Lectura2 Metodos Pedagogicos u Medieval

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Lectura No.2 LOS MÉTODOS PEDAGÓGICOS EN LA UNIVERSIDAD MEDIEVAL (Recopilación que hace el Dr. Eudoro Rodríguez) Es preciso captar la situación en que escribe Tomás de Aquino y sus modos literarios, expositivos, didácticos e investigativos para entender bien el contenido de cada una de las obras tomistas. Por ello, es preciso ver los modos de proceder en las aulas universitarias del siglo XIII; más concretamente cuáles eran los sistemas de enseñanza y de exposición en aquellas universidades nacientes. Tomás de Aquino era un profesor más entre los profesores de aquellas pocas universidades. Atendiendo a la génesis histórica de los métodos expositivos por una parte y por otra al nivel de su progreso científico, tales métodos o procedimientos o técnicas de enseñanza las podemos enumerar así: la lección, la cuestión, la cuestión disputada ordinaria o disputa ordinaria, y la cuestión disputada libre o disputa libre. La Lección La primitiva pedagogía medieval se realiza con base en la lectura de textos. La escolástica universitaria institucionaliza y desarrolla este tipo de trabajo. La lección se ordena a la transmisión de los conocimientos adquiridos, es la adquisición de la ciencia a través del estudio de los textos o de los libros. La razón de este procedimiento pedagógico es sencilla: el occidente descubre las obras clásicas, los textos de la Antigüedad. Es un tesoro que se quiere explotar, que se convierte en objeto de estudio y, por consiguiente, es texto de enseñanza. El pensamiento se desarrolla, pues, alrededor de una “autoridad”, es decir, de un texto o una obra hecha autoridad científica en la materia. Así esta Escolástica es el resultado del descubrimiento y cultivo del saber antiguo. El término “lección” no designa un modesto ejercicio de lectura. Enseñar es “leer”, pero leer en sentido técnico. El profesor “lee” su texto. Su curso se llama “lección”. El profesor es un “lector”. Esta terminología persiste hoy en nuestro lenguaje universitario y escolar: hablamos, por ejemplo, de año o período lectivo. Tomás de Aquino asistió como estudiante a estas “lecciones” y posteriormente fue “lector”. En los Estatutos de la Universidad de París se distinguía dos tipos de lectura: el leer rápidamente (cursorie), es decir, una lectura que no atiende más que a la intelección de la letra, y el leer ordinariamente, esto es, la lectura en profundidad de un texto. En su conjunto, la lección se desarrolla en tres niveles que de menor a mayor densidad y profundidad son: la “letra”, simple explicación de las frases y de las palabras según el contenido de su inmediato encadenamiento; el “sentido”, análisis de la significación de algunos de los elementos y traducción en lenguaje claro del pasaje estudiado; la “sentencia”, el pensamiento profundo, más allá de la simple exégesis, y la inteligencia penetrante del texto.

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Lectura No.2 LOS MÉTODOS PEDAGÓGICOS EN LA UNIVERSIDAD MEDIEVAL (Recopilación que hace el Dr. Eudoro Rodríguez) Es preciso captar la situación en que escribe Tomás de Aquino y sus modos literarios, expositivos, didácticos e investigativos para entender bien el contenido de cada una de las obras tomistas. Por ello, es preciso ver los modos de proceder en las aulas universitarias del siglo XIII; más concretamente cuáles eran los sistemas de enseñanza y de exposición en aquellas universidades nacientes. Tomás de Aquino era un profesor más entre los profesores de aquellas pocas universidades. Atendiendo a la génesis histórica de los métodos expositivos por una parte y por otra al nivel de su progreso científico, tales métodos o procedimientos o técnicas de enseñanza las podemos enumerar así: la lección, la cuestión, la cuestión disputada ordinaria o disputa ordinaria, y la cuestión disputada libre o disputa libre. La Lección La primitiva pedagogía medieval se realiza con base en la lectura de textos. La escolástica universitaria institucionaliza y desarrolla este tipo de trabajo. La lección se ordena a la transmisión de los conocimientos adquiridos, es la adquisición de la ciencia a través del estudio de los textos o de los libros. La razón de este procedimiento pedagógico es sencilla: el occidente descubre las obras clásicas, los textos de la Antigüedad. Es un tesoro que se quiere explotar, que se convierte en objeto de estudio y, por consiguiente, es texto de enseñanza. El pensamiento se desarrolla, pues, alrededor de una “autoridad”, es decir, de un texto o una obra hecha autoridad científica en la materia. Así esta Escolástica es el resultado del descubrimiento y cultivo del saber antiguo. El término “lección” no designa un modesto ejercicio de lectura. Enseñar es “leer”, pero leer en sentido técnico. El profesor “lee” su texto. Su curso se llama “lección”. El profesor es un “lector”. Esta terminología persiste hoy en nuestro lenguaje universitario y escolar: hablamos, por ejemplo, de año o período lectivo. Tomás de Aquino asistió como estudiante a estas “lecciones” y posteriormente fue “lector”. En los Estatutos de la Universidad de París se distinguía dos tipos de lectura: el leer rápidamente (cursorie), es decir, una lectura que no atiende más que a la intelección de la letra, y el leer ordinariamente, esto es, la lectura en profundidad de un texto. En su conjunto, la lección se desarrolla en tres niveles que de menor a mayor densidad y profundidad son: la “letra”, simple explicación de las frases y de las palabras según el contenido de su inmediato encadenamiento; el “sentido”, análisis de la significación de algunos de los elementos y traducción en lenguaje claro del pasaje estudiado; la “sentencia”, el pensamiento profundo, más allá de la simple exégesis, y la inteligencia penetrante del texto.

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Con el afianzamiento de esta técnica escolar la “lectura” se diversifica. El profesor hace anotaciones sobre el mismo texto de enseñanza, anotaciones escritas llamadas “glosas”, si escribe entre las líneas del manuscrito tendremos las glosas interlineales, entre líneas; si en los márgenes del mismo manuscrito, las glosas marginales. Con frecuencia y superando estas sencillas anotaciones o glosas, el profesor hará exposiciones amplias y comentarios homogéneos y continuos a toda la obra que le sirve de texto. El fruto de aquellas “sentencias”, de estas “glosas” y de estas “exposiciones” o “comentarios” será recogido en obras independientes, habiendo llegado hasta nosotros muchos Libros de Sentencias, Glosarios y Exposiciones o Comentarios. Este sistema se utiliza en todas las materias y Facultades: En gramática, Retórica, Medicina, Derecho, Filosofía, etc. y con la sobras de todos los autores entonces descubiertas como el Corpus Iuris, las obras de Aristóteles, de Beocio, de Cicerón, Quintiliano, Porfirio, etc. Ciertamente son los teólogos de este tiempo quienes irán siempre a la cabeza en las innovaciones pedagógicas: Y la razón de ello es sencilla: La Biblia fue siempre patrimonio común, no tuvo que ser descubierta como el resto de la sobras clásicas; de ahí que los teólogos llevarón muchos años de adelanto sobre sus compañeros de otras cátedras. Por otra parte, tampoco podemos olvidar que este procedimiento de la lección continuó vigente a pesar de que ya la técnica universitaria hubiera institucionalizado sistemas pedagógicos más avanzados. Los estudiantes primíparos necesitan aprender a “leer” en su primer contacto con el mundo universitario. De ahí la necesidad y persistencia de este procedimiento. Solo cuando el universitario estuviera preparado para “leer” sin ayuda del “lector” podía pensarse en otros sistemas más refinados. De ahí también que profesor primíparo tuviera que ejercitarse primeramente en estas funciones de lectura. El primer título universitario a que accedía el estudiante era el de “bachiller”. Y este “bachiller-profesor” tenía que ejercitarse como lector durante un largo período de tiempo; por ejemplo, en la Facultad de Teología se exigía dos años como lector de la Biblia, lector bíblico, y otros dos como lector de Sentencias, lector sentenciario, antes de obtener el título máximo unviersitario, el de Maestro. Este procedimiento de enseñanza era absolutamente necesario en el momento y tenía sus ventajas fácilmente comprensibles. Pero resaltamos algunos de sus inconvenientes, inconvenientes en que cayeron no digamos que todos pero sí muchos de los profesores universitarios. En efecto, con frecuencia se convertirán en principios de estancamiento intelectual al ser asumidos como saber definitivo; como lo máximo en Matemáticas, o Medicina o Filosofía o Derecho, en lugar de servir para abrir la inteligencia al conocimiento de los objetos reales, de las realidades, las mismas obras o textos se convertirán en objetos del saber. Prevalecerá el texto sobre la realidad. Saber Medicina será conocer el Canon de Avicena, y no el cuerpo humano, saber Derecho será conocer el Corpus Iuris y no buscar las leyes de los fenómenos y causas de la vida jurídica. Por otra parte, el “lector” quedaba maniatado por el texto. Lo más que podía hacer era sintetizar ciertos pasajes en forma de “sentencias”, hacer pequeños comentarios a modo de “glosas” o componer “exposiciones” o

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“comentarios” continuos pero siempre teniendo como punto continuo de referencia el texto, la “autoridad”, la obra clásica. Este método de la lección, por muy infantil que lo supongamos a primera visita y con todos los defectos que queramos reprocharle, nunca ha dejado de tener vigencia en las escuelas y universidades, aunque ciertamente no con la intensidad habida en estas incipientes universidades medievales. Así mismo, los defectos en que cayeron con frecuencia muchos escolásticos son patrimonio de todos los tiempos. Por ejemplo, ¿cuántos universitarios de hoy no identifican la realidad jurídica colombiana con los textos legales, la realidad económica con los libros de economía? Y lo mismo podríamos repetir en otras áreas del conocimiento universitario. La negatividad de este sistema de lección se presentará siempre que de un texto, de la doctrina de un autor, de un sistema doctrinal se haga un dogma, algo establecido de una vez por todas. Será positivo, y ya hemos dicho que es absolutamente necesario, cuando la lección sirva para ir más allá de la tradición: para recogerla y renovarla o superarla. La cuestión Es natural que durante la lectura de un texto cualquiera aparezca una palabra oscura o un pensamiento más difícil que súbitamente se convierte en cuestión. Si, como en nuestro caso, la lectura está organizada como ejercicio escolar esos relieves del texto ofrecen la ocasión de una búsqueda activa y de una elaboración más incitante y profunda. De este modo en el transcurso de la “lección” irán naciendo las “cuestiones”. Ya en la antigüedad cristiana se había credo, al compás de los comentarios a la Biblia; una literatura de “cuestiones y respuestas”, en las cuales se trataba, al margen y más allá de los textos, problemas particulares en los que la investigación doctrinal desbordaba la mera exégesis textual: Ahora , en la Edad Media, más allá de la mera explicación de los textos, pero nutrida todavía por la lección, se suscita la cuestión, en la cual entran ya en juego los instrumentos racionales de la lógica y la dialéctica. El escolar escolástico se eleva así, por encima de la lección, a un género literario que responde mejor a la inspiración creadora, tanto en filosofía como en derecho. etc. La cuestión nacerá espontáneamente del mismo texto: sea de una expresión vaga que demanda precisión, sea del choque de dos interpretaciones divergentes, sea de la oposición de dos “autoridades” contrarias en la solución del mismo problema. Una situación, pues, que exige refinamiento de los instrumentos intelectuales para tratar en sí mismas y por sí mismas las doctrinas propuestas por los textos clásicos, a la vez que se suscitan problemas totalmente nuevos. A este choque responde la fase disputativa o dialéctica. Este método dialéctico tuvo su consagración en la obra de Abelardo “sic et Non”. De este modo ha aparecido el primer desplazamiento del eje del trabajo. Ya no se trata tanto de una exégesis literal cuanto de un problema doctrinal. Y pronto todo se “pondrá en cuestión”, todo se cuestionará o problematizará: no solamente los pasajes oscuros, las contradicciones entre las “autoridades”, los nuevos problemas surgidos sino todo. Con el fin de obtener una inteligencia

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más profunda de las verdades, hasta las más elementales y admitidas por todos “se ponen en cuestión; todo se problematiza, nada es dogmático”. A esta duda metódica real responde la palabra típica que encontraremos miles de veces en los escolásticos: SI (utrum). Desde ahora el escolástico, como buen intelectual, no comienza afirmando doctrinas, estableciendo tesis, sosteniendo verdades de modo dogmático e intransigente. Su primer paso será siempre la duda. No es la afirmación rotunda: Dios existe; sino la cuestión dubitativa: Si Dios existe. El hombre reflexivo no acepta pasivamente las doctrinas que se le proponen, no observa con indiferencia o superficialidad los acontecimientos históricos; analiza críticamente doctrinas y acontecimientos en busca de la verdad, del sentido y realidad radical. Por ello, ese hombre pregunta, cuestiona, lo problematiza todo, todo lo “pone en cuestión”. Esta tendencia natural a criticar y cuestionar hace que se supere el sistema infantil de la lectura y que los escolásticos hagan de la “cuestión” una de las primeras claves para su investigación personal, su didáctica profesoral y la redacción de sus escritos. Nos hallamos así en la edad adulta de la razón occidental. En adelante el intelectual y el profesor ya no son solamente unos exégetas, sino que son maestros que, según la expresión medieval, “determinan” las cuestiones no por el juego de las “autoridades” sino por la certeza y evidencia de las razones aportadas. La calidad del profesor no se valorará ya por los argumentos de “autoridad” sino por las comprobaciones racionales de que disponga, por la claridad científica con que ilumine y solucione los problemas. Esta institucionalización del método de la duda, no como mero artificio sino como un resultado natural de la evolución de su cultura que problematiza realmente toda la cultura que les ha sido transmitida por sus antecesores, por la tradición, será una de sus grandes conquistas. Su método científico está guiado por puntos de vista rigurosamente objetivos y dominado por el ideal de la verdad. En todo momento, los buenos escolásticos -porque los hay malos y muy malos como en cualquier otra escuela antigua o actual- separan con rigidez el saber real del saber aparente, lo cierto de lo probable, el resultado definitivo de la hipótesis de trabajo. Todo el artificio dialéctico de que hacen gala está al servicio de esta duda metódica real y es su única justificación. De ahí que cuando el artificio dialéctico no sea instrumento válido para llegar a la verdad, se desprende de él con toda normalidad. Así lo vemos en muchas obras de Tomás de Aquino como su Suma contra los Gentiles, sus Opúsculos, etc. Es muy frecuente – aunque hoy menos que antes – la afirmación de que la época medieval es una época dogmática. Aparte de lo que tal afirmación pueda tener de malentendido malicioso o de superficialidad, lo cierto es que sólo la ignorancia de los móviles intelectuales de los escolásticos hace posible tal afirmación. Un hombre que acepte y que se imponga como método inicial de su inquisición científica la duda real es imposible que sea doctrinalmente dogmático e intransigente. Un hombre que por actitud está abierto a todos las opiniones y que sabe que por definición en todo error existe una parte de

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verdad es contradictorio llamarlo dogmático. El escolástico, al menos el escolástico en general y sin duda los mejores escolásticos, excluyen todo dogmatismo cerrado e intransigente, sea cual fuere el campo científico de que se ocupen. Sabido es que la actitud dogmática puede adoptarse en cualquier esfera del saber: la física, la matemática, el derecho, la economía, la política, la gramática, la filosofía, la moral, la teología. Respecto de esta última es sintomática la actitud de Tomás de Aquino. Sabido es que fue un católico fiel a sus creencias y consecuente con ellas en su vida práctica. Pues bien, no deja de ser llamativo que al explicar los dogmas religiosos – como paralelamente lo hace en otros campos de la ciencia – acepte sin reticencia el método de la duda y comience la explicación de cada uno de los dogmas religiosos a partir de esa duda metódica real. Y refiriéndose expresamente a las verdades religiosas, tan propicias para la actitud dogmática, expresa. “No se debe poner como verdad de fe todo lo que se tiene por verdadero y justo…; pues la verdad de nuestra fe se hace objeto de mofa para los no creyentes, cuando un católico desprovisto de los conocimientos científicos necesarios afirma como dogma alguna cosa que en realidad no lo es y que se demuestra errónea a la luz de una severa crítica científica”. (De potentia 4,1). La vigencia de este sistema de la cuestión es indudable en nuestros días. A fin de cuentas todo científico, y especialmente el filósofo, es un perenne cuestionador pero hay un aspecto interesante que no debe pasar desapercibido ¿Por qué el sistema de la cuestión tuvo tanto vigencia en la época medieval? Los sistemas académicos, si son auténticos, brotan del medio real, de la realidad vivida. La época medieval es una época de crisis en todos sus aspectos. De ahí que sus intelectuales sean fatigosamente cuestionadores. La analogía con nuestra situación del siglo XX en que están en crisis tantos valores tradicionales es evidente. Si la universidad medieval fue tan cuestionadora igualmente debe serlo la nuestra. Tomás de Aquino que vivió tan intensamente su época, fue el niño terrible de la cuestión y del antidogma. Aparte del cuestionamiento que realizó con toda su vida rompiendo brutalmente el círculo feudal oligárquico al que por familia pertenecía ingresando a una Orden de Mendigos (Mendicantes), el examen de sus obras es suficientemente aleccionador, veamos, por ejemplo, su Suma Teológica. En ella encontramos planteadas y directamente enunciadas 631 grandes cuestiones que, a su vez, están divididas en 3.000 cuestiones menores o artículos y en los que se recogen 10.000 opiniones; y no se trataba de amontonar cuantitativamente opiniones sino de una condensación de criterios hecha con carácter selectivo. Más todavía. Hay una faceta sumamente interesante que corrobora el antidogmatismo de los escolásticos y descubre una nueva dimensión del auténtico científico: la capacidad de autocrítica. Esta capacidad de autocrítica consiste por un lado en la exclusión del morboso dudar por dudar o autocrítica patológica y, por otro, en la autenticidad intelectual o sencillez real para corregir, completar y retractar las propias ideas ante nuevos datos o ante un conocimiento más profundo de los mismos. Tomás de Aquino es admirable por

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la sencillez con que admite sus propios errores. La lectura de sus obras muestra una evolución en su pensamiento y sin dificultad alguna se corrige a sí mismo sea en su actividad profesoral sea en sus escritos. Pero, aparte de esta conducta práctica y vital, hay otros aspectos que confirman y justifican doctrinalmente su actitud. Un primer aspecto que manifiesta esa postura de natural autocrítica moderada es la preocupación de Tomás por el hábito y virtud de la estudiosidad, que transforma la curiosidad loca e indisciplinada en auténtica disciplina; es decir, en dinámica y metodología rigurosa para la investigación, (Suma Teológica, II-II, q.166). Un segundo aspecto es su interés por clarificar las actitudes ante los conocimientos. Dice: “Por sí mismo todo conocimiento de la verdad es bueno. Pero atendiendo a las circunstancias puede ser malo… como los que buscan conocer la verdad para ensoberbecerse en ella…. Los que tratan de aprender algo para ser injusto… Además, también puede ser vicioso el apetito y la aplicación a aprender la verdad por su mismo desorden; y esto, cuando por estudiar algo más utilitario nos retraemos del estudio de lo que nos incumbe necesariamente…; cuando alguien trata de conocer una verdad superior a la capacidad de su propio ingenio, ya que por este motivo caemos fácilmente los hombres en errores” (Suma Teológica, II-II q. 167, a.I, resp.). Un tercer aspectos es la exclusión de cuestiones intrascendentes y de sutilezas idiotas, es decir, de problemas aparentes bien por carencia total de verosimilitud bien por su evidente negación de los datos experimentales. Escribe: “Para averiguar la verdad no aprovecha mucho la consideración de aquello que es manifiestamente falso, sino de lo que es probable” (Un II Polit, 1). Y remacha esta advertencia de la metodología práctica con esta obra de la metodología especulativa: “El entendimiento no es suficiente para desestimar razones sofísticas que repugnan a aquellas cosas que son manifiestas para los sentidos” (IN VIII Physic. 5). Después de todo esto, abramos un interrogante ingenuo: ¿Qué actitud debemos adoptar nosotros ante el pensamiento tomista? Si queremos ser auténticamente tomistas debemos contestar: la misma que adoptó y practicó Tomás de Aquino. Es decir, tenemos que utilizar la metodología tomista para estudiar la doctrina tomista. En primer lugar, la duda metódica real; en segundo lugar, el diálogo y disputa dialéctica con Tomás; el tercero, dar nuestra respuesta o sentencia personal que coincidirá o no con la opinión de Tomás; en cuarto lugar, rebatir objetivamente su doctrina, aceptando lo que tenga de verdadero y rechazando lo que tenga de falso. Esa es la actitud que el mismo Tomás nos aconsejaría y la única forma de ser tomistas o anti tomistas realmente. La disputa ordinaria Hemos visto que la cuestión se fue desprendiendo poco a poco del texto mismo que la suscitó con su lectura. También el procedimiento de la cuestión, como técnica, se constituye en género autónomo al margen del sistema de la lección. Esta autonomía literaria es signo exterior de la independencia doctrinal y de la curiosidad científica.

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Pero un nuevo hecho, también muy natural, aparece en esta evolución de los sistemas universitarios: la intervención, coincidente o contradictoria, de dos o más profesores en el planteamiento y solución de la misma cuestión. Es normal que: ante un problema planteado los criterios y puntos de vista sean diversos. Surge así la disputa del modo más normal. Pero, esta divergencia personal de criterios – y esto es lo novedoso – se va a institucionalizar en un acto universitario, en un ejercicio académico, en el cual el maestro sometería a la discusión de sus colegas ante el público escolar una cuestión, un problema del momento. Los asistentes intervienen: objeciones, discusiones, respuestas, contradicciones. Al final de toda la conclusión, la sentencia, la “determinación” del maestro de turno. ¡Gran novedad escolar y máxima animación!, no solamente en la realización exterior del acto académico sino especialmente como búsqueda comunitaria de la verdad. Es la “cuestión disputada”. Recordemos el incidente famoso en que intervienen Juan Peckam, maestro regente de los franciscanos, y Tomás de Aquino, maestro regente de los Dominicos allí en París. Tomás ha defendido a Aristóteles, Peckam ha sido autor de una condenación de Aristóteles. Es un momento de crisis intelectual en la Universidad parinsiense. La disputa no se deja en la sombra, ni en los corrillos de estudiantes y profesores; ni siquiera en la publicidad de unos escritos o de unas exposiciones de cátedra. El problema se ventila públicamente, al nuevo estilo escolástico: ante maestros, bachilleres y estudiantes, ante el público universitario. Es difícil fijar la fecha de aparición de este ejercicio académico y la frecuencia de su realización. Consta perfectamente que el cargo de maestro en teología en la Universidad de París implicaba una triple función: leer, disputar y predicar. El historiador Mandonnet describe así la realización de estas disputas. El maestro señalaba con anticipación la cuestión a debatir, indicando públicamente la fecha. Cuando un maestro disputaba, todas las lecciones dadas en la mañana por bachilleres y maestros se suspendían. Sólo el maestro que tenía a su cargo la disputa hacía una corta lección para dar tiempo a que se congregaran los asistentes antes de comenzar la disputa. Esta ocupaba una parte muy considerable de la mañana. Todos los bachilleres de la facultad y los estudiantes que recibían clase del maestro que disputaba tenían que asistir al acto. Los otros maestros y estudiantes eran libres para asistir o no, pero la concurrencia era siempre muy numerosa, especialmente si el tema en disputa era interesante o la reputación del maestro reconocida. El clérigo parisiense y los prelados de París, así como las personalidades eclesiásticas de paso por la capital, asistían apasionadamente. La disputa era el “torneo de los clérigos e intelectuales”. El tema de la cuestión a disputar era fijado por el maestro, pero no era él propiamente quien hablaba. Era un bachiller que, bajo la dirección del maestro, asumía el oficio de responder, comenzando así su aprendizaje en este ejercicio académico. Las objeciones eran presentadas primero por los maestros presentes, después por los bachilleres y, finalmente, por los estudiantes y otros asistentes. El bachiller respondía a los argumentos propuestos y, cuando era necesario, el maestro le prestaba su ayuda. Tal era sumariamente la fisonomía

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de una disputa “ordinaria”. Pero todo esto no era más que la primera parte, si bien la más motivada y animada. Las objeciones propuestas y resueltas sin orden preestablecido en el curso de la disputa, presentaban finalmente un material doctrinal muy desordenado semejante a los restos de una batalla campal o a los materiales semielaborados de una cantera de construcción. De ahí la necesidad de la segunda parte o segunda sesión que recibía el nombre de “determinación magistral”. El maestro ordenaba en sucesión lógica las objeciones presentadas contra su doctrina y les daba su formulación definitiva. Seguidamente establecía algunos argumentos a favor de la doctrina que iba a proponer: En tercer lugar pasaba a l a exposición doctrinal de la cuestión debatida, exposición que era la parte central y esencial de la “determinación”. Finalmente respondía a las objeciones anteriormente propuestas contra su tesis. Este segundo acto se denominaba “determinación” porque el maestro determinaba, es decir, formulaba con autoridad la doctrina. Determinar o definir la doctrina era un derecho o privilegio reconocido a los que poseían el título de maestros. El bachiller no tenía autoridad para determinar. El acto de determinación, confiado a la escritura por el maestro o un editor; constituye los escritos que nosotros conocemos como “Cuestiones Disputadas” y que son el resultado final de la disputa. Una cuestión disputada no es una especie de proceso verbal o de estenografía de la disputa misma, sino más bien la determinación del maestro. En la Universidad de París hubo épocas en que estas disputas se tenían regularmente cada dos semanas y dieron gran vitalidad al sistema pedagógico medieval. Si la “lección” se asemeja parcialmente a nuestras clases ordinarias, estas disputas tienen alguna similitud con nuestros seminarios o mesas redondas. La diputa libre Pero el sistema pedagógico de los escolásticos no va a descansar aquí: Estas disputas ordinarias tuvieron otro frente más interesante todavía. El tipo de disputa que acabamos de describir es la llamada disputa “ordinaria”. Pero dentro del mismo género y estilo nace y se desarrolla un tipo de disputa muy original; la denominada disputa “libre”, general, quodlibética o quodlibetal”, es decir, disputa de cualquier cosa. Tomás de Aquino fue uno de sus iniciadores y principales sustentadores. La mecánica de su celebración, aunque mucho más solemne, era semejante a la disputa ordinaria pero con diversas variantes. Dos veces al año, en la proximidad de la Navidad y la Resurrección, los maestros – en la facultad de artes, medicina, derecho y especialmente teología – podrían tener una disputa en la cual el tema, cuestión problema a tratar era dejado a la voluntad de los asistentes, sean cual fuere el tema que éstos plantearan. De ahí los nombres de estas disputas: “de quolibet ad voluntatem cuius libet”, de cualquier cosa a voluntad de cualquiera; de ahí su generalidad y libertad: Las cuestiones más variadas, más dispares; desde altas especulaciones metafísicas hasta los

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menores problemas de la vida diaria, pública o privada, eran abordados públicamente por iniciativa de cualquier oyente. Multiplicidad y heterogeneidad de problemas, participación imprevisible de los asistentes – incluso público extrauniversitario – sin duración definida, etc. No todos los maestros se atrevían a sustentar estas disputas. Las cuestiones y las objeciones pueden venir de todos los lados, hostiles, curiosas, maliciosas, nada importante. Se puede interrogar de buena fe para conocer la opinión del maestro, pero también se puede intentar poner al maestro en contradicción consigo mismo o con alguno de sus colegas, o preguntarle sobre temas que se sabe que el maestro prefiere silenciar. Será un extranjero curioso o un espíritu inquieto, un estudiante malicioso, un maestro sutil. Los problemas serán claros e interesantes, ambiguos o sin sentido. Preguntas de alta especulación o hechos prácticos y cotidianos. Temas místicos y económicos, cuestionamiento de conductas y procederes morales y - ¡como no en una universidad multinacional – planteamientos políticos.! El interés de estas disputas se hallaba más en la amplitud de los problemas que en su profundidad de tratamiento. Lo interesante era la actualidad de las cuestiones y de las respuestas, la vivacidad de los choques ideológicos, las reacciones de los oyentes y del maestro. Este tipo de disputas señala el culmen de la pedagogía medieval, pedagogía activa y que exigía que estudiantes y profesores estuvieran al tanto de los problemas cotidianos – nacionales e internacionales -, manteniendo en contacto permanente la universidad con la vida. “De este modo se desarrolla la escolástica como maestra de rigor y como estimulante del pensamiento original, aunque sometido a las leyes de la razón. El pensamiento occidental quedará, a partir de este momento, sellado para siempre; ha realizado con la escolástica un progreso decisivo. Es claro que se trata de la escolástica del siglo XIII, en pleno vigor, manejada por espíritus sagaces, agudos, exigentes, briosos. Porque la escolástica de fines de la Edad Media podrá provocar, con justicia, el desprecio de Erasmo, de un Lutero o de un Rabelais…; pero la inspiración y los hábitos de la escolástica quedarán incorporados a los nuevos progresos del pensamiento occidental” (Le Goff). (M.D. CHENU, Introducción a L´stude de Saint Thomas dÁquin, Montreal-París, 1950, pp.-67-68. Traducción y adaptación pedagógica Dr. Alberto Cárdenas Patiño).