuerto en el convento sevillano, y noestaba previsto que regresase a Jerezhasta el sábado, en la galera de la noche.

Decepcionado, convencido de que loshados se habían confabulado contra él,regresó a la oficina del abogado depobres, donde se dedicó, más a desganay por obligación que por voluntadpropia, a dar un último vistazo a losjuicios del día siguiente. Estuvo hasta lahora del almuerzo en la Casa delCorregidor y regresó a la calle Gloriadesengañado y sintiendo en el estómago

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un intenso vacío que no era sólo dehambre. Allí, para su sorpresa, en lapuerta de la casa, lo aguardaba Jerónimode Hiniesta, el personero.

—Por fin, coño, Pedrito —le espetóel procurador nada más verlo—, quellevo todo el día buscándote.

—Pues podrías haberme hallado enmi oficina, si de verdad hubiesesquerido encontrarme. De allá vengo.

—Pues estuve esta mañana y medijeron que no habías aparecido y que asaber dónde coño estabas. Porque, medijo el ujier, llevas un tiempo más raroque una lechuza.

—Fui a ver a don Bartolomé, ydespués me acerqué a la plaza de laCompañía, al convento de los jesuitas.

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—¿Y qué se te ha perdido a ti conesos tunantes? —le preguntó Hiniesta,que, como muchos en Jerez y en España,no perdonaba a los jesuitas sus cada vezmás crecientes influencias en la SantaInquisición y a quienes responsabilizabade las barrabasadas que en su nombre seperpetraban. Y entre ellas, la detenciónde don Bartolomé Gutiérrez por elinquisidor jesuita don Martín deCardona, de la que Pedro pudo salvarlein extremis, aunque a costa de la saluddel alfayate, que quedó menoscabadapara siempre.

—Buscaba a don Gerónimo deEstrada. Que, para que te enteres,Jeromo, es un hombre sabio e íntegro, yno un tunante, como a ti bien te consta.

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Ojalá hubiese muchos como él.—Vale, vale, pero no olvides que una

sola mata de hierbabuena no aroma eljardín malo. ¿Qué se te ofrecía con donGerónimo?

—Según don Bartolomé, no hay nadieen Jerez que sepa más que él denumismática antigua, y he ido a verle, aver si podía orientarme con las monedasromanas halladas junto a los cadáveres.Pero está en Sevilla y no regresa hastapasado mañana por la noche. Así quehasta el domingo no podré verle. Y a ti¿qué se te ofrece? Si estás buscandoconvite, llegas en mal momento.

—¿Convite…? Sí, sí, convite… —ironizó el personero, sacando de sucartera unos pliegos doblados y

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entregándoselos a Pedro—. Ahí llevasconvite, majadero.

Alemán tomó los papeles que elprocurador le tendía, los desdobló y losleyó.

Y se le cayó el alma al suelo.

***

La sumaria de Deogracias Montaño, quedurante tanto tiempo había estadoestancada, se había reavivado por fin. Ylo que Jerónimo de Hiniesta habíaentregado a Pedro de Alemán en lapuerta de su casa en la calle Gloria noera sino el escrito de acusación que elpromotor fiscal del corregimiento, donBernardo Yáñez y de Saavedra,

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formulaba contra el preso.Y éstos eran los hechos que relataba:

En ignota hora del vigesimoséptimo díadel mes de mayo de este año del Señor de1757, pero con certeza después de la queda,infringiendo los bandos y con propósitoshomicidas, el preso Deogracias Montaño,vago y sin oficio ni domicilio conocidos, quevivía de la rapiña y de la caridad pública,adentrose en el lugar conocido comoAgujero del Hospital o Postigo de la PocaSangre, donde se topó, por fatalidad o aposta porque la acosara, con la infortunadajoven llamada Felisa Domínguez, de veintiúnaños de edad y célibe, hija de Tadeo yFelisa, avecindada en la calle Tundidores, yque trabajaba como costurera en la casa dela ilustre señora doña María ConsolaciónPerea y Vargas Espínola. Allí, posiblementesin que mediara palabra, el reo Deograciasacuchilló a la joven Felisa hasta darlemuerte sin motivo ni razón más allá de la

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propia perfidia del encausado, habiendo losfísicos del concejo localizado hasta treinta yseis cuchilladas en su cuerpo. Después, nocontento con su crimen, profanó el cuerpode la interfecta, que no había conocidovarón, atentando después de muerta contrasu virtud y honra. Y tampoco contento conello, la desentrañó, la evisceró y robócuanto de valor la víctima portaba, siendosorprendido el reo al pretender la venta deuna alhajita de la occisa en la platería de lacalle Algarve que regenta don Álvaro Pinto.

Y eso era todo.Ni una sola referencia a la moneda

romana hallada junto al cadáver.Ni una sola referencia a la presencia

del misterioso individuo de quienDeogracias Montaño había habladodurante su interrogatorio judicial y conquien se topó saliendo del postigo

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cuando él accedía al lugar.Ni una sola referencia a que jamás se

halló en poder del reo cuchillo o daga oinstrumento puntiagudo alguno con elque haber infligido las heridas a lapobre Felisa Domínguez.

Ninguna referencia a que DeograciasMontaño estaba preso cuando ocurrieronlos asesinatos de Isabel María Medina ydoña Francisca Madán.

Ninguna referencia a que quien mató aFelisa también había dado muerte aestas dos últimas.

Pero, claro, ¿qué más daba?Había una víctima. Y había ya

también un culpable y una sentenciapendiente sólo del trámite del juiciopara su dictado.

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La suerte estaba echada.Tras su relato de hechos, el fiscal los

calificaba como delito de tenencia ilegalde armas prohibidas (¡a pesar de que nose había hallado ninguna en poder deDeogracias!), delito de asesinato, delitode robo, delito de venta de objetosrobados y delito de profanación decadáveres. No lo acusó de regicidioporque, a Dios gracias, el buen rey donFernando el Sexto aún vivía. Por másque se decía que su salud, como la de suesposa doña Bárbara, no era buena enesos tiempos.

Pedro de Alemán tembló de ira y deespanto cuando leyó las penas que elfiscal don Bernardo de Saavedrasolicitaba para Deogracias Montaño:

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multa y diez azotes por el delito de robo;cien azotes y perdimiento de bienes porel delito de profanación de cadáveres;doscientos azotes, exposición pública,muerte en la horca y desmembramientodel cuerpo por el delito de asesinato.Por el delito de robo pedía cinco añosde cárcel en el Arsenal de la Carraca yun año por el de venta de objetosrobados, aunque advirtiendo,misericorde, que «no habría de cumplirel reo la pena de cárcel puesto queprimeramente habría de ser azotado enla picota y ahorcado en el rollopúblico».

Se le había caído antes el alma a lospies.

Ahora se le vino el mundo encima.

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De nuevo una vida pendiente de unhilo.

De nuevo una vida en sus manos.—Tenemos diez días para presentar el

escrito de defensa, te lo recuerdo —leavisó Jerónimo de Hiniesta, por una vezcircunspecto al ver el gesto desolado desu amigo.

—Sí, ya lo sé. Lo que no sé es cómodemonios voy a poder defender a esedesventurado si nadie me cree ni me vaa creer. Si por mucho que grite, nadieme va a escuchar.

—Diez días dan para mucho, Pedro.Y ya sabes que puedes contar conmigopara lo que quieras.

—Lo que quiero ahora mismo, amigomío, es que alguien me diga qué diantres

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significan esas monedas romanas.¿Puedes tú hacerlo, Jeromo?

***

Los días transcurrieron raudos para lapreparación de la defensa de DeograciasMontaño y desesperadamente lentospara el regreso de Sevilla de frayGerónimo de Estrada.

Durante la tarde de ese jueves estudiólas pruebas que proponía el promotorfiscal en su escrito de acusación: elinterrogatorio del acusado, la testificaldel platero de la calle Algarve donÁlvaro Pinto, a quien DeograciasMontaño había vendido la cadenitapropiedad de Felisa Domínguez, las del

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alguacil y los corchetes quedescubrieron el cadáver, la pericial delos médicos del concejo y una últimaprueba que a Pedro desconcertó: eltestimonio de un tal Roque Moreno, delque nada sabía y de quien nunca habíaoído hablar. Se devanó los sesospensando quién podía ser ese hombre ycuál su papel en la sumaria, sinresultado. Y se juró a sí mismo que, encuanto acabara los juicios de la oficinadel abogado de pobres de la mañanasiguiente, no pararía ni un minuto hastasaber qué pintaba ese tal Roque Morenoen las diligencias de DeograciasMontaño.

Esbozó luego sobre un folio en blancolas pruebas que habría de proponer en el

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juicio. Escribió el nombre de doñaMaría Consolación Perea, quien podríahablar de las costumbres de Felisa, y elde…

El de…El de nadie más.Dios mío.No disponía de testigos ni de peritos

ni de nadie que pudiese hablar a favorde Deogracias Montaño.

Y el alma volvió a caérsele a los piescomo un saco terrero.

Apenas si durmió esa noche, de lasmás amargas que recordaba. Y eso quehabía habido noches amargas en su vida.

Estuvo hasta pasada la hora delángelus de la mañana del viernesenfrascado en siete juicios de la oficina

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del abogado de pobres: uno poramenazas, tres por hurto, dos porlesiones y uno por estupro. En cuantoacabó los enjuiciamientos, en los que suactuación no sólo no lució sushabilidades de siempre, sino que fue unpuro deslucimiento, subió a las oficinasde la Casa de la Justicia a preguntar porel tal Roque Moreno, del que nadie allíle supo dar noticia. Habló con donDamián Dávalos, que también estaba inalbis. E incluso se atrevió a requerirdescomedidamente a don BernardoYáñez, quien lo emplazó al día deljuicio para saber del tal Roque.

—A San Roque invocamos para quelos males pasen de lado —fue todo loque el promotor fiscal le dijo, con una

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sonrisa de oreja a oreja y ladinamente.Y de nada sirvieron las protestas de

Pedro de Alemán.Desconcertado por ese testigo

misterioso —y de misterios ya estabaPedro bien servido—, bajó a la cárcelreal, donde pidió verse con DeograciasMontaño.

—¿Roque Moreno? —se extrañó elpreso, a quien se veía más feo y mássucio si es que ello era posible, cuandoel abogado le preguntó por tal testigo—.No conozco a nadie con ese nombre,señor.

—Haz memoria, Deogracias, te loruego —le insistió—. El fiscal hapropuesto a alguien con ese nombre paraque testifique a favor de la acusación y

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no podemos llegar a juicio sin saberquién es.

—Bueno, conozco a un tal Roque,pero…

—Háblame de él. Todo lo que sepas.—Pues casi nada. Que es mendigo

como yo y que suele limosnear por losalrededores del convento de SanFrancisco.

—¿Qué es de él? ¿Por qué ha sidollamado como testigo? ¿Qué puedecontar al fiscal?

—Pero ¿cómo quiere usted que losepa, por la sangre de Cristo? ¡Si llevoaquí encerrado tanto tiempo que ya hastahe perdido la cuenta!

Y tuvo que marcharse Pedro de lacárcel real sin saber ni una palabra del

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enigmático Roque Moreno, aunquebarruntando que bien podría ser elmendigo de quien Deogracias le habíahablado y que a saber en qué patrañaspodría consistir su testimonio. Porque,por un lado, no se le escapaba que unpordiosero era capaz de matar a sumadre por una bolsa de maravedíes; y,por otro lado, se maliciaba que donBernardo Yáñez, con tal de conseguir lacondena del acusado, era bien capaz deproporcionársela.

Estuvo toda la tarde de ese viernes ensu bufete, inquieto, incapaz deconcentrarse en los pleitos que deverdad le daban sustento y casa. Suspleitos privados. Pues el pensamiento sele iba constantemente al juicio de

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Deogracias y al escrito de defensa quetendría que presentar de ahí a nuevedías. Y era también consciente de quesólo descubriendo al verdadero asesinopodría librar a Montaño de la horca.

Al hilo de este último pensamientocayó en la cuenta de que era viernes yque de ahí a nada haría un mes delcrimen de doña Francisca Madán. Y queen cualquier momento podría aparecerotro cadáver y otra moneda romana. Conese sinvivir subió a su casa para cenar yestuvo durante toda la cena silencioso yhuraño. Se acostó pronto, buscandorefugio en el sueño, pero el sueño novino por más que lo buscó.

Oyó sonar la campana de la queda enla cercana iglesia de San Dionisio y se

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acordó de Jesús Nieto, que en esosinstantes estaría apostado cerca de lacasa del dorador Galera, aguaitando. Sebajó de un salto de la cama, se quitó lacamisa de dormir y buscó casaca,calzones y camisa.

—¿Qué haces, Pedro? —le preguntóAdela Navas, que se había despertadocon el vaivén de la cama y los trasteosde Pedro a oscuras buscando la ropa porla alcoba.

—Voy a salir, Adela.—Pero ¿qué hora es?—Acaban de dar las once.—¿Y adónde vas a estas horas?—A acompañar a Jesús Nieto en su

asechanza del dorador Galera. Ni puedodormir ni puedo consentir que ese

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muchacho esté allí solo. Hoy es viernesy hace casi un mes ya del últimoasesinato. A saber qué podría pasar hoy,Adela.

—Pero… ¡tú estás loco, Pedro! ¡Paraque te encierren! ¿Sabes lo que te puedepasar si alguien te ve esta noche por lascalles y resulta que en efecto ese crimense comete? ¡Te libraste de las sospechasde ser el autor de la muerte de la esposadel veinticuatro Hinojosa porque Dioses bueno! ¡No tientes de nuevo a lasuerte, Pedro, por la Virgen santísima!

De nada valieron las admoniciones deAdela. Pedro, tozudo, hizo oídos sordosa las advertencias de su esposa y salió ala calle en esa gélida y oscura noche denoviembre.

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Había en las calles de Jerez unsilencio de velatorio. Sólo se oía elbufido del viento, que había apagado losfaroles de las casapuertas, balanceabalas ramas de los árboles y revoleaba losdesperdicios del suelo. En un par deocasiones tuvo Alemán que refugiarseentre las sombras para no sersorprendido por las rondas deintramuros, que habían redoblado suspatrullas por orden del cabildo. Cuandollegó a la calle Monte Corto le costódescubrir a Jesús Nieto, pues el capotenegro con el que se arropaba lo hacíaconfundirse con la oscuridad del zaguánen el que estaba apostado.

—¿Qué hace usted por aquí? —lepreguntó el muchacho, después del

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inicial sobresalto cuando vio a Pedroacercársele.

—No podía dormir. ¿Va todo bien?—Sí. Bueno, si quitamos a la ronda,

que no para de vigilar y en una ocasiónha estado a punto de dar conmigo.

—¿Está Galera en su casa?—Por lo que sé, sí.—¿No ha salido en toda la noche?—No, señor. Las luces del taller se

apagaron a la hora acostumbrada, o unpoco antes quizá. Salieron en esemomento los oficiales y aprendices,pero el dorador no. Debió de subir a sucasa y ahí sigue desde entonces. No seve ya luz en la planta alta. Igual duerme.

El viento trajo entonces hasta ellos elsonido de las campanas de San Marcos,

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que daban las medias de las once.—Me quedaré un rato contigo de

todos modos —anunció Pedro deAlemán, cerrándose el cuello de lacamisa. Era verdad que el frío apretaba.

—Como usted quiera, pero por mí nolo haga. No ha traído usted ni capa y seva a congelar aquí, con el relente queestá cayendo.

—No te preocupes. Prefiero el fríoque el sinvivir de estar en mi casa sinhacer nada.

—¿Le apetece a usted una? —preguntó Jesús Nieto después de un ratode silencio, exhibiendo una papelina detabaco mezclado.

—No, gracias. Fuma tú.El joven encendió la papelina con una

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astilla azufrada que rascó contra la suelade su borceguí de cuero basto y sedistrajo fumando, aunque sin apartar lamirada de la puerta de la casa deldorador.

—¿Has vuelto a ver a Evangelina? —preguntó en un momento dado Pedro, envoz baja.

Jesús Nieto miró de reojo al letrado ydemoró su respuesta mientras aspirabacon fuerza la papelina.

En ese mismo instante se oyó en elsilencio de la noche el chasquido de uncerrojo al descorrerse. Y vieron cómo lapuerta de la casa del jurado y doradorGalera se entreabría y aparecía unafigura de la que sólo se distinguían suscontornos en la oscuridad espesa. Y

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también en ese momento la brasa de lapapelina que Jesús Nieto fumabarefulgió en esa oscuridad espesa comouna minúscula hoguera.

Y la puerta entreabierta se cerró de unportazo que retumbó en el silencio comoun trueno inmenso.

—¡Iba a salir! —exclamó Pedro deAlemán cuando se hubo recobrado delestupor—. ¡Iba a salir, pero ha visto labrasa candente de tu papelina y haregresado a la casa! ¡Pero iba a salir,voto a bríos!

—Sí —confirmó Jesús Nieto,nervioso—. Debía de ser él. Era lafigura de un hombre, y en esa casa vivenél y las dos criadas nada más. Lo siento—se disculpó, tirando al suelo la colilla

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de la papelina y pisoteándola con elzapato—. Ha sido culpa mía.

—¡Iba a salir, pardiez! —no parabade exclamar Pedro—. ¡Y es viernes, yde madrugada casi!

—Pero ya no creo que salga, señor.Sabe que estamos aquí. Y ya no va asalir.

—Eso no lo sabemos. Igual piensaque quien fumaba la papelina era unlimosnero o un vecino insomne a quiensu mujer no deja fumar en casa. Nopuede saber que lo estamos vigilando.Así que nos quedamos. ¡Y no se teocurra encender otra papelina, por vidadel rey!

Las horas pasaron lentas como eltiempo de un tirano.

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A las cuatro de la mañana, frustrado yextenuado, muerto de frío, Pedro deAlemán decidió regresar a su casa en lacalle Gloria.

Ese viernes no hubo muerte de crimenen Jerez.

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XXXI

EL JESUITA DONGERÓNIMO DE ESTRADA

Don Gerónimo de Estrada era unbenemérito jerezano y uno de losvarones más distinguidos de la ciudad,por más que Jerónimo de Hiniestaguardara sus prevenciones sobre losjesuitas, orden a la que fray Gerónimopertenecía. Tenía el fray en estostiempos sesenta y tres años —sesenta ycuatro cumpliría en el próximodiciembre— y llevaba casi cuarenta ysiete vistiendo la sotana de los hijos de

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San Ignacio. Su talento y laboriosidad lehabían granjeado la estimación de sussuperiores, y después de habersedistinguido ventajosamente en susestudios y adquirido el hábito deprofeso, fue dedicado a la enseñanza, enla que contó entre sus discípulos amuchos jerezanos de relumbre, entreellos muchos nobles y veinticuatros. Eraun varón por demás prudente y virtuoso,y estas cualidades lo habían hechodescollar en la dirección de algunoscolegios de su orden, habiendo sidorector del de Jerez, del de Arcos y otrasciudades andaluzas. Cuatro años antes,en 1753, después y con motivo delcrimen del sacristanillo, en cuyaresolución ayudó, y en gran manera, a

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Pedro de Alemán, consiguió un acuerdodel cabildo de Jerez para que serecogiesen todos los monumentoshistóricos que había esparcidos por lapoblación y se colocaran, como así sehizo, en las casas consistoriales; y nocontento con esto se dedicó luego atraducir y descifrar cuantas lápidas einscripciones fueron halladas y a darinterpretación a los diferentes objetosque fueron encontrados. Entre ellos,monedas, muchas, de la Antigüedad. Noeran, por tanto, vanas las esperanzas quetenía Pedro de Alemán en que el buenjesuita pudiera ayudarlo con el enigmade los denarios romanos. Lo que selamentaba era de no haber caído antesen la posibilidad de su auxilio.

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Fray Gerónimo de Estrada recibió aPedro en el cenobio de la plaza de laCompañía el domingo después de lastercias, y lo hizo, como siempre, amabley campechano. Alemán, aun a fuer deparecer descortés, abordó sinpreámbulos el asunto que allí lo llevaba.Ni por su salud, que había sidopachucha tiempo atrás, le preguntósiquiera.

—Don Gerónimo, necesitoperentoriamente su ayuda. Según donBartolomé Gutiérrez, es usted la personaen Jerez que más sabe de numismáticaantigua.

—Vaya —se sorprendió Estrada—.¿Un abogado interesado en lanumismática?

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—Así es, don Gerónimo. Y enseguidale explico.

—Bueno, ya te vi interesado en laspinturas del maestro Zurbarán y,después, cuando don Bartolomé fuepreso por la Inquisición, en ciertosescritores patrios —recordó el páterotros casos de Pedro que habían sidomuy sonados en Jerez y en los que élmismo había tenido ocasión deintervenir.

—La vida, que nunca sabe unoadónde nos va a llevar, padre. ¿Escierto, don Gerónimo, lo que donBartolomé mantiene?

—Bueno, no sabría yo decir si lo queel buen sastre afirma es completamenteasí o no —dijo el jesuita, entre cuyas

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virtudes también estaba, por lo que seveía, la modestia—. Es cierto quedurante muchos años he dedicado buenaparte del tiempo libre que la profesiónreligiosa y la escuela me dejan, que noes mucho, la verdad, al estudio de lasmonedas antiguas, sobre todo de laRepública y del Imperio romanos, y queincluso llegué a reunir una interesantecolección de denarios, quinarios,sestercios, áureos y otras monedas deentonces. Pero al fin no tuve másremedio que venderle mi queridomonetario al conde del Águila.

Y explicó el fray a Pedro de Alemánque, no hacía mucho tiempo, ese noble,ávido coleccionista, se había enteradopor el padre Flórez, con quien Estrada

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mantenía amistad y correspondencia, dela colección de monedas romanas que eljesuita atesoraba. Que el conde se habíaencaprichado de su rico y preciosomonetario, que trató inmediatamente deadquirir haciendo a don Gerónimoofrecimientos pecuniarios que alprincipio el cura rehusó con pertinacia.Pese a lo cual, el del Águila insistióporfiadamente. Para ver si así conseguíaquitárselo de encima, el jesuita le regalóuna docena de denarios romanos enperfecto estado de conservación paradarle una prueba de su desinterés. Pero,no satisfecho con esto sino al contrario,pues se redobló su apetencia, el condele obligó a aceptar luego una inmensacantidad de escudos imposible de

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rechazar. Y así fue como se desprendióde su querido monetario, aunque verdadera que a cambio de esa venta pudohacer patente su caridad y celodedicando el dinero obtenido al sustentode los pobres y a otras obras y limosnasreligiosas.

—Pero seguro que no has venidohasta aquí en un domingo tan gris comoéste —concluyó el padre Estrada surelato— para oírme hablar de misaficiones de coleccionista y de misdimes y diretes con ese dichoso condedel Águila. Sobre todo, por lo urgidoque te veo. Así que tú dirás, Pedro, hijomío.

A Alemán no le hicieron falta másinvitaciones para desembuchar todo

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cuanto se le agolpaba en la boca y que,escuchando al jesuita la narración de loslances de su colección de monedasromanas, a punto había estado devomitar sin dar tiempo al cura aacabarla. Le recordó los cuatrocrímenes habidos en Jerez en lo que ibade año, con todos sus detalles y,fundamentalmente, y de ahí el motivo desu visita, le notició la aparición de undenario romano de plata junto a cadauno de los cadáveres, todos ellosrelacionados, los muertos, de una formau otra con los veinticuatros. Y le hablódel juicio que próximamente se tendríaque señalar y en el que iba a estar enjuego la vida de Deogracias Montaño.

—Llevo semanas, si no meses, don

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Gerónimo —remató el abogado depobres su apresurada crónica de losterribles sucesos—, intentandocomprender la razón de la aparición deesas monedas romanas junto a loscuerpos, pero, cuanto más avanzo en misindagaciones, más a oscuras estoy. Ymás lejos de la solución del enigma. Poreso, en cuanto don Bartolomé measeguró que usted es una autoridad enmateria numismática, supe que tenía quevenir a verlo de inmediato, a implorarsu ayuda. Y aquí estoy, padre.

—Hum, hum, hum… —masculló elfray—. Interesante. Muy interesante. Undenario junto a los cuerpos de mujeresasesinadas… ¿Traes contigo esasmonedas?

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—No, don Gerónimo, pero sí estosdibujos, que espero puedan servirle. Sonmuy fidedignos, se lo aseguro.

Y sacó de su casaca los cuatrodibujos de los denarios trazados conmano hábil por Evangelina González. Elpadre Estrada tomó los dibujos, secolocó unos quevedos sobre el puentede su larga y huesuda nariz y examinócon atención los bocetos.

—¿Y dices —preguntó, quitándoselos lentes y mirando muy fijamente aPedro— que estas monedas, las queestán aquí dibujadas, aparecieron junto alos cadáveres?

—Así es, padre.—Hum, hum, hum… —repitió el fray

—. Interesante. Muy interesante. —

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Volvió a ponerse las antiparras y aexaminar los dibujos—. Son todasmonedas de la época republicana, nohay ninguna del Imperio.

—Sí, ya me lo advirtió donBartolomé. ¿Es eso importante?

—En los tiempos de la República deRoma, la principal moneda era eldenario de plata, que siguió circulandohasta los primeros siglos del Imperio,cuando el emperador Caracalla losustituyó por el antoniniano, que tenía unveinte por ciento menos de plata. Entiempos de la República el denario valíadiez ases, y por eso en casi todos losdenarios figuraba una «X» que, comobien sabes, es el número diez en lanumeración romana.

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—¡Por Dios! Y me he devanado lossesos pensando en el significado de esa«X» en todas las monedas halladas. ¡Yahora resulta que tan sólo es un malditonúmero!

—O tal vez no. En la primera de lasmonedas que me has enseñado, no hay«X». Y, sin embargo, se ha marcado una«X» en el anverso. Como a cuchillo,parece. Eso debe darnos que pensar.

—Bueno, sí… Pero perdóneme, le heinterrumpido. Me estaba usted hablandode los denarios republicanos, que, segúnme comentó don Bartolomé, eraacuñados por las familias romanaspatricias.

—Bien, no es talmente así, aunque escierto que en la inmensa mayoría de los

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denarios republicanos aparece elnombre de una familia de la época. Larealidad es que, en la República, elderecho de acuñación de moneda loostentaba exclusivamente el Senado deRoma, que lo ejercía a través de losmagistrados monederos o «triunvirosmonetarios». Como puedes ver en laprimera de las monedas, en muchasocasiones se incluía la inscripción «IIIVIR», que significa precisamente eso:«Triumvir». En las primerasacuñaciones no figuraban nombres nisignos o símbolos que identificaran almonedero, y esos denarios se denominanen la numismática «anónimos». A partirdel segundo siglo antes de Cristocomienzan a aparecer en las monedas

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los monogramas y las abreviaturas delos nombres de esos triunvirosmonetarios, iniciándose así laidentificación de las familias.

—Así que ya conocemos elsignificado de dos de las inscripciones:el valor «diez» de la «X», aunque esverdad que en la primera moneda noaparece y es marcada después, nosabemos si por el homicida, y «III VIR»,que significa «triunviro». También elsastre me habló de un tal Cneo Domicio.¿Qué más me puede usted contar de esosdenarios, don Gerónimo?

Se puso en pie entonces el jesuita.—Para eso, Pedro, tendremos que

recurrir a la sabiduría de mi buen amigoEneas Vico.

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A Pedro le sonó de algo ese nombre.Se despertaron en él algunas alarmas,pero éstas se alejaron enseguida cuandovio que el jesuita abandonabainopinadamente la estancia.

***

—Pero ¿quién es Eneas Vico, donGerónimo? ¿Y adónde vamos?

Pedro seguía por los pasillos delcenobio a don Gerónimo de Estrada, quea pesar de sus años caminaba a buenpaso.

—A la biblioteca del convento,Pedro.

La biblioteca del colegio de losjesuitas era una habitación enorme y de

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considerable altura cuyas paredes,desde el suelo hasta el techo, estabanforradas de estanterías en las que sealineaban cientos, miles de libros. Comoera domingo, estaba vacía, pues losreligiosos descansaban en ese día delSeñor. El fray hizo que Pedro tomaraasiento ante una de las mesas mientras élse dirigía a uno de los anaqueles y,después de rebuscar entre los libros,sacó un par de ellos o tres del estante,con los que regresó a la mesa y tomóasiento junto al abogado de pobres.

—Eneas Vico —explicó el padreEstrada, y volvieron a tintinearinaprensibles recuerdos en la mente dePedro cuando volvió a oír este nombre— fue un grabador y numismático

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italiano del siglo dieciséis. Nos dejódos obras monumentales sobre lanumismática antigua: Discorsi di M.Enea Vico Parmigiano sopra lemedaglie de gli antichi, de 1558; y susCommentari alle antiche medagliedegli imperatori romani, de 1560. Conun montón de tomos cada obra. Y unosgrabados magníficos, pues, como te hedicho, también el grabado era un arteque dominaba. Yo he traído estos tomos,que son los que tratan de las monedasrepublicanas. A ver, dame de nuevo elprimero de los dibujos, por favor,Pedro.

Alemán hizo entrega a don Gerónimode Estrada del primero de los dibujos deEvangelina González, en el que figuraba

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la moneda hallada junto al cadáver deDionisia Menéndez:

El padre Estrada volvió a contemplarel dibujo y comenzó a pasar páginas deuno de los libros hasta dar con lo quebuscaba.

—Aquí está —dijo, enseñando aPedro un grabado donde, en efecto, se

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reproducía la moneda hallada junto alcuerpo de Dionisia—. Como ves, es unamoneda de la familia Hosidia.

—¿Hosidia? Jamás había oído hablarde una familia romana llamada así —afirmó el abogado de pobres mientrassacaba de su casaca su libreta de notas ycomenzaba a tomar apuntes—. Aunquela verdad es que poco sé de la historiade Roma, salvo de sus jurisconsultos.

—Sí, no es de las familias másconocidas. —Estuvo unos instantes ensilencio leyendo y explicó después—:Esta moneda fue acuñada por unmonedero de esta familia, con elcognomen de «Geta», que era común amuchas familias romanas. La leyenda«CHOSIDICF» significa «Cayo

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Hosidio, hijo de Cayo». La primera «C»es el nombre de pila del monetario,Cayo: HOSIDI es el apellido Hosidio, y«CF» significa «Caii filius», o séase,«Hijo de Cayo».

—Así que todas esas letras delanverso de la moneda lo que nos dicenes el nombre de quien la acuñó, ¿no esasí?

—Así es: Cayo Hosidio, hijo deCayo.

—¿Y adónde nos lleva eso?—Ni idea, hijo.—¿Y del reverso? ¿Qué me puede

usted contar del reverso?—Viene aquí —dijo, señalando el

libro de Eneas Vico—. El reversorepresenta la imagen del jabalí Calidón:

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el rey Eneo de Etolia, agradecido por laabundancia de las cosechas, hizosacrificio a todos los dioses menos aDiana. Ésta, enfurecida, mandó al jabalía Etolia, que devastó las cosechas.

—¿Y el perro que hay debajo deljabalí? ¿Qué representa?

Don Gerónimo de Estrada volvió aconsultar el mamotreto.

—Pues no lo sé, Pedro. No se explicaaquí.

—¡Madre del cielo! —exclamóAlemán, hecho un lío—. ¿Y qué puedetener que ver todo esto con DionisiaMenéndez?

—Tampoco lo sé, hijo mío. Me temoque no te estoy siendo de gran ayuda…

—No diga usted eso, por Dios. ¡Pues

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claro que me está sirviendo de ayuda!Por lo menos puedo comprender elsignificado de los denarios. Otra cosa esque esa comprensión me sirva para darcon el asesino. ¿Vamos con la segundamoneda?

—Claro. Dame el dibujo, por favor.—Tome usted.

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—Vamos a ver, vamos a ver… Si nome equivoco, estamos ante un denario dela familia Antestia. ¿Ves la inscripcióndel anverso? CANTESTI. O séase, CayoAntestio. La «C» de Cayo y el apellidoAntestio.

—¿Todos los romanos se llamabanCayo, padre?

El jesuita soltó una carcajada.—No, hombre, no. Había otros

muchos nombres.—Esto es un galimatías, don

Gerónimo. ¿Quién era ese CayoAntestio?

—Un triunviro monetario, claro está.Aunque realmente no sé nada de él.Vamos a seguir —propuso, pasando laspáginas de uno de los libros y dejándolo

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luego de lado para rebuscar en otro—.Aquí está la moneda, ¿ves? —explicó,enseñando un grabado donde sereproducía una moneda exacta a lahallada junto al cadáver de FelisaDomínguez. Y leyó para sí acontinuación unos párrafos—. Estafamilia Antestia —dijo después— esalgo más conocida que la anterior, puesuno de sus miembros, Sexto Antestio,fue enviado por el Senado de Roma a laGalia durante la Segunda Guerra Púnicapara sofocar la rebelión de Asdrúbal, elhermano de Aníbal.

—Vaya por Dios. No sé de qué formanos vaya a ayudar ese dato. ¿Quésignifica el resto de las imágenes?

—A ver. —Y volvió a leer,

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explicando luego—: En el anversofigura la cabeza de Roma, con el signo«X», del que ya hemos hablado. Losjinetes del reverso son los Dioscuros, esdecir, los gemelos Cástor y Pólux. Elanimalillo que se ve entre las patas delos caballos es un perro, que era elemblema de la familia Antestia.

—¿Ha reparado usted, don Gerónimo,en que es el segundo perro que nosencontramos? En la primera moneda, lade la familia… ¿Hosidia, era…? Sí,Hosidia… pues también aparece unperro.

—Ya. Pero no puedo explicarte elmotivo, lo siento, hijo.

—Está bien. Vayamos con la terceramoneda, la encontrada junto al cadáver

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de Isabel María Medina y de Morla.Tome usted.

Y le tendió el dibujo de esa monedarealizado por Evangelina.

—Esta moneda es un denario de lafamilia Domicia, seguro —afirmó eljesuita sin necesidad de consulta en

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cuanto tomó de manos de Pedro eldibujo—. Te adelanto que la inscripcióndel reverso, CNDOM, es el anagrama deCneo Domicio. Como bien te dijo donBartolomé. Vamos a buscarla entre losgrabados de Eneas Vico.

Y de nuevo esos recuerdosevanescentes repicando en la cabeza dePedro. Pero sin conseguir dar con surazón de ser.

Estuvo el jesuita unos minutospasando páginas de los libros hasta darcon la estampa que buscaba.

—Aquí está, en efecto —dijo,sonriendo y enseñando a Pedro laimagen—. Es, como te decía, unamoneda de la familia Domicia.

—Don Bartolomé ya me adelantó lo

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que usted me cuenta, cierto. Pero…¿Quién fue Cneo Domicio?

—Pues vamos a ver si aquí lo pone.—Y se enfrascó de nuevo en las páginasamarillentas del tratado—. Ajá. Aquíestá. Cneo Domicio Ahenobarbo, quefue cónsul en el año 122 antes de Cristoy luchó en la Galia contra el réguloBituitus. Fue remoto antepasado de… ¿aque no te figuras de quién…? ¡Pues nadamás y nada menos que del mismísimoNerón!

—¿El que prendió fuego a Roma?—El mismo. Pertenecía a esta

familia, a los Domicios. De hecho, elpadre de Nerón también se llamabaCneo Domicio Ahenobarbo, aunquedespués Nerón fue adoptado por el

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emperador Claudio y tomó su nomen.—Vaya por Dios —repitió Pedro,

cada vez más confuso—. ¿Qué serepresenta en la moneda?

—Pues es muy parecida a la anterior:en el anverso, la cabeza de Roma, conuna «X» cruzada por una rayahorizontal. Esto sucede cuando eldenario pasa a valer dieciséis ases. Seponía o bien el número romano «XVI» oese tipo de «X» para significar tal valor.Y en el reverso, otra vez los Dioscuros acaballo y, bajo éstos, un guerreroluchando con un león. Y, en el exergo,ROMA.

—Y ahora, un león en la moneda.—Pues eso parece —musitó Estrada,

sin dejar de leer—. Aunque otros

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numismáticos sostienen que esa figura enrealidad no es un león, sino un perro. Yes porque se sabe que ese reyezuelogalo, Bituitus, solía amedrentar a laslegiones lanzando contra ellas jaurías deperros adiestrados para el combate.

—Otro perro, pues.—Podría ser.—También aparecen los Dioscuros en

las dos monedas. ¿Podría ustedilustrarme sobre esos personajes, donGerónimo?

—Como te he dicho, se conoce comolos Dioscuros a Cástor y Pólux. No sémucho de ellos, pues no soy experto enmitología. Sólo que eran hijos de Zeus yde Leda, esposa del rey Tindáreo deEsparta, a quien el dios sedujo

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metamorfoseándose en cisne. Se diceque Cástor era famoso por su habilidaden la doma y monta de caballos y quePólux lo era por su destreza en la luchacuerpo a cuerpo. Y nada más sé, lolamento.

—Bueno, pues vamos con la cuartamoneda, si le parece —sugirió Pedro,algo desanimado—. Aquí tiene usted eldibujo.

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—Vaya, ¡qué preciosidad! —exclamóel jesuita en cuanto vio el boceto deEvangelina de la moneda aparecidajunto al cuerpo de doña FranciscaMadán—. O mucho me equivoco, oestamos ante uno de los denarios máshermosos de la acuñación republicana.

—¿Es usted capaz de descifrar lo que

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pone en esa moneda, padre?—Creo que sí. Es un denario de la

familia Emilia, Pedro. O Aemilia, comodecían los romanos.

Alemán observó el dibujo de la pieza.—No veo que ponga el nombre de esa

familia por ningún lado.—Porque la acuñación no está bien

centrada en el cospel. Mira —indicó,pasando páginas del libro hasta dar conlo que buscaba y mostrándoselo a Pedro—. Aquí lo tienes.

—Es cierto. Denario de la familiaEmilia, lo pone ahí.

—Los Emilios eran una de lasfamilias patricias más antiguas einsignes de Roma. Eran de origen sabinoy entre sus miembros nos encontramos

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con algunos de los personajes másfamosos de la historia romana, como esel caso de Marco Emilio Lépido, cónsuly miembro del segundo triunvirato quese acordó entre Marco Antonio, Octavioy el propio Lépido tras el asesinato deJulio César. ¿Recuerdas?

Pedro asintió dubitativo. No estaba lahistoria romana entre su memoria másreciente.

—Otro de sus miembros ilustres fueMarco Emilio Escauro, cónsul, censor yprinceps del Senado romano. En suhonor fue acuñada precisamente estamoneda. La leyenda del anverso, la quese ve en la parte de arriba, aunque noestá completa, pone «SCAUR AEDCVR». Es decir, «ESCAURO EDIL

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CURUL».—Ya —asintió Pedro, cuyo rostro

reflejaba un desaliento que seagigantaba por minutos. En otromomento, las lecciones de historia ynumismática del padre Estrada habríansido fascinantes, pero hoy veía que no leconducían a puerto alguno. Seguía tan enblanco como cuando llegó al conventojesuita. A pesar de ello, siguió tomandonotas en su libreta. Después, preguntó—: ¿Qué significa eso de «REXARETAS»? ¿Quién fue ese rey, páter?

—Aguarda un momento, no tengotanta memoria ni tanta sapiencia.

Se levantó y estuvo unos minutosexaminando uno de los anaqueles, yconsultó varios tratados después.

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Regresó llevando consigo un ejemplarde La guerra de los judíos, de FlavioJosefo. Habló mientras buscaba elcapítulo que le interesaba.

—Flavio Josefo, que nació pocodespués de la muerte de Nuestro Señor,fue un fariseo judío, descendiente desacerdotes, y fue comandante en jefe delejército judío de Galilea durante la GranRevuelta Judía del año 66 de nuestraera. Fue hecho preso y llevado a Roma,y allí escribió esta gran obra quecomprende la historia del pueblo judíodesde la conquista de Jerusalén porAntíoco Cuarto hasta el final de laPrimera Guerra Judeo-Romana en lostiempos de los Flavios. Pero no quierocansarte con mis disquisiciones.

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Aguarda un momento, que he visto quepor aquí se habla de Aretas.

—No tenga usted prisa, que yoespero.

—Aquí está —aseguró unos minutosdespués don Gerónimo de Estrada—. Aver, deja que mire… Aretas, rey de losnabateos en el siglo primero antes deCristo. Expandió su reino por Jordania,Siria, Arabia y llegó a conquistarDamasco. Se alió después con HircanoSegundo, rey de Israel depuesto por suhermano Aristóbulo Segundo, y avanzóhacia la Ciudad Santa al mando de másde cincuenta mil hombres. Aristóbulopidió la ayuda de Marco EmilioEscauro, el edil curul que se cita en lamoneda, Pedro, y éste obligó a Aretas a

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retirarse, sufriendo una aplastantederrota durante su vuelta a Nabatea.Luego, Escauro marchó sobre Petra, lacapital de los nabateos, sitiándola, hastaque Aretas firmó la paz y se obligó apagar a nuestro hombre cientos detalentos de plata. Ésa es la historia.

—Y la que se representa en elanverso de la moneda, supongo.

—En efecto. En esa cara del denariose ve al rey Aretas de rodillas, con unarama en la mano, tal vez de olivo, enseñal de la paz. Detrás, un camello, quesuponemos que alude al desiertonabateo. Y el nombre de Marco EmilioEscauro, como ya hemos visto, y sucargo, edil curul.

—¿Y esas letras del reverso?

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—Las de la parte de arriba citan aPublio Plautio Hipsaeo, que fue edilcurul junto con Escauro. Las de abajoson un homenaje a un antepasado de estePlautio, en concreto a Cayo PlautioHipsaeo, que fue cónsul en el siglocuarto antes de Cristo. Conquistó laciudad volsca de Priverno, o Preiverno,y obtuvo un triunfo por ello. A esaciudad alude la inscripción«PREIVER». La figura que se representaen el envés del denario es Júpiter en unacuadriga y las letras de la derechasignifican «CAPTUM». Se refiere, claroestá, a la derrota de Aretas.

—¿Qué significa la figura delescorpión bajo la cuadriga, donGerónimo?

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—A ver. Pues… ni idea, Pedro.Nuestro amigo Eneas Vico no nos loexplica.

—¿Y esas letras que se ven en elanverso: «SC»?

—Ah, significan «Senatus Consulto».Simbolizan que el Senado acordóexcepcionalmente autorizar a estos dosediles curules, Escauro y Plautio, laacuñación de la moneda. Y creo que esoes todo, hijo.

Sonaron en el campanil del conventolas once de la mañana, llamando a losmonjes a la oración. El jesuita se pusoen pie. Pedro, empero, permaneciósentado.

—¿De verdad que esto es todo, donGerónimo? —preguntó con un deje de

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ansiedad—. ¿No hay nada más que mepueda decir?

—No sabría el qué, Pedro. Ya hemosdescifrado todas las letras y figuras queaparecen en esos dibujos que has traídocontigo. No sé qué más podríamoshacer.

—Pero… pero… ¡No puede ser,padre! ¡Tiene que haber algo en esasmonedas que nos revele los motivos delos crímenes! ¡Tiene que haber algo enellas que nos ponga sobre la pista delasesino! —Se revolvió los cabellos yllevó luego ambas palmas de las manos,juntas, a los labios, y tomó aire después,como para serenarse—. Mire usted, donGerónimo, el quid de los asesinatos estáen esos dibujos, lo sé. Y debemos ser

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capaces de verlo.—No sé cómo, Pedro.—Rendirse, don Gerónimo,

resignarse, será como dar vía libre alcriminal en su horrenda carnicería.

Meneó la cabeza y chascó los labiosel buen jesuita.

—Pues empecemos de nuevo, hijo —cedió, con un suspiro y tomando asientootra vez—. Supongo que San Ignacio nose enfadará conmigo si me salto laspreces dominicales. Venga, examinemosotra vez cada uno de esos bocetos, cadauna de esas figuras que aparecen en lasmonedas y cada una de las leyendas. Porintentarlo que no quede, Pedro. Pero metemo que como Dios no nos ilumine ensu infinita sabiduría…

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XXXII

UNA VISITA INESPERADA

Regresó a su casa en la calle Gloriacerca de la una de la tarde, frustrado,hundido. Y empapado, pues al salir delconvento de la plaza de la Compañía lecogió un chaparrón que lo pusopingando de la cabeza a los pies.

Ya en su casa, calado hasta los huesoscomo estaba, con el día que hacía y a lahora que era, renunciaron Adela y él asu dominical paseo con Merceditas.Fueron a misa a San Dionisio, a la quellegaron tarde, y regresaron a casa

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enseguida. Almorzaron caliente yrepasando ambos la conversaciónmantenida por Pedro con el jesuitaEstrada, de la que el abogado de pobresdio cuenta a su mujer. Hicieron cábalasy suposiciones de las que nada en clarosalió.

Después del almuerzo, con un caféhirviendo en la mano, Alemán bajó albufete, que estaba helado. Preparó unbrasero de carbón y se sentó a darlevueltas a las notas que había tomado enel convento, buscando la forma de sacaralgo en claro de ellas.

Cogió un folio en blanco y escribióprimero los nombres de las cuatrofamilias que aparecían en las monedasromanas: HOSIDIA, ANTESTIA,

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DOMICIA y EMILIA. Estuvomirándolos como un pasmarote más dediez minutos, hasta que comenzó a verdoble y empezó a dolerle la cabeza.Luego, le dio por cruzar las letras deesos nombres buscando no sabía qué. Alrato advirtió que con las letras de lospatronímicos de esas familias romanaspodía formarse el apellido Enciso.Animado, siguió por esa senda y seapercibió de que también podía,combinando algunas de esas letras,componer el apellido Medina. Mas suentusiasmo duró lo que la mosca en laboca del sapo: un santiamén. Porque conlas letras de esos apellidos no era deninguna forma posible conformar losapellidos Perea e Hinojosa.

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No iban, pues, por ahí los tiros.Siguió haciendo cábalas. Pensó y

repensó acerca de qué podíansimbolizar la presencia de los animalesen las monedas y ninguna conclusiónobtuvo, más que desvaríos.

Reflexionó sobre las alusiones que sehacían en los denarios al rey Aretas, aNerón a través de uno de los acuñadoresque era su antepasado, a Flavio Josefo ya todos los personajes históricos dequienes don Gerónimo de Estrada lehabía hablado. Se encontró, una vezmás, en un callejón sin salida.

Especuló luego sobre losveinticuatros con quienes los crímenesestaban relacionados, intentandodescubrir alguna vinculación con lo que

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las monedas representaban, y tampocoobtuvo nada de esas abstracciones.

Pintarrajeó varios folios con lasinscripciones que en los denariosfiguraban, buscando acrónimos oindicios de charadas, y se topó con unmuro imposible de saltar.

Por vida del rey y por los clavos deCristo.

No, definitivamente, no iban los tirospor ninguno de esos caminos.

Al cabo de las horas era un tiro lo quePedro deseaba pegarse. Con un dolor decabeza que ni una tinaja de pócimashabría sido capaz de aliviar, con unasensación de malogro que le acidulabala saliva y con una frustración que loponía de los nervios, tuvo que

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reconocerse que no era capaz de dar conel tranquillo de lo que esas malditasmonedas significaran.

Recordó las señales de alarma quehabían sonado en su mente durante suconversación con el jesuita, sobre todocuando oyó el nombre de Eneas Vico,pero no logró darles significado.

Y no supo qué más hacer.Y sólo le quedaba poco más de una

semana para preparar su escrito dedefensa.

¡Pardiez y voto a bríos!Se acostó sin cenar, buscando el

sueño que le apaciguase la cefalea y quepor un rato lo hiciera evadirse dellaberinto en que se hallaba. Pero a pesardel cansancio del día, del dolor de

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huesos que experimentaba, de lossíntomas de catarro que comenzaban apresentarse y de la hemicránea que lotraía a mal traer, no pudo conciliar elsueño. Y si lo hacía durante un minuto,enseguida ese sueño breve se poblabade pesadillas en las que aparecíansenadores romanos, reyes nabateos,cadáveres desmembrados en remotoscampos de batalla, caballerosveinticuatro ensangrentados, Eneas Vico,los otros numismáticos de los que eljesuita le había hablado, de quienesnada sabía pero a quienes se imaginabacomo vestidos de emperadores romanoscon toga y laurel en la cabeza; decamellos, perros, leones y escorpionesque se le abalanzaban, y cadáveres de

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muchachas y damas apuñalados encallejones oscuros. Y las dichosasmonedas romanas, que el diablo se lasllevase. Así que más le valía la vigiliaque el sueño.

Y es que tenía miedo.No un miedo físico sino moral.Temía a la culpa más que a ninguna

otra cosa.Ya la arrastraba por la muerte de

Francisco Porrúa, pero, como a todaculpa seguía una disculpa, se decía queentonces, cuando el juicio de Porrúa, notenía la certeza de que todos loscrímenes eran obra de una sola mano niforma de demostrarlo.

Pero ahora sí.Ahora sí, a fe suya.

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Ahora tenía la convicción absoluta deque Porrúa era inocente, al igual queMontaño, y que las cuatro mujeresasesinadas en Jerez en los últimos meseslo habían sido por un solo asesino y queestaban en su mano los medios para darcon él si tuviera la suficienteinteligencia y la necesaria perspicaciapara interpretar los signos y las pistasque sin duda se hallaban en los denariosde plata dejados adrede por el criminaljunto a los cadáveres.

Ahora todo estaba en su mano.O mejor, se dijo, sobre sus hombros.Un peso inmenso, descomunal.Todo, para bien o para mal, dependía

de él.Y sabía que si no conseguía

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desentrañar el misterio y ahorcaban aDeogracias Montaño por un crimen queno había cometido, la culpa arrasaría suconciencia como a un huertecillo eltemporal y que entonces no le quedaríanni fuerzas ni arrestos para seguirejerciendo ese oficio, el de abogado,que era su pasión y su vida.

Porque la culpa, y no la enfermedadni la traición ni la muerte misma, era, ybien que él lo sabía, el mayor de losmales.

***

Lo primero en que pensó cuandoamaneció el lunes fue en que ya lequedaban seis o siete días nada más

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para articular la defensa de DeograciasMontaño. Y sólo después fue cuandoreparó en que tenía la garganta cerrada,como si se la hubiesen ensogado, quetenía el pecho lleno de flemas, que lapiel le ardía y que tenía un labio rotopor la fiebre nocturna.

Intentó levantarse de la cama, mas losmareos y la endeblez extrema loobligaron a reclinarse de nuevo.

—¿Qué te pasa, Pedro? —le preguntóAdela Navas, que se había apercibidode sus debilidades.

Tuvo que tragar fuerte varias vecespara poder hablar. Y aun así, la voz lebrotó ronca y pegajosa.

—Creo que me he resfriado, Adela.Debió de ser el chaparrón que me cogió

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ayer, cuando venía de ver a donGerónimo. Y… ¡achís, achís, achís…!

—Pues sí que lo has cogido bien,Pedro —dijo Adela, arropándolo—.Hoy te quedas en casa. Te preparoenseguida una infusión de miel y limón yte traigo unos paños fríos. ¿Te duele lacabeza?

—Un poco, pero… ¡achís, achís,achís…! No puedo quedarme en casa,Adela. Tengo que ir a la oficina, tengoque trabajar, tengo que preparar la…¡achís, achís, achís…!

—No seas pazguato, Pedro. ¿Quéquieres, que el resfriado se te conviertaen pulmonía? Pues a ver quién defiendeentonces a Deogracias Montaño. Así queno se hable más. ¿No te das cuenta de

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que tienes el labio roto por la fiebre yde que todavía estás ardiendo? Tequedas hoy en la cama y mañana Diosdirá. Y no hay más que hablar, ¿meoyes?

Pedro discutió, porfió e hizo ademánde levantarse. Pero pudo más la tozudezde su esposa y su propia extenuación,que apenas le permitía poner pie en elsuelo y que lo hacía respirar condificultad, escupir espesos humores,moquear velas verdes y estornudar acada instante. Se tomó, dócil, la infusiónque Adela le trajo, consintió en ponerselos paños fríos en la frente y aceptósumiso los cuidados de su esposadurante la mañana, que pasó en unduermevela agitado y febril.

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Almorzó caldo hirviendo con dosyemas de huevo y un chorreoncito deaguardiente de Jerez, que le entonó elcuerpo y que le permitió un sueño máscalmo.

Y fue durante ese sueño más serenocuando creyó tener una pesadilla en laque don Gerónimo de Estrada aparecíapor su alcoba para hablarle de lasexecrables monedas romanas.

El diablo se las llevase.

***

—Pedro, ¿me oyes? ¿Estás dormido?¡Pedro, Pedro, despierta, hombre!

Abrió los ojos y vio a su mujerreclinada sobre él, dándole palmaditas

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en el hombro. Creyó ver detrás de AdelaNavas al jesuita Estrada, con negrasotana, su sombrero de tres picos, unacartera en la mano y gesto grave depreocupación, y cerró los ojos paraahuyentar el mal sueño, pues convencidoestaba de que las alucinaciones sobrelos cadáveres y los denarios regresaban.

—Pedro, ¿me escuchas? Es donGerónimo, que ha venido a verte…

—Hum, hum…—Y dice que es urgente. Que es

importante. Despierta, hombre. —Pusosu mano con suavidad sobre la frente desu esposo—. Parece que te ha bajadoalgo la calentura, Pedro. Venga, venga,despierta…

Quiso decir que sí, que ya iba, pero

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cayó de nuevo en un sopor estupefacto.Lo siguiente que oyó fue de nuevo la

voz de Adela:—¿Cómo te encuentras hoy, Pedro?Intentó abrir los ojos, pero el bosque

de legañas que se arracimaba en suspárpados se lo impidió. Consiguió sóloentreabrirlos menos de una pulgada yvio a Adela reclinada sobre él, y detrásde su esposa, con gesto grave depreocupación, de nuevo al jesuita donGerónimo de Estrada.

Así que no era un mal sueño.Había venido a su casa.El jesuita.Pero… ¿para qué?Intuyó que era algo trascendente,

pues, aun en su estado de estupor,

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comprendió que don Gerónimo no sehabría acercado a visitarlo sin unaesquela previa si no lo fuera, e intentóincorporarse, mas las fuerzas no loacompañaron y se dejó caer de nuevosobre la cama sudada.

—Aguarde usted un momento, padre—oyó que decía Adela. Su voz lellegaba como desde detrás de un mantode nubes—. Regreso enseguida.

Oyó luego que el fray bisbisaba,como si estuviera rezando.

¿Sería una oración fúnebre?¿Estaría muriéndose?Sintió primero una paz profunda,

como si en la muerte pudiera hallar elconsuelo que buscaba. Pero luegoexperimentó una rabia más profunda

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aún, por lo mucho que iba a perder, porlo mucho que iba a dejar atrás.

Oyó que Adela regresaba. Abrió otrapulgada los ojos y, con los labios llenosde saliva seca, musitó un «No me voy amorir, Adelita».

—Pero ¿qué tonterías estás diciendo,Pedro? ¡Nadie se muere de unconstipado y unas calenturas, por Dios!—Sintió que le ponía la mano en la nucay que lo ayudaba a incorporarse—.Vamos, tómate esto, verás como te dejacomo nuevo. Es un candié, donGerónimo.

Era, el candié, una bebida que losingleses que habían llegado a Jerez aprincipios del siglo habían traídoconsigo: una mezcla a base de vino

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dulce de Jerez elaborado con las uvasde Peter Siemens, yemas de huevo,azúcar y canela, bebedizo del que sedecía que era capaz de resucitar a losmuertos.

Nunca supo si fue ese reconstituyenteo si fue la rabia que experimentó cuandotuvo ese abstruso pensamiento de queiba a morirse. Pero lo cierto fue queapenas diez minutos después de tomarseel candié, y luego de que Adela lelimpiara los labios con un paño húmedoy de que le quitara las legañas con unpañuelo empapado en infusión demanzanilla, y luego de una enormesonada de mocos, de un ataque de tos yde una riada de esputos en el orinal quele aclararon la garganta, pudo levantarse

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y prestar atención a lo que donGerónimo de Estrada había venido adecirle.

—Vine ayer también a verte, Pedro —le hizo saber don Gerónimo—, peroestabas preso de las fiebres y noconseguías ni abrir los ojos ni entendernada.

—¿Ayer domingo estuvo usted aquí?—preguntó Pedro, desorientado—.¿Después de que yo lo visitara en elconvento?

—No, ayer domingo, no —intervinoAdela—. Ayer lunes. Ayer fue lunes,Pedro.

—¿Lunes? ¿Ayer? ¿Y hoy es martes?—Claro.—Pero, por Dios, ¿qué tiempo llevo

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durmiendo?—Pues… yo qué sé. Más o menos

desde el domingo por la noche, ¿no? Lacalentura te dejó exhausto.

—¡Virgen Santísima! —se quejóAlemán—. ¡Hoy es martes! ¡Sólo mequeda un puñado de días para prepararmi escrito de defensa en el asunto deDeogracias Montaño! ¿Por qué me hasdejado dormir tanto, Adela? ¡Con la decosas que tengo que hacer! ¿Qué horaes?

—La hora de cenar. Debes de estarhambriento.

—Madre mía.—No había quien te despertara, mi

vida. Y hasta que no has sudado lafiebre no has recobrado el sentido. Y

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ahora que ya estás mejorcito, atiende adon Gerónimo, que es ya la segunda vezque viene a verte.

—Don Gerónimo, disculpe usted, yono sabía que… Pensaba que había sidoun sueño.

—No tienes por qué disculparte. ¿Teencuentras ya mejor entonces? ¿Oprefieres que vuelva mañana? Es tardeya, y…

—No, padre, ¡claro que no! ¿Qué sele ofrece? ¿Qué es lo que tiene quecontarme? ¿Está relacionado con lasmonedas de las que hablamos?

—Pues sí, hijo, sí. Desde que te fuistedel convento, Pedro —explicó el jesuita—, no paré de darle vueltas al problemaque me habías planteado. Y estuve

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prácticamente todo el domingodesatendiendo mis oraciones, que Diossepa perdonarme y San Ignacio con él, ysin poder quitarme de la cabeza esosdenarios de plata y sus significados. Mellevé, de hecho, toda la tarde de ladominica en la biblioteca, rebuscandoentre libros y tratados. Pero, ya bienentrada la noche, tuve que rendirme,pues nada hallé entre las páginas de losque consulté.

—¿Y entonces? —preguntó Pedro,después de sonarse las narices de nuevoy de pringar de mocos el pañuelo queAdela le había acercado—. Supongoque no ha venido usted aquí paracontarme eso… —adujo, ciertamentebrusco.

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—Claro que no —se justificó eljesuita con una sonrisa comprensiva—.Verás. Durante todo el tiempo en queestuve entre libros había un pálpito quede vez en cuando me respingaba entrelas sienes. Y no conseguía identificar elbarrunto. Y así, inquieto y confuso, mefui a mi alcoba después de la cena en elrefectorio. Y fue cuando estaba a puntode rendirme al sueño, o tal vez en susumbrales, cuando caí en la cuenta.

—En la cuenta ¿de qué? —inquirióPedro de Alemán, nervioso—. ¿En quéreparó usted, don Gerónimo? Me tieneusted en ascuas.

—Pues en esto.Y de la carpeta que llevaba consigo

sacó una carta doblada en un solo

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pliegue. Era un papel de calidad,vergueteado y de un pulcro color blanco,fuerte al tacto. Pedro, excitado aunquesin saber muy bien por qué, asió elpapel que don Gerónimo de Estrada letendía y lo desplegó. Lo leyó ycontempló luego al jesuita, extrañado.

—Es una carta dirigida a usted dedoña María Consolación Perea y VargasEspínola, páter. En la que le solicita laadmisión en el colegio jesuita de unnieto de un antiguo mayordomo,ofreciendo al mismo tiempo un generosodonativo para sufragar los estudios delcrío. No entiendo, don Gerónimo. No séqué relación puede tener esta cartacon…

—Mira el escudo del membrete,

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Pedro, por favor.—¿El escudo?—Sí.Contempló Pedro el hermoso escudo

que estaba grabado en la parte superiorderecha de la carta, en magníficoscolores. Era el escudo de la familiaPerea.

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—Muy bonito —admitió el abogadode pobres, desconcertado—. Noentiendo mucho de estas cosas, pero sí,

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es bonito. Lo que no alcanzo acomprender es…

—¡Pedro, mira bien! —insistió elfray, encendido.

—Ya, ya, ya lo miro. Y sí, lo que ledigo, hermoso, pero…

—¡Un perro, Pedro! ¡Un perro, ¿no loves?!

—Sí, claro, un perro y…Y entonces cayó en la cuenta.¡Pardiez y voto a bríos!¡La calentura debió de haberlo dejado

más obtuso de lo habitual o acrecentadosu incompetencia! ¡Ahí estaba! ¡Larelación de una de las monedas o, mejordicho, de dos de las monedas, con unode los veinticuatros vinculados a loscrímenes!

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—¡Dios bendito! —exclamó,patidifuso.

—¿Lo ves ahora?—¡Claro que sí! —admitió Alemán

—. En la primera moneda, en la de lafamilia Hosidia, en su reverso se ve unperro atacando al jabalí. Y en la segundamoneda, la de la familia Antestia, se ve,también en el reverso, a un perrillo quecorretea entre las patas de los caballosque montan Cástor y Pólux. Y resultaque en el escudo de armas de doñaMaría Consolación Perea, para quientrabajaba la costurera FelisaDomínguez, junto a cuyo cadáverapareció ese denario de la familiaAntestia, aparece un perro también. Estáclaro, don Gerónimo. Con el denario de

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la familia Antestia lo que se quería eraseñalar a la veinticuatro Perea. A travésde su escudo de armas. Ahí está larelación que buscábamos.

—Pienso lo mismo, Pedro.—¿Existe la misma vinculación de las

otras monedas con los escudos de armasde los veinticuatros afectados por lasmuertes?

El jesuita Estrada, un poco azarado,se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo.—¿No lo sabe usted? ¿No ha buscado

los escudos de esos veinticuatros?—Me he vuelto loco buscándolos,

Pedro. Y no me ha sido posiblehallarlos. En la biblioteca del conventotenemos libros de religión, por supuesto,

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de filosofía, de gramática, de historia yhasta de numismática. De cualquierdisciplina que imaginarte puedas. Menosde heráldica, voto al cielo. De heráldicade familias jerezanas, me refiero. Niuno, hijo mío.

—¿Y eso? ¿Es que acaso las reglasjesuitas denuestan la heráldica?

—No, no, en absoluto. De hecho, unode los mayores estudiosos de laheráldica en el pasado siglo fue uno delos nuestros, el jesuita italiano SilvestrePietrasanta, que en 1638 publicó untratado que tenemos en el convento. Nosé mucho de eso, pero versaba sobre losesmaltes de los escudos de armas. Loque te hago ver es que no he conseguidodar con ninguna obra que compendie los

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escudos heráldicos de los veinticuatrosjerezanos.

—¿Quién podría ayudarnos, donGerónimo?

—Hay en Jerez, Pedro, quien haescrito o está escribiendo un libro quese ocupa de todo el desarrollociudadano local, de sus institucionesciviles y eclesiásticas. Pretende con suobra demostrar que fue Jerez la antiguaciudad de Asido y que le correspondeser cabeza de diócesis por derechopropio. Y me consta que, en suinvestigación, ha estudiado los orígenesde las grandes familias jerezanas y nadame extrañaría que estuviera versado ensus escudos heráldicos. Tambiénescribió hace unos tres años una historia

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sagrada y política de la ciudad y paraescribirla, aunque no está publicada,supongo debió de haber estudiado losorígenes y poderes de los veinticuatrosde Jerez.

—¿De quién me habla usted, donGerónimo?

—¿Pues de quién va a ser, hijo mío?De nuestro amigo el canónigo donFrancisco de Mesa y Xinete.

«¡Claro! ¿Quién podría ser, si no?».—¿Ha hablado ya usted con él?Negó el jesuita con un movimiento de

la cabeza.—No me ha parecido oportuno,

Pedro. No he querido inmiscuirmemientras tú estabas indispuesto.

—Pues hora es ya de que vayamos a

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verlo.Intentó ponerse en pie, pero un vahído

a punto estuvo de llevarlo al suelo. Unataque de tos convulsa hizo que los ojosse le llenaran de lágrimas y que casi seahogara. Bebió como pudo el vaso deagua que su mujer le tendió.

—Tú no vas ahora a ninguna parte,querido mío —terció Adela,acercándole el orinal para que esputaray agarrándolo del brazo para conducirlode nuevo a la cama—. Tú vas a cenarahora el puchero que ha preparadoCrista con su carne y su tocino y despuéste vas a tomar otro candié. Y ya mañanaveremos si se te ha ido la calentura y siestás en condiciones de ir a ver a donFrancisco.

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XXXIII

EL CANÓNIGO MESA YXINETE

El miércoles a primera hora, todavíacon un poquito de destemplanza ysintiéndose algo débil, Pedro de Alemántomó el camino de la plaza del Arroyo.El día estaba nublado y era frío, pero nollovía y la capa gruesa con que Adela lohabía obligado a abrigarse loresguardaba del relente matutino.

Don Francisco de Mesa y Xinetevivía en una casa situada en el Arroyode los Curtidores, en la cuesta que

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estaba destinada a completar el reductode la nueva colegial una vez el canónigofalleciese. Así lo había acordado donFrancisco con el cabildo y así figurabaen su codicilo. Y fue al subir esa cuestacuando Pedro advirtió que los remediosde Adela habían dado sus frutos: yaapenas si tosía, moqueaba menos yrespiraba con cierta normalidad pese alesfuerzo de subir la empinada pendiente.

El canónigo Mesa y Xinete, que habíanacido en Carmona en el año del Señorde 1703 —tenía, por tanto, cincuenta ycuatro años en estos días—, habíallegado a Jerez allá por 1727 para tomarposesión de la canonjía que se habíaquedado vacante en el cabildo de lainsigne iglesia colegial después de la

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muerte del canónigo don Juan Pabón yFuentes, de los Pabones de San Miguel.Y sólo un año después, y a pesar de sugran juventud, el clero de la ciudad lohabía elegido como su prior, para arenglón seguido tomar posesión comocanónigo presidente del cabildo de lacolegiata. Ostentó después el puesto desecretario y una infinidad de cargos más,entre los que se contaba el de visitadordel arzobispado. Desde hacía años erael canónigo responsable de las obras delnuevo templo, y gracias a sus desvelos ya sus postulaciones parecía que no eramuy lejano el día en que se vieraterminada la nueva iglesia. Además,había dedicado y dedicaba buena partede sus beneficios a sufragar los gastos

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de su hospicio de Niñas Huérfanas y dela Amiga General, que había fundado ydonde estudiaban cientos de niñaspobres de la ciudad.

Don Francisco de Mesa y Xinete, unhombre alto y esbelto, de nariz afilada ybuena color, recibió a Pedro de Alemáncon alegría. Se profesaban, canónigo yletrado, mutuos respeto y cariño desdeque Pedro, cuatro años atrás —«¡Cómopasa el tiempo, Dios mío!», habíapensado el abogado de pobres cuando elpáter se lo recordó—, había defendido aDiego González, paje por aquel entoncesdel cura, en el llamado «crimen delsacristanillo», en el que habíaconseguido su absolución y públicosparabienes de la curia y los regidores.

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Por más que aquella victoria en eltribunal sólo la recordara con amargura.

—Parece que vivimos en ciudadesdistintas, Pedro —dijo el canónigodespués de abrazar a Alemán y hacerque doña Ana Ledot de la Mota, su amade llaves, que también lo abrazóefusivamente, les sirviera café y dulcesde las monjas del convento del EspírituSanto—. Hace meses que nocoincidimos. Claro, yo con misobligaciones corales y los líos de lasobras del nuevo templo, que me va acostar la salud si no la vida sacarlasadelante, y tú con tus pleitos y tusjuicios.

Estuvieron durante unos minutoscomentando las nuevas de las vidas de

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ambos y de las amistades comunes, hastaque Pedro, que no podía con laimpaciencia, expuso al canónigo elmotivo de su visita.

—¿Ha sabido usted de los cuatrocrímenes de mujeres relacionadas conveinticuatros que se han producido enJerez en los últimos meses?

—Sí, claro —reconoció Mesa yXinete—. Como todo el mundo,supongo. Que está Jerez que tiembla.¿Tienes tú algo que ver con ellos?

—Defendí a Francisco Porrúa, quefue acusado, condenado y colgado por elprimero de los asesinatos, el deDionisia Menéndez, criada delveinticuatro don Jerónimo Enciso delCastillo.

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—Me enteré, Pedro. Y lo lamento.Supongo que el que te condenen amuerte a un cliente no debe de llevarsemuy bien.

—También defiendo como abogadode pobres a Deogracias Montaño, queviene acusado de la muerte de FelisaDomínguez, costurera de doña MaríaConsolación Perea y Vargas Espínola,también veinticuatro. El fiscal pide paraél la pena de muerte. En la horca,igualmente.

Don Francisco no dijo nada. Miróatentamente a Alemán. Lo conocía ysabía que el relato no acababa ahí.

—Las otras dos asesinadas, comoimagino sabe, son la joven Isabel MaríaMedina y de Morla, hija del veinticuatro

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don Esteban Juan Medina y Martínez, ydoña Francisca Madán, esposa de donFrancisco Hinojosa y Adorno, dueñoasimismo de una veinticuatría. Y sé,páter, que todas esas muertes han sidoinfligidas por una misma mano. Y queesa mano no fue ni la de FranciscoPorrúa ni la de Deogracias Montaño,cuyo juicio habrá de celebrarse de aquía pocas semanas.

—Mal asunto me estás contando, hijo.Continúa, por favor —indicó elcanónigo, grave el gesto.

—¿Alguien, don Francisco, le hahablado de que junto a todos esoscadáveres apareció una moneda romana,un denario de plata de la épocarepublicana?

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—¿Una moneda romana junto a cadacuerpo? No, no, no sabía nada de eso. Elhospicio de las huérfanas de la calleArmas y las obras de la nueva iglesiaapenas si me dejan tiempo para otracosa. Que no atiendo a hablillas, vamos.

—Pues sí. Junto a cada víctimaapareció un denario de plata. Cuatro entotal. ¿Quiere usted ver los dibujos deesas monedas?

—Claro que sí. ¿Los traes contigo?—Por supuesto —asintió Pedro,

sacando de la casaca los dibujos deEvangelina—. Tome usted.

Aguardó a que el canónigo examinaralos dibujos. Éste, mientras los escrutaba,iba al mismo tiempo asintiendo, comoreconociendo la habilidad de la mano

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que los había trazado.—Fui a ver a don Gerónimo de

Estrada —continuó Alemán—, que,como usted sabrá, páter, es hombredocto y versado en la numismáticaantigua. Gracias a él he podidoidentificar cada uno de los denarios.

—A ver, cuéntame.Y le reveló entonces que cada denario

de plata correspondía a una familiaromana y le repitió, de la forma másfidedigna posible, las explicaciones queacerca de ellos había recibido deljesuita Estrada.

—Lo que ocurre —prosiguió— esque esas informaciones de poco me hanservido a la hora de obtener pistas paradescubrir a quien dio muerte a esas

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mujeres. Hasta que don Gerónimo, ayer,me hizo una revelación asombrosa.

—¿Cuál? —preguntó el canónigo,cuyo interés iba creciendo pormomentos. Hasta el punto de que el cafése les había enfriado y que el plato dedulces estaba casi intacto.

—Como habrá observado usted, entodas las monedas aparecen figuras deanimales: en la primera, un jabalí y unperro; en la segunda, sendos corceles yotro perro; en la tercera, más caballos yun león, posiblemente; y en la cuarta, denuevo una cuadriga de caballos, uncamello y un escorpión.

—Así es —reconoció don Franciscode Mesa y Xinete, mirando los dibujos,fascinado—. ¿Y adónde nos lleva eso,

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Pedro?—Siempre tuve la certeza de que los

crímenes estaban relacionados con losveinticuatros vinculados con lasvíctimas —explicó el abogado depobres—. Era, pensaba yo, como si elasesino guardara agravio hacia ellos yquisiera vengarse. Por un suceso delpasado o sabe Dios por qué. Y tenía laconvicción de que en esas monedasestaba la clave para la resolución de loscrímenes, pero no conseguíadescubrirla. Don Gerónimo de Estrada,empero, me ha abierto una nueva senda,y por eso vengo a verlo a usted.

—Explícate, por favor. Me estáspicando realmente la curiosidad.

Extrajo entonces Pedro la carta de

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doña María Consolación Perea que eljesuita le había entregado y se la tendióal canónigo.

—Observe usted esta carta, por favor,don Francisco. Y mire el escudo dearmas de doña María Consolación.

—Un perro.—Exacto.—Como en las monedas.—Así es, don Francisco. Y

suponemos, don Gerónimo y yo, quedeterminadas figuras de esos denariosaluden a los escudos heráldicos de losveinticuatros. Sin embargo, donGerónimo no es experto en heráldica, ycuando le he preguntado por qué personaen Jerez pudiera estar versada en esadisciplina, me ha dicho que usted sin

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dudarlo un segundo. ¿Puede ustedayudarme, páter?

***

La torre de la iglesia colegial era unaconstrucción de doble cuerpo que estabaadosada al templo. A sus pies se hallabala capilla donde los canónigos se habíanrefugiado tras haber tenido que salirprecipitadamente de San Dionisiocuando esta iglesia amenazó ruina.Después de que el 28 de febrero de1755 un rayo alcanzase la torre yafectara a la habitabilidad de la iglesitaen que el cabildo se guarecía, Mesa yXinete había convencido al abad donAntonio de Morla para trasladarse al

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primer cuerpo del nuevo templo, que yaestaba casi acabado, y allí celebraba elcabildo desde entonces sus misas, suscoros y sus oficios. Sin embargo, granparte de la biblioteca de los canónigosaún se conservaba en una dependenciade la torre a la que el rayo no habíaafectado en exceso, y hasta allí sehabían desplazado, en la mañana de esemiércoles día 30 de noviembre de 1757,canónigo y abogado.

Durante el breve trayecto desde elArroyo de los Curtidores hasta la torrede la colegial, don Francisco habíaexplicado a Pedro que, en efecto, paradocumentarse a la hora de escribir suslibros había tenido que estudiar losescudos de armas de muchas familias

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jerezanas, pues era esencial conocer susorígenes para poder plasmar fielmentela historia de la ciudad, vinculada, y demodo tan estrecho, a esas familiaslinajudas. Y que para eso había tomadocomo obra esencial de consulta eltratado Nobleza del Andalucía, delestudioso Gonzalo Argote de Molina.

—Este libro —explicó Mesa y Xinetecuando, ya en la torre, tenía el gruesovolumen en sus manos—, aquí donde loves, Pedro, fue editado en 1588 yconstituye un monumental tratado (¡tienecerca de ochocientas páginas!) en el quesu autor estudia los orígenes de lasdistintas estirpes y corporaciones noblesasentadas en Andalucía y su devenir a lolargo de los siglos. Desde el punto de

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vista heráldico este libro es un tesoro:cuenta con numerosas ilustraciones deescudos de linajes nobles, todas ellasbellamente trabajadas, bien queestampadas a una sola tinta. ¿Te pareceque comencemos con el escudo de losPerea?

—Lo que usted diga, don Francisco.—Pues veamos.Fue pasando, con infinito cuidado, las

páginas del libro, que ya mostraba lossignos de sus casi dos siglos de vida:amarilleaba en los bordes de sus hojas yhabía algunas grietas en su lomo.

—Aquí está… Sí, en efecto, ese quefigura en la carta de doña MaríaConsolación es uno de los escudos de lafamilia Perea: en campo de oro, un peral

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de sinople y un can moteado al pie deltronco. Ese árbol, el peral, es una claraalusión al apellido familiar, Perea. Hayotros escudos diferentes de otras ramasde la familia. Mira éste, por ejemplo: encampo de oro, cinco paneles de sinoplepuestos en sotuer y bordura de gules conocho coronas de oro. Pero, por lo que seve, el que vienen usando los Pereasjerezanos, o al menos doña MaríaConsolación, es este del perro.

—¿Qué significado tiene el perro enheráldica, don Francisco?

—Lealtad al rey, Pedro. La lealtad esuna de las cualidades fundamentales delos canes, junto con el afecto, lasinceridad y la obediencia. Tambiéntiene el significado de buen amigo en la

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adversidad.—¿Conoce usted el escudo de armas

de la familia Enciso, páter?—No, pero lo podemos buscar aquí.

Si me dejas un minuto…Volvió a pasar las páginas con mimo

el canónigo Mesa y Xinete del tratadode Gonzalo Argote de Molina. Cuandopareció hallar lo que buscaba, abriómucho los párpados y de sus labios seescapó un ruido parecido a un silbido.Levantó la mirada y la clavó en Alemán,y éste vio conmoción en los ojos delcura. Luego, don Francisco tendió ellibro al abogado de pobres, señalandoun escudo con el dedo índice. Y sindecir palabra.

—¡Dios del cielo! —exclamó Pedro

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cuando se apercibió de lo que elcanónigo le señalaba—. Ahí está. ¡Teníarazón don Gerónimo!

Porque lo que estaba observandoPedro de Alemán era el escudonobiliario de la familia del veinticuatroEnciso:

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—Ahí lo tienes, Pedro —indicó elcanónigo, severo el tono de su voz—. Eljabalí.

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Había, en efecto, en el escudo de losEnciso, en los cuarteles de la partesuperior izquierda e inferior derecha, unjabalí de sable en campo de plata. Y enlos cuarteles de la parte superiorderecha e inferior izquierda, un castilloen campo de gules.

—En heráldica —le enseñó el cura—, el jabalí a cuerpo completorepresenta la sapiencia, el coraje y lafiereza en la batalla. El castillo, por suparte, simboliza la fortaleza de la virtudy la nobleza antigua.

—Entonces… entonces —balbuceóPedro—, está claro que las monedas sonun mensaje. ¡Un mensaje del asesino,don Francisco!

—A ver, Pedro, explícate, a ver si

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consigo seguirte. Creo que sé por dóndevas, pero…

—¡Está claro, don Francisco!¡Clarísimo como el agua clara! —exclamó, enfebrecido, y no por lascalenturas de los días anteriores. Ni detoser se acordaba ahora—. Mire usted,con la primera moneda, la del jabalí, senos decía que la primera víctima eraalguien relacionado con la familiaEnciso, y al mismo tiempo el asesino yaseñalaba quién sería su segunda víctima:alguien relacionado con doña MaríaConsolación Perea. De ahí que en esaprimera moneda también figurase elperro, símbolo de la familia Perea. Quetambién aparece en la segunda, para darfe de que la muerte de la segunda

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víctima se produce por la vinculación dela interfecta con la veinticuatro.

—Según esta teoría, Pedro, que no meparece por demás nada descabellada —admitió Mesa y Xinete—, en esasegunda moneda, en la hallada junto alcadáver de Felisa Domínguez, ya teníaque existir una advertencia de quiénsería la tercera víctima.

—Creo que sí, don Francisco.—Pues veamos de nuevo el dibujo de

esa segunda moneda… A ver: tenemosen el anverso la cabeza de Roma y la«X»; y en el reverso, dos jinetes conlanza y un perro, que simboliza a lafamilia Perea. Si tu teoría es cierta, enesta moneda debería haber algo, unsímbolo, una figura, un nombre, que nos

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señalase a la familia Medina. Veamoscuál es el escudo de esta familiaMedina. A ver… a ver… Sí, aquí está.

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—¡El león! —exclamó Pedro—. En elescudo de la familia Medina figuran nouno, sino dos leones. Como en el tercerdenario, el aparecido precisamente juntoal cuerpo de Isabel María Medina, encuyo anverso también figuraba un león.

—Sí, pero ¿de qué forma indica lamoneda que simboliza a la familia Pereaque la tercera víctima iba a ser unMedina? No veo nada en el segundodenario que nos encamine en esadirección. En este escudo de losMedina, que también tiene cuatrocuarteles, aparecen en los de la partesuperior izquierda e inferior derecha unleón rampante en campo de oro. Y en loscuarteles de la parte superior derecha e

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inferior izquierda, un aspa de oro encampo de gules.

—¿Cuál es el significado de un leónen un escudo de armas, don Francisco?

—Creo que no es más que unarepresentación gráfica idealizada delpropio animal, sin ningún otrosignificado más allá del intrínseco:espíritu guerrero, autoridad, dominio…

—¿Y las aspas?—Significan que algún miembro de

esta familia asistió a la toma de Baezaen 1227, día de San Andrés. El aspa esla forma de la cruz donde fuemartirizado este santo apóstol. Creo quenos hemos metido en un callejón sinsalida, Pedro. No veo de qué forma lasegunda moneda auguraba el asesinato

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de un Medina.—Yo sí lo veo, don Francisco.—¿Qué ves tú que yo no? —inquirió

el canónigo escrutando el escudo dearmas.

—Pues que donde usted ve una cruzen forma de aspa, la cruz de San Andrés,yo lo que veo es una «X». La «X» queaparece en el anverso del denariohallado junto al cadáver de FelisaDomínguez. Esa «X» nos indica que elpróximo cadáver será de la familiaMedina, en cuyo escudo figura una «X»o un aspa con la forma de esta letra.

—¡Pardiez! —exclamó el páter—.¡Puedes llevar razón, a fe mía! Entonces,¿es éste el significado de las «X» en lasmonedas?

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—En esta moneda, sí, por lo que seve. En las otras, supongo, no simbolizamás que el valor del denario, de diezases.

Don Francisco de Mesa y Xinetecontempló los dibujos y después levantóla cabeza, meditabundo.

—Te recuerdo que en la primeramoneda la «X» no existía. La grabaron acuchillo, el asesino posiblemente.

Pedro se encogió de hombros. Éltambién había reparado en laincongruencia.

—Lo sé —admitió—. Pero ése es unenigma que tendremos que dejar paramás adelante, don Francisco.

—Como tú digas —consintió el cura—. Sigamos, pues. De ser cierta la tesis

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que manejamos, en la tercera moneda, lahallada junto al cadáver de la hija dedon Esteban Juan Medina y Martínez,tendría que aparecer una clave que noscondujera hasta doña Francisca Madán.¿No es así?

—Creo que sí.—Pues recordemos el dibujo de esa

tercera moneda, la hallada junto alcuerpo de la niña Medina. A ver: había,en su anverso, el busto de Roma concasco alado; detrás, una espiga; ydelante, la «X» con una raya horizontalen el centro que, según don Gerónimo deEstrada, simboliza el número dieciséis,pues en esa época el denario valía yadieciséis ases. Y en el reversoobservamos a los Dioscuros a caballo y,

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bajo éstos, un guerrero luchando con unleón. Y, en el exergo, ROMA. Tenemosya claro que el león alude a la familiaMedina, pues este animal aparece en suescudo. Pero no veo de qué forma nospuede encaminar esta moneda hasta lafamilia Hinojosa. Es decir, hacia lasiguiente víctima: doña FranciscaMadán y Gutiérrez, esposa delveinticuatro don Francisco Hinojosa yAdorno.

—Yo tampoco, don Francisco, voto abríos.

—Busquemos el escudo de armas delos Hinojosa, a ver si nos sirve deayuda.

Volvió a enfrascarse en el tratado deheráldica hasta que sobresaltó a Pedro,

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que se hallaba cogitabundo dándolevueltas al misterio, al pronunciar unsonoro: «¡Aquí está!».

—Disculpa, Pedro —se excusó—. Tehe asustado. Mira, éste es el escudo delos Hinojosa:

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—Ahí están los hinojos que dansentido al apellido del caballero,

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Hinojosa —expuso Pedro—. Y en lacuarta moneda, la hallada junto alcadáver de su esposa, el rey Aretasaparece arrodillado. Dicen que lleva enla mano un ramo de olivo, señal de paz.Pero ¿no podría ser una mata dehinojos? ¿No se dice que quien searrodilla cae de hinojos?

—¡Claro que sí! —asintió el páter—,y ésa es la simbología de la cuartamoneda. Lo que sigo sin ver, Pedro, escómo la tercera moneda nos podíaconducir al crimen de doña Francisca.

Quedaron ambos pensativos, mirandouno los dibujos de las monedas y el otrolos escudos nobiliarios.

—¡La espiga! —dijo Mesa y Xinetede pronto—. ¡Ésa es la relación!

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—¿Qué espiga, don Francisco?—La espiga que aparece en el

anverso de la tercera moneda, laencontrada junto al cuerpo de IsabelMaría Medina. En ella hay una espiga:¡eso es lo que nos señala que el próximocrimen estaría relacionado con lafamilia Hinojosa!

—No veo la correspondencia, páter.Es una espiga de trigo, ¿no?

—¡Es una espiga, Pedro! ¡Y no tienepor qué ser de trigo!

—No consigo entenderle, a fe mía.—Te explico, hijo: una espiga no es

más que la inflorescencia de una planta.No tiene por qué ser de trigo sólo.También el hinojo tiene espigas. Dehecho, el hinojo es una planta alta que se

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espiga hasta el cielo como si fuera unaserpiente que poco a poco sedesenrosca. ¿Lo ves?

Pedro contempló monedas y dibujos.Después, no tuvo más remedio queasentir, admirado.

—Es usted un genio, don Francisco.Sí, estoy de acuerdo con usted. Ahí estála relación. La espiga en la terceramoneda nos indicaba que la siguientevíctima sería alguien de la familiaHinojosa, sin duda. ¡Santo Cielo! Encada crimen, el asesino ha dejado unamoneda que señalaba al veinticuatro conel que estaba relacionada la víctima y, almismo tiempo, nos decía quién sería lapróxima, con qué familia noble estaríaemparentada, por sangre o por servicio,

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la siguiente interfecta. ¡Es de unamaldad inexorable!

—De todos modos, Pedro,asegurémonos. Y recapitulemos. A ver,en la primera moneda aparecía el jabalí,símbolo de los Enciso, en cuya casatrabajaba Dionisia Menéndez. Yaparecía en esa moneda el perro,símbolo de doña María ConsolaciónPerea, para quien trabajaba comocosturera Felisa Domínguez, la siguientevíctima. Por tanto, la primera monedanos señalaba ya la segunda víctima.

—Así es —refrendó Alemán—. En lasegunda moneda, aparecía de nuevo elperro, emblema de los Perea, cuyacosturera fue muerta. Y en ella tambiénaparecía el aspa, la «X», la cruz de San

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Andrés, que es el distintivo de losMedina. Y la siguiente asesinada fueIsabel María Medina.

—Es correcto —aprobó el canónigo—. Y en la moneda hallada junto alcadáver de esta joven, aparecía unaespiga, que bien pudiera ser de hinojos,lo que nos indicaba que la siguientefamilia sería alguien de la casaHinojosa, como así en efecto fue. Y enla moneda hallada junto al cadáver dedoña Francisca Madán, vemos al reyAretas de hinojos, portando una rama talvez de esta planta, lo que nos señala denuevo a la familia Hinojosa.

—Creo que hemos completado elcírculo, don Francisco, bendito seaDios.

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Se hizo entonces un instante desilencio. Un silencio pesado, grave,atemorizado incluso.

—Pero… —bisbisó el canónigo.—Entonces… —balbuceó el

abogado.Habían hablado los dos a la misma

vez, pisándose las palabras. Y había enlos rostros de ambos idéntico gesto deespanto.

—Entonces —fue Pedro quienfinalmente murmuró—, eso significa queen la moneda hallada junto al cadáver dedoña Francisca Madán, la del reyAretas, figura la clave para saber cuálpueda ser el veinticuatro a quien va adar de lleno el siguiente crimen. ¡Que,por vida del rey, puede producirse en

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cualquier momento!

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XXXIV

EL DENARIO DEL REYARETAS

Quedaron los dos, letrado y cura,sobrecogidos. Un canónigo que en esemomento entró en esa estancia de latorre, el anciano racionero donFrancisco Gutiérrez de la Vega,enseguida se dio la vuelta y salió de allí,en cuanto vio sus rostros demudados.

Durante unos instantes sólo se oyó enla pequeña y modesta biblioteca lospasos del racionero alejándose, y esesilencio les vino bien a ambos para

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ordenar sus ideas y para atemperar laimpresión que los había embargadocuando se apercibieron de que medianteel examen del denario del rey Aretas talvez podían saber la identidad de lapróxima víctima. Con todo lo dehorrendo y al mismo tiempo deesperanzador que tal conocimientoconllevaba.

—Bueno, Pedro… —comenzó elpáter, aunque sin saber muy bien cómocontinuar.

—Ahora sí que está todo en nuestrasmanos, don Francisco.

—Así es, hijo mío. Y le pido a Dioscon todas mis fuerzas que nos ilumine.

—Vuelvo a describir esa moneda,para que nos vayamos centrando. ¿Le

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parece?—Claro que sí. Comienza, te lo

ruego.Pedro tomó en las manos, que todavía

le temblaban, el dibujo que EvangelinaGonzález había hecho de ese denario dela familia Emilia. Ya mostraba el papelpequeñas manchas cerúleas de tantomanoseo.

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—En el anverso vemos al rey Aretasde rodillas, sosteniendo a un camellopor las bridas y portando en la otramano lo que hemos convenido pueda seruna mata de hinojos, que es señaltambién de rendición; arriba, a laizquierda, y aunque apenas se ve, figurala leyenda «SCAUR AED CVR», que

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ahora sabemos significa «Escauro, edilcurul»; en el centro a la izquierda, detrásdel camello, las letras «EX», y delante,«SC», que avisan de que la acuñaciónfue autorizada por el Senado de Roma; yen el exergo, REX ARETAS.

—Perfecto, Pedro. Miremos ahora elreverso.

—Bien. —Y ya era como si recitara,de la de veces que había examinado eldenario—. En el envés vemos a Júpiterconduciendo una cuadriga, y hay unescorpión bajo los caballos. En la partede arriba se observa la leyenda «PHVPSAEVS AED CVR», que nos indicael nombre del otro edil curul; debajo dela cuadriga, «C HVPSAE COSPREIVER», que alude a un antiguo

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cónsul de esta última familia; y detrás,«CAPT», que nos recuerda la derrotadel rey Aretas. Y eso es todo.

—Pues algo hay en esa moneda —señaló el canónigo— que nos ha de darel nombre de la próxima víctima, Pedro.

—De acuerdo. Descartemos la ramade hinojos, pues ésta aludía alveinticuatro Hinojosa. Nos quedan,pues, los siguientes elementos: el reyAretas, los nombres de los acuñadores,el camello, Júpiter, la cuadriga, elescorpión y… y nada más, creo.

—Bien —propuso Mesa y Xinete—.Vayamos uno por uno. ¿Te dice algo elnombre del rey Aretas? ¿Te sugierealgo?

—Aretas… Aretas… Bueno, me

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suena a aro, a argolla, a círculo, peroeso es una tontería, ¿no?

—Me temo que sí.—Pues nada más se me ocurre, padre.—Pensemos, pensemos, Pedro. No

podemos rendirnos a la primera. Nopodemos dejar pasar nada por alto.

—Lo sé, pero…—Reflexionemos…Quedaron de nuevo ambos en

silencio, cavilosos, dando vueltas en susmientes al nombre del extraño reynabateo. Pedro rememoró lo que donGerónimo de Estrada le había instruidoacerca de Aretas (sus conquistas, supacto con Hircano, su derrota a manosde Marco Emilio Escauro…) yrecomenzaron los dolores de cabeza, de

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los que se había olvidado cuando entróen la torre de la colegial con elcanónigo. Cesó en la deliberación ycontempló al teólogo, que seguíaensimismado. Había en sus ojos,empero, una luz de decepción.

—No se me ocurre nada, Pedro —concluyó repentinamente el cura sucavilación, levantando la vista deldibujo del denario.

—¿Podría ser —se le ocurrió aAlemán de pronto— que con el nombrede ese rey se hiciera alusión al apellidode un veinticuatro?

—¿A un apellido? —se extrañó Mesay Xinete—. ¿Conoces tú a algúnveinticuatro que se llame Aretas denombre o apellido, Pedro, hijo?

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—No, claro que no, pero…—No podemos disparatar, Pedro, está

en juego la vida de una persona. La deuna mujer relacionada con unveinticuatro que, como bien sabes,puede producirse, su muerte, encualquier momento. Hemos de afinar, sersensatos. No podemos equivocarnos.

—Lo sé, lo sé. Yo sólo quería…—Centrémonos entonces en el

camello —propuso el canónigo—.Veamos si en el libro de don GonzaloArgote de Molina se habla de la figuradel camello en la heráldica.

Fueron unos minutos interminables losque don Francisco de Mesa y Xinetepasó hojeando las páginas del tratado.

—Dice aquí —explicó cuando

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encontró el capítulo que correspondía—que el camello se representa siempre enheráldica de perfil, con dos jorobas,bien parado o bien pasante o echado, yque suelen figurar en los escudos dearmas de aquellos caballeros que hanluchado en tierras africanas en lasguerras contra los infieles. Añade quesimboliza el trabajo y la riqueza, peroque no se conoce entre la noblezaandaluza ningún escudo de armas dondefigure un camello.

—Tampoco, entonces, es el camellola clave que buscamos, ¿no?

—Me temo que no. No pensé que estofuera a ser tan complicado, santo Dios.

Estuvieron divagando sobre loscaballos, Júpiter, Aretas y el escorpión

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hasta que en los campanarios cercanossonó la hora del ángelus. Sin querersucumbir al desaliento, don Franciscode Mesa y Xinete rebuscó entre loslibros de historia de la biblioteca hastadar con un libro de Salustio —Laguerra de Yugurta— donde se hablabade Marco Emilio Escauro, el princepsdel Senado de Roma. Y para sorpresa deambos, pues habían pensado en él comoun prohombre de la República romanasólo adornado de virtudes, el historiadorlatino lo describía como «hombre noble,activo, intrigante, ávido de poder,honores y riquezas, pero hábil paraocultar sus vicios». Se decía que inclusohabía sido procesado por soborno, peroque fue absuelto a pesar de su evidente

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culpabilidad.—Como el dorador Galera —espetó

entonces Pedro inopinadamente.—¿Cómo dices, hijo?—Nada, don Francisco, nada. Cosas

mías. ¿Quién defendió a Escauro en eseproceso en el que fue absuelto a pesarde ser culpable?

—Nada más y nada menos que MarcoTulio Cicerón.

Y se estremeció Pedro de Alemáncuando recordó una frase de Cicerónque había leído durante sus estudios enla Facultad de Cánones de Sevilla:«Recuerdo incluso lo que no quiero.Olvidar no puedo lo que quiero». Ojalápudiera él olvidar a ese caballerojurado y lo que había acontecido en el

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juicio con Evangelina.—Sigamos, padre —propuso,

deseando alejar de sí esos recuerdosamargos como las tueras.

—Pero es que ya no sé dónde buscar,Pedro. Miro y remiro el dibujo de lamoneda y no veo cómo en él pueda estarla clave del siguiente asesinato. Esto esfrustrante, hijo mío.

—Lo sé, padre, lo sé, pero nopodemos doblegarnos. Sé que esa claveestá ahí —aseguró, señalando el dibujo— y hemos de hallarla, pardiez. Haymuchas vidas en juego, don Francisco.

—Está bien. Empecemos de nuevo,pues.

Estuvieron durante un rato, casi hastala una, repasando sus anteriores

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reflexiones, sus previas sugerencias, susprimeras disquisiciones, y a cadamomento se les veía más exhaustos, másnerviosos y más perdidos. Al cabo sehizo el silencio, que se prolongóinterminablemente.

—Eso que decías sobre el rey Aretasy los apellidos de los veinticuatros… —masculló el canónigo, más por romper elincómodo silencio que porque estuvieracierto de proponer algo sensato—. Seme ha venido ahora a la mente elapellido de don Tomás Luis.

—¿Don Tomás Luis? ¿Y quién es donTomás Luis?

—Don Tomás Luis de Arellano yPonce de León. Caballero veinticuatro.

—¿Y a santo de qué se le ha venido

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su nombre a la mente, don Francisco?—No sé… Me ha venido de pronto.

Aretas… Arellano… Aretas…Arellano… Sí, ya sé, es una bobada,pero me ha venido así y no se me ocurreotra cosa. Creo que deberíamos dejarlopor hoy, Pedro. Doña Ana se va apreocupar si…

—Sólo unos minutos más, donFrancisco —rogó el abogado de pobres—. ¿Qué sabe usted de don Tomás Luisde Arellano y Ponce de León?

—Pues… que es caballeroveinticuatro, como te he dicho. —Hizomemoria el canónigo—. Vive en uncaserón inmenso de la Corredera quehace esquina con la calle Pedro Alonsoy con la de Molineros. Una de sus hijas,

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la mayor, creo, Rosa María de nombre,se casa para carnaval del año entrante,lo sé porque oficia la misa el abad donAntonio de Morla y ya ha ordenadoalgunos preparativos. Tiene don TomásLuis, según dicen, mucho dinero y ocupaeste año la Diputación de Corredores yVinatería, creo. Y poco más sé de él.¿Por qué, Pedro?

—Pues… la verdad es que no lo sé—reconoció, cansado y con la sangremartilleándole en la cabeza, Pedro deAlemán—. Por lo que usted ha dicho,probablemente. Eso de Aretas…Arellano… Aretas… Arellano… Pero,sí, posiblemente sea un desatino, conperdón. Porque le agradezco mucho, donFrancisco, lo que está usted haciendo

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por mí. De todas formas, podríamosbuscar el escudo de armas de la familiaArellano. A lo mejor, no sé…

—Por supuesto, Pedro —sancionó elpáter—, y no tienes nada queagradecerme. Ya sabes que soy yo quienestá en deuda contigo desde hacemuchos años. Déjame unos minutos, quebusco ese blasón.

Los crujidos de las páginas del gruesotratado de Argote al ser pasadas por elcanónigo sonaron en la estancia comochirridos de cigarra.

—Aquí está —anunció el cura cuandodio en el libro con el escudo—. Aunqueme temo que es bastante simple y nos vaa servir de poco.

Y ladeó el libro para que Pedro

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pudiese ver el escudo de armas de losArellano:

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—Bonito sí que es —reconocióAlemán, chasqueado—. Pero es lo queusted dice, que nos va a servir de poco.Por un momento tuve la esperanza deencontrarme ahí un camello, o unescorpión, o… En fin, padre. Esto esdesesperante.

—¿Qué más nos queda, Pedro?—Pues no lo sé, la verdad. Creo que

ya le hemos dado una y mil vueltas atodo cuanto viene en esa moneda.

Asintió el canónigo con la cabeza,también defraudado. Había hecho suyoel misterio y sufría ahora con laimposibilidad de resolverlo.

—De todos modos, repasemos unavez más, hijo —insistió—. Una vez más,

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que la perseverancia es virtud. Vamos aver: de Aretas ya hemos hecho todas lascábalas posibles, y del camello, y delescorpión. De Júpiter poco tenemos quehablar, Dios nos libre. Y en cuanto a lospersonajes de la historia de Roma, yahemos estudiado a Escauro, nos quedanlos Plautios, de los que nada ni dónde séqué buscar… —Se interrumpió y sequedó un instante reflexivo,contemplando el dibujo del denario—.Esa palabra, «PREIVER», ¿quésignificaba?

—Alude —explicó Pedro trasconsultar sus notas en su libreta— a unaciudad italiana del antiguo pueblovolsco, Priverno se llama hoy, según meexplicó don Gerónimo de Estrada. Allí

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tuvo lugar la batalla donde ese tal CayoPlautio, cónsul, obtuvo un triunfo.

—Ah, sí —dijo Mesa y Xinete—. Mesuena, claro.

—¿Priverno? ¿Le suena? Pues yojamás la había oído. ¿De qué le suena austed, don Francisco?

—Porque allí, en Priverno, a pocasleguas del pueblo, está la abadía deFossanova, donde murió Santo Tomás deAquino en 1274. De eso me suena, denada más.

—¿Cómo ha dicho usted, páter? —inquirió Pedro, vehemente. Comotransfigurado.

—Que allí está la abadía donde murióSanto Tomás y…

Se detuvo de repente el canónigo,

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cayendo en la cuenta de lo que habíaprovocado la alteración de Pedro.

—Dios mío —suspiró—. SantoTomás de Aquino y…

—Don Tomás Luis de Arellano.—Aretas, Arellano. Santo Tomás, don

Tomás Luis… ¡No puede ser unacoincidencia, Pedro!

—Creo que no, don Francisco —reconoció el letrado, desfigurado. Ypreguntó a continuación—: ¿Quésignifican esas tres figuras que se ven enel escudo de la familia Arellano? ¿Sonlanzas?

—¿Esas figuras? No, no son lanzas.Son flores de lis.

—Flores de lis… ¿Qué significacióntiene la flor de lis?

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—La flor de lis es un símbolo depoder, soberanía, honor y lealtad, ytambién de pureza de cuerpo y de alma.También era utilizada en los mapasantiguos para señalar el Norte,habitualmente en las rosas de los vientoscomo símbolo del punto cardinal Norte.

—¿Rosa de los vientos? ¿No sellamaba así, Rosa, la hija casadera dedon Tomás Luis de Arellano y Ponce deLeón?

—¡Santo Dios! —casi chilló el cura,levantándose de un salto de su asiento—. Llevas razón. ¡Ésta es la clave!

—¡Lo tenemos, padre! ¡El denario delrey Aretas señala al veinticuatroArellano! ¡A su hija, más concretamente!

—¡Rosa María de Arellano va a ser

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la próxima víctima del asesino, Pedro!¡Tenemos que correr y darle aviso deinmediato, Dios bendito!

—Sin pérdida de tiempo —admitióPedro, levantándose también de su silla,brillantes los ojos como gemas—. Peroha de hacerme usted un último favor, donFrancisco.

—Claro, sí, pero…—¿Puede usted buscar cuál es el

escudo de armas del apellido Galera?—¿Ahora? ¿Para qué? Tenemos

que…—Será sólo un instante, se lo ruego.El cura miró fijamente a Pedro de

Alemán, como intentando penetrar en susentendederas, saber qué tramaba. Serindió al fin y rebuscó en el tratado de

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Argote.—Aquí lo tienes.

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—Un cañón en el blasón… ¿Quésignifica el cañón en heráldica, donFrancisco?

—Nos avisa de la relación ovinculación de su dueño con el arma deartillería y representa la fortaleza.

—¿La fortaleza? ¿Y nada más?—Bueno…, y la destrucción, claro.

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XXXV

LA ADVERTENCIA

—Pero… ¿de qué demonios me estáusted hablando, abogado?

Don Tomás Luis de Arellano y Poncede León era un individuo achaparrado,de tez sanguínea, piel accidentada porlos vestigios de antiguas viruelillas y untemperamento irascible y colérico. Ymalhablado. Presumía de su pertenencia,por la rama paterna, a la casa deArellano, insigne familia navarro-castellana de ascendencia real, decía. Ypor la rama materna, a los Ponce de

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León, linaje leonés donde encontraba sugermen la casa de Arcos, otrora tanpoderosa, cuando batallaba con losMedina Sidonia por la preponderancia.Ocultaba, empero, que por la parte delpadre no le había quedado sinorimbombancia en el patronímico y ni unmaravedí y que por la parte de la madreeran sus primos don Pedro EstebanPonce de León Padilla y don FranciscoPonce de León y Cueva quienes teníanlos dineros y los títulos de la casa. Pesea todo, era don Tomás Luis de Arellanoy Ponce de León, además deveinticuatro, un hombre rico, pero lo eraporque había sabido invertirextraordinariamente bien la dote, que fueabundante, de su esposa, una López de

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Carrizosa.Pedro de Alemán intentó ocultar un

gesto de hartazgo, pues era la segunda otercera vez que le daba al veinticuatro lamisma explicación. Que su hija doñaRosa María, que habría de contraermatrimonio en pocos meses, encarnavales concretamente, con elprimogénito del veinticuatro don PedroRojas Jáuregui, también Pedro denombre, estaba en grave peligro, pues eldenario romano hallado junto al cadáverde doña Francisca Madán la señalabaindefectiblemente como la próximavíctima de quien en Jerez, en los últimosmeses, se estaba dedicando a matar amujeres relacionadas con veinticuatros.Y le expuso de manera pormenorizada

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las deducciones que el canónigo donFrancisco de Mesa y Xinete y él mismohabían alcanzado esa mañana, no hacíamás de tres horas.

—Está usted loco, letrado, a fe mía.Me ha levantado de la siesta y ahora meviene con esas majaderías, de las que noentiendo ni la misa la mitad. ¿Quédiantres es eso de las monedas romanasy de las flores de lis y todas esasmentecateces, voto a bríos?

—Señor, le ruego me crea —solicitópor vez enésima Pedro con un cansancioinfinito. Era inconcebible tanta simpleza—. Ya han sido cuatro las personasrelacionadas con veinticuatros que hansido muertas, salvajemente asesinadas.Y entre ellas, la esposa y la hija de

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sendos regidores.—Y ya por eso cree usted que

también van a matar a mi hija y van adejar junto a su cuerpo un… ¿cómo sellama…?, un denario romano, ¿no? ¡Bah,usted desbarra, pardiez!

—No es un desbarro, don Tomás, esun razonamiento perfectamente lógicoy…

—Mire usted —porfió e interrumpióel Arellano—, según se dijo en lassesiones del concejo, la hija de donEsteban Medina y la mujer de Hinojosa—y se percibió cierto desprecio alpronunciar el apellido de eseveinticuatro— tuvieron la desgracia deser asaltadas por ladrones omalhechores buscando sus dineros, cada

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una en diferente lugar, en diferentetiempo y a diferente hora del día. Todoeso que cuenta usted de las monedasromanas no son sino paparruchas. Yademás, ¿quién se iba a atrever a ponermano sobre una Arellano y Ponce deLeón…? Bueno, o López de Carrizosa,que es el segundo apellido de mi hija.Bah, necedades, abogado, ¡necedades!Mi hija está bien segura entre los murosde esta casa.

Pensó Pedro que la arrogancia era unpecado más peligroso que cualquiera delos capitales y que no se explicaba cómono se hallaba entre los mismos. «Y máscuando el arrogante piensa que puedetorcer a su voluntad el curso del destinoo de la naturaleza, sin advertir que son

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inexorables», meditó.—Don Tomás Luis, se lo suplico,

escúcheme —insistió una vez más ydenodadamente Alemán—. Del últimoasesinato hará de aquí a poco un mes, yel próximo puede suceder en cualquiermomento. Y siempre ocurren en viernes,señor. Le ruego encarecidamente adoptelas medidas necesarias para evitar quese pueda atentar contra la vida de suseñora hija. No le va a costar nadahacerlo y en cambio puede obtenermucha ganancia si lo hace.

—No es usted quién para irrumpir enmi vida e intentar ponerla bocarriba,abogado, se lo digo una vez más, y talvez por última. Por menos, he hechoazotar a alguien. Y sepa usted que me

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está soliviantando.«Dios mío —pensó Pedro—, qué

individuo más lerdo y engreído».Así llevaba, entre dimes y diretes,

más de media hora, y ese veinticuatrosoberbio se resistía a apreciar losriesgos, que tan evidentes eran. Almenos, para cualquier persona sensata.Con gesto de contrariedad, sacó delbolsillo de su casaca una esqueladoblada y se la tendió al Arellano, quela tomó con prevención.

—No tenía el gusto de conocerle, donTomás —arguyó Pedro—, y, aunque nome la esperaba, tampoco descartaba unareacción como la suya. Aunque no encasos como éste, es normal que sedesconfíe de desconocidos, así que….

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—Y más si son abogados —lointerrumpió don Tomás Luis, con unasonrisa que dejó al descubierto unosdientes sucios y puntiagudos.

—Y más sin son abogados —refrendóPedro, como quien le da al niñoinsistente una golosina—. Así que, ledecía, por si acaso, le pedí a donFrancisco Mesa y Xinete carta depresentación. Le ruego la lea. Y esperoque sus palabras lo conmuevan más quelas mías.

El otro desdobló la carta y leyóaunque trastabillando. No estaba entresus placeres la lectura, por lo que seveía.

Estimado y respetado don Tomás Luis:Le ruego atienda al portador de la

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presente. Es un hombre íntegro y cabal, y suspalabras están cargadas de razones. Susprevenciones son también las mías ycomparto plenamente sus temores. Haga loque le indica, por favor.

Suyo afectísimo etc., etc., etc.

El veinticuatro volvió a doblardespacio la esquela y se quedópensativo. Miró luego a Pedro deAlemán.

—Tengo en alta estima a donFrancisco —indicó—. Sólo por esemotivo continuaré escuchándole. Perono abuse de mi paciencia.

—Se lo agradezco, don Tomás.—¿Qué habría de hacer, según usted?—Poner a buen resguardo a su hija.

Blindar su casa. Dar parte a losalguaciles. Hablar con don Manuel

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Cueva, alguacil mayor. Cualquier cosacon tal de evitar poner a su hija doñaRosa en peligro. Ellos, los justicias yalguaciles, sabrán adoptar las medidasque procedan.

—Usted delira. Si doy parte a donManuel y después no pasa nada, comoasí sin duda acaecerá, seré el hazmerreírdel cabildo, abogado.

—Nada perderá con poner los mediospara que el delito no se produzca. Y sino se produce gracias a esos medios,será motivo de alegría y no deignominia. Y, en cualquier caso, la vidade su hija, señor, vale más que suorgullo.

—Tal vez, pero no más que mi honor.Lamento que usted no valore de igual

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forma el suyo. Que se está deslustrandocon esta charla donde sólo late sumiedo.

—Le advierto que es preferible unhonor mancillado que la pena terrible deperder a un hijo.

—Y yo le digo que no hay mayorcrimen que preferir la vida al honor.

—Por Dios, don Tomás Luis.—Creo que esta conversación ha

terminado, Alemán.—Se lo suplico de nuevo: impida que

su hija salga sola de casa, sinacompañamiento masculino. Y armado.Y, sobre todo, los viernes, que nisiquiera salga de casa, señor. Bajoningún concepto. ¿Tiene usted criados?

—Pues claro, ¿con quién se cree que

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está hablando?—Que se turnen para hacer guardias,

se lo ruego. Veo que esta casa tiene trespuertas de entrada, cada una de lascuales da a una calle: la puerta delfrente, a la Corredera; la de la izquierdasegún se la mira, a la calle Molineros; yla de la derecha, a Pedro Alonso. Vigilesus umbrales, sus balcones, susventanas. Haga lo que cualquier padreharía.

El veinticuatro se puso de pie. Daba,todo así lo apuntaba, la conversaciónpor cumplida.

—No pienso hacer nada de lo que medice. Todo lo más, impedir que mi hijasalga en unos días. Mi esposa, si seenterara, sufriría un aire. Es de salud

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delicada. No pienso alarmarla y ponerlaen riesgo innecesariamente.

El abogado de pobres se puso en pietambién y suspiró con cansancio yhastío. Era increíble tanta arrogancia,tanta irresponsabilidad, tanta soberbia.Intentó un último envite. Uno de lossuyos: arriesgado y colmado dedesesperación.

—¿Está su hija doña Rosa en casa?—Donde debe.—¿Podría hablar con ella?—Por supuesto que no, ¿qué se ha

creído?La ira comenzó a germinar en la

garganta de Pedro. Sintió deseos decoger a ese estúpido y arroganteveinticuatro por las lujosas solapas de

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su casaca de terciopelo marrón yzarandearlo. Intentó contenerse, empero.

—Mire usted, don Tomás Luis. —Ytomó aire para calmarse—. Estoy aquíporque creo que es mi obligación comoabogado, como ciudadano y como serhumano.

Hizo una pausa. El veinticuatro lomiró con desprecio, como si sospecharade otros motivos. Y Pedro le devolvióuna mirada cargada de amenazas.

—Y he hecho todo cuanto estaba enmi mano para evitar un daño terrible —prosiguió—. He de advertirle, pues: sino oye mis ruegos, si no me deja hablarcon su hija, si no adopta las medidas quele he sugerido y finalmente su hija caebajo las garras de un asesino

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despiadado, no sólo me querellarécontra usted, señor, por cómplice deasesinato, por imprudencia criminal opor lo que se me ocurra, sino que todosen Jerez, incluidos sus colegasveinticuatros, sabrán de su estulticia, desu arrogancia y de su negligencia. Yentonces sí, será usted el hazmerreír detodo Jerez. El pelele del que todos seburlarán. Porque, pudiendo, no hizocuanto estuvo en su mano para salvar lavida de alguien de su propia sangre. —Un silencio terrible—. Y no pararé —añadió como colofón— hasta que suhonor valga menos que una lechuga.

Pedro de Alemán vio cómo el rostro,de habitual rubicundo, del Arellano seenrojecía y por un instante estuvo cierto

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de que iba a recibir una puñada. O queiba a ser arrastrado hasta la calle por laservidumbre. Pareció contenerse, sinembargo, el veinticuatro, que se sumióen un mutismo meditabundo. Y sinapartar la mirada del abogado depobres. Pero cavilando.

—¿Qué quiere hablar usted con mihija? —preguntó al cabo.

—Isabel María Medina y de Morlamurió porque salió de su casa, aespaldas de sus padres, a verse conalguien que resultó ser su asesino. Loque quiero es cerciorarme de que suseñora hija no realizará comportamientosimilar.

—Mi hija no es de ésas, abogado, nose confunda. Sabe bien hasta dónde

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puede llegar en sus libertades y lasconsecuencias de traspasar los límites,se lo aseguro.

—Nada perderemos, pues, en hablarcon ella. Será un minuto nada más.

Volvió a sumirse en cavilaciones donTomás Luis de Arellano y Ponce deLeón. La escena era curiosa: noble yabogado de pie en el centro de la lujosaestancia de la enorme mansión de laCorredera, un silencio sepulcralarropándolos y una tensión que se podíacortar como manteca entrambos. Al fin,el veinticuatro dio un paso adelante, seacercó a una mesita, asió una campanillay la hizo sonar. El mayordomo aparecióen cuestión de segundos, como sihubiera estado esperando el

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requerimiento tras de los portones delsalón.

—Dile a la señorita doña Rosa Maríaque baje. Deprisa.

—Enseguida, don Tomás.—Tome asiento —ordenó el Arellano

a Alemán en cuanto el mayordomo sehubo ido. E hizo él lo propio. Cruzó laspiernas cortas y gordezuelas ytamborileó con sus nudillos sobre lasrodillas. Fue ése el único ruido que seoyó en la estancia hasta que escucharonque llamaban a la puerta—. Pasa.

La puerta se abrió y por su huecoentró una joven que era la antítesis de supadre: de buena planta, piel lisa yrosada, cabellera castaña hermosamentepeinada en tirabuzones y unos ojos en

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los que relucían al mismo tiempo elmiedo y algo parecido a la malicia. Unamalicia femenina que no era maldad sinoprovocación. Muy hermosa —pensóPedro— tenía que ser o haber sido laesposa del Arellano para que de lasemilla de ese veinticuatro mediocontrahecho germinase una joven tanbonita como esa que ahora se adentrabaen el gran salón mirando de reojo a ladesconocida visita.

—Rosa, este señor —presentó elpadre— es Pedro de Alemán, abogado.

—Encantado, señor —saludó la jovencon una voz llena de sonrisas. Estaba depie en el centro del salón vestida con unbello vestido de organzas ypasamanerías en tonos azules. Su padre

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no la había invitado a tomar asiento.—Te va a hacer una pregunta.

Respóndele con la verdad.—¿Por qué quiere un abogado hablar

conmigo, padre? ¿He hecho algo malo?¿Le ha ocurrido algo a don Pedro Rojas,mi prometido? ¿Debo preocuparme?

—En absoluto. Y deja ya de preguntary limítate a responder.

—Claro, padre. ¿Puedo sentarme?—No. Esta conversación acabará

enseguida.—Como usted diga.—Señorita —intervino Pedro—, mis

preguntas le pueden extrañar, pero leaseguro que se amparan en buenasrazones.

La joven, que miró con interés al

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letrado, no dijo nada. Asintióimperceptiblemente.

—¿Ha ocurrido en su vida algoextraño en los últimos días o en lasúltimas semanas?

Dudó durante unos segundos RosaMaría de Arellano.

—¿Extraño? ¿A qué se refiere?—A cualquier cosa que se salga de su

habitualidad.—No, nada. Creo que no.—Señorita, pasado mañana es

viernes.—Sí.—¿Tenía usted intención de salir la

noche de ese viernes?Antes de poder evitarlo, el sonrojo le

brotó a la muchacha en forma de veloz

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parpadeo.—Yo… no… Claro que no.Debió de haber advertido también

don Tomás Luis la duda en el ademán yen la voz de su hija, pues la miró y ledijo:

—Rosa.—Padre.—La verdad. No hagas que te lo

repita.—Padre…—¡Rosa!Y el miedo pudo más que la malicia

en los ojos bellísimos de la hija delveinticuatro. Pedro, en el fondo de sualma, la compadeció. Tan hermosa y tansometida a ese padre.

—Yo… recibí una esquela. De mi

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prometido. De don Pedro Rojas.—¿La guardas? —insistió su padre.—Sí.—Tráela.—Padre…—Que la traigas te he dicho.Fueron poco más de cinco minutos los

que la joven tardó en regresar llevandoen su mano un papel doblado. Y unamirada de vergüenza y rencor en susojos azules.

—Dame.Obedeció la orden de su padre y le

entregó la carta. La asió don Tomás Luisy la leyó en apenas un par de segundos.Luego, levantó la mirada y la clavó ensu hija, y esa mirada prometía castigosseveros. Después, tendió la esquela a

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Pedro de Alemán, que la leyó y se lesobrecogió el ánimo. Pues supo que nohabía errado en sus cábalas. Y supo queel criminal había previsto su siguientecrimen para ese mismo viernes.

Mi muy estimada doña Rosa María:A apenas unos meses de nuestra boda y

aún no hemos podido hablar a solas. Estar asolas. Hora es ya de poner fin a esadistancia. La espero ansioso el próximoviernes día 2 de diciembre en el altillo de laplaza de las Angustias a las diez en punto dela noche. No le diga nada a nadie. Seránsólo unos minutos. Pero unos minutos paranosotros solos.

Su enamorado prometido,Pedro Rojas

—No hay blasón ni membrete en estacarta, señorita.

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—No.—¿Tiene usted la certeza de que es su

prometido quien la escribe?—Yo… bueno… ¿Quién podría ser, si

no?—¿Ha recibido usted otras misivas

del señor Rojas?—Sí, claro, llevamos prometidos casi

un año.—¿Y estaban membretadas esas

cartas?—Pues… creo recordar que sí.—¿Y la letra? ¿Es la misma? Estas

que aquí figuran —añadió, señalando lacarta— están en mayúsculas, le hagover.

Y tendió la esquela a la joven paraque la examinara.

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—Pues… no sé… Ahora que usted lodice…

—Don Tomás Luis, ¿qué más pruebasquiere usted, por Dios santo?

El Arellano y Ponce de León guardósilencio, mirando a su hija. La cólera sele escapaba por cada esquina de esamirada incendiada.

—¿Pensabas acudir a esa cita? —lepreguntó—. ¿Sin decirnos nada ni a tumadre ni a mí?

La niña fue a responder, pero decidióno hacerlo. Prefirió el silencio a lamentira o al reconocimiento de unaverdad que le iba a traer rigurosasconsecuencias. Agachó la cabeza, y enese gesto, muy a pesar suyo, setransparentó ese reconocimiento.

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—Vete a tu habitación y no se teocurra salir —le ordenó su padre—.Luego hablaremos tú y yo.

—Don Tomás Luis —dijo el abogadode pobres cuando la joven, que a duraspenas se tragaba las lágrimas, se huboido—, espero que este episodio le sirvapara reconsiderar su postura.

El veinticuatro se puso en pie. Habíaprisa en cada uno de sus gestos.

—Mi hija no saldrá de esta casa bajoningún concepto en las próximassemanas. Posiblemente, hasta el día desu boda —sentenció—. Es todo lo quepienso hacer.

—Don Tomás…—Mi decisión es definitiva.—Como usted diga —se resignó

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Alemán—. Sólo le pido un último ruego.—Le escucho.—No dé cuenta a nadie de esta

conversación. Que el criminal no sepaque estamos al tanto de sus planes.

—¡Por supuesto que así lo haré!¡Faltaría más! —exclamó elveinticuatro, mirando al letrado como siéste estuviese mal de la cabeza. ¿Cómose le podía ocurrir que fuera a darcuenta a nadie de la falta de su hija? ¡Suhonor estaba antes que todo!—. Y ahora,abogado, buenas tardes tenga usted. Meesperan obligaciones ineludibles y unaconversación con esa señorita hija míaque, por vida del rey, no habrá de sernada agradable.

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***

—Ayer mismo, a última hora de la tarde,confirmé con don Pedro Rojas, elprometido de la hija del veinticuatroArellano, que él no había mandadoesquela ninguna a su prometida.

Pedro de Alemán se encontrabareunido, poco antes de la hora delalmuerzo del jueves día 1 de diciembrede 1757, con el personero Jerónimo deHiniesta y con Jesús Nieto, el antiguonovio de Evangelina González. Leshabía dado aviso a ambos para que sevieran con él a esa hora en su bufete ylos había puesto al tanto de los últimosacontecimientos: de la significaciónoculta de los denarios romanos y de que

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Rosa María Arellano y López deCarrizosa estaba en el punto de mira delasesino. Y les había requerido ayuda yasistencia en los difíciles momentos quequedaban por venir.

—Entonces —intervino Hiniesta que,por una vez, y estupefacto por lo que suamigo le había contado, no habíarequerido ni convite ni vinos—, esosupone que quien mandó la carta a lachiquilla esa fue el propio asesino. Yque pretendía sacarla de su casa paraverla en el altillo de las Angustiasmañana viernes a las diez de la noche,para allí darle muerte, el muy hijo deputa. Y hacer perrerías con ella. ¡Serácabrón!

—Así es, Jerónimo —confirmó

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Alemán—. Don Tomás Luis se hanegado a tomarse la amenaza en serio yno ha dado parte a los justicias, aunque,al menos, parece que impedirá que suhija salga de casa en lo sucesivo. Masnadie, salvo nosotros, el veinticuatro,don Gerónimo y el canónigo De Mesa yXinete, sabe nada de lo que hemosdescubierto. Nadie, pues, sabe queconocemos los planes del criminal. Yque estamos dispuestos a frustrárselos.

—Eh, eh, eh… —terció Hiniesta,levantando ambas manos—. ¿Quésignifica eso de que estamos dispuestosa frustrárselos? Que ya te voyconociendo, Pedrito, y me figuro lo queestás pensando. Así que, antes deproponernos una barbaridad, piénsatelo

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mejor y déjate de quijotadas, cojones.—Si sabes lo que estoy pensando,

Jeromo, también sabrás que no tenemosalternativa. Está en juego, entre otrasposiblemente, pues de continuar elasesino en libertad seguirá matando sinduda alguna, la vida de DeograciasMontaño, que va a pagar por un crimenque no ha cometido.

—Pero ¿cómo que no tenemosalternativa, pardiez? —repuso elpersonero, que se retorcía su bigotepelirrojo—. ¡Pues claro que la tenemos,coño! ¡Avisamos a los justicias mayoresy a Tomás de la Cruz para que venga consu legión de alguaciles y corchetes y quese jueguen ellos la vida, que para esoles pagan, joder!

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Jesús Nieto asistía atónito alintercambio de pareceres entreprocurador y letrado, llevando la miradaasombrada de uno a otro segúnhablaban.

—Eso no es posible y lo sabes,Jerónimo —adujo Pedro—. Por un lado,me duelen ya los labios de contar a losjusticias mis tesis y no me han hecho nipuñetero caso. Y, por otro lado, niTomás ni los alguaciles puedenintervenir sin una orden de esosjusticias. Así que ya ves. No nos quedaotra. Además, ¿crees que el asesinoaparecería si ve la plaza tomada por nosé cuántos alguaciles y corchetes?

—¿Qué es lo que propone ustedexactamente, don Pedro? —intervino

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por vez primera Jesús Nieto—. Porqueaquí don Jerónimo parece que lo sabe,pero lo que soy yo ni siquiera loconjeturo.

—Tengo que detener al asesino,Jesús. Ni más ni menos. Es la únicamanera que veo de salvar la vida aDeogracias.

—¿Y cómo lo va a hacer usted?—El criminal no sabe que conocemos

sus planes y, o mucho me equivoco,mañana viernes, a las diez de la noche oalgo antes, estará en el altillo de la plazade las Angustias o en sus alrededores. Yahí será cuando le demos caza.

—¿Lo ves? ¿Qué te dije, Jesús? —cacareó el personero, cruzándose debrazos—. Está loco. Como una cabra.

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—Por supuesto, no puedo obligaros aque me acompañéis. Tal vez, no deba nipedíroslo…

—Pues no nos lo pidas, carajo.—… pues nada os va a vosotros en el

entuerto. Pero mi decisión, Jeromo, esfirme.

—Eso lo dirás tú. Porque Adela, encuanto se entere, te mata. Así que yaveremos si vas o no.

—Ésa es una batalla que tendré quelibrar en otro momento, lo sé. Pero teaviso desde ya: nadie va a evitar queesté mañana en las Angustias. Es mucho,de verdad, lo que está en juego y nadieme va a echar de esa partida. Vosotros,claro está, sois libres de acompañarmeo no.

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—¿Sigue usted pensando que eldorador Galera —preguntó entoncesJesús Nieto— puede estar involucradoen los crímenes?

—No es una certeza, Jesús —respondió Pedro—, pero sí es unaposibilidad.

—Pues entonces —replicó elmuchacho, fogoso— yo voy con usted.

—¡No me jodas, Jesús! —exclamó elpersonero, levantando su enormecorpachón de la silla, que a punto estuvode irse al suelo—. ¿Qué queréis los dos,hacerme pasar por un gallina, voto abríos? ¡Al carajo con todo! ¡Y a verquién coño mantiene a mis tres hijos simañana me pegan una cuchillada, que eslo más probable! ¡Eres gilipollas,

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Pedrito, y yo más gilipollas todavía! ¿Aqué hora hay que estar mañana en esajodida plaza, pardiez?

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XXXVI

UN DISPARO EN LA NOCHE

Es esa noche más oscura que un amormalo.

Y fría como la piel de un niño muerto.Pedro de Alemán, Jerónimo de

Hiniesta y Jesús Nieto, vestidos los tresde negro, envueltos en brunas capasletrado y procurador y en un capoteoscuro el zagal de la calle Sol, se hancitado a las ocho en punto de la tarde enel zaguán sombrío de la casa de lospadres de Adela Navas, que tambiénviven en la Corredera, a pocos pasos de

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la mansión del veinticuatro Arellano. Yha llegado Pedro con el alma aúnadolorida por la terrible discusiónmantenida con su esposa, que no hacomprendido cómo está dispuesto ajugarse la vida de tal manera y en estelance.

Llegan los tres armados.Aunque no son hombres de armas, los

riesgos de la noche aconsejan unaprotección, aunque sea mínima.

Los riesgos de esta noche oscuracomo un amor malo y fría como la pielde un niño muerto.

Jesús Nieto trae consigo un hachacorta, la que usa en la leñera de su casa.Hiniesta porta tahalí con vaina dondeenfunda una espada ropera antigua y

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ajada. Y Pedro, el más grande y másafilado cuchillo de los que habían en elcuchillero de su cocina. Todos ellosdesafiando los bandos del concejo, queprohíben la tenencia de armas a losciviles, y apechando con sus resultas.

A las ocho, cuando puntuales seencuentran en la casapuerta de la casade don Juan Navas del Rivero, repasansus planes que la mañana de ese viernesdía 2 de diciembre del año del Señor de1757 han pergeñado. Y se dan ánimos amedia voz, se prometen éxitos, se jurandescubrir por fin a quien ha dado muertea cuatro mujeres en Jerez, aquilatan lospeligros y atemperan sus miedos comomejor pueden.

Y sin querer confesárselos los unos a

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los otros.—Nos apostaremos en los zaguanes

de la casa de don Tomás Luis deArellano —recuerda Pedro—. Cada unode nosotros en uno de ellos. Desde losde Corredera y Molineros tendremosuna espléndida perspectiva de la plaza ypodremos advertir la llegada delasesino. Desde el de Pedro Alonso, talvez no, porque es el más alejado de lasAngustias, y allí se situará Jesús, que esquien menos riesgos debe correr.

—Vaya, hombre —rezonga Hiniesta—. Y a los demás, que nos den por culo.

—Mi lugar será el zaguán deMolineros, Jeromo, y el tuyo, el de laCorredera.

—Como tú digas, Julio César —

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refunfuña el personero, que intentaesconder sus prevenciones bajo sussarcasmos habituales.

—He querido que vengamos tempranopara poder repasar bien el plan y paraque la llegada del criminal no nos puedacoger por sorpresa. Nos situaremosjunto a las puertas de acceso de la casade Arellano para la eventualidad de que,en caso de que no vea a la joven RosaMaría salir de la mansión, el asesinodecida entrar en ella. Allí, entonces,estaremos nosotros tres. Y si se acercaray nos viese a cualquiera de nosotros, noquiero heroicidades. Por favor, tenedlobien presente. Nuestra misión principales reconocerlo, dar con su identidad y,luego, espantarlo. Dando voces para

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alertar a la ronda o como sea. No quieroque nadie asuma riesgos innecesarios,¿de acuerdo?

—Sí, claro —bisbisó Jesús Nieto,que, como los demás, aunque pretendíademostrar tranquilidad, estaba nerviosoy desasosegado.

—En lo que a mí respecta —gruñó elpersonero—, ni necesarios niinnecesarios, tenlo por seguro, pardiez.

—¿Y qué hacemos en caso de que elasesino —es Jesús Nieto quien pregunta— no se acerque a la casa y permanezcaa la espera en el altillo de lasAngustias?

—Si detectamos su presencia y vemosque pasan de las diez y existe el riesgode que se vaya sin que podamos

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identificarlo —explica el abogado depobres—, seré yo quien se aproxime aél con tal objeto. De la forma mássubrepticia que pueda y sin provocarenfrentamiento. Yo y nadie más que yo,¿entendido? Es a mí a quien correspondeasumir el peligro si lo hay y no avosotros.

—Vaya, voto a bríos —zumbóHiniesta, incorregible, aunque Pedrosabía que sus jácaras no eran sino unaforma de ocultar su nerviosismo ypreocupaciones—, ahora resulta quePedrito el abogado se nos ha convertidoen caballero andante. En Amadís deGaula, vamos. Pues sí que mandacojones, hombre.

—Puede llegar desde múltiples

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lugares: desde la Corredera, desde lamisma calle Molineros, desde el Ejido,desde la calle Levante, desde la calleHigueras o desde la calle de laCarretería, donde está el convento delos trinitarios de la redención decautivos. Y puede que venga andando o,como otras veces ha sucedido, en unaberlina negra. Aunque, en este últimocaso, presumo que hará la espera a pie.No creo que se arriesgue a aguardar enel pescante. Sería muy visible.

—Todo muy bien —suscribe elpersonero—. Ahora, eso sí, si son lasdiez y cuarto y no ha aparecido nadie,nos vamos cagando leches, ¿de acuerdo?Igual, con la noche como está, al hijo deputa ese se le cambian las ideas y no

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viene el muy cabrón, mal rayo lo parta.—Bueno, creo que es todo lo que os

puedo indicar —concluye Alemán—.Supongo que en trances como éste buenaparte de lo que ocurra y de cómo sereaccione ha de quedar sujeto a laimprovisación. Son ya casi las ocho ymedia. Vamos cada uno, pues, al lugarque nos corresponde. Y que Dios nosproteja, amigos míos.

—Y todas las vírgenes patronas deJerez, voto a bríos —zanja Hiniesta—,que buena falta que nos van a hacer susprotecciones. Y es que esto es de locos,carajo.

***

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La noche cae a plomo sobre Jerez.Amenazando lluvia ahora.Cuando en los campanarios suenan las

completas, que es la hora que señala eldescanso nocturno, la oscuridad seintensifica como si San Pedro, en laspuertas del cielo, hubiera soplado concarrillos descomunales y apagado todoslos velones y fanales de la Tierra.

En la Corredera, la plaza de lasAngustias, la calle Levante, la calleHigueras… van encapuchándose lasluces de las casas y corriéndose visillosy cortinones. Los ruidos de la ciudad enesas horas noctívagas —coches decaballos buscando sus cocheras,tenderos que cierran sus negocios,aguardenterías que niegan a los

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parroquianos el último vaso porque esel momento en que los bandos delconcejo ordenan el cierre, hombresregresando a sus casas después de undía de trabajos extenuantes, vocesfemeninas desde las ventanas llamando aniños rezagados, mendigos buscandodónde pasar la noche…— van poco apoco, pero inexorablemente,apaciguándose.

Dan las medias de las nueve en elcampanil de San Miguel.

El silencio se apodera de Jerez comoun ropón algodonoso que pareceabsorber todo sonido, toda resonancia.

Hasta el viento, que había sopladovehemente durante la tarde, parece cesarahora en sus bufidos.

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El tiempo transcurre despacio ycalmo, enfriando cada minuto.

Pedro de Alemán y Camacho,agazapado en un zaguán de la calleMolineros, siente que los segundos sesuceden parsimoniosos como las olasmansas. Por su mente desfilan ahora ysin razón aparente todos los principalesrecuerdos de su vida: desde la últimaocasión en que había afrontado peligrosimilar —cuando fue perseguido por elbravonel Caputo por las calles de SanMiguel, hacía ya cuatro años—, hastaque en ese altillo de la plaza de lasAngustias fue donde comenzó a noviarcon Adelita. Recuerda a su esposa y a suhija, se representa las posiblesconsecuencias de esa acechanza y un

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repeluzno que es más de remordimientoque de otra cosa le sube por la espinavertebral, ateriéndolo.

Suenan los cuartos en los campanilesjerezanos.

Y, de pronto, desde el Ejido, se oyenlos cascos amortiguados de un caballo.

Un sonido que a los tres se les antojatétrico.

Pedro aguza los oídos y entrecierralos ojos. Para ver mejor en esa nochecerrada y opaca. Y divisa a la berlinacuando ésta asoma por el lateral máslejano del humilladero de las Angustiasy estaciona junto al convento trinitario.Al pescante, una figura negra yembozada desciende del coche ydesaparece de la vista del abogado,

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tapada por la altura de la plaza.Ha venido.Ha venido, Dios santo.Vuelve a entrecerrar los ojos, pero

esa figura negra y embozada siguesiendo invisible. Aguarda a verlaaparecer por el altillo, pero éste siguedesierto. El mundo parece detenerse,inmoble, suspendido.

Pedro siente que el tiempo pasa en sucabeza como si dentro de ella tuviese unreloj de arena: lento y doloroso.

Oye a su izquierda mascullar alpersonero Hiniesta y decide salir de lacasapuerta donde vigila y acercarse a laesquina de Molineros con Corredera. Lohace despacio, sigiloso, procurando quesus zapatos no repiquen en las guijas de

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la calle. Se nota el cuchillo en elbolsillo de sus calzas y lo percibeextraño como un corazón sangrante en lamano de un niño. Observa, envueltos enlas sombras del zaguán de la Corredera,los contornos de la figura delprocurador y, más allá, en la esquina conPedro Alonso, los de Jesús Nieto.Ambos quietos y acechando, perodesprendiendo un aura de tensión, deintranquilidad y de impaciencia queparece vaya a estallar en un ecoinmenso.

Dan las diez.Y Pedro se detiene, entelerido.«Tam, tam, tam, tam, tam, tam, tam,

tam, tam, tam…».Diez campanadas.

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Como si hubiese esperado al tañidode esas campanas, la noche seinmoviliza. Queda suspensa, como siDios, con sus manos todopoderosas,hubiese detenido los engranajes delmundo.

Y nada ocurre.Luego, cuando hace ya mucho que el

eco de las campanas se ha extinguido enel silencio de la noche, Pedro, arrimadoa las piedras de la fachada de la casadel veinticuatro Arellano, reanuda elpaso y llega adonde aguarda Jerónimode Hiniesta.

—No viene —susurra—. Sigue allí,tras del altillo, escondido, aguardando.Esperando a que Rosa María deArellano salga a su encuentro.

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—Mejor, ¿no? —sugiere en igual tonode voz el personero.

—Voy a acercarme.—La ronda de San Miguel no debe de

andar lejos, Pedro. Llamémosla y queellos se encarguen.

—Si transcurre el tiempo y nada pasa,se va a marchar, Jerónimo. Se nos va aescapar. Y no vamos a tener oportunidadcomo ésta. Lo tenemos tan cerca… Voy aaproximarme, tengo que verle la cara,saber quién es.

—Pues poca elección me dejas. Voycontigo, carajo.

—No, voy yo solo. Si algo me ocurre,tú podrás llamar a la ronda.

—Para eso está Jesús, que aquí viene.Voy contigo, te digo.

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—Y yo te digo que no. Si me arrimosolo, tal vez pueda pasar desapercibidoy acercarme a él sin que lo advierta. Sivamos los dos, nos descubrirá y huirá,Jeromo.

—¿Qué ocurre? —pregunta JesúsNieto, que ha llegado al zaguán de laCorredera.

—Este descerebrado —contestaHiniesta—, que quiere acercarse solo altipo ese que está acechando. Para que lepegue un espadazo, vamos.

—Voy a ir, os digo —resuelve Pedro—. No hay más alternativas, amigos. Nome pasará nada, os lo prometo.

Y sin dar tiempo a las objeciones quesuben hasta los labios de Hiniesta, echaa andar, amparado en las sombras de la

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noche. Y arrebujado en su capa negra,sosteniendo el vuelo con una mano paraque sus aletadas no delaten su presencia.

Cruza la Corredera.Llega a la plaza.Sube su primer escalón.Y siente entonces el miedo

horadándole la piel como un mordisco.Sin ser consciente de ello, murmura

los versos del paternóster.«… adveniat Regnum Tuum, fiat

voluntas tua, sicut in caelo et interra…».

Se detiene, en un momento dado, en lapequeña escalinata. Ha oído pasos a susespaldas.

Se gira y divisa el corpachón enormede Jerónimo de Hiniesta, que viene en

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pos de él. Los versos del paternóster secongelan en sus labios transidos.Experimenta una ternura que lo acongojacuando lo ve venir. Pero niega con lacabeza, adelanta la mandíbularepetidamente pidiéndole en silencioque se quede allí, que no lo acompañe.Que no asuma unos riesgos que sólo a élle corresponden.

Hiniesta, deteniéndose también,exhibe ambas palmas de las manos,abiertos su diez dedos. Compone en loslabios unas palabras mudas.

«A diez pasos de ti», lee Pedro enesos labios enmarcados por la barbataheña.

Sabe que es inútil discutir. Que su fielamigo no lo va a dejar solo en la

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peripecia.Y sigue adelante. Amortiguado un

punto el miedo al saber de la presenciadel procurador a sus espaldas.

Se adentra en la plaza. Busca elrefugio escaso del tronco de un árbol ydesde ahí atisba la acera opuesta.

Allí está la berlina negra. Siniestra,inmóvil.

Y a su lado, una figura también negra,fuliginosa, embozada, aguardando a unamuchacha que no va a venir. Aunque elhombre que avizora no lo sabe.

«Aunque… ¿es un hombre?», piensaPedro.

«¿O es el mismísimo diablo?».«¿Quién, si no, daría muerte, y de la

forma en que lo ha hecho, a cuatro

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mujeres inocentes e indefensas?».El hombre que aguarda está entero

envuelto en tinieblas, como un ángel delMaligno. Donde debiera estar su rostrono hay más que un manchón negro. Tienela parte inferior de la cara cubierta porlos rebordes del largo tabardo bruno queviste y la parte superior de su rostro estáoculta por las sombras que sobre ellaarrojan las alas del sombrero con que setoca.

«No me ha visto», susurra para sí elabogado de pobres.

Pedro avanza cauteloso hacia elcentro de la plaza, apenas protegidoahora por los pequeños arbustos deadelfas que la salpican.

Está a sólo treinta o cuarenta pasos de

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aquella figura enmascarada.Demasiado lejos.«Dios, ojalá relampaguee, o alguien

encienda un fanal —piensa—. No se leve el rostro desde aquí, pardiez».

Lo único que alcanza a ver es que esun hombre de buena talla, pero eltabardo oculta las formas de su cuerpo.

Y su rostro sigue siendo la boca de unpozo lóbrego.

No se lo piensa.Y da un paso adelante.Diez pasos.Veinte pasos.Y de pronto oye unos aullidos

prolongados que pretenden ser unacarcajada.

Pero que sólo son un bramido

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siniestro.¡Lo ha visto! ¡El asesino ha advertido

su presencia!Observa que la figura, cuyas formas

se agitan bajo el tabardo por laespeluznante risotada, extrae la manodiestra desde el interior del ropón. Y veel espadín largo que esgrime.

Pedro se lleva la mano al bolsillo desus calzas y saca de él el cuchillo decocina con que ha venido armado.

Y entonces un insólito rayo de lunaque de forma incomprensible haconseguido penetrar el techo de nubesrelumbra sobre las hojas de las armasblancas. Fugaz, sobre el cuchillo dePedro. Y como acariciando la hoja largadel espadín del asesino.

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Y de nuevo la horrenda carcajada.Ve el abogado de pobres en ese

instante que, para su sorpresa, la figuraembozada envaina el espadín.

«¿Por qué? ¿Qué pretende?».Cuando saca la mano de debajo del

ropón, en ella porta una pistola dechispa.

Una pistola de cachas nacaradas, demenos de un palmo su cañón,destellando a la luz de la luna la maderacon que está elaborada.

Pequeña.Pero mortal.«Dios mío», susurra.Y ruega.«… adveniat Regnum Tuum, fiat

voluntas tua, sicut in caelo et in

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terra…».Pedro oye a sus espaldas, a no más de

siete u ocho pasos, la voz estremecidade Jerónimo de Hiniesta:

—¡Tiene un arma, Pedro! ¡Lleva unapistola! ¡A cubierto, voto a bríos!

Pero Pedro de Alemán, estupefacto,siente que su cuerpo no le responde.Como si sus pies estuvieran pegados alsuelo cubierto de humedad y hojasmuertas de la plaza de las Angustias. Ypermanece allí, a apenas diez o quincepasos de la figura embozada que portaen la mano una pistola de chispa yavancarga.

Todo sucede en cuestión de segundos.O menos.

Con la rapidez de los besos que se

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roban.El hombre alza la mano, empuñando

la pistola.El rayo de luna insólita sigue,

pertinaz, iluminando brevemente laescena.

Aunque de forma insuficiente paradescubrir las facciones del hombreembozado.

Refulge el cañón plateado del arma.Pedro ve que los dedos del hombre

jalan hacia atrás el pie de gato de lapistola y que la amartilla. La luz mínimaparece resbalar ahora por el trozo depedernal que dos quijadas sostienen alextremo del pie de gato.

Ve que el hombre, cuyo rostro sigueen sombras impenetrables, aprieta el

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gatillo.En una fracción de segundo, el

martillo, accionado por un muelleinvisible, hace que el pedernal golpeeviolentamente sobre el rastrillo de lapistola, empujándolo hacia delante yabriendo la cazoleta que contiene lapólvora.

Hay un fogonazo de chispas.Las chispas, que no consiguen

iluminar la cara del hombre, caen sobrela cazoleta y encienden la pólvora.

La llamarada llega al interior delcañón a través del oído, enciende lacarga propulsora y dispara la balaredonda de plomo, que sale humeandopor el tubo con la velocidad del rayo.

El abogado de pobres, paralizado,

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oye la explosión.«¡¡¡Buuuuummmm!!!».Y simultáneamente la voz entelerida

del personero Hiniesta.—¡¡¡Pedroooooo!!!Lo siguiente que siente es un dolor

inmenso en el pecho a la altura delcorazón.

Un dolor terrible.Un dolor bíblico.Un dolor mortal.Y cae al suelo.A plomo.Como la bala.Golpeándose horrendamente la

cabeza contra las piedras del suelo.Mientras cae, ve turbiamente que

Jerónimo de Hiniesta se abalanza sobre

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el hombre. Éste, al principio, intentacargar de nuevo el arma, pero se dacuenta de que la maniobra —introduciruna nueva bala por el cañón, presionarlacon la baqueta, llenar la cazoleta depólvora…— es demasiado lenta. Que nova a tener tiempo.

Y ya Pedro no ve nada más.Se estrella contra el suelo,

inconsciente.No ve cómo el hombre se guarda la

pistola de chispa en el tabardo y, aldarse cuenta de que Hiniesta llega a lacarrera y blandiendo su antigua y ajadaespada ropera, se gira e intenta alcanzarel pescante.

No ve cómo el personero lo agarrapor el doblez trasero del ropón e intenta

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hacer que caiga.No ve cómo el tabardo se rasga y el

asesino se libera.No ve cómo el hombre, empero, emite

un «¡Ay!» agudo cuando la mano delprocurador agarra la cadena que lleva alcuello, sobre la que cuelga un medallón,rompiéndola y rasgando la piel alhacerlo.

No ve cómo la espada ropera deHiniesta golpea, sin herir, sobre elhombro de la figura.

No ve cómo el hombre, el asesino, apesar del espadazo, logra montar en elcoche y huye por la calle de laCarretería abajo.

Nada de esto lo ve.Porque está en el suelo.

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Inconsciente.Muerto, tal vez.Con una bala de plomo en ese lugar

del cuerpo donde los físicos dicen quese aloja el corazón.

El párvulo rayo de luna se esfuma,como asustado, y la noche vuelve aquedar negra como un amor malo.

Y fría como la piel de un niño muerto.Sólo reluce, aunque débilmente, el

medallón de oro que queda en la manode Jerónimo de Hiniesta, el personero.

Un medallón formado por un óvalo encuyo interior se aprecian las formas deuna «X» dorada y resplandeciente.

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XXXVII

RECUERDOS QUEREGRESAN

—¡Creo que está despertándose, donAlejo!

La voz de Adela Navas sonó trémulay sofocada en la pequeña alcoba de lacasa de la calle Gloria. A su lado, donAlejo Rodríguez, el médico de la cuestade Orbaneja, uno de los más reputadosde Jerez, se puso en pie y se acercó a sulado.

Tendido en la cama, cerúlea la piel,desnudo el pecho y vendado, pero con

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vida, Pedro de Alemán y Camacho,abogado de pobres del corregimiento dela muy noble y muy leal ciudad de Jerezde la Frontera, abrió tenuemente losojos.

—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?Su voz brotó áspera y ronca. Como si

no hubiese hablado en siglos.—¡Dios mío, Pedro! ¡Estás vivo!

¡Estás…!Pero no pudo Adela Navas acabar la

frase. Sus palabras se ahogaron en unmar de llanto. Un llanto que había estadoconteniendo desde que, la noche antes,poco antes de las once, Jerónimo deHiniesta llegara con su maridomalherido a cuestas. Se llevó ambasmanos a la cara, que se empaparon por

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sus lágrimas, y su cuerpo se convulsionópor los sollozos.

Al ver a su esposa llorar de esamanera, Pedro intentó incorporarse en lacama. Pero un dolor agudo en el pechose lo impidió. Y los mareos que loasaltaron cuando alzó la cabeza, tambiénvendada. Se dejó caer sobre lassábanas, exhausto.

—Pues claro que está vivo, Adela —sonrió el físico don Alejo Rodríguez,acercándose al herido—. No sepreocupe usted, amiga mía. Ya le dijeque viviría. Su marido tiene la cabezabien dura y más suerte que un quebrado.¿Cómo se encuentra, Pedro? ¿Puedeoírme?

Alemán abrió de nuevo los ojos.

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Sentía como si toda una tribu de negrosde Cafrería estuvieran haciendo resonarsus bombos y tambores dentro de sucabeza.

—Don Alejo, ¿qué hace usted aquí?—Pues curarte, carajo, ¿qué va a

hacer si no? —intervino Jerónimo deHiniesta, acercándose a la cama yexhibiendo una sonrisa de oreja a oreja—. Que vaya potra que tienes,compadre.

—Don Alejo, ¿qué ha pasado? —insistió Alemán, la voz como un hilo.

—¿No recuerda nada, Pedro? —preguntó el galeno—. A ver, abra ustedun poco más los ojos, que le vea laspupilas.

—No recuerdo… no… —bisbisó

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Pedro, pestañeando como si la simplemirada del físico le molestara, mientrasel médico lo reconocía—. Yo…

—No se esfuerce, ya habrá tiempo dehablar y provocar que los recuerdosregresen. Ha sufrido usted, abogado, unacolosal conmoción cerebral.

Un rayo de sol tímido penetró en laalcoba a través de la ventana. Laclaridad obligó a Pedro a cerrar denuevo los ojos.

—¿Qué día es? —interpeló,desorientado—. ¿Qué hora…?

—Acaba de amanecer, Pedro —respondió Adela, cogiéndole la mano yacariciándosela—. Y hay un poquito desol, ¿ves? Y hoy es sábado. Todoocurrió ayer, amor mío. Esta madrugada.

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¿De verdad que no recuerdas nada?Pedro apretó los ojos, soportando el

dolor. Había flecos de recuerdos quepugnaban por asomar desde susubconsciente e intentó atraparlos,obligarlos a salir a la superficie de suconciencia. Y de pronto emergieron conla fuerza de un maremoto.

—¡Dios mío! —exclamó, a pesar delos latidos punzantes de sus sienes—.¡Me disparó! ¡Me disparó y me alcanzóen el pecho! ¿Cómo es que estoy vivo?¿Cómo es que…?

—Pues eso —terció el personerodespués de soltar una risotada al ver asu amigo tan nublado—, que tienes unapotra del carajo. Tu libretita de loscojones, Pedrito.

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—¿Mi libreta? —preguntó Alemán,confuso.

—Anda, Adela, explícaselo tú, que amí me da la risa. Que seguro que llego aser yo y la bala esa me deja más tiesoque a una mojama. ¿Serás cabronazo,Pedrito? ¡Qué potra, Dios mío!

Adela Navas se separó un paso de lacama, aunque sin soltar la mano de sumarido. Alcanzó la libreta donde Pedrosolía tomar sus notas, que reposaba en lamesilla de noche.

—Esto fue lo que ocurrió, Pedro.Y le exhibió el libro.—¡Santo Dios! —exclamó el abogado

de pobres. Y abrió mucho los ojos porla sorpresa, a pesar del dolor de sufrente.

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Un agujero redondo, de tamaño menorque una pulgada, atravesaba las tapas demadera de la libreta y sus hojas,calándolas de parte a parte.

—La bala de plomo impactó contra tulibreta, Pedro —explicó Adela—, yaunque la traspasó, la madera de lastapas y el grueso de las páginasamortiguaron el balazo y te salvaron lavida.

Y se echó a llorar de nuevo,enternecida.

—Así fue, Pedro —continuó donAlejo la explicación—. De no haberllevado usted la libreta en el bolsillo dela casaca, ahora estaríamos velando sucadáver, sin duda alguna. Como Adelale ha dicho, la bala se topó contra la

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madera del libro y contra sus hojas, yatenuaron su potencia y velocidad. Yaunque el plomo atravesó madera ypapel y penetró en su costado a la alturadel corazón, fue a chocar finalmentecontra una costilla y quedó allí alojado,sin apenas fuerza ya y sin dañar órganosvitales.

Se acercó a una bacinilla que habíasobre la cómoda y regresó trayendo labala de plomo, achatada y todavíaensangrentada, sujeta con unas pinzas.

—Podría haber sido mortal denecesidad, Pedro, como le he dicho —advirtió—. Pero ha tenido usted unasuerte increíble, amigo mío. Sólo tieneuna costilla rota, que por fortuna no leha perforado el pulmón. Ya le he cosido

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la herida y fajado el pecho con vendascompresivas. Con algo de reposo sanarápor completo de aquí a unos días. Másme preocupa su cabeza. El golpe que sedio contra el suelo debió de ser brutal,pues se ha llevado usted casi ocho horasinconsciente. ¿Le sigue doliendo?

—Una barbaridad, don Alejo.—Pues entonces, si me permiten

ustedes, voy a la cocina a prepararle uncocimiento de aceite y jengibre, quesuele ser mano de santo para este tipo dedolores. Creo recordar que la cocina essaliendo a la izquierda, ¿verdad?

—Yo le acompaño, don Alejo —seofreció Adela—, y le digo a Crista quele ayude. Venga conmigo, por favor.

El medicó cogió su maletín y,

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precedido por Adela Navas, abandonóla alcoba. Se quedaron solos allíabogado y personero.

—¡Dios mío! —volvió a exclamarPedro, alarmado—. ¿Y Jesús? ¿Dóndeestá Jesús Nieto? ¿Está bien? ¿Le pasóalgo?

—No te preocupes, que está sano ysalvo. Me ayudó a traerte aquí (que, porcierto, ¡vaya si pesas, cabrón!), y luegofue a la carrera a la cuesta de Orbanejaa buscar a don Alejo. Le dije que sefuera a casa después, estaba extenuadoel muchacho.

—Y tú, Jeromo, ¿cómo estás? ¿Quéocurrió allí, en las Angustias…? ¿Elasesino…?

—Escapó, el muy jodido. Aunque se

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llevó un buen espadazo.Y relató Hiniesta a Alemán, en pocas

palabras pues veía a su amigoconsumido y con dificultades paracentrar la mirada, lo acontecido la nocheanterior en el altillo de las Angustias.

—¿Sabes que pude haberlo matado,Pedro? —concluyó su relato elprocurador, repentinamente serio—. Sí,como lo oyes. Cuando, tras dispararte,me acerqué corriendo a él, y gritandocomo un loco porque creí que te habíamatado, pude clavarle mi espada roperaen la espalda. Y, sin embargo, no lohice, ¿sabes?

Y se quedó en silencio, meditabundo.—Matar no es fácil, Jeromo —repuso

Pedro, a quien se veía más exánime a

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cada momento—. Y más para personascomo nosotros, que posiblementeprefiramos morir a matar.

—Bueno, bueno —objetó Hiniesta—,tampoco es eso, hombre, tampoco eseso… Lo que pasó fue… no sé… quepara matar hay que tener instinto,supongo. Y a mí, lo que el instinto meordenó fue que le pegase un espadazo entoda la cabeza, pero con la hoja plana.Mas no debí de darle muy de lleno, porlo que se ve. Pues el muy cabrón logrósubir al pescante y huir en la berlina.Ahora, eso sí, le arrebaté el medallón.

—¿Qué medallón, Jeromo?—¡Ay, coño! —imprecó el personero,

llevándose mano al bolsillo de la casaca—. ¡Que no te he hablado de él! —Y

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extrajo la mano portando en ella elmedallón de oro arrebatado la nocheanterior al asesino—. Pues mira lo quepude quitarle al cabrón ese. ¿Qué teparece? A lo mejor, si investigamos enlas platerías de la ciudad, damos con él,¿no?

Alemán contempló la presea que lemostraba Hiniesta y volvió a abrirmucho los ojos por la sorpresa. Laspulsaciones en sus sienes seenardecieron.

—La «X» —musitó Pedro—. La «X».Aquí está de nuevo. Déjame que la coja,por favor.

Y tomó en sus manos la joya sin dejarde clavar sus ojos en ella.

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—La «X» —repitió, atónito.—Ahí está —confirmó el procurador

—. Otra vez la jodida «X».—Entonces, como bien me dijo el

canónigo, la «X» no sólo hacía alusiónal escudo heráldico de los Medina, a lacruz de San Andrés. ¡Es algo más! ¡Es la

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marca del asesino! ¡Su emblema, santoDios!

Hiniesta fue a preguntar a Pedro poresos comentarios, que le parecieronininteligibles, enigmáticos. Perollegaron en ese momento don AlejoRodríguez y Adela, que traía en susmanos un tazón humeante.

—Tienes que tomarte esto, Pedro,ahora que está caliente —le pidió ladamita, sentándose a su lado en la cama—. Dice don Alejo que te aliviará eldolor de cabeza y te permitirá dormir.Venga, ¿puedes incorporarte un poquito?Déjame que te suba la almohada.

—Sí, tiene usted que descansar, Pedro—confirmó el físico—. Vendré a verleesta tarde para comprobar que la

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conmoción en la cabeza mejora y pararecetarle otros fármacos para la costillarota y para la cabeza. ¿De acuerdo?

—Jeromo —dijo Alemán, antes deque su mujer lo obligara a tragar lapócima—, llévate el medallón. Quenadie sepa que lo tenemos. Y ve con él atodas las platerías de la ciudad. QueJesús Nieto te ayude si lo necesitas. Silogramos dar con el platero que loelaboró, también habremos dado con elasesino. ¡Uf, don Alejo, qué feo estáesto! ¡Y cómo quema, Adelita!

***

El lunes día 5 de diciembre, cuandoAdela Navas regresó a la alcoba

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llevando a su esposo una bandeja concafé, un trozo de queso, un tarrito conmanteca, pan del día y la tisana que donAlejo Rodríguez le había prescrito, seencontró al abogado de pobresintentando levantarse de la cama.

—Pero, Pedro, ¿qué haces? —protestó, mientras dejaba la bandeja enla mesilla de noche—. ¿Adónde te creesque vas, hombre?

—Es lunes, Adela, tengo que trabajar.Se puso de pie e intentó dar un paso.

Tuvo que agarrarse al cabezal de lacama para contener los mareos y eldolor de la costilla fracturada le hizoproferir un lamento, pero a la postreconsiguió mantenerse erguido.

—Y me quedan sólo tres días del

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plazo concedido para formular el escritode defensa de Deogracias Montaño —añadió—. No puedo permanecer mástiempo acostado, Adela. ¿Dónde está miropa?

Una vez más, de nada sirvieron lasprotestas de la damita. La terquedad dePedro pudo más que sus lágrimas y susadmoniciones. Sí consintió el abogadode pobres en desayunar, en que su mujerlo ayudara a asearse y en que después lecambiara las vendas. Y todavía algomareado y con el dolor de cabeza,aunque más llevadero, pulsándole lassienes, salió trastabillando camino de laCasa del Corregidor. Muchos, mientrastransitaba por la calle Gloria y por laplaza de la Justicia, se asombraban al

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contemplar el aparatoso vendaje de sucabeza, apenas disimulado por su gorrade letrado.

Llevaba días desatendiendo susasuntos de la oficina del abogado depobres, desde principios de la semanaanterior, posiblemente. Y tenía seisjuicios a finales de esa semana y oncepresos a los que visitar en la cárcel real.Intentó despachar un par de sumarios delos asuntos pendientes, pero pudo mássu impaciencia y enseguida dejó de ladoesas sumarias e intentó concentrarse enel escrito de defensa y en el juicio deDeogracias Montaño.

Había solventado, con la ayudaimpagable de don Gerónimo de Estraday de don Francisco de Mesa y Xinete, el

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misterio de las monedas romanas y susignificado. Con la ayuda tambiéninestimable de Jerónimo de Hiniesta yJesús Nieto, había salvado la vida deRosa María de Arellano, aun a costa deestar en un brete de perder la suya. Perono había descubierto la identidad delasesino. No había logrado identificarlo.En su memoria, donde debía estar sucara sólo había una mancha negra. Y susformas podían ser las de cualquiera.

Pardiez y voto a bríos.Todo lo que había sucedido en poco

iba a ayudar a Deogracias, cuya vidaseguía pendiendo de un cordel finísimo.Porque, por mucho que explicara a donRodrigo de Aguilar y a don BernardoYáñez y de Saavedra el significado de

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los denarios, ¿lo iban a creer? ¿Iba apoder más la sensatez de susrazonamientos, la aplastante lógica delos acontecimientos, que la obstinacióny contumacia de los justicias mayores enno admitir lo evidente?

Sacó la libreta de notas, agujereadapor la bala de plomo, y experimentó unaemoción súbita. Una libreta comoaquélla, hacía ya muchos años, laprimera que tuvo, se la había regaladosu padre don Pedro de Alemán y Lagosal finalizar sus estudios en el colegio deSanta María de Jesús y en la Facultad deCánones y Leyes de la Universidad deSevilla, y desde entonces se habíaacostumbrado a anotar los detalles delos juicios, los resultados de sus

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indagaciones y sus propias reflexionesen una libreta como ésa. Y ésta era… ¿laoctava…?, ¿la novena que tenía…? Yahora le había salvado la vida.

Levantó la mirada y se quedópensativo. Se dijo que era cierto que eldestino es inexorable, que lo que ha desuceder, sucederá, y que de nada valebuscar a la muerte porque la muerteviene cuando le place.

Regresó la mirada a la libreta ycomprobó que, a pesar del agujero de labala, sus anotaciones todavía eranlegibles.

Comenzó a repasarlas. Desde elprincipio. Desde el juicio de FranciscoPorrúa.

Desde el inicio del drama.

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Recapitulando.Porque ninguna otra cosa se le

ocurría.Leyó sobre el sumario del esposo de

Dionisia Menéndez, sobre losinterrogatorios de acusado y testigos,sobre el juicio del dorador, sobre susvisitas a la casa de éste, sobre sureunión con el fiscal Yáñez, sobre susdisputas con don Rodrigo, sobre losdibujos de la niña de la calle Capachos,sobre sus estúpidas ensoñaciones conEvangelina González, sobre susconversaciones con veinticuatros yclérigos, sobre sus entrevistas en lacárcel real con Deogracias Montaño,sobre sus preguntas a éste sobre RoqueMoreno, sobre la sumaria del carrero

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Matías Peña, sobre el juicio de lafalsificación de moneda, sobre suscharlas con don Bartolomé Gutiérrez,sobre las vigilancias de Jesús Nieto dela casa del jurado Galera, sobre la notarecibida por Rosa María de Arellano,sobre la numismática y la heráldica,sobre sus cavilaciones y cábalas acercade los denarios de plata, sobre lasmisteriosas monedas de losveinticuatros.

Y sobre la forma en que habíaresuelto el misterio con el auxilio deEstrada y Mesa y Xinete.

Sobre todo lo que había sucedido enel último año.

O casi todo.Porque casi todo estaba escrito en esa

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libreta horadada por una bala de plomo.Y estuvo casi una hora, o más,

embebido en la lectura, en su letrapequeña y en sus renglones malalineados. Muchas veces por la prisa enla escritura. Otras, por las superficies enque se veía obligado a mal apoyarsepara escribir.

Pasó el tiempo.Y advirtió entonces que la cabeza, a

pesar de la concentración profunda, yano le dolía.

Y entonces experimentó algo insólito.Como milagroso. Aunque no fuera Pedrode Alemán hombre que creyera enmilagros.

A medida que leía se dio cuenta, parasu asombro, que se sentía más lúcido,

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más vivaz. Más de lo que había estadono los últimos días, sino las últimassemanas y los últimos meses.

Más que nunca.Pensó que las pócimas de don Alejo

Rodríguez habían hecho su efecto, perodespués se dijo que no, que era otracosa, algo distinto, extraño,extraordinario.

Ponderó que tal vez fuera lanecesidad, la responsabilidad enorme detener en sus manos la vida de un hombrelo que hacía que sus sentidos seagudizasen, que su cerebro se aclarase yque su mente estuviese iluminada poruna clarividencia insólita.

O quizá por el golpe tremendosufrido, que había sacudido su sesera

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haciéndola más penetrante, más fina. Yremovido sus percepciones.

O, tal vez, por haber estado tan cercade la muerte.

De una muerte cuyas fauces habíavisto a distancia tan corta.

Por lo que fuera.Pero se sentía sutil y agudo.Perspicaz.Cerró los ojos y dejó la mente en

blanco.Para que las ideas vinieran a él.Porque sabía que vendrían.Y estuvo así un tiempo largo.Jamás sabría si segundos, si minutos,

si horas.Y, de pronto, en el proscenio de su

mente, iluminado por unas extrañas

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luces rojas, se le representó un nombre:Eneas Vico.

Ni siquiera pudo preguntarse elporqué de esa representación, porque arenglón seguido se le vinieron a la mentedos nombres más: Carlos Patin. El padreMariana.

Eneas Vico. Carlos Patin.¿Dónde había visto esos nombres?¿Dónde los había leído?¿Dónde los había oído?Sí, por supuesto, el jesuita Gerónimo

de Estrada le había hablado de ellos,hasta le había mostrado sus obras.

Pero los había oído antes.Los había leído antes.Había oído hablar de ellos antes.Eneas Vico. Carlos Patin.

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Dos numismáticos de siglos atrás.Pero ¿dónde?¿Dónde, Dios mío?¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?¿Y cuándo?Y de repente, en el escenario

iluminado por mil fanales de su mentelúcida, se representó un lugar.

Y después una voz.Y después una cara.No.No podía ser.Estaba equivocado.Seguro que sí, estaba equivocado.

Tenía que estarlo. No era posible. Debíade estar delirando.

¿O no?¡Santísima Virgen de la Merced!

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¿Sería posible?¿O no?Volvió a revivir aquella escena,

aquellos momentos, aquellacontemplación, aquel lugar, aquelhombre.

Y se repitió: ¿sería posible?Había formas, vive Dios, de

comprobarlo.Y lo iba a hacer, aunque la idea que le

rumiaba por las mientes fuera undesatino. Disparatada como un tiro alaire.

Porque lo era, ¿verdad?Por supuesto que sí.¿Cómo iba a ser él el asesino?¡No podía ser, pardiez y voto a bríos!¿O sí?

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¡Dios, Dios, Dios!

***

—Lo siento, Pedrito, hijo, pero nuestraspesquisas en las platerías han resultadoinútiles. Ningún platero había vistonunca un medallón como éste. Y estoyque me duelen hasta los huevos depatearme las calles. ¡He visitadoveintiuna platerías en un día, ¿te lopuedes creer?! ¡Y o mucho me temo, o niun maravedí saco del asunto este! Comode costumbre, carajo.

Era el martes día 6 de diciembre. Unmartes en el que un sol tibio y extrañoalentaba los ánimos. Era, precisamente,el día de la festividad de Santa Dionisia.

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Era como si una mano divina quisieravenir a hacer justicia a la infortunadaDionisia Menéndez.

Porque, aunque Jerónimo de Hiniesta,que se hallaba reunido con él en lamañana de ese martes en la oficina delabogado de pobres, lo ignoraba aún, porla mente de Pedro de Alemán rondabanideas, que al principio pensódescabelladas pero que más sensatas leparecían a medida que el tiempo pasaba,sobre la identidad del asesino.

Se había llevado casi un día enterodando vueltas en su cabeza vendada aesa posibilidad. Y después de tantasvueltas y revueltas, de encajar piezas ensu lugar, de evaluar razones, argumentos,motivos y posibilidades, estaba casi

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seguro de que llevaba razón. Por difícilque fuera creerlo.

Estaba seguro.O casi.O eso pensaba.Aunque le restaba un par de

confirmaciones, para una de las cualeshabía solicitado la presencia delpersonero en su oficina.

—No te preocupes por los plateros,Jerónimo —dijo Pedro tras la peroratade su amigo el personero—. Necesitoahora otro favor tuyo.

—Si se trata de dar otra vez vueltaspor Jerez, ni lo sueñes. Ya te he dichoque tengo los huevos escaldados detanto andar. Así que…

—No se trata de andar, Jeromo. Sólo

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de apostarte en un lugar durante un día odos.

—A ver qué gilipollez se te haocurrido ahora, carajo. Que vas de unaen otra, Pedrito, joder.

Alemán sonrió, meneó la cabeza,sintió un dolor liviano y al cabo entregóa Hiniesta un papel en el que había unnombre escrito.

—Necesito saber a qué hora sale estamujer cada día de su casa, Jeromo. Enqué momentos de cada día va sola, acomprar, a misa, a lo que sea. Sólo eso.No tendrás que moverte del sitio niempeorar tus escaldaduras. Y ya te dejoen paz definitivamente.

El procurador leyó el nombre escritoen el papel y abrió mucho los ojos. Miró

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luego a Alemán, boquiabierto.—¿Se puede saber qué coño tramas,

Pedrito, cojones? —bufó el personero.—A su debido tiempo, Jeromo. A su

debido tiempo. Y a todo esto, ¿teimportaría, de una puñetera vez, dejarde llamarme Pedrito?

***

—¡Pedro, eres tú!—Yo soy, don Francisco. Buenos

días. ¿Recibió usted mi esquela?—Por supuesto, hijo, por supuesto. Y

pasa, por favor, pasa y toma asiento.¿Cómo te encuentras? Me enteré de loque te ocurrió. ¡Es terrible, Pedro!¡Podrías haber perdido la vida!

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—Estoy bien, don Francisco. Un pocoadolorido, pero bien. Y más o menosentero. ¿Tiene usted el libro consigo?

—Claro que sí —dijo, señalando elgrueso tratado Nobleza del Andalucía,de Gonzalo Argote de Molina—. Fui abuscarlo a la torre en cuanto recibí tumensaje. ¿Qué se te ofrece, Pedro?

—Deseo que me encuentre usted unescudo de armas en ese tratado, páter.Otro blasón.

—Pues tú dirás.—De un apellido.—Claro. Dime de cuál.Y Pedro se lo dijo.Y don Francisco de Mesa y Xinete

entrecerró los ojos, perplejo. Los bajóenseguida, empero, al tratado de Argote

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y comenzó a pasar sus páginas.Cada segundo era un grano de arena

en un invisible reloj.—¡Por la sangre de Cristo! —

exclamó el canónigo cuando encontró loque buscaba—. ¡Por su divina corona deespinas! ¡Por todos los ángeles y lossantos! ¡No puede ser!

Dio la vuelta al libro y enseñó elblasón a Pedro.

Allí estaban.Rodeando a un león rampante de gules

arrimado a una columna de azur.El león rojo, símbolo del espíritu

guerrero.La columna, señal de primogenitura.Y en derredor de ambos, de león y

columna, allí estaban.

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Ocho aspas de oro.Ocho cruces de San Andrés.Ocho «X».Ocho.El emblema del asesino.No se había equivocado.—¡Pero… pero… esto significa

que…! —continuó el canónigo,anonadado.

—Sí. Así es, páter.—¡… que el asesino es…!—Sí, don Francisco. Eso significa,

sin lugar a dudas, que ya sabemos quiénes el asesino.

***

—Buenos días, señora.

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La mujer se detuvo, sobresaltada porla repentina presencia del abogado depobres a su lado. Había salido Alemándesde detrás de un pórtico donde habíaesperado que la mujer, como cada día, ya la hora que el personero Hiniesta lehabía informado, saliese de su casa ahacer la compra diaria en las tiendas dela plaza de los Plateros y en lasCarnecerías.

—¡Dios, me ha asustado usted, señor!¿Qué quiere?

—¿Me recuerda?—Es usted el abogado, ¿no? ¿Qué le

ha pasado en la cabeza?—Un mal tropiezo, nada importante,

no se preocupe usted.—¿Qué desea?

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—Mostrarle una cosa. Sólo laentretendré un segundo.

—Pues dígame. Tengo algo de prisa.He de hacer la compra y es tarde.

Pedro de Alemán sacó de la casaca elmedallón con la «X» enmarcada en elóvalo de oro y se lo enseñó a la mujer,que abrió mucho los ojos al verlo.

—¡Virgen santa, ha aparecido!…Pero… pero… ¿cómo es que lo tieneusted?

—Me enteré de que el caballero lohabía extraviado y, en agradecimiento,he mandado que un platero le elaborarauno igual, para regalárselo. Supongo quesabe usted que estoy en deuda con él,¿verdad? Y quería que usted meconfirmara que es idéntico al

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extraviado. ¿Lo es?—A ver, muéstremelo de nuevo, se lo

ruego.Lo examinó detenidamente, pasó el

dedo índice por los contornos del óvaloy de la «X», la acarició incluso.

—Lo es —confirmó—. Inclusoparece el mismo. Es un recuerdo defamilia. Es muy querido para él.Agradecerá su presente una enormidad.

—Pretendo aguardar a la Epifaníapara regalárselo. ¿Le importaráguardarme el secreto?

—En absoluto, señor. Al contrario,reconocida. Y seré una tumba, se loaseguro. Jamás me perdonaría quebrarla sorpresa de tan hermoso regalo.

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***

Sólo le restaba descubrir la motivaciónque había empujado a ese hombre acometer cuatro asesinatos tan horrendos.

Los cuatro crímenes de las monedasde los veinticuatros.

Barruntó desde el primer momentoque la razón de esos crímenes se hallabaen un antiguo agravio en el que muchohabían tenido que ver los caballerosregidores implicados.

Y supo que tenía que dirigirse alcabildo, al archivo del concejo, y pasarmuchas horas navegando entre legajoshasta dar con lo que buscaba.

El móvil de los crímenes.Lo halló el jueves día 8 de diciembre,

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día en que, a pesar de ser festivo, puesse celebraba en la ciudad, como en todala cristiandad, la InmaculadaConcepción de la Virgen, le había sidopermitido el acceso a las actasmunicipales. Los buenos oficios deTomás de la Cruz, que a saber cómo selas había ingeniado para hacer que elabogado de pobres pudiera continuar susinterminables indagaciones en ese díaferiado.

Leyó con interés el viejo legajo,amarillento aunque sólo habíantranscurrido unos cuantos años desdeque fuera escrito.

Y se asombró de que alguien pudieradar muerte a otra persona por esemotivo que, al menos a él, se le antojaba

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tan insignificante, tan baladí. Porque ¿esque acaso valía una veinticuatría, untítulo de nobleza, por alto que fuera, másque la vida de un ser humano?

Para ese individuo depravado, por loque se veía, sí.

***

—¿Se puede?—Adelante.Por la puerta de la oficina del

abogado de pobres apareció el rostro deJesús Nieto. Llegaba serio, mas sonrióen cuanto vio a Pedro de Alemán.

—Me parece imposible que esté ustedvivo, señor —musitó.

—Pues lo estoy, Jesús, lo estoy —

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reconoció Pedro, sonriendo ylevantándose—. Por obra de Dios y desu bendita Madre. Pasa, por favor, pasa.Y toma asiento. Gracias por venir.Recibiste mi esquela, por lo que veo.

—Claro que sí, don Pedro. Y tambiénsu dinero. Es usted muy generoso, esmucho más de lo que me prometió.

—Nada es mucho si tenemos encuenta los riesgos que asumiste por mí yla ayuda que me prestaste. —Aguardó aque el joven tomara asiento enfrente deél—. Jesús, quiero hacerte una preguntaque espero no te incomode.

—Dígame usted.—¿Estás viendo a Evangelina?El muchacho bajó la vista, como

acharado.

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—No tienes nada de lo queavergonzarte, Jesús —aseguró Pedro—.Todo lo contrario. De verdad que eresuno de los hombres más afortunados delmundo.

—Gracias, don Pedro.—Deseo pedirte un favor.—Lo que esté en mi mano.—Quiero que vayas con Evangelina a

casa del canónigo don Francisco deMesa y Xinete. Os está esperando.¿Sabes dónde vive?

—No, señor.—Es la penúltima casa de la cuesta

que va hasta la colegial en obras. Notiene pérdida. Y ruégale de mi parte aEvangelina que, por favor, dibuje en unpliego grande el escudo de armas que el

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canónigo le enseñará. También lefacilitará todo lo preciso para el dibujo,incluido el pergamino. ¿Crees que lohará si se lo pides de mi parte?

—Por supuesto, ¿por qué no?—Dile que le pagaré un peso de plata

por su dibujo. Bien lo va a valer, te loaseguro. Y transmítele de nuevo misdisculpas por lo que pasó, Jesús.

—Así lo haré. He hablado con ella.Ha sufrido mucho, lo ha pasado muy maly aún va a tardar unos meses enrecuperarse por completo. Pero tengausted por seguro que algún día loperdonará. Si es que no lo ha hecho ya,don Pedro. —Y repitió luego—: Si esque no lo ha hecho ya.

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***

Emocionado por las palabras de JesúsNieto, recluido en la soledad de laoficina, comenzó a redactar su escrito dedefensa de Deogracias Montaño.

Era viernes, día 9 de diciembre.El último día del plazo.Cuando finalizó, y antes de dar aviso

a Jerónimo de Hiniesta para que lopresentara en la Casa de la Justicia,repasó el relato sucinto de hechos quehabía redactado, en el que se limitaba anegar la autoría de Deogracias Montañoen el crimen de la costurera FelisaDomínguez y a asegurar que todas lasmuertes acaecidas en Jerez en ese añodel Señor de 1757 que ya finalizaba

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habían sido obra de una misma manohomicida. Una vez más. Pero ahora, conpalabras rotundas. Desafiando. Y conuna seguridad insultante.

Proponía después las pruebas de quepretendía valerse en el juicio.

Las cuatro monedas romanas, comopiezas de convicción. Los cuatrodenarios de plata. Con una «X» en cadauno de ellos.

Los dibujos de las monedas.La esquela recibida por Rosa María

de Arellano.Y su lista de testigos.Don Jerónimo Enciso del Castillo,

doña María Consolación Perea y VargasEspínola, don Esteban Juan Medina yMartínez, don Francisco Hinojosa y

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Adorno, don Tomás Luis de Arellano yPonce de León.

Jamás en la historia de la curiajerezana habían sido convocados tantoscaballeros veinticuatro a un mismojuicio.

Siguió leyendo.Doña Rosa María de Arellano y

López de Carrizosa. Don Pedro Rojas,su prometido. Jesús Nieto. EvangelinaGonzález. Don Gerónimo de Estrada.Don Francisco de Mesa y Xinete.

Jerónimo de Hiniesta.Y ese último nombre.Don Antonio Galera, jurado y

dorador.Sonrió.Y pensó que si Adela lo viese en ese

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instante, le diría que había algo deperfidia en esa sonrisa suya.

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XXXVIII

JUICIO POR ASESINATO

El juicio por la muerte de FelisaDomínguez fue señalado para el últimoviernes de diciembre, día 30 del mes dela Natividad y penúltimo del año delSeñor de 1757.

Como si Jerez quisiera despedir eseaño trágico con un juicio y una nuevamuerte. Una nueva ejecución: la deldesgraciado mendigo DeograciasMontaño, que todavía estaba esa mañanaen la cárcel real a la espera de serllevado a la sala de audiencias.

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—Antes de que el juicio comience —señaló con la voz adusta don Rodrigo deAguilar y Pereira, juez de lo criminal deresidencia del corregimiento de Jerez dela Frontera— y antes de que nos traiganal preso, acérquense letrado y fiscal ami mesa.

Así lo hicieron don Bernardo Yáñez yde Saavedra y Pedro de Alemán yCamacho. Rostro taciturno el primero,con desacostumbrado gesto grave ypoco, por no decir nada, de su habitualaltanería en el brillo de sus ojos. Comosi barruntara que en ese juicio se iban aponer en juego asuntos que no iban a serde su agrado. Y con ademán decidido ydispuesto al envite que sabía que veníael abogado de pobres.

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—No pienso consentir ni una nuevaalgarada en mi tribunal, señores —indicó, en voz baja para que el públicoque atestaba la sala no pudiera oírle, eljuez de lo criminal—. Y eso va sobretodo por usted, señor De Alemán. Noquiero ni juegos de manos ni artimañasni marrullerías a las que tan aficionadoparece haberse hecho en los últimostiempos. ¿Entendido, señores?

—Entendido, señoría —aseguró elfiscal, aunque sabiendo que no iba conél la prédica—. Por lo que al promotorfiscal respecta, no tiene usted de quépreocuparse. Como es costumbre.

—Pues por lo que a la defensa atañe,sí, señoría.

—Sí ¿qué?

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—Que sí va a tener usted por quépreocuparse.

—¿Qué está diciendo usted, Alemán?¿Ya empezamos y todavía ni siquierahan subido al preso?

—¿Me deja usted que me explique,usía?

—Por la cuenta que le trae.—No quiero cansarle ahora, señor,

con esclarecimientos que bien se van aponer de manifiesto en este juicio, siDios quiere. Y espero que sí lo quiera,pues desde chico me enseñaron a confiaren Dios.

—Al grano, letrado —impetró el juez—, y déjese de circunloquios. Y menoscon Dios, con quien ni usted ni yodepartimos en mesa camilla.

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—Don Rodrigo, tengo el firmepropósito de descubrir y señalar en estejuicio —respondió Pedro, inequívoco ycontundente— a la persona que no sólomató a Felisa Domínguez, por cuyamuerte se sigue este proceso, sino aDionisia Menéndez, por cuya muertepagó Francisco Porrúa, a Isabel MaríaMedina y a doña Francisca Madán. Y sino va usted a permitirme que así loacredite, ábrame ya proceso pordesacato y acabamos antes. Porque nopienso ceder en mis empeños.

—La burra al trigo —replicó,destemplado, el promotor fiscal—. Yahora nos hablará de las monedasromanas, ¿no? Que ya sabemos de laspatochadas que anda diciendo por ahí

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desde hace meses. ¿Son formas decomenzar así la vista, por Dios santo,don Rodrigo?

—A fe mía que no —repuso el juez,algo desconcertado—. ¿Qué pretendeusted, abogado? Ya le he dicho antes queno quiero enredos, ¿o es que no se haenterado usted?

—Condescendencia, señoría —expuso Pedro—. Condescendencia,señor fiscal. Eso es lo que quiero ysolicito.

—¿Cómo? —inquirieron ambos a lavez.

—Pues eso, condescendencia. Que noes tal en verdad, sino paciencia ypermisión. Pues lo que me propongo esresolver cuatro crímenes, y en eso los

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justicias mayores, y ustedes lo son,siempre deberían estar de mi lado. Y lesadvierto, usía, con todos mis respetos:ni don Manuel Cueva Córdoba, alguacilmayor, que está ahí presente, ni el señorcorregidor si se enterara, y ahí estásentado en la primera bancada suintendente para darle cuenta de lo queaquí pase, ni los muchos veinticuatrosque están entre el público, ni loscuriales que nos observan ahora,señores, comprenderían que no me fuerapermitido resolver unos crímenesabyectos. Así que usted dirá, donRodrigo. Le pido sea comprensivo ygeneroso con la línea de defensa quevoy a utilizar y con las preguntas quevoy a hacer. Yo, por mi parte, le formulo

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esta promesa, y solemnemente: voy aresolver, hoy y aquí, no uno, sino cuatrocrímenes, dos de ellos de hija y esposade regidor. Y dejaré el oficio si no lohago. Tan seguro estoy, usía. Así que selo repito: usted dirá.

—Me parece improcedente eirrespetuoso, señoría —adujo el fiscal—. El abogado pronuncia palabras queson sólo eso, palabras. Anunciapromesas que sabe no ha de cumplir y loúnico que pretende es eso, señor, comousted bien ha dicho: enredos yemboscadas. Hora es, usía, de queponga usted fin a estos ardidesinadmisibles. Fíjese, señor, en la listade pruebas de la defensa y verá que nostrae el abogado aquí de testigos a no sé

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cuántos veinticuatros, a canónigos yprofesores, a pecheros y adesconocidos. Y hasta a un jurado, usía.Que, para más inri, fue no hace muchocliente del defensor. ¡Y también trae,asómbrese, usía, a la querellante deentonces! Preguntémonos, ¿no es, lo quepretende el letrado, sino la treta y elartificio? ¿Y no es acaso la justicia todolo contrario de eso: derechura yprobidad? Así que, se lo ruego, señoría,ponga usted, antes de que comience, final dislate.

Fue Pedro a argumentar, mas en eseinstante trajeron al preso. Y alcontemplarlo, aherrojado y hecho uncristo, se le cayó el alma a los pies.Todos los tormentos que no le habían

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dado durante los meses de su prisiónparecían habérselos aplicado el últimodía. Y fueron esos segundos devacilación los que don Rodrigoaprovechó para zanjar el debate.

—Mal comenzamos, señores —dijo,rascándose la barbilla, cogitabundo yajustándose el monóculo que ahora lucía—. Todavía no ha principiado la sesióny ya estamos encrespados. —Parecióreflexionar durante unos segundos, miróluego a su asesor letrado don RafaelPonce de León, que le hizo un gestoimperceptible, un mínimo pestañeo, ypareció alcanzar una decisión. Paseó acontinuación la mirada de sus ojosredondos sobre la concurrencia, entre laque, en efecto, se hallaban el alguacil

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mayor, el intendente del corregidor ymuchos veinticuatros y curiales. Bajóuna octava el tono de su voz—:Escúcheme, señor De Alemán, no me fíoni un pelo de usted, como bien le consta,pues más de un disgusto me ha dado consus astucias y sus martingalas. Noobstante lo cual, voy a tener bienpresente sus anuncios y sus promesas.Soy plenamente consciente de que hayen Jerez dos crímenes sin resolver, losde dos parientes de veinticuatros, pueslos alguaciles no han conseguido dar conquienes los perpetraron y, por tanto, lacosa es grave. Me estoy refiriendo,como alcanzan, a los asesinatos de doñaIsabel María Medina y de Morla y dedoña Francisca Madán y Gutiérrez, hija

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y esposa, respectivamente, de regidor,como bien ha dicho usted. Así que…bueno, que sí, que voy a darle un pocode juego y de manga ancha. —Giródespués su cabeza empelucada hacia elpromotor fiscal—. Ya me ha oído usted,don Bernardo, y supongo que compartirámis razones. Así que le ruego que no seme embrolle con protestas. ¿Ha quedadotodo claro? ¿Sí? Pues comencemos. —Ysubió la voz ahora, para que todos en lasala ya pudieran oírlo—: Que suba elpreso al estrado y diga sus datos.

Deogracias Montaño, feo como unhuno y más aún después de lostormentos, y lacerado como mosqueterotras cruenta batalla, dijo su nombre,estado civil y domicilio, que no lo tenía,

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y fue exhortado a decir verdad.—El pasado miércoles —comenzó el

fiscal su interrogatorio, con gesto entrepreocupado e irritado, y algo ladeada suencarrujada peluca—, durante eltormento que le fue infligido por virtudde auto de su señoría, confesó ustedhaber dado muerte a Felisa Domínguez.

—Y hasta al papa de Roma, si elverdugo hubiese seguido dos minutosmás aplicándose conmigo.

—¿Es eso un sí o un no?—Un sí pero no.—¿Quiere eso decir que no ratifica su

confesión?—Pues claro.—De todos modos, que conste que el

preso confesó haber sido el autor del

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crimen.—Consta —aseveró don Rodrigo—.

Continúe usted.—Deogracias, ¿conoce usted a otro

mendigo que solía rondar con usted,llamado Roque Moreno?

—Conozco a un compadre que sellama Roque. Pero sólo sé eso, sugracia, y no tengo idea de su apellido. Yeso de que rondaba conmigo está porver.

—Ah, ¿no lo hacía? ¿No solían ustedir juntos de rapiña y de pedimientos?

—Pues claro que no. Quienes vivimosde la caridad pública solemos ir solos,señor. Porque, si cae un mendrugo, ¿quéquiere usted, que lo compartamos?

—Entonces, ¿no era usted amigo de

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ese tal Roque?—Que no, hombre, que no. Que él

dormía en su esquina y yo en la mía. Esun poner, pero creo que se me entiende.Que los pedigüeños no solemoscompartir nada, pues hasta la miseria laqueremos para nosotros solos. Y nisiquiera amistades. Y si algocompartimos es la rivalidad.

—Está bien. Vayamos a otra cosa y yaveremos.

—Como usted quiera.Hizo el fiscal entonces una pausa

enfática, al cabo de la cual levantó lavoz con su siguiente pregunta.

—¿Dio usted muerte, el día 27 demayo del año en curso y en el Postigo dela Poca Sangre, a Felisa, costurera de

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doña María Consolación Perea?—¡No, vive Dios!—¿Y no es más cierto que apuñaló

usted a la pobre hembra hasta darlemuerte y que después abusó de ella y lehizo cosas que ni nombrar se pueden?

—No, señor, no es cierto. Claro queno.

—¿Y no es cierto que después de todoello le arrebató, cuando ya era cadáver,una cadenita de la que pendía unamedalla de la Virgen de la Merced?

—Eso sí es verdad —reconocióDeogracias, remordido—. Pero cuandoyo llegué al Agujero, la chiquilla yaestaba muerta. Y es verdad, Dios meperdone, que vi la cadenita y me lallevé, pues, cuando el hambre azuza, los

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miramientos ceden. Pero yo no la maté,señor fiscal.

—¿Es ésta la cadenita que usted sellevó? —preguntó don Bernardo Yáñezcogiendo y exhibiendo la alhajita de lamesa de pruebas.

—Sí, creo que sí, que ésa es.—Así que reconoce usted que le

arrebató a Felisa el colgante.—Ya se lo he dicho, usía, y he pedido

perdón por ello. Y mil veces más lopido, si es que es eso lo que ustedquiere. Pero se lo digo una vez más: soypobre, mendigo, limosnero, meto mano alos juaneros cuando me veo muyapurado y reconozco que ladroneo decuando en vez, pues voy esmayao casisiempre. Pero asesino, no. Eso sí que

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no, señor. Asesino, no, por la gloria demi madre.

—Si no fue usted quien dio muerte ala muchacha, ¿por qué no entregó elcolgante a la ronda?

—¿Se le puede pedir al perro que noroa el hueso que encuentra?

—Y lo vendió usted sabiendo que erade una mujer asesinada.

—Eso hice, sí, Dios me perdone.—¿Conocía usted a Felisa

Domínguez?—De nada, usía. Sólo muerta la vi.—Y cuando la vio muerta, ¿por qué

no dio parte a la ronda?—Claro, y antes acabo en la cárcel

real.Continuó el fiscal machaconamente su

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interrogatorio por esos derroteros hastaconvencerse de que no iba a sacar máspartido de Deogracias, que reconocía acada instante su mala vida pero sinconfesarse en ningún momento autor dela muerte que se enjuiciaba. Así quepoco después cedió la palabra aldefensor, que pidió venia.

—Deogracias —comenzó Pedro—,¿por dónde entró usted esa noche alPostigo de la Poca Sangre?

—Por el lado de la calle Larga,señor.

—¿Adónde se dirigía?—Al convento de las monjas de San

Cristóbal, a hurgar en sus desechos, aver si daba con un hueso o una raspa.Iba esmayao, como de costumbre.

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—Cuando entró usted en el postigo,¿vio a alguien?

—Sí, al entrar.—¿A quién?Y pareció que la piel del preso era

cruzada por un repeluco.—A la encarnación del mal, señor

abogado. O eso creo yo.—¿Era un hombre a quien usted vio?—Sí.—¿Cómo era?—Era una pura sombra, que Dios me

libre. Todo vestido de negro, sombrerocalado y la cara embozada. Ni los ojospude verle, pero rara es la noche en queno sueño con esa aparición.

—¿Sabe al menos su contextura?—Tampoco, llevaba capa holgada y

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no se apreciaban sus formas. A pesar deque ya casi era verano y, aunque llovía,frío no hacía en exceso, o al menos paramí, que estoy acostumbrado a losrigores. Ya sólo por eso llamaba laatención.

—¿Y la estatura?—Ah, eso sí. La estatura, sí. Era más

bien alto. Levantaría del suelo susbuenos seis pies, si no más.

—¿Iba armado?—Con espadín al cinto.—Y entonces, ¿no pudo usted ver

nada de ese individuo siniestro?—Nada. Sí es verdad que sentí su

mirada sobre mí y bajé la mía al punto.Y afortunado me sentí por salir del lancesin daño.

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—Pues no hay más preguntas, señoría.El siguiente testigo en deponer fue el

alguacil Benito Andrades, que con sugran altura tenía dificultades pararecoger sus piernas debajo del estradode los testificantes. Había sido elalguacil a cargo de la ronda quedescubrió el cadáver de FelisaDomínguez y, a preguntas del fiscal, seexplayó sobre el hallazgo y el estado delcuerpo.

—Una carnicería, eso fue lo que hizocon la pobre mujer —explicó—.Acuchillada, con el cuello rajado departe a parte, destripada, las entrañasderramadas por el suelo y, no contentocon ello, violentada en su virtud. Unapena lo de esa pobre mujer, don

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Bernardo. De verdad que no encuentropalabras para describir lo que hallamos.

—De entre las posesiones de lainterfecta, ¿se echó algo en falta?

—Sí, don Bernardo. Una cadenita deplata con una medalla de la Virgen de laMerced. La familia de Felisa, cuando leentregamos por fin el cuerpo y suscosas, nos dijo que faltaba esa cadenita.Y, claro, dimos por hecho que el asesinose la había llevado consigo.

—¿Y qué medidas se adoptaron alrespecto?

—Dimos parte a todas las plateríasde la ciudad, por si alguien intentabavender la joya.

—¿Con qué resultado?—El sábado día 2 de julio, el platero

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de la calle Algarve, don Álvaro Pinto,nos dio aviso de que ese hombre —dijo,señalando a Montaño— había intentadovenderle la cadena. Y ahí fue cuando lodetuvimos, con los chavos que el señorPinto le había pagado por el empeño.

—No hay más preguntas, señoría.—La defensa.—Con su venia. Alguacil —inició

Pedro el contrainterrogatorio—, ¿algomás fue hallado junto al cadáver deFelisa Domínguez?

—Pues… sangre, mucha sangre. Yvísceras y entrañas. Y ropas desgarradasy…

—Y una moneda romana.—Bueno, sí, una moneda extraña, que

después se identificó como de los

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tiempos de Roma. Sí, pero…—¿Dónde se halló?—Junto al cuerpo, en el suelo. Junto a

la mejilla de la muerta, concretamente.—¿Podría usted describir la moneda?—Bueno, pues… Era de plata, con

dibujos e inscripciones.Pedro se acercó a la mesa donde se

acopiaban las piezas de convicción ytomó de ella el denario de la familiaAntestia.

—¿Es ésta la moneda que se halló?—A ver… déjeme ver… Sí, creo que

sí.—¿Tiene usted constancia de que

monedas parecidas a ésta se hallaronjunto a los cuerpos de DionisiaMenéndez, asesinada en…?

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—¡Protesto, señoría! —interrumpió elfiscal—. ¡Por esa muerte ya hubo juicioy ejecución! Así que no sé a qué vienepreguntar ahora por ella.

—¿No habíamos quedado, señoría —adujo Pedro—, en que íbamos a tener unjuicio en paz y sin protestas? Por lo quea mí respecta, usía, me estoycomportando.

—Y ay de usted si no lo hace —repuso el juez—. Vamos a ver, donBernardo, vamos a dejar que la defensaintente aclararnos sus intenciones y yadespués decidimos, ¿le parece?

—Pero, señor, es manifiestamenteirregular preguntar por una muerte yaenjuiciada en proceso en que se dictósentencia condenatoria que ya es firme

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y…—Señor fiscal —atajó el juez—. Le

repito, le damos al defensor unosminutos y después decidimos. Prosiga,letrado.

—Responda, pues, alguacil. ¿Escierto que monedas parecidas a ésta sehallaron junto a los cuerpos de DionisiaMenéndez, de Isabel María Medina y deMorla y de doña Francisca Madán yGutiérrez, todas ellas asesinadas enJerez este año?

—No intervine en los levantamientosde esos cadáveres, así que…

—Pero ¿lo sabe o no lo sabe?—Bueno, algo he oído.—¿Es cierto, pues, que junto a cada

cadáver apareció un denario de la

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antigua Roma?—Ya le he dicho que eso he oído, y

no más.—Pues no hay más preguntas, señoría.

Ya ve usted que ha sido fácil.—Su siguiente testigo, don Bernardo.El siguiente testigo fue don Clemente

Álvarez, médico del concejo que habíalevantado el cadáver de FelisaDomínguez. Don Clemente se explayó entérminos médicos y dio todo lujo dedetalles acerca del estado en que seencontró el cadáver: degollamiento,penetración carnal, sodomía, incisionesmúltiples, contusiones por toda la piel,evisceraciones… Palabras yexpresiones que hicieron que porprimera vez en el día don Bernardo

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Yáñez sonriera y que los ánimos delpúblico se espantaran.

Don Rodrigo de Aguilar puso cara deextrañeza cuando, después de talcantidad de horrores, Pedro anunció quequería hacer algunas preguntas algaleno.

—Pues allá usted —rezongó.—Con la venia. Don Clemente, ¿fue

también usted llamado cuando fuehallado, en el Rincón Malillo, elcadáver de Isabel María…?

—¡Protesto, señoría! —mugió denuevo el promotor fiscal, levantándosede un salto de su asiento—. ¡Estamos enlas mismas! ¡Ese crimen no es objeto deeste juicio!

—Pero, don Bernardo —arguyó el

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juez, meneando la cabeza—, porsegunda vez se lo digo, ¿no habíamosquedado en que íbamos a llevar estejuicio en armonía y nos íbamos a dejarde protestas?

—Pero, usía, de nuevo el letrado estáaludiendo a crímenes diferentes del queaquí se enjuicia y…

—Vamos a ver, señor fiscal. Se hablóantes entre los tres reservadamente y noquería comentarlo en voz alta, pero yaque usted me obliga… Aquí el señor DeAlemán se ha comprometido a que conel resultado de este juicio vamos a saberquién fue también el autor o autores,pues no sé si habla de uno o de más, delos crímenes que están sin resolver enJerez. Y vamos a dejarlo que cumpla su

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promesa, ¿vale? Y ya después, cuandoeste juicio acabe y pase lo que habrá depasar, y lo que habrá de pasar usted y yolo barruntamos, ya adoptaremosmedidas, ¿de acuerdo? Pero —y sonriótaimadamente, mirando al alguacilmayor y al intendente del corregidor—lo que no quiero es que después se digaque aquí el defensor no pudo cumplircon su promesa por la intemperancia deljuez. Que soy yo. Así que no sepreocupe usted, don Bernardo, que yallegará su turno, ya llegará… Y el mío,pardiez. Don Pedro, continúe con suspreguntas. Aunque, eso sí, después de lacantidad de espantos que nos ha narradoya don Clemente, no creo que elinterrogatorio dé para mucho. Así que

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vamos.Pedro de Alemán, impertérrito,

inclinó la testa y devolvió la sonrisa aljuez. E igual de astuto y chuzón.Suficiente. Y disfrutando. Se volvióluego hacia don Clemente Álvarez, elfísico, que había asistido al rifirrafe conojos de estupor.

—Prosigo, pues, con su venia —dijoel abogado de pobres—. Don Clemente,le preguntaba, cuando fui tanfogosamente interrumpido por el señorfiscal, si no es cierto que fue tambiénusted llamado cuando fue hallado, en elRincón Malillo, el cadáver de IsabelMaría Medina y de Morla. ¿Es tanamable de responderme? Si le dejan,claro.

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—Cierto es.—¿Diría usted que las heridas que

ese cadáver presentaba eran muysimilares, por no decir idénticas, a lasque presentaba el cuerpo de FelisaDomínguez?

Quedó pensativo el físico, clavadoslos ojos en Pedro. Asintió a renglónseguido, repetidamente.

—Soy, junto con el veinticuatro donJuan Polanco Ceballos, el médico delconcejo, y nos suelen llamar cuandoaparece un cadáver en Jerez, lo cual, porfortuna, no acaece todos los días. Peroni don Juan ni un servidor somos peritosen lo que el gran médico vaticano PaoloZacchia dio en llamar, hace poco más deun siglo, medicina legal. Aun así, con

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todas las cautelas, y ya que usted lodice, he de responderle que sí. Que lasheridas que presentaba la hija de donEsteban Juan Medina eran muyparecidas, si no iguales, a las infligidasa Felisa. Y ambas fueron violadas ysodomizadas.

—También, creo, reconoció usted elcadáver de doña Francisca Madán yGutiérrez, ¿verdad?

—¡Señoría!—¡Don Bernardo!—Responda, por favor, don

Clemente. ¿Es verdad?—Es verdad.—¿Y qué puede decirnos de sus

heridas y lesiones?Tras unos segundos de silencio

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durante los cuales el público contuvo larespiración, volvió el galeno a asentir. Ya poner nuevo ademán de asombro.

—Válgame el cielo. Lleva ustedrazón, abogado. Eran, los de Felisa eIsabel María, heridas y horrores muyparecidos a los que se infligieron a doñaFrancisca Madán.

—¿Como si las lesiones de los trescadáveres hubiesen sido provocadas porla misma persona?

Dudó ahora don Clemente.—Ya le he dicho que no soy perito en

la medicina de la ley y no puedo decirque sí a lo que me pregunta sin riesgo depasar por imprudente. Pero, por vida delrey, tampoco podría sostener locontrario.

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—Gracias, don Clemente. No hay máspreguntas, usía.

—Puesto que el reo ha reconocido laventa de la cadenita —arguyó el Yáñez,irritado—, es innecesario el testimoniode don Álvaro Pinto, el platero, asícomo el de los corchetes de la ronda. Yserá bueno abreviar esta pantomima.¡Que llamen ahora a Roque Moreno! —profirió entonces el fiscal a gran voz. Seveía que estaba perdiendo la serenidad acada minuto que pasaba. Y que se jugabasu gran baza con ese testigo que ahoravenía.

—¿Entiendo, don Bernardo —inquirió don Rodrigo, inusualmentesuave y templado, y algo sarcástico antelas vehemencias del acusador—, que

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ese tal Roque Moreno es su siguientetestigo?

—Claro, señoría.—Pues que pase.Roque Moreno era un individuo que,

si algo no parecía, era el mendigo dequien Deogracias Montaño le habíahablado en la cárcel real. Eso, o que lohabían acicalado para el juicio de unaforma clamorosa. No es que fuera bienvestido ni rebosante de afeites, no era elcaso. Pues iba ataviado con unossimples zaragüelles, chaleco, camisa ypelliza, todo de confección basta. Perollegaba limpio, y eso era algo que en élse veía tan desacostumbrado como unaoveja con jaeces. Y es que era como lasestatuas de bronce antiguo, que por

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mucho que se las limpiara siemprequedaba la pátina del tiempo. Pues algoasí. Lo que le daba un aire artificial, deimpostura, que tiraba de espaldas.

—¿Jura usted que todo lo que aquíexponga —le requirió el alguacil, trasdecir el testigo sus datos y domicilio—será la verdad y nada más que la verdad,y si no, que la justicia del rey y la deDios se lo demanden?

—Sí…, juro.Y su voz era como sulfurosa, como si

su garganta escondiese un surtidor deaguas azufradas.

—Pues tiene la palabra el señor fiscal—anunció don Rodrigo.

—Roque, ha dicho usted que en laactualidad trabaja descarnando pieles en

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una curtiduría del Arroyo de losCurtidores.

Y el olor. Aunque a ese RoqueMoreno lo tuviesen año y mediosumergido en agua caliente con jabón,Pedro pensó que jamás se ledesprendería ese olor: olor de calle, debasuras y ahora de curtiduría. Hasta lamesa de la defensa llegaba ese tufillonauseabundo. Y hasta la del juez, puesobservó el defensor que don Rodrigosacaba de la manga un pañueloperfumado y se lo llevaba a su nariz,cada día más colorada por su crecienteafición a los vinos de la tierra.

—Sí. En la curtiduría de Juan Moro,eso es.

—Bien. Pero antes no tenía usted

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empleo, ¿verdad?—Qué va. Antes no.—Y se dedicaba usted al vagabundeo,

a la ratería y al limosneo.Ya aparecía, se dijo Pedro, la

costumbre del fiscal de no hacerpreguntas, sino aseveraciones.

—Bueno, me ganaba la vida comopodía, eso es.

—Y en ésas conoció usted al preso, aDeogracias Montaño.

—Eso es.Pero sin mirar en ningún momento al

acusado, que se removía intranquilo allado de Pedro. Tuvo que pedirle eldefensor que se estuviera quieto, pueslos grillos, al menearse, resonaban en lasala.

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—¿Solía usted merodear y ladronearcon él?

—De cuando en vez, eso es.—Le hablo ahora de los primeros

días del verano de este año.—Eso es.—¿Le importaría al testigo —

interrumpió don Rodrigo— dejar dedecir «eso es» una vez y otra? Que mepone de los nervios, pardiez.

—Eso es —contestó Roque Moreno,estulto.

—Por Dios. Es igual, siga usted, donBernardo.

—Gracias, usía, con su venia.¿Recuerda usted, Roque, que en uno deesos primeros días del verano el presoDeogracias le enseñó una cadenita de

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plata en la que había una medalla de laVirgen de la Merced?

—Eso es. —Y se acharó, mirando dereojo al juez, al darse cuenta de que denuevo había tirado de muletilla—.Quiero decir, sí, señor.

—Y le preguntó usted por ella.Y entonces contó el testigo, de un

tirón y atropelladamente, queDeogracias Montaño, tras su pregunta, lehabía contado que había tenido unencuentro con una muchacha en elPostigo de la Poca Sangre; que la habíavisto sola e indefensa y en un lugar porel que nadie merodeaba; que estabamuerto de hambre y sin un chavo y que,de todos modos, ese Deogracias erahombre de mala ralea; que había

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intentado el robo y que la mujer se habíaresistido; que había tenido que sacar laperica para contenerla y, en sus ímpetus,había herido a la mujer, a la que apuñalóuna vez y otra; que había perdido lospapeles y que se temía haberla apiolado,y que por eso andaba como andaba,acojonao; que le había quitado, despuésde muerta, la cadenita de marras y quese proponía venderla cuando todo secalmase, y que cavilaba conseguir susbuenos dineros por ella. Y nada más. Yque al poco había dejado de ver aDeogracias pues se había quitado de lacirculación. Y que ya él habíaencontrado empleo honrado en lacurtiduría y ya no se juntaba confacinerosos como el tal Montaño. Y ya

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está. Y eso es todo, señor fiscal. Eso es.Todo muy atolondrado, muy

precipitado, como si recitara y con losojos gachos.

—Así que le reconoció haber dadomuerte a Felisa Domínguez.

—Eso es… Ejem, perdone, quierodecir, sí, señor.

Se pensó el fiscal si hacer máspreguntas al testigo, pero, fuera porquerumiara que lo había exprimido todocuanto era posible, fuera porque no sefiara de seguir ahondando, dijo que ahíterminaba su interrogatorio.

—Turno de la defensa.—Con su venia, don Rodrigo. Roque,

ha dicho usted que Deogracias lereconoció haber matado a Felisa

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Domínguez.—Eso es.—¿Así se lo dijo? ¿Tal cual?—Tal cual.—¿Le dijo el nombre de la interfecta?—Bueno, sí… ¿no?—Usted sabrá.—Sí… Creo que sí.—¿Y cómo sabía Deogracias el

nombre de la muchacha, si no la conocíade antes?

—Bueno… yo…—¿O fue tal vez el señor fiscal quien

le dijo el nombre de la muerta?—Ah, bueno, sí. Quizá. Eso es.—Está bien. Comencemos, pues, por

el principio. Ha dicho usted que vive enla callejuela de los Franceses, ¿es

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cierto?—Sí.—¿Desde cuándo?—Desde julio, chispa más o menos.

Lo recuerdo porque tiene un patiofresquito y allí pude aliviarme de lascalores.

—¿Y desde cuándo trabaja en lacurtiduría de Juan Moro?

—Ah, eso fue después. Cuando lavendimia. En septiembre.

—¿Y antes no trabajó?—No. Empecé en septiembre, eso lo

recuerdo bien porque era la vendimia,como le he dicho.

—Y yo le he preguntado si antes detrabajar en la curtiduría trabajó en otrositio. ¿Qué me responde?

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—Que no.—¿Y cuánto paga por el alquiler de la

casa de la callejuela de los Franceses?—Once reales al mes. Es sólo una

habitación chiquitita y una cocina, ¿sabeusted?

—Y en julio y agosto, ¿cómo pagabausted el alquiler, si no trabajaba? ¿O esque sus rapiñas le daban para comer ypagar alquiler, aparte de para sufragarotros vicios si los tiene?

—Ah, eso. No pretenda cogermeusted en falta, que no robé para pagar larenta, señor. Porque era el concejo quienme la pagaba.

—¿Cómo dice usted?—Que eso fue lo que me prometió el

señor fiscal y cumplió a rajatabla. Un

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hombre de honor, eso es lo que es. Medijo que, si yo estaba aquí hoy y decía loque tenía que decir, me buscaba casa ytrabajo. Y vaya si cumplió. ¡Vaya sicumplió, señor mío!

—¿Quiere usted decir, Roque, que fueel concejo quien le pagó el alquilerdurante los meses de julio, agosto yseptiembre?

—Eso es. Hasta que yo recibí elprimer jornal.

—¿Es eso cierto, don Bernardo? —terció el juez.

—No, señoría —respondió el fiscal,embarazoso.

—¿Quiere usted decir que su testigomiente?

—No, señoría.

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Con la incomodidad creciéndolecomo un gusano de seda.

—Pues explíquese, pardiez, que noconsigo entenderle.

—El concejo, usía, no pagó nada. Fuiyo, de mi propio peculio, quien pagóesos reales por la renta.

—¿Ah, sí?—Sí, señoría. Una obra de caridad.

Tenga usted en cuenta el gran servicioque el testigo está prestando a lajusticia.

—Bien, bien. Continúe, abogado.—Así que fue el fiscal don Bernardo

quien le pagaba la renta.—Por lo visto.—¿Y fue el fiscal quien le buscó la

casa?

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—Eso es.—¿Y quien le ha comprado esa ropa

que ahora viste?—Pues sí.—¿También fue el señor fiscal quien

le buscó trabajo en la curtiduría?—Pues también.—¿E iba también el señor fiscal los

domingos a bañarle, Roque? ¿Y ahacerle la cena?

Las carcajadas del públicoimpidieron la respuesta del testigo, que,tras la confusión inicial, decidió unirse ala risa. Don Bernardo Yáñez y deSaavedra se puso en pie, rojo de ira, yfue a protestar, pero el juez, intentandoesconder la sonrisa y con un ademántajante, se lo impidió.

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—Señor De Alemán —dijo, serio, yno sin esfuerzo—, bien está que seamoscondescendientes con usted, a la vista delo que está en juego en este juicio y dela promesa que nos ha hecho, que nopienso olvidar, por supuesto. Pero loque no pienso consentirle sonchascarrillos que atentan contra el honordel señor fiscal. Le impongo multa decincuenta maravedíes por su falta derespeto. Y a la próxima, proceso pordesacato. Advertido queda.

—Pido disculpas, señoría, y aceptorespetuosamente la multa.

—Continúe, y ya sabe.—Con su venia.—La tiene, y úsela con prudencia.—Gracias, usía. Roque, ¿cómo supo

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el fiscal de su existencia?—¿Cómo dice usted?—Que cómo supo el fiscal que usted

podría ser testigo de cargo en estejuicio. Eso es lo que le pregunto.

—Ah, ya. Fue el alguacil, que vino averme.

—¿Qué alguacil?—Pues no sé cómo se llama. Uno

larguirucho.—Benito Andrades.—Si usted lo dice.—¿Y cómo supo el alguacil de su

existencia, Roque? ¿Le conocía?—De bordonear por las calles.—Pero ¿cómo supo el alguacil que

usted tenía información crucial para estejuicio?

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—No lo sabía. Cuando me buscó, medijo que el señor fiscal estabaintentando dar con un limosnero queconociera a Deogracias. Y yo le dije quelo conocía, claro. Porque era la verdad.

—La verdad, ya. ¿Y le dijeron quéera lo que tenía que decir?

—Bueno, lo que me dijeron fue quenecesitaban a alguien que testificara queDeogracias le había reconocido serautor del crimen del postigo.

—Y usted se ofreció.—Pero porque en verdad me lo había

reconocido, ¿eh?—Ya, claro, claro. Así que el preso

Deogracias Montaño le reconoció habersido el autor del crimen de FelisaDomínguez, ¿no?

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—Como he dicho. Y es la verdad ynada más que la verdad.

—Bien, vayamos por partes, pues.Dice usted que le reconoció habersellevado la cadenita de la muerta, ¿esasí?

—Eso es.—Y su monedero con sus dineros.—Bueno… sí, claro. Como

comprenderá, no iba a dejar allí loscuartos que la mujer llevase, por pocoque fuese.

—Pero ¿Deogracias le reconocióhaber robado el monedero?

—Sí, claro, ya se lo he dicho.—Resulta, sin embargo, Roque, que

el monedero de la muerta apareció entresus ropas, cerrado, con algunos chavos y

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cuartos y sin señales de haber sido niabierto ni robado.

Roque Moreno advirtió enseguida latrampa en que había caído, mas, hombrede recursos y descarado, apenas sipestañeó. Contuvo el rubor y se repusoenseguida.

—Entonces igual me he equivocadode día y de mujer. Como Deograciassolía rapiñar los monederos de lascriadas que iban de compras, pues poreso me habré confundido. Pero no meconfundo en que me dijo que habíamatado a una muchacha en el Postigo dela Poca Sangre, en eso no, abogado,seguro.

—Bien. Así que reconoce que pudohaberse equivocado en lo del monedero,

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pero no más.—Eso es.—Prosigamos entonces. ¿Dónde le

contó la historia?A pesar de su descaro, dudó el

testigo.—Ah, y yo qué sé. De eso no me

acuerdo. Hace ya tiempo, ¿verdad?—¿Es que le suelen confesar

asesinatos?—¿Cómo?—Que digo yo que si a mí alguien me

cuenta ser el autor de un crimenhorrendo y me da los detalles, no meolvido ni del dónde ni del cuándo. ¿Nocree usted?

—Bueno, ahora que lo dice… Tal vezfuera por el convento de San Francisco.

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Solíamos vernos por allí paraescamondar las sobras de los frailes. Sí,allí fue.

—Bien. ¿Y cuándo?—¿Cuándo qué?—Que cuándo se lo contó.—Pues sí que es usted preguntón.

Pues sería por verano. Sí eso es, porverano.

—En julio.—Pues sí, a lo mejor, puede ser.—Deogracias Montaño lleva preso

desde el día 2 de julio, Roque.—¡Coño! —Parecía que la templanza

del testigo comenzaba a hacerse añicosy empezaba a aparecer su naturalmontaraz—. ¡Y yo qué sé! ¡Pues sería enjunio!

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—Vale. Así que en junio y junto alconvento de San Francisco, ¿no?

—Pues sí. —Y se dirigió al fiscal—:Don Bernardo, no me dijo usted que estetipo sería tan pesao.

—¡No se dirija al señor fiscalmientras el abogado le interroga! —leadvirtió, enojado, el juez.

—¿Vio usted la cadenita? —continuóPedro.

—Ya he dicho que sí.—Descríbamela.—¡Pues una cadena con una medalla,

pardiez!—¿De oro? ¿De plata?—De plata.—¿Y la medalla?—De la Virgen de la Merced.

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—¿Llevaba algo más?—Nada más, joder.—¡Modere su lengua el testigo!—La cadena, ¿era corta como

gargantilla o larga?—Dios mío, qué hombre. Larga, a fe

mía.—¿Cómo de larga?—De un codo por cada lado, o más.—¿Seguro?—¡Sí, seguro!Pedro, cachazudo, sonrió y se dirigió

a la mesa donde estaban las piezas deconvicción. Cogió en sus manos lacadenita de la costurera.

—Mire usted, Roque, ésta es lacadenita que, según usted, le enseñóDeogracias Montaño. Como puede ver,

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es, en efecto, de plata y de ella cuelgauna medallita con la imagen de la Virgende la Merced. Pero también lleva unapiedra engarrada, como puede ver,aunque sin valor, de la que nada nos hadicho usted, y no es una cadena larga,«de un codo por cada lado, o más»,como también nos ha dicho, sino que escorta como gargantilla, pues se ajusta alcuello de la mujer. Así que ¿ha vueltousted a equivocarse, Roque?

Gruñó palabras ininteligibles RoqueMoreno, que miraba al letrado con ojosde aversión.

—A lo mejor, amigo mío, es que no lapudo usted ver bien y de ahí el yerro.Igual Deogracias se la enseñóllevándola al cuello y con la bufanda

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puesta, ¿no? Y por eso usted no la viobien. ¿Pudo ser?

—Creo que eso es lo que pasó. Igualme he equivocado con el largo de labufanda astrosa que llevaba Montaño yel de la cadenita de los cojones. Sí,seguro que ha sido eso.

—¿Una bufanda en verano, Roque?—¿Cómo…?—Pues eso. Que nadie, señor

Moreno, y tampoco los mendigos, llevanbufanda en verano. No hay máspreguntas, señoría.

Pedro de Alemán se dirigió a la mesade la defensa, dejando a Roque Morenosentado en el estrado de los testigoscavilando. Sonrió al fiscal cuando pasójunto a su mesa, como diciéndole: «¿Y

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en testigos como éste basa usted unapetición de pena de muerte? Poco testigopara tanta pena».

—Puede el testigo abandonar la sala—dijo el juez.

—¿Puedo irme? —preguntó Roque,nada seguro de cómo fuera a terminartodo aquello.

—Ya me ha oído. Váyase.Y salió como alma que llevara el

diablo.—¿Algún testigo más, don Bernardo?

—preguntó don Rodrigo con retintín.—La acusación ha acabado, señoría.—Pues empecemos con la defensa.

Don Pedro, ¿cuál es su primer testigo?—Don Jerónimo Enciso del Castillo,

caballero veinticuatro, señoría.

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—Haga el ujier pasar al caballero.Entró el regidor Enciso en la sala de

audiencias con el gesto de altivez que locaracterizaba, prestó juramento comodiciendo que a alguien como él no eranecesario tomárselo, pues a quién se leiba a ocurrir que un Enciso pudiesefaltar a la verdad, y dejó sobre labaranda del estrado su cajita de rapé,con la que iba a todas partes y que noparó de usar durante toda latestificación, que no fue nada larga pordemás.

—Don Jerónimo, ¿trabajaba en sucasa Dionisia Menéndez comodoméstica?

—Sí.—¿Y es cierto que fue asesinada el

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pasado Viernes Santo en su casa delcallejón de la Garrida?

—Cierto, y su marido condenado porello, según tengo entendido.

—¿Puede decirnos, don Jerónimo,cuál es su escudo de armas?

—¡Protesto, señoría! —bufó el fiscal—. ¡Esto ya es inadmisible! No creo yoque…

—Abogado —interrumpió el juez—,ahora sí que me ha dejado usted sinfuelle. Dígame, ¿a qué viene esapregunta?

—Mis intenciones serán reveladasenseguida. Le ruego paciencia, usía.

—Prosiga, pero no abuse, que mipaciencia se agota.

—Ya sabe usted aquello, señoría, de

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«a camino largo, paso corto».—No me refranee y continúe, letrado,

pardiez.—¿Don Jerónimo?—No sé qué interés pueda tener usted

en cuál sea mi blasón.—Responda, se lo ruego. Es

importante.—Soporte de tipo español cuartelado.

En los cuarteles de la parte superiorizquierda e inferior derecha, un jabalí desable en campo de plata. Y en loscuarteles de la parte superior derecha einferior izquierda, un castillo en campode gules.

—¿Es cierto que junto al cadáver deDionisia apareció una moneda romana?

—Algo de eso oí, sí. Tal vez fue usted

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quien me lo dijo.Se acercó Pedro a la mesa de las

pruebas y regresó llevando consigo eldenario de la familia Hosidia, queexhibió al veinticuatro por su reverso.De camino miró al juez y no pudo dejarde percibir un brillo de interés en susojos. Tenía incluso el cuerpoadelantado, como si pretendiera ver lamoneda. El fiscal don Bernardo Yáñez,en cambio, tenía ahora la vista enterradaen sus legajos, como si eseinterrogatorio no fuera con él.

—¿Puede decirnos qué ve usted enesta moneda?

Abrió mucho los ojos el Enciso y seaplicó una pizca de rapé.

—Voto a bríos —exclamó,

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sorprendido, y después de estornudar—.Es un jabalí. Como el de mi escudo dearmas. ¿Qué diantres significa esto?

—¿Su padre vive?—¿Mi padre?—Sí.—No, señor, falleció, por desgracia.—Su padre era don Juan Enciso

Monzón, ¿verdad?—Así es —respondió el veinticuatro,

cada vez más extrañado—. ¿Qué tieneque ver todo esto con…?

—¿Es cierto que su señor padre fueigualmente regidor?

—Claro. De él me vino laveinticuatría.

—¿Es cierto que murió en 1748? Enfebrero, en concreto.

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—Cierto, pero…—¿Y es cierto que en 1746 su señor

padre, que en paz descanse, ocupó en elconcejo la Diputación de Alardes yGuerra?

—Cierto es. Pero sigo pensandoque…

—No hay más preguntas, señoría.Don Rodrigo de Aguilar y Pereira no

dijo nada. Escrutaba al letrado comointentando adivinar sus caminos. Y sinconseguirlo, pues así lo decía su ademánconfuso.

—¿El fiscal va a interrogar? —inquirió al fin.

—Sólo una pregunta, señoría.—Pues venga.—Don Jerónimo, ¿sabe usted algo del

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crimen de Felisa Domínguez?—Ni repajolera idea, don Bernardo.—Pues no hay más preguntas, señoría.

E insisto una vez más: hora es ya, donRodrigo, de que ponga usted fin alsainete. Todo esto es inaudito.

—¿Su siguiente testigo, señor DeAlemán? —preguntó el juez, obviandoel comentario del Yáñez.

—Doña María Consolación Perea yVargas Espínola.

La dama entró en la sala deaudiencias con una sonrisa que leiluminaba la cara y vestida como parauna recepción con su majestad doñaBárbara de Braganza. Tardó lo suyo enalcanzar el estrado, pues saludó adiestro y siniestro a los nobles y

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veinticuatros allí presentes e incluso sedetuvo para algún que otro besamanos.

—Doña María Consolación —rogó eljuez—, por favor, que no tenemos todala mañana…

Las preguntas a las que la señora diorespuesta, con sus habituales primor ycortesía, fueron parecidas a las quecontestó el Enciso. Aunqueexplayándose el doble. Relató queFelisa Domínguez trabajaba en su casacomo costurera, contó con todo lujo dedetalles lo acontecido en el día de autoscon el traje que habría de lucir al díasiguiente en la boda de la hija de loscondes de Colchado y habló sobre elestado de ánimo de la interfecta, la horaen que salió de casa y su carácter y

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costumbres. Y después, aunque congesto de fascinación, explicó cómo erasu escudo de armas —en campo de oro,un peral de sinople y un can moteado alpie del tronco—, dio un gritito cuando lefueron exhibidas las monedas de lafamilia Hosidia y Antestia, en las cualesaparecía un perro como en su blasón, ycontó que su padre, don Diego de Pereay Vargas, ejercía la veinticuatríafamiliar en 1746, año en que ocupaba laDiputación de Sello y Policía.

El fiscal, en su turno, hizo una solapregunta, la misma que al Enciso:

—Doña María Consolación, ¿sabeusted algo del crimen de FelisaDomínguez?

A lo que la dama respondió, aunque

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también prolija, con una negativa ensuma y en redondo.

Don Esteban Juan Medina y Martínez,el siguiente testigo de Pedro, aparecióen la sala como un espectro: ni suspisadas se oían, a pesar de calzarbotines con gruesos tacones de madera,como si anduviera sin pisar el suelo.Llegaba pálido, demacrado, ojeroso.Parecía que la vida se le escapaba porcada uno de sus poros. «¡Qué diferenciacon el veinticuatro Hinojosa —pensó elletrado—, al que la muerte de su esposano le ha traído más que arrogancia envez de pena!».

Don Esteban Juan prestó juramentocon voz desmayada y respondió alabogado sin interés ninguno y deseando

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acabar cuanto antes con su presenciaallí. En esa sala de audiencias que sólole traía los amargos recuerdos de su hijamuerta. Las preguntas que Pedro leformuló fueron prácticamente lasmismas que a los veinticuatros que lehabían precedido, y las respondió,cuando pudo, con monosílabos. Sí, erael padre de Isabel María Medina y deMorla, que apareció asesinada durantela feria de agosto en el Rincón Malillo.Sí, había salido sola ese viernes, denoche, sin su criada y sin que nadie de lacasa lo supiera. Sí, era cierto, habríarecibido una nota, suponía. Y sí, se veíacon un hombre cada viernes. ¿Mi escudode armas? ¿De verdad que todo esto esnecesario, señor? Bien. Como usted

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diga. Es un escudo con cuatro cuarteles;en los de la parte superior izquierda einferior derecha se ve un león rampanteen campo de oro. Y en los cuarteles dela parte superior derecha e inferiorizquierda, un aspa de oro en campo degules. ¿Esa moneda? ¿Fue la queapareció junto al cuerpo de mi hija?¡Oh, Dios mío! Sí, veo la cruz, el aspa,la «X» o lo que sea. Sí, era yaveinticuatro en 1746 y en ese año ocupéla Diputación de Archivo. Está bien,gracias a usted. ¿Puedo irme ya?

—Es el turno del fiscal, señor Medina—objetó el juez—. Don Bernardo,¿tiene usted alguna pregunta para elcaballero?

—Una nada más: don Esteban Juan,

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¿sabe usted algo del crimen de FelisaDomínguez?

—Don Bernardo, por Dios, ¿qué ibayo a saber? Yo lo que quiero es irme deaquí, se lo ruego.

Don Francisco de Hinojosa y Adornoapareció por la sala vestido enterciopelos negros para aparentar un lutoque no sentía y ufano como una dama decorte en día de ceremonia.

—Don Francisco, ¿estaba ustedcasado con doña Francisca Madán yGutiérrez?

—Bueno, sí. —replicó, reconociendoahora ese matrimonio sin petulanciaalguna. Como si no fuera paravanagloriarse.

—¿Y es cierto que doña Francisca, su

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esposa, fue asesinada el pasado viernesdía 4 de noviembre último en el callejónde los Basantes?

—Bien que lo sabe usted, que esemismo día pretendió colarse en mi casaa contarme no sé qué chorradas.

—Pues tal vez, si usted me hubieserecibido, ni estaríamos aquí hoy ni elasesino en libertad.

—Déjese de monsergas, abogado. Elasesino por el crimen que hoy seenjuicia está ahí, sentado en su mismamesa, engrilletado. Como Dios manda.

—¿Puede decirnos, don Francisco,cuál es su escudo de armas?

—¡Pardiez! ¿Y a usted qué leimporta?

—Si yo pregunto, usted, por

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veinticuatro que sea, responde. A no serque don Rodrigo objete.

—Abogado —interrumpió el juez—,no se me soliviante. Y usted, señorHinojosa, responda, se lo ruego.

—Como usted diga, don Rodrigo,pero creo que todo esto es una pérdidade tiempo. Si por mí fuera, ni juiciohabría. En casos como el que hoy ustedenjuicia, ni abogados ni leches: azoteshasta despellejar al reo y que cuelgueluego de la soga hasta que se asfixiecomo un pavo. Y otro gallo nos cantaría,por vida del rey.

—No nos interesan sus criteriosjurídicos, don Francisco —repuso Pedro—. Pero sí cuál sea su blasón. Así queresponda, por favor.

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—Bah —exclamó el veinticuatro,acompañando su interjección con ungesto despectivo de la mano—. Encampo de gules, tres ramas de hinojos alnatural. Es por mi apellido,descendiente de…

—¿Sabe usted —interrumpió Alemán— que junto al cadáver de su esposaapareció una moneda romana?

—A saber si no fue usted quien lapuso allí, para enredar más todo esto.

Pedro meneó la cabeza y prefirió noresponder a la invectiva. Se acercó a lamesa de las pruebas y eligió de entreellas el denario del rey Aretas, queexhibió al Hinojosa.

—¿Ve usted esta moneda?—La veo. ¿Y qué?

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—¿Puede decirnos que lleva la figuraarrodillada del anverso en su manodiestra?

—Pues… a ver… una mata.—¿De hinojos tal vez? Mire usted que

la figura está arrodillada. ¿De hinojos,por tanto?

—¿Y qué demonios tiene eso que verconmigo? ¿No estará usted dando aentender que…?

—No doy a entender nada, donFrancisco.

—Más le vale.—Su padre no era caballero

veinticuatro, ¿verdad?—No, señor. Pero sí hijodalgo y de

noble cuna.—Usted heredó la veinticuatría de su

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tío don Gaspar Adorno, que muriócélibe, ¿no es cierto?

—Lo es. Y a mucha honra. Mi señortío don Gaspar, descendiente directo demicer Doménico Adorno y…

—¿Cuándo murió su tío?—En 1741, pardiez. ¿A qué viene

todo esto, don Rodrigo? ¿O es que miilustre árbol genealógico es derelevancia en el crimen que hoy se ve?

—Por tanto, en 1746 ya ostentabausted la veinticuatría de su tío.

—Por supuesto.—¿Y es cierto que en 1746 ocupó

usted en el concejo la Diputación dePapel Sellado?

—Es cierto, pardiez. Pero, voto abríos, no veo qué…

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—No hay más preguntas, señoría.En esta ocasión, don Bernardo Yáñez

y de Saavedra ni siquiera tomó lapalabra para formular su preguntarecurrente.

El último veinticuatro en deponer fuedon Tomás Luis de Arellano y Ponce deLeón. A pesar de la circunspección conque el caballero entró en la sala, donRodrigo de Aguilar no dejó de advertirel ademán deferente —una atentainclinación de cabeza que se le antojóhasta respetuosa— que dedicó alabogado de pobres. Y rumió el juez delo criminal que en ese juicio estabanpasando cosas que se le escapaban. Y enverdad así era, pues don Rodrigo nadasabía de lo acontecido en la plaza de las

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Angustias aquel viernes 2 de diciembre,ni que Jerónimo de Hiniesta, durante laconvalecencia de Pedro, se habíapersonado en la mansión del Arellano enla Corredera y le había dado cuenta delo sucedido. Ni que don Tomás Luis,reconocido, remitió a Pedro una cestacon sus mejores vinos y las mejoresviandas de su cocina, obsequio que fuerespondido por Alemán con esquela deagradecimiento y con el ruego de queimpidiera a su hija doña Rosa Maríasalir a la calle hasta la celebración deese juicio. Pues no descartaba que elcriminal persistiera en sus intentos.

Pedro, sin embargo, durante elinterrogatorio, ninguna mención hizo aaquel episodio que pudo haberle

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costado la vida. Con concisión, repitió adon Tomás Luis de Arellano preguntassimilares a las ya formuladas a losveinticuatros que lo habían antecedido,preguntas que merecieron respuestas deigual concisión. Relató don Tomás cuálera su escudo de armas (blasón partidoen blanco y gules con tres flores de lis),su pertenencia al cabildo en 1746 y laDiputación que entonces ostentaba, queera la de Cruzada.

—No hay más preguntas, señoría.Bajó del estrado el veinticuatro y, al

cruzarse con Pedro, en voz baja pero losuficientemente alta para que donRodrigo de Aguilar, que estaba que noquería perderse dato de nada, lo oyera,le dijo:

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—Espero que se encuentre usted bien,abogado. Que esté ya repuesto. Ygracias.

Abandonó don Tomás Luis la sala y,antes de ordenar que pasara el siguientetestigo, el juez, aun a fuer de mostrar unacuriosidad impropia y más en elmomento en que se hallaban, preguntó aPedro:

—¿Ha estado usted delicado, señorDe Alemán?

—Nada grave, señoría.—¿Un constipado de Navidad?—No, señoría. Un tiro.—¡Santo Dios! Pero ¿qué dice usted?

¿Un tiro? ¿Cómo ha sido eso?—Ahora conocerá usted los detalles,

usía. Con mi siguiente testigo. Que es

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don Jerónimo de Hiniesta.Hiniesta, que había acudido por su

oficio a cientos de juicios, era, sinembargo, la primera vez que deponíacomo testigo en uno. E hizo su entradaen la sala con sonrisa espléndida,casaca nueva, golilla rizada, capa negracon rebordes rojos y su barba taheñapeinada con esmero y como nunca. Dijo,con esa voz tonante suya, su nombre,domicilio y oficio, y se sometiódespués, sin poder quitarse esa sonrisalarga de su rostro rubicundo, a laspreguntas de su amigo.

—Don Jerónimo, es usted procurador,¿cierto?

—Personero, me gusta decir. Comomi padre.

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—Y suele usted colaborar conmigo enmuchos casos, de la curia y de fuera deella, ¿verdad?

—Verdad es. Aunque no cobro ni lamitad de ellos, verdad también es.

—Le voy a preguntar por lo ocurridoen la noche del viernes día 2 dediciembre en la plaza de las Angustias.¿Puede usted relatarnos lo allíacontecido?

Don Bernardo Yáñez fue a protestar,pero su conato se quedó en eso. Un gestoimperioso del juez lo obligó a tomarasiento de nuevo. Don Rodrigo, en esamisa, no quería perderse a estas alturasni un versículo del paternóster. Jerónimode Hiniesta se ladeó en su asiento parahablar directamente al De Aguilar y

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Pereira.—Pues verá usted, usía, aquí Pedro…

bueno, el señor De Alemán, descubrió, yno me pregunte cómo porque me hago unlío del copón, que la siguiente víctimadel asesino iba a ser doña Rosa Maríade Arellano y López de Carrizosa, hijade don Tomás Luis de Arellano, conquien, por cierto, me acabo de cruzar, yle he dicho que también me podía haberenviado a mí un canasto con vino yquesos como el que le mandó a… Deacuerdo, de acuerdo. No se preocupe.Voy al grano.

—Todos se lo vamos a agradecer —dijo el juez, que había hecho un gestocon la cabeza a Hiniesta cuando vio quese iba por los cerros de Úbeda.

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—Bueno, pues el caso es quePedro… que el abogado defensor supocuándo se produciría el siguiente ataquey habló con el señor De Arellano paraque impidiera que su hija doña Rosasaliese de su casa esa noche, como asíhizo. Y nosotros, por nuestra parte, nosapostamos en las puertas de su mansióna la espera de que el criminal llegarapara poder identificarlo. Y una vezidentificado, denunciarlo ante usted ylos demás justicias, señor.

Y narró a continuación, entre elsilencio sepulcral de la sala y el interésdesmedido de todos los asistentes —menos del fiscal, que estaba sumido enalgo parecido al letargo, con la cabezaembutida en los papeles—, los sucesos

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de aquella infausta noche. Y cuandorefirió cómo el asesino había tiroteado aPedro y cómo lo habían dado pormuerto, la sala se llenó de votos decaballeros y de suspiros de damas.

—Usted, don Jerónimo, empero —preguntó Pedro a renglón seguido—, yuna vez que me hubo disparado, intentódetenerlo, ¿es cierto?

—Es cierto, porque hay ocasiones enque hasta los miedos se convierten encoraje. Me fui hacia él, con mi espadaropera en ristre… Supongo quereconocer que portaba un arma no mecostará proceso o multa, ¿no, donRodrigo?

—Por Dios, no se preocupe usted poreso —lo instó el juez, cautivado— y

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continúe con su relato.—Gracias, usía. El caso es que, como

decía, me fui para él, espadón en ristre,y vi cómo aquel individuo intentabarecargar la pistola de chispa. No le diotiempo, claro, pues ya sabemos cuántose tarda en recargar ese tipo de armas.Por lo que decidió subirse al coche yhuir.

—¿Qué hizo usted entonces?—¿Cómo iba a dejarlo que huyera, si

pensaba que te había matado? Bueno,que lo había matado a usted. Meabalancé sobre él, le pegué un espadazoen la espalda y lo agarré del tabardo quevestía, pero se me escurrió el muy hijode puta. Con perdón. Ahora, eso sí, pudehacerme con el medallón que llevaba al

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cuello, y por vida del rey que tuve quedejarle un buen sabañón en el gaznate.Del tirón que le arreé para quitarle elcollar.

Sacó Pedro entonces del bolsillo desu casaca el medallón de oro con elóvalo y la «X».

—¿Fue éste el medallón que learrebató?

—El mismo.—Como verá usted, señoría —dijo

Alemán, exhibiendo la alhaja ygirándose para que todos la pudieran ver—, es una «X» lo que hay en el interiordel óvalo.

—En efecto —reconoció donRodrigo, más intrigado a cada momentoque pasaba.

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—Como en todas las monedasromanas halladas junto a los cadáveres—añadió Pedro—. En todas hay una«X», de origen o grabada después. —Segiró hacia Hiniesta y continuó con elinterrogatorio—: Señor De Hiniesta,¿pudo usted verle la cara al asesino?

El personero hizo una pausahistriónica que dejó al público ensuspenso.

—No, señor —dijo al fin, chascandola lengua—. No pude verle la cara niidentificarlo.

—No hay más preguntas, señoría.Y el público soltó, al unísono, el aire

que había estado conteniendo.Mientras Jerónimo de Hiniesta

abandonaba la sala, el abogado de

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pobres estuvo planteándose a qué testigollamar a continuación. Pensó en llamar aJesús Nieto, para que ratificara laversión del procurador. O a Evangelina,para traer al proceso los dibujos de losdenarios de Roma. O a Rosa María deArellano, para introducir la nota que elasesino le remitiera. O a su prometidodon Pedro Rojas, para que declarara queél no había escrito esa nota. Sonaron enese preciso instante las doce, la hora delángelus, en el cercano campanario deSan Dionisio.

Y se dijo que era ya hora de asestar elgolpe final.

—Mi siguiente testigo es donGerónimo de Estrada, señoría.

—Llámese al buen fraile —ordenó el

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juez.—Don Gerónimo —preguntó Pedro al

jesuita cuando éste hubo jurado decirverdad y contestado a las generales dela ley—, ¿es usted persona ducha en elarte de la numismática?

—Sólo aficionado, hijo. Nada másque eso.

—Sin embargo, es usted capaz dedescifrar las inscripciones de lasmonedas romanas y explicarnos suorigen y procedencia, ¿no es cierto?

—Creo que sí.—¡Señoría, ya esto pasa de castaño

oscuro! —saltó el fiscal, saliendo de sumodorra y haciendo caso omiso delademán admonitorio del juez cuandoéste advirtió su intención de protesta—.

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¿Qué quiere usted ahora, convertir estejuicio en una lección de numismática ode yo qué sé? —Se lo veía, por primeravez desde que era promotor fiscal en elcorregimiento, con los nervios perdidos,desquiciado—. ¡Protesto, protesto,protesto! ¡Esto es manifiestamenteirregular!

—Don Bernardo —atajó el juez,flemático—. Siéntese. Y cállese. SeñorDe Alemán, continúe.

«Vivir para ver —pensó Pedro—.Qué verdad es que el destino se abre suspropias rutas. Pero ¿quién iba a pensarque iba a ser don Rodrigo quienprecisamente desescombrara sucamino?».

—¿Le importa responderme, páter?

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—Bueno, sí. Algo entiendo demonedas romanas, de republicanas y deimperiales.

—¿Es cierto que estuvo usted reunidoconmigo, no ha mucho, y que le enseñélos dibujos de los denarios romanoshallados junto a los cuatro cadáveres?

—Absolutamente cierto.—Le voy a enseñar este denario, don

Gerónimo —anunció cogiendo elprimero de ellos, el de la familiaHosidia y el jabalí—. ¿Qué puededecirnos acerca de él?

—Que es un denario de la época de laRepública de Roma, acuñado por unmonedero de la familia Hosidia, un talCayo Hosidio, en concreto.

Y se explayó en las demás

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características de la moneda. De ésta yde las tres restantes, explicando en cadacaso, a preguntas de Pedro, los datos desu acuñación, las figuras que aparecían,las inscripciones que contenían y lossignificados de sus imágenes ysímbolos.

—Para sus estudios de numismática,padre Estrada, ¿de qué libros sueleservirse?

—Bueno, sobre todo de los de EneasVico, un numismático y grabador quenació en Italia en el siglo dieciséis. Noslegó dos obras monumentales sobre lanumismática antigua: Discorsi di M.Enea Vico Parmigiano sopra lemedaglie de gli antichi, de 1558; y susCommentari alle antiche medaglie

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degli imperatori romani, de 1560. Juntoa él, también tenemos a Carlos Patin,que publicó en 1663 su magníficoFamiliae Romanae in antiquisnumismatibus, ab urbe condita, adtempora divi Augusti. Ah, claro, y, entrelos españoles, no puedo dejar de citar ami hermano de orden, el jesuita frayJuan de Mariana, que en 1609 publicó suTractatus septem, cuyo cuarto volumense titula De monetae mutatione. Haymuchos otros numismáticos de tiempospasados, por supuesto, pero sería enexceso prolijo hablar de todos ellos,aunque fuera para referenciarlosúnicamente.

—De todas formas, padre, esosautores no son del dominio del gran

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público, ¿verdad?—Oh, no. Excepción hecha de mi

compañero de orden (y no lo digo porque sea jesuita como yo), que fue ungran teólogo y un gran historiador (todosrecordamos su Historiae de rebusHispaniae, ¿verdad?), los otros autoresde quienes le he hablado son sóloconocidos, por desgracia, de los grandesaficionados a la numismática, detratadistas y coleccionistas.

—Pues muchas gracias, donGerónimo. No hay más preguntas,señoría.

—¿El fiscal va a preguntar?Don Bernardo Yáñez y de Saavedra

dudó durante unos instantes, en los queestuvo mirando fijamente a don

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Gerónimo de Estrada. Al final, negó conla cabeza y volvió a hundir la vista entresus papeles.

—¿Su siguiente testigo, don Pedro?—El canónigo don Francisco de Mesa

y Xinete.La del canónigo era una figura

imponente. Con su elevada estatura, susmarcados rasgos y su aura de bonhomía,concitó de inmediato la atención detodos los presentes.

—Don Francisco —comenzó Pedro—, todos en Jerez sabemos de sudedicación por la ciudad, por las obrasdel nuevo templo, por la historiajerezana y de su antigua diócesis, porsus obras de caridad… Pero yo hoy lequiero preguntar: ¿tiene usted también

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conocimientos de heráldica?—Los que he podido acopiar con el

paso del tiempo en mis estudios sobre lahistoria de Jerez, hijo.

—De acuerdo, páter. Le voy aenseñar ahora un denario romano queusted ya ha visto, pues usted y yoestuvimos reunidos a finales del pasadonoviembre y le mostré entonces sudibujo. —De la mesa de pruebas cogióde nuevo el denario de la familiaHosidia—. ¿Reconoce usted estedenario de la época de la Romarepublicana, don Francisco?

—Sí. Me enseñaste… me enseñóusted su dibujo entonces. Es un denariode la familia Hosidia. Una preciosidad.

—¿Puede usted decirnos qué animales

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aparecen en el reverso de la moneda?—Un jabalí herido por una lanza en el

lomo y atacado por un perro.Perfectamente estampados, además.

—Contemple ahora usted el anverso.¿Qué ve?

—El busto diademado de la diosaRoma.

—¿Qué más?—Además de las inscripciones, hay

una «X» marcada.—Esa marca, ¿estaba en la moneda

original?—No, por supuesto que no. Ha sido

marcada con un instrumento afilado. Ymuy recientemente además.

—Lo que nos da a entender quequienquiera que fuese aquel que la

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marcara quería que en esa monedafigurase la letra «X», que originalmenteno aparecía, ¿es cierto?

—Parece que sí.—Muchas gracias. Este denario

apareció junto al cadáver de DionisiaMenéndez, criada del veinticuatro donJerónimo Enciso del Castillo. Padre,¿puede usted decirnos qué animalaparece en el blasón de los Enciso?

—Un jabalí.—Un jabalí —repitió Pedro,

masticando cada una de las sílabas de lapalabra—. Al igual que en la moneda,¿verdad?

—Verdad es.—¿Podría ello significar que quien

dejara el denario junto al cadáver de

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Dionisia quería que se supiese que esamuerte era por su vinculación alveinticuatro Enciso?

—Podría ser, hijo, podría ser.—Bien. Como ya hemos dicho, en la

moneda, junto al jabalí, se ve un perro.¿Puede usted explicarnos, páter, quéanimal aparece en el escudo de armas dedoña María Consolación Perea?

—Un perro —aseveró el canónigo—.Un perro debajo de un peral.

—Exacto. ¿No le parece a usted, donFrancisco, que el hecho de que en lamoneda hallada junto al cadáver deDionisia Menéndez, además del jabalí,que señalaba a su amo, apareciese unperro podría ser la señal o laadvertencia de quién iba a ser la

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próxima víctima?—Todo lo que usted expone podría

ser no más que una coincidencia. Perotambién podría ser lo que usted dice.Por supuesto que sí.

—Pues, en efecto, la segunda víctimafue Felisa Domínguez, por cuya muertese celebra este juicio, que era costurerade doña María Consolación Perea yVargas Espínola. Y junto a su cadáverapareció otra moneda romana. —Dejó lade la familia Hosidia en la mesa depruebas y cogió en sus manos la de lafamilia Antestia—. Ésta, en concreto,páter —dijo, tendiéndosela al canónigo—. ¿Puede usted decirnos qué apareceen este denario?

A estas alturas del interrogatorio, si

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se hubiera desprendido un caliche de lapared de la sala, se habría oídoperfectamente cómo revoloteaba por elaire y cómo caía sobre las losas delsuelo. Tan inmenso era el silencio.

—En el anverso, de nuevo la cabezade Roma, con casco alado, y una «X» asu vera.

—De nuevo la «X», ¿no?—Así es. Aunque en esta ocasión esa

«X» ya figuraba en la acuñaciónoriginaria de la moneda.

—¿Y en el reverso? ¿Qué aparece,padre?

—Los Dioscuros a caballo y, entre laspatas de los corceles, un perro.

—El perro del escudo de los Perea.Como señalando al ama de la muerta

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junto a cuyo cuerpo apareció estedenario.

—Así parece ser. Ya sería difíciladmitir que se trata de una coincidencia.

—Completamente de acuerdo, donFrancisco —corroboró el abogado depobres—. Veamos. La siguiente víctimafue Isabel María Medina y de Morla,hija del veinticuatro don Esteban JuanMedina. ¿Puede usted decirnos, padre,qué elementos aparecen en el escudo dearmas de los Medina?

—Un león rampante y una cruz de SanAndrés.

—¿La cruz de San Andrés tiene formade «X»?

—En efecto.—Y en la moneda aparecida junto al

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cadáver de Felisa aparecía igualmenteuna «X». ¿Podría ser que, con esa letra,que aparece asimismo en el escudo delos Medina, se estuviese señalando a lasiguiente víctima, a Isabel MaríaMedina?

—Podría ser, podría ser —admitió elcanónigo—. Aunque, aun aceptando esaposibilidad, yo diría que la presencia deuna «X» en todas las monedas tiene unsignificado más vasto.

—A eso iremos luego, padre. Así quepodemos convenir que el denarioaparecido junto a Felisa ya señalaba a lafamilia Medina. Busquemos ahora lamoneda encontrada junto al cuerpo deIsabel María Medina. —Rebuscó en lamesa hasta dar con el denario de la

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familia Domicia—. Ésta es, páter.¿Puede usted decirnos qué se ve en ella?

—Pues en el anverso, de nuevo Romacon casco alado; detrás, lo que podríaser una espiga; y delante, otra vez la«X».

—¿Y en el reverso?—De nuevo los Dioscuros a caballo

y, bajo éstos, un guerrero luchando conun león.

—Un león —musitó Pedro.—En efecto —reconoció el cura—.

Como en el escudo de la familiaMedina.

—Ya no puede ser una coincidencia,padre.

—No, hijo, no. Estoy de acuerdocontigo… con usted.

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—La siguiente víctima fue doñaFrancisca Madán, esposa delveinticuatro Hinojosa. En el anverso dela moneda que tiene usted en las manos,don Francisco, se ve, como nos hadicho, una espiga. ¿Podría haberrelación entre ese símbolo y doñaFrancisca Madán?

—Claro que sí —aseveró Mesa yXinete, ardoroso—. Una espiga no tienepor qué ser de trigo como suelepensarse. Puede ser de hinojos. Y en elescudo de la familia Hinojosa se puedenapreciar, como su propio nombre indica,tres ramas de hinojos.

—Así pues, y a su criterio, padre, ¿lamoneda aparecida junto al cuerpo deIsabel María Medina ya señalaba a la

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familia Hinojosa?—Podría ser perfectamente, claro que

sí.—Gracias, padre. —Cogió la moneda

de los Domicios de las manos del cura yla depositó en la mesa. Buscó entre laspiezas de convicción el denario del reyAretas—. Éste es, don Francisco, eldenario que estaba junto al cuerpo dedoña Francisca Madán. ¿Podría usteddescribírnoslo?

—Es una hermosura de moneda —seadmiró el canónigo—. En su anverso, seve al rey Aretas de rodillas, con unarama en la mano, en señal de larendición y de la paz. Aretas fue un reynabateo que se enfrentó a Roma. Detráshay un camello, que suponemos que

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alude al desierto.—Así pues, vemos a ese rey Aretas

arrodillado. Es decir, de hinojos.—Así es. Señal indudable de que se

alude a la familia Hinojosa, porsupuesto.

—¿Y en el reverso?—Júpiter conduciendo una cuadriga y

un escorpión debajo.—Esas letras que se leen en el

denario, «PREIVER», ¿qué significan?—Aluden a la ciudad italiana de

Priverno.—¿Es conocida esa ciudad?—Entre los curas y teólogos, sí.

Mucho.—¿Por qué motivo?—Porque allí, en Priverno, a pocas

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leguas del pueblo, está la abadía deFossanova, donde murió Santo Tomás deAquino en 1274.

—El nombre del rey Aretas, ¿leevoca al de algún veinticuatro?

—Tal vez, al del regidor Arellano.Aretas… Arellano…

—¿Qué aparece en el blasón de losArellano?

—Tres flores de lis.—¿Cuál es el significado de la flor de

lis, don Francisco?—La flor de lis era utilizada en los

mapas antiguos para señalar el Norte,habitualmente en las rosas de los vientoscomo símbolo de ese punto cardinal.

—Así que ese denario nos ofrece lossiguientes datos: la similitud fonética

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entre los nombres «Aretas» y«Arellano», la alusión a Santo Tomás yel significado de la flor de lis como«rosa». Le pregunto, páter: ¿cómo sellama el veinticuatro Arellano denombre?

—Tomás. Don Tomás Luis.—¿Y sabe usted el nombre de su hija

primogénita?—Rosa. Rosa María.—¿A qué conclusión le conduce todo

ello?—A que, sin duda, el denario del rey

Aretas señalaba a alguien de la casa deArellano como la siguiente víctima. ARosa María de Arellano, en concreto.Sin duda alguna, hijo. Anunciaba sumuerte.

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—Y así, don Francisco, y tal como hatestimoniado el personero Hiniesta,podría haber sido si no hubiésemosconseguido, gracias a usted entre otros,que el asesino fallase en su criminalintento.

Pedro recogió de manos del cura eldenario de la familia Emilia y lodepositó suavemente en la mesa de laspruebas, tomándose su tiempo para ir ypara regresar al estrado de los testigos.

El silencio en la sala era espeso comouna nube de lluvia.

Y aventuraba que se acercaba elmomento último, el decisivo de esejuicio. La culminación del drama.

El clímax final.El abogado de pobres dejó que el

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silencio se prolongara, como buscandoel ambiente propicio para esa apoteosis.

Ni don Rodrigo, habitualmente tanimpaciente, se movía en su estrado. Elmonóculo estaba medio caído en su ojoizquierdo.

—Así pues, don Francisco —continuóPedro—, tenemos que el asesino,experto numismático, dejó junto a cadacuerpo una moneda, un denario de laantigua Roma, que, al mismo tiempo,señalaba al veinticuatro con quienestaba relacionada la interfecta yadvertía quién iba a ser la siguientevíctima.

—Así es, en efecto. Todo así loindica.

—Pero tenemos, sin embargo, que en

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todas las monedas aparece una «X», yque sólo una de esas «X», en concreto laque había en el denario de la familiaAntestia, servía para indicar que lasiguiente víctima sería de la familiaMedina, en cuyo blasón aparece esa«X».

—Cierto.—Pero, entonces, ¿por qué había una

«X», una de ellas incluso marcada acuchillo y a propósito, en todos losdenarios?

—Se me ocurre que esas «X»,además de señalar, en ese caso que tú…que usted ha puesto de manifiesto, a unade las víctimas, tiene un significado demás alcance, más global, más definitivo.

—¿Podría ser que la «X» fuese el

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emblema, la marca, la señal distintivadel asesino?

—Podría ser. Perfectamente.Nueva pausa prolongada.Un silencio de túmulo.Ni una tos se oyó entre el público, a

pesar de ser diciembre y época deenfriamientos.

—Le pedí, páter —retomó Pedro elcurso de su interrogatorio, muy grave yprofunda su voz ahora—, cuando fui averle, que me buscara el blasón de unapellido que le indiqué, ¿lo recuerda?

—¿Y cómo iba a olvidarlo, hijo?—¿Consiguió usted dar con el escudo

de armas de ese apellido que le apunté?—Sí. En el tratado Nobleza del

Andalucía, de don Gonzalo Argote de

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Molina.—¿Qué figuraba en ese blasón?—Un león rampante de gules

arrimado a una columna de azur.—¿Qué más?—Ocho aspas, hijo mío. Ocho «X».Y un runrún de asombro entre las

bancadas.—Ocho «X» —repitió Pedro,

cogitabundo.—Ocho. Así es.—La marca del asesino.—Tú lo has dicho.Pedro se acercó a su mesa y tomó en

sus manos, enrollado, el pergamino queEvangelina González había dibujado encasa del canónigo y en el que aparecíaese blasón del que hablaban. Se acercó

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a don Francisco de Mesa y Xinete,desenrolló el dibujo y lo exhibió deforma que sólo el canónigo pudieraverlo.

—¿Es éste el escudo de armas delapellido que le pedí que buscase?

—Sí, hijo. Ése es.Y se giró entonces el abogado de

pobres, exhibiendo el pergamino, debuen tamaño, primero a don Rodrigo deAguilar y Pereira, que abrió tanto losojos que a punto estuvieron deescapárseles por entre las pestañas, yluego al público, que estalló en un«¡Oh!» prolongado y colectivo. Y«pardieces» y «voto a bríos» después.

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Porque ése, Yáñez, era el apellido

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que aparecía en el emblema dibujado enel pergamino.

—Éste es, señoría —dijo Pedroluego, muy calmado, entregándole elpergamino a don Rodrigo—, el blasón,el escudo del asesino. Y es el que luceen sus armas nuestro respetado promotorfiscal don Bernardo Yáñez y deSaavedra.

Y a continuación, con la velocidad deun galgo, Pedro de Alemán y Camacho,abogado de pobres del corregimiento deJerez de la Frontera, se acercó a la mesadonde el promotor fiscal contemplaba laescena estupefacto, desconcertado,atónito, incapaz de reaccionar, aunqueen sus ojos relumbraba el brillomortífero que las cuatro víctimas debían

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de haber visto en los ojos de su ejecutoren los últimos instantes de sus vidas.

Pedro se abalanzó sobre él sin darletiempo a oponerse, agarró su golilla defino hilo blanco y de un tirón la rasgó,desgarrando al mismo tiempo el cuellode camisa y casaca. Y bajo la rasgaduraapareció la carne de la nuez de donBernardo Yáñez, que aún mostraba lamarca de la herida que el personeroHiniesta le había provocado alarrancarle por la fuerza su medallón deoro con un óvalo y una «X». Y todavíacon costras de sangre seca.

—Aquí tiene usted, señoría. Laprueba irrefutable. ¡Tiene usted ante supresencia, como le prometí, al asesinode Dionisia Menéndez, de Felisa

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Domínguez, de Isabel María Medina yde Morla y de doña Francisca Madán yGutiérrez! Su promotor fiscal. ¡DonBernardo Yáñez y de Saavedra!

—Pero… pero… —musitó el fiscal,despavorido— yo pensaba que ustedcreía que era el dorador Galera… Lo haido diciendo por todas partes en losúltimos días…

—El cebo en el anzuelo, donBernardo. Eso era. El cebo en elanzuelo.

Un estrépito horrísono apagó lasúltimas palabras de Pedro de Alemán.

El fiscal, don Bernardo Yáñez,descompuesto el rostro, tiró la mesa dela acusación, salvó de un salto labarandilla que separaba del público los

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estrados de los curiales y, a la carrera,perdiendo la peluca en el salto yaleteando en el aire los vuelos de sugarnacha negra, escapó de la sala deaudiencias.

Mascullando votos y maldiciones.Veloz como quien huye de la muerte.Él, que tanta muerte había prodigado.—¡Pero ¿esto qué es?! ¡¡¿Qué diablos

ocurre?!! ¡Don Bernardo, ¿adónde vausted?! —clamó don Rodrigo de Aguilary Pereira, de pie ante su estrado,esgrimiendo el mazo, incapaz de salirdel pasmo y de comprender por enterolo acontecido—. ¡¿Qué ha pasado aquí,en mi tribunal, voto a bríos?!

—Pues lo que ha pasado —señalóPedro, muy calmo— es que, como le

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prometí, he revelado el nombre delasesino de esas cuatro mujeres, donRodrigo.

—Pero… pero… ¡eso no puede ser!¿El fiscal…? ¿Don Bernardo Yáñez esel…? ¡Tiene usted que explicarme quédemonios ha pasado aquí, abogado!

—Con mucho gusto, señoría. Pero,antes, le rogaría diese a los alguacileslas instrucciones precisas para queaprehendan a don Bernardo, que con suhuida ha admitido su culpa. No se puedepermitir Jerez, usía, más asesinos enlibertad.

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XXXIX

LAS EXPLICACIONES DEPEDRO DE ALEMÁN

—El sábado día 4 de septiembre de1746 —comenzó Pedro su explicación,con el público todavía en la sala, que nohabía sido desalojada por el juez, y conDeogracias Montaño confuso y aúnaherrojado—, hace ahora un poco másde once años, se celebró, como cadasábado, sesión concejil en las casasconsistoriales de esta ciudad de Jerez dela Frontera. El orden del día era, en sumayor parte, rutinario, además de

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variopinto: financiación de obraspúblicas, cartas a remitir al Consejo deCastilla, estado de la DepositaríaGeneral y un largo etcétera. Había, sinembargo, un punto en ese orden del díaque iba a ser el detonante de lo que eneste año ha pasado en Jerez: las tristesmuertes de cuatro mujeres.

Bebió agua del vaso que había sobrela mesa de la defensa. Las tensiones deldía y los vaivenes del juiciocomenzaban a cobrarse su precio. Seveía a Pedro de Alemán cansado yronco.

—En ese orden del día figuraba, alpunto cuarto, la solicitud de don JoséYáñez y Yáñez, padre de don BernardoYáñez y de Saavedra, de que le fuera

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reconocida la veinticuatría que le habíasido cedida en censo por la viuda delregidor don Antonio Franco Gil deOrdiales, fallecido dos años antes sinhijo varón.

Explicó luego, para quien no losupiera, que una forma de transmisión delas veinticuatrías era su cesión a censo,es decir, sin límite temporal y debiendopagar el cesionario al cedente unporcentaje anual del valor teórico de laveinticuatría.

—La petición de don José Yáñez, o almenos eso suponía él, que había hechoun considerable desembolso para laobtención de esos derechos, debía habersido tratada por el capítulo deveinticuatros según las usanzas del

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momento, es decir, sin obstáculos y sindebates. Empero, su petición delreconocimiento por parte de quienescreía sus iguales de sus derechos alejercicio de esa veinticuatría adquiridaa censo fue objeto de un encendidodebate en el seno del concejo. Fueraporque quienes obstaban esereconocimiento pensaban que actuabande forma cabal y con respeto a lasordenanzas, o fuera porque don JoséYáñez tenía dentro del capítulo másenemigos de los que suponía. Lo ciertoes que, sea como fuere, y como he dicho,su petición provocó ardorosasdiscusiones, enardecidas porfías ycontundentes argumentos de uno y otrolado.

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»Del lado de quienes se oponían alreconocimiento de los derechos de donJosé Yáñez se alinearon don JuanEnciso Monzón, padre del veinticuatroEnciso; don Diego de Perea y Vargas,padre de doña María ConsolaciónPerea; y don Esteban Juan Medina yMartínez, don Francisco Hinojosa yAdorno y don Tomás Luis de Arellano,que ya eran regidores en aquel entoncesy que, por las diputaciones queocupaban, tenían que expresar suparecer en el debate. Sus argumentospara oponerse a las pretensiones delYáñez fueron diversos: que no tenía losmaravedíes suficientes ni rentasbastantes para ostentar el cargo, que sededicaba al comercio, que había litigio

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sobre la herencia de don Antonio FrancoGil de Ordiales y que, por consiguiente,la cesión a censo hecha por su viudaestaba en entredicho, y otros de similartenor. Todos esos veinticuatros, segúnconsta en las actas de la sesión, tomaronen ella la palabra y pronunciaroncategóricas soflamas en contra de losderechos de don José Yáñez.

Nueva pausa y nuevo sorbo de agua.—No obstante, la intervención

decisiva fue la de don Baltasar MoralesMaldonado, que por aquel entoncesejercía como teniente de corregidorletrado. Don Baltasar, que aún vivecomo saben, en su discurso en elcapítulo de veinticuatros recordó atodos los capitulares que en 1723 había

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sido dictada por su majestad don Felipeel Quinto una Real Resolución en la quedisponía que «todos los que entrasen aservir los oficios de regidores, no sóloen las ciudades de voto en cortes, sinotambién en las demás dondeconcurriesen sujetos de conocidacalidad y nobleza, hubiesen de tenerprecisamente esta cualidad». Es decir,que para ser veinticuatro había que serde nobleza acreditada. Jerez fue una delas primeras ciudades que reclamó parasí ese estatuto de nobleza en susregidores, no en vano todos susveinticuatros eran de rancia aristocraciay antiguos linajes. La solicitud de Jerezfue rápidamente acreditada y en abril de1724 se dictaba Real Provisión de su

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majestad y del Consejo de Castillaconcediendo estatuto de nobleza a laciudad.

»Y ahí estribaba, en palabras de donBaltasar Morales Maldonado, elproblema: no se podían conceder losderechos de ejercicio de la veinticuatríapretendidos por don José Yáñez y Yáñezporque éste, aunque hijodalgo, no eranoble. No, al menos, con la alcurnia queJerez, como ciudad con estatuto, exigía.Y en ese punto las discusiones sevolvieron tormentosas. Don José Yáñez,al que prácticamente nadie defendió enaquella sesión septembrina, luchó yporfió como animal acorralado: adujoque su linaje se remontaba al del insignecaballero gallego Yáñez Novoa, maestre

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de Calatrava, que combatió en 1212 enla batalla de Las Navas de Tolosa; y adon Bernardo Yáñez, de igual nombreque su hijo, que fue uno de los docecaballeros a quienes el rey don Alfonsoel Primero designó como guardianes delsantuario del apóstol Santiago. Susargumentos fueron rebatidos, sinembargo, por varios caballeros en elconcejo, quienes afirmaron ydemostraron que la rama de los Yáñezde la que don José descendía pertenecíaa un linaje menor extremeño con rangode hidalguía pero no de nobleza. Y lapetición del padre de nuestro fiscalahora huido fue desestimada por elcapítulo de los veinticuatros.

Pedro de Alemán paseó la mirada por

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la sala. Hasta la última alma estabapendiente de sus palabras.

—Su derrota en el concejo le trajo laruina. Se embarcó en un costoso pleitoque le supuso el gasto de hasta su últimomaravedí. Y con la desestimación de sudemanda llegó la bancarrota y, tras ella,el exilio. Y don José Yáñez, que habíaenviudado hacía poco, viajó con sus doshijos hasta Monachil, un pueblitocercano a Granada donde teníaparentela. Y en donde murió, arruinado yamargado, al poco de llegar.

—¿Y qué ocurrió después? —preguntó don Rodrigo, impaciente,cuando Pedro hizo nueva pausa parabeber agua.

—El hijo primogénito de don José

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Yáñez, que por aquel entonces teníapoco más de veinte años, sólo pudoheredar de su padre su rencor y su odiohacia los veinticuatros jerezanos.Especialmente hacia aquellos que conmás ardor o por sus cargos se habíanopuesto a los designios de su padre. Era,empero, un joven inteligente, y susparientes granadinos, conscientes de susaptitudes y preocupados por que elresentimiento que latía en cada una delas acciones del muchacho arruinara suvida, lo enviaron a Granada, bajo elamparo de un escribano de la RealChancillería, cuñado de uno de aquéllos.

»Allí, en Granada, don BernardoYáñez y de Saavedra, nuestro fiscal,ayudado por las influencias y los

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dineros de ese escribano y, por qué nodecirlo, también por sus propias dotes,acabó la carrera de derecho en elcolegio imperial San Miguel de Granaday al poco tiempo accedió a uno de loscargos de fiscal de la Sala de losAlcaldes del Crimen de la RealChancillería granadina, donde destacópor sus conocimientos y por su ímpetu.

»Desgraciadamente, el brillante futuroque ante él se abría y su propio yacomodado estatus no valieron para queolvidara su odio por los veinticuatros deJerez, a quienes culpaba de la ruinafamiliar y de la muerte de sus padres. Y,rumiando ese odio, llegó a sus oídos lavacancia en la fiscalía de la Casa de laJusticia de esta ciudad tras la

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enfermedad que incapacitó al bienrecordado don Laureano de Ercilla, y deinmediato solicitó y obtuvo el traslado yel puesto.

—¿Cómo ha llegado a suconocimiento todo eso? —preguntó donDamián Dávila, el escribano delcabildo, que jamás hablaba en losjuicios.

—Lo que les he contado de losucedido en Jerez lo he sabido mediantela consulta de las actas del archivo delconcejo, evidentemente. En cuanto a lacarrera de don Bernardo en Granada, mebastó con sonsacar a su señora hermana,de la que después hablaré.

—Prosiga, don Pedro, se lo ruego —señaló don Rodrigo.

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—Lo demás, señoría, creo que se lopueden todos ustedes suponer. En cuantollegó a Jerez, si no antes, don BernardoYáñez comenzó a pergeñar su desquite.Amante de la numismática, ideó el plande los denarios romanos, de los que,estoy seguro, ha de disponer de unahermosa colección en su casa de la calleArmas. Y decidió ir poniendo enpráctica su venganza llevando la muertea las mansiones de cada uno de losveinticuatros que propiciaron la ruina yel deshonor de su padre. Y lo hizoirrogando el daño de menor a mayor,según hubiese sido la actuación de cadauno de los caballeros en aquella sesiónconcejil de 1746: comenzó por unacriada de don Jerónimo Enciso, ya que

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su padre don Juan Enciso y Monzón nohabló mucho en aquel capítulo ni fuedemasiado hiriente, como se puedecomprobar en las actas; continuó con lacosturera de doña María ConsolaciónPerea, pues igualmente su padre, donDiego de Perea, tampoco fue entoncesde los más beligerantes. Y así continuó:la hija de don Esteban Juan Medina, laesposa de don Francisco Hinojosa, laprimogénita de don Tomás Luis deArellano (cuyo crimen, gracias a Dios,se pudo frustrar), y a saber con quiénhabría seguido de no haber sidodescubierto. Hasta llegar a don BaltasarMorales Maldonado, a quien seguroreservaba una muerte atroz.

Pedro cesó en su discurso y en la sala

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reinó de nuevo aquel silencio espesocomo nube de lluvia.

—Bueno… —comenzó a exponer donRodrigo, que no conseguía salir de supasmo. Se ajustó el monóculo en el ojoizquierdo para ganar tiempo y evitar elbalbuceo—. Pero… ¿cómo llegó usted adescubrir todo cuanto nos ha contado?¿Cómo llegó usted a saber todo cuantoha expuesto en el juicio, señor DeAlemán?

—No podría haberlo hecho sin laayuda valiosísima de don Gerónimo deEstrada y don Francisco de Mesa yXinete, con quienes esta ciudad, por loque hoy ha ocurrido y por muchas cosasmás, por siempre estará en deuda. Comocon don Bartolomé Gutiérrez, que fue

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quien me encaminó en mis pesquisas.Gracias a ellos pude llegar acomprender el mensaje que donBernardo dejaba en cada uno de loscadáveres, con el denario romano quejunto al cuerpo arrojaba, y así poderprever quién sería su siguiente víctima eimpedir nuevos crímenes.

—Aun a costa de su vida, de ponerlaen riesgo… —musitó don DamiánDávalos, que, extrañamente, tomaba porsegunda vez la palabra en esa mañana.

—Descubrió usted —continuó el juez,meditabundo— el significado de lasmonedas junto a los cadáveres. Pero¿cómo llegó a saber quién era el autorde las muertes, don Pedro? Porque,según he podido entender, ni usted ni el

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personero Hiniesta consiguieron verle lacara cuando se enfrentaron a él en laplaza de las Angustias.

—Don Bernardo estaba tan confiadoen su impunidad, en que era el másinteligente de todos los curiales, en quejamás sería descubierto, que no adoptóprecauciones. Y permitió que yo vieracosas que jamás debería haber visto.

—¿A qué se refiere usted?—Un día, antes del juicio del

infortunado Francisco Porrúa (que, porcierto, señoría, ha sido ajusticiado porun crimen que no cometió, por lo queeste corregimiento está en deuda con ély su familia), don Bernardo me llamó asu despacho. Con la excusa de quequería departir conmigo acerca de ese

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juicio, lo que me vino a proponer fueque no peleara por mi cliente en él, queme conformara con su muerte sin previaflagelación y posteriordesmembramiento, y así echar tierrasobre el crimen que él mismo habíacometido. Pero resultó, usía, que fuedemasiado cortés y ésa fue su perdición.

—No consigo entenderle, por vidadel rey.

—Me ofreció vino y acepté. Un vinomagnífico, por cierto. Y fue aagasajarme con almendras y estaba eltarro vacío, así que me pidió excusas ysalió afuera a buscar algo con queacompañar el excelente vino. Y durantelos minutos que estuvo fuera de sudespacho, yo, sin otra cosa que hacer y

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asombrado por su lujosa biblioteca, medediqué a curiosear entre los volúmenesy anaqueles. Y fue entonces cuando, parami sorpresa, observé que entre todos loslibros de consulta que había sobre sumesa sólo uno era un libro jurídico: unejemplar de Política para corregidoresy señores de vasallos, en tiempo de pazy de guerra y para prelados en loespiritual y temporal entre legos,juezes de comisión, regidores,abogados y otros oficiales públicos yde las jurisdicciones, preeminencias,residencias y salarios dellos y de lotocante a las de órdenes y cavallerosdellas, de Jerónimo Castillo deBobadilla. Y que el resto eran librosextraños, de los que nada más me quedé

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con el nombre de algunos de sus autores:Eneas Vico, el padre Mariana, TomásAntonio de Marien y Arróspide, Sanchode Moncada… Nombres que entoncesno me dijeron nada, pero que quedaronregistrados en el pozo de mi memoria.

—Pero ¿cómo pudo…?—Posteriormente, durante el juicio —

continuó Pedro sin hacer caso de lainterrupción de don Rodrigo, queparecía estar hambriento por saber—que aquí mismo se siguió contra elcarrero Matías Peña por el delito defalsificación de moneda, supe que habíapasado o que se había dicho algo en élque era importante para la resolución delos crímenes. Pero, como tantas vecespasa, y aunque constantemente el

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recuerdo se asomaba al balcón de laconsciencia, se evanescía a renglónseguido. Fue, no sé si lo recordaráusted, don Rodrigo, cuando, en sualocución final, don Bernardo Yáñezvino a decir algo así como: «… porquela moneda debe ser un utensilio decomercio incorruptible, como dijo elgran Carlos Patin». ¿Recuerda usted?

—En absoluto.—Pues sí, eso dijo. Y fue durante una

de mis reuniones con el padre Estradacuando los recuerdos comenzaron amoverse y a asomar por el brocal delpozo de la memoria. El buen jesuita mehablaba de Eneas Vico, de Carlos Patin,del padre Mariana… Y algo se movía enmi cerebro, como una campanilla cuyo

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repique sonara etéreo y lejano, cuandooía esos nombres, pero, pese a ello, esasreminiscencias, esos recuerdos, senegaban a emerger. Tenga usted encuenta que habían pasado ya muchosmeses desde aquella reunión con donBernardo en su despacho y que micontemplación de sus libros fue breve yfugaz.

—¿Y entonces?—Fue después de que don Bernardo

me tiroteara y de que me librara de lamuerte porque la bala impactó contra lalibreta con tapas de madera que siemprellevo conmigo. Me salvé de la muerte,pero, al caer al suelo por el brutalimpacto, sufrí un fuerte golpe en lacabeza, por consecuencia del cual

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estuve muchas horas sin sentido. Perocreo que ese golpe tan tremendo fue elempujón definitivo para que esosrecuerdos inaprensibles escapasen delrincón tenebroso donde se escondían ysubieran hasta la superficie de miconsciencia. Y fue entonces cuandorecordé aquellos libros en el despachodel fiscal y el nombre de sus autores,numismáticos todos de siglos pretéritos,y me entró un repeluzno cuando caí en lacuenta de que era de esos numismáticosantiguos de quienes me había habladodon Gerónimo de Estrada. Y me dije…me dije: ¿será posible? ¿Puede serposible que don Bernardo Yáñez y deSaavedra sea el criminal? Y, a partir deahí, a partir de atreverme a hacerme esa

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pregunta que podría acarrearme fatalesconsecuencias, las respuestas, señoría,vinieron solas.

—¿Qué respuestas?—Pues, en primer lugar, advertí que

en la persona de don Bernardo Yáñez sereunían todas las características delasesino: era una persona con poder,docta. Podía andar por la ciudad a suantojo, aun en horas de queda, dado sucargo de promotor fiscal. Tenía la alturay contextura de quien vimos en la plazade las Angustias. Era dueño de unaberlina negra, según consta en losregistros del concejo. Había tenidoacceso a las casas de los veinticuatrosimplicados, por ese mismo cargo y porsu estatus. El propio don Esteban Juan

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Medina me comentó de pasada que,poco antes del asesinato de su hija,había sufrido un robo en su casa, que unmalhechor había sido detenido y que,aunque no hubo juicio pues el presomurió en el potro, había comentado lospormenores del caso con el promotorfiscal. Pudo, pues, haber trabadorelación con la infortunada Isabel María.Me quedaba, tan sólo, probar mibarrunto.

—¿Y cómo lo hizo usted?—Acudí al canónigo Mesa y Xinete

de nuevo y le pedí que buscara entre suslibros el escudo de armas del apellidoYáñez. Y ya han visto ustedes lo que enél figuraba: ocho «X», la marca delasesino. Posiblemente, tantas «X» como

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crímenes se proponía cometer.—Y el medallón con la «X»… —

volvió a intervenir, inusualmente locuaz,don Damián Dávalos, el escribano delcabildo.

—Y el medallón con la «X» —ratificó Pedro—. Hice que Jerónimo deHiniesta, sobre el cual también recaebuena parte de los méritos de laresolución del enigma, vigilara duranteun par de días a doña Leonor Yáñez y deSaavedra, la hermana célibe del fiscal,con quien éste vive en la calle Armas. Yasí supimos que cada mañana salía solade su casa a comprar en las Carneceríasy en otras tiendas de la collación. Laabordé, pues, un día que salía de su casaa sus menesteres. Me conocía, pues la

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había saludado un par de veces cuandohabíamos coincidido en la calle o en laCasa de la Justicia, adonde de vez encuando iba a visitar a su hermano, y notuvo reparos en hablar conmigo. Lemostré el medallón y enseguida loreconoció como el de don Bernardo. Elque, según éste le había dicho, habíaextraviado. Y respondió a mis preguntas,que le parecieron inocentes, acerca desu vida en Granada. Estaba, pues,cerrado el círculo. Lo único que restaba,don Rodrigo, era que usted convocaseeste juicio para poder demostrar mistesis. Y creo, a fe mía, señor, que las hedemostrado. Y que he cumplido mipromesa.

—Yo también lo creo, señor De

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Alemán. Yo también lo creo —asintió eljuez, admirado—. Ahora sólo falta quelos alguaciles den pronto con esemalnacido de fiscal para que reciba sumerecido. —Golpeó su mesa con elmazo—. ¡Se levanta la sesión!

—¡Señoría! —se opuso Pedro—. ¿Nose olvida usted de algo?

—¿De qué, pardiez?Pedro de Alemán, sonriente, señaló a

Deogracias Montaño, que, sentado en lamesa de la defensa y aherrojado, hechoun cristo, miraba a un lado y a otro,como queriendo saber cuál iba a ser susuerte.

—¡Voto a bríos! —exclamó el juez—.¡Ujieres, liberen a este hombre, porDios, y quítenle los grillos! ¡Que no

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puede haber, por vida del rey, dospuñales en una sola herida!

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EPÍLOGO

Don Bernardo Yáñez y de Saavedra,promotor fiscal del corregimiento deJerez de la Frontera, fue aprehendidoese mismo día, apenas dos horasdespués de que escapara de la sala deaudiencias de la Casa de la Justicia,cuando, en su berlina negra, intentabahuir de la ciudad por la puerta de Rota.Llevaba consigo algunos de sus valiosostratados numismáticos —los queatesoraba en su casa— y su espléndidacolección de monedas romanas.

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Don Rodrigo de Aguilar y Pereiradecretó prisión incondicional para eldetenido y ese mismo día dictó autoordenando tormento. Se dijo en Jerezque los gritos de don Bernardo mientrasle eran aplicados el del ladrillo y el delagua llegaron hasta la puerta de Sevilla,si no más allá. Y confesó como ovejaesquilmada.

Para tramitar la sumaria contraYáñez, y a la espera de que se nombraranuevo promotor fiscal delcorregimiento, fue designado parasostener la acusación contra el preso elcaballero veinticuatro don BrunoVillavicencio y Villavicencio, que aprincipios de año había sido nombradoteniente corregidor letrado.

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El juicio, tramitado por delito atroz,fue celebrado el viernes día 17 defebrero de 1758. El reo fue defendidopor el letrado don José Joaquín Trianode Paradas, que, a pesar de que batalló yporfió y argumentó en el juicio, no pudoevitar que don Rodrigo de Aguilar yPereira condenara a muerte a su cliente,el antiguo promotor fiscal, sin gracias nisuplicaciones.

La ejecución del Yáñez fue fijadapara el sábado día 4 de marzo. Segúnordenaban las pragmáticas del reino, alhidalgo y al noble se le daba garrote, alvil se le ahorcaba. Don Bernardo Yáñezy de Saavedra, hidalgo aunque no noble,murió en la plaza del Arenal ese sábadoluminoso de marzo cuando un punzón de

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hierro atravesó su nuca destruyendo susvértebras cervicales.

Una muerte demasiado rápida paratanto horror como el reo había sembradoen Jerez de la Frontera.

De todas formas, Pedro de Alemán noacudió a la ejecución.

Ya no le cabían más muertes en elalma.

***

Habían sido muchas, en efecto, lasmuertes que habían roído el alma delabogado de pobres en los últimosmeses. Y no sólo las de DionisiaMenéndez, Francisco Porrúa, FelisaDomínguez, Isabel María Medina y de

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Morla y doña Francisca Madán yGutiérrez.

No.El día 19 de diciembre de 1757, don

Francisco Camacho de Mendoza, tío dePedro, escultor de fama y que tanto lohabía ayudado en la resolución delcrimen del sacristanillo, sucumbió a laenfermedad. Fue enterrado, según suvoluntad, en Capuchinos, y allí acudióPedro a honrar la memoria de ese buenhombre. Eso fue apenas trece días antesdel juicio de Deogracias Montaño.

Y en enero de ese año de 1758, muriódon Bartolomé Gutiérrez.

El buen sastre.El gran historiador de las cosas de

Jerez.

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El segundo padre de Pedro.Tuvo, como quería, una muerte buena:

durmiendo y en paz. Y con una sonrisaen sus labios agrietados.

Una muerte buena y bienvenida.Su entierro fue una manifestación de

luto y tristeza por las calles de Jerez,que de esa forma quiso honrar a uno desus hijos más preclaros.

Pedro asistió a los funerales conAdela. A pesar de la insistencia deDimas, el primogénito de donBartolomé, no quiso formar parte delduelo y se mantuvo en un segundo plano.Sabía que no iba a poder pronunciar niuna palabra, pues ni respirar podía porla pena mientras Jerez despedía alalfayate. Cuando regresaron a su casa, y

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mientras ayudaba a Crista a preparar elalmuerzo, Adela susurró, más para síque para la criada: «No sabía que loshombres podían llorar de esa manera».

***

Deogracias Montaño fue absuelto invoce a la finalización del juicio. Con lasfórmulas habituales, que en esa ocasióndon Rodrigo pronunció con especialagrado.

Días después, el capítulo de losveinticuatros acordó pagar a DeograciasMontaño una indemnización de veinteescudos de oro «por los perjuiciospadecidos». A la familia de FranciscoPorrúa se le satisfizo, por igual acuerdo,

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cantidad similar.En el primer caso, el dinero, y más

para alguien como Deogracias, pudorestaurar el daño y compensar lospadecimientos.

En el segundo caso, ni el dinero nitodos los tesoros de todos losveinticuatros juntos podrían devolverlela vida al infeliz de Francisco Porrúa.

***

El dorador y jurado don Antonio Galerafue acusado, en el mes de marzo de1758, por su criada de violación ylesiones. Pretendió que Pedro lodefendiera.

Y Pedro se negó.

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Jamás se interesó por esa sumariaincoada por la denuncia de la doméstica.

Supo, semanas después, que Galerahabía consentido en contraer nupciascon su denunciante, previo pago de unadote de setenta escudos.

El nuevo proceso por violación sesobreseyó cuando la criada, a la vista detal convenio, retiró su denuncia. Peropor acuerdo del concejo de Jerez, y apesar de su carácter vitalicio, fuedespojado de su juraduría.

Galera ni siquiera recurrió.Acompañado de su nueva esposa, que

se prometía una vida de lujos sin saberque iba a tener un calvario en vez de unavida, el dorador abandonó Jerez amediados de 1759, cuando, después de

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todo un año, ni un solo cliente habíapisado su taller de dorados de la calleMonte Corto.

***

En la madrugada del Jueves Santo deese año del Señor de 1758, Pedro deAlemán, en compañía de su esposaAdela Navas, regresaba a la calleGloria después de haber asistido a lasalida de la procesión de JesúsNazareno desde la iglesia de San Juande Letrán.

Cuando cruzaban la Porvera, Pedrovio, en la acera opuesta, a Jesús Nieto.De su brazo, Evangelina González,radiante en sus ropajes negros que tanto

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contrastaban con sus carnes blancas.Nieto, en cuanto divisó al abogado, se

acercó raudo a saludarlo. La muchachase quedó en la acera, a unos pasos,iluminada por las luces de la procesiónque se alejaba. No se veían, Jesús Nietoy Pedro, desde poco después del juiciode Deogracias y nada sabía de su vida.Le contó atropelladamente que le habíasido devuelto su trabajo en lasombrerería de la calle de losSombrereros y que el año próximo —«Oel otro, todo lo más»— matrimoniaríacon su novia, con Evangelina González.

—¿Cómo está, Jesús? ¿Cómo estáEvangelina?

—Muy bien, don Pedro. Superandopoquito a poco lo que pasó. Y desde que

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la gente ha sabido lo que ha ocurridocon el dorador Galera, ya se la mira deotra forma. Además, tiene trabajo.

—¿Ah, sí? No me digas…—Pues sí. En el taller de don Jácome

Baccaro, señor. Le ayuda a dibujar susbocetos para sus esculturas. Por cierto,¿ha tenido usted que ver algo con eso?Porque nos extrañó que don Jácome larequiriera así sin más y sin conocerlasiquiera…

—Nada, Jesús, nada, te lo aseguro —dijo Pedro, ocultando una sonrisa.

No debió de quedar el zagal muyseguro de la respuesta de Pedro, puesguardó silencio durante unos segundos.

—¿Sabe usted una cosa? —preguntóluego.

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—Dime.—Le dije a Evangelina que me

gustaría invitarle a usted, y a su señoraesposa, claro, a nuestra boda.

—No sé, Jesús. Tal vez ella…—Ella dijo que no habría cosa que

más le agradara, señor.Se despidieron poco después. Y antes

de alcanzar la acera de la Porvera,mientras Jesús Nieto caminaba haciaella, Pedro de Alemán clavó la vista enEvangelina González.

Y no fue asco ni rencor lo que vio enla mirada de la muchacha. Sino contentoy agradecimiento.

Y no fue hambre lo que ella vio en losojos de él, sino respeto y admiración.

—¿Qué te pasa, Pedro? —preguntó

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Adela cuando observó un brillo de aguaen los ojos de su marido.

—Nada, Adelita. Nada. Que hayveces en que no es el dinero, ni eltriunfo, ni la gloria la mayor de lasretribuciones.

—¿Ah, no? —preguntó ella,extrañada.

—No, vida mía, no. El perdón. Ésaes, tantas veces, la más hermosa de lasrecompensas.

Eso fue lo que dijo.

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DRAMATIS PERSONAE

(Con asterisco, los personajes queexistieron en la realidad)

LA FAMILIA DE PEDRO DE ALEMÁN

Pedro de Alemán y Camacho: abogadode pobres de Jerez de la Frontera.

Adela Navas y Rubio: esposa delabogado de pobres.

Merceditas: hija de los anteriores.

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Crista: la nueva criada en casa dePedro de Alemán.

LOS AMIGOS DE PEDRO DE ALEMÁN

*Don Bartolomé Gutiérrez: sastre ehistoriador, como un segundo padrepara Pedro.

*Don Francisco de Mesa y Xinete:canónigo de la colegial.

*Don Gerónimo de Estrada: jesuita.Jerónimo de Hiniesta: procurador.Elena Castillo: esposa de Jerónimo.

LOS ABOGADOS JEREZANOS

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*Don Luis de Salazar y Valenzequi:ilustre abogado jerezano.

*Don José Bernal: abogado con casa ybufete en la calle Letrados.

*Don Martín de Espino y Algeciras:abogado de don Francisco Hinojosa yAdorno.

*Don José Joaquín Triano de Paradas:letrado.

LOS JUSTICIAS MAYORES Y MENORES

Don Rodrigo de Aguilar y Pereira:juez de lo criminal de residencia enel corregimiento de Jerez.

Don Bernardo Yáñez y de Saavedra:nuevo promotor fiscal del concejo.

Don Rafael Ponce de León: asesor

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letrado del juez.*Don Manuel Cueva Córdoba:

caballero veinticuatro y alguacilmayor del concejo.

Don Damián Dávalos y Domínguez:escribano del Cabildo.

Tomás de la Cruz: jefe de losalguaciles jerezanos.

Benito Andrades: alguacil.Gil Benítez: alguacil.Romualdo Morales: alguacil.Benítez: escribiente de la Casa de la

Justicia.Gregorio Campos: escribiente de la

Casa de la Justicia.Antón López: escribiente de la Casa de

la Justicia.Martín Pérez: verdugo del concejo.

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LOS CABALLEROS 24 Y SUS CASAS

*Don Jerónimo Enciso del Castillo:caballero veinticuatro con casa juntoa la puerta Nueva.

Dionisia Menéndez: criada en la casade don Jerónimo Enciso.

*Don Lorenzo Fernández deVillavicencio y Spínola: veinticuatrode Jerez y alcaide de sus alcázares,tercer marqués de Vallehermoso ySeñor de Casa Blanca.

*Doña María Consolación Perea yVargas Espínola: dama de ancestrallinaje y dueña de una veinticuatría.

Felisa Domínguez: criada de la

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veinticuatro doña María ConsolaciónPerea.

*Don Tomás Manuel López de Castroy Londoño: caballero alférez,teniente de veinticuatro de doñaMaría Consolación Perea.

*Don Esteban Juan Medina Martínez:caballero veinticuatro.

Doña Juana de Morla: esposa delanterior.

Antonia: criada en casa del caballeroMedina.

Isabel María Medina y de Morla: hijadel veinticuatro don Esteban JuanMedina Martínez.

*Don Francisco Hinojosa y Adorno:caballero veinticuatro con morada enla calle San Marcos.

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*Doña Francisca Madán Gutiérrez:esposa del anterior.

Melchora: criada en la casa delveinticuatro Hinojosa.

Don Tomás Luis de Arellano y Poncede León: caballero veinticuatro concasa en la Corredera.

Rosa María de Arellano y López deCarrizosa: hija primogénita delanterior.

LOS CLIENTES DE PEDRO

Don Antonio Galera: dorador ycaballero jurado del concejo, contaller abierto en la calle Monte Corto.

Francisco Porrúa: esposo de Dionisia

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Menéndez.Deogracias Montaño: mendigo acusado

de asesinato.Matías Peña: arriero extremeño

acusado de falsificación de moneda.

LA FAMILIA DE EVANGELINA

Evangelina González: moza quetrabaja en el taller del doradorGalera.

Sebastián González: padre deEvangelina.

Trini: madre de la anterior.Jesús Nieto: joven de la calle Sol que

fue novio de Evangelina González.

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LOS CURAS

*Don Ramón Álvarez de Palma:párroco de San Miguel.

Don Anselmo García de Rozas: cura,vicario general y juez provisor de laarchidiócesis y canónigo del cabildocolegial.

LOS MÉDICOS

Don Alejo Rodríguez: el más reputadofísico jerezano con consulta abiertaen la cuesta de Orbaneja.

*Don Clemente Álvarez: médico delconcejo.

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*Don Juan Polanco Ceballos:caballero veinticuatro y médico.

LOS SECUNDARIOS

Atanasio Sánchez: vecino de SanPedro, amigo de Francisco Porrúa.

Cándido Mena: testigo en el juicio dela falsificación de moneda.

Eusebio Vaca: vecino de la calleJusticia. Testigo en el juicio de lafalsificación de moneda.

Juan Torre: testigo en el juicio de lafalsificación de moneda.

Luis Pantoja: vecino de San Pedro,compañero de juergas de FranciscoPorrúa.

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Luisillo: monaguillo de San Miguel.Roque Moreno: mendigo.Rosario Gil: partera.Serafina: criada de la casa del dorador

Galera.

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Notas

[1] Juan Pedro Cosano, Llamé al cielo y no me oyó,Madrid, Ediciones Martínez Roca, 2015.

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[2] Juan Pedro Cosano, Llamé al cielo y no me oyó,Madrid, Ediciones Martínez Roca, 2015.

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[3] Juan Pedro Cosano, El abogado de pobres,Madrid, Ediciones Martínez Roca, 2014.

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[4] Juan Pedro Cosano, Llamé al cielo y no me oyó,Madrid, Ediciones Martínez Roca, 2015.

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[5] Juan Pedro Cosano, El abogado de pobres,Madrid, Ediciones Martínez Roca, 2014.

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Las monedas de los 24Juan Pedro Cosano

No se permite la reproducción total o parcial de estelibro,ni su incorporación a un sistema informático, ni sutransmisiónen cualquier forma o por cualquier medio, sea esteelectrónico,mecánico, por fotocopia, por grabación u otrosmétodos,sin el permiso previo y por escrito del editor. Lainfracciónde los derechos mencionados puede ser constitutiva dedelitocontra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientesdel Código Penal)

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© Juan Pedro Cosano Alarcón, 2017

© de las ilustraciones de interior:Manuel Calderón, 2017

© Ediciones Planeta Madrid, S. A.,2017Ediciones Martínez Roca es un sello

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Primera edición en libro electrónico(epub): marzo de 2017

ISBN: 978-84-270-4341-1 (epub)

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Table of ContentsDedicatoriaPrólogoI. Acogimiento a sagradoII. El abogado de pobres del concejoIII. La audiencia con don RodrigoIV. La prevención de AdelaV. La cita con el promotor fiscalVI. El juicio por la muerte de Dionisia

MenéndezVII. El taller del dorador GaleraVIII. La costurera Felisa DomínguezIX. Juicio por violaciónX. El cobro de la minutaXI. Una visita en la nocheXII. La confidencia de Tomás de la Cruz

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XIII. Flagelación y muerteXIV. El preso Deogracias MontañoXV. El veinticuatro EncisoXVI. En la mansión de los PereaXVII. La feria de agostoXVIII. El entierro de la hija del

veinticuatroXIX. La moza Evangelina GonzálezXX. Las monedas de los veinticuatrosXXI. El juicio contra el falsificador de

monedaXXII. La esquela del veinticuatro

MedinaXXIII. Encuentro con don Luis de

Salazar y ValenzequiXXIV. Toros, cañas y cábalasXXV. La esposa del veinticuatroXXVI. Recelos, sospechas y

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aprensionesXXVII. La nueva monedaXXVIII. Una imposible reparaciónXXIX. El consejo de don BartoloméXXX. El escrito de acusaciónXXXI. El jesuita don Gerónimo de

EstradaXXXII. Una visita inesperadaXXXIII. El canónigo Mesa y XineteXXXIV. El denario del rey AretasXXXV. La advertenciaXXXVI. Un disparo en la nocheXXXVII. Recuerdos que regresanXXXVIII. Juicio por asesinatoXXXIX. Las explicaciones de Pedro de

AlemánEpílogo‘Dramatis personae’

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NotasCréditos¡Encuentra aquí tu próxima lectura!