Latas de barro

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1 Latas de barro. El ascensor que me contenía subía y bajaba del primer al octavo piso mientras salían y entraban otras personas que me miraban tirado en el suelo, cargando y sacudiendo sus sombrillas enserenadas que lloraban las gotas de lluvia que se desplazaban por la tela impermeable hasta los tacos para caer junto a mí. Yo permanecía con los brazos cruzados, en un tembloroso intento por abrigarme y retener los escalofríos que acompañaban y caracterizaban la resaca de ese día, ¿resaca? En México tienen un mejor nombre para el padecimiento que tantas veces había sufrido en mi vida y que tiene el sabor que inspira pronunciarlo: la cruda. Sentía mi carne fría y el sabor húmedo de la sangre ahogada en el alcohol que irritaba las paredes de mis venas y arterias, de cada una de ellas, desde los pies hasta la cabeza de mi cuerpo, alcohol que hacía enrojecer mis párpados, que le quitaba el color a mis mejillas, sulfuraba mis pómulos y la punta de mi nariz. Apoyé el lado derecho de mi brazo en la pared glacial del ascensor y decidí dormir. Cuando desperté con la nuca tensionada encima del cuello de la camisa, con los zapatos escondidos debajo de las rodillas y la columna vertebral arqueada hacia adelante, apoyado sobre el metal liviano, la cruda seguía ahí, dentro de mí con su férreo golpe que se replicaba en ecos amargos en el interior de mi memoria. ¿Qué había ocurrido? Sabía que era el ascensor del edificio en el que vivía con mi tía Laura porque los vecinos, Diana y Marcos García, me animaron con un amable Alfredito ¿qué me le pasó mijo, sí está bien ahí?Me preguntaron si me iba a quedar adentro del ascensor mucho tiempo y que si mejor pedían ayuda y yo les respondí que no, que estaba bien y que ya me iba para el apartamento, que me marcaran el quinto piso por favor que yo me bajaba ahí, y lo marcaron y cuando se abrieron las puertas de aluminio opaco, porque el brillo en los ascensores, desde hace un par de años, había dejado de ser un signo de buen gusto, me bajé y caminé de un lado del pasillo al otro hasta alcanzar el picaporte e introducir en la cerradura la llave que me permitió abrir la puerta y entrar al apartamento de mi tía, el mismo en el que vivía desde hace diez años, que había heredado de su suegra, madre del esposo del que se había divorciado hace cuatro, y que yo sentía más mío que suyo porque ella casi nunca dormía ahí, solo se acostaba en su cama doble las noches de los domingos y los jueves, bien porque se quedaba con su novia Elvira o bien porque se iba a Lisboa, Las Vegas o a Montreal, en aviones cuyos tiquetes de abordaje financiaba la mediocre agencia de viajes para la que trabajaba. Entré en ese apartamento y la mirada cansada de mis ojos se resistió a la pálida mañana del sábado que me abrazó con la luz que saturaba la sala, la cocina y el comedor, como un envase hecho a la medida, que cubría los tres muros, además del ventanal, en los que se encontraban estos tres espacios decorados vagamente. Los muebles, las mesas, las sillas, las poltronas y el lavaplatos eran los que marcaban en la imaginación de cada sujeto que ingresaba al lugar el límite inexistente entre cada área, límite que luego se conservaba como una memoria más en la mente de cualquiera. A mi tía no la saludé al entrar, no estaba, el viernes en la mañana se había ido a Buenos Aires y el domingo iba a estar de nuevo en Bogotá durante un par de horas para hacer escala antes de subir al avión que la llevaría enclaustrada en un vuelo que salía más o menos al medio día hasta Sevilla. Entré en la sala y vi las latas de cerveza tiradas en el suelo y recostado con una pierna encima del brazo del sillón y la otra arrojada en el suelo, a Manuel, quien sostenía su cabeza con los brazos cruzados sobre el otro extremo. Le pregunté qué era lo que pasaba ahí. Manuel Silva abrió un ojo en el que sus venas tejían

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Texto creativo, asfixiante, desesperanzado, sin ánimo de gusto, complacencia o condesendencia. Texto contingente, denso, repetitivo, cliché, kitsch, innecesario. Léalo y disfrútelo.

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Latas de barro. El ascensor que me contenía subía y bajaba del primer al octavo piso

mientras salían y entraban otras personas que me miraban tirado en el suelo, cargando y

sacudiendo sus sombrillas enserenadas que lloraban las gotas de lluvia que se desplazaban

por la tela impermeable hasta los tacos para caer junto a mí. Yo permanecía con los brazos

cruzados, en un tembloroso intento por abrigarme y retener los escalofríos que

acompañaban y caracterizaban la resaca de ese día, ¿resaca? En México tienen un mejor

nombre para el padecimiento que tantas veces había sufrido en mi vida y que tiene el sabor

que inspira pronunciarlo: la cruda. Sentía mi carne fría y el sabor húmedo de la sangre

ahogada en el alcohol que irritaba las paredes de mis venas y arterias, de cada una de ellas,

desde los pies hasta la cabeza de mi cuerpo, alcohol que hacía enrojecer mis párpados, que

le quitaba el color a mis mejillas, sulfuraba mis pómulos y la punta de mi nariz. Apoyé el

lado derecho de mi brazo en la pared glacial del ascensor y decidí dormir. Cuando desperté

con la nuca tensionada encima del cuello de la camisa, con los zapatos escondidos debajo

de las rodillas y la columna vertebral arqueada hacia adelante, apoyado sobre el metal

liviano, la cruda seguía ahí, dentro de mí con su férreo golpe que se replicaba en ecos

amargos en el interior de mi memoria. ¿Qué había ocurrido? Sabía que era el ascensor del

edificio en el que vivía con mi tía Laura porque los vecinos, Diana y Marcos García, me

animaron con un amable “Alfredito ¿qué me le pasó mijo, sí está bien ahí?” Me preguntaron

si me iba a quedar adentro del ascensor mucho tiempo y que si mejor pedían ayuda y yo les

respondí que no, que estaba bien y que ya me iba para el apartamento, que me marcaran el

quinto piso por favor que yo me bajaba ahí, y lo marcaron y cuando se abrieron las puertas

de aluminio opaco, porque el brillo en los ascensores, desde hace un par de años, había

dejado de ser un signo de buen gusto, me bajé y caminé de un lado del pasillo al otro hasta

alcanzar el picaporte e introducir en la cerradura la llave que me permitió abrir la puerta y

entrar al apartamento de mi tía, el mismo en el que vivía desde hace diez años, que había

heredado de su suegra, madre del esposo del que se había divorciado hace cuatro, y que yo

sentía más mío que suyo porque ella casi nunca dormía ahí, solo se acostaba en su cama

doble las noches de los domingos y los jueves, bien porque se quedaba con su novia Elvira

o bien porque se iba a Lisboa, Las Vegas o a Montreal, en aviones cuyos tiquetes de

abordaje financiaba la mediocre agencia de viajes para la que trabajaba. Entré en ese

apartamento y la mirada cansada de mis ojos se resistió a la pálida mañana del sábado que

me abrazó con la luz que saturaba la sala, la cocina y el comedor, como un envase hecho a

la medida, que cubría los tres muros, además del ventanal, en los que se encontraban estos

tres espacios decorados vagamente. Los muebles, las mesas, las sillas, las poltronas y el

lavaplatos eran los que marcaban en la imaginación de cada sujeto que ingresaba al lugar

el límite inexistente entre cada área, límite que luego se conservaba como una memoria más

en la mente de cualquiera. A mi tía no la saludé al entrar, no estaba, el viernes en la mañana

se había ido a Buenos Aires y el domingo iba a estar de nuevo en Bogotá durante un par de

horas para hacer escala antes de subir al avión que la llevaría enclaustrada en un vuelo que

salía más o menos al medio día hasta Sevilla. Entré en la sala y vi las latas de cerveza tiradas

en el suelo y recostado con una pierna encima del brazo del sillón y la otra arrojada en el

suelo, a Manuel, quien sostenía su cabeza con los brazos cruzados sobre el otro extremo.

Le pregunté qué era lo que pasaba ahí. Manuel Silva abrió un ojo en el que sus venas tejían

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un ligero velo carmesí que cubría su esclerótica de superficie informe. Me dijo que todas

las latas estaban vacías, que ya se podían recoger y botar, que en mi cuarto estaba María

durmiendo con Nicolás y en la cama de mi tía se habían acostado Javier y Enrique. Me

quité el saco de paño negro para colgarlo en el espaldar de una de las sillas del comedor

pero me dejé la corbata oscura anudada entre las solapas del cuello de la camisa blanca y

caminé hasta la cocina para sacar de una bolsa de tela otra bolsa de plástico transparente

que contenía otro montón de bolsitas negras que olían a óxido y desplegué una que dispersó

un aroma amargo en el aire que alcanzó a incorporarse a mis fosas. Dentro de esa bolsa

negra puse, una por una, las latas que con la suela de un zapato comprimía hasta dejar

fruncidas como discos de aluminio sobre las tablas de madera. Una a una, todas las latas

que antes habían contenido cerveza dorada y espumeante empezaron a hacer un pequeño

bulto de ruedas corrugadas dentro de la bolsa de plástico que sostenía con una mano.

Después de un breve recorrido, los dedos con los que agarraba la basura que creaba se

encontraron también con las latas de fríjoles que tenían la tapa enroscada y que aguardaban

tiradas en el piso de madera de cedro. Todas conservaban un poco del aceite que se adhería

en surcos y gotas a las paredes cóncavas de la hojalata. Las recogí y las dejé caer dentro de

la bolsa. Encontré también latas de sopa que dormían de lado y dejaban escurrir un líquido

espeso, quizás estos tipos se las habían comido frías, tenían las etiquetas a medio arrancar,

una franja de color rojo y otra blanca, con la tipografía dorada y cursiva impresa encima

que anunciaba bien una sopa de tomate, bien una de pollo, bien una de pasta y champiñones.

Las metí todas en la bolsa que servía, como las latas, para ordenar la materia informe de la

que nos servimos los seres humanos para poder transportarla de un sitio a otro. Volví a

mirar a Manuel y los zapatos negros y mal embetunados que llevaba puestos me recordaron

el funeral, en ellos las manchas de barro conservaban los grumos de tierra que dejan las

gotas de agua que salpican cuando se pisa con seguridad dentro de un inesperado charco

que se aparece en el camino. El lodazal era denso alrededor de la capilla en la que habíamos

conmemorado el funeral la noche anterior y luego de que se llevaron el ataúd para enterrarlo

en el cementerio que estaba en el norte de la ciudad empezamos a caminar por encima de

la tierra empapada, mezclada con la hierba, lodazal con el que nuestros zapatos hostigaban

a las medias y pantalones de lo demás dejando impresas en ellas algunas manchas de color

café. En ese momento mis corneas anegaron en el mar de lágrimas que me provocó el

recuerdo de los labios púrpura, las ojeras grises y el hilillo de sangre que salía de la nariz

de Alejandro. Creía haber comprendido que había fallecido cuando su hermano Manuel me

lo dijo por teléfono, pero encontrarme con su rostro debajo de un vidrio, enmarcado por los

bordes de las tablas de madera parda del ataúd, rodeado de las flores de todos los colores y

del aroma dulce y solemne que diseminaban en el ambiente, fue una imagen que me hizo

caer en cuenta no solo de lo anticipada que era la situación, sino también de lo improvisada

que había sido su muerte. Ese imbécil se atrevió a aparecer en el funeral, tenía un

energizante en la mano y ni siquiera se había fajado la camisa debajo de la correa, el tiro

del pantalón tenía tela de sobra para los huevos que le hacían falta. Fernando se había

atrevido a aparecer en el funeral de Alejandro a pesar de que sabíamos de sus reuniones

clandestinas todos los fines de semana en la sala de juegos del Club. Sentí cómo la sangre

nos hervía a todos cuando lo vimos entrar con la ingenua sonrisa que decoraba su cara y

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con los párpados caídos que simulaban un llanto previo, lo vimos caminar con su traje de

más de un millón de pesos y el pañuelo verde mal doblado en el bolsillo delantero del blazer.

Lo vimos acercarse al ataúd de Alejandro Silva y con la punta de sus dedos lo vimos rozar

el vidrio que separaba al uno del otro. Lo vimos cuando miró a los ojos de cada uno de

nosotros, lo vimos acercarse para pedirnos perdón, lo vimos abrir la boca en frente del

círculo en el que lo habíamos encerrado con nuestros cuerpos, mientras escuchábamos las

palabras con las que lamentaba su muerte. Lo vimos irse tranquilo luego de que todos le

dijimos que no se preocupara porque nos tenía a su disposición para lo que necesitara.

Disposición. ¿Cuál disposición? Lo que le habíamos dicho no eran más que fórmulas de

cortesía. Alejandro Silva llevaba más de un mes recibiendo correos que le cobraban un pago,

que lo acusaban de acreedor corrompido y que lo encontraban con el grabado de un cráneo,

correos que lo condenaban a la victimización sin victimario, correos anónimos que durante

semanas sirvieron como un telón de fondo para los intentos de robo que se volvieron

cotidianos durante las últimas semanas de su vida. Las llamadas de números desconocidos

que recibía en su teléfono todos los días desde hace más o menos un mes, en las que lo

insultaban entre risas, eran el contrapunto armónico para los arrancones de los vehículos

que lo intimidaban mientras intentaba cruzar de una esquina a la otra en el cruce de las

avenidas. Los conductores siempre le sonreían cuando el motor de los carros empujaba

comosinquerer el capó que alcanzaba a golpear sus canillas. Le pedían perdón y lo

saludaban con una mano para disculparse por el error, él solo los miraba sin cuidado y

sacudía los dedos para indicarles que no importaba. Se encontraba con estos conductores

en todas las esquinas. Llevaba más o menos un mes soportando estas coincidencias hasta

que la noche de ese jueves una mujer que tenía los labios pintados de rojo lo besó

inesperadamente. Ella abrió con sus brazos un sendero entre la multitud que asistió al

concierto y que bailaba al ritmo de los tambores de la noche hasta que se acercó lo suficiente

y sostuvo entre las manos sus mejillas e hizo chocar con fuerza los labios de él contra los

suyos. La mujer le dio abrigo a la fría carne de su boca con el roce de su lengua, la retiró,

y luego de mostrarle sus dientes blancos y los ojos negros, perdidos, dio media vuelta para

que su cabello formara una mancha que se alejó entre la masa de camisas y brazos

descubiertos. Esa mujer había dejado dentro de la boca de Alejandro una pastilla que nos

mostró húmeda en la punta de su lengua. Feliz, había bailado con nosotros en sintonía con

la multitud hasta las doce de la noche, cuando se empezó a sobar las sienes con los dedos y

a agacharse tapándose los oídos, nos dijo que le dolía la cabeza, sus ojos desvariaban. María

le había pedido a Manuel que lo acompañara al baño para que se lavara la cara con un poco

de agua, caminaron despacio entre la multitud, pero a los dos minutos Manuel asomó su

rostro por entre los hombros de la gente que se atravesaba en su camino, tenía en el rostro

los rasgos de la fatiga, decía que lo acompañáramos al baño, todos caminamos detrás de él,

lo había dejado solo en el piso de un cubículo junto al sanitario. Cuando llegamos, vi que

de la boca de Alejandro se regaban lagunas de saliva espesa combinada con pequeños

gránulos de color tinto y marrón, debajo de la tela de la camisa se veían las arcadas de su

abdomen, las contracciones de sus brazos y piernas no le permitían moverse. ¿Su mamá

nunca le dijo que no recibiera dulces de extraños? Manuel y Javier lo levantaron y lo

llevamos hasta las puertas de acceso junto a las cuales un pasillo conducía a los sanitarios

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y dos hombres que cuidaban la entrada, de espaldas anchas, nos dijeron que nos ayudarían

a subirlo a la ambulancia, lo cargaron de los hombros para llevarlo a la calle, les pedimos

que lo soltaran pero no nos hacían caso, María les gritaba y los golpeaba con los puños

cerrados, cerca de los riñones pero los dos hombres continuaron con su labor, un vehículo

amarillo se detuvo y corrimos detrás de ellos antes de ver cómo subían el cuerpo catatónico

en la silla de atrás del taxi. El vehículo arrancó y no supimos qué hacer, nos quedamos ahí,

viendo que las bombillas rojas se disipaban en el horizonte de la carrera trece, Enrique

empezó a correr detrás, Javier, Manuel, María y yo llamamos a los teléfonos de los tíos y

primos con los que Alejandro vivía en la casa de la cientosetenta. Ninguno respondió, no

pudimos hacer nada. Llamamos a la policía pero dijeron que teníamos que esperar más

tiempo para reportar una desaparición. Enrique regresó después de unos minutos, exhausto.

Caminamos por la avenida hacia el norte impulsados por un extraño instinto. Uno a uno

nos fuimos separando del grupo hasta llegar a casa. ¿Qué íbamos a decir? Cada uno durmió

abrigado entre sus cobijas, a la espera de que el sol anunciara un nuevo día y trajera alguna

noticia en sus rayos acerca de lo que había ocurrido con Alejandro. En la noche del domingo

recibí una llamada de Elvira, la novia de mi tía, la prima de Alejandro era amiga de ella: él

había muerto a las seis de la tarde en la Reina Sofía atendido por los mejores profesionales.

Sí claro, seguro… El cuerpo se lo había llevado medicina legal y lo retuvieron durante casi

diez días en los que ninguno de nosotros se enteró de nada hasta que María nos dijo cuándo

y dónde harían la ceremonia y el entierro. Aunque los bordes negros que circulaban sus

ojos no se disimulaban bien, la maquilladora había hecho un excelente trabajo con la línea

que se ocultaba debajo de la bufanda de algodón oscura. Era una línea delgada, finísima,

con pequeñas curvas púrpuras y rojizas. Nadie comentó nada al respecto durante el funeral,

la versión oficial que todos compartían era la del paro cardiaco que una vida de excesos

como la que él llevaba le había provocado, esa fue la historia que todos, incluido el imbécil

de Fernando, predicábamos entre dientes. Pero yo pensaba y recordaba los correos, las

llamadas, los atracos y los carros que se le habían arrojado encima cuando caminaba sobre

las líneas blancas y negras pintadas en el asfalto de las avenidas, yo recordaba que el primer

correo lo había recibido después de que celebramos con la familia una fiesta en la que me

enteré de que Fernando lo consideraba su nuevo asociado, se lo dije a María, quien le contó

a Nicolás, a Javier y a Enrique que entre él y Fernando había algo raro. Si yo recordaba ese

detalle entonces todos lo recordábamos: a Fernando le arrancaríamos los dientes en astillas

para enterrárselas debajo de las uñas y restregaríamos con ellas la porcelana rechinante de

los fétidos orinales de un bar. A ese imbécil lo vimos de espaldas saludando al señor y a la

señora Silva, luego caminó por el pasillo de la sala de recepción hasta encontrarse con el

vestíbulo de la sala de velación y salió por la puerta paralela a la capilla con sus zapatos

brillantes. Nosotros entramos a la capilla cuando el sacerdote llamó por tercera vez y

escuchamos la misa que ofició. Mi atención se dispersó con la voz grave que leía en un

largo sinsentido las oraciones repetitivas, hipnóticas, transcritas de los evangelios. No

recordaba si Alejandro creía en algo o no, no sabía si él en algún momento pensó que

después de morir llegaría a habitar en un lugar mejor. Acabó la ceremonia, todos salieron

detrás y junto al ataúd, en una procesión lenta y taciturna. Padres, abuelos, hermanos,

incluido Manuel, tías, primas, y nosotros, sus amigos, nos deteníamos cada tanto. Luego

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continuamos hasta llegar al carro fúnebre y una vez lo subieron en la parte de atrás luego

de levantar el cajón de madera del soporte metálico en el que lo transportaban, todos

abordaron los vehículos y se dirigieron en la misma dirección: al norte. Nosotros, reunidos

debajo del alero del edificio circular esperamos que la llovizna se retuviera un poco. Fue

entonces que empezamos a caminar en la otra dirección, sobre el parque que rodeaba la

capilla, hacia el sur. Nos dirigimos de nuevo sin rumbo, impulsados por el mismo instinto

que se había despertado en nosotros la noche en la que se lo llevaron del concierto, pero

esta vez hablamos. Primero fue Enrique quien preguntó si no íbamos a hacer nada. María

le dijo: -No podemos, viste cómo Fernando lo había pensado todo, ya a esta hora él debe

tener las cosas resueltas.- Luego dijo Javier: -Además lo revisaron en medicina legal y todo

y no dijeron nada, dejaron que enterraran el cuerpo como si hubiera sido una muerte

accidental.- Nicolás nos preguntó a todos: -¿Vieron la línea que tenía en el cuello? ¿No la

miraron, debajo de la bufanda?- Entonces yo hablé: -Sí, parecía que lo hubieran cortado….-

Enrique dijo con un tono extraño: -Yo la vi y pensé que era por la autopsia.- Continuó: -De

todas formas es cierto, ¿ya qué?, solo tengo ganas de embriagarme, estoy cansado, no tengo

energía para ponerme a resolver un crimen, lo mataron, no podemos hacer ya nada, vamos

a tomar, a tomar por él, ¿sí? Así podemos creer que no, que fue por la autopsia y que sí, fue

un paro cardiaco.- Manuel aguardó un momento para decir lo que pensaba: -A Alejandro

Silva siempre le gustaron las cervezas en lata. Deberíamos comprar un cajón y llevarlo a

algún sitio.- María sobó su espalda y agregó: -Si vamos a tomar por él que sea en serio, esta

noche tiramos la casa por la ventana.- Enrique se empezó a entusiasmar y nos dijo a todos:

-Vamos al apartamento de Alfredito, en el camino hay un supermercado que abre las

veinticuatro horas. De paso compramos unas sopas y unas latas de fríjoles con carne que

tengo hambre.- Manuel replicó: -¿Y las latas de pintura que tenías en tu apartamento

Alfredito? ¿Ya las botaste?- A lo que yo respondí: -¿Las de Laurencena? Sí, esas ya no

están estorbando, podemos ir a mi apartamento y nos quedamos ahí hasta que salga el sol.-

Entonces María dijo: -¡Sí! Hoy nos vamos hasta el límite, al borde de nuestras vidas. Ver a

Alejandro tan muerto y tan sin vida me hizo pensar en lo atrapada que estoy dentro de la

mía. Hoy quiero defraudar tanta materialidad, quiero dejar de estar bien colocada, bien

puesta.- Rio tímida. Nicolás la sujetó por la cintura: -Tu y yo mi amor, estamos contenidos

hasta que la muerte nos separe.- María respondió un poco indignada: -Tu y yo, para bien o

para mal, sí, pero esta noche es de todos nosotros. Esta noche la vamos a recordar, y si

dentro de un año nos vemos, pues la celebramos otra vez. Esta va a ser la noche de

Alejandro.- Manuel comentó: -Esta va a ser nuestra noche para recordarlo a él, ya no es

nada, lo abrimos de la vida a la que tenemos que acostumbrarnos. Polvo somos, barro… su

muerte será para ilusionarnos con la nuestra.- Con ese tono seguimos conversando hasta

llegar al supermercado, compramos las cervezas, los fríjoles, las sopas, caminos hasta mi

edificio, subimos en el ascensor al quinto piso, introduje la llave en la cerradura y giré el

picaporte de la puerta que se abrió para mostrarnos la sala saturada con el brillo de la luna

y el destello de las bombillas en las ventanas de la ciudad. Encendí las lámparas, abrimos

las cervezas, pasaron las horas, reímos, cantamos, llamamos por más alcohol, subimos,

bajamos, embriagados dentro de la densidad de nuestras vidas y la fragilidad férrea de sus bordes, éramos barro, latas, llegamos a ser algo, al fin, nada. Santiago Navarrete. 060416.