Lectura 6 Etnocentrismo y Relativismo Cultural
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Módulo 2 Sociedad, cultura y personalidad
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Etnocentrismo y Relativismo Cultural Cultura Global Otra cuestión que merece nuestra atención al hablar de cultura, es la globalidad que ha adquirido. Esto es, podemos observar que hay muchos rasgos o prácticas culturales que parecen estar presentes en todos los rincones del planeta. Existen, vínculos de dimensiones globales que incluyen flujos de bienes y servicios, flujos de información y flujos migratorios. Estos vínculos globales han hecho que las culturas de todo el mundo se parezcan un poco más entre sí al menos en los aspectos más superficiales. Pero también han generado unas mayores diferencias. Algunas sociedades, generalmente las más pobres, siguen relativamente aisladas y encerradas en sus propias culturas locales. Otras, por el contrario, han podido adaptarse, adquiriendo, según la tesis de la cultura global, un carácter más flexible y cosmopolita. La siguiente foto ha sido tomada en Rusia. El de atrás es el primer McDonald’s localizado en ese país. Puede con ello ejemplificar a qué nos referimos cuando hablamos de cultura global. Fuente: http://wappy.ws
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El hecho de observar otras culturas nos coloca en situación de emitir juicios sobre ellas. Antes de hablar teóricamente sobre las distintas visiones que una sociedad puede tener de las culturas que no le son propias, reflexionemos sobre las siguientes preguntas: ¿Qué rasgos culturales distinguen a la sociedad en donde usted está inserto? ¿Qué grado de diversidad cultural puede observar? ¿Qué subculturas conviven y cuál es la dominante? Piensa en otras sociedades y en su cultura. ¿Te parecen negativos ciertos rasgos culturales? ¿En qué te has basado para emitir ese juicio? ¿Existen costumbres, valores, modos de vida que consideras inaceptables más allá de comprender que pertenecen a otra cultura? Tú podrás observar si tu visión se acerca más al Etnocentrismo o al Relativismo Cultural. Entenderemos por Etnocentrismo al hábito de juzgar otra cultura según los parámetros de la propia. Lo cual implica el riesgo de la no comprensión del otro o de la condena fundamentada en prejuicios. El etnocentrismo acarrea un problema aún más importante: la xenofobia, es decir, el odio u hostilidad hacia los extranjeros. En nuestros días existen brotes de xenofobia en Europa, EEUU y en el Japón. La explicación de la existencia de esta fobia radica en problemas o cuestiones de índole económica, los extranjeros aparecen como competidores desleales en la procura de trabajo y permiten que empleadores inescrupulosos los utilicen para disminuir sus costos. Para reflexionar sobre este tema te invito a realizar la lectura del texto “Los inmigrantes”, escrito por Mario Vargas Llosa.
PARA PROFUNDIZAR: TEXTOS SELECCIONADOS Los inmigrantes
Mario Vargas Llosa
“Unos amigos me invitaron a pasar un fin de semana en una finca de la Mancha y allí me presentaron a una pareja de peruanos que les cuidaba y limpiaba la casa. Eran muy jóvenes, de Lambayeque, y me contaron la peripecia que les permitió llegar a España. En el consulado español de Lima les negaron la visa, pero una agencia especializada en casos como el suyo les consiguió una visa para Italia (no sabían si auténtica o falsificada), que les costó mil dólares. Otra agencia se encargó de ellos en Génova: los hizo cruzar la Costa Azul a escondidas y pasar los Pirineos a pie, por senderos de cabras, con un frío terrible y por la tarifa relativamente cómoda de dos mil dólares. Llevaban unos meses en las tierras del Quijote y se iban acostumbrando a su nuevo país.
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Un año y medio después volví a verlos en el mismo lugar. Estaban mucho mejor ambientados y no sólo por el tiempo transcurrido; también, porque once miembros de su familia lambayecana habían seguido sus pasos y se encontraban ya también instalados en España. Todos tenían trabajo, como empleados domésticos. Esta historia me recordó otra, casi idéntica, que le escuché hace algunos años a una peruana de Nueva York, ilegal, que limpiaba la cafetería del Museo de Arte Moderno. Ella había vivido una verdadera odisea, viajando en ómnibus desde Lima hasta México y cruzando el río Grande con las espaldas mojadas. Y celebraba cómo habían mejorado los tiempos pues su madre, en vez de todo ese calvario para meterse por la puerta falsa en Estados Unidos, había entrado hacía poco por la puerta grande. Es decir, tomando el avión en Lima y desembarcando en el Kennedy Airport, con unos papeles eficientemente falsificados desde el Perú. Esas gentes, y los millones que, como ellas, desde todos los rincones del mundo donde hay hambre, desempleo, opresión y violencia cruzan clandestinamente las fronteras de los países prósperos, pacíficos y con oportunidades, violan la ley, sin duda, pero ejercitan un derecho natural y moral que ninguna norma jurídica o reglamento debería tratar de sofocar: el derecho a la vida, a la supervivencia, a escapar a la condición infernal a que los gobiernos bárbaros enquistados en medio planeta condenan a sus pueblos. Si las consideraciones éticas tuvieran el menor efecto persuasivo, esas mujeres y hombres heroicos que cruzan el Estrecho de Gibraltar o los Cayos de la Florida o las barreras electrificadas de Tijuana o los muelles de Marsella en busca de trabajo, libertad y futuro, deberían ser recibidos con los brazos abiertos. Pero, como los argumentos que apelan a la solidaridad humana no conmueven a nadie, tal vez resulta más eficaz este otro, práctico. Mejor aceptar la inmigración, aunque sea a regañadientes, porque, bienvenida o malvenida, como muestran los dos ejemplos con que comencé este artículo, a ella no hay manera de pararla. Si no me lo creen, pregúntenselo al país más poderoso de la tierra. Que Estados Unidos les cuente cuánto lleva gastado tratando de cerrarles las puertas de la dorada California y el ardiente Texas a los mejicanos, guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, etcétera, y las costas color esmeralda de la Florida a los cubanos y haitianos y colombianos y peruanos y cómo éstos entran a raudales, cada día más, burlando alegremente todas las patrullas terrestres, marítimas, aéreas, pasando por debajo o por encima de las computarizadas alambradas construidas a precio de oro y, además, y sobre todo, ante las narices de los superentrenados oficiales de inmigración, gracias a una infraestructura industrial creada para burlar todos esos cernideros inútiles levantados por ese miedo pánico al inmigrante, convertido en los últimos años en el mundo occidental en el chivo expiatorio de todas las calamidades.
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Las políticas anti‐inmigrantes están condenadas a fracasar porque nunca atajarán a éstos, pero, en cambio, tienen el efecto perverso de socava las instituciones democráticas del país que las aplica y de dar una apariencia de legitimidad a la xenofobia y el racismo y de abrirle las puertas de la ciudad al autoritarismo. Un partido fascista como Le Front National de Le Pen, en Francia, erigido exclusivamente a base de la demonización del inmigrante, que era hace unos años una excrecencia insignificante de la democracia, es hoy una fuerza política “respetable” que controla casi un quinto del electorado. Y en España hemos visto, no hace mucho, el espectáculo bochornoso de unos pobres africanos ilegales a los que la policía narcotizó para poder expulsar sin que hicieran mucho lío. Se comienza así y se puede terminar con las famosas cacerías de forasteros perniciosos que jalonan la historia universal de la infamia, como los exterminios de armenios en Turquía, de haitianos en la República Dominicana o de judíos en Alemania. Los inmigrantes no pueden ser atajados con medidas policiales por una razón muy simple: porque en los países a los que ellos acuden hay incentivos más poderosos que los obstáculos que tratan de disuadirlos de venir. En otras palabras, porque hay allí trabajo para ellos. Si no lo hubiera, no irían, porque los inmigrantes son gentes desvalidas pero no estúpidas, y no escapan del hambre, a costa de infinitas penalidades, para ir a morirse de inanición al extranjero. Vienen, como mis compatriotas de Lambayeque avecindados en la Mancha, porque hay allí empleos que ningún español (léase norteamericano, francés, inglés, etc.) acepta ya hacer por la paga y las condiciones que ellos sí aceptan, exactamente como ocurría con los cientos de miles de españoles que, en los años sesenta, invadieron Alemania, Francia, Suiza, los Países Bajos, aportando una energía y unos brazos que fueron valiosísimos para el formidable despegue industrial de esos países en aquellos años (y de la propia España, por el flujo de divisas que ello le significó). Esta es la primera ley de la inmigración, que ha quedado borrada por la demonología imperante: el inmigrante no quita trabajo, lo crea y es siempre un factor de progreso, nunca de atraso. El historiador J.P. Taylor explicaba que la revolución industrial que hizo la grandeza de Inglaterra no hubiera sido posible si Gran Bretaña no hubiera sido entonces un país sin fronteras, donde podía radicarse el que quisiera ‐con el único requisito de cumplir la ley‐, meter o sacar su dinero, abrir o correr empresas y contratar empleados o emplearse. El prodigioso desarrollo de Estados Unidos en el siglo XIX, de Argentina, de Canadá, de Venezuela en los años treinta y cuarenta, coinciden con políticas de puertas abiertas a la inmigración. Y eso lo recordaba Steve Forbes, en las primarias de la candidatura a la Presidencia del Partido Republicano, atreviéndose a proponer en su programa restablecer la apertura pura y simple de las
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fronteras que practicó Estados Unidos en los mejores momentos de su historia. El senador Jack Kemp, que tuvo la valentía de apoyar esta propuesta de la más pura cepa liberal, es ahora candidato a la Vicepresidencia, con el senador Dole, y si es coherente debería defenderla en la campaña por la conquista de la Casa Blanca. ¿No hay entonces manera alguna de restringir o poner coto a la marea migratoria que, desde todos los rincones del Tercer Mundo, rompe contra el mundo desarrollado? A menos de exterminar con bombas atómicas a las cuatro quintas partes del planeta que viven en la miseria, no hay ninguna. Es totalmente inútil gastarse la plata de los maltratados contribuyentes diseñando programas, cada vez más costosos, para impermeabilizar las fronteras, porque no hay un solo caso exitoso que pruebe la eficacia de esta política represiva. Y, en cambio, hay cien que prueban que las fronteras se convierten en coladeras cuando la sociedad que pretenden proteger imanta a los desheredados de la vecindad. La inmigración se reducirá cuando los países que la atraen dejen de ser atractivos porque están en crisis o saturados o cuando los países que la generan ofrezcan trabajo y oportunidades de mejora a sus ciudadanos. Los gallegos se quedan hoy en Galicia y los murcianos en Murcia, porque, a diferencia de lo que ocurría hace cuarenta o cincuenta años, en Galicia y en Murcia pueden vivir decentemente y ofrecer un futuro mejor a sus hijos que rompiéndose los lomos en la pampa argentina o recogiendo uvas en el mediodía francés. Lo mismo les pasa a los irlandeses y por eso ya no emigran con la ilusión de llegar a ser policías en Manhattan y los italianos se quedan en Italia porque allí viven mejor que amasando pizzas en Chicago. Hay almas piadosas que, para morigerar la inmigración, proponen a los gobiernos de los países modernos una generosa política de ayuda económica al Tercer Mundo. Esto, en principio, parece muy altruista. La verdad es que si la ayuda se entiende como ayuda a los gobiernos del Tercer Mundo, esta política sólo sirve para agravar el problema en vez de resolverlo de raíz. Porque la ayuda que lega a gánsters como el Mobutu del Zaire o la satrapía militar de Nigeria o a cualquiera de las otras dictaduras africanas sólo sirve para inflar aún más las cuentas bancarias privadas que aquellos déspotas tienen en Suiza, es decir, para acrecentar la corrupción, sin que ella beneficie en lo más mínimo a las víctimas. Si ayuda hay, ella debe ser cuidadosamente canalizada hacia el sector privado y sometida a una vigilancia en todas sus instancias para que cumpla con la finalidad prevista, que es crear empleo y desarrollar los recursos, lejos de la gangrena estatal. En realidad, la ayuda más efectiva que los países democráticos modernos pueden prestar a los países pobres es abrirles las fronteras comerciales, recibir sus productos, estimular los intercambios y una enérgica política de incentivos y sanciones para lograr su democratización, ya que, al igual que en América Latina, el despotismo y el autoritarismo políticos son el mayor obstáculo que enfrenta hoy el
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continente africano para revertir ese destino de empobrecimiento sistemático que es el suyo desde la descolonización. Este puede parecer un artículo muy pesimista a quienes creen que la inmigración ‐sobre todo la negra, mulata, amarilla o cobriza‐ augura un incierto porvenir a las democracias occidentales. No lo es para quien, como yo, está convencido que la inmigración de cualquier color y sabor es una inyección de vida, energía y cultura y que los países deberían recibirla como una bendición”. La alternativa lógica al etnocentrismo es el relativismo cultural, que implica mirar o considerar los rasgos de otra cultura desde esa misma cultura y no desde la propia. Esto no es nada fácil. Se debe conocer en profundidad la otra cultura para hacer valoraciones reales y no considerar “que todo es válido” sólo porque pertenece a otra cultura. O que ciertos rasgos culturales son o no aceptables en relación a donde se produzcan. Por ejemplo, la costumbre de circuncisión del clítoris a las mujeres africanas, causa de flagelo y de muerte para muchas, es cuestionable más allá que encuentre algún argumento de sustento en el relativismo cultural. Te propongo, a continuación, profundizar la temática a través un fragmento del texto “Obstáculos a la interpretación universalista de los derechos humanos”, escrito por Natalia Ribas Mateos, investigadora del Laboratorio Mediterráneo de Sociología de Francia.
PARA PROFUNDIZAR: TEXTOS SELECCIONADOS El relativismo cultural ante la universalización occidental
Natalia Ribas Mateos
[…] Si por un lado tenemos todos aquellos argumentos que justifican los obstáculos de las culturas no‐occidentales respecto a la universalidad de los derechos humanos, por otro lado existe otra tendencia más flexible en la interpretación universal, es decir, la de aquellos autores que se basan en el concepto de relativismo cultural. El relativismo se entiende aquí como la doctrina que defiende la falta de una
verdad universal y atribuye a los valores éticos una vigencia local y temporal determinada. Este concepto de relativismo tiene sus orígenes en la disciplina antropológica, así como en el relativismo moral filosófico. Cuando se aplica el concepto de relativismo cultural en el diálogo
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intercultural, éste se utiliza como una forma de reacción ante los estereotipos etnocentristas y los procesos de aculturación. El relativismo cultural comprende las diferentes sociedades a partir del criterio de distancia cultural. Como hemos mencionado anteriormente, cuando uno pretende ubicar la universalidad de los derechos humanos en el marco de la diversidad cultural, se constata cómo la mayor parte de las culturas no occidentales no disponen del concepto de derechos humanos desde una perspectiva legal y declaratoria, o bien no la aplican por igual a todos los derechos humanos. Sin embargo, si podemos afirmar que este concepto legal no existe, ello no implica que estas culturas no tengan las mismas reivindicaciones en su concepto, es decir, los derechos —en su esencia— existen en todas las sociedades a pesar de que no estén expresados como tales. Así pues, el supuesto obstáculo que implica la falta de un reconocimiento legal en su propia tradición no puede ser considerado como una justificación para no afirmar la universalidad de los derechos humanos. No obstante, esta diversidad de caminos sí abre aquí un nuevo debate, es decir, el debate fundado sobre el cuestionamiento de las disparidades relativas a los valores y a los principios, aquí está entonces el quid de la cuestión: la búsqueda de un núcleo común de valores y de principios. Para intentar establecer esta búsqueda de un núcleo común en general, se afirma la coexistencia de diferentes sistemas de valores, de principios y de normas que pueden poner en duda la existencia de una concepción única de dignidad humana. Es precisamente respecto a esta dificultad en establecer una concepción única de la dignidad humana que se suelen poner tres tipos de ejemplos de los posibles obstáculos. Generalmente se alude a tres tipos de prácticas relativas a una discriminación de género hacia las mujeres: 1) el infanticidio infantil, sobre todo en algunas regiones de la India, 2) la circuncisión femenina o la mutilación genital femenina, sobre todo en países del África subsahariana y 3) el inferior estatuto de las mujeres, sobre todo en los países árabo‐musulmanes. Estos tres casos son los ejemplos más flagrantes que nos hacen ver la dificultad de entender la universalidad desde la constatación de la diversidad de valores y de tradiciones. Lo que la complejidad de estos casos deja entrever es que la búsqueda de una identificación de unos derechos comunes para el conjunto de la humanidad requiere de un doble proceso: 1) por una parte, de un proceso de reinterpretación intracultural, es decir, dentro de cada cultura (como se verá en el caso de Marruecos), viendo además que esta cultura está en cambio, no es estática y que además debe entenderse dentro de unos ejes socioeconómicos en constante transformación, y 2) por otra parte, un proceso de
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interpretación y análisis intercultural, lo que pone de manifiesto que todavía falta por recorrer un largo camino de obstáculos. Una vez se puedan comprender estos dos procesos, vistos de una forma un tanto simplificada, desde un contexto interno y externo, se podrá pasar ya a buscar el objetivo último: la búsqueda de un núcleo común. Éste posibilita identificar una base de actuación en defensa de una entidad abstracta, que desde perspectivas muy divergentes muchas personas quieren preservar: la dignidad humana (Feliu, 1999). El islam: el ejemplo paradigmático de las complejidades universalistas En el mundo árabo‐islámico el debate sobre la universalidad de los derechos humanos ha estado considerado desde muchas escuelas diferentes de pensamiento: el liberalismo, el marxismo, los movimientos islamistas. Las diversas escuelas han extraído conclusiones divergentes sobre la relación entre el Islam y lo que se entiende hoy en día como derechos humanos. El punto central de este debate ha girado en torno a la compatibilidad de la tradición —la herencia musulmana— y los derechos humanos, basada sobre todo en un enfoque analógico más que en un enfoque de ruptura entre el islam y los derechos humanos. Muchos de estos trabajos se han dedicado a desentramar la cuestión de la compatibilidad aplicando las nociones abstractas inherentes a la doctrina musulmana, subrayando además la existencia de tradiciones históricas muy diferentes. Las claves de este debate que nos puedan parecer desde España una curiosidad explicativa para dificultar el debate, es el corazón mismo de los procesos de cambio social en muchos países árabo‐musulmanes. Como señalan Gema Martín (1993: 153); Laura Feliu (1999), la introducción de la modernidad ha estado aceptada por los países árabo‐musulmanes, pero sólo en su vertiente material y no en su vertiente cultural, precisamente por suspicacia al posible desafío a unas estructuras tradicionales profundamente enraizadas. Esta construcción de la suspicacia respecto a la «invasión cultural foránea» utiliza a su vez el legado de la resistencia político‐ ideológica de la época colonial y del imperialismo, importante germen en la construcción de los movimientos nacionalistas en el mundo árabe. Hoy en día esta resistencia es significativa en ciertos sectores de sociedades como la argelina y en parte, como veremos luego, la marroquí, recuperando una antigua división del mundo entre Dar al harb (la casa de la guerra, los países no islámicos) y Dar al islam (la casa del islam, los países islámicos). La respuesta, desde una posición estrictamente académica, a la situación de obstáculo ideológico entre los derechos humanos universales y la concepción islámica de los derechos es doble. Según Feliu (1999), podemos distinguir dos tipos de literatura:
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1. Una abundante literatura que pretende demostrar que el derecho islámico y los derechos humanos son compatibles. En este sentido, Arkoun se suele referir a las «usurpaciones» o a los trabajos de «bricolaje ideológico» para referirse a las doctrinas o a las interpretaciones coránicas que se han elaborado a posteriori, a sabiendas de que el lenguaje coránico es un lenguaje eminentemente simbólico. 2. Otro tipo de literatura que subraya como el pensamiento islámico, redactado en el contexto de una estructura social tribal y de unas costumbres propias de un tiempo concreto, entra en contradicción y difiere en numerosos puntos con los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Los dos ejemplos más destacados de esta incompatibilidad son los siguientes: primero, que el islam entiende que los derechos son corolarios (consecuencia inmediata) de los derechos que se tienen con Alá; segundo, el islam sitúa los derechos y las necesidades de la comunidad por encima de los derechos de los individuos. El individuo se encuentra en un segundo plano ante la comunidad de creyentes (umma), ofreciendo la identidad a través de la religión. A partir de esta doble literatura distinguimos los argumentos de los que se refieren a un núcleo de derechos compatibles y aquéllos que se refieren a un núcleo de derechos incompatibles. Los que hablan de compatibilidad subrayan el concepto «universal» de la dignidad y la fraternidad, la igualdad entre los miembros sin distinción de raza, color o clase, el respeto al honor, la reputación y la familia, la presunción de inocencia o la libertad individual. Los que hablan de incompatibilidad señalan el respeto a la vida y a la dignidad de la persona, el respeto del domicilio o el derecho de asilo, la pervivencia de ciertos castigos corporales (hudud) y la libertad individual a la sumisión (“Muslim”= sometido). Precisamente, los que hablan de incompatibilidad hacen referencia a dos situaciones concretas: la exclusión de los creyentes no musulmanes y la discriminación de la mujer. Una vez abierto el debate sobre la incompatibilidad o compatibilidad en la búsqueda de un núcleo común, podemos encontrar la respuesta en el caso del islam. La respuesta clave a nuestra cuestión se fundamenta básicamente en la interpretación que se haga de la Charía o “ley musulmana‟. Este código jurídico, base jurídico‐social de la sociedad musulmana, se ha mantenido prácticamente inalterado desde el siglo XII, precisamente cuando se cerró la vía de iytihad, es decir la vía de la interpretación, del esfuerzo de interpretación. Este inmovilismo en la interpretación de la ley pudo se superado por los movimientos reformistas
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del siglo XIX en los países árabo‐musulmanes a partir del movimiento de Nahda (“renacimiento‟). Éste movimiento pretendía recuperar el atraso comparativo del mundo musulmán respecto al mundo occidental a través del esfuerzo de reinterpretación de los principios islámicos, tomando como base el islam primitivo. Hoy en día todavía podemos encontrar una línea heredera de estos esfuerzos reformistas dentro del pensamiento musulmán. No obstante, esta línea reformista se encuentra en oposición directa con aquellos movimientos islamistas que reclaman una aplicación estricta de la Charía. El auge de estos movimientos fundamentalistas (que van al fundamento del texto, sin dejar paso a una reinterpretación) es la expresión más clara de los procesos de re tradicionalización (que se hacen extensibles a los sistemas jurídicos) experimentados en las sociedades árabo‐ islámicas a partir de los años ochenta. Esta situación es la que nos ayuda a comprender por qué el debate que nosotros proponemos es todavía un debate inacabado hoy en día. La otra cara de la moneda: la discriminación a la mujer como base del estereotipo occidental El caso escogido para poder mostrar este análisis en profundidad acerca de las complicaciones que conlleva la interpretación universalista de los derechos humanos (el tema del islam respecto al estatuto jurídico de la mujer en el contexto de la supuesta «transición» en Marruecos), tiene también una lectura no sólo desde las circunstancias de los países de origen de los inmigrantes en España, sino también desde la construcción de estereotipos en España. Precisamente la discriminación a la mujer es uno de los estereotipos más extendidos con los que tiene que vivir la comunidad marroquí en España, tal como se hizo patente en los actos de violencia de El Ejido en febrero de 2000. Si desde la antropología clásica se había intentado destacar la idea del Mediterráneo como un mosaico de culturas al mismo tiempo que en base a la idea de unidad (el concepto del honor y la persistencia de una estructura de parentesco común, así como la cuna de las religiones monoteístas), parece que en cierta forma los debates se abren hoy sobre nuevas cuestiones que tienen que ver con estas posibles incompatibilidades. La primera fractura en ese Mediterráneo es la manera estereotipada en la que nos miramos los unos a los otros. Es decir, la pretensión que muchas veces se tiene en esta orilla del Mediterráneo de reducir a los de enfrente al exclusivo elemento religioso, en este caso el islam, como desde la otra orilla, de reducir Occidente al materialismo, nutriendo el discurso del islamismo político (Ribas, 2000).
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Es un estereotipo bastante extendido en España la idea de los árabo‐musulmanes como fanáticos, fundamentalistas, agresivos y discriminadores con respecto a las mujeres, características que se asumen globalmente para toda la comunidad musulmana. En razón de la amenaza que el islam significó para el orden cristiano entre los siglos VII y XVII, el mundo musulmán ocupa frente a aquél un puesto central, cualitativamente distinto del de las demás civilizaciones no europeas. El estereotipo de la mujer árabo‐musulmana, que representa la quinta esencia de la alteridad, es un elemento de análisis interesante en la deconstrucción de los discursos culturalistas. Estos discursos utilizan elementos estereotipados basados en referencias sobre la discriminación de género como base de las incompatibilidades culturales, utilizando a su vez toda una serie de referentes históricos sobre los cuales se produce una construcción sobre las supuestas sociedades atrasadas*. * Fuente: Biblioteca Digital de la Universidad Autónoma de Barcelona http://ddd.uab.cat/record/393?ln=es