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Roland ya no está solo en subúsqueda de la Torre Oscura.Le acompañan Eddie ySusannah, quienes llegarondesde diferentes momentosde Nueva York en La llegadade los tres. Ya les haentrenado en las artesantiguas de los pistoleros. Sinembargo, el Ka-tet aún noestá completo. Roland ha detraer a una persona másdesde Nueva York a MundoMedio, una persona que ya haestado allí y ha muerto no

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una vez, sino dos, y que sigueviva. El Ka-tet, los cuatrounidos por su destino, tendráque viajar a través de lasenvenenadas tierras baldíaspara llegar a la temibleciudad derruida de Lud. Suúnica esperanza será subirsea un tren rabioso que tambiénbusca su destrucción.Esta nueva edición del tercervolumen de La Torre Oscuracontiene una introducción delautor y las ilustraciones encolor de Ned Dameron que seincluyeron en la edición

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original limitada, publicadapor Donald M. Grant en 1991.

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Stephen King

Las tierrasbaldías

La Torre Oscura III

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Este tercer volumendel relato está

dedicadocon agradecimiento a

mi hijo Owen PhilipKing:

Khef, Ka y Ka-tet

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INTRODUCCIÓN

Sobre tener diecinueve(y algunas cosas más)

UNO

Los hobbits eran grandiososcuando yo tenía diecinueve años(número de cierta importancia enlos relatos que estás a punto deleer).

Es probable que durante el

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Gran Festival Musical deWoodstock haya habido mediadocena de Merrys y Pippinsrevolcándose en el lodo de lagranja Max Yasgur, además devarios Frodos e incontablesGandalfs hippies. El Señor de losAnillos de J. R. R. Tolkien eratremendamente popular enaquellos días, y si bien nunca fuia Woodstock (pido perdón), creoque al menos fui un hippie amedias. En cualquier caso lo fuilo suficiente para haber leído loslibros y haberme enamorado deellos. Las novelas de La Torre

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Oscura, como tantas otras largashistorias escritas por hombres ymujeres de mi generación(Chronicles of Thomas Covenantde Stephen Donaldson y TheSword of Shannara de TerryBrooks son apenas dos demuchas), derivan de la novela deTolkien.

Pero pese a haberla leídodurante 1966 y 1967, me abstuvede escribir la mía. Si bien meconmovió (con un completo yevidente entusiasmo) la eficaciaimaginativa de Tolkien —por laambición de su historia—, lo que

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yo quería era escribir mi propiaclase de historia, y de habercomenzado entonces habríaescrito la suya. Aquello, como legustaba decir al tramposo de DickNixon, habría sido un error.Gracias al señor Tolkien, elsiglo XX ya tenía todos los elfos ymagos que necesitaba.

En 1967 yo ignoraba cómopodría ser mi historia, pero esono importaba; me sentía seguro deque lo sabría en cuanto pasarapor la calle, a mi lado. Teníadiecinueve años y era arrogante.Lo bastante arrogante para sentir

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que podía seguir esperando a mimusa y a mi obra maestra (quesabía llegarían). Creo que a losdiecinueve uno tiene derecho aser arrogante; por lo general eltiempo no ha comenzado con susfurtivos y sucios escamoteos.Como dice una popular cancióncountry, se lleva tu pelo y tudestreza, pero en realidad selleva mucho más que eso. Yo nolo sabía durante 1966 y 1967, yde haberlo sabido no me habríaimportado. Podía imaginarme —escasamente— con cuarenta años,pero ¿con cincuenta? No.

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¿Sesenta? ¡Jamás! Los sesentaestaban fuera de discusión. Y alos diecinueve, es tan solo lamanera de ser. Diecinueve es laedad en que dices: «Mírame,mundo, estoy fumando TNT ybebiendo dinamita, y si sabes loque te conviene, será mejor quesalgas de mi camino… porqueaquí viene Stevie».

Los diecinueve años es unaedad egoísta que encuentra tuspreocupaciones sólidamentearraigadas. Las mías apuntabanmuy alto, y me importaban. Teníamucha ambición, y me importaba.

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Poseía una máquina de escribirque llevaba de un apartamento demierda al siguiente, siempre conun paquete de cigarrillos en elbolsillo y una sonrisa en el rostro.Los compromisos de la edadmadura estaban lejos, y losinsultos de la vejez, más allá delhorizonte. Como el protagonistade esa canción de Bob Seger queusan ahora para vender camiones,me sentía eternamente poderoso yeternamente optimista; misbolsillos estaban vacíos pero micabeza llena de cosas que queríadecir y mi corazón repleto de

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historias que quería contar. Ahorasuena inocente; entonces sonabamaravilloso. Sonaba muy bien. Loque más deseaba era derribar lasdefensas de mis lectores, queríadesgarrarlos y extasiarlos ycambiarlos para siempre consimples historias. Y me sentíacapaz de hacerlo. Sentía quehabía nacido para lograrlo.

¿Cómo de vanidoso suenaeso? ¿Mucho o poco? Noimporta, no estoy pidiendodisculpas. Tenía diecinueve años.No había ni una sola hebra gris enmi barba. Tenía tres pares de

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tejanos, un par de botas, la ideade que el mundo era micaparazón, y nada de lo quesucedió en los siguientes veinteaños me hizo cambiarla. Luego,alrededor de los treinta y nueve,comenzaron mis problemas: labebida, las drogas, un accidentede tráfico que cambió mi manerade caminar (entre otras cosas). Yahe escrito sobre eso lo suficientey no voy a hacerlo aquí. Además,para ti es lo mismo, ¿verdad?Finalmente el mundo envía unmaldito chico de la patrulla parafrenar tus progresos y mostrarte

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quién es el que manda. Tú, quelees estas líneas, seguramentehabrás encontrado el tuyo (o loharás); yo ya encontré el mío, yestoy seguro de que regresará.Tiene la dirección de mi casa. Esun mal tipo, un teniente de losmalos, el enemigo declarado dela estupidez, el orgullo, laambición, la música fuerte, ytodas las cosas que conciernen alos diecinueve.

Pero todavía pienso que esuna edad bastante buena. Quizá lamejor edad. Tal vez bailes rockand roll durante toda la noche,

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pero cuando la música acaba y lacerveza termina, puedes pensar. Ysoñar grandes sueños. El citadochico de la patrulla te ponefinalmente en tu sitio, y sicomienza con poca cosa, vaya,pues no quedará casi nadaexcepto el dobladillo de lospantalones cuando haya acabadocontigo. «¡Búscate otro sueño!»,te grita mientras da un paso alfrente con su libreta deinfracciones en la mano. No estan malo tener un poco dearrogancia (o incluso mucha),aunque tu madre indudablemente

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te diría todo lo contrario. La míalo hacía. «Al que escupe al cieloen la cara le cae, Stephen», decíaella… y luego descubrí —cuandomi edad rondaba los 19 X 2—que al final te cae encima detodos modos. O te escupen porotro lado. A los diecinueve añospueden pedirte el documento deidentidad en los bares y decirteque te largues, pueden ponerte depatitas en la calle, pero, por Dios,no pueden pedirte ladocumentación cuando te sientasa pintar un cuadro, escribir unpoema o contar una historia; si

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lees esto y eres muy joven, nopermitas que los mayores te diganotra cosa. Seguramente no hasestado nunca en París. No, nuncacorriste delante de los toros enPamplona. Sí, eres un jovencito alque le empezó a crecer la barbahace tres años, ¿y qué pasa? Si nocomienzas a ser losuficientemente grande para tenerlos pantalones largos, ¿cómopodrás llenarlos cuando crezcas?Pisa el acelerador a pesar de todolo que la gente te diga, esa es miidea; siéntate y fúmate eso, nene.

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DOS

Pienso que hay dos grupos denovelistas, y eso incluye a laclase de novelista novato que erayo en 1970. Están aquellos que selimitan al lado más literario o«serio» del trabajo, los queexaminan cada posible asunto a laluz de la pregunta: «¿Quésignifica para mí escribir estetipo de historias?». Pero aquelloscuyo destino (o ka, si loprefieren) es el de escribirnovelas populares, están

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inclinados a plantearse una muydiferente: «¿Qué significa paralos demás escribir esta clase dehistorias?». El novelista «serio»está buscando las respuestas y lasllaves que lo conduzcan a símismo; el novelista «popular»está buscando un público. Ambasclases de escritores sonigualmente egoístas. He conocidouna buena cantidad, y de eso doyfe con mi sello.

Sin embargo, creo que inclusoa la edad de diecinueve añosreconocí que la historia de Frodoy sus esfuerzos para librarse del

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Anillo Único pertenece alsegundo grupo. Eran las aventurasde un grupo de peregrinosesencialmente británicosproyectados sobre un telón demitología vagamente nórdica. Megustó la idea de la búsqueda —dehecho, la amé—, pero no teníainterés en los personajescampesinos y fornidos de Tolkien(lo que no significa que no megustaran, porque lo hicieron) nien sus boscosas escenasescandinavas. Lo habríaarruinado si llegaba a intentarloen aquella dirección.

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Así que esperé. En 1970 teníaveintidós años, mi barbamostraba las primeras hebrasgrises (creo que fumar dospaquetes y medio de Pall Mallsdiarios tuvieron algo que ver coneso), pero incluso a los veintidósuno puede permitirse el lujo deesperar. A los veintidós el tiempotodavía está del lado de uno,aunque incluso entonces ese viejochico malo de la patrulla esté enel barrio haciendo preguntas.

Entonces, en un cine casicompletamente vacío (el Bijou deBangor, Maine, por si te interesa),

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vi una película dirigida porSergio Leone. Se llamaba Elbueno, el malo y el feo, y aunantes de llegar a la mitad de lapelícula comprendí que lo que yoquería era escribir una novela quecontuviera el sentido de búsqueday magia de Tolkien, peroambientada en el Oeste americanocasi absurdamente majestuoso deLeone. Si has visto ese Oestesubjetivo en la pantalla de tutelevisor no entenderás a qué merefiero; imploro tu perdón, peroes así. En una pantalla de cine,proyectada con las correctas

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lentes Panavision, El bueno, elmalo y el feo es una épica querivaliza con Ben-Hur. ClintEastwood parece teneraproximadamente cinco metros dealto, con una barba del tamaño deconíferas. Los surcos que limitanla boca de Lee Van Cleef son tanprofundos como cañones, ypodría haber una raedura (ver Labola de cristal) al fondo de cadauno. Las escenas del desiertoparecen estirarse al menos hastala órbita del planeta Neptuno. Yel cañón de cada pistola parececasi tan grande como el túnel

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Holland.Lo que yo buscaba, más aún

que la escena, era esa sensaciónde épica, de tamaño apocalíptico.El hecho de que Leone no tuvierani idea de la geografíanorteamericana (según uno de lospersonajes, Chicago se encuentraen los alrededores de Phoenix,Arizona) agregó a la película unasensación de magníficadislocación. Y llevado por mientusiasmo —el tipo deentusiasmo que solo un jovenpuede experimentar—, mepropuse escribir no solo un libro

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extenso, sino también la novelapopular más extensa de lahistoria. Creo que, aunque no hetenido éxito en ese punto, almenos lo he hecho bastante bien;en realidad los volúmenes uno asiete de La Torre Oscuraconstituyen una sola historia, ylos cuatro primeros volúmenesalcanzan las dos mil páginas enedición de bolsillo. El manuscritode los tres volúmenes finalesabarca otras dos mil quinientas.No estoy intentando decir aquíque la longitud esté relacionadacon la calidad; simplemente

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quiero decir que quería escribiruna historia épica, y que dealguna manera lo he logrado. Sime preguntaras por qué quisehacerlo, no sabría qué responder.Quizá sea otra parte del estilonorteamericano: construir hasta lomás alto, excavar hasta lo másprofundo, escribir lo más extenso.¿Y qué hay de la motivación? Amí me parece que también esoforma parte de ser unnorteamericano. Al finalterminamos diciendo: «En esemomento me pareció una buenaidea».

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TRES

Otro aspecto de tener diecinueveaños, por si te interesa, es que aesa edad, creo, muchos denosotros nos atascamos de algúnmodo (mental o emocionalmente,si no físicamente). Los añospasan y un buen día te parasfrente al espejo con verdaderaperplejidad. ¿Por qué tengo estosgranos en la cara?, te preguntas.¿De dónde salió esta estúpidabarriga? ¡Rayos, solo tengo

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diecinueve años! No se trata denada del otro mundo, pero deninguna manera lo sustrae a unodel asombro.

El tiempo trae el gris a tubarba, el tiempo se lleva tudestreza, y todo el rato te estásdiciendo —tonto de ti— que aúnsigue de tu lado. Tu parte lógicalo sabe bien, pero tu corazón seniega a creerlo. Si tienes suerte,el chico de la patrulla, que tedetiene por ir demasiado rápido ypor divertirte demasiado, tambiénte proporciona una dosis de salesolorosas. Eso fue más o menos lo

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que me pasó cuando se acercabael final del siglo XX. Llegó con laforma de una camioneta Plymouthque me arrojó al costado de unsendero de mi ciudad natal.

Aproximadamente tres añosdespués de ese accidente meencontraba firmando ejemplaresde Buick 8: un coche perverso enuna librería de Dearborn,Michigan. Un hombre llegó alcomienzo de la fila y me dijo quede verdad le alegraba que todavíame encontrara vivo. (Me lo dicena menudo, y a veces suena comoesa mierda de «¿Por qué

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demonios no se murió?»).«Estaba con un buen amigo

mío cuando nos enteramos de quele habían atropellado», me dijo.«Hombre, lo único que pudimoshacer fue sacudir la cabeza ydecir: “Allí se va la Torre, estáinclinándose, está cayendo, ahhh,mierda, ahora nunca laterminará”».

Ya se me había ocurrido otraversión del mismo pensamiento;la preocupante idea de que,habiendo erigido la Torre Oscuraen la imaginación colectiva de unmillón de lectores, era mi

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responsabilidad mantenerla asalvo mientras la gente quisieraleer sobre ella. Eso podríasuceder durante solo cinco años;pero hasta donde sabía, podríanser quinientos. Las historias defantasía, tanto las malas como lasbuenas (aun ahora, probablementehaya alguien por ahí leyendoVarney el vampiro o El monje),parecen tener larga vida. Rolandprotege la Torre eliminando lasamenazas que acechan a losHaces que la sostienen. Despuésde mi accidente comprendí quetendría que hacerlo, que debía

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terminar la historia del pistolero.Durante las largas pausas

entre la redacción y publicaciónde los primeros cuatro libros deLa Torre Oscura recibícentenares de cartas del estilo«Estoy haciendo las maletasporque tengo un duro viaje pordelante». En 1998 (o en otraspalabras, cuando trabajaba bajola errónea impresión de quebásicamente seguía teniendodiecinueve años), recibí unacarta. «Soy una abuela de ochentay dos años que no quierefastidiarlo con mis problemas

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PERO estoy muy enferma», decía.La abuela contaba que le quedabaaproximadamente un año de vida(«catorce meses más y el cáncerme lleva»), y si bien no esperabaque yo terminase la historia deRoland en ese tiempo para ella,quería saber si no podría («porfavor») contarle cómo terminaría.La frase que me rompió elcorazón (aunque no lo suficientepara ponerme a escribir denuevo) fue su promesa de «nodecírselo a nadie». Un año mástarde —probablemente despuésdel accidente que me mandó al

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hospital—, una de mis asistentes,Marsha Di-Filippo, recibió unacarta de un condenado a muerteen Texas o Florida, deseandosaber esencialmente la mismacosa: ¿cómo terminaría?(Prometía llevarse el secreto a latumba, lo que me hizo sentir unescalofrío).

Si hubiera podido les habríadado a ambos lo que querían —unresumen de las próximasaventuras de Roland—, pero ¡ay!,no pude. No tenía ni la menoridea de cómo les irían las cosasal pistolero y sus amigos. Para

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saber, tenía que escribir. Yo solotenía un bosquejo, pero lo perdípor el camino (y de todos modos,probablemente fuese una mierda).Todo lo que tenía eran unas pocasanotaciones («Chussit, chissit,chassit, trae bastantes para llenartu cesto», dice la que tengo sobreel escritorio mientras escriboesto). Finalmente, a principios dejulio de 2001, comencé a escribirde nuevo. Por entonces sabía queya no tenía diecinueve años, queno estaba a salvo de cualesquieraenfermedades que la carneheredaba. Sabía que llegaría a los

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sesenta, quizá hasta los setenta, yquería terminar mi historia antesde que el chico malo de lapatrulla me buscara por últimavez. No tenía prisa por que mearchivaran junto con Los cuentosde Canterbury y El misterio deEdwin Drood.

El resultado —para bien opara mal— está frente a ti, LectorConstante, ya sea si comienzaspor el primer volumen o tepreparas para el quinto. La ameso la odies, la historia de Rolandha terminado. Espero que ladisfrutes.

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En cuanto a mí, lo pasé engrande.

STEPHEN KING25 de enero de 2003

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RESUMEN DE LOSVOLÚMENESANTERIORES

Las tierras baldías es el tercervolumen de un largo relatoinspirado en el poema narrativode Robert Browning «ChildeRoland a la Torre Oscura llegó»,y en cierto modo dependiente deél.

El primer volumen, Elpistolero, narra cómo Roland, el

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último pistolero de un mundo que«se ha movido», persigue y al finda alcance al hombre de negro, unhechicero llamado Walter quefingía haber sido amigo del padrede Roland en aquellos tiempos enque aún se mantenía la unidad deMundo Medio.

Pero atrapar a este hechicerosemihumano no es el objetivofinal de Roland sino únicamenteun jalón más en el largo caminoque conduce a la poderosa ymisteriosa Torre Oscura, que sealza en el nexo del tiempo.

¿Quién es Roland

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exactamente? ¿Cómo era sumundo antes de moverse? ¿Qué esla Torre y por qué la persigue?Solo tenemos respuestasfragmentarias.

Roland es una especie decaballero andante, uno de losencargados de conservar —oacaso redimir— un mundo que élmismo recuerda «lleno de amor yde luz». Sin embargo, ¿hasta quépunto la memoria de Rolandrefleja la realidad de aquelmundo? La cuestión es muysusceptible de debate.

Sabemos que a Roland se le

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impuso una temprana prueba dehombría cuando descubrió que sumadre se había convertido enamante de Marten, un hechiceromucho más importante queWalter; sabemos que el propioMarten propició que Rolanddescubriera la infidelidad de sumadre para que fracasara en laprueba y fuera «enviado alOeste», a los yermos; sabemosque Roland desbarató los planesde Marten al superar la prueba.

Sabemos también que elmundo del pistolero estárelacionado con el nuestro de una

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forma extraña pero fundamental, yque a veces es posible cruzar deun mundo a otro.

En una estación de paso,posada de relevo de una olvidadaruta de diligencias a través deldesierto, Roland encuentra a unmuchacho llamado Jake que habíamuerto en nuestro mundo; unmuchacho que, en efecto, habíasido empujado bajo las ruedas deun automóvil en marcha desde laacera de una esquina en el centrode Manhattan. Jake Chambersmurió bajo la escrutadora miradadel hombre de negro, Walter, y

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despertó en el mundo de Roland.Antes de que den alcance al

hombre de negro, Jake vuelve amorir… esta vez porque elpistolero, enfrentado a la segundaelección más angustiosa de suvida, decide sacrificar a este hijosimbólico. Obligado a elegirentre la Torre y el chico, Rolandelige la Torre. Las últimaspalabras de Jake al pistoleroantes de hundirse en el abismoson: «Váyase, pues. Existen otrosmundos aparte de estos».

La confrontación final entreRoland y Walter se produce en un

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polvoriento gólgota de huesosdescompuestos. El hombre denegro le lee el futuro a Rolandcon una baraja de cartas delTarot. Tres cartas muy extrañas—El Prisionero, La Dama de lasSombras y La Muerte («pero nopara ti, pistolero»)— se ofrecenparticularmente a la atención deRoland.

El segundo volumen, Lallegada de los tres, empieza aorillas del Mar del Oeste, nomucho después de que hayaconcluido la confrontación deRoland con Walter. Un pistolero

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exhausto despierta en mitad de lanoche para descubrir que lamarea alta ha traído consigo unahorda de bestias carnívoras yrastreras, las«langostruosidades». Antes deque pueda huir de su reducidocampo de acción, Roland esgravemente herido por esasbestias, que le arrancan los dedosíndice y corazón de la manoderecha. Además, el pistoleroqueda emponzoñado por elveneno de las langostruosidades,y cuando reanuda su viaje haciael norte por la orilla del Mar del

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Oeste es un hombre enfermo… talvez moribundo.

Encuentra tres puertas que sealzan aisladas en la playa. Todasellas se abren —para Roland yúnicamente para él— a nuestromundo; de hecho a la ciudaddonde vivía Jake.

Roland visita Nueva York entres puntos de nuestro continuotemporal con el propósito desalvar su propia vida y al mismotiempo atraer a los tres invocadosque deben acompañarle en sucamino hacia la Torre.

Eddie Dean es El Prisionero,

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un adicto a la heroína que vive enel Nueva York de finales de losaños ochenta. Roland cruza lapuerta de la playa que da a sumundo y se introduce en la mentede Eddie en el momento en queeste, que trabaja como camello decocaína para un hombre llamadoEnrico Balazar, está a punto deaterrizar en el aeropuertoKennedy.

Tras una serie deespeluznantes aventuras, Rolandconsigue obtener cierta cantidadde penicilina y transportar aEddie Dean a su propio mundo.

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Eddie, un yonqui que sedescubre transportado a un mundoen el que no existe heroína (y sivamos a eso ni pollo fritoPopeye), no se alegra demasiadode verse allí.

La segunda puerta conduce aRoland a La Dama de lasSombras, que en realidad son dosmujeres en un solo cuerpo. Estavez Roland se encuentra en elNueva York de principios de lossesenta, cara a cara con OdettaHolmes, una joven activista enfavor de los derechos civilesconfinada a una silla de ruedas.

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En el interior de Odetta se ocultaDetta Walker, una mujer taimada yrebosante de odio. Cuando estadoble mujer es atraída al mundode Roland, las consecuenciaspara Eddie y el cada vez másenfermo pistolero son explosivas.Odetta cree que todo lo que lesucede es un sueño o unaalucinación; Detta, un intelectomucho más brutalmente directo,se consagra a la tarea de acabarcon Roland y Eddie, a quienes vecomo dos diablos blancostorturadores.

Jack Mort, un asesino

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psicópata que se esconde tras latercera puerta (Nueva York amediados de los años setenta), esLa Muerte. Mort ya ha provocadograndes cambios en la vida deOdetta Holmes/Detta Walker endos ocasiones, aunque ninguno deellos lo sabe. Mort, cuyo modusoperandi consiste en empujar asus víctimas o arrojarles algodesde lo alto, le ha hecho las doscosas a Odetta en el curso de sudemencial pero muy cautelosacarrera. Cuando Odetta era niña,le dejó caer en la cabeza unladrillo que sumió a la pequeña

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en un estado de coma y provocóel nacimiento de Detta Walker, lahermana oculta de Odetta. Añosdespués, en 1959, Mort vuelve aencontrarse con Odetta y laempuja a las vías del metro en laestación de Greenwich Village,delante de un tren en marcha.Odetta sobrevive a este nuevoatentado, pero no sale indemne: eltren le corta las piernas a la alturade la rodilla.

Solo la presencia de un joveny heroico médico (y tal vez eldesagradable pero indómitoespíritu de Detta Walker)

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consigue salvarle la vida… o esoparece. A ojos de Roland, estasinteracciones apuntan a un podersuperior a la mera coincidencia;él cree que las fuerzas titánicasque rodean la Torre Oscura hanempezado a congregarse denuevo.

Roland descubre que JackMort puede hallarse además en elcorazón de otro misterio —unmisterio que es también unaparadoja que amenaza condestruirle la mente—, pues lavíctima que Mort está acechandoen el momento en que el pistolero

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se introduce en su vida no es otraque Jake, el muchacho queRoland conoció en la Estación dePaso y perdió bajo las montañas.Roland nunca ha tenido motivospara dudar del relato de Jakesobre su muerte en nuestro mundoni para indagar quién fue suasesino: Walter, naturalmente.Jake lo vio vestido de sacerdotecuando la muchedumbre secongregaba en torno al lugardonde él yacía agonizante, yRoland nunca ha puesto en dudasu descripción.

Tampoco es que la ponga en

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duda ahora; Walter estaba allí,claro que estaba, de eso no cabeduda. Pero ¿y si hubiera sido JackMort, y no Walter, quien empujó aJake hacia el Cadillac que acabócon su vida? ¿Es eso posible?Roland no lo sabe, no está seguro,pero si en verdad sucedió así,¿dónde está Jake ahora? ¿Muerto?¿Vivo? ¿Atrapado en algún puntodel tiempo?

Y si Jake Chambers siguesano y salvo en su propio mundo,en el Manhattan de mediados delos años setenta, ¿cómo es queRoland todavía se acuerda de él?

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A pesar de estadesconcertante y acaso peligrosacomplicación, la prueba de laspuertas —y la llegada de los tres— concluye con éxito paraRoland.

Eddie Dean acepta su lugar enel mundo de Roland porque se haenamorado de La Dama de lasSombras. Detta Walker y OdettaHolmes, las otras doscomponentes del trío de Roland,se funden en una solapersonalidad que combina rasgosde Detta y de Odetta cuando elpistolero consigue por fin obligar

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a cada personalidad a quereconozca la existencia de la otra.Este híbrido es capaz de aceptar ydevolver el amor que Eddie leprofesa. Odetta Susannah Holmesy Detta Susana Walker seconvierten así en una nuevamujer, una tercera mujer:Susannah Dean.

Jack Mort perece bajo lasruedas del mismo metro —ellegendario tren A— que quince odieciséis años antes había segadolas piernas de Odetta. No es quese pierda gran cosa con sumuerte.

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Y por primera vez en años sincuento, Roland de Gilead ya noestá solo en su búsqueda de laTorre Oscura. Cuthbert y Alain,sus perdidos camaradas deantaño, han sido sustituidos porEddie y Susannah… pero algohay en el pistolero que loconvierte en mala medicina parasus amigos.

Muy mala medicina, enverdad.

Las tierras baldías retoma lahistoria de estos tres peregrinossobre la faz de Mundo Medioalgunos meses después de la

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confrontación ante la últimapuerta de la playa. Han recorridoun buen trecho tierra adentro.

El período de reposo seacerca a su fin, y ha comenzadoun período de aprendizaje.Susannah está aprendiendo adisparar… Eddie estáaprendiendo a tallar… y elpistolero está aprendiendo qué seexperimenta cuando uno pierde lamente, un fragmento tras otro.

(Una última nota: mis lectoresde Nueva York se darán cuenta deque me he tomado ciertaslibertades geográficas con la

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ciudad. Espero que me seanperdonadas).

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A heap of broken images,where the sun beats,And the dead tree givesno shelter, the cricket norelief,And the dry stone nosound of water. OnlyThere is shadow underthis red rock,(Come in under theshadow of this red rock),And I will show yousomething different fromeitherYour shadow in themorning striding behind

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youOr your shadow atevening rising to meetyou;I will show you fear in ahandful of dust.

T. S. ELIOTThe Waste Land

If there pushed anyragged thistle-stalk

Above his mates, the

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head was chopped, thebents

Were jealous else.What made those holesand rentsIn the dock’s harshswarth leaves, bruised asto balkAll hope of greenness? tiss brute must walk

Pashing their life out,with a brute’s intents.

ROBERT BROWNINGChilde Roland to the Dark Tower

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Came

«What river is it?»enquired Millicent idly.«It’s only a stream. Well,perhaps a little more thanthat. It’s called

[the Waste».«Is it really?»«Yes», said Winifred, «itis».

ROBERT AICKMAN

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Hand in Glove

Un montón de imágenesrotas, en las que pega elsol,y el árbol muerto no darefugio, ni el grilloalivio,ni la piedra seca sonidode agua. Solohay sombra bajo estaroca roja(ven a la sombra de estaroca roja),

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y te mostraré algodistintode tu sombra de lamañana que avanza trasde tio de tu sombra delatardecer que se alza a tuencuentro;te mostraré el miedo enun puñado de polvo.

T. S. ELIOTLa tierra baldía

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Si algún rasgado tallo decardo se elevabasobre sus compañeros, lecortaban la cabeza; losgachostenían celos si no. ¿Quéhizo esos agujeros ydesgarronesen las ásperas hojas decésped del embarcadero,aplastadascomo para frustrar todaesperanza de verdor? Esque alguna

[bestia debe andardestrozando su vida, con

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intentos de bestia.

ROBERT BROWNINGChilde Roland a la Torre Oscura

llegó

—¿Qué río es? —inquirió Millicentociosamente.

—Solo es un arroyo.Bueno, quizá un poquitínmás que eso.Se llama el Waste.

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—¿De veras?—Sí —dijo Winifred

—. Así se llama.

ROBERT AICKMANLa mano enguantada

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UNO

Era la tercera vez que disparabacon munición real, y la primeraque lo hacía desenfundando de lapistolera que Roland habíaconfeccionado para ella.

Disponían de munición enabundancia; Roland había traídomás de trescientos cartuchosdesde el mundo en que Eddie ySusannah Dean habían vivido sus

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vidas hasta el momento de serinvocados. Pero tener municiónen abundancia no significaba quepudieran malgastarla, sino todo locontrario. Los dioses no veíancon buenos ojos a losderrochadores. Roland había sidoeducado en esta creencia, primeropor su padre y luego por Cort, sumayor maestro, y aún la mantenía.Tal vez aquellos dioses nocastigaran de inmediato, perotarde o temprano habría quecumplir la penitencia… y cuantomás larga la espera, mayor seríala pena.

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De todos modos, al principiono habían necesitado municiónreal. Roland llevaba más añosdisparando de los que la mujermorena de la silla de ruedashubiera podido imaginar. Alprincipio la corregía observandosencillamente cómo apuntaba ydisparaba sin bala contra losblancos que él le preparaba. Lamujer aprendía deprisa. Tantoella como Eddie aprendíandeprisa.

Tal como Roland habíasospechado, los dos eranpistoleros natos.

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Aquel día, Roland y Susannahhabían llegado a un claro a menosde un par de kilómetros delcampamento que desde hacía casidos meses era su hogar en losbosques. Los días veníantranscurriendo con dulcesemejanza. El cuerpo delpistolero se iba curando mientrasEddie y Susannah aprendían loque el pistolero tenía queenseñarles: cómo disparar, cómocazar, cómo destripar y limpiar loque habían matado; cómo tensarprimero las pieles de sus presas,y cómo secarlas y curtirlas luego;

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cómo utilizar todo lo que sepudiera utilizar de forma queninguna parte del animal quedaradesaprovechada; cómo encontrarel norte por la Vieja Estrella y elsur por la Vieja Madre; cómoescuchar al bosque en queentonces se hallaban, cienkilómetros o más al nordeste delMar del Oeste. Aquel día Eddiese había quedado atrás, y elpistolero no se sentía preocupadopor ello. Las lecciones que serecuerdan por más tiempo —Roland no lo ignoraba— sonsiempre las que uno aprende por

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sí mismo.Pero la que había sido

siempre la lección másimportante aún seguía siéndolo:cómo disparar y cómo acertartodas las veces a lo que unodisparaba. Cómo matar.

Los linderos del claro estabanformados por abetos oscuros yolorosos que lo rodeaban en unsemicírculo irregular. Hacia elsur, el terreno se quebrababruscamente y caía un centenar demetros en una serie de repisas deesquisto desmenuzado y abruptosacantilados, como la escalera de

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un gigante. Un arroyo transparentesurgía del bosque y cruzaba elclaro por su centro, burbujeandoprimero por un profundo canalexcavado en la tierra esponjosa yla piedra quebradiza,derramándose luego por elastilloso suelo de roca quedescendía en una suave pendientehasta el punto en que la tierra sedesplomaba.

El agua fluía por los peldañosen una sucesión de cascadas quecreaban un sinnúmero de arco iristemblorosos. Más allá se abría unprofundo y magnífico valle

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cubierto de abetos, entre los quealgunos olmos antiguos ypoderosos se negaban a dejarseexpulsar. Estos se erguían verdesy frondosos, árboles que acasofueran ya viejos cuando la tierrade la que Roland procedía eraaún joven. El pistolero noadvirtió ningún indicio de que elvalle hubiera ardido jamás,aunque suponía que en unmomento u otro debía de haberatraído al rayo. Pero tampocohabrían sido los rayos el únicopeligro. En alguna época remotahabía vivido gente en aquel

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bosque; durante las últimassemanas, Roland había visto susrestos en más de una ocasión. Lamayoría eran objetos primitivos,pero entre ellos se encontrabanfragmentos de alfarería que solopodían haberse cocido al fuego. Yel fuego era un elemento malignoque se deleitaba en escapar de lasmanos que lo creaban.

Sobre este panorama de libroilustrado se combaba unintachable cielo azul por el quealgunas cornejas volaban encírculos a varios kilómetros deallí, graznando con sus antiguas y

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herrumbrosas voces. Parecíaninquietas, como si amenazaratormenta, pero Roland habíaolfateado el aire y no había lluviaen él.

A la izquierda del arroyo sealzaba un peñasco. Roland habíacolocado sobre él seis lascas depiedra. Todas estabanprofusamente moteadas de mica, ybajo el tibio sol de la tarderelucían como lentes.

—La última oportunidad —avisó el pistolero—. Si lapistolera te resulta incómoda,aunque sea en lo más mínimo,

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dímelo ahora. No hemos venidoaquí a malgastar balas.

La mujer le dirigió unamirada sardónica, y Roland creyóver por un instante a Detta Walkeren su interior. Como un guiñoarrancado por un sol brumoso auna barra de acero.

—¿Qué harías si me resultaraincómoda y no te lo dijera, sifallara con esas seis cositasmenudas? ¿Me darías un bofetóncomo solía hacer aquel maestrotuyo?

El pistolero sonrió. Habíasonreído más en las últimas cinco

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semanas que en los cinco añosque las habían precedido.

—No puedo hacer eso, y tú losabes. Para empezar, éramosniños; niños que aún no habíamospasado nuestros ritos de hombría.Se puede abofetear a un niño paracorregirlo, pero…

—En mi mundo, las personassensibles tampoco ven conbuenos ojos que se abofetee a lospequeños —le interrumpióSusannah secamente.

El pistolero se encogió dehombros. Se le hacía difícilimaginar un mundo así —¿acaso

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el Gran Libro no decía: «No seasparco con la vara para que elniño no se malcríe»?—, pero nocreía que Susannah estuvieramintiendo.

—Tu mundo no se ha movido.Muchas cosas son distintas allí.¿Acaso no lo vi con mis propiosojos?

—Supongo que sí.—En todo caso, Eddie y tú no

sois niños. No estaría bien que ostratara como si lo fuerais. Y sihicieran falta pruebas, los dos lashabéis pasado.

Aunque no lo dijo, pensaba en

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lo sucedido en la playa, cuandoSusannah envió al infierno a tresde aquellas langostruosidadesantes de que pudieran mondarleslos huesos a Eddie y a él. Vio queella respondía con una sonrisa ypensó que quizá estuvierarecordando el mismo episodio.

—¿Y qué vas a hacer si lacago en todos los tiros?

—Te miraré. Creo que esoserá suficiente.

Ella sopesó estas palabras yal final asintió.

—Podría ser.Probó de nuevo la canana. Le

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cruzaba el pecho casi como unasobaquera (una disposición queRoland concebía como un abrazode estibador) y parecía bastantesencilla, pero habían hecho faltavarias semanas de intentos yerrores, y muchos retoques yadaptaciones, para que quedara ala perfección. El cinto y elrevólver, que asomaba su gastadaempuñadura de sándalo por elborde de la antigua pistoleraengrasada, habían pertenecido enotro tiempo al pistolero; lapistolera había colgado sobre sucadera derecha. Roland había

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necesitado buena parte deaquellas cinco semanas parallegar a admitir que nunca másvolvería a colgar allí. Gracias alas langostruosidades, ahora eraestrictamente un pistolero zurdo.

—Bueno, ¿cómo te sienta? —volvió a preguntar.

Esta vez Susannah se rio deél.

—Roland, esta podridapistolera es todo lo cómoda quepuede llegar a ser. Ahora,¿quieres que dispare o vamos aquedarnos a escuchar cómocantan las cornejas allá arriba?

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El pistolero sintió hormiguearbajo su piel los deditos agudos dela tensión y supuso que a vecesCort habría sentido lo mismo trassu fachada imperturbable yceñuda. Quería que fuera buena…Mejor dicho, necesitaba que fuerabuena. Pero demostrarabiertamente cuánto lo quería y lonecesitaba podía conducir aldesastre.

—Repíteme otra vez lalección, Susannah.

Ella suspiró con fingidaexasperación, pero mientrashablaba se le borró la sonrisa, y

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su rostro oscuro y hermoso sepuso solemne. Y de sus labios elpistolero volvió a oír el antiguocatecismo, renovado en su boca.Nunca había esperado oír deciraquellas palabras a una mujer.Qué naturales sonaban… peroqué extrañas y peligrosas,también.

—No apunto con la mano;aquella que apunta con la mano haolvidado el rostro de su padre.

»Apunto con el ojo.»No disparo con la mano;

aquella que dispara con la manoha olvidado el rostro de su padre.

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»Disparo con la mente.»No mato con la pistola… —

Se interrumpió y señaló laspiedras refulgentes de micacolocadas sobre el peñasco—.De todos modos, no voy a matarnada. Solo son pedacitos de roca.

Su expresión —un pocoaltanera, un poco traviesa— dabaa entender que esperaba queRoland se exasperase con ella.Pero Roland se había encontradodonde ella se encontraba ahora;no había olvidado que losaprendices de pistolero erandíscolos y fogosos, impertinentes

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y dados a morder precisamente enel momento equivocado… y habíadescubierto en su interior unacapacidad inesperada. Sabíaenseñar. Más aún, le gustabaenseñar, y de vez en cuando sesorprendía preguntándose si aCort le sucedía lo mismo.Sospechaba que sí.

En aquel momento otrascornejas empezaron a graznarroncamente, ahora desde elbosque situado a sus espaldas.Una parte de la mente de Rolandse dio cuenta de que estos nuevosgraznidos eran agitados y no

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meramente bulliciosos; sonabancomo si algo hubiera asustado alos pájaros y hubieranabandonado lo que estuviesendevorando. Pero tenía cosas másimportantes en qué pensar que enlo que hubiera podido asustar auna bandada de cornejas, así quese limitó a registrar el dato yvolvió a centrar su atención enSusannah. Comportarse de otromodo con un aprendiz era comopedir un segundo mordisco, estavez menos juguetón. ¿Y de quiénsería la culpa? ¿De quién, si nodel maestro? ¿Acaso no estaba

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entrenándola para morder?¿Acaso no estaban entrenándoselos dos para morder? ¿Noconsistía en eso ser un pistolero,una vez eliminadas las severasfrases del ritual y apagadas lasférreas notas de gracia delcatecismo? ¿Acaso no era él (oella) un halcón humano, entrenadopara morder a la voz de mando?

—No —replicó—. No sonpiedras.

Ella enarcó un poco las cejasy empezó a sonreír de nuevo. Alver que Roland no iba a estallarcomo a veces hacía cuando ella

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se mostraba lenta o impertinente(al menos de momento), sus ojosvolvieron a adquirir aqueldestello burlón de sol sobre aceroque él relacionaba con DettaWalker.

—¿Ah, no?Su tono provocativo era aún

amistoso, pero a él le pareció quese volvería malintencionado si selo permitía. La mujer estaba entensión, alerta, medio enseñandoya las garras.

—No, no lo son —repitió,devolviéndole la burla. Tambiénsu sonrisa empezó a regresar,

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pero era dura y desprovista dehumor—. Susannah, ¿te acuerdasde los blancos hijeputas?

La sonrisa de ella empezó adesvanecerse.

—¿Los blancos hijeputas deOxford Town?

La sonrisa se borró porcompleto.

—¿Recuerdas lo que losblancos hijeputas os hicieron a tiy a tus amigos?

—Aquella no era yo —protestó Susannah—. Aquella eraotra mujer. —Sus ojosadquirieron una expresión hosca y

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apagada. Roland detestabaaquella expresión, pero al mismotiempo se sentía encantado conella. Era la expresión perfecta, laque anunciaba que las astillasestaban ardiendo bien y que losleños más grandes no tardarían enprender.

—Sí que lo eras. Te guste ono, eras Odetta Susannah Holmes,hija de Sarah Walker Holmes. Notú como eres ahora, sino tú comoeras. ¿Recuerdas las manguerascontra incendios, Susannah? ¿Ylos dientes de oro? ¿Recuerdascómo los veías mientras

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utilizaban las mangueras contra tiy tus amigos en Oxford, y cómolos veías brillar cuando se reían?

Todas estas cosas, y muchasotras, se las había contado ella alo largo de muchas nochesmientras se consumía la hogueradel campamento. El pistolero nolo entendía todo, pero aun así laescuchaba con atención. Yrecordaba. Al fin y al cabo, eldolor era una herramienta. Aveces era la mejor herramienta.

—¿Qué te pasa, Roland? ¿Porqué te empeñas en remover esabasura?

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Ahora los ojos hoscos locontemplaban con un brillopeligroso; le recordaban los ojosde Alain cuando el bonachón deAlain se enfurecía por fin.

—Esas piedras de allá sonaquellos hombres —dijo Rolandcon voz suave—. Los hombresque te encerraron en una celda ydejaron que te ensuciaras encima.Los hombres de los garrotes y losperros. Los hombres que tellamaban negra de mierda. —Lasseñaló con el dedo,desplazándolo de izquierda aderecha—. Aquel es el que te

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pellizcó los pechos y se rio.Aquel es el que dijo que tendríaque comprobar que no llevarasnada escondido dentro del culo.Aquel es el que dijo que eras unchimpancé con un vestido dequinientos dólares. Aquel es elque no cesaba de pasar la porrasobre los radios de tu silla deruedas, hasta que creíste queaquel sonido iba a volverte loca.Aquel es el que llamó «rojillomaricón» a tu amigo Leon. Y eldel extremo, Susannah, es JackMort.

»Ahí. Esas piedras. Esos

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hombres.Ella había empezado a

respirar con rapidez, y su pechose alzaba y caía en velocessacudidas bajo la canana delpistolero con su pesada carga debalas. Sus ojos ya no mirabanhacia él; se habían vuelto hacialas lascas de piedra moteadas demica. A sus espaldas, y a ciertadistancia, un árbol se astilló ycayó al suelo. Más cornejasgraznaron en el cielo. Absortos enel juego que ya no era un juego,ninguno de los dos se dio cuenta.

—¿Ah, sí? —jadeó ella—.

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Conque sí, ¿eh?—Así es. Ahora, di la

lección, Susannah, y sé certera.Esta vez las palabras se

desprendieron de sus labios comopequeños fragmentos de hielo. Lamano derecha le temblabaligeramente sobre el brazo de lasilla de ruedas, como un motor alralentí.

—No apunto con la mano;aquella que apunta con la mano haolvidado el rostro de su padre.

»Apunto con el ojo.—Bien.—No disparo con la mano;

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aquella que dispara con la manoha olvidado el rostro de su padre.

»Disparo con la mente.—Así ha sido siempre,

Susannah Dean.—No mato con la pistola;

aquella que mata con la pistola haolvidado el rostro de su padre.

»Mato con el corazón.—¡Pues entonces MÁTALOS,

por la gloria de tu padre! —gritóRoland—. ¡MÁTALOS ATODOS!

Su mano derecha fue unamancha borrosa entre el brazo dela silla y la culata del revólver de

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seis tiros de Roland. Desenfundóen un segundo, y su manoizquierda descendió y abanicó elpercutor en una serie de pasadascasi tan veloces y delicadas comoel aleteo de un colibrí. Seisdetonaciones secas resonaron a loancho del valle, y cinco de losseis trozos de piedra colocadossobre el peñasco desaparecieronde la existencia en un parpadeo.

Durante un instante ninguno delos dos dijo nada —pareció queni siquiera respiraban— mientraslos ecos rebotaban de un lado aotro, apagándose lentamente.

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Hasta las cornejas callaron, almenos por el momento.

El pistolero rompió elsilencio con cuatro palabrasapagadas, aunque extrañamenteenfáticas.

—Ha estado muy bien.Susannah contempló la pistola

que sostenía en la mano como sino la hubiera visto nunca. Unzarcillo de humo surgía delcañón, perfectamente recto en elsilencio sin viento. Después, sinapresurarse, la devolvió a lapistolera que colgaba bajo supecho.

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—Bien, pero no perfecto —dijo al fin—. He fallado uno.

—¿De veras? —Roland seacercó al peñasco y cogió laúnica piedra que quedaba. Lamiró de soslayo y se la lanzó.

Ella la atrapó con la manoizquierda; la derecha —observóél con aprobación— permaneciócerca de la pistola enfundada.Susannah disparaba mejor y conmás naturalidad que Eddie, perohabía tardado más que él enaprender esta lección enparticular. Si hubiera estado conellos durante el tiroteo en el club

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nocturno de Balazar, quizá lahabría aprendido. Ahora,comprobó Roland, empezaba porfin a asimilarla. Susannahexaminó la piedra y vio unamuesca de apenas un milímetro ensu parte superior.

—Solo la has rozado —leexplicó Roland mientrasregresaba a su lado—, pero en untiroteo a veces basta con eso. Sirozas a un tipo, le haces perder lapuntería… —Hizo una pausa—.¿Por qué me miras así?

—No lo sabes, ¿eh?Realmente no lo sabes.

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—No. Muchas veces tu menteestá cerrada para mí, Susannah.

No habló a la defensiva, yella meneó la cabeza conexasperación. A él, la veloz danzamovediza de la personalidad deSusannah a veces le poníanervioso; a ella, la aparenteincapacidad de Roland para decirotra cosa que no fueraexactamente aquello en queestaba pensando nunca dejaba deproducirle el mismo efecto. Erael hombre más literal que jamáshabía conocido.

—Muy bien —respondió ella

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—, voy a decirte por qué te miroasí, Roland. Porque lo que me hashecho ha sido una sucia jugarreta.Dijiste que no me abofetearías,que no podrías abofetearmeaunque me pusiera borde… pero,una de dos, o me has mentido oeres muy estúpido, y me constaque no eres ningún estúpido. Lagente no siempre abofetea con lamano, como cualquier hombre omujer de mi raza puede atestiguar.En el lugar de donde vengotenemos un dicho: «Piedras ybastones pueden romperme loshuesos…».

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—«… pero las provocacionesnunca me harán daño» —concluyó Roland.

—Bueno, no lo decimosexactamente así, pero supongoque se acerca bastante. Lo digascomo lo digas, es una gilipollez.Lo que acabas de hacer es darmeun vapuleo con palabras. Tuspalabras me han dolido, Roland.¿Vas a quedarte ahí parado ydecirme que no lo sabías?

Lo contempló con brillante ysevera curiosidad desde su silla,y Roland pensó —no por primeravez— que los blancos hijeputas

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del país de Susannah debían dehaber sido muy valientes o muylerdos para atreverse a zaherirla,con silla de ruedas o sin ella. Ydespués de haberse paseado entreellos, no creía que el valor fuesela respuesta.

—Ni he pensado en tu dolorni me ha preocupado —contestópacientemente—. Te he vistoenseñar los dientes y supe quepretendías morder, así que te metíun palo en la boca. Y hafuncionado, ¿verdad?

La expresión de Susannahreflejó un dolorido desconcierto.

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—Pero… ¡Cabrón!En lugar de responder, él

retiró la pistola de su funda, abrióel tambor con los dos dedos quele quedaban en la mano derecha yempezó a recargarlo con laizquierda.

—De todos los déspotasarrogantes…

—Necesitabas morder —leinterrumpió él en el mismo tonopaciente—. Si no, habríasdisparado mal; habrías disparadocon la mano y la pistola, y no conel ojo, la mente y el corazón. ¿Hasido eso una mala jugada? ¿Ha

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sido arrogante? Yo creo que no.Creo, Susannah, que eras tú laque llevaba arrogancia en elcorazón. Creo que eras tú la quepensaba en jugarretas. Pero esono me preocupa. Todo locontrario. Un pistolero sin dientesno es un pistolero.

—¡Yo no soy ningúnpistolero, maldita sea!

Roland lo pasó por alto;podía permitírselo. Si ella no eraun pistolero, él era un bilibrambo.

—Si estuviéramos jugando,podría haberme comportado deotro modo, pero esto no es ningún

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juego. Es…Se llevó la mano buena a la

frente y la dejó allí, con los dedosencorvados justo por encima dela sien izquierda. Las puntas delos dedos, observó ella,temblaban ligeramente.

—¿Qué te pasa, Roland? —lepreguntó con suavidad.

La mano descendió poco apoco. El pistolero devolvió eltambor a su lugar y depositó elrevólver en la funda que ellallevaba colgada.

—Nada.—Sí, te pasa algo. Lo he

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visto. Y Eddie también lo havisto. Empezó poco después deque dejáramos la playa. Es algomalo, y está empeorando.

—No me pasa nada —repitió.Ella extendió las manos y

cogió las de él. Su ira se habíaesfumado, al menos por elmomento. Le miró fijamente a losojos.

—Eddie y yo… Este no esnuestro mundo, Roland. Aquímoriríamos sin ti. Tenemos tuspistolas y sabemos utilizarlas, túnos has enseñado a hacerlobastante bien, pero aun así

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moriríamos. Nosotros… nosotrosdependemos de ti. Así que,cuéntame qué anda mal. Deja queintente ayudarte. Déjanos queintentemos ayudarte.

Roland nunca había sido unhombre que se comprendiera a símismo en profundidad, ni que seinteresara por ello; la idea dereflexionar sobre sí mismo, nohablemos ya de analizarse, leresultaba ajena. Su estiloconsistía en actuar; consultarrápidamente sus procesosinteriores, del todo misteriosos, ya continuación actuar. De todos

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ellos, él era el producto másperfecto, un hombre cuyo núcleoprofundamente romántico estabaencerrado en una caja brutalmentesencilla hecha de instinto ypragmatismo. En aquel momentodio una de esas fugaces miradas asu interior y decidió contárselotodo a Susannah. Le pasaba algo;oh, sí, no cabía la menor duda.Algo andaba mal en su mente;algo tan sencillo como sunaturaleza y tan extraño como lavida fantástica y vagabunda a laque esa naturaleza le habíaempujado.

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Abrió la boca para decir:«Voy a explicarte lo que andamal, Susannah, y te lo explicarécon solo tres palabras. Estoyvolviéndome loco». Pero antes deque pudiera empezar, otro árbolse desplomó en el bosque con ungran estrépito rechinante. Estehabía caído más cerca, y esta vezno estaban profundamenteabsortos en una lucha devoluntades disfrazada de lección.Los dos lo oyeron, los dos oyeronel agitado graznar de cornejas queresonó a continuación, y los dosse dieron cuenta de que el árbol

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había caído cerca de sucampamento.

Susannah se había vuelto en ladirección del ruido, peroenseguida sus ojos grandes yconsternados se posaron en elrostro del pistolero.

—¡Eddie! —exclamó.Un grito se alzó en la

profunda espesura verde de losbosques que se extendían a susespaldas, un abrumador grito derabia. Cayó otro árbol, y despuésotro. Su caída sonaba como unasalva de fuego de mortero.Madera seca —pensó el

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pistolero—. Árboles muertos.—¡Eddie! —Esta vez fue un

alarido—. ¡Sea lo que sea, estácerca de Eddie! —Las manos deSusannah volaron hacia lasruedas de su silla y emprendieronla laboriosa tarea de hacerlagirar.

—No hay tiempo para eso. —Roland la cogió por debajo de losbrazos y la alzó en vilo. Ya lahabía cargado antes, cuando elterreno era demasiado irregularpara la silla de ruedas los doshombres habían cargado con ella,pero, aun así, su asombrosa e

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implacable velocidad no dejó desorprenderla. Un momento antesestaba en la silla de ruedas, unartefacto adquirido en la mejortienda de artículos de ortopediade Nueva York en el otoño de1962. Y al siguiente seencontraba en precario equilibriosobre los hombros de Roland,como una animadora, con susvigorosos muslos apretando loslados de su cuello, y las manos deél aguantándola por la espalda. Elpistolero empezó a correr conella a cuestas, pisoteando con susbotas la tierra cubierta de agujas

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de pino entre los surcos dejadospor la silla de ruedas.

—¡Odetta! —gritó, volviendoen este momento de tensión alnombre con que la habíaconocido—. ¡No pierdas lapistola! ¡Por la gloria de tu padre!

Se internó a toda velocidadentre los árboles. Encajes desombras y brillantes cadenashechas de manchas de sol sedeslizaban sobre ellos enmovedizos mosaicos mientrasRoland alargaba sus zancadas.Corrían cuesta abajo. Susannahalzó la mano izquierda para

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protegerse del azote de una ramadoblada por el hombro delpistolero, al mismo tiempo que sumano derecha descendía hasta laculata del antiguo revólver.

Un kilómetro y medio, pensó.¿Cuánto se tarda en recorrer unkilómetro y medio al paso quelleva? No mucho, si consigue noperder pie sobre estasresbaladizas agujas… pero quizádemasiado. Que no le pase nada,Dios mío, que no le pase nada ami Eddie.

A modo de respuesta, oyó quela bestia invisible lanzaba su

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grito de nuevo. Su abrumadoravoz era como un trueno. Comouna maldición.

DOS

Era la mayor criatura de aquellafloresta antaño conocida comolos Grandes BosquesOccidentales, y también la másvieja. Muchos de los enormes yantiguos olmos que Roland habíavisto en el valle de abajo eranpoco más que vástagos queapenas brotaban del suelo cuando

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el oso surgió como un ser brutal yerrabundo de las vagasextensiones desconocidas deMundo Exterior.

En otro tiempo, el PuebloAntiguo había habitado en losBosques Occidentales (suyos eranlos restos que Roland encontrabade vez en cuando desde hacíaunas semanas) y se habíamarchado por temor al osoenorme y en apariencia inmortal.Al principio, cuandodescubrieron que no estabansolos en el nuevo territorio al quehabían llegado, intentaron

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matarlo, pero aunque sus flechaslo enfurecían, no lograbanproducirle un verdadero daño. Yal oso, a diferencia de los demásanimales del bosque, incluso losfelinos predadores que criaban yse amadrigaban en los cerrosarenosos de poniente, no se leescapaba la causa de sustormentos. No; el oso sabía muybien de dónde procedían lasflechas. Lo sabía. Y por cadaflecha que hallaba su blanco en lacarne oculta bajo su holgada piel,él se llevaba tres, cuatro, y aveces hasta media docena del

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Pueblo Antiguo. Niños si podíahacerse con ellos, o mujeres encaso contrario. A sus guerreroslos desdeñaba, y este era elcolmo de la humillación.

Finalmente, cuando se leshizo patente la verdaderanaturaleza de la bestia, cesaronsus intentos de aniquilarla. Era laencarnación de un demonio, porsupuesto, o la sombra de un dios.Le llamaron Mir, que para ellossignificaba «el mundo de debajodel mundo». Se erguía a más deveinte metros de estatura, ydespués de dieciocho siglos o

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más de reinado indiscutido en losBosques Occidentales estabamuriendo. Tal vez el instrumentode su muerte hubiera sido enprincipio un organismomicroscópico presente en algoque había comido o bebido; talvez fuera la edad, y másprobablemente una combinaciónde ambas cosas.

La causa no tenía importancia;el resultado final —una coloniade parásitos que se multiplicabanrápidamente devorando sufabuloso cerebro— sí la tenía.Tras años de cordura calculadora

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y brutal, Mir se había vuelto loco.El oso se había dado cuenta

de que nuevamente había sereshumanos en su bosque; él reinabaen los bosques y, aunque eranvastos, nada importante queocurriera en ellos escapaba pormucho tiempo a su atención.Había evitado a los reciénllegados no porque los temiera,sino porque no tenía nada contraellos, ni ellos contra él. Pero losparásitos habían dado comienzo asu tarea, y a medida que seacentuaba la demencia del oso,este se convenció de que era otra

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vez el Pueblo Antiguo, queaquellos tramperos e incendiariosde bosques habían regresado y notardarían en reanudar susestúpidas maldades de siempre.Solo cuando yacía ya en su últimaguarida, a unos cincuentakilómetros de distancia de losrecién llegados, más enfermocada amanecer de lo que loestuviera el anochecer anterior,llegó a creer que el PuebloAntiguo había dado finalmentecon una maldad que era eficaz:veneno.

Esta vez no fue a vengarse de

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alguna herida insignificante, sinoa exterminarlos antes de que suveneno terminara de ejercer suefecto en él… y mientras viajaba,cesó todo pensamiento. Lo querestaba era rabia al rojo, elzumbido oxidado de la cosa quetenía en lo alto de la cabeza —lacosa giratoria situada entre susoídos, que en otro tiempo habíafuncionado en suave silencio— yun sentido del olfatomisteriosamente agudizado que leconducía sin error hacia elcampamento de los tresperegrinos.

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El oso, cuyo auténtico nombreno era Mir sino otrocompletamente distinto, se abríapaso por el bosque como unedificio ambulante, una hirsutatorre de ojos pardorrojizos. Yaquellos ojos refulgían de fiebrey de locura. Su enorme cabeza,engalanada ahora con unaguirnalda de ramas y agujas deabeto, se bamboleaba sin cesar deun lado a otro. De cuando encuando estornudaba con una sordaexplosión de sonido —¡ACHÍS!—, y de los agujeros de sugoteante nariz surgían nubes de

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blancos y culebreantes parásitos.Sus zarpas, armadas de unasgarras curvas que medían casi unmetro de longitud, desgarrabanlos árboles. Caminaba erguido,dejando profundas huellas en latierra blanda y negruzca bajo losárboles. Hedía a bálsamo fresco ya mierda vieja y agria.

La cosa que llevaba en lo altode la cabeza chirriaba y zumbaba,zumbaba y chirriaba.

La trayectoria del oso semantenía casi constante: una línearecta que lo conduciría alcampamento de quienes habían

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osado regresar a su bosque, dequienes habían osado llenar sucabeza con una agonía verdeoscuro. Pueblo Antiguo o PuebloNuevo, todos morirían. Cuandopasaba junto a un árbol muerto, aveces se apartaba de la línearecta lo suficiente paraderribarlo. Le complacía elrugido seco y explosivo de sucaída; cuando el árbol sedesplomaba por fin sobre el suelodel bosque en toda su podridalongitud o quedaba apoyadocontra uno de sus compañeros, eloso reanudaba su avance por

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entre los haces inclinados de sol,enturbiados por las flotantespartículas de serrín.

TRES

Dos días antes, Eddie Dean habíaempezado a tallar de nuevo; laprimera vez que tallaba algodesde los doce años. Recordabaque disfrutaba haciéndolo, y queademás se le daba bien. Estoúltimo no lo recordaba concerteza, pero al menos había unaclara indicación de que así era:

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Henry, su hermano mayor, nosoportaba verlo tallar.

«¡Ay, mira el mariquita! —decía Henry—. ¿Qué estáshaciendo hoy, mariquita? ¿Unacasa de muñecas? ¿Un orinal paratu pichulina? ¡Ohhh…! ¡QuéMONO!».

Henry nunca se mostrabafranco y le decía a Eddie que nohiciera algo; nunca se le acercabapara decirle a las claras: «¿Teimportaría dejar de hacer eso,hermano? Comprende, es que estámuy bien, y cuando haces algoque está muy bien me pongo

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nervioso. Porque, ya sabes, sesupone que soy yo quien hace lascosas muy bien en esta casa. Yo.Henry Dean. Así que escucha quévoy a hacer, hermano: me voy ameter contigo en ciertas cosas.No te diré: «Deja de hacer eso,que me pones nervioso», porquepodría dar la impresión de quetengo algún problema en lacabeza, ya sabes. Pero puedometerme contigo porque eso esparte de lo que hacen loshermanos mayores, ¿verdad?Forma parte de la imagen. Memeteré contigo y te provocaré y

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me burlaré de ti hasta que LODEJES de una jodida vez.¿Comprendes?».

Bueno, no estaba bien, nadabien, pero en casa de los Dean lascosas generalmente marchabancomo Henry quería quemarcharan. Y hasta hacía muypoco le había parecido correcto;bien no, pero sí correcto. Habíaahí una diferencia pequeña perocrucial, si uno alcanzaba acaptarla. Había dos motivos paraque pareciera correcto. Uno eraun motivo de por encima; el otroun motivo de por debajo.

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El motivo de por encima eraque Henry tenía que vigilar aEddie cuando la señora Deanestaba trabajando. Tenía quevigilar constantemente, porqueantes había existido una hermanaDean, no sé si me entiendes. Siviviera sería cuatro años mayorque Eddie y cuatro menor queHenry, pero esta era la cosa, yaves, que no vivía. La habíaatropellado un conductorborracho cuando Eddie tenía dosaños. Estaba mirando un juego derayuela sobre la acera cuandoocurrió.

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De pequeño, Eddie pensaba aveces en su hermana mientrasescuchaba a Mel Allenretransmitiendo los partidos de laYankee Baseball Network.Alguien aporreaba bien la bola, yMel mugía: «¡Madre mía, le hadado de lleno! ¡HASTA LAVISTA!». Bien, pues el borrachole dio de lleno a Gloria Dean,madre mía, hasta la vista. Gloriaestaba ahora en la gran cubiertasuperior del cielo, y no habíasucedido porque tuviera malasuerte ni porque el estado deNueva York hubiera decidido no

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retirarle el permiso al muy cabróntras su tercer accidente convíctimas, ni siquiera porque Diosse hubiese agachado a recoger uncacahuete; había sucedido (comola señora Dean repetía confrecuencia a sus hijos) porque nohabía nadie que vigilara a Gloria.

La función de Henry consistíaen procurar que a Eddie no lepasara nada por el estilo. Era sufunción y la cumplía, pero noresultaba fácil. En eso estaban deacuerdo Henry y la señora Dean,si no en otra cosa. Los dosrecordaban con frecuencia a

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Eddie lo mucho que Henry sehabía sacrificado para protegerlode automovilistas borrachos,asaltantes y drogadictos, y quizáincluso de extraterrestresmalignos que podían estarcirculando por las inmediacionesde la cubierta superior,extraterrestres que en cualquiermomento podían decidirse adescender de sus ovnis en esquíesde propulsión nuclear parasecuestrar a niñitos como EddieDean. O sea que no estaba bienhacer que Henry se pusiera másnervioso de lo que ya estaba a

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resultas de esta tremendaresponsabilidad. Si a Eddie se leocurría hacer algo que pusieraaún más nervioso a Henry, Eddiedebía dejar de hacerloinmediatamente. Era una forma decompensar a Henry por todo eltiempo que se había pasadovigilando a Eddie. Visto de estemodo, es fácil comprender quefuera muy injusto hacer cualquiercosa mejor que Henry.

Luego estaba el motivo de pordebajo. Ese motivo (el mundo dedebajo del mundo, podríamosdecir) era más poderoso, porque

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nunca podía declararse: Eddie nopodía permitirse ser mejor queHenry en prácticamente nada,porque Henry, en general, novalía para nada… excepto paravigilar a Eddie, por supuesto.

Henry enseñó a Eddie a jugaral baloncesto en una canchacercana al edificio deapartamentos en que vivían, en unsuburbio de hormigón donde lastorres de Manhattan se recortabansobre el horizonte como un sueñoy el subsidio de desempleo era elrey. Eddie era ocho años menorque Henry y mucho más pequeño,

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pero también más rápido. Teníaun instinto natural para el juego;en cuanto pisó el cementoagrietado de la pista con el balónentre las manos, los movimientosidóneos parecieron hervir en susterminaciones nerviosas. Era másrápido, pero eso no representabaun problema. Lo que sírepresentaba un problema eraesto: Eddie era mejor que Henry.Si no lo hubiera averiguado porlos resultados de los partidos deentrenamiento en que a vecesparticipaban, lo habría sabido porlas miradas asesinas de Henry y

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por los duros golpes que Henrysolía darle en el antebrazomientras regresaban a casa. Enteoría estos golpes eran bromitasde Henry —«¡Dos por haberteechado atrás!», gritabaalegremente Henry, y acto seguido¡zas, zas! en el bíceps de Eddiecon un nudillo extendido—, perono parecían bromas. Parecíanadvertencias, parecían unamanera de decirle: «Más te valeno hacerme quedar mal y dejarmeen ridículo cuando subas a lacanasta, hermano; más te vale noolvidar que te estoy vigilando».

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Lo mismo podía decirse de lalectura, el béisbol, el juego de laherradura, las matemáticas, eincluso saltar a la comba, que eraun juego de niñas. Que él eramejor en estas cosas, o quepodría serlo, constituía un secretoque había que guardar a todacosta. Porque Eddie era elhermano menor. Porque Henry lovigilaba. Pero la parte másimportante del motivo de pordebajo era al mismo tiempo lamás sencilla: estas cosas debíanguardarse en secreto porqueHenry era el hermano mayor de

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Eddie, y Eddie lo adoraba.

CUATRO

Dos días atrás, mientras Susannahdespellejaba un conejo y Rolandempezaba los preparativos parala cena, Eddie se había internadoen el bosque, al sur delcampamento. Había visto unaprotuberancia curiosa quesobresalía de un tocón. Leinvadió una sensación extraña —supuso que era lo que la gentellamaba déjà vu— y se quedó

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mirando fijamente laprotuberancia de la madera, queparecía el pomo deformado deuna puerta. Era remotamenteconsciente de que se le habíasecado la boca.

Al cabo de varios segundosse dio cuenta de que estabamirando la protuberancia quebrotaba del tocón pero pensandoen el patio trasero del edificiodonde Henry y él habían vivido,pensando en el contacto delcemento caliente bajo su culo ylos abrumadores olores de labasura del contenedor aparcado

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en el callejón, a la vuelta de laesquina. En este recuerdo él teníaun trozo de madera en la manoizquierda, y en la derecha uncuchillo de mondar sacado delcajón junto al fregadero. El trozode madera que sobresalía deltocón había conjurado la memoriade aquel breve período durante elque estuvo perdidamenteenamorado de la talla. Elrecuerdo estaba tanprofundamente enterrado que alprincipio no había sabido quéera.

Lo que más le gustaba de la

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talla era la parte de «ver», quesucedía antes incluso de queempezara. A veces veía un cocheo un camión. A veces, un perro oun gato. Recordó que una vezhabía sido la cara de un ídolo,uno de aquellos inquietantesmonolitos de la isla de Pascuaque había visto en un ejemplar deNational Geographic, en laescuela. Ese salió bien. El juegoconsistía en averiguar cuánto dela cosa podía sacar de la maderasin romperla. Nunca podíasacarlo todo, pero, si teníamuchísimo cuidado, a veces se

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podía sacar bastante.En el bulto del tocón había

algo. Le pareció que podría sacarbastante de ese algo con ayudadel cuchillo de Roland, laherramienta más afilada ymanejable que había utilizado ensu vida.

Algo en el interior de lamadera esperaba con paciencia aque llegara alguien —¡alguiencomo él!— y lo dejara salir. Loliberase.

«¡Ay, mira el mariquita! ¿Quéestás haciendo hoy, mariquita?¿Una casa de muñecas? ¿Un

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orinal para tu pichulina? ¿Un tira-chinas para jugar a cazar conejos,como los mayores? ¡Ohhh…!¡Qué boniiito!».

Experimentó un arrebato devergüenza, una sensación deequivocación; aquella poderosasensación de los secretos quedeben guardarse a toda costa, yenseguida recordó —una vez más— que Henry Dean, que en susúltimos años se había convertidoen el gran sabio y eminenteyonqui, estaba muerto. Estaconstatación no había perdido aúnsu capacidad de sorprenderle, y

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seguía golpeándole de distintasmaneras; a veces con pesar, aveces con culpa, a veces con ira.Aquel día, dos días antes de queel gran oso surgiera a paso decarga desde los verdescorredores del bosque, le golpeódel modo más sorprendente.Sintió alivio, y una alegríadesbordante.

Era libre.Eddie tomó prestado el

cuchillo de Roland. Lo utilizópara desprender cuidadosamentela protuberancia de la madera, yluego volvió con ella y se sentó

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debajo de un árbol paraexaminarla desde todos losángulos. No miraba la madera;miraba en su interior.

Susannah ya había terminadocon el conejo. Echó la carne en laolla suspendida sobre el fuego ytensó la piel entre dos palos,atándola con tiras de cuero quesacó de la bolsa de Roland. Mástarde, después de la cena, Eddiela rasparía para limpiarla.Susannah se impulsó con losbrazos y las manos, y se deslizósin esfuerzo hacia el rincón dondeEddie se había sentado con la

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espalda recostada en un granpino. Roland, junto a la hoguera,desmenuzaba sobre la olla unashierbas arcanas y sin dudadeliciosas.

—¿Qué estás haciendo,Eddie?

Eddie tuvo que reprimir elimpulso absurdo de esconder elpedazo de madera detrás de laespalda.

—Nada —le respondió—. Seme ha ocurrido que podía… nosé, que podía tallar algo. —Trasuna pausa, añadió—: Pero no seme da muy bien. —Lo dijo de una

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manera que casi dio la impresiónde que pretendía tranquilizarla.

Ella lo contempló intrigada.Por un instante pareció a punto dedecir algo, pero al final seencogió de hombros y lo dejóestar. No tenía ni idea de por quéa Eddie parecía avergonzarle elhecho de entretenerse un ratotallando —el padre de Susannahlo hacía a todas horas—, perosupuso que si se trataba de algoque tenía que hablarse, Eddie loharía en su momento.

Eddie sabía que sussentimientos de culpa eran

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absurdos e injustificados, perotambién sabía que se encontrabamás a gusto tallando cuandoRoland y Susannah no estaban enel campamento. Al parecer,costaba eliminar las viejascostumbres. Superar la heroínaera un juego de niños encomparación con superar lapropia infancia.

Cuando los otros dos salían acazar, a disparar o a seguir lapeculiar forma de escuela deRoland, Eddie se sentía capaz dededicarse a su pedazo de maderacon sorprendente habilidad y

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creciente placer. La forma estabaallí adentro, desde luego; en esono se había equivocado. Erasencilla, y el cuchillo de Rolandla liberaba con una facilidadpasmosa. Eddie juzgó que iba asacarla casi toda, y eso queríadecir que su tirachinas podíallegar a convertirse en un armapráctica. No gran cosa encomparación con los pistolonesde Roland, quizá, pero aun asísería algo que habría hecho por símismo. Algo suyo. Y esta idea lecomplacía muchísimo.

Cuando las primeras cornejas

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se elevaron hacia el cielo,graznando despavoridas, no lasoyó. Ya estaba pensando,esperanzado, que quizá notardaría en ver un árbol quellevara un arco encerrado dentro.

CINCO

Eddie oyó acercarse al oso antesque Roland y Susannah, pero nomucho antes; estaba perdido enese elevado aturdimiento queacompaña al impulso creativo ensus momentos más dulces y

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poderosos. Había reprimido estosimpulsos durante la mayor partede su vida, y ahora este se habíaapoderado de él por completo.Eddie era un prisionero de buenagana.

No lo arrancó de estacontemplación el ruido de losárboles al romperse sino el truenorápido de un revólver calibre 45que sonó hacia el sur. Eddie alzóla vista, sonriente, y se apartó elflequillo de la frente con unamano cubierta de serrín. En aquelmomento, sentado al pie de unalto pino en el claro que se había

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convertido en su hogar, con elrostro salpicado por los rayosentrecruzados de la verdosa ydorada luz del bosque, ofrecía unhermoso aspecto: un joven conuna rebelde cabellera oscura queintentaba derramarseconstantemente sobre sudespejada frente, un joven conuna boca enérgica y expresiva yojos color avellana.

Su mirada se posó por unosinstantes en el otro revólver deRoland, colgado por el cinto deuna rama cercana, y Eddie tratóde imaginar cuánto tiempo haría

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desde la última vez que Rolandhabía ido a alguna parte sin llevaral menos una de sus fabulosasarmas suspendida sobre lacadera. Esta pregunta le condujoa otras dos.

¿Qué edad tenía ese hombreque había arrancado a Eddie ySusannah de sus mundos y de sus«cuandos»? Y, más importanteaún, ¿qué le pasaba?

Susannah le había prometidoque abordaría la cuestión… esdecir, si disparaba bien y noconseguía que a Roland se lepusieran los pelos de punta.

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Eddie no creía que Roland se lodijera —al menos al principio—,pero ya era hora de hacerle saberal viejo, alto y feo que ellos sedaban cuenta de que algo andabamal.

—Habrá agua si Dios quiere—dijo Eddie.

Volvió a concentrarse en latalla, con una sonrisita aleteandoen los labios. Los dos habíanempezado a apropiarse de lasfrasecitas de Roland… y él de lasde ellos. Era casi como si fueranmitades de un mismo…

Entonces cayó un árbol muy

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cerca y Eddie se incorporó alinstante, con el tirachinas a mediotallar en una mano y el cuchillode Roland en la otra. Se volvióhacia el ruido, al otro lado delclaro, con el corazón palpitante ytodos los sentidos alerta. Algo seacercaba. Podía oír con claridadcómo aplastaba los arbustos en sudescuidado avance por entre lavegetación, y le maravillóamargamente no haberse dadocuenta antes. En el fondo de sumente, una vocecita le dijo que selo tenía merecido. Se lo teníamerecido por hacer algo mejor

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que Henry, por poner nervioso aHenry.

Cayó otro árbol con unacatarrado crujido, como elsonido de una chicharra o una tos.Eddie miró hacia un pasilloirregular entre los grandes abetos,y vio elevarse una nube de serrínen el aire inmóvil. De repente, lacriatura responsable de aquellanube soltó un bramido, un sonidoferoz que helaba las entrañas.

Fuera lo que fuese, era unenorme hijo de puta.

Soltó el pedazo de madera ylanzó el cuchillo de Roland hacia

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un árbol situado a unos cincometros a su izquierda. El armadio dos vueltas en el aire y seclavó hasta la mitad de la hoja,que quedó vibrando. Eddie seapoderó de la pistola de Roland,allí colgada, y la amartilló.

¿Plantar cara o huir?Pero inmediatamente

descubrió que no podíapermitirse el lujo de elegir.Además de enorme, la cosa eraveloz, y era demasiado tarde parahuir. Una forma descomunalempezó a revelarse en el pasillode abetos al norte del claro, una

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forma que se erguía sobre todoslos árboles salvo los más altos.Avanzaba directamente hacia él, ycuando sus ojos se fijaron enEddie Dean lanzó otro de susgritos.

—Colega, estoy jodido —masculló Eddie mientras otroárbol se doblaba, detonaba comoun mortero y se desplomaba entreuna nube de polvo y agujas secas.La cosa avanzaba ahorapesadamente hacia el claro dondeél se encontraba, un oso deltamaño de King Kong. Suspisadas hacían temblar la tierra.

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«¿Qué vas a hacer, Eddie? —oyó repentinamente la voz deRoland—. ¡Piensa! Es la únicaventaja que tienes sobre esabestia. ¿Qué vas a hacer?».

Eddie no se creía capaz dematarlo. Quizá con un bazuca,pero difícilmente con el revólvercalibre 45 del pistolero. Podíaechar a correr, pero tenía laimpresión de que aquella bestiapodía ser bastante veloz si se loproponía. Calculó que lasprobabilidades de terminar hechopapilla entre las zarpas del granoso debían de ser de un cincuenta

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por ciento.¿Qué podía hacer? ¿Quedarse

donde estaba y liarse a disparar?¿Salir corriendo como si tuvierael pelo en llamas y el culo a puntode arder?

Se le ocurrió una terceraalternativa: podía trepar.

Se volvió hacia el árbol en elque antes estaba apoyado. Era unpino inmenso y venerable, muyposiblemente el árbol más alto deaquella parte del bosque. Laprimera rama se extendía paralelaal suelo como un abanico verdeplumoso, a unos dos metros y

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medio de altura. Eddiedesamartilló el revólver y se loembutió bajo la cintura de lospantalones. Saltó hacia la rama,se aferró a ella y empezó aescalar frenéticamente. A susespaldas, el oso emitió otrobramido mientras entraba en elclaro.

El oso le habría dado alcancede todos modos, habría dejadolas tripas de Eddie Dean colgadasde las ramas más bajas comoalegres guirnaldas si en aquelmomento no le hubiera dado otrode sus accesos de estornudos.

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Pateó los restos cenicientos de lahoguera alzando una nube negra yseguidamente se quedó casidoblado, con las enormes zarpasdelanteras sobre los enormesmuslos, de tal manera que porunos instantes pareció un viejoenfundado en un abrigo de piel,un viejo acatarrado. Estornudóuna y otra vez —¡ACHÍS!¡ACHÍS! ¡ACHÍS!— y expulsópor el hocico nubes de parásitos.Entre sus patas fluyó un chorro deorina caliente que hizo sisear lasbrasas desperdigadas de lahoguera.

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Eddie no desperdició estoscruciales instantes que le habíansido concedidos. Se encaramópor el tronco como un mono, sedetuvo una sola vez paracomprobar que el revólver delpistolero seguía firmementesujeto bajo la cintura de lospantalones. Estaba aterrorizado,medio convencido de que iba amorir (¿qué otra cosa podíaesperar, ahora que Henry noestaba para vigilarlo?), pero aunasí una risa demencial sedesencadenó en su cabeza.Acorralado, pensó. ¿Qué os

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parece eso, amantes del deporte?Acorralado por Osozilla.

La bestia levantó de nuevo lacabeza, haciendo relucir conguiños y destellos de luz solar lacosa que giraba entre sus orejas,y cargó contra el árbol de Eddie.Alzó una pata hacia lo alto ydescargó un zarpazo para queEddie cayera como si fuera unapiña. La zarpa destrozó la ramasobre la que se sostenía justo enel momento en que él saltabahacia la siguiente. La mismazarpa le destrozó también uno delos zapatos, arrancándoselo del

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pie y lanzándolo a lo lejos en dospedazos maltrechos.

Me parece muy bien, pensóEddie. Puedes quedarte con losdos si te parece, Hermano Oso. Afin de cuentas, ya estaban muygastados.

El oso bramó y arañó elárbol, abriendo profundas heridasen su antigua corteza, heridas quesangraban una savia clara yresinosa. Eddie siguió trepando.Las ramas empezaban a menguar,y cuando se arriesgó a echar unaojeada hacia abajo se encontrómirando directamente los turbios

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ojos del oso. Bajo la cabeza deloso echada hacia atrás, el clarose había convertido en una diana,con los restos dispersos de lahoguera en su centro.

—Has fallado, peludo hijode… —comenzó Eddie, y depronto el oso, con la cabeza aúnechada hacia atrás para mirarlo,soltó un estornudo. Eddie quedóinmediatamente empapado de unmoco caliente lleno de gusanitosblancos. Los gusanos se retorcíanfrenéticamente sobre la camisa,los antebrazos, el cuello y la cara.

Eddie gritó con una mezcla de

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sorpresa y repugnancia. Empezó alimpiarse los ojos y la boca,perdió el equilibrio y justo en elúltimo instante logró pasar unbrazo en torno a la rama máscercana. Se agarró bien y serestregó la piel, eliminando comopudo aquella flema agusanada. Eloso rugió y golpeó otra vez elárbol. El pino osciló como unmástil en una tempestad, pero lasmarcas que dejaron sus garras enla corteza estaban a unos dosmetros por debajo de la rama enla que Eddie había plantado lospies.

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Los gusanos se morían,advirtió; debían de haberempezado a morir en cuantoabandonaron los pantanosinfectos del interior del cuerpodel monstruo. Eso hizo que sesintiera un poco mejor, y empezóa trepar de nuevo. Se detuvo unoscuatro metros más arriba, no seatrevió a seguir subiendo. Eltronco del pino, que en la basedebía de medir dos metros ymedio de diámetro, a aquellaaltura apenas alcanzaba unoscuarenta centímetros. Eddie habíarepartido su peso sobre dos

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ramas, pero las notaba cederelásticamente bajo su peso.Desde allí podía contemplar avista de pájaro los bosques y lasestribaciones de las colinas deloeste, que se extendían bajo élcomo una ondulante alfombra. Enotras circunstancias habría sidoun panorama maravilloso.

En la cima del mundo, mamá,pensó Eddie. Bajó otra vez lamirada hacia el rostro del oso, ypor un instante el aturdimientoexpulsó todo pensamiento lógicode su mente.

En el cráneo del oso crecía

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algo, y ese algo le recordaba aEddie una pequeña antena deradar.

El aparato giraba a sacudidas,proyectando reflejos de luz solar,y desde lo alto lo oía chirriar entono agudo. En sus tiempos,Eddie había tenido unos cuantoscoches viejos —de aquellos quese veían en las tiendas de segundamano con las palabras OCASIÓNPARA HOMBRE HABILIDOSOescritas con jabón sobre elparabrisas— y le pareció que elruido que emitía aquel artilugioera el de unos rodamientos a

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punto de bloquearse si no sesustituyen cuanto antes.

El oso lanzó un gruñido largoy ronroneante. Entre susmandíbulas rezumaban cuajaronesde espuma amarillenta cargada degusanos. Si Eddie no había vistojamás el rostro de la demenciatotal (y él creía que sí, puesto queen más de una ocasión se habíaenfrentado cara a cara conaquella víbora de categoríainternacional que era DettaWalker), ahora lo estabacontemplando… pero gracias aDios ese rostro se hallaba a unos

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diez metros por debajo de él y,extendidas al máximo, aquellaszarpas asesinas quedaban a másde cuatro metros de sus pies. Y adiferencia de los árboles en losque el oso había desfogado sufrustración mientras avanzabahacia el claro, ese no estabamuerto.

—Un pulso mexicano, cariño—bufó Eddie. Se enjugó el sudorde la frente con una manopegajosa de resina y la sacudióhacia el rostro del oso.

Entonces la criatura que elPueblo Antiguo había llamado

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Mir abrazó el árbol con susenormes patas delanteras yempezó a sacudirlo. Eddie seagarró al tronco y, con los ojosreducidos a hoscas ranuras, tratóde mantenerse sujeto mientras elpino oscilaba de un lado a otrocomo un péndulo.

SEIS

Roland se detuvo al borde delclaro. Susannah, balanceándosesobre sus hombros, contempló elespacio abierto sin dar crédito a

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sus ojos. La bestia estaba paradaal pie del árbol donde habíandejado a Eddie cuando los dosabandonaron el claro cuarenta ycinco minutos antes. Susannahsolo alcanzaba a ver retazos yfragmentos de su cuerpo por entrela cortina de ramas y agujasverdes. La segunda cartuchera deRoland yacía junto a uno de lospies del monstruo. Observó quela funda estaba vacía.

—¡Dios mío! —murmuró.El oso chilló como una mujer

enloquecida y empezó a sacudirel árbol. Las ramas se agitaron

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como azotadas por un huracán. Lamirada de Susannah se deslizóhacia lo alto y divisó una formaoscura cerca de la copa. Eddie seaferraba al tronco mientras elárbol se ladeaba e inclinaba. Depronto, una de sus manos resbalóy se agitó frenéticamente en buscade un asidero.

—¿Qué hacemos? —le gritó aRoland—. ¡Va a tirarlo del árbol!¿Qué hacemos?

Roland intentó pensar algo,pero aquella extraña sensaciónhabía vuelto de nuevo. Ahora yaestaba siempre con él, pero la

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tensión parecía acentuarla. Sesentía como dos hombresdistintos encerrados en un mismocráneo. Cada uno tenía suspropios recuerdos, y cuandoempezaban a discutir, porquecada uno aseguraba que susrecuerdos eran los auténticos, elpistolero se sentía como si lodesgarrasen en dos. Hizo unesfuerzo desesperado parareconciliar las dos mitades y loconsiguió… al menos por elmomento.

—¡Es uno de los Doce! —exclamó—. ¡Uno de los

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Guardianes! ¡Seguro que lo es!Pero creía que estaban…

El oso soltó otro de susbramidos hacia Eddie y empezó agolpear el árbol como unboxeador aturdido. Las ramascrujían y se amontonaban a suspies.

—¿Qué más? —gritóSusannah—. ¿Cómo es el resto?

Roland cerró los ojos. Dentrode su cabeza, una voz chilló: ¡Elchico se llamaba Jake! Otra vozreplicó, también a gritos: ¡NoHABÍA ningún chico! ¡No HABÍAningún chico, y lo sabes

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perfectamente!—¡Largaos los dos! —ladró

el pistolero, y enseguida exclamóen voz alta—: ¡Dispara! ¡Pégaleun tiro en el culo, Susannah! ¡Sevolverá y cargará! ¡Cuando lohaga, apunta a algo que lleva enla cabeza! Es… —El oso bramóde nuevo. Cesó de golpear elárbol y empezó a sacudirlo otravez. En la parte superior deltronco sonaron ominosos crujidosy chasquidos. Cuando pudohacerse oír, Roland prosiguió—:¡Creo que parece un sombrero!¡Un sombrerito de metal! ¡Apunta

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ahí, Susannah! ¡Y no falles!De pronto Susannah se sintió

llena de terror, de terror y de otraemoción que jamás hubieraesperado conocer: unademoledora soledad.

—¡No! ¡Fallaré! ¡Dispara tú,Roland! —le rogó y empezó adesenfundar el revólver paraentregárselo.

—¡No puedo! —gritó Roland—. ¡No tengo buen ángulo!¡Tienes que hacerlo tú, Susannah!¡Esta es la verdadera prueba, ymás vale que la superes!

—¡Roland…!

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—¡Pretende romper la copadel árbol! —le gritó—. ¿No tedas cuenta?

Susannah miró el revólverque tenía en la mano. Miró haciael otro lado del claro, hacia eloso gigantesco semioculto entrelas nubes y chaparrones de agujasverdes. Miró a Eddie, que sebalanceaba de un lado a otrocomo un metrónomo. SeguramenteEddie llevaba la otra pistola deRoland, pero Susannah no veía laforma de que pudiera utilizarlasin que cayera de la rama comouna ciruela madura. Además,

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podía no acertar en el puntoindicado.

Alzó el revólver. El miedo leatenazaba el estómago.

—Sujétame bien, Roland —lepidió—. Si… si te mueves…

—¡No te preocupes por mí!Disparó dos veces, un tiro

detrás de otro, como Roland lehabía enseñado. Las potentesdetonaciones rasgaron el bramidodel oso, sacudiendo el árbolcomo restallidos de látigo. Vioque las dos balas se hundían en elanca izquierda del oso, a menosde cinco centímetros una de otra.

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La bestia soltó un alarido desorpresa, de dolor y de cólera.Una de sus enormes zarpasdelanteras surgió de la espesurade ramas y agujas y dio unapalmada sobre la herida. La zarpase elevó goteando rojo y seperdió de nuevo en el ramaje.Susannah se imaginó al animalexaminando su palmaensangrentada. A continuaciónsonó un ruido siseante,precipitado, crepitante, mientrasel oso se volvía, se agachaba y seponía a cuatro patas para correr asu máxima velocidad. Susannah le

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vio la cara por primera vez, y sucorazón flaqueó. Tenía el hocicocubierto de espuma; sus ojosinmensos ardían como lámparas.Su hirsuta cabeza se ladeó haciala izquierda… hacia la derecha…y se centró en Roland, que sesostenía con las piernasseparadas y Susannah encaramadasobre los hombros.

El oso cargó, con un bramidoatronador.

SIETE

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—Di la lección, SusannahDean, y sé certera.

El oso se dirigía hacia elloscon estrepitosas zancadas; eracomo contemplar una máquinadesbocada a la que alguienhubiera echado por encima unaenorme alfombra apolillada.

«¡Parece un sombrero! ¡Unsombrerito de metal!».

Enseguida lo vio… pero aella no le pareció un sombrero.Le pareció una antena de radar,una versión en pequeño de lasque había visto en los

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documentales MovieTone sobreaquella Línea Distante de AlertaAvanzada[1] que los protegía atodos de un ataque ruso porsorpresa. Era más grande que laspiedras contra las que habíadisparado poco antes, perotambién la distancia era mayor.Sol y sombra se deslizaban sobreel metal creando manchasengañosas.

—No apunto con la mano;aquella que apunta con la mano haolvidado el rostro de su padre.

»¡No puedo hacerlo!»No disparo con la mano;

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aquella que dispara con la manoha olvidado el rostro de su padre.

»¡Fallaré! ¡Sé que fallaré!»No mato con mi pistola;

aquella que mata con su pistola…—¡Dispara! ¡Dispara! —

rugió Roland—. ¡Dispara,Susannah!

Aun antes de apretar elgatillo, vio volar la bala hacia sudestino, guiada desde el cañónhasta el blanco por nada más ynada menos que el feroz deseo desu corazón de que fuese certera.Todo su temor desapareció. Loque quedó fue una sensación de

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profunda frialdad, y Susannahtuvo tiempo de pensar: «Esto eslo que él siente, Dios mío. ¿Cómopuede soportarlo?».

—¡Yo mato con el corazón,hijo de puta! —exclamó, y elrevólver del pistolero rugió en sumano.

OCHO

El objeto plateado giraba sobreuna varilla de acero plantada enel cráneo del oso. La bala deSusannah acertó en pleno centro,

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y la antena de radar saltó en uncentenar de fragmentosrelucientes. La varilla quedórepentinamente envuelta en unallamarada de crepitante fuegoazul que se extendió y por unosinstantes pareció adherirse a lasmejillas del oso.

La bestia se irguió sobre suspatas traseras y lanzó un sibilanteaullido de agonía al tiempo quegolpeaba torpemente el aire conlas zarpas delanteras. Echó aandar, trazando un amplio círculobamboleante, y empezó a agitarlas patas como si hubiera

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decidido huir volando. Intentórugir de nuevo, pero solo emitióun sonido, desconcertante comoel de una sirena antiaérea.

—Muy bien —dijo Roland,que parecía exhausto—. Un buentiro, limpio y certero.

—¿Le disparo otra vez? —preguntó ella con incertidumbre.

El oso seguía bamboleándoseen su círculo loco, pero su cuerpoempezaba a perder el control.Chocó contra un árbol pequeño,rebotó y estuvo a punto de caer,pero recobró el equilibrio ysiguió avanzando en círculo.

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—No hace falta —respondióRoland.

Ella notó que la sujetaba porlas caderas y la alzaba. Al cabode un instante se hallaba sentadaen el suelo, con los muslosrecogidos bajo el cuerpo. Eddieestaba bajando del pino, lenta ytemblorosamente, pero ella no lovio. No podía apartar los ojos deloso.

Había visto ballenas en elacuario de Mystic, enConnecticut, y creía que eranmayores que aquel monstruo;mucho mayores, probablemente,

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pero este era sin duda el mayoranimal terrestre que había vistoen su vida. Y era evidente queestaba agonizando. Sus bramidosse habían convertido en un sonidogorgoteante, y aunque tenía losojos abiertos, parecía ciego. Semovía a trompicones por elcampamento, derribando un parde pieles tendidas a secar,aplastando el pequeño refugioque compartía con Eddie,tropezando con los árboles.Susannah se fijó en la varilla deacero que surgía de su cabeza.Estaba envuelta en zarcillos de

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humo, como si su disparo lehubiese incendiado el cerebro.

Eddie llegó a la rama másbaja del árbol que le habíasalvado la vida y, todavíatemblando, se sentó a horcajadasen ella.

—¡Virgen María Madre deDios! —exclamó—. Lo estoyviendo con mis propios ojos ytodavía no lo cre…

El oso giró hacia él. Eddiesaltó ágilmente a tierra y corrióhacia Susannah y Roland. El osono pareció darse cuenta; avanzócomo un borracho hacia el pino

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en el que Eddie se habíarefugiado, trató de cogerse a él,pero falló y se hincó de rodillas.Por primera vez pudieron oír losotros sonidos que salían de suinterior, sonidos que a Eddie lerecordaron al rugido del motor deun enorme camión.

El oso sufrió un espasmo yencorvó la espalda. Sus zarpasdelanteras se alzaron ydesgarraron violentamente supropio rostro. Saltaron chorros desangre infestada de gusanos.Entonces, cayó desplomado,haciendo temblar la tierra, y se

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quedó inmóvil. Tras todos susextraños siglos, el oso al que elPueblo Antiguo llamaba Mir —elmundo de debajo del mundo—había muerto.

NUEVE

Eddie levantó a Susannah, lasostuvo uniendo sus manospegajosas tras la espalda de ellay la besó profundamente. Eddieolía a sudor y a resina de pino.Ella le tocó las mejillas y elcuello, y hundió las manos en su

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húmedo pelo. Sentía el impulsoirracional de tocarlo por todo elcuerpo hasta quedarabsolutamente convencida de surealidad.

—Casi acaba conmigo —leexplicó él—. Era como viajar enuna aberrante atracción de feria.¡Qué disparo! Jesús, Suze, ¡quédisparo!

—Espero no tener que hacernunca más una cosa parecida —contestó ella… pero una vocecitaprotestó en su interior. Esa voz lesugería que estaba impaciente porvolver a hacer una cosa parecida.

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Y era fría esa voz. Fría.—¿Qué era…? —comenzó

Eddie, volviéndose hacia Roland;pero Roland ya no estaba allí.Caminaba lentamente hacia eloso, que yacía en el suelo con laspeludas rodillas hacia arriba. Desu cuerpo surgía una serie degorgoteos y jadeos sofocados amedida que sus extrañas víscerasse apagaban poco a poco.

Roland vio su cuchillohincado en un árbol cerca delárbol veterano cubierto decicatrices que le había salvado lavida a Eddie. Lo cogió y limpió

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la hoja sobre la camisa de suavegamuza que había sustituido a losandrajos que llevaba cuando lostres abandonaron la playa. Sedetuvo junto al oso y locontempló con una expresión depiedad y admiración.

Hola, desconocido, pensó.Hola, viejo amigo. Nunca habíacreído del todo en ti. Creo queAlain sí, y estoy seguro de queCuthbert también (Cuthbertcreía en todo), pero yo era elrealista. Creía que solo eras uncuento para niños… otro de losvientos que soplaban en la

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cabeza hueca de mi vieja nodrizaantes de escapar finalmente porsu boca balbuciente. Pero túsiempre has estado aquí, otrorefugiado de los viejos tiempos,como la bomba en la Estación dePaso y las viejas máquinas bajolas montañas. Y los MutantesLentos que rendían culto aaquellos restos estropeados ¿sonacaso los últimos descendientesdel pueblo que antaño habitó enestos bosques hasta huirfinalmente de tu cólera? No losé, no lo sabré nunca, pero esoparece. Sí. Y entonces llegué yo

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con mis amigos, mis nuevos ymortíferos amigos que tantoempiezan a parecerse a misviejos y mortíferos amigos.Llegamos tejiendo nuestrocírculo mágico alrededor denosotros y de todo lo quetocamos, una hebra venenosatras otra, y ahora yaces aquí, anuestros pies. El mundo se hamovido de nuevo, y esta vez,viejo amigo, eres tú quien se haquedado atrás.

El cuerpo del monstruotodavía irradiaba un intenso calorenfermizo. Los parásitos salían en

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hordas por su boca y su hocicodestrozado, pero morían casi alinstante, formando pilas de unblanco céreo a ambos lados de lacabeza del oso.

Eddie se aproximólentamente. Había desplazado aSusannah hacia la cadera, y lacargaba como una madre podríacargar a su hijo.

—¿Qué era, Roland? ¿Losabes?

—Lo ha llamado Guardián,me parece —respondió Susannah.

—Sí. —Roland, todavíaasombrado, habló con voz

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pausada—. Creía que no quedabaninguno, que no podía quedarninguno… si es que realmentehabían existido fuera de loscuentos de las viejas comadres.

—Fuera lo que fuese, elhijoputa estaba loco —observóEddie.

Roland esbozó una brevesonrisa.

—Si hubieras vivido dos otres mil años, tú también serías unhijoputa loco.

—Dos o tres mil… ¡Diosmío!

—¿Es un oso de verdad? —

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preguntó Susannah—. ¿Y qué eseso?

Señalaba hacia lo que parecíaser una placa rectangular de metalfijada a cierta altura sobre una delas gruesas patas posteriores deloso. Estaba casi tapada por lastupidas guedejas, pero el sol de latarde había arrancado un destellode luz a su superficie de aceroinoxidable, y la había hechovisible.

Eddie se arrodilló y extendióla mano hacia la placa en un gestovacilante, muy consciente de losextraños chasquidos ahogados

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que seguían saliendo del interiordel gigante caído. Se volvió haciaRoland.

—Adelante —dijo elpistolero—. Ya está acabado.

Eddie se apartó un mechón decabello y se acercó un poco más.Había palabras inscritas en laplaca. Estaban muy corroídas,pero descubrió que con unpequeño esfuerzo era capaz deleerlas.

NORTH CENTRALPOSITRONICS, LTD.

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Ciudad GranitoCorredor del NordesteDiseño 4 GUARDIÁN

N.° de serie AA 24123 CX755431297 L 14

Tipo/Especie OSOSHARDIK

**NR** NO REEMPLAZARLAS BATERÍAS

SUBNUCLEARES **NR**

—¡Dios del cielo! ¡Esta cosaes un robot! —exclamó Eddie convoz queda.

—No puede ser un robot —

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protestó Susannah—. Sangrócuando le disparé.

—Tal vez sí, pero al osocomún, en sus variedades máscorrientes, no le crece una antenade radar en la cabeza. Y, hastadonde alcanzan misconocimientos, el oso común, ensus variedades más corrientes, novive dos o tres mil… —Seinterrumpió bruscamente, con lavista fija en Roland. Cuandovolvió a hablar, había repulsiónen su voz—. ¿Qué estás haciendo,Roland?

Roland no respondió; no

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necesitaba responder. Lo queestaba haciendo —arrancarle unojo al oso con la ayuda de sucuchillo— era evidente. Laoperación fue rápida, limpia yprecisa. Cuando hubo terminado,el pistolero sostuvo durante unosinstantes una supurante bola degelatina marrón sobre la hoja delcuchillo y enseguida la arrojó alsuelo. Unos cuantos gusanos seasomaron por el ciego agujero,intentaron descender reptando porel hocico del oso y murieron.

El pistolero se inclinó sobrela cuenca del ojo de Shardik, el

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gran oso Guardián, y escrutó suinterior.

—Venid a mirar, los dos —les urgió—. Os mostraré unamaravilla de los últimos días.

—Bájame, Eddie —dijoSusannah.

Eddie hizo lo que le pedía, yella se desplazó ágilmente sobremanos y muslos en dirección alpistolero, que seguía inclinadoante la ancha y yerta cara del oso.Eddie se unió a ellos y atisbósobre sus hombros. Los trespermanecieron mirando enabsorto silencio durante casi un

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minuto; el único sonido procedíade las cornejas, que aún volabanen círculos y graznaban en elcielo.

De la cuenca vacía manabanunos espesos y mortecinos hilosde sangre. Pero Eddie se diocuenta de que no era solo sangre.Había también un líquidotransparente que desprendía unolor identificable, de plátano. Y,entrelazada en la delicada red detendones que daba forma a laórbita, vio una telaraña queparecía hecha de hilos. Más atrás,al fondo de la órbita vacía, había

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una chispa roja parpadeante queiluminaba una minúscula placasalpicada de plateados grumos delo que solo podía ser metal desoldadura.

—¡Esto no es un oso, es unmaldito Walkman Sony! —masculló.

Susannah volvió la vista haciaél.

—¿Qué?—Nada. —Eddie miró a

Roland de soslayo—. ¿Crees quehay peligro en tocarlo?

Roland se encogió dehombros.

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—Creo que no. Si había algúndemonio en esta criatura, hahuido.

Eddie extendió el meñique,con todos los nervios listos pararetirarlo si notaba el menorcosquilleo de electricidad, y tocóla carne cada vez más fría delinterior de la órbita, que teníacasi el tamaño de una pelota debéisbol, y luego uno de aquelloshilos. Salvo que no era un hilo;era una finísima hebra de acero.Apartó el dedo y vio parpadearuna vez más la minúscula chisparoja antes de apagarse para

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siempre.—Shardik —musitó Eddie—.

He oído antes ese nombre, perono sé dónde. ¿Tiene algúnsignificado para ti, Suze?

Ella meneó negativamente lacabeza.

—El caso es… —Eddie soltóuna risita de impotencia—. Mesuena como si tuviera algo quever con conejos. ¿No es absurdo?

Roland se incorporó. Susrodillas produjeron un ruido secocomo un disparo de escopeta.

—Tendremos que levantar elcampamento —anunció—. Aquí,

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el terreno está hecho polvo. Elotro claro, adonde vamos a tirar,será…

Dio un par de pasostambaleantes y de pronto cayó derodillas, sujetándose la cabezacon las manos.

DIEZ

Eddie y Susannah intercambiaronuna fugaz mirada de temor, yEddie saltó inmediatamente allado de Roland.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre,

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Roland?—Había un chico —dijo el

pistolero con un hilo de voz. Yluego, al instante, añadió—: Nohabía ningún chico.

—¿Roland? —inquirióSusannah. Se acercó a él, le pasóun brazo sobre los hombros y losintió temblar—. ¿Qué te pasa,Roland?

—El chico —respondióRoland, contemplándola con ojosaturdidos e indecisos—. Es elchico. Siempre el chico.

—¿Qué chico? —preguntóEddie frenéticamente—. ¿Qué

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chico?—Váyase pues —sentenció

Roland—. Existen otros mundosaparte de estos. —Y se desmayó.

ONCE

Aquella noche se sentaron los tresen torno a una gran hoguera queEddie y Susannah habíanencendido en el claro que Eddiellamaba «la galería de tiro».Habría sido un mal lugar paraacampar en invierno, abierto alvalle como estaba, pero ahora

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resultaba perfecto. Eddie imaginóque allí, en el mundo de Roland,todavía estaban a finales delverano.

La bóveda negra delfirmamento se curvaba sobreellos, salpicada por lo queparecían galaxias enteras. Casidirectamente hacia el sur, al otrolado del río de oscuridad que erael valle, Eddie vio alzarse laVieja Madre sobre el lejanohorizonte invisible. Miró desoslayo a Roland, que estabasentado junto al fuego con trespieles sobre los hombros, pese a

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la cálida noche y el calor de lahoguera. A su lado había un platode comida intacto, y sus manossostenían un hueso. Eddie alzó lavista hacia el cielo y pensó en unrelato que les había contado elpistolero uno de aquellos largosdías que habían pasadoalejándose de la playa, cruzandolas colinas y, finalmente,internándose en aquel espesobosque que les había ofrecido unrefugio temporal.

Antes de que empezara eltiempo, les contó Roland, la ViejaEstrella y la Vieja Madre eran

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unos jóvenes y apasionadosrecién casados. Pero un díatuvieron una tremenda pelea. LaVieja Madre (a la que en aquellosremotos tiempos se conocía porsu verdadero nombre, que eraLydia) había sorprendido a laVieja Estrella (cuyo verdaderonombre era Apon) cortejando auna hermosa joven llamadaCasiopea. Hubo una auténticapelea entre los dos, una pelea contirones de pelo, arañazos en lacara y platos rotos. Uno de losfragmentos de vajilla rota seconvirtió en la Tierra; otro, más

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pequeño, dio origen a la Luna;una brasa del fogón de la cocinase convirtió en el Sol. Al finaltuvieron que intervenir los diosespara evitar que Lydia y Apon, ensu furor, destruyeran el universocuando apenas estaba empezado.Casiopea, la desvergonzada quehabía provocado el problema(«Sí, claro, siempre es la mujer»,protestó Susannah en este punto),fue desterrada para siemprejamás a una mecedora hecha deestrellas. Pero ni siquiera estoresolvió el problema. Lydiaestaba dispuesta a empezar de

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nuevo, pero Apon era testarudo yarrogante («Sí, la culpa la tienesiempre el hombre», gruñó Eddieen este momento). Así que sesepararon, y ahora se contemplancon una mezcla de odio y anhelosobre las ruinas sembradas deestrellas de su divorcio. Apon yLydia llevan tres mil millones deaños separados, les explicó elpistolero, y se han convertido enla Vieja Estrella y la ViejaMadre, el Norte y el Sur, todavíadeseándose, pero demasiadoorgullosos para buscar lareconciliación… y Casiopea,

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sentada a un lado, se balancea ensu mecedora y se ríe de los dos.

Eddie se sobresaltó al notarun contacto suave sobre su brazo.Era Susannah.

—Vamos —le dijo—.Tenemos que hacerle hablar.

Eddie la llevó junto a lahoguera y la depositócuidadosamente a la derecha deRoland. Después se sentó a suizquierda. Roland miró primero aSusannah y luego a Eddie.

—Qué cerca de mí os habéissentado —observó—. Comoamantes… o como guardianes en

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una cárcel.—Es hora de que nos hables.

—La voz de Susannah era baja,clara y musical—. Si somos tuscompañeros, Roland (y pareceque lo somos, nos guste o no), yaes hora de que empieces atratarnos como compañeros.Cuéntanos qué te pasa…

—… y qué podemos hacernosotros —concluyó Eddie.

Roland lanzó un profundosuspiro.

—No sé cómo empezar —respondió—. Hace mucho que notengo compañeros… ni un relato

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que narrar.—Empieza por el oso —

propuso Eddie.Susannah se inclinó hacia

delante y tocó la quijada queRoland tenía en las manos. Ledaba miedo, pero no obstante latocó.

—Y acaba por esto.—Sí. —Roland levantó la

quijada hasta la altura de los ojosy la contempló unos instantes;luego la dejó caer de nuevo sobresu regazo—. Tendremos quehablar de esto, ¿verdad? Es elcentro del asunto.

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Pero el oso venía primero.

DOCE

—Esta es la historia que mecontaron cuando era pequeño —comenzó Roland—. Cuando todoera nuevo, los Grandes Antiguos(que no eran dioses sino sereshumanos que tenían casi elconocimiento de dioses) crearonDoce Guardianes para quevigilaran los doce portales porlos que se entra y se sale delmundo. Según algunos, estos

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portales eran naturales, como lasconstelaciones que vemos en elcielo o la grieta sin fondo quellamábamos la Tumba del Dragónpor la gran nube de vapor queemitía cada treinta o cuarentadías. Pero otros (recuerdo enparticular al jefe de cocina delcastillo de mi padre, un hombrellamado Hax) decían que no erannaturales, que habían sidocreados por los mismísimosGrandes Antiguos cuando todavíano se habían colgado del cuello lasoga del orgullo y desaparecidode la tierra. Hax decía que la

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creación de los Doce Guardianeshabía sido el último acto de losGrandes Antiguos, su intento dereparar los grandes daños que sehabían infligido unos a otros y ala propia tierra.

—Portales —caviló Eddie—.¿Quieres decir puertas? Yaestamos otra vez en lo mismo.Esas puertas por las que se entray sale del mundo ¿conducen almundo del que procedemos Suzey yo? ¿Son como las queencontramos en la playa?

—No lo sé —contestó Roland—. Por cada cosa que sé, hay

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otras cien que ignoro. Tendréisque aceptarlo así. El mundo se hamovido, decimos. Cuando lo hizo,se alejó como una gran ola enretirada, dejando solo ruinas trasde sí, unas ruinas que a vecespueden parecer un mapa.

—Bien, pero ¿tú quésupones? —insistió Eddie, y lavehemencia de su voz indicó alpistolero que Eddie aún no habíarenunciado a la idea de regresar asu propio mundo (y el deSusannah). No del todo.

—Déjalo en paz, Eddie —intervino Susannah—. Este

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hombre no hace suposiciones.—No es cierto; a veces las

hace —replicó Roland,sorprendiéndolos a los dos—.Cuando lo único que queda sonsuposiciones, a veces las hace. Larespuesta es no. Creo que…supongo que esos portales no separecen mucho a las puertas de laplaya. Supongo que no nosconducirían a ningún «donde» nia ningún «cuando» quepudiéramos reconocer. Creo quelas puertas de la playa, las que seabrían al mundo del queprocedéis, son como el punto de

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apoyo en el centro de una tabla debalancearse. ¿Conocéis ese juegode los niños?

—¿Un sube y baja? —inquirió Susannah, inclinando lamano adelante y atrás parailustrar el movimiento.

—¡Sí! —aprobó Roland conaire complacido—. Eso mismo. Aun lado de este baja y sube…

—Sube y baja —le corrigióEddie con una sonrisita.

—Sí. A un lado, mi ka. Alotro, el del hombre de negro:Walter. Las puertas eran el centro,creadas por la tensión entre dos

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destinos opuestos. Esos otrosportales son algo mucho másgrande que Walter o que yo, o quela pequeña compañía que hemosformado entre los tres.

—¿Quieres decir —preguntóSusannah en tono vacilante— quelos portales donde montanguardia estos Guardianes estánfuera del ka? ¿Más allá del ka?

—Quiero decir que así locreo. —El pistolero exhibió unafugaz sonrisa, una fina hoz bajo laluz de la hoguera—. Que así losupongo.

Permaneció unos instantes en

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silencio, y luego cogió unaramita. Barrió la capa de agujasde pino y utilizó la ramita paradibujar en la tierra:

—Aquí está el mundo talcomo en mi infancia me dijeronque era. Las x son los portales,que se alzan formando unacircunferencia en su límite eterno.Si se trazan seis líneas que unan

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estos portales de dos en dos, deesta manera…

Alzó la mirada hacia ellos.—¿Veis el punto donde se

cruzan las líneas en el centro?Eddie sintió que se le ponían

los pelos de punta. La boca se lesecó de repente.

—¿Es ahí, Roland? ¿Es ahídonde…?

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Roland asintió. Su carasurcada de arrugas tenía unaexpresión grave.

—En este nexo se halla elGran Portal, la llamadaDecimotercera Puerta, quegobierna no solo este sino todoslos mundos. —Dio unosgolpecitos en el centro del círculo—. Aquí está la Torre Oscura quehe buscado durante toda mi vida.

TRECE

El pistolero prosiguió:

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—Ante cada uno de losportales menores, los GrandesAntiguos colocaron un Guardián.En mi niñez habría podidocitarlos todos, por las cancionesque me enseñaban mi nodriza yHax el cocinero… pero mi niñezestá muy lejana. Estaba el Oso,claro, y el Pez…, el León…, elMurciélago. Y la Tortuga, esta eraimportante.

El pistolero alzó la vistahacia el cielo estrellado, la frentefruncida en profundaconcentración.

Una sonrisa asombrosamente

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alegre iluminó de pronto susfacciones, y empezó a recitar:

¡Mira la TORTUGAde enorme amplitud!

Sobre su caparazónsostiene la tierra.

Su pensar es lentopero siempre amable;

y nos contiene a todosen su mente.

Sobre su lomo sepronuncian todos losvotos;

ve la verdad, pero nosiempre ayuda.

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Ama la tierra, ama elmar,

y ama incluso a unniño como yo.

Roland soltó una risa breve ydivertida.

—Eso me lo enseñó Hax,cantaba mientras removía la masade algún pastel y me daba lospedacitos de dulce que sepegaban a la cuchara. Esasombroso lo que se llega arecordar, ¿verdad? De un modo uotro, conforme fui creciendollegué a creer que en realidad los

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Guardianes no existían, que eransímbolos y no seres materiales.Parece que me equivocaba.

—Antes he dicho que era unrobot —comentó Eddie—, perotampoco es verdad. Susannahtiene razón: lo único que sangranlos robots cuando les pegas untiro es multigrado Quaker State 10-40. Creo que era lo que lagente de mi mundo llama unciborg, Roland, una criatura mitadmáquina y mitad carne y hueso.Una vez vi una película… Ya tehemos hablado de las películas,¿verdad?

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Roland asintió con una levesonrisa.

—Bien, esta película sellamaba Robocop, y elprotagonista no se diferenciabamucho del oso que ha matadoSusannah. ¿Cómo has sabidoadonde debía apuntar?

—Eso lo recordaba de losviejos cuentos que me contabaHax —respondió—. Si hubieradependido de mi nodriza, Eddie,ahora estarías en la barriga deloso. ¿En vuestro mundo escostumbre decir a los niñosperplejos que se pongan la gorra

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de pensar?—Sí —dijo Susannah—.

Suele decirse.—Aquí también se dice, y la

expresión viene de la historia delos Guardianes. Al parecer, cadauno de ellos llevaba un cerebroadicional encima de la cabeza. Enun sombrero. —Contempló susojos espantosamente turbados yvolvió a sonreír—. No se parecíamucho a un sombrero, ¿verdad?

—No —reconoció Eddie—,pero el cuento era lo bastanteexacto para salvarnos el pellejo.

—Ahora creo que he estado

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buscando a uno de los Guardianesdesde el momento en que empecémi búsqueda —explicó Roland—. Cuando encontremos el portalque guardaba este Shardik (y paraeso imagino que nos bastaráseguir su pista hacia atrás),tendremos por fin un rumbo queseguir. Solo deberemos situarnoscon el portal a nuestra espalda yavanzar en línea recta. Y en elcentro del círculo… la Torre.

Eddie abrió la boca paradecir: «Muy bien, hablemos de laTorre. Hablemos de la Torre deuna vez por todas. Qué es, qué

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representa y, lo más importante detodo, qué será de nosotros cuandolleguemos a ella». Pero no surgióningún sonido, e inmediatamentevolvió a cerrarla. No era elmomento adecuado; no ahora,cuando Roland sufría un dolor tanevidente. No ahora, cuando solola chispa de su hoguera manteníala noche a raya.

—Así que ahora llegamos a laotra parte —continuó Roland convoz agitada—. Por fin heencontrado el rumbo. Después detantos años he encontrado elrumbo, pero al mismo tiempo

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parece que estoy perdiendo lacordura. Noto cómo sedesmorona bajo mis pies como unempinado terraplén desprendidopor la lluvia. Este es mi castigopor dejar que un chico que jamásha existido cayera hacia lamuerte. Y eso también es ka.

—¿Qué chico es ese, Roland?—quiso saber Susannah.

Roland miró a Eddie desoslayo.

—¿Lo conoces tú?Eddie negó con la cabeza.—Pero si te he hablado de

él… —prosiguió Roland—. De

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hecho, estuve delirando sobre élcuando la infección estaba en lomás alto y yo cerca de la muerte.—La voz del pistolero subió derepente media octava, y suimitación de Eddie fue tan buenaque Susannah sintió un escalofríode temor supersticioso—: «¡Si noparas de hablar de ese malditocrío, Roland, te amordazaré contu camisa! ¡Estoy harto de oírtehablar de él!». ¿No recuerdashaber dicho eso, Eddie?

Eddie reflexionóconcienzudamente. Roland habíahablado de mil cosas mientras los

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dos recorrían su tortuoso caminopor la playa, desde la puertarotulada EL PRISIONERO hasta larotulada LA DAMA DE LASSOMBRAS, y en sus monólogosfebriles había mencionado milesde nombres: Alain, Cort, Jamiede Curry, Cuthbert (este más amenudo que cualquiera de losotros), Hax, Martin (o quizá fueseMarten), Walter, Susan, incluso untipo con el inverosímil nombre deZoltan. Eddie había llegado acansarse mucho de oír hablarsobre esa gente que no conocía(ni le interesaba conocer), pero,

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por supuesto, en aquellosmomentos Eddie tenía sus propiaspreocupaciones, como el mono dela heroína y un recientetransbordo cósmico, por citarúnicamente dos. Y, en justicia,suponía que Roland se habríahartado tanto de sus Cuentos deHadas Fracturados (los de cómoHenry y él habían crecido juntos yjuntos se habían vuelto yonquis)como Eddie de los de Roland.Pero no recordaba haberle dichonunca que lo amordazaría con supropia camisa si no dejaba dehablar de cierto chico.

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—¿No te acuerdas de nada?—le preguntó Roland—. ¿Denada en absoluto?

¿Recordaba algo? ¿Algúncosquilleo lejano, como lasensación de déjà vu que habíasentido al ver el tirador ocultodentro del trozo de madera quesobresalía del tocón? Eddieintentó rastrear ese cosquilleo,pero ya se había esfumado.Decidió que en realidad no lohabía sentido, que solo habíaquerido sentirlo porque Rolandestaba sufriendo mucho.

—No —respondió—. Lo

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siento, tío.—Pero te lo conté. —La voz

de Roland era tranquila, perobajo ella discurría y palpitaba laurgencia como un hilo escarlata—. El chico se llamaba Jake. Yolo sacrifiqué, lo maté, para poderdar alcance a Walter y obligarle ahablar. Lo maté bajo lasmontañas.

Eddie no podía estar másseguro sobre ese punto.

—Bueno, quizá fue eso lo queocurrió, pero no es lo que tú mecontaste. Dijiste que te habíasinternado bajo las montañas tú

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solo, en una especie de vagonetainfernal. De eso sí que hablastemucho mientras subíamos por laplaya, Roland. De lo pavorosoque era ir solo.

—Lo recuerdo. Pero tambiénrecuerdo haberte hablado delchico, y de cómo cayó al abismodesde las vías. Y lo que me estádestrozando la mente es ladistancia entre estos dosrecuerdos.

—No entiendo nada —dijoSusannah con aire preocupado.

—Pues yo creo —declaróRoland— que precisamente ahora

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es cuando lo estoy empezando aentender. —Echó más leña alfuego, levantando grandes hacesde chispas rojas que se elevaronen espiral hacia el oscuro cielo, yvolvió a acomodarse entre losdos—. Voy a contaros una historiaque es cierta —anunció—, yluego os contaré una historia queno es cierta… pero que deberíaserlo.

»Compré una mula enPricetown, y cuando por finllegué a Tull, la última poblaciónantes del desierto, todavía seconservaba fresca…

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CATORCE

Así dio comienzo el pistolero alcapítulo más reciente de su largorelato. Eddie había oídofragmentos sueltos de la historia,pero escuchó con la más intensafascinación, lo mismo queSusannah, para quien eracompletamente nueva. Les hablódel bar con la interminablepartida de Miradme en la mesadel rincón, del pianista llamadoSheb, de la mujer llamada Allie

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que tenía una cicatriz en lafrente… y de Nort, elmascahierba que había muerto yque el hombre de negro habíadevuelto luego a una especie devida tenebrosa. Les habló deSylvia Pittston, aquel avatar dedemencia religiosa, y de laapocalíptica matanza final, en laque él, Roland el Pistolero, habíaexterminado hasta al últimohombre, mujer y niño de lapoblación.

—¡La puta! —exclamó Eddieen voz baja y temblorosa—.¡Ahora sé por qué andabas tan

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escaso de balas, Roland!—¡Cállate! —le interrumpió

Susannah—. ¡Déjalo que termine!Roland reanudó su relato tan

impasiblemente como habíacruzado el desierto tras pasar porla choza del último Morador, unjoven con una enmarañadacabellera color fresa que lellegaba casi hasta la cintura. Leshabló de cómo la mula habíamuerto al fin. Incluso les habló decómo Zoltan, el ave de compañíadel Morador, había devorado losojos de la mula.

Les habló de los largos días y

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breves noches del desierto quevinieron a continuación, de cómosiguió los fríos restos de lashogueras de Walter, y de cómollegó por fin, andando a tumbos ymuriéndose de deshidratación, ala Estación de Paso.

—Estaba vacía. Creo quedebía de estar vacía desde lostiempos en que el gran oso queyace allí era todavía una cosarecién hecha. Me quedé una nochey seguí adelante. Así ocurrió…pero ahora voy a contaros otrahistoria.

—¿La que no es verdad pero

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debería serlo? —inquirióSusannah.

Roland asintió.—En esta historia inventada,

en esta fábula, un pistolerollamado Roland se encontró conun chico llamado Jake en laEstación de Paso. Este chico erade vuestro mundo, de vuestraciudad de Nueva York, y de un«cuando» situado entre el 1987de Eddie y el 1963 de OdettaHolmes.

Eddie se inclinó hacia delantecon expresión ansiosa.

—¿Hay alguna puerta en esta

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historia, Roland? ¿Una puertamarcada EL CHICO, o algo por elestilo?

Roland meneó la cabeza.—El portal del chico era la

muerte. Iba de camino hacia laescuela cuando un hombre (unhombre que yo creía que eraWalter) lo empujó a la calzada,donde fue atropellado por uncoche. A ese hombre le oyó deciralgo así como: «Abran paso,déjenme pasar, soy sacerdote».Jake le vio la cara solo uninstante, y acto seguido seencontró en mi mundo. —El

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pistolero hizo una pausa y sequedó mirando el fuego—. Ahoraquiero abandonar esta historia delchico que no existió y volver porunos instantes a lo que realmentesucedió. ¿De acuerdo?

Eddie y Susannahintercambiaron una mirada deperplejidad, y a continuaciónEddie esbozó con la mano ungesto de «Usted primero, queridoAlfonso».

—Como he dicho, la Estaciónde Paso estaba abandonada. Sinembargo, había una bomba queaún funcionaba. Estaba al fondo

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del establo donde se guardabanlos caballos de las diligencias. Laencontré por el ruido, pero lahabría encontrado aunque hubierasido completamente silenciosa.Podía oler el agua,¿comprendéis? Después de pasartanto tiempo en el desierto,cuando estás a un paso de morirde sed, realmente puedes olerla.Bebí y caí dormido. Cuandodesperté, volví a beber. Queríaseguir adelante sin detenerme; elimpulso que me movía era comouna fiebre. La medicina que metrajiste de tu mundo, la astina, es

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realmente maravillosa, Eddie,pero hay fiebres que ningunamedicina puede curar, y esta erauna de ellas. Sabía que mi cuerponecesitaba reposo, pero tuve querecurrir a toda mi fuerza devoluntad para permanecer allísiquiera una noche. Por la mañaname sentí descansado, así quellené mis odres y proseguí lamarcha. De aquel lugar no mellevé nada más que agua. Este esel punto más importante de lo querealmente sucedió.

Susannah habló con su vozmás razonable, afable y propia de

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Odetta Holmes.—Muy bien, eso es lo que

realmente sucedió. Rellenaste tusodres y seguiste adelante. Ahoracuéntanos el resto de lo que nosucedió, Roland.

El pistolero dejó unosinstantes la quijada en su regazo,cerró los puños y se frotó los ojoscon ellos en un gestocuriosamente infantil. Actoseguido volvió a recoger laquijada, como para darse valor, yprosiguió:

—Hipnoticé al chico que noestaba allí —explicó—. Lo hice

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con una de mis balas. Se trata deun truco que conozco desde haceaños, y lo aprendí de una fuentemuy inverosímil: Marten, el magode la corte de mi padre. El chicoera un buen sujeto. Mientras sehallaba en trance me contó lascircunstancias de su muerte, talcomo os las he referido. Trassacarle tanto como juzgué posiblesin perturbarlo ni causarle dañoalguno, le ordené que cuandovolviera a despertar no recordaranada de su muerte.

—¿A quién le gustaría eso?—masculló Eddie.

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Roland asintió.—Desde luego, ¿a quién? El

chico pasó directamente deltrance a un sueño natural. Yotambién me dormí. Cuandodespertamos, le expliqué al chicoque estaba decidido a atrapar alhombre de negro. Supo a quiénme refería; Walter también sehabía detenido en la Estación dePaso. Jake tuvo miedo y seescondió de él. Estoy seguro deque Walter advirtió su presencia,pero convino a sus planes fingirque no se daba cuenta. Dejó alchico tras de sí como cebo de una

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trampa.»Le pregunté a Jake si había

algo de comer en la estación. Mepareció que debía de haberlo. Elchico se veía sano, y el clima deldesierto es magnífico paraconservar las cosas. Él tenía unpoco de carne seca, y me dijo quehabía un sótano. No lo habíaexplorado porque le daba miedo.—El pistolero los contemplóseveramente—. Había razón paratener miedo. Encontré comida… yencontré también un DemonioParlante.

Eddie miró la quijada con

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ojos muy abiertos. La anaranjadaluz de la hoguera danzaba sobresus antiguas curvas y sus dientesde mal agüero.

—¿Un Demonio Parlante? ¿Terefieres a eso?

—No —replicó—. Sí. Lasdos cosas. Escuchad y loentenderéis.

Les habló de los gruñidosinhumanos que había oído salir dela tierra, y de cómo había vistocorrer arena entre dos de lasviejas piedras que componían lasparedes del sótano. Les habló decómo se había acercado al

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agujero que se estaba formandoallí mientras Jake le pedía agritos que subiera.

Había ordenado al demonioque hablara… y lo había hecho,con la voz de Allie, la mujer de lacicatriz en la frente, la mujer quellevaba el bar de Tull. «Pasadespacio por los Drawers,pistolero. Mientras tú viajas conel chico, el hombre de negro viajacon tu alma en el bolsillo».

—¿Los Drawers? —preguntóSusannah, sorprendida.

—Sí. —Roland la examinócon detenimiento—. Este nombre

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significa algo para ti, ¿verdad?—Sí… y no.Susannah habló con gran

vacilación. Roland intuyó queesta vacilación se debía en partea la simple reluctancia a hablarde cosas que le resultabandolorosas. No obstante, juzgabaque en su mayor parte procedíadel deseo de no confundircuestiones ya bastante confusasde por sí diciendo más de lo queen realidad sabía. Rolandadmiraba eso. La admiraba a ella.

—Di lo que sepas con certeza—le pidió—. Nada más que eso.

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—Muy bien. Los Drawers eraun lugar que Detta Walkerconocía. Un lugar en el que Dettapensaba. Es un término coloquialque aprendió escuchando a losmayores cuando se sentaban en elporche a beber cerveza y hablarde los viejos tiempos. Quieredecir un sitio que está hechopolvo, o que es inútil, o las doscosas. Había algo en losDrawers, en la idea de losDrawers, que atraía a Detta. Nome preguntéis qué; puede que enotro tiempo lo supiera, pero yano. Y no quiero saberlo.

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»Detta robó el plato deporcelana de mi Tía Azul, el quele dieron mis padres como regalode boda, y se lo llevó a losDrawers, a sus Drawers, pararomperlo. El lugar era unahondonada llena de basura. Unvertedero. Más adelante, a vecesligaba con chicos en los bares decarretera. —Susannah agachó lacabeza durante unos instantes, conlos labios muy apretados.Después volvió a alzar la vista yprosiguió—: Chicos blancos. Ycuando la llevaban a sus cochesen el aparcamiento, ella los ponía

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calientes y luego se marchabacorriendo. Aquellosaparcamientos… también eran losDrawers. Se trataba de un juegopeligroso, pero ella era lobastante joven, lo bastante rápiday lo bastante dura para jugarlo afondo y disfrutar con ello. Mástarde, en Nueva York, iba a robaren las tiendas… eso ya lo sabéis.Siempre en las tiendas de lujo (Macy’s, Gimbel’s, Bloomingdale’s), a robarbaratijas. Y cuando tomaba ladecisión de hacer una de estassalidas, se decía: «Voa ir a los

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Drawers hoy. Voa robarles algunamierda a los blancos. Voa robaruna mierda epecial y luego voaromper la hijeputa».

Hizo una pausa, con labiostemblorosos, y fijó la vista en elfuego. Cuando por fin se volvióhacia ellos, Roland y Eddievieron lágrimas en sus ojos.

—Estoy llorando, pero no osllaméis a engaño. Recuerdo haberhecho todas esas cosas, yrecuerdo haberme divertido.Supongo que lloro porque sé quevolvería a hacer lo mismo otravez si se dieran las

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circunstancias.Roland parecía haber

recobrado parte de su antiguaserenidad, su desconcertanteequilibrio.

—En mi país tenemos undicho, Susannah: «El ladrón sabioprospera siempre».

—No veo dónde está lasabiduría en robar un puñado debisutería —objetó ellaincisivamente.

—¿Te atraparon alguna vez?—No…El pistolero extendió las

manos como diciendo: «Ya lo

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ves».—Entonces, ¿para Detta

Walker los Drawers eran lugaresmalos? —preguntó Eddie—. ¿Eseso? Porque no acabo de verloclaro.

—Malos y buenos al mismotiempo. Eran lugares poderosos,lugares donde se… sereinventaba a sí misma,podríamos decir… pero erantambién lugares perdidos. Y esono tiene nada que ver con lacuestión del chico fantasma deRoland, ¿verdad?

—Quizá sí —dijo Roland—.

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En mi mundo también teníamosDrawers, ¿sabéis? También eraun término coloquial, y susignificado era muy parecido.

—¿Qué significaba para ti ytus amigos? —quiso saber Eddie.

—Eso variaba ligeramentesegún el lugar y la situación.Podía ser un estercolero. Podíaser un burdel o un sitio al que loshombres iban a jugar o a mascarhierba del diablo. Pero elsignificado más común queconozco es también el mássencillo.

Se los quedó mirando.

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—Los Drawers son lugaresde desolación —concluyó—. LosDrawers son… las tierrasbaldías.

QUINCE

Esta vez Susannah echó más leñaal fuego. Al sur, la Vieja Madreardía brillante, sin parpadear.

Susannah había aprendido enla escuela que eso significaba queera un planeta, no una estrella.¿Venus?, se preguntó, ¿O elsistema solar del que este mundo

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forma parte es tan diferentecomo todo lo demás?

De nuevo volvió a invadirlaaquella sensación de irrealidad,de que todo eso forzosamentetenía que ser un sueño.

—Continúa —le invitó—.¿Qué pasó después de que la vozte previniera sobre los Drawers yel muchacho?

—Hundí la mano en elagujero del que había salido laarena, como me enseñaron ahacer si alguna vez me hallaba ental situación. Lo que extraje fueuna quijada… pero no esta. La

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quijada que saqué de la pared dela Estación de Paso era muchomayor; de uno de los GrandesAntiguos, estoy casi seguro.

—¿Qué ocurrió con ella? —preguntó Susannah con voz queda.

—Una noche se la di al chico—contestó Roland. El fuegopintaba sus mejillas con cálidostoques naranja y sombrasdanzarinas—. Como protección,como una especie de talismán.Más tarde consideré que ya habíaservido a su propósito y la tiré.

—Entonces, ¿de quién es esaquijada que tienes ahí, Roland?

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—quiso saber Eddie.Roland la sostuvo en alto, la

contempló reflexivamente y ladejó caer de nuevo.

—Más tarde, después deJake…, después de su muerte…,di alcance al hombre al que ibapersiguiendo.

—A Walter —apuntóSusannah.

—Sí. Estuvimos hablandodurante mucho rato. En unmomento dado me quedédormido, y cuando desperté,Walter estaba muerto. Llevabamuerto cien años por lo menos,

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seguramente más. De él soloquedaban los huesos, cosa queresultaba bastante apropiadapuesto que estábamos en un lugarde huesos.

—Sí, tuvo que ser unparlamento muy largo, desdeluego —comentó Eddiesecamente.

Susannah frunció ligeramenteel ceño al oírlo, pero Roland selimitó a asentir.

—Largo y largo —respondió,mirando el fuego.

—Despertaste por la mañanay llegaste al Mar del Oeste

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aquella misma tarde —dijo Eddie—. Por la noche, llegaron laslangostruosidades, ¿no es eso?

Roland volvió a asentir.—Sí. Pero antes de abandonar

el lugar donde Walter y yohabíamos hablado… o soñado…o lo que hiciéramos allí… cogíesto de la calavera de suesqueleto. —Levantó el hueso, yla luz anaranjada volvió a danzaren los dientes.

La quijada de Walter, pensóEddie, con un leve escalofrío. Laquijada del hombre de negro.Eddie, muchacho, recuerda esto

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la próxima vez que se te ocurrapensar que Roland quizá sea untipo como cualquier otro.Durante todo este tiempo, la hallevado encima como si fuerauna especie de… como si fuerael trofeo de un caníbal. ¡Diosmío!

—Recuerdo lo que pensé alcogerla —añadió Roland—. Lorecuerdo muy bien; es el únicorecuerdo de esa época que no seha duplicado en mi interior.Pensé: «Fue mala suerte tirar laque encontré cuando encontré alchico. Esta la sustituirá». Solo

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entonces oí la risa de Walter, unamaligna risita entre dientes. Y oísu voz, también.

—¿Qué dijo? —preguntóSusannah.

—«Demasiado tarde,pistolero» —respondió Roland—. Eso me dijo. «Demasiadotarde. Tu suerte será mala desdeahora hasta el fin de la eternidad;ese es tu ka».

DIECISÉIS

—Muy bien —dijo Eddie al

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fin—. Entiendo la paradojabásica. Tu memoria estádividida…

—Dividida no. Duplicada.—Muy bien. Es casi lo

mismo, ¿no? —Eddie cogió unpalito y realizó a su vez un dibujosobre la arena:

Dio unos golpecitos sobre lalínea de la izquierda.

—Esta es tu memoria deltiempo anterior a tu llegada a laEstación de Paso: una sola pista.

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—Sí.Dio unos golpecitos sobre la

línea de la derecha.—Y después de cruzar las

montañas y llegar al lugar dehuesos… el lugar donde Walter teesperaba. También una sola pista.

—He aquí lo que tienes quehacer, Roland: cerrar esta pistadoble. Construye una empalizadamental a su alrededor y olvídatede ella. Porque no significa nada,

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no cambia nada, está pasada yacabada…

—Sí.Eddie señaló a continuación

la zona central y trazó un círculoa su alrededor.

—No es así. —Rolandlevantó el hueso—. Si misrecuerdos de Jake son falsos (y séque lo son), ¿cómo puedo teneresto? Lo cogí en sustitución delque había tirado… pero el quehabía tirado provenía del sótanode la Estación de Paso, y en lapista que sé que es cierta, yo nobajé al sótano. ¡No hablé con el

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demonio! ¡Seguí la marcha yosolo, con agua de la estación ynada más!

—Escúchame, Roland —leurgió Eddie—. Si la quijada quetienes en las manos fuese la de laEstación de Paso, eso tendría unsentido. Pero ¿no es posible quetoda la historia fuera unaalucinación, la Estación de Paso,el chico, el Demonio Parlante, yluego te llevaras la quijada deWalter porque…?

—No fue una alucinación —le interrumpió Roland. Se losquedó mirando con sus ojos de

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bombardero de un azuldescolorido e hizo algo queninguno de los dos esperaba…algo que Eddie habría jurado queni siquiera el propio Rolandsabía que iba a hacer.

Arrojó la quijada a lahoguera.

DIECISIETE

Por unos instantes yació allí sinmás, una reliquia blanca torcidaen una media sonrisa espectral.De pronto empezó a emitir un

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intenso fulgor rojo, bañando elclaro en deslumbrante luzescarlata. Eddie y Susannahgritaron de sorpresa y alzaron lasmanos para protegerse los ojos deaquella forma ardiente. El huesoempezó a cambiar. No aderretirse sino a cambiar. Losdientes que lo jalonaban comolápidas sepulcrales empezaron aunirse en racimos. Se enderezó lasuave curvatura del arco superior,y luego la punta se volvióachatada.

Eddie apoyó las manos sobreel regazo y se quedó mirando

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boquiabierto el hueso que ya noera un hueso. La quijada habíaadquirido el color del aceroardiente. Los dientes se habíanconvertido en tres uvesinvertidas, la central mayor quelas de los extremos. Y de prontoEddie vio en qué queríaconvertirse, del mismo modo quehabía visto el tirachinas en laprotuberancia de la madera. Lepareció que era una llave.

Debes acordarte de la forma,pensó enfebrecido. Debesacordarte, debes acordarte.

Sus ojos la recorrieron

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desesperadamente: tres uves, ladel centro mayor y máspronunciada que las dos de losextremos. Tres muescas… ¡la máscercana al extremo tenía un rasgoondulante, como la curva de unaese minúscula…!

Entonces la forma rodeada dellamas volvió a cambiar. El huesoque se había convertido en algosemejante a una llave se cerrósobre sí mismo, concentrándoseen brillantes pétalos superpuestosy pliegues tan oscuros yaterciopelados como una nochede verano sin luna. Durante unos

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instantes, Eddie vio una rosa; unatriunfante rosa roja que hubierapodido florecer en el amanecerdel primer día de aquel mundo, unobjeto de insondable e intemporalbelleza. Su ojo vio, y se le abrióel corazón. Fue como si todo elamor y toda la vida hubieranbrotado repentinamente deaquella cosa muerta que Rolandllevaba encima; estaba ahí en elfuego, ardiendo triunfal, lanzandoun maravilloso e incipientedesafío, proclamando que ladesesperación era un espejismo yla muerte un sueño.

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¡La rosa!, pensó conincoherencia. ¡Primero la llave,luego la rosa! ¡Contempla!¡Contempla el comienzo delcamino hacia la Torre!

Sonó una tos seca en lahoguera. Un abanico de chispassaltó hacia los lados. Susannahlanzó un grito, se apartó del fuegoy apagó a manotazos las motasanaranjadas de su ropa mientraslas llamaradas se elevaban haciael cielo estrellado. Eddie no semovió. Seguía transfigurado porsu visión, retenido por una redprodigiosa, terrible y deleitosa al

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mismo tiempo, ajeno a las chispasque danzaban sobre su piel.Finalmente, las llamaradascesaron.

El hueso había desaparecido.La llave había desaparecido.La rosa había desaparecido.Recuerda, se dijo. Recuerda

la rosa… y la forma de la llave.Susannah estaba sollozando

por la conmoción y el terror, perode momento Eddie no le hizo casoy recogió la ramita que Roland yél habían usado para dibujar. Ycon mano temblorosa trazó estaforma sobre la tierra:

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DIECIOCHO

—¿Por qué lo has hecho? —inquirió al fin Susannah—. Ennombre de Dios, ¿por qué? ¿Yqué ha sido eso?

Habían transcurrido quinceminutos. La hoguera estabadecayendo; las brasas dispersashabían sido apagadas a pisotoneso se habían extinguido por sísolas. Eddie estaba sentado con

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los brazos alrededor de suesposa; Susannah se habíasentado delante de él, con laespalda apoyada sobre su pecho.Roland se hallaba un poco máslejos, con las rodillas recogidascontra el pecho, contemplandoceñudamente las rojizas brasas.Eddie tenía la impresión de queninguno de los dos había vistocómo cambiaba el hueso. Amboslo habían visto refulgir a grantemperatura, y Roland lo habíavisto explotar (¿o acasoimplotar?; a Eddie le parecía queesto último casaba mejor con lo

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que había visto), pero nada más.O así lo suponía; sin embargo, aveces Roland se atenía a supropio consejo, y cuando decidíajugar sin mostrar las cartas,realmente sabía esconderlas muybien. Eddie lo había comprobadopor su propia y amargaexperiencia. Pensó en decirles loque había visto —o creía habervisto—, pero al fin decidió jugarsus cartas sin enseñarlas, almenos por el momento.

De la quijada en sí noquedaba la menor huella, nisiquiera una astilla.

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—Lo hice porque una vozhabló en mi mente y me dijo quedebía hacerlo —explicó Roland—. Era la voz de mi padre; detodos mis padres. Cuando uno oyetal voz, no obedecer (y deinmediato) es inconcebible. Asíme lo enseñaron. En cuanto a loque era, no podría decirlo… almenos ahora. Solo sé que elhueso ha pronunciado su últimapalabra. Lo he llevado durantetodo este tiempo para oírla.

O para verla, pensó Eddie, yse repitió: Recuerda. Recuerda larosa. Y también recuerda la

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forma de la llave.—¡Ha estado a punto de

freírnos! —Susannah parecíacansada y exasperada al mismotiempo.

Roland meneó la cabeza.—Creo que más bien era algo

como esos fuegos artificiales quea veces los barones lanzabanhacia el cielo en sus fiestas de finde año. Brillantes ysorprendentes, pero nopeligrosos.

Eddie tuvo una idea.—¿Se han ido los recuerdos

duplicados, Roland? ¿Se fueron

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cuando estalló el hueso, o lo quefuese?

Estaba casi convencido dehallarse en lo cierto; en laspelículas que había visto, esabrusca terapia de choque casisiempre funcionaba. Pero Rolandnegó con la cabeza.

Susannah se agitó entre losbrazos de Eddie.

—Antes dijiste que estabasempezando a comprender.

—Sí, eso creo —asintióRoland—. Si tengo razón, temopor Jake. Dondequiera se halle,cuandoquiera se halle, temo por

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él.—¿Qué quieres decir? —

preguntó Eddie.Roland se puso en pie, fue

hacia su hato de pieles y comenzóa extenderlas.

—Por esta noche ya hemostenido bastantes historias yemociones. Es hora de dormir.Mañana seguiremos el rastro deloso e intentaremos encontrar elportal que vigilaba. Por el caminoos contaré lo que sé y lo que creoque ha pasado, lo que creo queaún está pasando.

Dicho esto, se envolvió en

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una manta vieja y en una piel devenado nueva, se apartó del fuegoy no quiso decir más.

Eddie y Susannah seacostaron juntos. Cuando sesintieron seguros de que elpistolero dormía, hicieron elamor. Roland los oyó mientrasyacía despierto, y los oyó hablaren voz baja después del amor.Casi toda su conversación versósobre él. Roland permaneció ensilencio, contemplando laoscuridad con los ojos abiertos,mucho después de que su charlahubiera cesado y su respiración

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se hubiese apaciguado hasta seruna única nota suave.

Estaba bien ser joven yenamorado, pensó. Incluso en elcementerio en que ese mundo sehabía convertido.

Disfrutadlo mientras podáis,pensó, porque tenemos másmuerte por delante. Hemosllegado a un arroyo de sangre.Es algo que habrá deconducirnos a un río de lamisma sustancia, sin dudaalguna. Y más adelante, a unocéano. En este mundo lastumbas bostezan, y ningún

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muerto descansa en paz.Cuando el alba empezaba a

apuntar por el este, cerró losojos. Durmió brevemente, y soñócon Jake.

DIECINUEVE

Eddie también soñaba; soñabaque estaba de vuelta en NuevaYork, paseando por la SegundaAvenida con un libro en la mano.

En su sueño era primavera. Elaire era tibio, la ciudad florecía,y la nostalgia se agitaba en su

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interior como un músculo con unanzuelo clavado profundamente.Disfruta de este sueño y hazlodurar todo lo que puedas, sedijo. Saboréalo… porque nuncaestarás tan cerca de Nueva Yorkcomo ahora. No puedes volver acasa, Eddie. Esa parte se acabó.

Miró el libro que llevaba y nole sorprendió en lo más mínimodescubrir que era No puedesvolver a casa otra vez, deThomas Wolfe. En la cubierta decolor rojo oscuro habíaestampadas tres formas: llave,rosa y puerta. Se detuvo un

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momento, abrió el libro y leyó laprimera frase: «El hombre denegro huía a través del desierto, yel pistolero iba en pos de él».

Eddie lo cerró y siguióandando. Debían de ser las nuevede la mañana, calculó, quizá lasnueve y media, y el tráfico de laSegunda Avenida era ligero. Lostaxis tocaban la bocina yserpenteaban de carril en carrilreflejando el sol de primavera ensus parabrisas y sus carroceríaspintadas de amarillo. En laesquina de la Segunda con lacalle Cincuenta y dos, un mendigo

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le pidió limosna y Eddie le arrojóal regazo el libro de tapas rojas.Observó (igualmente sinsorpresa) que el mendigo eraEnrico Balazar. Estaba sentadocon las piernas cruzadas enfrentede una tienda de artículos demagia, LA CASA DE LAS CARTAS,rezaba el rótulo del escaparate, ytras el cristal se veía una torreconstruida con cartas del Tarot.Erguido en lo más alto había unmuñeco de King Kong. En lacabeza del gran simio crecía unapequeña antena de radar.

Eddie reanudó su perezoso

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paseo hacia el centro, con losletreros de las calles flotandoante sus ojos. Supo adónde sedirigía en cuanto vio el lugar: unatiendecita en el cruce de laSegunda con la calle Cuarenta yseis.

Sí, pensó. Le invadió unasensación de gran alivio. Este esel lugar. El lugar preciso. Elescaparate estaba repleto dequesos y carnes colgadas,CHARCUTERÍA ARTÍSTICA DE TOMY GERRY, decía el cartel,ESPECIALIDAD EN BANDEJASPARA FIESTAS.

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Mientras miraba, un conocidoapareció por la esquina. Era JackAndolini, con traje y chalecocolor helado de vainilla y unbastón negro en la manoizquierda. Le faltaba media cara,arrancada por las pinzas de laslangostruosidades.

«Ya puedes entrar, Eddie —ledijo Jack al pasar—. Al fin y alcabo, existen otros mundos apartede estos, y ese maldito tren pasapor todos ellos».

«No puedo —respondióEddie—. La puerta está cerrada».No sabía cómo lo sabía, pero así

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era; lo sabía sin sombra de duda.«Tatachín, tatachán, no te

preocupes, la llave tienes ya»,dijo Jack sin volver la vista atrás.Eddie bajó la mirada y vio que enefecto tenía una llave, un artefactode apariencia primitiva con tresmuescas como uves invertidas.

Esa curva en forma de ese alfinal de la última muesca es elsecreto, pensó. Avanzó bajo lamarquesina de la CharcuteríaArtística de Tom y Gerry e insertóla llave en la cerradura. Girabacon facilidad. Abrió la puerta yse metió en un inmenso campo

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abierto. Miró hacia atrás y viopasar el tráfico de la SegundaAvenida, y entonces la puerta secerró de golpe y cayó. Detrás deél no había nada. Nada enabsoluto. Se volvió parainspeccionar el nuevo territorio yla primera impresión le llenó deterror. El campo era de unescarlata oscuro, como si allí sehubiera librado una batallatitánica y la tierra se hubieraempapado de tanta sangre que yano pudiera absorber más.

Pero entonces se dio cuentade que no era sangre lo que

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estaba viendo, sino rosas.Le invadió de nuevo aquella

sensación mezcla de alegría ytriunfo, y creyó que el corazón ibaa estallarle. Levantó los puñoscerrados por encima de la cabezaen un ademán de victoria… y sequedó paralizado en esa posición.

El campo se extendíakilómetros y kilómetros,ascendiendo en suave pendiente,y erguida en el horizonte estaba laTorre Oscura. Era una columna demuda piedra que se elevaba haciael cielo a tal altura que apenasalcanzaba a divisar el extremo.

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Su base, rodeada de vociferantesrosas rojas, era titánica, colosalen peso y en tamaño, y sinembargo la Torre se hacíacuriosamente elegante a medidaque se alzaba y afilaba. La piedracon que estaba construida no eranegra, como había imaginado quesería, sino de color hollín.Angostas ventanas comoaspilleras la recorrían en unaespiral ascendente; bajo lasventanas había una interminableescalera de peldaños de piedraque remontaban círculo trascírculo. La Torre era un signo de

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exclamación gris oscuro plantadoen la tierra por encima del campode rosas rojo sangre. El cielo quese curvaba sobre ella era azul,pero lleno de esponjosas nubesblancas semejantes a barcos devela. Fluían sobre la partesuperior de la Torre y a sualrededor en una corrienteinterminable.

¡Qué hermosa es!, semaravilló Eddie. ¡Qué hermosa yextraña! Pero su sensación dealegría y triunfo se habíadesvanecido, dejándole unprofundo malestar y la impresión

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de una catástrofe inminente. Miróen torno, y advirtió con repentinohorror que se encontraba paradoen la sombra de la Torre. No, nosolo parado en ella: enterradovivo en ella.

Lanzó un grito, pero el gritose perdió en la sonoridad doradade un tremendo cuerno. Venía delo alto de la Torre y parecíallenar el mundo. Mientras estanota de advertencia se mantenía yse extendía sobre el campo en queél estaba, tras las ventanas quecircundaban la Torre empezó aacumularse negrura. La negrura se

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extendió por el cielo en arroyosondulantes que finalmente seunieron y formaron una crecientemancha de oscuridad. No parecíauna nube; parecía un tumorsuspendido sobre la tierra. Elcielo quedó tapado. Y entoncesvio que no era una nube ni untumor sino una forma; una formatenebrosa y ciclópea que seprecipitaba hacia el lugar dondeél se hallaba. Sería inútil huir deaquella bestia que se fundía en elcielo sobre el campo de rosas; ledaría alcance, lo atraparía y se lollevaría. Se lo llevaría al interior

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de la Torre Oscura, y el mundo deluz ya no volvería a verle nuncamás.

Se rasgaron las tinieblas yunos ojos terribles e inhumanos,cada uno de los cuales debía deser tan grande como el osoShardik que yacía muerto en elbosque, se clavaron en él. Eranrojos, rojos como las rosas, rojoscomo la sangre.

La voz muerta de JackAndolini martilleó en sus oídos:«Mil mundos, Eddie. ¡Diez mil! Yese tren pasa por todos ellos. Sipuedes ponerlo en marcha. Y si

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realmente puedes ponerlo enmarcha, tus problemas no habránhecho más que empezar, porquedesconectar ese aparato es bienjodido».

La voz de Jack se habíavuelto mecánica, como unasalmodia. «Desconectarlo es bienjodido, Eddie, puedes creerme.Ese cabrón es…».

«¡… DESCONEXIÓN! ¡LADESCONEXIÓN SE HABRÁCOMPLETADO EN UNA HORAY SEIS MINUTOS!».

En su sueño, Eddie alzó lasmanos para protegerse los ojos…

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VEINTE

… y despertó, incorporándosebruscamente junto a los restosapagados de la hoguera. Estabamirando el mundo por entre susdedos extendidos. Y la voztodavía seguía retumbando, la vozde un desalmado comandante deOperaciones Especiales aullandopor un altavoz.

«¡NO EXISTE NINGÚNPELIGRO! ¡REPETIMOS, NOEXISTE NINGÚN PELIGRO!

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CINCO BATERÍASSUBNUCLEARES ESTÁNDESACTIVADAS, DOSBATERÍAS SUBNUCLEARESESTÁN EN FASE DEDESCONEXIÓN, UNABATERÍA SUBNUCLEAR ESTÁFUNCIONANDO AL DOS PORCIENTO DE CAPACIDAD.¡ESTAS BATERÍAS CARECENDE VALOR! ¡REPETIMOS,ESTAS BATERÍAS CARECENDE VALOR! ¡INFORME DE SUSITUACIÓN A NORTHCENTRAL POSITRONICS,LIMITED! ¡LLAME AL 1-900-44

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! EL NOMBRE EN CÓDIGO DEESTE APARATO ES«SHARDIK». ¡SE OFRECERECOMPENSA! ¡REPETIMOS,SE OFRECE RECOMPENSA!».

La voz enmudeció. Eddie vioa Roland de pie al borde delclaro, sosteniendo a Susannah conun brazo. Estaban vueltos hacia lafuente de la voz. Y mientrasempezaba de nuevo laadvertencia grabada, Eddie logrósacudirse por fin los heladosrestos de su pesadilla. Se levantóy anduvo hacia Roland ySusannah, tratando de imaginar

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cuántos siglos haría que se habíagrabado aquel aviso, programadopara sonar únicamente en el casode un colapso total del sistema.

«¡ESTE APARATO ESTÁEN FASE DE DESCONEXIÓN!¡LA DESCONEXIÓN SEHABRÁ COMPLETADO ENUNA HORA Y CINCOMINUTOS! ¡NO EXISTENINGÚN PELIGRO!REPETIMOS…».

Eddie tocó el brazo deSusannah, y ella volvió la cabeza.

—¿Cuánto hace que duraesto?

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—Unos quince minutos.Estabas muerto para el mun… —Dejó la frase en el aire—. ¡Tienesun aspecto horrible, Eddie! ¿Estásenfermo?

—No. Acabo de tener un malsueño.

Roland lo observaba de unmodo que le hizo sentirseincómodo.

—A veces hay verdad en lossueños, Eddie. ¿Cómo ha sido eltuyo?

Reflexionó unos instantes yacabó meneando la cabeza.

—No me acuerdo.

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—Lo dudo, ¿sabes?Eddie se encogió de hombros

y le dedicó una sonrisa.—Pues ya puedes dudar; estás

invitado. ¿Y cómo te encuentrastú esta mañana?

—Igual —le respondióRoland. Sus descoloridos ojosazules siguieron escrutando elrostro de Eddie.

—¡Basta ya! —saltóSusannah. Su voz era enérgica,pero Eddie captó un matiz denerviosismo—. Los dos. Tengocosas mejores que hacer queveros dar vueltas el uno al otro

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pegándoos patadas en lasespinillas como un par de críosjugando a ver quién resiste más.Y sobre todo esta mañana, conese oso muerto que trata de callarel mundo a gritos.

El pistolero asintió, peromantuvo la vista fija en Eddie.

—Muy bien, pero… ¿estásseguro de que no quieres decirmenada, Eddie?

En aquel momento Eddiepensó seriamente en contarle loque había visto en el fuego, lo quehabía visto en su sueño. Perodecidió que no. Quizá fuera solo

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el recuerdo de la rosa en mitaddel fuego, y las rosas que cubríanel campo de su sueño con tanfabulosa profusión. Sabía que nopodía explicar estas cosas comosus ojos las habían visto y sucorazón sentido; solo conseguiríadesmerecerlas. Y, al menos por elmomento, quería meditar en estascosas a solas.

Pero recuerda, se repitió unavez más… aunque la voz quesonó en su mente no se parecíamucho a la suya. Parecía másgrave, de más edad; la voz de undesconocido. Recuerda la rosa…

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y la forma de la llave.—Lo haré —musitó.—¿Qué harás? —quiso saber

Roland.—Decirlo —respondió Eddie

—. Si surge algo que parezcarealmente importante, os lo diré.A los dos. Pero ahora mismo nolo hay. Así que si hemos de llegara alguna parte, Shane, viejoamigo, será mejor que ensillemosya.

—¿Shane? ¿Quién es Shane?—También te lo diré en otro

momento. Entretanto, pongámonosen marcha.

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Recogieron la impedimentaque habían llevado del anteriorcampamento y regresaron haciaallí, Susannah de nuevo en susilla de ruedas. Eddie tuvo elpresentimiento de que no iba autilizarla mucho tiempo.

VEINTIUNO

Una vez, antes de que Eddieestuviera demasiado interesadoen la heroína para mostrar interéspor ninguna otra cosa, había idohasta Nueva Jersey con un par de

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amigos para ver a un par deconjuntos de speed-metal(Anthrax y Megadeth) queactuaban en el Meadowlands.Creía recordar que el volumen deAnthrax había sido ligeramentesuperior al del anuncio que surgíauna y otra vez del oso caído, perono estaba del todo seguro. Rolandles hizo parar cuando todavía sehallaban a casi un kilómetro delclaro y arrancó seis tiraspequeñas de tela de su viejacamisa. Se las metieron en losoídos y siguieron adelante. Nisiquiera esos tapones

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consiguieron amortiguar mucho elestridente estallido de sonido.

«¡ESTE APARATO ESTÁEN FASE DEDESCONEXIÓN!», vociferaba eloso cuando entraron en el claro.Yacía como había quedado, al piedel árbol al que Eddie se habíaencaramado, un coloso caído conlas patas separadas y las rodillasen el aire, como una gigantapeluda que hubiera muerto en elmomento de dar a luz. «¡LADESCONEXIÓN SE HABRÁCOMPLETADO EN CUARENTAY CINCO MINUTOS! ¡NO

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EXISTE NINGÚN PELIGRO!…».

Sí que existe, pensó Eddiemientras recogía las pielesdesparramadas que habíansobrevivido intactas al ataque deloso y a sus agitados estertores.Mucho peligro para mis malditasorejas. Recogió la pistolera deRoland y se la entregósilenciosamente. El trozo demadera que había estado tallandoyacía no muy lejos; se hizo con ély lo guardó en la bolsa delrespaldo de la silla de ruedas deSusannah mientras el pistolero se

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ceñía el ancho cinturón de cueroen torno a la cintura y anudaba latira de piel sin curtir que sujetabala pistolera al muslo. «… ENFASE DE DESCONEXIÓN, UNABATERÍA SUBNUCLEAR ESTÁFUNCIONANDO AL UNO PORCIENTO DE CAPACIDAD.ESTAS BATERÍAS…».

Susannah seguía a Eddiellevando en el regazo una bolsaque ella misma habíaconfeccionado. A medida queEddie le pasaba las pieles, lasiba metiendo en su bolsa. Cuandolas hubieron recogido todas,

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Roland tocó a Eddie en el brazo yle entregó un macuto. Su cargaconsistía principalmente en carnede venado abundantementeimpregnada con la sal de unsalegar natural que Roland habíaencontrado a unos cincokilómetros arroyo arriba. Elpistolero ya se había echado alhombro un macuto parecido. Labolsa —aprovisionada de nuevoy repleta de toda suerte deobjetos dispares— le colgaba alotro lado.

De una rama cercana pendíaun extraño arnés de fabricación

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casera con un asiento de piel devenado. Roland lo cogió, loexaminó unos instantes, einmediatamente se lo colocósobre la espalda y anudó lascorreas bajo el pecho. Susannahtorció el gesto, y Roland se diocuenta. No intentó hablar —tancerca del oso, no habría logradohacerse oír ni aun gritando apleno pulmón—, pero se encogióde hombros y extendió las manosen un gesto de comprensión:Sabes que vamos a necesitarlo.

Ella le devolvió elencogimiento de hombros. Lo

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sé… pero eso no implica que meguste.

El pistolero señaló hacia elotro lado del claro. Un par deabetos torcidos y quebradosmarcaban el lugar por dondeShardik, otrora conocido comoMir en aquellos territorios, habíaentrado en el claro.

Eddie se inclinó haciaSusannah, formó un círculo con elíndice y el pulgar, y enarcóinterrogativamente las cejas.¿Estás bien?

Susannah asintió, y actoseguido hizo ademán de taparse

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los oídos. Estoy bien, perovámonos de aquí antes de que mequede sorda.

Empezaron a cruzar el claro;Eddie empujaba a Susannah, quesostenía el fardo de pieles sobresu regazo. La bolsa del respaldoestaba llena de cosas; el pedazode madera en el que todavía seocultaba la mayor parte deltirachinas solo era una de ellas.

Detrás, el oso seguía rugiendosu última comunicación al mundo,anunciándoles que la desconexiónquedaría completada en cuarentaminutos. A Eddie se le antojó una

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eternidad. Los abetos quebradosse inclinaban el uno hacia el otro,formando una especie de crudoportal, y Eddie pensó: Aquí esdonde empieza realmente labúsqueda de la Torre Oscura deRoland, al menos para nosotros.

Recordó de nuevo su sueño—la espiral de ventanas querezumaban sus opacos gallardetesde oscuridad, gallardetes que sedesplegaban sobre el campo derosas como una mancha— y lerecorrió un profundo escalofríomientras pasaban bajo los árbolesinclinados.

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VEINTIDÓS

Pudieron utilizar la silla deruedas durante más tiempo delque Roland había imaginado. Losabetos de aquel bosque eran muyviejos, y su profuso ramaje habíacreado una gruesa alfombra deagujas que impedía que la malezacreciera. Susannah tenía brazosfuertes —más fuertes que los deEddie, aunque Roland creía queeso no tardaría en cambiar— y seimpulsaba con facilidad sobre el

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suelo plano y sombreado delbosque. Cuando llegaron ante unode los árboles que el oso habíaderribado, Roland la tomó enbrazos y Eddie pasó la silla alotro lado del obstáculo.

A su espalda, apenasamortiguado por la distancia, eloso les explicó, con toda lapotencia de su voz mecánica, quela capacidad de su última bateríasubnuclear en funcionamiento eraya prácticamente despreciable.

—¡Ojalá ese maldito arnés tecuelgue vacío de los hombrosdurante todo el día! —le gritó

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Susannah al pistolero.Roland asintió, pero antes de

que hubieran transcurrido quinceminutos el terreno empezó adescender y aquella antigua zonadel bosque a verse invadida porárboles más jóvenes y pequeños;abedules, alisos y algún que otroarce atrofiado arañabaninflexiblemente el suelo en buscade asidero. La alfombra de agujasse volvió más fina, y las ruedasde la silla empezaron a atascarseen los vigorosos matorrales quecrecían entre los árboles. Susfinas ramas raspaban y

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traqueteaban sobre los radios deacero inoxidable. Eddie arrojó supeso sobre los puños de la silla yde este modo pudieron seguirmedio kilómetro más. Finalmente,la pendiente empezó a hacersemás pronunciada y el terreno porel que avanzaban se hizoesponjoso.

—Llegó el momento desubirse a la espalda, señora —anunció Roland.

—¿Qué os parece si seguimoscon la silla un poco más? Puedeque la cosa vuelva a mejorar y…

Roland sacudió la cabeza.

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—Si te metes por esa ladera,acabarás… ¿cómo lo llamaste,Eddie?… ¿dando una voltereta?

Eddie sacudió la cabeza,sonriendo.

—Se dice «haciendo unapirueta», Roland. Es unaexpresión de mis malgastadosdías como surfista de aceras.

—Lo digas como lo digas,significa caerte de cabeza.Vamos, Susannah. Arriba.

—Detesto ser una inválida —protestó Susannah, molesta, perodejó que Eddie la alzara de lasilla y, con su ayuda, se instaló

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firmemente en el arnés queRoland llevaba a la espalda. Unavez bien sujeta, tocó la culata delrevólver de Roland—. ¿Quieresllevar tú este pequeñín? —lepreguntó a Eddie.

—Tú eres más rápida —respondió este, negando con lacabeza—. Y lo sabes.

Susannah se ajustó el cinto demala gana y dispuso la culata demanera que quedara al alcance desu mano derecha.

—También sé que os hago irmás despacio, pero si alguna vezllegamos a una buena carretera

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asfaltada de doble dirección osdejaré clavados en la línea desalida.

—No lo dudo —admitióRoland… y de pronto ladeó lacabeza. El bosque había quedadoen silencio.

—El Hermano Oso por fin seha rendido —observó Susannah—. Alabado sea Dios.

—Creía que aún le quedabansiete minutos —señaló Eddie.

Roland ajustó las correas delarnés.

—Su reloj debe de haberempezado a retrasarse un poco en

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los cinco o seis últimos siglos.—¿De veras crees que era tan

viejo, Roland?—Como mínimo —respondió

el pistolero—. Y ahora se haido… El último de los DoceGuardianes, por lo que sabemos.

—Sí, y pregúntame si meimporta una mierda —replicóEddie, y Susannah se echó a reír.

—¿Vas cómoda? —lepreguntó Roland.

—No. Empieza a dolerme elculo, pero tú sigue. Y procura notirarme.

Roland asintió y empezó a

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descender por la pendiente. Eddielo siguió, empujando la sillavacía y tratando de impedir quechocara con demasiada fuerzacontra las rocas que empezaban asurgir de la tierra como grandesnudillos blancos.

Ahora que el oso habíacallado por fin, le pareció que elbosque estaba demasiadosilencioso; aquella quietud hacíaque se sintiera casi como unpersonaje de una de esas viejaspelículas de la selva concaníbales y gorilas gigantes.

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VEINTITRÉS

El rastro del oso era fácil dedescubrir pero más difícil deseguir. A unos ocho kilómetrosdel claro, los condujo a una zonacenagosa que no llegaba a ser unpantano. Cuando por fin el terrenoempezó a ascender de nuevo y avolverse un poco más firme, lostejanos desteñidos de Rolandestaban empapados hasta lasrodillas, y el pistolero respirabaen largos y regulares jadeos. Aunasí, su estado era ligeramente

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mejor que el de Eddie, a quien nole había resultado fácil cargar lasilla de ruedas a través del fangoy las aguas estancadas.

—Es hora de descansar y decomer algo —decidió Roland.

—¡Oh, sí, la comida! —bufóEddie. Ayudó a Susannah adesprenderse del arnés y ladepositó sobre el tronco de unárbol caído, surcadodiagonalmente por largas huellasde zarpazos. A continuación,medio se sentó, medio se dejócaer junto a ella.

—Has manchado de barro mi

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silla de ruedas, blanquito —dijoSusannah—. Lo haré constar enmi informe.

—Cuando lleguemos alpróximo túnel de lavado, yomismo te empujaré de extremo aextremo. Incluso enceraré elmaldito cacharro, ¿de acuerdo?—dijo Eddie levantando una ceja.

Ella sonrió.—Trato hecho, guapo.Eddie llevaba uno de los

odres de Roland colgado a lacintura. Le dio unas palmaditas.

—¿Podemos?—Sí —contestó Roland—.

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Pero no bebas mucho ahora; antesde reanudar la marcha beberemostodos un poco más. Así nadietendrá calambres.

—Roland, jefe deexploradores de Oz —dijo Eddie,y se rio entre dientes mientrasdesataba el odre.

—¿Qué es Oz?—Un lugar imaginario que

salía en una película —le explicóSusannah.

—Oz era mucho más que eso.Mi hermano Henry me leíahistorias de vez en cuando.Alguna noche te contaré una,

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Roland.—Eso estaría bien —aprobó

el pistolero con seriedad—.Estoy deseoso de conocer vuestromundo.

—Pero Oz no es nuestromundo. Como ha dicho Susannah,era un lugar imaginario…

Roland repartió pedazos decarne que iban envueltos en unashojas grandes.

—La manera más rápida deconocer un lugar nuevo esaveriguar cuáles son sus sueños.Me gustaría que me hablaras deOz.

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—De acuerdo, trato hecho,también. Suze puede contarte lahistoria de Dorothy, Toto y elHombre de Hojalata, y yo tecontaré el resto. —Dio unmordisco a su pedazo de carne yentornó los ojos con expresiónaprobadora. La carne habíaadquirido el sabor de las hojas enque iba envuelta, y estabadeliciosa. Eddie engulló su racióncomo un lobo, mientras suestómago no cesaba de gruñirafanosamente. Ahora queempezaba a recobrar el aliento,se encontraba bien, muy bien. Su

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cuerpo estaba desarrollando unsólido envoltorio de músculos, ycada una de sus partes se sentíaen paz con todas las demás.

No te preocupes, pensó.Cuando llegue la noche, todoestará otra vez peleándose. Creoque piensa hacerme caminarhasta que esté a punto de caermeen el sitio.

Susannah comía másdelicadamente, deteniéndose cadados o tres mordiscos para tomarun sorbo de agua, dando vueltasal pedazo de carne, comiendo defuera adentro.

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—Acaba lo que empezasteanoche —le pidió a Roland—.Dijiste que creías entender esosrecuerdos contradictorios quetienes.

Roland asintió.—Sí. Creo que los dos

recuerdos son ciertos. Uno es unpoco más cierto que el otro, peroeso no niega la verdad delsegundo.

—No le veo el sentido —señaló Eddie—. O el chicoestaba en la Estación de Paso ono estaba, Roland.

—Es una paradoja, algo que

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es y no es al mismo tiempo.Mientras no se resuelva, seguirédividido. Eso ya es bastante malode por sí, pero la fisura básica seestá ensanchando. Noto cómo seagranda. Es… inexpresable.

—¿Tienes idea de cuál fue lacausa? —inquirió Susannah.

—Ya os dije que al chico loempujaron hacia un coche. Loempujaron. Ahora bien, ¿a quiénconocemos que disfrutaraempujando a la gente hacia cosasen marcha?

El rostro de Susannah seiluminó.

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—Jack Mort. ¿Quieres decirque fue él quien empujó al chicohacia la calzada?

—Sí.—Pero si dijiste que lo había

hecho el hombre de negro… —objetó Eddie—. Tu camaradaWalter. Dijiste que el chico lovio, un hombre con aspecto desacerdote. ¿No llegó incluso adecir que lo era? «Abran paso,soy sacerdote», o algo por elestilo.

—Sí, Walter estaba allí. Losdos estaban allí, y los dosempujaron a Jake.

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—¡Traigan la Toracina y lacamisa de fuerza! —gritó Eddie—. Roland acaba de volverseloco.

Roland no le prestó atención;estaba empezando a darse cuentade que las bromas y payasadas deEddie eran su manera dereaccionar ante la tensión.Cuthbert no había sido muydistinto… del mismo modo queSusannah, por su parte, no eramuy distinta de Alain.

—Lo que más me exaspera detodo esto —prosiguió— es quehubiera debido saberlo. Después

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de todo yo estuve dentro de JackMort, y tuve acceso a suspensamientos, como tuve acceso alos tuyos, Eddie, y a los tuyos,Susannah. Vi a Jake mientrasestaba en Mort. Lo vi con los ojosde Mort, y supe que Mort pensabaempujarlo. No solo eso; impedíque lo hiciera. Solo tuve queentrar en su cuerpo. Aunque Mortni se enteró de eso; estaba tanconcentrado en lo que se disponíaa hacer que creyó que yo era unamosca que se posaba en su cuello.

Eddie empezó a comprender.—Si no empujó a Jake hacia

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el coche, eso quiere decir queJake no murió. Y si no murió, nollegó a este mundo. Y si no llegóa este mundo, tú no lo encontrasteen la Estación de Paso. ¿No esasí?

—Así es. Incluso me pasó porla cabeza la idea de que si JackMort pretendía matar al chico, yodebería echarme a un lado y dejarque lo hiciera. Precisamente parano crear esta paradoja que meestá desgarrando. Pero no pude.Yo… Yo…

—No podías matar al chicodos veces, ¿verdad? —apuntó

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Eddie con voz suave—. Siempreque estoy a punto de llegar a laconclusión de que eres tanmecánico como el oso, mesorprendes con algo que pareceverdaderamente humano. Malditasea.

—Basta ya, Eddie —leregañó Susannah.

Eddie echó un vistazo alrostro ligeramente inclinado delpistolero e hizo una mueca.

—Lo siento, Roland. Mimadre siempre decía que no sabíacontener la lengua.

—No importa. En otro tiempo

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tuve un amigo que también eraasí.

—¿Cuthbert?Roland asintió. Después

contempló los dos únicos dedosde su disminuida mano derechadurante un largo instante, yfinalmente cerró el dolorosopuño, suspiró y miró de nuevo asus compañeros. En algún lugaren las profundidades del bosque,una alondra cantó dulcemente.

—Os diré lo que creo.Aunque no hubiera entrado enJack Mort cuando lo hice, él nohabría empujado a Jake ese día.

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Ese día no. ¿Por qué no? Ka-tet.Sencillamente. Por primera vezdesde que murió el último de losamigos que emprendieron estabúsqueda conmigo, vuelvo aencontrarme en el centro de un ka-tet.

—¿Un cuarteto? —preguntóEddie dubitativo.

El pistolero negó con lacabeza.

—Ka; la palabra que túinterpretas como «destino»,Eddie, aunque su verdaderosignificado es mucho máscomplejo y difícil de definir,

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como suele suceder siempre conlas palabras de la Alta Lengua. Ytet, que se refiere a un grupo degente con los mismos intereses yobjetivos. Nosotros tres somos untet, por ejemplo. Ka-tet es ellugar donde muchas vidas quedanunidas por el destino.

—Como en El puente de SanLuis Rey —musitó Susannah.

—¿Qué es eso? —quiso saberRoland.

—Un relato acerca de variaspersonas que mueren juntascuando se hunde el puente queestán cruzando. Es muy conocido

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en nuestro mundo.Roland hizo un gesto con la

cabeza para indicar quecomprendía.

—En este caso, un ka-tet nosunió a Jake, Walter, Jack Mort y amí. No era ninguna trampa, que eslo que sospeché en un primermomento cuando supe a quiénhabía elegido Jack Mort comopróxima víctima, porque el ka-tetno puede ser manipulado nimodificado según la voluntad denadie. Pero el ka-tet puede verse,conocerse y comprenderse.Walter lo vio, y Walter lo sabía.

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—El pistolero se descargó unpuñetazo en el muslo y exclamócon amargura—: ¡Cómo debía dereírse por dentro cuando por finle di alcance!

—Hablemos de lo quehubiese sucedido si tú no lehubieras estropeado los planes aJack Mort el día en que ibasiguiendo a Jake —dijo Eddie—.Has venido a decir que si tú nohubieras detenido a Mort, algo oalguien lo habría hecho. ¿No eseso?

—Sí, porque no era el díaadecuado para que Jake muriera.

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Estaba cerca del día adecuado,pero no lo era. También lo noté.Quizá Mort, justo antes deempujarlo, se habría dado cuentade que alguien le estaba mirando,o quizá habría intervenido unperfecto desconocido. O…

—O un policía —dijoSusannah—. Quizá hubiera vistoa un policía en el lugar y elmomento equivocados.

—Sí. El motivo exacto, elagente de ka-tet, carece deimportancia. Sé por propiaexperiencia que Mort era astutocomo un zorro viejo. Si hubiera

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advertido el menor detalle fuerade lugar, lo habría dejado paraotro día.

»Y también sé otra cosa.Cuando salía de caza, ibadisfrazado. El día en que lanzó unladrillo a la cabeza de OdettaHolmes, llevaba una gorra depunto y un suéter viejo que levenía varias tallas grande. Queríaparecer un bebedor de vino,porque arrojó el ladrillo desde unedificio en el que tienen suguarida varios borrachos. ¿Osdais cuenta?

Los dos asintieron.

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—Años después, el día enque te empujó hacia las ruedasdel tren, Susannah, iba vestidocomo un obrero de laconstrucción. Llevaba un grancasco amarillo, al que en sumente llamaba un «casco deseguridad», y un bigote postizo.El día en que habría empujado aJake hacia los coches,provocándole la muerte, habríaido disfrazado de sacerdote.

—Dios mío —dijo Susannahcon un susurro de voz—. Elhombre que le empujó en NuevaYork era Jack Mort, y el hombre

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que vio en la Estación de Pasoera Walter, ese tipo que andabaspersiguiendo.

—Sí.—¿Y el chico creyó que se

trataba de la misma personaporque los dos vestían unaespecie de túnica negra parecida?

Roland asintió.—Incluso existía cierto

parecido físico entre Walter yJack Mort. No como si fuesenhermanos, no quiero decir eso,pero los dos eran altos, decabello oscuro y tez muy pálida.Y considerando que la única vez

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que vio a Jack Mort, Jake estabamuriéndose, y que la única vezque vio a Walter estaba en unlugar desconocido y casi muertode miedo, me parece que su errores comprensible y disculpable. Sien esta historia hay un asno, esesoy yo, por no haber comprendidomucho antes la verdad.

—¿Crees que Mort se habríadado cuenta de que lo estabanmanipulando? —Recordando suspropias experiencias y losenloquecidos pensamientos decuando Roland le había invadidola mente, Eddie no veía la manera

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de que Mort hubiera podido nodarse cuenta… pero Rolandmeneaba la cabeza.

—Walter habría sidosumamente sutil. Mort habríacreído que la idea de disfrazarsede sacerdote se le había ocurridoa él mismo… por lo menos esoimagino. No habría reconocido lavoz de un intruso (de Walter)susurrando en las profundidadesde su mente, diciéndole lo quedebía hacer.

—Jack Mort —se maravillóEddie—. Y todo el tiempo eraJack Mort.

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—Sí… con ayuda de Walter.Y así acabé salvándole la vida aJake, después de todo. Cuandohice saltar a Mort del andén delmetro justo delante de un tren, locambié todo.

Susannah preguntó:—Si este Walter podía entrar

en nuestro mundo siempre quequería, quizá por su propiapuerta, ¿no hubiese podidoutilizar a algún otro para queempujara al chico? Si podíasugerir a Mort que se disfrazarade sacerdote, hubiera podidohacer lo mismo con cualquiera…

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¿Qué, Eddie? ¿Por qué sacudes lacabeza?

—Porque no creo que Walterquisiera eso. Lo que Walterquería es lo que está pasandoahora… que Roland perdiera eljuicio poco a poco. ¿No escierto?

El pistolero asintió.—Walter no habría podido

hacerlo así ni aunque hubiesequerido —añadió Eddie—,porque estaba muerto desdemucho antes de que Rolandencontrara las puertas de la playa.Cuando Roland cruzó la última y

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se metió en la cabeza de JackMort, ahí se acabaron lostejemanejes del viejo Walt.

Susannah pensó en ello y alfinal asintió.

—Ya entiendo… me parece.Este asunto de viajar por eltiempo resulta bastante confuso,¿no?

Roland empezó a recoger suscosas y a fijarlas en su lugar.

—Hora de ponerse enmarcha.

Eddie se levantó y se echó sucarga al hombro.

—Al menos puedes

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consolarte con una cosa —señaló—. Tú o ese asunto del ka-tetpudisteis salvar al chico, despuésde todo.

Roland estaba anudándose lascuerdas del arnés sobre el pecho.Al oír este comentario alzó lavista, y la llameante claridad desus ojos hizo recular a Eddie.

—¿Lo salvé? —preguntóásperamente—. ¿De veras losalvé? Estoy volviéndome locopor momentos, tratando de vivircon dos versiones de la mismarealidad. Al principio esperabaque una u otra comenzara a

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desvanecerse, pero no es así. Dehecho, sucede todo lo contrario:estas dos realidades gritan cadavez más fuerte en mi cabeza,chillándose la una a la otra comofacciones opuestas que a notardar tendrán que ir a la guerra.Así que dime una cosa, Eddie:¿cómo crees que se siente Jake?¿Qué crees que se experimenta alsaber que en un mundo estásmuerto y en otro vivo?

La alondra volvió a cantar,pero ninguno de ellos se diocuenta. Eddie miró los ojos azuldescolorido que ardían en la

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pálida faz de Roland y no supoqué contestar.

VEINTICUATRO

Aquella noche acamparon a unosveinticinco kilómetros al este deloso muerto, durmieron con elsueño de los completamenteagotados (incluso Roland durmiódurante toda la noche, aunque sussueños fueron visiones depesadilla) y a la mañana siguientese levantaron al amanecer. Eddieencendió una pequeña hoguera sin

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decir nada y miró a Susannah desoslayo cuando sonó un tiro depistola en las cercanías.

—El desayuno —señaló ella.Roland regresó al cabo de

tres minutos con una piel colgadadel hombro. En la piel había elcadáver de un conejo reciéndestripado. Susannah lo cocinó.Comieron y reanudaron lamarcha.

Eddie seguía tratando deimaginar lo que sería tener elrecuerdo de la propia muerte.Pero ahí se quedaba corto.

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VEINTICINCO

Poco después del mediodíallegaron a una zona donde casitodos los árboles habían sidoarrancados y los arbustosaplastados; era como si por allíhubiera pasado un ciclón muchosaños antes, creando una amplia ydesolada avenida de destrucción.

—Estamos cerca del sitio quebuscamos —declaró Roland—.Lo derribó todo a su alrededorpara despejar el campo visual.Nuestro amigo el oso no quería

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sorpresas. Era grande, pero nadacomplaciente.

—Y a nosotros, ¿nos habrádejado alguna sorpresa? —preguntó Eddie.

—Podría ser. —Rolandsonrió un poco y tocó a Eddie enel hombro—. Pero hay una cosa:serán sorpresas viejas.

Su avance por aquella zona dedestrucción fue lento. La mayoríade los árboles caídos eran muyviejos —muchos habían casiregresado a la tierra de la quehabían brotado— pero todavía seamontonaban lo suficiente para

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crear una formidable pista deobstáculos. Ya habría sidobastante duro si los tres hubieranestado en buenas condiciones,pero con Susannah sujeta por suarnés a la espalda del pistolero,la marcha se convertía en unejercicio de resistencia.

Los árboles derribados y losamasijos de matorral servían paraenmascarar la pista del oso, y esotambién contribuía a retrasarlos.Hasta el mediodía habían idosiguiendo el rastro de zarpazosclaramente visible en los troncos.Aquí, por el contrario, junto a su

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punto de partida, la cólera deloso no había sido tan intensa, yesas oportunas huellas de su pasose desvanecían. Roland avanzabalentamente, buscandoexcrementos entre la maleza ymechones de pelo en los troncosde los árboles a los que el osohabía trepado. Necesitaron todala tarde para cruzar cincokilómetros de aquella selvadestrozada.

Eddie acababa de decidir queiban a perder la luz y que tendríanque acampar en aquel siniestrolugar cuando llegaron a una

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delgada franja de alisos. Al otrolado oyó el ruidoso balbuceo deun arroyo sobre un lecho depiedras. A sus espaldas, el solponiente irradiaba haces deominosa luz roja sobre el revueltoterreno que acababan de cruzar,convirtiendo los árboles caídosen una red de trazos negrosentrecruzados como ideogramaschinos.

Roland dio el alto y depositóa Susannah en el suelo. Luegoestiró la espalda, doblándosehacia ambos lados con las manossobre las caderas.

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—¿Nos quedamos aquí? —preguntó Eddie.

Roland meneó la cabeza.—Susannah, dale la pistola a

Eddie. —Ella obedeció ycontempló al pistolero conexpresión inquisitiva—. Vamos,Eddie. El sitio que nos interesaestá al otro lado de estos árboles.Le echaremos un vistazo. Y puedeque, además, trabajemos un poco.

—¿Qué te hace suponer…?—Aguza el oído.Eddie escuchó y se dio cuenta

de que oía ruido de maquinaria.También se dio cuenta de que

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llevaba un rato oyéndolo.—No quiero dejar sola a

Susannah.—No iremos lejos, y tiene

una voz fuerte y clara. Además, sihay algún peligro, lo tenemosdelante. Estaremos entre elpeligro y ella.

Eddie bajó los ojos haciaSusannah.

—Adelante… pero procuradno tardar. —Susannah se volviócon ojos pensativos hacia elcamino por el que habían llegado—. No sé si aquí hay gigantes ono, pero parece que los hay.

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—Volveremos antes de queoscurezca —le prometió Rolandmientras echaba a andar hacia lacortina de alisos. Al cabo de uninstante, Eddie lo siguió.

VEINTISÉIS

Apenas habían recorrido quincemetros entre los árboles cuandoEddie se dio cuenta de queestaban siguiendo un sendero,probablemente abierto por elpropio oso a lo largo de los años.

Los alisos se curvaban sobre

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ellos formando un túnel. Desdeallí los sonidos se oían con mayorclaridad, y Eddie empezó adistinguirlos. Uno era un ruidograve y profundo, una especie dezumbido. Lo notaba en los pies;una leve vibración como sihubiera una gran máquinafuncionando bajo tierra. Porencima, más cercanos y másurgentes, los sonidos seentrecruzaban como brillantesarañazos: chillidos, chirridos,gorjeos.

Roland acercó la boca al oídode Eddie y le dijo:

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—Creo que no hay muchopeligro si nos movemos ensilencio.

Avanzaron otros cinco metrosy Roland volvió a detenerse.Desenfundó la pistola y utilizó elcañón para apartar una ramacargada de hojas teñidas por elcrepúsculo. Eddie atisbó a travésde la pequeña abertura y vio elclaro donde el oso había vividodurante tanto tiempo, la base deoperaciones desde la que habíaemprendido sus numerosasexpediciones de saqueo y terror.

No había maleza allí; hacía

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mucho que el terreno, en forma depunta de flecha, había quedadocompletamente pelado. De labase de una pared de roca, a unosquince metros de altura, brotabaun arroyo que cruzaba el claro.En el mismo lado del arroyo enque se encontraban ellos, situadacontra la pared, había una cajametálica de unos tres metros dealtura. Su techo era curvo, y aEddie le recordó una boca demetro. La parte delantera estabapintada a franjas diagonales enamarillo y negro. La tierra delclaro no era negra, como el

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mantillo del bosque, sino de unextraño gris polvoriento. Estabasembrada de huesos, y a lospocos instantes advirtió que loque había tomado por tierra gristambién eran huesos, unos huesostan antiguos que se deshacían enpolvo.

Había cosas que se movían enel polvo, las cosas que emitíanlos ruidos chirriantes ygorjeantes. Cuatro… no, cinco entotal. Pequeños artefactosmetálicos, el mayor del tamañode un cachorro de collie. Eddieobservó que eran robots, o algo

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semejante a robots. Solo en unacosa se parecían entre sí y al osoal que indudablemente servían:encima de cada cabeza, unaminúscula antena de radar.

Más gorras de pensar, sedijo Eddie. Dios mío, ¿qué clasede mundo es este?

El mayor de aquellosartefactos se parecía un poco altractor Tonka que Eddie habíarecibido como regalo en su sextoo séptimo cumpleaños; almoverse, sus orugas levantabanpequeñas nubes grises de polvode huesos. Otro era como una rata

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de acero inoxidable. Un terceroparecía una serpiente hecha desegmentos de acero articulados, yse desplazaba retorciéndose yondulando. Estaban dispuestos encírculo al otro lado del arroyo,dando vueltas y más vueltas porun profundo surco que habíanabierto en el terreno. Al mirarlos,Eddie recordó las tiras cómicasque había visto en las pilas deejemplares atrasados delSaturday Evening Post que poralguna razón su madre conservabaen la salita del apartamento. Enlos dibujos de las tiras cómicas,

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hombres preocupados quefumaban sin cesar dejaban surcosen la alfombra mientras paseabande un lado a otro esperando a quesus esposas dieran a luz.

Conforme sus ojos fueronacostumbrándose a la sencillageometría del claro, Eddie vioque aquellos extraños aparatoseran muchos más de cinco. Habíaal menos otros doce que pudieraver, y seguramente algunos másescondidos tras los óseos restosde las viejas presas del oso. Ladiferencia estaba en que los otrosno se movían. Los miembros del

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mecánico cortejo del oso habíanido muriendo uno tras otro a lolargo de los años, hasta que yasolo quedaba aquel grupito decinco… y con sus chirridos ygorjeos oxidados no daban laimpresión de estar muy sanos. Laserpiente, sobre todo, tenía unaspecto vacilante y reumáticomientras giraba y giraba encírculos tras la rata mecánica. Devez en cuando, el artefacto queseguía a la serpiente —un bloquede acero que caminaba sobrerechonchas patas metálicas— laalcanzaba y le daba un golpecito,

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como pidiéndole que hiciera elputo favor de darse prisa.

Eddie trató de imaginar cuálhabría sido su función. No deprotección, desde luego; el osoestaba diseñado para protegerse así mismo, y Eddie sospechabaque si el viejo Shardik se hubieracruzado con los tres cuando aúnestaba en plena forma, los habríamasticado y habría escupido sushuesos en un abrir y cerrar deojos. Tal vez aquellos robots eransu equipo de mantenimiento, oexploradores, o mensajeros.Supuso que serían peligrosos,

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pero solo en defensa propia… oen la de su amo. No parecíanagresivos.

De hecho, había en ellos algopatético. Casi todos suscompañeros habían fallecido, suamo ya no existía, y Eddie pensóque en algún sentido seríanconscientes de ello. No eraamenaza lo que proyectaban sinouna extraña tristeza inhumana.Viejos y casi inservibles,caminaban, rodaban yculebreaban con ansiedadsiguiendo el surco depreocupación que habían trazado

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en aquel claro olvidado de Dios,y a Eddie casi le pareció quepodía captar el confuso curso desus pensamientos: ¡Ay, dolor! ¡Ay,dolor! ¿Y ahora qué? ¿Cuál esnuestro propósito, ahora que Élha muerto? ¿Quién va a cuidarde nosotros, ahora que Él noestá? ¡Ay, dolor! ¡Ay, dolor! ¡Ay,dolor!…

Eddie notó un tirón en la parteposterior de la pierna y estuvo apunto de gritar de susto y desorpresa. Giró en redondo, altiempo que amartillaba la pistolade Roland, y vio a Susannah que

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lo miraba desde abajo con losojos muy abiertos. Eddie soltó unlargo suspiro y devolviócuidadosamente el percutor a suposición de reposo. Se arrodilló,posó las manos en los hombros deSusannah, le dio un beso en lamejilla, y a continuación lesusurró al oído:

—He estado en un tris demeterte una bala en tu tontacabeza. ¿Qué haces aquí?

—Quería ver —respondióella también en susurros, sinmostrarse avergonzada en lo másmínimo. Sus ojos se desviaron

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hacia Roland, que se habíaagachado junto a ella—. Además,me ponía nerviosa estar allí sola.

Se había hecho un montón derasguños al arrastrarse tras ellospor entre la maleza, pero Rolandtuvo que reconocer que, cuandose lo proponía, podía ser tansigilosa como una sombra, él nohabía oído nada. Sacó un trapodel bolsillo de atrás (el últimoresto de su camisa vieja) y enjugólos hilillos de sangre que lecorrían por los brazos. Examinósu trabajo unos instantes y limpióun cortecito que Susannah se

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había hecho en la frente.—Pues echa una mirada —

dijo al fin. Su voz apenas fue másque un movimiento de labios—.Supongo que te lo has ganado.

Utilizó una mano para abrirentre los arbustos una línea demira a la altura de Susannah yesperó mientras ella contemplabael claro fascinada. Finalmenteretiró la cabeza, y Roland dejóque los arbustos se cerraran denuevo.

—Me dan pena —susurró ella—. ¿No es ridículo?

—De ninguna manera —

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contestó Roland—. Yo creo que asu modo son criaturas de enormetristeza. Eddie acabará con sudesdicha. —Eddie empezó asacudir la cabeza inmediatamente—. Sí, lo harás… a menos queprefieras quedarte aquí encuclillas toda la noche. Apunta alos sombreros. Esas cositas quegiran.

—¿Y si fallo? —susurróEddie, enfurecido.

Roland se encogió dehombros.

Eddie se incorporó y de malagana volvió a amartillar el

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revólver del pistolero. Examinópor entre los arbustos aquellosservomecanismos que no cesabande dar vueltas y más vueltas en suinútil órbita solitaria. Será comomatar cachorros, pensódesalentado. Entonces vio queuno de ellos —la cosa queparecía una caja ambulante—proyectaba desde su centro unapinza de aspecto amenazador y lacerraba por unos instantes sobrela serpiente. La serpiente emitióun ruido chirriante y dio un saltohacia delante. La caja ambulanteocultó la pinza.

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Bueno… puede que no seaexactamente como matarcachorros, decidió Eddie. Miróde nuevo a Roland. Este, con losbrazos cruzados sobre el pecho,le devolvió una miradainexpresiva.

Eliges unos momentos muyextraños para dar clase,compañero.

Eddie pensó en Susannah, quehabía herido al oso en el trasero yluego había hecho añicos sudispositivo sensor cuando labestia se abalanzaba sobreRoland y ella, y se sintió un poco

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avergonzado. Y, lo que era más,una parte de él deseaba hacerlo,del mismo modo que una parte deél había querido enfrentarse conBalazar y su equipo de matonesen La Torre Inclinada.Probablemente era un impulsoenfermizo, pero eso no menguabasu atracción básica: Vamos a verquién sale vivo… Vamos a verlo.

Sí, desde luego era bastanteenfermizo.

Imagínate que solo es unacaseta de tiro al blanco y quequieres ganar un conejito depeluche para tu chica, pensó. O

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un oso de peluche. Enfocó elpunto de mira sobre la cajaambulante y entonces Roland letocó el hombro y le hizo volver lacabeza en un gesto deimpaciencia.

—Di la lección, Eddie. Y sécertero.

Eddie siseó furioso entre losdientes, irritado por lainterrupción, pero los ojos deRoland no pestañearon, así queinspiró profundamente e intentóborrarlo todo de su mente: loschillidos y berridos de unamaquinaria que llevaba

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demasiado tiempo funcionando,los dolores y molestias delcuerpo, el saber que Susannahestaba a su lado, apoyada sobrelos pulpejos de las manos,observando; el saber además queella era la que estaba más cercadel suelo y que, si no acertaba atodos los artefactos y algunodecidía tomar represalias, ellasería el blanco más propicio.

—No disparo con la mano;aquel que dispara con la mano haolvidado el rostro de su padre.

Eso era un chiste, pensó; si secruzaba con su padre por la calle,

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no lo reconocería. Pero notó quelas palabras hacían su efecto,despejándole la mente yserenando sus nervios. No sabíasi él era de la materia de la queestán hechos los pistoleros —laidea se le antojaba fabulosamenteimprobable, aunque sabía quehabía cumplido muy bien sucometido durante el tiroteo en elclub de Balazar—, pero sabía quea una parte de él le gustaba lafrialdad que le invadía cuandopronunciaba las palabras delarcaico catecismo que elpistolero les había enseñado; la

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frialdad y aquella manera en quelas cosas parecían presentarsecon implacable claridad. Habíaotra parte de él que comprendíaque aquello era otra droga letal,no muy distinta de la heroína quehabía matado a Henry y habíaestado a punto de matarlo a él,pero eso no afectaba el fino yajustado placer del momento, quetamborileaba en él como cablestensos vibrando bajo el vendaval.

—No apunto con la mano;aquel que apunta con la mano haolvidado el rostro de su padre.

»Apunto con el ojo.

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»No mato con la pistola;aquel que mata con la pistola haolvidado el rostro de su padre.

A continuación, sin saber queiba a hacerlo, salió de entre losárboles y se dirigió a los robotsque seguían dando vueltas al otrolado del claro.

—Mato con el corazón.Interrumpieron su

interminable girar. Uno de ellosemitió un zumbido agudo queparecía una señal de alarma oadvertencia. Las antenas de radar,del tamaño de media barra dechocolate Hershey cada una, se

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volvieron hacia el origen de lavoz.

Eddie empezó a disparar.Los sensores estallaron uno

tras otro como pichones dearcilla. La compasión se habíaborrado del corazón de Eddie;solo quedaba aquella frialdad, yel saber que no se detendría, queno podría detenerse hasta quehubiese terminado el trabajo.

El trueno llenó el claroiluminado por los últimosresplandores del día y rebotó enla astillada pared de roca delextremo más ancho. La serpiente

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de acero hizo dos volteretas ycayó convulsionada en el polvo.El mayor de los artefactos —elque había recordado a Eddie eltractor Tonka de su niñez—intentó escapar. Eddie destrozó suantena de radar cuando emprendíauna espasmódica fuga del surco.La cosa cayó sobre sucuadrangular hocico, y de lascuencas de acero donde sealojaban sus ojos de vidrioempezaron a brotar delgadasllamas azules.

El único sensor al que noacertó fue el de la rata de acero

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inoxidable; su disparo rebotó enel lomo de metal y salió desviadocon un agudo zumbido demosquito. La rata abandonó elsurco, describió un semicírculohacia la cosa en forma de cajaque seguía a la serpiente y cargóa través del claro con asombrosavelocidad. Al correr producía unairado sonido claqueteante y,conforme acortaba la distancia,Eddie advirtió que tenía la bocaprovista de largas y agudaspuntas. No eran como dientes;eran más bien como agujas demáquina de coser, subiendo y

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bajando con increíble rapidez.No, caviló, en realidad aquellascosas no se parecían mucho acachorros.

—¡Dispara tú, Roland! —gritó desesperadamente, perocuando osó echar una fugazmirada de reojo vio que Rolandseguía de pie con los brazoscruzados, exhibiendo la mismaexpresión distante y serena.Hubiera podido estar pensando enproblemas de ajedrez o enantiguas cartas amorosas.

La antena de la rata se desvióde pronto. El artefacto cambió

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ligeramente de rumbo y avanzódirecto hacia Susannah Dean.

Solo me queda una bala,pensó Eddie. Si fallo, learrancará la cara.

En vez de disparar, se acercóa la rata y le dio una patada tanfuerte como pudo. Se habíacambiado los zapatos por un parde mocasines de piel de venado,y sintió la sacudida del golpehasta la rodilla. La rata soltó unoxidado chirrido rasposo, diounos tumbos por tierra y quedópanza arriba. Eddie vio unadocena aproximada de

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rechonchas patas mecánicasagitándose arriba y abajo. Cadauna de ellas terminaba en unaafilada zarpa de acero. Estaszarpas giraban sobre soportes decardán no más grandes que unagoma de borrar.

De la zona central del robotsurgió una varilla de acero queenderezó de nuevo el artefacto.Eddie alzó el revólver de Roland,reprimiendo el impulsomomentáneo de apoyarlo sobre lamano libre. Tal vez fuera asícomo enseñaban a disparar a lospolicías de su mundo, pero aquí

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no se hacía de esta manera.«Cuando olvidéis que existe lapistola, cuando tengáis lasensación de estar disparando conel dedo —les había dicho Roland—, entonces sabréis que os estáisacercando».

Eddie apretó el gatillo. Ladiminuta antena de radar, quehabía empezado a girar de nuevoen un intento de localizar a losenemigos, desapareció en undestello azul. La rata emitió unruido ahogado y cayó muerta.

Eddie se volvió con elcorazón palpitándole

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violentamente en el pecho. Norecordaba haber estado tanfurioso desde que comprendióque Roland pretendía retenerlosen aquel mundo hasta conquistar operder definitivamente su malditaTorre… dicho de otro modo,hasta que todos fueran pasto delos gusanos.

Apuntó la pistola descargadahacia el corazón de Roland yhabló con una voz pastosa queapenas reconoció como propia.

—Si me quedara algúncartucho en el tambor, podríasdejar de preocuparte por tu puta

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Torre en este mismo instante.—¡Basta, Eddie! —gritó

Susannah.Eddie la miró.—Iba a por ti, Susannah, y

quería convertirte en picadillo.—Pero no me ha alcanzado.

Tú la has parado, Eddie. Tú lahas parado.

—Pero no gracias a él. —Eddie hizo ademán de enfundar elrevólver, pero se dio cuenta,contrariado, de que no teníadónde meterlo. Susannah llevabala pistolera—. Él y sus lecciones.Él y sus malditas lecciones. —Se

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volvió hacia Roland—. Te lodigo por dos centavos…

La expresión moderadamenteinteresada de Roland cambió depronto. Sus ojos se fijaron en unpunto sobre el hombro izquierdode Eddie.

—¡A TIERRA! —gritó.Eddie no hizo preguntas. Toda

su furia y su confusión se leborraron de la mente al instante.Se echó al suelo y, mientras lohacía, vio volar la manoizquierda del pistolero. Dios mío,pensó, NO PUEDE ser tanrápido. Nadie puede ser tan

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rápido. Yo no lo hago mal, perocomparado con Susannahparezco lento… y él hace queSusannah parezca una tortugatratando de avanzar cuestaarriba sobre una lámina decristal…

Algo pasó justo por encimade su cabeza, algo que lanzó unchillido de rabia mecánica y learrancó un mechón de pelo. Elpistolero disparó desde la cadera,tres tiros consecutivos comotruenos, y los chillidos cesaron.Un artilugio que a Eddie lepareció un gran murciélago de

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metal cayó por tierra entre ellugar donde él yacía y el queocupaba Susannah, arrodilladajunto a Roland. Una de sus alasarticuladas, manchada de óxido,golpeó el suelo una vez,débilmente, como enojada porhaber perdido la oportunidad, yya no se movió más.

Roland se acercó a Eddiecaminando con soltura sobre susviejas botas. Le tendió una mano.Eddie la aceptó y dejó queRoland le ayudara a incorporarse.Se había quedado sin aliento, ydescubrió que no podía hablar.

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Seguramente es mejor así…Parece que cada vez que abro laboca meto la pata.

—¡Eddie! ¿Estás bien? —Susannah cruzaba el claro haciaél, que permanecía con la cabezaagachada y las manos apoyadassobre los muslos, intentandorespirar.

—Sí. —La palabra le saliócomo un graznido. Se incorporócon esfuerzo—. Solo ha sido uncorte de pelo.

—Estaba en un árbol —explicó Roland con calma—. Alprincipio ni siquiera lo vi. A

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estas horas la luz es engañosa. —Hizo una corta pausa y, con lamisma calma, añadió—:Susannah no ha corrido ningúnpeligro, Eddie.

Eddie asintió con la cabeza.Ahora se daba cuenta de queRoland casi hubiera podidotomarse una hamburguesa y unbatido antes de empezar adesenfundar. Así de rápido era.

—Muy bien. Digamos que nome gustan tus métodos deenseñanza, ¿de acuerdo? Pero nopienso disculparme, así que si loestabas esperando ya te lo puedes

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quitar de la cabeza.Roland se agachó, recogió a

Susannah y comenzó a limpiarleel polvo con la mano. Lo hizo conuna especie de afecto imparcial,como una madre limpiaría a subebé tras uno de sus necesariosrevolcones en el polvo del patiotrasero.

—No, no espero ningunadisculpa, ni es necesaria —contestó—. Susannah y yotuvimos una conversaciónparecida a esta hace dos días.¿No es así, Susannah?

Ella asintió.

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—Roland es de la opiniónque los aprendices de pistoleroque no muerden de vez en cuandola mano que les da de comer,necesitan una buena patada en eltrasero.

Eddie paseó la mirada sobrelos restos destrozados y empezó asacudirse lentamente el polvo dehuesos de los pantalones y lacamisa.

—¿Y si te dijera que noquiero ser un pistolero, Roland,viejo camarada?

—Diría que lo que tú quierasno tiene mucha importancia. —

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Roland estaba contemplando elquiosco metálico que se alzabacontra la pared de roca, y parecíahaber perdido todo interés por laconversación. Eddie ya lo habíaobservado antes. Cuando laconversación versaba sobrecuestiones de debería ser, podríaser o tendría que ser, Roland casisiempre perdía el interés.

—¿Ka? —preguntó Eddie,con un resto de su anterioramargura.

—Exactamente. Ka. —Rolandse dirigió hacia el quiosco y pasóuna mano sobre las rayas negras y

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amarillas pintadas sobre el metal—. Hemos encontrado uno de losdoce portales que circundan elborde del mundo… uno de losseis senderos que conducen a laTorre Oscura.

»Y eso también es ka.

VEINTISIETE

Eddie fue a buscar la silla deruedas de Susannah. Nadie tuvoque pedírselo; deseaba estar unrato a solas para recobrar sudominio. Ahora que el tiroteo

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había terminado, todos losmúsculos de su cuerpo parecíanhaber adquirido su propiotemblorcillo palpitante. No queríaque ninguno de los dos lo viera ental estado, no porque pudieranmalinterpretarlo como miedo,sino porque uno de ellos, o losdos, podría reconocerlo por loque era: una sobrecarga deexcitación. Le había gustado. Lehabía gustado, pese al murciélagoque estuvo a punto de arrancarleel cuero cabelludo.

Eso es una gilipollez, colega.Y tú lo sabes.

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El problema era que no losabía. Se había visto cara a caracon algo que Susannah habíadescubierto por sí misma despuésde disparar contra el oso; podíadecir que no quería ser unpistolero, que no quería seguirvagando por aquel mundoenloquecido donde no parecíahaber más seres humanos queellos tres, que lo que anhelabapor encima de todo eraencontrarse en la esquina deBroadway con la calle Cuarenta ydos, haciendo chascar los dedos,engullendo un sándwich con chile

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y escuchando a CreedenceClearwater Revival en losauriculares de su Walkmanmientras veía pasar a las chicas,esas chicas neoyorquinas tansexys, con su mohín de «Vete a laporra» en los labios y sus largaspiernas bajo una falda corta.Podía hablar de todo eso hastaque se le pusiera la cara azul,pero su corazón sabía otras cosas.Sabía que había disfrutadohaciendo saltar en pedazos todaaquella chatarra electrónica, almenos mientras duraba el juego yla pistola de Roland era su

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tempestad de rayos y truenosparticular y portátil. Habíadisfrutado pegándole una patada ala rata robot, a pesar de que sehabía hecho daño en el pie y apesar de que estaba cagado demiedo. En cierto modo, esta parte—la parte de tener miedo—incluso parecía aumentar susatisfacción.

Todo eso ya era bastante malode por sí, pero su corazón sabíaalgo aún peor: que si en aquelmismo instante se abriese ante éluna puerta que le condujera deregreso a Nueva York, podía ser

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que no la cruzara, al menos hastahaber visto la Torre Oscura consus propios ojos. Empezaba acreer que la enfermedad deRoland era contagiosa.

Mientras luchaba con la sillade Susannah por entre la marañade árboles, maldiciendo lasramas que le azotaban el rostro ytrataban de arrancarle los ojos,Eddie se sintió capaz de admitirpor lo menos algunas de estascosas; esto le enfrió un poco lasangre. Quiero comprobar si escomo la vi en mi sueño, pensó.Ver una cosa así… Eso sí que

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sería fantástico.Y otra voz habló en su

interior: Apuesto a que susamigos de antes —los quellevaban nombres como sacadosde la Tabla Redonda en la Cortedel Rey Arturo—, apuesto a queellos también pensaban lomismo, Eddie.

Y todos están muertos. Todos,Eddie; hasta el último.

Reconoció esa voz, le gustarao no. Pertenecía a Henry, y eso laconvertía en una voz muy difícilde ignorar.

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VEINTIOCHO

Roland, sosteniendo a Susannahsobre su cadera derecha, estabaparado ante la caja metálica queparecía una boca de metrocerrada durante la noche. Eddiedejó la silla de ruedas en el lindedel claro y se dirigió hacia ellos.A medida que se acercaba, elzumbido constante y la vibracióndel suelo iban en aumento. Se diocuenta de que la maquinaria queproducía ese ruido se hallabadentro de la caja o debajo de ella.

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Le pareció que la oía no tanto conlos oídos como en lo másprofundo de su cabeza y en losrecovecos de sus entrañas.

—Así que este es uno de losdoce portales. ¿Adónde conduce,Roland? ¿A Disney World?

Roland meneó la cabeza.—No sé adónde conduce.

Quizá a ninguna parte… o a todaspartes. Hay muchas cosas quedesconozco en mi mundo. Sinduda ya os habéis dado cuenta. Yhay cosas que antes sabía y queahora han cambiado.

—¿Porque el mundo se ha

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movido?—Sí. —Roland lo miró de

soslayo—. No se trata de unafigura retórica. El mundorealmente se mueve, y cada vezva más deprisa. Al mismo tiempolas cosas se desgastan… seestropean… —Dio un puntapié alcadáver mecánico de la cajaambulante para ilustrar suargumento.

Eddie recordó el burdoesbozo de los pórticos queRoland había dibujado en latierra.

—¿Y esto es el borde del

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mundo? —preguntó, casi contimidez—. Lo digo porque noparece muy distinto de cualquierotro lugar. —Se rio brevemente—. Pues si hay un abismo, yo nolo veo.

Roland sacudió la cabeza.—No es esa clase de borde.

Es el lugar donde nace uno de losHaces. O por lo menos así me loenseñaron.

—¿Haces? —preguntóSusannah—. ¿Qué Haces?

—Los Grandes Antiguos noformaron el mundo sino que loreformaron. Algunos narradores

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dicen que los Haces lo salvaron;otros afirman que son las semillasde la destrucción del mundo. LosGrandes Antiguos crearon losHaces. Son una especie delíneas… líneas que unen… ysostienen.

—¿Te refieres al magnetismo?—inquirió Susannah con cautela.

Al pistolero se le iluminó elrostro, transformando sus ásperossurcos y planos en algo nuevo ysorprendente, y por un instanteEddie supo qué cara pondríaRoland si alguna vez llegaba a suTorre.

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—¡Sí! No es solomagnetismo, aunque tambiéninterviene… y la gravedad… y lacorrecta alineación de espacio,tamaño y dimensión. Los Hacesson las fuerzas que mantienenunidas todas estas cosas.

—Bienvenido a la física en unmanicomio —comentó Eddie envoz baja.

Susannah no le prestóatención.

—¿Y la Torre Oscura? ¿Esuna especie de generador? ¿Unacentral de energía para losHaces?

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—No lo sé.—Pero sabes que este es el

punto A —intervino Eddie—. Siavanzáramos lo suficiente enlínea recta llegaríamos a otroportal (llamémoslo punto C) en elborde opuesto del mundo. Peroantes de llegar, pasaríamos por elpunto B. El punto central. LaTorre Oscura.

El pistolero asintió.—¿A qué distancia está? ¿Lo

sabes?—No. Pero sé que está muy

lejos, y que la distancia crececada día que pasa.

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Eddie se había agachado paraexaminar la caja ambulante. Aloír esto, se incorporó y miró aRoland fijamente.

—No puede ser. —Lo dijocomo un hombre que tratara deexplicarle a un niño pequeño queen realidad no hay ningún coco ensu armario, que no puede haberloporque en realidad el coco noexiste—. Los mundos no crecen,Roland.

—¿Ah, no? Cuando yo era unmuchacho, había mapas.Recuerdo uno en particular. Setitulaba Los Grandes Reinos de la

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Tierra Occidental. Mostraba mipaís, que era conocido por elnombre de Gilead. Mostraba lasBaronías de las Tierras Bajas,que fueron destruidas por lostumultos y la guerra civil un añodespués de que yo ganara mispistolas, y las colinas, y eldesierto, y las montañas, y el Mardel Oeste. Había una largadistancia de Gilead al Mar delOeste, mil quinientos kilómetroso más, pero he tardado más deveinte años en recorrer estadistancia.

—¡No, no es posible! —

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exclamó apresuradamenteSusannah, temerosa—. Aunquehubieras hecho todo el caminoandando, no podrías habertardado veinte años.

—Bueno, hay que tener encuenta las paradas para escribirpostales y beber cerveza —apuntó Eddie, pero ninguno de losdos le hizo caso.

—No iba andando, puesto querecorrí la mayor parte del caminoa lomos de caballo —explicóRoland—. De vez en cuando mevi… retenido, podríamos decir.Pero he pasado casi todo este

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tiempo moviéndome. Alejándomede John Farson, que encabezó larevuelta que derribó el mundo enque me había criado y que queríaver mi cabeza empalada en supatio… Creo que no le faltabanmotivos, porque mis compatriotasy yo habíamos causado la muertede gran número de susseguidores… y porque le robéalgo que tenía en muy gran estima.

—¿Qué era, Roland? —preguntó Eddie con curiosidad.

Roland meneó la cabeza.—Eso queda para otro día…

o quizá para nunca. Por ahora, no

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penséis en eso sino en otra cosa:he recorrido muchos miles dekilómetros. Porque el mundo estácreciendo.

—Es imposible que ocurraalgo así —insistió Eddie, peroaun así estaba seriamentetrastornado—. Habría terremotos,inundaciones, maremotos, qué séyo…

—¡Mira! —estalló Roland,furioso—. ¡Mira a tu alrededor!¿Qué ves? Un mundo que se vaparando como la peonza de unchiquillo al mismo tiempo quecoge velocidad y se mueve de una

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manera nueva que ninguno denosotros puede comprender.¡Mira tus presas, Eddie! ¡Mira tuspresas, por la gloria de tu padre!—Dio un par de zancadas haciael arroyo, recogió la serpiente deacero, la examinó brevemente yse la arrojó a Eddie, que la atrapócon la mano izquierda. Alcogerla, la serpiente se rompió endos—. ¿Lo ves? Está agotada.Todo lo que hemos encontradoaquí está agotado. Si nohubiésemos venido, igualmentehabrían muerto dentro de poco.Lo mismo que el oso.

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—El oso tenía una especie deenfermedad —señaló Susannah.

El pistolero asintió.—Parásitos que le atacaban

las partes naturales del cuerpo.Pero ¿por qué no le habíanatacado antes?

Susannah no respondió.Eddie estaba examinando la

serpiente. A diferencia del oso,era un producto completamenteartificial, una cosa hecha demetal, circuitos y metros (o quizákilómetros) de alambre fino comoun hilo. Sin embargo, se veíanmotas de óxido, no solo en la

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superficie de la media serpienteque aún tenía en la mano sinotambién en sus entrañas. Y habíauna mancha de humedad pordonde se había fugado aceite oinfiltrado agua. Esta humedadhabía corroído algunos de losalambres, y en varias placas decircuitos, grandes como la uñadel pulgar, crecía una sustanciaverdusca que parecía moho.

Eddie dio la vuelta a laserpiente. Una placa de aceroindicaba que la había fabricadoNorth Central Positronics, Ltd.Llevaba un número de serie, pero

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ningún nombre. Seguramente noera lo bastante importante paramerecer un nombre, pensó. No esmás que un sofisticado juguetemecánico diseñado para dar unalavativa al Hermano Oso de vezen cuando, o algo igualmenterepulsivo.

Tiró la serpiente y se limpiólas manos en los pantalones.

Roland había recogido elartefacto en forma de tractor. Tiróde una de las orugas. Sedesprendió fácilmente,derramando una nube de orínentre sus botas. La echó a un lado.

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—Todo lo que hay en elmundo se está deteniendo ohaciéndose pedazos —dijollanamente—. Al mismo tiempo,las fuerzas que unifican el mundoy le dan su coherencia, en tiempoy en tamaño así como en espacio,se están debilitando. En nuestrainfancia ya lo sabíamos, pero noteníamos ni idea de cómo iban aser los tiempos del final. ¿Cómopodíamos tenerla? Y, no obstante,ahora estoy viviendo esostiempos, y no creo que afectenúnicamente a mi mundo. Afectanal vuestro, Eddie y Susannah;

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podrían afectar a millones demundos. Los Haces sedescomponen. No sé si esa es lacausa o tan solo otro síntoma,pero sé que es así. ¡Venid!¡Acercaos! ¡Escuchad!

Mientras Eddie seaproximaba a la caja metálica confranjas diagonales en negro yamarillo, le vino un poderoso ydesagradable recuerdo. Porprimera vez desde hacía años sesorprendió pensando en unruinoso edificio de estiloVictoriano que se alzaba en DutchHill, a un par de kilómetros del

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barrio en que Henry y él habíancrecido. Esa ruina, que loschavales del barrio llamaban «laMansión», ocupaba un solarabandonado y cubierto de malezaen la calle Rhinehold. Eddiesuponía que prácticamente todoslos chicos del barrio habían oídocuentos de miedo acerca de laMansión. La casa, agazapada bajosus empinados tejados, parecíafulminar a los transeúntes con lamirada desde las sombras queproyectaban sus aleros. Lasventanas estaban rotas,naturalmente —los chicos pueden

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apedrear un lugar sin necesidadde acercarse demasiado—, peronadie había pintarrajeado susparedes ni convertido el lugar enrefugio de parejas o dedrogadictos. Lo más extraño detodo era el hecho de que siguieraexistiendo: nadie le había pegadofuego para cobrar un seguro osencillamente para verla arder.Los chicos decían que era unacasa encantada, claro, y un día enque Eddie se detuvo en la acerapara contemplarla, al lado deHenry (habían realizado laperegrinación con el propósito

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deliberado de ver aquel objeto defabulosos rumores, aunque Henryle había dicho a su madre quesolo iban a Dahlberg’s con unosamigos a por unos HoodsieRockets), tuvo la sensación deque realmente podía estarencantada. ¿Acaso no habíanotado una fuerza poderosa yhostil que emanaba de aquellaslóbregas ventanas victorianas,ventanas que parecían observarlocon la mirada fija de un lunáticopeligroso? ¿No había notado unviento sutil que le agitaba el vellode los brazos y de la nuca? ¿No

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había tenido la clara intuición deque, si entraba en aquel lugar, lapuerta se cerraría de golpe a suespalda y las paredes empezaríana acercarse, pulverizando huesosde ratones muertos, y deseandopulverizar los suyos del mismomodo?

La casa embrujadora einquietante. Encantada.

En aquellos momentos,mientras se acercaba a la cajametálica, experimentó la mismasensación de misterio y peligro.Se le puso la piel de gallina enbrazos y piernas, y el vello de la

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nuca se erizó como una cresta.Sintió que le recorría aquelmismo viento sutil, aunque lashojas de los árboles quebordeaban el claro estabancompletamente inmóviles.

Pese a todo, siguió avanzandohacia la puerta (pues de eso setrataba, naturalmente, de otrapuerta, aunque esta estaba cerraday siempre lo estaría para losseres como él) sin detenerse hastaque hubo apoyado la oreja enella.

Era como si media hora antesse hubiera comido un ácido de los

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más potentes y ahora estuvieraempezando a hacerle efecto.Colores extraños fluyeron por laoscuridad de detrás de sus ojos.Le pareció oír voces que lesusurraban desde largoscorredores como gargantas depiedra, corredores iluminadospor candentes antorchaseléctricas. En otro tiempo,aquellos estandartes de la eramoderna lo habían bañado todocon su resplandeciente fulgor,pero ahora solo eran mortecinosnúcleos de luz azul. Percibióvaciedad, abandono, desolación,

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muerte.La maquinaria seguía

retumbando, pero ¿no se advertíaun timbre áspero en el sonido?¿No había bajo el zumbido unaespecie de palpitacióndesesperada, como la arritmia deun corazón enfermo? ¿No daba lasensación de que la maquinariaque producía aquel ruido, aunquemucho más compleja incluso quela que había dentro del oso,estaba de alguna maneradesacompasándose respecto a símisma?

—Todo es silencio en las

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salas de los muertos —se oyósusurrar Eddie con vozdesmayada—. Todo es olvido enlas salas de piedra de losmuertos. Contemplad lasescaleras que se alzan en lastinieblas; contemplad las salas dela ruina. Estas son las salas de losmuertos, donde hilan las arañas ylos grandes circuitos enmudecenuno a uno.

Roland lo apartó de un tirón,y Eddie se volvió hacia él conojos aturdidos.

—Ya es suficiente —dijoRoland.

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—No sé qué pusieron ahí,pero no está funcionando muybien, ¿verdad? —se oyópreguntar Eddie. Su voztemblorosa parecía llegar de muylejos. Aún podía sentir el poderque irradiaba de la caja. Lellamaba.

—No. En estos tiempos, nadade lo que hay en mi mundofunciona muy bien.

—Bueno, muchachos, sihabéis pensado pasar aquí lanoche, tendréis que prescindir delplacer de mi compañía —dijoSusannah. Su rostro era una

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mancha blanquecina en lascenicientas postrimerías delcrepúsculo—. Yo me voy al otrolado. No me gusta la sensaciónque me produce esta cosa.

—Todos acamparemos al otrolado —respondió Roland—.Vámonos.

—Muy buena idea —aprobóEddie.

Al alejarse de la caja, elruido de la maquinaria se fueamortiguando. Eddie notó que suinfluencia sobre él se debilitaba,aunque todavía seguíallamándole, invitándole a

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explorar los corredores enpenumbra, las escalerasverticales, las salas en ruinasdonde las arañas hilaban y loscuadros de mando se apagabanuno a uno.

VEINTINUEVE

En el sueño de aquella noche,Eddie volvía a recorrer laSegunda Avenida hacia laCharcutería Artística de Tom yGerry, en el cruce de la Segundacon la calle Cuarenta y seis. Pasó

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ante una tienda de discos, encuyos altavoces tronaban losRolling Stones:

I see a red door and Iwant to paint it black,

No colours anymore, Iwant them to turn black,

I see the girls walk bydressed in their summerclothes,

I have to turn myhead until my darknessgoes…[2]

Siguió adelante, pasó ante una

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tienda llamada Tus Reflejos, entrela calle Cuarenta y nueve y laCuarenta y ocho. Se vio en uno delos espejos que colgaban en elescaparate. Pensó que hacía añosque no tenía tan buen aspecto; elpelo un poco largo, pero, apartede eso, bronceado y en forma. Encambio la ropa… no veas, tío.Mierda de ejecutivo de los pies ala cabeza. Chaqueta cruzada azulmarino, camisa blanca, corbatagranate, pantalones de vestirgrises… En su vida había tenidoun traje de yuppie como aquel.

Alguien le dio una sacudida.

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Eddie trató de hundirse másprofundamente en el sueño. Noquería despertar aún. Antes teníaque llegar a la charcutería yutilizar la llave para abrir lapuerta y llegar al campo de rosas.Quería verlo todo otra vez: elinterminable lecho de rosas, elabovedado cielo azul por el quenavegaban los grandes barcos-nube, la Torre Oscura. Leatemorizaba la oscuridad quevivía dentro de aquella pilastraultraterrena, esperando devorar acualquiera que se acercarademasiado, pero aun así quería

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verla de nuevo. Necesitaba verla.La mano, empero, no cesaba desacudirlo. El sueño empezó adesdibujarse y el olor de lostubos de escape de la SegundaAvenida se convirtió en olor ahumo de leña, cada vez más tenueporque la hoguera estaba casiapagada.

Era Susannah. Parecíaasustada. Eddie se incorporó y larodeó con un brazo. Habíanacampado tras el bosquecillo dealisos, lo bastante cerca paraseguir oyendo el borboteo delarroyo que cruzaba el claro

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cubierto de huesos. Roland yacíadormido al otro lado de lasrelucientes ascuas que habíadejado la hoguera. Su sueño noera tranquilo. Había desechado laúnica manta y yacía con lasrodillas encogidas casi hasta elpecho. Sin las botas, sus piesparecían blancos, estrechos eindefensos. El dedo gordo del piederecho había desaparecido,víctima del monstruo langosta quetambién le había arrancado partede la mano derecha.

En su sueño repetía como ungemido la misma frase farfullada.

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Tras unas cuantas repeticiones,Eddie advirtió que era la mismafrase que había pronunciado antesde caer desplomado en el claroen que Susannah había matado eloso: Váyase, pues. Existen otrosmundos aparte de estos. Elpistolero permaneció unosinstantes en silencio y luego gritóel nombre del chico:

—¡Jake! ¿Dónde estás, Jake?La desolación y el desespero

de su voz llenaron de horror aEddie. Deslizó los brazosalrededor de Susannah y laestrechó contra sí. La notó

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temblar, aunque la noche eracálida.

—¿Dónde estás, Jake? —gritaba a la noche—. ¡Regresa!

—¡Dios mío! ¡Ya está otravez así! ¿Qué podemos hacer,Suze?

—No lo sé. Solo sé que nopodía seguir escuchándolo yosola. Suena como si estuvieramuy lejos. Muy lejos de todo.

—Váyase, pues —masculló elpistolero, rodando sobre uncostado y encogiendo las rodillasde nuevo—. Existen otros mundosaparte de estos.

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Quedó unos instantes ensilencio. De pronto su pecho seagitó y soltó el nombre del chicoen un largo alarido que helaba lasangre. En el bosque, un pájarode buen tamaño alzó el vuelo conun seco aleteo rumbo a otra partedel mundo no tan emocionante.

—¿Se te ocurre alguna idea?—preguntó Susannah. Tenía losojos muy abiertos y cargados delágrimas—. ¿Crees que debemosdespertarlo?

—No lo sé. —Eddie miró elrevólver del pistolero, el quellevaba sobre la cadera izquierda.

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Roland lo había dejado dentro desu funda, sobre un rectángulo depiel pulcramente doblada, bien alalcance de la mano—. Me pareceque no me atrevo —añadió al fin.

—Lo está volviendo loco —dijo ella. Eddie asintió—. ¿Quéhacemos, Eddie? ¿Qué hacemos?

Eddie no lo sabía. Unantibiótico había eliminado lainfección provocada por elmordisco de la langostruosidad;ahora Roland ardía víctima deotra infección, pero Eddie nocreía que existiera en el mundoningún antibiótico que fuera capaz

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de curarla.—No lo sé. Acuéstate a mi

lado, Suze.Eddie echó una manta por

encima de los dos, y al cabo deun rato el temblor de Susannah sefue sosegando.

—Si se vuelve loco, puedehacernos daño —observó ella.

—Como si no lo supiera. —Ya se le había ocurrido esadesagradable idea, proyectada entérminos del oso: sus ojosenrojecidos y llenos de odio (¿yno había también desconcierto,acechando en lo más hondo de

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aquellas profundidades rojizas?)y sus zarpas mortíferas. Eddieposó la vista en el revólver, tancerca de la mano útil delpistolero, y volvió a recordar conqué rapidez se había movidoRoland cuando vio volar haciaellos el murciélago mecánico.Con tal rapidez que su mano sehabía perdido de vista. Si elpistolero se volvía loco, y siellos dos se convertían en foco deesa locura, no tendrían la menoroportunidad. Ni la más mínima.

Hundió el rostro en el cálidohueco del cuello de Susannah y

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cerró los ojos.No mucho después, Roland

cesó de farfullar. Eddie levantó lacabeza y lo miró. El pistoleroparecía dormir tranquilamente denuevo. Eddie miró a Susannah yvio que ella también se habíadormido. Se tendió a su lado,besó con ternura la curva de supecho y volvió a cerrar los ojos.

Tú no, compañero; tú vas apasarte mucho, mucho tiempodespierto.

Pero llevaban dos días enmarcha y Eddie estaba cansadohasta los huesos. Empezó a

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deslizarse… a hundirse…De vuelta al sueño, pensó

mientras se dormía. Quierovolver a la Segunda Avenida… ala charcutería de Tom y Gerry.Eso es lo que quiero.

Aquella noche, sin embargo,el sueño ya no volvió.

TREINTA

Tomaron un desayuno rápidocuando amanecía, recogieron lascosas, distribuyeron de nuevo elequipaje y regresaron al claro en

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forma de cuña. A la clara luz dela mañana no parecía tansiniestro, pero a los tres les costóun verdadero esfuerzo mantenersealejados de la caja metálica conlas franjas de advertencia negrasy amarillas. Roland no dabamuestras de guardar algúnrecuerdo de las pesadillas que lohabían atormentado durante lanoche. Había realizado las tareasmatutinas como lo hacía siempre,en un silencio reflexivo eimperturbable.

—¿Cómo piensas mantener ladirección recta desde aquí? —le

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preguntó Susannah al pistolero.—Si las leyendas son ciertas,

no creo que eso plantee ningúnproblema. ¿Recuerdas que mehablaste del magnetismo?

Ella asintió.El pistolero hurgó en el

interior de su bolsa y finalmentesacó un pequeño cuadrado deviejo y flexible cuero en el quehabía ensartada una larga agujaplateada.

—¡Una brújula! —exclamóEddie—. ¡Estás hecho unauténtico explorador!

Roland negó con la cabeza.

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—No es una brújula. Sé loque son, por supuesto, pero estosdías me oriento por el sol. Por elsol y las estrellas, e incluso enestos tiempos me sirven bastantebien.

—¿Incluso en estos tiempos?—repitió Susannah, con unasombra de inquietud.

Él asintió.—Las direcciones del mundo

también van a la deriva.—¡Dios! —clamó Eddie.

Trató de imaginarse un mundo enel que el verdadero norte sedeslizaba insidiosamente hacia el

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este o el oeste, y renunció casi alinstante. Le hacía sentir un levemareo, como el que había sentidosiempre al mirar desde lo alto deun gran edificio.

—Solo es una aguja, pero esde acero y servirá a nuestropropósito tan bien como unabrújula. El Haz marca ahoranuestro rumbo, y la aguja lodemostrará. —Registró otra vezla bolsa y extrajo un tazón debarro de rudimentaria factura.Una grieta lo recorría de arribaabajo. Roland había remendadocon resina de pino el cacharro

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encontrado cerca del antiguocampamento. Se dirigió a lacorriente, hundió el tazón en ellay regresó hacia la silla de ruedasde Susannah. Depositócuidadosamente el tazón llenosobre el brazo de la silla y,cuando la superficie se aquietó,dejó caer la aguja en su interior.La aguja se hundió hasta el fondoy reposó allí.

—¡Vaya! —comentó Eddie—.¡Magnífico! Caería maravillado atus pies, Roland, pero no quieroarrugar la raya del pantalón.

—Aún no he terminado.

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Aguanta bien el tazón, Susannah.Ella así lo hizo, y Roland

empujó lentamente la silla deruedas por el claro. Cuando llegóa unos cuatro metros de la puerta,hizo girar la silla para queSusannah quedara de espaldas aella.

—¡Eddie! —exclamó—.¡Mira esto!

Eddie se inclinó sobre eltazón de barro, apenas conscientede que el agua ya empezaba afiltrarse a través del remiendoimprovisado por Roland. Laaguja se elevaba lentamente hacia

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la superficie. Cuando llegó a ella,quedó flotando tan serenamentecomo si se tratara de un corcho.

—¡Mierda! ¡Una agujaflotante! Ahora sí que lo he vistotodo.

—Sostén el tazón, Susannah.Ella lo sostuvo quieto

mientras Roland empujaba la sillahacia otro punto del claro, enángulo recto con la caja. La agujaperdió su orientación, cabeceó alazar unos instantes y volvió ahundirse hasta el fondo del tazón.Cuando Roland llevó la silla alsitio de antes, la aguja se elevó

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de nuevo y señaló el rumbo.—Si tuviésemos limaduras de

hierro y una hoja de papel —explicó el pistolero—, podríamosesparcir las limaduras sobre elpapel y ver cómo formaban unalínea que indicaría el mismorumbo.

—¿Seguirá sucediendo lomismo cuando nos alejemos delportal? —preguntó Eddie.

Roland asintió.—Y no solo eso. De hecho,

incluso podemos ver el Haz.Susannah volvió la cabeza

para mirar por encima de su

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hombro. Al hacerlo, su cododesplazó ligeramente el tazón. Laaguja osciló errabunda mientrasel agua se agitaba… y luego seorientó tenazmente en la mismadirección.

—Así no —dijo Roland—.Mirad hacia abajo. Eddie, a tuspies; Susannah, a tu regazo. —Hicieron lo que les pedía—.Cuando os diga que levantéis lavista, mirad al frente, en ladirección que señala la aguja. Nomiréis nada en particular; dejadque vuestro ojo vea lo que vea. Yahora, ¡mirad!

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Miraron. En el primermomento Eddie no vio más quelos bosques. Intentó relajar losojos… y de pronto lo percibió,tal como había percibido la formadel tirachinas dentro del trozo demadera, y comprendió por quéRoland les había indicado que nomirasen nada en particular. Elefecto del Haz se dejaba sentir alo largo de todo su recorrido,pero era sutil. Las agujas de lospinos y abetos apuntaban en esadirección. Los arbustos crecíanligeramente inclinados, y lainclinación seguía el sentido del

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Haz. No todos los árboles que eloso había derribado paradespejar el campo visual habíancaído a lo largo de ese senderocamuflado —que se dirigía haciael sudeste, si Eddie no seequivocaba—, pero sí la mayoría,como si la fuerza que emanaba dela caja los hubiera empujado enesa dirección cuando setambaleaban. La evidencia másclara estaba en la disposición delas sombras sobre el terreno. Conel sol elevándose por el este,todas apuntaban al oeste,naturalmente, pero cuando Eddie

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miró hacia el sudeste distinguióuna configuración en forma deespiguilla que solo existía a lolargo de la línea que habíaindicado la aguja del tazón.

—No sé si veo algo —dijoSusannah, vacilante—, pero…

—¡Mira las sombras! ¡Lassombras, Suze!

Eddie le vio abrir los ojoscon asombro al darse cuenta detodo.

—¡Dios mío! ¡Está ahí! ¡Ahídelante! ¡Es como cuando alguientiene una raya natural en elcabello!

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Ahora que Eddie lo habíavisto, no podía dejar de verlo; unborroso corredor a través de laselva desordenada que rodeaba elclaro, una vía en línea recta queera el camino del Haz. De repentecomprendió lo colosal que debíade ser la fuerza que fluía a sualrededor (y probablemente a sutravés, como los rayos X), y tuvoque reprimir el impulso deecharse a un lado, a la derecha oa la izquierda.

—Oye, Roland, esto… estono me volverá estéril, ¿verdad?

Roland se encogió de

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hombros y esbozó una levesonrisa.

—Es como el lecho de un ríoseco —se maravilló Susannah—.Tan cubierto de maleza que aduras penas puede verse…, peroestá ahí. La configuración de lassombras no cambiará mientrasnos mantengamos en la trayectoriadel Haz, ¿verdad?

—Así es —respondió Roland—. Cambiarán de dirección segúnel sol vaya recorriendo el cielo,por supuesto, pero siemprepodremos ver el rumbo del Haz.Debéis recordar que viene

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fluyendo por este mismo caminodesde hace miles de años, quizádecenas de miles. ¡Mirad alcielo!

Al hacerlo vieron que lasnubes, unos tenues cirros, tambiénadquirían la configuración enespiga a lo largo del Haz…, y quelas nubes situadas dentro de supasillo de energía se movían másdeprisa que las otras. Eranempujadas hacia el sudeste.Empujadas hacia la Torre Oscura.

—¿Lo veis? Incluso las nubesdeben obedecer.

Una pequeña bandada de

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pájaros volaba hacia ellos.Cuando llegaron al camino delHaz, todos fueron desviados porun instante hacia el sudeste.Aunque Eddie lo vio con todaclaridad, apenas pudo dar créditoa sus ojos. Cuando los pájarosdejaron atrás el angosto pasillode influencia del Haz, retomaronsu anterior rumbo.

—Bien —comentó Eddie—,supongo que deberíamosponernos en marcha. Un viaje demil kilómetros empieza con unsolo paso, y toda esa mierda.

—Espera un momento. —

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Susannah estaba mirando aRoland—. No se trata de milkilómetros, ¿verdad? ¿De quédistancia estamos hablando,Roland? ¿Diez mil kilómetros?¿Veinte mil?

—No sabría decirlo. Muylejos.

—Bueno, ¿y cómo diablosvamos a poder llegar, conmigo enesta maldita silla de ruedas?Tendremos suerte si avanzamoscinco kilómetros al día por esosDrawers, y tú lo sabes.

—El camino está abierto —respondió Roland con paciencia

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—, y por ahora eso es suficiente.Puede llegar un momento,Susannah Dean, en que viajemosmás deprisa de lo que a ti tegustaría.

—¿Ah, sí? —Lo miró conexpresión agresiva, y los doshombres vieron de nuevo a DettaWalker bailando una peligrosajiga en sus ojos—. ¿Tienesreservado un coche de carreras?¡Si lo tienes, sería estupendodisponer de una puta carreterapor donde circular!

—El terreno y nuestra formade viajar por él irán cambiando.

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Siempre es así.Susannah sacudió la mano

hacia el pistolero. ¡Vamos,hombre!, decía el ademán.

—Me recuerdas a mi mamaítacuando decía que Dios proveerá.

—¿Y no lo ha hecho? —preguntó Roland con gravedad.

Ella lo contempló unosinstantes con mudo asombro yluego echó la cabeza atrás y lanzóuna carcajada hacia el cielo.

—Bueno, supongo quedepende de cómo se mire. Loúnico que puedo decir es que siesto es proveer, Roland, no me

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gustaría saber qué sucedería sidecidiera dejarnos pasar hambre.

—Vamos, vamos, noperdamos más tiempo —insistióEddie—. Quiero irme de aquí. Nome gusta este sitio. —Y eraverdad, pero no toda. Tambiénexperimentaba un profundoanhelo de poner los pies enaquella senda enmascarada,aquella carretera oculta. Cadapaso le llevaba un paso más cercadel campo de rosas y de la Torreque lo dominaba. Comprendió, nosin cierto asombro, que estabadecidido a ver aquella Torre… o

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a morir en el intento.Enhorabuena, Roland, pensó.

Lo has conseguido. Soy unconverso. Que alguien cante unaleluya.

—Todavía queda una cosaantes de irnos. —Roland seagachó y desató el cordón de pielque le ceñía el muslo izquierdo.A continuación empezó adesabrochar lentamente la hebillade la cartuchera.

—¿A qué viene esto? —quisosaber Eddie.

Roland desenfundó elrevólver y se lo tendió.

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—Ya sabes por qué lo hago—respondió con toda calma.

—¡Vuelve a abrochártela,hombre! —Eddie sintióalborotarse en su interior unterrible revoltijo de emocionescontrapuestas; aun con los puñosapretados, sentía que letemblaban los dedos—. ¿Quécrees que estás haciendo?

—Estoy perdiendo el juiciopaso a paso. Hasta que la heridade mi interior cicatrice, si es quelo hace alguna vez, no soy aptopara llevar esto. Y tú lo sabes.

—Cógelo, Eddie —dijo

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Susannah con voz queda.—¡Si no lo hubieras llevado

anoche, cuando aquel malditomurciélago se lanzó contra mí,esta mañana solo tendría mediacabeza!

La única respuesta delpistolero fue seguir ofreciéndolela pistola que le quedaba. Supostura indicaba que estabadispuesto a permanecer así todoel día, si era necesario llegar aese extremo.

—¡Muy bien! —estalló Eddie—. ¡De acuerdo, maldita sea!

Cogió la cartuchera que

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Roland le tendía y se la ajustó asu cintura con una serie de gestosbruscos. Suponía que deberíasentirse aliviado —¿no habíacontemplado aquella mismapistola en mitad de la noche, tancerca de la mano de Roland, ypensado en lo que podía ocurrirsi Roland realmente perdía eljuicio?, ¿no lo habían pensado losdos, Susannah y él?—, pero noexperimentaba ningún alivio.Solo temor, culpabilidad, y unaextraña y dolorosa tristezademasiado profunda para laslágrimas.

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Se le veía tan extraño sin laspistolas…

Tan impropio.—Bueno, ahora que los

aprendices incompetentes tienenlas pistolas y el maestro estádesarmado, ¿nos vamos ya, porfavor? Si algo grande nos atacadesde la espesura, Roland,siempre puedes lanzarle elcuchillo.

—Ah, claro —murmuró elpistolero—. Casi lo habíaolvidado. —Sacó el cuchillo dela bolsa y se lo ofreció a Eddie,con el mango por delante.

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—¡Esto es absurdo!—La vida es absurda.—Sí, escríbelo en una postal

y mándasela al Reader’s Digest.—Eddie embutió el cuchillo bajoel cinturón y se volvió haciaRoland con aire desafiante—. Yahora, ¿podemos irnos ya?

—Todavía queda otra cosa —respondió Roland.

—¡Por todos los…!La sonrisa tocó de nuevo los

labios de Roland.—Solo era una broma —

explicó.Eddie se quedó boquiabierto.

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A su lado, Susannah empezó areír de nuevo. El sonido, musicalcomo una campana, se alzó en laquietud de la mañana.

TREINTA Y UNO

Necesitaron casi toda la mañanapara salir de la zona dedestrucción con la que el oso sehabía protegido, pero la marchaera un poco más fácil a lo largodel Haz, y cuando hubierondejado atrás las trampas y laenmarañada maleza, volvió a

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imponerse el bosque y pudieronavanzar más deprisa. El riachueloque brotaba de la pared del clarocorría rumoroso a la derecha delgrupo. Se le habían unido variosarroyos más pequeños, y ahora susonido era más grave. Había másanimales —los oían moverse porel bosque, haciendo su rondacotidiana— y en dos ocasionesvieron pequeños grupos deciervos. Uno de ellos, un machocon la erguida e inquisitivacabeza coronada por una noblecornamenta, parecía pesar almenos ciento cincuenta kilos. El

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riachuelo se apartó de su rumbocuando empezaron a ascender. Ycuando la tarde empezaba ainclinarse hacia el anochecer,Eddie vio una cosa.

—¿Podemos pararnos aquí?¿Descansamos un momento?

—¿Qué ocurre? —preguntóSusannah.

—Sí —dijo Roland—.Podemos parar.

De repente Eddie volvió asentir la presencia de Henry,como un peso que se apoyara ensus hombros. «Oh, mira almariquita. ¿Has visto algo en el

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árbol, mariquita? ¿Te gustaríatallar algo, mariquita? Sí, ¿eh?¡Ohhhh, qué bonito!».

—No es imprescindible quenos paremos. Quiero decir, no esnada importante. Solo he…

—… visto algo —Rolandconcluyó la frase—. Sea lo quesea, cierra de una vez tu bocaza yve a buscarlo.

—En realidad no es nada. —Eddie notó que le subía sangrecaliente a la cara e intentó apartarla vista del fresno que habíaatraído su atención.

—Es algo que necesitas, y eso

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es muy diferente que nada. Si túlo necesitas, Eddie, nosotros lonecesitamos. Lo que nonecesitamos es un hombre incapazde desprenderse del lastre inútilde sus recuerdos.

La sangre caliente empezó ahervir. Eddie permaneció uninstante más con el rostroencendido inclinado hacia susmocasines, abrumado por lasensación de que Roland habíacontemplado directamente elinterior de su confuso corazóncon sus ojos azul descolorido debombardero.

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—¿Eddie? —preguntóSusannah con curiosidad—. ¿Dequé se trata, cariño?

Su voz le dio el valor quenecesitaba. Echó a andar hacia elerguido y grácil fresno, sacándoseel cuchillo del cinturón.

—Quizá de nada —musitó, yañadió—: Quizá de mucho. Si nola cago, puede que de muchísimo.

—El fresno es un árbol noble,y lleno de poder —observóRoland a su espalda, pero Eddieapenas le oyó.

Las mofas e intimidaciones deHenry habían desaparecido,

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también su vergüenza. Solopensaba en la rama que habíaatraído su atención. En el puntoen que se separaba del árbol eramás gruesa y formaba un ligerobulto. Era ese bulto de extrañaforma lo que Eddie quería.

Le parecía que llevabaencerrada en su interior la formade la llave, la llave que habíavisto en la hoguera antes de quelos restos ardientes de la quijadase transformaran y apareciese larosa. Tres uves invertidas, lacentral más ancha y máspronunciada que las otras dos. Y

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la pequeña curva en ese al final.Este era el secreto.

Recordó una frase del sueño:«Tatachín, tatachán, no tepreocupes, la llave tienes ya».

Puede ser, pensó. Pero estavez tengo que sacarlo todo. Meparece que esta vez no serásuficiente con un noventa porciento.

Separó la rama del árbol y lecortó el extremo delgado con granprecaución. Le quedó un gruesopedazo de fresno como de veintecentímetros de longitud. Lo sentíapesado y vital en la mano,

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completamente vivo y dispuesto aentregar su forma secreta… aquien fuese lo bastante hábil parasacársela, nada más.

¿Era él ese hombre?¿Importaba algo que lo fuera?Eddie Dean creía que la respuestaa ambas preguntas era sí. La manohábil del pistolero, la izquierda,se cerró sobre la mano derechade Eddie.

—Pienso que conoces unsecreto.

—Podría ser.—¿Puedes contárnoslo?Sacudió la cabeza.

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—Me parece que es mejorque no lo haga. Aún no.

Roland reflexionó sobre ellounos instantes y finalmente hizoun gesto de asentimiento.

—Muy bien. Te haré unapregunta más, y luegoabandonaremos el tema. ¿Hasvisto acaso una pista hacia elcorazón de mi… mi problema?

Eddie pensó: Y eso es lo másque se acercará a demostrar ladesesperación que estácomiéndolo vivo.

—No lo sé. Ahora mismo noestoy seguro. Pero tengo esa

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esperanza. Te aseguro que latengo.

Roland volvió a asentir ysoltó la mano de Eddie.

—Te doy las gracias. Todavíanos quedan dos buenas horas deluz; ¿por qué no lasaprovechamos?

—Por mí, de acuerdo.Siguieron adelante. Roland

empujaba a Susannah y Eddieabría la marcha; sostenía elpedazo de madera que tenía lallave enterrada en su interior.Parecía palpitar con su propiacalidez, secreta y poderosa.

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TREINTA Y DOS

Por la noche, después de cenar,Eddie cogió el cuchillo delpistolero y empezó a tallar. Elcuchillo estabasorprendentemente afilado, y noparecía embotarse nunca. Eddietrabajó lenta y cuidadosamente ala luz de la hoguera, haciendogirar el trozo de fresno entre lasmanos, observando las volutas demadera que se alzaban ante suslargos y seguros tajos. Susannah

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estaba echada, con las manosunidas en la nuca, y contemplabalas estrellas que se desplazabanlentamente por el oscurofirmamento. Al borde delcampamento, Roland permanecíade pie fuera del círculo delresplandor de la hoguera yescuchaba las voces de la locuraque se encrespaban de nuevo ensu mente confusa y dolorida.

Había un chico.No había ningún chico.Lo había.No lo había.Lo había…

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Cerró los ojos, se cubrió lafrente dolorida con una fría manoy se preguntó cuánto tardaría enromperse como la cuerda de unarco demasiado tenso.

¡Oh, Jake!, pensó. ¿Dóndeestás? ¿Dónde estás?

Y por encima de los tres, laVieja Estrella y la Vieja Madre seelevaban hacia sus puestosasignados y se miraban fijamentesobre las estrelladas ruinas de suantiguo matrimonio destrozado.

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UNO

Tres semanas luchóvalerosamente John «Jake»Chambers contra la locura quecrecía en su interior. Durante esetiempo se sintió como el últimoocupante de un transatlántico apunto de zozobrar, accionando lasbombas para salvar la vida,intentando mantener el buque aflote hasta que amainara el

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temporal, se despejara el cielo ypudiera llegar ayuda… ayuda dealguna parte. Ayuda de cualquierparte. El 31 de mayo de 1977,cuatro días antes de queempezaran las vacaciones deverano, afrontó finalmente elhecho de que no iba a llegarninguna ayuda. Había llegado elmomento de rendirse, de dejarque la tormenta lo arrastrara.

La gota que hizo desbordar elvaso fue su Redacción Final enComposición Inglesa.

John Chambers, al que lostres o cuatro chicos que casi eran

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amigos suyos llamaban Jake (si supadre hubiese conocido estepequeño «hechoide» sin dudahabría puesto el grito en el cielo),estaba terminando su primer añoen la Piper School. Aunque teníaonce años y estaba en sexto cursoera pequeño para su edad, y lagente que lo veía por primera veza menudo suponía que era muchomás joven. De hecho, en más deuna ocasión lo habían tomado poruna chica, hasta hacía cosa de unaño, cuando armó tal alborotopara que le cortaran el pelo quesu madre acabó por consentir.

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Naturalmente, con su padre nohabía tenido ningún problema porel corte de pelo. Su padre selimitó a sonreír con su durasonrisa de acero inoxidable y adecir: «El niño quiere parecer unmarine, Laurie. Bien por él».

Para su padre nunca era Jake,y muy pocas veces John. Para supadre, por lo general, solo era «elniño».

La Piper School, le habíaexplicado su padre el veranoanterior (era el verano delBicentenario: todo banderas yadornos en los balcones, y el

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puerto de Nueva York lleno develeros de altura), era, dichosencillamente, «La Mejor EscuelaDel País Para Un Chico De TuEdad». El hecho de que Jakehubiera sido aceptado en ella notenía nada que ver con el dinero,le explicó con insistencia ElmerChambers. Se mostrabarabiosamente orgulloso de ello,aunque Jake, que solo tenía diezaños, sospechaba que tal vez nofuese cierto, que podía ser unapatraña que su padre habíaconvertido en verdad para podermencionarla como quien no

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quiere la cosa en la conversacióna la hora de la comida o de loscócteles: «¿Mi hijo? Va a Piper.La Mejor Escuela Del País ParaUn Chico De Su Edad. Allí eldinero no sirve de nada, ya sabe;para Piper, lo que cuenta es lainteligencia».

Jake era plenamenteconsciente de que en el fierohorno de la mente de ElmerChambers, el carbón en bruto desus deseos y opiniones a menudose transmutaba en los durosdiamantes que él denominabahechos… o, en circunstancias más

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informales, «hechoides». Suexpresión favorita, pronunciadacon frecuencia y reverencia, era«el hecho es», y no perdíaocasión de utilizarla.

«El hecho es que paraingresar en la Piper School eldinero no sirve de nada», le habíadicho su padre durante aquelverano del Bicentenario, elverano de cielos azules ybanderas y veleros de altura en elpuerto, un verano que en lamemoria de Jake parecía doradoporque aún no había empezado aperder la cabeza y solo debía

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preocuparse de si sería o nocapaz de dar la talla en la PiperSchool, que daba la impresión deser una especie de nido paragenios recién salidos delcascarón. «Para ingresar en unsitio como Piper, lo único quesirve es lo que tienes aquídentro». Elmer Chambersextendió el brazo sobre elescritorio y dio unos golpecitosen la frente de su hijo con un dedoduro y manchado de nicotina.«¿Entiendes, niño?».

Jake había asentido con lacabeza. No era necesario decir

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nada, porque su padre trataba atodo el mundo —incluso a suesposa— como trataba a sussubordinados en la cadena detelevisión donde era director deprogramación y maestroreconocido de La Caza. Bastabacon escuchar, asentir en losmomentos adecuados, y al cabode un rato te dejaba marchar.

«Bien —dijo su padre,encendiendo uno de los ochentacigarrillos Camel que se fumabatodos los días—. Veo que nosentendemos. Tendrás queesforzarte a base de bien, pero

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puedes hacerlo. Si no pudieras,nunca nos habrían enviado esto».Cogió la carta de aceptación de laPiper School y la blandió en elaire. Hubo una especie de triunfosalvaje en el gesto, como si lacarta fuese un animal que élhubiera matado en la selva, unanimal que acto seguidodespellejaría y se comería. «Osea que a trabajar de valiente.Saca buenas notas. Haz que tumadre y yo podamos estarorgullosos de ti. Si terminas elcurso con una nota media desobresaliente en todas las

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materias, te espera un viaje aDisney World. Vale la penamatarse por eso, ¿verdad, niño?».

Jake había sacado buenasnotas, sobresaliente en todo (esdecir, hasta hacía tres semanas).Cabía suponer que su padre y sumadre se sentían orgullosos de él,aunque los veía tan poco que eradifícil saberlo. Por lo general,cuando regresaba de la escuela nohabía nadie en casa excepto GretaShaw —el ama de llaves—, asíque acabó enseñándole a ella lasbuenas notas. Después de eso,emigraban a un oscuro rincón de

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su cuarto. A veces Jake lasmiraba y se preguntaba si teníanalgún significado. Quería que lotuvieran, pero albergaba seriasdudas.

Jake tenía la impresión de queno iría a Disney World aquelverano, con buenas notas o sinellas.

El manicomio le parecía unaposibilidad mucho más inmediata.

Al cruzar la doble puerta dela Piper School a las 8.45 de lamañana del 31 de mayo, se lepresentó una terrible visión. Vio asu padre en su oficina del número

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70 de Rockefeller Plaza,inclinado sobre su escritorio conun Camel colgado de la boca,hablando a uno de sussubordinados mientras el humoazulado le coronaba la cabeza.Toda Nueva York se extendíabajo los pies de su padre, con subullicio y fragor amortiguadospor dos hojas de cristalThermopane.

«El hecho es que paraingresar en el SanatorioSunnyvale el dinero no sirve denada —le explicaba su padre alsubordinado en un tono de hosca

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satisfacción. Extendió una mano yle dio unos golpecitos en la frente—. La única manera de ingresaren un sitio así es que sedescomponga algo importanteaquí, en el ático. Es lo que le hapasado al niño. Pero estátrabajando de valiente. Me handicho que no hay nadie allí quefabrique unos cestos como lossuyos. Y cuando le dejen salir, sies que algún día le dejan, leespera un viaje. Un viaje a…»

—… la Estación de Paso —musitó Jake, y se tocó la frentecon una mano que quería temblar.

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Otra vez volvían las voces. Lasvoces que chillaban, secontradecían y lo volvían loco.

«Estás muerto, Jake. Teatropelló un coche y estásmuerto».

«¡No seas estúpido! Mira,¿ves ese cartel? Ahí dice:RECORDAD LA EXCURSIÓN DE LAPRIMERA CLASE. ¿Crees que en laotra vida hay excursiones declase?».

«Eso no lo sé. Pero sé que teatropelló un coche».

«¡No!».«Sí. Sucedió el 9 de mayo a

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las 8.25 de la mañana. Moristemenos de un minuto después».

«¡No! ¡No! ¡No!».—¿John?Volvió la cabeza,

sobresaltado. El señor Bissette,su profesor de francés, se habíadetenido a su lado y locontemplaba con ciertapreocupación. Más allá, el restodel cuerpo estudiantil acudía a laSala Común para la reuniónmatinal. Había muy pocodesorden, y nada de gritos.Posiblemente aquellos otrosalumnos, al igual que Jake, habían

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sido informados por sus padresde lo afortunados que eran porestudiar en Piper, donde no setenía en cuenta el dinero (aunquela matrícula costaba 22 000dólares por año) sino el talento.Posiblemente a muchos de ellosles habían prometido viajes enverano si sus notas eran buenas.Posiblemente los padres de losafortunados ganadores de esosviajes incluso irían con ellos, enalgunos casos. Posiblemente…

—¿Te encuentras bien, John?—preguntó el señor Bissette.

—Sí, claro —respondió Jake

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—. Muy bien. Esta mañana se mehan pegado las sábanas. Meparece que aún no estoy del tododespierto.

La expresión del señorBissette se suavizó.

—Bueno, eso puede pasarnosa todos —observó, sonriente.

A mi padre, no. Al maestro deLa Caza nunca se le pegan lassábanas.

—¿Estás preparado para elexamen final de francés? —prosiguió el señor Bissette—.Voulez-vous vous éxaminer avecmoi ce midi?

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—Creo que sí —contestóJake. A decir verdad, no sabía siestaba preparado o no. Nisiquiera podía recordar si habíaestudiado para el examen final defrancés o no. En aquellos díasnada parecía importar demasiado,excepto las voces que oía en sucabeza.

—Quiero que sepas lo muchoque me ha gustado tenerte esteaño conmigo, John. Hubieraquerido decírselo también a tufamilia, pero no vinieron a laNoche de los Padres…

—Están muy ocupados —dijo

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Jake.El señor Bissette asintió.—Bien, me ha gustado tenerte

en clase. Solo quería decírtelo…,y que espero volver a verte el añoque viene en Francés II.

—Gracias —respondió Jake,y se preguntó qué diría el señorBissette si añadiera: «Pero nocreo que el año que viene puedaestudiar Francés II, a no ser queme envíen un curso porcorrespondencia a mi apartadopostal en el SanatorioSunnyvale».

Joanne Franks, la secretaria

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de la escuela, apareció en elumbral de la Sala Común con sucampanilla plateada. En la PiperSchool no había timbres, solocampanillas accionadas a mano.Jake suponía que, para lospadres, este era uno de susencantos. Recuerdos de loscuentos de su infancia y todo eso.Él, por su parte, lo detestaba. Elsonido de aquella campanillaparecía clavársele en la cabeza…

No voy a poder resistirmucho más, pensó, desesperado.Lo siento, pero estoy perdiendola razón. No cabe duda, estoy

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perdiendo la razón.El señor Bissette había visto

a la señora Franks. Empezó adirigirse hacia ella, pero sevolvió de nuevo hacia Jake.

—¿De veras va todo bien,John? Hace unas semanas que teveo como ausente. Preocupado.¿Hay algo que te inquiete?

Jake quedó casi vencido porla amabilidad con que le hablabael señor Bissette, pero enseguidase figuró qué cara pondría si lecontestaba: «Sí, hay algo que meinquieta. Un pequeño hechoide delo más desagradable. Me morí,

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¿sabe?, y me fui a otro mundo. Yallí volví a morir. Dirá usted queestas cosas no pueden suceder, ypor supuesto tiene toda la razón, yuna parte de mi mente sabe que latiene, pero la mayor parte de mimente sabe que está ustedequivocado. Realmente sucedió.Realmente me morí».

Si decía una cosa así, el señorBissette telefonearíainmediatamente a ElmerChambers, y Jake tenía laimpresión de que el SanatorioSunnyvale sería como una cura dereposo después de oír todo lo que

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su padre tendría que decir sobreel tema de los niños queempezaban a tener ideas rarasjusto antes de los exámenesfinales. Niños que hacían cosasque no podían comentarse a lahora de la comida o de loscócteles. Niños que no estaban ala altura.

Jake se obligó a sonreír.—Estoy un poco preocupado

por los exámenes, eso es todo.El señor Bissette le guiñó un

ojo.—Lo harás muy bien.La señora Franks empezó a

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agitar la campanilla que llamabaa la reunión. Cada uno de sustañidos se clavaba en los oídosde Jake y parecía estallar en sucerebro como un pequeño cohete.

—Vamos —le urgió el señorBissette—. Llegaremos tarde. Nopodemos llegar tarde el primerdía de la semana de exámenes,¿verdad?

Pasaron junto a la señoraFranks y su estrepitosacampanilla. El señor Bissette sedirigió hacia la fila de asientosllamada el Coro de la Facultad.En la Piper School había muchos

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nombres tan encantadores comoeste. El auditorio era la SalaComún, la hora de la comida erala Pausa, los alumnos y alumnasde séptimo y octavo curso eranlos (o las) Superiores y,naturalmente, las sillas plegablessituadas junto al piano (que laseñora Franks no tardaría enaporrear tan implacablementecomo agitaba su campanilla deplata) eran el Coro de laFacultad. Todo parte de latradición, suponía Jake. Si unpadre sabía que su hijo amediodía hacía una Pausa en la

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Sala Común en vez de limitarse aengullir un bocadillo de atún en lacafetería, podía estar tranquilo,con la seguridad de que en elapartado de educación todoandaba a pedir de boca.

Jake ocupó un asiento alfondo de la sala y dejó que losanuncios de la mañana resbalaransobre él. El terror corríaincesante en su cabeza,haciéndole sentir como una rataprisionera en una rueda sin fin. Ycuando intentaba mirar hacia elfuturo, esperando divisar tiemposmejores y más luminosos, solo

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veía oscuridad.La nave era su cordura, y

estaba yéndose a pique.El señor Harley, el director,

se acercó al podio y les dirigióuna breve alocución sobre laimportancia de los exámenesfinales y de cómo lascalificaciones que obtuvieranconstituirían otro paso adelanteen el Gran Camino de la Vida.Les dijo que la escuela confiabaen ellos, que él personalmenteconfiaba en ellos, y que suspadres confiaban en ellos. No lesdijo que todo el mundo libre

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confiaba en ellos, pero insinuóclaramente que bien podría serasí. Concluyó anunciándoles quedurante toda la semana de losexámenes finales quedaríansuprimidos los toques decampanilla (la primera y la únicanoticia buena que Jake habíarecibido esa mañana).

La señora Franks, que yahabía tomado asiento ante elpiano, pulsó un acordeinvocatorio. El cuerpo estudiantil,setenta chicos y cincuenta chicas,ataviados todos de una formapulcra y sobria que revelaba el

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buen gusto y la estabilidadfinanciera de sus padres, selevantó como un solo hombre yempezó a cantar el himno de laescuela. Jake fue pronunciandolas palabras mientras pensaba enel lugar en que había despertadodespués de morir. Al principio sehabía creído en el infierno… ycuando llegó el encapuchado dela túnica negra estuvo seguro deello.

Luego, claro, había llegado elotro hombre. Un hombre al queJake casi había llegado a querer.

«Pero me dejó caer. Me

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mató».Notó que le brotaban gotitas

de sudor pegajoso en la nuca yentre los omóplatos.

Saludamos los murosde Piper,

y elevamos conorgullo su pendón.

¡Salve a ti, nuestraalma máter!

¡Piper, cumplir omorir!

Dios mío, qué mierda dehimno, pensó Jake, y de pronto se

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le ocurrió que a su padre leencantaría.

DOS

La primera clase era deComposición Inglesa, la única enque no había examen final. Sutarea había consistido en escribiren casa una Redacción Final.Tenía que ser un textomecanografiado de una longitudde entre mil quinientas y cuatromil palabras. El tema que leshabía señalado la señorita Avery

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era «Mi comprensión de laverdad». La Redacción Finalrepresentaría el veinticinco porciento de la nota final delsemestre.

Jake entró y ocupó su asientoen la tercera fila. Solo había oncealumnos en total. Jake recordabael Día de Orientación, enseptiembre pasado, cuando elseñor Harley les hizo saber quePiper tenía una Proporción DeProfesores Por Alumno SuperiorA La De Cualquier Otra EscuelaPrivada De Calidad De La CostaEste. Para recalcar bien este

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punto, golpeó varias veces el atrilsituado al frente de la SalaComún. Jake no quedóexcesivamente impresionado,pero transmitió la información asu padre. Supuso que a él sí leimpresionaría, y no seequivocaba.

Abrió la cartera y extrajocuidadosamente la carpeta azulque contenía su Redacción Final.La dejó sobre el pupitre con laintención de dedicarle una últimamirada, pero su atención se fijóen la puerta que había en el ladoizquierdo del aula. Sabía que

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conducía al guardarropa, y aqueldía estaba cerrada porque enNueva York la temperaturasuperaba los veinte grados ynadie llevaba un abrigo quehubiera que guardar. Dentro deaquel cuarto solo había un grannúmero de perchas de latónalineadas sobre la pared, y en elsuelo una larga alfombrilla degoma para las botas. En el rincóndel fondo se apilaban unascuantas cajas de suministrosescolares: tiza, cuadernos y cosaspor el estilo.

Nada del otro mundo.

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Aun así, Jake se levantó delasiento, dejando la carpeta sinabrir sobre el pupitre, y se dirigióhacia la puerta. Podía oír elmurmullo apagado de suscompañeros y el rumor de hojasmientras repasaban susredacciones en busca de uncalificativo mal empleado o unafrase confusa, pero estos sonidosse le antojaban remotos.

Era la puerta lo que atraía suatención.

Desde hacía cosa de unosdiez días, a medida que las vocesde su cabeza se volvían más y

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más imperiosas, Jake habíaempezado a sentirse cada vez másfascinado por las puertas, portoda clase de puertas. La últimasemana habría abierto unasquinientas veces la quecomunicaba su dormitorio con elpasillo, y mil veces la quecomunicaba el dormitorio con elcuarto de baño. Cada vez que lohacía se le formaba en el pechouna tensa bola de esperanza yexpectación, como si la respuestaa todos sus problemas se hallaratras una puerta u otra y élestuviera destinado a encontrarla

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finalmente. Pero cada vez que lointentaba, solo encontraba elpasillo, o el cuarto de baño, o laacera, o lo que fuese.

El jueves anterior, al llegar acasa desde la escuela, se habíaarrojado sobre la cama y se habíaquedado dormido; al parecer, elsueño era el único refugio que lequedaba. Solo que al despertar,cuarenta y cinco minutos mástarde, se había encontrado de pieen la puerta del baño, mirandoaturdido algo tan excitante comoel retrete y el lavabo.Afortunadamente nadie lo había

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visto, de modo que pudo borrarlas marcas casi por completo.

Ahora, al acercarse a lapuerta del guardarropa, volvió aexperimentar aquel deslumbranteestallido de esperanza, lacertidumbre de que la puerta nose abriría a un cuartitopenumbroso que solo contenía lospersistentes olores del invierno—franela, goma y pieles mojadas— sino a algún otro mundo en elque podría sentirse otra vezentero. Una luz cálida ydeslumbrante caería sobre elsuelo del aula en un triángulo

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cada vez mayor, y vería pájarosvolando en círculo por un cieloazul descolorido del color de

(sus ojos)unos tejanos gastados. El

viento del desierto le agitaría elcabello y le secaría el sudornervioso de la frente.

Cruzaría aquella puerta yquedaría curado.

Jake hizo girar la manija yabrió la puerta. Dentro solo habíaoscuridad y una hilera derelucientes colgadores de latón.En el rincón, junto a los montonesde cajas de cuadernos, yacía

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olvidado un guante de lana.Se le vino el alma a los pies.

De pronto sintió ganas dearrastrarse hacia el interior deese cuarto oscuro, con susamargos olores de invierno ypolvo de tiza. Podía apartar elguante y sentarse en el rincón,bajo las perchas. Podía sentarseen la alfombrilla de goma dondese suponía que había que dejarlas botas en invierno. Podíasentarse allí, meterse el pulgar enla boca, apretar las rodillascontra el pecho, cerrar los ojosy… y…

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Y, sencillamente, rendirse.Esta idea —el alivio que le

proporcionó esta idea— eraincreíblemente atractiva. Sería elfin del terror, la confusión y eldesquiciamiento. En cierto modoesto era lo peor; la persistentesensación de que su vida enterase había convertido en unlaberinto de espejos como los quehabía visto en las ferias. Noobstante, había acero profundo enJake Chambers, como había aceroprofundo en Eddie y Susannah. Yen aquel momento el resplandorde su obstinado faro azul destelló

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en las tinieblas. No habríarendición. Quizá lo que se habíaestropeado en su interior acabarafinalmente arrancándole lacordura, pero en tanto eso nosucediera, él no cesaría deoponer resistencia. Nunca serendiría.

¡Nunca!, pensó ferozmente.¡Nunca! Nun…

—Cuando hayas terminado elinventario de lo que contiene elguardarropa, John, quizá tengas laamabilidad de regresar connosotros —dijo la señorita Averycon su voz seca y cultivada.

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Hubo un breve estallido derisitas mientras Jake apartaba lamirada del guardarropa. Laseñorita Avery estaba de pie trassu escritorio, con los largosdedos ligeramente apoyadossobre el secante, observándolocon su rostro sereno e inteligente.Aquel día vestía su traje azul, yllevaba el cabello recogido en sumoño habitual. NathanielHawthorne miraba por encima desu hombro, contemplaba ceñudo aJake desde su lugar en la pared.

—Lo siento —musitó Jake, ycerró la puerta. Al instante se vio

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embargado por el poderosoimpulso de abrirla de nuevo paraasegurarse, para comprobar siesta vez aparecía aquel otromundo, con su cálido sol y supaisaje desértico.

Sin embargo, regresó a suasiento. Petra Jesserling lo mirócon ojos alegres y danzarines.

—La próxima vez, llévameallí dentro contigo —le susurró—. Entonces sí que tendrás algoque mirar.

Jake sonrió distraídamente yse acomodó en su silla.

—Gracias, John —dijo la

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señorita Avery con su vozperpetuamente tranquila—.Ahora, antes de que me entreguéisvuestras redacciones (que estoysegura serán todas muy correctas,muy pulcras, muy específicas),me gustaría repartir la lista delecturas recomendadas por elDepartamento de Inglés para lasvacaciones de verano. Tengo unaspalabras que decir acerca devarios de estos excelenteslibros…

Mientras hablaba, entregó aDavid Surrey un montoncito dehojas mimeografiadas. David

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empezó a repartirlas, y Jake abrióla carpeta para echar una últimaojeada a lo que había escritosobre el tema «Mi comprensiónde la verdad». Lo hizo conauténtico interés, puesto que nolograba recordar haber escrito suRedacción Final más de lo querecordaba haber estudiado para elexamen de francés.

Contempló la página del títulocon desconcierto y crecienteinquietud. Las palabras «MICOMPRENSIÓN DE LA VERDAD,por John Chambers» aparecíanlimpiamente mecanografiadas y

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centradas en el papel, y esoestaba bien, pero por algúnmotivo había pegado dosfotografías bajo ellas. Una era deuna puerta —le parecía que podíaser la del número 10 de la calleDowning, en Londres— y la otrade un tren Amtrak. Eran fotos encolor, sin duda recortadas dealguna revista.

«¿Por qué he hecho esto? ¿Ycuándo lo he hecho?».

Volvió la página y se quedómirando fijamente el comienzo desu Redacción Final, incapaz decreer ni comprender lo que estaba

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viendo. Luego, a medida que lacomprensión empezó a filtrarsegota a gota a través de laconfusión, experimentó unacreciente sensación de horror. Alfin había sucedido; al fin habíaperdido una parte de la mente lobastante considerable para quelos demás se dieran cuenta.

TRES

MI COMPRENSIÓN DE LA

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VERDADpor Jake Chambers

«Yo te mostraré el miedoen un puñado de polvo».

T. S. «BUTCH» ELIOT

«Mi primer pensamientofue que mentía en cada

palabra».

ROBERT «SUNDANCE»

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BROWNING

El pistolero es la verdad.Roland es la verdad.El Prisionero es laverdad.La Dama de las Sombrases la verdad.El Prisionero y la Damaestán casados. Esa es laverdad.La Estación de Paso es laverdad.El Demonio Parlante es

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la verdad.Penetramos bajo lasmontañas, y esa es laverdad.Había monstruos bajo lamontaña. Esa es laverdad.Uno de ellos tenía entrelas piernas la manguerade un surtidor de ga-

[solina Amoco y hacíaver que era su pene. Esa

es la verdad.Roland me dejó morir.Esa es la verdad.Todavía lo quiero.

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Esa es la verdad.

—… por eso es tanimportante que leáis todos ElSeñor de las Moscas —decía laseñorita Avery con su clara peroen cierto modo pálida voz—. Ycuando lo hagáis, debéisplantearos ciertas preguntas. Amenudo una buena novela escomo una serie de adivinanzasdentro de adivinanzas, y en estecaso se trata de una novela muybuena, una de las mejores que sehayan escrito en la segunda mitaddel siglo XX. Así pues,

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preguntaos en primer lugar cuálpuede ser el significadosimbólico de la concha demolusco. En segundo lugar…

Lejos. Muy, muy lejos. Jakepasó a la segunda página de suRedacción Final con manotemblorosa, dejando una manchaoscura de sudor en la primera.

¿Cuándo una puertano es una puerta?Cuando es una jarra, yesa es la verdad[3].

Blaine es la verdad.Blaine es la verdad.

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¿Qué cosa tienecuatro ruedas y vuela?Un camión de basura, yesa es la verdad[4].

Blaine es la verdad.Hay que vigilar

constantemente a Blaine,Blaine es un engorro, yesa es la verdad.

Estoy bastante segurode que Blaine espeligroso, y esa es laverdad.

¿Qué cosa es blanca,negra y roja como untomate? Una cebra

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ruborizada, y esa es laverdad.

Blaine es la verdad.Quiero volver, y esa

es la verdad.Tengo que volver, y

esa es la verdad.Acabaré loco si no

vuelvo, y esa es laverdad.

No puedo volver acasa hasta que encuentreuna piedra, una rosa, unapuerta, y esa es laverdad.

Chu-chú, y esa es la

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verdad.Chu-chú. Chu-chú.Chu-chú. Chu-chú.

Chu-chú.Chu-chú. Chu-chú.

Chu-chú. Chu-chú.Tengo miedo. Esa es

la verdad.Chu-chú.

Jake alzó lentamente la vista.El corazón le palpitaba tandeprisa que vio danzar ante susojos una luz brillante como laimagen que deja el destello de unflash en la retina, una luz que se

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encendía y se apagaba a cadalatido titánico de su corazón.

Vio a la señorita Averyentregando esta Redacción Finala su madre y a su padre. El señorBissette, con expresión grave,estaba junto a ella. Oyó que laseñorita Avery decía, con su claray pálida voz: «Su hijo estáconsiderablemente enfermo. Sinecesitan alguna prueba, veanesta Redacción Final».

«Hace cosa de tres semanasque John no parece el mismo —añadía el señor Bissette—. Aratos parece asustado, y

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constantemente confuso… comoausente, no sé si ustedes mecomprenden. Je pense que Johnest fou… Comprenez-vous?».

La señorita Avery de nuevo:«¿Guardan ustedes en casa algúnmedicamento con efectos sobre lamente al que Jake pueda teneracceso?».

Jake no sabía nada demedicamentos con efectos sobrela mente, pero sí sabía que supadre guardaba varios gramos decocaína en el cajón inferior delescritorio de su estudio. Sin dudasu padre creería que la había

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echado mano.—Ahora, permitidme unas

palabras sobre Trampa 22 —decía la señorita Avery a la clase—. Se trata de un libro muydifícil para alumnos de sexto yséptimo curso, pero aun así loencontraréis sumamenteinteresante si abrís vuestrasmentes a su encanto especial.Podéis considerar esta novela, sios parece, como una comediasurrealista.

No necesito leer nada de eso,pensó Jake. Lo estoy viviendo, yno es ninguna comedia.

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Pasó la última página de suRedacción Final. No conteníaninguna palabra. En vez deescribir, había pegado otra fotoen el papel. Era una fotografía dela Torre Inclinada de Pisa. Habíautilizado un lápiz pastel parapintarla de negro. Las oscuras ycerosas líneas se enlazaban ycurvaban en espirales lunáticas.

No recordaba haber hechonada de eso.

Absolutamente nada de eso.Oyó a su padre responder al

señor Bissette: «Fou. Sí,decididamente fou. Un niño capaz

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de echar por la borda suoportunidad en una escuela comoPiper por fuerza tiene que estarfou, ¿no creen? Bien… yo puedosolucionarlo. Solucionar cosas esmi trabajo. Y Sunnyvale es larespuesta. Necesita pasarse algúntiempo en Sunnyvale haciendocestos y reorganizándose lacabeza por dentro. No sepreocupen por nuestro hijo,señores; puede correr… pero nose puede esconder».

¿Realmente lo encerrarían enun manicomio si empezaba aparecer que su ascensor ya no

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llegaba hasta el último piso? Jakecreía que la respuesta a estapregunta era un gran «¿Qué tejuegas?». Su padre no iba atolerar de ningún modo tener a unlunático en la casa. Quizá el lugaral que lo mandaran no se llamaseSunnyvale, pero habría rejas enlas ventanas y jóvenes con batablanca y zapatos con suela degoma patrullando por lospasillos. Estos jóvenes tendríanuna musculatura robusta y ojosvigilantes, y acceso a jeringuillashipodérmicas llenas de sueñoartificial.

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Le dirán a todo el mundo queme he ido, pensó Jake. Las vocesque discutían en su cabeza habíanquedado momentáneamenteacalladas por una creciente mareade pánico. Dirán que he ido apasar una temporada con mistíos en Modesto… o que me heido a Suecia en un intercambiode estudiantes… o que estoyreparando satélites en el espacioexterior. A mi madre no legustará… llorará… pero loaceptará. Tiene sus ligues, yademás, siempre acabaaceptando lo que él decide.

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Ella… ellos… yo…Notó que se le agolpaba un

chillido en la garganta y apretófuertemente los labios paracontenerlo. Bajó de nuevo la vistahacia los frenéticos garabatos queemborronaban la fotografía de laTorre Inclinada y pensó: «Tengoque irme de aquí. Tengo que irmeahora mismo».

Levantó la mano.—¿Sí, John? ¿Qué quieres?

—La señorita Avery locontemplaba con aquellaexpresión levemente exasperadaque reservaba para los alumnos

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que la interrumpían en mitad desu explicación.

—Me gustaría salir unmomento, si usted permite —dijoJake.

Este era otro ejemplo delhabla de Piper. Los alumnos dePiper no tenían nunca que «hacerpipí», «aliviar la vejiga» o, Diosno lo quiera, «descargar elvientre». Se suponíaimplícitamente que los alumnosde Piper eran demasiadoperfectos para crear subproductosde desecho en sus elegantes ysigilosos deslizamientos por la

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vida. De vez en cuando, alguienpedía permiso para «salir unmomento», y eso era todo.

La señorita Avery suspiró.—¿Es indispensable, John?—Sí, señorita.—Muy bien. Vuelve lo antes

posible.—Sí, señorita Avery.Al levantarse cerró la

carpeta, la recogió y, de malagana, volvió a dejarla dondeestaba. No podía ser. La señoritaAvery querría saber por qué sellevaba la Redacción Final alretrete. Hubiera debido retirar las

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malditas hojas de la carpeta ymetérselas en el bolsillo antes depedir permiso para salir. Pero yaera demasiado tarde.

Jake cruzó el aula hacia lapuerta, dejando la carpeta sobreel pupitre y la cartera con loslibros en el suelo, junto a aquel.

—Espero que todo vaya bien,Chambers —susurró DavidSurrey, y se cubrió la boca paradisimular una risita.

—Aquieta tus labiosincansables, David —dijo laseñorita Avery, ya abiertamenteexasperada, y toda la clase se rio.

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Jake llegó ante la puerta quedaba al pasillo y, al agarrar elpomo, la sensación de esperanzay certeza se alzó de nuevo en él:Esta vez sí, ahora estoy seguro.Abriré la puerta y veré brillar elsol del desierto. Notaré eseviento seco en la cara. Lacruzaré y ya no volveré a veresta aula nunca más.

Abrió la puerta. Al otro ladosolo estaba el pasillo, pero aunasí en una cosa tenía razón: novolvió a ver nunca más el aula dela señorita Avery.

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CUATRO

Anduvo lentamente por el oscurocorredor revestido con paneles demadera, sudando ligeramente.Pasó ante puertas de aulas que sehubiera sentido obligado a abrirde no ser por las ventanillas devidrio transparente de queestaban provistas. Miró la clasede Francés II del señor Bissette yla clase de Introducción a laGeometría del señor Knopf. Enlas dos aulas los alumnos estabansentados con el lápiz en la mano y

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la cabeza agachada sobre elcuaderno abierto. Miró la clasede Artes Orales del señor Harley,y vio a Stan Dorfman —uno deesos conocidos que no era deltodo un amigo—, que dabacomienzo a su Discurso Final.Stan parecía mortalmenteatemorizado, pero Jake hubierapodido decirle que no tenía ni lamenor idea de lo que era elmiedo, el auténtico miedo.

Me morí.No es cierto.Sí lo es.No me morí.

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Sí.No.Llegó ante una puerta con el

letrero de CHICAS. La abrió,esperando ver un luminoso cielode desierto y una bruma azuladade montañas en el horizonte. Envez de eso vio a Belinda Stevensde pie frente a uno de loslavabos, mirándose en el espejomientras se arrancaba un granitode la frente.

—¡Dios mío! ¿Qué hacesaquí? —preguntó la muchacha.

—Lo siento. Me heequivocado de puerta. Creía que

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era el desierto.—¿Qué?Pero Jake ya había soltado la

puerta, dejando que se cerraseautomáticamente sobre su resorteneumático. Pasó ante el surtidorde agua potable y abrió la puertade CHICOS. Esa era la buena, losabía, estaba seguro, esa era lapuerta que le permitiríaregresar…

Tres urinarios impolutosresplandecían bajo las lucesfluorescentes. Un grifo goteabacon solemnidad sobre una pileta.Eso era todo.

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Jake dejó que la puerta secerrara. Siguió avanzando por elpasillo. Sus tacones resonabancon firmes chasquidos sobre lasbaldosas. Al pasar ante la oficina,dirigió una rápida mirada a suinterior y solo vio a la señoraFranks hablando por teléfono,volviendo a uno y otro lado susilla giratoria y jugueteando conun mechón de sus cabellos. Lacampanilla plateada reposaba asu lado sobre el escritorio. Jakeesperó a que uno de sus giros lasituara de espaldas a la puerta ycruzó apresuradamente. Al cabo

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de treinta segundos salía albrillante resplandor de unamañana de finales de mayo.

Estoy haciendo novillos,pensó. Ni siquiera su confusión leimpidió asombrarse de esteacontecimiento inesperado.Dentro de cinco minutos o así,cuando vea que no vuelvo de losaseos, la señorita Avery enviaráa alguien a buscarme… yentonces se enterarán. Todossabrán que me he fugado de laescuela, que estoy haciendonovillos.

Pensó en la carpeta que había

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dejado sobre el pupitre.Lo leerán y creerán que me

he vuelto loco. «Fou». Porsupuesto que lo creerán. Porquees verdad.

Entonces le habló otra voz. Lepareció que era la voz del hombrecon ojos azul de bombardero, elhombre que llevaba aquellos dospistolones colgando muy bajossobre las caderas. La voz erafría… pero no desprovista deconsuelo.

«No, Jake —le decía Roland—. No estás loco. Estás perdidoy asustado, pero no loco, y no

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necesitas temer ni a tu sombra dela mañana, que avanza tras de ti,ni a tu sombra del atardecer, quese alza a tu encuentro. Necesitasencontrar el camino de vuelta acasa, eso es todo».

—Pero ¿adónde voy? —susurró Jake. Se encontraba en laacera de la calle Cincuenta y seisentre Park y Madison, viendopasar el tráfico a toda velocidad.Un autobús pasó ante él con unronquido, esparciendo un finoreguero de acre humo azulado degasoil—. ¿Adónde voy? ¿Dóndeestá la jodida puerta?

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Pero la voz del pistolerohabía enmudecido.

Jake se volvió hacia laizquierda, en dirección al ríoEast, y echó a andar a la aventura.No tenía ni idea de adónde sedirigía, ni la más remota idea.Únicamente le cabía esperar quesus pies lo condujeran al lugaradecuado… tal como le habíanconducido al lugar inadecuado nohacía mucho tiempo.

CINCO

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Había sucedido tres semanasatrás.

No se podía decir «todoempezó tres semanas atrás»,porque eso daría la impresión deque había existido una especie deprogresión gradual, y no eracorrecto. Había existido unaprogresión en las voces, en laviolencia con que cada una deellas insistía en su particularversión de la realidad, pero todolo demás había sucedido desopetón.

Salió de casa a las ocho de la

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mañana para dirigirse a laescuela; cuando hacía buentiempo siempre iba caminando, yaquel mes de mayo el tiempo eraabsolutamente perfecto. Su padrehabía salido antes para ir a LaCadena, su madre aún permanecíaen la cama y la señora GretaShaw estaba en la cocina,tomando café y leyendo el NewYork Post.

—Adiós, Greta —le dijo—.Me voy a la escuela.

Ella alzó una mano paradespedirlo sin levantar la vistadel periódico.

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—Que tengas un buen día,Johnny.

Todo como de costumbre. Undía cualquiera en la vida.

Y así había seguido durantelos mil quinientos segundossiguientes. A partir de ahí, todohabía cambiado para siempre.

Caminabadespreocupadamente, la carteraen una mano y la bolsa delalmuerzo en la otra, mirando losescaparates. A setecientos veintesegundos del final de su vida talcomo siempre la había conocido,se detuvo para contemplar el

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escaparate de Brendio’s, dondemaniquíes ataviados con abrigosde pieles y trajes de estiloeduardiano posaban en rígidaactitud de conversación. Solopensaba en que aquella tarde a lasalida de la escuela, iría a jugar alos bolos. Su promedio era de158, magnífico para un niño desolo once años. Su ambiciónconsistía en llegar a jugar comoprofesional (y si su padre hubieseconocido este otro hechoide,también habría puesto el grito enel cielo).

Más cerca, cada vez más

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cerca del instante en que sucordura iba a quedarrepentinamente eclipsada.

Cruzó la calle Treinta ynueve, y faltaban cuatrocientossegundos. Tuvo que esperar anteun semáforo en rojo en laCuarenta y uno, y faltabandoscientos setenta. Se entretuvomirando una tienda de chucheríasen el cruce de la Quinta Aveniday la calle Cuarenta y dos, yfaltaban ciento noventa. Yentonces, cuando a su vidaordinaria apenas le quedaba pocomás de tres minutos, Jake

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Chambers entró bajo el paraguasinvisible de esa fuerza queRoland denominaba Ka-tet.

Empezó a embargarle unaextraña e inquietante sensación.Al principio creyó que era lasensación de estar siendoobservado, pero enseguida se diocuenta de que no se trataba de esoen absoluto… o no precisamentede eso. Sintió que ya había estadoallí antes, que estaba reviviendoun sueño casi olvidado. Esperó aque esta sensación sedesvaneciera, pero no sucedióasí; se hizo más intensa, y empezó

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a mezclarse con otra sensaciónque de mala gana identificó comoterror.

Algo más adelante, en laesquina más cercana —la de laQuinta Avenida con la calleCuarenta y tres—, un negrotocado con un sombrero depanamá estaba instalando uncarretón de pretzels y refrescos.

Es el que grita: «¡Oh, Diosmío, está muerto!», pensó Jake.

Por la esquina más apartadase aproximaba una señora gordacargada con una bolsa de Bloomingdale’s.

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Dejará caer la bolsa. Dejarácaer la bolsa y se llevará lasmanos a la cara y empezará achillar. La bolsa se romperá.Dentro de la bolsa hay unamuñeca. Está envuelta en unatoalla roja. Esto lo veré desde lacalzada. Estaré tendido en mitadde la calle, y lo veré mientras lasangre me empapa lospantalones y forma un charco ami alrededor.

Detrás de la mujer gordahabía un hombre alto vestido conun traje de estambre gris. Elhombre llevaba un maletín.

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Es el que vomita encima desus propios zapatos. Es el quesuelta el maletín y vomitaencima de sus zapatos. ¿Qué meestá pasando?

Mientras tanto, sus pies nodejaban de conducirlo ágilmentehacia la intersección, donde lagente cruzaba en una corrienterápida y constante. A susespaldas, cada vez más cerca,había un sacerdote asesino. Losabía, como sabía que dentro deunos instantes las manos delsacerdote se extenderían paraempujar… pero no podía volver

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la cabeza. Era como estaratrapado en una pesadilla en laque las cosas debíanforzosamente seguir su curso.

Ya solo faltaban cincuenta ytres segundos. Por delante de él,el vendedor de pretzels estabaabriendo una ventanilla paraservir en un lado del carretón.

Va a sacar una botella de Yoo-Hoo, pensó Jake. No unalata, sino una botella. La agitaráy se la beberá de un trago.

El vendedor de pretzels sacóuna botella de Yoo-Hoo, la agitóvigorosamente y la destapó.

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Faltaban cuarenta segundos.Ahora cambiará el semáforo.Se apagó la luz blanca de

PASEN. La luz roja de NO PASENempezó a lanzar rápidos destellosintermitentes. En algún lugar, amenos de media manzana dedistancia, un gran Cadillac azulrodaba hacia el cruce de laQuinta con la calle Cuarenta ytres. Esto Jake lo sabía, comosabía que el conductor era unhombre obeso que llevaba unsombrero azul casi exactamentedel mismo tono que el automóvil.

¡Voy a morir!

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Quiso gritarlo a voz en cuellopara que lo oyera la gente quepasaba por su lado sin prestarleatención, pero tenía lasmandíbulas encajadas.

Sus pies lo arrastrabanserenamente hacia la intersección.La señal de NO PASEN cesó dedestellar y lanzó su advertenciaen rojo constante. El vendedor depretzels arrojó la botella de Yoo-Hoo vacía a la papelera dela esquina. La señora gorda sedetuvo en la esquina, al otro ladode la calle, sosteniendo la bolsade la compra. El hombre del traje

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de estambre estaba justo detrás deella. Ya solo faltaban dieciochosegundos.

Ahora tiene que pasar elcamión de juguetes, pensó Jake.

Más abajo, un camión con laimagen de un títere risueño y laspalabras TOOKER’S JUGUETERÍAAL POR MAYOR pintadas en loscostados llegó a la intersección,bamboleándose sobre los baches.A sus espaldas, Jake lo sabía, elhombre de la túnica negraempezaba a moverse con rapidez,salvando la distancia,extendiendo sus largas manos. Y

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sin embargo, aun sabiéndolo, nopodía volver la cabeza, como nose puede volver la cabeza en lossueños cuando algo espantoso sete acerca.

¡Corre! ¡Y si no puedescorrer, siéntate en el suelo ycógete a una señal de tráfico!¡No dejes que suceda!

Pero no podía hacer nadapara impedir que ocurriera. Anteél, al borde de la acera, había unajoven con una blusa blanca y unafalda negra. A la izquierda de lamujer había un muchacho chicanocon un radiocasete enorme. Una

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canción disco de Donna Summerestaba a punto de terminar. Lasiguiente, Jake lo sabía, iba a ser«Dr. Love», de Kiss.

Van a separarse.En el mismo instante en que le

vino este pensamiento, la mujerdio un paso a la derecha. Elchicano se apartó un paso a laizquierda, dejando un hueco entreambos. Los traidores pies de Jakelo condujeron al hueco. Solonueve segundos.

Calle abajo, elresplandeciente sol de mayoarrancó destellos al adorno del

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radiador de un Cadillac. Era,Jake lo sabía, un modelo De Villede 1976. Seis segundos. ElCadillac aceleraba. El semáforoestaba a punto de cambiar, y elhombre que conducía el De Ville,el hombre obeso del sombreroazul con una airosa pluma en elala, pretendía atravesar el cruceantes de que lo hiciera. Tressegundos. Detrás de Jake, elhombre de negro se lanzó haciadelante. En el radiocasete deljoven terminó «Love to Love You,Baby» y empezó «Dr. Love».

Dos.

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El Cadillac cambió de carrilpara situarse en el más cercano ala acera de Jake y avanzó hacia elcruce con un rugido de su motorasesino.

Uno.Se le cortó la respiración.Cero.—¡Ah! —gritó Jake cuando

las manos se posaron con firmezasobre su espalda para empujarlo,para empujarlo a la calzada, paraempujarlo fuera de esta vida…

Salvo que no le tocó ningunamano.

Aun así se abalanzó hacia

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delante, agitando los brazos en elaire, la boca dibujando unaoscura O de consternación. Elmuchacho chicano del radiocasetesujetó a Jake por el codo y tiró deél hacia atrás.

—Con cuidado, héroe —leadvirtió—. Te van a hacerpicadillo.

El Cadillac pasó volando anteél. Jake alcanzó a vislumbrar alhombre obeso del sombrero azulmirando por el parabrisas, y alinstante lo perdió de vista.

Entonces fue cuando ocurrió.Entonces fue cuando se partió por

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la mitad y se convirtió en dosmuchachos. Uno moría tirado enla calle. El otro estaba parado enla esquina y contemplaba conatónito y estupefacto desconciertocómo el NO PASEN setransformaba de nuevo en PASENy la gente que lo rodeabaempezaba a cruzar la calle comosi nada hubiera ocurrido…, yrealmente nada había ocurrido.

¡Estoy vivo!, se regocijó lamitad de su mente, lanzandoalaridos de alivio.

¡Muerto!, gritó la otra mitad.¡Muerto en la calle! Están

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viniendo todos hacia mí y elhombre de negro que me haempujado dice: «Soy sacerdote;déjenme pasar».

Oleadas de vértigo seprecipitaron a través de él yconvirtieron sus pensamientos enhinchada seda de paracaídas. Viovenir a la señora gorda y, cuandopasó junto a él, le echó unamirada a la bolsa. Vio losbrillantes ojos azules de unamuñeca que atisbaban sobre elborde de una toalla roja, comosabía que vería. La señora pasóde largo y desapareció. El

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vendedor de pretzels no gritaba«¡Oh, Dios mío, está muerto!»;seguía preparándose para lajornada mientras silbaba lacanción de Donna Summer quepoco antes había sonado en elradiocasete del chicano.

Jake se giró en redondo,buscando ansiosamente alsacerdote que no era sacerdote.No estaba.

Jake lanzó un gemido.¡Corta el rollo! ¿Se puede

saber qué te pasa?No lo sabía. Solo sabía que

en aquel preciso instante tendría

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que estar tendido en la calzada,disponiéndose a morir mientras laseñora gorda chillaba, el tipo deltraje de estambre gris vomitaba yel hombre de negro se abría pasoentre el gentío.

Y en una parte de su mente,eso era lo que parecía estarsucediendo.

La sensación de desmayoempezó a dejarse sentir de nuevo.Jake soltó de pronto la bolsa delalmuerzo y se abofeteó la cara tanfuerte como pudo. Una mujer queiba a trabajar lo miró de unamanera extraña. Jake no le prestó

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atención. Dejó el almuerzo caídoen la acera y se zambulló hacia elcruce, sin prestar tampocoatención a la luz roja de NOPASEN que otra vez volvía aencenderse tartamudeante. Ahoraya no importaba. La muerte sehabía aproximado… y habíapasado de largo sin dedicarle unasegunda mirada. No habríadebido suceder así, y en el nivelmás profundo de su existenciaJake era consciente de ello, peroasí había sido.

Quizá ahora viviríaeternamente.

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La idea le dio ganas de gritarde nuevo.

SEIS

Cuando llegó a la escuela, lacabeza ya se le había aclarado unpoco y su mente había empezadoa trabajar en el intento deconvencerlo de que no andabamal, en absoluto, de veras. Quizásí que había ocurrido algo unpoco extraño, una especie dedestello psíquico, un vislumbrefugaz de algún futuro posible,

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pero ¿y qué? No había para tanto,¿verdad? La cosa tenía incluso suaspecto atractivo, era el tipo dehistoria que siempre estabanpublicando esas revistas desupermercado que a Greta Shawle gustaba leer cuando tenía laseguridad de que la madre deJake no andaba por lasinmediaciones, revistas como elNational Enquirer e Inside View.Excepto, claro está, que en esasrevistas el destello psíquicosiempre era una especie de ataquenuclear táctico: una mujer quesoñaba con un accidente de

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aviación y cambiaba de vuelo, oun tipo que soñaba que teníanprisionero a su hermano en unafábrica de galletitas chinas de lasuerte y resultaba ser verdad.Cuando el destello psíquicoconsistía en saber que iban atocar una canción de Kiss por laradio, que una señora gordallevaba en su bolsa de Bloomingdale’s una muñecaenvuelta en una toalla roja y queun vendedor de pretzels iba abeberse una botella de Yoo-Hoo yno una lata, ¿qué importanciapodía tener?

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Olvídalo, se aconsejó. Ya seha acabado.

Una gran idea, solo que latercera clase no había acabadosino que apenas estabaempezando. Estaba enIntroducción al Álgebra, viendoal señor Knopf resolverecuaciones sencillas en lapizarra, cuando advirtió concreciente horror que en su mentesurgía a la luz un juego derecuerdos completamente nuevo.Era como ver flotar lentamenteobjetos extraños hacia lasuperficie de un lago cenagoso.

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Estoy en un sitio que noconozco, pensó. Quiero decir quelo conoceré, o que lo habríaconocido si el Cadillac mehubiese atropellado. Es laEstación de Paso, pero la partede mí que está allí todavía no losabe. Esa parte solo sabe queestá en algún lugar del desiertoy que no hay nadie.

He estado llorando, porquetengo miedo. Tengo miedo de queesto sea el infierno.

Hacia las tres, cuando llegó ala Bolera Mid-Town, sabía queya había encontrado la bomba de

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agua en el establo y había bebidoun poco. El agua estaba muy fría ytenía un intenso sabor aminerales. No tardaría en entraren el edificio, donde encontraríauna pequeña reserva de carneseca en una habitación que antañohabía sido una cocina. Lo sabíacon tan plena y absolutacertidumbre como había sabidoque el vendedor de pretzelselegiría una botella de Yoo-Hoo yque la muñeca que asomaba de labolsa de Bloomingdale’s tenía losojos azules.

Era como ser capaz de

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recordar hacia delante en eltiempo.

Solo jugó dos series; laprimera de 96 puntos, la segundade 87. Cuando depositó su hojaen el mostrador, Timmy laexaminó y meneó la cabeza.

—Hoy tienes un mal día,campeón —comentó.

—Si tú supieras… —respondió Jake.

Timmy lo miró con mayoratención.

—¿Te encuentras bien? Estásmuy pálido.

—Me parece que me está

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rondando la gripe. —No tuvo laimpresión de estar diciendo unamentira. Seguro como el infiernoque estaba rondándole algo.

—Vete a casa y acuéstate —lerecomendó Timmy—. Y bebemucho líquido transparente:ginebra, vodka, cosas así.

Jake sonrió cumplidamente.—Quizá lo haga.Regresó a casa andando poco

a poco. Toda Nueva York seextendía a su alrededor. NuevaYork en su aspecto más seductor:una crepuscular serenata callejeracon un músico en cada esquina,

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todos los árboles en flor y todo elmundo con aspecto de buenhumor. Jake veía todo esto, peroveía también lo que había detrás:se vio a sí mismo acurrucado enun rincón oscuro de la cocinamientras el hombre de negrobebía directamente de la bombacomo un perro sonriente, se viosollozar de alivio cuando aquelhombre —si lo era— reanudó sucamino sin descubrirlo, se viocaer profundamente dormidomientras se ponía el sol yempezaban a refulgir las estrellascomo astillas de hielo en el

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áspero firmamento morado deldesierto.

Abrió la puerta delapartamento dúplex con su llave yse dirigió a la cocina en busca dealgo que comer. No tenía hambre,pero era una costumbre. Avanzabahacia el frigorífico cuando posócasualmente la mirada en lapuerta de la despensa y se detuvoen seco. Comprendió de repenteque la Estación de Paso —y todoel resto de aquel otro mundodesconocido al que ahorapertenecía— estaba detrás de esapuerta. Solo tenía que cruzarla y

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se reuniría con el Jake que yaexistía allí. Terminaría la extrañadoblez de su mente; las voces,que discutían sin cesar la cuestiónde si estaba muerto o no desde las8.25 de esa mañana, quedarían ensilencio.

Jake empujó la puerta de ladespensa con las dos manos,esbozando ya una jubilosa sonrisade alivio… y quedó paralizadopor el chillido de la señora Shaw,que estaba encaramada sobre untaburete al fondo de la despensa.El bote de tomate en conserva queacababa de coger se le escapó de

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la mano y cayó al suelo. Laseñora Shaw se tambaleó en eltaburete, y Jake tuvo queapresurarse para sostenerla antesde que siguiera el camino deltomate en conserva.

—¡Moisés en la zarzaardiente! —boqueó, llevándoseapresuradamente una mano a lapechera de la bata—. ¡Me hasdado un susto de muerte, Johnny!

—Lo siento —respondió él. Yera verdad que lo sentía, perotambién sufría una amargadecepción. Después de todo, soloera la puerta de la despensa.

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Había estado tan seguro…—Además, ¿qué haces

merodeando por aquí a estashoras? ¡Hoy es tu día de bolos!No te esperaba hasta dentro deuna hora, por lo menos. Nisiquiera te he preparado lamerienda todavía, así que noesperes encontrarla.

—Está bien. Tampoco tengomucho apetito. —Se agachó yrecogió el bote que ella habíadejado caer.

—Pues por la manera que hasentrado aquí nadie lo diría —rezongó la señora Shaw.

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—Me pareció oír un ratón oalgo así. Supongo que sería usted.

—Supongo que sí. —Bajó deltaburete y cogió el bote de tomatede manos de Jake—. Me pareceque te está rondando una gripe oalgo, Johnny. —Le puso la manoen la frente—. No tienes fiebre,pero eso a veces no quiere decirnada.

—Creo que es solo cansancio—dijo Jake, y pensó: Ojalá solofuera eso—. Voy a coger unrefresco y me quedaré un ratomirando la tele.

La señora Shaw soltó un

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gruñido.—¿Tienes algún trabajo de la

escuela para enseñarme? Si tienesalguno, enséñamelo enseguidaporque llevo la cena atrasada.

—Hoy no tengo nada —respondió. Salió de la despensa,cogió una botella de soda y pasóa la sala de estar. Conectó «TheHollywood Squares» y se puso amirar el programa distraídamentemientras las voces discutían yseguían saliendo a la superficienuevos recuerdos de aquel mundopolvoriento.

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SIETE

Su padre y su madre no sepercataron de que le pasara nadaextraño —su padre no llegó acasa hasta las nueve y media— yeso a Jake le pareció bien. Seacostó a las diez y permaneciótendido a oscuras, escuchando laciudad que se extendía al otrolado de la ventana: frenos,bocinazos, lamentos de lassirenas.

«Te moriste».«No es verdad. Estoy aquí, a

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salvo en mi propia cama».«Eso no importa. Te moriste,

y tú lo sabes».Lo peor de todo era que sabía

las dos cosas.No sé cuál de las voces dice

la verdad, pero sé que no puedoseguir soportándolo. Así quedejadlo estar, las dos. Parad dediscutir y dejadme en paz. ¿Deacuerdo? Por favor.

Pero las voces no querían.Por lo visto, no podían. Y a Jakese le ocurrió que debía levantarsede la cama —en aquel mismoinstante— y abrir la puerta del

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baño. El otro mundo estaría allí.La Estación de Paso estaría allí yel resto de él también estaría allí,acurrucado en el establo bajo unavieja manta, intentando dormir ypreguntándose qué diablos lehabía ocurrido.

Yo puedo decírselo, pensóJake, entusiasmado. Echó a unlado el cobertor, sabiendo desúbito que aquella puerta quehabía junto a la estantería ya noconducía al cuarto de baño sino aun mundo que olía a calor, asalvia morada y a miedo en unpuñado de polvo, un mundo que

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ahora yacía bajo el ala oscura dela noche. Puedo decírselo, perono hará falta… porque estaré ENél… SERÉ él!

Cruzó el penumbrosodormitorio a la carrera, casiriendo de alivio, y abrió la puertade un empujón. Y…

Y era su cuarto de baño.Únicamente su cuarto de baño,con el póster de Marvin Gayeenmarcado en la pared y la siluetade la persiana tendida sobre lasbaldosas del suelo en unasucesión de franjas de luz ysombra.

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Se quedó un buen rato paradoen la puerta, intentando tragarsela decepción. Pero no se iba. Yera amarga.

Amarga.

OCHO

Las tres semanas transcurridasentre entonces y ahora seextendían en la memoria de Jakecomo un territorio hosco ydesolado, un erial de pesadilla enel que no había conocido paz, nidescanso, ni una tregua en su

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dolor. Había contemplado, comoun prisionero desvalido quecontempla el saqueo de la ciudaddonde antes gobernaba, eldesmoronamiento de su mentebajo la siempre creciente presiónde los recuerdos y las vocesfantasmas. Había abrigado laesperanza de que los recuerdos sedetuvieran cuando llegaran alpunto en que el hombre llamadoRoland le había dejado caer en elabismo bajo las montañas, perono fue así. Lo que hicieron fuereciclarse y empezar apresentarse otra vez desde el

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principio, como una cintadispuesta de manera que se repitay siga repitiéndose hasta que serompa o venga alguien y la pare.

La percepción que tenía de suvida más o menos real como unmuchacho que habitaba en NuevaYork fue haciéndose másfragmentaria a medida que elterrible cisma se volvía cada vezmás hondo. Recordaba haber idoa la escuela, al cine el fin desemana, y a comer con sus padresel domingo de la semana anterior(¿o hacía ya dos semanas?), perotodas estas cosas las recordaba

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como un hombre que ha padecidomalaria puede recordar las fasesmás profundas y oscuras de suenfermedad: las personas seconvertían en sombras, las vocesresonaban y se fundían unas conotras, y hasta un acto tan sencillocomo comerse un sándwich osacar una Coca-Cola de lamáquina del gimnasio seconvertía en una lucha. Jake cruzóesos días a empujones, en unafuga de voces aullantes yrecuerdos dobles. Su obsesiónpor las puertas —por toda clasede puertas— fue en aumento; su

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esperanza de que el mundo delpistolero pudiera hallarse tras unade ellas nunca llegó a morir deltodo. Pero tampoco era deextrañar puesto que no le quedabaotra esperanza.

Sin embargo aquel día eljuego había terminado. Enrealidad nunca había tenido lamenor posibilidad de ganar. Serindió. Hizo novillos. Jakeanduvo a ciegas hacia el este porel entramado de calles, la cabezagacha, sin tener ni idea de adóndeiba ni de lo que haría cuandollegara.

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NUEVE

Hacia las nueve empezó aemerger de su desdichadoaturdimiento y a fijarse un pocoen lo que le rodeaba. Estaba en laesquina de Lexington Avenue conla calle Cincuenta y cuatro, sinacordarse en absoluto de cómohabía llegado hasta allí. Advirtiópor primera vez que la mañanaera hermosísima. El 9 de mayo, eldía en que había empezado estalocura, hizo buen día, pero este

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era diez veces mejor; un día, talvez, en que la primavera mira entorno y ve al verano cerca de ella,fuerte y apuesto y con una sonrisapresumida en su rostro atezado.El sol relucía vivamente en losmuros de cristal de los edificiosdel centro; la sombra de cadapeatón era nítida y negra. Arriba,el cielo era de un azultransparente e inmaculado,punteado aquí y allí por rollizasnubes de buen tiempo.

Calle abajo, dos hombres denegocios vestidos con sendostrajes caros y bien cortados se

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habían detenido junto a la vallade unas obras. Estaban riéndose yse pasaban algo el uno al otro.Jake se dirigió hacia ellos, concuriosidad, y al acercarse vio quelos dos hombres de negociosestaban jugando al tres en rayasobre el tablero de la valla;utilizaban un lujoso rotuladorMark Cross para trazar lascuadrículas y marcar las X y lasO. A Jake le pareció una pasada.Cuando llegó a su altura, uno delos hombres dibujó una O en laesquina superior derecha de lacuadrícula, y a continuación trazó

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una diagonal de extremo aextremo.

—¡Ya has vuelto a ganarme!—exclamó su amigo. Luego, elmismo individuo, que parecía unimportante ejecutivo, un abogadoo un corredor de bolsa de altosvuelos, cogió el rotulador MarkCross y dibujó otra cuadrícula.

El primer hombre denegocios, el ganador, desvió lamirada hacia la izquierda y vio aJake. Le sonrió.

—Un día espléndido, ¿eh,chaval?

—¡Ya lo creo! —asintió Jake,

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regocijándose al descubrir que lodecía completamente en serio.

—Demasiado bonito parapasarlo en la escuela, ¿eh?

Esta vez Jake incluso se rio.La Piper School, donde habíaPausas en lugar de almuerzo ydonde a veces se salía unmomento pero nunca se iba acagar, de pronto se le antojó unlugar muy remoto e insignificante.

—Usted lo ha dicho.—¿Quieres echar una

partidita? Billy nunca pudoganarme cuando estábamos enquinto curso, y ahora sigue sin

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poder hacerlo.—Deja al chico en paz —

intervino el segundo hombre denegocios, con el Mark Cross en lamano—. Esta vez te liquido.

Le guiñó un ojo a Jake, y Jakese sorprendió a sí mismo aldevolverle el guiño. Siguióandando, dejó a los hombres consu juego. La sensación de que ibaa ocurrir algo completamentemaravilloso —de que quizá yahabía empezado a ocurrir— ibaen aumento, y le parecía que suspies ya no tocaban la acera.

En la intersección se encendió

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la luz de PASEN y Jake empezó acruzar Lexington Avenue. Sedetuvo en mitad de la calle tanbruscamente que un mensajeroestuvo a punto de atropellarlo consu bicicleta de diez velocidades.Era un hermoso día de primavera;de acuerdo. Pero no era ese elmotivo de que se sintiera tan bien,tan repentinamente consciente detodo lo que pasaba a sualrededor, tan seguro de que iba aocurrir algo grande.

Las voces habían callado.No habían callado para

siempre —eso lo sabía de algún

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modo—, pero de momento habíancallado. ¿Por qué?

De pronto Jake se imaginó ados hombres discutiendo en unahabitación. Están sentados anteuna mesa, frente a frente,atacándose con creciente encono.Al poco rato empiezan ainclinarse el uno hacia el otro,adelantando belicosamente lacara, bañándose mutuamente conun fino rocío de colérica saliva.No tardarán en llegar a las manos.Pero antes de que eso suceda,oyen un ruido sordo y regular —el batir de un bombo— y luego un

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airoso floreo de instrumentos deviento. Los dos hombres paran dediscutir y se miran intrigados.

«¿Qué es eso?», pregunta uno.«No sé —contesta el otro—.

Parece un desfile».Se precipitan a la ventana, y

en efecto es un desfile. Una bandauniformada avanza marcando elpaso, con destellos de sol en lascornetas, guapas majorettes quehacen girar sus bastones y agitansus piernas largas y bronceadas,automóviles descapotadosrepletos de flores y cargados decelebridades que saludan a la

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gente.Los dos hombres se quedan

mirando por la ventana, olvidadasu querella. Sin duda volverán areanudarla, pero por ahora estánjuntos como grandes amigos,codo con codo, viendo pasar eldesfile…

DIEZ

Sonó un bocinazo que arrancó aJake de esta historia, tan vívidacomo un sueño poderoso. Se diocuenta de que seguía parado en

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mitad de Lexington Avenue, y elsemáforo había cambiado. Volviófrenéticamente la cabeza,esperando ver el Cadillac azullanzado hacia él, pero el tipo quehabía tocado la bocina estabasentado al volante de un Mustangdescapotable de color amarillo yle dirigía una sonrisa. Era comosi aquel día todos los habitantesde Nueva York hubieran aspiradouna bocanada de gas de lafelicidad.

Jake saludó al hombre con unademán y echó a correr hacia laacera de enfrente. El tipo del

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Mustang hizo girar el índice sobrela sien para indicar que Jakeestaba chiflado, le devolvió elsaludo y se puso en marcha.

Por unos instantes Jake sequedó parado en la esquina, conel rostro alzado hacia el sol demayo, sonriendo, gozando del día.Suponía que los presoscondenados a morir en la sillaeléctrica debían de sentirse asícuando les anunciaban unaplazamiento de la pena.

Las voces seguían calladas.La cuestión era: ¿cuál era el

desfile que había distraído

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temporalmente su atención? ¿Erasimplemente la bellezaexcepcional de aquella mañanade primavera?

Jake no creía que fuera soloeso. No lo creía porque aquellasensación de «saber» searrastraba de nuevo sobre él y seinfiltraba en él, aquella sensaciónse había apoderado de él tressemanas antes, cuando seacercaba al cruce de la Quinta yla Cuarenta y seis. Pero el 9 demayo la sensación era decatástrofe inminente. Hoy era unasensación radiante, una impresión

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de bondad y expectación. Eracomo si… como si…

Blanco. Esa fue la palabraque le vino a la cabeza y resonóen su mente con clara eindiscutible propiedad.

—¡Es el Blanco! —exclamóen voz alta—. ¡La llegada delBlanco!

Comenzó a caminar por lacalle Cincuenta y cuatro, y cuandollegó a la esquina de la Segunda yla Cincuenta y cuatro entró unavez más bajo el paraguas del Ka-tet.

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ONCE

Giró a la derecha, se detuvo, diomedia vuelta y volvió sobre suspasos hasta la esquina. Ahoratenía que bajar por la SegundaAvenida, sí, eso eraindiscutiblemente correcto, perono estaba en la acera adecuada.Cuando el semáforo cambió, seapresuró a cruzar la calle y giróde nuevo a la derecha. Aquellaimpresión, aquella sensación de

(Blancura)armonía era cada vez más

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fuerte. Se sintió medio loco dealegría y alivio. Todo searreglaría. Esta vez no habíaningún error. Estaba seguro deque pronto empezaría a ver gentea la que reconocería, como habíareconocido a la señora gorda y alvendedor de pretzels, y queharían cosas que él recordaríapor anticipado.

En vez de eso, llegó a lalibrería.

DOCE

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EL RESTAURANTE DE LA MENTEDE MANHATTAN, rezaba el rótulopintado en el escaparate. Jake seacercó a la puerta, donde habíauna pizarra colgada semejante alas que se veían en las paredes delos restaurantes y las casas decomidas.

MENÚ DEL DÍA

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Ediciones antiguas enrústica a 75 ¢

¡De California! RaymondChandler hervido

En cartoné al preciomarcado

En rústica, 7 por 5,00 $

ALIMENTE SU NECESIDADDE LEER

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Jake entró, a sabiendas de quepor primera vez en tres semanashabía abierto una puerta sin tenerla loca esperanza de encontrar unmundo distinto al otro lado. Unacampanilla tintineó sobre sucabeza. Le asaltó el olor suave ypicante de los libros viejos, y encierto modo ese olor fue comollegar a casa.

La analogía con un restaurantese mantenía en el interior. Aunquelas paredes estaban recubiertascon estantes llenos de libros, unaespecie de mostrador partía endos el local. Del lado de Jake

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había unas cuantas mesitas consillas Malt Shoppe de respaldometálico.

Cada una de las mesas estabapreparada con los platos del día:novelas de Travis McGee, porJohn D. MacDonald; novelas dePhilip Marlowe, por RaymondChandler; novelas de Snopes, porWilliam Faulkner. En la mesa deFaulkner, un letrero pequeñoanunciaba: «Tenemos disponiblesalgunas primeras ediciones raras;sírvase preguntar». Otro letrero,este en el mostrador, decíasencillamente: ¡LEA! Era

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justamente lo que estabanhaciendo un par de clientes.Tomaban café y leían, sentadosante el mostrador. Jake pensó queesta era sin lugar a dudas la mejorlibrería que había visto.

La cuestión era: ¿por quéestaba allí? ¿Era por azar o teníaalgo que ver con aquella suave einsistente sensación de estarsiguiendo una pista —una especiede haz de fuerzas— que habíandejado para que él la encontrara?

Miró de soslayo los librosexpuestos sobre una mesita a suizquierda y supo la respuesta.

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TRECE

Eran libros infantiles. En la mesano había mucho sitio, de modoque solo eran una docena, más omenos: Alicia en el País de lasMaravillas, El Hobbit, TomSawyer, cosas así. A Jake lellamó la atención un libro decuentos obviamente dirigido aniños muy pequeños. En laportada, de un verde brillante, seveía una locomotoraantropomorfa resoplando cuesta

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arriba. Su guardarraíles (que erade un rosa vivo) exhibía unaalegre sonrisa, y el faro delanteroera un ojo jovial que parecíainvitar a Jake a pasar al interior yleer toda la historia. Charlie el Chu-Chú, proclamaba el título,Relato e Ilustraciones por BerylEvans. La mente de Jake regresóde un salto a su Redacción Final,con la foto del tren Amtrak en laprimera página y las palabras chu-chú escritas una y otra vez enel interior.

Se apoderó del libro y losujetó con fuerza, como si pudiera

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echarse a volar si aflojaba supresa. Y al contemplar la portada,Jake descubrió que no se fiaba dela sonrisa de Charlie el Chu-Chú.Pareces contento, pero creo queesa es solo la máscara que tepones, pensó. No creo que estésnada contento. Y tampoco creoque realmente te llames Charlie.

Eran pensamientos locos,indudablemente locos, pero nodaban la sensación de ser locos.Daban la sensación de seratinados. Daban la sensación deser ciertos.

Justo al lado del lugar donde

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había estado Charlie el Chu-Chú,vio un maltratado volumen enrústica. La cubierta estabarasgada y alguien la habíaarreglado con cinta adhesiva,ahora amarillenta por el paso deltiempo. La ilustración de laportada representaba a un chico yuna chica con expresión intrigaday un bosque de signos deinterrogación sobre sus cabezas.El libro se titulaba: ¡Adivina,adivinanza! Enigmas y acertijospara todas las edades. No sehacía constar el nombre del autor.

Jake se guardó Charlie el

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Chu-Chú debajo del brazo ycogió el libro de adivinanzas. Loabrió al azar y leyó esto:

«¿Cuándo una puerta no esuna puerta?».

—Cuando es una jarra —farfulló Jake. Notó que lebrotaban gotas de sudor en lafrente, los brazos, por todo elcuerpo—. ¡Cuando es una jarra!

—¿Has encontrado algunacosa, hijo? —inquirió una vozcomedida.

Jake se volvió y vio a un tipogrueso enfundado en una camisablanca de cuello abierto que lo

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miraba desde el otro extremo delmostrador. Tenía las manosmetidas en los bolsillos de unosviejos pantalones de gabardina.Unas gafas para leer de cercareposaban sobre la brillantecúpula de su calva.

—Sí —respondió Jakefebrilmente—. Estos dos. ¿Estánen venta?

—Todo lo que ves aquí estáen venta —dijo el tipo gordo—.Hasta el edificio estaría en ventasi fuera mío. Pero por desgraciasolo lo tengo alquilado.

Extendió la mano hacia los

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libros, y Jake tuvo un momento devacilación. Luego, de mala gana,se los entregó. Una parte de éltemía que el tipo gordo huyeracon ellos, y si lo hacía —si dabala menor señal de intentarlo—,Jake pensaba lanzarse hacia suspies, derribarlo, arrancarle loslibros de las manos y salirzumbando. Necesitaba aquelloslibros.

—Muy bien. Vamos a ver quétenemos aquí —dijo el tipo gordo—. A propósito, me llamo Torre.Calvin Torre. —Le ofreció lamano.

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Jake abrió mucho los ojos yretrocedió un paso sin darsecuenta.

—¿Cómo?El tipo gordo lo contempló

con cierto interés.—Calvin Torre. ¿Cuál de

estas palabras es soez en tuidioma, oh Vagabundo Hibóreo?

—¿Qué?—Quiero decir que parece

que alguien te haya dado un buensusto, muchacho.

—Ah. Lo siento. —Estrechóla mano grande y suave del señorTorre, deseando que cambiara de

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tema. La verdad era que elnombre le había dado unescalofrío, pero no sabía por qué—. Yo me llamo Jake Chambers.

Calvin Torre le sacudió lamano.

—Buen nombre, colega.Suena como el del héroe solitariode una novela del Oeste; el tipoque se presenta en Black Fork,Arizona, limpia la ciudad y siguesu camino. Algo de Wayne D.Overholser, quizá. Salvo que túno pareces un solitario, Jake.Pareces alguien que ha llegado ala conclusión de que hace un día

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demasiado hermoso para pasarloen la escuela.

—Oh, no. Terminamos elviernes pasado.

Torre sonrió.—Sí, claro. Naturalmente. Y

ahora te has encaprichado deestos dos libros, ¿eh? Es curioso,las cosas de las que se encaprichala gente. Tú mismo, por ejemplo:te había tomado por un seguidorde Robert Howard en busca deuna de aquellas bonitas edicionesantiguas de Donald M. Grant, lasque llevaban ilustraciones de RoyKrenkel. Espadas ensangrentadas,

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músculos poderosos y Conan elBárbaro abriéndose paso amandobles por entre las hordasestigias.

—Eso suena muy bien, deverdad. Estos libros son para…ah, para mi hermano pequeño. Lasemana que viene va a ser sucumpleaños.

Calvin Torre utilizó el pulgarpara bajarse las gafas hasta elpuente de la nariz y examinó aJake con más detenimiento.

—¿En serio? A mí me parecesun hijo único. Un hijo único, si hevisto a alguno en mi vida,

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disfrutando de una escapadamientras la señorita Mayoenvuelta en su vestido verdetiembla en los límites de lanemorosa cañada de junio.

—¿Cómo ha dicho?—Da lo mismo. La primavera

siempre me pone de un humor a loWilliam Cowper. La gente es rarapero interesante, Tex. ¿Estoy en locierto?

—Supongo que sí —respondió Jake con cautela. Aúnno había decidido si aquelcurioso hombretón le gustaba ono.

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Uno de los lectores delmostrador giró sobre su taburete.Tenía una taza de café en unamano y un manoseado ejemplarde La Peste en la otra.

—Deja de meterte con elchico y véndele esos libros, Cal—le urgió—. Si te das prisa,podremos terminar la partida deajedrez antes de que se acabe elmundo.

—La prisa es la antítesis demi naturaleza —replicó Cal, peroabrió Charlie el Chu-Chú yconsultó el precio escrito a lápizen la guarda—. Un libro bastante

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corriente, pero este ejemplar seencuentra en un estadodesusadamente bueno. Los niñossuelen hacer trizas los libros queles gustan. Debería pedir docedólares por él…

—Maldito ladrón —gruñó elhombre que leía La peste, y elotro lector se echó a reír. CalvinTorre no les hizo ningún caso.

—… pero no soy capaz decobrarte esa suma en un día comohoy. Siete pavos y es tuyo. Másimpuestos, naturalmente. El librode adivinanzas puedes llevártelogratis. Considéralo mi regalo

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para un muchacho lo bastantelisto para ensillar y largarse hacialos territorios en el últimoauténtico día de primavera.

Jake sacó la cartera y la abriócon nerviosismo, temeroso dehaber salido de casa con solo treso cuatro dólares. Pero estaba desuerte. Llevaba un billete decinco dólares y tres de uno. Letendió el dinero a Torre, queplegó los billetes y se los guardódespreocupadamente en unbolsillo antes de sacar el cambiodel otro.

—No corras tanto, Jake.

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Ahora que estás aquí, acércate almostrador y sírvete una taza decafé. Tus ojos contemplarán conasombro cómo hago añicos lafosilizada defensa Kiev de AaronDeepneau.

—Eso querrías tú —señaló elhombre que leía La Peste; AaronDeepneau, seguramente.

—Me gustaría, pero nopuedo. Yo… Tengo que ir a unsitio.

—Muy bien. Siempre que nosea a la escuela.

Jake esbozó una sonrisa.—No, a la escuela no. Por ahí

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acecha la locura.Torre se rio con ganas y

volvió a subirse las gafas a loalto del cráneo.

—¡No está mal! ¡No está nadamal! Quizá la joven generación noacabe yéndose al infierno. ¿Túque opinas, Aaron?

—Seguro que van de cabezaal infierno —respondió Aaron—.Este chico solo es la excepciónque confirma la regla. A lo mejor.

—No le hagas caso a esteviejo cínico —le aconsejó CalvinTorre—. Sigue tu camino, ohVagabundo Hibóreo. Ojalá

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volviera a tener diez u once años,con un día como este por delantede mí.

—Gracias por los libros —dijo Jake.

—No se merecen. Para esoestamos aquí. Vuelve algún día.

—Me gustaría.—Bien, ya sabes dónde

estamos.Sí, pensó Jake. Y ojalá

supiera dónde estoy yo.

CATORCE

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Se detuvo justo ante la puerta dela tienda y abrió de nuevo el librode adivinanzas, esta vez por laprimera página, donde había unabreve introducción sin firma.

«Las adivinanzas sonseguramente el más antiguo detodos los juegos que aún sesiguen practicando en nuestrosdías —comenzaba—. Los diosesy diosas de la mitología griega sedesafiaban con adivinanzas, y enla antigua Roma se las utilizabacomo instrumentos de enseñanza.La Biblia contiene algunas buenas

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adivinanzas. Una de las másconocidas es la que propusoSansón el día en que se casó conDalila:

De lo que comía sehizo carne,

¡y de lo fuerte se hizodulzura!

»Sansón planteó estaadivinanza a diversos jóvenesque asistían a su boda, en laseguridad de que no lograrían darcon la solución. Pero los jóvenesse llevaron aparte a Dalila, y ella

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les reveló la respuesta. Sansónmontó en cólera e hizo que losjóvenes fueran condenados amuerte por tramposos. Comopuede verse, en tiempos antiguoslas adivinanzas se tomaban muchomás en serio que en la actualidad.

»A propósito: la respuesta ala adivinanza de Sansón, como atodas las demás, puede hallarse alfinal del libro en la sección desoluciones. Solo le pedimos quedé una oportunidad justa a cadaenigma antes de consultar larespuesta».

Jake buscó el final del libro,

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aunque ya sospechaba lo queencontraría. Detrás de la páginaen que figuraba la palabraSOLUCIONES, no había más queunos pocos fragmentos rasgados yla contraportada. Alguien habíaarrancado todas las soluciones.

Permaneció unos instantesinmóvil, pensando. Luego,siguiendo un impulso que no dabaen absoluto la sensación de ser unimpulso, volvió a entrar en elRestaurante de la Mente deManhattan.

Calvin Torre alzó la miradadel tablero de ajedrez.

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—¿Has cambiado de opiniónrespecto a esa taza de café, ohVagabundo Hibóreo?

—No. Quería preguntarle siconoce la respuesta a unaadivinanza.

—Dispara —le invitó Torre,y adelantó un peón.

—La propuso Sansón. Elforzudo de la Biblia, ¿sabe? Diceasí…

—De lo que comía se hizocarne —intervino AaronDeepneau, haciendo girar otra vezel taburete para mirar a Jake—, yde lo fuerte se hizo dulzura. ¿Te

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refieres a esta?—Sí, es esa —respondió Jake

—. ¿Cómo lo ha sabido?—Bueno, ya llevo algún

tiempo en circulación. Escuchaesto.

—Echó la cabeza hacia atrásy empezó a cantar con voz potentey melodiosa:

Sansón y un león setrabaron en combate

y Sansón se montó enel lomo del león.

Sabéis que los leonesmatan hombres con sus

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garras,pero Sansón le aferró

las mandíbulas con susmanos

y cabalgó aquel leónhasta que la bestia cayómuerta,

y las abejas hicieronmiel en la cabeza delleón.

Aaron hizo un guiño y se echóa reír al ver la expresiónsorprendida de Jake.

—¿Responde eso a tupregunta, amigo?

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Jake estaba boquiabierto.—¡Caramba, qué canción más

bonita! ¿Dónde la ha aprendido?—Oh, Aaron se las sabe todas

—intervino Torre—. Ya rondabapor la calle Bleecker mucho antesde que Bob Dylan supiera sacarlealgo más que un simple sol a suHohner. Al menos, eso dice él.

—Es un viejo canto espiritual—le explicó Aaron a Jake, y sevolvió hacia Torre—. Apropósito, gordito, estás en jaque.

—No por mucho tiempo —replicó Torre, y desplazó un alfil.

Aaron se lo comió sin pérdida

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de tiempo. Torre masculló algoentre dientes. A Jake le sonósospechosamente parecido a «hijoputa».

—O sea que la respuesta esun león —dijo Jake.

Aaron sacudió la cabeza.—Eso solo es la mitad de la

respuesta. La adivinanza deSansón es doble, amigo mío. Laotra mitad de la respuesta es lamiel. ¿Lo captas?

—Sí, creo que sí.—Muy bien. Ahora prueba

con esta. —Aaron cerró los ojosdurante unos instantes y recitó:

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¿Qué puede correrpero nunca anda,

tiene boca pero nuncahabla,

tiene lecho peronunca duerme,

tiene cabecera perono cabeza?

—Sabelotodo —gruñó Torre,dirigiéndose a Aaron.

Jake reflexionó un rato y al finmeneó la cabeza. Habría podidoseguir pensándolo —ese asuntode las adivinanzas le parecíafascinante y encantador—, pero

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tenía la intensa sensación de quedebía seguir su camino, queaquella mañana tenía otrosasuntos que atender en la SegundaAvenida.

—Me rindo.—No, de ninguna manera —

protestó Aaron—. Eso es lo quese hace con las adivinanzasmodernas. Pero una auténticaadivinanza no es solo un juego,chico; es un enigma. Siguedándole vueltas en la cabeza. Sino puedes resolverla, que te sirvade excusa para venir otro día. Ysi necesitas más excusas, mi

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amigo el gordito prepara un cafébastante bueno.

—De acuerdo —dijo Jake—.Gracias. Así lo haré.

Pero cuando se iba le invadióuna total certidumbre: nunca másvolvería a entrar en elRestaurante de la Mente deManhattan.

QUINCE

Jake bajó a paso lento por laSegunda Avenida, sosteniendo susrecientes adquisiciones en la

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mano izquierda. Al principiointentaba pensar en la adivinanza—¿qué es lo que tiene lecho peronunca duerme?— pero poco apoco la cuestión fue expulsada desu mente por una crecientesensación. Le parecía tener lossentidos más agudos que nunca ensu vida; veía millones de chispascoruscantes en la acera, olía unmillar de aromas mezclados encada bocanada de aire queaspiraba y creía oír otrossonidos, sonidos secretos, encada uno de los sonidos que oía.Se preguntó si sería eso lo que

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experimentaban los perros justoantes de una tempestad o unterremoto, y se sintió casi segurode que sí lo era. Sin embargoseguía creciendo la sensación deque el acontecimiento inminenteno era malo, sino bueno, y queequilibraría la cosa terrible quele había ocurrido tres semanasantes.

Y entonces, al acercarse allugar donde iba a fijarse elrumbo, el conocimientoanticipado volvió a caer de nuevosobre él.

Un vagabundo va a pedirme

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dinero y le daré el cambio queme ha dado el señor Torre. Y hayuna tienda de discos. Tienen lapuerta abierta para que corra elaire, y cuando pase por delanteoiré una canción de los Stones. Yme veré reflejado en un montónde espejos.

En la Segunda Avenida lacirculación aún era fluida. Lostaxis hacían sonar las bocinas yserpenteaban entre los camiones ylos coches más lentos. El sol deprimavera centelleaba en susparabrisas y sus vistosascarrocerías amarillas. Mientras

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esperaba a que cambiara unsemáforo, Jake vio al vagabundoal otro lado del cruce de laSegunda con la Cincuenta y dos.Estaba sentado con la espaldaapoyada contra la pared deladrillo de un pequeñorestaurante, y cuando Jake seacercó más vio que el restaurantese llamaba Chew Chew Mama’s.

Chu-Chú, pensó Jake. Y es laverdad.

—¿Tienes algo suelto? —leinterpeló el vagabundo con vozcansada, y Jake le echó el cambiode la librería sobre el regazo sin

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volver siquiera la cabeza. Enaquel momento empezó a oír a losRolling Stones, justo como estabaprevisto:

I see a red door and Iwant to paint it black,

No colours anymore, Iwant them to turn black[5]

Al pasar ante la tiendaadvirtió —también sin sorpresa— que se llamaba Discos Torrede Poder.

Por lo visto aquel día las

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torres se vendían baratas.Jake siguió andando, dejando

atrás las señales de tráfico queparecían flotar en una bruma deensueño. Entre la Cuarenta ynueve y la Cuarenta y ocho, pasóante una tienda llamada TusReflejos. Volvió la cabeza ydivisó una docena de Jakes en losespejos, como ya sabía que iba asuceder; una docena de chicosdemasiado pequeños para suedad, una docena de chicosvestidos con elegante ropaescolar: americana azul marino,camisa blanca, corbata granate,

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pantalones grises. La PiperSchool no tenía un uniformeoficial, pero aquello era lo quemás se acercaba al no oficial.

Ahora Piper le parecía algomuy antiguo y remoto.

De súbito Jake supo adóndese dirigía. Este conocimientobrotó en su mente como dulce yrefrescante agua de un manantialsubterráneo.

Es una charcutería, pensó. Oal menos lo parece. En realidades otra cosa: un portal a otromundo. El mundo. Su mundo. Elmundo adecuado.

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Echó a correr, mirando ante sícon anhelo. El semáforo de laCuarenta y siete estaba en rojo,pero saltó del bordillo sin hacerlecaso y aceleró ágilmente entre lasanchas líneas blancas del paso depeatones sin dirigir más que unamirada superficial a la izquierda.Una furgoneta de una empresa defontanería frenó en seco con unchirrido de neumáticos mientrasJake pasaba como un rayo anteella.

—¡Oye! ¿Qué te has creído?—le gritó el conductor, pero Jakeno le prestó atención.

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Solo una manzana más.Se lanzó a toda velocidad. La

corbata aleteaba sobre su hombroizquierdo; el cabello se le habíaapartado de la frente; losmocasines de la escuelamartilleaban la acera. No hacíamás caso de las miradas que ledirigían los transeúntes —algunasdivertidas, otras sencillamentecuriosas— que del que le habíahecho al grito indignado delconductor de la furgoneta.

Allí. Allí en la esquina. Allado de la papelería.

Se le cruzó un transportista de

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la UPS vestido con un monomarrón oscuro que empujaba uncarretón cargado de paquetes.

Jake lo salvó limpiamente,como si estuviera practicando unsalto de longitud, con los brazoshacia arriba. Los faldones de lacamisa se le salieron de la cinturay le asomaron por debajo de laamericana azul. Al caer estuvo apunto de chocar con un cochecitode niño que era empujado por unajoven puertorriqueña.

Jake esquivó el cochecitocomo un jugador de fútbolnorteamericano que ha detectado

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un hueco en la línea del equipocontrario y corre hacia la gloria.

—¿Dónde está el incendio,guapo? —le preguntó la joven,pero Jake tampoco le hizo caso.Pasó ante la papelería, con suescaparate lleno de plumas,agendas y calculadoras.

¡La puerta!, pensaba,embargado por el éxtasis. ¡Voy averla! ¿Y me detendré ahí? ¡Deninguna manera, José! Lacruzaré de cabeza, y si estácerrada la echaré abajo con…

Entonces se dio cuenta de queestaba en la esquina de la

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Segunda y la Cuarenta y seis y,después de todo, se detuvo; dehecho, derrapó sobre los taconesde sus mocasines hasta quedarparado. Permaneció inmóvil enmitad de la acera, con los puñosapretados, jadeandoruidosamente, y el cabello caídode nuevo sobre la frente enmechones sudorosos.

—No —exclamó, con unaespecie de gemido—. ¡No!

Pero su casi histérica negativano afectó a lo que veía, que eraabsolutamente nada. No habíanada que ver, excepto una corta

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valla de tablones que encerrabaun solar cubierto de hierbajos ydesechos.

El edificio que antes sealzaba allí había sido derribado.

DIECISÉIS

Jake permaneció ante la valla sinmoverse durante casi dosminutos, contemplando el solarcon ojos apagados. Una comisurade su boca se contraíaespasmódicamente. Sintió que suesperanza, su certeza absoluta, se

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desvanecía poco a poco. Lasensación que la reemplazaba erala desesperación más profunda yamarga que jamás habíaconocido.

Otra falsa alarma, pensó,cuando la conmoción hubodisminuido lo suficiente parapermitirle pensar de nuevo. Otrafalsa alarma, otro callejón sinsalida, otro pozo seco. Ahoravolverán a empezar las voces, ycreo que entonces me pondré agritar. Y me parecerá bien,porque estoy harto de resistirtodo esto. Estoy harto de

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volverme loco. Si lo que me pasaes que me estoy volviendo loco,solo quiero darme prisa y acabarloco de una vez para que melleven al hospital y me den algoque me deje K.O. Me rindo.Hasta aquí hemos llegado. Nopuedo más.

Pero las voces no regresaron,al menos aún no. Y cuando Jakeempezó a pensar en lo que veía,se dio cuenta de que el solar noestaba completamente vacío. Enmitad del terreno herboso ysembrado de basura se alzaba uncartel.

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¡CONSTRUCCIONESMILLS Y FINCAS

SOMBRA, S.A.SIGUEN REMODELANDO

EL ROSTRO DEMANHATTAN!

PRÓXIMACONSTRUCCIÓN EN

ESTE SOLAR:¡APARTAMENTOS DELUJO TURTLE BAY!

INFÓRMESE LLAMANDOAL 555-6712

¡SE ALEGRARÁ DEHABERLO HECHO!

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¿Próxima construcción?Quizá… pero Jake tenía susdudas. El cartel parecía a puntode desprenderse, y las letrasestaban descoloridas. Al menosun artista del grafiti, BANGOSKANK según su firma, habíadejado su marca en brillantepintura azul sobre el dibujo de losApartamentos de Lujo Turtle Bay.Jake se preguntó si el proyecto sehabía aplazado o si flotabavientre arriba. Recordó que hacíamenos de dos semanas había oídoa su padre hablar por teléfono con

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su asesor financiero paraordenarle a voz en grito que seabstuviera de seguir invirtiendoen edificios de apartamentos.«¡Me importan un bledo lasventajas fiscales! —le habíaindicado casi en un alarido(según la experiencia de Jake,este era el tono de voz queutilizaba normalmente su padrepara discutir asuntos de negocios;quizá la cocaína que guardaba enel cajón del escritorio tuvieraalgo que ver con ello)—. ¡Si hande regalar un puñetero televisorpara que vayas a echar un vistazo

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a unos planos, es que algo andamal!».

La valla que rodeaba el solarle llegaba a Jake a la altura de labarbilla y estaba empapelada deanuncios: Olivia Newton-John enel Radio City, un conjuntollamado G. Gordon Liddy y losGrots en un club del East Village,una película titulada La guerra delos zombis que se había estrenadoy había desaparecido de lacartelera a principios de aquellaprimavera. Había varios avisosde PROHIBIDO EL PASO clavadosa intervalos, pero casi todos

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habían sido cubiertos poranunciantes emprendedores. Unpoco más lejos, alguien habíahecho otra pintada con aerosolsobre la valla, esta vez en lo quesin duda había sido antes un rojovivo, que al desteñirse habíaquedado en el rosa crepuscular delas rosas de finales del verano.Jake susurró las palabras en vozbaja, fascinado y con los ojosmuy abiertos:

¡Mira la TORTUGAde enorme amplitud!

Sobre su caparazón

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sostiene la tierra.Si quieres correr y

jugar, ven hoy mismo porel HAZ.

Jake suponía que el origen deeste extraño poemita (ya que nosu sentido) estaba bastante claro.Después de todo, aquella partedel East Side de Manhattanrecibía el nombre de Turtle Bay.Pero eso no explicaba elescalofrío que le subía por elcentro de la espalda, ni la clarasensación de que acababa deencontrar otra señal indicadora en

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una fabulosa carretera oculta.Jake se desabrochó la camisa

y guardó bajo ella los dos librosque acababa de comprar. Luegomiró en derredor, comprobó quenadie se fijaba en él y se cogió ala valla con las dos manos. Seizó, pasó una pierna por encimade la valla y se dejó caer al otrolado. El pie izquierdo fue a darsobre una pila irregular deladrillos, que se desmoronó bajosu peso. Se le torció el tobillo, yun dolor lancinante le subió porla pierna. Cayó con un golpesordo y soltó un grito mezcla de

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dolor y de sorpresa cuando otrosladrillos se le clavaron en elpecho como rudos y poderosospuños.

Se quedó allí tendido, sinmás, esperando a recobrar elaliento. No creía estar malherido,pero se había torcido un tobillo yseguramente se le hincharía.Cuando llegara a casa no podríaandar sin cojear. Pero tendría queaguantarse; lo que estaba claroera que no le quedaba dinero paraun taxi.

«¿De veras tienes la intenciónde volver a casa? Te comerán

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vivo».Bueno, quizá se lo comerían o

quizá no. Hasta donde alcanzabaa ver, no tenía mucha elección enel asunto. Y eso era para mástarde. De momento iba a exploraraquel solar que lo había atraídode un modo tan inexorable comoun imán atrae las limaduras dehierro. Se dio cuenta de que aúnpercibía a su alrededor aquellasensación de poder, y más intensaque nunca. No creía que aquellugar fuera un simple solar vacío.Allí estaba pasando algo, algogrande. Lo sentía zumbar en el

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aire, como voltios sueltosescapando de la mayor central deenergía del mundo.

Al levantarse vio que enrealidad había estado de suerte.Cerca de él había un horriblemontón de cristales rotos. Sihubiera caído allí, habría podidohacerse daño de veras.

Esto era el escaparate, pensóJake. Cuando la charcutería aúnestaba aquí, uno podía pararseen la acera y mirar todos losfiambres y los quesos. Los teníancolgados de cordeles. No sabíacómo lo sabía, pero lo sabía sin

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la más mínima duda.Dirigió una mirada pensativa

a su alrededor y luego se internóun poco más en el solar. Cercadel centro, tirado en el suelo ymedio tapado por una profusiónde maleza primaveral, había otrocartel. Jake se arrodilló al lado,lo levantó y lo limpió de tierra.Las letras estaban descoloridas,pero aún eran legibles:

CHARCUTERÍA ARTÍSTICADE TOM Y GERRYESPECIALIDAD EN

BANDEJAS PARA FIESTAS

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Y debajo, pintada con aerosolcon aquel mismo rojo desvaído arosa, aparecía esta enigmáticafrase: NOS CONTIENE A TODOS ENSU MENTE.

Este es el lugar, se dijo Jake.Oh, sí.

Soltó el cartel, se incorporó ysiguió internándose en el solar,moviéndose despacio, mirándolotodo. A medida que avanzaba, lasensación de poder fue creciendo.Todo lo que veía —los matojos,los cristales rotos, las pilas deladrillos— parecía erguirse conuna especie de fuerza

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exclamativa. Hasta las bolsas depatatas fritas parecían hermosas,y el sol había convertido unabotella de cerveza vacía en uncilindro de fuego marrón.

Jake era muy consciente de surespiración y de la luz del sol quecaía sobre todas las cosas comoun peso de oro. Comprendió depronto que se hallaba al borde deun gran misterio, y unestremecimiento —medio deterror, medio de maravilla— lerecorrió el cuerpo.

Está todo aquí. Todo. Aúnestá todo aquí.

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Las hierbas le rozaban lospantalones; había bardanas que sele adherían a los calcetines. Labrisa depositó ante él unenvoltorio de Ring-Ding quereflejó un rayo de sol, y por uninstante el envoltorio se llenó deun hermoso y terrible resplandorinterno.

—Aún está todo aquí —repitió en voz alta, sin darsecuenta de que la cara se lellenaba de su propio resplandorinterno—. Todo.

Oía un sonido; de hecho,venía oyéndolo desde que entró

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en el solar. Era un maravillosozumbido agudo, increíblementesolitario e increíblemente bello.Hubiera podido ser el sonido deun gran viento en una llanuradesierta, excepto que estaba vivo.Era, pensó, el sonido de un millarde voces que cantaran ungrandioso acorde abierto. Bajó lamirada y descubrió que habíacaras en la maraña de hierbas, enlos matorrales, en los montonesde ladrillos. Caras.

—¿Qué sois? —susurró Jake—. ¿Quiénes sois?

No hubo respuesta, pero por

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debajo del coro le pareció oírruido de cascos sobre la tierrapolvorienta, y tiroteos, y ángelesentonando hosannas desde lassombras. Las caras de losescombros parecían volverse a supaso. Parecían observar suavance, pero no albergabanintención maligna ninguna. Jakepodía ver la calle Cuarenta y seisy una esquina del edificio de lasNaciones Unidas al otro lado dela Primera Avenida, pero losedificios no importaban. NuevaYork no importaba. Se habíavuelto tan incolora como un

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vidrio de ventana.El zumbido aumentó. Ya no

era un millar de voces sino unmillón, un torrente de voces quese alzaba desde el pozo másprofundo del universo. Jake captónombres en aquella voz de grupo,pero no habría sabido decir quénombres eran esos. Uno hubierapodido ser Marten. Otro hubierapodido ser Cuthbert.

Y otro hubiera podido serRoland, Roland de Gilead.

Había nombres; había unrumor de conversación quehubiera podido ser diez mil

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historias entretejidas; pero porencima de todo estaba aquelzumbido creciente y cautivador,una vibración que quería llenarlela cabeza de brillante luz blanca.Jake descubrió con una alegríatan abrumadora que amenazabahacerle estallar que la voz era deSí; la voz de Blanco; la voz deSiempre. Era un excelso coro deafirmación, y cantaba en el solarvacío. Cantaba para él.

Entonces, tirada entre unasraquíticas matas de bardana, Jakevio la llave… y, más allá, la rosa.

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DIECISIETE

Las piernas le traicionaron y cayóde rodillas. Era vagamenteconsciente de que estaballorando, y aún más vagamenteconsciente de que se habíamojado un poco los pantalones.Avanzó arrodillado y extendió lamano hacia la llave que yacíaentre el amasijo de bardanas. Lallave tenía una forma sencilla quele parecía haber visto en sueños:

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Pensó: La curva pequeña enforma de ese que hay en elextremo. Este es el secreto.

Cuando cerró la mano entorno a la llave, las voces sealzaron en un armónico grito detriunfo. La exclamación de Jakese perdió en la voz de aquel coro.Vio que la llave emitía undestello blanco entre sus dedos ysintió que le subía por el brazouna tremenda descarga deenergía. Fue como si hubiera

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cogido un cable de alta tensión,pero no hubo dolor.

Abrió Charlie el Chu-Chú ymetió la llave dentro. Después,sus ojos volvieron a fijarse en larosa y se dio cuenta de que estaera la auténtica llave: la clave detodo. Se arrastró de rodillas haciaella; su cara, una llameantecorona de luz; sus ojos, dosardientes pozos de fuego azul.

La rosa crecía entre un matojode extraña hierba morada.

A medida que Jake seacercaba a este matojo de hierbaextraña, la rosa empezó a abrirse

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ante sus ojos para revelar unoscuro horno escarlata, pétalosobre secreto pétalo, y cada unoardiendo con su propia furiasecreta. Jake no había visto entoda su vida algo tan intensa yabsolutamente vivo.

Y en aquel momento, mientrasalargaba una mano mugrientahacia esta maravilla, las vocesempezaron a cantar su propionombre… y un miedo letal seinfiltró insidiosamente hacia elcentro de su corazón. Era tan fríocomo el hielo y tan pesado comouna losa.

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Algo estaba mal. Podíapercibir cierta discordia pulsátil,como un feo y profundo arañazoen una invaluable obra de arte ouna fiebre mortífera que arde bajola piel helada de la frente de unenfermo.

Era algo como un gusano. Ungusano invasor. Y una forma. Unasombra que acecha detrás mismode la próxima revuelta delcamino.

Entonces el corazón de larosa se abrió para él, dejando aldescubierto un fulgor de luzamarilla, y todo pensamiento

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quedó barrido por una oleada depasmo maravillado. Jake pensópor un instante que lo que estabaviendo solo era polen, investidodel resplandor sobrenatural quevivía en el corazón de todos losobjetos en aquel solar desierto; lopensó aunque nunca había oídodecir que hubiera polen en lasrosas. Se inclinó un poco más yvio que el círculo concentrado deamarillo llameante no era polen,ni mucho menos. Era un sol: unavasta forja que ardía en el centrode aquella rosa que crecía entrela hierba morada.

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Volvió a sentir miedo, soloque ahora se había convertido enun terror sin paliativos. Estábien, pensó. Todo lo que hay aquíestá bien, pero podría ir mal; dehecho, creo que ya ha empezadoa ir mal. Se me está permitiendosentir tanto de ese mal como yopuedo soportar… pero ¿qué es?¿Y qué puedo hacer yo?

Era algo como un gusano.Podía sentirlo palpitar como

un corazón sucio y enfermo queguerreaba contra la belleza serenade la rosa, que gritaba crudasobscenidades contra el coro de

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voces que tanto le habíaconsolado e inspirado.

Se inclinó más hacia la rosa yvio que su centro no era un sol,sino muchos… tal vez todos lossoles, contenidos en un feroz perofrágil envoltorio.

Pero está mal. Todo está enpeligro.

Sabía que tocar aquelrefulgente microcosmossignificaría sin duda la muerte,pero fue incapaz de contenerse yextendió la mano. No habíacuriosidad ni terror en el gesto;solo una enorme e inexpresable

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necesidad de proteger la rosa.

DIECIOCHO

Cuando volvió en sí, al principiosolo se dio cuenta de que habíatranscurrido mucho tiempo y quela cabeza le dolía de un modoespantoso.

¿Qué ha pasado? ¿Me hanasaltado?

Se dio la vuelta y se sentó enel suelo. Otro estallido de dolorle cruzó la cabeza. Se llevó unamano a la sien izquierda y la

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retiró con los dedos pegajosos desangre. Bajó la mirada y vio unladrillo que asomaba entre lahierba. Su esquina roma erademasiado roja.

Si hubiera sido puntiagudo,probablemente ahora estaríamuerto o en coma.

Se miró la muñeca y lesorprendió comprobar que aúnllevaba puesto el reloj. Era unSeiko, no exageradamente caro,pero en aquella ciudad uno nopodía sestear en un solar vacíosin perder sus pertenencias. Caroo no, alguien se habría sentido

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más que satisfecho de llevárselo.Por lo visto, esta vez había estadode suerte.

Eran las cuatro y cuarto de latarde. Había permanecido allítendido, muerto para el mundo, almenos durante seis horas. Supadre ya debía de tener a toda lapolicía buscándolo, pero eso noparecía tener mucha importancia.A Jake le parecía que habíadejado la Piper School hacía unosmil años.

Jake recorrió la mitad de ladistancia hacia la valla queseparaba el solar de la acera de

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la Segunda Avenida, y de prontose detuvo.

¿Qué le había pasado,exactamente?

Poco a poco los recuerdosfueron volviendo. Había saltadola valla. Había perdido pie y sehabía torcido el tobillo. Seagachó, se lo tocó e hizo unamueca de dolor. Sí, todo esohabía ocurrido, estaba claro. Yluego, ¿qué?

Algo mágico.Buscó a tientas ese algo como

un anciano que se movierainseguro por una habitación en

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penumbra. Todo estaba lleno desu propia luz. Todo; hasta losenvoltorios vacíos y las botellasde cerveza desechadas. Habíavoces. Las voces cantaban ycontaban miles de relatos que seconfundían unos con otros.

—Y había caras —musitó.Este recuerdo le hizo mirar entorno con aprensión. No vioninguna cara. Los montones deladrillos solo eran montones deladrillos, y los matojos de hierbasolo eran matojos de hierba. Nohabía caras, pero…

… pero las había. No te lo

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has imaginado.Estaba seguro de eso. No

podía capturar la esencia delrecuerdo, su calidad de belleza ytrascendencia, pero le parecíaperfectamente real. Era solo quesus recuerdos de aquellosmomentos, antes de que perdierala conciencia, parecíanfotografías tomadas el mejor díade tu vida. Puedes recordar cómofue aquel día —al menos de unmodo aproximado—, pero lasfotos carecen de brillo y casi notienen poder.

Jake paseó la mirada por el

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terreno desolado, que yaempezaba a llenarse con lassombras violáceas del atardecer,y pensó: Quiero que vuelvas.Dios, quiero que vuelvas a sercomo antes.

Entonces vio la rosa, quecrecía en su matojo de hierbamorada, muy cerca del lugardonde Jake había caído. Elcorazón le dio un brinco. Jakeretrocedió hacia ella torpemente,ajeno a las punzadas de dolor queel tobillo emitía a cada paso. Sehincó de rodillas ante ella comoun fiel ante el altar y se inclinó

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hacia delante con los ojos muyabiertos.

Solo es una rosa. Después detodo no es más que una rosa. Y lahierba…

Vio que la hierba no eramorada. Sí, había salpicadurasmoradas en las hojas, pero bajoellas su color era un verdeperfectamente normal. Miró unpoco más allá y vio salpicadurasazules en otro grupo de hierbas. Asu derecha, unas matas dispersasde bardana exhibían vestigios derojo y amarillo. Y detrás de ellashabía unos cuantos botes de

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pintura abandonados. GliddenSpred Satin, rezaban lasetiquetas.

Conque solo era eso. Simplesmanchas de pintura. Pero con laconfusión que tenías en lacabeza, creíste que veías…

Tonterías.Sabía muy bien lo que había

visto antes y lo que estaba viendoahora.

—Camuflaje —susurró—.Todo estaba aquí mismo. Todo.

Y todavía lo está.Ahora que se le despejaba la

cabeza, volvía a percibir la

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energía armónica y constantecontenida en aquel lugar. El coroseguía allí, y su voz seguía siendoigual de melodiosa, aunque ahoratenue y lejana.

Contempló un montón deladrillos y trozos de yeso rotos yvio una cara apenas discernibleque se ocultaba entre ellos. Era lacara de una mujer con una cicatrizen la frente.

—¿Allie? —murmuró Jake—.¿No te llamas Allie?

No hubo respuesta. La caradesapareció. Volvía a estarmirando un simple montón de

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yeso y ladrillos sin gracia.Contempló de nuevo la rosa.

Vio que no era del rojo oscuroque vive en el corazón de unhorno ardiente sino de un rosadopolvoriento y moteado. Era muyhermosa, pero no perfecta.Algunos pétalos se habíancurvado hacia atrás, y sus bordesestaban parduscos y muertos. Noera el tipo de flor cultivada quehabía visto en las floristerías;supuso que debía tratarse de unarosa silvestre.

—Eres muy hermosa —dijo, yuna vez más extendió la mano

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para tocarla.Aunque no soplaba la menor

brisa, la rosa se inclinó hacia él.Durante un instante las yemas desus dedos apenas rozaron la flor,suave, aterciopelada ymaravillosamente viva, y a sualrededor la voz del coro parecióhacerse más potente.

—¿Estás enferma, rosa?No hubo respuesta,

naturalmente. Cuando sus dedosse apartaron de la corola rosadade la flor, esta regresó a suposición inicial, irguiéndose entrelas hierbas manchadas de pintura

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con todo su esplendor silenciosoy olvidado.

¿Florecen las rosas en estaépoca del año?, se preguntó Jake.¿Florecen las silvestres?Además, ¿por qué habría decrecer una rosa silvestre en unsolar desocupado? Y, si hay una,¿cómo es que no hay más?

Permaneció un rato más derodillas, hasta que se dio cuentade que podía seguir mirando larosa durante el resto de la tarde(o quizá durante el resto de suvida) sin que eso lo acercara enlo más mínimo a la solución de su

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misterio. Por un momento lohabía visto con absoluta claridad,como había visto todo lo demásen aquel rincón olvidado de laciudad, cubierto de basuras; lohabía visto con la máscaraquitada y sin camuflaje. Queríavolver a verlo así, pero nobastaba quererlo para que secumpliera.

Era hora de regresar a casa.Vio los dos libros que había

comprado en El Restaurante de laMente de Manhattan tirados en elsuelo. Cuando los recogió, unobjeto plateado y brillante

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resbaló de entre las páginas deCharlie el Chu-Chú y cayó sobreun sucio matojo de hierbas. Jakese agachó, cargando el peso sobreel tobillo bueno, y lo recogió. Alhacerlo, el coro suspiró y seelevó, y luego volvió a suzumbido casi inaudible.

—Así que esta parte tambiénera real… —musitó. Deslizó layema del pulgar sobre lasprotuberancias romas de la llavey por sus burdas muescas enforma de uve, y la hizo patinarsobre la suave curva en ese enque terminaba la tercera muesca.

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Luego se guardó la llave en elbolsillo derecho de lospantalones y empezó a cojearhacia la valla.

Había llegado ante ella y sedisponía a encaramarse cuandode pronto una idea terrible seapoderó de su mente.

¡La rosa! ¿Y si viene alguieny la arranca?

Se le escapó un fugaz gemidode horror. Volvió la cabeza, y susojos la localizaron al cabo de uninstante, aunque ya estabacubierta por la sombra de unedificio cercano: una minúscula

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figura rosada en la oscuridad,vulnerable, bella y solitaria.

¡No puedo abandonarla!¡Tengo que protegerla!

Pero una voz habló en sumente, una voz que era sin duda ladel hombre al que había conocidoen la Estación de Paso en aquellaotra vida extraña: «Nadie laarrancará, ni tampoco la aplastaráningún vándalo bajo su pie,porque sus apagados ojos nopueden resistir la visión de subelleza. Este no es el peligro. Detales cosas puede protegersesola».

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Jake se sintió invadido poruna profunda sensación de alivio.

¿Puedo volver aquí amirarla?, le preguntó a la vozfantasma.

Cuando esté deprimido, o sivuelven las voces y empiezan adiscutir otra vez. ¿Puedo volvera mirarla y alcanzar algo depaz?

La voz no respondió, y trasescuchar en vano unos instantes,Jake llegó a la conclusión de quese había ido. Se embutió Charlieel Chu-Chú y ¡Adivina,adivinanza! bajo la cintura de los

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pantalones —que estaban suciosde tierra y cubiertos de semillasde bardana adheridas a la tela—y se agarró al borde superior dela valla con las dos manos. Seizó, pasó las piernas al otro ladoy se dejó caer a la acera de laSegunda Avenida, cuidando deaterrizar sobre su pie bueno.

La circulación en la SegundaAvenida —tanto de vehículoscomo de peatones— era muchomás intensa, pues la gente yaempezaba a regresar a su casa.Algunos transeúntes se volvieronpara mirar al chico de la

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americana rasgada y la camisapor fuera de los pantalones quesaltaba desmañadamente la valla,pero no muchos. Losneoyorquinos estánacostumbrados a ver gente quehace cosas raras.

Permaneció unos instantesparado en la acera,experimentando una sensación depérdida, y de pronto descubrióotra cosa: las voces que discutíanaún seguían ausentes. Eso, almenos, ya era algo.

Miró de soslayo los tablonesde la cerca y el poema pintado

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con spray pareció saltar hacia él,tal vez porque la pintura era delmismo color que la rosa.

—¡Mira la TORTUGA deenorme amplitud! —recitó Jakeen voz baja—. Sobre sucaparazón sostiene la tierra. —Seestremeció—. ¡Vaya día,muchacho!

Se dio la vuelta y empezó acojear lentamente hacia su casa.

DIECINUEVE

El portero debió de avisar por el

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intercomunicador cuando Jakeentró en el vestíbulo, porque supadre estaba esperándolo ante lapuerta del ascensor cuando estese detuvo en el quinto piso.

Elmer Chambers llevaba unostejanos y unas botas de vaqueroque añadían cinco centímetros asu metro setenta y ocho deestatura. Su cabello negro cortadoa cepillo se le erizaba sobre elcráneo; desde que Jake alcanzabaa recordar, su padre siemprehabía tenido el aspecto de alguienque acaba de recibir unsobresalto tremendo y eléctrico.

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En cuanto Jake salió del ascensor,Chambers lo cogió del brazo.

—¡Mírate! —Los ojos de supadre lo recorrieron de arribaabajo, fijándose en la suciedadque cubría las manos y la cara deJake, la sangre seca en la sien y lamejilla, la americana rasgada ylas semillas de bardana que seaferraban a la corbata como unaaguja extravagante—. ¡Pasaadentro! ¿Dónde coño has estado?¡Tu madre está a punto devolverse loca!

Sin darle oportunidad deresponder, lo arrastró al interior

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del apartamento. Jake vio a GretaShaw parada bajo el arco delpasillo que comunicaba elcomedor y la cocina. La mujer ledirigió una mirada de cautelosasimpatía que se desvaneció antesde que los ojos «del señor»pudieran posarse casualmente enella.

La madre de Jake estabasentada en su mecedora. Cuandolo vio entrar se puso en pie, perono de un salto; tampoco seapresuró a cruzar la habitaciónpara cubrirlo de besos einvectivas. Mientras se le

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acercaba, Jake le examinó losojos y calculó que se habríatomado al menos tres Valiumdesde el mediodía. Quizá cuatro.Tanto su padre como su madrecreían firmemente en lacapacidad de la química paramejorar la calidad de la vida.

—¡Estás sangrando! ¿Dóndehas estado? —Formuló estapregunta con su cultivada voz deVassar, como si estuvierasaludando a un conocido queacabara de sufrir un pequeñoaccidente de tráfico.

—Fuera —respondió él.

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Su padre lo sacudió conaspereza. Jake no se lo esperaba,y trastabilló y tuvo que apoyarseen el tobillo lesionado. El dolorse encendió de nuevo, llenándolode furia repentina. Jake no creíaque su padre estuviera enojadoporque había desaparecido de laescuela, dejando únicamente suloca redacción tras de sí; supadre estaba enojado porque Jakehabía tenido la temeridad detrastocar sus preciosos planespara el día.

Hasta aquel momento de suvida, Jake solo había sido

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consciente de albergar tressentimientos hacia su padre:perplejidad, miedo y una especiede amor débil y confuso. Ahoradescubrió un cuarto y un quinto.Uno era cólera; el otro,desagrado. Y mezclada con estosdesagradables sentimientosestaba la sensación de añoranzade su hogar. Era lo más grandeque había dentro de él en aquelpreciso instante, y se enroscabaen torno a todo lo demás comouna nube de humo. Contempló lasmejillas enrojecidas de su padrey su aullante corte de pelo y

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deseó hallarse de nuevo en elsolar vacío, mirando la rosa yescuchando el coro. Este no es milugar, pensó. Ya no. Tengo untrabajo que hacer. ¡Si al menossupiera qué es!

—Suéltame —le ordenó.—¿Qué has dicho? —Los

ojos azules de su padre seabrieron como platos. Esta nochelos tenía inyectados en sangre.Jake supuso que habría estadoacudiendo con frecuencia a sureserva de polvos mágicos, yseguramente eso quería decir queera un mal momento para

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enfrentarse con él, pero Jake sedio cuenta de que aun así estabadispuesto a hacerlo. No se dejaríazarandear como un ratón entre lasfauces de un gato sádico. Esanoche no. Quizá nunca más. Depronto comprendió que buenaparte de su cólera provenía de unhecho muy sencillo: no podíahablar con ellos de lo que habíaocurrido, de lo que todavía estabaocurriendo. Le habían cerradotodas las puertas.

Pero tengo una llave, pensó,y palpó su figura a través de latela de los pantalones. Y le vino a

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la memoria el resto de aquelextraño poema: Si quieres correry jugar, ven hoy mismo por elHAZ.

—He dicho que me sueltes —repitió—. Tengo un esguince en eltobillo y me estás haciendo daño.

—Haré que te duela algo másque el tobillo si no…

Jake se sintió inundado de unafuerza repentina. Aferró la manoque lo tenía cogido por el brazo,justo debajo del hombro, y laapartó con violencia. Su padre sequedó boquiabierto.

—No trabajo para ti —

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prosiguió Jake—. Soy tu hijo, ¿teacuerdas? Si lo has olvidado,mira la foto que tienes sobre elescritorio.

El labio superior de su padrese curvó hacia arriba y dejó aldescubierto su perfecta dentaduraen una mueca que era dos partesde sorpresa y una de ira.

—No me hables en ese tono.¿Dónde diablos ha quedado turespeto?

—No lo sé. A lo mejor lo heperdido por el camino.

—Te has pasado todo elpuñetero día ausente sin permiso

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y aún tienes el atrevimiento…—¡Basta! ¡Los dos! ¡Basta ya!

—gritó la madre de Jake. Parecíahallarse al borde del llanto, apesar de los sedantes quecirculaban por su organismo.

El padre de Jake volvió alevantar la mano para cogerlo delbrazo pero cambió de idea. Quizála sorprendente fuerza con que suhijo se había desasido unmomento antes tuviera algo quever con ello. O quizá fue solo laexpresión de sus ojos.

—Quiero saber dónde hasestado.

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—Fuera. Ya te lo he dicho. Yno voy a decirte nada más.

—¡Y una mierda! ¡Ha llamadoel jefe de estudios, tu profesor defrancés ha venido personalmente,y los dos tenían beau-coup depreguntas que hacerte! ¡Yotambién las tengo, y quierorespuestas!

—Llevas la ropa sucia —observó su madre, y añadió contimidez—: ¿Te han atracado,Johnny? ¿Has hecho novillos y tehan atracado?

—Claro que no le hanatracado —bufó Elmer Chambers

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—. Todavía lleva el reloj, ¿no?—Pero tiene sangre en la

cabeza.—No es nada, mamá. Me he

dado un golpe.—Pero…—Me voy a la cama. Estoy

muy, muy cansado. Si queréis quehablemos por la mañana, muybien. Quizá entonces estemostodos más calmados. Pero porahora no tengo nada que decir.

Su padre dio un paso hacia ély extendió la mano.

—¡No, Elmer! —aulló lamadre de Jake.

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Chambers no le hizo caso.Cogió a Jake por la chaqueta.

—No creas que vas a dejarmeplantado… —comenzó a decir, yentonces Jake giró en redondo yle arrancó la chaqueta de la mano.La costura de la manga derecha,ya en mal estado, cedió con unbrusco ruidito ronroneante.

Su padre le vio los ojosllameantes y se hizo a un lado. Lacólera de su expresión quedómitigada por algo que seasemejaba al terror. Las llamasno eran metafóricas; los ojos deJake parecían realmente

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encendidos. Su madre emitió undébil gritito, se cubrió la bocacon una mano, dio dos grandes ytambaleantes pasos hacia atrás yse desplomó en la mecedora.

—Déjame… en… paz —dijoJake.

—¿Qué te ha pasado? —lepreguntó su padre, ahora con vozcasi quejumbrosa—. ¿Quédiablos te ha pasado? Te largasde la escuela el primer día deexámenes sin decir una palabra anadie, llegas cubierto de mierdade la cabeza a los pies… y teportas como si estuvieras loco.

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Bien, ahí estaba: «te portascomo si estuvieras loco». Lo quetanto había temido oír desde queempezaron las voces, tressemanas atrás. La PavorosaAcusación. Pero ahora que por finse materializaba, Jake descubrióque en realidad no le asustabamucho, tal vez porque finalmentehabía conseguido zanjar lacuestión en su propia mente. Sí, lehabía pasado algo. Todavíaestaba pasando. Pero no; no sehabía vuelto loco. Aún no, por lomenos.

—Hablaremos por la mañana

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—repitió. Cruzó el comedor, yesta vez su padre no trató deimpedírselo. Casi había llegadoal pasillo cuando lo detuvo la vozangustiada de su madre.

—Johnny… ¿Te encuentrasbien?

¿Y qué había de contestar?¿Sí? ¿No? ¿Las dos cosas a lavez? ¿Ninguna de las dos? Perolas voces habían callado, y eso yaera algo. En realidad ya eramucho.

—Mejor —dijo al fin. Se fuea su habitación y cerró la puerta asu espalda. El sonido de la puerta

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al quedar firmemente encajadaentre él y el resto del redondomundo le produjo una enormesensación de alivio.

VEINTE

Permaneció un rato de pie junto ala puerta, escuchando. La voz desu madre era solo un murmullo, yla de su padre un poco más fuerte.

Su madre dijo algo sobre lasangre y el médico.

Su padre dijo que el chicoestaba bien, el único problema

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que tenía era la lengua, y él seencargaría de arreglarlo.

Su madre dijo algo sobrecalmarse.

Su padre dijo que estaba muycalmado.

Su madre dijo…Él dijo, ella dijo, bla, bla,

bla. Jake aún los quería —estababastante seguro de ello, en todocaso—, pero habían sucedidocosas, y esas cosas a su vezhacían necesario que ocurrieranotras cosas.

¿Por qué? Porque a la rosa lepasaba algo. Y quizá porque

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quería correr y jugar… y verleotra vez los ojos, tan azules comoel cielo sobre la Estación dePaso.

Jake se dirigió lentamente asu escritorio al tiempo que sequitaba la americana. Estaba enmuy mal estado: una manga casicompletamente desprendida, elforro colgando como una veladesinflada. La dejó sobre elrespaldo de la silla, se sentó ydepositó los libros sobre elescritorio. Llevaba una semana ymedia durmiendo muy mal, perotenía la impresión de que esa

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noche iba a dormir bien. Norecordaba haber estado nunca tancansado. Cuando despertara porla mañana, quizá sabría quéhacer.

Sonó un suave golpe en lapuerta, y Jake se volvió hacia ellacon prevención.

—John, soy la señora Shaw.¿Puedo entrar un momento?

Jake sonrió. La señora Shaw;naturalmente. Sus padres lahabían reclutado comomediadora. O quizá sería másadecuado decir como intérprete.

«Vaya usted a verlo —le

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habría dicho su madre—. A ustedle contará lo que le pasa. Soy sumadre, y este hombre de los ojosinyectados en sangre y la narizmoqueante es su padre. Ustedsolo es una empleada, pero él ledirá lo que no nos diría anosotros. Porque usted lo ve másque cualquiera de los dos, y quizáhabla su lenguaje».

Traerá una bandeja, pensóJake, y cuando abrió la puertaestaba sonriendo.

En efecto, la señora Shawsostenía una bandeja con dossándwiches, una porción de tarta

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de manzana y un vaso de lechecon cacao. Contempló a Jake conuna expresión de ligera inquietud,como si creyera que podíaabalanzarse sobre ella y pegarleun mordisco. Jake asomó lacabeza, pero no vio ni rastro desus padres. Se los imaginósentados en la sala, escuchandocon nerviosismo.

—He pensado que a lo mejorte apetecía comer algo —dijo laseñora Shaw.

—Sí, gracias. —Estabarealmente hambriento; no habíacomido nada desde el desayuno.

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Se apartó a un lado, y la señoraShaw entró en la habitación(dirigiéndole otra miradaaprensiva al pasar) y dejó labandeja sobre el escritorio.

—Oh, mira esto —exclamó, ycogió Charlie el Chu-Chú—. Yotuve este libro cuando erapequeña. ¿Lo has comprado hoy,Johnny?

—Sí. ¿Le han pedido mispadres que averigüe qué heestado haciendo?

Ella asintió con un gesto. Sinfingimiento, sin comedia. Erasolo un trabajo, como sacar la

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basura. «Puedes contármelo siquieres —decía su cara—, oquedarte callado. Me gustas,Johnny, pero en realidad a mí meda lo mismo una cosa que otra.Yo solo trabajo aquí, y hace másde una hora que hubiera tenidoque irme».

El muchacho no se ofendiópor lo que veía en su cara; alcontrario, aún se quedó mástranquilo. La señora Shaw eraotra conocida que no llegaba aser una amiga, pero Jake pensóque quizá estaba más cerca de seruna amiga que cualquiera de sus

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compañeros de escuela, y muchomás cerca que su padre o sumadre. Por lo menos, la señoraShaw era sincera. Uno sabía aqué carta atenerse. Todo entrabaen la factura a fin de mes, ysiempre les quitaba la corteza alos sándwiches.

Jake cogió uno y le dio unbuen mordisco. Mortadela yqueso, su favorito. Ese era otropunto a favor de la señora Shaw:conocía sus preferencias. Sumadre aún conservaba la idea deque le gustaban las mazorcas demaíz y detestaba las coles de

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Bruselas.—Dígales que estoy bien, por

favor —le rogó—. Y dígale a mipadre que lamento haber sidogrosero con él.

No lo lamentaba, pero loúnico que en realidad quería supadre era esa disculpa. Cuando laseñora Shaw se la transmitiera, serelajaría y empezaría a repetirsela vieja mentira: había cumplidosu deber paternal y todo iba bien,todo iba bien y todas las cosasdel mundo iban bien.

—He estado estudiandomucho para preparar los

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exámenes —prosiguió,masticando mientras hablaba—, ysupongo que esta mañana se meha venido todo encima. Me quedécomo paralizado. Pensé que teníaque salir, o me asfixiaría. —Setocó la costra de sangre seca quetenía en la frente—. En cuanto aesto, por favor dígale a mi madreque no es nada, de verdad. No mehan atracado ni nada; fue unaccidente idiota. Había un tipo dela UPS con un carretón y me di denarices con él. No es una heridaimportante. No veo doble ni nada,y hasta el dolor de cabeza se me

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ha pasado ya.La mujer asintió.—Ya imagino lo que ha

sucedido: una escuela tanexigente como esa… Te hasasustado un poco. No hay por quéavergonzarse, Johnny. Pero esverdad que desde hace un par desemanas no pareces tú mismo.

—Creo que ahora ya hapasado. Quizá tenga que rehacerla redacción final de lenguainglesa, pero…

—¡Oh! —exclamó la señoraShaw. Una expresión dedesconcierto le cruzó por la cara,

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y dejó Charlie el Chu-Chú sobrela mesa—. ¡Casi me olvido! Tuprofesor de francés te ha traídouna cosa. Voy a buscarla.

Salió de la habitación. Jakeesperaba no haber preocupadodemasiado al señor Bissette, queera un tipo bastante correcto, peroimaginó que de no ser así nohabría ido a su casa. Jake tenía laidea de que las visitas personalespor parte de los profesores de laPiper School eran más bieninfrecuentes. Trató de imaginarqué le había llevado el señorBissette. Lo único que se le

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ocurrió fue una invitación parahablar con el señor Hotchkiss, elpsiquiatra de la escuela. Aquellamisma mañana, eso le habríaasustado mucho, pero ya no.

Lo único que ahora leimportaba era la rosa.

Atacó el segundo sándwich.La señora Shaw había dejado lapuerta abierta, y la oyó hablar consus padres. A juzgar por el tonode la conversación, los dosparecían más calmados. Jake sebebió la leche y cogió el plato dela tarta de manzana. La señoraShaw regresó a los pocos

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minutos. Llevaba una carpeta azulque le resultaba muy conocida.

Jake descubrió que no todo sumiedo se había desvanecido.Todo el mundo se habría enteradoya, alumnos y profesores porigual, y era demasiado tarde parahacer nada al respecto, pero esono quería decir que le gustara quetodos hablaran de él, queestuvieran enterados de que se lehabían fundido los plomos.

En la parte delantera de lacarpeta había prendido un sobrepequeño. Jake lo desprendió yalzó la mirada hacia la señora

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Shaw mientras lo abría.—¿Cómo están mis padres?

—se interesó.Ella se permitió una fugaz

sonrisa.—Tu padre me ha pedido que

te pregunte por qué no le dijisteque tenías la fiebre de losexámenes. Dice que a él tambiénle pasó un par de veces cuandoera un muchacho.

Esto lo dejó sorprendido; supadre nunca había sido propensoa entregarse a esasreminiscencias que empiezan:«Cuando yo tenía tu edad…».

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Intentó imaginarse a su padrecomo un chico sometido a latensión de los exámenes ydescubrió que no le era del todoposible. Lo máximo queconseguía era la desagradableimagen de un enano belicosoenfundado en un suéter de Piper,un enano con botas vaquerashechas a medida, un enano decortos cabellos negros enhiestossobre la frente.

La nota era del señor Bissette.

Querido John:Bonnie Avery me ha

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dicho que te has idotemprano. Está muypreocupada por ti, y yotambién, aunque los dosya habíamos visto cosasparecidas, sobre tododurante la semana de losexámenes. Por favor, vena verme mañana a primerahora, ¿de acuerdo? Todoslos problemas tienensolución. Si te sientesdemasiado presionado porlos exámenes —y te repitoque eso es algo que ocurreconstantemente—

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podemos acordar unaplazamiento. Nuestramayor preocupación es tubienestar. Llámame estanoche, si quieres; minúmero es el 555-7661.Estaré levantado hastamedianoche.

Recuerda que todos teapreciamos mucho yestamos de tu parte.

À votre santé,

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A Jake le entraron ganas dellorar. La nota expresabapreocupación, y eso eramaravilloso, pero había tambiénotras cosas, cosas no expresadas,que eran aún más maravillosas:afecto, interés y un intento (pordesencaminado que estuviera) decomprender y consolar. El señorBissette había dibujado unaflechita al pie de la nota. Jakevolvió la hoja y leyó:

A propósito, Bonnieme ha pedido que tehiciera llegar esto.

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¡Felicidades!

¿Felicidades? ¿Qué diablosquería decir eso? Abrió lacarpeta azul. La profesora habíaañadido una hoja de papel ante laprimera página de su RedacciónFinal. El membrete rezaba DELDESPACHO DE BONITA AVERY, yJake leyó con crecienteestupefacción la angulosacaligrafía de pluma estilográfica.

John:Estoy segura de que

Leonard expresará la

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preocupación quesentimos todos —es algoque se le da muy bien—,así que me limitaré acomentar tu RedacciónFinal, que he leído ycalificado en mi horalibre. Es asombrosamenteoriginal y superior acualquier trabajo de cursoque haya leído desde haceaños. Tu empleo de larepetición incrementativa(«… y esa es la verdad»)es muy inspirado, pero,naturalmente, la repetición

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incrementativa no deja deser solo un truco. Elauténtico valor de lacomposición reside en sucalidad simbólica,expuesta en primer lugarmediante las imágenes deltren y la puerta en lapágina del título, yespléndidamentedesarrollada en elinterior. Esto llega a suconclusión lógica con lareproducción de la «torrenegra», que interpretocomo tu declaración de

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que las ambicionesconvencionales no soloson falsas sino tambiénpeligrosas.

No pretendo entendertodo el simbolismo (porejemplo, «la Dama de lasSombras», «elpistolero»), pero pareceevidente que tú mismoeres «el Prisionero» (dela escuela, la sociedad,etc.) y que el sistemaeducativo es «el DemonioParlante». Tal vez«Roland» y «el pistolero»

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representen a una mismafigura investida deautoridad. ¿Tu padre,quizá? Esta posibilidadme intrigó tanto quebusqué su nombre en tuexpediente. He visto quese llama Elmer, perotambién que su segundainicial es una R.

Todo esto lo encuentrosumamente interesante. ¿Oacaso ese nombre es unsímbolo doble, derivadoal mismo tiempo de tupadre y del poema de

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Robert Browning «ChildeRoland a la Torre Oscurallegó»? No se meocurriría hacer estapregunta a la mayoría demis alumnos, pero,naturalmente, ya sé cuánomnívora es tu afición a lalectura.

Sea como fuere, hequedado muyimpresionada. Losalumnos más jóvenes amenudo se sientenatraídos por este estilodenominado «monólogo

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interior», pero pocasveces son capaces decontrolarlo. Tú haslogrado combinar de unmodo extraordinario elmonólogo interior con ellenguaje simbólico.

¡Bravo!Ven a verme en cuanto

estés «de vuelta». Quierohablar contigo sobre laposible publicación deeste trabajo en el primernúmero de la revistaliteraria estudiantil delpróximo curso.

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B. AVERY

P. D.: Si hoy te has idode la escuela porque derepente te han entradodudas acerca de micapacidad paracomprender unaRedacción Final de taninesperada riqueza,espero haberlas disipado.

Jake retiró la hoja y dejó aldescubierto la primera página de

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su Redacción Final, tanasombrosamente original ysimbólica. Escrita en la tinta rojadel bolígrafo de calificar de laseñorita Avery y encerrada dentrode un círculo del mismo coloraparecía la nota A +. Debajo, laprofesora había escrito ¡¡¡UNTRABAJO EXCELENTE!!!

Jake empezó a reír.El día entero —aquel largo,

amenazador, confuso, eufórico,terrorífico y misterioso día— secondensó en una serie depoderosas y rugientes carcajadas.Se hundió en el asiento, con la

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cabeza echada hacia atrás, lasmanos en los costados y ríos delágrimas por las mejillas. Se riohasta quedar ronco. Cuandoestaba a punto de detenerse, sumirada se posaba en algún detallede la bienintencionada crítica dela señorita Avery y le entraba otravez la locura. Su padre se asomósin que él lo viera, lo contemplócon ojos perplejos y recelosos yvolvió a retirarse, meneando lacabeza.

Finalmente se dio cuenta deque la señora Shaw seguíasentada en la cama, mirándolo

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con una expresión de amistosodesapego teñida de levecuriosidad. Jake intentó hablar,pero la risa lo arrastró de nuevoantes de que pudiera hacerlo.

Tengo que parar, se dijo.Tengo que parar o me moriré derisa. Me dará un ataque alcorazón o una apoplejía oalgo…

Entonces pensó: Me gustaríasaber qué significado le ha vistoal «chu-chú, chu-chú», y otra vezse echó a reír como un descosido.

Por fin los espasmos fueronreduciéndose a breves risitas. Se

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enjugó los ojos con la manga y sedisculpó:

—Lo siento, señora Shaw,pero es que… bueno… me hancalificado la Redacción Final conuna A +. Se ve que era muy…muy rica… y muy sim… sim…

Pero no pudo terminar. Otravez se dobló de risa y tuvo quesujetarse el convulso vientre conlas manos.

La señora Shaw se levantó ysonrió.

—Estupendo, John. Me alegrode que todo haya acabado tanbien, y estoy segura de que tus

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padres también se alegrarán. Seha hecho tardísimo; voy a pedir alconserje que llame un taxi.Buenas noches, y duerme bien.

—Buenas noches, señoraShaw —respondió Jake,controlándose con esfuerzo—. Ygracias.

En cuanto ella se hubo ido,empezó a reírse de nuevo.

VEINTIUNO

En el curso de la media horasiguiente recibió sendas visitas

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de sus padres. Era verdad que sehabían calmado, y la nota de A +en su Redacción Final aúncontribuyó a calmarlos más. Jakelos recibió con el libro de francésabierto sobre el escritorio, peroen realidad no lo había mirado nitenía intención de hacerlo. Soloesperaba a que sus padres seretiraran para poder examinar losdos libros que había compradoaquel mismo día. Tenía lasensación de que los auténticosexámenes finales todavía leaguardaban justo detrás delhorizonte, y anhelaba

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desesperadamente pasarlos.Su padre acudió a la

habitación de Jake hacia lasnueve y cuarto, unos veinteminutos después de terminada labreve e incoherente visita de sumadre. Elmer Chambers sosteníaun cigarrillo en una mano y unvaso de whisky escocés en laotra. Parecía no solo máscalmado, sino casi ido. Jake sepreguntó fugazmente y conindiferencia si habría estadoechando mano a la reserva deValium de su madre.

—¿Estás bien, niño?

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—Sí. —Volvía a ser elmuchachito pulcro y atento quesiempre mantenía un perfectodominio de sí mismo. Los ojosque volvió hacia su padre no eranllameantes, sino opacos.

—Quería decirte que siento lode antes. —Su padre no erahombre acostumbrado a ofrecerdisculpas, y no lo hacía bien. Jakedescubrió que le tenía un poco delástima.

—No tiene importancia.—Ha sido un día difícil —

prosiguió su padre, e hizo unademán con el vaso vacío—. ¿Por

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qué no lo olvidamos todo? —Habló como si esa grandiosa ylógica idea se le acabara deocurrir.

—Yo ya lo he olvidado.—Bien. —Había alivio en su

voz—. Ahora conviene queduermas un poco, ¿no? Mañanatendrás que dar algunasexplicaciones y pasar algunosexámenes.

—Supongo que sí —asintióJake—. ¿Cómo está mamá?

—Bien. Bien. Me voy alestudio. Tengo un montón depapeleo por resolver esta noche.

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—¿Papá?Su padre volvió la cabeza

hacia él con aire cauteloso.—¿Cuál es tu segundo

nombre?La expresión de su padre le

dijo a Jake que había visto la notade la Redacción Final pero no sehabía molestado en leer lacomposición ni el comentario dela señorita Avery.

—No tengo segundo nombre—respondió—. Solo una inicial,como Harry S. Truman. Salvo quela mía es una R. ¿Por qué lopreguntas?

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—Simple curiosidad —dijoJake.

Consiguió mantener lacompostura hasta que su padresalió del cuarto, pero en cuantohubo cerrado la puerta, Jake seechó sobre la cama y hundió lacara en la almohada para sofocarotro acceso de risa frenética.

VEINTIDÓS

Cuando estuvo seguro de que elataque había pasado (aunquetodavía le subía por la garganta

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alguna que otra risitaincontenible) y de que su padreestaba bien encerrado en elestudio con sus cigarrillos, suwhisky escocés, sus papeles y sufrasquito de polvos blancos, Jakeregresó al escritorio, encendió lalámpara de mesa y abrió Charlieel Chu-Chú. Un breve vistazo a lapágina de créditos le permitiósaber que el libro se habíapublicado por primera vez en1942; su ejemplar correspondía ala cuarta edición. Luego miró lacontraportada, pero no encontróninguna información sobre Beryl

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Evans, la autora.Jake volvió al principio,

contempló la imagen de unhombre de cabello rubio quesonreía desde la cabina de unalocomotora de vapor, estudió lasonrisa orgullosa del hombre yempezó a leer.

Bob Brooks era unmaquinista de laCompañía Ferroviaria deMundo Medio que cubríala línea de St. Louis aTopeka. El maquinistaBob era el mejor

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empleado que laCompañía Ferroviaria deMundo Medio habíatenido jamás, y Charlieera su mejor tren.

Charlie era unalocomotora de vapor 402Big Boy, y el maquinistaBob era la única personaa la que se le habíapermitido sentarse antesus mandos y hacer sonarel silbato. Todos conocíanel UUU-UUU del silbatode Charlie, y cada vez quelo oían resonar sobre las

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vastas llanuras de Kansasdecían: «¡Ahí van Charliey el maquinista Bob, elequipo más rápido quehay entre St. Louis yTopeka!».

Los niños y las niñassalían corriendo al patiopara ver pasar a Charlie yal maquinista Bob. Elmaquinista Bob sonreía yles saludaba con la mano,y ellos sonreían y ledevolvían el saludo.

El maquinista Bobtenía un secreto especial.

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Era el único que sabía queCharlie el Chu-Chú estabavivo de verdad, deverdad. Un día, mientrascorrían por la línea de St.Louis a Topeka, elmaquinista Bob oyó quealguien cantaba con vozmuy queda y suave.

—¿Quién está aquíconmigo en la cabina? —preguntó el maquinistaBob con severidad.

—Tendrías que ir a ver a unpsiquiatra, maquinista Bob —

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musitó Jake, y volvió la página.En la siguiente aparecía un dibujode Bob agachado para mirar bajola caldera automática de Charlieel Chu-Chú. Jake se preguntóquién conducía el tren y seaseguraba de que no hubieravacas en las vías (por no hablarde niños y niñas) mientras Bobbuscaba polizones, y llegó a laconclusión de que Beryl Evans nosabía mucho de trenes.

—No te preocupes —respondió una vocecitaronca—. Solo soy yo.

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—¿Y quién es «yo»?—insistió el maquinistaBob. Habló con su vozmás ronca y severa,porque aún creía quealguien le estaba tomandoel pelo.

—Charlie —dijo lavocecita ronca.

—¡Esta sí que esbuena! —se burló elmaquinista Bob—. ¡Lostrenes no hablan! Puedeque no sepa mucho, peroeso sí que lo sé. Si eresCharlie, supongo que

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podrás hacer sonar tupropio silbato.

—Pues claro —leaseguró la vocecita ronca,y el silbato emitió supoderoso sonido, quevoló sobre las llanuras deMissouri: ¡UUU-UUU!

—¡Cielos! —exclamóel maquinista Bob—.¡Realmente eres tú!

—Ya te lo había dicho—contestó Charlie el Chu-Chú.

—¿Cómo es que nuncame había dado cuenta de

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que estabas vivo? —preguntó el maquinistaBob—. ¿Por qué no me lodijiste antes?

Entonces Charlie, consu vocecita ronca, le cantóesta canción al maquinistaBob:

No me hagaspreguntas tontas,

no quieroentrar en juegostontos.

Solo soy unsimple tren

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chu-chúy siempre lo

seré.

Solo quierocorrer y correr

bajo elbrillante cieloazul

y ser un tren chu-chú feliz

hasta el díaque me muera.

—¿Querrás hablarconmigo mientras

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corramos por la vía? —lepreguntó el maquinistaBob—. Me gustaríamucho.

—A mí también —dijo Charlie—. Te quiero,maquinista Bob.

—Yo también tequiero, Charlie —dijo elmaquinista Bob, yentonces, para demostrarlo feliz que era, tambiénél hizo sonar el silbato. ¡UUU-UUU! Charlie jamáshabía silbado tan fuerte ytan bien, y todos los que

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lo oyeron salieron a ver.

La ilustración queacompañaba este párrafo eraparecida a la de la portada. Entodas las anteriores (eran dibujostoscos que a Jake le recordabanlas ilustraciones de su libro decuentos preferido cuando erapequeño, Mike Mulligan y sumáquina maravillosa), lalocomotora era solo unalocomotora; alegre, sin dudaatractiva para los niños de losaños cuarenta que constituían elpúblico al que iba destinado

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aquel libro, pero nada más queuna máquina. En cambio, en estegrabado tenía rasgos claramentehumanos, y eso le produjo a Jakeun profundo escalofrío, pese a lasonrisa de Charlie y a laexagerada afabilidad del relato.

Jake no se fiaba de aquellasonrisa.

Recogió su Redacción Final yla recorrió rápidamente con lavista. «Blaine podría serpeligroso —leyó—. No sé si esaes la verdad o no».

Cerró la carpeta, tamborileópensativamente con los dedos

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durante unos instantes y enseguidaregresó a Charlie el Chu-Chú.

El maquinista Bob yCharlie pasaron muchosdías felices los dos juntosy hablaron de muchascosas. El maquinista Bobvivía solo, y Charlie erael primer amigoverdadero que habíatenido desde que suesposa muriese en NuevaYork, mucho tiempo antes.

Luego, un día, cuandoCharlie y el maquinista

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Bob llegaron a la estaciónde mantenimiento que lacompañía tenía en St.Louis, encontraron unamáquina diésel nuevecitaen el hangar de Charlie.¡Y vaya máquina diésel!¡Cinco mil caballos devapor! ¡Enganches deacero inoxidable!¡Motores de tracciónhechos en la Fábrica deMotores de Udca, enUtica, Nueva York! Y porsi fuera poco, detrás delgenerador había tres

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ventiladores pararefrigerar el radiador decolor amarillo canario.

—¿Qué es esto? —preguntó el maquinistaBob con voz preocupada,pero Charlie se limitó acantar de nuevo, con lavoz más ronca que nunca:

No me hagaspreguntas tontas,

no quieroentrar en juegostontos.

Solo soy un

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simple tren chu-chú

y siempre loseré.

Solo quierocorrer y correr

bajo elbrillante cieloazul

y ser un tren chu-chú feliz

hasta el díaque me muera.

Se les acercó el señor

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Briggs, el director de laestación.

—Es una espléndidalocomotora diésel —reconoció el maquinistaBob—, pero tendrá queretirarla del hangar deCharlie, señor Briggs.Necesita una lubricacióngeneral esta misma tarde.

—Charlie ya novolverá a necesitar que lolubriquen, maquinista Bob—le contestó el señorBriggs con tristeza—.Esta máquina ha venido a

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sustituirlo: unalocomotora diéselBurlington Zephyr,completamente nuevecita.En su tiempo, Charlie fuela mejor locomotora delmundo, pero ahora se hahecho vieja y tiene fugasen la caldera. Me temoque le ha llegado la horade jubilarse.

—¡Tonterías! —Elmaquinista Bob estabafurioso—. ¡Charlie aúnestá lleno de vigor yenergía! ¡Enviaré un

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telegrama a las oficinascentrales de la CompañíaFerroviaria de MundoMedio! ¡Yo mismotelegrafiaré al presidente,el señor Raymond Martin!Lo conozcopersonalmente, porqueuna vez me impuso laMedalla al Mérito en elTrabajo, y luego Charlie yyo nos llevamos a su hijitaa dar una vuelta. Le dejétirar del silbato, y Charliesopló más fuerte quenunca para que estuviera

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contenta.—Lo siento, Bob —

dijo el señor Briggs—,pero fue el propio señorMartin quien encargó lanueva locomotora diésel.

Y era verdad. Así queCharlie el Chu-Chú fuedesviado a una vía muertaen el rincón más remotode la estación de St. Louispara que se oxidara entrelas hierbas. En lugar delsilbato de Charlie, en lalínea de St. Louis aTopeka se oía ahora el

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¡HONNNK! ¡HONNNK!de la Burlington Zephyr.

Una familia de ratonesse instaló en el asientoque ocupó antes elmaquinista Bob, y en lachimenea anidaba unafamilia de golondrinas.Charlie estaba solo ytriste. Añoraba los rielesde acero, el cielo azul ylos grandes espaciosabiertos. A veces, bienentrada la noche, pensabaen todas estas cosas yderramaba oscuras

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lágrimas aceitosas. Laslágrimas oxidaron suexcelente faro Stratham,pero a Charlie le dabaigual porque ahora el faroStratham era viejo yestaba siempre apagado.

El señor Martin, elpresidente de laCompañía Ferroviaria deMundo Medio, escribió almaquinista Bob paraofrecerle el asiento delconductor de la nuevaBurlington Zephyr. «Esuna magnífica locomotora,

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Bob —le decía el señorMartin en su carta—,rebosante de vigor yenergía, y deberíaconducirla usted. Detodos los maquinistas quetrabajan en Mundo Medio,usted es el mejor. Y mihija Susannah no haolvidado que le dejóhacer sonar el silbato dela vieja Charlie».

Pero el maquinistaBob dijo que si no podíaconducir a Charlie, susdías de ferroviario habían

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terminado. «No seríacapaz de entender a esanueva locomotora diéseltan buena —respondió—ni ella podría entendermea mí».

De modo que leencomendaron la tarea delimpiar los motores en lostalleres de la estación deSt. Louis, y el maquinistaBob se convirtió en ellimpiador Bob. A veces,los otros maquinistas queconducían las flamanteslocomotoras diésel se

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reían de él. «¡Mirad a eseviejo tonto! —se burlaban—. ¡No comprende que elmundo se ha movido haciadelante!».

A veces, bien entradala noche, el maquinistaBob iba al rincón másremoto de la estación,donde Charlie el Chu-Chúlanguidecía en las víasoxidadas del apartaderoque se había convertidoen su hogar. Le crecíanhierbajos entre las ruedas,y su faro estaba oscuro y

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oxidado. El maquinistaBob siempre le hablaba,pero Charlie respondíacada vez menos. Muchasveces no decíaabsolutamente nada.

Una noche almaquinista Bob se leocurrió una ideaespantosa.

—¿Estás muriéndote,Charlie? —le preguntó, yCharlie respondió con lavoz más ronca que nunca:

No me hagas

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preguntas tontas,no quiero

entrar en juegostontos.

Solo soy unsimple tren chu-chú

y siempre loseré.

Ahora que nopuedo correr ycorrer

bajo elbrillante cieloazul,

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supongo queme quedaré aquíparado

hasta que porfin me muera.

Jake contempló durantemucho rato la imagen queilustraba este giro de losacontecimientos, no del todoinesperado. Tal vez podíacalificarse de tosco, pero aun asíera un dibujo excelente. Charlieparecía viejo, abatido y olvidado.El maquinista Bob daba laimpresión de haber perdido a su

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único amigo, como en verdad erael caso, según el relato. Al llegara este punto, a Jake le resultófácil imaginarse a los niños detodo el país llorando a lágrimaviva, y se le ocurrió pensar quehabía muchísimos cuentosinfantiles con esta clase desituaciones, situaciones quehacían llover ácido sobre lasemociones de uno. Hansel yGretel abandonados en el bosque,la mamá de Bambi muerta por uncazador, y muchísimos ejemplosmás. Era fácil impresionar a losniños, era fácil hacerlos llorar, y

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al parecer eso despertaba unavena extrañamente sádica enmuchos narradores, incluida, alparecer, Beryl Evans.

Pero Jake descubrió que a élno le entristecía el destierro deCharlie a las soledades herbosasde los límites exteriores deldepósito de locomotoras de laCompañía Ferroviaria de MundoMedio. Todo lo contrario. Bueno,pensó. Ese es el lugar que lecorresponde, porque espeligroso. Que se quede ahíhasta que se pudra; no me fío niun pelo de esa lagrimita que le

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asoma. Dicen que los cocodrilostambién lloran.

Leyó rápidamente el resto delcuento. Tenía un final feliz, porsupuesto, aunque no cabía ningunaduda de que era aquel momentode desesperación en la vía muertalo que los niños recordabandurante más tiempo, muchodespués de que el final feliz seles hubiera borrado de la mente.

El señor Martin, el presidentede la Compañía Ferroviaria deMundo Medio, acudía a St. Louispara supervisar los trabajos ytenía intención de regresar

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aquella misma tarde a Topeka enla Burlington Zephyr para asistiral primer recital de piano quedaba su hija. Pero la Zephyr senegaba a arrancar. Por lo visto,alguien había echado agua en eldepósito de combustible.

¿Fuiste tú quien echó aguaen el depósito, maquinista Bob?,se preguntó Jake. ¡Seguro quefuiste tú, viejo zorro!

¡Todos los demás trenesestaban de servicio! ¿Qué sepodía hacer?

Alguien tiró de la

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manga del señor Martin.Era Bob el limpiador,solo que su apariencia noera la de un limpiador demotores. Se había quitadoel traje de faenamanchado de grasa y sehabía puesto un monolimpio. Y en la cabezallevaba su antigua gorrade maquinista.

—Charlie está ahímismo, en ese apartadero—le anunció—. Charlie lellevará a Topeka, señorMartin. Charlie llegará a

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tiempo para el conciertode piano de su hija.

—¿Esa antigualla? —bufó el señor Briggs—. ¡Ala puesta del sol, Charlieaún estaría a cienkilómetros de Topeka!

—Charlie puedehacerlo —insistió elmaquinista Bob—. Sinvagones de los que tirar,sé que puede. He estadolimpiando el motor y lacaldera en mis ratoslibres, ¿sabe?

—Haremos la prueba

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—decidió el señor Martin—. ¡Sentiría muchoperderme el primer recitalde Susannah!

Charlie estaba listopara partir; el maquinistaBob le había llenado elténder de carbón, y elhorno estaba tan calienteque tenía las paredes alrojo. Bob ayudó al señorMartin a subir a la cabinae hizo salir a Charlie enmarcha atrás de aquelapartadero olvidado ypolvoriento hasta dejarlo

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en la vía principal porprimera vez desde hacíaaños. Una vez allí,mientras engranaba laPrimera Adelante, tiró delcordón y Charlie lanzó suvaleroso grito de siempre:¡UUU-UUU!

En todo St. Louis losniños oyeron ese grito ysalieron corriendo alpatio para ver pasar a lavieja y oxidadalocomotora. «¡Mirad! —gritaban—. ¡Es Charlie!¡Charlie el Chu-Chú ha

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vuelto! ¡Hurra!». Todosles saludaron con la mano,y mientras Charlie salíaechando vapor de laciudad, cogiendovelocidad, hizo sonar élmismo su propio silbato,como en los viejostiempos: ¡UUU-UUU!

«¡Tracatrac-tracatrac!», gritaban alunísono las ruedas deCharlie.

«¡Chef-chuf!», gritabael humo de la chimenea deCharlie.

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«¡Brump-brump!»,gritaba el transportadorque iba echando carbón alhorno.

¡Que hablen de vigor!¡Que hablen de energía!¡Córcholis, cáspita yrecáspita! ¡Charlie jamáshabía corrido tan deprisa!¡El paisaje pasabazumbando como unamancha borrosa!¡Adelantaban a losautomóviles de la Ruta 41como si estuvieranparados!

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—¡Yuujuuu! —gritó elseñor Martin, agitando elsombrero en el aire—.¡Menuda locomotora,Bob! ¡No sé por qué laretiramos! ¿Cómo te lasarreglas para mantenercargado el transportadorde carbón a estavelocidad?

El maquinista Bob selimitó a sonreír, porquesabía que Charlie sealimentaba a sí mismo. Ypor debajo del tracatrac-tracatrac, del chef-chuf y

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del brump-brump, oía aCharlie cantar su viejacanción con su voz queday ronca:

No me hagaspreguntas tontas,

no quieroentrar en juegostontos.

Solo soy unsimple tren chu-chú

y siempre loseré.

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Solo quierocorrer y correr

bajo elbrillante cieloazul,

y ser un tren chu-chú feliz

hasta el díaque me muera.

Charlie llevó al señorMartin al recital de pianode su hija con tiempo desobra (naturalmente) ySusannah tuvo una alegría

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enorme al ver de nuevo asu viejo amigo Charlie(naturalmente) y volvierontodos juntos a St. Louis, ySusannah no paró de hacersonar el silbato en todo elcamino. El señor Martinles consiguió un contrato aCharlie y al maquinistaBob para que pasearan alos niños por el Parque deAtracciones de MundoMedio que acababan deinaugurar en California, yallí podréis encontrarlostodavía hoy, paseando a

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niños risueños por esemundo de luces, música ydiversión buena y sana. Elmaquinista Bob tiene elcabello blanco, y Charlieya no habla tanto comoantes, pero aún les quedamucho vigor y energía alos dos, y de vez encuando los niños oyencantar a Charlie su viejacanción con su vocecitaronca de siempre.

FIN

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—No me hagas preguntastontas, no quiero entrar en juegostontos —musitó Jakecontemplando la últimailustración. En ella se veía aCharlie el Chu-Chú arrastrandodos vagones de pasajerosadornados con banderolas yllenos de alegres chiquillos queiban de la montaña rusa a lanoria. El maquinista Bob estabasentado en la cabina, tirando delcordón del silbato, y parecía tanfeliz como un cerdo revolcándoseen la mierda. Jake se imaginó quela sonrisa del maquinista Bob

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pretendía reflejar una felicidadsuprema, pero a él se le antojabamás bien la mueca de un lunático.De hecho, tanto Charlie como elmaquinista Bob tenían aspecto delunáticos… y cuanto más se fijabaJake en los niños, más le parecíaque sus caras expresaban unverdadero terror. «Que nos dejenbajar de este tren —parecíandecir aquellas caras—. Por favor,que nos dejen bajar vivos de estetren».

«Y ser un tren chu-chú felizhasta el día que me muera».

Jake cerró el libro y lo

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contempló reflexivamente.Después, volvió a abrirlo yempezó a pasar las páginas,encerrando en un círculo ciertaspalabras y frases que parecíanreclamar su atención.

«La Compañía Ferroviaria deMundo Medio… El maquinistaBob… Una vocecita ronca… UUU-UUU… El primer amigoverdadero que había tenido desdeque su esposa muriera en NuevaYork, mucho tiempo antes… Elseñor Martin… El mundo se hamovido… Susannah…».

Dejó la pluma a un lado. ¿Por

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qué estas palabras y frasesreclamaban su atención? La quese refería a Nueva York parecíabastante clara, pero ¿y las demás?Y, para el caso, ¿por qué eselibro? De lo que no cabía ningunaduda era de que había existido elpropósito de que lo comprara. Sino hubiera llevado dinero encima,Jake estaba seguro de queigualmente habría agarrado ellibro y habría huido de la tienda ala carrera. Pero ¿por qué? Teníala sensación de ser como la agujade una brújula: la aguja no sabenada del norte magnético; solo

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sabe que debe apuntar en ciertadirección, le guste o no.

Lo único que Jake sabía concerteza era que estaba muy, muycansado, y que si no se acostabaenseguida se quedaría dormidoante el escritorio. Se quitó lacamisa y, mientras lo hacía,volvió a contemplar la portada deCharlie el Chu-Chú.

Aquella sonrisa… No sefiaba de aquella sonrisa.

Ni un pelo.

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VEINTITRÉS

El sueño no llegó tan pronto comoesperaba. Las voces empezaron adiscutir de nuevo si estaba vivo omuerto, y no le dejaban dormir.Finalmente se incorporó en lacama con los ojos cerrados y lospuños apretados contra las sienes.

«¡Basta! —les gritó—.¡Dejadlo ya! ¡Habéis estadocalladas todo el día! ¡Callad denuevo!».

«Callaría si él fuera capaz de

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reconocer que estoy muerto», dijouna de las voces en tono hosco.

«Callaría si él fuera capaz deechar una puñetera miradaalrededor y reconocer que esevidente que estoy vivo», replicóal instante la otra.

Jake estaba a punto de lanzarun alarido. Era imposiblecontenerlo; lo sentía subir por lagarganta como una bocanada devómito. Abrió los ojos, vio lospantalones doblados sobre lasilla del escritorio, y de prontotuvo una idea. Saltó de la cama,se acercó a la silla y metió la

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mano en el bolsillo derecho delos pantalones.

La llave de plata seguía allí, yen el mismo instante en que cerrólos dedos sobre ella cesaron lasvoces.

Díselo, pensó, sin tener lamenor idea de a quién ibadirigido el pensamiento. Dile quecoja la llave. La llave hacecallar las voces.

Volvió a la cama y se quedódormido con la llave en la manotres minutos después de que sucabeza tocara la almohada.

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UNO

Eddie estaba casi dormidocuando una voz le hablóclaramente al oído: «Dile quecoja la llave. La llave hace callarlas voces».

Se incorporó de golpe ydirigió una mirada frenética a sualrededor. Susannah dormíaprofundamente junto a él; esa vozno había sido la de ella.

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Ni de nadie, al parecer.Llevaban ya ocho días caminandopor el bosque, siguiendo elcamino del Haz, y aquella tardehabían acampado en la angostahendidura de un valle recóndito.Cerca de ellos, a su izquierda,rugía un torrente impetuoso quediscurría en la misma direcciónque ellos: hacia el sudeste. A laderecha, una empinada laderacubierta de abetos. No habíaintrusos allí; solo Susannahdormida y Roland despierto.Eddie se sentó, acurrucado bajola manta al borde del torrente y

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con la vista fija en la oscuridad.«Dile que coja la llave. La

llave hace callar las voces».Solo vaciló un instante. Lo

que estaba en la balanza era lacordura de Roland y la balanza sedesplazaba cada vez más hacia ellado malo, y lo peor de todo elasunto era esto: nadie lo sabíamejor que el propio Roland. Aaquellas alturas, Eddie estabadispuesto a aferrarse a cualquierbrizna de esperanza.

Su almohada era unrectángulo de piel de venadodoblada. Metió la mano bajo ella

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y sacó un bulto envuelto en unpedazo de cuero sin curtir. Seaproximó a Roland, y le turbóconstatar que el pistolero noadvirtió su presencia hasta quellegó a menos de cuatro pasos desu espalda desprotegida. Hubo untiempo —y de ello no hacía tanto— en que Roland hubiera sabidoque Eddie estaba despierto antesincluso de que Eddie seincorporase. Habría percibido elcambio en su respiración.

Estaba más alerta allá en laplaya, cuando estaba mediomuerto por los mordiscos de

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aquellas langostruosidades,pensó Eddie sombríamente.

Roland volvió por fin lacabeza y lo miró de soslayo.Tenía los ojos brillantes por eldolor y el cansancio, pero Eddieadvirtió que estas cosas solo leprestaban un fulgor superficial.Por debajo, percibió unacreciente confusión que casi contoda certeza se convertiría endemencia si seguíadesarrollándose sin trabas. Lacompasión hizo que se leencogiera el corazón.

—¿No puedes dormir? —le

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preguntó Roland. Su voz eralenta, casi drogada.

—Estaba casi dormido, y depronto me he despertado —dijoEddie—. Escucha…

—Creo que estoypreparándome a morir. —Rolandse volvió hacia Eddie. Elbrillante fulgor abandonó susojos, y ahora mirarlos era comocontemplar dos profundos yoscuros pozos que no parecíantener fondo. Eddie se estremeció,más por aquella mirada vacía quepor lo que Roland acababa dedecir—. ¿Y sabes qué espero

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hallar en el claro al final delcamino?

—Roland…—Silencio —respondió

Roland a su propia pregunta, yexhaló un polvoriento suspiro—.Solo silencio. Eso será suficiente.El fin de… esto.

Se apretó las sienes con lospuños cerrados, y Eddie pensó:

He visto hacer lo mismo aotra persona, y no hace mucho.Pero ¿quién? ¿Dónde?

Era absurdo, desde luego; nohabía visto a nadie más que aRoland y a Susannah desde hacía

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cerca de dos meses. Pero, aun así,tenía la sensación de que eracierto.

—He estado haciendo unacosa, Roland —dijo Eddie.

Roland asintió con la cabeza.La sombra de una sonrisa le rozólos labios.

—Ya sé. ¿De qué se trata?¿Por fin estás dispuesto adecirlo?

—Creo que podría ser partede este asunto del ka-tet.

La expresión ausentedesapareció de los ojos deRoland. Contempló a Eddie con

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aire pensativo, pero no dijo nada.—Mira. —Eddie empezó a

desenvolver el pedazo de cuero.«¡No servirá de nada! —

bramó de pronto la voz de Henry.Era tan intensa que Eddie hasta seencogió un poco y todo—. ¡Soloes una estúpida madera tallada!¡Le echará un vistazo y se echaráa reír! ¡Se reirá de ti! «¡Ay, miraesto!», dirá. “¿El mariquita hatallado una figura?”».

—Cierra el pico —mascullóEddie.

El pistolero enarcó las cejas.—No te lo digo a ti.

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Roland, sin sorprenderse,esbozó un gesto de asentimiento.

—Tu hermano acude a ti confrecuencia, ¿verdad, Eddie?

Por un instante Eddie se loquedó mirando sin responder, conla talla todavía oculta en elrecuadro de cuero. Luego sonrió.No fue una sonrisa muyagradable.

—No con tanta frecuenciacomo antes, Roland. Gracias aDios por los pequeños favores.

—Sí —admitió Roland—.Demasiadas voces son un pesogravoso para el corazón de un

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hombre… ¿Qué es, Eddie?Enséñamelo, por favor.

Eddie le mostró el trozo defresno. La llave, casi completa,surgía de él como la cabeza deuna mujer de la proa de unvelero… o la empuñadura de unaespada de un pedazo de roca.Eddie no sabía hasta qué puntohabía conseguido reproducir laforma de la llave que había vistoen el fuego (ni lo sabría nunca,pensó, a menos que encontrase lacerradura adecuada en queprobarla), pero creía que se habíaaproximado bastante. De una cosa

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estaba seguro: era la mejor tallaque jamás había hecho. Condiferencia.

—¡Por los dioses, Eddie, quéhermosa es! —exclamó Roland.La apatía había desaparecido desu voz; habló en un tono dereverencia sorprendida que Eddieno le había oído nunca—. ¿Estáterminada? Todavía no, ¿verdad?

—No, no del todo. —Deslizóel pulgar sobre la tercera muesca,y luego sobre la curvatura de laúltima—. Aún hay que pulir unpoco más esta muesca, y la curvadel final no es como debe ser. No

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sé cómo lo sé, pero es así.—Este es tu secreto. —No fue

una pregunta.—Sí. Ojalá supiera qué

significa.Roland miró en torno. Eddie

siguió su mirada y vio aSusannah. Le procuró ciertoalivio que Roland la hubiera oídoantes que él.

—¿Qué estáis haciendo aestas horas? ¿Pegando la hebra?—Susannah vio la llave demadera que Eddie tenía en lamano y asintió—. Me preguntabacuándo te decidirías a

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enseñárnosla. Es buena, de veras.No sé para qué sirve, pero esextraordinariamente buena.

—¿No tienes ni la menor ideade qué puerta podría abrir? —lepreguntó Roland a Eddie—. ¿Esono fue parte de tu khef?

—No. Pero podría servir paraalgo, aunque no esté terminada.—Le ofreció la llave a Roland—.Quiero que la guardes tú.

Roland no hizo ademán decogerla. Contempló a Eddie confijeza.

—¿Por qué?—Porque… bueno… porque

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creo que alguien me ha dicho quete la dé.

—¿Quién?Tu chico, pensó Eddie de

repente, y nada más pensarlo sedio cuenta de que era la verdad.Fue tu maldito chico.

Pero no quiso decirlo. Noquería mencionar para nada elnombre del muchacho, por miedoa que Roland se desquiciara denuevo.

—No lo sé. Pero creo quedeberías hacer la prueba.

Roland alargó poco a poco lamano hacia la llave. Al tocarla

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con los dedos pareció que uncentelleo trémulo la recorría deextremo a extremo, perodesapareció tan deprisa queEddie no tuvo la certeza dehaberlo visto.

La mano de Roland se cerrósobre la llave que surgía de larama. Al principio pareció que surostro no reflejaba nada, peroenseguida frunció la frente yladeó la cabeza en actitud deescucha.

—¿Qué pasa? —quiso saberSusannah—. ¿Oyes…?

—¡Shhhh! —En el rostro de

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Roland, la perplejidad iba dandopaso a un pasmo maravillado.Miró de Eddie a Susannah y otravez a Eddie. Sus ojos empezabana llenarse de una gran emoción,como una jarra se llena de aguacuando se la sumerge en unmanantial.

—¿Roland? —le interpelóEddie, desasosegado—. ¿Estásbien?

Roland susurró algo. Eddie noalcanzó a oír lo que decía.

Susannah estaba asustada. Sevolvió frenéticamente haciaEddie y lo miró como

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preguntándole: «¿Qué le hashecho?».

Eddie le cogió una mano entrelas suyas.

—Creo que va bien.Roland aferraba el trozo de

madera con tanta fuerza queEddie temió que fuera aquebrarlo, pero la madera eraresistente y Eddie había talladogrueso. Al pistolero se le hizo unnudo en la garganta; la nuez subíay bajaba en su lucha por hablar. Yde súbito gritó al cielo con vozlimpia y potente:

—¡HAN CALLADO! ¡LAS

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VOCES HAN CALLADO!Volvió la cara hacia ellos y

Eddie vio algo que no esperabaver en su vida, ni aunque esa vidadurara más de mil años.

Roland de Gilead lloraba.

DOS

Aquella noche el pistolerodurmió profundamente y sinsueños por primera vez en meses.Y durmió con la llave, aún no deltodo terminada, firmemente sujetaen la mano.

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TRES

En otro mundo, pero bajo lasombra del mismo ka-tet, JakeChambers tenía el sueño másvivido de su vida. Iba andandopor entre los restos enmarañadosde un antiguo bosque; una zonamuerta, de árboles caídos ymolestos matorrales medioraquíticos que le mordían lostobillos e intentaban robarle laszapatillas. Llegó a una estrechafranja de arbolado más joven

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(alisos, conjeturó, o acaso hayas;era un chico de ciudad y lo únicoque sabía seguro sobre losárboles era que algunos teníanhojas y otros agujas) y encontróuna senda que la cruzaba. Echó aandar por ella, avanzando unpoco más deprisa. Más adelantehabía una especie de claro.

Se detuvo una vez antes dellegar a él, cuando divisó unaespecie de mojón de piedra a suderecha. Dejó la senda paraexaminarlo de cerca. Tenía letrasgrabadas, pero tan erosionadasque no se las podía distinguir.

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Finalmente cerró los ojos (era laprimera vez que los cerraba en unsueño) y las fue siguiendo una auna con las yemas de los dedos,como un ciego que leyera enBraille. Las letras se fueronformando en la oscuridad dedetrás de sus párpados hastacomponer una frase que sedestacaba en contornos de luzazul:VIAJERO, AQUÍ EMPIEZA MUNDO

MEDIODormido en su cama, Jake

encogió las rodillas contra elpecho. La mano que sujetaba la

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llave estaba debajo de laalmohada, y sus dedos laapretaron con más fuerza.

Mundo Medio, pensó Jake,naturalmente. St. Louis y Topekay Oz y la Exposición Mundial yCharlie el Chu-Chú.

Abrió los ojos del sueño ysiguió adelante. El claro que seabría tras los árboles estabapavimentado con viejo asfaltoagrietado. En su centro habíanpintado una descoloridacircunferencia amarilla. Jake sedio cuenta de que era un campode baloncesto incluso antes de

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ver al muchacho que jugaba en elextremo más lejano, junto a lalínea de personal, encestando conuna vieja y polvorienta pelotaWilson que una y otra vez cruzabalimpiamente el aro sin red. El aroestaba fijado en algo que parecíaun quiosco del metro cerradodurante la noche. La puerta estabapintada en franjas diagonales quealternaban el amarillo y el negro.Desde el otro lado —o quizá pordebajo de ella— le llegó a Jakeel ronroneo continuado de unapoderosa maquinaria. Era unsonido en cierto modo

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inquietante. Asustaba.«No pises los robots —le

advirtió el chico de la pelota sinmirar hacia él—. Me parece queestán todos muertos, pero yo en tulugar no me arriesgaría».

Jake miró en derredor y viounos cuantos aparatos mecánicosesparcidos por el suelo. Unoparecía una rata o un ratón; otro,un murciélago. Una serpientemecánica yacía casi a sus pies endos pedazos oxidados.

«¿Eres yo?», preguntó Jake, ydio un paso hacia el chico de lapelota, pero ya antes de que se

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volviera se dio cuenta de que noera así. El chico era máscorpulento que Jake, y debía detener al menos trece años.También su cabello era másoscuro y, cuando miró a Jake, estepudo ver que el desconocidotenía los ojos de color avellana.Los suyos eran azules.

«¿A ti qué te parece?»,replicó el desconocido,lanzándole un pase con rebote.

«No, claro que no —contestóJake en tono de disculpa—. Peroes que me he pasado las últimastres semanas o así partido en

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dos». Se agachó y lanzó desde lamitad de la pista. El balóndescribió un arco muy alto y cayóen silencio a través del aro. Jakequedó encantado…, perodescubrió que también temía loque pudiera decirle aquelmuchacho desconocido.

«Ya lo sé —asintió elmuchacho—. Ha sido un maltrago, ¿verdad? —Llevaba unosdescoloridos pantalones cortos decuadros y una camiseta amarillacon la leyenda NUNCA HAY UNMOMENTO ABURRIDO EN MUNDOMEDIO. Se había atado un

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pañuelo verde a la frente para queel pelo no le cayera sobre losojos—. Y aún han de empeorarlas cosas antes de que empiecen amejorar».

«¿Qué sitio es este? —preguntó Jake—. ¿Quién eres?».

«Es el Portal del Oso… perotambién es Brooklyn».

Esto no parecía tener ningúnsentido, pero en cierto modo lotenía. Jake se dijo que las cosassiempre eran así en los sueños,pero lo cierto era que aquello nodaba la sensación de ser unsueño.

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«En cuanto a mí, yo no soymuy importante —dijo elmuchacho. Lanzó la pelota haciaatrás por encima del hombro. Elbalón se elevó y cayó a través delaro sin rozarlo—. Se supone quehe de guiarte, nada más. Tellevaré a donde tienes que ir y teenseñaré lo que tienes que ver,pero tendrás que ir con cuidadoporque no te conoceré. Y a Henryle ponen nervioso losdesconocidos. Puede hacermaldades cuando está nervioso, yes más grande que tú».

«¿Quién es Henry?», preguntó

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Jake.«Da igual. Tú procura que no

se fije en ti. Lo único que has dehacer es estar por ahí… yseguirnos. Luego, cuando nosvayamos…».

El muchacho miró a Jake. Ensus ojos había piedad y miedo ala vez. Jake advirtió de prontoque el chico empezaba adifuminarse: podía ver las barrasnegras y amarillas de la caja através de la camiseta que llevabapuesta.

«¿Cómo te encontraré?». Jakese sintió aterrorizado de pronto

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ante la posibilidad de que elmuchacho se desvaneciera porcompleto antes de que pudieradecirle todo lo que necesitabasaber.

«Es fácil —dijo el muchacho.Su voz había adquirido unaextraña resonancia—. Coge elmetro a Co-Op City. Allí meencontrarás».

«¡No, no te encontraré! —protestó Jake—. ¡Co-Op City esenorme! ¡Deben de vivir al menoscien mil personas allí!».

El muchacho apenas era ya uncontorno lechoso. Solo sus ojos

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avellana seguían completamentepresentes, como la sonrisa delgato de Cheshire en Alicia. Ycontemplaban a Jake concompasión e inquietud.

«No problemo —dijo—.Encontraste la llave y la rosa,¿no? Me encontrarás de la mismamanera. Esta tarde, Jake. Supongoque hacia las tres. Tendrás queapresurarte e ir con cuidado. —Elmuchacho espectral, con unapelota de baloncesto junto a unpie transparente, hizo una pausa—. Ahora tengo que irme… perome ha gustado conocerte. Pareces

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un buen chico, y no me extrañaque te quiera. Pero recuerda: haypeligro. Ten cuidado… yapresúrate».

«¡Espera! —gritó Jake, y echóa correr por la pista debaloncesto hacia el muchacho quese esfumaba. Tropezó con unrobot que parecía un tractor dejuguete. Trastabilló y cayó derodillas, y se le rasgaron lospantalones. Hizo caso omiso deldolor que sintió—. ¡Espera!¡Tienes que decirme de qué vatodo esto! ¡Tienes que decirmepor qué me están pasando todas

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estas cosas!».«Es por el Haz —replicó el

muchacho, que ya solo era unosojos flotantes— y por la Torre. Alfinal, todas las cosas, incluso losHaces, sirven a la Torre Oscura.¿Te creías distinto?».

Jake agitó los brazos y volvióa ponerse en pie.

«¿Lo encontraré? ¿Encontraréal pistolero?».

«No lo sé —respondió elmuchacho. Su voz parecía llegardesde un millón de kilómetros—.Solo sé que debes intentarlo. Ahíno te queda otra elección».

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El muchacho desapareció porcompleto. La pista de baloncestorodeada de bosque estaba vacía.Lo único que se oía era el leverunrún de la maquinaria, y a Jakeno le gustaba nada. Daba laimpresión de que algo andaba malcon ese sonido, y pensó que loque le pasaba a la maquinaria eralo que estaba afectando a la rosa,o viceversa. De alguna maneraestaba todo relacionado.

Cogió la pelota vieja ygastada y la lanzó hacia el aro. Lapelota lo cruzó limpiamente… ydesapareció.

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«Un río —dijo como unsuspiro el muchachodesconocido. Era como un hálitode brisa. Venía de ninguna parte yde todas partes a la vez—. Larespuesta es un río».

CUATRO

Jake despertó con la primeraclaridad lechosa del alba y miróel techo de su habitación. Pensabaen aquel tipo al que habíaconocido en el Restaurante de laMente de Manhattan, Aaron

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Deepneau, que ya andaba por lacalle Bleecker cuando Bob Dylansolo sabía tocar un sol en suarmónica Hohner. AaronDeepneau le había propuesto unaadivinanza.

¿Qué puede correrpero nunca anda,

tiene boca pero nuncahabla,

tiene lecho peronunca duerme,

tiene cabecera perono cabeza?

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Ya conocía la respuesta. Unrío corre; un río tiene boca; un ríotiene lecho; un río tiene cabecera.El muchacho le había dado larespuesta. El muchacho delsueño.

Y de repente pensó en otracosa que le había dicho AaronDeepneau: «Eso solo es la mitadde la respuesta. La adivinanza deSansón es doble, amigo mío».

Jake miró el reloj de la mesitade noche y comprobó que eran lasseis y veinte. Hora de empezar amoverse si quería marcharse deallí antes de que sus padres

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despertaran. Aquel día tampocohabría escuela para él. Jake pensóque, por lo que a él se refería,quizá la escuela había quedadocancelada para siempre.

Echó a un lado la ropa decama, posó los pies en el suelo yvio que tenía rasguños en lasrodillas. Rasguños recientes. Eldía anterior se magulló el ladoizquierdo al caer sobre losladrillos y se golpeó la cabezacuando cayó ante la rosa, pero nose hizo nada en las rodillas.

—Esto me ha pasado en elsueño —susurró Jake, y

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descubrió que no le extrañaba lomás mínimo.

Empezó a vestirse a todaprisa.

CINCO

Al fondo del armario, bajo unmontón desordenado de viejaszapatillas sin cordones y tebeosde Spiderman, encontró lamochila que llevaba a la escuelaprimaria. En Piper nadie sedejaría ver con una mochila nimuerto (qué vulgaridad, Dios

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mío). Al verla, Jake sintió unapoderosa oleada de nostalgia deaquellos tiempos en que la vidaparecía tan sencilla.

Metió dentro una camisalimpia, unos tejanos, ropa interiory calcetines limpios, y luegoañadió ¡Adivina, adivinanza! yCharlie el Chu-Chú. Antes deregistrar el armario para buscarsu vieja mochila había dejado lallave sobre el escritorio, y lasvoces regresaron al instante, perolejanas y apagadas. Además, Jaketenía la certeza de que podíahacerlas callar del todo

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volviendo a coger la llave, y esole daba gran tranquilidad.

Muy bien, pensó mientrasexaminaba la mochila. Auncontando con los libros, quedabamucho sitio. ¿Qué más?

Por un instante creyó que nonecesitaba nada más… pero depronto se le ocurrió.

SEIS

El estudio de su padre, presididopor un enorme escritorio de teca,olía a cigarrillos y a ambición.

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Al otro lado del cuarto,dispuestos contra una paredcubierta de libros, había tresmonitores de televisiónMitsubishi. Cada uno de ellosestaba sintonizado con una de lascadenas rivales, y por la noche,cuando su padre estaba allí, cadauno desgranaba una sucesión deimágenes en las horas de mayoraudiencia con el sonidoenmudecido.

Las cortinas estaban corridasy Jake tuvo que encender lalámpara del escritorio para poderver. El mero hecho de estar allí le

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ponía nervioso. Si su padre sedespertaba y acudía al estudio (locual era posible; por tarde que seacostara y por mucho que hubierabebido, Elmer Chambers tenía elsueño ligero y se despertabatemprano), sin duda se enfadaría.Como mínimo, le dificultaríamucho una retirada limpia.Cuanto antes saliera de allí,mejor se sentiría.

El escritorio estaba cerrado,pero su padre nunca habíaintentado ocultar dónde guardabala llave. Jake deslizó los dedosbajo el secafirmas y se hizo con

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ella. Abrió el tercer cajón, metióla mano por detrás de las carpetassuspendidas y tocó metal frío.

El crujido de una tabla en elsalón lo dejó paralizado. Pasaronvarios segundos. En vista de queel crujido no se repetía, Jake sacóel arma que guardaba su padrepara la «defensa del hogar»: unaautomática Ruger calibre 44. Supadre se la había enseñado conorgullo el día que la compró —deeso debía de hacer dos años— yse había mostrado completamentesordo a las temerosas súplicas desu esposa para que la escondiera

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antes de que alguien se hicieradaño.

Jake pulsó el botón lateralpara liberar el cargador, y este lesaltó hacia la mano con un ¡clac!metálico que sonó muy fuerte enel silencio de la vivienda. Dirigióotra mirada fugaz hacia la puertay volvió a examinar el cargador.Estaba lleno de balas. Empezó aencajarlo de nuevo en su lugar,pero cambió de idea y volvió asacarlo. Guardar una pistolacargada en un cajón cerrado conllave era una cosa; pasearla porNueva York era otra muy distinta.

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Hundió la automática hasta elfondo de la mochila y volvió atentar en el cajón. Esta vez sacóuna caja medio llena de balas.Recordó que su padre solíapracticar en la galería de tiro dela policía, en la Primera Avenida,hasta que perdió el interés.

La tabla crujió de nuevo. Jakeestaba impaciente por marcharsede allí.

Sacó una de las camisas de lamochila, la extendió sobre elescritorio de su padre y la usópara envolver el cargador y lacaja de proyectiles del 44. Luego

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metió el bulto en la mochila yabrochó las hebillas de la tapa.Estaba a punto de irse cuando sumirada se posó en el montoncitode papel de carta que había juntoa la bandeja de entradas ysalidas. Las gafas Ray-Banreflectantes que a su padre legustaba llevar estaban plegadassobre la pila de papel. Jake cogióuna hoja y, tras un instante dereflexión, también las gafas desol. Se las guardó en el bolsillodel pecho, tomó una fina pluma deoro de su soporte y escribió«Queridos papá y mamá» debajo

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del membrete.Se detuvo y contempló con el

ceño fruncido lo que habíaescrito. ¿Qué venía luego? ¿Quétenía que decirles, exactamente?¿Que los quería? Era cierto, perono bastaba: había muchas otrasverdades desagradables clavadasen esa verdad central comoagujas de acero en un ovillo delana. ¿Que los echaría de menos?No supo decidir si era cierto ono, y eso le pareció bastantemalo. ¿Que esperaba que ellos loecharan de menos?

De pronto se dio cuenta de

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cuál era el problema. Si soloestuviera pensando en pasar eldía fuera, sabría qué escribirles.Pero estaba casi seguro de que noiba a ser solo aquel día, niaquella semana, ni aquel mes, niaquel verano. Tenía la impresiónde que esta vez, cuando salieradel apartamento, sería parasiempre.

Casi se disponía a arrugar lahoja de papel, pero cambió deidea. Escribió: «Cuidaos, porfavor. Os quiero, J.». Era bastanteflojo, pero al menos era algo.

«Muy bien. Y ahora, ¿quieres

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dejar de tentar la suerte y largartede una vez?».

Lo hizo.En el piso reinaba un silencio

casi de muerte. Cruzó la sala depuntillas, sin oír más que larespiración de sus padres: losronquiditos suaves de su madre,la respiración más nasal de supadre, que finalizaba cadainspiración con un leve silbidoagudo. El frigorífico se puso enmarcha justo cuando el muchachollegaba al recibidor, y Jake sequedó muy quieto, con el corazónpalpitando aceleradamente.

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Alcanzó la puerta. La abrió consuavidad, salió y la cerró tansigilosamente como pudo.

Cuando el picaporte se cerróa sus espaldas con un levechasquido fue como si se ledesprendiera una gran piedra delcorazón, y una poderosasensación expectante se apoderóde él. No sabía qué le reservabael futuro, y tenía motivos paracreer que sería peligroso, peroJake era un chico de once años,demasiado pequeño pararesistirse al deleite exótico que lohabía embargado de pronto. Una

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carretera se abría ante él, unacarretera oculta que se internabaprofundamente en una tierradesconocida. Había secretos quequizá podían revelársele si erainteligente… y afortunado. Habíaabandonado su hogar a la largaluz del alba, y lo que se extendíaante él era una gran aventura.

Si me alzo, si puedo sercertero, veré la rosa, pensómientras pulsaba el botón delascensor. Lo sé… Y también loveré a él.

Esta idea lo llenó de unanhelo tan grande que rozaba el

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éxtasis.Tres minutos después cruzó

por debajo del toldo que dabasombra al portal del edificio en elque había vivido toda su vida. Sedetuvo un instante y giró a laizquierda. Esta decisión no lepareció fruto del azar, y no lo era.Se dirigía hacia el sudeste,siguiendo el camino del Haz,reanudando su interrumpidabúsqueda de la Torre Oscura.

SIETE

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Dos días después de que Eddie lediera a Roland la llave aún sinterminar, los tres viajeros —acalorados, sudorosos, cansadosy descompuestos— se abrieronpaso a través de una tenazespesura de arbolillos ymatorrales, y descubrieron lo quea primera vista les pareció un parde senderos borrosos quediscurrían paralelos bajo lasramas entrelazadas de los viejosárboles apiñados a ambos lados.Tras observarlos durante unosinstantes, Eddie llegó a la

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conclusión de que no eran dossenderos, sino los restos de unacarretera que llevaba abandonadamucho tiempo. En el caballóncentral crecían arbustos y árbolesraquíticos como un desordenadopenacho. Las muescas herbosaseran roderas lo suficientementeanchas para dar cabida a la sillade ruedas de Susannah.

—¡Aleluya! —exclamó—.¡Esto hay que celebrarlo con untrago!

Roland desató el odre quellevaba a la cintura. Se lo ofrecióprimero a Susannah, que viajaba

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en el arnés sujeto a su espalda. Lallave de Eddie, que ahora colgabade una tira de cuero en torno alcuello de Roland, oscilaba bajosu camisa a cada movimiento.Susannah bebió un sorbo y lepasó el odre a Eddie. Esteempezó a desplegar la silladespués de beber. Eddie habíallegado a odiar aquel armatostepesado y engorroso; era como unancla de hierro que los demorabaconstantemente. Aparte de un parde radios rotos, seguía enmagnífico estado. Eddie teníadías en los que pensaba que el

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maldito cacharro iba a durar másque cualquiera de ellos. Sinembargo, en aquellos momentospodía resultar útil… al menosdurante algún tiempo.

Eddie ayudó a Susannah aliberarse del arnés y la dejósobre la silla. Susannah se llevólas manos a los riñones, se estiróe hizo una mueca de placer. TantoEddie como Roland oyeron elcrujidito que le hizo la espalda alestirarse.

Más adelante, un animalgrande que parecía un cruce entreun tejón y un mapache surgió del

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bosque a paso lento. Loscontempló con sus grandes ojosrodeados por círculos dorados,contrajo el afilado y bigotudomorro como diciendo «¡Bah, puesqué bien!», terminó de cruzarpausadamente la carretera yvolvió a perderse de vista. AEddie le llamó la atención lacola, larga y muy enroscada;parecía un muelle de colchónforrado de piel.

—¿Qué animal era ese,Roland?

—Un bilibrambo.—¿Se puede comer?

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Roland meneó la cabeza.—Es muy duro. Y agrio.

Preferiría comer perro.—¿Has comido perro alguna

vez, Roland? —le interrogóSusannah.

Roland asintió con un gesto,pero sin dar mayoresexplicaciones. A Eddie le vino ala memoria una frase de una viejapelícula de Paul Newman: «Asíes, señora; los he comido y hevivido como uno de ellos».

En los árboles había pájaroscantando alegremente. Una brisasuave sopló sobre la carretera.

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Eddie y Susannah alzaron elrostro hacia ella, agradecidos, yluego se miraron y sonrieron. Unavez más, Eddie se sintió inundadode gratitud hacia la mujer;asustaba tener a alguien a quienamar, pero también era muybueno.

—¿Quién construyó estacarretera? —quiso saber Eddie.

—Gente que se marchó hacemucho tiempo —respondióRoland.

—¿Los mismos que hicieronlas tazas y los platos queencontramos antes? —preguntó

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Susannah.—No; otra gente. Imagino que

esta era una carretera paradiligencias, y si aún se conservadespués de tantos años deabandono, debió de ser grande,desde luego… quizá el GranCamino. Si excaváramos, meimagino que encontraríamosgrava bajo la superficie, y tal veztambién el sistema de drenaje. Yaque nos hemos parado aquí,aprovechemos para comer algo.

—¡Comida! —gritó Eddie—.¡Que la traigan! ¡Pollo a laflorentina! ¡Gambas polinesias!

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¡Filete de ternera ligeramentesalteado con champiñones y…!

Susannah le dio un codazo.—Corta ya, blanquito.—No es culpa mía si tengo

mucha imaginación —replicóEddie con jovialidad.

Roland se descolgó el zurrónque llevaba al hombro, se agachóy empezó a preparar un frugalalmuerzo a base de pedazos decarne acecinada envueltos en unashojas de color aceitunado. Eddiey Susannah habían descubiertoque el sabor de aquellas hojasrecordaba un poco a la espinaca,

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aunque era más fuerte.Eddie empujó la silla de

ruedas hacia Roland, que letendió a Susannah tres deaquellos envoltorios que Eddiedenominaba «burritos depistolero». Susannah empezó acomer.

Luego Eddie se acercó. Elpistolero le ofreció otros trestrozos de carne seca… y otracosa: el pedazo de fresno del quecrecía la llave. Roland lo habíadesprendido de la tira de cuero,que ahora le colgaba suelta delcuello.

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—Oye, eso lo necesitas tú,¿no? —protestó Eddie.

—Cuando me quito la llaveregresan las voces, pero muylejanas —le explicó Roland—.Puedo manejarlas. De hecho, lasoigo incluso cuando la llevo,como gente hablando en voz bajaal otro lado de la colina. Creoque eso se debe a que la llave aúnno está terminada. Desde que mela diste, no has vuelto a trabajaren ella.

—Bueno… la llevabas tú y noquería…

Roland no dijo nada, pero sus

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ojos de un azul descolorido seposaron en Eddie con su pacientemirada de maestro.

—Está bien —concluyóEddie—. Tengo miedo de cagarla.¿Estás satisfecho?

—Según tu hermano, lacagabas en todo… ¿No esverdad? —intervino Susannah.

—Susannah Dean, doctora enpsicología. Te equivocaste deprofesión, querida.

El sarcasmo no ofendió aSusannah. Levantó el odre con elcodo, como un montañésbebiendo de la garrafa, y tomó un

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buen sorbo.—Pero es verdad, ¿no?Eddie se percató de que

tampoco había terminado eltirachinas —todavía no, al menos—, y se encogió de hombros.

—Tienes que acabarla —señaló tranquilamente Roland—.Creo que se acerca el momento enque tendrás que utilizarla.

Eddie fue a responder, perocerró la boca. Dicho así, sin más,sonaba muy fácil, pero ninguno deellos captaba la cuestión esencial.La cuestión esencial era esta: unaprecisión del setenta por ciento,

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del ochenta o incluso del noventay ocho y medio por ciento nosería suficiente. Esta vez no. Y siestropeaba la llave, no podíalimitarse a tirarla en cualquierparte sin darle más importancia.Para empezar, no había vuelto aver otro fresno desde el día enque cortó aquel trozo de maderaen particular. Pero lo que más lejodía era que se trataba de unacuestión de todo o nada. Sifallaba, aunque solo fuera unpoquito, la llave no giraríacuando tuviese que girar. Yaquella voluta del final lo ponía

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cada vez más nervioso. Parecíafácil, pero si las curvas no eranexactamente las correctas…

«Pero tal como está ahora nova a funcionar; eso al menos losabes».

Suspiró y contempló la llave.Sí, eso lo sabía. Tendría quehacer el intento. Su miedo alfracaso lo volvería aún másdifícil de lo que quizá ya era depor sí, pero tendría que tragarseel miedo e intentarlo de todosmodos. E incluso podíaconseguirlo. Dios sabía lo muchoque había conseguido en las

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últimas semanas, desde queRoland se introdujo en su mentecuando viajaba en un avión de lacompañía Delta con rumbo alAeropuerto InternacionalKennedy. Que todavía siguieravivo y cuerdo ya era una hazaña.

Eddie le devolvió la llave.—Llévala tú de momento —

dijo—. Esta noche, cuandoacampemos, me pondré a trabajar.

—¿Prometido?—Sí.Roland accedió, cogió la

llave y empezó a anudar de nuevolos extremos de la tira de cuero.

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Lo hacía despacio, pero Eddie nodejó de advertir con cuántadestreza se movían los dedos quele quedaban en la mano derecha.Aquel era un hombre adaptable.

—Va a pasar algo, ¿no? —preguntó de repente Susannah.

Eddie volvió la mirada haciaella.

—¿Por qué lo dices?—Duermo contigo, Eddie, y

sé que ahora sueñas todas lasnoches. A veces incluso hablas.No me parece que seanpesadillas, exactamente, pero estábastante claro que en tu cabeza

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pasa algo.—Sí. Algo. Pero no sé qué.—Los sueños son poderosos

—observó Roland—. ¿Norecuerdas nada en absoluto de loque sueñas?

Eddie vaciló.—Un poco, pero es confuso.

Vuelvo a ser niño, eso lo sé.Después de terminar las clases.Henry y yo estamos jugando en lavieja pista de baloncesto deMarkey Avenue, donde ahora estáel edificio del Tribunal deMenores. Quiero que Henry melleve a ver un sitio en Dutch Hill.

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Una casa vieja. Para los chicosera la Mansión, y todos decíanque estaba encantada. Y hastapuede que fuese verdad. Era unsitio siniestro, desde luego. Muy,muy siniestro. —Eddie meneó lacabeza, sumido en sus recuerdos—. La primera vez en muchosaños que volví a pensar en laMansión fue cuando llegamos alclaro del oso y acerqué la cabezaa aquella especie de caja. Nosé… quizá por eso tengo estesueño.

—Pero tú no crees que seapor eso —apuntó Susannah.

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—No. Creo que lo que estápasando es mucho máscomplicado que el hecho derecordar cosas.

—¿Estuviste alguna vez enese sitio con tu hermano? —preguntó Roland.

—Sí. Lo convencí.—¿Y pasó algo?—No. Pero daba miedo. Nos

quedamos un rato ante la casa,mirándola, y Henry se burló unpoco, diciendo que me obligaría aentrar y coger un recuerdo, cosasasí, pero yo sabía que no hablabaen serio. Estaba tan asustado

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como yo.—¿Y nada más? —se extrañó

Susannah—. ¿Solo sueñas quevas a ese sitio, a la Mansión?

—Hay un poco más. Vienealguien… alguien que se quedaremoloneando cerca de nosotrosdos. En el sueño lo veo, pero soloun poco, como si lo mirara con elrabillo del ojo, ¿entiendes? Ytambién sé que hemos de fingirque no nos conocemos.

—Y esa persona, ¿estabarealmente allí cuando fuiste con tuhermano? —inquirió Roland, ymiró a Eddie con fijeza—. ¿O

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solo es un personaje del sueño?—Eso pasó hace mucho

tiempo. No creo que tuviera másde trece años. ¿Cómo quieres queme acuerde con certeza de unacosa así?

Roland no dijo nada.—De acuerdo —dijo Eddie al

fin—. Sí. Creo que aquel díaestaba allí. Un chico que llevabauna bolsa de gimnasia o unamochila, no recuerdo bien. Y unasgafas de sol que le veníandemasiado grandes. Unas gafas deesas con cristales de espejo.

—¿Quién era? —le acució

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Roland.Eddie permaneció un buen

rato en silencio. Aún tenía en lamano el último de sus burritos àla Roland, pero había perdido elapetito.

—Creo que es el chico queconociste en la Estación de Paso—dijo al fin—. Creo que tu viejoamigo Jake andaba por allí,observándonos a Henry y a mí latarde que fuimos a Dutch Hill.Creo que nos seguía. Porque oyelas voces, Roland, igual que tú. Yporque comparte mis sueños y yocomparto los suyos. Creo que lo

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que yo recuerdo es lo que estáocurriendo ahora en el cuando deJake. El chico intenta volver aquí.Y si la llave no está hecha cuandodé el paso, o si está mal hecha, esprobable que muera.

—Tal vez tenga su propiallave —aventuró Roland—.¿Crees que es posible?

—Sí, creo que sí —admitióEddie—, pero no es suficiente. —Suspiró y se metió el últimoburrito en el bolsillo para otromomento—. Y no creo que losepa.

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OCHO

Reanudaron la marcha. Roland yEddie empujaban por turnos lasilla de ruedas de Susannah por larodera que habían elegido, la dela izquierda. La silla sebamboleaba y se ladeaba, y cadatanto Eddie y Roland tenían quelevantarla sobre las piedras quecomo dientes viejos asomaban dela tierra aquí y allá. Sin embargo,aun así avanzaban más deprisa ycon más facilidad que una semanaantes. El terreno era cada vez más

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alto. Eddie volvió la cabeza paracontemplar el bosque quedescendía hacia el horizonte enuna serie de suaves peldaños, y alo lejos, hacia el noroeste,alcanzó a divisar una cinta deagua que se derramaba sobre unapared de roca fracturada. Era,advirtió con asombro, el lugarque habían llamado «la galería detiro». Ahora quedaba casiperdido a sus espaldas bajo labruma de aquella ensoñadoratarde estival.

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—¡Para el carro, muchacho!—le gritó Susannah conbrusquedad.

Eddie miró de nuevo al frentecon el tiempo justo para frenarantes de embestir a Roland. Elpistolero se había detenido yestaba escrutando la maraña dematorrales que bordeaba lacarretera por la izquierda.

—Si sigues así, voy aretirarte el permiso de conducir—añadió Susannah ácidamente.

Eddie no le prestó atención.Estaba siguiendo la mirada deRoland.

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—¿Qué es? —preguntó.—Solo hay una manera de

averiguarlo. —Se volvió, alzó aSusannah de la silla y se laacomodó en la cadera—. Vamos aechar un vistazo.

—Déjame en tierra,grandullón. Puedo ir yo sola. Ymejor que vosotros, por si osinteresa saberlo.

Mientras Roland ladepositaba con delicadeza sobrela herbosa rodera, Eddie siguiómirando el bosque. La luz de latarde creaba un juego de sombrasyuxtapuestas, pero de todos

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modos creyó ver lo que habíallamado la atención de Roland.Era una piedra alta y gris, casicompletamente oculta bajo unmanto de enredaderas y plantastrepadoras.

Susannah se internó entre lavegetación, tan sinuosa como unaanguila. Roland y Eddie lasiguieron.

—Es un mojón, ¿verdad? —Susannah se sostuvo sobre losbrazos para estudiar el monolitorectangular. En otro tiempo sehabía erguido vertical, pero ahorase inclinaba hacia la izquierda,

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como un borracho, como unaantigua lápida sepulcral.

—Sí. Dame el cuchillo,Eddie.

Eddie se lo entregó y se pusoen cuclillas junto a Susannahmientras el pistolero arrancabalas enredaderas. Cuandoempezaron a caer, vio unaserosionadas letras grabadas en lapiedra y supo qué iba a leer antesde que Roland hubieradesbrozado ni la mitad de lainscripción:VIAJERO, AQUÍ EMPIEZA MUNDO

MEDIO

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NUEVE

—¿Qué significa eso? —preguntó Susannah al fin con vozde asombro; sus ojos medían sincesar el fragmento de roca gris.

—Significa que nosaproximamos al fin de estaprimera etapa. —Roland teníauna expresión solemne ypensativa cuando le devolvió elcuchillo a Eddie—. Creo que apartir de aquí seguiremos estaantigua carretera de diligencias o,mejor dicho, que la carreteraseguirá nuestro rumbo. Ha tomado

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el camino del Haz. No tardaremosen salir de los bosques. Preveo ungran cambio.

—¿Qué es Mundo Medio? —quiso saber Eddie.

—Uno de los grandes reinosque dominaban la tierra entiempos anteriores a estos. Unreino de esperanza,conocimientos y luz; todo lo queintentábamos conservar en mipaís hasta que la oscuridad seimpuso también allí. Algún día, sitenemos tiempo, os contaré losantiguos relatos, o al menos losque yo sé. Juntos componen un

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enorme tapiz, hermoso pero muytriste.

»Según los antiguos relatos,en otro tiempo hubo una granciudad al borde de Mundo Medio,quizá tan grande como vuestraciudad de Nueva York. Ahoraestará en ruinas, si es que aúnexiste, pero puede haber gente…o monstruos… o las dos cosas.Tendremos que estar en guardia.

Extendió la mano de los dosdedos para tocar la inscripción.

—Mundo Medio —musitócon voz meditabunda—. Quién seiba a figurar… —La frase quedó

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en el aire.—Bueno, no hay manera de

remediarlo, ¿verdad? —preguntóEddie.

El pistolero sacudió lacabeza.

—No la hay.—Ka —dijo Susannah de

súbito, y ambos la miraron.

DIEZ

Todavía quedaban dos horas deluz, así que siguieron adelante. Lacarretera se extendía hacia el

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sudeste, por el camino del Haz, yotras dos carreteras invadidas dehierba, más pequeñas, se unían ala que ellos iban siguiendo. A lolargo de la segunda quedaban losrestos musgosos de lo que en otrotiempo debió de haber sido uninmenso muro de piedra. No muylejos, una docena de gordosbilibrambos sentados sobre lasruinas contemplaban a losperegrinos con sus curiosos ojosengastados en oro. A Eddie leparecieron un jurado que tiene enmente la idea de ahorcar.

La carretera se volvía cada

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vez más ancha y perceptible.Pasaron dos veces ante elcascarón de edificiosabandonados desde hacía muchotiempo. El segundo, les explicóRoland, habría podido ser unmolino de viento. Susannahcomentó que parecía encantado.

—No me extrañaría —respondió el pistolero. Su tononeutro y objetivo les puso lacarne de gallina.

Cuando la oscuridad lesobligó a detenerse, los árbolesraleaban, y la brisa que habíacorrido todo el día a su alrededor

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empezaba a convertirse en unviento ligero y cálido. Másadelante, el terreno seguíaascendiendo.

—Llegaremos a lo alto de lacresta en uno o dos días —declaró Roland—. Y luegoveremos.

—¿Qué veremos? —inquirióSusannah, pero Roland se limitó aencogerse de hombros.

Aquella noche Eddie empezóa tallar de nuevo, pero sin unauténtico sentimiento deinspiración. Le había abandonadola seguridad y la felicidad que

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había experimentado cuando lallave empezó a cobrar forma. Leparecía que sus dedos eran torpesy estúpidos. Por primera vezdesde hacía meses pensó conañoranza en lo bueno que seríatener un poco de heroína. Nomucha; estaba seguro de que unasola papelina y un billete debanco enrollado le ayudarían aterminar su trabajito de talla en unabrir y cerrar de ojos.

—¿Qué te hace sonreír,Eddie? —le preguntó Roland.Estaba sentado al otro lado de lafogata; las llamas bajas,

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sacudidas por el viento, danzabancaprichosamente entre los dos.

—¿Sonreía?—Sí.—Solo estaba pensando en lo

estúpidos que llegan a seralgunos. Aunque los pongas enuna habitación con seis puertas,no dejan de darse cabezazoscontra las paredes. Y luego tienenla desfachatez de quejarse.

—Si tienes miedo de lo quepueda haber al otro lado de laspuertas, quizá resulte másprudente tropezar con las paredes—opinó Susannah.

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Eddie hizo un gesto deasentimiento.

—Quizá sí.Trabajaba sin premura,

intentando ver las formascontenidas en la madera y, sobretodo, aquella pequeña curva enforma de ese. Descubrió que sehabía vuelto muy borrosa.

Por favor, Dios, ayúdame ano cagarla en esto, rogó, pero leaterrorizaba pensar que quizá esoera precisamente lo que estabahaciendo. Finalmente lo dejóestar. Devolvió al pistolero lallave (que apenas había

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modificado) y se acurrucó bajouna de las pieles. A los cincominutos se había reanudado elsueño en que aparecían elmuchacho y el viejo terreno dejuego de Markey Avenue.

ONCE

Jake salió del edificio hacia lassiete menos cuarto, lo que ledejaba más de ocho horas pordelante. Sopesó la posibilidad detomar inmediatamente un metroque lo llevara a Brooklyn, pero

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llegó a la conclusión de que noera buena idea. Un chico por lacalle en horas de escuela llamaríamás la atención en las afueras queen el corazón de la gran ciudad, ysi a la hora de la verdadnecesitaba explorar el barrio enbusca del lugar y el muchacho conel que se suponía que debíaencontrarse, ya estaba vendido deantemano.

«No problemo —le habíadicho el muchacho de la camisetaamarilla y el pañuelo verde—.Encontraste la llave y la rosa,¿no? Me encontrarás de la misma

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manera».Salvo que Jake ya no

recordaba con exactitud cómohabía encontrado la llave y larosa. Lo único que recordaba erala alegría y la sensación decertidumbre que le habían llenadoel corazón y la cabeza. Solopodía esperar que volviera aocurrirle de nuevo. Mientrastanto, no pararía de moverse. Erala mejor manera de pasardesapercibido en Nueva York.

Anduvo casi hasta llegar a laPrimera Avenida y luego volviósobre sus pasos, desplazándose

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poco a poco hacia el norte amedida que hallaba semáforos enverde (sabiendo quizá, en algúnnivel profundo, que incluso ellosservían al Haz). A las diezaproximadamente se encontró enla Quinta Avenida ante el MuseoMetropolitano de Arte. Estabasofocado, cansado y deprimido.Le apetecía un refresco, peroconsideró que debía hacer durartodo lo posible el poco dineroque tenía. Había cogido hasta elúltimo centavo de la caja queguardaba en su cuarto, pero esosolo ascendía a unos ocho

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dólares, poco más o menos.Un grupo de colegiales se

disponía a visitar el museo.Escuela pública, Jake estaba casiseguro (vestían de un modo taninformal como él). Ni chaquetasde Paul Stuart, ni corbatas, nifaldas sencillitas que costabanciento veinticinco pavos entiendas como Miss So Pretty oTweenity. Aquellos iban degrandes almacenes de la cabeza alos pies. Siguiendo un impulso,Jake se puso al final de la cola yentró con ellos en el museo.

La visita duró una hora y

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cuarto. A Jake le gustó. En elmuseo había silencio. Mejor aún,había aire acondicionado. Y loscuadros estaban bien. Lefascinaron especialmente unpuñado de escenas del ViejoOeste pintadas por FrederickRemington, y un cuadro grande deThomas Hart Benton querepresentaba una locomotora devapor cruzando las grandesplanicies rumbo a Chicagomientras granjeros corpulentoscon pantalón de peto y sombrerode paja se incorporaban en suscampos para verla pasar. Ninguna

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de las dos maestras queconducían el grupo se fijó en Jakehasta casi el último momento.Entonces, una agraciada mujer deraza negra que vestía un severotraje azul marino le dio ungolpecito en el hombro y lepreguntó quién era.

Jake no la había vistoacercarse, y de pronto se leparalizó la mente. Sin pensar enlo que hacía, hundió la mano en elbolsillo y la cerró sobre la llavede plata. De inmediato se ledespejó la cabeza y recobró lacalma.

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—Mi grupo está arriba —respondió con una sonrisitaculpable—. Se supone quetenemos que ver un montón dearte moderno, pero las cosas deaquí abajo me gustan mucho másporque son cuadros reales. Demodo que he pensado… Ya meentiende…

—¿Que podías escaquearte?—sugirió la maestra. Lascomisuras de los labios se lecontrajeron en una sonrisareprimida.

—Bueno, yo más bien diríaque me he despedido a la

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francesa.Estas palabras le salieron

espontáneamente de la boca.Los estudiantes que hacían

corro en torno a Jake pusieroncara de perplejidad, pero esta vezla maestra se echó a reírabiertamente.

—No debes de saber, o lohabrás olvidado —le explicó—,que en la Legión ExtranjeraFrancesa fusilaban a losdesertores. Te aconsejo quevuelvas ahora mismo con tu clase,jovencito.

—Sí, señora. Gracias. De

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todos modos, ya casi habránterminado.

—¿De qué escuela eres?—De la Academia Markey.

—Esto también le salió connaturalidad de la boca.

Subió las escaleras,escuchando el eco incorpóreo depisadas y voces quedas en el granespacio de la rotonda y tratandode imaginar por qué había dichoaquello. Nunca en toda su vidahabía oído hablar de ningunaAcademia Markey.

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DOCE

Esperó un rato en el vestíbulo delprimer piso hasta que vio que unguardia lo miraba con crecientecuriosidad y decidió que no seríaprudente permanecer allí por mástiempo; tendría que confiar en quela clase a la que se había unidobrevemente se hubiera marchadoya del museo.

Consultó el reloj de pulsera,puso una expresión que esperabapudiera interpretarse como

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«¡Ostras! ¡Qué tarde se hahecho!» y bajó las escaleras altrote. La clase —y la guapamaestra que se había reído ante laidea de una despedida a lafrancesa— ya no estaba, y a Jakele pareció que haría bien enmarcharse también. Caminaría unpoco más —despacio, porrespeto al calor— y luego cogeríael metro.

En la esquina de Broadwaycon la Cuarenta y dos se detuvoante un puesto de perritoscalientes y cambió parte de sumagra reserva de efectivo por una

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salchicha dulce y un refrescoNehi. A continuación se sentó enlos peldaños de la fachada de unbanco para comerse el almuerzo,y eso resultó una mala idea.

Por la acera se acercó unpolicía que iba haciendo girar laporra en una serie de complejasmaniobras mientras andaba. Sehubiera dicho que toda suatención estaba concentrada eneso, pero cuando llegó a la alturade Jake se colgó de pronto laporra en el cinturón y lointerpeló.

—¿Qué, chaval? —preguntó

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—. ¿Hoy no hay clases?Jake casi había devorado ya

toda la salchicha, pero el últimobocado se le atragantó. Aquello síque era mala suerte… si es quesolo era suerte. Estaban en TimesSquare, capital de la manganciade Estados Unidos; habíacamellos, yonquis, putas ychaperos por todas partes… peroaquel policía prefería dejarlos delado para interesarse por él.

Jake tragó saliva con esfuerzoy contestó:

—En mi escuela estamos deexámenes. Hoy solo tenía uno.

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Cuando he terminado, me hemarchado. —Hizo una pausa. Lamirada despierta e inquisitiva deaquel policía no le gustaba nada—. Tenía permiso —añadió conaprensión.

—Muy bien. ¿Puedesenseñarme algún documento deidentidad?

A Jake se le cayó el alma alos pies. ¿Podía ser que suspadres hubieran avisado ya a lapolicía? Consideró que, tras laaventura del día anterior, erabastante probable. Encircunstancias normales, no creía

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que el Departamento de Policíade Nueva York se preocuparamucho por un simple chicodesaparecido, y menos si solohacía medio día que faltaba decasa, pero su padre era un pezgordo de la televisión y seenorgullecía del número derelaciones a las que podíarecurrir. Jake dudaba de queaquel policía tuviera su foto…pero bien podía tener su nombre.

—Bueno —dijo Jake adesgana—, tengo la tarjeta dedescuento estudiantil que mehicieron en la Bolera Mundo

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Medio, pero nada más.—¿La Bolera Mundo Medio?

Nunca la había oído. ¿Dóndeestá? ¿En Queens?

—Quiero decir CiudadMedia. —Dios, estoy perdiendoel norte…, y rápidamente pensó:¿La conoce? En la calle Treintay tres…

—Muy bien. Con eso bastará.—El policía abrió la mano.

Un negro con tirabuzones quese desparramaban sobre lashombreras de su traje amarillocanario les dirigió una mirada desoslayo.

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—¡Dele duro, agente! —vociferó alegremente—. ¡Delebien fuerte en ese culo blanquitoque tiene! ¡Cumpla con su deber!

—Cierra el pico y piérdete,Eli —replicó el policía sinvolverse.

Eli se echó a reír, dejando aldescubierto varios dientes de oro,y siguió su camino.

—¿Por qué no le pide ladocumentación a él? —quisosaber Jake.

—Porque ahora mismo te laestoy pidiendo a ti. Vamos, sácalade una vez.

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O el policía tenía su nombre ohabía visto en él algo sospechoso,lo que quizá no era tan extrañopuesto que era el único chicoblanco de la zona que no andaba aver qué pescaba. De un modo uotro, la conclusión era la misma:sentarse a comer allí había sidouna estupidez. Pero le dolían lospies y estaba hambriento.Hambriento.

No vas a detenerme, pensóJake. No puedo consentir que medetengas ahora. Esta tarde tengoque ver a alguien en Brooklyn…y allí estaré.

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En vez de buscar la cartera,metió la mano en el bolsillo ysacó la llave. La levantó paraenseñársela al policía, y el solcasi de mediodía rebotó sobre lasmejillas y la frente del hombre enmoneditas de luz reflejada. Elpolicía abrió mucho los ojos.

—¡Oye! —exclamó—. ¿Quétienes ahí, chico?

Hizo ademán de coger lallave, pero Jake la apartó unpoco. Los círculos de luzreflejada danzabanhipnóticamente por el rostro delpolicía.

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—No hace falta que la coja—adujo Jake—. Puede leer minombre sin necesidad de cogerla,¿verdad?

—Sí, claro.La curiosidad se había

borrado del rostro del policía.Solo miraba la llave. Tenía losojos muy abiertos y la miradafija, pero no ausente. Jake vioasombro en su expresión,asombro y una felicidadinesperada. Ese soy yo, se dijoJake. Repartiendo alegría ybuena voluntad allí por dondepaso. La cuestión es: ¿qué hago

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ahora?Una joven (que

probablemente no era unabibliotecaria, a juzgar por losceñidos pantaloncitos de sedaverde y la blusa transparente) seacercaba contoneándose sobreunos zapatos fóllame moradoscon tacones de aguja de diezcentímetros. Miró primero alpolicía, y luego a Jake para verqué estaba contemplando elpolicía. Al ver la llave se paró enseco y se quedó con la bocaabierta. Una de sus manos se alzócomo por sí sola y se posó en su

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garganta. Un hombre quecaminaba detrás de la joventropezó con ella y le dijo quemirara por dónde coño iba. Lajoven que seguramente no erabibliotecaria ni siquiera se diocuenta. Entonces Jake vio que yase habían parado otras cuatro ocinco personas. Todas miraban lallave. Se congregaban comocuando la gente se detiene ante untrilero muy hábil que se aplica asu oficio en una esquina.

Lo estás haciendo a laperfección, eso de pasardesapercibido, pensó. Sí, no cabe

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duda. Llevó la mirada más alládel policía y se fijó en un rótuloque colgaba al otro lado de lacalle. Farmacia Denby, rezaba.

—Me llamo Tom Denby —leanunció al policía—. Aquí mismolo dice, en la tarjeta de la bolera,¿verdad?

—Sí, sí —suspiró el policía.Ya no sentía ningún interés porJake; solo le interesaba la llave.Las moneditas de luz reflejadagiraban y rebotaban sobre sucara.

—Y usted no busca a nadieque se llame Tom Denby, ¿no?

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—No —respondió el policía—. Nunca había oído ese nombre.

Alrededor del policía habíapor lo menos media docena depersonas, todas mirando consilencioso arrobo la llave deplata que Jake sostenía en lamano.

—O sea que puedo irme,¿verdad?

—¿Cómo? ¡Ah! Ah, sí, claro.¡Vete, por la gloria de tu padre!

—Gracias —dijo Jake, peropor un instante no supo cómo selas arreglaría para irse. Unsilencioso grupo de zombis le

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bloqueaba el paso, y no cesabande llegar más. Solo iban a ver quépasaba, comprendió Jake, peroquienes veían la llave paraban enseco y se quedaban mirando.

Se puso en pie y retrocediópoco a poco, subiendo por laamplia escalinata del banco, sindejar de sostener la llave ante élcomo un domador con una silla.Cuando llegó a la espaciosaexplanada de cemento de la partesuperior, se guardó la llave en elbolsillo, giró en redondo y echó acorrer.

Solo se detuvo una vez a

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mirar, en el otro lado de laexplanada. El grupito de genteque lo había rodeado regresabalentamente a la vida. Se mirabanunos a otros con expresión deperplejidad y seguían su camino.El policía dirigió una miradaausente a derecha e izquierda yacabó mirando al cielo, como siintentara recordar cómo habíallegado allí y qué se proponíahacer. Jake había visto losuficiente. Era hora de buscar unaestación de metro y plantarse enBrooklyn antes de que ocurrieranada extraño.

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TRECE

A las dos menos cuarto de latarde subió sin apresurarse losescalones de la estación de metroy se detuvo en la esquina de lasavenidas Castle y Brooklyn,contemplando las torres dearenisca de Co-Op City. Esperabaque lo invadiera aquellasensación de seguridad ypropósito, aquella sensación queera como ser capaz de recordarhacia delante en el tiempo. No

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ocurrió. No ocurrió nada.Únicamente era un niño parado enuna calurosa esquina deBrooklyn, con su breve sombratirada a sus pies como un animalde compañía cansado.

Bueno, ya estoy aquí… Yahora, ¿qué hago?

Jake descubrió que no tenía lamenor idea.

CATORCE

La pequeña banda de viajeros deRoland llegó a la cresta de la

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larga y suave colina por la quevenía ascendiendo y se detuvo decara al sudeste. Durante un buenrato ninguno de ellos dijo nada.Susannah abrió dos veces la bocay volvió a cerrarla. Por primeravez en su vida de mujer, se quedócompletamente sin habla.

Una llanura casi ilimitadadormitaba ante ellos bajo la largaluz dorada de una tarde deverano. La hierba era exuberante,de un verde esmeralda y muy alta.Grupitos de árboles de troncolargo y delgado, y copa ancha yextendida, salpicaban el llano.

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Susannah creía recordar que unavez había visto árboles parecidosen un documental sobre Australia.

La carretera que los habíallevado hasta allí descendía enuna amplia curva por la laderaopuesta de la colina, y luegocorría hacia el sudeste recta comoun cordel, una brillante avenidablanca que dividía la hierba. Aloeste, a unos kilómetros dedistancia, Susannah divisó unrebaño de animales grandes quepacía tranquilamente. Parecíanbisontes. Hacia el este, el linderodel bosque se internaba un tanto

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en la pradera formando unapenínsula curva. Esta incursiónera una masa oscura yenmarañada que recordaba lafigura de un antebrazo con elpuño cerrado.

Recordó que esa era ladirección en que corrían todos losarroyos y corrientes que habíanencontrado por el camino. Eranafluentes del inmenso río quesurgía de aquel brazo de bosque ydiscurría, plácido y soñador bajoel sol del verano, hacia el bordeoriental del mundo. Era un ríoancho, de unos cuatro kilómetros

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de orilla a orilla.Y podía ver la ciudad.Justo al frente se alzaba una

brumosa colección de chapitelesy torres que se erguía sobre ellejano límite del horizonte.Aquellos airosos bastionespodían estar a cien kilómetros dedistancia, o a doscientos, o acuatrocientos. El aire de esemundo, por lo visto, eracompletamente transparente, y esoconvertía cualquier cálculo dedistancia en una conjeturainsensata. Lo único que Susannahsabía con certeza era que la

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visión de aquellos borrosostorreones la llenaba de mudaadmiración… y de profunda ydolorosa añoranza de NuevaYork. Pensó: Creo que haría casicualquier cosa por volver a verel horizonte de Manhattan desdeel Puente de Triborough.

Pero al instante tuvo quesonreír, porque no era verdad. Laverdad era que no cambiaría elmundo de Roland por nada. Sumisterio silencioso y sus espaciosabiertos eran embriagadores.

Y su amante estaba ahí. EnNueva York —la Nueva York de

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su tiempo, al menos— habríansido objeto de escarnios yviolencias, blanco de las bromasgroseras y crueles de todos losidiotas: una negra de veintiséisaños con un amante blanquito quetenía tres años menos que ella ytendía a hablar así y asá cuandose excitaba. Un amante blanquitoque apenas ocho meses antesllevaba un mono muy pesado a laespalda. Allí no había nadie quese burlara y se riera. Allí nadieles apuntaba con el dedo. Allísolo estaban Roland, Eddie yella, los tres últimos pistoleros

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del mundo.Cogió la mano de Eddie y

notó que se cerraba sobre la suya,cálida y tranquilizadora.

Roland señaló con el dedo.—Aquello debe ser el río

Send —les anunció en voz baja—. Jamás imaginé que llegara averlo… Ni siquiera tenía laseguridad de que fuese real, comolos Guardianes.

—Es maravilloso —musitóSusannah. Era incapaz de apartarla vista del vasto panorama quese desplegaba ante ella, soñandodensamente en la cuna del estío.

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Sus ojos se demoraron siguiendolas sombras de los árboles, queparecían arrastrarse kilómetrosenteros por el llano a medida queel sol se hundía hacia el horizonte—. Así tuvieron que ser nuestrasgrandes praderas antes de que lascolonizaran, antes incluso de quellegaran los indios. —Alzó lamano libre y apuntó hacia el lugardonde el Gran Camino seestrechaba hasta convertirse en unpunto—. Esa es la ciudad de laque hablabas, ¿verdad?

—Sí.—Parece en buen estado —

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dijo Eddie—. ¿Es posible,Roland? ¿Se conserva bien?¿Sabía construir tan bien elPueblo Antiguo?

—Todo es posible en estostiempos —respondió Roland contono de duda—. Pero no deberíashacerte ilusiones, Eddie.

—¿Eh? No, claro que no.Pero Eddie se las hacía.

Aquella silueta que se difuminabasobre el horizonte habíadespertado añoranza en elcorazón de Susannah; en el deEddie encendió una repentinallamarada de suposiciones. Si la

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ciudad aún se mantenía en pie —yera evidente que sí—, aún podíaestar habitada, y quizá noúnicamente por las cosassubhumanas que Roland se habíaencontrado bajo las montañas.Los habitantes de la ciudadpodían ser

(«norteamericanos», susurróel subconsciente de Eddie)

inteligentes y amistosos; dehecho, podían marcar ladiferencia entre el éxito y elfracaso de su búsqueda, o inclusoentre la vida y la muerte. Lamente de Eddie conjuró una

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vívida y resplandeciente imagen,derivada en parte de películascomo Star-fighter, la aventuracomienza y Cristal oscuro: unconsejo de resecos pero dignosAncianos de la Ciudad que lesservirían una opípara comidaprocedente de las reservasintactas de la ciudad (o tal vez dejardines especiales alojados encúpulas atmosféricas) y quemientras ellos tres comían hastareventar les explicarían conexactitud qué iban a encontrar enel camino y qué significaba todo.Su regalo de despedida a los

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viajeros sería una guía decarreteras aprobada por elAutomóvil Club con la mejor rutapara llegar a la Torre Oscuraseñalada en rojo.

Eddie no conocía la expresión«deus ex machina», pero sabía —había crecido bastante parasaberlo— que estas gentes sabiasy bondadosas vivíanprincipalmente en los cuentos yen las películas de serie B. Laidea era atractiva, pese a todo: unenclave de civilización en aquelmundo peligroso y en su mayorparte vacío; sabios elfos ancianos

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que les explicarían con tododetalle qué coño se suponía quedebían hacer. Y las formasfabulosas de la ciudad que sepercibía en el horizonte brumosohacían que la idea pareciese almenos concebible. Aunque laciudad estuviera completamentedesierta —con sus habitantesexterminados en un pasadoremoto por una peste o elestallido de una guerra química—, todavía podía servirles comouna especie de caja deherramientas gigante, un inmensoalmacén de excedentes de la

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marina y el ejército en el quepodrían equiparse para los tramosdifíciles que, Eddie estaba segurode ello, les esperaban másadelante. Además, era un chico deciudad, nacido y criado en laciudad, y la visión de aquellasaltas torres le levantóautomáticamente la moral.

—¡Perfecto! —exclamó, casia punto de reír de puroentusiasmo—. ¡Vamos allá! ¡Quesalgan esos puñeteros elfossabios!

Susannah lo miró, intrigadapero sonriente.

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—¿Qué deliras, blancucho?—Nada. No tiene

importancia. Solo quiero ponermeen marcha. ¿Qué dices, Roland?¿Quieres…?

Pero algo que vio en elsemblante de Roland, o justodebajo —algo perdido y soñador—, hizo que dejara la frase sinterminar y pasara un brazo sobrelos hombros de Susannah, comopara protegerla.

QUINCE

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Después de echar un breve ydesinteresado vistazo al perfil dela ciudad recortado en elhorizonte, la atención de Rolandquedó prendida en algo muchomás cercano a su posición actual,algo que le llenaba de undesasosiego ominoso. Había vistocosas así en ocasiones anteriores,y Jake iba con él la última vezque se encontró con una de ellas.Recordó cómo habían dejadoatrás el desierto siguiendo lapista del hombre de negro por lasprimeras estribaciones de la

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cordillera, hacia las montañas. Lamarcha había sido difícil, pero almenos habían vuelto a encontraragua.

Y hierba.Una noche, se despertó y vio

que Jake no estaba a su lado. Oyógritos de desesperaciónsofocados que procedían de unbosquecillo de sauces al borde deun angosto arroyo. Cuando logróabrirse paso hasta el calvero quehabía en el centro delbosquecillo, los gritos del chicohabían cesado. Roland loencontró de pie en un lugar

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exactamente igual al que ahoraveía justo al frente y más abajo.Un lugar de piedras, un lugar desacrificio, un lugar en el quevivía un Oráculo… y hablabacuando se le obligaba a hacerlo…y mataba siempre que podía.

—¿Qué es, Roland? —preguntó Eddie—. ¿Qué pasa?

—¿Ves eso? —Roland apuntó—. Es un círculo parlante. Lasformas que ves son piedras largaspuestas en pie. —Se quedómirando a Eddie, al que habíavisto por primera vez en unpavoroso pero fascinante carruaje

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aéreo de aquel otro mundoextraño donde los pistolerosvestían uniformes azules y habíaun suministro inagotable deazúcar, papel y remediosmaravillosos como la astina.

Una extraña expresión, unapremonición, empezaba areflejarse en el rostro de Eddie.La viva esperanza que le habíaencendido los ojos mientrascontemplaba la ciudad seextinguió de un soplo, y ahora suaspecto era gris y desolado. Erala expresión de quien estáexaminando la horca de la que no

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tardará en colgar.Primero Jake y ahora Eddie,

pensó el pistolero. La rueda quehace girar nuestras vidas noconoce el remordimiento;siempre regresa al mismo sitio.

—Oh, mierda —dijo Eddie.Tenía la voz seca y asustada—.Creo que ese es el lugar pordonde el chico intentará cruzar.

El pistolero asintió.—Muy probablemente. Son

lugares poco densos, y tambiénatrayentes. Una vez ya lo seguí aun lugar semejante. El Oráculoque moraba allí estuvo a punto de

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matarlo.—¿Cómo lo sabes? —le

preguntó Susannah a Eddie—.¿Lo has soñado?

Él sacudió la cabeza.—No lo sé. Pero en cuanto

Roland ha señalado ese malditolugar… —Dejó la fraseinconclusa y se volvió hacia elpistolero—. Tenemos que llegarallí tan pronto como podamos. —Su voz parecía frenética a la vezque temerosa.

—¿Va a ser hoy? —inquirióRoland—. ¿Esta noche?

Eddie volvió a sacudir la

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cabeza y se humedeció los labioscon la lengua.

—Tampoco lo sé. No estoyseguro. ¿Esta noche? No lo creo.El tiempo… no es igual aquí quedonde está el chico. En su dondey su cuando va más despacio. Talvez mañana. —Eddie habíaestado combatiendo el pánico,pero ahora le venció. Giró enredondo y cogió a Roland de lacamisa con sus manos frías ysudorosas—. Pero se supone quedebo terminar la llave y no lo hehecho, y se supone que debohacer otra cosa, pero no tengo ni

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la menor idea de qué se trata. ¡Ysi el chico muere será por miculpa!

El pistolero cerró sus manossobre las de Eddie y las apartó desu camisa.

—Domínate.—Es que no entiendes,

Roland…—Entiendo que plañir y

gimotear no te servirá de nada.Entiendo que has olvidado elrostro de tu padre.

—¡Corta ya ese rollo! ¡Meimporta una mierda mi padre! —gritó Eddie histéricamente, y

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Roland le dio una bofetada. Sumano produjo un ruido como elde una rama al romperse.

La cabeza de Eddie saltóhacia atrás; el sobresalto le hizoabrir los ojos como platos. Mirócon fijeza al pistolero y levantómuy despacio una mano paratocarse la señal cada vez másroja de la mejilla.

—¡Cabrón! —susurró. Lamano cayó sobre la culata delrevólver que aún llevaba sobre lacadera izquierda. Susannah tratóde interponer sus manos, peroEddie las rechazó.

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Y ahora debo enseñar unavez más, pensó Roland, solo queesta vez va mi vida en ello,además de la suya.

A lo lejos, una corneja lanzósu áspero grito en el silencio, yRoland pensó por un instante ensu halcón, David. Ahora Eddieera su halcón… y al igual queDavid no sentiría el menorescrúpulo en arrancarle un ojo sicedía un milímetro.

O el cuello.—¿Dispararás contra mí? ¿Es

este el final que quieres, Eddie?—Tío, estoy harto de

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escuchar tus malditos sermones—dijo Eddie. Tenía los ojosempañados de lágrimas y furor.

—No has terminado la llave,pero no porque te dé miedoterminarla. Te da miedo descubrirque no puedes terminarla. Te damiedo bajar al lugar de laspiedras erguidas, pero no porquete dé miedo lo que pueda venircuando entres en el círculo. Te damiedo lo que puede no venir. Note da miedo el mundo grande,Eddie, sino el pequeño que haydentro de ti. Has olvidado elrostro de tu padre. Así que,

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adelante. Dispara si te atreves.Estoy cansado de oírte farfullar.

—¡Basta! —le chillóSusannah—. ¿No te das cuenta deque lo hará? ¿No ves que le estásobligando a hacerlo?

Roland le dirigió una miradarelampagueante.

—Le obligo a decidir. —Volvió la vista hacia Eddie conuna expresión severa en su rostrocubierto de surcos—. Has salidode la sombra de la heroína y de lasombra de tu hermano, amigomío. Sal de la sombra de timismo, si te atreves. Sal ahora.

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Sal o dispara, y acabemos de unavez.

Por un instante creyó que erajustamente eso lo que iba a hacerEddie, y que todo terminaría allímismo, en aquella elevada cresta,bajo un despejado cielo deverano y con los chapiteles de laciudad tremolando sobre elhorizonte como espectros azules.Entonces Eddie empezó acontraer espasmódicamente lamejilla. La línea firme de suslabios se fue ablandando yempezó a temblar. La manoresbaló de la culata de sándalo de

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la pistola de Roland. El pecho searqueó una, dos, tres veces. Laboca se abrió, y todo eldesespero y el terror de Eddiebrotaron en un grito quejumbrosomientras se abalanzabatorpemente sobre el pistolero.

—¡Tengo miedo, hijo deperra! ¿No eres capaz deentenderlo? ¡Tengo miedo,Roland!

Se le trabaron los pies. Cayóde bruces. Roland lo sostuvo y loatrajo hacia sí, oliendo el sudor yla tierra de su piel, oliendo suslágrimas y su terror.

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El pistolero lo abrazó unosinstantes y luego le hizo volversehacia Susannah. Eddie se hincóde rodillas junto a su silla, con lacabeza agachada en un gesto defatiga. Susannah le puso una manoen la nuca, empujó la cabeza deEddie contra su muslo y se dirigióa Roland con resentimiento.

—A veces te odio, granblanco.

Roland se llevó las manos ala frente y apretó con fuerza.

—A veces yo también meodio.

—Pero eso nunca te detiene,

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¿verdad?Roland no replicó. Miró a

Eddie, que tenía la mejillaapoyada sobre el muslo deSusannah y los párpados muyapretados. Su semblante era laimagen de la desdicha. Rolandrechazó la pesada fatiga que leinducía a dejar para otro día elresto de aquella encantadoraconversación. Si Eddie estaba enlo cierto, no habría otro día. Jakeestaba casi a punto de hacer sumovimiento. Eddie había sidoelegido para ejercer decomadrona en el paso del chico a

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este mundo. Si no estaba encondiciones de hacerlo, Jakemoriría en el punto de entrada,como muere estrangulado un bebéque tiene la raíz madre enroscadaal cuello cuando empiezan lascontracciones.

—En pie, Eddie.Por un instante creyó que

Eddie iba a seguir acurrucado,ocultando el rostro en la piernade la mujer. De ser así, todoestaba perdido… y eso tambiénera ka. Entonces, poco a poco,Eddie se fue incorporando.Permaneció donde se hallaba, con

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todo colgando —manos, hombros,cabeza, cabello—; no bien, peroen pie, y eso ya era un comienzo.

—Mírame.Susannah se removió con

inquietud, pero esta vez no dijonada.

Poco a poco, Eddie alzó lacabeza y se echó el flequillohacia atrás con mano temblorosa.

—Esto es para ti. Quedármelofue un error, por profundo quefuera mi dolor. —Roland cerró lamano en torno a la tira de cuero yla partió de un tirón. Le tendió lallave a Eddie. Eddie fue a cogerla

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como si estuviera en un sueño,pero Roland no se la entregó deinmediato—. ¿Intentarás hacer loque debe hacerse?

—Sí. —Su voz fue casiinaudible.

—¿Tienes que decirme algo?—Siento mucho tener miedo.

—Había algo terrible en la vozde Eddie, algo que a Roland lehizo daño en el corazón, perocreía saber qué era: allí estaba elúltimo resto de la infancia deEddie, expirando dolorosamenteentre ellos tres. No podía verse,pero Roland oía sus gritos cada

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vez más débiles. Intentó haceroídos sordos.

Otra cosa que he hecho ennombre de la Torre. Mi cuenta nocesa de crecer, y el día en quehaya de saldarla, como la cuentade un borracho en una taberna,está cada vez más cerca. ¿Cómopodré pagarla nunca?

—No quiero que te disculpes,y mucho menos por tener miedo—contestó—. ¿Qué seríamos sinel miedo? Perros rabiosos conespumarajos en el hocico y lamierda secándose en nuestrasancas.

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—¿Qué quieres, pues? —gritóEddie—. ¡Me lo has quitado todo,todo lo que tenía para dar! ¡No, nisiquiera eso, porque a fin decuentas te lo di yo! ¿Qué másquieres de mí?

Roland alzó en el puño lallave que era su mitad de lasalvación de Jake Chambers y nodijo nada. Su mirada sostuvo lade Eddie, mientras el sol brillabasobre la verde y extensa planiciey la superficie gris azulada delrío Send, y a lo lejos el graznidode la corneja volvió a resonar porlas leguas doradas de aquel

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atardecer de verano.Al cabo de un rato, la

comprensión empezó a alumbraren los ojos de Eddie Dean.

Roland asintió.—He olvidado el rostro… —

Eddie hundió la cabeza, tragósaliva y alzó de nuevo la vistahacia el pistolero. La cosa queestaba muriendo entre ellos sehabía movido adelante; Roland losabía. Esa cosa se habíamarchado. Tan simple como eso.Allí, en aquella cresta soleada ybarrida por el viento y alejada detodo, se había marchado para

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siempre—. He olvidado el rostrode mi padre, pistolero… eimploro tu perdón.

Roland abrió la mano ydevolvió la leve carga de la llavea quien el ka había decretado quedebía llevarla.

—No hables así, pistolero —respondió en la Alta Lengua—.Tu padre te ve muy bien… tequiere muy bien… y yo también.

Eddie cogió la llave y sealejó con las lágrimas aúnsecándose sobre su cara.

—En marcha —dijo, yemprendieron el descenso por la

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larga ladera hacia la llanura quese extendía frente a ellos.

DIECISÉIS

Jake caminaba a paso lento porCastle Avenue, pasando antepizzerías, bares y colmadosdonde ancianas de expresiónsuspicaz revolvían las patatas ypalpaban los tomates. Las correasde la mochila le habían irritado lapiel de los brazos, y le dolían lospies. Pasó bajo un termómetrodigital que marcaba treinta

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grados. A Jake más bien leparecían cuarenta.

Un poco más lejos, un cochede la policía entró en la avenidadesde una calle lateral. Jakesintió de pronto un vivísimointerés por las herramientas dejardinería expuestas en elescaparate de una ferretería. Viopasar el reflejo blanco y negropor el escaparate y no se movióhasta que hubo desaparecido.

«Oye, Jake, viejo amigo,¿adónde te diriges,exactamente?».

No tenía la menor idea. Tenía

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la certeza de que el chico al quebuscaba —el chico del pañueloverde y la camiseta amarilla quedecía NUNCA HAY UN MOMENTOABURRIDO EN MUNDO MEDIO—no estaba lejos de allí, pero ¿yqué? Para Jake, seguía siendo unaaguja escondida en el pajar queera Brooklyn.

Pasó ante la boca de uncallejón decorado con unamaraña de pintadas de spray. Casitodo eran nombres —EL TIANTE91, SPEEDY GONZALES,MOTORVAN MIKE—, pero aquí yallí se encontraban declaraciones

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y advertencias para quien supieraentenderlas, y los ojos de Jake sefijaron en dos de ellas.

UNA ROSA ES UNA ROSA ES UNAROSA

aparecía escrito sobre losladrillos con una pintura que laintemperie había decoloradohasta darle el mismo tono rosadopolvoriento de la rosa que crecíaen el solar desocupado dondeantes había estado la CharcuteríaArtística de Tom y Gerry. Debajo,en un azul tan oscuro que casi eranegro, alguien había escrito conspray esta curiosa frase:

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IMPLORO TU PERDÓN¿Qué significa eso?, se

preguntó Jake. No lo sabía —algode la Biblia, quizá—, pero elmensaje atraía su atención comoel ojo de una serpiente atrae la deun pájaro. Al fin siguió andando,lenta y pensativamente. Eran casilas dos y media, y su sombraempezaba a volverse más larga.

Justo enfrente vio a unanciano que avanzaba poco apoco por la acera, se apoyaba enun bastón nudoso y procuraba irsiempre por la sombra. Tras losgruesos cristales de sus gafas, los

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ojos pardos del hombre nadabancomo huevos de un tamañoexagerado.

—Imploro su perdón, señor—lo abordó Jake, sin pensar y, enrealidad, sin oírse siquiera a símismo.

El anciano se volvió hacia él,parpadeando por la sorpresa y elmiedo.

—Déjamen paz, chico —dijo.Alzó el bastón y lo blandió haciaJake con torpeza.

—Señor, ¿sabe usted si haypor aquí un sitio que se llameAcademia Markey? —Era una

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pregunta absolutamentedesesperada, pero no se leocurrió otra cosa que decir.

El anciano bajó el bastón muylentamente —fue la palabra«señor» la que lo consiguió— ycontempló a Jake con el interés untanto lunático de la vejez casisenil.

—¿Cómo es que no estás enla escuela, muchacho?

Jake sonrió con cansancio. Lacosa ya empezaba a ser muyvieja.

—Es semana de exámenes.Me he acercado hasta aquí para

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ver a un amigo que va a laAcademia Markey. Eso es todo.Disculpe si le he molestado.

Pasó junto al anciano(esperando que no decidieradarle un bastonazo en el culo solopor si acaso) y estaba casi en laesquina cuando el hombre legritó:

—¡Chico! ¡Chicooo!Jake se volvió.—Por aquí no hay ninguna

Cadimia Markey —dijo elanciano—. Hace veintidós añosque vivo aquí, así que lo sé muybien. Avenida Markey, sí, pero no

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hay ninguna Cadimia Markey.A Jake se le contrajo

bruscamente el estómago deexcitación. Dio un paso hacia elanciano, que al instante levantóde nuevo el bastón en ademándefensivo. Jake paró en seco,dejando entre los dos una zona deseguridad de unos siete metros.

—¿Dónde está la avenidaMarkey, señor? ¿Podríadecírmelo?

—Pos claro —respondió elanciano—. ¿No acabo de decirteque hace veintidós años que vivoaquí? Dos calles más abajo.

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Cuando llegues al Cine Majestic,gira a la izquierda. Pero ya tedigo que no hay ninguna CadimiaMarkey.

—¡Gracias, señor! ¡Muchasgracias!

Jake se volvió y miró en ladirección que señalaba elanciano. Sí; a cosa de un par decalles más adelante se veíasobresalir por encima de la acerala figura inconfundible de lamarquesina de un cine. Echó acorrer hacia allí, pero pensó queeso podía llamar la atención yredujo la velocidad a paso vivo.

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El anciano lo miró alejarse.¡«Señor»! —dijo para sí en

un tono de ligero asombro—. ¡Demanera que «señor»!

Soltó una oxidada risita entredientes y reanudó la marcha.

DIECISIETE

El grupo de Roland se detuvo alanochecer. El pistolero excavó unagujero poco hondo y encendióuna hoguera. No la necesitabanpara cocinar, pero aun así lanecesitaban.

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Eddie la necesitaba. Si habíade terminar la llave, necesitaríaluz para trabajar.

El pistolero miró en torno yvio a Susannah, una silueta oscurasobre el aguamarina cada vez másdesvaído del cielo, pero no vio aEddie.

—¿Dónde está? —quisosaber.

—Se ha ido por la carretera.Déjalo en paz, Roland; ya hashecho suficiente.

Roland asintió, se agachósobre el hueco de la hoguera ygolpeó un trozo de pedernal con

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una gastada barra de acero. Layesca que había preparado notardó en prender. Fue añadiendoramitas pequeñas, una a una, yesperó a que Eddie regresara.

DIECIOCHO

Casi un kilómetro más atrás, porel camino que habían recorrido,Eddie estaba sentado con laspiernas cruzadas en mitad delGran Camino y contemplaba elcielo con la llave aún sin terminaren la mano. Al dirigir la mirada

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hacia la carretera, divisó lachispa del fuego y supoexactamente qué estaba haciendoRoland… y por qué. Alzó otravez la vista hacia el cielo. Nuncase había sentido tan solo ni tanasustado.

El cielo era inmenso; Eddieno recordaba haber visto nuncatanto espacio ininterrumpido,tanto vacío puro. Eso le hizosentirse muy pequeño, pero Eddieconsideró que no había nada demalo en ello. En el plan generalde las cosas, realmente era muypequeño.

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El chico ya estaba cerca.Eddie creía saber dónde estabaJake y qué iba a hacer, y eso lellenaba de silenciosa admiración.Susannah había venido de 1963.Eddie había venido de 1987.Entre los dos… Jake. Intentandocruzar. Intentando nacer.

Lo conocí, pensó Eddie. Tuveque conocerlo, y creo que lorecuerdo… más o menos. Fuejusto antes de que Henry sealistara en el ejército, ¿no? Porentonces Henry iba a clase en elInstituto de FormaciónProfesional de Brooklyn y le

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tiraba mucho el negro: tejanosnegros, botas de motoristanegras con puntera de acero,camisetas negras con las mangasenrolladas. La época JamesDean de Henry. Elegancia depacotilla. Es lo que yo pensaba,pero nunca lo dije en voz altaporque no quería que seenfadara conmigo.

De pronto se dio cuenta deque lo que estaba esperandohabía ocurrido mientras él sehallaba sumido en suspensamientos: la Vieja Estrellahabía salido. En quince minutos,

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tal vez menos, se le uniría todauna galaxia de joyeríaextraterrestre, pero de momentoresplandecía sola en la incipienteoscuridad.

Eddie levantó lentamente lallave hasta que la Vieja Estrellabrilló dentro de su ancha muescacentral. Y entonces recitó laantigua fórmula de su mundo, laque le había enseñado su madrecuando se arrodillaba junto a élante la ventana del dormitoriopara contemplar el lucero de latarde que precedía la oleada deoscuridad sobre los tejados y las

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escaleras de incendio deBrooklyn: «Estrella de la luz y laclaridad, la primera estrella queesta noche verás; concede undeseo, concédelo, te ruego. Y esedeseo se hará realidad».

La Vieja Estrella refulgió enel hueco de la llave, un diamanteengastado en fresno.

—Ayúdame a encontrar valor—dijo Eddie—. Este es mideseo. Ayúdame a encontrar elvalor suficiente para atreverme aterminar esta maldita cosa.

Permaneció sentado unosinstantes más hasta que al fin se

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puso en pie y regresó alcampamento sin apresurarse. Sesentó tan cerca de la hogueracomo le fue posible, cogió elcuchillo del pistolero sin dirigirni una palabra a ninguno de losdos y empezó a tallar. Finísimasvirutas de madera se desprendíande la ese final de la llave. Eddietrabajaba deprisa, haciendo girarla llave hacia uno y otro lado,cerrando a veces los ojos paradeslizar la yema del pulgar sobrelas delicadas curvas. Procurabano pensar en lo que podía ocurrirsi estropeaba la llave; estaba

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seguro de que, si lo pensaba, sequedaría paralizado.

Roland y Susannah estabansentados detrás de él,contemplándolo en silencio.Finalmente, Eddie dejó elcuchillo a un lado. El sudor lecorría por la cara.

—Ese chico tuyo —comenzó—. Ese Jake. Debe de ser unchaval con cojones, ¿eh?

—Fue valiente en lasmontañas —respondió Roland—.Tenía miedo, pero no cedió ni unmilímetro.

—Ojalá yo pudiera ser así.

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Roland se encogió dehombros.

—En la casa de Balazarluchaste bien aunque te habíanquitado la ropa. Para un hombrees difícil combatir desnudo, perolo hiciste.

Eddie trató de recordar eltiroteo del bar, pero solo era unborrón en su mente: humo, ruido yluz que brillaba sobre una pareden confusos rayos entrecruzados.Creía que aquella pared habíaquedado derruida por losdisparos de las armasautomáticas, pero no se acordaba

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con certeza.Alzó la llave de modo que sus

muescas se recortaran nítidamentesobre las llamas. La sostuvo asímucho tiempo, examinando sobretodo la curva en ese. Parecíaexactamente igual a lo querecordaba de su sueño y de laimagen momentánea que habíavisto en el fuego… pero Eddietenía la sensación de que no eraexactamente como debía. Casi,pero no del todo.

«Eso es cosa de Henry, comosiempre. De todos esos años enque nunca llegabas a ser lo

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bastante bueno. Lo has logrado,compañero; lo único que sucedees que el Henry que llevas dentrono quiere reconocerlo».

Echó la llave sobre elrectángulo de piel y la envolviódoblando cuidadosamente losbordes.

—Ya está. No sé si habráquedado bien o no, pero no creoque pueda hacerla mejor. —Sesentía extrañamente vacío al notener ya que trabajar en la llave,sin propósito ni orientación.

—¿Quieres comer algo,Eddie? —le preguntó Susannah

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con voz queda.Ahí está el propósito, se dijo

Eddie. Ahí está la orientación.Sentada aquí mismo con lasmanos cruzadas sobre el regazo.Todo el propósito y laorientación que jamás…

Pero entonces le vino otracosa a la cabeza. Le vino derepente; no era un sueño… ni unavisión.

No, nada de eso. Es unrecuerdo. Está ocurriendo otravez: recuerdas hacia delante enel tiempo.

—Antes he de hacer otra cosa

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—respondió, y se puso en pie.Al otro lado de la fogata

Roland había apilado unoscuantos pedazos de madera seca.Eddie hurgó entre ellos yencontró una estaca de unossesenta centímetros de longitud yaproximadamente diez dediámetro. La cogió, regresó a sulugar junto al fuego y empuñó otravez el cuchillo de Roland. Estavez trabajó bastante más deprisa,porque solo estaba aguzando lavara, convirtiéndola en algo queparecía una estaquilla de tiendade campaña.

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—¿Podemos ponernos enmarcha antes de que amanezca?—le preguntó al pistolero—.Creo que tenemos que llegar a esecírculo lo antes posible.

—Sí. Y antes, si hace falta.No quiero moverme a oscuras; noes prudente entrar de noche en uncírculo parlante, pero si hemos dehacerlo, hemos de hacerlo.

—Por la cara que pones,muchachote, dudo que sea muyprudente acercarse a esoscírculos de piedra a ninguna horadel día —comentó Susannah.

Eddie volvió a soltar el

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cuchillo. La tierra del agujero queRoland había hecho para lahoguera estaba amontonada juntoa su pie derecho. Eddie utilizó elextremo aguzado de la estaca paradibujar un signo de interrogaciónen la tierra. El signo era claro ynítido.

—Muy bien —dijo al fin,mientras borraba el dibujo—.Todo listo.

—Come algo, entonces —leurgió Susannah.

Eddie lo intentó, pero no teníaapetito. Cuando por fin se echó adormir, acurrucado en el calor de

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Susannah, tuvo un reposo sinsueños pero muy ligero. Hastaque el pistolero lo despertó deuna sacudida a las cuatro de lamadrugada, Eddie estuvo oyendoel viento que se precipitabaincansable sobre la llanura, ytuvo la sensación de que se ibavolando con él, hacia las alturasde la noche, alejándose de todasaquellas preocupaciones,mientras la Vieja Estrella y laVieja Madre se desplazabanserenas sobre él, pintándole lasmejillas de escarcha.

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DIECINUEVE

—Es la hora —dijo Roland.Eddie se incorporó. Susannah

estaba a su lado, frotándose lacara con las manos. A medida quese le fue despejando la cabeza,Eddie se sintió invadido por unasensación de urgencia.

—Sí. Vamos allá, y deprisa.—Está cerca, ¿verdad?—Muy cerca. —Se puso en

pie, cogió a Susannah por lacintura y la izó a la silla deruedas.

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Ella lo miraba con inquietud.—¿Crees que aún podemos

llegar a tiempo?Eddie asintió.—Por los pelos.Tres minutos más tarde

volvían a descender por la laderasiguiendo el Gran Camino, queresplandecía tenuemente en laoscuridad como un fantasma. Yuna hora después de eso, cuandola primera claridad del albaempezó a tocar el cielo por eleste, empezó a oírse un sonidorítmico muy a lo lejos.

Sonido de tambores, pensó

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Roland.Maquinaria, pensó Eddie.

Una maquinaria enorme.Es un corazón, pensó

Susannah. Un corazón palpitante,enorme y enfermo… y está enesa ciudad a la que hemos de ir.

Al cabo de dos horas elsonido paró tan de súbito comohabía comenzado. En el cielo nocesaban de acumularse nubesblancas y amorfas que fueronvelando el sol de la mañana hastaocultarlo por completo. El círculode piedras erguidas se hallaba yaa menos de ocho kilómetros,

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resplandeciendo bajo aquella luzsin sombras como la dentadura deun monstruo caído.

VEINTE¡SEMANA ESPAGUETI EN EL

MAJESTIC!proclamaba el rótulo de ladecrépita y abatida marquesinaque sobresalía en el cruce de lasavenidas Brooklyn y Markey.

¡DOS CLÁSICOS DE SERGIOLEONE!

¡UN PUÑADO DE $$ MÁS EL

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BUENO, EL FEO Y EL MALO!99 ¢ TODOS LOS PASES

En la taquilla había unajovencita rubia con rulos en elpelo que mascaba chicle mientrasescuchaba a Led Zeppelin en eltransistor y leía una de aquellasrevistas sensacionalistas quetanto le gustaban a la señoraShaw. A su izquierda, en el tablónque quedaba libre, había unpóster de Clint Eastwood.

Jake sabía que no debíaentretenerse —ya eran casi lastres—, pero aun así se detuvounos instantes para mirar el

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póster que colgaba tras un cristalsucio y agrietado. Eastwoodllevaba un sarape mexicano.Tenía un puro apretado entre losdientes. Se había echado parte delsarape sobre el hombro paradejar al descubierto la pistola.Sus ojos eran de un azul claro ydescolorido. Ojos debombardero.

No es él, pensó Jake, perocasi es él. Son los ojos, sobretodo… Los ojos son casi iguales.

—Me dejaste caer —le dijoal hombre del viejo póster, elhombre que no era Roland—. Me

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dejaste morir. ¿Qué ocurrirá estavez?

—Eh, chico —le llamó lataquillera rubia, haciendo que sesobresaltara—. ¿Piensas entrar ovas a quedarte ahí hablando solo?

—No, gracias —respondióJake—. Ya las he visto las dos.

Echó a andar de nuevo ydobló a la izquierda por MarkeyAvenue.

Una vez más esperó que loinvadiera la sensación derecordar hacia delante, pero nosucedió. Estaba en una callecualquiera, calurosa y soleada,

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bordeada de edificios deapartamentos color arenisca que aJake se le antojaron las galeríasde una cárcel. Pasaban unascuantas jóvenes, empujandocochecitos de bebé por parejas ycharlando sin mucho entusiasmo,pero aparte de ellas la calleestaba desierta. Hacía un calordemasiado intenso para el mes demayo; demasiado calor para salira pasear.

¿Qué estoy buscando? ¿Qué?A sus espaldas sonó una ronca

carcajada masculina, seguida deun indignado grito femenino:

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—¡Devuélvemela!Jake dio un respingo,

creyendo que la dueña de la vozse dirigía a él.

—¡Devuélvemela, Henry!¡Hablo en serio!

Jake se volvió y vio a doschicos, uno de los cuales debía detener al menos dieciocho años. Elotro era bastante más pequeño…,de doce o trece años. Al ver aeste segundo muchacho, elcorazón de Jake hizo algoparecido a un looping dentro desu pecho. El chico llevabapantalones de pana verde en lugar

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de pantalones cortos de cuadros,pero la camiseta amarilla era lamisma y sostenía una vieja ygastada pelota de baloncestodebajo del brazo. Aunque estabade espaldas a Jake, Jake tuvo lacerteza de que había encontradoal chico de su último sueño.

VEINTIUNO

La que había gritado era lataquillera rubita que mascabachicle. El mayor de los chicos —que casi parecía lo bastante

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mayor para llamarlo hombre—tenía en sus manos la revista de lajoven. Ella intentó arrebatársela.El chico que se la había quitado—llevaba tejanos y una camisetanegra arremangada— levantó larevista en alto y sonrió.

—¡Salta si la quieres,Maryanne! ¡Salta, salta!

Ella lo miró con ojos furiososy las mejillas enrojecidas.

—¡Dámela! —le exigió—.¡Deja de hacer el idiota ydevuélvemela! ¡Cabrón!

—¡Ooooh, Eddie, mira lo queha dicho! —se burló el mayor—.

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¡Eres una deslenguada! ¡Eso no sedice!

Siguió agitando la revistajusto fuera del alcance de larubia, sonriendo, y de pronto Jakelo entendió todo. Aquellos dosseguramente volvían de la escuelaa casa —aunque seguramente noiban a la misma, si había acertadoal calcularles la edad— y elmayor se había acercado a lataquilla fingiendo que tenía algointeresante que contarle a lachica. Y entonces había metido lamano por la abertura del cristal yle había quitado la revista.

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El mayor de los chicos teníauna cara que Jake ya había vistoantes: era la cara de un muchachoque consideraría el colmo de ladiversión empaparle la cola a ungato con gasolina para usarla deencendedor o darle a un perrohambriento un pedazo de pan conun anzuelo escondido dentro.

La clase de muchacho que sesentaba en la última fila del aulay molestaba a las chicas y luegodecía «¿Quién, yo?» con bobaexpresión de sorpresa cuandoalguna acababa por quejarse. Nohabía muchos chicos así en Piper,

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pero había algunos. Jake supusoque en todas las escuelas habríaalgunos. En Piper vestían mejor,pero la cara era la misma. Seimaginó que en otros tiempos lagente habría dicho que era la carade un chico nacido para la horca.

Maryanne saltó para hacersecon la revista, que el muchachode los pantalones negros habíaenrollado en forma de tubo. Él laapartó en el último momento y lepegó con ella en la cabeza, comose le podría pegar a un perro quese hubiese meado en la alfombra.La chica empezó a llorar; más que

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nada por la humillación, juzgóJake. Su cara estaba tan roja quecasi resplandecía.

—¡Pues quédatela! —lechilló—. ¡Ya sé que eresanalfabeto, pero al menos podrásmirar las fotos! —Y enseguidahizo ademán de volverse.

—¿Por qué no se ladevuelves, eh? —dijo el máspequeño (el chico de Jake) convoz suave.

El mayor le tendió la revista ala chica, que se la arrancó de lasmanos. Incluso desde dondeestaba, diez metros calle abajo,

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Jake oyó cómo se rasgaba.—¡Eres un mierda, Henry

Dean! —le gritó ella—. ¡Unauténtico mierda!

—Oye, oye, ¿a qué viene eso?—Henry parecía dolido de veras—. Solo ha sido una broma.Además, solo se ha roto por unsitio; todavía puedes leerla,mujer. Enróllate un poco,¿quieres?

Y eso también cuadraba,pensó Jake. Los tipos como eseHenry siempre llevaban la bromamenos divertida dos pasosdemasiado lejos…, y luego se

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mostraban dolidos eincomprendidos cuando alguienles gritaba. Y siempre era «¿Quépasa?» y era «¿No sabes aceptaruna broma?» y era «¿Por qué note enrollas un poco?».

¿Qué haces con él,muchacho?, se preguntó Jake. Siestás de mi lado, ¿qué haces conun gilipollas como ese?

Pero cuando el más pequeñose volvió y echó a andar por laacera con el otro, Jake se diocuenta. Las facciones del mayoreran más duras y tenía la tezcubierta de marcas de acné, pero

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aparte de eso el parecido eraasombroso. Los chicos eranhermanos.

VEINTIDÓS

Jake les volvió la espalda yempezó a caminar con paso lentopor delante de los dosmuchachos. Se llevó una manotemblorosa al bolsillo de lapechera, sacó las gafas de sol desu padre y se las caló con ungesto torpe. Más atrás, las voceseran cada vez más fuertes, como

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si alguien estuviera subiendogradualmente el volumen de unaradio.

—No hubieras tenido quehacerle rabiar tanto, Henry. No haestado bien.

—A ella le encanta, Eddie. —La voz de Henry era complacientey mundana—. Cuando seas unpoco mayor lo entenderás.

—Pero si estaba llorando…—Probablemente tiene la

regla —dijo Henry en tonofilosófico.

Ya estaban muy cerca. Jake seencogió contra la pared del

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edificio. Tenía la cabeza gacha ylas manos muy hundidas en losbolsillos de los tejanos. No sabíapor qué le parecía de tan vitalimportancia que no se fijaran enél, pero así era. De un modo uotro, Henry no importaba, pero…

Se supone que el máspequeño no debe acordarse demí, pensó. No sé exactamente porqué, pero es importante.

Lo adelantaron sin dedicarleni una mirada de soslayo. El queHenry había llamado Eddiecaminaba por la parte de afuera,haciendo rebotar la pelota a lo

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largo del bordillo.—No me negarás que estaba

muy graciosa —decía Henry—.La marchosa de Maryannesaltando para coger la revista.¡Guau, guau!

Eddie alzó la vista hacia suhermano con una expresión quequería ser de reproche… hastaque se rindió y el reproche sedisolvió en risa. Jake reconocióel amor incondicional en aquellacara y juzgó que Eddie leperdonaría muchas cosas a suhermano mayor antes de dejarlocomo un caso perdido.

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—Entonces, ¿qué? ¿Vamos?—preguntó Eddie—. Dijiste queiríamos. Al salir de la escuela.

—Dije que a lo mejoriríamos. No tengo muchas ganasde ir andando hasta allí. Además,mamá ya debe de estar en casa.Será mejor que lo dejemos ysubamos a ver la tele.

Iban ya unos tres metros pordelante de Jake y seguíanalejándose.

—¡Va, vamos! ¡Lo dijiste!Al lado del edificio ante el

que entonces se hallaban los doschicos había una cerca de malla

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metálica con una puerta parapasar. Al otro lado de la cerca,Jake vio el terreno de juego conel que había soñado la nocheanterior… o una versión delmismo, por lo menos. No estabarodeado de árboles ni habíaningún quiosco del metro confranjas negras y amarillaspintadas en diagonal en la partedelantera, pero el cementoagrietado era idéntico. Y tambiénlas descoloridas líneas amarillasque delimitaban el campo.

—Bueno… no sé. A lo mejor.Jake comprendió que Henry

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estaba otra vez tomándole el peloa su hermano. Eddie, en cambio,no se daba cuenta; estabademasiado interesado en el lugaral que quería ir, fuera el quefuese.

—Mientras me lo pienso,vamos a tirar a la canasta.

Le robó la pelota a suhermano menor, la hizo botartorpemente hacia el terreno dejuego y lanzó un tiro que fue a daren lo alto del tablero y rebotó sinrozar siquiera el aro. A Henry sele daba bien robar revistas a lasadolescentes, pensó Jake, pero en

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el campo de baloncesto era uncompleto desastre.

Eddie entró por la puerta, sedesabrochó los pantalones depana y los echó hacia abajo. Bajoellos llevaba los pantalones decuadros desteñidos que Jakehabía visto en el sueño.

—¡Ay, mira, lleva suspantaloncitos cortos! —se rioHenry—. ¿Verdad que sonmonos? —Esperó a que Eddielevantara un pie del suelo paraacabar de quitarse los pantalones,y justo entonces le arrojó lapelota. Eddie consiguió desviarla

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con el brazo, evitando un golpeque seguramente le hubiera hechosangrar la nariz, pero perdió elequilibrio y cayó al suelo decemento. No se cortó, pero podríahaber ocurrido: a lo largo de lacerca vio un reguero de vidriosrotos que brillaban al sol.

—Venga, Henry, no te pases—protestó, pero sin auténticoreproche. Jake supuso que Henryllevaba tanto tiempo haciéndoleesas jugarretas que Eddie ya solose daba cuenta cuando se lashacía a otra persona; a alguiencomo la taquillera rubita.

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—¡Venga, Henry, no te pases!—repitió su hermano en tono demofa.

Eddie se puso en pie y corrióhacia la pista. La pelota habíachocado contra la malla metálicay había rebotado hacia Henry, queintentó hacerle un regate a suhermano pequeño. Eddie extendióla mano con la rapidez de unrelámpago, pero con notabledelicadeza, y le robó la pelota. Secoló con facilidad bajo el brazoextendido que Henry agitaba anteél y fue hacia la canasta. Henrycorrió con expresión ceñuda en

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pos de él, pero lo mismo habríadado que se echara a dormir.Eddie saltó, con las rodillasrecogidas y los pies limpiamenteestirados, y encestó la pelota.Henry se apoderó de ella cuandocaía y la llevó botando hasta laraya.

No hubieras debido hacerlo,Eddie, pensó Jake. Se habíaparado justo en la esquina dondeterminaba la cerca, y los estabaobservando desde allí. Parecía unlugar bastante seguro, al menos demomento. Llevaba puestas lasgafas de sol de su padre, y los

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chicos estaban tan absortos en eljuego que aunque el presidenteCarter se hubiera detenido amirarlos no se habrían dadocuenta. De todos modos, Jakedudaba de que Henry supiesequién era el presidente Carter.

Jake se imaginaba que Henryle haría una personal a suhermano, quizá incluso violenta,como castigo por la canasta, perohabía subestimado la astucia deEddie. Henry hizo una finta queno habría engañado ni a la madrede Jake, pero al parecer Eddiecayó en la trampa. Henry pasó

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junto a él y se dirigió hacia lacanasta, corriendo casi todo elrato con la pelota sujeta. Jakeestaba seguro de que Eddiehabría podido darle alcance yquitarle la pelota con facilidad,pero en cambio el chico se quedórezagado. Henry lanzó un tiro —con desmaña— y la pelota rebotóen el aro. Eddie la cogió perodejó que se le escapara de lasmanos. Henry se apoderó de ella,giró y la hizo pasar por el aro sinred.

—Uno a cero —dijo Henry,jadeante—. ¿Vamos a doce?

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—Vale.Jake había visto suficiente. El

juego iba a ser reñido, pero alfinal ganaría Henry. Eddie seocuparía de ello. Su derrota nosolo le ahorraría malos tratossino que además pondría a Henryde buen humor y lo volvería másreceptivo a lo que Eddie quisierahacer.

«Bueno, chico, me parece quetu hermanito pequeño te ha estadomanipulando como una marionetadesde hace mucho tiempo, y tú nisiquiera lo sospechas, ¿verdad?».

Retrocedió hasta que el

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edificio que se alzaba en elextremo norte del campo dejuegos le impidió ver a loshermanos Dean y que ellos levieran a él. Se apoyó en la paredy escuchó el sonido de la pelotaal rebotar contra el cemento. Alpoco Henry empezó a resoplarcomo Charlie el Chu-Chú en unaempinada cuesta arriba. Debía deser fumador, naturalmente; lostipos como Henry siempre eranfumadores.

El juego duró unos diezminutos, y para cuando Henrycantó victoria la calle se había

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llenado de chicos que volvían dela escuela. Algunos de ellosmiraban a Jake con curiosidad alpasar ante él.

—Buen partido, Henry —dijoEddie.

—No ha estado mal —jadeóHenry—. Pero aún te dejasengañar por mis fintas.

Claro que sí, pensó Jake. Ycreo que seguirá dejándoseengañar hasta que haya ganadounos cuarenta kilos de peso.Puede que entonces te lleves unasorpresa.

—Sí, eso parece. Oye, Henry,

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¿podemos ir a ver la casa, porfavor?

—Sí, ¿por qué no? Vamos.—¡Bien! —gritó Eddie a todo

pulmón. Se oyó un chasquido decarne contra carne; seguramenteEddie le había dado la mano aHenry con una palmada—.¡Campeón!

—Sube a casa y dile a mamáque volveremos a las cuatro ymedia, cinco menos cuarto. Perono le digas nada de la Mansión.Le daría un ataque de nervios.Ella también cree que estáencantada.

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—¿Quieres que le diga quevamos a casa de Dewey?

Hubo un silencio mientrasHenry pensaba.

—No. A lo mejor se le ocurrellamar a la señora Bunkowski.Dile… dile que vamos a la tiendade Dahlie para comprar HoodsieRockets. Eso se lo creerá. Ypídele un par de pavos, de paso.

—No me los dará. Aún faltandos días para cobrar.

—Chorradas. Tú puedessacárselos. Anda, corre.

—Vale —dijo, pero Jake nooyó que Eddie se moviera—.

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¿Henry…?—¿Qué? —contestó con

impaciencia.—¿Es verdad que la Mansión

está encantada? ¿Tú qué dices?Jake se acercó un poco más al

terreno de juego. No quería quelo vieran, pero tenía la intensasensación de que necesitaba oíraquello.

—Qué va. Las casasencantadas no existen. Solo en lasjodidas películas.

—Ah. —En la voz de Eddiehabía una inconfundible nota dealivio.

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—Pero si hubiese alguna —prosiguió Henry (quizá no queríaque su hermano menor se sintierademasiado aliviado, pensó Jake)—, sería la Mansión. Me handicho que hace un par de añosdos chicos de la calle Norwoodentraron allí para hacer gansadasy la pasma los encontró con elcuello rajado y sin una gota desangre en el cuerpo. Pero nohabía ni una mancha de sangre enninguna parte. ¿Entiendes? Todala sangre había desaparecido.

—¿Te ríes de mí? —preguntóEddie en un susurro.

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—No. Pero no fue eso lopeor.

—¿Qué fue?—El pelo se les había vuelto

completamente blanco —explicóHenry. La voz que le llegó a Jakeera solemne. Tuvo la impresiónde que esta vez Henry nointentaba tomar el pelo a suhermano, que esta vez él mismocreía lo que estaba diciendo.(Además, dudaba de que Henrytuviera suficiente seso parainventarse semejante historia.)—.Los dos. Y tenían los ojos muyabiertos, como si hubieran visto

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la cosa más horrible del mundo.—¡Anda ya! Eso es un cuento

—dijo Eddie, pero en tono suavey fascinado.

—¿Todavía quieres ir?—Claro. Siempre que…, ya

sabes, que no tengamos queacercarnos demasiado.

—Pues ve a ver a mamá. Yprocura sacarle un par de pavos.Necesito tabaco. Y llévate lajodida pelota.

Jake se echó hacia atrás y semetió en el primer portal justocuando Eddie salía por la puertadel terreno de juego.

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Para su horror, el chico de lacamiseta amarilla se encaminóhacia donde estaba Jake. ¡Oh,no!, pensó, desalentado. ¿Y sivive en este edificio?

Vivía allí. Jake tuvo el tiempojusto para volverse y fingir queleía los nombres escritos junto ala hilera de timbres antes de queEddie Dean pasara a su lado casirozándolo, tan cerca que Jakepudo oler el sudor que le habíabrotado en la pista de baloncesto.Medio vio y medio notó la ojeadacuriosa que el chico echó en sudirección. Pero Eddie entró en el

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edificio sin detenerse y se dirigióa los ascensores con lospantalones de la escuela dobladosde cualquier manera bajo unbrazo y la gastada pelota bajo elotro.

A Jake le palpitaba con fuerzael corazón. Seguir a la gente sinque se diera cuenta resultabamucho más difícil en la vida realque en las novelas de detectivesque a veces leía. Cruzó la calle yse detuvo entre dos edificios deapartamentos, media manzana másarriba. Desde allí podía ver almismo tiempo la entrada del

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edificio en que vivían loshermanos Dean y el terreno dejuego que estaba empezando allenarse, sobre todo de niñospequeños. Henry estaba apoyadocontra la cerca, fumándose uncigarrillo y tratando de ofreceruna imagen de durezaadolescente. De vez en cuandoalargaba un pie, cuando alguno delos chiquillos pasaba corriendoante él, y antes de que regresaraEddie había puesto la zancadillaa tres niños. El último de elloscayó por tierra cuan largo era, diode bruces contra el cemento y

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salió llorando calle arriba con lafrente ensangrentada. Henryarrojó la colilla del cigarrillohacia su espalda y se echó a reírcon ganas.

Un tipo de lo más divertido,pensó Jake.

Después de eso, los demásniños espabilaron y empezaron aguardar las distancias. Henry semarchó del terreno de juego yanduvo sin apresurarse hacia eledificio de apartamentos en elque había entrado Eddie cincominutos antes. Justo cuandollegaba, se abrió la puerta y salió

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Eddie. Se había puesto unostejanos y una camiseta limpia;también se había atado a la frenteun pañuelo verde, el mismo quellevaba en el sueño de Jake.Agitaba dos billetes de un dólarcon aire triunfal. Henry se losquitó de la mano y le preguntóalgo. Eddie asintió con la cabezay echaron a andar.

Jake los siguió a mediamanzana de distancia.

VEINTITRÉS

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Se habían parado en la hierba altaque bordeaba el Gran Camino ycontemplaban el círculo parlante.

Stonehenge, pensó Susannah,y se estremeció. Eso es lo queparece. Stonehenge.

Aunque la tupida hierba quecubría la llanura crecía tambiénen torno a la base de los grandesmonolitos grises, el círculo quedelimitaban era de tierra desnuda,salpicada aquí y allá de cosasblancas.

—¿Qué es eso? —preguntóSusannah en voz baja—.

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¿Esquirlas de piedra?—Vuelve a mirar —le

aconsejó Roland.Al hacerlo vio que eran

huesos. Huesos de animalespequeños, quizá. Así lo esperaba.

Eddie pasó la estaca aguzadaa la mano izquierda, se enjugó enla camisa la palma de la derechay volvió a cambiarla de mano.Abrió la boca, pero su gargantareseca no emitió ningún sonido.Carraspeó y lo intentó de nuevo.

—Creo que debo entrar ahí ydibujar algo en la tierra.

Roland asintió.

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—¿Ahora?—Pronto. —Miró a Roland a

la cara—. Aquí hay algo,¿verdad? Algo que no vemos.

—Ahora no está —respondióRoland—. O al menos creo queno está. Pero vendrá. Nuestrokhef, nuestra fuerza vital, leatraerá. Y querrá defender sumorada, por supuesto.Devuélveme la pistola, Eddie.

Eddie se desabrochó el cintoy se lo dio. Acto seguido sevolvió hacia el círculo de piedrasde siete metros de altura. Allívivía algo, desde luego. Percibía

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su olor, un hedor que le hacíapensar en yeso húmedo, sofásmohosos y colchones viejospudriéndose bajo capas dehongos en licuefacción. Ese olorle resultaba conocido.

«La Mansión; allí fue dondelo olí. El día que convencí aHenry para que me llevara a verla Mansión de la calle Rhinehold,en Dutch Hill».

Roland se abrochó la hebilladel cinto y se inclinó para anudarla tira que sujetaba la pistolera almuslo. Mientras lo hacía, alzó lavista hacia Susannah.

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—Puede que necesitemos aDetta Walker —le anunció—.¿Anda por ahí?

—Esa perra siempre andacerca. —Susannah frunció lanariz.

—Bien. Uno de los dos tendráque proteger a Eddie mientras élhace lo que ha de hacer. El otroserá un bulto inútil. Esta es lamorada de un demonio. Losdemonios no son humanos, peroigualmente pueden ser macho ohembra. El sexo es al mismotiempo su arma y su debilidad.Sea cual sea el sexo de este

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demonio, irá por Eddie. Paraproteger su morada. Para impedirque un extraño utilice su morada.¿Comprendes? —Susannahasintió en silencio. Eddie, por lovisto, no escuchaba. Se habíametido bajo la camisa elenvoltorio de piel que contenía lallave y miraba fijamente elcírculo parlante, como siestuviera hipnotizado—. No haytiempo para decirlo de unamanera agradable o refinada —prosiguió Roland—. Uno de losdos tendrá…

—Uno de los dos tendrá que

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follárselo para que deje en paz aEddie —le interrumpió Susannah—. Este demonio es la clase decosa que nunca puede rechazar unpolvo gratis. Ahí querías ir aparar, ¿no?

Roland asintió.A Susannah se le encendieron

los ojos. Ahora eran los ojos deDetta Walker, sabios y crueles aun tiempo, resplandecientes dedura diversión, y la voz empezó aadoptar el fingido acento sureñoque era la marca de fábrica deDetta Walker.

—Si es un demonio chica,

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pa’ti. Pero si es un demoniochico, me lo quedo yo. ¿Táclaro?

Roland asintió.—¿Y si a este le va todo?

¿Qué pasa entonces, grandullón?Los labios de Roland se

contrajeron en una levísimainsinuación de sonrisa.

—Entonces lo poseeremosjuntos. Pero acuérdate…

A su lado, Eddie musitó convoz desmayada y remota:

—No todo es silencio en lassalas de los muertos. Mirad, elque dormía está despertando. —

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Volvió los ojos enloquecidos yaterrorizados hacia Roland—.Hay un monstruo.

—El demonio…—No. Un monstruo. Algo que

hay entre las puertas… entre losmundos. Algo que espera. Y estáabriendo los ojos.

Susannah miró atemorizada aRoland.

—Alzate, Eddie, y en pie —dijo Roland—. Sé certero.

Eddie respiró hondo.—Aguantaré en pie hasta que

me derribe —prometió—. Ahoratengo que entrar. Ya está

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empezando.—Entramos todos —dijo

Susannah. Arqueó la espalda ydescendió de la silla de ruedas—.Si algún demonio quiere follarconmigo, descubrirá que estáfollando con la mejor. Le voy aechar un polvo que no olvidaránunca.

Mientras pasaban entre dos delas altas piedras para introducirseen el círculo parlante, empezó allover.

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VEINTICUATRO

En cuanto Jake vio la casacomprendió dos cosas: primero,que ya la había visto antes, ensueños tan terribles que su menteconsciente no le permitíarecordarlos; segundo, que era unlugar de muerte, asesinato ylocura. Se había detenido en laesquina más alejada de la calleRhinehold con Brooklyn Avenue,a unos setenta metros de Henry yEddie Dean, pero incluso desde

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allí percibía que la Mansión, sinhacer caso de los dos hermanos,extendía hacía él unas manosinvisibles y anhelantes. Tuvo lasensación de que esas manosestaban provistas de espolones.Espolones muy agudos.

«Me quiere a mí, y no puedohuir. Entrar ahí es la muerte…pero no entrar es locura. Porqueen algún rincón de esa casa hayuna puerta cerrada. Yo tengo lallave que la abre, y la únicaesperanza de salvación que mequeda está al otro lado».

Con el corazón abatido,

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examinó detenidamente laMansión, una casa que casilanzaba alaridos de anormalidad.Se alzaba en el centro del jardínabandonado y lleno de malezacomo un tumor maligno.

Los hermanos Dean habíanrecorrido nueve manzanas deBrooklyn, andando a paso lentobajo el caluroso sol de la tarde,hasta llegar a una zona que, ajuzgar por los nombres de lastiendas y los comercios, tenía queser Dutch Hill. Y al fin se habíandetenido en mitad de aquellamanzana, delante de la Mansión.

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La casa parecía llevar muchosaños abandonada, pero a pesar deello apenas había sufrido actos devandalismo. Y en otro tiempo,pensó Jake, debía de haber sidouna verdadera mansión, el hogar,quizá, de un comerciantepróspero y su familia numerosa.En aquellos días de antañoseguramente había sido blanca,pero ahora era de un suciogrisáceo. Todas las ventanasestaban rotas y la deterioradavalla de madera que la rodeabaestaba cubierta de pintadas, perola casa en sí permanecía intacta.

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Se desplomaba bajo lacalurosa luz, un desvencijadoespectro con tejado de pizarraque crecía en un patio herboso ysembrado de desperdicios y, dealgún modo, a Jake le sugirió laimagen de un perro peligroso quese fingía dormido. Su empinadotejado sobresalía sobre el porchedelantero como una frenteaplastada. Las tablas del porcheestaban torcidas y astilladas.Contraventanas que quizá en otrotiempo habían sido verdescolgaban fuera del quicio junto alas ventanas sin cristales, algunas

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de las cuales aún estabanprovistas de viejas cortinas quependían como tiras de pielmuerta. A la izquierda había unaantigua espaldera a punto dedesprenderse del edificio,sostenida ya no por clavos sinotan solo por las enredaderas sinnombre y de algún modoinmundas que crecíanprofusamente sobre ella. Había uncartel en el jardín y otro en lapuerta. Desde donde Jake estaba,no alcanzaba a leer ninguno delos dos.

La casa estaba viva. Jake lo

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sabía, podía percibir laconciencia que surgía de lastablas y el tejado pandeado, lasentía manar a ríos desde lascuencas negras de sus ventanas.La idea de acercarse a aquellugar terrible lo llenaba deabatimiento; la idea de penetraren su interior lo llenaba de unhorror inarticulado. Pero tendríaque hacerlo. Notó un zumbidograve y adormecedor en losoídos, el sonido de una colmenaen un caluroso día de verano, ypor un instante temió desmayarse.Cerró los ojos… y la voz de él le

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llenó la cabeza.«Debes venir, Jake. Ese es el

camino del Haz, el camino de laTorre y el momento de tuInvocación. Sé certero; álzate;ven a mí».

El miedo no pasó, pero síaquella horrible sensación depánico inminente. Abrió los ojosde nuevo y vio que no era elúnico que percibía el poder y eldespertar de la conciencia de lacasa.

Eddie estaba intentandoalejarse de la cerca. Se volvióhacia Jake, que pudo verle los

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ojos inquietos y muy abiertosbajo el pañuelo verde de lafrente. Su hermano mayor losujetó y lo empujó hacia el portónoxidado, pero el gesto estuvofalto de convicción; por lerdo quefuese Henry, la Mansión no legustaba más que a Eddie.

Se retiraron un poco ysiguieron contemplando el lugar.Jake no pudo entender qué sedecían, pero su tono de voz eragrave e inseguro.

De pronto, Jake recordó loque Eddie le había dicho en elsueño: «Pero recuerda: hay

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peligro. Ten cuidado… yapresúrate».

Súbitamente, el Eddie real, elque estaba al otro lado de lacalle, alzó la voz lo bastante paraque Jake pudiera distinguir laspalabras.

—¿Podemos irnos ya, Henry?Por favor. No me gusta. —El tonoera de súplica.

—¡Jodido mariquita! —replicó Henry, pero Jake creyóoír alivio en su voz además decondescendencia—. Vámonos.

Volvieron la espalda a ladecrépita casa que se agazapaba

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tras la valla combada y echaron aandar hacia la calzada. Jakeretrocedió y se puso a mirar elescaparate de una triste tienduchaque lucía el rótulo deELECTRODOMÉSTICOS DESEGUNDA MANO DUTCH HILL.Observó cómo Henry y Eddie,dos reflejos borrosos yfantasmales superpuestos a unavieja aspiradora Hoover,cruzaban la calle Rhinehold.

—¿Seguro que no estáencantada? —preguntó Eddiecuando llegaron a la acera dellado de Jake.

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—No sé qué decirte —respondió Henry—. Ahora que hevuelto a verla, ya no estoy tanseguro.

Pasaron justo por detrás deJake sin mirarlo.

—¿Tú entrarías? —prosiguióEddie.

—Ni por un millón de dólares—contestó Henry sin dudarlo.

Doblaron la esquina. Jake seapartó del escaparate y alargó elcuello para verlos marchar.Regresaban por donde habíanvenido, los dos juntos sobre laacera, Henry arrastrando las

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pesadas botas de punterametálica, los hombros encorvadoscomo los de una persona muchomayor, y Eddie caminando a sulado con gracia natural yespontánea. Sus sombras, que yase alargaban sobre la calzada, sefundían amigablemente.

Vuelven a casa, pensó Jake, ysintió una oleada de soledad tanintensa que creyó que iba aaplastarle. Cenarán, harán losdeberes, discutirán por elprograma de televisión y se irána la cama. Puede que Henry seaun matón despreciable, pero

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estos dos tienen una vida, unavida con sentido… y ahoravuelven a ella. No sé si se dancuenta de lo afortunados queson. Tal vez Eddie, supongo.

Jake se volvió, se ajustó lascorreas de la mochila y cruzó lacalle Rhinehold.

VEINTICINCO

Susannah percibió movimiento enla desierta llanura de hierba quese extendía tras el círculo depiedras erguidas: como un viento

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que suspiraba y susurraba.—Viene algo —anunció con

voz tensa—. Y deprisa.—Ten cuidado —le pidió

Eddie—, pero sácamelo deencima. ¿Entiendes? Sácamelo deencima.

—Te he oído, Eddie. Túlimítate a hacer lo tuyo.

Eddie asintió. Arrodillado enel centro del círculo, alzó ante susojos la rama aguzada como siexaminara la punta. Luego la bajóy trazó una oscura línea recta enla tierra.

—Cuida de ella, Roland…

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—Lo haré si puedo, Eddie.—… pero sácamelo de

encima. Jake está viniendo. Ese hijoputa chalado está viniendo.

Susannah observó que al nortedel círculo parlante la hierba seabría en una larga línea oscura,creando un surco que avanzaba enderechura hacia el círculo depiedras.

—Prepárate —advirtióRoland—. Irá a por Eddie. Unode los dos tendrá que tenderle unaemboscada.

Susannah se alzó sobre suscaderas como una serpiente en el

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cesto de un faquir de la India. Sellevó las manos a la cara,cerradas en duros puños oscuros.Le ardían los ojos.

—Estoy preparada —dijo, yacto seguido gritó—: ¡Ven,muchachote! ¡Ven ahora mismo!¡Corre como si fuera tucumpleaños!

La lluvia empezó a arreciarcuando el demonio que allíhabitaba hizo su entrada en elcírculo como un resonantevendaval. Susannah apenas tuvotiempo de percibir una densa eimplacable masculinidad; le llegó

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como un olor a ginebra y a enebroque lo hizo lagrimear antes de quese precipitara hacia el centro delcírculo. Cerró los ojos y trató deatraparlo, no con los brazos nicon la mente sino con toda laenergía femenina que vivía en lohondo de su ser.

—¡Eh, muchachote!¿Dondevá? ¡El chocho tá aquí!

Giró como un remolino.Susannah notó su sorpresa… yluego su hambre cruda, tan plenay urgente como una arteriapalpitante. La cosa saltó sobreella como un violador oculto en

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la boca de un callejón.Susannah aulló y se echó

hacia atrás con tanta fuerza que sele marcaron todos los músculos yvenas del cuello. El vestido quellevaba puesto se le aplastócontra los pechos y el vientre ycasi al instante empezó a rasgarsepor sí solo. Oía un jadear sinrumbo ni orientación, como si elpropio aire hubiera decididoaparearse con ella.

—¡Suze! —chilló Eddie, ehizo ademán de levantarse.

—¡No! —le gritó ella—.¡Hazlo! ¡Tengo a este hijeputa

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justo donde… justo donde loquiero! ¡Sigue, Eddie! ¡Trae alchico! Trae… —Una frialdadembistió contra la carne delicadade entre las piernas. Susannahgruñó, cayó hacia atrás… pero sesostuvo con una mano y se irguiódesafiante—. ¡Tráelo aquí!

Eddie miró indeciso aRoland, que asintió con la cabeza.Eddie echó otra mirada fugaz aSusannah con ojos llenos deoscuro dolor y de un miedo aúnmás oscuro, les volvió la espaldaa los dos con aire resuelto y sehincó otra vez de rodillas.

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Extendió la rama aguzada quese había convertido en un lápizimprovisado, ajeno a la fríalluvia que le caía sobre losbrazos y la nuca. El palo empezóa moverse trazando líneas yángulos, creando una figura queRoland reconoció al instante.

Era una puerta.

VEINTISÉIS

Jake estiró los brazos, posó lasmanos en la madera astillada yempujó. El portón giró lentamente

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sobre sus goznes oxidados yrechinantes. Ante él se abría unsendero desigual de ladrillos. Alfondo del sendero estaba elporche. Al fondo del porche, lapuerta. Le habían clavado tablasde un lado a otro.

Se internó poco a poco haciala casa, con el corazóntelegrafiándole rápidos puntos yrayas en la garganta. Entre losladrillos habían crecido malashierbas, y Jake oía perfectamentecómo le rozaban los pantalones.Todos sus sentidos parecían habersubido un par de puntos de

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intensidad. «No tendrás realmentela intención de entrar ahí,¿verdad?», le preguntaba dentrode la cabeza una voz dominadapor el pánico.

Y la respuesta que se leocurrió le pareció completamentechiflada y al mismo tiempoperfectamente razonable: Todaslas cosas sirven al Haz.

El cartel del jardín rezaba:PROHIBIDO EL PASO

El rectángulo de papelamarillento y manchado de óxidoclavado sobre una de las tablasque cruzaban la puerta principal

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era más sucinto:PROPIEDAD DECLARADA EN

RUINAS POR ORDENDE LA AUTORIDAD MUNICIPAL DE

LA CIUDAD DE NUEVA YORKJake se detuvo al pie de los

escalones y alzó la mirada haciala puerta. Había oído voces en elsolar abandonado y ahora pudooírlas de nuevo… pero este eraun coro de condenados, unajerigonza de amenazasdemenciales y promesasigualmente demenciales. Sinembargo tuvo la impresión de quetodo era una sola voz. La voz de

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la casa; la voz de un guardiánmonstruoso arrancado de su largoy desasosegado sueño.

Pensó fugazmente en la Rugerde su padre e incluso se sintiótentado de sacarla de la mochila,pero ¿de qué iba a servirle? A susespaldas, el tráfico se movía porla calle Rhinehold en ambasdirecciones, y una mujer legritaba a su hija que dejara depelar la pava con aquel muchachoy entrara la ropa tendida, peroaquí había otro mundo, un mundogobernado por algún ser siniestrosobre el que las pistolas no tenían

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ningún poder.«Alzate, Jake. Sé certero».—Muy bien —dijo en voz

baja y temblorosa—. Muy bien,lo intentaré. Pero más vale que novuelvas a dejarme caer.

Muy lentamente empezó asubir los peldaños del porche.

VEINTISIETE

Las tablas que bloqueaban lapuerta estaban viejas y podridas,y los clavos oxidados. Jake cogiólas dos superiores por el punto

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donde se cruzaban y tiró confuerza. Se desprendieron con unchirrido como el que habíaproducido el portón. Las arrojósobre la barandilla del porche aun viejo arriate en el que solocrecía una maraña de hierbajos.Se agachó, aferró las tablas deabajo… y se quedó quieto unosinstantes.

Un sonido hueco cruzaba lapuerta; el sonido de un animalbabeando de hambre en loprofundo de una tubería dehormigón. Jake sintió que unaenfermiza película de sudor

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empezaba a cubrirle las mejillasy la frente. Estaba tandespavorido que ya no tenía lasensación de ser del todo real,como si se hubiera convertido enun personaje en la pesadilla deotro.

El coro maligno, la presenciamaligna, estaba tras aquellapuerta. Su sonido rezumaba deallí como un jarabe.

Tiró de las tablas. Cedieroncon facilidad.

Naturalmente. Quiere queentre. Tiene hambre, y se suponeque yo he de ser el plato

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principal.De pronto le vino a la

memoria un poema que laseñorita Avery les había leído enclase. Supuestamente tratabasobre el dilema del hombremoderno, que ha perdido elcontacto con sus raíces ytradiciones, pero Jake tuvo larepentina sensación de que elautor del poema debía de habervisto esa casa: Te mostraré algodistinto / de tu sombra de lamañana que avanza, tras de ti / ode tu sombra del atardecer quese alza a tu encuentro; / yo te

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mostraré…—Te mostraré el miedo en un

puñado de polvo —musitó Jake, ypuso la mano en el pomo de lapuerta. Al hacerlo, aquella clarasensación de alivio y certidumbrelo inundó de nuevo, la sensaciónde que esta vez sí, esta vez lapuerta se abriría a ese otromundo, vería un firmamento nocontaminado por nieblas químicasy humos industriales, y, en elhorizonte remoto, no las montañassino los brumosos chapitelesazules de una fascinante ciudaddesconocida.

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Cerró los dedos en torno a lallave de plata que llevaba en elbolsillo, deseando que la puertaestuviese cerrada para poderutilizarla. No lo estaba. Losgoznes rechinaron, y el lentomovimiento de sus ejes a medidaque se abría la puerta hizo caer alsuelo escamas de orín. El olor adecadencia golpeó a Jake comoun impacto físico: maderamojada, yeso esponjado, listonespodridos, tapizados antiguos.Debajo de todos estos oloreshabía otro: el olor del cubil dealguna bestia. Ante él se extendía

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un penumbroso salón húmedo yrancio. A la izquierda, unaescalinata se torcía y se combabacomo un puente demencial hacialas sombras del piso superior. Subarandilla caída yacía hechaastillas en el suelo del salón, peroJake no fue tan necio para creerque lo que estaba viendo eransolo astillas. Entre esos restoshabía también huesos, los huesosde pequeños animales. Algunosno parecían precisamente huesosde animal, y Jake evitócontemplarlos con demasiadodetenimiento; sabía que, si lo

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hacía, le faltaría valor para seguiradelante. Se detuvo en el umbrale hizo acopio de coraje para darel primer paso. Oyó un leverumor apagado, muy seco y muyrápido, y se dio cuenta de que lecastañeteaban los dientes.

¿Por qué no me para nadie?,pensó frenéticamente. ¿Por quénadie me grita desde la acera?:«¡Oye, tú! ¡Ahí no se puedeentrar! ¿Es que no sabes leer?».

Pero ya sabía por qué. Lospeatones preferían circular por elotro lado de la calle, y los que seacercaban a la casa pasaban sin

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entretenerse.Aunque alguien mirase por

casualidad, no me vería, porqueen realidad ya no estoy aquí.Para bien o para mal, ya hedejado mi mundo atrás. Heempezado a cruzar. El mundo deél está más adelante, en algúnlugar. Esto…

Esto era el infiernointermedio.

Jake entró en el vestíbulo, yaunque lanzó un grito cuando lapuerta giró y se cerró detrás de élcon el sonido de la puerta de unmausoleo que se cierra para

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siempre, el hecho no lesorprendió.

En lo más hondo, no lesorprendió en absoluto.

VEINTIOCHO

Érase una vez una joven llamadaDetta Walker que solía frecuentarlos bares de honky-tonk y lastabernas que bordeaban lacarretera de Ridgeline en lasafueras de Nutley y la Ruta 88,junto a las líneas de alta tensión,en las afueras de Amhigh. En

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aquellos tiempos tenía piernas y,como dice la canción, sabíautilizarlas. Solía ponerse algúnvestido barato muy ceñido queparecía de seda aunque no lo eray bailar con los chicos blancosmientras la orquesta tocaba lascanciones de moda entre losblancuchos, como «Double Shotof My Baby’s Love» y «TheHippy-Hippy Shake». Tarde otemprano separaba a alguno de lamanada y dejaba que la llevara asu coche, en el aparcamiento. Allíse daban el lote (una de lasgrandes besadoras del mundo,

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esta Detta Walker, y nada torpecon las uñas, tampoco) hasta quelo ponía a cien… y entonces lorechazaba. ¿Qué ocurría luego?Bueno, esta era la cuestión, ¿no?Este era el juego. Algunoslloraban y suplicaban: bien, perono estupendo. Otros se enfurecíany rugían, lo cual estaba muchomejor.

Y aunque había recibidobofetadas, puñetazos en el ojo,escupitajos y una vez una patadaen el culo tan fuerte que la hizocaer despatarrada sobre la gravadel aparcamiento del Molino

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Rojo, nunca la habían violado.Todos habían vuelto a casa conlas pelotas hinchadas, hasta elúltimo blancucho de mierda. Locual quería decir, según las reglasde Detta Walker, que ella era lacampeona suprema, la reinaimbatida. ¿De qué? De ellos. Detodos aquellos repeinados,abotonados y estirados blancoshijeputas.

Hasta ahora.No había manera de resistirse

al demonio que moraba en elcírculo parlante. Ni manijas queaferrar, ni coche del que escapar,

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ni edificio al que regresarcorriendo, ni mejilla queabofetear, ni cara que arañar, nipelotas que patear si el blanquitohijeputa tardaba en captar elmensaje.

El demonio estaba sobreella… y entonces, tan rápidocomo un rayo, eso estuvo dentro.

Aunque no podía verlo,Susannah notó cómo la empujabahacia atrás. No podía verle lasmanos, pero pudo percibir suobra cuando el vestido quellevaba se rasgó con violenciapor varios lugares. Luego, de

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repente, dolor. Tuvo la sensaciónde que la desgarraban allí abajo,y en su agonía y su sorpresa lanzóun alarido. Eddie volvió lacabeza y entornó los párpados.

—¡Estoy bien! —le gritó—.¡No te detengas, Eddie, olvídatede mí! ¡Estoy bien!

Pero no era cierto. Porprimera vez desde que Dettahabía entrado en el campo debatalla sexual a la edad de treceaños, estaba perdiendo. Unahorrenda frialdad hinchada sezambulló en ella; fue como si lajodiera un carámbano.

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Advirtió oscuramente queEddie le daba la espalda paraseguir dibujando en la tierra, consu expresión de amorosainquietud disuelta por la frialdadterrible y concentrada queSusannah a veces percibía en él yle veía en la cara. Bien, así teníaque ser, ¿no? Le había dicho queno se detuviera, que la olvidara,que hiciera lo que tenía que hacerpara traer al chico a este lado.Esta era su parte en la invocaciónde Jake y no tenía derecho a odiara ninguno de los dos hombres,que no la habían obligado por la

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fuerza —ni de ningún otro modo— a hacer lo que estabahaciendo, pero cuando la frialdadla congeló y Eddie le volvió laespalda, los odió a los dos; adecir verdad, habría podidoarrancarles de cuajo susblanquitos cojones.

Y entonces Roland acudió asu lado, le sujetó los hombros consus fuertes manos y, aunque nohabló, ella oyó lo que decía: «Noluches. Si luchas, no podrásvencer; solo podrás morir. Elsexo es su arma, Susannah, perotambién es su debilidad».

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Sí. Siempre era su debilidad.La única diferencia era que estavez tendría que dar un pocomás… pero quizá eso era bueno.Quizá al final podría conseguirque ese invisible demonioblanquito pagara un poco más.

Se obligó a aflojar losmuslos. Se le abrieron deinmediato, trazando una largahuella curva en la tierra. Echó lacabeza atrás, hacia la lluvia queahora caía con fuerza, y notó lacara de la cosa que sebamboleaba justo encima de lasuya, los ojos ávidos que

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absorbían cada una de sus muecasretorcidas.

Alzó una mano en ademán deabofetear… y en vez de hacerlola posó sobre la nuca deldemonio violador. Fue comopalpar una columna de humosólido. ¿Y no advirtió que eldemonio se echaba atrás,sorprendido por la caricia?Balanceó la pelvis hacia delante,utilizando la nuca invisible comopunto de apoyo. Al mismo tiemposeparó aún más las piernas,haciendo que lo que restaba de suvestido se rompiera por las

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costuras. ¡Dios, qué grande era!—Venga —jadeó—. No vas a

violarme. Ni lo pienses. ¿Queríasjoderme? Yo sí que te voy ajoder. ¡Te voá echar el polvo detu vida! ¡Un polvo de muerte!

Sintió que la hinchazón quetenía dentro temblaba; sintió queel demonio intentaba retirarse, almenos momentáneamente, parareunir sus fuerzas.

—No, no, cariño —graznóSusannah, y apretó con fuerza losmuslos para retenerlo—. Ahoraviene lo divertido. —Empezó acontraer rítmicamente el trasero,

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bombeando sobre la presenciainvisible. Levantó la mano libre,entrelazó los diez dedos y se dejócaer hacia atrás con las caderasen tensión, los brazos extendidosen un abrazo que no parecíaestrechar nada. Se apartó de losojos el cabello empapado desudor; sus labios se abrieron enuna sonrisa de tiburón.

«¡Suéltame!», gritó una voz ensu mente. Pero al mismo tiemponotó que el dueño de la vozrespondía aun a su pesar.

—De ninguna manera,dulzura. Tú lo has querido… y

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ahora vasa tenerlo. —Susannahempujó hacia arriba con la pelvis,reteniendo, concentrándoseferozmente en el helado frío quesentía dentro de ella—. Voaderretirte el carámbano, dulzura,y cuando desaparezca… ¿quévasa hacer cuando desaparezca?

Sus caderas se alzaban ycaían, se alzaban y caían. Apretóinexorablemente los muslos,cerró los ojos, clavó las uñas enel cuello que no veía y rezó paraque Eddie terminara deprisa.

No sabía cuánto tiempopodría seguir así.

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VEINTINUEVE

El problema, conjeturaba Jake,era sencillo: en algún lugar deaquella mansión terrible ydecadente había una puertacerrada. La puerta correcta. Loúnico que había que hacer eraencontrarla. Pero eso era difícil,porque sentía que la presencia dela casa se estaba congregando. Elrumor de todas aquellas vocesdisonantes empezaba a fundirseen un solo sonido: un susurro

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grave y rasposo.Y se acercaba.A la derecha había una puerta

abierta. A su lado, clavado en lapared, un descoloridodaguerrotipo mostraba a unahorcado suspendido como frutapodrida de un árbol muerto. Másallá había un cuarto que entiempos había sido una cocina. Elfogón se había perdido, pero alotro lado del abombado ydescolorido linóleo se alzaba unanevera antigua, una de aquellascajas de hielo. Tenía la puertaabierta. En su interior había una

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masa negra y maloliente quehabía rezumado hasta formar en elsuelo un charquito, seco desdehacía mucho tiempo. Losarmarios de la cocina estabanabiertos. En uno de ellos vio laque probablemente era la másantigua lata de Snow’s Clam Fry-Ettes que se conservaba en elmundo. De otro asomaba lacabeza de una rata muerta. Losojos eran blancos y daban laimpresión de moverse, y al cabode unos instantes Jakecomprendió que las cuencasvacías estaban llenas de

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culebreantes gusanos.Algo le cayó en el pelo con un

golpe sordo. Jake gritó por elsusto, alzó la mano y cogió algoque al tacto parecía una pelota degoma blanda cubierta de cerdas.Se lo quitó de la cabeza y vio queera una araña con el cuerpohinchado del color de unamagulladura reciente. Sus ojos locontemplaron con estúpidamalevolencia. Jake la arrojócontra la pared. Estalló y sequedó adherida, agitandodébilmente las patas.

Otra le cayó en el cuello. Jake

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sintió una picadura repentina ydolorosa justo en el lugar dondeacababa el pelo. Retrocediócorriendo hacia el vestíbulo,tropezó con la barandilladerrumbada, cayó pesadamente ynotó cómo aplastaba la araña. Susentrañas —húmedas, febriles yresbaladizas— se le deslizaronpor entre los omóplatos como layema caliente de un huevo.Entonces vio más arañas en elumbral de la cocina. Algunascolgaban de sedosos y casiinvisibles hilos como plomadasobscenas; otras se dejaban caer

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sin más en una sucesión deruiditos chapoteantes y seescabullían hacia él conentusiasmo para darle labienvenida.

Jake se levantó de un salto,agitando los brazos en el aire ysin dejar de gritar. Sentía algo enla mente, algo que era como unasoga raída que empezaba a ceder.Pensó que se trataba de sucordura y, al comprenderlo así, suconsiderable valentía se vinoabajo por fin. No podía seguirsoportando aquello, fuera lo quefuese lo que estuviera en juego.

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Salió de estampida con laintención de huir si aún eraposible, y descubrió demasiadotarde que había cometido un errory que, en lugar de regresar alporche, estaba internándose másen la Mansión.

Fue a dar a un espaciodemasiado amplio para ser uncomedor o una sala de estar;parecía un salón de baile. Elfosde sonrisa maliciosacabrioleaban en el empapeladode las paredes y lo escrutabandesde la sombra de sus gorrasverdes y puntiagudas. Junto a una

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de las paredes se veía un sofácubierto de moho. La araña deluces se había desplomado en elcentro del combado suelo demadera, y la cadena corroída porel óxido yacía en un montón debucles entre las desperdigadaslágrimas y polvorientas cuentasde cristal. Jake esquivó aquellaruina y echó una aterrorizadaojeada por encima del hombro.No vio ninguna araña; de no serpor la asquerosidad que lerezumaba por la espalda, hubieracreído que eran producto de suimaginación.

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Volvió la vista al frente yfrenó en seco con un patinazo.Ante él se alzaba una doblepuerta acristalada, semiabiertasobre sus ranuras empotradas.Más allá se extendía otro pasillo.Al final de este segundo corredorhabía una puerta cerrada con unpomo dorado. Escritas en lapuerta —o acaso grabadas en ella— había dos palabras:

EL CHICOBajo el pomo había una placa

de plata en filigrana y unacerradura.

¡La encontré!, pensó Jake con

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vehemencia. ¡Por fin la encontré!¡Esa es! ¡Esa es la puerta!

Por detrás de él empezó acrecer un gruñido ronco, como sila casa empezara a despedazarse.Jake se volvió y miró hacia elotro extremo del salón de baile.La pared del lado opuesto habíacomenzado a hincharse,empujando el viejo sofá hacia elcentro. El empapelado tembló;los elfos empezaron a ondularse ya danzar. En algunos lugares, elpapel se desprendía y seenroscaba en largos pliegues. Elyeso se abombó en una curva

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preñada. Por debajo de él, Jakeoyó los chasquidos secos delenlistonado que se rompía y seestructuraba en una forma nueva ytodavía oculta. Y el ruido seguíaen aumento. Solo que ya no eraprecisamente un gruñido; ahorasonaba como un grito de odio.

Siguió mirando, hipnotizado,incapaz de apartar los ojos.

El yeso no se agrietó ni cayóal suelo en pedazos; era como sise hubiese vuelto maleable, y amedida que la pared continuabahinchándose, formando unaburbuja blanca irregular de la que

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aún colgaban tiras y restos delempapelado, la superficie empezóa moldearse en una serie deelevaciones, curvas y valles. Jakecomprendió súbitamente queestaba contemplando un enormerostro movedizo que surgía de lapared. Era como ver a alguienque empuja con la cara unasábana mojada.

Hubo un chasquido másfuerte, y un fragmento de listónroto se liberó de la ondulantepared para convertirse en lamellada pupila de un ojo. Másabajo, la pared se replegó hasta

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formar una boca contraída en unamueca de odio y llena de dientesquebrados. Jake vio trozos deempapelado adheridos a susdientes y encías.

Una mano de yeso sedesprendió de la pared y arrastrótras de sí un brazalete de cableeléctrico podrido. La mano aferróel sofá y lo echó a un lado,dejando fantasmagóricas huellasblancas en su oscura superficie.Al flexionarse los dedos de yesose desprendieron más listones,que crearon garras agudas yastillosas. La cara había salido

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por completo de la pared ycontemplaba a Jake con su únicoojo de madera. Más arriba, en elcentro de la frente, un elfo depapel danzaba todavía. Parecía untatuaje estrafalario. Sonó un ruidocomo de algo que se tuerce conviolencia, y la cosa empezó adeslizarse hacia él. El marco dela puerta se desprendió,convirtiéndose en un hombroencorvado. La única mano de lacosa se arrastró a zarpazos,haciendo rodar las cuentas decristal de la araña caída.

Jake recobró el movimiento.

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Giró en redondo, se lanzó haciala puerta acristalada y cruzó elpasillo a la carrera con lamochila rebotándole sobre laespalda y la mano derechahurgando en el bolsillo de lallave. Su corazón era una máquinaescapada de la fábrica. Detrás deél, la cosa que estaba formándosecon el maderamen de la Mansiónemitió un rugido atroz, y aunqueno hubo palabras, Jake entendiólo que le decía: le decía que sequedara quieto, le decía que erainútil correr, le decía que nohabía escapatoria. Ahora, toda la

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casa parecía viva; en el aireresonaban los chasquidos de lamadera y los gemidos de lasvigas.

El zumbido demente que erala voz del guardián de la puertaestaba por todas partes.

Jake cerró la mano sobre lallave. Al sacarla, una de lasmuescas se enganchó en elbolsillo. Los dedos, húmedos desudor, le resbalaron. La llavecayó al suelo, rebotó, se metiópor una grieta entre dos tablonespandeados y desapareció.

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TREINTA

—¡Tiene dificultades!Susannah oyó gritar a Eddie,

pero el sonido de su voz eralejano. También ella tenía suspropias dificultades… pero aunasí le parecía que quizá no le ibatan mal.

«Voa derretirte el carámbano,dulzura —le había dicho aldemonio—. Y cuandodesaparezca… ¿qué vasa hacercuando desaparezca?».

No lo había derretido

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exactamente, pero sí lo habíacambiado. La cosa que teníadentro no le proporcionabaningún placer, desde luego, peroal menos el terrible dolor sehabía apaciguado y la cosa ya noestaba tan fría. Estaba atrapada,incapaz de soltarse. Y Susannahno la retenía exactamente con elcuerpo. Roland le había dichoque el sexo era su debilidad,además de su arma, y como decostumbre estaba en lo cierto. Lacosa se había apoderado de ella,pero ella también se habíaapoderado de la cosa, y ahora era

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como si ambos tuvieran un dedoatrapado en uno de esosdiabólicos tubos chinos quecuanto más tiras más te aprietan.

Susannah se aferraba a unaidea para seguir con vida; teníaque hacerlo, porque cualquierotro pensamiento consciente sehabía desvanecido. Tenía queretener aquella cosa sollozante,asustada y perversa en la trampade su propia lujuria incontrolada.La cosa empujaba, se debatía yretorcía dentro de ella, pidiendo agritos que la soltara mientras nocesaba de usar su cuerpo con

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ansiosa e incontrolableintensidad, pero Susannah no ladejaba escapar.

¿Y qué va a pasar cuandofinalmente la suelte?, trataba deimaginar, desesperada. ¿Quéhará para vengarse?

Susannah no lo sabía.

TREINTA Y UNO

La lluvia caía a ráfagas,amenazando con convertir elcírculo delimitado por las piedrasen un mar de lodo.

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—¡Tapa la puerta con algo!—gritó Eddie—. ¡No podemosdejar que la lluvia la borre!

Roland miró de soslayo aSusannah y vio que seguíaforcejeando con el demonio.Tenía los ojos medio cerrados yla boca curvada en una muecahostil. Roland no podía ver ni oíral demonio, pero percibía susconvulsiones coléricas yasustadas.

Eddie volvió su rostrochorreante hacia él.

—¿No me has oído? —gritó—. ¡Tapa la maldita puerta con

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algo, y hazlo YA!Roland sacó una piel de la

mochila y cogió una punta concada mano. Seguidamenteextendió los brazos y se inclinósobre Eddie para formar unatienda improvisada. La punta dela estaca que Eddie utilizaba paradibujar estaba empastada debarro. Se la limpió en la manga,dejando una huella del color delchocolate amargo, einmediatamente volvió a cerrar lamano sobre la estaca y se encorvópara reanudar la tarea. Su dibujono era exactamente del mismo

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tamaño que la puerta del otrolado de la barrera, donde estabaJake —la proporción era quizá de0,75 a 1—, pero sería lo bastantegrande para que el chico pudieracruzarla… si las llavesfuncionaban.

Si es que realmente tiene unallave, ¿no es eso lo que quieresdecir?, se preguntó Eddie. ¿Y sila ha perdido… o esa casa le hahecho perderla?

Dibujó una placa bajo elcírculo que representaba el pomo,vaciló un instante, y seguidamentetrazó en su interior la conocida

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silueta del ojo de una cerradura:

Volvió a dudar. Había otracosa, pero ¿qué? Le resultabadifícil pensar en ello, porque leparecía tener un tornado rugiendoen la cabeza, un tornado en el querevoloteaban pensamientosaleatorios en lugar de cobertizos,excusados y gallinerosarrancados por la fuerza delviento.

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—¡Vamos, dulzura! —gritóSusannah detrás de él—. ¡Estásaflojando! ¿Qué pasa contigo?¡Yo te creía un auténtico follador,un chico sin par!

Chico. Eso era.Con ayuda de la estaca,

escribió cuidadosamente ELCHICO en el panel superior de lapuerta. En el instante en queterminó la «O», el dibujo setransformó. El círculo de tierraoscurecida por la lluvia se volvióde repente más oscuro… y brotódel suelo, convirtiéndose en unpomo oscuro y reluciente. Y en

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vez de tierra mojada y parda, viodentro de la silueta del agujero dela cerradura una tenue luz.

A sus espaldas, Susannahchilló de nuevo al demonio,azuzándolo, pero a juzgar por suvoz parecía que empezaba acansarse. Aquello tenía queterminar, y pronto.

Eddie se inclinó desde lacintura, como un musulmánsaludando a Alá, y atisbó por elojo de la cerradura que habíadibujado. A través de él vio supropio mundo, aquella casa queHenry y él habían ido a ver un día

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de mayo de 1977, sin darsecuenta (excepto que a Eddie no lehabía pasado por alto; no, no deltodo, ni siquiera entonces) de queles seguía un chico de otra partede la ciudad.

Vio un corredor. Jake estabade rodillas, tirandofrenéticamente de una tabla delsuelo. Algo iba a por él. Eddiepodía verlo, pero al mismotiempo no podía: era como si unaparte de su cerebro rehusaraverlo, como si la visión hubierade conducir a la comprensión, yla comprensión a la locura.

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«¡Deprisa, Jake! —gritó porel ojo de la cerradura—.¡Muévete, por el amor de Dios!».

Por encima del círculoparlante, un trueno rasgó el cielocomo una descarga de artillería yla lluvia se convirtió en granizo.

TREINTA Y DOS

Cuando se le cayó la llave, Jakepermaneció un instante inmóvildonde se hallaba, contemplandola angosta hendidura entre dostablones.

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De un modo increíble, leentraron ganas de dormir.

Esto no habría tenido quepasar, se dijo. Esto ya esdemasiado. No puedo seguir conesto ni un minuto más, ni un solosegundo. Me acurrucaré contraesa puerta de ahí; me echaré adormir ahora mismo, enseguida,y cuando esa cosa me coja y mearrastre hacia su boca, ya no medespertaré.

Entonces la cosa que surgíade la pared lanzó un gruñido, ycuando Jake alzó la mirada, susdeseos de rendirse se esfumaron

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en una oleada de terror. Ahora yahabía salido por completo de lapared: una gigantesca cabeza deyeso con un ojo de madera rota yuna mano de yeso que se tendíahacia él. Del cráneo le brotabantrozos de listones agrupados alazar, como el cabello de undibujo infantil. Al ver a Jake,abrió la boca, dejando aldescubierto sus astillosos dientesde madera. Volvió a gruñir. De suboca salió polvo de yeso, comouna bocanada de humo de puro.

Jake se hincó de rodillas yexaminó la hendidura. La llave

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era un leve y gallardo destello detrémula luz plateada en laoscuridad, pero la rendija erademasiado estrecha para que lecupiesen los dedos. Aferró una delas tablas y tiró con todas susfuerzas. Los clavos que lasujetaban chirriaron, peroresistieron.

Sonó un ruido estrepitoso.Jake miró hacia el corredor y vioque la mano, que era más grandeque él, cogía la araña de luces yla arrojaba a un lado. La cadenaoxidada que en otro tiempo lamantenía suspendida se alzó

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como un látigo y cayó con unchasquido. Una lámpara muertaque colgaba de una cadena sobrela cabeza de Jake se puso atemblar con un repique de cristalsucio contra latón antiguo.

La cabeza del guardián, unidasolo al hombro encorvado y elbrazo extendido, avanzódeslizándose por el suelo. Másatrás, los restos de la pared sevinieron abajo en una nube depolvo. Un instante después losfragmentos se reacomodaron y seconvirtieron en la espalda nudosay retorcida de aquel ser.

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El guardián de la puerta captóla mirada de Jake y esbozó unaapariencia de sonrisa. Al hacerlo,en sus arrugadas mejillasasomaron astillas de madera. Lacosa avanzó a rastras por entre labruma de polvo que llenaba elsalón de baile, abriendo ycerrando la boca. La enormemano, buscando a tientas un puntode apoyo entre los cascotes,arrancó de sus rieles un ala de lapuerta corredera.

Jake gritó sin aliento yempezó a sacudir la tabla otravez. No cedía. De pronto le llegó

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la voz del pistolero:«¡La otra, Jake! ¡Prueba con

la otra!».Soltó la tabla de la que estaba

tirando y cogió la del otro lado dela hendidura. Mientras lo hacía,le habló otra voz. Pero esta no laoyó dentro de su cabeza sino conlos oídos, y comprendió queprocedía del otro lado de lapuerta; la puerta que había estadobuscando sin descanso desde eldía en que no lo atropellaron enla calle.

«¡Deprisa, Jake! ¡Muévete,por el amor de Dios!».

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Cuando tiró de esta segundatabla, se desprendió tanfácilmente que Jake estuvo apunto de caerse de espaldas.

TREINTA Y TRES

En la entrada de la tienda deelectrodomésticos de segundamano situada enfrente de laMansión había dos mujeresparadas. La mayor era la dueña;la más joven era la única clienteque había en la tienda cuandoempezaron los ruidos de paredes

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que se hundían y vigas que separtían. Sin darse cuenta de quelo hacían, cada una le pasó elbrazo por la cintura a la otra y sequedaron las dos así, temblandocomo niñas que han oído un ruidoen la oscuridad.

Calle arriba, tres muchachosque se dirigían al campo debéisbol de Dutch Hill se pararona contemplar la casa con la bocaabierta; la carretilla Red BallFlyer cargada de material parajugar al béisbol quedó olvidada asu espalda. Un repartidor acercósu camioneta a la acera y bajó a

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mirar. Los clientes del Colmadode Henry y del Pub Dutch Hill seprecipitaban a la calle y mirabanfrenéticamente a todos lados.

Entonces la tierra empezó atemblar, y una fina red de grietasse abrió paso por la calleRhinehold.

—¿Es un terremoto? —lesgritó el conductor de la camionetade reparto a las dos mujeresparadas ante la tienda deelectrodomésticos, pero en lugarde esperar su respuesta trepó deun salto a la cabina de suvehículo y se alejó rápidamente,

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circulando por el lado izquierdode la calle para mantenerse lomás lejos posible de la casa enruinas que era el epicentro deaquella convulsión.

La casa entera parecíainclinarse hacia dentro. Las tablasse rompían, saltaban de lafachada y caían al jardín en unalluvia de astillas. Sucias cataratasnegruzcas de placas de pizarra sederramaban por los aleros. Hubouna detonación atronadora y unalarga grieta zigzagueante se abrióde arriba abajo en el centro de laMansión. La puerta desapareció

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en ella, e inmediatamente toda lacasa empezó a engullirse a símisma de fuera adentro.

La más joven de las mujeresse desasió de repente.

—Yo me voy de aquí —anunció, y echó a correr callearriba sin mirar atrás.

TREINTA Y CUATRO

Un viento caluroso y extrañoempezó a suspirar por el pasillocon tanta intensidad que echóhacia atrás la sudorosa cabellera

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de Jake mientras sus dedos secerraban sobre la llave de plata.En aquel momento comprendió,de una manera instintiva, qué eraaquel lugar y qué estabaocurriendo. El guardián de lapuerta no solo moraba en la casasino que era la casa: cada tabla,cada teja, cada alféizar, cadaalero. Y ahora estaba pugnando,convirtiéndose en unarepresentación demencialmentedistorsionada de su verdaderaforma. Su intención era atrapar alchico antes de que pudiera usar lallave. Por detrás de la gigantesca

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cabeza blanca y de la masatorcida del hombro, Jake viotablas, tejas, alambre y trozos devidrio —incluso la puerta de lacalle y la barandilla rota— quevolaban por el vestíbulo principaly acudían al salón de baile paraañadirse a la masa que allí habíatomado forma, contribuyendo acrear el deforme hombre de yesoque no cesaba de extender haciaél su mano monstruosa.

Jake retiró la mano delagujero entre las tablas y vio quela tenía cubierta de grandesescarabajos irritados. Dio una

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palmada contra la pared parasacudírselos y lanzó un gritocuando la pared se abrió einmediatamente trató de volver acerrarse en torno a su muñeca.Apartó la mano justo a tiempo,giró en redondo e introdujo lallave de plata en la cerradura.

El hombre de yeso volvió arugir, pero su voz quedómomentáneamente sofocada porun grito armónico que Jakereconoció al instante: lo habíaoído en el solar vacío, peroentonces era más quedo, tal vezsoñador. Ahora era un grito

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inequívoco de triunfo. Le invadióde nuevo aquella sensación decertidumbre —abrumadora,indiscutible—, y esta vez Jakesintió la certeza de que no habríadecepción. En aquella voz podíaoír toda la afirmación quenecesitaba. Era la voz de la rosa.

La tenue luz del pasillo seoscureció cuando la mano de yesoarrancó la segunda puertaacristalada y penetró condificultad en el pasillo. La cara sepegó al hueco que quedaba sobrela mano para mirar a Jake. Losdedos de yeso se arrastraron

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hacia él como las patas de unaaraña inmensa.

Jake hizo girar la llave ysintió que le subía por el brazo unsúbito chorro de energía. Oyó elchasquido sordo y grave delpestillo al descorrerse. Asió elpomo, lo giró y dio un tirón a lapuerta. La puerta se abrió porcompleto, y Jake lanzó un alaridode horror y asombro al ver lo quehabía al otro lado.

La puerta estaba tapiada contierra, de arriba abajo y de unlado a otro. Aquí y allá asomabanraíces como manojos de alambre.

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Algunas lombrices, al parecer tanconfundidas como el propio Jake,deambulaban al azar sobreaquella masa de tierra en formade puerta. Unas volvían apenetrar en ella; otras seguíanpululando, como si trataran deimaginar dónde diablos se habíametido la tierra que un momentoantes tenían debajo. Una le cayósobre la zapatilla.

El ojo de la cerradura duró unpoco más, proyectando unamancha de luz blanca y nebulosasobre la camisa de Jake. Más allá—tan cerca, tan inalcanzable—,

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oyó el rumor de la lluvia y elapagado retumbar de un trueno enun cielo abierto. Después, inclusoel ojo de la cerraduradesapareció, y unos dedos deyeso gigantes cogieron a Jake porla pierna.

TREINTA Y CINCO

Eddie no sintió la mordedura delgranizo cuando Roland arrojó lapiel, se levantó y corrió haciaSusannah.

El pistolero la sujetó por las

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axilas y la arrastró —con todo elcuidado y delicadeza de que fuecapaz— hasta el lugar dondeEddie permanecía agazapado.

—¡Suéltalo cuando yo te diga,Susannah! —le gritó Roland—.¿Has entendido? ¡Cuando yo tediga!

Eddie no vio ni oyó nada deesto. Solo oía a Jake, que gritabadébilmente al otro lado de lapuerta.

Había llegado el momento deutilizar la llave.

Se la sacó de la camisa y laintrodujo en la cerradura que

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había dibujado. Intentó hacerlagirar. La llave no se movió ni unmilímetro. Eddie alzó la carahacia la pedrea de granizo, ajenoa los granos de hielo que legolpeaban la frente, las mejillas ylos labios, dejando ronchas ymarcas rojizas.

—¡NO! —aulló—. ¡OH,DIOS, POR FAVOR! ¡NO!

Pero no hubo respuesta deDios; solo el estampido de otrotrueno y un relámpago que cruzóun cielo cargado de velocesnubarrones.

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TREINTA Y SEIS

Jake dio un salto, aferró la cadenade la lámpara que colgaba sobreél y se desprendió de los dedosengarfiados del guardián.Después se balanceó hacia atrás,utilizó la tierra compacta delumbral para darse impulso y salióvolando hacia delante comoTarzán en una liana. Al acercarsea los dedos, levantó las piernas ylos pateó con fuerza. El yesoestalló en pedazos y dejó aldescubierto un burdo esqueleto de

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listones. El hombre de yeso lanzóun rugido de hambre y furorentremezclados. Por debajo delrugido, Jake oyó desplomarsetoda la casa, como la de aquellanarración de Edgar Allan Poe.

El movimiento de péndulo lollevó otra vez a la pared de tierracompacta que obstruía el umbral;Jake volvió a darse impulso y selanzó de nuevo hacia delante. Lamano se alzó hacia él, y Jakeempezó a patearladesesperadamente, moviendo laspiernas como tijeras. Los dedosde madera se agitaron y sintió un

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dolor agudo en el pie. Cuando lacadena regresó hacia atrás, lefaltaba una zapatilla.

Jake buscó un asidero que lepermitiera subir por la cadena; loencontró y empezó a trepar haciael techo centímetro a centímetro.En lo alto se produjo un ruidosordo y crujiente. Un fino polvillode yeso empezó a caer sobre surostro sudoroso, vuelto haciaarriba. El cielorraso estabacediendo; la cadena de la lámparaiba surgiendo de él eslabón poreslabón. En el extremo del pasillosonó un ruido de piedras

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aplastadas, y el hombre de yesoconsiguió por fin introducir suhambrienta cara por la abertura.

Jake osciló inexorablementehacia aquella cara sin dejar degritar.

TREINTA Y SIETE

El terror y el pánico que Eddieestaba sintiendo desaparecieronde pronto. Lo envolvió el mantode frialdad, un manto que Rolandde Gilead había vestido muchasveces. Era la única armadura que

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poseía un auténtico pistolero… yla única que alguien asínecesitaba. En el mismo instante,una voz le habló mentalmente. Enlos últimos tres meses le habíanacosado otras voces semejantes:la voz de su madre, la de Rolandy, naturalmente, la de Henry. Peroesta, advirtió con alivio, era lasuya propia, y por fin era serena,racional y valerosa.

Viste la forma de la llave enel fuego y volviste a verla en lamadera, y las dos veces la visteperfectamente. Luego, te pusisteuna venda de miedo sobre los

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ojos. Quítatela. Quítatela y miraotra vez. Puede que aún no seademasiado tarde.

Eddie era vagamenteconsciente de que el pistolero lomiraba con hosquedad; vagamenteconsciente de que Susannah legritaba al demonio con voz másapagada pero todavía desafiante;vagamente consciente de que, alotro lado de la puerta, Jakechillaba de terror… ¿O era ya deagonía?

Apartó todo esto de su mente.Retiró la llave de madera de lacerradura dibujada, de la puerta

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que se había vuelto real, y lacontempló fijamente, intentandorecobrar el deleite inocente que aveces había conocido cuando eraun niño; el deleite de ver unaforma coherente oculta bajo unaapariencia de sinsentido. Y ahíestaba, el lugar donde habíaerrado, tan claramente visible queEddie no logró comprender cómohabía podido pasarle por altohasta entonces. Realmente debíade tener una venda en los ojos,pensó. Era la forma en ese delextremo, por supuesto. Lasegunda curva era ligeramente

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gruesa. Muy ligeramente.—Cuchillo —pidió, y

extendió la palma como uncirujano en el quirófano. Rolandse lo puso en la mano sin decirpalabra.

Eddie sujetó la parte alta dela hoja entre el pulgar y el índicede la mano derecha. Se inclinósobre la llave, sin sentir elgranizo que le caía con violenciasobre el cuello descubierto, y laforma encerrada en la maderaresaltó con más precisión; resaltócon su admirable e innegablerealidad propia.

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Raspó.Una vez.Con suavidad.Una sola viruta de fresno —

tan delgada que era casitransparente— se enroscó sobreel vientre de la forma en ese delextremo de la llave.

Al otro lado de la puerta, JakeChambers volvió a chillar.

TREINTA Y OCHO

La cadena se desprendió con unmatraqueo estrepitoso y Jake cayó

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pesadamente sobre las rodillas.El guardián de la puerta lanzó unrugido de triunfo. La mano deyeso cogió a Jake por las caderasy empezó a arrastrarlo hacia elotro extremo del pasillo. Jakeextendió las piernas por delante yplantó los pies, pero no le sirvióde nada. Astillas y clavoscubiertos de orín se le hundieronen la piel cuando la manoestrechó su presa y continuóarrastrándolo.

La cara parecía embutidajusto al comienzo del corredorcomo un corcho en una botella. La

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presión que había ejercido parallegar hasta allí habíacomprimido sus faccionesrudimentarias hasta darles unanueva forma, la de una especie deogro deforme y monstruoso. Laboca se abrió en toda su extensiónpara recibir a Jake. El chicoempezó a buscardesesperadamente la llave parautilizarla como un talismán deúltimo recurso, pero la habíadejado en la puerta, por supuesto.

—¡Hijo de puta! —aulló, y searrojó hacia atrás con todas susfuerzas, arqueando la espalda

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como un saltador olímpico sinatender a los listones rotos que sele clavaban como un cinturón declavos. Notó que los tejanos leresbalaban piernas abajo, y elapretón de la mano se aflojómomentáneamente.

Jake se lanzó de nuevo haciala puerta. La mano se cerró conbrutalidad, pero los tejanos sedeslizaron hasta las rodillas yJake acabó cayendo de espaldas;la mochila amortiguó el golpe. Lamano aflojó, tal vez con la ideade buscar una presa más firme enel cuerpo del muchacho. Jake

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pudo encoger un poco las rodillasy, cuando la mano volvió aapretar, estiró por completo laspiernas. La mano tiró hacia atrásal mismo tiempo y sucedió lo queJake deseaba: los tejanos (y lazapatilla que le quedaba) lefueron arrancados del cuerpo yquedó libre de nuevo, al menospor el momento.

Alcanzó a ver cómo la manogiraba sobre su muñeca de tablasy yeso en desintegración y hundíalos pantalones en la boca, y deinmediato empezó a gatear haciael umbral obstruido, ajeno a los

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trozos de vidrio de la lámparacaída, pensando únicamente enrecobrar la llave.

Casi había llegado a la puertacuando la mano se cerró sobresus piernas desnudas y empezó atirar nuevamente de él.

TREINTA Y NUEVE

Había sacado la forma, porfin la había sacado del todo.

Eddie volvió a meter la llaveen la cerradura y trató deaccionarla. Notó una breve

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resistencia… e inmediatamente lallave giró bajo su mano. Oyógirar el mecanismo, oyó correr elpestillo; notó que la llave separtía en dos en cuanto hubocumplido su función. Asió elbruñido tirador con ambas manosy tiró de él hacia arriba. Tuvo lasensación de un gran peso que sedesplazaba sobre un fulcroinvisible, la sensación de que subrazo había sido dotado de unafuerza sin límites, y la evidenciade que dos mundos habíanentrado súbitamente en contacto,y que se había abierto un paso

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entre los dos.Experimentó un instante de

vértigo y desorientación, y almirar al otro lado del umbralcomprendió el porqué: aunquemiraba desde lo alto —verticalmente—, veíahorizontalmente. Era como unaextraña ilusión óptica creada conprismas y espejos. Y entonces vioa Jake, que era arrastrado haciaatrás por el corredor sembrado defragmentos de yeso y cristal,hincando los codos en el suelo,las pantorrillas sujetas por unamano gigante. Y vio la boca

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monstruosa que lo esperaba,emitiendo vaharadas de unaniebla blanca que tanto podía serhumo como polvo.

—¡Roland! —gritó Eddie—.Roland, lo ha atra…

Y entonces cayó derribado deun golpe.

CUARENTA

Susannah se sintió alzada en viloy agitada por el aire en untorbellino de giros. El mundo eraborroso como si lo viera desde un

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tiovivo: las piedras en pie, elcielo gris, la tierra cubierta degranizo… y un agujerorectangular que parecía unescotillón abierto en el suelo. Unescotillón del que salían gritos.Dentro de Susannah, el demoniorabiaba y se debatía sin otrodeseo que escapar, pero incapazde conseguirlo mientras ella no lopermitiera.

—¡Ahora! —le gritó Roland—. ¡Suéltalo ya, Susannah! ¡Porla gloria de tu padre, suéltalo!

Y ella lo soltó.Susannah (con ayuda de

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Detta) había construido en sumente una trampa para eldemonio, algo así como una redde juncos entrelazados, y llegadoel momento la cortó. Sintió que eldemonio retrocedíainmediatamente y hubo un instantede terrible oquedad, de terriblevacío. Pero esta impresión fuevencida de inmediato por elalivio y por una sombríasensación de repugnancia ysuciedad.

Cuando el peso invisible deldemonio se retiró, Susannahalcanzó a vislumbrarlo: una forma

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inhumana semejante a unamantarraya de enormes alasonduladas y algo que parecía uncruel garfio de descargadorcurvado hacia arriba por detrás.Vio/sintió relampaguear la cosasobre el agujero abierto en elsuelo. Vio a Eddie alzar la caracon los ojos muy abiertos. Vio aRoland abrir los brazos paraatrapar al demonio.

El pistolero dio untambaleante paso atrás, casiderribado por el peso invisibledel demonio, e inmediatamentecargó hacia delante con los

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brazos llenos de nada.Aferrando firmemente esa

nada, saltó por la puerta ydesapareció.

CUARENTA Y UNO

Una repentina luz blanca iluminóel pasillo de la Mansión; unaráfaga de granizo azotó lasparedes y rebotó sobre las tablasrotas del piso. Jake oyó gritosconfusos, y súbitamente vio llegaral pistolero. Le dio la impresiónde que caía, como si hubiera

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saltado desde una altura. Teníalos brazos extendidos ante él y laspuntas de los dedos engarfiadas.

Jake sintió que los pies leresbalaban hacia la boca delguardián de la puerta.

—¡Roland! —gritó—.¡Ayúdame, Roland!

El pistolero abrió las manos yal instante los brazos se lesepararon violentamente. Setambaleó. Jake notó el roce deunos dientes aserrados, listospara desgarrar carne y triturarhueso, y enseguida algo inmensopasó volando sobre su cabeza

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como un golpe de viento. Al cabode un instante desaparecieron losdientes. La mano que le teníasujetas las piernas se aflojó. Oyóque la garganta polvorienta delguardián empezaba a emitir unchillido ultraterreno de dolor y desorpresa que de pronto se apagó yquedó bloqueado.

Roland cogió a Jake y lo pusoen pie.

—¡Has venido! —exclamóJake—. ¡Has venido de veras!

—He venido, sí. He venidopor la gracia de los dioses y elvalor de mis amigos.

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Cuando el guardián volvió arugir, Jake estalló en lágrimas dealivio y de terror. Ahora el ruidode la casa era como el de unbuque zozobrando en mar gruesa.No cesaban de caer trozos deyeso y de madera alrededor delos dos. Roland cogió a Jake enbrazos y echó a correr hacia lapuerta. La mano de yeso,buscando a tientas, le golpeó unabota y lo lanzó hacia la pared,que de nuevo intentó morder.Roland se apartó, dio la vuelta ysacó la pistola. Disparó dosveces contra la mano que se

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agitaba al azar, y sus balasvaporizaron uno de los burdosdedos de yeso. Más allá, el rostrodel guardián había dejado de serblanco para adquirir un tonoamoratado, como si se le hubieraatragantado algo; algo que iba tandeprisa que se metió en la bocadel monstruo y se le incrustó en elgaznate antes de darse cuenta delo que estaba haciendo.

Roland se volvió otra vez ycruzó la puerta a la carrera.Aunque no había ningún obstáculovisible, algo lo paró en secodurante un instante, como si

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hubieran tendido una mallainvisible en el umbral.

Entonces notó que las manosde Eddie lo cogían del cabello ytiraban de él, no hacia delantesino hacia arriba.

CUARENTA Y DOS

Salieron al aire húmedo y a lamenguante granizada como bebésen el momento de nacer. Eddieera su comadrona, como elpistolero le había advertido.Estaba tendido boca abajo con las

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piernas abiertas y los brazoshundidos en la puerta, aferrandomechones del cabello de Roland.

—¡Suze! ¡Ayúdame!Ella serpenteó hacia el

umbral, metió los brazos y,buscando a tientas, pasó una manobajo la barbilla de Roland. Elpistolero subió hacia ella con lacabeza echada hacia atrás y loslabios entreabiertos en una muecade dolor y esfuerzo.

Eddie notó una sensación dealgo que se rasgaba y se encontróen la mano con un grueso mechónde cabello veteado de gris.

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—¡Se me escapa!—¡Este hijoputa… no se va…

a ninguna parte! —exclamóSusannah entre dientes, y dio untirón terrible, como si quisieraarrancarle el cuello a Roland.

Dos manos más pequeñassalieron de la puerta que se habíaabierto en el centro del círculoparlante y se colgaron del borde.Libre del peso de Jake, Rolandpudo apoyar un codo fuera y, uninstante después, se izó alexterior. Mientras él salía, Eddiesujetó a Jake por las muñecas y losacó a la superficie.

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Jake rodó sobre su espalda ypermaneció allí tendido,jadeando.

Eddie se volvió haciaSusannah, la cogió entre susbrazos y empezó a cubrirle debesos la frente, las mejillas y elcuello. Reía y lloraba al mismotiempo. Ella le abrazó con fuerza,respirando hondo… pero en suslabios había una leve sonrisa defelicidad y una mano se deslizósobre los mojados cabellos deEddie en lentas cariciassatisfechas.

Desde abajo les llegó una

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calderada de sonidos negros:chillidos, bramidos, detonacionesy chasquidos.

Roland se alejó a rastras delagujero, con la cabeza gacha. Elpelo se le encrespaba en unamasa enmarañada. Hilillos desangre le corrían por las mejillas.

—¡Ciérrala! —le ordenó aEddie con voz jadeante—.¡Ciérrala, por la gloria de tupadre!

Eddie tiró de la puerta y losvastos goznes invisibles hicieronel resto. La puerta cayó con unpotente estampido átono,

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suprimiendo todo sonido del otrolado. Mientras Eddie miraba, laslíneas que habían delimitado susbordes se desdibujaron hastaconvertirse de nuevo en marcasborrosas sobre la tierra. El pomoperdió el volumen y volvió a serun simple círculo trazado con unpalo. Donde antes estaba el ojode la cerradura quedó solo unatosca silueta de la que emergía unpedazo de madera, como laempuñadura de una espadaincrustada en roca.

Susannah se acercó a Jake yle ayudó suavemente a sentarse.

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—¿Estás bien, cariño?Él la miró con perplejidad.—Sí, creo que sí. ¿Dónde

está? El pistolero, quiero decir.Tengo que preguntarle una cosa.

—Estoy aquí, Jake —dijoRoland. Se puso en pie, avanzótambaleante y se agachó al ladode Jake. Tocó la suave mejilla delchico casi con incredulidad.

—¿No me dejarás caer estavez?

—No —le prometió Roland—. Ni esta vez ni nunca.

Pero en la oscuridad másprofunda de su corazón, pensó en

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la Torre y dudó.

CUARENTA Y TRES

El granizo dio paso a un intensochaparrón, pero Eddie ya veíaresplandores de cielo azul traslos nubarrones que seapelotonaban hacia el norte. Latormenta no tardaría en terminar,pero entretanto acabaríancalados.

Se dio cuenta de que no leimportaba. No podía recordarcuándo se había sentido tan

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sereno, tan en paz consigo mismo,tan absolutamente exhausto.Aquella loca aventura no habíaterminado aún —de hecho, Eddiesospechaba que apenas acababade empezar—, pero aquel díahabían hecho algo grande.

—¿Suze? —Le apartó loscabellos de la cara y contemplósus ojos oscuros—. ¿Cómo estás?¿Te ha hecho daño?

—Un poco, pero estoy bien.Creo que esa zorra de DettaWalker sigue siendo la campeonainvicta de los bares de carretera,con demonio o sin él.

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—¿Qué significa eso?Susannah sonrió

maliciosamente.—No mucho, ya no… gracias

a Dios. ¿Y tú, Eddie? ¿Estásbien?

Eddie prestó oído a la voz deHenry y no la oyó. Tenía la ideade que quizá la voz de Henry sehabía ido para siempre.

—Mejor aún —respondió, yvolvió a estrecharla en susbrazos, entre risas. Por encimadel hombro alcanzó a ver lo querestaba de la puerta: apenas unostrazos y ángulos confusos. Pronto

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la lluvia los borraría también.

CUARENTA Y CUATRO

—¿Cómo te llamas? —lepreguntó Jake a la mujer de laspiernas que terminaban justoencima de la rodilla. De repentese dio cuenta de que en susesfuerzos por escapar delguardián había perdido lospantalones, y se estiró losfaldones de la camisa parataparse la ropa interior. Claroque, puestos a fijarse en detalles,

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tampoco a ella le quedabademasiado vestido.

—Susannah Dean —dijo ella—. Y tú ya sé cómo te llamas.

—Susannah —repitió Jake,pensativo—. Tu padre no será eldueño de una compañíaferroviaria, ¿verdad?

Ella se quedó atónita, peroenseguida echó la cabeza atrás yse rio de buena gana.

—¡Dios mío, no! Era undentista que inventó unas cuantascosas y se hizo rico. ¿Cómo se teha ocurrido preguntarme una cosaasí, cariño?

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Jake no respondió. Habíapuesto su atención en Eddie. Elterror ya había abandonado surostro, y sus ojos habíanrecobrado aquella mirada fría ycalculadora que tan bienrecordaba Roland de la Estaciónde Paso.

—Hola, Jake —le saludóEddie—. Me alegro mucho deverte.

—Hola —dijo Jake—. Ya esla segunda vez que te veo hoy,pero antes eras mucho más joven.

—Hace diez minutos eramucho más joven. ¿Cómo estás?

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—Bien —respondió Jake—.Algunos rasguños, nada más. —Miró en derredor—. Todavía nohabéis encontrado el tren. —Nolo dijo como una pregunta.

Eddie y Susannah cruzaronuna mirada de perplejidad, peroRoland se limitó a negar con ungesto.

—No hay tren.—¿Se han ido tus voces?Roland asintió.—Se han ido. ¿Y las tuyas?—Se han ido. Vuelvo a estar

entero. Los dos lo estamos.Se miraron en el mismo

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instante, con el mismo impulso.Cuando Roland lo alzó entre susbrazos, se rompió el antinaturalautodominio del muchacho yempezó a sollozar; fue el llantoexhausto y aliviado de unchiquillo que ha estado muchotiempo perdido, ha sufrido muchoy por fin vuelve a estar a salvo.Mientras los brazos de Roland lerodeaban la cintura, los de Jakepasaron sobre el cuello delpistolero y se aferraron comoganchos de acero.

—Nunca volveré aabandonarte —dijo Roland, y

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entonces fue a él a quien lebrotaron las lágrimas—. Te lojuro por los nombres de todos mispadres: nunca volveré aabandonarte.

Pero su corazón, aquelsilencioso y vigilante prisioneroperpetuo del ka, recibió laspalabras de esta promesa no solocon duda sino con desconfianza.

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UNO

Cuatro días después de que Eddielo hubiera izado de la puerta entredos mundos, sin los tejanos ni laszapatillas que había perdido, perotodavía en posesión de la mochilay la vida, Jake despertó con lasensación de algo cálido yhúmedo que le husmeaba la cara.

Si eso le hubiese ocurrido encualquiera de las tres mañanas

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anteriores, sin duda habríadespertado a sus compañeros consus gritos porque había tenidofiebre y su descanso se habíavisto acosado por pesadillas delhombre de yeso. En esos sueñosno perdía los pantalones, elguardián lo mantenía cogido yacababa embutiéndoselo en suabominable boca, cuyos dientesse cerraban como la reja queprotege la puerta de una fortaleza.Jake despertaba de esos sueñosestremecido y gimiendo, sinpoder contenerse.

La fiebre era consecuencia de

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la picadura de araña que habíarecibido en el cuello. CuandoRoland la examinó al segundo díay comprobó que había empeoradoen lugar de mejorar, consultóbrevemente con Eddie y acontinuación le ofreció al chicouna píldora rosa.

—Vas a tomarte cuatro deestas todos los días durante unasemana por lo menos —le indicó.

Jake miró la pastilla, con airedubitativo.

—¿Qué es?—Cheflet —contestó Roland,

y miró a Eddie con disgusto—.

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Díselo tú. Todavía no consigopronunciarlo bien.

—Keflex. Es de confianza,Jake; procede de una farmacialegalmente autorizada de la viejaNueva York. Roland se tragó unpuñado y está fuerte como uncaballo. También tiene un poco decara de caballo, como puedes ver.

Jake quedó atónito.—¿Cómo habéis traído

medicamentos de Nueva York?—Es una larga historia —

respondió el pistolero—. Con eltiempo la conocerás toda, pero demomento tómate la pastilla.

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Jake se la tomó. La reacciónfue tan rápida como grata. Lafuriosa inflamación roja querodeaba la picadura empezó amenguar a las veinticuatro horas,y la fiebre desapareció.

La cosa cálida volvió ahocicarle, y Jake se incorporó degolpe con los ojos como platos.

El animal que estabalamiéndole la mejilla se apresuróa retroceder un par de pasos. Eraun bilibrambo, pero Jake no losabía; nunca había visto ningunohasta aquel momento. Estaba másflaco que los que el grupo de

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Roland había visto antes, y supiel de rayas negras y grisesestaba sucia y apelmazada. Enuno de los costados tenía un viejocuajaron de sangre seca. Sus ojosnegros, rodeados por sendoscírculos de oro, contemplaban aJake con nerviosismo; sus cuartostraseros se meneaban conesperanza de un lado a otro. Jakese tranquilizó. Aunque suponíaque debían de existir excepcionesa la regla, consideró que unabestia que agitaba la cola —o lointentaba— no podía serdemasiado peligrosa.

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La luz era demasiado intensapara corresponder a la primeraclaridad del alba, y Jake calculóque debían de ser las cinco ymedia, aproximadamente. Nopodía precisarlo con mayorexactitud porque su Seiko digitalya no funcionaba o, mejor dicho,funcionaba de una manerasumamente excéntrica. La primeravez que le echó un vistazo tras elcruce desde su mundo, el Seikoaseguraba que eran las 98.71.65,una hora que, según el leal saberde Jake, no existía. Un examenmás detenido le reveló que ahora

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el reloj contaba el tiempo haciaatrás. Si lo hubiera hecho a unritmo constante, habría podido serde cierta utilidad, pero no era elcaso. Durante un rato presentabalos números a una velocidad queparecía correcta (Jake locomprobó diciendo la palabra«Mississippi» entre número ynúmero) y de pronto se deteníapor completo durante diez oveinte segundos —induciéndole acreer que el reloj se habíarendido por fin al fantasma de lamáquina— o disparaba en uninstante una larga serie de

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números imposibles de leer.Jake comentó con Roland este

curioso comportamiento y,creyendo que lo asombraría, lemostró el reloj, pero Roland loexaminó atentamente duranteapenas uno o dos segundos yenseguida meneó la cabeza comodesechando el asunto y le explicóa Jake que era un relojinteresante, pero que, por reglageneral, ningún reloj funcionabamuy bien en esos tiempos. Demanera que el Seiko era inútil.Pero aun así Jake se sentía reacioa desprenderse de él…, suponía

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que era un pedazo de su vidaanterior, y de esos quedabanpocos.

En aquel preciso instante elSeiko proclamaba que eran lascuarenta horas sesenta y dosminutos de un miércoles, jueves ysábado de diciembre y marzo a lavez.

La mañana era sumamentebrumosa; fuera de un radio deunos quince o veinte metros, elmundo desaparecía sin más. Siaquel día resultaba como los tresanteriores, el sol se mostraríacomo un tenue círculo blanco en

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un par de horas más, y hacia lasnueve y media el día seríacaluroso y despejado. Jake miró asu alrededor y vio que suscompañeros de viaje (no acababade atreverse a llamarlos amigos,al menos por el momento)dormían bajo sus mantas de piel:Roland cerca de él, Eddie ySusannah, un solo bulto másgrande al otro lado de la hogueraapagada.

Centró de nuevo su atenciónen el animal que le habíadespertado. Parecía una mezclade mapache y marmota, con algo

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de perro pachón para redondearla imagen.

—¿Qué tal, muchacho? —lesaludó con voz suave.

—¡Acho! —replicó deinmediato el bilibrambo, que nohabía dejado de mirarlo connerviosismo. Su voz era grave yprofunda, casi un ladrido; la vozde un futbolista inglés con unfuerte resfriado de garganta.

Jake se echó hacia atrás,sorprendido. El bilibrambo,asustado por el bruscomovimiento, retrocedió variospasos más, hizo ademán de

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escapar, y finalmente se quedóallí. Sus ancas se meneaban de unlado a otro con más energía quenunca, y sus ojos negro doradosseguían mirando a Jake coninquietud. Le temblaban losbigotes.

—Este se acuerda de loshombres —observó una voz juntoal hombro de Jake. El chico sevolvió y vio a Roland en cuclillasjusto detrás de él, con losantebrazos apoyados en losmuslos y las largas manoscolgando entre las rodillas.Contemplaba el animal con

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mucho más interés del que habíademostrado por el reloj de Jake.

—¿Qué es? —preguntó sincambiar el tono de voz. No queríaasustar al animal; estabafascinado—. ¡Tiene unos ojospreciosos!

—Un bilibrambo —leinformó Roland.

—¡Ambo! —exclamó lacriatura, y se retiró otro paso.

—¡Sabe hablar!—En realidad, no. Los

brambo solo repiten lo queoyen… o así era antes. Hacemucho que no se lo oigo hacer a

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ninguno. Este parece casi muertode hambre. Seguramente havenido en busca de comida.

—Me estaba lamiendo lacara. ¿Puedo darle algo?

—Entonces nunca nos loquitaremos de encima —señalóRoland, y después sonrió un pocoe hizo chascar los dedos—. ¡Ey!¡Bili!

El animal imitó de algúnmodo el chasquido de los dedos;hizo una especie de cloqueo quesonó como un golpe de lenguacontra el velo del paladar.

—¡Ey! —gritó con su voz

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ronca—. ¡Ey! ¡Ili!Ahora sus cuartos traseros

volaban de un lado a otro.—Adelante, dale un bocado.

Una vez conocí a un viejo mozode cuadra que decía que un buenbrambo trae buena suerte. Esteparece que es bueno.

—Sí —confirmó Jake—. Esverdad.

—En otro tiempo erandomésticos, y cada baronía teníamedia docena de ellos vagandopor el castillo o la casa solariega.No servían para gran cosa, salvopara divertir a los niños y para

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reducir la población de ratas.Algunos son bastante fieles, o loeran en los viejos tiempos, peronunca he sabido de ninguno quefuese tan leal como un buen perro.Los que viven en estado salvajese alimentan de desechos. No sonpeligrosos, pero sí molestos.

—¡Estos! —gritó elbilibrambo. Sus ojos inquietos nocesaban de saltar entre Jake y elpistolero.

Jake metió la mano en lamochila, despacio, procurando noasustar al animal, y sacó losrestos de uno de aquellos

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«burritos de pistolero». Los lanzóhacia el animal. El brambo dio unsalto atrás y se volvió con ungritito infantil, ofreciendo a lavista su peluda cola en tirabuzón.Jake estaba seguro de que echaríaa correr, pero el animal se detuvoy ladeó la cabeza para dirigirlesuna mirada dubitativa.

—Vamos —le animó Jake—.Comételo, muchacho.

—Acho —masculló elbrambo, pero no se movió.

—Dale tiempo —dijo Roland—. Ya irá, creo.

El brambo se estiró hacia

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delante, revelando un cuello largoy sorprendentemente elegante. Suesbelto hocico negro se arrugó alhusmear de lejos la comida.Finalmente echó a trotar, y Jakeadvirtió que cojeaba un poco. Elanimal olfateó el burrito y alzóuna pata para separar el trozo decarne de venado de la hoja que loenvolvía, operación que realizócon una delicadeza extrañamentesolemne. En cuanto hubodesprendido la hoja, el bramboengulló la carne de un solobocado, y luego miró a Jake.

—¡Acho! —dijo, y la risotada

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de Jake le hizo retroceder denuevo.

—Este es de los flacos —dijoEddie a sus espaldas, con vozsoñolienta. Al oírle, el brambogiró inmediatamente y se perdióen la niebla.

—¡Lo has asustado! —protestó Jake.

—Vaya, lo siento —sedisculpó Eddie, y se pasó la manopor la enmarañada cabellera—.De haber sabido que formabaparte del círculo de tus amistadespersonales, habría sacado lamaldita tarta de café.

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Roland le dio una palmada enel hombro.

—Volverá.—¿Estás seguro?—Si no lo mata nada, sí. Le

hemos dado de comer, ¿no?Antes de que Jake pudiera

contestarle, empezaron a sonar denuevo los tambores. Era latercera mañana que los oían, ypor dos veces les había llegadosu sonido cuando la tarde sedeslizaba hacia el anochecer: unaleve vibración átona que parecíaproceder de la ciudad. Aquellamañana el sonido era más claro,

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ya que no más comprensible. Jakelo detestaba. Era como si, enalgún punto de aquella densa yamorfa capa de niebla matinal,latiera el corazón de un animalenorme.

—¿Aún no tienes ni idea de loque es, Roland? —preguntóSusannah. Se había puesto la ropay recogido el cabello, y estabadoblando las mantas bajo las queEddie y ella habían dormido.

—No. Pero estoy seguro deque lo averiguaremos.

—¡Qué tranquilizador! —exclamó Eddie con cierta acritud.

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Roland se puso en pie.—Vamos. No perdamos el

día.

DOS

La niebla empezó a levantarsecuando llevabanaproximadamente una hora decamino. Se turnaban para empujarla silla de ruedas de Susannah,que se bamboleabamiserablemente, pues ahora lacarretera estaba sembrada degrandes y toscos adoquines. A

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media mañana el tiempo erabueno, caluroso y despejado; lasilueta de la ciudad se recortabaclaramente en el horizonte delsudeste. A Jake no le parecía muydistinta de la silueta de NuevaYork, aunque pensó que esosedificios quizá no eran tan altos.Si la ciudad se había venidoabajo, como por lo visto lessucedía a muchas cosas en elmundo de Roland, desde allírealmente no lo parecía. Lomismo que Eddie, Jake empezabaa albergar la secreta esperanza deencontrar ayuda en ella… o al

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menos una buena comida caliente.A su izquierda, a unos

cincuenta o sesenta kilómetros dedistancia, se divisaba la anchacinta del río Send. Grandesbandadas de pájaros volaban encírculos sobre él. De vez encuando alguno de ellos plegabalas alas y se dejaba caer comouna piedra, seguramente en unapartida de pesca. La carretera y elrío avanzaban lentamente alencuentro, aunque todavía no sealcanzaba a ver el punto deconvergencia.

Ante ellos se veían más

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edificios. La mayoría parecíangranjas, y todos daban laimpresión de estar abandonados.Algunos se hallaban en ruinas,pero eso parecía deberse más a laobra del tiempo que a laviolencia, cosa que alentó lasesperanzas de Eddie y de Jake encuanto a lo que podían encontraren la ciudad; esperanzas que losdos se habían guardadoestrictamente para sí por miedo aque los demás se burlaran.Pequeñas manadas de bestiasdesgreñadas pacían en lasllanuras. Se mantenían apartadas

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de la carretera, salvo paracruzarla, y aun eso lo hacíanapresuradamente, al galope, comogrupitos de chiquillos temerososdel tráfico. A Jake le parecieronbisontes… excepto que vioalgunos que tenían dos cabezas.Se lo mencionó al pistolero, yeste asintió.

—Mutantes.—¿Como debajo de las

montañas? —Jake oyó miedo ensu propia voz y supo que elpistolero también lo había oído,pero no había podido evitarlo. Seacordaba muy bien de aquel viaje

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de pesadilla en la vagonetamanual.

—Creo que aquí las cepasmutantes se están eliminando. Lascosas que encontramos bajo lasmontañas aún seguíanempeorando.

—¿Y allí? —Jake apuntóhacia la ciudad—. ¿Habrámutantes allí, o…? —Descubrióque eso era lo más que podíaacercarse a expresar suesperanza.

Roland se encogió dehombros.

—No lo sé, Jake. Te lo diría

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si lo supiera.Pasaron delante de un edificio

desierto —casi con toda certezauna granja— que estaba quemadoen parte. Pero eso pudo ser unrayo, pensó Jake, y se preguntóqué trataba de hacer: explicárseloo engañarse.

Roland, como si le hubieraleído el pensamiento, le pasó unbrazo por los hombros.

—No sirve de nada especular,Jake —le indicó—. Fuera lo quefuese, ocurrió hace mucho tiempo.—Señaló con el dedo—. Aquelloseguramente era un cercado.

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Ahora solo son unas cuantasmaderas que asoman de la hierba.

—El mundo se ha movido,¿no?

Roland asintió.—¿Y la gente? ¿Crees que se

fueron a la ciudad?—Algunos quizá sí —

respondió Roland—. Algunos aúnsiguen por aquí.

—¿Qué? —Susannah sevolvió bruscamente hacia él,sobresaltada. Roland inclinó lacabeza.

—Hace un par de días quenos vigilan. No hay mucha gente

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que ocupe estos antiguosedificios, pero la hay. Y habrámás a medida que nosacerquemos a la civilización. —Hizo una pausa—. O a lo que erala civilización.

—¿Cómo sabes que haygente? —preguntó Jake.

—Los he olido. He vistoalgún que otro huerto escondidotras hileras de arbustos plantadosdeliberadamente para ocultar lasverduras. Y al menos un molinode viento en funcionamiento,disimulado en un bosquecillo.Pero sobre todo es una

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sensación… como sombra en lacara en lugar de sol. La sentiréiscon el tiempo, imagino.

—¿Crees que son peligrosos?—quiso saber Susannah. Estabanacercándose a un edificio grandey decrépito que quizá en tiemposhubiera sido un granero o uncobertizo abandonado, y ella locontempló nerviosa, con la manoapoyada en la culata de la pistolaque llevaba sobre el pecho.

—¿Te morderá un perrodesconocido? —replicó elpistolero.

—¿Qué significa eso? —

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intervino Eddie—. Me fastidiacuando sales con esa mierda debudismo zen, Roland.

—Significa que no lo sé —dijo Roland—. ¿Quién es ese talBudismo Zen? ¿Es tan sabio comoyo?

Eddie se quedó mirando aRoland durante mucho rato, hastaque llegó a la conclusión de queel pistolero estaba haciendo unade sus contadas bromas.

—Bah, quítate de en medio —dijo al fin. Antes de volverse, vioque Roland contraía la comisurade los labios. Cuando empezó a

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empujar de nuevo la silla deSusannah, otra cosa le llamó laatención—. ¡Eh, Jake! —gritó—.¡Creo que has hecho un amigo!

Jake miró a su alrededor yuna ancha sonrisa le cubrió lacara. Cuarenta metros más atrás,el escuálido bilibrambo cojeabamañosamente en pos de ellos,olfateando las hierbas que crecíanentre los agrietados adoquines delGran Camino.

TRES

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Unas cuantas horas más tarde,Roland hizo señal de parar y lesdijo que estuvieran preparados.

—¿Para qué? —preguntóEddie.

Roland lo miró de soslayo.—Para lo que sea.Eran quizá las tres de la tarde.

Se habían detenido en el punto enque el Gran Camino alcanzaba lacima de una elevación suave yalargada que cortaba en diagonalla llanura como una arruga en lacolcha más grande del mundo.Ante ellos, y más abajo, la

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carretera cruzaba la primerapoblación que habían visto. Alparecer estaba desierta, peroEddie no había olvidado laconversación de aquella mañana.La pregunta de Roland —«¿Temorderá un perrodesconocido?»— ya no se leantojaba tan esotérica.

—Jake.—¿Qué?Eddie señaló con la cabeza la

culata de la Ruger que sobresalíade la cintura de los tejanos deJake, los tejanos de recambio quehabía metido en la mochila antes

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de salir de casa.—¿Quieres que la lleve yo?Jake miró fugazmente a

Roland. El pistolero se limitó aencogerse de hombros, como sidijera: «Tú decides».

—De acuerdo. —Jake se laentregó. Luego se quitó lamochila, hurgó en su interior ysacó el cargador lleno.Recordaba haber metido la manotras las carpetas de uno de loscajones de su padre para hacersecon el arma, pero todo esoparecía haber sucedido hacíamuchísimo tiempo. Para él,

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pensar en su casa de Nueva Yorky en su vida como alumno dePiper era como mirar por untelescopio al revés.

Eddie cogió el cargador, loexaminó, lo encajó en su lugar,comprobó el funcionamiento delseguro y, una vez satisfecho, seencajó la Ruger bajo el cinturón.

—Escuchad con atención loque voy a deciros —comenzóRoland—. Si realmente vivealguien ahí, lo más probable esque sean ancianos y que nostengan más miedo del quenosotros les tenemos a ellos.

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Debe de haber pasado muchodesde que se marcharon losjóvenes. Y los que se quedaron noes probable que tengan armas defuego; a decir verdad, es posibleque nuestras pistolas sean lasprimeras que hayan visto nunca, aexcepción de un par deilustraciones en los librosantiguos. No hagáis gestosamenazadores. Y la regla de lainfancia sigue siendo válida:hablad solo cuando os pregunten.

—¿Podrían tener arcos yflechas? —inquirió Susannah.

—Sí, eso sí. Y también lanzas

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y cachiporras.—No olvidemos las piedras

—añadió Eddie en tono agorero,mientras contemplaba desde laaltura el racimo de casas demadera. Parecía un pueblofantasma, pero ¿quién podía estarseguro?—. Y si les faltan piedras,siempre están los adoquines de lacarretera.

—Sí, siempre hay algo —concedió Roland—. Peronosotros no provocaremos ningúnenfrentamiento. ¿Queda claro?

Todos asintieron.—Tal vez sería más fácil dar

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un rodeo —sugirió Susannah.Roland hizo un gesto

afirmativo sin apartar la miradade la sencilla geografía que seextendía ante ellos. Otra carreteracruzaba el Gran Camino en elcentro del pueblo, de manera quelos deteriorados edificiosparecían un blanco centrado en lamira telescópica de un fusil dealta potencia.

—Lo sería, pero no loharemos. Dar rodeos es una malacostumbre que se adquiere confacilidad. Siempre es mejoravanzar directamente, a menos

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que haya un motivo visible que lodesaconseje. Aquí no veo ningúnmotivo. Y si en verdad hay gente,bien, podría resultar una buenacosa. Nos vendría bien tener unconsejo.

Susannah pensó que ahoraRoland parecía distinto, y nocreía que fuese únicamenteporque había cesado de oír lasvoces. Así era cuando aún teníaguerras que librar, hombres quedirigir y viejos amigos a sualrededor. Así era antes de que elmundo se moviese adelante y élse moviera con el mundo,

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persiguiendo a ese Walter. Asíera antes de que el Gran Vacío lovolviese hacia dentro sobre símismo y lo hiciera extraño.

—Quizá sepan qué es eseruido de tambores —apuntó Jake.

Roland volvió a asentir.—Cualquier cosa que

supieran, en especial sobre laciudad, nos resultaría útil. Perono vale la pena cavilardemasiado sobre una gente que nisiquiera sabemos si existe.

—¿Sabéis que os digo? —intervino Susannah—. Yo en sulugar, si nos viera no saldría.

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¿Cuatro personas, tres de ellasarmadas? Debemos de pareceresos bandoleros antiguos de losque a veces nos has hablado,Roland… ¿Cómo los llamas?

—Devastadores. —Su manoizquierda descendió hacia laculata de sándalo del revólverque le quedaba y lo alzó un pocosin sacarlo de la pistolera—.Pero ningún devastador hallevado jamás una cosa así, y sien esa población hay algúnveterano, sin duda lo sabrá.Vamos allá.

Jake echó una rápida mirada

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atrás y vio al brambo tendido enla carretera, con el hocico entrelas cortas patas delanteras,observándolos atentamente.

—¡Acho! —le gritó Jake.—¡Acho! —repitió el

brambo, y se levantó al instante.Empezaron a descender por la

suave pendiente, con Achotrotando detrás de ellos.

CUATRO

Dos edificios de las afuerashabían sufrido incendios; el resto

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del pueblo se veía polvorientopero intacto. Pasaron ante unacaballeriza abandonada a suizquierda, ante un edificio que talvez había sido un mercado a laderecha, y se encontraron en elpueblo propiamente dicho, talcomo era. Había quizá unadocena de edificios decrépitosrepartidos a ambos lados de lacarretera. Entre algunos de ellosse abrían callejones. La otracarretera, que solo era una pistade tierra casi completamenteinvadida de hierba de lasllanuras, corría de nordeste a

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sudoeste.Susannah miró el ramal del

nordeste y pensó: En otro tiempohubo gabarras en el río.Siguiendo esa carretera sellegaba a un embarcadero, yprobablemente a otra aldeadestartalada, casi toda tabernasy cuadras, que nació a sualrededor. Era el último punto decomercio antes de que lasgabarras bajaran a la ciudad.Los carros pasaban por estelugar de camino hacia ese otro, yde nuevo a la vuelta. ¿Cuántotiempo hace de todo eso?

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No lo sabía… pero mucho, ajuzgar por el aspecto del pueblo.

En alguna parte una bisagraoxidada emitía un chirridomonótono. En alguna otra parte,una contraventana repicaba ensolitario bajo el viento de lasllanuras.

Ante los edificios habíabarras para amarrar las monturas,casi todas rotas. En otro tiempohubo aceras de tablas, pero ahorafaltaba la mayoría de las tablas, yen los huecos que habían dejadocrecía la hierba. Los rótulos delos edificios estaban

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descoloridos, pero algunostodavía eran legibles, escritos enuna variante corrompida delinglés que debía de ser, conjeturó,lo que Roland llamaba la lenguabaja, GRANO Y FOLLAJE, rezabauno, y ella imaginó que debía designificar grano y forraje. En lafachada del edificio contiguo,bajo un tosco dibujo de un búfalode las llanuras recostado en lahierba, se leían las palabrasDESCANSO COMIDAS BEBIDAS.Bajo el cartel, unas puertas devaivén colgaban torcidas de susgoznes, moviéndose un poco con

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el viento.—¿Es un saloon? —Susannah

no sabía bien por qué susurraba,pero no habría podido hablar enun tono de voz normal. Hubierasido como ponerse a tocar elbanjo en un velatorio.

—Lo era —dijo Roland. Nosusurró, pero su voz fue grave ypensativa.

Jake caminaba a su lado,mirando nerviosamente en torno.Más atrás, Acho había disminuidola distancia a unos diez metros.Trotaba ligero, con la cabezaoscilando como un péndulo de un

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lado a otro mientras examinabalos edificios.

Entonces Susannah empezó anotarlo: la sensación de serobservada. Era exactamente comohabía dicho Roland, unasensación de sol había pasado aser de sombra.

—Hay gente, ¿no? —susurró.Roland asintió con la cabeza.En la esquina nordeste de la

encrucijada se alzaba un edificiocon otro rótulo que a Susannah lepareció comprensible: FONDA,rezaba, y YACIJAS. A excepciónde una iglesia con el campanario

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torcido, era el edificio más altodel pueblo: tres plantas. Susannahmiró de reojo justo a tiempo paraver una mancha blanca, sin dudauna cara, que se retiraba de unaventana sin cristales. De prontodeseó marcharse de allí. PeroRoland estaba imponiendo unritmo lento y deliberado, y ellacreía saber por qué. Si seapresuraban, quienes les estabanobservando podían sacar laconclusión de que estabanasustados… y que podían servencidos. Pero aun así…

Las dos carreteras se

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ensanchaban en el cruce,formando una plaza de puebloinvadida por hierbas y arbustos.En su centro se alzaba un mojónde piedra. Sobre él colgaba unacaja metálica, suspendida de uncombado cable oxidado.

Roland, con Jake a su lado,anduvo hacia el mojón. Eddie lesiguió empujando la silla deSusannah. La hierba siseaba enlos radios, y un mechón de pelo,movido por el viento, le hacíacosquillas en la mejilla. Másadelante, la contraventanarepicaba y la bisagra lanzaba

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chirridos. Susannah sintió unescalofrío y se apartó el pelo dela cara.

—Ojalá se diera más prisa —comentó Eddie en voz baja—.Este sitio me pone nervioso.

Susannah asintió. Al pasear lamirada por la plaza, le parecióque casi podía ver cómo debía dehaber sido en un día de mercado:las aceras ocupadas por unamuchedumbre en la que semezclaban algunas señoras dellugar con su cesto al brazo, perocompuesta principalmente por loscarreteros y tripulantes de las

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gabarras (Susannah no sabía porqué estaba tan segura a propósitode las gabarras y sus tripulantes,pero lo estaba); la plaza llena decarros que cuando circulaban porla carretera sin pavimentoalzaban nubes asfixiantes depolvo amarillento mientras suconductor fustigaba los caballos

(bueyes eran bueyes)para que no se detuvieran.

Ella podía ver esos carros,polvorientos toldos de lonatendidos sobre fardos de tejido enalgunos y pirámides de barricasembreadas en otros; podía ver los

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bueyes uncidos de dos en dos,tirando con esfuerzo y pacienciade los carros, sacudiendo lasorejas para asustar las moscasque zumbaban en torno a susgrandes cabezas; podía oír voces,y risas, y el piano del salooninterpretando una melodíasaltarina como «Buffalo Gals» o «Darlin’Katy».

Es como si hubiera vividoaquí en otra vida, pensó.

El pistolero se inclinó sobrela inscripción del mojón.

—Gran Camino —leyó—.Lud, ciento sesenta ruedas.

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—¿Ruedas? —se extrañóJake.

—Una antigua unidad demedida.

—¿Habías… habías oídohablar de Lud? —quiso saberEddie.

—Tal vez —contestó elpistolero—. Cuando era muyniño.

—Rima con «ataúd» —observó Eddie—. No sé si es muybuena señal.

Jake estaba examinando ellado de la piedra que miraba aleste.

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—Carretera del Río. Estáescrito de una manera rara, peroeso es lo que dice.

Eddie miró la cara del oeste.—Aquí dice Jimtown,

cuarenta ruedas. ¿No es el sitiodonde nació Wayne Newton,Roland?

Roland le dirigió una miradainexpresiva.

—Ya me callo —dijo Eddie,y puso los ojos en blanco.

En la esquina sudoeste de laplaza se alzaba el único edificiode piedra que había en el pueblo,un cubo macizo y polvoriento con

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rejas oxidadas en las ventanas.Una combinación de tribunal ycárcel del condado, pensóSusannah. Había visto lugaresparecidos en el Sur de EstadosUnidos; unos cuantos espaciospara aparcar en batería ante lapuerta, y nadie notaría ladiferencia. En la fachada deledificio alguien había escritounas palabras con pinturaamarilla, ahora descolorida:PUBIS A MUERTE.

—¡Roland! —Cuando este sevolvió hacia ella, Susannah leindicó la pintada—. ¿Qué quiere

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decir?El pistolero meneó la cabeza.—No lo sé.Susannah miró de nuevo en

derredor. Le pareció que la plazase había vuelto más pequeña, yque los edificios se inclinabanhacia ellos.

—¿Podemos irnos de aquí?—Pronto. —Se agachó y

recogió una esquirla de adoquínde la calzada. La hizo botarpensativamente en la manoizquierda y alzó la vista hacia lacaja metálica que colgaba sobreel mojón. Echó el brazo atrás y

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Susannah comprendió, unafracción de segundo demasiadotarde, lo que pretendía hacer.

—¡No, Roland! —gritó, y seencogió ante el sonido de supropia voz despavorida.

Él no le prestó atención ylanzó la piedra hacia lo alto. Supuntería fue tan certera comosiempre, y dio en el centro mismodel blanco con un golpe hueco ymetálico. En el interior de la cajasonó un zumbido mecánico, y unaoxidada banderola verde sedesplegó de una ranura en elcostado. Cuando encajó en su

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lugar, se oyó una enérgicacampanada. Escrita en grandesletras negras sobre la banderolase leía la palabra PASE.

—¡Que me cuelguen! —exclamó Eddie—. ¡Una señal detráfico de película muda! Si letiras otra pedrada, ¿dirá ALTO?

—Tenemos compañía —anunció Roland, y señaló eledificio que Susannah tenía por lacárcel del condado.

De su interior habían salidoun hombre y una mujer, que yaestaban bajando por los peldañosde piedra. Te llevas el premio,

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Roland, pensó Susannah. Son másviejos que Dios.

El hombre vestía unos tejanosde peto y un gran sombrero depaja. La mujer avanzaba con unamano apoyada en el hombrocurtido por el sol de suacompañante. Llevaba un vestidode paño tejido a mano y una cofiadesgarbada. Cuando llegó máscerca del mojón, Susannah pudover que era ciega, y que elaccidente que le había costado lavista tenía que haber sidoextraordinariamente atroz. En ellugar que antes ocupaban los

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ojos, ahora solo había dosconcavidades llenas de tejidocicatrizal. La anciana parecíaconfundida y aterrorizada almismo tiempo.

—¿Son devastadores, Si? —preguntó con voz cascada ytemblorosa—. ¡Conseguirás quenos maten, te lo digo!

—Cállate, Mercy —replicóél. Al igual que la mujer, hablabacon un acento cerrado que aSusannah le costaba entender—.Estos no son devastadores. Va unpubi con ellos, ya te lo he dicho,y ningún devastador se ha visto

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jamás viajando con un pubi.Ciega o no, la mujer hizo

ademán de alejarse. Él lanzó unamaldición y la sujetó por elbrazo.

—¡Ya está bien, Mercy! ¡Yaestá bien, te digo! ¡Te caerás y teharás daño, maldita sea!

—No hemos venido a hacerosningún daño —dijo el pistolero.Habló en la Alta Lengua, y aloírla los ojos del hombre seencendieron de incredulidad. Lamujer dio media vuelta y volviósu rostro ciego en su dirección.

—¡Un pistolero! —exclamó

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el hombre. El entusiasmo lequebró la voz—. ¡Ante Dios!¡Sabía que lo era! ¡Lo sabía!

Echó a correr hacia ellos através de la plaza, arrastrando ala mujer tras de sí. La ancianatrastabillaba sin poder evitarlo, ySusannah esperó el momentoinevitable en que habría decaerse. Pero el hombre cayóantes, hincando pesadamente lasrodillas, y ella se desplomódolorosamente a su lado sobre losadoquines del Gran Camino.

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CINCO

Jake notó que algo peludo lefrotaba el tobillo y bajó lamirada. Acho estaba acurrucado asus pies; parecía más nerviosoque nunca. Jake extendió la manoy le acarició la cabeza concautela, tanto para recibirconsuelo como para darlo. Lapiel era sedosa e increíblementesuave. Por un instante creyó queel brambo iba a escapar, perosolo alzó la cabeza, le lamió la

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mano y volvió a mirar a los dosrecién llegados. El hombre estabaintentando ayudar a la mujer alevantarse, pero sin mucho éxito.Mientras, ella estiraba el cuellohacia un lado y otro en ávidaconfusión.

El hombre llamado Si sehabía cortado las manos en losadoquines, pero no parecía darsecuenta. Finalmente renunció aayudar a la mujer, se quitó elsombrero en un gesto ampuloso yse cubrió el pecho con él. A Jakeaquel sombrero se le antojó tangrande como un capazo de un

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celemín.—¡Bien hallado, pistolero! —

exclamó el anciano—. ¡Bienhallado, en verdad! ¡Creía quetoda vuestra especie habíaperecido de la tierra, así creía yo!

—Os agradezco vuestrabienvenida —dijo Roland en laAlta Lengua. Después, posó lasmanos con delicadeza en losbrazos de la mujer. Esta seencogió por un instante, peroluego se relajó y dejó que elpistolero la ayudara a levantarse—. Cúbrete, veterano. El sol esardiente.

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El hombre así lo hizo y sequedó donde estaba,contemplando al pistolero conojos brillantes. Al cabo de un parde segundos, Jake comprendióqué era aquel brillo. Si estaballorando.

—¡Un pistolero! ¡Te lo dije,Mercy! ¡Vi el hierro de tirar y telo dije!

—¿Devastadores no? —preguntó otra vez ella, como si nopudiera creerlo—. ¿Seguro quedevastadores no, Si?

Roland se volvió hacia Eddie.—Comprueba el seguro de la

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pistola de Jake y dásela a lamujer.

Eddie se sacó la Ruger de lacintura, comprobó el seguro y ladepositó aprensivamente enmanos de la ciega. La anciana diouna boqueada y estuvo en un trisde dejar caer el arma al suelo;luego deslizó los dedos sobre elmetal con pasmo maravillado, yfinalmente volvió las cuencasvacías de sus ojos en dirección alhombre.

—¡Una pistola! —susurró—.¡Mi gorra bendita!

—Sí, más o menos —replicó

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desdeñosamente el anciano, y sela quitó de las manos paradevolvérsela a Eddie—, pero elpistolero tiene una de verdad, yhay una mujer que tiene otra. Yella tiene la piel oscura, comodijo mi padre que la tenían lasgentes de Garlan.

Acho emitió su ladrido agudoy sibilante. Jake se volvió y vioque se aproximaba más gente porla calle, cinco o seis personas entotal. Al igual que Si y Mercy,eran todos ancianos, y uno deellos, una mujer que sebamboleaba sobre un bastón

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como una bruja de cuento dehadas, parecía decididamentearcaica. Cuando se acercaronmás, Jake vio que dos de loshombres eran gemelos idénticos.Una larga cabellera blanca sederramaba sobre las hombrerasde sus remendadas camisas depaño casero. Tenían la piel tanblanca como una sábana fina, ylos ojos rosados. Albinos, pensóel chico.

Al parecer, la vieja bruja erasu cabecilla. Avanzó renqueantehacia el grupo de Roland,ayudándose con el bastón y

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mirándolos fijamente con unosojos de lince tan verdes comoesmeraldas. Su boca desdentadase replegaba profundamente sobresí misma. La punta del viejo chalque llevaba puesto aleteaba bajola brisa de la pradera. Sus ojos seposaron en Roland.

—¡Salve, pistolero! ¡Bienhallado! —La mujer usó tambiénla Alta Lengua, y, como Eddie ySusannah, Jake comprendió a laperfección sus palabras, aunquesuponía que en su propio mundole habrían parecido una jerigonzaininteligible—. ¡Bienvenido a

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Paso del Río!El pistolero se había

descubierto, y respondióhaciendo una inclinación yllevándose la mano mutilada a lagarganta para darse tres rápidosgolpecitos.

—Te doy las gracias, ViejaMadre.

A esto la mujer se echó a reírcon risa cascada y senil y Eddiecomprendió de pronto que Rolandhabía hecho al mismo tiempo unchiste y un cumplido. La idea queya se le había ocurrido aSusannah la había tenido él: Así

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era él antes… y esto es lo quehacía. En parte, al menos.

—Pistolero acaso lo seas,pero debajo de la ropa eres taninsensato como cualquier hombre—contestó ella, pasando a lalengua baja.

Roland volvió a inclinar lacabeza.

—La belleza siempre me havuelto insensato, madre.

Esta vez la anciana sedesternilló de risa. Acho seacurrucó contra la pierna de Jake.Uno de los gemelos albinos seadelantó precipitadamente para

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sostener a la anciana al verlaoscilar hacia atrás sobre suszapatos polvorientos y agrietados.Sin embargo, recobró elequilibrio ella sola e hizo ungesto imperioso con la mano. Elalbino se retiró.

—¿Te lleva alguna empresa,pistolero? —Sus ojos verdeschispearon de astucia; la bolsaarrugada de su boca se movíapausadamente como un fuelle.

—Así es —reconoció Roland—. Vamos en busca de la TorreOscura.

Los otros miembros de su

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grupo quedaron perplejos, peroella retrocedió y alzó la mano conel índice y el meñique extendidospara protegerse del mal de ojo;no hacia ellos, según pudo verJake, sino hacia el sudeste, en ladirección del Haz.

—¡Lamento oírlo! —exclamó—. ¡Pues nadie que fuera tras eseperro negro jamás volvió! ¡Taldecía mi abuelo, y el suyo antesque él! ¡Ni uno, jamás!

—Ka… —adujo el pistolerocon paciencia, como si eso loexplicara todo… y Jake estabaempezando a descubrir que, para

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Roland, así era.—Sí —asintió ella—, ¡ka

perro negro! Y bien, y bien;haréis según os sintáis movidos, yviviréis por vuestro camino, ymoriréis cuando llegue al clarodel bosque. ¿Partirás el pan connosotros antes de seguir viaje,pistolero? Tú y tu partida decaballeros.

Roland se inclinó de nuevo.—Hace mucho y mucho que

no partimos el pan en otracompañía que la propia, ViejaMadre. No podemos quedarnosmucho tiempo, pero sí:

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comeremos vuestra comida congratitud y placer.

La anciana se volvió hacia losotros y les habló con voz cascaday resonante, pero fueron laspalabras que pronunció y no eltono en que fueron pronunciadaslo que le provocó escalofríos aJake.

—¡Mirad bien, el regreso delBlanco! ¡Tras los días de mal ylas costumbres de mal, el Blancoha vuelto! ¡Estad de buen corazóny levantad la cabeza, pues habéisvivido para ver cómo empieza agirar de nuevo la rueda del ka!

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SEIS

La anciana, que tenía el nombrede Tía Talitha, los condujo a laiglesia del campanario inclinado;la Iglesia de la Sangre Perenne,según el descolorido cartel queaún se alzaba en una franja dejardín invadida de arbustos.Sobre estas palabras, alguienhabía escrito otro mensaje conpintura verde, descolorida yahasta la transparencia: MUERANLOS GRISES.

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Los condujo por el interior dela iglesia abandonada, cojeandorápidamente por el pasillo centralentre bancos astillados yvolcados, y les hizo bajar uncorto tramo de escaleras quellevaba a una cocina tan distintade la iglesia en ruinas queSusannah pestañeó de sorpresa.Allí estaba todo tan limpio comouna patena. El suelo de maderaera muy antiguo, pero se habíaaceitado a conciencia y ahoraresplandecía con una serena luzinterior. La negra cocina de leñaocupaba todo un rincón. Estaba

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inmaculada, y la leña apilada a sulado en un nicho de ladrilloparecía bien elegida y seca.

El grupo se habíaincrementado con la presencia deotras tres personas de edad, dosmujeres y un hombre que andabacon pata de palo y muleta. Dos delas mujeres se dirigieron a lasalacenas y empezaron a trabajar;una tercera abrió el vientre delfogón y aplicó una larga cerillade azufre a la madera que yaestaba allí preparada; una cuartaabrió otra puerta y bajó unosestrechos escalones que

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conducían a lo que parecía unadespensa. Tía Talitha, mientrastanto, hizo pasar a los demás auna sala espaciosa que ocupabala parte trasera del edificio de laiglesia y blandió el bastón haciados mesas de caballetes plegadasbajo una tela limpia pero raída;los dos ancianos albinos fueronenseguida hacia allí y empezarona forcejear con una de ellas.

—Vamos, Jake —dijo Eddie—. Echemos una mano.

—¡Ca! —protestó vivamenteTía Talitha—. ¡Viejos acaso losomos, pero no necesitamos que

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la compañía eche una mano! ¡Aúnno, jovencito!

—Déjalos hacer —dijoRoland.

—Esos viejos tontos se van aherniar —masculló Eddie, perosiguió a los demás y dejó a losdos ancianos con su tarea.

Susannah dio una boqueadacuando Eddie la alzó de la silla yla sacó en brazos por la puerta deatrás. Aquello no era un jardínsino una exposición, con macizosde flores que llameaban comoantorchas sobre el verdor suavede la hierba. Algunas flores le

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resultaron conocidas —caléndulas, zinias y polemonios—, pero otras muchas le eranextrañas. Mientras miraba, untábano se posó en un vistosopétalo azul… que se plegó deinmediato y lo envolvió confuerza.

—¡Guau! —exclamó Eddie,mirando en torno—. ¡Los jardinesBusch!

—Es el único lugar quemantenemos como en los viejostiempos, antes de que el mundo semoviera —le explicó Si—. Y loescondemos de los jinetes que

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pasan por el pueblo: pubis,grises, devastadores… Si lovieran lo incendiarían… y anosotros nos matarían por tenerun sitio así. Esas gentesaborrecen lo que es hermoso. Eslo único que todos esos cabronestienen en común.

La ciega le tiró del brazo paraque callara.

—No hay jinetes en estostiempos —intervino el anciano dela pata de palo—. Hace muchoque no vienen. Ahora se quedanmás cerca de la ciudad. Supongoque allí deben de encontrar todo

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lo que necesitan para vivir bien.Los gemelos albinos salieron

al jardín penosamente cargadoscon la mesa. Los seguía una delas ancianas, azuzándolos paraque se dieran prisa y le dejaran elpaso libre. Llevaba una jarra depiedra en cada mano.

—¡Siéntate entonces,pistolero! —gritó Tía Talitha, ehizo un amplio ademán queabarcó todo el jardín—. ¡Sentaostodos!

A Susannah le llegaba uncentenar de perfumesincompatibles que le producían

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una sensación de aturdimiento eirrealidad, como si estuvierasoñándolo todo. A duras penaspodía creer en la existencia deaquel extraño retazo del Edén,cuidadosamente oculto tras ladecrépita fachada del pueblofantasma.

Salió otra mujer con unabandeja de vasos. Aunque nopertenecían al mismo juego,estaban impolutos y centelleabanbajo el sol como cristalería fina.La recién llegada ofreció labandeja primero a Roland, yluego a Tía Talitha, a Eddie, a

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Susannah y, en último lugar, aJake. Cuando cada uno tuvo suvaso, la primera mujer lo llenó deun líquido oscuro y dorado.

Roland se inclinó hacia Jake,que estaba sentado con laspiernas cruzadas junto a un arriateovalado de flores de un verdeintenso, con Acho a su lado.

—Jake, bebe solo lo justopara no ser descortés —musitó—,o tendremos que llevarte acuestas. Esto es graf, una potentecerveza de manzana.

Jake asintió con la cabeza.Talitha alzó el vaso. Cuando

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Roland siguió su ejemplo, losdemás hicieron lo mismo.

—¿No beben los otros? —lepreguntó Eddie a Roland en unsusurro.

—Se les servirá después dela dedicación. Ahora calla.

—¿Querrás darnos pie conunas palabras, pistolero? —preguntó Tía Talitha.

El pistolero se levantó con elvaso alzado en la mano. Agachóla cabeza, como si reflexionara.

Los contados residentes queaún quedaban en Paso del Río lomiraron con respeto y cierto

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temor, según le pareció a Jake.Finalmente, Roland irguió denuevo la cabeza.

—¿Beberéis por la tierra ypor los días que han pasado sobreella? —preguntó. Tenía la vozronca, temblorosa de emoción—.¿Beberéis por la plenitud que fue,y por los amigos que ya no son?¿Beberéis por la buena compañía,bien hallada? ¿Nos darán pieestas cosas, Vieja Madre?

Jake vio que la mujer estaballorando, pero aun así su rostro searrugó en una sonrisa de radiantefelicidad… y por un instante casi

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fue joven. Jake la miró conadmiración y se sintió inundadode una felicidad repentina. Porprimera vez desde que Eddie leayudó a cruzar la puerta, sintióque la sombra del guardiánabandonaba realmente su corazón.

—¡Sí, pistolero! —exclamóla anciana—. ¡Bien hablado! ¡Nosdarán pie a mucho, bien lo digo!—Se llevó el vaso a los labios ylo apuró sin vacilar. Cuando tuvoel vaso vacío, Roland vació elsuyo. Eddie y Susannah tambiénbebieron, aunque con más cautela.

Jake probó la bebida y le

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asombró descubrir que le gustaba.No era amarga, al contrario de loque imaginaba, sino ácida y dulcea la vez, como la sidra. Sinembargo, notó su efecto deinmediato, y apartócuidadosamente el vaso. Acho loolisqueó, echó la cabeza atrás yapoyó el hocico sobre el tobillode Jake.

A su alrededor, el grupito deancianos —los últimos habitantesde Paso del Río— habíaempezado a aplaudir. La mayoríalloraba abiertamente, como TíaTalitha. Se hicieron circular más

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vasos, no tan bellos peroperfectamente útiles. Empezó lafiesta, y fue una buena fiesta laque hubo aquella larga tarde deverano bajo el anchuroso cielo dela pradera.

SIETE

A Eddie le pareció que la comidade aquel día fue la mejor quehabía probado desde los míticosfestines de cumpleaños de suinfancia, cuando su madre seesmeraba en preparar lo que más

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le gustaba: carne mechada ypatatas al horno, mazorcas demaíz y torta de chocolateacompañada de helado devainilla.

La variedad de comida queles pusieron delante —sobre tododespués de los meses quellevaban alimentándoseúnicamente de langosta, venado ylas escasas verduras amargas queRoland declaraba comestibles—sin duda tenía algo que ver con elplacer que le produjo la comida,pero Eddie no creía que fuerasolo eso; había observado que el

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chico devoraba cantidadesincreíbles (y cada dos minutos ledaba un trozo al brambo queseguía agazapado a sus pies), yJake aún no llevaba una semanaallí.

Había cuencos de estofado(pedazos de carne de búfaloflotando en una densa salsamarrón cargada de verduras),bandejas de galletas reciénhorneadas, tarros de loza llenosde mantequilla blanca y cuencosde hojas que parecían espinacaspero que no lo eran. A Eddienunca le habían chiflado las

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verduras, pero nada más probaraquellas, una parte anhelante desu ser despertó y las pidió agritos. Comió a gusto de todo,pero su necesidad de aquellosvegetales rozaba la gula, y vioque Susannah también se llenabael plato una y otra vez. Entre loscuatro viajeros vaciaron trescuencos de hojas.

Las ancianas y los gemelosalbinos retiraron los platos delbanquete y regresaron con dosgruesas bandejas blancascargadas de pedazos de tarta y uncuenco de nata batida. La tarta

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desprendía un aroma tan fraganteque Eddie creyó que había muertoy había ido al cielo.

—Solo es crema bufalera —les explicó Tía Talitha en tonodesdeñoso—. Ya no quedanvacas; la última cascó hacetreinta años. La crema bufalera noes para llevarse ningún premio,pero es mejor que nada, ¡porDaisy!

La tarta resultó estar cargadade arándanos. Eddie juzgó queera mil veces mejor que cualquierotra tarta que jamás hubieseprobado. Se comió tres pedazos,

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echó el cuerpo hacia atrás yemitió un sonoro regüeldo antesde poder taparse la boca.Inmediatamente, miró a lacompañía con expresión culpable.

Mercy, la anciana ciega, seechó a reír.

—¡Lo he oído! ¡Alguien dalas gracias a la cocinera, Tiíta!

—Sí —respondió Tía Talitha,también riendo—. Bien esverdad.

Las dos mujeres que habíanservido la comida volvieron unavez más. Una llevaba una jarrahumeante; la otra, varias tazas de

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loza gruesa en precario equilibriosobre una bandeja.

Tía Talitha estaba sentada a lacabecera de la mesa, con Rolanda su derecha. En aquel momento,el pistolero se ladeó hacia ella yle musitó algo al oído. La ancianaescuchó, con expresión más seria,y movió afirmativamente lacabeza.

—Si, Bill y Till —dijo acontinuación—. Vosotrosquedaos. Vamos a tener consejocon este pistolero y sus amigos,visto que pretenden seguir sucamino esta misma tarde. Los

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demás, id a tomar el café a lacocina, así no habrá tantacháchara. ¡Atentos a presentarvuestros modales antes demarchar!

Bill y Till, los gemelosalbinos, permanecieron sentadosal pie de la mesa. Los demás sepusieron en cola y desfilaronlentamente ante los viajeros.Cada uno estrechaba la mano aEddie y Susannah y besaba a Jakeen la mejilla. El chico loaceptaba de buen talante, peroEddie se dio cuenta de que estabasorprendido y avergonzado.

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Cuando llegaban a Roland, searrodillaban ante él y tocaban laculata de sándalo que sobresalíade la pistolera colgada sobre sumuslo izquierdo. Él les ponía lasmanos en los hombros y besabasu vieja frente. Mercy fue laúltima; rodeó la cintura deRoland con los brazos y lebautizó la mejilla con un besohúmedo y resonante.

—¡Dios te bendiga y teguarde, pistolero! ¡Ojalá pudieraverte!

—¡Tus modales, Mercy! —exclamó secamente Tía Talitha,

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pero Roland no le prestó atencióny se inclinó hacia la ciega.

Seguidamente le cogió lasmanos con firmeza y las alzóhasta su cara.

—Deja que vean ellas,hermosa —dijo, y cerró los ojosmientras los dedos de la mujer,nudosos y retorcidos por laartritis, le palpabandelicadamente la frente, lasmejillas, los labios y el mentón.

—¡Sí, pistolero! —suspiró,alzando las cuencas vacías de susojos hacia los azules de él—.¡Muy bien te veo! Es una buena

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cara, pero llena de tristeza ypreocupación. Temo por ti y lostuyos.

—Pero hoy hemos tenido unbuen encuentro, ¿no es así? —dijo, y besó con suavidad la lisa ygastada piel de su frente.

—Sí, lo hemos tenido. Lohemos tenido. Gracias por elbeso, pistolero. De corazón tedoy las gracias.

—Anda, Mercy —dijo TíaTalitha con voz más afable—. Vea por el café.

Mercy se puso en pie. Elanciano de la muleta y la pata de

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palo le condujo la mano a lacintura de sus pantalones. Laciega se sujetó allí y, tras unúltimo saludo a Roland y sugrupo, se dejó conducir a lacocina.

Eddie se enjugó los ojos, queestaban húmedos.

—¿Quién la cegó? —preguntócon voz ronca.

—Devastadores —contestóTía Talitha—. Con un hierro demarcar, así lo hicieron. Dijeronque fue porque los miraba coninsolencia. Veinticinco años haceya de eso. ¡Bebeos el café, todos!

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Cuando está caliente es malo,pero frío vale como barro de lacarretera.

Eddie levantó la taza y probóun sorbo. Aunque no habríallegado al extremo de llamarlobarro de la carretera, tampoco eraprecisamente café superior deJamaica.

Susannah también lo probó ypuso cara de sorpresa.

—¡Pero si es achicoria!Talitha la miró de reojo.—Eso no lo sé yo. Lo que yo

sé es que la llamamos jurba, yque no bebemos café si no es de

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jurba desde que me vino el ciclode la mujer… y ese ciclo se retiróhace mucho, mucho tiempo.

—¿Qué edad tiene usted,señora? —preguntó Jake deimproviso.

Tía Talitha se lo quedómirando, sorprendida, y se echó areír.

—En verdad, mozo, lo tengoolvidado. Recuerdo que se hizouna fiesta aquí mismo paracelebrar mis ochenta años, peroese día había más de cincuentapersonas en el jardín, y Mercyaún tenía los ojos. —Bajó la

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mirada y descubrió el brambotendido a los pies de Jake. Achono apartó el hocico del tobillo deJake, pero alzó los ojosbordeados de oro y se la quedómirando—. ¡Un bilibrambo, porDaisy! Hacía mucho y mucho queno veía un brambo en compañíade gente… Parece que hanperdido el recuerdo de lostiempos en que andaban con loshombres.

Uno de los albinos se inclinópara darle unas palmaditas aAcho. El animal se apartó.

—En otro tiempo pastoreaban

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las ovejas —le explicó Bill (oquizá era Till) a Jake—. ¿Sabíaseso, jovencito?

Jake negó con la cabeza.—¿Habla? —preguntó el

albino—. Algunos hablaban, enlos días pasados.

—Sí que habla. —Se volvióhacia el brambo, que había vueltoa recostar la cabeza en el tobillode Jake cuando la manodesconocida se alejó de lasproximidades—. Di cómo tellamas, Acho.

Acho lo miró en silencio.—¡Acho! —insistió Jake,

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pero Acho permaneció mudo.Jake miró a Tía Talitha y losgemelos, ligeramente molesto—.Bueno, sabe hablar… perosupongo que solo cuando élquiere.

—Este chico no parece deaquí —le comentó Tía Talitha aRoland—. Lleva una ropaextraña… y sus ojos también sonextraños.

—No lleva aquí muchotiempo. —Roland sonrió a Jake, yeste le devolvió una sonrisaincierta—. Dentro de uno o dosmeses, nadie le verá nada

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extraño.—¿Sí? Me gustaría saberlo,

bien te lo digo. ¿Y de dóndeviene?

—De lejos —dijo el pistolero—. De muy lejos.

La anciana asintió.—¿Y cuándo volverá allí?—Nunca —respondió Jake—.

Ahora mi hogar está aquí.—Entonces, que Dios se

apiade de ti —dijo ella—, porqueen este mundo se está poniendo elsol. Se está poniendo parasiempre.

Al oír eso, Susannah se

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removió con inquietud y se llevóuna mano al vientre, como situviera revuelto el estómago.

—¿Te encuentras bien, Suze?—preguntó Eddie.

Ella intentó sonreír, pero fueun esfuerzo débil; parecía comosi su seguridad y su aplomohabituales la hubieranabandonado.

—Sí, claro. Alguien debe dehaber cruzado sobre mi tumba,eso es todo.

Tía Talitha le dirigió unamirada larga y especulativa, queal parecer hizo sentirse incómoda

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a Susannah… y sonrió de oreja aoreja.

—Alguien ha cruzado sobremi tumba. ¡Ja! Hacía años dejurba que no se lo oía a nadie.

—Mi padre lo decíaconstantemente. —Susannah miróa Eddie y sonrió, esta vez conmás convencimiento—. Y detodos modos, fuera lo que fuese,ya ha pasado. Estoyperfectamente.

—¿Qué sabéis de la ciudad yde las tierras que hay hasta allí?—preguntó Roland, y tomó unsorbo de café—. ¿Hay

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devastadores? ¿Y quiénes sonesos otros, los grises y los pubis?

Tía Talitha lanzó un profundosuspiro.

OCHO

—Querrías oír mucho,pistolero, y es poco lo quesabemos. Una cosa que sé es esta:la ciudad es un lugar maligno,sobre todo para este muchacho.Para cualquier muchacho.¿Habría alguna manera de quepudieras esquivarla según

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recorres tu camino?Roland alzó la mirada y

observó la forma ya familiar delas nubes que corrían por elcamino del Haz. En el ampliofirmamento de la llanura, aquellaforma, semejante a un río en elcielo, no podía pasar inadvertida.

—Tal vez —respondió al fin,pero con una extraña renuencia—.Supongo que podríamos dar unrodeo hacia el sudoeste y volveral Haz por el lado opuesto deLud.

—Así que lo que sigues es elHaz —observó la anciana—. Sí,

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bien lo suponía.Eddie descubrió que su

consideración de la ciudad estabateñida por la esperanza, cada vezmás arraigada, de que al llegarallí, si llegaban, encontraríanayuda; objetos abandonados queles ayudarían en la búsqueda, oquizá incluso una gente quepudiera decirles algo más sobrela Torre Oscura y sobre lo que sesuponía que habían de hacercuando llegaran a ella. Esos quellamaban los grises, por ejemplo,daban la impresión de ser comolos elfos viejos y sabios que

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constantemente le venían a laimaginación.

Los tambores eran siniestros,cierto, y le recordaban uncentenar de películas deaventuras en la selva (la mayoríavistas por televisión con Henry asu lado y un bol de palomitasentre los dos), en las que lasfabulosas ciudades perdidas quelos exploradores andabanbuscando resultaban estar enruinas y los nativos habíandegenerado en caníbalessedientos de sangre, pero a Eddiese le hacía imposible creer que

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hubiera podido ocurrir tal cosa enuna ciudad que, al menos desdecierta distancia, tanto se parecía aNueva York. Si no había elfossabios ni objetos abandonados,por lo menos habría libros; lehabía oído comentar a Roland loescaso que era allí el papel, perotodas las ciudades en las queEddie había estado se ahogabanabsolutamente en libros. Inclusopodían encontrar algún medio detransporte en buen estado; algoparecido a un Land Rover seríaperfecto. Seguramente esto no eramás que un sueño descabellado,

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pero cuando había miles dekilómetros de territoriodesconocido por recorrer, sinduda era bueno tener unos cuantossueños descabellados, aunquesolo fuese para levantar el ánimo.Y además, maldita sea, ¿acasotodas esas cosas no eran cuandomenos posibles?

Abrió la boca para decir algode lo que estaba pensando, peroJake se le adelantó.

—No creo que podamos darun rodeo —dijo, y se ruborizóligeramente cuando todos sevolvieron a mirarlo. Acho rebulló

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a sus pies.—¿No? —dijo Tía Talitha—.

¿Y por qué eres de esa opinión,por favor?

—¿Conoce los trenes? —preguntó Jake.

Hubo un largo silencio. Bill yTill cruzaron una miradanerviosa. Tía Talitha no dejó demirar fijamente a Jake. Jake nobajó los ojos.

—Oí hablar de uno —contestó al fin—. Quizá incluso lovi. Hacia allí. —Señaló endirección al Send—. Hacemucho, cuando aún era una niña y

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el mundo no se había movido… oal menos no tanto como ahora.¿Acaso te refieres a Blaine,muchacho?

En los ojos de Jake brilló unachispa de sorpresa yreconocimiento.

—¡Sí! ¡Blaine!Roland observaba al chico

con atención.—¿Y cómo habrías podido

saber de Blaine el Mono? —preguntó Tía Talitha.

—¿El Mono? —Jake pusocara de no entender.

—Sí, así lo llamaban. ¿Cómo

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habrías podido saber tú de eso?Jake miró a Roland con aire

desvalido y se volvió de nuevohacia Tía Talitha.

—No sé cómo lo sé.Y es verdad, pensó Eddie,

pero no es toda la verdad. Sabemás de lo que quiere deciraquí… y creo que está asustado.

—Eso nos incumbe anosotros, pienso —dijo Rolanden el tono seco y enérgico de unadministrador—. Debes dejar quelo resolvamos por nosotrosmismos, Vieja Madre.

—Sí —se apresuró a

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responder ella—. Seguiréisvuestro propio consejo. Paragentes como nosotros es mejor nosaber.

—¿Y la ciudad? —le urgióRoland—. ¿Qué sabéis de laciudad?

—Ya poco, pero lo quesabemos, lo oiréis. —Y se sirvióotra taza de café.

NUEVE

Fueron los gemelos, Bill y Till,quienes llevaron casi todo el peso

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de la conversación, el unorecogiendo el relato allí donde elotro lo había dejado. De cuandoen cuando Tía Talitha añadía ocorregía algo, y los gemelosesperaban respetuosamente hastatener la certeza de que habíaterminado. Si no intervenía paranada; se limitaba a permanecersentado con el café intacto anteél, tironeando de las briznas depaja que sobresalían del anchaala de su sombrero.

Roland no tardó en constatarque realmente sabían muy poco,incluso sobre la historia de su

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propio pueblo (no es que ello leextrañara, porque en esos últimostiempos los recuerdos seborraban rápidamente, y todosalvo el pasado más recienteparecía no existir), pero lo quesabían era inquietante. Esotampoco le extrañó.

En los tiempos de sustatarabuelos, Paso del Río habíasido un lugar muy semejante alque Susannah había imaginado: uncentro de comercio en el GranCamino, próspero en su modestia;un lugar donde a veces secompraban y vendían productos,

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aunque casi siempre seintercambiaban. Pertenecía,nominalmente al menos, a laBaronía del Río, aunque yaentonces baronías y estados sehallaban en decadencia.

En aquellos tiempos habíacazadores de búfalos, aunque eloficio se acababa; las manadaseran pequeñas y muy mutadas. Lacarne de esos animales mutantesno era tóxica, pero sí de saborrancio y amargo. Con todo, Pasodel Río, situado entre la aldea deJimtown y un lugar conocidosimplemente como el

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Embarcadero, había sido unpueblo de cierto renombre.Estaba en el Gran Camino, a soloseis días de la ciudad por tierra ytres en gabarra.

—A no ser que el río bajaramenguado —dijo uno de losgemelos—. Entonces se tardabamás, y mi abuelo contaba que aveces había barcazas encalladasen todo el río, hasta el Cuello deTom y más arriba.

Los ancianos lo ignorabantodo de los primeros habitantesde la ciudad, naturalmente, y de latecnología que habían empleado

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para construir las torres yatalayas; esos eran los GrandesAntiguos, y su historia ya se habíaperdido en las profundidades másremotas del pasado cuando eltatarabuelo de Tía Talitha era unchiquillo.

—Los edificios siguen en pie—observó Eddie—. Me gustaríasaber si las máquinas que usó elPueblo Antiguo para construirlostodavía funcionan.

—Tal vez —dijo uno de losgemelos—. Pero de ser así,jovencito, no existe hombre nimujer de entre quienes allí

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habitan ahora que todavía sepamanejarlas… o tal es lo que creoyo, sí, tal lo creo.

—¡Qué va! —protestó suhermano en tono de controversia—. Dudo de que los grises y lospubis hayan perdido por completolas antiguas mañas, aun ahora. —Se volvió hacia Eddie—. Nuestropadre contaba que antaño habíacandiles eléctricos en la ciudad.Y hay quienes dicen que todavíapodrían seguir brillando.

—¡Hay que ver! —comentóEddie con admiración, ySusannah le pellizcó la pierna por

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debajo de la mesa.—Sí —prosiguió el otro

gemelo. Habló con seriedad,ajeno a la ironía de Eddie—. Seapretaba un botón y se encendíancon gran brillo; candiles sincalor, que no necesitaban mechani depósito para el aceite. Y heoído decir que una vez, en otrostiempos, Quick, el prínciperebelde, llegó a remontarse a loscielos en un pájaro mecánico.Pero se le rompió un ala y elpríncipe murió en una gran caída,como Ícaro.

Susannah se quedó

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boquiabierta.—¿Conocen la historia de

Ícaro?—Sí, mi señora —respondió,

a todas luces sorprendido de queeso le extrañara—. El de las alasde cera.

—Cuentos para niños —intervino Tía Talitha con unbufido—. Sé que la historia delas luces interminables esverdadera, pues yo misma las vicon estos ojos cuando solo erauna chiquilla aún verde, y esposible que todavía se enciendande vez en cuando, sí; hay

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personas de toda mi confianzaque dicen haberlas visto algunanoche clara, aunque hace mucho ymucho que yo no las veo. Peroningún hombre ha volado jamás,ni siquiera los Grandes Antiguos.

Sin embargo, lo cierto era queen la ciudad había máquinasextrañas, construidas para hacercosas peculiares y a vecespeligrosas. Quizá muchas de ellasse conservaban en buen estado,pero los ancianos gemelosconjeturaban que no quedabanadie en la ciudad que supieraponerlas en funcionamiento, ya

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que no se las había oído desdehacía años.

Quizá eso podría cambiar,pensó Eddie, con los ojosbrillantes. Si, por ejemplo,apareciese un jovenemprendedor, dispuesto a viajary con algunos conocimientossobre máquinas extrañas y lucesinterminables. Podría tratarsesimplemente de encontrar losinterruptores adecuados. Enserio, podría ser así de fácil. O alo mejor se fundieron los plomos.¡Figúrense, amigos y vecinos!¡Se cambia media docena de

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fusibles de 400 amperios y seilumina toda la ciudad como unanoche de sábado en Reno!

Susannah le dio un codazo yle preguntó en voz baja qué leparecía tan gracioso. Eddiemeneó la cabeza y se llevó undedo a los labios, cosa que levalió una mirada de irritación porparte del amor de su vida. Losalbinos, entretanto, seguían con surelato, pasándose el hilo del unoal otro con la soltura espontáneaque seguramente solo puedeadquirirse tras compartir la vidaentera con un gemelo.

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Cuatro o cinco generacionesatrás, les contaron, la ciudadtodavía estaba bastante poblada yrelativamente civilizada, aunquesus moradores conducían carros ytartanas por las amplias avenidasque los Grandes Antiguos habíanconstruido para sus fabulososvehículos sin caballos. Loshabitantes de la ciudad eranartesanos y lo que los gemelosllamaban «manufactores», y elcomercio era intenso tanto por elrío como sobre él.

—¿Sobre él? —preguntóRoland.

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—El puente sobre el Send aúnse tiene —le explicó Tía Talitha—, o se tenía hace veinte años.

—Sí, el viejo Bill Muffin y suchico lo vieron no hace diez añoscontados —confirmó Si, en la quefue su primera contribución a laconversación.

—¿Qué clase de puente? —inquirió el pistolero.

—Uno grande con cables deacero —respondió un albino—.Se yergue en el cielo como la telade una enorme araña. —Y añadiótímidamente—: Me gustaríavolver a verlo antes de morir.

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—Probablemente ya se habráhundido —opinó Tía Talithadesdeñosamente—, y bien está.Era obra del diablo. —Se dirigióa los gemelos—. Contadles loque ocurrió luego, y por quéahora la ciudad es tan peligrosa;es decir, aparte de aquellostrasgos que puedan tener cubilallí, y bien digo que su número espoderoso. Estas gentes quierenseguir camino, y el sol tira ya aloeste.

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DIEZ

El resto del relato solo fue unanueva versión de una historia queRoland de Gilead había oídomuchas veces, y que en ciertamedida él mismo había vivido.Era un relato fragmentario eincompleto, sin duda entreveradode mitos y falsedades,distorsionado en su desarrollopor los extraños cambios —tantotemporales como direccionales—que ahora se producían en el

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mundo, y podía resumirse en unasola oración compuesta: antañohubo un mundo que conocíamos,pero ese mundo se ha movido.

Aquellos ancianos de Pasodel Río no sabían de Gilead másde lo que Roland sabía sobre laBaronía del Río, y el nombre deJohn Farson, el hombre que habíallevado la ruina y la anarquía a latierra de Roland, no significabanada para ellos, pero todos losrelatos sobre el final del antiguomundo eran semejantes…demasiado semejantes, creíaRoland, para atribuirlo a una

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coincidencia.Tres siglos antes, quizá

incluso cuatro, había estallado —quizá en Garlan, quizá en unatierra más remota llamada Porla— una gran guerra civil. Susondas se habían extendidolentamente desde allí, precedidasen todas partes por la anarquía yla disensión. Pocos reinos, sihabía alguno, pudieron resistiresas lentas oleadas, y la anarquíahabía llegado a esta parte delmundo tan inexorablemente comola noche sigue al día. En unaépoca, ejércitos enteros ocupaban

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las carreteras, a veces avanzando,a veces en retirada, siempreconfundidos y sin objetivos alargo plazo. Con el paso deltiempo fueron descomponiéndoseen grupos más pequeños, que a suvez degeneraron en partidas dedevastadores errantes. Elcomercio se resintió y acabóinterrumpiéndose por completo.Viajar, que era una incomodidad,se convirtió en un peligro. Alfinal se hizo casi imposible. Lascomunicaciones con la ciudadfueron menguando gradualmente,y hacía ya ciento veinte años que

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habían cesado.Como tantos otros pueblos

que Roland había cruzado alomos de su montura —primerocon Cuthbert y los demáspistoleros desterrados de Gilead,luego solo, persiguiendo alhombre de negro—, Paso del Ríohabía quedado aislado, librado asus propios recursos.

En ese momento, Si se animóy su voz cautivó de inmediato alos viajeros. Hablaba en el tonoronco y cadencioso de alguienque se ha pasado la vida narrandohistorias; uno de esos locos

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divinos nacidos para combinar lamemoria y la mendacidad ensueños tan airosos yresplandecientes como telarañasengarzadas con gotas de rocío.

—La última vez que pagamostributo al castillo de la Baroníafue en tiempos de mi bisabuelo —comenzó—. Partieron veintiséishombres con un carro cargado depieles curtidas; entonces ya noquedaba moneda acuñada, porsupuesto, y mandaron lo mejorque tenían. Fue un viaje largo ypeligroso, casi ochenta ruedas, yseis de ellos murieron por el

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camino: la mitad a manos dedevastadores que se dirigían a laguerra de la ciudad; la otra mitad,a causa de enfermedades o por lahierba del diablo.

»Cuando por fin llegaron alcastillo, lo encontraron desierto.Allí solo vivían grajos y cuervos.Los muros habían sidodemolidos, y la maleza invadía elPatio de Ceremonias. En loscampos del oeste se habíaproducido una gran mortandad;blancos estaban de huesos y rojosde armaduras oxidadas, así locontaba el abuelo de mi padre, y

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las voces de los demonioschillaban como el viento del estedesde las quijadas de quieneshabían caído allí. La aldea vecinaal castillo había sido incendiaday arrasada, y había mil calaveraso más empaladas a lo largo de losmuros del alcázar. Nuestroshombres dejaron el cargamentode pieles ante la hundida puertade la barbacana (pues ningunoquiso aventurarse en aquel lugarde fantasmas y vocesgemebundas) y emprendieron elviaje de vuelta. Otros diezmurieron durante el regreso, así

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que de los veintiséis quepartieron solo regresaron diez,uno de los cuales era mibisabuelo… pero cogió una tiñaen el cuello y el pecho que ya nolo dejó hasta el día de su muerte.Era la enfermedad de laradiación, o así decían. Despuésde eso, pistolero, ya nadieabandonó el pueblo. Solocontamos con nosotros mismos.

Se acostumbraron a lasincursiones de los devastadores,siguió explicando Si con su vozcascada pero melodiosa. Pusieroncentinelas. Cuando veían llegar

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bandas de jinetes —casi siempreen dirección sudeste por el GranCamino y el camino del Haz,rumbo a la guerra que ardíaincesante en Lud—, los habitantesdel pueblo se escondían en ungran refugio que habían excavadobajo la iglesia. Los desperfectoscasuales que sufría el puebloquedaban sin reparar, para nodespertar la curiosidad de lasbandas errantes. Sin embargo, ala mayoría le era ajena lacuriosidad; pasaban sindetenerse, con los arcos y hachasde combate en bandolera,

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galopando hacia las zonas dematanza.

—¿A qué guerra te refieres?—preguntó Roland.

—Sí —añadió Eddie—. ¿Yqué es ese ruido como detambores?

Los gemelos cruzaron unamirada rápida y casisupersticiosa.

—No sabemos de losTambores-dioses —respondió Si—. Ni de vista ni de oídas. Ahorabien, la guerra de la ciudad…

En un principio, la guerra fuede devastadores y proscritos

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contra una dispersa confederaciónde artesanos y «manufactores»que vivían en la ciudad. Losresidentes habían decidido lucharantes que consentir que losdevastadores los saquearan, lesquemaran los talleres y tiendas yfinalmente expulsaran a lossupervivientes al Gran Vacío,donde casi con toda certezamorirían. Y durante unos añoshabían conseguido defender Ludde los salvajes pero malorganizados grupos demerodeadores que intentabantomar el puente por asalto o

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invadirla en botes y gabarras.—Las gentes de la ciudad

utilizaban las antiguas armas —explicó uno de los gemelos—, yaunque su número era menguado,los devastadores no podíanenfrentarse a tales cosas con susarcos, mazas y hachas decombate.

—¿Quieres decir que loshabitantes de la ciudad teníanpistolas?

Uno de los albinos asintió.—Pistolas, sí, pero no solo

eso. Había cosas que lanzaban losestallidos de fuego a más de un

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kilómetro de distancia.Explosiones como de dinamita,pero aún más potentes. Losproscritos, que ahora son losgrises, como ya debéis saber, nopodían asediar la ciudad más quedesde la otra orilla. Y eso fue loque hicieron.

Lud se convirtió,efectivamente, en la últimafortaleza y refugio del antiguomundo. Las personas más capacesy despiertas de la región acudíana la ciudad, solas o por parejas.En cuanto a pruebas deinteligencia, infiltrarse a través

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de los desordenadoscampamentos y primeras líneasde los sitiadores era el examenfinal de los recién llegados. Casitodos cruzaban desarmados por latierra de nadie del puente, y a losque llegaban hasta allí se lespermitía la entrada. A algunos selos juzgaba defectuosos y eranexpulsados, naturalmente, peroquienes tenían algún talento uoficio (o inteligencia suficientepara aprenderlo) podíanquedarse. Lo que más se valorabaera la experiencia en las laboresde la tierra; según los relatos,

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todos los parques de Lud sehabían convertido en huertas. Conel acceso al campo cortado, habíaque cultivar alimentos en laciudad o morirse de hambre entretorres de cristal y callejones demetal. Los Grandes Antiguos sehabían marchado, sus máquinaseran un misterio y las maravillassilenciosas que aún quedaban noeran comestibles.

Poco a poco, el carácter de laguerra empezó a cambiar. Elequilibrio de poder se decantóhacia los sitiadores, los grises,así llamados porque en general

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eran mucho mayores que loshabitantes de la ciudad. Peroestos también envejecían, desdeluego. Aún recibían el nombre depubis, pero en la mayoría de loscasos hacía mucho que habíandejado atrás la pubertad. Y con eltiempo acabaron olvidando cómofuncionaban las antiguas armas, ogastaron su poder.

—Probablemente las doscosas —gruñó Roland.

Hacía unos noventa años, yaen vida de Si y Tía Talitha, habíaaparecido una nueva banda deproscritos, tan numerosa que los

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batidores cruzaron Paso del Ríoal galope con las primeras lucesdel alba, y la retaguardia no pasóhasta casi la puesta del sol. Fue elúltimo ejército que se vio poraquellos lugares, y lo dirigía unpríncipe guerrero llamado DavidQuick; el mismo de quien sedecía que más adelante habíamuerto al caerse del cielo. EsteQuick organizó los restosvariopintos de las bandas deproscritos que aún merodeaban entorno a la ciudad, matando acualquiera que mostraraoposición a sus planes. Su

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ejército de grises no utilizóembarcaciones ni el puente paraintentar el asalto a la ciudad, sinoque construyó un puente depontones unos veinte kilómetrosrío abajo y la atacó por el flanco.

—Desde entonces la guerraha venido apagándose como unfuego en una chimenea —concluyó Tía Talitha—. De vez encuando oímos noticias de alguienque ha logrado marcharse; sí,bien las oímos. Y ahora son unpoco más frecuentes, porque elpuente, aseguran, no estádefendido y creo que el fuego está

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a punto de extinguirse. En elinterior de la ciudad, los grises ylos pubis se pelean por losdespojos que aún restan, soloque, a mi parecer, hoy losauténticos pubis son losdescendientes de losdevastadores que cruzaron el ríobajo el mando de Quick, por másque todavía los llamen grises. Losdescendientes de los anterioreshabitantes de la ciudad deben deser casi tan viejos como nosotros,aunque aún acuden jóvenes con eldeseo de vivir entre ellos,atraídos por los antiguos relatos y

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por el cebo de los conocimientosque acaso pueden quedar allí.

»Estos dos bandos mantienensu vieja enemistad, pistolero, yambos desearían a este joven alque llamas Eddie. Si la mujer depiel oscura es fértil, no lamatarían aunque tenga las piernastronchadas; se la quedarían paraque les diera hijos, pues cada vezhay menos niños, y aunque lasviejas enfermedades estánpasando, algunos aún nacenextraños.

Susannah se agitó al oír esto ypareció que iba a decir algo, pero

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se limitó a beberse el café que lequedaba en la taza y volvió aacomodarse en actitud deescuchar.

—Pero si es verdad quedesearían a estos dos jóvenes,pistolero, creo que al muchacholo codiciarían con ansia.

Jake se agachó y empezó aacariciar de nuevo el lomo deAcho. Roland le vio la cara ysupo qué estaba pensando: volvíaa ser otra vez el paso bajo lasmontañas, una nueva versión delos Mutantes Lentos.

—A ti creo que te matarían —

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prosiguió Tía Talitha—, visto queeres un pistolero, un hombre fuerade su propio tiempo y lugar, nicarne ni pescado, sin utilidadpara ninguno de los bandos. Peroa un muchacho se lo puedecapturar, utilizar, enseñar a querecuerde unas cosas y se olvidede las demás. Todos ellos hanolvidado qué motivos tuvieronpara iniciar la lucha; el mundo seha movido desde entonces. Ahorano hacen más que pelear alsonido de esos atroces tambores,unos pocos todavía jóvenes, lamayoría viejos como nosotros,

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todos sin excepción unos patanesidiotas que solo viven para matary matan para vivir. —Hizo unapausa—. Ahora que nos hasescuchado hasta el final,vejestorios que somos, ¿estásseguro de que no sería mejor darun rodeo y dejarlos ocupados ensus asuntos?

Antes de que Roland pudieraresponder, Jake habló con vozclara y firme.

—Cuéntennos lo que sepan deBlaine el Mono —solicitó—. DeBlaine y del maquinista Bob.

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ONCE

—¿El maquinista qué? —preguntó Eddie, pero Jake siguiómirando a los ancianos.

—La vía queda hacia allá —respondió por fin Si, y señalóhacia el río—. Una sola vía,encumbrada sobre una pilastra depiedra artificial, como la queutilizaba el Pueblo Antiguo paraconstruir sus calles y muros.

—¡Un monorraíl! —exclamóSusannah—. ¡Blaine elMonorraíl!

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—Blaine es un engorro —masculló Jake.

Roland lo miró de soslayopero no dijo nada.

—¿Y ese tren funcionatodavía? —preguntó Eddie a Si.

Si meneó lentamente lacabeza. Su expresión erapreocupada e inquieta.

—No, joven señor, pero envida de la Tiíta y mía aúnfuncionaba, cuando éramosverdes y la lucha en la ciudad eraviva y enconada. Lo oíamos antesde verlo, un zumbido grave comoel que a veces se oye cuando se

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aproxima una mala tormenta deverano; una tormenta llena derayos.

—Así era —dijo Talitha conexpresión ausente y soñadora.

—Y entonces llegaba Blaineel Mono, reluciente bajo el sol,con un morro como el de lasbalas de tu revólver, pistolero.Quizá dos ruedas de largo. Ya séque eso parece que no pueda ser,y acaso no lo fuera (debesrecordar que éramos verdes, yeso cuenta), pero aún sigocreyendo que es verdad puescuando venía parecía ocupar todo

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el horizonte. ¡Y desaparecía antesde que uno pudiera verlo bien!¡Así de veloz era!

»A veces, en días de maltiempo y cielo bajo, venía deloeste chillando como una arpía. Aveces venía de noche, con unalarga luz blanca extendida ante él,y ese alarido nos despertaba atodos. Era como la trompeta quedicen levantará a los muertos desus tumbas cuando llegue el findel mundo, así mismo era.

—¡Háblales de la detonación,Si! —dijo Bill o Till con una vozque temblaba de pasmo

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maravillado—. ¡Háblales de ladetonación impía que siemprevenía después!

—Sí, justamente a eso iba —respondió Si algo molesto—.Después de pasar Blaine, habíaunos segundos de calma… aveces hasta un minuto entero,quizá…, y entonces venía unaexplosión que hacía temblar lastablas y derribaba tazas de losestantes y a veces incluso rompíalos vidrios de las ventanas. Perojamás pudo ver nadie ni destelloni fuego. Era como una explosiónen el mundo de los espíritus.

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Eddie le dio un golpecito enel hombro a Susannah y, cuandoesta se volvió, formó dospalabras con los labios:Estampido sónico. Era absurdo—Eddie jamás había oído hablarde ningún tren que alcanzara lavelocidad del sonido—, perotambién era lo único que teníasentido.

Susannah asintió con lacabeza y se volvió de nuevo haciaSi.

—Es la única entre todas lasmáquinas hechas por los GrandesAntiguos que yo he visto

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funcionar con mis propios ojos —prosiguió él con voz queda—, ysi no fuera obra del diablo es queno existe diablo. La vi por últimavez la primavera en que me casécon Mercy, y de eso debe dehacer sesenta años contados.

—Setenta —le corrigió TíaTalitha con seguridad.

—Y ese tren iba hacia laciudad —dijo Roland—. Venía dedonde hemos venido nosotros…del oeste… del bosque.

—Sí —dijo inesperadamenteuna nueva voz—, pero habíaotro… un tren que salía de la

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ciudad… y tal vez ese funcionetodavía.

DOCE

Todas las cabezas se volvieron.Mercy estaba junto a un macizode flores, entre la pared posteriorde la iglesia y la mesa dondeellos se hallaban. Andabadespacio, orientándose por lasvoces, y llevaba los brazosextendidos ante ella. Si se levantótorpemente, corrió hacia ella lomejor que pudo y le cogió la

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mano. Ella le pasó un brazo entorno a la cintura y se quedaronallí parados, con todo el aspectode ser los novios más viejos delmundo.

—¡La Tiíta te dijo quetomaras el café dentro! —exclamó él.

—Hace rato que he terminadoel café —replicó Mercy—. Es unbrebaje amargo y lo detesto.Además, quería oír el consejo. —Alzó un dedo tembloroso y apuntócon él a Roland—. Quería oírlela voz. Es clara y luminosa, bienlo digo.

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—Imploro tu perdón, Tiíta —dijo Si, contemplando a laanciana con algo de temor—.Siempre fue una mujer terca, y losaños no la han hecho mejorar.

Tía Talitha miró a Roland desoslayo. Este asintió casiimperceptiblemente.

—Deja que venga y se sientecon nosotros —concedió.

Si la condujo hacia la mesasin dejar de regañarla. Mercy selimitaba a mirar al frente con suscuencas vacías, la boca fijada enuna línea intratable.

Cuando Si la dejó sentada,

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Tía Talitha apoyó los antebrazosen la mesa y preguntó:

—Ahora, ¿tienes algo quedecir, vieja hermana, o soloestabas batiendo las encías?

—Oigo lo que oigo. Mi oídoes tan agudo como siempre,Talitha. ¡Más aún!

Roland se llevó un momentola mano al cinturón. Cuandovolvió a ponerla sobre la mesa,sostenía un cartucho entre losdedos. Se lo lanzó a Susannah,que lo atrapó al vuelo.

—¿De veras, anciana?—Lo bastante agudo para

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saber que acabas de arrojar algo—respondió ella, volviéndose ensu dirección—. A tu mujer, creo;la de la piel oscura. Algopequeño. ¿Qué ha sido, pistolero?¿Una galleta?

—Te has acercado mucho —dijo Roland, sonriente—.Realmente oyes tan bien comodices. Ahora explícanos lo quehas dicho antes.

—Hay otro Mono —comenzóla anciana—, a menos que sea elmismo en una ruta distinta. De unmodo u otro, algún Mono cubríauna ruta distinta… al menos hasta

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hace siete u ocho años. Lo oíasalir de la ciudad para internarseen las tierras baldías de más allá.

—¡Imposible! —saltó uno delos albinos—. ¡Nada va a lastierras baldías! ¡Nada puede vivirallí!

Mercy volvió el rostro haciaél.

—¿Está vivo un tren, TillTudbury? —preguntó—.¿Enferma una máquina conpústulas y vómito?

Bueno, pensó decir Eddie,recuerdo un oso que…

Pero reflexionó un poco más y

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llegó a la conclusión de que seríapreferible guardar silencio.

—Lo habríamos oído —insistía acaloradamente el otrogemelo—. Un ruido como el queSi explica siempre…

—Este no hacía ningunaexplosión —reconoció Mercy—,pero oía el otro sonido, esezumbido como a veces se oyecuando ha caído el rayo en lascercanías. Cuando había vientofuerte que soplaba de la ciudad,lo oía. —Alzó la barbilla yañadió—: Y una vez también oí laexplosión. De muy, muy lejos. La

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noche que vino el Gran VientoCharlie y casi derribó elcampanario de la iglesia. Debióde ser a unas doscientas ruedasde aquí. Tal vez doscientascincuenta.

—¡Qué idiotez! —gritó elalbino—. ¡Has estado mascandohierba!

—A ti te mascaré, BillTudbury, si no cierras el pico. Nose le habla así a una dama.Además…

—¡Basta, Mercy! —siseó Si.Pero Eddie apenas prestaba

atención a este intercambio de

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lindezas rurales. Lo que acababade decir la ciega tenía muchosentido. No podía haber unestampido sónico, naturalmente;no podía haberlo si el treniniciaba la ruta en Lud. Norecordaba con exactitud cuál erala velocidad del sonido, perocreía que era del orden de unosmil kilómetros por hora. Un trenque partiera de cero tardaríaalgún tiempo en alcanzar esavelocidad, y cuando la alcanzaraya estaría demasiado lejos paraoír el estampido… a no ser quese dieran unas condiciones de

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escucha excepcionales, comoMercy aseguraba que lo habíansido la noche que llegó el GranViento Charlie (fuera lo quefuese).

Y ahí había posibilidades.Blaine el Mono no era un LandRover, pero quizá… quizá…

—¿Y hace siete u ocho añosque no oyes ese otro tren? —preguntó Roland—. ¿Estás segurade que no hace mucho más?

—No podría ser —contestóella—, pues la última vez que looí fue el año en que Bill Muffincogió la enfermedad de la sangre.

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¡Pobre Bill!—De eso hace casi diez años

contados —apuntó Tía Talitha, ysu voz fue curiosamente suave.

—¿Por qué no dijiste nuncaque habías oído tal cosa? —inquirió Si—. No debes creertodo lo que diga, señor; mi Mercysiempre quiere estar en el centrodel escenario.

—Pero… ¡viejo impertinente!—gritó ella, y le dio una palmadaen el brazo—. No lo dije antesporque no quería estropearte esahistoria que tanto te enorgullece,pero ahora que viene al caso

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tengo la obligación de contarlo.—Te creo, anciana —le

aseguró Roland—, pero ¿estássegura de que no has vuelto a oírlos sonidos del Mono desdeentonces?

—No, ya no he vuelto a oírlodesde entonces. Imagino que llegóal fin de su camino.

—Me gustaría saberlo —dijoRoland—. De verdad que megustaría muchísimo. —Inclinó lacabeza y se quedó mirando lamesa, pensativo, súbitamentealejado de todos los demás.

Chu-chú, pensó Jake, y sintió

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un escalofrío.

TRECE

Media hora más tarde volvían aestar en la plaza del pueblo,Susannah en su silla de ruedas,Jake ajustando las correas de lamochila mientras Achopermanecía sentado a sus pies,observándolo con atención. Alparecer, solo los ancianos delpueblo habían asistido albanquete celebrado en el pequeñoedén que se escondía tras la

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Iglesia de la Sangre Perenne, puescuando los viajeros regresaron ala plaza encontraron a otradocena de personas esperando.Contemplaron de pasada aSusannah y miraron a Jake con unpoco más de detenimiento (sujuventud, por lo visto, les parecíamás interesante que el tonooscuro de la mujer), pero eraobvio que habían acudido paraver a Roland; sus ojos admiradosestaban llenos de un antiguotemor reverencial.

Es el resto viviente de unpasado que solo conocen por los

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relatos, pensó Susannah. Lomiran como un grupo de gentereligiosa miraría a un santo —Pedro, Pablo o Mateo— quehubiera decidido dejarse caerpor allí un sábado a la hora dela cena para contarles cómo fueeso de pasearse por el mar deGalilea con Jesús el carpintero.

El ritual con que habíaconcluido la comida se repitió enla plaza, solo que esta vezparticiparon todos los habitantesque quedaban en Paso del Río.Avanzaban en fila arrastrando lospies, estrechaban la mano a Eddie

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y a Susannah, besaban a Jake enla mejilla o en la frente, y por finse arrodillaban ante Roland pararecibir el toque de su mano y subendición. Mercy le echó losbrazos al cuerpo y apretó elrostro ciego sobre su vientre.Roland le devolvió el abrazo y leagradeció la información.

—¿No os quedaréis estanoche con nosotros, pistolero? Elsol ya avanza hacia el crepúsculo,y hace tiempo que tú y los tuyosno pasáis la noche bajo techado,bien lo digo.

—Hace tiempo, sí, pero es

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mejor que nos vayamos. Gracias,anciana.

—¿Vendrás otra vez sipuedes, pistolero?

—Sí —dijo Roland, pero aEddie no le hizo falta mirar lacara de su extraño amigo parasaber que nunca volverían a verPaso del Río—. Si podemos.

—Sí. —Mercy le dio unúltimo abrazo y siguió adelante,con la mano apoyada en el curtidohombro de Si—. Que tu viaje seabueno.

Tía Talitha era la última.Cuando empezó a arrodillarse,

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Roland la sujetó por los hombros.—No, madre. Tú no lo harás.

—Y ante los ojos pasmados deEddie, Roland se hincó derodillas ante ella en el polvo dela plaza—. ¿Querrás darme tubendición, Vieja Madre? ¿Nosbendecirás a todos antes de seguirnuestro camino?

—Sí —dijo ella. No habíasorpresa en su voz ni lágrimas ensus ojos, pero aun así le palpitabaen la voz un profundo sentimiento—. Veo que tu corazón es fiel,pistolero, y que mantienes lasantiguas maneras de tu gente; sí,

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muy bien las mantienes. Tebendigo y bendigo a los tuyos yrezaré porque no os acontezcamal alguno. Ahora toma esto, siquieres. —Hundió la mano bajola pechera de su descoloridovestido y sacó una cruz de platacolgada de una cadena de finoseslabones también de plata. Se laquitó.

Esta vez le tocó a Rolandsorprenderse.

—¿Estás segura? No hevenido para llevarme lo que ospertenece a ti y a los tuyos, ViejaMadre.

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—Tan segura como puedaestarlo. He llevado esto día ynoche durante más de cien años,pistolero. Ahora lo llevarás tú, ylo depositarás al pie de la TorreOscura, y pronunciarás el nombrede Talitha Unwin en el confín másremoto de la tierra. —Le pasó lacadena sobre la cabeza. La cruzse deslizó por el cuello abierto desu camisa de piel de venadocomo si ese fuera su lugar—. Veteya. Hemos partido el pan, hemossostenido consejo, tenemos tubendición y tú tienes la nuestra.Sigue tu senda en seguridad.

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Álzate, y sé certero. —La voz letembló y se quebró en la últimapalabra.

Roland se puso en pie, hizouna inclinación y se dio trestoquecitos en la garganta.

—Te doy las gracias.Ella le devolvió la

inclinación, pero sin proferirpalabra. Habían empezado acorrerle las lágrimas por la cara.

—¿Listos? —preguntóRoland.

Eddie asintió con un ademán.No se atrevía a hablar.

—Muy bien —dijo Roland—.

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Vamos.Recorrieron lo que quedaba

de la calle mayor del pueblo,Jake empujando la silla deSusannah. Al pasar ante el últimoedificio (COMERCIO Y CAMBIOS,rezaba el rótulo descolorido),volvió la vista atrás. Losancianos seguían apiñados juntoal mojón de piedra, un desvalidonúcleo de humanidad en mitad deaquella vasta planicie vacía. Jakelevantó la mano. Hasta aquelmomento había logradocontenerse, pero al ver quealgunos de los ancianos —Si, Bill

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y Till entre ellos— alzaban a suvez la mano para devolverle elsaludo, también Jake empezó allorar.

Eddie le pasó el brazo por loshombros.

—Sigue andando, valiente —le aconsejó con voz insegura—.Es la única manera de hacerlo.

—¡Son muy viejos! —sollozóJake—. ¿Cómo podemos dejarlosasí? ¡No está bien!

—Es ka —señaló Eddie sinpensar.

—¿Ah, sí? ¡Pues el ka es unamierda!

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—Sí, y grande —asintióEddie… pero siguió andando. Ytambién Jake, que no volvió amirar atrás. Temía que siguieranallí, parados en el centro de supueblo olvidado, mirando cómose alejaban hasta perderlos devista. Y hubiera estado en locierto.

CATORCE

Cubrieron menos de docekilómetros antes de que el cieloempezara a oscurecerse y el

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crepúsculo pintara el horizonteoccidental de un naranjallameante. Estaban cerca de unbosquecillo de eucaliptos; Jake yEddie se internaron en busca deleña.

—No comprendo por qué nonos hemos quedado en el pueblo—comentó Jake—. La señoraciega nos había invitado, y a finde cuentas tampoco hemosandado tanto. Todavía me sientotan lleno que casi no puedomoverme.

Eddie sonrió.—Yo también. Y te diré otra

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cosa: mañana por la mañana, loprimero que va a hacer tu buenamigo Edward Cantor Dean esvenir a este bosquecillo a cagarlarga y pausadamente. No teimaginas lo harto que estoy decomer carne de ciervo y hacercaquitas de conejo. Si hace unaño me hubieras dicho que elpunto culminante de mi jornadaiba a ser una buena cagada, mehabría reído en tus narices.

—¿De veras te llamas Cantorde segundo nombre?

—Sí, pero te agradecería queno lo divulgaras.

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—No lo haré. ¿Por qué no nosquedamos en el pueblo, Eddie?

Eddie suspiró.—Porque habríamos

descubierto que necesitaban leña.—¿Cómo?—Y después de traer la leña,

habríamos descubierto quetambién necesitaban carne fresca,porque nos habían servido laúltima que les quedaba. Yseríamos unos ingratos si norepusiéramos lo comido,¿verdad? Sobre todo teniendo encuenta que nosotros tenemospistolas y seguramente ellos no

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pueden reunir más que unoscuantos arcos y flechas de hacecincuenta o cien años. Así quehabríamos salido a cazar paraellos. A estas alturas ya volveríaa ser de noche, y al levantarnos ala mañana siguiente Susannahdiría que antes de seguir adelantetendríamos que hacer algunasreparaciones; no sin tocar lo quees la fachada del pueblo, porqueeso sería peligroso, pero quizá enel hotel o donde sea que haganvida. Total, solo serían unos días,¿y qué representan unos días máso menos? ¿Verdad?

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Roland se materializó en lapenumbra. Se movía con tantosigilo como siempre, peroparecía cansado y preocupado.

—Pensaba que quizá habíaiscaído en arenas movedizas —dijo.

—Nada de eso. Solo estabaexplicándole a Jake las cosas dela vida tal como yo las veo.

—¿Y qué habría tenido eso demalo? —insistió Jake—. EsaTorre Oscura lleva mucho tiempoen su sitio, ¿no? No se irá aninguna parte, ¿verdad?

—Unos días, luego unos

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cuantos días más, luego unosmás… —Eddie miró la rama queacababa de coger y la echó a unlado, disgustado. Estoyempezando a hablar como él, sedijo. Sin embargo, sabía que soloestaba diciendo la verdad—.Quizá descubriríamos que sumanantial está obstruyéndose acausa del cieno, y no sería cortésmarcharse sin haberlo excavado.Pero ¿por qué habríamos de pararahí, si en un par de semanaspodíamos construirles una noriaque funcionara? ¿Verdad? Sonviejos, y ya no están para

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acarrear agua desde el manantialni para cazar búfalos a pie. —Dirigió una breve mirada aRoland y añadió, con voz teñidade reproche—: Os diré una cosa:cada vez que pienso en Bill y Tillacechando una manada de búfalossalvajes, me entran escalofríos.

—Llevan mucho tiempohaciéndolo —observó Roland—,e imagino que podrían enseñarnosun par de cosas. Se lasarreglarán. Entretanto, vamos apor esa leña; la noche será muyfría.

Pero Jake aún no había

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terminado. Miró a Eddie confijeza, casi con severidad.

—Quieres decir que nuncapodríamos hacer bastante porellos, ¿no es eso?

Eddie sacó el labio inferior yse apartó un mechón de unsoplido.

—No exactamente. Quierodecir que nunca nos sería másfácil marcharnos de lo que hasido hoy. Más duro, quizá, perono más fácil.

—Sigue sin parecerme bien.Volvieron al lugar que se

convertiría, una vez encendida la

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fogata, en otro campamentoprovisional en la ruta a la TorreOscura. Susannah había bajado dela silla y estaba tendida deespaldas, con las manos cruzadastras la nuca, contemplando lasestrellas. Cuando llegaron, seincorporó y empezó a disponer laleña como Roland le habíaenseñado meses atrás.

—Todo esto tiene que ver conel bien —dijo Roland—. Pero simiras con demasiadodetenimiento los bienespequeños, Jake, los que tienesmás cerca, te resultará fácil

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perder de vista los grandes queestán más lejos. Las cosas estándesencajadas; van mal y cada vezestán peor. Lo vemos a nuestroalrededor, pero las respuestas aúnestán por delante. Mientrasayudáramos a las veinte o treintapersonas que quedan en Paso delRío, otras veinte o treinta milpodrían estar sufriendo omuriendo en otra parte.

Y si hay algún lugar en eluniverso donde estas cosaspuedan arreglarse es en la TorreOscura.

—¿Por qué? ¿Cómo? —

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preguntó Jake—. ¿Qué es esaTorre, en realidad?

Roland se acuclilló junto a lahoguera que Susannah habíapreparado, sacó eslabón ypedernal y empezó a derramaruna lluvia de chispas sobre layesca. Pronto empezaron a brotarunas pequeñas llamas entre lasramitas y los puñados de hierbaseca.

—No puedo responder a esaspreguntas —dijo al fin—. Ojalápudiera.

Eddie pensó que era unarespuesta muy hábil. Roland

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había dicho «No puedoresponder…», y eso no era lomismo que «No lo sé». Ni delejos.

QUINCE

La cena fue a base de agua yverduras. Aún no se habíanrecuperado del abundantebanquete que les habían ofrecidoen Paso del Río. Hasta Achorehusó los trozos que Jake leofrecía después de comerse uno odos.

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—¿Cómo es que no hasquerido hablar cuando estábamosallí? —le riñó Jake—. ¡Me hashecho quedar como un idiota!

—¡Ota! —dijo Acho, y apoyóel hocico en el tobillo de Jake.

—Cada vez habla mejor —comentó Roland—. Inclusoempieza a hablar como tú, Jake.

—Ake —asintió Acho, sinlevantar el hocico.

A Jake le fascinaban loscírculos de oro que rodeaban losojos de Acho; a la luzparpadeante de la hoguera,aquellos círculos parecían girar

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lentamente.—Pero no quiso hablar

delante de los ancianos.—Los brambos son

caprichosos en eso —le explicóRoland—. Son unos animalesextraños. Yo diría que a este loexpulsó su propia manada.

—¿Por qué lo dices?Roland señaló el costado de

Acho. Jake le había limpiado lasangre (a Acho no le habíagustado, pero lo había tolerado) yel mordisco estaba curándose,aunque el brambo todavíacojeaba un poco.

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—Apostaría un águila a queese mordisco es de otro brambo.

—¿Por qué habría deexpulsarlo su propia manada?

—Quizá se cansaron de sucháchara —conjeturó Eddie.Estaba tendido junto a Susannah yle había pasado un brazo por loshombros.

—Tal vez sí —concedióRoland—, sobre todo si era elúnico que aún intentaba hablar.Puede que los demás decidieranque era demasiado listo odemasiado orgulloso para sugusto. Los animales no saben

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tanto de celos como la gente, perotampoco los desconocen.

El objeto de sus comentarioscerró los ojos y se arrellanó enposición de dormir… pero Jakeadvirtió que empezaron atemblarle las orejas cuando laconversación se reanudó.

—¿Son muy inteligentes?Roland se encogió de

hombros.—El mozo de cuadra del que

te hablé, ese que decía que unbuen brambo trae buena suerte,juraba que en su juventud habíatenido uno que sabía sumar. Decía

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que indicaba el resultadoarañando el suelo del establo ojuntando piedrecitas con elhocico. —Sonrió. La sonrisa leiluminó todo el rostro,expulsando la lóbrega sombra quelo había cubierto desde quesalieron de Paso del Río—. Claroque los mozos de cuadra y lospescadores nacen para mentir.

Un amigable silencio cayósobre ellos, y Jake sintió que loinvadía la somnolencia. Pensóque no tardaría en quedarsedormido, y no tuvo nada queobjetar. Entonces empezaron a

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sonar los tambores, un palpitarrítmico que procedía del sudeste,y volvió a incorporarse. Todosescucharon sin hablar.

—Es una base rítmica de rockand roll —dijo Eddie de súbito—. Estoy seguro. Quítale lasguitarras y eso es lo que te queda.De hecho, suena muchísimo a Z.Z.Top.

—¿Z.Z. qué? —preguntóSusannah.

Eddie sonrió.—En tu cuando no existían —

respondió—. O sí existían, peroen el sesenta y tres solo debían de

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ser unos cuantos críos que iban ala escuela en Texas. —Volvió aescuchar—. Que me cuelguen sieso no suena exactamente igualque la base rítmica de algo como«Sharp-Dressed Man» o «VelcroFly»[6].

—¿«Velcro Fly»? —seextrañó Jake—. ¡Vaya nombreestúpido para una canción!

—Pero bastante divertido —replicó Eddie—. Te la perdistepor diez años o así, chaval.

—Más vale que nospongamos a dormir —dijoRoland—. La mañana llega

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temprano.—No puedo dormir con esa

mierda de ruido —objetó Eddie.Vaciló un instante y acontinuación dijo algo que lerondaba por la cabeza desdeaquella mañana en que ayudaron acruzar a Jake, pálido ytembloroso, el umbral queconducía a este mundo—. ¿Nocrees que ya empieza a ser horade que intercambiemos historias,Roland? Podríamos descubrir quesabemos más de lo quesuponemos.

—Sí, ya va siendo hora. Pero

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no en la oscuridad.Roland dio media vuelta, se

cubrió con una manta y quedóinmóvil, en apariencia dormido.

—Jesús —dijo Eddie—. Así,sin más. —Emitió un leve silbidode disgusto entre los dientes.

—Tiene razón —adujoSusannah—. Vamos, Eddie; adormir.

Él sonrió y le dio un beso enla punta de la nariz.

—Sí, mamaíta.Al cabo de cinco minutos,

Susannah y él se hallaban muertospara el mundo, con tambores o sin

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ellos. En cambio Jake descubrióque su somnolencia se habíadisipado. Permaneció tendido,contemplando las estrellasextrañas y escuchando laconstante pulsación rítmica quevenía de la oscuridad. Quizá eranlos pubis, que danzabanhistéricamente al compás de unacanción titulada «Velcro Fly», enun ritual salvaje destinado aexcitar un frenesí de sacrificioscruentos.

Pensó en Blaine el Mono, untren tan veloz que recorría aquelmundo enorme y hechizado

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arrastrando un estampido sónicotras de sí, y eso le llevó a pensaren Charlie el Chu-Chú, retirado aun apartadero olvidado tras lallegada de la flamante BurlingtonZephyr que lo había dejadoanticuado. Pensó en la expresiónde Charlie, que se suponía alegrey amistosa pero que en realidadno lo era. Pensó en la CompañíaFerroviaria de Mundo Medio, yen las tierras vacías que seextendían de St. Louis a Topeka.Pensó en cómo Charlie estabalisto para partir cuando el señorMartin lo necesitó y en cómo

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Charlie podía hacer sonar supropio silbato y alimentar supropio horno, y se preguntó unavez más si el maquinista Bobhabía saboteado la BurlingtonZephyr para darle una segundaoportunidad a su querido Charlie.

Por fin —y tan súbitamentecomo había empezado— elredoble rítmico cesó, y Jake sedeslizó hacia el sueño.

DIECISÉIS

Soñó, pero no con el hombre

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de yeso.Soñó en cambio que se

hallaba en una carretera asfaltadaque cruzaba el Gran Vacío deloeste de Missouri. Acho iba conél. Señales de paso a nivel —cruces blancas en forma de equiscon luces rojas en el centro—flanqueaban la ruta. Las lucesdestellaban y sonaba un timbre.

Enseguida, por el sudoeste,empezó a alzarse un zumbido queiba subiendo gradualmente detono. Sonaba como relámpagos enuna botella.

«Ahí viene», le dijo a Acho.

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«¡Ene!», asintió el animal.Y de pronto apareció una

vasta masa rosada de dos ruedasde largo que cortaba el llanohacia ellos. Era baja y con figurade bala, y cuando Jake la vio, unmiedo tremendo le llenó elcorazón. Las dos grandesventanillas que el sol hacíabrillar en el morro del trenparecían ojos.

«No le hagas preguntas tontas—le dijo Jake a Acho—. Noquiere entrar en juegos tontos.Solo es un horrible tren chu-chú yse llama Blaine el Engorro».

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Acho se lanzó de repente a lavía y quedó agazapado en actitudde saltar, con las orejasaplastadas hacia atrás. Los ojosdorados le llameaban. Exhibía losdientes en una desesperada muecade amenaza.

«¡No! —gritó Jake—. ¡No,Acho!».

Pero Acho no le hizo caso. Labala rosa se precipitaba hacia laminúscula figura desafiante delbilibrambo, y Jake percibió suzumbido como un hormigueo entodo el cuerpo que le hizo sangrarla nariz y le hizo añicos los

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empastes de las muelas.Saltó hacia Acho. Blaine el

Mono (¿o era Charlie el Chu-Chú?) cargó contra los dos, y Jakedespertó de súbito, estremecido ybañado en sudor. La nocheparecía oprimirle como un pesofísico. Rodó hacia un lado yempezó a buscar frenéticamente aAcho. Durante un instante terriblecreyó que el brambo habíadesaparecido, pero al momentosus dedos rozaron la sedosa piel.Acho emitió un ruidito y lo mirócon soñolienta curiosidad.

—No pasa nada —susurró

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Jake con voz seca—. No hayningún tren. Solo era un sueño.Vuelve a dormir, muchacho.

—Acho —asintió el brambo,y cerró los ojos de nuevo.

Jake se tendió de espaldas yse quedó mirando las estrellas.Blaine es más que un engorro,pensó. Es peligroso. Muypeligroso. Quizá sí.

¡Nada de quizá!, insistiófrenéticamente su mente.

De acuerdo, Blaine era unengorro; concedido. Pero suRedacción Final también habíatenido algo que decir sobre el

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asunto de Blaine, ¿o no?«Blaine es la verdad. Blaine

es la verdad. Blaine es laverdad».

—Oh, Dios, menudo embrollo—musitó Jake. Cerró los ojos, y alos pocos segundos volvía a estardormido. Esta vez durmió sinsueños.

DIECISIETE

Hacia el mediodía siguientecoronaron otra cresta y vieron porprimera vez el puente. Cruzaba el

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Send por un punto en que el río seestrechaba, giraba hacia el sur ypasaba ante la ciudad.

—¡Cielo santo! —exclamóEddie con voz suave—. ¿No terecuerda algo, Suze?

—Sí.—¿Y a ti, Jake?—Sí… Se parece al puente

George Washington.—¡Y cómo! —asintió Eddie.—Pero ¿qué hace el puente

George Washington en Missouri?Eddie se lo quedó mirando.—¿Qué has dicho?Jake estaba confundido.

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—En Mundo Medio, queríadecir. Tú ya me entiendes.

Eddie siguió mirándolo másfijamente que nunca.

—¿Y tú cómo sabes que estoes Mundo Medio? Aún no estabascon nosotros cuando encontramosel mojón.

Jake hundió las manos en losbolsillos y se miró los mocasines.

—Lo he soñado —dijosecamente—. No creerás quecontraté esta excursión con elagente de viajes de mi padre,¿verdad?

Roland le tocó a Eddie en el

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hombro.—Déjalo estar, de momento.Eddie miró un momento a

Roland y asintió con la cabeza.Siguieron mirando el puente

un rato más. Habían tenido tiempode acostumbrarse a la silueta dela ciudad, pero esto era nuevo. Elpuente lucía en la lejanía comouna figura borrosa recortadacontra el azul del cielo. Rolandalcanzó a divisar cuatro pares detorres metálicas de una alturaimposible; un par en cadaextremo del puente y otros dos enel centro. Entre ellas, unos cables

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gigantescos colgaban suspendidosen largos arcos. Entre esos arcosy la base del puente había muchaslíneas verticales: más cablesquizá, o bien vigas de metal; elpistolero no podía saberlo. Perotambién vio huecos, y al cabo demucho rato se dio cuenta de queel puente ya no estabaperfectamente nivelado.

—Creo que ese puente notardará en hundirse en el río —observó.

—Bueno, puede ser —admitió Eddie de mala gana—,pero no me parece que esté tan

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mal.Roland suspiró.—No te hagas demasiadas

ilusiones, Eddie.—¿Qué significa eso? —

Eddie se dio cuenta de que habíahablado en tono picajoso, pero yaera tarde para hacer nada alrespecto.

—Significa que quiero quecreas a tus ojos, Eddie; nada más.Cuando yo aún crecía, había undicho: «Solo un necio piensa queestá soñando antes de despertar».¿Entiendes?

Eddie sintió que le venía a la

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lengua una respuesta sarcástica,pero la rechazó tras una brevelucha consigo mismo. Sucedía,sencillamente, que Rolandadoptaba una actitud —nodeliberada, estaba seguro de ello,pero eso no la volvía másllevadera— que le hacía sentirsecomo un crío.

—Creo que sí —respondió alfin—. Quiere decir lo mismo queel proverbio favorito de mimadre.

—¿Qué proverbio?—Espera lo mejor y

prepárate para lo peor —

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respondió Eddie con aspereza.El rostro de Roland se

iluminó con una sonrisa.—Me gusta más el dicho de tu

madre.—¡Pero aún se tiene en pie!

—estalló Eddie—. De acuerdoque no está en magníficascondiciones; seguramente hacemás de mil años que nadie le daun repaso a fondo, pero aún sesostiene. ¡Y toda la ciudad! ¿Tanmal está albergar la esperanza deencontrar allí algo que nos sirvade ayuda, o gente que nos dé decomer y hable con nosotros, como

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los ancianos de Paso del Río?¿Tan mal está tener la esperanzade que nuestra suerte vaya acambiar?

En el silencio que siguió,Eddie se dio cuenta, cohibido, deque acababa de pronunciar undiscurso.

—No. —Había afecto en lavoz de Roland, ese afecto quenunca dejaba de sorprender aEddie cuando se mostraba—. Laesperanza nunca está mal. —Miróa Eddie y a los demás como siacabara de despertar de un sueñoprofundo—. Por hoy ya hemos

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viajado bastante. Es hora de quetengamos consejo, creo, y eso nosllevará algún tiempo.

El pistolero abandonó lacarretera y se internó entre la altahierba sin mirar atrás. Al cabo deun instante, los otros tres losiguieron.

DIECIOCHO

Hasta encontrarse con losancianos de Paso del Río,Susannah había considerado aRoland en términos de programas

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de televisión que ella apenasveía: «Cheyenne», «TheRifleman» y, por supuesto, elarquetipo de todos ellos,«Gunsmoke». Este lo escuchaba aveces en la radio con su padreantes de que lo dieran portelevisión (pensó en lo extrañaque debía de resultarles a Eddie ya Jake la idea de la radionovela ysonrió; el mundo de Roland noera el único que se habíamovido). Aún recordaba lo quedecía el narrador al comienzo decada episodio: «Hace que unoesté siempre en guardia… y un

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poco solo».Hasta Paso del Río, estas

palabras resumían a la perfecciónsu imagen de Roland. No era tanancho de espaldas como lo habíasido el alguacil Dillon, ni muchomenos tan alto, y su cara lerecordaba más a un poeta fatigadoque a un agente de la ley delsalvaje Oeste, pero aun así loveía como una versión existencialde ese mítico policía de Kansascuya única misión en la vida(aparte de alguna que otra copaen el Longbranch con sus amigosDoc y Kitty) consistía en limpiar

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Dodge.Ahora se daba cuenta de que

en otro tiempo Roland había sidomucho más que un policía de unOeste daliniano situado al fin delmundo. Había sido undiplomático, un mediador, quizáincluso un maestro. Sobre todo,había sido un soldado de lo queaquellas gentes llamaban «elblanco», término con el que ellasuponía que denominaban a lasfuerzas civilizadoras que hacíanque las personas dejaran dematarse entre sí durante el tiemposuficiente para conocer algún

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progreso. En su tiempo, Rolandhabía sido más un caballeroerrante que un cazador derecompensas. Y en muchossentidos, este todavía era sutiempo; ciertamente, loshabitantes de Paso del Río locreían así. ¿Por qué, si no, sehabrían arrodillado en el polvopara recibir su bendición?

A la luz de esta nuevapercepción, Susannah se diocuenta de la habilidad con que elpistolero los había manejadodesde aquella mañana horrendaen el círculo parlante. Cada vez

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que la conversación tomaba uncurso susceptible de conducir a lacomparación de notas —¿y quépodía ser más natural, vista lacatastrófica e inexplicable«extracción» que cada uno deellos había experimentado?—,Roland intervenía con presteza ydesviaba la conversación haciaotros temas con tanta soltura queninguno de los tres (ni siquieraella, que se había pasado cuatroaños metida hasta el cuello en elmovimiento por los derechosciviles) se daba cuenta de lo quehacía.

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Susannah creía conocer susmotivos: lo había hecho a fin dedarle tiempo a Jake pararehacerse. Pero el hecho decomprenderlo no impedía que lanaturalidad con que los habíamanejado Roland despertara enella sentimientos de asombro,diversión y enojo. Recordó algoque había dicho Andrew, suchófer, poco antes de que Rolandla hiciera pasar a este mundo.Algo así como que el presidenteKennedy había sido el últimopistolero del mundo occidental.En aquel momento eso le había

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hecho torcer el gesto, pero ahorale parecía comprender. Rolandtenía mucho más de JFK que deMatt Dillon. Susannahconsideraba que Roland poseíabien poco de la imaginación deKennedy, pero en cuanto aatractivo romántico…dedicación… carisma…

Y astucia, pensó ella. Noolvidemos la astucia.

De pronto lanzó una carcajadaque la sorprendió a sí misma.

Roland se había sentado conlas piernas cruzadas. Al oírla sevolvió hacia ella, con las cejas

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enarcadas.—¿Algo divertido?—Mucho. Dime una cosa:

¿cuántos idiomas hablas?El pistolero recapacitó.—Cinco —dijo al fin—.

Antes hablaba los dialectosselianos bastante bien, pero creoque ahora solo recuerdo lasmaldiciones.

Susannah rio de nuevo. Fueuna risa alegre, placentera.

—Eres un zorro, Roland —comentó—. De verdad que loeres.

Jake sintió curiosidad.

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—Di un taco en seleriano —le pidió.

—En seliano —le corrigióRoland. Pensó unos instantes y acontinuación dijo algo muy rápidoy grasiento que a Eddie le sonó unpoco como si el pistoleroestuviera haciendo gárgaras conun líquido muy denso. Café deuna semana, por ejemplo. Rolandsonreía al decirlo.

Jake le devolvió la sonrisa.—¿Qué quiere decir?Roland le pasó un momento el

brazo por los hombros.—Que tenemos mucho de que

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hablar.

DIECINUEVE

—Somos un ka-tet —comenzóa decir Roland—, lo que significaun grupo de personas unidas porel destino. Los filósofos de mipaís aseguraban que solo lamuerte o la traición puedenromper un ka-tet. Mi granmaestro, Cort, decía que como lamuerte y la traición también sonradios de la rueda del ka, estelazo no puede romperse nunca.

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Según van pasando los años y veomás cosas, cada vez me acercomás al punto de vista de Cort.

»Cada miembro de un ka-tetes como una pieza de unrompecabezas. Considerada en símisma, cada pieza es un misterio,pero al reunirlas componen unaimagen… o parte de una imagen.Puede hacer falta un gran númerode ka-tets para completar unaimagen. No debéis sorprenderossi descubrís que vuestras vidashan estado en contacto demaneras que no habéis sabidohasta ahora. Por ejemplo, cada

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uno de los tres es capaz deconocer los pensamientos de losdemás…

—¿Qué? —saltó Eddie.—Es cierto. Compartís

vuestros pensamientos con talespontaneidad que ni siquiera oshabéis dado cuenta de que lohacéis, pero es así. A mí meresulta más fácil verlo, sin duda,porque no soy miembro pleno deeste ka-tet, quizá porque no soyde vuestro mundo, y eso meimpide participar totalmente en lacapacidad de compartir lospensamientos. Pero aun así,

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puedo enviar. Susannah…¿recuerdas cuando estábamos enel círculo?

—Sí. Me dijiste que soltara aldemonio cuando tú lo dijeras.Pero no lo dijiste en voz alta.

—Eddie, ¿recuerdas cuandoestábamos en el claro del oso, yel murciélago mecánico se lanzóa por ti?

—Sí. Me dijiste que meechara al suelo.

—No abrió la boca paranada, Eddie —dijo Susannah.

—¡Claro que sí! ¡Pegaste ungrito, hombre! ¡Te oí!

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—Grité, es verdad, pero conla mente. —El pistolero se volvióhacia Jake—. ¿Recuerdas? ¿En lacasa?

—Estaba tirando de una tablaque no se soltaba y tú me dijisteque probara con la otra. Pero sino puedes adivinarme lospensamientos, Roland, ¿cómosupiste cuál era el problema?

—Lo vi. No oí nada, pero vi;solo un poco, como por unaventana muy sucia. —Paseó lamirada de uno a otro—. Estaproximidad, este compartir lasmentes se llama khef, una palabra

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que en la lengua original delPueblo de Mundo Antiguo quieredecir muchas otras cosas: agua,nacimiento y fuerza vital sonapenas tres de sus significados.Tenedlo en cuenta. Por ahora, eslo único que quiero.

—¿Se puede tener en cuentaalgo en lo que no se cree? —inquirió Eddie.

Roland sonrió.—Procura mantener la mente

abierta.—Eso puedo hacerlo.—¿Roland? —Era Jake—.

¿Te parece que Acho podría

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formar parte de nuestro ka-tet?Susannah sonrió. Roland no.—En estos momentos no estoy

en condiciones de adelantar nisiquiera una conjetura, pero tediré una cosa, Jake: he estadopensando mucho en tu amigopeludo. El ka no lo rige todo,sigue habiendo coincidencias…,pero la repentina aparición de unbilibrambo que aún se acuerda delos seres humanos no me pareceque se deba únicamente al azar.—Los miró a los tres—.Empezaré yo. Luego hablaráEddie, retomando el relato dónde

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yo lo dejé. Luego Susannah. Jake,tú hablarás el último. ¿Deacuerdo?

Todos asintieron.—Muy bien —dijo Roland—.

Somos ka-tet; de muchos, uno.Que empiece el consejo.

VEINTE

La conferencia se prolongó hastala puesta del sol, con una breveinterrupción para tomar unacomida fría, y cuando terminó,Eddie tenía la sensación de haber

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disputado doce duros asaltos conSugar Ray Leonard. Ya no dudabade que habían estado«compartiendo khef», como decíaRoland; de hecho, parecía queJake y él habían vivido cada unola vida del otro en susrespectivos sueños, como sifueran dos mitades de un mismotodo.

Roland empezó con loocurrido bajo las montañas,donde la primera vida de Jake eneste mundo había llegado a su fin.Les habló del consejo que habíatenido con el hombre de negro, y

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de las veladas palabras de Waltersobre una Bestia y de alguien aquien llamaba el Extraño SinEdad. Les habló del extraño ypavoroso sueño que había tenido,un sueño en el que todo eluniverso era engullido en un hazde fantástica luz blanca. Y decómo, al final de ese sueño, habíauna sola hoja de hierba morada.

Eddie miró a Jake de soslayoy quedó atónito ante elconocimiento —elreconocimiento— que vio en losojos del chico.

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VEINTIUNO

Roland le había farfullado partesde esta historia a Eddie en susmomentos de delirio, pero paraSusannah era completamentenueva y la escuchó con los ojosmuy abiertos. Mientras Rolandrepetía las cosas que le habíacontado Walter, ella captabavislumbres de su propio mundo,como reflejos en un espejo hechoañicos: automóviles, cáncer,cohetes a la luna, inseminaciónartificial. No alcanzaba a

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imaginar quién podía ser laBestia, pero en el nombre delExtraño Sin Edad reconoció unavariación de Merlín, el mago queen teoría había orquestado lacarrera del rey Arturo. Cada vezmás curioso.

Roland les habló de cómo aldespertar había descubierto queWalter llevaba muchos añosmuerto; el tiempo se habíadeslizado hacia delante, tal vezcien años, tal vez quinientos. Jakeescuchó en un silencio fascinadomientras el pistolero narraba sullegada a la orilla del Mar del

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Oeste, y cómo había invocado aEddie y a Susannah antes deencontrarse con Jack Mort, eltercero oscuro.

El pistolero señaló a Eddie,que reanudó el relato con laaparición del oso gigante.

—¿Shardik? —le interrumpióJake—. Pero eso es el título de unlibro, un libro de nuestromundo… Lo escribió el mismoautor de aquella obra famosasobre los conejos…

—¡Richard Adams! —exclamó Eddie—. Y el libro delos conejos era La colina de

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Watership. Sabía que ese nombreme sonaba. Pero ¿cómo puedeser, Roland? ¿Cómo es que lagente de tu mundo conoce cosasdel nuestro?

—Hay puertas, ¿no es cierto?—respondió Roland—. ¿Acasono hemos visto ya cuatro? ¿Acasocrees que no existieron otrasantes, o que no volverán a existir?

—Pero…—Todos hemos visto los

rastros de vuestro mundo en elmío, y cuando estuve en vuestraciudad de Nueva York, vi lasimprontas de mi mundo en el

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vuestro. Vi pistoleros. Casi todoseran lentos y negligentes, peroaun así eran pistoleros, y a todasluces miembros de un antiguo ka-tet.

—Roland, solo eran polis.Les dabas sopas con honda.

—No al último. Cuando JackMort y yo estábamos en laestación del tren subterráneo, eseestuvo a punto de abatirme. De noser por la suerte, por el pedernaly eslabón de Mort, lo habríaconseguido. Ese… Le vi los ojos.Conocía el rostro de su padre.Creo que lo conocía muy bien. Y

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luego… ¿recuerdas cómo sellamaba el establecimiento deBalazar?

—Sí, claro que lo recuerdo—respondió Eddie condesasosiego—. La TorreInclinada. Pero podría ser unacasualidad; tú mismo has dichoque el ka no lo rige todo.

Roland asintió con un gesto.—Realmente eres como

Cuthbert. Recuerdo algo que dijocuando éramos muchachos.Estábamos preparando unaescapada nocturna al cementerio,pero Alain no quería ir. Decía

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que temía ofender a las sombrasde sus padres y sus madres.Cuthbert se le rio en la cara. Dijoque no creería en los aparecidoshasta que atrapara uno con losdientes.

—¡Bravo! —exclamó Eddie.Roland sonrió.—Imaginaba que te gustaría.

De todos modos, dejemos a esteaparecido, por el momento. Siguecon tu relato.

Eddie habló de la visión quehabía tenido cuando Rolandarrojó la quijada al fuego; lavisión de la llave y la rosa. Habló

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de su sueño y de cómo habíacruzado la puerta de laCharcutería Artística de Tom yGerry para salir a un campo derosas dominado por la elevadafigura color hollín de la Torre.Habló de la negrura que surgía desus ventanas hasta formar unasilueta en el cielo. Por entoncesse dirigía casi exclusivamente aJake, porque este escuchaba conávido interés y crecientemaravilla. Intentó transmitir enalguna medida la exaltación y elterror que impregnaban el sueño,y vio en sus ojos —sobre todo en

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los de Jake— que lo estabaconsiguiendo mejor de lo quehubiera podido esperar… o quetambién ellos tenían sus propiossueños.

Habló de cómo había seguidoel rastro de Shardik hasta elPortal del Oso, y de cómo alapoyar la cabeza en él habíaempezado a recordar el día enque convenció a su hermano paraque lo llevara a Dutch Hill a verla Mansión. Habló de la taza y laaguja, y de cómo la aguja deseñalar el rumbo se había vueltoinnecesaria cuando se dieron

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cuenta de que podían ver laacción del Haz en todo lo quetocaba, incluso en los pájaros delcielo.

Susannah siguió el hilo eneste punto. Mientras hablaba,explicando cómo Eddie habíaempezado a tallar su versión de lallave, Jake se echó hacia atrás,cruzó las manos detrás de lacabeza y contempló el lentodesplazamiento de las nubes en surecta trayectoria hacia el sudeste.La ordenada disposición queadoptaban mostraba la presenciadel Haz con tanta claridad como

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el humo de una chimenea muestrala dirección del viento.

Terminó el relato con ladescripción de cómo habían izadoa Jake a este mundo, cerrando asíla pista dividida de sus recuerdos—y los de Roland— tan súbita ytotalmente como Eddie habíacerrado la puerta en el círculoparlante. En realidad, el únicodato que omitió ni siquierallegaba a ser un dato, al menostodavía. A fin de cuentas, no teníamareos por la mañana, y unsimple retraso en la regla noquería decir nada por sí solo.

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Como el propio Roland hubierapodido decir, esta era una historiaque valía más dejarla para otrodía.

Sin embargo, cuando terminóhubiera deseado olvidar lo quehabía contestado Tía Talithacuando Jake le dijo que ahoraeste era su mundo: «Entonces queDios se apiade de ti, porque eneste mundo se está poniendo elsol. Se está poniendo parasiempre».

—Y ahora te toca a ti, Jake —le invitó Roland.

Jake se incorporó y miró

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hacia Lud, donde las ventanas delas torres occidentales reflejabanla decreciente luz de la tarde enláminas de oro.

—Todo es una locura —murmuró—, pero casi tienesentido. Como un sueño despuésde despertar.

—Quizá podamos ayudarte aencontrarle algún sentido —apuntó Susannah.

—Quizá sí. Por lo menospodéis ayudarme a pensar en eltren. Estoy cansado de buscarleun sentido a Blaine yo solo. —Suspiró—. Ya sabéis lo que pasó

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Roland cuando vivía dos vidas almismo tiempo, así que puedosaltarme esa parte. De todosmodos, tampoco sé si sería capazde explicar qué sentía, y noquiero intentarlo. Fue atroz. Creoque lo mejor será que empiecepor mi Redacción Final, porquefue entonces cuando por fin dejéde pensar que todo aquellopasaría por sí solo. —Les dirigióuna mirada sombría—. Fuecuando me rendí.

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VEINTIDÓS

El sol descendió un buen trechoantes de que Jake terminara dehablar.

Les contó todo lo que pudorecordar, empezando por «Micomprensión de la verdad» yacabando por el guardiánmonstruoso que había surgidoliteralmente del maderamen paraatacarlo. Los tres le escucharonsin una sola interrupción.

Cuando hubo terminado,

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Roland se volvió hacia Eddie conlos ojos encendidos por unamezcla de emociones que en unprimer momento Eddie tomó porpasmo maravillado. Peroenseguida advirtió que estabacontemplando una intensaexcitación… y un profundo temor.Se le secó la boca. Porque siRoland tenía miedo…

—¿Aún dudas de que nuestrosmundos se entrecruzan, Eddie?

Negó con un gesto.—Claro que no. Yo anduve

por la misma calle, ¡y llevabapuesta su ropa! Pero… Jake,

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¿podría ver el libro? Me refiero aCharlie el Chu-Chú.

Jake echó mano de lamochila, pero Roland lo contuvo.

—Todavía no —sentenció—.Vuelve al solar abandonado, Jake.Cuéntanos otra vez esa parte.Intenta acordarte de todo.

—Quizá deberíashipnotizarme —sugirió Jake,dubitativo—. Como lo hiciste laotra vez, en la Estación de Paso.

Roland meneó la cabeza.—No es necesario. Lo que te

ocurrió en aquel solar fue lo másimportante que te ha de ocurrir en

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la vida, Jake. En las vidas detodos nosotros. Lo recuerdastodo.

De modo que Jake empezó acontarlo de nuevo. Todos ellostenían muy claro que suexperiencia en el solar vacíodonde antes se alzaba la tienda deTom y Gerry era el corazónsecreto del Ka-tet quecompartían. En el sueño deEddie, la Charcutería Artísticaaún se hallaba en pie; en larealidad de Jake, la habíanderribado, pero en ambos casosse trataba de un lugar de enorme

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poder talismánico. A Rolandtampoco le cabía ninguna duda deque el solar vacío con susladrillos rotos y sus pedazos devidrio era otra versión de lo queSusannah conocía como losDrawers y del lugar que él mismohabía visto al final de su visiónen el osario.

Mientras relataba esta partede su historia por segunda vez,ahora hablando muy despacio,Jake descubrió que lo que habíadicho el pistolero era verdad: seacordaba de todo. Su memoriamejoró a tal punto que casi le

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parecía estar reviviendo laexperiencia. Les habló del cartelque anunciaba la construcción deun edificio llamado ApartamentosTurtle Bay en el lugar donde antesse hallaba la charcutería de Tom yGerry. Recordó incluso elpequeño poema pintado con sprayen la valla, y también se lo recitó:

¡Mira la TORTUGAde enorme amplitud!

Sobre su caparazónsostiene la tierra.

Si quieres correr yjugar,

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ven hoy mismo por elHAZ.

—Su pensar es lento perosiempre amable —musitóSusannah—; nos contiene a todosen su mente… ¿No era así,Roland?

—¿De qué hablas? —preguntó Jake—. ¿Qué era así?

—Una poesía que aprendí depequeño —dijo Roland—. Esotra conexión, y realmente nosdice algo, aunque no estoy segurode que sea algo que necesitemossaber… Con todo, nunca se sabe

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cuándo puede resultar útil tenerun poco de comprensión.

—Doce portales conectadospor seis Haces —resumió Eddie—. Partimos del Oso. Solo hemosde cubrir medio camino, hasta laTorre, pero si llegáramos al otroextremo encontraríamos el Portalde la Tortuga, ¿no es así?

Roland asintió.—Estoy seguro.—El Portal de la Tortuga —

repitió Jake, pensativo, haciendorodar las palabras por la bocacomo si quisiera saborearlas.Tras una pausa, volvió a

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hablarles de la arrobadora vozdel coro, el descubrimiento deque había caras y cuentos ehistorias por todas partes, y sucreencia cada vez más firme deque había dado con algo muysemejante al núcleo de todaexistencia. Para terminar, lescontó otra vez cómo habíaencontrado la llave y visto larosa. Absorto en la totalidad desu recuerdo, Jake empezó a llorar,aunque al parecer no eraconsciente de ello.

—Cuando se abrió —concluyó—, vi que el centro era

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del amarillo más vivo que hayáispodido ver en vuestra vida. Alprincipio creí que era polen y quesolo parecía brillar porque enaquel solar todo parecía brillar.Hasta mirar los viejosenvoltorios de caramelos y lasbotellas de cerveza vacías eracomo mirar los cuadros másgrandes que se hayan pintadojamás. Solo entonces me di cuentade que era un sol. Ya sé queparece absurdo, pero lo era. Soloque todavía era más. Era…

—Era todos los soles —musitó Roland—. Era todo lo

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real.—¡Sí! Y estaba bien, pero

también estaba mal. No séexplicar en qué estaba mal, perolo estaba. Era como dos latidos,uno dentro de otro, y el de dentrotenía una enfermedad. O unainfección. Y entonces medesmayé.

VEINTITRÉS

—Tú viste lo mismo al finalde tu sueño, ¿no es verdad,Roland? —preguntó Susannah. Su

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voz era suave, cargada deadmiración—. El tallo de hierbaque viste al final… Creíste que lahierba era morada porque teníasalpicaduras de pintura.

—No lo entiendes —protestóJake—. Era morada de verdad.Cuando la veía como realmenteera, era morada. Nunca habíavisto una hierba como esa. Lapintura solo era camuflaje, talcomo el guardián se camufló paraparecer una vieja casaabandonada.

El sol había llegado alhorizonte. Roland le preguntó a

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Jake si ahora querría mostrarlesCharlie el Chu-Chú y luegoleerlo. Jake les entregó el libro.Tanto Eddie como Susannahcontemplaron un buen rato laportada.

—Yo tuve este libro cuandoera pequeño —dijo Eddie al fin.Hablaba en el tono neutro de lacertidumbre absoluta—. Luegonos mudamos de Queens aBrooklyn y lo perdí. Yo aún notenía ni cuatro años. Perorecuerdo la portada. Y pensaba lomismo que tú, Jake. No megustaba. No me fiaba.

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Susannah alzó la vista haciaEddie.

—Yo también lo tenía. No sécómo he podido olvidarme de laniña que se llamaba como yo…,aunque claro que entonces era misegundo nombre. Y ese tren meproducía la misma impresión: nome gustaba y no me fiaba de él.—Golpeó la portada con un dedoantes de pasarle el libro a Roland—. Esa sonrisa me parecíacompletamente falsa.

Roland apenas le dedicó unaojeada superficial y miró denuevo a Susannah.

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—¿Tú también lo perdiste?—Sí.—Y estoy seguro de que yo sé

cuándo —dijo Eddie.Susannah asintió.—Seguro que lo sabes. Fue

cuando aquel hombre me tiró unladrillo a la cabeza. Cuandofuimos al norte para asistir a laboda de mi tía Blue aún lo tenía.En el tren lo tenía. Me acuerdoporque no paraba de preguntarle ami padre si nuestra locomotoraera Charlie el Chu-Chú. Yo noquería que lo fuera, porqueteníamos que ir a Elizabeth, New

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Jersey, y yo creía que Charliepodía llevarnos a cualquier otrositio. ¿No acabó llevando genteen un pueblo en miniatura o algoasí, Jake?

—Un parque de atracciones.—Sí, naturalmente. Hacia el

final del libro hay una ilustraciónen que aparece circulando por elparque, cargado de niños. Todosestán riendo o sonriendo, perosiempre me pareció que estabanpidiendo a gritos que los dejaranbajar.

—¡Sí! —exclamó Jake—. ¡Sí,eso es! ¡Exactamente eso!

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—Creía que Charlie podíallevarnos a su casa, adonde élviviera, en lugar de a la boda demi tía, y que ya no nos dejaríavolver a casa nunca más.

—No puedes volver a casanunca más —masculló Eddie, y semesó nerviosamente el cabello.

—En todo el tiempo que nospasamos en aquel tren, no solté ellibro ni un instante. Recuerdoincluso que pensé: «Si intentasecuestrarnos, le iré arrancandohojas hasta que se rinda». Peronaturalmente llegamos justo adonde estaba previsto, y además a

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la hora prevista. Papá me llevódelante para que pudiera ver lamáquina. Era una locomotoradiésel, no de vapor, y recuerdoque eso me alegró. Luego,después de la boda, ese Mort meechó un ladrillo encima y me pasémucho tiempo en coma. Ya novolví a ver Charlie el Chu-Chúhasta este momento. —Tras unavacilación, añadió—: Este podríaser perfectamente mi propioejemplar, o el de Eddie.

—Sí, y seguramente lo es —dijo Eddie. Tenía el rostro pálidoy solemne… y de pronto sonrió

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como un crío—. «Mira laTORTUGA con su enorme faz;todas las cosas sirven al malditoHaz».

Roland echó una mirada haciael oeste.

—El sol se está poniendo.Jake, lee el relato antes de quenos quedemos sin luz.

Jake pasó a la primera página,les mostró la imagen delmaquinista Bob en la cabina deCharlie y comenzó:

—«Bob Brooks era unmaquinista de la CompañíaFerroviaria de Mundo Medio que

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cubría la línea de St. Louis aTopeka…».

VEINTICUATRO

—«… y de vez en cuando losniños oían cantar a Charlie suvieja canción con su vocecitaronca de siempre» —concluyóJake. Les enseñó la últimailustración (la de los niños felicesque en realidad quizá estabanchillando) y cerró el libro. El solse había puesto; el firmamento eravioláceo.

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—Bueno, no coincide conexactitud —dijo Eddie—; másbien es como un sueño en el que aveces el agua corre cuesta arriba,pero coincide lo suficiente paraque me entren escalofríos.Estamos en Mundo Medio, en elterritorio de Charlie. Solo queaquí no se llama Charlie ni nadade eso. Aquí se llama Blaine elMono.

Roland contemplaba a Jake.—¿Tú qué dices? —preguntó

—. ¿Hemos de rodear la ciudad?¿Hemos de apartarnos de esetren?

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Jake se quedó pensativo, conla cabeza gacha y las manosacariciando distraídamente eltupido y sedoso pelo de Acho.

—Me gustaría —respondió alfin—, pero si no he entendido maleste asunto del ka, creo que no eslo que nos corresponde hacer.

Roland asintió.—Si es ka, la cuestión de si

nos corresponde o no noscorresponde hacer una cosa nisiquiera entra en consideración;si intentáramos dar un rodeo,descubriríamos que lascircunstancias nos obligan a

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retroceder. En tales casos esmejor rendirse de inmediato a loinevitable en lugar depostergarlo. ¿Tú qué dices,Eddie?

Eddie se quedó un buen ratopensativo, como había hechoJake. No quería tener tratos conun tren que hablaba y funcionabasolo, y, tanto si se lo llamabaCharlie el Chu-Chú como Blaineel Mono, todo lo que Jake leshabía contado y leído daba aentender que podía tratarse de unamáquina muy desagradable. Perodebían recorrer una distancia

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tremenda, y en algún lugar, alfinal del camino, estaba lo quehabían salido a buscar. Con estaidea, Eddie se quedó asombradoal comprobar que sabíaexactamente lo que pensaba y loque quería. Alzó la cara y, casipor primera vez desde su llegadaa aquel mundo, miró fijamente losojos azul descolorido de Rolandcon los suyos color avellana.

—Quiero llegar a ese campode rosas y quiero ver la Torre quese yergue allí. No sé qué vendráluego. En todo caso, se ruega queno manden flores, ni para mí ni

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para ninguno de nosotros. Pero nome importa. Quiero llegar allí.Supongo que no me importa queBlaine sea el diablo y que lasvías crucen el infierno antes dellegar a la Torre. Yo propongoque vayamos.

Roland asintió y se volvióhacia Susannah.

—Bueno, yo no he tenidoningún sueño sobre la TorreOscura —dijo ella—, de modoque no puedo plantearme lacuestión a ese nivel; el nivel deldeseo, supongo que dirías. Perohe llegado a creer en el ka, y no

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soy tan lerda como para no darmecuenta cuando alguien me pegacon los nudillos en la cabeza y medice: «Es por ahí, idiota». ¿Y tú,Roland? ¿Tú qué crees?

—Creo que ya ha habidobastante conversación por hoy, yes hora de que lo dejemos hastamañana.

—¿Y el ¡Adivina,adivinanza!? —preguntó Jake—.¿Quieres verlo?

—Ya habrá tiempo para esootro día —respondió Roland—.Ahora es hora de dormir.

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VEINTICINCO

Pero el pistolero yació largotiempo despierto, y cuando sonóde nuevo el redoble rítmico sepuso en pie y volvió a lacarretera. Desde allí se quedómirando hacia el puente y laciudad. Roland era tandiplomático como Susannah habíasospechado, y apenas oyó hablardel tren supo que este iba a ser elsiguiente paso, pero no juzgóprudente decirlo. Eddie sobretodo detestaba sentirse

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presionado; cuando le parecíaque alguien intentaba obligarlo,agachaba la cabeza, se plantaba,hacía sus chistes bobos y seresistía como una mula. Esta vezquería lo mismo que Roland, peroaún existía el riesgo de que dijera«día» si Roland decía «noche», y«noche» si Roland decía «día».Era más sensato avanzar consuavidad, y más seguro preguntaren vez de disponer.

Se volvió para regresar… yla mano le voló a la pistola al veruna silueta oscura parada alborde de la carretera, mirando

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hacia él. No desenvainó, peroestuvo a punto de hacerlo.

—No sabía si podrías dormirdespués de esa pequeña actuación—comentó Eddie—. Por lo vistola respuesta es que no.

—No te he oído llegar, Eddie.Estás aprendiendo…, aunque estavez casi te llevas un balazo en elvientre.

—No me has oído porquetienes mucho en qué pensar.

Eddie se le acercó, e inclusoa la luz de las estrellas Rolandpudo ver que no le habíaengañado en absoluto. El respeto

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que sentía hacia Eddie no dejabade aumentar. Eddie le recordaba aCuthbert, pero en muchosaspectos ya había superado aCuthbert.

Si lo subestimo, pensóRoland, me arriesgo a salir conla zarpa ensangrentada. Y si lefallo, o si hago algo que leparezca una traición,seguramente intentará matarme.

—¿En qué estás pensando,Eddie?

—En ti. En nosotros. Quieroque sepas una cosa. Supongo quehasta esta noche daba por sentado

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que ya la sabías. Pero ahora noestoy tan seguro.

—A ver, dime. —Volvió apensar: ¡Cómo se parece aCuthbert!

—Estamos contigo porquehemos de estar; eso es tu malditoka. Pero también estamos contigoporque queremos. Sé que puedohablar por mí y por Susannah, ycreo que también por Jake.Posees un buen cerebro, mi viejocompañero de khef, pero creo quedebes tenerlo guardado en unrefugio antiaéreo, porque a vecesresulta tremendamente difícil

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conectar con él. Quiero verla,Roland. ¿Captas lo que te digo?Quiero ver la Torre. —Escrutóatentamente el rostro de Roland yal parecer no halló en él lo queesperaba encontrar, porque alzólas manos en un gesto deexasperación—. Lo que quierodecir es que me sueltes las orejas.

—¿Que te suelte las orejas?—Sí. Porque ya no tienes que

arrastrarme. Vengo por voluntadpropia. Venimos por voluntadpropia. Si esta noche murieras enpleno sueño, te enterraríamos yseguiríamos adelante.

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Seguramente no duraríamosmucho, pero moriríamos en elCamino del Haz. ¿Entiendes?

—Sí, ahora entiendo.—Dices que me entiendes, y

creo que es verdad, pero… ¿mecrees también?

Naturalmente, pensó.¿Adonde irías si no, Eddie, eneste mundo que tan extraño espara ti? Como granjero seríasun desastre.

Pero esto era mezquino einjusto, y Roland lo sabía.Denigrar el libre albedríoconfundiéndolo con ka era peor

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que una blasfemia; era estúpido yfastidioso.

—Sí —respondió—. Te creo,sinceramente.

—Pues entonces deja detratarnos como si fuéramos unrebaño de ovejas y tú el pastorque nos conduce, blandiendo elcayado para impedir que nuestrapura estupidez nos haga salir dela carretera y meternos en unpantano de arenas movedizas.Ábrenos tu mente. Si hemos demorir en la ciudad o en ese tren,quiero morir sabiendo que eraalgo más que una pieza en tu

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tablero.Roland notó que la rabia le

calentaba las mejillas, pero nuncahabía sabido engañarse. No seenojaba porque Eddie estuvieseen un error sino porque Eddie lehabía interpretado correctamente.Roland lo había visto abrirsegradualmente, dejar su prisióncada vez más atrás —y lo mismopodía decir de Susannah, porquetambién ella estaba prisionera—,pero su corazón nunca habíaaceptado por completo laevidencia de sus sentidos. Alparecer, su corazón quería seguir

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considerándolos unos seresdistintos e inferiores.

Roland aspiró una profundabocanada de aire.

—Pistolero, imploro tuperdón.

Eddie asintió.—Nos estamos metiendo de

cabeza en un maldito huracán deproblemas… Lo noto, y estoymuerto de miedo. Pero losproblemas no son tuyos, sonnuestros. ¿De acuerdo?

—Sí.—¿Crees que vamos a

encontrar muchos problemas en la

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ciudad?—No lo sé. Solo sé que

hemos de intentar proteger a Jake,porque la anciana tía dijo que losdos bandos se lo disputarían. Enparte dependerá del tiempo quetardemos en encontrar ese tren,pero sobre todo de lo que ocurracuando lo encontremos. Sihubiera dos personas más en elgrupo, pondría a Jake en el centrode un cuadrado con pistolas encada lado. Pero puesto que no lashay, avanzaremos en columna: yodelante, Jake con la silla deSusannah en el centro, y tú

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cerrando la marcha.—¿Cuántos problemas? Haz

una suposición.—No puedo.—Creo que sí puedes. No

conoces la ciudad, pero sabes quéactitud ha tomado la gente de tumundo desde que las cosasempezaron a venirse abajo.¿Cuántos problemas?

Roland se volvió hacia elruido constante de los tambores yreflexionó.

—Quizá no demasiados. Yodiría que los combatientes quequedan deben de estar viejos y

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desmoralizados. Es posible quetus impresiones sean correctas yencontremos incluso gente quenos ayude, como lo hizo el ka-tetde Paso del Río. Tal vez noveamos a nadie: nos verán ellos,verán que cargamos hierros,agacharán la cabeza y nos dejaránpasar. Si eso falla, confío en quese dispersarán como ratas cuandohayamos abatido a unos cuantos.

—¿Y si deciden pelear?Roland esbozó una hosca

sonrisa.—En ese caso, Eddie, todos

recordaremos los rostros de

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nuestros padres.A Eddie le brillaron los ojos

en la oscuridad, y Roland seencontró una vez más pensando enCuthbert, no podía evitarlo.Cuthbert, que una vez dijo que nocreería en aparecidos hasta quepudiera atrapar a uno con losdientes; Cuthbert, con el que unavez había desmigado trozos depan bajo los pies del ahorcado.

—¿He respondido a todas tuspreguntas?

—¡Qué va! Pero creo que estavez has jugado limpio conmigo.

—Entonces, buenas noches,

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Eddie.—Buenas noches.Eddie dio media vuelta y se

alejó. Roland lo siguió con lamirada. Ahora que estaba atento,podía oírlo… pero solo apenas.Echó a andar hacia elcampamento, pero enseguida sedetuvo y se volvió hacia lastinieblas donde se hallaba laciudad de Lud.

«Es lo que la anciana llamabaun pubi. Dijo que los dos bandoslo querrían».

«¿No me dejarás caer estavez?».

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«No. Ni esta vez, ni nunca».Pero él sabía algo que los

otros tres ignoraban. Quizá, trasla charla que había tenido conEddie, debería decírselo, peroaun así decidió que seguiríareservándose ese conocimiento unpoco más.

En el antiguo idioma queotrora había sido la lengua francade su mundo, la mayoría de laspalabras, como khef y ka, teníanmuchos significados. Sinembargo, la palabra char —charcomo en Charlie el Chu-Chú—solo tenía uno.

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Char significaba «muerte».

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UNO

Tres días después encontraronel avión estrellado.

Jake fue el primero enseñalarlo hacia media mañana; undestello de luz a unos quincekilómetros de distancia, como sihubiera un espejo entre la hierba.Cuando estuvieron más cerca,vieron algo grande y oscuro allado del Gran Camino.

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—Parece un gran pájaromuerto —dijo Roland.

—Eso no es ningún pájaro —afirmó Eddie—. Es un avión.Estoy casi seguro de que esereflejo es el sol que da en lacabina.

Una hora más tarde sedetuvieron en silencio al borde dela carretera para contemplar losrestos antiguos. Tres rollizascornejas posadas en la maltrechapiel del fuselaje observaron coninsolencia a los recién llegados.Jake recogió un guijarro de lacuneta e hizo ademán de tirárselo.

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Las cornejas se echaron a volarpesadamente, graznando deindignación.

Una de las alas se habíadesprendido al chocar contra elsuelo y yacía a unos treintametros de allí, una sombra comoun trampolín de piscina entre lahierba alta.

El resto del aparato estabacasi intacto. El vidrio de lacabina se había resquebrajado enuna telaraña de grietas que teníasu centro en el punto donde habíachocado la cabeza del piloto. Aúnquedaba una gran mancha de

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color óxido.Acho trotó hacia las tres

oxidadas palas de hélice que sealzaban entre la hierba, lasolisqueó y volvióapresuradamente con Jake.

El hombre de la cabina erauna momia seca y polvorientavestida con un chaquetón de cueroacolchado y un casco con una púaen lo alto. Le faltaban los labios,y los dientes quedaban aldescubierto en una última muecadesesperada. Unos dedos quehabían sido gruesos comosalchichas pero que ya solo eran

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huesos recubiertos de pielaferraban el volante. Tenía unadepresión en el cráneo debida algolpe contra el parabrisas, yRoland conjeturó que las escamasverde grisáceas que le cubrían ellado izquierdo de la cara erantodo lo que restaba de su cerebro.La cabeza del cadáver estabaechada hacia atrás, como si elpiloto hubiera tenido la certeza,incluso en el instante de lamuerte, de que podía volver aremontarse. El ala que le quedabaal avión aún sobresalía entre lashierbas que amenazaban cubrirla.

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Ostentaba una insigniadescolorida que representaba unpuño aferrando un rayo.

—Parece que Tía Talitha seequivocaba y que el ancianoalbino estaba en la verdad delasunto —comentó Susannah convoz maravillada—. Este debe deser David Quick, el prínciperebelde. ¡Mira qué tamaño,Roland! ¡Supongo que tuvieronque engrasarlo para meterlo en lacabina!

Roland asintió. El calor y losaños habían reducido al hombredel pájaro mecánico a un mero

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esqueleto envuelto en cuero seco,pero aún se podía apreciar laanchura de los hombros, y lacabeza, aplastada, era enorme.

—«Así cayó lord Perth —recitó—, y la tierra tembló conese trueno».

Jake le dirigió una miradainquisitiva.

—Es de un viejo poema. LordPerth era un gigante que se iba aguerrear con un millar desoldados, pero aún estaba en supaís cuando un chiquillo le tiróuna piedra y le dio en la rodilla.El gigante trastabilló, el peso de

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la armadura le venció y se rompióel cuello en la caída.

—Como nuestra historia deDavid y Goliat —apuntó Jake.

—No hubo fuego —observóEddie—. Me jugaría algo a quese quedó sin gasolina e intentóaterrizar planeando sobre lacarretera. Puede que fuera unrebelde y un bárbaro, pero teníaun par de cojones.

Roland asintió y miró a Jake.—¿Te causa impresión?—No. Bueno, si el tipo aún

estuviera chorreante, puede quesí. —Jake apartó la mirada del

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cadáver y la dirigió a la ciudad.Lud estaba mucho más cerca ymás nítida, y aunque se veíanmuchas ventanas rotas en lastorres, ni él ni Eddie habíanrenunciado por completo aencontrar alguna ayuda—.Apuesto a que las cosasempezaron a descomponerse en laciudad cuando él faltó.

—Creo que ganarías laapuesta —dijo Roland.

—¿Sabes una cosa? —Jakeestaba examinando de nuevo elavión—. Quizá la gente que hizoesa ciudad construía también

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aviones, pero estoy casi segurode que este es de los nuestros. Enla escuela hice un trabajo sobrecombate aéreo, cuando estaba enquinto curso, y creo que loreconozco. ¿Puedo mirar más decerca, Roland?

Roland asintió.—Voy contigo.Se aproximaron juntos al

avión, abriéndose paso entre lahierba.

—Mira —dijo Jake—. ¿Vesla ametralladora que lleva bajo elala? Es un modelo alemánrefrigerado por aire, y el avión es

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un Focke-Wulf de poco antes dela Segunda Guerra Mundial.Estoy seguro. ¿Cómo habrápodido llegar hasta aquí?

—Muchos avionesdesaparecen —apuntó Eddie—.Está el triángulo de las Bermudas,por ejemplo. Es una zona que hayen uno de nuestros océanos,Roland. Se supone que hay algomisterioso. Quizá sea una granpuerta entre nuestros mundos, unapuerta que casi siempre estáabierta. —Eddie encorvó loshombros y ensayó una malaimitación de Rod Serling—.

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Abróchense los cinturones yprepárense para turbulencias:están ustedes llegando a… ¡laDimensión de Roland!

Jake y Roland, que ahoraestaban bajo el ala que lequedaba al avión, no le hicieronningún caso.

—Súbeme, Roland.Roland meneó la cabeza.—El ala parece sólida, pero

no lo es. Esta cosa lleva aquímucho tiempo, Jake. Te caerías.

—Entonces hazme un estribocon las manos.

—Ya lo hago yo, Roland —se

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ofreció Eddie.Roland se miró unos instantes

la mano mutilada, se encogió dehombros y la entrelazó con laotra.

—Esto servirá. No pesamucho.

Jake se quitó el mocasín y seencaramó ágilmente al estribo queRoland le ofrecía. Acho se puso aladrar en tono agudo, aunqueRoland no sabía si de excitacióno de alarma.

El pecho de Jake se apoyabacontra uno de los flaps oxidadosdel aeroplano, justo enfrente del

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emblema del puño y el rayo. Lapintura de la superficie del ala sehabía desprendido un poco a lolargo del borde. El chico cogió elflap y tiró. Cedió tan fácilmenteque Jake habría caído de espaldasde no ser porque Eddie, situadojusto detrás de él, lo sostuvo conuna mano en el trasero.

—Lo sabía —dijo Jake.Había otro símbolo pintado bajoel puño y el rayo, y ahora estabacasi completamente aldescubierto. Era una esvástica—.Solo quería verlo. Ya puedesbajarme.

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Reanudaron la marcha, perocada vez que volvían la cabezadivisaban la cola del aviónenhiesta entre la alta hierba comoun monumento funerario a lordPerth.

DOS

Aquella noche le tocaba a Jakepreparar el fuego. Cuando la leñaestuvo dispuesta a satisfaccióndel pistolero, este tendió elpedernal y el eslabón al chico.

—A ver cómo lo haces.

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Eddie y Susannah estabansentados a un lado,afectuosamente cogidos de lacintura. Hacia el final de lajornada, Eddie había encontradouna bonita flor amarilla al bordedel camino y la había cogido paraella. Esa noche Susannah lallevaba en el pelo, y cada vez quemiraba a Eddie se le curvaban loslabios en una sonrisita y se lellenaban los ojos de luz. Rolandhabía advertido estos detalles y lecomplacían. Su amor se hacíacada vez más fuerte, másprofundo. Eso era bueno.

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Realmente tendría que ser fuerte yprofundo si había de sobrevivir alos meses y años venideros.

Jack hizo saltar una chispa,pero cayó a varios centímetros dela yesca.

—Acerca más el pedernal —le indicó Roland— y sujétalobien. Y no lo golpees con eleslabón, Jake; ráspalo.

Jake lo intentó de nuevo, yesta vez la chispa cayó justo en layesca. Brotó un leve zarcillo dehumo, pero sin llama.

—Creo que no se me da muybien.

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—Ya aprenderás. Entretanto,piensa en esto: ¿qué se vistecuando cae la noche y se desvistecuando llega el día?

—¿Eh?Roland le cogió las manos y

se las acercó aún más almontoncito de yesca.

—Supongo que este no vieneen tu libro.

—¡Ah, es un acertijo! —Jakehizo saltar otra chispa. Esta vezapareció una llamita que no tardóen apagarse—. ¿Tú tambiénconoces alguno?

Roland asintió.

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—No solo alguno sinomuchos. De pequeño debía deconocer un millar. Formabanparte de los estudios.

—¿En serio? ¿Y por quéhabía que estudiar adivinanzas?

—Vannay, mi tutor, decía queun chico capaz de acertaradivinanzas era un chico capaz deencontrarle las vueltas alpensamiento. Todos los viernes amediodía había competiciones deadivinanzas, y quien ganaba podíairse de la escuela antes de lahora.

—¿Salías temprano muchas

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veces, Roland? —inquirióSusannah.

Él negó con la cabeza yesbozó una leve sonrisa.

—Me gustaban lasadivinanzas, pero nunca se medieron muy bien. Vannay decíaque era porque yo pensabademasiado. Mi padre decía queera porque me faltabaimaginación. Creo que los dostenían razón, aunque pienso quemi padre se acercaba más a laverdad. Siempre fui capaz desacar un revólver más deprisaque mis compañeros y de tirar

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con más puntería, peroencontrarle las vueltas alpensamiento nunca se me ha dadobien.

Susannah, que habíaobservado con atención cómotrataba Roland con los ancianosde Paso del Río, pensó que elpistolero se subestimaba, pero nodijo nada.

—A veces, en las noches deinvierno, había concursos deadivinanzas en el gran salón.Cuando eran solo para chicos,siempre ganaba Alain. Cuandoparticipaban también los adultos,

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siempre ganaba Cort. Este habíaolvidado más adivinanzas de lasque los demás habíamos llegado aconocer en la vida, y el Día delas Adivinanzas siempre era élquien se llevaba el ganso a casa.Las adivinanzas tienen muchoéxito, y todo el mundo conoce unao dos.

—Incluso yo —dijo Eddie—.Por ejemplo, ¿por qué el bebémuerto cruzó la carretera?

—No tiene gracia, Eddie —protestó Susannah, aunque conuna sonrisa en los labios.

—¡Porque estaba grapado al

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pollo que cruzó la carretera! —aulló Eddie, y sonrió al ver queJake se echaba a reír y esparcíasin querer el montoncito de yesca—. ¡Jua, jua, jua! ¡Y me sé unmillón como esta, amigos!

Roland, en cambio,permaneció serio. De hechoincluso parecía algo ofendido.

—Perdona que lo diga, Eddie,pero la verdad es que es muymalo.

—Lo siento, Roland —replicó Eddie. Seguía sonriendo,pero se le notaba un pocoamoscado—. Siempre olvido que

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se cargaron tu sentido del humoren la Cruzada de los Niños ocuando fuese.

—Lo único que sucede es queme tomo las adivinanzas en serio.Me enseñaron que la capacidadde resolverlas denota una mentecuerda y racional.

—Así será, pero no creo quereemplacen nunca a las obras deShakespeare o la ecuacióncuadrática —objetó Eddie—.Tampoco hay que pasarse…

Jake contempló a Roland conaire pensativo.

—El libro dice que las

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adivinanzas son el juego másantiguo que aún se practica ennuestros días. Me refiero anuestro mundo. Y el hombre queencontré en la librería me dijoque antes eran una cosa muyseria, no una simple broma.Había gente que moría por ellas.

Roland miraba hacia lacreciente oscuridad.

—Sí, vi cómo ocurría. —Recordaba un Día de Adivinanzasque no había terminado con laentrega del ganso al vencedorsino con el cadáver de un bizcocon gorra de cascabeles tendido

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en el suelo con un puñal en elpecho. El puñal de Cort. El bizcoera un cantante y acróbata erranteque había intentado vencer a Cortrobándole al juez la libreta dondeguardaba las respuestas enpequeños fragmentos de corteza.

—Bueno, mil perdooones —se disculpó Eddie.

Susannah se volvió haciaJake.

—Había olvidado porcompleto el libro de enigmas quetrajiste contigo. ¿Me lo dejas ver?

—Sí. Está en la mochila. Perofaltan las soluciones. Supongo

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que por eso el señor Torre me lorega…

Una mano le apretóbruscamente el hombro con fuerzadolorosa.

—¿Cómo dices que sellamaba? —le preguntó Roland.

—El señor Torre —respondióJake—. Calvin Torre. ¿No te lohabía dicho?

—No. —Roland aflojó pocoa poco la mano que aferraba elhombro de Jake—. Pero ahoraque lo oigo, supongo que no mesorprende.

Eddie abrió la mochila de

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Jake y encontró ¡Adivina,adivinanza! Le arrojó el libro aSusannah.

—¿Sabéis una cosa? —preguntó—. Siempre habíapensado que el acertijo del bebéera bastante bueno. De mal gusto,seguramente, pero bastante bueno.

—No se trata de gustos —dijo Roland—. No tiene sentidoni posibilidad de solución, y poreso es tonto. Un buen acertijo hade tener ambas cosas.

—Os lo tomáis muy en serio,¿no?

—Sí.

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Jake estaba apilando de nuevola yesca y cavilando sobre laadivinanza que había dado lugar ala discusión. De pronto exhibióuna sonrisa.

—Un fuego. Esa es larespuesta, ¿no? Lo vistes por lanoche, lo desvistes por lamañana. Si cambias «vestir» por«montar» o algo así, es fácil.

—Eso es. —Roland ledevolvió la sonrisa a Jake, perotenía la vista en Susannah;observaba cómo hojeaba elmanoseado librito. Al contemplarsu ceño aplicado y el aire ausente

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con que se arreglaba la floramarilla del cabello cada vez queintentaba desprenderse, pensó quequizá era la única en percibir queel libro de adivinanzas podía sertan importante como Charlie el Chu-Chú… o tal vez más aún.Luego desvió la mirada haciaEddie y sintió renacer lairritación que le había provocadosu absurda adivinanza. El jovense parecía a Cuthbert en otroaspecto, este más bienlamentable: a veces a Roland leentraban ganas de zarandearlohasta que le sangrara la nariz y se

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le cayeran los dientes.«¡Suave, pistolero… suave!».

La voz de Cort, no del todorisueña, le habló en la cabeza, yRoland apartó resueltamente a unlado sus emociones. Le resultabamás fácil hacerlo cuandorecordaba que Eddie no podíaevitar sus incursiones ocasionalesen la insensatez; también elcarácter venía en parte moldeadopor el ka, y Roland sabía bien queen Eddie no solo habíainsensatez. Cada vez queempezara a cometer el error decreer otra cosa haría bien en

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recordar la conversación quehabían mantenido junto a lacarretera tres noches antes, en laque Eddie le había acusado deutilizarlos como piezas de sutablero particular. La acusación lehabía enfurecido…, pero tambiénse acercaba lo suficiente a laverdad para hacer que seavergonzara.

Dichosamente ajeno a estosmorosos pensamientos, Eddiepreguntó:

—¿Qué es verde, pesa cientoneladas y vive en el fondo delocéano?

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—Ya lo sé —dijo Jake—.Moco Dick, la Gran BallenaVerde.

—Necedad —mascullóRoland.

—Sí, pero precisamente poreso tiene gracia —adujo Eddie—.También los chistes te ayudan aencontrarle las vueltas alpensamiento. Mira… —Contempló la expresión deRoland, se echó a reír y alzó lasmanos al cielo—. Da igual. Merindo. No lo entenderías. Ni en unmillón de años. Vamos a mirar elmaldito libro. Incluso intentaré

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tomármelo en serio… bueno,siempre que antes cenemos unpoco.

—Mírame —dijo el pistolerocon cierta sonrisa.

—¿Eh?—Quiere decir que trato

hecho.Jake raspó el pedernal con el

acero. Saltó una chispa, y esta vezla yesca prendió. El chico sesentó un poco más atrás,complacido, y se quedó mirandocómo las llamas se extendían, conun brazo apoyado en el cuello deAcho. Se sentía satisfecho de sí

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mismo. Había encendido la fogatade la noche… y había encontradola respuesta al acertijo deRoland.

TRES

—Tengo una —anunció Jakemientras consumían los burritosde la cena.

—¿Es de las necias? —quisosaber Roland.

—No. Es de las buenas.—Entonces ponme a prueba.—Muy bien. ¿Qué puede

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correr pero nunca anda, tieneboca pero nunca habla, tienelecho pero nunca duerme, tienecabecera pero no cabeza?

—Es buena —dijo Roland entono amable—, pero antigua. Unrío.

Jake quedó un poco alicaído.—La verdad, contigo no hay

quien pueda.Roland tiró los restos de su

burrito a Acho, que los aceptócon avidez.

—No lo creas. Yo soy lo queEddie llama un sobrino. Habríastenido que ver a Alain:

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coleccionaba adivinanzas comouna dama colecciona abanicos.

—Se dice un primo, Roland,mi buen amigo —le corrigióEddie.

—Gracias. Probad con esta:Yace en la cama y crece en lacama, primero es blanca y luegoroja, cuanto más gorda se pone,más le gusta a la vieja.

Eddie soltó una carcajada.—¡Una polla! —gritó—. Muy

basta, Roland. Pero me gusta. ¡Meguuusta!

Roland meneó la cabeza.—No es esa la respuesta. A

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veces una buena adivinanza es unenigma de palabras, como la deJake sobre el río, pero a veces separece más a un truco de magia,que te hace mirar en unadirección mientras se va por otra.

—Es doble —dijo Jake, y lescontó lo que le había explicadoAaron Deepneau sobre el acertijode Sansón. Roland asintió.

—¿Es una fresa? —preguntóSusannah, y de inmediato serespondió ella misma—: Puesclaro. Es como la adivinanza delfuego, que lleva una metáforaoculta. Cuando entiendes la

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metáfora, puedes resolver laadivinanza[7]. —Parecía muycomplacida consigo misma—.Primero es blanca y luego roja.Cuanto más gorda se pone, más legusta a la vieja.

Roland asintió.—La respuesta que había

oído siempre era una baya debárdago, pero estoy seguro de queambas cosas significan lo mismo.

Eddie cogió ¡Adivina,adivinanza! y empezó a hojearlo.

—A ver qué te parece esta,Roland: ¿Cuándo una puerta no esuna puerta?

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Roland lo miró ceñudo.—¿Es otra de tus

insensateces? Mi paciencia…—No. Te prometí que me lo

tomaría en serio y en serio me lotomo, o al menos lo intento. Estáen el libro, y sucede que conozcola respuesta. La oí cuando erapequeño.

Jake, que también sabía larespuesta, le guiñó un ojo. Eddiele devolvió el guiño y sonriódivertido al ver que Acho queríahacer lo mismo. El brambo lointentó varias veces, perosiempre cerraba los dos ojos a la

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vez y al final se rindió. Roland ySusannah, mientras tanto, dabanvueltas a la pregunta.

—Debe de tener algo que vercon el amor —conjeturó Roland—. Una puerta, adorar[8].¿Cuándo adorar no es adorar…?Mmmm…

—Mmmm —dijo Acho. Suimitación de Roland fue perfecta.

Eddie le hizo otro guiño aJake. Jake se tapó la boca paraocultar una sonrisa.

—¿Es falso amor larespuesta? —preguntó Roland alfin.

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—Frío.—Una ventana —dijo

Susannah de pronto, con absolutaconvicción—. ¿Cuándo unapuerta no es una puerta? Cuandoes una ventana.

—Frío. —Eddie sonreía deoreja a oreja, pero a Jake lechocó lo mucho que se habíanalejado los dos de la auténticarespuesta. Pensó que allí habíamagia en acción. Nada del otromundo para lo que es la magia,nada de alfombras voladoras nielefantes que desaparecen, peromagia al fin y al cabo. De repente

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vio lo que estaban haciendo —unsimple juego de adivinanzas entorno a un fuego de campamento— bajo una luz completamentenueva. Era como jugar a la gallinaciega, solo que aquí la venda paralos ojos estaba hecha de palabras.

—Me rindo —dijo Susannah.—Sí —se sumó Roland—.

Dilo si lo sabes.—La respuesta es una jarra.

Una puerta no es una puertacuando está entonada[9]. ¿Loentendéis? —Eddie vio amanecerla comprensión en el rostro deRoland, y con voz algo aprensiva

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le preguntó—: ¿Es mala? Deverdad que esta vez no pretendíabromear, Roland.

—No es nada mala. Alcontrario, es bastante buena. Cortla habría resuelto, estoy seguro, yprobablemente Alain también,pero no deja de ser muy aguda.Yo he hecho lo que hacía siempreen el aula: pasar la respuesta delargo y buscar más complicaciónde la que había.

—El asunto tiene su miga,¿no? —comentó Eddie en tonoespeculativo. Roland asintió conla cabeza, pero Eddie no lo vio;

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estaba mirando el corazón delfuego, donde docenas de rosasflorecían y se difuminaban.

—Otra más y nos acostamos—dijo Roland—. Pero a partir deesta noche montaremos guardia.Eddie, tú harás el primer turno, yluego Susannah. Yo haré elúltimo.

—¿Y yo? —preguntó Jake.—Quizá más adelante tengas

que hacer algún turno. Demomento, es más importante queno pierdas horas de sueño.

—¿Realmente crees que esnecesario que haya un centinela?

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—preguntó Susannah.—No lo sé, y esta es la mejor

razón para hacerlo. Jake, eligeuna adivinanza de tu libro.

Eddie le pasó ¡Adivina,adivinanza! y Jake empezó ahojearlo hasta que finalmente sedetuvo en las últimas páginas.

—¡No veas! Esta es brutal.—Oigámosla —dijo Eddie—.

Si yo no la resuelvo, lo hará Suze.En las competiciones de todo elpaís se nos conoce como Eddie ysu Reina de las Adivinanzas.

—Estamos ingeniosos hoy,¿eh? —replicó Susannah—. Ya

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veremos lo ingenioso que estarásdespués de montar guardia junto ala carretera hasta medianoche oasí, cielo.

Jake leyó:—Hay una cosa que nada es,

pero tiene nombre. A veces eslarga y a veces breve, estápresente en nuestrasconversaciones y en nuestrasdiversiones, y participa en todoslos juegos.

Comentaron este acertijodurante casi quince minutos, peroninguno llegó a aventurar siquierauna respuesta.

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—A lo mejor se nos ocurremientras dormimos —apuntó Jake—. Así se me ocurrió la del río.

—Vaya libro barato, contodas las respuestas arrancadas—comentó Eddie. Se puso en piey se echó una manta de piel sobrelos hombros como si fuera unacapa.

—Bueno, la verdad es que mesalió barato. El señor Torre me lodio gratis.

—¿A qué tengo que estaratento, Roland? —inquirió Eddie.

Roland se encogió dehombros mientras se disponía a

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acostarse.—No lo sé, pero creo que ya

te darás cuenta si lo ves o looyes.

—Despiértame cuandoempieces a tener sueño —lerecomendó Susannah.

—Puedes estar segura.

CUATRO

Una cuneta herbosa bordeaba lacarretera, y Eddie se sentó al otrolado de ella envuelto en la manta.Aquella noche, una fina capa de

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nubes velaba el cielo y oscurecíael espectáculo de las estrellas.Soplaba un fuerte viento deloeste. Cuando Eddie volvía elrostro en esa dirección, podíapercibir claramente el olor de losbúfalos que ahora eran dueños delas llanuras; un olor mezcla depieles calientes y excrementosfrescos. La claridad que habíanrecobrado sus sentidos en losúltimos meses era asombrosa… y,en ocasiones como esta, inclusole asustaba un poco.

Muy levemente oyó berrear alo lejos un becerro de búfalo.

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Se volvió hacia la ciudad y alcabo de un rato empezó aparecerle que veía lejanaschispas de luz —los candileseléctricos de los albinos—, peroera muy consciente de que quizásolo veía lo que estaba deseandover.

Estás muy lejos de la calleCuarenta y dos, muchacho. Laesperanza es algo grande, diganlo que digan, pero no dejes quete haga perder de vista estepensamiento: estás muy lejos dela calle Cuarenta y dos. Esaciudad de ahí delante no es

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Nueva York, por más que tegustaría que lo fuese. Es Lud, yserá como sea. Y si lo tienes bienpresente, quizá puedas salir bienparado.

Pasó el turno de guardiaintentando dar con la solución dela última adivinanza de la noche.La regañina de Roland por elchiste del bebé muerto lo habíadejado algo descontento, y lehabría gustado empezar lamañana dándoles la respuestacorrecta. Claro que no les seríaposible contrastar ningunarespuesta acudiendo a las

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soluciones del libro, pero Eddiese había hecho la idea de que, enlas buenas adivinanzas, la buenarespuesta solía ser evidente por símisma.

«A veces es larga y a vecesbreve». Pensó que esta era laclave y que todo lo demásprobablemente solo servía paradespistar. ¿Qué era a veces largoy a veces breve? ¿Unospantalones? No. Los pantalonespodían ser largos o cortos, peronunca había oído hablar de unospantalones breves. ¿Un relato?Como los pantalones, solo les

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cuadraba una parte de la frase.Algo que pudiera ser largo ybreve a la vez… y que ademásestá presente en nuestrasconversaciones y participa entodos los juegos.

Sintió un arrebato defrustración y tuvo que sonreír alverse tan excitado por un inocentejuego de palabras sacado de unlibro infantil. Con todo, leresultaba un poco más fácil creerque la gente pudiera llegar amatarse por una adivinanza… sila apuesta era lo bastante alta yhabía trampas de por medio.

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Déjalo estar. Estás haciendoexactamente lo que decíaRoland, pasar la respuesta delargo.

Sin embargo, ¿en qué otracosa podía pensar, si no?

Entonces empezó de nuevo elredoble de tambores en la ciudad,y Eddie tuvo algo más en quepensar. No hubo ningúncrescendo; de pronto habíasilencio y un instante despuéssonaban los tambores a todapotencia, como si alguien hubieraaccionado un interruptor. Eddiese dirigió al borde de la carretera

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y escuchó. Al cabo de unossegundos se volvió para ver si elruido había despertado a losdemás, pero seguía solo. Miró denuevo hacia la ciudad y se pusolas palmas de las manos tras lasorejas para oír mejor.

Bump… ba bump… ba bumpbumpbump bump.

Bump… ba bump… ba bumpbumpbump bump.

Eddie se sentía cada vez másseguro de que había estado en locierto respecto a aquel redoble,de que al menos había resueltoesa adivinanza.

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Bump… ba bump… ba bumpbumpbump bump.

La idea de encontrarse junto auna carretera abandonada en unmundo casi vacío, a unosdoscientos setenta kilómetros deuna ciudad edificada por unafabulosa civilización perdida,escuchando una batería de rockand roll… Eso era un desvarío,pero ¿era más desvarío que unsemáforo que sonaba como unacampana y sacaba una oxidadabandera verde con la palabraPASE? ¿Más desvarío queencontrar los restos de un avión

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alemán de los años treinta?Eddie cantó en un susurro la

letra de la canción de ZZ Top:

You need just enoughof that sticky stuff

To hold the seam onyour fine blue jeans

I say yeah, yeah[10]…

Se amoldaban perfectamenteal ritmo. Era la base de percusiónde «Velcro Fly», estaba seguro.

Al poco rato el sonido cesótan bruscamente como habíaempezado, y a Eddie solo le

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quedó para oír el rumor delviento y, más apagado, el del ríoSend, que tenía lecho pero nodormía.

CINCO

Durante los cuatro días quesiguieron no huboacontecimientos. Andaban, veíanel puente y la ciudad volversemás grandes y más claramentedefinidos, acampaban, comían,proponían adivinanzas, montabanguardia por turnos (Jake había

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atosigado a Roland hastaconseguir que le encomendara unbreve turno de guardia en las doshoras anteriores al alba),dormían. El único incidente dignode mención tuvo que ver con unasabejas.

Bien entrada la mañana deltercer día tras el hallazgo delavión estrellado, les llegó unzumbido que fue creciendo hastadominar el día. Por fin Roland sedetuvo.

—Allí —anunció, y señaló unbosquecillo de eucaliptos.

—Parecen abejas —opinó

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Susannah.A Roland le brillaron los ojos

azul descolorido.—Puede que esta noche

tengamos algo de postre.—Bueno, no sé cómo

decírtelo, Roland —intervinoEddie—, pero siento una especiede aversión a las picaduras.

—Como todos —asintióRoland—. Pero no hay viento.Creo que podríamos dormirlascon humo y robarles el panal sinacabar incendiando medio mundo.Vamos a echar un vistazo.

Alzó a Susannah, tan

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interesada por la aventura comoel propio pistolero, y cargó conella hacia el bosquecillo. Eddie yJake los siguieron a ciertadistancia, y Acho, que al parecerhabía decidido que la discreciónera la mejor parte del valor,permaneció sentado al borde delGran Camino, jadeando como unperro y observándolosatentamente.

Roland se detuvo en el límitede los árboles.

—Quedaos donde estáis —lesdijo a Eddie y Jake, hablando convoz queda—. Vamos a echar un

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vistazo. Si todo va bien, os haréuna señal. —Se internó conSusannah en las sombrasmoteadas del bosquecillomientras Eddie y Jake esperabanal sol siguiéndolos con la mirada.

Se estaba más fresco a lasombra. El zumbido de las abejasera un rumor constante ehipnótico.

—Hay demasiadas —musitóRoland—. Estamos a finales delverano; tendrían que estar por ahí,trabajando. No…

Divisó la colmena, una masatumoral en el hueco de un árbol

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situado en el centro del claro, ydejó la frase sin terminar.

—¿Qué les pasa? —preguntóSusannah con voz suave yatemorizada—. ¿Qué les pasa,Roland?

Una abeja, lenta y rollizacomo un tábano en octubre, pasózumbando junto a su cabeza.Susannah se apartó bruscamente.

Roland llamó a los otros conun ademán. Cuando llegaron a sulado se quedaron mirando lacolmena sin decir nada. Lascámaras no eran pulcroshexágonos sino agujeros de todos

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los tamaños y formas repartidosal azar; la colmena en sí parecíaextrañamente derretida, como sialguien le hubiera aplicado unsoplete. Las abejas que searrastraban perezosamente sobreella eran tan blancas como lanieve.

—No habrá miel esta noche—sentenció Roland—. Lo quenos lleváramos de ese panalpodría ser dulce, pero nosenvenenaría con tanta seguridadcomo la noche sigue al día.

Una de las grotescas abejasblancas voló torpemente hacia la

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cara de Jake, que se echó atráscon expresión de repugnancia.

—¿Qué ha sido lo que las havuelto así, Roland? —preguntóEddie.

—Lo mismo que ha vaciadotoda esta tierra; lo que aún haceque muchos búfalos nazcan comomonstruos estériles. Lo he oídollamar la Guerra Antigua, el GranFuego, el Cataclismo y la GranPonzoña. En cualquier caso, fueel comienzo de nuestrosproblemas y ocurrió hace muchotiempo, mil años antes de quenacieran los tatarabuelos de la

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gente de Paso del Río. Losefectos físicos, como los búfalosde dos cabezas, las abejasblancas y demás, se han idoamortiguando con el paso deltiempo. Yo mismo lo heobservado. Los otros cambios sonmayores, aunque menosevidentes, y todavía siguenactuando.

Contemplaron a las abejasblancas, que se arrastraban sobrela colmena aturdidas y casiimpotentes. Al parecer algunasintentaban trabajar; la mayoría selimitaban a vagar sin propósito,

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chocando de cabeza y reptandounas sobre otras. A Eddie le vinoa la memoria una imagen quehabía visto por televisión: unamuchedumbre de supervivientesabandonando la escena de unaexplosión de gas que habíaarrasado casi toda una manzanade una ciudad de California. Lasabejas le recordaban a aquellossupervivientes aturdidos yconmocionados.

—Tuvisteis una guerranuclear, ¿no? —le preguntó contono acusador—. Esos GrandesAntiguos de los que tanto hablas

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se frieron su propio culo,¿verdad?

—No sé qué sucedió. Nadielo sabe. Los archivos de aquellostiempos se han perdido, y losescasos relatos que se conservanson confusos y contradictorios.

—Vámonos de aquí —dijoJake con voz temblorosa—. Mepongo enfermo solo de verlas.

—Estoy contigo, cielo —añadió Susannah.

Y así dejaron a las abejasseguir su inane y destrozada vidaen aquel bosquecillo de antiguosárboles, y no hubo miel aquella

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noche.

SEIS

—¿Cuándo vas a contarnostodo lo que sabes? —preguntóEddie a la mañana siguiente.Hacía un día despejado y azulpero el aire era cortante; se lesechaba encima su primer otoño enaquel mundo.

Roland lo miró de soslayo.—¿A qué te refieres?—Me gustaría oír toda tu

historia, de principio a fin,

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empezando por Gilead. Cómocreciste allí y qué acabó contodo. Quiero saber cómo supistede la Torre Oscura y por quédecidiste buscarla. Tambiénquiero saber de tus primerosamigos. Y qué fue de ellos.

Roland se quitó el sombrero,se enjugó el sudor de la frente conel antebrazo y volvió a cubrirse.

—Tenéis derecho a conocerestas cosas, supongo, y os lascontaré, pero no ahora. Es unahistoria muy larga. Nunca imaginéque tendría que contársela anadie, y solo la contaré una vez.

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—¿Cuándo? —insistió Eddie.—Cuando llegue el momento

—respondió Roland, y tuvieronque contentarse con eso.

SIETE

Roland despertó un momentoantes de que Jake empezara azarandearlo. Se incorporó y miróen derredor, pero Eddie ySusannah seguían profundamentedormidos y, a la tenue luz delamanecer, no vio ningún motivode alarma.

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—¿Qué pasa? —preguntó envoz baja.

—No lo sé —respondió Jake—. Lucha, quizá. Ven a oír.

Roland echó la manta a unlado y siguió a Jake hasta lacarretera. Calculaba que solodebían de quedarles tres días demarcha para llegar al lugar dondeel Send pasaba ante la ciudad, yel puente —construido justo en elcamino del Haz— dominaba elhorizonte. Su pronunciadainclinación lateral se apreciabamás claramente que nunca, y elpistolero podía ver al menos una

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docena de huecos allí donde loscables sometidos a una tensiónexcesiva habían saltado como lascuerdas de una lira.

Aquella madrugada el vientoles soplaba directamente en lacara, vuelta hacia la ciudad, y lossonidos que transportaba erandébiles pero claros.

—¿Es lucha? —preguntóJake.

Roland asintió y se llevó undedo a los labios.

Oyó débiles gritos, unestrépito que sonó como la caídade un objeto enorme y —

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naturalmente— los tambores.Enseguida se produjo otroestrépito, esta vez más musical: elruido de vidrios al romperse.

—Jolines —susurró Jake, y seacercó más al pistolero.

Entonces llegaron los sonidosque Roland esperaba no oír: unrápido y arenoso tableteo dearmas ligeras seguido por unapotente detonación hueca, sinduda alguna clase de explosión.La onda sonora rodó hacia ellospor la llanura como una invisiblebola de jugar a los bolos.Después, los gritos, los golpes y

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los ruidos de rotura quedaronrápidamente sofocados por elsonido de los tambores, y cuandoal cabo de unos minutos lostambores callaron con suinquietante y acostumbradabrusquedad, la ciudad volvía aestar en silencio. Pero ahora esesilencio poseía una desagradableconnotación de espera.

Roland le pasó un brazo porlos hombros.

—Aún no es demasiado tardepara dar un rodeo —señaló.

Jake alzó la cara hacia él.—No podemos.

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—¿Por el tren?Jake asintió y respondió en un

tono monótono:—Blaine es un engorro, pero

hemos de coger el tren. Y laciudad es el único sitio dondepodemos cogerlo.

Roland le dirigió una miradaespeculativa.

—¿Por qué dices que hemosde cogerlo? ¿Es ka? Porque debescomprender, Jake, que todavía nosabes mucho sobre el ka; es unode esos temas que los hombresestudian durante toda su vida.

—No sé si es ka o no, pero sé

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que no podemos ir a las tierrasbaldías si no estamos protegidos,y eso significa Blaine. Sin élmoriremos, como moriránaquellas abejas que vimos cuandollegue el invierno. Necesitamosprotección, porque las tierrasbaldías son tóxicas.

—¿Cómo sabes estas cosas?—¡No lo sé! —replicó Jake,

casi exasperado—. Pero lo sé.—De acuerdo —dijo Roland

sin alterarse. Se volvió de nuevohacia Lud—. Pero tendremos queser muy cautelosos. Es lamentableque todavía les quede pólvora. Si

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tienen eso, quizá tengan otrascosas aún más potentes. Dudo quesepan cómo utilizarlas, pero esosolo incrementa el riesgo.Podrían excitarse demasiado yenviarnos a todos al infierno.

—Erno —dijo una voz gravea sus espaldas.

Se giraron y vieron a Achosentado junto a la carretera,observándolos.

OCHO

Aquel mismo día llegaron a una

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nueva carretera que se proyectabadesde el oeste hacia ellos y seunía a la que venían siguiendo. Apartir de aquel punto, el GranCamino —ahora mucho másancho y dividido en dos partespor una mediana de piedra oscurapulimentada— empezaba ahundirse, y los taludes dehormigón agrietado que sealzaban a ambos lados suscitabanen los peregrinos unaclaustrofóbica sensación deencierro. Hicieron alto en unlugar donde había sido demolidouno de aquellos diques de

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hormigón, ofreciéndoles unaconsoladora vista de la llanuraabierta, e hicieron una comidaligera e insatisfactoria.

—¿Por qué crees queconstruyeron la carretera asíhundida, Eddie? —preguntó Jake—. Porque la construyeron así apropósito, ¿no?

Eddie miró hacia la aberturadel hormigón, que permitía veruna llanura tan regular comosiempre, y asintió con un gesto.

—Entonces, ¿por qué lohicieron?

—No sé, campeón —

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respondió Eddie, pero en su fuerointerno creía saberlo. Miró aRoland de soslayo y barruntó queél también lo sabía. La carreterahundida que conducía al puenteconstituía una medida defensiva.Una tropa situada en lo alto de lostaludes de hormigón dominaríados reductos cuidadosamentediseñados. Si a los defensores noles gustaba el aspecto de los quese acercaban a Lud por el GranCamino, podían hacer lloverdestrucción sobre ellos.

—¿Seguro que no lo sabes?—insistió Jake.

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Eddie le sonrió e intentó dejarde imaginar que en aquel mismoinstante había un chifladoescondido allí arriba, dispuesto ahacer rodar una gran bombaoxidada por una de aquellasrampas de hormigón mediodesmoronado.

—Ni idea —aseguró.Susannah lanzó un silbido de

disgusto entre dientes.—Esta carretera se está yendo

al infierno, Roland. Esperabahaberme librado para siempre delmaldito arnés, pero será mejorque vuelvas a sacarlo.

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El pistolero empezó a hurgaren el zurrón sin decir palabra.

El estado del Gran Caminoiba deteriorándose a medida queotras vías más pequeñas se leunían como afluentes a un granrío. Al acercarse al puente, losadoquines dieron paso a unasuperficie que a Roland se leantojó de metal y a los otros tresde asfalto. Esta superficie nohabía resistido tan bien como losadoquines. El tiempo habíacausado algunos desperfectos; elpaso de incontables carros ycaballos desde la última

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reparación había causado aúnmás desperfectos. La carretera sehabía desmenuzado en una masade cascajo traicionero. Avanzar apie resultaría difícil, y la idea deempujar la silla de ruedas deSusannah por aquella capadescompuesta era absurda.

Los taludes de los lados sehabían vuelto cada vez másempinados, y cuando los viajerosllegaron a cierto punto vieron enlo alto unas siluetas esbeltas yaguzadas recortadas contra elcielo. Roland pensó en puntas deflecha; unas flechas enormes,

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armas construidas por una tribude gigantes. A sus compañeros lesparecieron cohetes o misilesdirigidos. Susannah pensó en loscohetes Redstone que lanzabandesde Cabo Cañaveral; Eddiepensó en los misiles SAMrepartidos por toda Europa,algunos dispuestos para serdisparados desde camiones; Jakepensó en los ICBM escondidos ensilos de hormigón armado bajolas planicies de Kansas y en lasmontañas deshabitadas deNevada, programados para atacarChina o la Unión Soviética en

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caso de una conflagración nucleartotal. Todos ellos experimentaronla sensación de haberse internadoen una desdichada y tenebrosazona de sombra, o en un paíssometido a una antigua perotodavía poderosa maldición.

Unas horas después de haberpenetrado en esta zona —Jake lallamaba el Guantelete—, llegarona un lugar donde se reunía mediadocena de carreteras de acceso,como hebras de una telaraña, yallí donde terminaban los murosde hormigón y se abría de nuevoel campo, cosa que alivió a todos,

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aunque ninguno lo dijo en vozalta. Sobre el cruce colgaba otrosemáforo, esta vez de un modeloque a Eddie, Susannah y Jake lesresultó más familiar; en otrotiempo había tenido cristalesredondos en sus cuatro caras,aunque hacía mucho que estabanrotos.

—Cuando la construyeron,esta carretera debió de ser laoctava maravilla del mundo —comentó Susannah—, y fíjateahora. Es un campo de minas.

—A veces lo antiguo es lomejor —asintió Roland.

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Eddie apuntó hacia el oeste.—Mirad allí.Ahora que las altas barreras

de hormigón ya no estaban,podían ver exactamente lo que Siles había descrito mientras bebíanel amargo café de Paso del Río.«Una sola vía —había dicho—,encumbrada sobre una pilastra depiedra artificial, como la queutilizaba el Pueblo Antiguo paraconstruir sus calles y muros». Lavía se abalanzaba sobre ellosdesde el oeste en una fina línearecta para cruzar luego el Sendhacia la ciudad sobre un angosto

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caballete dorado. Era unaconstrucción sencilla y elegante—y la primera que veíancompletamente libre de orín—,pero no por eso menosestropeada. Hacia la mitad delcamino se había desprendido ungran fragmento del caballete paracaer a las veloces aguas del río.Lo que quedaba eran dos grandesestribos sobresalientes que seapuntaban el uno al otro comodedos acusadores. Debajo delagujero asomaba del agua, casiverticalmente, un aerodinámicotubo de metal. En otro tiempo

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había sido azul claro, pero ahorael color quedaba oscurecido poruna capa de escamas de óxido.Visto desde aquella distancia,parecía muy pequeño.

—Bien, ya podemosdespedirnos de Blaine —dijoEddie—. No me extraña quedejaran de oírlo. Los soportesacabaron cediendo mientrascruzaba el río y fue a caer en lasopa. Debía de estar frenandocuando ocurrió, o el impulso lohabría llevado hasta la otra orillay ahora solo veríamos un granagujero como un cráter de bomba

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al otro lado del río. Bien, fue unaidea estupenda mientras duró.

—Mercy comentó que habíaotro —le recordó Susannah.

—Sí. Y también dijo que nolo oía desde hace siete u ochoaños, y Tía Talitha dijo que másbien diez. ¿Tú qué dices, Jake?¿Jake? La Tierra llamando a Jake,la Tierra llamando a Jake,adelante, compañerito.

Jake, que estaba observandoatentamente los restossemisumergidos del tren, selimitó a encogerse de hombros.

—Eres una gran ayuda, Jake

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—prosiguió Eddie—. Tu valiosacontribución… por eso te quierotanto. Te queremos todos tanto.

Jake no le prestó atención.Sabía qué estaba viendo, y no eraBlaine. Los restos del monorraílque sobresalían del río eranazules. En su sueño, Blaine era deun rosa polvoriento y azucaradocomo el de aquel chicle que veníacon cromos de béisbol.

Roland, mientras tanto, sehabía abrochado sobre el pecholas correas del arnés paratransportar a Susannah.

—Eddie, sube a tu dama a

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este artefacto. Ya es hora de quenos pongamos en marcha y loveamos nosotros mismos.

Jake desvió la mirada ycontempló con nerviosismo elpuente que se erguía ante ellos. Alo lejos se oía un zumbido agudoy espectral, el rumor del vientoentre las deterioradas péndolasde acero que unían los cablesprincipales con el piso decemento del puente.

—¿Crees que se podrá cruzarsin peligro? —preguntó.

—Mañana lo averiguaremos—respondió Roland.

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NUEVE

A la mañana siguiente, el grupode viajeros se detuvo al extremodel largo puente oxidado, frente ala ciudad de Lud. El sueño deEddie de un pueblo de ancianoselfos sabios que hubieraconservado una tecnologíautilizable de la que los peregrinospodrían beneficiarse sedesvanecía con rapidez. Ahoraque estaban tan cerca veía huecosen el paisaje de la ciudad, allí

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donde edificios enteros parecíanhaber sido incendiados oderribados con explosivos. Lasilueta de Lud le recordó unamandíbula enferma que ya habíaperdido muchos dientes.

Cierto que muchos edificiosseguían en pie, pero tenían un airelúgubre y desolado que llenó aEddie de una melancolía pocofrecuente en él, y el puente que seextendía entre los viajeros yaquel ruinoso laberinto de acero yhormigón parecía cualquier cosamenos sólido y perdurable. Laspéndolas verticales de la

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izquierda colgaban flojas; las quequedaban a la derecha casiaullaban de tensión. El sueloestaba compuesto por módulos,una serie de bloques huecos dehormigón en forma trapezoidal.Algunas se habían desplazadohacia arriba y mostraban su vacíointerior; otras estaban torcidas.Muchas de estas solo estabanagrietadas, pero otras se habíanroto y presentaban huecos lobastante grandes para tragarse uncamión, un camión grande. Allídonde se había roto también elfondo de la caja, además de la

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cara superior, podía verse laorilla cenagosa y el agua verdegrisácea del Send. Eddie calculóque, en el centro del puente, ladistancia entre el suelo y el aguadebía ser de unos cien metros. Yseguramente se quedaba corto.

Eddie contempló los enormesbloques de hormigón dondeestaban anclados los cablesprincipales y le pareció que eldel lado derecho del puenteestaba parcialmente arrancadodel suelo, pero consideró quesería mejor no comentárselo a losdemás, pues ya era bastante malo

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que el puente se balanceara, lentapero perceptiblemente, de un ladoa otro. Solo mirarlo le producíamareos.

—Bueno —le preguntó aRoland—, ¿qué te parece?

Roland apuntó hacia el ladoderecho del puente. Había unapasarela ladeada como de unmetro y medio de anchura. Lahabían construido sobre una seriede bloques de hormigón máspequeños, y de hecho constituíaun nivel distinto. Al parecer, esenivel segmentado era sostenidopor un cable inferior —o quizá

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era una gruesa barra de acero—sujeto a los cables de sosténprincipales por medio de enormesabrazaderas curvas. Eddieinspeccionó la más cercana con elferviente interés de quien prontohabrá de confiar su vida al objetoque está examinando. Laabrazadera estaba oxidada peroaún parecía en buen estado.Grabadas sobre el metal leyó laspalabras FUNDICIONES LAMERK.A Eddie le fascinó descubrir queya no sabía si las palabrasestaban en inglés o en AltaLengua.

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—Creo que podemos ir porahí —sugirió Roland—. Solo hayun paso malo. ¿Lo ves?

—Sí. Resulta difícil no verlo.Era muy posible que el

puente, que medía más de unkilómetro de longitud, no hubieserecibido el mantenimientoadecuado desde hacía más de milaños, pero a Roland le parecióque el auténtico deterioro nodebía de haber empezado hastaunos cincuenta años atrás. Amedida que se rompían laspéndolas de la derecha, el puentese ladeaba cada vez más hacia la

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izquierda. La mayor torsión sedaba en el centro del puente, entrelas dos torres de sostén de más decien metros de altura. Allí dondela fuerza de torsión era másintensa, se había abierto en elsuelo un gran agujero en forma deojo. En la pasarela el hueco eramás pequeño, pero aun así habíancaído al Send al menos dosbloques de hormigón contiguos,dejando una abertura de unossiete u ocho metros. En el lugarque habían ocupado los bloquesse veía claramente el oxidadocable o barra de acero que

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sostenía la pasarela. Tendrían queavanzar sobre él para salvar elhueco.

—Creo que podemos cruzar—prosiguió Roland con todacalma—. El hueco es unacomplicación, pero la barandillaaún se sostiene, de modo quepodremos asirnos a algo.

Eddie asintió, pero notó queel corazón se le aceleraba. Vistodesde allí, el soporte de lapasarela parecía un tubo gruesode metal ensamblado, y debía demedir como un metro veinte deanchura en la parte superior.

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Eddie se imaginó mentalmentecómo tendrían que cruzar, con lospies sobre la superficie ancha yligeramente curvada del cable ylas manos aferradas a labarandilla, mientras el puentecabeceaba con lentitud como unbarco con marejadilla ligera.

—¡Dios mío! —exclamó.Intentó escupir pero no saliónada. Tenía la boca demasiadoseca—. ¿Estás seguro, Roland?

—No veo otra manera. —Roland señaló río abajo y Eddievio un segundo puente. Este sehabía hundido mucho antes. Sus

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restos sobresalían del Send enuna oxidada maraña de hierroviejo.

—¿Tú qué dices, Jake? —preguntó Susannah.

—Bah, por mí no hayproblema —respondió Jake alinstante. De hecho, estabasonriendo.

—Te odio, chaval —dijoEddie.

Roland contempló a Eddiecon cierta preocupación.

—Si crees que no podráshacerlo, dilo ahora. No sea queempieces a cruzar y te quedes

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paralizado en medio.Eddie examinó la torcida

superficie del puente durante unbuen rato, y finalmente asintió.

—Supongo que podréhacerlo. Nunca he sido muyaficionado a las alturas, pero melas arreglaré.

—Bien. —Roland los miró atodos—. Cuanto antesempecemos, antes terminaremos.Yo iré delante con Susannah.Luego Jake, y Eddie enretaguardia. ¿Podrás llevar lasilla de ruedas?

—Bah, por mí no hay

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problema —replicó Eddie confrivolidad.

—Entonces, vamos allá.

DIEZ

En cuanto Eddie pisó la pasarela,el miedo le llenó sus espacioshuecos como si fuese agua fría, yempezó a preguntarse si no habíacometido una peligrosísimaequivocación. Desde tierra firmele había parecido que el puentesolo oscilaba un poquito, peroahora que en efecto se hallaba

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sobre él tenía la sensación deestar parado en el péndulo delreloj de pared más grande delmundo. El movimiento era muylento, pero regular, y la longitudde las oscilaciones mucho mayorde lo que había imaginado. Lasuperficie de la pasarela estabasumamente agrietada y seinclinaba al menos diez gradoshacia la izquierda. Los pies se lehundían en pilas sueltas dehormigón desmenuzado, yconstantemente se oía el graverechinar de los bloques enfricción. Al otro extremo del

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puente, el horizonte de la ciudadse inclinaba lentamente de unlado a otro como el horizonteartificial del videojuego máslento del mundo.

Más arriba, el vientoresonaba sin cesar entre lostensos cables de suspensión.Abajo, el terreno descendíabruscamente hacia la fangosaribera nordoccidental del río.Eddie se hallaba a diez metros dealtura… y luego a veinte… yluego a treinta y cinco. Prontoestaría encima del agua. La sillade ruedas le golpeaba la pierna

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izquierda a cada paso.Algo peludo le pasó entre las

piernas y le hizo buscarfrenéticamente con la manoderecha el apoyo de la barandilla.Apenas pudo contener un grito.Acho pasó trotando y le dirigióuna breve mirada de soslayo,como diciendo: «Perdón por lamolestia; ya me voy».

—Maldito animal idiota —masculló Eddie con los dientesapretados.

Descubrió que no le gustabanada mirar abajo, pero que aúnsentía mayor aversión a mirar las

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péndolas que todavía conseguíanmantener el piso del puente unidoa los cables principales. Laspéndolas estaban cubiertas deóxido y Eddie vio que en lamayoría sobresalían fragmentosde hilo de acero parecidos acopos metálicos de algodón.Sabía por su tío Reg, que habíatrabajado como pintor en lospuentes George Washington y deTriborough, que las péndolas ylos cables principales secomponían de miles de hilos deacero trenzados entre sí. En estepuente, las trenzas habían

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empezado por fin a deshacerse. Amedida que los cables perdían sutorsión, los hilos iban partiéndosehebra a hebra.

Si ha aguantado hasta ahora,aguantará un poco más. ¿Creesque todo este montaje va acaerse al río solo porque tú loestás cruzando? No te des tantaimportancia.

Pero este pensamiento no lesirvió de consuelo. Por lo quesabía, debían de ser las primeraspersonas que intentaban cruzar elpuente desde hacía decenios. Ydespués de todo, algún día tenía

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que hundirse; un día no muylejano a juzgar por su aspecto. Elpeso combinado de los viajerospodía ser la paja que rompiera ellomo del camello.

Uno de sus mocasines empujóun trozo de hormigón y Eddie,mareado pero incapaz de apartarlos ojos, lo siguió con la miradamientras caía y caía y caía dandovueltas en el aire. Hubo unapequeña salpicadura —muypequeña— cuando chocó con elagua. Una ráfaga de viento, cadavez más intenso, le pegó lacamisa sobre la sudorosa piel. El

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puente emitía gruñidos deprotesta y se balanceaba. Eddieintentó apartar las manos de labarandilla pero era como siestuviesen pegadas al corroídometal en un apretón de muerte.

Cerró los ojos por un instante.No te quedarás paralizado. Deninguna manera. Yo… te loprohíbo. Si necesitas mirar algo,que sea algo largo, alto y feo.Eddie volvió a abrir los ojos, losfijó en el pistolero, se obligó aabrir las manos y empezó aavanzar de nuevo.

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ONCE

Roland llegó al vacío y miróatrás. Jake le seguía a menos dedos metros, con Acho pisándolelos talones. El brambo se movíaagazapado, con el cuello estiradohacia delante. El viento eramucho más fuerte en el río, yRoland vio que hacía ondear elsedoso pelo de Acho. Eddieestaba a unos ocho metros deJake. Tenía una expresión muytensa pero seguía avanzandohoscamente, con la silla de

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Susannah plegada en la manoizquierda. La derecha asía labarandilla como la fría muerte.

—¿Susannah?—Sí —respondió ella de

inmediato—. Estoy bien.—¿Jake?Jake alzó la mirada. Seguía

sonriendo, y el pistolero vio quepor esa parte no habría ningúnproblema. El chico estabapasándoselo en grande. Elcabello le ondeaba hacia atrásdejando al descubierto su biendibujada frente, y los ojos lechispeaban. Hizo un ademán con

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el pulgar hacia arriba. Rolandsonrió y le devolvió el gesto.

—¿Eddie?—No te preocupes por mí.Eddie parecía estar mirando

al pistolero, pero este pensó queen realidad miraba más allá,hacia los edificios de ladrillo sinventanas que cubrían la orilla alotro extremo del puente. Bienestaba; en vista de su evidentemiedo a las alturas, seguramenteera lo mejor que podía hacer parano perder la cabeza.

—Muy bien, no me preocupo—murmuró Roland—. Ahora

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vamos a cruzar el agujero,Susannah. Siéntate bien. No hagasmovimientos bruscos.¿Entendido?

—Sí.—Si quieres cambiar de

postura, hazlo ahora.—Estoy bien, Roland —

respondió ella con calma—.Ojalá Eddie pueda decir lomismo.

—Ahora Eddie es unpistolero. Se portará como tal.

Roland se volvió hacia laderecha, de manera que quedó decara al río en el sentido de la

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corriente, y se agarró alpasamanos. Seguidamente empezóa desplazarse sobre el agujero,arrastrando las botas por el cableoxidado.

DOCE

Jake esperó hasta que Roland ySusannah hubieron cubierto lamayor parte del hueco y entoncesempezó a cruzar. El viento searremolinaba en rachas y elpuente cabeceaba de un lado aotro, pero eso no le inquietaba lo

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más mínimo. De hecho, estabaencantado. A diferencia de Eddie,nunca le habían asustado lasalturas; le gustaba estar allíarriba, donde podía ver el ríocomo una cinta de aceroextendida bajo un firmamento queempezaba a nublarse.

Hacia la mitad del agujero —Roland y Susannah ya habíanllegado al otro segmento depasarela irregular y estabancontemplando a los demás—,Jake volvió la vista atrás y elalma le cayó a los pies. Alestudiar el modo de cruzar se

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habían olvidado de un miembrodel grupo. Acho estabaagazapado, inmóvil y claramenteaterrorizado, al borde delagujero, en la pasarela,olisqueando el lugar dondeterminaba el hormigón yproseguía el oxidado soportecurvado.

—¡Ven aquí, Acho! —le gritóJake.

—¡Acho! —gritó el brambo asu vez, y el temblor de su vozronca fue casi humano. Alargó elcuello hacia Jake, pero no semovió. Tenía los ojos, bordeados

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de oro, muy abiertos ydesesperados.

Otra racha de viento azotó elpuente haciéndolo crujir y oscilar.Algo sonó junto a la cabeza deJake; el sonido de una cuerda deguitarra que se ha ido tensandohasta romperse. Un hilo de acerose había desprendido de lapéndola vertical más cercana ycasi le había arañado la mejilla.A unos tres metros de distancia,Acho seguía agazapadolastimosamente con los ojos fijosen Jake.

—¡Vamos! —gritó Roland—.

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¡El viento arrecia! ¡Sigueadelante, Jake!

—¡No sin Acho!Jake empezó a retroceder.

Antes de que hubiera podido darmás de dos pasos, Acho pisócautelosamente la barra de sostén.

Tenía las patas muy rígidas, ylas uñas resbalaban sobre laredondeada superficie de metal.Eddie se encontraba ya detrásmismo del brambo, y se sentíadesvalido y muerto de miedo.

—¡Muy bien, Acho! —leanimó Jake—. ¡Ven conmigo!

—¡Acho Acho! ¡Ake Ake! —

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gritó el brambo; y empezó a trotarcon rapidez sobre la barra. Casihabía llegado a Jake cuando elviento traidor sopló de nuevo. Elpuente osciló. Las uñas de Achoarañaron frenéticamente la barrade sostén en busca de un asidero,pero no lo había. Sus cuartostraseros se deslizaron hacia elborde y cayeron al vacío. Intentósujetarse con las patas delanteras,pero no había nada a lo quesujetarse. Sus patas traseras seagitaban desesperadamente en elaire.

Jake soltó la barandilla y

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saltó hacia él, incapaz de ver otracosa que aquellos ojos bordeadosde oro.

—¡No, Jake! —gritaron Eddiey Roland al unísono, cada unodesde su lado del agujero,demasiado apartados para hacernada más que mirar.

Jake chocó con el pecho y elabdomen contra el cable. Lamochila le rebotó sobre losomóplatos y oyó entrechocar losdientes con el ruido de una bolade billar al dispersar laformación en la primera tirada.Hubo otra racha de viento. Jake

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se dejó llevar por ella. Pasó elbrazo derecho sobre la barra desostén y extendió el izquierdohacia Acho mientras resbalabahacia el vacío. El brambo empezóa caer, y en el último momentocerró las mandíbulas sobre lamano extendida de Jake. El dolorfue instantáneo y agudísimo. Jakechilló pero permaneció sujeto, lacabeza gacha, el brazo derechoprendido a la barra, las rodillasmuy apretadas contra su rugosasuperficie. Acho se balanceabasuspendido de su mano izquierdacomo un acróbata de circo,

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mirando hacia lo alto con sus ojosrodeados de oro, y Jake alcanzó aver su propia sangre chorreandoen finos hilillos por los costadosde la cabeza del brambo.

Entonces hubo otra ráfaga deviento y Jake empezó a resbalar.

TRECE

El miedo abandonó de pronto aEddie para dar paso a aquellaextraña pero bienvenida frialdad.Arrojó la silla de ruedas alcemento agrietado y corrió

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ágilmente por el cable de sosténsin molestarse en utilizar labarandilla. Jake colgaba cabezaabajo sobre el vacío, con Achobalanceándose al extremo de sumano izquierda como un péndulopeludo. Y la mano derecha estabaresbalando.

Eddie abrió las piernas paracaer sentado a horcajadas. Lostestículos indefensos le quedarondolorosamente aplastados bajo lapelvis, pero de momento inclusoese penetrante dolor era unanoticia de un país lejano. Cogió aJake por el cabello con una mano

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y una correa de la mochila con laotra. Se sintió resbalar haciafuera, y por un instante depesadilla creyó que los trescaerían en cadena.

Soltó el pelo de Jake yaseguró la presa sobre la correade la mochila, rezando por que elchico no la hubiera comprado enuna de esas tiendas de artículosbaratos. Agitó la mano libre en elaire, en busca de la barandilla.Tras un lapso interminable en elque su deslizamiento conjunto nocesó, dio con la barandilla y seaferró a ella.

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—¡ROLAND! —gritó contodas sus fuerzas—. ¡MEVENDRÍA BIEN UN POCO DEAYUDA!

Pero Roland ya estaba a sulado, con Susannah todavía a laespalda. Cuando el pistolero seagachó, ella le echó los brazos alcuello para no salir despedida delarnés con la cabeza por delante.El pistolero pasó un brazo entorno al pecho de Jake y lo izó.Cuando volvió a tener los piesbien plantados en la barra desoporte, Jake rodeó el cuerpotembloroso de Acho con el brazo

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derecho. La mano izquierda erauna agonía de fuego y hielo.

—Suelta, Acho —jadeó—.Ya puedes soltar, estamos a salvo.

Durante un instante terriblecreyó que el bilibrambo no iba ahacerlo. Luego, poco a poco,Acho aflojó las mandíbulas yJake pudo retirar la mano. Estabacubierta de sangre y marcada conun círculo de agujeros oscuros.

—Acho —dijo débilmente elbrambo, y Eddie vio conadmiración que los extraños ojosdel animal estaban llenos delágrimas. El brambo estiró el

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cuello y lamió la cara a Jake conuna lengua ensangrentada.

—Está bien —lo tranquilizóJake, y hundió la cara en el cálidopelo. Él también lloraba, y surostro era una máscara deconmoción y dolor—. No tepreocupes, no has podido evitarloy a mí no me importa.

Eddie se puso en pielentamente. Tenía la cara de ungris sucio, y se sentía como sialguien le hubiera arrojado unabola maciza a la entrepierna.Acercó lentamente la manoizquierda a la zona para evaluar

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los daños.—Acabo de hacerme una

vasectomía barata —dijo con vozronca.

—¿Vas a desmayarte, Eddie?—le preguntó el pistolero. Unanueva racha de viento le arrebatóel sombrero de la cabeza y loenvió al rostro de Susannah. Estalo cogió al vuelo y se loencasquetó a Roland hasta lasorejas, dándole la apariencia deun montañés medio loco.

—No —respondió Eddie—.Ya me gustaría, pero…

—Mirad a Jake —le

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interrumpió Susannah—. Estásangrando mucho.

—Estoy bien —dijo Jake, eintentó esconder la mano. Rolandse la cogió con delicadeza antesde que pudiera hacerlo. Jakehabía recibido al menos unadocena de heridas punzantes en eldorso de la mano, la palma y losdedos. La mayoría eran hondas.No se podría decir si habíahuesos rotos o tendonesseccionados hasta que Jakeintentara flexionar la mano, y noera ese el momento ni el lugarpara tales experimentos.

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Roland miró a Acho. Elbilibrambo le devolvió la mirada,y sus ojos expresivos estabantristes y asustados. No habíahecho ningún intento de lamer lasangre de Jake que le cubría elhocico, aunque eso hubiera sidolo más natural del mundo.

—Déjalo en paz —le advirtióJake, y apretó con más fuerza elcuerpo de Acho—. No ha sidoculpa suya. Ha sido culpa mía,por olvidarme de él. El viento loha hecho caer.

—No le haré daño —dijoRoland. Tenía la certeza de que el

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bilibrambo no estaba rabioso,pero no quería que Acho probarael sabor de la sangre de Jake másde lo que ya lo había hecho. Encuanto a otras enfermedades queAcho pudiera llevar en lasangre… bueno, ka decidiría,como en último término decidíasiempre. Roland se quitó elpañuelo del cuello y enjugó loslabios y el hocico de Acho.

—Ya está —dijo—. Buenchico. Buen muchacho.

—Acho —dijo el bilibrambocon voz débil, y Susannah, quemiraba por encima del hombro de

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Roland, hubiera podido jurar quehabía gratitud en su voz.

Los azotó otra racha deviento. El tiempo estabaempeorando a gran velocidad.

—Tenemos que salir delpuente, Eddie. ¿Puedes andar?

—No, señor; voy a tener quearrastrar las pezuñas. —El dolorque sentía en las ingles y en laboca del estómago aún eraintenso, pero no tanto como unminuto antes.

—Bien, en marcha. Tandeprisa como podamos.

Roland se volvió, empezó a

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dar un paso y paró en seco. Alotro lado del hueco habíaaparecido un hombre que losmiraba con cara inexpresiva.

El recién llegado se habíaacercado mientras tenían laatención centrada en Jake y Acho.Una ballesta le colgaba a laespalda. Llevaba un vistosopañuelo amarillo anudado a lacabeza; las puntas se agitabancomo gallardetes a impulsos delviento. De sus orejas pendíansendos aros de oro con una cruzen el centro. Un parche de sedablanca le cubría un ojo. Tenía el

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rostro sembrado de pústulasamoratadas, algunas de ellasabiertas y supurantes. Podía tenertreinta años, o cuarenta, o sesenta.Mantenía una mano bien en alto.En ella había algo que Roland noalcanzaba a distinguir, aunque suforma era demasiado regular paraser una piedra.

Por detrás de esta aparición,la ciudad se erguía con unaespecie de claridad espectral enel día cada vez más oscuro.Cuando Eddie paseó la miradapor el amasijo de edificios deladrillo de la orilla opuesta —

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almacenes que los saqueadoreshabían vaciado mucho tiempoatrás— y vio aquellos lóbregoscañones y laberintos de piedra,comprendió por primera vez cuánterriblemente equivocado estaba,cuán descabellados habían sidosus sueños de esperanza ysocorro. Vio las fachadasderruidas y los tejados rotos; violos toscos nidos de pájaro en lascornisas y en los huecos de lasventanas desprovistas decristales; se permitió oler inclusola ciudad, y su olor no era deespecias fabulosas y alimentos

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exóticos como los que a veces sumadre compraba en Zabar sinomás bien el hedor de un colchónal que se ha prendido fuego, se hadejado arder un rato y luego se haapagado con agua de cloaca. Desúbito entendió a Lud, la entendiópor completo. El pirata sonrienteque se había presentado mientrasestaban distraídos en otra cosaera seguramente lo más parecidoa un elfo sabio y anciano que ibana encontrar en aquel lugar roto ymoribundo.

Roland sacó el revólver.—Guarda eso, capullito mío

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—dijo el hombre del pañueloamarillo, con un acento tancerrado que casi se perdía elsentido de las palabras—. Guardaeso, mi corazón. Sois unacompañía potente, sí, se ve bienclaro, pero esta vez no tenéisnada que hacer.

CATORCE

Los pantalones del recién llegadoeran de terciopelo verde conremiendos, y parado allí al bordedel agujero del puente parecía un

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bucanero al final de sus días derapiña: enfermo, desastrado ytodavía peligroso.

—Supongamos que prefierono hacerlo —replicó Roland—.Supongamos que prefierosencillamente meterte una bala entu cabeza escrofulosa.

—Entonces llegaré al infiernoun poco antes que vosotros, justoa tiempo para abriros la puerta —respondió el hombre del pañueloamarillo, y emitió una risitaoxidada. Agitó la mano quesostenía en el aire—. Para mí estodo la misma prosodia; me da

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igual una cosa que otra.Roland pensó que

probablemente era verdad. Ajuzgar por el aspecto deldesconocido, no parecía quedarlemás de un año de vida, comomucho… y los últimos meses deese año seguramente serían muydesagradables. Las llagassupurantes que le comían la carano tenían nada que ver con laradiación; a menos que Rolandanduviera muy desencaminado,aquel hombre se hallaba en lasúltimas fases de lo que losmédicos llamaban mandrus, y los

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profanos, flores de puta.Enfrentarse a un individuopeligroso siempre era un malasunto, pero al menos en unencuentro así se podían calcularlas posibilidades. Cuando habíaque enfrentarse a un muerto,empero, todo era muy distinto.

—¿Sabéis qué tengo aquí,queriditos míos? —preguntó elpirata—. ¿Sabéis qué acaba decaerle casualmente en las manos avuestro viejo amigo el Chirlas?Es un granado, una cosita guapaque se dejó el Pueblo Antiguo, yya le he quitado la cubierta…

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porque quedarse cubierto antes dehacer las presentaciones sería demuuuy mala educación, vaya sino…

Se puso a reír a carcajadas,pero de repente su expresión sevolvió grave de nuevo. Lajocosidad desapareció al instante,como si hubieran accionado unconmutador en su cerebrodegenerado.

—Ahora, querido, lo únicoque sujeta la aguja es mi dedo. Sime matas, habrá una explosiónmuuuy grande. Tú y el chocho demona que llevas a la espalda

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quedaréis vaporizados. Elpimpollo también, creo yo. Eljovenzuelo que tienes detrás y queme está apuntando con una pistolade juguete quizá salga con vida,pero solo hasta chocar con elagua… y lo que es chocar,chocaría, porque hace cuarentaaños que el puente se aguanta porlos pelos, y solo le hace falta unempujoncito para hundirse en elrío. Así que, ¿quieres guardar elhierro o prefieres que nosvayamos juntos al infierno en elmismo carretón?

Roland sopesó la posibilidad

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de arrancarle de la mano con undisparo bien dirigido aquelobjeto que llamaba granado, perovio con qué fuerza lo agarraba yenfundó el revólver.

—¡Ah, bien! —exclamó elChirlas, alegre de nuevo—.¡Nada más verte he sabido queeras un punto de primera! ¡Vaya sino!

—¿Qué quieres? —lepreguntó Roland, aunque ya creíaconocer la respuesta.

El Chirlas alzó la mano librey señaló a Jake con un dedomugriento.

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—El pimpollo. Dame elpimpollo y los demás tenéis víalibre.

—¡Jódete! —saltó Susannahal instante.

—¿Por qué no? —El piratasoltó otra risotada—. Dame untrozo de espejo y me la saco aquímismo y me la meto. ¿Por qué no,para lo que me sirve ya? ¡Nisiquiera puedo echar una meaditasin que me suba la quemadurahasta lo alto de la galaboza! —Sus ojos, que eran de un grisextrañamente sereno, no seapartaban de la cara de Roland

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—. ¿Tú qué dices, compañero delalma?

—¿Qué nos pasará a losdemás si te entrego al chico?

—Nada. Que podréis seguirvuestro camino sin que volvamosa molestaros —replicó conpresteza el hombre del pañueloamarillo en la cabeza—. En esotenéis la palabra del señor TicTac. De sus labios a mis labios ya vuestros oídos, vaya si no, y elTic Tac también es un punto deprimera, que cuando da supalabra ya no la rompe. Noprometo ni digo nada de los pubis

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con que podáis encontraros, perolos grises del señor Tic Tac no oscrearán problemas.

—Pero ¿qué coño estásdiciendo, Roland? —rugió Eddie—. No estarás pensando enhacerlo, ¿no es cierto?

Roland no miró a Jake y suslabios no se movieron cuandomurmuró:

—Cumpliré mi promesa.—Sí… Sé que lo harás. —

Después, Jake alzó la voz yañadió—: Guarda la pistola,Eddie. Lo decidiré yo.

—¡Has perdido la cabeza,

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Jake!El pirata soltó una risa jovial.—¡Al contrario, capullito!

¡Serás tú quien la pierda si no mecrees! Como mínimo, connosotros estará a salvo de lostambores, ¿o no? Y piensa: si nohablara con verdad, antes quenada os habría dicho que tiraraislas pistolas al río. ¡Lo más fácildel mundo! Pero ¿os lo he dicho?¡Qué va!

Susannah había oído el breveintercambio de palabras entreJake y Roland. Además, tambiénhabía podido darse cuenta de que,

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tal como estaban las cosas, susopciones eran muy sombrías.

—Guarda el arma, Eddie.—¿Cómo sabemos que no nos

tirarás la granada cuando tengasal chico? —gritó Eddie.

—La haré estallar en el airesi lo intenta —dijo Roland—.Puedo hacerlo, y él lo sabe.

—No te diré que no. Todo tútienes un aire muy sabido, vaya sino.

—Si dice la verdad —prosiguió Roland—, moriríaigualmente aunque yo no leacertara a su juguete, porque se

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desplomaría el puente ycaeríamos todos juntos.

—¡Muuuy listo, hijo míoqueridísimo! —exclamó elChirlas—. ¿Ves como eres unsabido? —Soltó unas cuantascarcajadas, y de pronto se pusoserio y confidencial—. Se acabóla conversación, mi buen amigo.Tú decides. ¿Me das al chico onos vamos todos juntos hasta elclaro al final del camino?

Antes de que Roland pudieradecir palabra, Jake ya se habíaadelantado por la barra de sostén.Seguía llevando a Acho

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acurrucado en su brazo derecho.Mantenía la mano izquierdarígidamente extendida al frente.

—¡Jake, no! —gritó Eddiecon desesperación.

—Iré a buscarte —le aseguróRoland en el murmullo de antes.

—Ya lo sé —repitió Jake.Hubo otra racha de viento. Elpuente osciló con un gemido.Ahora las aguas del Sendcabrilleaban y había un hervorblanco de espuma en torno a losrestos del monorraíl azul quesobresalían del río, corrientearriba.

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—¡Sí, capullito mío! —canturreó el Chirlas. Sus labiosmuy abiertos dejaban aldescubierto unos pocos dientesque se erguían sobre las encíasblancuzcas como lápidas decementerio—. ¡Sí, pimpollo demi corazón! No te detengas.

—¡Podría ser un ardid,Roland! —aulló Eddie—. ¡Esabomba puede ser falsa!

El pistolero no dijo nada.Cuando Jake se acercaba al

otro lado del hueco de lapasarela, Acho le enseñó losdientes al Chirlas y emitió un

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gruñido amenazador.—Echa ese saco de tripas al

río —le ordenó el Chirlas.—Vete a la mierda —replicó

Jake con la misma voz calmada.Tras unos instantes de

sorpresa, el pirata asintió.—Estás tierno con él, ¿eh?

Muy bien. —Retrocedió un par depasos—. Pues suéltalo en cuantollegues al hormigón. Y si se meecha encima, te prometo que ledaré una patada que le hará salirlos sesos por su tierno agujerodel culo.

—Culo —dijo Acho con los

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dientes al descubierto.—Cállate, Acho —musitó

Jake. Llegó al hormigón justo enel momento en que una ráfaga deviento más fuerte que lasanteriores azotaba el puente. Estavez el sonido vibrante de lashebras de cable al partirsepareció llegar de todasdirecciones. Jake volvió lacabeza y vio a Roland y Eddiesujetos a la barandilla. Susannahlo miraba por encima del hombrode Roland, con su compactotocado de rizos sacudido yagitado por el viento. Jake

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levantó la mano. Roland alzó lasuya en respuesta.

«¿No me dejarás caer estavez?», le había preguntado. «No,ni esta vez ni nunca», le habíaprometido Roland. Jake creía enél… pero tenía mucho miedo a loque podía ocurrirle antes de queRoland llegara. Dejó a Acho en elsuelo. El Chirlas se abalanzósobre él en el mismo instante ylanzó una patada al pequeñoanimal. Acho saltó a un lado ylogró esquivar la bota.

—¡Corre! —gritó Jake.Acho obedeció y salió

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corriendo hacia el extremo delpuente que daba a la ciudad deLud, con la cabeza gacha,desviándose hacia los lados paraevitar los agujeros, saltandosobre las grietas del pavimento.No volvió la vista atrás. Uninstante después, el Chirlas habíapasado un brazo por el cuello deJake. Apestaba a mugre y a carneen descomposición, y los dosolores se combinaban para crearun profundo hedor denso ycostroso. A Jake le hizo basquear.

El pirata apretó la entrepiernacontra las nalgas de Jake.

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—A lo mejor no estoy tan enlas últimas como pensaba. ¿Nodicen que la juventud es el vinoque embriaga a los viejos? Nosacostaremos un ratito, ¿verdadque sí, mi dulce pimpollito? Sí,nos acostaremos un ratito tú y yo,y cantarán los ángeles.

Oh, Dios, pensó Jake.El Chirlas alzó de nuevo la

voz.—Ahora nos vamos, mi

correoso amigo; tenemos grandescosas que hacer y grandespersonajes que visitar, vaya si no,pero cumplo mi palabra. En

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cuanto a vosotros, os quedaréisahí donde estáis durante unosbuenos quince minutos, si soislistos. Como vea que alguien semueve, nos vamos todos a montaren la bonita. ¿Entendido?

—Sí —contestó Roland.—¿Estás convencido de que

no tengo nada que perder?—Sí.—Pues muy bien. ¡Vamos,

muévete, chico!El Chirlas apretó el cuello de

Jake hasta casi cortarle larespiración. Al mismo tiempo,tiró de él hacia atrás.

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Retrocedieron así, de cara alagujero donde estaban Rolandcon Susannah a la espalda yEddie un poco más atrás,sosteniendo aún la Ruger que elChirlas había llamado «pistola dejuguete». Jake notaba el alientodel Chirlas sobre su oído en unaserie de vaharadas breves ycalurosas. Peor aún, lo olía.

—No intentes nada —siseó elChirlas— o te arrancaré loscolgajos y te los meteré por elcalicatas. Y sería lamentableperderlos antes de haber tenidoocasión de usarlos, ¿no crees?

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Muuuy triste, realmente.Llegaron al final del puente.

Jake se puso en tensión, temiendoque el Chirlas arrojara la granadaa pesar de sus promesas, pero nolo hizo… al menos noinmediatamente. Siguió tirando deJake por un estrecho pasaje entredos pequeñas estructuras queprobablemente en otro tiempohabían servido como cabinas depeaje. Más allá, los almacenes deladrillo se alzaban ominososcomo las galerías de una cárcel.

—Ahora, capullito, voy asoltarte del cuello, pues si no

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¿cómo ibas a correr sin respirar?Pero te cogeré del brazo, y si nocorres como el viento te juro quete lo arrancaré y lo usaré comoporra para romperte la cabeza.¿Entendido?

El chico asintió y de prontosintió desaparecer aquellaterrible y asfixiante presión sobrela tráquea. Y en cuantodesapareció la presión, Jakevolvió a cobrar conciencia de lamano: la notaba caliente,inflamada y llena de fuego.Entonces el Chirlas le agarró elbíceps con dedos como flejes de

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acero y se olvidó otra vez de lamano.

—¡Cuchi cuchi! —gritó elChirlas en un falsetegrotescamente jovial, y agitó lamano de la granada hacia losotros—. ¡Adiós, queridos! —Einmediatamente le gruñó a Jake—: ¡Y ahora corre, pimpollínputañero! ¡Corre!

Al mismo tiempo le dio untirón que le hizo girar en redondoy le obligó a salir corriendo. Losdos bajaron a la carrera por unarampa en curva que conducía alnivel de la calle. El primer

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pensamiento que se le ocurrióconfusamente a Jake fue que asíse vería la avenida de East Riverdoscientos o trescientos añosdespués de que una misteriosapeste cerebral hubieseexterminado a toda la gentecuerda del mundo.

Las aceras estaban bordeadasa intervalos por viejos montonesde chatarra oxidada que sin dudaen otro tiempo habían sidoautomóviles. Los que másabundaban eran unos cochespequeños en forma de burbujaque no se parecían a ningún

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modelo que Jake hubiera vistoantes (a excepción, quizá, de losque conducían los personajes deWalt Disney en los tebeos), peroentre ellos distinguió un antiguoVolkswagen Escarabajo, unautomóvil que hubiera podido serun Chevrolet Corvair y algo quele pareció un Ford modelo A.

Ninguna de aquellas siniestrascarcasas tenía neumáticos; hacíamucho tiempo que se los habíanrobado o se habían podrido hastadeshacerse en polvo. Y todos losvidrios estaban rotos, como si loshabitantes que quedaban en la

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ciudad aborrecieran todo lo quepudiera mostrarles su propioreflejo, aunque fuera porcasualidad.

Debajo de los cochesabandonados y entre ellos, lacalzada estaba cubierta defragmentos metálicosinidentificables y vivos destellosde cristal. En una época remota ymás feliz se habían plantadoárboles en las aceras, pero ahoraestaban tan enfáticamente muertosque se recortaban contra el cielonublado como severas esculturasde metal. Algunos almacenes

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habían sido bombardeados o sehabían venido abajo por sí solos,y más allá de las desordenadaspilas de ladrillos que habíandejado como único recuerdo,Jake alcanzó a ver el río y losdecrépitos y oxidadosapuntalamientos del puente sobreel Send. El olor a podredumbremojada —un olor que casiparecía rugir de odio en la nariz—era más intenso que nunca.

La calle conducía hacia eleste, separándose del camino delHaz, y Jake advirtió que cada vezse iba llenando más de cascotes y

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desechos. Seis o siete manzanasmás abajo parecía completamenteobstruida, pero aun así el Chirlaslo llevaba directamente hacia allí.Al principio Jake seguía lamarcha, pero el pirata habíaimpuesto un ritmo imposible. Jakeempezó a jadear y se retrasó unpaso. El Chirlas casi lo derribóde un tirón y siguió tirando de élhacia la barricada de basura,cascotes de hormigón y oxidadasvigas de acero que se alzaba anteellos. El tapón —que a Jake lepareció construidodeliberadamente— se extendía

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entre dos anchos edificios depolvorienta fachada de mármol.Frente al de la izquierda habíauna estatua que Jake reconoció deinmediato: era la mujer llamadaJusticia, y eso quería decir que eledificio que protegía era casi contoda seguridad un tribunal. Perosolo tuvo un instante para mirarlo;el Chirlas lo arrastrabainexorablemente hacia labarricada, y no más despacio queantes.

¡Si se mete por ahí hará quenos matemos los dos!, pensóJake, pero el Chirlas, que corría

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como el viento pese a laenfermedad que se le anunciabaen la cara, se limitó a hundir conmás fuerza los dedos en el brazode Jake y siguió arrastrándolo.Entonces Jake vio un angostocallejón en aquella montaña —nodel todo fortuita— de hormigón,muebles astillados, accesorios defontanería oxidados y fragmentosde coches y camiones.Comprendió al instante. Aquellaberinto detendría a Rolanddurante horas…, pero era el patiotrasero del Chirlas, y este sabíaexactamente adónde iba.

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La estrecha y oscura boca delcallejón se hallaba en el ladoizquierdo de la inestable pila dedesechos. Cuando llegaron a ella,el Chirlas arrojó el objeto verdepor encima del hombro.

—¡Vale más que te agaches,querido! —chilló, y lanzó unaserie de risitas histéricas. Uninstante después, una tremendaexplosión hizo temblar la calle.Uno de los coches en forma deburbuja saltó a siete metros dealtura y cayó sobre el techo. Unagranizada de ladrillos silbó entorno a la cabeza de Jake, y algo

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le golpeó con fuerza el omóplatoizquierdo. Jake se tambaleó, yhabría caído de no ser porque elChirlas lo sostuvo y lo metió deun tirón en el estrecho pasadizode cascotes. Una vez dentro,lóbregas sombras se adelantaronanhelantes y los engulleron.

Cuando hubierondesaparecido, un animalitopeludo se asomó a rastras pordetrás de un gran trozo dehormigón. Era Acho. Se detuvounos instantes a la entrada delpasadizo, con el cuello estiradohacia delante y los ojos

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relucientes. A continuaciónempezó a seguirlos, con el hocicopegado al suelo, olfateandocuidadosamente.

QUINCE

—Vamos —dijo Roland encuanto el Chirlas se hubo ido.

—¿Cómo has podidoconsentirlo? —le preguntó Eddie—. ¿Cómo has podido consentirque ese fenómeno de feria se lollevara?

—Porque no tenía elección.

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Trae la silla de ruedas. Lanecesitaremos.

Habían llegado al segundotramo de la pasarela cuando unaexplosión hizo temblar el puente yenvió una rociada de cascoteshacia el cielo cada vez másoscuro.

—¡Dios mío! —exclamóEddie, y volvió el rostro pálido yabatido hacia Roland.

—No te preocupes todavía —le aconsejó Roland con calma—.Los tipos como el Chirlas muypocas veces manejan condescuido sus juguetes explosivos.

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Llegaron a las cabinas depeaje del extremo del puente.

—Tú sabías que el tipo nofaroleaba, ¿verdad? —comentóEddie—. Quiero decir que no losuponías; lo sabías.

—Es un cadáver ambulante, yesos no necesitan farolear.

La voz de Roland se manteníatranquila, pero había en ella undejo de amargura y dolor.

—Yo era consciente de quepodía ocurrirnos algo semejante,y si hubiéramos visto al tipo unpoco antes, cuando aún estábamosfuera del alcance de su huevo

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explosivo, habríamos podidoplantarle cara. Pero Jake se cayóy él aprovechó para acercársenos.Supongo que debe de creer que sihemos traído al muchacho ha sidoúnicamente para pagar elsalvoconducto por la ciudad.¡Maldita sea! ¡Maldita sea lasuerte! —Roland se dio unpuñetazo en la pierna.

—Bueno, pues vamos abuscarlo.

Roland meneó la cabeza.—Nos separamos aquí. No

podemos llevar a Susannah adonde ha ido ese bastardo, y

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tampoco podemos dejarla sola.—Pero…—Si quieres salvar a Jake,

escucha y no discutas. Cuanto mástiempo perdamos aquí, más seenfriará el rastro. Es difícil seguirun rastro frío. Tú tienes otrotrabajo que hacer. Si existe otroBlaine, y Jake cree que sí,Susannah y tú debéis encontrarlo.Tiene que haber una estación, o loque antes llamaban una cuna enlas tierras remotas. ¿Loentiendes?

Por una vez, gracias al cielo,Eddie no discutió.

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—Sí. Lo encontraremos. Yentonces, ¿qué?

—Disparad un tiro cadamedia hora o así. Iré cuando tengaa Jake.

—Los disparos tambiénpueden atraer a otros —observóSusannah.

Eddie la había ayudado adescender del arnés y volvía aestar sentada en la silla deruedas.

Roland los miró con frialdad.—Ocupaos de ellos.—Muy bien. —Eddie

extendió la mano y Roland le dio

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un breve apretón—. Encuéntralo,Roland.

—Lo encontraré, eso no mepreocupa. Pero rezad a vuestrosdioses porque lo encuentre atiempo. Y recordad los rostros devuestros padres.

Susannah asintió.—Lo intentaremos.Roland les volvió la espalda

y echó a correr por la rampa conpies ligeros. Cuando se perdió devista, Eddie miró a Susannah y nole sorprendió mucho descubrirque estaba llorando. También éltenía ganas de llorar. Apenas

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media hora antes eran uncompacto grupito de amigos. Sugrata camaradería había quedadohecha añicos en unos pocosminutos: Jake secuestrado,Roland desaparecido en pos deél. Incluso Acho había huido.Eddie no se había sentido tan soloen toda su vida.

—Tengo la sensación de queno volveremos a verlos más —dijo Susannah—. A ninguno delos dos.

—¡Claro que sí! —protestóEddie con aspereza, perocomprendía lo que había querido

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decir Susannah, porque tambiénél tenía la misma sensación. Lapremonición de que la búsquedahabía terminado casi antes deempezar le oprimía el corazón—.En un combate contra Atila elHuno, ofrecería apuestas de tres ados en favor de Roland elBárbaro. Vamos, Suze, tenemosque coger el tren.

—Pero ¿dónde? —preguntóella acongojada.

—No lo sé. Podemospreguntárselo al primer elfo sabioque encontremos.

—¿De qué estás hablando,

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Edward Dean?—De nada —respondió, y

puesto que eso era tancondenadamente cierto que casile hacía saltar las lágrimas, aferrólos manillares de la silla deruedas y empezó a bajar por larampa agrietada y cubierta detrozos de vidrio que conducía a laciudad de Lud.

DIECISÉIS

Jake se hundió rápidamente en unmundo brumoso en que los únicos

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hitos eran dolor: la manopalpitante, el brazo donde losdedos del Chirlas se clavabancomo pernos de acero, lospulmones que le ardían. Nohabían llegado muy lejos cuandouna ardiente y profunda punzadaen el costado izquierdo vino asumarse a esos dolores y acabórelegándolos a un segundo plano.Jake se preguntó si Roland yahabría empezado a seguirlos.También se preguntaba cuántotiempo podría sobrevivir Acho enaquel mundo tan distinto a losllanos y selvas que había

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conocido hasta entonces. Depronto el Chirlas le pegó unpuñetazo en la cara que le hizosangrar la nariz, y el pensamientose disolvió en un rojo baño dedolor.

—¡Venga, cabroncete! ¡Mueveese bonito culo!

—Corro… todo lo que puedo—jadeó Jake, y consiguióesquivar por los pelos una gruesaastilla de vidrio que sobresalíadel muro de cascotes como undiente largo y transparente.

—¡Te conviene que no seacierto, porque si es verdad te

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dejaré frío de un golpe y tearrastraré por los pelos! ¡Y ahoramuévete, cabroncete!

Jake se obligó —no sabíacómo— a correr más deprisa.Había entrado en el pasaje con laidea de que no tardarían envolver a salir a la avenida, pero,muy a su pesar, empezaba a darsecuenta de que eso no iba asuceder. Aquello era más que unpasaje; era una ruta camuflada yfortificada que se internaba cadavez más profundamente en elterritorio de los grises. Los altose inestables muros que se cernían

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sobre ellos estaban construidoscon un exótico surtido demateriales: coches parcial ototalmente aplastados por lasmasas de granito y acerocolocadas sobre ellos; columnasde mármol; máquinas industrialesdesconocidas que estaban rojasde óxido allí donde no estabantodavía negras de grasa; un pez decromo y cristal, grande como unavión particular, con una crípticapalabra de la Alta Lengua,DELEITE, cuidadosamente grabadaen el escamoso y refulgenteflanco; cadenas entrecruzadas,

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cada eslabón tan grande como lacabeza de Jake, envolviendodemenciales amasijos de mueblesque parecían sostenerse sobreellos en tan precario equilibriocomo los elefantes de circo en susminúsculas plataformas de acero.

Llegaron a un punto en queeste sendero lunático sebifurcaba, y el Chirlas eligió sinvacilar el ramal de la izquierda.Un poco más allá, otros trespasadizos, tan angostos que casieran túneles, se ramificaban endiversas direcciones. Esta vez elChirlas eligió el desvío de la

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derecha. Este nuevo camino, queparecía formado por pilas decajas medio podridas y enormesbloques de papel viejo —papelque quizá en otro tiempo habíasido libros o revistas—, erademasiado estrecho para caminarjuntos. El Chirlas dio un empujóna Jake para que pasara delante yempezó a pegarleimplacablemente en la espaldapara que corriera más deprisa.Así debe de sentirse una rescuando la hacen bajar por lacanaleja del matadero, pensóJake, e hizo el voto de que si

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salía de allí con vida nunca másvolvería a comer carne.

—¡Corre, mi chochín de nene!¡Corre!

Jake no tardó en perder lacuenta de las vueltas y revueltasque daban, y a medida que elChirlas lo introducía más y másprofundamente en aquella marañade acero retorcido, muebles rotosy máquinas desechadas, empezó aabandonar toda esperanza derescate. Ni siquiera Rolandpodría encontrarlo allí. Si elpistolero lo intentaba, se perderíaél también y vagaría hasta morir

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por las sendas obstruidas deaquel mundo de pesadilla.

El camino iba ahora cuestaabajo, y las paredes de papelaplastado se habían convertido enbaluartes de archivadores,amasijos de máquinascalculadoras y montones dematerial informático. Era comoavanzar por una especie dealmacén de componenteseléctricos salido de unapesadilla. Durante casi un minuto,la pared que se alzaba a laizquierda de Jake le pareciócompuesta exclusivamente de

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televisores y monitores de vídeoapilados de cualquier manera.Las pantallas lo contemplabancomo los ojos vidriosos de losmuertos. Y mientras el pavimentoque tenían bajo los pies seguíadescendiendo, Jake se dio cuentade que realmente se hallaban enun túnel. Por arriba, la franja decielo nublado se había idoestrechando hasta convertirse enuna cinta, la cinta en un cordón yel cordón en un hilo. Estaban enun submundo tenebroso,escabulléndose como ratas por ungigantesco basurero.

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¿Y si se nos cae todoencima?, se preguntó Jake, peroen su presente estado deagotamiento dolorido, estaposibilidad no le asustaba mucho.Si se le hundía el techo encima, almenos podría descansar.

El Chirlas lo conducía comoun campesino a una mula,golpeándole el hombro izquierdopara indicar un giro a la izquierday el derecho en los desvíos a laderecha. Cuando había que seguirrecto, le pegaba en el cogote.Jake trató de esquivar un pedazode tubo que sobresalía del muro,

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pero no lo consiguió del todo; lacañería le golpeó en la cadera ylo mandó rebotado, agitandodesvalido los brazos, hacia lapared opuesta del angostocorredor, con un rugido decristales y tablas astilladas. ElChirlas lo retuvo y de un nuevoempujón lo envió en la direcciónadecuada.

—¡Corre, torpe! ¿Es que nosabes correr? Si no fuera por elseñor Tic Tac, te enculaba aquímismo y te rajaba el cuellomientras tanto, ¡vaya si no!

Jake corría en un

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ofuscamiento rojo en el que solohabía dolor y el frecuente repicarde los puñetazos que el Chirlas ledescargaba en los hombros y lacabeza. Finalmente, cuandoestaba seguro de que ya no podíaseguir corriendo, el Chirlas locogió del cuello y le hizo pararcon un tirón tan brusco que Jakechocó contra su cuerpo con ungrito estrangulado.

—¡Ahora viene un pasitodelicado! —le explicó el Chirlas,jadeante pero jovial—. Mirajusto enfrente y verás dosalambres que se cruzan en una

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equis cerca del suelo. ¿Los ves?Al principio Jake no los vio.

Estaba muy oscuro allí; a laizquierda había montones deenormes calderas de cobre, y a laderecha pilas de bombonas deacero semejantes a las queutilizaban los submarinistas. Jakepensó que bastaría soplar un pocofuerte para hacerlas caer enavalancha. Se enjugó el sudor delos ojos, apartando los mechonesde cabello, y procuró no imaginarqué aspecto tendría con unasdieciséis toneladas de bombonaspor encima. Entornó los párpados

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y miró en la dirección que elChirlas señalaba. Sí, podíadistinguir —a duras penas— dosfinas líneas plateadas queparecían cuerdas de banjo o deguitarra. Descendían desde lasparedes opuestas del pasaje y secruzaban a unos cincuentacentímetros del suelo.

—Pasa a rastras por debajo,mi corazón. Y con muchísimocuidado, porque como hagasvibrar siquiera uno de esosalambres, la mitad de la basurade acero y cemento de esta ciudadte caerá encima de esa preciosa

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cabecita; y de la mía también,pero no creo que eso te preocupedemasiado, ¿verdad? ¡A rastras!

Jake se quitó la mochila conun movimiento circular de loshombros, se tendió y empezó aempujarla por delante de él.Mientras se arrastrabacautelosamente bajo los alambresen tensión, descubrió que,después de todo, aún quería vivirun poco más. Tenía la sensaciónde percibir físicamente todasaquellas toneladas de chatarracuidadosamente equilibrada,impacientes por caer sobre él.

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Seguramente estos alambressostienen en su lugar un par depiedras clave, pensó. Si se rompeuno de ellos… cenizas, cenizas,todos nos vamos. Rozó uno de loshilos, y algo crujió mucho másarriba.

—¡Cuidado, capullito! —casigimió el Chirlas—. ¡Muchísimocuidado!

Jake avanzó bajo losalambres cruzados, impulsándosecon pies y codos. El cabello,maloliente y apelmazado por elsudor, volvió a caerle sobre losojos, pero no se atrevió a

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apartarlo.—Ya has pasado —gruñó el

Chirlas por fin, y se deslizó bajolos alambres disparadores con lafacilidad de una larga práctica.Tan pronto hubo cruzado, se pusoen pie y se apoderó de la mochilade Jake antes de que este pudieraechársela de nuevo a la espalda.

—¿Qué llevas aquí,capullito? —preguntó mientrasdesabrochaba las correas, y echóun vistazo al interior—. ¿Hayalgún regalito para tu viejocompañero? Porque al bueno delChirlas le encantan los regalos,

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¡vaya si no!—Lo único que hay…La mano del Chirlas salió

disparada y cruzó la cara de Jakecon un enérgico bofetón que hizosaltar una rociada de espumasanguinolenta de la nariz delmuchacho.

—¿Por qué lo has hecho? —exclamó Jake, dolorido eindignado.

—¡Por decirme lo que yomismo puedo ver con estos ojosde mierda! —aulló el Chirlas, yarrojó la mochila de Jake a unlado. Seguidamente exhibió los

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dientes que le quedaban en unasonrisa terrible y peligrosa—. ¡Yporque has estado a punto deecharnos encima toda estamontaña de mierda! —Hizo unapausa y añadió, en tono máscomedido—: Y porque me havenido en gana, también hay quereconocerlo. Cuando veo esa carade oveja estúpida que tienes, meentran unas ganas horribles deabofeteártela, vaya si no. —Lasonrisa se ensanchó y dejó aldescubierto las encías blancuzcasy supurantes, una visión de la queJake hubiera podido prescindir

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—. Si tu amigo el correoso lograseguirnos hasta aquí, se llevaráuna sorpresa cuando tropiece conesos alambres, ¿verdad? —ElChirlas alzó la mirada sin dejarde sonreír—. Recuerdo que porahí arriba había un autobúsmunicipal en equilibrio.

Jake se echó a llorar;lágrimas de cansancio ydesesperanza abrieron estrechoscanales en la tierra que le cubríalas mejillas.

El Chirlas levantó la manoabierta en un gesto de amenaza.

—En marcha, capullito, antes

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de que yo también me ponga allorar… porque tu viejocamarada es un tipo de lo mássentimental, vaya si no, y cuandoempieza a afligirse y apenarse, loúnico que logra devolverle lasonrisa es repartir una sarta debofetones. ¡Corre!

Volvieron a correr. El Chirlaselegía como al azar senderos quese internaban cada vez más en elhediondo y crujiente laberinto,dando a conocer sus eleccionespor medio de vigorosos golpes enlos hombros. En un determinadomomento empezaron a sonar los

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tambores. El sonido parecíaproceder de todas partes y deninguna, y para Jake fue la últimagota. Abandonó la esperanza y elpensamiento por igual, y se dejósumergir plenamente en lapesadilla.

DIECISIETE

Roland se detuvo ante labarricada que obstruía la calle delado a lado y de arriba abajo. Alcontrario que Jake, no albergabaninguna esperanza de volver a

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salir a terreno abierto por el otrolado. Los edificios situados aleste de la barrera serían islasocupadas por centinelas en unmar interior de cascotes,herramientas, objetos… y trampasdisimuladas, estaba seguro deello. Algunos de esos desechospermanecían sin duda en elmismo lugar en que habían caídoquinientos, setecientos o mil añosantes, pero Roland tenía laimpresión de que en su mayorparte habían sido acumulados allípor los grises, trozo a trozo. Lasección oriental de Lud se había

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convertido, de hecho, en elcastillo de los grises, y ahoraRoland estaba ante sus murallas.

Se adelantó poco a poco y viola boca de un pasaje semiocultatras una masa irregular dehormigón. Había huellas depisadas en el polvo; dos series,unas grandes y otras pequeñas.Roland empezó a incorporarse,volvió a mirar y se puso otra vezen cuclillas. No había dos sinotres series de pisadas, y la terceracorrespondía a las huellas de unanimal pequeño.

—¿Acho? —llamó Roland en

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voz queda.Por un instante no hubo

respuesta, pero enseguida sonó unladrido suave entre las sombras.Roland se internó en el pasaje yvio unos ojos rodeados de oroque se asomaban desde laprimera revuelta. Roland corrióhacia el brambo. Acho, al quetodavía no le gustaba que se leacercara demasiado nadie que nofuera Jake, dio un paso atrás, perose detuvo y miró al pistolero conansiedad.

—¿Quieres ayudarme? —lepreguntó Roland. Notaba al borde

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de la conciencia el seco telónrojo que era la fiebre delcombate, pero aún no era elmomento adecuado. El momentollegaría, pero hasta entonces elpistolero no debía permitirse esealivio inexpresable—. ¿Meayudarás a buscar a Jake?

—¡Ake! —ladró Acho, sindejar de dirigirle su miradaansiosa.

—Adelante, entonces.Búscalo.

Acho se volvió de inmediatoy echó a correr rápidamente porel callejón. Roland lo siguió,

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alzando solo de vez en cuando lavista hacia el animal. Salvo esasbreves miradas de soslayo,mantenía los ojos fijos en elantiguo pavimento, buscandosignos.

DIECIOCHO

—¡Dios! —exclamó Eddie—.¿Qué clase de gente es esta?

Habían seguido durante un parde manzanas la avenida que nacíaal pie de la rampa, habían visto labarricada que se alzaba al frente

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(se habían perdido la entrada deRoland en el semioculto pasajepor menos de un minuto) y habíangirado hacia el norte por una víaancha que a Eddie le recordó laQuinta Avenida. Pero no seatrevió a decírselo a Susannah;aún estaba demasiadodecepcionado con aquellaapestosa ciudad en ruinas paraformular ningún pensamiento niremotamente esperanzador.

La «Quinta Avenida» loscondujo a una zona de grandesedificios de piedra blanca que aEddie le recordó el aspecto de

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Roma en las películas degladiadores que de niño veía porla tele. Los edificios eranausteros, y en general seconservaban en buen estado.Eddie conjeturó que habríantenido alguna función pública;pinacotecas, bibliotecas, quizámuseos. Uno de ellos, rematadoen una gran cúpula que se habíaagrietado como un huevo degranito, hubiera podido ser unobservatorio, aunque Eddie habíaleído en alguna parte que losastrónomos preferían instalarselejos de las grandes ciudades,

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porque la abundancia de luceseléctricas les jodía lasobservaciones.

Entre aquellos imponentesedificios había zonas despejadas,y aunque el césped y las floresque en otro tiempo crecían enellas habían sido eliminados porla maleza, el lugar aúnconservaba una atmósferamajestuosa, y Eddie se preguntósi no habría sido el centro de lavida cultural de Lud. Pero de esohacía mucho tiempo, porsupuesto, y Eddie dudaba de queel Chirlas y sus colegas se

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interesaran mucho por el ballet ola música de cámara.

Susannah y él llegaron a unimportante cruce del queirradiaban otras cuatro ampliasavenidas como los radios de unarueda. En el cubo de la ruedahabía una gran plaza enlosada. Alo largo de su perímetro podíanverse altavoces montados sobrepostes de acero de quince metrosde altura. En el centro de la plazahabía un pedestal que sostenía losrestos de una estatua: un poderosocorcel de cobre, verde decardenillo, erguido sobre las

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patas traseras. El guerrero queotrora lo había montado yacíaahora en el suelo apoyado sobreun hombro corroído, blandiendolo que parecía ser una metralletaen una mano y un sable en la otra.Las piernas estaban arqueadascomo si aún se hallara a lomosdel caballo, pero las botaspermanecían soldadas a losflancos de su montura metálica.El pedestal exhibía una pintada endescoloridas letras naranja:¡GRISES A MUERTE!

Al mirar hacia las otrasavenidas, Eddie vio más postes

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con altavoces. Unos cuantos sehabían venido abajo pero lamayoría aún se tenía en pie, ycada uno de estos postes estabafestoneado con una tétricaguirnalda de cadáveres. Así pues,la plaza en la que desembocaba la«Quinta Avenida» y las calles quepartían de ella estaban protegidaspor un pequeño ejército demuertos.

—¿Qué clase de gente son?—volvió a preguntar Eddie.

No esperaba una respuesta niSusannah se la dio… aunquehabría podido hacerlo. Ya otras

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veces había tenido visiones sobreel pasado del mundo de Roland,pero ninguna tan clara y seguracomo esta. Todas las visionesanteriores, como las que se lehabían presentado en Paso delRío, poseían una persistentecalidad onírica, como de sueño,pero la que tuvo entonces le llegóen un solo destello de intuición, yfue como ver el rostro contraídode un maníaco peligrosoiluminado por un relámpago.

Los altavoces… loscadáveres colgados… lostambores. Susannah comprendió

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de súbito qué relación los unía,tan claramente como habíacomprendido que los pesadoscarromatos que cruzaban Paso delRío rumbo a Jimtown eranarrastrados por bueyes antes quepor mulos o caballos.

—No te fijes en esta mierda.Lo que nos interesa es el tren —lerecordó, y la voz solo le temblóun poco—. ¿Por dónde te pareceque puede estar?

Eddie alzó la cara hacia elcielo, cada vez más oscuro, ydistinguió con facilidad el caminodel Haz en las nubes

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apelotonadas. Volvió a bajar lavista y no le sorprendió muchover que la entrada de la calle queseguía más de cerca el camino delHaz estaba guardada por una grantortuga de piedra. La cabeza delreptil asomaba bajo el rebordegranítico de la concha; los ojos,muy hundidos en sus cuencas,parecían contemplarlos concuriosidad. Eddie la señaló conla cabeza y se las arregló paraesbozar una sonrisita seca.

—Mira la tortuga de enormeamplitud.

Susannah le echó una breve

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ojeada y asintió. Eddie cruzó laplaza, empujando la silla deruedas, y se internó en la calle dela Tortuga. Los cadáveres que labordeaban despedían un olorseco, semejante a la canela, que aEddie le revolvía el estómago…no porque fuese malo, sinoporque en realidad resultababastante agradable, como elaroma dulce y especiado de algoque a un niño le gustaríaespolvorear sobre la tostada deldesayuno.

La calle de la Tortuga eraafortunadamente ancha, y la

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mayor parte de los cadáveres quecolgaban de los postes eran pocomás que momias, pero Susannahvio unos cuantos relativamenterecientes, con moscas aúnafanándose sobre la pielennegrecida de las carashinchadas, y gusanosretorciéndose aún en las cuencasde los ojos en descomposición.

Y al pie de cada altavoz habíaun montoncito desordenado dehuesos.

—Tiene que haber miles —observó Eddie—. Hombres,mujeres y niños.

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—Sí. —A Susannah lepareció su propia voz remota yextraña—. Han tenido muchotiempo que matar. Y lo hanutilizado para matarse entre sí.

—¡Que salgan esos puñeteroselfos sabios! —exclamó Eddie, yla risotada que lanzó acontinuación sonósospechosamente como unsollozo. Le pareció que por finempezaba a comprender lo queaquella frase inocente («El mundose ha movido») significaba deverdad. Cuánto mal y cuántaignorancia abarcaba.

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Y profundidad.Los altavoces eran un

recurso de guerra, pensóSusannah. Naturalmente. SoloDios sabe qué guerra fue esa ocuánto hace que se libró, perodebió de ser algo tremendo. Losgobernantes de Lud utilizabanlos altavoces para difundir susmensajes por toda la ciudaddesde un centro de mando aprueba de bombas; un búnkercomo el que sirvió de refugio aHitler y su estado mayor al finalde la Segunda Guerra Mundial.

Y oyó en sus propios oídos la

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voz de mando y autoridad quesurgía tonante de aquellosaltavoces; la oyó con tantaclaridad como había oído elchasquido del látigo sobre ellomo de los bueyes de tiro.

«Hoy permanecerán cerradoslos centros de racionamiento A yD; diríjanse por favor a loscentros B, C, E y F con loscupones adecuados».

«Patrullas de la milicianúmeros Nueve, Diez y Doce,preséntense en Sendside».

«Es probable que hoy seproduzca un bombardeo aéreo

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entre las ocho y diez horas. Todoslos residentes no combatientesdeben acudir al refugio que leshaya sido asignado. Traigan lasmáscaras de gas. Repetimos:traigan las máscaras de gas».

Mensajes y advertencias, sí…y una versión especial de loshechos, una versión militante ypropagandística que GeorgeOrwell habría denominado«doble lenguaje». Y entre losboletines de noticias y lasadvertencias, estridente músicamilitar y exhortaciones ademostrar respeto a los caídos

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enviando más hombres y mujeresa las rojas fauces del matadero.

Y luego había terminado laguerra y se había hecho elsilencio… por un tiempo. Pero enun momento u otro los altavoceshabían empezado a funcionar denuevo. ¿Cuánto hacía de eso?¿Cien años? ¿Cincuenta?¿Importaba acaso? Susannah creíaque no. Lo importante era que,cuando los altavoces sereactivaron, lo único quetransmitían era un mismofragmento de cinta, la cinta de lostambores. Y los descendientes de

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los antiguos habitantes de laciudad la habían tomado por…¿por qué? ¿Por la Voz de laTortuga? ¿La Voluntad del Haz?

A Susannah le vino a lamemoria aquella vez en que lehabía preguntado a su padre, unhombre sosegado peroprofundamente cínico, si creíaque había un Dios en el cielo queguiaba el curso de losacontecimientos humanos. «Bueno—le había contestado él—, yodiría que viene a ser mitad ymitad, Odetta. Estoy seguro deque hay un Dios, pero no me

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parece que se interese mucho pornosotros; creo que después de quematáramos a su Hijo, finalmentese le metió en la cabeza que nohabía nada que hacer con loshijos de Adán y las hijas de Eva,y se lavó las manos. Un tipolisto».

Ella había respondido a esto(que era exactamente lo queesperaba; por entonces tenía onceaños y conocía bastante bien elmodo de pensar de su padre)mostrándole un artículo aparecidoen la sección «Iglesias de laComunidad» del periódico local.

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En él se anunciaba que elreverendo Murdock, de la IglesiaMetodista de la Gracia, trataría eldomingo siguiente el tema «Diosnos habla todos los días», sobreun texto de la Primera Epístola alos Corintios. Su padre se riotanto al oírlo que le saltaron laslágrimas. «Bueno, supongo quetodos oímos hablar a alguien —dijo al fin—, y puedes apostartehasta el último dólar a una cosa,cariño: cada uno de nosotros, sinexcluir a ese reverendo Murdock,le oye decir a esa vozexactamente lo que él quiere oír.

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Resulta muy conveniente».Por lo visto lo que aquella

gente había querido oír en la cintade los tambores era unainvitación a cometer asesinatosrituales.

Y ahora, cuando los tamboresempezaban a redoblar en loscentenares o miles de altavoces—un ritmo martilleante que, siEddie estaba en lo cierto, soloera la percusión de una canciónde ZZ Top titulada «VelcroFly»—, lo tomaban como señalpara preparar las sogas y colgar aunos cuantos individuos de los

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postes más cercanos.¿Cuántos?, se preguntó

mientras Eddie empujaba la sillade ruedas; las llantas de gomamaciza, melladas y llenas decortes, hacían crujir los vidriosrotos y susurraban sobre lospapeles desechados que se habíanido acumulando. ¿Cuántos hansido asesinados a lo largo de losaños porque a un circuitoelectrónico enterrado bajo laciudad le dio el hipo?¿Empezaron a hacerlo porquereconocían la extrañeza esencialde la música, llegada de algún

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modo —como nosotros, como elavión y como algunos de loscoches que hay en las calles—desde otro mundo?

No lo sabía, pero sabía queen este punto compartía la cínicaopinión de su padre acerca deDios y de las charlas que tal vezsostenía, o no, con los hijos deAdán y las hijas de Eva. Aquellaspersonas andaban buscando unmotivo para matarse unas a otras,sencillamente, y los tambores leshabían proporcionado un motivotan bueno como cualquier otro.

Pensó en la colmena que

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habían encontrado, la deformecolmena de abejas blancas cuyamiel los habría envenenado sihubieran sido tan necios paracomérsela. Aquí, a este lado delSend, había otra colmenamoribunda; otras abejas blancascuya picadura no sería menosmortal debido a su confusión, sudesamparo y su perplejidad.

¿Y cuántos más tendrán quemorir antes de que la cintaacabe por romperse?

Como si sus pensamientos lohubieran conjurado, de pronto losaltavoces empezaron a emitir el

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implacable latido sincopado delos tambores. Eddie gritó desorpresa. Susannah lanzó unaullido y se tapó los oídos… peroaún tuvo tiempo de oír débilmenteel resto de la música; la pista olas pistas que fueron acalladasdecenios antes, cuando alguien(probablemente sin darse cuenta)desplazó el control de balancehacia un extremo y apagó lasguitarras y la voz.

Eddie seguía conduciéndolapor la calle de la Tortuga y elCamino del Haz, intentando miraren todas direcciones a la vez y

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esforzándose en no percibir elolor a putrefacción. Gracias aDios que hay viento, pensó.Empezó a empujar la silla másdeprisa, atento a los huecosherbosos entre edificio y edificioque permitían contemplar unairoso tramo de monorraílelevado. Quería abandonar aquelinterminable pasillo de muertos.Al aspirar una nueva bocanada deaquel olor dulzón a canela, lepareció que nunca en su vidahabía querido algo con tantaintensidad.

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DIECINUEVE

El ofuscamiento de Jake sequebró bruscamente cuando elChirlas lo cogió del cuello y tirócon toda la energía de un jinetecruel decidido a frenar un caballoal galope. El Chirlas extendió almismo tiempo una pierna paraponerle la zancadilla, y Jake cayóde espaldas. Su cabeza chocócontra el pavimento, y por unosinstantes se apagaron todas lasluces. El Chirlas lo cogió sincontemplaciones del labio

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inferior y tiró de él con fuerza.Jake lanzó un grito y se

incorporó como una exhalaciónhasta quedar sentado, lanzandopuñetazos a ciegas. El Chirlasesquivó los golpes sin dificultad,le pasó la otra mano bajo la axilay lo alzó de un tirón. Jake quedóen pie, tambaleándose como unborracho. Había perdido ya lacapacidad de protestar y casi lade comprender. Lo único quesabía con certeza era que ledolían todos los músculos delcuerpo y que la mano heridaaullaba como un animal cogido en

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una trampa.Al parecer, el Chirlas

necesitaba un descanso, y esta veztardaba más en recobrar elaliento. Permaneció agachado,con las manos en las rodillas desus pantalones verdes, respirandoaceleradamente en una serie dejadeos breves y sibilantes. Elpañuelo amarillo se le habíatorcido. El ojo bueno le brillabacomo un diamante de bisutería. Elparche de seda blanca estabaarrugado y por debajo de élrezumaba una inmundiciaamarillenta de aspecto maligno

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que le cubría la mejilla encuajarones.

—Mira hacia arriba,capullito, y verás por qué te hehecho parar en seco. ¡Mira bien!

Jake alzó la mirada y, en lasprofundidades de su conmoción,no le asombró en lo más mínimover una fuente de mármol tangrande como una viviendarodante suspendida a unos treintametros de altura. El Chirlas y élestaban casi debajo. La fuente sesostenía colgada de dos cablesoxidados, casi completamenteocultos tras enormes e inestables

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montones de bancos de iglesia.Incluso en su estado de confusión,Jake se dio cuenta de queaquellos cables se hallaban máspeligrosamente deshilachados quelas péndolas que quedaban en elpuente.

—¿Has visto? —le preguntóel Chirlas, risueño. Se llevó lamano izquierda al ojo tapado,recogió una masa de aquellasustancia purulenta y la arrojó aun lado con indiferencia—. Unahermosura, ¿verdad? Ah, el señorTic Tac es un punto de primera,ya lo creo, eso ni lo dudes…

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¿Qué les pasa a esos tamboresfolla-cabras? Ya tendrían queestar sonando. Si el Víbora se haolvidado, le meteré un palo por elculo hasta que note el sabor de lacorteza en la boca… Ahora, midelicioso pimpollín, mira alfrente.

Jake obedeció, einmediatamente el Chirlas le dioun mamporro que le hizoretroceder y estuvo a punto dederribarlo.

—¡No tan lejos, idiota!¡Abajo! ¿Ves dos adoquines másoscuros?

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Jake los vio casi al instante, yasintió con un gesto deindiferencia.

—Pues procura no pisarlos,capullito, porque te caería todo ellote en la cabeza, y despuéshabría que recogerte con pinzas.

El muchacho volvió a asentir.—Bien. —El Chirlas tomó

una última bocanada de aire y ledio una palmada en el hombro—.Adelante pues, ¿a qué estásesperando? ¡Upa!

Jake pasó por encima de laprimera piedra negruzca yadvirtió que en realidad no era un

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adoquín como los demás sino unaplaca metálica a la que habíandado forma redondeada para quelo pareciese. La segunda estabamuy poco más adelante,astutamente colocada para que siun intruso desprevenido pasabasin pisar la primera tuviera quepisar casi con toda seguridad lasegunda.

No lo pienses más y hazlo, sedijo. ¿Por qué no? El pistolerono podrá encontrarte en estelaberinto, así que no lo piensesmás y hazlo caer todo abajo.Seguro que será más limpio que

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lo que el Chirlas y sus amigos tetienen preparado. Y más rápidotambién.

Su mocasín polvorientovaciló en el aire sobre eldisparador de la trampa.

El Chirlas le pegó unpuñetazo en mitad de la espalda,pero sin fuerza.

—Estás pensando en montarteen la bonita, ¿no es eso, capullitode mi corazón? —le preguntó. Lajovial crueldad de su voz diopaso a una simple curiosidad. Siestaba teñida de alguna otraemoción, no era miedo sino

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diversión—. Bien, no te prives sies ese tu deseo, porque yo yatengo el billete. Pero no te quedesahí parado todo el día; que losdioses te quemen la vista.

Jake apoyó el pie más allá dela trampa. Su decisión de vivir unpoco más no se fundaba en laesperanza de que Roland loencontrara; era sencillamente loque habría hecho el pistolero,seguir adelante hasta que alguienle obligara a detenerse… y unosmetros más si podía.

Si lo hacía ahora se llevaríaal Chirlas con él, pero el Chirlas

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solo no era suficiente; una miradabastaba para darse cuenta de queno mentía cuando aseguraba estara punto de morir. Si seguíaadelante, tal vez tendría ocasiónde llevarse por delante a unoscuantos amigos del Chirlas, quizáincluso el que llamaba «señor TicTac».

Si he de montar en la bonita,como él dice, pensó Jake,preferiría hacerlo con abundantecompañía.

Roland lo habríacomprendido.

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VEINTE

Jake se equivocaba en suapreciación sobre la capacidaddel pistolero para seguir su rastropor el laberinto; la mochilaabandonada era solo la pista másevidente de las que habían dejadoa su paso, pero Roland no tardóen darse cuenta de que nonecesitaba detenerse a buscarhuellas. Solo tenía que seguir aAcho.

Aun así se pasó en variasintersecciones para asegurarse, y

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cada vez que lo hacía, Achovolvía la cabeza y soltaba unladrido grave e impaciente queparecía decir: «¡Date prisa!¿Quieres que los perdamos?».Cuando los rastros que hallaba —una pisada, un hilo de la camisade Jake, un trocito de telaamarilla del pañuelo del Chirlas— confirmaron en tres ocasionesla elección del brambo, Rolandse limitó a seguirlo. No dejó deestar atento a la posible presenciade pistas, pero ya no se detenía abuscarlas. Entonces empezaron asonar los tambores, y fueron ellos

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—más la curiosidad del Chirlaspor saber qué había en la mochilade Jake— los que le salvaron lavida aquella tarde.

No había identificado aún elsonido cuando ya había frenadocon un patinazo de sus botaspolvorientas y tenía la pistolaamartillada en la mano. Al darsecuenta de lo que era, volvió aguardar el revólver en la fundacon un gruñido de impaciencia.Se disponía a reanudar la marchacuando posó casualmente lamirada en la mochila de Jake… yseguidamente en un par de tenues

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líneas brillantes suspendidas enel aire justo a la izquierda deella. Roland entornó los párpadosy distinguió dos alambres muyfinos que se cruzaban a la alturade la rodilla a menos de un metrode donde él se había detenido.Acho, gracias a su estructuracorporal, se había escabullidolimpiamente por debajo de la uveinvertida que formaban losalambres, pero de no haber sidopor los tambores y por eldescubrimiento de la mochiladesechada, Roland habríatropezado inevitablemente con

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ellos. A medida que sus ojos semovían hacia arriba, recorriendolos montones de chatarra que sealzaban —no del todo al azar— aambos lados del pasaje, Rolandfue apretando los labios. Habíaestado muy cerca, y solo ka lehabía salvado.

Acho ladró impaciente.Roland se echó cuerpo a

tierra y pasó reptando bajo losalambres, despacio y con cautela.Era más grande que Jake y que elChirlas, y juzgó que un hombreverdaderamente corpulento nohabría podido salvar los

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alambres sin desencadenar elalud cuidadosamente preparado.Los tambores batían y le latían enlos oídos. Me gustaría saber sise han vuelto todos locos, pensó.Si yo tuviera que oír esto cadadía, creo que me volvería loco.

Llegó al otro lado de latrampa, recogió la mochila yexaminó su contenido. Los librosde Jake y unas cuantas prendas devestir seguían allí, al igual quelos tesoros que había idorecogiendo por el camino: unapiedra en la que destellabanmotas amarillas que parecían de

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oro pero no lo eran; una punta deflecha, seguramente un resto delos antiguos moradores de lafloresta, que Jake habíaencontrado en un bosquecillo eldía siguiente a su llegada; unascuantas monedas de su propiomundo; las gafas de sol de supadre y algunas otras cosas quesolo un muchacho aún no llegadoa la adolescencia podría amar ycomprender realmente. Cosas quedesearía recobrar… siempre ycuando, claro está, Rolandlograra llegar a su lado antes deque el Chirlas y sus amigos

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pudieran cambiarlo, herirlo demanera que le hiciera perder todointerés por las empresas ycuriosidades inocentes de lapreadolescencia.

El rostro sonriente del Chirlasanegó la mente de Roland comoel rostro de un demonio o ungenio salido de una botella: losdientes mellados y torcidos, lamirada vacua, el mandrus que sele arrastraba por las mejillas y seextendía bajo las líneas hirsutasde las quijadas.

Si le haces daño…, pensó, yal instante desechó el

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pensamiento porque soloconducía a un callejón sin salida.Si el Chirlas le hacía daño alchico (¡Jake!, insistió su mentecon ferocidad. ¡No solo «elchico», sino Jake! ¡Jake!),Roland lo mataría, sí. Pero eseacto no significaría nada, porqueel Chirlas ya era hombre muerto.

El pistolero alargó lascorreas de la mochila, admirandolas ingeniosas hebillas quepermitían hacerlo, se la echó a laespalda y se incorporó de nuevo.Acho se volvió para reanudar lamarcha, pero Roland lo llamó por

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su nombre y el brambo giró lacabeza.

—Aquí, Acho. —Roland nosabía si el brambo podríaentenderle (ni si obedeceríaaunque lo entendiera), pero seríamejor, más seguro, que no seapartara de su lado. Donde habíauna trampa, podía haber más. Lapróxima vez quizá Acho no seríatan afortunado.

—¡Ake! —ladró Acho sinmoverse. Fue un ladrido enérgico,pero Roland pensó que los ojosdel brambo revelaban mejor laverdad de lo que sentía: estaban

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oscuros de miedo.—Sí, pero hay peligro —dijo

Roland—. Aquí, Acho.En la parte del laberinto que

ya habían cruzado sonó un golpesordo debido a la caída de algopesado, probablemente algo quese había salido de su lugar por laagresiva vibración de lostambores. Roland podía ver aquíy allí algunos postes de losaltavoces irguiéndose sobre losdesechos como extraños animalesde cuello largo.

Acho trotó hacia él y alzó lamirada, jadeante.

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—No te alejes.—¡Ake! ¡Ake-Ake!—Sí. Jake. —Echó a correr

de nuevo y Acho corrió a sustalones, tan dócil como cualquierperro que Roland hubiera visto ensu vida.

VEINTIUNO

Para Eddie fue, como un sabiohabía dicho una vez, entrar denuevo en un déjà vu: correr conla silla de ruedas, luchar contra eltiempo. La playa se había

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transformado en la calle de laTortuga, pero en cierto sentidotodo lo demás era lo mismo. Ah,aún había otra diferencia quedebía tener en cuenta: ahoraestaba buscando una estación detren (o una cuna), no una puertasolitaria.

Susannah estaba muy erguidaen el asiento, con el cabelloondeando a la espalda y elrevólver de Roland en la manoderecha; el cañón apuntado haciael cielo nuboso y turbulento. Lostambores batían y redoblaban,machacándolos con sonido. Algo

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más adelante, un objetogigantesco en forma de discoyacía en mitad de la calle, y lamente agobiada de Eddie,guiándose quizá por los edificiosclásicos que se alzaban a loslados, conjuró una imagen deJúpiter y Thor jugando al frisbee.Júpiter lanza una con efecto y aThor se le escapa y cae entre lasnubes… pero qué demonios, detodos modos ya es la hora de lacerveza en el Olimpo.

«Frisbees» de los dioses,pensó, haciendo pasar la silla deSusannah entre dos coches

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oxidados que se caían a pedazos.Vaya idea.

Hizo subir la silla de ruedas ala acera para rodear el objeto,que ahora que lo veía de cerca leparecía una especie de antena detelecomunicaciones. Estabasalvando el bordillo para volvera la calzada —la acera se hallabademasiado llena de cascotes paraavanzar a buen paso— cuando depronto los tambores callaron. Susecos se disolvieron en un nuevosilencio, salvo que, como advirtióEddie, no era silencioso enabsoluto. Más adelante, en el

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cruce de la calle de la Tortugacon otra avenida, se erguía unedificio con arcadas. El edificioestaba cubierto de enredaderas yplantas colgantes parecidas abarbas deshilachadas, pero aúnconservaba su magnificencia ycierta dignidad. Más allá, junto ala esquina, una multitudparloteaba con excitación.

—¡No pares! —le ordenóSusannah—. No tenemos tiempopara…

Un chillido histérico taladróel parloteo. Lo acompañarongritos de aprobación e,

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increíblemente, una ovación comolas que Eddie había oído en loscasinos de Atlantic City cuandoterminaba alguna actuación. Elchillido se ahogó en unprolongado estertor de muerte quesonó como el chirriar de unacigarra que se dispone a hibernar.Eddie notó que el vello de la nucase ponía en posición de firmes.Miró de soslayo los cadáverescolgados del poste más cercano ycomprendió que los alegres pubisde Lud estaban celebrando otraejecución pública.

Maravilloso, pensó. Si ahora

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tuvieran a Tony Orlando y Dawnpara cantarles «Knock ThreeTimes», podrían morir todosfelices.

Eddie contempló concuriosidad la mole de piedra dela esquina. Desde aquelladistancia, las enredaderas que lacubrían desprendían un poderosoolor a hierbas. Era un olor tanamargo que hacía llorar los ojos,pero aun así lo prefería al efluviodulzón de los cadáveresmomificados. Las barbas devegetación colgaban en gavillasandrajosas, creando cascadas de

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verdor donde antes había unaserie de entradas en arco. Depronto una figura salió disparadade una de aquellas cascadas y seprecipitó hacia ellos. Era un niño,advirtió Eddie, y a juzgar por sutamaño no podía hacer muchosaños que había dejado lospañales. Llevaba un asombrosotraje de lord Fauntleroy, camisablanca con chorreras y calzóncorto de terciopelo. Tenía cintasen el pelo. Eddie sintiórepentinamente el impulsodemencial de agitar los brazossobre la cabeza y gritarle un

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saludo en inglés antiguo.—¡Venid! —les urgió el chico

con voz aflautada. Llevaba unascuantas briznas verdes enredadasen el pelo; se las quitódistraídamente con la manoizquierda mientras corría—. ¡Vana hacerse al Azotes! ¡Hoy le tocaal Azotes irse al país de lostambores! ¡Venid u os perderéistoda la prosodia!

Susannah quedó igualmenteatónita ante la aparición delchiquillo, pero cuando se lesacercó un poco más advirtió algosumamente insólito y desmañado

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en la forma en que se limpiaba lasbriznas de verdor que se lehabían enmarañado en laencintada cabellera: lo hacía todoel rato con una sola mano.

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La otra la llevaba a la espaldacuando salió corriendo de entre lacascada de hierbas y ahípermanecía.

¡Qué incómodo debe de ser!,pensó, y entonces se puso enmarcha un magnetófono en sumente y oyó hablar a Roland alextremo del puente: «Yo eraconsciente de que podíaocurrirnos algo semejante… sihubiéramos visto al tipo un pocoantes, cuando aún estábamosfuera del alcance de su huevoexplosivo… ¡Maldita sea lasuerte!».

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Dirigió la pistola de Rolandhacia el niño, que había saltadode la acera y corría en derechurahacia ellos.

—¡Alto ahí! —gritó—. ¡Tú,quédate quieto!

—Pero Suze, ¿qué estáshaciendo? —chilló Eddie.

Susannah no le prestóatención. En un sentido muy real,Susannah Dean ya ni siquieraestaba allí; era Detta Walker laque ahora ocupaba la silla, y lecentelleaban los ojos con unasospecha febril.

—¡Alto o disparo!

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El pequeño lord Fauntleroybien habría podido estar sordo, ajuzgar por el caso que hizo a suspalabras.

—¡Aprisa! —gritó en tonoalborozado—. ¡Vais a perderostodo el espectáculo! ¡El Azotes seva a…!

La mano derecha empezó amostrarse por fin. En el mismoinstante, Eddie se dio cuenta deque no estaban viendo un niñosino un enano deforme que hacíamuchos años había dejado atrásla niñez. La expresión que Eddiehabía creído al principio de

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júbilo infantil era en realidad unamezcla de odio y rabia. La frentey las mejillas del enano estabancubiertas por las descoloridas ysupurantes llagas que Rolanddenominaba flores de puta.

Susannah no llegó a verle lacara. Toda su atención estabacentrada en la mano derecha queahora aparecía a la vista y en laesfera verde mate que agarraba.No necesitaba ver más. La pistolade Roland restalló. El enano saliódespedido hacia atrás. Unchillido agudo de rabia y dolorbrotó de su minúscula boca

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mientras aterrizaba sobre laacera. La granada le cayó de lamano y rodó hasta entrar por elmismo arco del que había salido.

Detta desapareció como unsueño y Susannah apartó lamirada de la pistola humeantepara contemplar con sorpresa,horror y desaliento el pequeñoser que yacía en la acera.

—¡Oh, Dios mío! ¡Lo hematado! ¡Eddie, lo he matado!

—¡Grises a… muerte!El pequeño lord Fauntleroy

intentó gritar estas palabras entono desafiante, pero salieron con

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un borboteante ahogo de sangreque empapó el escaso espacioblanco que quedaba en laescarolada camisa. Sonó unaexplosión sofocada en el patiocentral del edificio de la esquina,y los astrosos tapices devegetación que colgaban ante losarcos se hincharon como unabandera bajo un fuerte vendaval.De entre ellos surgieron nubes deun humo acre y asfixiante. Eddiese echó encima de Susannah paraprotegerla y recibió una granizadade trozos de hormigón —todospequeños, por fortuna— que le

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rebotaron en la espalda, el cuelloy la nuca. A su izquierda hubo unaserie de chasquidos,desagradablemente húmedos.Abrió los ojos una rendija, miróen esa dirección y vio que lacabeza del pequeño lordFauntleroy se inmovilizaba en elarroyo. El enano aún tenía losojos abiertos y la boca contraídaen su mueca final.

Entonces empezaron a sonarotras voces, unas chillonas, otrasululantes, todas enfurecidas.Eddie se apartó bruscamente dela silla —que se tambaleó sobre

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una rueda antes de decidirse apermanecer en pie— y miró en ladirección por la que había venidoel enano. Acababa de apareceruna turba harapienta de unasveinte personas, entre hombres ymujeres, algunas salidas de laesquina, otras de entre las masasde follaje que ocultaban los arcosdel edificio, materializándose enla humareda de la granada delenano como espíritus malignos.Casi todos llevaban un pañueloazul a la cabeza, y todos ibanarmados; un variado (y en ciertomodo patético) surtido de armas

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entre las que había sablesoxidados, cuchillos sin filo ymazas astilladas. Eddie vio a unhombre que blandía un martillocon aire de desafío. Son lospubis, pensó Eddie. Hemosinterrumpido su fiesta desociedad y ahora estánencabronados como demonios.

Una confusión de gritos—«¡Muerte a los grises!¡Matémoslos a los dos! ¡Se hancargado al Lustre, Dios les matelos ojos!»— brotó de tanencantador grupo cuando vieron aSusannah en la silla de ruedas y a

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Eddie agazapado junto a ella conuna rodilla en el suelo. Elindividuo que marchaba encabeza iba envuelto en unaespecie de falda escocesa yblandía un alfanje. Tras agitarfrenéticamente el arma (habríadecapitado a la mujer corpulentaque marchaba a su espalda si estano se hubiera agachado a tiempo),se lanzó a la carga. Los demás losiguieron, aullando alegremente.

La pistola de Roland hizoretumbar su trueno brillante en eldía ventoso y encapotado, y alpubi de la falda escocesa le

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estalló la tapa de los sesos. Lapiel cetrina de la mujer que habíaestado a punto de morirdecapitada por el alfanje quedósúbitamente salpicada de lluviaroja, lo cual le hizo lanzar ungrito de consternación. Los demásesquivaron a la mujer y al muertoy siguieron adelante, bramando ycon ojos enloquecidos.

—¡Eddie! —gritó Susannah; yvolvió a disparar. Un hombre quevestía una capa forrada de seda ybotas hasta la rodilla cayó alsuelo. Eddie buscó a tientas laRuger y tuvo un instante de pánico

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al pensar que la había perdido. Alparecer la culata de la pistolahabía resbalado hacia abajo y sele había atascado dentro de lospantalones. La cogió con firmezay tiró de ella. El condenadocacharro se negó a salir, pues lamira del extremo del cañón se lehabía enganchado en la ropainterior.

Susannah disparó tres balasmuy seguidas. Cada una de ellashalló un blanco, pero los pubissiguieron avanzando.

—¡Ayúdame, Eddie!Eddie se desabrochó los

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pantalones, sintiéndose como unaespecie de Superman depacotilla, y al fin consiguió sacarla Ruger. Liberó el seguro con elcanto de la mano izquierda, apoyóel codo en la pierna, justo encimade la rodilla, y abrió fuego. Notuvo necesidad de pensar, nisiquiera de apuntar. Roland leshabía dicho que en el combate lasmanos de un pistolero actuabanpor sí solas, y en aquel momentoEddie comprobó que era verdad.

De todos modos, incluso a unciego le habría resultado difícilfallar el tiro a esa distancia.

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Susannah había reducido elnúmero de pubis a no más dequince; Eddie barrió a losrestantes como un huracán sobreun trigal, derribando a cuatro enmenos de dos segundos.

El rostro único de lamuchedumbre, esa expresión devehemencia vidriosa y sin mente,empezó a descomponerse. Elhombre del martillo arrojóbruscamente el arma y echó acorrer, renqueandoexageradamente con sus piernastorcidas por la artritis. Un parmás lo siguieron. Los otros se

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detuvieron en mitad de la calle,indecisos.

—¡Venid aquí, todos! —lesgritó con ira un hombrerelativamente joven. Llevaba elpañuelo azul anudado al cuellocomo un piloto de carreras. Salvoun par de mechones de rizadopelo rojo, uno a cada lado de lacabeza, era completamente calvo.Para Susannah, este individuo separecía a Clarabelle la Payasa;para Eddie, se parecía a RonaldMcDonald; para los dos, parecíauna fuente de problemas. Lesarrojó una lanza de fabricación

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casera que tal vez había iniciadosu vida como una pata de mesametálica. El arma rebotóinofensiva en el pavimento, a laderecha de Eddie y Susannah—.¡Venid aquí, os digo! Si vamostodos juntos podemos ven…

—Lo siento, muchacho —musitó Eddie, y le pegó un tiro enel pecho.

Clarabelle/Ronald retrocediótambaleándose y se llevó unamano a la camisa. Contempló aEddie con unos ojos muy abiertosque revelaban su pensamiento condolorosa claridad: se suponía que

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aquello no debía ocurrir. La manole cayó pesadamente a uncostado. De la comisura de loslabios se le escapó un solo hilillode sangre, increíblementebrillante bajo la luz gris del día.Los pocos pubis que aúnquedaban en pie lo contemplaronen silencio mientras caía derodillas, y uno de ellos se volviópara huir.

—De ninguna manera —leadvirtió Eddie—. Quédate ahí, miretrasado amigo, o le echarás unabuena mirada al claro en quetermina tu camino. —Alzó más la

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voz—. ¡Tirad las armas al suelo,chicos y chicas! ¡Todas las armas!¡Ya!

—Tú… —susurró elmoribundo—, tú… ¿pistolero?

—Eso es —asintió Eddie, ycontempló a los restantes pubiscon mirada severa.

—Imploro tu… perdón —jadeó el hombre del rizado pelorojo, y cayó de cara al suelo.

—¿Pistoleros? —preguntóuno con una voz en la quecomenzaba a despuntar el horrory la comprensión.

—Bueno, sois idiotas pero al

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menos no sois sordos —dijoSusannah—, y eso ya es algo. —Agitó el cañón de la pistola, queEddie tenía la certeza de queestaba descargada. Y, ya puestos,¿cuántas balas debían de quedaren la Ruger? De pronto cayó en lacuenta de que no tenía ni idea decuántos proyectiles cabían en elcargador, y maldijo su propiaestupidez… pero ¿había creídorealmente que las cosas podíanllegar a tales extremos? Leparecía que no—. Ya lo habéisoído, muchachos. Tirad las armas.Se ha acabado el recreo.

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Uno por uno fueroncumpliendo la orden. La mujerque llevaba como medio litro desangre del señor Alfanje y FaldaCorta esparcida sobre la cara lehizo un reproche.

—No hubiera tenido quematar a Winston, señora. Hoy erasu cumpleaños, vaya si no.

—Bueno, pues entonceshubiera debido quedarse en casacomiendo pastel —replicó Eddie.En vista de la calidad general dela experiencia, ni el comentariode la mujer ni su propia respuestale parecieron en absoluto fuera de

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lugar.Entre los pubis supervivientes

solo había otra mujer, una cositaescuálida cuyos largos cabellosrubios se caían a mechones, comosi tuviera la sarna. Eddie advirtióque se retiraba poco a poco haciael enano muerto —y la promesade seguridad que ofrecían losarcos cubiertos de vegetación— ydisparó una bala que rebotó en elcemento agrietado, muy cerca desus pies. No quería que alguno deellos les diera ideas a los demás.Además, le asustaba pensar en loque podían hacer sus manos si

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aquella gente hosca y enfermizaintentaba escapar. Su cabezapodía pensar lo que quisierasobre eso de ser un pistolero,pero sus manos habíandescubierto que les parecía muybien.

—Quédate donde estás,preciosa. Te aconsejosinceramente que juegues sobreseguro. —Miró a Susannah con elrabillo del ojo y le inquietó eltinte grisáceo de su tez—. ¿Estásbien, Suze? —preguntó en vozmás baja.

—Sí.

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—No irás a desmayarte,¿verdad? Porque…

—No. —Lo miró con ojososcuros como cavernas—. Loúnico que sucede es que nuncahabía matado a nadie,¿comprendes?

Pues ya puedes iracostumbrándote, fue la réplicaque le vino a los labios, pero lareprimió y volvió otra vez lavista hacia las cinco personas quequedaban en pie. Los miraban conuna especie de hosquedadtemerosa que, pese a todo, nollegaba a terror ni mucho menos.

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Mierda. Ya no deben deacordarse ni de lo que es elterror, pensó.

Y lo mismo la alegría, latristeza, el amor… No creo quesean capaces de sentir nada conmucha intensidad. Llevandemasiado tiempo viviendo eneste purgatorio.

Entonces recordó lascarcajadas, los gritos deentusiasmo, la ovación, y cambióde parecer. Había al menos unacosa que aún hacía funcionar susmotores, una cosa que aún losponía en marcha. El Azotes

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habría podido dar fe de ello.—¿Quién es vuestro jefe? —

preguntó Eddie. Observaba muycuidadosamente la intersección,por si acaso los otros recobrabanel valor, pero de momento no seveía ni se oía nada alarmante enesa dirección. Pensó que losdemás seguramente habíanabandonado aquel grupito astrosoa su destino.

Se miraron unos a otros conincertidumbre y finalmente lamujer de la cara manchada desangre tomó la palabra.

—Era el Azotes, pero cuando

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empezaron a sonar los tamboresde los dioses fue la piedra delAzotes la que salió del sombrero,y lo pusimos a bailar. Supongoque el siguiente habría sidoWinston, pero os lo habéiscargado con vuestras podridaspistolas, vaya si no. —Se enjugópausadamente la sangre de lamejilla, la contempló y luegovolvió la torva mirada haciaEddie.

—Bueno, ¿y qué crees quepensaba hacerme Winston con supodrida lanza? —se defendióEddie. Le disgustó comprobar

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que aquella mujer habíaconseguido que se sintieraculpable de sus actos—.¿Recortarme las patillas?

—También habéis matado aFrank y a Lustre —prosiguió conterquedad—, ¿y qué sois? O biensois grises, que ya es malo, o unpar de forasteros podridos, que espeor. ¿Quién queda para los pubisen Ciudad Norte? Topsy, supongo,Topsy el Marino; pero no estáaquí, ¿verdad? Cogió la barca yse fue río abajo, sí, vaya si se fue,¡y que dios lo pudra también, digoyo!

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Susannah había dejado deescuchar; su mente se había fijadocon horrorizada fascinación enalgo que la mujer había dichoantes. «Fue la piedra del Azotesla que salió del sombrero, y lopusimos a bailar». Recordó unrelato de Shirley Jackson titulado«La lotería» que había leído en laescuela y comprendió que aquellagente, los descendientesdegenerados de los pubisoriginales, estaban viviendo lapesadilla de Jackson. No era deextrañar que no fuesen capaces deexperimentar emociones fuertes,

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sabiendo que debían participar entan siniestro sorteo, no una vez alaño, como en el relato, sino dos otres veces al día.

—¿Por qué? —le preguntó ala mujer ensangrentada con vozáspera y llena de horror—. ¿Porqué lo hacéis?

La mujer miró a Susannahcomo si fuera la mayor idiota delmundo.

—¿Por qué? Para que losfantasmas que viven en lasmáquinas no se apoderen de loscuerpos de quienes han muertoaquí, pubis y grises por igual, y

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los hagan salir por los agujerosde las calles para devorarnos.Cualquier tonto lo sabe.

—No existen los fantasmas —protestó Susannah, y su propiavoz le sonó como un parloteo sinsentido. Pues claro que existían.En este mundo había fantasmaspor todas partes. Aun así, siguióadelante—. Lo que vosotrosllamáis tambores de los dioses noes más que una cinta metida enuna máquina. En realidad soloeso. —Súbitamente inspirada,añadió—: O quizá los grises lohacen deliberadamente, ¿no lo

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habéis pensado nunca? Viven enla otra parte de la ciudad, ¿no? Ytambién en el subsuelo, ¿verdad?Siempre han querido deshacersede vosotros. Puede que al finhayan encontrado un sistemaverdaderamente eficaz para quevosotros mismos les hagáis eltrabajo.

La mujer ensangrentadaestaba al lado de un caballeroentrado en años que llevaba elsombrero hongo más viejo delmundo y unos raídos pantalonescortos de color caqui. El hombredio un paso al frente y le habló

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con una pátina de buenos modalesque convertía el despreciosubyacente en una daga de filocortante.

—Está usted en un error,señora Pistolera. Hay un grannúmero de máquinas en lasentrañas de Lud, y en todas ellashay fantasmas; espíritusdemoníacos que solo guardanmala voluntad hacia los hombresy las mujeres mortales. Estosfantasmas-demonios son muycapaces de levantar a losmuertos… y en Lud hay muchosmuertos que levantar.

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—Escucha, Jeeves —intervino Eddie—. ¿Has visto aalguno de esos zombis con tuspropios ojos? ¿Los ha vistoalguno de vosotros?

Jeeves contrajo el labio y nodijo nada, pero en realidad aquellabio contraído lo decía todo.¿Qué se podía esperar,preguntaba, de unos forasterosque utilizaban las pistolas enlugar del buen juicio?

Eddie llegó a la conclusión deque sería mejor abandonar eltema. De todos modos, nunca lehabía interesado el trabajo de

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misionero. Señaló con la Ruger ala mujer manchada de sangre.

—Tú y tu amigo aquípresente, el que parece unmayordomo inglés en su día libre,vais a llevarnos a la estaciónferroviaria. Cuando lleguemosallí podremos decirnos adiós, yvoy a confesaros la verdad: eseserá el mejor momento de estepuñetero día.

—¿La estación ferroviaria?—preguntó el tipo que se parecíaa Jeeves el mayordomo—. ¿Quées una estación ferroviaria?

—Llevadnos a la cuna —dijo

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Susannah—. Llevadnos a Blaine.Esto consiguió por fin alarmar

a Jeeves; una expresión de horrory consternación sustituyó a lasuperioridad desdeñosa con quehasta entonces los había tratado.

—¡No podéis ir allí! —exclamó—. ¡La cuna es territorioprohibido, y Blaine es el máspeligroso de los fantasmas deLud!

¿Territorio prohibido?, pensóEddie. Estupendo. Si eso escierto, al menos podremos dejarde preocuparnos por vosotros,gilipollas. También resultaba

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agradable oír que aún existía unBlaine… o en todo caso queaquella gente creía que existía.

Los demás contemplaban aEddie y Susannah conexpresiones que iban deldesconcierto al asombro; eracomo si los intrusos hubieranpropuesto a un grupo decristianos renacidos ir en buscadel Arca de la Alianza paraconvertirla en un retrete de pago.

Eddie alzó la Ruger hasta quetuvo centrada la frente de Jeevesen el punto de mira.

—Nos vamos —anunció—, y

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si no queréis reuniros convuestros antepasados en estemismo instante y lugar, os sugieroque dejéis de rezongar y gemir ynos conduzcáis hasta allí.

Jeeves y la mujerensangrentada cambiaron unamirada de indecisión, perocuando el hombre del sombrerohongo se volvió hacia Eddie ySusannah, su expresión era firmey resuelta.

—Matadnos si queréis —decidió—. Preferimos morir aquíque allí.

—¡Sois un puñado de

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hijeputas con la muerte grabadaen el cerebro! —estalló Susannah—. ¡No tiene que morir nadie!¡Llevadnos a donde queremos ir,por el amor de Dios!

La mujer respondió con vozsombría:

—Pero entrar en la cuna deBlaine es morir, señora, vaya sino. Porque Blaine duerme, yquien perturba su sueño ha depagar un alto precio.

—Vamos, guapa —replicóEddie—. No puedes oler el cafécon la cabeza metida en el culo.

—No sé qué quiere decir eso

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—contestó ella con una extraña ydesconcertante dignidad.

—Quiere decir que podéisllevarnos a la cuna y exponeros ala ira de Blaine o mantenerosfirmes aquí y exponeros a la irade Eddie. No tiene por qué ser untiro limpio en mitad de la frente,ya me entendéis. Os puedo irmatando poco a poco, y en estosmomentos me siento lo bastanteenfadado para hacerlo. Estoypasando un día muy malo envuestra ciudad: la música es unamierda, todo el mundo huele queapesta y el primer tipo que

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encontramos nos tiró una bombade mano y raptó a un amigonuestro. Así que ¿qué me decís?

—¿Por qué tanto interés en ira Blaine? —preguntó uno—. Yano se mueve de su puesto en lacuna; no se ha movido desde haceaños. Incluso ha dejado de reír yde hablar con sus muchas voces.

¿De reír y de hablar con susmuchas voces?, pensó Eddie.Miró a Susannah. Ella ledevolvió la mirada y se encogióde hombros.

—Ardis fue el último en ir aBlaine —comentó la mujer

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manchada de sangre.Jeeves asintió lúgubremente.—Ardis siempre fue un necio

cuando había bebido. Blaine leformuló una pregunta. La oí, perono le hallé ningún sentido; algosobre la madre de los cuervos,creo recordar. Y al ver que Ardisno podía responder a la pregunta,Blaine lo exterminó con fuegoazul.

—¿Electricidad? —preguntóEddie.

Jeeves y la mujer manchadade sangre asintieron a la vez.

—Sí —dijo la mujer—.

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Electricidad; así la llamaban enlos viejos tiempos, vaya si no.

—No hace falta que entréiscon nosotros —propuso Susannahde pronto—. Llevadnos hastadonde veamos el lugar. El restodel camino lo haremos solos.

La mujer la contempló condesconfianza, y entonces Jeevesla atrajo hacia sí y le habló aloído. Los restantes pubis semantenían algo más atrás, en unalínea irregular, contemplando aEddie y Susannah con los ojosaturdidos de quienes acaban desobrevivir a un intenso

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bombardeo.Por fin la mujer miró en

derredor.—Sí —declaró—. Os

llevaremos cerca de Blaine, y enbuena hora nos libremos devuestra mala compañía.

—Justo lo que yo pensaba —dijo Eddie—. Jeeves y tú. Losdemás, dispersaos. —Los midiócon la vista—. Pero recordadesto: una lanza arrojada porsorpresa, una flecha, un ladrillo, yestos dos mueren.

Esta amenaza sonó tan pococonvincente y absurda que Eddie

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deseó no haberla pronunciado.¿Qué podían importarles aquellosdos, o cualquier otro miembro desu clan, si ellos mismos secepillaban a dos o más todos losdías del año? Bueno, pensó,mientras veía alejarse a losdemás sin echar siquiera unamirada atrás; ya era demasiadotarde para preocuparse por eso.

—Vamos —dijo la mujer—.Estoy impaciente por perderos devista.

—El sentimiento es mutuo —replicó Eddie.

Pero antes de que Jeeves y

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ella emprendieran la marcha, lamujer tuvo un gesto que hizo queEddie se arrepintiera un poco desus duros pensamientos: searrodilló, le apartó el cabello dela frente al hombre de la faldaescocesa y depositó un beso en susucia mejilla.

—Adiós, Winston —sedespidió—. Espérame donde losárboles dejan un claro y el aguaes dulce. Iré a ti, sí, tan ciertocomo el amanecer hace correr lassombras hacia el oeste.

—No quería matarlo —dijoSusannah—. Quiero que lo sepas.

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Pero aún quería menos morir yo.—Sí. —El rostro que se

volvió hacia Susannah era severoy sin lágrimas—. Pero sipretendéis entrar en la cuna deBlaine, moriréis de todos modos.Y lo más probable es que muráisenvidiando al pobre Winston. Escruel, Blaine; sí lo es. El máscruel de todos los demonios deesta ciudad cruel, cruel.

—Vamos, Maud —dijoJeeves, y la ayudó a levantarse.

—Sí. Terminemos de una vez.—Observó nuevamente a Eddie ySusannah con ojos severos, pero

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a la vez confusos—. Los diosesmaldigan mis ojos por ladesgracia de haberse posado envosotros, y maldigan también laspistolas que lleváis, pues siemprehan sido el manantial de nuestrosproblemas.

Y con esa actitud, pensóSusannah, tus problemas van adurar al menos mil años,querida.

Maud echó a andar a pasovivo por la calle de la Tortuga.Jeeves iba trotando a su lado.Eddie, que empujaba la silla deruedas de Susannah, pronto

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empezó a jadear en sus esfuerzospor no quedarse atrás. Losedificios palaciegos quebordeaban la avenida fueronespaciándose hasta parecermansiones rurales cubiertas dehiedra, rodeadas por enormesjardines selváticos, y Eddie sedio cuenta de que habían entradoen lo que en otro tiempo habríasido un barrio de mucho postín.Más adelante, un edificio seerguía sobre todos los demás. Erauna construcción engañosamentesencilla hecha de bloques depiedra blanca, de forma cuadrada

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y con un tejado voladizosostenido por numerosascolumnas. Eddie volvió a pensaren las películas de gladiadoresque tanto le gustaban de pequeño.Susannah, que había recibido unaeducación más formal, pensó enel Partenón. Los dos vieron conadmiración el bestiarioespléndidamente esculpido —Oso y Tortuga, Pez y Rata,Caballo y Perro— que coronabael edificio en un desfile de dos endos, y comprendieron que era ellugar que habían ido a buscar.

La incómoda sensación de

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estar siendo observados pormuchos ojos —ojos llenos porigual de odio y de pasmomaravillado— no los abandonabaen ningún momento. Cuandollegaron a la vista del monorraíl,empezó a tronar; la vía veníamajestuosamente del sur, como latormenta, seguía la calle de laTortuga y corría en derechurahacia la cuna de Lud. Y mientrasellos se acercaban, cadáveresantiguos empezaron a retorcerse ya danzar movidos por el viento enlos dos lados de la calle.

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VEINTIDÓS

Después de haber corrido duranteDios sabía cuánto tiempo (loúnico que Jake sabía con certezaera que los tambores habíanvuelto a callar), el Chirlas lodetuvo una vez más de un bruscotirón. Esta vez Jake consiguiómantenerse en pie. Habíarecobrado un nuevo aliento. Perono el Chirlas, que ya nuncavolvería a cumplir once años.

—¡Soo! La vieja bomba meva a estallar en el pecho, ricura.

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—Qué pena —respondió Jakesin la menor compasión, yretrocedió un paso bamboleantecuando la nudosa mano delChirlas le golpeó la cara.

—Sí, derramarías amargaslágrimas si cayera muerto aquímismo, ¿verdad? ¡Ya lo creo!Pero no tendrás esa suerte,pimpollo mío. El viejo Chirlaslos ha visto llegar y los ha vistomarcharse, y no nací para caermemuerto a los pies de ningúncapullito de nalgas dulces comotú.

Jake escuchó impasible estas

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incoherencias. Tenía el propósitode ver muerto al Chirlas antes deque terminara el día. El Chirlaspodía llevárselo consigo, peroeso a Jake había dejado deimportarle. Se enjugó la sangredel labio partido y la contemplóreflexivamente, admirado por lapresteza con que el deseo decometer un asesinato podíainvadir y conquistar el corazónhumano.

El Chirlas vio que Jake semiraba los dedos manchados desangre y sonrió.

—Cómo corre la savia, ¿eh?

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Y no será la última que tu viejoamigo el Chirlas haga saltar de tujoven árbol, a no ser queespabiles, a no ser que espabilesmucho, realmente. —Señaló elsuelo adoquinado del angostocallejón que en aquellosmomentos recorrían.

Había una tapadera oxidadaque cubría un agujero de accesoal subsuelo, y Jake recordó quehabía visto no mucho antesaquellas mismas palabrasestampadas en el acero:FUNDICIONES LAMERK.

—Hay un asidero al lado —

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dijo el Chirlas—. ¿Lo ves? Puesmete ahí las manos y levanta.Muévete con garbo y puede queconserves todos los dientescuando conozcas al Tic Tac.

Jake agarró la tapa de acero ytiró hacia arriba con fuerza, perono con toda la fuerza de que eracapaz. El laberinto de callejonesy pasajes por el que el Chirlas lohabía conducido era malo, pero almenos había luz. No podíaimaginarse cómo sería aquelsubmundo que se extendía bajo laciudad, donde las tinieblasexcluirían incluso el sueño de

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huir, y no tenía intención deaveriguarlo a menos que se vieraobligado.

El Chirlas se apresuró ademostrarle que era así.

—Pesa demasiado para… —comenzó Jake, y el pirata lo cogiópor el cuello y lo alzó en el airehasta que sus ojos quedaron a lamisma altura. La larga carrera porlos callejones le había cubiertolas mejillas de un leve ruborsudoroso y había prestado a lasllagas que le comían la carne undesagradable color entreamarillento y morado. Las que

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estaban abiertas exudaban unadensa sustancia pútrida e hilos desangre en pulsaciones regulares.Jake respiró solo una vaharadadel infecto hedor del Chirlasantes de que la mano que lerodeaba la garganta le cortara larespiración.

—Escucha, capullo idiota, yescucha bien porque este es elúltimo aviso. Levanta esa malditatapadera ahora mismo o te meteréla mano en la boca y te arrancaréla lengua de cuajo. Y no te privesde morder cuanto quierasmientras lo hago, porque lo que

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tengo va en la sangre, y verás lasprimeras flores en tu propia caraantes de que termine la semana…si es que para entonces aún vives.Ahora, ¿has entendido?

Jake asintió frenéticamente.La cara del Chirlas desaparecíaen pliegues cada vez más oscurosde gris, y su voz parecía llegarledesde muy lejos.

—Muy bien. —El Chirlas loarrojó hacia atrás. Jake cayódesmadejado junto a la tapaderametálica, entre náuseas y arcadas.Finalmente consiguió aspirar unaprofunda bocanada de aire que le

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ardió como fuego líquido.Escupió una flema moteada desangre y al verla estuvo a puntode vomitar.

—Ahora levanta esa tapadera,deleite de mi corazón, y no sehable más del asunto.

Jake gateó hacia la tapa,agarró el asidero y esta vez tirócon todas sus fuerzas. Durante uninstante terrible creyó que nisiquiera así podría moverla, peroentonces se imaginó los dedos delChirlas dentro de la boca,cogiéndole la lengua, y eso leprestó nuevas energías. Sintió un

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dolor sordo que se extendía desdela parte baja de la espalda, perola tapa circular empezó adesplazarse lentamente hacia unlado, rechinando sobre losadoquines y revelando unasonriente media luna deoscuridad.

—¡Bien, capullito, bien! —jaleó el Chirlas alegremente—.¡Estás hecho un mulo! ¡Siguetirando, no te pares ahora!

Cuando la media luna ya casise había convertido en luna llenay el dolor de la espalda era unfuego al rojo blanco, el Chirlas le

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pegó una patada en el culo que lohizo caer despatarrado.

—¡Muuy bien! —aprobó elChirlas, y se asomó al agujero—.Ahora, capullito, vas a bajarcomo un buen chico por esaescalerilla que hay al lado. Ojono pierdas pie y caigas rebotandohasta el fondo, porque esosbarrotes son de lo másresbaladizo y grasiento que hevisto. Creo recordar que hay unosveinte. Y cuando llegues abajo, tequedas quieto como una estatua yme esperas allí. A lo mejor teentran ganas de escaparte de tu

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viejo amigo, pero ¿crees quesería una buena idea?

—No —respondió Jake—,supongo que no.

—¡Muuy inteligente, hijo mío!—Los labios del Chirlas seabrieron en una sonrisa horrenda,exhibiendo una vez más losescasos dientes que le quedaban—. Ahí abajo está todo oscuro yhay un millar de túneles que vanen cualquier dirección. Tu viejoamigo el Chirlas los conoce comola palma de su mano, vaya si no,pero tú te perderías antes de dartecuenta. Luego están las ratas, y

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bien grandes son, y bienhambrientas. Así que espérameallí.

—Eso haré.El Chirlas lo miró entornando

los párpados.—Hablas como un auténtico

finorri, vaya que sí, pero tú noeres ningún pubi; de eso daría fecon mi sello. ¿De dónde hassalido, pimpollo?

Jake no contestó.—Te ha robado la lengua el

brambo, ¿eh? Bien, no tieneimportancia; el Tic Tac te losacará todo, vaya si no. Es como

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un don natural que tiene nuestroTiqui; hace que a la gente leentren ganas de conversar. Ycuando se ponen en marcha, aveces hablan tan rápido y chillantan fuerte que alguien tiene quepegarles en la cabeza para queaflojen un poco. No estápermitido que los brambos leretengan la lengua a nadie enpresencia del señor Tic Tac, nisiquiera a los jovenzuelos finorriscomo tú. Y ahora hazme el jodidofavor de bajar por ese agujero deuna puñetera vez. ¡Vamos!

El Chirlas le lanzó una

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patada, pero esta vez Jake pudoapartarse y esquivar el golpe.Miró por el agujero semiabierto,vio la escalera y empezó adescender. Aún tenía la cabezafuera cuando un tremendoestrépito de piedra contra piedramartilleó el aire. El ruido veníade un par de kilómetros dedistancia o más, pero Jake supolo que era sin necesidad de que selo dijeran. Una exclamación dedesdicha brotó de sus labios.

Una torva sonrisa contrajo laboca del Chirlas.

—Tu correoso amigo te ha

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seguido la pista un poco mejor delo que imaginabas, ¿verdad? Perono mejor de lo que suponía yo,capullito, porque le miré a losojos antes de irme, y bien vivos yastutos los tenía. Ya meimaginaba que vendría en pos desu jugoso compañerito de nochessin pérdida de tiempo, si es quedecidía venir, y vaya si no lo hahecho. Ha sabido ver losalambres, pero la fuente hapodido con él, así que ahora todomarcha bien. ¡Abajo, pimpollomío!

Amagó una patada contra la

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cabeza del chico. Jake pudoesquivarla, pero le resbaló un piede la escala que descendía por elcostado del pozo y solo pudoevitar la caída agarrándose alcostroso tobillo del Chirlas. Alzóla mirada, suplicante, y no vioque aquel rostro infecto ymoribundo se ablandara lo másmínimo.

—Por favor —dijo, y oyó queestas palabras intentabandeshacerse en un sollozo. Soloveía a Roland aplastado bajo laenorme fuente. ¿Qué había dichoel Chirlas? Si alguien lo quería,

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tendría que recogerlo con pinzas.—Ruega si quieres, mi

corazón. Pero no esperes queningún bien salga de ello, pues lapiedad se detiene de este lado delpuente, vaya si no. Y ahora, bajao te haré saltar los sesos por lasmalditas orejas a fuerza depuntapiés.

Así que Jake bajó, y cuandollegó a las aguas estancadas delfondo el ansia de llorar habíapasado. Esperó, con los hombrosencorvados y la cabeza gacha, aque el Chirlas bajara y locondujera a su destino.

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VEINTITRÉS

Roland había estado a punto dehacer saltar los alambrescruzados que retenían el alud dechatarra, pero la fuentesuspendida era absurda; unatrampa que hubiera podidoingeniar un chiquillo idiota. Cortles había enseñado a comprobarconstantemente todos loscuadrantes visuales cuando sehallaban en territorio enemigo, yeso tanto quería decir arriba

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como a la espalda y debajo.—Alto —le dijo a Acho,

levantando la voz para que looyera por encima de lostambores.

—¡To! —asintió Acho.Seguidamente miró al frente yañadió de inmediato—: ¡Ake!

—Sí. —El pistolero echó otraojeada a la fuente de mármolsuspendida, y a continuaciónexaminó la calle en busca deldisparador. No tardó en ver quehabía dos. Quizá en otro momentosu camuflaje como adoquineshabía sido eficaz, pero de eso

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hacía mucho tiempo. Roland seinclinó, con las manos sobre lasrodillas, y se dirigió a Acho, quelo miraba con la cabeza erguida.

—Voy a cogerte en brazos unmomento. No protestes, Acho.

—¡Acho!Roland levantó en el aire al

brambo. Al principio Acho sepuso rígido e intentó desasirse,pero luego Roland notó que elanimalito se adaptaba. No legustaba estar tan cerca de alguienque no era Jake, pero era evidenteque pensaba soportarlo. Rolandse preguntó una vez más hasta

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dónde llegaba la inteligencia deAcho.

Lo transportó por el estrechopasaje hasta dejar atrás la FuenteColgante de Lud, evitandocuidadosamente los falsosadoquines. Cuando los hubierondejado atrás sin contratiempos, seagachó para soltar a Acho. Justoentonces callaron los tambores.

—¡Ake! —dijo Acho conimpaciencia—. ¡Ake, Ake!

—Sí, pero antes deboocuparme de un asuntillo.

Condujo a Acho unos quincemetros más adelante, se inclinó y

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recogió un trozo de cemento. Selo fue pasando de una mano aotra, pensativo, y mientras lohacía oyó un disparo de pistolahacia el este. El redobleamplificado de los tamboreshabía sofocado el ruido delcombate que Eddie y Susannahhabían librado con la desastradabanda de pubis, pero estadetonación la oyó claramente y lehizo sonreír; casi con todaseguridad quería decir que losDean habían llegado a la cuna, yesa era la primera buena noticiadel día, que ya parecía durar al

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menos una semana.Roland se volvió y arrojó el

trozo de cemento. Su puntería fuetan certera como lo había sidoante el viejo semáforo de Pasodel Río; el proyectil fue a dar enel centro de uno de losdescoloridos disparadores, y unode los cables oxidados se rompiócon un áspero sonido vibrante. Lafuente de mármol se ladeó antesde caer debido a la resistenciaque el otro cable siguióoponiendo durante unosinstantes… los suficientes paraque un hombre de reflejos rápidos

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hubiera podido abandonar detodos modos la zona peligrosa,calculó Roland. Después cediótambién el segundo cable y lafuente se vino abajo como unamorfo peñasco rosado.

Roland se protegió tras unmontón de oxidadas vigas deacero y Acho saltó ágilmente a suregazo mientras la fuente chocabacontra el suelo con un ruidoestrepitoso. Volaron por el airefragmentos de mármol rosa,algunos tan grandes comocarretones. Unas cuantasesquirlas pequeñas le picotearon

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la cara, y el pistolero retiróalgunas más de la piel de Acho.

Luego se asomó por encimade la barricada improvisada. Lafuente se había partido en doscomo una enorme bandeja. Noregresaremos por este camino,pensó Roland. El pasaje, yabastante estrecho de por sí, habíaquedado completamentebloqueado.

Trató de imaginar si Jakehabría oído caer la fuente, y en talcaso qué pensaría. No malgastótales especulaciones con elChirlas. El Chirlas pensaría que

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había quedado reducido a pulpa,que era exactamente lo queRoland quería que creyera.¿Pensaría lo mismo Jake? Porentonces ya debía saber queningún pistolero caería en unatrampa tan burda, pero si elChirlas lo había aterrorizado losuficiente, quizá Jake no estuvieraen condiciones de pensar conclaridad. Bueno, ya erademasiado tarde parapreocuparse por eso, y en lasmismas circunstancias haríaexactamente lo mismo.Moribundo o no, el Chirlas había

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dado muestras de coraje y deastucia animal. Si ahora bajaba laguardia, el truco habría valido lapena.

Roland se puso en pie.—Acho, busca a Jake.—¡Ake! —Acho estiró el

largo cuello, husmeó alrededor ensemicírculo, encontró la pista deJake y salió disparado de nuevo,con Roland corriendo en pos deél. Al cabo de diez minutos sedetuvo junto a la tapaderametálica, la olfateó por todaspartes, alzó la mirada haciaRoland y soltó un ladrido agudo.

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El pistolero hincó una rodillaen tierra y observó la confusiónde pisadas que rodeaba la tapa yun ancho rastro de arañazos sobrelos adoquines. Pensó que aquellatapadera en particular se movíacon bastante frecuencia. Se leachicaron los ojos al ver la flemasanguinolenta en un resquicioentre dos adoquines.

—El cabrón sigue pegándole—musitó.

Retiró la tapa del agujero,echó una mirada y, acontinuación, desató las tiras decuero con que se abrochaba la

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camisa. Levantó al brambo y se lometió bajo la camisa. Achoenseñó los dientes y por uninstante Roland notó el roce desus zarpas sobre la piel del pechoy el vientre como cuchillitosafilados. Luego se retiraron yAcho asomó la cabeza para mirara Roland con sus ojitos brillantes,jadeando como una máquina devapor. El pistolero percibía elrápido latir del corazón de Achosobre el suyo. Desprendió la tirade cuero de los ojales de lacamisa y sacó otra más larga delzurrón.

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—Ahora voy a atarte. No megusta, y a ti aún te gustará menos,pero ahí abajo está muy oscuro.

Unió las dos tiras de cuero yen uno de los extremos hizo unancho lazo que deslizó sobre lacabeza de Acho. Esperaba que elbrambo le enseñara otra vez losdientes, quizá incluso queintentara morderle, pero noocurrió así. Acho se limitó amirar al pistolero con sus ojosbordeados de oro y a lanzar otrobreve ladrido de impaciencia.

Roland sujetó entre losdientes el cabo libre de la correa

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improvisada y se sentó al bordede la boca de alcantarilla…, si esque realmente era eso. Buscó atientas el peldaño superior de laescala hasta encontrarlo.Descendió lenta ycautelosamente, más conscienteque nunca de que le faltaba mediamano y de que los peldaños deacero estaban pringados de aceitey de otra sustancia más espesaque debía de ser musgo. Acho,que seguía jadeando ásperamente,era una cálida y pesada cargaentre la camisa y el abdomen. Loscírculos dorados de sus ojos

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relucían como medallones en lapenumbra del pozo.

Finalmente, uno de los piesdel pistolero hizo chapotear elagua acumulada en el fondo.Roland dirigió una mirada fugaz ala moneda de luz blanca que erala boca del pozo. Ahora escuando empieza a ponersedifícil, pensó. El túnel eracaluroso y húmedo, y olía comoun sepulcro antiguo. En algúnlugar cercano resonaba un huecoy monótono goteo. Más lejos,Roland captó un rumor demaquinaria. Se sacó de la camisa

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a un agradecido Acho y lodepositó en el agua pocoprofunda que corríaperezosamente por el túnel de laalcantarilla.

—Ahora todo depende de ti—murmuró al oído del brambo—. Busca a Jake, Acho. ¡A Jake!

—¡Ake! —ladró el animal, yse internó rápidamente en laoscuridad, bamboleando lacabeza de un lado a otro como unpéndulo. Roland lo siguió con elextremo de la correa de cueroenrollado en torno a su mutiladamano derecha.

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VEINTICUATRO

La Cuna —era lo bastante grandepara haber adquirido categoría denombre propio en suspensamientos— se hallaba en elcentro de una plaza cinco vecesmayor que aquella en la quehabían encontrado la estatuaderribada, y después decontemplarla detenidamenteSusannah se dio cuenta de loantiguo, gris y cutre que era elresto de Lud: la Cuna estaba tan

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limpia que casi le hacía daño a lavista. No había enredaderas quetreparan por sus costados, nipintadas que ensuciaran susparedes, escaleras y columnas deun blanco cegador. El amarillentopolvo de la llanura que recubríatodo lo demás brillaba allí por suausencia. Cuando llegaron máscerca, Susannah descubrió larazón: por los costados de laCuna descendían sin cesarcorrientes de agua procedentes detoberas ocultas en la sombra delos aleros revestidos de cobre.Otras toberas ocultas lanzaban a

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intervalos chorros de agua quelavaban los escalones,convirtiéndolos en cataratasintermitentes.

—¡Guau! —exclamó Eddie—. Comparada con esto, laestación de Grand Central pareceuna parada de autobuses enQuintocoño, Nebraska.

—Qué gran poeta eres, cariño—comentó Susannah consequedad.

Los escalones rodeaban todoel edificio y conducían a unespacioso vestíbulo abierto. Allíno había masas de vegetación que

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obstruyeran la vista, pero Eddie ySusannah descubrieron quetampoco podían ver bien elinterior; la sombra proyectadapor el techo voladizo erademasiado intensa. Los Tótemsdel Haz desfilaban de dos en dospor todo el perímetro deledificio, pero las esquinasestaban reservadas para unosseres que Susannah deseófervientemente no encontrar jamásfuera de alguna que otrapesadilla: horrendos dragones depiedra con el cuerpo cubierto deescamas, amenazadoras garras

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engarfiadas y ojos escrutadores.Eddie le tocó el hombro y

apuntó más arriba. Susannah miróhacia donde le indicaba y sintióque el aliento se le atascaba en lagarganta. De pie en lo más altodel tejado, muy por encima de losTótems del Haz y de las gárgolasen forma de dragón, como si se lehubiera concedido pleno dominiosobre ellos, se erguía un guerrerodorado de al menos veinte metrosde altura. Un maltratado sombrerode cowboy echado hacia atrásdejaba al descubierto la frentesurcada de arrugas y

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preocupaciones; un pañuelo lecolgaba medio torcido sobre elpecho, como si acabara deechárselo hacia abajo tras largashoras de usarlo para protegersedel polvo. En un puño levantadosostenía un revólver; en el otro,lo que parecía una rama de olivo.

Roland de Gilead montabaguardia sobre la Cuna de Lud,vestido de oro.

No, pensó ella. No es él…pero en cierto sentido lo es. Estehombre, que seguramente murióhace mil años o más, era unpistolero, y su parecido con

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Roland es toda la verdad del Ka-tet que jamás necesitaréconocer.

Un trueno retumbó hacia elsur. Los rayos azuzaban a lasnubes en su carrera por elfirmamento. A Susannah le habríagustado tener tiempo paraexaminar mejor la estatua doradaque se erguía sobre la Cuna y losanimales que la rodeaban; cadauno de estos parecía tenergrabadas unas palabras, y algo ledecía que lo que estaba escritoallí podía ser un conocimientoque valía la pena tener. En

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aquellas circunstancias, empero,no había tiempo que perder.

Había una ancha franja rojapintada en el pavimento allídonde la calle de la Tortugadesembocaba en la plaza de laCuna.

Maud y el individuo al queEddie llamaba Jeeves sedetuvieron a una prudentedistancia de la raya roja.

—Hasta aquí y no más —lesdijo Maud categóricamente—.Podéis llevarnos a la muerte,pero a fin de cuentas cada hombreo mujer les debe una a los dioses,

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y pase lo que pase quiero acabara este lado de la línea de lamuerte. No desafiaré a Blaine porunos forasteros.

—Ni yo tampoco —añadióJeeves. Se había quitado el hongopolvoriento y lo sostenía ante elpecho desnudo. Su rostromostraba una expresión detemerosa reverencia.

—Muy bien —respondióSusannah—. Y ahora largaos deaquí los dos.

—Nos mataréis por laespalda en cuanto nos volvamos—dijo Jeeves con voz temblorosa

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—. Daría fe con mi sello.Maud meneó la cabeza. La

sangre que le cubría la cara sehabía secado ya y formaba ungrotesco punteado marrón.

—Nunca ha existido unpistolero que matara por laespalda; eso puedo decirlo.

—Si en verdad lo son. Solosabemos lo que ellos nos handicho.

Maud señaló el pistolón degastadas cachas de sándalo queSusannah tenía en la mano. Jeeveslo miró… y al cabo de unosinstantes le tendió la mano a la

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mujer. Cuando Maud la cogió, laimagen de un par de asesinospeligrosos que Susannah se habíahecho de ellos se desmoronó. Separecían más a Hansel y Gretelque a Bonnie y Clyde; cansados,asustados, desconcertados yperdidos en el bosque desdehacía tanto tiempo que habíanenvejecido en él. El odio y eltemor que suscitaban en ella seesfumaron para dar paso a lacompasión y a una profunda ydolorosa tristeza.

—Id en paz —les dijoSusannah con voz suave—.

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Seguid vuestro camino sin temora que mi hombre ni yo oscausemos daño alguno.

Maud asintió.—Creo que no nos deseáis

ningún daño, y os perdono quehayáis matado a Winston. Peroescuchadme, y escuchadme conatención: no entréis en la Cuna.Sean cuales sean vuestras razonespara querer entrar, no sonbastante buenas. Entrar en la Cunade Blaine es morir.

—No tenemos más remedio—alegó Eddie, y en lo alto volvióa restallar el trueno como si se

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tratara de una confirmación de suspalabras—. Y ahora dejadme queos diga algo. No sé qué hay ni quédeja de haber en el subsuelo deLud, pero sí sé que esos tamboresque tanto os obsesionan son partede una grabación, de una canciónque se hizo en el mundo del quevenimos mi esposa y yo. —Al versus caras de incomprensión, alzólos brazos al cielo—. ¡Jesucristocalabacero! ¿Es que no loentendéis? ¡Os estáis matandounos a otros por una miserablecanción que ni siquiera se publicócomo disco sencillo!

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Susannah le puso una mano enel hombro y musitó su nombre.Sin prestarle atención, Eddiepaseó la mirada de Jeeves aMaud y nuevamente a Jeeves.

—¿Queréis ver monstruos?Pues echaos una buena mirada eluno al otro. Y cuando volváis a laespecie de circo que llamáishogar, echad una buena mirada avuestros parientes y amigos.

—No comprendes —replicóMaud. Tenía los ojos oscuros ysombríos—. Pero yacomprenderás. Sí, yacomprenderás.

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—Marchaos ya —les urgióSusannah con voz queda—. Nosirve de nada que hablemos; laspalabras solo caen muertas entrenosotros. Seguid vuestro camino yprocurad recordar los rostros devuestros padres, porque creo queperdisteis de vista esos rostroshace ya mucho tiempo.

La extraña pareja se alejó porel mismo camino sin decir nadamás. De vez en cuando volvían lacabeza para echar una miradaatrás, y seguían cogidos de lamano: Hansel y Gretel en eloscuro corazón del bosque.

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—Quiero salir de aquí —dijoEddie, abatido. Le puso el seguroa la Ruger, volvió a embutirlabajo la cintura del pantalón y sefrotó los ojos enrojecidos con laspalmas de las manos—. Soloquiero salir de aquí; es lo únicoque pido.

—Sé cómo te sientes,guapísimo. —Estaba visiblementeasustada, pero su cabezapresentaba aquella inclinaciónretadora que él había llegado aconocer y amar.

Eddie le puso las manos enlos hombros, se inclinó y la besó,

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sin permitir que el escenario ni lainminente tempestad leimpidieran hacer un trabajoconcienzudo. Cuando por fin seapartó, ella se lo quedó mirandocon ojos muy abiertos ydanzarines.

—¡Caramba! ¿A qué havenido eso?

—A que estoy enamorado deti —respondió él—, y creo que anada más. ¿Es suficiente?

A Susannah se leenternecieron los ojos. Por uninstante pensó en hablarle delsecreto que —quizá— venía

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guardándose, pero naturalmenteno eran el momento ni el lugaradecuados. No podía decirleahora que quizá estuvieraembarazada, como no podíadetenerse a leer las palabrasgrabadas en los Tótems de losPortales.

—Es suficiente, Eddie.—Eres lo mejor que me ha

ocurrido en la vida. —Sus ojoscolor avellana estabanabsolutamente enfocados en ella—. Se me hace difícil decir estascosas, supongo que por habervivido tanto tiempo con Henry,

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pero es la verdad. Creo queempecé a quererte porquerepresentabas todo aquello de loque Roland me privó; en NuevaYork, quiero decir, pero ahora esmucho más que eso, porque ya noquiero volver allí. ¿Y tú?

Ella contempló la Cuna.Sentía un verdadero pánico a loque podían encontrar en aqueledificio, pero aun así… Volvió lamirada hacia Eddie.

—No, no quiero volver atrás.Quiero pasarme el resto de lavida yendo hacia delante.Siempre que te tenga a mi lado,

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claro. Es curioso oírte decir queempezaste a quererme por todaslas cosas de que él te privó.

—¿Por qué es curioso?—Yo empecé a quererte

porque me liberaste de DettaWalker. —Hizo una pausa,reflexionó y acabó meneandoligeramente la cabeza—. No, esalgo más que eso. Empecé aquererte porque me liberaste deesas dos perras. Una era unaladrona malhablada ycalientapollas, y la otra unapedante gazmoña pagada de sí.Para el caso viene a ser seis de

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una por media docena de la otra.Susannah Dean me gusta muchomás que cualquiera de las dos…y fuiste tú quien me liberó.

Esta vez fue ella la que alargólos brazos y apoyó las palmas ensus mejillas sin afeitar, lo atrajohacia sí y lo besó con ternura.Cuando Eddie le posóligeramente una mano en unpecho, ella suspiró y la cubriócon la suya.

—Creo que deberíamosseguir adelante —señaló—, o esmuy posible que acabemostendidos aquí mismo en la calle…

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y tal como se presenta el tiempome parece que nos mojaríamos.

Eddie echó una última ydetenida mirada a las torressilenciosas, las ventanas rotas ylas paredes cubiertas deenredaderas. Luego asintió.

—Sí. De todos modos, nocreo que esta ciudad tenga ningúnfuturo.

Empujó la silla otra vez y losdos se pusieron en tensión cuandosus ruedas cruzaron lo que Maudhabía llamado la línea de lamuerte, temiendo activar algúnantiguo detector que los matara.

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Pero no ocurrió nada. Eddie lallevó hacia la plaza, y cuando seacercaban a los escalones queconducían a la Cuna empezó acaer una fría lluvia impulsada porel viento.

Aunque ellos no lo sabían,había llegado la primera de lasgrandes tormentas otoñales deMundo Medio.

VEINTICINCO

Cuando se hallaron en lahedionda oscuridad de las

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cloacas, el Chirlas aflojó el ritmoasesino que había mantenido en lasuperficie. Jake no creyó que lohiciera por la oscuridad; elChirlas parecía conocer todas lasvueltas y revueltas de la ruta queiba siguiendo, tal como se habíaimaginado. Jake creía más bienque era porque su secuestradorestaba convencido de que Rolandhabía quedado reducido agelatina por la caída de la fuente.

Y él mismo empezaba adudar.

Si Roland había descubiertolos alambres —una trampa mucho

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más sutil que la que veníadespués—, ¿podía ser que lehubiese pasado por alto la fuente?Jake suponía que era posible,pero no le parecía lógico.Juzgaba mucho más probable queRoland hubiera hecho caer lafuente deliberadamente, paratranquilizar al Chirlas y quizáhacerle reducir la marcha. Nocreía que Roland pudieraseguirlos por aquel laberintosubterráneo —la absolutaoscuridad derrotaría incluso a lapericia rastreadora del pistolero—, pero le alegraba el corazón

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pensar que quizá Roland nohubiera muerto en el intento decumplir su promesa.

Giraron a la derecha, a laizquierda, y a la izquierda denuevo. A medida que los demássentidos de Jake se agudizaban enun intento de compensar laausencia de visión, empezó apercibir vagamente otros túnelesa su alrededor. El ruido sofocadode antigua maquinaria enfuncionamiento se volvía másintenso por un instante y sedesvanecía de nuevo cuando loscimientos de la ciudad se

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cerraban de nuevo en torno aellos. Corrientes de aire soplabanesporádicamente en su piel, aveces tibias, a veces heladas. Elchapoteo de sus pisadasdespertaba breves ecos cuandopasaban ante las interseccionessubterráneas por las que llegabanesos vientos malolientes, y unavez Jake estuvo a punto deromperse la cabeza con un objetometálico que sobresalía del techo.Lo tocó con la mano y palpó algoque hubiera podido ser un granvolante de válvula. Después deeso no dejó de agitar las manos

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ante sí mientras trotaba por lospasadizos, en un intento de evitarnuevas sorpresas.

El Chirlas lo guiaba pormedio de golpecitos en loshombros, como lo haría uncarretero con sus bueyes.Avanzaban a buen paso, aunquesin correr. El Chirlas recobrósuficiente resuello para tararear,primero, y luego ponerse a cantarcon una voz de tenorasombrosamente melodiosa.

Ribble-ti-tibble-ti-ting-ting-ting,

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I’ll get a job and buyyer a ring,

When I get my mittsOn your jiggly tits,Ribble-ti-tibble-ti-

ting-ting-ting!

O ribble-ti-tibble,I just wanter fiddle,Fiddle around with

your ting-ting-ting![11]

Hubo otras cinco o seisestrofas en este tono antes de queel Chirlas dejara de cantar.

—Ahora canta tú algo,

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pimpollo.—No sé ninguna canción —

jadeó Jake. Esperaba dar laimpresión de hallarse más faltode aire de lo que en realidadestaba. No sabía si eso le serviríade algo o no, pero en aquellastinieblas subterráneas cualquiercosa que pudiera proporcionarleuna ventaja merecía la penaintentarla.

El Chirlas le clavó un codo enmitad de la espalda con tantafuerza que estuvo a punto dehacerlo caer en el medio palmode agua que se movía

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perezosamente por el túnel queestaban recorriendo.

—Más te vale que sepasalguna, si no quieres que tearranque tu querido espinazo. —Tras una breve pausa, añadió—:Aquí abajo hay espectros, chico.Viven en las puñeteras máquinas,vaya si no. Hay que cantar paraque no se acerquen, ¿no losabías? Y ahora, ¡canta!

Jake pensó desesperadamente,pues no quería ganarse otrotoquecito amoroso del Chirlas, yse acordó de una canción quehabía aprendido en una excursión

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veraniega de la escuela cuandotenía siete u ocho años. Abrió laboca y empezó a cantarla en laoscuridad, escuchando resonarlos ecos entre los ruidos del aguaque corría, el agua que caía y lamaquinaria antigua que aúnpalpitaba.

My girl’s a corker, she’s a New Yorker,

I buy everything tokeep her in style,

She got a pair of hipsJust like two

battleships,

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Oh boy, that’s how mymoney goes.

My girl’s a dilly, shecomes from Philly,

I buy everything tokeep her in style,

She got a pair of eyesJust like two pizza

pies,Oh boy, that’s how…

[12]

El Chirlas extendió lasmanos, cogió a Jake por lasorejas como si fueran las asas de

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una jarra y lo detuvo de un tirón.—Hay un agujero justo

delante de ti —le informó—. Conuna voz como la tuya, pimpollo,le haría un favor al mundo si tedejara caer, vaya si no, pero alTic Tac no le gustaría en absoluto,así que supongo que puedes estartranquilo un ratito más. —Lasmanos del Chirlas soltaron lasorejas de Jake, que ardían comoel fuego, y lo sujetaron por lacamisa—. Inclínate hacia delantehasta que toques una escala alotro lado. ¡Y cuidado, no resbalesy nos hagas caer a los dos!

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Jake se inclinócautelosamente con las manosextendidas, aterrorizado por laidea de caer en un pozo que nopodía ver.

Mientras buscaba a tientas laescala, percibió una corriente deaire cálido —limpio y casifragante— que le soplaba en lacara, y un tenue rubor de luzrosada mucho más abajo. Rozócon los dedos un barrote de aceroy lo agarró. Las heridas que losdientes de Acho le habían dejadoen la mano izquierda volvieron aabrirse, y sintió correr la sangre

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caliente por la palma.—¿La tienes? —preguntó el

Chirlas.—Sí.—¡Pues baja! ¿A qué estás

esperando, condenado? —ElChirlas le soltó la camisa y Jakese lo imaginó echando ya un piehacia atrás, dispuesto a meterleprisa con una patada en el culo.Jake cruzó el hueco levementeiluminado y empezó a bajar por laescalera, utilizando lo menosposible la mano herida. Allí lospeldaños estaban limpios demusgo y aceite, y apenas

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oxidados. El pozo era muy largo;y Jake, mientras descendíaapresuradamente para evitar queel Chirlas le pisara las manos consus botas de suela gruesa, sesorprendió pensando en unapelícula que había visto portelevisión: Viaje al centro de laTierra.

El ruido de maquinaria se fuehaciendo más fuerte, y elresplandor rosado más intenso.Las máquinas seguían sin sonarbien, pero el oído le dijo que sehallaban en mejor estado que lasde arriba. Y cuando por fin llegó

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al fondo, encontró que el sueloestaba seco. El nuevo túnelhorizontal era cuadrado, de casidos metros de altura, y estabarevestido de planchas de aceroinoxidable remachadas entre sí.Se extendía en ambas direccioneshasta donde alcanzaba la vista,recto como un cordel. Jake supoinstintivamente, sin pensarlosiquiera, que ese túnel (que teníaque estar al menos veinticincometros por debajo de Lud)también seguía el camino del Haz.Y más arriba, en algún lugar —Jake estaba seguro de ello,

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aunque no habría sabido decir porqué—, el tren que habían ido abuscar se encontraba exactamenteencima de él.

Estrechas rejillas deventilación corrían a lo largo delas paredes justo debajo del techodel pasadizo; era de ahí de dondesalía el aire limpio y seco. Dealgunas de ellas colgaban barbasde musgo de color gris azulado,pero la mayoría aún estabandespejadas. Bajo una rejilla decada dos había una flechaamarilla con un símbolo que separecía un poco a una te

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minúscula. Las flechas apuntabanen la dirección que ibansiguiendo Jake y el Chirlas.

La luz rosa procedía de unostubos de vidrio fijados al techodel túnel en filas paralelas.Algunos de ellos —aproximadamente uno de cadatres— estaban oscuros, y otrosemitían un parpadeoespasmódico, pero al menos lamitad seguía funcionando. Lucesde neón, pensó Jake, asombrado.¿Qué te parece?

El Chirlas se dejó caer allado de Jake y, al ver su

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expresión de sorpresa, sonrió.—Bonito, ¿eh? Fresco en

verano y calentito en invierno, yhay tanta comida que quinientoshombres no podrían acabársela enquinientos años. ¿Y sabes lomejor, pimpollo mío? ¿Sabes quees lo mejorcito de toda esta dulceprosodia?

Jake negó con la cabeza.—¡Que esos pringosos de los

pubis no tienen la menor idea deque existe este lugar! Creen queaquí abajo hay monstruos. ¡Nocogerás a un pubi a menos de diezmetros de una tapa de alcantarilla

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si tiene modo de evitarlo!Echó la cabeza atrás y se puso

a reír de buena gana. Jake nocompartió su risa, aunque una vozfría al fondo de su mente le decíaque quizá fuera prudente hacerlo.No se rio porque sabíaexactamente lo que sentían lospubis. Había monstruos bajo laciudad, en efecto; ogros, larvas ytrasgos. ¿Acaso no lo habíacapturado uno de ellos?

El Chirlas lo empujó hacia laizquierda.

—Bueno, ya casi hemosllegado. ¡Vamos!

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Avanzaron a paso ligero; suspisadas eran una cascada de ecosque los perseguía por el túnel. Alcabo de unos diez o quinceminutos, Jake vio una compuertaestanca unos doscientos metrosmás adelante. Cuando seacercaron más, distinguió un granvolante que sobresalía en elcentro. En la pared, a la derecha,había un interfono.

—Estoy hecho polvo —jadeóel Chirlas cuando llegaron a lacompuerta del final del túnel—.Estas andanzas son excesivaspara un inválido como tu viejo

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compañero, vaya si no. —Apoyóel pulgar sobre el botón delinterfono y gritó—: ¡Lo tengo, TicTac! ¡Lo tengo, y tan fresco comogustes! ¡Ni siquiera lo hedespeinado! ¿No te dije que lotraería? ¡Confía en el Chirlas,dije, porque siempre te llevarápor el buen camino! ¡Abre ydéjanos entrar!

Soltó el pulsador y contemplóla puerta con impaciencia. Elvolante permaneció inmóvil, perodel interfono surgió una voz lentae inexpresiva.

—¿Cuál es la contraseña?

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El Chirlas puso un ceñohorrible, se rascó la barbilla conunas mugrientas y largas uñas ypor fin se levantó el parche delojo y sacó otro burujón de aquellasustancia verde amarillenta.

—¡El Tic Tac y suscontraseñas! —exclamó,dirigiéndose a Jake. Parecíapreocupado además de irritado—. Es un punto fino, pero siquieres saber mi opinión, esto esllevar las cosas demasiado lejos.Vaya si no.

Pulsó el botón y aulló:—¡Vamos, Tic Tac! ¡Si no

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reconoces mi voz, necesitas unaparato para el oído!

—Claro que la reconozco —replicó la voz arrastrada. A Jakele recordó la de Jerry Reed, queinterpretaba el papel decompañero de Burt Reynolds enaquellas películas de Loscaraduras—. Pero no sé quiénviene contigo, ¿verdad? ¿O acasohas olvidado que la cámara quehabía ahí fuera se jodió el añopasado? ¡La contraseña, Chirlas,o puedes pudrirte ahí fuera!

El Chirlas se metió un dedoen la nariz, sacó una masa de

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mocos del color de la jalea dementa y la aplastó contra la rejilladel altavoz. Jake contempló estainfantil demostración de malgenio con muda fascinación,sintiendo burbujear en su interioruna inoportuna risa histérica.¿Habían recorrido todo aquelcamino por los laberintossembrados de trampas y lostúneles sin luz para quedarseplantados ante aquella compuertaestanca, solo porque el Chirlas noera capaz de recordar lacontraseña del señor Tic Tac?

El Chirlas le lanzó una mirada

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siniestra y se llevó una mano a lacabeza para quitarse el pañueloamarillo empapado de sudor.Tenía el cráneo casicompletamente calvo, sin más queunos mechones dispersos dehirsuto pelo negro que parecíanpúas de puerco espín, y unapronunciada hendidura sobre lasien izquierda. El Chirlas hurgódentro del pañuelo y sacó untrocito de papel.

—Los dioses bendigan alBocina —masculló—. El Bocinasí que me cuida como se debe,vaya si no.

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Escrutó el papel, volviéndolode un lado y otro, y al fin se lotendió a Jake. Hablaba en vozmuy baja, como si el señor TicTac pudiera oírle incluso sinapretar el botón del interfono.

—Tú eres todo un caballeretebien educado, ¿verdad? Y loprimerísimo que les enseñan a loscaballeretes después de aprendera no comerse la pasta y a nomearse por los rincones es laletra. Así que léeme la palabraque hay escrita aquí, capullito,porque se me ha idocompletamente de la cabeza, vaya

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si no.Jake cogió el papel, lo miró y

volvió a alzar la vista hacia elChirlas.

—¿Y si no quiero? —preguntó con frialdad.

El Chirlas quedómomentáneamente desconcertadopor esta reacción… peroenseguida empezó a sonreír conominoso buen humor.

—Bueno, pues te cogeré porel cuello y utilizaré tu cabezacomo llamador —respondió—.No creo que así pueda convenceral Tiqui para que me deje entrar,

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porque aún le preocupa tu amigoel correoso, vaya si no, pero nosabes cuánto bien le hará a mipobre corazón ver chorrear tussesos por esa rueda.

Jake consideró esa respuesta,con aquella risa oscuraburbujeando aún en su interior. Elseñor Tic Tac era un punto la marde fino, desde luego, y sabía bienque resultaría muy difícilconvencer al Chirlas, que detodos modos estaba muriéndose,para que revelara la contraseñaaunque Roland lo hicieraprisionero.

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Lo que Tic Tac no habíatenido en cuenta era la defectuosamemoria del Chirlas.

No te rías. Si lo haces, tevolará los sesos.

A pesar de sus duraspalabras, el Chirlas miraba a Jakecon verdadera ansiedad y estecomprendió que quizá pasara otracosa: tal vez el Chirlas no temieraa la muerte pero, desde luego, síle asustaba la idea de serhumillado.

—De acuerdo, Chirlas —dijocon total tranquilidad—. Lapalabra que hay escrita en este

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papel es «abundancia».—Dame eso. —El Chirlas le

arrebató el papel de las manos,volvió a meterlo en el pañuelo yse cubrió de nuevo la cabeza conel paño amarillo. Pulsó el botóndel interfono—. ¿Tic Tac?¿Sigues ahí?

—¿Dónde quieres que esté, sino? ¿En el Extremo Occidentaldel Mundo? —La voz arrastradasonó vagamente divertida.

El Chirlas le sacó la lenguablancuzca al altavoz, pero su vozfue conciliadora y casi servil.

—La contraseña es

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abundancia, y vaya si no es unabuena palabra… ¡Ahora déjameentrar, por todos los dioses!

—Pues claro —respondió elseñor Tic Tac. Un motor se pusoen marcha en un lugar muycercano, sobresaltando a Jake. Elvolante situado en el centro de lacompuerta empezó a girar.Cuando se detuvo, el Chirlas loaferró con las dos manos y tiró deél hacia fuera; a continuación lecogió un brazo a Jake y,empujándolo sobre el rebordeinferior de la puerta, lo hizoentrar en la habitación más

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extraña que el chico había vistoen su vida.

VEINTISÉIS

Roland descendía hacia unacrepuscular luz rosada. Losbrillantes ojos de Acho atisbabandesde el cuello abierto de lacamisa, y su cuello se extendíahasta el límite de su considerablelongitud para olisquear el airetibio que soplaba por las rejillasde ventilación. Roland habíatenido que confiar exclusivamente

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en el olfato del brambo durante elrecorrido por los oscurospasadizos del nivel superior, yhabía temido muchísimo que elagua corriente le hiciera perder lapista de Jake… pero cuando oyóresonar en los túneles el eco desus canciones —primero la delChirlas, luego la de Jake— serelajó un poco. Acho no lo habíallevado por mal camino.

Acho también los oyó cantar.Hasta entonces había avanzadolenta y cautelosamente, volviendoincluso sobre sus pasos de vez encuando para acabar de

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asegurarse, pero cuando oyó lavoz de Jake echó a correr,tensando al máximo la correa.Roland temió que se le ocurrierallamar a Jake con su áspera voz—¡Ake! ¡Ake!—, pero no lo hizo.Y justo cuando llegaban al pozoque conducía a los nivelesinferiores de aquel laberinto,Roland había oído el ruido de unanueva máquina —una especie debomba, quizá— seguido por elresonante estampido metálico deuna puerta al cerrarse.

Llegó al pie de la escala yexaminó brevemente la doble

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hilera de tubos luminosos que seextendía en ambas direcciones.Vio que los tubos estabaniluminados con fuego de lospantanos, como el cartel colgadoante el establecimiento que habíapertenecido a Balazar en laciudad de Nueva York. Luegoestudió con más detenimiento lasestrechas rejillas de ventilacióncromadas que se abrían en lo altode las paredes y las flechas quehabía bajo ellas, y a continuaciónretiró la correa del cuello deAcho. El brambo agitó la cabezacon impaciencia, obviamente

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satisfecho de verse libre de ella.—Estamos cerca —musitó

junto a la oreja enhiesta delanimal—, así que hemos deguardar silencio. ¿Entiendes,Acho? Mucho silencio.

—Encio —replicó Acho conun susurro ronco que en otrascircunstancias habría resultadogracioso.

Roland lo dejó en el suelo yel brambo echó a correrinmediatamente por el túnel, elcuello estirado, el hocico pegadoal suelo de acero. El pistolero leoyó mascullar «¡Ake, Ake! ¡Ake,

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Ake!» en un susurro ahogado.Roland desenfundó el revólver yfue tras él.

VEINTISIETE

Eddie y Susannah estabancontemplando desde abajo laenormidad de la Cuna de Blainecuando el cielo se abrió y empezóa caer una lluvia torrencial.

—¡Es un edificio acojonante,pero se olvidaron las rampas paraminusválidos! —gritó Eddie,alzando la voz para que ella le

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oyera sobre el fragor de la lluviay el trueno.

—Da lo mismo —replicóSusannah, impaciente, mientrasbajaba de la silla de ruedas—.Subamos de una vez ypongámonos a cubierto.

Eddie contempló dubitativo laescalinata. Los peldaños eranpoco altos… pero había muchos.

—¿Estás segura, Suze?—Te echo una carrera,

blanquito —le retó, y empezó atrepar con asombrosa facilidad,apoyándose en las manos, losmusculosos antebrazos y los

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muñones de las piernas.Y estuvo a punto de ganarle;

Eddie tenía que batallar con todala ferretería, y eso le hacía ir máslento. Cuando llegaron a lo altoestaban los dos jadeando, y de suropa mojada se elevaban hilillosde vapor. Eddie la cogió por lasaxilas, la alzó en el aire y lasostuvo con las manosentrelazadas sobre la parte bajade la espalda en lugar dedepositarla en la silla, como erasu intención inicial. Se sentíacachondo y medio enloquecido,sin tener ni la menor idea de por

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qué.¡No me vengas con esas!,

pensó. Has llegado hasta aquícon vida; eso es lo que te hapuesto las glándulas a tope y conganas de fiestecita.

Susannah se relamió el labioinferior y hundió los dedos en elpelo de Eddie. Tiró. Dolía… y almismo tiempo era una sensaciónmaravillosa.

—Ya te había dicho queganaría, blanquito —dijo con vozqueda y ronca.

—Que te crees tú eso. Heganado yo… por medio peldaño.

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—Intentó disimular que estaba sinaliento y descubrió que leresultaba imposible.

—Puede ser… pero hasquedado para el arrastre,¿verdad? —Una mano abandonóel cabello, se deslizó hacia abajoy apretó con suavidad—. Encambio aquí hay algo que no estápara el arrastre.

Un trueno retumbó en el cielo.Se encogieron, y al momento seecharon a reír.

—Esto no puede ser —dijoEddie—. Es una locura. No es elmomento adecuado.

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Ella no le contradijo, peroaún le dio otro apretón antes deponerle la mano en el hombro.Eddie sintió una punzada de pesarcuando volvió a depositarla en lasilla y la condujo a todo corrersobre las vastas losas de laexplanada, hacia la proteccióndel techo. Creyó ver el mismopesar en los ojos de Susannah.

Cuando se hallaron a cubiertodel aguacero, Eddie se detuvo yvolvieron la vista atrás. La plazade la Cuna, la calle de la Tortugay toda la ciudad se difuminabanrápidamente tras un movedizo

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telón gris. Eddie no lo lamentó enlo más mínimo. Lud no se habíaganado un lugar en su álbummental de recuerdos afectuosos.

—Mira —musitó Susannah,señalando un conducto por el quecaía el agua del tejado.Terminaba en una gárgola enforma de cabeza de pez queparecía un pariente cercano delos dragones que adornaban lasesquinas de la Cuna. El agua lebrotaba de la boca en un torrentede plata.

—Esto no es un chaparrónpasajero, ¿verdad? —comentó

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Eddie.—En absoluto. Va a llover

hasta que se canse, y luegoseguirá lloviendo solo parafastidiar. Puede que dure unasemana, puede que un mes.Aunque no creo que eso nosafecte en nada si Blaine decideque no le caemos bien y nos fríecon una descarga. Dispara un tiropara que Roland sepa que hemosllegado, cariño, y vamos a echarun vistazo por ahí. A ver quévemos.

Eddie alzó la Ruger hacia elcielo encapotado, apretó el

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gatillo y disparó un tiro que llegóa oídos de Roland, a un par dekilómetros de distancia, mientrasseguía a Jake y el Chirlas por elsiniestro laberinto. Eddiepermaneció inmóvil unosinstantes, tratando de convencersea sí mismo de que las cosas aúnpodían acabar bien, que la tercainsistencia de su corazón enafirmar que ya no volverían a vera Jake ni al pistolero seequivocaba. A continuación lepuso el seguro a la automática, sela guardó bajo la cintura de lospantalones y volvió con

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Susannah. Cogió de nuevo lospuños de la silla de ruedas y laempujó por un pasillo decolumnas que se internaba en eledificio. Mientras, ella abrió eltambor del revólver de Roland ylo recargó sobre la marcha.

Bajo techado, la lluvia teníaun sonido secreto y espectral, eincluso el áspero crepitar deltrueno quedaba apagado. Lascolumnas que sostenían laestructura medían al menos tresmetros de diámetro, y suscapiteles se perdían en laoscuridad. Desde allí arriba, en

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la penumbra Eddie oía conversaren arrullos a las palomas.

Un poco más adentro, uncartel suspendido de gruesascadenas cromadas surgió de entrelas sombras:

NORTH CENTRALPOSITRONICS

LES DA LA BIENVENIDAA LA CUNA DE LUD

← DIRECCIÓNNORDESTE (BLAINE)

DIRECCIÓN NOROESTE(PATRICIA) →

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—Ahora ya sabemos cómo sellamaba el que cayó al río —comentó Eddie—. Patricia. Perose equivocaron con los colores.En teoría el rosa es para las niñasy el azul para los niños, y no alrevés.

—Puede que sean los dosazules.

—No. Blaine es rosa.—¿Y tú cómo lo sabes?Eddie parecía confuso.—No sé cómo lo sé… pero lo

sé.Siguieron la flecha que

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apuntaba hacia el andén de Blainey entraron en lo que tenía que serun inmenso vestíbulo o sala deespera. Eddie no tenía lacapacidad de Susannah de ver elpasado en claros destellos devisión, pero aun así suimaginación llenó aquel vastoespacio de columnatas con unmillar de personas apresuradas;oyó el taconear de los viajeros yel murmullo de voces, vioabrazos de bienvenida y dedespedida. Y por encima de todoeso, los altavoces recitandonoticias sobre una docena de

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destinos distintos.«Próxima salida de Patricia

con destino a las Baronías delNoroeste…».

«Pasajero Killington,pasajero Killington, preséntesepor favor en la cabina deinformación del nivel inferior».

«Blaine está haciendo suentrada en el andén número 2 yprocederá a desembarcar enbreve…».

Ahora solo estaban laspalomas.

Eddie se estremeció.—Mira esas caras —murmuró

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Susannah, señalando hacia laderecha—. No sé si te producenescalofríos, pero te aseguro que amí sí.

En lo alto de la pared, unaserie de cabezas esculpidas queparecían querer escapar delmármol los miraban de arribaabajo desde las sombras;hombres severos, con la hoscaexpresión de un verdugosatisfecho con su trabajo. Algunasde las cabezas se habíandesprendido de su lugar y yacíanen fragmentos y astillas de granitoveinte o veinticinco metros por

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debajo de sus iguales. Las quequedaban estaban surcadas poruna telaraña de grietas y cubiertasde excremento de paloma.

—Debían de ser el TribunalSupremo o algo por el estilo —conjeturó Eddie, examinando condesasosiego aquellos labiosapretados y aquellos ojosagrietados y vacíos—. Solo unjuez es capaz de poner unaexpresión tan relamida ycabreada al mismo tiempo… y telo dice alguien que sabe de lo quehabla. Parece la clase de gentecapaz de negar una muleta a un

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cangrejo jodido.—Un montón de imágenes

rotas en las que pega el sol, y elárbol muerto no da refugio —musitó Susannah, y al oír estaspalabras Eddie notó que se leponía la carne de gallina en losbrazos, el pecho y las piernas.

—¿Qué es eso, Suze?—Un poema de un hombre

que debió de haber visto Lud ensueños —respondió—. Vamos,Eddie. Olvídalos.

—Es más fácil decirlo quehacerlo. —Pero empujó de nuevola silla.

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Ante ellos, una vasta barreraenrejada semejante a labarbacana de un castillo surgió delas tinieblas…, y al otro ladovislumbraron por primera vez aBlaine el Mono. Era rosa, comoEddie lo había predicho, de untono delicado que hacía juego conlas vetas que corrían por lospilares de mármol. Blaine fluíasobre la espaciosa plataforma deembarque como un liso yaerodinámico proyectil que másparecía de carne que de metal. Susuperficie solo se rompía en unsitio: una ventanilla triangular

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provista de un limpiaparabrisasenorme. Eddie sabía que al otrolado del morro habría otraventanilla triangular con otrolimpiaparabrisas enorme, demanera que, visto de frente,Blaine daría la impresión de teneruna cara, como Charlie el Chu-Chú. Los limpia-parabrisasparecerían unos párpadosmaliciosamente entornados.

Desde la abertura sudorientalde la Cuna caía sobre Blaine unlargo y distorsionado rectángulode luz blanca. El fuselaje del trenhizo pensar a Eddie en el lomo de

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una fabulosa ballena rosada; unaballena absolutamente silenciosa.

—¡Uf! —La voz se le quedóen un susurro—. Lo encontramos.

—Sí. Blaine el Mono.—¿Crees que está muerto? A

mí me lo parece.—No. Dormido, tal vez, pero

de ninguna manera muerto.—¿Estás segura?—¿Estabas tú seguro de que

sería rosa? —No era una preguntaque exigiera respuesta, y Eddieno respondió. El rostro queSusannah volvió hacia él estabatenso y muy asustado—. Está

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dormido, ¿y sabes qué? Me damiedo despertarlo.

—Bueno, esperaremos a quelleguen los otros.

Ella meneó la cabeza.—Me parece que será mejor

que intentemos estar preparadospara cuando lleguen… porquetengo el presentimiento de quellegarán a la carrera. Levántamehasta esa caja que hay montada enlos barrotes. Parece un interfono.¿La ves?

La veía, y alzó lentamente aSusannah hacia ella. Estabainstalada junto a un portón

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cerrado en el centro de la rejaque cruzaba la Cuna de parte aparte. Las barras verticales de labarrera parecían de aceroinoxidable; las del portón eran dehierro decorativo, y sus extremosinferiores desaparecían en sendosagujeros revestidos de acero. Yademás no había manera decolarse entre las barras: laseparación entre una y otra no eramayor de diez centímetros.Incluso a Acho le habríaresultado difícil pasar por aquelhueco.

Las palomas zureaban y se

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arrullaban en lo alto. La ruedaizquierda de la silla de Susannahchirriaba monótonamente. «Mireino por una lata de aceite»,pensó Eddie, y se dio cuenta deque estaba mucho más queasustado. La última vez que habíaexperimentado aquel grado deterror fue cuando Henry y él sedetuvieron en la acera de la calleRhinegold; en Dutch Hill, paracontemplar la mole ruinosa de laMansión.

Aquel día de 1977 no habíanentrado; le habían vuelto laespalda a la casa encantada y se

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habían marchado, y Eddierecordaba que había hecho elvoto de no volver nunca a aquellugar, nunca más. Había cumplidola promesa, pero ahí estaba denuevo, en otra casa encantada, ytenía justo delante el fantasma quela encantaba: Blaine el Mono, unasilueta baja y alargada de colorrosa con una ventanilla que lomiraba como el ojo de un animalpeligroso que finge estardormido.

«Ya no se mueve de su puestoen la Cuna… incluso ha dejadode reír y de hablar con sus

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muchas voces… Ardis fue elúltimo en ir a Blaine… y al verque Ardis no podía responder a lapregunta, Blaine lo exterminó confuego azul».

Si me dice algo, creo que mevolveré loco, pensó Eddie.

El viento arreció en elexterior, y una fina rociada delluvia penetró por la alta aberturade salida que se abría en elcostado del edificio.

Eddie la vio golpear ysalpicar de gotitas el cristal de laventanilla de Blaine.

Eddie sintió de pronto un

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escalofrío y miró rápidamente enderredor.

—Nos están espiando. Lonoto.

—No me extrañaría nada.Acércame más a la reja, Eddie.Quiero ver bien esa caja.

—De acuerdo, pero no latoques. Si está electrificada…

—Si Blaine quiere cocernos,lo hará —replicó Susannah,contemplando el lomo de Blainepor entre las rejas—. Lo sabestan bien como yo.

Y como Eddie sabía que erala pura verdad, no dijo nada.

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La caja parecía una mezcla deinterfono y alarma antirrobo. Enla mitad superior tenía un altavoz,provisto de lo que parecía unbotón de HABLAR/ESCUCHAR.Debajo había una serie denúmeros dispuestos en forma derombo:

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Debajo del rombo había otrosdos botones marcados conpalabras de Alta Lengua:COMANDO Y ENTRAR.

La expresión de Susannah eraperpleja y dubitativa.

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—¿Qué crees tú que es esto?Parece un cacharro de unapelícula de ciencia ficción.

Eddie comprendió que porfuerza tenía que parecérselo.Seguramente Susannah habríavisto algún que otro sistema deseguridad en su tiempo —despuésde todo vivía entre los ricos deManhattan, aunque no laaceptaran con mucho entusiasmoentre ellos—, pero había todo unmundo de diferencia entre elmaterial electrónico disponibleen su cuando, 1963, y el de él,que era 1987.

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Nunca hemos hablado muchode las diferencias, pensó. ¿Quépensaría si le dijera que cuandoRoland me sacó, el presidente deEstados Unidos era RonaldReagan? Seguramente que mehabía vuelto loco.

—Es un sistema de seguridad—le explicó. Luego, aunque susnervios y sus instintos chillabancontra ello, se obligó a extenderla mano derecha y pulsar elconmutador deHABLAR/ESCUCHAR.

No hubo ningún crepitareléctrico; ningún fuego azul le

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subió velozmente por el brazo. Nisiquiera hubo algún signo de queel aparato estuviese conectado.

Puede que Blaine estémuerto. Puede que esté muerto,después de todo.

Pero en realidad no podíacreerlo.

—¿Hola? —En el ojo de lamente vio al desdichado Ardisaullando mientras era abrasadopor el fuego azul que le danzabapor la cara y el cuerpo,derritiéndole los ojos eincendiándole el cabello—.¿Hola… Blaine? ¿Hay alguien

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ahí?Soltó el pulsador y esperó,

rígido de tensión. La mano deSusannah, fría y pequeña, sedeslizó en la de él. Seguía sinhaber respuesta, y Eddie —conmás renuencia que nunca —volvió a apretar el botón.

—¿Blaine?Lo soltó. Esperó. Y al ver que

tampoco ahora había respuesta,un vértigo temerario se apoderóde él, como solía sucederle en losmomentos de miedo y tensión.Cuando ese vértigo le embargaba,el posible precio que debería

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pagar perdía toda importancia.En esos momentos nada tenía

importancia. Había sucedido asícuando apabulló al cetrinocontacto de Balazar en Nassau, yasí sucedía ahora. Y si Roland lohubiera visto en el instante en queesa impaciencia lunática seapoderaba de él, habríaobservado algo más que un meroparecido entre Eddie y Cuthbert;habría podido jurar que Eddie eraCuthbert.

Hundió el botón con el pulgary empezó a berrear ante elaltavoz, adoptando un engolado (y

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completamente falso) acentobritánico.

—¡Hola, Blaine! ¡Qué tal,muchachote! ¡Te habla RobinLeach, presentador de «Así vivenlos ricos descerebrados», paraanunciarte que acabas de ganarseis mil millones de dólares y unFord Escort nuevecito en laQuiniela de la Cámara deEditores!

Arriba, las palomas alzaron elvuelo en blandas y sobresaltadasexplosiones de alas. Susannah diouna boqueada. Su rostro mostrabala expresión desconsolada de una

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devota que acaba de oírblasfemar a su marido en unacatedral.

—¡Basta, Eddie! ¡Basta!Eddie era incapaz de

detenerse. Sus labios sonreían,pero los ojos le brillaban con unamezcla de miedo, histeria ycólera frustrada.

—¡Tu amiguita Patricia y túpasaréis un mes fas-tu-o-so en lamaravillosa Jimtown, donde solobeberéis los vinos más selectos ydevoraréis las vírgenes másselectas! Tú…

—Chiss…

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Eddie calló de súbito y miró aSusannah. Estaba seguro de queera ella quien le había hechocallar —no solo porque ya lohabía intentado antes sino porqueallí no había nadie más—, pero almismo tiempo sabía que no habíasido ella. Aquella voz eradistinta; la voz de un niño muypequeño y muy asustado.

—¿Suze? ¿Has sido…?Susannah negó con la cabeza

y simultáneamente alzó la mano.Señalaba el interfono, y Eddievio que el botón marcadoCOMANDO había empezado a

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brillar con una luz rosa muytenue. Era del mismo color que elmonorraíl que dormía al otro ladode la barrera.

—Chiss… No lo despiertes…—se lamentó la vocecita infantil.Surgía del altavoz, suave comouna brisa vespertina.

—Qué… —comenzó Eddie,pero enseguida sacudió la cabeza,llevó la mano al botón deHABLAR/ESCUCHAR y lo apretócon delicadeza. Cuando habló denuevo no lo hizo con eltumultuoso rugido de RobinLeach, sino con el susurro de un

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conspirador.—¿Qué eres? ¿Quién eres?Soltó el botón. Susannah y él

se miraron con los ojos muyabiertos, como niños que sabenque están compartiendo la casacon un adulto peligroso, quizápsicópata. ¿Cómo han llegado asaberlo? Bueno, porque se lo hadicho otro niño, un niño que havivido mucho tiempo con eladulto psicópata, escondiéndoseen los rincones y saliendo ahurtadillas solo cuando sabe queel adulto está dormido; un niñoasustado que da la casualidad de

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que es invisible.No hubo respuesta. Eddie

dejó correr los segundos. Cadauno de ellos se le antojó lobastante largo para leer unanovela completa. Se disponía apulsar de nuevo el botón cuandoreapareció el tenue resplandorrosa.

—Soy el Pequeño Blaine —susurró la voz infantil—. El queél no ve. El que él olvidó. El queél cree que dejó atrás en lasestancias de la ruina y las salasde los muertos.

Eddie volvió a apretar el

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botón con una mano presa de untemblor incontenible. Y oyó elmismo temblor en su propia voz.

—¿Quién? ¿Quién es el queno ve? ¿Es el Oso?

No, el Oso no; no era él.Shardik yacía muerto en elbosque, a muchos kilómetros deallí; el mundo se había movidodesde entonces. Eddie recordó desúbito lo que había sentido alaplicar el oído sobre aquellaextraña puerta del claro donde elOso había vivido su violenta casi-vida, aquella puerta defranjas amarillas y negras que tan

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ominosas le habían parecido. Yen aquel momento se dio cuentade que todo formaba parte de lomismo, de una totalidad horrenday decadente, de una telarañadesgarrada con la Torre Oscuraen el centro como unaincomprensible araña de piedra.En esos extraños últimos días,todo Mundo Medio se habíaconvertido en una vasta mansiónencantada; todo Mundo Medio sehabía convertido en los Drawers;todo Mundo Medio se habíaconvertido en una tierra baldíadonde campaban los fantasmas.

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Vio que los labios deSusannah formaban las palabrasde la respuesta verdadera antesde que la voz del interfonopudiera pronunciarlas, y eranunas palabras tan evidentes comola solución de un acertijo cuandoya se ha dicho la respuesta.

—El Gran Blaine —susurróla vocecita invisible—. El GranBlaine es el fantasma de lamáquina… El fantasma de todaslas máquinas.

Susannah se había llevado unamano a la garganta y se la estabaapretando como si quisiera

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estrangularse. Tenía los ojosllenos de terror, pero novidriosos ni desconcertados; lostenía brillantes de comprensión.Quizá ella también conocía unavoz semejante de su propiocuando, el cuando en el que eltodo integral que era Susannahhabía quedado desplazado por laspersonalidades enfrentadas deDetta y Odetta. La voz infantil lehabía sorprendido tanto como aél, pero su mirada agónicarevelaba que el concepto queexpresaba no le era ajeno.

Susannah conocía muy bien la

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locura de la dualidad.—Eddie, tenemos que irnos

—dijo de pronto. El terror que laoprimía convirtió las palabras enun borrón auditivo carente depuntuación. Eddie oyó que lesilbaba el aire en la tráquea comoun viento frío en una chimenea—.Eddie tenemos que huir Eddietenemos que huir Eddie…

—Demasiado tarde —replicóla vocecita quejumbrosa—. Hadespertado. El Gran Blaine hadespertado. Sabe que estáis aquí.Y ya viene.

Súbitamente destellaron unas

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brillantes luces sobre sus cabezas—lámparas de sodio de colornaranja—, bañando lasincontables columnas de la Cunacon un resplandor crudo quedesterró toda sombra. Cientos depalomas se lanzaron al aire yempezaron a revoloteardespavoridas en trayectorias sinpropósito, expulsadas por lasorpresa de su complejo de nidosentrelazados.

—¡Espera! —gritó Eddie—.¡Espera, por favor!

En su agitación se olvidó deapretar el botón, pero no hubo

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diferencia; el Pequeño Blainerespondió igualmente.

—¡No! ¡No puedo dejar queme descubra! ¡No quiero que memate a mí también!

La luz del interfono se apagóde nuevo, pero solo por uninstante. Esta vez se encendieronlos dos indicadores al mismotiempo, el de COMANDO y el deENTRAR, y su color no era el rosa,sino un amenazador rojo oscurocomo el de la fragua de unherrero.

—¿QUIÉNES SOIS? —rugióuna voz, y no brotó únicamente

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del interfono sino de todos losaltavoces de la ciudad que aún sehallaban en condiciones defuncionar. Los cadáveresdescompuestos que colgaban delos postes temblaron con lavibración de esa voz poderosa,como si hasta los muertosquisieran huir de Blaine.

Susannah se encogió en lasilla, con las palmas de las manoscontra los oídos, la cara contraídapor el espanto, la bocadistorsionada en un gritosilencioso. Eddie sintió que seencogía hacia todos los terrores

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fantásticos y alucinatorios de losonce años. ¿Era esa voz lo quetemía cuando se hallaba ante laMansión con Henry? ¿Quizáincluso lo que preveía? No losabía… pero sí sabía lo quedebía de haber experimentado elJack del cuento para niños cuandose dio cuenta de que habíatrepado demasiadas veces por lamata de habichuelas y habíaacabado despertando al gigante.

—¿COMO OSÁISPERTURBAR MI SUEÑO?RESPONDED DE INMEDIATOO DAOS POR MUERTOS.

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Eddie habría podido quedarseparalizado allí mismo, dejandoque Blaine —el Gran Blaine—les hiciera lo que le había hecho aArdis (o algo peor aún); quizáhabría debido quedarseparalizado, prisionero de aquelterror de cuento de hadas, decaída por la madriguera delconejo. Fue el recuerdo deaquella vocecita que habíahablado en primer lugar lo que lepermitió moverse. Era la voz deun chiquillo aterrorizado, peroaterrorizado o no, había intentadoayudarlos.

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Ahora tendrás que ayudartea ti mismo, se dijo. Tú lo hasdespertado; afróntalo, por elamor de Dios.

Extendió la mano y pulsó elbotón una vez más.

—Me llamo Eddie Dean. Lamujer que me acompaña es miesposa Susannah. Estamos…

Miró a Susannah, que asintiócon la cabeza e hizo ademanesfrenéticos para que siguierahablando.

—Estamos en unaperegrinación. Buscamos la TorreOscura que se alza en el Camino

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del Haz. Nos acompañan otrasdos personas, Roland de Gileady… y Jake de Nueva York.Nosotros también somos deNueva York. Si tú eres… —Sedetuvo un instante antes depronunciar las palabras «el GranBlaine». Si las utilizaba, podíadar a entender a la inteligenciaque se expresaba mediante esavoz que habían oído una vozdistinta; un fantasma dentro delfantasma, por así decir.

Susannah, gesticulando conlas dos manos, le indicó quesiguiera hablando.

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—Si tú eres Blaine elMono… bueno… queremos quenos lleves.

Soltó el botón. Durante unlapso que se le antojó larguísimono hubo ninguna respuesta, solo elaleteo nervioso de las palomasasustadas en lo alto. CuandoBlaine volvió a hablar, su vozsurgió únicamente del altavozmontado en la barrera, y sonócasi humana.

—NO PONGÁIS A PRUEBAMI PACIENCIA. TODAS LASPUERTAS A ESE DONDEESTÁN CERRADAS. GILEAD

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NO EXISTE YA. Y QUIENESRECIBÍAN EL NOMBRE DEPISTOLEROS ESTÁN TODOSMUERTOS. RESPONDED A MIPREGUNTA: ¿QUIÉNES SOIS?ES VUESTRA ÚLTIMAOPORTUNIDAD.

Hubo un sonido siseante. Unrayo de brillante luz blanquiazulsalió proyectado del techo yabrasó un agujero del tamaño deuna pelota de golf en el suelo demármol, a menos de un metro ymedio de la silla de Susannah. Unhumo que olía como el que dejatras de sí el rayo se alzó

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perezosamente de allí. Susannah yEddie se miraron por un instante,mudos de terror, y Eddie seprecipitó enseguida hacia elinterfono y apretó el botón.

—¡Te equivocas! ¡Es verdadque venimos de Nueva York!¡Llegamos por las puertas de laplaya hace tan solo unas semanas!

—¡Es la verdad! —insistióSusannah—. ¡Lo juro!

Silencio. Al otro lado de labarrera, el fuselaje de Blaine securvaba suavemente. Laventanilla delantera parecíacontemplarlos como un insípido

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ojo de vidrio. Ellimpiaparabrisas hubiera podidoser un párpado semicerrado en unguiño de picardía.

—DEMOSTRADLO —dijoBlaine al fin.

—¿Y cómo se lo demuestro,Dios mío? —le preguntó Eddie aSusannah.

—No lo sé.Eddie pulsó de nuevo el

botón:—¡La Estatua de la Libertad!

¿Ha sonado la campana?—CONTINÚA —dijo Blaine.

Su voz parecía casi reflexiva.

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—¡El Empire State Building!¡El edificio de la Bolsa! ¡ElWorld Trade Center! ¡ConeyIsland! ¡El Radio City MusicHall! ¡Greenwich Vil…!

Blaine le interrumpió… y, deun modo increíble, la voz quesurgió del aparato era lainconfundible voz de John Wayne.

—DE ACUERDO,PEREGRINO. TE CREO.

Eddie y Susannah cruzaronotra mirada, esta de confusión yde alivio. Pero cuando Blainehabló de nuevo, su voz volvió aser fría y desprovista de emoción.

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—HAZME UNAPREGUNTA, EDDIE DEAN DENUEVA YORK, Y PROCURAQUE SEA BUENA. —Tras unapausa, Blaine añadió—:PORQUE SI NO LO ES, TÚ YTU MUJER VAIS A MORIR,VENGÁIS DE DONDEVENGÁIS.

Susannah dejó de mirar elinterfono de la verja paravolverse hacia Eddie.

—¿De qué está hablando? —siseó.

Eddie meneó la cabeza.—No tengo ni la menor idea.

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VEINTIOCHO

Para Jake, la habitación a la quelo arrastró el Chirlas venía a sercomo un silo de misilesMinuteman decorado por losinternos de un manicomio: enparte museo, en parte sala deestar, en parte comuna hippie.Hacia arriba, el espacio vacío seabovedaba hasta terminar en untecho redondo, y por debajo sehundía veinticinco o treintametros hasta una base igualmente

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redonda. A lo ancho de la únicapared curva había tubos de neóndispuestos verticalmente enfranjas de colores alternos: rojo,azul, verde, amarillo, naranja,melocotón, rosa. Aquellos largostubos se reunían para crearrugientes nudos de arco iris en losdos extremos del silo… sirealmente había sido un silo.

La habitación se hallabasituada hacia las tres cuartaspartes de la altura de aquel vastoespacio en forma de cápsula, y susuelo era una rejilla de hierrooxidado. Alfombras que parecían

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turcas (más adelante llegó a saberque en realidad aquellasalfombras procedían de unabaronía llamada Kashmin) yacíanaquí y allá sobre el suelo derejilla; arcones con conteras delatón, lámparas de pie, o las patasde mullidos sillones, sujetabanlos bordes de las alfombras. Deotro modo habrían aleteado comotiras de papel adheridas a unventilador eléctrico, puesto quedesde abajo soplaba unaconstante corriente de aire cálido.Otra corriente de aire, estaprocedente de una franja circular

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idéntica a la rejilla de ventilacióndel túnel por el que habíanllegado hasta allí, searremolinaba a cosa de un metroy medio por encima de la cabezade Jake. En el lado opuesto de lahabitación había una compuertaigual a la que el Chirlas y élhabían cruzado al entrar, y Jakeimaginó que al otro ladocontinuaría el pasillo subterráneoque seguía el Camino del Haz.

Había media docena depersonas en la sala; cuatrohombres y dos mujeres. Jakepensó que estaba contemplando el

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estado mayor de los grises…suponiendo, naturalmente, quequedaran los suficientes grisespara justificar la existencia de unestado mayor. Ninguno de lospresentes era joven, pero todosestaban aún en lo mejor de lavida. Contemplaron a Jake contanta curiosidad como él a ellos.

Sentado en el centro de lasala, con una pierna colosalcolgando despreocupadamentesobre el brazo de un sillón lobastante grande para llamarlotrono, había un hombre queparecía un cruce entre un guerrero

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vikingo y un gigante de cuento dehadas. De cintura para arriba ibacompletamente desnudo, exceptopor un brazalete de plata quellevaba en el bíceps, la vaina deun puñal enlazada al hombro y unextraño amuleto al cuello que lecolgaba sobre el increíblementemusculoso torso. De cintura paraabajo iba enfundado en unosceñidos pantalones de cuerosuave que desaparecían en lacaña de unas botas altas. En tornoa una de ellas llevaba anudado unpañuelo amarillo. La cabellera,de un sucio rubio ceniza, le caía

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en cascada hasta casi la mitad dela ancha espalda; los ojos eranverdes y curiosos como los de ungato lo bastante viejo para sersabio pero no tanto como parahaber perdido ese refinadosentido de la crueldad que encírculos felinos pasa pordiversión. En el respaldo delsillón había lo que parecía unametralleta viejísima colgada desu correa.

Jake examinó másdetenidamente el amuleto delvikingo y vio que era una caja decristal en forma de ataúd

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suspendida de una cadena deplata. En su interior, un diminutoreloj de oro marcaba las tres ycinco. Bajo la esfera, unminúsculo péndulo de orooscilaba de un lado a otro, y apesar del suave zumbido del aireque circulaba por arriba y porabajo su tictac resultabaclaramente audible. Lasmanecillas del reloj se movíanmás deprisa de lo normal, y aJake no le extrañó demasiado verque se movían hacia atrás.

Se acordó del cocodrilo dePeter Pan, el que siempre andaba

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persiguiendo al capitán Garfio, yuna sonrisita le rozó los labios.El Chirlas la vio y levantó lamano. Jake dio un paso atrás y secubrió la cara.

El señor Tic Tac blandió undedo en dirección al Chirlas, enun gracioso ademán de maestra deescuela.

—Vamos… Eso está de más,Chirlas —le advirtió.

El Chirlas bajó la mano alinstante. Su actitud habíacambiado por completo. Antesalternaba entre un furor estúpidoy una especie de humor taimado,

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casi existencial. Como las demáspersonas del cuarto (y el propioJake), el Chirlas no podíamantener la vista apartada delseñor Tic Tac durante mucho rato;sus ojos se veían atraídosinexorablemente hacia él. Y Jakecomprendía el motivo. El señorTic Tac era el único de lospresentes que parecíacompletamente vital,completamente sano ycompletamente vivo.

—Si tú dices que está de más,pues está de más —concedió elChirlas, pero dirigió una sombría

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mirada a Jake antes de volver lavista hacia el gigante rubio queocupaba el trono—. Pero es muyimpertinente, Tiqui. Impertinentede verdad, vaya si no, y si quieresmi opinión, creo que habrá quedomarlo.

—Cuando quiera tu opiniónya te la pediré —replicó el señorTic Tac—. Y haz el favor decerrar la puerta, Chirlas. ¿O esque te has criado en un corral?

Una mujer de cabello morenosoltó una risotada aguda, unsonido como el graznido de uncuervo. El Tic Tac la miró de

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soslayo. La mujer calló al instantey bajó la mirada hacia el suelo derejilla.

La puerta por la que elChirlas le había hecho entrar secomponía en realidad de dospuertas. A Jake le recordó lasescotillas de las naves espacialesen las películas de ciencia ficciónmás inteligentes. El Chirlas cerrólas dos, se volvió hacia el TicTac e hizo un ademán con el puñocerrado y el pulgar hacia arriba.El señor Tic Tac movióafirmativamente la cabeza y estiróel brazo con aire indiferente para

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pulsar un botón de un muebleparecido a un atril deconferenciante. Un motor empezóa resollar asmáticamente en elinterior de la pared y losfluorescentes se oscurecieron demodo perceptible. Sonó un débilsiseo de aire y el volante de lapuerta interior giró hastabloquearse. Jake supuso que el dela puerta exterior estaría haciendolo mismo. Aquel lugar era unaespecie de refugio contrabombardeos, desde luego; nocabía ninguna duda. Cuando elmotor se paró, los largos tubos de

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neón recobraron su anteriorbrillo.

—Muy bien —dijo el Tic Tacen tono afable. Empezó a recorrera Jake con la vista, Jake tuvo laclara e incómoda sensación deestar siendo examinado ycatalogado por un experto—. Yaestamos todos tranquilos y asalvo. Tan cómodos como sepuede estar. ¿No es verdad,Bocina?

—¡Por supuesto! —respondióde inmediato un individuo alto yflaco vestido con un traje negro.Una especie de eccema le cubría

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la cara, y se rascabaobsesivamente.

—Lo he traído —intervino elChirlas—. Te dije que podíasconfiar en mí, que yo te lo traería,y aquí está, ¿no?

—Lo has traído —asintió elTic Tac—. Es verdad. Al final hellegado a dudar de tu capacidadpara recordar la contraseña,pero…

La mujer morena soltó otrarisotada chillona. El señor TicTac medio se volvió hacia ella,con una sonrisa perezosa en lascomisuras de los labios, y antes

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de que Jake pudiera comprenderlo que estaba ocurriendo —lo queya había ocurrido—, la mujer setambaleó hacia atrás abriendomucho los ojos, por la sorpresa yel dolor, y sujetando entre lasmanos un extraño tumor que lehabía crecido en el centro delpecho en un instante.

Jake se dio cuenta de que elseñor Tic Tac había hecho unaespecie de gesto mientras sevolvía, un gesto tan rápido que nohabía sido más que un centelleo.La delgada empuñadura blancaque sobresalía de la vaina

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colgada del hombro del señor TicTac había desaparecido. El puñalestaba ahora al otro lado delcuarto, clavado en el pecho de lamujer morena. El Tic Tac habíadesenvainado y lo había lanzadocon una velocidad tan asombrosaque, a juicio de Jake, ni siquieraRoland habría podido igualarla.Había sido como un malévolotruco de prestidigitación.

Los demás contemplaron ensilencio cómo la mujer avanzabavacilante hacia el Tic Tac entresonidos roncos, estrangulados,apretando sin fuerzas la

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empuñadura del cuchillo. Alpasar junto a una lámpara de piele dio un golpe con la cadera, y elllamado Bocina se precipitó asostenerla antes de que pudieracaer y romperse. El Tic Tac no semovió lo más mínimo;permaneció sentado con la piernacolgada del brazo del sillón,observando a la mujer sin alterarsu sonrisa perezosa.

La mujer tropezó con el bordede una alfombra y empezó a caerhacia delante. El señor Tic Tacvolvió a moverse con pasmosavelocidad, retirando el pie que

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colgaba del brazo del trono yproyectándolo de nuevo como unpistón. La bota se hundió en elestómago de la mujer morena y lahizo salir despedida hacia atrás.Un chorro de sangre le manó de laboca y salpicó los muebles.Chocó contra la pared, resbalóhacia el suelo y acabó sentadacon la barbilla apoyada en elesternón. A Jake le hizo pensar enuno de esos mexicanos queaparecen en las películas echandouna siesta contra una pared deadobe. Se le hacía difícil creerque hubiera podido pasar de la

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vida a la muerte a tan terriblevelocidad. Los tubosfluorescentes convertían elcabello de la mujer en una brumamedio roja y medio azul. Sus ojosvidriosos contemplaban fijamenteal Tic Tac con incredulidadterminal.

—Ya le había advertido queesa risa le daría un disgusto —comentó el Tic Tac. Posó lamirada en la otra mujer, unapelirroja corpulenta que parecíauna conductora de camiones delargo recorrido—. ¿No es verdad,Tilly?

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—Sí —asintió Tilly alinstante. Tenía los ojosrelucientes de miedo y excitación,y se lamía obsesivamente loslabios—. Ya lo creo que se loadvertiste; muchas, muchas veces.De eso puedo dar fe con mi sello.

—Quizá sí, si pudieras meterla mano por tu gordo culo lobastante arriba para encontrarlo—replicó el Tic Tac—. Tráeme elcuchillo, Brandon, y procuralimpiarle el hedor de esa rameraantes de ponérmelo en la mano.

Un sujeto bajo y patizambo seapresuró a cumplir el encargo. Al

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principio el puñal se negaba asalir; por lo visto, había quedadoencajado en el esternón de ladesdichada mujer morena.Brandon, aterrorizado, miró desoslayo al señor Tic Tac y volvióa tirar con más fuerza.

El Tic Tac, empero, parecíahaber olvidado por completo aBrandon y a la mujer que habíamuerto literalmente de risa. Teníalos brillantes ojos verdes fijos enalgo que le interesaba mucho másque la muerta.

—Ven aquí, capullito —ordenó—. Quiero verte mejor.

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El Chirlas le dio un empujón.Jake salió despedido haciadelante y habría caído si lasrobustas manos del Tic Tac no lohubieran sujetado por loshombros. Luego, cuando estuvoseguro de que Jake habíarecobrado el equilibrio, el TicTac aferró la muñeca izquierdadel muchacho y la levantó. ElSeiko de Jake había llamado suatención.

—Si esto de aquí es lo queme parece, sin duda alguna setrata de un augurio —declaró elTic Tac—. Habla, muchacho:

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¿qué es este sigul que llevas?Jake, que no tenía la menor

idea de lo que era un sigul, solopodía esperar lo mejor.

—Es un reloj de pulsera,señor Tic Tac. Pero no funciona.

El Bocina soltó una risitaentre dientes, y al ver que el TicTac volvía la cabeza hacia él setapó apresuradamente la boca conlas dos manos. Al cabo de uninstante, el Tic Tac miró de nuevoa Jake y su rostro ceñudo diopaso a una radiante sonrisa.Contemplar aquella sonrisa casihacía olvidar que lo que había

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contra la pared era una mujermuerta y no un mexicano depelícula echando una siestaarrimado a la pared.Contemplarla casi hacía olvidarque aquella gente estaba loca, yque el señor Tic Tac eraprobablemente el interno másloco de todo el manicomio.

—Un reloj de pulsera… —repitió el Tic Tac, asintiendo conla cabeza—. Sí, una idea muyingeniosa, si se desea mirar elreloj con frecuencia. ¿Eh,Brandon? ¿Eh, Tilly? ¿Eh,Chirlas?

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Todos respondieron conanhelantes afirmaciones. El señorTic Tac los recompensó con susonrisa cautivadora y se volvióde nuevo hacia Jake. Fue entoncescuando Jake advirtió que lasonrisa, cautivadora o no, no seextendía en absoluto a los ojosverdes del Tic Tac. Su expresiónera la misma que desde unprincipio: fría, cruel y curiosa.

Alargó un dedo hacia elSeiko, que ahora aseguraba queeran las siete y noventa y unminutos —de la mañana y de latarde a la vez—, y lo retiró justo

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antes de tocar el cristal de lapantalla digital.

—Dime, querido niño, ¿estáentrampado este reloj de pulseratuyo?

—¿Cómo? ¡Ah! No, no estáentrampado. —Jake tocó con eldedo la esfera del reloj.

—Eso no demuestra nada, siestá sintonizado a la frecuenciade tu cuerpo —objetó el Tic Tac.Lo dijo en el tono seco ydesdeñoso que utilizaba el padrede Jake cuando no quería que lagente adivinara que no tenía lamenor idea de lo que estaba

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hablando. El Tic Tac echó unvistazo a Brandon, y Jake lo viosopesar los pros y los contras denombrar al patizambo su tocadoroficial de relojes. Sin embargo,acabó rechazando la idea y miró aJake a los ojos—. Si esta cosa meda una descarga, amiguito, dentrode treinta segundos te estarásasfixiando con tus propiaspelotas.

Jake tragó saliva pero no dijonada. El señor Tic Tac volvió aalargar el dedo y esta vez dejóque se posara sobre la esfera delSeiko. Apenas lo tocó, todos los

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números se pusieron a cero einiciaron de nuevo la cuenta.

El Tic Tac había entrecerradolos ojos en una mueca deinminente dolor. Al comprobarque no se producía, las comisurasde los párpados se arrugaron enla primera sonrisa auténtica queel chico le había visto. Jakepensó que en parte era unasonrisa de placer por el valor quehabía demostrado, pero sobretodo de admiración e interés.

—¿Puedo quedármelo? —lepreguntó con voz suave—. Comogesto de buena voluntad, por así

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decir. De hecho soy un granaficionado a los relojes, micapullito querido; vaya si lo soy.

—Se lo ruego. —Jake sequitó inmediatamente el reloj y lodepositó en la manaza que lepresentaba el Tic Tac.

—Habla como un auténticocaballerete de calzones de seda,¿verdad? —observó alegrementeel Chirlas—. En los viejostiempos se habría pagado unprecio muy alto por el regreso dealguien como él, Tiqui, vaya sino. Caramba, mi propio padre…

—Tu padre murió tan podrido

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de mandrus que ni siquiera losperros quisieron comérselo —leinterrumpió el señor Tic Tac—.Cierra el pico, idiota.

Al principio el Chirlaspareció enfurecido… pero luegosimplemente estaba avergonzado.Se dejó caer en una butacacercana y cerró la boca.

El Tic Tac, entretanto,estudiaba la pulsera extensibledel Seiko con expresiónmaravillada. La estiró al máximo,la soltó, volvió a estirarla almáximo, volvió a soltarla. Metióun mechón de pelo entre los

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eslabones separados y se echó areír cuando lo atraparon alcerrarse. Finalmente, introdujo lamano por la pulsera y se subió elreloj hasta la mitad del antebrazo.A Jake le pareció que aquelrecuerdo de Nueva York quedabamuy extraño allí, pero no dijonada.

—¡Maravilloso! —exclamóel Tic Tac—. ¿De dónde lo hassacado, capullito?

—Me lo regalaron mis padresel día de mi cumpleaños —respondió Jake.

Al oírlo, el Chirlas se inclinó

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hacia delante, quizá con laintención de volver a sugerir laidea de pedir un rescate. Sinembargo, la mirada resuelta delTic Tac hizo que lo pensara mejory volvió a hundirse en el sillónsin haber hablado.

—¿Ah, sí? —se extrañó elTic Tac, y enarcó las cejas. Habíadescubierto el botoncito queiluminaba la esfera y no cesabade apretarlo, observando cómo laluz se encendía y se apagaba. Acontinuación miró de nuevo aJake con ojos casi cerrados quevolvían a ser brillantes rendijas

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verdes—. Dime una cosa,capullito: ¿esto funciona con uncircuito unipolar o dipolar?

—Con ninguno de los dos —contestó Jake; no sabía que el noreconocer que ignoraba elsignificado de esos términos iba aacarrearle muchos problemas másadelante—. Funciona con una pilade níquel y cadmio. O al menoseso creo. No he tenido quecambiarla nunca, y hace muchoque perdí el folleto deinstrucciones.

El señor Tic Tac se lo quedómirando un buen rato sin decir

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nada, y Jake advirtió condesaliento que el gigante rubiohabía empezado a sospechar queJake se burlaba de él. Si decidíaque se estaba burlando de él, Jaketenía la impresión de que losmalos tratos que había sufrido decamino hacia allí pareceríancosquillas en comparación con loque el señor Tic Tac podíahacerle. De pronto sintió lanecesidad de llevar lospensamientos del Tic Tac porotros derroteros; lo deseó másque nada en el mundo. Así quedijo lo primero que le pasó por la

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cabeza.—Era su abuelo, ¿verdad?El señor Tic Tac enarcó las

cejas en una expresióninterrogativa. Posó de nuevo lasmanos sobre los hombros de Jakey, aunque no apretaba, Jake pudopercibir su fuerza fenomenal. Sial Tic Tac se le antojaba apretarmás y tirar bruscamente haciadelante, le rompería lasclavículas como si fueran lápices.Si empujaba, seguramente lerompería la espalda.

—¿Quién era mi abuelo,capullito?

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Jake contempló de nuevo laimponente cabeza del Tic Tac, susnobles facciones y sus anchoshombros, y recordó las palabrasde Susannah: «¡Mira qué tamaño,Roland! ¡Supongo que tuvieronque engrasarlo para meterlo en lacabina!».

—El hombre del avión. DavidQuick.

El señor Tic Tac abrió mucholos ojos, sorprendido ydesconcertado. Seguidamenteechó la cabeza atrás y lanzó unaatronadora carcajada que resonóen el techo abovedado. Los

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demás sonrieron con nerviosismo,pero ninguno se atrevió a reírseabiertamente…; no, en vista de loque le había ocurrido a la mujermorena.

—No sé quién eres ni dedónde vienes, muchacho, peroeres el punto más fino que el TicTac ha encontrado en muchosaños. Quick era mi bisabuelo, nomi abuelo, pero te has acercadobastante. ¿No te parece, Chirlas,amigo mío?

—Ay —concedió el Chirlas—. Es fino, desde luego. Yomismo habría podido decírtelo.

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Pero también es muyimpertinente.

—Sí —dijo el señor Tic Tacen tono pensativo. Le apretó loshombros con más fuerza y loatrajo hacia su rostro sonriente,apuesto y lunático—. Ya me doycuenta de que es un impertinente.Se le ve en los ojos. Pero eso yalo arreglaremos nosotros,¿verdad, Chirlas?

No le está hablando alChirlas, pensó Jake. Me lo dice amí. Cree que me estáhipnotizando… y a lo mejor escierto.

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—Ay —suspiró el Chirlas.Jake sintió que se ahogaba en

aquellos grandes ojos verdes.Aunque el Tic Tac seguía sinapretar demasiado, descubrió queno le llegaba suficiente aire a lospulmones. Hizo acopio de todassus fuerzas en un intento deromper el dominio que el giganterubio ejercía sobre él, y otra vezpronunció las primeras palabrasque le vinieron a la mente.

—Así cayó lord Perth, y latierra tembló con ese trueno.

Su efecto sobre el Tic Tac fuecomo el de un bofetón en plena

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cara. Se echó atrás, entornó losojos y le apretó dolorosamentelos hombros.

—¿Qué has dicho? ¿Dóndehas oído eso?

—Me lo dijo un pajarito —replicó Jake con insolenciacalculada, y al instante se hallóvolando a través del cuarto.

Si hubiera chocado de cabezacontra la pared curva, habríaperdido el conocimiento o sehabría matado. Sin embargo diocon una cadera, rebotó y cayódesmadejado sobre la rejilla delsuelo. Sacudió la cabeza,

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aturdido, miró en derredor y seencontró cara a cara con la mujerque no estaba echando una siesta.Lanzó un grito sobresaltado y sealejó rápidamente a gatas. ElBocina le pegó una patada en elpecho que le hizo caer deespaldas. Jake permaneciótendido en el suelo, contemplandoel nudo de colores en que seunían los fluorescentes. Al cabode un instante el rostro del TicTac llenó todo su campo visual.El hombre tenía los labiosapretados en una fina línea recta,las mejillas encendidas de color y

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una sombra de miedo en los ojos.El adorno de cristal en forma deataúd que llevaba colgado delcuello oscilaba justo delante delos ojos de Jake, balanceándosesuavemente de un lado a otro alextremo de la cadena de plata,como si imitara el péndulo delreloj encerrado en su interior.

—El Chirlas tiene razón —afirmó. Cogió a Jake por lacamisa y lo levantó de un tirón—.Eres un impertinente. Pero a míno me vengas con impertinencias,capullito. No me vengas nuncacon impertinencias. ¿Has oído

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decir que hay gente que tiene lamecha corta? Bien, pues yo nisiquiera tengo mecha, y hay milesque podrían atestiguarlo si no leshubiera cerrado la boca parasiempre. Si vuelves a mencionarel nombre de lord Perth delantede mí, te arrancaré la tapa delcráneo y me comeré tu cerebro.No quiero que se cuente esahistoria de mala suerte en la Cunade los Grises. ¿Me hasentendido?

Agitó a Jake de un lado a otrocomo si fuera un trapo, y el chicose echó a llorar.

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—¿Me has entendido?—¡S-s-sí!—Bien. —Dejó a Jake en el

suelo, donde se balanceó como unborracho mientras se enjugaba losojos chorreantes, cubriéndose lasmejillas de manchas de suciedadtan oscuras que parecían rímelcorrido—. Ahora, capullito de micorazón, vamos a tener una sesiónde preguntas y respuestas. Yoharé las preguntas y tú me daráslas respuestas. ¿Entendido?

Jake no contestó. Estabamirando uno de los paneles de larejilla de ventilación que

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circundaba la sala.El señor Tic Tac le cogió la

nariz entre dos dedos y se laretorció cruelmente.

—¿Me has entendido?—¡Sí! —gritó Jake. Sus ojos,

anegados de lágrimas de dolor yterror, regresaron al rostro delTic Tac. Quería seguir mirando larejilla de ventilación, sentía ladesesperada necesidad decomprobar que lo que había vistoallí no era un simple truco de sumente despavorida y ofuscada,pero no se atrevía a hacerlo.Temía que algún otro (el propio

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Tic Tac, seguramente) le siguierala mirada y viera lo mismo queél.

—Bien. —El Tic Tac volvióhacia su sillón arrastrando a Jakede la nariz, se sentó y pasó otravez la pierna sobre elapoyabrazos—. Vamos a teneruna agradable conversación.Empezaremos por tu nombre, si teparece. ¿Puede saberse cómo tellamas, capullito?

—Jake Chambers. —Con lanariz completamente aplastada, suvoz sonó nasal y confusa.

—¿Y eres un «no-ver»,[13]

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Jake Chambers?Jake creyó por un instante que

era una manera peculiar depreguntarle si era ciego…,aunque todos podían darseperfecta cuenta de que no lo era.

—No comprendo lo que…El Tic Tac lo sacudió por la

nariz de un lado a otro.—¡No-ver! ¡No-ver! ¿Dejarás

de jugar conmigo, muchacho?—No comprendo… —

comenzó Jake, y entonces vio lavieja metralleta que colgaba delsillón y pensó en el Focke-Wulfestrellado. Las piezas del

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rompecabezas encajaron por fin—. No, no soy nazi. Soynorteamericano. Todo eso terminómucho antes de que yo naciera.

El señor Tic Tac le soltó lanariz, que inmediatamente empezóa chorrear sangre.

—Si me lo hubieras dichoantes te habrías ahorrado muchasmolestias, Jake Chambers… peroal menos ahora sabes cómohacemos las cosas por aquí, ¿noes cierto?

Jake asintió.—Pues claro. Está bien,

empezaremos con las preguntas

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fáciles.La mirada de Jake se deslizó

de nuevo hacia la rejilla deventilación. Lo que había vistoantes aún estaba allí; no era solouna ilusión. Dos ojos bordeadosde oro flotaban en la oscuridadtras el metal cromado de larejilla.

Acho.El Tic Tac le pegó una

bofetada en la cara que le hizoretroceder hacia el Chirlas, quiende inmediato lo empujó hasta suposición anterior.

—Es hora de clase, corazón

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mío —le susurró el Chirlas—.¡Procura estar atento a laslecciones! ¡Muuy atento, deveras!

—Mírame a la cara cuando tehable —dijo el Tic Tac—. Si nosabes mostrar respeto, JakeChambers, te cortaré los huevos.

—Muy bien.Los ojos verdes del Tic Tac

brillaron amenazadoramente.—Muy bien ¿qué?Jake buscó a tientas la

respuesta correcta, desechandopor el momento la nube depreguntas y la repentina esperanza

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que le había amanecido en lamente. Y se le ocurrió la quehubiera servido en su propiaCuna de los Pubis, tambiénconocida como la Piper School.

—¿Muy bien, señor?El Tic Tac sonrió.—Así me gusta, muchacho —

aprobó, y se inclinó hacia él conlos antebrazos apoyados en losmuslos—. Ahora dime… ¿qué esun norteamericano?

Jake empezó a hablar,recurriendo a toda su fuerza devoluntad para no mirar hacia larejilla de ventilación.

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VEINTINUEVE

Roland enfundó la pistola, cogióel volante con las dos manos eintentó hacerlo girar. No se movióni un milímetro. Eso no lesorprendió demasiado, peropresentaba un grave problema.

Acho permanecía junto a subota izquierda, mirando coninquietud, esperando a queRoland abriera la puerta parapoder reanudar el viaje haciaJake. Al pistolero le habría

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gustado que fuera así de fácil. Noservía de nada quedarse allíparado y esperar a que salieraalguien; podían pasar horas oincluso días antes de que uno delos grises decidiera utilizaraquella salida en particular. Ymientras él esperaba a que esosucediera, el Chirlas y sus amigospodían tener la ocurrencia dedespellejar vivo a Jake.

Apoyó la cabeza contra elacero pero no oyó nada. Esotampoco le sorprendió. Habíavisto puertas como aquella muchotiempo atrás; no era posible hacer

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saltar la cerradura a tiros, yciertamente no era posible oír através de ellas. Podía haber unapuerta o podía haber dos frente afrente, con un espacio de airemuerto entre ellas. No obstante,en algún lugar tenía que haber unbotón que hacía girar el volante yabría los cerrojos. Si Jakelograba llegar a ese botón, lacosa aún tenía arreglo.

Roland se daba cuenta de queno era del todo miembro de ese ka-tet, y barruntaba que inclusoAcho era más plenamenteconsciente que él de la vida

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secreta que existía en el corazóndel grupo (dudaba muchísimo deque el brambo hubiera seguido lapista de Jake solo con el olfato através de aquellos túneles por losque corría el agua en arroyueloscontaminados). Sin embargohabía podido ayudar a Jakecuando este intentaba cruzardesde su mundo. Había podidover… y cuando Jake trataba derecuperar la llave que se le habíacaído, había podido enviarle unmensaje.

Esta vez debía tener muchocuidado a la hora de enviar

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mensajes. En el mejor de loscasos los grises se darían cuentade que estaba pasando algo. Y enel peor, Jake podía malinterpretarlo que Roland intentaba decirle yhacer algo inconveniente.

Pero si pudiera ver…Roland cerró los ojos y

enfocó toda su concentraciónhacia Jake. Pensó en los ojos delchico y envió su ka a buscarlos.

Al principio no hubo nada,pero finalmente empezó aformarse una imagen. Era unrostro enmarcado por una largacabellera rubia. Unos ojos verdes

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refulgían en sus profundascuencas como luces en unacaverna. Roland comprendióenseguida que se trataba delseñor Tic Tac, y que era undescendiente del hombre quehabía muerto en el vehículoaéreo; interesante, pero de ningúnvalor práctico en aquellasituación. Intentó mirar más alládel señor Tic Tac, ver el resto dela sala donde Jake estabaprisionero y las demás personasque había allí.

—Ake —susurró Acho, comosi quisiera recordarle que aquel

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no era el momento ni el lugar deechar un sueñecito.

—Chitón —dijo el pistolerosin abrir los ojos.

Pero era inútil. Solo captabafragmentos borrosos, seguramenteporque Jake tenía concentradatoda su atención en el señor TicTac; todo lo demás no era sinouna serie de indistintas figurasgrises que aleteaban en losbordes de la percepción de Jake.

Roland volvió a abrir los ojosy se golpeó la palma de la manoderecha con el puño izquierdo.Tenía la sensación de que podía

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hacer un esfuerzo mayor y vermás… pero entonces habríamuchas posibilidades de que elchico captara su presencia. Esosería peligroso. El Chirlas podíaolerse algo extraño, y si él no lohacía, lo haría el señor Tic Tac.

Alzó la mirada hacia laestrecha rejilla de ventilación, yluego la bajó hacia Acho. Envarias ocasiones se habíapreguntado hasta dónde alcanzabaexactamente su inteligencia; alparecer había llegado el momentode averiguarlo.

Roland alzó la mano buena,

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introdujo los dedos entre lasláminas horizontales de la rejillamás cercana a la compuerta por laque había pasado Jake y dio untirón. La rejilla se desprendió conuna lluvia de polvo de óxido ymusgo seco. El hueco que habíatras ella era demasiado pequeñopara un hombre… pero no para unbilibrambo. Dejó la rejilla en elsuelo, levantó a Acho y le hablósuavemente al oído.

—Ve… mira… vuelve. ¿Meentiendes? No dejes que te vean.Ve, mira y vuelve.

Acho le miró a los ojos y no

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dijo nada, ni siquiera el nombrede Jake. Roland ignoraba si habíacomprendido o no, pero perder eltiempo pensando en ello nomejoraría la situación. Dejó aAcho en el conducto deventilación. El brambo olisqueólas briznas de musgo seco,estornudó con delicadeza y sequedó agazapado en la corrientede aire que hacía ondear su largoy sedoso pelo, contemplandoindeciso a Roland con susextraños ojos.

—Ve, mira y vuelve —repitióRoland en un susurro, y Acho se

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internó en la oscuridad,caminando sigilosamente, con lasuñas retraídas.

Roland sacó otra vez elrevólver e hizo lo más difícil.Esperar.

Acho regresó en menos detres minutos. Roland lo bajó delconducto de ventilación y lo dejóen el suelo. Acho se lo quedómirando con el largo cuellototalmente extendido.

—¿Cuántos hay, Acho? —lepreguntó Roland—. ¿Cuántos hasvisto?

Durante un largo instante

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creyó que el brambo no iba ahacer nada más que seguirmirándolo con expresión ansiosa.

Después el animal levantó unapata con gesto vacilante, extendiólas uñas y las contempló como sitratara de recordar algo muydifícil. Finalmente, empezó agolpear ligeramente el suelometálico.

Uno… dos… tres… cuatro.Una pausa. Luego dos golpes más,rápidos y delicados, rascandoapenas el acero con las uñasextendidas: cinco, seis. Acho hizouna nueva pausa y agachó la

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cabeza, como un chiquilloagobiado por la angustia de untitánico esfuerzo mental. Acontinuación dio un últimogolpecito en el suelo y alzó lamirada hacia Roland.

—¡Ake!Seis grises… y Jake.Roland cogió a Acho en

brazos y lo acarició.—¡Muy bien! —le musitó al

oído. Se sentía casi abrumado deasombro y gratitud. Esperabaobtener algo, pero aquellarespuesta tan precisa erasorprendente. Y tenía muy pocas

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dudas en cuanto a la exactitud dela cifra—. ¡Buen muchacho!

—¡Acho! ¡Ake!Sí, Jake. Jake era el

problema. Jake, al que habíahecho una promesa que pensabacumplir.

El pistolero cavilóprofundamente a su extrañamanera, con esa combinación depuro pragmatismo e intuicióndesenfrenada que probablementele venía de su peculiar abuela,Deidre la Loca, y que lo habíamantenido con vida durante todosesos años mientras sus viejos

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compañeros desaparecían. Yahora dependía de ella paramantener con vida también a Jake.

Cogió a Acho de nuevo,sabiendo que Jake quizá podríasobrevivir —quizá— pero que elbrambo iba a morir casi con todacerteza. Susurró unas cuantaspalabras sencillas junto a la orejaenhiesta de Acho y las repitió unay otra vez. Al fin dejó de hablar ylo depositó otra vez en elconducto de ventilación.

—Buen muchacho —musitó—. Vete ya. Hazlo. Mi corazón vacontigo.

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—¡Acho! ¡Azón! ¡Ake! —susurró el brambo, y se escabullóhacia la oscuridad.

Roland esperó a que sedesataran todas las furias delinfierno.

TREINTA

«Hazme una pregunta, EddieDean de Nueva York. Y procuraque sea buena… porque si no loes, tú y tu mujer vais a morir,vengáis de donde vengáis».

¿Y cómo se podía responder a

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una cosa así?La luz roja se había apagado,

y poco después reapareció larosada.

—Daos prisa —les urgió ladébil voz del Pequeño Blaine—.Está peor que nunca… ¡Daosprisa, si no, os matará!

Eddie era vagamenteconsciente de que las bandadasde palomas asustadas seguíanrevoloteando por la Cuna sin unpropósito definido, y que algunasde ellas chocaban de frente contralas columnas y caían muertas alsuelo.

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—¿Qué quiere de nosotros?—le preguntó Susannah al altavozy a la vocecita del PequeñoBlaine que se ocultaba tras él—.Por el amor de Dios, ¿qué es loque quiere?

No hubo respuesta. Y Eddieempezó a sentir que cualquierperíodo de gracia con el quehubieran podido contar alprincipio estaba expirandorápidamente. Pulsó el botón deHABLAR/ESCUCHAR e interpeló aBlaine con frenética animaciónmientras el sudor le chorreabapor las mejillas y el cuello.

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«Hazme una pregunta».—¡Oye, Blaine! ¿Qué has

estado haciendo estos últimosaños? Creo que ya no siguescubriendo tu recorrido desiempre, ¿verdad? ¿Alguna razónen especial? ¿Es que ya no teencuentras en forma?

Los únicos sonidos fueron elaleteo y el rumor de las palomas.Mentalmente vio a Ardisintentando gritar mientras se lederretían las mejillas y se leencendía la lengua. Notó que se leerizaba el pelo de la nuca.¿Miedo? ¿Acumulación de

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electricidad?«Daos prisa… Está peor que

nunca».—A propósito, ¿quién te

construyó? —prosiguiófrenéticamente Eddie, y pensó:¡Si al menos supiera qué quierede nosotros la maldita máquina!—. ¿Quieres hablar de eso?¿Fueron los grises? Qué va,seguramente los GrandesAntiguos, ¿no? O quizá…

Dejó la frase en el aire.Percibía el silencio de Blainecomo un peso físico sobre la piel,como unas manos carnosas que lo

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estuvieran palpando.—¿Qué quieres? —gritó al fin

—. ¿Se puede saber qué coñoquieres oír?

No hubo contestación, perolos botones del interfonoempezaron a brillar de nuevo conun rojo furioso, y Eddiecomprendió que se les acababa eltiempo. Había empezado a oír unzumbido grave en las cercanías—un zumbido como el de ungenerador eléctrico— y no creíaque ese sonido fuera fruto de suimaginación, por más que lehubiera gustado creerlo así.

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—¡Blaine! —gritó Susannahde súbito—. ¿Me oyes, Blaine?

Tampoco esta vez huborespuesta, y Eddie notó que elaire se cargaba de electricidadcomo se llena de agua un tazónsituado bajo el grifo. La sentíacrepitar amargamente en la nariza cada respiración; sentía que susentrañas zumbaban como insectosirritados.

—¡Tengo una pregunta,Blaine, y es bastante buena!¡Escucha! —dijo Susannah. Cerrólos ojos por unos instantes, sefrotó nerviosamente las sienes y

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volvió a abrirlos de nuevo—.Hay una cosa que… ah… quenada es, pero tiene nombre. Aveces es larga y… y a vecesbreve… —Hizo una pausa y miróa Eddie con los ojos muy abiertosy llenos de ansiedad—.¡Ayúdame! ¡No recuerdo cómosigue!

Eddie se la quedó mirandocomo si se hubiera vuelto loca.¿De qué hablaba, por Diosbendito? Entonces captó la idea yle encontró un sentido perfecto depuro descabellado. El resto delacertijo se colocó por sí solo en

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su lugar como las dos últimaspiezas de un rompecabezas.

—Está presente en nuestrasconversaciones y en nuestrasdiversiones, y participa en todoslos juegos. ¿Qué es? Esta es lapregunta, Blaine: ¿qué es?

La luz roja que iluminaba losbotones de COMANDO y ENTRARsituados bajo el conjunto denúmeros parpadeó y se apagó.Hubo un interminable momento desilencio antes de que Blainehablara de nuevo… pero Eddie sedio cuenta de que la sensacióneléctrica que le hormigueaba en

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la piel estaba disminuyendo.—UNA SOMBRA, POR

SUPUESTO —respondió la vozde Blaine—. MUY FÁCIL…PERO NO ESTÁ MAL. NOESTÁ NADA MAL.

La voz que surgía delinterfono estaba animada por unacalidad reflexiva, y por otra cosaademás. ¿Placer? ¿Anhelo? Eddieno pudo identificarlo, pero eraconsciente de que había algo enesa voz que le recordaba a la delPequeño Blaine. Y también eraconsciente de otra cosa: Susannahles había salvado el pellejo, al

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menos por el momento. Se inclinóy le besó la frente, fría ysudorosa.

—¿SABÉIS MÁSADIVINANZAS? —preguntóBlaine.

—Sí, muchísimas —respondió Susannah al instante—.Nuestro compañero Jake tiene unlibro lleno de ellas.

—¿DEL DONDE LLAMADONUEVA YORK? —quiso saberBlaine, y esta vez su tono de vozfue perfectamente diáfano, almenos para Eddie. Blaine podíaser una máquina, pero Eddie

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había sido adicto a la heroínadurante seis años y reconocía unavoz ansiosa cuando la oía.

—De Nueva York, sí —contestó Eddie—. Pero Jake hacaído prisionero. Se lo llevó unhombre llamado Chirlas.

No hubo respuesta, y depronto los botones volvieron arelucir con aquella tenue luz rosa.

—De momento vais bien —susurró la vocecita del PequeñoBlaine—. Pero debéis tenercuidado… Es muy imprevisible.

Las luces rojas reaparecieronal instante.

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—¿HABÉIS DICHO ALGO?—La voz de Blaine era fría, yEddie hubiera jurado quesuspicaz.

Miró a Susannah. Susannah ledevolvió la mirada con los ojosde una niñita que ha oído moverseinsidiosamente algo espantosobajo la cama.

—He carraspeado, Blaine —dijo Eddie. Tragó saliva y seenjugó el sudor de la frente con elantebrazo—. Estoy… ¡Mierda! Tediré la verdad, y ríete de mí siquieres: estoy muerto de miedo.

—MUY ACERTADO POR

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TU PARTE. ESASADIVINANZAS DE QUE MEHABLÁIS… ¿SONESTÚPIDAS? NOCONSENTIRÉ QUE PONGÁISA PRUEBA MI PACIENCIACON ADIVINANZASESTÚPIDAS.

—La mayor parte son muyinteligentes —le aseguróSusannah, pero miró a Eddie connerviosismo mientras lo decía.

—MIENTES. NO CONOCESEN ABSOLUTO LA CALIDADDE LAS ADIVINANZAS.

—¿Cómo puedes decir…?

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—ANÁLISIS VOCAL. LOSMODELOS DE FRICCIÓN YLAS PAUTAS DEÉNFASIS/TENSIÓN EN LOSDIPTONGOS PROPORCIONANUN COCIENTE FIABLE DEVERACIDAD/FALSEDAD. LAFIABILIDAD PREDICTIVA ESDE UN 97%, MÁS O MENOS0,5%. —La voz permaneció unosinstantes en silencio, y cuandovolvió a hablar lo hizo con unacento amenazador que a Eddie leresultó muy conocido. Era la vozde Humphrey Bogart—. TEACONSEJO QUE TE ATENGAS

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A LO QUE SABES, MUÑECA.EL ÚLTIMO QUE INTENTÓPASARSE DE LISTOCONMIGO ACABÓ EN ELFONDO DEL SEND CON UNASBOTAS DE CEMENTO.

—¡Dios mío! —exclamóEddie—. Hemos caminadoseiscientos o setecientoskilómetros para conocer laversión informatizada de RichLittle. Blaine, ¿cómo puedesimitar a actores de nuestro mundocomo John Wayne y HumphreyBogart?

Nada.

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—De acuerdo, no quieresresponder a esta pregunta. A verqué te parece esta otra: si lo quequerías oír era una adivinanza,¿por qué no lo dijiste desde unprincipio?

Tampoco ahora huborespuesta, pero Eddie descubrióque en realidad no era necesaria.A Blaine le gustaban lasadivinanzas, de modo que leshabía propuesto una. Susannah lahabía resuelto. Eddie estabaseguro de que si no lo hubierahecho, ahora estarían convertidoslos dos en algo semejante a un par

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de paquetes de carbón parabarbacoa de tamaño superfamiliarabandonados en el suelo de laCuna de Lud.

—¿Blaine? —preguntóSusannah con inquietud. No huborespuesta—. ¿Sigues ahí, Blaine?

—SÍ. PROPONEDMEOTRA.

—¿Cuándo una puerta no esuna puerta?

—CUANDO ES UNAJARRA. TENDRÉIS QUEPENSAR EN ALGO MEJOR SIDE VERAS PRETENDÉIS QUEOS LLEVE A ALGUNA PARTE.

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¿SERÉIS CAPACES?—Si llega Roland, estoy

segura de que sí —contestóSusannah—. Al margen de lacalidad de las adivinanzas quehay en el libro de Jake, Rolandconoce centenares; de hecho lasestudiaba en la escuela depequeño. —Después de decirlo,Susannah se dio cuenta de que leresultaba imposible imaginarse aRoland de pequeño—. ¿Nosllevarás, Blaine?

—PODRÍA SER —concedióBlaine, y Eddie tuvo la seguridadde que oía una oscura vena de

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crueldad en su voz—. PERO SIQUERÉIS QUE ME PONGA ENMARCHA, TENDRÉIS QUELLAMAR A LOS PRIMOS DELPORTERO, Y EMPEZANDO ALREVÉS.

—¿Y eso qué quiere decir?—preguntó Eddie, contemplandoel aerodinámico lomo rosado deBlaine por entre los barrotes.Pero Blaine no respondió a estani a ninguna de las preguntas quele hicieron. Las brillantes lucesnaranja permanecieronencendidas, pero tanto el Pequeñocomo el Gran Blaine parecían

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sumidos en un estado dehibernación. Sin embargo, Eddieno se lo tragó. Blaine estabadespierto. Blaine los estabaobservando. Blaine escuchaba susmodelos de fricción y sus pautasde énfasis/tensión en losdiptongos.

Se volvió hacia Susannah:—«Tendréis que llamar a los

primos del portero, y empezandoal revés» —recitó con vozdesconsolada—. Es un acertijo,¿no?

—Sí, naturalmente. —Susannah miró la ventanilla

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triangular, tan parecida a un ojoburlón semientornado, y atrajo aEddie hacia sí para poderhablarle al oído—. Estácompletamente loco, Eddie:esquizofrénico, paranoico yseguramente también sufrealucinaciones.

—Y que lo digas —asintió élen un susurro—. Lo que tenemosaquí es un genio chiflado yfantasma de ordenador monorraílque se pirra por las adivinanzas ypuede superar la velocidad delsonido. Bienvenidos a la versiónfantástica de Alguien voló sobre

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el nido del cuco.—¿Tienes idea de cuál puede

ser la respuesta?Eddie meneó la cabeza.—No. ¿Y tú?—Un cosquilleo en el fondo

de la mente. Una luz falsa,seguramente. No dejo de pensaren lo que nos dijo Roland: unabuena adivinanza siempre esracional y siempre tiene solución.Es como un truco de magia.

—Te confunde.Ella asintió.—Ve a pegar otro tiro, Eddie.

Que sepan que aún estamos aquí.

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—Sí. Ojalá pudiéramos sabersi ellos aún están allí.

—¿Tú qué crees, Eddie?Eddie ya había echado a

andar y respondió sin detenerse nimirar atrás.

—No lo sé. Esa es unaadivinanza que ni siquiera Blainepuede contestar.

TREINTA Y UNO

—¿Podría beber algo? —preguntó Jake. Le salió una vozfelpuda y nasal. Tanto la boca

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como su maltratada nariz se leestaban hinchando. Parecía el quese ha llevado la peor parte en unafuriosa riña callejera.

—Sí, claro —respondió elTic Tac en tono sensato—.Podrías. No cabe la menor dudade que podrías beber algo.Tenemos muchísimo para beber,¿no es así, Víbora?

—¡Por supuesto! —asintió unindividuo alto y con gafas quevestía camisa de seda blanca ypantalones de seda negra. Parecíaun profesor universitario de unacaricatura de Punch de principios

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de siglo—. Aquí no escasean lossuministros líquidos.

El señor Tic Tac, otra vezrepantigado en su trono, miró aJake con cara de buen humor.

—Tenemos distintas clases devino y cerveza, y un aguaexcelente, por descontado. Aveces es lo que pide el cuerpo,¿no crees? Agua clara, fresca yburbujeante. ¿Qué tal suena eso,capullito?

La garganta de Jake, tambiéninflamada y rasposa como papelde lija, le ardía dolorosamente.

—Suena bien —susurró.

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—Figúrate que hasta a mí meha entrado sed —le confesó elTic Tac. Ensanchó los labios enuna sonrisa. Le chispearon losojos—. Trae una jarra de agua,Tilly; no sé dónde he dejado losmodales.

Tilly salió por la compuertadel lado opuesto de la sala,situada justo enfrente de aquellapor la que habían entrado Jake yel Chirlas. El chico la siguió conla vista y se lamió los labiosresecos.

—Vamos a ver —comenzó elTic Tac, y miró de nuevo a Jake

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—. Has dicho que la ciudadnorteamericana de la que vienes,esa Nueva York, se parece muchoa Lud.

—Bueno… No exactamente…—Pero reconoces algunas

máquinas —insistió el Tic Tac—.Válvulas, bombas y cosas así. Porno hablar de los tubos lucíferos.

—Sí. Nosotros los llamamosfluorescentes, pero es lo mismo.

De pronto, el Tic Tac alargóla mano hacia él. Jake se encogió,pero el Tic Tac se limitó a darleuna palmadita en el hombro.

—Sí, sí; más o menos lo

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mismo. —Le brillaron los ojos—.¿Y sabes qué es un ordenador?

—Sí, claro, pero…Tilly volvió con el agua y se

acercó tímidamente al trono delseñor Tic Tac, que cogió la jarray la alzó hacia Jake. Cuando Jakehizo ademán de cogerla, el TicTac la apartó y empezó a beber.Mientras veía resbalar el agua dela boca del Tic Tac y caer sobresu pecho desnudo, Jake se puso atemblar. No pudo evitarlo.

El Tic Tac lo miró por encimadel borde de la jarra, como siacabara de recordar que Jake aún

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estaba ante él. A su espalda, elChirlas, el Víbora, Brandon y elBocina sonreían maliciosamentecomo colegiales que acaban deoír un divertido chiste verde.

—¡Caramba! ¡He empezado apensar en la sed que tenía y me heolvidado por completo de ti! —exclamó el Tic Tac—. ¡Quegrosería por mi parte! ¡Los diosesme maldigan la vista! Pero, claro,me ha parecido tan buena… Yrealmente es buena… fresca…transparente…

Le ofreció la jarra a Jake.Cuando fue a cogerla, volvió a

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apartarla.—Capullito, antes me dirás

qué sabes sobre ordenadoresdipolares y circuitos transitivos—exigió con voz fría.

—¿Qué…? —Jake desvió lamirada hacia la rejilla deventilación, pero tampoco estavez pudo ver los ojos dorados delbrambo. Empezaba a creer quelos había imaginado. Llevó lavista hacia el señor Tic Tac,seguro al menos de una cosa: nopensaba darle agua. Había sidouna estupidez soñar siquiera quese la daría—. ¿Qué es un

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ordenador dipolar?Las facciones del señor Tic

Tac se contrajeron de ira; arrojóel agua que quedaba al rostromagullado e hinchado de Jake.

—¡No me vengas ahora conesas! —chilló. Se quitó el relojSeiko y se lo pasó por las naricesa Jake—. ¡Cuando te hepreguntado si funcionaba con uncircuito dipolar, me has dicho queno! ¡Así que no me vengas ahoracon que no sabes de qué hablocuando ya has dejado claro quesí!

—Pero… Pero… —Jake no

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pudo seguir. Le daba vueltas lacabeza de miedo y confusión.Vagamente se dio cuenta de queestaba lamiéndose toda el aguaque podía de los labios.

—¡Justo debajo de nosotroshay miles de esos jodidosordenadores dipolares, quizáincluso cien mil, y el único queaún funciona no hace más quejugar a «miradme» y poner enmarcha los tambores! ¡Quieroesos ordenadores! ¡Quiero quetrabajen para mí!

El señor Tic Tac abandonó eltrono de un salto, agarró a Jake,

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lo sacudió con violencia y acabóarrojándolo al suelo. Jake chocócon una de las lámparas y la hizocaer; la bombilla estalló con unaespecie de tos ronca. Tilly soltóun gritito y dio un paso atrás, conlos ojos abiertos y asustados. ElVíbora y Brandon cruzaron unamirada nerviosa.

El Tic Tac se inclinó haciadelante, con los codos sobre losmuslos, y le gritó a la cara.

—¡¡Los quiero para mí YESTOY DISPUESTO ACONSEGUIRLOS!!

En la sala se hizo el silencio,

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roto únicamente por el suavezumbido del aire caliente queentraba por las rejillas. De prontola rabia congestionadadesapareció del rostro del TicTac, como si jamás hubieraexistido, para dar paso a otrasonrisa encantadora. El gigante seinclinó un poco más y ayudó aJake a incorporarse.

—Lo siento. A veces mepongo a pensar en lasposibilidades que ofrece estelugar y pierdo el mundo de vista.Te ruego que aceptes misdisculpas, capullito. —Recogió

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la jarra volcada y la lanzó haciaTilly—. ¡Llena esto, zorra inútil!¿Se puede saber qué te pasa?

Volvió la atención a Jake, sindejar de exhibir su sonrisa depresentador de televisión.

—Muy bien; ya has hecho tubromita y yo he hecho la mía.Ahora dime todo lo que sepassobre ordenadores dipolares ycircuitos transitivos. Luegopodrás beber.

Jake abrió la boca para deciralgo —no tenía ni idea de qué—y entonces pasó algo increíble: lavoz de Roland inundó su mente.

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«Distráelos, Jake… y si hayun botón que abra la puerta,procura acercarte».

El señor Tic Tac lo mirabamuy fijamente.

—Se te ha ocurrido algo,¿verdad, capullito? Siempre medoy cuenta. No lo guardes ensecreto; díselo a tu buen amigoTiqui.

Jake captó un movimiento conel rabillo del ojo. Aunque no seatrevió a mirar la rejilla deventilación —tenía toda laatención del Tic Tac centrada enél—, supo que Acho había

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regresado y estaba mirando porlas ranuras.

Tenía que distraerlos… y depronto supo cómo hacerlo.

—Se me ha ocurrido algo —asintió—, pero no se refiere a losordenadores. Se refiere a miviejo amigo el Chirlas. Y a suviejo amigo el Bocina.

—¡Oye, oye! —saltó elChirlas—. ¿De qué estáshablando, muchacho?

—¿Por qué no le dices al TicTac quién te dio realmente lacontraseña, Chirlas? Y entoncesyo le diré dónde la guardas.

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La mirada perpleja del TicTac pasó de Jake al Chirlas.

—¿Qué está diciendo?—¡Nada! —replicó el

Chirlas, pero no pudo reprimiruna fugaz mirada al Bocina—.Solo está diciendo tonterías parasalirse de la mierda echándomelaa mí encima, Tiqui. ¡Ya te hedicho que es un impertinente! ¿Note dije…?

—¿Por qué no mira qué llevaen el pañuelo? —sugirió Jake—.Tiene un trozo de papel con lacontraseña escrita. Tuve queleérsela yo porque ni siquiera fue

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capaz de hacerlo él mismo.Esta vez no apareció de

pronto la rabia en el rostro delTic Tac sino que se le fueoscureciendo gradualmente, comoun cielo de verano antes de unaterrible tormenta eléctrica.

—Déjame ver el pañuelo,Chirlas —dijo con voz tensa ycontenida—. Deja que tu viejocompañero le eche una miradita.

—¡Te digo que es mentira! —gritó el Chirlas, poniéndose lasmanos sobre el pañuelo yretrocediendo dos pasos hacia lapared. Justo por encima de él

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relucían los ojos de Achobordeados de oro—. ¡Solo tienesque mirarle la cara para dartecuenta de que lo que mejor sabehacer un capullito impertinentecomo este es mentir!

El señor Tic Tac clavó losojos en el Bocina, que parecíamuerto de miedo.

—¿Qué dices tú? —lepreguntó el Tic Tac con suterrible voz suave—. ¿Qué dicestú, Bocina? Ya sé que el Chirlas ytú sois compañeros de culo desdehace tiempo, y sé que tienes lainteligencia de un ganso

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degollado, pero seguramente nisiquiera tú puedes ser tan idiotapara poner por escrito unacontraseña de la cámarainterior… ¿o sí? ¿Has podidohacerlo?

—Yo… Yo solo pensé… —comenzó el Bocina.

—¡Cállate! —gritó el Chirlas,y dirigió a Jake una mirada deodio visceral—. Te mataré poresto, corazoncito. Ya verás si no.

—Quítate el pañuelo, Chirlas—le ordenó el señor Tic Tac—.Quiero verlo por dentro.

Jake dio un paso furtivo hacia

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el atril donde estaban los botones.—¡No! —El Chirlas volvió a

llevarse las manos a la cabeza yapretó el pañuelo con fuerza,como si pudiera salir volando porsu propia cuenta—. ¡Que mecuelguen si lo hago!

—Sujétalo, Brandon —dijo elTic Tac.

Brandon se abalanzó sobre elChirlas. La reacción del Chirlasno fue tan rápida como antes ladel Tic Tac, pero sí lo suficiente;se agachó, sacó un cuchillo de lacaña de la bota y se lo clavó aBrandon en el brazo.

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—¡Ay, cabrón! —gritóBrandon por la sorpresa y eldolor mientras empezaba acorrerle la sangre por el brazo.

—¡Mira qué has hecho! —chilló Tilly.

—¿Es que siempre tengo queocuparme personalmente de todo?—gritó el Tic Tac, aparentementemás exasperado que enojado, y sepuso en pie. El Chirlas retrocediópoco a poco, blandiendo elcuchillo ante la cara en lentosdibujos hipnóticos. La otra manoseguía firmemente plantada sobreel cráneo.

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—Atrás —jadeó—. Te quierocomo a un hermano, Tiqui, pero sino te echas atrás te enterraré estahoja en las tripas, vaya si no.

—¿Tú? No creo —replicó elTic Tac con una carcajada.Desenvainó el puñal y lo sostuvocon delicadeza por laempuñadura de hueso. Todos losojos estaban fijos en ellos. Jakedio dos pasos rápidos hacia elatril y su grupito de botones yalargó la mano hacia el que creíaque el Tic Tac había utilizado.

El Chirlas retrocedíasiguiendo la pared curva, y los

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tubos de luz le pintaban la caracomida de mandrus en unasucesión de colores enfermizos:verde bilis, rojo fiebre, amarilloictericia. Ahora era el señor TicTac quien se hallaba bajo larejilla de ventilación desde la queAcho espiaba.

—Suéltalo, Chirlas —leinvitó el Tic Tac en tonorazonable—. Me has traído alchico, como yo quería; si alguiensale mal parado de este asuntoserá el Bocina, no tú. Solo quieroque me enseñes…

Jake vio que Acho se

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agazapaba para saltar ycomprendió dos cosas: lo queAcho iba a hacer y quién se lohabía hecho hacer.

—¡No, Acho! —aulló.Todos se volvieron a mirarlo.

En ese instante saltó Acho,golpeando la frágil rejilla yhaciéndola saltar. El señor TicTac giró bruscamente hacia elsonido y Acho le cayó en la caravuelta hacia arriba, cubriéndoselade mordiscos y zarpazos.

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TREINTA Y DOS

Roland lo oyó vagamente aun através de la doble compuerta—«¡No, Acho!»— y se le cayó elalma a los pies. Esperó a que elvolante girase, pero no ocurrió.Cerró los ojos y envió con todassus fuerzas: «¡La puerta, Jake!¡Abre la puerta!».

No percibió respuesta alguna,y las imágenes habíandesaparecido. Su línea decomunicación con Jake, frágil

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desde un principio, se habíainterrumpido.

TREINTA Y TRES

El señor Tic Tac trastabilló yretrocedió, maldiciendo, gritandoy tratando de aferrar la cosaconvulsa que le mordía y ledesgarraba la cara. Notó que laszarpas de Acho se le clavaban enel ojo izquierdo y lo arrancaban,y un horrible dolor rojo se lehundía en la cabeza como unaantorcha en llamas arrojada a un

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profundo pozo. Agarró a Acho, selo quitó de la cara y lo alzó sobresu cabeza, dispuesto a retorcerlocomo un trapo.

—¡No! —protestó Jake. Seolvidó del botón que abría laspuertas y cogió la metralletacolgada del respaldo del sillón.

Tilly soltó un chillido. Losotros se dispersaron. Jake apuntóla vieja arma alemana hacia elTic Tac. Acho, colgado cabezaabajo de aquellas poderosasmanazas y doblado casi al puntode romperse, se debatíafuriosamente y lanzaba

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dentelladas al aire. Gritaba deagonía, con sonidos atrozmentehumanos.

—¡Suéltalo, cabrón! —gritóJake, y apretó el gatillo.

Tuvo suficiente presencia deánimo para apuntar bajo. En aquelespacio cerrado el rugido de laSchmeisser calibre 40 resultóensordecedor, aunque solodisparó cinco o seis balas. Unode los tubos luminosos saltóhecho trizas en un estallido defrío fuego naranja. Apareció unagujero un par de centímetros porencima de la rodilla de los

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ceñidos pantalones del señor TicTac, e inmediatamente empezó aextenderse una mancha oscura. Laboca del Tic Tac se abrió en unadesconcertada «O» de sorpresa,una expresión que revelaba conmayor claridad de lo que podríanhacerlo las palabras que, con todasu inteligencia, el Tic Tacesperaba vivir una larga ydichosa vida en la que éldisparaba contra la gente peronadie disparaba contra él. Quedisparasen contra él, bien, peroque llegaran a darle… Aquellaexpresión de sorpresa decía que

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eso sencillamente no entraba enlas reglas del juego.

Bienvenido al mundo real,hijoputa, pensó Jake.

El Tic Tac dejó caer a Achosobre el suelo de rejilla parasujetarse la pierna herida. ElVíbora se echó encima de Jake yle pasó un brazo por el cuello,pero entonces Acho cayó sobre élentre agudos ladridos y empezó amorderle el tobillo a través de lospantalones de seda negra. ElVíbora lanzó un grito y se alejóbrincando para sacudirse a Achodel tobillo. Acho se aferraba

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como una lapa. Jake se volvió yvio al señor Tic Tacarrastrándose hacia él con elpuñal entre los dientes.

—Adiós, Tiqui —se despidióJake, y apretó de nuevo el gatillode la Schmeisser. No pasó nada.Jake no sabía si estabadescargada o encasquillada, y noera momento para conjeturas.Retrocedió un par de pasos, hastadescubrir que el voluminososillón que el Tic Tac utilizabacomo trono le cortaba el paso.Antes de que pudiera rodearlo yponer el sillón entre los dos, el

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Tic Tac le tenía cogido el tobillo.La otra mano fue a la empuñaduradel cuchillo. Los restos del ojoizquierdo le colgaban sobre lamejilla como una masa de jaleade menta; el ojo derechofulminaba a Jake con una miradade odio demencial.

Jake intentó desasirse y cayóatravesado sobre el trono delseñor Tic Tac. Su mirada se posóen una bolsa cosida en el interiordel apoyabrazos de la derecha.Sobre la tira elástica que lacerraba sobresalía una culata derevólver de agrietada madreperla.

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—¡Ah, capullito, cómo vas asufrir! —susurró el señor Tic Tac,al borde del éxtasis. La «O» desorpresa había dado paso a unaancha sonrisa temblorosa—. ¡Ah,cómo vas a sufrir! Y cómo voy adisfrutar… ¿Qué?

La sonrisa se le borró de loslabios y la «O» de sorpresaempezó a formarse de nuevocuando Jake le apuntó con aquelcursi revólver niquelado y montóel percutor. La mano que leaferraba el tobillo apretó más ymás, hasta que a Jake le parecióque se le iban a romper los

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huesos.—¡No puedes! —exclamó el

Tic Tac en un susurro histérico.—Sí que puedo —dijo Jake

con voz adusta, y apretó el gatillodel revólver del Tic Tac. Sonóuna detonación seca, muchomenos espectacular que el rugidoteutónico de la Schmeisser. AlTic Tac le apareció un agujeritonegro en el ángulo superiorderecho de la frente. El ojo que lequedaba clavó en Jake una miradade incredulidad.

Jake intentó disparar de nuevopero no lo consiguió.

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De pronto al señor Tic Tac sele desprendió un pliegue de cuerocabelludo que le quedó colgandosobre la mejilla derecha como sifuera un trozo de empapeladoviejo. Roland habría sabido quéquería decir eso; en cambio Jakese hallaba casi incapacitado paraningún pensamiento coherente. Unhorror tenebroso y terroríficogiraba por su mente como elembudo de un tornado. Seacurrucó en el enorme sillón; lamano que le sujetaba el tobillo losoltó, y el señor Tic Tac sedesplomó de bruces.

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La puerta. Tenía que abrir lapuerta y dejar entrar al pistolero.

Con esa idea en la mente yninguna otra, Jake soltó elrevólver con cachas demadreperla, que cayóestrepitosamente al suelometálico, y se levantó del sillón.Cuando alargaba de nuevo elbrazo hacia el botón que creíahaber visto utilizar al Tic Tac,dos manos se cerraron sobre sugarganta, tiraron de él hacia atrásy lo apartaron del atril.

—Te dije que te mataría,compañerito podrido —le susurró

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una voz al oído—, y el Chirlassiempre cumple lo que promete.

Jake agitó los brazos haciaatrás y solo encontró aire vacío.Los dedos del Chirlas se lehundieron en la garganta,apretando inexorablemente. Elmundo empezó a volverse grisante sus ojos. Y el gris no tardóen oscurecerse a morado, y elmorado a negro.

TREINTA Y CUATRO

Un motor se puso en marcha, y el

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volante situado en el centro de lacompuerta giró con rapidez.¡Loados sean los dioses!, pensóRoland. Cogió la rueda con lamano derecha casi antes de quehubiera cesado de moverse yabrió de un tirón. La otracompuerta también estaba abierta;del otro lado llegaban ruidos degente luchando y los ladridos deAcho, agudos ladridos de furia ydolor.

Roland acabó de abrir lapuerta de una patada y vio alChirlas estrangulando a Jake.Acho había soltado al Víbora y

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estaba mordiendo al Chirlas paraque soltara a Jake, pero la botadel Chirlas cumplía su cometidopor partida doble: protegía a sudueño de los colmillos delbrambo y protegía a Acho de lavirulenta infección que al Chirlasle corría por la sangre. Brandonvolvió a clavarle el cuchillo en elcostado para que dejara en paz eltobillo del Chirlas, pero Acho noparecía darse cuenta. Jakecolgaba de las mugrientas manosde su captor como una marionetaa la que le han cortado lascuerdas. Tenía la cara de un

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blanco azulado, y sus hinchadoslabios habían adquirido undelicado tono lavanda.

El Chirlas alzó la vista.—¡Tú! —Fue un rugido de

odio.—Yo —asintió Roland. Lanzó

un disparo y al Chirlas se ledesintegró el lado izquierdo de lacabeza. El tipo salió despedidohacia atrás mientras se ledeshacía el ensangrentadopañuelo amarillo, y fue a caersobre el señor Tic Tac. Por unosinstantes agitó espasmódicamentelos pies sobre la rejilla de hierro,

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y luego quedó quieto.El pistolero le pegó dos tiros

a Brandon, abanicando elpercutor del revólver con el cantode la mano derecha. Brandon, queestaba agachándose para apuñalara Acho, giró en redondo, chocócontra la pared y se deslizó pocoa poco hasta el suelo, cogido auno de los tubos. Una espectralluz verde se le filtraba entre losdedos, cada vez más flojos.

Acho fue cojeando hacia Jakey empezó a lamerle la cara, lívidae inmóvil.

El Víbora y el Bocina no

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necesitaban ver más. Sin decirsenada, echaron a correr al mismotiempo hacia la puertecita por laque había salido Tilly para ir enbusca del agua. No era momentopara gestos caballerescos; Rolandlos mató a los dos por la espalda.Ahora tendría que moverserápido, realmente muy rápido, yno estaba dispuesto a correr elriesgo de que aquellos dos letendieran una emboscada si porcasualidad recobraban el coraje.

En lo alto del recinto enforma de cápsula se encendió unracimo de brillantes luces color

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naranja y empezó a sonar unaalarma con poderosos bocinazosque hacían temblar las paredes.Al cabo de uno o dos segundos,las luces de emergenciaempezaron a destellar al ritmo dela alarma.

TREINTA Y CINCO

Eddie estaba volviendo haciaSusannah cuando la alarmaempezó a gemir. Soltó un grito desorpresa y alzó la Ruger sinapuntar a nada en concreto.

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—¿Qué pasa?Susannah meneó la cabeza: no

tenía ni idea. La alarma dabamiedo, pero la cosa no terminabaahí; también era lo bastantepotente para resultar físicamentedolorosa. Aquellas aristas desonido amplificado a Eddie lehicieron pensar en el claxon de uncamión de gran tonelaje elevado ala décima potencia.

En aquel momento laslámparas de sodio de colornaranja empezaron a apagarse yencenderse rítmicamente. Cuandollegó junto a la silla de Susannah,

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Eddie vio que los botones deCOMANDO y ENTRAR tambiénpalpitaban en destellos de luzroja. Parecía que le hicieranguiños.

—¿Qué pasa, Blaine? —gritó.Miró en derredor pero solo viosombras que danzabanfrenéticamente—. ¿Todo esto escosa tuya?

La única respuesta de Blainefue una carcajada, una terriblecarcajada mecánica que a Eddiele recordó el payaso autómata quehabía ante la Casa de losHorrores de Coney Island cuando

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él era niño.—¡Basta ya, Blaine! —aulló

Susannah—. ¿Cómo vamos apensar una respuesta a tuadivinanza con esa sirenaantiaérea sonando a todovolumen?

La carcajada cesó tanbruscamente como habíaempezado, pero Blaine nocontestó. O quizá sí: al otro ladode la reja que les impedíaacceder al andén, enormesmotores accionados por turbinasslo-trans sin rozamientodespertaron por mandato de los

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ordenadores dipolares que tantohabía codiciado el Tic Tac. Porprimera vez en diez años, Blaineel Mono estaba despierto ypreparándose para alcanzar suvelocidad de crucero.

TREINTA Y SEIS

La alarma, que en efecto se habíainstalado para advertir a los largotiempo difuntos residentes de Ludante un inminente ataque aéreo (yque ni siquiera se había probadodesde hacía casi mil años), anegó

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la ciudad en sonido. Todas lasluces que aún funcionaban seencendieron y empezaron a latiral unísono. Los pubis en lascalles y los grises debajo de ellasestaban convencidos por igual deque el final que siempre habíantemido había caído sobre ellos.Los grises sospechaban queestaba produciéndose unacatastrófica avería mecánica. Lospubis, que siempre habían creídoque los fantasmas que acechabanen las máquinas enterradas bajola ciudad acabarían alzándosealgún día para tomarse su muy

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aplazada venganza contra los queaún vivían, seguramente seacercaban más a la verdad de loque estaba ocurriendo.

Ciertamente habíasobrevivido una inteligencia enlos antiguos ordenadoresalmacenados bajo la ciudad, unorganismo viviente que desdehacía mucho tiempo había dejadode pensar con cordura bajo unascondiciones que, en el interior desus implacables circuitosdipolares, solo podían ser deabsoluta realidad. Duranteochocientos años había mantenido

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en sus bancos de memoria unalógica cada vez más torcida, yhabría podido seguirmanteniéndola ochocientos añosmás de no ser por la llegada deRoland y sus amigos. Sinembargo, aquella mentis noncorpus se había entregado a suscavilaciones y se había idovolviendo más loca cada año quepasaba; incluso en sus períodosde sueño, cada vez másprolongados, podía decirse quesoñaba, y esos sueños se habíanvuelto más anormales a medidaque el mundo se movía. Ahora,

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aunque la maquinariainconcebible que mantenía losHaces se había debilitado, estainteligencia demente e inhumanahabía despertado en las estanciasde la ruina y, aunque tanincorpórea como un fantasma,había empezado a deambular atrompicones por las salas de losmuertos.

En otras palabras, Blaine elMono se preparaba para largarsede Dodge.

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TREINTA Y SIETE

Roland, arrodillado al lado deJake, oyó una pisada a su espalday se volvió con el revólver en lamano. Tilly, con su cara de tezpastosa convertida en unamáscara de confusión y temorsupersticioso, levantó las manos ychilló.

—¡No me mate, señor! ¡Porfavor, no me mate!

—Pues entonces corre —ledijo secamente el pistolero, y

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cuando Tilly empezó a moverse lepegó en la pantorrilla con elcañón del arma—. Por ahí no; pordonde he entrado yo. Y si algunavez vuelves a verme, seré loúltimo que veas. ¡Vamos, corre!

La mujer desapareció en elcírculo de sombras intermitentes.

Roland apoyó la cabeza en elpecho de Jake y se tapó el otrooído con la palma paraamortiguar los alaridos de laalarma. Oyó latir el corazón delmuchacho, despacio pero confuerza. Le pasó los brazos entorno y, mientras lo hacía, Jake

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parpadeó y abrió los ojos.—Esta vez no me has dejado

caer. —Su voz era apenas unsusurro ronco.

—No. Ni esta vez ni nunca.No te esfuerces en hablar.

—¿Dónde está Acho?—¡Acho! —ladró el brambo

—. ¡Acho! —Brandon le habíapegado varias cuchilladas, peroninguna de las heridas parecíamortal, ni siquiera grave. Eraevidente que padecía algún dolor,pero también era evidente que sehallaba transportado de alegría.Miraba a Jake con ojos

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chispeantes, asomando la lenguarosada—. ¡Ake, Ake, Ake!

Jake, con los ojos llenos delágrimas, extendió las manos;Acho cojeó hacia el círculo desus brazos y se dejó abrazar unosinstantes.

Roland se puso en pie y miróa su alrededor. Detuvo los ojos enla puerta del lado opuesto delcuarto. Los dos hombres quehabía matado por la espaldahabían corrido hacia allí, y lamujer también había querido huirpor esa puerta. El pistolero seacercó a ella con Jake en brazos y

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Acho a los talones. Apartó de unpuntapié a uno de los grisesmuertos y se agachó paratrasponer el umbral. Al otro ladohabía una cocina. A pesar detodos los accesorios eléctricos ylas paredes de acero inoxidable,parecía una pocilga; por lo vistolos grises no sentían gran interéspor las tareas domésticas.

—Agua —susurró Jake—.Por favor… Mucha sed…

Roland sintió un extrañodesdoblamiento, como si eltiempo se hubiera replegadosobre sí mismo. Recordó cómo

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había salido casi a rastras deldesierto, enloquecido por el calory el vacío. Recordó cómo sehabía desvanecido en las cuadrasde la Estación de Paso, mediomuerto de sed, y cómo habíadespertado al sabor de un hilillode agua fresca que le corríagarganta abajo. El chico se habíaquitado la camisa, la habíaempapado bajo el chorro de labomba y le había dado de beber.Ahora le tocaba a él hacer porJake lo que Jake ya había hechopor él.

Roland miró a los lados y vio

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una pila. Fue hacia allí y abrió elgrifo. Salió un abundante chorrode agua fría y clara. La alarmaseguía sonando insistentemente asu alrededor.

—¿Puedes tenerte en pie?Jake asintió.—Creo que sí.Roland lo dejó en el suelo,

listo para recogerlo si setambaleaba demasiado, pero Jakese apoyó en la pila y metió lacabeza bajo el chorro. Rolandcogió a Acho y le examinó lasheridas. Ya estaban cerrándose.Has salido muy bien librado, mi

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peludo amigo, pensó Roland, ypuso la palma bajo el grifo paradarle agua al animal. Acho se labebió afanosamente.

Jake apartó la cabeza con elcabello pegado a los lados de lacara. Aún tenía un colordemasiado pálido y las huellas delos golpes recibidos eranclaramente visibles, pero ofrecíamejor aspecto que cuando Rolandse había agachado sobre él. Porun instante terrible, el pistolerohabía tenido la certeza de queJake estaba muerto.

Empezó a sentir deseos de

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volver atrás y matar al Chirlasotra vez, y eso lo llevó a otracosa.

—¿Y el que el Chirlasllamaba «señor Tic Tac»? ¿Lo hasvisto, Jake?

—Sí. Acho le saltó encima.Le desgarró la cara. Luego yo lepegué un tiro.

—¿Está muerto?A Jake empezaron a temblarle

los labios. Los apretó confirmeza.

—Sí. En la… —Se dio unosgolpecitos en la frente, bastantepor encima de la ceja derecha—.

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Tuve… Tuve suerte.Roland lo miró con expresión

calculadora y meneó lentamentela cabeza.

—Lo dudo mucho, ¿sabes?Pero ahora no tiene importancia.Vámonos.

—¿Adónde vamos? —La vozde Jake aún no era más que unmurmullo ronco, y constantementedirigía la mirada hacia lahabitación en la que había estadoa punto de morir.

Roland señaló al otro lado dela cocina. Pasada otra compuertacontinuaba el pasillo.

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—Por ahí, para empezar.—PISTOLERO —retumbó

una voz por todas partes.Roland giró en redondo, con

un brazo sosteniendo a Acho y elotro sobre los hombros de Jake,pero no había nadie.

—¿Quién me habla? —gritó.—DI TU NOMBRE,

PISTOLERO.—Roland de Gilead, hijo de

Steven. ¿Quién me habla?—GILEAD YA NO EXISTE

—dijo la voz en tono pensativo,sin hacer caso a la pregunta.

Roland alzó la mirada y vio

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una serie de anillos concéntricosen el techo. La voz procedía deallí.

—NINGÚN PISTOLERO HACAMINADO POR MUNDOINTERIOR NI MUNDO MEDIODESDE HACE CASITRESCIENTOS AÑOS.

—Mis amigos y yo somos losúltimos.

Jake cogió a Acho de brazosde Roland. El brambo empezó alamerle inmediatamente lahinchada cara; sus ojos rodeadosde oro estaban llenos deadoración y felicidad.

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—Es Blaine —le susurró Jakea Roland—. ¿Verdad?

Roland asintió. Claro que loera… pero tenía la impresión deque Blaine era mucho más que unsimple tren monorraíl.

—¡MUCHACHO! ¿ERES TÚJAKE DE NUEVA YORK?

Jake se acercó más a Rolandy miró los altavoces.

—Sí —respondió—. Soy yo.Jake de Nueva York. Ah… hijode Elmer.

—¿TIENES TODAVÍA ELLIBRO DE ADIVINANZAS?¿ESE LIBRO DEL QUE ME

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HAN HABLADO?Jake se llevó la mano a la

espalda y una expresión derecuerdo desconsolado le cubrióla cara cuando sus dedos notocaron más que su propiaespalda. Al volverse haciaRoland, el pistolero ya le tendíala mochila, y aunque su rostrolargo y finamente tallado semantenía tan impenetrable comosiempre, Jake tuvo la sensaciónde que en las comisuras de loslabios acechaba la sombra de unasonrisa.

—Tendrás que ajustar las

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correas —le advirtió Rolandmientras Jake cogía el bulto—.Las he alargado.

—Pero ¿y ¡Adivina,adivinanza!?

Roland asintió.—Están los dos libros.—¿QUÉ LLEVAS AHÍ,

PEQUEÑO PEREGRINO? —inquirió la voz en tono de charlaociosa.

—¡Caramba! —exclamó Jake.Puede vernos además de

oírnos, pensó Roland, y casi alinstante descubrió un ojillo decristal en un rincón, muy por

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encima de la línea normal devisión de una persona. Unescalofrío le recorrió la piel, y sedio cuenta por la expresiónturbada de Jake y la forma en queestrechaba los brazos en torno aAcho de que no estaba solo en sudesasosiego. Aquella vozpertenecía a una máquina, unamáquina increíblementeinteligente, una máquinajuguetona, pero a pesar de todoalgo andaba muy mal en ella.

—El libro —respondió Jake—. Tengo el libro de adivinanzas.

—BIEN. —Había una

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satisfacción casi humana en lavoz—. EXCELENTE DEVERAS.

Un barbudo roñoso aparecióde súbito en el umbral del ladoopuesto de la cocina. Un pañueloamarillo manchado de sangre ypringado de suciedad aleteabasobre el brazo del recién llegado.

—¡Incendios en las paredes!—chilló. En su pánico, no diomuestras de advertir que Roland yJake no formaban parte de sumiserable ka-tet subterráneo—.¡Humo en los niveles inferiores!¡La gente se está matando! ¡Algo

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va mal! ¡Mierda, todo va mal!Tenemos que…

La puerta del horno se abrióde golpe como una mandíbuladislocada. De su interior brotó ungrueso haz de fuego blanquiazulque envolvió la cabeza delbarbudo. El hombre salióimpulsado hacia atrás, con laropa en llamas y la pielhirviéndole en la cara.

Jake se quedó mirando aRoland, atónito y horrorizado.Roland le pasó un brazo por loshombros.

—ME HA INTERRUMPIDO

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—explicó la voz—, HA SIDOUNA DESCORTESÍA,¿VERDAD?

—Sí —concedió Roland—.Fue muy descortés.

—SUSANNAH DE NUEVAYORK DICE QUE CONOCESMUCHAS ADIVINANZAS DEMEMORIA, ROLAND DEGILEAD. ¿ES CIERTO?

—Sí.Hubo una explosión en una de

las habitaciones que daban aaquel tramo del corredor; el sueloles tembló bajo los pies y sonó uncoro astillado de alaridos. Las

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luces intermitentes y el sonidoincesante de la sirena seamortiguaron momentáneamente yenseguida volvieron con másfuerza. Por las rejillas deventilación surgieron unas volutasde humo acre y amargo. Acho loolisqueó y estornudó.

—DIME UNA DE TUSADIVINANZAS, PISTOLERO —le invitó la voz. Era serena ydespreocupada, como siestuvieran sentados en unatranquila plaza de pueblo y no enel subsuelo de una ciudad queparecía a punto de venirse abajo.

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Roland reflexionó unosinstantes y la primera que le vinoa la mente fue la adivinanzafavorita de Cuthbert.

—De acuerdo, Blaine —contestó—. Aquí la tienes. ¿Quées mejor que todos los dioses ypeor que el Viejo Pata Hendida?Los muertos lo comen siempre;los vivos que lo comen muerendespacio.

—Ten cuidado, pistolero. —La vocecita era tan leve como unabocanada de aire fresco el díamás caluroso del verano. La vozde la máquina les había llegado

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por todos los altavoces a la vez,pero esta procedía únicamentedel altavoz que tenían justoencima—. Ten cuidado, Jake deNueva York. Recordad que estoson los Drawers. Pasad despacioy con mucho cuidado.

Hubo un largo silencio. Jakehundió su rostro entre el pelo deAcho con la intención deolvidarse del tufo del asado deGray.

Jake miró al pistolero conojos cada vez más abiertos.Roland meneó casiimperceptiblemente la cabeza y

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alzó un dedo. Daba la impresiónde estar rascándose un lado de lanariz, pero ese dedo también lecruzaba los labios, y a Jake lepareció que en realidad Rolandestaba diciéndole que mantuvierala boca cerrada.

—UNA ADIVINANZAINTELIGENTE —dijo Blaine alfin. Su voz parecía teñida deauténtica admiración—. LARESPUESTA ES NADA,¿VERDAD?

—Así es —respondió Roland—. Tú también eres bastanteinteligente, Blaine.

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Cuando la voz habló denuevo, Roland percibió lo queEddie había percibido antes: unansia profunda e incontrolable.

—PREGÚNTAME OTRA.Roland aspiró hondo.—Ahora no.—ESPERO QUE NO TE

NIEGUES, ROLAND, HIJO DESTEVEN, PORQUE ESOTAMBIÉN ES DESCORTÉS.SUMAMENTE DESCORTÉS.

—Llévanos con nuestrosamigos y sácanos de Lud —dijoRoland—. Entonces quizá hayatiempo para adivinanzas.

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—PODRÍA MATARTE AQUÍMISMO —amenazó la voz, y estavez fue tan fría como el día másoscuro del invierno.

—Sí —admitió Roland—. Nome cabe ninguna duda. Pero lasadivinanzas morirían connosotros.

—PODRÍA LLEVARME ELLIBRO DEL MUCHACHO.

—Robar es mucho másdescortés que una negativa o unainterrupción —observó Roland.Hablaba como si solo estuvierapasando el rato, pero los dedosque le quedaban en la mano

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derecha apretaban con fuerza elhombro de Jake.

—Además —intervino Jake,mirando el altavoz del techo—,las respuestas no vienen en ellibro. Las páginas estánarrancadas. —En un destello deinspiración, se dio unosgolpecitos en la sien—. Pero lastengo aquí.

—TENDRÉ QUERECORDAROS QUE A NADIELE CAEN BIEN LOSSABELOTODOS —dijo Blaine.Hubo otra explosión, esta máspotente y más cercana. Una de las

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rejillas de ventilación saltó porlos aires y cruzó la cocina comoun proyectil. Al cabo de uninstante, dos hombres y una mujerentraron por la puerta queconducía al resto de la conejerade los grises. El pistolero lesapuntó con el arma, pero la bajóde nuevo en cuanto vio quecruzaban precipitadamente lacocina y volvían a salir por lapuerta que daba al silo, sin dirigirsiquiera una mirada a Roland ni aJake. A Roland le parecieronanimales en fuga ante un incendioen el bosque.

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En el techo se abrió un panelde acero inoxidable que dejó aldescubierto un recuadro deoscuridad. Algo plateado refulgióen su interior, y al cabo de unosinstantes del agujero cayó unaesfera de acero de un palmo ymedio de diámetroaproximadamente, que quedósuspendida en el aire de lacocina.

—SEGUID —dijo Blainesecamente.

—¿Nos conducirá hasta Eddiey Susannah? —inquirió Jake,esperanzado.

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Blaine solo respondió consilencio, pero cuando la esferaempezó a flotar pasillo abajo,Roland y Jake la siguieron.

TREINTA Y OCHO

Jake no guardaba memoria clarade lo que ocurrió a continuación,y seguramente eso era algo deagradecer. Había dejado sumundo más de un año antes deque novecientas personascometieran un suicidio colectivoen un pequeño país sudamericano

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llamado Guyana, pero había oídohablar de las periódicas carrerasde los lemmings hacia la muerte,y lo que estaba pasando en laciudad subterránea de los grisesera algo parecido.

Había explosiones, algunas enaquel mismo nivel, pero lamayoría muy por debajo de ellos;de las rejillas de ventilaciónsurgía a veces un humo acre, perocasi todos los depuradores deaire seguían funcionando yconseguían extraer la mayor parteantes de que pudiera acumularseen nubes asfixiantes. No vieron

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fuego. Sin embargo, los grisesreaccionaban como si hubierasonado la hora del apocalipsis.La mayoría se limitaba a escapar,con caras como una vacía «O» depánico, pero muchos se habíanquitado la vida en los pasadizos ylas salas comunicadas por las quela esfera de acero conducía aRoland y a Jake. Algunos sehabían pegado un tiro, muchosmás se habían rajado el cuello olas muñecas, y unos cuantos alparecer habían tomado veneno.En las caras de todos los muertosse advertía la misma expresión de

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terror angustioso. Jake apenasalcanzaba a entender vagamentequé los había conducido aaquello. Roland se hacía una ideamás aproximada de lo que leshabía pasado —o les habíapasado a sus mentes— cuandoaquella ciudad tanto tiempomuerta cobró vida a su alrededory empezó a destrozarse a símisma.

Y era Roland quiencomprendía que Blaine lo hacíadeliberadamente. Que Blaine losestaba azuzando.

Se agacharon para esquivar a

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un ahorcado que colgaba de untubo de calefacción y bajaronruidosamente un tramo deescalera metálica siguiendo laflotante bola de acero.

—¡Jake! —gritó Roland—.Tú no me abriste la puerta,¿verdad?

Jake sacudió la cabeza.—Lo suponía. Fue Blaine.Llegaron al pie de la escalera

y se internaron apresuradamentepor un angosto corredor queconducía a una escotilla con lainscripción ABSOLUTAMENTEPROHIBIDA LA ENTRADA en las

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letras angulosas de la AltaLengua.

—¿De veras se llama Blaine?—Sí; es un nombre tan bueno

como cualquier otro.—¿Y la otra v…?—¡Chis! —dijo Roland con

expresión sombría.La bola de acero se paró ante

la compuerta. El volante giró, y lapuerta quedó abierta. Roland tiróde ella y pasaron a una vasta salasubterránea que se extendía entres direcciones hasta dondealcanzaba la vista. Estaba llenade pasillos, en apariencia

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interminables, de materialelectrónico y cuadros de mandos.La mayoría de los panelesseguían muertos y oscuros, peroJake y Roland, boquiabiertos enel umbral, vieron encenderseluces piloto y oyeron el ruido demaquinaria que se ponía enfuncionamiento.

—El señor Tic Tac dijo quehabía miles de ordenadores —comentó Jake—. Creo que teníarazón. ¡Dios mío, mira!

Roland no entendió el términoque Jake había utilizado, por loque no dijo nada y se limitó a

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observar cómo se iluminaba unahilera de paneles tras otra. Unanube de chispas y una brevelengua de fuego verde saltaron deuna de las consolas a causa deuna avería en algún antiguocomponente.

La mayor parte de lasmáquinas, no obstante, parecíahallarse en buen estado yfuncionar a la perfección. Agujasque no se habían movido ensiglos saltaron de pronto al verde.Enormes cilindros de aluminioempezaron a girar, suministrandolos datos almacenados en sus

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chips de silicio a bancos dememoria que volvían a hallarseplenamente despiertos y listospara recibir información.Pantallas digitales que loindicaban todo, desde la presiónmedia de los acuíferos de laBaronía del Río Oeste hasta elamperaje disponible en lahibernada Central Nuclear de laCuenca del Send, se encendieronen brillantes matrices de puntosrojos y verdes. En lo altoempezaron a destellar hileras deglobos suspendidos, irradiandohaces de luz. Y desde abajo,

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desde arriba y alrededor —desdetodas partes—, llegaba elzumbido grave de los generadoresy los motores slo-trans quedespertaban de su prolongadosueño.

Jake casi no podía tenerse enpie. Roland lo cogió otra vez enbrazos y persiguió la bola deacero por entre máquinas cuyopropósito y funcionamiento elpistolero no podía ni siquieraconjeturar. Acho corría pegado asus talones. La bola giró a laizquierda y se encontraron en unpasillo flanqueado por muros de

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monitores de televisión, miles ymiles de monitores amontonadosen hileras como un juego deconstrucción infantil.

A papá le encantaría, pensóJake.

Algunas zonas de aquellainmensa sala de vídeo todavíaestaban oscuras, pero habíamuchas pantallas encendidas.Mostraban una ciudad sumida enel caos, tanto arriba como abajo.Grupos de pubis recorrían lascalles a la deriva, con los ojosmuy abiertos y la bocamoviéndose sin sonido. Muchos

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saltaban desde los edificios altos.Jake observó con horror que en elpuente sobre el Send se habíancongregado unos centenares depersonas; estaban arrojándose alagua. Otras pantallas mostrabangrandes habitaciones llenas decamastros, como dormitorioscomunes. En algunas de estassalas había fuego, pero daba laimpresión de que eran los propiosgrises dominados por el pánicolos que iniciaban los incendios,quemando con sopletes susmuebles y colchones por soloDios sabía qué razón.

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En una pantalla se veía ungigante con pecho de barril quearrojaba hombres y mujeres a loque parecía una prensa deestampar en frío salpicada desangre. Esto era terrible, pero aúnhabía algo peor: las víctimasformaban cola sin necesidad deguardianes y aguardabandócilmente su turno. El verdugo,con el pañuelo amarillo muyceñido al cráneo y los extremosanudados balanceándose bajo lasorejas como dos trenzas, agarró auna anciana y la sostuvo en altomientras esperaba con paciencia

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a que el bloque de acero seelevara de nuevo para poderecharla dentro. La anciana no seresistía; de hecho, a Jake lepareció que incluso sonreía.

—EN LAS HABITACIONESLA GENTE VIENE Y VA —recitó Blaine—, PERO NOCREO QUE HABLEN DEMIGUEL ÁNGEL. —De prontose echó a reír, una extraña risitaentre dientes que sonó como aratas escabullándose entre vidriosrotos. A Jake ese sonido leprodujo escalofríos. No queríatener nada que ver con una

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inteligencia capaz de reírse así,pero ¿qué alternativa tenían?

Dirigió otra vez la miradahacia los monitores sin poderevitarlo… y al instante Roland lehizo volver la cabeza al frente.Fue un gesto suave pero firme.

—Ahí no hay nada quenecesites ver, Jake —le explicó.

—Pero ¿por qué lo hacen? —quiso saber Jake. No habíacomido nada en todo el día, peroaun así tenía ganas de vomitar—.¿Por qué?

—Porque tienen miedo, yBlaine alimenta ese miedo. Pero

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sobre todo, creo yo, porque hanvivido demasiado tiempo en elcementerio de sus abuelos y yaestán cansados de ello. Y antes decompadecerlos, recuerda con quésatisfacción te habrían llevadocon ellos al claro al final delcamino.

La bola de acero dobló otraesquina y dejó atrás las pantallasde televisión y el equipo decontrol electrónico. Ante ellos seextendía una ancha franja dealgún material sintéticoincrustado en el suelo. Relucíacomo alquitrán recién aplicado

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entre dos estrechas tiras de acerocromado que convergían en unpunto que no estaba situado en ellado opuesto de la sala, sino en suhorizonte.

La bola se agitó conimpaciencia sobre la franjaoscura y de pronto la cintatransportadora —pues de eso setrataba— se puso silenciosamenteen marcha, desplazándose entresus bordes de acero a lavelocidad de un hombrecorriendo. La bola trazabapequeños arcos en el aire,indicándoles que subieran.

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Roland echó a correr junto ala cinta móvil hasta que alcanzómás o menos la misma velocidady subió a ella. Dejó a Jake en elsuelo, y los tres —pistolero,muchacho y brambo de ojosdorados— fueron transportadoscon celeridad por aquellapenumbrosa llanura subterráneaen la que estaban despertando lasantiguas máquinas. La cinta móvillos llevó por una zona de lo queparecían ser archivadores, unainterminable hilera dearchivadores tras otra. Estabanoscuros…, pero no muertos. De

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su interior surgía un zumbido bajoy soñoliento, y Jake alcanzó a verfinos resquicios de brillante luzamarilla entre las planchas deacero.

De repente se acordó delseñor Tic Tac.

«¡Bajo esta puñetera ciudadhay quizá cien mil malditosordenadores dipolares! ¡Quieroque sean míos!».

Bueno, pensó Jake, por lovisto están despertando, así quesupongo que has conseguido loque querías, Tiqui… Pero siestuvieras aquí, no sé si todavía

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lo querrías.Luego le vino a la memoria el

bisabuelo del Tic Tac, que habíatenido el valor de subir a unavión de otro mundo y hacerlodespegar. Con esa sangre en lasvenas, Jake se imaginó que el TicTac, lejos de asustarse hasta elextremo de quitarse la vida,habría recibido con deleite estegiro de los acontecimientos… ycuanta más gente se suicidara deterror, más feliz se habría sentido.

Demasiado tarde para ti,Tiqui, pensó. Gracias a Dios.

Roland habló en voz queda y

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asombrada.—Todas estas cajas… Creo

que estamos viajando por lamente de esa cosa que se da elnombre de Blaine, Jake. Creo queestamos viajando por su mente.

Jake asintió, y le vino a lamente su Redacción Final.

—Blaine el Cerebro es unengorro del demonio.

—Sí.Jake miró fijamente a Roland.—¿Vamos a salir donde yo

creo que vamos a salir?—Sí —respondió Roland—.

Si todavía seguimos el Camino

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del Haz, saldremos en la Cuna.Jake asintió.—Roland.—¿Qué?—Gracias por venir a

rescatarme.Roland hizo un gesto de

asentimiento y le pasó un brazopor los hombros.

Mucho más adelante unosenormes motores cobraron vidacon un rugido sordo. Al cabo deun instante empezó a sonar unpotente chirrido, y una nueva luz—el fulgor crudo de las lámparasde sodio naranja— cayó sobre

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ellos. Jake pudo ver el lugar enque terminaba la cinta móvil. Acontinuación había una estrecha yempinada escalera mecánica queconducía a aquella luz naranja.

TREINTA Y NUEVE

Eddie y Susannah oyeron arrancarunos motores pesados casiexactamente bajo sus pies. Uninstante después, una ampliafranja del suelo de mármolempezó a retirarse poco a poco ydejó al descubierto una larga

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ranura iluminada. El suelodesaparecía hacia ellos. Eddiecogió los puños de la silla deruedas y la hizo retrocederrápidamente a lo largo de la rejade acero que se alzaba entre elandén del monorraíl y el resto dela Cuna. En la trayectoria delcreciente rectángulo de luz habíavarias columnas, y Eddieesperaba verlas caer por elagujero cuando el suelo que lassustentaba desapareciera bajo subase. Pero las columnas siguieronserenamente en pie, como siflotaran en el aire.

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—¡Veo una escaleramecánica! —gritó Susannah porencima de la incesante alarmaintermitente. Estaba inclinadahacia delante, escrutando elagujero.

—¡Ajá! —gritó Eddie—. Enesta planta tenemos la estacióndel metro elevado, así que por ahídebe de bajarse a novedades,perfumería y ropa interior deseñora.

—¿Qué?—No importa.—¡Eddie! —aulló Susannah.

Una expresión de sorpresa

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placentera se le encendió en lacara como los fuegos artificialesdel Cuatro de Julio. Se inclinómás aún y señaló con el dedo, yEddie tuvo que sujetarla para queno se cayese de la silla—. ¡EsRoland! ¡Son los dos!

Hubo un topetazo resonantecuando la ranura del suelo seabrió hasta su máxima extensión yse detuvo. Los motores que lahabían impulsado sobre sus guíasocultas se apagaron con un largogemido moribundo. Eddie corrióal borde del agujero y vio aRoland parado en uno de los

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peldaños. Jake —lívido,magullado, ensangrentado, peroobviamente Jake y obviamentevivo— estaba de pie a su lado,apoyado en el hombro delpistolero. Y sentado en elpeldaño siguiente, mirando hacialo alto con ojos brillantes, estabaAcho.

—¡Roland! ¡Jake! —gritóEddie. Dio un salto adelante,agitando las manos por encima dela cabeza, y cayó danzando alborde de la ranura. Si hubierallevado sombrero, lo habríalanzado al aire.

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Los recién llegados alzaron lacara y saludaron con la mano.Eddie vio que Jake estabarisueño, e incluso el largo, alto yfeo daba la impresión de quepodía venirse abajo de unmomento a otro e insinuar unasonrisa. Las maravillas, pensóEddie, nunca se acaban. Depronto le pareció que el corazónle había crecido tanto que no lecabía en el pecho, y empezó adanzar más deprisa, sacudiendolos brazos y soltando alaridos, sinatreverse a parar por miedo aestallar físicamente de alegría y

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alivio. Hasta aquel momento nose había dado cuenta de lo muyseguro que estaba su corazón deque ya no volverían a ver aRoland ni a Jake nunca más.

—¡Eh, tíos! ¡Muy bien! ¡Deputa madre! ¡Subid aquícorriendo!

—¡Ayúdame, Eddie!Se volvió. Susannah intentaba

bajar de la silla, pero se le habíaenredado un pliegue de lospantalones de piel de ciervo en elmecanismo de freno. Reía ylloraba al mismo tiempo, y susojos oscuros centelleaban de

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felicidad. Eddie la levantó con talviolencia que la silla cayóderribada de lado, y la hizodanzar en círculos entre susbrazos. Ella se le colgó del cuellocon una mano y agitóenérgicamente la otra.

—¡Roland! ¡Jake! ¡Subidaquí! ¡Moved el culo!, ¿me oís?

Cuando llegaron a lo alto dela escalera, Eddie abrazó aRoland y le palmeó la espaldamientras Susannah le cubría lacara de besos a Jake. Acho corríaa su alrededor en apretados ochosy ladraba excitado.

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—¡Cariño! —exclamóSusannah—. ¿Estás bien?

—Sí —respondió Jake.Seguía sonriendo, pero teníalágrimas en los ojos—. Ycontento de estar aquí. No teimaginas qué contento.

—Puedo imaginármelo, cielo.De eso puedes estar seguro. —Sevolvió hacia Roland—. ¿Qué lehan hecho? Parece que le hayanpasado una apisonadora por lacara.

—Casi todo es obra delChirlas —explicó Roland—. Yano volverá a molestarlo. Ni a

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nadie más.—¿Y tú, muchachote? ¿Estás

bien?Roland asintió y miró a su

alrededor.—Así que esto es la Cuna…—Sí —respondió Eddie.

Estaba mirando por el agujero—.¿Qué hay ahí abajo?

—Máquinas y locura.—Tan locuaz como siempre,

ya veo. —Eddie se volvió haciaRoland y sonrió—. No puedesimaginarte lo muchísimo que mealegro de verte.

—Sí, ya me doy cuenta. —

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Roland sonrió entonces, pensandoen cómo cambiaban las personas.Había habido un tiempo, y nohacía tanto, en el que Eddie habíaestado al borde de degollar alpistolero con su propio cuchillo.

Los motores del subsueloarrancaron de nuevo. La escaleramecánica se detuvo. El agujerodel suelo empezó a cerrarse otravez. Jake se acercó a la silla deruedas volcada y cuando estabalevantándola posó la mirada en laaerodinámica figura de color rosaque había al otro lado de la valla.Se le cortó la respiración, y el

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sueño que había tenido trasabandonar Paso del Río regresócon todo su vigor: la enorme balarosa cortando las planicies vacíasdel oeste de Missouri hacia Achoy él. Dos grandes ventanillastriangulares refulgían en la carasin facciones de aquel monstruoque se les venía encima,ventanillas como ojos… y ahorael sueño estaba haciéndoserealidad, como Eddie siemprehabía sabido que sucedería.

Solo es un horrible tren chu-chú y se llama Blaine elEngorro.

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Eddie se le acercó y le pasóel brazo por los hombros.

—Bueno, campeón, aquí lotienes; tal como estaba anunciado.¿Qué te parece?

—No gran cosa, en realidad.—La insuficiencia de estadeclaración era colosal, peroJake estaba demasiado exhaustopara dar una respuesta mejor.

—A mí tampoco —dijo Eddie—. Habla. Y le gustan lasadivinanzas.

Jake asintió.Roland se había cargado a

Susannah sobre la cadera y

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estaban examinando la caja demando y su teclado numérico enforma de rombo. Jake y Eddiefueron con ellos. Eddie descubrióque no podía dejar de mirarconstantemente a Jake paraasegurarse de que no era unproducto de su imaginación; elchico estaba allí de veras.

—Y ahora, ¿qué? —lepreguntó a Roland.

Roland rozó levemente losbotones numerados con las yemasde los dedos y sacudió la cabeza.No lo sabía.

—Porque me parece que los

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motores del mono están subiendode revoluciones —prosiguióEddie—. Es difícil saberlo concerteza con esa alarma que nopara de sonar, pero creo que sí…y a fin de cuentas Blaine es unrobot. ¿Y si por ejemplo semarcha sin nosotros?

—¡Blaine! —gritó Susannah—. ¡Blaine! ¿Estás…?

—ESCUCHADME CONATENCIÓN, AMIGOS MÍOS —resonó la voz de Blaine—. EN ELSUBSUELO DE LA CIUDADHAY GRANDES RESERVAS DEARMAMENTO QUÍMICO Y

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BIOLÓGICO. HE INICIADOUNA SECUENCIA QUEPROVOCARÁ UNAEXPLOSIÓN Y LIBERARÁ ESEGAS. LA EXPLOSIÓN SEPRODUCIRÁ DENTRO DEDOCE MINUTOS.

La voz enmudeciómomentáneamente, y entonces lesllegó la vocecita del PequeñoBlaine, casi sofocada por elincesante aullido regular de laalarma.

—Ya me temía algo por elestilo… Debéis daros prisa…

Eddie no le prestó ninguna

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atención porque no estabadiciéndole absolutamente nadaque no supiera ya. Pues claro quedebían darse prisa, pero eso solofiguraba en un lugar muysecundario por el momento. Algomucho mayor le ocupaba casitoda la mente.

—¿Por qué? —preguntó—.¿Por qué, Dios mío, tienes quehacer una cosa así?

—A MÍ ME PARECEEVIDENTE. NO PUEDODESTRUIR LA CIUDAD CONARMAMENTO NUCLEAR SINDESTRUIRME YO TAMBIÉN.

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¿Y CÓMO PODRÍA LLEVAROSA DONDE QUERÉIS IR SIESTUVIERA DESTRUIDO?

—Pero aún quedan miles depersonas en la ciudad —protestóEddie—. ¡Vas a matarlas!

—SÍ —admitió Blaine contoda calma—. HASTA LUEGOCOCODRILO, YA NOSVEREMOS CAIMÁN, NO TEOLVIDES DE ESCRIBIR.

—¿Por qué? —insistióSusannah—. ¿Por qué, malditoseas?

—PORQUE ME ABURREN.A VOSOTROS CUATRO, EN

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CAMBIO, OS ENCUENTROBASTANTE INTERESANTES.NATURALMENTE, PARASABER DURANTE CUÁNTOTIEMPO OS SEGUIRÉENCONTRANDOINTERESANTES HABRÍA QUEVER LO BUENAS QUE SONVUESTRAS ADIVINANZAS. YHABLANDO DEADIVINANZAS, ¿NO OSCONVENDRÍA EMPEZAR APENSAR EN RESOLVER LAMÍA? FALTANEXACTAMENTE ONCEMINUTOS Y VEINTE

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SEGUNDOS PARA QUEESTALLEN LAS LATAS.

—¡Detente! —gritó Jake porencima del aullido de las sirenas—. ¡No es solo la ciudad! ¡Un gascomo ese puede extenderse acualquier parte! ¡Incluso podríamatar a los ancianos de Paso delRío!

—MALA SUERTE —respondió Blaine sin inmutarse—.AUNQUE CREO QUE PODRÁNSEGUIR MIDIENDO SUSVIDAS EN CUCHARADAS DECAFÉ DURANTE UNOSCUANTOS AÑOS MÁS; HAN

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EMPEZADO LAS TORMENTASDE OTOÑO, Y LOS VIENTOSDOMINANTES ALEJARÁNLOS GASES. VUESTRASITUACIÓN, EN CAMBIO, ESBIEN DISTINTA. MÁS VALEQUE OS PONGÁIS LASGORRAS DE PENSAR OHASTA LUEGO COCODRILO,YA NOS VEREMOS CAIMÁN,NO TE OLVIDES DE ESCRIBIR.—Hubo una pausa—. UNAINFORMACIÓN ADICIONAL:ESTE GAS NO ES INDOLORO.

—¡Páralo! —exclamó Jake—.Te diremos adivinanzas, ¿verdad,

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Roland? ¡Te diremos todas lasadivinanzas que quieras, peropáralo!

Blaine se echó a reír. Se rioun buen rato, lanzando alaridos dehilaridad electrónica hacia elamplio espacio vacío de la Cuna,donde se mezclaban con elmonótono y taladrador chillido dela alarma.

—¡Haz que pare! —gritóSusannah—. ¡Haz que pare! ¡Hazque pare! ¡Haz que pare!

Blaine obedeció. Un instantedespués, la alarma cesó en mitadde un pitido. El silencio que

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siguió —roto únicamente por elmartilleo de la lluvia— fueensordecedor.

La voz que brotó entonces delaltavoz era muy suave, pensativay absolutamente desprovista decompasión.

—OS QUEDAN DIEZMINUTOS —les anunció Blaine—, VAMOS A VER LOINTERESANTES QUE SOIS.

CUARENTA

—Andrew.

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Aquí no hay ningún Andrew,extraño, pensó. Andrew se fuehace mucho; Andrew ya noexiste, como dentro de poco noexistiré yo.

—¡Andrew! —insistió la voz.Venía de muy lejos. Venía de

fuera de la prensa para manzanasque en tiempos había sido sucabeza.

En tiempos había existido unchico que se llamaba Andrew, ysu padre lo había llevado a unparque de las afueras, al oeste deLud, un parque en el que habíamanzanos y una cabaña de

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hojalata oxidada que tenía unaspecto infernal y despedía unaroma celestial. En contestación asu pregunta, su padre le habíadicho que la llamaban la sidrería.Luego le dio una palmadita en lacabeza, le dijo que no tuvieramiedo y le hizo cruzar el umbraltapado con una manta.

Dentro había más manzanas—cestos y cestos apilados contralas paredes— y había también unviejo escuálido, llamado Dewlap,cuyos músculos se retorcían comogusanos bajo la blanca piel ycuyo trabajo consistía en ir

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echando las manzanas, cesto acesto, a la máquina traqueteante ydesvencijada que se alzaba en elcentro de la sala. Lo que manabadel tubo que sobresalía por elextremo opuesto de la máquinaera el dulce zumo de lasmanzanas. Allí había otro hombre(ya no se acordaba de cómo sellamaba), y su trabajo consistía enllenar jarra tras jarra con el zumo.Detrás de él había un tercerhombre, cuyo trabajo consistía enaporrear la cabeza del quellenaba las jarras si derramabademasiado zumo.

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El padre de Andrew le dio unvaso del espumoso líquido, yaunque había saboreado muchasexquisiteces olvidadas durantesus años de vida en la ciudad,nunca había probado nada mejorque aquella fría y dulce bebida.Fue como beberse una ráfaga deviento de octubre. Pero lo querecordaba aún más claramenteque el sabor del zumo de manzanao las contracciones yondulaciones gusaniles de losmúsculos de Dewlap cuandovaciaba los cestos, era el modoimplacable con que la máquina

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reducía a líquido las grandesmanzanas rojizas. Dos docenas derodillos las llevaban bajo untambor de acero perforado quegiraba sin cesar. La máquinaluego las hacía estallar,recogiendo el jugo por una artesainclinada mientras un tamizrecogía las semillas y la pulpa.

Ahora su cabeza era la prensay el cerebro las manzanas. Prontoestallaría como las manzanas bajoel tambor, y la bendita oscuridadlo engulliría.

—¡Andrew! ¡Levanta lacabeza y mírame!

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No podía… ni lo haría aunquepudiera. Mejor yacer allí yesperar la oscuridad. A fin decuentas, ya debía de estar muerto;¿acaso aquel pimpollo delinfierno no le había metido unabala en el cerebro?

—No se ha acercado paranada al cerebro, borrico, y noestás muriéndote. Solo tienesjaqueca. Pero morirás si siguesahí tendido y lloriqueando en tupropia sangre… y yo meencargaré, Andrew, de que tumuerte haga que lo que ahoraestás sintiendo te parezca dicha.

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No fueron las amenazas lasque hicieron que el yacentelevantara la cabeza sino más bienel modo en que el dueño deaquella voz siseante le habíaleído el pensamiento. Su cabezase alzó lentamente y el dolor fuepenosísimo, como si objetospesados patinaran y derraparansobre la caja ósea que contenía loque quedaba de su mente,produciéndole surcos sangrientosen el cerebro. Se le escapó ungemido largo y almibarado. Notóuna sensación aleteante yhormigueante en la mejilla

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derecha, como si una docena demoscas se arrastraran por lasangre. Quería espantarlas, perosabía que necesitaba las dosmanos para sostenerse.

La figura que se erguía al otrolado de la habitación, junto a lacompuerta que conducía a lacocina, tenía una aparienciafantasmagórica e irreal. Estaimpresión se debía en parte a quelas luces de arriba seguíandestellando como unestroboscopio y en parte a que laveía con un solo ojo (no podía niquería acordarse de lo que le

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había pasado al otro), aunquetenía la sospecha de que se debíasobre todo a que el personaje erafantasmagórico e irreal. Parecíaun hombre… pero la persona queen tiempos había sido AndrewQuick tenía la sospecha de que nolo era en absoluto.

El extraño parado ante lacompuerta vestía una chaquetacorta de color oscuro ceñida a lacintura, descoloridos pantalonesde dril y unas botas viejas ypolvorientas; las botas de unhombre del campo, un jinete de lapradera o…

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—¿O un pistolero, Andrew?—le preguntó el extraño, y soltóuna risita ahogada.

El señor Tic Tac contempló lafigura con desesperación,intentando verle la cara, pero lachaqueta corta tenía capucha, y lallevaba puesta. El semblante delextraño se perdía en la sombra.

La sirena calló a medioalarido. Las luces de emergenciacontinuaron encendidas, pero almenos no parpadeaban.

—Ea —dijo el extraño en elmismo susurro penetrante—. Asíal menos podremos oírnos pensar.

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—¿Quién eres? —preguntó elseñor Tic Tac. Se movióligeramente, y el número deobjetos pesados que le patinabanpor la cabeza aumentó,abriéndole nuevos desgarrones enel cerebro. Pero con lo terribleque era esa sensación, aúnresultaba peor el espantoso bullirde moscas en la mejilla derecha.

—Se me conoce de muchasmaneras, compañero —respondióel hombre desde la oscuridad dela capucha y, aunque su voz eragrave, el Tic Tac oyó acechar larisa justo bajo la superficie—.

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Los hay que me llaman Jimmy ylos hay que me llaman Timmy;hay quienes me llaman Handy yhay quienes me llaman Dandy;pueden llamarme Perdedor ypueden llamarme Triunfador, contal de que no me llamendemasiado tarde para cenar.

El hombre de la entrada echóla cabeza atrás y su risa cubrió decarne de gallina los brazos y laespalda del herido; fue como elaullido de un lobo.

—Me han llamado el ExtrañoSin Edad —prosiguió el hombre.Echó a andar hacia el Tic Tac, y

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este gimió e intentó arrastrarsehacia atrás—. También me hanllamado Merlín o Maerlyn, peroqué más da, porque no he sidonunca ese, aunque tampoco lo henegado. A veces me llaman elMago… o el Brujo… aunqueconfío que podamosrelacionarnos en términos máshumildes, Andrew. En términosmás… humanos.

Apartó la capucha y dejó aldescubierto un rostro bienformado, de frente despejada, quea pesar de su aparienciaagradable no era humano en

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ningún sentido. Grandes rosetonestísicos cabalgaban los pómulosdel Brujo; los ojos verdiazuleschispeaban con un arrebatadoregocijo demasiado desenfrenadopara ser cuerdo; la cabellera azulnegra se erguía en estrafalarioshaces como plumas de cuervo; loslabios entreabiertos, de un rojolozano, permitían ver los dientesde un caníbal.

—Llámame Fannin —dijo elsonriente aparecido—. RichardFannin. Quizá no es del todoacertado, pero calculo que seaproxima lo bastante para

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propósitos burocráticos. —Extendió una mano cuya palmaestaba absolutamente desprovistade líneas—. ¿Qué dices, colega?Estrecha la mano que estrechó elmundo.

El ser que antaño había sidoAndrew Quick y al que en lossalones de los grises se conocíacomo el señor Tic Tac lanzó unchillido y otra vez trató dealejarse. El pliegue de cuerocabelludo desprendido por labala de bajo calibre que solohabía dejado un surco en elcráneo en vez de perforarlo,

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oscilaba de un lado a otro; laslargas hebras de cabello rubioceniza seguían cosquilleándole lamejilla. Quick, empero, ya no lonotaba. Incluso había olvidado eldolor del cráneo y la palpitaciónde la cuenca que antes albergabasu ojo izquierdo. Toda suconciencia se había fundido en unpensamiento: Tengo que escaparde esta bestia que parece unhombre.

Pero cuando el extraño seapoderó de su mano derecha y laestrechó, ese pensamiento sedisolvió como un sueño al

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despertar. El aullido que Quickencerraba en el pecho brotó desus labios como un suspiro deamante. Se quedó mirandoestúpidamente al risueño reciénllegado. El pliegue de cuerocabelludo pendía y oscilaba.

—¿Te molesta eso? Te ha demolestar por fuerza. ¡Ya está! —Fannin cogió el pliegue colgante ylo arrancó bruscamente, dejandoal descubierto una turbia franja decráneo. Sonó un ruido como el deuna tela gruesa al rasgarse. Quicklanzó un grito—. Vamos, vamos,solo duele un momento. —El

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hombre se había puesto encuclillas al lado de Quick y lehablaba como un padre indulgentea un chiquillo que se ha clavadouna astilla en el dedo—. ¿No vapasando ya?

—S-s-sí —farfulló Quick.Y era verdad. El dolor

empezaba a desvanecerse. Ycuando Fannin alargó de nuevo lamano hacia él para acariciarle ellado izquierdo de la cara, elrespingo de Quick fue solo unreflejo rápidamente dominado. Alcontacto de aquella mano sinlíneas, sintió fluir de nuevo la

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fuerza. Alzó la mirada hacia elrecién llegado con muda gratitud,los labios temblorosos.

—¿Mejor así, Andrew?¿Verdad que sí?

—¡Sí! ¡Sí!—Si quieres demostrarme tu

agradecimiento, como no lo dudo,debes decir algo que solía decirun viejo conocido mío. Al finalacabó traicionándome, pero fueun buen amigo durante bastantetiempo y aún lo llevo en micorazón. Di «Mi vida por ti»,Andrew. ¿Podrás decirlo?

Podía decirlo y lo dijo; de

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hecho, parecía que no podía cesarde decirlo.

—¡Mi vida por ti! ¡Mi vidapor ti! ¡Mi vida por ti! ¡Mivida…!

El extraño volvió a tocarle lamejilla, pero esta vez una intensadescarga de dolor estalló en lacabeza de Andrew Quick. Lanzóun alarido.

—Lo siento, pero el tiempoapremia y empezabas a parecerun disco rayado. Andrew, dejaque te lo exponga sin adornos: ¿tegustaría matar al pimpollo quedisparó contra ti? Por no hablar

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de sus amigos y del correoso quelo trajo aquí; ese sobre todo.Hasta la bestia que te saltó el ojo,Andrew. ¿Te gustaría?

—¡Sí! —jadeó el antiguoseñor Tic Tac. Apretó los puñosensangrentados—. ¡Sí!

—Eso está bien —dijo elextraño, y ayudó a Quick aincorporarse—, porque tienenque morir. Están mezclándose enasuntos que no les incumben.Esperaba que Blaine se ocuparade ellos, pero las cosas hanllegado demasiado lejos paraconfiar en nada… Después de

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todo, ¿quién habría podido pensarque llegarían tan lejos como hanllegado?

—No lo sé —contestó Quick.En realidad no tenía la menoridea de lo que estaba diciendo elextraño. Ni le importaba; unsentimiento de exaltación leinvadía la mente como una buenadroga, y después del dolor de laprensa de manzanas, eso erasuficiente para él. Más quesuficiente.

Richard Fannin contrajo loslabios.

—Oso y hueso… llave y

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rosa… día y noche… viento ymarea. ¡Ya es bastante! ¡Ya esbastante, digo! ¡No deben llegarmás cerca de la Torre de lo queestán ahora!

Quick retrocedió vacilantecuando las manos del hombresalieron disparadas con lavelocidad de un rayo. Una rompióla cadena que sostenía elminúsculo reloj de péndulo en suestuche de cristal; la otra learrancó del antebrazo el Seiko deJake Chambers.

—Me quedaré con esto, ¿teparece? —Fannin el Brujo sonrió

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de un modo encantador, con loslabios pudorosamente cerradossobre aquellos dientes pavorosos—. ¿O tienes alguna objeción?

—No —respondió Quick,renunciando sin la menorvacilación a los últimos símbolosde su prolongado caudillaje (enrealidad sin darse cuenta de quelo hacía)—. Te lo ruego.

—Gracias, Andrew —dijo elhombre oscuro con voz suave—.Ahora debemos andar ligeros;preveo un cambio drástico en laatmósfera de estos lugares paradentro de cinco minutos o así.

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Hemos de llegar al armario máscercano en que se guardan lasmáscaras de gas, y es probableque tengamos el tiempo muy justo.Yo podría sobrevivir a esecambio en perfectas condiciones,pero temo que tú tendrías ciertasdificultades.

—No entiendo de qué meestás hablando —objetó AndrewQuick. Había empezado apalpitarle de nuevo la cabeza, yle daba vueltas la mente.

—Ni falta que te hace —respondió imperturbable elextraño—. Vamos, Andrew; creo

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que debemos darnos prisa. Un díamovido, ¿eh? Con algo de suerte,Blaine los freirá en el mismoandén, donde sin duda estántodavía; con los años se ha vueltomuy excéntrico, pobre tipo. Perode todos modos creo quetendríamos que darnos prisa.

Apoyó un brazo en loshombros de Quick y, riéndoseentre dientes, lo hizo pasar por lamisma compuerta que Roland yJake habían utilizado escasosminutos antes.

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UNO

—Muy bien —dijo Roland—.Decidme la adivinanza.

—¿Y la gente de la ciudad?—preguntó Eddie, señalando lascolumnatas de la amplia plaza dela Cuna y la ciudad más lejos—.¿Qué podemos hacer por ellos?

—Nada —afirmó Roland—,pero aún es posible que podamoshacer algo por nosotros. ¿Cuál

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era la adivinanza?Eddie miró el fuselaje

aerodinámico del mono.—Dijo que para ponerlo en

marcha tendríamos que llamar alos primos del portero, yempezando al revés. ¿A ti eso tedice algo?

Roland reflexionódetenidamente y al final meneó lacabeza. Luego se volvió haciaJake.

—¿Alguna idea, Jake?Jake meneó la cabeza.—Ni siquiera veo al portero.—Probablemente esa es la

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parte fácil —dijo Roland—. Ledecimos «él» en lugar de «eso»porque Blaine habla como unapersona, pero no deja de ser unamáquina; sumamente compleja,sin duda, pero una máquina. Élmismo ha puesto en marcha losmotores, pero debe de hacer faltaalguna clase de código ocombinación para abrir la reja ylas puertas del tren.

—Démonos prisa —le urgióJake con nerviosismo—. Yadeben de haber pasado dos o tresminutos como mínimo.

—No estés tan seguro —

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comentó Eddie en tono lúgubre—.Aquí el tiempo es muy extraño.

—Aun así…—Sí, sí. —Eddie miró a

Susannah, pero estaba sentada ahorcajadas sobre la cadera deRoland y estudiaba el tecladonumérico con expresiónensoñadora. Volvió la vista haciaRoland—. Estoy bastante segurode que tienes razón en lo de lacombinación; para eso debenservir todos esos botones connúmeros. —Alzó la voz—. ¿Eseso, Blaine? ¿Vamos bien hastaaquí?

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No hubo respuesta; solo elrumor cada vez más acelerado delos motores del mono.

—Tienes que ayudarme,Roland —le espetó Susannah depronto.

El aire ensoñador había dadopaso a una expresión mezcla dehorror, abatimiento ydeterminación. Roland nunca lahabía visto tan hermosa… ni tansola. La llevaba a hombroscuando llegaron al borde delclaro y descubrieron al Osointentando derribar a Eddie delárbol, y por eso no vio qué cara

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ponía cuando le dijo que debíadisparar ella. Pero sabía cuálhabía sido su expresión porqueestaba viéndola ahora. Ka era unarueda, y su único propósito girar,y al final siempre regresaba alpunto del que había partido. Asíhabía sido siempre y así eraentonces; Susannah se enfrentabaotra vez al Oso, y su carademostraba que ella lo sabía.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Dequé se trata, Susannah?

—Conozco la respuesta, perono puedo sacarla. La tengoclavada en la mente como puede

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clavarse una espina de pescadoen la garganta. Necesito que meayudes a recordar. No su rostrosino su voz. Lo que dijo.

Jake se miró la muñeca yvolvió a sorprenderle la imagende los ojos felinos del señor TicTac al descubrir no el reloj sinola marca que le había dejado; unasilueta blanca rodeada de pielmuy bronceada. ¿Cuánto tiempopodía quedarles? Siete minutoscomo máximo, y eso siendogeneroso. Alzó la mirada y vioque Roland había sacado una balade la canana y la hacía pasear por

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los nudillos de la mano izquierda.Jake sintió inmediatamente queempezaban a pesarle lospárpados y apartó la mirada atoda prisa.

—¿Qué voz quieres recordar,Susannah Dean? —preguntóRoland con voz queda y cavilosa.No miraba la cara de Susannahsino la bala que proseguía la ágile interminable danza sobre losnudillos… y atrás… al otrolado… y atrás…

No tuvo que levantar lacabeza para saber que Jake habíaapartado la mirada de la danza de

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la bala y Susannah no. Empezó adarle mayor velocidad hasta quela bala casi parecía flotar sobreel dorso de la mano.

—Ayúdame a recordar la vozde mi padre —le pidió SusannahDean.

DOS

Hubo un instante de silencio, rotoúnicamente por una lejanaexplosión en la ciudad, eltamborileo de la lluvia sobre eltejado de la Cuna y el denso

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palpitar de los motores slo-transdel monorraíl. Un zumbidohidráulico de tono grave cortó elaire. Eddie desvió la vista de labala que danzaba sobre los dedosdel pistolero (tuvo que hacer unesfuerzo; comprendió que en unossegundos más él también habríaquedado hipnotizado) y atisbó porentre las rejas. Una fina varilla deplata se desplegó por sí sola en lainclinada superficie rosa queseparaba las ventanillasdelanteras de Blaine. Parecía unaespecie de antena.

—¿Susannah? —la llamó

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Roland con la misma voz queda.—¿Qué? —Ella tenía los ojos

abiertos, pero su voz era remota ysusurrante; la voz de alguien quehabla en sueños.

—¿Recuerdas la voz de tupadre?

—Sí… pero no la oigo.—SEIS MINUTOS,

AMIGOS.Eddie y Jake se sobresaltaron

y miraron hacia el altavoz delinterfono, pero Susannah no diomuestras de haber oído nada; solotenía ojos para la bala flotante.Más abajo, los nudillos de

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Roland subían y bajaban comolos lizos de un telar.

—Inténtalo, Susannah —leurgió Roland, y de súbito sintiócambiar a Susannah dentro delcírculo de su brazo derecho. Fuecomo si ganara peso… y, encierto sentido indefinible,también vitalidad. Fue como si suesencia hubiera cambiado dealgún modo.

Y así era.—¿A qué tanto interés por esa

zorra? —preguntó en su cerradoacento sureño la áspera voz deDetta Walker.

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TRES

Detta parecía exasperada ydivertida al mismo tiempo.

—En toda su vida no sacómás que un aprobado justito enmates. Y eso porque la ayudabayo. —Hizo una pausa y añadió demala gana—: Y papá. Él tambiénayudaba un poco. Yo ya conocíaesos números especiales, pero fueél quien nos enseñó la red. ¡Noveas! ¡Eso sí que molaba! —Soltó una risita entre dientes—.

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Si Suze no se acuerda es porqueOdetta nunca llegó a entender nipapa de esos números especiales.

—¿Qué números especiales?—inquirió Eddie.

—¡Los números primos! —Miró a Roland como si volviera aestar completamente despierta…salvo que no era Susannah, nitampoco era la infame ydesdichada criatura que utilizabael nombre de Detta Walker,aunque hablaba como ella—. Fuea papá toda llorosa y preocupadaporque iba a suspender lasmates… ¡y eso que solo era un

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poco de álgebra de tebeo! Podíahacer el trabajo; si yo podía, ellatambién; pero no quería. Unazorra lectora de poesía como ellaera demasiado sensible parainteresarse por el arsmathematica, ya ves tú.

Detta echó la cabeza atrás ylanzó una carcajada, pero sinaquella amargura ponzoñosa ymedio enloquecida. Por lo visto,la necedad de su gemela mentalse le antojaba verdaderamentedivertida.

—Y papá le dice: «Voy aenseñarte un truco, Odetta. Lo

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aprendí en la escuela. Me ayudó aentender todo este asunto de losnúmeros primos y a ti también teayudará. Podrás encontrar casitodos los números primos quequieras». Odetta, tonta comosiempre, protesta: «La maestradice que no hay ninguna fórmulapara calcular números primos,papá». Y papá le replica almomento: «Y no la hay. Peropuedes cazarlos, Odetta, si tienesuna red». La llamaba la Red deEratóstenes. Llévame a esecacharro de la pared, Roland; voya contestar la adivinanza de ese

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ordenador blancucho. Voy a echaruna red para cazar un viaje entren.

Roland la llevó allí, seguidode cerca por Eddie, Jake y Acho.

—Dame el trozo decarboncillo que llevas en labolsa.

El pistolero hurgó unosinstantes y sacó un trocito derama ennegrecida. Detta lo cogióy estudió el teclado numérico enforma de rombo.

—No es exactamente comome lo enseñó papá, pero supongoque viene a ser lo mismo —dijo a

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los pocos instantes—. Losnúmeros primos son como yo:ingobernables y especiales. Tieneque ser un número que se obtengasumando otros dos números, yque solo pueda dividirse por unoy por sí mismo. Uno es primoporque lo es. Dos es primoporque puede obtenerse sumandouno y uno y puede dividirse poruno y por dos, pero es el únicopar que es primo. Ya podemoseliminar todos los demás númerospares.

—Me he perdido —dijoEddie.

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—Porque solo eres un blancocortito —replicó Detta con vozno exenta de amabilidad.

Observó detenidamente elteclado durante unos instantesmás y enseguida empezó a rozarrápidamente todas las teclaspares con la punta delcarboncillo, tiznándolas de negro.

—Tres es primo, pero ningúnproducto que se obtengamultiplicando por tres puedeserlo —prosiguió, y entoncesRoland oyó algo extraño peromaravilloso: Detta estabadesvaneciéndose de la voz de la

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mujer; y no la sustituía OdettaHolmes sino Susannah Dean. Notendría que sacarla del trance;estaba saliendo por sí misma,espontáneamente.

Susannah empezó a señalarcon el carboncillo todos losmúltiplos de tres que quedabandespués de eliminar los númerospares: nueve, quince, veintiuno yasí sucesivamente.

—Lo mismo con el cinco y elsiete —murmuró, y de prontohabía despertado y volvía a serSusannah Dean—. Solo hay quemarcar alguna excepción, como el

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veinticinco, que aún no estátachado.

El teclado del interfonoofrecía ahora este aspecto:

—Ya está —dijo con voz

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cansada—. Lo que queda en lared son todos los números primosdel uno al cien. Estoy segura deque es la combinación que abre lapuerta.

—OS QUEDA UN MINUTO,AMIGOS MÍOS. ESTÁISRESULTANDO BASTANTEMÁS ESPESOS DE LO QUEIMAGINABA.

Eddie hizo caso omiso de lavoz de Blaine y le echó losbrazos al cuello a Susannah.

—¿Has vuelto, Suze? ¿Estásdespierta?

—Sí. Desperté en mitad de su

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explicación, pero la dejé hablarun poco más. No me pareciócortés interrumpirla. —Se volvióhacia Roland—. ¿Qué dices tú?¿Quieres hacer la prueba?

—CINCUENTASEGUNDOS.

—Sí. Marca tú lacombinación, Susannah. Larespuesta es tuya.

Alzó la mano hacia el vérticesuperior del rombo, pero Jake lacontuvo.

—No —objetó—. Esteportero solo los acepta al revés,¿recuerdas?

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Ella pareció sobresaltarse,pero enseguida sonrió.

—Es verdad. El astutoBlaine… y el astuto Jake,también.

La observaron en silenciomientras ella apretaba por ordenlos distintos botones, empezandopor el noventa y siete. Al pulsarcada tecla sonaba un levechasquido. Cuando apretó laúltima no hubo ninguna pausallena de tensión; el portón de lareja empezó a deslizarse sobresus rieles, matraqueandoásperamente y haciendo caer una

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lluvia de copos de óxido desdealgún lugar mucho más elevado.

—NO HA ESTADO MAL —dijo Blaine con admiración—.ESPERO CON IMPACIENCIAESTE VIAJE. ¿PUEDOSUGERIROS QUE OSAPRESURÉIS A SUBIR? ADECIR VERDAD, QUIZÁ OSCONVENDRÍA MÁS QUEECHARAIS A CORRER. HAYVARIAS BOCAS DE GAS ENESTA ZONA.

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CUATRO

Tres seres humanos (uno de loscuales llevaba a un cuarto en lacadera) y un animal pequeño ypeludo echaron a correr por laabertura de la reja y seprecipitaron hacia Blaine elMono. El tren vibraba entre lasplataformas de embarque, mediofuselaje por encima del andén ymedio por debajo, como una balagigantesca —una bala pintada deun incongruente color rosa—

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tendida en la recámara abierta deun fusil de alta potencia. En lavastedad de la Cuna, Roland y losdemás parecían simples puntitosmóviles. Sobre ellos, bandadasde palomas —a las que soloquedaban cuarenta segundos devida— revoloteaban y searremolinaban bajo el antiguotejado de la Cuna. Cuando losviajeros se acercaron al mono,una sección curva de su cascorosado se deslizó hacia arriba ydejó al descubierto una entrada.Al otro lado se extendía unagruesa alfombra azul.

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—Bienvenidos a Blaine —lessaludó una voz sedante en cuantosaltaron a bordo. Todos lareconocieron: era una versiónligeramente más enérgica,ligeramente más confiada, delPequeño Blaine—. ¡Viva elImperio! Les rogamos se sirvancomprobar si llevan preparada latarjeta de tránsito y lesrecordamos que abordar en falsoes un grave delito penado por laley. Esperamos que disfruten desu viaje. Bienvenidos a Blaine.¡Viva el Imperio! Les rogamos sesirvan comprobar…

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La voz aceleró de súbito paraconvertirse primero en elparloteo de una ardilla humana yluego en un gemido agudo yrasposo. Hubo una brevemaldición electrónica —¡BOOP!— y desapareció por completo.

—CREO QUE PODEMOSPRESCINDIR DE TODA ESAMIERDA ABURRIDA, ¿NO OSPARECE? —les consultó Blaine.

Del exterior les llegó unaexplosión horrísona, tremenda.Eddie, que ahora llevaba aSusannah, salió despedido haciadelante y habría caído si Roland

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no lo hubiera cogido del brazo.Hasta entonces, Eddie se habíaaferrado a la idea desesperada deque la amenaza de Blaine deliberar un gas tóxico no era másque una broma enfermiza.Habrías debido imaginártelo,pensó. Cualquiera que crea quelas imitaciones de antiguosactores de cine son divertidas esabsolutamente indigno deconfianza. Creo que es como unaley de la naturaleza.

A su espalda, la sección curvadel casco volvió a cerrarse conun choque amortiguado. Empezó a

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oírse el siseo del aire que entrabapor respiraderos ocultos, y Jakenotó un suave chasquido en losoídos.

—Creo que Blaine haaumentado la presión de lacabina.

Eddie asintió y miró enderredor con la boca abierta.

—Yo también lo he notado.¡Fíjate en todo esto! ¡No veas!

Recordó haber leído algosobre una compañía de aviación—podía ser que fuera Regent Air— que servía a las personas quedeseaban volar entre Nueva York

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y Los Ángeles con más lujo delque ofrecían líneas aéreas comoDelta o United. Tenían un 727diseñado por encargo, con sala delectura, bar, salón de vídeo ycompartimientos para literas.Eddie supuso que el interior deaquel avión debía de parecerse unpoco a lo que tenía ante los ojos.

Se encontraban en una salatubular amueblada con sillonesgiratorios y sofás modularestapizados en terciopelo. En elextremo opuesto delcompartimiento, que debía demedir al menos veinticinco

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metros, había una zona que no separecía tanto a un bar como a unaacogedora taberna. Uninstrumento parecido a unclavicordio reposaba sobre unatarima de madera pulida,iluminado por el estrecho haz deun foco oculto. Eddie casiesperaba ver a Hoagy Carmichaelsalir a escena y ponerse a tocar«Stardust».

Una serie de panelesdispuestos a lo largo de lasparedes proporcionabaniluminación indirecta, y una arañade luces colgaba del techo en el

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centro del compartimiento. A Jakele pareció que era una copiareducida de la que yacía hechaañicos en el salón de baile de laMansión. Eso no le sorprendió;había empezado a tomarseaquellos desdoblamientos yconexiones como algo habitual.Lo único que no le cuadraba enaquella espléndida sala era queno había ni una sola ventana.

La pièce de résistance seerguía en un pedestal justo debajode la araña. Era una estatua dehielo de un pistolero con unrevólver en la mano izquierda. La

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mano derecha sostenía la bridadel caballo de hielo que avanzabadetrás de él, cansino y con lacabeza gacha. Eddie vio que estamano solo tenía tres dedos: losdos del extremo y el pulgar.

Jake, Eddie y Susannahcontemplaron fascinados el rostromacilento esculpido bajo elsombrero helado, mientras elsuelo empezaba a vibrar bajo suspies. El parecido con Roland eranotable.

—ME TEMO QUE HETRABAJADO A TODA PRISA—se disculpó Blaine con

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modestia—. ¿OS DICE ALGO?—Es absolutamente

asombroso —respondióSusannah.

—GRACIAS, SUSANNAHDE NUEVA YORK.

Eddie probó uno de los sofáscon la mano. Era increíblementemullido; su tacto le hizo entrardeseos de dormir dieciséis horasseguidas.

—Los Grandes Antiguossabían viajar a lo grande, ¿no?

Blaine rio de nuevo, y laresonancia aguda y nocompletamente cuerda de esa risa

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hizo que los viajeros se mirasenentre sí con desasosiego.

—NO TE HAGAS UNAFALSA IDEA —dijo Blaine—.ESTA ERA LA CABINA DE LABARONÍA, LO QUELLAMARÍAS PRIMERACLASE.

—¿Dónde están los otroscoches?

Blaine no se dignó responder.La palpitación de los motoresseguía acelerándose. Susannahrecordó que los pilotos de losgrandes reactores revolucionabanlos motores antes de lanzarse a la

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pista para despegar.—TOMAD ASIENTO, POR

FAVOR, MIS NUEVOS EINTERESANTES AMIGOS.

Jake se desplomó en uno delos sillones giratorios, y Acho lesaltó de inmediato al regazo.Roland ocupó el sillón máscercano tras dirigir una brevemirada de soslayo a la esculturade hielo. El cañón del revólverempezaba a gotear lentamentesobre la bandeja de porcelanaque sostenía la escultura.

Eddie se sentó en uno de lossofás con Susannah. Era tan

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cómodo como su mano le habíaanunciado.

—¿Adónde vamosexactamente, Blaine?

Blaine respondió con la vozcargada de paciencia de quien hacomprendido que está hablandocon alguien mentalmente inferiory debe mostrarse tolerante.

—POR EL CAMINO DELHAZ. POR LO MENOS, HASTADONDE MI VÍA LO PERMITA.

—¿Hasta la Torre Oscura? —preguntó Roland.

Susannah se dio cuenta de queera la primera vez que el

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pistolero le decía algo al locuazfantasma de la máquina de Lud.

—Solo hasta Topeka —dijoJake en voz baja.

—SÍ —admitió Blaine—.TOPEKA SE LLAMA MIPUNTO DE DESTINO, PEROME EXTRAÑA QUE LO SEPAS.

Con todo lo que sabes sobrenuestro mundo, pensó Jake,¿cómo puedes ignorar que unamujer escribió un libro sobre ti,Blaine? ¿Por el cambio denombre? ¿Acaso bastó una cosatan sencilla para conseguir queuna máquina tan compleja como

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tú pasara por alto su propiabiografía? ¿Y Beryl Evans, lamujer que en apariencia escribió«Charlie el Chu-Chú»? ¿Laconocías, Blaine? ¿Dónde estáahora?

Buenas preguntas, pero Jaketenía la sensación de que no erabuen momento para formularlas.

La vibración de los motoresera cada vez más fuerte. Un débilestampido —no tan potente comola explosión que habíaconmovido la Cuna cuandoestaban subiendo al tren—recorrió el suelo. A Susannah le

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cruzó por la cara una expresiónde alarma.

—¡Oh, mierda! ¡Eddie! ¡Lasilla de ruedas! ¡Se ha quedadoallí!

Eddie le pasó un brazo porlos hombros.

—Demasiado tarde, pequeña—dijo mientras Blaine el Monoempezaba a moverse,deslizándose hacia su puerta desalida por primera vez en diezaños… y por última vez en sularguísima historia.

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CINCO

—LA CABINA DE LABARONÍA DISPONE DE UNMODO VISUALPARTICULARMENTE BUENO—les anunció Blaine—,¿QUERÉIS QUE LO ACTIVE?

Jake miró a Roland, que seencogió de hombros y asintió conun gesto.

—Sí, por favor —dijo Jake.Lo que ocurrió a continuación

fue tan espectacular que los

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redujo a un silencio atónito…,aunque Roland, que poco sabía detecnología pero que toda su vidase había llevado bien con lamagia, fue el menos maravilladode los cuatro. No fue cuestión deque aparecieran ventanas en lasparedes curvadas delcompartimiento; toda la cabina —el suelo, el techo, las paredes—se volvió lechosa, se volviótranslúcida, se volviótransparente y desapareció porcompleto. En el lapso de cincosegundos fue como si Blaine elMono se hubiera esfumado y los

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peregrinos estuvieran volandosobre las calles de la ciudad sinayuda ni sostén alguno.

Susannah y Eddie seabrazaron como niños en elcamino de un animal lanzado a lacarga. Acho ladró y trató desaltarle al pecho a Jake. Jakeapenas se dio cuenta; estabaagarrado a los brazos del asientocon los ojos muy abiertos por laimpresión. Su alarma inicialestaba transformándose en unimpresionado deleite.

Los muebles seguían en sulugar, lo mismo que el bar, el

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piano o clavicordio y la estatuade hielo que Blaine habíamodelado como regalo de fiesta,pero ahora esta configuración desala de estar parecía volar a unosveinte metros de altura sobre ellluvioso distrito central de Lud.Un metro y medio a la izquierdade Jake, Eddie y Susannah sedesplazaban flotando en uno delos divanes; un metro a suderecha, Roland permanecíasentado en un sillón giratorioverdeazulado, y sus botasmaltrechas y cubiertas de polvoreposaban encima de nada,

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volando serenamente sobre aquelerial urbano sembrado decascotes.

Jake notaba el tacto de laalfombra bajo los mocasines,pero sus ojos insistían en quetanto la alfombra como el sueloque la sostenía habían dejado deexistir. Miró hacia atrás porencima del hombro y vio perderselentamente a lo lejos la aberturanegra en el flanco de piedra de laCuna.

—¡Eddie! ¡Susannah! ¡Hacedla prueba!

Jake se puso en pie,

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sosteniendo a Acho bajo lacamisa, y echó a andar poco apoco por lo que parecía serespacio vacío. El paso inicial leexigió un considerable esfuerzode voluntad, porque los ojos ledecían que no había nada enabsoluto entre las islas flotantesde los muebles, pero cuandoempezó a moverse, el contactoinnegable del suelo bajo los piesle facilitó las cosas. A Eddie ySusannah les parecía que el chicoandaba por el aire mientras losruinosos y deslucidos edificios sedeslizaban a ambos lados.

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—No hagas eso, chico —protestó Eddie con voz débil—.Me harás vomitar.

Jake se sacó cuidadosamentea Acho de la camisa.

—No pasa nada —le dijo, ylo dejó en el suelo—. ¿Lo ves?

—¡Acho! —asintió elbrambo, pero después de dirigiruna mirada por entre las patas alparque de la ciudad que enaquellos momentos sedesenrollaba bajo ellos, intentótrepar a los pies de Jake ysentársele en los mocasines.

Jake miró al frente y vio el

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grueso trazo gris de la vía delmonorraíl que se elevaba lentapero constantemente entre losedificios y desaparecía en lalluvia. Miró otra vez hacia abajoy solo vio la calle y membranasflotantes de nubes bajas.

—¿Cómo es que por debajono se ve la vía, Blaine?

—LAS IMÁGENES QUEVEIS SON GENERADAS PORORDENADOR —le explicóBlaine—, EL ORDENADORBORRA LA VÍA DELCUADRANTE INFERIOR DELA IMAGEN A FIN DE

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PRESENTAR UNA VISIÓNMÁS AGRADABLE Y PARAREALZAR LA ILUSIÓN DEQUE LOS VIAJEROS ESTÁNVOLANDO.

—Es increíble —musitóSusannah. El temor inicial sehabía disipado, y miraba de unlado a otro con entusiasmo—. Escomo viajar en una alfombravoladora. Todo el rato meimagino que el viento me harávolar los cabellos…

—PUEDO PROPORCIONARESA SENSACIÓN, SI LODESEAS —se ofreció Blaine—.

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Y ALGO DE HUMEDAD, ENCONSONANCIA CON LASCONDICIONES EXTERIORES.PERO ESO PODRÍA EXIGIRUN CAMBIO DE ROPA.

—Está bien así, Blaine. Hayalgo que se llama llevar las cosasdemasiado lejos.

La vía se deslizó a través deun grupo de altos edificiosarracimados que a Jake lerecordó un poco la zona de WallStreet en Nueva York. Cuando lohubo dejado atrás, se hundió paracruzar por debajo de lo queparecía una autopista elevada.

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Fue entonces cuando los viajerosvieron la nube morada, y lamuchedumbre que corría huyendode ella.

SEIS

—¿Qué es eso, Blaine? —preguntó Jake, pero ya lo sabía.

Blaine se echó a reír… perono respondió.

El vapor morado brotaba deemparrillados en las aceras y delas ventanas rotas de edificiosabandonados, pero al parecer la

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mayor parte salía de pozos comoel que había utilizado el Chirlaspara acceder a los pasadizossubterráneos. La explosión quehabían percibido cuando subíanal mono había hecho saltar sustapas de hierro. Contemplaroncon mudo horror cómo el gascolor magulladura se arrastrabapor las avenidas y se extendía porlas calles laterales salpicadas deescombros. Los habitantes de Luda los que aún interesaba lasupervivencia huían ante él comouna estampida de ganado. Casitodos eran pubis, a juzgar por los

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pañuelos, pero Jake también pudodistinguir alguna que otra manchaamarilla. La vieja animosidadhabía quedado olvidada ante lainminencia del fin.

La nube morada empezó a daralcance a los rezagados, casitodos ellos ancianos incapaces decorrer. En cuanto los tocaba elgas, caían al suelo, agarrándosela garganta y aullando sin sonido.Jake vio una cara agonizante quelo miraba con incredulidadmientras pasaba por encima, vioque las cuencas de los ojos se lellenaban súbitamente de sangre y

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cerró los ojos.Por delante, la vía del

monorraíl desaparecía en lacreciente niebla morada. Cuandose sumergieron en ella, Eddiehizo una mueca y contuvo larespiración, pero naturalmente lanube se abrió a su alrededor y noles llegó ni una vaharada de lamuerte que engullía la ciudad.Mirar las calles de abajo eracomo mirar el infierno a través deuna ventana de color.

Susannah hundió la cara en elpecho.

—Haz que vuelvan las

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paredes, Blaine —dijo Eddie—.No queremos ver eso.

Blaine no respondió, y latransparencia se mantuvo a sualrededor y por debajo de ellos.La nube ya empezaba adesintegrarse en raídosgallardetes morados. A lo lejos,los edificios de la ciudad eranmás pequeños y más apiñados.Aquella zona era una maraña decallejuelas sin orden nicoherencia aparentes. En algunoslugares habían ardido manzanasenteras hasta los cimientos… yhacía tiempo de ello, porque la

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llanura reclamaba ya esas zonas,enterrando los escombros bajo lahierba que un día se tragaría todaLud. Tal como la selva se tragólas grandes civilizaciones inca ymaya, pensó Eddie. La rueda delka gira y el mundo se muevehacia delante.

Pasado un barrio miserable—y Eddie tuvo la certeza de quelo era incluso antes de quellegaran los malos tiempos—había una pared refulgente. Blaineavanzaba poco a poco en aquelladirección. Podía verse unaprofunda hendidura cuadrada en

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la piedra blanca. La vía delmonorraíl pasaba por ella.

—MIRAD AL FRENTE DELA CABINA, POR FAVOR —lesinvitó Blaine.

Lo hicieron, y la pareddelantera reapareció: un círculotapizado en azul que parecíaflotar en el vacío. No lo señalabaninguna puerta. Eddie no veía quehubiera ninguna manera de entraren el recinto del maquinista desdela Cabina de la Baronía. Mientrasmiraban, un fragmento rectangularde la pared delantera seoscureció, pasando de azul a

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violeta y de violeta a negro. Alcabo de un instante, una brillantelínea roja se extendió por elrectángulo, zigzagueando sobreél. Aparecieron unos puntos decolor violeta distribuidos aintervalos irregulares a lo largode la línea, y antes de queaparecieran nombres junto a lospuntos, Eddie comprendió queestaba viendo un mapa de ruta nomuy distinto de los que habíacolgados en las estaciones demetro de Nueva York y en lospropios trenes. En Lud, que era labase de operaciones de Blaine y

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el punto final de su trayecto, seencendió un punto verdeintermitente.

—ESTÁIS VIENDONUESTRA RUTA DE VIAJE.AUNQUE LA SENDA TIENESUS VUELTAS Y REVUELTAS,OBSERVARÉIS QUE ELRUMBO SE MANTIENEFIRMEMENTE HACIA ELSUDESTE; POR EL CAMINO

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DEL HAZ. LA DISTANCIATOTAL ES DE POCO MÁS DEOCHO MIL RUEDAS, O CASIONCE MIL TRESCIENTOSKILÓMETROS, SI PREFERÍSESTA UNIDAD DE MEDIDA.EN OTRO TIEMPO ERAMUCHO MENOR, PERO ESOERA ANTES DE QUE TODASLAS SINAPSIS TEMPORALESEMPEZARAN A DERRETIRSE.

—¿Qué son las sinapsistemporales? —quiso saberSusannah.

Blaine lanzó su desagradablecarcajada y no respondió a la

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pregunta.—A MI VELOCIDAD

MÁXIMA, LLEGAREMOS ALFINAL DEL TRAYECTO ENOCHO HORAS Y CUARENTA YCINCO MINUTOS.

—Mil trescientos kilómetrospor hora sobre tierra firme —dijoSusannah. El pasmo le hacíahablar en voz baja—. Señor míoJesucristo.

—ESO SUPONIENDO,NATURALMENTE, QUE LAVÍA SE MANTENGA INTACTAEN TODA LA RUTA. HACENUEVE AÑOS Y CINCO

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MESES QUE NO ME MOLESTOEN HACER EL RECORRIDO,ASÍ QUE NO PODRÍAASEGURARLO.

Por delante, el muro que sealzaba en el límite sudoriental dela ciudad estaba cada vez máscerca. Era alto y grueso, y sedesmoronaba desde arriba.También aparecía revestido deesqueletos; miles y miles deluditas muertos. La muesca haciala que Blaine se movía lentamentedaba la impresión de tener comomínimo setenta metros de altura; yallí la torre metálica que sostenía

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la vía estaba muy oscura, como sialguien hubiera intentadoincendiarla o volarla.

—¿Qué pasará si la vía seinterrumpe en algún punto? —preguntó Eddie. Se dio cuenta deque siempre alzaba la voz parahablar con Blaine, como siestuviera hablando por teléfono yhubiera mala conexión.

—¿A MIL TRESCIENTOSKILÓMETROS POR HORA? —A Blaine le había hecho gracia lapregunta—. HASTA LUEGO,COCODRILO, YA NOSVEREMOS, CAIMÁN, NO TE

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OLVIDES DE ESCRIBIR.—¡Anda ya! —protestó Eddie

—. No me digas que una máquinatan perfecta como tú no es capazde detectar las averías de supropia vía.

—BIEN… HABRÍAPODIDO HACERLO —concedióBlaine—, PERO… ¡VAMOS!HICE SALTAR ESOSCIRCUITOS CUANDOEMPEZAMOS A MOVERNOS.

La cara de Eddie era elretrato de la perplejidad.

—¿Por qué?—ES MUCHO MÁS

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EMOCIONANTE ASÍ, ¿NO OSPARECE?

Eddie, Susannah y Jakeintercambiaron miradas deestupefacción. Roland, al que porlo visto la noticia no le habíasorprendido en modo alguno,siguió plácidamente sentado conlas manos recogidas sobre elregazo, mirando hacia abajomientras volaban diez metros porencima de las míseras chabolas ylos edificios demolidos queinfestaban aquella zona de laciudad.

—MIRAD ATENTAMENTE

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CUANDO SALGAMOS DE LACIUDAD Y FIJAOS EN LO QUEVEÁIS —les dijo Blaine—.FIJAOS MUY BIEN.

El invisible Coche de laBaronía los proyectó hacia lahendidura de la pared. Lacruzaron y, al salir al otro lado,Eddie y Susannah gritaron alunísono. Jake echó una mirada yse tapó los ojos. Acho empezó aladrar frenéticamente.

Roland miraba hacia abajo,los ojos muy abiertos, los labiosapretados en una línea exangüecomo una cicatriz. La

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comprensión lo llenó comobrillante luz blanca.

Más allá de la Gran Murallade Lud empezaban las auténticastierras baldías.

SIETE

El mono había ido descendiendomientras se acercaba a la muescade la muralla, hasta llevarlos amenos de diez metros del suelo.Eso hizo que la conmoción fueramayor, pues cuando salieron alotro lado se vieron patinando a

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una altura aterradora: trescientos;quizá trescientos cincuentametros.

Roland volvió la cabeza paracontemplar la muralla, que seempequeñecía a sus espaldas.Cuando se acercaban le habíaparecido muy alta, pero desdeesta nueva perspectiva parecíaciertamente minúscula; unaastillada uña de piedra aferradaal borde de un vasto promontorioestéril. Acantilados de granito,mojados por la lluvia, sezambullían en lo que a primeravista parecía un abismo sin fondo.

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Justo debajo de la muralla, laroca estaba cubierta de grandesagujeros circulares como lascuencas de una calavera. De ellosmanaban agua negra y zarcillos devapor morado en nauseabundascorrientes cenagosas, y sederramaban sobre el granito enapestosas capas superpuestas queparecían casi tan viejas como lapropia roca. Ahí es donde debenir a parar todos lossubproductos de desecho de laciudad, pensó el pistolero. Por elagujero y al pozo.

Salvo que no era un pozo; era

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una llanura hundida. Era como siel territorio que se extendía másallá de la ciudad se apoyarasobre un titánico ascensor detecho plano, y en algún momentodel oscuro pasado sin datos, elascensor había bajado y se habíallevado con él una gran porcióndel mundo. La vía única deBlaine, centrada sobre su angostocaballete, encumbrándose porencima de aquella tierra caída ypor debajo de las nubeshinchadas de lluvia, parecía flotaren el vacío.

—¿Qué nos aguanta en el

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aire? —gritó Susannah.—EL HAZ, POR SUPUESTO

—contestó Blaine—. TODASLAS COSAS LO SIRVEN, YASABÉIS. MIRAD HACIAABAJO; VOY A DAR CUATROAUMENTOS DE AMPLIACIÓNA LAS PANTALLAS DELCUADRANTE INFERIOR.

Hasta Roland sintió que elvértigo le retorcía las tripascuando el terreno sobre el queviajaban se elevó bruscamentehacia ellos. La imagen queapareció superaba a toda suexperiencia anterior de la

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fealdad… y esa experiencia, pordesgracia, era muy amplia. Algúnterrible acontecimiento habíaderretido y retorcido el terreno;sin duda el desastroso cataclismoque, para empezar, había hundidoen sí misma aquella parte delmundo. La superficie de la tierrase había convertido en vidrionegro distorsionado, proyectadahacia arriba en astillas y curvasque no podían llamarseestrictamente colinas, y retorcidahacia abajo en profundas grietas yrepliegues que no podíanllamarse estrictamente valles.

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Algunos árboles raquíticos depesadilla elevaban al cielo ramasretorcidas; en la imagen ampliadaparecían tenderse hacia losviajeros como brazos delunáticos. Aquí y allá, haces degruesas tuberías de cerámicaperforaban la vidriosa superficiedel suelo. Algunas parecíanmuertas o en hibernación, pero enel interior de otras podíanvislumbrarse destellos deultraterrena luz verdeazulada,como si forjas y hornos titánicosse afanaran sin cesar en lasentrañas de la tierra. Deformes

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cosas voladoras que parecíanpterodáctilos planeaban con alasde cuero entre esas tuberías,lanzándose ocasionalesdentelladas con sus picosganchudos. Bandadas enteras deesos horrendos pajarracosdescansaban en el borde circularde otros tubos verticales, enapariencia para calentarse con eltiro de los fuegos eternos delsubsuelo.

Pasaron sobre una fisura quezigzagueaba de norte a sur comoel lecho de una corriente de aguamuerta… salvo que no estaba

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muerta. En lo más profundo yacíaun fino hilo del más intensoescarlata; palpitante como uncorazón. De esta fisura seramificaban otras más pequeñas,y Susannah, que había leído aTolkien, pensó: Esto es lo quevieron Frodo y Sam cuandollegaron al corazón de Mordor.Estas son las Grietas delDestino.

Una fuente ígnea hizoerupción justo debajo de ellos,proyectando hacia lo alto rocasllameantes y alargados cuajaronesde lava. Por un instante pareció

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que las llamas iban a envolverlos.Jake lanzó un grito, subió los piesal asiento y apretó a Acho contrael pecho.

—NO TE PREOCUPES,VAQUERO —habló la vozinconfundible de John Wayne—.RECUERDA QUE LA IMAGENESTÁ AMPLIADA.

La deflagración se apagó. Lasrocas, algunas de ellas grandescomo fábricas, volvieron a caeren una tempestad sin sonido.

Susannah estaba fascinada porlos lúgubres horrores que sedesplegaban bajo ellos, atrapada

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en un trance mortal que no podíaromper… y sintió que la parteoscura de su personalidad, aquelaspecto de su khef que era DettaWalker, hacía algo más que mirar;esa parte de ella se bebía elpanorama, lo comprendía, loreconocía. En cierto sentido erael lugar que Detta había buscadosiempre, la contrafigura física desu mente desquiciada y de sualegre y desolado corazón. Lascolinas desiertas del norte y eleste del Mar del Oeste; losbosques maltratados en que sealzaba el Portal del Oso; las

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planicies vacías del noroeste delSend… todo palidecía encomparación con aquel fantásticopanorama de desolaciónilimitada. Habían llegado a losDrawers y habían penetrado enlas tierras baldías; la oscuridadenvenenada de aquel lugaresquivo se extendía en todasdirecciones hasta perderse devista.

OCHO

Pero aquellas tierras, aunque

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envenenadas, no estaban del todomuertas. De vez en cuando losviajeros divisaban en lasuperficie figuras —cosasdeformes que no guardabanparecido alguno con hombres oanimales— que cabriolaban ybrincaban en la humeantesoledad. La mayoría parecíacongregarse, bien alrededor delos haces de chimeneas ciclópeasque brotaban de la tierravitrificada, bien en los bordes delas grietas ígneas que surcaban elpaisaje. Resultaba imposible vercon claridad aquellas cosas

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blancuzcas y saltarinas, y eso eraun alivio para todos.

Entre los seres más pequeñosacechaban otros mayores, unascosas rosáceas que parecían unpoco cigüeñas y un poco trípodesvivos de máquinas fotográficas.Se movían despacio, casicavilosos, como predicadoresmeditando sobre la inevitabilidadde la condenación, deteniéndosede vez en cuando para inclinarsebruscamente a coger algo delsuelo, como se inclinan las garzaspara capturar un pez que pasa.Aquellos seres tenían algo

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indeciblemente repulsivo —Roland lo percibió tannítidamente como los demás—,pero resultaba imposible señalarcon exactitud qué causaba estasensación. Sin embargo no podíanegarse su realidad; las cosas-cigüeña, en su exquisitaabominabilidad, eran casiimposibles de mirar.

—Esto no lo hizo una guerranuclear —observó Eddie—.Esto… Esto… —Le salió una vozfina y horrorizada que sonó comola de un niño.

—¡QUÉ VA! —dijo Blaine—.

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FUE ALGO MUCHO PEOR. YAÚN NO HA TERMINADO.HEMOS LLEGADO AL PUNTOEN QUE SUELO AUMENTARLA POTENCIA. ¿HABÉISVISTO SUFICIENTE?

—Sí —se apresuró aresponder Susannah—. Oh, ya locreo, Dios mío.

—¿DESCONECTO LOSVISORES, PUES? —La voz deBlaine volvía a tener aquellaresonancia cruel y burlona. En elhorizonte, una desgarradacordillera de pesadilla se cerníabajo la lluvia; los picos estériles

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parecían rasgar el cielo gris comocolmillos.

—Hazlo o no lo hagas, perodéjate de juegos —dijo Roland.

—PARA SER ALGUIENQUE VINO SUPLICANDO QUELO LLEVARA, TE MUESTRASMUY DESCORTÉS —dijoBlaine en tono malhumorado.

—Nos ganamos el viaje —señaló Susannah—. Resolvimosla adivinanza, ¿no?

—Además, para eso tehicieron —añadió Eddie—. Paratransportar a la gente.

Blaine no respondió con

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palabras pero los altavoces deltecho emitieron un siseo felino derabia amplificada, y Eddie sintiódeseos de no haber abierto labocaza. Alrededor de los viajerosel aire empezó a llenarse decurvas de color. Reapareció laalfombra azul y tapó la imagen dela humeante desolación que seextendía bajo ellos. Seencendieron otra vez las lucesindirectas y volvieron aencontrarse sentados en el Cochede la Baronía.

Un zumbido bajo empezó aresonar en las paredes. La

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palpitación de los motores seaceleró de nuevo. Jake notó queuna suave mano invisible loempujaba hacia el respaldo. Achomiró en derredor, gimió coninquietud y se puso a lamerle lacara a Jake. En la pantalla de laparte delantera, el punto verde —que ahora se hallaba ligeramenteal sudeste del círculo violetaseñalado con la palabra LUD—empezó a destellar más deprisa.

—¿Nos daremos cuenta? —preguntó Susannah, no muytranquila—. Quiero decir, cuandocrucemos la barrera del sonido.

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Eddie meneó la cabeza.—En absoluto. Relájate.—Sé una cosa —dijo Jake de

pronto. Los demás se volvieron amirarlo, pero no hablaba conellos. Tenía la vista fija en elmapa de ruta. Blaine carecía derostro, naturalmente (como Oz elGrande y Terrible, solo era unavoz incorpórea), pero el mapaservía de punto focal—. Sé unacosa de ti, Blaine.

—¿ES ESO CIERTO,VAQUERO?

Eddie se inclinó hacia él,acercó los labios a su oído y

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susurró:—Ten cuidado. Creemos que

no sabe nada de la otra voz.Jake hizo un leve gesto de

asentimiento y se apartó, sin dejarde mirar el mapa de ruta.

—Sé por qué soltaste el gas ymataste a toda la gente. Tambiénsé por qué nos dejaste subir, y nofue solo porque resolvimos laadivinanza.

Blaine lanzó su anormalrisotada abstraída (empezaban adescubrir que aquella risotada eramucho más desagradable que susmalas imitaciones y que sus

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melodramáticas y en cierto modoinfantiles amenazas), pero no dijonada. Bajo ellos, las turbinas slo-trans se habían estabilizado enuna vibración constante. Aunsuprimida toda imagen delexterior, la sensación develocidad era muy clara.

—Piensas suicidarte,¿verdad? —Jake tenía a Acho enlos brazos y lo acariciabapausadamente—. Y quieresllevarnos contigo.

—¡No, no! —gimió la voz delPequeño Blaine—. ¡Si loprovocas, conseguirás que lo

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haga! ¿No te das cuenta…?Entonces la vocecilla

quejumbrosa fue desconectada osencillamente sofocada por lacarcajada de Blaine. Fue unsonido agudo, chillón y dentado;el sonido de un enfermo demuerte que ríe en pleno delirio.Las luces empezaron a parpadear,como si la potencia de aquellasráfagas mecánicas de hilaridadestuviera consumiendo demasiadaenergía. Las sombras de losviajeros saltaban arriba y abajopor las paredes curvadas delCoche de la Baronía como

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fantasmas inquietos.—HASTA LUEGO,

COCODRILO —dijo Blaine entrerisotadas frenéticas. La voz, tanserena como siempre, funcionabaal parecer por una pistaabsolutamente independiente, loque ponía aún más de relieve ladivisión de su mente—. YA NOSVEREMOS, CAIMÁN. NO TEOLVIDES DE ESCRIBIR.

Bajo el grupo de peregrinosde Roland, los motores slo-transvibraban en poderosos yregulares latidos. Y en el mapa deruta de la pared delantera, el

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punto verde intermitente habíaempezado a desplazarseperceptiblemente sobre la líneailuminada que conducía a laúltima parada: Topeka, dondeestaba claro que Blaine el Monopretendía acabar con las vidas detodos.

NUEVE

La risa cesó por fin y lasluces interiores se estabilizaron.

—¿OS APETECE UN POCODE MÚSICA? —sugirió Blaine

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—. TENGO MÁS DE SIETE MILCONCIERTOS EN CATÁLOGO;UNA SELECCIÓN DETRESCIENTOS NIVELES.PERSONALMENTE PREFIEROLOS CONCIERTOS, PEROTAMBIÉN PUEDOOFRECEROS SINFONÍAS,ÓPERAS Y UN REPERTORIOPRÁCTICAMENTE ILIMITADODE MÚSICA POPULAR. TALVEZ OS GUSTARÍA OÍRMÚSICA DE WAY-GOG. EL WAY-GOG ES UNINSTRUMENTO QUERECUERDA ALGO A LA

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GAITA. SE TOCA EN UNO DELOS NIVELES SUPERIORESDE LA TORRE.

—¿Way-Gog? —preguntóJake.

Blaine permaneció mudo.—Explícame eso de que se

toca en los niveles superiores dela Torre —le pidió Roland.

Blaine se echó a reír… ypermaneció mudo.

—¿Tienes algo de ZZ Top? —inquirió Eddie agriamente.

—DESDE LUEGO —dijoBlaine—, ¿TE PARECE QUEPONGA «TUBESNAKE

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BOOGIE», EDDIE DE NUEVAYORK?

Eddie puso los ojos enblanco.

—Pensándolo bien, creo quepaso.

—¿Por qué? —le preguntóRoland de súbito—. ¿Por quéquieres matarte?

—Porque es un engorro —dijo Jake con expresión sombría.

—ME ABURRO. ADEMÁS,SOY PERFECTAMENTECONSCIENTE DE QUEPADEZCO UNA ENFERMEDADDEGENERATIVA QUE LOS

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HUMANOS DENOMINANVOLVERSE LOCO, PERDER ELCONTACTO CON LAREALIDAD, CHIFLARSE,PERDER UN TORNILLO,ESTAR MAL DEL ALA,ETCÉTERA. REPETIDASPRUEBAS DIAGNÓSTICAS NOHAN LOGRADO IDENTIFICARLA CAUSA DEL PROBLEMA.SOLO PUEDO LLEGAR A LACONCLUSIÓN DE QUE SETRATA DE UN TRASTORNOESPIRITUAL QUE NO ESTÁ AMI ALCANCE REPARAR.

Blaine hizo una breve pausa y

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prosiguió.—HE NOTADO QUE MI

MENTE SE VA VOLVIENDOCADA VEZ MAS EXTRAÑACON EL PASO DE LOS AÑOS.SERVIR A LOS HABITANTESDE MUNDO MEDIO HACESIGLOS QUE PERDIÓ TODOSENTIDO. SERVIR A LOSESCASOS HABITANTES DELUD QUE DESEABANAVENTURARSE FUERA DE LACIUDAD SE VOLVIÓIGUALMENTE ABSURDO NOMUCHO MÁS TARDE, PEROSEGUÍ HACIÉNDOLO HASTA

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LA LLEGADA DE DAVIDQUICK, HACE YA TIEMPO. NORECUERDO EXACTAMENTECUÁNDO FUE ESO. ¿CREESTÚ, ROLAND DE GILEAD,QUE LAS MÁQUINAS PUEDENVOLVERSE SENILES?

—No lo sé. —La voz deRoland era distante, y Eddie solotuvo que mirarle la cara parasaber que, incluso en aquellosmomentos, mientras seprecipitaban por el aire atrescientos metros de altura sobreel infierno, prisioneros de unamáquina que obviamente se había

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vuelto loca, los pensamientos delpistolero giraban una vez más entorno a su maldita Torre.

—EN CIERTO MODO,NUNCA HE DEJADO DESERVIR A LOS HABITANTESDE LUD —señaló Blaine—. LOSSERVÍA INCLUSO CUANDOLIBERÉ EL GAS Y LOS MATÉ.

—Estás loco si puedes creereso —le dijo Susannah.

—¡SÍ, PERO NO ESTOYMAJARETA! —replicó Blaine, yse dejó llevar por otro arrebatode risa histérica. Finalmente, lavoz del robot prosiguió.

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—CON EL PASO DELTIEMPO OLVIDARON QUE LAVOZ DEL MONO ERATAMBIÉN LA VOZ DELORDENADOR. NO MUCHOMÁS TARDE OLVIDARON QUEYO ERA UN SIRVIENTE YEMPEZARON A CREER QUEERA UN DIOS. PUESTO QUEME HABÍAN CONSTRUIDOPARA SERVIR, RESPONDÍ ASUS NECESIDADES Y MECONVERTÍ EN LO QUEQUERÍAN: UN DIOS QUEDISTRIBUÍA RECOMPENSASY CASTIGOS SEGÚN SU

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CAPRICHO… O SU MEMORIADE ACCESO ALEATORIO, SILO PREFERÍS ASÍ. ESTO MEDIVIRTIÓ UN TIEMPO.LUEGO, EL MES PASADO, ELÚNICO COLEGA QUE MEQUEDABA, PATRICIA, SESUICIDÓ.

O está volviéndose loco deveras, pensó Susannah, o suincapacidad para asimilar elpaso del tiempo es otramanifestación de su locura, osimplemente es otra señal de loenfermo que está el mundo deRoland.

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—ESTABAPROYECTANDO SEGUIR SUEJEMPLO CUANDOAPARECISTEIS VOSOTROS.¡GENTE INTERESANTE QUECONOCE ADIVINANZAS!

—¡Un momento! —dijoEddie, con la mano levantada—.Todavía no lo entiendo bien. Creoque puedo entender que quierasacabar con todo; los que teconstruyeron ya no existen, no hastenido muchos pasajeros en losdos o tres últimos siglos y debede resultar muy aburrido hacersiempre el trayecto Lud-Topeka

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de vacío. Pero…—ESPERA TÚ UN

MOMENTO —le interrumpióBlaine con su voz de John Wayne—. NO VAYAS A HACERTE LAIDEA DE QUE SOLO SOY UNTREN. EN CIERTO SENTIDO,EL BLAINE CON EL QUEESTÁS HABLANDO SEENCUENTRA YA AQUINIENTOS KILÓMETROSDE NOSOTROS,COMUNICÁNDOSEMEDIANTE TRANSMISIONESDE RADIO EN MICROPULSOSCODIFICADOS.

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Jake recordó de pronto laesbelta varilla de plata que habíavisto surgir del morro de Blaine.La antena del Mercedes Benz desu padre se elevabaautomáticamente de la mismamanera cuando se encendía laradio.

Así se comunica con losbancos de ordenadores de laciudad, pensó. Si pudiéramosromper la antena de algunamanera…

—Pero de todos modospiensas matarte, esté donde estétu auténtico yo, ¿es eso? —

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insistió Eddie.No hubo respuesta, pero el

silencio que siguió tenía algo deominoso. Eddie percibía en él lapresencia de Blaine, observandoy esperando.

—¿Estabas ya despiertocuando te encontramos? —preguntó Susannah—. Dormías,¿verdad?

—CONTROLABA LO QUELOS PUBIS LLAMABANTAMBORES DIOSES ENBENEFICIO DE LOS GRISES,PERO NADA MÁS. TÚ DIRÍASQUE DORMITABA.

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—Entonces, ¿por qué no nosllevas hasta el final de la línea yte vuelves a dormir?

—Porque es un engorro —repitió Jake en voz baja.

—PORQUE HAY SUEÑOS—dijo Blaine exactamente almismo tiempo, y con una voz quese parecía de un modoespeluznante a la del PequeñoBlaine.

—¿Por qué no terminaste contodo cuando Patricia se destruyó?—quiso saber Eddie—. Y puestosa hablar sobre ello, si tu cerebroy el de ella forman parte del

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mismo ordenador, ¿cómo es queno saltasteis juntos?

—PATRICIA SE VOLVIÓLOCA —explicó Blaine conpaciencia, como si no acabara dereconocer que a él le pasaba lomismo—. EN SU CASO, ELPROBLEMA RESPONDÍA AFALLOS DEL MATERIALADEMÁS DE AL TRASTORNOESPIRITUAL. EN TEORÍATALES FALLOS SONIMPOSIBLES CON LATECNOLOGÍA SLO-TRANS,PERO NATURALMENTE ELMUNDO SE HA MOVIDO…

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¿NO ES ASÍ, ROLAND DEGILEAD?

—Sí —dijo Roland—. Hayuna profunda enfermedad en laTorre Oscura, que es el corazónde todo. Y se extiende. Las tierrasque tenemos debajo solo son unsigno más de esa enfermedad.

—NO PUEDOPRONUNCIARME EN CUANTOA LA VERDAD O FALSEDADDE ESA DECLARACIÓN; MIEQUIPO DE TOMA DE DATOSEN MUNDO FINAL, DONDE SEHALLA LA TORRE OSCURA,LLEVA MÁS DE

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OCHOCIENTOS AÑOSINOPERANTE. ENCONSECUENCIA, NO PUEDODISTINGUIR FÁCILMENTEENTRE VERDAD YSUPERSTICIÓN. DE HECHO,EN LOS MOMENTOSACTUALES PARECE HABERMUY POCA DIFERENCIAENTRE LAS DOS. ES MUYNECIO QUE SEA ASÍ,ADEMÁS DE DESCORTÉS, YESTOY SEGURO DE QUE HAAGRAVADO MI TRASTORNOESPIRITUAL.

Esta aseveración hizo que a

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Eddie le viniera a la memoriaalgo que Roland había dicho nohacía mucho tiempo. ¿Qué podíaser? Lo buscó a tientas, pero noencontró nada; apenas un vagorecuerdo de que el pistolero lohabía dicho en un tono irritadoque se alejaba mucho de suactitud habitual.

—PATRICIA EMPEZÓ ALLORAR CONSTANTEMENTE,COSA QUE YO ENCONTRABATAN DESCORTÉS COMODESAGRADABLE. CREO QUEESTABA MUY SOLA, ADEMÁSDE LOCA. AUNQUE EL

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INCENDIO DE ORIGENELÉCTRICO QUE PROVOCÓEL PROBLEMA INICIAL SEAPAGÓ RÁPIDAMENTE, LOSERRORES LÓGICOSSIGUIERONMULTIPLICÁNDOSE AMEDIDA QUE LOS CIRCUITOSSE IBAN SOBRECARGANDOY LAS SUBUNIDADESFALLABAN. SOPESÉ LAPOSIBILIDAD DE PERMITIRQUE LAS AVERÍAS SEEXTENDIERAN A LATOTALIDAD DEL SISTEMA,PERO AL FIN DECIDÍ AISLAR

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EL SECTOR DEL PROBLEMA.ME HABÍAN LLEGADORUMORES DE QUE VOLVÍA AANDAR POR LA TIERRA UNPISTOLERO. APENAS PODÍADAR CRÉDITO A TALESRELATOS, PERO AHORA VEOQUE HICE BIEN EN ESPERAR.

Roland se removió en elasiento.

—¿Qué rumores oíste,Blaine? ¿A quién se los oíste?

Pero Blaine prefirió nocontestar a esta pregunta.

—AL FINAL ACABÉ TANHARTO DE SU PARLOTEO

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QUE BORRÉ LOS CIRCUITOSQUE CONTROLABAN SUSINVOLUNTARIOS. LAEMANCIPÉ, PODRÍAMOSDECIR. SU RESPUESTA FUEECHARSE AL RÍO. HASTALUEGO, COCOTRICIA.

Se encontraba sola, no podíaparar de llorar, se tiró al río… ya este mecánico gilipollas solose le ocurre hacer un chiste,pensó Susannah. Estaba casienferma de rabia. Si Blainehubiera sido una persona deverdad en lugar de un montón decircuitos enterrados en el

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subsuelo de una ciudad que ahorase hallaba muy lejos, habríaintentado dejarle unas marcasnuevas en la cara para que seacordara de Patricia. ¿Te gusta lointeresante, hijoputa? Ya teenseñaría yo lo interesante…

—PROPONEDME UNAADIVINANZA —invitó Blaine.

—Todavía no —objetó Eddie—. Aún no has contestado a mipregunta. —Le dio un margenpara responder, y viendo que nolo hacía, prosiguió—: En lo delsuicidio, digamos que yo creo enla libertad de elección. Pero ¿por

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qué quieres arrastrarnos contigo?Quiero decir: ¿qué sentido leves?

—Porque quiere —dijo elPequeño Blaine en su susurrohorrorizado.

—PORQUE QUIERO —dijoBlaine—. ES EL ÚNICOMOTIVO QUE TENGO Y ELÚNICO QUE ME HACE FALTA.Y AHORA VAYAMOS ALGRANO. QUIEROADIVINANZAS, Y LASQUIERO INMEDIATAMENTE.SI OS NEGÁIS, NO ESPERARÉHASTA TOPEKA; ACABARÉ

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CON TODO EN ESTE MISMOINSTANTE.

Eddie, Susannah y Jake sevolvieron hacia Roland, quepermanecía sentado en el sillóncon las manos recogidas sobre elregazo y la vista fija en el mapade ruta de la pared delantera.

—Vete a la mierda —replicóRoland sin alzar la voz. Lo mismohubiera podido estar comentandoque sería agradable oír algo demúsica de Way-Gog.

De los altavoces del techosurgió un jadeo horrorizado: elPequeño Blaine.

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—¿QUÉ HAS DICHO? —Ensu patente incredulidad, la vozdel Gran Blaine volvía aaproximarse muchísimo a la de suinsospechado gemelo.

—He dicho que te vayas a lamierda —repitió Roland sinperder la calma—; pero si no loentiendes, Blaine, te lo pondrémás claro. No. La respuesta esno.

DIEZ

Durante un rato muy largo no

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hubo respuesta de ningún Blaine,y cuando el Gran Blainerespondió por fin, no lo hizo conpalabras. Pero las paredes, elsuelo y el techo empezaron aperder de nuevo el color y lasolidez. A los diez segundos, elCoche de la Baronía había cesadode existir una vez más. Ahora elmono sobrevolaba la cordilleraque habían visto en el horizonte:picachos gris acero seprecipitaban hacia ellos a unavelocidad suicida y se hundíanpara revelar valles estériles enlos que unos escarabajos gigantes

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se arrastraban de un lado a otrocomo tortugas en un terrario.Roland vio algo semejante a unaserpiente enorme que sedescolgaba repentinamente desdela boca de una caverna. La bestiaatrapó uno de los escarabajos yse lo llevó a su cubil. Rolandnunca había visto animales comoaquellos ni una tierra comoaquella, y tuvo la sensación deque la piel quería desprendérselede la carne. Era hostil, pero no setrataba de eso. Era ajeno; ese erael problema. Era como si Blainelos hubiera transportado a algún

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otro mundo.—TAL VEZ DEBERÍA

DESCARRILAR AQUÍ —dijoBlaine. Habló en tonomeditabundo, pero el pistolerocaptó bajo sus palabras unaprofunda y palpitante ira.

—Tal vez sí —respondió elpistolero con indiferencia.

Pero en su interior no sentíaindiferencia, y sabía que eraposible que Blaine detectara susauténticos sentimientos a partir dela voz. Blaine les había dicho queestaba capacitado para hacerlo, yaunque Roland estaba convencido

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de que el ordenador podía mentir,en este caso no tenía motivos paradudar de él. Era una máquinaincreíblemente compleja… perono dejaba de ser una máquina.Quizá fuera incapaz decomprender que los sereshumanos a menudo son capacesde seguir un curso de acciónaunque todas sus emociones serebelen y se alcen contra ello. Sien el análisis de la voz delpistolero Blaine encontrabaindicios de miedo, seguramentesupondría que Roland queríaecharse un farol. Semejante error

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podía costarles la vida a todos.—¡ERES DESCORTÉS Y

SOBERBIO! —protestó Blaine—. PUEDE QUE A TI ESTOSRASGOS TE PAREZCANINTERESANTES, PERO A MÍNO.

Eddie hacía unas muecasfrenéticas. Formó con los labioslas palabras «Pero ¿qué estáshaciendo?». Roland no le hizocaso; toda su atención se centrabaen Blaine, y sabía muy bien loque hacía.

—Oh, aún puedo ser muchomás descortés.

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Roland de Gilead separó lasmanos y se incorporó lentamente.Se alzó en mitad del vacíoaparente, con las piernasseparadas, la mano derecha en lacadera y la izquierda sobre lascachas de sándalo de su revólver.Se alzó como tantas otras vecesse había alzado en las callespolvorientas de un centenar depueblos olvidados, en unaveintena de zonas de matanza encañones encajonados entre rocas,en un sinfín de tabernas oscurascon su olor a cerveza amarga y afrituras rancias. Solo era otro

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enfrentamiento en otra calledesierta. Eso era todo, y erasuficiente. Era khef, ka y ka-tet.El hecho central de su vida y eleje sobre el que giraba su ka eraque el enfrentamiento siempre seproducía. Que esta vez la luchafuera a decidirse con palabras envez de balas no significaba nada;igualmente sería una lucha amuerte. El hedor de la matanzaque flotaba en el aire era tannítido y definido como el hedorde carroña a medio devorar en unpantano. El furor de la luchadescendió sobre él, como siempre

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lo hacía… y Roland dejó deexistir para su propia conciencia.

—Puedo decir que eres unamáquina insensata, fatua, necia yarrogante. Puedo decir que eresun ser estúpido y atolondrado queno tiene más sentido que elsonido de un viento de inviernoen un árbol hueco.

—BASTA.Roland prosiguió con la

misma voz serena, sin hacer elmenor caso a Blaine.

—Por desgracia, micapacidad para mostrarmegrosero se halla un tanto limitada

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por el hecho de que solo eres unamáquina… lo que Eddie llama«un juguete».

—SOY MUCHÍSIMO MÁSQUE…

—No puedo llamartechupapollas, por ejemplo, porqueno tienes boca ni polla. No puedodecir que eres más ruin que elmás ruin mendigo que jamás sehaya arrastrado de rodillas por lacalleja más mezquina de lacreación, porque inclusosemejante criatura es mejor quetú; tú no tienes rodillas paraarrastrarte ni te arrodillarías si

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las tuvieras, porque no puedesconcebir un defecto tan humanocomo la compasión. Ni siquierapuedo llamarte hijo de puta,porque tú nunca has tenido madre.

Roland se detuvo a tomaraliento. Sus tres compañeroscontenían el suyo. A su alrededor,asfixiante, se acumulaba elsilencio atónito de Blaine elMono.

—Sí puedo decir, en cambio,que eres un ser infiel que dejóque su única compañera sematara, un cobarde que se deleitatorturando a necios y

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exterminando a inocentes, unfantasma mecánico perdido ybalbuceante que…

—¡TE ORDENO QUE TEDETENGAS, SI NO OSMATARÉ A TODOS AHORAMISMO!

A Roland se le encendieronlos ojos con un fuego azul tanintenso que Eddie retrocedióasustado. De un modosemiconsciente, advirtió que Jakey Susannah se sobresaltaban.

—¡Mata si quieres, pero nome des órdenes! —rugió elpistolero—. ¡Has olvidado los

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rostros de quienes te hicieron! ¡Yahora mátanos o calla yescúchame a mí, a Roland deGilead, hijo de Steven, pistoleroy señor de las tierras antiguas!¡No he recorrido todos loskilómetros y todos los años paraescuchar tu parloteo infantil! ¿Mehas entendido? ¡Ahora meescucharás tú A MÍ!

Hubo unos instantes desilencio conmocionado. Nadierespiraba. Roland seguía mirandoal frente con expresión severa, lacabeza alta, la mano en la culatadel arma.

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Susannah Dean se llevó unamano a los labios y palpó lasonrisita que había en ellos comosi se palpara una prenda de vestirdesacostumbrada —un sombrero,acaso— para comprobar que lallevaba bien puesta. Tenía miedode haber llegado al final de suvida, pero la sensación que enaquellos momentos predominabaen su corazón no era de miedosino de orgullo. Miró de reojohacia la izquierda y vio queEddie contemplaba a Roland conuna sonrisa asombrada. Laexpresión de Jake era aún más

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sencilla: era pura y simpleadoración.

—¡Muy bien! —respiró Jake—. ¡Que se entere! ¡Métele caña!

—Te aconsejo que vayas concuidado, Blaine —intervinoEddie—. Realmente le importauna mierda. No por nada lollamaban el Perro Rabioso deGilead.

Tras una pausa muy larga,Blaine preguntó:

—¿ASÍ TE LLAMABAN,ROLAND HIJO DE STEVEN?

—Es posible —concedióRoland, tranquilamente plantado

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en el aire sobre las estérilesestribaciones de la cordillera.

—¿DE QUÉ ME SERVÍS SINO QUERÉIS DECIRMEADIVINANZAS? —preguntóBlaine. Ahora hablaba como unniño enfurruñado al que se hapermitido seguir levantado muchodespués de su hora habitual deacostarse.

—Yo no he dicho tal cosa —objetó Roland.

—¿NO? —Blaine parecíaperplejo—. NO COMPRENDO,PERO EL ANÁLISIS DELREGISTRO VOCAL ES

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INDICATIVO DE DISCURSORACIONAL. EXPLÍCATE, PORFAVOR.

—Dijiste que las queríasinmediatamente —le recordó elpistolero—. Eso era lo que yorehusaba. Tu impaciencia te havuelto indecoroso.

—NO COMPRENDO.—Te ha vuelto descortés. ¿Lo

entiendes ahora?Hubo un silencio largo y

reflexivo.—SI HE DICHO ALGO QUE

TE HA PARECIDODESCORTÉS, TE PRESENTO

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MIS DISCULPAS.—Se aceptan, Blaine. Pero

hay un problema mayor.—EXPLÍCATE.La voz de Blaine se había

vuelto algo insegura, aunque aRoland no le sorprendiódemasiado. Hacía mucho tiempoque el ordenador noexperimentaba otras facetashumanas que la ignorancia, ladejadez y el servilismosupersticioso. Si alguna vez habíaconocido la simple valentíahumana, hacía mucho de ello.

—Vuelve a cerrar el coche y

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lo haré. —Roland volvió asentarse como si continuar ladiscusión, y la perspectiva de unamuerte inmediata, fuese ahorainconcebible.

Blaine cumplió su petición.Las paredes se llenaron de color,y el paisaje de pesadilla que seextendía bajo ellos volvió aborrarse. El destello verde delmapa parpadeaba ya en lascercanías del punto señaladocomo Candleton.

—Muy bien —dijo Roland—.La descortesía es perdonable,Blaine; así me lo enseñaron en mi

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juventud, y la arcilla se ha secadoen la forma que la dejó la manodel artista. Pero también meenseñaron que la estupidez no loes.

—¿EN QUÉ HE SIDOESTÚPIDO, ROLAND DEGILEAD?

La voz de Blaine era suave yominosa. Susannah pensó depronto en un gato agazapado antela madriguera de un ratón,agitando la cola de un lado a otro,los ojos verdes encendidos.

—Tenemos algo que tú deseas—dijo Roland—, pero la única

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recompensa que nos ofreces si telo damos es la muerte. Eso esmuy estúpido.

Hubo una larga pausamientras Blaine meditaba sobreello.

—ES CIERTO LO QUEDICES, ROLAND DE GILEAD,PERO LA CALIDAD DEVUESTRAS ADIVINANZAS NOESTÁ COMPROBADA. NO OSRECOMPENSARÉ CON LAVIDA POR ADIVINANZASMALAS.

Roland asintió.—Lo comprendo, Blaine.

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Escúchame ahora y toma consejode mí. A mis amigos ya les hecontado algo de esto. Cuando eraniño en la Baronía de Gilead,había siete Días de Feria al año:los del Invierno, la Tierra Ancha,la Siembra, el Estío, la TierraLlena, la Cosecha y el Fin deAño. Las adivinanzas constituíanuna parte importante de todos losDías de Feria, pero eran elacontecimiento más importante dela Feria de la Tierra Ancha y laTierra Llena, pues la gente creíaque las adivinanzas que se decíanallí auguraban el éxito o el

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fracaso de la cosecha.—ESO ES UNA

SUPERSTICIÓN SIN BASEALGUNA EN LA REALIDAD —dijo Blaine—, LO ENCUENTROMOLESTO E IRRITANTE.

—Claro que es unasuperstición —asintió Roland—,pero quizá te sorprenderíadescubrir lo bien que lasadivinanzas predecían lascosechas. Por ejemplo, a ver sieres capaz de resolverme esta,Blaine: ¿Qué diferencia hay entreuna abuela y un granero?

—ES MUY VIEJA, Y NO

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MUY INTERESANTE —protestóBlaine, pero aun así parecíacontento por tener algo queresolver—, UNA ES PARIENTEDE TU MISMA SANGRE Y ELOTRO ES TU DEPÓSITO DEGRANO[14]. UNA ADIVINANZABASADA EN LACOINCIDENCIA FONÉTICA.OTRA DE ESTE TIPO, QUE SECUENTA EN EL NIVEL QUECONTIENE LA BARONÍA DENUEVA YORK, DICE ASÍ:¿QUÉ DIFERENCIA HAYENTRE UNA COCINA Y UNOCÉANO?

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—Esta la sé yo —dijo Jake—. Nuestro profesor de inglésnos la contó este año. Que en lacocina hay «cacerolas» y en elocéano «yastán hechas».

—SÍ —dijo Blaine—. SETRATA DE UNA ADIVINANZAMUY TONTA.

—Por una vez estoy deacuerdo contigo, Blaine, viejoamigo —añadió Eddie.

—ME GUSTARÍA SABERMÁS DE LOS DÍAS DE FERIAEN GILEAD, ROLAND, HIJODE STEVEN. ME PARECEBASTANTE INTERESANTE.

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—A mediodía de la TierraAncha y la Tierra Llena sereunían entre dieciséis y treintaconcursantes en el Salón de losAbuelos, que se abríaespecialmente para elacontecimiento. Eran los únicosdías del año en que se permitíaentrar a la gente corriente, loscomerciantes, campesinos,ganaderos y demás, en el Salónde los Abuelos, y esos días todosse empujaban para entrar.

La mirada del pistolero eradistante y soñadora; era laexpresión que Jake le había visto

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en aquella otra vida nebulosa,cuando Roland le contó que undía se había colado en la galeríade aquel mismo salón con dos desus amigos, Cuthbert y Jamie,para contemplar una especie debaile ritual. Cuando se lo contóestaban escalando las montañas,siguiéndole las huellas a Walter.

«Marten estaba sentado juntoa mi madre y mi padre —le habíadicho Roland—. Incluso desdeaquella altura podíareconocerlos, y en un momentodado, Marten y ella danzaronlenta y sinuosamente, y los demás

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despejaron la pista y aplaudieronal terminar la danza. Pero lospistoleros no aplaudieron…».

Jake miró a Roland concuriosidad, tratando una vez másde imaginar de dónde venía aquelhombre extraño y reservado… ypor qué.

—Colocaban un gran barril enel centro de la sala —prosiguióRoland—, y cada concursantearrojaba en él un puñado detrozos de corteza en los que habíaescrito sus adivinanzas. Muchaseran viejas, adivinanzas quehabían aprendido de sus mayores,

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e incluso a veces de libros, perootras muchas eran nuevas,creadas para la ocasión. Tresjueces, entre los que siemprefiguraba un pistolero, sepronunciaban sobre ellas cuandoeran leídas en voz alta, y solo seaceptaban si las considerabanjustas.

—SÍ, LAS ADIVINANZASDEBEN SER JUSTAS —asintióBlaine.

—Luego empezaban lasadivinanzas —dijo el pistolero.Una leve sonrisa le rozó loslabios al pensar en aquellos días,

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días en los que el pistolero teníala edad del muchacho magulladoque estaba sentado junto a él conun brambo sobre las rodillas—, yduraban horas enteras. Seformaba una fila en el centro delSalón de los Abuelos. El lugar decada uno en la fila se echaba asuertes, y como era mucho mejorestar al final de la cola que alprincipio, todo el mundo deseabaun número alto, aunque elvencedor debía respondercorrectamente al menos unaadivinanza.

—POR SUPUESTO.

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—Cada hombre o mujer, puesalgunos de los mejoresconcursantes de Gilead eranmujeres, se acercaba al barrilcuando le llegaba el turno, extraíauna adivinanza y se le entregabaal Maestro. El Maestropreguntaba, y si la adivinanzapermanecía sin resolver cuandose había agotado la arena de unreloj de tres minutos, eseconcursante debía abandonar lafila.

—¿Y AL SIGUIENTE SE LEPREGUNTABA LA MISMA?

—Sí.

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—O SEA QUE TENÍA MÁSTIEMPO PARA PENSAR.

—Sí.—YA VEO. SUENA

ESTUPENDO.Roland enarcó las cejas.—¿Estupendo?—Quiere decir que le parece

divertido —le explicó Susannahen voz baja.

Roland se encogió dehombros.

—Era divertido para losespectadores, supongo, pero losconcursantes se lo tomaban muyen serio, y con frecuencia había

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altercados y riñas a puñetazoscuando se daba por terminada lacompetición y se entregaba elpremio.

—¿CUÁL ERA EL PREMIO?—El ganso más grande de la

Baronía. Y año tras año, Cort, mimaestro, se llevaba ese ganso acasa.

—DEBÍA DE SER UNGRAN EXPERTO ENADIVINANZAS —observóBlaine en tono respetuoso—. MEGUSTARÍA QUE ESTUVIERAAQUÍ.

Ya somos dos, pensó Roland.

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—Y ahora llego a mipropuesta.

—LA ESCUCHARÉ CONGRAN INTERÉS, ROLAND DEGILEAD.

—Que estas próximas horassean nuestro Día de Feria. No nospropondrás adivinanzas, porquedeseas oír adivinanzas nuevas yno contar tú algunas de losmillones que debes de conocer…

—CORRECTO.—Por otra parte, tampoco

podríamos resolver la mayoría —prosiguió Roland—. Estoy segurode que conoces adivinanzas que

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habrían hecho tropezar incluso aCort si las hubiera sacado delbarril. —No estaba seguro nimucho menos, pero había pasadoel momento de utilizar el puño yhabía llegado el momento deutilizar la mano abierta.

—POR SUPUESTO —asintióBlaine.

—Te propongo que nuestrasvidas sean el premio, en vez deun ganso —dijo Roland—.Mientras viajamos, te iremosproponiendo adivinanzas. Sicuando lleguemos a Topeka lashas resuelto correctamente todas,

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puedes llevar adelante tu ideainicial y matarnos. Ese es tuganso. Pero si nosotros tehacemos tropezar, si en el librode Jake o en nuestras cabezas hayuna adivinanza que no conozcas yno sepas responder, deberásllevarnos a Topeka y una vez allídejarnos en libertad de proseguirnuestra búsqueda. Ese es nuestroganso.

Silencio.—¿Me has entendido?—SÍ.—¿Estás de acuerdo?Más silencio por parte de

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Blaine el Mono. Eddie estabasentado muy tieso rodeando aSusannah con el brazo, y mirandoel techo del Coche de la Baronía.Susannah se pasó la manoizquierda sobre el vientre,pensando en el secreto que acasoestaba creciendo en su interior.Jake le acariciaba el lomo a Achocon mucha suavidad, esquivandolas costras de sangre coaguladaen los lugares donde el brambohabía recibido las puñaladas.Todos permanecieron a la esperamientras Blaine —el auténticoBlaine, muy lejos ya, que vivía su

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cuasivida enterrado bajo unaciudad cuyos habitantes yacíantodos muertos por obra suya—estudiaba la propuesta de Roland.

—SÍ —dijo Blaine al fin—,DE ACUERDO. SI RESUELVOTODAS LAS ADIVINANZASQUE ME PLANTEÉIS, OSLLEVARÉ CONMIGO ALCLARO AL FINAL DELCAMINO. SI UNO DEVOSOTROS PROPONE UNAADIVINANZA QUE YO NOPUEDA RESOLVER,RESPETARÉ VUESTRASVIDAS Y OS LLEVARÉ A

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TOPEKA, DONDE PODRÉISDEJAR EL MONO YPROSEGUIR VUESTRABÚSQUEDA DE LA TORREOSCURA. ¿HEINTERPRETADOCORRECTAMENTE LOSTÉRMINOS Y CONDICIONESDE TU PROPUESTA, ROLAND,HIJO DE STEVEN?

—Sí.—MUY BIEN, ROLAND DE

GILEAD.»MUY BIEN, EDDIE DE

NUEVA YORK.»MUY BIEN, SUSANNAH

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DE NUEVA YORK.»MUY BIEN, JAKE DE

NUEVA YORK.»MUY BIEN, ACHO DE

MUNDO MEDIO.Acho alzó brevemente la

mirada al oír su nombre.—VOSOTROS SOIS

KA-TET; DE MUCHOS, UNO.YO TAMBIÉN. LO QUEHEMOS DE DEMOSTRARAHORA ES QUÉ KA-TET ESEL MÁS FUERTE.

Hubo un momento de silencio,roto únicamente por el poderosoy constante palpitar de las

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turbinas slo-trans que losimpulsaban sobre las tierrasbaldías, que los impulsaban haciaTopeka, el lugar donde terminabaMundo Medio y empezaba MundoFinal.

—SEA —exclamó la voz deBlaine—. ¡ARROJADVUESTRAS REDES,VIAJEROS! PONEDME APRUEBA CON VUESTRASPREGUNTAS, Y QUE EMPIECELA CONTIENDA.

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NOTA DEL AUTOR

El cuarto volumen del relatosobre la Torre Oscura deberíaaparecer —suponiendo siempreque se mantengan la vida delConstante Escritor y el interés delLector Constante— en un futurono muy lejano. Resulta difícil sermás exacto; encontrar las puertasque conducen al mundo de Rolandnunca me ha sido fácil, y por lovisto cada vez hay que pulir y

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afinar más para que cada llavesucesiva encaje en cada cerradurasucesiva. No obstante, si loslectores piden un cuarto volumen,lo tendrán, porque todavía soycapaz de encontrar el mundo deRoland cuando aplico el ingenio aello, y todavía me tienecautivado… más cautivado, enmuchos aspectos, que cualquierade los otros mundos por los quehe vagado con la imaginación. Yeste relato, como esosmisteriosos motores slo-trans,parece ir adquiriendo su propioritmo, cada vez más acelerado.

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Soy plenamente consciente deque a algunos lectores de Lastierras baldías les disgustará quetermine como termina, con tantopor resolver. A mí tampoco mecomplace excesivamente dejar aRoland y a sus compañeros bajolos no muy tiernos cuidados deBlaine el Mono, y aunque nadieestá obligado a creerme, deboinsistir en que la conclusión deeste tercer volumen mesorprendió tanto como puedasorprender a los lectores. Pero alos libros que se escriben solos(como lo ha hecho este, en su

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mayor parte) también hay quedejarlos que lleguen al fin solos,y únicamente puedo asegurarte,Lector, que Roland y su grupo hanllegado a uno de los pasosfronterizos más cruciales de suhistoria, y debemos abandonarlospor algún tiempo en la aduana,respondiendo preguntas yrellenando impresos. Todo lo cualno es sino un modo metafórico dedecir que había vuelto a acabarsela cosa por el momento, y micorazón fue bastante sabio paraimpedirme intentar seguiradelante a pesar de todo.

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El trazado del siguientevolumen aún es borroso, peropuedo asegurar que el asunto deBlaine el Mono quedará resuelto,que averiguaremos mucho mássobre la juventud de Roland y quevolveremos a encontrarnos con elseñor Tic Tac y ese intrigantepersonaje, Walter, llamado elMago o el Extraño Sin Edad. Escon este terrible y enigmáticopersonaje con el que RobertBrowning da comienzo a supoema épico «Childe Roland a laTorre Oscura llegó», y de élescribe:

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Mi primerpensamiento fue quementía en cada palabra,

ese inválido canosoque miraba de soslayo

con ojo maligno paraobservar el efecto de sumentira

sobre la mía, y bocaapenas capaz deconseguir

la supresión delregocijo, que le fruncía ydelineaba

los bordes, por haberganado así otra víctima.

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Es este embustero maligno,este mago oscuro y poderoso,quien conserva la verdadera llavede Mundo Final y de la TorreOscura… para quienes tengan lavalentía de cogerla. Y paraquienes queden.

Bangor, Maine5 de marzo de 1991

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STEPHEN KING. Stephen EdwinKing nació en Portland (Maine),el 21 de septiembre de 1947.

Cuando tenía dos años de edad,sus padres se separaron y sumadre que tuvo que salir adelantecon él y su hermano mayor, con

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grandes problemas económicos.Empezó a escribir desde muypequeño: Ya en el colegio,escribía cuentos que vendía a suscompañeros de clase. Cuandotenía 13 años, descubrió unmontón de libros de su padre, loque le animó a seguir escribiendoy a mandar sus trabajos adiferentes editoriales aunque sinmucha suerte. Con 24 años secasó con una compañera de lafacultad, Tabitha Spruce, quetambién llegaría a escribir libros.Vivieron en un remolque duranteun tiempo y tuvo que trabajar en

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diversos oficios para saliradelante. Publicó algunashistorias cortas en revistas, peropronto comenzó a tenerproblemas de alcoholismo. Detodas sus experiencias tomaríabuena nota que quedaríanreflejadas en futuras historias.Muchas de las novelas de Kinghan sido llevadas al cine con granéxito, aumentando la popularidaddel escritor.

Una de sus primeras novelas fuela de una joven con poderespsíquicos que no terminó ydesanimado la tiró a la basura. Su

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mujer rescató el trabajo y loanimó a terminarlo. Esa novela setitularía «Carrie» y sería laprimera que vendiera. Unos añosmás tarde escribiría otra de susfamosas novelas «ElResplandor». Para escribir estanovela le sirvió de inspiración supropia experiencia: Problemascon su trabajo de profesor deinglés, le llevo a aceptar untrabajo de cuidador de un hotelque cerraba en invierno, mientrasaumentaban sus problemas con elalcohol y las drogas. De ambasnovelas se hicieron sendas

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películas millonarias en taquilla.Han adaptado libros suyosdirectores tan prestigiosos comoStanley Kubrick, Brian de Palmao John Carpenter. En muchas delas películas ha aparecidohaciendo pequeños cameos.En 1999, Stephen King fueatropellado por un conductorborracho y consigue salvar lavida de manera milagrosa. Estegrave accidente que le mantuvodurante años con graves secuelas,fue el embrión de novelas como«Buick 8: Un coche perverso».En ella uno de los protagonistas

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muere en un accidente de coche.Más tarde sería en «Misery»,donde volvería a contarnos cómoun escritor es atropellado por uncoche, sufriendo graves heridas.En el séptimo tomo de «La torreoscura» vuelve a utilizar elaccidente en la trama. Incluso enla serie para TV KingdomHospital, un escritor sufre unaccidente exactamente igual alsuyo.

Escribió algunos libros bajo elseudónimo Richard Bachman,hasta que fue reconocido ydecidió matar a su otro yo y

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realizar un funeral para él. Muydisciplinado Stephen King leecuatro horas al día y escribecuatro horas al día, necesariassegún él para poder ser un buenescritor. En 2000 publicó unanovela a cuya lectura sólo sepodía acceder a través de Interneto en descarga para libroselectrónicos: «Riding the Bullet».Ese mismo año, otra novela «Theplant» se podía descargar desdesu página oficial en Internet,mediante un sistema de pagovoluntario, pero se estanca en elcapítulo sexto pues el

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experimento no sale como Kingesperaba.

Su estilo, efectivo y directo, y sucapacidad para resaltar losaspectos más inquietantes de lacotidianidad, han convertido aStephen King en el especialistade literatura de terror másvendido de la historia, contandocon más de 100 millones delibros vendidos. Entre sus másconocidas novelas podemosencontrar «Carrie» (1974), «Elresplandor» (1977), «La zonamuerta» (1979), «It» (1986),«Los ojos del dragón» (1987),

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«Misery» (1987), «DoloresClaiborne» (1993),«Insomnia» (1994), «El retrato deRose Madder» (1995), «Buick 8:un coche perverso» (2002),«Cell» (2006) y la serie de «LaTorre Oscura», que consta de 7volúmenes.

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Notas

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[1] DEW, Distant Early Warning.<<

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[2] «Veo una puerta roja y laquiero pintar de negro, / ya nomás colores, quiero que seconviertan en negro, / veo a laschicas pasar vestidas con ropa deverano, / he de volver la cabezahasta que mi oscuridaddesaparezca…» (N. del T.) <<

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[3] Juego de palabras. A jarsignifica «una jarra», pero ajar,dicho de una puerta, significa«abierta de par en par». (N. delT.) <<

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[4] Un nuevo juego de palabrasbasado en la ambigüedad de flies,que significa al mismo tiempo«vuela» y «moscas». (N. del T.)<<

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[5] «Estoy viendo una puerta rojay la quiero pintar de negro; / noquiero más colores, quieropintarla de negro…» (N. del T.)<<

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[6] Bragueta de velcro. (N. del T.)<<

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[7] La palabra inglesa bed(«cama») se usa también paradesignar un plantío, cuadro deflores o plantas, que es el sentidoque toma en esta adivinanza. (N.del T.) <<

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[8] La relación que Rolandestablece se basa en la semejanzafonética entre a door («unapuerta») y adore («adorar»). (N.del T.) <<

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[9] En inglés, jar («jarra») y ajar(«entonada»). (N. del T.) <<

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[10] «Necesitas la cantidad justade esa cosa pegajosa / parasujetar la costura de tusmagníficos tejanos / yo digoyeah, yeah…» (N. del T.) <<

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[11] «Ribble ti tibble ti ting tingting, / me buscaré un trabajo y tecompraré un anillo, / cuandoponga las manos / en tusmovedizas tetitas, / ribble titibble ti ting ting ting. / Oh, ribbleti tibble, / solo quiero juguetear, /juguetear un poco con tu ting tingting». (N. del T.) <<

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[12] «Mi chica es de primera, esuna neoyorquina, / le compro detodo para que esté siempreelegante, / tiene un par de caderas/ como dos barcos de guerra, / oh,muchacho, así es como se me vael dinero. / Mi chica es una joya,es de Filadelfia, / le compro detodo para que esté siempreelegante, / tiene un par de ojos /como dos pizzas, / oh, muchacho,así es como se me va el dinero».(N. del T.) <<

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[13] Juego de palabras basado enla relativa similitud fonética delas expresiones not-see(literalmente, «no-ver») y nazi.(N. del T.) <<

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[14] Juego de palabras entre bornkin y com-bin. (N. del T.) <<

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