LAS RAÍCES DEL ODIO

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Oriana Fallaci

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MI VERDAD SOBRE EL ISLAM

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Primera parte. Mujeres sin velo .......................................... 9Una guerra que acaba de comenzar ....................................... 11Mujeres sin velo ..................................................................... 26Las mujeres han perdido el sentido de la decencia ................. 38

Segunda parte. Los profetas del terror ............................... 55Si matas a mis hijos yo mataré a tus hijos ............................ 57Una noche con los guerrilleros de Al Fatah .......................... 78Yasser Arafat. No odiamos a los judíos, odiamos a los israelíes. 98Faruk al-Jadumi. El cerebro de Al Fatah ................................ 118George Habash. ¿Por qué se ponen las bombas en los aviones?. .................................................................... 137Rashida Abhedo. La mujer que perpetró la matanza ............ 154Husein de Jordania ................................................................. 175

Tercera parte. La caza al judío ............................................ 195Múnich 1972. El testimonio de los supervivientes ............... 197Golda Meir .............................................................................. 219Vivir en Israel ......................................................................... 232

Cuarta parte. Los que mandan en Oriente Medio ............. 289Mohammad Reza Pahlavi ...................................................... 291Husein de Jordania ................................................................. 309Ahmed Zaki Yamani ............................................................... 323Jomeini .................................................................................... 343Gadaffi ..................................................................................... 355Sharon ..................................................................................... 362

Índice

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Quinta parte. Crónicas desde el desierto ............................ 377A ocho mil metros sobre las alas de la guerra ....................... 379La guerra invisible de los mulás ............................................ 389En el desierto ya se siente el olor de la sangre ...................... 395La guerra vista desde el frente ............................................... 402Fiesta en Kuwait capital ......................................................... 409Tiempo de rencor .................................................................... 417La desesperada huida del prisionero iraquí ........................... 425La nube negra sobre el Golfo ................................................. 437Una herida invisible ............................................................... 442

Sexta parte. La comedia de la tolerancia ............................ 457La rabia y el orgullo ............................................................... 459Yo encuentro vergonzoso ....................................................... 466Y, sin embargo, no estoy enfadada con Francia ..................... 471Wake up, Occidente, despierta ............................................... 476Carta abierta a los florentinos ................................................ 487La rabia, el orgullo y la duda ................................................. 495Nosotros, los caníbales, y los hijos de Medea ........................ 505Europa en guerra tiene al enemigo en casa ........................... 525Saltar por las cataratas del Niágara ....................................... 541

Nota del editor ....................................................................... 563

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primeraparte

mujeres sin velo

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Unaguerraqueacabadecomenzar

La mujer más sabia que he conocido durante este viaje, la rajku-mari Amrit Kaur, hija del rajá de Kapurthala, secretaria de Gandhi durante dieciséis años y, durante otros cinco, reclusa de una prisión de Delhi, me dijo un día que las mujeres son iguales en todo el mundo, no importa la raza o el clima o la religión a los que perte-nezcan, porque la naturaleza humana es la misma en todas partes y el mundo es cada vez más igual: sin color y sin sorpresas. En esto último la maharaní sí llevaba razón. En la jungla de Negeri Sembi-lan [Malasia] se monta en bicicleta y se cose a máquina; en los ha-renes de Yemen se usa el teléfono; a los pies de las antiguas estatuas de Buda se construyen rascacielos y fábricas de Pepsi Cola; en la jungla urbana de Shau Kei Wan, China, se silban las cancioncillas de un italiano llamado Domenico Modugno; y, prácticamente en todas las partes del mundo, las mujeres aprenden a imitar nuestros feos vestidos europeos, nuestros estúpidos zapatos de tacón, nues-tra absurda manía de competir con los hombres: se hacen policías, llegan a ministras, se sienten felices disparando un bazooka. Y, sin embargo, por muchos modelos franceses que se puedan vender en los almacenes de Tokio, por muchas teorías feministas que se pue-dan vocear en los mítines de Bombay, por muchas academias mili-tares que se puedan abrir en Pekín o en Ankara, no es cierto que las mujeres sean iguales en todo el mundo.

He visto, durante este viaje, a mujeres de todo tipo. He visto a maharanís destronadas que aún poseen kilos de esmeraldas, guar-dados en cofres de marfil, que ninguna reforma social conseguirá incautar jamás, y he visto a las prostitutas de Hong Kong que, por

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diez dólares, venden su cuerpo y su dulzura a europeos sedientos de exotismo. He visto a las matriarcas malayas, las felices supervi-vientes de una comunidad en la que a los hombres no se les conce-de más importancia que la que se le da a un grano de arroz, y he visto a musulmanas cuyas vidas valen menos que las de una vaca o un camello. He visto a mujeres que pilotan aviones a reacción por los cielos de Eskisehir [Turquía], y he visto a las geishas de Kyoto que, a los doce años, aprenden a complacer a los ricos en las casas de té. He visto a princesas ataviadas con kimono, hijas de un empera-dor que desciende del Sol, casadas con empleados de banca que ga-nan cuarenta mil liras al mes, y he visto a las últimas polinesias de Hawái que, en medio del océano Pacífico, ya convertidas en ciuda-danas de los Estados Unidos, sueñan con hacer carrera en Nueva York. Pero ninguna de ellas era igual.

En el mundo existen mujeres que, aún ahora, viven tras la tupida neblina de un velo que, más que un velo, es una sábana que las cubre desde la cabeza a los pies, como si fuera un sudario, para mantenerlas ocultas a la vista de cualquier hombre que no sea su marido, un niño o un esclavo castrado. Esa sábana, da igual cómo se llame, si purdah o burka o pushi o kulle o djellabah, tiene dos ori-ficios a la altura de los ojos o una especie de rejilla de dos centíme-tros de altura y seis de ancho, y es a través de esos orificios o de esa rejilla por donde las mujeres miran el cielo y a la gente: como si miraran a través de los barrotes de una cárcel. Esta cárcel se extien-de desde el océano Atlántico hasta el océano Índico, recorriendo Marruecos, Argelia, Nigeria, Libia, Egipto, Siria, Líbano, Iraq, Irán, Jordania, Arabia Saudí, Afganistán, Pakistán, Indonesia: el mundo del Islam. Y aunque todo el Islam se vea ahora sacudido por los vientos de la rebeldía y el progreso, las normas que rigen para las mujeres son las mismas e inmutables reglas que regían hace siglos: el hombre es su dueño y señor y a ellas se las considera unos seres tan inútiles e insignificantes que, a veces, cuando nacen, ni siquiera son inscritas en el registro civil. Con frecuencia, carecen de apelli-do, y de carné de identidad porque hacerles fotos está prohibido, y ninguna de ellas conoce el significado de esa extraña cosa a la que

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en Occidente llaman amor. El hombre que las toma como esposas, mejor dicho, como a una de sus esposas, las compra mediante un contrato, igual que se compra una vaca o un camello, y ellas no pueden elegirlo, o rechazarlo, o verlo antes de que él entre en la alcoba y las posea sexualmente. Fue el caso de la pequeña novia sin nombre ni dirección ni voz que vi en Karachi [Pakistán], la noche de su boda.

Había ido a Karachi porque quería escribir sobre las mujeres musulmanas. Eran las diez de la noche y me encontraba en el jar-dín del Beach Luxury Hotel cuando la vi. Al principio, no me di cuenta de que era una mujer porque, desde lejos, no me parecía una mujer: me explico, no me parecía un ser humano, con una cara, un cuerpo, dos brazos y dos piernas. Me parecía un objeto inanimado, un fardo frágil e informe que unos hombres vestidos de blanco transportaban hacia la salida del hotel con extremo cui-dado, como si tuviesen miedo de que se rompiera. El fardo estaba cubierto, como las estatuas en Occidente antes de que las inaugu-ren, por un cortinón de tela, una tela roja, de un rojo chillón y color sangre, interrumpido por bordados de oro y plata que, a la luz de los faroles que colgaban de las palmeras, refulgían con un brillo ligeramente siniestro. Por fuera de aquel fardo rojo con bor-dados de oro y plata no se veía nada. No se veían manos, ni pies, ni una sola forma que recordase a las formas de un ser vivo. Y, sin embargo, el fardo se movía. Lentísimamente, como una larva que se arrastra hacia un agujero sin saber qué la aguarda dentro del agujero. Detrás del paquete caminaba un joven, de cara tersa y redonda, con una guirnalda de flores, vestido con una casaca de damasco dorado y pantalones dorados ceñidos a los muslos y a los tobillos, según la costumbre de los paquistaníes y los indios. Le seguían más hombres, algunos vestidos como él, pero de blanco, otros a la europea. Luego iban unas cuantas mujeres con sari, y el cortejo avanzaba sin ruido, o palabras, o risas, o un poco de música: como si fuera un funeral. Solo se escuchaba el graznido de los cuervos, revoloteando sobre el fardo. Pero el fardo ni se inmutaba por ellos, como le pasaría a un fardo que ni oye ni ve.

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—¿Qué es eso? —le pregunté al paquistaní que tenía delante. —Oh, nada —respondió—, una mujer. —¿Y qué hace? —pregunté. —Oh, nada —respondió—, casarse. —¿La conoce? —pregunté. —Claro —respondió—, soy uno de los invitados, voy a ir con

ellos a su casa. —¿Puedo ir con usted? —pregunté—, déjeme acompañarle,

por favor. —Imposible —dijo—. Una boda musulmana es un asunto pri-

vado y no se permite la presencia de periodistas, mucho menos de fotógrafos.

Luego se lo pensó mejor. El señor Zarabi Ahmed Hussan era un paquistaní muy amable, había estudiado en Cambridge y le en-cantaba cometer locuras, si era para ayudar a los demás.

—Puede venir conmigo, pero con una condición —añadió—, no publique el nombre del esposo si su dirección.

—Tampoco publicaré el de la esposa —prometí. —Ese da igual —dijo el paquistaní—, la esposa da igual. Lentísimamente, con su paso de larva asustada, el fardo rojo

había llegado a la calle. —¿Por qué camina así? —le pregunté al paquistaní—, ¿está

ciega?—No; es que lleva los ojos cerrados —respondió. —¿Y por qué lleva los ojos cerrados? —Porque no debe ver a su marido —respondió. —¿No lo ha visto ya? —No. No lo ha visto jamás —respondió—. Sus padres lo han

visto por ella.El novio se subió al primer coche. Se había quitado la guirnal-

da de flores, era muy joven y parecía contento. El paquistaní me dijo que él tampoco conocía a la novia, pero que había visto una foto suya y que esperaba que le gustase en persona. Si no le gusta-ba, tampoco pasaba nada, podía conseguir sin problemas a otra mu-jer: dinero no le faltaba. El fardo rojo, en cambio, fue depositado en

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el segundo coche; algunas mujeres se sentaron a su lado. Los invi-tados, el fotógrafo y yo incluidos, subieron a otros coches y nadie nos preguntó quiénes éramos ni qué queríamos. El paquistaní ha-bía dicho que éramos unos amigos suyos, un poco locos, de Cam-bridge. La caravana de coches se puso en marcha. Viajamos durante media hora, en medio de la oscuridad. Luego, la caravana se detuvo delante de una casa moderna, recién encalada, y nos fuimos bajan-do todos, mientras alguien obligaba a una cabra a dar vueltas alre-dedor del novio, para augurarle prosperidad. La casa carecía casi de muebles, como la mayoría de las casas musulmanas, y estaba cu-bierta de alfombras. En el primer piso, acurrucada sobre una alfom-bra y rodeada de mujeres que la consolaban con palabras misterio-sas, se encontraba el fardo, es decir: la novia.

Tenía la cabeza apoyada sobre las rodillas, y por fin se notaba que era una mujer porque de entre todo aquel montón de rojo con incrustaciones de oro y de plata salían dos pies minúsculos, con las uñas y las plantas pintadas de rojo. Entre las rodillas, además, pen-día una mano que también era minúscula, con las uñas y las palmas también pintadas de rojo. Lloraba y, a cada sollozo, los hombros le daban un respingo hacia arriba y luego volvían a bajar, como el hipido de un animal herido. Parecía muy pequeña, así, acurrucada sobre el suelo, y daban ganas de hacer algo por ella: de ayudarla a huir, por ejemplo.

—¿Quiere usted verla? —me preguntó el paquistaní. —Sí, me gustaría verla —dije—, si no es una molestia. —No, ¿por qué iba a serlo? Es solo una mujer —dijo el pa-

quistaní. Luego les pidió a las mujeres que descubrieran el rostro de la

novia para que pudiéramos verlo. Las mujeres le alzaron el velo, pero no le pudimos ver la cara porque la tenía apretada contra las rodillas. Entonces una mujer introdujo la mano entre la cabeza y las rodillas de la novia, la agarró por el mentón y le levantó la ca-beza para que le viéramos la cara.

Era una cara de niña, olivácea, cubierta de maquillaje, pero de rasgos tan infantiles aún que parecía la cara de una niña que se ha

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maquillado como una mujer para jugar a las señoras. Tenía quince años, me dijeron, y sus párpados estaban cerrados, cubiertos de pol-vos plateados. Entre las pestañas, largas, sedosas, descendía lenta-mente una lágrima.

—Dígale que no tiene motivos para llorar —me dijo el paquis-taní—, puede hablarle en inglés, ha ido a la escuela, lo entiende.

Me arrodillé, pues, sobre la alfombra y le dije que no tenía motivos para llorar. Había visto al novio, le dije, era guapo y tenía aspecto amable. Ella movió los labios, pintados de un rojo oscurísi-mo, y pareció a punto de decir algo, pero no llegó a hacerlo. Se dio la vuelta, en cambio, hacia una de las mujeres y susurró, en paquis-taní, una frase muy corta.

—¿Qué ha dicho? —pregunté. —Quiere saber si es verdad que el novio tiene aspecto amable

—tradujo la mujer.—Tiene un aspecto muy amable —insistí—, y estoy segura de

que se enamorará de ella profundamente y de que la querrá mucho. Esta vez la novia pareció no entender y le susurró algo al oído

a la misma mujer de antes.—¿Qué ha dicho? —pregunté. —Quiere saber qué significa lo que ha dicho usted —dijo la

mujer y se rio, como si yo hubiese dicho algo muy gracioso. El pa-quistaní intervino:

—Lo que ha querido decir es que tendrás muchos hijos con él.Luego se alejó porque la novia tenía que ir al dormitorio para

aguardar allí al novio.El dormitorio era la única habitación de la casa que estaba to-

talmente amueblada. El novio, como era un hombre moderno, ha-bía comprado muebles muy europeos, color caoba brillante, con espejos y tiradores de plástico. La cama tenía sábanas azules y la colcha era de raso de color rosa, con encajes. En medio había una muñeca americana, de esas que se compran en Macy’s por quince dólares. Cogieron en volandas a la novia y la depositaron al lado de la muñeca, como si tuviese que jugar con ella. Le quitaron el espeso velo y se quedó con el traje de boda: pantalones rojos de raso y ca-

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saca también roja y de raso, de manga larga. Era muy guapa y cuando abrió, por fin, sus párpados hinchados, sus ojos también me parecieron muy hermosos, tan llenos de resignación y de miedo. Había dejado de llorar, incluso sonreía un poco, pero cuando su suegra les dijo a las demás mujeres que se fuesen y la dejó sola, en la oscuridad, aguardando, sentada en la cama, a un marido al que no había visto jamás, los sollozos volvieron a oírse de nuevo.

Eran unos sollozos cortos, ahogados, como los de un niño al que han castigado sin que él sepa por qué, y se oían claramente a través de la puerta entreabierta, pero las mujeres no hacían caso de ello y se reían, recostadas sobre la alfombra, mientras comían arroz con curry.

—Se siente muy desgraciada, quizá habría que decirle algo —insinué.

—Oh, no. Ya se lo he dicho todo. Y además, las novias siempre se sienten desgraciadas. Yo estuve llorando durante tres días y tres noches cuando me casé. ¿En Occidente no lloran? —respondió la suegra.

—Depende —dije—, a veces lloran, aunque se sientan felices, y a veces se ríen aunque se sientan desgraciadas. En Occidente es distinto.

—¿Por qué es distinto? —preguntaron a coro. —Porque, por lo general, las mujeres eligen ellas mismas a su

marido —respondí—. ¿A vosotras no os gustaría elegir a vues- tro marido?

Eran mujeres desenvueltas y modernas, tan modernas que se habían dejado hacer fotos sin velo. Ante mi pregunta, sin embargo, me miraron fijamente, en silencio, como si la sorpresa les hubiese cortado las cuerdas vocales. Luego, todas juntas a coro, contestaron: «¡Oh, no!».

—¿Por qué? —pregunté. —¿No le parece que el tener que elegir ella misma a su marido

coloca a la mujer en una situación muy humillante? —exclamó la más joven—. Para elegir marido, una mujer tiene que procurar es-tar a todas horas lo más guapa posible, parecer siempre muy inte-

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resante, seducirlo a fuerza de miradas, con su conversación… Eso no es digno ni decente.

—Una amiga mía, de Londres, me explicó una vez cómo buscan marido las chicas europeas —dijo otra— y, por lo que pude entender, es un esfuerzo agotador y, con frecuencia, también estúpido. Para que un hombre se fije en ellas, me dijo, las chicas fingen siempre ser mejores de lo que son y, cuando los hombres se fijan por fin en ellas, continúan fingiendo para conseguir que se casen con ellas. Luego, cuando ya están casadas, actúan por fin sin fingimientos y entonces, misteriosamente, el matrimonio fracasa. ¿Es así?

—Más o menos —respondí—. Mejor dicho, eso es lo que ocu-rre la mayoría de las veces. Pero no siempre consiguen que se casen con ellas.

—¿De verdad? —dijeron a coro—. ¿Y qué pasa entonces?—Nada —dije—. Vuelven a empezar desde el principio, pero

con otro. —¡Oh! —exclamaron, incrédulas. —Yo sería incapaz de elegir marido —dijo la más joven—, de

jóvenes no tenemos cabeza para hacerlo; pero mis padres sí, y bus-carán un marido adecuado para mí. Será el año que viene, cuando acabe el colegio. ¿En Occidente no hay matrimonios arreglados?

—Algunos hay —admití—. Hay gente que hasta pone un anuncio en el periódico y gente que recurre a una agencia.

—¡Qué vulgar! —exclamó la chica. —A veces, sin embargo, los futuros cónyuges lo hacen todo

ellos solos; entonces se dice que ha sido un matrimonio por amor —expliqué.

—¿Y ese amor dura toda la vida? —Algunas veces —dije—, pero es muy raro. A veces se can-

san el uno del otro y llegan incluso a odiarse. —Qué absurdo —dijo la suegra—, ¿qué necesidad tienen de

amarse o de odiarse?—Tiene aspecto de haber recibido una bonita lección —me

dijo el paquistaní cuando me uní a él en el refrigerio del que esta-ban excluidas las mujeres.

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El paquistaní se encontraba junto al novio, que no parecía sen-tir impaciencia alguna por reunirse con la esposa niña que estaba llorando en la oscuridad. Cuando le felicité, me miró desconcerta-do, sin entender por qué le estaba felicitando.

—No lo sé —le contesté al paquistaní—, no estoy muy segura de que la lección que he recibido haya sido bonita. ¿Por qué le ha dicho a la novia que iba a tener muchos hijos con él?

—Porque si le da muchos hijos no la repudiará —respondió. —¿Cree que querría repudiarla? Es tan joven y tan guapa…—¿Y eso qué importa? —respondió—. ¿Para qué te sirve una

mujer joven y guapa si no te da hijos? Uno se casa con una mujer para que esta le dé hijos. Una familia sin hijos no es una familia.

—Me gustaría —exclamé— verle la cara a un tipo que ha re-pudiado a su mujer, aparte del sah de Irán.

—Qué manía con el pobre sah —respondió—. ¡Como si en Occidente nadie repudiase a su esposa!

Esta franja de la tierra en la que no existen mujeres solteras, ni matrimonios por amor y en donde 2 + 2 no siempre suman 4, abarca a más de seiscientos millones de personas, la mitad de las cuales, calculando a ojo, son mujeres. El Islam es inmenso, y Pakis-tán es una minúscula parte del Islam, una de las más avanzadas, sin duda. No se puede pretender entender la realidad de las mujeres musulmanas observando solo Karachi. En Arabia Saudí, donde el visado se les niega a los periodistas, a los turistas y a las mujeres, la realidad es más desconcertante. Allí existen harenes como los del rey de Yemen, al que vimos el año pasado en Europa, paseando con una treintena de esposas. La que esto escribe, sin embargo, ha estado en Irán, en Iraq, en Marruecos: el cuadro es más o menos el mismo. La primera impresión que recibe una mujer occidental al llegar a países rigurosamente islámicos, como Pakistán, es que es la única mujer que ha sobrevivido a un diluvio universal en el que se han ahogado todas las demás mujeres de la tierra.

No hay una sola mujer en el autobús que te lleva, a las tres de la mañana, desde el aeropuerto al centro de Karachi. No hay una sola mujer en el hall del hotel, ni por las escaleras, ni en el ascensor,

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ni a lo largo del pasillo que conduce a tu habitación. Es un hombre quien limpia tu alcoba, y es un hombre quien te plancha la ropa o te cose los botones. Es un hombre el que te atiende en el restauran-te y la voz que te responde desde la centralita cuando descuelgas el teléfono es la de un hombre. En resumen, no ves a ninguna mujer salvo que salgas a la calle. Por la calle caminan, recluidas en la cár-cel del purdah, como fantasmas de una pesadilla. Y la pesadilla de esos fardos de tela sin cara ni cuerpo ni voz te persigue por todas partes hasta que, con tu cara al descubierto, y tus brazos al descu-bierto, y tus piernas al descubierto hasta las rodillas, te sientes como si te hubieran desnudado y estuvieses expuesta a mil peli-gros. Son peligros inexistentes: a los escasos hombres que osan rozar a una mujer, o seguirla, o decirle un piropo, les esperan las penas más duras.

No existe el ligoteo en los países del Islam: el respeto formal hacia la mujer es absoluto. Y, sin embargo, las mujeres no pueden mezclarse con los hombres ni en la mezquita, ni en el tranvía, ni en el cine, ni en una recepción. Los maridos modernos van a las recep-ciones acompañados de sus esposas pero, apenas llegan a la puerta, las mujeres se dirigen hacia la sala de las mujeres y los hombres a la de los hombres. Una vez, al intentar subir a un tranvía, los otros viajeros, azorados y sorprendidos, me lo impidieron a empujones: había entrado en el recinto de los hombres. Tuve que bajarme y subir al de las mujeres, que consiste en un único banco corrido, si-tuado detrás del conductor y separado de las otras filas de asientos por una tupida rejilla; y ahí las mujeres con purdah te miran a través de los pequeños orificios de la sábana con pupilas cargadas de un involuntario reproche porque tu cara está desnuda, tus pier-nas están desnudas, y eso ofende a los hombres y a Alá. Sobre todo, te miran así, con esas pupilas, si vas sola por la calle: las mujeres musulmanas es muy raro que vayan solas por la calle. Por lo gene-ral, van en grupo, o con los niños, o con el marido, que camina, como mínimo, tres pasos por delante, para dejar muy claro que el dueño y señor es él. A veces, no se sustraen a esta regla ni siquiera las jóvenes más avanzadas, las que estudian. Las ves salir del insti-

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tuto enfundadas como monjas en su sábana. Resulta doblemente desconcertante porque entre ellas, con frecuencia, hay también pa-quistaníes con el rostro descubierto que, valientemente, declaran que el velo, además, es antihigiénico, que impide respirar a la piel, transmite enfermedades y debilita la vista. Son estas jóvenes avan-zadas las que en los mítines políticos discuten con la misma deci-sión que un hombre y las que en los desfiles militares desfilan con los calzones blancos del Punjab, junto a los soldados.

El anacronismo es cruel: por la calle, todavía se ven coches con cortinillas: son los coches de las mujeres musulmanas ricas, a las que no les basta con esconder la cabeza dentro del purdah. En las casas, es muy raro que puedas ver a alguna mujer, eso suponiendo que algún musulmán te invite. En las casas no llevan velo y, si por casualidad o intencionadamente, te equivocas de puerta y entras en el recinto reservado a las mujeres, te recibe un coro de gritos agu-dísimos. Son las esposas o las hijas que huyen. Una amiga mía de Karachi que tiene desde hace tres años al mismo jardinero a su servicio afirma que, en estos tres años, jamás ha visto a su mujer y a su hija sin velo. «Creo», dice, «que su mujer y su hija nunca se han dejado acariciar por el sol. Su casa tiene celosías».

Hace mucho sol en los países del Islam: un sol blanco, violen-to, cegador. Pero las mujeres musulmanas no lo ven jamás: sus ojos están acostumbrados a la oscuridad, como los ojos de los topos. De la oscuridad del vientre materno pasan a la oscuridad de la casa paterna; de esta, a la oscuridad de la casa conyugal y, de esta, a la oscuridad de la tumba. Y, sumidas en esa oscuridad, nadie se fija en ellas. Preguntar a un musulmán sobre las mujeres es como pregun-tarle sobre un vicio secreto. Cuando le dije al director de un perió-dico paquistaní: «He venido a escribir un artículo sobre el problema de las mujeres musulmanas; ¿puede proporcionarme material?», él se encabritó y me contestó: «¿De qué problema habla? No existe el problema de las mujeres musulmanas». Luego me entregó un paquete de folios escritos a máquina en los que se hablaba de los vestidos de las mujeres musulmanas, de las joyas de las mujeres musulmanas, del maquillaje de las mujeres musulmanas, y de

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cómo las mujeres musulmanas usan aceite de coco para abrillantar sus cabellos, de cómo usan henna para teñirse de rojo las palmas de las manos y las plantas de los pies, de cómo usan el antimonio mezclado con agua de rosas para teñirse las cejas y las pestañas. «Esto», me dijo, «es todo lo que hay que saber sobre las mujeres musulmanas».

Son las mujeres más infelices del mundo, estas mujeres con velo. La paradoja es que no saben que lo son porque no saben qué existe más allá de la sábana que las aprisiona. Sufren, y punto, como la Madre del Ausente, a la que conocí una mañana en Kara-chi, y no osan siquiera rebelarse. Esa mañana había ido a conocer a la begum Tazeen Faridi, que dirige en Karachi la All Pakistan Women Association. La begum es una señora oronda y dora- da como una manzana reineta a la que le gusta definirse a sí misma como «una musulmana que no lleva velo y posee un apellido». Su cuartel general es una pequeña oficina, prudentemente sin letreros ni placas, ante la que los musulmanes que están al tanto de lo que es pasan con la misma mueca de horror en la cara que, antialcohol como son, pondrían ante un vaso de whisky. Y el principal interés de su vida, además de un marido monógamo, es el progreso de las mujeres musulmanas. Con las Leyes y el Corán en la mano, la be-gum lucha como una gata rabiosa contra la poligamia, y es tan moderna que, tiempo atrás, intentó incluso enviar a una Miss Pa-kistán al concurso de Miss Universo que tiene lugar en Long Beach. Doce damas musulmanas, capitaneadas por Tazeen Faridi, evalua-ron a Miss Pakistán en traje de baño, y doce caballeros musulmanes la evaluaron inmediatamente después con el purdah. Obviamente, los caballeros musulmanes no consiguieron evaluar gran cosa, pero se fiaron del criterio de la begun y decidieron que así, tapada, Miss Pakistán podía ir a Long Beach. «Al final no fue», dice con un sus-piro de resignación Tazeen Faridi, «el Times de Karachi reveló que la chica iba a tener que exhibirse en bañador delante de doce millo-nes de espectadores de televisión y por poco no la linchan».

Estaba, pues, hablando con Tazeen Faridi cuando la Madre del Ausente llegó. Lo hizo mirando recelosamente a sus espaldas, casi

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como si temiese que la estuviese siguiendo una horda de mulás decididos a raparla, y su burka negro no tenía ni siquiera los dos agujeritos a la altura de los ojos. «Quítate ese trapo», le dijo Tazeen Faridi en inglés. Y, como la mujer no se decidía a hacerlo, se lo quitó ella misma con gesto autoritario. Debajo había una mujer de unos cuarenta años, morena y empapada de sudor, cubierta de jo-yas y de moratones. No se atrevía a hablar delante de una extraña pero, al final, habló. Esto es, palabra por palabra, lo que contó, se-gún la traducción de Tazeen Faridi.

«Yo tenía catorce años y él treinta y dos. Mis tías y mis primas me dijeron que él tenía la nariz comida por la viruela, pero que me tomaba a cambio de tres mil rupias y que, con lo fea que era yo, no podía aspirar a nada mejor. Se intercambiaron dulces y regalos, fir-maron el contrato y él me llevó a su casa. Me puso a un adolescen-te de trece años para que me vigilase; él solo miraba al adolescente y a mí no me prestaba atención alguna. Por fin, me prestó un poco de atención y, cuando llegó el momento del parto, yo me sentí muy mal. No había doctora, solo un doctor, pero a una mujer no puede verla desnuda un doctor, así que el niño murió. Luego llegó la doc-tora, pero mi hijo ya había muerto y la doctora me dijo que no podría tener más hijos. Así que yo me convertí en la Madre del Ausente y él fue generoso porque no me echó de casa. Tomó a otra esposa y cuando ella parió a su hijo fui yo quien la tuvo que ayudar. Él nos mantenía de la misma forma, como quiere el Corán, y nos regalaba las mismas joyas, pero a mí me pegaba, y la doctora decía que yo podía pedir el divorcio, pero a mí me daba vergüenza el jui-cio, y además no tenía dinero para el juicio y además, una mujer divorciada ¿a dónde va, qué puede hacer? Ahora él ha visto a una joven. Cuesta treinta mil rupias, pero quiere tomarla como esposa. No hay sitio para tres, y yo ya soy vieja. Así que ha dicho: “Talák, talák, talák” y me ha repudiado. La doctora me ha dicho que venga aquí. Pero ahora, ¿a dónde voy?, ¿qué hago?».

La begum no acusó emoción alguna ante el relato, igual que un médico permanece impasible ante el dolor de estómago de sus pacientes, y le prometió a la mujer que intentaría buscarle sitio en

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alguna institución o con alguna familia que estuviese buscando una criada o en algún hogar para viudas aunque ella no era una viuda, por lo que lo veía difícil. Luego me explicó que en el Islam una mujer no puede vivir sola, aunque trabaje.

Si vive sola significa que es una mujer perdida. «Ve, por eso no hay mujeres solteras y el repudio es lo mismo que la muerte civil. Según el nuevo código, la mujer puede solicitar el divorcio, afron-tando el juicio y el escándalo, pero al hombre le basta con decir ta-lák talák talák y queda libre como un pájaro: sin la obligación de pasarle una pensión alimenticia. ¿Comprende?».

—No, no lo comprendo —respondí—. ¿Es que no se quieren nunca?

—A veces sí —dijo Tazeen Faridi—, pero les avergüenza de-cirlo, como si fuera algo de lo que sentirse culpables. Nosotros no tenemos historias de amor.

—Imposible —dije—, intente recordar alguna historia de amor.

—¡Raiza! —Tazeen Faridi llamó a su secretaria—, ¿tú conoces alguna historia de amor?

—Las mil y una noches —respondió Raiza, riendo. —No, una historia real —dije. —Raiza —dijo Tazeen Faridi—, mi amiga italiana se refiere a

una historia real, una historia que haya pasado de verdad. Raiza seguía riéndose. —¡Vaya idea! Déjeme pensar… —dijo Raiza, rebuscando en

su memoria, sin dejar de reírse—. Está la historia del sij. —No quiero la historia de un sij, quiero una historia entre un

musulmán y una musulmana —respondí. —El sij se convirtió al Islam —dijo Raiza.Ya habíamos encontrado una historia de amor. Tazeen Faridi

no la recordaba y tuvo que ir a buscarla en el Times, que la publicó tiempo atrás. La historia, resumida brevemente, era la siguiente. Boota Singh era un sij de treinta y tres años y vivía en Calcuta. Se enamoró de Mohinder, que era una musulmana de once años, y se casó con ella, comprándola por mil quinientas rupias. Boota Singh

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y Mohinder vivieron juntos seis años y tuvieron dos hijas; luego llegó la ley paquistaní conocida como The Recovery of Abducted Women Act y Mohinder tuvo que regresar a Pakistán sin su Boota Singh. Boota Singh amaba a Mohinder: se convirtió al Islam y al año siguiente se reunió con Mohinder en Lahore. Pero a Mohinder la había tomado como esposa otro hombre, por diez mil rupias, y no quiso ver a su Boota Singh. Entonces Boota Singh fue a la estación y se arrojó debajo de un tren.

Le dije a Raiza que era una historia muy hermosa, pero Raiza sacudió la cabeza y respondió que era una historia ridícula. «Solo un sij puede ser tan idiota como para arrojarse debajo de un tren por una mujer. Hay muchas mujeres en el mundo. Podía buscarse a otra». Les conté la historia a todas las mujeres musulmanas que conocía en Karachi y todas contestaron que la historia era un poco tonta. A los ingleses, sin embargo, sí les ha gustado. Van a hacer una película titulada Boota Singh, love story of the century.

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Yo la llamo Lunik, pero su verdadero nombre es Aylin, palabra que, en turco, designa al haz de luz que rodea a la luna. Lunik tiene poco más de veinte años y es una chica guapa con la falda muy corta, como dicta Yves Saint Laurent, y que te sostiene la mirada con la tranquilidad de quien está acostumbrado a ver la luz del sol; aún no está casada, pese a ser musulmana, porque quiere ser ella quien elija a su esposo y aún no ha encontrado a un tipo que le guste lo bastante. Trabaja en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en Ankara, se hace fotos en las mezquitas, riéndose si el muecín se enfada por ello, y yo la llamo Lunik porque me parece que esa pa-labra define perfectamente a las mujeres musulmanas que no lle-van velo y que, por tanto, son libres, respetadas e infelices exacta-mente igual que las mujeres en Occidente. Es decir, sabiendo que lo son: siempre es una ventaja.

Le debo a Lunik el encuentro más sorprendente que una euro-pea pueda tener en el Islam: una cita con la capitana Sabiha Gökçen, piloto e instructora de vuelo de aviones a reacción e hija adoptiva de Mustafá Kemal Atatürk, el hombre que le quitó el velo a las mujeres de su tierra. La capitana Gökçen es tan famosa entre las mujeres del Islam como entre nosotros lo son Marilyn Monroe y Clara Luce juntas, y el mito que la rodea es superior, incluso, al de su alteza real Lalla Aicha, primogénita del sultán de Marruecos y heroína de las musulmanas que viven más allá del Egeo. La capita-na Gökçen no recibe a nadie, jamás, y delante de su casa monta guardia un soldado con uniforme de gala, pero nadie le dice que no a Lunik, así que, nada más llegar a Turquía, fuimos a visitarla para ver

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cómo son las mujeres que arrojaron el purdah a la basura. «Verás qué personaje», me decía Lunik. «Los generales se cuadran ante ella y los hombres se encogen. No puedes entender quiénes somos si no hablas con Sabiha Gökçen». «¿Pero estás segura de que es musulmana?», le pregunté. «Pues claro que es musulmana», res-pondió Lunik. «La musulmana más musulmana que puedas encon-trar en Turquía». Llamamos a la puerta, el soldado con uniforme de gala embrazó el fusil, mirándonos con aire de sospecha. Luego una mujercilla bajita y oronda nos hizo pasar a un salón lleno de bibe-lots, aviones en miniatura y diplomas, en cuya pared principal es-taba colgado un gran retrato a color de Atatürk.

—¿Sería tan amable de anunciarnos a la capitana Gökçen? —dijo Lunik de la forma más respetuosa posible.

—¿Sois las del periódico? —preguntó la mujercilla con tono servicial.

—Claro —dijo Lunik.—¡Oh! —exclamó la mujercilla; y, acto seguido, salió apresu-

radamente, repitiendo «¡Oh! ¡Oh!». Cuando regresó llevaba otro vestido, ceñido a sus anchas caderas y su pecho agresivo, y zapa- tos de tacón alto; los rizos estaban cuidadosamente peinados alre-dedor de su rostro marchito y se había pintado los labios de rojo anaranjado. Olía a lirio silvestre y se hacía seguir por un perro que también olía a lirio silvestre.

—Yo soy la capitana Gökçen. ¿Os puedo ofrecer un licor? Está hecho de rosas, y es de Eskisehir, la base aérea de jets. Me lo ha re-galado la teniente Leman Bozkurt, una alumna queridísima, piloto de F 84 Shooting Stars. La conocerá, supongo.

La conocía, pero solo de foto: una chicarrona de manos fuertes y cara ancha e impávida, encarcelada dentro de la cabina de un avión.

—Una chica maravillosa. A sus veintiséis años ya es la mejor piloto de jets de la base. Nervios de acero, corazón de hierro. Tan enamorada de su F 84 como de su novio. Estoy muy orgullosa de ella. ¿En Italia hay mujeres que piloten aviones a reacción?

Reconocí que en Italia no teníamos mujeres que pilotasen aviones a reacción: de vez en cuando, alguna chica se sacaba la li-

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cencia de piloto, pero para aviones pequeños; lo hacían sobre todo las actrices, para hacerse publicidad.

—¡Oh! —exclamó la capitana Gökçen, muy desilusionada—. Yo empecé a volar con quince años. Vivía con siete chicos, muy simpáticos. Atatürk nos envió a Crimea y yo me saqué el diplo-ma A, luego el B. Los chicos, entonces, empezaron a ser algo menos simpáticos conmigo. Como comprenderá, les molestaba que una mujer fuese superior a ellos. Pero una mujer siempre es superior a un hombre, ¿no le parece? Los hombres son mucho más débiles. No resisten las emociones, un ligero dolor de estómago les provoca desmayos, ¿no le parece? —La capitana Gökçen se recompuso un rizo y se llevó un bombón a la boca—. Atatürk, como es lógico, quería que yo fuese piloto civil, pero si me hacía piloto civil no po-día ser instructora de vuelo. Así que me hice instructora y, créame, no hay prácticamente ningún piloto de la Turkish Airways que no haya sido alumno mío. Siempre que viajo en avión voy a la cabina a comprobar que todo vaya bien y les doy algún que otro consejo. Les llamo mis hijitos. Es maravilloso tener tantos hijitos aviadores. Usted sabrá pilotar un avión, me imagino.

Le confesé que no tenía ni idea de cómo se pilota un avión: no tendría jamás hijitos aviadores.

—¡Oh!, entiendo —dijo la capitana Gökçen, con tono com-prensivo—, prefiere usted servir en la Armada.

Le confesé que tampoco prestaba servicio en la Armada, a de-cir verdad nunca había servido en el Ejército.

—¿Por qué? ¿La han declarado inútil? —me preguntó, asom-brada, la capitana Gökçen.

Hubiese sido complicado explicarle que gozaba de excelente salud y que, si no había sido nunca militar, era porque, gracias a Dios, en mi país las muy masculinas fuerzas armadas rechazan, desdeñosamente, que las mujeres formen parte de ellas. En Turquía no es obligatorio servir en el Ejército, pero cualquier mujer que goce de buena salud se siente en la obligación de servir a la patria haciendo el servicio militar. Incluso Lunik, que sueña con ir a París para comprarse ropa en las Galerías Lafayette, me había dicho que

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pensaba hacer el servicio militar antes de ir a París. Intenté resolver la espinosa cuestión diciéndole a la capitana Gökçen que, desgracia-damente, no sabía casi nada del ejército y que la estrategia militar me parecía un misterio aún mayor que las musulmanas que no llevan velo.

—¡Oh!, debe tener usted una idea muy confusa acerca de las musulmanas que no llevan velo —se rio la capitana Gökçen, sir-viéndome licor de rosas—. Quizá le venga bien darse una vuelta y echar un vistazo. Las mujeres han cambiado mucho en este país y no me gustaría que me considerase una especie de monstruo. Vaya, vaya a ver… Cuando vuelva, retomamos el discurso.

Lo dijo en un tono que no admitía réplica, hasta parecía un poco enfadada. Así pues, me acabé el licor de un trago y salí, junto a Lunik, para echarles un vistazo a las musulmanas que no llevan velo. Lunik tenía la expresión de quien no sabe a qué santo enco-mendarse. Nunca había conocido a una mujer que llevara velo, así que no sabía qué las diferencia de las que no lo llevan.

—Mi madre —rezongaba— nunca ha llevado velo y mi abue-la lo tiró a los dieciséis años. Era una mujer tan moderna que, in-cluso antes de tirarlo, llevaba también una sombrillita; una vez in-tentó rompérsela sobre la cabeza al ministro de Sanidad porque había encontrado una mosca en la bolsa del té.

Luego se encendió un cigarro y, cuando llevaba ya fumada la mitad, decidió pedirles consejo a sus amigas Sevin Erkin y Aygen Toygarli. Sevin estudia en la Escuela de Arte Dramático para ser crítica teatral y cinematográfica y Aygen trabaja en un periódico: sin duda, se les ocurriría alguna idea luminosa.

—A estas horas, seguramente, estarán en el local —dijo Lu-nik—, vamos a buscarlas.

El local era el garaje de unos amigos de Lunik; sus padres se lo habían cedido para que puedan tocar jazz sin molestar a la abuela. En las paredes había fotos, recortadas de las revistas, de Armstrong, Ella Fitzgerald y de algunas actrices de cine. Sobre los almohadones a la turca estaban echados varios chicos, escuchando con expresión absorta un disco de Eartha Kitt; Aygen y Sevin estaban sentadas en

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un sofá, y eran guapas y esbeltas como dos modelos de Harper’s Bazaar.

—Las turcas —se sonrió uno de los chicos— son muy guapas. ¿Sabía que nuestros antepasados raptaban a las mujeres más her-mosas de Europa para venderlas como esclavas de los harenes?

Sevin estaba peinada siguiendo la moda lanzada por Farah Diba; Aygen tenía el pelo teñido de un rubio clarísimo y vestía un traje muy escotado. Bebían vodka mientras llevaban con el pie el ritmo de la canción y la escena no era muy distinta de tantas que había visto en las casas de Roma, del Greenwich Village de Nueva York o en la Rive Gauche de París. Los chicos vestían vaqueros y camisas de cuadros y lo sabían todo sobre el festival de San Remo. Me preguntaron si, en mi opinión, la canción de Rascel había me-recido ser la ganadora; en cualquier caso, ellos preferían a Don Ma-rino Barreto Junior. Sevin y Aygen habían estudiado con Lunik en el American College de Estambul y Aygen me preguntó algunas direcciones en Nueva York: al año siguiente quería ir allí a probar suerte como modelo. Cuando les pregunté si tenían novio o si les gustaría casarse se echaron a reír.

—Hoy en día —dijo Aygen—, una mujer ya no necesita bus-carse un marido. Puede arreglárselas perfectamente ella sola.

Sin embargo, cuando decidimos ir a cenar a un sitio donde se pudiera escuchar música, las dos llamaron a sus casas para pedir per-miso. La cena se prolongó hasta tarde, aunque las tres chicas estaban a dieta. Decidimos echarles un vistazo a las juezas y a las militares y nos despedimos cuando ya eran casi las dos de la madrugada.

—Vuestros padres estarán enfadados —les dije a Sevin, Aygen y Lunik.

—¿Por qué? —respondieron a coro—. ¿En Milán una chica no puede volver a su casa a las dos de la mañana?

—Depende —dije—. La mayoría de los padres no lo consien-ten.

—¡Qué país más raro! —observaron a coro.Al día siguiente, sin caer en la cuenta de que ya me había pre-

sentado a algunas musulmanas que no llevan velo, Lunik no me

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ahorró ninguna de las citas impuestas por la capitana Sabiha Gökçen. A las nueve en punto de la mañana ya estábamos en el cuartel de la Military Medical School. A las doce, frente a la recién nombrada embajadora Adilé Aylà. A las tres, clavadas ante sus se-ñorías las juezas Rayet Arkum y Muazzez Tümer. Me resultaba extraño entrevistarlas, comparándolo con mi experiencia con las mujeres cubiertas por el purdah. En el cuartel, la teniente Turkan Gülver vestía uniforme caqui, como los demás oficiales: la única diferencia era que, en vez de pantalones, llevaba una túnica. Tenía veinticuatro años y el cuerpo fornido de las mujeres de Kars, la región colindante con Rusia en la que había nacido. En su cara ancha, de campesina, no había rastro de maquillaje, y llevaba el pelo corto, sin marcar. El reglamento prohíbe el maquillaje, sea cual sea el sexo de los soldados. También prohíbe llevar el pelo largo y cualquier tipo especial de peinado.

El general Sitki Ulai me contó que era una oficial maravillo-sa: disciplinada, sin rastro de coquetería, había ganado incluso una medalla de plata en las competiciones de tiro, en las que los varones compiten junto a las mujeres. La teniente Gülver escu-chaba en posición de firme y, de vez en cuando, movía el cuello porque la corbata le apretaba un poco. Cuando Lunik le traducía mis palabras daba un golpe de tacón, como los guardias de la reina Isabel en el cambio de guardia en Buckingham Palace, y al hacer-lo enrojecía hasta la raíz del cabello, como si a una chica de Acción Católica le acabasen de preguntar si le apetecería pasar un fin de semana con Paul Newman. No tenía intención de casarse, dijo, servía mejor a la patria estando en el Ejército. Su vida, dijo, era fascinante: se levantaba todas las mañanas a las siete en punto y se iba a la cama a las nueve de la noche. Estudiaba Veterinaria y el sábado por la tarde tenía tres horas libres. Sin embargo, ni siquie-ra entonces podía vestir de civil. Hablaba con un hilo de voz y en su cara, bajo la enorme gorra con visera, había una expresión asustada e infeliz. Se mordía las uñas como si estuviese en un examen. Yo no entendía qué la había empujado a abandonar Kars que, según me la habían descrito, es una tierra muy verde y llena

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de rosas, para ir a encerrarse en un cuartel de Ankara, pero a esa pregunta me respondió, más tarde, su excelencia Adilá Aylà mien-tras se ajustaba el sombrerito que se había comprado en París: «En la carrera militar no se hace distinción entre hombres y mu-jeres y esa es su forma de sentirse alguien, es más, alguien al mismo nivel que los hombres. ¿La disciplina? Bah, eso no es un sacrificio para ella. Las mujeres musulmanas están completamen-te acostumbradas a obedecer. Y es mejor obedecer a un general que obedecer a un marido. ¿No le parece?».

Su excelencia Adilé Aylà estaba rodeada de secretarios y a punto de emprender viaje hacia Holanda. Eso la iba a obligar a estar separada durante algún tiempo de su marido y sus hijos, pero el hecho no la apenaba en exceso. ¿Por qué tendría que apenarla en exceso? Era una señora como tantas otras que pueden verse en Mi-lán, en Londres o en Berlín, y daba un poco de miedo, a pesar de sus amables sonrisas: el miedo que dan todas las mujeres que, cuando tienen poder, parecen mucho más poderosas que un hombre pode-roso. Al oírla hablar, nadie habría adivinado, desde luego, que su país era el mismo país en el que, hace apenas cincuenta años, el sultán Abdul Hamid II le disparó tres tiros en el estómago a una odalisca circasiana por haber preguntado cómo funciona una pisto-la. En aquella época, si una mujer turca denunciaba que había sido violada era considerada una pecadora, y ninguna mujer tenía dere-cho a testificar ante un tribunal o en cualquier tipo de proceso le-gal. Ahora, en cambio, Lunik me estaba presentando, orgullosa, a su señoría Rayet Arkum, presidenta del Tribunal de Casación, y a su señoría Muazzez Tümer, jueza suprema del Tribunal Civil de Ankara.

Sentada graciosamente en un club en el que se escuchan can-ciones de Sinatra, la señora Tümer me contó que cuando era jueza de lo penal tuvo que condenar a muerte a tres hombres por asesi-nato.

—¡Qué horrible tuvo que ser eso para usted! —exclamé.—No —dijo—. ¿Por qué iba a serlo?—¿Y qué hizo después de dictar la sentencia?

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—Partí en dos la pluma con la que la había firmado —respon-dió.

—Entiendo —dije—. Debía estar muy afectada por semejante responsabilidad.

—No —dijo—. ¿Por qué iba a estarlo? Partí la pluma porque esa es la costumbre.

La señora Tümer es una mujer muy dulce: el hecho de llevar toga no la ha endurecido. Por la noche, cuando regresa a casa, pre-para la cena para sus tres hijas y su marido, que es procurador ge-neral suplente de la república, y presume de ser una excelente co-cinera. Borda maravillosamente porque, dice, tiene gran habilidad con las manos y cuando celebra un juicio siempre lleva los ojos y los labios pintados.

—Claro que podemos maquillarnos, ¿por qué no íbamos a po-der? La toga es tan asexual… Una mujer quiere estar lo más guapa posible aunque esté sobre el estrado. ¿En Italia está prohibido?

—En Italia no hay juezas, señoría.—Oh, qué país más extraño. ¿Por qué?La señora Arkum también era una mujer muy dulce y lamen-

taba no poder sorprenderme contándome que había condenado a muerte a alguien, pero ella era procuradora general antes de presi-dir el Tribunal de Casación.

—Recuerdo mis comienzos —me decía—, en un pueblo de Anatolia. La emoción casi me impedía hablar y por la ventana en-traba un aroma a rosas. Estaba instruyendo el caso de un tipo que había asesinado a su mujer. A veces tenía que ir a hacer investiga-ciones periciales en pueblos alejados; iba a caballo y pasaba las no-ches en los bosques.

—¿Y no tenía miedo, señoría?—¿De qué iba a tener miedo, madame? ¿De los árboles o de

las montañas?—Su señoría, ¿nunca se ha visto en una situación especial-

mente difícil, dado lo difícil que ya es su trabajo de por sí?—Oh, sí, una vez en la que el abogado defensor era mi marido.

Mi marido perdió el juicio.

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—¿Y eso le disgustó, su señoría?—No, qué va, me produjo un gran placer. El imputado era cul-

pable hasta decir basta.La señora Arkum está casada con un abogado penalista y tiene

una hija de cinco años. Ser jueza era su sueño desde pequeña, pero su hobby es hacer jerséis.

—Mire, este que llevo puesto lo he tejido yo. ¿Le gusta el mo-tivo? Lo he copiado de un figurín francés. Adoro la moda francesa. No entiendo por qué no ha tenido éxito el vestido trapecio de Dior, ¿lo sabe usted?

—No, su señoría, no lo sé. Dígame, ¿hay muchos divorcios en Turquía?

—Oh, sí, desde que, en 1926, Kemal Atatürk introdujo el nue-vo código civil por el que quedaban abolidos la poligamia y los pri-vilegios masculinos, en Turquía hay muchos divorcios.

—¿Y quiénes lo solicitan más, los hombres o las mujeres?—Los hombres, desgraciadamente. La verdad es que nunca

nos han perdonado que nos quitáramos el velo.El velo de las mujeres turcas, o yashmak, nunca ha sido como

el purdah. Era un velo fino que dejaba descubiertos los ojos y la parte superior de la nariz y a través del cual se podían adivinar los rasgos de la cara. A Atatürk no le supuso un gran esfuerzo ordenar-les a las mujeres que se quitaran el velo, so pena de arresto, entre otras cosas porque en este país la influencia del Corán nunca ha calado hasta el fondo. La república turca fue, desde el principio, una república laica: tan felizmente laica que los ministros y sacerdotes de cualquier confesión tenían la prohibición, todavía en vigor, de vestir hábitos sacerdotales. Con todo, la revolución sexual y social de las musulmanas turcas ha sido la más duradera y violenta que haya sacudido jamás el mundo del Islam y es, actualmente, una amenaza para todos los países islámicos. Han pasado casi mil tres-cientos años desde que Mahoma habló en el ardiente desierto de Arabia y, aunque la inmensa mayoría de sus fieles siga observando sus leyes como si el tiempo se hubiese detenido, algo está ocurrien-do entre las mujeres del Islam. Comenzó a ocurrir después de la

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Primera Guerra Mundial, en Turquía, y ha continuado ocurriendo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en el resto de los países que han descubierto el nacionalismo.

La capitana Sabiha Gökçen, cuando volví a verla, acompañada de Lunik, me dijo: «Cuando un país se hace independiente, también empieza a modernizarse. Y, al empezar a modernizarse, sus mujeres terminan emancipándose. Atatürk fue el primero en entenderlo así, pero ahora también empiezan a entenderlo los demás. Y si el siglo XVIII pasará a la Historia como el siglo de la Revolución Fran-cesa, el XIX como el siglo de las conquistas coloniales, el XX será recordado como el siglo de la emancipación femenina, sobre todo en el Islam. En 1920, a una amiga mía, de Beirut, que se había atre-vido a salir a la calle con un velo transparente, le arrojaron ácido sulfúrico a la cara. Hoy, otra amiga mía, también de Beirut, Ibtina-ge Kaddourah, es la jefa de la Pan Arab Woman Federation que cuenta con medio millón de mujeres inscritas. En la American Uni-versity de Beirut y en el Beirut College for Women las chicas lle-van vaqueros, practican esquí acuático y bailan rock and roll. En Túnez la poligamia era una práctica aceptada hasta 1947. Ahora el que toma una segunda esposa va a la cárcel y el presidente Habib Burguiba anima a las mujeres a que se quiten el velo. En Karachi un grupo de mujeres valientes la emprendió a pedradas contra el coche del primer ministro, Mohammed Alí, cuando este tomó una segunda esposa, y en Pakistán hay dos mujeres embajadoras: la begum Liaquat Alí Khan, en Holanda, y la princesa Abida Sultan, en Brasil. En cuanto a Marruecos… Allí está Aisha. Conocerá a Aisha, ¿no?».

La había visto, hacía tiempo, en Tánger: una mujer joven, de pelo castaño rojizo peinado por un peluquero francés que, audaz-mente vestida con una falda y una camiseta, conducía un coche descapotable. Se dirigía al Entraide Nationale y en su rostro simpá-tico, color café con leche, había una expresión ligeramente desa-fiante. Las mujeres marroquíes enloquecían de entusiasmo solo con verla: se quitaban el chador y lo tiraban al suelo, se agolpaban alrededor de ella, arriesgándose a ser arrolladas. Solo he visto un

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entusiasmo igual en el Giro de Italia, con Bartali y con Coppi. El periodista francés que estaba ese día conmigo me dijo que eso no era nada comparado con lo que ocurrió hacía unos años, cuando, en la plaza de la casba de Tánger, Aisha subió a un palco y, vestida con un traje azul de Lanvin, la cabeza descubierta, dio un discurso que comenzaba así: «Sé muy bien el peso que aún tienen sobre noso-tros los prejuicios y las costumbres nocivas, pero tenemos que re-chazarlos. La cultura moderna nos reclama y es indispensable para el desarrollo de las naciones que imitemos a nuestras hermanas de Occidente, las cuales contribuyen, con su trabajo, al progreso de sus países».

Sin embargo, me explicó el periodista francés, al día siguiente Sidi Mohammed Tazi, mandub de Tánger, ordenó que todas las ma-rroquíes vestidas con ropa europea fueran arrestadas: «Lo que está bien para las princesas no lo está para las demás mujeres. Si nues-tras mujeres se visten con ropa occidental pronto empezarán tam-bién a beber alcohol, luego a bailar, y terminarán yéndose a la pla-ya, a acostarse con los hombres». Y cuando aparecieron las fotos de Aisha en traje de baño, en la playa de Rabat, me siguió contando el periodista francés, El Glaoui de Marraquech lo consideró un ultra-je, y Aisha, con sus pantalones de montar, sus falditas cortas de te-nis, y sus discos de Benny Goodman, contribuyó no poco a que el sultán tuviese que exiliarse, primero a Córcega y luego a Madagas-car. Cuando Aisha regresó, aclamada como una diosa por miles de mujeres, tuvo que hacer discursos mucho más prudentes: «La emancipación de las mujeres», dijo, luciendo un bonito chador, «no tiene que ser brusca, como una operación quirúrgica. El velo, en sí mismo, tiene poca importancia. Lo importantes es que una mujer pueda decidir libremente si quiere llevarlo o no».

La capitana Sabiha Gökçen es optimista. Cierto, las chicas mo-dernas de Túnez se tiñen el pelo de rubio y han descubierto a James Dean, como escribe con tristeza el semanario L’Action, pero los padres se avergüenzan de ello. Cierto, en Singapur, hace años, las mujeres consiguieron que fuese aprobada una Carta de la Mujer en la que se establecía que un musulmán de Singapur no podía tener

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más de una esposa a la vez, pero la Carta sigue siendo ignorada y Sahora Binte Almad, miembro de la Asamblea de Mujeres de Sin-gapur, ha tenido que pedirle al gobierno que se decida de una vez a hacerla respetar; y esto ha ocurrido hace apenas unas semanas; los musulmanes de Singapur y de la vecina Malasia siguen ignorándo-la tan panchos. Cierto, en Beirut las alumnas del American College llevan vaqueros, pero no van al cine con sus compañeros de clase, y un amigo de Beirut me ha reproducido el siguiente diálogo entre dos estudiantes: «¿Tú te casarías con una chica que ha ido al cine con otro?». «No, por supuesto que no». Cierto, en Nigeria, Zeinab Wali se permite, en su programa radiofónico semanal, animar a las mujeres a que salgan de sus casas sin ventanas ni luz y vean qué hermosos son los árboles, las montañas y las mariposas, pero cuan-do la mujer de un ministro de Kadura le pidió permiso a su marido para salir a ver los árboles, las montañas y las mariposas, el mari- do celebró un consejo familiar en el que se estableció que la mujer podía salir, sí, pero a las cinco de la tarde, cuando aún hay bastante claridad como para distinguir a las personas y las cosas pero la peca-minosa luz del sol ya está a punto de eclipsarse. Por último, es cier-to que en Egipto hay mujeres soldados auxiliares, pero Nasser aún no se ha atrevido a abolir la poligamia porque es consciente de que los hombres se volverían contra él. Si la poligamia terminará desa-pareciendo no será por motivos religiosos o sociales sino económi-cos: mantener a cuatro mujeres, incluso a dos, cuesta muy caro.

La realidad es que la guerra solo acaba de empezar y que pasa-rán muchas generaciones antes de que las mujeres musulmanas puedan ganarla como ya la han ganado las turcas.

—Oh, no —dijo Sabiha Gökçen—. Vencerán muy pronto, ya lo verá.

—¿De verdad? —preguntó, muy contenta, Lunik.La capitana Gökçen sirvió un poco más de licor en los vasitos,

miró al perro perfumado con lirio silvestre con el que alivia sus ratos de aburrimiento, el casco de piloto al que ha consagrado su vida entera, y me pareció finalmente sincera cuando contestó:

—Desgraciadamente, niña, desgraciadamente.

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Un payaso simpático, alegre e inofensivo. Quién no recuerda con indulgencia sus bravuconadas, sus mentiras, su alucinante debut, en las Juegos Olímpicos de Roma, cuando doblegó, uno tras otro, a cuatro contrincantes, un belga, un ruso, un australiano y un polaco, y no se quitaba la medalla de oro ni para irse a la cama, consiguió ser capaz de dormir sin que se le moviera un solo cabello de su sitio, Dios me ha dado la medalla y pobre del que se atreva a tocarla. En los restaurantes, en los locales nocturnos, entraba envuelto en una capa de armiño y empuñando un cetro: saludad al rey, yo soy el rey. Por la calle se paseaba en un autobús forrado de pancartas que lo elogiaban por lo guapo y lo buen deportista que era, o en un Cadi-llac de color rosa salmón con los asientos forrados de piel de leopar-do. En el ring combatía gritando: «Mirad qué bien me muevo, qué elegancia la mía, qué gracia», y si le silbaban se reía diciendo que el primer puñetazo se lo propinó a su madre cuando él solo tenía cua-tro meses. La desgraciada cayó noqueada mientras sus dientes roda-ban por el suelo como si fueran las cuentas de un collar. Otra menti-ra, claro, debida a su sentido del humor un tanto primitivo. No le hubiera hecho daño ni a una mosca. Aquel humor y aquella jactancia también le inspiraban unas poesías que tenían su gracia: «Mi historia es la de un hombre / con puños de hierro y piel de bronce. / Se enor-gullece y presume de tener / un golpe potente, rebelde. / Soy guapo, soy guapo, soy guapo. / Soy el más grande de todos / el mejor de todos encima del ring». El mundo del boxeo había encontrado a una nueva estrella, a un personaje a la altura de Rocky Marciano,

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Joe Luis, Sugar Robinson. Era el símbolo de una América fanfarro-na y feliz, sin gusto, pero llena de energía. Se llamaba, en aquella época, Cassius Marcellus Clay.

Ahora se llama Mohammad Alí y es el símbolo de todo lo que hay que rechazar, romper en mil pedazos: el odio, la arrogancia, el fanatismo que no conoce fronteras geográficas, que no hace dife-rencias por el idioma o el color de la piel.

Los Musulmanes Negros, NOI [Nation of Islam], una de las sec-tas más peligrosas de América, un Ku-Kux-Klan a la inversa, los ase-sinos de Malcom X, lo han catequizado hipnotizado doblegado. Y del payaso inofensivo no queda más que un tipo de una vanidad irritante, un fanático siniestro y obtuso que predica la segregación racial, des-precia a los blancos que conviven con los negros, amenaza a los negros que conviven con los blancos, pretende que se le entregue un área de Estados Unidos en nombre de Alá, probablemente para convertirse en su dueño absoluto: el sueño que esos canallas le han metido en la ca-beza, aprovechándose de que no entiende nada, de que lo único que sabe hacer es dar puñetazos. Había que verlo, me dicen, cuando parti-cipó en Chicago en un mitin de cinco mil Musulmanes Negros y, con el puño en alto, los ojos inyectados en sangre, maldijo a Lincoln, a Washington, a Jefferson, a otros ilustres muertos, y gritó: «En 1960 todos los negros de América estarán con nosotros, rezad por el alma y el cuerpo de nuestros enemigos, todo el que no esté con nosotros es nuestro enemigo». Había que verlo, me dicen, también en momentos menos dramáticos: por ejemplo, en la comida que Robinson ofreció en Leoni’s, en Nueva York, para celebrar que se retiraba del boxeo. El alcalde Lindsay era uno de los invitados y a un fotógrafo se le ocurrió la idea de hacerle una foto junto a Cassius-Mohammad. Cassius-Mo-hammad se levantó, amenazador, fue hacia Lindsay y: «Espero que seas consciente del honor que esto supone para ti». «Claro», sonrió Lindsay. «No estoy bromeando, te estoy concediendo un honor», in-sistió Cassius-Mohammad. «Claro», sonrió Lindsay. «Entonces dame las gracias por el honor que te estoy concediendo».

Los Musulmanes Negros, que necesitan un mártir tanto como hacerse publicidad, no dejan de animarle para que se pelee contra

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todos y contra todo: les encantaría verlo entre rejas. El lugar en el que acabará, tarde o temprano, si se obstina en no hacer el servicio militar con la excusa de que él pertenece a Alá, no a los Estados Unidos. Será el triste final de un hombre destruido por la ignoran-cia y la fama fácil mientras intentaba convertirse en un hombre. Lo que sigue es la crónica amarga de los dos días que pasé en Miami a la sombra de Cassius Clay, alias Mohammad Alí, campeón mundial de los pesos pesados, héroe equivocado de nuestra equivocada épo-ca. Con la ayuda del magnetofón y del cuaderno de notas, os lo re-fiero todo tal y como ocurrió. Era la vigilia de su combate con el inglés Henry Cooper.

El gimnasio en el que entrena el púgil más famoso del mundo está situado en Miami Beach, no lejos del mar, encima de un local en el que se limpian zapatos. La gente paga medio dólar por ir al gimna-sio cuando él no está, un dólar si está él. Él acude, por lo general, alrededor de la 13.00, seguido por una escolta de Musulmanes Ne-gros, igual que un torero por su cuadrilla. Antes de que renegaran de él porque sus ideas no eran lo bastante extremistas, a veces tam-bién lo escoltaba Malcom X, quien, en el verano de 1963, le regaló su bastón de marfil negro. Fue el mismo día en el que el mánager Angelo Dundee se acercó a Malcom X y, sin reconocerlo, le susurró al oído: «Qué formidable es nuestro campeón. Lástima que se haya juntado con esos…». En ese instante lo reconoció y por poco no se desmaya. Angelo Dundee, el único blanco de la troupe, es de origen italiano. Su padre se llamaba Angelo Miranda y su madre Filomena Ianello; ambos eran calabreses. Tiene fama de ser el mejor entrena-dor de América y el más astuto, también de ser capaz de restañar en cinco minutos la sangre de una herida. Los ingleses sostienen que Clay no perdió su primer combate con Cooper porque cuando Coo-per golpeó a Clay en la cabeza, aturdiéndolo, Dundee robó unos minutos preciosos protestando por algo relacionado con los guan-tes, dándole a Clay el tiempo necesario para reponerse. Dundee tie-ne unos cuarenta años, es pequeño y delgado, de mirada inteligen-te y modales educados: nadie entiende cómo puede llevarse bien

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con Clay, al que entrena desde 1960, cuando se lo confiaron los once blancos de Louisville que lo tienen bajo contrato y él aceptó con la condición de que los entrenamientos se desarrollasen siem-pre en Miami. Le pregunto a Dundee qué opina sobre Cassius Clay y lo primero que me contesta es que como le llame Clay me mete-ré en un buen lío, que hay que llamarlo Mohammad Alí, el nombre que lleva escrito en los calzones de boxeo y en el pasaporte. O Champ, el diminutivo de Champion, «campeón». Lo segundo que me dice, prudentemente, es que es bueno, muy bueno, y que solo podría ser derrotado por él mismo. Lo tercero que me dice es que ya no le pregunte nada más porque quiere vivir en paz y el mayor número de años posible, ¿me ha quedado claro? Cuando lo conoció, Cassius-Mohammad era un devoto baptista y tenía un hermano que se llamaba Rodolfo Valentino. Ahora Rodolfo Valentino tam-bién se ha convertido al Islam y se llama Ragmad. ¿Me ha quedado claro? Clarísimo.

Rodolfo Valentino-Ragmad es boxeador, como Cassius-Mo-hammad, y Cassius Mohammad intentó lanzarlo usándolo de spa-rring en Las Vegas, antes del combate con Patterson. El resultado fue que Cassius-Mohammad tardó doce rounds en derrotar a Pat-terson, así que ahora se entrena con púgiles de verdad como James Ellis o Willi Johnson o Chip Johnson. Hay tres negros en el gimna-sio, de veintiséis, veintitrés y veintidós años. Me acerco a Chip Johnson, un gigante con la dentadura de oro, y le pregunto qué clase de tipo es Cassius Clay. «Un loco», responde. «Se lo juro, ese tío está loco. Hace unos días se me escapó un golpe muy fuerte y lo noqueé. Bueno, se cabreó tanto que se negaba a darme los veinte dólares y quería despedirme. No tiene sentido alguno de la depor-tividad». Luego, intimidado, se calla: acaba de llegar el campeón con su escolta. El campeón es altísimo y corpulento: brazos corpulen-tos, trasero corpulento, y corpulento rostro color café con leche, tirando a claro. No aparenta los veinticuatro años que tiene, parece mucho más joven, y no responde a los saludos. Cuando me presen-to a él me da la espalda y, en esa posición, me extiende una mano inmensa, con los nudillos rosados y desollados. La extiende como si

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yo tuviese la obligación de besársela y creo que se queda un poco mal cuando me limito a estrechársela. Luego va a cambiarse y re-gresa con unos calzones de raso. Está mejor en calzones, aunque siga pareciendo demasiado corpulento, y es evidente que se gusta mucho a sí mismo. Se coloca delante de un espejo, se mira por todos lados, chasquea la lengua y murmura: «¡Ah! ¡Oh!».

Alguien comenta detrás de mí: «Está cada día más insoporta-ble». No quiero partir del presupuesto de que es insoportable, quie-ro ser amable mientras le entrevisto, no olvidar que si yo fuese un púgil negro nacido en Louisville y casi analfabeto no me compor-taría mucho mejor. Que quizá yo también me hubiese convertido al Islam. Alguien ha formulado una tesis interesante para explicar por qué él es musulmán: el cristianismo enseña el perdón, la re-nuncia a los bienes terrenales, no encaja bien con consagrarse a que una raza humillada logre la revancha: alguien que se siente exaspe-rado comprende mejor la ley del ojo por ojo y el diente por diente. Con todo, espero que Chip lo noquee.

Chip ha acabado molido a golpes. Cassius-Mohammad se ha dado cuenta de que Chip le atizaba con más ganas cuando yo le animaba, aunque fuera en voz muy baja, vamos Chip, ánimo Chip, y por poco no lo hace pedazos. Se ha bajado del ring masajeándose las costillas y me ha dirigido una mirada triste, como diciendo: ¿Has visto? Ya te lo había dicho. Cassius-Mohammad, en cambio, ha pa-sado ante mí como si yo fuese transparente y solo después de un rato me ha hecho saber que me recibirá esta tarde en su casa. Todos me envidian y me repiten que ojalá que no esté también presente Sam Saxon. Saxon es el consejero espiritual que los Musulmanes Negros le han puesto al lado para protegerlo y espiarlo. Cuando está Saxon no se le saca ni media palabra. No se consigue ni siquie-ra que hable de su mujer, una guapa modelo de la que se divorció a los seis meses de matrimonio porque ella fumaba, se maquillaba, se negaba a ponerse el traje musulmán: una túnica blanca, cerrada hasta el cuello, larga hasta los pies, y completada por un velo que cubre la mitad de la cara.

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He estado en casa del Campeón que vive en el barrio negro, en una casucha miserable. Hay diversas teorías para explicar por qué vive en una casucha miserable. Algunos dicen que lo hace para compla-cer a los Musulmanes Negros y hacerse la víctima. Otros dicen que lo hace por sinceros motivos ideológicos. Otros, por último, sostie-nen que el Campeón no tiene un centavo, salvo los cincuenta mil dólares que el grupo de Louisville ingresó en un banco a su nom-bre, al principio de su carrera, para que no se muriese de hambre cuando fuera viejo. Sea por lo que sea, el caso es que me encontré al campeón sentado en el césped, jugando con los niños del vecin-dario, y que el consejero espiritual no estaba con él. Al verme si-guió jugando con los niños y no se levantó ni siquiera para darme la mano. Eso sí, soltó un enorme eructo y dijo que se sentía estu-pendamente porque acababa de zamparse seis bistecs de cordero. A eso le siguió un silencio de casi media hora que yo intenté romper en vano con sonrisas, observaciones, preguntas; de repente, sin em-bargo, como si acabase de tener una inspiración, el Campeón me llevó a la cocina y me dijo que iba a enseñarme la cosa más extraor-dinaria del mundo. En la cocina había un proyector y una pantalla. Puso en marcha el proyector y me enseñó su combate con Liston, concluido en el primer asalto por K.O. Lo proyectó dos veces, una de ellas a cámara lenta, pero yo no vi que hubiera K.O., lo que apo-yaría a quienes aseguraron que el combate estaba amañado y gri-taban: «¡Devolvednos el dinero!». Le dije, sin embargo, que lo ha-bía visto, y eso le produjo un placer tan intenso que me proyectó también su combate con Patterson, al que odia porque es católico. Mientras veíamos el combate con Patterson me dijo que él no va al cine y que alquila las películas para verlas en casa, pero solo las de sus combates y las de Mickey Mouse. ¿Me apetecía ver una de Mic-key Mouse? Contesté que no, gracias, que prefería hacerle la entre-vista. Entonces, sin que aún sepa explicarme por qué, la habitación se llenó de negros que entraban silenciosamente y o bien se senta-ban o bien se quedaban de pie, apoyados contra la pared. Conté una docena, más o menos, mientras permanecían allí, inmóviles y mi-rándome con desprecio. Luego encendí el magnetofón y, bueno,

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esto es lo que me he encontrado grabado. Lo transcribo tal cual, sin poner apenas comas porque él no hace pausas al hablar. Habla sin reponer el aliento. A gritos.

ORIANA FALLACI. ¿No le dio pena, Mohammad, cambiar de nom-bre?

MOHAMMAD ALÍ. Al contrario era duro tener el nombre que tenía porque el nombre que tenía era el de un esclavo Cassius Marcellus Clay era un blanco que le ponía su nombre a sus esclavos yo ahora en cambio tengo el nombre de Dios. Mohammad Alí es un hermo-so nombre qué nombre más bonito Mohammad quiere decir Digno de Todas las Alabanzas Alí quiere decir El Más Alto es lo mínimo que me merezco y además los hombres deberían llamarse así no el señor Zorro señor Pez señor No Sé Qué los hombres deberían te-ner el nombre de Alá. Así que yo me enfado cuando la gente me para y me dice señor Clay puede darme un autógrafo señor Clay yo contesto Clay no Mohammad Alí. Ellos lo hacen para hacerme un feo como el otro día que un negro empezó a decirme eh Cassius qué tal te va Cassius mirad chicos ahí está Cassius pero yo contesto Mohammad Alí Mohammad Alí ¡¡¡Mohammad Alí!!! Alguien puede decir que el mundo entero me conoce como Cassius Clay pero a mí qué me importa respondo yo ya he dejado de hacerme publicidad estoy muy cambiado. Antes decía que yo era el más grande el más guapo soy demasiado guapo para ser boxeador, soy tan guapo que las chicas se mueren por mí mirad no tengo una sola marca en la cara tengo el cutis tan terso como una jovencita me merezco acostarme con tres mujeres todas las noches. Bueno en esa época hacía campaña por mí mismo como un político que tiene que ganar las elecciones ahora las he ganado y ya no necesito ser el mejor y el más guapo y me merezco acostarme con tres mujeres todas las noches ¿¡¿pero de qué sirve que eso lo diga yo?!?

Pero, si tanto ha cambiado, Mohammad, ¿por qué sigue insultando y odiando a sus adversarios?

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Yo no los odio como seres humanos los odio como individuos por-que intentan hacerme daño intentan noquearme intentan robarme el título de campeón del mundo entero, yo soy el campeón del mundo entero y los demás boxeadores no son quién para intentar quitarme el título de campeón del mundo entero a mí que siempre he dado puñetazos ¿entendido? También de niño empleaba los pu-ños nunca las manos con los cinco dedos extendidos porque los dedos no sirven para nada, ¿entendido? Y además los odio porque están nerviosos cuando suben al ring porque saben que yo soy bue-no que yo soy el más grande como yo sé eso me pongo hecho una furia y les insulto. Y además los insulto porque así se les va la ca-beza y cuando a un hombre se le va la cabeza se vuelve más débil y se derrumba antes como pasó con Liston a ese Liston le decía que era feo, feo como un oso, bueno, ¿no lo es? Y además le digo cobar-de gallina te vas a morir de miedo haces bien en tener miedo por-que de este ring vas a salir con los pies por delante, me has desafia-do cobarde verás la que te espera. Ellos no lo soportan y gano yo, siempre sé cuándo voy a ganar por ejemplo digo veréis como este cae en el séptimo asalto y cae en el séptimo asalto veréis cómo sale en camilla y sale en camilla como le pasó a Henry Cooper a ese viejo le he escrito también una poesía muy bonita: «Cooper, has dicho que te mueres de ganas / de que nos veamos de nuevo las caras. / Una vez te fue bien y en el mentón / me atizaste un buen bofetón, / pero métete esto en la cabeza: / esta vez te voy a tumbar, / esta vez la lona vas a besar / y cuando acabe contigo / te sentirás como si tuvieras cuarenta y dos años, / cuarenta y dos y no treinta y dos. / El puente de Londres / caerá contigo esta vez».

Una poesía preciosa. Muy buena, de verdad, Mohammad. Pero ¿no tiene miedo de que alguien le noquee un día a usted?

Yo no tengo dudas porque yo no tengo miedo y yo no tengo miedo porque Alá está conmigo y mientras Alá esté conmigo yo seguiré siendo el campeón del mundo entero, solo Alá puede noquearme pero no lo hará. Yo no tengo dudas porque todavía no ha nacido el

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hombre capaz de derrotar a Mohammad Alí y si ha nacido tiene solo cinco años ni uno más es un niño dónde está este niño, quiero verle la cara a este niño que se atreve a imaginarse que va a noquear al campeón del mundo entero que es Mohammad Alí, niño no te hagas ilusiones porque yo no veo a ningún ser humano sobre la tierra con dos brazos y dos piernas que pueda derrotarme. Yo duraré otros quince años y cuando tenga cuarenta me retiraré al campo porque tengo trescientos acres de terreno al lado de Chicago y he comprado también dos tractores y con los tractores voy a cultivar coles y toma-tes y gallinas, porque tiene que saber que he comprado mil gallinas que ponen huevos y voy a vender los huevos y ganar dinero porque uno que cría cosas que se comen nunca se puede volver pobre por- que la gente siempre necesitará comida. Y con eso yo me volveré muy rico ahora no soy rico pero un día seré muy rico y compraré un avión de seiscientos mil dólares y además quiero tener una limusina en cada ciudad de América para que me reciban en el aeropuerto y además quiero un yate de doscientos mil dólares anclado en Miami y además quiero una de esas casas que he visto en las colinas de Los Ángeles de ciento cincuenta mil dólares porque el paraíso yo no lo quiero en el cielo cuando sea viejo yo lo quiero en la tierra mientras sea joven. Porque yo no quiero esperar a estar en el Anatómico y a que me corten en pedazos para ver qué me ha matado y luego me cosan y luego me metan en una caja y luego me lleven en un furgón fuera de la ciudad y luego hagan un agujero en la tierra y me metan dentro yo el paraíso lo quiero ahora que soy grande grandísimo y guapo y no hay nadie sobre la tierra que pueda derrotarme.

Mohammad, ¿qué opina usted de la humildad?

La… ¿Qué?

La humildad.

¿Qué quiere decir esa palabra? Yo he ido un poco al colegio pero nunca he oído esa palabra humildad puede que signifique algo así

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como modestia y entonces mire yo soy tan modesto que ni siquie-ra yo me creo que sea tan grande que sea tan extraordinario yo lo soy mucho más de lo que usted se piensa y de lo que se lee en los libros…

Mohammad, ¿ha leído usted algún libro?

¿Un libro? ¿Qué libro?

Un libro cualquiera.

Yo no leo libros nunca he leído libros yo no leo ni siquiera los pe-riódicos salvo si los periódicos hablan de mí y tengo pocos estudios porque no me gustaba estudiar no me gusta nada cuesta mucho trabajo y además yo no quería ser médico ni ingeniero. Los médi-cos y los ingenieros tienen que trabajar todos los días durante toda su vida y con el boxeo en realidad no se trabaja porque uno se di-vierte y además con un solo puñetazo se gana un millón de dólares al año. Yo no escribo ni siquiera cartas nunca he escrito una carta yo si tengo que decir algo a alguien le mando un telegrama o le llamo por teléfono y si no hay más remedio que escribir bueno pues tengo secretarias que escriben bien por mí así que es inútil que me haga usted preguntas así ¿entendido? Como cuando me llamaron a filas los del Ejército y me hicieron un examen de cultu-ra general y me preguntaron si un hombre tiene siete vacas y cada vaca da cinco galones de leche y se pierden tres cuartos de leche ¿cuánta leche queda? Yo qué sé. Yo no quiero aprender porque me importa un bledo si las vacas dan leche o no la dan si el cubo tiene un agujero o no lo tiene eso le importará al dueño de las vacas no a mí yo soy el campeón del mundo entero y si las vacas pierden leche peor para ellas. Así que me declararon inútil pero luego salieron con que estaba capacitadísimo para morir en Vietnam que no sé ni siquiera dónde está solo sé que allí están los vietcong y que a mí los vietcong no me han hecho nada así que yo no quiero ir a combatir contra ellos con un fusil que dispara yo no pertenezco a los Estados

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Unidos yo pertenezco a Alá que tiene pensadas grandes cosas para mí.

¿Cuáles, Mohammad?

Yo qué sé yo estoy esperando y el boxeo es solo una etapa de mi espera, una cosa que me sirve para hacerme famoso y popular y para entrenarme para ser grande igual que un astronauta se entre-na en esa cosa centrífuga y da vueltas y más y más vueltas a toda velocidad para ver qué le pasa en los ojos y en el corazón y cuando ve qué le pasa en los ojos y en el corazón puede echar a volar como un águila, yo también echaré a volar ¿quién sabe dónde llegaré? Puede que me convierta en el amo de un territorio independiente o puede que en el amo de algún Estado africano puede que en alguno de esos que necesitan un líder y si piensan que necesitan un líder por qué no elegir a Mohammad que es el mejor es fuerte y valien-te y guapo y religioso y me llamarán para que sea su amo. Porque a mí qué me importan América y los americanos y vosotros los blancos yo soy musulmán…

Mohammad, ¿quién le cuenta esas cosas?

Estas cosas me las dice el honorable Elijah Mohammad el mensaje-ro de Alá pero ahora basta porque quiero ir a dormir yo me voy muy pronto a la cama porque me levanto a las cuatro para caminar.

NOTA. Elijah Mohammad es el jefe de los Musulmanes Negros o Nación del Islam. Accedió a este puesto tras la muerte de Mal-com X. Vive en Chicago, en una villa de dieciocho habitaciones, procede de Georgia. Ha estudiado hasta 4.ª de Básica y ha estado diversas veces en la cárcel, por delitos e infracciones varias. Su hijo es el verdadero mánager del Campeón y el Campeón le paga, por esto, un disparate de dólares a la semana. En el examen militar el Campeón no suspendió por sus desconocimientos de matemáticas, suspendió la prueba psicológica. Eran preguntas muy elementales,

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cosas tipo: «Si te encuentras frente a un hombre que se encuentra mal o que está muriéndose, ¿qué harías?». «Si alguien se te acerca con un cuchillo, ¿qué harías?». «Si encuentras una carta con el sello puesto, ¿qué harías?». El Campeón no supo responder a una sola pregunta. A pesar de ello, cuando la guerra de Vietnam se prolongó la oficina de reclutamiento revocó el suspenso sosteniendo que el Campeón podía ser de alguna utilidad en la retaguardia: por ejem-plo, pelando patatas.

Me había prometido que iría al gimnasio a mediodía, para ter-minar la entrevista. Pero a mediodía no se presentó. Se presentó a la una y ni siquiera se excusó al verme. Es más, ni siquiera me sa-ludó. Estaba con él su consejero espiritual, Sam Saxon. Este conse-jero espiritual es un negro de mediana edad, de tez muy clara, con el pelo pajizo y un rictus hostil en los labios. No hace nada, no dice nada, se limita a no alejarse de Cassius-Mohammad. Cuando Cas-sius-Mohammad está sobre el ring él se queda agarrado a las cuer-das, como si temiese que vaya a salir huyendo. Ayer no estuvo presente en la entrevista, me han dicho, porque le dolían las mue-las, pero hoy no hay quien se lo quite de encima. Su obligación no consiste solo en lavarle a diario el cerebro al Campeón, sino tam-bién en animarle a que haga propaganda de las ideas de la secta: los silenciosos testigos que asistieron a nuestro diálogo estaban allí por eso. El Campeón está nervioso. Es evidente que le han regañado porque le entrara sueño justo cuando estaba hablando de Elijah Mohammad. Ignora a un grupo de blancos que le piden un autó-grafo y cuando suena la campana se arroja como una fiera sobre Chip, empieza a machacarlo de tal forma que Angelo Dundee em-pieza a gritar: «¡Defiéndete, Chip! ¡Devuélvele el golpe, Chip! ¡No te dejes avasallar, muchacho!». Luego, mientras Chip gime, atonta-do, salta la cuerda y se reúne conmigo para continuar la entrevista.

¿Lamentó divorciarse de su mujer, Mohammad?

Para nada fue como pasar la página de un libro las mujeres no tienen que ir por ahí enseñando las partes desnudas del cuerpo

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como los salvajes como las vacas como los perros como usted es un verdadero escándalo. Un hombre debe tener una esposa a la que los demás miren con admiración y respeto lo dice también Elijak Mohammad pon la tele ¿y qué ves? Ves mujeres desnudas que hacen publicidad del tabaco vas a las tiendas ¿y qué ves? Ves a mujeres desnudas comprando no es decente las mujeres han perdido el sentido de la decencia no es decente no es decente no es decente.

Mohammad, ¿por qué no me mira a los ojos? ¿Está enfadado?

No estoy enfadado en mi religión nos enseñan a no mirar a las mujeres a los ojos nosotros nos acercamos a las mujeres civilizada-mente hablando primero con sus padres para pedirles permiso para mirar a la chica como en Arabia como en Pakistán como en los países en los que se cree en el dios verdadero que se llama Alá no se llama Jehová o Jesús. Y además no me gusta mezclarme con los blancos usted qué hace aquí qué quiere de mí para empezar es us-ted una mujer y además es blanca si yo estuviese en Alabama vo-taría al senador Wallace que no mezcla a los blancos con los negros, yo no voto a los que dicen que quieren a los negros yo no voto a negros como Sammy Davis que se casan con una rubia, culebras, serpientes, la gente solo debe casarse con gente de su misma raza. Lo dice también Elijah Mohammad los perros tienen que estar con los perros los peces con los peces los insectos con los insectos los blancos con los blancos es la naturaleza es la ley de Dios está escri-to hasta en esa Biblia que a vosotros os gusta tanto, ¿qué es eso de la integración? Lo creía incluso yo hasta el día en que un tipo ama-ble me dijo ven a escuchar tu propia historia ven a enterarte de cuál es tu verdadera historia y a saber cuál es tu verdadera lengua y yo voy ¿y a quién me encuentro?, me encuentro a ese hombre santo que es Elijah Mohammad que me dice por qué nos dicen negros [niggers] esa palabra viene del español y quiere decir negro y nadie dice blanco en español nadie dice verde en español o amarillo o celeste o violeta así que nos llaman negros para negarnos un país

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de origen no darnos importancia alguna, ¿entendido? Los chinos se llaman así porque son de China los cubanos porque son de Cuba los mexicanos porque son de México los italianos porque son de Italia los rusos porque son de Rusia los japoneses porque son de Japón y entonces los negros ¿por qué? ¿Negros americanos por qué? Yo no soy americano yo no me siento americano yo no quiero ser ameri-cano yo soy asiático negro como mi gente que vosotros los blancos habéis traído aquí como esclavos y se llamaban Rakman y Assad y Sherif y Shabad y Ahbad y Mohammad y no John y George y Chip y rezaban a Alá que es un dios mucho más antiguo que vuestro Jehová o que vuestro Jesús y hablaban árabe que es una lengua mucho más antigua que vuestro inglés que solo tiene cuatrocientos años, y ahora sé estas cosas gracias a Elijah Mohammad al que quiero más que a mi madre.

¿Más que a su madre, Mohammad?

Sí mucho más que a mi madre porque mi madre es cristiana y Eli-jah Mohammad es musulmán y por él daría hasta mi vida y por mi madre no os guste o no a vosotros los blancos.

NOTA. Y, con todo, hay algo que te hace meditar en este ignorante al que le han hecho creer que el idioma inglés solo tiene cuatro-cientos años, que Mahoma nació antes que Cristo, que debe amar a Elijah Mohammad más que a su propia madre, culpable de ser cris-tiana. Hay algo conmovedor, digno, noble en este muchachote que quiere saber quién es, quién fue, de dónde viene y por qué, cuáles fueron sus raíces cercenadas. En su fanatismo hay una especie de pureza, en su pasión una especie de bondad. Me gustaría ser su amiga. Y me ha gustado volver a verlo para explicarle que…

Escribo estas notas en el avión que me lleva de regreso a Nueva York donde confío en darle esquinazo a los Musulmanes Negros que se han enfurecido conmigo. Cuando los Musulmanes Ne- gros se enfurecen contra ti lo único que puedes hacer es poner

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pies en polvorosa y huir, lo antes posible y cuanto más lejos, mejor. Voy a ver si puedo reorganizar mis ideas y contar qué ha pasado. Bueno, lo que ha pasado es que he parado un taxi y he regresado a casa del Campeón. En casa del Campeón estaba el consejero espiri-tual, sentado en las escaleras. Tan cómodamente sentado que no me dejaba pasar, por mucho que yo dijese «con permiso», «con permiso». He pasado igual y me he encontrado al Campeón en la cocina, comiéndose una sandía. Entera. Que aproveche, le digo. Y él lanza un enorme eructo, sin dejar de comerse la sandía. Gracias por haberme concedido otra cita, le digo. Y él lanza un segundo eructo enorme, siempre sin dejar de comerse la sandía. Luego me ordena: «Solo preguntas de deporte». Bueno, yo no sé nada de deporte, no tengo lo que se dice ni idea, pero, tragando saliva, me atrevo a preguntar: «¿Va a renovar el contrato con la corporación de Louisville?». Me ha parecido una buena pregunta, una pre-gunta de deportes, pero él lanza un tercer eructo y contesta: «¿Y a usted qué le importa?». Me quedo mal, enrojezco, trago saliva, le hago una segunda pregunta, totalmente de deportes: «¿En qué asalto cree que noqueará a Cooper?». Él aparta la sandía, de la que ya solo queda la piel y dice, gruñendo: «Si se lo digo, ¿me paga?». «No», admito. «¿¡¿Cómo que no?!?». «No». Bueno, a partir de aquí ya no recuerdo nada. Los Musulmanes Negros, los gritos, mi micrófono lanzado por los aires, de una pared a otra, componen un confuso cuadro pop-art que me aturde solo con recordarlo. Puedo decir, eso sí, que los Musulmanes Negros eran numerosos. Al principio no estaban en la habitación, pero de repente han apa-recido y eran muchísimos, algunos todavía más altos y más cor-pulentos que el Campeón y que su consejero espiritual. Puedo decir, eso sí, que gritaban mucho. Uno me gritaba que durante cuatrocientos años yo había comerciado con asiáticos negros, otro me gritaba que yo había encarcelado a su pueblo, otro, por últi-mo, me gritaba que yo había ido allí para descubrir cuál iba a ser el resultado del combate y ganar en las apuestas. Y sobre todos esos gritos se elevaba la voz quejumbrosa y acusadora de Cassius-Mohammad: «¡A mí, que soy el campeón del mundo entero!». Le

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he contestado que la World Boxe Associaton no lo reconoce en absoluto como campeón del mundo y me he abierto paso hasta mi taxi. Pensé que no llegaba nunca. Pero lo he conseguido, he llega-do y ahora estoy aquí. ¡Dios! Me acabo de acordar de que a Mal-com X lo han asesinado en Nueva York.

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