Lecciones postsoviéticas Dimitri Orlov

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Lecciones postsoviéticas para un siglo postamericano Dmitry Orlov, 2005 Traducción Nobody, Chungalin y Gabriel Tobar

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Lecciones

postsoviéticas

para un siglo

postamericano

Dmitry Orlov, 2005

Traducción

Nobody, Chungalin y Gabriel Tobar

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Índice

Introducción. 5

La negación. 6

La caída de la URSS, visión general. 9

Regreso a Rusia. 10

Similitudes entre las superpotencias. 14

Diferencias entre las superpotencias. 16

La pérdida del confort tecnológico. 20

Comparaciones económicas. 22

Colapso económico en los EEUU. 24

Gente sin techo. 25

Supervivencia de las comunidades. 26

Oliendo las rosas. 27

Desmantelado de activos. 29

Alimentos. 30

Uso recreativo de las drogas. 31

Seguridad. 32

La pérdida de la normalidad. 33

Apatía política. 35

Disfunción política. 36

Colapso en los EEUU. 38

Consejo de inversiones. 39

Conclusión. 40

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Introducción

Hace una década y media el mundo pasó de ser bipolar a unipolar debido a

que uno de los polos se derrumbó: la URSS dejó de existir. EEUU, el otro polo simétrico [NdT. en inglés US de United States frente a SU de Soviet Union], no

ha caído; no aún, pero hay nubarrones oscuros en el horizonte. El colapso de los Estados Unidos parece hoy tan improbable como el de la Unión Soviética lo

parecía en 1985. La experiencia del primer colapso puede ser muy instructiva para aquellos que desean sobrevivir al segundo.

Nadie razonable argumentaría que las dos superpotencias fueran exactamente simétricas: aun con similitudes significativas, tenían igualmente diferencias

notables y todas son valiosas para predecir cómo la segunda mitad de la

gigantesca superpotencia de pies de barro, que una vez dominó el planeta, afrontará su destino cuando se desintegre.

He querido escribir este artículo desde hace casi una década. Hasta hace poco, sin embargo, poca gente se lo ha tomado en serio. Después de todo, ¿quién

habría dudado de que la potencia económica más importante del mundo que es los Estados Unidos, habiendo ganado recientemente la Guerra Fría y la

Guerra del Golfo, pudiera continuar, triunfante, hacia un brillante futuro de superautopistas, reactores supersónicos y colonias interplanetarias?

Pero más recientemente el número de escépticos ha comenzado a aumentar firmemente. EEUU es dependiente, hasta la desesperación, de la disponibilidad

de petróleo y gas natural barato y abundante y es adicto al crecimiento económico. Una vez que el petróleo y el gas se vuelvan caros (tal como lo

están haciendo) y en un contexto de suministro cada vez más escaso (cuestión de uno o dos años como mucho), el crecimiento económico se detendrá y la

economía de los EEUU colapsará.

Puede que muchos todavía se mofen de tan lúgubre prólogo, pero este artículo debería encontrar unos cuantos lectores de todas formas. En octubre de 2004,

cuando comencé a trabajar en él, una búsqueda en Internet de «cénit del petróleo» y «colapso económico» [NdT. búsqueda en inglés] devolvía unos

16.300 documentos; para abril de 2005 ese número ascendió a 4.220.000. Este es un cambio radical en la opinión pública, pues lo que se conoce del

asunto ahora es más o menos lo que se sabía hace una década, cuando sólo había una única página en Internet dedicada al tema, dieoff.org de Jay

Hanson. Esta marea de cambio en la opinión pública no se restringe sólo a Internet, sino que es visible en la prensa corriente y en la especializada. Así, la

falta de atención prestada al tema durante décadas no fue resultado de la ignorancia sino de la negación: aunque la teoría básica que se usa para

modelar y predecir el declive del recurso se ha comprendido bien desde los ‘60, la mayoría de la gente prefiere seguir negando el hecho.

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La negación

Aunque esto se salga un poco del tema del colapso soviético y lo que pueda enseñarnos sobre el de EEUU, no puedo resistir decir unas pocas palabras

sobre la negación, pues es un tema interesante. También espero que ayude a algunos de vosotros a ir más allá de la negación, siendo éste un paso valioso

hacia la comprensión de lo que voy a decir aquí.

Ahora que hay muchas predicciones haciéndose realidad, más o menos en el

plazo previsto, y que se está haciendo cada vez más difícil ignorar el firme

aumento de los precios de la energía y las advertencias de todas clase de expertos en energías, la negación directa se está viendo gradualmente

reemplazada por formas más sutiles de negación que se centran en evitar cualquier discusión seria y sensata sobre las consecuencias probables del cenit

del petróleo y las formas en las que podremos sobrellevarlo.

En vez de eso, hay mucha discusión política sobre lo que «nosotros»

deberíamos hacer. Ese «nosotros» en cuestión es algún tipo de reminiscencia del espíritu «los americanos pueden hacerlo»: un consorcio de agencias

gubernamentales brillantemente organizadas, llevando a universidades, centros de investigación y corporaciones importantes a trabajar todas juntas

hacia el objetivo de producir energía abundante, limpia y ecológicamente segura para cebar otro siglo de expansión económica. ¡Bienvenidos a la

barraca de feria en los confines del universo!

Se oye a menudo que «podemos hacerlo si queremos». Lo más común es oírlo

de boca de no especialistas, algunas veces de la de economistas y casi nunca

de la de los científicos o ingenieros. Unos pocos cálculos en borrador bastan generalmente para sugerir lo contrario, pero aquí la lógica choca contra la fe

en la Diosa Tecnología: ella nos salvará. En el altar erigido para ella hay ensamblados varios objetos para el ritual al espíritu del «podemos hacerlo»:

una célula fotovoltaica, una celda de combustible, etanol y biodiésel. Junto al altar hay una caja de Pandora llena de carbón, arenas asfálticas, hidratos

oceánicos y plutonio: si la Diosa se enfada, es el fin de la vida en la Tierra.

Pero miremos más allá de la simple fe y centrémonos en algo ligeramente más

racional. Este «nosotros», esta entidad altamente organizada, energéticamente ultraalimentada y capaz de resolver sus problemas, se está

quedando sin energía rápidamente y una vez que lo haga ya no será tan poderosa. Me gustaría sugerir que cualquier plan a largo plazo que intente

resolverlo está condenado, simplemente porque las condiciones de crisis harán imposibles estos planes a largo plazo, lo mismo que los proyectos grandes y

ambiciosos. Así pues, aconsejaría dejar de esperar la invención de algún

dispositivo milagroso que poner bajo el capó de los 4x4 y en los sótanos de cada chalet de dos plantas, gracias al que podamos vivir más felices por

siempre jamás nuestro sueño de habitar en una urbanización del extrarradio, que se está pareciendo cada vez más a una pesadilla.

El siguiente círculo de negación gira en torno a lo que inevitablemente debe

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ocurrir si la Diosa Tecnología nos falla: guerras en serie por los cada vez más

escasos recursos. Paul Roberts, que está bien versado en el cénit del

petróleo, nos dice lo siguiente: «Lo que los estados desesperados siempre han hecho cuando los recursos se hacen escasos... (es) luchar por ellos». No cabe

siquiera discutir sobre si ya ha ocurrido antes, pero sí sobre si alguna vez llevó a algo más que a un inútil gesto de desesperación. Las guerras se comen los

recursos y cuando los recursos ya son escasos, las guerras por los recursos son un ejercicio letal de futilidad. Es de esperar que ganen aquellos que ya

dispongan de más recursos. No estoy diciendo que las guerras por recursos no ocurrirán. Lo que estoy sugiriendo es que serán inútiles y que las victorias en

estos conflictos serán apenas distinguibles de las derrotas. También me gustaría decir que estos conflictos serían auto-limitantes: la guerra moderna

consume cantidades asombrosas de energía y si los conflictos se dan sobre las instalaciones de petróleo y gas, estos acabarán destruidos, tal como ha pasado

en Irak. Esto resultará en menos energía disponible y, en consecuencia, menos guerra.

Tomemos por ejemplo las dos últimas intervenciones de los EEUU en Irak. En

cada caso, como resultado de las acciones de EEUU, la producción de petróleo iraquí declinó. Ahora parece que toda la estrategia es un fracaso. Apoyar a

Saddam, luego combatirlo, luego imponerle sanciones y finalmente derrocarle, ha dejado los campos petrolíferos iraquíes tan dañados que el

supuesto total extraíble estimado para el petróleo iraquí es ahora del 10-12% de lo que se pensaba que había en el subsuelo (según el New York Times).

Hay quien incluso sugiere una guerra de recursos con un «game over» atómico. En este punto soy optimista. Como pensó una vez el que fue

Secretario de Defensa de los EEUU, Robert McNamara, durante la presidencia de John F. Kennedy, las armas nucleares son demasiado difíciles

de usar. Y aunque él trabajó muchísimo para que fueran más fáciles de utilizar con la introducción de pequeñas bombas tácticas de combate y cosas por el

estilo y a pesar del reciente interés en «revienta-búnkeres» nucleares, todavía lían una buena y son difíciles de encajar en una estrategia sensata que

conduzca a un mayor suministro de energía. Si se tiene en cuenta que las

armas convencionales no han sido efectivas en este contexto, está poco claro cómo las armas nucleares podrían producir mejores resultados.

Pero esto son sólo detalles: el punto que realmente quiero subrayar es que proponer guerras por recursos, incluso en el peor escenario, es todavía una

forma de negación. Lo que se estaría asumiendo implícitamente es: si todo lo demás falla, vamos a la guerra y ganamos, entonces el petróleo volverá a fluir

y volveremos a nuestros negocios habituales al instante. De nuevo desaconsejaría esperar exitosos frutos de una acción militar global orientada a

traer a los EEUU el mayor pedazo posible de carroña petrolífera.

Más allá de este último círculo de negación se extiende, como alguna gente te

hará creer, un vasto territorio salvaje llamado el Colapso de la Civilización Occidental por el que cabalgan los cuatro jinetes del Apocalipsis. Aquí no hay

negación sino escapismo: el anhelo de la gran escena final, un último capítulo heroico. Las civilizaciones colapsan -este es uno de los hechos mejor

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estudiados de ellas- pero como cualquiera que haya leído El declive y la caída

del Imperio Romano te dirá, es un proceso que puede llevar siglos.

Lo que tiende a caer más bien de repente es la economía. Las economías, también se sabe que colapsan y lo hacen mucho más a menudo que las

civilizaciones. Una economía no colapsa en un agujero negro del que ninguna luz escapa. En vez de eso, ocurre otra cosa: la sociedad comienza a

reconfigurarse espontáneamente, se establecen nuevas relaciones, evolucionan nuevas reglas con el fin de encontrar un punto de equilibrio en

una menor tasa de consumo de recursos.

Notemos que esta tendencia implica un alto coste humano: sin una economía,

mucha gente se encuentra de repente tan indefensa como un recién nacido. Muchos mueren antes de lo que era habitual: algunos llaman a esto

«marchitarse» [NdT. del inglés «die-off»]. Hay una parte de la población que es la más vulnerable: los niños, los viejos, los enfermos, los desequilibrados y

los suicidas. Hay otra parte de la población que puede sobrevivir indefinidamente con insectos y cortezas. La mayoría de la gente estará entre

los dos extremos.

Una vez que aceptamos la idea de que no nos esfumaremos en la nada, sino que el colapso económico dará lugar a unas economías nuevas, más pequeñas

y más pobres, podemos comenzar a razonar sobre las diferencias y similitudes entre un colapso que ya ha ocurrido y el que está a punto de suceder. A

diferencia de los astrofísicos, que pueden predecir fiablemente si una estrella determinada colapsará en una estrella de neutrones o en un agujero negro

siguiendo medidas y cálculos, yo tengo que trabajar con observaciones generales y pruebas anecdóticas. Sin embargo, mi experimento de

pensamiento me permite adivinar la forma general de la nueva economía y llegar a las estrategias de supervivencia que puedan ser útiles para cada uno o

para pequeñas comunidades.

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La caída de la Unión Soviética

visión general

Al tratar de pensar sobre qué ocurre cuando colapsa una economía moderna y

se desintegra la compleja sociedad a la que apoya, un vistazo a un país que ha pasado recientemente por tal experiencia puede resultar muy educativo.

Tenemos la suerte de disponer de tal ejemplo: el colapso de la Unión Soviética. Pasé un total de seis meses viviendo, viajando y haciendo negocios

en Rusia durante la Perestroika y el período inmediatamente posterior y quedé fascinado por la transformación de la que fui testigo.

Los detalles específicos son diferentes, por supuesto. Los problemas soviéticos parecen haber sido más organizativos que físicos, aunque el hecho de que la

Unión Soviética colapsó justo tres años después de llegar a su cenit del petróleo difícilmente puede ser una coincidencia. La causa última del colapso

espontáneo de la URSS sigue siendo un misterio. ¿Fue la Guerra de las

Galaxias de Ronald Reagan? ¿o fue la tarjeta de crédito American Express de Raisa Gorbachov, la esposa de Mijail? Es posible mentir sobre un escudo de

defensa antimisiles pero no es tan fácil mentir en Harrods [NdT. grandes almacenes en Londres, por entonces propiedad del padre de Dodi Al-Fayed,

el amante de Diana de Gales]. Los argumentos van y vienen.

Una teoría contemporánea diría que la élite soviética hizo naufragar todo el

programa cuando concluyeron que el socialismo soviético no les iba a hacer ricos. (Seguiría sin esclarecerse por qué tardó la élite soviética 70 años en

darse cuenta de esta conclusión tremendamente obvia).

Una explicación con un poco más de sentido común es la siguiente. Durante el

periodo de «estancamiento» anterior a la Perestroika, debido al crónico bajo rendimiento de la economía y a niveles récord de gasto militar, déficit

comercial y deuda externa, a la familia de a tres de clase media rusa con ambos padres trabajando se le hizo cada vez más difícil llegar a fin de mes.

¿Empieza a sonar familiar ahora? Por supuesto, los burócratas del gobierno no

estaban muy preocupados sobre las necesidades de la población. Pero la gente encontró formas para sobrevivir esquivando los controles del gobierno de mil y

una formas, impidiendo así al gobierno obtener los resultados necesarios para que el sistema continuase funcionando. De ahí que el sistema tuviera que ser

reformado. Cuando hubo un consenso sobre esta perspectiva, todos los reformistas se unieron para intentar reformar el sistema. Desgraciadamente,

el sistema no podría terminar reformándose. En vez de adaptarse, se derrumbó.

Rusia fue capaz de resurgir económicamente porque continúa siendo bastante rica en petróleo y muy rica en gas natural y continuará disfrutando de una

prosperidad relativa durante, al menos, unas pocas décadas más. En Norteamérica, en cambio, la producción de petróleo llegó a su cénit a

comienzos de los ‘70 y ha estado en declive desde entonces, mientras que la producción de gas natural va a caer inminentemente en picado. Y las

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necesidades energéticas continúan escalando mucho más de lo que el

continente puede suministrar, por lo que tal recuperación parece poco

probable.

Cuando digo que Rusia se recuperó, no estoy despreciando el coste humano

del colapso soviético o las asimetrías y las disparidades económicas de la renacida economía rusa. Lo que estoy sugiriendo es que si Rusia logró

recuperarse fue porque el recurso no estaba totalmente agotado, mientras que los Estados Unidos ya lo ha gastado casi por completo y será por tanto menos

capaz de recuperarse.

Pero estas diferencias a gran escala no son tan interesantes como lo puedan

ser las similitudes a escalas menores, que ofrecen sustanciosas lecciones prácticas sobre cómo grupos reducidos de individuos pueden hacer frente con

éxito a un colapso económico y social. Ahí es donde la experiencia postsoviética ofrece un sinfín de lecciones útiles.

Regreso a Rusia

Volé de vuelta a Leningrado -que pronto sería rebautizado como San Petersburgo- por primera vez en el verano de 1989, alrededor de un año

después de que Gorbachev liberase al último grupo de presos políticos, mi tío entre ellos, que habían sido encerrados por el Secretario General Andropov

en un último y senil intento de imponer su puño de hierro. Por primera vez fue

posible para los exiliados soviéticos volver de visita. Había pasado más de una década desde que me fui, pero el lugar era casi tal como lo recordaba: calles

llenas de coches de las marcas Volga y Lada, eslóganes del Partido Comunista iluminados por luces de neón en los tejados de los edificios altos y largas colas

en las tiendas.

Casi lo único nuevo era la frenética actividad entorno al recientemente

organizado movimiento cooperativista. Una nueva clase empresarial recién nacida estaba ocupada quejándose de que a sus cooperativas sólo se les

permitía vender al gobierno, al precio por éste marcado, y a la vez urdiendo ingenuos esquemas para rascar algo en negro a base de trueques. La mayoría

quebraba. No resultó ser un modelo de negocio exitoso para ellos ni para un gobierno que estaba dando sus últimos coletazos, como finalmente se vio.

Volví un año más tarde y encontré un sitio que casi no reconocía. Para empezar olía diferente: la polución había desaparecido. La mayoría de las

fábricas habían cerrado, había muy poco tráfico y ¡el aire fresco olía de maravilla! Los almacenes estaban casi vacíos y muchos cerrados. Había muy

pocas estaciones de servicio abiertas y las que lo estaban atendían colas de

coches de varias manzanas. Había un límite de diez litros para comprar

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gasolina.

Como no había nada mejor que hacer, mis amigos y yo decidimos viajar por

carretera a visitar las antiguas ciudades rusas de Pskov y Novgorod y ver el paisaje del camino. Para ello teníamos que conseguir combustible. Fue difícil

encontrarlo. Lo había en el mercado negro pero nadie se sentía particularmente inclinado a cambiar algo tan valioso por algo tan inútil como el

dinero. La moneda soviética dejó de tener valor porque había muy poco que comprar con ella y además la gente todavía recelaba de las monedas

extranjeras.

Por suerte, disponíamos de una cierta cantidad de otro tipo de moneda. Por

entonces era el final de la fracasada campaña de Gorbachev contra el alcoholismo, durante la que se racionó el vodka. Por la muerte de un familiar

recibimos unos cupones de vodka por el valor del funeral, que por supuesto canjeamos inmediatamente. Lo que quedaba de vodka lo pusimos en el

maletero del viejo y fiable Lada y partimos. Intercambiábamos cada medio litro de vodka por diez litros de gasolina, resultando así que el vodka acababa

teniendo más densidad energética que combustible para cohetes.

Se extrae una lección de esto: cuando nos enfrentamos a una economía en colapso, debemos dejar de pensar en riqueza en términos de dinero. El acceso

a recursos y activos reales y a intangibles como contactos y relaciones, se vuelve mucho más valioso que el simple dinero.

***

Dos años más tarde volví de nuevo, esta vez al final del invierno. Estuve de viaje de negocios por Minsk, San Petersburgo y Moscú. Mi misión era evaluar si

algo de la antigua industria de defensa soviética podía reconvertirse a uso civil. En cuestión de negocios este viaje fue un fiasco total y una absoluta

pérdida de tiempo, como era de esperar. En otros aspectos fue bastante educativa.

Minsk parecía una ciudad recién despierta, bruscamente, de un estado de hibernación. Durante las pocas horas de luz diurna las calles estaban llenas de

gente que simplemente deambulaba, como preguntándose qué era lo siguiente a hacer. La misma sensación se desprendía de las oficinas de los ejecutivos,

donde aquellos que yo había creído representantes del «imperio del mal»

estaban sentados bajo polvorientos retratos de Lenin lamentándose de su destino. Nadie tenía respuestas.

El único rayo de luz llegaba de un abogado abyecto de Nueva York que rondaba tratando de organizar loterías. Era casi el único hombre con un plan.

El director de un instituto de investigación acusado anteriormente por errores en soldaduras de piezas para vasijas de fisión nuclear, o algo así, también

tenía un plan: quería construir casitas de veraneo. Recogí rápido mis bártulos y subí al ferrocarril nocturno hacia San Petersburgo. En el tren, vetusto pero

cómodo y con camarotes, compartí habitación con un médico joven del

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ejército, recién retirado, que me enseño un gran fajo de billetes de cien

dólares y me lo contó todo sobre el tráfico de diamantes en la región.

Compartimos una botella de coñac y echamos unas cabezaditas. Fue un viaje agradable.

San Petersburgo fue traumático. En el aire invernal flotaba una sensación de desesperación. Había ancianas improvisando mercados de segunda mano al

aire libre, tratando de vender juguetes que probablemente pertenecían a sus nietos para poder comprar algo que comer. Se podía ver gente de clase media

revolviendo los cubos de basura. Los ahorros de todo el mundo se habían evaporado por la hiperinflación. Llegué con un montón de billetes de un dólar,

mil rublos, cada uno cinco veces el salario medio mensual. Repartí muchos de esos ridículos billetes de mil rublos: «ten, sólo quiero asegurarme de que

tienes suficiente». La gente se sorprendía: «¡esto es mucho dinero!». Yo les contestaba «No, en absoluto. Asegúrate de usarlo cuanto antes». Sin embargo

había luz en todas partes, calefacción en la mayoría de hogares y los trenes llegaban puntualmente.

Mi itinerario de negocios incluía un viaje turístico fuera de la ciudad y

reuniones en una instalación científica. Las líneas telefónicas del lugar estaban caídas, así que decidí meterme en un tren e ir allí. El único tren salía a las 7 de

la mañana. Aparecí a las 6, pensando que podría desayunar en la estación. La estación estaba a oscuras y cerrada. En la calle había un local sirviendo café,

con una cola que daba la vuelta a la manzana. Había también una anciana frente a la tienda vendiendo bollos de una bandeja. Le ofrecí un billete de mil

rublos. «¡No tires el dinero!» me dijo. Le ofrecí comprarle la bandeja entera. «¿Y qué va a comer el resto de la gente?» me preguntó. Así que fui a la cola

de la caja y presenté mi billete de mil rublos, con lo que me devolvieron un montón de calderilla inútil y un recibo. Presenté el recibo en el mostrador,

recogí un vaso de líquido marrón caliente, me lo bebí, devolví el vaso, le compré a la anciana un bollo y se lo agradecí profundamente. Fue toda una

lección de civismo.

***

Tres años más tarde volví de nuevo y la economía estaba claramente empezando a recuperarse, al menos hasta el punto en que había bienes

disponibles para quien tenía dinero, pero seguían cerrando empresas y mucha gente estaba aún sufriendo de forma evidente. Habían surgido almacenes

privados, fuertemente vigilados, que vendían bienes de importación a cambio de moneda extranjera. Muy poca gente se podía permitir comprar en estas

tiendas. Había también mercados al aire libre en muchas plazas de las ciudades en los que se hacían la mayoría de las compras. Se conseguían

muchas cosas en unas cabinas metálicas cerradas, bastantes de las cuales pertenecían a la mafia chechena: uno metía un gran fajo de billetes a través

de un agujero y luego te entregaban el artículo adquirido.

Había dificultades esporádicas con el suministro de dinero. Me acuerdo de

estar esperando que los bancos abrieran para cambiar mis cheques de viaje.

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Los bancos estaban cerrados porque se les había terminado el dinero; estaban

todos esperando que repartieran. De vez en cuando salía un encargado para

anunciar que el dinero estaba de camino, que no había que preocuparse.

Había una gran diferencia entre quienes estaban desempleados, subempleados

o trabajando en la vieja economía y aquellos de la nueva clase mercantil. Para quienes trabajaban para las viejas empresas del estado -escuelas, hospitales,

ferrocarriles, telecomunicaciones y lo que quedaba de las migajas de la economía soviética- eran tiempos duros. Los salarios se pagaban

esporádicamente o ni se pagaban. Incluso cuando se cobraba, apenas llegaba para subsistir.

Pero evidentemente lo peor ya había pasado. Se había afianzado una nueva realidad económica. Un gran segmento de la población vio su nivel de vida

reducido, a veces de forma permanente. La economía necesitó diez años para volver al nivel de antes del colapso y la recuperación fue desigual. Junto a los

nouveau riche [NdT. orig. en francés nuevos ricos] había muchos cuyos ingresos jamás se recuperarían: aquellos que no podían convertirse en parte

de esta nueva economía, especialmente los pensionistas pero también muchos

otros que se habían beneficiado del ya difunto estado socialista, a duras penas se ganaban la vida.

Este paseo por mis experiencias en Rusia pretende dar un sentido general de lo que fui testigo. Pero son los detalles de lo que observé, lo que será de valor

para quienes vislumbren un colapso económico en su horizonte y quieran hacer planes para superarlo.

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Similitudes entre las superpotencias

A muchos les parecería incongruente la comparación directa entre Estados

Unidos y la Unión Soviética, cuando no directamente insultante. Después de todo, ¿qué base hay para comparar un imperio comunista fracasado con la

mayor economía del mundo? A quien lo viera como un conflicto ideológico, le podría parecer gracioso que el perdedor tenga algo que aconsejar al ganador.

Pero ya que las diferencias entre los dos parecen obvias para la mayoría, déjeseme indicar las similitudes, que espero el lector encuentre no menos

manifiestas.

La Unión Soviética y los Estados Unidos son o bien vencedor o bien segundo en

cada una de las siguientes categorías: la carrera espacial, la carrera

armamentística, la carrera carcelaria, la carrera del odioso imperio del mal, la carrera del expolio de los recursos naturales y la carrera de las bancarrotas. En

alguna de estas categorías los Estados Unidos, digamos, mete la pata más tarde, logrando nuevos records donde su rival se viera obligado a retirarse.

Ambos creían con toda su alma en la ciencia, en la tecnología y en el progreso, justo hasta que ocurrió el desastre de Chernóbil. Después de aquello, sólo

quedó un único creyente verdadero.

Ellos son los dos imperios industriales que tras la Segunda Guerra Mundial

intentaron imponer sus ideologías al resto del mundo: la democracia y el capitalismo, contra el socialismo y la planificación centralizada. Ambos

tuvieron algunos éxitos: mientras los Estados Unidos consiguieron crecimiento y prosperidad, la Unión Soviética logró cultura y cuidados sanitarios

universales, mucha menos desigualdad social y garantizó un cierto nivel de vida —aunque más bajo— para todos los ciudadanos. Los medios de

comunicación controlados por el estado hacían malabarismos para que la

gente no se diera cuenta de cuán bajo era ese nivel: «Esos felices rusos no saben lo mal que viven», dijo Simone Signoret [NdT. actriz francesa] tras

visitar Rusia.

Ambos imperios armaron buenos líos en bastantes otros países, financiando y

tomando parte directa en sangrientos conflictos para imponer su ideología y anular la otra. Ambos malograron sus propios países estableciendo records de

porcentaje de encarcelados (Sudáfrica fue otro competidor en un momento dado). En esta última categoría los EEUU tienen ahora un éxito sin igual,

manteniendo un floreciente sistema carcelario-industrial parcialmente privatizado.

Aunque Estados Unidos solía tener bastante mejores intenciones en el mundo que la Unión Soviética, la brecha con el «imperio del mal» se ha estrechado

desde que la Unión Soviética desapareció del escenario. Ahora, en muchos países del mundo, incluso en occidentales como Suecia, Estados Unidos se

percibe como una amenaza para la paz mayor que Irán o Corea del Norte. En

la carrera por el imperio más odiado, Estados Unidos comienza ahora a parecer el campeón, también en esto. A nadie le gusta un perdedor,

especialmente si éste es una superpotencia fallida. Nadie sintió lástima por la

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pobre difunta Unión Soviética; tampoco nadie sentirá lástima alguna por la

pobre difunta USA.

La carrera de bancarrotas es particularmente interesante. Antes del colapso, la Unión Soviética estaba acumulando deuda externa a tipos insostenibles. La

combinación de bajos precios internacionales del petróleo y el cenit en su producción local, selló el destino soviético. Más tarde la Federación Rusa, que

heredó la deuda externa soviética, se vio forzada a cumplir con sus obligaciones, precipitando una crisis financiera. Las finanzas de Rusia al final

mejoraron, principalmente debido a los precios crecientes del petróleo, junto con unas mayores exportaciones del mismo. En este punto Rusia quiere

liquidar cuanto antes la deuda soviética remanente y en los últimos años al rublo ruso le ha ido un poco mejor que al dólar americano.

Los Estados Unidos están ahora afrontando un déficit por cuenta corriente insostenible, una moneda en caída libre y una crisis energética, todo a la vez.

Es hoy en día la nación con más deuda del mundo y mucha gente no sabe cómo podrán afrontar sus pagos. Según muchos analistas está técnicamente

en bancarrota y se apuntala sobre las reservas de los bancos extranjeros, que

tienen un montón de activos denominados en dólares y por supuesto quieren proteger el valor de sus reservas. Este juego durará sólo un tiempo. Así,

mientras la Unión Soviética se merece la mención de honor por irse primero a la bancarrota, indudablemente el oro en esta categoría será (va con

segundas) para Estados Unidos, por el descubierto más grande de la historia.

Hay muchas otras similitudes también. Las mujeres consiguieron el derecho a

educación básica y universitaria antes en Rusia que en Estados Unidos. Tanto las familias rusas como las americanas están en una penosa situación, con

altas tasas de divorcio y muchos nacimientos fuera del matrimonio, aunque la escasez crónica de viviendas en Rusia forzó a muchas familias a seguir juntas

con resultados diversos. Ambos países han estado sufriendo despoblación crónica en las zonas agrícolas. En Rusia las granjas familiares fueron

diezmadas durante la colectivización, así como la producción agrícola; en los EEUU, otro cúmulo de fuerzas produjo resultados similares respecto a la

población rural, pero sin pérdida de producción agrícola. Ambos países

reemplazaron las granjas familiares por agronegocios industriales adictos a los combustibles fósiles, desastrosos y ecológicamente insostenibles. El modelo

americano funciona mejor, mientras la energía sea barata y después de eso probablemente nada en absoluto.

Las similitudes son demasiado numerosas para mencionarlas. Espero que lo que he bosquejado arriba sea suficiente para señalar un hecho clave: que

éstas son, o fueron, las antípodas de una misma civilización industrial tecnológica.

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Diferencias entre las Superpotencias

Nuestra comparativa de las dos superpotencias no estaría completa sin repasar

algunas de las diferencias, que no son menos clarificadoras que las similitudes.

Etnicidad

Los Estados Unidos han sido tradicionalmente un país muy racista, con numerosas categorías de gente con la que no querrías que se casara tu hija,

sin importar quien seas. EEUU fueron fundados sobre la explotación de los esclavos africanos y el exterminio de los nativos. Durante los años de su

formación, no hubo matrimonios entre los europeos y los africanos, o los europeos y los indios. Esto marca un claro contraste con otras naciones del

continente americano como Brasil. En EEUU persiste hasta nuestros días una

actitud de desdén hacia cualquier otra tribu distinta a los anglosajones. Disimulada bajo una capa de corrección política, al menos en la sociedad

educada, sale a la luz cuando se observa a qué gente se elige para casarse o para salir.

Rusia es un país cuyo perfil étnico varía suavemente desde europeos principalmente en el oeste hasta asiáticos en el este. Los asentamientos rusos

en su vasto territorio fueron acompañados de matrimonios con cada tribu que los rusos se encontraron en su camino hacia el este. Uno de los episodios de

formación de la historia rusa fue la invasión mongola, que resultó en una gran infusión de sangre asiática en los linajes rusos. Por otro lado, Rusia ha recibido

bastantes inmigrantes de Europa occidental. En la actualidad los problemas étnicos en Rusia se limitan a combatir mafias étnicas, y los numerosos

pequeños pero humillantes episodios de antisemitismo, que ha caracterizado a la sociedad rusa durante siglos, y a pesar de esto, a los judíos —mi familia

incluida— les ha ido bastante bien allí. Los judíos fueron excluidos de algunas

de las más prestigiosas universidades e institutos, y también se les puso trabas en otros sentidos.

Los Estados Unidos son un polvorín de tensiones étnicas, donde los negros urbanos se sienten oprimidos por los blancos suburbanos, que a su vez temen

aventurarse en las ciudades. En un tiempo de crisis permanente, los negros urbanos probablemente se levantarán y saquearán las ciudades, porque no

son dueños de ellas, y los blancos suburbanos probablemente se encierren en sus «cabañas de troncos en los bosques», como las llama James Kunstler y

acampen en un parque de trailers cercano. Añadamos a la ya volátil mezcla el hecho de que las armas de fuego son fácilmente accesibles y que la violencia

está arraigada en la sociedad americana.

En resumidas cuentas, la atmósfera social de la América del poscolapso

probablemente no será tan plácida y amigable como la Rusia del poscolapso. Al menos en parte, es más probable que se parezca a otras regiones de la

antigua Unión Soviética, más mezcladas étnicamente y, en consecuencia,

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menos afortunadas, como el valle Fergana y, por supuesto, aquel «faro de

libertad» en el Cáucaso: Georgia (o eso dice el presidente Bush).

Ninguna parte de los Estados Unidos es una elección obvia para los que piensen en la supervivencia, pero algunas partes son obviamente más

arriesgadas que otras: cualquier zona con un historial de tensión étnica o racial es probablemente insegura. Esto descarta el Sur, el Suroeste y muchas

ciudades grandes de todas partes. Alguna gente se encontrará a salvo en algún enclave homogéneo de su etnia, mientras que el resto lo mejor que

podría hacer sería buscar comunidades donde las relaciones interétnicas hayan sido cimentadas mediante convivencia y matrimonios integrados, y en donde

esa extraña y frágil entidad que es la sociedad multirracial pueda tener una oportunidad de salir adelante.

Propiedad

Otra diferencia clave: en la Unión Soviética, nadie poseía su lugar de

residencia. Esto significa que la economía podía colapsar sin causar gente sin hogar: más o menos todo el mundo siguió viviendo en el mismo sitio que

antes. No hubo desahucios o desalojos. Todos siguieron instalados, y esto

previno que la sociedad se desintegrara.

Otra diferencia más: el lugar donde residían era generalmente accesible en

transporte público, el cual continuó funcionando durante los peores momentos. La mayoría de los desarrollos urbanísticos de la era soviética estaban ideados

centralizadamente y a los urbanistas centralizados no les gustaba la expansión: es demasiado difícil y caro dar servicio. Poca gente tenía coches y

aun menos dependían de los coches para moverse. Incluso los peores cortes de gasolina resultaron inconvenientes menores para la gente: en primavera

complicaban el transporte de plántulas desde la ciudad a la dacha [NdT. chalet de la clase media rusa] para sembrarse; en el otoño dificultaban traer lo

cosechado de vuelta a la ciudad.

Perfil de trabajo

La Unión Soviética era casi totalmente autosuficiente en lo que respecta al trabajo; no lo son tanto los Estados Unidos, donde no sólo la mayoría de las

manufacturas se hacen fuera sino que además muchos servicios de dentro los hacen también inmigrantes. Esto incluye hasta profesiones como la ingeniería

o la medicina, sin las cuales la sociedad se desintegra. La mayoría de esta

gente vino a los Estados Unidos para disfrutar de un mayor nivel de vida… mientras dure. Muchos de ellos volverán a casa, dejando un hueco visible en el

entramado social.

No debe sorprender encontrarse con esta situación: durante las últimas

generaciones los americanos prefirieron disciplinas como derecho,

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comunicaciones y administración de empresas, mientras los inmigrantes y

extranjeros cursaban ciencias e ingenierías. Es lo que conocemos como «fuga

de cerebros»: la captación de talentos de otras tierras en beneficio de Norteamérica, y en su propio detrimento. Este flujo de poder cerebral es

probable que se invierta, dejando el país incluso más indefenso para encontrar maneras de sobrellevar sus dificultades económicas. Esto significa que, incluso

en las áreas donde haya recursos para la innovación y el desarrollo, tales como la restauración del servicio ferroviario o las energías renovables, Norteamérica

se encontrará sin el talento necesario para hacerlos funcionar.

Religión

La última dimensión digna de mención en la que la Unión Soviética y los Estados Unidos están en marcado contraste es la religión.

El águila de dos cabezas de la Rusia prerrevolucionaria simbolizaba la monarquía y la Iglesia, con una corona en una cabeza y una mitra en la otra.

Junto a sus exteriorizaciones más o menos sagradas, la iglesia rusa estaba cargada de riqueza y ostentación y parecía tan opresiva como la monarquía

cuyo poder había ayudado a legitimar. Pero en el curso del siglo XX Rusia se

las arregló para evolucionar de una forma laica, oprimiendo a la gente religiosa con un ateísmo obligatorio.

Los Estados Unidos, a diferencia de otras naciones occidentales, sigue siendo un lugar bastante religioso, en donde la mayoría busca y encuentra a Dios en

una iglesia, una sinagoga o una mezquita. Los precoces movimientos de las colonias para abandonar el Imperio Británico han hecho de EEUU algo así

como un fósil viviente en términos de evolución cultural. Esto se ha manifestado a través de aspectos triviales tales como la incapacidad de

adoptar el sistema métrico (un problema considerado casi resuelto en la misma Inglaterra), o su tendencia del siglo XVIII de hacer un fetiche de su

bandera nacional, pero también de aspectos más importantes como su adopción a medias del laicismo.

Lo que significa esta diferencia en el contexto de un colapso económico es, sorprendentemente, casi nada. Quizás el americano es más probable que no

cite la Biblia por el principio y vaya directamente al Apocalipsis, el fin de los tiempos y al Éxtasis -estos pensamientos, hay que decirlo, no conducen a la

supervivencia-, pero los supuestamente ateos rusos resultaron creerse que

iban hacia el Fin del Mundo e inundaron las recién abiertas iglesias en busca de seguridad y consuelo.

Quizás la diferencia más significativa no esté entre el predominio o la falta de religión sino en las diferencias entre las religiones dominantes. A pesar de la

ostentación arquitectónica de la Iglesia Ortodoxa Rusa y la pompa y circunstancia de sus ritos, su mensaje siempre ha sido de ascetismo como

medio de salvación: la salvación es para el pobre y el humilde, porque la recompensa de uno está en este mundo o en el próximo, pero no en ambos.

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Esto es bastante diferente del protestantismo, la religión dominante en EEUU,

que hizo un quiebro radical al considerar la riqueza como una de las

bendiciones de Dios, ignorando puntos inconvenientes remarcados por Jesús sobre la improbabilidad de salvación de la gente rica. Por el contrario, la

pobreza se asoció a la vagancia y el vicio, arrebatándoles su dignidad a los pobres.

Así, un ruso es menos probable que considere el descenso repentino a la pobreza como una caída en desgracia divina, y el colapso económico como un

castigo de Dios a la gente, mientras que todas las religiones predominantes en Norteamérica —protestantismo, judaísmo e islamismo— dan la fortuna

circunstancial de sus feligreses como la prueba de que Dios está bien dispuesto hacia ellos. ¿Qué pasará cuando la buena voluntad de Dios hacia

ellos ya no se manifieste? La respuesta es que se enfadarán y tratarán de buscar a alguien ajeno a quien culpar, siendo éste un mecanismo central de la

psicología humana. Deberíamos esperar ver iracundas congregaciones ansiosas de hacer el trabajo de un Dios inesperadamente enfadado.

Los Estados Unidos no son en absoluto homogéneos cuando se trata de

intensidad de sentimiento religioso; cuando se busque un lugar para asentarse, probablemente sea una buena idea buscar un sitio donde el fervor

religioso no llegue a extremos.

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La pérdida del confort tecnológico

Atención: lo que voy a decir puede que sea algo molesto, pero me gustaría abordar el asunto. La mayor parte del progreso tecnológico del siglo XX resultó

en un mayor nivel de confort físico. Sí, para eso se ha causado el calentamiento global, el agujero en la capa de ozono y la extinción masiva de

plantas, peces, pájaros y mamíferos: para vivir más cómodamente durante un tiempo.

Todos esperamos disponer de calefacción y aire acondicionado, agua fría y

caliente, electricidad fiable, transporte personal, carreteras pavimentadas, calles iluminadas y aparcamientos, quizás incluso Internet de alta velocidad.

Pero, ¿qué haría si tuviera que pasar sin todo eso? O mejor, ¿qué hará?, ¿qué hará cuando tenga que dejar todo eso?

La mayoría de nuestros ancestros crecieron con un nivel de incomodidad física que nos parecería horrible: sin agua corriente caliente, una letrina en el patio

en vez de un retrete inodoro, sin calefacción central y con sus propios pies o un caballo como medios principales para desplazarse. Y todavía se las

arreglaron para producir una civilización y una cultura que nosotros apenas sabemos imitar y preservar.

Comencemos con el elemento de la civilización más importante: el inodoro. Es lo que nos diferencia de otros grandes primates, que no les importa tirar sus

heces por ahí sólo por marcar el terreno. No hay que ir al zoo para encontrar ejemplos: una tarde de hace poco, cuando pasaba en bicicleta por el centro

comercial Fresh Pond en Cambridge, Massachusetts —un pequeño infierno

periurbano metido caprichosamente entre el idílico carril bici Minuteman y las perfectamente razonables partes viejas de Boston— lo olí: aguas fecales.

Había un camión de obras públicas de Cambridge y estaba echando líquidos al arcén de la Route 2: al parecer, la política de contratar a los mejores y los más

brillantes está dando sus frutos. La primorosa fragancia perfumó todo el paseo por lo menos una semana.

No se necesita una crisis para hacer que fallen los servicios públicos, pero una crisis ciertamente hará que fallen. Cualquier crisis sirve: económica, financiera

o incluso política. El gobernador de Primorye, una región de la Siberia oriental, simplemente robó todo el dinero que se suponía serviría para comprar el

carbón para el invierno. Primorye se congeló. Con temperaturas invernales de unos -40ºC es un milagro que todavía haya alguien viviendo allí: es un testigo

de la perseverancia humana. Cuando la situación degenera, los sucesos parecen seguir cierta secuencia, sin importar el escenario. Siempre parecen

llevar al mismo resultado: condiciones antihigiénicas. Pero una crisis

energética me parece, con mucho, la forma más eficaz de privarnos de uno de los servicios más apreciados.

Primero, la electricidad comienza a ir y venir. Finalmente se amolda a un ritmo. Países como Georgia, Bulgaria y Rumanía, así como algunas regiones

periféricas de Rusia, han tenido que apañarse con unas pocas horas de electricidad al día, a veces durante varios años. Corea del norte es quizás el

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mejor alumno soviético que nos queda, sobreviviendo sin apenas electricidad

durante años. Las luces se encienden cuando se pone el sol. Los generadores

se esfuerzan unas cuantas horas encendiendo bombillas, televisores y radios. Cuando es hora de ir a la cama, la luz se apaga otra vez.

Lo segundo de la lista es la calefacción. Cada año llega más tarde y se va antes. La gente mira la televisión o escucha la radio cuando hay electricidad o

simplemente se sienta bajo varias mantas si no la hay: en las edades de hielo, compartir el calor humano ha sido una de las técnicas de supervivencia. Con el

tiempo se van acostumbrando a tener menos calefacción y a la larga dejan de quejarse. Incluso en estos tiempos relativamente prósperos, hay bloques de

apartamentos en San Petersburgo que no son calentados todos los días ni en las épocas más frías del invierno: se usan jerséis y pantalones gruesos en

lugar de los ausentes cubos de carbón.

Lo tercero es el agua caliente: el agua de la ducha sale fría. A no ser que

hayas sido privado de una ducha fría, no serás capaz de apreciarla por el lujo que representa. En el caso de que tengas curiosidad, es una ducha rápida:

mójate, enjabónate, enjuágate, ponte la toalla, vístete y tiembla bajo varias

capas de mantas, y no olvides el calor corporal compartido. Una forma menos radical es lavarse en una palangana de agua calentada en la cocina: te

humedeces, te enjabonas y te enjuagas, y no olvides tiritar de frío.

Lo siguiente es que la presión del agua también flaquea. La gente aprende a

lavar con incluso menos agua. Es un tejemaneje de cubos y jarras de plástico. Pero lo peor no es la falta de agua corriente: es que los váteres no funcionan.

Si la población está informada y es disciplinada, se darán cuenta de lo que deben hacer: recoger sus excrementos en cubos y llevarlos a mano hasta

alguna alcantarilla. El no-va-más es construirse casetas con váteres secos y utilizar lo resultante para fertilizar el huerto.

Bajo esta combinación de circunstancias, hay tres causas de mortalidad que evitar. La primera es simplemente eludir morir congelados. Requiere cierta

preparación ser capaz de ir de acampada en invierno. Pero es con mucho el problema más fácil. Lo siguiente es evitar los peores compañeros de los

humanos a lo largo de los tiempos: piojos, pulgas y chinches. Nunca faltan

dondequiera que se junta gente sin lavar y extienden enfermedades tales como el tifus, que se ha llevado por delante millones de vidas. Un baño

caliente y un cambio completo de ropa a menudo salva vidas. Si se cuece la ropa en el horno se matan los piojos y sus huevos. Lo último es evitar el cólera

y otras enfermedades que se extienden a través de las heces hirviendo toda el agua que se bebe.

Parece lógico asumir que las comodidades a las que estamos acostumbrados tenderán a ser cada vez menos, hasta llegar a muy pocas. Pero si decidimos

sobrellevar las pequeñas indignidades de leer a la luz de velas, pasar frío en los meses de invierno, cargar cubos de agua arriba y abajo, temblar de pie en

un barreño de agua templada y sacar nuestras cacas en un cubo, entonces deberíamos ser capaces de mantener un nivel de civilización digno de nuestros

ancestros, que probablemente lo pasaron peor de lo que nos tocará a

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nosotros. Ni estaban deprimidos ni contentos con mantener su disposición

personal y carácter nacional, pero aparentemente sobrevivieron, o si no, no

estarías leyendo esto.

Comparaciones económicas

Se puede decir que la economía americana va o muy bien o muy mal. En el

lado positivo, las compañías son pequeñas y reducen lo necesario para

mantenerlas eficientes, o al menos que sigan funcionando. Hay leyes de bancarrota que eliminan las menos saludables y leyes de competitividad para

mantener la productividad. Los negocios distribuyen sobre pedido para minimizar inventarios y hacen uso intensivo de las tecnologías de la

información a fin de lograr la logística necesaria para operar en una economía global.

En el lado negativo, aún son mayores los déficits estructurales de la economía americana. Ésta falla en dar a la mayoría de la población esa seguridad

económica que en otras naciones la gente da por garantizada. Gasta más en medicina y en educación que otros muchos países, y obtiene menos de ello. En

lugar de tener una sola línea aérea propiedad del estado, éste apoya varias líneas permanentemente en bancarrota. Gasta mucho en hacer cumplir las

leyes y tiene una alta tasa de criminalidad. Continúan fugándose los empleos de remuneración alta del sector de manufactura y son reemplazados por

empleos con salarios bajos del sector servicios. Como dije antes, esto es

técnicamente una bancarrota.

También se puede decir que la economía soviética estaba gestionada o muy

bien o muy mal. En el lado positivo, ese sistema, con todos sus fallos, se las arregló para erradicar las formas más extremas de pobreza, malnutrición,

muchas enfermedades y el analfabetismo. Dio seguridad económica hasta límites insospechados: todo el mundo sabía exactamente cuánto cobraría y los

precios de los artículos cotidianos permanecían congelados. La vivienda, la sanidad, la educación y las pensiones estaban todas garantizadas. La calidad

variaba: la educación era en general excelente, la vivienda mucho menos, y la medicina soviética era a menudo llamada «la medicina más libre del mundo».

En el lado negativo, la monstruosa planificación centralizada era extremadamente ineficaz, con grandes pérdidas y un descarado desperdicio en

todos los niveles. El sistema de distribución era tan inflexible que las empresas nunca tenían stock suficiente. Eran excelentes produciendo bienes capitales,

pero al manufacturar bienes de consumo, que requieren mucha más

flexibilidad de la que permite una planificación centralizada, fallaban. También fallaban estrepitosamente produciendo alimentos y se veían forzados a recurrir

a la importación de alimentos básicos. Controlaban un enorme imperio militar y político pero, paradójicamente, no se derivó beneficio económico alguno de

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ello, resultando toda la empresa una pérdida neta.

También paradójicamente, estos fallos e ineficiencias propiciaron un aterrizaje

suave. Debido a que no había un mecanismo con el que las empresas estatales pudieran ir a la quiebra, a menudo seguían operando durante un tiempo a bajo

rendimiento, reteniendo salarios o bajando la producción. Esto redujo el número de parados instantáneos y cierres de empresas, aunque donde

acabaron ocurriendo, vinieron acompañados de una altísima tasa de mortalidad de los hombres de entre 45 y 55 años, que resultaron los más

vulnerables a la pérdida repentina de sus carreras y empleos y que se dieron al alcohol hasta palmarla o se suicidaron.

Alguna gente usó su viejo y semidifunto puesto de trabajo como base de operaciones de todo tipo, desde la cual llevar algún negocio en el mercado

negro, cosa que permitió a mucha gente la transición gradual hacia la empresa privada. El ineficiente sistema de distribución y el cúmulo de stocks al que dio

origen, resultó en elevados excedentes que podían ser intercambiados mediante trueque. Algunas empresas continuaron operando así,

intercambiando sus ahora abandonados excedentes con otras empresas, a fin

de proporcionar a sus empleados algo que pudieran usar o vender.

¿Qué paralelismo podemos dibujar entre esto y el empleo en un Estados

Unidos poscolapso? El empleo en el sector público puede aportar más oportunidades de mantener el trabajo. Por ejemplo, es improbable que todas

las escuelas, institutos y universidades cesen a sus trabajadores al mismo tiempo. Es bastante más probable que sus salarios no les alcancen para vivir,

pero quizás podrán por un tiempo ser capaces de mantener su contexto social y servir como base de operaciones. La gestión de propiedades e instalaciones

serán probablemente una apuesta segura: mientras haya propiedades que se consideren valiosas, necesitarán ser gestionadas. Cuando llegue el momento

de desmantelarlas y traficar con las partes, será de ayuda si siguen intactas y se dispone de las llaves de acceso.

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Colapso económico en los EEUU

Un aterrizaje suave espontáneo es improbable en los EE.UU., donde una gran

compañía puede decidir cerrar sus puertas por decisión ejecutiva, librándose del personal y subastando instalaciones, maquinaria y existencias. Ya que en

muchos casos el equipamiento es alquilado y el stock es sobre pedido y por tanto muy escaso, un negocio se puede evaporar, literalmente de la noche a la

mañana. Como muchos ejecutivos pueden decidir recortar pérdidas todos a la vez, viendo las mismas proyecciones económicas e interpretándolas de forma

similar, el efecto en las comunidades puede ser devastador.

La mayoría de la gente en EEUU no puede sobrevivir mucho tiempo sin unos

ingresos. Esto le podrá resultar curioso a más de uno: ¿cómo puede alguien —

donde sea— sobrevivir sin ingresos? Bueno, en la Rusia del poscolapso, si no pagabas el alquiler o los servicios públicos —porque de todos modos nadie los

estaba pagando— y cultivabas y cosechabas algo de comida, y tenías algunos amigos y familiares que te ayudaran, entonces tener ingresos no era un

requisito indispensable para sobrevivir. La mayoría salió adelante de alguna manera.

Pero casi todo el mundo en EEUU, una vez que sus ahorros se agoten, se verán forzados a vivir en su coche o en alguna zona aislada en el bosque, en

una tienda o bajo una lona. No existe mecanismo por el cual los terratenientes no puedan echar a la calle a gente con la cartera moribunda, o por el cual los

bancos se vean impedidos de ejecutar las hipotecas impagadas. Cuando hay suficientes propiedades residenciales y comerciales vacías y la aplicación de la

ley se vuelva laxa o inexistente, la ocupación se vuelve una posibilidad real. Los okupas generalmente lo tienen difícil para recibir correo y otros servicios,

pero eso es un mal menor. Es más preocupante que puedan ser desalojados

fácilmente una y otra vez.

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Gente sin techo

La escasez crónica de vivienda en Rusia fue causada en parte por el

espectacular declive en la agricultura rusa, que causó que la gente emigrara a las ciudades, y en parte simplemente debida a la incapacidad del gobierno de

construir edificios a tiempo. Lo que el gobierno quería levantar era invariablemente pisos: 5 plantas, 9 plantas e incluso torres de 14 pisos. Los

edificios se erigían en tierra vacía, a veces vaciada, y estaban rodeados por una generosa porción de tierra yerma, que en los pueblos y las ciudades

pequeñas y los sitios en los que el suelo no estaba congelado todo el año o cubierto de sulfuro u hollín de alguna fábrica cercana, fue rápidamente

reconvertida en huertas.

La calidad de la construcción siempre pareció un poco parca, pero ha resultado ser sorprendentemente sólida estructuralmente y bastante práctica. La

mayoría eran construcciones de hormigón armado, con azulejos de cerámica en el exterior y yeso como aislamiento en el interior. Eran baratas de calentar

y normalmente eran provistas de calefacción, al menos la suficiente para que las tuberías no se congelaran, por una caldera central gigante que servía al

barrio entero.

Siempre se dice que los más ruines de estos bloques de apartamentos de la

era soviética llamados «Khrushcheby» (una mezcla entre Khrushchev —quien mandó construirlos—, y trushcheby —barrios bajos—), están a punto de

derrumbarse, pero aún no lo han hecho. Sí, son húmedos y fríos, lúgubres, y las paredes tienen grietas y los techos a menudo goteras, y los vestíbulos son

oscuros y huelen a orina, pero es vivienda.

Debido a que los pisos eran tan difíciles de conseguir, con listas de espera de

décadas, generalmente varias generaciones vivían juntas. Esto era a menudo

desagradable, estresante e incluso una forma traumática de vivir, pero también barata. A menudo, mientras los adultos trabajaban, los abuelos se

ocupaban en gran parte de criar a los niños. Cuando la economía colapsó, frecuentemente fueron los abuelos quienes se tomaron en serio las huertas de

los jardines y obtuvieron comida durante los meses de verano. Aquellos en edad de trabajar experimentaron en el mercado negro con resultados

diversos: algunos tuvieron suerte y se hicieron ricos en poco tiempo, mientras que para otros fue una época de vacas flacas. Con mucha gente viviendo

junta, estas disparidades accidentales tendían a equilibrarse al menos hasta cierto punto.

Tuvo lugar una curiosa inversión de papeles. Mientras que antes del colapso los padres estaban en posición de ayudar financieramente a los hijos adultos,

ahora se daba el caso contrario: los mayores que no tienen hijos tienden más a la miseria que los que sí tienen hijos para apoyarles. Una vez se ha

evaporado el capital financiero, el capital humano deviene en esencial.

Una diferencia clave entre Rusia y EEUU es que los rusos —como muchos pueblos del mundo— generalmente pasan toda su vida en el mismo sitio,

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mientras que los americanos se mueven constantemente. Los rusos

normalmente conocen —o al menos reconocen— a la mayoría de la gente que

les rodea. Cuando la economía colapsa, todo el mundo tiene que afrontar una situación incómoda; los rusos, al menos, no tienen que afrontarla en compañía

de completos desconocidos. Por el contrario, los americanos son mucho más dados a ayudar a extraños que no los rusos, al menos cuando tienen algo de

sobra.

Otro elemento de gran ayuda para los rusos fue una característica particular

de su cultura: como el dinero no era de gran utilidad en la economía de la era soviética y no representaba estatus o éxito, tampoco era particularmente

valioso y se compartía bastante libremente. A las amistades no les importaba ayudarse unos a otros en tiempos de necesidad: era importante que todo el

mundo tuviera algo, no que uno tuviera más que los demás. Con la llegada de la economía de mercado, este rasgo cultural desapareció, aunque duró lo

suficiente para ayudar a la gente a sobrellevar la transición.

Supervivencia de las comunidades

En ruso no existe la palabra merodear. Lo más parecido en palabras rusas es dar un garbeo o pasear. Esto es importante, porque si uno no tiene empleo, las

dos opciones son quedarse en casa y pasear. Si estar en la calle para pasar el rato es ilegal, entonces sólo queda sentarse en casa.

Los EEUU y la URSS están en los dos extremos del continuo entre lo público y

lo privado. En la Unión Soviética, la mayor parte del suelo está abierto al paso público. Incluso los apartamentos eran a menudo comunitarios: los

dormitorios eran privados, pero cocina, baño y vestíbulos eran áreas comunales. En EEUU la mayor parte del suelo es privado, muchas veces con

carteles donde se amenaza con dos tiros a quien ose traspasar los límites; muchos sitios públicos son de hecho privados, sólo para abonados o donde no

se permite merodear; donde hay parques públicos, a menudo son cerrados de noche y cualquiera que trate de pasar allí una noche será probablemente

invitado por la policía a largarse.

Tras el colapso, Rusia experimentó una explosión de la clase social llamada

BOMZh, que en su forma íntegra sería BOMZh i Z, y que serían las siglas de «personas sin empleo ni lugar de residencia definido». Los bomzhis, como se

les llamaba, solían habitar en las zonas urbanas y rurales ahora en desuso, donde al no haber nadie que les echara podían permanecer tranquilos. A esos

sitios se les solía llamar bomzhatnik. Se necesitaría desesperadamente una

palabra nueva para traducirlo. Quizás podríamos llamarlo un «jardín de vagabundos» —que sería a un jardín como un ecoparque es a un parque—.

Cuando la economía de EEUU colapse, uno esperaría que caigan las tasas de

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empleo y de personas con hogar. Es difícil estimar el porcentaje de la

población que, como resultado de ello, se quedarán sin casa, pero podría ser

alto: quizá se vuelva tan común como para que deje de ser un estigma. Un país donde la mayoría de los vecindarios están estructurados para excluir a la

gente inadecuada y así preservar el valor de la propiedad, no es un buen sitio para ser un vagabundo. Y cuando el valor de las propiedades caiga hasta cero,

es probable que algunas zonas se autorrecalifiquen a jardines de vagabundos, al no haber voluntad política o poderes como para evitarlo.

No quiero decir con esto que los vagabundos rusos lo lleven muy bien. Pero como la mayoría de la población rusa fue capaz de mantener su lugar de

residencia, a pesar del colapso económico, el porcentaje de bomzhis entre la población nunca llegó a los dos dígitos. Estos casos extremadamente

desafortunados, conllevaron una vida corta y brutal, abandonada a menudo al alcohol, que contribuyeron en gran parte al repunte de la mortandad en la

Rusia postsoviética. Algunos eran refugiados, de etnias rusas, echados de las nuevas, independientes y repentinamente nacionalistas repúblicas ex

soviéticas, quienes no pudieron ser reabsorbidos por la población rusa por su

escasez crónica de viviendas.

Oliendo las rosas

Otra nota sobre la cultura: cuando la economía colapsa, normalmente hay

menos cosas que hacer, siendo una buena época para los ociosos por

naturaleza y una mala época para aquellos predispuestos a la actividad.

En la cultura de la era soviética cabían dos tipos de actividades: la normal, que

en general significaba no cansarse demasiado, y la heroica. Se esperaba una actividad normal, nunca se esperaba que se trabajase más duro de lo normal.

De hecho, hacer eso último solía estar mal visto por «el colectivo» y las bases. La actividad heroica se celebraba, pero no necesariamente se recompensaba

con dinero.

Los rusos tendían a contemplar, entre extrañados y divertidos, la compulsión

americana por «trabajar y actuar duro». El término «hacer carrera» era peyorativo en los tiempos soviéticos: los atributos de quien trataba de hacer

carrera eran la avaricia, la falta de escrúpulos, demasiada «ambición» (otro término peyorativo)… Términos como «éxito» y «logros» raramente se

aplicaban a nivel personal, porque sonaban demasiado presuntuosos y pomposos. Se reservaban para los discursos públicos rimbombantes sobre el

gran éxito del pueblo soviético. No es que estas características personales

positivas no existieran: a nivel personal se respetaba el talento, la profesionalidad, la decencia, a veces incluso la creatividad. Pero una persona

«muy trabajadora» a un ruso le sonaba igual que «idiota».

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Una economía en colapso es especialmente dura para aquellos que están

acostumbrados al servicio cortés e inmediato. En la Unión Soviética la mayoría

de los servicios públicos se atendían de forma maleducada y lenta, e implicaban hacer largas colas. Muchos productos que escaseaban no se podían

conseguir ni siquiera de esa manera y requerían algo llamado blat: favores o accesos extraoficiales especiales. El intercambio de favores personales era

mucho más importante para el funcionamiento de esa economía que el intercambio de dinero. Para los rusos, el blat es algo casi sagrado: una parte

vital de la cultura que mantiene unida a la sociedad; también es la única parte de la economía a prueba de colapsos y, como tal, una valiosa adaptación

cultural.

La mayoría de los americanos han oído hablar del comunismo y creen que eso

define automáticamente el sistema en la Unión Soviética, incluso a sabiendas de que no había mucho de comunal en un estado de bienestar y vasto imperio

industrial gestionado por una burocracia elitista de planificación centralizada. Pero muy pocos han oído hablar del verdadero alma mater de la vida soviética,

que no era el comunismo, sino el Dofenismo —que podría traducirse como

«todo importa una mierda»—. Mucha gente, cada vez más y más durante el período de estanflación de los 80, no sentía nada por el sistema, simplemente

se sentían satisfechos con él, hacían lo suficiente para sobrevivir (vigilante nocturno y hornero de acería eran los trabajos preferidos entre los más

letrados) y buscaban todo su placer en sus amigos, la lectura o la naturaleza.

Esta clase de predisposición puede no parecer muy interesante, pero cuando

hay un colapso en el horizonte funciona como seguro psicológico: en lugar de atravesar el agónico proceso de perder y redescubrir la propia identidad en un

ambiente de poscolapso, uno simplemente se sienta y deja que las cosas vayan ocurriendo. Si sueles ser inquieto con las cosas, con la gente o con lo

que sea, entonces el colapso te provocará seguramente una conmoción y te llevará mucho tiempo, quizás para siempre, encontrar más cosas con las que

satisfacer tu inquietud. Sin embargo, si tu ocupación habitual es observar los árboles y la hierba, entonces, tras el colapso, podrás hacer cosas de provecho

como desguazar objetos inútiles.

27

Desmantelado de activos

La economía de la Rusia del poscolapso estuvo dominada durante un tiempo por un solo tipo de negocio al por mayor: desmantelar. Para ponerlo en otro

contexto: supongamos que tienes una casa, o en todo caso permiso para permanecer en una, en una urbanización periférica, a la que ya no se accede

en transporte, ni público ni privado, demasiado alejada para llegar en bicicleta y que ya no es adecuada para el propósito inicial de albergar asalariados que

hacían sus compras en el ahora también difunto centro comercial; después de

que las deudas hipotecarias se ejecuten y se pierdan las propiedades, ¿qué más queda por hacer, aparte de lanzarlo todo por la borda y dejarlo

estropearse? Pues eso, lo que ha sido montado también puede ser fácilmente desguazado.

Lo que se hace es desmontar cualquier cosa de valor o reutilizable y venderlo o hacer acopio. Arrancar el cobre de las calles y de las paredes, desprender las

aceras, arrancar los postes de la luz, despegar el papel de las paredes, sacar el aislamiento de fibra de vidrio; a los lavabos y las ventanas seguramente se les

pueda encontrar nuevos usos en otra parte, especialmente si ya no se fabrican…

Ver desaparecer elementos del paisaje puede ser una ingrata sorpresa. Un verano llegué a San Petersburgo y me encontré con la última desaparición que

había azotado aquella tierra mientras había estado fuera: muchas tapas de alcantarilla habían desaparecido misteriosamente. Nadie sabía dónde estaban

o quién se había beneficiado de ellas. Supongo que los trabajadores

municipales —sin cobrar desde hacía meses— se las habían llevado a casa para devolverlas cuando cobraran. Finalmente aparecieron, así que esta teoría

tampoco parece tan mala. Con tapas faltantes a lo largo de toda la ciudad, a modo de prueba traicionera, tenías la opción de conducir muy despacio y

atento o muy rápido y rezando por las suspensiones.

La cantidad de vivienda en la Rusia del poscolapso permaneció casi intacta,

pero tuvo lugar otra clase diferente de desmantelamiento: no sólo existencias abandonadas, sino fábricas enteras fueron desmanteladas y exportadas. Lo

que ocurrió en Rusia, bajo la apariencia de una privatización, es materia para otro artículo, pero se le llame «privatización» o «liquidación» o «robo» no

importa mucho: quien posea cosas de valor encontrará la forma de extraer valor de ello… mientras consigue hacerlo aún más inútil. Una urbanización

abandonada podrá ser inútil como vivienda y valiosa como vertedero de residuos tóxicos.

Sólo porque la economía haya colapsado en el país más adicto al petróleo de

toda la tierra, no quiere decir necesariamente que las cosas vayan tan mal en todas partes. Pero como muestra el ejemplo soviético, si todo el país está en

venta, los compradores saldrán de la nada, lo empaquetarán y se lo llevarán. Lo exportarán todo: muebles, equipamiento, obras de arte, antigüedades...

Los últimos refugios de la actividad industrial son normalmente las chatarrerías: al parecer, no hay límite en la cantidad de hierro que se puede

extraer de una zona postindustrial ya madura.

28

Alimentos

El penoso estado de la agricultura soviética resultó paradójicamente benéfico

al fomentar una economía de huertas que ayudó a los rusos a sobrevivir al colapso. Acabó resultando evidente que el 10% de las tierras de cultivo —las

que estaban situadas en parcelas privadas— producían el 90% de los alimentos. Más allá de subrayar las graves carencias de la manera soviética de

gestionar y controlar la agricultura, esto es indicativo de un hecho general: la agricultura es mucho más eficaz practicada a pequeña escala, utilizando

trabajo manual.

Los rusos siempre cultivaron parte de su propia comida y la escasez de

productos de alta calidad en los almacenes estatales mantuvo la tradición de

las huertas, incluso durante los tiempos más prósperos en los años 60 y 70. Tras el colapso, estas huertas fueron auténticos salvavidas. Lo que los rusos

practicaban, ya fuera por tradición, a fuerza de equivocarse o por pura vagancia, era en cierta manera semejante a las modernas técnicas de cultivo

orgánico: muchas tierras productivas eran una maraña de verduras, hierbas y flores creciendo en una salvaje simbiosis.

Los bosques siempre se han utilizado en Rusia como una importante fuente adicional de alimentos. Los rusos reconocen y consumen casi todas las

variedades de setas y bayas silvestres comestibles. Durante la época álgida de las setas, que suele ser en otoño, los bosques se llenan de buscadores. Las

setas se comen frescas, o se secan y almacenan y a menudo duran todo el invierno.

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Uso recreativo de las drogas

Una de las similitudes más destacadas entre rusos y americanos es la

propensión a automedicarse. Mientras que los rusos han sido devotos de ejercitarse únicamente con el vodka, los americanos suelen haber probado

además el canabis. La cocaína también ha tenido un gran efecto en la cultura americana, así como los opiáceos. También hay diferencias: al ruso no le gusta

mucho beber solo, ni se le aprehende por beber o incluso emborracharse en

público. Para un ruso estar borracho es casi un derecho sagrado; para un americano es un placer del que se siente culpable. Muchos de los americanos

más infelices se ven forzados por esta circunstancia a conducir cuando beben: esto no les hace más felices, mucho menos a los demás conductores.

Al ruso puede vérsele completamente borracho en público, cantar tambaleándose canciones patrióticas hasta caerse sobre la nieve y congelarse

hasta la muerte o ser llevado a rastras a un refugio para borrachos. Todo esto le producirá poco o ningún remordimiento. Basándome en mi lectura de H. L.

Mencken, Norteamérica fue una vez una tierra de borrachos felices, en la que se pasaba una botella de güisqui al comienzo de un juicio y en la que un

jurado ebrio daba un veredicto pasado por alcohol, pero la prohibición lo arruinó todo. La prohibición en Rusia duró sólo unos pocos años, cuando

Gorbachov trató de salvar a la nación de sí misma y fracasó miserablemente.

Cuando la economía se hunda, aquellos que siempre beben mucho

encontrarán más razones para emborracharse, pero menos medios para

procurarse bebida. En Rusia se improvisaron rápidamente soluciones de mercado que tuve el privilegio de observar. Era verano y estaba en un tren

eléctrico saliendo de San Petersburgo. Estaba de pie en el vestíbulo del vagón y observaba el arco iris, acababa de llover, a través de la ventana sin cristal.

De pronto una actividad en el vestíbulo llamó mi atención: en cada parada abuelas con jarras de licor casero ilegal se aproximaban a la puerta del vagón

y ofrecían un trago al ansioso cliente que esperaba dentro. El precio y la calidad se discutían rápidamente, se daba una cantidad a cambio de unos

cuantos billetes, se echaba de la jarra al vaso y el tren volvía a seguir. Era una atmósfera tensa, porque junto con los que compraban el licor había otros que

simplemente esperaban cola para entrar en el vagón, pero que esperaban un traguito de todas formas. Tuve que hacer una salida cortita, porque los que se

colaban pensaban que mi sitio era fácilmente parasitable.

Deben de quedar unos cuantos productores de alcohol ilegal en zonas rurales

de los Estados Unidos, pero la mayor parte del país parece más adicta a latas

y botellas de cerveza o a botellas —de plástico o cristal— de licor. Cuando esta fuente se seque debido a los problemas con el tráfico interestatal, no dudemos

que las destilerías locales continuarán funcionando, e incluso expandiendo su producción, para cumplir con la demanda anterior y la nueva, aunque quedará

mucho sitio para la improvisación. También esperaría que el canabis se extendiera incluso más que ahora; hace a la gente menos propensa a la

violencia que el licor, lo que es bueno, aunque también estimula el apetito, lo

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que es especialmente malo cuando no hay mucha comida. Por lo menos es

mucho más barato de producir que el alcohol, el cual requiere grano o gas

natural y un complejo proceso químico.

De todas formas, espero de las drogas y el alcohol que se conviertan en una

de las oportunidades empresariales del poscolapso en los Estados Unidos, junto con el desmantelamiento y la seguridad.

Seguridad

La seguridad tras la caída de la Unión Soviética era, digamos, laxa. Salí

indemne, pero conozco a mucha gente que no. Una amiga de la infancia y su hijo fueron asesinados en su piso por la suma de 100 dólares; una señora

mayor que conozco fue dejada inconsciente con la mandíbula rota por un ladrón que la esperaba fuera de su casa para asaltarla, coger las llaves y

saquear su vivienda. Hay innumerables historias de este tipo.

Los imperios se mantienen unidos a través de la violencia o de la amenaza de

la violencia. Tanto EEUU como Rusia estaban, y están, servidos por una legión de siervos cuya sabiduría es en el uso de la violencia: soldados, policías,

carceleros y empleados de la seguridad privada. Ambos países tienen un exceso de hombres curtidos en batallas, que han matado y que están

psicológicamente traumatizados por la experiencia y que no tienen pudor en cercenar una vida humana. En ambos países hay mucha, mucha gente cuyo

único valor en el mercado laboral es el buen uso de la violencia, ofensiva o

defensiva. No importa lo que pase, ellos tendrán trabajo, por cuenta ajena o propia; preferiblemente lo último.

En una situación de poscolapso todos estos hombres violentos caerán en la categoría de seguridad privada. Tienen una forma de crear suficiente trabajo

como para mantener a toda la tribu ocupada: si no les contratas harán el trabajo de todas formas, pero contra ti en lugar de por ti. Proliferan bandas de

varios tamaños y formas. Y si tú tienes alguna propiedad que proteger, o quieres que se haga algo, tienes que dedicar mucho tiempo y energías a

mantener tu organización de seguridad privada satisfecha y eficaz.

Para completar esta parte violenta de la población, hay también muchos

delincuentes. Cuando sus condenas expiran, se les libera y vuelven a una vida de crímenes violentos, pero esta vez no hay nadie para encerrarlos otra vez

porque la maquinaria de la ley se ha averiado debido a la falta de fondos. Esto exacerba todavía más la necesidad de seguridad privada y pone a quien no se

la puede permitir en un riesgo adicional.

Hay todo un rango de matices entre los que pueden ofrecer seguridad y los simples matones. Aquellos que realmente pueden ofrecer seguridad también

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suelen saber cómo emplear o deshacerse de los vulgares matones. Así, desde

el punto de vista del usuario de seguridad sin experiencia, es muy importante

trabajar con una organización antes que con individuos. Siendo realistas, la necesidad de seguridad es enorme: con un gran número de gente desesperada

por doquier, cualquier cosa que no esté vigilada será robada. El rango de actividades relacionadas con la seguridad es enorme: desde las inagotables

abuelas que se sientan a vigilar las huertas de pepinos a los encargados de aparcamientos de bicicletas, pasando por los que se sientan en las puertas de

las casas, o las escoltas armadas y los francotiradores en el tejado.

A medida que el gobierno —con sus poderes judicial y policial— se atrofia,

medidas privadas e improvisadas de seguridad cubrirán el hueco que quede detrás. En Rusia hubo un período de años durante el que la policía

básicamente no funcionaba: no tenían equipo, tampoco presupuesto, y sus salarios no eran suficientes para sobrevivir. Los asesinatos quedaban sin

resolver, los atracos y los robos ni siquiera eran investigados. La policía sólo podía sobrevivir mediante el soborno. Había un buen entendimiento entre la

policía y el crimen organizado. Cuando la economía volvió a resurgir, esto se

atajó de alguna manera. En un caso en el que no haya razón para esperar que la economía se recupere, se debe aprender a hacer nuevos y extraños amigos

y a mantenerlos de por vida.

La pérdida de la normalidad

El sentido de la normalidad es una de las primeras víctimas del colapso. Al principio la gente está descolocada, pero pronto olvida que tal cosa existió una

vez, excepto por vagas punzadas de nostalgia.

La normalidad no es exactamente normal; en una economía industrial, el

sentido de normalidad es algo artificial y manufacturado: podemos estar yendo de cabeza hacia una catástrofe medioambiental —y afortunadamente nunca

llegar a ella gracias al agotamiento de los recursos— pero, mientras tanto, las luces siguen encendidas, hay tráfico en las calles e incluso si las luces se van

durante un apagón, volverán en un rato y las tiendas volverán a abrir; ruedan los negocios como siempre.

El suntuoso buffet se debería servir puntualmente para que los gurúes puedan continuar discutiendo los pasos que todos tenemos que dar para evitar cierto

desastre. Pero la comida no se sirve; se va la luz. En algún momento, alguien dice que todo esto es una farsa y los gurúes suspenden la cena, para siempre.

En Rusia la normalidad se rompió en varios pasos. Primero, la gente dejó de

tener miedo de decir lo que pensaba. Luego, dejaron de tomarse en serio a las autoridades. Por último, las autoridades dejaron de tomarse en serio a sí

mismas.

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En la Unión Soviética, aunque esa cosa llamada normalidad era tenue debido

al atasco en Afganistán, al desastre de Chernóbil y al estancamiento

económico general, aún continuaba siendo reforzada a través de una cuidadosa gestión de los medios de comunicación de masas. En los Estados

Unidos, cuando la economía no puede crear suficientes empleos durante varios años seguidos y toda la economía va hacia la bancarrota, la manera habitual

de hacer negocios sigue siendo lo que más vende, o eso nos hacen creer. La normalidad norteamericana alrededor del 2005 se parece enormemente a la

normalidad soviética de 1985.

Si hay alguna diferencia entre las formas soviética y americana de mantener la

sensación de normalidad, es esta: los soviéticos trataron de mantenerla por la fuerza, mientras que el método «avanzado» americano es mantenerla con el

miedo. Tiendes a sentirte más normal si te agarras fuertemente al trapecio por temor a caerte que si alguien te clava los pies a él.

Más al grano: en una sociedad consumista, cualquier cosa que impida a la gente seguir comprando es peligrosamente trastornador, y todos los

consumidores lo detectan. Cualquier mención de la verdad sobre la falta de

perspectivas para la continuidad de la sociedad industrial altamente desarrollada y próspera, es turbadora para el inconsciente colectivo

consumista. Hay un instinto de manada que lo rechaza y por tanto fracasa, no por nada en concreto, pero fracasa en rendir provecho porque es impopular.

A pesar de esta pequeña diferencia en cómo se forzaba la normalidad, ésta estaba y está siendo derribada, tanto en las postrimerías de la Unión Soviética

como en los actuales Estados Unidos, a través de medios idénticos, aunque con diferente tecnología. En la Unión Soviética había algo llamado samizdat o

autopublicación: mediante máquinas de escribir y papel carbón, los disidentes rusos se las arreglaron para hacer circular suficiente material como para

neutralizar los efectos de la normalidad forzada. En los Estados Unidos de hoy tenemos páginas web y blogs: distinta tecnología, mismo efecto. Son escritos

para los que la normalidad forzada ya no es la norma; es la verdad, o al menos la mejor aproximación a ella.

Entonces, ¿qué fue de estos soviéticos inconformistas, algunos de los cuales

llegaron a prever el inminente colapso con bastante precisión? Para ser breve, se esfumaron. Trágica e irónicamente, aquellos que se hacen expertos en

explicar las fallas del sistema y en predecir el curso del desastre son en gran medida parte del sistema: cuando el sistema desaparece, también lo hacen

sus conocimientos y su audiencia; la gente deja de intelectualizar sus problemas y empieza a escapar de ellos —a través de la bebida, las drogas, la

creatividad o la astucia— pero no tienen tiempo para considerar un contexto más grande.

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Apatía política

Antes, durante e inmediatamente después del colapso soviético, hubo gran

actividad política por parte de grupos que podríamos considerar progresistas: liberales, ecologistas, reformistas prodemocráticos... Todos brotaron de los

movimientos disidentes de la era soviética y tuvieron un impacto significativo durante un tiempo. Una década más tarde «democracia» y «liberalismo» son

consideradas palabras de mal gusto en Rusia, comúnmente asociadas con la explotación de Rusia por extranjeros y otra gentuza. El estado ruso es

centralista, con tendencias autoritarias. A la mayoría de los rusos les desagrada su gobierno y no confían en él, pero tienen miedo de la debilidad y

quieren una mano fuerte.

Es fácil ver por qué el idealismo político no prospera dentro del tenebroso entorno político del poscolapso. Hay un fuerte giro hacia la derecha por parte

de los nacionalistas que quieren encontrar chivos expiatorios (inevitablemente, extranjeros y minorías étnicas), un fuerte giro hacia el centro de los miembros

del «antiguo régimen» que tratan de mantener sus últimos resquicios de poder y un gran aumento de indecisión, confusión y debate inconcluyente en la

izquierda, aquellos que intentan hacer bien y no llegan a hacer nada. A veces los liberales consiguen la oportunidad de hacer algún experimento. Yegor

Gaidar intentó algunas reformas económicas liberales bajo el mandato de Yeltsin. Es una figura tragicómica y muchos rusos sienten grima al recordar

sus esfuerzos.

Los liberales, reformistas y progresistas en los Estados Unidos —ya sean

autodenominados así o etiquetados por otros— lo han tenido difícil a la hora de cumplir sus programas. Incluso sus pocas y pírricas victorias, como la

Seguridad Social, pueden acabar desmanteladas; incluso cuando han

conseguido que se elija algún presidente de su gusto, los efectos fueron, para los estándares occidentales, reaccionarios: se estableció la doctrina Carter,

según la cual los Estados Unidos protegerían el petróleo por medios militares si hiciera falta; estaba la reforma de bienestar de Clinton, que obligaba a las

madres solteras a trabajar en puestos precarios para poder tener acceso a los servicios sociales, a costa de dejar a sus hijos en dudosas guarderías.

La gente en los Estados Unidos tiene una actitud bastante similar hacia la política que la gente de la Unión Soviética. En los EEUU esto a menudo se le

llama «apatía del votante», pero es mejor describirlo como indignación hacia los políticos. La Unión Soviética tenía un único partido político, totalmente

afianzado y sistemáticamente corrupto que tenía el monopolio del poder. Los EEUU tienen dos partidos políticos, totalmente afianzados y sistemáticamente

corruptos, cuyas posiciones son a menudo indistinguibles y que juntos tienen el monopolio del poder. En cualquier caso hay —o había— una sola élite

gobernante, pero en los Estados Unidos se organizó en dos equipos opuestos

para aparentar deportividad en su gestión del poder absoluto.

En los EEUU hay una industria de comentaristas y expertillos políticos que se

dedica en cuerpo y alma a inflamar pasiones políticas, tanto como sea posible,

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y especialmente antes de las elecciones. Se parece mucho a lo que hacen los

comentaristas deportivos para llamar la atención sobre su programa. Parece

que la única fuerza importante detrás del discurso político en los EEUU es el aburrimiento: se puede hablar del tiempo, del propio trabajo, de la hipoteca y

como se relaciona con los valores actuales y proyectados de la propiedad, de coches y del estado del tráfico, de los deportes y, mucho después, de política.

Aunque la gente lamenta a menudo la apatía política, como si fuera una enfermedad social grave, me parece que es exactamente como debe ser. ¿Por

qué la gente sin poder querría participar de una farsa humillante diseñada para demostrar la legitimidad de aquellos que ostentan el poder? En la Rusia

de la era soviética, la gente inteligente hacía lo que podía para ignorar a los comunistas: el prestarles atención, ya fuera mediante críticas o halagos, sólo

habría servido para darles comodidad y ánimos, haciéndoles sentir importantes. ¿Por qué querrían los americanos actuar diferente con respecto a

los Republicanos y los Demócratas? ¿Por el amor a los elefantes y los burros? [NdT: ésos son los símbolos de esos dos partidos, respectivamente.]

Disfunción política

Como dije antes, implementar proyectos para «nosotros» para mitigar una

crisis, ya impliquen guerras por el acceso a los recursos, construcción de centrales nucleares, molinos de viento o sueños de hidrógeno, no es probable

que sean implementadas, porque este «nosotros», esa entidad, ya no existirá.

Si nosotros no somos capaces de poner en práctica nuestros proyectos ahora, antes del colapso, lo que quede luego de nosotros es aun menos probable que

lo haga.

La política tiene un gran potencial para convertir una situación mala en una

peor. Puede causar guerras, limpiezas étnicas y genocidios. Cuando la gente se junta en organizaciones políticas, ya sea voluntariamente o a la fuerza, es

señal de problemas. Estuve en la reunión anual del huerto comunitario hace poco y entre el grupo de jardineros, normalmente plácidos y tímidos, había un

par de autodenominados activistas. Al cabo de poco uno de ellos ya estaba sacando el tema de expulsar gente: ¿Por qué a la gente que no iba a las

asambleas anuales y no aparecía para hacer limpieza y compostaje y esa cosas, se les dejaba permanecer en sus parcelas? Bien, algunos de estos

«elementos pícaros» a los que se refería este activista eran rusos ancianos que, debido a su extensa experiencia con estas cosas durante la era soviética,

es extremadamente improbable que se sientan atraídos en tomar parte en

trabajos comunales o en reuniones comunitarias. Francamente, preferirían la muerte. Pero también les encantan los huertos.

La razón por la que a este «elemento» se le permite participar de este huerto comunitario en particular es porque la mujer que gestiona el lugar les permite

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seguir en sus parcelas. Es su decisión: ejerce un liderazgo y no se mete en

política. Ella hace funcionar el huerto y permite a los activistas ladrar una vez

al año, sin efectos perjudiciales. Pero si la situación fuera a cambiar y la huerta se convirtiera de pronto en una fuente de sustento en vez de un hobby,

¿cuánto tardarían el activista en pedir más poder y ejercer su autoridad?

El liderazgo es ciertamente una cualidad práctica en las crisis, tiempos poco

propicios para deliberaciones y debates largos. En cualquier situación unas personas están mejor equipadas que otras para sobrellevarla y pueden ayudar

a éstas dándoles directrices. Lógicamente los primeros acumulan cierta cantidad de poder para sí mismos. Esto está bien mientras la gente se

beneficie de ello y en tanto que nadie resulte dañado u oprimido. Tal gente suele surgir espontáneamente en una crisis.

Una cualidad igualmente útil en una crisis es la apatía. La gente rusa es excepcionalmente paciente: incluso en los peores momentos del poscolapso no

se desmadraron y no hubo protestas significativas. Lo llevaron lo mejor que pudieron. El grupo de gente más seguro con el que estar en una crisis es uno

que no posea fuertes convicciones ideológicas, tampoco atienda a argumentos

y además no posea un fuerte sentido de la identidad.

Los metomentodos ignorantes que sienten que «hay que hacer algo» y pueden

ser manipulados por cualquier demagogo idiota son malos, pero el grupo más peligroso, y uno a vigilar y de los que hay que huir, es cualquier grupo de

activistas políticos resueltos a organizar y promover programas; incluso si el programa es benigno, e incluso si es beneficioso, la aproximación política para

ejecutarlo puede no serlo. Como dice el refrán, las revoluciones se comen a sus hijos. Luego se vuelven contra el resto. La vida de un refugiado es una

forma de supervivencia; quedarse y combatir a una multitud organizada normalmente no lo es.

Los Balcanes son la pesadilla poscolapso con la que todo el mundo está familiarizado. Georgia es el mejor ejemplo, dentro de la antigua Unión

Soviética, de políticas nacionalistas llevadas a cabo hasta la desintegración nacional. Tras lograr su independencia, Georgia llegó a un fervoroso paroxismo

nacionalista, resultando en un país algo más pequeño, ligeramente menos

poblado, prácticamente difunto y con dos antiguas provincias estancadas en un limbo político permanente, debido a que aparentemente el mundo ha

perdido su capacidad de redibujar fronteras políticas.

Los EEUU se parecen mucho más a los Balcanes que a Rusia, que está

habitada por una población caucásica y asiática bastante homogénea. Los EEUU están mucho más segregados, normalmente por razas, a menudo por

etnias y casi siempre por nivel de ingresos. Durante los tiempos prósperos se ha mantenido una calma relativa llevando a la cárcel a un porcentaje de gente

que supone un récord mundial histórico. Durante tiempos menos prósperos hay un gran riesgo de explosión política. Las sociedades multiétnicas son

frágiles; cuando se vienen abajo, todos pierden.

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Colapso en los EE.UU.

En los EEUU parece haber pocas vías para que el colapso lleve a escenarios

suaves para uno mismo y su familia. Todo parece haber ido demasiado lejos en una sola dirección, insostenible. Es un reto real y creativo, y deberíamos

pensar seriamente en él y mucho.

Supongamos que vives en una ciudad grande, en un apartamento o en un

bloque de pisos. Dependes de los servicios municipales para sobrevivir. Una semana sin electricidad, o calefacción, o agua, o gas o recogida de basura,

provoca un profundo malestar. Sin dos de estos servicios es un desastre. Sin tres es calamitoso. La comida nos la ofrece el supermercado, con ayuda del

cajero automático o la tarjeta de crédito en la caja. Tenemos ropa limpia

gracias a la lavadora, que requiere agua y electricidad. Una vez todos los comercios hayan cerrado y tu piso esté frío, a oscuras, huela a podredumbre

porque nadie ha recogido la basura y a excrementos porque el retrete no funcione, quizás sea el momento de irte de acampada y explorar el gran

mundo exterior.

Así que consideremos el campo. Supongamos que posees tu finca y que la

tienes gravada con una hipoteca pequeña que se convierte prácticamente en nada tras una buena escalada de la inflación, o que la tienes libre de cargas. Si

está en una urbanización periférica desarrollada, habrá todavía problemas con los impuestos, las leyes, con extraños del exterior que vivan al lado y otras

movidas que puedan empeorar la situación. Los municipios arruinados pueden tratar primero de subir sus impuestos para cubrir sus gastos en vez de

simplemente cerrar el chiringuito. En un esfuerzo erróneo tratar de salvar propiedades, porque también pueden aprobar leyes prohibiendo actividades

necesarias como apilar compost, montar un retrete exterior, instalar un

gallinero o cultivar en tu propio jardín. Ten en cuenta también que los pesticidas y herbicidas que se han echado a los céspedes y campos de golf

dejan residuos tóxicos. Quizás lo mejor que se puede hacer con los suburbios es abandonarlos.

Una granja pequeña ofrece mejores posibilidades para cultivar, pero la mayoría de granjas de EEUU están hipotecadas hasta las cejas y la mayor parte de la

tierra que ha estado bajo cultivos intensivos ha sido bombardeada sin piedad con fertilizantes químicos, herbicidas e insecticidas, haciéndola un lugar poco

saludable y habitado por hombres de pocas luces. Las granjas pequeñas suelen estar en lugares solitarios y muchos, sin acceso a gasóleo o gasolina,

se volverían peligrosamente remotos. Necesitarás vecinos con los que tratar, para que te ayuden y tener compañía. Incluso una granja pequeña va sobrada

en cuanto a tierra disponible, porque sin la posibilidad de vender las cosechas en el mercado, ni de tener mercado al que venderlas, no hay razón para

cultivar un enorme excedente de comida. Decenas de hectáreas son un

desperdicio cuando todo lo que necesitas son unos metros cuadrados. Muchas familias rusas se las apañaron para sobrevivir con la ayuda de un huerto de un

sotka, que son unos 100 metros cuadrados.

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Lo que se necesita, por supuesto, es un pueblo pequeño o una aldea: un

asentamiento relativamente pequeño, relativamente denso, con alrededor de

un 100 metros cuadrados o algo más de tierra cultivable por persona y con normas que lleven a un uso correcto y sostenible, no a oportunidades de

inversión de capital, de crecimiento, y otras clases de «desarrollo». Más incluso, tendría que ser un lugar en el que la gente se conozca y quieran

ayudarse unos a otros, una verdadera comunidad. Quizás queden unos pocos centenares de comunidades así, repartidas por los condados más pobres de los

Estados Unidos, pero no hay suficientes y la mayoría de nosotros no sería bienvenidos en ellas.

Consejo de inversiones

La gente a menudo viene y me dice: «Oí que la economía de los EEUU pronto

va a colapsar, ¿qué consejos de inversión me puedes dar, para que pueda ajustar mi cartera?» Bueno, no soy un analista profesional de inversiones, así

que no arriesgo nada dando algunos consejos.

La amenaza nuclear dio origen al arquetipo de superviviente americano,

enclavado en las colinas, con un refugio antinuclear, una ingente cantidad de latas de conserva, un arsenal de armas y abundante munición para combatir

contra idiotas similares de las colinas adyacentes; y por supuesto una bandera americana. Esta clase de supervivencia es lo mismo que enterrarse

vivo, supongo.

La idea del almacenar no es del todo mala. Almacenar comida es, por supuesto, una idea podrida, literalmente. Pero merece la pena tener en

consideración ciertos objetos manufacturados. Supongamos que tienes un plan de jubilación o un fondo de inversión. Supongamos también que sabes a

ciencia cierta que se habrá esfumado para cuando decidas retirarte. Y pongamos que te das cuenta de que ahora puedes comprar muchas cosas que

pueden guardarse largo tiempo y que será necesarias y valiosas en un futuro lejano. Y aun más, supongamos que tienes algo de espacio de almacenaje,

unas decenas de metros cuadrados. ¿Qué vas a hacer pues? ¿Sentarte y ver cómo se evaporan tus ahorros? ¿O sacar lo ahorrado e invertir en cosas que no

sean humo?

Cuando los cajeros automáticos se queden sin dinero, la pantalla de los valores

bursátiles se apague y la cadena de venta al por menor se rompa, la gente seguirá teniendo necesidades básicas. Habrá mercados callejeros para cubrir

estas necesidades, donde se usará cualquier medio de intercambio disponible:

fajos de billetes de 100, eslabones de una cadena de oro, paquetes de cigarrillos o lo que tengas. No es una mala idea acumular un poco de aquello

que puedas necesitar, pero deberías invertir en lo que puedas intercambiar por cosas que necesites. Piensa en los productos de consumo que requieran alta

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tecnología para su fabricación y que duran mucho. Aquí hay algunas

sugerencias para empezar: condones, cuchillas de afeitar y medicinas (con o

sin prescripción). Las baterías recargables (y cargadores solares) seguro que se convierten en un bien preciado (las de Ni-MH son las menos tóxicas). Cosas

del baño, como un buen jabón, serán artículos de lujo. Llena algunos contenedores, empaquétalos al vacío con nitrógeno para que nada se oxiden o

pudran y guárdalos en alguna parte.

Tras el colapso soviético, aparecieron rápidamente mercaderes itinerantes que

daban acceso a la gente a productos importados. Para proveerse de bienes, esta gente tenía que viajar al extranjero, a Polonia, China y Turquía, en tren,

llevando y trayendo mercancía en su equipaje. Intercambiaban una maleta de relojes rusos por otra maleta de productos de consumo más útiles, como

champú o maquinillas de afeitar. Tenían que untar a los agentes de aduanas a lo largo de la ruta y a menudo les atracaban. Hubo un periodo en el que esta

gente, llamada chelnoki, que es la palabra rusa para «puente» [NdT. En el original «shuttle», que es un servicio de transporte entre dos puntos], era la

única fuente de productos de consumo. Los productos eran a menudo

descartes de fábrica, estaban dañados o caducados, pero esto no los hacía menos valiosos. Partiendo de este ejemplo, es posible predecir qué objetos

tendrán mucha demanda y almacenarlos antes de tiempo, como colchón ante el colapso económico. Nótese que los chelnoki disponían de economías intactas

con las que comerciar, accesibles por tren, mientras que esto no estaría garantizado en el caso de los EEUU.

Un almacén de esta clase, en un lugar accesible a pie, socialmente estable, donde conozcas a todo el mundo y tengas buenos amigos y algunos parientes,

donde tengas casa y alguna tierra sin hipotecar donde cultivar la mayoría de tu comida, te debería permitir sobrevivir al colapso económico sin demasiados

problemas. Y quien sabe, quizás encuentres la felicidad ahí.

Conclusión

Aunque la conclusión básica y obvia es que los Estados Unidos están peor preparados para el colapso económico de lo que lo estuvo Rusia, y que lo

pasarán peor que Rusia, hay algunas facetas culturales en Estados Unidos que no son tan inútiles. Para cerrar con una nota optimista mencionaré tres de

ellas. No voy a decir nada particularmente original, así que si quieres puedes silbar tu melodía favorita mientras lees esto.

Primero, y quizás lo más sorprendente, es que los estadounidenses crían a

comunistas mejores de lo que los rusos nunca fueron o se preocuparon de intentar ser. Son muy buenos haciendo vida comunitaria, se dan muchas

situaciones de compañerismo sano y estable que compensan sus débiles, alienadas o inexistentes familias. Estas situaciones de compañerismo pueden

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ser escalables a comunidades del tipo de las aldeas autogestionadas. El

comunismo (obviamente bajo un nombre más digerible) tiene mucho más

sentido, en un ambiente inestable y escaso de recursos, que el individualismo. Donde cualquier ruso se encogería ante tal idea, porque remueve las todavía

frescas memorias del experimento soviético de colectivizaciones y vida comunal forzosas, los americanos mantienen una reserva de espíritu comunal

y mentalidad cívica.

Segundo, siguen habiendo decencia básica y amabilidad, por lo menos en

parte de la sociedad americana, que en cambio fueron destruidas en Rusia durante el curso de la historia soviética. Se siente un impulso altruista a

ayudar a los extraños y orgullo por ser útil a los demás. Los americanos son culturalmente homogéneos y la mayor barrera entre ellos es el miedo y la

alienación provocada por sus condiciones de vida segregadas en base a etnias y clases sociales.

Por último, oculto tras la parafernalia chovinista hortera de las banderitas y las pegatinas, subyace un orgullo nacional sereno que, si se acciona, puede

generar una gran moral y resultados. Los americanos no van a querer

simplemente sucumbir ante las circunstancias. Puesto que muchos de ellos carecen de una buena comprensión del problema de su país, sus esfuerzos

para mitigarlo puede que resulten vanos, pero queda fuera de toda duda que pondrán un valiente empeño, porque esto, después de todo, es América.

[NdT: ¿España —cambie por su país si procede— se parece más a URSS o a EEUU? ¿Su país se convertirá en otra Rusia o en un nuevo Balcanes? Si no lo ha hecho ya, hágase estas preguntas, probablemente valga la pena para hacerse una idea de lo

que pueda llegar a ocurrir en nuestro entorno cuando ya no sepamos hacer crecer más los límites económicos (de recursos, principalmente energéticos) y lo que uno

debe hacer para empezar a preparase, sobre todo mentalmente, que es de lo poco que se puede hacer a nivel personal. Informar a la gente de estos aspectos también puede ser crucial para todos.]

Puede consultarse el mismo documento en la Web en http://www.jlbarba.com/energia/dimitry/1

y el original en inglés en

http://www.survivingpeakoil.com/article.php?id=soviet_lessons