Las virgenes del paraiso barbara wood

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Han pasado muchos años; Jasmineregresa a su casa natal en la callede las Vírgenes del Paraíso, en ElCairo. Ahora es médica, y ha sabidoromper con la dependencia a queestá condenada la mujer en su país.Es prácticamente occidental en susvalores, pero cuando se encuentrafrente a su abuela Amira no puedeevitarlo: el pasado irrumpeimpetuoso entre las junturas de sunueva vida.

Las Vírgenes del Paraíso es unarigurosa panorámica de la historiareciente de Egipto, una sobria

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crónica de la condición de la mujeren el mundo musulmán y, sobretodo, la emotiva historia de unamujer que vivió dicha condición ysupo escapar de ella.

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Barbara Wood

Las Vírgenes delParaíso

ePub r1.0Levemka 17.08.14

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Título original: Virgins of ParadiseBarbara Wood, 1993Traducción: María Antonia Menini PagèsDiseño de cubierta: LevemkaIlustración de cubierta: Eyes like stars(http://spiffiness.tumblr.com/)

Editor digital: LevemkaePub base r1.1

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Para Ahmed Abbas Ragah,con cariño y gratitud.

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Érase una puerta para la queno encontré llave; un velo delpasado que no pude rasgar.Alguna charla fugaz entre Yoy Tú lo parecieron; yentonces no había Tú y Yo.

Rubbaiyat, OMAR JAYYAM

(…) Las mujeres tienensobre los esposos idénticosderechos que ellos tienensobre ellas, según esconocido; pero los hombrestienen sobre ellaspreeminencia. Dios es

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poderoso, sabio.

El Corán, 2, 228

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Agradecimientos

Este libro no podría haberse escrito sinla ayuda de gente muy especial. Tengoque dar las gracias a mis amigos de ElCairo, en particular a la familia Ragah:Ahmed, Abd al-Wahab, Sana’a y Fatma;al doctor Jadiya Yussuf, por hacermeconocer el feminismo árabe y losderechos de la mujer egipcia actual; aSamira Aziz, por mostrarme unamaravillosa visión de la vida en lasaldeas del Nilo; a Humayra Ajavani, porexplicarme sus experiencias de unamujer musulmana que trata de

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acomodarse al estilo de vivirestadounidense. Y muy especialmente aSahra (Carolee Kent, de Riverside,California), danzarina del MeridienHotel de El Cairo, por dedicarmegenerosamente su tiempo, por suespléndido retrato de la vida de lasdanzarinas en Egipto y por darmepermiso para usar su descripción de lazeffa, la procesión de bodas. Tengoasimismo una deuda con Anne Draper,de Riverside, y mis amigas danzarinasdel Oriente Próximo, por su apoyo yaportaciones. Artemis de Pacific Grovey el equipo de la librería Sisterhood deWestwood merecen mi reconocimiento

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por sus esfuerzos —y su éxito— porcompletar mis investigaciones.Finalmente, no podría haber escrito estelibro sin el soporte y ánimos de miesposo, George.

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Prólogo

—Espere —le dijo Jasmine al taxista—.¿Puede, por favor, llevarme primero a lacalle de las Vírgenes del Paraíso?

—Sí, señorita —contestó el taxistaárabe, mirando a su pasajera a travésdel espejo retrovisor y clavando losojos por un instante en su doradocabello.

La propia Jasmine se sorprendió.Durante el trayecto desde el AeropuertoInternacional de El Cairo y, antes,durante el largo vuelo sin escalas desdeLos Ángeles, se había prometido a sí

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misma no acercarse para nada a la callede las Vírgenes del Paraíso, irdirectamente al Nile Hilton, averiguarquién y por qué la había mandado volvera El Cairo, resolver el asunto quehubiera que resolver y tomar acontinuación el primer vuelo de regresoa California. Consternada por suirreflexión, hubiera querido decirle altaxista que la condujera directamente alhotel, que había cambiado de idea. Perono pudo. Aunque temiera ir a la calle delas Vírgenes del Paraíso, más miedo ledaba no ir.

—Bonita calle, señorita, callepreciosa —dijo el taxista, tocando el

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claxon para abrirse camino entre elintenso tráfico del centro de la ciudadvieja.

Jasmine vio en su rostro unaexpresión de curiosidad y una mirada deextrañeza, pues los turistas raras vecesvisitaban la calle de las Vírgenes delParaíso. Permaneció sentada,escuchando los petardeos del pequeñovehículo adornado con vistosas borlas,flores de papel y un ejemplar del Coráncolocado sobre el tablero deinstrumentos tapizado en terciopelo,mientras clavaba ansiosamente las uñasen el tejido de sus vaqueros azules.Prefería los vaqueros a cualquier otra

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prenda e incluso los llevaba en laclínica pediátrica y cuando efectuaba laronda de visitas a los enfermos en elhospital…

—Eso es absolutamente impropio deuna médica, doctora Van Kerk —lehabía dicho en broma el jefe de cirugíaen cierta ocasión.

Mientras el taxi rodeaba lentamentela plaza de la Liberación, Jasmineobservó a los viandantes queabarrotaban las aceras. Vio muy pocosvaqueros azules entre los jóvenesvestidos con anticuados pantalones depata de elefante y ajustadas camisas denailon. Algunas mujeres lucían peinados

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ahuecados y modernas faldas y blusas, ymuchos hombres llevaban lastradicionales galabeyas; también habíamuchas jóvenes con túnica larga y lacabeza cubierta con un velo, el «atuendoislámico» del nuevo integrismo, ycampesinas con las nalgas envueltas enuna ajustada y modesta capa negra quecontribuía a realzar los encantos quepretendía ocultar. Entre aquellamuchedumbre, Jasmine trató dedistinguir a la niña que antaño fuera, unachiquilla de pálida piel y rubio cabellocaminando feliz y despreocupada consus compañeros de morena tez, ajena alturbulento futuro que se estaba

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acercando a ella a pasos agigantados. Seinclinó hacia la ventana en la certeza deque la niña estaba todavía allí. Si laviera, saltaría del taxi, la tomaría de lamano y le diría: «Ven conmigo. Tellevaré lejos de aquí, lejos del peligro yla traición que te aguardan».

Pero el taxi avanzó tosiendo ytraqueteando por delante de los peatonesy Jasmine no pudo encontrar entre ellosa su propio yo infantil. De pronto, el taxienfiló una calle tan conocida que, por uninstante, el asombro la dejó sinrespiración.

El taxista aminoró la marchamientras Jasmine contemplaba los

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árboles de los jardines largo tiempoolvidados, pero recordados de repentecon una irresistible claridad, como sihubiera abandonado Egipto justo lavíspera.

Súbitamente pensó que ojalá no sehubiera trasladado a El Cairo y hubieraarrojado a la papelera la inesperadacarta que había recibido en su despachode Los Ángeles unos días atrás conaquel críptico mensaje: «DoctoraJasmine Van Kerk, ¿puede usted venir aEl Cairo inmediatamente? Es urgente.Hay un asunto de su herencia quedebemos discutir». Se la había enviadoun abogado de un prestigioso bufete

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situado en una de las mejores zonas deEl Cairo. Le recordaba de su infancia,cuando vivía en aquella calle llamadade las Vírgenes del Paraíso. Era elabogado de la familia y, al parecer, loseguía siendo.

—Debes ir —le había dicho sumejor amiga Rachel, médica como ella—. Nunca podrás vivir tranquila hastaque te reconcilies con tu pasado. Túfinges ser feliz, Jas, pero yo sé que pordentro siempre estás triste. Puede queésta sea una buena señal, una ocasiónpara liberarte de tus demonios.

Jasmine telefoneó al abogado parapedirle más detalles, pero éste sólo le

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dio una vaga respuesta:—Lo siento, doctora Van Kerk, pero

esto es demasiado complicado paradiscutirlo por teléfono. Por favor,¿puede trasladarse a El Cairo? Es de lamáxima importancia.

Jasmine hubiera deseado preguntarlequién había muerto, pero se contuvoporque no quería que la tragediaenturbiara su nueva vida en California.Si fuera la temida noticia de la muertede su padre o de Amira, preferíarecibirla en El Cairo, asimilarla enaquella ciudad y dejarla allí para poderregresar a los Estados Unidos y a sufuturo.

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—Pare aquí, por favor —le dijo altaxista, y el vehículo se detuvo bajo undosel de viejos álamos que asomabanpor encima de un impresionante muro depiedra.

Detrás del muro, apenas visible, selevantaba una enorme casa rodeada porun tranquilo jardín, un espectáculo másbien insólito en la congestionada ysuperpoblada ciudad de El Cairo.Mientras contemplaba la mansión decolor de rosa de tres pisos, con susornamentados balcones y sus ventanascon celosías de madera, Jasmineexperimentó una repentina oleada deemoción y pensó: «Éste es el lugar

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donde yo nací. Aquí exhalé mi primerrespiro, derramé mi primera lágrima, reípor primera vez».

«Y aquí fui maldecida, desterrada dela familia y sentenciada a muerte».

Contempló la casa, un monumento depiedra y argamasa al esplendoroso ydecadente pasado de Egipto, y lepareció un ser viviente,momentáneamente dormido, peropeligroso cuando se despertara.Aquellas ventanas cerradas se abriríancual si fueran ojos y en ellas apareceríanconocidos rostros que antaño ella habíaquerido y apreciado o temido yodiado… unos rostros pertenecientes a

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varias generaciones de la poderosa yaristocrática familia de los Rashid, deriqueza incalculable, amiga de reyes ybajas, hermosa y mimada por la fortuna;pero, bajo la superficie, agobiada porsecretos de locura, adulterio e inclusoasesinato. Varias preguntas se agolparonen su mente: ¿vive la familia todavíaaquí? ¿He sido llamada para asistir a unfuneral? ¿De quién? ¿Mi padre?¿Amira? «Que no sea Amira. Que éstaperdure eternamente, por lo menos en mirecuerdo».

Empezó a recordar palabras de otrostiempos. Amira diciéndole: «Una mujerpuede tener más de un marido a lo largo

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de su vida, puede tener muchoshermanos y muchos hijos, pero sólopuede tener un padre».

—Chofer —dijo bruscamente,apartando de su mente el recuerdo de supadre y del último y terrible día quehabía pasado a su lado—, lléveme alHilton, por favor.

Mientras el taxi circulaba por unabulliciosa calle, Jasmine se dio cuentade que estaba contemplando las escenascallejeras a través de las lágrimas. En elaeropuerto, al descender del avión, sehabía preparado para resistir elsobresalto del regreso y había levantadounas defensas tan firmes que no

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experimentó la menor emoción ni elmenor sentimiento; fue como si seencontrara en cualquier aeropuerto delmundo. Pero ahora, tras haber recorridola ciudad de su infancia y haber vuelto aver la casa, notaba que las barrerasestaban empezando a desmoronarse.

El Cairo… ¡después de tantos años!A través de las lágrimas, Jasmineobservó unos cambios que lasorprendieron. Muchas de las antiguas yaristocráticas mansiones, como la de lacalle de las Vírgenes del Paraíso, habíansido vendidas a grandes empresas yahora en sus elegantes fachadascampeaban unos chillones rótulos de

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neón; se estaban levantando rascacielos,se veían por todas partes edificios enconstrucción y se oía el constante rumorde los martillos neumáticos. Cual si unaguerra hubiera asolado manzanas enterasde la ciudad, éstas aparecían ahorarodeadas por vallas metálicas, mientraslas perforadoras reventaban la tierra.

Aun así, Jasmine sintió que aquéllaseguía siendo su amada ciudad de ElCairo, la descarada, llamativa y audazurbe que había resistido diez siglos deinvasiones, ocupaciones extranjeras,guerras, plagas y excéntricosgobernantes. El taxi rodeó traqueteandola plaza Tahrir, semejante a la pista

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central de un circo y destripada ahorapara la construcción de una nueva líneade metro, mientras los cairotas,acostumbrados desde siempre aadaptarse a los cambios, iban a lo suyocomo si tal cosa, caminandoimperturbablemente serenos con sustrajes de calle o sus velos islámicos obien sentados en las terrazas de loscafés, preguntándose a qué venía tantoafán por el progreso. Cuando viofinalmente el Nile Hilton, ya no tanfabulosamente moderno como a ella lehabía parecido en otros tiempos,Jasmine recordó su propia bodacelebrada allí y se preguntó si el busto

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de bronce de Gamal Abdel Nassertodavía seguiría dominando el vestíbulo.Allí mismo, justo al lado de las oficinasde la American Express, estaba elpuesto de venta de helados al que ella yCamelia, Tahia y Zacarías solían acudirde niños, un minúsculo establecimientodonde podías elegir cualquier sabor quequisieras con tal de que fuera devainilla. Y allí estaban también losvendedores de jazmines, tan cargados deguirnaldas que no se les podía ver ni lacara, y las fellahin sentadas en cuclillasen las aceras, asando mazorcas de maíz,el signo anual de la llegada del verano.

Jasmine se apartó de la ventanilla.

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No tenía que dejarse seducir por ElCairo. Tiempo atrás había jurado noregresar jamás y tenía intención decumplir su juramento… Aunque ahora seencontrara allí en carne y hueso para veral abogado señor Abdel Rahman yresolver los asuntos de su herencia, nopermitiría que su alma y su corazón laacompañaran. Los había dejado a salvoen California.

Cuando el taxi se detuvo frente a laentrada del hotel y el portero corrió aabrir la portezuela diciendo:«Bienvenida a El Cairo», Jasmineobservó que éste contemplaba su rubiocabello con la misma expresión con que

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antes lo hicieran el taxista, los agentesde la aduana y los mozos del aeropuerto.Tomó mentalmente nota de que deberíacomprarse un pañuelo para cubrirse lacabeza, de la misma manera que, antesde bajar del avión, había recordadoponerse un jersey para cubrirse losbrazos desnudos en aquel país islámico.

Se acercó un botones para hacersecargo de su equipaje, pero Jasmine sólollevaba una pequeña maleta, pues nopensaba quedarse mucho tiempo. Sóloun día, si podía. Y, por supuesto, nopensaba regresar a la calle de lasVírgenes del Paraíso.

Al entrar en el vestíbulo oyó música

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y vítores. En seguida apareció un cortejonupcial precedido por bailarines ymúsicos mientras los amigos y parientesseguían a la pareja de recién casados,arrojándoles monedas para desearlessuerte. Jasmine se detuvo para ver pasara la joven novia vestida con un blancotraje cuya larga cola sostenían dosniñas. Evocó los dulces recuerdos de lanoche en que su propio cortejo nupcialcruzó aquel mismo vestíbulo del reciéninaugurado hotel y ella se sentíainmensamente feliz. Abrió el bolso, sacóunas cuantas monedas de diez centavos yde cuarto de dólar y se las arrojó a lapareja, musitando:

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—Buena suerte. Mabruk.Deseaba sinceramente que los

novios encontraran juntos la felicidad.En el mostrador de recepción, fue

saludada cordialmente con el habitual«Bienvenida a El Cairo».

—¿Hay algún mensaje para mí? —lepreguntó al apuesto recepcionista, queinmediatamente le dedicó la halagadoramirada de ojos oscuros y la sonrisa enlas cuales son expertos los hombresegipcios.

El recepcionista miró detrás delmostrador y contestó:

—Lo siento, doctora Van Kerk, nohay ningún mensaje.

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—¿Está seguro?Había comunicado al señor Abdel

Rahman la fecha de su llegada y le habíadicho que tenía reservada habitación enel Hilton. En realidad, esperaba queacudiera a recibirla al aeropuerto y, alver que no estaba allí, pensó que leencontraría en el hotel. Pero ni siquierale había dejado un recado.

Aunque sólo llevaba una pequeñamaleta, el botones la acompañó a lahabitación («que mire al Nilo», habíapedido al hacer la reserva) y, alentregarle ella una libra de propina, viopor su sonrisa que le había dadodemasiado.

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Cuando finalmente se quedó sola enla habitación, Jasmine corrió lascortinas turquesa y oro que el jovenhabía descorrido, para no ver el río.Quería que la habitación diera al ríoporque no deseaba contemplar laciudad, pero ahora sentía la atraccióndel viejo río cuyas aguas centelleabanbajo el sol matinal. Amira llamaba alNilo «la Madre de todos los Ríos, lamadre de todos nosotros».

Aunque estaba hambrienta ycansada, pues apenas había comido ydormido durante el vuelo, Jasmine seacercó primero al teléfono de su mesitade noche. Llamaría a Los Ángeles para

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decirles a todos que había llegado sinnovedad y después llamaría al señorAbdel Rahman y se reuniría con él loantes posible. Sin embargo, justo en elmomento en que su mano rozaba elaparato, oyó una suave llamada a lapuerta.

Pensando que sería alguien con unrecado del señor Abdel Rahman o talvez el propio abogado en persona,Jasmine abrió y dio un paso atrás, presade un repentino sobresalto.

Vio a una mujer vestida con lasprendas tradicionales de una peregrinaque ha ido a La Meca, una larga túnicablanca y un velo blanco en la cabeza,

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cubriéndole la mitad inferior del rostro.Llevaba una bolsa de cuero en una manoy se apoyaba en un bastón con la otra.Cuando vio aquellos ojos oscurosmirándola por encima del velo, Jasminese sintió dominada por dos emocionescontrarias. ¡Amira! ¡Viva, gracias aDios! Y después, cólera al recordar laúltima vez que había visto a aquellamujer.

—La paz y la misericordia de Alásean contigo —le dijo Amira en árabe.

Jasmine recordó súbitamente lasfragancias de la madera de sándalo y delas lilas, la música y la vieja fuente deljardín de la casa de la calle de las

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Vírgenes del Paraíso y el sabor celestialde los albaricoques con azúcar en lascalurosas tardes. Bellos y felicesrecuerdos que ella había reprimido juntocon los dolorosos.

—Y contigo —contestó conincredulidad, como si estuvierahablando con una aparición—, la paz yla misericordia de Alá y todas susbendiciones. Pasa, por favor.

Mientras Amira entraba en laestancia y sus blancos velos exhalabanuna fragancia de almendras, Jasmine sesorprendió de que los años pudieranborrarse con tanta facilidad, cerrando labrecha creada por su ausencia. También

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se sorprendió de que pudiera recuperarcon tanta lucidez el uso del árabe y de lodelicioso que le resultaba volver ahablarlo.

Amira esperó a que Jasmine lainvitara a sentarse y, cuando se acomodóen un sillón, lo hizo con la gracia de unamujer acostumbrada a concederaudiencias. Sin embargo, Jasmineobservó ahora que sus movimientos eranun poco rígidos. A fin de cuentas, Amiratenía ochenta y tantos años.

—¿Cómo estás? —preguntóJasmine, sentándose en el borde de lacama mientras se le llenaban los ojoscon aquella extraordinaria visión.

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O sea que Amira había hechofinalmente su peregrinación a La Meca.Jasmine se alegró.

—Muy bien, gracias a Dios —contestó la mujer, quitándose el velo ydejando al descubierto la inmaculadablancura de su cabello.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?¿Te lo dijo el señor Abdel Rahman?

—He sido yo quien te ha mandadollamar, Yasmina.

—¿Cómo me localizaste?—Escribí a Itzak Misrahi en

California y él conocía tu dirección. Teveo muy bien, Yasmina —dijo Amiracon un leve temblor en la voz—. Ahora

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eres médica, ¿verdad? Eso está muybien. Es una gran responsabilidad —añadió extendiendo los brazos—. ¿Nome vas a abrazar?

Pero Jasmine tenía miedo. Aquellamujer era la comadrona que la habíatraído al mundo; aquellas manosperfumadas con almendras habían sidosu primer contacto humano. Sabía queAmira la había besado, como besaba atodos los niños que traía al mundo. Sinembargo, al contemplar aquellososcuros ojos rasgados que parecíanarder con el mismo fuego que ella habíavisto una vez en el corazón de un negroópalo, Jasmine sintió que no podía

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arrojarse en sus brazos. Aquella mujertenía los fuertes rasgos propios de losbeduinos del desierto y la barbillaorgullosamente levantada,características ambas de todas lasmujeres Rashid… unos rasgos quetambién poseía Jasmine Van Kerk, puessu verdadero nombre era Yasmina yaquella mujer era su abuela.

—No debemos ser enemigas,Yasmina —dijo Amira—. Tú eres lanieta de mi corazón y yo te quiero.

—Perdóname, abuela, pero estoyrecordando la última vez que te vi.

—Sí, un día muy triste para todosnosotros. Yasmina, mi niña querida,

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algo me ocurrió cuando era pequeña ylloré tanto que pensé que me vaciaría delágrimas como una botella se vacía deagua y entonces me moriría. Sobreviví,pero me quedó el recuerdo de aquellaprofunda angustia y juré que jamáspermitiría que ninguno de mis hijossufriera un dolor semejante. Sinembargo, aunque Ibrahim era mi hijo y tupadre, no pude intervenir. Según la ley,un hombre puede hacer lo que se leantoje con sus hijos porque es el amo dela familia. Pero sufrí mucho por ti,Yasmina. Y ahora has regresado.

—Dime, por favor, abuela, ¿por quéle has dicho al señor Abdel Rahman que

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me haga venir? ¿Es por mi padre?¿Acaso ha muerto?

—No, Yasmina. Tu padre todavíavive. Pero es por él por quien hequerido que volvieras a casa. Está muyenfermo, Yasmina. Se va a morir. Tenecesita.

—Y ha pedido que me mandesllamar.

Amira sacudió la cabeza.—Tu padre no sabe que estás aquí.

Temía que, si le dijera que te habíaescrito y tú no vinieras, le destrozaríapor completo.

Jasmine trató de reprimir laslágrimas.

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—¿De qué se muere? ¿Quéenfermedad padece?

—No es una enfermedad del cuerpo,Yasmina, sino del espíritu. Su alma semuere, ha perdido la voluntad de vivir.

—¿Y cómo puedo yo salvarle?—Porque se muere por tu causa. El

día que te fuiste de Egipto, tu padreperdió la fe. Se convenció de que Alá lohabía abandonado y, en su lecho demuerte, lo sigue creyendo. Escúchame,Yasmina, no puedes permitir que tupadre muera sin fe porque entonces Alále abandonaría de verdad y mi hijo nopodría morar en el Paraíso.

—Él tiene la culpa… —dijo

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Jasmine con la voz quebrada por laemoción.

—Oh, Yasmina, ¿acaso creessaberlo todo? ¿Crees saber por quérazón tu padre hizo lo que hizo?¿Conoces todas las historias de nuestrafamilia? Por el Profeta, la paz sea conél, te aseguro que tú no conoces lossecretos que configuran nuestra familia yte han configurado a ti. Pero ha llegadoel momento de que conozcas esossecretos. —Amira se colocó la bolsa decuero sobre el regazo y sacó un hermosoestuche de madera con incrustaciones demarfil en cuya tapa figuraba escrito ená r a b e Alá, el Misericordioso—.

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Recordarás a la familia Misrahi, la quevivía en la casa de al lado en la calle delas Vírgenes del Paraíso. AbandonaronEgipto porque eran judíos. MaryamMisrahi era mi mejor amiga y ambas noscontábamos secretos. Ahora te voy acontar nuestros secretos porque eres lanieta de mi corazón y porque quiero quesane la herida entre tú y tu padre. Tecontaré incluso el gran secreto deMaryam; ella ha muerto y ya no importa.Después te revelaré mi terrible secretopersonal, que ni siquiera tu padreconoce. Pero no sin que antes hayasescuchado todo lo que hay que escuchar.

Jasmine contempló el estuche

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fascinada. Las cortinas que habíacorrido sobre las vidrieras correderasdel balcón se movían ahora agitadas porla brisa matinal que llevaba consigo losrumores del tráfico de la orilla del río.Un extraño pensamiento cruzó por lacabeza de Jasmine; recordó de repenteque, en otros tiempos, la carretera quebordeaba el río no existía y tampocoaquel hotel, porque el lugar estabaocupado por unos cuarteles del ejércitobritánico. Mientras su abuela abría elestuche que contenía los recuerdos devarias generaciones de una orgullosafamilia, Jasmine comprendió que ella yAmira estaban a punto de embarcarse en

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un viaje a través del túnel del tiempo.—Ahora te voy a contar todos los

secretos, Yasmina —dijo Amira en unsusurro—. Y tú me contarás los tuyo. —Los sabios y almendrados ojos de ónicemiraron a Jasmine—. Tú también tienessecretos —añadió Amira, lanzando unsuspiro—. Sí, tienes secretos. Nos losintercambiaremos y, cuando Alá oiga tuhistoria, rezo para que en sumisericordia te otorgue la sabiduríanecesaria para saber lo que tienes quehacer. El primer secreto, Yasmina,corresponde al año anterior a tunacimiento, cuando acababa de terminarla guerra en Europa y el mundo festejaba

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la paz. Ocurrió una cálida y perfumadanoche llena de esperanzas y promesas.Fue la noche que marcó el comienzo dela decadencia de nuestra familia…

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Primera parte

1945

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1

—¡Mira, princesa, allá en el cielo! ¿Vesel caballo alado galopando por elfirmamento?

La chiquilla escudriñó el cielonocturno, pero sólo vio el gran océanode las estrellas. Sacudió la cabeza yrecibió un cariñoso abrazo. Mientrascontemplaba el cielo, tratando de ver elcaballo alado entre las estrellas, oyó enla distancia un rumor semejante a untrueno.

De pronto, se oyó un grito y la mujerque la abrazaba exclamó:

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—¡Que Alá se apiade de nosotros!Inmediatamente, unas negras

sombras descendieron de la oscuridad;eran unos gigantescos caballos montadospor jinetes vestidos de negro. Creyendoque habían bajado del cielo, la niñatrató de distinguir sus grandes alascubiertas de plumas.

Después, mujeres y niños corrierona esconderse mientras las espadasbrillaban bajo la luz de las hogueras delcampamento y los gritos se elevabanhacia las frías e impasibles estrellas.

La niña se aferró a la mujer detrásde un enorme baúl.

—No te muevas, princesa —dijo la

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mujer—. No hagas ruido.Miedo. Terror. Y después… La niña

fue arrancada violentamente de losbrazos protectores y lanzó un grito.

Amira se despertó. La habitaciónestaba a oscuras, pero ella vio que laluna primaveral había extendido sumanto plateado sobre la cama. Seincorporó, encendió la lámpara de lamesita de noche y, cuando la luz sederramó consoladoramente por todos losrincones de la estancia, se comprimióuna mano contra el pecho como si conello pudiera calmar los fuertes latidosde su corazón mientras pensaba: «Yaempiezan otra vez los sueños».

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Amira no se había despertadodescansada porque las inquietantespesadillas turbaban su sueño… Tal vezfueran recuerdos, aunque ella no sabíamuy bien si eran acontecimientos realeso imaginarios. Sin embargo, cuandovolvían los sueños, como había ocurridoen aquellos momentos, sabía que laperseguirían a lo largo de todo el día,obligándola a vivir el pasado en elpresente, en caso de que fueranefectivamente recuerdos del pasado,como si se desarrollaransimultáneamente dos vidas, una de ellasperteneciente a una chiquilla asustada yla otra a la mujer que trataba de

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comprender racionalmente un mundoimprevisible.

Eso le ocurría porque estaba a puntode nacer una criatura, se dijo Amiramientras se incorporaba y trataba decalcular cuánto rato había dormido. Lacasa estaba extrañamente silenciosa.

Cada vez que se producía unnacimiento en la gran mansión de lacalle de las Vírgenes del Paraíso, lasvisiones volvían a poblar sus sueños,como presagios de acontecimientosvenideros o tal vez recuerdos de unlejano pasado. Procurando serenarse,Amira se dirigió al lujoso cuarto debaño de mármol que antaño compartiera

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con su marido, Alí Rashid, el cualllevaba cinco años enterrado, y abrió elgrifo de oro del agua fría. Se detuvopara mirarse al espejo y vio que la luzde la luna le había decolorado el rostro.Aunque ella no se consideraba unabelleza, la gente así lo creía y locomentaba.

—Prométeme que te volverás acasar —le había dicho Alí en su lechode muerte poco antes de que estallara laguerra en Europa—. Aún eres joven,Amira, y estás llena de vida. Cásate conSkouras, sé que estás enamorada de él.

Se lavó el rostro con agua fría y selo secó con una toalla de lino.

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¡Andreas Skouras! ¿Cómo habíaaveriguado Alí que estaba enamorada deél? Amira creía haber ocultadocuidadosamente sus sentimientos, hastael punto de que ni siquiera su mejoramiga hubiera podido adivinar el vuelcoque le daba el corazón cada vez que elapuesto Skouras visitaba la casa.«Cásate con Skouras». ¿Tan sencillo eratodo? Pero ¿cuáles eran los sentimientosdel ministro de Cultura del Rey conrespecto a ella?

Alisándose el cabello y la ropa,pues se había tendido a echar una brevesiesta antes del parto de su nueraprevisto para aquella noche, Amira

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cruzó la estancia para dirigirse a lapuerta. Pero la luz de la luna estabailuminando una fotografía de su mesitade noche y el apuesto hombre del marcode plata parecía llamarla en silencio.

Tomó la fotografía de Alí y seconsoló contemplándola, tal comosiempre le ocurría cuando estabapreocupada.

—¿Qué significan los sueños,esposo de mi corazón? —preguntó en unsusurro. La noche era tranquila ysosegada y la enorme casa, normalmenteanimada con el bullicio y los sonidos delas generaciones que habitaban dentrode sus muros, estaba en silencio a

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aquella hora tan tardía de la noche. Losúnicos signos de vida, pensó,procederían de las estancias de abajo,donde vivía su nuera y donde la jovenestaba a punto de traer al mundo a suprimer hijo—. Dime —añadió sinapartar los ojos de la fotografía delhombre de impresionantes bigotes ynariz aguileña… Alí Rashid, rico ypoderoso, el último vástago de unageneración ya desaparecida—. ¿Por quétengo estos sueños siempre que está apunto de nacer un niño? ¿Son acasopresagios o son fruto de mi propiotemor? Oh, esposo mío, ¿qué me debióde ocurrir en mi infancia para que

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experimente semejante temor cada vezque surge una nueva vida en nuestrafamilia? —Amira soñaba a veces conuna niña que sollozaba desesperada,pero no sabía quién era—. ¿Soy yoacaso? —le preguntó a la fotografía—.Sólo tú conoces el secreto de mi pasado,esposo de mi corazón. Tal vez sabíasalgo más, pero nunca me lo dijiste. Túeras un hombre y yo era sólo una niñacuando me trajiste a esta casa. ¿Quésecretos dejamos a nuestra espaldacuando me sacaste del harén de la callede las Tres Perlas? ¿Y por qué no puedorecordar nada de mi vida antes de losocho años?

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Sólo escuchó el susurro de las ramasde los álamos del jardín mientras unabrisa primaveral soplaba sobre ladormida ciudad de El Cairo cuando dejóde nuevo la fotografía sobre la mesita.Las respuestas que pudiera tener Alí sehabían ido a la tumba con él. Y, de estemodo, Amira Rashid se quedó con todauna serie de preguntas sin respuestasobre su familia, su origen y suverdadero nombre. Un secreto que nisiquiera los suyos conocían; cuando sushijos eran pequeños y le hacíanpreguntas sobre su rama de la familia,contestaba evasivamente:

—Mi vida comenzó cuando me casé

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con vuestro padre y su familia seconvirtió en la mía.

No guardaba ningún recuerdo de supropia infancia que pudiera compartircon sus hijos.

Pero soñaba…—¿Ama? —dijo una voz desde la

puerta.Amira se volvió a mirar a la criada,

una anciana que llevaba al servicio de lafamilia desde antes de que ella naciera.

—¿Ya es la hora? —preguntó.—La señora está casi a punto, ama.Dejando sus sueños y los recuerdos

de Andreas Skouras a su espalda, Amiraavanzó presurosa por el largo pasillo,

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pisando con sus chinelas las mullidas ylujosas alfombras mientras los jarronesde cristal y los relucientes candelabrosde oro reflejaban su imagen y en lanoche primaveral se aspiraban losperfumes de la cera y el aceite de limón.

En el dormitorio de su nuera, Amiraencontró a la joven asistida por las tíasy las primas que vivían en la casa ytrataban de confortarla, tranquilizándolaen susurros y rezando oraciones. Comosiempre, la anciana astróloga Qettahocupaba un oscuro rincón de la estanciacon sus misteriosas tablas einstrumentos, disponiéndose a registrarel momento exacto del nacimiento de la

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criatura. Mientras se acercaba a la camapara comprobar en qué fase del parto seencontraba la muchacha, Amira no pudosacudirse de encima los efectos delreciente sueño. Había sido algo más queun sueño, tenía la sensación de haberestado en un campamento del desiertocontemplando las estrellas y de habersido brutalmente arrebatada de losbrazos de alguien que trataba deprotegerla. ¿Quién era la mujer de surecurrente sueño? ¿Pertenecían aquellosamorosos brazos a su madre? Amira norecordaba a su madre, en su sueño sóloveía una extraña noche cuajada deestrellas hasta el punto de que a veces

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creía no haber nacido de una mujer sinodirectamente de las refulgentes y lejanasestrellas.

Sin embargo, si mi sueño esefectivamente el fragmento de unrecuerdo, pensó mientras tomaba unpaño frío para aplicarlo sobre la frentede su nuera, ¿qué sucedió después deque me arrancaran de aquellos amorososbrazos? ¿Mataron a la mujer? ¿Fui yotestigo de su muerte? ¿Por eso sólopuedo recordar el pasado en sueños?

—¿Cómo estás, hija de mi corazón?—le preguntó a la joven esposa queestaba luchando por dar a luz un hijo; lapobrecilla sufría los dolores del parto

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desde las primeras horas del día. Amirapreparó un té de hierbas según unaantigua receta que, al parecer, la madredel profeta Moisés había bebido paraaliviar los dolores del alumbramiento desu hijo, y mientras animaba a su nuera abeberlo, examinó el dilatado abdomenbajo la colcha de raso y se alarmórepentinamente: algo fallaba.

—Madre… —musitó la jovenapartando el rostro del té mientras susfebriles ojos brillaban como negrasperlas—. ¿Dónde está Ibrahim? ¿Dóndeestá mi esposo?

—Ibrahim está con el Rey y nopuede venir. Ahora bébete el té que

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tiene el poder de la bendición de Dios.Se produjo otra contracción y la

joven se mordió el labio para no gritar.—Quiero a Ibrahim —dijo en un

susurro.Las otras mujeres de la estancia que

estaban rezando en silencio por suprima, llevaban la cabeza cubierta convelos de seda, se habían rociado elcuerpo con costosos perfumes y vestíanprendas muy caras, pues vivían en lacasa de un hombre muy rico. En el alareservada a las mujeres de la mansiónRashid, residían veintitrés mujeres yniños, cuyas edades oscilaban entre elmes y los ochenta y seis años. Todas

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estaban emparentadas, pertenecían a lafamilia Rashid, el fundador del clan;también estaban las viudas de sus hijos,sobrinos y primos. Los únicos varonesque había en aquellos aposentos eran losniños de menos de diez años, edad apartir de la cual, según la costumbreislámica, éstos debían apartarse de susmadres y trasladarse al ala de loshombres, en el otro extremo de lamansión. Amira reinaba en losaposentos de las mujeres, antañollamados el harén, donde el espíritu deAlí Rashid seguía presente desde ungran retrato que colgaba sobre lacabecera de la cama y en el cual se le

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veía rodeado de esposas, concubinas ynumerosos hijos. Todas las mujeres secubrían con velos y adornaban susmanos con gruesas sortijas de oro… AlíRashid Bajá, sentado en un sillónsemejante a un trono, un hombrecorpulento y poderoso, vestido contúnicas y tocado con un fez, parecía unpotentado del siglo pasado, cuyo nombreseguía siendo invocado cinco añosdespués de su muerte. Amira había sidosu última esposa; tenía trece añoscuando se casó con él y Alí cincuenta ytres.

La boca de su nuera se abrió en unsilencioso grito, pero no se oyó el menor

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sonido, pues el hecho de que una mujerdiera muestras de debilidad durante elparto se consideraba una deshonra parala familia. Amira cambió la almohadaempapada por otra seca y enjugó elsudor de la frente de la muchacha.

—Bismillah! ¡En nombre de Alá! —exclamó en voz baja una joven queestaba atendiendo a la parturienta con elrostro tan blanco como las flores dealmendro dispuestas en todos losrincones de la estancia—. ¿Qué lesucede?

Amira retiró la colcha de raso yobservó consternada que la criatura yano se encontraba situada en la posición

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normal del alumbramiento sino ensentido transversal. Recordó otra nochede hacía casi treinta años en que ella,recién casada, acababa de llegar a lamansión. Una de las esposas de suflamante marido estaba de parto y elniño se presentaba al través.

Amira recordó ahora que madre ehijo habían muerto.

Para disimular su inquietud, dirigióunas tranquilizadoras palabras a sunuera y llamó por señas a una de lasmujeres que estaban quemando inciensopara alejar a los yinns y otros malosespíritus del lecho del parto. Después leexplicó a su nuera en voz baja que

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tendrían que mover a la criatura paracolocarla en la posición normal cabezaabajo. Se acercaba el momento delparto: si la criatura se quedara atascadaen el canal del alumbramiento, madre ehijo podrían morir.

Como todas las mujeres de la casa,la prima tenía mucha experiencia encuestión de partos, tanto por los suyospropios como por los de otras mujeres aquienes había asistido. Sin embargo, alcontemplar el deformado vientre, sequedó petrificada: ¿en cuál de los dosextremos se encontraba la cabeza de lacriatura y en cuál los pies?

Amira tomó el amuleto que

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previamente había colocado entre losinstrumentos del parto. Era un objeto deextraordinario poder, pues había sido«estrellado», es decir, dejado durantesiete noches en una azotea para queabsorbiera la luz y la fuerza de lasestrellas; lo comprimió con sus manospara extraerle la magia mientras una vozen la radio, sintonizada con la lecturanocturna del Corán, entonaba:

—«Está escrito que nada nosocurrirá que Alá no haya decretado. Éles nuestro Guardián. Que los fielesdepositen su confianza en Alá».

Con un delicado movimiento, Amiraconsiguió dar la vuelta a la criatura y

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colocarla en la debida posición, pero,en cuanto retiró las manos, observó queel vientre volvía a cambiar lentamentede forma al colocarse la criaturanuevamente de lado en el canal delparto.

—¡Rezad por nosotras! —murmuróuna de las mujeres.

Al ver la expresión atemorizada delas demás mujeres, Amira dijoserenamente:

—Alá es nuestro guía. Deberemossujetar a la criatura en la debidaposición hasta que nazca.

—Pero ¿esto es la cabeza? ¿Y si laestamos colocando con los pies hacia

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abajo?Amira trató de sujetar a la criatura

en la debida posición, pero, a cadacontracción, ésta volvía a colocarseobstinadamente de lado.

Al final, comprendió lo que se teníaque hacer.

—Preparad el hachís —dijo.Mientras un nuevo y penetrante

aroma llenaba la estancia, mezclándosecon el perfume de las flores dealbaricoquero y los efluvios delincienso, Amira recitó un versículo delCorán y se frotó las manos y los brazos,secándoselos a continuación con unatoalla limpia. Estaba utilizando los

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conocimientos adquiridos a través de susuegra, la madre de Alí Rashid, unasanadora que había transmitido sus artessecretas a la joven esposa de su hijo.Sin embargo, algunos de susconocimientos se remontaban a unaépoca anterior, al período de su estanciaen el harén de la calle de las TresPerlas.

Su nuera dio unas chupadas a la pipade hachís hasta que se le nublaron losojos. Después, guiando suavemente a lacriatura con una mano, Amira trató desujetarla con la otra.

—Dadle otra vez la pipa —dijo envoz baja, intentando visualizar la

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posición de la criatura.La joven trató de aspirar el humo del

hachís, pero el dolor le estabaresultando insoportable; apartó lacabeza y, sin poderlo evitar, emitió ungrito desgarrador.

Al final, Amira se volvió hacia unade las mujeres y dijo serenamente:

—Telefonead a Palacio. Decidlesque Ibrahim tiene que regresar a casainmediatamente.

—¡Bravo! —exclamó el rey Faruk.Como acababa de ganar un cheval,

sus ganancias serían de diecisiete a uno,por cuyo motivo sus acompañantes secongregaban alrededor de la ruleta y

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estallaron en vítores.Sin embargo, Ibrahim Rashid, el

hombre que había aplaudido la victoriadel Rey y le había dicho: «Os podéisarriesgar, Majestad. ¡La suerte está devuestra parte esta noche!», no estaba dehumor para las diversiones de aquellavelada. Se estaba haciendo tarde yhubiera deseado telefonear a casa parapreguntar cómo estaba su esposa. PeroIbrahim no era libre de abandonar lamesa, pues formaba parte del séquitoreal y, en su calidad de médico personaldel Rey, estaba obligado a permaneceral lado de Faruk.

Ibrahim se había pasado toda la

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noche bebiendo champán, un hábito alque no estaba acostumbrado, pero al queaquella noche había recurrido paracalmar su inquietud. Su joven esposa ibaa dar a luz su primer hijo y jamás, en susveintiocho años de vida, recordabahaber estado tan nervioso como enaquellos momentos.

Sin embargo, en lugar de levantarleel ánimo tal como él esperaba, elchampán estaba ejerciendo el efectocontrario. Cuanto más bebía y cuantomás gritaban los hombres congregadosalrededor de la mesa de la ruleta, tantomás deprimido se sentía y tanto más sepreguntaba qué estaba haciendo allí y

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por qué perdía el tiempo condiversiones que no lo divertían.Contempló a los acompañantes del Reyy vio todo un regimiento de jóvenesexactamente iguales que él. Somos comoabejas obreras todas idénticas, pensómientras aceptaba la copa que le ofrecíaun camarero. Todo el mundo sabía queFaruk elegía a sus cortesanos basándoseen su refinado aspecto y su elegancia,jóvenes de piel aceitunada comoIbrahim Rashid, de hermosos ojoscastaños y negro cabello, todos deveintitantos o treinta y tantos años, ricosy ociosos, vestidos con esmóquinesconfeccionados por Savile Row de

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Londres, y todos hablando un afectadoinglés aprendido en las escuelasinglesas en las que solían matricularsecasi todos los hijos de la aristocraciacairota. Y, sin embargo, observóIbrahim con un cinismo impropio de él,todos se tocaban con el rojo fez, elsímbolo celosamente guardado de lasclases altas de Egipto. Algunos lollevaban ladeado y tan encasquetadosobre la frente que casi les rozaba lascejas. Unos árabes que procuraban noserlo, pensó con amargura Ibrahim, unosegipcios que se las daban de caballerosingleses y no hablaban ni una solapalabra de su lengua natal, pues el árabe

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sólo servía para dar órdenes a loscriados. Aunque Ibrahim ocupaba unaposición envidiable, a veces se sentíadeprimido en su fuero interno. No podíaenorgullecerse de ser el médicopersonal del Rey, dado que el puesto selo había conseguido su poderoso padre.

En realidad, ser el médico personalde Faruk tenía muchos inconvenientes;uno de ellos consistía en tener quepasarse las noches perdiendo el tiempobajo unas arañas brillantementeiluminadas, escuchando las rumbas queinterpretaba una orquesta mientras unasmujeres sucintamente vestidas bailabancon hombres vestidos de esmoquin.

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Siendo el médico del Rey, Ibrahim teníaque permanecer constantemente al ladodel regio personaje o, por lo menos,estar disponible en todo momento, porcuyo motivo un teléfono de sudormitorio de la casa de la calle de lasVírgenes del Paraíso estabadirectamente conectado con Palacio.Llevaba cinco años ocupando aquelprivilegiado puesto, desde la muerte desu padre acaecida poco antes delestallido de la guerra, y, durante aqueltiempo, había tenido ocasión de conocera Faruk mejor que nadie, incluida lareina Farida. A pesar de los rumoresque circulaban, según los cuales Faruk

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tenía un pene muy pequeño y unacolección pornográfica muy grande,Ibrahim sabía que sólo uno de ellos eracierto y también sabía que, a susveinticinco años, Faruk era en el fondoun chiquillo. Le encantaban los helados,las bromas pesadas y las historietas deUncle Scrooge, que importabaregularmente de los Estados Unidos.Entre sus demás aficiones figuraban laspelículas de Katherine Hepburn, losjuegos de azar y las vírgenes, como lamuchacha de diecisiete años y lechosapiel que aquella noche se aferraba alregio brazo.

El número de los que rodeaban la

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mesa de ruleta iba aumentando pormomentos, pues todo el mundo queríacodearse con el esplendor real…banqueros egipcios, hombres denegocios turcos, oficiales británicosimpecablemente uniformados y variosrepresentantes de la nobleza europeaque habían huido ante los ejércitos deHitler. Tras haberse preparado para lamarcha de Rommel sobre El Cairo, laciudad se había entregado a un frenesíde festejos; no había espacio en aquellaruidosa sala de fiestas para el rencor, nisiquiera hacia los ingleses, los cualesiban a retirar de Egipto sus fuerzas deocupación ahora que la guerra había

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terminado.—Voisins! —gritó el Rey,

colocando sus fichas en el 26 y el 32.Ibrahim aprovechó para echar otro

furtivo vistazo a su reloj de pulsera. Sumujer entraría en los dolores del partode un momento a otro y él quería estar asu lado para confortarla. Sin embargo,su inquietud obedecía a otra razón másvergonzosa, por lo menos, para él.Necesitaba saber si había cumplido laobligación contraída con su padre deengendrar un varón.

—Me lo debes a mí y a tusantepasados —le había dicho AlíRashid la noche de su muerte—. Tú eres

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mi único hijo varón y la responsabilidadrecae en ti.

El hombre que no engendraba hijos,decía Alí, no era un verdadero hombre.Las hijas no contaban para nada, talcomo demostraba el viejo dicho: «Loque hay bajo un velo sólo causaquebrantos». Ibrahim recordó ahora conqué ansia esperaba Faruk que la reinaFarida le diera un hijo, hasta el extremode haberle pedido consejo sobrebrebajes de la fertilidad y afrodisíacos.Ibrahim jamás olvidaría las salvas el díaen que nació el primer fruto delmatrimonio de Faruk; toda la ciudad deEl Cairo las escuchó conteniendo la

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respiración y todo el mundo sufrió unaamarga decepción cuando los cañonazosse detuvieron al llegar al númerocuarenta y uno sin llegar al ciento unoque hubiera significado el nacimiento deun varón.

Pero, por encima de todo, Ibrahimquería estar con su esposa, la niña-mujertal como él llamaba a su pequeñamariposa.

El Rey se apuntó otro triunfo, lospresentes lanzaron vítores e Ibrahimcontempló su copa de champán,recordando el día en que la había vistopor primera vez. Fue en el transcurso deuna fiesta en uno de los palacios reales y

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ella era una de las encantadoras jóvenesque acompañaban a la Reina. Le llamóla atención por su fragilidad y subelleza, pero el momento preciso delflechazo se produjo cuando unamariposa se posó en su nariz y ella lanzóun grito. Mientras todas las muchachasse apretujaban a su alrededor, Ibrahimse abrió paso con un frasco de sales y,tras romper el cerco femenino yencontrarla a ella en el centro, creyóverla llorar. Al darse cuenta de que sereía, pensó para sus adentros: «Algúndía esta mariposita será mía».

Ibrahim consultó nuevamente sureloj y, mientras trataba de inventarse

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alguna excusa para retirarse de lapresencia del Rey, se le acercó uncamarero portando una bandeja de oro.

—Disculpe, doctor Rashid —dijo elcamarero—, se acaba de recibir estemensaje para usted desde Palacio.

Ibrahim leyó la breve nota. Trasintercambiar unas palabras en privadocon el Rey, que era muy comprensivo ensemejantes cosas, Ibrahim abandonócorriendo el club casi sin acordarse derecoger el abrigo en el guardarropamientras se envolvía apresuradamente labufanda de seda alrededor del cuello.Cuando se sentó al volante de suMercedes, pensó de pronto que ojalá no

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hubiera bebido tanto champán.

Enfilando la calzada particular de lacalle de las Vírgenes del Paraíso,Ibrahim apagó el motor y contempló lafachada de la mansión de tres pisosconstruida en el siglo XIX. Prestóatención un instante y, al reconocer elextraño sonido procedente del interior,cruzó a toda prisa el jardín, subió lagran escalinata, avanzó por un anchopasillo y entró en el ala de la casaocupada por las mujeres; los llantos ygemidos eran tan desgarradores que todala calle los hubiera podido oír.

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Se detuvo al ver una cuna de mimbrevacía al pie de la cama de cuatro pilarescon un abalorio azul suspendido porencima de él para alejar el mal de ojo.Su hermana se acercó y le arrojó losbrazos al cuello, diciéndole entrelágrimas:

—¡Se ha ido! ¡Nuestra hermana seha ido!

Apartándola suavemente, Ibrahim seaproximó a la cama donde su madre sehallaba sentada sosteniendo en susbrazos a una criatura recién nacida. Ensus oscuros ojos brillaban las lágrimas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó,pensando que ojalá tuviera la mente más

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clara.—Alá ha liberado a tu esposa de la

prueba —contestó Amira, apartando lamanta que cubría el rostro de la criatura—. Pero te ha concedido este hermosoregalo. Oh, Ibrahim, hijo de micorazón…

—¿Ya estaba de parto? —preguntóIbrahim, aturdido.

—Le empezaron los dolores pocodespués de que tú te fueras a Palacioesta mañana.

—¿Y ha muerto?Las mujeres que llenaban la estancia

estaban lanzando lastimeros gritos deduelo.

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—Hace unos momentos —contestóAmira—. Telefoneé a Palacio, pero yaera demasiado tarde.

Al final, Ibrahim contempló la cama.Los ojos de su joven esposa estabancerrados y su pálido rostro marfileñoaparecía tan sereno como si estuvieradormida. La colcha de raso le llegabahasta la barbilla, ocultando las pruebasdel combate a vida o muerte que habíalibrado. Ibrahim cayó de hinojos, hundiósu rostro en el raso y musitó:

—En el nombre de Alá, el Clemente,el Misericordioso. No hay más Dios queAlá y Mahoma es su profeta.

Amira apoyó una mano en la cabeza

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de su hijo diciendo:—Ha sido la voluntad de Alá. Ella

está ahora en el Paraíso.Hablaba en árabe, la lengua de la

casa Rashid.—¿Cómo podré resistirlo, madre?

—dijo Ibrahim en un susurro—. Me hadejado y yo ni siquiera lo sabía. —Levantó el rostro surcado por laslágrimas—. Hubiera tenido que estaraquí. Tal vez la hubiera salvado.

—Sólo Alá puede salvar, ensalzadosea. Consuélate, hijo mío, pensando quetu esposa era una mujer muy piadosa y elCorán promete a los devotos que, almorir, alcanzarán la suprema

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recompensa de contemplar el rostro deAlá. Ven a ver a tu hija. Su estrella natales Vega, en la octava casa lunar… unabuena señal según me ha asegurado laastróloga.

—¿Una hija? —murmuró Ibrahim—.¿He sido doblemente maldecido porAlá?

—Alá no te maldice —dijo Amira,acariciando el rostro de Ibrahimmientras recordaba cómo ambos habíancrecido juntos… ella, una niña de treceaños, y él, una criatura en su vientre—.¿Acaso Alá, el Glorioso, elTodopoderoso, no ha creado a tuesposa? ¿Acaso no tiene derecho a

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llamarla junto a sí cuando lo desee? Aláno hace nada que no sea acertado, hijomío. Proclama la unidad de Alá.

Ibrahim inclinó la cabeza y dijo conemoción:

—Declaro que Alá es único. Amintibillah. Mi confianza está en Alá —añadió.

Se levantó, miró aturdido a sualrededor y, después, tras dirigir unaúltima y afligida mirada a la cama,abandonó apresuradamente la estancia.

Minutos más tarde, al volante de suMercedes, se dirigió a toda velocidad alNilo y cruzó a continuación el puentepara adentrarse finalmente por los

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caminos que discurrían entre lasplantaciones de caña de azúcar. Apenasse daba cuenta de la enorme lunaprimaveral que parecía burlarse de él nidel cálido viento que azotaba la arenaarrojándola contra su vehículo.Conducía ciego de rabia y de dolor.

De pronto, perdió el control delvolante y el automóvil empezó a darvueltas, yendo a estrellarse contra lascañas.

Descendió tambaleándose. Lacabeza le daba vueltas por efecto delchampán. Avanzó unos cuantos metros atrompicones sin prestar atención alpaisaje que lo rodeaba ni a la aldea

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situada a escasa distancia, y permanecióinmóvil un instante contemplando elcielo nocturno. Al final, emitió unamargo sollozo, levantó el puño hacia elcielo y, con voz de trueno, maldijovarias veces a Alá.

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2

Cuando rompió la pálida aurora,Ibrahim abrió los ojos y vio el solenvuelto por la bruma cual una mujercubierta por un velo. Sin moverse, tratóde recordar dónde estaba; le dolía todoel cuerpo, le latía la cabeza yexperimentaba una sed espantosa. Alintentar incorporarse, descubrió que seencontraba en el interior de su automóvily que éste se hallaba inclinado en ánguloen medio de un bosque de altas y verdescañas de azúcar.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había

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terminado allí? ¿Y dónde estabaexactamente?

Súbitamente lo recordó: la llamadaal casino, su apresurado regreso a casadonde había encontrado a su esposamuerta, su desesperada carrera a travésde la noche, la pérdida de control delvehículo y…

Ibrahim lanzó un gemido. Alá,pensó. He maldecido a Alá.

Empujó la portezuela y estuvo apunto de caer sobre la mojada tierra. Nopodía recordar nada de lo ocurrido trashaber pronunciado aquellasencolerizadas palabras contra Alá. Sehabría sentado en el asiento frontal y allí

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se habría quedado dormido. El champán,demasiado champán…

Y ahora estaba mareado y tansediento que se hubiera podido bebertoda el agua del Nilo.

Mientras se apoyaba en el automóvily vomitaba, observó consternado queaún llevaba el esmoquin y la blancabufanda de seda alrededor del cuello,como si acabara de salir del casino paraaspirar una bocanada de aire fresco.Había deshonrado a su difunta esposa, asu madre y a su padre.

Cuando la bruma matinal empezó adesvanecerse lentamente, Ibrahim tuvola sensación de que el inmenso cielo

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azul se abría en lo alto y su padre, elpoderoso Alí Rashid, le contemplabafrunciendo las pobladas cejas conexpresión de reproche. Ibrahim sabíaque su padre había tomado bebidasalcohólicas algunas veces, aunque Alíjamás hubiera sido tan débil como paravomitar después. A lo largo de susveintiocho años, Ibrahim habría tratadode complacer a su padre y de cumplirlas altas esperanzas que éste habíadepositado en él.

—Estudiarás en Inglaterra —lehabía dicho Alí a su hijo, e Ibrahim sehabía ido a Oxford.

—Serás médico —le había

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ordenado su padre, y él había obedecidola orden.

—Aceptarás un puesto en la cortedel Rey —había decretado Alí, elministro de Sanidad, e Ibrahim se habíaincorporado al círculo de Faruk.

—Seguirás la honrosa tradición denuestra familia —le había dichofinalmente su padre—, y me darásmuchos nietos.

Ahora, todos sus esfuerzos porganarse la aprobación de su padre,parecían haberse esfumado de golpe porculpa de aquel vergonzoso momento.

Ibrahim cayó de rodillas sobre lafértil tierra e intentó con todo su corazón

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pedirle perdón a Alá por haberescapado del lado de su madre, no haberrezado sobre el cuerpo de su esposa yhaberse dirigido a aquel desolado lugarpara maldecir con tanta arrogancia alTodopoderoso. Pero no lograbaencontrar en su alma la humildad.Cuando trataba de rezar, surgía en sumente el implacable rostro de su padre,dejándole totalmente confuso. ¿Acasotodos los hijos identificaban el rostro desus progenitores con el de Alá?, sepreguntó.

Mientras miraba a su alrededor,buscando la situación del Nilo, puesnecesitaba desesperadamente lavarse la

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cara y apagar su sed, oyó la voz de supadre retumbando entre las altas cañasde azúcar: «¡Una hija! ¡Ni siquiera hassido capaz de hacer lo que hace el mássimple de los campesinos!». ¿Acaso nointenté engendrar un hijo?, hubieraquerido gritar Ibrahim hacia el cielo.¿Acaso no exulté cuando mi bella ypequeña mariposa me dijo que estabaencinta?

¿Y acaso mi primer pensamiento nofue: «Eso es algo que no me ha dado mipadre sino que yo mismo he creado pormi cuenta»?

Experimentó de nuevo una sensaciónde mareo, se agarró al guardabarros y

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vació repetidamente el estómago hastacasi expulsar las entrañas.

Mientras se incorporaba respirandoafanosamente, la cabeza se le empezó adespejar y, con una sola y sorprendenterevelación, vio la raíz de todas susangustias. Y lo que vio lo dejótotalmente anonadado: «¡No es la muertede mi esposa lo que me empuja a lalocura sino el hecho de no haber podidodemostrarle a mi padre lo que valgo!».

Pensó que ojalá pudiera llorar pero,como la petición de perdón, las lágrimasse negaban a obedecer sus deseos.

Mientras se apoyaba en elautomóvil, tratando de calcular hasta

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qué extremo se hallaba hundido en elbarro y cómo iba a salir de allí y sihabía alguna cercana aldea o algúnpozo, vio de pronto una figuraobservándole a escasa distancia.Hubiera podido jurar que no estaba allíun momento antes; iba descalza y era tanmorena como la tierra que pisaba,llevaba un largo y sucio vestido ysostenía en equilibrio sobre la cabezauna alta jarra de barro como si ellatambién hubiera sido creada del barroen aquel instante.

Ibrahim la contempló y vio que erauna fellaha, una niña campesina de unosdoce años todo lo más. Le miraba con

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unos grandes ojos más llenos deinocente curiosidad que de temor orecelo. Los ojos de Ibrahim se posaronen la jarra.

—La paz y la misericordia de Alásean contigo —le dijo con una resecavoz que apenas pudo oír a causa de loslatidos que le martilleaban la cabeza—.¿Quieres ofrecerle un poco de agua a unforastero necesitado?

Para su asombro, la niña seadelantó, tomó la jarra que sostenía enla cabeza y la inclinó. Mientras extendíalas manos para recibir la fresca agua delrío, Ibrahim recordó las pocas veces quehabía visitado sus inmensas plantaciones

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de algodón en el delta del Nilo, lotímidos que eran los campesinos quetrabajaban para él y cómo las muchachashuían corriendo cuando veían acercarseal amo.

¡El agua le supo a gloria! Ahuecó lasmanos y bebió con avidez. Después searrojó agua sobre la cabeza y el rostro yvolvió a beber.

—He bebido el vino más caro delmundo —dijo mientras se pasaba lasmanos por el mojado cabello— y no sepuede comparar con la dulzura de estaagua. En verdad, niña, que me hassalvado la vida.

Al ver la perpleja expresión del

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rostro de la niña, comprendió que lehabía hablado en inglés. Esbozó unasonrisa, experimentó una gozosasensación y, a pesar de su dolor, nopudo resistir el impulso de seguirhablando.

—Mis amigos me dicen que soyafortunado —añadió en inglés mientrasse lavaba de nuevo las manos y searrojaba agua fresca a la cara—. Comono tengo hermanos, he heredado toda lafortuna de mi padre, lo cual meconvierte en un hombre muy rico. Bueno,tenía hermanos porque mi padre habíatenido varias esposas antes de casarsecon Amira, mi madre. Aquellas esposas

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le dieron tres hijos y cuatro hijas. Perouna epidemia de gripe se llevó a doshijos y a una hija antes de que yonaciera. El hermano menor murió en laguerra, una de las hermanas murió decáncer y mis dos hermanas mayoresviven ahora en mi casa de la calle de lasVírgenes del Paraíso porque no estáncasadas. Por consiguiente, soy el únicohijo varón de mi padre y eso es una granresponsabilidad.

Ibrahim levantó los ojos al cielo,preguntándose si podría ver el rostro deAlí Rashid en aquella interminableinmensidad azul mientras aspiraba elfresco aire de la mañana y sentía que el

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corazón se le encogía como un puño enel pecho y las lágrimas le subían por lagarganta. Ella había muerto. Su pequeñamariposa había muerto. Extendió lasmanos y la niña le echó más agua; sefrotó los irritados ojos y volvió apasarse los mojados dedos por elcabello.

Contempló un instante a la fellaha yle pareció bonita, pero sabía que la duraexistencia de los campesinos del Nilo laconvertiría en una vieja antes de cumplirlos treinta años.

—O sea que ahora tengo una hijita—añadió, reprimiendo el dolor que locercaba cual las olas de un océano—.

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Mi padre lo consideraría un fracaso. Élcreía que las hijas son un insulto a lavirilidad de un hombre. No prestó lamenor atención a mis hermanas durantenuestra infancia… y no me refiero a lashijas de sus anteriores esposas, sino alas dos hijas que le dio Amira. Ahorauna de ellas vive en mi casa y es unajoven viuda con dos hijos pequeños. Nocreo que jamás le diera un abrazo. Sinembargo, yo creo que las hijas son unencanto. Las chiquillas son como susmadres… —La voz se le quebró a causade la emoción—. Tú no sabes lo quedigo —dijo, dirigiéndose a la niña—.Aunque te hablara en árabe, no lo

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entenderías. Tu vida es muy sencilla yya la tienes organizada. Te casarás conel hombre que elijan tus padres, iráscreciendo y, a lo mejor, vivirás lobastante como para ser venerada en tualdea.

Ibrahim se cubrió el rostro con lasmanos y rompió en sollozos. La niñaesperó pacientemente, sujetando la jarravacía con el brazo.

Al final, Ibrahim recuperó lacompostura y examinó la situación. Talvez con la ayuda de la niña podría sacarel automóvil del barro. Hablándole enárabe, le explicó cómo debería empujarla cubierta del motor cuando él se lo

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indicara.Cuando el automóvil ya estaba

situado de nuevo en el camino con elmotor ronroneando suavemente como sile invitara a regresar a casa, Ibrahimmiró con una triste sonrisa a la niña y ledijo:

—Alá te recompensará tu buenaacción. Pero yo también quisiera dartealgo.

Sin embargo, al rebuscar en subolsillo, descubrió que no llevabadinero. Viendo que la niña contemplabacon admiración la bufanda blanca deseda que todavía le cubría los hombros,se la quitó y se la entregó.

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—Que Alá te conceda una largavida, un buen marido y muchos hijos —le dijo con lágrimas en los ojos.

Cuando el vehículo se perdió por elcamino, la pequeña Sahra de trece añosdio media vuelta y corrió a la aldea;había olvidado que la jarra de aguaestaba vacía y tan sólo podía pensar enel trofeo que sostenía en sus morenasmanos, un trozo de tela tan pura y tanblanca como la pechuga de una oca y tansuave como la sensación del agua en losdedos. Estaba deseando ir en busca deAbdu para contarle la historia de suencuentro con el forastero y mostrarle labufanda. Después se lo contaría a su

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madre y a toda la aldea. Pero primero aAbdu, porque lo más curioso de aqueldesconocido era… ¡que se parecía comouna gota de agua a su querido Abdu!

Mientras recorría las angostascallejuelas de la aldea donde elpenetrante humo de las hoguerasencendidas para preparar la comida yallenaba el aire matinal, Sahra pensó enla suerte que había tenido. La mayoríade las niñas no sabía con qué clase demarido se iba a casar; el novio y lanovia no llegaban a conocerse hasta eldía de la boda. Y muchas jóvenesllevaban una existencia desdichada quesoportaban en silencio, pues una esposa

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que se quejara era una deshonra para lafamilia. En cambio, Sahra sabía que nosería desdichada cuando se casara conAbdu. Su maravilloso Abdu sabía reírsecon gracia, escribía poemas y leprovocaba un estremecimiento interiorcada vez que la miraba con aquellosojos tan verdes como el Nilo. Abdu lellevaba cuatro años y ella le conocíadesde pequeña, pero sólo a partir de laúltima cosecha lo había empezado amirar de otra manera y Abdu le habíaempezado a prestar otro tipo deatención. Toda la aldea daba porsentado que Abdu y Sahra se iban acasar. Al fin y al cabo, eran primos

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hermanos.Al llegar a la pequeña plaza de la

aldea donde los campesinos exponíansus productos para la venta, la niña miróa su alrededor en busca de Abdu, el cualayudaba a veces a alguien a transportarsu cosecha. Unas mujeres entraron en laplaza, riendo y chismorreando; comoestaban casadas, lucían unos holgadoscaftanes negros por encima de losvestidos. Sahra se sorprendió al ver a suhermana entre ellas.

Sahra observó cómo su hermanaexaminaba unas cebollas y se dio cuentade que había cambiado. La víspera erauna niña como ella, pero aquella mañana

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ya era una mujer. Sahra pensó que elcambio se debería a que su hermana sehabía casado la víspera y recordó cómoésta se había sometido a la prueba de lavirginidad.

—El momento más importante en lavida de una mujer —había dicho lamadre de Sahra.

Tan importante que se habíacelebrado una gran fiesta en la que habíaparticipado toda la aldea. Pero ¿por quérazón la pérdida de la virginidadoriginaba tales cambios en unamuchacha?, se preguntó Sahra,asombrándose de lo distinta que parecíasu hermana aquella mañana. Cuando las

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mujeres tendieron a la novia en la camay le levantaron la falda dejando aldescubierto sus piernas, Sahra recordóuna noche en que las mujeres le hicierona ella una cosa parecida. Pero entoncesella sólo tenía seis años y estabadurmiendo sobre su estera en un rincóncuando, sin previo aviso, dos tías ladespertaron y le levantaron la galabeyamientras su madre la sujetaba por detrás.Antes de que pudiera emitir el menorsonido, apareció la comadrona de laaldea con una navaja en la mano. Unrápido movimiento de la hoja y Sahrasintió que un agudo dolor le recorríatodo el cuerpo. Más tarde, tendida sobre

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la estera con las piernas atadas para queno pudiera separarlas y con laterminante prohibición de moverse o tansiquiera de orinar, Sahra se enteró deque la acababan de someter a lacircuncisión, un corte que les hacían atodas las niñas. Se lo habían hecho a sumadre y a la madre de su madre y atodas las mujeres desde Eva. Su madrele explicó dulcemente que le habíancortado una parte impura del cuerpopara moderar su pasión sexual y paraque pudiera ser fiel a su marido,añadiendo que, sin aquella operación,ninguna muchacha hubiera podidoencontrar a un hombre dispuesto a

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casarse con ella.Sin embargo, la víspera, en la

prueba de la virginidad y honestidad desu hermana, la comadrona no estabapresente y tampoco hubo ninguna navaja.El flamante esposo de la joven noviahabía cumplido su deber envolviéndoseel dedo con un pañuelo blanco delantede toda la familia y los invitados a laboda. La novia lanzó un grito y el jovenesposo se incorporó, mostrando elensangrentado pañuelo. Todo el mundoestalló en vítores y las mujeresempezaron a emitir el ensordecedorzagharit, moviendo vertiginosamente lalengua en el interior de la boca en una

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jubilosa muestra de alegría y exultación.La novia era virgen; el honor de lafamilia estaba a salvo.

Y ahora, a la mañana siguiente, lahermana de Sahra se había transformadomilagrosamente en una mujer.

Sahra se dirigió corriendo al café dela aldea y miró hacia el interior delestablecimiento esperando ver a Abdu,el cual ayudaba a menudo al jequeHamid a abrir el local.

Los viejos de la aldea ya estabanallí, dando chupadas a sus narguiles ycontemplando sus vasos de oscuro té.Mientras buscaba al joven, Sahra oyó lacascada voz del jeque Hamid

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comentando el tema de la guerra y laforma en que los ricos de El Cairoestaban celebrando la paz. Sin embargo,la suerte de los campesinos no habíacambiado, dijo en tono de queja el viejojeque, ellos no tenían nada que celebrar.El jeque bajó la voz para referirse a untema peligroso… el de los HermanosMusulmanes, un grupo secreto de más deun millón de hombres dispuestos aacabar con la aristocrática clase de losbajas, cuyo número, señaló Hamid,apenas alcanzaba los quinientos.

—Somos el país más rico del mundoárabe —dijo Hamid, el cual, por elhecho de saber leer y escribir y ser el

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dueño del único aparato de radio de laaldea, era objeto de un enorme respeto yestaba unánimemente considerado unafuente de noticias—. Pero ¿cómo sedistribuye la riqueza? —gritó—. ¡Losbajas constituyen apenas el uno porciento de todos los terratenientes y, sinembargo, son propietarios de un terciode todas las tierras!

A Sahra no le gustaba el jequeHamid porque, aparte de ser muy viejo,iba siempre muy sucio y desaseado.Aunque fuera un hombre culto y sehubiera ganado gracias a ello el honrosotítulo de jeque, su galabeya estabahecha un asco, su larga barba blanca

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estaba enredada y manchada de café ytabaco y tenía unas costumbresrepugnantes. Se había casado cuatroveces y había enviudado otras tantasporque, según murmuraban las mujeresde la aldea, agotaba literalmente a susesposas hasta matarlas. A Sahra no legustaba su manera de mirarle el pechocada vez que ella entraba en su local.

De pronto, recordando la bufandaque le había regalado el ricacho, la niñala ocultó en un pliegue de su vestido.Seguramente era un bajá, un señor comoaquellos contra los cuales estabadespotricando el jeque Hamid.

Al final, Sahra vio a Abdu. Al oír

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sus risas y contemplar la anchura de suespalda bajo la galabeya a rayas, tratóde imaginar cómo sería la noche debodas y se preguntó si le dolería,recordando el grito de su hermanacuando el esposo la sometió a la pruebade la virginidad. Sahra sabía que laprueba se tenía que llevar a cabo, puesde otro modo la familia no hubierapodido demostrar su honor, el cualdependía de la castidad de la muchacha.Pensó en la pobre chica de una cercanaaldea que había sido encontrada muertaen un campo. La había violado unmuchacho de la aldea y la familia habíaquedado deshonrada. Su padre y sus tíos

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la habían matado, como legalmenteestaban autorizados a hacer, porque,como rezaba un dicho: «Sólo la sangrepuede lavar la deshonra».

Sahra hizo una seña a Abdu y sealejó a toda prisa antes de que loshombres la vieran. Se dirigió al establosituado en la parte posterior de la casaque compartía con sus padres y entró enel cobertizo, cuyas cuatro paredes ytechumbre estaban hechas de cañasentrelazadas con ramas de palmera ymazorcas de maíz revocadas con barro.Cuando hacía mucho calor, la búfala dela familia se tendía allí rumiandoincesantemente y Sahra se sentaba a su

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lado. Era su lugar preferido y allí sehabía dirigido ahora para evocar suencuentro con el forastero y para sacarsela bufanda de entre los pliegues de lagalabeya y acariciarla con los dedos.

Mientras se sentaba sobre la paja ycontemplaba el ascenso del sol en elcielo iluminando con sus rayos el nuevodía, recordó que tenía que ir al río allenar la jarra de agua, pero ahoranecesitaba estar sola aunque fuera unmomento para disfrutar de aquelmaravilloso recuerdo. ¡El rico le habíadeseado la bendición de Alá! Rezabapara que Abdu la hubiera visto desde elcafé y la hubiera seguido hasta allí. Se

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moría de ganas de contarle su aventura.Desde que él había empezado a trabajaren el campo con su padre y ella se habíavisto obligada a permanecer confinadaen la casa, una vez superada la infancia,ambos apenas se veían, pues ahora sehabían incorporado a los gruposseparados de los hombres y las mujeres.Cuando eran pequeños, jugaban a laorilla del río, solían montar juntos en unburro y Sahra rodeaba con sus bracitos aAbdu. Pero la adolescencia había puestofin a su libertad. El comienzo delperíodo la había obligado a ponerse unvestido largo y un pañuelo en la cabezapara ocultar el cabello; ahora tenía que

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observar en todo momento una conductarecatada. Ya no podía correr ni gritar,ya no le estaba permitido mostrar tansiquiera los tobillos. Tras disfrutardurante varios años de libertad, aquellassúbitas prohibiciones le resultaban casiinsoportables, sobre todo cuando ella yAbdu asistían a reuniones familiares ytenían que permanecer separados.

¿Por qué los padres temían tanto porsus hijas?, se preguntó. ¿Por qué sumadre la vigilaba constantemente ycontrolaba en todo momento lo quehacía? ¿Por qué ya no le permitía ir solaa la panadería ni al pescadero? ¿Por quésu padre había empezado a mirarla con

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el ceño fruncido cada noche cuando sesentaban a comer pan con judías, y laobservaba con aquella expresión defuria que tanto la asustaba? ¿Qué teníade malo hablar con Abdu o sentarse conél a la orilla del río, como hacíancuando eran pequeños?

¿Acaso tenía algo que ver con lasextrañas sensaciones que ellaexperimentaba desde hacía algúntiempo? ¿Aquella especie de ansiaindefinible que le producía una curiosadesazón y un deseo de soñar? A veces,cuando lavaba la ropa en la acequia,fregaba los cacharros o ponía a secar elestiércol en el tejado para usarlo

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posteriormente como combustible, seolvidaba de lo que estaba haciendo yempezaba a soñar con Abdu. Por reglageneral, su madre la regañaba, aunquealgunas veces no se enfadaba y selimitaba a lanzar un suspiro y sacudir lacabeza.

Al final, Abdu entró en el establo ySahra se levantó de un salto,experimentando el súbito impulso dearrojarle los brazos al cuello. Pero secontuvo y él también permaneciótímidamente apartado. Los chicos y laschicas no podían tocarse; ni siquiera eracorrecto que se dirigieran la palabra,excepto en las reuniones familiares. El

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recato había sustituido a losdespreocupados juegos, y la obedienciaa la libertad. Sin embargo, el anheloseguía existiendo, por más que lasnormas dijeran lo contrario. Sahrapermaneció de pie bajo los rayos del solque se filtraban al interior del cobertizoa través de las grietas de la paredmientras escuchaba el zumbido de lasmoscas y el ocasional mugido de labúfala. Contemplando los verdes ojosde Abdu, pensó: «Hace apenas dos díasme perseguía y me tiraba de lastrenzas». Ahora sus trenzas estabanocultas bajo un pañuelo y Abdu semostraba tan circunspecto como un

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desconocido.—He compuesto un nuevo poema —

le dijo—. ¿Te gustaría escucharlo?Puesto que Sahra era analfabeta

como todos los demás habitantes de laaldea, Abdu jamás escribía sus poesías.Se sabía de memoria varias docenas decomposiciones poéticas, a las cualeshabía añadido ahora la más reciente:

Mi alma ansia beber de tucopa

mi corazón anhelasaborear tu trébol

lejos de tu pecho que mealimenta, me marchito

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y me muero,como la gacela perdida

en el desierto.

En la creencia de que el poema serefería a ella, Sahra se emocionó tantoque ni siquiera pudo hablar y tantomenos decir: «¡Oh, Abdu, eres tan guapoque pareces un rico!». Sin embargo,cuando ambos bajaron al Nilo parallenar la jarra de agua, le habló a suamigo del forastero con quien se habíatropezado en la acequia y le mostró labufanda tan blanca como las nubes queéste le había regalado.

Curiosamente, Abdu no pareció

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sentir demasiado interés. Tenía muchascosas en la cabeza, pero no podíacompartirlas con Sahra porque sabía queella no las hubiera comprendido.Pensaba que su poema la ayudaría adescubrir los sentimientos de su corazóny el profundo amor que sentía porEgipto, pero, a juzgar por la cara deSahra, ésta había interpretadoerróneamente el significado de lacomposición. Abdu se sentía presa deuna extraña inquietud desde el día enque un hombre se había presentado en laaldea para hablar de los HermanosMusulmanes. Abdu y sus amigos habíaescuchado el apasionado discurso del

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forastero sobre la necesidad de conducirde nuevo a Egipto al Islam y a los puroscaminos de Alá, y sus almas se habíanencendido de entusiasmo. Después,estuvieron hablando hasta bien entradala noche, preguntándose cómo podíanseguir trabajando la tierra de los ricoscomo si fueran unos burros y cómopodían postrarse sumisamente bajo eltalón de los amos británicos.

—¿Acaso por el hecho de serfellahin no somos hombres? ¿Acaso notenemos alma? ¿No estamos hechos aimagen y semejanza de Alá?

De pronto, habían contemplado unavisión que se extendía más allá de la

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aldea y de su pequeño tramo de río;Abdu comprendió que había sido creadopara fines más altos.

Pero se reservaba sus nuevospensamientos y, al final, acompañó aSahra a la casa de sus padres. De pie enla soleada callejuela, le habló ensilencio con la mirada. El amor quesentía por ella le estaba obligando alibrar una batalla con un dilema interior:casarse con Sahra y vivir y envejecer asu lado o bien responder a la llamada delos Hermanos Musulmanes y servir aDios y a Egipto. Sin embargo, Sahraestaba encantadora bajo el sol, suredondo rostro y su graciosa barbilla

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parecían invitarle a darle un beso y sucuerpo estaba madurando con tal rapidezque a través de la galabeya yaempezaban a adivinarse las redondecesde sus caderas.

Tuvo que vencer el impulso debesarla.

—Allah ma’aki —murmuró—. QueAlá te acompañe.

Y allí la dejó, bajo la dorada luz delsol.

Sahra entró corriendo en la casa,ansiosa de contarle a su madre suencuentro con el desconocido y deenseñarle la bufanda que éste le habíaregalado. Ya había decidido regalársela

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sabiendo que jamás en su vida habíatenido ninguna cosa bonita, a pesar deque ella la había sorprendido a menudocontemplando con anhelo los hermosostejidos que a veces vendían en elmercado. Temiendo por un instante quesu madre la regañara por haber tardadotanto en regresar del río con el agua, seinventó inmediatamente la excusa dehaber tenido que ir en busca de unacebra perdida. Para su asombro, sumadre la acogió con una alegríadesbordante.

—¡Tengo una maravillosa noticia!—le dijo—. ¡Dentro de un mes te vas acasar, demos gracias a Alá! ¡Tu boda

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superará incluso la de tu hermana, que,según nuestros vecinos, ha sido la mejorboda celebrada en la aldea en muchosaños!

Sahra contuvo el aliento y entrelazólas manos. ¡Su madre había hablado conlos padres de Abdu! ¡Al final, habíaaccedido a la boda!

—Alabado sea Alá, es el jequeHamid quien te ha pedido en matrimonio—añadió su madre—. Qué suerte hastenido, hija mía.

La preciosa bufanda de seda leresbaló de los dedos.

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3

—¿Qué te ocurre, Amira? —preguntóMaryam mientras su amiga arrancabahojas de romero y las guardaba en uncesto.

Amira enderezó la espalda y se quitóel velo de la cabeza, dejando aldescubierto la sedosa negrura de sucabello bajo el sol. Aunque estaba en elhuerto recogiendo hierbas, iba vestidapara recibir a sus invitados y lucía unacostosa blusa de seda y una falda negra,por respeto no sólo a su difunto maridomuerto poco antes de que estallara la

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guerra sino también a su nuerarecientemente fallecida. Pero, comosiempre, iba a la última moda, pues susmodistas importaban los patrones deLondres y París. Y, como de costumbre,había dedicado algún tiempo amaquillarse… cejas depiladas ypintadas con alcohol a la usanza egipciapara resaltar los ojos, y carmín delabios rojo oscuro. Llevaba, además, unvelo negro sobre los hombros por sirecibiera la visita de algún varón, encuyo caso se cubriría la parte inferiordel rostro y se envolvería la manoderecha en una esquina del velo antes deestrechar la del visitante.

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—Estoy preocupada por mi hijo —dijo Amira finalmente, añadiendo unasflores a su cesto—. Se comporta de unamanera muy rara desde el día delentierro.

—Ibrahim llora la muerte de suesposa —dijo Maryam—. Era joven yencantadora. Y él estaba muyenamorado. Han transcurrido sólo dossemanas desde su muerte, necesitatiempo.

—Sí —convino Amira—, puede quetengas razón.

Se encontraban en el huerto privadode Amira donde ésta cultivaba lashierbas medicinales que utilizaba en la

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elaboración de sus productos curativos.Lo había creado tiempo atrás la madrede Alí Rashid, según el modelo delhuerto del rey Salomón de la Biblia,plantando alcanfor, estoraque y azafrán,ácoro y canela, mirra y áloes. Por suparte, Amira había añadido plantasmedicinales importadas: casia, hinojo,consulea y manzanilla con las cualespreparaba sus cocimientos, jarabes,elixires y ungüentos.

Era la hora de la siesta, en que todaslas tiendas y comercios de El Cairoestaban cerrados, la hora en que Amirarecibía a sus visitas y en que MaryamMisrahi, que vivía en la gran mansión de

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al lado, solía acudir también a visitarla.Maryam, más alta que la morena Amira,no ocultaba su precioso cabellopelirrojo bajo un velo y lucía unllamativo vestido amarillo cuyo colorhabía atraído la atención de un graciosocolibrí.

—Ibrahim lo superará —dijo—.Con la ayuda de Dios. —Esto último lodijo en hebreo porque Maryam, cuyoapellido significaba «egipcio» en árabe,era judía—. Pero hay otra cosa que tepreocupa, Amira. Te conozco desdehace demasiado tiempo como para noadivinar cuándo hay algo que te inquieta.

Amira se apartó una abeja del rostro

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con un gesto de la mano.—No quería agobiarte con esta

carga, Maryam.—¿Desde cuándo no lo compartimos

todo, las alegrías y las penas e inclusola tragedia? Nos ayudamos mutuamentea traer al mundo a nuestros hijos, Amira,somos hermanas.

Amira recogió el cesto lleno deolorosas hierbas y especias y contemplóla puerta del muro del jardín; estabaabierta para que pudieran entrar losvisitantes. Amira jamás salía de casa, nohabía puesto los pies en la calle desdeque Alí la condujera a la mansión trascasarse con ella, por cuyo motivo

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cualquier persona que quisiera verlatenía que acudir a la casa de la calle delas Vírgenes del Paraíso. Las visitassolían ser muy numerosas. Tiempo atrás,compadeciéndose de la joven esposacuyo marido la mantenía secuestrada,Maryam le había presentado a suspropios amigos y, a lo largo de los años,las amistades se habían multiplicado, aligual que la fama de Amira comoexperta conocedora de antiguosproductos curativos. Raras veces pasabauna tarde sin que recibiera visitas.

—¡No te puedo ocultar ningúnsecreto! —dijo Amira, esbozando unasonrisa mientras ella y Maryam

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regresaban por el camino embaldosado.Sonreía para disimular su mentira.Maryam conocía todos sus secretosmenos uno: no sabía nada sobre el harénde la calle de las Tres Perlas—. Noconsigo dormir bien a causa de unaspesadillas que me turban.

—¿Las pesadillas sobre elcampamento del desierto y los hombresa caballo? Cada vez que nace algunacriatura en esta casa sueñas lo mismo,Amira.

—No. —Amira sacudió la cabeza—. Me refiero a unos nuevos sueños quejamás había tenido, Maryam. Sueño conAndreas Skouras, el ministro de Cultura.

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Maryam la miró sorprendida y,soltando una carcajada, tomó del brazo asu amiga mientras ambas caminabanbajo la sombra de los viejos árboles.

Alí Rashid Bajá había plantadotiempo atrás en su jardín muchoslimoneros, limeros, naranjos ymandarinos, y también plumosascasuarinas, umbrosos sicómoros yautóctonas higueras, olivos y granados.Una fuente turca dominaba el floridojardín en medio de los lirios, lasamapolas y los papiros; un ornamentadoreloj de sol llevaba grabado un verso deOmar Jayyam sobre la fugacidad deltiempo; y unas parras engalanaban los

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muros.—¡El señor Andreas Skouras! —

exclamó Maryam entusiasmada—. Si noestuviera casada, ¡yo también soñaríacon él! ¿Y eso por qué te preocupa,Amira? Llevas demasiado tiempo viuda.Eres joven y puedes tener más hijos. ¡Elseñor Skouras! Qué agradableperspectiva.

Amira no lograba explicar conpalabras por qué razón los sueños sobreel apuesto ministro turbaban su espíritu.Si le hubieran preguntado, hubieracontestado que no esperaba que unhombre pudiera casarse con una mujerque no conocía su verdadera familia y

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no sabía dónde había nacido ni cuáleseran sus antepasados y su linaje. Sinembargo, analizando con más detalle sussentimientos, Amira descubría una razónmás oscura para explicar el temor que leinspiraban los sueños sobre el señorSkouras… la sombra del remordimientoera la culpable de su inquietud, unremordimiento causado por el hecho dehaberse enamorado de Andreas Skourasen vida de Alí.

—¿Qué siente él por ti?—Maryam, él no siente nada por mí.

Soy simplemente la viuda de su mejoramigo. Desde que murió Alí, quiera Aláque more en su Paraíso, sólo he visto al

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señor Skouras cuatro veces. La últimavez fue hace cuatro semanas cuandoasistió al funeral. Antes le vi en la bodade Ibrahim y anteriormente en la deNefissa. Y antes en el funeral de Alí.Cuatro veces en cinco años, Maryam.No se puede decir que me haya prestadouna especial atención.

—Lo que ocurre es que respeta tuviudez y honra tu reputación. Sí, le viaquí hace un par de semanas y mepareció que te dedicaba una especialatención, Amira.

—Porque acababa de perder a minuera.

—Alá le conceda la paz. Pero los

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ojos de Skouras te seguían por todaspartes.

Amira se emocionó, peroexperimentó al mismo tiempo unapunzada de remordimiento. ¿Cómopodía pensar en semejantes cosascuando su joven nuera acababa de moriry su hijo estaba tan afligido y la reciénnacida se había quedado sin madre?Amira se avergonzó de pensar en unidilio. Recordó el día en que habíaconocido a Skouras, cuando Alí lo trajoa la casa. Amira le estrechó la mano conla suya envuelta en una esquina del velotal como exigían las normas, pero aunasí sintió el calor de su piel y le pareció

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que sus ojos se detenían más de lodebido en su rostro, ¿o acaso habíansido figuraciones suyas? Comprendió enaquel instante que había traicionado a suesposo, aunque sólo de pensamiento.Ahora, mientras cruzaba el soberbiojardín de Alí en compañía de su mejoramiga, pensó que estaba traicionando asus hijos. Tenía que quitarse a Skourasde la cabeza. Tenía que encontrar lamanera de acabar con aquellosturbadores sueños.

Unas palomas levantaronsúbitamente el vuelo desde la azoteacomo si algo las hubiera asustado y seposaron ruidosamente en las ramas de

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los álamos que bordeaban la calle de lasVírgenes del Paraíso. Usando la manocomo visera para protegerse del sol,Amira levantó los ojos y vio la siluetade alguien en la azotea de la casa,recortándose contra el sol.

—Es Nefissa —dijo Maryamlevantando también la mirada—. ¿Quéestá haciendo tu hija en la azotea?

No era la primera vez que Amiraveía a su hija de veinte años allá arribaentre el emparrado y el blanco palomar.

—A lo mejor —añadió Maryam conuna sonrisa—, la hija se halla bajo lainfluencia del mismo hechizo que lamadre. ¿No te parece que Nefissa se

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comporta últimamente como si estuvieraenamorada? ¡Qué románticas son lasmujeres Rashid! —dijo riéndose—. Yqué bien recuerdo yo los amoresjuveniles.

Cabía la posibilidad de que su hijase hubiera enamorado, reconoció Amira,pero ¿de quién? Viuda desde que sujoven esposo muriera trágicamente en unaccidente sufrido durante una carreraautomovilística, Nefissa vivíaprácticamente recluida, según lacostumbre. ¿A quién podía haberconocido?, se preguntó Amira. ¿Quéocasiones había tenido de hacer amistadcon un hombre? Puede que sea un amigo

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de la princesa, alguien a quien Nefissaha conocido en la corte, concluyóAmira, consolándose al pensar en laimagen de un hombre acaudaladoperteneciente a alguna antigua yrespetada familia de la nobleza. Unhombre como Andreas Skouras…

—¿Sabes lo que tú necesitas? —dijoMaryam mientras ambas se acercaban ala glorieta donde Amira recibía a susamistades—. Necesitas salir de la casay distraerte. Recuerdo cuando nosconocimos; Suleiman y yo llevábamosun mes casados cuando él me trajo a estacasa de la calle de las Vírgenes delParaíso. Tu Ibrahim tenía cinco años y

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mi Itzak aún no había nacido. Meinvitaste a tomar el té y yo me quedé depiedra al enterarme de que jamás habíaspuesto los pies fuera de tu jardín. Porsupuesto que muchas esposas vivían asípor aquel entonces, pero, Amira,hermana mía, eso fue hace más de veinteaños, ¡los tiempos están cambiando! Elharén ha pasado de moda, ahora lasmujeres salen a la calle y van solas atodas partes. Ven conmigo y Suleiman,nos iremos de vacaciones a Alejandría.El aire del mar te sentará bien.

Pero Amira ya había estado una vezen Alejandría cuando Alí Rashid sellevó a su familia a pasar el verano en

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una villa al borde del Mediterráneo. Eltraslado desde el calor de El Cairo alfresco clima marítimo de la costa nortehabía sido un gran acontecimiento. Lospreparativos habían durado varios díasy los criados habían hecho las maletasen medio de una atmósfera de grannerviosismo. Al final, las mujeres, bienprotegidas por los velos, habían sidoconducidas directamente de la casa a unautomóvil y, al llegar a su destino,habían pasado a toda prisa delautomóvil a la villa sin quitarse losvelos. Alejandría no le había gustado.Desde el balcón de su casa de veraneohabía visto en el puerto los navíos de

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guerra británicos y los transatlánticosnorteamericanos que tal vez llevaranpeligrosas costumbres a Egipto.

—La casa y todo lo que hay en ella—prosiguió diciendo Maryam— se lasarreglarán muy bien en tu ausencia.

Amira sonrió y agradeció lainvitación, tal como había hecho otrasveces. Cada año, Maryam trataba portodos los medios de convencerla yaducía nuevas razones para que Amirase liberara de la antigua tradición segúnla cual las esposas debían permanecerconfinadas en la casa, y cada año Amirale decía lo mismo que le estaba diciendoahora:

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—Sólo hay dos motivos en la vidade una mujer para que ésta salga de sucasa: cuando abandona la casa de supadre para trasladarse a la de su maridoy cuando abandona la casa de su maridoen un ataúd.

—¡No hables de ataúdes! —dijoMaryam—. Eres joven, Amira, y hay unmundo maravilloso más allá de estosmuros. Tu marido ya no puedemantenerte prisionera en tu casa, eresuna mujer libre.

Sin embargo, no era Alí Rashidquien había convertido a su esposa enuna prisionera. Amira recordó el día enque Alí le dijo:

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—Amira, esposa mía, vivimos unostiempos de cambios muy rápidos y yosoy un hombre progresista. En todoEgipto las mujeres se están quitando elvelo y salen de sus hogares. Te doypermiso para que salgas de casa siempreque lo desees y sin el velo, con tal deque te acompañe alguien.

Amira le dio las gracias, pero senegó a emanciparse. Alí se sorprendió,tal como ahora se estaba sorprendiendoMaryam, de que una mujer como AmiraRashid, en la flor de la edad y con todala fuerza y el vigor de la juventud,aceptara voluntariamente las severaslimitaciones por cuya abolición llevaban

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tantos años luchando las egipciasliberales.

Amira sabía que su negativa aliberarse hundía sus raíces en lososcuros años de su infancia y en aquelvago temor que no podía identificar. Enlos perdidos recuerdos de la épocaanterior a su octavo cumpleaños seencontraba la causa de su zozobra. Hastaque consiguiera recuperar aquellosrecuerdos perdidos y descubrir la razónde sus temores, permanecería encerradaen la seguridad de los muros de la callede las Vírgenes del Paraíso.

—Tienes una visita —dijo Maryamal ver que alguien cruzaba la puerta.

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Desde su atalaya de la azotea donde lasabejas zumbaban entre las parras y laspalomas arrullaban bajo los aleros,Nefissa contempló las doradas cúpulas ylos alminares de El Cairo y, mientrassus ojos se posaban en las aguas delNilo centelleando bajo el sol, pensó:«Esta vez, cuando venga, bajaré y lehablaré».

Desde la azotea de la mansiónRashid se podía ver toda la ciudad,desde el río hasta la Ciudadela y, en lasclaras noches de luna, se divisabanincluso las pirámides cual una espectralsucesión de triángulos en el lejano

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desierto. Sin embargo, esta tarde, en lassomnolientas horas de la siesta, Nefissaconcentró su interés en la calle situadaal otro lado de los altos muros querodeaban la casa y los jardines. Cadavez que pasaba un carruaje y los cascosde los caballos resonaban sobre losadoquines, se inclinaba sobre elparapeto y se preguntaba: ¿Será él? Ycada vez que un vehículo militarenfilaba la calle de las Vírgenes delParaíso, sentía que el corazón le daba unvuelco en el pecho. Nunca sabía cuándopasaría por allí ni si lo haría a pie o enautomóvil.

Al ver a su madre y a Maryam

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Misrahi en el jardín de abajo, se apartóinmediatamente para que no la vieran.¡Estaba segura de que no aprobarían sucomportamiento!

Se había quedado viuda unos mesesatrás, estando embarazada de su segundohijo. La tradición la obligaba a llevaruna vida casta y recatada. Pero ¿cómopodría hacerlo si apenas tenía veinteaños y su marido era un hombre al queapenas conocía, un playboy amante delas salas de fiestas y el jolgorio que sehabía matado al volante de un bólido enel transcurso de una carreraautomovilística? Nefissa se habíacasado con un desconocido con quien

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había convivido tres años y al que habíadado dos hijos, y ahora tendría quepasarse un año de luto.

Pero no podía. Le era imposible. Nole cabía la menor duda de que se estabaenamorando.

Había visto al desconocido porprimera vez hacía algo más de un mescuando estaba contemplando la calle através de una pequeña abertura de laantigua celosía de madera que cubría laventana de su habitación. Un oficialbritánico bajó por la acera y se detuvojunto a una farola para encender uncigarrillo. El oficial levantó la vista ylos ojos de ambos se cruzaron. Fue una

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pura casualidad, por supuesto, pero,cuando él levantó la vista por segundavez, Nefissa comprendió que aquello yano había sido una casualidad.Permaneció inmóvil sosteniéndose elvelo sobre el rostro para que sólo se levieran los ojos. Y él se quedó de piejunto a la farola más tiempo delnecesario, mirando a su alrededor conexpresión intrigada.

Desde entonces, Nefissa vigilaba lacalle en la esperanza de verle. Pasaba adistintas horas, se detenía junto a lafarola, encendía un cigarrillo y lamiraba durante unos prohibidosmomentos a través del humo. Antes de

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que él reanudara la marcha, Nefissatenía ocasión de contemplar por uninstante su bello rostro… Era rubio y detez clara, y más apuesto que ningúnhombre que ella jamás hubiera visto.

¿Dónde vivía? ¿Adónde se dirigíacuando pasaba por delante de su casa yde dónde venía? ¿Qué tareadesempeñaba en el ejército británico?¿Cómo se llamaba y qué pensaba cuandolevantaba la vista hacia la ventana yveía los ojos de Nefissa enmarcados porel velo?

Si pasara aquella tarde, no la veríaen la ventana, pensó Nefissa,experimentando un estremecimiento de

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emoción. Hoy le iba a dar una sorpresa.Mientras le esperaba, forjando en su

mente un atrevido plan, Nefissa sepreguntó qué pensaría él. ¿Estaría tansorprendido como ella de que finalmentehubiera terminado la guerra en Europa?¿Esperaban él y sus compañeros dearmas británicos que los combates seprolongaran veinte años, como seesperaba en El Cairo? Nefissa no podíacreer que hubieran terminado lasalarmas y los bombardeos y que ya notuvieran que levantarse a toda prisa dela cama en mitad de la noche para correral refugio antiaéreo que Ibrahim habíamandado construir dentro de los muros

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de su propiedad, pues hubiera sidoinconcebible que las mujeres de sufamilia hubieran tenido que esconderseen un refugio antiaéreo público.¿Ocultaban aquellos seductores ojosbritánicos el temor de que, una vezterminada la guerra, los sentimientosantibritánicos se agudizaran en El Cairoy los egipcios exigieran la retirada delos ingleses que ocupaban Egipto desdehacía tanto tiempo?

Nefissa no quería pensar ni en laguerra ni en la política. No queríaimaginar la expulsión de Egipto de suapuesto oficial. Quería saber quién era,hablar con él, e incluso… hacer el amor

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con él. Pero tendría que tomar muchasprecauciones. Como alguien descubrierasu secreto idilio, el castigo podría sermuy grave. ¿Acaso Fátima, su hermanamayor, no había sido desterrada de lafamilia por culpa de un terrible pecado?

Pero ella no quería preocuparse porlas consecuencias, sólo le interesabanlos riesgos. Hoy no permaneceríasentada junto a la ventana con el rostrocubierto por un velo; hoy daría un pasomás audaz.

Mientras contemplaba la calle,Nefissa se sintió invadida por unainmensa sensación de alborozo. Al final,había conseguido averiguar algo sobre

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su oficial.La víspera había salido de compras

con la hermana del rey Faruk, que eraamiga suya, y, tras haber visitado loscomercios más lujosos de El Cairo,acompañadas por el habitual séquito ylos guardaespaldas de la princesa,ambas habían decidido ir a tomar el té alGroppi’s. La dirección delestablecimiento solicitó a todos losclientes que se retiraran para que laregia comitiva pudiera disfrutar deintimidad. Mientras tomaban un té conpastas, Nefissa miró casualmente haciala calle y vio pasar a dos oficialesbritánicos, vestidos con el mismo

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uniforme que su oficial.—¿Qué clase de oficiales son? —

preguntó a sus acompañantes con airedistraído.

Le indicaron la graduación. No eramucho, porque ni siquiera sabía cómo sellamaba, pero ya sabía algo más que lavíspera.

Era un teniente, el teniente Fulano deTal, y sus hombres le debían llamar«señor».

Contempló la calle, mirando porencima de las copas de los tamarindos ylas casuarinas que crecían en el jardínde abajo y rezando para que él pasarapor allí. ¡El día era espléndido y sin

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duda le apetecería salir a dar un paseo!Las mansiones vecinas, ocultas tras losaltos muros y los frondosos árbolesfloridos, aparecían bañadas por elcálido sol, y la brisa del Nilo llevaba elperfume de las flores de azahar. Sólo losgorjeos de los pájaros y el rumor de lasfuentes turbaban el silencio de la tarde.Soñando con su idilio, a Nefissa lepareció muy curioso que la calle dondeella vivía tuviera una leyenda fundadaen el amor.

Contaba la leyenda que muchossiglos atrás una secta de santos varoneshabía llegado a la región procedente deArabia, tras haber recorrido los campos

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y los desiertos. Iban completamentedesnudos y, donde quiera que fueran, lasmujeres acudían a ellos en tropelporque, según se decía, el hecho deacostarse con ellos o simplemente detocarlos curaba la esterilidad de lasesposas y garantizaba a las doncellasunos maridos viriles. Al parecer, en elsiglo XV, uno de aquellos varones sehabía presentado un día en un palmeralde las afueras de El Cairo donde habíabendecido a cientos de mujeres enapenas tres días, transcurridos loscuales murió. Los testigos de la escenadeclararon que las vírgenes de oscurosojos de Alá que el Corán promete a los

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creyentes como recompensa celestial,descendieron del firmamento y sellevaron el cuerpo del santo varón alParaíso. De este modo, el palmeral pasóa llamarse el lugar de las Vírgenes delParaíso. Cuatrocientos años más tarde,cuando los británicos que ocupabanEgipto en calidad de protectoradoempezaron a construir sus mansiones enun nuevo barrio de El Cairo llamado laCiudad Jardín, conservaron aquelpedazo de historia local, dando a unapequeña calle en forma de media luna elnombre de la calle de las Vírgenes delParaíso. Y allí fue donde Alí Rashidconstruyó su mansión de color de rosa,

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rodeándola de un lujuriante jardín y deunos altos muros para proteger a susmujeres, cubriendo las ventanas concelosías de mashrabiya para que susesposas y hermanas pudieran ver sin servistas. Después, llenó la casa de lujososmuebles y objetos de gran valor y, porencima de la puerta principal, mandócolocar una plancha de lustrosa maderalabrada que decía: «Oh, Tú Que EntrasEn Esta Casa, Alaba Al ProfetaElegido». Al morir la víspera delestallido de la Segunda Guerra Mundial,Alí Rashid Bajá dejó una viuda, suúltima esposa Amira, un hijo, el doctorIbrahim, las hijas de sus anteriores

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matrimonios y toda una serie de mujeresde su familia con sus correspondienteshijos. Y Nefissa, su última hija, la quesoñaba con el amor.

Nefissa vio que alguien cruzaba lapuerta del jardín. Los amigos visitaban amenudo a su madre durante la hora de lasiesta, pero también acudían a verladesconocidos, sobre todo mujeres quehabían oído hablar de los saberes deAmira y querían pedirle consejo,remedios o amuletos. A Nefissa leencantaban las peticiones… y la gentepedía elixires de amor o afrodisíacos,anticonceptivos y medicinas para lostrastornos menstruales, y remedios para

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favorecer la fertilidad de las mujeresestériles o curar la impotencia de losmaridos.

Nefissa se reunía algunas veces consu madre y las visitas, tal como hacíanlas demás mujeres Rashid y lasmuchachas y los niños que vivían en lacalle de las Vírgenes del Paraíso. Peroaquel día Nefissa no pensaba hacerlo. Siaquel día pasara su teniente, bajaría aljardín y le daría una sorpresa.

Amira y Maryam se sentaron en laglorieta, una exquisita obra de arte enhierro forjado en forma de jaula depájaros cubierta de filigranas y rematadapor una imitación de la cúpula de la

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mezquita de Muhammad Alí, que cadaprimavera se volvía a pintar de blancopara que resplandeciera bajo el sol. Sinembargo, la glorieta tenía un defecto: eldiseño de la entrada era asimétrico. Laimperfección era deliberada, pues losartistas musulmanes siempre dejaban undefecto en su obra, en la creencia de quesólo Alá era capaz de crear una cosaperfecta.

Una criada se acercó a la glorietadiciendo:

—Tienes una visita, mi ama.Amira vio acercarse a una mujer a la

que jamás había visto; iba muy bienvestida con zapatos de cuero a juego con

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el bolso y un sombrero importado deEuropa con un velo que le cubría lacara… estaba claro que era una mujeradinerada.

—Te deseo un día muy próspero,sayyida —dijo la mujer, utilizando eltratamiento de respeto de «señora»—.Soy la señora Safeya Rageb.

Aunque la categoría de una mujersolía establecerse a través de laelegancia de su atuendo, su refinadamanera de hablar el árabe, el número decriados de su casa y la posición de sumarido, lo más importante era el títuloque utilizaba, cosa que la visitante deAmira se había apresurado a

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especificar. «Señora» era el tratamientode respeto de una mujer casada. Sinembargo, Amira observó que suvisitante no se había presentado comoUm, es decir, «madre», seguido delnombre del hijo, pues el máximo honorse tributaba siempre a la madre de unvarón… de ahí que Um Ibrahim tuvierauna consideración más alta que UmNefissa.

—Te deseo un día próspero y llenode bendiciones, señora Safeya. Siéntate,por favor —dijo Amira, sirviendo el té.

Después empezó a comentar eltiempo y la excelente cosecha denaranjas que iba a haber aquel año y le

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ofreció a la señora Rageb un cigarrilloque ésta aceptó siguiendo el ritual, puesel hecho de que un visitante expusiera deinmediato el objeto de su visitaconstituía una ofensa y el hecho de queuna anfitriona le preguntara a suvisitante cuál era el objeto de su visitase consideraba una grosería. Amira sefijó en el curioso amuleto hecho con unapiedra azul que colgaba de una finacadena de oro alrededor del cuello de suvisitante. Puesto que el azul era el colortradicional para mantener alejado el malde ojo, Amira pensó: «Tiene miedo».

— P e r d ó na me , sayyida —dijofinalmente Safeya Rageb sin apenas

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poder disimular su nerviosismo—. Hevenido a tu casa porque he oído decirque eras una sheija y que tienes una gransabiduría y unos maravillososconocimientos. Dicen que puedes curartodas las dolencias.

—Todas las dolencias —dijo Amiracon una sonrisa— menos aquélla de lacual una persona está destinada a morir.

—Ignoraba tu reciente duelo.—La necesidad tiene sus propias

leyes. ¿En qué puedo servirte?Al ver que Safeya Rageb miraba a

Maryam con expresión turbada, Amirase levantó diciendo:

—Maryam, te ruego que nos

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perdones. Señora Safeya, ¿quieresacompañarme?

Nefissa avanzó pegada al muro deljardín, mirando hacia la glorieta paraasegurarse de que nadie la viera. Habíados puertas en el muro: la de lospeatones, que estaba abierta, y la granpuerta de doble hoja del otro lado de lacalzada, que conducía a la cochera de laparte de atrás. A esta última se estabadirigiendo Nefissa. Acercándose a lapuerta, miró a través de una rendija ycontuvo la respiración…

¡Estaba allí!

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Había venido y ahora estabamirando hacia las ventanas de arriba.Nefissa percibió los fuertes latidos desu corazón. Era su oportunidad antes deque él se alejara, pero tenía queprocurar que nadie la viera.

En un primer tiempo, había pensadoarrojarle una nota, diciéndole su nombrey preguntándole quién era él. Pero enseguida pensó: ¿Y si él no la viera y, ensu lugar, la encontrara un vecino?Después se le ocurrió algo de tipo máspersonal, un guante o tal vez un chal.Pero ¿y si él no pudiera recogerlo y otrapersona lo encontrara y adivinara queera suyo? Se había pasado toda la

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mañana dándole vueltas hasta que, alfinal, se le había ocurrido una idea yahora…

De pronto, se quedó petrificada.¡La voz de su madre! ¡Se estaba

acercando! Nefissa se escondiórápidamente detrás de unos arbustos ¿Ysi él se marchara? ¿Y si pensara que ellaya había perdido el interés? Oh, madre,¿qué estás haciendo aquí? ¡Camina másdeprisa, madre! ¡Más deprisa!

Vio a su madre en el caminoembaldosado en compañía de una mujera la que ella jamás había visto.Hablaban en voz baja y, al parecer,Amira no se había dado cuenta de que su

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hija estaba escondida detrás de losarbustos.

Cuando al final pasaron de largo yse perdieron entre los mandarinos,Nefissa se acercó de nuevo a la rendijade la puerta y miró. ¡Todavía estabaallí!

Arrancando rápidamente unaescarlata rosa de Siria, la arrojó porencima del muro y contuvo larespiración, mirando a través de larendija.

¡Él no la había visto!Pasó un camión militar cuyos

enormes y polvorientos neumáticosestuvieron a punto de aplastar la flor.

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Sin embargo, cuando el camión seperdió calle abajo, Nefissa vio que eloficial bajaba a la calzada y recogía laflor. Después, vio que contemplaba elmuro hasta que sus ojos se posaron en lapuerta, justo en el lugar donde ella seencontraba. Jamás le había visto tan decerca; tenía unos ojos del color de losópalos con unas pestañas muy rubias yun lunar en la mejilla izquierda… ¡quéguapo era! A continuación, el oficialhizo algo asombroso: clavando los ojosen los suyos, se acercó la flor a loslabios y la besó.

Nefissa creyó desmayarse.¡Sentir aquellos labios sobre los

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suyos y aquellos brazos alrededor de sucuerpo! Sin duda ambos estabandestinados a algo más que unas furtivasmiradas por encima de un muro. Nefissasabía que estaban destinados aencontrarse algún día de la manera quefuera.

Un leve temor le atravesó el cuerpo.¿Cómo reaccionaría él cuando seenterara de que había estado casada ytenía dos hijos? Las viudas y lasrepudiadas no eran un trofeo muycodiciado por los varones egipcios,pues las mujeres con experiencia sexualse consideraban poco aptas para unsegundo matrimonio. Habiendo

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conocido el amor de otro hombre, erafácil que lo compararan con el del nuevoesposo. ¿Los ingleses también seríanasí?, se preguntó. Nefissa apenas sabíanada sobre aquella raza de tez clara quellevaba casi un siglo ocupando Egipto yque presuntamente lo hacía para«proteger» el país, aunque algunosafirmaran que, en realidad, los ingleseseran unos imperialistas. ¿Valorarían lavirginidad? ¿La encontraría su apuestoteniente menos atractiva cuando supierala verdad?

No, pensó. Él no sería así. Elencuentro entre ambos seríamaravilloso. Presentía que se iban a

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encontrar.—¿Nefissa?La joven se volvió.—¡Tía Maryam, me has asustado!—¿No te he visto arrojar una flor

por encima del muro? —preguntóMaryam Misrahi esbozando una sonrisa—. Supongo que, al otro lado, debía dehaber alguien para recogerla. —Al verque Nefissa se ruborizaba, Maryam serió y le rodeó los hombros con su brazo—. Apuesto a que debía de ser un galán.

Nefissa experimentó una sensaciónde ahogo en el pecho. Quería estar sola,contemplarlo, estar cerca de él unmomento más, tal vez oír su voz. Pero

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entonces oyó unas pisadas alejándose alotro lado del muro.

Maryam olía ligeramente a jengibrey su cabello brillaba como el fuego bajoel sol. Había ayudado a Nefissa a veniral mundo y, por consiguiente, la queríacomo a una hija.

—¿Quién es él? —preguntó con unasonrisa—. ¿Le conozco yo?

La joven no se atrevía a contestar.Todo el mundo sabía que MaryamMisrahi odiaba a los británicos porquehabían matado a su padre durante larevuelta de 1919. Formaba parte delgrupo de intelectuales y políticosejecutados por el delito de «asesinar»

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británicos. Maryam contaba por aquelentonces dieciséis años.

—Es un oficial británico —contestóNefissa al final.

Al ver que Maryam fruncía el ceño,la muchacha se apresuró a añadir:

—Pero no te imaginas lo guapo,elegante y refinado que es, tía. ¡Debemedir un metro ochenta y tiene elcabello del color del trigo! Ya sé que túno lo apruebas, pero todos no puedenser malos, ¿no crees? ¡Tengo queconocerle! Todo el mundo dice que losbritánicos abandonarán Egipto muypronto. Yo no quiero que se vayan,porque entonces, ¡él también se irá!

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Maryam la miró con una nostálgicasonrisa, recordando las épocas en queella también tenía veinte años y estabalocamente enamorada.

—Por lo que yo he oído decir,querida, los británicos no se van amarchar tan fácilmente.

—En tal caso habrá violencia —dijotristemente Nefissa—. He oídocomentarios. Todo el mundo dice que, silos británicos no se van, habrádisturbios y tal vez incluso unarevolución.

Maryam no contestó. Ella tambiénhabía oído aquellos rumores.

—No te preocupes —dijo mientras

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ambas se dirigían a la glorieta—. Estoysegura de que a tu oficial no le va apasar nada.

Nefissa se animó inmediatamente.—Sé que nos vamos a conocer. Es

nuestro destino, tía. ¿Has sentido túalguna vez algo parecido? ¿Eso de estarpredestinada para alguien? ¿Sentiste esocon el tío Suleiman?

—Sí —contestó Maryam en unsusurro—. Cuando Suleiman y yo nosconocimos, comprendimosinmediatamente que estábamos hechos eluno para el otro.

—Me guardarás el secreto, ¿verdad,tía? ¿No se lo dirás a mi madre?

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—No le diré nada a tu madre. Nosguardaremos mutuamente nuestrossecretos —dijo Maryam, pensando en suquerido Suleiman y en el secreto queella le había ocultado a lo largo detodos aquellos años.

—Mi madre no tiene ningún secreto—dijo Nefissa—. Es demasiadohonrada para tener algo que ocultar.

Maryam apartó la mirada. El secretode Amira era el mayor de todos.

—¡Tengo que encontrar la manera dereunirme con él! —dijo Nefissa,acercándose con Maryam a la glorietadonde ahora se habían congregado todaslas mujeres Rashid para conversar y

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tomar el té mientras los niños seentretenían jugando a la pelota—. Mimadre jamás lo permitiría, por supuesto.Pero soy una mujer adulta, tía. Tengoderecho a decidir si quiero llevar elvelo o no. Ahora ya casi nadie lo lleva.Mi madre es muy anticuada y se aferramuchos a las antiguas costumbres.¿Acaso no se da cuenta de que lostiempos están cambiando? ¡Egipto esahora un país moderno!

—Tu madre se da perfecta cuenta deque los tiempos están cambiando,Nefissa. Tal vez por eso se aferra másque nunca a las antiguas costumbres.

—¿Quién es la mujer que la

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acompañaba hace un momento? Mepareció que querían hablar en privado.

—Ah, sí —dijo Maryam con unasonrisa—. Más secretos…

—Eso nadie lo sabe, señora Amira—estaba diciendo Safeya Rageb—. Esun peso que soporto yo sola.

Se refería a la razón de su visita: suhija, catorce años, soltera y embarazada.Safeya había oído decir que Amiraconocía secretos brebajes y remedios.

De pronto, Amira recordó suinfancia en el harén y un té que a vecesles administraban a ciertas mujeres que,a su juicio, no estaban enfermas. Sinembargo, tras haberlo bebido, las

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mujeres se pasaban un rato indispuestas.Las concubinas de mayor edad lollamaban poleo y más tarde ellaaveriguó que era un abortivo.

—Señora Safeya —dijo Amira,invitando a su visitante a sentarse en unbanco de mármol a la sombra de unolivo—, sé lo que has venido a pedirmey, aunque comprendo tu apuradasituación, no puedo dártelo.

La mujer rompió a llorar.Amira le hizo una seña a una criada

que permanecía de pie a una discretadistancia y, momentos después, la criadales sirvió una infusión hecha con lamanzanilla que Amira cultivaba en su

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huerto. Invitando a su visitante a beberlaantes de proseguir la conversación,Amira esperó a que la señora Rageb setranquilizara un poco.

—¿Qué me dices del padre de lamuchacha? —preguntó—. ¿No sabenada?

—Mi marido y yo somos Sai’idi,señora Amira. Procedemos de una aldeadel Alto Egipto y nos casamos cuandoyo tenía dieciséis años y él diecisiete.Tuve a mi hija un año más tarde. Aúnviviríamos allí si mi marido no hubieraoído hablar de la inauguración de unaAcademia Militar destinada a los hijosde los campesinos. Estudió muy duro y

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fue aceptado. Ahora ostenta el rango decapitán. Es un hombre orgulloso, señoraAmira, y valora el honor por encima detodo. No, él no sabe nada de la deshonrade nuestra hija. Fue trasladado a unpuesto del Sudán hace tres meses. Unasemana después de su marcha, mi hijafue seducida por un muchacho del barriocuando se dirigía a la escuela.

Corren tiempos muy peligrosos,pensó Amira, ahora que las niñas van ala escuela y caminan por las calles sinque nadie las acompañe. Había oídohablar de un proyecto de ley queprohibiría a las mujeres casarse antes delos dieciséis años, cosa a la cual ella se

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oponía firmemente. Una madre sólotenía un medio de proteger a su hija ydicho medio consistía en colocarla bajola custodia de un marido tan prontocomo le empezara la regla. De estemodo, el marido evitaba que seentregara a una vida licenciosa y podíaestar seguro de que los hijos que ellatuviera serían suyos. Pero últimamentela gente imitaba a los europeos y lasmuchachas no se casaban hasta losdieciocho o diecinueve años, con lo cualquedaban desprotegidas durante unosseis o siete años, poniendo en peligro elhonor de la familia.

—Los juicios de la sociedad son a

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veces muy duros y a una madre lecorresponde suavizarlos en bien de sufamilia —dijo con dulzura. Estabapensando en Fátima, su hija perdida,expulsada de la familia porque ella, supropia madre, no había podido salvarla—. ¿Cuándo regresará tu marido delSudán?

—Su destino es para un año. SeñoraAmira, mi marido y yo nos queremosintensamente, en eso he tenido muchasuerte. Pide mi consejo sobre muchascuestiones y escucha mis sugerencias.Pero, en este caso, creo que mataría anuestra hija. ¿Tú no puedes ayudarme?

Amira reflexionó un instante.

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—¿Cuántos años tienes, SafeyaRageb?

—Treinta y uno.—¿Has tenido relaciones

últimamente con tu marido?—La víspera de su partida…—¿No hay ningún lugar adónde

pudieras enviar a la niña? ¿Algúnpariente de confianza?

—Mi hermana, en Assyut.—Eso es lo que deberás hacer.

Envía a tu hija allí. Diles a tus vecinosque se ha ido a cuidar a un parienteenfermo. Después, ponte una almohadabajo la ropa y aumenta el tamaño cadames. Dile a todo el mundo que estás

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embarazada. Cuando tu hija dé a luz,mándala llamar con el niño, quítate laalmohada y diles a todos que la criaturaes tuya.

Safeya la miró con asombro.—¿Crees que se puede hacer?—Con la ayuda de Alá —contestó

Amira.Safeya Rageb le dio las gracias y se

retiró. Amira se dirigió a la glorieta,pero de pronto se detuvo en seco bajo untamarindo en flor al ver que el caminoestaba bloqueado.

Contempló al hombre, de pie bajo elsol de la tarde. Andreas Skouras, elhombre que la visitaba en sueños.

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Se quedó tan sorprendida de verleallí que olvidó subirse el velo paracubrirse la cabeza o envolverse la manoen una esquina de la seda antes deestrechar la suya. En otra ocasión habíasentido vibrar una corriente desde lapalma del hombre a la suya; sinembargo, aquella vez la tela seinterponía entre ambos mientras queahora percibía directamente el calor desu piel. Aparte Alí e Ibrahim y algunosparientes varones muy próximos, Amirajamás había tocado a otro hombre y,aunque sólo fueran las manos, elcontacto le había hecho experimentaruna sorprendente sensación de

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intimidad.—Mi querida sayyida —dijo

Andreas, utilizando el habitualtratamiento de respeto—. Que lasbendiciones y las dádivas de Alá visitenesta casa.

Andreas Skouras, un apreciadomiembro del gabinete del rey Faruk, noera un hombre especialmente apuesto,pero Amira se sintió subyugada por laforma en que la sombra y la luz del soljugueteaban sobre su sonriente rostro ysu plateado cabello. Aquel atractivohombre moreno de ascendencia griegaera sólo un poco más alto que ella, perosu vigoroso físico transmitía una

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impresión de fuerza y poder.—Bienvenido a mi casa —dijo

Amira sin apenas poder creer que élestuviera efectivamente allí.

Sus ojos parecían atravesarla departe a parte y su presencia leprovocaba un estremecimiento deemoción.

—Sayyida —dijo Andreas—, honrola amistad y la memoria de tu marido,Alá le conceda morar en el Paraíso. Hoyhe venido porque quiero hacerte unregalo y expresarte la gran estimaciónque siento por ti.

Amira abrió el pequeño estuche y sequedó asombrada al ver una sortija

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antigua de oro sobre el terciopelo. Lapiedra era una cornalina y llevabagrabada la imagen de una morera,símbolo del amor eterno y la fidelidad.

—Sayyida —dijo Skouras—. Amira—añadió en voz baja—, vengo a pedirteque te cases conmigo.

—¡Casarme! ¡Alá me valga!¡Skouras, me has pillado por sorpresa!

—Perdóname, mi querida amiga,pero lo llevo planeando desde hacetiempo y he pensado que la mejormanera de decírtelo era yendodirectamente al grano. Sea yo maldito site he ofendido.

—Me siento muy honrada, Skouras

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—dijo Amira con un hilillo de voz—,más de lo que pueda expresar conpalabras. La verdad es que me hequedado sin habla…

—Ya sé que es una sorpresa, miquerida amiga, pues apenas me conoces.

Te conozco en sueños, pensó Amira.Me has hecho el amor, pero tú no losabes.

—Te pido tan sólo que pienses enmi proposición. Tengo una gran casa enla isla donde vivo solo, ahora que mishijas se han casado y mi esposa me dejóhace ocho años, Alá le conceda eldescanso. Gozo de buena salud y estoymuy bien situado económicamente. Me

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encargaría de que no te faltara nada,Amira.

—¿Cómo puedo dejar a mis hijos?—dijo Amira—. ¿Cómo puedo dejaresta casa?

—Mi querida Amira, no puedespasarte toda la vida en un harén.Vivimos en la era moderna.

Amira se sorprendió. ¿SabríaAndreas que había vivido en un harén ensu infancia? ¿Le habría hablado Alí desu pasado?

—Tú no me conoces, no sabes nadade mi vida antes de unirme a Alí.

—Eso no importa, mi querida amiga.Vaya si importa, hubiera querido

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decir Amira. No recuerdo cómo era miexistencia antes de vivir en el harén delque Alí me rescató; los únicos recuerdosde mi infancia son los que guardo deaquel terrible lugar. No sé si mi madreera una de las desdichadas prisionerasdel harén, hubiera querido gritar, ¡no sési era una concubina, una mujer sinhonor! Hubiera querido decirle aSkouras que una vez había pensadoincluso en la posibilidad de regresar ala calle de las Tres Perlas para tratar deaveriguar las respuestas sobre suverdadera identidad. Pero le dijeron quela casa había sido derribada hacíamucho tiempo y que las mujeres del

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harén se habían emancipado y habíanescapado como pájaros.

—Mi hijo no tiene esposa, Andreas—dijo finalmente— y mi hija no tienemarido. Mi deber es cuidar de que esténbien atendidos.

—Ibrahim y Nefissa son personasadultas, Amira. Ya no son unos niños.

—Siempre serán mis niños —replicó Amira, evocando de pronto surecurrente pesadilla… El campamentodel desierto, los hombres a caballo, laniña arrancada de los brazos de sumadre, acudieron a su mente con todaclaridad. ¿Es por eso por lo que temoabandonar a mis hijos?, se preguntó.

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¿Porque fui arrebatada de mi madre?Andreas dio un paso más para

acercarse a ella y Amira sintió que elaliento se le quedaba paralizado en lagarganta. Como la tocara en aquel jardínlleno de flores y frutos, sabía quesucumbiría. Le diría: Sí, quiero casarmecontigo. Sin embargo, Skouras se limitóa decirle:

—Eres una mujer muy bella, Amira.Alá me perdone por hablarte con tantafranqueza, pero me sentí atraído por tien cuanto te vi. Sé que Alí, que nos estáviendo desde el Paraíso, me perdonaráque te lo diga. Más que amigos, él y yoéramos hermanos.

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Las lágrimas asomaron a los ojos deAmira y ésta se avergonzó de que, entrelas lágrimas de tristeza, hubiera tambiénalgunas lágrimas de alegría. Pensó entodo lo que Alí Rashid había hecho porella, conduciéndola a aquella mansión yconvirtiéndola en su esposa. Y ahoraallí estaba ella, en el jardín que él habíacreado, luciendo los elegantes vestidosy las joyas que él tan generosamente lehabía regalado, ¡deseando los besos ylos abrazos de su mejor amigo!

—Estoy en deuda con mi maridomás de lo que tú te imaginas. Me sacóde una existencia desgraciada y mecondujo a esta casa que está llena de

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felicidad.—Honro su memoria y te honro a ti,

Amira. Eres una mujer de conductairreprochable.

Amira apartó la mirada. O sea queSkouras no conocía toda la historia. Nosabía que Alí Rashid no había sido elprimer hombre de su vida. Para podercasarse con él, tendría que confesarle laverdad, lo cual equivaldría a deshonrara su marido. Por eso contestó:

—Mi primera obligación son mishijos, Skouras. Pero la proposición mehonra y me halaga.

—¿No sientes por mí por lo menosun poco de afecto, Amira? ¿Puedo

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abrigar alguna esperanza?No es un poco de afecto, Andreas,

hubiera querido decir Amira. Lo quesiento por ti es amor y lo siento desde eldía en que nos conocimos. En su lugar,contestó:

—Por favor, dame tiempo parapensarlo. —Y, devolviéndole la sortija,añadió—: La aceptaré cuando hayaaceptado tu proposición.

Después, le acompañó a la puertadel jardín y le vio subir a una negralimusina que esperaba junto al bordillo.Mientras le veía alejarse, se acercó unacriada por el camino desde la casa.

—Ama —dijo la criada—, el amo

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ha vuelto a casa y pregunta por ti.Amira esperó hasta que la limusina

dobló la esquina de la casa y entoncesse apartó de la puerta y le dijo a lacriada:

—Gracias.Al entrar en la casa, se sintió

invadida por una sensación de temor.¡Qué cerca había estado de aceptar laproposición de Andreas Skouras! Quéfácil le hubiera sido abandonar laseguridad de aquella casa e irse a vivircon un extraño por el sólo hecho dedesearle y de ansiar sus abrazos. Quéfrágiles somos las mujeres y con cuántafacilidad nos dejamos arrastrar por

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nuestras pasiones. Pero Amira sabía quetenía que seguir los impulsos de lamente y no los del corazón, pues aúntenía responsabilidades en su familia. Siella y Andreas estuvieran destinados aunirse, así sería. Pero, de momento, suprincipal ocupación eran sus hijos:Nefissa, dominada por unos románticosy peligrosos anhelos muy semejantes alos suyos; e Ibrahim, cuyos ojos estabanllenos de dolor y también de algo másque ella no lograba identificar, pero quela tenía muy preocupada. Pensófinalmente en su otra hija Fátima, nacidadespués de Ibrahim y antes que Nefissa,a quien Alí había desterrado de la casa,

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decretando que su nombre jamásvolviera a ser pronunciado dentro deaquellos muros.

No perderé a la única hija que mequeda, pensó Amira mientras subía porla soberbia escalinata que separaba elala de los hombres de la de las mujeres.Encontraré el medio de salvarla de laspasiones que la dominan.

Que nos dominan a las dos.Al entrar en las oscuras y lujosas

estancias que antaño fueran de sumarido, Amira pensó en los tiempos enque, siendo muy joven, Alí la mandaballamar. Entonces ella lo atendía, le dabaun baño y un masaje, le servía, hacía el

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amor con él y después se retiraba a susaposentos hasta que él la volvía allamar. Dentro de muy pocos años,Omar, el hijo de tres años de Nefissa,abandonaría la parte de la casadestinada a las mujeres y ocuparía unapartamento propio donde recibiría asus amistades masculinas, tal comoahora hacía Ibrahim y antes hiciera Alí.Una vida separada de las mujeres.

Una vez en el apartamento de suhijo, Amira se sorprendió de lo muchoque había cambiado y adelgazadoIbrahim en sólo dos semanas.

—He decidido irme de casa durantealgún tiempo, madre —le dijo Ibrahim

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en árabe.Amira tomó sus manos entre las

suyas.—¿Crees que marcharte te va a

servir de algo? —le preguntó—. Ladesesperación nos hace evocar laalegría, hijo. El tiempo desgasta lasmontañas, ¿no crees que tambiéndesgastará tu dolor?

—Sueño con mi esposa como sitodavía estuviera viva.

—Escucha, hijo de mi corazón.Recuerda las palabras de Abu Bakrcuando murió el profeta Mahoma, la pazsea con él, y la gente perdió la fe. «Paraaquéllos de vosotros que habéis

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venerado a Mahoma, éste ha muerto —dijo Abu Bakr—. Para aquéllos devosotros que adoráis a Alá, está vivo ynunca morirá». No pierdas la fe en Alá,hijo mío. Él es sabio y compasivo.

—Tengo que irme —dijo Ibrahim.—¿Adónde irás?—A la Costa Azul. El Rey ha

decidido pasar las vacaciones allí.Amira sintió que un cuchillo le

traspasaba el corazón. Hubiera queridoextender los brazos hacia él, su niño, elhijo de su corazón, borrar su dolor yconvencerle de que se quedara allí, en ellugar que le correspondía. Sin embargo,se limitó a preguntarle:

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—¿Cuánto tiempo estarás ausente?—No lo sé. Pero mi alma ha perdido

la paz y necesito volver a encontrarla.—Muy bien, pues. Inshallah. Es la

voluntad de Dios. Aunque el cuerpo sealeje un codo, al corazón le parece unalegua. Que la paz y el amor de Alá teacompañen —dijo Amira, besando a suhijo en la frente en gesto de bendición.

Mientras regresaba a sus aposentos,Amira sintió que su corazón se llenabade inquietud. Los sueños… Una niñaarrancada de unos brazos protectores.¿Sería un recuerdo o tal vez un presagiode acontecimientos futuros? ¿Por qué laangustiaba tanto la partida de Ibrahim?

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¿Por qué estaba experimentando depronto aquel temor casi irracional deperder en cierto modo a sus hijos?Nefissa estaba inquieta por causa de unamor e Ibrahim se iba a marchar decasa. Tenía que proteger a sus hijos ymantener a la familia unida. Pero¿cómo? ¿Cómo?

No regresó al jardín; los criadosestarían a punto de cerrar la puerta, puesya eran las cuatro, la hora en que ellasiempre daba por finalizada larecepción de las visitas para noperderse la oración de la tarde. Entró ensus aposentos, se encaminó directamenteal cuarto de baño y realizó las

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abluciones rituales que precedían a laoración. Después se dirigió a sudormitorio, donde la joven esposa deIbrahim había muerto al dar a luz a suhija. Extendió la alfombra de oración, sequitó los zapatos y se situó de cara haciael este, en dirección a La Meca.Mientras los almuédanos llamaban a losfieles desde los innumerables alminaresde El Cairo, Amira apartó de su mentetodos los pensamientos terrenales ymateriales y se concentró en Alá.Colocando las manos a ambos lados desu rostro, recitó:

—Allahu Akbar. Alá es grande.Después recitó la Fatiha, el pasaje

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inicial del Corán:—En el nombre de Alá, el Clemente,

el Misericordioso… —A continuación,en un fluido movimiento que era elresultado de muchos años de rezos cincoveces al día, Amira se inclinó enreverencia, enderezó la espalda, searrodilló y tocó tres veces el suelo conla frente mientras decía—: Alá esGrande. Ensalzo la perfección de miSeñor, el Altísimo. —Al final, selevantó y terminó su plegaria diciendo—: No hay más dios que Alá y Mahomaes su profeta.

Amira hallaba consuelo en laoración. Por eso había educado a su

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familia en la fe y en el poder de laplegaria. Las mujeres de la casa Rashidestaban obligadas a cumplir el ritualcinco veces al día cuando el almuédanollamaba a la oración: poco antes delamanecer, un poco después delmediodía, por la tarde, poco después dela puesta del sol y por la noche. Nuncase rezaba exactamente al amanecer o almediodía o a la puesta del sol porqueésos eran los momentos en que lospaganos solían adorar al sol.

Al terminar, Amira se sintió una vezmás espiritualmente reconfortada yanimada. El futuro ya no le inspirabatantos recelos ni tantos temores. Dios

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proveerá, pensó. Mientras se disponía abajar a la cocina para dar instruccionesa la cocinera, sintió que Alá leiluminaba súbitamente el entendimientoy comprendió en un instante lo quedebería hacer.

Buscarle una esposa a Ibrahim y unmarido a Nefissa.

Puede que entonces, con la ayuda deAlá, tomara en consideración laproposición de matrimonio de AndreasSkouras.

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4

Mientras ordeñaba a la búfala,inclinándose hacia el enorme y cálidocuerpo y apoyando el rostro en suáspero costado, la pequeña Sahra detrece años experimentó un brevemomento de paz. Por un instante por lomenos, olvidó los dolores y lasmagulladuras que le había provocado lapaliza de su padre y su angustia ante elterrible matrimonio que se veríaobligada a contraer.

Al día siguiente la casarían con eljeque Hamid.

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Un sollozo se escapó de su garganta:—Vieja búfala —dijo con la voz

entrecortada por el llanto—, ¿qué voy ahacer?

Sahra sólo había visto a Abdu unavez en las dos semanas transcurridasdesde que ayudara al forastero a sacar elvehículo de la acequia. Cuando lecomunicó a Abdu la noticia de sucompromiso con Hamid, el jovenexperimentó un sobresalto y después sepuso furioso.

—¡Somos primos! ¡Tendríamos quecasarnos!

—Trabajarás en el establecimientode Hamid —le había dicho su madre,

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emocionada—. Hablarás con losclientes, recibirás el dinero y entregarásel cambio. ¡Vas a ser muy importante,Sahra!

Sin embargo, Sahra vio la expresiónde tristeza de los ojos de su madre ycomprendió que ésta procuraba destacarlas ventajas de su boda con el viejojeque para disimular los inconvenientes.Regentar un establecimiento era unaactividad prestigiosa y a Sahra lehubiera gustado poder hacerlo, perotodo el mundo sabía que Hamid no teníatan siquiera una criada, por lo que,aparte de pasarse todo el día trabajandoen la tienda mientras su marido se

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dedicara a jugar a las tablas reales en elcafé de Hadji Farid, ella tendría queencargarse también de la casa, la cocinay la colada.

Sabía por qué razón su padre habíadado su consentimiento a aquella boda.Se había endeudado para pagar la fiestade la boda de su hija mayor; los padresde Sahra eran ahora una de las familiasmás pobres de la aldea. La niña sabíaque no le comprarían ningún vestidonuevo para la fiesta de la natividad delProfeta.

Saliendo del pequeño establo, Sahracontempló los verdes campos cubiertospor la bruma matinal. Mientras el sol

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asomaba por encima de los tejidos deadobe, el agua de la acequia se iluminócon sus dorados reflejos. La aldeaestaba empezando a despertar; el humode las hogueras y los olores del pancaliente y las alubias fritas llenaron elpuro aire de la mañana cuando elalmuédano llamó a la oración a travésdel altavoz de la mezquita:

—La oración es mejor que el sueño.Sahra estaba deseando hablar con

Abdu. Tras haberle visto sólo una vezpara comunicarle la mala noticia, no lehabía vuelto a ver en la aldea ni enaquel campo. ¿Dónde se habría metido?

De pronto, vio a alguien

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acercándose por el borde de la acequia.Era alto y de anchas espaldas y sus piesagitaban la bruma que cubría la hierbahaciéndola describir unas transparentesvolutas. ¡Abdu! Sahra corrió a suencuentro, pero se alarmó al ver que elmuchacho se había puesto su galabeyade fiesta y llevaba un fardo.

Abdu la miró largo rato con sus ojosverdes como el Nilo y después le dijo:

—Me voy, Sahra. He decididounirme a los Hermanos. Puesto que nopuedo tenerte, no quiero a ninguna mujery me dedicaré a conducir de nuevo mipaís a Alá y al Islam. Cásate con eljeque Hamid, Sahra, es viejo y morirá

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pronto. Y entonces tú heredarás la tienday la radio y todo el mundo en la aldea terespetará y serás la viuda del jeque.

—¿Adónde vas? —preguntó Sahracon trémula voz.

—A El Cairo. Allí hay un hombreque me ayudará. Como no tengo dinero,iré a pie, pero llevo comida.

—Te daré la bufanda —dijo Sahra,notándose un nudo en la garganta.Temiendo que su padre la vendiera,había ocultado bajo su vestido labufanda blanca de seda que le habíaregalado el forastero—. Te pagarán unbuen precio por ella.

—Guárdala, Sahra —contestó Abdu

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—. Póntela en tu boda.Al ver que ella se echaba a llorar, el

joven la atrajo a sus brazos. Lasensación del mutuo contacto y el calory la firmeza de la carne que percibieronbajo la ropa les hicieron perder lossentidos.

—Oh, Sahra —murmuró Abdu.—¡No me dejes, Abdu! ¡Me moriré

sin ti!Se hundieron en la humera hierba y

fueron engullidos por la niebla y losaltos carrizos.

A la puesta del sol, Sahra y su madre

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bajaron al Nilo y se unieron a otrasmujeres de la aldea que estaban sacandoagua, aporreando la colada con pastillasde jabón y lavándose los brazos y laspiernas tras haberse cerciorado primerode que no había hombres a la vista. Lasmujeres llenaron las jarras de agua yempezaron a chismorrear mientras losniños jugaban y chapoteaban a la orilladel río entre las patas de los búfalos quetambién habían bajado al agua.

—¡Mañana es el gran día, UmHussein! —le dijeron las mujeres a lamadre de Sahra. A pesar de que elmayor de sus hijos era una hembra, lasmujeres se dirigían a ella utilizando el

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nombre de su primer hijo varón—. ¡Otraboda! ¡Llevamos una semana sin comerpara prepararnos!

La madre de Sahra se echó a reír.Ella y su marido no tendrían que pagarnada por la fiesta de la boda; el jequeHamid se había ofrecido a pagarlo todode su bolsillo, lo cual constituía un granhonor y una suerte para ellos, pues noles quedaba una piastra tras la boda desu hija mayor.

Las amigas de Sahra, unas niñas que,como ella, acababan de ingresar en elaterrador mundo de las mujeres adultas,se rieron y se ruborizaron mientras lehacían comentarios sobre lo bien que

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iba a dormir a la noche siguiente.—El jeque Hamid es insaciable —

dijo una niña sin comprender muy bienlo que decía, pues se estaba limitando arepetir los picantes comentarios de lasmujeres—. ¡Es justo lo que necesitas!

Las mujeres se rieron mientrassumergían las jarras en la sucia agua delrío y se las colocaban sobre la cabeza.

—¡Hazle pasar hambre a Hamid,Sahra, y vendrá a ti todas las noches!

—Yo sé lo que tengo que hacer paraque mi marido venga a mí todas lasnoches —se jactó Um Hakim—. Solíaregresar a casa pasada la medianochehasta que me harté. Cada vez que

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regresaba tarde, yo le decía desde lahabitación: «¿Eres tú, Ahmed?».

—¿Y eso lo hizo enmendarse? —preguntaron las demás.

—¡Pues sí! ¡Porque mi marido sellama Gamal!

Las mujeres regresaron entre risas ala aldea mientras los niños correteabana su alrededor y los mayores conducíanlos búfalos con unas cuerdas. El solponiente tiñó de anaranjado y despuésde rojo las aguas del río cuando Sahra ysu madre se quedaron solas junto a laorilla. Al final, la madre dijo:

—Te veo muy callada, hija de micorazón. ¿Qué te ocurre?

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—No quiero casarme con el jequeHamid.

—Qué disparate estás diciendo.Ninguna muchacha elige a su marido. Eldía en que me casé con tu padre fue elprimer día que le vi. Le tenía miedo,pero me acostumbré a él. Tú por lomenos conoces al jeque.

—No le amo.—¡Amar! ¡Menuda tontería, Sahra!

¡Un yinn malicioso te habrá metido laidea en esta cabeza tan vacía que tienes!Obediencia y respeto es lo que puedesesperar en un matrimonio.

—¿Por qué no puedo casarme conAbdu?

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—Porque es pobre… tan pobrecomo nosotros. Y el jeque Hamid es elhombre más rico de la aldea. ¡Llevarászapatos, Sahra! ¡Y, a lo mejor, unapulsera de oro! Él paga la boda, no loolvides. Es un hombre generoso y serábueno con nosotros cuando tú seas suesposa. Tienes que pensar en tu familiaantes que en ti.

Sahra sumergió la jarra en el agua yrompió a llorar.

—¡Ha ocurrido una cosa terrible! —dijo.

Su madre se quedó petrificada.Después, posó la jarra sobre la hierba yasió a su hija por los hombros.

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—¿De qué estás hablando? Sahra,¿qué has hecho?

Pero ya lo sabía. Lo temía desde quesu hija empezó a tener la regla. Habíavisto cómo Sahra y Abdu se miraban conojos de ternero y por la noche habíapermanecido despierta, temiendo nopoder proteger a su hija menor hasta queconsiguiera casarla. Y ahora la peorpesadilla se había convertido enrealidad.

—¿Es Abdu? —preguntó en unsusurro—. ¿Te has acostado con él? ¿Teha robado la virginidad?

Sahra asintió mientras su madrecerraba los ojos musitando:

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—Inshallah, es la voluntad de Alá.—Estrechando a Sahra en sus brazos, sumadre recitó un versículo del Corán—:«El Señor crea y después mide ydespués guía. Todo lo pequeño y logrande que hacemos ya está inscrito enel libro de Alá». Es su voluntad. —Conla voz temblando de emoción, añadió—:Él extravía a quien quiere y Él guía aquien quiere. —Después, enjugó laslágrimas de Sahra y le dijo—: Ya nopuedes quedarte aquí, hija de micorazón. Debes irte. Tu padre y tus tíoste matarían si se enteraran de lo que hashecho. El jeque Hamid no encontrará lasangre de la virginidad mañana por la

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noche y ellos sabrán que nos hasdeshonrado. Tienes que salvarte, Sahra.Alá es compasivo. Él cuidará de ti.

La niña se tragó las lágrimas y miróa su querida madre que la habíainstruido y guiado durante toda su vida.

—Espera aquí —le dijo su madre—.No vuelvas a casa conmigo. Regresarécuando tu padre haya cenado. Tengo unapulsera y una sortija que me regaló tupadre el día de nuestra boda y el veloque me dejó la tía Alya. Puedesvenderlos, Sahra. Te traeré comida y tedaré mi pañuelo. Procura que no te veanadie y no le digas a nadie adonde vas.No podrás regresar a la aldea.

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Sahra pensó en la bufanda del ricoque se había anudado alrededor de lacintura bajo el vestido. También lavendería. Después, se apartó de sumadre y contempló el río; unos cuantoskilómetros corriente abajo había unpuente que conducía a la ciudad. Era elcamino que había tomado Abdu. Ella loseguiría.

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5

Nefissa descendió del carruaje, secubrió apresuradamente la mitad delrostro con el velo y se mezcló con lamuchedumbre que estaba cruzando laantigua puerta de Bab Zuweila. Comoiba envuelta de la cabeza a los pies enuna melaya, un gran rectángulo de sedanegra utilizado de tal forma que nisiquiera se podían ver las manos, no lefue difícil mezclarse con los campesinosque vivían en aquella parte antigua de ElCairo. Al pasar por delante de lostalleres de los fabricantes de tiendas y

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cruzar la puerta que durante siglos habíasido un lugar de sangrientas ejecuciones,le pareció regresar al lejano pasado.

En aquel barrio medieval donde loshombres vestidos con galabeyasconducían camellos y asnos, Nefissa nollamaba la atención porque no era laúnica mujer vestida con melaya. En lasangostas callejuelas de la parte vieja deEl Cairo, lejos de las elegantes callesdonde las mujeres lucían la última modaeuropea, la melaya era utilizada pormuchas mujeres a guisa de capa sobre elvestido para ocultar las formas ypreservar de esta manera la modestia,aunque las más jóvenes la usaban a

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menudo por su capacidad seductora.Colocada sobre la cabeza y los hombrosy bajando en pliegues hasta los tobillos,el borde se recogía hacia arriba y sesujetaba con el brazo, moldeando deesta forma las caderas y las nalgas, conlo cual la prenda, más que ocultar lasformas, las revelaba. Y, puesto que latela era generalmente muy fina yresbaladiza dado que solía ser de gasade algodón, había que arreglarconstantemente su colocación, cosa quealgunas mujeres hacían con un depuradoy provocativo estilo.

Nefissa no se detuvo ante lostenderetes donde se vendía de todo,

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desde verduras a alfombras de oración,y tampoco prestó la menor atención a lasoscuras entradas donde los artesanos sededicaban a sus centenarias tareas, sinoque avanzó presurosa hacia una sencillapuerta que se abría en un muro de piedrasin ninguna indicación. Llamó con losnudillos, la puerta se abrió y ella lafranqueó.

Una criada envuelta en una largatúnica tomó el billete de una libra queella le entregaba y la acompañó por unpasillo débilmente iluminado, cuyasparedes de mármol estaban húmedas yen cuya atmósfera se aspiraba unaembriagadora mezcla de perfume, vapor,

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sudor humano y lejía. Nefissa fueconducida primero a una estancia dondese quitó toda la ropa y la entregó a otracriada que le ofreció a cambio una grantoalla de rizo y un par de correas degoma. Después entró en una enorme salacon columnas de mármol y claraboyas através de las cuales la difusa luz del soliluminaba a las bañistas, las masajistasy las criadas que iban de un lado paraotro con vasos de té de menta frío ycuencos de frutas recién mondadas. Unagran piscina con un surtidor en el centrodominaba la sala y en ella las mujerescaminaban o flotaban, riéndose,intercambiándose chismes y lavándose

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el cabello, algunas recatadamenteenvueltas en toallas y otrasdescaradamente desnudas. Nefissareconoció a algunas habituales queacudían a los baños todos los días; otrasestaban allí para someterse al bañoritual que se exigía después de lamenstruación; y muchas queríansimplemente aprovechar las virtudes delas saludables y perfumadasinhalaciones y los baños de hierbas.Aquel día se encontraba allí una noviacon las mujeres de su familia, unespectáculo muy frecuente en los bañospúblicos, donde las mujeres preparabana la novia para la boda, depilándole el

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cuerpo con cera.Pero Nefissa no había acudido allí

por ninguna de aquellas razones. Suvisita a los baños tenía un ilícito yprohibido propósito.

Aque l hammam era uno de loscentenares que había en El Cairo, suantigüedad se remontaba a mil años y suhistoria era muy pintoresca. Una de susanécdotas se refería a un periodistanorteamericano que cien años atráshabía querido saber lo que realmenteocurría en los baños femeninos, para locual se disfrazó de mujer. Al descubrirsu engaño, las indignadas mujeres loinmovilizaron y lo castraron. Sobrevivió

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a las heridas y alcanzó una edadvenerable al llegar a la cual escribió susmemorias en las que sólo hacía unabreve alusión al incidente de la casa debaños de El Cairo: «Las mujeres ibantodas desnudas y, cuando descubrieronque yo era un hombre, se cubrieroninmediatamente el rostro sin que lesimportara dejar al descubierto susrestantes encantos».

Nefissa fue conducida a una sala conmesas de masaje en las que unasmasajistas se hallaban ocupadas en latarea de hacer crujir los huesos y amasarla carne.

Quitándose la toalla y tendiéndose

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boca abajo, Nefissa trató de relajarse yde entregarse a los cuidados de losexpertos dedos de la masajista. Sinembargo, no estaba allí para que ledieran un masaje ni para tomar un bañoni para ningún otro de los numerososservicios que ofrecían los baños.Nefissa había acudido allí para reunirsecon su teniente inglés. Cerró los ojos yrezó para que aquel día pudiera verlefinalmente.

En los meses transcurridos desdeque le arrojara la rosa de Siria porencima del muro, sólo había visto alteniente en muy contadas ocasiones. Lascostumbres del inglés eran muy

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irregulares; se pasaba dos o tressemanas sin aparecer por allí y, depronto, regresaba a la calle de lasVírgenes del Paraíso. Sin embargo, unanoche en que una luna de otoño amarillacomo la cera iluminaba El Cairo,Nefissa miró casualmente por la ventanay le vio de pie bajo la farola,contemplando su casa. Cuando ellapensaba que iba a reanudar la marcha, elteniente hizo algo inesperado. Sostuvouna cosa en alto bajo la farola, miró a sualrededor y, al ver a una joven mendiga,le dijo algo en voz baja, le indicó lapuerta de peatones del muro del jardínde la mansión Rashid y le entregó el

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objeto y unas cuantas monedas. Despuésmiró a Nefissa y dio unas palmadas a sureloj de pulsera para darle a entenderque tenía que irse. Pero, antes dehacerlo, le lanzó un beso.

Nefissa bajó corriendo al jardín y, alabrir la puerta, vio a la joven mendigacon un sobre en la mano. Nefissa sequedó momentáneamente perpleja; lospobres de El Cairo raras veces seacercaban a aquel elegante barrio, ytanto menos una fellaha recién entradaen la adolescencia que a duras penaspodía ocultar su embarazo bajo unpañolón. Nefissa tomó el sobre que leentregaba la muchacha y le dijo:

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—Espera.Regresó corriendo a la casa y bajó a

la cocina, donde la cocinera sesorprendió al ver que tomaba pan, unostrozos de cordero frío, manzanas y quesoy lo envolvía todo en un lienzo limpio.Antes de salir, se detuvo junto alarmario de la ropa de casa y sacó unagruesa manta de lana. Entregándoselotodo a la sorprendida muchacha, le dijo:

—Que Alá te acompañe.Tras lo cual, cerró la puerta.Estaba deseando abrir el sobre. Bajó

corriendo por el camino para dirigirse ala glorieta que se levantaba bajo la luzde la luna cual una jaula de plata. Rasgó

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el sobre y leyó la única frase quefiguraba escrita en el papel: «¿Cuándopodemos reunimos?».

Eso era todo. Una simple hoja depapel sin nombres para nocomprometerse ni comprometerla a ellaen caso de que la nota cayera en otrasmanos. Sin embargo, Nefissa se quedótan extasiada como si acabara de recibiruna misiva amorosa.

Se volvió loca tratando de encontraralgún medio de concertar una cita, puesraras veces salía de casa sola. Por reglageneral, iba de compras o al cine conalguna de sus numerosas primas y tías ysiempre a instancias de su madre.

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De pronto, se le ocurrió una idea. Lehabía oído comentar a una de las damasde honor de la princesa Faiza lasprodigiosas virtudes curativas dedeterminados baños públicos. Fueentonces cuando a Nefissa le empezó adoler «la cabeza». Primero probó losremedios y tratamientos de su madrehasta que, al final, se preguntó en vozalta qué tal le sentarían los baños. Lasprimeras veces fue allí en compañía deuna prima. Pero, como las visitas erancotidianas, la prima se aburría y, alfinal, Nefissa empezó a ir sola. Fueentonces cuando escribió una nota: «Miquerida Faiza. Sufro dolor de cabeza y

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estoy siguiendo una cura en los baños dela puerta de Bab Zuweila. Llego todoslos días poco después de la oración delmediodía y me paso una hora allí. Creoque a ti también te sería muy beneficiosoy me encantaría que pudierasacompañarme». Firmó «Nefissa» ydirigió el sobre a «Su Alteza Real laprincesa Faiza». Después, le entregó ensecreto el sobre a la mendiga, que amenudo rondaba por la calle, y le dijoque se lo entregara al soldado lapróxima vez que pasara por allí. Nefissano tenía ni idea de lo que iba a ocurriren caso de que él decidiera seguirla yreunirse con ella frente a la casa de

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baños. Era impensable que los vieranjuntos en la calle; sabía lo quededucirían los viandantes: un soldadoinglés abordando a una respetablemusulmana… no saldría vivo de lacalle. Cualquier otra cita que seinventaran, por muchas precaucionesque tomaran, sería peligrosa.

Sin embargo, el peligro acrecentabala emoción del idilio. Nefissa era joveny estaba locamente enamorada. Peroahora había empezado a preocuparse.Ella acudía diariamente a los baños y elteniente aún no había aparecido. ¿Y siya no estuviera en Egipto? ¿Y si lohubieran enviado a Inglaterra?

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Después se le ocurrió otraposibilidad todavía más temible. ¿Y siél hubiera averiguado la verdad sobreella? Quizá, tras leer la nota, habíallevado a cabo algunas investigaciones:«Se llama Nefissa y es amiga de laprincesa Faiza». Y entonces quizá lehabía dicho que era una viuda con hijos.¡Eso era lo que había ocurrido! ¡Y ahoraél ya no regresaría jamás!

Tras someterse a un masaje conaceites de rosas, almendras y violetasque, según decían, era el secreto debelleza de la reina Cleopatra, Nefissaterminó su visita con el tratamiento alque casi todas las mujeres egipcias se

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sometían para conservarse bellas ydeseables. La asistente sacó un tarro depolvos rojos y espolvoreó con ellos sufrente; después, le depilócuidadosamente todas las cejas y se laspintó. A continuación, usó el halawa,una mezcla de zumo de limón con azúcarque se hacía hervir hasta alcanzar unaconsistencia pegajosa y que, aplicada ala piel, arrancaba todos los pelos. Eltratamiento resultaba muy doloroso,pero eficaz. Por último, Nefissa, sesumergió en un baño perfumado paraeliminar la pegajosidad residual y sucuerpo emergió tan suave y liso como elmármol.

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Por último, se vistió de nuevo ysalió a la calle, perfumada y refrescada.Mientras miraba a uno y otro lado de lacalle antes de regresar a su carruaje, sequedó petrificada.

¡Allí estaba! Apoyado en un LandRover aparcado bajo el arco de lapuerta de Bab Zuweila.

Nefissa casi no le reconoció porqueno iba vestido de uniforme. Con elcorazón galopando en su pecho, echó aandar; por un instante, los ojos de ambosse cruzaron; después, Nefissa apuró elpaso. Una vez en el interior del carruaje,le ordenó al cochero que se dirigiera apie al final de la calle y le comprara una

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bolsita de semillas tostadas de calabaza,un encargo que a él no le extrañó y que,según los cálculos de Nefissa, lellevaría unos diez minutos. En cuanto elcochero se hubo alejado, el teniente seacercó, la miró con expresióninquisitiva a través de la ventanilla y,cuando ella se desplazó en el asiento,subió al carruaje.

Mientras la vida se arremolinaba asu alrededor y en la calle se mezclabanlos rumores de la gente, los vehículos ylos animales, ambos permanecieronencerrados en aquel microcosmos en elque no había espacio más que para ellosdos. Nefissa estudió con todo detalle a

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aquel amante fantasma de la farola queen sueños la visitaba en su cama todaslas noches. Ambos se miraron aspirandoel aroma de la loción aftershavemezclado con el perfume de las rosas ylas violetas. Nefissa vio una motaoscura flotando en uno de sus ojos azulceleste. Miles de preguntas se agolparonen sus labios.

Al final, en un tono apremiante queella jamás hubiera podido imaginar, elteniente le dijo en inglés:

—No acabo de creerme que estéverdaderamente aquí. Ni que tú estésconmigo. Pensé que te había soñado.

El corazón de Nefissa se desbocó

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cuando él extendió la mano paraapartarle el velo de la cara. Tras unaleve vacilación y al ver que ella noprotestaba, el teniente le quitó el velodiciendo:

—Dios mío, qué hermosa eres.Nefissa se sintió desnuda, como si él

le hubiera quitado toda la ropa. Sinembargo, no experimentaba vergüenza niturbación sino tan sólo un ardientedeseo. Hubiera querido manifestarletodos los sentimientos que albergaba sucorazón. Se horrorizó al oír lo que decíasu propia voz:

—Estuve casada. Soy viuda y tengodos hijos.

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«Mejor decirlo de entrada y dejarque él me rechace ahora mismo antes deque las cosas lleguen demasiado lejos»,pensó.

—Lo sé —dijo él, mirándola conuna sonrisa—. Me han dicho que son tanguapos como su madre.

Nefissa estaba tan emocionada queno supo qué decir.

—Vivo muy cerca de ti —añadió élmientras ella escuchaba arrobada eltimbre de su voz y su refinado acentobritánico—. En la residencia de la callede más arriba, aunque estoy acuarteladoen la Ciudadela. Últimamente nos hanestado cambiando mucho de sitio. Temía

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que te cansaras de todo eso y meolvidaras.

Nefissa se sintió aturdida y creyóestar soñando.

—Pensé que te habías ido parasiempre —dijo, sorprendiéndose de quepudiera hablar con él con tantanaturalidad—. Fue horrible aquellamarcha de los estudiantes sobre loscuarteles británicos. ¡Cuántos muertos yheridos! Temí por ti y recé para que note ocurriera nada.

—Mucho me temo que la situaciónirá de mal en peor. Por eso hoy no hesalido de uniforme. ¿Podríamosreunimos en privado en algún sitio?

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Simplemente para hablar —se apresuróa añadir el teniente—, para tomar el té oun café. Pienso constantemente en ti. Yahora que te tengo aquí a escasoscentímetros…

—Mi cochero está a punto deregresar.

—¿Cómo podríamos organizar unnuevo encuentro? No quisiera causartedificultades, pero necesito verte.

—La princesa Faiza es amiga mía,ella nos ayudará.

—¿Me está permitido hacerte unregalo? Llevo bastante tiempo en ElCairo, pero no conozco muy bien lascostumbres de aquí. No he querido

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ofrecerte algo demasiado íntimo comopodría ser una joya o un perfume. Peroespero que eso sea aceptable.Perteneció a mi madre…

El teniente le entregó un pañuelo defino lino ribeteado de encaje y bordadocon pequeños nomeolvides de colorazul. Nefissa lo sostuvo en la mano;todavía conservaba el calor de subolsillo.

—Eso es muy difícil para mí —añadió el inglés en un susurro—. Estartan cerca de ti y, sin embargo… No séqué decir, qué me está permitido decir.La ventana con celosía desde la quecontemplas la calle algunas veces, este

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velo que te cubre el rostro… Quisieratocarte, besarte.

—Sí —murmuró Nefissa—. Sí.Puede que la princesa nos ayude. O talvez yo pueda encontrar algún sitio dondepodamos estar solos. Te enviaré unanota a través de la chica que a menudoronda la puerta de mi casa.

Ambos se miraron un instante a losojos. Después, él le rozó la mejilla y ledijo, antes de descender del carruaje yperderse entre la muchedumbre y antesde que ella se diera cuenta de que no lehabía revelado su nombre:

—Hasta entonces pues, mi bellaNefissa.

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Maryam Misrahi estaba contando unahistoria.

—Un día Farid llevó a su hijo almercado para comprar una oveja. Comotodo el mundo sabe, el precio de lasovejas depende de la grasa quealmacenen en la cola y, porconsiguiente, al ver que Farid tocaba lascolas de las ovejas, las sopesaba y lasestrujaba, su hijo le preguntó:

»—Padre, ¿por qué haces eso?»Farid contestó:»—Eso se hace para elegir la oveja

que conviene comprar.»Unos días más tarde, cuando Farid

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había regresado a casa del trabajo, suhijo le salió al encuentro y le dijo:

»—¡Padre! ¡Hoy ha estado aquí eljeque Gamal! ¡Creo que quiere comprara mamá!

Las mujeres se rieron de buena ganay también lo hicieron los músicos,ocultos detrás de un biombo por servarones. Acto seguido, éstos empezarona interpretar otra alegre melodía.

La fiesta se estaba celebrando en elgran salón de la casa de Amira. Laslámparas de filigrana de broncearrojaban unos intrincados diseños deluz sobre las mujeres elegantementevestidas que, recostadas en bajos

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divanes y almohadones de seda,tomaban la comida dispuesta sobre unasmesas con incrustaciones de nácar. Lasalfombras turcas del suelo y lospreciosos tapices que cubrían lasparedes mantenían a raya la fría nochede diciembre mientras la estancia sellenaba de risas, calor y música.

Las criadas de Amira traían fuentesde picantes albóndigas, fruta natural,pastelillos y la especialidad personal deAmira, una mermelada de pétalos derosa que ella elaboraba con rojospétalos cocidos lentamente con azúcar ylimón. Había también otro platoexquisito por el cual era famosa la

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cocina de Amira: unos huevos durosque, cocidos en un estofado de cordero,absorbían el sabor a través de lacáscara. Todo ello acompañado por unté de menta tan dulce que en el fondo dela taza siempre quedaba una gruesa capade azúcar.

La fiesta se celebraba sin ningúnpropósito especial, por el simple deseode pasarlo bien, y las invitadas deAmira, que eran más de sesenta, lucíansus mejores galas y joyas mientras elincienso y la fragancia de los eléborosnegros se mezclaba con el aroma de loscaros perfumes. Debido a la súbitademanda de algodón en el Lejano

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Oriente y de trigo y maíz en la Europadonde imperaba el racionamiento deproductos alimenticios, Egipto estabaexperimentando un gran boomeconómico posbélico, y las invitadas deAmira, cuyos maridos disfrutaban de unaprosperidad sin parangón, ostentaban suriqueza en la forma acostumbrada;Amira también lucía los brillantes y lasjoyas de oro que su esposo Alí habíatenido la generosidad de regalarle.

—¡Oye, Amira! —gritó una mujerdesde el otro extremo del salón,sirviéndose otra ración de un plato abase de carne e hígados de pollococidos en el interior de una hogaza de

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pan con aceite, especias, menta ypistachos—. ¿Dónde compra los pollostu cocinera?

Antes de que Amira pudieracontestar, Maryam se le adelantó:

—¡En la tienda de ese estafador deAbu Ahmed de la calle Kasr al-Aini no,desde luego! ¡Todo el mundo sabe queatiborra a sus pollos de maíz antes desacrificarlos, para que pesen más!

—Escúchame, Um Ibrahim —dijouna mujer de mediana edad que exhibíauna gran colección de pulseras de oro encada muñeca y cuyo marido, propietariode cinco mil hectáreas de fértiles tierrasde labor en el delta, era inmensamente

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rico—, conozco a un hombre estupendo,un viudo muy rico y piadoso. Hacomentado que tendría mucho interés encasarse contigo.

Amira se limitó a reírse; sus amigassiempre se empeñaban en casarla conalguien. No sabían nada de AndreasSkouras, el ministro de Cultura del Rey,cuyo hermoso rostro le vino ahora a lamente. Desde la tarde en que le hicierala proposición de matrimonio, Skourashabía visitado la casa otras tres veces,la llamaba a menudo por teléfono y leenviaba ramos de flores y cajas debombones de importación. Le habíaasegurado que tendría paciencia y no la

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atosigaría. Sin embargo, a cada día quepasaba, cuando él la visitaba en sueñoscon sus besos y sus abrazos, Amira sedaba cuenta de que su resistenciaempezaba a desmoronarse.

—¿Qué noticias tienes de tu hijo? —preguntó otra invitada, viuda delconservador del Museo Egipcio.

Al oír mencionar a su hijo, Amirarecordó el sueño que había tenido lavíspera y en el cual se había vistorecorriendo los oscuros y silenciosospasillos del ala de la casa reservada alos hombres con una lámpara de aceiteen la mano. Al llegar al apartamento desu marido, actualmente ocupado por

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Ibrahim, había abierto una puerta y habíavisto una estancia llena de maléficosyinns, cabriolando entre telarañas ymuebles largo tiempo olvidados. Sehabía despertado sobresaltada,preguntándose cuál habría sido elsignificado del sueño. ¿Había sido unavisión del futuro o tan sólo de lo quepodía ser el futuro?

—Mi hijo está todavía en Mónaco—contestó, dirigiéndose a la esposa delconservador—. Pero hace poco recibínoticias suyas, diciéndome que ya seestá preparando para regresar a casa,Alá sea alabado.

Amira creyó desmayarse de alegría

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cuando recibió la llamada telefónica. Enlos casi siete meses que Ibrahim llevabaausente, apenas había sabido nada de él.Rezaba por él todas las noches,pidiéndole a Alá que aliviara su dolor ylo devolviera a casa. Estaba deseandoque regresara; le había encontrado unanovia ideal: dieciocho años, discreta yobediente, pulcra y aseada. Y, por sifuera poco, perteneciente a la familia,pues era nieta de un primo de AlíRashid.

En cambio, de momento no habíaconseguido encontrar un marido para suhija. Al no ser virgen, le sería másdifícil casarla. No obstante, la muchacha

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era muy guapa y, por si fuera poco, rica,lo cual constituía un buen aliciente. Unnombre podía pasar por alto ladesventaja de la experiencia sexualsiempre y cuando la mujer aportarapropiedades al matrimonio.

Amira miró a Nefissa que, sentadaen un diván adosado a la pared, estabadando de comer a su hijo de tres añosmientras dos niñas pequeñas jugaban asus pies: su propia hija, una dulce ycariñosa criatura de ocho meses, yCamelia, la hija sin madre de Ibrahim,una exótica chiquilla de siete meses, depiel aceitunada y ojos del color de lamiel, cuyo vigor no hubiera permitido

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adivinar la dura prueba por la que habíapasado en su nacimiento. Amira estudióel aire distraído de su hija y la desazónque dejaba traslucir su cuerpo, e intuyóuna vez más que Nefissa necesitaba unidilio.

Pensando en su pasión secreta porAndreas Skouras, se identificó con lossentimientos de su hija. El amor eramaravilloso, pero no quería que Nefissasufriera. ¿Acaso el amor por un hombreinadecuado no había sido la raíz de ladesgracia de su otra hija, Fátima?

Los músicos iniciaron los acordesde una popular melodía titulada Rayo deluna y una de las invitadas de Amira se

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levantó súbitamente para bailar,quitándose los zapatos y situándose en elcentro del salón mientras las demásmujeres empezaban a cantar. La letra, decontenido erótico como casi todas lascanciones egipcias, hablaba deprolongados besos y de cariciasprohibidas. Siendo niñas y adolescentes,habían aprendido a cantarlas en losjardines y los patios de recreo sincomprender el significado de laspalabras. «Bésame, bésame mucho,amado mío. Quédate conmigo hasta querompa la aurora. Pon calor en mi cama yfuego en mi corazón…».

La bailarina se sentó a los pocos

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minutos y otra mujer se levantó paraproseguir la danza. Calzaba zapatos detacón y lucía uno de los nuevos modelosde Dior de los que tanto se hablaba.Cerró los ojos y extendió los brazosmientras las demás mujeres entonabanun alegre canto a la virilidad. Cuandogiró graciosamente sobre sí misma,algunas de sus amigas lanzaron unzagharit de aprobación. Se sentó einmediatamente la sustituyó otra mujer.La danza beledi, que siempre constituíauna parte esencial de las reunionesfemeninas, servía para dar rienda sueltaa las emociones reprimidas y paraexpresar los secretos y prohibidos

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anhelos. Las mujeres no competían entresí, no se juzgaban unas a otras y, por malque bailara o por inexperta que fuerauna bailarina, nadie la criticaba. Todasrecibían elogios y alabanzas de suscompañeras.

Cuando Amira se levantóimpulsivamente, se quitó los zapatos yse puso de puntillas, todas las invitadasvitorearon. Vestida con una ajustadafalda negra y una blusa de seda negra,Amira empezó a mover las caderas consorprendente habilidad, primero en unrápido bamboleo sin moverse de sitio ydespués contoneándolas en una lentafigura de ocho sin abandonar el rápido

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bamboleo. De pronto, le hizo una seña aMaryam Misrahi, la cual se levantó, sequitó los zapatos y se unió a la danza.Ambas amigas llevaban bailando juntasmuchos años, desde que eran unasjovencísimas esposas, y acompasabansus pasos y movimientos de tal formaque muy pronto las invitadas a la fiestallenaron el aire con sus ensordecedoreszagharits.

Amira sintió elevarse su espíritu. Ladanza beledi liberaba el alma y producíauna embriaguez que muchos comparabancon la euforia del hachís. La mismaalegría se reflejaba en el rostro deMaryam, la cual había cumplido

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recientemente los cuarenta y tres años,una semana después de haber celebradoel cumpleaños de su hijo mayor, el gransecreto que conocía Amira y queMaryam le había ocultado a su maridoSuleiman.

Maryam había estado casadaanteriormente cuando tenía dieciochoaños. Pero su joven esposo y su hijohabían muerto como consecuencia deuna epidemia de gripe que había asoladoEl Cairo. Estaba sola y afligida cuandoconoció a un apuesto importadorllamado Suleiman Misrahi, del cual seenamoró inmediatamente como una loca.Los Misrahi eran una de las familias

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judías más antiguas de Egipto. CuandoSuleiman condujo a su joven esposa a lacasa familiar de la calle de las Vírgenesdel Paraíso, le pidió a Dios que lesconcediera muchos hijos. Pero pasó unaño y otro y finalmente un tercero sinque hubiera novedades. Maryam,angustiada y preocupada, visitó a variosmédicos, los cuales le dijeron que nohabía motivo para que no tuviera máshijos. Comprendió entonces que la causaera Suleiman, pero sabía que, dehabérselo dicho, lo hubiera destrozado.Le comentó su inquietud a su amigaAmira Rashid, que ya era madre deIbrahim y de Fátima, y Amira le dijo:

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—Alá proveerá.Sin embargo, la solución vino de una

idea que se le ocurrió a Amira en unsueño.

En su sueño, Amira vio el rostro deMussa, el hermano de Suleiman, yobservó que ambos hermanos separecían hasta el extremo de poderpasar por gemelos. Le reveló el sueño asu amiga y Maryam tardó variassemanas en hacer acopio del suficientevalor como para ir a ver a Mussa. Ésteescuchó el relato con sorprendentecompasión y coincidió con ella en que elhecho de enterarse de que era estérildestrozaría a su hermano. Entonces

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ambos urdieron un plan.Maryam visitó varias veces en

secreto a Mussa hasta quedarembarazada. Cuando nació el niño,Suleiman creyó que era suyo. Dos añosmás tarde, Maryam recurrió de nuevo aMussa y la hija nacida de aquella uniónfue una vez más el vivo retrato deSuleiman. La casa de Suleiman Misrahien la calle de las Vírgenes del Paraísofue bendecida finalmente con elnacimiento de cinco hijos. CuandoMussa se trasladó a vivir a París,Maryam le dijo a Suleiman que unmédico le había aconsejado no tenermás hijos. Y hasta la fecha sólo ella,

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Amira y el lejano Mussa conocían elsecreto.

Cuando Amira regresó al divánriéndose casi sin aliento, se le acercóuna criada y le dijo en voz baja que unvisitante solicitaba verla… Un hombre.

Amira salió al pasillo y no sesorprendió de ver a Andreas Skouras;esperaba su visita algún día.Últimamente no se lo quitaba de lacabeza y se preguntaba si ello no seríauna señal de que se iba a casar con él.

—Bienvenido —le dijo— y que lapaz de Alá sea contigo. Pasa, por favor,y acepta mi hospitalidad.

—He venido para despedirme,

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sayyida.—¡Despedirte!—Como sabes, Su Majestad cambió

el gabinete el mes pasado. Ya no soyministro de Cultura. Aunque puedaparecer a primera vista que he sidovíctima de la política, es posible queello sea una bendición del cielo. Tengointereses desde hace tiempo en varioshoteles en Europa que me dejó enherencia un tío al que apenas conocía.Ahora que Europa se estáreconstruyendo, hay muchasposibilidades de que surja una nuevaprosperidad. Vendrán turistas ynecesitarán un lugar donde alojarse.

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Mañana parto hacia Roma, sayyida, ydesde allí seguiré viaje a Atenas, lugarde origen de mi familia. No creo quepueda regresar muy pronto a El Cairo —dijo Skouras, tomando su mano yacercándosela a los labios para besarla.

—No sé qué decirte, Andreas. Meentristece la noticia, pero me alegro porti en tu nueva actividad y rezo para queAlá te bendiga y te dé éxito. Pero dime,te lo ruego, ¿hubieras tomado estadecisión si yo hubiera aceptado tuproposición?

Skouras esbozó una sonrisa.—No estábamos destinados a

casarnos, sayyida. Yo abrigaba falsas

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esperanzas porque tu lugar está en estacasa, junto a tu familia. Te quería parasatisfacer mis propias necesidadesegoístas y, al final, he comprendido que,al pedirte que te casaras conmigo, te heocasionado más disgustos que alegrías.Pero te llevaré siempre en mi corazón,Amira. Jamás te podré olvidar.

—Entra, por favor —dijo Amira,temiendo venirse abajo y echarse allorar—. Disfruta de la hospitalidad demi casa antes de irte.

Skouras contempló la gran puertaabierta de madera labrada del salón, através de la cual la música y lasbrillantes luces se derramaban hacia el

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pasillo.—Me temo que, si lo hago, sayyida,

jamás pueda marcharme. Que la paz ylas bendiciones de Alá te acompañen.—Skouras juntó de nuevo las manos,comprimiendo entre ellas un pequeñoestuche. Amira comprendió que conteníala sortija de cornalina—. Lúcela enprueba de amistad. Para que nunca meolvides.

Amira le miró a través de laslágrimas y, cuando se hubo retirado, sedirigió al lavabo antes de regresar juntoa sus invitadas. Sacó la sortija delestuche y fue a ponérsela en el dedo,pero se detuvo. Pensó que el hecho de

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lucir la sortija de Andreas sería unatraición no sólo a su persona sinotambién al significado de la sortija, puesjamás podría pensar en Andreas comoen un simple amigo. La guardaría y se lapondría el día que regresara a ella nocomo amigo, sino como enamorado.

Cuando estaba a punto de salir dellavabo con el pequeño estuche de oro enel bolsillo, oyó la voz de un hombre enel vestíbulo.

—Ya Allah! Ya Allah!Era la tradicional advertencia de que

un hombre estaba a punto de entrar enlos aposentos de las mujeres.

Al oír la voz, Amira pensó:

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¿Ibrahim? Regresó presurosa al salón y,al verle en la puerta, lanzó un grito ycorrió hacia él. Con lágrimas en losojos, Ibrahim se fundió con ella en unfuerte abrazo.

—¡Cuánto te he echado de menos,madre! —le dijo—. ¡No sabes cuánto tehe echado de menos!

Nefissa se acercó corriendo, seguidade varias tías y primas y también de losniños, mientras las demás mujerescomentaban animadamente entre sí:

—¡El doctor Rashid ha vuelto! ¡Quévelada tan propicia! ¡Alá es bueno, Aláes grande!

Cuando Maryam Misrahi salió a

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saludarlo, Ibrahim la abrazó pese a queno hubiera debido tocar a una mujer noperteneciente a la familia. Sin embargo,la tía Maryam era como una madre paraél, le había cuidado cuando nacieron sushermanas Fátima y Nefissa, y él habíacrecido con sus hijos, había asistido a laceremonia de los bar mitzvahs[1] de losvarones y había participado en lascomidas del sábado del hogar de losMisrahi.

—Madre —le dijo a Amira,esbozando una ancha sonrisa—, quieropresentarte a alguien.

Cuando Ibrahim se apartó a un ladoy se hizo el silencio en el salón,

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apareció una joven alta y delgada que,vestida con un elegante traje de viaje, unbolso de cuero de bandolera y unsombrero de ala ancha, miró a todo elmundo con una radiante sonrisa en loslabios. Sin embargo, lo que mássorprendió a las mujeres fue el hecho deque la corta melena que le llegaba hastalos hombros fuera… ¡de color platino!

—Te presento a mi familia —le dijoIbrahim a la joven en inglés.Dirigiéndose a Amira, añadió en árabe—: Madre, te presento a mi esposaAlice.

Alice le tendió la mano a Amira ydijo en inglés:

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—¿Cómo está, señora Rashid?Estaba deseando conocerla.

Unos murmullos de asombrorecorrieron la estancia mientras lasmujeres musitaban entre sí:

—¡Es británica!Amira contempló la mano tendida,

extendió los brazos y dijo en inglés:—Bienvenida a nuestra casa, nueva

hija mía. Alá sea loado pues nos habendecido con tu persona.

Tras abrazarla, Amira observó loque las otras mujeres del salón yahabían observado: la inequívocaredondez de un embarazo.

—Alice tiene veinte años, como tú

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—le dijo Ibrahim a su hermana Nefissa—. Estoy seguro de que vais a ser muybuenas amigas.

Las cuñadas se abrazaron y, acontinuación, las demás mujeres secongregaron alrededor de la esposa deIbrahim, soltando exclamaciones,acariciándole el cabello y comentandolo guapa que era.

—¡No nos habías dicho nada,Ibrahim! —dijo Nefissa riéndosemientras tomaba del brazo a Alice—.¡Os hubiéramos preparado una granfiesta de bienvenida!

Amira volvió a abrazar a su hijo yambos permanecieron enlazados un

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instante. Después, Amira contempló a suhijo entre lágrimas de alegría y lepreguntó:

—¿Eres feliz, hijo de mi corazón?—Nunca fui más feliz, madre —

contestó Ibrahim.—Ven, hija mía —dijo a Alice,

extendiendo los brazos—. Bienvenida atu nuevo hogar.

«Loado sea el Eterno por lasbendiciones que derrama sobrenosotros, pensó, y por haberme devueltoa mi hijo». Finalmente, pensó enAndreas Skouras y se asombró ante lamisericordia de Alá que se habíallevado al hombre con quien ella tal vez

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se hubiera casado, pero le habíadevuelto a su hijo.

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6

Los dolores del parto de Sahra seiniciaron delante del lujoso hotelContinental-Savoy, donde ella habíaacudido para pedir limosna a losadinerados turistas. Estaba pensandoque aún no había conseguido el cupo deldía y que madame Najiba se iba a ponerfuriosa con ella, cuando experimentó elprimer dolor… una aguda sensaciónalrededor de la cintura.

Su primer pensamiento fue que se lohabía provocado el falafel que le habíacomprado aquella mañana a un vendedor

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callejero, gastando un dinero que no erasuyo, pues madame Najiba contabahasta la última piastra… pero es queestaba muerta de hambre. Sin embargo,ya habían transcurrido varias horas.¿Cómo era posible que ahora le dolierala tripa?

Cuando experimentó el segundodolor, más fuerte que el primero eirradiado hacia las piernas, comprendióalarmada que su hijo debía de estar apunto de nacer. ¡Pero era demasiadopronto!

—¿Cuándo fue concebido el niño?—le preguntó madame Najiba el día enque Sahra se incorporó a la banda de

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pordioseros. La muchacha no pudocontestar porque había perdido lanoción del tiempo y del paso de los díasy los meses mientras recorría El Cairoen busca de Abdu. Sin embargo,recordaba que, cuando ella y Abduhacían el amor, los campos de algodónestaban llenos de flores amarillas y elmaíz se acababa de cosechar. MadameNajiba contó con sus sucios dedos ysentenció—: Nacerá a finales defebrero, tal vez en marzo, cuando llegueel viento jamsin. Muy bien, pues, puedesquedarte con nosotros. Mira, a lo mejorcrees que, estando embarazada,conseguirás más limosnas, pero no será

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así. Es un truco muy viejo y la gentesuele pensar que te has puesto un melóndebajo del vestido. En cambio, unachica con un niño saca mucho dinero,sobre todo si es bajita y escuálida comotú.

A Sahra no le importó que madameNajiba le hiciera pasar hambre para quepareciera un esqueleto porque, por lomenos, tenía un lugar donde alojarse,una estera donde dormir y la compañíade personas a las que podía llamaramigas. Otros mendigos estaban en peorsituación que ella; por ejemplo, loshombres que, gozando de excelentesalud, habían acudido al «fabricante de

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pordioseros» y se habían dejado mutilary desfigurar voluntariamente los cuerpospara obtener más beneficios. Y laschicas que vendían sus cuerpos a loshombres. Aun siendo legal, laprostitución estaba considerada unaactividad infamante. Tras pasarse variassemanas en cuyo transcurso creyó morirde hambre en la calle mientras la gentepasaba por su lado dando un rodeo,Sahra acogió con alivio aquellaprotección aunque viniera de un ser tandesalmado como madame Najiba.

Cuando un tercer dolor le traspasó elcuerpo, Sahra se apartó de lamuchedumbre y examinó la posición del

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sol. En la aldea era fácil saber la horaque era, pero allí, con tantos edificios,cúpulas y alminares, resultaba muchomás difícil localizar el sol. Sin embargo,el cielo estaba empezando a adquirir untinte rojizo por detrás del tejado delClub Ecuestre. Se acercaba elanochecer; su hijo nacería en aquellafría noche de enero.

Súbitamente emocionada, ya que laespera del nacimiento del hijo de Abduse le había hecho interminable, Sahrabajó por una callejuela para no llamar laatención y, apurando el paso en lamedida de lo posible, tomó la direccióndel Nilo. La calleja donde vivían

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madame Najiba y su banda de mendigosy rateros estaba al otro lado, en la partevieja de El Cairo, pero Sahra aún noquería ir allí. Primero tenía que hacerotra cosa y para ello tendría que cruzarla zona más nueva de la ciudad dondeunos relucientes automóviles circulabanvelozmente por las anchas avenidas ylas mujeres vestidas con falda corta ycalzadas con zapatos de tacóncaminaban por las aceras con los brazosllenos de paquetes. Era un lugar en elque las andrajosas fellahin no solían serbien recibidas.

Cuando ya estaba a punto de llegaral río, el sol se ocultó detrás del

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horizonte y el fugaz crepúsculo deEgipto marcó la separación entre el díay la noche. Sahra comprendió quetendría que darse prisa. Los doloreseran cada vez más frecuentes; haría loque tenía que hacer y después regresaríaa la casa de madame Najiba.

Tenía que andarse con cuidado. Seencontraba muy cerca de los cuartelesde los ingleses y un poco más alláestaba el gran museo a punto de cerrarsus puertas. Sahra se estremeció de frío,pues la temperatura estaba bajandorápidamente. Si en aquellos momentosestuviera en su aldea, iría a encerrar a lavieja búfala en su pequeño establo y

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después regresaría corriendo a la casade adobe de su padre donde podríadisfrutar del calor de la estufa.

Se preguntó qué habría ocurrido trassu partida. ¿Se habría enfurecido eljeque Hamid por haber perdido a sunovia? ¿Habrían salido su padre y sustíos en su busca para matarla? ¿Habríangolpeado a su madre para que les dijerala verdad? ¿O la vida habría seguido sucurso y la desaparición de Sahra ibnTewfik no habría sido más que una delas muchas historias de la aldea?

Sahra no quería recordar susprimeros y terribles días en El Cairocuando estaba segura de que encontraría

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a Abdu. No pensaba que la ciudad fueratan grande ni que hubiera en ella tantagente y tantos forasteros que no leprestaban la menor atención o tocaban elclaxon para que se apartara de sucamino… ni que hubiera porteros que laregañarían a gritos por haberlasorprendido durmiendo en sus peldañosy vendedores callejeros que laperseguirían por haberles robadocomida o un policía que le dijo que laiba a detener, pero que, en su lugar, latuvo encerrada tres noches en suapartamento hasta que ella consiguióescapar. Y, finalmente, aquel curiosopuente flanqueado de tullidos y

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pordioseros en el que Sahra trató depedir limosna a los viandantes hasta queuna mujer con tatuajes beduinos en labarbilla la expulsó de allí, diciéndoleque aquél era su puente y que, si queríatrabajar allí, tendría que cerrar un tratocon madame Najiba.

Así empezó Sahra a trabajar porcuenta de la temible Najiba, cuyonombre significaba «la lista»,entregándole la mitad de sus gananciasdel día, aunque a veces ni siquierapudiera comprarse una cebolla paracenar. A Sahra no se le daba muy bien lamendicidad y una vez casi había estadoa punto de que la echaran de la banda,

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pero entonces una hermosa dama quevivía en una gran casa de color de rosadetrás de un muro muy alto le regaló unamanta de lana, un poco de comida ydinero, y, gracias a ello, Najiba decidiópermitir que se quedara, pensando queel niño nacería muy pronto y que con élpodría ganar más dinero.

Durante aquellos días y semanas, lamuchacha cumplió catorce años sincelebrarlo. La vez que había estado máscerca de encontrar a Abdu fue cuando,encontrándose junto a la puerta de lagran casa de color de rosa donde vivíala generosa señora, se acercó unautomóvil y de él descendió el forastero

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a quien ella había ayudado a sacar elautomóvil de la acequia el día siguientede la boda de su hermana, el hombrecuya bufanda de seda había tenido queentregar finalmente a madame Najiba.Sahra se sorprendió una vez más de quese pareciera tanto a su amado Abdu. Poreso regresaba a aquella casa siempreque podía con la esperanza de volver aver al rico.

La segunda contracción fue tanintensa que la obligó a doblar lasrodillas. Se había acurrucado en unportal donde veía pasar los automóvilesy autobuses que circulaban bordeando elgran círculo de tráfico delante del

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complejo militar británico. Tenía queencontrar el medio de llegar hasta elNilo.

El crepúsculo se esfumó y seencendieron las farolas. Rodeando elcírculo y moviéndose bajo la sombra delos grandes edificios con sus múltiplesventanas de cristal, Sahra llegófinalmente al puente en el que seiniciaba la carretera que conducía a laspirámides. Era también el camino de sualdea, pero ella jamás regresaría allí.Bajó a toda prisa a la orilla del río,deteniéndose tan sólo cuando el dolorera demasiado intenso; en cuanto suspies desnudos pisaron la húmeda tierra,

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se deslizó resbalando por ella hastaacabar entre los carrizos, la basura y lospeces podridos. A su izquierda, vio unaspequeñas embarcaciones amarradas a unembarcadero y a unos pobrespescadores preparándose la cena sobreunos braseros en la proa. A su derecha,más allá del museo, los yates de losricos se balanceaban suavemente sobreel agua con las cubiertas brillantementeiluminadas mientras la música y lasrisas se escapaban a través de lasportillas. Al otro lado, en la gran islallena de clubs deportivos, salas de fiestay lujosas mansiones, ya se estabanempezando a encender las luces.

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Mientras bajaba a la orilla del río,Sahra no tuvo miedo. Alá cuidaría deella y muy pronto le permitiría abrazaral hijo de Abdu tal como meses atráshabía abrazado a Abdu por unos brevesinstantes. Y, cuando recuperara lasfuerzas, reanudaría su búsqueda, puesjamás había perdido la esperanza deencontrar a su amado. Ahora queríaseguir la costumbre de las fellahin entrance de dar a luz, las cuales comíanbarro de la orilla en la creencia de queel Nilo poseía unas extraordinariaspropiedades salutíferas y protegía delmal de ojo a las criaturas no nacidas.Sin embargo, los dolores eran tan

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intensos que apenas podía respirar.Comprendió demasiado tarde quehubiera tenido que regresar directamentea casa de Najiba. El niño estabaempezando a empujar para venir almundo.

Permaneció tendida boca arribacontemplando el cielo y se preguntócuándo habría caído la noche. ¡Cuántasestrellas! Abdu le había dicho que eranlos ojos de los ángeles de Alá. Trató deno llorar para que la deshonra no cayerasobre ella. Pensó en Agar tratando deencontrar agua en el desierto. Si es unniño, lo llamaré Ismail.

Se concentró en las doradas y

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refulgentes luces de la otra orilla y seimaginó a las personas vestidas deblanco como los ángeles y, mientrascontemplaba las luces en medio de sudolor, pensó que así debía de ser elParaíso.

¡El Paraíso!, pensó lady Alice saliendoa la terraza del Club Cage d’Or. ElCairo brillantemente iluminado y lasrefulgentes estrellas que se reflejaban enel Nilo… ¡sin duda aquello era elParaíso! Estaba tan contenta que hubieraquerido ponerse a bailar allí mismo a laorilla del río. Su nueva vida había

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superado con creces todos sus sueños ysus expectativas. Había oído decir queEl Cairo era llamado el París del Nilo,¡pero no esperaba que tuviera un aire tanfrancés! Su nueva casa era como unpequeño palacio en una calle llena deembajadas y de lujosas residencias dediplomáticos extranjeros. La calle de lasVírgenes del Paraíso hubiera podidopertenecer al elegante distrito parisinode Neuilly.

Se alegraba de que la guerra hubieraterminado, a pesar de que ella no habíasufrido sus efectos en la finca familiardonde su padre, el conde de Pemberton,se había ofrecido a acoger a los niños

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de las ciudades y poblacionesbombardeadas. Gracias a Dios, lascosas no habían llegado a semejantesextremos. Alice no hubiera sabido quéhacer con ellos.

No quería pensar en cosasdesagradables como guerras yhuérfanos; se negaba incluso a pensar enlos rumores que circulaban sobre laposible retirada de los británicos deEgipto. Una idea impensable. ¿Quésucedería si se fueran? ¿Acaso losbritánicos no habían convertido Egiptoen un lugar maravilloso? Una de lascosas que más le habían gustado deIbrahim, cuando el año anterior le

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conoció en Montecarlo, había sido elhecho de que a él tampoco le gustarapensar en cosas deprimentes; cuandotodos los demás empezaban a discutiracaloradamente sobre cuestionespolíticas o sociales, él no participaba.

Pero había otras muchas cosas quele gustaban de su flamante marido. Eraamable, generoso y discreto y, por sifuera poco, extremadamente sencillo. Aella le parecía que eso de ser el médicopersonal de un rey debía de ser algotremendamente emocionante, peroIbrahim le había confesado que era unatarea muy cómoda que ni siquiera leexigía ejercer de médico en el auténtico

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sentido de la palabra. Había estudiadomedicina sólo porque su padre eramédico y, aunque en la facultad no lehabían ido del todo mal las cosas yhabía trabajado satisfactoriamente comointerno en un hospital, se alegraba dehaber podido ahorrarse la molestia demontar un consultorio privado y de que,a través de su padre, hubiera conseguidoentrar en el círculo del Rey y de queFaruk lo hubiera acogido con inmediatasimpatía. Lo que más le gustaba aIbrahim de su trabajo era el hecho deque apenas tuviera que hacer nada,simplemente tomar la presión real dosveces al día y recetar de vez en cuando

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algún medicamento para los trastornosgástricos.

A Alice no le importaba que Ibrahimno profundizara demasiado en las cosas,tal como él mismo comentaba en broma.Ibrahim se describía como un hombretranquilo y reposado, sin odios nipasiones especiales, sin ambiciones ysin afán de emprender cruzadas deningún tipo, cuyo máximo orgulloconsistía en su capacidad de poderofrecerse a sí mismo y a su familia unavida cómoda y regalada. Alice le queríapor todas estas cosas y por su afán degozar de la vida y su necesidad deplaceres y diversiones. Y, aparte todo

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esto, era un amante maravilloso aunqueella no pudiera compararle con otroshombres, puesto que era virgen cuandose conocieron.

Cuánto hubiera deseado que sumadre viviera todavía. Sabía que ladyFrances hubiera aprobado su elección,pues era muy aficionada a todo loexótico y lo oriental. ¿Acaso no se habíajactado de haber visto dieciséis vecesEl caíd y El hijo del caíd, nada menosque veintidós?

Por desgracia, la madre de Aliceestaba aquejada de una depresión deorigen desconocido… «melancolía»,había escrito el médico en el certificado

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de defunción. Una mañana de invierno,lady Frances había introducido lacabeza en una estufa de gas y, desdeentonces, ni el conde ni sus hijos Alice yEdward habían vuelto a hablar con ella.Al oír unas carcajadas en el club, Alicevolvió la cabeza y miró a través de lapuerta de cristal. Faruk estaba sentadojunto a su habitual mesa de juego,rodeado de sus acompañantes decostumbre. Seguramente había ganadouna partida, pensó Alice. Le gustaba elrey de Egipto. Parecía un chiquillotravieso, con aquella afición suya a loschistes y las bromas pesadas. La pobrereina Farida no podía darle un hijo y

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corrían rumores de que el Rey queríarepudiarla por este motivo. En Egiptoeso era muy fácil. Bastaba con decirletres veces a una mujer: «Te repudio», ylisto.

A Alice le parecía muy curiosaaquella obsesión nacional por los hijosvarones. Por supuesto que todos loshombres aspiraban a tener hijos varones.Su propio padre, el conde Pemberton,había sufrido una decepción al ver quesu primer vástago era una niña. Pero losegipcios se pasaban un poco de la raya.Alice había descubierto que en árabe noexistía una palabra que designara a loshijos de ambos sexos por igual. Cuando

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a un hombre se le preguntaba cuántoshijos tenía, la palabra utilizada eraawlad, que significaba «varones». Lashijas no contaban para nada y a un pobrehombre que sólo hubiera engendradohijas se le aplicaba a menudo elhumillante calificativo de abu banat, esdecir, «padre de hijas».

Alice recordó ahora que allá enMontecarlo el interés de Ibrahim por supersona había aumentado, cuando,hablándole de su familia, ella lemencionó a su hermano, sus tíos y susprimos, añadiendo con una carcajadaque la especialidad de los Westfall era,al parecer, la producción de varones.

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Claro que ése no era el principal motivode su interés por ella; Ibrahim no lehubiera hecho el amor ni se hubieracasado con ella ni la hubiera llevado asu casa por el simple hecho de que fueracapaz de darle un hijo varón. Le habíadicho incontables veces que la adoraba,le decía que era guapísima, bendecía elárbol con cuya madera se habíafabricado su cuna y muchas veces letomaba los pies y se los besabaamorosamente.

Ojalá su padre lo hubieracomprendido. Ojalá pudiera ella hacerlecomprender que Ibrahim la amaba deverdad y sería un buen marido.

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Aborrecía la palabra «moro» y pensabaque ojalá su padre jamás la hubierapronunciado. Las dos semanas de lunade miel que ella e Ibrahim habíanpasado en Inglaterra habían sido undesastre. El conde se había negado aconocer a su yerno y había insinuadoque desheredaría a su hija por habersecasado con él, amenazándola condespojarla de su título. Ella era ladyAlice Westfall por ser hija de un conde.Alice contestó que no le importabaporque ahora se había casado con unbajá y su título seguía siendo «señora».

Por consiguiente, la velada amenazade su padre no la preocupaba

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demasiado. Y, además, estaba segura deque su padre cambiaría de idea encuanto naciera el niño. ¡El conde querríaver sin duda a su primer nieto!

Sin embargo, echaba de menos a supadre. Algunas veces, sentía añoranzadel hogar, sobre todo durante susprimeros días en la casa Rashid en quedescubrió un mundo totalmente distinto.La primera comida que le sirvieron allí,el desayuno a la mañana siguiente de sullegada, la dejó de una pieza.Acostumbrada a las silenciosas comidasque solía compartir con su severoprogenitor y su circunspecto hermano, seextrañó de que el desayuno en la casa de

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la calle de las Vírgenes del Paraísofuera un acontecimiento tan ruidoso.Toda la familia se acomodó en unosalmohadones en el suelo y empezó aservirse directamente de las distintasbandejas. Todos hablaban a la vez,agarrando y devorando ávidamente losmanjares como si estuvieran muertos dehambre, comentando los bocados ydiscutiendo sobre la cantidad deespecias o aceite en medio de constantesinvitaciones de «pruébalo, pruébalo».¡Y menudos platos! Alubias fritas,huevos, hogazas calientes de pan, queso,limones y pimientos encurtidos. CuandoAlice alargó la mano para tomar algo,

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Nefissa, la hermana de Ibrahim, le dijoen voz alta:

—Aquí se come con la manoderecha.

—Pero es que yo soy zurda —replicó Alice.

Nefissa sonrió con expresióncomprensiva.

—Comer con la mano izquierda esuna ofensa porque esta mano la usamospara… —le explicó, murmurándole elresto de la frase al oído.

¡Le quedaban muchas cosas poraprender y tenía que familiarizarse conuna etiqueta muy complicada para noofender a nadie! Sin embargo, las

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mujeres Rashid eran muy pacientes yamables; incluso parecían disfrutarenseñándole cosas y Alice observó quese reían mucho y que a menudo contabanchistes. Nefissa era su preferida. Elmismo día de su llegada a la casa,Nefissa presentó su nueva cuñada a laprincesa Faiza y a todas las sofisticadasdamas de la corte, las cuales, aun siendoegipcias, tenían modales muy europeos yvestían al estilo occidental. Fueentonces cuando Alice experimentó unode sus primeros sobresaltos. Trasvestirse para salir, Nefissa se envolviópor entero en un largo velo negro queella llamaba melaya, hasta no dejar al

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descubierto más que los ojos.—¡Órdenes de Amira! —dijo

Nefissa riéndose—. Mi madre cree quelas calles de El Cairo están llenas delujuriosas tentaciones y que los hombresacechan en las esquinas para robarles lahonra a las muchachas. ¡Pero tú no tepreocupes, Alice! Estas normas no rigenpara ti, tú no eres musulmana.

Alice tuvo que adaptarse también aotras cosas. Echaba de menos el tocinoahumado de las mañanas; ya no podríacomer más chuletas de cerdo ni jamón y,como la ley islámica también prohibía elalcohol, jamás podría tomar vino en lascomidas ni una copa de brandy al

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terminar. Además, las parientes deIbrahim hablaban constantemente enárabe y sólo de vez en cuando seacordaban de traducirle lo que decían.Sin embargo, lo más difícil para ella fueadaptarse a la curiosa división de lacasa entre aposentos masculinos yfemeninos. Ibrahim podía entrar encualquier estancia que quisiera ysiempre que quisiera, pero las mujeres,incluso su madre, tenían que pedirpermiso para visitarle en la otra ala dela casa. Y, cuando Ibrahim invitaba aalgún amigo a casa, gritaba Ya Allah yentonces todas las mujeres se retirabanpara que no las vieran.

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Finalmente, estaba la cuestión de lareligión. Amira le había explicadoamablemente que en El Cairo habíamuchas iglesias cristianas y que podríaacudir a ellas siempre que quisiera.Como no había sido educada en unaatmósfera demasiado religiosa, Alicesólo había ido a la iglesia en ocasionesmuy especiales. Cuando Amira lepreguntó cortésmente por qué habíatantas religiones cristianas distintas,Alice contestó:

—Creemos lo mismo, pero haydiferencias de matiz. ¿Acaso no haydistintas sectas musulmanas?

Amira contestó que sí, añadiendo,

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sin embargo, que todos los musulmanes,independientemente de la secta, acudíana una misma mezquita. Al expresarAmira su curiosidad por la Bibliacristiana y preguntarle por qué razónexistían varias versiones siendo así quesólo había un Corán, Alice tuvo quereconocer que no lo sabía.

Pese a todo, la familia la habíaaceptado y todo el mundo la llamaba«hermana» o «prima» y la trataba comosi hubiera vivido allí toda la vida. Laperfección sería completa cuandonaciera el niño.

Ibrahim salió a la terraza diciendo:—¡Ah, estás aquí!

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—Quería tomar un poco el aire —contestó Alice, pensando en lo guapoque estaba su marido con el esmoquin—. ¡Me temo que el champán se me hasubido a la cabeza!

Ibrahim le rodeó los hombros conuna estola de piel.

—Hace frío aquí fuera. Y ahora ostengo que cuidar a los dos —dijo,sosteniendo en la mano una trufa dechocolate con un núcleo de crema.Colocándosela entre sus labios, le dioun beso y compartió con ella el bombón.

—¿Eres feliz, cariño? —le preguntó,atrayéndola hacia sí.

—Más que nunca.

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—¿Echas de menos tu casa?—No. Bueno, un poquito. Echo de

menos a mi familia.—Siento mucho que tú y tu padre no

seáis amigos. Siento que yo no sea de sugusto.

—Tú no tienes la culpa y yo nopuedo acomodar mi vida a sus gustos.

—Pues mira, Alice, yo me he pasadotoda la vida acomodándome a los gustosde mi padre, pero jamás conseguícomplacerle del todo. Nunca se lo hedicho a nadie, pero siempre me hesentido un poco fracasado.

—¡Tú no eres un fracasado, cariño!—Si hubieras conocido a mi padre,

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Alá le conceda la paz, comprenderías aqué me refiero. Era muy famoso, muypoderoso y rico. Yo crecí a su sombra yno recuerdo que jamás me hubieradirigido una sola palabra amable. Noera malo, Alice, pero pertenecía a unageneración, a la era en que se creía quemanifestarle afecto a un hijo varón eramalo para el desarrollo de su carácter.A veces creo que mi padre ya esperabaque fuera un adulto el día en que nací,porque sólo tuve infancia con mi madre.Cuando crecí, por mucho que meesforzara, jamás lograba complacerle.Ésa es una de las razones por las cualesquiero tener un hijo —añadió,

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acariciando la mejilla de su esposa ymirándola con ternura—. Darle a mipadre un nieto será la primera hazaña dela que yo pueda enorgullecerme. Un hijome dará finalmente el amor de mi padre.

Alice le besó suavemente y, comojusto en aquel momento ambos dieronmedia vuelta para regresar al calor delsalón, no vieron la pequeña conmociónque se había producido en la otra orilla:los pescadores del Nilo estabancomentando a gritos lo que acababan dedescubrir.

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7

—Tienes mucha suerte, querida —ledijo Amira a su nuera mientras ambaspermanecían sentadas en la azotea bajolas estrellas, examinando las hojas de téde la copa en la que Alice acababa debeber—. Qettah me dice que esta nochees la más propicia para tener un hijo —añadió.

Alice miró a la astróloga que,sentada junto a una mesita al lado delpalomar, estudiaba las cartas y gráficosy contemplaba de vez en cuando elbrillante cielo nocturno. Alice se rió.

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Estaba embarazada de nueve meses y yallevaba una semana de retraso.

—¡Haré todo lo posible por cumplircon mi obligación!

Nefissa, sentada bajo un emparradode azules glicinas, se intercambió unamirada con su cuñada. Cada nacimientoen la casa Rashid iba acompañado devaticinios, consultas astrológicas,supersticiones y magia que acrecentabanel misterio de un acontecimiento yaemocionante de por sí. Nefissa intuyó laperplejidad de Alice, la cual le habíacomentado que los nacimientos en sufamilia siempre habían revestido uncarácter extremadamente discreto y

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sombrío.Otras mujeres habían subido a la

azotea para disfrutar de la nocheprimaveral y conocer las místicasprevisiones de Qettah… eran tías yprimas solteras de la familia Rashid ymujeres casadas con hombres de lafamilia y que ahora, tras haberenviudado, se encontraban bajo laprotección de Ibrahim. Todos comían ychismorreaban mientras Amira y Qettahinterpretaban los presagios.

Nefissa estaba vigilando a dos niñasque jugaban sobre una manta: la pequeñaCamelia, de un año, cuya madre habíamuerto al darla a luz, y su propia hijita

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Tahia. Su hijo Omar, de cuatro años,había decidido irse al cine con sus tíos.Sin embargo, Nefissa no podíaconcentrarse ni en el inminentealumbramiento de su cuñada ni en lasdos niñas. Estaba pensando en la horaque era y procurando disimular suinquietud. Aquella noche se reuniría conel teniente inglés en el palacio de laprincesa y podría estar a solas con él.

Las mujeres congregadas en laazotea de la casa Rashid entretenían laespera del feliz acontecimientocomiendo dulces, bebiendo té yconversando en árabe y algunas veces eninglés para que Alice las entendiera. A

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Alice le encantaba la cadencia del árabee incluso había empezado a aprenderlo.Qettah señaló con el dedo una estrellaque brillaba por encima de la cúpula deuna cercana mezquita, como unaantorcha entre dos alminares, y dijo:

—Allí está Rigel, un signo muyfuerte.

—Al hamdu lillah —contestó Alicecon cierta vacilación, intercambiándoseuna mirada con Nefissa, la cual le guiñóel ojo.

Mientras las demás mujeresanimaban a Alice, diciéndole quehablaba el árabe como una egipcia,Nefissa volvió a consultar su reloj.

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Estaba tan emocionada que hubieraquerido proclamar a los cuatro vientosdesde la azotea que aquella noche se ibaa reunir finalmente con su teniente. Perotemía sufrir otra decepción. Desde suencuentro en el carruaje, ambos habíanconcertado varias citas, todas ellas através de la princesa, en quien Nefissaconfiaba. Pero cada uno de los intentoshabía resultado infructuoso: en dosocasiones el oficial no apareció; una vezNefissa tuvo que quedarse en casa; yotra vez la princesa los dejó en laestacada.

¿Tendrían suerte aquella noche?, sepreguntó. ¿Permitirían los jefes que

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saliera el oficial? ¿Cumpliría laprincesa su palabra? Si no pudiera estarcon él, tocarle y besarle, Nefissa creíaque se iba a morir.

Al final, se levantó diciendo:—Tengo que irme.Amira la miró.—¿Adónde vas?—A visitar a la princesa. Me está

esperando.—¿Ahora que Alice está a punto de

dar a luz?—No importa —dijo Alice.Estaba al corriente de la romántica

cita porque Nefissa le había confesadosu secreto y a ella le encantaba

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compartirlo.Amira vio alejarse a su hija y se

preguntó de dónde había sacado Nefissasemejante carácter. Había enseñado asus hijos a ser obedientes, pero, por lovisto, ambos tenían una personalidadmuy acusada. Fátima era igual, pensó,preguntándose dónde estaría en aquellosmomentos su hija perdida y adóndehabría ido tras haberla expulsado Alí dela casa.

—¡Ay! —gritó súbitamente Alice.Todas se volvieron a mirarla.—Creo que ya ha llegado el

momento —añadió la joven,sosteniéndose el vientre con las manos.

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Las mujeres se levantaron y larodearon de inmediato.

—Alabado sea Alá —musitó Amiramientras acompañaba a su nuera alinterior de la casa y Qettah se quedabaen la azotea con los ojos clavados en lasestrellas del cielo.

Tratándose de una íntima amiga de laprincesa muy conocida en Palacio,Nefissa fue escoltada al interior por unalto y silencioso nubio vestido congalabeya blanca, chaleco rojo y turbantedel mismo color. Era un miembro delejército de criados que prestaban

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servicio en aquel palacio de doscientashabitaciones situado en el corazón de ElCairo y cuya ocupación exclusiva eraatender las necesidades y encargarse dela comodidad de la princesa y de suflamante esposo. Construido durante ladominación otomana con una exóticamezcla de arquitectura persa y árabe, elPalacio era un complicado laberinto depasillos, salones y jardines. Mientrasseguía al silencioso nubio bajo lascomplicadas arcadas de mármol,Nefissa oyó en la distancia los acordesde un vals vienes interpretado por unaorquesta: la princesa y su marido teníaninvitados.

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Al final, la condujeron a una partedel Palacio que sólo muy recientementehabía tenido ocasión de conocer; elcriado apartó un cortinaje de terciopeloy Nefissa entró en un espacioso salóncon una enorme fuente en el centro. Setrataba de la antigua sala de un harén yadesaparecido. El suelo era de unreluciente mármol tan intensamente azulque parecía el agua del mar; Nefissacasi temía pisarlo y pensó que, si bajaralos ojos, vería el brillo de los pecesbajo la superficie. Adosados a lasparedes había unos divanes cubiertoscon lienzos de terciopelo y raso; cientosde lámparas de cobre encendidas

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arrojaban sus reflejos sobre lascolumnas de mármol, los arcos y eltecho cubierto de ricos mosaicos. Justobajo el techo había unos balcones concelosías que daban a la sala desdedonde Nefissa imaginó que el antiguosultán debía de observar a sus mujeresen secreto.

Nefissa contempló los curiososmurales de las paredes en los que unasmujeres desnudas se bañaban en lafuente central, algunas de ellasentrelazadas en eróticas posturas. Lasmujeres, de todas las edades y figuras,parecían estar aquejadas de una lánguidamelancolía, prisioneras de su propia

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belleza, como aves enjauladas para elexclusivo deleite de un hombre.Contemplando con arrobo sus ojos depaloma y sus voluptuosos miembros,Nefissa se preguntó si serían retratos demujeres que habían vivido realmenteallí. ¿Eran aquéllos los rostros demujeres que antaño habían tenido unnombre y habían soñado tal vez con lalibertad y el verdadero amor? Mientrasestudiaba la escena, vio que con cadauna de ellas había un hombre en segundoplano, de tez más morena que la de lasmujeres y vestido con una larga túnicade color azul. Se le veía extrañamentedistanciado de las actividades de las

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bañistas, y sus sensuales juegos noparecían interesarle ni suscitar sureprobación. ¿Quién sería? El sultán,por supuesto que no. Éste se hubierarepresentado con una figuraimpresionante, vestido con suntuososropajes y rodeado de ninfas. ¿Quéhabría querido significar el artista con lainclusión de aquel extraño personaje?

Nefissa se apartó de las inquietantespinturas y sintió que el corazón le latíaviolentamente en el pecho. Llevaba todauna semana esperando aquella noche.¿Cómo sería su teniente inglés?, sepreguntó mientras empezaba a paseararriba y abajo, rezando para que

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apareciera. En sus fantasías le veíacomo un amante cariñoso y considerado.Sin embargo, en el círculo de amistadesde la princesa, había oído contarhistorias de mujeres liberadas quemantenían relaciones con hombresextranjeros y se quejaban del poco ardorde los ingleses. ¿Se mostraría tandistante en el amor como el misteriosohombre de los murales? ¿Entraría en lasala, la tomaría en sus brazos, seacostaría con ella y se despediríadespués como si tal cosa?

Cuando oyó el lastimero grito de unpavo real en el jardín, Nefissa empezó apreocuparse. Se estaba haciendo tarde.

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Dos veces había esperado en aquelextraño harén habitado por los espectrosde unas tristes prisioneras, y dos veceshabía sufrido una decepción.

Su desazón se transformó en pánico.El tiempo se estaba agotando, no sólo elde aquella noche, sino también el de sulibertad. Trató de no pensar en loshombres con quienes su madre estabaintentando casarla, hombres ricos,solteros y físicamente atractivos.¿Durante cuánto tiempo podría seguirinventándose excusas para no casarsecon éste o con aquél? ¿Cuánto duraría lapaciencia de su madre?, hasta quefinalmente dijera: «Fulano de Tal es el

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que más te conviene, Nefissa, y es unhombre respetable. Tienes que volver acasarte, tus hijos necesitan a un padre».

«Pero es que yo no deseo casarme—hubiera querido decir ella—, todavíano puedo porque, en tal caso, seacabaría mi libertad y jamás tendría laoportunidad de saber lo que es unanoche de delicioso amor prohibido».

Nefissa oyó el rumor de una puerta asu espalda, seguido de unas pisadassobre un suelo de mármol.

Los cortinajes de terciopelo semovieron como si los agitara la brisa y,de pronto, apareció él, quitándose elgorro militar y dejando al descubierto su

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rubio cabello iluminado por laslámparas de cobre del techo.

Nefissa contuvo la respiración.El teniente entró y miró a su

alrededor mientras sus relucientes botasresonaban sobre el suelo de mármol.

—¿Qué es este lugar?—Es un harén. Construido hace

trescientos años…—¡Parece sacado de Las mil noches

de Arabia! —comentó el teniente,echándose a reír.

—Las mil y una noches —lecorrigió Nefissa sin apenas poder creerque él estuviera allí y que ambospudieran finalmente estar solos—. Hasta

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los números traen mala suerte —añadió,preguntándose cómo era posible que lesaliera la voz y tuviera el valor dehablar con él—. Sherezade le contó unahistoria más tras haberle contado lamilésima.

—Dios mío, qué guapa eres —dijoél, mirándola extasiado.

—Temía que no vinieras.El teniente se acercó, pero no la

tocó.—Nada me lo hubiera podido

impedir —dijo en voz baja—, aunquepara ello hubiera tenido que ausentarmesin permiso.

Al ver que estrujaba nerviosamente

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su gorro militar, Nefissa se conmovió.—La verdad es que no esperaba

reunirme contigo de esta manera —añadió el teniente.

—¿Por qué no?—Estás tan… protegida… eres

como una de ellas —contestó el oficial,señalando los murales—. Una mujerenvuelta en velos y mantenida prisioneratras unas celosías de madera.

—Mi madre me protege mucho. Creeque las costumbres antiguas sonmejores.

—¿Y si se enterara de lo nuestro?—No quiero ni pensarlo. Yo tenía

una hermana. No sé muy bien lo que

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hizo, porque yo tenía catorce años y nolo comprendí. Oí que mi padre la gritabay la insultaba. Después la expulsó decasa sin una maleta tan siquiera y, apartir de entonces, nos prohibieronpronunciar su nombre. Incluso ahoranadie menciona a Fátima.

—¿Qué fue de ella?—No lo sé.—¿Y ahora tú tienes miedo?—Sí.—No hay por qué. —El teniente

extendió los brazos para tocarla y lasyemas de sus dedos le rozaron el brazo—. Me voy mañana —dijo—. Miregimiento regresa a Inglaterra.

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Nefissa estaba acostumbrada a lasoscuras y seductoras miradas de loshombres árabes que, de una maneradeliberada o no, ardían con enigmáticaspromesas y desafíos. En cambio, losazules ojos del inglés eran tan limpioscomo el mar estival y poseían unainocencia y una vulnerabilidad que aella la atraía mucho más que lasardientes miradas de los árabes.

—¿Entonces sólo nos queda estahora? —preguntó.

—Disponemos de toda la noche. Nome esperan hasta mañana. ¿Querrásquedarte conmigo?

Nefissa se acercó a la ventana y

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contempló el azul añil de la tarde enmedio del cual las rosas blancasflorecían en el jardín y un ruiseñordejaba escuchar sus dulces y lastimerostrinos.

—¿Conoces la historia del ruiseñory la rosa? —preguntó sin poder mirar alos ojos a su enamorado.

Él se le acercó por detrás y Nefissapercibió el calor de su aliento en elcuello.

—Cuéntamela.—Hace mucho tiempo —dijo

Nefissa, consciente del ardor de sucuerpo; como él la tocara, pensó, seencendería de golpe—. Hace mucho

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tiempo, todas las rosas eran blancasporque eran vírgenes. Pero una noche unruiseñor se enamoró de una rosa y,cuando le cantó, el corazón de la rosa seconmovió. Entonces el ruiseñor se leacercó y le dijo: «Te quiero, rosa», y laflor se ruborizó y se volvió de color derosa. El ruiseñor se acercó un poco más,la rosa abrió sus pétalos y el ruiseñor learrebató la virginidad. Sin embargo,como Alá había decretado que todas lasrosas fueran castas, la rosa enrojeció devergüenza. Así nacieron las rosas rojasy rosas y hoy todavía, cuando canta elruiseñor, los pétalos de las rosas seestremecen, pero no se abren porque Alá

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jamás quiso que se unieran un pájaro yuna flor.

El teniente apoyó las manos sobresus hombros y la volvió hacia él.

—¿Y qué me dices de un hombre yuna mujer? ¿Qué quiso Alá para ellos?

Tomándole el rostro entre susmanos, acercó los labios a los suyos.Olía a cigarrillos y a whisky, cosasambas prohibidas para Nefissa, peroque ésta saboreó ahora en sus labios yen su lengua.

Después, él se apartó, se quitó elcinturón y la funda de pistola SamBrown y esperó mientras Nefissa ledesabrochaba con temblorosas manos

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los botones de la guerrera. Para suasombro, la joven descubrió que nollevaba ninguna camisa debajo, sólo lapálida piel tensada sobre el vigorosopecho y los brazos. Recorrió con losdedos los montes y valles de losmúsculos y tendones, fascinada por sudureza cual si hubieran sido esculpidosen mármol. Su esposo, a pesar de sujuventud, era blando y casi femenino.

Cuando le tocó el turno a él, elteniente le sacó pausadamente la blusade la cinturilla de la falda. Estabanjuntos y no tenían prisa.

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—¿Por qué quieren los británicosarrebatarles Palestina a los árabes ydársela a los judíos? —preguntó unindolente joven que se encontraba bajolos efectos del hachís—. Los árabes nose la arrebataron a los judíos, sino a losromanos hace catorce siglos. Dime quépaís europeo estaría dispuesto a cederun territorio que ocupa y le pertenecedesde hace mil cuatrocientos años. ¿Quéocurriría si los indios exigieran ladevolución de Manhattan? ¿Acaso losnorteamericanos se lo cederían?

En la casa flotante de Hassan

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al-Sabir amarrada a la orilla del Nilo,varios amigos reclinados en divanescompartían un narguile y de vez encuando alargaban la mano hacia unafuente colmada de racimos de uva yaceitunas, pan y queso. Ibrahim seencontraba entre ellos, pensando enAlice y preguntándose cuándo nacería elniño. Él y Hassan eran íntimos amigos,pues habían estudiado juntos en Oxford,donde los prejuicios raciales habíancreado entre ellos un vínculo especialque se había mantenido tras su regreso aEgipto. Como Ibrahim, Hassan teníaveintinueve años y era rico y atractivo.Sin embargo, a diferencia de su amigo,

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ejercía la profesión de abogado y eramuy ambicioso.

—Supongo que todo consiste enestablecer quién estuvo en Palestinaprimero —contestó Hassan en tonolevemente hastiado—. Pero ¿a ti quémás te da? No es asunto de nuestraincumbencia.

El joven insistió.—No somos nosotros quienes

perseguimos a los judíos durante laguerra. Reconocemos a los judíos comohermanos nuestros porque todosdescendemos del profeta Abraham. Yhemos convivido en paz durante muchossiglos. ¡Este nuevo Israel no sería la

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patria de un pueblo perseguido sino unpretexto más para justificar la ocupacióneuropea del Cercano Oriente!

Hassan lanzó un suspiro.—Te estás politizando demasiado,

mi querido amigo. Y me aburres.—Ya sé lo que va a ocurrir. No

vivirán como semitas entre semitas,como hermanos nuestros, sino comoeuropeos que mirarán por encima delhombro a los desventurados árabes.¿Acaso no es lo que ha ocurrido aquí?¡Nosotros no podemos hacernos sociosdel Club Ecuestre porque no permiten elingreso a los egipcios! Tenemos queconseguir un Egipto para los egipcios,

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de lo contrario, seguiremos el camino dePalestina.

—Gran Bretaña jamás abandonaráEgipto —dijo un vehemente joven depronunciados pómulos—. No lo haránporque les interesan nuestro algodón y elcontrol del Canal.

—Pero bueno —terció Hassan,soltando una carcajada y mirando aIbrahim, que evidentemente tampocotenía el menor interés por aquellaconversación—. ¿Por qué preocuparnospor estas cosas?

—Porque Egipto tiene el índice demortalidad más alto del mundo —contestó el joven—. Un niño de cada

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dos muere antes de alcanzar la edad decinco años. Aquí hay más ciegos que enningún otro país del mundo, ¿y qué hanhecho nuestros presuntos protectores?En los ochenta años que llevan losbritánicos ocupando Egipto, no se hanmolestado en llevar agua a nuestrasaldeas ni en construir escuelas ni enestablecer un servicio médico para lospobres. Puede que no nos hayansometido a malos tratos, pero han sidoindiferentes a nuestras necesidades, locual es tan malo como lo otro.

Hassan se levantó del diván y,haciéndole una seña a Ibrahim, salió conél a cubierta. Aunque tenía un

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apartamento en la ciudad donde vivíansu esposa, su madre, su hermana solteray sus tres hijos, Hassan se pasaba casitodo el día en la casa flotante, donderecibía la visita de amigos y de mujeres.Aquella noche pensó que ojalá hubierainvitado a unas prostitutas en lugar delos socios más jóvenes de su bufete deabogado.

—Lo siento, muchacho —le dijo aIbrahim mientras encendía un Dunhill—.No volveré a invitarlos. No sabía quetuvieran esas ideas y opiniones. Porcierto, te veo muy contento.

Ibrahim dirigió la mirada hacia laCiudad Jardín, pensando que el

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movimiento del Nilo era tan lento comoel paso del tiempo.

—Estaba pensando en Alice y en lasuerte que he tenido al encontrarla.

Hassan pensó lo mismo cuando viopor primera vez a la rubia esposa deIbrahim, pues él también teníapreferencia por las rubias.

—Alá te ha colmado de bendiciones,amigo mío —dijo—. Por cierto —añadió, contemplando con satisfacciónel reflejo de su imagen en el cristal deuna portilla—, un primo del marido demi hermana querría ocupar un puesto enel ministerio de Sanidad. ¿Podríasutilizar tu influencia y hacerme este

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favor?—El sábado jugaré al golf con el

ministro. Dile a tu pariente que metelefonee pasado mañana. Tendré unpuesto para él.

El asistente personal de Hassan, unalbanés de rostro muy serio, salió acubierta y dijo:

—Acaban de telefonear de su casa,doctor Rashid. Su esposa ya está a puntode dar a luz.

—¡Loado sea el Señor! —exclamóIbrahim—. ¡Espero que sea un varón! —añadió saliendo a toda prisa.

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Ibrahim cerró silenciosamente a suespalda la puerta del dormitorio en elque Alice descansaba después del parto.A continuación, se dirigió al gran salóndonde su madre y la astróloga Qettahestaban examinando las cartas estelaresy donde la recién nacida dormía en unacuna bajo la atenta mirada de Amira.Arrodillándose para contemplarla,Ibrahim se sintió invadido por unosprofundos sentimientos de ternura yamor. Parecía un querubín de una pinturaeuropea, pensó, un angelito del cielo.Tenía la cabeza cubierta de finos

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cabellos color platinos tan suaves comola seda. «Yasmina, —pensó—. Tellamaré Yasmina».

Inmediatamente le remordió laconciencia por no haber recibido aCamelia con el mismo amor. Sinembargo, entonces estaba tan afligidopor la muerte de su joven esposa queapenas quiso mirar a la niña. E inclusoahora, un año más tarde, no podía sentirpor su primera hija el mismo amor quele inspiraba la segunda.

De pronto, su alegría quedóempañada por la imagen y la voz de Alí,diciéndole: «Me has vuelto a fallar. Seisaños llevo en el sepulcro y todavía no

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tengo ningún nieto que atestigüe mi pasopor este mundo».

«Por favor, no me obligues aaborrecer a esta niña», le suplicóIbrahim en silencio a su padre.

«No eres más que un padre de hijas,eso es lo que eres», le replicó Alí.

Amira apoyó una mano en el hombrode Ibrahim y le dijo:

—Tu hija ha nacido bajo Mirach, lapreciosa estrella amarilla de laconstelación de Andrómeda, en laséptima casa lunar. Qettah dice que esole augura belleza y fortuna. —Intuyendola lucha interior de su hijo, añadió trasuna pausa—: No te desesperes, hijo de

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mi corazón. La próxima vez será unvarón, inshallah.

—¿Tú crees, madre? —dijo Ibrahim,agobiado bajo el peso de la culpa que supadre le había arrojado encima.

—Nunca podemos estar seguros denada, Ibrahim. Sólo Alá en su sabiduríapuede conceder varones. El futuro seescribió en su libro hace tiempo.Consuélate pensando en su misericordiay en su infinita bondad.

Aquella referencia a Alá acrecentóla inquietud de Ibrahim.

—Puede que nunca tenga un varón.Puede que haya atraído la desgraciasobre mí.

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—¿Qué quieres decir?Ibrahim percibió la mirada de los

oscuros e impenetrables ojos de Qettah.Aunque la anciana había estado otrasveces en la casa Rashid e incluso habíasido testigo de su propio nacimiento,Ibrahim no lograba acostumbrarse a ella;la presencia de Qettah siempre leproducía una extraña desazón.

—La noche en que murió la madrede Camelia al dar a luz, no supe lo quehacía. En mi dolor, maldije a Alá —dijosin atreverse a mirar a su madre—. ¿Hesido castigado por eso? ¿Jamás podrétener un varón?

—¿Maldijiste a Alá? —preguntó

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Amira.De pronto, recordó el sueño que

había tenido la víspera del regreso de suhijo desde Mónaco… un sueño de yinnsy espíritus malignos en un polvoriento yoscuro dormitorio. ¿Habría sido unapremonición del futuro? ¿Un futuro en elque los Rashid ya no serían bendecidoscon el nacimiento de hijos varones y enque la familia se extinguiría?

Siguiendo las instrucciones deQettah, Amira preparó un café muycargado y fuertemente azucarado y se lodio a beber a su hijo. Cuando Ibrahimterminó de beber, Qettah invirtió la tazasobre el platito y esperó a que el poso

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goteara formando un dibujo. Al leer elfuturo de Ibrahim, la astróloga cerró losojos.

Había visto hijas. Un futuro sólo dehijas.

Pero el poso del café contenía otromensaje.

—Saíd —dijo respetuosamenteQettah con una voz sorprendentementejuvenil a pesar de que Ibrahimsospechaba que debía de rondar losnoventa años—, en tu dolor maldijiste aAlá, pero Alá es misericordioso y nocastiga a los que sufren. Sin embargo,sobre esta casa pesa una maldición,Said. Aunque yo no puedo decir de

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dónde procede.Ibrahim tragó dolorosamente saliva.

Mi padre, pensó. Mi padre me maldijo.—¿Y eso qué significa?—Que el linaje de Alí Rashid

desaparecerá de la tierra.—¿Por mi culpa? ¿Y eso ocurrirá

con toda certeza?—Es sólo un posible futuro, saíd.

Pero Alá es misericordioso y nos hamostrado el camino para que tú atraigasde nuevo las bendiciones sobre tufamilia. Tienes que salir a las calles yhacer una gran obra de caridad ysacrificio. Alá ama al hombre caritativo,hijo mío, y, a través de tu generosidad,

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levantará la maldición porque esclemente y misericordioso. Hazlo ahoramismo.

Ibrahim miró a su madre y despuésabandonó a toda prisa la casa,recordando enfurecido a su padre, elhombre que se dirigía a él llamándole«perro» porque pensaba que eso lefortalecería el carácter. Subió a suautomóvil con lágrimas en los ojos sinsaber adonde ir ni qué obra de caridadpodría hacer. Sólo pensaba en su dulceangelito, la pequeña Yasmina, a quiendeseaba amar, pero no podía a causa delas burlas de su padre. Y en Camelia,nacida la noche en que él maldijo a Alá.

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Sólo nacerían niñas y, al final, noquedaría ningún varón que pudieratransmitir el apellido Rashid y la familiadesaparecería.

Cuando estaba a punto de salir de lacalzada, pisó los frenos y apoyó lacabeza sobre el volante. ¿Qué podíahacer?

Al levantar la vista, vio a la fellahacon un niño pequeño en brazos. Se lahabía encontrado otras veces, mirándolecomo si le conociera de algo. Él jamásle había dicho nada y apenas le habíaprestado atención, pero ahora, al verlabajo la luz de la luna, recordó unamanecer de un año atrás. ¿Sería la

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misma que le había ofrecido aguacuando él despertó junto a la acequia?

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.—Sahra, mi amo.—Tu hijo tiene mala cara.—No come lo suficiente, mi amo.Ibrahim contempló a la muchacha de

los ojos hundidos y al pequeño queapenas tenía carne sobre los huesos, yentonces experimentó la extrañasensación de que la mano de Alá estabasobre él. De pronto, se le acababa deocurrir una genial ideasorprendentemente sencilla.

—Si me das a tu hijo —le dijosuavemente para no asustarla—, yo lo

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podré salvar. Le ofreceré una vida deriqueza y felicidad.

Sahra le miró perpleja einmediatamente pensó en Abdu. ¿Quéderecho tenía ella a entregar a su hijo aun desconocido? Sin embargo, aquelhombre tenía un asombroso parecidocon Abdu… ¿Qué significaría todoaquello? Sahra llevaba tanto tiempopasando hambre que casi no podía nipensar. Contempló la gran casa dondeflorecían los naranjos y a través decuyas ventanas se escapaba una doradaluz, y pensó en madame Najiba que laobligaba a salir todos los días a la callea pedir limosna con su hijo. Miró al

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hombre a quien había conocido una vezjunto a la acequia y que, sin saber porqué, ella relacionaba con Abdu, y,ofreciéndole el niño, dijo tímidamente:

—Sí, mi amo.El hombre la invitó a subir al

automóvil y se puso en marcha.

Hassan le miró con unos ojos abiertoscomo platos.

—¿Cómo dices?—Quiero casarme con esta chica —

contestó Ibrahim, apartando a su amigopara entrar—. Tú eres abogado. Redactael contrato. Tú representarás a su

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familia.Hassan le siguió al salón principal

de la casa flotante donde los criados aúnno habían retirado los restos de la fiesta.

—¿Te has vuelto loco? ¿Qué es esode que quieres casarte con ella? ¡Yatienes a Alice!

—Mira, Hassan, no es a ella a quienquiero sino al niño. Alice ha dado a luzuna niña esta noche, y la astróloga me hadicho que Alá me exige una obra decaridad. Aceptaré a este niño como sifuera mío.

Hassan guardó silencio un instante ydespués, comprendiendo lo que estabapensando Ibrahim, le dijo:

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—¿Crees de veras que podrás decirque este hijo es tuyo? ¿Acaso hasperdido el juicio? Estuviste casi sietemeses en Montecarlo, Ibrahim. Nadie seva a creer que es tuyo.

—La chica dice que nació hace tresmeses. Eso significa que fue concebidohace un año. Yo estaba en El Cairoentonces. Si declaro que este niño esmío en presencia de unos testigos, loserá según la ley.

Hassan reconoció a regañadientesque así sería en efecto y, recordando depronto a la mujer que esperaba paraantes de una hora, decidió redactar elcontrato de matrimonio. Llamó a un

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asistente personal para que fuera testigode su firma y de la de Ibrahim yformalizó la boda, estrechando la manode Ibrahim. Después, puesto que la leyexigía la presencia de cuatro testigosvarones para el siguiente procedimiento,ordenó que el asistente llamara alcocinero y al criado al salón, dondeéstos escucharon en silencio laspalabras de Ibrahim:

—Declaro que este niño es de micarne y lleva mi nombre. Yo soy elpadre y él es mi hijo.

Hassan rellenó a toda prisa uncertificado de nacimiento y los testigosfirmaron con una cruz.

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Finalmente, Ibrahim se volvió haciaSahra y, de conformidad, con la ley y losusos islámicos, pronunció tres veces lafrase:

—Te repudio, te repudio, te repudio.—Después tomó al niño en sus brazos yañadió—: Ahora el niño es mío ante Aláy según las leyes de Egipto. Jamáspodrás reclamarlo ni decirle quién es.¿Me has entendido?

—Sí —contestó Sahra,desplomándose al suelo desmayada.

Amira contempló al niño que Ibrahimsostenía en sus brazos y después miró

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con incredulidad a su hijo.—¿Es tuyo este niño?—Es mío y le he puesto el nombre

de Zacarías.—¡Oh, hijo mío, no puedes reclamar

como propio al hijo de otro hombre!¡Está escrito en el Corán que Aláprohíbe arrebatarle el hijo a otrohombre!

—Es mío. Me he casado con sumadre y he declarado que el niño esmío. Tengo los documentos legales.

—Documentos legales… —dijoAmira—. ¡La adopción de un hijo escontraria a la ley de Alá! ¡Ibrahim, hijode mi corazón, te lo suplico! No sigas

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adelante con este propósito.Amira estaba asustada. Arrebatarle

un hijo a su madre…—Te honro y te respeto, madre mía.

Qettah me ha dicho que hiciera una obrade caridad. Y la he hecho. He salvado aeste niño de la miseria de la calle.

—¡A Alá no se le puede engañar,Ibrahim! ¿Acaso no comprendes que vasa atraer la desgracia sobre esta casa? Telo ruego, hijo de mi corazón, no lohagas. Devuélvele el niño a su madre.

—Ya está hecho —dijo Ibrahim.—Que así sea. Inshallah —dijo

Amira al ver la expresión deimpotencia, temor y confusión en la

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mirada de su hijo—. Sea lo que Aláquiera. Ahora éste será nuestro secreto.Nadie deberá saber de dónde procedeeste niño, Ibrahim. No se lo digas aninguno de tus amigos ni a nuestrosparientes. Será un secreto entre tú y yo.Por el bien y el honor de nuestra familia.Mañana presentaremos a todo el mundoa tu nuevo hijo —añadió con la voz rotapor la emoción—. Lo llevarás a lamezquita y lo circuncidarán. Y ahora,¿qué será de la madre? —preguntó,tratando de dominar su inquietud—.¿Dónde está?

—Me encargaré de que la atiendan.—No —dijo Amira, presa de sus

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antiguos temores—, el niño tiene queestar con su madre. No podemossepararlos. Tráela a casa. La acogerécomo criada. De esta manera, podrácuidar de su hijo y éste no le seráarrebatado. Te educaré como a mi nieto—añadió, tomando en sus brazos elfrágil bulto—. Si el cielo te ha creado,la tierra encontrará un lugar para ti —dijo dirigiéndose al niño.

Mientras contemplaba los ojos delniño, evocó los extraños sueños delcampamento del desierto y la incursiónnocturna que ni siquiera Qettah habíalogrado interpretar, y se preguntó sihabrían sido un presagio de aquella

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noche o bien una profecía deacontecimientos futuros. Después pensóen las criaturas que habían nacidocoincidiendo con el regreso de aquellossueños… Camelia, de un año, Yasmina,de apenas unas horas, y ahora el reciénadoptado Zacarías. Al final, pensó en supropia hija Nefissa que habíaabandonado la casa con las mejillasarreboladas y la mirada febril y aún nohabía vuelto a pesar de lo tarde que era.E imaginó la poderosa mano de Aláescribiendo los destinos de los hombresen su libro.

—Escúchame, hijo mío —le dijo aIbrahim—. Por la mañana irás a la

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mezquita y repartirás limosnas entre lospobres. Y rezarás para expiar lo que hashecho. Yo también rezaré, porque Alá esmisericordioso.

Sin embargo, Amira tenía miedo.

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Segunda parte

1952

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8

—Pero, oiga, ¿qué es lo que pasa?¿Acaso hoy es fiesta o algo por elestilo? ¿Por qué están desiertas lascalles?

El taxista miró a través del espejoretrovisor al pasajero que acababa derecoger en la estación central ferroviariay pensó que ojalá pudiera decirle alinglés que aquél era un mal día para quelos tipos como él circularan por ElCairo; hubiera querido decirle: «Pero¿es que no se ha enterado de la matanzaque hubo ayer en el canal de Suez

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cuando los soldados de su paísasesinaron a cincuenta egipcios? ¿Esque no se ha enterado del juramento queha corrido por toda la ciudad de vengaresta afrenta? ¿No se ha enterado de queel gobierno ha aconsejado a todos losbritánicos que se queden en sus casas?».El taxista hubiera querido añadir: «¿Nosabe por qué le ha sido tan difícilencontrar un taxi?… ¡Sólo un locohubiera accedido a recoger a un inglés!¿No comprende que sólo he aceptadollevarle a la calle de las Vírgenes delParaíso porque me ha ofrecido usted unmontón de dinero y hoy es un mal díapara el negocio? Por consiguiente,

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¿acaso no estoy yo tan loco comousted?».

Sin embargo, el taxista se limitó amirar al pasajero encogiéndose dehombros. Estaba claro que aquel hombreignoraba no sólo aquello, sino tambiénmuchas otras cosas como, por ejemplo,las más elementales normas deeducación. Todo el mundo sabía que elhecho de que un pasajero varón viajaraen el asiento posterior del taxi en lugarde hacerlo delante al lado del taxistaconstituía un insulto. Un pasajero eraalgo más que una simple carrera de taxi,era un invitado temporal del automóvildel taxista. Sin embargo, Edward

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Westfall, el hijo de veintiséis años delconde de Pemberton, no se daba cuentade nada. Cualquiera que fuera el motivode aquel extraño silencio en las callesde El Cairo en aquella preciosa mañanade sábado y cualquiera que fuera lacausa del mutismo del taxista, a él ledaba igual. Se lo estaba pasando tanbien con aquella «travesura decolegial», tal como la llamaba su padre,que nada podía empañar su eufóricoestado de ánimo.

—He venido a visitar a mi hermana—dijo mientras bajaban por una anchaavenida del lujoso barrio de Ezbekiya.Ni Edward ni el taxista tenían la menor

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idea de que, justo en aquellos momentos,unos jóvenes armados con estacas yhachas se estaban reuniendo para iniciaruna guerra santa—. Quiero darle unasorpresa —añadió, inclinándose haciadelante en el asiento como si con ellopudiera acelerar la velocidad del taxi—.No sabe que he venido. Está casada conel médico personal de Faruk. Inclusopuede que esta noche cenemos enPalacio.

El taxista le miró como diciéndole:«No presumas de esto porque será peorpara ti… nada menos que inglés y amigodel Rey. Da media vuelta y regresa acasa antes de que sea demasiado tarde».

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Sin embargo, pensando en el dinero, selimitó a decir:

—Sí, saíd.—¡Estoy deseando ver la cara que

pondrá! —exclamó Edward,imaginándose la feliz reunión.

¿Cuánto tiempo había transcurridodesde la última vez que se habían visto?Alice había abandonado el hogar reciénterminada la guerra en junio de 1945para visitar a unos amigos en la CostaAzul y después había regresado aInglaterra para una breve visita con suflamante marido el doctor Rashid. Seisaños y medio.

—Es la primera vez que vengo a

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Egipto —explicó Edward,preguntándose qué ruido sería aquel queacababan de oír en la distancia. Parecíauna explosión—. Invitaré a Alice ahacer un crucero, descendiendo por elNilo hasta el Bajo Egipto y, de estemodo, podremos visitar los antiguosmonumentos. No creo que haya tenidoocasión de conocerlos todavía.

El taxista le dirigió otra mirada dedesprecio y pensó: «¡Lo estás diciendoal revés, atontado! Se sube por el Nilocuando uno va al sur, al Alto Egipto. ElBajo Egipto está al norte, donde el Nilodesemboca en el mar». Pero no dijonada porque él también había oído las

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explosiones y no sabía si se habíanproducido cerca o lejos de donde ellosse encontraban. ¿No se aspiraba olor ahumo? Sin embargo, la desierta calleparecía muy tranquila.

—Oiga —dijo Edward mirandohacia delante a través del parabrisas—.¿Qué es lo que ocurre?

En la calle acababa de aparecer unaenfurecida muchedumbre con palos yantorchas.

—Y’Allah! —exclamó el taxistapisando los frenos.

Tardó un segundo en estudiar losencolerizados rostros y los apretadospuños. Después, viró hacia una calle

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lateral.—¡Santo cielo! —exclamó Edward,

cayendo hacia atrás contra el respaldodel asiento.

Al llegar al final de la calle, vieronun edificio en llamas a través de cuyasventanas se elevaba una densa humaredamientras en la acera un numeroso grupode personas contemplaba impasible elespectáculo. Curiosamente, no se veíaningún vehículo de los bomberos y losespectadores no parecían muydispuestos a echar una mano. Edwardfrunció el ceño al ver caer un rótulodesde la fachada a la acera. Pudo leerde soslayo SMYTHE E HIJO, CAMISERÍA

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INGLESA, FUNDADA EN 1917.Haciendo marcha atrás, el taxista

retrocedió, se detuvo y después bajó atoda velocidad por una callejuela.Edward, arrojado de uno a otro lado delvehículo, preguntó a gritos:

—Pero ¿qué es lo que ocurre? ¿Porqué aquella gente no intentaba apagar elincendio? ¡Oh, Dios mío! ¡Mire allí!

Al final de la callejuela se acababade iniciar otro incendio; unosenfurecidos jóvenes vestidos congalabeyas estaban arrojando traposencendidos a través de los escaparatesrotos de una peletería inglesa.

—Oiga —dijo Edward mientras el

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taxista maniobraba para abrirse pasoentre la gente—, me parece que esto nome gusta ni un pelo.

Cuando el taxi dobló una esquina, elcabecilla del grupo levantó el puño enalto y gritó:

—¡Muerte a los infieles!Varios centenares de compañeros le

hicieron eco.Uno de los jóvenes que se

encontraban en primera fila, con los ojosencendidos de emoción, sintió la fuerzade Alá circulando por sus venas. Abdullevaba casi siete años luchando por

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aquel momento, desde que abandonarasu aldea… para devolver a Egipto a loscaminos de Alá y a la pureza del Islam.Hubiera deseado que Sahra estuvieraallí para presenciar su triunfo. Lagraciosa Sahra de redondo rostro aquien todavía amaba y en quien siemprepensaba. Seguramente se había casadocon el jeque Hamid y podría ser que yase hubiera quedado viuda, teniendo encuenta la edad del jeque. Abdu se laimaginó en el local de la aldea, tratadacon todo respeto por los clientes deHamid. ¿Cuántos hijos tendría?

El día en que abandonó la aldea trashaber hecho el amor con Sahra al borde

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de la acequia, Abdu sintióremordimiento. Le había arrebatado lavirginidad; en la noche de su boda no sederramaría sangre. Sin embargo, alrecordar con cuánta lujuria miraba elanciano jeque a la muchacha y cuántodinero había ofrecido por ella a sufamilia, Abdu llegó a la conclusión deque Hamid era uno de aquellos hombresque, con tal de conseguir a la mujer quequerían, eran capaces de recurrir acualquier estratagema, por ejemplo,pincharse el dedo antes de envolverlo enun pañuelo… un truco más viejo que elNilo. Cuando Abdu llegó a El Cairo y sedirigió al lugar que le habían indicado,

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su entusiasmo por la ciudad llamada laMadre de Todas las Ciudades y laadmiración que sintió ante la pasión y laentrega de los Hermanos Musulmanesborraron de su mente cualquier otropensamiento. Su remordimiento sedesvaneció y Sahra se convirtió en undulce recuerdo. Ahora toda su existenciaanterior no era más que un lejano sueño.A veces, pensaba en aquel joven quetrabajaba en los campos o jugaba a lastablas reales en el café de Hadji Farid ocomponía versos para Sahra, y sepreguntaba quién era. No era porsupuesto el Abdu que había nacido lanoche en que llegó a El Cairo y empezó

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a escuchar por primera vez la palabra deAlá. El frágil y anciano imam de laaldea cuyos sermones semanales en lamezquita hacían bostezar deaburrimiento a casi todo el mundo, noposeía la inspiración que ardía en laspalabras de los Hermanos. Cuando ellospredicaban, se basaban en el mismoCorán y transmitían el mismo mensajesagrado, pero los Hermanospronunciaban los versículos de talmanera que Abdu tenía la sensación node estar oyendo simplemente unaspalabras, sino de sentirlas y saborearlashasta llenarse el alma con ellas como sifueran la carne y el pan del espíritu. Qué

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claro lo veía todo ahora y qué recto yangosto era el camino que conducía alPropósito definitivo. Apartar Egipto delborde del abismo y devolverle la graciade Alá.

El cabecilla ordenó a los demás quese detuvieran, se encaramó a una farolae inició un encendido discurso. Iban ademostrar al mundo que Egipto ya noestaba dispuesto a soportar por mástiempo el dominio de su imperialistaamo, dijo:

—¡Los británicos serán expulsadosdentro de unos ataúdes!

Los jóvenes lo vitorearon,blandiendo sus armas de fabricación

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casera.—La illaha illa Allah! —gritaron, y

Abdu más que nadie—. ¡No hay másdios que Alá!

—¡Al Club Ecuestre! —gritó elcabecilla.

Cuando los jóvenes dieron mediavuelta y empezaron a bajar por la otracalle, Abdu los precedió con el corazóndesbocado de entusiasmo y los verdesojos encendidos de emoción.

El comandante en jefe del ejércitobritánico se levantó, alzó la copa y dijo:

—¡Señores, brindo por el nuevo

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heredero del trono!Mientras los seiscientos hombres

que asistían al banquete brindaban porel príncipe, Hassan se inclinó hacia suamigo y le dijo en voz baja:

—Por lo que estamos brindando enrealidad es por el póquer real,¿comprendes?

Ibrahim esbozó una sonrisa.El banquete en el palacio de Abdin

se había organizado para festejar elnacimiento del hijo varón de Faruk, y aél asistía una abigarrada mezcla dedignatarios extranjeros, altos oficialesde los ejércitos británico y egipcio yfuncionarios del gobierno. Bajo las

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deslumbradoras arañas de cristal, elfeliz acontecimiento se estaba festejandoa base de espárragos, sopa fría depepinos, pato a la naranja, sorbete deframbuesas, gacela asada y cerezasflameadas, todo ello servido en fuentesde oro y regado con vinos y coñacs deimportación y un café turco fuertementeazucarado. Sin embargo, a pesar de lasamables conversaciones y las risas,Ibrahim percibía una corrientesubterránea de inquietud entre las mesas.Algunas risas parecían forzadas yalgunas personas hablaban en tonoexcesivamente alto. Los árabes y losbritánicos se sonreían mutuamente, pero

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las sonrisas parecían obedecer más a ladiplomacia que a una sincera amistad.Todo el mundo sabía que, debido a losdesórdenes provocados por la matanzaen Ismailía, muchos habían aconsejado aSu Majestad el aplazamiento de aquellacelebración. Sin embargo, Faruk nohabía querido atender a razones. Sialguien tenía que estar preocupado, lesaseguró, eran los británicos. Él no teníanada que temer.

El Rey estaba loco de contento. Alver que la reina Farida no podía darleun hijo, Faruk la había repudiado,pronunciando tres veces la fórmula «Terepudio» en presencia de testigos, tras

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lo cual se había casado con unamuchacha de dieciséis años a la quehabía cortejado con una extravaganciade la que se habían hecho eco lasrevistas del corazón de todo el mundo.Cada uno de los días del noviazgo y dela luna de miel, Narriman había recibidoun regalo… un día un collar de rubíes,al siguiente una caja de bombonessuizos, al otro un ramo de sus orquídeaspreferidas o un gatito. A cambio, ella lehabía dado a Faruk un hijo varón. Ni lasmatanzas ni los rumores de disturbiospodrían empañar los festejos de aqueldía.

Ibrahim estaba sentado unos asientos

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más abajo de Faruk en la mesapresidencial, muy cerca del Rey por siel regio personaje sufriera un repentinoataque de indigestión. Aunque apenasdieciséis años atrás Faruk era unapuesto y esbelto joven, aquella tarde deenero el Rey pesaba ciento veinte kilosy comía con una voracidad que nocesaba de asombrar a sus amigos… tresplatos por cada uno que comían losdemás y diez vasos de gaseosa denaranja según el último recuento.

Mientras el Rey pedía otra ración depescado, Hassan se inclinó haciaIbrahim y le dijo:

—Lo que yo no entiendo es cómo se

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las arreglan él y Narriman. En la cama,quiero decir. El vientre de estemuchacho debe de sobresalir más que…

—¿Qué ha sido eso? —dijo Ibrahim,interrumpiéndole—. ¿No has oído algo?

—¿Qué?—No sé. Parecían explosiones o

algo así.Hassan miró a su alrededor en el

inmenso salón de banquetes donde losseiscientos invitados estaban disfrutandode una opulencia oriental severamentecriticada en los últimos tiempos. Através de los altos ventanalesenmarcados por cortinajes de brocadopenetraba una suave luz invernal que

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iluminaba las gigantescas columnas demármol, las paredes revestidas deterciopelo y los marcos dorados de loscuadros. Al ver que ninguno de lospresentes parecía haber oído nadainsólito, Hassan comentó:

—Habrán sido cohetes en honor delpríncipe. —Hassan reflexionó uninstante—. Tú no crees que vaya a haberdisturbios por lo de Ismailía, ¿verdad?

Estaba pensando en la alarmantecadena de acontecimientos que se habíanproducido desde la humillante derrotade Egipto en la guerra de Palestinacuatro años atrás. Primero había sidoasesinado un comandante de la policía,

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después el gobernador de la provinciade El Cairo y, finalmente, el primerministro había sido tiroteado cuando sedisponía a entrar en el ministerio delInterior. En las calles se sucedían lasmanifestaciones, las huelgas y losdisturbios para protestar por lacontinuada presencia británica enEgipto. El año anterior varias personashabían resultado muertas durante unamanifestación ante la embajadabritánica. Y la víspera se habíaproducido la terrible matanza deIsmailía.

Ibrahim tranquilizó a su amigo conuna sonrisa.

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—Aunque los egipcios seamos unaraza apasionada y a veces irracional, noestamos tan locos como para salir aatacar por ahí a los ciudadanosbritánicos. Además, todo esto que sedice de la revolución no es más que unvano ejercicio. Egipto lleva más de dosmil años sin ser gobernado por losegipcios y no creerás que la situaciónvaya a cambiar ahora. Mira, SuMajestad no está nada preocupado yahora ya tenemos un heredero del trono.Los desórdenes terminarán, no son másque un capricho pasajero. Mañana lagente armará un alboroto por otra cosa.

—¡Tienes razón! —dijo Hassan,

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apurando la copa de champán queinmediatamente le volvió a llenar ellacayo que se encontraba a su espalda.

Las necesidades individuales decada uno de los seiscientos invitadoseran atendidas por un ejército delacayos, silenciosos criados quepermanecían de pie con sus largasgalabeyas blancas, sus feces rojos y susguantes blancos.

—No sé si ya se habrán recibido losresultados de los partidos de críquet —añadió Hassan, tomando una rebanadade crujiente pan francés que untó con unsuave queso de Brie caliente—.Manchester salía como favorito…

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Pero Ibrahim no le escuchaba.Estaba pensando en la deliciosasorpresa que le tenía preparada a Alice:un viaje a Inglaterra.

Alice echaba mucho de menos a sufamilia y especialmente a su hermanoEdward con quien estaba muy unida.Desde la pérdida de su segunda hija acausa de unas fiebres estivales, Aliceestaba tan deprimida que Ibrahim ya nosabía qué hacer para animarla. Inclusola había llevado consigo durante la lunade miel de Faruk, considerada la luna demiel más extravagante de la historia,pues sesenta hombres habían viajado enel yate real, todos ellos vestidos con

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blazers azules, pantalones blancos ygorras marineras. En los puertos dondehacían escala utilizaban unaimpresionante flota de Rolls-Royce y sealojaban en los mejores hoteles. Farukobsequiaba a su nueva reina conpreciadas joyas, obras de arte, platos dealta cocina y prendas de alta costura yseguía entregado a su afición por eljuego. Una noche, el productorcinematográfico norteamericano DarryalF. Zanuck le había ganado 150 000dólares en el casino de Cannes. Todo elmundo estuvo pendiente de aquel viajede fábula, pero el embarazo que Ibrahimesperaba no se produjo.

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Hassan se inclinó hacia él y le dijo:—Alegra esta cara, muchacho, ahí

viene el vástago real.Una niñera entró con el niño

envuelto en una manta de chinchilla y,cuando los seiscientos dignatarios yfuncionarios se pusieron en pie parahonrar al heredero del trono de Egipto,Ibrahim pensó en su hijo Zacarías.

Nadie había hecho el menorcomentario a propósito de la repentinaaparición del niño; los hombres tenían amenudo esposas sin que nadie losupiera. Incluso Hassan habíasucumbido, casándose con una rubia queno le permitía tocarla a no ser que

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estuvieran casados y a la que ahora teníaen su casa flotante sin que su esposaegipcia supiera nada de ella. Ibrahim sehabía limitado a decirle a la gente quehabía repudiado a la madre del niño yque Amira había acogido a Sahra comocriada de la casa. Ahora el pequeñoZakki tenía seis años y era un preciosoaunque frágil chiquillo de temperamentosoñador. Sin embargo, lo que másasombraba a Ibrahim era el vagoparecido que el niño tenía con él, lo cualcontribuía a confirmar su creencia deque Alá le había guiado la noche en quedecidió adoptarlo a pesar de los recelosde Amira. Prefirió no prestar atención a

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las advertencias de su madre… no eraposible que pesara una maldición sobrela familia Rashid, precisamente ahoraque el algodón egipcio se estabavendiendo a un precio récord y susplantaciones estaban produciendo unascosechas tan buenas que apenas podíaseguir el ritmo de la rápidamultiplicación de sus cuentas bancarias,lo cual había dado lugar a que muchosllamaran al algodón el «oro blanco». Lafamilia gozaba de buena salud y erafeliz, e Ibrahim disfrutaba de unaexistencia llena de lujos y comodidadesque incluso sobrepasaba el fastuoso trende vida de su padre.

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Muy pronto él y Alice emprenderíanviaje a Inglaterra. Tal vez llevaranconsigo a Yasmina. Al fin y al cabo, laniña tenía allí un abuelo y varias tías yprimos. Sí, pensó Ibrahim, alegrándosesúbitamente de que se le hubieraocurrido aquella idea e imaginándose lobien que lo iban a pasar él y su hija decinco años a bordo del barco.

Un emisario entró en el salón debanquetes e intercambió unas palabrasen voz baja con el Rey y su comandanteen jefe. Ibrahim se preguntó si habríaocurrido algo o si habrían estalladodisturbios en la ciudad. Pensó en Alice,que se había quedado en casa, temiendo

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que los ciudadanos particularespudieran ser objeto de venganza dada laatmósfera antibritánica que se respirabaen El Cairo.

Apartó los temores de su mentepensando que tal cosa jamás podríaocurrir, y volvió a deleitarseimaginando la alegría de Alice cuandole diera la noticia del viaje a Inglaterra.

Mientras el taxi de Edward doblaba otraesquina, vieron entre el fuego y el humoque muchos hombres rompíanescaparates y arrojaban bombasincendiarias y que otros edificios habían

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sido incendiados. Tras haber probadodistintos caminos para llegar a laCiudad Jardín y encontrarlos todosbloqueados, el taxista dijo finalmente:

—Le voy a llevar a un lugar seguro,saíd. —Bajó por una angosta callejuelay, un minuto más tarde, se detuvo delantedel Club Ecuestre—. Aquí todo esinglés —añadió alargando el brazo porencima del asiento para abrirle laportezuela a Edward—. Aquí estaráusted a salvo.

—Pero yo le he pedido que mellevara a la calle de las Vírgenes delParaíso. ¿Qué demonios pasa aquí? ¿Haestallado una revuelta?

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—¡Entre, por favor! ¡El Cairo es unlugar muy peligroso para usted! Entre yestará protegido. Inshallah!

Edward bajó un poco aregañadientes, aspirando el olor delhumo en el aire. Contempló por uninstante la entrada del Club Ecuestre ydespués, pensando que lo mejor sería ira casa de su hermana, se volvió parasubir de nuevo al taxi. Pero éste ya sehabía apartado del bordillo y estabadoblando una esquina. Con todo suequipaje dentro.

Cuando una cercana explosión lesacudió, Edward subió a toda prisa lospeldaños del club y descubrió que

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dentro reinaba un desconcierto absoluto.Los socios se estaban congregando en elvestíbulo, derribando a su paso mueblesy macetas de plantas. Los hombreslucían pantalones blancos de franela dejugar al críquet y las mujeres iban entraje de baño y llevaban sombreros paraprotegerse del sol. Hasta los mozosnativos con sus largas galabeyas y susfeces estaban intentando salir de allí.

Mientras Edward se abría paso entrepisotones y empujones, tratando delocalizar al encargado, vio que un jeepse detenía frente a la entrada; de élsaltaron unos hombres queinmediatamente subieron los peldaños

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con bidones de gasolina y palancas.Edward observó horrorizado cómoprendían fuego a los muebles ycortinajes tras haberlos rociado congasolina. Cuando ya todo estabaardiendo, incluso los ventiladores deltecho, irrumpieron otros alborotadoresque empezaron a golpear con barras dehierro a los aterrorizados socios delclub que intentaban escapar. Los gritosllenaron el aire y la sangre empezó acorrer.

Edward trató de avanzar entre elhumo, esquivando los fragmentos devidrio que volaban por el aire tras elestallido de las botellas de bebidas

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alcohólicas que había en el bar. Al final,consiguió llegar al desierto mostradorde recepción y, desde allí, pudo ver alos bomberos en la calle con lasmangueras. Sin embargo, en cuanto elagua empezó a caer sobre el edificio enllamas, los alborotadores atacaron lasmangueras con sus navajas, cortándolashasta lograr que no saliera agua.

Mientras trataba desesperadamentede avanzar entre el humo, Edward vio avarios británicos con sus elegantesatuendos deportivos tendidos en el sueloen medio de grandes charcos de sangre.Buscó una salida, procurando dominarsu creciente histeria. La entrada

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principal estaba bloqueada por lachusma y los cortinajes estabanardiendo. ¡La piscina!, pensó de pronto.Pero, mientras cruzaba el vestíbulo parasalir a la terraza, un joven egipciovestido con una larga galabeya le cerróel paso. Edward vio unos ojos verdesque ardían por efecto de algo más quelos reflejos de las llamas. Por uninstante, pensó que tal vez podríadiscutir y llegar a un entendimiento conaquel joven, pues él no era un residentebritánico, sino un simple turista queacababa de llegar a la ciudad. Sinembargo, unas manos morenas lerodearon inmediatamente la garganta.

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Empezó a forcejear con el desconocido,pensando que todo aquello eratotalmente absurdo.

Al final, su atacante tomó un jarróny, cuando se lo estrelló contra la cabeza,a Edward sólo se le ocurrió pensar queAlice iba a sufrir una decepción.

La espaciosa y soleada cocina deparedes y suelo de mármol estaba losuficiente caldeada como para que no senotara el frío de enero. La cocinera, unalibanesa de coloradas mejillas y cabelloalborotado, supervisaba la labor de suscuatro ayudantes en las dos cocinas y los

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tres grandes hornos. El número dehabitantes de la mansión de la calle delas Vírgenes del Paraíso variaba de añoen año a medida que las muchachas secasaban y se iban, los ancianos morían,llegaban nuevas esposas y nacían niños.Aquel fresco sábado de enero había enla casa veintinueve miembros de lafamilia Rashid, desde niños a viejos,más doce criados que vivían en unoscuartos de la azotea, por lo que en lacocina se trabajaba día y noche,preparando la comida sin descanso. Lasmujeres charlaban animadamente entresí mientras la radio, sintonizada con unaemisora musical, llenaba el aire con las

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canciones de amor interpretadas por laconocida voz de Farid Latrache. Enmedio de aquel ajetreo, Amira estabapreparando unos vasos de limonada parallevarlos al jardín donde varias mujeresy niños estaban disfrutando del solinvernal. Mientras inspeccionaba losvasos para cerciorarse de que todosestuvieran impecablemente limpios,Amira experimentó una profundasensación de bienestar. Acababa decelebrar su cumpleaños y no recordabahaber gozado jamás de tanta salud ytanto vigor.

Añadió un cuenco de bolasazucaradas de albaricoque a la bandeja

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y observó que Sahra miraba a través dela ventana mientras formaba aplanadashogazas de pan con la masa de harina.Sabía lo que estaba mirando. En los casiseis años transcurridos desde queIbrahim se presentara en la casa conZacarías, Sahra contemplaba al niñosiempre que podía. Aunque la fellahahabía prometido no decirle jamás anadie que ella era la madre del niño yque Ibrahim no era su padre, el peligroseguía existiendo. Por eso Amira lasometía a una estrecha vigilancia.

Mientras bajaba los peldaños deljardín portando la bandeja, Amiralevantó los ojos al cielo. ¿Era un trueno

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lo que acababa de escuchar? Sinembargo, el cielo estaba despejado. Alo mejor, era una salva para celebrar elnacimiento del hijo del Rey.

Sacó los refrescos al jardín, dondeAlice estaba leyendo un libro mientrasvigilaba a los niños. Camelia, de seisaños y medio, bailaba con los ojoscerrados al son de una música que sóloella podía escuchar.

—¿No te parece bonito que Alá noshaya dado el baile, Umma? —lepreguntó una vez a Amira.

Amira pensaba a menudo que dentrode aquella chiquilla morena de ojosclaros como el ámbar se agitaba un

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espíritu de libertad; Camelia bailabacomo un pájaro que revoloteara o comolos pétalos de una flor agitados por labrisa. Amira ya había decidido que laniña recibiría lecciones de baile cuandocreciera un poco más.

Yasmina, con su blanca tez y sucabello rubio oscuro, estaba tendidasobre la hierba, profundamenteenfrascada en un libro ilustrado. A loscinco años y medio, mostraba un enormeafán de aprender y en cierta ocasiónhabía comentado que los libros eranestupendos porque, cada vez quepasabas una página, aprendías algonuevo que antes no sabías. Yasmina

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estaba más adelantada que sus hermanosen el alif-ba’s a pesar de ser la máspequeña.

Tahia, de la misma edad queCamelia, jugaba sobre la hierba con susmuñecas. Ya había dicho que, cuandofuera mayor, quería tener muchos hijos.A diferencia de su madre, pensó Amira,preguntándose si Nefissa se volvería acasar alguna vez.

Finalmente estaba Zacarías, unprecioso niño que en aquellos momentosestaba contemplando ensimismado elvuelo de una mariposa. Amira sesorprendía a menudo de que, por unmisterioso designio de Alá, aquel niño

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se pareciera tanto a su padre adoptivo.Sin embargo, el parecido era sólo físico;Zacarías no compartía la afición deIbrahim a la vida regalada y lasconversaciones intrascendentes sino quecon frecuencia contemplaba el cielo y sepreguntaba cómo serían Alá y elParaíso. Un niño extrañamente devotoque, a sus seis años, ya era capaz derecitar veinte suras del Corán. Alguienle decía:

—Zakki, recita la cuarta sura,versículo treinta y cuatro.

Y él contestaba de inmediato:—«Los hombres están por encima de

las mujeres porque Dios ha hecho a unos

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superiores a otros».De pronto salió al jardín Omar, un

regordete niño de diez años que andabaconstantemente tramando travesuras.Amira procuraba tener paciencia con él,pues el chiquillo no tenía la culpa deque su madre no le hubiera enseñadodebidamente la disciplina. Amira lanzóun suspiro. Otra razón para que Nefissano volviera a casarse.

—Madre Amira —dijo Alice,hincando el diente en una bola azucaradade albaricoque—, ¿no hueles a humo?

Omar empujó súbitamente alpequeño Zacarías, derribándolo al suelosobre la grava del sendero. Camelia y

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Yasmina se levantaron inmediatamentepara recogerle. ¡Si hubiera más niños!,pensó Amira. En una casa de aqueltamaño, hubiera tenido que haber másniños jugando en el jardín. Amiraansiaba tener más nietos. Pero Nefissano quería volver a casarse a pesar delos muchos hombres adecuados que ellale había buscado, y, hasta la fecha, Alicesólo le había dado una niña a Ibrahimsin contar la que había muerto.

—¡Mírame! —gritó Camelia,caminando con unos tallos de papirosecos a la espalda—. ¡Soy un pavo real!

Amira se quedó petrificada.Acababa de ver un pavo real… no la

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imitación que estaba haciendo su nietasino un pájaro de verdad, vivo ydeslumbradoramente azul como siestuviera realmente allí, exhibiéndosedelante de ella.

Era un recuerdo. Estaba evocando unpavo real de un lejano pasado.

Rápidamente tuvo que sentarse.Nunca sabía cuándo le vendrían a lamemoria los recuerdos, ya fuera ensueños o bien despierta como enaquellos momentos, sentada en el jardínmientras el pasado regresabasúbitamente a ella en grandes oleadascomo las que una vez había visto desdesu casa a la orilla del mar en Alejandría.

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Cada vez ocurría lo mismo: uninesperado recuerdo surgía de pronto eiluminaba un fragmento de su pasadocon tal lujo de detalles que, por uninstante, ella lo creía real. Después, elrecuerdo se esfumaba y la dejabamomentáneamente sin respiración.

Cada vez que le ocurría, Amiraimaginaba que su mente era un profundopozo con burbujas atrapadas en sufondo. De vez en cuando, sin motivoaparente, una burbuja se escapaba yemergía a la superficie de su mente,estallando y liberando el fragmento derecuerdo que contenía. A veces, eranrecuerdos que ella ya conocía, como el

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del día en que conoció a Alí Rashid enel harén de la calle de las Tres Perlas,pero otras veces eran retazos olvidadosde su pasado… un rostro, una voz, unsúbito estremecimiento de terror o dejúbilo. O un pavo real. A medida quepasaban los años, los fragmentos ibanformando un mosaico incompleto de suexistencia, pero aún faltaban muchascosas: su vida anterior a la incursión enla caravana del desierto. Ahora yaestaba segura de que ella era la niña queaparecía en su sueño, pero no sabíacuándo ni dónde había tenido lugar laincursión ni qué había sido después desu madre. ¿Qué debía de ser aquella

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extraña torre cuadrada que a veces veíaen sueños?

Amira se sorprendía de que hubierapodido olvidar unos acontecimientos tanimportantes de su vida. ¿Conseguiríarecordarlos totalmente alguna vez?, sepreguntó mientras la visión del pavoreal se iba esfumando poco a poco.¿Cuál había sido la causa de queolvidara aquellos recuerdos de suprimera infancia?

—Niños —dijo—, venid a tomaros unalimonada.

Yasmina abrió enormemente los ojos

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al ver las bolas de albaricoque… eransus preferidas, por eso la llamabanMishmish, que en árabe significabaalbaricoque. Pero, antes de que pudieraacercarse al cuenco, Omar la empujó ytomó un buen puñado para él. Por suerte,Amira había procurado que hubierasuficiente para todos. Mientras los niñossostenían los vasos de limonada en susmanitas y se llenaban la boca de bolasde albaricoque, Amira sintió el calor delsol sobre sus hombros, aspiró lafragancia del jardín y se llenósúbitamente de alegría. Estaba viendo elfuturo: así que pasaran diez o quinceaños, aquellos niños se casarían y la

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casa volvería a llenarse de chiquillos.¡Entonces seré bisabuela y aún no habrécumplido los sesenta!, pensó con unasonrisa. Se sentía tan feliz que, sihubiera levantado los pies, estabasegura de que hubiera flotadodirectamente hasta el cielo. Alabado seaAlá, Señor del universo, por sugenerosidad y munificencia. Ojalá lascosas sigan siempre igual…

De repente, Amira frunció el ceño.El olor de humo era cada vez másintenso. ¿Qué podía ser? Consultó sureloj. Maryam y Suleiman estarían apunto de regresar de la sinagoga; lespreguntaría si habían visto algo raro en

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la ciudad.De pronto, percatándose de que el

humo no procedía de una hogueranormal, se levantó.

—Vamos, niños —dijo—. Ya eshora de entrar y de volver a las clases.

—Oh, Umma —protestaron ellos—.¿Por qué?

—Tenéis que aprender a leer —contestó Amira, examinando la rodillaque Zacarías se había arañado al caer alsuelo empujado por Omar—. Porqueentonces podréis leer el Corán. Lapalabra de Alá es fuerza. Cuando tengáisun perfecto conocimiento del Corán,estaréis armados para enfrentaros con

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cualquier cosa que ocurra en la vida.Cuando uno conoce la Ley, nadie puedeaprovecharse de él ni causarle el menordaño.

—Son muy pequeños, madre Amira—dijo Alice riéndose mientras recogíasus herramientas de jardinería.

Amira sonrió para disimular sucreciente inquietud… el olor a humo eracada vez más fuerte y, además, ahora seoían gritos en la calle.

—Vamos, rápido. Hoy estudiaréis ymañana iremos a comer a la tumba delabuelo.

Los niños se alegraron al oír suspalabras y entraron riendo en la casa

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porque un día en el cementerio erasiempre muy divertido. Una vez al añoIbrahim llevaba a los niños a la Ciudadde los Muertos donde ponían flores enlas tumbas de Alí Rashid, de la madrede Camelia y de la hija muerta de Alice.Tras lo cual, almorzaban allí mismo. Alregresar a casa, Amira les explicabacómo el espíritu ascendía al Paraísocuando el cuerpo era depositado en elsepulcro. A Zacarías le gustabanmuchísimo las descripciones del Paraísoy estaba deseando subir allí cuantoantes. En cambio, las niñas tenían susdudas algunas veces. Si el Coránprometía tantas recompensas a los

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hombres en el más allá, entre otras cosasvírgenes y jardines, había preguntadoCamelia una vez, ¿cuál sería larecompensa para una niña? Amira laabrazó entre risas y le contestó:

—La recompensa de una mujer esservir a su marido por toda la eternidad.

Una criada salió corriendo al jardín.—¡Mi ama! ¡La ciudad está

ardiendo!Todo el mundo subió a la azotea,

desde donde se podían ver el humo y lasllamas.

—¡Eso es el fin del mundo! —gritóla cocinera.

Amira no daba crédito a sus ojos…

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la ciudad ardía por todas partes y elNilo, reflejando las llamas, tambiénparecía arder. Las explosiones sesucedían sin cesar y se oían rápidasdescargas de artillería como siestuvieran en zona de guerra.

—¡Proclamemos la unidad de Alá!—gritó la cocinera.

—¡El Señor sea ensalzado!Zu Zu salió caminando con la ayuda

de un bastón. Sus viejos ojos se abrieroncon expresión de espanto mientrasgritaba:

—¡La compasión pertenece sólo aAlá! ¡La ciudad está en llamas!

Los criados empezaron a gemir y a

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rezar.—¿Nos están atacando? ¿Todo el

país está en llamas?Alice estaba tan blanca como su

jersey de lana.—¿Por qué no hace nada el

gobierno? ¿Dónde están la policía, lossoldados?

Amira contempló los penachos denegro humo que se elevaban a unos doskilómetros y medio de distancia y tratóde establecer qué era lo que estabaardiendo. Años atrás, Alí Rashid habíasubido con ella a la azotea y le habíaindicado distintos puntos de interés paraque por lo menos supiera algo de la

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ciudad en la que vivía, pero que jamáshabía visto. Él humo procedía del sectoren el cual Alí le había dicho que losbritánicos habían construido sus hotelesde lujo y sus cines. Buscó ansiosamenteel palacio de Abdin donde Ibrahimestaba asistiendo a un banquete y tratóde distinguir si también estaba ardiendo.

Ya era muy tarde y las llamas seelevaban todavía hacia el cielo nocturnocuando la familia se reunió para esperaransiosamente alguna noticia de Ibrahim.Maryam y Suleiman Misrahi habíanregresado hacía un rato, tras haber

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acudido a toda prisa al almacén deImportaciones Misrahi, temiendo quetambién lo hubieran incendiado. Alparecer, el almacén del lucrativonegocio de importación de Suleiman nohabía sufrido daños, pero el espectáculoque habían visto era increíble: cientosde edificios habían sido incendiados,casi todos ellos británicos. Y ahora, enel gran salón de Amira, mientras lafamilia permanecía reunida bajo lasparpadeantes lámparas de aceite decobre y las agujas del reloj se acercabana la medianoche, una voz de la radio fueleyendo solemnemente la lista de losedificios destruidos:

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—El Banco Barclay’s, el hotel Shepheard’s, el Metro Cinema, elPalace de l’Opéra, el Groppi’s…

Cuando el reloj estaba dando lasdoce, una sombra apareció en la puerta.Doreya fue quien primero le vio.

—¡Alá es misericordioso! ¡Ibrahim!—exclamó corriendo hacia él seguidapor todos los demás.

Mientras lo abrazaban y besaban,empujándolo al interior del salón,Ibrahim les aseguró que estaba bien y nohabía sido atacado. Después, se volvióhacia Suleiman y le dijo:

—¿Me puedes echar una mano?Ambos se retiraron y regresaron al

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cabo de un momento, sosteniendo entrelos dos a un joven con la cabezavendada. Al verle, Alice lanzó un grito.

—¡Eddie! ¡Dios mío, Eddie! —dijo,arrojándole los brazos al cuello—. ¿Quéestás haciendo aquí? ¿Cuándo llegaste?¡Estás herido! ¿Qué te han hecho? ¿Quéha pasado?

—Quería darte una sorpresa —contestó Edward con un hilillo de voz—. Y creo que lo he conseguido.

—Oh, Eddie, Eddie —dijo Aliceentre sollozos mientras Ibrahim lescontaba a los demás lo que habíasucedido en el Club Ecuestre.

—Le llevaron al hospital Kasr

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al-Aini y me telefonearon a Palaciocuando él consiguió convencerles de queestaba emparentado conmigo. —Ibrahimse sentó, lanzando un suspiro—. Ospresento a todos a Edward, el hermanode Alice.

Amira lo saludó con un beso en cadamejilla y le dio la bienvenida,examinando el vendaje.

—Siento que hayas llegado en un díatan triste. Ven a sentarte. ¿Te han curadobien la herida en el hospital? No me fíode ellos. Prefiero echarle un vistazo.

Una criada entró con una jofaina,jabón y una toalla y, tras examinar laherida de Edward, Amira comprobó que

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no era grave, la lavó, le aplicó unungüento de alcanfor que ella mismaelaboraba y se la volvió a vendar,cambiando la gasa. Después ordenó queprepararan en la cocina un té medicinalcon manzanilla para los nervios y dientede león para favorecer la cicatrización.

—¿Qué está ocurriendo ahora? —lepreguntó Suleiman a Ibrahim—. ¿Se hancontrolado los incendios?

—La ciudad aún está en llamas —contestó Ibrahim en tono cansado—. Yse ha decretado el toque de queda. Elpopulacho ha llegado a unos mil metrosde Palacio.

—Pero ¿quién es el responsable de

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todo eso? —preguntó Amira.—Se dice que una de las fuerzas que

están detrás de los disturbios son losHermanos Musulmanes —le contestóIbrahim.

Todo el mundo recordó aquelterrible día de cinco años atrás en que,en protesta por la confiscación por partede los británicos de unas tierraspertenecientes a los árabes palestinos,los Hermanos Musulmanes habían hechosaltar por los aires unas salascinematográficas que exhibían lo queellos llamaban «películas americanascontroladas por los judíos».

—Pero ¿han derribado al gobierno?

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—quiso saber Maryam—. ¿Ha habidoun golpe?

Ibrahim sacudió la cabeza,desconcertado. No había habido elmenor intento de derribar al gobierno nide destronar a Faruk. Pese a todo, nocabía duda de que habían sido unosdisturbios muy bien planificados yorganizados. La única pregunta era:¿quién está detrás y por qué?

—¿Qué va a hacer el Rey? —preguntó Suleiman.

Ibrahim no contestó. Sabía que lapolítica de Faruk sería no hacer nada. Alfin y al cabo, como el propio monarcadecía a menudo, los disturbios no iban

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dirigidos contra él, sino contra losbritánicos. Faruk sabía que él tenía muybuena imagen en comparación con losodiados ingleses, y estaba plenamenteconvencido de que al final se convertiríaen un héroe.

De pronto se oyó una voz a través dela radio haciendo una solemne lecturadel Corán, ritual que habitualmente seutilizaba para anunciar el fallecimientode algún alto dignatario. Mientrasescuchaban, todos los reunidos en elgran salón de Amira aprovecharon parameditar acerca de sus respectivostemores.

Edward tomó la decisión de sacar a

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su hermana de allí y llevársela aInglaterra.

Ibrahim pensó en la sorpresa que leiba a dar a Alice con los pasajes debarco a Inglaterra. Sin embargo, a causade los recientes acontecimientos, sabíaque Faruk no le autorizaría a salir delpaís.

Tendría que aplazar el viaje hastaque se apaciguaran los ánimos, cosa queno tendría más remedio que ocurrir.

Suleiman, tomando la mano de suesposa, pensó en los comercios judíosque también habían sido incendiadosdurante los disturbios.

Y, finalmente, Amira se preguntó

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qué sería de su hijo y de toda su familiaen el caso de que la revuelta se volvieracontra el Rey.

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9

En la calurosa noche de julio seaspiraban los perfumes de losinnumerables jardines de El Cairo y losfértiles efluvios de las perezosas aguasdel Nilo. Los cairotas paseabantranquilamente por las aceras tras habersalido del cine o de los restaurantes, queya se disponían a cerrar. Una jovenfamilia en particular, tras haberdisfrutado de una película y unoshelados, estaba llenando el aire estivalcon sus risas. Al llegar a casa, la familiaencontró un mensaje urgente para el

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marido. Éste lo leyó rápidamente, lodestruyó y, poniéndose su uniformemilitar, se despidió con un beso de sumujer y sus hijos y les pidió que rezaranpor él, pues no sabía si volvería averlos. Después salió corriendo a lanoche y se dirigió a la peligrosa citaconcertada tiempo atrás. Su nombre eraAnuar al-Sadat y la revolución acababade empezar.

Nefissa estaba tratando de refrescarseen la bañera de mármol empotrada de sucuarto de baño privado, envuelta en unadeliciosa nube de almendras y rosas.

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Por primera vez en su vida tenía quesoportar las calurosas noches estivalesde El Cairo, dado que Ibrahim habíaanulado el viaje anual de la familia aAlejandría. Desde el comienzo de losdisturbios en enero, en el llamadoSábado Negro, la tensión habíaaumentado en la ciudad y los estallidosde violencia eran cada vez másnumerosos. Ibrahim pensó que no era unbuen momento para viajar y dejó a todala familia en casa cuando él se reuniócon Faruk en su palacio de verano deAlejandría. Sin embargo, Nefissa iría aAlejandría tanto si a Ibrahim le gustabacomo si no. Y no iría sola.

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Echó la cabeza hacia atrás, cerró losojos, aspiró profundamente lasembriagadoras fragancias de su baño ypensó en Edward Westfall, que, al díasiguiente, iba a ser su compañero deviaje por carretera a la costa.

Mientras se llenaba la mente con laimagen de su rubio cabello ondulado,sus opalinos ojos azules y el hoyuelo desu barbilla, levantó las rodillas ypercibió la sedosa suavidad del aguacayendo en cascada sobre su piel. Tomóun frasco de cristal de aceite dealmendras, se echó una pequeñacantidad en la mano y empezó aacariciarse delicadamente el cuerpo. En

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el baño, Nefissa llegaba a veces casi alborde de un delicioso precipicio físico ytenía la sensación de que al otro ladotenía que haber algo extremadamentedulce y sublime. Pero nunca conseguíaalcanzarlo del todo. Conservaba un vagoy lejano recuerdo del momento en que,siendo niña, descubrió un sorprendenteplacer mientras se exploraba el cuerpo.Creía recordar que posteriormente sehabía entregado a menudo a aquellaturbadora sensación hasta que llegó lanoche del corte… la circuncisión. Amirale explicó entonces que le habíanquitado la impureza y que ahora era unaniña «buena». Y, desde entonces,

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Nefissa no había podido recuperaraquella curiosa sensación.

Mientras tomaba una esponja marinay se enjabonaba con un cremoso jabónde almendras, observó que el placer sele seguía escapando y que tan sólo podíaexperimentar un atisbo de lo que hubierapodido ser. Se preguntó por qué razón semutilaban las mujeres. ¿Cuándo habíaempezado la práctica del corte? Amiradecía que se remontaba a la madre Eva,pero, en tal caso, ¿quién había llevado acabo la operación siendo ella la primeramujer? ¿Debió de hacerlo Adán? ¿Porqué las circuncisiones de los niños sellevaban a cabo en pleno día y

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acompañadas de una gran fiesta mientrasque las de las niñas se hacían en mitadde la noche y después ya nadie volvía ahablar de ello? ¿Por qué era un motivode orgullo para los chicos y devergüenza para las chicas?

Nefissa suspiró con inquietudmientras tomaba una jarrita de vidriosoplado de color azul. Se echó unascuantas gotas de aceite en la palma de lamano y se aplicó la esencia de flores deazahar sobre el pecho y el vientremientras sus pensamientos volaban denuevo hacia Edward Westfall.

No estaba enamorada del hermanode Alice y ni siquiera creía que le

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gustara especialmente. Pero lerecordaba tanto a su apuesto tenienteque, siempre que le miraba o hablabacon él, experimentaba una extrañasensación en lo más hondo de su ser.

¡Cómo se deleitaba pensando enaquella noche en el viejo harén delpalacio de la princesa en que ella y suteniente inglés habían hecho el amorhasta el amanecer! Le parecía que habíasido ayer; recordaba con todo detallecada uno de los momentos… la pequeñacicatriz de su muslo derecho, el saladosabor de su piel y la maravillosa formaen que le había hecho el amor. Mientraslas mujeres de tristes ojos los

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contemplaban desde los murales y elruiseñor le cantaba a la rosa en eljardín, Nefissa había experimentado unéxtasis y una pasión que a buen seguro lamayoría de las mujeres jamás hubieranpodido imaginar.

Cuando se despidieron y su guapooficial la besó por última vez bajo la luzde la aurora prometiendo escribirle yregresar algún día, Nefissa experimentóun breve instante de súbita intuición ysupo que jamás volverían a verse.

En medio de todos los besos,caricias y dulces palabras, él no le habíadicho ni una sola vez su nombre; lanoche había sido una pura fantasía y

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ellos habían sido casi tan irreales comolas concubinas del sultán, petrificadaspara siempre en las paredes. En todoslos años transcurridos, no había tenidola menor noticia de él. Lo único queNefissa conservaba de él era el pañuelode fino lino bordado con minúsculosnomeolvides. Era de su madre, le habíadicho el teniente.

Salió lánguidamente de la bañera yse secó con la suave toalla de rizofabricada con el excelente algodón delas plantaciones de su hermano.Mientras se aplicaba una cremosa lociónhidratante a base de lanolina, cera deabejas e incienso, elaborada con las

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hierbas del huerto de Amira, Nefissapensó en su teniente. ¿Estaría todavía enInglaterra, se habría casado tal vez?¿Pensaría alguna vez en ella?

La juventud se le escapaba de lasmanos; tenía veintisiete años y el pasodel tiempo la seguía como una sombra.Pese a constarle que Amira estabadeseando que volviera a casarse ytuviera más hijos y pese a los numerososofrecimientos que había recibido demuchos egipcios acaudalados, Nefissano tenía el menor interés. Queríarecuperar lo que antes había tenido. Poreso había empezado a fijarse enEdward. Haciendo un pequeño esfuerzo,

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se lo podía imaginar vestido con eluniforme de su teniente, encendiendo uncigarrillo bajo la farola de la calle. Nolo amaba, jamás amaría a un hombrecomo había amado al otro. Pero, si lomejor no estaba a su alcance, seconformaría con una copia.

Mientras se deslizaba bajo lasfrescas sábanas perfumadas con esenciade lavanda, Nefissa trató deentusiasmarse pensando en el viaje aAlejandría que emprendería con Edwardal día siguiente. Aunque no sintiera porél la menor pasión, era un inglés rubio yde piel clara, y tal vez en la oscuridadde una alcoba podría casi creer que

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estaba haciendo de nuevo el amor con susoldado perdido…

Bajo la cálida luna de julio las sombrasse movían en silencio por las desiertascalles de la ciudad dormida mientras lascolumnas blindadas salían de loscuarteles de Abbasseya con sus cañones,tanques y jeeps. Inmediatamentebloquearon los puentes del Nilo y todaslas salidas de El Cairo y tomaron elCuartel General Militar, interrumpiendouna reunión nocturna en cuyo transcursolos miembros del Alto Estado Mayorhabían decidido por votación el arresto

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de los dirigentes revolucionarios que seautodenominaban los Oficiales Libres.Se apoderaron de inmediato de lacentralita telefónica y en seguidaordenaron que todos los oficiales deestado mayor y los comandantes detropa se presentaran urgentemente en elcuartel general donde los mantuvieronbajo custodia y los encerraron. Unadivisión blindada fue enviada a lacarretera del canal de Suez parainterceptar las tropas británicas que eraposible que intentaran acercarse desdeel Canal. Dondequiera que fueran, losmilitares revolucionarios eran recibidoscon muy poca o ninguna resistencia.

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A las dos de la madrugada, El Cairoya se encontraba bajo el control de losOficiales Libres. Ahora lo único que lesfaltaba era llegar a Alejandría, dondeestaba el Rey.

Edward Westfall contempló el arma quesostenía en la mano. La había utilizadoen otra ocasión durante la guerra: notemía volver a usarla. Estaba a punto deamanecer y a través de las persianasabiertas de las ventanas de sudormitorio penetraba el cálido vientomatinal y se oía la llamada a la oraciónde los múltiples alminares de El Cairo.

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Edward sopesó en su mano el revólverSmith & Wesson del 38 y rezó ensilencio su propia oración: «Ayúdame,Dios mío. No permitas que sucumba denuevo a mis debilidades, te lo suplico.Me estoy dejando arrastrar y no puedoevitarlo. Te lo ruego, Dios mío, sálvamede este vicio que me domina y me estádestruyendo sin que yo pueda lucharcontra él».

Edward le había dicho a todo elmundo, e incluso se lo había dicho a símismo, que el motivo de que todavíapermaneciera en Egipto seis mesesdespués de su llegada era supreocupación por la seguridad de su

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hermana. Lo mismo le había dicho a supadre el conde cuando le escribió enenero para pedirle que le enviaraalgunas cosas porque un taxista sinescrúpulos le había robado el equipaje.

«No puedo sacar a Alice de Egipto—había escrito— porque existe unaanticuada ley según la cual una mujernecesita el permiso de su marido paraabandonar el país. E Ibrahim no se dacuenta del peligro». También le habíapedido a su padre que le enviara elrevólver de reglamento de la guerra, elSmith & Wesson del calibre 38 queGran Bretaña había distribuido entre sustropas cuando se le agotaron las

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existencias de Enfields.Y lo cierto era que Edward tenía

efectivamente intención de rescatar aAlice y Yasmina de aquel peligrosolugar, pero de eso hacía muchos meses yahora la razón de su permanencia allíera otra. Su verdadero motivo era unsecreto que ni siquiera se hubieraatrevido a confesarle a su hermana, unmotivo que ni siquiera quería reconoceren su fuero interno.

Evocaba recuerdos de turbadoressueños, visiones de unos oscuros ylíquidos ojos, de unos carnosos labiossensuales y de unos largos y finos dedosque le acariciaban lugares secretos…

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De día, cuando estaba despierto,apartaba de su cabeza aquellos impurospensamientos prohibidos, pero de nochesus pensamientos lo traicionaban y seburlaban de él.

¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podía unhombre mantenerse casto en aquellacultura que parecía obsesionada por elsexo y, sin embargo, lo rechazaba? Nose podía pasear por una calle de ElCairo sin ver anuncios de películas deamor, oír las radios de los baresemitiendo canciones cuyo tema eran losapasionados abrazos o escuchar sinquerer atrevidas conversaciones sobrela virilidad y la fertilidad. El comedido

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Edward pensaba que el sexo, el amor yla pasión estaban tan intrincadamenteentretejidos en el tapiz cotidiano de ElCairo como el café, el polvo y losardientes rayos del sol. Y, sin embargo,los goces terrenales, incluso losinocentes coqueteos o el simple hechode tomarse cariñosamente de la mano,estaban estrictamente prohibidos, a noser que se tratara de personasvirtuosamente casadas, en cuyo casotales efusiones debían limitarse a laintimidad de la alcoba. Aquello eramucho peor, pensaba Edward, que elpuritanismo de su educación victoriana.Ciertamente, las reglas del

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comportamiento sexual eran tan estrictasen Inglaterra como en Egipto: la virtud yla castidad eran alabadas y lafornicación y el adulterio, condenados.Pero, por lo menos, la sociedadbritánica no le restregabaconstantemente a uno por la cara aquelloque no podía tener. Inglaterra no habíacreado a las mujeres que se cubrían elrostro con velos y que, sin embargo, tedesnudaban con sus ojos tentadores.Inglaterra no se había inventado laprovocativa danza del vientre o beledi,tal como la llamaban. ¡Y por supuestoque ninguna familia inglesa exhibía lasangre virginal de la novia a la mañana

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siguiente de la noche de boda! Lalavanda inglesa Yardley’s era unarecatada fragancia femenina; en cambio,las mujeres de Oriente asaltaban elolfato con los agresivos aromasfemeninos del almizcle y el sándalo. Porsi fuera poco, la comida era máspicante, la música más viva, las risasmás sonoras y los ánimos más exaltados.Santo cielo, ¿serían también lasrelaciones sexuales más salvajes yapasionadas en Egipto? ¿Cómo podía unhombre conservar el equilibrio ycontrolar sus apetitos?

Edward apenas había podido pegarel ojo en toda la noche. Evocaba las

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embriagadoras fragancias de lamadreselva y el jazmín, y el calor lehabía obligado a prescindir de lassábanas y a dormir desnudo mientras laperfumada brisa le besaba el cuerpo.Ahora el amanecer ya anunciaba unnuevo día rebosante de seduccionessensuales y Edward aspiraba losdeliciosos aromas de los huevos y lasjudías fritas, el queso caliente y el dulcecafé.

Dejó sobre la mesilla el arma y tocóa regañadientes el timbre para llamar asu criado. Había accedido a acompañaraquel día a Nefissa a Alejandría, perotenía miedo.

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Empezó a sudar y notó que se leaceleraban los latidos del corazón. Eraun insensato y no hubiera tenido queacceder a semejante locura. ¡No sehabía trasladado a Egipto para caer denuevo en sus vicios! Al fin y al cabo,ésta había sido una de las razones porlas cuales había viajado a aquel país.No lo había hecho simplemente paravisitar a Alice y ver los antiguosmonumentos sino también para escaparde unas desastrosas relaciones antes deque su padre se enterara. Al menorasomo de escándalo, el conde lo hubieradejado sin un céntimo. Y ahora estabanuevamente a punto de lanzarse de

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cabeza a otro abismo sexual.La brisa que penetraba a través de

las persianas llevaba la dulzura delazahar y el jazmín. Cuando oyó que elchofer en la calzada de abajo abría lapuerta de la antigua cochera convertidaen garaje y ponía en marcha uno de losautomóviles, recordó el largo viaje aAlejandría que estaba a punto deemprender con Nefissa y evocó unacalurosa y sofocante noche de unassemanas atrás en que, durante una cena,su codo rozó accidentalmente otro codo.Sus ojos se cruzaron con otros ycomprendió en aquel instante que estabaperdido.

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Al oír a los criados en el pasillo,adivinó que su asistente entraría de unmomento a otro con el té, el brandy y elagua caliente para afeitarse. Se puso labata de seda y se dirigió al lavabo. Semiró al espejo. La herida sufrida en elClub Ecuestre había cicatrizado sindejarle ninguna señal. Su aspecto eraexcelente y se encontraba en perfectaforma gracias a los cuidados que Amirale había dispensado, a las tonificantesbebidas y también al saludableejercicio. Se alegraba de que losdisturbios de enero no hubieran llegadohasta la Isla de Gezira, un elegante clubdonde los británicos seguían

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entregándose a sus privilegiadasaficiones, aunque con más discreción.Edward se había hecho socio del club yallí acudía diariamente para jugar altenis, practicar natación y mantenerse enforma. Se sabía guapo y también sabíaque, cuando las mujeres le miraban, noveían tan sólo unas hermosas faccionesregulares coronadas por un pálidocabello rubio, sino un físico perfectobajo su impecable atuendo de elegantecaballero inglés.

Los oscuros y líquidos ojossurgieron de nuevo en su mente. Sepreguntó qué debían de ver cuando lemiraban.

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Soltó un gruñido. Estaba sudandoprofusamente, no a causa del calor dejulio sino de la lujuria. Quería sucumbira la tentación y, sin embargo, temíahacerlo. Recordó lo que Alice le habíadicho:

—No sé quién soy ni dónde mecorresponde estar.

Él también se sentía atrapado entredos mundos y no encajaba del todo niaquí ni allí. Pobre Alice, traicionada porel hombre al que amaba, incapaz devivir con él y sin poder regresar aInglaterra. ¿No habría caído él en lamisma trampa? ¿Enamorado sin quererestarlo, ansiando regresar a casa, pero

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sin poder hacerlo por culpa del deseosexual que lo encadenaba allí?

¿Cómo había podido acceder aviajar a Alejandría con Nefissa? EnAlejandría la seducción sería completay él se hundiría una vez más en elabismo. Hubiera tenido que quedarseallí, en la calle de las Vírgenes delParaíso. Entre las estrictas normas deconducta moral de Amira se sentía asalvo.

Cuando entró el asistente, Edwardguardó rápidamente el revólver en sumaleta. Era una medida de proteccióncon vistas al viaje de doscientoskilómetros por carretera. Mientras el

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criado le preparaba la crema de afeitar,Edward se bebió el brandy, rechazó elté y pidió más brandy, tomando la copacon trémula mano.

Amira acababa de dirigir la oraciónmatinal de las mujeres, incluidas lascriadas y las niñas. Al terminar la últimaplegaria, volviendo la cabeza haciaatrás para decirles a los ángeles de laguarda: «La paz y la misericordia deAlá sean con vosotros», las criadasregresaron a sus quehaceres domésticosy las demás mujeres bajaron adesayunar, seguidas por Zacarías y

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Omar. Amira se quedó en losdormitorios con Yasmina, Camelia yTahia, las cuales, a pesar de tener tansólo seis y siete años, ya estabanaprendiendo a hacer las camas comoparte de su adiestramiento para cuandofueran mayores y se casaran; las niñashicieron primero sus camas y despuéslas de sus hermanos; a continuación,recogieron la ropa y los juguetesdesperdigados por el suelo y ordenaronla habitación que compartían ambosniños. Trabajaban muy rápido porquetenían apetito; los deliciosos aromas deldesayuno llenaban la casa, pero ellas nopodrían bajar a comer sin antes haber

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terminado aquellas tareas.—Tenemos criadas, Umma —dijo

Tahia, que, con sus siete años y dosmeses, era la mayor de las niñas—.Ellas pueden hacer las camas.

—¿Y qué ocurrirá si no tienescriadas cuando te cases? —replicóAmira alisando la colcha de la cama deOmar—. ¿Cómo cuidarás entonces de tumarido?

—¿Tía Alice y tío Edward sonmalos porque no rezan con nosotros? —preguntó Camelia.

—No, es que ellos son cristianos…gente del Libro como nosotros. Ellosrezan a su manera.

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Amira oyó que el asistente personalde Edward subía la escalera del ala dela casa reservada a los hombres,portando la habitual bandeja de té ybrandy. Por primera vez desde que seconstruyera la casa, se había introducidoalcohol en aquella mansión. Amiraprotestó como la vez en que Alice habíapedido que sirvieran vino en lascomidas. En aquella ocasión, Amirahabía conseguido imponer su criterio.Pero esta vez, tratándose de un deseodel cuñado de su hijo, había tenido queceder.

La anciana Zu Zu entró en la estanciarenqueando con su bastón. Unas oscuras

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ojeras rodeaban sus ojos. No habíadormido bien, explicó, y sus sueñosestaban llenos de premoniciones y malospresagios.

—He soñado una luna roja como lasangre y he visto yinns jugando ennuestro jardín. Todas las flores sehabían marchitado.

Amira mandó retirarse a las niñastemiendo que la anciana las asustara consus comentarios y después dijo:

—Está escrito que nada nos podráocurrir más que lo que Alá hayadecretado. Él es nuestro amigo yprotector. No te preocupes, tata. El Reye Ibrahim están en buenas manos.

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Pero Zu Zu, que había sido una jovenatolondrada en los tiempos de losgrandes jedives de Egipto, replicó:

—También está escrito que Alá nocambia a las personas si ellas mismasno se cambian primero. Se acercancalamidades, Um Ibrahim, y no es buenoque tu hijo esté lejos. ¿Para qué sirve unhombre, sino para proteger a su familia?

Cuando Zu Zu le suplicó a Ibrahimque esta vez no acompañara al Rey aAlejandría, él le aseguró alegrementeque no ocurriría nada. ¿Cómo podíaestar tan ciego? En los seis mesestranscurridos desde el Sábado Negro, elrey Faruk había cambiado tres veces la

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composición de su gobierno y corríanrumores de que tenía intención decolocar al frente del gabinete a sucuñado, un hombre despreciado por elejército. De este modo, la tensión habíavuelto a apoderarse de El Cairo.

—Tengo miedo —dijo ahora Zu Zu—. Temo por la seguridad de tu hijo ypor la de esta familia. Estando él enAlejandría, ¿qué protección tenemosnosotros aquí?

Zu Zu dio media vuelta y siguió a losniños, qué se dirigían a la sala deldesayuno.

En la sala del desayuno de la plantabaja, donde la familia estaba atacando

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ruidosamente las bandejas de huevoscon judías, Nefissa permanecía de piejunto a una ventana abierta, esperando laaparición del automóvil. Lucía un ligerotraje de viaje de lino y llevaba unmaletín de maquillaje de piel decocodrilo del Nilo.

Alice se acercó a ella y le dijo:—He hecho una cosa para ti.Era un precioso ramillete de flores

carmesí que hacían juego con los rojoslabios de Nefissa y encendieron undestello en sus grandes ojos oscuros.

Nefissa miró a Amira, que estabadando de comer a dos niños pequeños, yle dijo a Alice en un emocionado

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susurro:—¡Si ella lo supiera! ¡Mi madre me

encerraría en una habitación y arrojaríala llave al Nilo! —Nefissa teníaintención de cometer una escandalosalocura: pensaba rechazar los serviciosdel chofer y conducir ella misma elautomóvil hasta Alejandría. Variosmeses de clases secretas de conducir lehabían otorgado finalmente una libertady un poder que jamás había conocidoanteriormente—. Ya es grave que mehaya negado a ponerme el velo y avestirme de negro —añadió mientras seprendía el ramillete al vestido de lino—, ¡cómo Umma se enterara de que voy

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a conducir…! ¿Sabe Edward que piensoponerme al volante?

—¡Mi pobre hermano no tiene niidea! Cree que serás escoltada por unchofer. ¿Piensas hacer alguna parada porel camino?

Alice estaba tan deseosa comoNefissa de que se consumara laseducción. Hubiera sido capaz decualquier cosa con tal de que Edward sequedara en Egipto.

De pronto, oyeron el insistentesonido del timbre de la puerta principal.Momentos después, una criada hizopasar a Maryam Misrahi a la estancia.

—¿Tienes la radio puesta, Amira?

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—preguntó Maryam—. ¡Ponla enseguida! ¡Ha estallado una revolución!¡De noche, mientras dormíamos!

—¿Qué? Pero ¿cómo?—¡No lo sé! ¡Las calles del centro

están llenas de tanques y soldados!Sintonizaron con Radio El Cairo y

se oyó una voz desconocidaperteneciente a un hombre del que jamáshabían oído hablar, un tal Anuar al-Sadat, el cual les estaba diciendo alos egipcios que ya era hora de quefinalmente se gobernaran a sí mismos.Otras personas entraron en la sala parareunirse en torno al receptor, Doreya yRayya con sus hijos, Haneya con su

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hijito, Zu Zu apoyada en su bastón ytodas las demás mujeres y criadas de lacasa.

—No habla para nada del Rey —dijo Rayya escuchando con atención eldiscurso de Sadat—. No dice qué hanhecho con él.

—Van a matar al Rey —gritóDoreya—, ¡y también a Ibrahim!

De pronto, todas las mujeres seasustaron y empezaron a abrazarse unasa otras entre gritos y lamentos mientrasla pequeña Tahia se echaba a llorar.Amira, procurando disimular suinquietud, dijo serenamente:

—No tenemos que dejarnos vencer

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por el miedo. Recordad que Alá escomprensivo y que nos ponemos bajo suprotección. Telefonea a todo el mundo ydiles que vengan —añadió, volviéndosehacia Rayya—. Seguiremos las noticiasdesde aquí y rezaremos juntos.

Doreya, reúne a todos los niños.Procura entretenerlos con juegos ytranquilízalos.

Después dio orden a la cocinera deque empezara a calentar el agua para elté y preparara gran cantidad de comida,pues pronto empezarían a llegar losparientes para esperar las noticias deIbrahim. Finalmente, le dijo a Nefissa:

—Hoy no irás a Alejandría.

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—Eso es absurdo —dijo el rey Faruk,rechazando con un gesto de la mano loque le estaba diciendo Sadat—. ¿Cómopuede usted decir que ha habido unarevolución si sólo se han disparado unoscuantos cañonazos y apenas ha habidoderramamiento de sangre?

Sin embargo, era cierto que larevolución había sido casi incruenta. Ensólo tres días tras la toma de El Cairo,los Oficiales Libres habían asombradoal mundo apoderándose del control detodas las comunicaciones, organismosdel gobierno y medios de transporte, ydejando el país prácticamente

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paralizado. Faruk había quedadoaislado; los británicos no podían enviarayuda porque el ejército revolucionariocontrolaba los trenes, los aeropuertos,puertos y principales carreteras, y,aunque el agregado militar de laembajada de los Estados Unidos en ElCairo había exigido una explicaciónsobre lo que estaba ocurriendo, no hubopor parte norteamericana el menorofrecimiento de ayuda militar. Farukestaba indefenso. Se habíanintercambiado algunos disparos entre laGuardia Real y las fuerzasrevolucionarias que rodeaban elPalacio, pero el Rey ordenó finalmente

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que la Guardia se retirara y mandócerrar todas las puertas. Más tarde, unode los Oficiales Libres, Anuar al-Sadat,dirigió un ultimátum al Rey: abandonarel país a las seis de aquella tarde oatenerse a las consecuencias.

Ante las protestas del Rey, Sadat lerecordó cortésmente los disturbios delsábado Negro en cuyo transcurso todoslos locales cinematográficos, casinos,restaurantes y grandes almacenes de lazona europea de El Cairo habían sidoincendiados… más de cuatrocientosestablecimientos en total. Se decía que,si Faruk hubiera tomado medidas apenasdos horas antes y no hubiera estado tan

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ocupado en sus propios placeres, todoello se hubiera podido evitar. Peroahora, añadió amablemente Sadat, elRey era un hombre muy poco popular.

Faruk conocía también otro datosumamente inquietante, es decir, que lamayoría de los Oficiales Libres queríanejecutarle y que se había salvado por unsolo voto, el de Gamal Abdel Nasser, elcual no quiso que hubieraderramamiento de sangre.

—La historia le juzgará —habíadicho Nasser.

Faruk llegó a la conclusión de que,cuanto más tiempo permaneciera enEgipto, tanto más breve sería su vida.

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Inmediatamente le comunicó sudecisión a Sadat.

Ibrahim cayó en la cuenta de queaquélla sería quizá la última vez queestuviera en aquel palacio o en lacompañía de Faruk, lo cual le parecíaalgo increíble tras haberse pasado tantosaños viviendo bajo la sombra real.¿Sería posible que ya no le llamaran amedianoche al palacio de Abdin dóndesolía encontrar al monarcachismorreando a través de uno de losteléfonos que tenía en su mesilla denoche? Faruk jamás había leído un libro,ni escuchado música, ni escrito unacarta; su única diversión eran las

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películas y los chismes por teléfono atodas horas de la noche. En su calidadde médico personal del Rey, Ibrahim erauna de las pocas personas que sabíanque Faruk había sido criado hasta losquince años en un harén donde unamadre de férrea voluntad lo habíamimado en exceso, por cuyo motivosiempre había sido como un niño queprefería los juguetes a la política y noestaba preparado en absoluto parasobrevivir. Cuando, días atrás, leadvirtieron sobre los movimientos delos Oficiales Libres, se había encogidode hombros calificando a estos últimosde «rufianes», y la misma noche del

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golpe, cuando le comunicaron losinsólitos movimientos de tropas en ElCairo, no había atribuido la menorimportancia a la noticia. Los oficialesrevolucionarios tenían razón, ya era horade que Egipto tuviera un verdaderogobernante.

Unos extraños y confusospensamientos se agolparon en la mentede Ibrahim. ¿Sería aquél, efectivamente,el final del reinado de Faruk? ¿Quiéniba a ocupar su lugar? ¿Y dóndeencajaría ahora el médico real? Ibrahimcontempló los pesados cortinajes deterciopelo negro que cubrían el arco deuna puerta y pensó con asombro: «Así

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de negro será mi futuro».Al final, trajeron el documento de

abdicación. En una vasta y soleada salade mármol que parecía sacada de unpalacio de la antigua Roma, congigantescas columnas e impresionantesfrisos, Faruk examinó estoicamente eldocumento, que contenía dos frases enárabe: «Nos, Faruk I, que siemprehemos deseado la felicidad y elbienestar de nuestro pueblo…». Casi alborde de las lágrimas, el Rey sacó supluma de oro. Ibrahim observó cómoFaruk firmaba los documentos deabdicación y vio que la firma resultabacasi ilegible de tanto como le temblaba

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la mano. Cuando a continuación firmó enárabe, Faruk escribió erróneamente sunombre, pues jamás había aprendido aescribir el idioma del país quegobernaba.

Ibrahim ayudó al Rey a bañarse y avestirse para el último viaje con sublanco uniforme de almirante de laarmada. Después, Faruk se sentó porúltima vez en el trono cuajado de joyasdel palacio de Ras al-Tin y se despidióde sus más estrechos amigos y asesores.A Ibrahim le dijo en francés:

—Te echaré mucho de menos, monami. Si tú o tu familia sufrierais algúndaño a causa de vuestra asociación

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conmigo, suplico perdón a Dios. Me hasservido fielmente, amigo mío.

Ibrahim bajó con él la granescalinata de mármol y le acompañó alpatio del palacio donde, bajo el cálidosol de la tarde, la banda real interpretóel himno nacional de Egipto y fuearriada la bandera verde Nilo de Egiptocon la media luna, la cual se doblódespués y se entregó al Rey como regalode despedida.

Pero Ibrahim se quedó al pie de lapasarela cuando Faruk subió a lacubierta del Mahroussa. Por primeravez en muchos años no estaría cerca delRey. Eso le hizo sentirse curiosamente

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desnudo y a la deriva.Faruk hizo un sereno y solemne gesto

de despedida acompañado de las tresprincesas sus hermanas, su esposa dediecisiete años y su hijo de seis meses.Se soltaron las amarras y, cuando el yateempezó a deslizarse sobre el agua, unacercana fragata disparó veintiuna salvasde ordenanza.

Mientras el Mahroussa se alejaba,Ibrahim sólo pudo evocar los buenosrecuerdos, como cuando llevó aCamelia, Yasmina, Tahia y Zacarías aPalacio para presentarlos al Rey y Farukles regaló golosinas y caramelos y lescantó su canción preferida, Los ojos de

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Texas están sobre ti . Recordó el día dela boda de Faruk en que millones decampesinos afluyeron a El Cairo parafestejar el feliz acontecimiento. Lafigura del Rey despertaba tanto afecto ysimpatía que los rateros de la ciudadinsertaron anuncios en los periódicosproclamando la moratoria de un día ensus hurtos, en honor de la regia pareja.Y recordó también una lejana noche de1936 en que los Rashid veraneaban enAlejandría e Ibrahim presenció lallegada del nuevo monarca que iba aocupar el trono del país, por aquelentonces un esbelto joven de exóticaapostura a bordo de un yate rodeado de

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una flotilla de miles de embarcaciones yfalúas brillantemente iluminadas. Aqueldía todo Egipto enloqueció por Faruk,cuyo nombre significaba «el que sabediscernir entre el bien y el mal».

Finalmente, mientras el Mahroussaabandonaba lentamente el puerto,Ibrahim recordó el día en que Hassan lehabía presentado al joven soberano y élse ganó la inmediata simpatía de Faruk,el cual decidió nombrarle médico real.

Se sentía embargado por unaprofunda tristeza y las lágrimas leescocieron en los ojos al comprenderque el Mahroussa había zarpado conalgo más que el depuesto monarca de

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Egipto. El yate se llevaba sus recuerdos,su pasado y toda la razón de suexistencia. La imagen de los pesadoscortinajes de terciopelo negro acudió denuevo a su mente.

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Alice no podía dar crédito a lo queveían sus ojos.

Acababa de salir al jardín con uncesto, unas herramientas de jardinería yun sombrero de paja de ala ancha paraprotegerse el rostro del sol de Egipto y,al ver lo que había junto al murooriental, no pudo reprimir un grito.

—¡Dios bendito! —exclamó,cayendo de rodillas e inclinándose haciadelante para examinarlo con másdetenimiento… por si acaso la vista lahubiera engañado.

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Pero no era una ilusión óptica. En elextremo superior de unos altos tallosverde oscuro, unos minúsculos capullosestaban empezando a abrirse y tres deellos ya se habían convertido en unaspreciosas y grandes flores de colorcarmesí. ¡Al final! Tras cuatro años defallidos intentos, de cuidados, riegos yconstante eliminación de malas hierbas,de construcción de un umbrosocobertizo, de vigilancias y esperas, dearrancar los fracasos y de volver aempezar… después de tanto trabajo ytantas esperanzas, cuando ya empezaba atemer que jamás podría cultivar floresinglesas en aquel cálido jardín

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mediterráneo, Alice había conseguidofinalmente que floreciera el ciclamencarmesí, su flor preferida.

Estaba deseando mostrárselos aEdward. Eran como los que había en sujardín de Inglaterra. Sin embargo,mientras regresaba a la casa, Alicerecordó que su hermano había salidoaquella mañana con Ibrahim y Hassanpara ir a ver un partido de fútbol y noregresaría hasta la tarde. A ella no lahabían invitado, por supuesto, porquelas mujeres no asistían a talesacontecimientos. Pensó para susadentros que no le importaba. Era una delas muchas costumbres a las que había

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tenido que adaptarse cuando se instalóen la calle de las Vírgenes del Paraíso y,aunque a veces contemplaba desde eljardín los altos muros que rodeaban lacasa más para mantener encerradas a susocupantes que para impedir la entradade los intrusos, y lamentaba tener quepermanecer con las mujeres en unahabitación mientras Ibrahim y Eddie sereunían con los hombres en otra, pensóque el hecho de acostumbrarse a lasociedad egipcia no le había sido tandifícil como al principio imaginaba.

«Tengo mucha suerte —le habíaescrito a su mejor amiga en Inglaterra—,¡estoy casada con un hombre

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maravilloso y vivo en una enorme ypreciosa mansión con más criados delos que hay en casa!».

Mientras contemplaba los rojoscapullos de ciclamen entre las hojas decolor verde oscuro, tratando dedescubrir alguna mala hierba, Alice oyóla voz de una chiquilla cantando. Prestóatención y, reconociendo la voz deCamelia, esbozó una sonrisa. Aquellaniña llevaba la música en la sangre,pensó mientras trataba de entender laletra árabe de la canción. Al cabo desiete años, Alice se enorgullecía de losprogresos que había hecho en elaprendizaje del árabe y, aunque le

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costaba un poco comprender todas laspalabras de la canción, entendía susignificado. Se refería al amor, comocasi todas las canciones egipcias:«Apoya la mano en mi cálido pecho ytraspásame con tu flecha de amor».

Cuando oyó la voz de Yasminauniéndose a la canción, Alice no sesorprendió. Aunque se llevaban un año,ambas hermanas estaban tan unidascomo si fueran gemelas, siempre ibanjuntas a todas partes y ella habíaobservado, incluso, alguna noche en quehabía entrado en la habitación para ver asu hija, que ambas dormían juntas en lamisma cama.

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Para su asombro, la voz de su hija lehizo experimentar nostalgia deInglaterra. De pronto, sintió la necesidadde contemplar la ancestral mansión deestilo Tudor de los Westfall y la verde ybrumosa campiña; echaba de menos lospaseos a caballo con sus amigosrodeada de sus perros y las compras enlos almacenes Harrod’s; estabadeseando volver a saborear el tocinoahumado y la cerveza, las empanadas ylas salchichas; echaba de menos lassemanas de lluvia incesante y losrecorridos por la ciudad en los rojosautobuses de dos pisos. Y echaba demenos a sus amigos que le habían

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manifestado su propósito de ir a verla aEgipto, pero cuya promesa se había idoesfumando a medida que pasaban losmeses hasta que, al final, en sus cartasya no mencionaban para nada suintención de visitarla. Sólo su amigaMadeline le había escrito con todafranqueza: «Es demasiado peligrosoviajar a Egipto en estos momentos.Sobre todo para los ciudadanosbritánicos».

Pero, estando aquí, yo soy feliz,pensó Alice. Mi vida con Ibrahim esmuy satisfactoria y tengo una niñaencantadora.

Sin embargo, una extraña desazón

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provocada por la voz de Yasminaempezó a socavar su certidumbre. Alicemiró a su alrededor como si entre lasflores y los arbustos del jardín pudieradescubrir la causa de su nuevainquietud. Examinó su vida y llegó a laconclusión de que no le importaba queella e Ibrahim durmieran en alasseparadas de la casa; sus propiosprogenitores habían tenido dormitoriosseparados durante buena parte de suvida matrimonial. Tampoco leimportaba que Ibrahim asistiera a vecesa acontecimientos sociales sin ella,como, por ejemplo, el partido de fútbolde aquel día. Sin embargo, en aquella

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calurosa mañana del mes de agosto,Alice se dio cuenta por primera vez deque le faltaba algo, aunque no sabía qué.

Dejando las herramientas dejardinería, Alice miró a través de unafrondosa hortensia y vio a Camelia yYasmina al otro lado, jugando bajo elsol. La sonrisa se le quedó congelada enla boca al ver lo que estaban haciendo.

Envueltas en sendas telas de sedanegra, ambas niñas estaban intentandoponerse unas melayas y procurabancubrirse con ellas la cabeza y la parteinferior del rostro, tal como hacían todaslas mujeres en El Cairo. Para suasombro, las chiquillas de seis y siete

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años respectivamente estaban imitando ala perfección los gestos de las mujeresadultas, su forma de andar contoneandolas caderas y la constante necesidad derectificar la colocación de laresbaladiza prenda.

—Hola, niñas —dijo saliendo dedetrás de la hortensia.

—¡Hola, tía Alice! —dijo Camelia,dando vueltas con su melaya—. ¿No teparecen bonitas? ¡Nos las ha regaladotía Nefissa!

Los velos que Nefissa rechazaba,pensó Alice, recordando el cambio quese había operado en su cuñada tras susecreta noche de amor con el oficial

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británico.—Ya no quiero vivir como vive mi

madre —había dicho Nefissa—. Quieroser una mujer libre.

Tras lo cual, Nefissa le habíaanunciado audazmente a Amira que yano pensaba volver a ponerse el velopara salir a la calle. Para asombro deAlice, Amira no había protestado.

Y ahora las niñas estaban jugando a«vestirse» con las melayas tal como ellasolía hacer en su infancia con losvestidos de su madre. Pero había unadiferencia: los anticuados trajes denoche de lady Frances eran simplementeprendas de vestir, no un símbolo de

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represión y esclavitud.Alice experimentó de pronto un

nuevo y extraño temor. Desde elderrocamiento de Faruk y elestablecimiento del gobiernorevolucionario, se venía hablando de laexpulsión de los británicos de Egipto yde la necesidad de que el paísrecuperara sus antiguas costumbres.Hasta aquel momento, no se habíapreocupado por el significado deaquellas palabras. ¡Recuperar lasantiguas costumbres! Recordó lasnumerosas estancias de la mansiónRashid llenas de retratos deantepasados: hombres de viril

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apariencia tocados con turbantes y fecesy acompañados por mujeres sin rostro,ocultas bajo unos velos. Mujeres, pensóAlice ahora, sin más identidad que ladel hombre al que acompañaban.

Mujeres, pensó con tristeza, quehabían soportado en silencio la afrentade que su marido tomara otras esposas.

Al despertar a la mañana siguientedel día del nacimiento de Yasmina, lefue un poco difícil al principio aceptarque Ibrahim tuviera otra esposa cuyaexistencia ella ignoraba y enterarse deque el hijo de aquella unión iba a sereducado en la casa. Cuando Ibrahim leexplicó que la otra esposa no significaba

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nada para él, que se habían divorciadopor mutuo acuerdo y que era ella, Alice,la mujer a quien amaba, Alice trató deconvencerse de que Ibrahim no tenía laculpa y de que todo formaba parte de sucultura. Y él así se lo confirmó.

Pese a ello, algunas veces miraba alpequeño Zacarías o escuchaba sus risasresonando en la casa, y volvía aexperimentar el antiguo dolor: Ibrahimya tenía una esposa cuando se casóconmigo…

Ahora le vinieron a la mente otrasimágenes: los tés ingleses a los quehabía asistido con otras esposasinglesas, las danzas y bailes a los que

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acudía con Ibrahim y en los que hombresy mujeres alternaban libremente, losespectáculos de marionetas a los quellevaba a Yasmina y los parques derecreo infantiles donde se reunía conniñeras inglesas que vigilaban a unosniños semejantes a su propia hija. ¿Y silos británicos abandonaran Egipto?,pensó ahora. ¿Desaparecerían tambiéntodas aquellas costumbres inglesas?

Después vislumbró fugazmente unfuturo aterrador en el que las mujeres secubrían con velos y tenían quepermanecer encerradas en sus casas,soportando la humillación de que susmaridos tomaran otras esposas. Alice

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había aprendido a conformarse con suslimitadas libertades, sabía que no podíair a ningún sitio sin que la acompañaran,no podía abandonar el país sin laautorización de su marido y tenía quereunirse exclusivamente con mujerescuando ella e Ibrahim visitaban a susamigos egipcios… incluso consiguióaceptar, no sin cierto esfuerzo, el hechode que Ibrahim ya tuviera una esposacuando ambos se casaron enMontecarlo… pero la posibilidad deregresar a las antiguas costumbres leparecía impensable.

Ahora, contemplando a su hija deseis años inocentemente envuelta en el

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arcaico velo negro que ocultaba sucuerpo y su identidad, Aliceexperimentó un temor que jamás habíasentido. ¿Cómo sería el futuro deaquella niña, cómo la tratarían, quéposibilidades tendría en aquella culturaen cuya lengua la palabra fitna seempleaba indistintamente para designarel «caos» y también a una «bellamujer»?

Las niñas le habían hablado en árabey ella les había contestado en el mismoidioma, pero ahora, sentándose en unbanco de piedra y atrayendo a Yasminahacia sí, les dijo en inglés:

—Ahora mismo estaba trabajando en

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el jardín y he recordado una historiamuy divertida de cuando era pequeña.¿Queréis que os la cuente?

—Oh, sí —contestaron ambas niñasal unísono, sentándose inmediatamentesobre la hierba.

Le hablaré a Yasmina de Inglaterra,pensó Alice mientras rebuscaba en sumente algún recuerdo. Le llenaré lacabeza con mis vivencias para que, sieste futuro llegara a producirse, mi hijaesté preparada para afrontarlo.

—Cuando yo era pequeña —dijo—,vivía en una casa muy grande enInglaterra. Era una casa preciosa que lehabía regalado a mi familia muchos

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siglos atrás el rey Jacobo y, como eramuy antigua, había muchos ratones. Undía vuestra abuela se dio cuenta de queun ratón había entrado en la cocinadurante la noche y…

Yasmina la interrumpió:—¿Quieres decir Umma? —

preguntó, haciendo referencia a Amira.—No, cariño mío. Tu otra abuela,

mi madre, la abuela Westfall.—¿Y dónde está ahora?—Ha muerto, cariño. Se fue a vivir

con Nuestro Señor Jesucristo al cielo.Bueno pues, la abuela Westfall les teníamucho miedo a los ratones y entoncesles dijo al abuelo y a tío Eddie que

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buscaran por todas partes aquel ratón.¿Dónde se habría escondido? Buscarony buscaron, pero no pudieron encontrarel ratoncito. Una mañana, mientrastomaba el té, la abuela vio un largo rabode color rosa asomando por debajo dela cubierta de lana de la tetera. ¡Laabuela lanzó un grito y cayó desmayadaal suelo!

Yasmina y Camelia batieron palmasriéndose.

—¡El ratoncito vivía en la cubiertade la tetera!

—¡Y la abuela se había pasadovarias semanas levantando la cubiertade la tetera sin saber que el ratoncito

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estaba allí!Mientras Camelia imitaba al ratón

entre risas, Alice oyó una voz:—¡Hola! Buenos días a todas.Vio el pelirrojo cabello de Maryam

Misrahi antes de ver a su propietaria.—Hola, tía Maryam —dijeron las

niñas.Inmediatamente, Camelia se levantó

y se envolvió en la melaya.—Siempre haciendo payasadas —

dijo Maryam riéndose mientrasacariciaba primero la mejilla deCamelia y después la de Yasmina.Volviéndose hacia Alice, le preguntó—:¿Qué tal estás esta mañana, cariño? Te

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veo muy bien.Mientras le contestaba, Alice se

percató por primera vez de lo distintasque eran Maryam y Amira. Sabía queambas eran amigas desde hacía muchosaños y que se veían casi a diario, perono se le había ocurrido pensar hastaentonces que Maryam, tan desenvuelta yllamativa (siempre lucía prendas devivos colores), contrastaba fuertementecon la madre de Ibrahim, mucho másretraída y conservadora. Pero Maryamtenía una activa vida social fuera delhogar en tanto que Amira, para granasombro de su nuera, jamás había puestolos pies en la calle más allá de la puerta

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de su casa.Alice no acertaba a comprender

cómo era posible que Amira pudierahallar la felicidad en aquella vida tanenclaustrada. Y, sin embargo, la propiaAmira le había confesado una vez quevivía de aquella manera por su propiavoluntad. Se lo dijo el día en querecibió una carta de su viejo amigoAndreas Skouras desde Atenas,comunicándole su boda con una griega.Aquel día, Amira se había mostradoinsólitamente comunicativa y le habíaconfesado que a veces lamentaba nohaberse casado con el señor Skourascuando éste le hizo una proposición de

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matrimonio. Al enterarse de aquellarelación de su suegra con el exministrode Cultura, Alice empezó a ver a Amirabajo una nueva luz y se dio cuenta deque ésta era una mujer muy joven, locual hacía todavía más incomprensiblesu decisión de vivir una existencia tanrecluida.

Mientras Camelia y Yasmina seguíanjugando con los velos, Maryam dijo:

—Hoy he recibido noticias de mihijo Itzak.

—¿El que vive en California?—Me ha enviado unas fotografías.

Ésta es su hija Raquel. Es una niñapreciosa, ¿no te parece?

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Alice contempló el grupo depersonas posando alegremente en unaplaya con palmeras al fondo.

—Tiene unos años menos que tuYasmina. Cómo pasa el tiempo —añadió Maryam, lanzando un suspiro—.Yo nunca la he visto, ¿sabes? Cualquierdía de éstos Suleiman y yo tendremosque buscar un poco de tiempo paravisitar a nuestro hijo. Ah, mira, ésta esla que yo quería enseñarte. Le pedí aItzak que me la enviara porque es laúnica que tenemos. Fue tomada haceaños en el bar-mitzvah de Itzak. Mira,¿reconoces a alguien?

Era otra foto de grupo tomada bajo

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un antiguo olivo. Alice reconoció aMaryam y Suleiman Misrahi, másjóvenes; a su hijo Itzak, a Alí Rashid, elmarido de pecho abombado de Amiracuyo retrato dominaba casi todas lasestancias de la casa y que, curiosamente,ahora también parecía dominar aquellafotografía. Finalmente vio a Ibrahim, unjoven de no más de dieciocho años. Doscosas le llamaron especialmente laatención: lo mucho que Yasmina separecía a él y el hecho de que Ibrahimno estuviera mirando a la cámara sino asu padre Alí.

—¿Quién es esta niña? —preguntóAlice.

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—Es Fátima, la hermana de Ibrahim.—Nunca he visto una fotografía

suya. ¿Sabes qué fue de ella? Ibrahim nome lo quiere decir.

—Tal vez algún día te lo cuente —contestó evasivamente Maryam—. Voy aver si puedo sacar unas copias de estafoto. Itzak la quiere tener, pero yotambién, y estoy segura de que a Amirale gustará incluirla en sus álbumes. —Maryam soltó una carcajada—. Con lade álbumes que ella tiene. Ojalá yotuviera su paciencia. Sigo guardando lasfotografías en cajas.

—Maryam —dijo Alice mientrasMaryam se acercaba a los ciclámenes en

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flor—. En los álbumes no hayfotografías de la familia de Amira… desus padres, hermanos y hermanas. ¿Porqué?

—¿Se lo has preguntado a ella?—Sí, y siempre me dice que, cuando

se casó con Alí, la familia de su maridose convirtió en la suya. Pero, aun así,tendría que conservar alguna fotografíade ellos, ¿no lo crees así? En realidad,nunca habla de sus padres.

—Bueno, tú ya sabes lo que ocurre aveces entre los padres y los hijos. Lascosas no siempre marchan como la seda.

Pensando en su propio padre, elconde de Pemberton, que todavía seguía

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empeñado en no hablar con ella, Aliceasintió diciendo:

—Sí, tienes razón.Esperaba que el conde recapacitara

cuando nació Yasmina, pero, aparte elregalo navideño anual que le hacía a laniña, una generosa suma depositada enun fondo a su nombre, su padre no habíadado a entender en ningún momento quea ella la siguiera considerando su hijatal como consideraba hijo a Edward.

Alice se preguntó si habría ocurridolo mismo entre Amira y sus padres.

De pronto, le vino a la mente otracosa que jamás había comentado conningún miembro de la familia, pero que

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ahora decidió comentarle a Maryam, conla cual se sentía completamente a susanchas.

—Tampoco hay fotografías de lamadre de Zacarías en ninguno de losálbumes. ¿Tú la conociste?

—No. Nadie sabía nada de ella.Pero eso no es insólito entre losmusulmanes.

—¿Sabes cómo se llamaba o dóndeestá ahora?

Maryam sacudió la cabeza.—Maryam —dijo Alice en voz baja,

intuyendo que tal vez aquélla sería laúnica ocasión que tendría de hablar confranqueza con la única persona de fuera

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de la familia en quien podía confiar—,¿tú crees que yo he encajado bien aquí?

—¿Qué quieres decir con eso?¿Acaso no eres feliz?

—Soy feliz, no se trata de eso. Esque… es muy difícil de explicar. Aveces, me siento como un reloj quefunciona a una velocidad distinta detodos los demás, o un piano desafinado,como si no estuviera bien sincronizadacon los que me rodean. ¿Te parece queeso tiene sentido? A veces, por la nochedespués de cenar, cuando todos estamosreunidos en el salón, miro a míalrededor y tengo la impresión de que lafamilia de mi marido está un poco

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desenfocada, como si la escenaestuviera en cierto modo torcida. Y noes culpa suya, por supuesto, porqueellos están donde les corresponde. Soyyo. A veces me siento una clavijacuadrada que pretende encajar en unagujero redondo. Aquí soy feliz,Maryam, y quiero adaptarme. Peroalgunas veces…

—¿Qué es lo que quieres, Alice? —preguntó Maryam sonriendo—. Dicesque eres feliz y lo parece, pero a vecesquieres algo más, ¿no es cierto? Esto noes Inglaterra, lo sé, y también sé quetuviste que hacer un gran esfuerzo deadaptación cuando viniste aquí. Pero

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tiene que haber algo que te inquietaaunque tú no sepas lo que es.

Alice contempló la casa de colorrosa bajo el sol que estaba ascendiendoen el cielo, y le pareció ver lasmúltiples estancias de su interior através de los gruesos muros de piedra.

—En este momento —dijo en vozbaja, como hablando consigo misma—Amira está recorriendo la casa yhaciendo inventario de todo… lassábanas, la porcelana y demás.

Maryam soltó una carcajada.—¡Amira es la mujer más exigente

que conozco en los asuntos domésticos ysiempre quiere saber exactamente dónde

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está cada cosa! Le he dicho que venga acontar las sábanas en mi casa. ¡Diossabe que no tengo ni la más remota ideade lo que hay en algunos armarios!

—Sí, pero eso es lo que yo quierohacer, Maryam —dijo Alice. Se imaginóa su suegra yendo de habitación enhabitación con un cuaderno en la mano yseguida de una criada, contando la ropade cama, apartando a un lado las fundasde almohada que había que remendar yamontonando cuidadosamente lasalmidonadas sábanas con las inicialesbordadas—. La envidio —añadió.

Al experimentar aquella punzada deenvidia comprendió de repente qué le

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faltaba en la vida. Y, tras comprenderque lo que más ansiaba en aquellosmomentos era tener un hogar propio,Alice comprendió también otra cosasobre sí misma y sobre sus nuevostemores a propósito de Yasmina eIbrahim. En el caso de que los británicosabandonaran Egipto y se reinstauraranlas antiguas costumbres, le sería másfácil luchar contra las antiguastradiciones, evitar convertirse enesclava de ellas y salvar a su hija deaquel peligro estando en su propia casa.

Mientras entraba con Maryam en lamansión, Alice pensó emocionada:«Esta noche se lo comentaré a Ibrahim.

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Es necesario que tengamos nuestropropio hogar».

Todo El Cairo se encontraba enefervescencia a causa de lassensacionales noticias recién divulgadasacerca del derrocado Rey. La familia deIbrahim, reunida en el salón después decenar, no fue una excepción.

—¿Quién hubiera podido pensar queSus Majestades fueran tanextravagantes? —comentó una primasoltera mientras hacía calceta.

Dado que Faruk y su familia habíantenido que emprender urgentemente el

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camino del exilio llevando consigo tansólo lo que habían podido sacar de suresidencia de Alejandría, las quinientashabitaciones del palacio de Abdin y lascuatrocientas del de Qubbah pudieronrevelar todo el alcance de lasexcentricidades del monarca. Bañerasempotradas de malaquita, enormesguardarropas con miles de trajes a lamedida, colecciones de piedraspreciosas y monedas de oro, cámaras deseguridad repletas de objetos eróticos,películas norteamericanas y tebeos.También había una colección secreta dellaves de cincuenta apartamentos de ElCairo, cada una de las cuales llevaba

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una etiqueta con el nombre de una mujery una clasificación de sus habilidadessexuales.

Se habían encontrado, además,numerosos efectos personales de lareina: el traje de novia de Narrimanbordado con veinte mil brillantes, ciencamisones de encaje hecho a mano,cinco abrigos de visón, zapatos contacones de oro macizo…

El Consejo Revolucionario habíamandado llamar a unos expertos de lagalería Sotheby’s de Londres para quelo valoraran todo y después organizaranuna subasta cuyo producto se destinaríaa los pobres. Se calculaba que el valor

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de los bienes confiscados a la familiareal superaría los setenta millones delibras egipcias.

—No me gustan todos estoscomentarios —le dijo Nefissa en vozbaja a Ibrahim, sentado a su lado en eldiván mientras toda la familia tomabacafé después de la cena—. La princesaera mi amiga.

Ibrahim no contestó; teníademasiadas cosas en que pensar.

—Eso de que lo echen a uno de supropia casa —añadió Nefissa mientrasacariciaba con aire ausente el cabello desu hijo Omar, que ahora ya era unfornido muchacho de once años—, y que

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después exhiban públicamente susobjetos personales… No he podidoaveriguar si Faiza se encuentra todavíaen Egipto.

Al pensar en la princesa, Nefissaevocó los dulces recuerdos de suromántica noche en el antiguo harén, laNoche del Ruiseñor y la Rosa, tal comoella gustaba de llamarla en su fuerointerno. Desde aquel recuerdo, suspensamientos se dirigieron haciaEdward, el hermano de Alice cuyos ojosazules y rubio cabello tanto se parecíana los del teniente.

Nefissa se preguntó si Edwardestaría decepcionado por no haber

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podido hacer con ella el viaje aAlejandría dos semanas atrás. ¿Estaríadeseando intentarlo de nuevo? Nefissano quería darse por vencida. Si nopodían ir al norte por carretera, irían alsur. Sabía que Edward estaba interesadoen los antiguos monumentos y que aún nohabía visitado las pirámides de Saqqara,a treinta y dos kilómetros de El Cairo.Aquella misma noche, cuando tuvieraocasión, le sugeriría la posibilidad dehacer una excursión de un día ellos dossolos.

Ibrahim no contestó a loscomentarios de su hermana; a éltampoco le gustaban todos aquellos

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chismorreos sobre el Rey. Al fin y alcabo, ¿quién mejor que él conocía aFaruk? Pero ¿cómo no hablar de aquellaextraña y silenciosa revolución quehabía tenido lugar mientras Egiptodormía, organizada por unos hombrespreviamente desconocidos, pero queahora encabezaban el nuevo Consejo delMando Revolucionario? Lo que mássorprendía a Ibrahim y a toda su familiaera el hecho de que Faruk no hubierasido ejecutado sino que, por expresodeseo de Gamal Abdel Nasser, se lehubiera perdonado la vida. No obstante,se estaban practicando detenciones entodo el país y se sometía a interrogatorio

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a cualquier persona sospechosa de habertenido la más mínima conexión con elexmonarca. Y empezaban a circularrumores de torturas, secretasejecuciones sumarias y condenas acadena perpetua. ¿Qué iba a ser, sepreguntó Ibrahim, del médico personaldel Rey? ¿Quién podía haber estado máscerca de Faruk que su propio médico?

¿Corremos yo y mi familia peligropor culpa del cargo que ocupé enPalacio, un cargo que yo no busqué, sinoque me fue impuesto por mi padre?

De pronto, una voz masculina gritódesde el pasillo:

—Y’Allah! ¿Hay alguien en casa?

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Ibrahim se alegró de ver entrar a suamigo Hassan al-Sabir, vestido deesmoquin y con un fez encasquetado alsesgo en la cabeza.

Los niños se le acercaron gritando:—¡Tío Hassan!—¿Cómo está mi pequeño

albaricoque? —dijo Hassan riéndose ylevantando en brazos a Yasmina.Después, saludó a las mujeres,empezando por Amira—. ¿Quién es estamujer que oscurece con su belleza a laluna? —añadió en árabe, sabiendo queAmira prefería que se hablara dichoidioma en su hogar.

—Bienvenido a esta casa —contestó

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cortésmente Amira—. Alá te bendiga.Mientras Hassan saludaba a todos

los presentes y se erigía, como siempre,en el centro de la atención de todo elmundo, Ibrahim observó la sombríamirada de Amira. Ibrahim siempre habíaintuido que a su madre no le gustabaHassan al-Sabir. No comprendía porqué, tratándose de un joven de tanarrolladora simpatía.

A pesar de los ventiladores deltecho y de estar las ventanas abiertas, elcalor de agosto resultaba insoportable.Ibrahim le indicó por señas a un criadoque trajera cigarrillos y café y salió conHassan a un balcón para refrescarse un

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poco con la brisa del Nilo.—¿Qué noticias hay? —preguntó en

voz baja mientras el criado le encendíael cigarrillo y se retiraba discretamente—. He oído decir que el nuevo gobiernova a expropiar muchas tierras. Misamigos de la Lonja del Algodón dicenque todos los acaudalados terratenientesvan a tener que desprenderse de suspropiedades y que los grandeslatifundios se van a parcelar y repartirentre los campesinos. ¿Tú crees que esoes cierto?

Hassan, cuya riqueza no procedía dela tierra, sino de una herencia, seencogió de hombros.

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—Serán rumores, supongo.—Tal vez. No obstante, se habla

mucho de las detenciones. He oído decirque han condenado al barbero de Faruka quince años de trabajos forzados.

—Su barbero era un bribón que sededicaba a mangonear y sobornar en lostribunales de justicia. Tú eras sumédico. No tienes nada que ver con losmanejos políticos. Mira —dijo Hassan,sacudiendo la ceniza del cigarrillodesde la barandilla del balcón—, a mí,esos Oficiales Libres no me dan miedo.Sé la clase de gente que son…campesinos todos ellos. El padre de sumáximo dirigente, este tal Nasser… es

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cartero. Y el segundo de a bordo, Sadat,es un fellah nacido y criado en una aldeatan pobre que hasta las moscas huyen deella. Y, además, tiene una piel másoscura que la noche —añadió en tonodespectivo—. No conseguiránconsolidarse. El Rey volverá. Ya loverás.

—Espero que sea cierto —dijoIbrahim, muy preocupado desde la tardeen que el Rey zarpara hacia el exilio.

Hassan volvió a encogerse dehombros. Dondequiera que soplaran losvientos, él tenía intención de seguirlos.Además, le estaba sacando muchoprovecho a la revolución por su

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condición de abogado y sus conexionescon los tribunales. Jamás había tenidotantos casos y nadie se quejaba delincremento de las minutas. Mientrasdurara la revolución, Hassan al-Sabir lesacaría partido.

—Mira, muchacho, tú lo quenecesitas es divertirte un poco. ¿Qué teparece si nos damos un paseo por lacalle de Muhammad Alí? —dijo,refiriéndose a una zona de la parte viejade El Cairo donde abundaban loscafetines de mala muerte con danzarinas,músicos y mujeres complacientes—.Conozco a cierta dama que es unaacróbata en la cama. Puede ser tuya esta

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noche, si quieres.Ibrahim sacudió la cabeza.—Soy completamente feliz con

Alice —dijo contemplando a través dela puerta vidriera abierta el salónprofusamente iluminado, cuyas lucesparecían rodear como un halo el cabellode su mujer.

Pensando que él no necesitaba paranada la calle de Muhammad Alí, decidióinvitar a Alice aquella noche a susaposentos privados.

—Pero ¿te basta con Alice? Somoshombres de muchos apetitos, Ibrahim.¿Por qué no tomas una segunda esposacomo hice yo? Incluso el Profeta, Alá le

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conceda la eterna paz, comprendió lasnecesidades de los hombres.

Mientras Hassan hacía una pausapara exhalar una nube de humo a lacalurosa noche de agosto, latranquilidad del balcón quedósúbitamente interrumpida por unacantarina voz.

—¡Papá!Ibrahim tomó a Yasmina en brazos,

la levantó en alto y después la sentó enla barandilla de hierro forjado querodeaba el balcón.

—¡Tía Nefissa nos acaba de contarun acertijo! —dijo—. ¡A ver si loadivinas!

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Mientras contemplaba cómo Ibrahimse convertía de inmediato en esclavo dela niña y le prestaba toda su atención,sonriendo como un colegial, Hassanrecordó las muchas veces que Ibrahim lehablaba de Yasmina, contándole lo quehabía hecho o dicho últimamente ypresumiendo de ella de la misma maneraque casi todos los hombres presumíande sus hijos varones, y se sorprendió delo mucho que envidiaba a su amigo. Élno mantenía una relación tan estrecha nimucho menos con sus hijas, a las quehabía enviado a estudiar a un internado aEuropa. A veces, las cartas y laspostales eran su único vínculo de unión

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con ellas. Contemplando a Ibrahim consu hija, Hassan comprendió queYasmina, con su cabello rubio y sus ojosazules, se convertiría algún día en unabelleza como su madre. Se la imaginódiez años más tarde cuando tuvieradieciséis años y ya estuviera madurapara el matrimonio.

Justo en aquel momento, Hassan vioentrar a Edward en el salón y detenerseen la puerta; al observar con cuántoanhelo miraba a Nefissa, Hassan estuvoa punto de soltar una carcajada. PobreEdward, seducido por Egipto.

De pronto, le pareció oír el timbrede abajo y se preguntó si alguien

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interesante habría acudido a visitar a losRashid. Después vio que un criado conel rostro desencajado entraba en el salóny le decía algo en voz baja a Amira.

Amira palideció y asintió con lacabeza. El criado regresó de inmediatocon cuatro hombres uniformados yarmados con rifles. Venían a detener aIbrahim Rashid, dijeron, por sus delitoscontra el pueblo egipcio.

—Alá nos valga —exclamó Hassan,siguiendo a su amigo al salón.

—Sin duda se tratará de un error —le dijo Ibrahim al oficial que ostentabael mando—. ¿No sabe usted quién soy?¿No sabe quién era mi padre?

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Los hombres se disculparon, peroinsistieron en que tenía queacompañarlos.

—Un momento, por favor —dijoHassan, pero Ibrahim le impidió seguirhablando.

—Es evidente que tiene que ser unerror y supongo que no hay más que unmedio de aclararlo. No te preocupes,madre —dijo, besando a Amira—. Nome ocurrirá nada —añadió, volviéndosehacia Alice para darle un beso.

—Te esperaré levantada —contestóAlice con el rostro intensamente pálido.

Mientras los soldados se llevaban asu marido, recordó lo que había visto en

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el jardín aquella mañana y que tanto lahabía asustado: Yasmina y Cameliajugando a vestirse con las negrasmelayas.

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Ibrahim se sobresaltó al ver que Sahra,la niña de la cocina, entraba en la partede la casa reservada a los hombres,tomando de la mano a Zacarías. Ibadescalza y llevaba el sencillo vestidopropio de las campesinas. Vio porprimera vez que era bonita y se diocuenta también de que no era una niña,sino una mujer.

—¿Qué estás haciendo aquí? —lepreguntó.

La muchacha abrió la boca parahablar, pero, para ulterior asombro de

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Ibrahim, lo que de ella surgió fue la vozde Alá:

—Intentaste engañarme, IbrahimRashid, y me maldijiste. El niño no estuyo sino de otro hombre. No teníasningún derecho a quedarte con él. Hasquebrantado mi sagrada ley.

—¡No lo entiendo! —gritó Ibrahim,y entonces su propia voz le despertó y loprimero que notó al recuperar elconocimiento fue un agudo dolor en laparte posterior de la cabeza. Lo segundofue un hedor insoportable.

Intentó ponerse de pie, peroexperimentó un mareo. Aturdido, tratóde distinguir las sombras y formas que

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lo rodeaban, pero tenía la visiónborrosa. Emitió un gemido. ¿Dóndeestaba? Se sentía atontado y no podíapensar. Se dio cuenta de que se hallabasentado sobre una superficie de piedraen medio de un intenso calor y unincesante zumbido. Respiró hondo y leentraron ganas de vomitar. El hedor nose podía aguantar… unas miasmas desudor humano, orina y heces, agravadaspor una temperatura de cerca decuarenta grados.

Pero ¿dónde estaba?Entonces lo recordó todo: los

soldados que le habían arrestado en sucasa, el traslado al cuartel general del

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centro de la ciudad y sus protestas deinocencia hasta que uno de los hombreslo golpeó con la culata de su rifle.Pensaba que lo iban a conducir a lapresencia de uno de los OficialesLibres, pero, en su lugar, lo empujaronal interior de un pequeño y suciodespacho donde un sargento con muymalas pulgas le hizo dos preguntas:

—¿Qué actos subversivos teníanlugar en Palacio? Diga los nombres delas personas que participaban en ellos.

Ibrahim recordó que había intentadodialogar con aquel hombre y explicarleque debía de tratarse de un error, hastaque, al final, perdió los estribos y exigió

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entrevistarse con el jefe. De pronto,advirtió un fuerte y repentino golpe en lacabeza y después… nada.

Mientras se palpaba la doloridaprotuberancia de la parte posterior de lacabeza, se le empezó a aclarar la vista.

—Santo cielo —musitó sin podercreerlo.

Se encontraba en una vasta celda dealtos muros de piedra y mugriento suelode piedra, pero no estaba solo. La celdaalbergaba a un número de hombres muysuperior a su capacidad, casi todos ellosvestidos con raídas galabeyas; algunospaseaban hablando solos y otrospermanecían apoyados contra las

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paredes en estado letárgico. No habíasillas ni bancos y las camas eran unossimples catres de mohosa paja.Tampoco había lavabo sino unos cubosllenos a rebosar de excrementos y orineshumanos. El calor era tan sofocante quela celda parecía un horno.

¿Estaría soñando? En casoafirmativo, la pesadilla era muy real.

Se miró y descubrió que aún llevabael esmoquin, aunque sus zapatos de pielde cocodrilo habían desaparecido, lomismo que su reloj de pulsera de oro,dos sortijas de brillantes y sus gemelosde perlas. Cuando se introdujo lasmanos en los bolsillos, los encontró

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vacíos. Ni siquiera le habían dejado elpañuelo.

Al ver una ventana en la pared delotro lado, se levantó como pudo y seacercó a trompicones a ella. Pero laventana estaba a una altura excesivapara que un hombre pudiera alcanzarlay, aunque el ardiente sol de agostopenetraba a raudales a través de ella, nohabía modo de adivinar qué lugar eraaquél. ¿Le habrían conducido a laCiudadela, en las afueras de El Cairo?¿O estaba lejos de la ciudad, en algúnlugar del desierto? A lo mejor, seencontraba a varios kilómetros dedistancia de la calle de las Vírgenes del

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Paraíso.Cuando, al final, se le despejó la

cabeza y sus pies recuperaron en partela estabilidad, cruzó la celdaprocurando evitar el contacto con losdemás prisioneros, que no parecíansentir el menor interés por él, y seacercó a los barrotes de la puerta através de los cuales se podía ver unoscuro pasillo de piedra.

—Oiga —gritó en inglés—, ¿hayalguien ahí?

Primero oyó el tintineo de unasllaves y después vio aparecer a un jovenvestido con un sudado uniforme caqui yun revólver militar remetido en el cinto,

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del cual pendía un llavero. El joven lemiró con rostro inexpresivo.

—Mire —le dijo Ibrahim—, esotiene que ser un error.

El joven le miró fijamente sin decirnada.

—¿No me ha oído lo que le he dichoo es que está usted sordo?

Al notar unas palmadas en elhombro, Ibrahim dio un respingo. Uncorpulento sujeto barbudo vestido conuna sucia galabeya de color azul le mirócon una sonrisa y le dijo en árabe:

—Aquí no hablan inglés. Y, si lohablan, como si no. Se acabó el inglésdesde la revolución. Ésa es la primera

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lección que tienes que aprender, porAlá.

—Ah —dijo Ibrahim—. Te digo queesto es un error —le explicó al soldadoen árabe—. Soy el doctor IbrahimRashid y exijo hablar con el jefe deaquí.

El guarda le dirigió una miradadisplicente.

—Eso dicen todos.—Mira —añadió Ibrahim,

procurando no perder la paciencia—,tienes que decirle a tu supervisor quedeseo hablar con él.

El guarda se retiró con paso cansino.Ibrahim miró a su alrededor y se dio

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cuenta, consternado, de que necesitabaorinar. Después observó que el barbudose encontraba todavía a su lado.

—La paz sea contigo, amigo —dijoel hombre—. Me llamo Mahzuz.

Ibrahim estudió con expresióndubitativa su raída galabeya, su bocadesdentada y las cicatrices de su rostro.

Mahzuz significaba en árabe«afortunado».

El hombre esbozó una sonrisa.—Me impusieron el nombre en

tiempos mejores.—¿Por qué estás aquí? —le

preguntó Ibrahim.—Soy tan inocente como tú —

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contestó Mahzuz, encogiéndose dehombros.

Ibrahim se alisó la chaqueta ydescubrió que su corbata pajaritatambién había desaparecido.

—¿Tienes alguna idea de cómo sepuede uno comunicar con alguien que nosea ese guarda?

Mahzuz se encogió de hombros.—Alá elegirá el momento de tu

liberación, amigo mío. El destino está enmanos del Eterno.

Ahora que ya no estaba atontado y lacabeza sólo le pulsaba levemente,Ibrahim analizó la situación. Sabía queel mejor lugar para él estaba cerca de la

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puerta, pues sin duda el guardaregresaría con alguien de más autoridad.Por desgracia, la puerta parecía ser ellugar preferido por todos y ya noquedaba ni un centímetro de espaciolibre. Cuando se disponía a cruzar lacelda para situarse en un punto desde elcual se podía ver perfectamente lapuerta, oyó el tintineo de las llaves en elpasillo y pensó: ¡Al final!

Para su horror, antes de que pudieradar un solo paso, todos los prisionerosparecieron cobrar vida de repente y seabalanzaron hacia la puerta. Los másviejos y débiles fueron apartados a unlado y un hombre lanzó un grito de dolor

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mientras los demás lo inmovilizabancontra los barrotes de la puerta. Ibrahimse quedó donde estaba y observó cómosus compañeros de celda apresaban lasrebanadas de pan que les estabanrepartiendo. Cada hombre recibió unasola rebanada de pan que después utilizóa modo de cuchara para recoger lasalubias de una enorme olla.

La estampida duró sólo unossegundos; después, los guardas seretiraron y los prisioneros secongregaron alrededor de la olla,tragando ávidamente y peleándose entresí cuando caía un poco de comida alsuelo.

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Mahzuz cruzó lentamente la celdacomiendo con una indiferencia casiexagerada y, cuando le tuvo más cerca,Ibrahim vio gusanos en las alubias.

—Mira, amigo mío —dijo Mahzuzcon la boca llena—, tendrías que habercomido un poco. Pasarán muchas horasantes de que nos vuelvan a dar algo. Tevoy a dar un consejo —añadió, echandoun vistazo al elegante esmoquin deIbrahim—. Vas mejor vestido que elcomandante de esta prisión. Y eso no leva a gustar ni un pelo.

Ibrahim se apartó. El dolor de lavejiga le devolvió a la realidad.Dominado por una mezcla de vergüenza

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e indignación, se dirigió muy a pesarsuyo al rincón más oscuro de la estancia,contuvo la respiración para no aspirar elhedor y orinó. Después se sentó en elpringoso suelo y apoyó la espalda en lapared, en una de cuyas piedras alguienhabía grabado el nombre de Alá. Conlos ojos clavados en los barrotes de lapuerta y el oído atento al menor sonido,Ibrahim se tranquilizó pensando que,antes de que el sol se alejara de la altaventana, él ya estaría libre.

Un codazo en su hombro lo despertóbruscamente. Por un instante, no pudo

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recordar dónde estaba. Cuando miróhacia la alta ventana, vio que la oblicualuz del sol estaba adquiriendo un tinteamarillo ámbar. Le extrañó que hubierapodido quedarse dormido. Después sedio cuenta de que Mahzuz estaba sentadoa su lado.

—No pareces muy preocupado,amigo.

Ibrahim movió los anquilosadoshombros para que recuperaran un pocola elasticidad.

—Es sólo cuestión de tiempo, mifamilia hará gestiones para que meliberen.

—Eso siempre y cuando esté escrito

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en el libro de Alá —dijo Mahzuz.Ibrahim se preguntó si se estaría

burlando de él.Con la espalda apoyada en la pared

y los ojos fijos en la puerta, Ibrahim sepercató de que no había oído la llamadaa la oración, lo cual significaba que laprisión estaba fuera de la ciudad.¿Acaso aquellos funcionarios pretendíanque los hombres olvidaran su obligaciónde rezar? ¿Cómo se podía calcular lahora, si no? Ibrahim se alejómentalmente de la pesadilla en la que sehallaba inmerso, pensando que él notenía nada que ver con toda aquellamugre ni con las ratas que se paseaban

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por los catres de paja y el hombre quese había levantado la galabeya y seestaba despiojando el cuerpo desnudo oel otro que estaba vomitando en unrincón.

Aparecieron los carceleros con máspan y alubias, pero Ibrahim se quedódonde estaba. Descubrió que el calor dela celda no había disminuido al caer latarde y aspiró el olor de su propiocuerpo. En verano, tenía por costumbrebañarse dos o tres veces al día y ahoranecesitaba desesperadamente un cepillode dientes, una navaja de afeitar, aguacaliente y jabón. Cuando la luz del díadesapareció de la alta ventana, Ibrahim

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se prosternó para rezar la cuartaoración, pidiéndole perdón a Alá por nohaber podido realizar primero lasrituales abluciones.

Al final, la celda quedó sumida en laoscuridad y los hombres se tendieronpara dormir. Mientras se removía sobreel duro suelo de piedra, tratandoinfructuosamente de encontrar unaposición más cómoda, Ibrahim seconsoló pensando que la llegada delamanecer le traería la libertad por obrade Hassan. Se quitó la chaqueta delesmoquin y la dobló para que le sirviera

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de almohada. Al despertar a la mañanasiguiente, la chaqueta habíadesaparecido y le extrañó ver a dosprisioneros tomando café y fumandocigarrillos. Se moría de hambre, puesllevaba más de veinticuatro horas sincomer, desde la reunión familiar en sucasa. Pensó que ojalá hubiera tomadomás cordero con arroz y no hubierarechazado la dulce baklava.

Se acercó de nuevo a la puerta y,pegando el rostro a los barrotes, trató demirar arriba y abajo del pasillo.

—¡Eh, vosotros! —gritó en árabe—.Sé que me estáis oyendo. Tengo unmensaje para vuestro jefe. Decidle que

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se arrepentirá de haberme tenidoencerrado aquí.

El insolente guarda apareció derepente con una sonrisa en los labios.

—Óyeme bien —le dijo Ibrahim sinmolestarse en disimular su irritación—.Se ve que no sabes con quién te lajuegas. Yo no soy como ésos —añadió,señalando con un gesto a los demásprisioneros de la celda—. Dile a tu jefeque se ponga en contacto con Hassan al-Sabir. Es mi abogado. Él le explicaráque se trata de un error.

El guarda se retiró, mascullandoalgo por lo bajo.

—¿No sabes quién soy yo? —le

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gritó Ibrahim.Estaba a punto de añadir: «Ya verás

cuando se entere el Rey…». Pero el Reyya no estaba.

Permaneció apoyado contra losbarrotes sin saber qué hacer.

Trató de imaginarse a Hassan en lamisma situación. La natural arroganciade su amigo inspiraba respeto; seguroque él hubiera conseguido hacerseescuchar en un santiamén. En cambio,Ibrahim no sabía ser arrogante. Jamáshabía tenido que avasallar a nadie; elservilismo de los demás era algo quedaba por descontado.

Bueno, de todos modos estaba

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seguro de que, en cuestión de horas,saldría de allí. Su familia habría tardadoalgún tiempo en localizar a lasautoridades correspondientes, averiguaren qué prisión se encontraba detenido ysortear todo el habitual papeleoburocrático. Aun así, hubieran tenidoque dispensarle un mejor trato. Aunquelas autoridades creyeran haberpracticado un arresto legal, a undetenido de su categoría no se leencerraba de cualquier manera con lospordioseros y los vulgares ladrones. ¡Si,por lo menos, le facilitaran un cepillo dedientes, un poco de jabón y aguacaliente! Y una comida civilizada; le

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dolía tremendamente el estómago.Mientras regresaba a su sitio

procurando no rozar a ninguno de losdemás prisioneros, Ibrahim se preguntóqué estaría haciendo Alice en aquelmomento. Debía de estar muypreocupada. ¿Y la pequeña Yasmina?¿Habría preguntado por él? ¿Se habríaasustado al ver que los soldados sellevaban a su padre?

Los guardas aparecieron con lacomida, provocando una nueva einhumana estampida. El estómago leestaba pidiendo alimento, pero él senegaba a comer las alubias podridas y elpan que tan ávidamente devoraban los

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demás. Sabía que su madre le estaríapreparando en aquellos momentos unafiesta de bienvenida y estaba seguro deque aquella misma noche podríasaborear su plato preferido dealbóndigas de carne de cordero rellenasde huevo duro. A lo mejor, inclusotomaría una copita de brandy deEdward como reconstituyente medicinal.

Mientras los prisioneros consumíanruidosamente el desayuno, Ibrahim seacercó de nuevo a los barrotes y trató dellamar a los guardas antes de que seretiraran, pero éstos no le hicieron casoy desaparecieron pasillo abajo.

—Es deprimente, ¿verdad? —Se

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volvió y vio a Mahzuz rebanando con untrozo de pan los restos de comida de suslabios antes de metérselo en la boca—.Por mucho que lo intentes —añadióMahzuz—, nunca te hacen caso. Esosperros sólo conocen un idioma —dijo,frotando entre sí las yemas de los dedosde una mano.

—¿Qué quieres decir? —preguntóIbrahim.

—Bakshish. El soborno.—Pero si no tengo dinero. Me lo han

quitado.—Llevas una camisa estupenda,

amigo. Apuesto a que es de mejorcalidad que la que usa nuestro nuevo

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dirigente Nasser. ¿Cuánto te costó?Ibrahim no tenía ni idea. Su contable

se encargaba de las facturas del sastre.Se apartó de Mahzuz sin decir nada másy cruzó la celda para regresar a su sitio,presa de una creciente irritación.

Cuando minutos más tarde se oyó elcencerreo de las llaves en el pasilloanunciando una visita inesperada de losguardas, Ibrahim se levantó junto con losprisioneros más fuertes y sanos y tratóde abrirse paso entre ellos.

—¡Estoy aquí! —les gritó a losguardas—. ¡Soy el doctor IbrahimRashid! ¡Estoy aquí detrás!

Pero no habían venido a buscarle a

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él sino a otro cuya sonrisa sólo podíasignificar que lo iban a soltar o bien atrasladar a una celda mejor. Mahzuz lehabía explicado que aquello era muyfrecuente: la familia de un reclusosobornaba a los funcionarios de laprisión y conseguía que lo alojaran enmejores condiciones.

Ibrahim se quedó perplejo. En talcaso, ¿qué estaba haciendo su familia?

Después se preguntó, alarmado: «¿Ysi nos han detenido a todos?».

Pero eso no era posible. Habíamuchos Rashids y sólo unos cuantos deellos habían tenido relación con el Rey.Además, estaban las mujeres, sobre todo

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su madre, a las que en modo algunohabrían detenido. Y ella debía de estarhaciendo gestiones para que loliberaran.

Trató de tranquilizarse una vez máspensando que saldría de allí antes delanochecer, pero su confianza era cadavez más escasa.

Cuando se despertó al amanecer deltercer día, llegó a la conclusión de queya estaba harto.

En presencia de unos compañerosque apenas le prestaban atención, puesmuchos de ellos, como Mahzuz, llevaban

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tanto tiempo allí que ya estaban medioatontados, se acercó a los barrotes yempezó a gritar para que le oyeran losguardas. Se sentía muy débil porque aúnno había comido nada y se notabacalambres en el vientre a causa delesfuerzo que estaba haciendo parareprimir las necesidades de losintestinos. Orinaba en el rincón porqueno tenía más remedio, pero no pensabaagacharse como un animal sobreaquellos cubos.

—¡Tenéis que soltarme! —gritó através de los barrotes—. ¡Soy íntimoamigo del primer ministro! ¡Hablad conel ministro de Sanidad! ¡Jugamos al polo

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juntos!Empezó a entrarle miedo. ¿Dónde

estaban sus parientes, sus amigos?¿Dónde estaban los británicos? ¿Cómopodían permitir que aquella mascaradade la revolución siguiera adelante?

—¡Lo pagaréis caro si no hacéis loque os digo! ¡Me encargaré de que osdespidan a todos! ¡Haré que os envíen alas minas de cobre! ¿Me habéis oído?

Se volvió y vio a Mahzuz a su lado,mirándole con un destello de burla ycompasión en los ojos.

—De nada te va a servir, amigo. Tusamistades importantes les importan unrábano. Recuerda lo que te he dicho

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a n t e s . Bakshish —dijo Mahzuz,frotándose la yema del pulgar con las delos dedos índice y medio de una mano—. Y te aconsejo que comas algo. Alprincipio, todo el mundo prefieremorirse de hambre. Pero, si te mueres,¿qué vas a ganar?

Cuando los guardas volvieron con lacomida, Ibrahim esperó hasta el últimomomento para tomar una rebanada depan. Vio que el pan había sido cocidocon restos de paja.

—No pensaréis que me voy a comereso, ¿verdad?

—Por mí, te lo puedes meter en eltrasero —replicó el guarda, alejándose.

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Ibrahim arrojó al suelo la rebanadade pan y otros se apresuraron arecogerla. Mientras regresaba con pasovacilante a la pared del fondo, pensó:«Tengo que sobreponerme. Todo searreglará. Eso no puede durarmucho…».

Tuvo pesadillas, pero, al despertar, vioque aún estaba viviendo una pesadilla.No encontraba alivio ni dormido nidespierto. La siguiente vez querepartieron comida, tomó un poco depan, lo introdujo en la olla de alubias ycomió con avidez. Y, cuando llegó el

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momento, se agachó sobre uno de loscubos.

Al llegar el séptimo día, los guardassacaron a otro recluso, pero éste nosonreía. Cuando, más tarde, lodevolvieron a la celda, estabainconsciente. Lo llevaban a rastras y lodejaron tirado en el suelo.

Mahzuz se acercó a Ibrahim y ledijo:

—Me dijiste que eras médico.¿Puedes ayudar a este hombre?

Ibrahim se acercó a él y lo examinósin tocarlo. Lo habían torturado.

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—¿Puedes ayudarle?—Yo… no… no sé —contestó

Ibrahim.Jamás había visto heridas como

aquéllas. Y llevaba años sin curar unalesión o tratar una enfermedad.

Mahzuz le miró con despreciodiciendo:

—Menudo médico estás hecho.Aquella noche, cuando los guardas

se presentaron para llevarse el cuerpo,Ibrahim corrió hacia ellos.

—Por favor, tenéis que escucharme.Al ver que uno de los guardas

miraba la camisa de su esmoquin, paraentonces ya muy sucia y sudada, Ibrahim

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se la quitó y se la arrojó.—Toma. Puedes quedarte con ella.

Te costaría el salario de un mes —dijosin tener ni idea de cuánto debía deganar al mes aquel hombre—. Envíaleun mensaje a Hassan al-Sabir. Es unabogado. Su bufete está en Ezbekiya.Dile dónde estoy. Dile que venga averme.

El guarda tomó la camisa ensilencio, pero, al ver que pasaban variosdías sin que apareciera Hassan, Ibrahimse dio cuenta de que lo había engañado.

Empezó a rezar con fe, diciéndole aAlá que se arrepentía de la maldiciónque le había lanzado la noche en que

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nació Camelia y de haber adoptado aZacarías, incumpliendo el mandamientodivino de no quedarse con el hijo deotro hombre. Se arrepentía de todocorazón. «Te suplico que me saques deaquí».

De las súplicas a Alá pasó a lassúplicas a los guardas.

—Escuchadme bien, soy un hombremuy rico. Podréis tener lo que queráis sime sacáis de aquí.

Pero a ellos sólo les interesaba loque pudiera darles en aquel momento.Lo único que le quedaba a Ibrahim eranla camiseta y los calzoncillos, lospantalones del esmoquin y la faja que le

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ceñía la cintura.

Soñó que estrechaba a Alice en susbrazos y que los niños jugaban a suspies. Y lo más curioso era que pensabaen ellos, asociándolos con distintossabores: Alice era un helado de vainilla,Yasmina sabía a albaricoque, Cameliasabía a densa y oscura miel y Zacaríasestaba hecho de chocolate. ¿Cómo eraposible que un hombre soñara concomerse a su familia?

Al despertar, se percató con angustiade que había perdido la cuenta de losamaneceres. ¿Era el decimotercero o

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acaso el decimotercero había sido lavíspera? Debían de estar en septiembreo casi a primeros de octubre. Menos malque el sofocante calor de agosto yahabía quedado atrás.

Ibrahim se rascó la barba y trató dequitarse los piojos que se habíaninstalado en ella. A pesar de que ya sehabía acostumbrado a comer el pan conalubias y a usar el repugnante cubo,procuraba conservar su dignidad y serepetía a menudo que él no era como losdemás. Un baño caliente, un buenafeitado y ropa limpia le devolverían asu antiguo estado. En cambio, por muchoque se bañaran y se pusieran ropa

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limpia, sus compañeros de celdaseguirían siendo unos desgraciados.

Una mañana se dio cuenta de queMahzuz ya no estaba allí.

¿Se lo habían llevado durante lanoche? ¿Lo habrían soltado mientras élhacía la siesta? ¿Y si lo hubierantorturado y hubiera muerto?

Muchos de los prisioneros ya habíansido sometidos a interrogatorio. Ibrahimno comprendía por qué razón losguardas todavía no habían venido abuscarle a él. En tal caso, hubierapodido dar explicaciones y hablar con eljefe de aquellos insolentes guardas.Observó que los guardas no seguían

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ningún orden determinado para llevarsea los prisioneros, pues algunos de losque sacaban para conducirlos al cuartode los interrogatorios acababan dellegar. Algunos días no sacaban a nadie;otros se llevaban a rastras a tres ocuatro. Y, cuando los devolvían, élintentaba ver qué podía hacer por susheridas, pero no podía hacer nada.Pensó que, aunque hubiera tenido losmedios necesarios, quizá no hubierapodido ayudarlos, pues apenasrecordaba lo que había aprendido en lafacultad de medicina.

Se preguntó si Faruk habríaregresado a Egipto. ¿Estaría la

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revolución todavía en marcha? ¿Pensabasu familia que había muerto? ¿VestiríaAlice de luto? ¿Habría regresado aInglaterra con Edward?

Ibrahim rompió a llorar. Nadie lehizo el menor caso. Todos se veníanabajo en algún momento.

¿Quién hubiera podido imaginar queecharía de menos al mugriento Mahzuz?

Después vino su peor pesadilla: supadre Alí Rashid le miró enfurecido ysacudió la cabeza como diciendo: «Mehas vuelto a decepcionar».

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Los prisioneros que acababan de llegardijeron que la natividad del Profeta sehabía celebrado pocos días atrás, locual significaba que Ibrahim llevabaexactamente cuatro meses en la cárcel,en cuyo transcurso nadie había acudidoa verle ni había preguntado por él ni lehabía llevado comida o ropa ocigarrillos, y él no había salido de lacelda para nada, ni siquiera para serinterrogado.

Estaba medio atontado. Su vida sereducía al espacio de celda del que sehabía apropiado junto al trozo de pareddonde alguien había grabado en lapiedra la palabra «Alá»; se creía el

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dueño de aquel espacio y del montón depaja que usaba como colchón. Era todosu mundo, el territorio del hombreolvidado. Ya no le importaba queapenas tuviera carne sobre los huesos oque la barba le hubiera crecido hasta elpecho. Sus sueños, a pesar de ser tanestrambóticos como la realidad, ya no leinquietaban. Ya no echaba de menos subata de seda y su narguile, ya nodeseaba visitar la casa flotante deHassan ni jugar a las cartas con susalegres amigos. Ni siquiera le apetecíafumar cigarrillos o beber café. Lo quemás ansiaba ahora era ver el cielo,sentir la hierba de la orilla del Nilo bajo

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sus pies, hacer el amor con Alice yllevar a Yasmina al parque y mostrarlelas maravillas de la naturaleza. Su vidaestaba limitada al básico ciclo deldespertar por la mañana y preguntarse siaquel día le traería la libertad;abalanzarse para tomar la rebanada depan y las alubias; visitar los cubos deexcrementos; prestar atención por sioyera el ruido de las llaves de losguardas; y esperar hasta que, al caer lanoche, le vencía el sueño y se tendía adormir sobre la paja. Hacía tiempo queya no rezaba cinco veces al día.

El día en que ingresó en la celda unjoven prisionero, Ibrahim estaba

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dándole vueltas a algo en la cabeza. Nosabía muy bien lo que era, pero se habíadespertado pensando que estaba a puntode averiguar algo muy importante. Sepasó el día tratando de descubrir quésería, pero no logró identificarlo. Sabíaque su capacidad de raciocinio estabamuy mermada a causa de la mísera dietaa base de pan con alubias rancias y quela desnutrición y la deshidratación lehabían privado del ingenio quenecesitaba para intuir la revelación queestaba a punto de penetrar en suconciencia. Cuando entró el joven con elcuerpo devastado por la enfermedad ylas torturas, Ibrahim no supo que tenía al

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alcance de la mano su epifanía personal.El joven fue arrojado al interior de

la celda y abandonado. Los demásprisioneros no le hicieron el menorcaso, pero Ibrahim se acercó a él y searrodilló a su lado, más para conoceralgún detalle sobre el mundo exteriorque a fin de interesarse por su estado.

Se pasaron un rato hablando, en cuyotranscurso el joven permaneció tendidoen el suelo porque se sentía demasiadodébil para sentarse. Ibrahim averiguóque no era un nuevo prisionero sino quehabía sido detenido casi un año antes,durante los disturbios del SábadoNegro. Desde entonces, explicó el joven

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con un hilillo de voz, lo habíantrasladado de una celda a otra y lohabían torturado repetidas veces. Eramiembro de los Hermanos Musulmanes,explicó, y sabía que no tardaría enmorir.

—No te inquietes por mí, amigo —añadió—. Me iré junto a Alá.

Ibrahim se extrañó que alguienpudiera morir por las propias creencias.

Los verdes ojos del joven seposaron en él.

—¿Tienes algún hijo?—Sí —contestó Ibrahim pensando

en el pequeño Zacarías—. Un niñoprecioso.

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El joven cerró los ojos.—Eso está muy bien. Es bueno tener

un hijo. Mi único dolor, que Alá meperdone, es tener que abandonar estemundo sin dejar un hijo que siga mispasos.

En el momento de exhalar el últimosuspiro, Abdu evocó la aldea de suinfancia y a la joven Sahra con quienhabía hecho el amor, y se preguntó si talvez ella se reuniría algún día con él enel Paraíso.

Ibrahim apoyó la mano en el hombrodel joven y recitó en un susurro:

—Declaro que no hay más dios queAlá y Mahoma es su profeta.

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Después recordó el sueño que habíatenido sobre Sahra y Zacarías la primeravez que se despertó en aquel lugar. Y,de pronto, vio con absoluta claridad laidea que no había conseguido identificaren todo el día. Ahora lo comprendíatodo. Aquello era un castigo de Alá porhaberse apoderado de Zacarías. Noestaba allí por error; tenía que estar allí.Era el lugar que le correspondía. Con larendición vino la aceptación y unacuriosa sensación de paz.

Fue entonces cuando los guardas sepresentaron para llevárselo. Ya era horade que empezara su interrogatorio.

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12

Se inició la llamada a la oración,primero por el almuédano que lapronunció desde el alminar de lamezquita de al-Azhar y después por elde otra mezquita y otra y otra, hasta quetodas las voces se mezclaron sobre lascúpulas y las azoteas de la ciudad, y lasllamadas se ensartaron como perlas enel cielo de la mañana invernal.

Los reunidos en la mansión Rashid,sobre todo los hombres, no seextrañaron que la oración la dirigierauna mujer. No se trataba de una mujer

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corriente sino de Amira, la viuda de AlíRashid, cabeza del clan Rashid desde lamisteriosa detención de su hijo cuatromeses atrás. Amira los había reunido atodos en la casa de la calle de lasVírgenes del Paraíso y era ella quien losmantenía unidos en medio de aquellacrisis familiar. El gran salón se habíaconvertido en un puesto de mando en elque cada miembro de la familiadesempeñaba una tarea… contestar alteléfono, hacer llamadas telefónicas,imprimir peticiones para repartirlas,preparar artículos y declaraciones a laprensa y escribir cartas a cualquierpersona que pudiera ayudar en la causa

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de Ibrahim Rashid. Amira era el centrode todo y era la que organizaba todas lascosas y la que daba las órdenes:

—Acabo de enterarme de que elpadre del director de al-Ahram eraíntimo amigo del abuelo Alí. Jalil, ve ala redacción del periódico y explícale ladesgracia que nos ha ocurrido. Si supadre vive todavía, puede que nosayude.

Los miembros varones de la familiacumplían sus encargos y regresaban paracomunicarle los resultados mientras lasmujeres preparaban grandes cantidadesde comida y la servían al elevadonúmero de personas que ahora se

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alojaban en la casa. Todos losdormitorios estaban ocupados, puestoque muchos parientes que vivían nadamenos que en Luxor y Asuán se habíandesplazado a El Cairo para trabajar porla causa de la liberación de Ibrahim.

Cuando los primeros rayos del solasomaban por encima de las colinasorientales, el teléfono empezaba a sonary se oía el tecleteo de las máquinas deescribir. El nieto de Zu Zu, un apuestojoven que trabajaba en la Cámara deComercio, entró en el salón, aceptó lataza de té que le ofrecían y se sentó allado de Amira.

—Los tiempos han cambiado, Um

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Ibrahim —dijo con aire abatido—. Elapellido de un hombre ya no significanada. Ni su honor ni el honor de supadre tienen la menor importancia. A losfuncionarios sólo les interesa elbakshish. Unos miserables burócratasque antes no hubieran podido sentarse ala misma mesa con nosotros son los queahora lucen uniforme, se exhiben comopavos reales y exigen enormes sumas dedinero a cambio de su ayuda.

Amira le escuchó pacientemente yvio en sus ojos lo mismo que veía en losojos de todos los tíos y sobrinosRashid… confusión, frustración ymirada perdida. Las clases sociales

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estaban desapareciendo; los aristócratascomo los Rashid ya no llevaban fez, elorgulloso símbolo de su condición. Yanadie sabía qué lugar le correspondía; laclase dominante ya no podía utilizar eltítulo de bajá, y los vendedores deperiódicos y los taxistas se mostrabangroseros con aquéllos ante los cualesantaño se habían inclinado enreverencia. Los inmensos latifundiospertenecientes desde muchasgeneraciones a acaudaladas familias seestaban expropiando y repartiendo entrelos campesinos; las grandesinstituciones e incluso los bancos seestaban nacionalizando. Los militares

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gobernaban el país y ya nadie podíadetenerlos, ni siquiera los británicos,cuya presencia en Egipto tenía los díascontados. Ahora se hablaba desocialismo en todos los cafés de ElCairo y una oleada de igualitarismoestaba barriendo violentamente el país.

Amira no podía comprenderlo y nodisimulaba su incapacidad. Pero, si loscambios eran la voluntad de Alá, que asífuera. Sin embargo, ¿dónde estabaIbrahim? ¿Por qué había sido víctima deaquellos trastornos? ¿Y por qué ella nopodía encontrarle?

La preocupación y la falta de sueñose habían cobrado su tributo en Amira,

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la cual había adelgazadoconsiderablemente y mostraba unasleves arrugas en su tersa frente. Habíaempezado a vender algunas de sus joyasy a utilizar sus ahorros personales parapagar los elevados sobornos que exigíanlos funcionarios. Rezaba más que nuncay recurría a los procedimientos mágicosque la madre de Alí Rashid le habíaenseñado tiempo atrás para alejar de lacasa de la calle de las Vírgenes delParaíso la racha de mala suerte queestaba asolando Egipto.

Incluso había mandado llamar a laastróloga Qettah para que le dijera labuenaventura de Ibrahim, pero Qettah se

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había limitado a sacudir la cabezadiciendo:

—La estrella de su nacimiento esAldebarán, sayyida, el astro del valor ydel honor. Pero no puedo decirte si tuhijo vivirá con valor o morirá conhonor.

Mientras llegaban otros visitantescon informes, noticias y rumores, sepresentó corriendo el hijo del hermanomayor de Alí Rashid.

—¡Ibrahim aún está vivo! ¡Estárecluido en la Ciudadela!

—Al hamdu lillah —exclamó Amira—. Loado sea el Señor.

Todo el mundo se arracimó

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alrededor de Mohssein Rashid, unestudiante universitario que habíainterrumpido sus estudios para poderparticipar en la búsqueda de su primo.Todos hablaban a la vez, pero fue Amirala que se impuso.

—Mohssein, ¿por qué lo tienenencerrado allí? ¿Cuál fue el motivo desu detención?

—¡Dicen que tienen pruebas detraición, tía!

—¿De traición?Amira cerró los ojos. Era un delito

que se castigaba con la muerte.—Dicen que tienen testigos que han

declarado bajo juramento y han revelado

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las cosas que él dijo.—¡Embusteros! —gritaron todos los

demás—. ¡Embusteros que han sidosobornados!

Amira levantó la mano y dijoserenamente:

—Alabado sea el Eterno porquehemos encontrado a Ibrahim. Mohssein,ve a la Ciudadela y averigua todo lo quepuedas. Tú le acompañarás, Salah.Tewfik, ve en seguida al despacho deH a s s a n al-Sabir en Ezbekiya. Leinteresará conocer la noticia.

Mientras Nefissa entraba con unanota entregada por alguien que conocía aun hombre, el cual conocía a su vez a

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otro hombre que, a cambio de una tarifa,podría facilitarles la comunicación conIbrahim, llegó Suleiman Misrahi.Parecía más viejo, se le había caídomucho pelo y tenía los ojos húmedos enlas órbitas. Aunque los revolucionariosaún no habían tocado su lucrativonegocio de importación, la expropiaciónlo tenía muy preocupado. Además, habíaoído decir que el gobiernorevolucionario estaba construyendonuevas empresas egipcias para fabricarproductos tales como automóviles ymaquinaria agrícola, cosas ambas que enaquellos momentos se importaban deotros países. Suleiman negociaba sobre

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todo con artículos de lujo comochocolate y encajes; ¿le nacionalizaríantambién la empresa?

—Gracias por venir, Suleiman —ledijo Amira, recibiéndole en un saloncitoaparte reservado para las reunionesprivadas con sus visitas.

Apreciaba profundamente aSuleiman porque era un hombre bueno,amable y servicial. Recordó ahora laangustia de Maryam años atrás, aldescubrir que no era ella la responsablede su esterilidad sino él, y su negativa adecirle la verdad. Amira se preguntabaalgunas veces si Suleiman se hubieraenojado realmente de haberse enterado

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de que sus hijos no habían sidoengendrados por él sino por su hermanoMussa.

—La situación es dramática, Amira—dijo Suleiman, pasándose las manospor el ralo cabello—. He asistido aalgunos juicios. ¡Más que juicios sonnúmeros de circo! Todos acusan a todos.Si denuncias a alguien que ha cometidoun delito más grave que el tuyo, tesueltan. La revolución se ha convertidoen una farsa y me avergüenzo de decirque soy egipcio.

Suleiman sacudió la cabeza dedesesperación. Corrían malos tiempos.La película norteamericana Quo Vadis ,

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anteriormente prohibida porque elpersonaje de Nerón le recordabademasiado a Faruk su propia persona, seestaba exhibiendo ahora y era el mayoréxito de El Cairo. Miles de personasacudían a verla y, cada vez que el actorPeter Ustinov aparecía en la pantallainterpretando el personaje de Nerón, lagente gritaba:

—¡A Capri! ¡A Capri! —El lugardonde Faruk se había exilado.

Suleiman introdujo la mano en elbolsillo superior de su chaqueta y sacóun trozo de papel.

—Me ha costado bastante tiempo yun considerable bakshish, pero al final

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he conseguido lo que me habías pedido,Amira. Aquí tienes la dirección de unode los miembros del ConsejoRevolucionario.

En agosto, tras la detención deIbrahim y la imposibilidad de averiguarsu paradero a través de los cauceslegales normales, Amira habíasolicitado una lista de los miembros delConsejo Revolucionario, integrado porlos autodenominados Oficiales Libres.Se enteró de que todos eran jóvenes, pordebajo de los cuarenta, y, cuandoSuleiman le leyó sus nombres, le pidióque averiguara la dirección de uno deellos en particular.

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—No ha sido fácil encontrar sudirección —le dijo ahora Suleiman,entregándole el trozo de papel—. Ahoralos Oficiales se han convertido en elobjetivo de los contrarrevolucionarios.Al final, recurrí a un amigo que me debeun favor y que a su vez es amigo delhermano de este hombre. ¿Qué vas ahacer con esta información? ¿Quién esese hombre, Amira?

—Puede que sea una señal deesperanza que nos envía Alá.

—Amira —dijo Maryam—, tienes quedejar que te acompañe. Llevas treinta y

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seis años sin abandonar esta casa. ¡Tevas a extraviar!

—Encontraré el camino —contestóserenamente Amira, cubriéndose lacabeza con el negro velo yenvolviéndose el cuerpo con él—. Aláguiará mis pasos.

—Pero ¿por qué no usas unautomóvil?

—Porque es una misión que tengoque cumplir yo sola y no puedo poner enpeligro la vida de otra persona.

—¿Adónde vas? ¿Me quieres decireso por lo menos? ¿A la dirección que tefacilitó Suleiman?

Amira siguió envolviéndose en la

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negra melaya hasta que no se le vieronmás que los ojos.

—Mejor que no lo sepas.—Pero ¿sabes cómo llegar al sitio

adónde te diriges?—Suleiman me ha facilitado

instrucciones.—Tengo miedo, Amira —dijo

Maryam en un susurro—. Los tiemposque vivimos me dan mucho miedo. Misamigos me preguntan cuándo vamos atrasladarnos a Israel Suleiman y yo.¡Jamás se nos había pasado por lacabeza semejante idea!

Maryam sacudió tristemente lacabeza. Cuando tres años atrás se había

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divulgado la noticia de que 45 000judíos habían abandonado el Yemenpara trasladarse a Israel en un éxodollamado Operación Alfombra Mágica,los amigos le habían empezado apreguntar a Maryam por qué no se ibanellos también. Pero ¿por qué hubierantenido que irse? Egipto era su casa.Incluso su apellido Misrahi significaba«egipcios». Sin embargo, otros judíosestaban abandonando Egipto y ahora laasistencia a la sinagoga se habíareducido considerablemente.

—Maryam —dijo Amira—, no meva a pasar nada. Alá es mi fortaleza.

Antes de salir, Amira se detuvo ante

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la fotografía de Alí que tenía en sumesita de noche.

—Ahora voy a la ciudad. Si existealguna posibilidad de salvar a nuestrohijo, es ésta. Alá me ha iluminado. Élguiará mis pasos. Pero tengo miedo.Esta casa ha sido mi refugio. Aquísiempre he estado a salvo.

Cuando Amira llegó finalmente a lapuerta del jardín, el sol invernal leacarició suavemente los hombros.Muchos años y muchos recuerdos atrás,había cruzado aquella misma puerta paraentrar en la casa. Miró a través de losnaranjos y vio a Alice trabajando en eljardín. Estaba empeñada en cultivar

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claveles ingleses en suelo egipcio. A sulado estaban los niños, jugando sinhacer ruido. Debido al encarcelamientode Ibrahim, la natividad del profetaMahoma se había celebrado sindemasiada alegría y ahora todo parecíaindicar que tampoco se podría celebrarcon júbilo la natividad de Jesús, elprofeta que Alice reverenciaba, para laque sólo faltaban dos semanas. Nuestracasa está de luto, pensó Amira.

Cerciorándose de que la negramelaya de seda la cubriera porcompleto sin mostrar tan siquiera lasmanos o los tobillos, respiró hondo,abrió la puerta y salió a la calle.

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Te lo suplico, Dios mío, rezó Alicemientras cavaba la tierra. Devuélveme aIbrahim y te prometo ser una buenaesposa para él.

Le amaré, le serviré y le darémuchos hijos. Olvidaré su engaño con lamadre de Zakki. Pero devuélvelo sano ysalvo a casa.

Ya ni siquiera Edward la podíaconsolar. Cuanto más tiempopermanecía en Egipto, tanto másmalhumorado se mostraba su hermano.Estaba muy taciturno y parecíaperennemente enfrascado en suspensamientos como si estuviera

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obsesionado por algo. Alice habíapensado al principio que quizá fuera elamor, la devoradora pasión que sentíapor Nefissa. Pero ahora ya no sabía loque era. Llevaba constantemente elrevólver y decía que era parasalvaguardar la seguridad de todos,puesto que los británicos se habíanconvertido en el blanco de la ira de losnuevos radicales. Pero ¿qué le pasaba?

Levantó los ojos de su tarea y vio aYasmina de pie a su lado con los ojosdel mismo color que las campanillas quese derramaban en cascada por el murode piedra.

—Mamá —dijo la niña—, ¿cuándo

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volverá papá a casa? Le echo de menos.—Yo también le echo de menos,

cariño.Alice tomó a su hija en brazos. Al

ver a Camelia y Zacarías mirándola conexpresión desvalida, pues no sóloestaban sin padre en aquellos momentos,sino que, además, carecían de madre,extendió los brazos y ambos niñoscorrieron a refugiarse en ellos.

Estaba a punto de decirles quefueran a la cocina a ver si quedaba unpoco de helado de mango de la vísperacuando vio salir al jardín a Hassan al-Sabir. De entre todos ellos, el amigode Ibrahim era el que menos afectado

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parecía por los recientesacontecimientos. Puede que incluso se leviera más satisfecho. Alice se puso enpie de un salto.

—¿Tienes alguna noticia deIbrahim?

Hassan la miró parpadeando con susojos oscuros al tiempo que pensaba que,desde hacía cuatro meses, eso era loprimero que ella siempre le decía alverle.

—He visto salir al dragón. ¿Adóndeiba?

Alice se quitó los guantes dejardinería.

—¿El dragón?

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Hassan sospechaba que Amira no loapreciaba, pero no sabía por qué.

—La madre de Ibrahim. Pensaba quenunca salía de casa.

—¡Yo también lo pensaba! Cielosanto, ¿adónde crees que puede haberido madre Amira? Niños, entrad en lacasa, quiero hablar con tío Hassan enprivado.

Hassan miró a su alrededor.—Tampoco he visto a Edward ni a

Nefissa.—Nefissa aún está tratando de

averiguar si la princesa Faiza seencuentra todavía en Egipto o se fue conla familia real. Si Faiza todavía

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estuviera aquí, tal vez podría ayudarnosa encontrar a Ibrahim. Y supongo queEdward debe de estar en su habitación—añadió Alice lanzando un suspiro. Suhermano estaba bebiendo más de lacuenta y ella temía que regresara aInglaterra. No podía soportar la idea deperderlo también a él tras haber perdidoa Ibrahim—. ¿O sea que no tienesninguna noticia?

Hassan alargó la mano y apartó unmechón de rubio cabello de la mejillade Alice.

—Si he de serte sincero, creo quedeberías prepararte para lo peor. Nocreo que Ibrahim regrese jamás a casa.

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—No digas eso.Hassan se encogió de hombros.—Corren tiempos muy inseguros.

Los que ayer eran tus amigos son hoy tusenemigos. Tú sabes lo mucho que me heesforzado por conseguir su liberación.No he podido averiguar tan siquieradónde será juzgado. Ni yo estoy encondiciones de hacer nada, y eso quesoy uno de los pocos hombres de laciudad que todavía conservan susinfluencias. Me temo que los ciudadanosque fueron leales al Rey no serántratados con demasiada benevolencia.

Al ver que Alice se echaba a llorar,Hassan la rodeó con sus brazos

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diciendo:—No debes temer nada estando yo

aquí.—¡Pero es que yo quiero que

Ibrahim regrese a casa!—Todos lo queremos. —Hassan le

acarició el cabello y la atrajo un pocomás hacia sí—. Pero no podemos hacermás de lo que estamos haciendo, el restoestá en manos de Alá. —Colocó un dedobajo su barbilla y le levantó el rostro—.Te debes de sentir muy sola —añadió.

Cuando intentó besarla, Alice seechó hacia atrás.

—¡Hassan!—Mi preciosa Alice, tú sabes que te

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he querido desde la primera vez que nosvimos en Montecarlo. Tú y yoestábamos hechos el uno para el otro.Pero, por no sé qué razón, te casaste conIbrahim.

—Quiero a Ibrahim —dijo Aliceretrocediendo.

Pero Hassan la tenía fuertementesujeta por el brazo.

—Ibrahim ha desaparecido, querida.Ya es hora de que te enfrentes con loshechos. Eres viuda, una viuda joven yhermosa que va a necesitar a un hombre.

Estrechándola en sus brazos, Hassanjuntó la boca con la suya.

—¡No, por favor! —dijo Alice,

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apartándose y golpeándose contra eltronco de un granado.

Hassan la inmovilizó contra el árboly la volvió a besar mientras ellaforcejeaba e intentaba gritar.

—Tú sabes que me deseas tantocomo yo a ti —dijo Hassan, tratando deintroducir la mano bajo su blusa.

—No te deseo —replicó Alice entresollozos.

—Pues claro que sí. —Hassan soltóuna carcajada—. Llevo ocho añosesperando esta oportunidad.

Alice consiguió zafarse de su presay tropezó con el cubo donde habíacolocado las herramientas de jardinería.

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Al ver que Hassan se acercaba a ella,giró en redondo y, tomando un rastrillo,se lo acercó a la cara.

—Te juro que pienso usarlo.Al ver las afiladas púas a escasos

centímetros de su rostro, la sonrisa deHassan se esfumó.

—No hablarás en serio.—Hablo completamente en serio —

dijo Alice—. Me repugnas. Eres unmonstruo y, si me tocas, te dejaréconvertido en un monstruo para que todoel mundo lo vea.

Hassan contempló el rastrillo, miróa Alice y volvió a contemplar elrastrillo. Después, esbozó una súbita

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sonrisa y se apartó de ella con las manosen alto.

—Te valoras mucho, querida, sicrees que alguien puede correr el riesgode que le desfiguren el rostro por ti. Ylo malo es que no tienes ni idea de loque te pierdes. Te hubiera hecho el amorde tal forma que jamás hubieras queridoregresar junto a tu marido aunque éstevolviera a casa. Tras pasar una horaconmigo, jamás querrías a ningún otrohombre. Pobre Alice —añadió Hassan,soltando una carcajada—. Lo que tú nosabes es que algún día vendrás a mí yme lo pedirás de rodillas. Pero ya novolverás a tener otra oportunidad

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conmigo. Recordarás esta tarde. Yvivirás para lamentarlo.

Amira se había extraviado. Su destinoera una dirección de Shari al-Azhar ySuleiman le había facilitado unasinstrucciones muy claras para llegarhasta allí.

—Dirígete al norte por Kasr al-Ainihasta que llegues al gran nudo de tráficoque hay delante de los cuartelesbritánicos. Eso era antes la plaza Ismail,pero ahora se llama la plaza de laLiberación. Verás dos tiendas, unapastelería y otra de artículos de viaje.

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Esas tiendas marcan la entrada de lacalle que te llevará al edificio central deCorreos. Sigue al este por la calle hastaque llegues a otra plaza donde verás eledificio de Correos. Shari al-Azhar sebifurca al este de dicha plaza… síguelahasta que llegues a la Gran Mezquita. Ladirección se encuentra en una callejuelaal otro lado de la mezquita. La puertaestá pintada de azul y hay una maceta degeranios rojos en los peldaños.

Temiendo que alguien descubriera elpapel que le había dado Suleiman,Amira se había aprendido de memorialas instrucciones y había destruido lanota.

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Pero no había contado con dosposibilidades: la de que se desorientaray la de que el cielo encapotado leimpidiera determinar la posición delsol. Y ahora, dos horas después dehaber cruzado la puerta de su jardín,Amira se dio cuenta de que se habíaequivocado y no sabía dónde estaba eleste y dónde el oeste.

Trató de no pensar en el plomizocielo que se cernía sobre ella. Aunquese había pasado muchas tardes y nochesen la espaciosa azotea de su casa, dondetenía un emparrado y criaba palomas, elcielo que cubría la casa de la calle delas Vírgenes del Paraíso era distinto…

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allí se sentía protegida mientras quefuera se sentía amenazada.

Permaneció de pie en la esquina dela transitada calle mientras la gentepasaba presurosa por su lado y losautomóviles circulaban velozmente porla calzada. Contempló los altos edificiosque la rodeaban. Desde su jardín de laazotea, conocía la ciudad y sabíaidentificar todos los alminares, cúpulasy azoteas. Pero ahora estaba abajo y laciudad se le antojaba extraña yaterradora.

¿Hacia dónde dirigirse? ¿Dóndeestaba Shari al-Azhar? ¿Dónde estaba lacalle de las Vírgenes del Paraíso?

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Le había resultado muy difícil llegarhasta allí. ¡Con la gente que había en ElCairo! Se veían tanques en las calles ysoldados por todas partes. Mientrascaminaba sujetando recatadamente lamelaya alrededor de su cuerpo, lepareció que todo el mundo la mirabapensando: «Ahí va Amira Rashid. ¡Sumarido Alí la está mirando conexpresión de reproche desde elParaíso!». Varias veces se habíaasustado al llegar a los cruces y ver lasluces verdes y rojas y los agentes detráfico indicándoles a los automóvilesque se dirigieran hacia aquí o hacia allío bien que se detuvieran. Al bajar de un

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bordillo, un vehículo había estado apunto de atropellarla. Los vendedorescallejeros de verduras, pollos yespecias agitaban agresivamente susmercaderías delante de su rostro y en lasesquinas de las calles los hombresdiscutían o regateaban o se reían apropósito de algún chiste. Había visto amujeres tomadas del brazo, riéndose yhaciendo comentarios sobre losartículos de los escaparates de lastiendas. No podía creerlo. Su hijo estabaen la cárcel o quizá ya había muerto y,sin embargo, la ciudad seguía como sital cosa.

Y ella se había extraviado.

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Sintiéndose demasiado visible en laesquina de la calle, como si todos losojos estuvieran clavados en ella,decidió seguir adelante, pero entoncesse dio cuenta de que se encontraba en lamisma calle por la que antes habíabajado. El corazón le empezó a latirviolentamente en el pecho. ¡Se estabamoviendo en círculo!

De pronto, vio entre dos edificiosalgo que le infundió esperanza: elapagado brillo metálico del Nilo.

Caminando por la acera para notener que cruzar de nuevo la calle,descubrió que se estaba acercando a unpuente. Allí los viandantes eran de otro

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tipo: campesinos vestidos congalabeyas empujando carros de manocargados de verduras, mujeresenfundadas en largas túnicas negrasllevando bultos sobre la cabeza yestudiantes vestidos a la europea conlibros bajo el brazo. Sin embargo, nadade todo aquello le llamó la atención…sus ojos no podían apartarse del río.Sólo lo había visto desde la azotea de sucasa, una cinta de seda de cambiantescolores. Le parecía algo lejano yartificial. Pero ahora, de pie sobre elojo del puente, contempló el agua y sesintió abrumada por el peso de lossentimientos y las sensaciones. Y por un

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recuerdo: ¡había visto aquel río en otraocasión! ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Muchotiempo atrás, cuando, siendo niña, larobaron de una caravana del desierto…?

El río la hipnotizaba con suincesante corriente y sus fértiles oloresque le hacían evocar losalumbramientos. La superficie parecíalenta y tranquila, pero ella tenía laimpresión de estar viendo las rápidas ypeligrosas corrientes del fondo. Le vinoa la memoria otro recuerdo: teníacatorce años y estaba embarazada de suprimer hijo al que impondría el nombrede Ibrahim. Su marido Alí le estabadiciendo con su habitual gravedad:

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—El Nilo es único. Discurre de sura norte.

—¿El río es una mujer? —preguntóella.

—Es la Madre de Egipto, la Madrede Todos los Ríos. Sin él, no tendríamosvida.

—Pero la vida nos la da Alá.—Alá nos da el Nilo, que es nuestro

sustento.Amira contempló el ancho y

poderoso río que reflejaba el colorpeltre del cielo y las blancas velastriangulares de las falúas que surcabansu superficie y le pareció oír de nuevola voz de Alí: «Discurre de sur a norte».

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Contempló la corriente y la siguiócon la mirada hasta que se perdiódoblando una curva. Aquél es el norte,pensó.

Entonces supo que a su izquierdaestaba el oeste y a su derecha, el este. Ycomprendió que todo aquello era unsigno de Alá.

Ya no tenía miedo cuando volviósobre sus pasos en el puente y, enfilandoa su izquierda la primera calle queencontró, echó a andar por ella sinapartar los ojos del Nilo. Al llegar alnudo de tráfico situado frente a loscuarteles británicos, comprendió que yano estaba perdida. Evocando

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mentalmente el Nilo mientras giraba aleste, avanzó con paso decidido por labulliciosa calle, pasando por delante delos lujosos escaparates de las tiendasmientras su negra melaya se mezclabacon las faldas cortas y los zapatos detacón de otras mujeres hasta llegar a otraplaza desde la cual, levantando la vista,reconoció uno de los alminares de lamezquita de al-Azhar que Alí le habíamostrado desde la azotea de su casamuchos años atrás.

Al final, llegó a la puerta azul con lamaceta de geranios rojos en lospeldaños.

Tocó el timbre y abrió una criada.

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Amira se presentó, diciendo quedeseaba ver a la esposa del capitánRageb. Tras hacerla pasar a un saloncitojunto a la entrada, la criada se retiró.Mientras esperaba, Amira rogó que nose hubiera equivocado y aquélla fuera lapersona que ella creía que era.

La criada regresó al poco rato y laacompañó a un elegante salón del pisode arriba muy parecido al de su casa,aunque un poco más pequeño. En cuantola mujer la saludó, Amira diomentalmente gracias a Alá, se quitó elvelo y, tras los saludos de rigor, dijo:

—Señora Safeya, ¿te acuerdas demí?

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—Por supuesto que sí, sayyida —lecontestó la mujer—. Siéntate, por favor.

La criada entró con el té y unaspastas y la señora Rageb le ofreció aAmira un cigarrillo que ésta aceptó debuen grado.

—Me alegro de volver a verte,sayyida.

—Y yo a ti. ¿Tu familia está bien?Safeya señaló las fotografías de unas

jóvenes en la pared.—Mis dos hijas —dijo con orgullo

—. La mayor tiene ahora veintiún años yestá casada. La menor está a punto decumplir siete. —Safeya miródirectamente a los ojos a su visitante—.

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Le puse por nombre Amira. Naciómientras mi esposo el capitán seencontraba en el Sudán. Pero tú ya losabes.

Amira recordó el collar que lucía laseñora Rageb el día en que habíaacudido a visitarla a la calle de lasVírgenes del Paraíso siete años atrás…una piedra azul con cadena de oro paraalejar el mal de ojo. Y recordó tambiénque ello le había hecho comprender quela mujer estaba asustada. Observó ahoraque la señora Rageb ya no lucía aquelcollar.

—Dime, por favor —le rogó Amira—, ¿recuerdas nuestra conversación en

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mi jardín siete años atrás?—Jamás la olvidaré. Aquel día te

prometí que siempre estaría en deudacontigo. Si has venido a pedirme algo,señora Amira, mi casa y todo cuantoposeo están a tu disposición.

—Señora Safeya, ¿tu marido es elcapitán Yusuf Rageb, miembro delConsejo Revolucionario?

—En efecto.—Una vez me dijiste que tu marido

te quería y te consideraba su igual yescuchaba tus consejos. ¿Eso siguesiendo cierto?

—Más que nunca —contestó Safeyaen un susurro.

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—Entonces he venido a pedirte unfavor —dijo Amira.

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13

Alice permaneció inmóvil en la cama,preguntándose qué la habría despertado.Últimamente se despertaba con facilidadporque su preocupación por Ibrahim leimpedía dormir profundamente. Mirandoel reloj que tenía en la mesita, vio queera pasada la medianoche. Prestóatención en medio del silencio de lacasa y se sobresaltó al oír unas pisadasdelante de su puerta. Cuando pocodespués oyó otras pisadas, comprendióqué era lo que la había despertado:había gente caminando a toda prisa por

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el pasillo.Pero no oyó voces ni gritos de

alarma. Se levantó de la cama, se acercóa la puerta, la abrió y alcanzó a ver aNefissa y a una prima doblando laesquina al final del pasillo. Al parecer,se dirigían a la habitación de los niños.

Alice se puso una bata y las siguió.

A Camelia no le gustaba que ladespertaran antes de hora; le encantabanlos sueños y la comodidad de la cama.Al notar que una mano la sacudíasuavemente, pensó que era su hermanaMishmish que a veces la despertaba

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durante la noche porque tenía unapesadilla o temía que su papá jamásregresara a casa. Sin embargo, cuando lapequeña Camelia de siete años abrió losojos, se sorprendió de ver a su Ummainclinada sobre ella.

—Ven, Lili —le dijo cariñosamenteAmira—. Ven conmigo.

Camelia se frotó los ojos y siguiómedio adormilada a su Umma hasta elcuarto de baño. Al volver la cabeza, vioa Yasmina todavía dormida en la cama.Después entró y Umma cerró la puerta.

La intensa iluminación del cuarto debaño le molestaba la vista; la niña seextrañó de ver a tía Nefissa y a la prima

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Doreya y a Raya e incluso a la ancianatía Zu Zu.

—Yo la sujetaré —dijo Nefissa,extendiendo los brazos hacia Camelia ymirando a la niña con una sonrisatranquilizadora—. Esta noche seré sumamá.

Camelia, que todavía estaba mediodormida, no preguntó qué estabanhaciendo las mujeres: se sentó sobre unagruesa toalla que tía Nefissa habíaextendido en el suelo y se reclinó haciaatrás, sostenida por los brazos de su tía.Sin embargo, cuando Doreya y Rayaintentaron separarle las piernas,Camelia empezó a oponer resistencia.

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—¿Qué estamos haciendo, Umma?—preguntó.

Amira actuó con rapidez.

En el dormitorio a oscuras, Yasminaveía en sueños grandes cuencos dedorados albaricoques; todos se los iba acomer ella. Acurrucada en la cama conlos brazos alrededor del osito de felpaque su tío Edward le había enviadodesde Inglaterra, se consoló con undelicioso sueño en el que papáregresaba de sus largas vacaciones y lacasa volvía a ser feliz. Se estabacelebrando una gran fiesta y mamá lucía

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su traje de noche de raso blanco y suspendientes de brillantes y Umma sacabade la cocina grandes cuencos de natillasy muchos albaricoques entre risas.

Después vio a Camelia bailando yllamándola entre risas.

—Mishmish! Mishmish!Yasmina abrió los ojos. El

dormitorio estaba a oscuras y sólo unasfinas cintas de luz de luna se filtraban através de las persianas cerradas. Prestóatención. ¿Había soñado que su hermanala llamaba? ¿O la había llamado deverdad…?

Un grito rasgó el aire.Yasmina se levantó de un brinco y

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corrió a la cama de su hermana, pero laencontró vacía y con el cobertordoblado hacia atrás.

—¿Lili? —dijo—. ¿Dónde estás?Entonces vio luz por debajo de la

puerta del cuarto de baño.Se acercó corriendo y, justo en el

momento de llegar allí, se abrió lapuerta y salió Umma llevando en brazosa una llorosa Camelia.

—¿Qué ha pasado? —preguntóYasmina.

—Nada —contestó Amira,colocando a la niña de siete años en sucama, arropándola y enjugándole laslágrimas—. A Camelia no le pasa nada.

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—Pero ¿qué…?—Vamos, Yasmina —dijo

cariñosamente Nefissa—. Vuelve a lacama.

De pronto se abrió la puerta deldormitorio y apareció Alice envuelta enuna bata y con el cabello enmarañado ylos ojos todavía hinchados por el sueño.

—¿Qué ha pasado? He oído un grito.Me ha parecido que era Camelia.

—Ya pasó —dijo Amira,acariciando el cabello de Camelia.

—Pero ¿qué ha pasado?Alice observó que las demás

mujeres iban completamente vestidas apesar de que era de noche.

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—Todo va bien. Camelia se curaráen cuestión de pocos días.

Mientras las demás mujeres lamiraban sonriendo y le aseguraban quetodo iba bien, Alice vio la navajaensangrentada en la pila del cuarto debaño.

—¿Se curará? Pero ¿qué le hapasado?

—Ha sido su circuncisión —dijoNefissa—. Dentro de unos días lo habráolvidado todo. Ven a tomar el té connosotras.

—¿Su qué? —preguntó Alicemientras una de las mujeres lemurmuraba a otra:

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—Los ingleses no lo hacen.Amira apoyó una mano en su brazo y

le dijo:—Ven, querida, yo te lo explicaré.

Nefissa, ¿quieres encargarte de vigilar aCamelia, por favor?

En cuanto las mujeres abandonaronel dormitorio y tía Nefissa se dirigió alcuarto de baño, Yasmina se levantósigilosamente de su cama y se acercó asu hermana, la cual estaba sollozandomuy quedo con el rostro hundido en laalmohada.

—¿Qué te ha pasado, Lili? —lepreguntó—. ¿Estás enferma?

—Me duele mucho, Mishmish —

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contestó Camelia, enjugándose laslágrimas de los ojos.

Echando la manta hacia atrás,Yasmina subió a la cama y rodeó aCamelia con sus brazos.

—No llores. Ya has oído a Umma.Te pondrás bien.

—Por favor, no me dejes —dijoCamelia mientras Yasmina tiraba de lamanta hacia arriba para que ésta lascubriera a las dos.

En su dormitorio, Amira tenía dispuestoun servicio de té de plata. Mientrasllenaba dos tazas, preguntó:

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—¿Es cierto que los ingleses nopractican la circuncisión?

Alice la miró, perpleja.—A los niños, a veces… creo.

Pero… madre Amira, ¿cómo se puedecircuncidar a una niña? ¿Qué les hacéis?

Cuando Amira se lo explicó, Alicela miró, horrorizada.

—Pero eso no es lo mismo que lacircuncisión de un niño. ¿No esperjudicial?

—En absoluto. Cuando Cameliacrezca, sólo le quedará una pequeñacicatriz. Yo he cortado sólo la puntita.Por lo demás, está igual que antes.

—Pero ¿por qué lo hacéis?

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—Se hace para preservar la honrade las niñas cuando sean mayores. Seelimina la impureza y con ello seconsigue que sean esposas castas yobedientes.

—¿Quiere esto decir que no podrágozar del sexo? —preguntó Alicefrunciendo el ceño.

—Por supuesto que podrá —contestó Amira con una sonrisa—.Ningún hombre quiere tener en su casa auna mujer insatisfecha.

Alice contempló el reloj de lamesita de noche de Amira. Eran casi lasdos de la madrugada. La casa, el jardíny la calle de las Vírgenes del Paraíso

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estaban a oscuras y en silencio.—Pero ¿por qué practicáis la

circuncisión a esta hora y tan en secreto?—preguntó—. Cuando circuncidaron aZacarías, se celebró una gran fiesta.

—La circuncisión de un niño tieneun significado distinto de la de una niña.En el caso de un niño, significa que haingresado en la familia del Islam. Encambio, en el de una niña, supone unavergüenza y por eso se hace de unamanera rápida y en secreto. Es un ritualal que se someten todas las niñasmusulmanas —añadió Amira al ver laexpresión de desconcierto de Alice—.Ahora Camelia podrá encontrar un buen

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marido porque éste sabrá que no seexcita fácilmente y que, por tanto, puedefiarse de ella. Es por eso por lo queningún hombre como es debido se casacon una mujer incircuncisa.

El desconcierto de Alice era cadavez mayor.

—Pero tu hijo se casó conmigo, ¿no?Amira se sentó y tomó la mano de

Alice entre las suyas.—Sí, es cierto. Y porque te casaste

con el hijo de mi corazón, tú eres la hijade mi corazón. Lamento muy de verasque eso te haya disgustado tanto.Hubiera tenido que prepararte primero,explicártelo y después invitarte a

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participar. El año que viene, cuando letoque el turno a Yasmina…

—¿A Yasmina? ¡No estaráspensando hacerle eso a mi hija!

—Ya veremos lo que dice Ibrahim.Alice contempló la taza de té y, de

repente, no pudo beber.—Voy a ver a las niñas —dijo en

tono vacilante.

Nefissa estaba sentada junto a la cama,bordando en un pequeño tambor.

—Las dos están dormidas —le dijoa Alice con una sonrisa, indicándole alas dos chiquillas cubiertas por la

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manta.Alice miró primero a Camelia, cuyo

negro y húmedo cabello aparecíadesparramado sobre la almohada, ydespués a su hija, cuyos rubios bucles semezclaban con los más oscuros de suhermana. Apoyando la mano sobre lafrente de Yasmina, recordó el juego delas niñas vistiéndose con la melaya yvislumbró un futuro aterrador en el queEgipto volvería a sus antiguascostumbres y seguiría circuncidando alas mujeres y cubriéndolas con velos.

«No permitiré que eso te ocurra a ti,mi pequeña», le juró en silencio aYasmina. «Te prometo que tú siempre

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serás libre».De pronto, experimentó la necesidad

de hablar con su hermano. Besando acada una de las niñas, le dio las buenasnoches a su cuñada y después cruzó lainmensa y silenciosa mansión, llegó algran salón y subió por la gran escalinatapara dirigirse al ala de la casareservada a los hombres. Eddie locomprenderá, pensó. Me ayudará aencontrar un apartamento. Me llevaré aYasmina y viviremos los tres juntoshasta que Ibrahim regrese a casa.

Fue a llamar con los nudillos a lapuerta de su hermano, pero, recordandoque éste tenía un sueño muy profundo y

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no la oiría, entró con la intención desacudirle suavemente por el hombro ydespertarle.

Sin embargo, al abrir la puerta, violas luces del salón encendidas. Habíados hombres. Alice no comprendió alprincipio qué estaban haciendo: Edwardinclinado hacia delante y Hassan al-Sabir detrás de él, ambos con lospantalones bajados hasta los tobillos.

Los hombres levantaron la vista,sobresaltados.

Alice lanzó un grito y escapócorriendo.

Bajó a trompicones los peldaños dela gran escalinata y, mientras corría

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pisando el reluciente suelo delvestíbulo, resbalo y cayó. Entrelágrimas, trató de encontrar algo a loque agarrarse y, cuando estaba a mediolevantarse, notó que una mano leapresaba el brazo. Era Hassan. Trató dehuir, pero Hassan la obligó a volver elrostro hacia él bajo el charco de luz deluna que penetraba a través de unaventana.

—¿Es que no lo sabías? —lepreguntó con una sonrisa—. No, por lacara que pones; yo diría que no tenías nila más remota sospecha.

—Eres un monstruo —dijo Aliceentre jadeos.

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—¿Yo? Vamos, querida, el monstruoes tu hermano… Hacía el papel demujer, es él quien tiene queavergonzarse.

—¡Lo has corrompido!—¿Que yo lo he corrompido? —

Hassan soltó una carcajada—. Miquerida Alice, ¿de quién crees quepartió la idea? Edward me quiere desdeque llegó aquí. Tú pensabas que quería aNefissa, ¿verdad?

Alice trató de apartarle, pero Hassanse acercó todavía más y le dijo con unaamarga sonrisa:

—Pareces estar celosa, Alice. Perome pregunto de quién de nosotros dos

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estás celosa.—¡Me das asco!—Sí, ya me lo dijiste. Entonces

pensé que, como no podía tener a lahermana, me conformaría con hermano.Supongo que, desde este punto de vista,sois bastante parecidos.

Alice consiguió zafarse de su presay echó a correr.

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14

Aquel ventoso día de enero de 1953reinaba tanto ajetreo en la cocina que lacocinera y sus ayudantes chocabanconstantemente entre sí. Dada la enormecantidad de amigos y parientes que sehabían congregado en la casa para dar labienvenida a Ibrahim, los hornos estabanen marcha noche y día y en ellos seintroducían sin cesar fuentes, asados,panes y empanadas.

A Sahra le habían encomendado lamisión de picar la carne de cordero parahacer albóndigas, tarea que ella había

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aprendido a hacer en las fiestas de laaldea y que ahora estaba cumpliendocon inmensa alegría. ¡El amo regresabaa casa! Era el hombre que los habíasalvado a ella y a su hijo de una vida demiseria y privaciones y que habíaadoptado a Zacarías, ofreciéndole unaexistencia de príncipe. Hasta ella habíasido durante un minuto la esposa de unmédico, lo cual era mucho mejor quepasarse la vida siendo la esposa de untendero. Y le habían permitidoamamantar a su hijo durante tres años ysostenerlo y acunarlo en sus brazos,aunque nunca pudiera reconocerlo comopropio. Y ahora ambos habían celebrado

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otro cumpleaños juntos bajo el techo deaquella casa tan bonita: Sahra teníaveintiún años y Zakki, siete.

Sahra comprendía ahora que todohabía formado parte del plan de Alá…concebir el hijo de Abdu junto a laacequia, abandonar la aldea y finalmentellegar a aquella lujosa mansión queparecía un palacio. ¿Acaso no le habíadicho su madre, la noche en que ellahuyó de la cólera de su padre y sus tíos,que estaba en manos de Dios? Abdu,dondequiera que estuviera, se alegraríasi lo supiera. ¡Y ahora el amo habíavuelto y la casa volvería a ser feliz!

Los invitados se hallaban reunidos

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en el gran salón de recepciones… losRashid, muchos vecinos de la calle delas Vírgenes del Paraíso y losnumerosos amigos que tenía Ibrahim enlas salas de fiestas y los casinos, todosellos vestidos con sus mejores galas ytodos deseosos de acogerle de nuevo enel redil. Había estado seis mesesausente.

Cuando se oyó el estampido delmotor de un vehículo, los niñoscorrieron a una ventana y empezaron agritar al ver el automóvil de su tíoJohssein enfilando la calzada.

—¡Ya está aquí papá! —gritaron,saltando arriba y abajo—. ¡Ha llegado

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papá!La barahúnda en el salón de

recepciones creció de pronto cuando seoyeron las pisadas de los dos nombressubiendo por la gran escalinata. Nadiehabía visto a Ibrahim desde el mes deagosto; no le habían permitido recibirvisitas, ni siquiera tras serle entregadauna carta en la que se le anunciaba suliberación en cuestión de unas semanas.Por eso la imagen mental que todosconservaban no encajó con la que ahoraaparecía en la puerta, cuando Mohsseinentró en compañía de su primo en elsalón.

Todo el mundo enmudeció y

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contempló con espanto al desconocidode cabello y barbas grises. IbrahimRashid parecía un esqueleto; sus ojoseran unos oscuros huecos y el traje lecolgaba por todas partes.

Amira se adelantó y le rodeó con susbrazos.

—Bendito sea el Eterno que hadevuelto a mi hijo a casa.

Todos se acercaron con lágrimas enlos ojos y le sonrieron mientras le dabanla bienvenida y alargaban las manospara tocarle. Nefissa estaba llorando alágrima viva cuando Alice se acercólentamente a su marido con el rostro tanpálido como el vestido de seda que

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lucía. En el momento en que lo estrechóen sus brazos, Ibrahim rompió ensollozos.

Los niños se aproximarontímidamente sin estar muy seguros dequién era aquel hombre. Sin embargo,cuando él extendió los brazos y losllamó por sus diminutivos, Mishmish,Lili, Zakki, reconocieron la voz y lorecordaron. Ibrahim abrazó a sus doshijas, Camelia y Yasmina, hundiendo elrostro en su perfumado cabello, pero, alver que entonces se acercaba Zacarías,se levantó antes de que el niño pudieratocarle y extendió la mano hacia elbrazo de Amira.

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—Me parece imposible que esté encasa, madre —dijo con un hilillo de voz—. Ayer, pensaba que me iba a pasartoda la vida en la cárcel. Esta mañaname he despertado y me han dicho que mepodía ir. No sé por qué me encerraronallí ni por qué me han liberado.

—Alá lo ha querido —dijo Amiracon lágrimas en los ojos. Ni siquieraIbrahim conocería jamás su pactosecreto con la esposa del oficial libre—. Ahora estás en casa y eso es lo queimporta.

—Madre —dijo Ibrahim en voz baja—. El rey Faruk jamás volverá. Egiptoes ahora un lugar distinto.

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—Eso también está en manos deAlá. Tu destino ya está escrito. Ahoraven y siéntate a comer.

Mientras le acompañaba al diván dehonor, tapizado en brocado de oro yterciopelo rojo, Amira disimuló suinquietud al percibir el escuálido brazode su hijo bajo la tela de la manga ycontemplar la extraviada mirada de susojos. Sabía que lo habían torturado enaquel horrible lugar; fue la únicainformación que pudo facilitarle SafeyaRageb. Pero su misión sería ahoradevolverle la salud y la felicidad yayudarle a encontrar su sitio en el nuevoEgipto.

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—¿Dónde está Eddie? —preguntóAlice, mirando a su alrededor.

Los niños se levantaron deinmediato diciendo:

—¡Vamos a buscarle, es undormilón!

Tras lo cual, los cinco abandonaroncorriendo el salón entre gritos y risas.

Regresaron al cabo de un momento.—No podemos despertar a tío Eddie

—dijo Zacarías—. ¡Le hemos sacudido,pero no hay quien despierte a estamarmota!

—Tiene pupa en la frente —dijoYasmina—. Aquí —añadió,señalándose el entrecejo.

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Amira abandonó el salón encompañía de Alice y Nefissa.

Encontraron a Edward sentado enuna silla, impecablemente vestido conu n blazer azul y unos pantalonesblancos, recién afeitado y con el cabelloalisado con gomina. Cuando vieron ellimpio orificio de bala entre sus ojos yel revólver del 38 en su mano,comprendieron que no habían oído elestampido del motor de un automóvil alllegar Ibrahim a la mansión. En elmomento en que una vida regresaba a lacasa de la calle de las Vírgenes delParaíso, otra vida se había alejado deella.

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Alice fue quien primero vio la nota.La leyó como si leyera el periódico dela mañana, sin la menor emoción ni elmenor sentido de la realidad. Leyó lasfrases que la perseguirían como unapesadilla durante toda la vida. «Hassanno tuvo la culpa. Yo le amaba y penséque él me amaba a mí. Ahora sé que fuiel instrumento de su venganza contra ti,mi querida hermana. Para hacerte daño ati, Alice, me destruyó a mí. Pero nollores por mí. Ya estaba condenado eldía en que llegué aquí. Me fui deInglaterra para huir de mi vicio. Sabíaque, si nuestro padre lo hubieradescubierto, hubiera sido la ruina de

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nuestra familia. Ya no puedo seguirviviendo con esta vergüenza».

Después añadía una frase paraNefissa: «Perdona que te engañara».

Alice no se dio cuenta de que habíaestado leyendo en voz alta hasta que, alterminar, se percató del repentinosilencio que reinaba en la estancia.Amira tomó la nota y, utilizando elencendedor de Edward, le prendiófuego. Cuando la nota quedó convertidaen negra ceniza en la papelera, le dijo aNefissa que buscara una caja demuniciones y esparciera sobre elescritorio las balas y todo el materialque Edward hubiera podido utilizar para

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limpiar el arma.Después añadió, volviéndose hacia

Alice:—Eso no tiene que saberlo nadie,

¿me entiendes?… ni Ibrahim ni Hassanni nadie. ¿Alice? ¿Nefissa? ¿Me habéiscomprendido?

Alice contempló a su hermano.—Pero ¿y si…?—Haremos que parezca un accidente

—contestó Amira mientras Nefissadejaba sobre el escritorio una gamuza,un frasco de aceite y unas balas—.Estaba limpiando el arma y ésta sedisparó accidentalmente. Eso es lo queles diremos a todos. Ahora me tenéis

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que prometer que vosotras diréissiempre lo mismo.

Nefissa inclinó la cabeza en silencioy Alice dijo en un susurro:

—Sí, madre Amira.—Ahora llamaremos a la policía.Sin embargo, antes de abandonar la

estancia, Amira se detuvo, apoyósuavemente una mano sobre el cabellopulcramente peinado de Edward, lecerró los ojos y dijo en un susurro:

—Declaro que no hay más dios queAlá y Mahoma es su profeta.

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Tercera parte

1962

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15

Mientras contemplaba a la seductoradanzarina en la pantalla, Omar Rashidsólo pensaba en una cosa: en acostarsecon su prima.

La danzarina se llamaba Dahiba yevolucionaba en la pantalla con zapatosde tacón alto y un traje de noche a loRita Hayworth, moviendo las caderas, elbusto y las largas piernas de tal formaque al joven Omar, de veinte años, se leencendió la sangre hasta casi no poderloresistir. Pero el objeto de su pasión noera Dahiba sino su prima Camelia, de

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diecisiete años, sentada a su lado en ellocal a oscuras, rozándole el brazo conel suyo y embriagándole con lasvaharadas de su almizcleño perfume.Omar deseaba a su prima desde la nocheen que la familia asistió a un recital desu academia de ballet y Camelia bailódelante de todo el mundo vestida con untutu y con las piernas enfundadas en unasmallas blancas. La niña tenía entoncesquince años y fue la primera vez queOmar se dio cuenta de que ya no era unachiquilla.

—Qué guapa es Dahiba, ¿verdad?—dijo ahora Camelia sin apartar losojos de la pantalla.

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Omar no pudo contestar. Estabaardiendo a pesar de no tener la menoridea de lo que era hacerle el amor a unamujer, dado que en el Islam el sexoestaba prohibido fuera del matrimonio.Un muchacho sólo podía gozar de lasrelaciones íntimas cuando tenía unaesposa, sublime acontecimiento que, talcomo ocurriría en el caso de Omar, nose producía hasta que el joven terminabasus estudios y conseguía un trabajo quele permitiera asumir lasresponsabilidades de una familia. Comomuchos de sus amigos, Omar no podríacasarse antes de los veinticinco años. Y,puesto que la sociedad prohibía que los

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jóvenes solteros de ambos sexos setomaran tan siquiera de la mano, Omarbuscaba alivio de vez en cuando en losbaños públicos, donde se reunía conjóvenes tan sexualmente frustrados comoél; sin embargo, la satisfacción quealcanzaba en medio del vapor deaquellas salas de mármol erasimplemente transitoria. Además, lo queél necesitaba era una mujer.

—Bismillah! Dahiba es una diosa —exclamó Camelia, lanzando un suspiro.

La película era una típicaproducción egipcia: una comediamusical de enredo en la que lospersonajes se confundían, abundaban los

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amores contrariados y una pobrecampesina acababa casándose con unmillonario. El cine estaba lleno arebosar de espectadores que cantaban alritmo de la música y batían palmas alcompás de las danzas de Dahibamientras los vendedores ambulantesrecorrían los pasillos repartiendobocadillos, albóndigas fritas y gaseosas.Cuando el villano aparecía en lapantalla (el fino bigote y el fez permitíancatalogarlo automáticamente como elmalo) el público profería insultos. Ycuando Dahiba, interpretando el papelde la virginal Fátima, rechazaba susproposiciones deshonestas, la gente

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lanzaba tales gritos que el techo del cineRoxy de El Cairo parecía a punto dedesplomarse.

Era un jueves y se podía salir por lanoche porque al día siguiente no habíaclase. Dado que Egipto era el segundopaís del mundo en volumen de películasproducidas y allí se podía ir al cinecada día del año y ver una películadistinta cada vez, casi todo el mundo ibaal cine los jueves por la noche.Especialmente los primos Rashid: Omary su hermana Tahia, Camelia y suhermano Zacarías. Yasmina no lesacompañaba aquella noche. Los cuatroiban vestidos con sus mejores galas,

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Omar y Zacarías con camisas ypantalones hechos a la medida y oliendoa agua de colonia, y Tahia y Cameliatambién perfumadas y vestidas conblusas de manga larga y faldas pordebajo de la rodilla. Aunque en Europalas faldas se estaban acortando, laschicas Rashid eran muy recatadas en elvestir.

Al terminar la película, las dos milpersonas que ocupaban las butacas y lospasillos del cine se levantaron paraescuchar el himno nacional egipciomientras el sonriente rostro delpresidente Nasser aparecía en lapantalla. Al abandonar el cine y salir a

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la perfumada noche primaveral,comentando entre risas las incidenciasde la película, cada uno de los cuatroprimos Rashid estaba pensando en cosasdistintas. Zacarías, de dieciséis años,trataba de recordar la letra de laspreciosas canciones que acababa deescuchar; Tahia, de diecisiete, pensabaque los idilios amorosos eran lo másbonito del mundo; Camelia habíadecidido convertirse algún día en unafamosa bailarina como Dahiba; y Omarse estaba preguntando dónde iba aencontrar a una chica que le permitieraacostarse con ella. Al ver su imagenreflejada en la luna de un escaparate,

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sintió crecer su confianza. Omar sabíaque era muy guapo. Se le había fundidola grasa infantil y ahora tenía un físicoesbelto y anguloso y poseía unososcuros ojos de penetrante mirada yunas cejas finamente dibujadas que sejuntaban sobre su nariz. En aquellosmomentos estaba estudiando ingenieríaen la universidad de El Cairo, pero,cuando obtuviera el título y consiguieraun trabajo en el gobierno y entrara enposesión de la suma de dinero que lehabía dejado su padre, fallecido en eltranscurso de un accidenteautomovilístico cuando él contabaapenas tres años, Omar sabía que no

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habría en todo Egipto ni una sola mujerque se le resistiera.

Pero eso era un futuro todavíalejano; la realidad en aquellosmomentos era su condición de estudianteque vivía todavía con su madre en lacalle de las Vírgenes del Paraíso ydependía de su tío Ibrahim en loeconómico. ¿Qué mujer podía mirarlecon buenos ojos en semejante situación?

Por otra parte, tenía a su lado a suprima Camelia que le estaba enviando alrostro vaharadas de perfume mientrasagitaba su larga melena negra y lemiraba con sus brillantes ojos doradoscomo la miel. A diferencia de todas las

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demás mujeres de Egipto, cabía laposibilidad de que Camelia no estuvieratotalmente fuera de su alcance.

—¡Estoy muerta de hambre! —dijoCamelia al llegar a un cruce—. Vamos acomer algo antes de volver a casa.

Los cuatro jóvenes, tomados delbrazo y con las chicas protectoramenteen medio, cruzaron velozmente la calle yse acercaron a los vendedores que,vestidos con sus galabeyas, expendíankebabs, helados y fruta a loshambrientos espectadores que acababande salir de los cines. Omar, su hermanay su prima Camelia se compraron unosbocadillos de shwarma, un plato típico

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consistente en unas tiras calientes decarne de cordero y trozos de tomateentre un pan de pita abierto por la mitad;en cambio, Zacarías se compró unboniato caliente y un zumo de tamarindo.No había vuelto a comer carne desde eldía en que presenció un horribleespectáculo a la edad de siete años. Eldía de la fiesta de Ai d al-Adha, queconmemoraba la fiel obediencia delprofeta Abraham dispuesto a sacrificar asu hijo Isaac, Zacarías presenció cómoun carnicero preparaba un cordero parala fiesta. Tras haber degollado al animaly haber recogido su sangre mientrasentonaba la frase «En el nombre de

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Alá», el carnicero bombeó aire alinterior del cuerpo del cordero paraseparar la piel de la carne. Zacaríasobservó horrorizado cómo el corderoiba aumentando progresivamente detamaño mientras el carnicero logolpeaba con un bastón para que el airese distribuyera uniformemente bajo lapiel. El chiquillo de siete años lanzó ungrito y desde entonces no había vuelto acomer carne.

Los primos empezaron a comer,procurando que la gente que abarrotabala acera no los empujara de un lado alotro. Zacarías estaba preocupado por undetalle de la película que acababa de

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ver. La «mala» era una divorciada decostumbres disolutas, un estereotipo queaparecía en casi todas las películasegipcias. Le extrañaba no saber nada desu madre y que su padre se negara ahablarle de ella. No podía creer que sumadre fuera como una de aquellasdivorciadas que salían en las películas.Al fin y al cabo, tía Zu Zu, muerta un añoatrás, también se había separado de sumarido y, sin embargo, había sido todala vida una mujer muy devota y virtuosa.

Zacarías ya se imaginaba cómodebía de ser su madre, aunque, como enel caso de la desventurada tía de quiennadie podía hablar, no hubiera ninguna

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fotografía suya en los álbumes de fotosde la familia. Debía de ser muy guapa,religiosa y casta, pensó. Como la santaZeinab, cuya mezquita visitaba lafamilia una vez al año el día de su fiesta.Zacarías disfrutaba imaginando su salidaen busca de su madre y el emocionanteencuentro entre ambos. Omar le habíadicho cruelmente en cierta ocasión:

—Si tu madre es tan maravillosacomo dices, ¿por qué nunca viene averte?

La única respuesta que se le ocurrióa Zacarías fue decir que debía de estarmuerta. O sea que no sólo era santa sinotambién mártir. Al bajar del bordillo,

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Zacarías tomó a Tahia por el codo.Tratándose de su prima, le estabapermitida aquella libertad. Sin embargo,la descarga que le recorrió el cuerpo alpercibir la tibia piel bajo la manga de lablusa distó mucho de obedecer a unsentimiento propio de un primo. Adiferencia de Omar, el cual sólo habíaempezado a fijarse en Camelia dos añosatrás, Zacarías estaba enamorado de lahermana de Omar desde que era muypequeño y todos jugaban juntos en eljardín. Tahia le recordaba a la madre desus sueños; era un modelo de virtud ycastidad musulmanas. El hecho de que, alos diecisiete años, tuviera casi un año

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más que él, no le preocupaba; era unajoven menuda y delicada que, a pesar desus ocho años de estudios en una escuelaprivada, seguía siendoconmovedoramente inocente y no sabíanada del mundo. A diferencia de Omar,cuyas aspiraciones no iban más allá deun rápido y apasionado encuentro,Zacarías pensaba en el matrimonio y enlos aspectos espirituales del amor. Él yTahia eran primos y por ello estabandestinados a casarse. Mientrascaminaban por la acera rebosante dejuventud y felicidad, Zacarías compusomentalmente un poema: «¡Ay, si túfueras mía, Tahia! ¡Haría que ríos de

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felicidad discurrieran bajo tus pies!¡Ordenaría a la luna que te hicieraajorcas de plata! ¡Le ordenaría al solque te enviara collares de oro! La verdehierba bajo tus escarpines sería deesmeraldas; las gotas de lluvia sobre tucuerpo se convertirían en perlas.Obraría prodigios para ti, amada mía.Prodigios sin fin».

Tahia no oyó el poema, porsupuesto, y, además, se estaba riendo deun comentario que Omar acababa dehacer a propósito de los lúgubresrostros de los rusos que poblaban lascalles de la ciudad, un espectáculo muycorriente desde que los soviéticos se

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habían instalado en el país paracolaborar en la construcción de la granpresa de Asuán. Los establecimientos deEl Cairo vendían artículos rusos yexhibían letreros escritos en ruso, perolos egipcios no sentían la menorsimpatía por aquellas personas a las queellos calificaban de «sangre espesa».

Zacarías empezó a entonar unacanción de amor titulada Ya lili ya aini ,«Tú eres mis ojos», y los demás lehicieron coro. Ebrios del poder de sujuventud, bajaron corriendo por la calle,esquivando a los demás transeúntes ydeteniéndose para contemplar losescaparates de las tiendas y regatear con

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los vendedores de guirnaldas dejazmines. Las calles estabanbrillantemente iluminadas y a través delas puertas abiertas se escapaba elsonido de la música. En las aceras, lasfellahin, envueltas en sus negrasmelayas, asaban mazorcas de maízsobre unas hogueras, señal de que elverano ya estaba cerca. El cálido aireestaba lleno del humo de las hoguerasque se encendían al aire libre parapreparar la comida, de los aromas de lascarnes y los pescados asados a laparrilla y de las súbitas y embriagadorasoleadas de perfumes de los árboles enflor, Era grande ser joven y estar lleno

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de vida en El Cairo.Cuando los cuatro llegaron a la

plaza de la Liberación, al otro lado de lacual, en el lugar antaño ocupado por loscuarteles de los británicos, se estabalevantando el nuevo y faraónico hotelNile Hilton, Camelia no se percató de laposesiva forma en que Omar la estabasujetando del codo. Pensaba en la granDahiba y en la película que acababan dever. Todo Egipto adoraba a Dahiba;¡qué maravilla tener tanto arte y ser tanfamosa!

Camelia sabía que había nacido parael baile. Recordaba lo fácil que leresultaba en su infancia imitar a las

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mujeres que bailaban el beledi en lasfiestas de Umma. Al final, su abuela, deacuerdo con su padre Ibrahim, habíadecidido enviarla a la escuela de balletal cumplir los ocho años. Ahora, diezaños más tarde, Camelia Rashid era laalumna más aventajada de la academia yse había hablado incluso de su posibleincorporación al Ballet Nacional. Pero aCamelia no le interesaba el balletclásico. Ella tenía otros planes. Unosplanes secretos tan maravillosos queestaba deseando regresar a casa pararevelárselos a su hermana Yasmina.

Omar se fijó en la forma en que losjóvenes de la calle miraban a Camelia

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de soslayo y después apartabanrápidamente los ojos al ver que ibaacompañada de parientes varones. Unamirada prolongada o una atrevidapalabra de saludo hubieran sidosuficientes para que Omar y Zacaríascubrieran de improperios al ofensor y seliaran a puñetazos con él. Precisamenteel mes anterior, cuando los cinco primosRashid habían salido para comprarle unregalo de cumpleaños a su Umma yYasmina estaba examinando losartículos de otra sección de la tienda, unjoven le rozó el busto con la mano y ellalo reprendió severamente, pero fueronOmar y Zacarías quienes lo empujaron a

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la calle y lo llenaron de insultos ygolpes hasta que otros peatones seunieron al ataque y el avergonzadomuchacho tuvo que huir corriendo poruna callejuela. En su fuero interno, Omarno le reprochaba al chico aquellaacción. Un lugar público como unmercado o un autobús era la únicaocasión que se le ofrecía a un joven desentir el contacto con una chica. Elpropio Omar era culpable de cometertales acciones «accidentales». Incluso aveces había seguido a alguna chica conla esperanza de que la suerte le sonriera.Hasta entonces, había salido bienlibrado. Ningún hermano o primo se le

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había echado encima, acusándole demancillar el honor de la familia.Mientras cruzaban la plaza de laLiberación, esquivando los taxis y losautobuses, a Omar se le ocurrió pensarque Camelia era un blanco ideal. Al finy al cabo, él era el primo en aquel caso.¿Ante quién se podría ella quejar?

Ante su padre, por supuesto que no,teniendo en cuenta que Omar conocía elsecreto de su tío Ibrahim. Al pensarlo, leentraron ganas de reír.

—¿Cómo te hiciste estas cicatrices?Ibrahim se apartó de la mujer y

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alargó la mano hacia la cajetilla decigarrillos de la mesita de noche. Lo delas cicatrices siempre se lo preguntabandespués de haber hecho el amor con él,cuando le examinaban másdetenidamente el cuerpo. Al principio lemolestaba, pero ahora la respuesta eraautomática.

—Durante la Revolución —contestaba él en un tono quenormalmente conseguía callarles laboca.

Pero ésta era más insistente.—No te he preguntado cuándo sino

cómo.—Con un cuchillo.

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—Sí, pero…Ibrahim se incorporó y se cubrió los

muslos y las ingles con la sábana paraocultar las huellas de las torturassufridas en la cárcel. Sus torturadores sedivertían mucho cuando le hacíanaquellos cortes y simulaban que lo ibana castrar, deteniéndose a escasoscentímetros cuando él se ponía a gritar yles suplicaba que no lo hicieran. Nadie,ni su madre ni Alice, sabía nada acercade los interrogatorios especiales a losque había sido sometido en la cárcel.

La mujer le rodeó la cintura con subrazo y le besó el hombro, pero él selevantó, se envolvió en la sábana cual si

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fuera una toga y se acercó a la ventana.Las brillantes luces y el tráfico de ElCairo le azotaron el rostro. La ventanaestaba cerrada, pero se oía el rumor dela calle tres pisos más abajo, unacacofonía de cláxones de automóviles,aparatos de radio de los cafés, músicoscallejeros, carcajadas y discusiones.

Ibrahim se asombraba de lo muchoque había cambiado Egipto en los diezaños transcurridos desde la Revolución.Recordó ahora la explosión de orgullonacional egipcio que había tenido lugardespués de la guerra de Suez, en la queEgipto había sido derrotado por Israelmerced a la ayuda prestada por Francia

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y Gran Bretaña a este último país. Ellema «Egipto para los egipcios» habíabarrido el país desde el Sudán al deltacomo una enorme marea del Nilo,provocando un éxodo masivo deextranjeros. Ahora el rostro de El Cairoestaba cambiando. Todos losrestaurantes, tiendas y negocios estabanen manos de ciudadanos egipcios y tantolos dependientes como los camareros ylos oficinistas eran egipcios. Seobservaban otros signos más sutiles dela ausencia de los antiguos protectores:las aceras estaban agrietadas y nadie lasarreglaba, la pintura se desprendía delas fachadas y las tiendas habían

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perdido su elegante aire europeo. Pero alos egipcios les daba igual. Estabanentusiasmados con su nueva unidad y sulibertad y se sentían borrachos deorgullo nacional. El héroe de aquellacuriosa revolución múltiple era GamalAbdel Nasser, y a los egipcios lesencantaban los héroes. La fotografía deNasser se exhibía en todos losescaparates de los comercios, en losquioscos de periódicos, en las vallaspublicitarias e incluso en la marquesinadel cine Roxy situado en la acera deenfrente del consultorio de Ibrahim. Aun lado del título de la película se podíaver el sonriente rostro de Nasser y, al

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otro, el de otro héroe, el presidentenorteamericano John Kennedy, muyestimado por los habitantes del norte deÁfrica y del Oriente Próximo por haberllamado la atención del mundo sobre lastorturas y los encarcelamientos deargelinos por parte de los franceses.

Mientras contemplaba cómo lospeatones de la calle de abajo sedesbordaban desde las aceras a lacalzada obstaculizando el tráfico devehículos, Ibrahim reconoció a losmiembros de la «nueva» aristocracia:los militares y sus esposas. Los bajastocados con feces habían desaparecido yahora los nuevos señores de Egipto

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vestían de uniforme y acompañaban aunas mujeres que intentaban imitar laforma de vestir de las actricescinematográficas norteamericanas.Aquella nueva clase, arrogante yengreída, hablaba con desprecio de ladesaparecida aristocracia, pero acudíaen tropel a las subastas públicas de laspropiedades de la nobleza exiliada. Lasesposas de los prósperos militares seabalanzaban sobre los objetos deporcelana y cristal, los muebles y lostrajes pertenecientes a importantesfamilias de rancio abolengo; cuanto másfamoso y «antiguo» fuera el nombre,tanto más apetecibles eran los objetos.

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Ibrahim se preguntaba a veces quéhubiera ocurrido con la finca Rashid siél hubiera permanecido en la cárcel ohubiera sido ejecutado o si su familiahubiera abandonado Egipto, tal comoalgunos amigos les habían aconsejadohacer. ¿Las joyas de su madre,pertenecientes a la familia desde hacíamás de doscientos años, hubieranadornado en aquel momento a alguna deaquellas mujeres que calzaban zapatosde tacón? ¿Y los abrigos de pieles deNefissa hubieran abrazado los hombrosde la hija de algún fabricante de quesos?

Por el bien de su madre y suhermana, Ibrahim le agradeció a Alá que

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le hubiera inspirado el deseo depermanecer en el país, pues, una vezsuperados la incertidumbre y el temor delos años revolucionarios, ahora losRashid disfrutaban de una nuevaprosperidad. A pesar de las leyes deexpropiación gubernamental de losgrandes latifundios, por las cuales lapropiedad de cada familia quedabalimitada a una superficie máxima de cienhectáreas, Ibrahim y otros de su clasehabían conseguido sortear la ley graciasa un subterfugio técnico: las cienhectáreas correspondían a cada uno delos miembros de la familia. Debido altamaño del clan Rashid, sus extensas

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plantaciones algodoneras habíanpermanecido casi intactas y, gracias aello, tanto Amira como las demásmujeres de la casa seguían conservandosus criados, sus joyas y sus automóviles.De eso, por lo menos, Ibrahim sealegraba.

—¿Doctor Rashid?Ibrahim vio el reflejo de la mujer en

el cristal. Aún estaba tendida en lacama, esbozando una seductora sonrisa.Pero él ya había terminado. Le pagaría yjamás volvería a verla. A la semanasiguiente, se buscaría otra prostituta.

—Ahora tienes que irte —le dijo—.Estoy esperando a una paciente.

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La vio a través del cristal de laventana envolviendo su voluptuosocuerpo en una ajustada falda y un jersey,y retocarse después el ahuecado peinadoy el maquillaje de los ojos ante elespejo del tocador. No era mentira.Estaba esperando a una paciente. Habíaprogramado deliberadamente la visita aaquella hora para poder librarse de lamujer sin mentir. Además, no era nadainsólito que recibiera a algún paciente aaquella hora de la noche; acudía tantagente a su consultorio que recibía a lospacientes a todas horas.

Después de su liberación de lacárcel, Ibrahim se había pasado dos

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años viviendo en un discreto segundoplano. En lugar de salir y reanudar loscontactos con sus antiguos amigos, sehabía dedicado a estudiar textos demedicina para recuperar sus antiguosconocimientos y poder ejercer laprofesión atrofiada por falta de usodurante los años en que había servido alrey Faruk. Cuando se considerópreparado, alquiló un local integradopor una salita de espera, una sala deexploraciones, un despacho y unapartamento privado contiguo en el quepoder descansar entre las visitas.

Durante algún tiempo, su práctica semantuvo bastante estancada, pero, de

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pronto, su vida adquirió un irónico einesperado sesgo que le convirtió en unmédico de moda.

Contempló las bombillas de lamarquesina del cine Roxy de la acera deenfrente y vio a la mujer a través delcristal recogiendo el dinero que él habíadejado en la mesita, contándolo yguardándoselo bajo el jersey. Echandouna mirada final a Ibrahim, la mujer seretiró y él se quedó solo.

Cuando salió tímidamente al mundoy abrió un consultorio médico a dospasos de la plaza de la Liberación,Ibrahim procuró por todos los mediosocultar su pasado; nadie debería

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conocer su antigua alianza con la CasaReal. Sin embargo, los rumores seextendieron a pesar de todo y pronto sesupo en todo El Cairo que el médicopersonal del rey Faruk estaba ejerciendoahora la práctica privada. Lejos dedañar su fama, tal como él temía queocurriera, su pasado le había convertidoahora en un personaje famoso. Lasmismas esposas de militares quecompraban los bienes de la aristocraciaexiliada, acudían ahora al antiguomédico del Rey para que les curara susdolencias. El doctor Ibrahim Rashidestaba muy solicitado.

Y no es que fuera especialmente

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hábil como médico ni que, de pronto, sehubiera despertado en él un repentinoamor a la medicina. Ibrahim era tanindiferente a su profesión como cuandoestudiaba en la facultad y cursaba lacarrera por el mero hecho de haber sidola de su padre. Había regresado a lamedicina para poder dar un sentido a suvida.

La gente empezó a salir del cine. Alver a los cuatro primos Rashid, Ibrahimrecordó que era un jueves por la noche.Mientras los contemplaba, hablando yriendo entre sí, Ibrahim recordó sulejana adolescencia antes de su entradaal servicio del rey Faruk y de su

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posterior encarcelamiento. Entonces eraun joven feliz, optimista ydespreocupado. Como lo eran ellosahora: los preciosos hijos de Nefissa, elpresumido Omar y la tierna Tahia, y supropia hija, la dulce Camelia, cuyaforma de andar era más flexible yelegante que la de la mayoría de lagente. Buscó entre la muchedumbre aYasmina, su preferida, pero entoncesrecordó que los jueves su hija menortrabajaba como voluntaria en la MediaLuna Roja.

También había visto a Zacarías, porsupuesto, pero sus ojos no se habíandetenido demasiado en aquel muchacho

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que tanto dolor le causaba. Zacarías erael hijo bastardo de una fellaha de quienél, en su arrogancia, se había apoderado.¿Tendría razón Amira al decir que sehabía burlado de Alá? No pasaba un díasin que Ibrahim pensara que ojalápudiera retroceder en el tiempo yregresar a aquella fatídica noche.

Se apartó de la ventana y apagó lacolilla del cigarrillo. Ya era hora de queempezara a prepararse para recibir a laseñora Sayeed y sus piedras en lavesícula.

Yasmina entró casi sin resuello en el

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gran salón donde la familia se habíareunido para escuchar el conciertomensual de Um Jalsum a través de laradio.

—¡Siento llegar tarde! —dijo,quitándose la bufanda y agitando larubia melena.

Primero besó a Amira y después a sumadre, la cual le preguntó:

—¿Tienes apetito, cariño? No hascenado.

—Hemos parado para tomarnos unkebab —contestó Yasmina, sentándoseen el diván entre Camelia y Tahia.

El jueves por la noche era la únicaocasión de la semana en que ambos

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sexos se reunían, los niños y loshombres a un lado del salón y lasmujeres y las niñas al otro. Losdiecinueve miembros de la familiaRashid se estaban acomodandoalrededor de la radio con sus bocadillosy sus vasos de té. Mientras esperaban elcomienzo del concierto, Amira decidióentretenerse ordenando los álbumesfamiliares de fotos en los que ya nohabía espacios en blanco en los lugaresantaño ocupados por las fotografías desu desventurada hija Fátima. Amirahabía ido llenando poco a poco losespacios con fotografías de otrosmiembros de la familia. Mientras

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pegaba una fotografía en el últimoespacio en blanco que quedaba, Amirapensó: «Fátima tendría ahora treinta yocho años».

—Mishmish —dijo Zacaríasllamando a su prima desde el otro ladodel salón—. ¡Esta tarde hemos visto unanueva película de Dahiba!

Omar le dirigió a Yasmina unainsolente mirada.

—¿De dónde vienes?—De la Media Luna Roja. Ya lo

sabes.—¿Quién te ha acompañado a casa?A Yasmina no le importaba que

Omar le hiciera aquellas preguntas;

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estaba en su derecho por ser un parientevarón y ella tenía la obligación decontestar.

—Mona y Aziza. Me hanacompañado hasta la puerta.

Omar no hubiera tenido quepreocuparse; a Yasmina jamás se lehubiera ocurrido ir sola por la calle,pues los chicos solían insultar y arrojarpiedras contra las muchachas que seatrevían a hacerlo. Se preguntó si seríacierto lo que decía Umma de que talcosa jamás ocurría en los tiempos enque las mujeres se cubrían con el velo.

—¡Oh, Mishmish! Hubieras tenidoque ver cómo bailaba Dahiba —dijo

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Camelia levantándose, colocándose lasmanos detrás de la cabeza y empezandoa mover lentamente las caderas.

Omar estuvo a punto de que se lesaltaran los ojos de las órbitas.

—¿Por qué has vuelto tan tarde,cariño? —le preguntó Alice.

—¡Porque fuimos a un hospital! —contestó Yasmina emocionada.

En junio terminaría sus estudios debachillerato y en septiembre sematricularía en la universidad… aunqueno en la de El Cairo, donde estudiabaOmar y donde pronto se matricularíaZacarías. Yasmina se matricularía en elmismo centro donde estudiaba Camelia,

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la prestigiosa Universidad Americanaque, a pesar de ser mixta, era pequeña yprivada y ofrecía mejores garantías parala seguridad de una muchacha. Sabíaexactamente lo que iba a estudiar:ciencias.

Cuando Ibrahim entró en el salón,toda la familia lo saludórespetuosamente. Ibrahim besó primeroa su madre y después a Alice.

—¿Dónde está tío Hassan? —lepreguntó Camelia.

Desde que se divorciara de sus dosesposas, Hassan tenía la costumbre deescuchar el concierto mensual de UmJalsum en la casa de los Rashid. Pero

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Hassan también ocupaba ahora unimportante cargo en el gobierno y teníamuchas responsabilidades.

—Esta noche tiene trabajo —contestó Ibrahim.

Camelia apenas pudo disimular sudecepción. El cariño que sentía por elamigo de su padre cuando era pequeñase había transformado en un amoradolescente.

—Hoy hemos ido al hospital —leexplicó Yasmina a su padre,acercándose un poco más a él.

—¿De veras? —dijo Ibrahimmirándola con una sonrisa.

—Hemos visitado la sala de

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pediatría y, cuando han pedido unavoluntaria para hacer una demostración,¡yo he levantado la mano!

—Qué inteligente es mi niña. Así megusta. Si una persona quiere estudiar nopuede ser tímida. Puede que algún díatrabajes conmigo en mi consultorio. ¿Tegustaría?

—¡Más que nada en el mundo!¿Cuándo empezamos?

Ibrahim soltó una carcajada.—¡Cuando termines el bachillerato!

Te enseñaré a ser una buena enfermera.Ya, ya empieza el concierto.

Um Jalsum era una cantante tanpopular que el mundo árabe se detenía

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cada cuarto jueves del mes cuando todaslas televisiones y las radios desdeMarruecos hasta Irán retransmitían suconcierto, fenómeno del que seaprovechaba a menudo el presidenteNasser, programando sus discursos paraminutos antes de que se iniciara elconcierto. Al oír su voz, Amira apartó aun lado el álbum de fotos. Le gustaba elcarismático presidente egipcio y habíavotado por él seis años atrás, no porquesupiera algo acerca de su persona sinoporque era la primera vez que seconcedía el derecho al voto a lasmujeres en Egipto y Amira habíaquerido ejercer orgullosamente aquel

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derecho. Le gustaba no tanto por supolítica, por la que no sentía el menorinterés, cuanto por el hecho de ser unegipcio de humilde origen. Gamal AbdelNasser, hijo de un funcionario deCorreos, desayunaba a base de alubiascomo todo el mundo y acudía a rezar ala mezquita todos los viernes.

Aquella noche, sin embargo, elpresidente dejó al mundo boquiabiertode asombro con un discurso destinado apasar a la historia. Los Rashidparecieron escandalizarse cuandoNasser abordó el controvertido tema dela planificación familiar.

Debido a las mejoras de los

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programas sanitarios por parte delgobierno socialista, explicó Nasser, lamortalidad infantil había disminuido,menos personas fallecían de cólera yviruela y, por encima de todo, el índicede mortalidad había bajado la poblaciónhabía aumentado, añadió Nasser en tonosolemne, de 21 millones en 1956 a 26millones en 1962. De seguir así lascosas, dijo, Egipto se hundiría bajo elpeso de su propia población. Habíallegado el momento de practicar unestricto control de la natalidad, unamedida, les aseguró a sus millones deoyentes, que contribuiría en últimoextremo a mejorar la situación de la

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familia, que era la institución másimportante del mundo árabe.

Amira contempló con orgullo a sufamilia reunida en el salón y rezómentalmente una oración de acción degracias a Alá por las bendiciones quehabía derramado sobre ella; teníacincuenta y ocho años, disfrutaba deexcelente salud y pronto podría serbisabuela.

Mientras escuchaba el discurso delpresidente y contemplaba a su «hijo»sentado en el diván, Ibrahim seavergonzó de sus propios pensamientos.Zacarías era un buen chico a quien todoel mundo apreciaba, pero él no podía

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evitar sentirse incómodo a su lado.Cuanto más hablaba Nasser de la

anticoncepción, tanto más crecía lairritación de Ibrahim contra toda aquellahistoria de impedir el nacimiento de loshijos. Cuando Nasser explicó que, paraaliviar la situación de la mujer, eincluso aunque sólo fuera para librarlade la angustia causada por otroembarazo, el Islam permitía el controlde la natalidad, y llegó al extremo decitar un versículo del Corán: «Estáescrito que “Alá desea que seas feliz.No quiere que sufras penalidades y no teha impuesto ninguna carga en religión”».Ibrahim pensó: «¿Y qué me dices de los

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derechos de un hombre que no tiene unhijo varón?».

Miró a Alice y contempló susblancas y finas manos, asombrándose deque fueran tan suaves y delicadas,teniendo en cuenta que no había pasadoni un solo día de los nueve años y mediotranscurridos sin que ella trabajara en sujardín. Mientras Alice pasaba laspáginas de su catálogo de semillas, se laimaginó acariciando su cuerpo yexperimentó una punzada de deseo.Desde su salida de la cárcel no sentía elmenor interés por su mujer. Pero, depronto, se le ocurrió pensar que él teníacuarenta y cinco años y estaba en la flor

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de la edad y que Alice tenía apenastreinta y siete.

Aún podrían tener hijos. Volvió aprestar atención a la radio y se preguntócómo no se le habría ocurrido antes: aúnpodía ser padre de un hijo. Cuanto máslo pensaba, tanto más se animaba.Esbozó una sonrisa al pensar en laironía de que el discurso de Nasser enfavor del control de la natalidad lehubiera dado la idea de incrementarla.

Mientras Nasser proseguía sudiscurso, algunos de los presentesescuchaban arrobados sus palabras.Tahia pensaba que el presidente erarománticamente apuesto y le encantaba

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que su esposa también se llamara Tahia.A su lado Yasmina pensaba que elcontrol de la natalidad tendría que estaral alcance de todas las mujeres. Sinembargo, otros no escuchaban para nadaal presidente. Zacarías estabacomponiendo mentalmente otro poemapara Tahia, y Camelia había tomado ladeterminación de encontrar el medio deentrevistarse con la gran Dahiba.

Mientras escuchaba el discurso deNasser sobre la explosión demográfica,Omar se enfureció. ¡Con la cantidad deniños que estaban naciendo y a él, OmarRashid, nadie podría acusarle de ser elculpable! Al mirar a Camelia, observó

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que ésta se había quitado los zapatos yque, a través de las medias, se le veíanlas uñas pintadas de los dedos de lospies. Sintió un fuego que lo quemaba pordentro y ya no le cupo ninguna duda. Dela manera que fuera, la tendría.

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16

Nefissa calculó que el joven y apuestocamarero debía de tener unos veinteaños, más o menos la edad de su hijo, locual significaba que no era posible quela estuviera galanteando y que tododebían de ser figuraciones suyas. Y, sinembargo, cuando le sirvió el té, lepareció ver en él unos gestos másafectados de lo necesario y vio en susojos oscuros el mismo fulgor que habíavisto en ellos en el momento de sentarse.Estaba perpleja.

Mientras el camarero se alejaba con

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unos garbosos andares que a ella se leantojaron un tanto exagerados, Nefissase echó un poco de azúcar en el té ycontempló las embarcaciones quesurcaban las aguas verde jade del Nilo.Era un típico día de junio en el que nohacía tanto calor como en pleno veranoy en el que la suave temperatura invitabaa sentarse en la terraza del club Cage d’Or mientras el tiempo pasaba tandespacio como las aguas del río.

Había dedicado el día a ir decompras en los pocos comercios de lujoque quedaban en El Cairo. Dado elnuevo afán patriótico de comprarartículos fabricados en Egipto, no

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resultaba nada fácil adquirir prendas decalidad, por cuyo motivo la excursión lehabía llevado varias horas; y lo peor detodo era que había tenido quedesplazarse en taxi porque los Rashidhabían prescindido de su chofer,conscientes de que la nueva sociedadsocialista no veía con buenos ojossemejante ostentación.

Incluso el lugar donde ahora estabatomando el té había cambiado. El Cage d’Or era en otros tiempos un local delujo, al que sólo tenía acceso laaristocracia y, por supuesto, la familiareal. Mientras contemplaba a lasmujeres de los pescadores en la otra

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orilla, encendiendo hogueras de carbóny limpiando pescado, Nefissa recordólos tiempos en que ella solía acudir allíformando parte del séquito de laprincesa Faiza. Entonces su marido,piloto de carreras, aún vivía y su hijoOmar era sólo un bebé. Eran jóvenes,ricos y guapos y se pasaban toda lanoche jugando en las mesas de la ruletadel Cage d’Or. Ahora el club era unsalón de té durante el día y una sala debaile por la noche, abierta a cualquierpersona que pudiera pagar la entrada,principalmente, a juzgar por lo queNefissa estaba viendo, a los militares ya sus ordinarias esposas. Los de su clase

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ya no visitaban el local.Nefissa tomó un sorbo de té y lanzó

un suspiro. Los maravillosos tiemposdel lujo y los privilegios habíanterminado. Nasser lo había abierto todoal público… los jardines reales eran unparque y los palacios de Faruk se habíanconvertido en museos. Ahora la gentecorriente podía visitar las cámarasprivadas en las que Nefissa solía hacercompañía a la princesa Faiza. La propiaprincesa se había ido, al igual que casitodos los representantes de las clasesadineradas, los cuales, temiendo lasdecisiones del nuevo régimen, se habíantrasladado a Europa o América en busca

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de mejores perspectivas. El número deamistades de Nefissa se había reducido;ya ni siquiera podía contar con Alice. Elvínculo que la unía al principio con sucuñada se había roto la noche delsuicidio de Edward.

—¿Desea la señora alguna otracosa?

El camarero la asustó. Nefissa no lehabía oído acercarse. Le miróentornando los ojos; el sol que leiluminaba a su espalda, creaba unaaureola a su alrededor. Se estabaacercando demasiado a la mesa y susonrisa era excesivamente familiar.Nefissa le había visto servir a los

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clientes de otras mesas y comportarsecon ellos con respetuosa eficiencia.¿Qué interés podía sentir por ella?

—No, muchas gracias —contestó,percatándose de que había tardadodemasiado en responder.

Buscó en su bolso y sacó unapitillera de oro con sus inicialesgrabadas en una esquina y un pequeñobrillante debajo de la «R». Antes de quepudiera sacar el encendedor, elcamarero le acercó una cerillaencendida y, mientras le ofrecía fuego,Nefissa se preguntó qué tal sería hacerel amor con un joven tan apuesto comoaquél.

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Y volvió a recordar su soledad.Ahora que Omar y Tahia ya eran

mayores, raras veces la necesitaban,pues siempre andaban ocupados con susamigos, sus intereses y las actividadesque los prepararían para el futuro.

Nefissa distraía su ocio yendo decompras, acudiendo a la peluquería ychismorreando por teléfono. Se pasabainterminables horas sentada ante sutocador, probando nuevos cosméticos yperfumes, haciéndose la manicura ycuidando su piel como si la búsqueda dela belleza ideal fuera una causa sagrada.Se decía a sí misma que se maquillabacon esmero, vigilaba su peso y elegía

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cuidadosamente el vestuario porque sesentía orgullosa de su propio aspecto.Pero en el fondo sabía qué razón laimpulsaba a hacer todo aquello. Queríavolverse a enamorar.

Había rechazado los múltiplespretendientes que su madre le habíabuscado, algunos de ellos muy ricos yapuestos, porque anhelaba encontrar elverdadero idilio que antaño viviera consu teniente inglés. Pero no lo habíaencontrado y los años habían pasado sinque ella se diera cuenta hasta que sedespertó finalmente una mañana y sepercató de que tenía treinta y siete añosy era madre de dos adolescentes. ¿Qué

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hombre podría quererla?—Dahiba bailará aquí a partir de

mañana por la noche —dijo el jovencamarero con una sonrisa.

Nefissa pensó que ojalá se retirara.Su sola presencia y su sonrisa llena deinsinuaciones parecían burlarse de ella.

—¿Quién es Dahiba?—Bismillah! —exclamó el joven,

poniendo los ojos en blanco—. ¡Nuestramás famosa danzarina! Eso significa,señora, que no sale mucho por lasnoches. Lo cual me sorprende en unadama tan rica como usted —añadió envoz baja.

Conque era eso… no le interesaba

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ella sino su dinero. El joven le inspirabauna leve repulsión y, sin embargo, parasu vergüenza, la atraía hasta ciertopunto. Se estaba preguntando si leparecería guapa… y confiaba en que sí.

—Yo trabajo aquí también por lasnoches —prosiguió diciendo elcamarero—, está misma nocheprecisamente. Trabajo hasta las tres dela madrugada y después me voy a miapartamento, muy cerca de aquí.

Nefissa le miró, preguntándose porqué toleraba su insolencia. El hecho deque se le ofreciera tan descaradamentepor dinero era un insulto. Cuando losojos de ambos se cruzaron por espacio

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de tres latidos del corazón, Nefissaapartó súbitamente el rostro y alargó lamano hacia su bolso. Tenía que recordarquién era, nada menos que una íntimaamiga de la familia real; las mujeresRashid no pagaban el amor.

Omar había estado esperando elmomento oportuno desde la noche decuatro semanas atrás en que, escuchandoel discurso del presidente Nasser, habíatomado la determinación de poseer aCamelia de la manera que fuera. No erafácil, porque ella siempre estaba conalguien y él también y porque, viviendo

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tantas personas en la casa, era imposibleorganizar un encuentro casual a solas.Omar no necesitaba mucho tiempo; sabíaque todo sería muy rápido. Si la pudierasorprender en la escalera o detrás de losarbustos del jardín, terminaría antes deque nadie lo descubriera. No estabapreocupado por la resistencia que ellapudiera oponer. Aunque los diez años deballet la habían convertido en unamuchacha muy fuerte y Camelia poseíaun cuerpo esbelto y musculoso, Omarsabía que él era más fuerte. Y, además,en cuanto empezara, puede que ella leencontrara gusto y cediera.

Al ver que la abuela Amira salía y

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echaba a andar por la calle de lasVírgenes del Paraíso envuelta en sunegra melaya, comprendió que no podíaperder aquella ocasión. Desde elencarcelamiento de tío Ibrahim, Ummase había acostumbrado a salir, aunqueno lo hacía con mucha frecuencia. Jamásiba de compras ni a los restaurantes o alcine como sus tías y primas; Ummavisitaba las mezquitas de los santosHussein y Zeinab en los días de sufiesta, y una vez al año acudía alcementerio para rezar ante la tumba delabuelo Alí. Aquel día era el destinado asu visita anual al puente que unía la islade Gezira con la ciudad; nadie sabía por

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qué motivo Umma hacía aquellapequeña peregrinación al río en solitarioy por qué arrojaba una flor a sus aguas,pero Omar podía contar por lo menoscon media hora de libertad, lejos de sumirada perennemente vigilante. Lebastarían quince minutos.

Ahora tenía que rezar para queCamelia regresara a casa de su clase deballet a la hora acostumbrada y no seentretuviera en algún sitio con lasamigas.

¡Allí estaba, cruzando la puerta deljardín!

Omar lo tenía todo previsto: laatraería con engaño a la parte de atrás

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de la glorieta, la inmovilizaría y lecubriría la boca. Si más tarde ella loacusara, él lo negaría. Todo el mundo lecreería a él y no a ella, pues ladeclaración de una mujer valía la mitadque la de un hombre, según el Corán.

—¡Oye, Camelia! —la llamó alverla acercarse por el sendero—. ¡Venaquí! ¡Quiero enseñarte una cosa!

—¿Qué es?—¡Ven a ver!La joven le miró con expresión

dubitativa y después, picada por lacuriosidad, dejó los libros y le siguió ala parte de atrás de la glorieta, dondecrecía un arbusto de rosa de Siria.

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Omar la asió y la empujó al suelo,arrojándose encima de ella.

—Y’Allah! —gritó Camelia—. Pero¿qué haces, atontado?

Omar trató de taparle la boca, peroella le mordió la mano. Cuando fue abajarse los pantalones, ella le propinóun fuerte empujón que lo dejó tendido enel suelo.

Cuando la joven iba a levantarse,contemplando con el ceño fruncido lasmanchas que la hierba había dejado ensu blusa, Omar se le volvió a echarencima, tratando de empujarla haciaatrás y de levantarle la falda, pero ellale arreó un puñetazo en el esternón y

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Omar lanzó un grito de dolor y cayósentado sobre el trasero. Camelia selevantó de inmediato y le miró,enfurecida.

—¿Te has vuelto loco, OmarRashid? ¿Acaso un yinn se haapoderado de ti?

—Por la misericordia de Alá, pero¿qué es lo que pasa aquí?

Ambos jóvenes se volvieron yvieron a Amira rodeando la glorieta,envuelta en la negra melaya.

—¡Omar! —gritó Amira indignada—. ¿Qué te proponías hacer?

El joven retrocedió a gatas en elsuelo para apartarse del camino de su

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abuela.—¡Umma! Yo… es que…—¡Vamos, quítate de mi vista,

atontado! —dijo Camelia alisándose lafalda. Después, se inclinó hacia delantey le dio a su primo unas palmaditas en lacabeza—. ¡Mahalabeya, budín de arroz!—añadió recogiendo sus libros—. Tú yyo no estamos comprometidos ni nuncalo estaremos. Por consiguiente, no se teocurra volver a intentarlo.

Dicho lo cual, Camelia se alejó sinmás.

Omar se levantó del suelo ypermaneció tímidamente de pie delantede su abuela.

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—Con el debido respeto, Umma,pensé que te habías ido al río.

—Allá iba, pero, al llegar al final dela calle, me he dado cuenta de que habíaolvidado las flores.

No dijo nada más. Omar permanecióinmóvil, mirando el suelo. Sentía encimasuyo la mirada de Amira y el poder desu reproche.

Incapaz de soportar por más tiempoel silencio, levantó los ojos y, alcontemplar los oscuros e inteligentesojos de su abuela, le vino súbitamente ala memoria un recuerdo: tenía ocho añosy Umma le había sorprendido en eljardín arrancándole las alas a una

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mariposa. No la había oído acercarse.Amira le soltó un manotazo tan fuerteque le hizo caer redondo hacia atrás.Fue la única vez en su vida en quealguien le puso la mano encima.

Amira le miró enfurecida mientras labrisa de junio agitaba unos mechonesdel negro cabello que llevaba recogidoen la nuca. Era su abuela, pero, aun así,Omar pudo verla tal como los demás laveían: una bella mujer cuya fuerza decarácter resultaba evidente en suscuadradas mandíbulas y sus penetrantesojos negros.

Tragó saliva con la garganta seca ydijo:

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—Perdóname, Umma.—El perdón sólo puede concederlo

Alá. Omar —añadió Amira,compadeciéndose de él—, lo que hashecho está muy mal.

—Pero es que ardo por dentro,Umma —dijo el joven en voz baja.

—Todos los hombres arden pordentro, nieto de mi corazón. Tienes queaprender a dominarte. No debes volvera tocar a Camelia.

—Pues, entonces, ¡deja que me casecon ella!

—No.—¿Por qué no? Somos primos. ¿Con

quién, si no, se iba a casar?

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—Hay algo que tú no sabes. Cuandomurió la primera esposa de tu tío, tumadre amamantó a Camelia. Pero aún teestaba amamantando a ti. Está escrito enel Corán que la unión entre dos personasamamantadas por el mismo pecho estáprohibida. Es un incesto, Omar.

—¡Yo no sabía nada de todo eso! —exclamó Omar, consternado—. Entonces¡Camelia es mi hermana!

—Y no puedes casarte con ella.—Bismillah! —dijo Omar con

lágrimas en los ojos—. ¿Qué voy ahacer entonces?

Amira apoyó una mano en su hombroy le contestó con una dulce sonrisa:

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—No eres tú quien debe decidirlo,Omar. Tu destino ya está escrito en ellibro de Alá. Ofrece una oración alEterno. Confía en su providencia.

Omar rezó una plegaria, pero, encuanto Amira abandonó el jardín,empezó a propinar fuertes puntapiés aunos lirios hasta arrancarlos ydestrozarlos. Después entró corriendoen la casa, se dirigió al apartamento desu madre e irrumpió hecho una furia enla estancia sin llamar.

—Quiero casarme ahora mismo —ledijo.

Sobresaltada, Nefissa le miró desdesu tocador.

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—¿Quién es ella, cariño?—No hay ninguna. La que sea.

¡Búscame una esposa!—Pero ¿y tus estudios? ¿Y la

universidad?—He dicho que quiero casarme. No

he dicho nada de abandonar losestudios. Puedo ser estudiante y maridoal mismo tiempo.

—¿No puedes esperar hasta quesaques el título?

—¡Me quedan tres años por delante,madre! ¡Antes me moriré de asco!

Nefissa lanzó un suspiro. Laimpaciencia de un muchacho de veinteaños. ¿Había sido ella así alguna vez?

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—De acuerdo, cariño. —Nefissa selevantó y se acercó a su hijo,acariciando con los dedos su abundantecabello negro. Evocó la imagen delcamarero del Cage d’Or, un joven de lamisma edad de Omar. Súbitamente seasustó al pensar en la posibilidad de quesu querido hijo, en su desesperación,pudiera recurrir a una mujer rica y demás edad que él para satisfacer susnecesidades—. Hablaré con Ibrahim.

Silbando de contento, Hassan subió conel criado por la escalinata para dirigirseal ala de la casa reservada a los

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hombres. Llevaba mucho tiempoplaneando la visita que le iba a hacer aIbrahim aquel día; se moría deimpaciencia, pero sabía que tenía queactuar con cautela. Ibrahim ya no era elmismo amigo de antes; los seis meses enla cárcel lo habían cambiado. Porconsiguiente, no podía predecir cuálsería su reacción, pero ahora pasaba porperíodos de depresión y melancolíadurante los cuales no quería ver a nadiey se encerraba en un mutismo absoluto.Por consiguiente, tendría que tratarlecon muchas precauciones, pues el asuntopor el que había acudido a verle aqueldía era extremadamente delicado.

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¿Qué demonios le habría ocurrido asu amigo en la cárcel?, se preguntóHassan mientras subía por la granescalinata. Ibrahim se negaba a hablarde ello; en los nueve años y mediotranscurridos desde su liberación, nohabía dicho ni una sola palabra alrespecto. Hassan se preguntaba amenudo cómo era posible que lohubieran puesto en libertad, habidacuenta de que todas las gestiones de lafamilia Rashid y las suyas propiashabían fracasado. A pesar de que todoslos canales estaban bloqueados, Ibrahimhabía sido liberado de pronto sin que niél mismo supiera por qué.

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El criado llamó con los nudillos,abrió la puerta y Hassan entró en elcómodo y conocido apartamento deIbrahim. Ambos amigos se saludaronefusivamente y Hassan aceptó elofrecimiento de café que le hizoIbrahim. Hubiera preferido un trago dewhisky, pero, al morir Edward, elwhisky había desaparecido de aquellacasa.

Pobre Eddie, pensó Hassan,acomodándose en un diván. ¿Habríasido su muerte efectivamente accidental?¿Cómo era posible que un hombre sehubiera pegado un tiro tan preciso entrelos ojos mientras limpiaba su arma? Sin

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embargo, el informe de la policía habíacalificado la muerte de accidental, yAmira, que era la que había descubiertoel cuerpo, insistía en que así había sido.Pero Hassan no se fiaba mucho de ella.Sospechaba que aquella mujer era capazde encubrir cualquier cosa con tal deproteger el honor de su familia.

—Cuánto me alegro de verte —dijojovialmente Ibrahim.

Hassan pensó que la suerte lo iba aacompañar aquel día. Estaba seguro deque Ibrahim responderíaafirmativamente a su propuesta.

—Yo también me alegro mucho deverte a ti, hermano —contestó,

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observando con satisfacción que Ibrahimle ofrecía un cigarrillo de marca inglesa.Hassan, el perfecto caballero inglés, yano existía, y las expresiones como«muchacho» y «a propósito» habíandesaparecido de su vocabulario. Ahorasólo hablaba en árabe y punteaba susfrases con los tradicionales latiguillosde dicha lengua. Tras comentarbrevemente los precios del algodón y lamarcha de las obras de la presa deAsuán, Hassan añadió—: ¿Me permitesmanifestarte el objeto de mi visita,querido amigo? Vengo con un gozosopropósito. Hoy es el día de los días paranosotros, Ibrahim. He venido a pedirte

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la mano de tu hija.Ibrahim le miró extrañado.—Me pillas por sorpresa. No tenía

ni idea de que ésa fuera tu intención.—Llevo casi tres años divorciado.

Un hombre necesita una esposa, talcomo tú mismo me has dicho a menudo.Y, dado que el alto cargo que ocupo enel gobierno me exige asistir a muchosacontecimientos sociales e incluso a seryo mismo el anfitrión de algunos deellos en ciertos casos, una esposa me esimprescindible. Por supuesto, heesperado a que ella celebrara sucumpleaños hace unas semanas. De locontrario, hubiera sido demasiado

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joven.Ibrahim le miró.—¿Cómo? Ah, sí, demasiado joven.

No sé. Tú tienes cuarenta y cinco años,Hassan.

—¡Tan joven como tú, amigo mío!Lo cual sólo era cierto desde el

punto de vista de la edad cronológica.Hassan conservaba todo el vigor juvenily podía pasar por un hombre mucho másjoven mientras que Ibrahim aparentabamás años de los que tenía. Conservabalas hebras grises que le habían salido enla cárcel y jamás había recuperado lafuerza de antaño.

—Supongo que podríamos por lo

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menos discutir el asunto —contestóIbrahim—. Habíamos hablado de laposibilidad de que Camelia ingresara enla compañía de ballet, pero nunca…

—¿Camelia? ¡Por la cabeza de saídHussein! Yo me refería a Yasmina.

Ibrahim miró fijamente a su amigo.—¿Yasmina? ¡Pero si tiene apenas

dieciséis años!—Por supuesto, esperaremos a que

cumpla los dieciocho para celebrar laboda, pero no veo ninguna razón paraque no accedas a nuestro compromisoahora.

Ibrahim frunció el ceño.—¿Yasmina? No, no podría dar mi

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consentimiento.Hassan esperó sin decir nada. No

podía permitir que su impaciencia loestropeara todo. Tenía que conseguir aYasmina… tan bella como un rayo deluna.

—Ella quiere ir a la universidad —dijo Ibrahim.

—Todas las chicas quieren estudiarúltimamente. Estos tiempos modernoshacen que las chicas olviden la misiónpara la que fueron creadas. Sin embargo,en cuanto se quedan embarazadas,abandonan la idea de los estudios.

—Pero ¿por qué Yasmina?Hassan tardó un momento en

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contestar. No podía decir: «Porquesiempre he querido a Alice y, como nopuede ser, me conformaré con la hija».

—¿Y por qué no Yasmina? —replicó—. Es joven y guapa. Es serena yreposada y ha sido esmeradamenteeducada. Y, por si fuera poco, esobediente. Posee todas las virtudes quebusca un hombre en una esposa.

Además, añadió mentalmente, no mecaso para tener hijos, ya tengo cuatro.Esta vez me caso para pasarlo bien en lacama. La educación sexual de lapequeña y encantadora Yasmina será sinduda una delicia.

Mientras reflexionaba sobre la

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cuestión, Ibrahim se dio cuenta de que lainesperada propuesta de Hassan no ledesagradaba del todo. Yasmina tendríaque casarse algún día y él no hubieradado fácilmente su consentimiento acualquier cosa… ¿qué hombre podía sermás digno de su hija preferida sinoHassan, que era amigo suyo desde sustiempos de estudiante?

—Oh, no ha sido una decisiónprecipitada por mi parte —añadiócautelosamente Hassan—. Llevo muchotiempo pensándolo. Tú y yo somos comohermanos, mi querido amigo. ¿Cuántosaños hace que nos conocemos? Yosiempre me he sentido un miembro de tu

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familia. ¿Recuerdas la vez que tú,Nefissa y yo embarcamos en aquellafalúa y zozobramos en el Nilo?

Ibrahim soltó una carcajada, cosainsólita en él.

—¿Por qué no oficializar mipertenencia a esta familia? —prosiguiódiciendo Hassan—. Para ti será unconsuelo saber que no se casa con undesconocido, porque creo que nosconocemos muy bien el uno al otro y meparece que ella me tiene cierto afecto. Ytú sabes que seguirá viviendo con elmismo lujo y las mismas comodidadesque ha conocido toda la vida. Al fin y alcabo, soy un hombre muy rico.

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Ibrahim guardó silencio.—Además, un hombre en mi

posición tiene que elegir con muchocuidado a su esposa. Tiene que ser unamujer exquisitamente educada, que sepacomportarse en sociedad y tratar con losmás altos cargos del Estado. Tiene queser… y permíteme que utilice unapalabra prohibida… una auténticaaristócrata. Por consiguiente, mi campode elección es muy limitado, como túsabes.

—Sí —dijo Ibrahim con airepensativo—. Vamos a redactar eldocumento…

—Casualmente lo tengo aquí. —

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Mientras Ibrahim sacaba suestilográfica, Hassan añadió—: Voy aser tu yerno, ¿no te parece divertido?

Nefissa estaba a punto de llamar con losnudillos a la puerta de su hermanocuando oyó pronunciar su nombre al otrolado de la misma. Reconoció la voz deHassan, comentando la vez en que lostres habían tomado una falúa en el Niloy la embarcación había zozobrado. Poraquel entonces, ella sólo llevaba un añocasada y no pensaba que Hassan seacordara del incidente. Ahora, trashaber escuchado el resto de la

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conversación, el corazón no le cabía degozo en el pecho. ¡Hassan le estabapidiendo permiso a su hermano paracasarse con ella!

¿Qué otra cosa podía ser? Las frasesque había utilizado lo demostraban biena las claras: «Nos conocemos muy bienel uno al otro… me tiene cierto afecto…tiene que ser una auténtica aristócrata…saber tratar con los más altos cargos delEstado». O sea que los tiempos de lasdiferencias sociales y de los privilegiosno habían desaparecido, pensó Nefissacon súbita satisfacción. Las clasessociales aún seguían existiendo, la únicoque había cambiado eran los nombres.

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Todo el mundo sabía que Hassan teníaun brillante futuro en la política, eincluso corrían rumores de que iba a sernombrado presidente del TribunalSupremo. Necesitaría una esposa de unnivel social semejante al suyo… unaaristócrata, una mujer que antaño habíamantenido estrechas relaciones deamistad con la familia real.

Nefissa regresó corriendo a susaposentos, se peinó a toda prisa, seaplicó un poco de carmín a los labios,se perfumó con esencia de jazmín yvolvió a sentirse tan emocionada yaturdida como una chiquilla. Despuésbajó al jardín y, al ver salir a Hassan, le

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cerró el paso.—No he podido evitar oír vuestra

conversación… —le dijo—. Espero queno te importe que haya escuchado detrásde la puerta.

Hassan la miró, perplejo.—¡La proposición de matrimonio!

—dijo Nefissa riéndose—. No eranecesario que fueras a hablar conIbrahim. Ahora yo tomo mis propiasdecisiones —añadió rodeando con susbrazos el cuello de Hassan—. Oh,Hassan, no sabes el tiempo que hace quete deseo. Seré una buena esposa para ti,te lo prometo.

—¿Tú? —dijo Hassan—. ¡No nos

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referíamos a ti sino a Yasmina! —añadió soltando una carcajada yapartando los brazos que le rodeaban elcuello—. Hubo un tiempo en que pensécasarme contigo, Nefissa, cuandotodavía no te habías casado. Pero ¿porqué voy a querer ahora a una mujer desegunda mano, pudiendo tener a ladoncella más exquisita de El Cairo?

—No hablarás en serio —dijoNefissa, mirándole horrorizada.

Mientras Hassan se alejaba y susrisas llenaban el perfumado airenocturno, Nefissa recordó la únicanoche de su vida en que había sidoamada de verdad. Su apuesto teniente

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había desaparecido, pero ella quería quevolviera. Necesitaba a alguien que laamara de nuevo como antaño la habíanamado.

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17

Los sueños, con sus turbadorasimágenes, estaban visitando de nuevo aAmira por la noche con más fuerza quenunca… El campamento del desierto, laextraña torre cuadrada… Pero ahoraveía también otras cosas todavía másdesconcertantes, entre ellas, un hombrede elevada estatura y piel negra como elébano, tocado con un turbante escarlata.

¿Quién era y por qué aparecía ahoraen sus sueños? ¿Pertenecía a la casa dela calle de las Tres Perlas o formabaparte de otro hogar que ella no podía

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recordar, antes de que la secuestraran dela caravana?

Lo más extraño, pensó Amiramientras trataba de desentrañar elmisterio de sus sueños, era que éstoshubieran vuelto a acosarla. No estaba apunto de nacer ningún niño en la familia,momentos en los que solían aflorar a lasuperficie sus antiguos terrores. ¿Quéestaban tratando de decirle aquellossueños?

—¿Qué es la impotencia, Umma? —preguntó Yasmina.

Ambas se encontraban en la cocina,colocando las tazas y los platitos en elfregadero. Amira acababa de dar por

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concluido el té semanal que ahoraorganizaba todos los viernes mientraslos hombres estaban en la mezquita.Tras haber dirigido la oración delmediodía de las mujeres de la familia,abría la puerta del jardín para queentraran sus amigas y visitantes. Ahoraella y su nieta estaban fregando losplatos, una tarea de la que hubieranpodido encargarse las criadas, pero queella consideraba útil para la preparacióndoméstica de sus nietas cuando secasaran.

Amira no había oído la pregunta deYasmina. Mientras lavaba y sacababrillo a la tetera de plata, estaba

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tratando de hallar una solución a unurgente problema.

Aquella mañana, antes de ir a lamezquita, Ibrahim la había informadosobre el acuerdo al que él y Hassanhabían llegado la víspera; Hassan al-Sabir estaba ahora comprometido enmatrimonio con Yasmina. Amira no ledijo nada a su hijo, pero, mientras éstese alejaba bajo el sol matinal al volantede su automóvil, experimentó un terriblepresentimiento.

—Umma? —dijo la muchacha—.¿No me has oído?

Amira contempló a su preciosa nietarubia con sus bucles dorados sujetos por

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dos pasadores, y pensó: «Aunque sea loúnico que haga hasta el día en que memuera, salvaré a esta niña de las garrasde Hassan al-Sabir».

—¿Qué me decías, Mishmish?—He oído que Um Hussein te pedía

un remedio para la impotencia. ¿Qué eseso?

—Es un defecto que impide a unhombre cumplir sus deberes conyugales.

Yasmina frunció el ceño sin sabermuy bien qué clase de deber era aquél.Ella y sus compañeras de clase delinstituto femenino donde estudiabahablaban a menudo en voz baja de loschicos y el matrimonio, pero, como casi

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todos sus conocimientos eran en buenaparte conjeturas, Yasmina sólo tenía unaidea muy vaga de lo que era el deberconyugal.

—¿Y cómo se cura? —preguntó.Antes de que Amira pudiera

contestar, Badawiya, la cocineralibanesa, dijo, desde el tajo de carnicerojunto al cual se encontraba en aquellosmomentos:

—¡Con una esposa más joven que él!Las criadas que estaban en la cocina

se rieron al oír sus palabras.Amira rodeó a Yasmina con su brazo

y le dijo:—Si Alá quiere, Mishmish, eso es

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algo por lo que tú nunca tendrás quepreocuparte.

—¡Bueno, lo que es yo, no piensocasarme hasta dentro de muchos años!—dijo la muchacha—. Quiero ir a launiversidad y estudiar ciencias. No séexactamente cuál va a ser mi futuro.

Amira miró a Maryam Misrahi, lacual había ayudado a llevar a la cocinalas pastas y el té sobrantes. Maryammiró a su vez a su amiga como diciendo:¡menudas están hechas las chicas de hoyen día! Y Amira sonrió para disimularsu inquietud. No le había contado aMaryam el horrendo compromisomatrimonial que había concertado

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Ibrahim para su hija.Camelia, desde la puerta de la

cocina donde estaba esperandoansiosamente a Zacarías, dijo conimpaciencia:

—¡Ojalá yo pudiera ver mi futuro!Maryam se acercó a ella y

contempló el florido jardín.—¿Sabes cómo leíamos el futuro

cuando yo era pequeña? —le dijo—.Tomas un huevo y lo calientas con lasmanos durante siete minutos. Después locascas sobre un vaso de agua. Si elhuevo flota, significa que tu futuromarido será muy rico. Si se hunde, serápobre. Si se rompe la yema, es que…

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—¡Yo no estaba hablando demaridos, tía Maryam! Yo, lo qué quierosaber es si…

La muchacha se detuvo. No queríaque Umma se enterara de sus planes.Camelia estaba esperandonerviosamente la llegada de Zacarías, elcual le había dicho que tenía una cosamuy importante para ella.

—Umma —dijo Yasmina, tomandouna tartita de frambuesa de la fuente queBadawiya acababa de sacar del horno.Le hincó el diente y saboreó su celestialdulzura—, ¿por qué vienen las mujeres ati cuando están enfermas y no van a unmédico de verdad como papá?

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Amira secó cuidadosamente lastazas de porcelana y las guardó en elarmario.

—Vienen a mí por modestia.—Pero papá también atiende a las

mujeres.—Yo no conozco a esas mujeres,

Mishmish, pero las que vienen a mí nodesean que las vea un hombredesconocido.

—Pues, entonces, ¿por qué no haymás médicas? ¿No te parece que tendríaque haber el mismo número de médicasque de médicos? ¿No lo consideraslógico?

—¡Cuántas preguntas! —dijo Amira,

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mirando de nuevo de soslayo a su amigaMaryam.

Maryam le envidiaba a Amira quetuviera a tantos jóvenes a su alrededor yque pronto pudiera hacerse realidad lallegada de más niños a aquella casa. Suspropios hijos habían abandonado elhogar hacía mucho tiempo y ahoravivían en distintos lugares del mundo,incluso en lugares tan remotos comoCalifornia. Maryam había visto a susnietos en carne y hueso sólo una vez.Ahora ya estaba en camino su primerbisnieto. Puede que ya hubiera llegadoel momento de que se tomara unasvacaciones y visitara a sus hijos. Al fin

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y al cabo, ella y Suleiman tenían sesentay tantos años. ¿Cuánto tiempo deberíanaplazarlo por el sólo hecho de que losbeneficios de Importaciones Misrahihubieran disminuido y ahora Suleimantuviera que trabajar noche y día? ¿Acasola familia no era más importante que losnegocios? Esta noche se lo comentaré,pensó, cuando regrese a casa después delas ceremonias del sábado.

Sahra también se encontraba en lacocina, escuchando las conversacionesmientras sacaba del horno una fuente debollos de sésamo. Tenía treinta años yhabía engordado un poco. Ya no era unasimple ayudante de cocina. Badawiya,

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que llevaba en la casa desde antes deque naciera Ibrahim, se estaba haciendomayor y ya no tenía el mismo empuje deantes, por lo que Sahra la estabasustituyendo poco a poco y ya sabía que,cuando Badawiya se retirara, ella seríala primera cocinera de la familiaRashid.

Sonrió al oír que Camelia suspirabaen la puerta, diciendo:

—Pero ¿dónde se habrá metido?Sahra quería al amo tanto como a

todos sus hijos. A lo largo de los años,había conseguido encajar las piezas dela historia. Puesto que la visita anual dela familia al cementerio se producía

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catorce días después de su propiocumpleaños, Sahra calculaba que lamadre por la cual rezaba Camelia habíamuerto la víspera de la boda de Nazirah,es decir, la noche en que ella había vistoal amo llorando junto a la acequia. Porconsiguiente, Camelia debía de habernacido aquella noche. El corazón deSahra se compadecía de la pobremuchacha huérfana y también de suhermana Yasmina, intuyendo que ladecepción sufrida ante el nacimiento deuna hija había inducido al amo a adoptara su propio hijo Zacarías. Porconsiguiente, Sahra se sentía en ciertomodo madre de los tres.

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—Tía Maryam —dijo Camelia,mirando a través de la ventana mientrasse frotaba con aire ausente el hombroque se había magullado la víspera,cuando Omar la derribó al suelo—. ¿Yahas visto la película de Dahiba?

—Tu tío Suleiman está demasiadoocupado y no tiene tiempo para ir alcine.

—¡Pues tienes que ir! ¡En tu vidahabrás visto a nadie bailar como lo haceDahiba! A lo mejor, tú y la abuelapodríais ir juntas.

Al oírla, Amira se limitó a sonreír,diciendo:

—¿Y de dónde saco yo el tiempo

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para ir al cine? —Después añadió,dirigiéndose a Yasmina—: La señoraAbdel Rahman ha telefoneado estamañana para preguntar si podría llevarlemi té especial de hisopo a su hermana,la que vive en la calle de Fahmy Pasha.Los niños sufren fiebres primaverales.¿Me querrás acompañar, Mishmish?

—Me encantará, Umma. Tomaremosun taxi.

Justo en aquel momento Zacaríasentró en la cocina. Cuando se acercó abesar a su abuela, ésta le preguntó:

—¿Ya ha regresado tu padre de lamezquita?

—Ahora mismo está entrando con el

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coche —contestó el muchacho, tomandoun encurtido de un tarro y mascándoloruidosamente.

Una de las chicas de la cocinaestaba preparando un assafeer, es decir,unos pajaritos a los que estabadesplumando y cortando los picos y laspatas para introducir después lascabezas en sus cuerpos. Mientras lossazonaba con especias y los ensartabaen brochetas, Zacarías apartó la vistapara no presenciar el desagradableespectáculo. Sahra vio la expresión desu rostro y recordó la vez en que, siendopequeño, se había puesto histérico al verque el carnicero que había traído el

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cordero a la casa lo degollaba para lafiesta de Abraham e Isaac. A partir deentonces Zacarías no había vuelto acomer carne ni aves ni pescado. Sahrarecordó ahora la compasión que sentíaAbdu por todas las criaturas vivientes.

El muchacho también se parecía aAbdu en muchas otras cosas, pensóSahra, por ejemplo, en su afición acomponer poemas, en su amor a Alá y elCorán y en su aspecto físico. Zacaríastenía la misma anchura de espaldas, losmismos ojos verdes y la misma dulcesonrisa de su padre hasta el punto de queestar a su lado era para ella casi comoestar de nuevo al lado de su querido

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Abdu. Sahra se preguntó si el muchachoguardaría algún recuerdo de los tresprimeros años de su vida en que ella lohabía amamantado.

Cuando Amira abandonó finalmentela cocina, Camelia se acercó corriendoa su hermano.

—¿Me lo has conseguido, Zakki?¿Ya lo tienes?

Un mes atrás, al día siguiente dehaber ido al cine, Camelia le habíadicho a Zacarías:

—¡Oh, Zakki, tengo que saber dóndevive Dahiba! Necesito ir a verla. Quieroestudiar con ella. Mira, me he aprendidode memoria los movimientos de la danza

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que interpreta en la película. Estoysegura de que, cuando me vea bailar, metomará bajo su protección. ¡Pero tengoque saber dónde vive! Por favor, a versi lo averiguas.

Ahora Zacarías se sacó un trozo depapel del bolsillo.

—Bismillah! —dijo con una sonrisa—. Me ha costado cincuenta piastrasporque he tenido que sobornar a un tipoque trabaja en el Cage d’Or, el localdonde ella actúa.

—¡Es su dirección! —exclamóCamelia.

—Me he acercado hasta allí, Lili —añadió Zacarías emocionado—. ¡Vive

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en un apartamento del último piso ytiene guardaespaldas y un Chevrolet! Lahe visto salir del edificio. ¡Te aseguroque Egipto tiene todavía una reina!

—¡Me voy a desmayar! —dijoCamelia. Después le dio un beso a suhermano y añadió—: ¡Te adorarédurante todo el resto de mi vida, Zakki!¡No sabes cuánto te lo agradezco!

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —preguntó Zacarías a su espalda.

Pero ella ya había desaparecido.—¿Por qué hemos venido aquí,

abuela? —preguntó Yasmina, mirando através de la ventanilla del taxi.

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Se encontraban en un barrio de El Cairoque ella jamás había visitadoanteriormente, en una calle llamada delas Tres Perlas.

Amira no le contestó de inmediatoporque ella también estaba mirando através de la ventanilla del taxi.

Ella y Yasmina habían visitado a lahermana de la señora Abdel Rahmancuyos hijos estaban enfermos y, al salir,en lugar de decirle al taxista que lasllevara de nuevo a la calle de lasVírgenes del Paraíso, Amira le habíadicho que las condujera allí. Y ahora seencontraban delante del lugar en el queAmira había conocido a Alí Rashid

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cuarenta y seis años atrás.A Amira le habían dicho en cierta

ocasión que la casa había sidoderribada, pero ello era cierto en parte.El principal edificio seguía en pie… unagran mansión de piedra parecida a lacasa de la calle de las Vírgenes delParaíso. Sin embargo, el recinto y losjardines se habían subdividido, por loque ahora distintos locales comercialesy apartamentos lindaban con aquellahermosa mansión del siglo XIX. Unasmuchachas de uniforme estabansubiendo a toda prisa los peldaños de laentrada principal, portando libros yfiambreras con el almuerzo. La casa se

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había convertido en una escuela.Esta casa, pensó Amira con asombro

mientras contemplaba los adornos de lafachada como si de ellos tuvieran quesurgir emocionantes recuerdos, esta casaen cuyo harén yo estuve antañoprisionera, es ahora un lugar donde laschicas estudian y son libres. Cerró losojos y trató de retroceder en el tiempopara que sus pensamientos hicieran unviaje de exploración por los pasillos demármol, en la esperanza de poder versea sí misma a la edad de siete años enmedio de unas gentes desconocidas quele infundían temor. ¿Podría ver allítambién a su madre? ¿O acaso su madre

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había muerto en el desierto?«¿Por qué no puedo recordar cómo

fui conducida hasta aquí? ¿Por quérecuerdo tan sólo el día en que abandonéeste lugar?».

Por mucho que lo intentara, no podíaevocar los recuerdos. Sin embargo, apesar de que el pasado se le seguíaescapando, comprendió súbitamente unacosa. «Me condujeron aquí trasarrancarme de los brazos de mi madremientras ella trataba de protegerme, yme dejaron bajo la vigilancia delgigantesco negro del turbanteescarlata… el eunuco del harén».Mirando a Yasmina, Amira pensó: «Eso

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es lo que me estaban diciendo missueños, por eso he venido hoy aquí. Esuna advertencia de que estoy a punto deperder a mi nieta. Yasmina me seráarrebatada y se irá a vivir con unhombre que no pertenece a nuestrafamilia. Me dejará, ya no será mía».

—¿Qué te ocurre, abuela? —preguntó Yasmina—. ¿Por qué hemosvenido aquí?

No temas, nieta de mi corazón,hubiera querido contestar Amira, nopermitiré que te ocurra ningún daño, nopienso perderte. Pero, en su lugar,contestó en tono tranquilizador:

—Puede que algún día te lo diga.

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Algún día, cuando yo lo hayacomprendido todo. Pero ahora nosiremos a casa; tengo que hablar con tupadre.

Desde la ventana de su salón privado,Ibrahim estaba contemplando a Alice enel jardín, con su dorada cabezaprotegida por un sombrero contra el sol.Al ver la dulzura con la cual aquellasblancas y delicadas manos separabanlos bulbos y las raíces, esparcían lassemillas y aplanaban la húmeda tierra,experimentó un anhelo muy parecido aun dolor físico. El jardín que se había

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convertido en el centro de la vida de sumujer, era diez años atrás una pequeñaparcela en la que sólo crecían unospocos ciclámenes. Ahora se extendía alo largo de casi toda la fachada orientalde la casa y estaba lleno de azulescampanillas, fucsias de un rosa purpúreoy rosas rojas que normalmente nohubieran podido crecer en medio deláspero y seco calor de Egipto. Losconstantes y amorosos cuidados deAlice y su vigilancia y entrega habíanobrado el milagro.

Un estremecimiento le recorrió elcuerpo de arriba abajo. A menudorezaba para que ella le manifestara un

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cariño y una entrega semejantes.¿Qué había ocurrido con su

matrimonio? ¿Cuándo habían hecho elamor por última vez? Llevaban muchotiempo sin hablar, aparte lasintrascendentes charlas cotidianas y loshabituales tópicos de la vida. ¿Quépodía hacer para mejorar las cosas ypara que ambos volvieran a ser tal comoeran antes de la Revolución y antes deque su vida empezara a desintegrarse?

Tras su salida de la cárcel, Ibrahimhabía pasado por un largo período en elque no había sentido el menor interéspor el sexo, ni con Alice ni con nadie.Pero, al cabo de varios meses, cuando

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sus heridas físicas ya habían sanado,Ibrahim empezó a abrigar la esperanzade que Alice volviera a ser la mismaesposa de antes. Por desgracia, ella noacudía a su cama; cuando él insistía, larelación entre ambos no era más que unapantomima en la que un hombredesesperado trataba de recuperar lacordura entre los brazos de una mujerindiferente. Fue entonces cuandorecurrió a los brazos de las mujeresanónimas. El falso cariño que éstas ledemostraban le devolvíamomentáneamente la paz. Pero era unasensación pasajera; él deseaba a sumujer. Y quería tener un hijo.

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Oyó una discreta llamada a la puertay se sorprendió al ver a su madre, puesella raras veces visitaba aquella partede la casa.

—¿Podemos hablar, hijo mío? Hayciertos asuntos familiares urgentes querequieren tu atención. Omar me estádando quebraderos de cabeza. No puedecontrolar sus impulsos. Ayer losorprendí atacando a Camelia.

—¿Atacando a Camelia?—No le hizo daño. Pero no podemos

fiarnos. Tiene que casarse. Se me haocurrido una idea. —Amira tomódeliberadamente asiento en un lujosodiván bajo un severo retrato de Alí, el

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padre de Ibrahim—. Formalicemos elnoviazgo entre Omar y Yasmina. Yprocuremos que la boda se celebrecuanto antes, tan pronto como ellatermine el bachillerato.

—Pero si ya te lo he dicho estamañana, madre. Yasmina estácomprometida en matrimonio conHassan.

—La chica es demasiado joven paraHassan. ¿Tú crees que él le permitiríaproseguir sus estudios? En cambio, aOmar le faltan todavía tres años paraterminar la carrera. Él y Yasminapodrían estudiar juntos. Eso es muchomejor para Yasmina que casarse con un

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hombre que le lleva treinta años.—Con todo el honor y el debido

respeto, madre, tú te casaste con unhombre que te llevaba cuarenta años.

—Mira, Ibrahim, esta boda entreHassan y Yasmina no se puede celebrar.

—Hassan y yo ya hemos firmado elacuerdo. Le he dado mi palabra.

—Hubieras tenido que consultarme.¿Y qué me dices de Alice? ¿Acaso unamadre no tiene voz ni voto en laelección del marido de su hija? Ya leencontraremos nosotras un marido aYasmina, tú sólo tendrás que firmar elcontrato matrimonial.

—Pero ¿por qué le tienes tanta

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manía a Hassan? Jamás he comprendidopor qué no te gusta.

—Esta boda no se puede celebrar.—Pues yo no pienso romper la

palabra que le he dado a un amigo.Ibrahim se volvió de nuevo hacia la

ventana y, separando los visillos,contempló a Alice en el jardín.

Amira se le acercó y, al cabo de unmomento, dijo:

—Tienes problemas con tu mujer.—Eso es algo que un hijo no debe

comentar con su madre.—Quizá yo podría ayudarte.Ibrahim miró a su madre con

expresión turbada, y entonces Amira

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recordó lo que le había dicho Zacarías:«Papá se despierta gritando por lanoche, yo le oigo desde el fondo delpasillo».

Ibrahim guardó silencio un instante ydespués se miró las manos.

—No sé qué problema nos separa aAlice y a mí, madre. Pero está ahí y yoquiero un hijo.

—Pues entonces, escúchame. Tepuedo dar un brebaje para que lo echesen la bebida de Alice.

—¿Un brebaje? —Ibrahim miró a sumadre con expresión dubitativa—. ¿Yeso da resultado?

«Lo vi usar una vez, hace mucho

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tiempo, en el harén de la calle de lasTres Perlas».

—Puedes creerme si te digo que sí.Alice vendrá a ti y, si Alá quiere,concebirá un hijo varón.

Ibrahim soltó el visillo y se apartóde la ventana.

—No quiero brebajes, madre —dijo—. Ésa no es la respuesta que yo busco.Y ahora me siento muy fatigado.Necesito descansar un rato.

—Tenemos que resolver la cuestióndel noviazgo de Yasmina.

—Por el Profeta, que Alá le colmede bendiciones. ¡Te he dicho que ya estátodo arreglado!

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—No lo está —dijo Amira sinperder la calma—. Lo que estoy a puntode decirte, hijo de mi corazón, me causaun profundo dolor. Lo he mantenido ensecreto durante todos estos años paraevitarte ulteriores sufrimientos, peroahora Alá guía mi conciencia. —Amirarespiró hondo—. Hijo de mi corazón aquien quiero más que a mi propia vida,te digo que no has cerrado ningún tratocon Hassan al-Sabir. No es tu amigo nitu hermano.

—Pero ¿qué estás diciendo?Amira percibió los violentos latidos

de su corazón. Una vez dichas, ya nopodría retirar sus palabras.

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—Fue Hassan quien te hizo detener yencerrar en la cárcel.

Ibrahim miró fijamente a su madre.—No lo creo.—Por la clemencia de Alá, te

aseguro que es cierto.—No puede ser.—Te lo juro por la unidad de Alá,

Ibrahim.—¿Y cómo sabes tú todo eso sobre

Hassan? ¡Alguien te ha mentido!Amira recordó la promesa que le

hiciera a Safeya Rageb de mantener ensecreto su intercesión por Ibrahim.

—Lo sé, y eso basta. Consta en tuficha oficial: Hassan al-Sabir te

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denunció como conspirador contra elpueblo egipcio. Tú mismo puedes ir averlo, si quieres.

—Haré otra cosa mucho mejor, se lopreguntaré al propio Hassan.

Yasmina y Tahia procuraron reprimir larisa, escondidas detrás de unas cajasvacías cuyas etiquetas decían «ChivasRegal» y «Johnny Walker». Ocultasjunto a la entrada de servicio del clubC a ge d’Or, esperaban una señal deZacarías. El muchacho había entradopara allanar el camino. Cameliatemblaba bajo el abrigo a pesar de la

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cálida noche de junio y pensó que estabatardando demasiado. Algo tenía quehaber fallado.

La joven había tratadoinfructuosamente de visitar a Dahiba ensu apartamento. Tuvo que sobornar alportero para que la dejara entrar en eledificio y después el ascensorista no laquiso llevar al último piso; másbakshish. Los dos guardaespaldas quejugaban a las cartas delante delapartamento de Dahiba también habíanexigido un pago; al final, cuandoCamelia tocó el timbre y le abrió unmayordomo, ya no le quedaba dinero.De todos modos, no le hubiera servido

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de nada; el mayordomo llamó a lasecretaria de Dahiba, la cual salió y lecomunicó a la joven que la señora norecibía visitas, no hacía audiciones deartistas aficionados y tanto menosaceptaba alumnas. Entonces, a Zacaríasse le ocurrió un plan. Le dijo a Amiraque llevaría a las chicas a ver unespectáculo de variedades y, mientrasUmma y los demás estaban en el salónescuchando un programa de radio, losadolescentes abandonaron la casa y sedirigieron al club donde actuaba Dahiba.

—Pobre Zakki —dijo Tahiamientras contemplaba la puerta abiertaque conducía a la cocina del club—, no

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soporta decirle mentiras a Umma.—No le ha dicho ninguna mentira —

le recordó Yasmina a su prima—. Dijoque nos llevaría a un espectáculo y es loque ha hecho, ¿no? ¡Ya viene!

Zacarías rodeó las cajas de whiskyvacías y dijo en voz baja:

—¡Todo está arreglado, Lili! Laseñora de los lavabos te acompañará através de la cocina a un lugar entrebastidores donde nadie te verá. ¡Nosabes la propina que le he tenido quedar!

La besaron y le desearon suerte.Camelia entró a toda prisa, procurandoque no se le viera el traje de baile por

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debajo del abrigo.Cuando la empleada la dejó en un

lugar entre bambalinas, advirtiéndole deque no se moviera durante elespectáculo, Camelia contempló ahurtadillas la sala de fiestas y sintió queel corazón le empezaba a latirviolentamente en el pecho. Zacarías lehabía dicho a la mujer que su hermanasólo quería mirar. La sala estaba llena arebosar de mujeres elegantementevestidas y de militares con los uniformescuajados de medallas. Se quedóparalizada de emoción al ver sentadojunto a una de las mesas de primera filaa un hombre bajito y rechoncho. Era

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Hakim Rauf, el célebre director de ciney esposo de Dahiba.

Los músicos ocuparon sus puestos,se apagaron las luces en la sala y losfocos iluminaron el escenario vacío.Durante unos minutos, la orquestainterpretó los acordes de una melodíapara que el público entrara en situación.Después apareció Dahiba entre grandesvítores y aplausos. Camelia emitió unjadeo. En carne y hueso, Dahibaresultaba todavía más espectacular queen el cine. Inició su actuación envueltaen un velo de gasa bordado conlentejuelas, efectuando en el escenariounos atrevidos movimientos, mezcla de

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ballet clásico y danza moderna. Al pocorato, se quitó el velo y dejó aldescubierto un deslumbrante vestido deraso color turquesa y lame de plata conuna ancha faja de la que colgaban largosflecos plateados. Se detuvo, levantó unamano y empezó a mover lentamente lascaderas. El público volvió a prorrumpiren aplausos… era la firma personal deDahiba.

Vista de cerca y en persona, Cameliase dio cuenta de que Dahiba no erarealmente guapa; y ni siquiera bonita.Sin embargo, tenía presencia y sabíaganarse al público y manipularlo a suantojo para que batiera palmas al

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compás, se riera o se pusiera serio. Nose limitaba a distraer a los espectadoressino que les hacía sentir algo.

Camelia contuvo el aliento,esperando su oportunidad. Al final,cuando Dahiba se desplazó a un extremodel escenario, tal como siempre hacía,para conversar con el público y ésteempezó a batir palmas para que laartista bailara al ritmo del beledi,Camelia se quitó el abrigo, se alisórápidamente el traje rojo y oro y salió alescenario. Al principio, el público sequedó un poco desconcertado, pero enseguida enloqueció de entusiasmo.Dahiba se volvió y, al ver la mirada

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inquisitiva de los músicos, les indicópor señas que siguieran tocando.

Aunque el escenario era muy grande,Camelia utilizaba sólo un espacio muyreducido, bailando, no con audaces yespectaculares movimientos sino conleves y complejas ondulaciones de laparte inferior del torso y las caderas altiempo que mantenía los brazosgraciosamente extendidos. No miraba aDahiba sino al público, el cual batíapalmas y no cesaba de gritar.

—Y’Allah!Dahiba le hizo una indicación a la

orquesta y el ritmo se hizo más lentohasta que todos los instrumentos

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enmudecieron y sólo quedó la flauta,llenando la atmósfera cargada de humocon un sonido semejante al de unaserpiente. Pero Camelia no perdió elcompás. Sus movimientos se adaptaronal cambio y, tras una breve pausa, lasondulaciones de la pelvis le subieronlentamente por el tronco y volvieron abajar.

El público rugió de entusiasmo. Alpercatarse de que el número no estabapreparado y de que aquella joven deojos dorados como la miel era unaaficionada, los hombres se encaramarona las sillas y empezaron a gritar:

—¡Oh dulce ángel de Alá!

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Después empezaron a silbar, avitorear y a lanzar besos a la audaz ydeliciosa muchacha.

Desde un extremo del escenario,Dahiba contempló la reacción delpúblico y después miró a su marido,sentado en primera fila. Hakim tambiénestaba entusiasmado con la chica.

Al finalizar la música, Cameliaarrojó un beso al público y corrió aesconderse detrás del telón, donde elencargado del club la agarróinmediatamente, amenazándola conllamar a la policía. Mientras se lallevaba a rastras, apareció Dahiba.

—Pero tú qué te has creído —le dijo

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sin que apenas se oyera su voz sobre eltrasfondo de los ensordecedoresaplausos—. Has querido burlarte de mí,¿verdad?

Camelia estaba casi sin resuello yapenas podía hablar. De cerca, vio elfuerte maquillaje de los ojos de Dahiba,las finas arrugas que le rodeaban la bocay, sobre todo, una dureza que jamás seadvertía en sus películas.

—Oh, señora, yo queríasimplemente que me concedieran unaaudición. He estado intentando verla,pero…

De pronto, apareció Hakim Rauf,sonriendo y enjugándose el sudor de las

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rubicundas mejillas.—¡Por la cabeza del saíd Hussein,

Alá le bendiga y le otorgue la salvación!¡Menudo espectáculo! ¡Ven conmigo,chiquilla! ¡Vamos a tomarnos un té! —dijo, chasqueando los dedos para llamaral perplejo encargado.

Entraron en una pequeña estanciaque la danzarina utilizaba comodespacho y camerino y, mientras ella ysu marido encendían unos cigarrillos,Dahiba preguntó:

—¿Cómo te llamas?—Camelia Rashid, señora.Dahiba parpadeó.—¿Estás emparentada con el doctor

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Ibrahim Rashid?—Es mi padre. ¿Le conoce?—¿Cuántos años tienes?—Diecisiete.—¿Has tenido alguna preparación

específica?—Ballet clásico.—¿Y quieres estudiar conmigo?—¡Oh, sí, más que nada en el

mundo!Dahiba contempló largo rato a

Camelia con expresión pensativa.—Yo no admito a nadie conmigo en

el escenario. Ninguna danzarina lo hace.Te hubieran podido detener por tuimprudencia. Pero al público le has

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gustado.—Es una buena atracción —dijo

Hakim, desabrochándose el botón delcuello de la camisa—. Quizá convendríaque la añadiéramos al espectáculo, midulce calabaza.

Dahiba le dio a su marido uncariñoso pellizco en el brazo.

—Y también podríamos incluir unmono amaestrado. ¿Quieres túinterpretar este papel? —Dirigiéndose aCamelia, Dahiba añadió—: Eresdemasiado musculosa. Tienes unoshombros muy masculinos y unas caderasmuy estrechas. Tendrías que aumentarunos cuantos kilos de peso. Una

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danzarina delgada no resulta atractiva nisensual. Además, tienes un estiloanticuado y poco profesional. Ahora yano se baila simplemente el beledi. Ladanza oriental incluye muchastendencias. Pero eres prometedora. Conun adiestramiento adecuado, podríasllegar muy alto. Puede que tan alto comoyo —dijo con una sonrisa.

—Oh muchas gra…Dahiba levantó la mano.—Pero, antes de que te acepte, debo

hacerte una advertencia. Tu familia nodará su consentimiento. Las danzarinasorientales son vistas como mujeres demala vida. Nos desprecian porque

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atraemos la atención de los hombressobre la sexualidad femenina y dicenque los apartamos de los senderos deAlá y de la devoción que exige el Islam.Los hombres nos desean, pero nosdesprecian porque despertamos susdeseos, ¿comprendes? Muchos hombreste querrán, Camelia, pero pocos terespetarán. Y tanto menos querráncasarse contigo. ¿Estás dispuesta aaceptar todos estos sacrificios?

Camelia contempló el arreboladorostro de Hakim Rauf y dijo:

—A usted no le ha ido mal, señora.Hakim le tomó la mano y se la besó

diciendo:

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—¡Bendito sea el árbol con cuyamadera se construyó tu cuna! ¡Estoyenamorado, por Alá!

—Yo sólo sé que quiero bailar —dijo Camelia mientras Dahiba se reía.

—En tal caso te diré por qué teacepto como alumna, Camelia Rashid; túserás mi primera alumna en realidad. Laactuación no es nada si sólo consiste enuna habilidad. Pero, por Alá, a nosotroslos egipcios nos gustan la emoción y elsentimiento, cosas que una buenadanzarina sólo puede transmitir a travésde su personalidad. Tú posees estecarisma, Camelia. Tu actuación ha sidobuena, pero lo que más le ha gustado al

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público ha sido tu audacia. Sabesponerte al público en el bolsillo y eneso consiste en buena parte una buenaactuación. ¿Sabe tu familia que estásaquí?

—Camelia vaciló.—No —contestó al final—. No lo

aprobaría. ¡Pero a mí no me importa! Noles diré que usted me da clases.

—Tendrás que visitarme en mi casapor lo menos tres veces a la semana.¿Adónde les dirás que vas?

—Le diré a Umma que estoy dandounas clases adicionales de baile.Pensará que son de ballet clásico. Enrealidad, no será una mentira.

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—¿Y si se entera?Camelia no quería ni pensarlo. Sólo

pensaba que Dahiba iba a ser suprofesora y que algún día ella seríafamosa como la célebre danzarina.

Ibrahim llamó a la puerta de la casaflotante de Hassan y, cuando el criado leabrió, le empujó a un lado y entródirectamente en el salón donde Hassan,reclinado en un diván, se estabafumando una pipa de hachís.

—¡Amigo mío! Cuánto me alegro deque hayas venido a verme. Siéntate y…

—¿Es cierto lo que me han dicho,

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Hassan? —preguntó Ibrahim sin sentarse—. ¿Fuiste tú quién facilitó mi nombreal Consejo Revolucionario y me hizoencarcelar?

Hassan le miró sin dejar de sonreír.—Por Alá, ¿de dónde has sacado

esta idea tan absurda? Por supuesto queno es cierto.

—Me lo ha dicho mi madre.La sonrisa de Hassan se esfumó de

golpe. ¡Otra vez el dragón!—Pues te ha dicho una mentira. Tu

madre nunca me ha apreciado.—Mi madre no miente.—En tal caso, alguien le habrá

facilitado una información falsa.

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—Dice que consta en la ficha. Puedocomprobarlo.

Apartando a un lado la pipa, Hassanse incorporó, se alisó el cabello con lasmanos y dijo:

—Muy bien, pues. Eran tiempos muypeligrosos, hermano mío. De un día paraotro, nadie sabía quién iba a vivir paraver el siguiente ocaso. Me detuvieron.Para salvar el pellejo, les facilitéalgunos nombres. Supongo que entreellos debía de figurar el tuyo, pero nome acuerdo. Tú hubieras hecho lomismo, Ibrahim. Puedo jurar por Aláque lo hubieras hecho.

—A mí también me pidieron que

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facilitara nombres, pero no lo hice. Mesometieron a torturas infernales, pero notraicioné a ningún hermano. No sabes eldaño que me hiciste, Hassan al-Sabir —dijo Ibrahim en voz baja mientras laslágrimas asomaban a sus ojos—.Aquellos seis meses en la cárceldestruyeron mi vida. Tú y yo ya nosomos hermanos. Y no te casarás con mihija.

Hassan se levantó de un salto y asiópor el brazo a Ibrahim.

—¡No puedes romper nuestrocontrato, por Alá!

—Alá es mi testigo de que puedohacerlo y lo haré.

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—Si lo haces, Ibrahim, te prometoque vivirás para lamentarlo.

Ibrahim encontró a Amira en el salón,escuchando la lectura radiofónicanocturna del Corán.

—Tenías razón, madre, Hassan al-Sabir ya no es mi hermano —dijo—.Dispón todo lo necesario para elcompromiso de Yasmina con Omar. Laboda se celebrará inmediatamentedespués de que ella termine sus estudiosde bachillerato. Y dame el brebaje paraAlice —añadió—. Necesito un hijovarón.

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—¿Por qué es costumbre eliminar todoel vello, madre Amira? —preguntóAlice mientras las mujeres de la familiaaplicaban la pasta de azúcar y limón a lapiel de Yasmina.

—La tradición se remonta al reySalomón, cuando la reina de Sabaacudió a visitarlo. Antes de su llegada,Salomón había oído decir que la reina, apesar de su belleza, tenía unas piernasmuy velludas. Para averiguar si ello eracierto, Salomón mandó construir delantede su palacio una pasarela de cristal

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sobre un riachuelo de agua. Dicen que,cuando llegó la reina, ésta creyó quetenía que cruzar un charco de agua yentonces se levantó las faldas. Losrumores sobre el vello de sus piernaseran ciertos y entonces Salomón seinventó un depilatorio para podercasarse con ella. Era esta misma fórmulade azúcar con miel que hoy en díaseguimos utilizando y es costumbre quetodas las novias la usen la víspera de suboda para complacer al marido.

—Pero ¿incluso las cejas? —preguntó Alice, asombrándose de lahabilidad con la cual Haneya estabaaplicando la pasta por encima de los

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ojos de Yasmina y después la retiraba,dejando sólo una finísima media luna.

—Después le pintará las cejas, talcomo solemos hacer todas. Una mujerestá más guapa de esta manera.

El ritual de la depilación fue seguidopor una fiesta en la que participarontodas las mujeres de la familia Rashid,las cuales habían acudido a la casa de lacalle de las Vírgenes del Paraísovestidas con sus mejores galas parainundar a la novia de elogios, regalos yconejos y contarse mutuamente chismes,divertirse y bailar. También habíaacudido allí la astróloga Qettah, lamisma mujer intemporal que había

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estado presente en el nacimiento deYasmina. Ahora estaba mucho más viejay tuvo que forzar mucho la vista paraexaminar las cartas y hacer loshoróscopos de Yasmina y Omar… unaunión entre la estrella Hamal de Aries,un astro cruel y brutal, y la dulce yamarilla Mirach de Andrómeda.

Yasmina estaba tremendamenteemocionada. ¡Al día siguiente seconvertiría en esposa y tendría casapropia! Rompiendo la tradición según lacual un hijo tenía que llevar a su esposaa la casa de su madre, Omar habíaelegido un apartamento junto al río.Ahora que iba a recibir la cuantiosa

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herencia de su padre, había dicho eljoven, podía permitirse el lujo de serindependiente y disponer de su propiohogar.

Cuando retiraron toda la pasta deazúcar que le cubría el cuerpo, Yasminase bañó y sus primas Haneya, Nihad yRayya le untaron la tersa piel conaceites de almendras y de rosas.Después, la ayudaron a vestirse, lapeinaron y la escoltaron al salón paraqué se uniera a la fiesta.

Alice abrazó a su hija diciendo:—Soy muy feliz por ti, cariño. —

Después, añadió algo un pocosorprendente—: Hay algo que debes

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saber ahora que vas a casarte.Dispondrás de unos recursos propios.Entrarás en posesión de la herencia de tuabuelo inglés, el conde de Pemberton.

—¡Pero si tú me habías dicho que élnunca aprobó tu boda con papá!

—Mi padre era un hombre muyestrecho de miras, pero tenía también ungran sentido del deber. Cuando murióhace dos años, te legó una parte de suherencia. Hay una suma de dinero a tunombre, que te será entregada cuandocontraigas matrimonio, y una de lasresidencias de la familia también estuya.

A su hija Alice, el conde no le había

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dejado nada.La fiesta duró toda la noche hasta

que, al final, llegó el momento de queAmira le explicara a Yasmina quédebería hacer en su noche de bodascuando se quedara sola con Omar.Ambas entraron en el dormitorio ycerraron la puerta para no oír la músicay las risas. Cuando Amira le describió asu nieta lo que iba a hacer Omar,Yasmina preguntó:

—¿Te dijo tu madre todas estascosas cuando te casaste con el abueloAlí?

—Uno de tus deberes como esposa—añadió Amira, esquivando la pregunta

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de Yasmina, pues la familia no sabíanada del secuestro e ignoraba que ellano conociera a su verdadera familia—es que, cuando os acostéis por la noche,tú deberás perfumarte y ponerte uncamisón limpio. Antes de dormirte, ledeberás preguntar tres veces a tumarido: «¿Deseas algo?». Si no deseanada, podrás dormir. Pero recuerda quetú no debes decirle nunca lo que deseas.La mujer que toma la iniciativa no es defiar.

Mientras Amira le hablaba delmisterio de la unión entre un hombre yuna mujer, Yasmina recordó unaconversación similar que ambas habían

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mantenido cuando, a la edad de doceaños, ella descubrió unas manchas desangre en sus bragas.

—Cada mujer tiene una luna en suinterior —le explicó Amira.

—Su ciclo es el mismo que el de laluna del cielo, crece y mengua de lamisma manera. Está ahí pararecordarnos que formamos parte de Aláy de sus astros. Es prudente oponerresistencia al principio —añadió—. Esole demuestra a tu esposo que no eresapasionada y hace que él te respete.Nunca te comportes como si loestuvieras pasando bien, porque en talcaso te acusaría de casquivana. Sin

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embargo, mientras que la resistencia esconveniente —añadió Amira—, lanegativa está prohibida. Cuando él tepenetre, invoca el nombre de Alá, de locontrario, un yinn podría poseerteprimero. Yasmina no estaba preocupadapor el acto matrimonial. Estaría con suprimo Omar y sabía que no tenía nadaque temer.

Un carruaje adornado con flores y tiradopor cuatro caballos blancos se detuvodelante del Nile Hilton y los noviosdescendieron. Los numerosos invitadosya estaban allí, dispuestos a

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incorporarse a la zeffa, el desfile quelos conduciría al salón de baile dondese iba a celebrar la recepción de laboda. Entre vítores, aplausos yzagharits, Omar, vestido de esmoquin, yYasmina, luciendo un traje blanco delarga cola, siguieron a los gaiteros consus galabeyas, las danzarinas de beledicon sus refulgentes atuendos y losmúsicos que tocaban el laúd, la flauta ylos tamboriles. Los amigos y parientesarrojaron monedas a la pareja paradesearle suerte mientras el ruidosocortejo atravesaba lentamente elvestíbulo del hotel para dirigirse alsalón de baile. Allí, Omar y Yasmina se

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acomodaron en unos tronos cubiertos deflores donde deberían permanecersentados toda la noche en tanto que losinvitados disfrutarían de los manjaresd e l buffet y se divertirían con laactuación de los cantantes, cómicos yconjuntos de baile que se iríansucediendo en el escenario.

Mientras ocupaba su lugar en laparte del salón de baile reservada a lasmujeres, Alice se extrañó que no sehubiera celebrado ninguna ceremonia enla iglesia o, en aquel caso, en lamezquita. De hecho, no se habíacelebrado ningún tipo de ceremoniaporque, al parecer, no se consideraba

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que la religión tuviera nada que ver conaquel tipo de acontecimientos. La usanzaegipcia exigía únicamente que dosparientes varones en representación delnovio y la novia, en aquel caso Ibrahimy el propio Omar por ser éste huérfano,firmarían el contrato y se estrecharían lamano. Después, en otra estancia, seinformaba a la novia de que ya estabacasada. Nada de juramentos ni de besosante el altar.

Mientras la gente la felicitaba por laboda y por lo guapa que estaba su hija yella estrechaba la mano de losnumerosos parientes que se acercaban asaludarla, Alice reflexionó acerca de

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aquella extraña preferencia egipcia porlas bodas entre primos. Habíadescubierto que incluso existía un ordende prelación muy preciso: la primeraelección para una muchacha era el hijodel hermano de su padre; si no habíaninguno, la siguiente opción era el hijode la hermana del padre. Y no eran losinteresados quienes elegían y decidían.La madre de una muchacha casaderabuscaba a un joven aceptable y visitabaa la madre de éste. En el transcurso devarias visitas, ambas discutían lasfuturas perspectivas del joven para lamanutención de la familia, la salud y lasaptitudes de la muchacha para tener

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hijos, la situación económica de ambasfamilias y, por encima de todo, el honorde cada una de las familias. Finalmente,se acordaba el precio que debería pagarla familia del muchacho por la novia,los padres de ésta anunciaban quéregalos iban a hacer a la pareja y, porúltimo, los custodios varones se reuníany firmaban los documentos. Sóloentonces se comunicaba al joven y a lamuchacha el acuerdo alcanzado.

A Alice se le antojaba una forma decasarse un tanto fría y calculadora, peroquizá fuera mejor que el método delmatrimonio por amor, pues se tomabanen consideración muchas otras

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cuestiones de tipo práctico. Al fin y alcabo, ¿cuánto duraba el amor?

Miró a Ibrahim, sentado al otro ladodel salón en la parte reservada a loshombres. El suyo había sido unmatrimonio por amor y, sin embargo,había fracasado.

¿Cuál había sido la causa de que elamor desapareciera de su matrimonio?Alice no estaba segura y tampoco sabíaexactamente cuándo había muerto lafelicidad que reinaba entre ella y sumarido. Tal vez fue la noche de lacircuncisión de Camelia o puede quefuera antes, el día en que sorprendió alas dos chiquillas jugando con las

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melayas y empezó a angustiarse por elfuturo y a pensar en el momento en quelos británicos deberían abandonarEgipto. Tal como era de esperar, almarcharse los británicos, sereinstauraron algunas de las antiguascostumbres. Pero el fracaso de sumatrimonio había sido provocadotambién por Ibrahim. Qué frío habíaestado con ella al salir de la cárcel.Alice esperó, confiando en que sevolvería a encender la antigua pasión.Sin embargo, pronto se dio cuenta deque un amor que sólo se manteníagracias a aquel frágil hilo de esperanzano podía sobrevivir mucho tiempo.

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Sobre todo porque, mientras esperabadía tras día a que Ibrahim la llamara a sucama, ella no hacía más que pensar en elhecho de que su marido ya tenía unaesposa cuando ambos se casaron enMontecarlo, cosa que antaño habíaconseguido perdonar, pero que ahora yano podía.

Ibrahim la miró y los ojos de ambosse cruzaron brevemente. Estabapensando en el brebaje que le habíaproporcionado Amira.

Aquella noche, después de la fiesta,lo mezclaría con la bebida de Alice.

Después miró a Yasmina, suprecioso ángel rubio que le había

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robado el corazón nada más nacer. Rezópara que fuera feliz con Omar y para quesu vida estuviera siempre colmada yfuera satisfactoria. Se alegraba dehaberla casado con el hijo de suhermana y no con un extraño. Y sealegraba especialmente de no haberlacasado con Hassan. Hassan, el hermanoque le había traicionado y al que jamásperdonaría.

Amira ocupaba un lugar de honor allado de los novios y, por primera vez ensu vida, comparecía en público sin laprotección de la melaya. Era una de lasmujeres más elegantemente vestidas dela fiesta, con un traje negro de manga

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larga bordado de pedrería y largo hastael suelo. Siguiendo el consejo de Alice,había cambiado incluso de peinado,sustituyendo el modesto moño por unasencilla melena alisada detrás de lasorejas. Aun así, llevaba alrededor delcuello y los hombros un pañuelo de gasanegra con el que cubriría la cabeza y elrostro cuando abandonara el hoteldespués de la fiesta.

Amira se emocionó y se alegró tantoal ver a Omar y Yasmina sentados en sustronos que rezó en silencio su surapreferida del Corán: «Alá losrecompensará con los jardines del Edén,unos jardines regados por corrientes de

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agua en los que morarán para siempre».Después sus pensamientos se centraronen las bodas de sus restantes nietos.Sabía que la tarea iba a serextremadamente ardua y exigiría muchotiento. Las familias acomodadas siemprelo tenían más difícil que el resto de lagente porque su campo de elección eramás limitado. Cualquiera podía casarsecon alguien de superior categoría, peronadie se casaba con alguien de categoríainferior.

Por eso se alegró al ver que JamalRashid no le quitaba los ojos de encimaa Camelia. Se había quedadorecientemente viudo a los cuarenta y

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tantos años, tenía seis hijos, estaba muybien situado, pues era propietario devarios inmuebles de apartamentos en ElCairo, y, además, era un Rashid, nietodel hermano del padre de Alí Rashid.Amira decidió enviarle una notapasados unos días, anunciándole suintención de visitarle y el motivo de lavisita. Camelia jamás había manifestadoel menor interés por ir a la universidadcomo Yasmina y ella estaba segura deque la muchacha se alegraría de que suabuela le hubiera buscado semejantepartido.

Después estaba la tímida Tahia, quetambién tenía diecisiete años y acababa

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de terminar el bachillerato. Tampocohabía manifestado la menor intención deproseguir estudios y seguramenteesperaba que su madre y su abuela leconcertaran una boda.

Y estaba también Zacarías, por cuyofuturo ella se sentía obligada a velar,aunque no fuera en realidad de su propiasangre. Amira le quería y estaba muyorgullosa de él. Recordaba con gozo eldía en que la familia celebró con unafiesta el hecho de que se hubieraaprendido las 114 suras del Corán contan sólo once años de edad. Amira nosabía muy bien cómo concertar una bodapara Zacarías, pues su tendencia a los

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aspectos espirituales de la vida lohacían distinto a los demás. Puede queprimero le hiciera estudiar para imán y,de este modo, él podría predicar en lamezquita los viernes.

Cuando sus ojos se cruzaron con losde Amira, Yasmina se removió en suasiento. Ya se había cansado depermanecer sentada allí tanto rato yestaba deseando trasladarse a su nuevacasa e iniciar una nueva vida. Ahora erauna esposa. ¡Y faltaba un mes para quecomenzara sus estudios en launiversidad! Ella y Omar tomarían eltranvía juntos, volverían a casa juntos yestudiarían por las noches sentados a la

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misma mesa. Algún día, ella tendríahijos y Omar ocuparía un cargo en elgobierno, pues el presidente Nasserhabía prometido a todos los licenciadosuniversitarios un puesto en laadministración cuando finalizaran susestudios. Ella y Omar serían unos padresmodernos e instruidos que compartiríanequitativamente todas lasresponsabilidades y no se guiarían porlas anticuadas desigualdades de lasgeneraciones anteriores. La vida era tanmaravillosa que, al ver a su hermanajunto a la mesa del buffet, Yasmina nopudo evitar saludarla con la mano. Sesentía tan dichosa que casi estaba a

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punto de desmayarse de felicidad.Camelia le devolvió el saludo

mientras se servía una generosa raciónd e kebab con arroz para intentarengordar un poco, como Dahiba le habíaaconsejado que hiciera. Sin embargo,sus pensamientos estaban muy lejos deallí. Se sentía profundamentedecepcionada por el hecho de que tíoHassan no hubiera asistido a la boda.Esperaba poder hablar con él para quese diera cuenta de que ya no era unaniña. A menudo se preguntaba si Hassantenía intención de volver a casarse. Yahora se preguntaba por qué no habíaasistido a la boda.

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Una danzarina de beledi subió alescenario. Era buena, pero noextraordinaria, pensó Camelia,recordando las seis agotadoras perosatisfactorias semanas que había pasadoestudiando en secreto con Dahiba, lacual era una maestra extremadamentesevera y exigente. Dahiba le decía bailaa este ritmo o baila a este otro y ella lotenía que hacer sin acompañamiento demúsica. Dahiba también le estabaenseñando cómo vestirse y maquillarsey cómo coquetear con el público. Lastardes con Dahiba eran tan sublimes quele fastidiaba tener que ir primero a laacademia de ballet antes de trasladarse

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al apartamento de Dahiba. Pero no podíadejar la academia porque entonces ya nohubiera tenido una excusa para salir porlas tardes tres veces a la semana. Noobstante, estaba aprendiendo muyrápido, le decía Dahiba. Quizá, antes deun año, cuando cumpliera los dieciocho,ya le permitiría actuar en su espectáculo.

Cuando Zacarías pasó por su ladocon dos bandejas, Camelia le guiñó elojo. Gracias a él y a la ayuda de Tahia yYasmina, su sueño estaba empezando aconvertirse en realidad. Al ver que suhermano no le devolvía el guiño y que nisiquiera sonreía, Camelia recordó lanoticia que el joven había recibido

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aquella tarde: un compañero suyo declase a quien él apreciaba mucho sehabía suicidado aquella mañana.

—Era un hijo ilegítimo, Lili —ledijo Zacarías con lágrimas en los ojos—. Su madre no estaba casada y élnunca supo quién era su padre. Loschicos de la escuela se burlaban de élsin piedad por este motivo, pero él losoportaba todo sin decir nada. Se habíaenamorado de una chica de su barrio yquería casarse con ella, pero, cuando sumadre fue a visitar a la madre de lachica, aquella señora le dijo que ningunafamilia, por modesta que fuera,permitiría que su hija se casara con él.

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¿Qué mujer honrada querría casarse conun hombre que no sabía quién era supadre? Como no podía llevar una vidadigna, optó por una muerte digna.

Zacarías regresó a su mesa y leofreció un plato de comida al ancianotío Karim, que sólo podía caminar conla ayuda de un bastón.

Mientras contemplaba la actuaciónde unos acróbatas en el escenario, miróa Tahia, sentada con Umma, tía Alice ytía Nefissa. Temía que Umma le buscaraun marido a Tahia. Él sólo teníadieciséis años, ¿cómo podía pedir quele comprometieran en matrimonio con suprima? Tendría que hacer acopio de

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valor para hablar con su abuela.Cuando subió al escenario un

famoso cómico, los invitados empezarona reírse antes incluso de que abriera laboca. Zacarías vio que tío Suleiman,sentado a su lado, no se reía y sepreguntó por qué.

Suleiman Misrahi estaba muypreocupado por la marcha de susnegocios. El gobierno imponíalimitaciones cada vez más estrictas a lasimportaciones, en un intento defavorecer el consumo de bienesfabricados en Egipto. Los beneficioshabían bajado tanto que Suleiman sehabía visto obligado a prescindir de

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varios de sus más antiguos y lealesempleados. A lo mejor, tendría quevender incluso la gran casa de la callede las Vírgenes del Paraíso e irse avivir a un apartamento. Lamentaba habertenido que decirle a Maryam que nopodrían hacer aquel viaje para visitar asus hijos. Y, en aquel momento, tambiénlamentaba que no se sirviera vino en lafiesta; no le hubieran venido nada malunas cuantas copas.

La última y más destacada danzarinade beledi subió al escenario y bailó nopara el público sino especialmente parala novia, interpretando una danzasimbólica de su transición de virgen a

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mujer sexualmente activa. Luciendo unatrevido traje y moviéndose conseductora cadencia, la danzarinainterpretó una danza de contenidofuertemente sensual que evocaba laindependencia, la sexualidad y elilimitado poderío de la mujer, todo elloen honor de la recatada novia, la cualpermanecía rígidamente sentada con sublanco y virginal vestido, dando aentender con la seriedad de su rostroque la danza no le estaba causando lamenor impresión.

Al finalizar la actuación de ladanzarina, la fiesta se dio por concluida,los invitados se marcharon y los

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familiares más directos tomaron variostaxis para escoltar a la pareja hasta sunueva residencia.

Mientras los hombres permanecíanen el salón, las mujeres acompañaron aYasmina al dormitorio y la ayudaron aquitarse el traje de novia y ponerse elcamisón. Después la tendieron en lacama y le levantaron la falda. Acontinuación, Amira la sujetó por laespalda mientras Omar ocupaba suposición en la cama. Cuando el joven seenvolvió el dedo con un pañuelo, lasmujeres se volvieron de espaldas yAmira apartó el rostro. Yasmina emitióun grito y el pañuelo salió manchado de

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sangre.

Mientras entraba en la casa con Alice,Ibrahim se aflojó el nudo de la corbatadiciendo:

—Ha sido una boda estupenda,¿verdad, querida?

—No me gusta este bárbaro ritual dela virginidad.

—¿Quieres venir a mi habitaciónunos minutos? —le preguntó Ibrahim,tomándola del brazo.

—Estoy cansada, Ibrahim.Siempre le decía lo mismo.—Vamos a brindar por la felicidad

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de nuestra hija. Tengo una botella debrandy.

Alice miró a su marido. La boda lahabía puesto sentimental. Recordaba supropia boda con un apuesto joven al quehabía jurado amar y obedecer hasta lamuerte.

Le acompañó para hacer el brindis.Ibrahim la estudió cuidadosamentemientras tomaba un sorbo de brandy ylanzó un suspiro de alivio al ver que nonotaba el sabor del brebaje de Amira.Alice se achispó en seguida.

—¡No estoy acostumbrada a beber!—dijo, soltando una carcajada.

Sin embargo, en lugar de ponerla

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romántica, tal como Ibrahim esperaba, labebida sólo sirvió para atontarla.Cuando él la besó, no le devolvió elbeso, aunque tampoco lo rechazó.Entonces Ibrahim le bajó el tirante deltraje de noche y, al ver que no oponíaresistencia, la siguió desnudando y ellase lo permitió, mirándole con susdistantes y soñadores ojos cual si fuerauna muñeca de trapo en sus brazos.Alice no parecía darse cuenta de lo queél estaba haciendo. Incluso endeterminado momento soltó una risitapor lo bajo.

Mientras la acompañaba a sudormitorio y la tendía en la cama,

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Ibrahim pensó que no era eso lo que élhubiera querido. Hubiera deseado queella se comportara con un poco más depasión y que respondiera a sus caricias.Sin embargo, lo que más le importabaera tener un hijo varón. Cuando sedeslizó bajo las sábanas y la estrechó ensus brazos, Ibrahim sintió más vergüenzade la que jamás hubiera sentido conninguna de sus prostitutas.

Zacarías no podía conciliar el sueño.Seguía pensando en su amigo que sehabía quitado la vida arrojándose alNilo. ¿Habría sido acogido en el Cielo?,

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se preguntó mientras bajaba al jardínpara buscar alivio en la cálida noche deagosto. ¿Habrá hoy contemplado Latif elrostro del Eterno?

Se sobresaltó momentáneamente alver a Tahia sentada bajo la luz de laluna. Su tristeza por Latif se desvaneciómientras pensaba: «Es como unespejismo brillando en el desierto delanhelo».

—¿Puedo sentarme a tu lado? —lepreguntó mientras ella le miraba con unasonrisa y se desplazaba a un lado en elbanco de mármol.

Zacarías empezó a entonar en vozbaja una conocida canción de amor.

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—Ya noori. Tú eres mi luz.Al ver que ella se echaba a llorar, le

preguntó, extrañado:—¿Qué pasa? ¿Por qué lloras?—¡Voy a echar mucho de menos a

Mishmish! ¡Oh, Zakki! ¡Nos estamoshaciendo mayores! ¡Todos nos iremos yjamás volveremos a vernos! ¡Nuestrafelicidad desaparecerá! ¡Ya nuncavolveremos a jugar juntos en este jardín!

Zacarías extendió torpemente lasmanos hacia ella y se sorprendió de quesu prima le rodeara con sus brazos yhundiera el rostro en su cuello,mojándoselo con sus lágrimas.Abrazándola amorosamente, trató de

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consolarla, llamándola Qa t r al-Nana,Hermosa Gota de Rocío, mientras leacariciaba el cabello y se asombraba deque fuera tan sedoso. Tahia era tan tibiay tan tierna entre sus brazos que el jovense dejó arrastrar por sus sentimientos.

—Te quiero —le dijo de pronto—.Los ángeles debieron de cantar de júbilocuando naciste.

Después, buscó sus labios con lossuyos y descubrió que eran muy suaves yse entregaban voluntariamente a él.Hubiera querido llegar más lejos, perono pasó de aquel beso. Cuando él yTahia hicieran el amor, sería tal comoAlá lo tenía decretado en el Corán…

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sólo en el matrimonio.—Hablaré con Umma —dijo

sosteniendo el rostro de Tahia entre susmanos mientras pensaba que la luz de laluna había convertido sus lágrimas endiamantes—. Vamos a ser tan felicescomo Omar y Yasmina.

Yasmina contempló a Omar dormido asu lado y le pareció muy raro estar en lacama con su primo, el muchacho a cuyolado había crecido. El acto amorosohabía sido muy agradable; se lo habíanpasado tan bien que incluso se habíanreído, pero ella se estaba preguntando

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ahora cuándo experimentaría aquellapasión de que tanto se hablaba en lascanciones y las películas.

Levantándose sigilosamente de lacama, se acercó a la ventana ycontempló la noche. Jamás en su vida sehabía sentido tan feliz. La boda habíasido preciosa y ahora ella se encontrabaen su propio hogar. Sin embargo, elcentro de todos sus pensamientos enaquella perfumada noche estival eran laspalabras que su padre le había dichounas semanas atrás al regresar ella de laMedia Luna Roja.

—Puede que algún día trabajesconmigo en el consultorio —le había

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dicho Ibrahim—. Te enseñaré a ser unabuena enfermera.

Mientras se rodeaba el torso con losbrazos, sintiendo todavía el calor de lasdulces caricias de Omar, Yasminapensó: «No, yo no quiero ser enfermera.Yo seré médica».

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19

Lo primero que pensó Camelia al ver aaquel hombre fue que era muy guapo. Losegundo fue preguntarse si estaríacasado.

Era el censor del gobierno, presenteen los estudios Saba para asegurarse deque la última película de Hakim Rauf nomostrara la pobreza, el descontentopolítico o, en aquel caso en particular,el ombligo de Dahiba.

Camelia procuró no mirarle mientrasHakim daba instrucciones a sus actoresy ella permanecía apartada a un lado

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para no interferir en la labor de lascámaras y el equipo de rodaje. Era lacuarta vez que Dahiba la invitaba a verel rodaje de una película y, cada vez,ella, que apenas contaba diecisiete años,había creído desmayarse de emoción.Aquel frío día de diciembre, Cameliaestaba doblemente emocionada, pues eratambién la semana del Mulid al-Nabi,los festejos de nueve días en los que seconmemoraba la natividad del Profeta ydurante los cuales la gente se comprabaropa, se intercambiaba regalos,disparaba cohetes y comía montones dedulces. Para celebrar el acontecimiento,el marido de Dahiba había mandado

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disponer en los estudios un buffet a basede tartas, pastelillos y dulces, el máspopular de los cuales era el llamado«pan de palacio», una hogaza frita enmantequilla y después impregnada conmiel y cubierta de crema espesa.

Camelia observó cómo el apuestocensor del gobierno se servía un puñadode dátiles rellenos de cortezas denaranja confitada y se echaba variascucharaditas de azúcar en el café. Sepreguntó si se habría fijado en ella.

Jamás se le hubiera ocurridoacercarse a él y entablar conversación y,por su parte, se hubiera escandalizado eincluso ofendido en caso de que aquel

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hombre le hubiera dicho algo. Sinembargo, estaba deseando que se fijaraen ella. ¡Si, por lo menos, le permitieranvestirse con un poco más de gracia!Pero Umma siempre cuidaba que suschicas salieran de casa modestamentevestidas, lo cual significaba llevarmanga larga, faldas por debajo de larodilla y blusas abrochadas hasta elcuello. Amira ponía especial empeño enque Camelia ocultara con un pañuelo sulargo y precioso cabello negro que, a sujuicio, podía ser una tentación para loshombres. No obstante, Camelia se loquitaba en cuanto perdía de vista lacalle de las Vírgenes del Paraíso. No le

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parecía justo que su hermano y susprimos vistieran a su antojo como sisólo las mujeres pudieran provocartentaciones. Y, además, se preguntabaella, ¿tan débiles eran los hombres queperdían el control con sólo mirar un rizode cabello? Las chicas en la escuelacomentaban entre risas que los hombresdebían de ser unos tontos si se excitabanante la contemplación del cabello de unamujer. Menos mal que, por lo menos,Amira le permitía maquillarse, tal comohacía ella misma cada mañana en sutocador antes de reunirse con la familiapara tomar el desayuno. Porconsiguiente, Camelia se aplicaba

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cuidadosamente kohl alrededor de losdorados ojos, se perfilaba el negro arcode las cejas y se pintaba los labios conun carmín de un rojo apagado querealzaba la belleza de su tez aceitunada.¿Pensaría por lo menos el censor delgobierno que era bonita?

—¡Atención! —gritó Hakim Rauf, yDahiba empezó a bailar bajo la atentamirada del censor.

La escena transcurría en una sala defiestas y Dahiba interpretaba el papel deuna danzarina que fingía no reconocer asu libertino esposo, el cual, mezcladoentre el público, asistía disfrazado alespectáculo. Otra comedia. Rauf había

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lamentado en cierta ocasión, hablandocon Camelia, que un hombre tanbrillante como era Nasser, «¡el hombre,por la cabeza del saíd Hussein, quehabía enviado cincuenta mil transistores,todos ellos sintonizados con Radio ElCairo, a las zonas rurales de distintospaíses árabes!», impusiera tantoscontroles a las películas y las abocaraprácticamente al fracaso en las taquillas.El marido de Dahiba se quejaba amenudo por lo bajo y comentaba que«iba a cerrar la tienda y marcharse alLíbano, donde hay más libertad y seaprecia la creatividad artística».

—¡Corten! —gritó Rauf, llamando a

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alguien del vestuario para quemodificara un detalle del traje deDahiba.

Después se acercó a su mujer, másalta que él, sobre todo cuando calzabazapatos de tacón como en aquelmomento, y le musitó algo al oído. Ellase rió y le dio un pellizco en el brazo.

A Camelia le encantaba ver aDahiba con su marido. Formaban unapareja imposible… ella tan alta, garbosay elegante y él tan bajito, rechoncho ydesaliñado. Sin embargo, ambos sehabían elegido libremente el uno al otro.Los padres de Dahiba habían fallecidoen un accidente fluvial cuando ella tenía

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diecisiete años, dejándola sin familia,por cuyo motivo ella había podidoelegir sin trabas a su marido. Le habíagustado Hakim Rauf y ya llevaba veinteaños con él.

Eso es lo que yo quiero, pensóCamelia mirando nuevamente de soslayoal censor. Voy a elegir a mi propiomarido y seremos muy felices y haremostoda clase de locuras juntos.

Tendría hijos, se prometió a símisma Camelia, pues Dahiba le habíaasegurado que era posible compaginarlos hijos con una profesión.

Mientras observaba al apuestocensor, éste miró súbitamente hacia el

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lugar donde ella se encontraba y detuvola mirada un momento más de lo quehubiera sido correcto antes de apartarlos ojos. Camelia notó que el corazón ledaba un salto mortal.

Al final, la escena terminó y seinterrumpió el rodaje por aquel día.Mientras Camelia recogía el abrigo, elbolso y los libros que había pedidoprestados en la biblioteca, vio a Dahibaconversando con el censor. Él lepreguntó algo y ella sacudió la cabeza,riéndose. Después, el hombre consultósu reloj y asintió con la cabeza.

—¿Qué te ha parecido la escena? —le preguntó después Dahiba,

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acercándose a ella y rodeándole loshombros con su brazo.

—¡Ha estado maravillosa! Ése no tequitaba los ojos de encima —contestóCamelia, señalando con la cabeza alcensor.

—Por supuesto, querida. ¡Es sutrabajo! Tenía que asegurarse de que midanza no resultara provocativa. Seacomo fuere, esta tarde le he invitado atomar el té con nosotros.

—Ah, ¿sí? ¿Y ha aceptado?—Me ha preguntado si tú eras mi

hija y yo le he dicho que eras mi alumna.—Pero ¿vendrá a tomar el té?—Me ha preguntado si tú vendrías.

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Al decirle yo que sí, ha aceptado.—¡Me voy a desmayar de emoción!—A las cuatro en punto, cariño. No

te retrases.Camelia regresó casi corriendo a

casa revisando mentalmente su vestuarioy preguntándose qué se iba a poner.Sabía cómo sería el té… Él aparentaríasorprenderse de verla allí y después,según la costumbre, pondría especialcuidado en no demostrar interés porella. En caso de que aceptara unasegunda invitación para tomar el té,significaría que ella le gustaba yentonces estaría bien visto que ambos seintercambiaran unas frases bajo la atenta

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mirada de Dahiba. Tal vez la siguienteinvitación fuera para una cena, en cuyocaso Camelia estaría autorizada asentarse a su lado y ambos podríanhablar un poco de sí mismos. O quizásalieran a merendar al campo oasistieran a un concierto, siempreacompañados por Dahiba y Rauf. ¡En lacabeza de Camelia se agitaban milposibilidades!

Cuando llegó a casa, estabaempezando a caer una fina lluvia y casitodos sus parientes se encontraban en laespaciosa cocina, riendo y charlandoentre sí mientras preparaban la comida.

Amira estaba supervisando la

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elaboración de los muñecos de azúcar,la tradicional golosina de los niños enlas fiestas de la natividad del Profeta.Tía Alice también estaba allí con lasmejillas arreboladas y el rubio cabellorecogido hacia atrás con unas peinetas,preparando un budín inglés de ciruelaspara la Navidad. Como la natividad delprofeta Mahoma coincidía con lanatividad del profeta Jesús sólo una vezcada treinta y tres años, en la casareinaba una doble emoción y un dobleajetreo. Tía Alice sacaría los adornosnavideños, colocaría un pequeño árbol,lo cubriría de espumillón y, poniendo alos pies del árbol un pesebre, les

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contaría a los niños la historia delnacimiento de Jesús. Todos estabanfamiliarizados con aquel relato porqueel nacimiento virginal figuraba en elCorán; en El Cairo existía, además, unárbol centenario bajo el cual la familiade Jesús había descansado durante suhuida a Egipto. Cuando Camelia vio enla cocina a Maryam Misrahi, recordóque también se celebraba otra fiesta…la del Hanukkah. Tía Maryam habíatraído su harosset especial, un postre abase de uva y dátiles que siemprepreparaba para la Fiesta de las Lucesjudías, en la que se conmemoraba lanueva dedicación del Templo de

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Jerusalén, el lugar desde el cualMahoma había sido arrebatado al Cielopara recibir de Alá los cinco Pilares dela Fe del Islam. Contemplando elbullicio y la actividad que reinaban enla cocina, Camelia pensó que, dada lacoincidencia de las tres fiestasreligiosas, aquélla debía de ser lasemana más santa del año.

Mientras se quitaba el pañuelo quese había anudado alrededor de la cabezaantes de entrar en la calle de lasVírgenes del Paraíso, saludó casi sinresuello a todo el mundo y se tomó untrozo de tarta de albaricoque reciénsacada del horno.

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—Ah, ya estás aquí, Camelia —dijoAmira—. ¿Conseguiste los libros quenecesitabas?

Camelia le había dicho a su abuelaque iría a la biblioteca y recogería unoslibros para su clase de literatura árabe.No había comentado que, después,pasaría por los estudios Saba.

—He encontrado dos, gracias a Alá.¡Esta noche tendré que pasarme muchorato estudiando!

—¿Has tomado un taxi tal como tedije?

Camelia lanzó un suspiro. Sólo muyrecientemente Umma había empezado apermitir a regañadientes que las chicas

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salieran solas sin la compañía de unpariente varón. Sin embargo, Tahia yCamelia iban a la escuela, al igual quelas dos hijas de Hanida y la de Rayya,mientras que las dos gemelas de Zubaidatrabajaban como mecanógrafas en elperiódico al-Ahram, todo lo cual habíaobligado a Amira a concederles másindependencia.

—Fuera hace un frío muyvigorizante, Umma —contestó Camelia—. He decidido ir a pie. Pero no hapasado nada. —Se apresuró a añadir alver la inquisitiva mirada de su abuela.

Según la anticuada manera de pensarde Umma, las calles de El Cairo seguían

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estando llenas de males y tentacionesque amenazaban la honra de una chica.Durante el paseo de Camelia desde losestudios a casa, sólo se había producidoun incidente: unos mozos de pueblovestidos con galabeyas le habíanarrojado piedras y la habían insultadocon palabrotas. Como en similaresocasiones anteriores, ella no les habíahecho caso. Por lo demás, el paseo nohabía registrado ninguna otra incidencia.Al fin y al cabo, ¿qué podía ocurrirle enpleno día en una calle abarrotada degente?

—Tengo una noticia maravillosapara ti —dijo Amira, secándose las

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manos en el delantal que protegía sufalda negra de seda—. Quiero quellames a tu profesora de ballet y anulesla clase de esta tarde. Vamos a tener elhonor de recibir una importante visita.

Camelia miró fijamente a su abuela.Amira no sabía nada de sus clases dedanza secretas con Dahiba; las clases deballet eran la excusa que ella utilizabapara poder salir. ¡Aquella tarde, la clasede ballet iba a ser su excusa para asistiral té de Dahiba con el censor delgobierno!

— A Madame no le va a gustar —dijo, refiriéndose a la directora de laacademia de ballet—. Madame se

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enfada mucho cuando…—No me digas sandeces —la

interrumpió Amira—. Llevas años sinfaltar a ninguna clase. Por una vez, nopasará nada. ¿Quieres que la llame yomisma?

—¿Quién es la visita, Umma?Amira sonrió con orgullo.—Nuestro primo lejano Jamal

Rashid. Viene a hablar contigo, nieta demi corazón.

Maryam levantó su vaso de tédiciendo:

—Mazel tov, querida.Camelia miró a su abuela y a tía

Maryam con incredulidad. Después

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recordó que Jamal Rashid había estadovarias veces en la casa para visitar aAmira, según ella pensaba. Ahoracomprendió horrorizada que supropósito era verla a ella.

—Mira qué sorpresa se ha llevado—dijo Maryam sonriendo—. Eres unachica de suerte, Lili. Jamal Rashid es unhombre muy rico. Es bien conocida sudevoción religiosa y su generosidad conlos huérfanos y las viudas.

—Pero, tía —exclamó Camelia—,¡yo no quiero casarme!

—Qué cosas se te ocurren —tercióAmira—. Jamal Rashid es un hombrebueno y está muy bien situado

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económicamente. Incluso tiene unaniñera para sus hijos, lo cual significaque tú no tendrás que cuidar de ellos.

—¡No me refiero sólo a JamalRashid, Umma, sino a los hombres engeneral! ¡No me apetece casarme enestos momentos!

—Pero, en el nombre de Alá, ¿porqué no?

—¡No puedo y sanseacabó! —dijoCamelia—. ¡Ahora no puede ser!

—Pero ¿qué te ocurre? Pues claroque te casarás con el señor Rashid. Tupadre y él han firmado el contrato decompromiso.

—¡Oh!, Umma, ¿cómo has podido

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hacerme eso?Para asombro de todo el mundo,

Camelia abandonó la cocina y salió dela casa dando un portazo.

Corriendo bajo la lluvia, se dirigióal apartamento de Dahiba, cruzó lapuerta del vestíbulo y pasó como unaexhalación por delante del sorprendidoportero. Al ver que se dirigía a laescalera, el portero le dijo:

—Un momento…Pero ya era demasiado tarde.

Camelia no vio a la mujer que estabafregando los peldaños de mármol ni sepercató de que éstos aún estabanmojados. Resbaló y, al caer, un tobillo

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le quedó atravesado en la barandilla dehierro, por lo que aterrizó en unaposición torcida con una pierna haciaarriba y la otra hacia abajo. Todo elmundo corrió a ayudarla y alguientelefoneó al apartamento del último pisode Dahiba. Momentos después, unaanonadada Camelia entró renqueando enel apartamento de su profesora, tratandode reprimir las lágrimas.

—Mi querida niña —dijo Dahiba,ayudándola a sentarse en el sofá—.¿Qué te ha ocurrido? ¿Quieres que avisea un médico?

—No, estoy bien.—Pero ¿qué ha pasado? El portero

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dice que cruzaste el vestíbulo corriendocomo si te persiguieran los yinns.

—¡Es que estoy muy disgustada!¡Umma me ha dicho que me hancomprometido en matrimonio con unviejo que tiene seis hijos! ¡Dice quetengo que casarme con él! ¡Pero yoquiero ser danzarina!

Dahiba le rodeó los hombros con subrazo diciendo:

—Ven conmigo. Nos tomaremos unté y hablaremos de ello.

Camelia se levantó y Dahiba vio unamancha de sangre en el sofá.

—¿Tienes la regla?—No —contestó Camelia,

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frunciendo el ceño.—Ve al lavabo y mírate.Camelia volvió un minuto más tarde.—No es nada, simplemente una

mancha.—Cuéntame otra vez cómo te has

caído.Al ver que Camelia hacía un

movimiento de tijera con los dedos de lamano, Dahiba añadió:

—Escúchame, nena. Tienes quevolver a casa en seguida y contárselo atu abuela. Dile lo que ha pasado.Explícale cómo te has caído.

—¡No puedo decirle que estabaaquí!

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—Pues entonces dile que te caístepor la calle. Pero se lo tienes que deciren seguida. Date prisa.

—Pero ¿por qué? Ya te he dicho queno me duele nada. ¡Y el hombre delgobierno no tardará en venir a tomar elté!

—No te preocupes. Tú haz lo que yote digo. Tu abuela tiene que saberlo.

Camelia regresó a casa perpleja ypreocupada. Al ver a Amira en el jardín,esperándola ansiosamente bajo unparaguas, le dijo:

—Perdóname, Umma. No hubieratenido que irme de esta manera. Porfavor, perdóname.

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—El perdón sólo lo otorga Alá.Entra en la casa, estás empapada.¿Dónde has aprendido estos modales?

—Lo siento, abuela, pero no puedocasarme con Jamal Rashid.

Amira lanzó un suspiro.—Ya hablaremos de eso —dijo,

volviéndose hacia la casa.—Umma —añadió repentinamente

Camelia—, he sufrido un accidente.—¿Un accidente? ¿Qué clase de

accidente?Camelia le describió la abarrotada

calle y la resbaladiza acera.—Se me ha torcido la pierna así —

añadió, indicándoselo con los dedos—.

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Y he visto una mancha de sangre.Amira le hizo la misma pregunta que

le había hecho Dahiba sobre la regla y,al contestarle Camelia que todavía lefaltaban dos semanas, Amira la mirótambién con semblante muy grave.

—¿Qué es, Umma? —le preguntóCamelia, alarmada—. ¿Qué me hapasado?

—Confía en Alá, hija mía. Hay unmedio para resolverlo, pero no tenemosque decírselo a tu padre.

Ibrahim se había sumido en unaprofunda depresión tras su ruptura conHassan y Amira no quería agobiarlo connuevos sufrimientos.

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Sabía lo que tenía que hacer. Habíaen El Cairo varios cirujanosespecializados en semejantes casos.Hombres que guardaban el secreto acambio de una elevada suma de dinero.

La dirección estaba en la calle del 26 deJulio. A Amira le habían dicho porteléfono que se presentara después de laoración de la tarde y que llevara eldinero en efectivo. Ahora ella y Cameliaestaban subiendo por la escalera hastaun apartamento del cuarto piso. Amiratomó a Camelia de la mano al llamar altimbre. Les abrió una mujer de mediana

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edad con un pulcro delantal decarnicero.

—Anuncie al doctor al-Malakim queestamos aquí —le dijo Amira en vozbaja.

Para asombro de Amira, la mujer lesfranqueó la entrada diciendo que eldoctor al-Malakim era ella.

Cruzaron un salón iluminado por unasola lámpara; Amira estudió el modestomobiliario, el floreado papel de lapared y varias fotografías familiaressobre un televisor. Se aspiraba en elaire un fuerte aroma a cebolla y corderoasado y un olor residual dedesinfectante. La mujer las hizo pasar a

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través de una cortina a un dormitorio;sobre la cama había una sábanaimpecablemente limpia, debajo de lacual Amira vio un hule.

—Tiéndela aquí, sayyida —dijo ladoctora al-Malakim, acercándose a unamesita en la que había varías torundasde algodón, una jeringa hipodérmica yunas palanganas de metal con unasolución de color verdoso en la que sehallaban en remojo diversosinstrumentos quirúrgicos.

—Sólo tiene que quitarse las bragas,nada más.

—¿No le dolerá? —preguntó Amira—. Me han dicho por teléfono que no le

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iba a doler.La mujer miró a Amira con una

sonrisa tranquilizadora.—Por favor, ten confianza, sayyida.

Alá me ha otorgado este don. Leadministraré un poco de anestesia.¿Prefieres esperar fuera?

Amira se sentó al lado de la cama,tomando una mano de Camelia entre lassuyas.

—Todo irá bien —le dijo a suaterrorizada nieta—. Dentro de unosminutos, volveremos a casa.

Mientras acercaba un taburete a lospies de la cama y modificaba lainclinación de la lámpara, la doctora

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dijo en voz baja:—Cuéntame cómo ocurrió.Amira repitió lo que Camelia le

había contado y la mujer tomó unajeringa diciendo:

—Bueno, niña, primero la inyección.Recita muy despacio la Fatiha…

—¿Qué ha hecho, Umma? —preguntóCamelia cuando bajaron del taxi.

Aún se encontraba bajo los efectosde la anestesia y sentía una sordapulsación entre las piernas. Amira laayudó a entrar en la casa y a subir a sudormitorio, alegrándose de que no se

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hubieran tropezado con nadie.—Al caerte —le explicó a Camelia

mientras la ayudaba a ponerse elcamisón—, te rompiste la honra. Ocurrealgunas veces. Algunas mujeres tienen lamembrana muy frágil. Pero hay médicosque saben reconstruirla naja que en tunoche de boda estés intacta y de estemodo quede a salvo el honor de lafamilia, inshallah. Eso es lo que te hahecho la doctora al-Malakim.

—Pero yo no he hecho nada malo,Umma. Tuve un accidente, eso es todo.Sigo siendo virgen —dijo Cameliaavergonzada, sin saber bien por qué.

—Pero no teníamos pruebas. En tu

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noche de boda no hubiera habido sangre.Jamal Rashid te hubiera repudiado ynuestra familia hubiera quedadodeshonrada. Pero ahora ya vuelves aestar intacta y nadie tiene por quéenterarse de nuestra visita a la doctora al-Malakim. Ahora duerme, cariño, ypiensa en la paz de Alá. Mañana ya tehabrás olvidado de todo.

Sin embargo, Camelia permaneciómucho rato esperando a que se le pasarael dolor, pero éste se fue intensificandoa medida que pasaban las horas.Camelia no dijo nada para que no sedescubriera su secreto y, cuando al díasiguiente despertó con fiebre, tampoco

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dijo nada. Sin embargo, por la noche sedesmayó en la cocina. Amira le tocó lafrente, comprobó que estaba ardiendo yno tuvo más remedio que llamar aIbrahim.

Entonces se vio obligada a decirle asu hijo lo que habían hecho.

—Tiene una infección que se le haextendido por todo el vientre —dijoIbrahim con la cara muy seria—. Tendráque ingresar en el hospital.

Camelia se pasó casi dos semanas en elhospital Kasr al-Aini y, cuando yaestuvo fuera de peligro, empezó a

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recibir visitas. La familia no sabía nadade la caída ni de la operación ilegal a laque se había sometido; les habían dichosimplemente que sufría unas fiebres. Lastías, tíos y primos Rashid la inundaronde flores y de comida y se pasaban eldía en su habitación e incluso en elpasillo cuando dentro no cabían.

Dahiba le envió flores y postales yhabló con ella por teléfono.

—No vendré porque tu familia seavergonzaría de recibir la visita de unadanzarina. Ponte bien, querida. Hakimestá muy preocupado por tu salud. Elseñor Sayid, el censor del gobierno, hapreguntado por ti.

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La mañana en que Camelia fue dadade alta en el hospital, Ibrahim le dijo aAmira:

—Debido a la cicatriz provocadapor la infección, jamás podrá tenerhijos.

La contemplación de Camelia leresultaba insoportable porque aún nohabía desistido de tener un hijo conAlice. Ahora pensó: «¿También meserán negados los nietos?».

Cuando Camelia regresó a casa delhospital, la familia la recibió conmuestras de dolor como si se hubieraproducido el fallecimiento de alguien ytodo el mundo la rodeó de cariño y

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compasión, pues Jamal Rashid habíaroto su compromiso con ella, lo cualsignificaba que ningún hombre querríaaceptarla como esposa. Las tías yprimas lloraron por su pobre hermanaque no ocuparía ningún lugar en lasociedad porque no podía ser esposa ymadre, condenada a una vida virginal enla que le estarían prohibidas lasrelaciones sexuales y deberíaconservarse casta a lo largo de toda suexistencia.

Al quedarse sola con Camelia,Amira le dijo:

—No temas nada, yo cuidaré de ti,nieta de mi corazón. Tendrás un hogar en

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esta casa mientras vivas.Camelia pensó en las mujeres que

habían vivido en la casa durante suinfancia, las despreciadas e inútiles, lasque no servían para nada y estabanestigmatizadas, todas acurrucadas juntasbajo el techo de Amira como pájarosasustados.

—¿Por qué ha pasado todo esto,Umma? Yo no hice nada malo.

—Es la voluntad de Alá, nieta de micorazón. Nosotros no podemospreguntar. Todos los pasos que damos ytodo el aire que respiramos han sidopreordenados por el Eterno. Consuélatepensando que tu destino está bajo su

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benéfica providencia.Umma tenía razón, Umma siempre

tenía razón. Camelia se entregaría a lavoluntad de Alá. Pensó en el apuestocensor del gobierno al que jamás podríaconocer.

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20

Era la mística noche del Lailat al-Mirajque conmemoraba la hora en que elprofeta Mahoma había cabalgado por elespacio a lomos de un blanco caballoalado desde Arabia a Jerusalén dondehabía sido arrebatado al Cielo pararecibir de manos de Alá las cincooraciones diarias. Mientras el vientojamsin gemía por las oscuras callejuelasde El Cairo, cubriendo las farolas convelos de arena, las antiguas celosías demashrabiya de la mansión Rashidchirriaron sacudidas por las ráfagas de

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viento y las viejas lámparas de aceite delatón, convertidas en eléctricas desdehacía mucho tiempo, oscilaron y sebalancearon suspendidas de suselegantes cadenas de latón. Losveintiséis miembros de la familia y loscriados que residían en la casa se habíanreunido en el salón donde Ibrahimestaba dirigiendo las oraciones.

Amira permanecía sentada con lacabeza cubierta por un negro velo,escuchando los cadenciosos cantos delCorán sin poder concentrarse en laoración. ¿Dónde estarían Omar yYasmina, se preguntó, en aquella nochetan significativa en la que las familias se

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reunían para estrechar los vínculosespirituales que las mantenían unidas?

En la ciudad, donde las puertasgolpeaban y las persianas crujíanmientras el viento del desierto bajabacon fuerza por las anchas avenidas y lastortuosas callejas, Yasmina caminabapegada a los muros de las casas paraprotegerse del viento. Apenascirculaban automóviles y había muypoca gente por las calles. Tenía lasensación de encontrarse sola en uncaótico universo en el que el jamsinsoplaba con tanta violencia que casi

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parecía que estuviera a punto delevantarla del suelo. Pero ella seguíaadelante, cubriéndose el hinchadocuerpo y tapándose el rostro con unpañuelo para que la arena no le entraraen la nariz y los ojos. Apenas podíacaminar de tanto como le dolía.

Omar la había golpeado con talfuerza que ella temió por el niño nonacido y decidió escapar. Mientrasavanzaba a través de la noche y cadapaso le parecía un kilómetro y cadainspiración de aire le provocaba unnuevo dolor, rezó para que consiguierallegar a la calle de las Vírgenes delParaíso donde sabía que unas doradas

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ventanas iluminadas la acogerían y ledarían una cálida bienvenida.

En el caldeado salón, Ibrahim seguíadirigiendo las oraciones. Mientrasrezaba con los demás, Camelia pensóque faltaba menos de un mes para quecumpliera los dieciocho años. Sinembargo, aquella perspectiva no lecausaba la menor alegría. En los cuatromeses transcurridos desde el accidente,no había vuelto a bailar con Dahiba,había abandonado la escuela y laacademia de ballet y ya no se veía conninguna de sus amigas. Se había

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resignado a convertirse en una deaquellas mujeres que vivían en laperiferia de las vidas de otras personas. Zu Zu, por lo menos, recordaba a suenamorado de raza gitana y las aventurascon los traficantes de esclavos a los queaquél engañaba. ¿Qué recuerdos teníaella, aparte la breve fantasía del té conun apuesto censor del gobierno? Nisiquiera Ibrahim, leyendo el Corán,prestaba atención a las santas palabrasque salían de su boca. Su lectura eramecánica porque estaba pensando en ellinaje y los herederos. Sus intentos dedejar a Alice embarazada no habíansurtido el menor efecto hasta la fecha.

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Sin embargo, ahora tenía una nuevaesperanza… faltaba un mes para quenaciera el hijo de Yasmina. ¿Podríagozar de la dicha de tener un nieto?

Una vez finalizadas las oraciones,llegó el momento de relatar la historiade cómo Mahoma había sido elevado alCielo en su caballo alado y Alá habíadecretado que los creyentes rezarancincuenta veces al día, pero entonces elprofeta Musa intercedió y convenció aMahoma de que le pidiera al Señor queredujera el número a cinco. Mientrascontaba la historia, Ibrahim miró desoslayo a Alice, sentada con una Bibliasobre el regazo. Los recuerdos de las

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noches que ambos habían pasado juntosen los últimos meses y en las que él lehabía dado a beber a su esposa copas debrandy mezclado con un brebaje lollenaban de tal remordimiento yvergüenza que se había hecho a símismo una promesa: basta desubterfugios para preñar a su mujer.Dejaría el asunto en manos de Alá.

De pronto, se oyeron unos fuertesgolpes en la puerta de abajo y, a lospocos segundos, una criada entró en elsalón acompañando a Yasmina. La jovense desplomó en un diván y toda lafamilia se congregó a su alrededor.

Alice se abrió paso entre sus

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parientes y abrazó a su querida hija.—Mi niña, mi niña —dijo—. ¿Qué

te ha pasado?—Omar —contestó Yasmina,

lanzando un gemido de dolor. Amira,con toda su autoridad, se volvió haciaIbrahim y le dijo:

—Manda llamar a Omar.—¡No! —gritó Yasmina—. ¡No

llaméis a Omar! No, por favor…Ibrahim se sentó a su lado y le

preguntó:—Dime qué ha ocurrido. ¿Te ha

hecho daño?Al ver la furia de los ojos de su

padre, Yasmina temió súbitamente por

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la seguridad de Omar y, en medio de sudolor, balbució:

—No… no ha sido nada. Yo hetenido la culpa.

Ahora que se encontraba sana ysalva en su casa, Yasmina estabaempezando a pensar que, a lo mejor, eracierto que ella había tenido la culpa. Lehabía replicado a Omar cuando nohubiera debido hacerlo. Le habíaanunciado su intención de reanudar susestudios y él le había denegado elpermiso, aduciendo como excusa el niñoque iba a nacer. Entonces ella le dijoque no pensaba obedecerle. Y él lehabía pegado.

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—No te preocupes, papá —le dijo aIbrahim ahora—. Déjame estar aquí unratito.

En aquel momento se presentó lapolicía, diciendo que venía a arrestar aYasmina Rashid por abandono de sumarido.

Toda la familia se dividió en dosbandos, uno gritando insultos contra losagentes y afeándoles su conducta pordedicarse a tales menesteres en unanoche tan santa como aquélla, y otropensando que Yasmina no hubiera tenidoque escaparse de casa, por muy mal quela hubiera tratado Omar. En cualquiercaso, Yasmina no tenía más remedio que

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irse. Según el Beit el-Ta’a, la Ley de laCasa de la Obediencia, Omar estaba ensu derecho de exigir el arresto de sumujer por abandono del hogar. En casonecesario, la ley permitía incluso que lapolicía condujera a rastras a la esposa acasa de su marido.

Cuando Yasmina se negó aacompañar voluntariamente a losoficiales, sus tías y primas seretorcieron las manos y empezaron agemir. Como se enteraran los vecinos,llamarían a Yasmina nashiz, es decir,«bicho raro», término que se aplicaba ala esposa que desobedecía al marido.

—En tal caso, no nos quedará más

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remedio —dijeron los agentes en tonode disculpa mientras uno de ellosalargaba la mano hacia Yasmina.

La joven lanzó un grito y cayó derodillas.

—¡Alá nos asista! —exclamóHaneya—. ¡La chica está de parto!

—Si es la hora de Alá —dijoserenamente Amira, ayudando aYasmina a levantarse—, no serádemasiado pronto. Vamos, daos prisa.Que alguien avise a Qettah.

El parto de Yasmina fue breve y lacriatura vino al mundo bajo el dosel dela enorme cama de cuatro pilares deAmira en la que habían nacido varias

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generaciones de Rashid. Era un niño,nacido bajo Antares, anunció Qettah, ladoble estrella de Escorpión en ladecimosexta casa lunar. Todos lospresentes lo celebraron con gozo eIbrahim sonrió por primera vez envarias semanas. Mientras contemplabaamorosamente a su hijo, olvidándose dela paliza que acababan de propinarle,Yasmina dijo:

—Yo esperaba que naciera el día demi cumpleaños.

Iba a cumplir diecisiete.Junto a su cama, Alice e Ibrahim

sonreían con lágrimas en los ojos.—No puedo creer que ya sea abuela

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—señaló Alice, riéndose—. ¡Sólo tengotreinta y ocho años y ya soy abuela!Tengo un secreto que deciros a los dos,cariño —añadió, mirando a su marido—. Yo también voy a ser madre denuevo. Estoy embarazada.

—Oh, amor mío —exclamó Ibrahim,estrechándola en sus brazos—. Jamáshubo un hombre más dichoso que yo. —Sentándose en el borde de la cama, tomóla mano de su hija en la suya—.Ciertamente, Alá me miró con unasonrisa la noche en que tú naciste. Ahorame has dado un nieto y, si Alá quiere,pronto tendré también un varón —añadió extendiendo la mano hacia Alice

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—. Las dos me habéis hecho muy feliz.

Sentada junto a la ventana abierta de suapartamento, Yasmina contemplabacómo la corriente del Nilo se agitababajo la fuerza del jamsin mientrasacunaba al niño en sus brazos. Lasensación, a través de la manta, delcalor y de las pequeñas protuberancias ysuaves depresiones de su cuerpo lehacía olvidar el dolor. Aunque le habíapermitido quedarse en la calle de lasVírgenes del Paraíso para recuperarsedel parto, el día en que regresó a casacon el niño, Omar la castigó. Pero de

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eso hacía dos semanas y, desdeentonces, su marido no le había vuelto aponer la mano encima. Yasmina rezópara que la causa de su cambio deactitud fuera el niño. Tal vez el hecho detener un hijo le recordaba a Omar queahora tenía ciertas responsabilidades ypuede que también le tuviera a ella unpoco más de respeto por haberle dadoun hijo varón.

Miró el reloj, calculó que Omar aúntardaría varias horas en regresar a casay se le ocurrió una idea. Taparía bien alniño, tomaría un taxi y se iría a visitar alos suyos a la calle de las Vírgenes delParaíso. Sería su primera visita oficial a

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la casa en su papel de madre. Mientrasse preparaba rápidamente presa de unasúbita emoción, se imaginó labienvenida que le iban a dispensar y losabrazos y las risas de sus parientes. Yano sería una de las niñas de la casa sinouna respetada esposa y madre.

Al acercarse a la puerta, observóque estaba atascada, lo cual le parecióun poco raro porque el edificio eranuevo y no era lógico que las puertas yase hubieran alabeado. Tiró con másfuerza y descubrió que la puerta noestaba atascada en absoluto sino cerradacon llave. Omar la debía de habercerrado a su espalda aquella mañana al

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salir hacia la universidad.Buscó primero la llave en su bolso y

después en otros lugares donde pudierahaberla dejado, pero no la encontró.Irritada consigo misma por haberlaextraviado, decidió telefonear al casero,que tenía una llave maestra, pero,cuando descolgó el teléfono, descubrióque no había línea. Contempló elaparato que sostenía en la mano yexperimentó un repentino escalofrío. ¿Lahabría encerrado Omar y habríadesconectado el teléfonodeliberadamente? No, no era posible. Apesar de sus ocasionales arrebatos decrueldad, Omar no hubiera sido capaz

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de llegar tan lejos. Simplemente habríacerrado la puerta sin darse cuenta. Encuanto a lo otro, los teléfonos de ElCairo no eran muy de fiar. Mientrasvolvía a dejar a Muhammad en su cuna yse dirigía a la cocina para preparar lacena, pensó que Omar se disculparía alvolver a casa y ambos se reirían deaquella tontería. Después, decidióprepararle su plato preferido: pecho decordero relleno.

Para su asombro y su crecienteinquietud, Omar no regresó a casa a lahora de la cena. Yasmina permaneció envela toda la noche y, al ver que tampocoregresaba al día siguiente, su alarma

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cedió el paso al terror. La habíaencerrado y se había ido. Intentódescerrajar la puerta, pero estaba tanasustada que le temblaban las manos ysólo consiguió romper el tirador en dosmitades, una de las cuales cayó dentrodel apartamento y la otra fuera.

Tomó un martillo y un destornilladoren la esperanza de poder sacar la puertade sus goznes, pero éstos estabancubiertos por muchas capas de pintura.Aporreó la puerta y pidió socorro sinconfiar demasiado en que alguien laoyera; vivían en el último piso deledificio y los inquilinos de los otros dosapartamentos no estaban casi nunca en

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casa. Y, aunque hubieran estado, no lehubieran echado una mano. Nadie seentrometía cuando un marido castigaba asu mujer.

Cuando Omar regresó finalmente acasa al tercer día, Yasmina ya casi habíaenloquecido de angustia y temor. Omarderribó la puerta de un puntapié y arrojósus pies el tirador roto.

—¿Qué has hecho con esta puerta?—Te fuiste y tuve miedo de…—Te voy a tener que dar una

lección, Yasmina. Primero me desafíasdiciendo que vas a reanudar tus estudioscuando yo te lo tengo prohibido.Después me deshonras escapando de

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casa. Todos nuestros vecinos lo saben yse burlan de mí a mi espalda. Te voy aconvertir en una esposa obediente.

Omar empezó a recorrer elapartamento, desenroscando bombillas yrompiéndolas. Yasmina le siguió,rezando para que el niño no sedespertara.

—¿Qué estás haciendo, Omar?—Te estoy dando una lección que no

podrás olvidar.La apartó a un lado, separó el

televisor de la pared y arrancó el cable.Hizo lo mismo con la radio y rompiótodas las bombillas, dejando elapartamento a oscuras; después se

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dirigió a la puerta y arregló el tirador.—Espera —le dijo Yasmina al ver

que se disponía a salir—. No te vayas.Por favor, no me dejes. No nos quedaapenas comida. El niño necesita…

Pero Omar se fue dando un portazo yYasmina oyó girar la llave en lacerradura.

Cuando los manotazos contra la puertala despertaron, Yasmina no supo alprincipio dónde estaba. La casa seencontraba a oscuras y ella tenía hambrey le dolía la cabeza. Comprendió que sehabía quedado dormida en el suelo del

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salón. Al final, lo recordó todo: Omar lahabía dejado encerrada en casa desdehacía… ¿cuántos días?

¿Por qué se comportaba con ella contanta maldad? ¿Por qué se pasaba variosdías siendo amable y después se poníahecho una furia? ¿Qué había hecho ellapara merecer semejante trato?

Se dirigió al dormitorio en medio dela oscuridad y, cuando levantó aMuhammad de la cuna, éste buscóinmediatamente su pecho. Se preguntabacuánto tiempo le duraría la leche;llevaba sin comer nada desde la víspera.Al oír que volvían a llamar a la puerta,avanzó a tientas por el pasillo.

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—Está cerrada —dijo—. ¿Quién es?—Apártate —oyó que le decía

Zacarías.En un instante, éste derribó la puerta

de un puntapié.Camelia y Tahia entraron corriendo.—Bismillah! —exclamaron al ver a

Yasmina—. Pero ¿qué es lo que pasaaquí?

—¡Me ha encerrado dentro! —contestó Yasmina mientras Tahia larodeaba con sus brazos.

—Hemos estado intentando llamartepor teléfono —explicó Camelia,mirando a su alrededor en elapartamento a oscuras—. Omar vino a

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casa y, cuando le preguntamos por ti,dijo que estabas demasiado ocupada conel niño y no podías ir a visitarnos.Entonces comprendí que ocurría algo.

—Tú te vienes con nosotros —dijoZacarías—. Arregla al niño.

Actuaron con rapidez, tomando unamanta y el abrigo de Yasmina, pero,cuando iban a salir, Omar apareció en lapuerta y los miró enfurecido.

—¿Qué estáis haciendo?—Nos vamos a llevar a casa a

nuestra hermana —contestó Camelia—.¡Y no te atrevas a impedírnoslo!

—Largaos todos de mi casa. ¡Mimujer se queda aquí!

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Al ver que sujetaba a Yasmina porel brazo, Camelia se quitó un zapato y legolpeó la cabeza con él. Omar lanzó ungrito y trató de protegerse mientras losdemás echaban a correr, llevándose aYasmina y al niño.

Su llegada causó gran revuelo en lacasa de la calle de las Vírgenes delParaíso. Al ver el aspecto de Yasmina yenterarse de lo que había hecho Omar, lafamilia se horrorizó y se llenó de cólera.Las mujeres acompañaron a Yasmina yal niño al salón, hablando todas a la vez,gritando que habría que azotar a Omar ypreguntando dónde estaba Nefissa, sumadre.

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—¡Que las llamas del infiernodevoren a este chico! —gritó Hanida.

—¿Dónde está tío Ibrahim? —preguntó un temperamental sobrino—.¡A él le corresponde resolver esteasunto!

—¡No hay más poder que el de Alá!—gimió la anciana tía Fahima.

Amira tardó varios minutos enrestablecer el orden.

—El juicio corresponde al Señor —dijo después—. Tranquilizaos. Rayya,manda que se retire todo el mundo.Encárgate de que se acuesten los niños.Y vosotros, niños, preparaos para iros ala cama. Tewfik, cuida de que tío Karim

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tenga el bastón junto a su cama. Ahoraos podéis ir todos a vuestrashabitaciones para que la paz de Aláentre en esta casa.

Cuando todos se hubieron retirado yla casa recuperó el sosiego, Amira ledijo dulcemente a su nieta:

—Tienes que regresar a tu casa yhacer las paces con tu marido, Yasmina.Ahora eres una esposa y tienes unaresponsabilidad con tu marido.

—Me hace cosas terribles, Umma.¿Por qué? ¿Cómo puede comportarseasí?

Amira apartó un mechón de cabellode la frente de Yasmina y contestó:

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—Omar siempre ha sido un niñomalo. Se parece a su padre, que murióantes de que tú nacieras. A lo mejor, lolleva en la sangre, no lo sé. Perorecuerda siempre que una buena esposaes como un velo que cubre los secretosde la familia.

Omar se presentó en la casa, exigiendover a Yasmina. Ibrahim le acompañó auna salita, cerró la puerta, le mirófijamente a los ojos y le ordenó quejamás volviera a encerrar a su esposa.

El muchacho se rió.—Estoy en mi derecho, tío. Según la

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ley, un marido puede, si así lo desea,encerrar a su esposa para evitar quevuelva a escaparse. Y tú no puedesentrometerte.

—Tal vez la ley no pueda proteger aYasmina —dijo Ibrahim en tonoamenazador—, pero yo sí puedo. Comovuelvas a hacerle daño, como laencierres, la amenaces o la hagasdesgraciada, te echaré una maldición,Omar. Te expulsaré de la familia y ya noserás un sobrino ni serás un Rashid.

A Omar se le heló la sangre. Sabíaque Ibrahim era capaz de convertirlo enun ser inexistente, tal como el abuelo Alíhabía hecho con tía Fátima, cuyo nombre

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no se podía pronunciar y cuyasfotografías se habían destruido. Una solapalabra de Alí había bastado para quedejara de existir. Y lo mismo leocurriría a él.

Temblando de rabia y temor, Omartrató de contenerse.

—Sí, tío —contestó con voz forzada.—Y, como no me fío de ti,

telefonearé a Yasmina cada día, lavisitaré una vez a la semana y ella serálibre de venir aquí con el niño siempreque le apetezca. Tú no se lo impedirásni pondrás obstáculos. ¿Está claro?

—Sí, tío —contestó el joven,inclinando la cabeza.

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Mientras los veía alejarse, Camelia secompadeció de Yasmina, que ahora yaestaba fichada, incluso ante la ley, comouna nashiz, un bicho raro. De pronto, lamuchacha comprendió que su situaciónera muy similar a la de su hermana. Yotambién he sido fichada como un bichoraro, pensó, a causa de un desgraciadoaccidente; yo también he sido condenadapor culpa de la ignorancia y losprejuicios.

Una nueva y extraña emoción seestaba agitando en su interior. Fue casicomo un despertar, como si se hubierapasado los cuatro últimos meses

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durmiendo y ahora empezara a abrir losojos. Hubiera querido echar a correr enpos de su hermana y devolverla a casa,pero la ley amparaba a Omar. Susensación de absoluta impotencia laindujo a buscar consuelo en su abuela, aquien encontró sentada ante su tocador,preparándose para acostarse.

—Pido permiso para hablar contigo,Umma —le dijo respetuosamente—.Estoy muy disgustada por lo de Yasminay Omar.

Amira lanzó un suspiro.—¡Las responsabilidades de la

familia! Si Alá quiere, superarán susdiferencias.

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—Pero las leyes son muy injustascon las mujeres, Umma —dijo Camelia,sentándose en la cama—. No está bienobligar a una mujer a soportar unmatrimonio desgraciado.

—Las leyes se hicieron paraproteger a la mujer.

—¿Para protegerla? Con todo elhonor y el debido respeto, Umma, todoslos días los periódicos hablan de lasinjusticias que se cometen con lasmujeres. Hoy precisamente he leído lahistoria de una chica de El Cairo cuyomarido tomó una segunda esposa yabandonó el país con la segunda esposa,dejándola a ella sola con un hijo

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pequeño. El marido no tiene la menorintención de regresar a Egipto, pero seniega a conceder el divorcio a suprimera esposa. Ella ha intentado cursarincluso una instancia al tribunal parapoder volver a casarse, pero no haránnada a no ser que el marido le concedael divorcio. Le ha escrito un montón decartas y él ni siquiera contesta. Y estachica estará condenada a una vida desoledad por culpa de un hombre egoísta.

—Ése es un caso aislado —dijoAmira, cepillándose el negro cabello,que ahora mostraba reflejos rojizosgracias a una aplicación semanal dealheña.

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—No es un caso aislado, Umma.Lee tú misma el periódico. Tú sóloescuchas la radio, pero los periódicosestán llenos de historias como ésta. Elotro día contaban la de un hombre quemurió hace poco. En su funeral sedescubrió que tenía otras tres esposas,aparte de la primera, cada una de ellasen un barrio distinto de la ciudad y sinque ninguna supiera de la existencia delas otras. Cada viuda pensaba que iba arecibir toda la herencia, pero ahora lascuatro se tendrán que repartir lo pocoque él les ha dejado.

—No era un hombre bueno.—De eso precisamente se trata,

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Umma. No era un hombre bueno, perotenía legalmente derecho a estar casadocon varias esposas sin ningunaobligación de informar a cada una deellas de que había otras. La ley esinjusta con las mujeres. Y lo es conYasmina. ¿Qué ocurre con todas estaspobres mujeres que no tienen familiacomo la nuestra que vele por susintereses e impida que sus sádicosmaridos las muelan a palos?

—Por la clemencia de Alá —dijoAmira, dejando el cepillo y volviéndosepara mirar a Camelia—. Jamás te habíaoído hablar así. ¿Quién te ha metidotodas esas ideas en la cabeza?

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Camelia se percató con asombro deque había estado repitiendo como un ecolas palabras de Dahiba. Durante losmeses en que la gran danzarina le habíaestado dando lecciones en secreto, lajoven había asimilado también las ideaspolíticas y la filosofía de su maestra.

—Tú no lo entiendes, Lili —dijoAmira—. Eres demasiado joven.Nuestras leyes se basan en las leyes deAlá; por consiguiente, nosotros nosguiamos por los mandamientos de Alá yAlá sólo puede querer el bien, benditosea el Señor de todas las criaturas.

—Enséñame dónde está escrito quetenemos que soportar las torturas.

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Amira contestó con dureza:—No permitiré que pongas en tela

de juicio la Palabra de Alá que nos hasido revelada.

—¡Pero es que la Ley de la Casa dela Obediencia no está basada en lapalabra de Alá, Umma! El Profeta nosdice que ninguna mujer debe serobligada a contraer un matrimonio queella no desee.

—Está escrito que una mujerobedecerá a su marido.

—Ésa es una ley para las mujeres.Pero también hay leyes para loshombres, Umma. Lo que ocurre es queésas nadie las cumple.

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—Pero ¿de qué estás hablando?Camelia buscó un ejemplo.—Bueno pues, tú nos obligas a

vestir y a comportarnos con recatoporque así está escrito en el Corán. Y,sin embargo, cuando éramos pequeños,Omar y Zakki se vestían y comportabancomo querían.

—Están en su derecho comohombres que son.

—Ah, ¿sí? —Camelia tomó unejemplar del Corán que había bajo unretrato de Alí Rashid, sacó el pesadolibro de su soporte de madera y pasó laspáginas—. Mira, Umma, lee aquí. Suraveinticuatro, versículo treinta.

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Amira estudió la página.—¿Ves lo que quiero decir?—No lo veo —contestó Amira en

voz baja.—Está muy claro. —Camelia leyó el

pasaje—: «Di a los creyentes que llevenlos ojos bajos y oculten sus partes. Esoserá más conveniente para ellos. Aláestá bien informado de lo que hacen».¿Lo ves? Es la misma ley de lasmujeres, pero sólo a las mujeres seobliga a cumplirla. —Camelia sepercató con asombro de que estabacitando de nuevo a Dahiba cuando dijo—: Las leyes de Alá son justas, Umma,pero las leyes de los hombres que han

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tergiversado el Corán no lo son. Mira, teenseñaré otro ejemplo.

Mientras Camelia pasaba laspáginas, Amira repitió:

—No lo veo.—¿Quieres que te traiga las gafas?—Lo que quiero decir es que no sé

leer, Camelia. Jamás me enseñaron.Camelia volvió a sentarse y miró

asombrada a su abuela.—Ha sido mi vergüenza —confesó

Amira, levantándose del tocador—. Hasido mi… engaño. Pero tu abuelo meenseñó la Palabra de Alá aunque yo nosupiera leer. Por consiguiente, conozcolas leyes de Alá.

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—No es ningún motivo de vergüenzano saber leer —dijo Camelia—. ElProfeta, la paz de Alá sea con él,tampoco sabía leer ni escribir. Pero, contodo el honor y el debido respeto,Umma, puede que el abuelo Alí no teenseñara todas las leyes.

—Reza ahora mismo una oración,hija mía. Estás manchando el honor de tuabuelo, que era un hombre bueno.

Al ver la expresión del rostro de suabuela y el orgullo que reflejaban susbrillantes ojos negros, Camelia searrepintió inmediatamente de lo quehabía dicho. Sin embargo, tal comodecía siempre Umma, las palabras, una

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vez pronunciadas, ya no se podíanretirar. Un poco más calmada, añadió:

—Honro y respeto las leyes de Alá,pero las leyes de los hombres soninjustas. Yo sólo tengo dieciocho años yhe sido condenada a una vida que es másmuerte que vida porque no puedo tenerhijos. Me castigan por algo de lo que yono tuve la culpa. Por algo que no tienenada que ver con el honor sino que no esmás que una incapacidad física. Túsiempre nos has enseñado que el Eternoes compasivo y sabio. El Señor nosdijo: «No quiero que sufras». Umma,Yasmina debería tener el derecho dedivorciarse de Omar.

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—Cuando una mujer se divorcia desu marido, la deshonra cae sobre sufamilia.

—Pero tía Zu Zu se separó y tíaDoreya y tía Ayesha también estánseparadas.

—Están simplemente emparentadascon el abuelo Alí, no son descendientessuyas directas. La preservación delhonor familiar recae en los nietos y lasnietas de Alí Rashid.

Camelia tomó las manos de suabuela entre las suyas y preguntó convehemencia:

—¿Y tenemos que sufrir en nombredel honor? ¿Yasmina tiene que soportar

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un terrible matrimonio por el honor de lafamilia? ¿Y yo tengo que llevar una vidainútil en nombre del honor porque unamujer de la calle 26 de Julio me infectó?

—El honor lo es todo —contestóAmira con dulzura—. Sin él no somosnada.

—Umma —dijo Camelia—, tú fuistela madre que me crió y me enseñó aconocer a Alá y a distinguir entre el bieny el mal. Nunca he puesto en duda tusenseñanzas. Pero tiene que haber algomás que el simple honor.

—No puedo creer que una nieta deAlí Rashid se exprese en esos términos.O que le hable en semejante tono a su

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abuela. Temo estos tiempos corruptos enque una muchacha replica a una personade más edad y tergiversa la palabra deAlá para acomodarla a sus fines.

Camelia se mordió los labios ydespués dijo:

—Pido tu perdón y tu bendición,Umma, pero tengo que buscar mi vida ami manera. Esta noche abandonaré lacasa. Necesito descubrir cuál es el lugarque me corresponde.

Mucho después de que Camelia seretirara de su habitación, Amira, ocultadetrás de la celosía de mashrabiya, vioalejarse a su nieta calle abajo portandouna maleta en la mano y pensó en la niña

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a la que había ayudado a venir al mundoen una ventosa noche como aquélla,dieciocho años atrás.

La noche en que Ibrahim habíamaldecido a Alá.

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21

Zacarías vio unos ángeles.O, por lo menos, creyó verlos. Sin

embargo, los gráciles seres que parecíanflotar a su alrededor envueltos en unasuave y dorada luz eran simplementeAmira y Sahra, la chica de la cocina.Estaban en la última semana delRamadán, el mes del ayuno, y lo últimoque Zacarías recordaba era elinsoportable calor de la cocina.

Notó una mano bajo su cabezamientras algo cálido y dulzón le rozabalos labios.

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—Bébete esto —oyó que le decía suabuela.

Tras tomar unos sorbos, a Zacaríasse le despejó la cabeza. Al enfocar lavista y ver la preocupada expresión delrostro de Amira, preguntó:

—¿Qué me ha pasado?—Te has desmayado, Zakki.Cuando vio la taza que Amira

sostenía en la mano y comprendió quesólo había bebido un poco de té, trató delevantarse.

—¿Qué hora es?—Tranquilízate —le dijo Amira—.

El té está permitido. Ya se ha puesto elsol. La familia está comiendo en el

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salón. Ven a reunirte con los demás.Zacarías se incorporó en la cama y

vio que estaba en su dormitorio.Después observó que Sahra, su nodriza,le miraba con inquietud.

—Te has desmayado en la cocina,mi pequeño amo —dijo Sahra—. Y tehemos traído aquí.

Amira le acarició el cabello y lepreguntó:

—¿No habrás ayunado demasiado,Zakki?

Zacarías hundió de nuevo la cabezaen la almohada. No he ayunado losuficiente, dijo para sus adentros,pensando que ojalá no se hubiera

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tomado el té, tanto si el sol se habíapuesto como si no. Comprendiendo queel mes del Ramadán estaba a punto definalizar y que pronto terminaría aquelperíodo de ayunos y expiaciones, Zakkise llenó de angustia. ¡Le quedaba muypoco tiempo para salvarse!

Cada día del mes del ayuno, desdeel amanecer hasta el ocaso, Zacaríastrataba de cumplir el Quinto Pilar de laFe, absteniéndose de la comida, el agua,el tabaco e incluso el agua de colonia,para vencer de este modo las pasionesque eran las armas de Satanás. Todo elmundo sabía que la comida y la bebidareforzaban el arsenal del demonio y que

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la abstinencia mantenía a raya alenemigo de Alá. Pero el ayuno delRamadán era algo más que laabstinencia de comida y bebida; eratambién la ascesis mental que Zacaríasse esforzaba fielmente en practicar. Lospensamientos terrenales formaban partede la abstinencia, pues toda la mentetenía que concentrarse en Alá. Porconsiguiente, de la misma manera que untrozo de pan rompía el ayuno físico, unpensamiento impuro dejaba sin validezel ayuno espiritual.

Durante cada uno de los días delmes más santo del Islam, Zacarías habíaroto el ayuno espiritual.

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—Te lo tomas demasiado a pecho,hijo mío —dijo Amira—. Estáprohibido ayunar constantemente y meparece que eso es lo que tú has estadohaciendo. Alá sólo nos exige que nospurifiquemos desde el amanecer hasta elocaso, pero después podemos comerhasta saciarnos. Recuerda que Alá es elCompasivo que nos da el alimento.

Zacarías apartó el rostro. Umma nopodía comprenderlo. Él quería serdevoto y aspiraba a que el Señor lollenara con su gracia, pero ¿cómo podíaser digno de su gracia si era incapaz deapartar de su mente los pensamientoslascivos en torno a Tahia? La comida y

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el agua se podían evitar sin dificultad;en cambio, su mente lo traicionaba cadavez que miraba a su prima y recordabael beso que le había dado la noche de laboda de Yasmina.

—¿Qué te sucede, cariño? —preguntó Amira—. Presiento que algo tepreocupa. ¿Tienes algún problema conlos estudios?

Zacarías clavó sus verdes ojos enAmira y contestó:

—Quiero casarme.Amira lo miró con asombro.—Pero si ni siquiera has cumplido

los dieciocho años, Zakki. No tienestodavía ninguna profesión, no podrías

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mantener a una esposa y unos hijos.—Permitiste que Omar se casara y

él aún no ha terminado los estudios.—Omar cuenta con la herencia de su

padre. Y sólo le falta un año paraterminar la carrera y conseguir un puestocomo ingeniero en la Administración.Vuestras situaciones son distintas.

—Pues, entonces, Tahia y yopodríamos vivir aquí contigo hasta queyo terminara los estudios.

Amira, ciertamente sorprendida, sereclinó en su asiento.

—¿Tahia? ¿Es con ella con quiénquieres casarte?

— Oh, Umma —exclamó Zacarías

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desbordando de pasión—. ¡Ardo porella!

Amira lanzó un suspiro. ¡Ay, estoschicos, siempre ardiendo!

—Eres demasiado joven —repitió.De pronto, lo recordó: Zacarías no

era un verdadero Rashid. ¿Cómo podíacasarse con Tahia?

Tras abandonar el dormitorio deZacarías, Amira subió a la azotea de lacasa y contempló las fulgurantesestrellas. Allá arriba, pensó, estaba laestrella del nacimiento de Zacarías, peronadie sabía cuál era. «Yo tampoco sé

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cuál es la mía».¿Cómo podemos seguir el camino

que nos ha sido trazado?, se preguntómientras llegaban hasta ella los rumoresde las celebraciones de toda la ciudad.¿Cómo podemos conocer nuestro futurosi no sabemos cuáles son nuestrasestrellas?

Pensó en los sueños que seguíanturbando sus pensamientos, en suextraordinaria intensidad y en la nitidezde los detalles —el campamento deldesierto, la madre que perdía a su hija,el nubio del turbante escarlata—, y sepreguntó una vez más, tal como solíahacer a menudo, qué estaban tratando de

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decirle. El hecho de no comprender elpropio pasado le producía una profundasensación de soledad.

Zacarías quería casarse con Tahia,pero ¿sería prudente autorizar aquellaunión? ¿No sería peligroso casar aTahia con un muchacho de orígenesdesconocidos cuyo futuro no se podíaleer? Amira se compadecía de él ydeseaba que fuera feliz, pero se sentíaobligada a velar por la hija de su hija.Tahia necesitaba a un hombre serio yresponsable a quien ellos ya conocierany cuyo honor estuviera por encima decualquier sospecha.

Amira sabía exactamente quién

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debería ser aquel hombre; ya había leídosus estrellas cuando lo eligió comomarido de Camelia.

Los cañonazos y los redobles de tamborse escucharon por toda la ciudad y,cuando Radio El Cairo transmitió elcañonazo oficial que anunciaba eltérmino del Ramadán, la gente se echó ala calle vestida con sus mejores galaspara visitar a los parientes y llevarregalos a los niños. Acababan decomenzar los tres días de jubilososfestejos del Eid al-Fitr.

Zacarías y Tahia estaban sentados en

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el mismo banco de mármol del jardíndonde casi un año atrás se habían dadoel primer beso. Ellos no compartían laalegría de la fiesta, pues Tahia tendríaque casarse con Jamal Rashid antes deque finalizara aquel mes y se iría a vivira su casa de Zamalek. La perspectiva nola entusiasmaba, pero, a diferencia deCamelia y Yasmina, a ella jamás se lehubiera ocurrido desobedecer a Umma ynegarse a contraer matrimonio con JamalRashid.

Ambos contemplaban en silencio lasestrellas y el delicado cuarto de la lunanueva tomados de la mano mientrasaspiraban el perfume de los jazmines y

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la madreselva.—Yo siempre te amaré, Tahia —

dijo finalmente Zacarías—. Jamásquerré a ninguna otra mujer. No mecasaré y entregaré mi vida a Alá.

Lo había dicho sin saber que estabarepitiendo las mismas palabras que supadre le había dirigido a Sahra junto alNilo casi dieciocho años atrás.

Ibrahim contempló a la mujer tendida asu lado en la cama y pensó que aquéllaiba a ser su última prostituta. Tras haberpedido a tres echadoras de cartasdistintas que le dijeran la buenaventura y

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haberle prometido las tres que el hijo,que la criatura que Alice llevaba en suvientre era un varón, se habíaconvencido de que ya había pagado sudeuda en la cárcel y de que Alá le habíaperdonado los pecados de su pasado yle iba a permitir iniciar una nueva vida.

Lo primero que le llamó la atención aNefissa de aquel hombre fue su cabello,un poco ralo, pero inequívocamenterubio. Cada vez que los ojos de ambosse cruzaban, Nefissa trataba dedistinguir de qué color eran… ¿seríangrises o azules? Los invitados estaban

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asistiendo a una recepción en honor deun célebre periodista, a la cual Nefissatambién había sido invitada en sucalidad de íntima amiga de la anfitriona,una representante de la alta sociedad,superviviente de los tiempos de Faruk.Hubiera deseado que le presentaran aaquel intrigante caballero, pero aún ledolía el humillante desprecio de Hassan,a pesar del año transcurrido. Mientrasse preguntaba qué podría hacer, laanfitriona, una perspicaz mujer queactuaba de vez en cuando decasamentera y a quien no le habíapasado inadvertido el intercambio demiradas entre sus dos invitados, se

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acercó a ella y le dijo en tono deconspiradora:

—Es un profesor de la UniversidadAmericana. Yo diría que es bastanteguapo, pero lo que lo hace todavía másatractivo es el hecho de que sea soltero.¿Quieres que te lo presente, cariño?

Entre los bastidores del escenario delCage d’Or, Camelia estaba dando losúltimos toques a la galabeya de rasoblanco que iba a lucir en su debut comodanzarina. Pasó fugazmente por su menteel deseo de que su familia pudiera estarallí para presenciar su primera

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actuación en público, pero la noche quehabía abandonado la calle de lasVírgenes del Paraíso se fue a casa deDahiba y Hakim y éstos eran ahora sufamilia. Cuando finalmente salió alescenario, uniéndose a Dahiba parainterpretar un número con ella, Cameliasintió que su alma se elevaba hasta lasfulgurantes arañas de cristal del techo ylas brillantes luces de la sala. Entre losaplausos del público y los gritos de «Y’Allah!», la joven esbozó una sonrisa yempezó a bailar.

Acunando en sus brazos al pequeño

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Muhammad, Yasmina estabaexaminando el libro de biología queZakki le había regalado para sucumpleaños. Apenas levantó la vistacuando Omar entró en la estancia desdeel dormitorio contiguo, precedido por elperfume de su agua de colonia. Aldecirle éste que iba a salir, asintió conla cabeza y pasó una página. Ya no letenía miedo. Ignoraba lo que su padre lehabía dicho en privado, pero, fuera loque fuese, estaba claro que lo habíametido en cintura. Ahora Omar pasabalas noches con sus amigos, pero a ella ledaba igual. Tenía a Muhammad, que erael centro de su universo, y tenía sus

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libros. Estaba absolutamente decidida areanudar algún día sus estudios y a serindependiente, lo cual era uno de losmotivos de que, en las pocas ocasionesen que Omar la llamaba a la cama, ellatuviera un seguro secreto contraulteriores embarazos: losanticonceptivos que facilitaba una de lasnuevas clínicas de control de lanatalidad establecidas por el presidenteNasser.

Alice estaba colocando en los jarronesdel salón las peonías y las rosasrecogidas en su jardín. Mientras

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estudiaba el efecto del rosa combinadocon el amarillo, pensó en la nueva vidaque estaba creciendo en su vientre yconfió en que fuera un pequeño Eddie.Sería rubio y de ojos azules como suhermano y ella lo llevaría a Inglaterrapara que conociera a la mitad inglesa desu familia.

Amira contempló con tristeza lafurgoneta que se iba a llevar el últimolote de los muebles de Maryam.Suleiman había vendido la gran casa dela calle de las Vírgenes del Paraíso yahora los Misrahi se irían a vivir a un

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pequeño apartamento de lasinmediaciones de la plaza de TalaatHarb.

Amira miró detenidamente a lamujer que había sido su mejor amigadurante muchos años, desde que ambaseran unas jóvenes recién casadas. Juntashabían criado a sus hijos y compartidosecretos, se habían consoladomutuamente y habían bailado el beledi.¿Adónde habían volado los años?

—¿Vendréis a vernos a menudo? —le preguntó Maryam mientras lasportezuelas de la furgoneta se cerrabanruidosamente—. ¿De verdad nopermitirás que la distancia nos separe?

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—Hubo un tiempo —contestó Amira— en que hubiera dudado ante la idea desalir de casa. En realidad, me dabamiedo. Pero eso ya pasó. Por supuestoque iré a visitarte, tú eres mi hermana.

Amira tomó del brazo a Maryam yrecordó los días en que temíaenfrentarse con el mundo y ni siquiera sequitaba el velo, por más que Alí lehubiera dado permiso para hacerlo. Encambio, ahora, sabiendo que la brutalseparación de su madre en su infanciaera el origen de su inseguridad, estabadeseando visitar a Maryam en su nuevoapartamento de la plaza Talaat Harb.

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Cuarta parte

1966-1967

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22

—Ahora hay que tener mucho cuidado,Yasmina. Una herida tan profunda comoésta puede ser muy peligrosa.

Ibrahim hablaba en inglés para quela madre del niño, una fellaha reciénllegada a la ciudad, no le comprendieray no se alarmara.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntóYasmina.

Acababa de llegar al consultorio desu padre para sustituir a la enfermera,que tenía la tarde libre.

—Se rompieron los peldaños de una

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escalera… Tranquilo —dijo Ibrahim,pasando a hablar en árabe—. Tienes queser un chico valiente. Un minuto más ylisto.

Mientras su padre limpiabacuidadosamente la herida, Yasmina ledirigió al niño una sonrisatranquilizadora. Era uno de los muchosniños que estaban invadiendo el cercanobarrio. Los campesinos queabandonaban sus granjas y setrasladaban en masa a la ciudad enbusca de mejores perspectivas detrabajo se hacinaban en pisos yapartamentos pensados para un númerode personas muy inferior y llenaban las

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azoteas y las callejas de cobertizosimprovisados, aperos de huerto, gallinasy cabras, durmiendo en las escaleras yen los ascensores averiados. En talescondiciones, era lógico que losaccidentes estuvieran a la orden del día.Los arcaicos balcones de madera cedíande golpe, edificios enteros se veníanabajo inesperadamente o, como en elcaso del pequeño paciente del doctorRashid, los podridos peldaños demadera se rompían sin previo aviso. Elniño tenía un clavo hundido en lapantorrilla e Ibrahim se lo había sacado.

—Bueno, Yasmina —añadióIbrahim, volviendo al inglés—. Ahora

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hemos lavado bien la herida, hemoseliminado la suciedad y el polvo y lehemos aplicado permanganato potásico.¿Qué haremos a continuación?

Yasmina se había puesto una blancabata de laboratorio sobre el vestido,cubriéndose el cabello con un pañueloblanco, tal como hacía siempre laenfermera de su padre. Ahora le pasó asu padre una palangana con un líquidopúrpura que acababa de preparar.

—Violeta de genciana —contestó—,a no ser que esté indicado un ungüentoantibiótico.

—Buena chica —dijo Ibrahim,aplicando delicadamente la solución a la

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piel del niño bajo la silenciosavigilancia de la madre, una mujer deedad indefinida envuelta en una negramelaya—. Tal como tú sabes, unaherida profunda que no sangra, comoésta que tenemos aquí —añadió—, seinfecta muy fácilmente. Este niño hatenido suerte porque su madre ha tenidola prudencia de traerlo. A menudo,cuando ven que no hay sangre, creen queno es nada y no le dan importancia.Entonces se produce una septicemia y untétanos y el paciente muere. Muy bien —dijo, apartando a un lado la palangana yquitándose los guantes esterilizados—.Nunca hay que suturar una herida de este

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tipo; por consiguiente, ahora le aplicarásun vendaje y yo prepararé una inyecciónde penicilina.

Mientras aplicaba una vendaalrededor de la escuálida pierna,Yasmina pensó que el niño debía detener la misma edad de su hijo y, sinembargo, aquel niño estaba muchomenos desarrollado que su pequeñoMuhammad de tres años. Ello la indujoa preguntarse si los fellahin mejorabanrealmente su suerte trasladándose a laciudad o si hubiera sido preferible quese quedaran en sus granjas a la orilla delNilo.

La inyección hizo llorar al niño, que

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hasta aquel momento había permanecidotranquilo.

—Vuélvemelo a traer dentro de tresdías —le dijo Ibrahim a la madre enárabe—. Entre tanto, tócale la frente. Sila notas caliente, tráelo en seguida. Si lapierna se le pone dura y rígida o si teparece que mueve mucho la cabeza, melo traes. ¿Comprendido?

La mujer asintió con la cabeza,mirando tímidamente por encima de lanegra melaya de algodón con la que sehabía cubierto el rostro a lo largo detoda la visita. Después, buscó bajo elmanto y sacó unas cuantas monedas demedia piastra, pero Ibrahim las rechazó

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diciendo:—La oración vale más que el

dinero, Umma. Reza al Señor por mí enel próximo mulid.

Cuando la mujer y el niño se fueron,Ibrahim se dirigió a la pila y se lavó lasmanos.

—Probablemente no volveremos averlos, Yasmina. Si se infecta la heriday el niño se pone enfermo, lo másprobable es que su madre lo lleve a unmago para que lo exorcise y le expulselos yinns del cuerpo.

Ibrahim contempló con orgullo a suhija, la cual estaba limpiando elinstrumental. Él atendía gratuitamente a

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los campesinos de la zona sin que nadiele obligara a hacerlo, confesando quesemejante tarea le producía una hondasatisfacción al término de cada jornada.Pero no esperaba lo mismo de Yasmina,la cual debía de sentirse más a gusto consus pacientes adinerados. Y, sinembargo, allí estaba ella, ayudándoledurante la hora «gratuita» que dedicabaa los fellahin.

—¿Estás segura de que eso es lo quequieres hacer durante todo el resto de tuvida, Mishmish? —le preguntó—. Seresposa y madre es una noble ocupación.¿Por qué quieres ser médica? Como ves,la tarea puede ser a veces muy ingrata.

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Yasmina le miró con una sonrisaburlona.

—¿Por qué decidiste ser médico,papá?

—No tuve más remedio. Tu abuelo,que Alá le conceda la paz, me dictócómo iba a ser mi vida.

—¿Qué hubieras preferido hacer?—Si pudiera volver a empezar —

contestó Ibrahim, secándose las manos—, me iría a vivir a una de nuestrasplantaciones de algodón del delta. Pensédurante algún tiempo que me gustaría serescritor. Entonces era muy joven, porsupuesto. ¿Será cierto que todos losjóvenes sueñan con ser escritores?

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Yasmina le observó mientras secepillaba cuidadosamente el cabello yvio en sus sienes algunas hebras deplata. Próximo a cumplir los cincuenta,Ibrahim era extremadamente guapo y,aunque tuviera la cintura un poco másancha que antaño, su aspecto era elpropio de un hombre acaudalado.Yasmina comprendía muy bien que sumadre su hubiera enamorado de él.

Mientras separaba el instrumentallimpio del usado y arrojaba a la basuralos guantes y las gasas sucias, tal comoIbrahim le había enseñado a hacer,Yasmina miró por el rabillo del ojo a supadre, el cual estaba haciendo unas

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anotaciones con su pluma de oro en unastarjetas, y pensó que estaba entrando enla edad más cómoda para los varonesárabes, la fase media de la vida en queparecían abandonar las juvenilessimulaciones y los comportamientospresuntuosos y adquirían las mejorescualidades de la madurez y la dignidad.Había observado los mismos rasgos ensus profesores de la universidad, en loshombres maduros que permanecíansentados en las mesas de los cafés eincluso en los pordioseros de la callehasta el punto de que a veces sepreguntaba si aquella naturalmajestuosidad no sería tal vez un rasgo

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nacional o racial de la mayoría de losvarones árabes. Incluso su marido Omar,con apenas veinticuatro años, ya estabaempezando a mostrar algunos indiciosde lo mismo, probablemente, pensóYasmina, debido a sus frecuentescontactos con dirigentes de lacomunidad y destacados hombres denegocios.

Imaginó que, cuando Ibrahim posarapara el retrato familiar como habíahecho el abuelo Alí, sentado en un sillóncual si fuera un trono y rodeado de susparientes cual si éstos fueran sus fielessúbditos, ella se situaría a su derecha.

—Ya no tenemos las fincas del

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delta, papá —dijo en tono burlón—. Tehubieran expulsado de tu paraíso deescritor y entonces, ¿qué hubierashecho?

Ibrahim se acercó a la ventana ycontempló las luces de neón que estabanempezando a parpadear en la hora enque el día daba paso a la noche. Pasadaslas horas de la siesta, la gente se lanzabaa las calles para atender sus negocios oentregarse a la diversión o alcumplimiento de sus deberes. ¡El Cairo!,pensó mientras contemplaba la cola quese estaba formando a la entrada del cineRoxy. La ciudad de las almas inquietas.

—Seguramente me hubiera dedicado

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a vender patatas por las calles —contestó al ver a un anciano vendedor deboniatos abriéndose paso con suhumeante carrito entre los viandantes.

Ibrahim se volvió y vio a Yasminaguardando las cosas en los blancosarmarios metálicos. Se había quitado elpañuelo blanco de la cabeza y el rubiocabello le bajaba en hondas por laespalda. Desde aquel ángulo, se parecíaa Alice, pensó. Poseía su misma gracia ysus mismos movimientos pausados. Sinembargo, algo que Yasmina no habíaheredado de su madre era la ambición.Tal vez, pensó Ibrahim, era un rasgo queél le había transmitido, una

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determinación que ni él mismo creíatener.

Reflexionó un instante acerca de laposibilidad de que la joven seconvirtiera en médica y pensó que, en talcaso, reformaría la estancia contigua asu despacho en la que antes solía recibira las prostitutas y la transformaría en unsegundo despacho y sala deexploraciones. La idea lo atraía. SiYasmina se convirtiera en médica,pensó, podría trabajar con él ydedicarse a la atención de las mujeres ylos niños mientras él se dedicara a loshombres. Los doctores Rashidtrabajarían en equipo, compartirían

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opiniones y se harían mutuamenteconsultas. Y tendría diariamente aYasmina a su lado, aportando unaluminosidad especial a su consultorio.

—Pero tú tienes un hijo, Yasmina —le dijo—. ¿No te parece que deberíasdedicarte a él?

—¡Cuando me dejan! A tía Nefissale gusta tenerlo consigo constantemente.Ahora mismo se lo ha llevado a unespectáculo de marionetas.

—Bueno, es que, hasta que Tahiacumpla con su deber y tenga un hijo,Muhammad es el único nieto de Nefissa.

—Papá —dijo Yasmina,volviéndose a mirar a su padre—, he

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conseguido acumular notas para dosaños de carrera. Dentro de dos añosMuhammad empezará a ir a la escuela.Me gustaría matricularme entonces en lafacultad de Medicina.

—¿No eres demasiado joven paraser médica?

—¡Tendré veintiséis años cuandotermine!

—Ya ves una vieja —dijo Ibrahim—. No sé qué decirte, Mishmish.

La facultad de Medicina no es unlugar muy apropiado para una joven detu clase y condición. No se consideradecoroso. Preferiría que me dieras másnietos. Al fin y al cabo, Muhammad

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tiene casi cuatro años. Necesitahermanos y hermanas.

Yasmina soltó una carcajada.—Mi hijo tiene más primos de los

que necesita. ¡Un hermano o unahermana sólo servirían paradesconcertarlo!

Yasmina sabía que la familia sepreguntaba cuándo llegaría su segundohijo. Lo que nadie sabía era que habíavisitado una de las clínicas deplanificación familiar de Nasser paraque le colocaran un dispositivointrauterino. Lo había hecho tres añosatrás cuando estaba pensando en laposibilidad de divorciarse de Omar. Sin

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embargo, tras llevar a cabo unasdiscretas averiguaciones, se habíaenterado de que, mientras que a unhombre que quisiera librarse de suesposa le bastaba con pronunciar tresveces la frase «Yo te repudio», unamujer sólo podía separarse de su maridopor razones muy concretas: en caso deque éste hubiera sido sentenciado acumplir una larga condena en la cárcel,en caso de que padeciera unaenfermedad en fase terminal, en caso deque se certificara su demencia y en casode que la hubiera golpeado con tal sañaque la hubiera dejado permanentementeinválida.

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Una compañera suya de más edadcon quien ella trabajaba como voluntariaen la Media Luna Roja le había dadounos cuantos consejos.

—¡Abogados! ¡Tribunales!¡Instancias! —le había dicho Zubaida—.Cualquier mujer con dos dedos de frenteconoce el sistema más rápido y seguropara conseguir que un hombre larepudie. A mí me ha dado resultado unpar de veces. Mis dos maridos eran unoscerdos egoístas y yo me equivoqué alcasarme con ellos. Pero existe un viejoremedio; mi madre lo llamaba el venenoen el estofado. Los ingredientes son muysencillos: mantener la casa desordenada,

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armar ruido mientras el marido recibe asus amigos, ofrecer racionesinsuficientes de comida a los invitadosde compromiso, dejar que los niños lefalten al respeto en presencia deextraños… todo eso son pequeñosdardos que hieren el orgullo y el honormasculinos. Si fallan todos los trucosqueda el remedio infalible de soltar unacarcajada en la cama para ridiculizarlecuando intenta hacerte el amor.

Pero Yasmina aún no había llegadoal grado de máxima desesperación y,además, desde que había terminado lacarrera y ocupaba un puesto en laAdministración, Omar solía viajar al

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extranjero muy a menudo y a veces sepasaba varios meses seguidos lejos decasa. Sus ausencias, el uso secreto deanticonceptivos y la esperanza de poderestudiar en la universidad hacían que lavida con Omar resultara soportable.Incluso le parecía que las relacionesentre ambos habían mejorado;últimamente, su marido se mostraba másrespetuoso con ella y, a la vuelta de sumás reciente viaje al extranjero, hasta lehabía traído un regalo. Pensando que esoera lo normal en los matrimonios y que,con el tiempo, quizá surgiera el amor ensus existencias, Yasmina estabaempezando a tener una visión más

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optimista de la vida.—Pero yo quiero algo más, papá —

dijo—. Sí, ser madre es maravilloso.Pero yo me siento limitada en estepapel. Cuando asisto a clase en launiversidad o cuando vengo aquí paraecharte una mano, casi me sientodistinta, como si despertara o meconvirtiera en la persona que realmentesoy. ¡Cuánto envidio la profesión dedanzarina de Camelia!

—A tu abuelo no le gustaba que lasmujeres fueran médicas.

—Pero yo te pido ayuda a ti, papá, ytú no eres el abuelo Alí.

—No —dijo Ibrahim,

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sorprendiéndose de las palabras de suhija—, yo no soy mi padre, que Alá leconceda la paz. Muy bien pues,Mishmish. Cuando tu madre y yoregresemos de nuestro viaje a Inglaterra,hablaremos de ello.

Yasmina le abrazó y, mientras él ledevolvía el abrazo, Ibrahim se diocuenta de que, en su fuero interno, legustaba la ambición de su hija y el valorque había demostrado al plantearle eltema. Si él hubiera tenido el mismovalor…

Llamaron a la puerta. Ibrahim fue aabrir la puerta y se llevó una sorpresa alver a su lejano pariente Jamal Rashid.

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—Perdóname esta invasión, Ibrahim—dijo Jamal—, pero la necesidad tienesus propias leyes. ¿Puedo entrar?

Alarmada por la repentina presenciade Jamal y prescindiendo de lashabituales frases de rigor, Yasmina leofreció una silla y le preguntó:

—¿Le ocurre algo a Tahia?Aunque Tahia había abandonado la

casa de la calle de las Vírgenes delParaíso al casarse con Jamal Rashid,ambas primas solían verse muy amenudo. Sabía que Tahia estaba tratandoinfructuosamente de quedar embarazada.

—Mi esposa está bien, gracias aAlá. Ibrahim, la policía militar anda por

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ahí haciendo preguntas.—¿Qué clase de preguntas?—Sobre ti. Sobre tus tendencias

políticas, tus cuentas bancarias y tusinversiones.

—¿Cómo? Pero ¿por qué?—No lo sé. Pero acabo de enterarme

a través de un amigo, no puedo decirtequién, de que el apellido Rashid figuraen cierta lista.

—¿Qué lista?—La que obra en poder de los

Visitantes de la Noche.Ibrahim se dirigió a la puerta de

entrada, miró arriba y abajo del pasillo,la cerró bajo llave, entró y cerró

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también la puerta del despacho antes depreguntar:

—Pero ¿cómo es posible quefiguremos en esa lista? Mi familia notiene ningún problema pendiente con elgobierno de Nasser. Somos gente deorden, Jamal.

—Juro por la pureza de sayyidaZeinab que es cierto. Ten muchocuidado, hermano mío. La policíamilitar es muy poderosa; el ministroAmer es un hombre muy temido. Ahoraque el ejército lo controla todo, bastacon que un hombre comente lo mal quefuncionan los teléfonos en El Cairo paraque lo detengan y le expropien los

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bienes en nombre del Estado. —Jamalmiró a su alrededor como si en la salade exploraciones de Ibrahim pudieraesconderse uno de los numerosos espíasde Nasser—. Escúchame, Ibrahim. Tufamilia corre peligro. Nadie está a salvode esos locos. Vienen de noche,irrumpen en la casa y se llevan a loshombres de la familia. De muchos deellos jamás se vuelve a saber nada. Estavez no es como cuando te detuvierondurante la Revolución. Esto esmuchísimo peor porque se puedenquedar con tu casa, tu cuenta en el bancoy todo lo que tienes.

De pronto, desde la calle de abajo,

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les llegaron los clamores de loscláxones y el griterío de la gente.Yasmina se levantó para cerrar laventana mientras Jamal añadía en vozbaja:

—Ibrahim, ya conoces a mi hermanaMunirah, la que está casada con esefabricante tan rico. Anoche sepresentaron en su casa. Ella y sus hijosfueron sacados a la fuerza a la callemientras los soldados confiscaban lacasa y todo lo que había dentro. Learrancaron las sortijas de los dedos ylos collares de los cuellos de sus hijas.Después se llevaron al marido y a sushijos mayores. De esas cosas no se

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habla porque los periódicos tienenmiedo de publicarlas. Pero los blancosde este azote son los ricos.

—¿Y no hay, en nombre de Alá,ninguna manera de que podamosprotegernos?

—Te voy a decir lo que yo he hecho.He puesto las escrituras de mis edificiosde apartamentos a nombre de Tahia y demis primas. Después he cerrado lacuenta bancaria y he escondido eldinero. Si los Visitantes de la Noche sepresentan en casa de Jamal Rashid, noencontrarán gran cosa. Créeme, Ibrahim,no podemos recurrir a nada ni podemosfiarnos de nadie. Incluso los que antaño

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ostentaban el poder han sido despojadosde sus privilegios.

—Pero ¿por qué tiene que figurar minombre en esa lista? Por Alá que llevouna vida muy tranquila desde el día enque Faruk zarpó de Alejandría. ¡Mifamilia y yo hemos observado unaconducta intachable! ¿Qué tiene elministro Amer contra mí?

—Ibrahim —dijo Jamal—, no esAmer quien te persigue sino susubsecretario, un hombre a quien apenasnadie conoce, pero cuyo poder esinmenso. En cuanto incluye un nombreen la lista, no hay escapatoria.

—¿Quién es ese hombre?

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—Alguien que antaño fue amigotuyo. Hassan al-Sabir.

—Pobre Ibrahim —dijo Alice, tomandola taza de café que Maryam Misrahi leofrecía—. Me temo que lo único querecuerda de Inglaterra es la forma en quemi padre nos rehuyó durante nuestroviaje de luna de miel. Eddie, en cambio,se portó de maravilla con Ibrahim.Edward era como mi madre, ambosadoraban todo lo oriental. Pero mi padrepensaba que me había casado conalguien de categoría inferior a lanuestra. —Hizo una pausa para prestar

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atención a los débiles ecos de la músicaprocedente del apartamento de al lado…música árabe a la que no habíaconseguido acostumbrarse del todo—.Me alegro de que hagamos el viaje —añadió—. ¡Me parece que es casi comodar a Inglaterra una segundaoportunidad!

—La familia es muy importante —terció Suleiman, el cual, a sus setentaaños, tenía todo el aspecto de un hombreque ya se hubiera acostumbrado a unaapacible jubilación—. A Maryam y a mínos gustaría ir a ver a nuestros hijos,pero están repartidos por todo el mundoy me temo que ya no estamos para estos

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trotes. —Miró a Amira, queacompañaba a su nuera en aquella visita,y añadió—: Qué bueno es tu hijo, dejael consultorio de medicina paraacompañar a su esposa a su país. Esalgo que ojalá hubiera hecho yo cuandoera más joven, viajar por el mundo yvisitar a nuestros hijos.

—Doy gracias a Alá de que me hayadado a Ibrahim —dijo Amira mientrasse echaba azúcar en el café, procurandodisimular su inquietud por medio de lospequeños rituales de la adición deazúcar y el movimiento de la cucharillapara removerlo. Había cedido a lostemores infundados de no volver a ver

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jamás a su hijo una vez éste hubieraabandonado el país y trataba por todoslos medios de disimular su inquietudante sus amigos—. Que Alá le concedaun buen viaje —añadió en un susurro—y un feliz regreso.

El apartamento de los Misrahi teníaun sencillo balcón no lo bastante grandecomo para que la gente pudiera salir,pero sí lo suficiente como para acogerlas macetas de los geranios y lascaléndulas que cultivaba Maryam. Sucaracterística más interesante era unagran puerta vidriera corredera que podíaabrirse por la noche, permitiendo laentrada del sofocante aire nocturno de

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septiembre, mezclado con los olores decomida y el rumor del tráfico. Mientraslos visillos se movían agitados por labrisa, Alice se acercó con su taza decafé al pequeño balcón desde el que sepodía ver el Nilo.

—He oído decir no sé dónde que alas flores de loto las llaman Novias delNilo. ¿Por qué?

Amira se reunió con su nuera juntoal balcón y contempló las caudalosasaguas que fluían bajo el puente depiedra; intuyó la fuerza del río y aspirólos fértiles aromas. ¿Había un río máshermoso que la Madre de Todos losRíos?, se preguntó. ¿Había alguna tierra

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más bella y bendita que Egipto, laMadre del Mundo?

—Alí me contó que hace muchotiempo, en la época de los faraones —explicó—, una joven doncella erasacrificada al río y, cuando se ahogaba,se convertía en la Novia del Nilo,confiriendo al río un fértil limo y lapromesa de abundantes siegas ycopiosas cosechas. Ahora, en cambio, lafrágil flor de loto es la única Novia delNilo.

Alice se acercó un perfumadopañuelo a la garganta. En veintiún años,todavía no se había aclimatado al calorde Egipto.

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—Tú vienes al río el mismo díacada año y arrojas una flor al agua. ¿Esen recuerdo de la ceremonia del loto?

Evocando el día en que fue a visitara Safeya Rageb la primera vez que habíapuesto los pies fuera de casa, Amiracontestó:

—No, no es por eso. Es porque unavez me extravié en la ciudad y Alí mehabló desde el pasado en aquel puentede allí abajo. Me ayudó a encontrar elcamino y guió mis pasos. En aquelmomento comprendí el poder y elmisterio del Nilo. ¿Sabes que el Niloestá habitado por las almas de los que sehan ahogado en él? —añadió Amira—.

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No sólo las de las Novias sino tambiénlas de los pescadores, los nadadores ylos que se suicidan arrojándose a susaguas. El Nilo da la vida y la quita.

—Pero también nos da un pescadoexcelente —comentó Suleiman a suespalda, alargando la mano hacia su tazade café.

Maryam se rió.—¡Desde que se retiró, la comida se

ha convertido en la mayor afición de mimarido!

Suleiman rechazó con un gesto de lamano las palabras de su mujer y añadió,dirigiéndose a Alice:

—Muy pronto podrás disfrutar de

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todas las exquisiteces que ofreceInglaterra, querida… Los panecillos concrema. ¡El maravilloso té deDevonshire! Lo probé cuando estuve allíuna vez, en 1936. Aún recuerdo el saborde aquella mermelada.

Mientras Maryam regresabariéndose a la cocina, Alice se volvióhacia su suegra diciendo:

—Madre Amira, ¿por qué no vienescon nosotros a Inglaterra? Nunca hassalido de Egipto.

—Ése es un viaje para ti e Ibrahim—contestó Amira con una sonrisa—.Tiene que ser una segunda luna de miel.

Y una ocasión para sanar tus

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heridas, añadió en silencio.A Ibrahim se le había ocurrido la

idea poco después del aborto de Alice,cuando ésta, al perder la criatura quellevaba en su vientre y que ella esperabafuera un varón, se hundió en una negradepresión. Como una prodigiosamedicina, la perspectiva de regresar acasa la había animado y había evitadoque volviera a caer en la enfermedad.No, a Amira jamás se le hubieraocurrido ir con ellos. Además, ellatambién tenía sus planes. Habíadecidido emprender un viaje por sucuenta a la ciudad santa de La Meca, enArabia.

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—Ya casi no tengo ningún parientedirecto en Inglaterra —dijo Alice—.Sólo una anciana tía. Pero me quedanmis amigos —añadió, contemplando laruidosa ciudad brillantemente iluminada,una abigarrada mezcla de Oriente yOccidente que, de vez en cuando, se leantojaba totalmente desconocida.

Iba, por ejemplo, a una tienda quehabía visitado miles de veces yempezaba a regatear en árabe apropósito del precio de unos zapatos, talcomo solía hacer desde hacía dosdécadas, y, de pronto, todo le quedabadesenfocado: las palabras se leenredaban en la boca y perdían su

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significado y los olores de la tienda y dela calle la dejaban aturdida. Entonces sepreguntaba por un instante dónde estabay por qué. Después, cuando recuperabala sincronía con El Cairo, pensaba en elcalor y en la arena que se metía portodas partes e imaginaba que sólo labruma y la niebla de Inglaterra loshubieran podido disipar.

Sin embargo, había otra razónsecreta para que quisiera regresar aInglaterra en aquellos momentos. Trassufrir el aborto, había descubierto unaoculta depresión que discurría por lomás hondo de su ser como una corrientesubterránea que jamás afloraba a la

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superficie. Entonces empezó a pensar ensu madre y se preguntó si ella tambiénhabría intuido la existencia de aquellaestremecedora corriente en su interior.¿Qué habría impulsado a lady Frances asuicidarse? La melancolía, decía elcertificado de defunción.

Alice había decidido regresar aInglaterra para buscar las respuestas. Laanciana tía Penélope era la mejor amigade su madre. Puede que tía Pennysupiera por qué motivo lady Frances sehabía quitado la vida. Alice necesitabasaber si ello se había debido a algunacausa externa o si había sido algoinnato, una especie de tendencia

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genética contra la cual no se podíaluchar. Alice necesitaba saberlo porqueiba a cumplir cuarenta y dos años al añosiguiente, la misma edad que tenía sumadre al morir.

—Es bueno tener amigos —dijoSuleiman, levantándose de su asientocon la rigidez propia de la edad. ComoMaryam, tenía el cabello del todoblanco y vestía prendas cómodas porqueconsideraba que se tenía bien ganadoese derecho—. Muchos de nuestrosamigos han abandonado Egipto y hanprosperado en Europa y América. Sinembargo, yo sigo pensando que elpresidente Nasser quiere lo mejor para

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Egipto. Háblame del lugar donde túnaciste, Alice, puede que pasara por allíen 1936.

Amira se dirigió a la cocina, dondeMaryam estaba sacando del horno unabaklava recién hecha.

—Suleiman vive cada vez másanclado en el pasado —dijo Maryam,vertiendo inmediatamente almíbar fríosobre el pastel caliente—. ¿Es eso loque les ocurre a los viejos, Amira?Cuando el futuro es más breve que elpasado, ¿la gente empieza a mirar haciaatrás?

—A lo mejor, es la manera que tieneAlá de prepararnos para la eternidad.

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Deja que te ayude. Yo también piensocada vez más en el pasado últimamente.Es curioso, Maryam, pero, cuantos másaños tengo, más recuerdo los días deantaño, como si cada vez estuviera máscerca de ellos en lugar de más lejos.

—Puede que algún día, si Diosquiere, lo recuerdes todo y tengas elgozo de recuperar los recuerdos de lainfancia que tanto nos alegran a todos.

¡El gozo de los recuerdos de lainfancia!, pensó Amira. Sin embargo,para buscar el pasado, sabía que tendríaque retroceder en el tiempo y hallar lasrespuestas a las preguntas de quién eraella realmente y de dónde procedía.

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¿Mataron a mi madre aquel día y ladejaron en el desierto, se preguntó, o aella también se la llevaron a la fuerza yla encerraron en otro harén? ¿Y sitodavía viviera? Yo tengo sesenta y dosaños; podría tener ochenta y tantos años,incluso menos. Si me alumbró a loscatorce años, los mismos que yo teníacuando di a luz a Ibrahim, podría sertodavía una mujer muy sana perdida enalgún lugar de este mundo y quizá, en lascálidas y perfumadas noches estivalescomo ésta, contempla las estrellas talcomo hago yo y piensa en la chiquillaque le arrebataron de los brazos.

Amira pensó en el alminar cuadrado

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que tan a menudo aparecía en sussueños. ¿Dónde demonios estaría? Lospocos alminares cuadrados que había enEl Cairo eran unas complejas estructurascubiertas de intrincados adornos; encambio, el de sus sueños era liso y sinadornos. Cada vez que lo veía, Amiraintuía que estaba tratando de decirlealgo, como si le dijera en un susurro:«Búscame y encontrarás todas lasrespuestas… el nombre de tu madre,dónde naciste, la estrella de tunacimiento».

«Haré la peregrinación a La Meca y,si Alá quiere, encontraré el camino queme condujo a Egipto y lo seguiré hasta

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llegar a mis orígenes. Y posiblementeincluso hasta mi madre».

Cuando ambas amigas regresaron alsalón, Suleiman cortó el extremo de uncigarro, lo estudió un instante y dijo:

—O sea que Yasmina quiere sermédica, ¿eh? ¿Por qué no? Rachel, lahija de mi Itzak en California, quierematricularse en la facultad de Medicina.Es una buena profesión para una chica.Las mujeres comprenden mejor el dolory el sufrimiento. Los hombres, no.¿Cuándo lo hemos experimentado?Maryam, tenemos que ir a California aver a Itzak. Amira, ¿te acuerdas de miItzak? Cómo no te vas a acordar si tú lo

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ayudaste a venir al mundo. Me escribeen inglés y me cuenta que no les enseñael árabe a sus hijos porque sonamericanos, dice él. Pero yo digo queson egipcios y, si tengo que ir allí y…

De pronto, se oyeron unos fuertesgolpes en la puerta.

—¿Quién puede ser? —se preguntóMaryam, secándose las manos en eldelantal que llevaba puesto.

Antes de que pudiera ir a ver, se oyóun estrépito infernal y unos hombresuniformados irrumpieron en elapartamento.

Suleiman se levantó de un salto.—¿Quiénes sois y qué queréis?

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—¿Suleiman Misrahi?—Yo soy.—Has sido acusado de pronunciar

palabras desleales contra el gobierno.Amira se acercó una mano al pecho.

Era una repetición de la pesadilla delarresto y encarcelamiento de Ibrahim.Todo el mundo había oído hablar deaquellas incursiones nocturnas de lapolicía militar de Nasser y de losdestierros a campos de detención sinjuicio previo. Sin embargo, losdetenidos solían ser miembros del gruposubversivo de los HermanosMusulmanes o de otros gruposantigubernamentales. ¿Qué podían tener

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en contra de un anciano matrimoniojudío?

—Tiene que haber un error —dijoMaryam, pero uno de los soldados laapartó a un lado de un manotazo.

Cayó contra un armario en el queguardaba piezas de porcelana y percibióun súbito y agudo dolor en las costillas.

Alice se acercó a ella corriendo yAmira se enfrentó con el oficial queostentaba el mando.

—No tenéis ningún derecho a hacereso —le dijo—. Ésta es una casa de paz.

Pero no le hicieron caso.Observaron horrorizados cómo lossoldados recorrían el apartamento,

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sacando ropa de los armarios, vaciandocajones y guardándose las joyas y eldinero en los bolsillos. Uno de loshombres pasó un brazo por la superficiedel aparador, arrojando al suelo unamenorah de plata, el candelabro judíode siete brazos, junto con variasfotografías enmarcadas de los hijos ynietos de los Misrahi. La menorah, losmarcos de los que inmediatamentearrancaron las fotografías y todos losobjetos de plata antigua de Maryamfueron introducidos en un saco de yute yarrastrados al rellano.

—Alice —dijo Amira en voz bajapara que los soldados no la oyeran—,

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telefonea en seguida a Ibrahim.Por último, los hombres agarraron el

brazo de Suleiman.—¡No! —gritó Maryam.—Estás bajo arresto —le ladró el

oficial— por actos subversivos contrael gobierno y el pueblo de Egipto.

Suleiman miró con expresiónperpleja a su mujer.

—Por favor —les suplicó ella—.Tiene que haber un error. Nosotros nohemos hecho nada…

Pero un soldado empujó a Suleimansin miramientos hacia la puerta y le sacóal rellano. El anciano se acercósúbitamente la mano al pecho, emitió un

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grito y se desplomó al suelo.Maryam corrió hacia él.—¿Suleiman? ¡Suleiman!

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23

Ibrahim pasó por allí, en primer lugarpara avisar a Amira y Alice, las cualesestaban acompañando a Maryam en elshivah por Suleiman mientras losamigos se acercaban a darle el pésame,y, en segundo, para entonar el kaddish,la oración judía de difuntos. Puesto quea Maryam le habían confiscado elapartamento y la habían echado a lacalle con lo puesto, la observancia deaquel precepto religioso de siete días deduración se estaba celebrando en eldomicilio del rabino de su sinagoga.

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Después, Maryam se tendría que buscarun sitio donde vivir. Amira le habíapedido que se instalara en la casaRashid, pero ella había declinado elofrecimiento. Muerto Suleiman, dijo, nopodría soportar el dolor de regresar a lacalle de las Vírgenes del Paraíso dondeambos habían sido felices durante tantosaños.

Nadie se explicaba por qué razónlos Misrahi habían sido blanco de la irade los Visitantes de la Noche. Lossoldados derribaban puertas ypracticaban arrestos en toda la ciudad,pero sus víctimas solían ser sobre todolos ricos. Ningún otro judío había

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sufrido persecución y, por supuesto,ninguno que se encontrara en lasprecarias condiciones en que vivían losMisrahi en aquellos momentos.Suleiman había vendido el negocio deimportación y él y Maryam vivían deuna modesta pensión. Con la ayuda dealgunos miembros de su familia, Amiraestaba tratando de averiguar por qué lossoldados se habían presentado enaquella casa para arrestar a Suleiman yadonde se habían llevado sus bienes.

Entró una criada e informó a Amirade que su hijo quería hablar con ella.

—¿Tienes alguna noticia? —preguntó Amira, reuniéndose con su hijo

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junto a la puerta.—He hablado con todas las

personas que conozco, madre, con todoslos funcionarios del gobierno que medeben algún favor, pero nadie puedehacer nada, todos tienen miedo deperder sus empleos. Dudo de quepodamos averiguar alguna vez qué fuede los bienes de los Misrahi. Ya nopodemos recurrir a nadie más.

Amira pensó en Safeya Rageb, laresponsable de la liberación de Ibrahimde la cárcel casi veinticinco años atrás.Confiando en que la señora Ragebpudiera ayudar a Maryam, Amira habíaido a visitarla y se había enterado de

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que el capitán Rageb, uno de losprimeros Oficiales Libres, ya no gozabadel favor del gobierno. Lo habían«retirado» discretamente y los días deinfluencia de Safeya Rageb habíantocado a su fin.

—Pero he venido por otro motivo —añadió Ibrahim—. Nuestra familia correpeligro, madre. Estamos en el punto demira de la policía militar. Quiero que túy Alice regreséis a casa en cuanto os seaposible, escondáis todos los objetos devalor y advirtáis a las mujeres de que nopierdan la calma si los soldados sepresentan en la casa. Lo siento mucho,querida —dijo, volviéndose hacia Alice

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—, pero tendremos que aplazar un poconuestro viaje a Inglaterra. ¿O acasoquieres ir sin mí?

—No, me quedaré —contestó Alice—. Iremos cuando la ocasión sea máspropicia.

Maryam se acercó a ellos.—¿Qué ocurre, Amira? Ibrahim,

¿sucede algo?—Allah ma’aki, tía Maryam —

contestó Ibrahim—. Disculpa estaintromisión, pero mi madre tiene queregresar a casa.

—Sí, faltaría más —dijo Maryam—.En los tiempos tan peligrosos que correndebes estar con tu familia.

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—Volveré en cuanto pueda —le dijoAmira.

—Sé que has estado intentandoaveriguar adonde fueron a parar nuestraspertenencias, mi querida hermana —añadió Maryam, apoyando una mano enel brazo de su amiga—. No te sigaspreocupando por eso. Lo que haocurrido es la voluntad de Dios. Hetomado una decisión: mi hijo quiere quevaya a vivir a California con él y sushijos. Nos iremos en cuanto hayamos…—se le quebró la voz de emoción—terminado de despedirnos de Suleiman.

—Madre —dijo Ibrahim—, tú yAlice iréis en mi coche. Yo tomaré un

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taxi. Tenemos que darnos prisa.—¿Tan cerca está el peligro?—Pido a Alá que no lo esté.—Pero ¿tú adónde vas?—Sólo hay una persona en El Cairo

que todavía podría salvarnos. Reza pormí, madre, para que me reciba.

La casa del Camino de las Pirámides, enmedio de los campos de caña de azúcary los palmerales, apenas se podía verdesde la carretera; sólo se distinguían devez en cuando sus muros encalados entrelas viejas palmeras datileras, lashigueras, los olivos y los arbustos en

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flor; unos gigantescos sicómorosguardaban un césped tan verde como lasesmeraldas y unos anchos caminos depiedra caliza mientras que las sólidaspersianas de madera permanecíancerradas contra el sol y las miradasindiscretas. Al descender del taxi,Ibrahim miró a través de la muralla devegetación que protegía la casa y pensó:«Aquí vive un hombre muy rico».

Llamó a una puerta de madera tanenrevesadamente labrada que tuvo lasensación de estar visitando unamezquita. Un criado vestido con unainmaculada galabeya blanca le hizopasar a un salón donde las alfombras y

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las pieles de animales cubrían elreluciente suelo y los ventiladores deltecho refrescaban el cálido aire.

El criado desapareció y, a los pocosmomentos, entró Hassan. Ibrahim pensóque su antiguo amigo apenas habíacambiado en los cuatro añostranscurridos desde que ambos habíanhablado por última vez, como no fueratal vez por el hecho de que ahora se leveía un poco más seguro y menosansioso que la noche en que Ibrahimrompió el contrato matrimonial que loligaba a su hija. Se le notaba la riquezaen el largo caftán bordado que llevaba,en el reloj de oro y en los pesados

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anillos también de oro.—Bienvenido a mi humilde morada

—dijo Hassan—. Te estaba esperando.Ibrahim miró a su alrededor

diciendo:—¿Humilde? Ésta no es la

austeridad que cabría esperar de uno delos paniaguados de Nasser.

—El botín de la guerra, amigo mío.Simples recompensas a cambio de losservicios prestados a la causa socialista.Mi criado nos va a servir el café. A noser que prefieras té o whisky.

Hassan se acercó a un carrito decaoba de licores en el que había variosvasos y jarras de cristal, y se preparó un

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trago.Ibrahim fue directamente al grano.—Me han advertido de que yo soy

uno de los objetivos de los Visitantes dela Noche. ¿Tiene fundamento estaadvertencia?

—Vaya una manera de saludarseentre viejos amigos. ¿Dónde están tusbuenos modales?

—¿Por qué figura mi familia en esalista?

—Porque yo la puse.—¿Por qué?Hassan estudió su vaso y tomó un

sorbo diciendo:—Eres muy directo y no te andas por

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las ramas. No es propio de ti. Sí, yo heincluido tu nombre en esa lista por unasola razón: para que vengas a mí y meofrezcas un soborno a cambio de que loborre.

Ibrahim señaló con un gesto de lamano el salón lujosamente amueblado.

—No creo que sea más rico que tú.—No es dinero lo que yo quiero.—Pues, entonces, ¿qué?—¿No lo adivinas?Ibrahim contempló los tesoros que le

rodeaban: los impresionantes colmillosde elefante cruzados por encima de lachimenea, el cenicero hecho con unapata de antílope, la piel de cebra que

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cubría el reluciente suelo. Una antiguaestatua egipcia, sobre cuya autenticidady cuya procedencia ilegal a Ibrahim nole cabía la menor duda, se levantaba enun pedestal bajo unas preciosas gaitasescocesas que adornaban la pared,enmarcadas por un tartán. El pillaje deHassan, pensó, preguntándose si laantigua y valiosa menorah de plata deMaryam y Suleiman estaría también enalgún lugar de aquella casa y yaformaría parte de la rapaz colección deHassan.

—Me interesa otro trofeo —dijoHassan al ver cómo estaba observandoIbrahim sus tesoros.

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—¿Qué quieres decir?—En realidad, sólo quiero lo que es

realmente mío, algo que tú mearrebataste al romper nuestro acuerdo.Dámelo y tu familia estará a salvo.

—¿De qué se trata? —preguntóIbrahim, mirándole con furia asesina.

—De Yasmina, por supuesto.

—Ya hemos llegado, cariño —le dijoYasmina a su hijito cuando el taxi sedetuvo delante de la casa Rashid.Abrazó a Muhammad y le miró con unasonrisa para disimular sus temores.Omar había abandonado el país para

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participar en un proyecto de ingenieríaque se estaba realizando en Kuwait y,como los repentinos arrestosinesperados seguían causando estragosen todos los barrios de la ciudad, eljoven había insistido en que ella y elniño se instalaran en la casa de la callede las Vírgenes del Paraíso. Aquíestaremos a salvo, pequeñín, pensómientras los criados se encargaban delequipaje. Contempló la majestuosamansión de color rosa que parecíallamarla cual si fuera un seguro refugio ypensó: «Aquí nadie nos podrá hacerdaño».

Mientras bajaba del taxi llevando en

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brazos al niño de tres años porque noquería dejarle en el suelo hasta queestuviera dentro de aquellos altos murosprotectora, pensó en su amiga delcolegio Layla Azmi, casada con unhombre rico. La semana anterior, lapolicía militar había irrumpido en lacasa de Layla, había hecho una lista detodo lo que contenía hasta el últimocandelabro y le había dicho que teníatres días para marcharse y que no podíallevarse absolutamente nada. Después sehabían llevado a su marido y ella nohabía vuelto a saber nada de él desdeentonces.

Nefissa se acercó corriendo por el

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camino y tomó a Muhammad de losbrazos de Yasmina diciendo:

—Alabado sea Alá, ahora toda lafamilia está reunida. ¿Cómo está hoy elnieto de mi corazón?

Los criados recogieron el equipajede Yasmina y lo llevaron a la casa conuna urgencia muy impropia de ellos.Yasmina se dio cuenta de que el temorhabía infectado incluso la serenaatmósfera de la calle de las Vírgenes delParaíso.

Mientras pasaban del calor deseptiembre al fresco interior de la casa,Nefissa añadió:

—Ibrahim nos ha dicho que lo

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escondamos todo. Si llevas alguna joya,Yasmina, tendremos que guardarla porsi…

Se detuvo antes de decir «si vinierala policía militar». No quería asustar aMuhammad.

La casa era un hervidero deactividad, las pinturas estaban siendodescolgadas de las paredes, los objetosde porcelana y cristal se habían retiradode las vitrinas y las mesas y Amira, enel centro de todo aquello, estabasupervisando las operaciones. En elsalón, Yasmina se alegró de ver a JamalRashid y a Tahia. Ambas jóvenes seabrazaron y se intercambiaron cordiales

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saludos, pero Yasmina vio una miradade inquietud en los ojos de su prima.

Cuando, momentos después, entróZacarías en la estancia quitándose lasgafas de montura metálica para frotarselos ojos, Yasmina también le abrazó ydijo en un susurro:

—Gracias a Alá, ya estamos todosjuntos.

—No he tenido suerte, Umma —ledijo Zacarías a Amira—. He perdidootra mañana en el despacho del ministrode Defensa para ver qué podía averiguarsobre los Misrahi. ¡Esta vez me handicho que el ministro no está en laciudad! Es imposible hablar con él.

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¡Hay cientos de personas en la sala deespera y en el pasillo, todas conpeticiones como la nuestra!

Zacarías miró a Tahia, pero no pudomirar a Jamal. Desde la boda de Tahia,Zacarías no había querido pensar ni unsolo instante en el aspecto físico de larelación de su prima con aquel hombre.Sin embargo, aquella mañana Jamalhabía anunciado con orgullo que Tahiaesperaba su primer hijo y Zacarías nopodía soportar aquella prueba delayuntamiento carnal entre ambos.

—Zakki —dijo Amira serenamentepara no alarmar a los demás—. No tepreocupes por los Misrahi. Hoy Maryam

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me ha dicho que se irá a vivir aCalifornia con su hijo. Ahora tenemosotros asuntos más urgentes en quepensar.

Zacarías miró a su alrededor y sepercató por primera vez de que todo elmundo estaba vaciando rápidamente lacasa. La tarea de recoger las joyas habíarecaído en Alice, la cual la estabacumpliendo con gran eficacia,recorriendo los distintos dormitoriospara asegurarse de que en ningún cajón,joyero o bolsa quedara ningún objeto devalor. Basima se había encargado deque todas las prendas de alta costura, laropa interior de seda y raso, los zapatos

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de piel de cocodrilo y los abrigos depieles se recogieran, se llevaran al salóny se guardaran en el interior de sacos deharina y de patatas vacíos. Después, loschicos lo llevaron todo a la cocina,donde Sahra supervisó su colocaciónbien a la vista en la gran estancia deparedes revestidas de azulejos para que,cuando los soldados los vieran, nosospecharan la naturaleza de sucontenido. Rayya ayudó a Doreya adescolgar los cuadros de las paredes yenvolverlos mientras Haneya ayudaba aAlice a cavar en el jardín unos hoyos enlos que se ocultarían las macetas llenasde joyas. Todos trabajaban rápidamente

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y en silencio, sin la alegría y el bullicioque solían rodear los proyectosdomésticos. Ya estaba cayendo la noche,lo cual significaba que los soldadospodían aparecer de un momento a otro,pero las mujeres aún tardarían un buenrato en vaciar la casa de todos losobjetos de valor y ocultarlos o biendisfrazarlos para que no losdescubrieran.

—¿Tú crees que esto dará resultado,Umma? —preguntó Zacarías—. Todo elmundo sabe que somos ricos.

—Pensarán que estamos pasandopor un mal momento —contestó Amira—. Nuestras plantaciones de algodón ya

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casi no existen y tu padre ejerce lamedicina en un barrio de la clase mediaque está siendo rápidamente invadidopor los fellahin. Si vienen los soldados,verán una familia antaño adinerada, peroreducida ahora a la penuria y viviendode su pasado orgullo y de una pequeñarenta.

Amira también había cerrado sucuenta bancaria y había ocultado eldinero en el palomar.

Mientras supervisaba la retirada delas lujosas fundas de raso y terciopelode los divanes, que serían llevadas a laazotea y escondidas en el cobertizo de lafruta y sustituidas por unas sencillas

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sábanas, Yasmina se acercó a Zacarías yle preguntó:

—¿Dónde está papá?El muchacho se encogió de hombros.—Salió de casa esta mañana

después del desayuno. Umma y tía Aliceestaban en casa de tía Maryam, pero élfue a decirles que volvieran a casa y loescondieran todo. Hoy no he ido a clase.¿Tú sabes lo que está pasando,Mishmish? ¿Por qué corremos peligro?

Pensando en la visita que JamalRashid le había hecho a su padre lavíspera en el consultorio, Yasminaestuvo tentada de revelarle a su hermanolo que sabía, es decir, que Hassan

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estaba detrás de todo. Pero Zacaríasestaba como perdido y trastornado.Aunque tenía apenas cinco meses másque ella, Yasmina se sentía la hermanamayor. Por eso ahora le dijo con unasonrisa:

—No te preocupes. Eso pasará enseguida y todo se arreglará.

Después tomó a su hijo de los brazosde Nefissa y subió corriendo al piso dearriba.

En el dormitorio que habíacompartido con Camelia en su infancia,Yasmina encontró sus maletas. Unacriada había abierto una de ellas sobrela cama para deshacerla. Nefissa entró

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en la estancia diciendo:—¡Menudo jaleo! El primo Ahmed

va a venir con su mujer y sus hijos desdeAsyut. ¡Esta noche tendremos la casallena!

—Tía, yo tengo que salir unmomento. ¿Quieres encargarte deMuhammad? Están todos tan ocupadosque temo que se olviden de él.

Nefissa se sentó en la cama yacomodó al chiquillo sobre su regazo.

—Lo haré con sumo gusto —dijo,sacándose un caramelo del bolsillo paradárselo al niño.

Al ver que a Yasmina se le caía elbolso al suelo y observar que ésta se

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agachaba a recogerlo con trémulasmanos, Nefissa se fijó en algo que lehabía pasado inadvertido en el momentode la llegada de su sobrina: la muchachaestaba tremendamente alterada.

—Si los Visitantes de la Noche tedan tanto miedo —dijo Nefissa—, ¿nosería mejor que no salieras y te quedarasen casa?

—Es una cita que no puede esperar,tía.

A Nefissa le picó la curiosidad.—¿Qué…? —fue a preguntar.Pero Yasmina ya había abandonado

la estancia.Cuando el pequeño Muhammad

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empezó a agitarse en su regazo, Nefissadejó al chiquillo de tres años en el sueloy se dispuso a deshacer el equipaje desu sobrina. Empezó por la maleta queestaba abierta sobre la cama, sacandolos camisones y la ropa interiorcuidadosamente doblada. Al sacar elneceser del aseo de Yasmina, éste seabrió y su contenido se esparció por lacolcha. Mientras lo recogía, Nefissaencontró algo que, al principio, la dejóperpleja. Al ver que se trataba de undispositivo intrauterino, se quedó de unapieza.

¿Control de la natalidad? Ahoracomprendía por qué no habían nacido

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más niños después de Muhammad.Seguro que Omar no lo sabía.

Mientras terminaba de guardarlotodo en la bolsa, vio que una barra delabios había caído al suelo. Alagacharse para recogerla, encontró untrozo de papel que se había caído delbolso de Yasmina. En él figuraba escritauna dirección con la temblorosacaligrafía de su sobrina.

—¿Cómo has dicho? —preguntóIbrahim, acercándose un poco más aHassan.

—He dicho que quiero a Yasmina.

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Si me la entregas, borraré el nombre detu familia de la lista.

—¡Cómo te atreves!—¡Es mía! Me la prometiste y

después quebrantaste la promesa,demostrando con ello que no eres unhombre de honor. Aquel día, tú y yodejamos de ser hermanos. Pero notenemos por qué ser enemigos. Dile aYasmina que me haga una visita yentonces podremos…

—Vete al infierno.—No pensé que fueras tan terco. Al

fin y al cabo, está en juego el bienestarde tu familia.

Las manos de Ibrahim se cerraron en

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puño.—Y nosotros lucharemos contra ti

como una familia unida. Me acusas decarecer de honor. Eso significa que nome conoces, pues antes preferiría ver ami familia en la calle que perder elhonor. No puedes causarnos daño,Hassan.

—Recuerda, amigo mío, que yacumpliste condena en la cárcel… pordelitos contra el pueblo egipcio.

—Como se te ocurra tocar a mihija…

Hassan soltó una carcajada.—Recuerdo cuando éramos más

jóvenes, Ibrahim, y tú me dabas la

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tabarra, diciendo que ibas a hacer eso oaquello y que te enfrentarías a tu padreen caso de que él se opusiera. Y despuésyo te veía, casi un hombre hecho yderecho, de pie delante de él con lacabeza inclinada y musitando «Sí,señor» como un colegial castigado. Note engañes, amigo mío. Más tarde tearrepentirías.

—Sí, en mi vida he hecho muchascosas de las que ahora me arrepiento —dijo Ibrahim, asombrándose de quepudiera hacer semejante confesión enaquellos momentos y más todavía de quelo dijera en serio y supiera claramentecuáles eran aquellas cosas… por

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ejemplo, añadir un secreto afrodisíaco alas bebidas de Alice—. Fueron accionesde un hombre débil de las que no estoyorgulloso —añadió—. Pero ya no mesiento débil. Has mencionado a mipadre. Era un hombre fuerte y, a su lado,yo me sentía débil. Pero ahora mi padreestá junto a Alá y yo estoy solo. Tengoque luchar contra ti y pienso hacerlo.

Se adelantó un poco más y,acercando el rostro al de Hassan,percibió el conocido aroma de lacolonia de su amigo y recordó lostiempos de Oxford en que ambos erancomo hermanos.

—Apártate de mi familia —dijo en

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tono siniestro—, apártate de Yasmina ote juro que lo vas a lamentar.

—¿Amenazas, Ibrahim? —preguntóHassan, curvando los labios en unasonrisa—. Aquí el que tiene el podersoy yo, no tú. Recuerda que una vez temetí en la cárcel.

—No lo he olvidado —musitóIbrahim.

—Según tu ficha, te… interrogaron,¿no es cierto?

Ibrahim apretó las mandíbulas.—No estarás provocándome ahora

para que nos peleemos aquí mismo,¿verdad?

—Yo no quiero peleas. Quiero a

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Yasmina.—Nunca la tendrás.Hassan se encogió de hombros.—De la manera que sea, será mía. Y

tú te vas a enterar de una vez por todasque conmigo no se juega ni se conciertancontratos para romperlos después. Mehas humillado, Ibrahim, y ahora yo voy ahacer lo mismo contigo.

Cuando el taxi de Yasmina se detuvodelante de la casa que se levantaba juntoal Camino de las Pirámides, bienseparada de la carretera por el inmensojardín que la rodeaba, la joven no vio el

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taxi que acababa de ponerse en marchani el pasajero que iba dentro y que noera otro que su padre. Estaba totalmenteconcentrada en el propósito de su visitay en lo que le iba a decir a Hassan.Mientras seguía el camino bordeado deárboles y arbustos y aparecía ante susojos la soberbia mansión, se sintiórepentinamente confusa. ¿Por qué secomportaba tío Hassan de aquellamanera? Cuando Jamal pronunció sunombre la víspera en el consultorio desu padre, creyó que debía de tratarse deun error. Sin embargo, al ver laexpresión del rostro de su padre, pensó:«¿Y si fuera cierto?».

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Al llegar a la impresionante puertalabrada, su determinación empezó aflaquear. No podía ser cierto. TíoHassan no podía haber obrado deaquella manera. Y sin embargo…

Llevaba cuatro años sin aparecerpor la casa. No había asistido a su boda,ni a la fiesta de cumpleaños de Camelia,ni a la ceremonia de graduación deZacarías. Para ser un íntimo amigo de supadre, digno de ser llamado «tío» porsus hijos, Hassan al-Sabir había estadocuriosamente ausente de sus vidas.

Al final, respiró hondo y llamó a lapuerta. Momentos después, siguió a uncriado hasta un salón que parecía un

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museo. Allí estaba Hassan, sentado enun sofá. Cuando éste se levantó,Yasmina pensó que era la primera vezque se encontraba a solas con él.

—Mi querida Yasmina —dijo,saludándola con las manos extendidas—. Vaya, vaya, qué agradable sorpresa.Has crecido. Ahora eres una mujer. —Hassan juntó las manos y esbozó unasonrisa—. Bienvenida y que la paz deAlá esté contigo.

—Que la paz y las bendiciones deAlá estén contigo, tío Hassan.

La sonrisa de Hassan se ensanchó.—O sea que sigo siendo tu tío,

¿verdad? Siéntate, por favor.

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Yasmina contempló el sofá de cuerocubierto de pieles de leopardo y todoslos demás objetos que llenaban laestancia.

—Como puedes ver, querida,últimamente me van muy bien las cosas.

Los ojos de Yasmina se posaron enuna fotografía enmarcada que habíasobre la repisa de la chimenea… lafotografía de dos sonrientes jóvenes conpantalones de polo de franela, apoyadosel uno en el otro.

—Somos tu padre y yo en Oxfordhace mucho tiempo —dijo Hassan,acercándose a ella—. Aquel día habíaganado nuestro equipo. Fue uno de los

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mejores días de mi vida.—Tío Hassan, he venido para hablar

contigo sobre mi padre.—Mi período de estudios hubiera

sido muy solitario de no haber sido portu padre —dijo Hassan en voz baja—.Porque yo estaba solo en el mundo,¿comprendes? Mi padre acababa demorir, mi madre había muerto unos añosantes y no tenía hermanos ni hermanas.De no haber sido por la amistad deIbrahim Rashid, me hubiera sentido muydesgraciado. —Mirando a Yasmina,añadió—: Yo quería mucho a tu padre…más de lo que él pensaba, creo.

Yasmina vio que se le humedecían

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los ojos y le pareció que la expresión desu rostro se suavizaba.

—Tío Hassan, ¿sabes por qué hevenido a verte?

—Primero, dame noticias sobre tufamilia —dijo Hassan, acomodándoseen el sofá e indicándole por señas aYasmina que se sentara a su lado—.¿Cómo están todos? Cuéntame cómo seha tomado tu abuela las desventuras delos Misrahi —dijo, acercándose un pocomás a ella en el sofá.

—¿Los Misrahi? Umma está muydisgustada, por supuesto. Todos loestamos. Pero ¿por qué…?

—Tengo entendido que ha estado

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yendo de un lado a otro como unagallina decapitada, tratando de arreglarlas cosas.

Yasmina frunció el ceño.—¿Cómo dices?—¿No sabes que yo siempre he

llamado a tu abuela en privado «eldragón»? Nunca me ha apreciado. Desdeel primer día en que Ibrahim me llevó avuestra casa a la vuelta de Oxford. Fuemucho antes de que tú nacieras, mipreciosa Yasmina. —Hassan tomó unmechón de su rubio cabello y lo deslizóentre sus dedos—. Lo vi en sus ojoscuando tu padre me presentó a ella.Sonreía, pero, de pronto, se puso muy

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seria. Sin ningún motivo, mi pequeñaMishmish. ¿Sabes que yo queríacasarme contigo? Tu padre y yollegamos a firmar incluso el contrato decompromiso. Pero el dragón obligó aIbrahim a romperlo porque, a su juicio,yo no era bastante bueno para ti.

Yasmina se levantó rápidamente,casi tropezando con la alfombra de pielde cebra.

—Tío Hassan, anoche me enteré deuna cosa que no puedo creer. Es sobrelos Visitantes de la Noche y una ciertalista de nombres.

—Sí, la lista. ¿Qué pasa?—Me han dicho que mi familia

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figura en ella.—¿Y qué?—Tío Hassan, ¿tú tienes algo que

ver con los Visitantes de la Noche?—Por supuesto que sí, mi dulce

Mishmish. Los Zuwwar al-Fagr actúan alas órdenes directas del ministro deDefensa, Hakim Amer, y yo soy la manoderecha del ministro. Por consiguiente,lo que ellos hacen es el resultado de misórdenes. De hecho, yo fui el responsablede la busca y captura de los Misrahi yde la confiscación de su apartamento.Yo envié a los soldados allí.

—¿Tú? Pero ¿por qué? ¿Qué habíanhecho?

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—Nada, eran absolutamenteinocentes. Los utilicé como cebo, porasí decirlo.

—¿Qué significa como cebo?—Quiero una cosa y ésta es mi

manera de conseguirla. Yo fui quienañadió el nombre de los Rashid a lalista. Obedeciendo mis órdenes, lossoldados visitarán vuestra casa de lacalle de las Vírgenes del Paraíso y teaseguro que harán un registro muyexhaustivo, se lo llevarán todo yconfiscarán la casa. Tu abuela y todoslos demás se quedarán en la calle. A noser que consiga lo que quiero, claro.

Yasmina se echó a temblar.

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—¿Y qué es?—Tú, por supuesto. —Hassan se

levantó y se acercó a ella—. Puedoborrar el nombre de los Rashid de lalista. Puedo proteger vuestra casa de losVisitantes de la Noche. Pero eso exigirácierto pago por tu parte. Aquí y ahora.

Yasmina le miró aterrada.—La culpa la tiene tu padre,

Yasmina; él fue quien destruyó nuestraamistad casándote con Omar en lugar decasarte conmigo. He estado esperandotodo este tiempo para vengarme. Yahora me vengaré a través de ti. Tupadre no podrá impedírmelo: esta vez,serás mía.

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Yasmina se rodeó el tronco con losbrazos.

—¿Y si me niego a colaborar?—En tal caso, enviaré a los

soldados a la calle de las Vírgenes delParaíso. Y te aseguro que no se salvaránadie.

—No te daré lo que quieres.—Vaya si me lo darás. —Hassan

alargó la mano y la atrajo hacia sí.Cuando ella intentó rechazarle, la asiópor ambas muñecas con una mano y conla otra le desgarró la blusa—. Y no se lodirás a nadie —murmuró, tratando deintroducir la mano bajo su sujetador.

Yasmina se libró de su presa y cruzó

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a toda prisa la estancia tropezando conuna mesa y provocando la caída y roturade un jarrón en el suelo. Hassan laalcanzó, la obligó a volverse y lainmovilizó contra la pared.

—Al fin y al cabo —dijo—, en estoscasos es el honor de la mujer el que semancha, no el del hombre. Recuerda quehas venido aquí por tu libre voluntad.Harás todo lo que yo te diga y yo lopasaré muy bien. ¿Quién sabe? Puedeque tú también te diviertas.

En la carretera, Nefissa detuvo elautomóvil en el mismo lugar en el que

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había visto a Yasmina apearse de untaxi. La acompañaba el pequeñoMuhammad, con quien había salido atomar un helado. Después, la curiosidadla condujo hasta la dirección quefiguraba en el papelito que se le habíacaído a Yasmina del bolso. Contemplópor un instante la mansión protegida porlos árboles y, al ver a una mujerbarriendo el camino que llevaba a lacasa, bajó la luna de la ventanilla y lallamó:

—La paz de Alá sea contigo, madre.¿Puedes decirme quién vive en estacasa?

—Alá te guarde, sayyida, aquí vive

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Hassan al-Sabir —contestó la mujer envoz baja—, un hombre muy poderoso.

¡Hassan al-Sabir!Pero ¿qué demonios podía estar

haciendo Yasmina con aqueldesalmado?

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24

El público que abarrotaba la sala defiestas Cage d’Or se puso en pie yempezó a gritar:

—Y’Allah! ¡Camelia! ¡Dahiba!Había llegado el momento de la

actuación en solitario de Dahiba al sondel tamboril, por lo que Camelia sedespidió lanzando besos al públicoantes de abandonar el escenario. Aunqueya estaban en otoño, la noche era muytemplada y ella estaba deseando quitarsela sencilla galabeya blanca de algodóncon el pañuelo anudado alrededor de las

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caderas. De conformidad con la nuevaatmósfera de austeridad del nuevoEgipto de Nasser, Camelia y Dahiba,como todas las demás artistas de ElCairo, habían prescindido de susfastuosos trajes de lentejuelas y habíanmodificado las coreografías paraofrecer al público más beledi y másdanzas folklóricas y menos bailesespectaculares de tipo oriental. Pero, apesar de tales limitaciones, el numerosopúblico seguía mostrándose tanentusiasta como antes.

Entre bastidores, Camelia encontró aYasmina esperándola. Como ambashermanas se habían visto muy poco en

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los últimos meses, Camelia se asustó alver las ojeras que rodeaban los azulesojos de Yasmina y se alarmó al ver queésta no llevaba consigo a su hijo;Muhammad iba a todas partes con sumadre. Pese a su aspecto, Yasminasonrió, abrazó a su hermana y le dijoque cada día bailaba mejor.

—¿Has visto esto, Lili? ¡Léelo!Camelia leyó en voz alta la reseña

del periódico que Yasmina habíamarcado con un círculo:

—«La encantadora Camelia, nuevaen el ambiente de las salas de fiestas deEl Cairo, es una danzarina deextraordinaria clase cuyo cuerpo posee

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la elasticidad de una serpiente, la graciade una gacela y la belleza de unamariposa. El que suscribe predice quealgún día Camelia llegará a superarincluso a la gran Dahiba, su maestra».

La reseña la había escrito un talYacob Mansur, de quien Camelia jamáshabía oído hablar.

—Está enamorado de ti, Lili —dijoYasmina, riéndose—. ¡Tienes unadmirador secreto!

Camelia tenía varios admiradores,hombres que se habían interesado por laprotegida de la esposa de Hakim Rauf yque a veces le enviaban flores y notas alcamerino. Pero la joven Camelia, de

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veintiún años, no quería enamorarse denadie. Quería entregarse por entero a latarea de convertirse en la danzarina másgrande que Egipto jamás hubieraconocido, por cuyo motivo un marido oun amante no figuraban en sus planes. Sehabía convencido incluso de que nolamentaba la pérdida del apuesto censordel gobierno, el cual ya se había casadoy tenía un hijo.

Cuando Camelia vio las sombrasque rodeaban la sonrisa de Yasmina y eltemblor de sus manos, se la llevó a sucamerino, pidió por teléfono que lessirvieran un té y después le preguntó asu hermana:

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—¿Qué ocurre, Mishmish? Parecescansada.

—No es nada. Es que… le estoydando vueltas a una cosa en la cabeza.

—Abarcas demasiado —dijoCamelia recogiéndose el largo cabellohacia arriba y empezando a quitarse elmaquillaje—. Ser madre de Muhammad,estudiar en la universidad, trabajarcomo enfermera en el consultorio depapá. ¡Menos mal que, encima, no tienesque cuidar al marido! —Al ver laafligida expresión de su hermana através del espejo, Camelia se volvió.

—Mishmish, sé que ocurre algo.Dímelo, por favor.

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—No sé cómo decírtelo, Lili —contestó Yasmina en un susurro—. Haocurrido una cosa horrible.

—¿De qué estás hablando?—He hecho una cosa, no, lo que

quiero decir es que me pasó una cosa aldía siguiente de la muerte de SuleimanMisrahi. No se lo he dicho a nadie, nisiquiera a mamá. No hay nadie en quienpueda confiar, Lili, excepto tú. Y nisiquiera sé cómo decírtelo.

—Dímelo sin más, tal comohacíamos cuando éramos pequeñas.Entonces no teníamos secretos, ¿verdad?

—Camelia, estoy embarazada.Camelia experimentó la punzada de

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envidia que siempre sentía cuando unaamiga o una parienta le anunciaban suembarazo, pues ella jamás podría teneraquella dicha, pero en seguida leremordió la conciencia.

—¡Pero eso es maravilloso!—No, Lili, no es maravilloso. Tú

sabes que yo practicaba el control de lanatalidad. Omar no lo sabe, nadie losabe. Sólo tú.

—Bueno, ningún métodoanticonceptivo es totalmente seguro,Yasmina. Pueden producirse errores. Séque quieres matricularte en la facultadde Medicina. Eso significa que tendrásque aplazarlo un poco.

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—No lo entiendes, Lili. El hijo no esde Omar.

El estruendo de los aplausos lesllegó a través de los delgados tabiquesdel camerino mientras se oían unaspresurosas pisadas al otro lado de lapuerta. Camelia se levantó, giró la llaveen la cerradura y volvió a sentarse.

—Si no es de Omar, ¿de quién es elniño?

Yasmina le refirió a su hermana lavisita de Jamal Rashid al consultorio,sus advertencias sobre el peligro que secernía sobre ellos y la revelación de laidentidad de la persona que habíaincluido el nombre de la familia Rashid

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en la lista de los Visitantes de la Noche.—Fui a su casa, pensando: «¡No

puede ser tío Hassan!». Pero él meconfesó que sí y dijo que lo había hechoporque me quería a mí, porque mehabían comprometido en matrimonio conél, pero después papá rompió elcontrato.

—Santo cielo —musitó Camelia—.Eso es imposible, Yasmina. ¿Quéocurrió a continuación?

—Cuando comprendí la locura quehabía cometido, me quise ir; entoncesHassan me agarró, y yo intentédefenderme, pero él fue más fuerte.

Camelia cerró los ojos murmurando:

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—Ojalá arda en el infierno. ¡PobreYasmina! ¿Y no se lo has dicho a nadie?

Yasmina sacudió la cabeza.—Tío Hassan… —dijo Camelia sin

poder creerlo—. ¡Y pensar que yo loadoraba cuando era pequeña! ¡Inclusosoñaba con casarme con él! ¡Y ahoradescubro que es el hijo del mismísimoSatanás!

—Y yo estoy embarazada de un hijosuyo.

—Escúchame, Yasmina, no debesdecírselo a nadie. Te juzgarían conmucha dureza. Recuerda a la pobre tíaFátima cuyo nombre no podíamospronunciar. No sabemos lo que hizo,

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pero el abuelo Alí jamás la perdonó. Laechó de casa y ni siquiera su hermano ysu hermana hablan de ella.

—Y a mí me van a tratar igual.—No te quepa ninguna duda,

Yasmina. ¿Qué otra cosa podríasesperar? Fuiste por tu cuenta a la casade un hombre, lo peor que puede haceruna mujer. Hassan no te obligó a entraren su casa.

—Fui allí sólo para hablar con él,Lili. Y él me forzó.

—Tú eres la víctima, Yasmina, peroserás castigada de todos modos. Así sonlas cosas. Escucha, Omar creerá que elhijo es suyo. Es tan presumido que la

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vanidad le impedirá ver que el niño nose parece para nada a él. Y todo elmundo creerá que el hijo es suyo. ¿Porqué motivo iba a pensar otra cosa? Nodebemos decirle a nadie la verdad,Mishmish. Tú estarías perdida y lafamilia quedaría destrozada. Por el biende todos, pero especialmente por eltuyo, tú y yo guardaremos este secreto.

—Hablas como Umma —dijoYasmina, lanzando un suspiro.

—Puede que ella te hubiera dicho lomismo si le hubieras confesado loocurrido. Mira, después de la cena, iré avisitar a unos amigos. Quiero que meacompañes. No menees la cabeza. Tú

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apenas sales y mis amigos son personasextremadamente simpáticas yrespetables. Vas a tener un hijo preciosoy yo me encargaré de que te olvides detodo lo que pueda guardar relación conHassan al-Sabir.

Aquella noche, tendida en su camamientras la luna de la cálida nocheotoñal derramaba su luz sobre la colchade raso, a Camelia le pareció oír denuevo la voz de Yasmina diciéndole:«Hablas como Umma». Y se sorprendióde que Umma tuviera en cierto modorazón. A veces, los secretos erannecesarios para preservar el honor de lafamilia.

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«California es un lugar tan extraño que aveces me pregunto si lograréaclimatarme —había escrito Maryam—.Sin embargo, ¡qué extraño y maravillosoresulta acudir a una sinagoga tan llenade gente! A Suleiman le hubieraencantado verlo. Mi corazón está enEgipto contigo, hermana mía, y conSuleiman».

Amira tomó la carta que Zubaida leacababa de leer y contempló lacaligrafía. Aunque no podía leer laspalabras, sentía el espíritu de Maryamen la tinta y el papel y ello la consolabaen medio de sus presentes tribulaciones.

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Los Visitantes de la Noche aún no sehabían abatido sobre la casa de losRashid, pero la familia estabapreparada: en el salón no había ningúnobjeto de valor, las mujeres no lucíanjoyas ni prendas caras y la comida quese servía desde la cocina estabaintegrada por las humildes recetas delcampo que elaboraba Sahra. Pero todosdormían mal y, cada vez que alguienllamaba a la puerta, experimentaban unsobresalto.

Amira dobló cuidadosamente lacarta de Maryam, se la guardó en elbolsillo y, al levantar la vista, sesorprendió al ver a Camelia en el salón.

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—¿Umma? —dijo la muchacha.—¡Nieta de mi corazón! ¡Alabado

sea Alá!— ¡ O h , Umma! ¡Temía que no

quisieras verme! ¡Te pido perdón porlas cosas que te dije!

Amira sonrió entre lágrimas.—¡Tenías dieciocho años y no

sabías nada, como todos los jóvenes dedieciocho años! Has crecido y estás muyguapa.

—Ahora soy una danzarina, Umma.—Sí —dijo Amira—. Me lo ha

dicho Yasmina.—¡Es una actividad muy respetable,

Umma! Llevo una galabeya muy bonita

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de manga larga y, cuando bailo elbeledi, ¡tendrías que ver el entusiasmode la gente!

—En tal caso, me alegro porque Aláha encontrado un lugar para ti. Tal vez,en su infinita misericordia, lo que tequitó con una mano te lo dio con la otra.Procura hacer feliz a la gente y alegrarsus corazones, porque ése es el preciosoregalo que te ha hecho Alá.

—Quiero presentarte a Dahiba, miprofesora.

—¿La mujer con quién has estadoviviendo?

—Dahiba es una persona muyrespetable, Umma. ¿Has visto sus

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películas?—Una vez tu abuelo me llevó al

cine. Entonces había unas seccionesespeciales, unos balcones con celosíasdonde las mujeres podían sentarse sinser vistas. Alí se sentó en el patio debutacas con los hombres y yo me sentéen un balcón con su madre, su primeraesposa, que entonces estaba bastanteenferma, y sus dos hermanas. Recuerdoque la película giraba en torno a unadulterio y yo me escandalicé. No, no hevisto las películas de Dahiba.

—Quiero presentártela, Umma. Venconmigo, te enseñaré dónde vivo. ¡Te vaa gustar, estoy segura!

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Como todos los ricos de El Cairo,Dahiba y su marido Hakim Rauf habíancambiado su estilo de vida y ya noexhibían su opulencia. Aunque Rauftenía amigos en el gobierno y Dahiba eramuy apreciada por los miembros delgabinete del presidente, se sentíaninseguros… como todo el mundo.Dahiba había guardado sus joyas ypieles y Rauf había despedido al chofer.Él mismo conducía el Chevrolet yDahiba se desplazaba al club Cage d’Orcomo una ciudadana corriente.

Ambos estaban sentados en el salónestudiando unos guiones

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cinematográficos mientras tomaban caféy comían unas naranjas cuando Cameliairrumpió en la estancia.

—¡Os quiero presentar a unapersona!

—Al hamdu lillah! —exclamó Rauf—. ¿Será el presidente Nasser?

Camelia se echó a reír.—No, tonto. Es mi abuela. Está

esperando en el vestíbulo.Rauf se puso muy serio e

intercambió una mirada con Dahiba.—Cariño —dijo Dahiba,

levantándose del sofá—, no me parecemuy buena idea. Tu abuela no me tienesimpatía, tú misma me lo has dicho.

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—¡Sí, pero hemos mantenido unalarga conversación y dice que quiereconocerte! Tú sabes lo mucho que yodeseaba hacer las paces con Umma. Espor lo de Yasmina… Algo que me dijoYasmina la otra noche en el club meindujo a ir a ver a Umma. ¡Me recibiócon mucha alegría! Puede que, en sufuero interno, no apruebe el oficio dedanzarina, pero, por favor, dale unaoportunidad. Significa mucho para mí.

Dahiba miró a su marido y éste selevantó rápidamente diciendo:

—Me necesitan en los estudios.Saldré por la cocina.

—Debo advertirte de que mi abuela

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es muy anticuada —dijo Camelia—. Nova al cine ni a las salas de fiestas y, porconsiguiente, jamás ha oído hablar de ti.Espero que no te ofendas por eso. —Lajoven se dirigió al vestíbulo y regresó,sosteniendo la puerta para que pasaraAmira—. Dahiba —dijo—, tengo elhonor de presentarte a mi abuela.Umma, te presento a mi profesoraDahiba.

Se produjo un instante de silencioturbado tan sólo por el rumor del tráficode El Cairo en la calle de abajo.Después esbozando una triste sonrisa,Dahiba dijo en voz baja:

—Bienvenida a mi casa. La paz y la

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misericordia de Alá sean contigo.Amira permaneció de pie como una

estatua sin decir nada.—¿No querrás por lo menos

saludarme, madre?Amira se volvió, miró a Camelia y,

sin una palabra, se retiró.—¡Espera! —gritó Camelia,

corriendo tras ella—. ¡Umma, no tevayas!

—Deja que se vaya, nena —dijoDahiba—. Deja que se vaya.

—No lo entiendo. ¿Por qué se haido? ¿Qué ha pasado?

—Ven y siéntate…—¿Por qué la has llamado madre?

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—Porque Amira es mi madre. Miverdadero nombre es Fátima Rashid ysoy tu tía.

La luz de noviembre se filtraba a travésde las cortinas de gasa del salón cuandouna humeante tetera llenó el aire con elaroma del té de menta. Dahiba sirvióprimero a Camelia y después llenó sutaza, se reclinó contra el respaldo delsofá y sostuvo la taza en la mano antesde empezar a hablar.

—¿Estás enfadada conmigo por nohabértelo dicho? —preguntó.

—No lo sé. Estoy confusa. Me

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dijiste que tus padres habían muerto enun accidente fluvial.

—Me lo inventé. Jamás le he dicho anadie, excepto a Hakim, quiénes fueronmis verdaderos padres. Y a ti tampocote lo he dicho, Camelia, porque no sabíaqué te hubiera dicho mi madre sobre suhija proscrita. Temía que no quisierasbailar conmigo si supieras quién era yorealmente.

—Pero ¿cómo es posible que nadiede la familia te haya descubierto?¡Seguro que alguien tiene que habertevisto en alguna sala de fiesta o en elcine!

—Yo era muy joven cuando mi

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padre me sacó de casa. Con el tiempome hice famosa y, cuando empecé ahacer películas, mi físico habíacambiado y madurado y el maquillajealteraba mi apariencia. Además, nadieme buscaba en los escenarios o en elcine. Una vez me tropecé con MaryamMisrahi. Yo salía del salón de baile delHilton y ella estaba en la floristería delvestíbulo. No sé si me reconoció o no yno sé si se dio cuenta de que yo era ladanzarina que se anunciaba en el carteldel exterior. Pensé que se acercaría adecirme algo, pero no lo hizo.

—¿Qué ocurrió? —preguntóCamelia, posando la taza e inclinándose

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hacia delante—. Umma jamás nos hablóde ti ni nos dijo por qué motivo te fuistede la familia.

Dahiba se acercó a la ventana ycontempló las sombras del crepúsculocerniéndose sobre la calle de abajo. Unhombre vestido con una pringosagalabeya estaba empujando un carritolleno de sandalias de plástico.

—Yo tenía apenas diecisiete años—dijo en voz baja—, la misma edadque tú tenías cuando saliste al escenarioy bailaste conmigo aquella noche. —Dahiba encendió un cigarrillo y arrojóuna nube de humo hacia la luz del ocaso—. Yo era la preferida de mi madre y

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ella se esforzó mucho en buscarme elmejor partido… un acaudalado bajá conquien estábamos lejanamenteemparentados. Eso fue en 1939, cuandoyo tenía quince años. La noche denuestra boda no hubo sangre. Mi madreme preguntó si había estado con unchico, pero, al decirle yo que me habíacaído y me había manchado la falda desangre, comprendió lo ocurrido. Yo eratodavía virgen, pero, como tú, ya nopodía casarme.

Camelia emitió un jadeo.—¡Por eso me dijiste que regresara

corriendo a casa y le contara a Ummaque me había caído en la escalera!

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—Sabía que ella te querríareconstruir el himen. Entonces tambiénhacían esta operación y mi madre queríaque me sometiera a ella. Pero mi padre,es decir, tu abuelo Alí, dijo que no, queeso sería una mentira y, porconsiguiente, no le parecía decoroso. Nodejaba pasar un solo día sinmanifestarme su decepción. Mi solapresencia arrojaba una sombra sobre lacasa. Aunque mi madre se mostrabaamable y trataba de comprenderlo, yome rebelé. Pensé que la sociedad no erajusta porque convertía en víctimas a losinocentes y castigaba a las víctimas.

»Empecé a salir sin velo e hice

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amistad con una danzarina que me llevóa peligrosos y emocionantes lugares…los cafés de la calle de Muhammad Alí.Allí, entre las danzarinas y los músicos,conocí a Hosni —explicó Dahiba,lanzando un suspiro—, un hombrediabólico que no tenía ni un céntimo,pero que era muy guapo y seductor.Hosni era un tamborilero que, comotodos los músicos de la calle deMuhammad Alí, frecuentaba el café a laespera de que le ofrecieran algúntrabajo. Al verme bailar una noche, se leocurrió que podríamos formar pareja. Secasó conmigo y dijo que me quería.Alquilamos un pequeño apartamento y

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pasábamos los días y las noches en elcafé con otros músicos y danzarinas a laespera de que alguien nos contratarapara bodas y fiestas. Mi padre se pusofurioso, naturalmente. Para él lasdanzarinas eran unas prostitutas y poreso me desheredó. No me importó.Hosni y yo ocupábamos el últimopeldaño de la escala social y la gentenos miraba por encima del hombro, peronosotros éramos inmensamente felices.

»Después… cuando llevábamos casiun año casados, me tropecé con unadanzarina amiga mía en el Jan Jalili,donde me estaban confeccionando untraje. Me preguntó qué tal estaba y si era

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feliz. Al replicar yo que por qué no iba aser feliz, me contestó que suponía quedebía de estar muy afligida porqueHosni me había repudiado. Me quedé deuna pieza porque no sabía nada, peropor lo visto, él había pronunciado tresveces la frase «Yo te repudio» enpresencia de testigos. Se habíadivorciado legalmente de mí, me habíadejado sola y sin dinero y ni siquiera mehabía dicho que ya no estaba casada conél. Jamás volví a verle.

—Pero ¿por qué te repudió si eraistan felices juntos? —preguntó Camelia.

—Camelia, cariño, a un hombre sólole interesa una mujer cuando no puede

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tenerla. En cuanto la posee, pierde todointerés; por consiguiente, la únicamanera para que una mujer retenga a sumarido consiste en tener un hijo. Todo elmundo sabe que un hombre no tiene porqué amar necesariamente a su mujer; sinembargo, siempre amará a sus hijos.Hosni me repudió porque no me quedéembarazada. Yo era una afrenta a suvirilidad.

—¿Qué hiciste entonces?—Como no podía volver a la calle

de las Vírgenes del Paraíso, intentéganarme la vida por mi cuenta comodanzarina. Lo pasé muy mal durantealgún tiempo, Camelia. No entraré en

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detalles, pero hice ciertas cosas de lasque me avergonzaba. Un día Hakim Raufme vio en el cortejo zeffa de una boda ydijo que quería que interpretara una desus películas. Al cabo de algún tiempo,se enamoró de mí y, aunque yo le dijeque no era probable que pudiera tenerhijos, se casó conmigo.

—Tío Hakim es un hombremaravilloso.

—Más de lo que tú te imaginas. —Dahiba se acercó al aparador dondeguardaba la plata y la ropa blanca, abrióun cajón especial y sacó un viejocuaderno de apuntes—. Aparte la danza—añadió entregándole el cuaderno a

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Camelia—, también escribo poesía.Casi todos los hombres se pondríanfuriosos si se enteraran de que susmujeres escriben estas cosas; en cambio,Hakim me anima a hacerlo. Inclusoespera que algún día pueda publicar miobra.

Camelia abrió el cuaderno y pasólas amarillentas páginas. Llegó a unpoema titulado «La sentencia de lamujer» y leyó:

El día en que nacíme condenaron.

No conocía a mis acusadores.No vi al juez.

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El veredicto me cayó encimacuando aspiré la primera

bocanada de aire.Mujer.

Camelia siguió leyendo aquellospoemas rebosantes de amargura ydecepción sobre el voraz dominio de loshombres, las injustas leyes de Alá y laciega ignorancia de la sociedad. Elúltimo de ellos decía:

Alá promete a los creyentes lasVírgenes del Paraíso.

No serán para mí cuando muera.Sino para mi padre.

Mis hermanos.

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Mis tíos.Mis sobrinos.

Mis hijos.Ninguna virgen me espera en el

Paraíso.

—Cuando saliste al escenarioaquella noche, me pareció ver en ti unaire familiar —dijo Dahiba—. Y,cuando me dijiste cómo te llamabas, ¡nosabes la extraña sensación queexperimenté! Allí estabas tú, la hija demi hermano, con los mismos ojos y lamisma boca de Amira. Tuve que hacerun gran esfuerzo para reprimir miemoción aquella noche. Hubiera querido

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abrazarte y besarte… porque tú eras miúnica familia. Pero temía que escaparasa causa de las horribles historias que talvez la familia te había contado.

Camelia sacudió la cabeza,extrañada.

—Jamás pronunciaban tu nombre ytodas tus fotografías habían sidoarrancadas del álbum.

Dahiba asintió.—Por eso ninguno de los miembros

más jóvenes de la familia me podíareconocer. Incluso Ibrahim y Nefissadeben de tener unos recuerdos muyvagos de mí.

—Debió de ser horrible para ti.

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—Lo fue hasta que encontré aHakim. Ser expulsada de la familia,sobre todo de una familia tan numerosacomo la de los Rashid, y ser tratadacomo si hubieras muerto… es una cosatremenda, Camelia. Muchas veces alprincipio, antes de conocer a Hakim,deseé sinceramente morir. —Dahibaregresó al sofá y apagó el cigarrillo—.O sea que ahora Umma sale de casa.Jamás pensé que lo hiciera.

—Creo que la primera vez fuecuando papá estuvo en la cárcel. Nadiesabe adonde fue…

—¿Ibrahim en la cárcel? ¡Hay tantascosas que yo no sé! Cuéntame, ¿naciste

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en la gran cama de cuatro pilares de tuabuela? Yo también; todos hemos nacidoallí desde el siglo pasado. ¡Bismillah,cuánta historia encierra aquella casa!¡La de cosas que yo podría contarte! —Dahiba se rió de repente—. Recuerdo lafuente turca en la que una noche se bañótío Salah. ¡Había fumado demasiadohachís, se quitó toda la ropa y dijo queera un pez! ¿La escalinata tiene todavíaaquella gran barandilla curvada? Tupadre, Nefissa y yo solíamos deslizamospor ella por la mañana, ¡y no veas cómose enfadaba Umma! Y después había enla planta baja un armario que crujía sinmotivo. Nosotros, los niños, decíamos

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que estaba habitado por fantasmas.—Pues mi hermano Zakki, Yasmina

y yo también lo decíamos.—Recuerdo el jardín con los

papiros y los viejos olivos. ¿Sigue comosiempre?

—Tía Alice lo ha cambiado. Eljardín es ahora muy inglés, con clavelesy peonías. Pero está precioso.

—¿En la cocina hay una mancha enla pared junto a la ventana sur, unamancha amarilla en forma de trompeta?La pusieron allí hace años, antes de queyo naciera, y ahora tengo cuarenta y dos.Aquella casa tan grande encierra tantashistorias…

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—¿Conociste a mi madre? Murió aldarme a luz.

—No, lo siento, no la conocí.—Tía… —dijo Camelia,

adaptándose a la nueva relación—. ¿Porqué no haces las paces con Umma? ¿Porqué no vas a verla y se lo explicas todo?

—Mi querida niña, no hay nada quemás desee en este mundo que reunirmecon mi familia. Cuando me casé conHosni, mi padre me dijo unas cosastremendas y mi madre no salió en midefensa. Yo era casi una niña y ella erauna mujer adulta. Es ella la que debe darel primer paso. ¡Oh, Camelia, hay tantascosas que quiero contarte sobre la

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familia y tantas cosas que quieropreguntarte! Pero… —Dahiba frunció elceño—. ¿Me vas a dejar ahora pararegresar junto a tu abuela? No creo quete acepte en casa a menos que rompaspor completo tu relación conmigo. Y, site quedas conmigo, puede que jamás lavuelvas a ver a ella.

—Si ésa es la voluntad de Alá, queasí sea —dijo Camelia—, me quedaréaquí. Tú eres mi tía, tú eres mi familia.Y yo nunca abandonaré la danza.

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25

El tranco en los alrededores delaeropuerto era caótico. Mientras tratabade abrirse paso con su Fiat, Nefissa sepreguntó cuál debía ser la causa de todoaquel alboroto. La guerra estaba en bocade todos desde hacía varias semanas.Desde el ataque de Israel contra Siria enabril, Egipto se encontraba en estado dealerta militar. Como en los días de laRevolución, El Cairo estaba dominadouna vez más por la inquietud y la gentese congregaba en los cafés alrededor delos aparatos de radio y compraba

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periódicos llenos de propaganda bélica.¿Había declarado finalmente Israel laguerra a Egipto?, se preguntó Nefissa.Alargó la mano para encender la radio,pero en seguida cambió de idea. Noquería pensar en la guerra en aquellosmomentos; su hijo regresaba a casaaquel día y ella estaba deseando darleuna maravillosa noticia.

Cuando consiguió llegar a laterminal, descubrió consternada quemuchos vuelos habían sido anulados,dejando a los pasajeros en la estacada yprovocando la irritación de las personasque, como ella, habían acudido allí pararecibir a los pasajeros que llegaban.

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Mientras se abría paso entre la gente,rezó para que el vuelo de Omar desdeKuwait aún estuviera programado, antesde que se anularan por completo todoslos vuelos comerciales. A juzgar por loscomentarios que estaba oyendo a sualrededor, sus suposiciones eran ciertas:el presidente Nasser acababa dedeclarar el estado de emergencia y lastropas egipcias habían sido convocadas.El país estaba a punto de entrar enguerra.

Al ver la enorme cantidad de genteque se agolpaba junto a los mostradoresde venta de billetes, Nefissa trató dehablar con uno de los empleados del

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aeropuerto, pero la estaban empujandopor todas partes y su voz quedó ahogadapor el griterío. Cuando vio la salida dela aduana de la que estaban emergiendoalgunos pasajeros, procuró acercarsehasta allí en un intento de averiguar siera el vuelo de Kuwait en el que hubieratenido que viajar su hijo Omar,convocado para el servicio militar dereserva. Mientras le buscaba, rozó conel brazo a un alto y apuesto hombre quellevaba un pasaporte diplomático y unagabardina inglesa. Sus ojos se cruzaronpor un instante con los del hombre yambos musitaron «Perdón» antes deseguir cada cual por su camino.

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Sin embargo, Nefissa se detuvo yvolvió la cabeza hasta que éldesapareció entre la gente. Por unmomento, le había recordado a…Sacudió la cabeza y siguió adelante.

Antes de alcanzar la salida delaeropuerto, el hombre de la gabardina sedetuvo y se volvió también a mirar. Lamujer con quien acababa de tropezar…sus ojos… le recordaba unos ojos de losque se había enamorado veintidós añosatrás cuando era un joven teniente en ElCairo durante la guerra. Unos ojos quemiraban por encima de un velo, ocultodetrás de una celosía de mashrabiya.Habían pasado juntos una extraordinaria

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noche de amor en un antiguo harén…Pero su automóvil y su chofer lo

estaban aguardando, por cuyo motivoapuró el paso para acudir a su urgentecita diplomática.

Nefissa volvió a detenerse y miróhacia atrás, pero el hombre ya habíasido engullido por la muchedumbre.¿Sería posible? ¿Y si hubiera sido él?Aquellos ojos azules, aquella nariz tanrecta… ¡jamás podría olvidarlos!

Estaba a punto de dar media vuelta yseguirle cuando oyó a través de losaltavoces el anuncio de la llegada de lospasajeros del vuelo de Kuwait. Por uninstante, Nefissa miró en la dirección

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que había tomado el desconocido, perodespués sacudió la cabeza… ¡no eraposible que fuera él!… Se volvió y sedirigió a toda prisa a la salida de laaduana.

Al ver a Omar, le saludó con lamano y le llamó. Apenas podía contenersu emoción.

Ella hubiera querido comunicarle lanoticia nada más abrazarle, pero aquelcaótico aeropuerto no era el lugar másidóneo. Esperaría hasta que estuvieranacomodados en el automóvil, circulandolos dos solos por la autopista.Escucharía los comentarios de Omarsobre su trabajo en los yacimientos

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petrolíferos de Kuwait y después lecomunicaría su propia noticia, tal comomentalmente la había ensayado: «Hedecidido irme a vivir contigo yYasmina. Una madre tiene que estar consu hijo y sus nietos; no está bien que sigaviviendo en la calle de las Vírgenes delParaíso, en la casa de mi madre.Merezco tener mi propia casa». Y aOmar le parecería muy bien, porsupuesto. Él era quien había roto latradición, yéndose a vivir con suflamante esposa a un apartamento. ¿Quéotra cosa podía hacer una madre? Erajusto que llevara el gobierno de la casade su hijo, tal como hacían todas las

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madres de El Cairo.Ése era el sueño de Nefissa en

aquellos momentos, cuidar de Omar y deMuhammad. Tras una breve relación conun profesor de la UniversidadAmericana y un insatisfactorio coqueteocon un hombre de negocios inglés, sehabía resignado a aceptar el hecho deque jamás volvería a vivir la idílicaemoción de su noche de amor en unantiguo harén. Era inútil, pensó, quetratara de encontrar a su teniente inglésen otros hombres… ¡Ahora incluso leparecía verle en los aeropuertos! Porconsiguiente, había decidido abandonarsu sueño y sustituirlo por otro.

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—Cuánto me alegro de que hayasvuelto a casa, hijo mío —dijo,acomodándose al lado de Omar mientraséste se sentaba al volante—. Tienes unempleo importante, pero te obliga apermanecer lejos demasiado tiempo.

—¿Están todos bien, madre? ¿Quétal se encuentra Yasmina? El niñonacerá muy pronto, loado sea Alá.

Abandonaron los embotellamientosdel aeropuerto y enfilaron la autopistadel desierto, donde los tanques delejército se estaban desplazando hacia eleste, en dirección al Sinaí. Nefissa nohizo ningún comentario sobre Yasmina.Su sobrina era el único defecto de un

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plan que, de otro modo, hubiera sidoperfecto.

Una vez tomada la decisión deabandonar la casa de su madre, dondeésta ocupaba el primer lugar, pensandoque, a los cuarenta y dos años, merecíaestar en su propia casa y tener una nueraque la ayudara, Nefissa había puesto enmarcha su plan. Tras haber buscado yencontrado en El Cairo un apartamentomás grande, había elegido la nuevavajilla y la plata que sustituirían las queusaban en aquellos momentos Omar yYasmina y también los nuevos muebles,cortinajes e incluso cuadros de lasparedes. Aunque había disfrutado mucho

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con el proyecto, el problema deYasmina se cernía sobre él como unasiniestra sombra.

Nefissa carecía de pruebas, perosospechaba que la criatura que Yasminallevaba en su vientre no era de su hijoOmar sino de Hassan al-Sabir. Al fin yal cabo, ella había encontrado undispositivo anticonceptivo entre losartículos de aseo de Yasmina. Si Omarhubiera sabido que lo usaba, se hubieraextrañado de que Yasmina quedaraembarazada; sin embargo, no se habíaextrañado. Tampoco se podía olvidar lamisteriosa visita de Yasmina a la casade Hassan. La muchacha había

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regresado a la calle de las Vírgenes delParaíso dos horas más tarde, luciendouna blusa nueva, no la que llevaba alsalir.

Nefissa se había guardado lassospechas para ella sola sin comentarlascon nadie. De haberlo hecho, pensó, susplanes de trasladarse a vivir con Omarprobablemente se hubieran ido al garete.En caso de que su hijo se divorciara deYasmina, lo más probable hubiera sidoque regresara a la casa de la calle de lasVírgenes del Paraíso, que solía visitarentre viaje y viaje. Y entonces ellahubiera tenido que seguir viviendo bajola sombra de Amira.

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Nefissa quería tener su propia casa yuna familia a la que gobernar. ¿Quéimportaba lo del niño con tal de que semantuviera en secreto? Puede queincluso fuera una ventaja, pensó Nefissa;podría decirle a Yasmina que conocía laverdad sobre el hijo y prometerleguardar el secreto siempre y cuando ellala reconociera como la cabeza de lafamilia.

Cuando empezaron a vislumbrarselos primeros edificios de color grisáceoa lo largo de la carretera, los nuevos ybaratos edificios de apartamentos parafamilias de bajo nivel económico,Nefissa decidió revelarle sus planes a

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Omar. Pero Omar habló primero.—¿Sabes una cosa, madre? Echo de

menos a Yasmina. He aprendido muchotrabajando en el extranjero y una de lascosas que he aprendido es el valor quetiene una buena esposa. Yasmina mesacaba un poco de quicio al principio.No comprendía mis necesidades y tuveque enseñarla. Pero ahora creo quepodremos ser muy felices juntos —dijoesbozando una sonrisa al tiempo que sedesperezaba.

Nefissa no tuvo más remedio quesonreír. ¡Su hijo hablaba como unhombre hecho y derecho y no como unsimple muchacho de veinticinco años!

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—Y ahora Yasmina está embarazada—añadió Omar—. Estaba empezando atemer que le ocurriera algo. Madre,tengo una noticia estupenda. ¡Lacompañía petrolera a la que estoyadscrito me ha ofrecido un puestopermanente como ingeniero!

—Es una noticia maravillosa, Omar—dijo Nefissa, observando cómo suhijo proyectaba orgullosamente labarbilla hacia fuera al hablar. Vio quetambién se había dejado bigote y quevestía un elegante traje confeccionado ala medida. En su corazón y su mente leseguía considerando un chiquillo, pero,por primera vez, se estaba dando cuenta

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de que era un hombre—. ¿Qué piensasde esta guerra con Israel?

—¿Cuánto puede durar? Esosiempre y cuando haya guerra, cosa quedudo. En cualquier caso, la compañíame ha prometido guardarme el puestohasta que vuelva. Ya he encontrado unapartamento en Kuwait y he dejado unapaga y señal para que no lo alquilen anadie en mi ausencia. Es pequeño, peroserá suficiente para mí, Yasmina y losniños. La compañía me ha prometido unascenso, o sea que podremospermitirnos tener una casa más grande ytú podrás hacernos largas visitas, madre.¿Qué te parece? —Al ver que Nefissa

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no contestaba, Omar la miró—. ¿Madre?¿Te ocurre algo?

—¿Te vas a quedar en Kuwait? ¿Vasa dejar tu puesto en la Administración?

—En la empresa privada se ganamás dinero, madre. Me apetece llevaruna vida hogareña normal con mi mujery mis hijos.

—Pero… ¿y yo qué?Omar se echó a reír.—¡Tú irás a visitarnos! ¡Y, cada vez

que nos visites, los niños te saltaránencima y te marearán tanto que estarásdeseando regresar a El Cairo!

Nefissa abrió los ojos horrorizada.¿Omar se iba? ¿Y ella tendría que

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quedarse en la calle de las Vírgenes delParaíso y convertirse en una de lasnumerosas solteras y viudas que Ibrahimtenía a su cargo?

De pronto, el claro y soleadoatardecer le pareció frío y oscuro.Mientras sus planes se desmoronaban yella se imaginaba los años de soledadque le esperaban, sin ningún amor y sinun hijo al que cuidar, Nefissacomprendió la necesidad de hacer algopara impedir que ello ocurriera.

Yasmina estaba ayudando a su madre acolocar las flores en los jarrones con

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vistas a la fiesta de bienvenida quehabían organizado en honor de Omarcuando, de repente, sintió el puntapié dela criatura en su vientre. Faltaba pocopara el alumbramiento y ella hubieradeseado con toda su alma que Cameliaestuviera a su lado. Pero su hermanaestaba en Port Said rodando una películacon Dahiba y Rauf. Varias veces, en eltranscurso de los pasados meses,Yasmina había estado a punto deconfesarle a su padre la verdad sobre elhijo de Hassan. Pero Camelia la habíaayudado a guardar el secreto y ahora sealegraba de haber tenido la fuerza decallarse. Trabajaba en el consultorio de

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su padre y veía el orgullo de sus ojoscuando él le hablaba de sus planes paraayudarla a estudiar la carrera demedicina… No podía destruir todoaquello. Su secreto sobre el día en quehabía ido a visitar a Hassan, de quien nohabía tenido noticias desde entonces,sería una carga llevadera a cambio de lafelicidad de su padre.

Sahra entró en el salón con unafuente de humeantes hojas de vidrellenas de carne de cordero y arroz; asu espalda, dos criadas portabancuencos de ensaladas de repollo yhuevos fritos espolvoreados conorégano y cebolla. Todas las mujeres de

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la familia se habían reunido paracelebrar la ocasión, riéndose, contandochismes y haciendo comentarios sobresus vestidos y joyas. Tahia tambiénestaba presente con su hijo Asmahan dedos meses de edad. Todos contribuían aanimar la atmósfera del gran salón.Aunque la amenaza de una aparicióninesperada de los Visitantes de la Nochehabía disminuido desde que el ministrode Defensa, Amer, abandonara suobsesión por la liquidación delfeudalismo para centrarse en la amenazade agresión por parte de Israel, la casade los Rashid seguía siendo muysencilla y en ella no se hacía la menor

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ostentación de riqueza. Por consiguiente,el aire de fiesta lo creaba la familia consus risas y con la comida, la bebida ylas flores.

Amira se encontraba junto a laventana con el pequeño Muhammad,esperando la llegada del automóvil queconduciría a su nieto a casa a su regresode Kuwait. Señalándole al niño lasestrellas que estaban empezando adespuntar en el claro cielo de mayo,dijo:

—¿Ves? Aquél es Aldebarán, elSeguidor, porque sigue a las Pléyades.—Señalando con el dedo el astro Rigel,que significaba «pie» en árabe, añadió

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—: ¿Ves Rigel en el pie izquierdo deOrión? Todas las estrellas tienennombres árabes, biznieto de mi corazón,porque fueron tus antepasados quieneslas descubrieron. ¿No te sientesorgulloso por eso?

—¿Bajo qué estrella naciste tú,Umma?

—¡Una estrella muy afortunada! —contestó Amira, abrazando al chiquillo.

Ibrahim entró en el salón.—Rápido, enciende el televisor,

madre. Nasser está hablando.Todos se congregaron alrededor del

aparato para escuchar las palabras delpresidente Nasser, invitando al pueblo

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egipcio a prepararse para el ataque deIsrael.

«Yo no quiero la guerra —decía elpresidente—, pero lucharé por el honorde todos los árabes. Europa y losEstados Unidos hablan de los derechosde Israel, pero ¿dónde están losderechos de los árabes? Ninguno deellos habla de los derechos del pueblopalestino en su propia patria. Sólonosotros defendemos a nuestroshermanos».

—¡Declarad la unidad de Alá! —gritó Doreya.

—¡Alabada sea su misericordia!Mientras todos hablaban a la vez, el

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rostro de Um Jalsum apareció en lapantalla del televisor y la artista empezóa entonar el himno nacional egipcio:«Mi tierra, mi tierra, todo mi amor y micorazón son tuyos. Egipto, Madre deTodas las Tierras, eres tú lo que yobusco y deseo». Varias de las mujerespresentes en el salón de la casa Rashidse echaron a llorar.

Tewfik, el sobrino de Amira, selevantó diciendo:

—¡Tenemos que atacar primero,antes de que los agresores de Israel nosataquen a nosotros!

Tío Karim, sentado muy cerca deltelevisor a causa de su avanzada edad,

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dijo, agitando el bastón:—¡La guerra no es una solución,

jovenzuelo! ¡La guerra sólo trae másguerra! El camino de Alá es la paz.

—Pero, tío, con el debido respeto,¿acaso Israel no atacó Siriaprecisamente el mes pasado? ¿Acaso nonos corresponde estar preparados paradefender el honor de los árabes? Todoel mundo está en contra nuestra, tío. Lastropas de las Naciones Unidas llevanonce años en el lado egipcio de lafrontera y, cuando Nasser sugirió sutraslado al lado israelí durante algúntiempo, Israel se negó a aceptarlas. ¿Teparece justo? ¿Con quién está el mundo?

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¡Tenemos que empujar a Israel hacia elmar!

—Muchacho estúpido —dijoDoreya—, ¿y cómo vamos a empujar aIsrael hacia el mar? ¡Sus protectoresnorteamericanos lo han convertido en unpaís mucho más poderoso que elnuestro! Se están burlando de nosotros.¿Acaso Golda Meir no llamó frívolas ysuperficiales a las mujeres árabes,diciendo que gastamos más dinero envestidos y maquillaje que en losartículos de primera necesidad?

—Por favor, por favor —dijo Amira—. ¡No vayamos a provocar una guerraen nuestro propio hogar!

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—Con todo mi respeto, tía —dijoTewfik—. Israel es nuestro enemigo.

—¡Egipto, Israel! Todos somos hijosdel profeta Abraham. ¿Por qué luchamoslos unos contra los otros?

—El estado de Israel no tiene ningúnderecho a existir.

—¡Declara la misericordia de Alá,muchacho insensato! Todo el mundotiene derecho a existir.

—Con todo el debido honor yrespeto, tía Amira, me parece que no loentiendes.

—Ocurre lo que tiene que ocurrir —dijo Amira—. Es la voluntad de Alá, nola nuestra.

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Cuando el pequeño Muhammadrompió a llorar, Amira apagó eltelevisor.

—Estamos asustando a los niños —dijo.

Después pensó: «Si la guerra esefectivamente inevitable, tenemos queestar preparados». Al día siguiente,acompañaría a las mujeres y lasmuchachas de la casa a la Media LunaRoja para donar sangre, tras lo cualcortarían las sábanas en tiras y lasenrollarían para que sirvieran devendas.

De pronto se acordó de Camelia,que estaba rodando una película en Port

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Said. En momentos como aquél, pensó,una familia hubiera tenido que estarunida. Encomendando a Doreya y a lasotras mujeres la tarea de vigilar yentretener a los niños, Amira se dirigióa su dormitorio y cerró la puerta.Arrodillándose en el suelo, abrió elúltimo cajón de la cómoda y sacó sublanca túnica de peregrina,cuidadosamente doblada en espera deldía en que pudiera viajar a la ciudadsanta de La Meca… un sueño que habíatenido que aplazar hasta que pasara elpeligro de los Visitantes de la Noche.Debajo de la túnica guardaba un estuchede madera con incrustaciones de marfil

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en cuya tapa figuraban grabadas laspalabras Alá el Clemente. Aunque buenaparte de las joyas enterradas en el jardínhabían sido desenterradas en los últimosmeses para su entrega a la Media LunaRoja y otras instituciones con el fin decontribuir al esfuerzo bélico, Amirahabía guardado las piezas de más valorsentimental en aquel antiguo estuchelleno de recuerdos. Encima de todohabía tres piezas de las que ella jamásse desprendería: la primera era un collarde perlas que le había regalado Alí enocasión del nacimiento de Ibrahim; lasegunda era una antigua pulsera egipciade oro y lapislázuli que había

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pertenecido, según se decía, a RamsésII, el faraón del Éxodo. Se lo habíaregalado a Faruk un coleccionista y elRey a su vez le había regalado a ellaaquel objeto de valor incalculable enagradecimiento por haberle preparadoun brebaje con hierbas de su huerto que,según juraba Faruk, le había permitidotener su único hijo varón. La tercera erala sortija que le había entregadoAndreas Skouras antes de abandonarEgipto… una cornalina engastada en oroy con una hoja de morera grabada paradar a entender que Andreas extraía suvida de Amira al modo en que el gusanode seda extraía la suya de la hoja. La

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guardaba en recuerdo del hombre al quehabía amado y con quien había estado apunto de casarse. En el fondo delestuche había un sobre. Lo abrió y sacólas fotografías que había arrancado delálbum familiar años atrás.

Cuando Alí expulsó a su hija de lacasa, Amira arrancó las fotografías deFátima del álbum, pero no las llevó muylejos. Las guardó tiernamente bajo susropajes de peregrina. Contemplandoahora el juvenil y sonriente rostro deFátima, evocó el sobresalto sufrido seismeses atrás cuando Camelia laacompañó a ver a su amiga Dahiba.¡Cuántos recuerdos se agolparon en su

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mente mientras permanecía sin habla enel salón de Fátima! Después seenfureció al pensar que Fátima se habíahecho amiga de Camelia sin revelarle ala muchacha quién era ella realmente. Y,finalmente, experimentó una oleada deamor y compasión y sintió un ardientedeseo de acoger de nuevo a Fátima en lafamilia. Camelia le había pedido queperdonara a Fátima, pero ella lecontestó:

—Es Fátima la que tiene que venir apedirme perdón.

Sin embargo, Dahiba, tan terca comosu madre, se había negado a hacerlo yahora Amira lamentaba haber sido tan

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dura.Llamaron suavemente a la puerta.—Adelante —dijo. Al ver a

Zacarías, Amira se sobresaltó. Vestía ununiforme del ejército—. Pero ¿cómo? —exclamó—. ¡Si antes te habíanrechazado!

—Lo intenté de nuevo y esta vez mehan aceptado —se limitó a contestarZacarías.

No quería decirle la verdad a suabuela. Se le había ocurrido pensar que,de la misma manera que un hombrepodía librarse del servicio mediante elsoborno, también podía utilizar elsoborno para entrar en él.

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—Lo he hecho por mi padre —dijo—, para que se sienta orgulloso de mí.Si hubieras visto la cara que puso aldecirle que el ejército me habíarechazado por considerarme no aptofísicamente para el servicio… ¿Por quéparece que siempre lo decepciono,abuela? Recuerdo cuando era pequeño ypapá me sentaba sobre sus rodillas y mecontaba historias tal como ahora hacecon Muhammad. Pero ahora todo esdistinto.

—La cárcel hace cambiar a unhombre, Zakki.

—¿Y también hace que deje dequerer a su hijo?

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—Así fue tratado más o menos tupadre por su propio padre. Alíconsideraba beneficioso mostrarsesevero y distante con los hijos. Y meconsta que eso a veces le dolía mucho aIbrahim. Yo era su madre, pero no podíaintervenir. Pero ahora, que Alá meperdone, miro hacia atrás y creo que miesposo estaba equivocado porque aveces veo destellos de Alí en mi hijo,sobre todo cuando le oigo hablarte contanta frialdad. Perdónale, Zakki. Es queno sabe hacer otra cosa.

—¡Ya está aquí Omar! —oyeron quegritaba Zubaida en el salón—. Al hamdulillah! ¡Alabado sea Alá que nos ha

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devuelto a casa a Omar!—Tu padre estará orgulloso de ti,

Zakki —dijo Amira en un susurromientras ambos abandonaban eldormitorio—. Aunque a veces no lodemuestre, recuerda que él se sienteorgulloso de ti de todos modos.

La familia inundó a Omar de besos yabrazos. Al ver entrar a Zacarías en elsalón vestido de uniforme, todosdeclararon a gritos que aquél era un díamuy venturoso, pues Alá había elegido ados hijos de los Rashid para que fueranhéroes de Egipto.

Mientras todo el mundo rodeaba alos dos primos, Nefissa se apartó con su

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hermano y le dijo:—Ibrahim, tenemos que hablar.

Ahora mismo. Es muy importante.En el momento en que abrazaba a

Omar, Yasmina observó que su padre ysu tía abandonaban la estancia. Al ver latensa expresión del perfil de Nefissa, sealarmó. Pero pensó que era una tonta.Últimamente estaba un poco nerviosa ytemía que todo el mundo conociera susecreto. Pero no eran más quefiguraciones suyas. Sin duda su padre yNefissa debían de tener muchos asuntosimportantes que discutir. ¿Cómohubieran podido saber lo de Hassan y elniño?

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Cuando su padre apareció momentosdespués en la puerta del salón con unacara muy rara, el pulso de Yasmina seaceleró. Ibrahim le hizo una seña a suhija y después llamó a Amira y Omar.

Una vez todos reunidos en elpequeño salón que había junto a laescalinata, destinado a lasconversaciones en privado con losvisitantes, Ibrahim cerró suavemente lapuerta y, volviéndose hacia Yasmina, lepreguntó:

—¿Hay algo que quieras decirme?Teniendo a su padre tan cerca,

Yasmina vio en sus ojos algo que lallenó de temor.

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—¿A qué te refieres? —preguntóella a su vez.

—Por Alá te lo pido, Yasmina —dijo Ibrahim en un susurro—. Dime laverdad.

—Ibrahim, ¿a qué viene todo eso?—preguntó Amira—. ¿Por qué nos hashecho venir aquí?

Pero Ibrahim seguía mirandofijamente a Yasmina, a punto de perderel control.

—Háblame del niño —dijo Ibrahim.Yasmina miró a Nefissa y murmuró:—¿Cómo te has enterado?Ibrahim cerró los ojos.—Qué Alá me libre de esta hora.

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—Pero ¿qué es lo que pasa? —terció Omar—. ¿Madre? ¿Tío?

Yasmina extendió la mano hacia supadre.

—Deja que te explique. Por favor…Ibrahim se apartó.—¡Cómo pudiste hacer eso! —tronó

sorprendiéndolos a todos—. Por Alá,hija mía, ¿sabes lo que has hecho?

—Fui a ver a Hassan —dijoYasmina—, esperando convencerle deque borrara nuestro nombre de la lista…

—¿Que fuiste a verle? —rugióIbrahim—. ¿Por tu cuenta y riesgo? Ennombre de Alá, muchacha, ¿no hubieraspodido dejar esta tarea en mis manos?

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¿Acaso no confías en mí? Y después…dejar que él…

Yasmina extendió las manos en gestode súplica.

—¡No! ¡Él me forzó! ¡Traté deluchar, traté de escapar!

—¡Eso no importa, Yasmina! Túfuiste allí. Nadie te obligó a ir a casa deHassan.

—¡Ibrahim! —gritó Amira—. ¿Quéestá pasando aquí?

—Alá se apiade de mí —dijo Omar,comprendiendo súbitamente lo ocurrido.

—Oh, hija mía —añadió Ibrahimcon lágrimas en los ojos—, ¿qué me hashecho? Hubiera preferido que me

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hundieras un puñal en el corazón. Él haganado, ¿acaso no lo entiendes? Le hasdado la victoria a Hassan al-Sabir. ¡Yme has humillado!

—Yo trataba de salvar a mi familia—dijo Yasmina llorando—. No queríaengañarte —añadió volviéndose haciaOmar.

—¿El hijo no es mío? —preguntóéste.

—Perdóname, Omar. —Yasminaempezó a temblar, mirando a Nefissa—.¿Cómo te enteraste? —preguntó en unsusurro.

Después pensó: «Camelia era laúnica que lo sabía, Camelia me había

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prometido no decírselo a nadie».—Que haya tenido que regresar a

casa para ver esto… —musitó Omar conlágrimas en los ojos—. Oh, Yasmina —añadió enjugándose los ojos con unpañuelo mientras decía entre sollozos—: Yo te repudio…

Nefissa se echó a llorar.Ibrahim se volvió de espaldas a

ellos y dijo con una voz que no era lasuya:

—Hassan juró humillarme y lo haconseguido. He perdido el honor.Nuestro nombre ha sido mancillado.

—Pero, padre —gritó Yasmina—,¿cómo es posible? Hassan no te ha

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hablado de mi visita. No ha presumidode ello ante ti ni ante nadie.

—¡Ni falta que hacía! ¿Acaso nocomprendes, muchacha, que ése es supoder? Manteniendo la boca cerrada nosdemuestra su poder. Hassan sabía quemi humillación sería mucho mayor si yome enteraba por boca de terceros. Él seha pasado todo este tiemporelamiéndose de gusto en su casa a laespera de la victoria definitiva.

Yasmina extendió una mano haciaIbrahim.

—Nadie tiene por qué saberlo,padre. Eso no tiene por qué traspasarestos muros.

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Pero Ibrahim se apartó.—Lo sé yo, hija, lo sé yo y es

suficiente. —Ibrahim levantó los ojoshacia el techo—. ¿Qué piensas ahora demí, padre? —murmuró con el rostrointensamente pálido. Después miró denuevo a Yasmina diciendo—: Unamaldición cayó sobre esta casa la nocheen que tú naciste. Una maldición de Aláde la que yo solo soy culpable. Maldigola hora en que naciste.

—¡No, padre!—Ya no eres mi hija.Amira miró a Ibrahim sin ver a su

hijo sino a su marido Alí. Después tuvouna clara y nítida visión de su pesadilla:

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la niña arrebatada de los brazos de sumadre. Como si aquella noche sehubiera cumplido la profecía.

—Hijo mío —dijo, asiendo el brazode Ibrahim—, te suplico que no lohagas.

Pero Ibrahim le dijo a Yasmina:—A partir de este momento, eres

haram, estás prohibida. No perteneces anuestra familia, tu nombre jamás volveráa pronunciarse en esta casa. Será comosi hubieras muerto.

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26

En el aeropuerto, Yasmina y Aliceestaban siendo empujadas por la mareahumana. Todos trataban de subir a bordode los últimos aparatos que teníanprevisto salir de Egipto. El temor serespiraba en el aire y, en medio de unruido ensordecedor, los pasajeros,portando unas maletas hechas a todaprisa, agitaban sus billetes y pasaportesen un intento de acercarse a unosempleados que no daban abasto junto alas puertas de salida. Yasmina y sumadre corrieron hacia la puerta

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correspondiente al último vuelo de laBOAC a Londres.

No había acudido nadie de la familiaa despedida; desde la noche en que supadre la declarara muerta, Yasmina nohabía mantenido ningún tipo de contactocon sus parientes. Cuando le llegaronlos dolores del parto, Alice y Zacaríasla llevaron a toda prisa al hospitaldonde, ocho horas más tarde, despertóde la anestesia y su madre, de pie junto asu cama, le comunicó que la niña habíanacido muerta. Lo cual había sido unabendición de Dios, añadió Alice entrelágrimas… la niña teníamalformaciones. Los días sucesivos no

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eran más que un borroso recuerdo en lamemoria de Yasmina. Puesto que launidad de Omar había sido movilizada,ella pudo permanecer en el apartamento,donde su cuerpo había sanado mientrassu mente se sumía en un estado deaturdimiento. Pero ahora, mientras seacercaba a la puerta de embarque,empujada por la gente que huía aterradade la inminencia de la guerra, la corazaprotectora de su aturdimiento se empezóa resquebrajar y su dolor afloró denuevo a la superficie como si se leestuviera pasando el efecto de lanovocaína. Había perdido a sus doshijos y se moría de pena.

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Alice se había encargado de sacar elpasaporte y los billetes.

—La guerra está a punto de estallar,cariño —le dijo—. Y entonces tequedarías atrapada aquí. Te handesterrado de la familia y es como sihubieras muerto. No tienes nombre niidentidad ni ningún lugar adonde ir.Debes irte, Yasmina. Búscate otra viday sálvate. En Inglaterra tienes la casa ylos fondos que te dejó mi padre. Y tíaPenelope te ayudará.

—¿Cómo puedo dejar a mi hijo? —preguntó Yasmina a pesar de que yaconocía la respuesta.

Omar jamás permitiría que volviera

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a ver al niño.Mientras se acercaban al empleado

que estaba discutiendo con un pasajeroque no tenía la documentación en regla,Yasmina se volvió hacia su madre y ledijo:

—Es mejor que no puedasacompañarme. Si nos fuéramos las dos,yo perdería a Muhammad para siempre.En cambio, si tú te quedas, le podráshablar de mí, enseñarle cada día mifotografía y no permitir que me olvidejamás.

Sí, pensó Alice, Muhammad, sunieto. Y también la nieta de la queYasmina no sabía nada, la niña que

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acababa de nacer y que, lejos de estarmuerta, dormía en una cuna en la callede las Vírgenes del Paraíso.

—Madre —dijo Yasmina—, no séqué dolor es peor… si el dolor de haberperdido al niño, el dolor de que mipadre me haya expulsado de la familia oel dolor de que Camelia me traicionara.Pero, por lo menos, estando tú aquí, eldolor de perder a mi hijo se aliviará unpoco porque sabré que tú estás a su ladopara conservar mi recuerdo en sucorazón.

—Ojalá pudiera irme contigo —dijoAlice—. Pero tu padre no me daríapermiso. Es un hombre orgulloso,

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Yasmina, y el hecho de perder a suesposa sería otra humillación. Ojalá mehubiera ido contigo cuando, siendo tútodavía pequeña, experimenté misprimeros temores y Egipto me empezó adar miedo. Yo jamás me sentí a gustoaquí y tú tampoco. Quiero que te salves,Yasmina.

Alice abrazó súbitamente a su hija yla estrechó con fuerza, abrumada por laangustia y las emociones. «Es por ti,cariño, por lo que te he mentido apropósito de la niña. Lo he hecho paraque puedas escapar de este lugar, cosaque yo, por desgracia, no pude hacer. Siconocieras su existencia, si la hubieras

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sostenido en tus brazos aunque sólofuera una vez, hubieras estado perdida.Que Dios me perdone…».

Mientras Yasmina temblaba en susbrazos, Alice volvió a experimentar unapunzada de gélido odio contra Hassan al-Sabir, el monstruo que primero habíacorrompido y seducido a su hermanoEdward y después a su hija.

—Te escribiré y le iré dandonoticias de Muhammad —dijo,apartándose de Yasmina—. Y le hablaréde ti cada día. No permitiré que teborren de su memoria.

Yasmina miró a su madre a través delas lágrimas mientras la gente las

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empujaba por todas partes.—No sé cuándo volveremos a

vernos, madre. Jamás regresaré aEgipto. Me han declarado muerta; soy unfantasma. Tengo que crearme una nuevavida en otro lugar. Pero te prometo,madre, que nunca más volveré a ser unavíctima. Seré fuerte y tendré poder. Y,cuando tú y yo volvamos a reunimos, tesentirás orgullosa de mí. Te quiero.

Finalmente, Yasmina subió alaparato y se hundió con aire cansado enel asiento. Su pecho no podría alimentara la niña a la que nunca vería y susbrazos ansiaban sostener a la pobrecriatura deformada que no había

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sobrevivido al traumáticoalumbramiento. Pensando que ojalápudiera quedarse dormida y nodespertar jamás, Yasmina apoyó lacabeza en el respaldo y cerró los ojos.

De este modo, no pudo ver elperiódico que asomaba por el bolsillode un pasajero que se estabaacomodando en el asiento del otro ladodel pasillo. No vio el titular en letras degran tamaño que decía: LA REPÚBLICA ÁRABE UNIDA MOVILIZA A 100 000RESERVISTAS. Y tampoco leyó un titularen letras de menor tamaño bajo lafotografía de un hermoso y sonrienter o s t r o : HASSAN AL-SABIR,

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SUBSECRETARIO DE DEFENSA,ASESINADO.

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Quinta parte

1973

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27

La casa de la astróloga Qettah se hallabaescondida detrás del santuario de labienaventurada sayyida Zeinab, en unamísera callejuela llamada calle de laFuente Rosada. Sin embargo, allí nohabía ninguna fuente y el único color erael pardusco tono de los ladrillos dearena con los que se había construido laCiudad Vieja siglos atrás Antaño habíaaceras y adoquines, pero la suciedad sehabía ido acumulando en tal cantidadque el nivel de la calle había subido másde medio metro y sólo quedaba un

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angosto surco en el centro. Loshabitantes vestían desteñidas galabeyasy polvorientas melayas, los niñosjugaban en el suelo y las mujereschismorreaban desde unos insegurosbalcones que se proyectaban hacia fuerahasta el extremo de que la luz diurnaapenas podía penetrar en la calle.

Amira tenía un asunto ingente queresolver en aquella callejuela. Mientraspasaba bajo el arco de piedra queconstituía la entrada a la Ciudad Vieja,nadie le prestó la menor atención Enaquel barrio surgido antes de lascruzadas, era una más de las muchasformas femeninas envueltas de pies a

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cabeza en un negro manto que sólodejaba al descubierto los ojos y lasmanos. Mientras se acercaba a lamezquita de la sayyida Zeinab, rezópara que Qettah pudiera ayudarla.

El pasado le había vuelto a hablar através de un nuevo y emocionante sueñoY ella rezaba para que fuera una buenaseñal en aquellos tiempos tanturbulentos que corrían.

Se hablaba de acontecimientossobrenaturales que estaban teniendolugar en El Cairo… visiones defantasmas y fenómenos inexplicablesestrellas fugaces que surcaban casi todaslas noches el cielo nocturno, lluvia en la

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frontera con Sudan donde jamás habíallovido anteriormente y, durante variassemanas seguidas la aparición de laVirgen María sobre la más antigua yvenerada iglesia copta de El Cairo.Millares de personas habían acudido averla y, según la interpretación de lospatriarcas de la Iglesia, la Madre deDios les estaba diciendo a sus hijos que,puesto que los israelíes se habíanapoderado de Jerusalén y los cristianoscoptos ya no podían ir a verla allí, ellahabía ido a El Cairo para verlos a ellos.Todos aquellos signos y presagios sehallaban envueltos en la histeriageneralizada que se había extendido por

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todo Egipto.La causa era la vergonzosa derrota

de Egipto en la guerra de los Seis Días,durante la cual habían muerto quince milsoldados egipcios y varios miles máshabían resultado gravemente heridos.Los seis años transcurridos habían sidoun incierto período de guerra nodeclarada y de paz no instaurada, en elcual las escaramuzas se habían sucedidosin tregua en la Zona del Canal. Enaquellos momentos, los israelíes seguíanbombardeando objetivos en el AltoEgipto y se habían adentrado en el surnada menos que hasta Asuán,amenazando la presa cuya destrucción

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hubiera provocado la caída de unamuralla ele agua de un metro y mediosobre el valle del Nilo, anegando aldease inundando incluso El Cairo. La gentetenía miedo porque había perdido elánimo, el orgullo y la moral. Todo elmundo decía que era una señal de queAlá había vuelto la espalda a Egipto.

Mientras se mezclaba con la genteque se agolpaba a la entrada de lamezquita de la sayyida Zeinab, Amirapensó en su propio signo profético… unnuevo sueño que la visitaba desde hacíavarías semanas y en el cual un apuestoadolescente de unos catorce años lallamaba por señas. Era un sueño que la

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llenaba siempre de alegría y de paz yque jamás le producía temor. Rezabapara que fuera una buena señal.

Había tanta gente a la entrada de lamezquita que los carros tirados porasnos no podían pasar. Aunque elsantuario había sido durante muchossiglos un lugar de reunión depordioseros, huérfanos y viudas queacudían allí confiando en el auxilio de lasanta, el número de éstos se habíaincrementado considerablemente a raízde la guerra de los Seis Días, y laasistencia a las mezquitas de todoEgipto había aumentado en unseiscientos por ciento. Peor todavía que

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la derrota de Egipto era el hecho de quelos israelíes hubieran ocupado uno delos lugares más sagrados del Islam; laCúpula de la Roca, desde la cualMahoma había ascendido al Cielo. Paraborrar aquella ignominia, los imanesinvitaban a los fieles desde sus púlpitosa regresar a Alá, acusando a lostelevisores americanos y las radiosjaponesas que se exhibían en losescaparates de las tiendas de ser elvehículo de una moral laxa en la cual lasmujeres estudiaban carreras y elegían asus maridos o, peor todavía, se iban avivir por su cuenta. Todos aquellosfactores, afirmaban los imanes, eran

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signos de impiedad. Los israelíes,decían, habían ganado la guerra porqueeran un pueblo devoto. ¿Qué sería de losegipcios?

Envuelta en su negra melaya, Amiratragó saliva y siguió avanzando entreaquella gente como si fuera una bint al-balad, una «hija del país», ladenominación con la cual se conocía alas mujeres de las clases bajas. Mientraspasaba ante una joven envuelta en unanegra melaya de algodón sentada detrásde una pirámide de cebollas y unvendedor de guirnaldas de jazmines que,agachado en cuclillas, se estabamondando los dientes con un palillo,

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Amira pensó en los trastornos que habíaexperimentado el mundo. En otrostiempos, el velo era el símbolo de losricos y daba a entender que el esposoera acaudalado y la mujer estabaprotegida y era atendida por las criadasy no tenía que encargarse de ningunatarea, mientras que las mujeres pobresno llevaban velo porque éste hubieraconstituido un obstáculo en eldesempeño de sus cotidianosquehaceres. En cambio, en aquellosmomentos, las ricas iban sin velo parasimbolizar su nuevo estado de mujeresmodernas mientras que las mujeres de laclase baja se ponían la melaya para

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imitar a sus acaudaladas predecesoras.Sosteniendo una esquina de la negra

prenda de seda sobre la barbilla y laboca, contempló el ciclo profundamenteazul de El Cairo mientras un cálidoviento cargado de arena le arañaba lasmejillas, haciéndole recordar que al díasiguiente, el primero de la primavera,empezaría a soplar el jamsin. Los oloresde comida, sudor humano, excrementosde animales y jazmines le llenaron lacabeza mientras sentía la invisiblepresencia de Alá, contemplando laciudad en actitud de espera.

Al final, salió de aquella maraña degente y, pasando por delante de unas

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pequeñas tiendas oscuras que parecíancuevas de ladrones, encontró lacallejuela y la escondida puerta bajo unarco medio en ruinas. Llamó y vioasomar el rostro de Qettah.

Ya no era la misma Qettah de casitreinta años atrás, la que había estadopresente en el nacimiento de Camelia,sino la hija de la astróloga, la cual habíaocupado el lugar de su madre a lamuerte de ésta. Su arte secreto, le habíaexplicado la anciana Qettah a Amira encierta ocasión, se transmitía degeneración en generación, desde antesde la época del Islam. Cada astróloga sellamaba Qettah y daba a luz una hija a la

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cual le enseñaba los secretos de lasestrellas en previsión del día en quetuviera que ocupar su lugar. Todas sellamaban invariablemente Qettah desdelos tiempos de los faraones.

—La paz y las bendiciones de Alásean sobre esta casa —dijo Amiraentrando en la oscura vivienda.

A lo cual la astróloga contestó:—Y a ti te acompañen sus

bendiciones y su misericordia. Honrasmi humilde morada, sayyida. Estás en tucasa y confío en que puedas hallar alivioa tus inquietudes.

Amira jamás había visitado a estaastróloga anteriormente, pero la casa de

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la vidente era tal y como ella se la habíaimaginado, llena de cartas astrales,instrumentos astrológicos, plumas,tinteros y antiguos amuletos. Esperabaver algún gato por allí, pues Qettahsignificaba «gato» en árabe. Laastróloga afirmaba incluso que suestirpe procedía de un gato, cosa queAmira creía a pies juntillas. Y, sinembargo, no se advertía el menorindicio de que allí viviera ningúnanimal.

Mientras el té reposaba un poco enuna deslustrada tetera, ambas sesentaron junto a una mesa y Qettah tomólas manos de Amira entre las suyas. La

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adivina estudió las suaves palmas ypreguntó:

—¿Bajo qué estrella naciste,señora?

Amira vaciló. La única persona queconocía su secreto era Maryam Misrahique entonces vivía en la lejanaCalifornia.

—No lo sé, venerable —contestó.Unos penetrantes ojos la estudiaron.

—¿En qué casa lunar? Amirasacudió la cabeza.

—¿Cuál es la estrella natal de tumadre?

—No lo sé —dijo Amira, añadiendoen un susurro—; No sé quién fue mi

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madre.Qettah se reclinó en su asiento y la

silla chirrió bajo su peso.—Es una circunstancia muy

lamentable, señora. Sin conocer elpasado, jamás podremos vaticinar elfuturo. Todo está en manos de Alá. Tudestino está escrito en su gran libro.Pero yo no te lo puedo leer.

—Es que no he venido para que meleas el futuro, venerable. He venido paraque me interpretes un sueño y tal vezpuedas encontrar en él las respuestassobre el pasado.

—Cuéntame el sueño.Mientras Qettah escuchaba con los

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ojos cerrados, Amira le dijo:—Veo a un apuesto muchacho, que

todavía no es un hombre, alto y erguidocon unos grandes ojos azules y unasonriente boca de labios carnosos. Vaelegantemente vestido y me tiende lamano con un gesto lleno de gracia. En elsueño no habla, pero yo intuyo sumensaje… siento que intenta acercarse amí para decirme algo. El sueño sólodura unos segundos. Después elmuchacho desaparece.

—¿Sabes quien es?—No.—¿Has tenido este sueño más de una

vez?

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—Varias veces.—¿Te da miedo este joven?—Eso es lo más curioso, venerable.

Siento amor por él. ¿Quién es? ¿Esalguien que se encuentra atrapado en mimemoria perdida? Me hace señas de queme acerque como si me estuvierapidiendo que lo buscara.

Qettah estudió a Amira con susperspicaces ojos.

—¿Y tú crees que pertenece a tupasado?

—Lo intuyo con mucha fuerza. Perono lo veo en mis recuerdos.

¿Podría ser alguien que viviera en lacasa de la calle de las Tres Perlas

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dónde yo vivía de niña? ¿Es tal vez elespíritu de un hijo que nunca tuve? ¿Esmi hermano y pertenece a la parte másremota de mi memoria que yo heperdido?

—Puede que no sea nada de eso,sayyida. Puede que sea un símbolo dealgún hecho de tu vida. Ya veremos.

El té ya estaba a punto. Qettah llenóuna tacita desportillada e invitó a Amiraa beber. Cuando sólo quedaba unacucharada de líquido, Qettah tomó lataza con la mano izquierda y la hizogirar tres veces en amplios círculos.Después la invirtió y tomó el platitopara leer las hojas.

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El silencio invadió la estancia,interrumpido tan sólo por el chirriar dela antigua celosía de mashrabiyaagitada por el viento. Amira sintió queel viento hacía volar los bordes de lamelaya de seda alrededor de sustobillos mientras contemplaba el rostroinsólitamente arrugado de Qettah,pensando que cada una de las arrugasdebía de ser una frase o un capítulo dela vida de la astróloga. Qettah estabaconsultando las hojas con expresiónimpenetrable.

Al final, levantó la vista diciendo:—Es un muchacho de verdad,

sayyida. Alguien de tu pasado.

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—¿Vive todavía? ¿Dónde está?—¿Has visto alguna vez en tus

sueños una ciudad o un edificio,sayyida? ¿Algo que nos pudiera ayudara localizar su paradero?

—Tengo recuerdos de un alminarcuadrado.

—Ah, ¿tal vez el de la mezquita de al-Nasir Muhammad de la calle al-Muizz?

—No es ése. Me temo que elalminar de mis sueños no está en ElCairo sino muy lejos.

Qettah volvió a estudiar las hojas ydespués asintió con la cabeza paraconfirmar su lectura.

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—¿Dices que eres viuda, sayyida?—Desde hace muchos años. ¿Quién

es el muchacho? ¿Es acaso mi hermano?—Sayyida —dijo Qettah en tono de

asombro—, no es tu hermano sino tuprometido.

Amira frunció el ceño.—No lo entiendo. Yo no tuve ningún

prometido.—Ése es el muchacho con quien

hubieras tenido que casarte hace tiempo.Estabas comprometida en matrimoniocon él.

—Pero… ¿cómo es posible? ¡Yo norecuerdo nada de todo eso!

Apartando a un lado la taza y el

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platito, Qettah sacó un frasquito de latóny se lo entregó a Amira, diciéndole quelo sujetara entre sus manos y contarahasta siete. Después vertió el contenidoen un cuenco de agua y súbitamente seesparció por el aire un perfume de rosasmezclado con otra fragancia que Amirano pudo identificar, pero que lerecordaba el amanecer.

Qettah clavó los ojos en losremolinos del aceite y dijo tras uninstante:

—Emprenderás un viaje, sayyida.—¿Adónde?—A Oriente. Ah, aquí está otra vez

el prometido.

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Amira contempló el cuenco, perosólo vio las iridiscentes cintas del aceitesobre el agua.

—Sayyida —dijo Qettah finalmente,apoyando las manos sobre la mesa—,los signos indican que tu camino sedesvió de su destino inicial. Fuiste adonde no hubieras tenido que ir; nofuiste a donde hubieras tenido que ir.

—O sea que mis sueños sobre elataque a una caravana no son simplessueños sino verdaderos recuerdos. Loimaginaba, pero no podía estar segura.A lo mejor, mi madre y yo nosdirigíamos a ver a este muchachocuando nos atacaron y me secuestraron.

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—Eso no hubiera tenido que ocurrir,sayyida. Te estaba destinada otra vida.

—En nombre del Eterno —dijoAmira—. ¿Qué debo pues hacer?

—El joven te llama. Ve junto a él.Ve a Oriente.

—Pero ¿a qué lugar de Oriente deboir?

—Perdóname, pero eso no lo sé.Haz la peregrinación a La Meca,sayyida. A veces —dijo Qettah,esbozando una sonrisa que hizo surgir ensu rostro miles de arrugas— Alá nosilumina a través de la oración.

Amira abandonó la Ciudad Viejapresa de una profunda emoción,

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siguiendo las tortuosas callejuelas hastaque éstas cedieron el lugar a unas callesmás anchas y a la gran avenidaflanqueda por altos y modernos edificiospor cuya calzada los automóvilescirculaban a gran velocidad. Allí vionuevos signos de la guerra y laderrota… los sacos de arenaamontonados delante de las puertas y elpapel de color azul oscuro que cubríalas ventanas. La ciudad se estabapreparando para el Apocalipsis final.

Vio también signos del cambio delos tiempos. Las humildes melayas ygalabeyas de los barrios pobres estabancasi ausentes en la zona moderna de El

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Cairo, donde los jóvenes llevabanpantalones vaqueros y chaquetas deestilo occidental y las chicas mostrabanlas piernas bajo las cortas faldas. En unanuncio que dominaba la plaza de laLiberación una rubia en traje de bañobebía una botella de Coca Cola. A sulado, el anuncio de una películareproducía una escena en la que unhombre vestido de esmoquin empuñabauna pistola mientras a su espalda se veíala sombra de una seductora mujer.Cuando el semáforo cambió a verde,Amira se arrebujó en su melaya y cruzópresurosa la calle sin enterarse, a causade su analfabetismo, de que el anuncio

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correspondía a una película de HakimRauf y de que las actrices del repartoeran Dahiba y Camelia Rashid. Antes dedirigirse a las espaciosas avenidasarboladas de la Ciudad Jardín, Amiracruzó la plaza de la Liberación y semezcló con el intenso tráfico peatonal ymotorizado que estaba avanzando entrelos impresionantes leones de piedra quemontaban guardia a la entrada del puented e al-Tahrir. Allí empezó a escudriñarlos rostros de los hombres con quienesse cruzaba en un intento de reconocer enalguno de ellos al hermoso joven de sussueños. ¿Estás aquí cerca de mí?, sepreguntó. ¿Se han cruzado nuestros

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caminos cientos de veces sin quenosotros lo supiéramos? ¿Me ve en sussueños tal como yo era en mi infancia yse pregunta quién soy y por qué sueñaconmigo?

Se detuvo para contemplar el Nilo.Al día siguiente se iba a celebrar elS a h m el-Nessim, «la llegada de labrisa», la única fiesta compartida porlos musulmanes, los cristianos coptos eincluso los ateos, en la que se celebrabael primer día de la primavera. Lasfamilias se congregarían en las orillasdel río para comer al aire libre y buscarhuevos. Y habría algún ahogado.

Amira contempló el agua y

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experimentó una mezcla de emoción y deintuición de una desgracia inminente.Todo el mundo decía que el presidenteSadat estaba arrastrando a Egipto haciaotro conflicto con Israel. En caso de queasí fuera, ¿cuántos iban a morir estavez? ¿Qué otros jóvenes de la casaRashid derramarían su sangre en eldesierto?

Volvió a pensar en el muchacho desu sueño. Estaba segura de que él teníala llave de su pasado y de su identidad.Pero ¿en qué lugar del mundo lo iba aencontrar?

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—Espera, Sahra, deja que te ayude —dijo Zacarías, levantando la pesada ollade huevos duros y colocándola en elfregadero.

Secretamente complacida por susatenciones, Sahra contestó:

—Alá bendiga tu ayuda, mi jovenamo. Hoy no me encuentro muy bien,pero mañana ya estaré como nueva siAlá quiere.

La cocina estaba llena de ruidososniños que, congregados alrededor de lagran mesa, estaban pintando los nuevosy atando cintas a los conejitos de

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chocolate. Tahia, una de las personasadultas que estaban supervisando sutarea, miró a Sahra con cierta curiosidady recordó que tía Doreya se habíaquejado de malestar a la hora deldesayuno. Esperaba que no fuera unatardía gripe invernal capaz de empañarla alegría de los niños durante losfestejos de la primavera.

De pronto, el pequeño Asmahan, deseis años, lanzó un grito.

Otros dos niños estallaron ensollozos y los gemelos de ocho meses deOmar se pusieron a berrear.

—Niños, niños —dijo Tahia,tratando de restablecer el orden—.

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Muhammad, no hubieras tenido quehacer eso. Mira que pegar a tu primo, unmuchachote tan mayor como tú…

Se acercó la mano al bajo vientre yenderezó la espalda. Estaba embarazadade ocho meses.

Nefissa, sentada también a la mesacon los niños, le dijo a su hija:

—No regañes al niño, Tahia. Laculpa la ha tenido Asmahan —añadió,acariciando el cabello del pequeñoMuhammad, de diez años, mientras ledaba un trozo de chocolate.

El chiquillo se parecía tanto a Omarcuando tenía su edad que Nefissa nopudo reprimir el impulso de darle otro

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cariñoso abrazo.Tahia intercambió una mirada con

Zacarías y éste pensó en su fuero internoque Muhammad necesitaba que alguienle metiera en cintura. El niño no tenía laculpa. Su padre permanecía largastemporadas ausente trabajando enproyectos del gobierno y, aunque sumadrastra Nala, la segunda esposa deOmar, sabía educar muy bien a suscuatro hijos, la que tenía autoridad sobreMuhammad era Nefissa, la cual leestaba echando a perder con sus mimostal como antaño hiciera con Omar.

—Cuando yo era pequeña —dijoSahra depositando en la mesa otra fuente

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de huevos—, el hombre más rico de laaldea, el jeque Hamid, repartía entre losniños patitos y pollitos hechos conazúcar y almendras. A los másafortunados nos regalaban ropa, nadietrabajaba en los campos, salíamos amerendar fuera y escuchábamos lospetardos que disparaban los chicos a laorilla de la acequia. En nuestra aldeahabía algunas familias cristianas yrecuerdo que ésa era la única vez en quetodos celebrábamos juntos una fiesta.

Cuando se volvió hacia el fregadero,Sahra se acercó una mano al vientre ehizo una mueca de dolor.

Zacarías envolvió un huevo en una

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servilleta y le enseñó al pequeño AbdulWahab la manera de hacer un dibujosobre la cáscara con un lápiz de cera.

—¿Has ido a ver a tu familia, Sahra?—preguntó, mirando a Tahia por elrabillo del ojo.

Su lozano cuerpo de embarazadadespenaba en él un ardiente deseo. Enotros tiempos, pensaba que la pureza eramuy seductora, pero ahora habíadescubierto que la fecundidad lo eratodavía más.

—No, mi joven amo —contestóSahra, tomando un gran vaso de agua. Ensu vida había tenido tanta sed—. No hevuelto desde que me fui cuando era niña.

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—Pero ¿no echas de menos a tufamilia?

Sahra pensó en su querido Abdu, quela había dejado embarazada de Zacaríasy a quien Zakki se parecía tanto.

—Mi familia está aquí —dijo,bendiciendo en silencio el recuerdo deAbdu.

—¡Mamá! —gritó uno de lospequeños—. ¡Quiero hacer caca!

—¿Otra vez?—Yo lo llevo —dijo Basima

tomando al niño en brazos yabandonando con él la cocina.

Fadilla, la hija de Haneya, frunció elceño mientras su tía se retiraba de la

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cocina. A los veinte años. Padilla aúnno estaba casada, lo cual era muy raro,teniendo en cuenta su gran parecido consu bisabuela Zu Zu cuya belleza habíasido legendaria.

—Yo también he pasado en velatoda la noche —dijo—. No sé si lafamilia habrá pillado algo.

—Ya es el sexto caso de diarrea quetenemos —dijo Tahia—. Creo queUmma tiene un remedio para eso.

Zacarías la observó mientras abríaun armario y examinaba las pulcrashileras de tarros, botellas y frascos,todos ellos meticulosamente etiquetadoscon los secretos símbolos de Amira. El

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día en que Tahia se había casado con elmaduro Jamal Rashid, Zacarías juró notocar jamás a ninguna otra mujer. Yhabía cumplido su palabra. Pero tambiénestaba cumpliendo otro juramentosecreto esperarla hasta que volviera aser libre. Porque él tenía la certeza deque ambos estaban hechos el uno para elotro.

Lo había vislumbrado en una visiónel día en que murió en el desierto delSinaí.

Sintiendo su mirada, Tahia levantólos ojos y le dirigió una sonrisa.

Pobre Zakki pensó. ¡Qué efectos tanterribles le había causado la guerra! Se

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le estaba cayendo el cabello, tenía loshombros encorvados y llevaba unasgafas de gruesos cristales. A losveintiocho años, Zacarías parecía unviejo; incluso uno de los hijos de Tahialo había llamado por equivocación«abuelo Zakki».

Si, por lo menos, hubiera conseguidoconservar su empleo. El hecho demantener contacto diario con los chicosde una clase le hubiera podido ayudar amantenerse joven. Pero Zacarías habíasufrido uno de sus «ataques» delante delos alumnos y éstos se habían llevado unsusto tremendo, por lo que el director dela escuela había prescindido de él.

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Ahora toda la familia cuidaba de élespecialmente las mujeres, las cuales lominiaban y vigilaban en todo momento,temiendo que sufriera otro ataque. No seproducían muy a menudo; el último lohabía sufrido más de un año atrás. Sinembargo, cuando lo padecía, era tanvulnerable como un niño recién nacido.

Tahia no sabía exactamente lo queZakki veía cuando le ocurría aqueltrastorno; sólo una vez, en los meses quesiguieron a su regreso del Sinaí,Zacarías trató de describir el «paisajede su locura» tal como él lo llamaba…una terrorífica imagen de yermodesierto, tanques incendiados, cuerpos

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carbonizados, aparatos cayendo enpicado desde el cielo y estallando enmedio de unos grandes surtidores dearena. Los médicos militares dijeron queZacarías había muerto efectivamente enel campo de batalla, pues su corazóndejó de latir y ya no respiraba, por cuyomotivo certificaron su muerte. Pero,momentos después, abriómilagrosamente los ojos y revivió.Nadie sabía dónde había estado duranteel largo instante que medió entre doslatidos de su corazón.

Pero Zacarías sí lo sabía. Habíaestado en el Paraíso.

Y, como consecuencia de ello, había

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regresado de la guerra tan lleno debeatífica paz y serenidad que, en supresencia, todo el mundo se calmaba ytranquilizaba. Tahia lo veía rodeado deuna especie de halo de dulzurasobrenatural… sus ojos, su voz, susmanos parecían los de alguien de cuyocuerpo se hubiera escapado el almahumana para que su lugar lo ocupara unalma de ángel. A veces Tahia le teníamiedo porque le parecía un ser de otromundo, pero otras veces su corazónrebosaba de amor por él. La guerra lehabía cambiado de la misma manera quehabía cambiado Egipto y a la propiaTahia: a sus veintisiete años, ésta

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ocultaba un secreto: aunque JamalRashid fuera su marido, su verdaderoamor era Zacarías.

Amira entró en la cocina diciendo:—Sabah el-jeir, mañana de bondad.Los niños interrumpieron lo que

estaban haciendo, se levantaronrespetuosamente y dijeron:

—Sabah el-nur, Umma , mañana deluz.

Después, reanudaron sus ruidosasactividades.

Como había subido directamente asus aposentos a la vuelta de su secretavisita a Qettah para quitarse lapolvorienta melaya y lavarse la cara

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antes de reunirse con la familia, Amirano daba la impresión de que acabara deregresar del populoso barrio de Zeinab.Su elegante atuendo, consistente en unafalda de lana negra y blusa de sedanegra, medias y lustrosos zapatos detacón, pulseras de oro, sortijas debrillantes y esmeraldas y un sencillocollar de perlas, la había transformadoen una b i n t al-balad en una bint al-zawat, una «hija de la aristocracia».De acuerdo con la creencia, que ellasiempre había enseñado a sus chicas,según la cual la segunda cualidad másapreciada de una mujer después de lavirtud era la belleza, aquel día Amira

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había puesto especial esmero enmaquillarse, dibujando sus cejas con uncuidadoso trazo, perfilando hábilmentesus carnosos labios y aplicando polvosa una tez extremadamente juvenil quejamás había conocido el jabón sino tansólo las mejores cremas y aceites. Sucabello, naturalmente negro, mostrabaahora unos bonitos reflejos castañosrojizos gracias a una aplicación semanalde alheña, y realzaba su sedosasuavidad, recogiéndoselo hacia atrás enun moño francés sujeto con unospasadores de brillantes. Se movía congracia y autoridad, estaba ligeramentegruesa, señal de que había tenido hijos y

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vivía bien y nadie hubiera adivinado porsu aspecto que estaba próxima a cumplirlos setenta años.

Miró con una sonrisa a los niños queestaban conversando entre sí comomonitos parlanchines mientras pintabanhuevos y, de paso, se pintaban unos aotros. Le parecían unas tiernas ramitasde las distintas ramas del árbol Rashid;nueve de ellos, sus propios nietos,poseían sus mismos ojos almendrados,un rasgo que no tenían los Rashid. Sepreguntó qué antepasado suyo de ojosalmendrados habría legado aquellacaracterística a los niños. ¿Qué sangrehe transmitido? Puede que lo averigüe

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cuando sepa quién es el muchacho queme llama en mis sueños.

Unas carcajadas la devolvieron a larealidad de la cocina. Si todos los díasfueran iguales, pensó, animándosesúbitamente… ¡Toda la casa llena dealegres risas infantiles! Sin embargo,con la nueva costumbre de que losjóvenes matrimonios se fueran a vivirpor su cuenta y las solteras optaran porvivir solas, el número de los residentesen la casa de la calle de las Virgenes delParaíso se había reducidoconsiderablemente. Los cinco hijos deOmar —Muhammad, de diez años, elhijo que había tenido Yasmina, y los

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cuatro hijos que le había dado susegunda esposa— y los hijos de Tahia—el pequeño Asmahan, de seis años, ysus tres hermanos y hermanas menores—no vivían allí. Tampoco vivían allí lasjóvenes que estaban ayudando a losniños a pintar los huevos: Salina, laesposa de uno de los hijos de Ayesha,muerto en la guerra de los Seis Días;Nasrah, la mujer de Tewfik, el sobrinode Amira; y Sakinna, una prima de larama familiar de Jamal Rashid. Unaschicas encantadoras, pensó Amira, perode ideas demasiado modernas. SóloNarjis, llamada así por la flor delnarciso, la hija de diecisiete años de

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Zubaida, la sobrina de Amira, parecíaapreciar la modestia tradicional. Dehecho, sus primas se burlaban de ellapor haber dado un paso atrás, adoptandoel nuevo «atuendo islámico» que lasuniversitarias estaban empezando allevar.

Amira era la responsable del futurode todos aquellos niños y aquellasjóvenes, tanto si vivían en la casa comosi no. Ya había visitado al señor AbdelRahman, que vivía unas puertas másabajo, para concertar la boda entreSakinna y el hijo de Abdel Rahman, queaquel año terminaría sus estudios en launiversidad. En cuanto a Salma, que ya

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llevaba viuda demasiado tiempo, Amirahabía puesto los ojos en el señor Walid,que ocupaba un cargo muy bienremunerado en el ministerio deEducación. La exaltada hija de dieciséisaños de Rayya, que en aquel momentoestaba colocando los huevos y losconejitos en unos cestos, estaría madurapara una boda en cuestión de uno o dosaños. Amira le buscaría un hombre quefuera enérgico y supiera frenarla. Pero¿qué hacer con Eadilla, la beldad deveinte años que había anunciado supropósito de elegirse ella misma elmarido?

—Esta noche habrá cinco personas

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más a cenar, Sahra —dijo Amira,acercándose a la mesa para examinar losnueve pollos que se iban a asar en elhorno—. Ha telefoneado el primoAhmed y ha dicho que vendrá a pasarlas fiestas aquí con Hosneya y los niños.

Lo cual significaba que en la casahabría un total de cincuenta invitados, unnúmero que llenaba de satisfacción aAmira. En tiempos difíciles, era buenoque la familia se mantuviera unida.

Miró a través de la ventana de lacocina y vio que, de la noche a lamañana, el mishmish había florecido,prometiendo una abundante cosecha dealbaricoques. Se preguntó qué estaría

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haciendo la otra Mishmish, la nietadesterrada. Tal como hiciera su padreAlí, el cual se había negadoorgullosamente a volver a pronunciar elnombre de Fátima, Ibrahim no habíavuelto a mencionar el nombre deYasmina desde el día en que ésta sehabía ido.

«Mi hijo dijo que no lloraríamos porti, nieta de mi corazón. Pero yo lloro porti y lo he hecho todos los días desdeaquella terrible noche».

—Ven a sentarte. No tienes buenacara —le dijo Zacarías a Sahra. Al oírsus palabras, Amira se asombró de quesu secreto hubiera sobrevivido a lo

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largo de todos aquellos años. CuandoIbrahim se presentó en casa con lamendiga, veintiocho años atrás, ellatemió que la muchacha revelara laverdad sobre el niño. Sin embargo,Sahra jamás había traicionado aquellaconfianza y había pasado a convertirseen la cocinera de la familia mientras queZacarías seguía siendo el herederoRashid.

Se abrió la puerta que daba accesoal jardín y entró Alice, vestida parasalir. Pasando junto a Amira, Alice ledio un beso a Muhammad.

—Mira qué tengo para ti, cariño —dijo entregándole un sobre—. Acaba de

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llegar. Es una tarjeta de Pascua de tumamá.

Mientras los demás niños seacercaban para ver la bonita tarjeta deAmérica. Alice le dijo a Muhammad:

—¿Sabes una cosa? Cuando yo erapequeña en Inglaterra, nos levantábamosmuy temprano el domingo de Pascua ysalíamos al jardín para ver cómobailaba el sol en el estanque.

El niño la miró con los ojosenormemente abiertos.

—¿Y cómo puede bailar el sol,abuela?

—Baila de alegría por laresurrección de Jesús.

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Cuando estaba a punto de limpiarleuna mancha de chocolate que tenía en lamejilla, Nefissa le quitó al niño latarjeta de la mano diciendo:

—Ven aquí, tesoro. La abuela tieneuna cosa para ti.

Alice miró a la hermana de Ibrahim,cuyo rostro aparecía muy tenso bajo elmaquillaje, y pensó: «Antaño éramosamigas; ahora somos abuelas rivales».

—Voy a salir, madre Amira. Quieroir de compras con Camelia.

—Alice, querida, te veo muy pálida.¿Te encuentras bien?

—Tengo un poco de diarrea —contestó Alice, poniéndose los guantes.

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—Parece que toda la familia estáalgo indispuesta. Prepararé un té dehierbas aromáticas. Alice, ¿puedohablar un momento contigo?

Ambas se apartaron un poco de losdemás.

—He decidido hacer laperegrinación a La Meca y quisiera quetú me acompañaras —dijo Amira.

—¿Yo? ¿Quieres que te acompañe aArabia Saudí?

—Hace tiempo que deseo hacer esteviaje, pero nunca encontraba la ocasiónadecuada. Esta mañana he consultadocon Qettah y he comprendido que ahoraes el momento de ir. ¿Me querrás

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acompañar?Alice reflexionó un instante y

después preguntó:—¿Es un viaje muy largo?—Puede ser corto o largo según nos

convenga. —Amira miróinquisitivamente a Alice—. Iré a rezarala Kaaba. Arabia es un lugar muyespiritual, un buen lugar para pensar ymeditar sobre la propia vida. Piénsalo.Ahora tengo que ir a ver a Ibrahim.Quiero ir cuanto antes.

La sala de actos del Sindicato de lasMujeres de El Cairo estaba llena a

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rebosar, pues más de mil mujeres sehabían congregado allí para oír hablar alpresidente de Libia, Muammar al-Gaddafi, sobre el futuro de lasmujeres árabes. Cuando entró en la sala,Camelia llamó la atención de todos lospresentes. Gracias a su esbelto cuerpode danzarina y a sus zapatos de tacón,daba la impresión de ser muy alta. Sehabía perfilado los ojos con kohl yllevaba el negro cabello recogido con unsolo pasador, lo cual creaba unaalborotada nube alrededor de su cabeza.Las mujeres la solían mirar con envidiay los hombres con anhelo. Sin embargo,en todos los años que llevaba en el

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mundo del espectáculo, su nombre jamásse había relacionado con ningúnescándalo ni con la más mínima aventuraa pesar de su arrebatadora belleza, locual había hecho que su fama deseriedad aumentara la envidia y losanhelos.

Se acomodó en una de las primerasfilas entre el director de la Media LunaRoja y la esposa del ministro deSanidad. Ahora que Sadat erapresidente, Egipto se había convertidouna vez más en el centro de las artes delmundo árabe y Camelia era una artistafamosa. Las mujeres se acercaron a ellapara felicitarla por su última película.

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—Tu familia debe de estar muyorgullosa de ti —le dijeron.

Pero a Camelia no le constaba quenadie de su familia fuera a ver suspelículas o presenciara sus actuacionesen las salas de fiestas. Aunque era bienrecibida en la calle de las Vírgenes delParaíso, su relación con Amira era untanto forzada.

—Tú eres una Rashid —le decía suabuela—. Y las mujeres Rashid nobailan en presencia de desconocidos.

La reconciliación que ella esperabaentr e Umma y Dahiba no se habíaproducido porque cada una insistíatercamente en decir que era la otra quien

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debía dar el primer paso.Pensó que ojalá Dahiba estuviera

allí en aquellos momentos, sin embargo,al no poder publicar sus poesías enEgipto, Dahiba se había visto obligada atrasladarse al Líbano, donde un editorhabía accedido a publicar su obra. Otrasno habían tenido tanta suerte. Justo elaño anterior, la doctora Nawal al-Saadawi, la gran escritora feministaegipcia, había sido incluida en la listanegra del gobierno y todos sus libros ydocumentos habían sido confiscadosCamelia sabía que en la sala habíamuchas feministas, otras que no lo eran yalgunas que se mostraban indecisas sin

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saber muy bien cómo aplicar lacreciente influencia del feminismooccidental a una sociedad cuyos valoresy tradiciones diferían tanto de los deOccidente. Pero Camelia tenía las ideasmuy claras ya era hora, se decía, de quelas mujeres de Egipto entraran en els iglo XX y reclamaran sus derechoscomo seres humanos iguales a loshombres. Empezando con el derecho dela mujer a controlar su propio cuerpo,pensó recordando a su amiga Shemessa,que se había sometido recientemente auna operación ilegal de aborto.

Al final, se iniciaron los actos. Elpúblico guardó silencio, el presidente

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Sadat presentó al orador y cuandoGaddafi subió al estrado, en lugar de darcomienzo a su conferencia, sorprendió atodo el mundo volviéndose de espaldasal público para escribir algo en lapizarra que había en la pared.

La sala guardó silencio al principio,pero después empezaron a escucharsemurmullos Camelia leyó estupefacta loque el presidente libio había escrito:«Virginidad, Menstruación, Parto».

Volviéndose de cara al sorprendidopublico, Gaddafi explicó que laigualdad para las mujeres era imposiblea causa de su anatomía y fisiología,comparando a las mujeres con las vacas,

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afirmó que habían sido colocadas en elmundo no para trabajar codo a codo conlos hombres sino para tener hijos yamamantarlos.

El público estalló.Las mujeres se levantaron de sus

asientos enfurecidas por el insulto y,cuando el presidente libio defendió supostura, afirmando que las mujerestenían una constitución más débil y nopodía esperarse de ellas que soportaranlos mismos riesgos que los hombres, porejemplo, el calor de las fábricas o laspesadas cargas de los obreros de laconstrucción, una famosa periodista selevantó y habló con tal autoridad que

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todo el mundo enmudeció paraescucharla.

—Señor presidente —dijo—, ¿haexpulsado usted alguna vez un cálculorenal? Los hombres me aseguran que esalgo muy doloroso y casi insoportable.Imagínese ahora, señor presidente, situviera usted que expulsar un cálculo detamaño cien veces superior al normal,digamos un tamaño equivalente al de unmelón. ¿Lo podría usted resistir?

Las mujeres aplaudieron y lanzarontales vítores que Camelia temió por uninstante que el techo se viniera abajo. Lajoven consultó su reloj. El acto habíaempezado con retraso; se preguntó si

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Alice ya la estaría aguardando fuera.

Cuando el taxi se detuvo junto albordillo delante del Sindicato de lasMujeres de El Cairo, Alice pensó¡Arabia Saudí!, y se sorprendió de quela perspectiva le resultara tanemocionante. Puede que, tal como habíadicho Amira, fuera una ocasión parameditar sobre su propia existencia.

Su depresión se había agudizado araíz de la partida de Yasmina. Lo queantes era una fría corriente subterráneaque horadaba la roca de su alma, sehabía convertido ahora en un río

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embravecido que discurría justo a florde piel. A veces lo oía incluso en susoídos como dos impresionantescascadas. «Tensión arterial elevada», lehabía dicho el doctor Sanky, el médicoinglés de la calle Ezbekiya, recetándoleunas pastillas que ella no quería tomar.Sabía que no era la tensión sino lamelancolía, aquella anticuada palabraque alguien había escrito en elcertificado de defunción de su madrecomo la «causa» de su muerte.

Mientras pensaba en el viaje aArabia, recordó algo que acababa dever unos minutos antes a través de laventanilla del taxi El taxi se había

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detenido en un cruce y ella había vistoun anuncio de «7-Up» fijado a una paredmedio en minas junto a una antiguamezquita. Y entonces le pareció que enEl Cairo se estaba librando una guerrainvisible y mortal entre el pasado y elfuturo, entre Oriente y Occidente. Lasbebidas norteamericanas sin alcoholestaban muy solicitadas, pero, al mismotiempo, los dirigentes religiosos nocesaban de predicar el regreso a lasantiguas costumbres. Cuando el taxivolvió a ponerse en marcha, la imagense le quedó grabada en la mente elbrillante cartel de color rojo y verde allado de un alminar medieval. Cuanto

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más pensaba en la imagen, tanto máscomprendía su significado en relacióncon su propia persona. Yo soy eseanuncio, pensó.

Puede que un viaje fuera una buenaterapia, se dijo. Unas cuantas semanaslejos de la calle de las Vírgenes delParaíso y lejos de Ibrahim, unaposibilidad de examinar serenamente mivida.

Cuando una alargada limusina negraocupó el lugar que el taxi había dejadolibre, la gente de la calle se detuvo amirar. Desde la muerte de Abdel Nasseracaecida tres años atrás y la expulsiónde los rusos decretada por Sadat, la

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ostentación había vuelto por sus fuerosen Egipto. Aquél era el automóvil deDahiba, el que ésta había guardado en elgaraje durante los años del gobierno deNasser. Ahora Dahiba era la estrellamás fulgurante del país, sus actuacionesconstituían siempre un gran espectáculoy sus películas atraían a grandesmultitudes; Dahiba era una diosa y a losegipcios les gustaba que sus diosasvivieran bien.

Sin embargo, no fue Dahiba quiendescendió del impresionante vehículosino una diosa en miniatura con doslargas trenzas y una boca en cuya partesuperior se veía el hueco de un diente

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que se le acababa de caer.—¡Tía Alice, tía Alice! —gritó la

niña, saltando a la acera. Alice seagachó para estrechar en sus brazos a lachiquilla de seis años, aspirando lafragancia de su cabello recién lavado.

—¿Estás preparada para ir decompras, cariño? —le preguntó Alice,saludando con la mano a Hakim Rauf,que en aquel momento estabadescendiendo del automóvil.

La pequeña Zeinab brincó arriba yabajo, tomando la mano de Alice.

—¡Mamá dice que me podrécomprar un vestido nuevo! ¿Es verdad,tía Alice?

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La mamá a la cual la niña se referíaera Camelia, a quien ella consideraba sumadre. Sin embargo, la pequeña Zeinab,con su pierna marchita, era, en realidad,la hija de Yasmina, y Alice no era su tíasino su abuela.

—La paz de Alá sea contigo, miencantadora dama —dijo el marido deDahiba, acercándose.

Los años de prosperidad habíanaumentado la circunferencia de lacintura del director cinematográfico,pero él lo disimulaba muy bien con suscaros trajes italianos confeccionados ala medida. Le precedía una vaharada deagua de colonia, de cigarros puros y

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también, a pesar de no ser todavía elmediodía, de whisky escocés. Susrubicundas mejillas se hincharon cuandoesbozó una sincera sonrisa decomplacencia al saludar a Alice, a lacual se abstuvo de abrazar, comohubiera hecho en privado, para noescandalizar a los viandantes.

—Buenos días, Hakim. Espero quetodo vaya bien. Rauf levantó las manos.

—¡Todo marcha viento en popacomo puedes ver, mi bella dama! Peroyo estoy cada vez más asqueado. LaAdministración no me permite hacer laspelículas que yo quisiera. Películassobre cosas reales. Quizá convendría

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que me fuera con mi mujer al Líbano,donde hay más libertad.

Rauf había querido rodar unapelícula sobre una mujer que asesinabaa su marido y a la amante de éste. Perolas autoridades le habían puesto trabas.El mensaje de la película hubiera sido:un hombre puede matar a una mujer y sucrimen quedar prácticamente impune,pero la ley castiga severamente a unamujer por el mismo delito.

—Cuando un hombre mata a unamujer, lo hace para proteger su honor —le había dicho el censor—. En cambio,las mujeres no tienen honor.

—¡Tía Dahiba nos ha llamado por

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teléfono! —dijo Zeinab, tirando de lamano de Alice—. ¡Desde Beirut!

Alice sufría al ver a aquella niña tanpreciosa y perfecta, de no haber sidopor la pierna inservible que la obligabaa caminar de una manera forzada. Zeinabera el vivo retrato de Yasmina, pero enversión sepia, pues tenía los ojos azulesde su madre, pero su tez era aceitunadacomo la de Hassan al-Sabir.

Alice estaba a punto de preguntarle ala niña qué había dicho Dahiba cuandose abrió la puerta de la sala de actos,dejando escapar brevemente el rumordel tumulto femenino de su interior, yapareció Camelia.

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—Hola, tía —dijo Camelia, besandoa Alice—. Como el acto ha empezadocon retraso, he decidido salir antes deque termine. ¿Oyes a las mujeres de aquídentro? ¡Quieren asar al presidenteGaddafi en un espetón! ¿Cómo está miniña? —añadió, tomando en brazos aZeinab y estampando un gran beso en sumejilla.

Zeinab se rió y trató de soltarse.—¡Si hace sólo una hora que me has

visto, mamá! Tía Alice dice que me va acomprar un huevo de chocolate. ¿Me daspermiso, mamá? ¡Por favor!

Los ojos de Camelia se cruzaronbrevemente con los de Alice en una

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silenciosa comunicación. Ninguna de lasdos estaba pensando en los huevos dechocolate sino en el acuerdo tácito queambas habían mantenido desde elprincipio.

Seis años atrás, cuando, a su regresode Port Said, Camelia preguntó dóndeestaba Yasmina. Amira le dijo que sesentara y le contó lo ocurrido. Cameliatrató de defender a su hermana:

—Hassan la forzó. Lo hizo parasalvar a la familia.

Al ver a la pobre criatura deformeque Yasmina había rechazado, lacomprensión que le inspiraba suhermana se transformó en cólera.

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—Toma a la niña —le dijo Amira—. Tú nunca podrás tener hijos, peroAlá te ha regalado una hija.

De este modo, Camelia habíaadoptado a su sobrina y le habíaimpuesto el nombre de sayyida Zeinab,la Madre de los Tullidos.

Zeinab era ahora toda su vida y, porla pequeña huérfana, ella observaba unaconducta intachable. No tenía amantes yjamás se la veía sola en compañía deningún hombre. Se había inventado unatrágica y respetable historia para laniña: el padre de Zeinab había muertoheroicamente en la guerra de los SeisDías. La niña era también la razón de

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que Camelia hubiera dejado de actuar enel Cage d’Or. La gran popularidad de ladanza oriental había dado lugar a laaparición de una jerarquía, por la cuallas danzarinas de más categoría sóloactuaban en hoteles de cinco estrellascomo el Hilton. Las de inferior categoríay más dudosa reputación moral actuabanen los clubs y los cabarets. Y,finalmente, no sólo por Zeinab sinotambién por sí misma, Camelia le habíapedido a Hakim Rauf el marido deDahiba, que fuera su representante, puesuna artista sin un protector varón podíaser víctima de los directores de loshoteles y convertirse en un blanco fácil

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para sus admiradores.Mientras se dirigían al automóvil y

Hakim explicaba que acababa de recibiruna llamada de Dahiba desde Beirutdiciéndole que su libro se iba a publicaren octubre, Alice intuyó las confusasemociones que solía experimentarCamelia cuando ambas estaban juntas yZeinab era el catalizador del pasado.Sin embargo, Alice jamás diría laverdad. Había aprendido de Amira elarte de guardar secretos. De la mismamanera que había mentido diciéndoles alos demás que Yasmina habíaabandonado a la niña y diciéndole aYasmina que la niña había nacido

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muerta, seguía mintiendo cada vez que leescribía una carta a Yasmina y le dabanoticias sobre la familia sin mencionarjamás a la hija que Yasmina ignorabatener. Lo había hecho por una solarazón: para que Yasmina tuviera laoportunidad de librarse de la familia yescapar de Egipto, cosa que ella nohabía podido hacer.

—¿A que no sabéis una cosa? —dijo—. Madre Amira me ha pedido que laacompañe a Arabia.

—O sea que, al final, se ha decidido—dijo Camelia—. Desde que yo tengouso de razón, Umma siempre ha estadoplaneando hacer la peregrinación. ¡Qué

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emocionante va a ser para ti, Alice!Al llegar al automóvil, Alice se

apoyó de repente en él.—Dios bendito —musitó. Hakim la

sostuvo por el codo.—¿Qué ocurre, querida?—Llevo toda la mañana indispuesta

y ahora… —contestó Alice,acercándose una mano al estómago yhaciendo una mueca—. ¡Me estoymareando!

—Te llevaremos al hospital. Subeen seguida.

—¡No! Al hospital, no… aquímismo, en esta calle, al consultorio deIbrahim, Daos prisa…

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Amira esperó a que la enfermera deIbrahim abandonara la estancia.

—Estaba deseando decírtelo, hijo.Los preparativos del viaje tienen queempezar en seguida.

Ibrahim se quitó la blanca bata delaboratorio y la colgó cuidadosamente.

—Me alegro de que finalmente tehayas decidido, madre, pero no pensaráshacer el viaje sola, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Le he pedidoa Alice que me acompañe, Ibrahim.

—¿A Alice? ¿Y qué ha dicho ella?—Ha dicho que ya lo pensará, pero

presiento que le gusta la idea. Le sentará

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bien, Ibrahim. Desde que Yasmina sefue, tú y Alice no habéis sido felices.Puede que una peregrinación al lugarmás sagrado de la tierra le eleve elánimo. ¿Te gustaría venir con nosotras?

Mientras contemplaba a Huda, suenfermera, empujando el carrito de losmedicamentos hacia la sala deexploraciones, Ibrahim pensó en sumujer. En los seis años transcurridosdesde la partida de Yasmina, Aliceapenas había cambiado, como no fuerapor el hecho de que últimamente se laveía más apagada. Seguía cuidando sujardín inglés bajo el abrasador sol deEgipto y seguía yendo una vez a la

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semana a la peluquería FiFi parapeinarse el rubio cabello cuyo brillo sehabía apagado levemente con el paso delos años. Y cultivaba un reducidocírculo de amistades: la esposa de unprofesor de la Universidad Americana,natural de Michigan como su marido;una inglesa llamada Madeline, casadasin entusiasmo con un egipcio; y laseñora Florny, una viuda canadiense quese había instalado en El Cairo a lamuerte de su marido norteamericano acausa de la malaria. Las cuatro exiliadasse reunían dos veces a la semana parajugar al bridge y entregarse a lanostalgia, haciendo una pausa en medio

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de la abrumadora presencia egipcia quedominaba sus vidas. Pero Ibrahim sabíaque aquellos rituales mundanos eran unaespecie de escondrijo para Alice, unosvulgares actos cotidianos que laayudaban a no tener que enfrentarse conel dolor y la cólera que sin duda debíasentir. Porque él también los sentía yvivía de acuerdo con una sencilla pauta:levantarse con el sol, rezarmecánicamente, desayunar, ir alconsultorio, atender a sus pacientes,dormir la siesta, atender a más pacientesy dedicar las últimas horas de la noche alos libros, la correspondencia y la radio.Raras veces veía a Alice; no le había

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pedido que acudiera a su dormitoriodesde la noche en que Yasmina se fue.

Jamás hablaban de aquella terriblenoche de junio, víspera de la humillantederrota de Egipto; Ibrahim no queríapensar en ella tan siquiera. Algunasveces, sin embargo, recordaba a suantiguo amigo Hassan, muerto enmisteriosas circunstancias. Losperiódicos habían informadosimplemente de que Hassan había sidoasesinado no se había mencionado enninguna parte que lo hubieran castrado.Y la policía jamás había descubierto alautor del delito.

—No puedo acompañarte a Arabia

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Saudí, madre —contestó, tomando lachaqueta—, pero, si Alice quiere, tienemi permiso para hacerlo.

—A ti te sentaría bien laperegrinación, hijo mío. La gracia deAlá te sanaría.

Ibrahim pensó en la inmensidad deldesierto y el cielo de Arabia y lepareció que eran un espacio demasiadogrande para reflexionar. Además, sabíaque el hecho de hacer la peregrinaciónhubiera sido tan estéril como las vacíasoraciones que recitaba cinco veces aldía. ¿Cómo puede Alá concederle sugracia a un hombre que ha perdido la fe?A un hombre que antaño lo maldijo…

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Ibrahim observó a su enfermeramientras se preparaba para marcharse.Huda era una capacitada enfermera deveintidós años que cada día tenía queregresar a casa corriendo para prepararla comida de su padre y sus cincohermanos. Una vez le había comentadoentre risas a Ibrahim:

—Cuando yo nací, mi padre se pusotan furioso al ver que su primer hijo erauna niña que amenazó a mi madre conrepudiarla como no le diera un varón lasegunda vez. Bismillah, ¡le debió demeter el miedo en el cuerpo, porquedespués mi madre ya no volvió a tenermás hijas!

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Ibrahim le preguntó a qué sededicaba su padre y la chica contestó:

—Vende bocadillos en la plaza deTalaat Harb. Entonces Ibrahim envidióal vendedor de bocadillos. Mientras laenfermera guardaba las cosas en su sitio,Ibrahim oyó a través de la ventanaabierta la radio del bar de abajo. Lasevera voz del locutor estaba dando lasúltimas noticias: los últimos asesoresmilitares rusos habían sido expulsadosde Egipto, la policía había aplastadootra revuelta estudiantil en laUniversidad de El Cairo y doscolaboradores de la Casa Blanca habíansido acusados de tener conocimiento

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previo del inesperado registro delWatergate. Ibrahim cerró la ventana.Nunca daban buenas noticias. Y lomismo hacían los periódicos con susdiarias noticias sobre la disminución delas exportaciones de algodón y, porconsiguiente, de los ingresos queIbrahim obtenía de sus plantaciones deldelta. Corrían malos tiempos paraEgipto; hasta el más grande escritor vivode Egipto, Naguib Mahfuz, sólo escribíarelatos de muerte y desesperación.Ibrahim pensaba cada vez más en losviejos tiempos en que Faruk mandaba enel país. ¿De veras habían transcurridoveintiocho años desde que él y Hassan,

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unos despreocupados jóvenes deveintitantos años, iban de casino encasino en compañía de su Rey?

Miró de nuevo a su madre, cuyarepentina visita al consultorio le habíasorprendido. Era la primera vez queAmira acudía allí.

—¿Por qué medio piensas ir aArabia, madre? —le preguntó—. ¿Enbarco? ¿En avión?

—Disculpe, doctor Ibrahim, ya mevoy —dijo Huda alegremente, entrandoen la estancia para recoger su jersey. Apesar de tener que atender a seishombres exigentes, la muchacha seconsideraba muy moderna y liberada y

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era evidente que estaba enamorada de sujefe—. Llevará mañana a su familia alrío para el Shamm el-… —La joven sevolvió hacia la puerta—. ¿Qué ha sidoese ruido?

Ibrahim se levantó justo en elmomento en que se abría la puerta yentraba Alice, sostenida por HakimRauf.

—¿Qué es eso? —preguntó,acercándose a su mujer—. ¿Qué haocurrido?

—Estoy bien, Ibrahim… pero tengoque ir al lavabo. Rápido…

—Huda —dijo Ibrahim.La enfermera se situó

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inmediatamente al lado de Alice y laacompañó a la otra estancia, seguida deAmira. Ibrahim miró a Camelia.

—¿Qué te ha dicho? ¿Tiene fiebre?—No tiene fiebre, papá. Dice que se

ha pasado en vela toda la noche condiarrea. Lo mismo les ha ocurrido aotros miembros de la familia.

Huda regresó al despacho.—Venga en seguida, doctor. La

señora Rashid está vomitando. Cameliay Hakim empezaron a pasear por eldespacho de Ibrahim mientras se oíanunos gemidos desde el otro lado de lapared. Minutos más tarde, Ibrahimapareció en la puerta.

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—No sé lo que es —dijo—. Haperdido mucho líquido, pero, demomento, está descansando. He tomadouna muestra. Puede que un examenmicroscópico preliminar nos indiquealgo —añadió, retirándose.

En un Cuartito de dimensionesapenas más grandes que las de unarmario y que él utilizaba comolaboratorio, Ibrahim preparó unportaobjetos y rezó para que pudierasentar un diagnóstico.

—¿Qué es, Ibrahim? —preguntóAmira, pensando de repente que lafigura de Ibrahim, mirando a través de lalente del microscopio, le hacía recordar

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a Qettah cuando examinaba las hojas deté—. ¿Qué le pasa a Alice?

—Rezo para que no sea más que unaintoxicación alimentaria —contestóIbrahim. Sin embargo, al enfocar elmicroscopio y ver los característicosbacilos en forma de coma moviéndoserápidamente cual si fueran estrellasfugaces, se reclinó en su asiento ymusitó anonadado—: Oh, no.

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28

—¿Qué voy a hacer? Sólo me faltan tresmeses para obtener el título. ¿Es justoque me rechacen ahora?

Jasmine contempló los aterrorizadosojos de su vecina, una joven estudianteen régimen de intercambio procedentede Siria, y vio en ellos sus propiaspreocupaciones. Los Estados Unidos,tras haber roto sus relacionesdiplomáticas con distintos paísesárabes, estaban anulando los visados ydevolviendo a los estudiantes a Siria,Jordania y Egipto. Aunque todavía no le

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habían enviado la notificación, Jasminetemía recibirla de un momento a otro.No podía regresar a Egipto. Su familiala consideraba muerta; en seis años, nose había comunicado con ninguno de susparientes, exceptuando las cartas queregularmente le escribía su madre.

—¡Nos envían a todos a casa! —dijo la chica de pie delante de la puertade Jasmine bajo una fina lluvia—. ¿Yate han enviado la notificación?

Jasmine sacudió la cabeza, perosabía que era sólo cuestión de tiempo.Como a su vecina, a ella también lefaltaban únicamente tres meses para laobtención del título y, por si fuera poco,

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acababan de aceptarla en la facultad deMedicina.

—¿Conoces a Hussein Sukry, el quevivía en el apartamento al lado del mío?—preguntó la chica—. Se fue la semanapasada. Esperaba poder mantener a sufamilia en cuanto terminara sus estudiosde ingeniería química. Pero ahora havuelto a Ammán sin título y sin trabajo.¿Qué vamos a hacer? Si te enteras dealguna solución, ya me lo dirás. Masalaama, Dios te guarde —añadió,cruzando el patio del edificio deapartamentos en cuya piscina las gotasde lluvia estaban creando unos levesescarceos.

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Tratando de dominar su temor,Jasmine consultó su reloj y, viendo quellegaría tarde a la cita como no se dieraprisa, tomó el bolso, el jersey y lasllaves del automóvil y salió, cerrandocuidadosamente la puerta a su espalda.

Un cielo metálico cubría desde hacíavarios días aquella comunidadestudiantil del sur de Californiaencaramada a un peñasco sobre elocéano Pacífico. Mientras coma alascensor para bajar al parkingsubterráneo, Jasmine contempló el cielocolor peltre y pensó que era como unreflejo de su estado de ánimo. Desdeque se habían empezado a recibir las

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notificaciones de la oficina deInmigración y Nacionalización, una fríay negra depresión se había apoderadodel reducido grupo de estudiantesmusulmanes que asistían a la cercanauniversidad. ¿Por qué los castigaban aellos por las acciones políticas de suspaíses? ¿Qué tenía que ver el conflictoentre Egipto e Israel con nada o connadie de más allá de sus fronteras?

Mientras entraba en el ascensor,pensó que en Egipto ya estaríanempezando a soplar los jamsins, lastormentas de arena que siempreanunciaban su cumpleaños y el de suhermana. Jasmine cumpliría veintisiete y

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Camelia veintiocho.Cuando se abrieron las puertas del

ascensor, salió sin mirar y chocó con unjoven.

—Perdón —dijo, agachándose paraayudarle a recoger los libros y papelesque se le habían escapado de las manosal sufrir el encontronazo—. ¡No te hevisto!

—No te preocupes —contestó él,entregándole el bolso que se le habíacaído al suelo—. Oye, tú eres Jasmine,¿verdad? La del apartamento deenfrente…

Apartándose el rubio cabello de lacara, Jasmine contempló un sonriente y

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conocido rostro. Pertenecía a un jovende cabello y barba dorados rojizos,gafas de montura de concha, remendadospantalones vaqueros y sandalias. Sellamaba Greg Van Kerk y vivía cuatropuertas más abajo.

—Sí, Jasmine Rashid —contestóella. Cinco años atrás, en el momento desolicitar el visado para los EstadosUnidos, había modificado la grafía de sunombre—. Perdona, por poco te tiro alsuelo.

—No se me ocurre ninguna maneramejor de empezar el día —dijo elmuchacho con una sonrisa—. Como nofuera tal vez la de conseguir poner en

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marcha mi coche. Cuando llueve, nofalla —añadió, señalando con un gestode la mano un viejo Volkswagen a suespalda—. En los meses que tienen unaerre nunca se pone en marcha. Y, ¿sabesuna cosa?, hoy es el único día en quenecesariamente tengo que ir a clase. —Contempló las llaves que ella sosteníaen la mano—. Supongo que vas alcampus, ¿verdad?

Jasmine vaciló. Aunque ella y GregVan Kerk eran vecinos desde hacía unaño y se intercambiaban saludos junto alos buzones de la correspondencia ocuando cruzaban el patio, el joven erapara ella un desconocido. A pesar de

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llevar seis años viviendo entre losoccidentales, Jasmine aún no habíaaprendido a relajarse en compañía de unhombre que no perteneciera a su familia.

Recordando que se encontraba enotro país en el que imperaban otrasnormas y que estaba en presencia de unapersona que necesitaba ayuda, contestótímidamente:

—Te puedo llevar si quieres.Dos minutos más larde, ambos

circulaban por la autopista de la Costadel Pacífico en dirección al verdepromontorio desde el cual unauniversidad de veinte mil alumnoscontemplaba las embravecidas olas que

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se estrellaban contra las rocas.—No parece que estemos en

primavera, desde luego —dijo Greg trasuna pausa de silencio—. Quiero decirque, en el sur de California, nunca suelellover tanto.

La primavera, pensó Jasmine,asiendo con fuerza el volante. Shamm el-Nessim. Su familia habría bajado alNilo o a los Jardines de la Presa paracomer al aire libre y lucir los vestidosrecién estrenados. Faltaban diez díaspara el décimo cumpleaños de su hijoMuhammad.

—Bonito automóvil —dijo Greg,tocando el tablero de instrumentos del

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flamante Chevrolet.Jasmine recordó que Greg Van Kerk

vivía en uno de los apartamentos másbaratos del edificio y trabajaba a horascomo chico de recados para pagarse enparte la manutención. Pensando en suabollado Volkswagen y contemplandosus vaqueros remendados y el agujerodel codo de su jersey, Jasmine se alegróde su suerte. La casa y los fondos que suabuelo le había legado en Inglaterra lereportaban unos buenos ingresos. Era eldinero del remordimiento del ancianoconde, pensó, tras haber desheredado asu hija por su boda con un árabe.

De pronto, se produjo un atasco y

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vieron unas rojas luces de emergenciaun poco más allá.

—Lo que faltaba —dijo Greg—.Cuando caen dos gotas, los californianosdel sur se asustan y sacan el automóvil.

—Bismillah! —exclamó Jasminepor lo bajo, recordando la urgente citaque tenía.

—¿Cómo?—He dicho «En el nombre de

Dios». Es árabe.—Ah, sí, alguien me dijo que

procedías de Egipto. No tienes pinta deárabe.

Al llegar a los Estados Unidos porinvitación de Maryam Misrahi tras

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haberse pasado un año en Inglaterra.Jasmine descubrió la escasapopularidad de que gozaban los egipciosen Norteamérica. A raíz de la guerra delos Seis Días, incluso había habidopeleas en la universidad entre losestudiantes árabes y los judíos ypintadas hostiles contra los egipcios enlas paredes. Durante los primeros díasque pasó en casa de los Misrahi en elvalle de San Fernando, oyó unadiscusión entre Rachel, la nieta deMaryam, y su hermano, un sionista quehabía manifestado su oposición a alojaren su casa a una egipcia.

—¡Papá nació en El Cairo! —

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replicó Rachel—. ¡Nosotros somosegipcios, Harun!

—Yo me llamo Aarón —dijo eljoven— y, en primer lugar, somosjudíos.

Fue entonces cuando ella decidióabreviar su visita y buscarse unapartamento donde vivir. Pero ahora quela situación se había vuelto a agravar yel rumor de sables había aumentado aambos lados del canal de Suez, Jasminese alegraba de poderse mezclar como uncamaleón con los occidentales.

—Tengo entendido que eldepartamento de Estado está expulsandoa los estudiantes árabes. ¿Eso también te

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va a pasar a ti? —preguntó Gregmientras el tráfico de la autopista de lacosta se interrumpía casi por completo.

—Pues no lo sé —contestó Jasmineen un susurro—. Espero que no.

Al observar con cuánta fuerza asíaJasmine el volante, Greg se preguntó sila causa sería el resbaladizo piso de laautopista, el accidente que se habíaproducido un poco más allá o eldepartamento de Estado.

—Te debes de sentir un pocodesplazada aquí —dijo—. Quiero decirque Egipto debe de ser muy distinto delos Estados Unidos, ¿verdad?

Jasmine advirtió que la voz de Greg

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le gustaba y procuró relajarse. Sinembargo, aparte su hermano y susprimos, tenía muy poca experiencia en eltrato con los representantes del otrosexo.

Jasmine miró de soslayo a Greg,repantigado indolentemente en elasiento, y pensó en la despreocupadamanera de vivir de los norteamericanos.Al lado de aquel joven, noexperimentaba ninguna sensación deamenaza o de peligro para su virtud.Recordó la advertencia preferida deAmira («Cuando un hombre y una mujerestán juntos a solas, Satanás es sucompañero») y se preguntó dónde

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estaría metido Satanás en aquelautomóvil que trataba de avanzar en lacongestionada autopista en una lluviosamañana primaveral. «Se ha quedado enEgipto con mi padre y con la maldiciónque él me echó». Un recuerdo afloró depronto a la superficie de su mente: «Serácomo si hubieras muerto…». Jasmine loempujó hacia abajo para enterrarlo,como siempre hacía. «Borra el pasado,no pienses en él».

—Oh, no, los Estados Unidos no soncomo Egipto —dijo mientras un agentede la patrulla de tráfico los obligaba adesviarse alrededor de las señalesluminosas que indicaban el lugar del

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accidente.Al ver que ella no añadía nada más,

Greg la estudió detenidamente y observópor primera vez sus ojos intensamenteazules y la oscura tonalidad rubio mielde su cabello.

—Me gusta tu acento —dijo—. Unpoco británico, pero sazonado conespecias.

—Viví algún tiempo en Inglaterraantes de trasladarme a los EstadosUnidos. Y mi madre es inglesa.

—¿Cómo era la palabrota que hasdicho hace unos minutos?

—Bismillah, pero no es unapalabrota. El Corán nos exhorta a tener

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siempre el nombre de Dios en nuestroslabios. Pero a los norteamericanos noles gusta pronunciar el nombre de Dios.Y eso a los musulmanes nos resulta unpoco raro, porque el Profeta nos enseñóa invocar el nombre de Dios tan amenudo como fuera posible para tenerlede este modo en nuestros pensamientos.Y, además, como los malos espíritustemen el nombre de Dios, nosotros lopronunciamos a menudo para alejarlos.

—Pero ¿tú crees en los malosespíritus? —le preguntó Greg,mirándola con asombro.

—Casi todos los egipcios creen enellos.

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Al observar que Greg la miraba conuna sonrisa burlona, Jasmine notó que sele encendían las mejillas.

—Pero, entonces, ¿qué clase demédica vas a ser? —preguntó el joven.

—Quiero llevar la medicina a laspersonas que, de otro modo, no tendríanacceso a ella. Mi padre tiene unconsultorio en El Cairo…, Muchospobres acuden a él porque los médicosde la sanidad pública les dan miedo yporque la gente que trabaja en loshospitales públicos suele pedirsobornos. Mi padre atiendegratuitamente a muchas personas y, aveces, algunos pacientes le pagan con

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gallinas o cabras.—¿Y tú regresarás allí para trabajar

con él?—No, yo me iré a otro sitio. Hay

necesidades en muchos lugares delmundo. —Jasmine esbozó una tímidasonrisa—. Me parece que hablodemasiado.

—¡Qué va! Además, todo esto meinteresa mucho. Soy antropólogo…bueno, estoy haciendo la licenciatura.

—Me da un poco de vergüenza —dijo Jasmine, hablando tan bajo que suvoz apenas podía oírse sobre eltrasfondo del rumor de la lluvia—. Allíde donde yo vengo, una soltera no puede

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hablar libremente con un hombre conquien no esté emparentada porque lareputación de una soltera en Egipto esalgo muy frágil.

Contempló la marejada del grisáceoocéano y vio a lo lejos una densamuralla de lluvia acercándose a la costa.

—En los Estados Unidos —añadió,intuyendo que Greg estaba esperandoque prosiguiera—, si una mujer quierevivir sola sin estar casada, puedehacerlo. En cambio, los egipcios creenque todas las mujeres quieren casarse yno conciben que pueda haber alguna queno lo quiera. —Pensó en Camelia que,según la última carta de Alice, todavía

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no se había casado—. Aquí, enCalifornia, he visto a algunas chicas queincluso persiguen a los hombres que lesinteresan. En Egipto, la persecución estáreservada al hombre y la mujer que esobjeto de su interés tiene que andarsecon mucho cuidado. Si un hombre laquiere y le pide una cita y ella la acepta,el hombre le pierde inmediatamente elrespeto y deja de interesarse por ella.En cambio, sí ella le rechaza, su respetoy su deseo se intensifican. Al final, elhombre le pide a la chica que se casecon él en la esperanza de que ellaacepte. Y ahí está lo más difícil porque,si ella rechaza finalmente su

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proposición, él se siente insultado yofendido y entonces la llena deimproperios. Incluso hace correrrumores sobre su reputación y ella nopuede impedirlo. Egipto es un mundo dehombres —añadió en un susurro.

Greg la miró largo rato antes dedecir:

—Me parece que echas mucho demenos tu tierra.

Jasmine pensaba que era mucho másque eso; no sólo echaba de menosEgipto, sino que experimentabaconstantemente un apetito físico yespiritual. Estaba hambrienta de aquellacultura en la que la oración dividía la

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jornada en cinco partes; echaba demenos a los vendedores callejeros delas ruidosas esquinas de El Cairo, losolores y las fiestas, las risas, el llanto ylos gritos de la gente. Viviendo sola enun apartamento, no experimentaba laconsoladora sensación de tener a sualrededor una gran casa animada por losespíritus de las generaciones que habíanvivido allí antes que ella y por las risasde los niños y las primas, todospertenecientes a la familia Rashid, conunas mismas creencias, temores yalegrías. En su apartamento se sentíaaislada, como un miembro mutilado deaquel cuerpo, casi como si sólo fuera un

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espíritu y ya hubiera muerto. Como si yase hubiera cumplido la sentencia demuerte pronunciada por su padre.

—O sea que tú eres la única quevive aquí, ¿verdad? —dijo Greg—.Quiero decir que toda tu familia siguetodavía en Egipto, ¿no?

¿Cómo hubiera podido explicarle aGreg Van Kerk el castigo de su padre?¿Con qué palabras hubiera podidorevelarle que, de haber vivido en unaaldea, su padre y sus tíos hubieranestado legalmente autorizados a matarlapor el hecho de haberse acostado con unhombre que no era su marido? ¿Cómohubiera podido transmitirle el terror que

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le inspiraba la posibilidad de que ladevolvieran a Egipto, siendo así que sehabía convertido en un fantasma entrelos vivos y sería una proscrita en supropio país, donde sufriría unaislamiento y una soledad mucho peoresque los que había sentido en Inglaterra olos Estados Unidos?

Cuando aparecieron ante sus ojoslos edificios y los altos pinos de launiversidad, Jasmine pensó: «¿Acasolos muertos también lloran?». Porque,aunque ahora la separaran seis años deaquella terrible muerte, no pasaba ni unsolo día sin que ella llorara la pérdidade su hijo nacido muerto y de su hijo

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vivo.A través de Alice mantenía un frágil

vínculo con el niño, pero temía que éstela estuviera olvidando rápidamente.Cada año le enviaba postales y regalosel día de su cumpleaños y Alice leenviaba a ella a su vez fotografías deMuhammad en el zoo, con el uniformede la escuela o montando a caballo enlas pirámides. Pero la carta que ellasiempre esperaba encontrar en su buzón,garabateada con mano infantil yencabezada con un «Mi queridamamá…», esa jamás la recibiría.

Muhammad nunca fue mío, pensómientras se dirigía al parking. Nunca me

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perteneció a mí, sino tan sólo a Omar y alos Rashid.

—Sí —dijo, girando la llave delencendido—, mi familia vive en Egipto.

Antes de descender del vehículo,Greg se detuvo un instante para mirarla.Cuando un año atrás había visto a lajoven rubia que ocupaba en solitario elcaro apartamento de la parte anterior deledificio y que se mantenía apartada sinasistir jamás a ninguna de las barbacoasque se organizaban junto a la piscina,pensó que era una esnob. Tras cruzarcon ella algunas palabras en lalavandería y en el garaje, llegó a laconclusión de que era simplemente

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tímida. Ahora modificó una vez más suopinión y pensó: «No es tímida sinorecatada». Le extrañó no haber aplicadojamás aquel calificativo a ninguna otrapersona. No es que parecieraexactamente una monja, pero su formade comportarse, su conservadora manerade vestir e incluso su cabello, quehubiera podido ser un poco indómito sinaquellos pasadores que lo refrenaban, lehacían recordar a las monjas de loscolegios católicos a los que habíaasistido de niño. Sin embargo, había enella algo más que su exótico aspecto, suacento británico y su aire de misterio;era una expresión de infinita tristeza y

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de profunda desdicha. Por un instante,Greg se olvidó de los alquileresatrasados y de su viejo Volkswagen parapreguntarse cuál sería la razón de lahonda tristeza que embargaba a aquellajoven.

—¿Te apetecería salir alguna noche?—le preguntó—. ¿Al cine y a tomaralguna pizza por ahí?

Jasmine le miró asombrada.—Gracias, pero no creo que fuera

posible. Me paso todo el día estudiandoy tengo que prepararme para el ingresoen la facultad de Medicina.

—Sí, claro. Lo comprendo. Graciaspor traerme —dijo Greg, bajando del

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vehículo—. Bueno pues, ¿qué vas ahacer?

—¿Cómo dices?—Me refiero a lo del departamento

de Estado. ¿Y si te ordenan queabandones los Estados Unidos? ¿Quéharás entonces?

—Tengo una cita con el decano de lafacultad de Medicina —contestóJasmine en tono esperanzado, aunque laexpresión de sus ojos dejara traslucir uncierto temor—. Puesto que me hanaceptado para el curso que empieza enotoño, puede que me echen una mano,inshallah.

—Inshallah —murmuró también

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Greg, observándola mientras cruzaba elcésped en dirección al imponenteedificio de ladrillo rojo de la facultadde Medicina de la universidad.

Viendo que amenazaba lluvia, Jasminedecidió tomar un atajo a través delLathrop Hall. Cuando las puertas decristal se cerraron a su espalda, vio antesus ojos un largo pasillo lleno depersonas con batas de laboratoriocorriendo de un lado para otro contablillas sujetapapeles y estetoscopios,solas o bien formando animados grupos.A través de las puertas abiertas se veían

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laboratorios y despachos cuyas placasdecían: Parasitología, MedicinaTropical, Educación en SanidadPública, Enfermedades Infecciosas. Enel aire se aspiraba una sensación deurgencia y determinación; Jasmine sabíaque aquél era el mundo que lecorrespondía.

Mientras bajaba por el transitadopasillo, pensó que, si el decano de lafacultad no pudiera ayudarla, tal vezalguien de aquellos departamentospodría hacerlo. No le era posible hablarcon todo el mundo, pero podía ponerseen contacto con los que iban a ser susprofesores; estaba segura de que éstos

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tendrían interés en que se quedara aestudiar allí.

Al llegar al final del pasillo, lellamó la atención un anuncio escrito amano, fijado a una puerta abierta… y,concretamente, la palabra «árabe». Seacercó un poco más para leerlo: «Senecesita ayudante para trabajar en unproyecto editorial: traducción de unmanual sanitario para el Tercer Mundo.La tarea incluirá mecanografía,investigación médica y manejo de lacorrespondencia. Conocimientos deárabe preferibles, pero no esenciales.Tardes y fines de semana». Firmaba eldoctor Declan Connor, Departamento de

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Medicina Tropical.Miró hacia el interior y vio un

despacho muy pequeño en el que apenashabía espacio para un escritorio, unasilla y unos archivadores, conpublicaciones, libros y papeles portodas partes. Había una máquina deescribir entre varias cajas de fichas. Elúnico ocupante del despacho, un hombreque debía de ser el doctor Connor,estaba tratando de explicarle a alguienpor teléfono que necesitaría unordenador.

Al ver a Jasmine en la puerta, leindicó por señas que entrara mientras ledecía a su interlocutor:

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—Me están apretando las tuercas. Selo explicaré todo en seguida. Me temoque nos tendremos que dar muchaprisa… el editor ha adelantado la fechade publicación y la OrganizaciónMundial de la Salud me comunica quecasi todos los organismos sanitarios delmundo árabe están solicitando el libro.

Jasmine observó inmediatamente doscosas: que aquel hombre hablaba conacento británico y que era muy atractivo.

—Mientras espera —le dijo elhombre a Jasmine, sosteniendo elteléfono entre la barbilla y el hombro—,puede que le interese echarle un vistazo.

Depositó un libro en sus manos y,

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antes de que ella pudiera decir nada,reanudó su conversación telefónica.

Le había entregado un libro de grantamaño semejante a una guía telefónicacuyo título era CUANDO USTED TIENEQUE HACER DE MEDICO. En lailustración de la cubierta se veía a unamadre africana con su hijo delante deunas cabañas de paja. Pasando laspáginas, Jasmine vio ilustraciones depersonas enfermas, lesiones, microbios,instrucciones sobre vendajes, formas demedir y administrar medicamentos ydiagramas de la ordenación ideal de unaaldea. Aunque se utilizaba terminologíamédica y farmacéutica, el texto estaba

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redactado en un lenguaje muy sencillo.Alguien había hecho unas anotaciones almargen: en una página que hablaba delsarampión, figuraba escrita la palabramazla seguida de un punto interrogativo.

Jasmine miró a su alrededor y susojos se detuvieron en los numerososcertificados y cartas enmarcadas quecolgaban al azar en las paredes. Undesconcertante póster mostraba a unjoven africano vestido con pantalones ycamisa y visiblemente embarazado.Debajo, en grandes caracteres, figurabala pregunta: «¿Te gustaría verte así?».La pregunta se repetía en lo que ellasupuso que debía de ser suajili, pues

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unas letras pequeñas al fondo del pósterindicaban que éste había sido producidopor la Comisión de PlanificaciónFamiliar de Kenia.

Entre los papeles que seamontonaban sobre el escritorio, unanota decía: «Definición de vacuna: unasustancia que, cuando se inyecta a unratón blanco, se transforma en un trabajocientífico». En otro trozo de papelpegado al borde del escritorio, alguienhabía escrito: «Los viejos profesoresnunca mueren; se limitan simplemente aperder facultades». Después Jasmine viouna fotografía de un hombre, una mujer yun niño, de pie delante de una puerta en

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la que un letrero decía: MISIÓN GRACE TREVERTON[2]. En segundo plano sedistinguían unos edificios de bloques dehormigón con tejados de hojalata y unasmujeres africanas portando cestos en lacabeza.

Jasmine estudió al doctor Connor, elcual seguía hablando por teléfono. Lecalculaba unos treinta y tantos años,aunque la chaqueta de tweed, la corbatamarrón y el conservador corte de sucabello castaño oscuro le hacíanaparentar más edad, parecía un sersurgido del pasado. Casi todos loshombres del campus eran como GregVan Kerk y habían optado por los

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pantalones vaqueros, las sandalias y elpelo largo. A pesar de su edad, el doctorConnor no parecía haber experimentadola menor influencia del movimientohippy.

Jasmine trato de llamar su atención,pero él le indicó con un gesto de lamano que en seguida estaría con ella.Consultó su reloj, tenía que ir a ver aldecano. Estuvo tentada de marcharse,pero la curiosidad la indujo a quedarse.

—No, un momento —le dijo eldoctor Connor a su invisible interlocutor—. No me pase a nadie, yo sóloquiero… —Miró a Jasmine comopidiéndole disculpas y añadió—: Me

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siento como una rata en un laberinto.¿Sí? ¿Oiga? Mire, no me pase a nadie.Soy el doctor Connor, de MedicinaTropical…

Jasmine le observó, fascinada.Declan Connor parecía llenar la estanciacon una desbordante energía a duraspenas contenida por su rígida postura,sus cortantes palabras y la brusquedadde sus gestos. El cuello de la camisa leasomaba por encima de la chaqueta en laparte de atrás como si se hubiera vestidoa toda prisa y, mientras hablaba porteléfono, no paraba de rebuscar entre lospapeles de su escritorio como si fueraun hombre acostumbrado a hacer

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siempre varias cosas a la vez. Connordaba la impresión de correr sin moversede sitio.

A Jasmine le gustaban su aspecto, surecta nariz y sus bien esculpidasmejillas y mandíbulas, unos rasgosindudablemente agresivos queacrecentaban la impresión devehemencia. De pronto, Connor hizo unrepentino movimiento y le cayeron unospapeles al suelo. Cuando miro con unaturbada sonrisa a Jasmine, ésta sintióque el corazón le daba un vuelco en elpecho.

—Sí, muy bien —dijo finalmenteConnor colgando el teléfono mientras

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lanzaba un suspiro de exasperación—.¡Aquí toda la culpa la tiene laburocracia del Estado! Pero usted no sepreocupe —añadió con una radiantesonrisa—. Si no podemos disponer deun ordenador, lo halemos tal como lohacían nuestros antepasados… con unamáquina de escribir eléctrica. Bueno,¿qué le parece? —preguntó, señalandoel libro que Jasmine sostenía en su mano—. Este manual lo escribió en los añoscuarenta una gran señora llamada GraceTreverton, en Kenia. Desde entonces seha actualizado muchas veces,naturalmente, pero, hasta ahora, sólo seha publicado en inglés y suajili. La

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Fundación Treverton me ha pedido quele haga una visión árabe con loscooperantes sanitarios de los paísesárabes. Como vera, ya he empezado ahacer anotaciones al margen.

—Sí —dijo Jasmine, pasando laspáginas hasta una sección titulada«Educación alimentaria», uno de cuyosapartados se refería a la importancia delbuen manejo y la cocción de losalimentos—. Aunque eso seguramenteno será necesario —añadió,mostrándole a Connor el párrafo sobrela triquinosis, en el que, con grandesletras mayúsculas, se aconsejaba nocomer jamás carne de cerdo que no

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estuviera bien cocida—. Porque estarádestinado a los musulmanes, que nocomen carne de cerdo.

—Lo sé, pero es que nosotrostrabajamos también en pobladoscristianos.

—Y esto de aquí. —Jasmine regresoa la página dedicada al sarampión—.Usted ha escrito la palabra «mazla». Siquiere decir sarampión en árabe, lapalabra es nazla.

—Santo cielo No me había dichousted que hablaba el árabe. Espere. —Eldoctor Connor alargó la mano hacia unasgafas que había encima del escritorio yse las puso—. Usted no es la estudiante

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que yo he contratado.—Perdone, doctor Connor —dijo

Jasmine, devolviéndole el libro—. Nohabía tenido ocasión de explicárselo.

—¿No estoy escuchando el acentode una paisana? ¿De qué parte deInglaterra es usted?

—No he nacido en Inglaterra, perosoy medio inglesa. Nací en El Cario.

—¡El Cairo! ¡Una ciudad fascinante!Estuve un año enseñando en laUniversidad Americana de allí, me solíaplanchar las camisas un tipo llamadoHabib de la calle de Yussuf al-Gendi.Se llenaba la boca de agua, la escupíasobre la camisa y después la planchaba,

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sujetando la plancha con los pies Habibestaba empeñado en casarme con suhija. Yo le decía que ya estaba casado,pero él me contestaba que dos esposaseran mejor que una. No sé si estarátodavía por allí. Nuestro hijo estuvo apunto de nacer en el Cairo. Pero eligiónada menos que el aeropuerto de Atenaspara hacer su entrada en este mundo.Eso fue hace cinco años. No hemosregresado a los países árabes desdeentonces ¡En fin! ¡El mundo es unpañuelo! ¿En qué puedo ayudarla?

Jasmine le explicó al doctor Connorel problema que tenía con el Servicio deInmigración.

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—Sí —dijo Connor—, mal asunto.Es completamente absurdo. Yo heperdido ya a tres alumnos ¿Ha recibidousted la notificación? Puede que tengasuerte. Algunos consiguen escapar de lared. —Hizo una pausa y pareció estudiara Jasmine. Después consultó el reloj yañadió—. La estudiante a la que hecontratado ya lleva cuarenta y cincominutos de retraso. Igual no aparece. Yaha ocurrido otras veces… les sale otracosa mejor. Si no viene, ¿le interesaríael trabajo? Lo haría usted perfectamentebien porque domina el árabe.

Jasmine pensó que le encantaríatrabajar para el doctor Connor.

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—Eso si no me expulsan —dijo.—Mire, si le envían la notificación,

yo escribiré una carta al Servicio deInmigración y Nacionalización en sunombre. No le garantizo que déresultado, pero no estará de más. Y laoferta de trabajo sigue en pie. Me temoque la remuneración es muy baja. LaFundación no vende el libro, sino que lodistribuye gratuitamente allí donde esnecesario. Pero nos podríamos divertirtrabajando juntos. —Connor esbozó unasonrisa y añadió—: Recemos para queno le envíen la notificación. Inshallah,ma salaama.

Jasmine tuvo que hacer un esfuerzo

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para reprimir la risa. Su pronunciaciónera espantosa.

Mientras se abría paso entre lasmanifestantes congregadas frente alSindicato Estudiantil, Rachel Misrahi sepropinó mentalmente un bofetón. Si nohubiera convencido a Jasmine de queindicara como domicilio oficial laresidencia de los Misrahi («Así notendrás que registrarte en el FBI cadavez que cambies de casa»), en aquellosmomentos ella no tendría que cumplir laenojosa tarea de entregarle a su amiga lacarta certificada del Servicio de

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Inmigración y Nacionalización deWashington. Rachel Misrahi, unacorpulenta muchacha de veinticincoaños, se abrió camino a codazos entrelas manifestantes que portaban pancartascuyo texto decía MATA DE HAMBRE A LARATA. NO LE PREPARES LA CENA ESTANOCHE. Se llevaría un disgusto enormesi Jasmine tuviera que regresar a Egiptodespués de haberla ayudado amatricularse en aquella escuelauniversitaria en la que ella tambiénhabía estudiado.

No tenía tiempo para escuchar lasprotestas de las feministas, pero aceptólas octavillas y les dijo antes de entrar

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en el edificio:—No perdáis la confianza,

hermanas.Miró a su alrededor en la cafetería

sabiendo que Jasmine almorzaba allítodos los lunes y los miércoles entre lasclases de bioquímica y cienciaseconómicas. Pidiendo un té y un trozo detarta de queso y recordando que al díasiguiente empezaría su dieta deadelgazamiento, se acomodó junto a unamesa desde la cual podía ver la entradade la cafetería.

Mientras contemplaba a lasfeministas del exterior repartiendooctavillas y gritando consignas a pesar

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de la lluvia, Rachel recordó susinfructuosos intentos de atraer a Jasminehacia una discusión feminista.

—Al fin y al cabo, tú procedes deuna de las sociedades más oprimidas delmundo en lo tocante a las mujeres —lehabía dicho—. Creo que tendrías quesituarte en primera línea de la batalla.

Pero Jasmine había guardado unextraño silencio. En realidad, Jasmineapenas hablaba del tema de Egipto y desu familia en general. Rachel pensabaque hubiera tenido que sentir nostalgiade su país, como les ocurría a casi todoslos estudiantes extranjeros, y que, porconsiguiente, hablaría mucho de su casa.

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Pero Jasmine jamás hablaba de El Caironi de los Rashid.

Al final, apareció Jasmineabriéndose paso entre la gente queestaba entrando en la cafetería.

—No me pueden ayudar —dijo,sentándose—. El decano me ha dichoque si el SIN me anula el visado, nopodré seguir estudiando en launiversidad. Uno de los profesores se haofrecido a ayudarme… el doctorConnor…

—¿El de Medicina Tropical?—Dijo que escribiría una carta, pero

no parecía muy seguro del resultado.—Ojalá pudiera ayudarte, Jas. Mi

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padre ha hablado incluso con unabogado amigo suyo. No nos ha dadodemasiadas esperanzas. Si vuelve aestallar la guerra entre Egipto e Israel,ten por seguro que aquí no serás muybien recibida. Recemos para que nazcala paz.

Al ver el temor que reflejaban losojos de Jasmine, Rachel se preguntó porqué razón tenía su amiga tanto miedo deregresar a casa. Aunque se sentíaprofundamente unida a ella y laconsideraba su prima tras haberla oídollamar numerosas veces «tita» a suabuela Maryam, Jasmine seguía siendoun enigma. Su inocencia, por ejemplo, la

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desconcertaba. Rachel sabía queJasmine había estado casada y tenía unhijo en Egipto. ¿Cómo era posible queuna divorciada pudiera parecer tan castay virginal? Recordó la vez en que lepresentó a unos amigos suyos de Malibúy Jasmine se escandalizó al enterarse deque vivían juntos sin estar casados. Siello se debía a su educación, tal como laabuela Maryam le había explicado, y siJasmine no podía adaptarse a la vidanorteamericana, ¿por qué le daba tantomiedo regresar a casa?

Estaba a punto de preguntárselocuando, de pronto, un joven con unamochila colgada del hombro se detuvo

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junto a la mesa y se inclinó hacia ellasesbozando una sonrisa.

—Hola, ¿qué tal estás? —lepreguntó el joven a Jasmine.

Rachel le miró, asombrada. Al verque Jasmine contestaba y se lopresentaba como Greg Van Kerk, suasombro se intensificó. ¿Desde cuándocultivaba Jasmine la amistad de unvarón?

—¿Te importa que me siente? —preguntó Greg—. ¿Qué vas a hacerahora? —añadió, dirigiéndose a Jasminecon una familiaridad que dejó a Racheltotalmente desconcertada.

—Tendré que pensar algo —

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contestó Jasmine—. Y rezar para que nome envíen una notificación.

—Por cierto —dijo Rachel,sacándose la carta certificada del bolso—. Por favor, no mates al mensajero.

Jasmine la miró.—Vaya —dijo en voz baja—. Ya ha

llegado.—Oye —dijo Greg—, a lo mejor no

es una mala noticia. A lo mejor, te dicenque has tenido suerte.

Rachel rasgó el sobre, desdobló lacarta y se la mostró a Jasmine. Ésta nola tomó, pero leyó lo bastante como paracomprender que no era una buenanoticia.

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Contempló a las manifestantes queseguían vociferando bajo la lluvia. EnEgipto semejante concentración jamás sehubiera podido celebrar…, los padres ylos hermanos de aquellas chicashubieran interrumpido la reunión y se lashubieran llevado a casa.

A través de las lunas de la cafetería,intuyó su dolor e indignación. Eran unasmujeres que se sentían traicionadas; elpegamento que las mantenía unidas erala cólera e incluso el odio contra loshombres que las habían oprimido.Jasmine sabía lo que era sentirseimpotente…, era Hassan al-Sabirobligándola a someterse a él para salvar

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a su familia; era su padre castigándolapor haber sido una víctima. Y ahoraunas disposiciones de unos hombres alos que ella ni siquiera conocía estabandestruyendo sus planes y su vida.

Por eso había decidido estudiarmedicina. Los médicos tenían poder…un auténtico poder sobre la vida y lamuerte. Y algún día ella tendría poder yjamás volvería a ser víctima de loshombres ni de las maldiciones ni de lassentencias de muerte.

—Mira, Jas —le dijo Rachel—, máste vale aceptarlo. Tal como siempredice la abuela Maryam, inshallah, es lavoluntad de Dios. Regresa a Egipto y,

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cuando el clima político haya mejorado,podrás volver.

—No puedo regresar —dijoJasmine.

—Pues hay un sistema que quizá tepermitiría quedarte —dijo Gregestirando las largas piernas y cruzandolos tobillos—. Quiero decir que podríasutilizar un subterfugio.

—¿Cuál es? —preguntaron Rachel yJasmine al unísono.

—Casarte con un norteamericano.Jasmine le miró fijamente.

—¿Y eso se podría hacer?—Un momento —terció Rachel—.

El Servicio de Inmigración ya descubrió

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esta trampa hace tiempo. No daríaresultado.

—Yo no digo que corra a casarse aLas Vegas con el primero que encuentre.Pero, si se hace bien, puede darresultado. No cabe duda de que el SINharía las investigaciones pertinentes.Preguntaría a los amigos y vecinos paraaveriguar si la pareja se había casadopor motivos fundados y no simplementepara sortear las disposiciones sobre losvisados y probablemente ella tendríaque permanecer casada por lo menosdos años. Si Jasmine se divorciara antesde que transcurriera este período, lo másprobable es que el SIN la devolviera a

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Egipto.Jasmine miró a Rachel.—¿Tú crees que debo casarme con

un desconocido para poder quedarme enlos Estados Unidos?

—¿Por qué no? Tú misma dices queen Egipto las chicas se casanconstantemente con desconocidos.

—Pero eso es distinto, Rachel. Y,además, ¿quién estaría dispuesto ahacerme este favor?

Greg se desperezó y los faldones dela camisa le salieron de la cintura de losvaqueros. Mientras se los volvía aremeter dijo con indiferencia:

—Este fin de semana no tengo nada

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que hacer.Jasmine le miró y, al ver que

hablaba en serio, le preguntó:—Pero ¿cómo es posible? ¿Recibo

esta notificación oficial y al díasiguiente me caso con unnorteamericano? Sospecharían.

—No, si lo sabes hacer bien —dijoRachel—. En cualquier caso, ellos nopueden demostrar que recibiste la cartaantes de casarte.

—Pero la he recibido. No quierodecir mentiras.

—Por el amor de Dios, eso no esuna mentira. Yo no te he dado la carta,¿vale? La he abierto, te la he enseñado,

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pero no te la he dado. Mira, Jas, entretodas las razones que se me ocurren paraque una se case, ésta es probablementeuna de las mejores.

—Bueno, comprendo que te molesteporque tú crees que el matrimonio esuna institución sagrada o algo por elestilo… —dijo Greg.

—No —dijo Jasmine—, en Egiptoel matrimonio no es un sacramento. Nonos casamos en un edificio sagradocomo vosotros. Es simplemente uncontrato entre dos personas.

—Pues, entonces, eso es lo que yo teofrezco, un contrato. Jasmine frunció elceño, perpleja.

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—Pero ¿y tú? Perderías tu libertad.—¡Menuda libertad tengo yo! —dijo

Greg, echándose a reír—. No es que lasmujeres estén precisamente haciendocola delante de mi puerta y, además,tengo que concentrarme en lalicenciatura y después en el doctorado.No pienso ser un estudiante pobretóntoda la vida. Bueno, ¿quieres saber loque a mí me interesa? Me gusta tu coche.Déjamelo en fines de semana alternos ytrato hecho.

—¿En serio…?—Hablo completamente en serio. A

ti no te falta el dinero y, en cambio, a mísí. Creo que el acuerdo podría ser

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mutuamente beneficioso. Yo podré pagarel alquiler y tú evitarás que losfederales te devuelvan a Egipto.

Jasmine le miró con aire pensativo.¿Daría resultado? ¿Podría escapar a lapesadilla de la expulsión?

—Puedes conservar tu apellido desoltera si quieres, pero yo te aconsejoque no lo hagas. Nos interesa que laboda sea lo más legal posible.

A Jasmine le encantaba la idea delibrarse del apellido Rashid. Le parecíaque, de aquella manera, se quitaría deencima un velo o un estigma. Al ver quetodavía no parecía muy decidida, Gregañadió:

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—Claro, es que apenas sabes nadade mí. Bueno pues, ahí va: nací en St.Louis. A muy temprana edad, sor MaryTheresa me dijo que nunca haría nada deprovecho, me libré del servicio military, por consiguiente, del Vietnam, a causade una diabetes que controlo por mediode inyecciones. Me gustan los gatos ylos niños y mi sueño es trasladarme aNueva Guinea y descubrir una raza depersonas cuya existencia nadie hayasospechado. Y soy autosuficiente. Yome hago la comida y limpio mi casa.Mis padres son geólogos y viajan portodo el mundo, lo cual quiere decir queno me crié en un hogar tradicional donde

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la esposa se pasa la vida en la cocina.Puedes estar segura de que missimpatías están con ellas —añadióseñalando con un gesto de la mano a lasfeministas que se estaban dispersandobajo un fuerte aguacero.

Jasmine pensó: «Quizá elmatrimonio tenga que ser eso, uncompromiso racional entre personasiguales, sin dominios ni servilismos, sindotes y sin temor al divorcio en caso deque no nazca un hijo varón». Estudió aGreg un instante y le gustó la forma enque su cabello rubio rojizo se rizaba porencima del deshilachado cuello de sucamisa. Por primera vez en su vida,

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sentía que un hombre la estaba mirandocomo a un ser humano y no simplementecomo un objeto sexual o una fábrica dehijos.

—Antes de que sigamos adelante —dijo ella finalmente—, debo decirte queya he estado casada. Tuve un hijo quenació muerto y tengo un hijo vivo enEgipto.

Ahora fue Greg Van Kerk quien sevolvió a mirarla a ella con asombro.

—Pero jamás volveré —añadióJasmine—. Mi hijo ya no me pertenecelegalmente y no tengo ningún derechosobre él.

—Eso no me preocupa.

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—No mantenía buenas relacionescon mi familia cuando abandoné Egiptoy, por consiguiente, no puedo regresarallí. —«Eres haram, estás prohibida».Jasmine sacudió la cabeza como siquisiera librarse de los malos recuerdos—. Me fui a Inglaterra para entrar enposesión de una herencia que mecorrespondía por parte de madre. Misparientes de allí, los Westfall, fueronmuy buenos conmigo y trataron deayudarme. Pero estuve enferma durantealgún tiempo. Y tuve que someterme atratamiento médico… a causa de unadepresión. —Jasmine hizo una pausapara que Greg pudiera asimilar la

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información y pensó en la depresión desu madre y en el suicidio de su abuela,lady Westfall—. Después tía Maryam,la abuela de Rachel, me invitó a su casa,aquí en California. Quiero estudiarmedicina, pero, si vamos a vivir juntos,es justo que te diga que todavía no me hecurado de la depresión.

—Ya lo sé —dijo Greg, sintiéndosede repente un caballero montado en unblanco corcel—, adiviné en ti una ciertatristeza. A lo mejor, lo que necesitas esalguien que te ayude a superarla.

—Otra cosa —añadió Jasmine concierto recelo—. Seremos legalmentemarido y mujer, pero yo no puedo…

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—Por eso no te preocupes. Seremossimplemente compañeros deapartamento, dos estudiantes que sepasan la vida empollando. Yo meconformo con un sofá cama. ¡No creoque el SIN pueda introducir a sus espíasen una alcoba!

—Se me ocurre una idea —dijoRachel súbitamente animada—. Venidlos dos a mi casa esta noche. Tengo unafamilia muy numerosa e invitaré a unmontón de amigos. Allí haremos elanuncio de la boda. De esta manera,cuando el SIN empiece a husmear porahí, ¡tendrán que habérselas con mimadre y con mi abuela Maryam! Os

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podéis casar el sábado en cualquiercapilla.

Mientras sus dos compañerosempezaban a hacer planes y a prepararaquella pequeña conspiración contra lasautoridades, Jasmine sintió que su temorse desvanecía y que su espírituempezaba a serenarse. Inmediatamentepensó en el doctor Declan Connor y ensu oferta de trabajo y esperó en su fuerointerno que la estudiante que éste habíacontratado no se presentara.

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A pesar del fuerte jamsin, habíanlevantado una gran tienda funeraria alfinal de la calle de Fahmy y, a lo largode todo el día, una procesiónininterrumpida de ilustres personajeshabía entrado y salido para escuchar laslecturas del Corán y rendir homenaje aldifunto. Más tarde, la procesión hasta elcementerio estuvo tan concurrida comola de los estadistas y los astros del cine;hasta el presidente Sadat había enviadoa un representante suyo para acompañarel féretro por la calle de al-Bustan.

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Mientras sostenía sobre su hombro unade las esquinas del pesado féretro,Zacarías pensó: «¿Quién hubiera podidoimaginar que Jamal Rashid fuera tanapreciado?».

Zacarías era uno de los dos únicosmiembros de la familia presentes en elsepelio por parte de la viuda; ni siquieraTahia había podido asistir a laceremonia. Cuando la noticia del ataqueal corazón sufrido por Jamal Rashidllegó a la calle de las Vírgenes delParaíso, su joven esposa embarazadaestaba en la cama, aquejada de cólera. Yallí seguía, junto con casi todos losdemás habitantes de la casa.

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Por una misteriosa razón, Zacaríasno había contraído la enfermedad y erael único miembro de la familia, apartede Ibrahim, que no estaba confinadodetrás de unas puertas cerradas en lasque se habían fijado las preceptivasnotificaciones de cuarentena delministerio de Sanidad. Zacarías habíasido examinado y, tras comprobarse queno era portador de la enfermedad, habíasido autorizado a asistir al entierro.

No hubiera querido separarse dellado de Tahia, pero un hombre no podíaeludir el deber de portar los restosmortales de un pariente hasta su tumba.Mientras avanzaba bajo el peso del

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ataúd, agotado por las muchas horastranscurridas junto al lecho de Tahia yayudando a las mujeres en la agobiantetarea de atender a tantos familiaresenfermos, Zacarías se extrañó quepudiera llevar a hombros con tantareverencia el cuerpo del hombre que lehabía robado a Tahia. Sin embargo, enlos casi diez años que había vivido allado de Jamal, Tahia había sidosinceramente feliz con él e incluso lehabía amado en cierto modo, según ellamisma le había confesado a su primo, elcual quería ahora rendirle un respetuosohomenaje. Pero Tahia se había quedadosola con cuatro hijos y un quinto en

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camino y él tenía que pensar en subienestar.

Cuidaré de ella, se juró a sí mismo,ahora que somos libres de casarnos. Lapromesa que Alá le había hecho en losmomentos en que estuvo muerto en eldesierto del Sinaí y vislumbró la vidafutura que esperaba a los creyentes, unosmomentos, por cierto, en cuyo transcursoél no sintió el menor deseo de regresar ala tierra, aquella promesa divina segúnla cual él y Tahia estaban destinados avivir juntos se iba finalmente a cumplir.Antes del Ramadán, pensó, se casaríacon ella.

Caminando detrás de Zacarías bajo

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el peso del féretro de su lejano pariente,Ibrahim estaba luchando con el misteriode aquel repentino brote de cólera.

En toda la ciudad, la familia Rashidhabía sido la única en contraer laenfermedad. Cuarenta y dos miembrosde su familia estaban enfermos y,durante los tres días transcurridos desdeque Alice se desplomara al suelo en suconsultorio, los investigadores delministerio de Sanidad no habían logradoidentificar la causa.

El viento jamsin empujaba la arenacontra el féretro y sus portadores, y loshombres que estaban siguiendo a JamalRashid hasta su tumba se cubrían el

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rostro con pañuelos y tosían paraexpulsar la arena alojada en susgargantas. Mientras el cortejo fúnebre,integrado exclusivamente por varones,pues las mujeres no podían participar enellos, seguía adelante bajo una especiede velo pardusco que el sol a duraspenas conseguía atravesar, Ibrahimpensó: «¿Por qué mi hermana, mi madrey mi mujer y todas las tías y sobrinas yprimas han caído víctimas de laenfermedad mientras que yo y Zacaríasnos hemos librado de ella?».

Bajo el cálido viento del desiertoque los azotaba y parecía quererderribar el féretro, Ibrahim mantenía los

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ojos clavados en la espalda de Zacarías,el muchacho que era para él un constanterecordatorio de cosas que hubieraquerido olvidar. El pobrecillo nisiquiera había podido ir a la guerracomo todo el mundo, combatiendo enella con valentía y regresando a casaherido, como había hecho Omar. No,Zacarías había avergonzado a la familia,contándoles la extraña historia de sumuerte y su subida al Cielo.

Al final, llegaron al cementerio y elféretro de Jamal Rashid fue depositadoen la sepultura al lado de los de suspadres y hermanos. Hicieron rodar lalápida para cubrir la tumba y arrojaron

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tierra y arena sobre ella. Mientras elimán de la mezquita de Jamal leía unpasaje del Corán, Ibrahim recordó queun hombre tenía que entregarse areflexiones devotas durante un funeral.

Por consiguiente, encauzó suspensamientos hacia el hombre al queacababan de enterrar y después pensó ensu viuda Tahia, enferma en una cama dela calle de las Vírgenes del Paraíso sinsaber que su marido había muerto.Ibrahim sería el encargado decomunicarle la noticia, cosa que haría encuanto ella se recuperara. Después,tratándose de la hija de su hermana, sudeber sería el de cuidar de ella y de sus

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hijos. Lo cual significaba que tendríacinco bocas más que alimentar y unasexta en camino. Los niños pequeñosnecesitaban ropa y comían muchísimo y,por si fuera poco, los gastos escolaresse habían disparado. ¿Cómo se las iba aarreglar con los pocos beneficios que lereportaban sus plantaciones de algodóny las pocas inversiones que le quedabandespués de los años de gobierno deNasser?

Mientras contemplaba el cielo yobservaba el curioso fenómeno del sol«azul» que a veces se producía durantee l jamsin, Ibrahim tomó una decisión:esperaría algún tiempo, aunque no

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demasiado, y, antes de que comenzara elRamadán, le buscaría un marido a Tahia.

Un grupo de reporteros se encontraba enel aeropuerto de El Cairo aguardando lallegada de Dahiba, la famosa danzarinaegipcia. Nadie sabía por qué se habíatrasladado al Líbano y los rumorescorrían por toda la ciudad: unaoperación secreta, una relación amorosailícita; sin embargo, sólo una historiaera cierta: había encontrado en Beirut aun editor lo bastante valiente como parapublicar sus polémicas poesías, lascuales serían indudablemente prohibidas

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en Egipto.La artista pasó majestuosamente por

delante de los reporteros, esquivandosus preguntas con una sonrisa y ungracioso mohín, y se dirigió al lugardonde la estaba aguardando Camelia conHakim y Zeinab.

Primero abrazó y besó a su marido ydespués a la pequeña Zeinab.Finalmente, se volvió hacia Camelia.

—¿Qué es lo que pasa? Me hasdicho por teléfono que había unaemergencia en la familia.

Camelia le explicó brevemente loocurrido, añadiendo:

—La enfermera de papá está en casa

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junto con una enfermera enviada por elministerio de Sanidad, pero Umma noquiere dejar entrar a nadie más. TíaNazirah y sus hijas vinieron desde Asyutpara echar una mano, pero Umma noquiso. La prima Hosneya también lointentó. Umma ni siquiera me permiteentrar a mí. Dice que no quiere quenadie más contraiga la enfermedad.

—Mi madre siempre quiere hacerlotodo ella sola —dijo Dahiba mientraslos cuatro se dirigían a la limusina quelos aguardaba.

—Ella también está enferma —añadió Camelia—. La vi un momento enla puerta. Pero se levanta de la cama

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aunque le cueste. Ya sabes cómo es.—Si sabré yo cómo es mi madre.

¿Dónde está Ibrahim ahora?—Papá ha ido al entierro de Jamal

Rashid esta mañana. Ya te dije porteléfono que sufrió un repentino ataqueal corazón…

—Sí, sí.—Papá dijo que después ira a

visitar a tía Alice. Cuando se pusoenferma en su consultorio hace tres días,la ingresó en un hospital privado. Al verque todo el resto de la familia empezabaa sentirse indispuesto, puso la casa encuarentena. ¡Casi todo el mundo estádentro, Dahiba! La familia se había

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reunido para celebrar el Shamm el-Nessim. ¡Todas las camas estánocupadas!

—¿En qué hospital? —preguntóDahiba. Cuando Camelia se lo dijo,añadió, dirigiéndose al chofer—: A lacalle del Canal de Suez, por favor. Déseprisa.

Alice abrió los ojos y creyó estartodavía soñando, pues Ibrahim seencontraba a su lado acariciándole elcabello con una sonrisa en los labios.Estaba muy débil y tenía la sensación dehaber emprendido un largo y agotador

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viaje del que sólo recordaba unosfragmentos… una enfermeracolocándole una silleta, alguienlavándole el cuerpo con una esponja,una suave y rítmica voz recitando unosversículos del Corán. Miró a su maridoy vio que llevaba unos guantes decirujano y una blanca bata quirúrgica.Ibrahim parecía haber envejecido derepente. ¿Acaso se había pasado variosaños durmiendo?, se preguntó.

—¿Cómo…?—El peligro ya ha pasado, querida

—le dijo cariñosamente Ibrahim.—¿Cuánto tiempo llevo aquí?—Tres días. Pero ahora ya estás

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mejor. La enfermedad suele durar seisdías o menos.

Vio la botella de suero intravenososuspendida por encima de la cama y eltubo que le penetraba en el brazo.

—¿Qué es lo que tengo? ¿Qué mepasa?

—Tienes cólera. Pero te vas a curar.Te estoy sometiendo a terapiaantibiótica.

—¡Cólera! —exclamó Alice,tratando de levantarse, pero sin fuerzaspara poder hacerlo—. ¿Y los demás? ¿Yla familia? ¡Muhammad! ¿Cómo está elniño?

—El niño está bien, Alice. En casa

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todos han contraído la enfermedad endistintos grados, algunos están peor queotros porque se les declaró en diferentesmomentos. Excepto Zacarías. Él no estáenfermo.

—¿Cuál ha sido la causa?—Todavía no lo sabemos; el

ministerio de Sanidad está investigando.Han tomado muestras del agua y de lacomida de la cocina. Así se transmite laenfermedad, comiendo o bebiendo algocontaminado por las bacterias delcólera. Hasta ahora todo ha sidonegativo. Y lo más misterioso es quesólo nuestra casa ha resultado afectada.—Ibrahim tomó la mano de Alice y la

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comprimió con cariño—. Al hamdulillah. Gracias a Dios, lo descubrimos atiempo. Cuando el cólera se diagnosticaen su fase inicial y se empiezainmediatamente el tratamiento, no tienegraves consecuencias.

—¿Cuándo podré volver a casa?—En cuanto te recuperes.Ibrahim volvió a acariciarle el

cabello, pensando que ojalá pudieraquitarse el guante quirúrgico y sentiraquella rubia suavidad. Cuando la viodesplomarse al suelo en su consultorio,se sorprendió del súbito temor que seapoderó de él y del estremecimiento quesintió al pensar que pudiera perderla.

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Entonces decidió ingresarla en un carohospital privado donde la estabanatendiendo de maravilla, en lugar dellevarla a uno de los grandes hospitalespúblicos donde los pacientes tenían quedar propinas a las enfermeras para quelos atendieran. ¿Cómo era posible quehubiera olvidado lo mucho que todavíasignificaba Alice para él?

Alice sostuvo un buen rato su manoen la suya, consolada por su presencia.Al ver que Ibrahim era el único que lahabía visitado, comprendió que seencontraba en una sala de aislamientocuyas tres camas restantes estabanvacías. Allí no se permitían las visitas.

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Pero había flores y tarjetas.—De tus amigos —le dijo Ibrahim

—. Madeline y la señora Florny habíanacampado en el vestíbulo. Al final, lasconvencí de que se fueran a casa. Lasrosas son de, ¿cómo se llama?, la señorade Michigan. Madre quería enviarteflores de su propio jardín, pero hatenido miedo de que el cólera viajaracon ellas. No sabes el susto que me hasdado, Alice.

Ella esbozó una débil sonrisa yempezó a recordar detalles de los tresdías pasados: Ibrahim de pie junto a sucama, dando órdenes a la enfermera,administrándole inyecciones, cambiando

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la posición de las almohadas ymirándola con inquietud. Al verle tansolícito y preocupado, pensó que no lehubiera costado demasiado volver aenamorarse de él. Así era Ibrahim añosatrás en Montecarlo. Casi lo habíaolvidado. Ahora pensaba que el amor talvez podría renacer de su enfermedadcomo el ave fénix de las cenizas. Sinembargo, a diferencia del mítico pájaro,su amor no tenía adonde volar. ¿Laamaba Ibrahim de verdad o era igual decariñoso con todos sus pacientes?

—Ahora te voy a dejar descansar —musitó Ibrahim, besándola en la frente—. Que Alá te guarde y te proteja —

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añadió, retirándose.En el vestíbulo, se quedó de piedra

al ver a Dahiba y Camelia.Miró a su hermana boquiabierto de

asombro. Toda la familia sabía queCamelia trabajaba con Fátima,expulsada años atrás de la familia, peroél no había vuelto a ver a su hermanadesde el día en que Alí la desterró de lacasa treinta y tres años atrás. Sabía quealgún día se tendría que tropezar conella, pero no esperaba encontrarla allí.

Dahiba se arremangó una manga ydijo:

—No te quedes ahí plantado comoun asno, Ibrahim. Vacúname contra el

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cólera.

El viento jamsin envolvía la ciudad deEl Cairo como una arenosa brumasemejante a una niebla de colorpardusco en medio de la cual seelevaban los alminares cual si fueranmísticos chapiteles. Y, desde ellos, losalmuédanos entonaban la antiguallamada a la oración, inalterada desdelos tiempos de Mahoma, trece siglosatrás:

Alá es grande.Alá es grande.

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Proclamo que no hay másDios que Alá.

Proclamo que no hay másDios que Alá.

Soy testigo de queMahoma es suProfeta.

Soy testigo de queMahoma es suProfeta.

Venid a la oración…Venid a la oración…

Venid al triunfo…Venid al triunfo…

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Alá es grande.Alá es grande.

No hay más Dios que Él.

Mientras Huda, la enfermera deIbrahim, bajaba presurosa por el pasillocon una silleta, vio a Amira a través dela puerta abierta de su dormitorio,prosternándose para rezar, a pesar deque apenas se tenía en pie. A la jovenenfermera no la impresionó. Cualquierapodía hacer aquella comedia sin queello significara forzosamente que fuerauna persona devota. ¿Acaso no lo hacíantambién su padre y sus hermanos? Si dealgo se alegraba era de poder verse

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libre de vez en cuando de susinterminables exigencias…, seishombres que se pasaban las tardesperdiendo el tiempo en un café mientrasella tenía que permanecer todo el día depie en el consultorio del doctor Ibrahimy, encima, le pedían que les preparara lacena en cuanto regresaba a casa. Sonrióal pensar en cómo se las estaríanarreglando el viejo y los holgazanes desus hijos con las ollas y las cacerolas.Con un poco de suerte, la familia deldoctor Ibrahim la necesitaría todavíauna semana por lo menos y quizá mástiempo, en cuyo transcurso su padre ysus cinco hermanos tendrían ocasión de

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darse cuenta de lo que significaba eltrabajo que ella les hacía.

Encontró a Muhammad sentado en lacama con los brazos cruzados y unaexpresión enfurruñada en el rostro.

La enfermedad no le había atacadocon tanta dureza como a los demás y surecuperación estaba siendo muy rápida;ahora el chiquillo estaba furioso porqueno se había organizado ninguna fiestapara celebrar su cumpleaños. Al ver queaún no se había tomado el desayuno,Huda trató de convencerle de quecomiera un poco. Pero él quería que lediera la comida su abuela Nefissa.

—Tu abuela está enferma —le dijo

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Huda exasperada.Estaba agotada y le era preciso

descansar. Atender el «hospital» de lacalle de las Vírgenes del Paraíso ledaba mucho trabajo. Aunque algunas delas mujeres Rashid se habían recuperadolo bastante como para cuidar a losdemás, necesitaban que alguien lasguiara; se tenía que controlar la técnicadel aislamiento para que no seprodujeran reinfecciones, las silletas setenían que vaciar con sumo cuidado ylas sábanas sucias se tenían que hervir obien quemar para evitar que el contagiose extendiera más allá de la casa. Hudales había enseñado también a detectar

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las señales de peligro: fiebre intensa,ojos hundidos, pulsó acelerado,respiración rápida y fiebre, todo lo cualle debería ser comunicadoinmediatamente. El cuidado más crucialera el de la terapia de rehidratación quesólo una experta enfermera podía llevara cabo y que consistía en la alternanciade soluciones salinas con bicarbonatosódico y suplementos intermitentes depotasio. Y también la vigilancia de laingestión de líquido de cada paciente yde su excreción urinaria, puesto que elmayor peligro del cólera era ladeshidratación, la cual provocabaacidosis, uremia, fallo renal y muerte.

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Huda se sentía muy importantesupervisándolo todo, tal como hacían lasjefas de las enfermeras en el hospitaldonde había hecho sus prácticas. Sinembargo, la tarea tema también susfacetas desagradables.

Todo el mundo sufría diarrea yvómitos; se tenía que cambiarconstantemente la ropa de las camas ylas habitaciones apestaban. Sinembargo, como estaba soplando eljamsin, la señora Amira no quería quese abriera ninguna ventana, temiendoque los yinns del desierto les causaranulteriores desgracias. Ojalá el doctorIbrahim le hubiera permitido administrar

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Lomotil o uno de los remediosantidiarreicos de la señora Amira, pensóHuda. Pero Ibrahim decía que laenfermedad se tenía que expulsar delcuerpo. Si se quedaba dentro, todo elmundo se pondría peor. Huda también lehabía pedido al doctor Ibrahim quellevara a la casa a alguna otraenfermera, aparte la que había enviadoel ministerio de Sanidad, la cual, porcierto, era una holgazana tremenda. Perola madre de Ibrahim no quería; aquellaterca mujer estaba rechazando ayuda delexterior, lo cual era una insensatez,pues, con tal de que una personaestuviera vacunada, no había peligro de

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contagio.Incluso así, Huda se alegraba de

estar allí. Cuando Ibrahim le pidió queatendiera a su familia, no pudo negarse.Estaba enamorada de él y sería unaoportunidad de ver cómo vivía. La jovenenfermera ya imaginaba que su jefevivía muy bien, pero no esperaba veruna mansión tan llena de objetosvaliosos por todas partes. La casa deldoctor Ibrahim parecía un palacio.Ahora estaba segura de que le pagaríabien el sacrificio y de que tal vezincluso le haría un bonito regalo.

Mientras trataba de convencer alniño de que comiera un poco de judías

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con huevo, Huda contempló la fotografíade una rubia muy guapa que colgabasobre su cama. Sabía que era la hija deldoctor Ibrahim, la que se había ido aAmérica. Aunque Muhammad fueramoreno, Huda le veía un parecido con sumadre en la forma del rostro y loshoyuelos que se le formaban en lasmejillas, incluso cuando no sonreía. Susojos eran del mismo color azul, lo cualconstituía un rasgo muy atractivo,combinado con su cabello oscuro y sumorena tez. A los diez años, Muhammadya permitía entrever lo apuesto que seríaalgún día.

—¡Muy bien, pues! —dijo Huda,

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levantándose—. Si no quieres comer, note obligaré.

Mientras alargaba la mano hacia labandeja de la mesilla, experimentó unrepentino calambre en el vientre. Sinprevia advertencia, se le doblaron lasrodillas, se desplomó al suelo y empezóa vomitar.

Muhammad gritó pidiendo auxilio yAmira entró corriendo en la habitación.Mientras ayudaba a la enfermera alevantarse, Amira le preguntó:

—¿Habías sentido algún mareo?Huda sacudió tristemente la cabeza.

Los vómitos no precedidos porsensación de náusea eran uno de los

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primeros síntomas de la enfermedad.Ahora ella también había contraído elcólera.

La limusina negra, cuyo brillo habíasido oscurecido por el polvo del jamsin,se acercó al bordillo, y Dahiba yCamelia descendieron antes de que sedetuviera por completo delante de lacasa. Hakim no las tenía todas consigo yno hubiera querido que rompieran laprohibición de la cuarentena impuestapor las autoridades sanitarias, pero selimitó a decir que él cuidaría de Zeinabmientras ellas estuvieran dentro. Dahiba

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ni siquiera llamó. Avanzó por el caminoy abrió la puerta de entrada como siacabara de dejar la casa justo lavíspera.

—Bismillah! —exclamó—. ¡Peroqué mal huele aquí!

Mientras subían rápidamente por laescalinata para dirigirse al ala de lacasa reservada a las mujeres, vieronmontones de sábanas limpias,palanganas de agua con jabón, batas dehospital y mascarillas quirúrgicasdelante de las puertas de lashabitaciones. El fuerte olor adesinfectante no bastaba para disipar elhedor de la enfermedad.

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Amira, con una bata quirúrgicasobre el vestido negro y el cabelloprotegido por un pañuelo blanco, estabaen el pasillo, tratando de acarrear unmontón de sábanas sucias. Dahiba lanzóun suspiro y sacudió la cabeza.

—Mi madre, la sayyida Zeinab de lacalle de las Vírgenes del Paraíso.

Amira levantó la vista, sobresaltada.Miró un instante a su hija y despuésexclamó:

—Fátima, alabado sea Alá.—Mi hermano dice que no permites

que se abran las ventanas, madre.—La enfermedad la lleva el viento.

Lo s yinns del desierto han traído el

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cólera a esta casa.—El cólera lo provocan unas

bacterias, madre, unos minúsculosgérmenes que no se ven.

—¿Acaso se ven los yinns? Porfavor, hija mía, vete antes de que tepongas enferma.

—Ibrahim nos ha vacunado, Umma.—También vacunó a la enfermera y

se ha puesto enferma.—No a todo el mundo le hace

efecto. Pongo mi confianza en Alá.Ahora quiero que te acuestes.

—Debes irte —dijo Amira conmenos convicción.

—¿Desde cuándo un miembro de una

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familia no puede cuidar a sus parientes?Ésos son los momentos que dansignificado a una familia, de locontrario, ¿qué somos, qué nos queda?—Quitándose el pañuelo yarremangándose las mangas, Dahibaayudó a su madre a acostarse—. Ahorayo me voy a encargar de lodo, Umma —dijo—, y empezaré por ti. Y no quierodiscusiones.

Amira ya no dijo nada más. Apoyóla cabeza en la almohada, cerró los ojosy pensó: «Alabado sea el Eterno, miniña ha vuelto a casa…».

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Al llegar a casa, lo primero que hizoIbrahim fue visitar los dormitorios paraexaminar a los pacientes yadministrarles tetraciclina en casonecesario. Lamentó encontrar a Hudapostrada en cama; le había advertido deque la vacuna sólo era eficaz en unochenta por ciento de los casos. Pero lajoven resistía bien y se había tomado lasituación con estoicismo.

Al final, bajó a la cocina donde lascriadas estaban hirviendo enormescalderas de agua para esterilizarla yplanchando impresionantes cantidades

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de sábanas recién lavadas. Sahra,cansada y con rostro macilento, seencontraba junto a una mesa, preparandolas bandejas del almuerzo para losenfermos Ibrahim raras veces visitaba lacocina, que era el reino de las mujeres,pero anota había bajado como médicoen un intento de descubrir la causa deaquella limitada epidemia.

Estaba muy desanimado. Acababa dehablar con el inspector de Sanidad yéste le había dicho que aún no habíanidentificado el origen de la enfermedad.El doctor Jeir le explicó que otras seisfamilias del barrio también la habíancontraído. Ibrahim no comprendía cómo

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era posible que todas las personasadultas de la casa se hubieran puestoenfermas con la excepción de él mismoy de Zacarías. Los más pequeñostampoco habían resultado afectados.¿Por qué? ¿Qué habían comido todos losdemás menos los más pequeños,Zacarías y él?

Examinó la cocina tratando dedescubrir al culpable agazapado enalgún rincón… un yinn, como decía sumadre. Después miró a Sahra, que sólohabía resultado levemente afectada yhabía respondido inmediatamente altratamiento con tetraciclina.

—Sahra —le dijo—, ¿te has lavado

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las manos con jabón antes de prepararlas comidas, tal como te dije quehicieras?

—Sí, mi amo. Me las lavo cienveces al día —contestó Sahra,extendiendo la mano derecha para queviera lo áspera que la tenía.

Ibrahim contempló el cuenco queSahra sostenía en las manos y cuyocontenido estaba a punto de echar en losplatos de las bandejas.

—¿Qué es eso? —preguntó.—Es kibbeh, mi amo. Muy bueno

para los enfermos. A ti te gusta mucho.Ibrahim frunció el ceño.—Sí, pero el kibbeh siempre se

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cuece, ¿verdad?—Ésta es una nueva receta en la que

no hace falla cocer la carne, mi amo. Elmismo carnicero me lo dijo. Me dijoque es un plato muy popular en Siria.Pero la carne es muy fresca, comopuedes ver él mismo la corto en trocitosdelante de mí.

Ibrahim se acercó el cuenco a lanariz y olfateó la mezcla de carne decordero, cebolla, pimienta y trigomachacado.

—Es muy bueno, mi amo —añadióSahra con inquietud—. A todo el mundole gustó mucho. No dejaron ningunasobra.

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—¿Qué dices? ¿Habías preparadoantes este plato?

—Hace cuatro noches, mi amo.Como la familia se había reunido paracelebrar la fiesta, quise preparar algoespecial…

—¿La víspera del día en que mimujer cayó enferma?

Sahra asintió con la cabeza eIbrahim pensó en aquella noche y depronto recordó que no había cenado encasa debido a una urgencia en elhospital. Zacarías tampoco habríaprobado el kibbeh, teniendo en cuenta laaversión que le inspiraba la carne.

Ibrahim abandonó rápidamente la

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cocina y telefoneó al ministerio deSanidad.

—Doctor Rashid, estaba a punto dellamarle —dijo el doctor Jeir desde elotro extremo de la línea—. Hemoslocalizado el origen de la enfermedad enun carnicero de su barrio, un sirio. Llegóhace una semana de Damasco y hemosdescubierto que es portador. Lasbacterias están en la carne. ¿Alguien desu casa le ha comprado carnerecientemente?

Ibrahim regresó a la cocina, learrancó a Sahra el cuenco de las manosy lo arrojó al suelo.

—¿No te he dicho cientos de veces

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que la carne hay que cocerla siempre?¡Nos hubieras podido matar a todos!

—Perdón, mi amo —dijo Sahra—.Era un plato especial para la fiesta. Elnuevo carnicero…

—Es portador de la enfermedad. ¡Élnos ha contagiado la enfermedad!

Sahra miró a Ibrahim con los ojosmuy abiertos.

—¡Pero el señor Gamal no estabaenfermo!

—Un portador no está enfermo,simplemente transmite la enfermedad alos demás. ¿No sabes que nos hubieraspodido matar a todos?

Sahra rompió a llorar.

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—Perdóname, mi amo Te juro anteAlá que no quería hacerlo.

Ibrahim se pasó las manos por elcabello sintiéndose súbitamente muycansado.

—Mira lo que nos ha costado tuequivocación. Y ahora mi enfermera seha puesto enferma y mi madre también.

—¿La sayyida está enferma?—Reza para que consigamos llegar

a tiempo. A su edad, esta enfermedadpuede ser mortal.

—Sí, mi amo —musitó Sahra con elrostro surcado por las lágrimas.

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Zacarías se despertó antes del amanecery ya no pudo conciliar nuevamente elsueño. Aquel día le iban a comunicar aTahia la muerte de su mando. Sabía quesu padre tenía previsto decírselo, peroél quería adelantarse y darle la noticia.Decidió desayunar con ella y, al bajar ala cocina, observó que las criadasestaban dominadas por una granagitación. No habían encendido loshornos, le dijeron, y la masa de pan nose había puesto a fermentar durante lanoche.

Sabiendo que Sahra, la jefa de la

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cocina, prefería encargarsepersonalmente de aquellas tareas y que,por consiguiente, era la primera enlevantarse por la mañana, el muchachose dirigió a su habitación situada detrásde la cocina, preguntándose si ellatambién habría sido victima del cólera.Para su asombro, la cama de Sahra noestaba deshecha y sus ropas habíandesaparecido junto con las fotografíasde la familia que siempre teníaprendidas con chinchetas en la pared. Ya Sahra no se la veía por ninguna parte.

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—¡Desde luego, aquí no ha quedadonadie! —dijo Declan Connor mirando através de la ventana de su despacho—.En mi vida había visto el campus tanvacío.

Un cálido viento vespertino soplabaentre los pinos, los alisos y losjacarandas del jardín de la facultad deMedicina, empujando las hojas secashacia los caminos iluminados mientrasunos pequeños remolinos de brisaagitaban el polvo y los desperdicios delsuelo. Aunque faltaban unos cuantos días

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para la víspera de Todos los Santos, enuna ventana del laboratorio de anatomíadel otro lado del camino brillaba uncráneo humano pintado de coloranaranjado para que pareciera unacalabaza con una vela encendida dentrocomo las que solían utilizarse en aquellafiesta…, una macabra broma de algúnestudiante.

Jasmine levantó la vista de lamáquina de escribir y le dio un vuelco elcorazón al ver la imagen del profesorpor partida doble, el verdadero Connory su figura reflejada en el cristal de laventana. Era un hombre demasiado serioy conservador para una universidad tan

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liberal como aquélla, pero siempreparecía generar una energía personalque Jasmine percibía incluso de lejos.O, a lo mejor, pensó Jasmine, no eranmás que figuraciones suyas. Trashaberse pasado seis meses trabajandocon Connor, sabía lo ambicioso ydecidido que era aquel hombre.

—¡Bueno! —dijo Connor,apartándose de la ventana—. ¿Dóndeestamos ahora? En el último capítulo,¿verdad?

El último capítulo. A Jasmine no legustaba pensarlo. Significaba que lacolaboración entre ambos muy prontotocaría a su fin.

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—Ha sido una idea muy brillante —añadió Connor, situándose a su espaldapara ver lo que había mecanografiado—. Voy a añadir un capítulo similar a laversión africana.

El nuevo capítulo había sido idea deJasmine. Se titulaba «Respeto a lascostumbres locales», iba dirigido a losno árabes y exponía toda una serie desencillas pero importantes normas paraque los cooperantes sanitariosextranjeros se pudieran llevar bien conlos habitantes de las aldeas. Tras unascuantas recomendaciones bastanteobvias, como, por ejemplo: «Muéstreseamable y servicial» o «No discuta con

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el curandero nativo», Jasmine habíaenumerado unas normas específicas dela cultura árabe: no preguntarle jamás aun hombre por su mujer; no comer jamáscon la mano izquierda; no felicitar jamása una mujer por sus hijos.

—No tiene usted idea —añadióConnor inclinándose hacia Jasmine conla mano apoyada en el respaldo de susilla de tal forma que ella podía aspirarla fragancia de su Old Spice— de lacantidad de problemas que puedensurgir cuando los cooperantesbienintencionados cometen errores tansencillos como quebrantar algunacostumbre tribal. Los kikuyu, por

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ejemplo, consideran un gran honor queapoyes la mano sobre la cabeza de unniño. Si alguien no lo hace, se sientenofendidos. Eso que ha escrito usted aquí,Jasmine, sobre la necesidad de nofelicitar jamás a una mujer por sushijos…

Mientras le explicaba todo lorelacionado con el mal de ojo y el temorque la envidia les producía a losfellahin, Jasmine empezó a soñar. Si sumano resbalara un poco y la rozaraaccidentalmente…

Greg, pensó. Tenía que pensarconstantemente en su marido Greg. Lomalo era que Greg Van Kerk, con quien

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se había casado para evitar que laexpulsaran, no era realmente su marido.

Tal como ya esperaban, el Serviciode Inmigración y Nacionalización habíahecho averiguaciones y habíainterrogado a la casera y a losprofesores, a los amigos de Greg y a lafamilia de Rachel. Los agentes sepresentaban de vez en cuando en sudomicilio con sus placas, sus cuadernosde notas y sus preguntas de carácterpersonal, y tanto ella como su marido,siempre dispuestos a colaborar, losrecibían amablemente y disipaban todassus dudas. Legalmente, eran marido ymujer desde hacía casi siete meses;

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Jasmine se apellidaba oficialmente VanKerk, pero, a pesar del certificado dematrimonio, ambos seguían siendosimplemente compañeros. Tal comoGreg había dicho, ni siquiera el SINpodía colocar un espía en su alcoba.

Jasmine pensó en aquellos seismeses y medio en cuyo transcurso habíadicho «buenas noches» y había cerradola puerta del dormitorio mientras losmuelles del sofá del salón crujían bajoel peso de Greg. Seis meses de cómodasrelaciones con un hombre inteligente yconsiderado que la había salvado de laexpulsión y que se había ganado todo surespeto. Si, por lo menos, pudiera

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enamorarse de Greg…Lo malo era que se había casado con

un hombre y se había enamorado deotro.

Declan regresó a su escritorio y,mientras revisaba por última vez elmanuscrito, Jasmine no pudo evitarestablecer una comparación entreambos… Declan con su energía y sucontagiosa vehemencia, y Greg conaquella indolencia que parecía surgir dela filosofía árabe del bokra, es decir,mañana, una actitud que a ella no ledesagradaba del todo, pues le hacíarecordar su casa. Declan vestía conesmero y Greg todo lo contrario; Declan

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había alcanzado el éxito y teníaambición y Greg aún estaba bregandosin demasiado entusiasmo con la tesis delicenciatura. Pero ambos eran amables yla hacían reír y ella apreciaba a éste yamaba a aquél, cuando hubiera tenidoque hacer justo al revés.

No tenía ni idea de cuáles eran lossentimientos de Declan con respecto aella.

Pero no importaba, se decía cadavez que empezaba a pensar en él y apreguntarse qué tal seria vivir a su lado.Connor estaba casado y tenía el caminotrazado. Y ella también lo tenía. Aunqueno estaba segura de cuál iba a ser su

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futuro con Greg ni en qué pararía todoaquello, sabía adonde iría ella: aestudiar medicina y llevar susconocimientos allí donde fuerannecesarios. Y eso se lo debía a DeclanConnor. Trabajando a su lado, sintiendola fuerza de su energía y viendo concuánta claridad tenía definidos susobjetivos, ella había aprendido a definirsus propios propósitos, los cuales noeran otros que los de ejercer la clase demedicina que había visto ejercer a supadre en El Cairo. Ibrahim había sido enotros tiempos el médico personal de unrey y seguía cobrando unos honorariosmuy elevados, pero también atendía a la

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cada vez más numerosa poblacióncampesina que afluía a la ciudad. Y allí,trabajando con él en su consultorio yaprendiendo de él el ejercicio de lamedicina, había nacido su sueño deconvertirse en médica.

Jasmine sabía que tenía queconcentrarse en eso, sobre todo en losmomentos en que la invadía la tristeza alpensar que Connor dejaría launiversidad cuando finalizara elsemestre.

—Sybil y yo no podemos estarnosquietos mucho tiempo en ningún sitio —le había explicado Connor al principiodel proyecto, allá en el mes de marzo—.

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Nos conocimos en un barco hospital. Séque es muy bonito enseñar a la gente aser médico y me ha gustado muchotrabajar en esta facultad, pero echo demenos la práctica. En cuanto latraducción esté lista, Sybil y yo nosiremos a Marruecos.

Jasmine había conocido a su mujer,profesora de inmunología, un día en queSybil acudió al despacho con su hijo decinco años David, un chiquillo dehuesudas rodillas vestido conpantaloncitos cortos, que hablaba conacento inglés y que a ella le había hechorecordar a su hijo Muhammad. En aquelmomento, envidió a la esposa de

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Connor.El profesor pasó la última página

del manuscrito, un glosario básico detérminos árabes, diciendo:

—¡Parece que lo hemos conseguido!Al hamdu lillah!

Jasmine se rió como siempre hacíacuando él hablaba en árabe, pero conacento británico. Una vez Connor lecontó su anécdota preferida y su posturapersonal con respecto a los idiomas:

—Fue en la misión de Kenia dondeme invitaron a rezar la oración deacción de gracias durante un importantealmuerzo en honor de unosrepresentantes de la Iglesia que estaban

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visitando la misión. Me recordaron envoz baja que debería pronunciar laoración en latín, pero, como yo noconocía ninguna oración en latín,empecé a pensar rápidamente. Incliné lacabeza y recité:

»—Levator labii superioris alaequenasi —que es el nombre del pequeñomúsculo de la parte lateral de la nariz.

»Todos dijeron:»—Amén.»Y nos pusimos tranquilamente a

comer.Y ahora habían terminado ya de

traducir el libro. En cuanto insertaran elnuevo capítulo de Jasmine, podrían

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enviar el manuscrito al editor deLondres. Poco después, Declan tambiénse iría.

—Se me ocurre una idea —dijoConnor de repente—, la voy a invitar acenar esta noche. No le he pagado ni conmucho lo que vale su trabajo y mesentiría un poco más tranquilo si, por lomenos, me permitiera invitarla a cenar.

Jasmine contempló sus dedos sobreel teclado. ¡A cenar! Se habían pasadoseis meses trabajando juntos en unproyecto casi siempre en aqueldespacho y generalmente por las tardesy a veces hasta bien entrada la noche.Sin embargo, la colaboración, por muy

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íntima que hubiera sido, no había pasadode ser una relación de tipo profesional yJasmine siempre había conseguidomantener las distancias. En cambio, unacena los colocaría a un nivel distinto ymás peligroso.

—No puede negarse —dijo Connoracercándose a su escritorio y apagandola máquina de escribir eléctrica—. Séque no ha comido desde el amanecerporque es Ramadán. No comprendocómo se las arregla —añadió,esbozando una sonrisa—. Los judíos sonmás razonables en eso del ayuno, unsolo día en ocasión del Yom Kippur.Hacerlo treinta días me parece una

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barbaridad.Jasmine apoyó las manos en su

regazo para ocultar su repentinonerviosismo.

—¡El Ramadán es todavía más duroen verano porque los días son máslargos! —dijo.

—Sí, ya me acuerdo. Hasta el viejoy simpático Habib perdía la pacienciamientras planchaba. Entonces me dijeque sería mejor no ir jamás a Egiptodurante el Ramadán. Bueno pues, elijausted el restaurante —añadió Connor—.El más caro que se le ocurra.

—¿Vendrá también su esposa?—Sybil tiene una clase esta noche.

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Jasmine vaciló. En Egipto lasnormas estaban muy claras: una mujer nosalía sola con un hombre que no fuerapariente suyo. Y tanto menos una mujercasada. Pero ¿estaba ella realmentecasada? Ella y Greg habían firmado unpapel y él le había dado su apellido. Esoera todo. Sin embargo, por mucho quepensara que sólo iba a ser una cenaamistosa con Connor en un lugarpúblico, tenía miedo…, miedo de sussentimientos y miedo de que se lenotaran.

—Además, tengo una sorpresa parausted —dijo Connor, mirándola con unbrillo travieso en los ojos, el mismo

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brillo que ella le vio el día en que legastó una broma al doctor Miller deParasitología.

—¿Una sorpresa?El profesor se dirigió a la parte de

atrás del archivador y sacó un gransobre cuadrado.

—Lo guardaba para un momentoespecial. Ahora me parece una buenaocasión. Ábralo.

Jasmine vio los sellos británicos y ladirección de Declan en Marina.Mientras abría el sobre, Connor añadió:

—Pedí que me lo mandaran a casaporque no quería que usted lo vieraantes que yo.

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Jasmine sacó el contenido del sobrey vio la fotocopia de la sobrecubierta deun libro con un título en grandes letrasnegras: «CUANDO USTED ES EL MÉDICO,de la DOCTORA GRACE TREVERTON.Manual de sanidad rural para los paísesárabes».

—Les propuse varios esbozos —explicó Connor— porque no podíamosutilizar la misma ilustración que figuraen la versión original. Como ve, lamadre y el niño tienen rasgos árabes y,en lugar de la choza de paja del fondo,ahora hay una casa de adobe. Ésta serála cubierta definitiva.

Jasmine descubrió la sorpresa al

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fondo, bajo la ilustración: Revisado ytraducido por el doctor Declan Connory Jasmine Van Kerk.

—Me temo que eso no le va areportar dinero ni derechos de autor,pero su nombre lo verán muchaspersonas. Las Fuerzas de Pacificaciónacaban de hacer un pedido y lo mismoha hecho la organización francesa deMédicos sin Fronteras.

Jasmine mantuvo los ojos clavadosen la fotocopia porque no podía mirarle.

—No sé qué decir —musitó en vozbaja.

—No hay nada que decir. Yo, encambio, doy gracias a Dios de que no se

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presentara la estudiante que contraté. —Connor observó a Jasmine en silencio ydespués le dijo—: Por supuesto que hizousted muy bien en casarse.

Jasmine no había entrado en detallesni le había explicado que Greg y ellaeran unos extraños entre sí. Connordebía de suponer que ambos ya eranamantes y ella quería que lo siguierapensando para conservar las distancias ymantener a raya sus propiossentimientos.

—¿Y bien? ¿Qué le parece?¿Cenamos en la ciudad?

Cuando al final levantó los ojos yvio su atractiva sonrisa y la forma en

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que la iluminación del techo perfilabalas bien cinceladas facciones de surostro, Jasmine sintió que se leaceleraban los latidos del corazón ycontestó:

—Sí, sería muy agradable.En el momento en que se disponían a

salir, sonó el teléfono. Jasmine lo tomó;era Rachel.

—Perdona que te moleste. Jas —ledijo ésta en tono apremiante—, ya séque estás trabajando, pero ¿podríasvenir en seguida? La abuela Maryampregunta por ti.

Jasmine miró a Connor.—Pero si es el Yom Kippur, Rachel.

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¿Queréis recibir visitas?—No se encuentra bien, Jas. Lleva

varias semanas en cama y dice que tieneque hablar contigo inmediatamente.¿Podrías venir?

Jasmine vaciló.—Un momento —solicitó, cubriendo

el teléfono con la mano—. DoctorConnor, una amiga mía está enferma ypide que vaya a verla inmediatamente.

—Por supuesto que debe usted ir.Podemos dejar la cena para otra noche.

—De acuerdo, Rachel. Dile a tíaMaryam que vendré en cuanto pueda.

Jasmine colgó el teléfonoexperimentando una mezcla de alivio y

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decepción, pues ahora sabía que ya notendría otra ocasión de salir a cenar conConnor.

—Espere, Jasmine —dijo Connor—.Antes de que se vaya, quiero decirle unacosa. Pensaba decírselo esta nochedurante la cena, pero se lo diré ahoraporque puede que no se me ofrezca otraoportunidad. —El profesor hizo unapausa con las manos metidas en losbolsillos y Jasmine tuvo la sensación deque había ensayado previamente lo quele iba a decir—. Trabajar con usted eneste proyecto ha significado mucho paramí —añadió—, más de lo que puedaexpresar con palabras. Será usted una

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médica extraordinaria, Jasmine, y sé quellevará sus conocimientos allí dondesean necesarios. Espero… bueno,espero que algún día tengamos laocasión de volver a trabajar juntos.

—Gracias, doctor Connor, yotambién lo espero. Cuando dio la vueltapara marcharse, él se le acercó y apoyóla mano en su brazo.

—Jasmine…Ambos se miraron un instante a los

ojos mientras el viento de octubre hacíacrujir los resecos árboles del exterior.Connor inclinó la cabeza y ella levantóel rostro.

—Disculpe, Jasmine. Si usted

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supiera… —dijo Connor, apartándosede ella.

—No, por favor —dijo ella—. Talvez nuestros caminos vuelvan a cruzarsealgún día, doctor Connor. Si Diosquiere. Ma salaama.

—Ma salaama —repitió él.

Rachel la estaba esperando en lacalzada.

—¿Qué ocurre? —le preguntóJasmine, entornando los ojos bajo el soldel atardecer.

—No lo sé muy bien. Es algo muymisterioso. La abuela dice que tiene una

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cosa para ti. Al parecer, la recibió porcorreo hace unos días.

Jasmine sintió que el corazón ledaba un vuelco en el pecho. ¡Algo de lafamilia tal vez! ¿Una carta? ¿Su padre,pidiéndole que regresara a casa?

Mientras entraban en la casa, aJasmine le gruñó repentinamente elestómago.

—Perdón —dijo riéndose—, es queestoy ayunando.

—Hoy es una fiesta judía. ¿Por quéhas ayunado tú?

—Es el décimo del Ramadán.Rachel no contestó; siempre se

sentía vagamente incómoda cuando

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recordaba que Jasmine era musulmana.Y ahora experimentaba un nuevosentimiento de celos por la especialrelación que unía a Jasmine con suabuela. Pese a su ascendencia judíaegipcia, Rachel se sentía muy pocoidentificada con el país que Jasmine yMaryam compartían; jamás había estadoen Egipto, el país natal de su padre, yapenas sabía nada de él. Sin embargo,sabía que el corazón de su abuelaMaryam seguía estando allí y por esoJasmine ocupaba en él un lugar especialque ella, su propia nieta, jamás podríaocupar.

La casa estaba muy tranquila.

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—Los demás se han ido al templo —dijo Rachel—. Yo me he quedado encasa con la abuela Maryam. Se hadebilitado mucho en los últimos meses,Jas. Sólo tiene setenta y dos años y no leencuentro nada. Todos estamos muypreocupados.

Era la primera vez que Jasmineentraba en el dormitorio de Maryam,repleto de objetos personales suyos deEl Cairo, entre los cuales figurabanalgunas cosas que Jasmine recordabahaber visto tiempo atrás en casa de losMisrahi. Sin embargo, lo que más lellamó la atención fue un gran retratocolgado en la pared. Era de Maryam y

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Amira años atrás, dos jóvenes con elcabello ondulado a lo Marcel, Maryamen actitud levemente descocada y Amiracon un cutis extraordinariamente terso yjuvenil y unos ardientes ojos oscurossemejantes a los de una estrella de cinemudo. Y no iba de negro tal comosiempre la había visto Jasmine, sino quelucía un vestido blanco que parecía degasa.

—Te pareces mucho a ella, ¿sabes?—dijo una voz desde la cama—. Si tecubres el cabello rubio, eres Amira.

Jasmine jamás se había dado cuentadel predominio que tenía en ella sumitad árabe. El cabello rubio y los ojos

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azules eran lo único que había heredadode la familia de Alice. Se sorprendióahora al observar que la joven delretrato hubiera podido pasar por suhermana gemela.

Se acercó a la cama y se asombró delo mucho que había envejecido Maryamen pocos meses. Contempló su cabelloblanco y recordó a la llamativa pelirrojaa la que tan a menudo solía ver por sucasa cuando era pequeña.

—Hola, tía —dijo, sentándose—.¿Qué te pasa? Maryam habló en árabe.

—Yo estaba presente la noche enque tú naciste. Tu abuela y yo siemprenos ayudábamos mutuamente en nuestros

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partos. Yo ayudé a venir al mundo a tutía Nefissa y Amira ayudó a venir almundo a mi Itzak. Ha pasado muchotiempo. Entonces la calle de lasVírgenes del Paraíso era otro mundo.

—Es cierto —dijo Jasmine en unsusurro, recordando la preciosa fuenteturca del jardín y la glorieta dondeAmira solía tomar el té con sus visitascual si fuera una reina recibiendo a suscortesanos.

—¿Te gusta estudiar en la facultadde Medicina? —preguntó Maryam.

—Tengo mucho que aprender, tía.Estoy muy ocupada.

Jasmine hubiera querido hablarle de

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Connor. Pero ni siquiera a Rachel lehabía revelado su secreto.

—Serás una médica estupenda.Siendo hija de Ibrahim Rashid y nieta deAmira, ¿cómo podría ser de otro modo?¿Qué noticias tienes de la familia? Llevoalgún tiempo sin saber nada de tuabuela.

Jasmine le contó lo que le habíaescrito Alice en su última carta sobre laepidemia de cólera que se habíadeclarado en la casa.

—Temen que el niño de Tahia tengala dentadura manchada a causa de latetraciclina. Y nuestra cocinera Sahra hadesaparecido y nadie sabe adónde ni por

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qué.Jasmine no comentó lo mucho que la

había preocupado la carta, por más queAlice le hubiera asegurado queMuhammad apenas había resultadoafectado por la enfermedad. Laaterrorizaba pensar que su hijo pudieraponerse enfermo y morir sin que ellaestuviera a su lado.

—¿Por qué me has mandado llamar,tía?

—No expulses de tu corazón elpasado, Yasmina. Veo en tus ojos que noquieres hablar de tu familia. Te hepedido que vengas porque hoy es el Díade la Expiación. Quiero que hagas las

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paces con tu padre. La familia lo estodo, Yasmina. Amira me escribe,bueno, le pide a su nieto Zacarías queescriba lo que ella le dicta, y me hablade todos los miembros de la familia yme pregunta por ti. Yo no sé lo queocurrió entre tú y tu padre, Yasmina,pero tienes que hacer las paces con él.

—Tía Maryam, mi padre y yo jamáspodremos ser amigos. Él no me quiere…

—¿Que no te quiere, dices? Ay, hijamía, tú no sabes lo que es querer. —Maryam extendió la mano para tomar lade Jasmine—. Ya sé por qué te hascasado con un americano, cariño. Sé quequieres quedarte en los Estados Unidos.

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Pero yo te pido que me escuches. Estatierra no nos corresponde ni a ti ni a mí.Tú y yo pertenecemos al lugar en el quetenemos el corazón y que no es otro quela calle de las Vírgenes del Paraíso. Tútienes un hijo allí, un niño que necesita asu madre.

—Jamás me permitirían verle —dijoJasmine, contemplando la envejecidamano que sostenía en la suya—. Omarme quitó a Muhammad y la ley dice queno puedo ver a mi hijo.

«Para mi familia, estoy muerta».—¿Qué sabrá la ley sobre el corazón

de una madre? Regresa allí, Yasmina,Dios te ayudará a encontrar un camino.

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—Maryam le dirigió a Jasmine una largamirada inquisitiva y después alargó lamano hacia la mesita de noche—. Eso lorecibí el otro día. Me lo envió mihermana desde Beirut.

Jasmine vio que era un libro escritoen árabe, La sentencia de la mujer. Elnombre de la autora era Dahiba Rauf.

—Es tu tía Fátima, ¿lo sabías?—Sí —musitó Jasmine con asombro

mientras pasaba las páginas y echaba unvistazo a los poemas.

Cuando llegó al final del libro y leyóel título «Ensayo de Camelia Rashid»,sintió que un estremecimiento le recorríael cuerpo de arriba abajo.

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Maryam lanzó un suspiro.—Vosotras las mujeres Rashid

siempre habéis sido muy testarudas. Nosé si Amira sabrá algo de este libro.

Jasmine se quedó de una pieza alleer lo que había escrito su hermana:

«En materia sexual —decía Camelia— el hombre se lanza a la batallacompletamente armado. Su armadura esel respaldo de la sociedad en cualquiercosa que haga. Sus armas son las leyes.La mujer, en cambio, no tiene nada; estáindefensa. Entra en combate sin unescudo tan siquiera. Por eso estácondenada a perder.

»Los hombres son los exclusivos

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propietarios del planeta. Son dueños dela tierra, de los mares y de las estrellas;son dueños de la historia y del pasado;son dueños de las mujeres y del aire querespiramos. Incluso son los amos de lagota de semen que dejan en nuestrointerior; ellos son los propietarios delos productos del vientre de una mujer.Nada es nuestro. Ni siquiera somosdueñas del sol que nos alumbra».

Jasmine estaba asombrada. ¿Dedónde habría sacado Cameliasemejantes ideas? ¿De qué manera, enuna sociedad como la de Egipto, habíaaprendido a pensar de aquella forma y aexpresar por medio de palabras y frases

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sus sentimientos y opiniones?Siguió leyendo:«Un hombre tiene la posibilidad de

reconocer la paternidad de un hijo o denegarla. Puede decir “Este niño no esmío”. Qué arrogantes han sido loshombres al otorgarse a sí mismos estepoder, siendo la mujer la que desarrollala nueva vida en su cuerpo con susangre, su oxígeno y sus células; ella lalleva en su vientre, la siente, le canta yalimenta el nuevo espíritu con el suyopropio. Y, sin embargo, el hombre, paraquien el acto sexual no fue más que unmomento de placer, puede reclamar lapropiedad de la nueva vida que está

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creciendo en el cuerpo de otra persona.Tiene el poder de reconocerla y permitirque viva o de negarla y dejar quemuera».

Jasmine contempló la página. ¿Seestaría refiriendo Camelia a ella, supropia hermana, y a su hijo? ¿O acasopensaba en Hassan al-Sabir y en ladesgracia que se había abatido sobre supobre hermana por el hecho de que elhijo fuera de éste y no de su marido?Jasmine cerró los ojos y evocó el negrocabello y los ojos color ámbar deCamelia. ¡Qué valiente había sido alescribir aquellas palabras! Pero ¿cómoera posible que pudiera escribir con

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tanta sinceridad y hubiera sido al mismotiempo tan falsa con ella? ¿Acaso estabatan enamorada de Hassan que los celosla habían impulsado a revelarle elsecreto de su hermana a Nefissa?

Un recorte doblado de periódicocayó al suelo de entre las páginas dellibro. Correspondía a un periódico deBeirut y alguien había anotado almargen: «Reproducido del ParisMatch». Era una entrevista con Camelia,«la estrella naciente del firmamento deEgipto».

—¿Me lo quieres leer, por favor? —dijo Maryam—. Tengo muy mala vista yen esta casa ya nadie lee el árabe —

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añadió tristemente.El artículo giraba en torno a las

dificultades con que había tropezado unacelebridad como Camelia, mujer ysoltera, para proteger su reputación.«No es fácil ser soltera en Egipto —lehabía dicho Camelia al reportero delMatch—. En Egipto, si un desconocidole dirige la palabra a una mujer por lacalle y ésta le contesta aunque sólo seapara decirle: “No. Váyase. Déjeme enpaz”, él lo toma como una indicación deque está disponible, y la sigue acosando.La reacción adecuada es no hacerle casoy fingir no haberle visto; entonces élcapta el mensaje y se retira,

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respetándola y comprendiendo que esuna mujer decente. Es difícil tratar a unser humano como si fuera invisible o noexistiera. En Francia, eso seconsideraría una grosería, pero así sonlas costumbres árabes».

—Yasmina —dijo Maryam—, ¿porqué no sois amigas tú y tu hermana? Unahermana es algo muy valioso, Yasmina.

Jasmine sintió la mirada de Maryamescrutando su rostro, pero no deseabahablar de cosas en las que ni siquieraquería pensar. Si negara el pasado conla energía suficiente, podría librarse deél y sería como si jamás hubieraexistido.

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—Camelia traicionó un secreto —contestó finalmente— y, por su culpa,me expulsaron de la familia y mequitaron a mi hijo.

—Ay, los secretos —dijo Maryam,pensando en su propio hijo, el padre deRachel, que en aquellos momentosestaba en el templo con la familiaasistiendo a las ceremonias del YomKippur, el que se creía hijo de SuleimanMisrahi y llamaba «tío» a MusaMisrahi. Apoyando una mano en ellibro, añadió—: Yo sé mucho desecretos, Yasmina. Pero escúchame, hoyes el Día de la Expiación. Y el Ramadánes el mes de la expiación. Regresa a

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Egipto. Ibrahim te recibirá con un beso.Y te perdonará.

—Ya es tarde, será mejor que mevaya, tía. Volveré a verte muy pronto.

Maryam sacudió la cabeza.—He hecho esperar demasiado

tiempo a Suleiman. Ya es hora de queme reúna con él. Este nuevo mundo en elque el árabe odia al judío… no puedoentenderlo. No quiero formar parte deél. Adiós, Yasmina. Ramadan mubarakaleikum. Que tengas un feliz Ramadán.

Cuando entró en el apartamento, Gregestaba sentado junto a la mesa del

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comedor pasando a máquina su tesis delicenciatura. A su alrededor, todo elsuelo estaba lleno de libros, papelesarrugados y tazas de plástico de café delDunkin’ Donuts.

—Hola —le dijo—. ¿Ya habéisterminado el libro?

Jasmine se apoyó contra la pared,momentáneamente aturdida a causa delprolongado ayuno.

—He ido a casa de Rachel. TíaMaryam quería verme.

—¿Está enferma?—Me quería dar una cosa.—Por cierto, hace un rato vino un

agente del SIN. Por lo visto, no tienen

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nada mejor que hacer que hostigarnos.Me hizo las preguntas de rigor, intentófisgonear un poco… Pero bueno. —Gregse levantó y se acercó a ella—, ¿qué teocurre?

—Perdona. Es que ver a tíaMaryam… me ha trastornado.

—¿No has comido nada todavía?Tendré mucho gusto en preparar la cena.Me apetece una enchilada. ¿Qué teparece si esta noche abro dos latas enlugar de una? Sé lo mucho que te gustanlos exquisitos platos que yo guiso.

Jasmine hubiera querido regresar ala facultad para ver si Declan estabatodavía allí. Hubiera querido salir a

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cenar con él y quedarse con él y lloraren sus brazos. Sin embargo, contestó:

—Gracias, Greg, me encantará.—Ven a sentarte. La cena estará lista

en pocos minutos —dijo Greg,encaminándose hacia la cocina.

Mientras abría las latas, sintió queella le estaba mirando desde la puerta.Últimamente lo solía hacer muy amenudo, deteniéndose a mirarle ahurtadillas cuando creía que él estabadistraído. Intuía su perplejidad einquietud y se preguntaba si sentiría elmismo deseo que él sentía por ella. Erauna mujer virginal, pero, al mismotiempo, sexualmente experta, una

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combinación que a él le hacía el efectode un potente afrodisíaco. Estaba tantriste y parecía tan vulnerable ydesamparada que él experimentaba elprofundo deseo de cuidarla.

—No sé en qué lugar mecorresponde estar —le había confesadouna vez—. Mi madre y yo éramos lasúnicas rubias de la familia. Nuncallegamos a encajar del todo; la gente sevolvía a mirarnos. Pensé que, a lomejor, podría encontrar un lugar entre laraza de mi madre, pero en Inglaterra nome sentía vinculada a nada. Por fueraparezco occidental, pero mi corazón esárabe. Y, sin embargo, jamás podré

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regresar allí. ¿Habrá algún lugar en elmundo para mí?

Greg comprendió ahora que deseabaayudarla a encontrar aquel lugar eincluso convertirse él mismo en aquellugar.

Era la primera vez queexperimentaba semejantes sentimientoshacia una persona. Siendo el único hijode unos desarraigados progenitores deformación científica, educado por unasindiferentes monjas, Greg Van Kerknunca había sabido lo que significabaque alguien lo necesitara o lo apreciara.La fría ciencia y la religión habían sidosu alimento; la «familia» significaba

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para él recibir felicitaciones navideñasy postales de cumpleaños desdeexóticos lugares cuya geología resultabamás fascinante que un hijo. Pero, depronto, su «tropismo», tal como él lollamaba, hacia Jasmine habíadescarrilado por completo.

El televisor estaba encendido. Derepente, un boletín interrumpió laprogramación para decir: «Las tropasegipcias están aplastando a los soldadosisraelíes a lo largo de la línea Bar Leven la orilla oriental del canal de Suez».

Jasmine se cubrió el rostro con lasmanos y rompió a llorar.

—Pero bueno, ¿qué te pasa? —

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preguntó Greg, apagando el televisor.Después se sentó a su lado y apoyó unamano sobre su hombro—. Perdona.Estás preocupada por tu familia,¿verdad?

No podía soportar verlaestremecerse de aquella manera. Se laveía tan frágil y desvalida… Una vezmás experimentó el abrumador deseo deconsolarla y protegerla. Le rodeó loshombros con su brazo y se llevó unasorpresa cuando ella se volvió hacia ély hundió el rostro en su pecho. Entoncesla estrechó con sus brazos y la atrajohacia sí.

Los labios de ambos se juntaron en

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un apasionado beso sazonado con la salde las lágrimas. Los libros de medicinay antropología cayeron al suelo desde elsofá y Greg empezó a hablar atrompicones entre ardientes besos.

—No puedo soportar… No sabescuánto te he deseado… Jasmine no dijonada. Estaba imaginando que Gregterminaba el beso que Declan habíainiciado.

Acabaron en el suelo, donde Jasmineapenas se dio cuenta de la mancha dehumedad de una coca cola derramadabajo su espalda desnuda. Hicieron elamor con tanta violencia que volcaron lamesita auxiliar y le rompieron una pata.

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Jasmine vio que el techo empezaba adar vueltas; estaba pensando en Declan.

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31

La gente bailaba por las calles y loscañones y cohetes estallaban por todaspartes mientras todo el mundo gritaba:

—Ya Sadat! Yahya batal el ubur!Viva Sadat, viva el héroe del paso delCanal.

Egipto había ganado la guerra y ungigantesco cartel en la plaza de laLiberación mostraba los tanquesegipcios cruzando el Canal, a lossoldados egipcios plantando unabandera al otro lado y a Sadat de perfilcontemplándolo todo. Él había redimido

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Egipto. Él había devuelto el orgullo a supueblo.

Desde la más humilde calle hasta lamás soberbia mansión, las familiascelebraban el regreso del favor de Alásobre Egipto. En el jardín y a lo largo delos altos muros que rodeaban la casa dela calle de las Vírgenes del Paraíso sehabían encendido unos farolillos y, através de las ventanas abiertas, lamúsica y las risas se escapaban hacia latibia noche de noviembre mientras lafamilia festejaba el alto el fuego entreEgipto e Israel.

En el salón, los hombres fumaban,hablaban de política y contaban chistes

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mientras las mujeres entraban y salíanincesantemente de la cocina con fuentesde comida y vasos de té. Casi toda lafamilia se hallaba reunida en la casa,aunque Ibrahim había tenido que salirurgentemente para atender al hijo de unvecino a quien le había estallado unpetardo en una mano.

Zacarías estaba escuchando loscomentarios de su primo Tewfik acercadel lamentable estado de la industria delalgodón.

—El plan de Nasser no dioresultado. El gobierno paga tan poco porel algodón que la gente abandona sucultivo y se dedica a los productos cuyo

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precio no está tasado por el gobiernocomo, por ejemplo, el trébol paraforraje. ¿Y qué hace entonces elgobierno para compensar la caída de laproducción de algodón? Elevar losprecios del mercado internacional paraque los costes de nuestro algodóndupliquen el precio que cobran losnorteamericanos por la mejor variedadde pima. ¡No me extraña que estemos enbancarrota!

Mientras se servía unos cuantostrozos de hígado frito, pensando que elplato hubiera mejoradoconsiderablemente con la adición de unpoco de cebolla, Zacarías se preguntó

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qué habría sido de Sahra. Al parecer,nadie sabía por qué se había ido tan derepente ni adonde. Echaba de menos susplatos especiales de hígado frito ycordero con salsa de menta y tambiénsus sencillas historias de la vidaaldeana. ¿Se habría asustado por lo delcólera?

Hakim Rauf, hablando con su sonoravoz de director, empezó a contar unchiste:

—Mi amigo Farid estabapresumiendo el otro día de lo alta queera su falúa, tanto que no podía pasarpor debajo del puente de Tahir. Miamigo Salah le replicó que su barca de

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pesca tampoco podía pasar por debajodel puente de Tahir debido a su altura.Entonces yo decidí avergonzarlos a losdos diciéndoles que había intentadonadar bajo el puente de Tahir y no habíapodido.

»—¿Y eso cómo es posible, Rauf?— me preguntaron.

»Y yo les contesté:»—¡Pues porque nadaba de

espaldas!Mientras los hombres se partían de

risa, las mujeres en la cocina pusieronlos ojos en blanco.

—¿Habéis oído a este marido mío?—dijo Dahiba—. ¡Presume del tamaño

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de su nariz!Las mujeres se rieron y reanudaron

sus chismorreos mientras amontonabanhogazas de pan de pita y, con lasmejillas arreboladas por el calor de loshornos, vigilaban los enormes pollosque se estaban asando en ellos. Losniños jugaban sentados en el suelo obien eran amamantados por sus madreso, como la pequeña Zeinab, seentretenían sentados junto a una de lasmesas.

La niña había llevado consigo elálbum de recortes de Camelia, quenunca se cansaba de mirar, fascinadapor las fotografías y los recortes de

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periódicos y revistas que hablaban de sumadre y que ella, a sus seis años, apenaspodía leer. El primer recorte, ya un pocoamarillo, correspondía al año 1966 yZeinab sólo podía leer algunas palabrassueltas: «gracia… gacela… mariposa».Y una parte del nombre del autor: YacobNo Sé Qué.

Mientras señalaba la página con eldedo, Zeinab les dijo a sus primos,sentados también alrededor de la mesa:

—Algún día seré bailarina comomamá.

—No podrás —le contestó elpequeño Muhammad, de diez años—.Tienes una pata coja.

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Al ver que las lágrimas asomaban asus ojos, Muhammad experimentó unasecreta satisfacción. Le encantaba hacerllorar a sus primas y especialmente aZeinab. Había llegado a la conclusiónde que las mujeres eran unos seresestúpidos, aunque ciertos detalles lellamaban poderosamente la atención,como, por ejemplo, los voluminosospechos de tía Basima y las fugacesvisiones que a veces tenía de lasuavidad de sus muslos cuandobailaban. Por desgracia, ahora ya seestaba haciendo demasiado mayor comopara estar con sus tías y primas en lacocina; pronto le llegaría el momento de

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tener que reunirse con los hombres. Yano podría tocar a las niñas siempre quele apeteciera ni sentarse en los anchos yvoluptuosos regazos de las mujeres. Lacercanía de las mujeres le estaríavedada hasta que creciera, cosa para lacual le parecía que faltaba muchotiempo.

Camelia entró en la cocina con unafuente llena de huesos de pollo. Al verlas lágrimas que surcaban las mejillasde Zeinab y la expresión triunfal delrostro de Muhammad, se arrodilló allado de la niña y le enjugó el rostro conun pañuelo.

—¿Sabes que eres un niño muy

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malo, Muhammad? —le dijo a susobrino—. Te portas muy mal con tuprima —añadió, mirando a Nefissa, lacual siempre se apresuraba a salir endefensa del niño.

Pero Nefissa estaba ocupada en latarea de colocar en una bandejapastelillos de almendras, avellanasazucaradas y tartitas dulces depistachos.

A Camelia le pareció que la curvadescendente de la boca de su tía sehabía intensificado. A sus cuarenta yocho años, Nefissa tenía todo el aire deuna mujer de mediana edad que noacepta el paso del tiempo. Camelia no

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pudo por menos que comparar a Nefissacon su hermana Dahiba, la cual, a pesarde llevarle un año, parecía infinitamentemás joven y poseía una bellezaespectacular.

Camelia se preguntó si la amarguraque desde hacía tantos años parecíaformar parte de la personalidad deNefissa se habría intensificado a raíz delregreso de Dahiba a la familia. ¿O acasoaquella expresión de eterno reproche sehabía iniciado mucho antes?

Camelia sabía que había sidoNefissa la que, en vísperas de la últimaguerra con Israel, había informado a lafamilia sobre lo ocurrido entre Yasmina

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y Hassan al-Sabir. También sabía queAmira le había hecho jurar a Nefissa novolver a hablar jamás de aquel asunto ytanto menos relacionarlo con Zeinab. Lafamilia conocía la verdad acerca delparentesco de la niña, pero los extrañosjamás deberían conocerla y la propianiña menos que nadie. El secreto sehabía divulgado, pero ahora se habíavuelto a sellar. Zeinab y los demás niñosno sabían que Yasmina era la verdaderamadre y Zeinab creía que Muhammadera su primo y no su hermanastro.

Camelia le ofreció un pastelillo aZeinab mientras las alegres risas y lasconversaciones llenaban la cocina.

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¿Quién hubiera podido imaginar queaquellas mujeres supieran tantossecretos? Incluso la propia Dahiba: muypocos miembros de la familia conocíanla existencia de su explosivo libro,prohibido en Egipto. A las mayores ymás conservadoras y a las más jóvenes,como, por ejemplo, Narjis, que estabanadoptando la nueva vestimenta islámica,nadie les había dicho nada. Sinembargo, las primas más modernas einstruidas habían podido ver unejemplar de La sentencia de la mujer yhabían aplaudido en secreto la valentíade Dahiba y Camelia al hablar con tantaclaridad. Pero, por encima de todo,

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habían procurado que Amira no seenterara. Alice, que había estadoayudando a Nefissa a colocar lospastelillos en la bandeja, se retiró a suhabitación para descansar un momento.La última carta de Yasmina aún estabaencima de su cama. «Es curioso, madre—le había escrito su hija—, pero resultaque es el esperma del hombre el quedetermina el sexo de los hijos. ¡Y pensarque un hombre egipcio se puededivorciar de su mujer si ésta no le da unvarón, siendo así que la culpa es delmarido!».

Alice pensó: «Qué distintas hubieransido las cosas si tú hubieras sido un

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varón…». De pronto, se llevó unasorpresa al ver entrar a Ibrahim en suhabitación.

—Ah, estabas aquí, Alice. ¿Hasvisto los fuegos artificiales? —lepreguntó Ibrahim, tomándola de la mano—. ¡Ven, sube a la azotea! ¡El Cairoparece estar girando en medio de lasestrellas!

—¡Ibrahim! —exclamó Alice en unsusurro.

¿Cuándo había estado su marido porúltima vez en su habitación?

Ibrahim la acompañó a la escalera,comentándole que el chico de AbdelRahman «tendría que andarse con mucho

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cuidado con los petardos a partir deaquel momento». Al llegar a la azotea,los ojos de ambos pudieron contemplarel impresionante espectáculo de losfuegos artificiales que, estallando sobreEl Cairo, estaban arrojando una lluviade oro y plata sobre las cúpulas y losalminares de la ciudad.

Casi gritando, Ibrahim le dijo a sumujer:

—¿Qué mayor prueba podemos tenerde que Alá ha vuelto a nosotros que estavictoria sobre nuestro enemigo? ¿Quémayor demostración de que Él haperdonado a sus hijos? —Tras unabreve pausa, añadió en un susurro—:

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Hubiera tenido que perdonar a Yasmina.Alice, ¿tú me odias por haberlaexpulsado?

Alice le miró a los ojos y sesorprendió al ver en ellos una expresiónde ternura.

—No, Ibrahim, no te odio. A nuestrahija le van muy bien las cosas dondeestá. Y creo que es feliz.

—Lamento haberla expulsado. Lasigo queriendo y deseo que vuelva. —Una enorme bola de estrellas azules yplateadas estalló casi por encima de suscabezas. Ibrahim levantó los ojosdiciendo—: Puede que le escriba y lepida que regrese a casa.

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Alice contempló sus ojos clavadosen los fuegos artificiales que estabanestallando en el cielo y el orgullosogesto de su cabeza mientras las lucesmulticolores le iluminaban el rostro.Estaba muy guapo y seguía siendo elapuesto joven de quien ella se habíaenamorado en Montecarlo años atrás.

Sin embargo, cuando Ibrahim sevolvió finalmente a mirarla, Alice vioen su semblante una repentina seriedadque la alarmó.

—Alice, te he pedido que subierasaquí porque quiero hablar contigo enprivado. Hay algo que debo decirte.

—¿De qué se trata, Ibrahim?

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—La única manera de anunciárteloes decírtelo sin rodeos. Alice, voy atomar una segunda esposa.

Por la calle de abajo pasó un camiónmilitar abarrotado de soldados quegritaban:

—Ya Sadat! Ya Sadat! ¡Con nuestrasangre y nuestras almas nos entregamosen sacrificio por ti!

Alice se dio cuenta de que el humode los fuegos artificiales estabaempezando a llenar el aire nocturnocomo si todo Egipto estuviera ardiendo.

—¿Una segunda esposa? ¿Me vas arepudiar?

—Yo jamás te repudiaría, Alice. Te

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amo y te respeto. Y quiero que vivassiempre aquí y seas mi mujer. Peronecesito un hijo varón y tú no me lo vasa dar.

—¿Un hijo varón? ¡Pero si ya tienesa Zacarías!

Tomando la mano de su esposa.Ibrahim le contó con voz entrecortada loocurrido la noche en que nació Yasmina.Al terminar su relato, añadió:

—Yo quería a Yasmina, Alice, peronecesitaba un hijo varón. En su lecho demuerte, mi padre me hizo prometer quele daría hijos varones. Tuve miedo y poreso adopté al hijo bastardo de unapordiosera, Sahra, nuestra antigua

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cocinera.Alice se puso a temblar.—¿Que Zacarías no es hijo tuyo?

Pero si se parece a ti, Ibrahim.—Sahra me dijo que yo tenía cierto

parecido con el padre del niño. Puedeque eso formara parte de mi locura.Sabía que lo que estaba haciendo eracontrario a la ley de Alá, pero yo habíapronunciado una maldición contra Alá ypensé que Él querría castigarme. Ahorame arrepiento profundamente de haberlohecho. Nosotros no tenemos queinmiscuirnos en los planes de Alá,Alice. Yo hice mal en cambiar el cursodel destino que Alá tenía previsto para

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Sahra y su hijo. Pero creo que hoy hesido perdonado como lo ha sido Egiptoy que el mañana estará lleno de unanueva esperanza.

—¿Con quién… —preguntó Alice enun leve susurro—, con quién te vas acasar?

—Con mi enfermera Huda. Procedede una familia en la que abundan losvarones y eso es lo que yo quiero. Sabeque no la amo y ya le he explicado porqué deseo casarme con ella. Y está deacuerdo. —Apoyando las manos en loshombros de su mujer, Ibrahim la besócon dulzura—. Por favor, no te aflijas,cariño.

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De pronto, Alice dejó de estar en laazotea entre los fuegos artificiales y seencontró de nuevo en el jardín,contemplando con asombro los capullosde ciclamen que habían brotadomilagrosamente. Ibrahim y Eddie sehabían ido al fútbol con Hassan; ella nohabía sido invitada porque era unamujer. Dos chiquillas estaban con ellaen el jardín, Camelia y Yasmina,jugando a vestirse con las melayasdesechadas de Nefissa. Querían cubrirsecon velos y ocultar sus cuerpos y susrostros como hacían las mujeresegipcias. Las niñas creían estar jugando,pero ella había adivinado la seriedad

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que entrañaba su juego. Los británicosiban a abandonar Egipto y se hacíancomentarios por doquier acerca de lavuelta a las antiguas costumbres.

Las antiguas costumbres de losvelos, pensó Alice ahora, de lacircuncisión femenina y de las segundasesposas. Y se dio cuenta de que el futuroque ella tanto temía ya había llegado.

—No te preocupes, cariño —le dijoa Ibrahim—. No me importa. Túnecesitas un hijo varón, por supuesto.Baja a reunirte con los demás, yo mequedaré aquí un ratito.

Ibrahim se perdió en la oscuridad yAlice le siguió al poco rato. En cuanto

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ambos se hubieron retirado, Zacaríasemergió de las sombras desde las cualeshabía estado contemplando los fuegosartificiales.

Tahia miró consternada a Zacarías.Ambos se encontraban sentados en elmismo banco de mármol en el que porprimera vez se habían confesado suamor la noche de la boda de Yasminacon Omar.

—¿Cómo que te vas? —preguntóTahia—. ¿Por qué? ¿Adónde piensas ir?

—Tahia, esta noche he descubiertoque mi padre no es realmente mi padre y

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que toda mi vida ha estado basada enuna mentira.

El muchacho le reveló a Tahia loque había escuchado en la azotea y éstareplicó:

—Allah! No puede ser cierto.¡Seguro que no lo has entendido bien!

Zacarías no estaba disgustado; enrealidad, experimentaba una extrañasensación de paz, como si una larga ydenodada lucha hubiera tocadorepentinamente a su fin.

—Ahora comprendo muchas cosas—dijo en voz baja—. Por qué mi padrenunca me quiso. Por qué, en algunasocasiones, yo intuía en él una especie de

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resentimiento hacia mí. Y por quésorprendía muchas veces a Sahramirándome fijamente. Siempre penséque nos contaba aquellas historias de suinfancia en la aldea para distraernos,pero ahora comprendo que, en ciertomodo, trataba de hablarme de miverdadera familia. Tahia, yo te quierocon todo mi corazón, pero no puedocasarme contigo hasta que averigüe laverdad sobre mí mismo. Iré en busca demi madre. Encontraré la aldea donde fuiconcebido. Puede que allí tengahermanos y hermanas, toda una nuevafamilia esperándome.

—Pero ¿cómo la vas a encontrar,

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Zakki? ¡Hay cientos de aldeas a la orilladel Nilo! ¡Sahra nunca dijo de dóndeera!

Tahia tuvo miedo. Justamente el mesanterior, durante el Ramadán, Zacaríashabía hecho un ayuno tan drástico quehabía sufrido uno de sus ataques y habíacaído al suelo, soltando espumarajospor la boca y orinándose encima. ¿Y sisufriera uno de aquellos ataques, yendode aldea en aldea?

—¡Por favor! Pídeles a Tewfik o aAhmed que te acompañen…

—Éste es un viaje que tengo quehacer yo solo. —Zacarías tomó la manode Tahia entre las suyas y le dijo con

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una sonrisa—: No temas por mí, Alá meacompaña. Puede que ése sea elsignificado de la revelación que tuve enel desierto. Puede que fuera una señaldel Todopoderoso para indicarme quetendría que emprender una búsqueda.Nadie puede acompañarme en estecamino, Tahia. Ni siquiera tú, a quienamo más que los latidos de mi propiocorazón. Por favor —añadió—, procuraser feliz por mí. Podré abrazar a Sahra,mi madre. Y encontraré a mi padre y lerendiré mi homenaje.

Tahia rompió en sollozos y seenjugó las lágrimas de las mejillas conun delicado gesto de la mano.

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—¿Cuándo volverás a mí, miquerido Zakki?

—Volveré, mi preciosa Tahia. AnteAlá y el Profeta y todos los santos yángeles del Cielo, te juro que volveré.

En las estancias privadas de Amira,Qettah consultó una vez más las hojas deté y el aceite que sobrenadaba en elagua. Al final, la astróloga esbozó unasonrisa, diciendo:

—Te has recuperado por completode tu enfermedad, sayyida. La suerte tesonríe como sonríe a Egipto. Es untiempo propicio para viajar. Ya es hora

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de que hagas la peregrinación a La Mecay encuentres al joven que te llama en tussueños.

Amira acompañó a la anciana a lapuerta y le pagó la visita. Después,demasiado emocionada como parapoder esperar hasta la mañana del díasiguiente, decidió comunicarleinmediatamente a Alice que ya podíaniniciar los preparativos para su viaje aArabia Saudí.

Alice se sentó delante de su tocadorenvuelta en una nube de esencias debaño de almendras y rosas. Se había

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puesto uno de sus antiguos vestidos de laépoca en que solía acudir al Cage d’Or,un elegante y sedoso modelo de colorblanco. ¿Cuánto tiempo hacía que no selo ponía? Esbozó una sonrisa. Lassombras de la depresión que la habíadominado durante tantos años habíandesaparecido como por arte de ensalmo,como si alguien hubiera encendido depronto una poderosa lámpara y lashubiera disipado, rodeándola por todaspartes con su dorada luminosidad. Jamásse había sentido tan serena.

Se levantó y abandonó la estancia.Mientras bajaba por el pasillo y pasabapor delante de la habitación antaño

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ocupada por su hermano, recordó conasombrosa claridad las últimas dosveces en que le había visto allí: laprimera, cometiendo un acto indecentecon Hassan al-Sabir; y la segunda con elcerebro traspasado por una bala. No leextrañó ver a Edward en el pasillo consu blanco traje de franela y su bate dejugar al cricket. No había envejecidopara nada, era como si ella no llevaramás de veinte años sin verle. Claro.Estaba viendo su fantasma.

—Es una noche muy templada parael mes de noviembre —le dijo suhermano—. Perfecta para dar un paseo.

—Sí, Eddie —dijo Alice.

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Bajó por la escalera y, al llegar alpie de la misma, sintió de nuevo en susoídos el fragor del río de la melancolía.

Avanzó entre la gente que celebrabael triunfo por las calles y junto a gruposde hombres que, arracimados alrededorde los aparatos de radio y de televisión,estaban escuchando las palabras delpresidente Sadat. El paseo que bordeabael río estaba lleno a rebosar deautomóviles; los peatones se reían ypegaban brincos por las aceras sinapenas prestar atención a la mujerenvuelta en un blanco vestido de nocheque estaba bajando hacia la orilla delrío, donde los pescadores entonaban

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canciones sentados alrededor de susfogatas.

Alice vio unas luces reflejadas en elagua y se percató de que procedían delCage d’Or, situado en la otra orilla.Trató de evocar a la deslumbradoramuchacha que antaño fuera, de pie en laterraza del club, totalmente subyugadapor la romántica emoción de su fantasíade las Mil y Una Noches.

De pronto, se encontró en un lugardesierto, lejos de las falúas y de lascasas flotantes, lejos del ruidoso hotelHilton y de su embarcadero en el queestaban amarradas las embarcaciones derecreo del Nilo. Le extrañó que el agua

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estuviera tan fría y que el barro leresultara tan desagradable bajo sus piesdesnudos. Siempre había imaginado encierto modo que el Nilo estaríatemplado. ¿Acaso Amira no lo llamabala Madre de Todos los Ríos? La falda seapartó de sus rodillas, se arremolinóalrededor de sus muslos y después flotóunos minutos sobre la superficie cual sifuera una blanca medusa. Cuando elagua le llegó a la altura del pecho, lafalda ya se había hundido y se habíaenredado alrededor de sus piernas,azotada por la corriente del río. El aguale cosquilleó las axilas y la barbilla.Mientras se hundía, experimentó la

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curiosa ilusión óptica de que era el Caged’Or y no ella el que se estabaahogando.

Cuando el agua le cubrió la cabeza yvio su rubio cabello extendiéndose a sualrededor cual unos suaves zarcillos,oyó la voz de Ibrahim:

—¿Me odias por haber declaradomuerta a nuestra hija y haberlaexpulsado?

—No —contestó ella con todasinceridad—, porque la liberaste de estaprisión en la que yo he estado cautiva.Gracias, Ibrahim, por haber liberado ami hija.

Alice abrió la boca y un agua de

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acre sabor penetró en ella de inmediato.Extendió los brazos, levantó los pies ysintió que la dulce corriente la acunaba.Le pareció que estaba volando; sucuerpo se mecía suavemente mientras elagua seguía penetrando por su garganta.Después, su cabeza se golpeó contra unasuperficie dura.

Sintió un agudo dolor, vio unaexplosión de estrellas y pensó que eranunos fuegos artificiales que celebrabanla victoria de Egipto.

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Sexta parte

1980

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32

Todo el país estaba conmocionado porla blasfemia de aquella mujer. En lascalles y en los cafés era el único temade que hablaba la gente: primero asesinaa su hermano, decían, y después se poneuna barba postiza y asume los deberes yprivilegios de un hombre. ¿Cómo sepodía permitir que siguiera viviendosemejante engendro de la naturaleza?¡Aquella criatura era la indecenciapersonificada!

—Esta mujer está loca —mascullóun recaudador de impuestos, tomando un

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sorbo de cerveza—; negar su sexo deesta manera y burlarse del papel que lanaturaleza le ha asignado en la vida.

—Pero ¿quién se habrá creído quees? —dijo el propietario del café—.Pretender comportarse como un hombrey exigir unos derechos que jamásestuvieron destinados a las mujeres.¿Qué sería del mundo si todas lasmujeres pensaran como ella?

Un exportador de tejidos levantó elpuño gritando:

—¡El día menos pensado nos van adecir que tengamos los hijos nosotros!

Dahiba se echó a reír sin poderloevitar.

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Al ver que Hakim se volvía amirarla con expresión de reproche, ledijo:

—Perdona, cariño. Pero es que estoes tan… gracioso. Los hombrespariendo hijos.

Los actores del improvisado café alaire libre levantado en el exterior delMuseo Egipcio iniciaron una pausa dedescanso y se sacaron unas cajetillas decigarrillos de debajo de los taparrabos yde las largas túnicas plisadas. La genteapretujada detrás de las cuerdas deprotección empezó a silbar al ver a unosantiguos egipcios encendiendo unoscigarrillos.

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—Perdona, cariño —repitió Dahiba,acercándose a su marido y acariciándolela calva con la mano—. Repite laescena. Esta vez te prometo no decirnada.

Sabía lo importante que era aquellapelícula para él y también el peligro queentrañaba. Hasta entonces, los censoresdel gobierno no se habían entrometido,pero lo vigilaban todo muy de cerca.¿Serían lo bastante perspicaces comopara adivinar el significado del truco deHakim?

—¡Es una película sobre nuestroglorioso pasado! —les había explicadoéste—. ¿Qué puede haber de vergonzoso

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en una película sobre nuestros faraones?Aquí no entra para nada la política yprometo que las escenas de danzasrespetarán la moral y la decencia.

Sin embargo, lo que los censores nohabían captado era el significado ocultode la película, la cual girabaaparentemente en torno a una joven delmoderno El Cairo que se quedabadormida en el interior del MuseoEgipcio y soñaba que era Hatsepsut, laúnica mujer faraón de Egipto. Pero elsueño no era, en realidad, más que unaparábola. La joven estaba casada con unsádico que la torturaba y ella no podíarecurrir a la ley para que la defendiera:

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en su sueño, los papeles se invertían,ella alcanzaba el poder y, al final,imponía el castigo de la castración. Loque los censores no sabían era que elactor que encarnaba al marido iba ainterpretar también el papel del esclavocastrado.

En aquellos momentos, estabanfilmando la secuencia del sueño en lasprimeras horas de una mañana denoviembre antes de que en El Cairoempezara a haber demasiado ruido.Aunque se habían colocado unas cuerdaspara contener a los mirones, la multitudhabía aumentado tan inesperadamenteque habían tenido que solicitar la

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presencia de unos guardias con porraspara que no se alterara el orden.

Hakim y su equipo de filmaciónandaban con pies de plomo. Loscineastas de El Cairo habían sidoúltimamente el blanco de los gruposintegristas islámicos, que protestabancontra la producción de «películasinmorales cuyos mensajes iban en contrade las enseñanzas del Islam». El propioHakim había recibido amenazas porhaber rodado películas en las que sepresentaban unos personajes femeninosde fuerte carácter que preferían vivirsolas en lugar de casarse. La crecienteola de integrismo que se había ido

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consolidando a partir de la victoriaegipcia en la guerra del Ramadán de1973 exigía un regreso al papeltradicional y «natural» de las mujeres y,según habían declarado losconservadores islámicos, las películasde Hakim Rauf inculcaban ideasrevolucionarias en las mentes de lasjóvenes.

Sin embargo, los enemigos de Hakimy otros directores no eran solamente losmusulmanes, sino también los cristianoscoptos, los cuales habían manifestado suoposición a las películas que, segúnellos, mostraban a miembrosestereotipados de su comunidad bajo un

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prisma constantemente negativo. Raufhabía sido atacado en concreto por unapelícula acerca de una relación amorosaentre una musulmana y un copto,declarada por ambas partes ofensiva ytan traída por los pelos que lindabaincluso con la parodia.

—No es posible complacer a todo elmundo —decía Hakim—. Soyresponsable ante Alá y ante miconciencia. Si hago comedias musicalesy melodramas, no podré estar en pazconmigo mismo. Como cineasta, estoyobligado a ser sincero.

Dahiba apreciaba su valentía, peroaquel día los mirones le daban mala

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espina. Justo la víspera habían estalladounos disturbios en el barrio copto de ElCairo donde, según se decía, uncristiano había violado a una niñamusulmana de cinco años. Variaspersonas habían resultado muertas, sehabían incendiado diversos edificios yhabían sido necesarios más de cienpolicías para restablecer el orden.

—Hakim —dijo Dahiba en voz baja,estremeciéndose bajo el sol denoviembre a pesar de la suavetemperatura matinal—, creo que por hoysería mejor que lo dejaras. Veo rostrosenfurecidos entre la gente. El otro díarecibiste una amenaza de muerte firmada

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con una cruz copta.Ambos habían recibido también

amenazas por el libro de Dahiba, Lasentencia de la mujer, el cual seguíaestando prohibido en Egipto, pero habíaprovocado un gran revuelo en todo elmundo árabe a lo largo de los siete añostranscurridos desde su publicación. Trasretirarse de la danza seis años atrás,Dahiba había empezado a concentrarseen sus escritos de carácter feminista,pero hasta entonces no había conseguidopublicarlos ni siquiera en el Líbano.

—¿Quieres que vivamos comotopos? —replicó Hakim—. Alá nos diomente e inteligencia y capacidad para

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expresar nuestros pensamientos. Sicedemos, otros imitarán nuestro ejemplohasta que Egipto se convierta en un lugarde silencio.

Dahiba no tuvo más remedio quedarle la razón. Aun así, tenía miedo.

En el interior de su caravana, aparcadajunto a una parada de autobuses delantedel hotel Hilton, Camelia estaba dandolos últimos toques a su maquillaje deHatsepsut. Iba a interpretar el papel dela mujer faraón renegada, pues ella erala principal protagonista de la película.Mientras alargaba la mano hacia la

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barba regia que se tenía que poner enúltimo lugar, vio, a través de la pequeñaventana que había al lado del espejo,varios camiones llenos de jóvenes deaspecto airado, acercándose a lamuchedumbre de mirones. Varios deellos portaban pancartas con la cruzcopta. Camelia frunció el ceño y sevolvió a mirar a su hija de catorce años,la cual estaba haciendo los deberessentada junto a una mesita.

Al contemplar la pieza ortopédicaque le rodeaba la pierna por debajo deluniforme escolar, Camelia se sintióinvadida por una oleada de amor y,recordando a la niña no deseada que

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habían depositado en sus brazos catorceaños atrás, se sorprendió de nuevo deque, por la infinita misericordia de Alá,le hubiera sido dado gozar de la dichade la maternidad. Aquellas reflexionesle hicieron recordar también a Yasmina.Los años no habían borrado la cóleraque sentía hacia su hermana; es más, sufuria había aumentado a la par que suamor por Zeinab. ¿Cómo era posible queYasmina hubiera abandonado a su hija?

—Dice que no la quiere —le habíaexplicado Alice cuando Yasmina semarchó de Egipto—. Traté deconvencerla de que se quedara con ella,pero dice que le recuerda demasiado a

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Hassan.Bismillah! ¡No se castiga a un hijo

por los pecados del padre! Sin embargo,la cólera de Camelia se mezclabatambién con el miedo…, el miedo deque algún día Yasmina regresara yreclamara a su hija. «Que se vayapreparando mi hermana para luchar,porque Zeinab es mía».

—Zeinab, querida —dijo al ver quelos jóvenes empezaban a saltar al suelodesde los camiones—, llama por favor aRaduan. Dile que quiero verle. Dateprisa, cariño.

Raduan era uno de losguardaespaldas personales de Camelia,

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un gigantesco sirio que llevaba sieteaños a su servicio. Cuando éste sepresentó en la caravana, Camelia ledijo:

—Raduan, ¿quieres acompañar, porfavor, a Zeinab a casa de mi madre en lacalle de las Vírgenes del Paraíso?

—Pero, mamá —protestó la niña—,¿por qué no puedo quedarme a ver cómohaces la película?

Camelia abrazó a su hija. El cabellode la pequeña y bonita Zeinab, deestatura más bien baja para su edad, seiba aclarando de año en año y, enaquellos momentos, ya era como el delbronce antiguo.

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—Va a ser un día muy largo, cariño,y aquí te distraes demasiado y no puedeshacer los deberes. Ve a casa de laabuela y yo iré por ti más tarde. —Camelia se volvió hacia Raduan y leindicó con un gesto de la cabeza ladirección del Nilo—. Llévala por esecamino y date prisa.

El guardaespaldas asintió con lacabeza mientras sus ojos oscurosparpadeaban para dar a entender que lohabía comprendido.

Poniéndose una bata encima de sutúnica plisada de lino y de su antiguocollar egipcio, Camelia salió a labrumosa mañana de El Cairo y

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contempló la insólita muchedumbre quese apretujaba al otro lado de las cuerdasde seguridad. Se aspiraban disturbios enel aire.

—En el nombre de Alá —musitó.¿Cómo era posible que ocurriera

semejante cosa precisamente cuandoEgipto se estaba adentrando finalmentepor la senda del progreso? Gracias a ladiligencia del señor Sadat, elParlamento había aprobado las leyes delEstado que garantizaban más derechos alas mujeres y aumentaban el número derepresentantes del pueblo en elgobierno. Pero ahora estaba surgiendoaquella inquietante ola de

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conservadurismo y las jóvenesempezaban a adoptar voluntariamente elvelo.

Camelia miró hacia la izquierda yvio a Raduan acomodándose en elasiento trasero de su limusina blanca.Mientras el reluciente automóvil sealejaba de la multitud, Camelia sepreguntó si su apuesto guardaespaldasestaría todavía enamorado de ella, comoen cierta ocasión había tenido laimprudencia de confesarle.

Ahora que ya era una estrella de ladanza y actuaba con un conjunto deveinte danzarinas y una orquesta en todaregla, la joven recibía a menudo

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declaraciones de amor, pero siemprerechazaba amablemente a susadmiradores, como había rechazado aRaduan. No quería enamorarse y no leinteresaban los amantes.

Mientras se abría paso entre loscables hacia el lugar donde se estabarodando la escena, Camelia sintiócientos de ojos mirándola. Sabía lo queestaba pasando por la mente de aquellosmirones y lo que éstos pensarían de ellaen los exagerados términos a que tanaficionados eran los egipcios: «Ésta esCamelia Rashid, nuestra amada diosa, lamás bella mujer del mundo, la mujermás deseable desde los tiempos de

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Cleopatra, la que deslumbra incluso alos ángeles». Cuando actuaba en elHilton, los hombres del público legritaban:

—¡Eres como la miel! ¡Eres comolos brillantes!

Una vez en que una gota de sudor lebajó por la mejilla y el cuello y fue aalojarse entre sus pechos, un apasionadoSaudí se encaramó a una mesa y gritó:

—¡Oh, dulce lluvia de Alá!Camelia ya estaba acostumbrada a

tales halagos. A lo que no estabaacostumbrada era al amor; jamás habíaestado enamorada, pese a que losperiódicos de El Cairo solían llamarla

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«la diosa del amor de Egipto». El títuloera simbólico, pues la prensa sabía muybien que la vida privada de Camelia eracasta y decente. Había, sin embargo,ciertas cosas que la prensa ignoraba:que Zeinab no era realmente su hija, queCamelia jamás había estado casada ytanto menos con un héroe muerto en laguerra de los Seis Días, y que, a lostreinta y cinco años, en un secretocelosamente guardado, Camelia seguíasiendo virgen.

—Tío Hakim —dijo Camelia en vozbaja, acercándose a éste y a Dahiba—,no me gusta la pinta de esta gente. Unoschicos muy raros acaban de bajar de

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unos camiones.—Deberíamos irnos —dijo Dahiba.Al ver el temor que reflejaban los

ojos de ambas, Hakim contestó:—Muy bien, ángeles míos. No

tenemos por qué ser temerarios.Al fin y al cabo, cuanto más valiente

es el pájaro tanto más gordo se pone elgato. Enviaré al equipo de rodaje a casa.Podemos filmar esta escena en losestudios.

Justo en el momento en que le hacíauna seña al cámara, alguien de entre lamuchedumbre gritó:

—¡Muerte al engendro de Satanás!De repente, la multitud, integrada en

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su mayoría por jóvenes, empujó haciadelante, rompiendo las cuerdas. Losjóvenes, agitando los puños yblandiendo palos, arrojaron al suelo alos guardas de seguridad y seabalanzaron sobre las cámaras y elequipo de rodaje, destruyendo a golpescuanto encontraban a su paso antes deque los colaboradores de Hakimpudieran reaccionar. Los guardas deseguridad trataron de contraatacar, peroel número de los asaltantes eraabrumador. Al ver que un grupo deenfurecidos jóvenes empezaba a golpearal cámara con unos palos, Hakim corrióen su ayuda. Uno de los atacantes tomó

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un trozo de cuerda y lo pasó alrededordel cuello de Hakim. Otros se unieron aél y lo arrastraron por el suelo. Despuéslanzaron el extremo libre de la cuerdasobre una jirafa y, mientras empezaban alevantarlo, el rostro de Hakim adquirióun color púrpura encendido y los ojos sele salieron de las órbitas.

—¡Basta! ¡Basta! —gritó Camelia,tratando de abrirse paso entre la chusma—. ¡Tío Hakim! Oh, Alámisericordioso… ¡Hakim!

Muhammad sintió que le ardía la piel deemoción al ver a tantos jóvenes vestidos

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con galabeyas blancas efectuando juntoslas postraciones de la plegaria. ¿Cuántoshabría? ¿Centenares? Un simple puñadoen comparación con los miles demuchachos a los que estaban impidiendocruzar el campus de la universidad.

—Ahora ocurre todos los días —dijo uno de los presentes—. Ocupan elpatio central y se ponen a rezar. ¿Cómose los puede dispersar? Pero nosotrostenemos que ir a clase.

Muhammad, a sus diecisiete años,también tenía que ir a clase, puesacababa de matricularse en launiversidad de El Cairo. Pese a todo, legustaba aquel orante bloqueo de los

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alumnos y pensaba que ojalá tuviera elvalor de unirse a ellos y adoptar suuniforme: una galabeya blanca, barba ycasquete en la cabeza. Cuánto envidiabaa aquellos devotos jóvenes querecorrían el campus y aporreaban laspuertas de las aulas para anunciar lahora de la oración, provocando la ira delos profesores y el desconcierto a losestudiantes. Tenían un propósito ydefendían una noble causa. Pero ¿acasono ardían como él?

Cuando terminó la plegaria y losjóvenes integristas se dispersaron,Muhammad cruzó el campus y pasó pordelante de los tenderetes en los que se

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vendían libros de tipo religioso aprecios de saldo. Unos devotos jóvenesentregaban gratuitamente galabeyas ovelos a cualquier alumno que sedetuviera a escucharles. No todos eranvarones; había también algunasapasionadas muchachas, vestidas conlargas prendas y cubiertas con velos,que repartían octavillas y folletos en losque se explicaba la necesidad derechazar las corruptas costumbres deEuropa y América y regresar a Alá y elIslam. Los estudiantes adquirían cintascon grabaciones de los sermones de losimanes integristas; si veían a un hombrey una mujer juntos, les exigían el

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certificado de matrimonio; muchachoscon barba golpeaban con palos a laschicas en caso de que la falda no lesllegara hasta los tobillos; pedían quetodas las tiendas y comercios cerrarandurante la llamada a la oración;reclamaban la liberación de Jerusalénde las manos de los israelíes yafirmaban que cualquier música, yespecialmente la de Occidente, erasacrílega. Por último, los extremistasexigían un regreso a la segregación delos sexos, sobre todo en la escuela, entrelas vírgenes y los solteros; los jóvenesseñalaban que los chicos y las chicas nopodían sentarse juntos en las aulas y los

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estudiantes de medicina integristas senegaban a estudiar la anatomía del sexocontrario. Al fin y al cabo, decían,¿acaso la devota religiosidad de losegipcios no les había dado la victoria enla guerra del Ramadán en 1973? ¿Acasono constituía todo ello una demostraciónpalpable de que aquél era el camino queAlá deseaba para Egipto?

Sí, pensó Muhammad Rashid, en lacreencia de que el objeto de su ardor eraAlá.

Aquella tarde, al regresar a casa yreunirse con las mujeres de su familia enel gran salón de la calle de las Vírgenesdel Paraíso, el muchacho siguió

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confundiendo el ardor que sentía con elfervor religioso. Sin embargo, suspensamientos no giraban en torno a Alásino a una estudiante cuyos ojos erancomo charcos de tinta. En el nombre deAlá, ¿cómo podía un joven concentrarseen los pensamientos religiosos habiendoa su alrededor chicas con tales ojos,tales cabellos y tan generosas caderas?Los estudiantes estaban en lo cierto, lasmujeres tenían que permanecerapartadas. Se las tenía que refrenar conmás fuerza para que su agresivasexualidad no constituyera una amenazapara los hombres.

Muhammad se hundió en uno de los

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divanes, pensando: «No hay que fiarsede las mujeres. Y tanto menos de lasguapas». ¿Acaso no era guapa su propiamadre y no le había traicionado,dejándolo abandonado? Jamás escribíaa Yasmina y no quería tener nada quever con ella. Para que la familia lahubiera declarado muerta tenía quehaber cometido un terrible pecado y, porconsiguiente, tenía merecido elostracismo. Sin embargo, siempre quellegaba una carta de California, la leíaen secreto varias veces y después,cuando se acostaba por la noche,contemplaba entre lágrimas la fotografíade su madre, ansiando acariciar su

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blanca piel y su rubio cabello, sin dejarpor ello de maldecirla.

Mientras aguardaba a que una de laschicas le sirviera el té, miró a sumadrastra Nala, haciendo tranquilamentecalceta en uno de los divanes. Estabanuevamente embarazada. Le había dadosiete hijos a Omar, había sufrido unaborto y se le había muerto un hijo acausa de una lesión cardiaca. Nala habíasoportado sus numerosos embarazos sinuna queja y a Muhammad le parecía lomás lógico y natural.

Cuando Zeinab le sirvió el té, nopudo mirarla a los ojos. Pobre chica, sumadre bailaba danzas obscenas en

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presencia de hombres desconocidos.¿Cómo era posible que Zeinab separeciera tanto a su propia madreYasmina?, se preguntó Muhammad,incómodo como siempre en presencia dela que él creía su prima.

Mientras bebía el té calientearomatizado con azúcar y menta y se lellenaba la cabeza con su vapor y suaroma, recordó unos negros yaterciopelados ojos y unas anchascaderas y comprendió de repente lo quetenía que hacer. Al día siguiente en launiversidad cambiaría sus pantalonesvaqueros por la larga galabeya blancade los Hermanos. Éste sería su escudo

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contra los peligros de las mujeres.

En el jardín, Amira estudió la posicióndel sol, pensando que casi todos loschicos ya deberían de haber regresado acasa de la escuela y ya tendrían queestar empezando a reunirse en el salónpara rezar todos juntos la oración delocaso. Recogió las hierbas que acababade arrancar y regresó por el camino a lacasa, pasando por delante de lo queantaño fuera el jardín de Alice.

Ya no quedaba ni rastro del Edéninglés; los papiros, las adormideras ylos lirios silvestres de Egipto habían

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ocupado el lugar donde antaño crecieranmilagrosamente las begonias y losclaveles. En siete años, Amira no habíadejado de llorar ni un solo momento lapérdida de Alice y de Zacarías. Sinembargo, se consolaba pensando que loque les había ocurrido estabapredestinado y que los destinos deambos se habían juntado en el momentoen que nació Yasmina y ella envió a suhijo Ibrahim a la ciudad para que hicierauna obra de caridad.

Amira entró en la cocina inundadapor los dorados rayos del sol de la tardey por los celestiales aromas del musakaque se estaba cociendo en el horno y del

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pescado que se estaba friendo enmantequilla en una sartén. Mientrasdepositaba las hierbas sobre la mesa yescuchaba los parloteos y las risas delas mujeres ocupadas en distintas tareas,Amira pensó en su buena suerte: teníasetenta y seis años, estaba en pleno usode todas sus facultades físicas ymentales y la rodeaban dieciochobisnietos y dos más en camino. ¡Alabadofuera el nombre de Alá! La casa volvía aestar llena, ahora que Tahia y sus seishijos vivían en ella junto con los ochode Omar y la mujer de este último, lacual siempre se instalaba en la casacuando su marido se encontraba de viaje

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en el extranjero cumpliendo algunamisión por encargo del gobierno, talcomo ocurría en aquellos momentos.Todos los hijos, tanto los mayores comolos pequeños, cualquiera que fuera surelación con Amira, la llamaban Ummapor ser la madre de la familia. Como tal,Amira los tenía bajo su responsabilidad,pues, aunque el deber de buscar maridosa las muchachas correspondiera a susmadres, era Amira en último extremo laque tomaba la decisión.

Allí estaba Asmahan, la hija decatorce años de Tahia, con la vestimentaislámica del hijab, un velo que cubría elcabello, el cuello y los hombros, una

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niña muy piadosa y muy parecidafísicamente a su abuela Nefissa. Amirale había oído decir una vez a Zeinab quesu madre Camelia ardería en el fuegodel infierno por ser una danzarina. Otraschicas de la casa llevaban también elhijab y pertenecían a un fervoroso grupode estudiantes universitarias que seautodenominaban Mohajibaat, es decir,«mujeres del velo», y se negaban asentarse al lado de los chicos en clase.Gracias a su religiosidad, Amira podríaarreglarles fácilmente las bodas. Sinembargo, algunas de sus hermanas yprimas no serían tan fáciles. Sakinna,rechazada por el hijo de Abdel Rahman,

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aún estaba soltera a los veintitrés años.Basima, todavía divorciada y con doshijos, hubiera tenido que vivir en supropia casa. Y Samia, la hija menor deJamal Rashid, nacida de su unión con suprimera esposa, antes de su boda conTahia, estaba demasiado delgada y, porconsiguiente, no era una buena candidataal matrimonio.

Tahia, por su parte, llevaba más desiete años viuda y, a sus treinta y cincoaños, era una encantadora joven capazde hacer feliz a cualquier hombre. Sinembargo, siempre que Amira leplanteaba el tema, Tahia contestaba confirmeza que esperaba a Zakki. En los

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siete años transcurridos desde sudesaparición, nadie había tenido lamenor noticia de Zacarías, pero Tahiaseguía creyendo que algún díaregresaría.

Amira no estaba tan segura.Dondequiera que hubiera ido el chico,ella estaba segura de que estaríasirviendo a Alá.

Entró en el salón, donde algunosmiembros de la familia se habíancongregado alrededor del televisor paraescuchar el noticiario del atardecer.Aquel día el tema principal era laescalada del conflicto entre loscristianos coptos y los musulmanes. En

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represalia por el asesinato de un jequemusulmán en una aldea del Alto Egipto,los musulmanes habían arrojado unabomba incendiaria contra una iglesiacopta, causando la muerte de diezpersonas.

Amira contempló el ceño fruncidode su nieto Muhammad y la autoritariamanera con que éste recibió el té queacababa de servirle Zeinab. Eranhermano y hermana, pero se creíanprimos. Se parecían mucho físicamente,pero sus temperamentos eran tandistintos como el eneldo de la miel.Amira estaba preocupada porMuhammad, tras haberle sorprendido

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varias veces mirando con ojos de halcóna sus primas. Aquel muchacho llevaba elsexo en la mente. Y no es que fueradistinto de su padre a su edad. Amirarecordaba cómo había exigido Omar quele buscaran una esposa. Sin embargo,Muhammad parecía encerrar un ciertopeligro, como si por sus venas fluyerauna corriente de violencia. Amira sepreguntó si ello sería una consecuenciadel hecho de haberse visto privado de sumadre a una edad todavía muy temprana.Tras la partida de Yasmina, el niño sehabía puesto tan histérico que Ibrahimno había tenido más remedio queadministrarle unos medicamentos para

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que se calmara. Tal vez fueraconveniente buscarle una esposa aMuhammad antes de que su hambre desexo le impulsara a cometer algunabarbaridad.

Finalmente, estaba la ardua tarea dela boda de la pobre y lisiada Zeinab.

¡Cuántas cosas pendientes!Últimamente Amira sentía con másfuerza que nunca la llamada de Arabia.Sus sueños eran cada vez más frecuentesy lo mismo le ocurría con los recuerdos.Curiosamente, ya no había vuelto asoñar con el joven que la llamaba.Amira no sabía por qué. ¿Quizá porqueestaba vivo cuando ella soñaba con él y

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ahora ya había muerto? Sin embargo, apesar de que el intrigante muchachohabía desaparecido, su memoria habíarecuperado otros fragmentos. Ahora laperseguía una voz del pasado:«Seguiremos el camino que tomó elprofeta Moisés cuando sacó a losisraelitas de Egipto. Nos detendremosen el pozo donde conoció a su mujer…».Debía de ser el camino que seguía lacaravana de su madre al ser atacada porlos traficantes de esclavos. El oasis desus sueños… ¿sería acaso el pozo deMoisés?

Todos aquellos fragmentos y sueñosiban completando poco a poco el

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mosaico del pasado. Sin embargo,Amira seguía sin poder recordar lallegada a la casa de la calle de las TresPerlas; no conservaba ningún recuerdode sus primeros días en el harén. Eracomo si se hubiera cerrado una puertaque bloqueara no sólo los días de aquelperíodo sino también sus primeros años.Amira se veía en el pasado como unaprisionera en una estancia cerrada. Pero¿dónde estaba la llave?

A causa de la muerte de Alice, nohabía podido ir a La Meca siete añosatrás, según lo previsto. Después, lafamilia se había dedicado a buscar aZacarías y ella se había quedado a la

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espera de las noticias. Más adelante, unaepidemia de fiebre estival infantil habíaasolado El Cairo y, al año siguiente, laastróloga Qettah sentenció que elmomento no era propicio para losviajes. Sin embargo, ahora los signosvolvían a ser favorables; Qettah habíaseñalado que el año sería favorable paraAmira.

En cuanto resolviera los asuntospendientes de la familia, Amiraemprendería la peregrinación a laciudad santa de La Meca. Y, a la vuelta,seguiría el camino que habían seguidolos israelitas. Tal vez encontrara elalminar cuadrado y el sepulcro de su

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madre…Abajo, en la calzada particular,

Ibrahim, con aire profundamentecansado, abrió la portezuela para bajarde su automóvil, pensando que unhombre de sesenta y tres años no hubieratenido que sentirse tan viejo. Puede quela sensación de fracaso le hubieraenvejecido prematuramente, pues nocabía la menor duda de que un hombresin un hijo varón era un fracasado.

El remordimiento también se habíacobrado un tributo, pensó. Desde elsuicidio de Alice, su conciencia nohabía conocido ni un solo momento depaz. Hubiera tenido que seguirla,

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recordando sobre todo el historial de sufamilia: su madre y su hermano sehabían suicidado. Tal vez la hubierapodido salvar. Ahora comprendía elerror que había cometido al casarse conHuda, la cual le había dado cuatro hijas,agudizando más si cabe con ello susensación de fracaso.

Ibrahim apoyó la cabeza en elvolante.

Faltaban cuatro días para elaniversario de la muerte de Alice y sesentía acosado por el recuerdo de supálido rostro, sus violáceos párpadoscerrados y su enmarañado cabello rubioentremezclado con el barro del Nilo.

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Unos turistas la habían pescado en el ríodesde su falúa. Puesto que habíaacudido solo al depósito de cadáverespara identificarla, Ibrahim pudo ocultarla verdadera causa de su muerte: sóloAmira conocía la verdad. El resto de lafamilia creía que Alice había muerto enun accidente de tráfico.

«Oh, Alice, mi queridísima Alice.Yo tuve la culpa; yo te aparté de milado».

A Yasmina, el fruto de su unión conAlice, también la había apartado. Lahabía abandonado tras haber sucumbidoa la maldad de Hassan en lugar derecurrir a él en demanda de ayuda. Se

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había prometido a sí mismo escribirleuna carta a California, pidiéndole queregresen a casa. Pero nunca encontrabalas palabras adecuadas. «Perdóname,Yasmina, dondequiera que estés».

No obstante, a la persona a quienmás creía haber decepcionado era a supadre. Mirando desde el Cielo, AlíRashid sólo vería un nieto: Omar, el hijode su hija Nefissa. Y unos bisnietosnacidos de Omar y Tahia. Pero ningúnnieto nacido de su hijo; Ibrahim habíafracasado.

Había otros problemas que tambiénle preocupaban. La fortuna de losRashid ya no era lo que antaño fuera. El

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algodón de Egipto, antiguamentellamado el «oro blanco», había perdidotanto peso en el mercado mundial acausa de la mala gestión y planificacióndel gobierno que los expertos predecíanel total hundimiento de la industriaalgodonera egipcia. La fortuna amasadapor Alí Rashid gracias al algodón habíamenguado considerablemente y ahoraIbrahim contaba con unos ingresos cadavez más escasos, con los cuales teníaque hacer frente a unasresponsabilidades familiares cada vezmayores.

Al cruzar la enorme puerta de doblehoja labrada a mano e importada de la

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India más de cien años atrás, Ibrahimcontempló el vestíbulo con su pavimentode mármol y su impresionante lámparade bronce como si lo viera por primeravez. Jamás había reparado en lo grandeque era la casa. Mientras admiraba lasoberbia escalinata que se dividía endos al llegar al primer rellano, una parael ala de la casa reservada a loshombres y otra para la de las mujeres, sele ocurrió de pronto una idea.

—Ah, ya estás aquí, hijo de micorazón —dijo Amira, entrando en elvestíbulo para recibirle.

Ibrahim se sorprendía de que sumadre siguiera siendo tan guapa a su

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edad y siguiera gobernando aquellaextensa familia con la misma eficienciacon que siempre lo había hecho. Amirale sonrió con sus labios cuidadosamentepintados de rojo. Llevaba el cabelloblanco recogido hacia atrás en un moñofrancés sujeto con unos pasadores debrillantes. Ibrahim sintió el vigor de lajuventud en las manos que ahora estabancomprimiendo las suyas.

—Madre, tengo que pedirte un favor.Amira se rió.

—¡No hay favores entre madres ehijos! Haré de todo corazón cualquiercosa que tú me pidas.

—Quiero que me busques una

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esposa. Necesito tener un hijo varón.La sonrisa de Amira se transformó

en una expresión de inquietud.—¿Acaso has olvidado la desgracia

que cayó sobre nuestras cabezas cuandote apropiaste de Zacarías convirtiéndoleen tu hijo?

—Una esposa me dará un hijolegítimo —dijo Ibrahim, negándose ahablar del muchacho que habíadesaparecido de su casa siete añosatrás.

Otros miembros de la familia lehabían buscado, pero fue en vano.

—Tú tienes medios para saberlo,madre, tienes poderes. Búscame una

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mujer que me dé hijos varones.—Alá recompensa a los

perseverantes. Huda está embarazada.Esperemos a ver y no nos precipitemos.

Ibrahim tomó las manos de su madreentre las suyas y le dijo:

—Madre, con todo el respeto y elhonor que te debo, esta vez no quieroseguir tu consejo. Perdóname, pero tusdecisiones no siempre son las mejores.

—¿Qué quieres decir?—He estado pensando en Camelia.

¿Te has parado alguna vez a pensar encómo sería ahora su vida si tú no lahubieras llevado a aquella curandera dela calle del 26 de Julio?

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—Sí, y ahora veo que, de no habersido por aquel paso en falso, puede quehoy Camelia estuviera felizmente casaday fuera madre de muchos hijos. Lo sientoen el alma.

—Una mujer necesita un marido,madre. Y una niña no se tiene queeducar en las salas de fiestas y losestudios cinematográficos. Zeinabnecesita una vida como es debido. Lehace falta un padre. Yo soy elresponsable de Camelia y de Zeinab.Quiero que me ayudes a buscarle unmarido a Camelia.

—Ya es casi la hora de la oración—dijo Amira en un susurro—. ¿Quieres

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dirigir a la familia, hijo mío? Yo deseorezar sola.

Amira subió a la azotea bañada porel resplandor que precedía al ocaso.Mientras contemplaba las cúpulas y losalminares iluminados por losanaranjados rayos del sol, imaginó quela luz que se extendía más allá del Nilono era la del sol poniente sino una suavemano de mujer teñida de alheña queestaba cerrando el día.

Cuando se inició la llamada a laoración, desdobló su alfombra deoración y empezó a rezar.

Allahu akbar. Alá es grande.Pero su corazón no estaba

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concentrado en Alá.Mientras se arrodillaba y rozaba la

alfombra con la frente, pensó en lo queIbrahim le acababa de decir acerca deCamelia. Su hijo tenía razón. Ella nohabía cumplido con su deber de velarpor la felicidad y el futuro de su nieta.

Ash hadu, la illaha illa Allah.Proclamo que no hay más dios que Alá.

Reflexionó acerca de la urgentenecesidad de Ibrahim de tener un hijovarón y se sintió vagamente molesta. Sehablaba mucho del linaje de Alí Rashid,pero existía también otro linaje, el deAmira Rashid. Ella había tenido unahija, unas nietas y unas biznietas… pero

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todas aquellas hermosas muchachas ymujeres no habían sido suficientes. Unvarón valía más.

Ash hadu, Annah Muhammad rasuluAllah. Proclamo que Mahoma es elProfeta de Alá.

Amira se preguntó por primera vezen su vida por qué los linajes familiarespasaban por los varones, siendo así quela única certeza procedía de lamaternidad. Pensó en los fraudes de losúltimos años… la hija de la terceraesposa de Alí Rashid se había acostadocon un hombre y había sido casadarápidamente con otro, el cual habíacreído que el hijo era suyo; Safeya

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Rageb había presentado una niña a sumarido, diciéndole que él la habíaengendrado cuando, en realidad, la niñaera de su hija; Yasmina llevaba en suseno un hijo que todo el mundo creía deOmar hasta que Nefissa reveló elsecreto. ¿Cuántos engaños y mentiras sehabrían fraguado, se preguntó Amira, alo largo de los siglos y los mileniosdesde la madre Eva por el simple hechode que los linajes familiares no pasabanpor las mujeres sino por los hombres?¿Era lógico que fuera así, teniendo encuenta que en la maternidad no cabía elengaño mientras que la paternidad sóloera en el mejor de los casos una

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suposición?Hi Allah ash Allah.Si la línea familiar se transmitiera a

través de las mujeres, la niña deYasmina hubiera sido acogida conjúbilo quienquiera que fuera su padre,Zeinab tendría en aquellos momentos asu lado a su verdadera madre y lafamilia no se hubiera quebrado.

Sorprendida ante sus propiospensamientos, Amira trató de centrar suatención en Alá y repitió la plegaria apesar de que los almuédanos ya habíanterminado.

La illaha illa Allah.Pero una vez más se distrajo

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pensando: «Una esposa para Ibrahim, unmarido para Camelia…».

Se encontraban en el apartamento deCamelia porque Dahiba se había negadoa ingresar a su marido en un hospital,aunque fuera de carácter privado. Tanpronto como la policía consiguióreprimir los disturbios y un médicoexaminó a Hakim en la caravana deCamelia, ambas mujeres le trasladaronal último piso de un edificio deltranquilo y elegante barrio de Zamalek,donde esperaban ponerle a salvo de losfanáticos. Los elevados ingresos que

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percibía Camelia le habían permitidocomprarse una vivienda en la octavaplanta de un edificio de El Cairo convistas panorámicas sobre la ciudad, elNilo y las lejanas pirámides. Un refugiode doce habitaciones con criados ycostoso mobiliario para Zeinab y para símisma. En aquellos momentos, la jovenestaba ayudando a Hakim a acomodarseen un sillón de cara a un enormeventanal que daba a las brillantes lucesde la ciudad y a las estrellas queparpadeaban en el cielo.

—Menudo susto me has dado, tío.¡Pensé que te iban a ahorcar! —dijoCamelia, enjugándose las lágrimas de

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los ojos.Hakim le dio unas palmadas en la

mano sin poder hablar. Una dolorosaquemadura provocada por el roce de lacuerda le rodeaba todo el cuello.

—Oh, tío, ¿cómo es posible quehayan querido hacerle daño a un hombretan encantador como tú? ¡Los cristianosson muy sanguinarios! ¡Adoran a unhombre clavado en una cruz! ¡Les debede gustar ver sufrir a la gente! ¡Los odiopor lo que te han hecho!

Una criada entró portando unabandeja de té con pastas. Conociendo laafición de Hakim, como la de casi todoslos cairotas, por la serie Dallas,

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Camelia encendió el televisor. Lapantalla se iluminó en el momento enque estaban dando los habitualesanuncios de la Administración. Dallas,la serie más popular de televisión enEgipto, hacía que los jueves por lanoche El Cairo se convirtiera en unaciudad desierta, por cuyo motivo elgobierno aprovechaba los minutosprevios al inicio de los capítulos paratransmitir importantes mensajes a lapoblación. Aquella noche se hablaba dela campaña de planificación familiar yse instaba a las mujeres a acudir a loshospitales públicos para que lescolocaran gratuitamente dispositivos de

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control de la natalidad, asegurándoles,con citas del Corán, que una familiareducida era más feliz.

Dahiba se sentó y empezó a repasarlas ediciones nocturnas de todos losperiódicos que había podido encontrarpara ver si publicaban alguna noticiasobre los incidentes habidos delante delmuseo.

—Aquí está —dijo—. Losdisturbios los provocaron unosestudiantes cristianos coptos. Y nadiesabe cuál fue el motivo.

—¡El tío nunca ha ofendido a loscoptos! —dijo Camelia.

—Santo cielo —exclamó

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súbitamente Dahiba.—¿Qué pasa?—Éste es uno de esos pequeños

periódicos intelectuales —contestóDahiba, entregándoselo a Camelia altiempo que le señalaba con el dedo elartículo de la primera plana—. ¡Mira loque han publicado!

Camelia leyó:—«Los hombres nos dominan

porque nos temen. Nos odian porque nosdesean». —La joven miró a Dahiba—.¡Pero si eso es de mi ensayo! ¡Hancopiado el ensayo que incluí en tu libro!—Camelia siguió leyendo las palabrasque ella misma había escrito diez años

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atrás—: «Nuestra sexualidad amenazasu virilidad y por eso sólo nos concedentres medios de ser respetables: comovírgenes, como esposas y como ancianasque ya no pueden tener hijos. No nosqueda ningún otro camino. Si una solteratiene amantes, la llaman puta. Si rechazaa los hombres, la llaman lesbianaporque constituye una amenaza para lavirilidad de los hombres. Es propio delhombre reprimir todo aquello que loamenaza o le da miedo».

Hakim soltó un gruñido y dijo con unáspero hilillo de voz:

—¿Por qué me habrá favorecido Alácon unas mujeres tan inteligentes?

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—Sí, es tu ensayo, palabra porpalabra —exclamó Dahiba—.¿Mencionan tu nombre?

—No —contestó Camelia. Al leer elnombre que encabezaba el artículo, lepareció que le sonaba de algo—. YacobMansur —dijo.

—Ah, Mansur —terció Hakim en unsusurro, acercándose la mano a lagarganta—. He oído hablar de él. Lodetuvieron hace algún tiempo por haberescrito un artículo favorable a Israel.

—Un judío —dijo Dahiba—. Eso noestá muy bien visto en Egiptoúltimamente.

—Los judíos. —Hakim lanzó un

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suspiro—. ¡Deben de ser los únicos queno me persiguen!

Camelia frunció el ceño, tratando derecordar de qué le sonaba el nombre deMansur. De pronto, le vino a lamemoria. Abandonó el salón y regresócon uno de sus álbumes de recortes,abriéndolo por la primera página, en laque figuraba una amarillenta reseñafechada en noviembre de 1966. Laspalabras «gacela» y «mariposa»parecieron saltar de la página. La reseñaestaba firmada por Yacob Mansur.

—¡Es el mismo! —exclamó Camelia—. ¿Por qué ha publicado mi ensayo?

—Hace falta mucho valor para eso

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—dijo Dahiba.—¿Dónde está la redacción de este

periódico? —preguntó Camelia,consultando su reloj.

Hakim tomó un sorbo de té yconsiguió contestar con una especie degraznido:

—En una pequeña travesía de lacalle al-Bustan, cerca de la Cámara deComercio.

—No pensarás ir ahora, ¿verdad?—Le diré a Raduan que me

acompañe. Todo irá bien, inshallah.

La redacción del pequeño periódico era

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muy modesta y constaba de dospequeñas habitaciones atestadas depapeles en las que apenas había espaciopara pasar entre los escritorios. Daba auna tienda de alfombras de la acera deenfrente y la ventana de la fachada,cuyos cristales habían sido rotos apedradas, aparecía cubierta con unoscartones.

Diciéndole a Raduan que esperaraen la puerta, Camelia entró y vio a doshombres inclinados sobre sendasmáquinas de escribir y a una joven depie junto a un archivador. Los tres sevolvieron simultáneamente a mirarla.

—Al hamdu lillah! —exclamó la

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muchacha, acercándose presurosa paraquitar el polvo de una silla con la manoy ofrecérsela a Camelia, diciendo—:¡La paz y la benevolencia de Alá seancontigo, sayyida! ¡Nos sentimos muyhonrados! —Después se volvió y gritópor encima del hombro hacia una puertaprotegida por una cortina—: ¡Oye, Aziz!Corre al señor Shafik. ¡Trae té enseguida!

—La paz y la misericordia de Alá ysus bendiciones —contestó Camelia—.He venido a ver al señor Mansur. ¿Estáaquí?

Un hombre se levantó de uno de losescritorios y se inclinó respetuosamente.

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Debía de tener unos cuarenta y tantosaños, estaba algo grueso, era mediocalvo y llevaba unas gafas de monturametálica y una camisa que estabapidiendo a gritos un golpe de plancha.Camelia recordó a Suleiman Misrahi yse dio cuenta de que en El Cairo apenasquedaban judíos.

—Su presencia es un honor paranuestra redacción, señorita Rashid —dijo el hombre con una sonrisa.

Acostumbrada a que losdesconocidos la reconocieran, Cameliacontestó:

—El honor es mío, señor Mansur.—¿Sabe que yo escribí una reseña

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de una de sus actuaciones hace catorceaños? Yo tenía treinta años por aquelentonces y pensé que era usted ladanzarina más exquisita que jamáshubiera habido en la tierra. —Mansurmiró a Raduan, de pie en la entrada, yañadió bajando un poco la voz—: Y losigo pensando.

Camelia miró también a Raduan,confiando en que éste no hubieraescuchado las palabras de atrevidafamiliaridad de Mansur.Quebrantamientos de la etiqueta muchomás leves que aquél habían inducido alguardaespaldas sirio a salirinmediatamente en defensa del honor de

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su señora.El joven que había salido a escape

del despacho momentos antes regresócon una bandeja y dos tazas de té dementa. A pesar de su ardiente deseo deaveriguar por qué razón habíareproducido Mansur su ensayo, Cameliapasó por el habitual formalismo de loscomentarios sobre el tiempo, losresultados de los encuentros de fútbol yel milagro que había supuesto la presade Asuán para Egipto. Al final, abrió elbolso, sacó el periódico con el artículode Mansur marcado con un círculo ypreguntó:

—¿De dónde ha salido este ensayo?

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—Lo copié del libro de su tía —contestó Mansur. Al ver la mirada deasombro de Camelia, añadió—: Sé queusted escribió estas palabras. Sumensaje me parece importante y por esolo he publicado. Puede que con elloconsigamos abrir algunas mentes.

—¡Pero el libro de donde usted hasacado el ensayo está prohibido enEgipto! ¿Acaso no lo sabe?

Mansur abrió un cajón de suescritorio y sacó un ejemplar de Lasentencia de la mujer.

Camelia contuvo la respiración.—¡Le pueden detener por la

posesión de este libro!

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El hombre sonrió y Camelia observóque, al hacerlo, se le levantaban lasgafas.

—El presidente Sadat afirma creeren la democracia y en la libertad deexpresión. De vez en cuando es buenoponerlo a prueba.

Camelia pensó que, a pesar de loexplosivos que eran sus escritos y delatrevimiento de que estaba haciendogala con una mujer a quien no conocía,el señor Mansur hablaba con una curiosasuavidad. Hubiera sido más lógico quehablara a gritos.

—Pero ¿no corre usted peligro alpublicar mi ensayo?

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—En cierta ocasión oí hablar aIndira Gandhi. Dijo que, a pesar de sercierto que a veces una mujer vademasiado lejos, sólo cuando vademasiado lejos consigue ser escuchadapor los demás.

—No menciona usted mi nombre enel artículo.

—Oh, no quería causarle problemas.Los extremistas… —Mansur señaló conun gesto de la mano los cristales rotosde la ventana—. Especialmente losmiembros jóvenes de los HermanosMusulmanes, esos fanáticos que andanpor ahí vestidos con galabeyas blancas,no se alegrarían demasiado de saber que

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el ensayo lo había escrito una mujer.Pensé que, no siendo yo musulmán, metratarían con menos dureza que a alguiende su propio credo. De esta manera, laspalabras que usted escribió serán leídasy usted estará a salvo.

Mansur miró a Camelia con susrisueños ojos castaños y ésta sepreguntó algo que no se habíapreguntado acerca de un hombre desdeque tenía diecisiete años y se habíaenamorado de un censor del gobierno.

¿Estará casado?

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33

Jasmine bajó del autobús y se detuvo enla acera antes de echar a andar hacia suedificio de apartamentos. El corazón lelatía con fuerza en el pecho. ¿Cómodemonios le iba a comunicar a Greg lanoticia? Le había caído encima como unrayo y a él lo iba a dejar totalmenteestupefacto. No quería ni pensarlo.

Al entrar en el apartamento quecompartía con Greg desde hacía sieteaños y medio, notando en el rostro lasprimeras gotas de lluvia de noviembre,vio que, como de costumbre, Greg tenía

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compañía en el salón. Jasmine se alegróde que aquella noche hubiera sólohombres. Algunas veces los amigos sepresentaban con sus esposas y susnovias y entonces ella cedía al antiguoimpulso de atraer a las mujeres a lacocina y dejar a los hombres en el salón,un vestigio de sus viejos tiempos. Amenudo, las mujeres se reunían a tomarcafé con ella en la cocina, pero, engeneral, preferían quedarse con loshombres y ella imitaba su ejemploaunque siempre lo hacía a regañadientesy se sentía incómoda.

En cierta ocasión se lo habíacomentado a Rachel Misrahi, la cual

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ejercía como médica en el Valle, y éstale había contestado:

—Eres una mujer con estudios. Jas.Nada menos que una médica. Tienes queadaptarte a los tiempos y aceptar elhecho de la igualdad entre hombres ymujeres. Se acabaron los malditospapeles.

Aquella noche se alegró de que sóloestuvieran allí los habitualescompinches de la camarilla deaspirantes al doctorado deldepartamento de Antropología, unoseternos estudiantes como el propio Gregque sonrieron y le dijeron «hola»cuando la vieron entrar y dejar el

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maletín médico al lado del teléfonoantes de dirigirse a la cocina paraquitarse la blanca bata del laboratorio yenchufar la cafetera eléctrica.

Al ver la docena de claveles rojos yblancos en un sencillo jarrón defloristería, Jasmine esbozó una tristesonrisa. Su querido Greg cada año poraquella fecha le compraba sin falta unosclaveles en recuerdo de la muerte de sumadre. Y, cada vez, Jasmine pensabaque ojalá no lo hubiera hecho, aunque enel fondo se alegraba.

Su querido Greg jamás habíaconseguido encender en ella la chispadel amor.

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Repasó la correspondencia que Greghabía dejado sobre la mesa: facturas,anuncios de seminarios médicos, ofertasde empleo de dos hospitales, una nuevapetición de dinero para el Fondo de ExAlumnos Universitarios y una postal deRachel desde Florida. De Egipto, nada.

Siete años atrás, una carta que ellale había escrito a su madre le había sidodevuelta junto con una carta de Amira:«Nuestra querida Alice ha muerto, Alála tenga en su Paraíso. Murió en unaccidente de tráfico». Y Zacarías,añadía Amira, se había ido en busca deSahra, la cocinera, la cual también habíadejado a la familia.

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De este modo, se había roto no sóloel único y frágil eslabón que la unía alos suyos, sino también la únicaesperanza de que su hijo Muhammad larecordara. Jasmine sabía que, tal comohabía ocurrido con Fátima, no habría enla casa ninguna fotografía suya ni nadiemencionaría jamás su nombre. ParaMuhammad, ahora que su abuela Alicehabía muerto, su madre también estaríamuerta. Sólo seis años y medio mástarde, en la primavera pasada, Jasminehabía recibido una noticia y unafotografía enviada por Amira en la queaparecía Muhammad en la ceremonia desu graduación en el instituto de

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enseñanza media. La fotografía mostrabaa un joven asombrosamente guapo conunos grandes y líquidos ojos como losde las figuras de los primitivossarcófagos cristianos. Sin embargo,Muhammad no sonreía, en un visibleintento de no mostrar su vulnerabilidadante la cámara.

En los trece años transcurridosdesde que Jasmine se fuera de Egipto, suhijo no le había escrito ni una sola vez.

Jasmine se alegró mucho de que elúltimo objeto de su correspondenciafuera un paquete de Declan Connor. Erala última edición de Cuando usted es elmédico e incluía una instantánea en

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blanco y negro del propio Connor, sumujer Sybil y su hijo, y una carta en laque el profesor le describía su labor enMalasia y su lucha contra la malaria. Lamisiva era breve y amistosa y nocontenía la menor alusión al idilio quehabía estado a punto de florecer entreambos siete años atrás. Jasmine no habíavuelto a ver a Connor desde entonces,pero ambos se habían mantenido encontacto.

La puerta de la cocina se abrió derepente y Jasmine vio fugazmente en lapantalla del televisor la escena de laliberación de los rehenesnorteamericanos, descendiendo de un

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aparato procedente de Irán.—Hola —le dijo Greg, besándola en

la mejilla—. ¿Qué tal ha ido el trabajo?Jasmine estaba agotada. Era el

miembro más reciente del equipo de unaclínica pediátrica de una barriada muypobre y, como tal, trabajaba más horasque sus compañeros, pero le daba igual.El cuidado de los hijos de otras mujeresla ayudaba a satisfacer la necesidad dehijos propios. Su hijo Muhammad estabamuy lejos y se lo habían arrebatado y laniñita deforme que había nacidomuerta… «No. No recuerdes elpasado». Rodeó con sus brazos lacintura de Greg y le dijo:

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—Gracias por los claveles. Sonpreciosos.

—Espero que no te moleste lapresencia de los chicos. —Greg laestrechó un instante en sus brazos—.Estamos haciendo unos planes.

Jasmine asintió con la cabezaapoyada en su hombro. Greg siempreestaba haciendo planes, pero muy pocosde ellos fructificaban. Jasmine ya habíadesistido hacía mucho tiempo de darleconsejos sobre la forma de terminar sutesis doctoral.

—No te preocupes —dijo—. Tengoque ir al hospital a pasar unas visitas.Sólo he venido a casa para ducharme y

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cambiarme y tomar el coche.Greg se acercó al frigorífico y sacó

una cerveza, diciendo:—Me alegro de que estés aquí.

Tengo una noticia.Jasmine le miró fijamente a los ojos.—Qué casualidad. Yo también.Mientras Greg echaba la cabeza

hacia atrás para ingerir unos sorbos decerveza, Jasmine pensó una vez más enla ironía del destino que la habíallevado a casarse con un hombre estandoenamorada de otro. Siete años después,seguía casada con uno y todavíaenamorada del otro. Sin embargo,apreciaba sinceramente a Greg y entre

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ambos había surgido un profundo afectoque a veces los había conducido inclusoa las relaciones sexuales. Jasminesospechaba que hacían el amor por puranecesidad de contacto humano; noexperimentaban la menor pasión el unopor el otro y tanto menos la emoción queen ella solía despertar una sola miradade Connor. Una vez en que le confesó aRachel que su matrimonio con Gregestaba basado más bien en el respetomutuo que en el amor, su amiga habíaelogiado aquel matrimonioauténticamente liberado en el que noexistían ni las anticuadas expectativas nilos juegos que solían entorpecer la

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mayoría de relaciones. Sin embargo,Jasmine anhelaba un matrimonioanticuado y seguía envidiando a SybilConnor.

—Estoy embarazada —dijo.Greg estuvo a punto de escupir la

cerveza.—¡Santo Cielo! —exclamó—. Y lo

dices así, sin avisar.—Perdona. ¿De qué otra forma

quieres que te lo diga? —replicóJasmine, escudriñando su rostro—.¿Estás contento?

—¡Contento! Espera un poco, que lacabeza me está dando vueltas. ¿Cómo hapodido ocurrir?

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—Tuve que dejar la píldora, comoya sabes, porque me provocaba dolor decabeza.

—Lo sé, pero hay otros medios. Nosé cuándo…

—Durante la barbacoa del Día delTrabajador.

Fue la última vez en que amboshabían hecho el amor. Greg se estababebiendo una cerveza junto a la piscinadonde un grupo de amigos se habíareunido para asar a la parrilla unashamburguesas y unos bistec. De pronto,Greg convenció a Jasmine de que«entrara en la casa un momento».

—Bueno, supongo que es estupendo

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—dijo Greg, rodeándola de nuevo consus brazos—. Pues claro que esestupendo. Sé lo mucho que te gustan losniños. Lo que ocurre es que nuncahablábamos de eso. Pero ¿no tendrásque dejar el trabajo? —preguntó,apartándose un poco—. ¿Cómo vamos apagar el alquiler?

Los gastos de sus estudios demedicina habían obligado finalmente aJasmine a vender su casa de Inglaterra ylos siete años de convivencia con unhombre que no tenía trabajo habíanvaciado sus fondos bancarios. Ahoraambos vivían de lo que ella ganaba en laclínica y aquel embarazo amenazaba la

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seguridad de sus existencias. Jasmine sesintió de repente en aquella relación«igualitaria» menos libre de lo quejamás se hubiera sentido en cualquierotro momento de su vida. Procuróconservar un tono despreocupadomientras contestaba:

—Supongo que ahora te tocará a tibuscarte un trabajo. Tendrás una familiaque mantener.

Greg apartó el rostro y tomó un buentrago de cerveza.

—Por Dios, Jasmine, eso no vaconmigo. Tengo que consolidar misituación antes de que pueda pensar entener hijos. Aún no sé quién soy ni lo

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que quiero.—Tienes treinta y siete años.Greg soltó una carcajada.—Sí, la misma edad de mi papá

cuando dejó embarazada a mi madre.Qué coincidencia, ¿verdad? —Depronto, Greg miró a Jasminedirectamente a los ojos y le dijo—: Tevoy a ser sincero, Jasmine. No quieroque ningún hijo mío tenga la clase deeducación que tuve yo en todas aquellasescuelas privadas sin ver jamás a mispadres.

Jasmine cerró los ojos y se sintiósúbitamente muy cansada.

—Entonces, ¿qué me aconsejas que

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haga?Greg arrancó un imán de la puerta

del frigorífico y empezó a manosearlo.Era un pequeño tomate de plástico conuna sonriente cara en su parte superior.

Al ver que Greg no contestaba,Jasmine empezó a inquietarse.

—Bueno pues, ¿cuál es tu noticia?Greg volvió a dejar el imán en su

sitio, pero éste se cayó al suelo.—Los chicos y yo estamos

organizando una expedición a Kenia.Roger está haciendo un estudio sobre losmasáis…

—Comprendo —dijo Jasmine. Elaño anterior había sido Nueva Guinea y

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el otro la Tierra del Fuego. Al final,Greg nunca había ido a ninguno de losdos sitios, pero puede que esta vez lohiciera. Jasmine se dio cuenta de que, enrealidad, le daba igual—. Tengo quevolver a la clínica —añadió—. ¿Dóndeestán las llaves del coche?

—Esta mañana llevé el coche paraque lo revisaran, ¿no te acuerdas? Ya telo dije. Mira, Jas… —dijo Greg,extendiendo las manos hacia ella.

—Sí, ya lo sé. Pero dijiste queestaría listo a las cinco. ¿No fuiste arecogerlo?

—Pensé que lo recogerías tú. Es loque siempre hemos hecho… yo lo llevo

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y tú lo recoges.Sí, pensó Jasmine. Igualdad total. Es

lo más justo.—No importa, tomaré el autobús.—Jasmine —dijo Greg, asiéndola

del brazo—. Por favor, no sé qué puedodecirte. Jasmine se apartó.

—Ya hablaremos más tarde. Tengoque tomar el autobús para llegar algaraje antes de que cierren.

Mientras circulaba por la autovía de laCosta del Pacífico, Jasmine contemplólas gotas de lluvia en el parabrisas ypensó en sus relaciones con Greg. La

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situación apenas había cambiado desdeque ambos se conocieron. Habían vividojuntos, pero su propia existencia habíaestado tan ocupada con los estudios demedicina, después las prácticas yfinalmente la clínica, que apenas lehabía quedado tiempo para elmatrimonio. Aun así, ella había hecho elesfuerzo de intentar comprender alhombre con quien se había casado,aunque todo había sido en vano. Habíabuscado las profundidades de Greg yhabía descubierto para su asombro queéste no las tenía. No había más que lasuperficie que inicialmente la habíaatraído. Había intentado acercarse a él,

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pero incluso cuando hacían el amornotaba en él una cierta reticencia. Laúnica vez en que había visto a la madrede Greg, durante una escala del vuelo dela doctora Mary Van Kerk desde lascuevas de la India a las cuevas deAustralia Occidental, Jasmine habíadescubierto a una mujer tan dura comolas rocas que estudiaba y una relaciónmadre-hijo tan rígida y envarada queambos protagonistas parecían haberolvidado el texto de su guión.

A partir de aquel momento, Jasmineempezó a comparar a Greg con loshombres árabes y recordó la afición a lavida, la espontaneidad y el agudo

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sentido del humor de estos últimos,amén de su fama de amantes expertos yconsiderados. Lo que más echaba demenos eran sus pasiones desatadas. Loshombres árabes lloraban sin rebozo, sebesaban mutuamente y entre ellos noexistían las llamadas carcajadasimprocedentes. Y, por si fuera poco,cuando un hombre dejaba embarazada auna mujer, se sentía obligado yconsideraba un honor reconocer al hijo yresponsabilizarse de él.

Jasmine se apoyó la mano en elvientre y se extrañó de repente. Elsobresalto inicial se había disipado yahora estaba descubriendo con asombro

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que se sentía realmente feliz. De hecho,llevaba mucho tiempo sin sentirse tan agusto, prácticamente desde su embarazode Muhammad y después del de aquellapobrecita que no había sobrevivido.Puede que esta vez fuera una niña,pensó, cediendo finalmente a laemoción. La llamaré Ayesha, se dijo, enrecuerdo de la esposa preferida delProfeta. Y, si Greg se va a Kenia, yaencontraré la manera de criar a mi hijayo sola.

Mientras alargaba la mano paraencender la radio, oyó un sonidoamortiguado en el exterior del automóvily, de pronto, el volante empezó a vibrar.

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Aminorando la marcha, consiguiódesviarse hacia la cuneta de laresbaladiza autovía. Cuando bajó,cubriéndose la cabeza con una revistaporque había olvidado tomar elparaguas, vio que la rueda delanteraderecha estaba pinchada.

Le dio un puntapié y empezó a mirararriba y abajo. Circulaban muy pocosautomóviles en aquel momento.Comprendió que, si quería llegar atiempo al hospital, tendría que cambiarella misma la rueda.

Mientras colocaba el gato bajo elresbaladizo guardabarros, se enfureciócon Greg, pensando que él hubiera

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tenido que encargarse de ir a recoger elautomóvil. El gato no quería colaborar.Empujó con fuerza y su creciente furiase extendió a Hassan por haber abusadode ella y a su padre por haberlaexpulsado de casa. Mientras seguíaforcejeando, su furia se transformó enrabia y entonces se echó a llorar y lalluvia se mezcló con sus lágrimas deimpotencia.

De pronto, el gato resbaló y ellacayó hacia atrás sobre el duro asfalto.

—Allah! —gritó mientras un agudodolor le traspasaba el vientre.

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Jasmine llevaba un buen rato mirando através de la ventana de su habitación dehospital. Como era de noche, el cristalreflejaba la luz que había sobre lacabecera de su cama y las lucesamortiguadas del pasillo, más allá de lapuerta abierta. Había llegado a tiempoal hospital, pero en calidad de pacientey en una ambulancia. Un motorista sehabía detenido al verla y había avisadoa la policía desde una cabina telefónicade la autovía. Inmediatamente latrasladaron al departamento de cirugíacon un diagnóstico de aborto

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incompleto. Los cirujanos locompletaron y, tras despertar de laanestesia, Jasmine no había hecho otracosa sino pensar.

Cuando llegó Rachel y le dijo: «Oh,Jas, no sabes cuánto lo siento», Jasmineya había llegado a unas cuantasconclusiones.

—¿Necesitas algo? —le preguntóRachel, sentándose—. ¿Te atiendenbien? Aunque sea médica, me fastidiamucho visitar a mis amigos en elhospital.

—¿Dónde está Greg?—Abajo, en la tienda de regalos,

comprándote unas flores. Se siente fatal,

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Jas.—Yo también. ¿Sabes una cosa? Mi

madre perdió dos hijos… uno murió enla infancia y con el segundo tuvo unaborto. Es curioso, ¿verdad?, que lashijas repitan las vidas de sus madres. —Jasmine se sorbió las lágrimas. Hablarle costaba un esfuerzo y se sentía muycansada—. He estado pensando en mipadre y en los tiempos en que él y yoestábamos juntos. Ojalá le tuviera aquíahora, porque hay muchas cosas quequiero decirle y explicarle. Y, además,le quiero hacer unas cuantas preguntas.—Jasmine hizo una mueca y se apoyóuna mano en el vientre—. Miro hacia

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atrás —añadió— y veo que, cuandoestaba con mi padre atendiendo a lasfellahin sin hogar y a sus hijos, yo habíaemprendido un camino… el camino demi vida. Pero después me desvié.Olvidé las razones por las cuales mehabía casado con Greg y permanecí a sulado. Pero ahora debo irme, Rachel,tengo cosas que hacer.

—Lo primero que tienes que haceres descansar y dejar que sane tu cuerpo.Ya tendrás tiempo de ser unasupermujer.

Jasmine esbozó una leve sonrisa.—Tú sí eres una supermujer,

Rachel. Con tu marido, tu hijo y tu

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profesión de medica.—Tendría que estar un poco más

delgada con esta vida tan ajetreada quellevo. Ahora me voy para que descansesun poco. Si me necesitas, estoy en lasala del fondo del pasillo.

Cuando Greg entró con rostroafligido sosteniendo en sus manos unramo de flores, Jasmine ya no estabaenojada con él y ni siquiera se sentíadecepcionada. Era simplemente undesconocido que había compartido suvida durante algún tiempo y que, comotal, se alejaría de ella.

Greg permaneció largo rato sentadojunto a la cama sin poder hablar.

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—Siento que hayas perdido al niño—dijo al final.

—Tenía que ser. Es la voluntad deDios.

Consolándose con la idea de quetodo estaba preordinado, Jasmine reparóen otra verdad: la palabra islamsignifica en árabe «sumisión», y elhecho de rendirse en aquellos momentosa los proyectos de Alá le producía unaprofunda sensación de paz.

—Lo que ocurre es que no hacíamucho que tú sabías lo del niño —añadió Greg, retorciéndose los dedos—.No habíamos comprado ningún mueblepara él ni nada de todo eso. No

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habíamos hecho ningún plan.La miró con lágrimas en los ojos y

Jasmine vio en ellos desconcierto ynecesidad de ser perdonado, aunque, enrealidad, no supiera por qué razón.Después Jasmine se dio cuenta de queGreg soportaba una pesada carga y leestaba suplicando en silencio que se laquitara de encima. Comprendiéndoloasí, le dijo:

—Tú y yo nos casamos por unmotivo concreto, ¿recuerdas? No noscasamos por amor ni con la intención detraer hijos a este mundo, sino pararesolver una situación legal. Lasituación ya está resuelta y eso

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constituye una señal de Dios de que hallegado la hora de que nos separemos.—Al ver que él iniciaba una leveprotesta, añadió—: Ahora creo que noestoy hecha para el matrimonio y loshijos, pues Dios me los ha arrebatado.Tiene otros proyectos para mí.

—Lo siento, Jasmine —dijo Greg—.En cuanto recuperes las fuerzas, me iré.El apartamento es tuyo.

Siempre lo había sido y Greg habíasido simplemente un huésped.

—Hablaremos mañana, cuando meden de alta. Ahora estoy muy cansada.

Greg vaciló sin poder apartarse dela cama ni comprender exactamente lo

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que había ocurrido. Un niño, su hijo, sehabía perdido. ¿No hubiera tenido quesentir algo? ¿No hubiera tenido quepronunciar unas palabras determinadas?Trató de rebuscar en su interior algúnprograma oculto, un manantial decompasión que tal vez su madre lehubiera inculcado años atrás sin que élse diera cuenta. Pero no había nada.

Y ahora, contemplando su relacióncon Jasmine, se dio cuenta de que allítampoco había nada. Cierto que teníanalgunos recuerdos en común…, lacelebración del primer aniversario de suboda en el paseo marítimo de SantaMónica, cuando ambos todavía

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esperaban que el amor floreciera en susvidas; el descorche de la botella dechampán cuando ella terminó susestudios de medicina; el consuelo queJasmine le ofreció a Greg cuando a él lerechazaron una vez más la tesis doctoral.Pero ¿qué eran en el fondo aquellosmomentos?

De pronto, se dio cuenta de que ellasiempre había sido una extraña para él ysiempre lo sería.

Se inclinó y le besó la fría frente.—Aquí tienes las cosas que me has

pedido que te traiga —dijo.En cuanto él hubo cerrado la puerta

a su espalda, Jasmine abrió la maleta.

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Sacó el libro que Greg habíacolocado encima de los artículos deaseo, la nueva edición de Cuando ustedes el médico que Connor le habíaenviado desde Malasia. Lo abrió y leyóla dedicatoria que el profesor habíaescrito en la portada al lado de losnombres de ambos: «Jasmine, sinecesita usted alguna vez una oración,recuerde este pequeño músculo quetiene junto a la nariz». Y firmaba «Conamor, Declan». Esbozó una sonrisa.

Después introdujo de nuevo la manoen la maleta y sacó el ejemplarencuadernado en cuero del Corán quehabía viajado con ella desde Egipto.

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Estaba escrito en árabe y ella llevabamucho tiempo sin abrirlo.

Ahora lo abrió.

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Yacob le daba miedo.Mejor dicho, lo que le daba miedo

era la idea de enamorarse de él y de queél correspondiera a su amor. Cameliahabía procurado por todos los mediosluchar contra ella, pasándose largashoras en los ensayos de su espectáculo,sumergiéndose en la coreografía y elvestuario, llenando por completo su vidade tal forma que por la noche cayerarendida en la cama y se sumiera en unprofundo sueño en el que ni siquieraYacob Mansur pudiese penetrar. Sin

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embargo, cuando despertaba por lamañana, lo primero que veía era laimagen de un hombre discreto yligeramente grueso con gafas de monturametálica y cabello ligeramente ralo. Y,más tarde, cuando danzaba en el Hilton ysonreía y recibía los aplausos, lebuscaba entre el público hasta que, alfondo de la sala, más allá de las luces yde los espectadores enardecidos, le veíade pie, observándola en silencio.

¿Sentiría él lo mismo por ella?, sepreguntaba. Estaba claro que debía desentir algo. ¿Por qué, si no, hubieraestado entre el público tan a menudo? Y,sin embargo, ni una sola vez la había

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visitado en su camerino ni le habíaenviado flores o inundado de billetes deuna libra tal como hacían otros hombres.En los cuatro meses transcurridos desdeque le conociera en la redacción delperiódico, Camelia no había vuelto aintercambiar una sola palabra conMansur.

No sabía nada de él, pero adivinaba,por el traje que llevaba siempre que ibaa verla actuar, que no debía de andarmuy sobrado de dinero, aparte el hechode que su periódico a duras penas podíasobrevivir y sólo se sostenía gracias alas donaciones. Ni siquiera sabía siestaba casado, pues había evitado

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deliberadamente averiguar nada sobre élen la esperanza de que se le pasara elenamoramiento. Pero no se le habíapasado, sino que cada vez era másfuerte.

A lo largo de los años, Cameliahabía levantado una defensa contra elamor de tal manera que, en las pocasocasiones en que se había sentidoatraída por alguien, el sentimiento habíamuerto antes de que ella le diera laoportunidad de florecer. Sin embargo,por una extraña razón, Yacob Mansurhabía encontrado el medio de superaraquella defensa. Y ahora ella no sabíaqué hacer.

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Sospechaba que no era muy sensatoenamorarse de un judío en los tiemposque corrían. Años atrás, antes de queestallaran las guerras con Israel, losjudíos egipcios habían convividopacíficamente con los musulmanes.¿Acaso las familias Misrahi y Rashid noestaban unidas? Sin embargo, las treshumillantes derrotas sufridas por losegipcios a manos de los israelíes habíanprovocado la animadversión de losegipcios hacia sus hermanos semitas; lasíntimas relaciones de amistad entre losmiembros de ambas comunidades eranobjeto de reproche y la situaciónresultaba especialmente intolerable

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cuando el hombre era judío y la mujermusulmana.

Pero Camelia no podía quitarse aYacob de la cabeza.

Compraba cada día su periódico yleía su columna. Le parecía que escribíacon brillantez sobre temas polémicos,exigiendo audazmente que el gobiernollevara adelante las necesarias reformas,mencionando nombres con temerariavalentía e incluso describiendo casosconcretos de injusticia. Mansur tambiénsolía publicar elogiosas reseñas de susactuaciones; jamás se refería a sucuerpo, cosa que se hubiera consideradoaltamente ofensiva, pero se deshacía en

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alabanzas al hablar de su habilidad y sutalento. ¿Había leído Camelia la palabra«amor» entre aquellas líneasencomiásticas? ¿O eran sólofiguraciones suyas? ¿Se estaríaenamorando de verdad de un hombrecon el cual sólo había mantenido unbreve diálogo y al que únicamente habíaentrevisto fugazmente al fondo de la saladónde ella actuaba? ¿Cómo podíasaberlo si jamás había conocido lo queera el amor? Hubiera querido pedirleconsejo a Umma, pero la norma deAmira era siempre la misma: primeroviene el matrimonio y después el amor.

Mientras su limusina avanzaba entre

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el denso tráfico de las calles de ElCairo y su guardaespaldas permanecíasentado en el asiento delantero al ladodel chofer, Camelia miró a través de laluna tintada de oscuro de la ventanilla yse sorprendió de que aquella tarde sesintiera más emocionada que unacolegiala. ¿Cuándo se había sentido tanaturdida? En realidad, se dirigía a laredacción del periódico de Yacob en lacalle al-Bustan para cumplir un encargoy había tardado tres horas en prepararse.

Sacudió la cabeza pensando: «Tengotreinta y cinco años y nunca hemantenido una íntima relación con unhombre. Estoy tan nerviosa como cuando

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era pequeña y Hassan venía a casa y yopensaba que me iba a morir de amor».

Ha s s a n al-Sabir, cuyo asesinatotodavía constaba en los archivos de lapolicía como crimen no aclarado y que,en opinión de Camelia, se merecía loque le había ocurrido por lo que le habíahecho a Yasmina.

Apartó aquel oscuro recuerdo de sumemoria mientras la limusina se deteníadelante de un gran edificio de piedragris del que estaban saliendo en tropelnumerosas niñas vestidas con ununiforme azul. Desde que leyera en laprensa que una niña musulmana habíasido secuestrada por unos cristianos

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coptos, Camelia se encargabapersonalmente de ir a recoger cada día asu hija a la escuela.

Zeinab se encontraba frente a laentrada, despidiéndose de una niñapelirroja. De no haber sido por elaparato ortopédico que le rodeaba lapierna, hubiera sido como cualquiera deaquellas adolescentes desbordantes deenergía, un poco desgarbada y con doslargas trenzas que le bajaban por laespalda. Sólo su forma de andar, cuandose acercó renqueando al automóvil, ladiferenciaba de las demás.

—¡Hola, mamá! —dijo la niña,besando a Camelia mientras subía al

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vehículo.—¿Con quién estabas hablando,

cariño?—¡Es Angelina, mi mejor amiga!

Quiere que vaya mañana a su casa. ¿Medejarás?

—¿Angelina? ¿Es extranjera?Zeinab soltó una carcajada.—¡Es egipcia, mamá! Y es la única

niña de la escuela que es amableconmigo y no se burla de mí.

Camelia se conmovió en lo máshondo de su corazón y recordó que, encuestión de dos meses, Zeinab cumpliríaquince años y terminaría sus estudiossecundarios. ¿Qué ocurriría entonces?

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¿Cuál sería su futuro? ¿Cómo podríaandar por la vida una niña tullida?Seguramente Zeinab jamás se casaría ynecesitaría a alguien que la protegiera.Hakim Rauf, aunque se portabamaravillosamente bien con ella, ya seestaba haciendo mayor.

Necesita un padre, pensó Camelia.—¿Mamá? —dijo Zeinab mientras

el automóvil se adentraba en el caóticotráfico de la calle al-Bustan y el chofer,siguiendo la costumbre egipcia, hacíasonar el claxon en lugar de pisar el freno—. ¿Puedo ir a casa de Angelina?

—¿Dónde vive?—En Shubra. Camelia frunció el

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ceño.—Es un barrio cristiano. Puede que

no sea muy seguro.—¡No me puede pasar nada!

¡Angelina es cristiana! Camelia miró através de la ventanilla. ¿Qué iba a decirahora?

Había tratado de proteger a su hijadel odio que dividía El Cairo y que ellamisma estaba empezando a sentir hacialas personas que le habían hecho daño atío Hakim. Dentro de los seguros murosde su lujoso apartamento deldecimoctavo piso, Camelia había vistoterribles reportajes filmados deincendios de mezquitas y asesinatos de

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coptos en una escalada atizada por lasleyes de la venganza. Al pedirle elpresidente Sadat al pope copto Shenudaque se sentara a negociar en unaconferencia de paz y haberse negadoéste a acceder a la petición, los coptoshabían aparecido como los malos yCamelia pensó: «Quieren seguirmatando». Entonces su desconfianza y sutemor hacia ellos se intensificó.

—No quiero que vayas, cariño —dijo ahora, apartando unos mechones decabello del rostro de Zeinab—. En estosmomentos no es seguro.

Zeinab ya casi esperaba aquellarespuesta de su madre. Desde que le

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hicieran daño al pobre tío Hakim, todoel mundo hablaba mal de los cristianos.Pero Angelina no era mala sinoencantadora y divertida y, además, teníaun hermano tremendamente guapo que aveces acudía a recogerla a la escuela.

—A ti no te gustan los cristianos,¿verdad, mamá? —preguntó.

Camelia eligió cuidadosamente laspalabras, tratando de no transmitir a suhija sus propios prejuicios.

—No es una cuestión de que megusten o no me gusten, cariño, sino unarealidad. Hasta que las autoridadesresuelvan esta disputa entre los coptos ylos musulmanes, nadie estará a salvo.

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No tienes que mantener tratos ni conAngelina ni con ningún otro cristianohasta que haya seguridad. ¿Lo hasentendido?

Al ver la expresión cariacontecidade Zeinab, Camelia rodeó los frágileshombros de la niña con su brazo y laatrajo hacia sí. La pobre Zeinab estabatan preocupada por su propio aspectoque le resultaba difícil tener amigas enla escuela. Camelia comprendía el ansiade los ojos de la niña y su secretoanhelo de que los demás la aceptaran yle ofrecieran su amistad. Mi hija y yosomos iguales, pensó. Zeinab quiere seramiga de una cristiana y yo estoy

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enamorada de un judío.—Mira, ahora pararé un momento

para hacer un recado y después nosiremos a merendar al Groppi’s. ¿Qué teparece? ¡Las dos nos hincharemos decomer pasteles!

—Será estupendo —dijo Zeinab,sumiéndose inmediatamente en elsilencio.

No era justo que unas pocaspersonas malas gobernaran los asuntosde todas las demás. Deseaba con toda sualma visitar la casa de Angelina, por loque, a pesar de haber prometido no ir,ya estaba tratando de buscar algúnmedio de poder hacerlo. Si su madre no

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se enterara, no ocurriría nada, pensó.Al llegar a la callejuela, el chofer

introdujo hábilmente el enorme vehículoen un espacio entre un vendedorambulante de falafel y un carro lleno denaranjas tirado por un borrico. Cameliadudó un poco antes de bajar.

Trató de convencerse de que lohacía por Dahiba, cuyo último trabajoguardaba en su bolso. Lo hacía por lajusticia social y las reformas, paraayudar a sus hermanas oprimidas. Sinembargo, mientras se retocaba una vezmás el maquillaje y sentía los furiososlatidos de su corazón en el pecho,comprendió la verdadera razón por la

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cual se había ofrecido a entregarledirectamente en mano a Mansur elartículo de Dahiba.

Raduan abrió la portezuela y lospeatones la miraron en el momento debajar. Cuando le pidió alguardaespaldas que se quedara en elautomóvil con Zeinab, él frunció elceño; Camelia sabía que Raduan noestaba muy conforme con la idea dedejarla bajar por la angosta callejuelasin escolta. Cruzando los poderososbrazos, Raduan se apoyó contra elvehículo y la vio adentrarse en lacallejuela, alta, elegantemente vestida,calzada con zapatos de tacón y con los

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labios pintados de rojo y el rostroenmarcado por una nube de negrocabello que atraía las miradas dehombres y mujeres por igual.

La ventana de la redacción delperiódico aún estaba cubierta concartón, pero Camelia observó coninquietud que la puerta había sidoarrancada de sus goznes. Al entrar, vioque los escritorios habían sidogolpeados con un hacha y que habíapapeles manchados con pinturadiseminados por doquier.

Encontró a Yacob en la estancia deatrás, examinando unas páginasempapadas de pintura.

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—¿Cómo está usted? —le preguntó.—¡Señorita Rashid!—¿Quién lo ha hecho? ¿Los coptos?—Puede ser —contestó Mansur,

encogiéndose de hombros—. A ambosbandos les encantaría dejarme sintrabajo. Y parece que, de momento, lohan conseguido. Nos han robado losarchivos y las máquinas de escribir:

Camelia se encendió, de cólera.Primero Hakim y ahora Yacob. Porsupuesto que no iba a permitir queZeinab visitara a Angelina y a su familiacristiana.

—Quizá convendría que dejara ustedde publicar el periódico durante algún

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tiempo —dijo—. Su vida corre peligro.Piense en su familia… en su mujer y sushijos.

—No tengo hijos. —Mansur la miróun instante y se volvió a colocar lasgafas como si no pudiera dar crédito asus ojos y le pareciera imposible queella estuviera allí—. No estoy casado.

Camelia clavó de pronto la miradaen la fotografía del presidente Sadat quecolgaba en la pared. Qué imprevisiblesson los misteriosos caminos de Alá,pensó. ¿Acaso no había pensado ellahacía unos momentos que Zeinabnecesitaba un padre? ¿Y acaso no estabaocurriendo algo precisamente en aquel

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instante entre ella y aquel hombre?Volvió a mirar a Mansur y observó quele faltaba el primer botón de la camisa.No se parecía en absoluto a losacaudalados hombres de negocios y lospríncipes saudíes a los que ella estabaacostumbrada a tratar.

«¿Podría yo casarme con un hombresemejante?».

Sí. Sí.—No me daré por vencido, señorita

Rashid —estaba diciendo Mansur—.Amo este país. Egipto fue grande enotros tiempos y puede volver a serlo. Siusted tuviera un hijo indisciplinado,intentaría corregirlo, ¿no es cierto? No

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lo abandonaría ni siquiera si este hijo serevolviera contra usted, ¿verdad? —Tomó una silla y trató de enderezarla,pero vio que tenía una pata rota—.Tengo un título de periodista, señoritaRashid —añadió mientras buscaba algúnlugar donde ella pudiera sentarse—.Trabajé durante algún tiempo en grandesperiódicos de El Cairo, pero allí medecían lo que tenía que escribir y eso yono podía hacerlo. Hay cosas que debendenunciarse. —Miró a Camelia enmedio de la débil luz que penetrabadesde la estancia exterior—. Usted locomprende, pues se vio obligada apublicar su ensayo en el Líbano. Sin

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embargo, yo, como egipcio, quieropublicar mis escritos en Egipto.

En aquel pequeño y abarrotadocuarto, Camelia percibió una sensaciónde intimidad y se dio cuenta de lo cercade ella que estaba Mansur.

—¿Aún a riesgo de su vida? —lepreguntó.

—¿De qué me sirve la vida si no memantengo fiel a mis convicciones?Mientras pueda escribir y encuentre aalguien dispuesto a imprimir mispalabras, lo seguiré intentando.

Camelia asintió con la cabeza.—En tal caso, le ayudaré —dijo—.

Me comentó usted que sobreviven

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gracias a las donaciones. Haré unadonación. Mañana recibirá usted nuevasmáquinas de escribir y nuevosescritorios y podrá volver a escribir.

Los ojos de ambos se cruzaron y,por un instante, la ruidosa y antiguaciudad que los rodeaba pareciódesvanecerse.

—Estoy olvidando las buenasmaneras —dijo Mansur en voz baja—.Venga, pediré que nos sirvan el té —añadió, extendiendo el brazo paraindicarle la estancia exterior.

Al hacerlo, la manga de la camisa sele subió un poco y Camelia le dijo:

—Tiene una magulladura en la

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muñeca…Sin embargo, al mirar con más

detenimiento, experimentó un sobresalto.No era una magulladura sino un tatuaje.

De una cruz copta.Amira no hubiera querido hacer lo

que estaba a punto de hacer, pero notenía más remedio. Buscó bajo lasblancas prendas dobladas que aúnesperaban la peregrinación a La Mecaque ella estaba a punto de emprender ysacó el estuche de madera conincrustaciones de marfil en cuya tapafiguraba grabada la inscripción Alá, elMisericordioso.

La cólera de Alá con Ibrahim

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resultaba evidente en la hija que Hudaacababa de dar a luz, la quinta; en elaborto de Fadilla; en su propiaimposibilidad de encontrarle a Ibrahimuna segunda esposa idónea; en suincapacidad de encontrar un marido paraCamelia; y, finalmente, en el insensatoplan de Ibrahim de partir la casa,convirtiendo una mitad de la misma enapartamentos de alquiler y dejando laotra mitad para la familia.

Amira no estaba dispuesta aconsentirlo.

Ésa era la razón de la visita que ibaa recibir de un momento a otro y para lacual se tenía que preparar. Cerró con un

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suspiro el cajón que contenía susprendas de peregrina y se dirigió con elestuche a una salita contigua al gransalón, una estancia decorada con gustoexquisito destinada a recibir a losinvitados especiales sin interferenciasde la familia. Amira había arreglado laestancia y ella misma había preparadolos refrescos…, se trataba de unareunión de la que su familia no deberíaenterarse. Mientras inspeccionaba lacafetera de cobre y la fuente conpastelillos y fruta natural, oyó sonar eltimbre de la puerta. Momentos después,una criada acompañó al visitante deAmira a la salita y se retiró, cerrando la

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puerta.Amira evaluó a Nabil al-Fahed en un

instante: un hombre de cincuenta y tantosaños, muy elegante a su juicio, sinapenas hebras grises en su negro cabelloy con una buena figura enfundada en untraje confeccionado a la medida; unhombre muy apuesto, que le recordabaal difunto presidente Nasser, con unapoderosa nariz y una pronunciadamandíbula. Rico, pensó, extremadamenterico. Y, por consiguiente, sin apuroseconómicos.

—La paz y la compasión de Alásean contigo, Nabil al-Fahed —le dijo,invitándole a sentarse mientras vertía

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café en las tazas—. Honra usted mi casa.—Sean contigo la paz y la

compasión de Alá junto con susbendiciones —contestó él sentándose—.El honor es mío, sayyida.

Amira había oído hablar por primeravez de Nabil al-Fahed a través del señorAbdel Rahman, el cual se lo habíamencionado en términos extremadamenteelogiosos tras haberle ella comprado unsofá y un sillón antiguos. Todo el mundodecía que era uno de los mejoresexpertos en antigüedades de El Cairo yque era un hábil tasador de joyas. Y, porsi fuera poco, honrado a carta cabal. Porconsiguiente, en su desesperado afán de

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impedir que partieran la casa y laalquilaran a unos extraños, Amira habíallegado a la conclusión de que ya erahora de separarse de las joyas que enotros tiempos jurara no permitir quejamás salieran de la familia…, entreellas, la antigua sortija de cornalina queAndreas Skouras le había regaladocomo prenda de su amor.

—Pronto empezarán a soplar losjamsins —dijo Amira, ofreciéndole aFahed la tacita de café y la bandeja.

—En efecto, sayyida —dijo elvisitante, sirviéndose un cuadrado debaklava, una naranja.

Amira lanzó un suspiro.

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—Entonces habrá polvo y arena portoda la casa.

Fahed sacudió compasivamente lacabeza.

— Lo s jamsins son un verdaderoazote para las amas de casa.

Siendo un tasador profesional, Nabilal-Fahed hizo también una rápidavaloración por su cuenta. En AmiraRashid vio de inmediato a una mujer defuerza y voluntad, cuya belleza físicaprocedía de un poder interior, sentadacomo una reina en su dorado sillóntapizado de brocado. Su ropa era cara ytenía muy buen corte; las joyas no eranexcesivas, lo justo para demostrar su

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buen gusto y su clase; era sin duda unaexponente de la antigua generación denobles y aristocráticas mujeres quehabían conocido el harén y el velo…,una raza en fase de extinción, cuyadesaparición lamentaba profundamenteN a b i l al-Fahed, amante de lasantigüedades y de los fastos de otrostiempos.

Al entrar en la estancia, lo primeroque había visto Fahed había sido unafotografía del rey Faruk en compañía deun joven, colgada en la pared del otrolado. El hijo de la mujer, dedujo, ajuzgar por el parecido físico. Elanticuario se frotó mentalmente las

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manos, imaginándose los deliciososobjetos que la señora Amira le invitaríaa tasar, probablemente con la intenciónde venderlos. A juzgar por lasdimensiones, la antigüedad y lamagnificencia de la casa, la edad de lamujer y la fotografía del Rey, Faheddedujo que le iban a mostrar insólitosobjetos de incalculable valor.¿Recuerdos tal vez de la familia real?Tales trofeos eran cada vez más escasosy su valor subía como la espuma, puestodos los coleccionistas estabandeseando poseer alguna reliquia delglorioso y escandaloso pasado deEgipto. Nabil al-Fahed hincó el diente

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en la pegajosa y dulce baklava y tomóun sorbo de dulce café, preguntándosecon qué suerte de tesoro lo iba adeslumbrar la señora Amira.

Mientras ambos proseguían suconversación intrascendente, haciendocomentarios sobre toda suerte de cosasmenos sobre el propósito de aquellareunión, Fahed estudió discretamente lasdemás fotografías que colgaban en lapared. Al ver una fotografía de Camelia,exclamó:

—Al hamdu lillah! —Einmediatamente añadió—: Milperdones, sayyida, pero ¿acaso estajoven es pariente tuya?

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—Es mi nieta —contestó Amira conorgullo. Fahed sacudió la cabeza engesto de admiración.

—Es la luz que ilumina tu familia,sayyida. Amira arqueó las cejas.

—¿Has visto actuar a mi nieta, Nabilal-Fahed?

—Alá me ha otorgado estabendición. Perdona mi atrevimiento,pues tú y yo acabamos de conocernos,pero ¿has visto alguna vez la luz del soldanzando sobre el Nilo o los pájarosdanzando entre las nubes? Pues no sonnada comparados con las danzas de laCamelia.

Amira le miró fijamente. La había

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llamado «la Camelia».—Tengo entendido que su esposo

murió como un héroe en la guerra de losSeis Días, Alá lo tenga en su Paraíso. Yque dejó a la encantadora Camelia solacon una hija.

—Loado sea Alá, Zeinab es una niñamuy buena —contestó Amira muydespacio, un poco sorprendida anteaquella alusión un tanto incorrecta aCamelia en la conversación. Todos losdiálogos tenían unas reglas de etiquetamuy precisas y Nabil al-Fahed estababordeando los límites de laincorrección.

—Hace mucho tiempo que deseo

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conocerla, pero no quería ofenderlaacercándome a ella sin haber sidodebidamente presentado.

Amira parpadeó. ¿Estaba diciendoaquel hombre lo que ella creía que habíadicho? Amira se recuperó serenamentedel sobresalto y, siguiendo aquelinesperado hilo, comentó:

—Debes de tener una esposa muycomprensiva, Nabil al-Fahed; de otromodo, podría estar celosa.

—Mi esposa es una mujermaravillosa, sayyida, pero ya no estoycasado con ella. Hace cinco años nosdivorciamos por mutuo acuerdo cuandoel mayor de mis hijos se casó y se fue a

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vivir por su cuenta. Alá me habendecido con ocho hijos espléndidos,pero todos ellos son independientes. Yahora que he completado esta parte demi vida y gozo de excelente salud, loadosea Alá, me dedico a coleccionarobjetos hermosos. —Al-Fahed posó lataza de café sobre la mesita y sacudió lacabeza—. Me sorprende que tubellísima nieta no se haya vuelto acasar, sayyida.

O. sea que no se había equivocado,pensó Amira. Nabil al-Fahed acababade abrir el diálogo para la negociaciónde una boda. Mientras dejaba la taza ensu platito, Amira pasó revista a los

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puntos esenciales que Fahed acababa derevelarle: no estaba casado, no leinteresaba tener más hijos, gozaba debuena salud; disfrutaba de unadesahogada posición económica y leinteresaba Camelia.

—A los hombres les gustacontemplar a una danzarina, Nabil al-Fahed —dijo Amira para asegurarseun poco más—, pero pocos deseancasarse con ella.

—¡Una debilidad de los celosos, miestimada señora! Por el Profeta, la pazde Alá sea con él. ¡Yo no soy de ésos!¡Cuando poseo un objeto de insólitabelleza, lo exhibo ante el mundo!

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Esbozando una gentil sonrisa, Amirase inclinó hacia la cafetera, añadiendomentalmente otros dos puntos favorablesa la lista de Nabil al-Fahed: no eraceloso y permitiría que Camelia siguieraejerciendo su profesión.

Los ojos de al-Fahed volvieron aposarse en la fotografía de Camelia.

—Claro que una mujer tan bella y detan impecable reputación como Camelia,viuda nada menos que de un héroe deguerra, exigirá sin duda una elevadacompensación. Otra cosa sería uninsulto.

Amira volvió a llenar de café lasdelicadas tazas de porcelana y pensó:

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«Éste es el punto definitivo, pagarágenerosamente».

Después, preguntándose bajo quéestrella habría nacido Fahed, ocultódisimuladamente el joyero detrás de unalmohadón de raso y dijo:

—Mi querido Nabil al-Fahed, si lodeseas, tendré sumo gusto en presentartea mi nieta…

Yacob observó la expresión consternadadel rostro de Camelia.

—No sabía usted que soy cristiano—dijo.

Se encontraban todavía en la

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pequeña estancia de la parte de atrás enla que Camelia se había quedadopetrificada.

—Yo… pensaba que era usted judío.—¿Y eso cambia las cosas?—No. Por supuesto que no. Estas

cuestiones jamás deben interferir en losnegocios.

—¿Negocios?Camelia abrió el bolso con trémula

mano. ¿Cómo era posible que se hubieraequivocado hasta tal extremo?

—Ésta no es una visita social, señorMansur. Mi tía me ha pedido que lemuestre un ensayo que ella ha escritopara ver si usted podría publicarlo en su

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periódico.Como no quería mirarle a la cara,

Camelia no vio la decepción que afloróa los ojos de Mansur.

—Tendré mucho gusto en leerlo —dijo éste en voz baja, tomando las hojas.

Camelia apartó la mirada mientrastrataba de asimilar aquel terrible einesperado hecho: Yacob Mansurpertenecía a aquel grupo de atizadoresdel odio que había intentado matar a tíoHakim.

Mansur leyó en voz alta la primerapágina mecanografiada de Dahiba: «Lasmujeres no pretenden subvertir la LeySagrada, pues está escrita en el Corán,

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sino reparar las injusticias que secometen fuera de esta ley. Consideramossagrado lo que está escrito en el Corán,pero exigimos que se corrija lo que nolo está. Las mujeres de Egipto exigenuna ley que obligue al hombre ainformar de inmediato a su mujer cuandose divorcie de ella; exigen también queun hombre informe a su mujer cuandohaya tomado una segunda o una terceraesposa; el derecho de una primeraesposa de divorciarse en caso de que sumarido haya tomado una segundaesposa; el derecho de una mujer dedivorciarse en caso de que su marido lecause daños físicos; y, por último, el

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término de la brutal práctica de lacircuncisión femenina».

Mansur miró a Camelia conexpresión enigmática.

—Lo que exige su tía es muyrazonable —dijo—, pero no seráconsiderado así por los hombres.Algunos afirman que el feminismo es unarma del Occidente imperialistadestinado a desestabilizar la sociedadárabe y destruir nuestra identidadcultural.

—¿Y usted lo cree?—Si lo creyera, no habría publicado

su ensayo. ¿Sabía usted que la ediciónque publicamos en noviembre con su

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ensayo recibió una acogida tanfavorable que tuvimos que sacar unasegunda edición y nos llovieron laspeticiones? Sobre todo por parte demujeres, pero también de muchoshombres. —Mansur hizo una pausa y, alver que ella no decía nada, añadió—:¿Por qué nos peleamos? Todos somosárabes, tanto los musulmanes como loscoptos.

—Perdone —dijo Camelia sin podermirarle—. Mi tío fue maltratado por loscristianos. Intentaron ahorcarle…, fuealgo horrible.

—Hay gente mala en todos losgrupos. ¿Creyó usted entonces que todos

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éramos asesinos? Señorita Rashid, elcristianismo es la religión de lamansedumbre, una religión de paz…

—Tengo que irme —dijo Camelia,encaminándose hacia la estancia exterior—. Perdóneme, por favor, pero…

De pronto, dos jóvenes vestidos congalabeyas blancas bajaron por lacallejuela gritando:

—¡Fuera los cristianos!Camelia se volvió sorprendida justo

en el momento en que los jóvenesarrojaban unas piedras, rompiendo loscristales que todavía quedaban en laventana, cuyos trozos se esparcieron porel suelo. Lanzó un grito y Yacob la

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apartó rápidamente a un lado paraprotegerla. Mientras las pisadas sealejaban calle abajo, ambospermanecieron abrazados y no sesoltaron ni siquiera cuando serestableció el silencio.

—¿Se encuentra bien? —musitóYacob, estrechando fuertemente en susbrazos a Camelia.

—Sí —contestó ella en un susurro,sintiendo los latidos del corazón deYacob contra el suyo.

De pronto, Mansur le cubrió la bocacon la suya y la besó y ella lecorrespondió.

—¡Zeinab! —exclamó súbitamente

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Camelia—. ¡Mi hija está aquí fuera!Encontró a Raduan en la calleja

corriendo hacia ella con la mano en elinterior de la chaqueta, a punto deextraer el arma que siempre llevaba.

—Un momento —le dijo casi sinresuello—. ¡Estoy bien! No ha sido másque… una travesura.

Al ver la recelosa mirada que elgigantesco sirio le dirigía a Yacob, elcorazón le dio un vuelco en el pecho.Había estado a solas con un hombre queno era pariente suyo y había permitidoque éste la besara. Como Raduan losupiera, mataría a Mansur.

—No pasa nada, Raduan —añadió

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—. El señor Mansur es un viejo amigo.De veras, estoy bien. Por favor, vuelveal automóvil y dile a Zeinab que enseguida voy. —En cuanto elguardaespaldas se retiró, Camelia sevolvió hacia Yacob diciendo—: Novolveré más. Y, por favor, no vengas aver mis actuaciones. Lo nuestro jamáspodría ser. Es demasiado peligroso y…—Se le quebró la voz al decir—: Debopensar en mi hija. Alá te guarde, YacobMansur. Que el Señor te proteja. Allah ma’aki.

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35

Cuando rompió el alba sobre el desiertode Nevada, Rachel se volvió haciaJasmine, que iba al volante, y le dijo:

—Ya no puedo soportar por mástiempo el suspense. ¿Me puedes decir,por favor, adónde vamos?

Jasmine esbozó una sonrisa y pisó elacelerador.

—Ya lo verás. Ya casi estamosllegando.

¿Llegando adónde?, pensó Rachel,contemplando el yermo paisaje. Cuando,dos horas antes, se acercaban a las luces

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de Las Vegas, había pensado: ¡Jasmineme ha traído aquí para jugar! Peroresultó que sólo se detuvieron paradesayunar. Una hora más tarderegresaron a la autovía, atravesandounos desolados eriales en direcciónnorte. Y ahora el sol estaba empezandoa asomar por encima de las colinas de laderecha, iluminando el rojo desierto, losespectrales cactos y las desnudasmontañas en cuyas paredes occidentaleslas sombras parecían haber sidolabradas con un cincel. Todo era muyhermoso, pero Rachel tenía miedoporque no sabía dónde estaban ni porqué estaba allí.

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—Últimamente te has estadocomportando de una manera muy rara,Jas —le dijo a su amiga—. Y yo debode estar loca por haber accedido aacompañarte. ¿Adónde vamos?

Jasmine soltó una carcajada.—Vamos, mujer, llevas varias

semanas diciéndome que necesitasescaparte, aunque sólo sea por un día.Confiesa que te lo estás pasando bien.

Rachel no tenía más remedio quereconocer que aquel largo viaje habíasido extrañamente terapéutico, siguiendola luz de los faros delanteros delThunderbird por la impresionanteautovía construida exclusivamente para

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unir Las Vegas con Los Ángeles. Habíanpasado otros vehículos, coches de lapatrulla de tráfico de California, algunosautomóviles que se dirigían al ríoColorado remolcando embarcaciones derecreo y un considerable número deautocares de alquiler llenos de gente quese dirigía a fiestas o a jugar en loscasinos. Habían cruzado pequeñasciudades sumidas en el silencio de lanoche y habían visto algún que otro barcon las chillonas luces encendidas, pero,más que nada, habían circuladovelozmente a través de la silenciosaoscuridad, corriendo hacia un horizontecuajado de estrellas. Mientras recorrían

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el laberinto de autovías de Los Ángeles,Rachel y Jasmine habían hablado sobretodo de pacientes y de medicina, pero,cuando los edificios y las señales devida empezaron a ser cada vez másescasos, Rachel se alegró de haberaceptado la repentina invitación deJasmine a emprender aquel viajenocturno a través del desierto. Al fin yal cabo, aquel día no tenía que acudir altrabajo y Mort se había ofrecido acuidar del niño en su ausencia.

—Te prometo que estaremos devuelta antes del último telediario —lehabía dicho Jasmine.

Y ahora, finalmente, tras haber

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cruzado rápidamente el Mojave, entre elasfalto y la noche, el sol estabaasomando por detrás de las rojas colinascual si fuera un gran globo amarillo. Enun abrir y cerrar de ojos, el mundoquedó inundado de luz y Rachel pudodistinguir a escasos metros de lacarretera una valla metálica en la queunos letreros decían: Propiedad estatal.Prohibido el paso. Momentos después,vio otros vehículos y Jasmine aminoróla velocidad del Thunderbird.

—¿Dónde estamos? —preguntóRachel, bajando la luna de la ventanillay sintiendo en el rostro el frío mordiscodel aire del desierto.

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Jasmine situó el automóvil entreotros que estaban aparcados en la arenay señaló un letrero a su izquierda.Rachel lo leyó y exclamó:

—¡Emplazamiento de Pruebas deNevada! Jas, ¿qué demonios estamoshaciendo aquí? ¿Y quién es toda estagente?

—¡Estamos en una concentración,Rachel! —contestó Jasmine—. Unaconcentración antinuclear. Vi un anuncioen el periódico. Hoy el gobierno va arealizar una prueba nuclear subterráneay todos hemos venido aquí paraimpedirlo. ¡Vamos!

Rachel vio una brecha en la valla,

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abierta por una furgoneta; otrosvehículos la habían cruzado y unconsiderable número de personas sehabía congregado bajo el gélidoamanecer. Mientras ella y Jasminepisaban la crujiente escarcha del suelo,subiéndose el cuello y las cremallerasde las chaquetas acolchadas paraprotegerse del frío, Rachel calculó quedebía de haber varios centenares depersonas y otras que seguían llegando.Casi todas ellas estaban entrando através de la brecha abierta en la valla yla alambrada de espino. Algunasportaban pancartas que decían: «Fueralas bombas» y «Nuclear, no», pero la

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concentración estaba muy bienorganizada y Rachel observó que casitodos los presentes eran intelectuales yprofesionales, entre los cuales semezclaban algunos tipos sospechososcon pinta de pertenecer a la CÍA,provistos de cámaras fotográficas.También había vehículos de variascadenas de televisión y de distintaspublicaciones y muchos reporterostomando fotografías, aparte unconsiderable número de hombresuniformados…, policías del estado deNevada y miembros de la policía de lasFuerzas Aéreas. Unos helicópterosmilitares rugían por encima de sus

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cabezas. Cuando estaban a punto decruzar la brecha de la valla, Jasminedijo:

—Será mejor que no entremos aquí.Es una zona de seguridad que perteneceal gobierno federal. No está permitidoentrar. Si lo hiciéramos, nos podríandetener.

—Pero toda esta gente ha entrado.—Hay personas que quieren que las

detengan para que haya más publicidad.Mira, los federales no pueden llevar acabo la prueba nuclear si hay personasen algún lugar del emplazamiento. Noestamos muy cerca del auténticoemplazamiento de la prueba, pero estos

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pocos metros que hay a ese lado de lavalla son suficientes para impedir larealización de la prueba.

—Entonces, ¿por qué estamos aquítú y yo? Jasmine sonrió misteriosamente.

—Ya lo verás.Rachel sacudió la cabeza y se ajustó

un poco más la chaqueta acolchada decolor anaranjado alrededor de suvoluminoso cuerpo. Desde suincorporación al consultorio demedicina de su padre, Rachel habíaengordado hasta el extremo de queahora, con tan sólo treinta y tres años,poseía una figura que su maridocalificaba cariñosamente de Madre

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Tierra supersexy.Acercándose un poco más a la valla,

Jasmine buscó con la mirada entre lagente.

—Uy, cuánta gente famosa hay poraquí —exclamó Rachel sorprendida alver tantas caras conocidas: allí estabanel astrónomo Carl Sagan, el doctorSpock y el premio Nobel Linus Pauling.

—¿A quién buscas? —preguntó.Antes de que Jasmine pudiera

contestar, le vio de pie al lado delvehículo con un periódico y un vaso deplástico en la mano.

—Oye —dijo—, ¿no es ése eldoctor Connor, el de la facultad de

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Medicina?—Sí —contestó Jasmine,

estudiándole—. Llevo siete años sinverle.

Rachel la miró fijamente.—¿Él es la razón de que hayamos

venido?—Y allí está su mujer, Sybil.Jasmine mantuvo los ojos clavados

en Connor hasta que le vio mirar en ladirección en la que ella se encontraba yapartar los ojos. Después, él la volvió amirar como si reaccionara tardíamente alo que antes había visto. Al ver laexpresión de alegría de su rostro, aJasmine le dio un vuelco el corazón.

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—Hola —gritó Connor, acercándose—. ¡Jasmine! Me estaba preguntando sihoy estaría usted aquí.

—Hola, doctor Connor. Creo que noconoce usted a mi amiga Rachel.

Mientras pronunciaba aquellaspalabras, Jasmine recordó que habíasido Rachel la que había interrumpido laúltima noche en que ambos estabanjuntos, justo en el momento en que iban abesarse. Se preguntó qué habríaocurrido si ella y Declan hubieransalido a cenar juntos. Hubiera dadocualquier cosa por saber si él tambiénrecordaba aquella noche y se preguntabaqué hubiera podido ocurrir.

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Apenas había cambiado, pensó; siacaso, estaba más atractivo que nunca,con la piel curtida y bronceada y unasarrugas alrededor de los ojos. Pero aúnno tenía ni una sola hebra gris en elcabello y sus enérgicas zancadasdemostraban que seguía conservando lamisma fuerza y el mismo vigor que ellarecordaba. En siete años, había recibidonueve cartas suyas desde nueve paísesdistintos.

—¿Dónde está su hijo, doctorConnor? —le preguntó, apartándose a unlado para permitir el paso de la genteque acababa de llegar y estaba entrandoa través de la brecha de la valla.

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—Hemos preferido no traer a David.Sybil y yo hemos venido con laesperanza de que nos detengan. —Susonrisa se ensanchó—. Es la únicamanera de conseguir que se haga unabuena publicidad de esta causa. —Mirando más allá de Jasmine y deRachel, preguntó—: ¿Ha venido con sumarido?

—No, ya no estoy casada. Greg y yonos divorciamos este año. Declan lamiró largo rato a los ojos como siquisiera penetrar en su alma y Jasminese preguntó si aún estaría vivo elsentimiento que antaño hubo entreambos.

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—Ya sabía yo que usted estaríaaquí, doctor Connor —dijo Jasmine conla voz ligeramente entrecortada—. Sunombre figuraba en la lista delperiódico. He venido porque queríacomunicarle una noticia. Y a ti también—añadió, volviéndose hacia Rachel.

—¿La gran sorpresa que me habíasprometido?

—Me he incorporado a la FundaciónTreverton.

—¿Cómo? —dijo Connor—. Pero,bueno, ¡eso es fabuloso! —Por uninstante, Jasmine temió que la abrazara.En su lugar, Connor le dijo—: Sybil yyo estamos sólo de pasada en los

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Estados Unidos en nuestro camino haciaIrak. Como llevo varias semanas sintener contacto con la Fundación, nadieme lo había dicho. O sea que se va aEgipto, ¿eh? Tenemos un programa muyactivo de vacunaciones en el Alto Nilo.

—Oh, no. —Se apresuró a contestarJasmine—. No voy a Egipto.

Me he ofrecido voluntaria para ir alLíbano… a los campamentos. Pareceque allí tienen muchas necesidadessanitarias.

—Sí, las necesidades son muchas entodas partes —dijo Connor, haciendootra pausa para mirarla. Jasmine vio ensus ojos un fugaz destello de inquietud o

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preocupación, pero en seguida sedesvaneció—. Me alegro de que hayadecidido unirse a nosotros —añadió—.Temía que los de la competencia nos laquitaran. Uno de esos buques-hospitalque ofrecen tantas ocasiones de viviraventuras. Ah, mire, ya está empezandoel programa. —Mientras se volvíanhacia la furgoneta, Connor dijo entrerisas—: ¡Hemos echado pajas paraestablecer el orden de intervención delos oradores porque no cabe duda deque sólo los primeros serán escuchados!

De pronto, se propagó un murmulloentre los presentes y todo el mundoguardó silencio. Jasmine vio que una

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mujer se había encaramado a la capotade la furgoneta y estaba hablando através de un micrófono.

—Es la doctora Helen Caldicott —explicó Connor—, la fundadora deMédicos por la Responsabilidad Social.La llaman la madre del movimientoantinuclear. Su teoría es la de que losmisiles son símbolos fálicos y losdirigentes militares están enzarzados enuna contienda que ella califica de«envidia del misil». Una utilización muyinteligente de las teorías de Freud, ¿nole parece?

Jasmine se acercó un poco más a lavalla y escuchó la furibunda diatriba de

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la pediatra australiana contra las armasnucleares.

—¡Hay que contemplar el planetacomo si fuera un niño! —dijo Caldicott,levantando la voz por encima de lospresentes—. ¡Y a este niño se le hadiagnosticado leucemia! Imagínense quees su hijo. ¿No removerían ustedes cieloy tierra para asegurar la vida de eseniño?

Mientras escuchaba las palabras dela pediatra cuarentona, Jasmine sintió laproximidad de Connor, casi rozándole laropa. Éste mantenía una mano en la vallay sus dedos estaban doblados con tantafuerza alrededor de los eslabones

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metálicos que los nudillos se le habíanquedado blancos. Jasmine tuvo quehacer un esfuerzo para no apoyar lamano en la de Connor.

—Bueno, ahora me toca a mí —dijoConnor al ver que Caldicott terminabasu intervención en medio de unosatronadores aplausos—. Crucen losdedos para que pueda pronunciar por lomenos dos palabras —dijo, guiñándoleel ojo a Jasmine.

Connor se acercó a la doctoraCaldicott en la parte posterior de lafurgoneta y ésta le entregó el micrófono.Empezó a hablar con su marcado acentobritánico y con un tono de voz tan

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convincente que hasta los agentes de lapolicía del estado y los hombres de laCÍA le prestaron atención.

—La actual proliferación dearmamento nuclear no sólo es unairresponsabilidad, sino también unamuestra de sorprendente locura. Es unavergüenza que en este país los gastosdestinados a la sanidad pública nolleguen ni siquiera al diecisiete porciento de lo que se dedica a gastosmilitares. —Jasmine, con los ojosclavados en él, observó cómo el vientodel desierto le agitaba el cabellocastaño oscuro y el cuello de suchaqueta de tweed—. ¿Qué puede

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presagiar eso para el futuro del planeta?—se preguntó Connor—. ¿Qué legadoles dejaremos a nuestros hijos? ¿Unlegado de bombas, radiaciones y temor?

Cuando él la miró por encima de lascabezas de la gente, Jasmine sintió quese le aceleraba el pulso. Un solitariohalcón sobrevoló en círculo la zona,contempló la silenciosa asamblea y seapartó del camino de un helicóptero.

—¡Somos responsables de los niñosde todo el mundo! —añadió Connor casia gritos—. El deber de que nuestroshijos e hijas hereden un planeta pacíficoy saludable no corresponde sólo a lospadres sino a todas y cada una de las

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personas que habitan en este mundo.Jasmine contuvo la respiración. No

creía posible enamorarse de él más delo que ya estaba.

Un agente de la policía localinterrumpió súbitamente la reunión,hablando a través de un megáfono.

—Están ustedes ocupando unapropiedad del Estado. La concentraciónes ilegal. Si no desocupan de inmediatola zona, serán detenidos.

Connor no le hizo caso y siguióhablando.

El agente repitió la advertencia y, alnegarse Connor a bajar, se iniciaron lasdetenciones. Jasmine se sorprendió de

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que los manifestantes se dispersaran contanto orden, sin armar alboroto nioponer resistencia. Connor bajó de lacapota de la furgoneta y un miembro dela policía de las Fuerzas Aéreas le asiódel brazo. Jasmine le vio caminar conserena dignidad hacia el vehículo militarestacionado allí cerca. Le seguía SybilConnor.

—Bueno pues —dijo Rachel—, ¡yaha conseguido que lo detengan!

Un reportero de la televisión acercóun micrófono al rostro de Connor.

—¿Algún comentario para nuestrosespectadores? Connor le miró conexpresión enfurecida.

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—Es una vergüenza que en estaépoca en que vivimos haya en todo elmundo niños que todavía siguenmuriendo de poliomielitis. Ves a unpobre niño tullido en Kenia y le tienesque decir que así tendrá que vivir todala vida. Eso no tiene ningunajustificación. Y, mientras se siguenfabricando estas malditas cabezasnucleares tan enormemente caras y tanpeligrosas para el planeta, cuarenta milniños inocentes del Tercer Mundomueren cada día por culpa deenfermedades corrientes que se podríanprevenir fácilmente por medio de lavacunación.

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—¡Pero vacunar a todos los niñosdel mundo es un objetivo imposible,doctor Connor! —gritó el reportero a suespalda mientras el agente sujetaba alprofesor por el brazo.

—Con recursos y el personal… —contestó Connor sin poder terminar lafrase, pues en seguida lo empujaronhacia el vehículo de la policía y laportezuela se cerró ruidosamente a suespalda.

—Tenías razón, me alegro de habervenido —dijo Rachel contemplandocómo se dispersaban los manifestantes

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antes de regresar con Jasmine a suautomóvil—. ¡Mort se alegrará de quehaya tenido el sentido común de nodejarme detener! —Mientras esperaba aque Jasmine abriera las portezuelas,añadió—: Pero lo que ha dicho eldoctor Connor me parece lo más natural.Jas, ¿por qué no regresas a Egipto?

—Me prometí a mí misma noregresar jamás —contestó Jasmine,subiendo al vehículo y abriendo laportezuela del otro lado.

—Pero ¿por qué? Jasmine miró a suamiga.

—Rachel, te voy a decir una cosaque jamás le he dicho a nadie, ni

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siquiera a Greg. Me fui de Egipto condeshonor. De hecho, mi padre me echóde casa porque me acosté con un hombreque no era mi marido y quedéembarazada. No éramos amantes sinoenemigos. Aquel hombre habíaamenazado con provocar la ruina de mifamilia si yo no me acostaba con él.Intenté resistir, pero él fue más fuerte.Así fue como abandoné Egipto.

—Pero ¿tu familia no sabe que notuviste la culpa?

—A sus ojos, la tuve. En Egipto elhonor lo es todo. Una mujer tiene quepreferir la muerte antes que la propiadeshonra y la de su familia. Me quitaron

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a mi hijo y me dijeron que era como sihubiera muerto. No regresaré junto aellos.

—Pero ¿cómo sabes que no searrepienten de lo que hicieron? —preguntó Rachel—. ¿Cómo sabes que nodesean tu vuelta? Jasmine, eso por lomenos tendrías que averiguarlo. Nopuedes pasarte la vida enojada conellos.

Jasmine vio pasar los vehículos dela policía militar y se preguntó adóndellevarían a los Connor. Recordó laexpresión de alegría del rostro deDeclan al decirle ella que se habíaincorporado a la Fundación. Tal vez él

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quiso abrazarla en aquel momento, peroreprimió el impulso.

—¿No echas de menos a tu familia,Jas? —le preguntó Rachel. Jasmine miróa su amiga. El negro cabello que Rachelllevaba recogido hacia atrás se habíasoltado un poco y algunos mechones leenmarcaban el rostro.

—Echo de menos a mi hermana —contestó—. Camelia y yo estábamos muyunidas cuando éramos pequeñas. —Giróla llave de encendido del vehículo ehizo lentamente marcha atrás hacia lacarretera, uniéndose a los demásautomóviles que también se estabanretirando—. ¿Te apetece almorzar en

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Las Vegas? —preguntó.—Por supuesto que sí —contestó

Rachel, soltando una carcajada—. Y depaso me podrás hablar de estosemocionantes campos de refugiados alos que piensas ir como voluntaria.

Mientras el Thunderbird seadentraba en el tráfico, Jasminecontempló los vehículos militares através del parabrisas y se sintióelectrificada. En realidad, nocolaboraría con Connor, puede quejamás lo hiciera, pero ambos trabajaríanpor las mismas causas y para la mismaFundación. Hubiera queridoencaramarse sobre la aplanada

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formación rocosa que tenía más cerca ygritarle al mundo su felicidad. En sulugar, asió el volante y experimentó depronto el deseo de escribirle una carta aCamelia.

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36

Toda la casa estaba revuelta yemocionada ante el inminente regreso deCamelia de Europa. Las criadas sehabían pasado toda la mañanalimpiando, sacando brillo y barriendo,en tanto que Amira se había dedicado asupervisar los arreglos florales,planificar los menús del almuerzo y dela cena y asignar habitaciones a losparientes que estaban llegando desdefuera de la ciudad.

Sólo Nefissa, examinando en elvestíbulo la correspondencia que

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acababan de entregarles, no sentíaninguna emoción especial ante elregreso de su sobrina. Sin prestaratención al bullicio de la casa, a losgritos de las niñas ni a los dos aparatosde radio sintonizados con emisorasdistintas, repasó metódicamente lossobres y las postales, tomandomentalmente nota de quién recibía qué yde parte de quién, un ritual diario queella consideraba un honroso privilegio,pues por algo era nada menos que la hijade Amira y la madre de su único nietovarón. En aquella calurosa tarde deagosto se alegró de encontrar entre lossobres precisamente una postal desde

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Bagdad del nieto de Amira e hijo suyo,Omar, diciendo que regresaría a casa ala semana siguiente. Al hamdu lillah!,pensó. «Loado sea Alá. Que él leconceda a mi hijo un venturoso retorno».

El regreso de Omar significaría queella, su nuera Nala y los niñosregresarían a su apartamento con jardínde Bulaq. Aunque se encontraba a gustoen la mansión de la calle de las Vírgenesdel Paraíso cuando Omar estaba deviaje, allí no era la dueña de la casa. EnBulaq, en cambio, gobernaba la casacomo una reina, asumiendo laresponsabilidad de los ocho niños,supervisando las tareas de la

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servidumbre, organizando las comidas ydando órdenes a la sumisa Nala. Pero loque más le gustaba era poder mimar denuevo a Omar y también a su nietoMuhammad, el cual también regresaríacon ellos a Bulaq. Nefissa estaba unpoco preocupada por la forma en que sumadre miraba a Muhammadúltimamente; a Amira se le había vueltoa poner cara de «casamentera». Sinembargo, el chico tenía apenasdieciocho años y aún estudiaba en launiversidad; además, Nefissaconsideraba que el privilegio debuscarle una esposa a su nieto lecorrespondía a ella y no a Amira.

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Siguió examinando lacorrespondencia: había cartas deBasima y Sakinna con matasellos deAsyut, una factura de un sastre muy carode la calle Kasr al-Nil para Tewfik yuna nueva nota del padre de Huda, elvendedor de bocadillos, para Ibrahim,en la que seguramente le pediría másdinero. Nefissa pensaba que su hermanohabía atentado a la dignidad de lafamilia casándose con alguien de tanbaja condición. ¡Nada menos que con suenfermera! ¿Y qué le había dado acambio la muy holgazana? Allah! ¡Cincohijas!

Al oír el timbre de la puerta, Nefissa

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levantó la vista y vio en la entrada alacaudalado amigo de Amira, Nabil al-Fahed. Mientras una criada leacompañaba a través del gran vestíbulohacia el salón, Nefissa volvió apreguntarse qué asunto se llevaría sumadre entre manos con aquel hombre.Parecía un buen material de matrimonio,era extremadamente apuesto, tenía lavida asegurada y ganaba un montón dedinero con su negocio de antigüedades,según le habían contado. Pero, materialde matrimonio, ¿para quién?, sepreguntó. ¿Cuál de las numerosasmuchachas Rashid tendría reservadaAmira para aquel cincuentón?

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Al llegar a la última carta, Nefissase quedó helada. Iba dirigida a Cameliay llevaba sellos de los Estados Unidos yun matasellos de California. Otra cartade Yasmina. Nefissa la asió con tantafuerza que estuvo a punto de arrugarla.

Sabía qué le diría Yasmina en sucarta a Camelia, lo mismo que en lacarta que se había recibido en mayojunto con una postal de felicitación decumpleaños y que ella había abiertoantes de romperla. Yasmina no lo habíadicho con claridad, pero era evidenteque se proponía regresar a Egipto. Yella no quería que regresara. Le estabacostando un gran esfuerzo borrar del

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corazón de Muhammad el recuerdo de sumadre y conseguir de este modo que elmuchacho fuera enteramente suyo. Era sunieto preferido por ser hijo de Omar. Yno estaba dispuesta a compartirle conuna madre que cada año le enviaba unapostal de felicitación por su cumpleañosy que había decidido presentarse comollovida del cielo al cabo de catorceaños. Ibrahim había declarado muerta aYasmina, y muerta seguiría estando.

Dejó las cartas en el cesto para queotros las clasificaran y abandonó elvestíbulo con la carta de Yasmina en elbolsillo. Al entrar en el salón dondeAmira, tomando el té con al-Fahed, le

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estaba comentando a su invitado el calorque estaba haciendo en aquel mes deagosto y explicándole que antaño lafamilia solía veranear en Alejandría,«en tiempos de Faruk», Nefissa vio a susobrina Zeinab, de quince años, sentadajunto a una ventana con los ojosclavados en la calle de abajo.Experimentó una súbita oleada deenvidia y nostalgia al recordar quemuchos años atrás ella también habíapermanecido sentada en aquel mismolugar, mirando ansiosamente a través deaquella misma antigua celosía demashrabiya. Después, se dirigió a todaprisa a la cocina, donde las dos

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cocineras estaban discutiendo a gritos lacantidad de puerros que había que echaren la sopa de espinacas, y se preguntóuna vez más qué sesgo hubiera tomadosu vida en caso de que hubiera podidocasarse con su teniente inglés.

Zeinab no estaba esperando a ningúnhombre en aquella calurosa tardeestival, sino a Camelia. Su madrellevaba casi cinco meses ausente y teníaque regresar aquel día tras haberrecorrido toda Europa con su orquesta.

Mientras seguía con la mirada todoslos automóviles que bajaban por la callede las Vírgenes del Paraíso, Zeinabjugueteó con el collar que Nabil

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al-Fahed le había regalado para sucumpleaños, una perla en forma delágrima colgada de una cadena antiguade plata. Zeinab estaba un pocodesconcertada ante las nuevassensaciones que experimentaba sucuerpo. De pronto, había empezado afijarse en lo musculosos que eranalgunos de sus primos y a admirar suscuadradas mandíbulas cuando hablaban.Cada vez que su primo Mustafáabandonaba una estancia, no podía pormenos que contemplar sus nalgas tanperfectamente perfiladas por losajustados pantalones que siemprellevaba.

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Se sentía escandalizada yavergonzada de sus pensamientos. ¿Porqué se le ocurrían aquellas cosas?¿Acaso porque ella no había sidosometida a la secreta operación que aveces comentaban en susurros las niñasen la escuela…, aquella ablaciónpurificadera que les habían practicadosiendo pequeñas? Zeinab recordaba que,a los cinco años, una noche había sidodespertada por un grito; entonces,mirando a hurtadillas a través de lapuerta entornada del cuarto de baño,había visto a su prima Asmahan en elsuelo sujetada por su tía Tahia y aUmma sosteniendo en la mano una

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cuchilla de afeitar. ¿Qué le habían hechoa su prima Asmahan de cinco años? ¿Porqué razón no se lo habían hecho a ellatambién?

Siempre se había sentido distinta delresto de la familia, no a causa de supierna y del aparato ortopédico quellevaba, sino por otras razones. LosRashid eran todos morenos, incluida sumadre Camelia; en cambio, ella tenía latez pálida y el cabello se le aclaraba deaño en año de tal forma que ahora ya lotenía del mismo color que el de tíaYasmina, a quien ella jamás había visto,pero cuya fotografía podía contemplarcada vez que le hacía la cama a su primo

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Muhammad. A veces, sorprendía aUmma o al abuelo Ibrahim mirándolacon expresión pensativa como si ellafuera un enigma que estuvieran tratandode resolver. Zeinab estaba llena depreguntas. ¿Por qué en los álbumes de lafamilia no figuraba ninguna fotografía desu padre, el que había muerto en laguerra? ¿Ni tampoco ninguna fotografíade la familia de su padre? ¿Dóndeestaban sus otros abuelos y primos?Preguntar tales cosas, le había dichocariñosamente Umma en cierta ocasión,era una falta de respeto hacia losmuertos y por esa razón Zeinab se habíaguardado las preguntas.

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Pero ahora tenía otras preguntas, «unmercadillo de preguntas», hubiera dichotío Hakim. Y éstas giraban en torno a loschicos, el amor y el sexo.

De pronto, sus ojos se posaron enuna figura que bajaba por la calle… suprima Asmahan. Experimentó unapunzada de envidia. Asmahan, tambiénde quince años, poseía una bellezaimpresionante; todo el mundo decía queera el vivo retrato de su abuela Nefissaa su edad. Pero, curiosamente, Asmahanhabía optado por ocultar su belleza. Apesar de aquel caluroso atardecer en quelos viandantes paseaban por la calle delas Vírgenes del Paraíso vestidos con

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atuendos estivales, pantalonesdeportivos y camisas con el cuellodesabrochado, la prima de Zeinabllevaba un vestido largo hasta lostobillos, un hijab alrededor de lacabeza, las manos cubiertas por guantes,los pies protegidos por calcetines y…

Zeinab no podía dar crédito a susojos.

¡El rostro de Asmahan estabatotalmente cubierto por un velo! ¡No sele veían tan siquiera los ojos! ¿Cómopodía ver adónde iba?

Mientras Asmahan desaparecía en elinterior de la casa, Zeinab se preguntó sisu prima también se sentiría turbada por

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inquietantes pensamientos a propósitode los chicos. Y no sólo de los chicos,descubrió Zeinab consternada mientrasunas risas masculinas llenaban el salón.N a b i l al-Fahed, el acaudaladoanticuario, le estaba contando un chiste aUmma entre risas. Zeinab se habíaenamorado locamente de él. Desde eldía en que el anticuario le regaló elcollar de la perla y le dijo que era muyguapa. Y ahora, cada vez que soñabacon su boda, siempre era con alguiencomo Nabil al-Fahed.

Al final, apareció un taxi al fondo dela calle y se detuvo junto al bordillodelante de la casa. Al ver bajar a

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Camelia, Zeinab se apartó de la ventanay gritó:

—Y’Allah! ¡Ya están aquí! ¡Ya hanvuelto de Europa!

Amira se levantó y musitó, mirandocon una sonrisa a Nabil al-Fahed:

—Loado sea Alá.Le había invitado a la fiesta de

bienvenida en honor de Camelia con unasecreta intención: para que él pudieracomprobar por sí mismo lo buena madreque era.

Camelia, Dahiba y Hakim llegaroncon un montón de maletas esbozandounas cansadas sonrisas mientras losmiembros de la familia, sobre todo las

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ancianas y las niñas, se congregaban asu alrededor alabando a Alá por su felizretorno. Aquella noche, cuando loshombres regresaran del trabajo y loschicos volvieran de la escuela, se iba acelebrar una gran fiesta tras la cualCamelia ofrecería un espectáculoespecial en el hotel Hilton.

Mientras se arrojaba en brazos de sumadre, la estrechaba con fuerza yaspiraba su dulce fragancia, Zeinab semordió la lengua para que no se leescaparan otras preguntas. ¿Por quéhabía decidido su madre hacer una girapor Europa tan de repente? Lo habíaanunciado a su regreso de la visita a la

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pequeña redacción de un periódicosituada en una callejuela de lasinmediaciones de la calle al-Bustan.Zeinab ignoraba lo que habíaocurrido…, oyó ruido de rotura decristales, vio que Raduan echaba acorrer y, al final, su madre regresó alautomóvil con el rostro pálido ydesencajado. Tres horas después,Camelia había anunciado su decisión dellevar su espectáculo a Europa.

Sin embargo, ahora ya no importabael motivo del viaje, pensó Zeinababrazada a su madre. Mamá había vueltoy ahora ya podrían irse a casa.

Mientras estrechaba a su hija en sus

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brazos, Camelia pensó: «¡Cuánto hacrecido Zeinab en tan sólo cuatro meses!¡Ya es casi una mujer! Tan guapa y tancariñosa».

Después sus pensamientos seensombrecieron. ¿Qué hombre aceptaríaa una esposa minusválida? ¿Qué hombrepodría contemplar su pierna encogidasin temer que la misma enfermedadpudiera transmitirse a sus hijos? A partirde la hora en que nació Zeinab, todo elmundo supo cuál sería su destino y poresa razón no la habían sometido aaquella operación especial en suinfancia. El propósito de la circuncisiónfemenina era el de reducir el deseo

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sexual y conseguir con ello que unaesposa fuera fiel a su marido. En el casode Zeinab, tal preocupación seríainnecesaria.

Sin embargo, aunque Camelia notuviera que pensar en buscarle unmarido a su hija adoptada, Zeinabnecesitaba un protector, sobre todo enaquellos momentos en que estabaentrando en la plenitud de la feminidad ysería doblemente vulnerable. Cameliasabía muy bien los peligros a queestaban expuestas en el mundo inclusolas mujeres más protegidas. ¿Acaso supropia hermana no estaba casada y erauna respetable esposa y madre cuando

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fue víctima de Hassan al-Sabir?La súbita evocación de Yasmina le

hizo recordar a Camelia un temor quehabía ido progresivamente en aumento amedida que Zeinab se acercaba a laedad adulta: el temor de que Yasminaregresara inesperadamente algún día yexigiera la devolución de su hija.

Es mía, pensaba ahora Cameliamientras ocupaba el asiento de honor enel salón. Yasmina la abandonó. Zeinabes mi hija, jamás la cederé y nadiedeberá decirle nunca la verdad sobre suverdadero padre, aquel monstruodepravado de Hassan al-Sabir.

Todos los miembros de la familia le

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dieron la bienvenida a Camelia con unbeso, incluso Nefissa, que todavíaguardaba la carta de Yasmina en subolsillo; más tarde, la destruiría comohabía destruido la otra. Cuando todos sesentaron y las criadas empezaron aservir el té con pastas, Amira presentó aNabi l al-Fahed a Camelia, Dahiba yHakim, calificándole de «viejo amigo» apesar de que ellos jamás habían oídopronunciar su nombre.

—Bienvenido a nuestra casa, señor al-Fahed —dijo Camelia—. Que Alá leconceda la paz.

Pero miró a su abuela con recelo.¿Por qué había invitado Amira a aquel

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desconocido precisamente en aquellaocasión? Tenía que haber sin duda unarazón; Camelia nunca había visto actuara su abuela sin un motivo.

—Nabil al-Fahed es un tasador deobjetos de arte —explicó Amira coninequívoco orgullo.

—Ah ¿sí? —dijo Camelia,preguntándose si su abuela habríadecidido vender algunas de lasantigüedades de la familia—. Debe deser una tarea muy interesante, señor al-Fahed.

Nabil al-Fahed contestó sonriendo:—Es una tarea que, gracias a Alá,

me permite gozar de la compañía de

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personas tan deliciosas como la sayyidaAmira. Disfruto tasando objetos bellos ala vista. Y además —añadió conintención—, soy coleccionista. Dedicomi vida a rodearme de belleza, señoritaCamelia. Por eso he tenido el placer deasistir muchas veces a su espectáculo.

Se produjo una breve pausa desilencio durante la cual los adultos delsalón, incluida Nefissa, cuyo rostromostraba una expresión escandalizada,empezaron a comprender el verdaderopropósito de la visita de al-Fahed.

—Precisamente Nabil al-Fahed meestaba comentando con extrañeza que noestés casada, querida —dijo Amira.

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Hakim Rauf, pillado también porsorpresa, terció hábilmente en laconversación. El deber de salvaguardarel honor de una mujer en unasnegociaciones matrimonialescorrespondía normalmente al padre,pero, como Ibrahim no estaba presente,el tío decidió asumir su papel.

—Por desgracia, señor al-Fahed —dijo Rauf sin apenas poder disimular laalegría que sentía por Camelia—, a loshombres les gusta ver danzar a unahermosa mujer, pero no desean casarsecon una danzarina.

Los ojos de al-Fahed se posaron enDahiba, la cual se había retirado de la

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danza, pero poseía una espléndidabelleza a sus cincuenta y siete años.

—Por lo visto, es usted unaexcepción, señor Rauf —dijo, evitandoreferirse directamente a la esposa deHakim o mirarla con excesivodetenimiento, cosas ambas consideradasaltamente ofensivas—. Como yo lo seríatambién si estuviera casado con unadanzarina adorada en todo Egipto. Y nosería tan egoísta como para ocultarla deaquéllos que la veneran.

Camelia, escuchando en silencio laspalabras que Hakim estaba pronunciadoen su nombre, se sorprendió de que,después de tantos años de haber sido

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menospreciada como material dematrimonio y de haber sido testigo delas negociaciones matrimoniales de susprimas, aquella conversación, oh,prodigio de los prodigios, ¡se estuvieracentrando precisamente en ella!Mientras prestaba atención consobrecogido asombro a la hábildiscusión del tema por parte de Hakim yal-Fahed sin que éstos lo mencionaranexplícitamente, pues la menor referenciadirecta al mismo por cualquiera deambas partes hubiera sido consideradauna grave incorrección, pensó en locuriosa que era aquella coincidencia.Porque, ¿acaso ella no había estado

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pensando últimamente en el matrimoniopor el bien de Zeinab? Sin embargo, suspensamientos se habían quedado sólo eneso, pues, ¿con quién hubiera podidoella casarse y quién se hubiera casadocon una danzarina? Pero ahora al-Fahedse le estaba declarando a través de sufamilia y ella empezaba a preguntarsequé tal sería estar casada con semejantehombre. No cabía duda de que eraatractivo y estaba bien situado y, ajuzgar por la forma en que Zeinab lesonreía, resultaba evidente que tambiénse había ganado la aprobación de suhija.

Mientras Hakim le arrancaba

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diplomáticamente a al-Fahed losdetalles vitales —una casa en el lujosobarrio de Heliópolis, unos antecedentesfamiliares en los que figuraban dosbajas y un bey y una sólida baseeconómica que impresionó incluso alriquísimo Rauf—, Camelia estudió alapuesto anticuario por el rabillo del ojo.

Al-Fahed no buscaba una esposa quele diera hijos. «Soy un coleccionista deobjetos bellos», había dicho.

Pero ¿quería ella a semejantemarido?

Se había ido a Europa para quitarsede la cabeza a Yacob Mansur. Durantecuatro meses, mientras danzaba ante el

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enfervorizado público de los hoteles ylas salas de fiestas de París, Munich yRoma, no había conseguido olvidar lasensación del cuerpo de Yacob contra elsuyo y la forma en que éste la habíaestrechado protectoramente entre susbrazos cuando aquellos bárbarosrompieron la luna de la ventana de laredacción de su periódico. Yacob olía ajabón y a tabaco y a una embriagadoraespecia que ella no había podidoidentificar. Incluso en aquellosmomentos, mientras evocaba su imagenligeramente gruesa, su ralo cabello y susanticuadas gafas de montura metálica,seguía sintiendo el ardor de su beso en

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sus labios y su cuerpo permanentementegrabado en el suyo. Pero había tomadola decisión de no volver a verle nuncamás.

Y tanto menos en aquellos momentosen que la violencia religiosa estabacausando estragos en El Cairo. Durantesu ausencia, la situación entre losmusulmanes y los cristianos coptos sehabía agravado. La policía montabaguardia delante de todas las iglesiascoptas de El Cairo, los musulmanesexhibían el Corán en los salpicaderos desus automóviles, los cristianos llevabanfotografías del pope Shenuda en suguardabarros y los musulmanes

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aplicaban a sus vehículos unas pegatinasque decían: «No hay más dios que Alá».Durante el trayecto en taxi desde elaeropuerto, el taxista le habíacomentado las detenciones que seestaban practicando en todo El Cairo…«Se detiene a cualquier persona que seasospechosa de estar vinculada con estosactos de violencia religiosa».

Sí, por el bien de todos, le conveníaolvidar a Yacob Mansur.

Al ver que la conversación estabatocando a su fin y que tanto Hakim comoal-Fahed parecían satisfechos, Cameliase volvió hacia el invitado de su abuelay le preguntó:

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—¿Asistirá usted a mi actuaciónespecial de esta noche en el hotelHilton, señor Fahed?

—¡Por las barbas del Profeta, la pazde Alá sea con él! ¡No me la perderíapor nada del mundo! ¿Querrán usted ysus amigos hacerme el honor de cenarconmigo después?

Camelia vaciló durante una décimade segundo, en cuyo transcurso vio elrostro de Yacob Mansur y las gafas quese levantaban sobre sus mejillas cuandosonreía. Pero en seguida contestó:

—Será un honor para nosotros cenarcon usted, señor Fahed.

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Nada más salir al escenario, Camelia seadueñó de él. El público, tras haberesperado durante dos horas el comienzodel espectáculo, al ver a su adoradaCamelia vestida de oro, plata ypedrería, estalló en una atronadoraovación. Ella era la diosa y ellos losadoradores. Mientras se deslizaba por elescenario y agitaba el velo en el airecomo si quisiera apresar toda lafulgurante luz que la rodeaba, loshombres se levantaron y gritaron:

—Allah! ¡Oh, más dulce que la miel!Y ella sonrió extendiendo los brazos

como para abarcarlos a todos, prestandouna especial atención a los que se

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encontraban más cerca del escenario,pues se había jurado a sí misma nobuscar a Yacob entre el público;buscaría a Nabil al-Fahed y le dedicaríauna sonrisa especial. Pero no intentaríalocalizar a Yacob.

Soltó el velo e inició una sensualdanza, controlando todos los músculosmientras su abdomen y sus caderas seondulaban en rápidos círculos y susbrazos flotaban sin esfuerzo hacia arribay hacia abajo. Primero coqueteó y jugócon el público, pero después se apartó yse convirtió en el ideal árabe de lafeminidad: deseable pero inaccesible.Al ver a al-Fahed sentado a una de las

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codiciadas mesas de la primera fila,rico, refinado y elegante, vestido con untraje azul oscuro a la medida y luciendoun reloj de oro Rolex y varias sortijasde oro, le dirigió una sonrisa especial.Después evolucionó por el escenario,recorriendo con los ojos los rostros desus adoradores hasta que, al final, sinpoder evitarlo, miró hacia el fondo de lasala.

Yacob no estaba.Cuando cesó repentinamente la

música y sólo se oía una flauta, elantiguo nai de madera del Alto Egiptoque producía un obsesivo y melancólicosonido semejante al de una serpiente, las

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luces de la sala se apagaron y Cameliaquedó iluminada por un solo foco. Loshipnóticos balanceos que inició acontinuación y que hacían evocar a lagente los sinuosos movimientos de lascobras y de las volutas de humo nofueron fruto de la coreografía sino que lebrotaron de lo más hondo del corazón.

Al terminar el número, Camelia seretiró entre ensordecedores aplausos.Mientras las veinte danzarinas de suespectáculo salían vestidas congalabeyas al escenario para interpretaruna movida danza popular en medio deestridentes gritos y zagharits, Cameliaregresó corriendo a su camerino donde

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sus ayudantes y una peluquera laayudaron a cambiarse de traje.

Hakim las sorprendió, irrumpiendorepentinamente en la estancia.

—¡La redacción del periódico deMansur ha sufrido un atentado conbomba hace una hora! —gritó.

—¡Cómo! ¿Había alguien dentro?¿Ha resultado herido Mansur?

—No lo sé. ¡Que Alá se apiade denosotros, eso es terrible! Publicó elartículo de Dahiba y ahora…

—Tengo que irme —dijo Camelia,tomando la negra melaya que se poníapara interpretar su número folklórico—.Encárgate de Zeinab, llévala a tu casa y

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dile a Raduan que se quede con ella y nola deje sola en ningún momento.

—¡Camelia, espera! ¡Voy contigo!Pero ella ya se había ido.

La callejuela estaba sumida en el caos yla muchedumbre la tenía bloqueada eimpedía el paso de los vehículos de lapolicía. Camelia aparcó al fondo de lacalle y avanzó a pie entre la gente. Alver el destripado edificio y los cristalesy papeles diseminados por la calzada,echó a correr.

Yacob estaba dentro, todavíaligeramente aturdido, caminando entre

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los cascotes.—¡Loado sea Alá! —gritó Camelia,

arrojándose en sus brazos.La gente se quedó boquiabierta de

asombro al reconocerla. El nombre deCamelia se propagó entre lamuchedumbre entre gritos de «Allah!»mientras todo el mundo se preguntabaqué tenía que ver su adorada Cameliacon aquel periodista subversivo.

Camelia examinó el rostro deYacob. Se le habían roto las gafas y lasangre le manaba de una herida en lacabeza.

—¿Quién te lo ha hecho?—No lo sé —contestó él, todavía

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trastornado.—¿Por qué no podemos vivir todos

en paz?—No se pueden estrechar las manos

cuando se aprietan los puños. —Yacobmiró a Camelia como si se hubierapercatado repentinamente de supresencia—. ¡Has regresado de Europa!—Al ver el brillo de las perlas y la gasade color rosa de su traje asomando bajoel negro manto, añadió—: ¡Tuespectáculo! ¡Era esta noche! ¿Qué estáshaciendo aquí?

—Cuando me dijeron… —Cameliale tocó la frente—. Estás herido. Dejaque te acompañe a un médico.

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Yacob tomó sus manos entre lassuyas y le dijo en tono apremiante:

—Escúchame bien, Camelia. Tienesque irte de aquí en seguida. Se hanestado practicando detenciones portodas partes desde que te fuiste. Sadat hamandado peinar El Cairo en busca delos intelectuales y liberales que, segúndicen ellos, son los responsables deestas contiendas. Los están deteniendode conformidad con la llamada ley parala Protección de los Valores contra elDeshonor. Con esta nueva ley,cualquiera puede ser detenido durante unperíodo de tiempo indefinido. Mihermano fue detenido la semana pasada.

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Y ayer detuvieron al escritor YusufHaddad. No sé quién ha puesto la bombaen mi redacción, Camelia. Puede que lohayan hecho los Hermanos Musulmanes.Puede que haya sido el propio gobierno.Sólo sé que corres peligro si te venconmigo.

—¡Por Alá que no te dejaré! Nopuedes irte a tu casa, no es segura. Venconmigo —dijo Camelia saliendo con éla la callejuela—. Tengo el cocheaparcado en la calle al-Bustan. Dateprisa. La policía secreta podría llegarde un momento a otro.

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De pie en el balcón del apartamento delúltimo piso de Camelia, Yacob sintió larefrescante brisa del Nilo contra surostro. Ella le había limpiado y vendadola herida y ahora estaba en el salón,encendiendo la radio para escuchar lasnoticias. Yacob asió la barandilla dehierro y contempló el negro Nilo en elque las falúas llenas de turistas estabansurcando las aguas en todas direcciones.Pensó que ojalá no hubiera acompañadoa Camelia. La gente de la callejuela loshabía visto marcharse juntos. Ahora ellatambién corría peligro.

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—En el noticiario no han hechoningún comentario —dijo Camelia,saliendo al balcón.

Se había cambiado el traje dedanzarina y se había puesto una blancagalabeya de lino con bordados de oroen las mangas y el cuello. Llevaba elcabello suelto y se había quitado elmaquillaje de teatro. Esperaba que elagua fresca con que se había lavado elrostro la enfriara por dentro, pero sesentía febril, como si el calor de agostohubiera penetrado a través de su piel yse hubiera aposentado en sus huesos.Una vez lavada y vendada la herida deYacob, ambos se sentaron en el sofá,

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rozándose ligeramente las rodillas. Y,cuando rozó la piel de Yacob con lasyemas de los dedos, Cameliaexperimentó un estremecimiento portodo el cuerpo.

Pensó en el refinado y riquísimoNabil al-Fahed y llegó a la conclusiónde que éste había despertado en ellatanta pasión como la que hubiera podidoprovocarle uno de sus sillones antiguos.En cambio, Yacob Mansur, que todavíano había conseguido coserse el botónque le faltaba en la camisa…

Y ahora, ¿qué?, se preguntó,contemplando el perfil de Mansur ycomprendiendo que, al haberle ella

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conducido allí, ambos habían dado unpeligroso paso irreversible.

Yacob levantó la vista hacia lasestrellas estudiando sus arcanosmensajes hasta que, al final, dijo en unsusurro:

—Mañana, Sirio efectuará su salidaanual. Puedes ver el lugar por dondeasomará en el horizonte, siguiendo lastres estrellas de la cinta de Orión. Sonlas que señalan el camino, ¿ves?

Se encontraba muy cerca de ella, conel brazo levantado y señalando con eldedo la constelación. Camelia asintiócon la cabeza sin poder hablar.

—En la antigüedad —añadió Yacob

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mientras el susurro de su voz parecíasurcar la brisa del Nilo—, antes delnacimiento de Jesucristo, Sirio era laestrella de Osiris, un joven diossalvador, y cada año los egipcioscontemplaban la primera aparición de laestrella en el horizonte como un signo dela inminente resurrección de Osiris. Yesas tres estrellas de la cinta de Oriónque apuntan directamente hacia el lugardel horizonte donde surgirá la estrellarecibían el nombre de los Tres Sabios.Si las sigues —dijo, trazando con ungesto de la mano un camino en el cielodesde Orión hacia el horizonte—,encontrarás la estrella de Osiris. Te

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quiero, Camelia —añadió, mirándola—.Quiero tocarte.

—Por favor, no lo hagas —dijoCamelia—. Hay cosas de mí que nosabes…

—Sé todo lo que necesito saber.Quiero casarme contigo, Camelia.

—Escúchame, Yacob —dijoCamelia, hablando rápidamente antes deque perdiera el valor—. Zeinab no es mihija sino mi sobrina. No soy viuda ynunca he estado casada. Ni siquiera heestado nunca… con un hombre —añadió, apartando la mirada.

—¿Y de eso te avergüenzas?—¿Una mujer como yo a quien todos

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los egipcios llaman la Diosa del Amor?—¿Cómo puedes avergonzarte si

todas las santas de la historia han sidovírgenes?

—Pero es que yo no soy una santa.—Mientras estuviste en Europa,

cada día fue una tortura para mí. Tequiero, Camelia, y deseo casarmecontigo. Eso es lo único que me importa.

Camelia abandonó el balcón yregresó al salón donde la radio estabadejando escapar los sones de unamelodiosa canción interpretada por laseductora voz de Farid al-Attrach, lacual estaba llenando el cálido airenocturno con dulces palabras de

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romántico amor.—Hay más —dijo, volviéndose para

mirar a Yacob—. La razón de que jamásme haya casado es que no puedo tenerhijos. Estuve enferma cuando erapequeña, pillé unas fiebres.

—Yo no quiero tener hijos —dijoYacob, asiéndola por los hombros—. Tequiero a ti.

—¡Pero pertenecemos a religionesdistintas! —gritó Camelia, apartándose.

—Incluso el Profeta tuvo una esposacristiana.

—Yacob, es imposible que noscasemos. Tu familia jamás aceptaría quetuvieras una danzarina por esposa y mi

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familia no aprobaría que yo eligiera a unno musulmán como padre de Zeinab.¿Qué pensarían mis admiradores y tusfieles lectores? ¡Ambos bandos nosacusarían de traidores!

—¿Acaso es una traición seguir losimpulsos del propio corazón? —preguntó Yacob en voz baja, atrayéndolade nuevo hacia sí—. Te juro, Camelia,que te amo desde el día en que escribí,hace años, mi primera crítica sobre tuactuación. Te quiero desde aquel día y,ahora que te tengo, amor mío, no piensoperderte.

Cuando él la besó, ya no hubo másresistencia. Camelia le devolvió el beso

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y le abrazó con fuerza. Primero hicieronel amor en el suelo en el mismo lugardonde estaban, cayendo sobre laalfombra que antaño adornara uno de lossoberbios salones del palacio del reyFaruk. Se amaron con la urgencia y elansia de quienes ven que sus días seacaban. Después, Camelia acompañó aYacob al dormitorio, cuya cama estabacubierta por unas sábanas de raso delcolor del amanecer. Esta vez hicieron elamor muy despacio para saborear confruición todas las sensaciones, en lacerteza de que, a partir de aquelmomento, iban a pasar todos los días desu vida juntos.

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Más tarde, tras haberse bañado yvestido y haber recuperado el resuello,ambos examinaron la realidad ydecidieron afrontar juntos el futuro, apesar de todos los obstáculos ydificultades. Cuando Yacob estaba apunto de hacerle por tercera vez el amorbajo la luz de la jorobada luna de agostoque penetraba a través de los vaporososcortinajes del balcón, la cálida nochefue repentinamente desgarrada por unosviolentos golpes en la puerta.

Antes de que cualquiera de ellostuviera tiempo de reaccionar, la puertafue derribada y unos hombres armadosque ostentaban unas placas y sostenían

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en sus manos unas esposas irrumpieronen la estancia y los detuvieron en virtudde la ley de la Protección contra elDeshonor.

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Cuando Jasmine oyó la llamada a laoración, se sintió invadida por unossentimientos tan hondos de calor,seguridad y hogar que rompió a reír. Ysu propia risa la despertó.

Permaneció tendida en la cama uninstante, tratando de evocar lassensaciones de su sueño: una brumosamañana de El Cairo, unos pájarosgorjeando ruidosamente sobre lostejados de las casas para celebrar elnacimiento del nuevo día, y unas callesque en seguida se empezaron a llenar de

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automóviles Fiat y de carros tirados porasnos. Y, por encima de todo, lapenetrante y terrosa fragancia del Nilo.

Aunque ningún almuédano hubieraelevado su voz por encima del océanoPacífico para dirigir sus plegarias,Jasmine efectuó las abluciones ritualesen el cuarto de baño y después searrodilló y se postró bajo las primerasluces del amanecer. Al terminar,permaneció de hinojos, escuchando lasinfonía de las gaviotas y de las olas querompían contra los acantilados en mediode la brisa de septiembre. Sabía quetardaría mucho tiempo en volver aescuchar la llamada a la oración sobre

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El Cairo.Camelia jamás le había escrito.Para su familia, seguía estando

muerta; ni siquiera su hermana laperdonaba. Que así fuera. Aunque nopudiera regresar a Egipto, Jasmineestaba a punto de abandonar los EstadosUnidos. Y ahora tenía que terminar dehacer el equipaje que había empezado lavíspera, pues Rachel llegaría de unmomento a otro para acompañarla alaeropuerto.

Jasmine hizo la maleta con sumocuidado, siguiendo las indicaciones quele había facilitado la FundaciónTreverton. Puesto que su destino era el

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Oriente Próximo, llevaría ligerasprendas de algodón, lociones paraprotegerse del sol y de los insectos ycalzado cómodo. Encima de todo colocóla fotografía de su hijo Muhammad a losdiecisiete años y una fotografía suya conGreg en el paseo marítimo de SantaMónica cuando ambos eran dospersonas esperanzadas que todavía sepreguntaban cuándo se iba a encender lachispa de la magia entre ellos. Pusotambién en la maleta un ejemplar de Lasentencia de una mujer que MaryamMisrahi le había regalado y otro deCuando usted es el médico, en el cualhabía introducido un artículo doblado

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del Los Angeles Times publicado al díasiguiente de la manifestación antinuclearen el Emplazamiento de Pruebas delDesierto de Nevada. El artículo ibaacompañado de una fotografía deldoctor Declan Connor en el momento desu detención.

Cerró la maleta justo en el momentoen que Rachel aparecía en la puerta,llamando y entrando a la vez.

—¿Ya estás lista? —preguntóRachel con las llaves todavía en lamano.

—Voy por el sombrero y el bolso.Rachel la siguió a un dormitorio que,

totalmente vacío, no daba la impresión

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de que alguien lo hubiera ocupadorecientemente.

—¿Qué vas a hacer con tus cosas?—preguntó, observando una funda dealmohada llena de sábanas y toallas. Enel salón había visto unas cajas de cartóncon ollas, cacerolas, platos y untocadiscos.

Jasmine se encasquetó en la cabezaun sombrero de paja de ala anchaadornado con un largo y anticuadoalfiler, y contestó:

—La casera lo entregará al Ejércitode Salvación. Allí donde voy nonecesitaré nada de todo eso, desdeluego.

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Rachel contempló la solitariamaleta, la bolsa de mano de lona y elbolso de Jasmine y se asombró de queuna médica de treinta y cinco añospudiera condensar su vida en tanreducido espacio. La casa que Rachelcompartía con su marido Mort estaba tanllena de muebles y otras pertenenciasque ya habían empezado a pensar enmudarse a otra más grande.

—¡El Líbano! —musitó, sacudiendola cabeza—. ¿Por qué demonios haselegido ir al Líbano? Y nada menos quea un campo de refugiados.

—Porque los refugiados palestinosson unas víctimas y yo sé lo que

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significa ser una víctima. —Jasminemiró a su amiga a través del espejo—.En Egipto, la expulsión de alguien de sufamilia, tal como me expulsaron a mí,equivale a una sentencia de muerte. Yuna mujer sin familia tiene una vidadurísima. Los palestinos son unosproscritos y las mujeres y los niños sonlos que sufren las peores consecuencias.Cuando en la Fundación me dijeron queestaban organizando este proyectoconjunto con la Agencia de Bienestar ySocorro de las Naciones Unidas, sentí lanecesidad de ofrecerme comovoluntaria. Pero no te preocupes, no meva a pasar nada.

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En el momento en que recogió labolsa de lona, algunos objetos seesparcieron sobre la cama, entre ellos,una fotografía.

Rachel la tomó y la estudió. La habíavisto en otra ocasión; era una fotografíade cinco niños y niñas sonriendo conentusiasmo en un jardín.

—Dime otra vez quiénes son. Sé queuna de las niñas eres tú. Jasmine laestudió un instante y después señaló almayor de los niños.

—Éste es Omar, mi primo; fue miprimer marido. Ésta es Tahia, suhermana. Ella y mi hermano Zakkihubieran tenido que casarse, pero mi

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abuela casó, no sé por qué razón, aTahia con un pariente de más edadllamado Jamal. Y ésta es Camelia…

Jasmine admiró la morena belleza dela niña que, en la fotografía, le rodeabalos hombros con su brazo.

—¿Y éste es tu hermano?—Éste es Zacarías. Zakki.

Estábamos muy unidos. Me llamabaMishmish porque me gustaban conlocura los albaricoques.

—¿No me dijiste una vez que habíadesaparecido?

—Fue en busca de una cocinera queteníamos en casa. Nadie sabe qué fue deél.

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Jasmine lo volvió a colocar todo enla bolsa. Al ver que incluía también unejemplar del Corán, Rachel le preguntó:

—¿Estás segura de que te quieresllevar eso? Jasmine miró a su amiga ycontestó:

—No recuerdo que nunca hayaestado más segura de nada.

—Pues entonces, ¿por qué tengo yoesta sensación de que estás intentandodemostrar algo? Jasmine, tú tienes quereconciliarte con tu pasado. Creo queandas por la vida con mucha cóleradentro del cuerpo y que necesitaslibrarte de ella. Reconcíliate con tufamilia, Jas, antes de huir a los campos

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de batalla.—Tú eres una ginecóloga, Rachel,

no una psiquiatra. Puedes creerme, mehe reconciliado con el pasado. Cameliajamás contestó a mis cartas.

—A lo mejor, está arrepentida dehaber revelado tu secreto y de haberprovocado tu desgracia. Quizáconvendría que lo volvieras a intentar.

—Cualquiera que sea la razón de susilencio y del de toda mi familia durantelos últimos catorce años, yo tengo queseguir mi camino en esta vida. Sé lo quehago y adonde voy.

—Pero… eso de haber elegido elLíbano. ¡Te pueden pegar un tiro!

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Jasmine sonrió diciendo:—Mira, Rachel, es curioso pensarlo,

pero el niño hubiera nacido alrededorde mi cumpleaños y, si hubiera vivido,ahora yo tendría un hijo de cuatro mesesy tú y yo estaríamos hablando depañales y no de armas de fuego.

—¿Crees de veras que Greg tehubiera dejado sola con el niño? Es untipo honrado.

—Honrado, sí. Pero hubieras tenidoque ver la cara de terror que pusocuando le dije que estaba embarazada.

—En fin —dijo Rachel, tomando lamaleta y comprobando que ésta erasorprendentemente ligera—. Ya

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encontrarás a alguien algún día.Ya lo he encontrado, pensó Jasmine,

evocando la imagen de Declan, que enaquellos momentos se encontraba en Iraktratando de prestar ayuda médica a loskurdos. Declan, a quien ella jamáspodría tener.

Al final, se detuvo para mirar a laque había sido su mejor amiga durantesus horas más solitarias, la que la habíaconsolado en los oscuros días quesiguieron a su aborto y la que antes lahabía ayudado a entrar en el extraño ydesconocido mundo de la universidad,suavizando el trauma del choquecultural.

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—Gracias por preocuparte por mí,Rachel —le dijo.

—¿Sabes una cosa? —dijo Rachelcon lágrimas en los ojos—. Te voy aechar de menos una barbaridad. No teolvides de mí, Jas. Y recuerda siempreque tienes una amiga si alguna veztropiezas con dificultades y necesitasayuda. ¡El Líbano! ¡Madre mía!

—Será mejor que nos pongamos enmarcha —dijo Jasmine, abrazando a suamiga—. ¡Voy a perder el avión!

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38

Ibrahim entró corriendo en el salón.—¡Las he encontrado! —gritó—.

¡He encontrado a mi hermana y a mihija!

—¡Alabada sea la misericordia deAlá! —exclamó Amira.

La miríada de parientes Rashid queocupaban los divanes y las alfombrasdel suelo repitieron como un eco suexclamación.

En medio del sofocante calor deseptiembre, Ibrahim tuvo que sentarse yenjugarse el sudor de la frente. Las tres

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semanas que se había pasado buscandoel paradero de Dahiba y Camelia habíansido una auténtica pesadilla y le habíanhecho recordar los meses que él habíapasado en la cárcel casi treinta añosatrás. Los demás miembros de la familiatambién estaban destrozados. Alenterarse de la detención, todos losparientes, incluso los que vivían enlugares tan alejados como Asuán y PortSaid, se congregaron en la casa de lacalle de las Vírgenes del Paraíso, dondeuna vez más, como en otras ocasionespasadas, ocuparon todos los dormitoriosy mantuvieron las cocinas en marcha díay noche. Los tíos y los primos que tenían

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amistades en El Cairo trataroninmediatamente de averiguar adóndehabían sido conducidas Dahiba yCamelia: algunas mujeres tambiéncolaboraron… como Sakinna, cuyamejor amiga estaba casada con un altofuncionario del gobierno; Fadilla, cuyosuegro era juez; y Amira, entre cuyasamigas se contaban varias mujeres muyinfluyentes.

Sin embargo, al cabo de tressemanas de pesquisas, de pagos desobornos y propinas y de perder horas yhoras en las salas de espera para que alfinal les dijeran bokra, mañana, nohabían conseguido obtener la menor

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información sobre Dahiba y Camelia.Hasta aquel momento.

Mientras Basima le servía a Ibrahimun vaso de limonada fresca, ésteexplicó:

—Uno de mis pacientes, el señorAhmed Kamal, que ocupa un alto cargoen el ministerio de Justicia, me presentóa su hermano, cuya esposa tiene a unhermano en el departamento dePrisiones. —Ibrahim apuró rápidamenteel vaso de limonada y volvió aenjugarse la frente. Tenía mucho calor ysus sesenta y cuatro años le estabanempezando a pesar—. Dahiba y Cameliafueron conducidas a la cárcel de mujeres

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de al-Kanatir.Todos le miraron sobrecogidos de

espanto, pues conocían muy bien elimpresionante y siniestro edificioamarillo de las afueras de El Cairo queparadójicamente se levantaba entreverdes prados y jardines floridos. Todosconocían los relatos de horror quecirculaban a propósito de aquel lugar.

Amira también había oído contarhistorias y rumores sobre algunasmujeres que se habían pasado variosaños encerradas en al-Kanatir sin juicioy sin condena oficial… por el simplehecho de ser «presas políticas».Justamente lo que eran Camelia y

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Dahiba.Amira empezó a organizar

inmediatamente a la familia. Las mujeresya habían vendido sus joyas para pagarlos sobornos; ahora prepararían cestasde comida y maletas llenas de prendasde vestir y ropa de cama y reuniríandinero para pagar propinas en la cárcel.Amira se movía con enfurecidaenergía… ¡su hija y su nieta en aquellugar tan monstruoso!

Mientras Amira ordenaba a lossobrinos y primos que empezaran aredactar cartas de protesta dirigidas alpresidente Sadat, Ibrahim se apartó conella y le dijo:

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—Madre, hay otra cosa que losdemás no deben saber. Camelia… —Hizo una pausa y miró a su alrededorpara asegurarse de que nadie le podíaoír—. Madre, mi hija fue detenida encompañía de un hombre.

Amira arqueó las cejasdelicadamente pintadas.

—¿Un hombre? ¿Qué clase dehombre?

—El director de un periódico.Bueno, es el propietario del periódico,él mismo escribe los artículos y losimprime. Un pequeño periódico detendencias radicales. Ha publicadoalgunos escritos de Camelia y Dahiba.

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—¿Escritos? Pero ¿de qué me estáshablando?

—Escribían ensayos y poesía. Ésefue el motivo de las detenciones.Camelia y Dahiba escribían artículosmuy polémicos.

—¿Estaba Camelia en la redaccióndel periódico cuando los detuvieron?

—No —contestó Ibrahim,mordiéndose el labio—. Ambos estabanen el apartamento de Camelia. Solos yya pasada la medianoche.

Antes de que Amira pudiera deciralgo, oyeron la sonora voz de Omar enel salón.

—¿Dónde está el tío? ¡Me he

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enterado de la noticia a través de misupervisor, que es amigo de AhmedKamal! Bueno pues, ¿vamos a al-Kanatiro qué?

—Ya hablaremos de eso después.No les digas nada a los demás —dijoAmira en voz baja a su hijo.

—¡Las gracias y las bendiciones deAlá sean contigo! —dijo Omar, al ver asu abuela—. ¡No tengas miedo, Umma,sacaremos a nuestra prima y a nuestra tíade esa cochina cárcel! —A sus casicuarenta años, Omar estaba un pocogrueso debido a su notoria afición a lavida nocturna de Damasco, Kuwait yBagdad. Tras haberse pasado dieciocho

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años dando órdenes a gritos a loshombres de los campos petrolíferos,había adquirido la costumbre de gritarincluso cuando estaba en casa—.¿Dónde está mi hijo? Ya es hora de queespabile y haga algo. Quiero que vaya aldespacho de Samir Shoukri, el mejorabogado de El Cairo…

El joven de dieciocho años entróvestido con la larga galabeya blanca yel casquete, que se habían convertido enel uniforme característico de losHermanos Musulmanes, unaorganización recientemente legalizadapor el presidente Sadat.

—¿Qué es este disfraz? —dijo

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Omar, agarrando a su hijo por el brazo—. ¿Es que pretendes que nos detengana todos? ¡Por Alá que tu madre y yodebíamos de estar dormidos cuando teengendramos! ¡Vístete como es debido!

Nadie se escandalizó ante aquellamuestra de prepotencia y tanto menosMuhammad, el cual se fue a cambiarinmediatamente de ropa. ¿Cómo hubierapodido un hombre ganarse el respeto desu hijo sin enseñarle quién era el amo?Ibrahim recordó las muchas veces quesu padre Alí le había abofeteado einsultado.

Mientras todos empezaban a subir alos automóviles para visitar a los

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funcionarios del gobierno y tratar denegociar la puesta en libertad de sus dosfamiliares, Ibrahim decidió ir a ver alabogado Shoukri y otros parientestomaron sus vehículos para desplazarsedirectamente a la cárcel. Amira seapartó con su hijo en el vestíbulo y ledijo:

—Tráeme los escritos por los cualesmi hija y mi nieta fueron detenidas. Yaverigua todo lo que puedas sobre elhombre que fue detenido con Camelia…,su apellido y su familia. Tenemos queevitar que se divulgue esta informacióny, sobre todo, el hecho de que ambosestuvieran solos en el apartamento de mi

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nieta cuando los detuvieron. Está enjuego el honor de Camelia.

Las habían encerrado con otras seismujeres en una celda para cuatro. Sólouna de ellas había sido detenida, comoCamelia y Dahiba, por motivospolíticos; las demás, acusadas dedistintos delitos, compartían una historiasimilar: abandonadas por sus maridos ysin medios para subsistir, se habíanvisto obligadas a mendigar, robar ovender sus cuerpos. Una era prostituta yhabía asesinado a su proxeneta, motivosuficiente para que la hubieran

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ejecutado. Sin embargo, el psiquiatra dela cárcel había apelado al presidenteSadat, consiguiendo que la pena demuerte le fuera conmutada por la decadena perpetua. La chica se llamabaRuhiya y tenía apenas dieciocho años.

La noche en que tuvieron lugar lasfulminantes redadas políticas, Dahiba yHakim fueron los primeros en serdetenidos en su apartamento. Aunqueirrumpieron inesperadamente en lavivienda y lo registraron todo,confiscando papeles y libros, losagentes les permitieron enviar a Zeinabcon Raduan a la calle de las Vírgenesdel Paraíso. Dahiba vio por última vez a

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su marido en la comisaría de policía,donde la arrestaron y le tomaron lashuellas dactilares sin ninguna acusaciónformal. Después se la llevaron en unvehículo mientras Hakim gritaba susprotestas a la indiferente noche. Alamanecer, llegó a la cárcel donde, sindarle la menor explicación, ladespojaron de su ropa y sus joyas, leentregaron una áspera túnica de colorgris y una manta, y la introdujeron aempujones en la celda que ahoracompartía con otras siete mujeres. Enlos veinte días transcurridos desdeentonces, no había recibido la menornoticia del exterior y no había hablado

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con ningún abogado y ni siquiera conningún funcionario de la prisión.

Camelia fue conducida allí un pocomás tarde aquella misma mañana. Lahabían separado de Yacob en suapartamento y posteriormente se loshabían llevado a los dos en distintosvehículos. Le habían quitado su preciosagalabeya con bordados de oro y lehabían entregado a cambio una ásperatúnica y una manta. Su único consuelo enlas tres angustiosas semanastranscurridas desde entonces había sidoel hecho de saber que su hija seencontraba a salvo con su familia.

Pero ¿y Yacob?, se preguntaba

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incesantemente en sus momentos de velaen aquella celda de piedra en la quesólo había cuatro catres. ¿Se encontraríaen una situación similar en una celda deprisión con otros hombres? ¿O acaso yalo habrían juzgado y sentenciado?¿Habría sido condenado a cadenaperpetua por traición? ¿Estaría vivo?

¿Y qué habría sido de tío Hakim?En aquellas primeras y aterradoras

horas de confusión, Camelia y Dahibahabían conseguido sacar fuerzas deflaqueza para consolarse mutuamente enla confianza de que las iban a poner enlibertad de un momento a otro. Sufamilia no las dejaría allí, se decían,

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tenía muchos amigos importantes.Las horas se convirtieron en días,

pero ellas siguieron pensando que suliberación sería sólo cuestión de tiempo,a pesar de que una de sus compañerasde celda era también una presa políticay llevaba allí más de un año sinmantener el menor contacto con elexterior. Por consiguiente, decidierondepositar su confianza en Alá y en lafamilia y procuraron sacar el mejorprovecho de aquella terrible situación.

Las demás reclusas habíanreconocido a las recién llegadas y seconsideraban en la obligación dedispensarles un trato preferente en

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atención a su fama.—Son unas auténticas señoras —les

decía Ruhiya a las demás en tonoreverente—. Mejores que nosotras.

Las demás estaban de acuerdo. Encambio, la fellaha que vigilaba lagalería y creía que alguien le habíaechado el mal de ojo en el momento denacer, no veía ningún motivo para tratara las recién llegadas con mayorconsideración. Que suelten dinero comolas otras, pensaba.

Pero Dahiba y Camelia habían sidodespojadas de todos sus objetos devalor y, por consiguiente, tenían quevivir como todas las demás reclusas.

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En la cálida noche de septiembre,cuando se apagaban las luces y la rabiao el miedo les impedían dormir, lasmujeres se pasaban el rato hablando envoz baja de sus cosas y, de este modo,Camelia y Dahiba empezaron a conocerpoco a poco a sus compañeras de celda,unas pobres proscritas a las que se lesnegaba el amparo de la justicia legal porel simple hecho de ser mujeres.

A través de sus relatos, las mujeresRashid averiguaron que la ley ejecutabaa una mujer que matara a un hombre,aunque lo hiciera en legítima defensa,pero raras veces se molestaba endetener tan siquiera a un hombre que

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hubiera matado a una mujer en defensade su propio honor.

La ley perseguía a la prostituta, perojamás al hombre que solicitaba susservicios.

La ley cerraba los ojos ante elhombre que abandonaba a su mujer y sufamilia, pero castigaba a la mujerabandonada por robar comida paraalimentar a sus hijos.

La ley era muy dura con una esposaque abandonara a su marido, peroreconocía al marido el derecho deabandonar a su mujer cuando quisiera ysin previa advertencia ni obligación demantenerla.

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La ley establecía que, cuando unaniña cumplía nueve años y un niñocumplía siete, éstos pasaban aconvertirse en propiedad legal de supadre aunque éste ya no estuvieracasado con su madre, otorgándole sucustodia y reconociéndole el derecho deno permitir que la madre volviera averlos jamás.

La ley permitía que un hombregolpeara a su mujer o utilizara cualquierotro medio para someterla.

De las seis mujeres que compartíanla celda con las Rashid, cinco erananalfabetas, jamás habían oído hablardel feminismo y no acertaban a imaginar

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por qué razón aquellas dos actricescinematográficas estaban allí.

«Qué arrogancia poseen los hombres —leyó Ibrahim en voz alta— al ejercer sudominio sobre nosotras. Una arroganciaque, combinada con su ignorancia, losconvierte en unos matones. Un niño,cuando se siente impotente, se abalanzasobre la víctima inocente que tiene máscerca. Lo mismo hacen los hombres. Unejemplo es el marido que golpea a sumujer por el hecho de haberle dado sólohijas. Sin embargo, el sexo de un hijo lodetermina el esperma del marido y no el

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óvulo de la mujer; por consiguiente, elculpable de que no tenga hijos es elmarido. ¿Se enoja éste consigo mismo?Ni hablar, vuelca sus sentimientos decólera e impotencia sobre la inocente».

Ibrahim dejó el periódico.Amira se levantó y se acercó a los

peldaños de la glorieta en la que ambosse encontraban, deteniéndose allí paracontemplar el jardín cuyos árboles yaeran viejos cuando ella llegó a aquellacasa sesenta y cinco años atrás.

Cerró los ojos, aspiró las exóticasfragancias que llenaban el aire y pensó:«Mi nieta es muy valiente».

—¿Por qué nunca se me dijo nada de

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todo esto? —preguntó, volviéndose paramirar a Ibrahim. Ambos se encontrabansolos en la glorieta, pues los restantesmiembros de la familia o bien se habíandesplazado a la cárcel en un intento depasarles dinero y comida a Camelia yDahiba o bien estaban recorriendo losintrincados laberintos burocráticos de ElCairo para tratar de conseguir laliberación de sus parientes—. ¿Cómo hapodido ocurrir todo esto sin que yo meenterara?

—Madre —contestó Ibrahim,reuniéndose con ella bajo el rosal queformaba la entrada de la glorieta—. Mihija pertenece a una nueva generación de

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mujeres. No las entiendo, pero estándejando oír su voz.

—¿Y tú tuviste miedo de hablarmede estos escritos? Ibrahim, cuando yoera joven no tenía voz ni voto y metrataban como si fuera un objeto sininteligencia ni alma. En cambio, mi hijay mi nieta tienen un valor que me llenade orgullo. Y ahora háblame de estehombre que fue detenido con Camelia.¿Dónde está?

—No lo sé, madre.—Búscalo. Tenemos que averiguar

qué ha sido de él.El rumor de las llaves en el pasillo

las despertó bruscamente de su siesta.

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Después, el rostro de la carceleraapareció en la pequeña abertura de lasólida puerta de hierro. Como no era lahora de la comida ni la de losejercicios, las mujeres se pusieron deinmediato en estado de alerta. A veces,se llevaban a una reclusa sin previoaviso y jamás la devolvían ni se volvíaa saber de ella. La puerta chirrió alabrirse y la carcelera, una rechonchamujer con los rasgos típicos de unafellaha, vestida con un manchadouniforme, les dijo a Camelia y Dahiba:

—Vosotras dos. Venid conmigo.Dahiba tomó a Camelia de la mano

mientras abandonaban la celda y las

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otras mujeres les gritaban:—¡Buena suerte! ¡Que Alá os

acompañe!Para su gran asombro, las

condujeron a una celda del final delpasillo, lo suficientemente grande comopara albergar a cuatro personas, perovacía y con dos camas pulcramentehechas, una mesa, unas sillas y unaventana desde la cual se veían laspalmeras y los verdes prados.

—Ésta es vuestra nueva habitación—dijo la carcelera.

—¡Gracias a Alá, la familia nos halocalizado! —exclamó Camelia.

Unos minutos después la carcelera

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entró con cestas de comida, ropa,sábanas, artículos de aseo, material deescritorio y un ejemplar del Corán.Dentro del Corán había un sobre llenode billetes de diez y cincuenta piastras yuna carta de Ibrahim.

Como la comida era excesiva paraellas dos, Dahiba eligió una hogaza depan, queso, pollo frío y algunas piezasde fruta, se volvió hacia la carcelera y,entregándole un billete de cincuentapiastras, le dijo:

—Por favor, repártelo entre lasmujeres de la otra celda. Y comunica ami familia que estamos bien.

Una vez ya solas, leyeron la carta de

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Ibrahim. Hakim Rauf, decía, tambiénhabía sido detenido, pero no habíasufrido daños y el abogado señorShoukri ya había iniciado los trámitespara su pronta liberación.

Nadie sabía qué había sido deYacob Mansur, detenido en compañía deCamelia.

Los miembros de la familia empezaron amontar guardia en la cárcel adondellegaban cada día poco después de lapuesta del sol, aparcando junto a lapuerta en la esperanza de poder entrar yver a Camelia y Dahiba. De vez en

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cuando, algún administrador de laprisión permitía la entrada de Amira oIbrahim y entablaba con ellos un cortésdiálogo lleno de disculpas («No estápermitido visitar a las presas políticas»)y de seguridades de que al día siguientequizá habría mejores noticias, inshallah.

Ibrahim y Omar trabajaban sindescanso para la liberación de Dahiba yCamelia, recorriendo despachosoficiales, solicitando favores yreuniéndose con hombres influyentes encafés o en sus domicilios particulares.Puesto que no habían sido detenidas pordelitos comunes, para los cuales existíanunas normas y unos procedimientos muy

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concretos y precisos, sino por confusosmotivos políticos, la defensa tenía quemoverse en terrenos mucho máspeligrosos. Hacer una petición en sufavor colocaba al interesado en unasituación arriesgada; todo el mundoconocía casos de abogados que habíanpresentado peticiones de libertad enfavor de presos políticos y habíanacabado ellos mismos en la cárcel. Losmás temerosos, le decían a Ibrahim:

—Bokra. Vuelve mañana.Otros comprendían su apuro, pero

tenían miedo y le decían:—Ma’alesh. Lo siento. No puedo.Y los que no veían el menor

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provecho en la tarea de echar una manoa los Rashid, se encogían de hombrosdiciendo:

—Inshallah. Resígnate. Es lavoluntad de Alá.

Incluso Nabil al-Fahed, elacaudalado anticuario que tantos amigostenía entre los altos funcionarios delEstado, se había vueltosospechosamente escurridizo tras ladetención de Camelia.

Al parecer, para sacar a Dahiba yCamelia de la cárcel, tendría que ocurrirun milagro.

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Amira se dispuso a dirigir los rezos delas mujeres, las cuales extendieron unaspequeñas alfombras sobre el agrietadopavimento del parking de la cárcel y searrodillaron de cara a La Meca. A pesardel calor de octubre, las veintiséismujeres Rashid, con edadescomprendidas entre los doce y losochenta años, efectuaron lasinclinaciones en perfecta sincronía; dosvestían atuendos islámicos, Amirallevaba la tradicional melaya negra y lasdemás vestían faldas, blusas y prendasoccidentales. La hija mayor de Omar y

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Nala se arrodilló con pantalonesvaqueros y una camiseta Nike.

Una vez finalizada la plegaria, lasmujeres regresaron a sus automóviles,sillas y parasoles, reanudando suslabores de calceta, sus deberesescolares o sus chismorreos mientrasAmira se acomodaba en la sillacolocada bajo un álamo con los ojosclavados en los siniestros murosamarillos de la cárcel. Aquél era elcuadragésimo sexto día delencarcelamiento de su hija y su nieta.

De pronto, vio el vehículo de su hijoacercándose al parking.

—He localizado a Mansur —dijo

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Ibrahim en voz baja para que los demásno le oyeran—. Está en la cárcel que hayjunto a la carretera de salida de laciudad. La misma donde yo estuve en1952.

Amira se levantó y extendió la manohacia su hijo.

—Llévame allí —dijo—. Quierohablar con él.

Camelia estaba indispuesta. Tendidaen la cama, procuraba reprimir lasnáuseas mientras evocaba conestremecedora claridad el antiguo brotede cólera. Aunque había evitadocuidadosamente la comida de la cárcel,no había tenido más remedio que beber

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el agua que les llevaban cada día en uncubo. No había posibilidad de hervirla,pues las cerillas estaban prohibidas, ylas manos de la fellaha nunca estabanlimpias.

Dahiba se sentó junto a la cama ytocó la frente de su sobrina.

—Estás ardiendo —le dijo,mirándola con inquietud sin poderquitarse de la cabeza la epidemia decólera que había sufrido su familia enotros tiempos.

—Cualquier cosa que sea —dijoCamelia con un hilillo de voz—, ¿porqué no la has pillado tú también?

—Debiste comer algo que yo no

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comí. Algo picante que te ha revuelto elestómago. Estoy segura de que no seránada… Camelia se inclinó súbitamentehacia un lado y vomitó. Dahiba corrió ala puerta y llamó a gritos a la carcelera.

—¡Necesitamos un médico! ¡Enseguida!

La mujer se acercó presurosa,esperando el bakshish, la propina. Miróa Camelia y dijo con aspereza:

—El médico no visita las celdas. Esun hombre importante. Tendré quellevársela yo a la enfermería.

Mientras ayudaba a Camelia a cruzarla puerta, la carcelera empujó a Dahibahacia el interior de la celda.

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—Tú te quedas aquí —dijo.

El director de la cárcel de hombres dela carretera de Ismailía era mástolerante y permitía que los presosrecibieran visitas bajo determinadascondiciones. En el caso de YacobMansur, las condiciones fueron unagenerosa recompensa por parte deIbrahim Rashid.

Amira le pidió a su hijo quepermaneciera en el despacho deldirector. Un guarda la acompañó a unamugrienta estancia con mesas y sillascuyas paredes estaban llenas de signos

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árabes que ella no pudo descifrar.Al oír que abrían la puerta, se

volvió y vio a un hombre pálido ydemacrado que caminaba renqueandocon los pies descalzos e iba atado depies y manos. Cuando los carceleros leempujaron de cualquier manera hacia laotra silla, Amira se quedó estupefacta.

Tenía el rostro magullado y lleno decortes y las heridas se le estabanempezando a infectar; cuando el hombreabrió la boca para hablar, Amiraobservó que le habían hecho saltar dosdientes. Las lágrimas asomaroninmediatamente a sus ojos.

—Sayyida Amira —dijo el hombre

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con voz chirriante, como si tuviera laboca reseca o hubiera gritadodemasiado—. Me siento muy honrado.La paz de Alá sea contigo.

—¿Me conoces? —preguntó Amira.—Sí, te conozco, sayyida —contestó

el hombre en un susurro—. Camelia mehabló de ti. Os parecéis y veo en tusojos la misma fuerza que en los deCamelia. Perdona —añadió, entornandolos ojos—, me quitaron las gafas.

—Te han maltratado —dijo Amira.—Por favor, ¿qué sabes de

Camelia? ¿Sabes si se encuentra bien?¿La han puesto en libertad?

Amira se sorprendió de sus gentiles

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modales y de la dulzura que reflejabansus ojos a pesar de sus sufrimientos. Lemiró las manos y vio la quemadura de uncigarrillo en una muñeca; en los bordesexteriores se observaban unos restos detatuaje.

—Mi nieta se encuentra en la cárceld e al-Kanatir —contestó—. Estamosintentando sacarla de allí.

—Pero ¿la han tratado bien?—Sí. Nos escribe notas y nos dice

que está bien. Ha… Preguntado por ti.—Tu nieta es muy valerosa e

inteligente, sayyida —dijo Mansur,encorvando la espalda—. Quierecorregir las injusticias de este mundo.

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Sabía que estaba haciendo algo muypeligroso y, sin embargo, decidióhablar. Amo a Camelia, sayyida, y ellame ama a mí. Queremos casarnos. Encuanto…

—¿Cómo puedes hablar dematrimonio si lo que le ofreces a minieta es una vida de peligros y de temora las detenciones y a la policía? Yademás tú eres cristiano, Mansur, y minieta es musulmana.

—Me han dicho que tu propio hijose casó con una cristiana.

—Es cierto.Yacob ladeó la cabeza.—¿Acaso no somos todos Pueblos

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del Libro, sayyida? ¿Acaso no somosprimero árabes y después egipcios? Tuprofeta, la paz sea con él, habló de miSeñor en el Corán. Y nos relata cómo elángel se apareció a María y le dijo queella, que jamás había conocido varón,concebiría muy pronto un hijo que seríallamado Jesús, el Mesías. Si tú crees loque está escrito en el Corán, sayyida,¿acaso no creemos todos lo mismo?

Amira hizo una pausa en cuyotranscurso oyó los distantes rumores dela cárcel…, una puerta cerrándoseruidosamente de golpe, unos hombresriéndose, un grito enfurecido.

—Sí, Yacob Mansur —contestó

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Amira—. Así es, en efecto.

Dahiba paseaba arriba y abajo en lacelda, deteniéndose de vez en cuandopara prestar atención por si podía oírlos pasos de Camelia.

Cuando al final apareció unacarcelera, se extrañó que no fuera lamisma fellaha de siempre, sino unamujer a la que jamás había visto.

—¿Cómo está mi sobrina? —preguntó alarmada.

—Recoge tus cosas —dijo lacarcelera, consultando con gestoimpaciente su reloj.

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—¿Adónde me llevas? ¿Es que se vaa celebrar el juicio?

—No habrá juicio. Eres libre deirte.

Dahiba la miró fijamente.—¡Libre de irme!—Por orden del presidente. Se os ha

concedido la amnistía.—¡Pero si fue Sadat quién

precisamente nos mandó detener! ¿Porqué nos concede ahora la amnistía?

La mujer la miró con expresiónsorprendida.

—Pero ¿es que nadie te lo ha dicho?¡Sadat fue asesinado hace cinco días!Ahora hay un nuevo presidente llamado

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Mubarak que ha concedido la amnistía atodos los presos políticos.

Recogiendo rápidamente sus cosasmientras algunas se le caían al suelo ensu prisa por salir de allí antes de que lacarcelera o Mubarak cambiaran deopinión, Dahiba chocó con Camelia, queregresaba de la enfermería.

—¿Cómo estás? —preguntó Dahiba,arrojando un hato de ropa a los brazosde su sobrina—. ¿Qué te ha dicho elmédico? ¿Por qué estás indispuesta?

—Tía, ¿qué es lo que ocurre?—¡Nos han concedido la libertad!

¡Date prisa antes de que se arrepientan ydigan que ha sido un error!

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Al salir, vieron a toda la familiaesperándolas. Las perplejas tía ysobrina fueron acogidas con vítores yaplausos.

—¡Hakim! —gritó Dahiba,corriendo hacia su marido—. Santocielo, ¿cómo estás?

Amira abrazó a Camelia,murmurando entre lágrimas:

—Alabado sea Alá en sumisericordia.

Al ver que Zeinab se acercaba a sumadre, Dahiba dijo:

—Camelia no se encuentra bien.Tenemos que llevarla al médico enseguida.

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—No, me encuentro perfectamente—dijo Camelia—. ¡Lo que ocurre esque estoy embarazada! ¡Umma, aquellosmédicos de años atrás se equivocaron!¡Puedo tener hijos!

Las mujeres la miraronescandalizadas. Después, en medio deun profundo silencio, todos los ojos seposaron en Amira. Ésta tomó las manosde Camelia, diciendo:

—A cada cual el destino que Alá leconcede, nieta de mi corazón. Hágase suvoluntad, inshallah.

—Umma, hay un hombre, YacobMansur…

Justo en aquel momento, el

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automóvil de Ibrahim entró rugiendo enel parking y se detuvo en medio de unchirrido de neumáticos. Al ver a Yacob,más delgado, con barba y con la carallena de cicatrices, Camelia corrió haciaél riendo y llorando a la vez.

—Pero ¿cómo estás aquí? —lepreguntó.

—Gracias a tu padre. De no habersido por él, hubiera podido morir en lacárcel.

—Nos vamos a casar, Umma —anunció Camelia. Mientras todos losrodeaban para felicitarlos, Amira diosilenciosamente gracias a Alá y dedicóun pensamiento a su otra nieta, Yasmina,

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rezando para que, dondequiera queestuviera, ella también hubieraencontrado la felicidad y el amor.

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Séptima parte

1988

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39

El Land Cruiser Toyota avanzóvelozmente por el camino sin asfaltarque discurría paralelo a la acequia,asustando a las cabras y las gallinas ylevantando una roja nube de polvo. Lasfellahin que se encontraban a la orilladel río colocándose unas altas jarrassobre la cabeza se volvieron al paso delconocido vehículo con el despintadologotipo de la Fundación Trevertonapenas visible en las portezuelas. Al vercon cuánta velocidad conducía el nubioNasr, las mujeres pensaron: «Será una

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urgencia para el doctor».En la galería de su pequeña vivienda

que daba a los verdes campos y a lasazules aguas del Nilo, el doctor DeclanConnor oyó el rumor del vehículoacercándose mientras terminaba deaplicar unos puntos de sutura y unvendaje al pie de un hombre que sehabía hecho un corte con un azadón.Ambos se volvieron mientras el Toyotase acercaba a ellos rugiendo por elcamino. Cuando el fellah vio el polvoque levantaba el vehículo de tracción enlas cuatro ruedas, exclamó:

—¡Por mis tres dioses, SuPresencia! ¡Éste tiene prisa por llegar

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cuanto antes al Paraíso!El Toyota se detuvo en medio de un

chirrido de neumáticos y el negro ysudoroso rostro de Nasr asomó entre elpolvo que ya se estaba volviendo aposar en el suelo.

—¡Ya llega el avión, saíd! —gritó elnubio, esbozando una sonrisa—. Alhamdu lillah! ¡Ya han llegadofinalmente los suministros!

—¡Gracias a Dios! ¡Corre a la pistade aterrizaje! ¡No permitas que nadieponga las manos en el cargamento!

Nasr aceleró la marcha del motor yel Toyota se alejó velozmente por elcamino sin asfaltar.

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—Bueno, Muhammad —dijo Connor—, eso ya está. Procura que no se teensucie el pie.

Entrando en la casa para recoger elsombrero que había colgado de ungancho al lado de un calendario contodos los días marcados, Connorobservó que la X de aquel día indicabaque faltaban exactamente once semanaspara su despedida de Egipto y delejercicio de la medicina.

Mientras rodeaba la casa por laparte de atrás donde otro Land Cruiserse encontraba estacionado, el fellah sele acercó cojeando y le preguntó con unasonrisa:

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—¿Va a llegar hoy el nuevoayudante? A lo mejor, esta vez será unabonita enfermera, Su Presencia. Con untrasero muy gordo.

Connor se rió sacudiendo la cabeza.—Se terminaron las enfermeras,

Muhammad —dijo, subiendo al Toyota—. Ya he aprendido la lección. Esta vezme han prometido un médico. Misustituto. El hombre que se hará cargode todo eso cuando yo me vaya.

Jasmine se preguntó si se habríamareado a causa del turbulento vuelodel aparato o si todavía no estaría

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plenamente restablecida.El médico de Londres ya le había

dicho que todavía era demasiado prontopara viajar, pero, sabiendo quefinalmente podría volver a trabajar conel doctor Connor, Jasmine decidió hacerel viaje sin pérdida de tiempo. Se habíajurado a sí misma no regresar jamás aEgipto, pero, durante su recuperación enun hospital de Londres tras haber caídoenferma en Gaza, un representante de laFundación la visitó, explicándole quenecesitaban a un médico conconocimientos de árabe para trabajarcomo ayudante del doctor Connor en elAlto Egipto. Y entonces ella se ofreció a

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ocupar el puesto.Se le antojaba muy extraño viajar a

bordo de aquel bimotor y sobrevolar abaja altura los fértiles campos y lasacequias donde los búfalos hacían girarincesantemente las norias con los ojosvendados para que no se marearan; leparecía raro volar en una modernamáquina sobre una tierra antigua einfinita a la vez y tenía la impresión deestar viajando en una alfombra mágicasobre las minúsculas aldeas con suspequeñas cúpulas y sus alminares… sinformar parte de nada de todo aquello. Alllegar al aeropuerto internacional de ElCairo, pensó que iba a experimentar una

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especie de sacudida psicológica o talvez una recaída mental en la furia y ladepresión. Y, cuando puso los pies en lapista y aspiró la primera bocanada deaire egipcio después de veintiún años deausencia, se preparó para recibir unimpresionante golpe espiritual.

Pero no sucedió nada. Corrió conlos demás pasajeros hacia el control deaduanas y la cinta de los equipajes comosi se encontrara en cualquier aeropuertodel mundo y se dispusiera a enlazar conotro vuelo. Aun así, se sintióligeramente aturdida, como si seencontrara en la cama y estuvierasoñando cosas raras. Tenía la sensación

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de que, si se mirara a un espejo,descubriría que era transparente.

Eran los efectos de la medicación,pensó, combinados con los efectos de laenfermedad que ya estaba tocando a sufin, pero todavía influía en su mente.¿Por qué otra razón hubiera imaginado,dos horas después de despegar delmismo aeropuerto a bordo de aquelpequeño aparato, que era un fantasmaflotando sobre El Cairo? Miró haciaabajo y vio el desierto, el verdor de lavegetación y después, a lo lejos, laciudad en la que había nacido y habíamuerto tras recibir una maldición. Y sele ocurrió pensar que había dado un

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largo rodeo para regresar finalmente allíy encontrarse en las nubes en compañíade los pájaros y los ángeles y losfantasmas de los muertos.

¿He regresado?, se preguntómientras percibía la súbita vibración delbimotor De Havilland. ¿De veras hevuelto? ¿O no es más que unaalucinación provocada por laenfermedad? En Londres, entre el ardorde la fiebre, había imaginado que seencontraba de nuevo en la sala deautopsias de la facultad de Medicinadisecando por una extraña razón elcadáver de Greg.

Era un día de febrero más bien

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fresco, pero ella tenía calor. Tomando elperiódico que había comprado en elaeropuerto y cuyo titular de primeraplana decía: LLEGA EL NUEVOEMBAJADOR DE LA ADMINISTRACIÓN BUSH, Jasmine empezó a abanicarse.Previamente había echado un vistazo asus páginas, leyendo los editoriales, lascríticas de las películas y una novedad:los anuncios por palabras de mujeressolteras que buscaban pareja paracasarse. Los anuncios especificaban losdatos acostumbrados, es decir, la edad,la educación y la familia, pero incluíantambién una sutil discriminación relativaal color, pues las mujeres se describían

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a sí mismas en orden decreciente decalidad desde el color blanco y«trigueño» hasta el aceitunado y,finalmente, el negro. En la primera planase publicaba un reportaje sobre un jovenque había viajado al extranjero con unabeca de estudios y que, al regresar acasa, había descubierto un frasco demedicamento en el dormitorio de suhermana soltera. Al decirle unfarmacéutico que aquello era unabortivo, el joven había matado a suhermana. La autopsia había revelado quela muchacha no sólo no estabaembarazada sino que seguía siendovirgen. Después se supo que la víctima

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tenía algunos problemas menstruales yque el farmacéutico de su barrio le habíafacilitado aquel «remedio». El defensorhabía afirmado en el juicio por asesinatoque su cliente era inocente, alegando queel móvil había sido la defensa del honorde la familia, razón por la cual el jovenhabía sido absuelto del delito que se leimputaba.

Jasmine apartó a un lado elperiódico y contempló el panorama quese divisaba a través de la ventanilla…,el gran océano amarillo del desierto,dividido en dos por la brillante franjaverde del valle del Nilo. La líneadivisoria entre el desierto y la

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vegetación era tan nítida que, desde elaire, daba la impresión de que unapersona hubiera podido permanecer conun pie en la tupida hierba y otro en laarena. Jasmine se vio a sí misma de lamisma manera, dividida en dos ydeseando por un lado regresar a Egiptoy, por otro, temiendo hacerlo. Habíatenido que hacer un enorme esfuerzopara distanciarse de su cruel pasado yde sus insoportables recuerdos. ¿Elhecho de encontrarse de nuevo allívolvería a abrir las viejas heridas?

Sin embargo, no quería pensar en sufamilia de El Cairo ni en Hassan al-Sabir, el culpable de su exilio. Sólo

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quería pensar en Declan Connor. Habíantranscurrido casi quince años desde queambos terminaran la traducción delmanual sanitario, y ahora volverían atrabajar juntos.

El piloto dijo algo sobre eltrasfondo del rugido de los motores y,cuando el aparato empezó a perderaltura, Jasmine vio unas cremosas dunasde arena, unas formaciones rocosas, unamasijo de ruinas que tal vezpertenecieran a una antigua necrópolis,un primitivo camino abierto en eldesierto y, finalmente, un cobertizo, unamanga eólica y una pista de aterrizaje.

Después vio dos vehículos que,

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acercándose en medio de una nube dearena y brincando sobre el ásperocamino, se detenían al final de la pistadonde no había más que un cobertizo deradiocomunicaciones y un letrerodespintado que decía AL-TAFLA enárabe y en inglés. A continuación, losconductores de los Toyota descendieronde los vehículos y corrieron hacia elaparato, sujetándose los sombreros conlas manos mientras el avión se ibaaproximando a ellos. Vestían prendas decolor caqui y llevaban sombreros de alaancha. Un negro nubio y un inglés con lacara requemada por el sol. ¡Connor! Elcorazón de Jasmine empezó a galopar.

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Cuando el aparato se detuvo, amboshombres se acercaron corriendo y unfellah vestido con una galabeya saliódel cobertizo de comunicaciones y llamópor señas a unos beduinos vestidos denegro que estaban sentados con suscamellos a la sombra de una enormeroca.

—Al hamdu lillah! —le gritóConnor al piloto, el cual agitó la mano através de la ventanilla abierta de lacabina—. Salaamat!

—Salaamat! —contestó el hombre.Como Nasr, el piloto trabajaba para

la Fundación Treverton, volando con su

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aparato hasta remotas zonas desérticas ohasta las más alejadas regiones del AltoNilo siempre que se necesitabansuministro médico o personal.

Mientras el nubio abría la escotillaposterior de carga, Connor ayudó alfellah a calzar las ruedas y sujetar elaparato. Después se dirigió a laportezuela del pasaje, rezando para quesu sustituto se encontrara a bordo. Alver salir a una mujer vestida concamiseta y pantalones vaqueros y con ellargo cabello rubio recogido en unasedosa cola de caballo, frunció el ceño.De pronto, abrió enormemente los ojoscon expresión de sorpresa.

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—¿Jasmine?—Hola, doctor Connor —dijo ella,

saltando al suelo—. No sabe cuánto mealegro de volver a verle.

—Dios mío —exclamó Connor,estrechando su mano—. ¡Jasmine VanKerk! ¿Qué demonios está ustedhaciendo aquí?

—¿No le dijo la oficina de Londresque yo iba a venir?

—Me temo que las comunicacionesen esta apartada región del Nilo no sonmuy de fiar. ¡Supongo que recibiré lanoticia de su llegada dentro de una o dossemanas! ¡Eso es fantástico! ¿Cuántotiempo llevábamos sin vemos?

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—Seis años y medio. Nos vimos porúltima vez en Nevada, en elemplazamiento de pruebas, ¿no lorecuerda?

—¿Cómo hubiera podido olvidarlo?—dijo Connor, sosteniendo un instantesu mano en la suya. Después añadió—:Bueno pues, será mejor que procedamosal traslado del cargamento. Espero quehayan enviado las vacunas antipolio queles pedí.

Mientras Connor se adelantaba paraayudar a Nasr a cargar en uno de losToyota las cajas de aluminio con laetiqueta de la Organización Mundial dela Salud, Jasmine se volvió hacia el este

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en dirección al Nilo, cerró los ojos ypercibió la sensación del aire fresco enel rostro. Se encuentran a ochocientoskilómetros de distancia, pensó. Están enla lejana El Cairo; no pueden hacermedaño.

Al final, Connor regresó y lepreguntó:

—¿Ése es todo su equipaje?—Sí, sólo esta maleta.Connor la colocó en la parte

posterior del segundo Toyota y dijo:—Será mejor que regresemos.

Tenemos que colocar estas vacunas enel frigorífico.

Jasmine tuvo que agarrarse al

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salpicadero cuando Connor pisó elacelerador y el vehículo de tracción enlas cuatro ruedas derrapó en la arena yse alejó velozmente de la pista deaterrizaje. Al llegar a un camino muymal asfaltado que discurría entre lasdunas de arena, Connor dijo:

—O sea que ha regresado finalmentea Egipto. Si no recuerdo mal, la idea nole hacía demasiada gracia. Su familia sehabrá alegrado mucho de verla.

—No saben que estoy aquí. No medetuve en El Cairo.

—Ah, ¿no? La última vez que la vise dirigía usted al Líbano. ¿Qué tal fueaquello?

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—Decepcionante. Después medestinaron a los campos de refugiadosde Gaza y todavía fue peor. Al parecer,el mundo se ha olvidado de lospalestinos.

—Al mundo le importan un bledomuchas cosas.

Jasmine miró a Connor sorprendida.Aunque todavía conservaba el acentobritánico y hablaba con la mismavehemencia de siempre, se advertía ensu voz un insólito filo cortante.Físicamente, Connor también habíacambiado, pensó Jasmine contemplandosu perfil sobre el telón de fondo delamarillo desierto sin árboles. Daba la

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impresión de que por él hubieran pasadomás de siete años desde la última vezque ella le había visto. Como si, duranteaquel tiempo, la vida le hubiera tratadocon mucha dureza. Connor siemprehabía sido alto y delgado, pero ahora sudelgadez era más acusada y tanto lospómulos como la mandíbula estaban másperfilados que antes. Seguíaconservando la intensidad, la energía yla contagiosa vitalidad de antaño. Peroahora se percibía por debajo de ellasuna corriente subterránea de cólera.

—No sabe lo que me alegro devolver a verla, Jasmine. Y de que hayadecidido venir aquí. He tenido muchos

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quebraderos de cabeza con el personal.Londres me sigue enviando mujeressolteras y yo siempre acabo enviándolasde nuevo a casa. No es que causenproblemas, usted ya me entiende, perobueno, ya sabe cómo son las fellahin.Las mujeres libres siempre son unafuente de dificultades.

—¿Y los hombres? —preguntóJasmine sin saber si Connor hablabarealmente en serio o si eran sólofiguraciones suyas.

Observó también que Connorsujetaba con fuerza el volante como siquisiera domesticarlo.

—He tenido dos colaboradores

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varones —añadió Connor, entornandolos ojos para protegerlos de la brillanteluz del parabrisas con expresión casi derabia—. El primero fue un estudiante demedicina egipcio que estaba haciendolas prácticas que exige el gobierno. Sepasó un mes tratando con desprecio al o s fellahin y después se fuerepentinamente, alegando falsos motivosde salud. El segundo era un entusiastavoluntario norteamericano que vino conla esperanza de convertir a los fellahinal cristianismo y yo le tuve que enviar acasa al cabo de una semana. —Connorsacudió la cabeza—. La verdad es queno se lo reprocho. No es fácil tratar con

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los fellahin. Son como niños y hay quevigilarlos. A veces, creen que tomar unmedicamento de golpe es mejor quetomarlo espaciado. Y que, si una vacunaes buena, cinco tienen que ser cincoveces más eficaces. —Enfilando con elToyota un camino sin asfaltar quebordeaba el límite de la vegetación,Connor añadió—: El año pasado unfellah regresó de La Meca con aguasagrada y la echó en el pozo de la aldea,confiando en que fuera una bendiciónpara todo el mundo. Resultó que el aguaestaba infectada con el bacilo del cóleray estuvimos a punto de sufrir unaepidemia regional, por lo que hubo que

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actuar con rapidez y vacunar a todos loshabitantes de la zona. Lo malo es que aesta gente le aterran las inyecciones yhacen cualquier cosa por evitarlas. Undesgraciado que no le tenía miedo a laaguja vio en ello un medio fácil de ganardinero. A cambio de una tarifa, ocupabael lugar de otros hombres en la cola dela clínica móvil. Le administramosveinte vacunas del cólera antes dedarnos cuenta, pero para entonces él yahabía muerto.

Jasmine bajó la luna de su ventanillay percibió en las mejillas el fresco yseco aire del desierto. Respiró hondopara aclararse la cabeza. Todo aquello

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le parecía demasiado…, encontrarse denuevo en Egipto y volver a estar conConnor.

—En tal caso, me alegraré de poderayudarle —dijo.

—No ha venido usted aquí para sersimplemente mi ayudante, Jasmine. Esusted mi sustituta.

—¿Su sustituta?—Pero ¿es que no se lo han dicho?

Va usted a ocupar mi lugar cuando yome vaya.

—No, no me lo han dicho. ¿Cuándose va?

—Lo siento, pensé que ya lo sabía.Me voy dentro de once semanas. La

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Knight Pharmaceuticals de Escocia meha ofrecido el puesto de director de susubdivisión de Medicina Tropical.

—¡Escocia! ¿Será un trabajo deinvestigación y desarrollo?

—Puramente administrativo. Untrabajo burocrático de nueve a cinco. Seacabaron los pacientes y los hospitalesde campaña donde hay que colocar ados personas en una misma cama. Leseré sincero, Jasmine, estoy harto deintentar ayudar a personas que noquieren ayudarse a sí mismas. Tambiénestoy cansado del sol y de las palmeras.Casi todo el mundo sueña con retirarse avivir en los trópicos. Yo, en cambio, me

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voy a un lugar donde siempre llueve yabunda la niebla.

Jasmine le miró fijamente.—¿Y su esposa? ¿Qué hará ella?Connor asió con fuerza el volante

mientras circulaba velozmente por lacarretera del desierto.

—Sybil murió hace tres años enTanzania.

—Oh, cuánto lo siento.Jasmine volvió el rostro hacia la

ventanilla y cerró los ojos, aspirando elvigorizante aire que ya estabaempezando a transportar las húmedasfragancias del barro, la hierba y el río.Declan estaba enojado; se le notaba en

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los nudillos y en el tono de su voz. Peroenojado, ¿por qué y contra quién?

Dejaron atrás el desierto yempezaron a circular entre campos detrigo y alfalfa invernales, vigilados porunos andrajosos espantapájaros y unosfellahin que, inclinados sobre losazadones y con las galabeyas recogidashacia arriba, interrumpieron su laborpara saludar alegremente con la mano elpaso del vehículo.

—¿Cómo está su hijo David? —preguntó Jasmine.

—Ahora tiene diecinueve años yestudia en un colegio universitario deInglaterra. Un chico muy inteligente. Me

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asombra que haya salido tan bien con laeducación tan rara que ha tenido. Perotengo intención de compensarle. Encuanto me instale en mi nuevo trabajo,me lo llevaré a casa y saldremos juntosa pescar truchas.

—Habla usted como si quisieradejar por entero la Fundación.

—En efecto. Quiero dejarlo todo. Seacabaron las visitas domiciliarias.

Mientras el vehículo brincaba sobrela carretera entre campos de altas cañasde azúcar, pasaron junto a un viejomontado a mujeriegas en un asno al quearreaba con un bastón. El ancianolevantó la mano a modo de saludo y

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preguntó en árabe:—¿Es su nueva novia, señoría?

¿Cuándo será la noche de bodas?A lo cual Connor contestó:—¡Bokra fil mishmish, Abu Aziz! El

viejo se echó a reír.—Bokra fil mishmish —musitó

Jasmine, pensando en Zacarías, que porprimera vez la había llamado mishmish,mientras se preguntaba qué habría sidode él. En la única carta que le habíaescrito, Amira le decía que Zacarías sehabía ido en busca de Sahra, lacocinera. ¿Por qué? ¿Qué tenía él quever con ella?

Declan dijo casi hablando para sus

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adentros:—Mañana, cuando florezcan los

albaricoqueros. Una bonita manera dedecir: «No te metas en lo que no teimporta».

Jasmine observó la tensión de sucuello y su mandíbula. Hubiera queridopreguntarle cómo había muerto Sybil.

—Parece que su árabe ha mejoradomucho, doctor Connor.

—Me he dado mucha maña.Recuerdo cómo se burlaba usted de miacento cuando traducíamos el manual.

—Confío en que no se ofendiera.—¡En absoluto! Me gusta su forma

de reírse. —Connor la miró brevemente,

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pero en seguida apartó los ojos—. Miacento era realmente atroz. Pese a ello,siempre se me dio mejor hablar el árabeque leerlo o escribirlo. El hecho dehaber nacido en Kenia y haberme criadohablando el suajili, idioma fuertementeinfluido por el árabe, siempre fue unaventaja. Es un idioma muy hermoso. ¿Nodijo usted una vez que el árabe sonabacomo el agua que fluye sobre las rocas?

—Sí, es cierto. Pero erasimplemente una cita de otra persona.¿O sea que sigue usted recitando losnombres de los músculos cuando reza laacción de gracias?

Connor se rió y a Jasmine le pareció

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que se relajaba un poco y volvía a ser enparte el mismo de antes.

—Conque se acuerda de eso, ¿eh?—dijo.

«Me acuerdo de muchas cosas deaquellos meses que pasamos haciendo latraducción», hubiera querido contestarJasmine. «Y me acuerdo especialmentede nuestra última noche juntos, cuandoestuvimos a punto de besarnos».

Llegaron a las afueras de la aldeadonde unas achaparradas edificacionesde adobe miraban a las vías del tren.Muchas de las viviendas tenían laspuertas pintadas de azul o unas huellasde manos aplicadas con pintura azul, el

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símbolo de la buena suerte de Fátima, lahija del Profeta. Algunas fachadasmostraban dibujos de barcos, aviones yautomóviles para indicar que elafortunado ocupante había realizado laperegrinación a La Meca y casi todas lascasas estaban adornadas con el nombrede «Alá» escrito en complicadoscaracteres para alejar a los yinns yevitar el mal de ojo. Mientras pasabanpor delante de mujeres de pie en laspuertas de sus casas y de ancianossentados en los bancos para ver pasar eltiempo, aspirando los conocidos aromasde las alubias fritas con aceite, el pancocido en los hornos y las boñigas

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puestas a secar en los tejados, Jasminesintió que sus veintiún años de ausenciaempezaban a caer poco a poco como lospétalos de una flor. Centímetro acentímetro, Egipto le estaba volviendo apenetrar en los huesos, la sangre y losmúsculos. ¿Qué iba a ocurrir, sepreguntó, cuando llegara al corazón?

Tras despedirse de Nasr, que seestaba alejando en otra dirección,Connor se dirigió con el Land Cruiserhacia el extremo sur de la aldea dondeun camino de tierra más ancho permitíael paso de carros tirados por asnos ycamellos cargados con cañas de azúcar.

—Primero quiero enseñarle la

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residencia de la Fundación.Pasaron por delante de un cartel que

decía: CADA VEINTE SEGUNDOS NACEUN NIÑO. Lo había colocado laAsociación de Planificación Familiar deEl Cairo.

—Aquí está nuestro mayorproblema. El crecimiento demográfico.Mientras la gente siga teniendo tantoshijos, jamás podremos derrotar lapobreza y la enfermedad. Y es unproblema de alcance mundial, doctora,no un simple fenómeno del TercerMundo, donde la gente se reproduce sinel menor sentido de la responsabilidad.Un desarrollo equilibrado de la

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población significa una familiareducida, con un hombre, una mujer ydos hijos. ¿Para qué más? ¿Cómo sepuede salvaguardar el futuro del planetasi las familias tienen más de dos hijos?—Connor señaló con la mano el cartel—. Eso no sirve de nada, por supuesto.La radio y la televisión pasan anunciossobre el control de la natalidad cadamedia hora, pero la propaganda delgobierno no resulta demasiado eficaz,especialmente aquí, en el Alto Egipto,donde se producen niños con másrapidez de la que empleamos nosotrospara vacunarlos. El año pasado, lasclínicas de planificación familiar de

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todo Egipto repartieron cuatro millonesde preservativos para controlar lanatalidad, pero la gente acabóvendiéndolos como si fueran globospara los niños, puesto que unpreservativo cuesta sólo cinco piastras,¡mientras que un globo cuesta treinta!

Connor descendió por una callejuelalo bastante ancha como para permitir elpaso de un asno con sus alforjas y salióa un espacio abierto donde Jasmine vioante sus ojos la vasta extensión del Nilobajo el anaranjado esplendor del ocaso.Mientras detenía el Land Cruiser delantede una pequeña casa de piedra rodeadade plátanos, Connor dijo:

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—Allí detrás está la clínica dondeusted trabajará. Cuando yo me vaya, setrasladará usted a vivir a esta casa quees propiedad de la Fundación. Hay treshabitaciones, electricidad y una criada.—Hizo una momentánea pausa paramirar a Jasmine—. Me ha encantadovolver a verla, Jasmine —añadió entono más pausado—. Sólo lamento queno dispongamos de más tiempo paraestar juntos antes de que yo me vaya. Enfin —añadió, extendiendo el brazo haciaatrás para tomar la maleta de Jasmine—.La acompañaré a la clínica. Tenemosque dejar el vehículo aquí.

Mientras atravesaban la aldea, el sol

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poniente pareció inundar el día de miltonalidades distintas y Jasminecontempló con deleite las fachadaspintadas de brillantes colores turquesa,amarillo limón y melocotón quealegraban la vista después delinterminable color beige de las sencillasviviendas de adobe. Cuando llegaron ala clínica, escondida entre unaminúscula mezquita encalada y unabarbería, el sol ya se había ocultado traslas rojas colinas del otro lado del Nilo yen la calle se estaba congregando unamuchedumbre, integrada sobre todo,según Jasmine pudo observar, porhombres, niños y ancianas. Jasmine

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sabía que las muchachas y las esposasjóvenes estaban encerradas en sus casas.Se habían colocado bancos y tiras debombillas de colores, de las cualescolgaban lienzos de saludo escritos tantoen árabe como en inglés: BIENVENIDALA NUEVA DOCTORA, AHLAN WAHSAHLAN (bancos instalados por cortesíadel Café de Walid). Jasmine vio tambiénunas grandes ollas de humeantes alubias,bandejas de hortalizas frescas y fruta,pirámides de hogazas de pan y enormesrecipientes de cobre cuyo contenidoJasmine sabía que era de regaliz y zumode tamarindo.

—Han organizado una recepción en

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su honor —dijo Connor mientras ambosse abrían paso entre la gente que mirabarespetuosamente a la recién llegada. Alver a las mujeres envueltas en las negrasmelayas y con los niños pegados a suspiernas y a los hombres vestidos congalabeyas y casquetes, Jasmineexperimentó finalmente la sacudida queesperaba sentir en el aeropuerto de ElCairo. De pronto, se encontró de nuevoen El Cairo, recorriendo las viejascalles con Tahia, Zakki y Camelia,riéndose con ellos, comiendo bocadillosd e shwarma y pensando que el futuroera una cosa que sólo les ocurría a losdemás. Por un instante, se sintió aturdida

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y se comprimió la nuca con la mano.Los habitantes de la aldea se

apartaron tímidamente a su paso y lamiraron sonriendo, aunque ella advirtióuna cierta perplejidad en sus ojos. Unfellah con cuerpo de toro, vestido conuna limpia galabeya de color azul, dioun paso al frente y les gritó a todos quese callaran.

—Bienvenida a Egipto, sayyida —dijo en inglés, volviéndose hacia lanueva doctora—. Bienvenida a nuestrahumilde aldea que usted haceresplandecer con su honor. La paz y lasbendiciones de Alá sean con usted.

Jasmine vio en sus ojos una

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expresión de desconcierto y oyó losmurmullos de los aldeanos: ¿Qué eseso? ¿Al saíd lo va a sustituir unamujer? ¡Pero mira qué joven es! ¿Dóndeestará su marido?

—Gracias, me siento muy honradade estar aquí —contestó Jasmine. Todosla miraron con actitud expectante enmedio de un silencio roto tan sólo por elrumor de los lienzos de bienvenidaagitados por el viento. Jasminecontempló los rostros que la rodeaban yadivinó las preguntas que los aldeanosno se atrevían a hacerle. Buscandoalguna manera de romper el receloinicial, se volvió hacia una mujer que

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sostenía en brazos a una niña junto a lapuerta de la clínica. Estaba claro que noera su madre, tratándose de una ancianacuyo cabello gris asomaba por debajodel negro velo. Al ver que Jasminemiraba a la chiquilla, la mujer laestrechó con fuerza contra sí y la cubriócon la melaya. Jasmine esbozó unasonrisa y le preguntó en árabe:

—¿Es tu nieta, Umma? Haces bienen esconderla porque es muy feúcha, lapobrecilla.

La mujer contuvo la respiración ylos demás emitieron un jadeo deasombro.

—Me ha caído encima la desgracia

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de unos nietos muy feos, sayyida. Es lavoluntad de Alá —contestó la ancianacon un destello de respeto en los ojos.

—Tienes toda mi comprensión,Umma. —Después, Jasmine se volvióhacia Jalid, el portavoz de cuerpo detoro, y le dijo—: Con todo el debidorespeto y honor, Jalid, te he oído decirque soy joven. ¿Cuántos años crees quetengo?

—¡Por mis tres dioses, sayyida!¡Eres joven, muy joven! ¡Más joven quela menor de mis hijas!

—Jalid, cumpliré cuarenta y dosaños cuando empiecen a soplar losjamsins.

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Un murmullo se propagó entre lamuchedumbre mientras Declan decía:

—Acompañaré a la doctora VanKerk al interior de la clínica, Jalid. Hatenido un viaje muy largo.

Jasmine le siguió a una pequeña salade recepción con las paredes reciénpintadas de blanco, apenas amuebladacon un frigorífico Ideal, reliquia de lostiempos de Nasser, cuyo lema era«Compremos productos egipcios», unmapa del Oriente Próximo fechado en1986 con el área de Israel indicadacomo «territorio palestino ocupado» yunos cuantos textos de medicina, entreellos Cuando usted es el médico. El

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gigantesco nubio estaba guardando lasúltimas vacunas en el frigorífico. Alenderezar la espalda, pareció llenar consu figura todo el reducido espacio de laestancia.

—Bienvenida, doctora —dijo en unsuave susurro—. Ahlan wah sahlan.

—Éste es Nasr —dijo Connor—.Nuestro chofer y mecánico. Jalid, elfellah de la galabeya azul, tambiénforma parte del equipo. Jalid estudió enla escuela y habla inglés; porconsiguiente, es nuestro intermediariocuando visitamos las aldeas. Es nuestroembajador y nos allana el camino, porasí decirlo.

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Nasr se inclinó tímidamente antes deretirarse.

—Su vivienda está por aquí —añadió Declan—. Me temo que no es delujo precisamente.

—Esto es un palacio comparadocon… —dijo Jasmine, tambaleándosesin poder terminar la frase.

—¿Qué ocurre? —preguntó Connor,tomándola del brazo—. ¿Se encuentramal?

—No es nada. Contraje la malariaen Gaza. Me he sometido a tratamientoen un hospital de Londres.

—Se fue de allí demasiado pronto.—Tenía prisa por venir aquí, doctor

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Connor. Él la miró sonriendo.—¿No cree que ya sería hora de que

me llamara Declan?Jasmine sintió su mano en su brazo;

estaba tan cerca que le podía ver unapequeña cicatriz por encima de una cejay se preguntó cómo se la habría hecho.

—No se preocupe… Declan —dijoJasmine.

La sensación de su nombre en lalengua le supo a ella a gloria.

Los ojos de Connor se clavaron enlos suyos durante una décima desegundo. Después, éste se dirigió a lapuerta diciendo:

—Los habitantes de la aldea están

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esperando para darle la bienvenida.—Dígales, por favor, que salgo en

seguida.Tras cerrar Connor la puerta a su

espalda, Jasmine permaneció de pie enla penumbra, pensando: «Ha cambiado».Pero ¿cómo? ¿Y por qué? La últimacarta que había recibido de él cuatroaños atrás se la había escrito el Connorde siempre… divertido, ambicioso,idealista. Pero algo había ocurridodesde entonces. Se intuía una amarguraen su forma de hablar; sus palabrasrezumaban un pesimismo que ella jamáshubiera imaginado en Declan Connor.¿Tendría ello algo que ver con la muerte

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de su esposa?, se preguntó. ¿Cómohabría muerto Sybil?

Miró a su alrededor en la pequeñaclínica y empezó a hacer planes paracolocar más sillas, un biombo plegabley tal vez algunas plantas. De pronto,pensó en su padre y se extrañó. A pesarde los años que llevaba trabajando parala Fundación Treverton en distintasclínicas, hospitales y ambulatoriosubicados en remotas zonas del mundo,casi todas ellas con escasez de personaly de equipos médicos, aquélla era laprimera vez que pensaba en su padre. Sepreguntó ahora si éste seguiríaejerciendo la medicina y tendría todavía

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su consultorio en la acera de enfrentedel cine Roxy. Y más si cabe le extrañósu repentino deseo de que él estuviera asu lado en aquella pequeña estancia yella pudiera pedirle consejo sobre lamanera de sacar el mejor provechoposible de lo que allí había.

¿Por qué pienso ahora en él?, sepreguntó.

Pero en seguida supo la razón:«Porque he regresado a Egipto y estoyen casa».

Jasmine se dirigió al dormitorio yabrió la maleta. Sobre la ropa había doscartas que tenía intención de contestar encuanto estuviera instalada. La primera

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era de Greg, el cual se había ido a vivira Australia Occidental con su madre,viuda desde hacía poco tiempo. Le habíaescrito para decirle que seguía pensandoen ella. La segunda era de Rachel eincluía una fotografía de sus dos hijaspequeñas.

A través de la ventana abierta,Jasmine oyó a los habitantes de la aldeahablando con Declan Connor.

—Respetamos a la nueva doctora,Su Presencia, pero una mujer decuarenta y tantos años sin marido y sinhijos, ¿para qué sirve? Debe de teneralgún fallo.

Después, Jasmine reconoció la voz

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de Jalid, el representante del equipo decolaboradores.

—Esa mujer con pantalonesvaqueros, ¡por mis tres dioses, saíd! Porsu culpa los chicos no querrán ir atrabajar a los campos y las mujeres sepondrán celosas. Eso está muy mal, saíd.

Declan trató de tranquilizarlos,diciéndoles que la doctora Van Kerk erauna médica experta y los atendería muybien. Sin embargo, ellos estabanpreocupados por la condición moral deJasmine y temían que influyera en laordenada vida de la aldea. Los pocosque, como Jalid, tenían televisor y vídeolo sabían todo sobre las mujeres

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norteamericanas. Exceptuando las queaparecían en «La casa de la pradera»,todas eran descaradas y no se podía unofiar de ellas.

Sin embargo, cuando Jasmine saliómomentos después, todos enmudecieronde golpe y se la quedaron mirandoboquiabiertos de asombro.

Había cambiado los pantalonesvaqueros azules por un caftán, se habíaocultado el cabello rubio bajo unpañuelo y sostenía en la mano unejemplar del Corán y una fotografía.

—Me siento muy honrada por podervivir aquí con vosotros. Pido a Alá, elúnico dios —añadió, tocando con la otra

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mano el Corán mientras los lugareños lamiraban sin dar crédito a sus ojos—,que nos conceda a todos salud yprosperidad. Mi nombre es YasminaRashid y mi padre era un bajá. Pero mellaman Um Muhammad. Éste es mi hijo—añadió, mostrando la fotografía.

Las exclamaciones de «Bismillah!»y de «¡Por mis tres dioses!» llenaron elaire del anochecer mientras en los ojosde todos se encendía un destello deadmiración. ¡Qué hijo tan crecido y tanapuesto, se dijeron unas a otras lasmujeres, y ella es hija nada menos quede un bajá!

Una anciana con los blancos ropajes

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propios de las personas que habíanperegrinado a La Meca preguntó:

—Con el debido respeto, UmMuhammad, ¿eso quiere decir que tumarido está en El Cairo?

—He tenido dos maridos y elsegundo se divorció de mí cuando perdíal hijo que esperaba. Soy la madre deeste hijo y de dos niños que nosobrevivieron.

—Allah! —exclamaron las mujeres,musitando condolencias y chasqueandola lengua.

La nueva doctora había conocidotodas las tragedias y los dolores quepodían afligir a una mujer. Tomándola

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del brazo, la acompañaron a un sillón dehonor cuyo almohadón estaba adornadocon borlas; después, sacaron la comiday los hombres prepararon losinstrumentos musicales. Sentados a unlado de la callejuela, los hombresencendieron los narguiles y empezaron acontarse chistes mientras las mujeres searracimaban alrededor de la nuevadoctora, instándola a que probara esto ybebiera aquello, comentando susdesgracias y añadiendo que todos loshombres eran unos sinvergüenzas, puesno se podía calificar de otra cosa a unmarido que abandona a su mujer porquesus hijos no sobreviven.

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Declan contempló la fotografía quelos fellahin se estaban pasando unos aotros. El hermoso rostro del joven árabemostraba una inequívoca expresión deinquietud. Su boca estaba levementetorcida en una mueca de desafío, susojos denotaban infelicidad y la frenteaparecía fruncida, como si el muchachoestuviera perplejo en el momento en quese disparó la cámara. Sus faccionesevidenciaban también un acusadoparecido con Jasmine.

Jalid se sentó al lado de Connor ysoltó un gruñido diciendo:

—Por mis tres dioses, saíd, la nuevadoctora nos ha dado una buena sorpresa.

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—Desde luego —convino Declan,contemplando cómo Jasmine conversabacon las mujeres y cómo se formaban ensus mejillas, al sonreír, aquelloshoyuelos que él recordaba de quinceaños atrás.

Jasmine jamás le había comentadoque tuviera un hijo; el joven árabe de lafotografía había constituido una sorpresapara él. Se preguntó qué otras sorpresasle esperaban todavía.

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40

Por la sangre de Muhammad Rashidcorría veneno…, un veneno que tenía elcabello rubio, los ojos azules y uncuerpo como de crema batida. Sellamaba Mimí, bailaba en la sala defiestas Cage d’Or y no tenía ni idea dequién era Muhammad.

Pero él sí sabía quién era ella.Luchando contra aquella nuevaobsesión, el joven miró a su alrededorcon expresión enfurruñada en elpequeño despacho que compartía conunos archivadores, varios montones de

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papeles que se apilaban desde el suelohasta el techo y un ventilador que nofuncionaba. Se preguntaba de qué formapodría conseguir que la deslumbranteMimí se fijara en un ser taninsignificante como él.

Aquello no era en absoluto lo que élhabía imaginado cuando estudiaba en launiversidad. Sin embargo, él no tenía laculpa; todo el mundo decía que el plande Nasser de facilitar puestos de trabajoen la Administración a todos loslicenciados universitarios estabaresultando un fracaso, a pesar de que, enun principio, la idea hubiera sido buena.Cuando el padre de Muhammad era más

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joven, había sido un proyecto viable…pues Omar había conseguido un puestoprestigioso y muy bien remunerado. Peroya habían transcurrido más de veinteaños desde entonces y ahora lasuniversidades estaban produciendo unashornadas tan enormes de licenciados quela Administración no podía absorberlasy los licenciados tenían que apretujarseen una burocracia en la cual a loshombres se les ofrecía empleo, peromuy pocas cosas que hacer. El cometidode Muhammad consistía en llevarle el téa su jefe, sellar montones ingentes deinútiles impresos y encauzar a losciudadanos y sus quejas a través del

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laberinto burocrático con un «Bokra.Vuelva usted mañana».

Poca cosa para un joven quecumpliría veinticinco años en cuestiónde dos meses. De pronto se imaginó alos treinta e incluso a los cuarenta añostodavía atrapado en aquel míserodespacho, todavía soltero y virgen ytodavía ardiendo por Mimí.

Estaba obsesionado con ella yquería tenerla al precio que fuera. Si porlo menos pudiera casarse, tal vezconseguiría librarse de aquel veneno.Sin embargo, el matrimonio era algocasi tan inasequible como la propiaMimí, pues, como todos los jóvenes de

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El Cairo, Muhammad tenía que ahorrardinero para demostrar que estaba encondiciones de mantener una familia,tras lo cual tendría que apuntarse a lainterminable lista de espera paraconseguir un apartamento en aquellaciudad cada vez más abarrotada degente. Con su mísero sueldo, ¿cómopodría realizar tan prodigiosa hazaña?No podía pedirle ayuda a su padre, puesOmar aún tenía un montón de hijos quemantener. Y el tío Ibrahim bastantesresponsabilidades tenía ya con lacantidad de gente que vivía en la callede las Vírgenes del Paraíso.

Muhammad hubiera estado dispuesto

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a hacer cualquier sacrificio con tal depoder estrechar a Mimí entre susbrazos…

Cuando sonó el teléfono,despertándole bruscamente de suensueño, apartó a un lado los papelesque ya hubiera tenido que clasificarvarias semanas atrás, pero ¿para quémolestarse en hacerlo?, y contestó:

—Despacho del saíd Yusuf.Ya se estaba disponiendo a añadir la

consabida frase de «El saíd Yusuf es unhombre muy ocupado» y a insinuar queuna gratificación especial podríaacelerar los trámites. El bakshish era elúnico medio de que un funcionario mal

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pagado de la Administración pudierasalir adelante.

Para su asombro, era su tío Ibrahim,hablando en tono muy nervioso yalterado.

—Muhammad, he estado intentandocomunicarme con tu tía Dahiba, pero losteléfonos de su edificio vuelven a estaraveriados. Pásate por allí al volver acasa y dile que venga a mi consultorioen seguida. Es muy importante.

—Sí, tío —contestó Muhammad,colgando el aparato y preguntándose aqué vendría aquello.

Como no le apetecía ir al estudio desu tía, tomó el teléfono y marcó su

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número al estilo cairota, marcando unacifra y escuchando para ver si habíaconexión, marcando la siguiente yescuchando, y así sucesivamente. Pero,al llegar a la última cifra, se encontrócon el habitual silencio de una líneatelefónica averiada.

Consultó su reloj. Era apenas la una.Su horario de trabajo era de nueve ados, con una pausa de una hora para elalmuerzo. Sin embargo, sabía que nadiele echaría en falta, por lo que decidiómarcharse y dirigirse al único lugar dela ciudad donde podía perderse en susensueños protagonizados por Mimí.

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Ibrahim colgó el teléfono y miró a travésde la ventana de su consultorio desde lacual se podía contemplar una vista delmasificado El Cairo. Las calles estabanllenas de automóviles Fiat, taxis,limusinas, carritos de mano, carrostirados por asnos y autobuses queavanzaban muy despacio ypeligrosamente inclinados. Por lasaceras caminaban hombres vestidos contrajes de calle o galabeyas y mujeresvestidas con modelos de París omelayas. Ibrahim había oído decir quela ciudad había alcanzado los quincemillones de habitantes y que, en cuestiónde diez años, dicho número se

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duplicaría… y treinta millones de almasocuparían una ciudad construida paraalbergar la décima parte de aquelnúmero. Recordó con nostalgia losapacibles días de reinado de Faruk, enque apenas había tráfico y se podíacaminar con comodidad por las aceras yla ciudad tenía un aire de elegancia yamplitud. ¿De dónde había venido todaaquella gente?

Se apartó de aquel deprimenteespectáculo, sabiendo que su sombríoestado de ánimo no era fruto de lacontemplación de la ciudad a la quetanto seguía amando, sino de losresultados que acababa de recibir del

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laboratorio.Los análisis habían dado positivo.Ahora la cuestión era cómo

comunicarle la noticia a la familia.Contempló las dos fotografías que habíaen su escritorio: Alice, joven, vibrante yenamorada, y Yasmina, cuyo nacimientoparecía haber ocurrido justo la víspera.Se le conmovió el corazón. De todas sushijas, incluidas Camelia y las cincohijas que le había dado Huda, Yasminaseguía siendo la preferida. Su destierrode la familia había sido prácticamentesu muerte. Y él la lloró como sí lahubiera enterrado. Experimentó un ciertoconsuelo mientras Alice mantuvo un

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vínculo con su hija en California. Sinembargo, el suicidio de Alice habíacortado aquel frágil nexo y ahoraIbrahim contemplaba de vez en cuandoel cielo y se preguntaba qué cieloprotegería a Yasmina en aquel momentoy en qué lugar del mundo estaría su hija.

Pese a todo, su vida era muysatisfactoria. Recordó ahora que de nadale servía a un hombre pensar en lasdesgracias del pasado y que a veces eranecesario detenerse a pensar en losbeneficios de que uno disfrutaba.Ibrahim Rashid había llegado a laconclusión de que era un privilegiado.Al fin y al cabo, era un hombre rico y un

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médico prestigioso, es decir, uncomponente vital de la sociedad. En unpaís donde la pobreza y el incrementode la población constituían un lastrepara el servicio de atención sanitaria,los buenos médicos que atendían coneficacia a sus pacientes no abundabandemasiado, por lo que Ibrahim estabamuy solicitado. Cada día le agradecía aAlá la salud y el vigor que le habíaotorgado, pues, a pesar de habercumplido los setenta años, podíapresumir de poseer la constitución de unhombre mucho más joven. Qué mejorprueba de ello que el hecho de que sunueva esposa hubiera quedado

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finalmente embarazada.El breve instante de euforia se

esfumó en un santiamén. Recordando losresultados del laboratorio, Ibrahimmarcó de nuevo el número de Dahiba,pero se encontró una vez más con elsilencio.

—La cadera oscila en ocho fases queterminan con un brusco movimiento —dijo Dahiba. Vestida con falda yleotardos, hizo una demostración ante sualumna, extendiendo los brazos yhaciendo oscilar las caderas sin moverlos hombros ni la caja torácica—. Ahora

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escucha el taqsim. Deja que la música tepenetre como la luz del sol, siéntelacorrer por las venas y los huesos hastaque te conviertas tú misma en la luz delsol. Es un tipo de música muy difícil,tienes que sentirla para poder bailar a sucompás.

Dahiba y su alumna contemplaron lagrabadora mientras escuchaban lamúsica, como si esperaran ver surgir deella las notas musicales. Eran las únicasque se encontraban en el estudio, puesDahiba ya no daba clases sino que tansólo enseñaba coreografía a danzarinasindividuales, especialmente elegidas porella. Todo el mundo quería recibir

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lecciones de Dahiba, pero no todo elmundo era elegido. Mimí se considerabauna privilegiada.

—Bueno pues —dijo Dahiba,pulsando el botón de detención y el deretroceso de la cinta—. ¿La has sentido?¿Podrías danzar con esteacompañamiento?

—¡Oh, sí, señora!A sus veintiún años, Mimí ya tenía

un historial de ocho años de danzaoriental precedidos por diez años deballet clásico. Lo hacía muy bien y teníaambición. Aunque sólo actuaba en salasde fiestas y no en los hoteles de cincoestrellas, se estaba abriendo

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rápidamente camino en el competitivomundo de la danza y la ambición lebrillaba en los ojos azules cuando seajustó el chal alrededor de las caderas yse dispuso a imitar a su maestra. Elverdadero nombre de Mimí era AfafFawwaz, pero ella había decididoseguir la última moda de usar nombresfranceses.

Mientras pulsaba el botón de puestaen marcha de la grabadora y se volvíapara mirar a Mimí, Dahiba vio a susobrino Muhammad en la puerta,mirando a la chica con unos ojosabiertos como platos.

—¡Sal de aquí, chico! —le gritó,

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haciendo ademán de cerrarle la puertaen las narices—. ¿Es que no tienesvergüenza?

Muhammad retrocedió,desconcertado.

Mimí.Con leotardos rojos y mallas negras.—Bueno, ¿qué pasa? —le preguntó

Dahiba.—Mmm… ha telefoneado tío

Ibrahim… tienes que ir en seguida a suconsultorio. Ha dicho que esimportante…

Muhammad dio media vuelta y sealejó a toda prisa mientras la expresiónburlona de Mimí le perseguía como un

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yinn.

El café de Feyruz daba a la placita quehabía al final de la calle de FahmyPasha, a dos pasos del bloque deedificios de la Administración dondeMuhammad trabajaba. Era un pequeño yvetusto establecimiento con una fachadade azulejos decorada con elegantescaracteres árabes. En el oscuro interiorhabía unos bancos adosados a lasparedes en los cuales los hombrespasaban el día bebiendo caféfuertemente azucarado y jugando a losdados o las cartas mientras se burlaban

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de los dirigentes políticos, de suspropios jefes y de sí mismos. El café deFeyruz era un habitual lugar de reuniónde los jóvenes burócratas; otros cafés dela ciudad eran frecuentados por artistas,intelectuales, fellahin desplazados,acaudalados hombres de negocios uhomosexuales. Había un café para cadagrupo y casi todos ellos eran dominioexclusivo de los hombres.

Mientras abandonaba el ampliopaseo y entraba en la estrechacallejuela, Muhammad no vio lasparedes llenas de pintadas ni la rojamotocicleta montada por cuatro hombressino la sonrisa y los hoyuelos de Mimí

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mientras él tartamudeaba como uncolegial delante de ella. Sólo la habíavisto personalmente en dos ocasiones:cuando bajaba de un taxi delante delC a g e d’Or con unas piernasimpresionantemente largas precediendosu voluptuoso cuerpo, y en el Jan Jalilimientras corría entre la gente con untraje de danzarina colgado del brazo.Antes sólo la había visto en latelevisión, interpretando un pequeñopapel en un serial. Pero había sidosuficiente para que se enamorara de ella.

Ahora, en cambio, la había visto decerca. Con mallas y leotardos.Prácticamente desnuda.

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En el momento en que entraba en laplaza, una egipcia vestida con prendasoccidentales salió de una tienda delencería, taconeando sobre la agrietadaacera delante de él. La atención deMuhammad se desvió desde Mimí haciael voluminoso trasero apresado por unaajustada falda y, al llegar a la altura delcafé, donde sus amigos ya estabansentados junto a una de las mesas delinterior, el joven alargó súbitamente lamano y agarró un buen cacho de firmesnalgas femeninas.

—¡Ay! —gritó la mujer, dandomedia vuelta y golpeándole con elbolso. Muhammad se cubrió la cabeza

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para protegerse, mientras los viandantesagitaban los puños y proferían insultoscontra él y sus amigos sentados junto ala entrada del café, que soltabanaullidos y carcajadas.

—¡Ya, Muhammad! —gritó unapuesto joven mientras la mujer sealejaba calle abajo y la muchedumbre sedispersaba—. «Dicen que en el Paraísomoran las vírgenes / y mana vino de lasfuentes —cantó—. Si se las puede amaren la otra vida / ¡cómo no se las podráamar en ésta!».

Con la cara colorada como untomate, Muhammad entró en el local ysoportó con buen ánimo las bromas de

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los parroquianos y del dueño delestablecimiento.

Feyruz, un mutilado veterano de laguerra de los Seis Días que se distraíajugando al chaquete con sus amigosexcombatientes como él, le sirvió un téal avergonzado joven mientras suesposa, la oronda mujer vestida denegro y cubierta por una melaya, queatendía la caja mientras escuchaba loschistes subidos de tono que contaban losjóvenes, le gritaba:

—¡Por Alá, Muhammad Bajá!¡Dónde a ti te hace falta la cremallera esen la mano!

Todos se echaron a reír, incluido el

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propio Muhammad, el cual, sentándosejunto a sus amigos, aceptó el té que leofrecía Feyruz. Mientras escuchaba losúltimos chismorreos y chistes de susamigos, sus pensamientos volaron denuevo hacia Mimí. Bismillah! ¡Su tíaDahiba le estaba dando clases! En talcaso, ¿no sería posible que se lapresentara? ¡La cabeza le empezó a darvueltas!

Salah, un apuesto joven quetrabajaba como administrativo en elministerio de Bienes Culturales y erafamoso por los divertidos chistes quesolía contar, dijo:

—Un alejandrino, un cairota y un

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fellah se habían perdido en el desierto yse estaban muriendo de sed. De pronto,se les apareció un yinn y ofreció a cadauno de ellos el cumplimiento de undeseo. El alejandrino dijo: «Envíame ala Costa Azul en compañía de bellasmujeres». Y, zas, el alejandrinodesapareció. El cairota dijo: «Colócameen una espléndida embarcación en elNilo, llena de comida y mujeres». Zas,el cairota también desapareció.Finalmente, le tocó el turno al fellah.«Oh, yinn —dijo éste—, me siento muysolo, ¡te ruego que me devuelvas a misamigos!».

Los jóvenes rompieron a reír

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mientras se tomaban un té tanfuertemente azucarado que casi parecíamelaza.

—¡Ya, Muhammad Bajá! —dijo elbigotudo Habib, utilizandoafectuosamente el antiguo título, comopreviamente había hecho la rollizaesposa de Feyruz—. Tengo un premiopara ti —añadió, sacándose del bolsillouna conocida revista cinematográfica yarrojándosela a Muhammad.

Los cuatro jóvenes se inclinaronhacia delante y Muhammad empezó apasar las páginas, preguntándose quépremio sería aquél hasta que llegó a unafotografía en color y todos estallaron en

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gritos de entusiasmo.Muhammad contempló la fotografía

boquiabierto de asombro.Era una imagen de Mimí vestida con

un modelo que cortaba la respiración.—¡Es una auténtica bomba! —

afirmó Salah.—¿A que te gustaría casarte con

ella? —dijo otro, dándole un codazo aMuhammad.

—¡Nos conformaríamos concualquier mujer! —exclamó Salah, elcual, como Muhammad y los demáschicos, necesitaba ahorrar dinero parapoder casarse—. Pero tú tienes suerte,Muhammad Bajá. Tu tío es un hombre

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muy rico que vive en una casa muygrande de la Ciudad Jardín. Podrías irtea vivir allí con tu esposa.

Muhammad se rió con sus amigos,pero se sintió invadido por la mismaangustia de siempre. Salah sólo contabacuentos de hadas y fantasías. La casa dela calle de las Vírgenes del Paraísoestaba gobernada por su bisabuelaAmira y a él no le apetecía demasiadoestar bajo su dominio. La casa de supropio padre no era mejor, pues Omarestaba siempre de viaje y la abuelaNefissa se pasaba la vida dando órdenesa Nala y a sus hermanastros yhermanastras. ¡Por Alá, que un hombre

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necesitaba disfrutar de un poco deintimidad con su esposa!

—Bokra. Mañana —dijo en tonoabatido—. Inshallah.

Salah le dio a su amigo una palmadaen la espalda diciendo:

—¡Se comenta que hoy en día Egiptoestá dirigido por la IBM! —Enumerándolo con tres dedos, añadió—:Inshallah. Bokra. Ma’alesh!

Todos le rieron la gracia, pero larisa de Muhammad era un poco forzada.No podía dejar de pensar en Mimí. Lafotografía de la revista correspondía auna escena de una película en la cualella interpretaba el papel de una

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perversa mujer que seducía a un hombrepiadoso. Muhammad no podía apartarlos ojos de su largo y sedoso cabellorubio, capaz de quitarle a un hombre elsentido. Por Alá que las leyes antiguasque obligaban a las mujeres a cubrirseel cabello estaban plenamentejustificadas. ¿De qué otro modo hubierapodido un hombre llevar una vida castay piadosa?

Los rizos color platino de Mimí lehacían evocar la imagen de su propiamadre, la cual, por una razón que élignoraba, había sido declarada muertapor su familia. Jamás tenía noticiassuyas excepto por su cumpleaños, en que

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siempre recibía una postal defelicitación. Las había guardado todas yahora tenía una colección de veinte.Muhammad procuraba no hacerse laspreguntas más inquietantes ysignificativas: ¿por qué se había ido sumadre, por qué no regresaba y por quénadie en la familia hablaba de ella?

—¡Por Alá! —exclamó Salah—.¡Vamos al cine a ver esta película deMimí!

—La dan en el Roxy —dijo Habib,apurando su té y dejando sobre la mesaun billete de cinco piastras.

Mientras los jóvenes se levantabanapresuradamente y los parroquianos más

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viejos hacían comentarios sobre laimpaciencia de la juventud y lainutilidad de las prisas siendo la vidatan corta, Muhammad reparó en unhombre que le estaba observando desdela calle. Frunció el entrecejo. Leconocía de algo. Pero ¿de qué? Entoncesle recordó de sus tiempos en losHermanos Musulmanes, organización ala cual él había pertenecido brevementeantes de que su padre le obligara adejarla. ¿Cómo se llamaba aquelhombre?

—Y’Allah! —gritó Salah, tirando desu manga—. ¡Vámonos!

Mientras los exuberantes jóvenes,

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tomados del brazo, abandonaban laplaza entre risas, Muhammad sintió losojos de aquel hombre clavados en él. Alllegar al abarrotado paseo, recordósúbitamente cómo se llamaba. Sellamaba Hussein y siempre le habíainfundido un cierto temor.

En el momento de entregarle el bakshisha un chiquillo que le había vigilado elautomóvil mientras ella subía alconsultorio de Ibrahim, Dahiba vio unaenorme cantidad de gente entrando en elcine Roxy de la acera de enfrente. Alver a su sobrino Muhammad, casi estuvo

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a punto de llamarle, pero lo pensómejor. Se sentó al volante de suMercedes, hizo sonar el claxon y seadentró en el tráfico de la calle; cuando,a los pocos minutos, se produjo unembotellamiento y tuvo que detenersebajo un anuncio de la marca Rolex,apoyó la cabeza sobre el volante y seechó a llorar.

Las tías, primas y sobrinas Rashid sehallaban reunidas en la glorieta,disfrutando de la fresca temperatura y delas delicias culinarias de Ummamientras la propia Amira supervisaba la

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recolección del romero recién florecido,cuyas delicadas flores azules y hojasverde-grises iban a parar a dos cestosdistintos sostenidos por dos de susbisnietas; la hija mediana de Nala, unaniña de trece años que no tenía la menorafición a las hierbas ni a las artescurativas, y la hija de diez años deBasima, que sí la tenía. De la mismamanera que la madre de Alí Rashid lehabía transmitido a Amira los antiguosconocimientos curativos que ella habíaaprendido a su vez de su madre, Amirahabía procurado, a lo largo de los años,transmitir todos aquellos secretos a lasmujeres Rashid. Algunas de las recetas

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de sus remedios eran tan antiguas que sedecía que las había inventado la MadreEva en los albores de la humanidad.

—¿Sabíais —les dijo Amira a lasniñas— que la planta del romero nocrece más allá de ciento ochentacentímetros en treinta y tres años para noser más alta que el profeta Jesús?

—¿Y para qué se usa, Umma? —preguntó la niña de diez años.

Amira pensó con nostalgia:«Yasmina también tenía esta sed deconocimientos y siempre preguntabapara qué dolencia servían las distintashierbas. Yasmina, a quien siempre llorocuando me acuerdo de nuestros queridos

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difuntos».—Las flores nos dan un linimento y

con las hojas hacemos una infusión paralas indigestiones.

Contempló el plomizo cielo defebrero y se preguntó si llovería. Lepareció recordar que antaño no llovíatanto. Alguien había dicho en latelevisión que ya empezaban a dejarsesentir los inesperados efectos de lapresa de Asuán, terminada en 1971, yque uno de ellos era el mayor índice deprecipitaciones del valle del Nilocausado por la evaporación del inmensolago Nasser que había detrás de lapresa. Ahora llovía donde antes no

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llovía jamás; las pinturas de los antiguossepulcros estaban siendo atacadas por lahumedad y los hongos; los charcos deagua estancada que había a lo largo delNilo y que en otros tiemposdesaparecían durante la estación de lascrecidas, ahora eran permanentes yprovocaban enfermedades. No sóloestaban cambiando los tiempos sinotambién el mundo físico, pensó.

Ahora los días pasaban volando.¿Acaso no fue ayer cuando nació Zeinaby la semana pasada cuando vinieron almundo Tahia y Omar? La artritis sehabía apoderado de las manos de Amiray, de vez en cuando, ésta sentía una

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opresión en el pecho. Pero había entradoen los ochenta años con donaire.Gracias a los cuidados que habíaprodigado a su cuerpo, utilizandoantiguos secretos de belleza, poseía uncutis y un porte extremadamentejuveniles. Pero se notaba el almacansada. ¿Cuántas páginas le quedaríanen el gran libro de Alá?

En los últimos tiempos habíarecuperado nuevos recuerdos y sussueños eran cada vez más frecuentes.Tenía la sensación de estar nadando enuna especie de gran círculo cósmicocomo si, cuanto más se acercara al finalde su vida, tanto más cerca estuviera de

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su principio. Ahora veía los detalles deaquella caravana de tantos años atrás:las multicolores borlas de los arreos delos camellos; las sólidas tiendaslevantándose hacia las estrellas; unoshombres cantando alrededor de unahoguera de campamento: «Ya, rayo deluna, derrámate sobre mi almohada ycaliéntame el cuerpo…».

A la visión del alminar cuadrado seañadía ahora el recuerdo de una dulcefragancia celestial. ¿Se encontraba talvez en un cenador cuando contemplabaaquella humilde torre? ¿O aspirabaquizá el perfume de alguien? ¿Cuándo loaveriguaría? Durante años había

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pensado: «Este año viajaré a Arabia».Pero el tiempo se le había escapado através de los dedos como la arena.Siempre había dicho: «Mañana iré»,pero ahora los mañanas ya eran menosque los ayeres.

—El romero es bueno para loscalambres —dijo Camelia, sacando unadelicada florecita azul de uno de loscestos.

Estaba sentada en la glorieta con suhijo de seis años Najib, un chiquillomuy guapo que había heredado los ojoscolor ámbar de su madre y la tendenciaa la gordura de su padre. Aunque el niñoostentaba el tatuaje de una cruz copta en

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la muñeca, Camelia y Yacob le estabaneducando simultáneamente en lasreligiones cristiana y musulmana.Debido a su profesión de danzarina,Camelia no había querido tener máshijos después de Najib, pero Yacobestaba muy contento con el niño y con suhija adoptada Zeinab. Sus temores de unfuturo turbulento no se habían hechorealidad. A pesar de que seguíanproduciéndose brotes de violencia entrelos musulmanes y los coptos, Camelia ysu marido disfrutaban de una nuevaprosperidad, la circulación delperiódico estaba aumentando, elprestigio de Yacob como periodista era

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cada vez mayor y Camelia se habíaconvertido en la mejor danzarina deEgipto. Sus admiradores no la habíanabandonado por el hecho de habersecasado con un cristiano. «Ma’alesh —decía todo el mundo—. No importa. Esvoluntad de Alá que estéis juntos».

Camelia echó un vistazo a lasexquisiteces que acababan de servir lascriadas, pero no tomó nada. Habíaempezado la Cuaresma y, a partir deaquel momento hasta Pascua, a loscristianos coptos les estaba vedadocomer cualquier cosa que tuviera alma.De hecho, se limitaban a comer alubias,verduras y ensaladas, pues el queso

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procedía de la vaca, y los huevos, de lasgallinas. Pero a ella le daba igual. Suvida se había enriquecido al casarse conYacob, el cual la había atraído almístico y hermoso mundo de un puebloasentado en Egipto desde antes de lostiempos de Mahoma. Los coptos,seguidores del evangelista san Marcos,tenían una historia cuajada de leyendas ymilagros; el propio Yacob se llamabaasí en honor del primer hombre a quienel Niño Jesús había sanado durante lahuida a Egipto de la Sagrada Familia.

Camelia contempló a Zeinab sentadabajo una cascada de glicinas con unaprimita en su regazo. A los veinte años,

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Zeinab era una muchacha encantadora.Sólo el aparato ortopédico de la piernaempañaba la belleza de su rostro y sucautivadora sonrisa. Y además, pensóCamelia, qué bien se estaba portandocon su hermanito Najib. Desde quenaciera el niño, Zeinab había sido comouna madre para él. ¿No podría haber enalgún lugar de Egipto un hombre quequisiera casarse con Zeinab, un hombreque no se fijara en su defecto físico yviera sólo el corazón rebosante de amorque había debajo?

Algunas veces, cuando Zeinab sereía o agitaba sus bucles castaños claro,Camelia veía fugazmente la imagen de

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H a s s a n al-Sabir y recordaba losorígenes de la joven. Entoncesexperimentaba una punzada de su antiguadesazón, temiendo que Yasminaapareciera un día de repente y le dijeraa Zeinab la verdad, es decir, que erafruto de una unión adúltera, que su padrehabía sido asesinado y que su madrehabía sido desterrada. A lo largo de losaños no había habido el menor peligrode que el secreto se divulgara entre lafamilia: los Rashid más jóvenes creíanque Camelia era efectivamente la madrede la chica y los mayores ocultaban laverdad. Sin embargo, la aparición deYasmina hubiera destruido aquella

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ilusión tan cuidadosamente construida yella temía que la verdad destrozara aZeinab.

Siempre dispuesta a rebatir lasopiniones de los demás, Nefissa replicó:

—¡El romero! ¡Todo el mundo sabeque el mejor remedio para loscalambres es la infusión de manzanilla!

Después contempló sonriendo a lachiquilla que sostenía en sus brazos, sunueva bisnieta, la hija de Asmahan. Asus sesenta y dos años, la curvadescendente de su boca había adquiridoun carácter tan permanente que, inclusocuando sonreía, sus labios se curvabanhacia abajo en lugar de hacia arriba. La

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arrogancia también se evidenciaba ensus facciones a través de sus enarcadascejas cuidadosamente pintadas, puesahora había alcanzado la veneradacondición de bisabuela.

Cuando la niña se echó a llorar,Nefissa se levantó para llevársela aAsmahan, la cual estaba chismorreandocon Fadilla. Al bajar los peldaños de laglorieta, vio a través de la verja abiertaun automóvil aparcado junto albordillo…, el Mercedes de su hermana.Inmediatamente sintió curiosidad. ¿Porqué razón Dahiba y su maridopermanecían sentados en el interior delvehículo y no salían?

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—Iremos a los Estados Unidos —dijoHakim Rauf en un susurro mientras laslágrimas le bajaban por las mejillas—.Iremos a Francia, a Suiza. Buscaremoslos mejores especialistas y el mejortratamiento. Por el Profeta, amor mío,que, si tú te mueres, yo también memoriré. Eres toda mi vida, Dahiba.

Al verle estallar en sollozos, Dahibale estrechó en sus brazos diciendo:

—Eres el hombre más maravillosoque jamás ha vivido en este mundo. Yono podía tener hijos y no te importó.Quería bailar y me lo permitiste.Escribía artículos peligrosos y tú me

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apoyabas. ¿Cuándo ha creado Alá unhombre más perfecto?

—¡Yo no soy perfecto, Dahiba! ¡Nohe sido el mejor marido para ti!

Dahiba tomó su rostro entre susmanos.

—El marido de Alifa Rifaat leprohibió escribir y ella escribía susrelatos en secreto encerrada en el cuartode baño y sólo después de la muerte desu marido los pudo publicar. Tú eres unhombre bueno, Hakim Rauf. Tú merescataste de la calle Muhammad Alí.

—¿Quieres que entre contigo?—Prefiero ver a mi madre a solas.

Regresaré a casa más tarde.

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Dahiba entró en el jardín y le hizoseñas a su madre con la mano desde elcamino. Amira la miró extrañada. Noera propio de su hija ser tan maleducada.

Ya en el interior de la casa, Dahibale comunicó serenamente la noticia:

—Fui a visitar a Ibrahim porquetenía un problema, Umma. Me ha hechounos análisis. Y los análisis dicen quetengo cáncer.

—¡En el nombre de Alá elMisericordioso!

—Ibrahim cree que quizá ya esdemasiado tarde para atajarlo. Metendrán que operar, pero él no me ha

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dado demasiadas esperanzas.Amira la rodeó con su brazo,

murmurando:—Fátima, hija de mi corazón.Mientras Dahiba le hablaba de

cirugía, quimioterapia y radiaciones, lospensamientos de Amira consideraronotra forma de tratamiento.

El tratamiento de Alá.

Muhammad entró corriendo en la casa,confiando en poder subir al piso dearriba sin que le vieran. Oyó un guirigayde voces en el gran salón donde todaslas mujeres estaban hablando a gritos

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simultáneamente y pensó que debía dehaber ocurrido algo, pero le dio igual.Él quería encerrarse en su habitación delala de la casa reservada a los hombres.Tras haberse pasado dos horas sentadoen un cine a oscuras en medio de unpúblico integrado por hombres que noparaban de gritar, el fuego lo devorabapor dentro. ¡Mimí allí en la pantalla, tanhermosa y tan necesitada de que alguienla amara! Una vez en su habitación, sesentó en la cama, fijó la fotografía de lachica al lado de la de su madre yexperimentó un sobresalto. Como lafotografía de su madre era muy antigua,ambas mujeres parecían más o menos de

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la misma edad e incluso tenían unainquietante semejanza física, aunque éljamás hubiera reparado en elloanteriormente. Mientras contemplaba losdos bellos rostros, se preguntó cómo eraposible que la belleza fuera tandestructiva. ¿Cómo era posible queaquel encanto provocara tanta desdicha?¿Acaso su madre no le había hechodesgraciado durante casi toda su vida?Y ahora, ¿acaso aquella segunda bellezarubia no le estaba haciendo igualmentedesgraciado?

Las lágrimas le empañaron los ojoshasta que ambas fotografías seconfundieron y Muhammad no pudo

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distinguir entre una y otra.

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—Por las barbas del Profeta, un hombrenecesita una mujer —dijo Hadj Tayebmientras Declan Connor lo examinaba.Tayeb, un anciano fellah tocado con uncasquete blanco adornado con abaloriosy vestido con un blanco caftán que lecubría el huesudo cuerpo, se habíaganado el título honorífico de hadj,peregrino, tras haber ido a La Meca—.No es bueno guardarse dentro la esencia—añadió con su vieja voz cascada—.Un hombre tiene que desahogarse cadanoche.

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—¡Cada noche! —exclamó Jalid, elcual, en su calidad de miembro delequipo móvil sanitario, tenía elprivilegio de sentarse en una silla allado del doctor. Los demás hombresocupaban unas sillas y unos bancosdelante del café de la plaza de la aldea—. Por mis tres dioses —añadió elcorpulento fellah de al-Tafla—. ¿Cómopuede un hombre hacerlo cada noche?

—Yo lo hacía —contestódevotamente Hadj Tayeb.

—¡Claro, y por eso te cargaste a tuscuatro esposas! —le gritó Abu Hosnidesde el interior del café mientras losdemás se reían a carcajadas.

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—De veras, saíd —añadió HadjTayeb—, se tendría usted que casar conla doctora.

Mientras todos los hombres semostraban de acuerdo y hacían picantescomentarios sobre la noche de bodas,Declan Connor miró a Jasmine, a quien,al otro lado de la plaza de la aldea, lasjóvenes madres fellahin estabanentregando sus hijos cual si fueranofrendas. Y pensó que últimamentehabía estado soñando mucho… conhacerle el amor a la doctora.

En aquel dorado y azul mediodíalleno de moscas y calor, las fellahinestaban preparando la plaza para los

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festejos que aquella noche se iban acelebrar en conmemoración de lanatividad del Profeta y en cuyotranscurso se contarían chistes, sebailaría el beledi y la danza de losbastones, habría espectáculos demarionetas y más cantidad de comida dela que todos los aldeanos hubierancomido en un mes. Los festejoscomenzarían tras la plegaria del ocaso.Las jóvenes subirían a las azoteas paraver sin ser vistas, en tanto que loshombres, los niños y las ancianasocuparían la plaza para compartir unopíparo festín con sus invitados dehonor de la unidad móvil sanitaria de la

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Fundación Treverton.La plaza era el corazón de aquella

pequeña aldea sin nombre del Alto Niloy de ella irradiaban las angostas ytortuosas callejuelas cual si fueran losradios de una rueda. Allí, en el centro dela vida de los campesinos, seencontraban los pilares de todas lasaldeas egipcias: el pozo, dominioexclusivo de las mujeres; el café, quepertenecía a los hombres; la pequeñamezquita encalada; la carnicería, dondelos corderos se seguían degollando deconformidad con las disposiciones delCorán; y la panadería, a la cual losaldeanos llevaban cada mañana sus

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masas de harina con unas marcas deidentificación grabadas para que lascocieran en los hornos, acudiendo arecogerlas al término de la jornada. Losgranjeros permanecían sentados junto alos muros vigilando las naranjas y lostomates, pepinos y lechugas que tenían ala venta mientras que los vendedoresambulantes ofrecían sandalias deplástico, libros de humor, casquetesadornados con abalorios y pulcrosmontones de especias… azafrán,cilantro, albahaca y pimienta, quevendían a un penique en cucuruchos depapel. La ruidosa plaza estabaconstantemente animada por la presencia

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de cabras, borricos y perros, de niñosque correteaban incesantemente y dealdeanos que se apiñaban concuriosidad alrededor de las dos clínicasal aire libre en las que los dos médicosextranjeros Declan Connor y Jasmineatendían por separado a sus pacientes.

—Tienes tracoma, Hadj Tayeb —ledijo Declan al anciano peregrino, quepermanecía sentado en una desvencijadasilla delante de un muro de adobe queostentaba un anuncio de Pepsi Cola yunas complicadas caligrafías de«Alá»—. Se puede curar, pero tendrásque usar la medicina tal como yo te diga.

Abu Hosni, el propietario del café,

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un cuchitril encajado entre la panaderíade la aldea y el zapatero remendón, gritójovialmente:

—Por el Profeta, señoría, HadjTayeb tiene razón. ¿Por qué no se casacon la doctora?

—No tengo tiempo para una esposa—contestó Declan abriendo su maletín—. Estoy aquí para trabajar, lo mismoque la doctora Van Kerk.

—Con el debido respeto y honor,saíd —dijo Hadj Tayeb—, ¿cuántoshijos tiene?

Declan aplicó unas gotas detetraciclina a los ojos del anciano y,después, tras haberle entregado el frasco

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diciéndole que se echara gotas durantetres semanas, contestó:

—Tengo un hijo que estudia en launiversidad.

—¿Sólo uno? ¡Por mis tres dioses,saíd! ¡Un hombre necesita tener muchoshijos!

Declan le hizo señas al siguientepaciente, un joven fellah que, allevantarse la galabeya, dejó aldescubierto una heridaespectacularmente infectada. MientrasDeclan la examinaba, Abu Hosni lepreguntó a gritos desde el interior delcafé:

—Dígame, saíd, ¿por qué se habla

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tanto del control de la natalidad? No loentiendo.

—En el mundo cada vez hay másgente, Abu Hosni —le contestó Declanal dueño del café, el cual salió a lapuerta con un sucio delantal por encimade su galabeya—. Es necesario que lagente empiece a reducir el tamaño desus familias. —Al ver que el hombre lemiraba perplejo, añadió—: Tú y tumujer tenéis cinco hijos, ¿no es cierto?

—Así es, loado sea Alá.—Y cinco nietos, ¿verdad?—Hemos sido favorecidos con esta

gracia.—Eso son doce personas donde

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inicialmente había sólo dos. Si cada dospersonas produjeran diez nuevaspersonas, ¿te imaginas lo abarrotado queestaría el mundo?

El dueño del café extendió el brazoen dirección al desierto.

—¡Hay espacio de sobra, saíd!—Pero tu país no puede alimentar

tan siquiera a las personas que ahoraviven en él. ¿Qué ocurrirá con tusnietos? ¿Cómo vivirán en un mundolleno de gente?

—Ma’alesh, saíd. No hay quepreocuparse. Alá proveerá.

Hadj Tayeb, dando una chupada a sunarguile, comentó en tono despectivo:

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—La enfermera del distrito viene adar clase a nuestras niñas. Darlesinstrucción a las niñas es muy peligroso.

—Si educas a un hombre, HadjTayeb —dijo Declan Connor—, educasa una persona. En cambio, si educas auna mujer, educas a una familia.

Tras decir esto, siguió examinandola herida del fellah, trató de contener suimpaciencia mientras pensaba quefaltaban sólo cinco semanas para supartida y procuró ignorar las risasfemeninas que habían estalladosúbitamente junto al pozo alrededor delcual se habían congregado las mujeres.

No podía quitarse a Jasmine de la

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cabeza.Ambos se habían pasado las seis

semanas anteriores recorriendo lasaldeas en un intento de vacunar a losniños. La tarea no era nada fácil: elequipo, formado por Connor y Jasmine,Nasr y Jalid, llegaba a una aldea, seinstalaba en la plaza y, con la ayuda deuna enfermera o un médico del distrito,administraba vacunas antituberculosas einyecciones de DPT-polio a los niños deentre tres y ocho meses e inyecciones derefuerzo de DPT-polio en combinacióncon vacunas contra la fiebre amarilla yel sarampión a los niños de entre nuevey catorce meses de edad. A las mujeres

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embarazadas se les administraba lavacuna antitetánica debido al alto riesgode infección que entrañaba el corte delcordón umbilical.

Era un trabajo que exigía muchoesfuerzo, pues había que convencer a losmaridos de que permitieran a lasmujeres salir de sus casas, resultabamuy difícil mantener las fichas al día yhabía que convencer a las madres de quelas niñas también merecían servacunadas. Al terminar, el nubio Nasr yla enfermera del distrito guardaban lasjeringas y cargaban los Toyota mientrasDeclan y Jasmine montaban susconsultorios separados en la plaza, uno

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para las mujeres junto al pozo y otropara los hombres en el café.

—Esta herida es muy grave —ledijo Declan con la cara muy seria alcampesino, procurando concentrarse enla tarea que tenía entre manos y no enJasmine—. Tienes que ir al hospital deldistrito para que te la limpien. De locontrario, podrías morir.

—La muerte nos llega a todos —afirmó Hadj Tayeb—. Está escrito:«Dondequiera que te encuentres, lamuerte se te llevará, aunque te halles enun castillo fortificado. Nada de lo quehagas prolongará tu vida tan siquiera unminuto».

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—Muy cierto, Hadj Tayeb —dijoDeclan—. Pero, aun así, un hombre queun día estaba interrogando al Profetaacerca del destino, le preguntó a éste sidebería atar su camello antes de entrar aorar en la mezquita o si deberíasimplemente confiar en que Alá se loguardara. Y entonces el Profeta lecontestó: «Ata tu camello y confía enAlá».

Los otros se rieron mientras HadjTayeb murmuraba por lo bajo y dabauna chupada a su narguile.

—Te lo digo en serio, Mohssein —añadió Declan, dirigiéndose al jovenfellah—. Tienes que ir al hospital.

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El joven le aseguró que le habíapagado tres piastras al jeque de la aldeapara que le escribiera un conjuro mágicoen un trozo de papel que llevaba pegadoal pecho.

—Te han tomado el pelo, Mohssein—le dijo Declan—. Este trozo de papelno te va a curar la herida. Esta forma depensar está muy atrasada, ¿no locomprendes? Ahora estamos en el sigloXX y tienes que ir al hospital para que telimpien debidamente esta herida; de locontrario, el veneno se extenderá portodo el cuerpo.

Mientras Declan aplicaba unantibiótico y vendaba la herida, Jalid

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empezó a contar un chiste sobre tresfellahin que fueron a visitar a unaprostituta. Pero Declan ya llevaba seissemanas oyendo el mismo chiste y, porconsiguiente, se concentró en el examendel siguiente paciente mientras mirabapor el rabillo del ojo a Jasmine de piejunto al pozo en compañía de lasmujeres. Éstas le estaban enseñando aatarse el pañuelo a la cabeza según elnuevo estilo de turbante que se habíapuesto de moda.

Sin embargo, Declan sabía que, pormás que las jóvenes, esposas y lasancianas suegras se rieran y bromearan yhalagaran a la doctora, aquello era algo

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más que un simple ejercicio de moda.La experiencia que Connor había

adquirido en el Alto Nilo le habíaenseñado que las mujeres eran lasúnicas que sufrían y se preocupaban porlas cosas. Mientras los hombres sepasaban horas y horas en el café,disfrutando de los dos dones máspreciados que Alá había otorgado aEgipto, es decir, el ocio y la infinita luzdel sol, y asegurando que lo único quenecesitaba un hombre para gozar delParaíso aquí en la tierra eran una esposacon un buen trasero y multitud de hijosque pudieran trabajar en los campos, lasmujeres habían asumido la tarea de

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preparar el futuro.Y eso era lo que precisamente

estaban haciendo mientras Declan lasobservaba alrededor de Jasminevestidas con sus holgadas faldas devolantes al estilo campesino,cumpliendo un ritual tan antiguo como eltiempo. Con un caftán de color pastel,Jasmine, cuya estatura rebasaba la detodas las fellahin que la rodeaban,parecía casi una sacerdotisa a quien lasmujeres se acercaban tímidamente porpura curiosidad, mostrándoseextremadamente corteses y deferentescon ella, murmurando y conspirandocual si fueran unas siervas, guardianas

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de arcanos misterios. ¿Qué secretaspeticiones le estarían formulando en vozbaja?, se preguntó Declan. Quizá leestaban haciendo preguntas sobre lafecundidad, la concepción, losanticonceptivos, los métodos paraabortar, los brebajes de vida o muerte.Cualquier cosa que fuera, allí, junto alhumilde pozo de la aldea, se estabafraguando el futuro de la raza mientraslos hombres calentaban las sillas delcafé, contaban chistes y decían:

—¿Por qué te preocupas? Si ves quete falla la cosecha, ma’alesh, noimporta. Siempre hay un bokra, unmañana. Si Alá quiere, inshallah.

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Declan miró de nuevo a Jasminemientras, con la ayuda de sus sonrientescompañeras, intentaba envolverse unavez más el turbante alrededor de surubio cabello, extendiendo un triángulode seda de color albaricoque sobre sucabeza, tomando los dos extremos,atándolos arriba y remetiéndolosdespués en la nuca. Cuando levantó losbrazos, Declan distinguió el perfil de sucuerpo bajo el caftán, las finas caderas yel firme busto. Un estremecimiento dedeseo sexual le recorrió de arriba abajocomo una flecha y le hizo recordar lasmuchas noches que ambos habíanpasado juntos en su despacho trabajando

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en la traducción. Habían transcurridoquince años y entonces Jasmine eratodavía una joven muy ingenua, a pesarde sus conocimientos y de haberrecorrido medio mundo, mientras que élera todavía un idealista y aún creía en laposibilidad de salvar el mundo.

Recordó ahora la primera vez que lahabía visto, cuando ella entró en sudespacho un lluvioso día de marzo. Suapariencia física le llamóinmediatamente la atención y le parecióexótica antes incluso de que ella ledijera que era egipcia. Había en ella unacierta timidez no exenta de firmeza. Bajola tímida fachada propia de casi todas

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las mujeres árabes en la flor de la edad,Connor había descubierto una insólitadeterminación. En los días sucesivos,mientras ambos revisaban el manualsanitario y lo adaptaban al mundo árabe,trabajando codo con codo en eldespacho, riéndose o compartiendomomentos de seriedad, ya entoncesConnor había intuido en Jasmine unafractura, como si dos almas pugnaranpor habitar en un mismo cuerpo.Hablaba libremente de Egipto e inclusoa veces de su propio pasado, pero,cuando él intentaba plantear el tema dela familia, Jasmine guardaba silencio.En sus ojos brillaba el amor hacia

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Egipto y su cultura, lo cual se pusoespecialmente de manifiesto cuandoescribió el capítulo especial dedicado alas tradiciones locales, y, sin embargo,parecía renegar de sus propiasrelaciones con aquel país y sus gentes.Era casi como si no supiera qué lugar lecorrespondía, lo cual le hacía recordar aveces a Declan el libro que algunosestudiantes de la universidad estabanleyendo en aquellos momentos,Forastero en tierra extraña. Eso esella, se decía.

De este modo, cuando finalizó elproyecto y el manuscrito se envió aLondres, Declan se dio cuenta de que no

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sabía gran cosa acerca de aquella jovende la cual, para su gran asombro, sehabía enamorado. En los años siguientesy a través de la esporádicacorrespondencia que ambos habíanmantenido, apenas había averiguadonada más. Las cartas de Jasmine estabanllenas de noticias sobre la facultad deMedicina, su trabajo como interna y,finalmente, su empleo en una clínica; deahí que, al llegar a al-Tafla, Jasminesiguiera siendo todavía un gran misteriopara él.

Sin embargo, en las seis semanasque llevaban trabajando juntos, habíaocurrido algo muy curioso.

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El equipo se había desplazado conla unidad móvil sanitaria a las aldeassituadas entre Luxor y Asuán donde lasfellahin, que eran iguales en todaspartes, inmediatamente le preguntaron aJasmine, tal como le preguntaban acualquier mujer desconocida que llegaraa la aldea: ¿Estás casada, tienes hijos,tienes varones?, detalles todos ellosnecesarios para poder establecer lajerarquía y el protocolo; en cuanto lapersona sabía qué lugar ocupaba, setranquilizaba. Al principio, Jasmine nohabía sido muy pródiga eninformaciones y se había mostrado casireacia a enseñar las fotografías de su

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hijo y hablar de sus dos maridos…, elque le pegaba y el que la habíaabandonado tras sufrir ella un aborto.Sólo se había referido de pasada a lagran casa de El Cairo donde se habíacriado, a las escuelas a las que habíaasistido y a los personajes famosos quesu padre conocía.

Pero eso fue sólo al principio.Pasadas dos semanas, Connor observóuna curiosa y sutil apertura, algo asícomo una casa en la que alguien desdedentro empezara a abrir las ventanas unaa una hasta lograr que el aire y la luz delsol penetraran en ella a raudales. AhoraJasmine mencionaba nombres, hablaba

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voluntariamente de su abuela Amira, desu tía Dahiba y de su prima Doreya. Surisa era también más fácil y espontáneaa medida que pasaban los días. Declanse dio cuenta incluso de que habíaempezado a coquetear… con el viejoJalid, con las hurañas mujeres y con losniños.

Se está volviendo nuevamenteegipcia, pensó Declan, sacando unajeringa ante la horrorizada expresión desu paciente. Es como una mujer quehubiera regresado a casa. Que élsupiera, Jasmine no había telefoneado niescrito a su familia de El Cairo y notenía previsto visitarla. Teniendo en

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cuenta la determinación que habíaobservado en ella quince años atrás y sudesesperación ante la posibilidad de quela devolvieran a Egipto y viendo ahorala nueva vitalidad de que estabahaciendo gala en aquellas aldeas,Declan se preguntó qué razón laimpulsaba a entregarse tan a fondo aayudar a aquellas gentes y a volver laespalda a las personas con las cualesestaba emparentada.

Mientras se remetía los extremos delpañuelo color albaricoque bajo elturbante, Jasmine miró al doctor Connor

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sentado frente al café en compañía delos hombres y le vio apartarrápidamente la vista.

Connor la desconcertaba. A pesar deseguir pareciendo el mismo hombre quehabía tomado el micrófono y se habíaencaramado a la capota de la furgonetapara exigir casi a gritos elestablecimiento de una nueva concienciasocial y a pesar de que su sonrisa era lamisma que le había llegado hasta lo máshondo del corazón quince años atrás,ella sabía que por dentro habíacambiado. Casi parecía un desconocido.¿Qué ha ocurrido para que hayacambiado tanto?, hubiera querido

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preguntarle Jasmine. ¿Por qué seempeña en decir que ya todo le da igual?¿Por qué dice que sus esfuerzos aquí enEgipto son inútiles? Cuando a veces leveía sentado solo al anochecer, fumandoun cigarrillo tras otro y escudriñando elhumo con los ojos entornados como sibuscara alguna respuesta, hubieraquerido decirle: «Por favor, no se vaya.Quédese aquí». Faltaban apenas cincosemanas para que lo perdiera.

No era sólo el amor que sentía porél lo que la inducía a querer ayudarle…,aquel amor nacido una lluviosa tarde enque ella tomó el fatídico atajo a travésde Lathrop Hall para dirigirse al

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despacho del decano. Declan Connorera la razón de su regreso a Egipto. Ysólo por eso le estaría eternamenteagradecida.

Porque, paulatinamente, se habíaobrado un milagro.

—Dime, sayyida doctora —le dijoUm Tewfik, la «Madre de Tewfik»,dando el pecho a su hijo—. ¿De verasda resultado la medicina moderna?

Mientras aplicaba el estetoscopio altórax de una anciana que se quejaba defiebre y debilidad, Jasmine contestó:

—La medicina moderna daresultado, Um Tewfik, pero depende delpaciente. Por ejemplo, un día me vino a

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ver un fellah llamado Ahmed que tosíade mala manera. Le di un frasco demedicina y le dije que tomara unacucharada sopera al día. Él me contestó:

»—Sí, sayyida.»Y se fue. Cuando volvió a la

semana siguiente, la tos habíaempeorado.

»—¿Tomaste la medicina, Ahmed?—le pregunté.

»—No, sayyida —me replicó.»—¿Y por qué no? —pregunté.»—Pues porque no pude introducir

la cuchara en el frasco.Las mujeres se echaron a reír,

comentando que todos los hombres eran

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unos inútiles y Jasmine se rió con ellasde su propio chiste. No recordabahaberse sentido jamás tan feliz y tanrebosante de vida. Ése era el milagro.

Mientras examinaba el extrañosarpullido que tenía la paciente en elbrazo, Jasmine recordó sus primerostiempos en Inglaterra más de veinte añosatrás, cuando acudió a reclamar suherencia y conoció a su única parientaWestfall, la anciana hermana del conde,lady Penélope. Jasmine había sidorecibida cordialmente por la mujer en sucasa y, mientras ambas tomaban el té, laanciana lady Penélope le dijo:

—Tu madre heredó la afición por

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todo lo del Oriente Próximo de supropia madre y abuela tuya, ladyFrances. Frances y yo éramosinmejorables amigas y creo recordar queme llevó a ver la película El caíd por lomenos cien veces. ¡Pobrecita, casadacon mi aburrido hermano,eminentemente práctico y sin la menortendencia al romanticismo! Frances sesuicidó, ¿sabes?

Jasmine no lo sabía y la noticiaconstituyó un duro golpe para ella. Sumadre jamás le había comentado cómohabía muerto la abuela Westfall ni queésta, en palabras de tía Penélope, «habíaintroducido un día la cabeza en el horno

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y había abierto la espita del gas». Aquelnuevo conocimiento la indujo a pensaren cosas que antes no había tomado enconsideración: en la presunta muerteaccidental de su tío Edward mientraslimpiaba un arma de fuego y en lamuerte de Alice en un accidente detráfico. ¿Serían ciertas las historias oacaso le habían ocultado la verdad?¿Existía efectivamente en la familia unatendencia a la depresión y el suicidio?

Aunque ella jamás había mostrado lamenor inclinación a quitarse la vida,durante los primeros meses quesiguieron a su salida de Egipto, se sumióen una oscura y profunda depresión que

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la llenó de espanto. En cambio, cuandotomó la decisión de regresar a Egiptopara trabajar con el doctor Connor y sepreparó para afrontar la rabia, el dolor ytodas las emociones que habíareprimido desde que Ibrahim ladeclarara muerta, resultó que, para sugran sorpresa, no ocurrió nada. En sulugar, experimentó un milagrosoresurgimiento y, junto con éste, recuperóla felicidad y la alegría de antaño, comosi aquellas emociones también hubieranestado reprimidas, aunque no borradas.El sólo hecho de volver a hablar elárabe de Egipto, tan dulce para ellacomo la miel, y de saborear una vez más

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las especialidades culinarias de suinfancia, de oír las característicascarcajadas de los egipcios que sabíanburlarse de sí mismos y nunca setomaban la vida en serio, de sentarse ala orilla del Nilo y contemplar suspintorescos cambios desde el amanecerhasta el ocaso y de tocar con sus manosla fértil tierra, de sentir sobre sushombros el calor del sol y volver a vivirel antiguo ritmo del valle del Nilo…todo aquello la había despertado yhecho revivir, no sólo desde el punto devista físico sino también espiritual.

Pero, por una curiosa ironía, suresurrección había coincidido con la

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muerte de algo en el interior de DeclanConnor.

—¿Haces sangre con la orina,Umma? —le preguntó respetuosamente ala anciana enteramente cubierta por unvelo negro—. ¿Te duele el vientre?

Al ver que la anciana asentía aambas preguntas, Jasmine dijo:

—Tienes una enfermedad de lasangre provocada por el agua estancada.—Le hubiera querido administrarinmediatamente una inyección, pero elequipo sanitario había tropezado en losúltimos días con un número tan elevadode casos de bilharziasis que se le habíanagotado todas las existencias de

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praziquantel—. Tendrás que ir a ver almédico del distrito, Umma —añadió,escribiendo una nota de instrucciones enun trozo de papel—. Esta medicina teeliminará la enfermedad de la sangre,pero tienes que evitar caminar sobre elagua estancada a partir de ahora porque,en tal caso, te volverías a infectar.

La anciana contempló un instante eltrozo de papel y después se retiró ensilencio. Jasmine sospechaba que novisitaría al médico y que herviría elpapel con el té a modo de brebajemágico.

—¡Por el corazón de labienaventurada Ayesha, sayyida! —

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exclamó Um Tewfik, apartándose elniño del pecho y volviendo a cubrirse—. ¿No podrías darme algún elixir paratener hijos? Mi hermana lleva tres mesescasada y, hasta ahora, no ha quedadoembarazada. Tiene miedo de que sumarido se canse de ella y se busque otraesposa.

Las demás sacudieroncomprensivamente la cabeza. Con unpoco de suerte, una mujer quedabaembarazada al primer mes.

—Tu hermana tendrá que ir a ver aun médico para que la examine ydescubra la causa del problema —contestó Jasmine.

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Um Tewfik sacudió la cabeza.—Mi hermana ya sabe cuál es el

problema. Me contó que, tres díasdespués de su boda, dos cuervosvolaron por encima de su cabezamientras atravesaba un campo. Después,los cuervos se posaron en una acacia yla miraron fijamente. En aquel momento,ella sintió que un yinn le penetraba en elcuerpo. Está claro, sayyida, que ésa esla causa de su esterilidad.

Al ver la firmeza con la cual lamujer apretaba las mandíbulas, Jasminele dijo a Um Tewfik:

—Puede que tu hermana tenga razón.Dile que tome dos plumas negras y se

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las ponga aquí debajo del vestido —añadió, señalándose el propio vientre—. Tendrá que llevar las plumas sietedías y recitar siete veces cada día lapr i mer a sura del Corán. Después,deberá guardar las plumas durante sietedías y, transcurrido este periodo, volvera ponérselas. Si lo hace durante variassemanas, el yinn será expulsado.

No era la primera vez que Jasmineutilizaba la magia en sus recetas. Cadadorado amanecer y cada ocaso escarlatasentía que Egipto la llamaba… elantiguo y místico Egipto que Amira lehabía enseñado muchos años atrás. Porconsiguiente, cuando ahora escuchaba el

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rumor del viento, oía en él los aullidosde los yinns y cuando ayudaba a algúnniño a venir al mundo, recitaba antiguasfórmulas mágicas para alejar el mal deojo. Conocía el poder de los milenariosmisterios, había visto cómo la magiacuraba lo que no podían curar losantibióticos y había comprobado que elpoder de la superstición triunfaba allídonde la medicina fracasaba.

—¡Fíjate en cómo te mira el saíd,doctora! —exclamó Um Jamal. Lasmujeres miraron tímidamente por elrabillo del ojo a Declan, de pie al otrolado de la plaza—. ¡Por Alá, que merepudie mi marido si este hombre no

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está enamorado de ti!Las risas de las mujeres se

escaparon flotando desde la plaza cualalas de pájaros en pleno vuelo. Lasjóvenes esposas disfrutaban de aquellainsólita ocasión de conversar y alternarcon sus congéneres, sabiendo que prontotendrían que regresar a sus casas deadobe y permanecer encerradas en ellascomo prisioneras.

—Esta noche, en la fiesta del Profeta—di jo Um Jamal—, haré un conjuroamoroso para el saíd y para ti, doctora.

—No servirá de nada —dijoJasmine—. El doctor Connor se irá muypronto de aquí.

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—Pues, entonces, tienes queconseguir que se quede, sayyida. Es tudeber. Los hombres creen que pueden iry venir a su antojo, pero lo hacen porquenosotras queremos, aunque ellos no losepan.

Las mujeres más jóvenes, queestaban empezando a comprender cuálera su verdadero poder oculto, se rieronpor lo bajo.

—La doctora tiene que casarse conel saíd y darle hijos —dijo Um Tewfik.

Las más ancianas se mostraron deacuerdo, asintiendo con las cabezascubiertas por los negros velos.

—Oh, ya soy demasiado mayor para

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tener hijos, Umma —contestó Jasmine,recogiendo el estetoscopio yguardándolo en su maletín—. Estoy apunto de cumplir cuarenta y dos años.

Um Jamal, una mujer deimpresionante presencia que tenía nadamenos que veintidós nietos, le dijo aJasmine, mirándola con picardía:

—Pues claro que puedes tener hijos,sayyida. Yo tuve uno a los cincuenta.¡Que me repudie mi marido si no le hedado diecinueve hijos vivos! —exclamó, lanzando un suspiro desatisfacción—. ¡Jamás ha mirado aninguna otra mujer!

Jasmine se rió, pero recordó que a

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veces, cuando depositaban a un niño ensus brazos o cuando veía la estrechaunión que reinaba entre madres e hijas,experimentaba el dolor de la pérdida desus dos hijos. Aunque lo aceptaba comovoluntad de Alá, a veces se preguntabaqué tal sería tener una hijita propia.Pensó en el pobre ángel nacido envísperas de la guerra de los Seis Días.Ahora hubiera tenido veintidós años. Aella no le hubiera importado que supadre fuera Hassan al-Sabir. Su amorhubiera sido tan profundo como el queaquellas campesinas sentían por losfrutos de sus entrañas.

Y cada día pensaba en su hijo:

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¿pensaría Muhammad en ella, lamencionaría alguna vez o preguntaríapor ella? ¿La imaginaría viva o acasosería para él como la tía Fátima, lamujer cuyas fotografías habían sidoeliminadas del álbum familiar y a la quetodo el mundo consideraba muerta? Lehubiera gustado poder contemplar aMuhammad sin que él la viera. No seacercaría a él ni trastornaría su vida nisuscitaría en él ningún dolor osentimiento de vergüenza, simplementele contemplaría con amorosos ojos demadre para ver cómo se reía ycaminaba, para oír su voz y grabárselaen la memoria. Muhammad ya era un

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hombre. Ella le había llevado en sucorazón durante todos aquellos años,pero no acertaba a imaginar cómo debíade ser ahora. ¿Se parecería a Omar? ¿Lohabrían mimado y sería un egoísta? No,pensó. Muhammad formaba parte de ellay también de Alice; sin duda seríaamable y cariñoso.

Um Jamal le dijo, poniéndosesúbitamente muy seria:

—Con todo el debido respeto yhonor, sayyida, tendrías que casarte conel saíd. Vais juntos a todas partes. Noestá bien que una mujer soltera vaya conun hombre.

—Por eso no te preocupes —

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contestó Jasmine.Lo cierto era que ella y Declan raras

veces permanecían a solas en ningúnsitio y ni siquiera estaban juntos, pues,cada vez que llegaban a una aldea y lesofrecían hospitalidad, Jasmine y Declansiempre iban por separado, ella con lasmujeres y él con los hombres. Ynormalmente, a la hora de dormir,Jasmine era acompañada a una casa yDeclan a otra. En las únicas ocasionesen que estaban realmente juntos, tantoque incluso se rozaban, era cuandoviajaban en los Land Cruisers,brincando sobre los baches de lascarreteras y circulando por caminos sin

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asfaltar entre campos de algodón y cañade azúcar.

Al final, Jasmine les deseó a lasmujeres mulid mubarak aleikum, feliznatividad del Profeta, y las jóvenesesposas se dispersaron con la mismaeficiencia con que antes se habíancongregado, perdiéndose por lasangostas callejuelas con los niños depecho en brazos o sujetos con correas ala espalda y los niños más crecidosagarrados a sus amplias faldasmulticolores. Las ancianas, envueltas ensus negros velos y chales, sedesperdigaron hacia los pocos lugaresumbríos que había en la plaza para

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comer nueces, chismorrear y ver pasarla tarde hasta que empezaran los festejosdel anochecer. Una vez sola, Jasminerecogió su equipo médico y susrecuerdos.

Al mirar hacia el otro lado de laplaza, la mirada de Declan se cruzó conla suya.

Al darse cuenta de que ella lo habíaestado observando, Declan apartórápidamente la mirada. Cerrando elmaletín, les dijo a los hombres reunidosdelante del café de Abu Hosni:

—Nos veremos en la fiesta de esta

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noche, inshallah. Cuando ya estaba apunto de marcharse, un fellah vestidocon una raída galabeya se apartó delgrupo de mirones que había en la plaza ymostró un enorme escarabajo egipciolabrado en un fragmento de piedracaliza.

—Te lo vendo, saíd —le dijoalegremente a Declan—. Es muyantiguo. Cuatro mil años tiene. Sépersonalmente de qué tumba procede. Ati te lo dejo en cincuenta libras.

—Lo siento, amigo. No me interesanlas cosas viejas.

—¡Es totalmente nuevo! —gritó elfellah, lanzándole el escarabajo—.

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¡Conozco personalmente al hombre quelo ha hecho! El mejor artesano de todoEgipto. Treinta libras, saíd.

Declan cruzó la plaza riéndose y, amedio camino, se tropezó con Jasmine.

—Le he prometido a Hadj Tayebque lo llevaría en el Toyota alcementerio —dijo—. Desea hacer unaofrenda ante la tumba de su padre.¿Quiere que la deje en el convento?

En el convento, Jasmine disfrutabade la hospitalidad de unas monjascatólicas mientras que Declan se alojabaen la casa del imán, al otro lado de laaldea. Pronto empezarían los festejos yella y Declan volverían a separarse para

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unirse respectivamente a los grupos delas mujeres y de los hombres.

—Me gustaría ir con ustedes —contestó Jasmine—, si es correcto. Mehan dicho que hay unas ruinas muyinteresantes cerca del cementerio.

El Land Cruiser brincó sobre los bachesdel camino hasta que dejó atrás loscampos de cultivo y las casas de adobey se adentró en el inmenso desierto.Hadj Tayeb permanecía sentado entreJasmine y Declan, sujetándose alsalpicadero con una mano e indicando elcamino con la otra. El sol poniente era

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como una bola de fuego que, desde unpálido cielo sin mancha, arrojaba sobreel desierto unas intensas tonalidadesamarillas y anaranjadas, surcadas porlas alargadas sombras negras de lasrocas y los peñascos. Al final, lespareció ver una pequeña aldea en lalejanía, pero, al acercarse un poco más,no oyeron la menor señal de vida, tansólo el silencio del desierto y elsolitario silbido del viento.

Los tres descendieron del vehículo yel anciano fellah acompañó a Jasmine yConnor por unas estrechas callejuelasque hubieran podido pertenecer acualquier aldea, pasando por delante de

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puertas y ventanas y bajo arcos depiedra medio derruidos. Todas las«casas» ostentaban una cúpula. Mientraslas contemplaba, a Jasmine se leantojaron unas grandes colmenas deadobe cubiertas con una capa de tierra yarena.

Cuando llegaron a la tumba de lafamilia de Tayeb, el anciano hadj señalócon un trémulo dedo, diciendo:

—Las ruinas están por allí, saíd,junto a la antigua ruta de las caravanas.

Mientras le dejaban solo para querezara bajo los últimos rayos del ocaso,Jasmine le dijo a Connor:

—Las mujeres de la aldea me han

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comentado que las ruinas tienen poderescurativos. Los aldeanos vienen aquíalgunas veces para arrancar fragmentosde piedra de las columnas y elaborarmedicinas con ellos.

Apenas quedaba nada del santuariode la diosa, muy frecuentado por losviajeros del desierto miles de añosatrás…, sólo permanecían en pie dos delas columnas originarias; las demásaparecían rotas entre los cascotes y losescombros. Se podían ver todavíaalgunas piedras de pavimentación entrela arena, vestigios de un camino queconducía a lo que parecía ser unpequeño santuario. Por detrás de éste, se

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elevaba una escarpada formaciónrocosa, surgida muchos milenios atráscual un inmenso y desnudo costurón queseparaba el valle del Nilo del Sahara.

—Ésta era antiguamente una ruta decaravanas muy transitada —explicóDeclan mientras ambos se abrían caminoentre los cascotes. El silencio erasobrecogedor y el sol poniente habíaconferido una sorprendente coloraciónrojiza a las columnas que se recortabancontra el cielo—. Supongo que losviajeros se debían de detener aquí paraorar por un feliz viaje. Y seguramenteacampaban en aquellas cavernas de allí.

—Parece como si alguien hubiera

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acampado aquí —dijo Jasmine, rozandocon la puntera de su zapato un círculo deennegrecidas piedras.

—Los santos varones del desierto sesienten atraídos por estos solitarioslugares. Sobre todo, los místicos sufíes.Y los ermitaños cristianos.

Jasmine tropezó con la estatua de uncarnero. Le faltaba la cabeza y la planasuperficie correspondiente al cuello sehabía convertido en un asiento ideal.

—¿Por qué no se hacenexcavaciones aquí? —preguntó,sentándose—. ¿Por qué no han valladoeste lugar los arqueólogos?

Connor contempló la yerma llanura

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que se extendía hasta el horizonte. En ladistancia, distinguió las achaparradastiendas negras de los beduinos.

—Probablemente por falta desubvenciones —contestó—. Éste debede ser un santuario pequeño einsignificante. No debe de merecer lapena, supongo. Puede que, en el siglopasado, los egiptólogos se acercaran poraquí cuando los arqueólogos europeosempezaron a saquear Egipto. HadjTayeb me ha dicho que él y Abu Hosniconvencieron una vez a los capitanes delos barcos que hacen cruceros por elNilo de que se detuvieran aquí para quebajaran los turistas. Sin embargo,

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después de una larga marcha desde elrío, los turistas se decepcionaban. Y, alfinal, los barcos ya no se detuvieron.

Jasmine contempló su siluetarecortada contra el cielo color lavanda.Mientras el viento le agitaba el cabello,algo más largo que antaño, observó queen sus sienes ya habían asomado lasprimeras hebras de plata.

—Declan —dijo—, ¿por qué se vausted?

Connor se apartó un poco, pisandoruidosamente con sus botas el agrietadopavimento antiguo.

—Tengo que irme. Por mi propiasupervivencia.

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—Pero aquí es usted muy necesario.Escúcheme, se lo ruego.

Cuando llegué a los campos derefugiados de Gaza, me quedé tanpasmada ante las condiciones que allíimperaban y la forma en que erantratados los palestinos, que estuve casi apunto de marcharme. Después visité laclínica de la Fundación Treverton y, alver el bien que allí estaban haciendo…

—Jasmine —dijo Connor, de pie ala sombra de una alta columna—, lo sétodo sobre los campos. Lo sé todo sobrelas condiciones en que vive la gente entodo el mundo. Pero ni usted ni yopodremos cambiar ni un ápice la

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situación. Mire ahí —añadió,volviéndose hacia la columna adornadapor unos grabados tan consumidos por elviento y la arena que apenas sedistinguían, a pesar de que, en elmomento en que los últimos rayos delsol asomaron por encima de laformación rocosa, acentuando todas lassombras, los grabados destacaron enrelieve—. ¿Ve usted esto? —preguntó,señalando las escenas de hombrestrabajando en los campos, búfaloshaciendo girar unas norias y mujeresmoliendo maíz—. Estas escenas fueronlabradas probablemente hace tres milaños y, sin embargo, podrían haberlo

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sido ayer, pues los fellahin viven hoy endía exactamente igual que susantepasados. Nada ha cambiado. Ésta esla lección que he aprendido al cabo deveinticinco años de ejercer la medicinaen el Tercer Mundo. Por mucho quehagamos usted y yo, la gente se quedaráigual. Nada cambia.

—Menos usted —dijo Jasmine—.Usted ha cambiado.

—Digamos que he despertado.—¿A qué?—Al hecho de que lo que estamos

haciendo aquí… en Egipto, en loscampos de refugiados… no es más queun ejercicio inútil.

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—Antes no pensaba usted así. Antespensaba que podía salvar a los niños delmundo.

—Eso fue durante mi fase dearrogancia, en que aún pensaba quesería capaz de modificar las cosas.

—Todavía sigue siendo capaz demodificarlas —dijo Jasmine, mirándolecon expresión de desafío.

El rumor de unas pisadas sobre lagrava turbó de repente el silencio deldesierto. Hadj Tayeb se estabaacercando a ellos entre jadeos.

—Por mis tres dioses —exclamó elanciano—. Será mejor que Alá me llamepronto a su lado, ¡de lo contrario, no le

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serviré de nada en el Paraíso! Ah, estasruinas. Mi aldea podría ganar muchodinero con ellas si vinieran los turistas.Pero, después de haber visto lo que hayen Karnak y Kom Obo, ven esto y dicen:«¿Sólo dos columnas? ¿Y por quévamos a pagar dinero para ver sólo doscolumnas?». Abu Hosni y yo hemospensado construir otras columnas aquí ydarles apariencia de antiguas. Pero, porAlá, me siento muy cansado.

—Voy por el vehículo —dijoConnor—. Ustedes dos esperen aquí.

Mientras esperaban, Jasmine leofreció al anciano peregrino su asientosobre la estatua del carnero y Tayeb lo

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aceptó de buen grado, extendiendo a sualrededor la blanca galabeya. Tayebescudriñó el cielo cada vez más oscuro.

—No me gusta estar aquí después dela puesta del sol —dijo, acercándoseuna mano al pecho.

—¿Te encuentras mal? —le preguntóJasmine.

—Soy un pobre viejo, Alá meguarde.

Al regresar y oír que Tayeb sequejaba de sus achaques, Connor sacósu botiquín médico del vehículo y, en elmomento en que estaba a punto deabrirlo, el anciano irguió la cabeza ypreguntó:

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—¿Qué ha sido ese ruido?—Es el viento, Hadj Tayeb —

contestó Connor.—Pues a mí me ha parecido un yinn.

Por Alá que será mejor que nos vayamoscuanto antes de aquí, saíd. Los fantasmassalen por la noche y, mira, el sol ya seha ocultado.

—Un momento —dijo Jasmine—.Yo también he oído algo.

Los tres permanecieron inmóviles,escuchando el silbido lastimero delviento entre las ruinas. De repente, otrosonido se juntó con el del viento…, unprolongado y débil lamento.

—¡Aquí hay alguien! —dijo

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Jasmine.Se volvieron en la dirección de

donde procedía el sonido y prestaronnuevamente atención. Esta vez, el sonidofue más claro.

—Tienes razón —dijo Declan—.Aquí hay alguien. El sonido procede deaquella pequeña edificación.

El santuario de la antigua diosa teníala altura de un hombre y unos tres metroscuadrados de superficie. Tuvieron quetrepar por las rocas y los escombrospara alcanzarlo; como, de vez encuando, resbalaban sobre la grava y lapizarra suelta, Declan tomó a Jasmine dela mano. La puerta miraba al este, donde

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el cielo estaba más oscuro, por lo queno se podía ver nada de lo que habíadentro. Se inclinaron para escuchar.

Se oyó otro gemido.—Allah! —exclamó Hadj Tayeb,

haciendo un signo para alejar el mal deojo.

Connor entró y descubrió a unhombre reclinado contra un antiguoaltar; respiraba afanosamente y manteníalos ojos cerrados, llevaba la túnica y elturbante propios de un místico sufí yostentaba una larga barba gris que lellegaba hasta el pecho. Se veíanmanchas de sangre en la túnica.

Declan se arrodilló a su lado y le

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dijo en voz baja:—Tranquilo, abuelo, hemos venido

para ayudarte.Después, abrió su maletín médico y

sacó un estetoscopio y un manguito paramedir la presión arterial.

Mientras Connor controlaba lasconstantes vitales del hombre, Jasminelevantó el dobladillo de su áspera túnicade lana y descubrió un hueso de lapierna asomando a través de la carnegangrenada.

—Se debió de caer y debió dearrastrarse hasta aquí para estar másprotegido —dijo Jasmine, abriendo sumaletín. Bajo la débil luz del interior

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del santuario, llenó rápidamente sujeringa con una ampolla de morfina—.Esto te aliviará el dolor —le dijo alhombre sin estar muy segura de que éstese hubiera percatado de su presencia.

Declan auscultó al herido con elestetoscopio y después se incorporódiciendo:

—El pulso es débil e irregular. Estágravemente deshidratado y seguramentesufre intensos dolores. Le pondré unsuero y después lo trasladaremos alhospital del distrito.

Se sorprendieron cuando el hombredijo de pronto en un áspero susurro:

—¡No! No me saquéis de aquí.

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—Vamos a cuidarte, Abu —dijoJasmine, utilizando el respetuosotérmino de «padre»—. Somos médicos.

El hombre la miró y Jasminecontempló con asombro sus claros ojosverdes. Cuando el herido hizo unamueca de dolor dejando al descubiertouna fuerte dentadura, Jasmine le dijo aDeclan:

—Este hombre no es viejo.—No, pero está muy grave —dijo

Connor, haciéndole una seña a Tayeb,que aguardaba junto a la entrada—.¿Puedes ir por la caja metálica que hayen la parte de atrás del vehículo, Hadj?

El anciano se retiró a toda prisa.

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Declan envolvió cuidadosamente elmanguito de la presión arterialalrededor de la parte superior de unbrazo tremendamente escuálido yesquelético.

—Tiene la tensión muy baja —dijo,tras hacer la lectura—. Tendremos querehidratarle inmediatamente.

Mientras esperaban a que Tayebregresara con el equipo del suerointravenoso, Jasmine apoyó la mano enla frente del ermitaño. Tenía la piel tanreseca y cuarteada como si fuera unviejo de cien años y, sin embargo,Jasmine calculaba que no debía de sermucho mayor que ella. Después,

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examinó la herida con Declan y ambosllegaron tácitamente a la mismaconclusión: amputación por encima de larodilla.

Hadj Tayeb regresó portando congran esfuerzo la caja de aluminio.Declan buscó rápidamente una vena parainiciar un gota a gota, colocando labotella de solución de dextrosa sobre elaltar de piedra.

—Escúchame, Abu —dijo después—, vamos a entablillarte la pierna y allevarte a…

—No —repitió el ermitaño, esta vezcon más energía—, no me saquéis deaquí.

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—¿Qué te ocurrió?—Estaba fuera, rezando en la cuesta

de la roca. Soplaba el viento y perdí elequilibrio. Logré arrastrarme hasta aquí.

—¿Cuánto tiempo llevas así? —lepreguntó Jasmine.

—Horas, días…Gracias a la tierra sobre la cual se

había arrastrado, la sangre se le habíacoagulado, evitando que murieradesangrado. Pero las moscas habíantenido tiempo de darse un festín con ladesgarrada carne. Jasmine se preguntócuándo se le habrían terminado el agua yla comida mientras yacía en medio deterribles dolores, esperando ayuda.

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Por suerte, llevaban consigo unacantimplora. Jasmine desenroscó eltapón y, deslizando un brazo bajo losescuálidos hombros, acercó el agua asus labios. El herido consiguió tomarunos cuantos sorbos.

Al final, la morfina empezó ahacerle efecto y, tras tomar un poco másde agua, el ermitaño recuperó poco apoco la coherencia.

—Pasaron por aquí unas buenasgentes… unos beduinos que se dirigían aEl Cairo. Me dieron de comer y debeber. Loado sea Alá en sumisericordia.

—Te vas a poner bien —dijo

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Declan—. En cuanto te llevemos alhospital.

Pero el ermitaño pareció no haberleoído, pues, de repente, clavó los ojos enJasmine.

La miró un buen rato con el ceñofruncido. Después, levantó unaesquelética mano y le echó el turbantehacia atrás, dejando al descubierto surubio cabello. Una expresión deasombro se dibujó en su descarnadorostro.

—¿Mishmish? —dijo en un susurro.—¿Cómo? ¿Qué has dicho?—¿Eres tú, Mishmish?—¿Zacarías?

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—Pensé que estaba soñando. Erestú, Mishmish.

—¡Zacarías! ¡Oh, Zakki! —Jasminemiró a Declan—. ¡Es mi hermano! ¡Estehombre es mi hermano!

—¿Cómo?—La busqué, ¿sabes? —añadió

Zacarías—. Busqué a Sahra, pero jamásla encontré.

—¿De qué está hablando?—Fui de aldea en aldea, Mishmish

—dijo Zacarías con un hilillo de voz—.Pregunté por ella… pero habíadesaparecido. No era mi destinoencontrarla.

—No hables, Zakki —dijo Jasmine

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con lágrimas en los ojos—. Te vamos acurar.

Zacarías esbozó una sonrisa ysacudió la cabeza.

—Mishmish… —dijo, respirandoafanosamente—. Después de tantosaños, estás aquí. Loado sea su nombre,el Todopoderoso ha escuchado miúltima plegaria y me ha concedido poderverte antes de reunirme con Él.

—Sí —dijo Jasmine—, loado sea sunombre. Pero, Zakki, ¿qué estáshaciendo aquí? ¿Cómo llegaste hastaaquí, tan lejos de casa?

Zacarías la miró con los ojosdesenfocados.

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—¿Recuerdas, Mishmish… la fuentedel jardín?

—La recuerdo, pero, por favor,ahorra las fuerzas.

—No necesito fuerzas allí adondevoy. Mishmish… ¿has visto a la familiadesde entonces…? —Zacarías hizosúbitamente una mueca—. ¿Desde quenuestro padre te echó de casa? Me sumíen la desesperación cuando te fuiste,Mishmish.

Las lágrimas de Jasmine cayeronsobre las manos de su hermano.

—No hables, Zakki. Vamos a cuidarde ti.

—Alá está contigo, Yasmina. Veo su

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mano sobre tu hombro. Casi no te roza,pero está ahí.

—Oh, Zakki —dijo Jasmine,rompiendo en sollozos—, me pareceimposible haberte encontrado. Quéhorrible debió de ser para ti vivir tansolo.

—Alá estaba conmigo… —contestóZacarías, emitiendo un chirriantesuspiro.

—Tenemos que sacarloinmediatamente de aquí, de lo contrarioserá demasiado tarde —dijo Declan.

—Mishmish… ya casi no siento eldolor.

—Te he dado una cosa para

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aliviarlo.—Bendita seas, hermana de mi

corazón. —Mirando a Declan, Zacaríasañadió—: Pero tú estás sufriendo, amigomío. Lo veo en el halo que te rodea.

—No hables ahora, Abu, no gastesenergía.

Zacarías alargó la mano y, tomandola de Declan, añadió:

—Sí, tú estás sufriendo. —Contempló el rostro de Declan y parecióleer algo en él—. No tienes quereprocharte nada. No tuviste la culpa.

—¿Cómo?—Ella dice que está en paz y quiere

que tú también lo estés. Declan le miró

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un instante y después se puso en pie deun salto. Zacarías se volvió haciaJasmine.

—Deja que me vaya junto a Alá. Esmi hora. —Levantó una mano y acaricióel dorado cabello que, libre delturbante, se derramaba sobre loshombros de Jasmine—. Alá te hadevuelto a casa, Mishmish. Tus díaserrantes en tierras extrañas han tocado asu fin. —Esbozando una sonrisa, añadió—: Dile a Tahia que la amo y laesperaré en el Paraíso.

Dicho lo cual, cerró los ojos yexpiró.

Jasmine le sostuvo en sus brazos y,

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acunando el cuerpo sin vida, murmuró:—«En el nombre de Alá, el

Clemente y Misericordioso. No hay másdios que Alá y Mahoma es su Profeta».

Lo sostuvo largo rato en medio delsilencio del desierto mientras lassombras de la noche iban penetrandopoco a poco en el santuario y unsolitario chacal aullaba en las colinascircundantes sobre el trasfondo de lossollozos de Hadj Tayeb. Al final.Declan dijo:

—Lo tenemos que enterrar, Jasmine.—Mi madre me escribió hace

tiempo contándome que Zacarías habíavivido una experiencia mística en el

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Sinaí durante la guerra de los Seis Días.Dijo que había muerto en el campo debatalla y que regresó a la vida. A partirde entonces, mi hermano cambió.Aseguró que había visto el Paraíso. Sevolvió muy religioso y Umma dijo quehabía sido elegido por Alá. Después, sefue en busca de Sahra, nuestra cocinera,no sé por qué.

—Jasmine —dijo Declan—, estáanocheciendo. Tenemos que enterrarle.Vaya a sentarse en el Land Cruiser conTayeb. Yo cavaré la tumba.

—No. Tengo el deber de enterrar ami hermano. Quiero ser yo quien ledeposite en la tierra.

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La noche ya había caído cuandoamontonaron unas piedras sobre latumba para evitar que los animalescarroñeros se apoderaran del cuerpo. Alterminar, Jasmine grabó el nombre deAlá sobre la roca que cubría la cabezade Zacarías.

Hadj Tayeb se pasó la manga bajo lanariz, diciendo:

—Loado sea Alá, sayyida, tuhermano descansará en dos paraísos,pues este lugar también está consagradoa los antiguos dioses.

Jasmine se echó a llorar y Declan laestrechó largamente en sus brazos.

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42

Cuando Amira descendió del automóvil,todo el mundo enmudeció de golpe.

El ruidoso clan de los Rashidacababa de llegar en una caravana devehículos y sus miembros secongregaron alegremente en el muelle,aspirando la vigorizante brisa marina yempapándose los huesos de sol. Allá enEl Cairo, los jamsins habían envuelto laciudad en un sudario de cálida arena,pero allí, en el puerto Suez, adonde lafamilia se había desplazado paradespedir a Amira en su ansiada

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peregrinación a La Meca, el solderramaba sus doradas bendicionesdesde un purísimo cielo azul y las aguasdel golfo de Suez eran de un colorturquesa tan profundo que dolían losojos de sólo mirarlo.

Sin embargo, el centro de la atenciónde todos era en aquellos momentosAmira, la cual acababa de emergerdesde el Cadillac a la brillante luz delsol, vestida con sus ropajes deperegrina. Y la blancura de su atuendoera tan cegadora que todos se laquedaron mirando boquiabiertos deasombro.

Nadie recordaba haberla visto jamás

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vestida de otro color que no fuera elnegro. Y ahora la blancura de lasholgadas prendas y del velo de gasa,guardados en un cajón duranteincontables años de esperanza, habíaobrado en ella una curiosatransformación. Amira aparecíaextrañamente joven y virginal, como siel color blanco hubiera purificado susaños y borrado los achaques. Inclusoparecía caminar con paso más ligero,como si las articulaciones se hubieranlibrado del dolor y la rigidez y lasvestiduras tuvieran poderes mágicos y lehubieran devuelto la juventud.

Sin embargo, no eran aquellas

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tradicionales prendas las que habíantransformado a Amira, sino el hecho desaber que, al final, podría peregrinar ala santa ciudad de La Meca. Se habíapasado las últimas semanas rezando yayunando para poder entrar en el Ihram,el estado de pureza, prescindiendo delmaquillaje y las joyas, símbolos de suvida secular y terrenal, y apartando desu mente todos los pensamientosmundanos para concentrarseexclusivamente en Alá. Ahora ya estabapreparada para entrar en la ciudad santade La Meca, lugar natal del Profeta en elque, desde hacía cuatrocientos años,sólo estaban autorizados a entrar los

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creyentes.Mientras Ibrahim acompañaba a su

madre a la terminal de los hadj dondelos transbordadores aguardaban paratrasladar a los peregrinos al sur del marRojo hacia la costa occidental de ArabiaSaudí, los Rashid se mezclaron con lamuchedumbre de pasajeros y familiarespara acompañar alegremente a Ummahasta el barco.

Estaban todos menos Nefissa, la cualse había torcido un tobillo y habíatenido que permanecer en El Cairo, y sunieto Muhammad, que se había quedadopara cuidar de ella y hacerle compañía.Sin embargo, sí estaba su hija Tahia,

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llevando de la mano a sus dos nietecitas.Tahia, que acababa de cumplir los

cuarenta y tres años, contempló conorgullo a su hija Asmahan, cuyocumpleaños se celebraría al díasiguiente: la joven iba a cumplirveintiún años y ya estaba embarazada desu segundo hijo. Después miró a Zeinab,que pronto cumpliría también veintiúnaños, pero para quien no había ningunaperspectiva de matrimonio ni de hijos.No obstante, Alá podía obrarprodigiosos milagros. ¿Acaso a lafamilia no le habían dicho una vez que lapropia Camelia jamás podría tener hijosa causa de la infección que había sufrido

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en su adolescencia? Y, sin embargo, allíestaba su hijo Najib, un preciosochiquillo moreno y de ojos claros comoel ámbar. Por consiguiente, ¿quién podíaafirmar que el destino de Zeinab yaestaba escrito en el libro de Alá? Lo queverdaderamente hacía soportable la vidaera la confianza en la misericordia y laclemencia de Alá; de otro modo, ¿cómohubiera podido la gente seguir viviendo?¿Cuántas veces ella misma había estadotentada de abandonar a su familia e ir enbusca de Zacarías? Pero la confianza enAlá la había sostenido. Cuando Zakkicumpliera la misión que le habíaencomendado Alá, regresaría. Y

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entonces ambos podrían casarse sinningún impedimento.

Huda, la esposa de Ibrahim,caminaba detrás de Tahia con sus cincohijas, unas encantadoras niñas con loscaracterísticos ojos almendrados de losRashid y cuyas edades oscilaban entrelos siete y los catorce años. Ellas eranel centro de todo su universo. Desde queIbrahim la rescatara de su vida deestrecheces, trabajando todo el día comoenfermera en su consultorio y atendiendodespués a su padre, el vendedor debocadillos, y a los holgazanes de sushermanos, su existencia había estadoenteramente dedicada a la crianza y el

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cuidado de aquellos ángeles. No leimportó que Ibrahim llevara a casa a unasegunda esposa, la dulce y sumisa Atiya,que ya la había librado de los aburridosdeberes conyugales. Si alguien se lohubiera preguntado, Huda hubiera dichoque disfrutaba haciendo el amor conIbrahim, aunque en el fondo de sucorazón detestaba aquel acto y sólo sehabía sometido a él para poder tenerhijos. Muchas veces le había insinuado aIbrahim la conveniencia de hacer unasaludable pausa, pero él seguíaentregándose a ello con prodigiosadeterminación. Estaba a punto decumplir setenta años y aún no había

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conseguido tener un hijo varón comoprueba de su virilidad. Bueno, ahora elpeso de aquella carga lo soportaríaAtiya y ella se alegraría de que asífuera. Mientras acompañaba a su madreavanzando por el ruidoso muelle,Ibrahim miró a Atiya. El viento lepegaba el veraniego vestido al cuerpo,revelando la generosa prominencia de suvientre. Tenía que darle un varón. Sietehijas… nueve, contando la pequeña quehabía muerto en el verano de 1952 y laque Alice había perdido en 1963. Sinembargo, se consolaba pensando en laclemencia de Alá. El hecho de no tenerun hijo varón era el mayor castigo que

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pudiera sufrir un hombre. ¿Estaría supadre Alí mirándole todavía desde elParaíso y esperando que le diera unnieto? ¿Qué significaban los años paraun alma en el Cielo? Puede que toda unavida no fuera más que un instante y quela impaciencia y los reproches de Alí nohubieran disminuido ni un ápice. Peroahora la prominencia que se observababajo el vestido de Atiya lo llenaba deesperanza.

Mientras seguía a los demásmiembros de su familia hacia laterminal, Dahiba se apoyó en Hakim. Apesar de que Ibrahim había dicho que enla operación quirúrgica le habían

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quitado todo el cáncer, la estabansometiendo a un tratamiento dequimioterapia y radiaciones que ladejaba muy debilitada. Sin embargo,aunque la fuerza física le fallara, suespíritu se mantenía tan vigoroso comosiempre. Las últimas cuatro semanashabían infundido un nuevo significado yuna nueva determinación en su vida ytambién en la de su marido. Hakim yDahiba seguirían viviendo con el mismoentusiasmo de siempre aunque el futuropermaneciera oculto tras un velo.Habían aceptado la voluntad de Alá y sesometerían a sus designios; y, entretanto, tras haber saboreado su propia

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mortalidad y sabiendo que todas lashoras de las personas estaban contadas,dedicarían el resto de sus días a trabajaren sus respectivos proyectos para poderdejar un legado significativo a laposteridad. Hakim rodaría finalmente lapelícula más importante de su carrera,una producción que, antes incluso dehaberla terminado, ya había armado ungran revuelo en El Cairo, pues estababasada en la historia real de una mujertan terriblemente maltratada por sumarido y por un sistema jurídicoextremadamente benévolo con losmonstruosos comportamientos de loshombres; que, al final, se había visto

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empujada al asesinato. Hakim estabaseguro de que la película se prohibiríaen Egipto, pero ya se imaginaba a losespectadores de todo el mundovitoreando a su heroína en el momentoen que ésta disparaba primero contra laingle y después contra el corazón de sumarido. El proyecto de Dahiba era elmanuscrito de una novela que loseditores le habían rechazado años atrás.Bahithat al-Badiyya, «El buscador deldesierto», había sido rechazada por loseditores por considerarla una obraautobiográfica, calificaciónhabitualmente utilizada paramenospreciar la producción literaria de

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una mujer, dando a entender con ello queésta sólo tenía una historia que contar, lasuya propia. Pero ahora le habíancomprado el manuscrito y, gracias alclima más liberal instaurado por elpresidente Mubarak, la obra sepublicaría en Egipto y, por consiguiente,en todo el mundo árabe. Así pues, apesar de sus dolores y su debilidad,Dahiba había acudido a despedir aUmma muy animada.

Pero la familia no le quitaba los ojosde encima. Aunque fingiera disfrutar dela fresca brisa marina, de la fabulosaextensión del mar y del espectáculo delos buques cisterna y los demás barcos

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surcando las aguas sobre elimpresionante telón de fondo colormalva del Sinaí, Camelia estaba muypreocupada por su tía. Sabía lo muchoque la debilitaba la quimioterapia ytambién sabía que Dahiba se habíacubierto la cabeza con un pañuelo colormelocotón para disimular la pérdida decabello provocada por las radiaciones.Por eso se le había ocurrido la idea dedarle a su tía una sorpresa; en laconspiración participaba toda la familiamenos Dahiba y Hakim, y ella confiabaen que todo el mundo supiera guardar elsecreto. Si de algo podía estar segura,era de la habilidad de la familia para

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guardar secretos.Llegó el momento de la despedida.

Mientras otros peregrinos subían altransbordador y saludaban a su familia yamigos, Zeinab y dos primas suyas deveintitantos años ocuparon sus puestosal lado de Amira. Ellas también vestíanenteramente de blanco porque iban ahacer la peregrinación a Arabia.

—Voy a La Meca para rezar por larecuperación de mi hija —dijo Amira,abrazando a Dahiba y Hakim—. Alá esclemente. —Después abrazó a Cameliay le guiñó el ojo, musitando—: No tepreocupes, regresaremos a tiempo,inshallah.

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Ibrahim estrechó largo rato a sumadre en sus brazos. Hubiera queridoenviar a uno de los chicos con ella, talvez a Muhammad, para que laprotegiera. Omar había secundado ladecisión, señalando que no quería quesu abuela recorriera sola Arabia Saudí.Sin embargo, Amira había trastocadosus planes, decidiendo que laacompañaran las tres chicas, con lo cualla presencia de Muhammad se habíahecho innecesaria. Sin embargo, elorigen de la inquietud de Ibrahim no erasólo la peregrinación a La Meca… al finy al cabo, su madre viajaría encompañía de un montón de gente que

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también se dirigía a la ciudad santa. Eratambién lo que Amira tenía previstopara la vuelta.

—Quiero tratar de encontrar elcamino que seguimos mi madre y yocuando yo era pequeña y emprendimosun viaje.

Ibrahim no veía la importancia quepudiera tener aquel largo viaje de sumadre y experimentaba la premoniciónde que jamás volvería a verla.

—Alégrate por mí, hijo de micorazón —le dijo Amira—. Emprendoun viaje que me llena de júbilo.

Después, volviéndose a mirar eltransbordador, se preguntó si aquel

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deslumbrante mar azul sería el mismoque había visto en sus más recientessueños.

Mimí lucía el último grito en trajes dedanza oriental: un modelo de noche deraso escarlata y lentejuelas carmesí,estilo años cincuenta; calzaba zapatos detacón con correas alrededor de lostobillos y un largo guante de noche en unsolo brazo, con el otro al aire. La hábililuminación de la fotografía realzaba surubia melena, confiriéndole unaapariencia un tanto salvaje. Como sifuera una devoradora de hombres…

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capaz de comerse vivo a un hombre yconseguir que éste le suplicaratormentos todavía mayores.

De pie frente al Cage d’Or con lasmanos metidas en los bolsillos,Muhammad permanecía ajeno a la genteque estaba entrando en la sala de fiestas,los autobuses de turistas y losvociferantes hombres de negocios que sedisponían a pasar un buen rato. Ardíapor Mimí. Pero no se atrevía a entrar.

Ojalá tía Dahiba no se hubierapuesto enferma. Tras haber visto a Mimíen el estudio de ella, Muhammad sehabía quedado dormido por la noche conla imagen de Mimí grabada en la mente,

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tratando, con la ingenuidad propia de laadolescencia, aunque movido por eldeseo de un hombre adulto, deinventarse algún medio de conocerla.Pero, de pronto, tía Dahiba tuvo queingresar en el hospital, cerrando suestudio y dando al traste con su sueño deconocer a Mimí. En las cuatro semanastranscurridas desde entonces, el jovenhabía acudido casi todas las noches aaquel lugar colgado sobre el Nilo paracontemplar la sala de fiestas que añosatrás había sido una de las casas dejuego preferidas del rey Faruk. Y allí sequedaba, contemplando la imagen deMimí en la marquesina sin atreverse a

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entrar.¿Por qué no lo hacía? Tenía dinero y

edad suficiente, pues acababa decumplir veinticinco años dos días antes.La familia había organizado una granfiesta en su honor y le habían hechomuchos regalos. Pero no le habían dadomucho dinero y eso era lo que más faltale hacía. Mimí no mostraría el menorinterés por un funcionario del Estado sinun céntimo en el bolsillo.

Mientras contemplaba absorto lacascada de rubios bucles, pensando queaún no había recibido la postal defelicitación que su madre le enviabacada año por su cumpleaños desde

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cualquier lugar del mundo dondeestuviera, no se dio cuenta de que unhombre se había situado a su lado. Depronto, oyó una voz que le decía en unsusurro:

—Decadencia imperialistaoccidental.

Volvió la cabeza para ver a quién sedirigía el comentario.

Experimentó un sobresalto al ver aHussein, el que le había vigilado en elcafé de Feyruz, su antiguo y temiblecompañero de los HermanosMusulmanes. Al darse cuenta de que erala segunda vez en cuatro semanas quetropezaba con Hussein, pues casi había

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chocado con él en la acera la semanaanterior al salir del edificio oficialdonde trabajaba, se preguntó si talesencuentros habrían sido puracoincidencia.

—¿Cómo dices? —preguntó,simultáneamente consciente de dossensaciones: del cálido y arenosoaliento del jamsin y de los oscuros ysiniestros ojos de Hussein.

—Estuviste una vez con nosotros,hermano —dijo Hussein—. Te recuerdode nuestras reuniones. Pero despuésdesapareciste.

—Mi padre…Muhammad tuvo miedo de repente y

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se preguntó por qué. Hussein sonrió sinla menor cordialidad.

—¿Sigues creyendo, amigo mío?—¿Creyendo?Hussein le señaló la imagen de

Mimí.—Esta basura está socavando los

valores de Egipto y destruyendo nuestrafe islámica fundamental.

Muhammad contempló el cartel ydespués miró a Hussein.

Desde el interior de la sala defiestas se escapaban los acordes de laorquesta. Su amada Mimí estaba a puntode salir al escenario para bailar antetodos aquellos desconocidos. La

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deseaba y detestaba a la vez. Empezó asudar.

Hussein se le acercó un poco más yle dijo casi con un gruñido:

—¿Cómo puede un hombreconcentrar sus pensamientos en Alá,cómo puede mantenerse fiel a su esposay a su familia cuando Satanás arrojatales tentaciones en su camino? Estassalas de fiestas están subvencionadascon los dólares occidentales y formanparte de una conspiración para privar aEgipto de su orgullo, su honor y suhonradez.

Muhammad contempló la imagen deMimí, clavó los ojos en la turgencia de

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su busto y en sus caderas y se percató depronto de que su sonrisa era en ciertomodo burlona.

El cálido jamsin pareció traspasarlela piel con miles de alfileres. El sudorle bajaba por las mejillas, por el interiordel cuello de la camisa y entre losomoplatos. Un fuego le ardía en lasentrañas.

—Tenemos que limpiar Egipto deesta pestilencia —murmuró Hussein—.Y regresar a los caminos de Alá y a larectitud. Tenemos que usar todos losmedios a nuestro alcance.

Muhammad le miró atemorizado.Después, dio media vuelta y huyó

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corriendo.

Nefissa se alegraba de haberse torcidoel tobillo y de no haber podidoacompañar a la familia a Suez, pues suaccidente había obligado a Muhammad aquedarse con ella y a renunciar a suviaje a La Meca con Amira. Estabafuriosa con su hermano y su hijo por elhecho de que éstos hubieran sugeridoaquella posibilidad que sólo hubieraservido para que Amira tuviera unanueva ocasión de reforzar su dominiosobre Muhammad, tal como dominaba atodos los demás miembros de la familia.

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Pero ella lo tenía muy claro: el chico erasuyo.

Y había forjado para él unos planesen los que nadie, ni siquiera Omar oIbrahim, y tanto menos Amira, iban ameter las narices. Puede que la felicidadse le hubiera escapado en los últimosaños, pero aún podría recuperarlacuando su nieto se casara con la chicaque ella ya le había elegido y se fueran avivir los tres al nuevo apartamento queella había adquirido en secreto.

Precisamente estaba mirando el relojy preguntándose dónde estaríaMuhammad y adónde iría todas lasnoches, cuando oyó que se abría y

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cerraba la puerta de entrada. Muhammadentró en el salón donde ella seencontraba recostada en un sofá, con elpie lastimado sobre un almohadón. Eljoven la besó rápidamente y apartó elrostro, pero no sin que antes ellaobservara su intensa palidez y latrastornada expresión de sus ojos.

—¿Cómo estás esta noche, nieto demi corazón? —le preguntó, súbitamentepreocupada.

Muhammad permaneció de espaldasa ella mientras examinaba lacorrespondencia que había recogido enel buzón del vestíbulo de abajo.

—Estoy bien, abuela…

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De pronto, el joven interrumpió lafrase y Nefissa vio que contraía loshombros.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.—Mi postal de felicitación de

cumpleaños —contestó Muhammad conla voz entrecortada por la emoción—.Ha llegado.

Muhammad se sentó en el diván ycontempló largo rato el sobre antes deabrirlo. En otros tiempos, Nefissa habíaconseguido ocultarle a Camelia lascartas de Yasmina, pero ni siquierahabía intentado ocultarle las postales asu nieto. Muhammad las esperaba conansia cada año y ella sabía incluso en

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qué cajón las guardaba. Sabía que, si lehubiera prohibido guardarlas, él hubieraconvertido a su madre en una mártir y lahubiera colocado en un pedestal. Lafruta que está al alcance de la mano,pensó Nefissa, es menos tentadora quela prohibida.

Al ver que Muhammad fruncíasúbitamente el ceño, le preguntó:

—¿Qué ocurre, cariño?Muhammad se acercó a ella.—No lo entiendo, abuela. Fíjate, el

sobre lleva franqueo egipcio.—Entonces no lo envía ella.—¡Pero la caligrafía es la suya! —

Muhammad rasgó el sobre y leyó la

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consabida frase: «Siempre en micorazón, Tu madre». Después, examinómás detenidamente el sobre y, al ver elmatasellos, exclamó—: Bismillah! ¡Estáen Egipto!

—¡Cómo! —Nefissa le quitó elsobre de las manos y lo examinó bajo laluz de la lámpara. Al ver el matasellos,de al-Tafla, RAE, se quedó súbitamentehelada—. En el nombre de Alá —musitó—. ¿Yasmina en Egipto? ¿Dónde está al-Tafla?

Muhammad sacó rápidamente elpequeño atlas que había en la libreríaentre un diccionario y una colección deobras de poesía de lbn Hamdis, y pasó

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rápidamente las páginas con trémulasmanos. Era importante encontrar el lugarexacto, tenía que saber con todaprecisión dónde estaba al-Tafla. El librose le cayó de las manos, se agachó pararecogerlo y, al final, llegó a la página enla que el verde valle del Nilo dividíados amarillos desiertos. Deslizó el dedohacia abajo siguiendo el curso del río,volvió ha deslizado hacia arriba y otravez hacia abajo y, al final, exclamó:

—Y’Allah! ¡Aquí está! Al sur deLuxor y antes de…

Después arrojó el atlas al otro ladode la estancia y éste fue a dar contra eltelevisor, cayendo al suelo mientras las

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páginas sueltas se escapaban volando.Nefissa trató de incorporarse, se

agarró al respaldo de una silla y selevantó, haciendo una mueca de dolor.

—Nieto de mi corazón —dijo—.Por favor…

—¿Cómo es posible que esté aquí yno haya venido a verme? —dijoMuhammad—. ¿Qué clase de madre esésa? ¡Oh, abuela, estoy desolado!

Al ver cómo lloraba Muhammad ycómo su delgado cuerpo se estremecíaal ritmo de los convulsos sollozos,Nefissa se alarmó y experimentó unrepentino temor. ¡Yasmina en Egipto! ¿Ysi reclamara a su hijo? Legalmente,

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Yasmina no podía hacerlo. PeroMuhammad ya era un hombre y unadulce palabra de su madre hubierapodido ser suficiente para que ella loperdiera para siempre.

—Escúchame, cariño —dijo,alargando la mano hacia su brazo—.Ayúdame a sentarme. Verás, tengo quedecirte una cosa. Ha llegado el momentode que sepas la verdad sobre tu madre.

Muhammad se pasó una mano bajola nariz mientras ayudaba a su abuela asentarse en el costoso sillón de brocadoespecialmente reservado para ella.Desde aquel trono, Nefissa dabaórdenes a Nala y las criadas y mimaba a

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Omar, Muhammad y las niñas. Lanzandoun profundo suspiro para serenarse,Nefissa añadió:

—No va a ser fácil para mí, nieto demi corazón. La familia lleva muchosaños sin mencionar a tu madre, desdeque ella se fue. Siéntate, por favor.

Pero Muhammad no podía sentarse.E l jamsin azotaba las ventanas cual siunos perversos yinns estuvieranhaciendo travesuras y en el apartamentohacía un calor insoportable. El jovenpermaneció de pie en el centro de laestancia, sobre la alfombra que suabuela había adquirido tiempo atrás enuna subasta por haber pertenecido a su

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amiga la princesa Faiza.—Dime, abuela, ¿qué le ocurrió a mi

madre? —preguntó sin poder disimularla tensión de su voz.

Nefissa enderezó la espalda.—Pobre muchacho mío, tu madre fue

sorprendida en adulterio con el mejoramigo de tu tío Ibrahim. —Mientraspronunciaba aquellas palabras, Nefissase avergonzó del placer que sentía—.Ella estaba casada por aquel entoncescon tu padre.

—No… no te creo —dijoMuhammad con lágrimas en los ojos.

—Pregúntaselo a tu tío cuandoregrese de Suez. Ibrahim te dirá la

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verdad. Aunque fuera su hija, sudesvergüenza nos deshonró.

—¡No! —gritó Muhammad—. ¡Nopuedes decir eso de mi madre!

—Me duele decírtelo porquedeshonró a nuestra familia. Por esonadie habla de ella. Ibrahim expulsó a tumadre la víspera de la guerra de losSeis Días, un día negro para Egipto ypara todos nosotros.

Nefissa apretó fuertemente loslabios. No quería contarle a Muhammadtodo lo demás, cómo Yasmina habíasuplicado clemencia y había pedido quele permitieran quedarse con su hijo ycómo Omar se lo había llevado aquella

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misma noche sin que jamás su madrehubiera podido volver a verlo.

De pie sobre la alfombra de laprincesa Faiza, Muhammad seestremeció violentamente mientras elsudor le bajaba profusamente por lasmejillas. De pronto, abandonó laestancia y Nefissa le oyó vomitar en elcuarto de baño.

Salió tambaleándose y con el rostrointensamente pálido. Nefissa extendiólos brazos como para retenerle, pero élsalió del apartamento y bajó a la calle,empujando a la gente a su paso. Sedirigió al café de Feyruz confiando enencontrar a sus amigos… confiando en

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que Salah y Habib le hicieran reír ydisiparan su pesadilla con sus chistes ysus bromas. Pero no estaban. Encontróen su lugar a Hussein, con sus siniestrosojos y sus siniestras ideas. Se sentó a sulado, sosteniéndose la cabeza con lasmanos mientras Hussein le hablaba de lanecesidad de librar a Egipto de losimpíos. Mientras escuchaba, el jovenMuhammad vio unas negras nubesacercándose a él cual si fueran unamalsana niebla o las fauces de unperverso yinn dispuesto a devorarle.

—Sí —dijo, asintiendo a laspalabras de Hussein mientras se juraba así mismo en silencio: «Iré a al-Tafla y la

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castigaré tal como la hubieran tenidoque castigar hace veinte años».

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Jasmine escudriñó el cielo nocturno enbusca de la estrella de su nacimiento,Mirach de Andrómeda, en la esperanzade que ésta le infundiera fuerza para loque estaba a punto de hacer. Sinembargo, las estrellas eran tan brillantescomo unos fuegos artificiales y resultabaimposible distinguir una sola entretantas. Por consiguiente, contempló laredonda y plateada luna que iluminabael Nilo con su benévolo resplandor yextendió los brazos hacia ella como siquisiera abrazar su poder.

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Tras pronunciar una silenciosaplegaria, se apartó del río y regresó a laaldea dormida de al-Tafla a través delas oscuras callejuelas hasta llegar a lacasa de la comadrona, que era al mismotiempo adivina y vidente. Tenía queactuar con rapidez. Faltaban tres díaspara la partida de Declan Connor.

Declan paseaba sobre las crujientestablas de la galería sin poder dormir. Devez en cuando, se detenía para examinarel cielo de medianoche y ver si estabanublado. Durante todo el día loslugareños habían oído los distantes

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rugidos de los truenos, el aire habíaestado electrizado y se habían vistoenormes bandadas de aves en el cielo.¿Se estaría acercando una tormenta?Pero ¿cómo era posible si el cielo noestaba encapotado? Declan se sacó unacajetilla del bolsillo y, mientrasencendía un cigarrillo, reflexionó acercade su propia tormenta personal.

Faltaban tres días para queabandonara Egipto y no podía quitarse aJasmine de la cabeza… la sensación detenerla en sus brazos cuando la consolócuatro semanas atrás, después deenterrar a su hermano. Le obsesionaba elrecuerdo de su cuerpo contra el suyo, de

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su calor, de su busto apretado contra supecho, de sus lágrimas empapándole lacamisa y de la forma en que ella sehabía aferrado a él. Jamás habíadeseado a una mujer en la medida en queestaba deseando a Jasmine y semaldecía por ello. No tenía ningúnderecho a sentir semejantes deseos,estando Sybil en el sepulcro.

Se acercó a la barandilla de lagalería y contempló el oscuro río encuya superficie, más negra que el pez, laluna trazaba una cinta de plata.

Cuando volvió a oír el rugido,Declan comprendió por vez primera quelo que había estado oyendo todo el día

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no eran truenos sino otra cosa… elredoble de unos lejanos tambores.Arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisócon el pie para apagarlo. Eran sin lamenor duda unos tambores. Pero ¿dónde,a aquella hora?

Se alejó muy despacio de su casitade la orilla del Nilo y se encaminó haciala aldea. Los tambores sonaban cada vezmás próximos y seguían un ritmoespecial. ¿Quién podía estar celebrandouna fiesta a aquella hora de la noche?

Al-Tafla estaba cerrada a cal ycanto, no brillaba ninguna luz, nisiquiera en el café de Walid. Ningúnfellah salía de noche para no tropezarse

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con los yinns y los malos espíritus quepoblaban la oscuridad. A pesar delcalor, todas las puertas y ventanasestaban atrancadas para impedir laentrada de los demonios o de lasmaldiciones de los vecinos envidiosos.

Declan vio que la clínica tambiénestaba a oscuras; la luz tampoco estabaencendida en la ventana de Jasmine en laparte de atrás. Sin embargo, vio para suasombro el parpadeo de una antorchailuminando los muros del patio de laparte posterior de la clínica dondeestaban el horno, los lavaderos y loscorrales de las gallinas. Bajando poruna callejuela tan estrecha que sus

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hombros rozaban los muros de adobe delas casas, vio en el patio un grupo dehombres con instrumentos musicales…flautas de madera, violines de doscuerdas y unos grandes y planostambores que tocaban rítmicamentesobre unas brasas de carbón encendidas.Había también algunas mujeres; Declanreconoció a la esposa de Jalid, lahermana de Walid y la anciana yrespetada Bint Omar, moviéndosealrededor de unos recipientes en los queestaban quemando incienso mientrasmurmuraban conjuros. No podíaentender las palabras porque nohablaban en árabe.

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De pronto, comprendió lo queestaban preparando: un zaar, una danzaritual para exorcizar a los demonios, encuyo transcurso los participantes eranpresa de una especie de frenesí yperdían el dominio de sí mismos.Aunque no se permitía normalmente quelos forasteros tomaran parte y nisiquiera presenciaran los zaars, Declanhabía sido testigo en secreto de una deaquellas danzas hipnóticas en Túnez, unllamado stambali, durante el cual eldanzarín había muerto a causa de unaparada cardiaca.

Declan se alarmó. ¿Dónde estabaJasmine?

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Quiso acercarse, pero una mujer lecerró el paso.

—Haram! —le dijo—. ¡Tabú!Sin embargo, otra mujer, la

comadrona de la aldea, se acercó a él yle miró con sus inquisitivos ojososcuros. Era una mujer muy poderosa enal-Tafla, cuyos tatuajes en la barbillaproclamaban con orgullo sus orígenesbeduinos. Declan se había enfrentadoalgunas veces con ella a propósito de labrutal y bárbara costumbre decircuncidar a las niñas. Estaba a puntode preguntar qué ocurría y dónde estabala doctora cuando, para su asombro, lamujer se apartó a un lado y le dijo:

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—Puedes entrar, saíd.Algunos de los que estaban sentados

en los bancos que rodeaban el patio lesaludaron con una sonrisa o unmovimiento de la cabeza. Otrospaseaban por el reducido espacio comosi se estuvieran precalentando para unejercicio. Las mujeres describían lentoscírculos, subiendo y bajando los brazos,golpeando el suelo con los pies yladeando las cabezas sin mover elcuello mientras los tamborileroscalentaban sus tambores sobre lasbrasas, el violinista templaba suinstrumento y la comadrona, envuelta ensus negros ropajes, iba encendiendo

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velas e incienso hasta que el sofocanteaire nocturno se llenó de humo yexóticos perfumes.

Declan miró a su alrededor,buscando a Jasmine. Se guardó muy biende entrometerse en la danza hipnótica ode intentar interrumpirla, pero queríasaber por qué razón la estaban llevandoa cabo allí en la clínica y qué teníaJasmine que ver con todo aquello. Elhombre que había visto morir en Túnezera muy joven y su estado de frenesíacabó con su vida. Todo el mundo sabíaque las danzas zaar podían serpeligrosas porque su propósito era el deexpulsar a los malos espíritus, los

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cuales se mostraban generalmentereacios a marcharse. A juicio de Declan,lo más peligroso era la pérdida delcontrol consciente.

¿Alguien se habría puesto enfermo?,se preguntó, acomodándose al lado de laseñora Rajat, la cual, sentada junto a lapared, fumaba en pipa con los ojoscerrados. ¿Se trataría de un zaarcurativo? ¿O acaso alguien se sentíadesgraciado por algún motivo y queríalibrarse de las energías negativas? Talvez los truenos que se habían oídodurante todo el día habían puestonerviosos a los aldeanos y éstos queríanahora ahuyentar a los yinns que sin duda

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llevaría consigo la tormenta. Declanapoyó la espalda con aire cansado en elmuro de adobe que todavía conservabael calor del día y, mientras los tamboressonaban rítmicamente sobre las brasas,sintió que su inquietud se intensificabapor momentos.

Una vez encendidas las velas, lacomadrona hizo una señal y todos lostamborileros, excepto uno, hicieroncallar sus instrumentos. El solitariotamborilero, vestido con una largagalabeya blanca y tocado con unturbante blanco, se movió alrededor delpatio tocando el tambor con ritmomonótono. Las mujeres cerraron los ojos

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y permanecieron donde estaban,oscilando lentamente de uno a otro lado.Tras describir unos cuantos círculos, eltamborilero modificó el ritmo y siguiórecorriendo el patio mientras golpeabahipnóticamente el tambor con el pulgar ylos demás dedos de las manos. Al pocorato, cambió de nuevo el compás y se leunió otro tamborilero que volvió aalterar levemente el ritmo.

Declan sabía lo que estabanhaciendo. Los fellahin creían que losmalos espíritus reaccionaban a ritmosdeterminados y que cada espíritu teníasu propia cadencia, por lo que lostamborileros estaban tendiendo trampas,

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por así decirlo, a los espíritus malignosque vagaban por el aire con el propósitode atraparlos. Al final, una de lasmujeres inició una danza. Cobró vidacomo si de pronto la hubieran atrapadotambién a ella y empezó a moverse conprecisión al ritmo del tambor. Declan sesorprendió de que la voluminosa mujerde Jalid pudiera moverse con tal graciay donaire. Pero ésta no había entrado entrance. Todavía.

Los demás tamborileros se unieron asu compañero, creando inicialmente unacacofonía que, al final, se transformó euna orquestación de compasesprodigiosamente ensamblados. Otras

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mujeres empezaron a danzar, cada unade ellas a su propio aire y con distintosmovimientos, como si sus espíritusrespondieran a unos personales ritmosinternos. Al ver que la comadronadesaparecía súbitamente en la parte deatrás de la clínica donde estaba lavivienda de Jasmine, Declan se pusosúbitamente en estado de alerta.

En cuanto vio aparecer a Jasmine, selevantó de un salto.

Sin embargo, Jasmine no caminabapor su propio pie sino que, con los ojoscerrados y la cabeza inclinada hacia unlado, era sostenida por dos mujeres. ¿Lahabrían drogado, se preguntó Declan, o

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acaso ella misma habría conseguidoalcanzar por sí sola aquel estado derelajación? Vestía un caftándeslumbradoramente azul, el colorsimbólico que calmaba y serenaba losespíritus.

Declan contempló fascinado cómolos tamborileros se movían en círculoalrededor de Jasmine, rozando el suelocon los dobladillos de sus galabeyasmientras las mujeres la sostenían.Cuando la comadrona empezó a hablarcon voz estridente, Declan se la quedómirando asombrado. No tenía ni idea delo que estaba diciendo ni en qué lenguase expresaba… Al parecer, estaba

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pronunciando nombres, como si llamaraa alguien, tal vez a los espíritus. Levantólos brazos y su silueta se proyectócontra el muro del otro lado y, aunqueella permaneció inmóvil, su sombrapareció danzar en una ilusión creada porel parpadeo de las antorchas.

Cuando Jasmine se desplomórepentinamente al suelo, Declan hizoademán de acercarse a ella, pero lafuerte mano de la señora Rajat le retuvode inmediato. Las mujeres se alejaron,dejando a Jasmine arrodillada y con losojos cerrados en el centro del círculo.Cuando ésta empezó a oscilarlentamente de uno a otro lado, los demás

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músicos tomaron finalmente susinstrumentos y se unieron a lostamborileros.

La música era obsesiva, melódica ehipnótica. Declan permaneció clavadodonde estaba mientras Jasmine, todavíaarrodillada, oscilaba hacia uno y otrolado con los brazos extendidos y lacabeza echada hacia atrás. Cuando elturbante le resbaló por ello, lacomadrona se apresuró a recogerlo y eldorado cabello se derramó a su espalda.Las mujeres seguían danzando a sualrededor, pero Declan observó que suspenetrantes ojos no se apartaban ni unsolo momento de Jasmine; el círculo

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adquirió un aire protector mientras laseñora Rajat y las demás murmuraban devez en cuando palabras tranquilizadoraspara que Jasmine supiera que estaba asalvo y entre amigos.

Los movimientos de Jasmine sehicieron más pronunciados hasta elextremo de que, al doblarse hacia atrás,su largo cabello rozó el suelo a suespalda. La luna asomó por encima delas azoteas circundantes, arrojando unaluz espectral sobre el brillante caftánazul.

La música se intensificó y alguienempezó a entonar un canto. Jasmine seinclinó hacia delante, oscilando de un

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lado a otro y rozando el suelo con sucabello.

Declan sintió que se le aceleraba elpulso al ritmo de los tambores. Lasluces de las antorchas parpadeabancomo si soplara en el patio un fuerteviento a pesar de la absolutainmovilidad del aire nocturno. Lacomadrona siguió pronunciando unasextrañas palabras como si estuvierallamando a alguien.

De pronto, Jasmine hizo una cosamuy rara. Con los brazos extendidoslateralmente como si estuvierasuspendida de unos hilos invisibles porlas muñecas, empezó a mover la cabeza

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en círculo. Su largo cabello rubio seagitaba a su alrededor a la luz de lasantorchas, despidiendo destellos cual sifuera un fuego de artificio. Giróincesantemente, primero despacio ydespués cada vez más rápido mientras lamúsica aceleraba su ritmo y lacomadrona pronunciabaatropelladamente las incomprensiblespalabras.

Con la música pulsándole en lacabeza, Declan notó que el sudor lebajaba por la espalda; no podía apartarlos ojos de aquel cabello que dabaincesantes vueltas hacia arriba, haciaabajo y alrededor de la cabeza de

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Jasmine mientras ésta movía el cuello enbruscos movimientos sincopados. Al versu rostro, la palidez de su sudorosa piel,su boca entreabierta y sus ojos…

Sus ojos estaban abiertos, pero sólose le veía el blanco. Los tenía vueltoshacia el interior de la cabeza porque yahabía alcanzado el punto de latrascendencia y había perdido elconocimiento.

—¡Ya basta! —gritó Declan,adelantándose hacia el círculo—.¡Deteneos!

Al extender el brazo hacia Jasmine,la comadrona le cerró el paso.

—Haram, saíd —le dijo.

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Pero él la apartó a un lado, tomórápidamente a Jasmine en sus brazos y lasacó del patio, lejos del sofocante humoy el incienso.

Jasmine yacía inmóvil en sus brazoscuando Declan bajó corriendo por laoscura callejuela. Sin embargo, encuanto llegó al Nilo y la depositósuavemente sobre la herbosa orilla,Jasmine empezó a volver en sí.

—Declan… —dijo.—¿Qué demonios estaba usted

haciendo allí? —le preguntó Declan,apartándole el húmedo cabello delrostro—. ¿No sabe que las danzashipnóticas son muy peligrosas? Maldita

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sea, me ha dado usted un susto demuerte.

—Lo he hecho por usted, Declan.—¿Por mí? Pero ¿está usted loca?

¿Sabe el mal rato que he pasado?—Pero es que yo quería…De pronto, Declan la estrechó en sus

brazos y juntó la boca con la suya.—Jasmine —dijo en un susurro,

besándole el rostro, el cabello y elcuello—. ¡Qué miedo he pasado! Temíaque sufrieras algún daño.

Jasmine le devolvió ávidamente losbesos, arrojándole los brazos al cuello yestrechándose con fuerza contra él.

—No hubiera tenido que quedarme

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cruzado de brazos —dijo Declan—.Hubiera tenido que impedirlo antes deque empezara.

—Declan, amor mío…—Por Dios bendito, no puedo

perderte, Jasmine. —Declan comprimióel rostro contra su cabello y la abrazócon tal fuerza que casi la dejó sinrespiración. Después, la cubrió con sumusculoso cuerpo y ella contempló losaltos y verdes carrizos que losrodeaban, elevándose hacia las estrellasmientras aspiraba la almizcleñafragancia del Nilo y él le decía—: Tequiero, Jasmine.

Después ya no hubo más palabras.

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Pasearon por la orilla del río tomadosde la mano mientras la luna iniciaba sudescenso hacia el horizonte. Jasminepensó que el Nilo jamás había estado tanhermoso. Saboreaba la sensación de lamano de Declan alrededor de la suya yle parecía que él le sostenía todo elcuerpo en su mano y la abarcaba portodas partes. Eso habían sido susefusiones amorosas… no tanto una unióncuanto un envolvimiento. A pesar de quela había penetrado físicamente, ellahabía tenido más bien la sensación deque la absorbía hacia su interior. Declanera el cuarto hombre con quien ella

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había mantenido contacto íntimo en suvida, pero el primero con quien se habíasentido enteramente a gusto.

—Declan —le dijo—, esta noche tehan permitido presenciar el zaar porqueyo lo hacía por ti. No he corrido ningúnpeligro. Ellos saben lo que hay quehacer cuando la cosa llega demasiadolejos.

Declan contempló el cielo y sepreguntó si siempre habría habido en éltantas estrellas y si éstas habrían sidosiempre tan brillantes.

—He pasado mucho miedo —dijoen voz baja como si temiera turbar lapaz del río—. ¿Por qué demonios has

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hecho eso por mí?—Quería ofrecerte un regalo a

cambio de lo que tú has hecho por mí.—¿Y qué es lo que he hecho por ti?—De no haber sido por ti, puede que

jamás hubiera regresado a Egipto y nohubiera podido estar al lado de Zakki ensu hora final. Pero, porque yo estuve conél, mi hermano no murió solo en mediodel dolor. Y eso te lo tengo queagradecer a ti.

—Pero yo no te traje a Egipto,Jasmine. No tuve nada que ver con eso.

Jasmine se detuvo y contempló subello rostro iluminado con un nítidoclaroscuro por el resplandor de la luna.

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Jamás se había sentido tancompletamente enamorada.

—Desde que enterramos a Zacarías,sólo he estado pensando en lo quepodría hacer por ti. Recordabaincesantemente lo que él te había dicho,que estabas sufriendo. Y entonces penséque, si pudiera librarte de tu dolor, ésesería mi regalo.

—¿Y querías librarme de los malosespíritus?

Jasmine esbozó una sonrisa.—En cierto modo. Las personas que

han participado en el zaar de esta nochete honran y respetan. Por eso se hanjuntado para generar energías positivas

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y enviártelas a ti.—Pues me temo que no ha dado

resultado. —Declan lanzó un suspiro—.No me siento demasiado positivo en estemomento. —Se volvió y se acercó a laorilla del río. Al oír de nuevo el distanterugido de los truenos, comprendió que latormenta del desierto se estabaacercando—. Un día me preguntaste cuálhabía sido la razón de mi cambio. Esalgo relacionado con la muerte de mimujer. Sybil no murió sin más, Jasmine.Murió asesinada.

Jasmine se le acercó.—¿Y tú te sientes culpable? ¿A eso

se refería mi hermano al decirte que tú

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no habías tenido la culpa?—No. —Declan extrajo una cajetilla

de cigarrillos de su bolsillo—. No eseso.

—Entonces, ¿qué?Declan estudió un instante el

cigarrillo y la cerilla que sostenía en lamano y arrojó ambas cosas al suelo.

—Yo maté a alguien —dijo—. Enrealidad, lo ejecuté.

Jasmine sintió que la antigua y sabianoche se movía a su alrededor y aspiróla fragancia de las flores de azahar y elfértil perfume del Nilo mientrasesperaba la explicación de Declan.

—Sybil y yo estábamos trabajando

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cerca de Arusha, en Tanzania —añadióDeclan tras una pausa—. Yo sabía quiénla había matado. Era el hijo del cacique:Sybil tenía una pequeña cámara que élambicionaba poseer. De hecho, nos lahabía robado hacía un mes. Yo hicecorrer la voz de que le había pedido alhechicero que lanzara una maldiciónsobre quienquiera que hubiera robado lacámara y que, si la devolvían, no habríacastigo ni se harían preguntas. Al díasiguiente, la encontramos en nuestroLand Rover. Sin embargo, al cabo de unmes, Sybil fue hallada asesinada en elcamino que conducía a nuestra misión.Le habían cortado el cuello con una

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panga nativa. Lo único que faltaba en elvehículo era aquella pequeña cámara.—Declan contempló un mechón de rubiocabello pegado al húmedo cuello deJasmine y se lo apartó con delicadeza—.Como el ladrón era el hijo del cacique—añadió—, pensé que no lo haríancomparecer en juicio. Entonces reuníinmediatamente a los ancianos delpoblado. Éstos tomaron la decisión deresolver el asunto por medio de laexpeditiva justicia local, sobre todo trashaberles yo explicado lo que meproponía hacer. Lo que yo quería hacerera justo, dijeron.

»Cuatro corpulentos hombres

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sujetaron al ladronzuelo mientras yo leadministraba una inyección. Le dije alchico que era un suero especial queserviría para establecer su inocencia osu culpabilidad. Si era inocente de lamuerte de mi mujer, nada malo leocurriría, pero, si era culpable, yomismo le mataría antes de que se pusierael sol. —Tras una pausa, Declan añadió—: Murió en el preciso momento en quese puso el sol.

—¿Qué le inyectaste?—Agua esterilizada. Algo

absolutamente inocuo. Yo no creí quemuriera. Pensé que se asustaría yconfesaría. —Declan contempló las

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oscuras aguas del río—. Tenía sólodieciséis años.

Jasmine apoyó una mano en su brazodiciendo:

—Estaba escrito hace tiempo elmomento en que Sybil moriría, tal comoestá escrita mi hora y también la tuya. ElProfeta dijo: «Hasta que llegue mi hora,nada me podrá causar daño; cuandollegue mi hora, nada me podrá salvar».Zakki tenía razón. Tú no tuviste la culpa.Quiero ayudarte, Declan. Llevas unacarga muy pesada y yo también. Mepreguntaste una vez por qué no queríaregresar junto a mi familia en El Cairo.Te voy a decir por qué —añadió

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Jasmine, contemplando las estrellasprimaverales—. Mi padre me expulsóde mi familia. Me arrebató a mi hijo yme sacó de casa. Lo hizo porquemantuve relaciones sexuales con unhombre que no era mi marido y quedéembarazada de él.

Se volvió a mirar a Declan, tratandode adivinar en sus ojos su reacción.Pero sólo vio el reflejo de la luz de laluna.

—No le amaba —añadió—. Fui suvíctima. Hassan al-Sabir habíaamenazado con arruinar a mi familia yyo fui a verle para suplicarle que no lohiciera, pero acabé deshonrando a mi

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familia. Sé que hubiera tenido queacudir a mi padre… puede que eso fueralo que más enfureció a mi padre, elhecho de pensar que yo no le creía capazde luchar contra Hassan y de que yo noconfiaba en su fuerza. No lo sé. Lanoche en que me desterró, mi padre medijo que, al nacer yo, había atraído unamaldición sobre nuestra familia. Por esono puedo regresar.

—Jasmine —dijo Connor,acercándose un poco más a ella—,recuerdo cuando viniste a mi despachoaquel día, preguntándome si podríaayudarte en caso de que recibieras unanotificación del Servicio de

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Inmigración. Jamás olvidaré el temor entus ojos. Tres de mis alumnos ya habíansido deportados; me habían pedidoayuda, pero no tenían miedo. Para ellos,volver a casa era una molestia, algo quelos irritaba y los indignaba. Tú, encambio, estabas asustada, Jasmine. Ysiempre me he preguntado por qué, puesme parece que lo sigues estando. ¿Porqué temes regresar? ¿Por culpa de esteHassan?

—No. Hassan al-Sabir ya no puedehacerme daño. Ni siquiera sé dóndeestá, si sigue en El Cairo o si todavíavive. Mi familia me repudió, ya no soyuna Rashid.

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Jasmine se volvió de espaldas, peroDeclan la asió por los hombros y laobligó a mirarle.

—Jasmine, has dicho que queríasayudarme. Olvídate de mí. Ayúdate a timisma. Exorciza tus propios demonios.

Por un instante, Jasmine se perdió enla intensidad de su mirada.

—No lo entiendes —dijo después.—Yo sólo entiendo una cosa…

Dices que me estás agradecida porhaberte devuelto a Egipto. Yo no te hedevuelto, tú misma lo has hecho. Yo hesido simplemente el pretexto quenecesitabas.

—No es verdad…

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—Pero aún no has vuelto del todo,¿no es cierto? Has trabajado en elLíbano, en Gaza y en el Alto Nilo. Escomo si estuvieras dando vueltasalrededor de un gigante dormido al quetemes despertar.

—Es cierto, Declan, tengo miedo.Quiero ver a mi familia, los echo atodos de menos… a mi hermana Cameliay a mi abuela Amira. ¡Pero no sé cómoregresar!

Declan esbozó una sonrisa.—Pasito a paso y sin darte por

vencida.—Pero tú, en cambio, te has dado

por vencido.

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—Sí. He aprendido que la ciencia esinútil en lugares como éste. Heaprendido que, por mucho que intentesvacunar a los niños, ellos siguenpensando que un abalorio de color azulcolgado alrededor del cuello es máseficaz. He intentado enseñarles que losparásitos del río son causa deenfermedades y de muerte y les heenseñado a adoptar unas sencillasprecauciones, pero ellos prefierenconfiar en un amuleto mágico y caminaren medio del agua contaminada. Vienena mí durante el día con susenfermedades y su desnutrición, peropor la noche visitan a escondidas la casa

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del hechicero para que les dé polvo deserpiente y talismanes. Aquellas ruinasdonde encontramos a tu hermano poseenmás poder curativo que mi jeringahipodérmica. Incluso tú, Jasmine, creísteque la danza zaar podría ayudarme.¿Acaso no te das cuenta de lo vanos quehan sido mis esfuerzos? Sí, me he dadopor vencido. Y por eso tengo que irmeantes de que la absoluta inutilidad detodo esto me destruya como destruyó aSybil.

—Pero a tu mujer no la mataron ni lasuperstición ni la magia.

—No, pero yo maté al chico que laasesinó para apoderarse de una cámara

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que no valía una gorda. Mira, Jasmine,Sybil y yo estábamos en aquel pobladotratando de convencer a los ancianos deque instaran a la gente a vacunar a susniños. Ya casi lo habíamos conseguidogracias a los denodados esfuerzos deSybil por vencer la resistencia delhechicero local. ¡Y entonces voy yo yecho mano precisamente de la brujeríaque habíamos condenado! Después de lomucho que había trabajado Sybil, hiceretroceder aquel poblado por lo menoscien años. La decepcioné, Jasmine.Escarnecí su muerte.

—No, no es verdad —dijo Jasmine,acariciándole la mejilla—. Oh, Declan,

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quisiera librarte de tu dolor, pero no sécómo. Dime qué debo hacer. ¿Quieresque me vaya contigo?

—No —contestó él, atrayéndola denuevo hacia sí—. Tú tienes que quedarteaquí, Jasmine. Es el lugar que tecorresponde.

—No sé cuál es el lugar que mecorresponde —dijo Jasmine, apoyandola cabeza en el hombro de Declan ydescansando el cuerpo contra el suyo—.Yo sólo sé que te quiero, Declan. Es loúnico que sé.

—Por ahora —dijo Declan,inclinando la cabeza para volver abesarla—, nos basta con eso.

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—No te preocupes, amigo mío —dijoHussein, colocando el dispositivo deexplosión en la bomba de tiempo—.Nadie va a sufrir el menor daño. Hoy eslunes y la sala de fiestas está cerradaesta noche. —Hizo una pausa para miraral tembloroso Muhammad, acomodadoen el asiento posterior del automóvil conel rostro más pálido que la cera—. Labomba es una cosa puramente simbólicapara que se enteren de que estamosdecididos a librar a Egipto de la impíadecadencia. La he preparado para que

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estalle a las nueve en punto de estanoche.

Muhammad contempló lainterminable riada de automóviles queestaba cruzando el puente bajo el cualdiscurría el Nilo con sus aguas verdeoscuras siniestramente iluminadas por elsol de la tarde. El automóvil de Husseinestaba aparcado en la calle algo másabajo de la sala de fiestas Cage d’Or, yMuhammad podía ver el cartel de Mimíen la entrada. Contempló de nuevo labomba que Hussein estaba preparando ytragó saliva, notándose la garganta seca.

¿Qué estaba haciendo él allí conaquellos hombres tan peligrosos? ¿Qué

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se le había perdido a él, MuhammadRashid, un insignificante funcionario dela Administración, con aquella gente?Las últimas semanas habían transcurridocomo un sueño desde el día en quedescubriera que su madre estaba enEgipto. Cada mañana esperaba que ellafuera a verle y cada noche veía morirsus esperanzas y crecer su desazón y suinquietud espiritual. Y, en sudesesperación, acudía todas las nochesal apartamento de Hussein y escuchaba aaquellos jóvenes hablandoapasionadamente de Alá y de larevolución. A Muhammad no le gustabanHussein y sus amigos, más bien les tenía

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miedo, pero le servían de desahogo parasus penas y sus sentimientos reprimidos.Decían que las mujeres desvergonzadase inmorales tenían que ser expulsadas deEgipto y él se mostraba de acuerdo. Y,cuando dijeron que, para demostrar susintenciones, destruirían el local en elque actuaba Mimí, pensó: «Asíaprenderá», aunque, en su confusión, nosupiera a cuál de las dos mujeres queríacastigar.

Ahora, sentado a cierta distancia dela sala de fiestas, mientras Husseinconectaba el dispositivo de tiempo conla batería de la bomba, se asustó yexperimentó el impulso de echar a

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correr.Se retorció las manos. ¿Cómo era

posible que su madre estuviera enEgipto y no quisiera ver a su hijo?¿Estaría todavía en al-Tafla o ya sehabría marchado de Egipto sin ni ir averle tan siquiera?

Había llegado el momento decolocar la bomba.

—Te concedemos este honor a ti,amigo mío —dijo Hussein, entregándolela caja a Muhammad—. De esta manera,demostrarás tu lealtad a la causa y aAlá. Aquí tienes la llave de entradaposterior de la sala de fiestas. Si tetropiezas con alguien, algún portero o

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vigilante, dale bakshish y dile que es unregalo para Mimí de parte de un altofuncionario del Estado y que tienesorden de entregarlo personalmente en sucamerino. Colocarás la bomba en elescenario, en el lugar que yo te heindicado en el plano. Que Alá teacompañe, amigo.

Al otro lado de la sala de fiestas, enla entrada principal, Camelia acababade salir y estaba estrechando la manodel propietario. Los preparativos para lafiesta sorpresa que aquella noche se ibaa celebrar en honor de Dahiba yaestaban muy adelantados; toda la familiaestaría presente y también los amigos de

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Dahiba, los antiguos miembros de suorquesta, gentes del cine y personajesfamosos e incluso un representante delministerio de Bienes Culturales, queharía entrega a Dahiba de una distinción.Habría reporteros y cámaras detelevisión que filmarían la fiesta, la cualtendría lugar después de una fabulosacena. Al final, convencerían a Dahiba deque volviera a danzar… en su primeraactuación en público después de catorceaños. Tras darle nuevamente las graciasal propietario, Camelia regresócorriendo a su limusina sin percatarsede que su sobrino acababa de pasarsubrepticiamente por la parte de atrás de

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la sala de fiestas con una caja bajo elbrazo.

Dahiba contempló cómo las azoteas, lascúpulas y los alminares de El Cairoadquirían una tonalidad dorada bajo elsol del atardecer y pensó que el mundoera un lugar maravilloso porque se lehabía concedido una segundaoportunidad de seguir viviendo. Losúltimos resultados de los análisis habíansido negativos. El cáncer se encontrabaen fase de remisión.

Hakim entró en el apartamentososteniendo un paquete de gran tamaño y

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miró a su mujer con una expresiónsospechosamente satisfecha.

—¿Qué es? —preguntó Dahibacuando él se lo entregó sonriendo.

—Un regalo para ti, cariño. Ábreloy lo verás.

Dahiba quitó cuidadosamente lacinta, levantó la tapa y, al separar elpapel de seda, lanzó un grito deasombro.

—¿A que no te lo esperabas? —preguntó Hakim mientras su mofletudorostro se iluminaba con una sonrisa.

—¡No sé qué decir! —Dahiba sacócuidadosamente el traje de la caja y losostuvo en sus manos para contemplar

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con admiración cómo los hilos de oro yplata entretejidos en la tela de gasanegra brillaban bajo la luz del sol—. ¡Esuna preciosidad, Hakim!

—Y además, es auténtico. ¡Me hacostado una fortuna!

Era un «traje de Asyut», un trajeregional confeccionado con un bellísimoe insólito tejido ya casi imposible deencontrar.

—Tiene más de cien años —explicóHakim, levantando el dobladillo yacariciando el suave tejido—. Es comoel que luciste en tu debut en el Cage d’Or en 1944, ¿recuerdas?

—¡Pero aquél era una imitación,

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Hakim! ¡Y éste es de verdad!—Vamos a celebrarlo. Ponte el

vestido y dejarás deslumbrado a todo ElCairo.

—¿Qué vamos a celebrar? —preguntó Dahiba, abrazando y besando asu marido.

—Que Alá te ha curado del cáncer,loado sea su nombre.

—¿Y adónde iremos?—Déjame darte una sorpresa.

Mientras contemplaba el azul del mar ala izquierda de la carretera por la cualestaban circulando, Amira pensó en su

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familia de El Cairo. Ya se estaríanpreparando para la fiesta en honor deDahiba. Lamentaba que ella y Zeinab nopudieran estar presentes. Le habíaprometido a Camelia regresar a tiempo,pero se habían demorado a su regreso dela peregrinación a La Meca porque, alsalir de Medina, empezó a sentir unosdolores torácicos y el médico de allí lerecomendó que tomara un vuelo yregresara inmediatamente a El Cairo,pero ella estaba firmemente decidida aencontrar la ruta de la caravana de suinfancia, pues sabía que no se leofrecería otra oportunidad de hacerlo.

Contemplando ahora las

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centelleantes aguas azul cobalto delgolfo de Áqaba, Amira se llenó dejúbilo. Se sentía purificada y más cercade Alá por el hecho de haber estado enLa Meca, el lugar más sagrado de latierra. Ella, Zeinab y las dos primashabían rezado en la Kaaba, la granPiedra Negra de La Meca en la cual elprofeta Abraham había preparado elsacrificio de su hijo Isaac; habíanvisitado el pozo de Agar y bebido elagua sagrada y después habían arrojadoguijarros a las columnas de piedra quesimbolizaban a Satanás, para alejar de síal demonio. Posteriormente, se habíandesplazado en transbordador hasta la

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costa de Áqaba, donde habían tomado untaxi para dirigirse a la península delSinaí.

Y ahora Amira estaba siguiendo laruta que, según la tradición, habíanseguido los judíos para salir de Egipto.Sin embargo, como el verdadero caminojamás se había logrado establecer yalgunos estudiosos habían sugerido otrasrutas, Amira estaba un poco preocupada.Su madre le había dicho muchos añosatrás que estaban siguiendo el caminodel Éxodo. Pero ¿sería aquél o quizáhubieran tenido que tomar el del norte,tal como algunos decían?

Como si leyera sus pensamientos, el

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chófer jordano, tocado con una jaffiyeha cuadros blancos y rojos, le dijo:

—Éste es el camino de la 9.ªBrigada, sayyida.

El enorme Buick cubierto de polvocirculaba velozmente por una carretera acuya derecha se elevaban unasescarpadas rocas de granito y a cuyaizquierda se extendían las palmeras, lasdoradas playas y las aguas intensamenteazules del golfo. Al otro lado, sedivisaba débilmente la costa colorespliego de Arabia.

—Pero ¿estamos siguiendo el mismocamino que siguió el profeta Moiséscuando sacó a los judíos de Egipto?

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—Éste es un camino muy conocido,sayyida —contestó el taxista—. Perolos monjes del monasterio de SantaCatalina te lo podrán decir. Si Aláquiere, nos quedaremos a pasar la nocheallí.

Al final, el vehículo se apartó de lacosta y empezó a bajar por un caminosin asfaltar entre pedregosos campos demargaritas habitados por las pardasalondras del desierto, los zorzales, lasperdices, las liebres del desierto y lospequeños lagartos verdes. El camino eraabrupto y difícil, por más que el taxistaprocuraba no zarandear demasiado a laspasajeras. Por el camino se cruzaron con

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unos beduinos que, de pie a la entradade sus tiendas, saludaron con la mano elpaso del vehículo. Mientras atravesabanaquel yermo territorio en el que apenascrecía vegetación, exceptuando algunaspalmeras que luchaban por sobrevivirentre las piedras, Amira no cesaba demirar a su alrededor. ¿Hubiera tenidoque reconocer aquel paisaje?

Al final, llegaron al monasterio.—Yébel Musa —dijo el taxista,

señalando un alto y escarpado picacho—. El monte de Moisés.

Al contemplar los pardos, grises yrojos montes graníticos, el corazón deAmira se desbocó de emoción. ¿Tendría

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que recordar estas desnudas colinas?¿Estaba yo cerca de aquí cuandoatacaron nuestra caravana? ¿Fue aquídónde me arrebataron de los brazos demi madre? ¿Estará ella enterrada cercade aquí y podré yo encontrar finalmentesu sepulcro? De momento, Amira habíacontemplado el mar intensamente azul desus sueños, había oído las esquilas deuna caravana de camellos y habíaexperimentado una profunda sensaciónde familiaridad en aquel territoriodesconocido. ¿Qué otros recuerdos iba adespertar en ella aquel lugar?

Mientras enfilaban la carretera queconducía al monasterio de Santa

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Catalina, construido en la base delmonte Sinaí, Amira y sus acompañantesse tropezaron con numerosos autocaresde turistas, caravanas y estudiantes enbicicleta, todos ellos circulando endirección contraria.

—Bismillah —dijo el taxista—. Esono es buena señal. Creo que llegamosdemasiado tarde. Los monjes habráncerrado las puertas.

La carretera se fue convirtiendopoco a poco en un camino sin asfaltar.Al pasar por delante de una pequeñacapilla blanca, el taxista explicó:

—Aquí es donde el profeta Moiséshabló por primera vez con Alá.

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Al final, llegaron a una especie defortaleza agazapada entre los cipreses.

—Yo me encargo de todo —dijo eltaxista, aparcando y subiendo por unospeldaños de piedra.

Regresó al poco rato, diciendo:—Lo lamento, sayyida. Los monjes

ya han tenido suficientes turistas porhoy. Dicen que volvamos mañana.

Amira experimentó una súbitasensación de apremio. Si los dolorestorácicos que había sufrido en Medinahabían sido efectivamente un aviso,puede que ya no tuviera un mañana.

—Zeinab —dijo—, ayúdame a subirestos peldaños, por favor. Yo misma

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hablaré con los padres. —Mirando altaxista con una extraña expresión,añadió—: Nosotros no somos turistas,señor Mustafá. Somos unas peregrinasque vienen en busca de la verdad.

Al llegar a la puerta de la antiguamuralla, Amira tuvo que detenerse pararecuperar el resuello. «Te lo ruego,Señor, no dejes que me muera antes dehaber encontrado las respuestas quebusco».

Zeinab tocó la campanilla y aparecióun barbudo monje vestido con el hábitopardo oscuro de su orden greco-ortodoxa.

—Por favor, santo padre —le dijo

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Zeinab en árabe—, ¿tienes la bondad depermitir que mi abuela entre adescansar? Venimos desde muy lejos.

Al ver que el monje no parecíacomprenderla, repitió las palabras eninglés y entonces el monje lacomprendió y, asintiendo con la cabeza,dijo que reconocía las vestiduras de laperegrinación religiosa y abrió la puertapara acoger al grupo.

Entraron en el patio encalado delmonasterio cristiano y, mientras seguíaal monje pisando un antiguo pavimentode piedra, Amira pensó: «Yo he estadoantes aquí».

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Mientras las sombras del anochecercaían sobre al-Tafla en el Alto Egipto,Jasmine hizo su última visitadomiciliaria antes de regresar a laclínica para atender a los pacientes delconsultorio.

—¿Hoy se va el saíd, doctora? —lepreguntó Um Jamal mientras Jasmine letomaba la tensión en el pequeño patio desu casa.

—Sí, el doctor se tiene que ir a otrositio.

—Me parece una equivocación,doctora. Tienes que conseguir que sequede aquí.

—O irte con él —terció la señora

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Rajat—. Una mujer tan joven como tú…¡Ya tendrás tiempo de ser vieja yquedarte sola como yo!

Jasmine se apartó de las mujeres yvolvió a guardar el manguito de medir latensión en su maletín. No podíaconcentrarse en su trabajo. Cuando dosnoches atrás, hizo el amor con Declandespués del zaar, todo había sido unadelicia. Se pasaron la noche hablando y,al llegar el amanecer, volvieron a hacerel amor y ella sintió que sus lealtadesempezaban a dividirse. Tal como habíadicho Um Jamal, ¿cómo podía permitirque él se fuera? Sin embargo, Declan noquería quedarse.

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—Te quiero, Jasmine —le habíadicho—, pero me moriré si me quedo.Le he dado tantas cosas a esta gente queya no me queda nada más. Es como sime hubieran devorado el alma y sólopudiera salvarme huyendo de aquí.

Mientras abandonaba la casa de UmJamal y caminaba bajo los últimos rayosdel sol de la tarde, Jasmine pensó que sudestino era vivir sola, que Alá teníaotros planes para Declan y que ladespedida de aquella mañana era lo quetenía que ser y ella jamás volvería averle. Sin embargo, mientras regresaba ala clínica, descubrió que sus pasos lahabían conducido a la casa de la

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Fundación junto al río, donde Declanestaba cargando sus cosas en el Toyotapara poder salir hacia El Cairo aquellamisma noche.

Le vio bajo la dorada luz del ocasocargando con bruscos movimientos lasbolsas de nailon en la parte de atrás delvehículo.

—¡Espera! —le gritó. Cuando él sevolvió, se arrojó en sus brazos—. Tequiero, Declan. Te quiero tanto que nopuedo perderte.

Él la besó con fuerza, hundiendo losdedos en su cabello.

—He perdido a todas las personasque he amado —añadió Jasmine,

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estrechándole con fuerza—, incluso a mihijo. Pero a ti no te perderé. Quiero irmecontigo, Declan. Quiero ser tu mujer.

Muhammad se moría de miedo. Todo lehabía salido a la perfección, tal comoHussein le había prometido: nadie lehabía preguntado nada al entrar en lasala de fiestas con la caja de regalo ynadie le había visto colocar la bomba alfondo del escenario, cerca de loscamerinos. Antes de marcharse, habíacomprobado el dispositivo de explosiónpor última vez: estaba preparado paradispararse a las nueve en punto…; presa

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de un gélido temor, se dio cuenta,mientras se acercaba a la casa de lacalle de las Vírgenes del Paraíso, de quefaltaban apenas treinta minutos.

Por la tarde, en el café de Feyruz,había vivido una pesadilla tratando dedisimular su inquietud en presencia desus amigos funcionarios. Salah se habíapasado el rato contando chistes como decostumbre y Habib le había tomado elpelo a propósito de su pasión por Mimí.Rezó para que sus amigos no se dierancuenta de que estaba sudando a mares nide que consultaba el reloj con excesivafrecuencia ni de que no había podidobeberse el dulce té azucarado de Feyruz.

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Y ahora, cuando ya se acercaba la horacero, comprendió que se iba a marear.

«Santo cielo, ¿qué es lo que hehecho?», pensó mientras entraba en lacasa, extrañamente silenciosa y vacía.«¿Cómo podré vivir después con esteremordimiento? ¿Y si alguien resultaraherido o incluso muerto? ¡Algúninocente que pasara por allí, porejemplo! ¡Santo cielo, ojalá pudieradeshacer lo que he hecho!».

El silencio de la casa le distrajo desus pensamientos; se detuvo en elvestíbulo y prestó atención, esperandooír rumores de música, voces y risas.Pero, por primera vez en su vida, la casa

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de su tío estaba ahora más muda que unatumba. ¿Qué había ocurrido? ¿Dóndeestaba todo el mundo?

—¡Muhammad! —le llamó su primaAsmahan, bajando por la escalinataenvuelta en una nube de perfume yluciendo un centelleante traje de noche—. ¿Por qué no estás vestido?

—¿Vestido para qué?—Para la fiesta sorpresa en honor

de tía Dahiba. Te lo dijimos hace variassemanas. Los otros ya se han ido. Si tedas prisa, te llevo en mi coche.

¿Una fiesta?, pensó Muhammad.Entonces lo recordó: la sorpresa que lehabían preparado a tía Dahiba. ¿Era

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aquella noche?—Lo había olvidado, Asmahan. Sí,

me daré prisa e iré contigo. ¿Dónde secelebrará la fiesta?

—En el Cage d’Or.

Amira se despertó con una opresión enel pecho y, por un aterrador instante, nosupo dónde estaba. Después, recordandoque ella y sus acompañantes se habíanquedado a pasar la noche en elmonasterio de Santa Catalina, miró aZeinab y a sus primas dormidas en suscamas. Sin despertarlas se levantó, seenvolvió en sus blancas vestiduras y

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salió a la fría noche del desierto.Rezó para que aquellas molestias se

debieran a la copiosa cena que leshabían servido los monjes y no a algúntrastorno del corazón. Tenía que vivir unpoco más. No había recuperado ningúnotro recuerdo. Ella y las chicas habíanrecorrido el monasterio, que era casiuna aldea en miniatura, visitando lahermosa iglesia, los jardines y el osariodonde se amontonaban los huesos demonjes muertos muchos siglos atrás.Pero su memoria no experimentóninguna sacudida; si había visitadoaquel lugar en su infancia, no seacordaba.

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Salió al desierto patio bañado por laluz de la luna y contempló las humildesedificaciones que rodeaban superímetro. Le parecía curioso haberencontrado una antigua mezquita en elinterior de un monasterio cristiano; sehabía construido hacía muchos añoscomo defensa contra los invasoresárabes, pero ahora la usaban losbeduinos de la zona durante el Ramadány otras fiestas religiosas, le explicaronlos monjes. Temblando de frío, decidióregresar al dormitorio, pero algo laindujo a detenerse.

Contempló el negro cielo y lasrutilantes estrellas y, empujada por una

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voluntad que no parecía la suya, subiólentamente por los peldaños de piedraque conducían al muro del parapeto.

La limusina quedó atrapada en eldenso tráfico de El Cairo. Dominada poruna incontenible emoción, Dahibacontempló las brillantes luces y a lospeatones que caminaban presurosos porlas aceras.

—¡Me gustaría que me dijerasadónde vamos, Hakim! —dijo riéndose.

Él se limitó a comprimirle la mano yle contestó:

—Ya lo verás, cariño, es unasorpresa.

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Muhammad consultó su reloj. Faltabanquince minutos para que estallara labomba. Un sudor frío le empapó lafrente mientras tocaba furiosamente elclaxon y trataba de abrirse camino entreel intenso tráfico nocturno. Al decirleAsmahan que la fiesta se iba a celebraren el Cage d’Or, trató de llamar al local,pero la línea estaba ocupada. Pensó enllamar a la policía. Pero no habíatiempo. Entonces decidió ir él mismo ala sala de fiestas y desactivar elartefacto o arrojarlo al Nilo. Saliórápidamente de la casa y tomó elautomóvil de Asmahan y ahora estabacontemplando a través de la ventanilla

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el irremediable embotellamiento detráfico que tenía delante.

«Señor mío, Señor mío.¡Ayúdame!».

Al final, presa del pánico, abandonóel automóvil con el motor todavía enmarcha y se dirigió a pie hacia el río.

Declan se pasó la tarde dandoinstrucciones a Nasr y Jalid sobre lo quedeberían hacer hasta que llegara elnuevo jefe y después decidió ir a verqué tal estaba Jasmine. Tras haber hechoel amor con él, Jasmine había regresadoa la clínica para hacer el equipaje.

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Ambos se irían juntos al día siguiente.Al llegar a la clínica en medio de

los deliciosos aromas de la comida quese estaba cociendo en las fogatas,Declan oyó la llamada del almuédano através del altavoz de la mezquita de allado. La puerta de la clínica no estabacerrada con llave, por lo que entró sinllamar. Al ver que Jasmine no seencontraba en su dormitorio, salió alpatio de la parte de atrás, donde dosnoches antes había tenido lugar la danzadel zaar, y allí la encontró arrodilladasobre una alfombra de oración bajo laluz de la luna.

Jamás la había visto rezar

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anteriormente: se quedó hechizado antela visión de su caftán y su turbanteblanco mientras ella se postrabarepetidamente en el suelo con tantaagilidad como si estuviera interpretandola coreografía de una danza. Escuchó lasplegarias en árabe que se escapaban desus labios y, al ver la expresión deprofunda devoción y tal vez también detristeza o disculpa que reflejaban susojos, arrojó súbitamente el cigarrillo alsuelo, lo pisó con la bota para apagarloy se alejó.

Hakim cruzó la entrada del club dando

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el brazo a una asombrada Dahiba.—¡Sorpresa! —gritaron todos

mientras la antigua orquesta de Dahibainterpretaba en el escenario la melodíacon la cual se iniciaba siempre suactuación.

Muhammad entró apresuradamentepor la puerta posterior, empujando a supaso a los camareros y los cocineros, ysalió al comedor donde se hallabareunida toda su familia… el tío Ibrahim,la abuela Nefissa, su madrastra Nala,todos sus tíos, tías y primos, desde losmayores hasta los más pequeños, eincluso Atiya, la esposa embarazada deIbrahim. En el momento en que Camelia

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subía con Dahiba al escenario, todo elmundo prorrumpió en vítores y aplausosy se apagaron las luces.

—Alá misericordioso —musitóMuhammad e inmediatamente gritó—:¡Salid todos de aquí! ¡Que salga todo elmundo enseguida!

Amira avanzó por el muro del parapetodel monasterio sintiendo la luz de lasestrellas sobre sus hombros y el fríoviento del desierto a través de susvestiduras blancas. Contempló eldesolado paisaje y trató de evocar elcampamento de sus sueños. Girando

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lentamente en círculo, contempló lasoscuras y melladas montañas elevándosehacia las estrellas y los muros y tejadosdel monasterio hasta llegar a una curiosasilueta que se recortaba contra el cielo.Se dio cuenta entonces de que aquelloera el alminar de la pequeña mezquitaconstruida en el interior del monasterio.

Era un alminar cuadrado… elalminar de sus sueños.

«Aquí estuve yo».Y, de repente, aspiró la dulce y

celestial fragancia de sus sueños… elperfume de las gardenias… y oyó laclara y pura voz de su madre,diciéndole: «Mira allá arriba, hija de mi

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corazón. ¿Ves aquella preciosa estrellaazul de Orión? Es Rigel, la estrella de tunacimiento».

Todo se le reveló en un instante,como si acabara de recibir un tremendogolpe y el Sinaí hubiera sidosúbitamente iluminado por un nuevo sol:las multicolores tiendas y losestandartes, los cantos y las danzasalrededor de la hoguera delcampamento, la visita de los jequesbeduinos con sus hermosos ropajesnegros y sus sonoras risas. Amira tuvoque agarrarse al muro mientras losrecuerdos la inundaban como un diluvio:«Tenemos una casa en Medina y

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acabamos de regresar de El Cairo,donde hemos visitado a tía Saana, queestá a punto de dar a luz a otro niño.Umma dice que mi padre se alegrará devolver a vernos porque no puedesoportar la separación de la familia. Mipadre pertenece a la nobleza, es unpríncipe de la tribu más grande deArabia. Y, al nacer yo, fui prometida enmatrimonio al príncipe Abdullah, quealgún día será el jefe de nuestra tribu».

—¡Alá! —exclamó, elevando losojos a las estrellas.

Mientras Muhammad corría hacia el

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escenario, su padre Omar lo asió delbrazo.

Los ojos de ambos se cruzaron.Y, de pronto, se produjo un ruido

ensordecedor y una bola de fuego losenvolvió.

Mientras contemplaba en sobrecogidoasombro el cuadrado alminar bajo la luzde la luna e iba asimilando todos losnuevos recuerdos —el patio y la fuentede Medina, los nombres de sushermanos y hermanas—, experimentó unrepentino y agudo dolor detrás delesternón y vio una cegadora luz…

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Jasmine se despertó de repente, escuchóel silencio que la rodeaba e, intuyendoque algo había ocurrido, se levantó de lacama, se puso la bata y salió en mediode la oscuridad de la noche. Al llegar ala casa de Declan, encontró la puertaabierta de par en par. Declan no estaba ytodas sus pertenencias habíandesaparecido; el lugar dondepreviamente había permanecidoaparcado el Land Cruiser no era másque un espacio vacío, más allá del cualdiscurrían las oscuras y silenciosasaguas del Nilo.

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Epílogo

El presente

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Jasmine separó los visillos de suhabitación de hotel y vio unaopalescente aurora rompiendo sobre elNilo. La ciudad acababa de despertar ala llamada del almuédano; lospescadores estaban desplegando lasvelas triangulares de sus falúas; y, en lacalle de abajo que bordeaba la orilla delrío, los taxis blanquinegros estabanempezando a formar una cola delante delhotel. Cansada, hambrienta y abrumadapor las emociones tras haberse pasadotoda una noche reviviendo unaexistencia con Amira, Jasmine se volvióy contempló a la mujer sentada al otrolado de la estancia. El blanco velo de

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Amira había caído hacia atrás, dejandoal descubierto el blanco cabello y elfrágil cráneo.

— O h , Umma —dijo Jasmine,acercándose a ella. Cayó de rodillas asus pies y Amira la estrechó en un fuerteabrazo—. Cuánto lo siento, Umma —añadió—. Me he sentido muy sola.Quería volver, pero no sabía cómo.

—Años atrás yo solía soñar con unaniña que había sido arrebatada de losbrazos de su madre —dijo Amira sindejar de abrazarla—. Durante muchotiempo los sueños me turbaron porquepensé que eran un presagio de futurosacontecimientos. Al final comprendí que

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estaba viviendo unos hechos del pasado,cuando me secuestraron y me separaronde mi madre. El día en que tu padre teexpulsó, Yasmina, nieta mía, pensé queésta era la hora que vaticinaban missueños. Y entonces me fuiste arrebatada.Pero ¿por qué volviste a América trashaber regresado a Egipto? —preguntó,levantando hacia sí el rostro surcado porlas lágrimas de Jasmine.

Jasmine se sentó en un sillón al ladodel carrito del servicio de habitacionesdonde quedaban las sobras de la comidaque ella había pedido por la noche.

—Poco después de que Declan sefuera, caí enferma. Tenía malaria y sufrí

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un ataque muy fuerte. Me enviaron denuevo a Londres, pero no me recuperédel todo. Entonces la Fundación me dejóen excedencia hasta que mejorara.Decidí irme a California y viví algúntiempo en casa de Rachel.

—Pero, después, ¿por qué noregresaste?

—Me fui con un grupo de médicos aAmérica del Sur. Se había declaradouna epidemia de cólera que no habíaforma de controlar. Volví a los EstadosUnidos hace apenas unos meses.

—¿Y ahora estás bien, Yasmina?— S í , Umma. He contraído una

nueva variedad resistente de malaria,

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pero estoy tomando unos nuevosmedicamentos y ya me encuentro mejor.

Amira escudriñó su rostro.—Y el doctor Connor, ¿dónde está?—No lo sé. Una vez recuperada de

mi enfermedad en Londres, le escribí ala Knight Pharmaceuticals en Escocia,pero me dijeron que nunca llegó aocupar aquel puesto. La FundaciónTreverton tampoco conocía su paradero.Y él nunca ha intentado ponersenuevamente en contacto conmigo.

—¿Sigues amando a ese hombre?—Sí.—Pues entonces tienes que buscarle.Pero eso Jasmine ya lo sabía. Tras

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abandonar Egipto sin haber podidoencontrar a Declan, llegó a la conclusiónde que él no quería que lo encontrara ydeseaba que lo dejara en paz. Sinembargo, mientras hablaba aquellanoche con su abuela y ambas secontaban historias y se revelabansecretos sobre el amor y la lealtad y losvalores que realmente merecían la pena,Jasmine se sintió súbitamente abrumadapor un nuevo sentimiento amoroso haciaDeclan, como si hubiera estado dormiday despertara de golpe. Esta vez, pensó,lo buscaría hasta que lo encontrara.

Tomó la primera plana de unperiódico fechado casi cinco años atrás

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que Amira había sacado de su caja derecuerdos. El titular decía: UNARTEFACTO TERRORISTA DESTRUYE UNASALA DE FIESTAS.

—Como estaba enferma, no leía laprensa y no escuchaba la radio. Por esono me enteré de lo que había ocurrido.

—Aquello fue el comienzo deldeclive de tu padre —dijo Amira,levantándose rígidamente del sillón quehabía ocupado durante toda la noche.

El contenido de su estuche antiguoestaba ahora esparcido sobre la mesa:fotografías, recortes de periódico,recuerdos y joyas… y la postal defelicitación de cumpleaños que Jasmine

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le había enviado a Muhammad con elmatasellos de al-Tafla y que había sidoen último extremo la causa de latragedia.

—Tu padre perdió por completo elinterés por la vida, Yasmina. Losmédicos dicen que no le pasa nada, perose está marchitando y morirá muy prontoporque no quiere vivir.

Jasmine contempló cómo su abuelase acercaba a la ventana para mirar.Envuelta en la luz del amanecer, lepareció casi un ángel.

—Nadie de la familia sabe que estoyaquí, Yasmina, excepto Zeinab. Fue ellaquien te envió el telegrama diciéndote

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que yo iba a venir. Me queríaacompañar, pero hay ciertos caminosque una mujer tiene que recorrer sola.

—Zeinab —dijo Jasmine—. Mi niñano nació muerta. Tenía una hija y no losabía.

—Pensamos que la habíasabandonado, Yasmina. Alice dijo que nola querías.

—Creo que mi madre deseaba queme fuera de Egipto y, a lo mejor,comprendió que no lo hubiera hecho dehaber sabido que mi niña vivía. —Contemplando la fotografía de Zeinab,Jasmine añadió en un susurro—: Perdí ami hijo, pero Alá me ha dado una hija.

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—Muhammad murió como un mártir,Yasmina. Los que estaban presentesdijeron que había intentado salvar a losdemás. Debió de ver la bomba o quizávio que alguien la colocaba, pues corriódirectamente hacia ella mientras lesgritaba a todos que salieran. Tu hijomurió tratando de salvar a los demás,Yasmina, pudiendo salvarse él. Tuvo unentierro de auténtico héroe.

—Que Alá lo tenga siempre en elParaíso. No fue Camelia la que revelómi secreto —dijo Jasmine en tono deasombro—. Mi hermana no metraicionó.

—Por supuesto que no. Cuando más

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tarde le pregunté a Nefissa cómo sehabía enterado de lo tuyo con Hassan,me confesó que te había seguido hasta lacasa de Hassan. Camelia guardó tusecreto, Yasmina.

Recordando al padre de Zeinab,Jasmine volvió a dejar la fotografíasobre la mesa y preguntó:

—¿Quién mató a Hassan?—No lo sé.Al ver que la mirada de Jasmine se

posaba de nuevo en el terrible titular delperiódico, Amira añadió:

—Por la misericordia de Alá,Zeinab y yo nos libramos de aquellabomba. Hubiéramos tenido que asistir a

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la fiesta en honor de Dahiba, pero nosretrasamos porque yo me puse enfermaal salir de Medina. De no haber sido poreso, tu hija y yo hubiéramos podidoperecer con ellos —dijo, apoyando unamano sobre las fotografías de los quehabían resultado muertos por el estallidode la bomba. Amira contempló con airepensativo a su nieta y después,recogiéndose los blancos ropajes,volvió a sentarse—. Y ahora, Yasmina,aún te tengo que revelar un últimosecreto. Te he dicho que no conocía a mifamilia y que me habían secuestrado dela caravana de mi madre. Pero lo que nitú ni nadie sabe, ni siquiera tu padre…

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de hecho, ni yo misma lo sabía hasta queme fue revelado en el monasterio deSanta Catalina… es lo que ocurriódespués. Es algo muy difícil de contar.

Jasmine miró a su abuela conexpresión expectante.

—Tras la incursión en la caravanade mi madre cerca del monasterio deSanta Catalina —dijo Amira al final—,fui conducida a la casa de un ricomercader de El Cairo, un hombreaficionado a las niñas de corta edad. Lasmujeres de su harén me dieron de comer,me bañaron, me perfumaron el cabello yme condujeron desnuda a un fabulosodormitorio donde vi a un hombre muy

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corpulento, sentado en un sillón queparecía un trono. Tuve mucho miedocuando me acarició y me tocó y me dijoque no me haría daño. Después lasmujeres me levantaron del suelo y mesentaron sobre sus rodillas. El dolor fuemuy intenso y grité. Tenía seis años. —Amira se estudió las manos—. A partirde aquel momento, el rico mercadermandó que me condujeran a suhabitación todas las noches. A veces, meprestaba a sus amigos o a susdistinguidos visitantes y se quedaba amirar mientras yo los «atendía». Teníayo trece años cuando Alí Rashid, unamigo del rico mercader, llegó un día y

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fue autorizado a visitar el harén. Seprendó de mí y me quiso comprar. Elrico mercader se mostró de acuerdoporque ya se me estaban empezando aredondear las caderas y el busto y esoya no le interesaba. Advirtió a AlíRashid de que yo no era virgen y Alídijo que no le importaba. Me compró yme condujo a su casa de la calle de lasVírgenes del Paraíso. —Amiracarraspeó—. Por aquel entonces, laesclavitud estaba prohibida y tanto Alícomo el rico mercader hubieran podidoser detenidos si se hubiera descubiertola transacción, pues hubo un intercambiode dinero y, por consiguiente, yo era la

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esclava de Alí. Al llevarme a su casa,Alí me concedió la libertad, se casóconmigo y, un año después, nacióIbrahim.

Los rumores del tráfico de la callede abajo se elevaron hasta la ventanaabierta y penetraron en la estancia juntocon la brisa matinal.

—Oh, Umma —exclamó Jasmine—,cuánto lo siento. Debió de ser terriblepara ti.

—Tan terrible, Yasmina, que me loborré de la mente. Pero, al enterraraquel recuerdo insoportable, enterrétambién toda mi vida anterior. Sinembargo, soñaba cosas… y

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experimentaba extraños sentimientos.Yasmina, ¿recuerdas el día en quetomamos un taxi y fuimos a la calle delas Tres Perlas? Tu padre te habíaprometido en matrimonio a Hassan,pero, mientras tú y yo permanecíamossentadas en el taxi delante de aquellaescuela de la calle de las Tres Perlas,me hice el firme propósito de impedirlo.

—¿Por qué?—Porque aquel rico mercader se

llamaba al-Sabir y Hassan era su hijo.En el pasillo del hotel, se oyó el

tintineo de un carrito de servicio y unasuave voz femenina diciendo:

—Y’Allah!

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—Aunque no recordaba las cosasque me habían hecho en el harén —añadió Amira—, tenía la impresión deque la familia de Hassan no era honrada.Por eso no podía permitir que se casaracontigo cuando supe que te había pedidoen matrimonio. Por eso obligué aIbrahim a romper el compromiso y tecasé con Omar.

Ambas mujeres se miraron,recordando aquella tarde y aquel taxi enel que habían permanecido sentadasmuchos años atrás.

—Ahora comprendo que lo que meocurrió en mi infancia, el secuestro y mivida en el harén de la calle de las Tres

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Perlas, me convirtió en lo que soy.Temía salir de la casa de la calle de lasVírgenes del Paraíso y temía quitarme elvelo. Incluso me daba miedo que mishijos y nietos salieran a la calle. Tal vezpor eso no pude casarme con AndreasSkouras a pesar de que estabaenamorada de él. Intuía que mi pasadoocultaba algo vergonzoso.

—¿Y ahora lo has vuelto a recordartodo?

—Sí, por la gracia de Alá. Ahora tepuedo decir cómo era mi madre y tepuedo describir al hermoso joven conquien estaba comprometida enmatrimonio, el príncipe Abdullah, el

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cual también me visitó en sueños añosatrás. E incluso puedo oír la voz de mimadre diciéndome: «Recuerda siempre,hija de mi corazón, que eres una Sharif,una descendiente del Profeta».

—¿Buscarás ahora a tu verdaderafamilia, Umma? ¿A tus hermanos yhermanas?

Amira sacudió la cabeza.—Ya tengo mi verdadera familia.—Ahora quiero ir a ver a mi padre

—dijo Jasmine con una sonrisa.

Al llegar a la casa de la calle de lasVírgenes del Paraíso, Jasmine tuvo que

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esperar un momento para serenarse. Supadre estaba enfermo, lo cualsignificaba que toda la familia estaríaallí; vería rostros conocidos de antaño yuna multitud de rostros nuevos. Pero nose le antojarían extraños. Todos eranRashid y, por consiguiente, todos sesentirían unidos entre sí.

Cuando entró en la casa y cruzó elumbral, le pareció que regresaba alpasado, pues nada había cambiado. Eljardín, la glorieta, las impresionantespuertas de madera labrada, todo estabaigual. Vio a Nefissa en el vestíbuloexaminando con el ceño fruncido unabandeja que una de las criadas estaba a

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punto de subir al piso de arriba. Nefissamiró a Yasmina, esbozó una sonrisa yvolvió a clavar los ojos en el estofado.Después, levantó la cabeza de golpe yexclamó:

—Al hamdu lillah! ¿Acaso estoyviendo un fantasma?

—Hola, tía —dijo Jasmine sintiendoque el corazón le latía furiosamente enel pecho.

Aquélla era la culpable de sudestierro, la culpable de que le hubieranquitado a Muhammad y la culpable enúltimo extremo de la tragedia del Cage d’Or.

—¡Yasmina! —gritó Nefissa con

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lágrimas en los ojos, estrechando a susobrina con tal fuerza que apenas ladejaba respirar—. ¡Loado sea el Eterno!¡Él te ha devuelto a nosotros!

Cuando ambas se miraron, Yasminavio en los ojos de su tía una súplica quele hizo recordar la mirada implorante deGreg la noche en que ella sufrió elaborto. Nefissa le estaba diciendo:«Perdóname».

—La paz y la bendición de Alá seancontigo, tía —le dijo Jasmine.

—Al hamdu lillah! —repitióNefissa, tomando el brazo de Jasmine ysubiendo con ella la escalinata mientrasgritaba casi sin resuello—: Y’Allah!

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Y’Allah!Todo el mundo se congregó en lo

alto de la escalinata para ver a quévenía aquel alboroto y, tras un instantede perplejidad, Jasmine empezó a versonrisas aquí y allá y a oír gritos de«¡Loado sea el Señor!». Einmediatamente se vio cercada por unmar de rostros conocidos ydesconocidos, sonrisas y lágrimas ybrazos que se alargaban para tocarlacomo si quisieran asegurarse de que eraefectivamente ella.

Al ver a Tahia, Jasmine extendió lasmanos hacia ella y ambas se fundieronen un abrazo.

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—Loado sea Alá —dijo Tahia—. Elte ha devuelto a nosotros.

—En realidad, ha sido Umma la queme ha traído —dijo Jasmine.

Mientras los demás se reían, pensóque más tarde le tendría que hablar aTahia de Zacarías y decirle que susúltimos pensamientos antes de morirhabían sido para ella.

—¿Cómo está mi padre?Tahia sacudió la cabeza.—No quiere comer ni beber. Le

ocurre cada vez que llega el aniversariode lo de la bomba… Sabes lo queocurrió, ¿verdad?

Jasmine asintió con la cabeza. La

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bomba que había matado a su hijo, a uncamarero y a dos músicos. Y también aOmar. La única otra baja que se produjofue el hijo no nacido de Atiya, el hijo nonacido de Ibrahim.

—Pero esta vez está peor —añadióTahia, acompañando a Jasmine a losaposentos de Ibrahim—. Normalmente,se le pasa la depresión en pocos días.Pero esta vez le ha durado dos semanas.Creo que se quiere morir, Alá no lopermita.

Jasmine entró en el dormitorio y sesorprendió de que le resultara tanfamiliar… Como el jardín, el vestíbuloy todo lo demás, los aposentos de su

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padre estaban exactamente igual quecuando ella los visitaba en su infancia.Sin embargo, ahora le parecían menosespaciosos y ya no la atemorizaban. Loshombres que acompañaban al enfermoexperimentaron un sobresalto al verlaentrar. Sus tíos y primos conocidos ydesconocidos la abrazaron uno a uno ydespués se retiraron y cerraron la puertapara que no se oyeran los murmullos delpasillo. Jasmine se quedó sola con elanciano de la cama.

Experimentó una sacudida al ver lomucho que había envejecido Ibrahim. Yano quedaba casi la menor huella delhombre apuesto y viril que ella

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recordaba. De hecho, parecía más viejoque su propia madre Amira.

Se sentó en el borde de la cama ytomó su mano. En el momento delcontacto, sintió que sus recelos, dudas yenojos se esfumaban como por ensalmo.Lo que había ocurrido en el pasado entreella y aquel anciano ya estaba olvidado.Tuvo que suceder porque estaba escrito.Pero el futuro también lo estaba y esoera lo que ambos tenían que afrontarjuntos.

—¿Papá? —dijo en un suavesusurro.

Los apergaminados párpados seentreabrieron.

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Ibrahim miró hacia el techo uninstante y después miró a Jasmine yabrió enormemente los ojos.

—Bismillah! ¿Estoy soñando? ¿Oacaso estoy muerto? Alice, ¿eres tú?

—No, papá. No soy Alice, soyJasmine, quiero decir, Yasmina.

—¿Yasmina? Oh… —Ibrahim tosió—. ¿Yasmina? Hija de mi corazón. ¿Deveras eres tú? ¿Has vuelto a mí?

—Sí, papá. Y la familia me dice queno quieres comer y que te vas a ponerenfermo.

—Soy un hombre maldito, Yasmina.Alá me ha abandonado.

—Con todo el debido respeto y

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honor, papá, eso es una estupidez. Miraa tú alrededor, esta casa tan preciosa yestos muebles tan bonitos y toda estagente congregada delante de tu puerta.¿Te parece que todas estas bendicionesson las propias de un hombre maldito?

—¡Empujé a Alice al suicidio y nome lo perdono!

—Mi madre padecía una enfermedadllamada depresión clínica. No sé sialguno de nosotros la hubiera podidoayudar.

—Ya no sirvo para nada, Yasmina.—Si te quedas aquí en la cama

compadeciéndote de tus penas, no vas allegar a ninguna parte, papá. Está escrito

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que Alá ayuda a los que se ayudan. ¿Porqué se va a molestar Alá en preocuparsepor un hombre que se queda en la camay no quiere comer?

—Eso es una blasfemia y una faltade respeto —afirmó Ibrahim, esbozandouna sonrisa con los ojos rebosantes delágrimas—. Has vuelto, Yasmina —añadió acariciando el rostro de su hijacon trémula mano—. ¿Eres médicaahora?

—Sí, papá, y muy buena, por cierto.—Me alegro —dijo Ibrahim,

apoyando la cabeza en la almohada conexpresión más tranquila—. Me hepasado toda la vida mirando hacia atrás,

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¿comprendes? ¿Sabías que Sahra meencontró junto a mi automóvil, entre lascañas de azúcar, la mañana en que nacióCamelia? Yo estaba vomitando porquehabía bebido demasiado champán. PorAlá —dijo sacudiendo la cabeza—, ¡ypor una Rashid! Me ofreció agua y yo leregalé una bufanda blanca. Un añodespués, la noche en que tú naciste, medio a su hijo. Era Zacarías —añadió,mirando a Jasmine.

—Lo sé, Umma me lo ha contado.—Yasmina, ¿recuerdas al rey Faruk?—Recuerdo a un hombre muy grueso

que nos regalaba caramelos.—Aquéllos eran unos tiempos muy

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inocentes, Yasmina. O… puede que nolo fueran. Yo entonces no era muy buenmédico, ¿me comprendes? Pero mástarde lo fui. ¿Sabes cuándo ocurrió eso,cuándo empecé a cambiar? Cuando túempezaste a ayudarme en mi consultorio.Quería que te sintieras orgullosa de mí.Quería enseñarte a hacer bien las cosas.

—Y me enseñaste a hacerlas.—Mira, yo me había pasado la vida

tratando de complacer a mi padre, y loseguí haciendo incluso cuando él murió.Muy pronto me reuniré con él. No sécómo me va a recibir.

—Como un padre recibe siempre aun hijo —dijo Jasmine—. Papá, tienes

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que reconciliarte con Alá.—Tengo miedo, Yasmina. ¿Te

desagrada oírle decir eso a tu padre?Tengo miedo de que Alá no me perdone.

Jasmine le acarició el blancocabello y le miró con una sonrisa en loslabios.

—Todo lo que hacemos está escritohace tiempo. Lo que ocurrió estabapredestinado a ocurrir antes de quenaciéramos. Consuélate con esta certeza,sabiendo que Alá es clemente ymisericordioso. Pídele con humildadque te conceda la paz.

—¿Y crees que Él me perdonará,Yasmina? ¿Me perdonas tú?

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—El perdón le corresponde a Alá—contestó Jasmine, pero en seguidaañadió con dulzura—: Sí, papá, teperdono.

Se inclinó para abrazarle y hundió elrostro en su cuello mientras amboslloraban juntos. Después se incorporó y,enjugándose las lágrimas de lasmejillas, le dijo a su padre:

—Me encargaré de que comas.Ibrahim se echó de nuevo a llorar,

pero inmediatamente esbozó una sonrisay empezó a ponerse nervioso.

—¡He malgastado mis años! Heutilizado el tiempo como si fuera unamercancía sin valor. Mira lo que soy,

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¡un insensato! ¿Dónde está Nefissa conmi sopa? ¿Dónde está esta condenadamujer?

En el momento en que Jasmine selevantaba, se abrió la puerta deldormitorio y entraron tres personas. Laprimera de ellas era Dahiba, la cualmiró a Jasmine con una sonrisa y le dijo:

—Madre nos ha dicho que habíasvuelto. Loado sea Alá.

La seguía Camelia con expresión untanto desconcertada. Jasmine vio en surostro un sentimiento de alegríamezclada con un cierto recelo y sesorprendió de lo poco que habíacambiado su hermana. Camelia seguía

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siendo la alta, llamativa y seductoraestrella cinematográfica de siempre.

Después se acercó una muchacharenqueando a causa del aparatoortopédico que llevaba en la pierna.

Jasmine tuvo que agarrarse a uno delos pilares de la cama. Zeinab, su hija.

—Hola, Zeinab —le dijo. Miró aCamelia y sus ojos se cruzaron con losde su hermana. Después esbozó unasonrisa y añadió, dirigiéndose a lamuchacha—: Soy tu tía Yasmina.

—¡Loado sea Alá! —exclamóDahiba mientras las lágrimas rodabanpor sus mejillas—. ¡Volvemos a ser unafamilia! ¡Lo vamos a celebrar con una

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fiesta por todo lo alto!Pero, antes, Jasmine tenía que hacer

una cosa.

Le indicó al taxista una dirección y,minutos después, avanzó por un pasillode uno de los edificios más viejos de ElCairo, leyendo las placas de las puertashasta llegar a una muy modesta qued e c í a FUNDACIÓN TREVERTON. Lapequeña zona de recepción del interiorestaba formada por un escritorio, unassillas y varios pósters en las paredes deWHO, la Unicef y la fundaciónSalvemos a los Niños del Mundo. Una

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joven egipcia muy bien vestida levantólos ojos con una sonrisa.

—¿En qué puedo servirla? —preguntó en inglés.

—Quisiera localizar a un antiguomiembro de la Fundación —contestóJasmine—. Trabajamos juntos en el AltoEgipto y he pensado que, a lo mejor,ustedes podrían ayudarme.

—¿Me puede decir su nombre, porfavor?

—El doctor Declan Connor.—Ah, sí —dijo la joven—. Se

encuentra en el Alto Egipto.—¡En el Alto Egipto! ¿Quiere decir

que el doctor Connor está aquí?

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—Está en al-Tafla, señora.Jasmine apenas pudo contener su

emoción.—¿No tendrían ustedes que enviar

mañana, por casualidad, algún avión consuministros?

—No, señora, lo siento.Jasmine empezó a pensar. Podía

tomar un vuelo hasta Luxor, perodespués tendría que seguir por carreterahasta al-Tafla. A veces, los vuelos erantan poco de fiar como las carreteras.Tenía que ir a ver a Declan cuanto antes.

Le quedaba el tren nocturno.

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Jasmine bajó por las conocidascallejuelas, pasó por delante del pozojunto al cual las mujeres estabanchismorreando y por delante del café deWalid y, de pronto, retrocedió cincoaños y le pareció que acababa de llegarallí por primera vez.

Se detuvo ante la clínica donde lospacientes esperaban en las callessentados en unos bancos, las mujeres aun lado y los hombres al otro. La puertaestaba abierta y Jasmine asomó lacabeza para mirar.

Connor estaba dentro sosteniendo un

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estetoscopio sobre el pecho de un niñosentado sobre la mesa bajo la vigilantemirada de su madre. Observó con cuántadulzura trataba Declan al niño,tranquilizándolo y diciéndole quetuviera cuidado con lo que comía.Después, Declan le explicó a la madreque el niño estaba bien, que sólo habíasido una leve intoxicación alimentaria yque debería vigilar lo que el niño seponía en la boca. Mientras le miraba,Jasmine se sorprendió de que hubieracambiado tan poco. Y le entraron ganasde reír. Su acento árabe seguía dejandomucho que desear.

—Bueno pues, ya está, ya te puedes

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ir —dijo Declan. Al mirar hacia lapuerta, se quedó petrificado.

—¡Jasmine!—Hola, Declan. Estaba…Declan la atrajo a sus brazos y le

estampó un fuerte beso en la boca.—¡Santo cielo, Jasmine! Me estaba

preguntando cuándo volverías. Intentélocalizarte.

—Te escribí a la KnightPharmaceuticals…

—No fui a Escocia —le explicóDeclan, mirándola con detenimiento yllenándose los ojos con su imagen—.Firmé un contrato por un año paratrabajar en un barco hospital en Malasia.

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Cuando regresé a Egipto, me dijeron quehabías vuelto a Inglaterra a causa de lamalaria. Fui a Londres y allí mecomunicaron que la Fundación te habíadejado en excedencia y que tú te habíasido a California. No recordaba elapellido de tu amiga… Rachel. Intentélocalizarte a través de la AsociaciónCaliforniana de Medicina y de laAsociación Americana de Medicina.Incluso indagué en la facultad deMedicina. Al final, acudí a la casa de lacalle de las Vírgenes del Paraíso dondetú me habías dicho que vivía tu familia.Me facilitaron la dirección de ItzakMisrahi en California, le escribí y él me

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contestó diciendo que te habíasincorporado a la Organización Lathrop.

—¡Oh, no! —exclamó Jasmine—.Me fui al Perú con un grupoindependiente de médicos para ayudar alas víctimas del cólera. La OrganizaciónLathrop aportaba fondos, pero yo nopertenecía a ella. Declan, yo tambiénintenté localizarte, incluso escribí…

—No importa —dijo Declan,volviéndola a besar mientras losfellahin miraban desde la puerta y UmTewfik, Jalid y el viejo Walid sonreíany comentaban entre sí que ya era hora.

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La boda se celebró en la casa de la callede las Vírgenes del Paraíso. Todos losRashid participaron en los tradicionalesfestejos consistentes en una complicadaprocesión zeffa, seguida de un festín abase de queso, ensaladas, corderoasado, kebab a la parrilla, humeantearroz con alubias, postres y cafémientras unos cómicos, acróbatas ydanzarines agasajaban a Jasmine yDeclan, sentados en sendos tronos, élcon esmoquin y ella con un vestido denovia de encaje color albaricoque.Estaba también presente el hijo de

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Declan, que, a sus veinticinco años, erael vivo retrato de su padre y acababa determinar sus estudios en Oxford, porcuyo motivo entabló inmediatamente unaanimada conversación con Ibrahim, elcual había sido alumno de la mismauniversidad cincuenta años atrás.

Rachel Misrahi se trasladó desdeCalifornia para asistir a la boda,acompañada de su padre Itzak. Trashaberle mostrado a su hija la casa de allado, donde él había nacido y en la cualse encontraba instalada en aquellosmomentos la embajada de un paísafricano, Itzak se pasó varias horasrememorando con Ibrahim la época de

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su infancia juntos mientras Rachel,boquiabierta de asombro, escuchaba porprimera vez a su padre hablando enárabe.

Camelia y Dahiba bailaron a dúouna danza que formaba parte de suespectáculo años atrás mientras Yacoblas contemplaba con orgullo encompañía de su hijo Najib, un guapo yregordete niño de once años. Su hijastraZeinab, por el contrario, apenas podíaconcentrarse en la actuación de su madrepor culpa de un primo suyo llamadoSamir, un atractivo joven queúltimamente le quitaba el sueño y que,en aquellos momentos, la estaba

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mirando con una sonrisa desde el otroextremo del salón.

Qettah estaba también allí para leerla suerte de la pareja. No era la mismaQettah que había conocido la familia entiempos de Faruk ni la que Amira habíavisitado en el barrio de Zeinab, sino unanieta o tal vez una biznieta de la ancianaastróloga, acompañada de una jovenigualmente llamada Qettah.

Dos hombres presidieron laceremonia desde unos marcos dorados:Alí Rashid Bajá, con fez y chilaba,rodeado de mujeres y de niños ymirando con expresión adusta porencima de unos soberbios mostachos; y

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el rey Faruk, joven, apuesto y solo.Sentado bajo aquellos retratos,

Ibrahim batió palmas y gritó «Y’Allah!»mientras su hermana y su hijainterpretaban una vibrante danza beledi.Su esposa Atiya estaba nuevamenteembarazada y le había devuelto una vezmás la esperanza de que Alá le daríamuy pronto un hijo varón. Mientraspensaba que era el hombre másafortunado del mundo, Ibrahim observócómo se reía Zeinab y, viendo loshoyuelos de sus mejillas, evocó aHassan al-Sabir, el hombre que la habíaengendrado y que antaño fuera su amigoy hermano.

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Ibrahim evocó finalmente la nocheen que desterró a Yasmina y todo sumundo se vino abajo y, ciego de dolor,se dirigió a la casa de Hassan. Elhomicidio no fue involuntario. Ibrahimse dirigió allí con la intención dedestruir al hombre que había traicionadouna amistad y atentado contra el honordel apellido Rashid.

Ibrahim recordó cómo Hassan,incluso cuando yacía moribundo en elsuelo, se había burlado de él. Ocurrió enel momento en que, sacando una navajay utilizando sus conocimientos médicos,él cercenó el arma de ataque que sudesleal amigo había utilizado contra

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Yasmina.Amira también batía palmas al

compás del beledi, sintiéndose másjoven y dichosa de lo que jamás sehubiera sentido en mucho tiempo. Sufamilia estaba nuevamente reunida y elhecho de ver de nuevo a Itzak Misrahi, aquien ella había ayudado a venir almundo, era casi como si hubierarecuperado a Maryam.

Recordando un reciente sueño en elcual un ángel le había dicho que moriríamuy pronto, Amira se preguntó: «¿Quésignifica “pronto” para un ángel?».Porque ella aún tenía muchas cosas quehacer. La hija de Nala, por ejemplo, ya

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estaba en edad de merecer y el nieto deAbdel Rahman, un hombre muyimportante con doce personastrabajando a sus órdenes, sería unpartido ideal. La hija de Hosneya, viuday con dos hijos, necesitaba a un hombreque cuidara de ella y el viudo Gamal,que ocupaba un destacado puesto en laembajada de la casa de al lado, sería uncandidato excelente. ¿Y acaso el jovenSamir no estaba mirando a Zeinab consonrisa insinuante? Amira recordóhaberle visto a menudo en la casapretextando cualquier excusa yponiéndose colorado como un tomatecada vez que aparecía Zeinab. Mañana

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hablaré con su madre, pensó Amira. Ydespués los ayudaré a comprar unapartamento si el chico todavía no puedepermitirse el lujo de costearlo por sucuenta.

Finalmente, Amira pensó en losrecuperados recuerdos de su infancia, laestrella de su nacimiento y su verdaderolinaje. Y entonces se hizo la promesa deque, cuando hubiera cumplido su tarea,se reuniría con su madre en el Paraíso.Pero, mientras la familia la siguieranecesitando, no podría emprender aquelviaje. Al año siguiente, o tal vez al otro,se iría.

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BARBARA WOOD (Warrington,Inglaterra, 1947). De pequeña emigró alsur de California con su familia, dondese crió. Dejó la Universidad para viajar,dedicándose a numerosos trabajos,desde camarera hasta auxiliar dequirófano, antes de dedicarseplenamente a la literatura, en la que ha

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cosechado numerosos éxitos. Su primeranovela, Perros y chacales, se publicó en1976. Su obra se caracteriza por lariqueza argumental, en la que nuncafaltan representantes de su antiguaprofesión, la sugestiva y documentadaambientación y la atrayente combinaciónde amor e intriga.

Barbara Wood también escribe bajo elpseudónimo de Kathryn Harvey.

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Notas

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[1] Ceremonia judía en la que un niñoaccede a la comunidad. <<

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[2] Bajo el sol de Kenia narra la historiade la familia Treverton. <<