LEIDY MICHEL TORRES GARCÍA

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1 DE LA VOZ ESCRITA DEL OTRO A LA VOZ ESCRITA DE SÍ EN LA INFANCIA LEIDY MICHEL TORRES GARCÍA UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL FACULTAD DE EDUCACIÓN LICENCIATURA EN EDUCACIÓN INFANTIL BOGOTÁ D.C., 2020

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DE LA VOZ ESCRITA DEL OTRO A LA VOZ ESCRITA DE SÍ EN LA INFANCIA

LEIDY MICHEL TORRES GARCÍA

UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL

FACULTAD DE EDUCACIÓN

LICENCIATURA EN EDUCACIÓN INFANTIL

BOGOTÁ D.C.,

2020

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DE LA VOZ ESCRITA DEL OTRO A LA VOZ ESCRITA DE SÍ EN LA INFANCIA

LEIDY MICHEL TORRES GARCÍA

DIRECTORA

SANDRA LUCÍA ROJAS PRIETO

UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL

FACULTAD DE EDUCACIÓN

LICENCIATURA EN EDUCACIÓN INFANTIL

BOGOTÁ D.C.,

2020

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TABLA DE CONTENIDO

1. INTRODUCCIÓN……………………………………………………………………………………...6

2. SITUACIÓN PROBLÉMICA. LA ESCRITURA EN LA INFANCIA COMO CREACIÓN DE SÍ

MISMO…………………………………………………………………….……………………………..11

2.1 La escritura en el aula escolar……………………………………………………………...11

2.2 La escritura como encuentro consigo mismo……………………………………..……….15

2.3 La escritura como creación de sí mismo en la infancia………………………….………..19

2.4 La voz de los otros como posibilidad del nacimiento de la voz escrita de los

niños.……………………………………………………………………………………………..23

3. MARCO CONCEPTUAL…………………………………………………………………………….30

3. CAPÍTULO I. DE CACHORRO A SUJETO DE LENGUAJE: NACER AL MUNDO DE

OTROS………………………………………………………………………………………..….30

3.1.1 Las voces de los otros: Mi nacimiento al mundo del lenguaje………………… 30

3.1.2 Las voces de la literatura: Mi nacimiento al mundo de los libros……………... 34

3.2. CAPÍTULO II. DE LA LECTURA LITERARIA AL DESEO DE ESCRIBIR…………45

3.2.1 De la experiencia literaria como experiencia vital……………………………….47

3.2.2 Las voces escritas: puertas a universos de sentido……………………………... 54

3.2.2.1 Elsa Bornemann y el encuentro con nuestros más hondos

sentimientos……………………………………………………………………. 56

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3.2.2.2 Lygia Bojunga y el derecho a la utopía………………………………... 60

3. 3 CAPÍTULO III. LA ESCRITURA DE SÍ EN LA INFANCIA………………………….66

3.3.1 La escritura de sí…………………………………………………………………..68

3.3.1.1 Escribir para constituir el propio espíritu………………………………75

3.3.1.2 De voces escritas y otros ficcionales representativos: La acogida del

discurso de los otros como principio fundante de escritura……………………77

3.3.1.3 Escribir para vivir……………………………………………………….81

3.3.2 El niño como autor y el nacimiento de su voz escrita…………………………. 82

3.3.2.1 Sobre la formación del otro yo: el primer lector de un escritor……….83

3.3.2.2 Del encuentro de la voz lectora al nacimiento de una voz escrita………85

3.3.2.2.1 Preparación: El primer gran despertar ante el territorio de

lo escrito.……………………………………………………………….87

3.3.2.2.2 Borrador y revisión: Las primeras elaboraciones del mapa

sobre el territorio y el descubrimiento de que se explora lo escrito en

compañía……………………………………………………………… 91

3.3.2.2.3 Edición o redacción de la versión definitiva: El nacimiento de

un autor con una voz escrita propia…………………………………93

4. ANÁLISIS A PARTIR DE LAS CATEGORÍAS ABORDADAS. HABITAR UN MUNDO

POSIBLE O DE LA CREACIÓN DE ESPACIOS FICCIONALES EN LA

INFANCIA………………………………………………………………………………………...……...95

4.1 Entre tiendas de reparación de libros y clubes del terror: El establecimiento de espacios

ficcionales creados por los niños……………………………………………………………….. 97

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4.2 De la creación de cabañas mágicas y habitáculos de sentido: leer en voz alta a los niños.

…………………………………………………………………………………………………...104

4.2.1 Leyendo a Amalia Low y Wolf Erlbruch: Las primeras comprensiones de la

transacción literaria.…………………………………………………………………...105

4.2.2 Leer a Roald Dahl: la inmersión profunda en una voz escrita…………………...114

4.3 Hacia una reconquista de la vida: del contacto con lo literario a las primeras marcas de

una voz escrita…………………………………………………………………………………..124

4.3.1 Los primeros rastros de la voz escrita…………………………………………… 125

5. REFLEXIONES FINALES………………………………………………………………………….133

6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS……………………………………………………………...140

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INTRODUCCIÓN

Hace ya casi tres años hice parte de un proyecto de investigación sobre la escritura en la

universidad. Desde distintas miradas teóricas, nos acercamos a nuevas comprensiones en torno a lo escrito.

Dichas comprensiones distaban mucho de las prácticas en las que, usualmente, tanto en la universidad como

en la escuela, se insta a los alumnos a escribir. Tomamos distancia de las concepciones en donde la escritura

se comprende como traducción o trascripción del pensamiento y nos situamos desde una potente

perspectiva: la escritura en sí misma crea pensamiento, nos permite elaborarlo y así, en el camino,

construirnos como sujetos.

A partir de los referentes teóricos indagados en el proyecto empecé a preguntarme, en concreto,

por los lugares de la escritura en la escuela. Me interesé por encontrar desde nuevos referentes las posibles

vías a través de las cuales la escritura en el espacio escolar podría convertirse en una práctica constitutiva

de sujeto, conectada de forma vital con los niños y presente desde diversos lugares de sentido, antes que

los de trascripción usualmente asignados a ella.

Decidí junto con mi tutora, iniciar un trabajo de indagación teórica en torno a las maneras en que

dicha escritura podría tener un lugar preponderante en la infancia y distante de las prácticas escolares en

donde se la sitúa como tarea escolar, obligatoria para los niños1. Después de la indagación teórica, pretendía

realizar una propuesta de proyecto pedagógico en donde pudiera acompañarlos desde otras miradas sobre

la escritura y observar cuál era el resultado. Sin embargo, debido a las contingencias desarrolladas por la

expansión del Covid-19, la última fase de la propuesta resultó inviable, pues las condiciones eran bastante

diferentes y el tiempo limitado.

En consecuencia, el trabajo tomó la forma de monografía, por la exploración teórica realizada a lo

largo de tres capítulos. Sin embargo, en mi práctica pedagógica, llevada a cabo durante los semestres 2018-

II, 2019-I, 2019-II y 2020-I, yo había ideado intervenciones con los niños en las que tanto la literatura como

la escritura estaban presentes, por lo que se decidió que, pese a tener un corte monográfico, era pertinente

1 El término niños será usado para nombrar a los niños y las niñas en el presente trabajo, haciendo uso del sustantivo epiceno, desde el que es posible designar por igual a individuos del mismo sexo.

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analizar los momentos más valiosos y relevantes de estos años en términos de la situación problémica y el

desarrollo teórico del trabajo. Lo que no se pudo realizar fue precisamente el momento en el que se

proyectaba desarrollar una intervención pedagógica relacionada con la escritura de sí; entonces, se optó por

fortalecer la experiencia literaria. De esta forma, el trabajo se convirtió en una monografía de

profundización.

La práctica pedagógica a la que hago referencia fue llevada a cabo en el colegio Centro Educativo

Libertad, ubicado en el centro de Bogotá y posicionado como una de las propuestas de educación

alternativa más antiguas de la capital. Allí, los grados escolares son nombrados de formas distintas a las

tradicionales; y algunas prácticas comunes de la escuela, tales como el uniforme, los pupitres en fila, el

timbre en los descansos y la organización del horario a partir de asignaturas separadas en un currículo

agregado, han sido abolidas o transformadas desde nuevos sentidos. Cada grupo de niños elige un nombre

para ser denominado durante el resto del año, y en la primera mitad lectiva las maestras deben explorar con

ellos las posibles aristas de un gran proyecto pedagógico elaborado por ellas. En la segunda mitad del año

escolar, el proyecto se pone en marcha desde una línea temática elegida por cada maestra titular y los grupos

se dedican al trabajo en torno al mismo, que pretende abarcar todas las áreas del saber escolar.

La primera experiencia literaria a la que haré referencia tuvo lugar en el grado Quinto en el año

2018-II, con un grupo de niños que eran tildados como problemáticos en la institución. A través de la

literatura, pretendía acercarme al reconocimento de su realidad interior. Durante el año 2019 no me fue

posible realizar ninguna intervención que tuviera como centro la literatura, pues los tiempos y espacios

institucionales fueron limitados. La segunda experiencia literaria (2020-I), y que tiene un enclave

fundamental en el análisis, fue llevada a cabo con un grupo de niños de grado Cuarto de aproximadamente

nueve años, a quienes había acompañado también en el grado Tercero. Durante todo su proceso escolar,

pude percatarme de que la escritura no constituía un proceso vital en sus vidas, ni se erigía como práctica

constitutiva de pensamiento, realidad e intersubjetividad. Pese a ello, sus conversaciones y realidades

cotidianas me comunicaban urgentemente de la necesidad de crear espacios ficcionales en donde la palabra

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escrita, ya fuera desde la literatura, la narración o la producción textual, constituyera un elemento clave en

su formación.

Exploraremos a fondo las formas que toma la escritura en dicha institución a la luz de diversos

teóricos en la situación problémica, en donde también expongo mis preguntas frente a la enseñanza de la

escritura en el aula y a la manera en que esta se puede constituir en una práctica vital y constitutiva de sujeto

en la infancia. A partir de ello, inicio un viaje de exploración en donde descubro que, antes de llegar a la

escritura, es necesario haber nacido al mundo del lenguaje y al mundo de los libros. Tanto al primero como

al segundo se nace desde la voz de los otros. Sin embargo, la entrada al mundo del lenguaje está marcada

por voces, por gestos y acompañamiento desde la corporalidad. Después, cuando nacemos al mundo de los

libros, lo hacemos a partir de lo que he denominado la voz escrita de los otros, es decir, los rasgos y

matices junto con las situaciones y personajes que un autor ha creado para nosotros, en este caso, para el

niño.

Continuando con esta línea, en el segundo capítulo exploro intensamente los significados de dichas

voces escritas: ¿qué son? ¿qué propician? ¿cómo las encontramos? A partir de la inmersión en dos autoras

de literatura infantil: Lygia Bojunga y Elsa Bornemann. Desde el análisis de uno de sus libros más

representativos, me acerco a la comprensión de la influencia que dichas voces escritas pueden tener en la

infancia, con el fin de permitirles a los niños mirarse a través de importantes reflejos de la condición humana

y, así, elaborar nichos de significación y habitáculos de sentido, parafraseando a Petit (2002).

En el tercer capítulo exploro cómo, a partir del contacto entre el niño y dichas voces escritas desde

la lectura literaria, se hace posible el establecimiento de la escritura en el aula como un viaje desde sí mismo

hacia la exploración de las cavidades del mundo interior y de la construcción de nuevas relaciones, sentidos

y experiencias con el mundo exterior. Encuentro en Foucault (1999), McCormick (1986) y Murray (1982)

teorizaciones que serán clave para pensar en la posibilidad de emergencia de una escritura de sí -vital y

personal- en la infancia a partir de lo que he denominado el nacimiento de una voz escrita propia en cada

niño.

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Así, el viaje que ha empezado en la voz -nutrida de gestos y corporalidad- de los otros en la más

tierna infancia, transita luego en la voz escrita de los autores y los otros ficcionales creados por ellos y se

convierte en el comienzo de una relación con la escritura desde un recorrido por diversos senderos en

los que el niño se asume como el narrador de su propia historia (Petit, 2002), con gestos y matices que ha

forjado desde su voz escrita, influenciada y nacida al calor de quienes le han mostrado los caminos y

experiencias de la condición humana.

Posteriormente, en el análisis el lector encontrará lo acontecido con los niños a partir del encuentro

con la voz escrita de Roald Dahl (1983) y la creación de espacios ficcionales, que permitieron el

establecimiento de nuevos momentos creativos con ellos. No será posible dar cuenta de las escrituras que

se planeaba proponer en el proyecto desde lo planteado en el último capítulo debido la contigencia sanitaria.

Sin embargo, se presentan elementos claves para que los niños edifiquen una relación importante con las

voces escritas y sus otros representativos ficcionales en la infancia.

Finalmente, el lector encontrará algunas reflexiones que he considerado pertinentes para el campo

de la Educación Infantil en términos de la enseñanza de la literatura y la escritura. A la par, presento una

serie de conclusiones en relación con los propósitos del trabajo. Todo ello permitirá dar cuenta de la

importancia que reviste el hecho de formarnos como maestras que son capaces de enseñar a leer y a escribir

desde una posición de sujetos que han elaborado su mundo interior y enriquecido la relación con el mundo

exterior desde los encuentros con la literatura y la escritura.

Vale la pena decir, por último, que la importancia que reúne el presente trabajo reside en el análisis

elaborado en torno a las miradas más enriquecidas que desde el campo de la antropología, la filosofía, la

didáctica y la pedagogía se han construido sobre la literatura y la escritura. Pese a que algunas de estas no

se posicionan en el campo de la Educación Infantil, he decidido situarlas como referentes fundamentales

para pensar, como maestras, el impacto de la formación en lectura literaria y escritura en la infancia.

Trascendiendo las miradas psicológicas que han acaparado el estudio de la literatura y la escritura en la

educación de los niños, aquí pretendo ampliar este campo de estudio para enmarcarlo desde la necesidad

que ellos tienen de constituirse como sujetos con el derecho a enunciar y construir el sentido de su mundo,

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edificando relaciones significativas con el exterior y los otros que lo pueblan y que, como lo veremos,

emergen como camino, puerta y brújula de significación.

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2. SITUACIÓN PROBLÉMICA

LA ESCRITURA EN LA INFANCIA COMO CREACIÓN DE SÍ MISMO

Vivió callada mucho tiempo. La imaginaban y la hacían muda, desprovista de voz, asfixiada, como

una esfinge de piedra sin ningún relieve. Sólo aparentaba mutismo hacia afuera. Hay sitios donde

estamos, pero no existimos. Hacia adentro se habla, se siente, se toca, se escribe a sí misma.

-Carlos Skliar, Desobedecer el Lenguaje. Alteridad, Lectura y Escritura

2.1. La escritura en el aula escolar

Entre charlas y risas, los niños finalmente toman el lápiz. En el tablero lo que se ha de escribir está

escrito: cinco adivinanzas. La maestra da la instrucción: “Luego de que copien las adivinanzas, deben

dibujar y también escribir la respuesta de las mismas”. Los niños asienten, y el lenguaje juega con los

recuerdos de las cosas y de las palabras, como inmiscuyéndose en el centro de su memoria. Ellos, algunos

silenciosos y otros entre chanzas y risas, buscan la respuesta a los enigmas. Al final todos llegan a la

respuesta, algunos tardan más y otros un poco menos. De esto, quedaron tres cosas: las respuestas, los

dibujos y la pregunta: y aquí, ¿qué ha sido la escritura?

Las palabras que se han de tallar sobre el cuerpo mustio de la hoja blanca, ya han sido previamente

anunciadas. Siempre o casi siempre. Los niños del nivel Ocho Azul (grado Tercero) han aprendido las

reglas básicas que estructuran la lengua escrita. Pueden trascribir las oraciones que anteceden a una

instrucción y poblar esas superficies, que, por lo general, terminan en un rincón del aula mostradas en tanto

productos o momentos del proceso de vivencia del proyecto. Entonces, los niños copian, desde lo que ha

ocurrido en un experimento y la lista de flores exóticas del Brasil hasta las memorias del viaje familiar

hecho en vacaciones. Los niños, color, pluma, lapicero, lápiz en mano lo hacen: copian, trascriben,

escriben… ¿quizá? En esta ocasión las adivinanzas ocuparon el espacio que la maestra destina a

lectoescritura. Antes del momento que ella llamaría de escritura, se vivieron instantes de tensión por la

competencia en torno a quien decía la mejor adivinanza y producía todas las que fueran posibles para ganar

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puntos en la mano trazados con marcador verde. Angustia, emoción y tensión se hicieron una sola en el

espacio, y las adivinanzas salían como listas para empacar y enviar a domicilio. Se escurrían por todo el

salón, y llenaban el espacio con palabras y palabras que se estrellaban entre rimas improvisadas y cada vez

más apresuradas. Finalmente, la emoción se contuvo y había llegado el momento exacto destinado a la

escritura.

La escritura, una especie de eco inaudible. Los papeles pegados en las paredes mostrando el

proceso, las hojas desparramadas de los niños o, por lo general, las cartulinas reunidas por la maestra al

final del año, o quizá los acrónimos en las paredes o los retratos con sus fotos en donde enumeran sus más

destacables cualidades. Todo ello es entendido como escritura, asimilado como escritura, en fin, pautado

como tal. Los niños, igualmente, entienden perfectamente de qué se trata cuando se habla de escribir.

Algunos esgrimen un: “Es mucho” o “¿Hay que escribir todo eso?” o “¿Cuántos renglones tengo que

hacer?”. Al final, siempre la pregunta por la cantidad, y al principio, siempre el tedio, el agotamiento y la

desazón frente a la hoja en blanco y la mirada perezosa que se dirige al tablero como protestando por esos

momentos de juego arrebatados vilmente por las palabras inmóviles. Algunas veces se concluye rápido,

para salir al descanso, o para dedicarse al juego o al dibujo, que encanta siempre tanto. Este siempre es el

ganador en las jornadas, y se yergue victorioso al lado de las palabras escritas de los niños. El dibujo

esmerado, las letras siempre un poco chuecas y en la mayoría de veces labradas a desgano. ¿Es esto escribir?

Dibujos, cartulinas, folletos, acrónimos, siluetas pegadas en la pared y el nombre del grupo

democráticamente pautado a lo largo de un proceso llamado “Denominación”, dan vida a las paredes. ¿Y

la escritura?, ¿a quién da vida? ¿quién le da vida?

A final de año las paredes blancas se han teñido de decenas de trabajos hechos en cartulina u otros

materiales durante todo el año escolar. Sobre un rincón destinado a la lengua escrita gravitan los distintos

trazos de los niños, y sobre la pared parecen reposar letras muertas que todos ya han olvidado o que, en un

futuro próximo, residirán en la caneca del olvido, la misma de los desperdicios de envolturas y hojas en

donde se ha ensayado un dibujo o cualquier otra línea o trazo de los niños. Pese a ello, desde lugares en

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donde su intimidad revuela alborotada y la vida los pone en medio de discusiones, tensiones y angustias

vitales, se logran capturar momentos indecibles en los que el oído se estremece por la genialidad de la

pregunta, por el alcance del entendimiento y las fronteras sobre las que se cuela el lenguaje, un lenguaje

proclamado voz punzante que sorprende por la profundidad de las reflexiones y la osadía de las hipótesis

que se lanzan. Entonces, en el pasillo, triste y solitaria, J.2 me mira como esperando encontrar en mis ojos

la interlocución más certera: “A mí, tantas veces me gustaría tener otro cuerpo”. Me deja muda, el tiempo

apremia y debo dejarla, con su tensión, con su cuerpo que tantas veces ha deseado ser otro seguramente sin

entender exactamente el por qué. Dejo a J., que ha esgrimido a través de su voz las siluetas del deseo: J.

desea, J. quisiera tener otro cuerpo. J. vive deseando sentirse otra.

Y precisamente es J. de quien C. me habla. Son mejores amigas, pero su relación le resulta a todos

sus compañeros un tanto conflictiva, extraña. C., con su piel hecha de la blancura del invierno, y J., con su

tez morena, parecen ser inseparables cada día más. Que todos los niños pelean, parece una verdad nunca

puesta en duda. Las maestras constantemente se quejan en torno a ello, y la resolución de conflictos en el

aula parece presentar, todo el tiempo, un reto difícil de sortear. Definir las relaciones de los niños resultaría

todo un reto. Sin embargo, C., en una mañana en que su intuición le ha mostrado la situación con absoluta

claridad, esboza después de una típica pelea con J., la descripción más exacta de la relación que ha podido

encontrar hasta el día de hoy: “Ella y yo tenemos una relación tóxica - ¿por qué, C.? - ¿No te das cuenta?

Peleamos y nos arreglamos, peleamos y nos arreglamos, peleamos y nos arreglamos. Y no nos podemos

dejar. Sí. Definitivamente, es una relación tóxica” Tóxica. El término me parecía jocoso, pero al mismo

tiempo sabía que su definición estaba enteramente relacionada con la cultura del momento. El término

relación tóxica circula ahora en el vocabulario popular, sobre todo de los jóvenes, que lo usan para definir

los vínculos afectivos que, más que edificarlos, parecen causarles profundos daños emocionales cuya causa,

2 Con el fin de proteger la identidad de los niños a quienes menciono en este trabajo, utilizaré una letra en mayúscula seguida de un punto en lugar de su nombre de pila para referirme a ellos.

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origen y fin son para ellos difíciles de vislumbrar, entrando en círculos destructivos, como el que C. me ha

pretendido explicar.

Vaya, pero los niños de 8 azul no solo divagan sobre cosas un tanto opacas, y parece que no sólo

buscan nombrar sus relaciones con los otros y con ellos mismos, sino que también divagan sobre el

significado del amor, la libertad y, por qué no, la comida. Una discusión acalorada se ha colado en la clase

de inglés: me es difícil ahora rastrear en mi memoria sus orígenes, pues quedaron grabadas en mí solo las

voces de los niños, quienes discutían sobre el amor debido a una afirmación hecha por la maestra. En un

momento, después de que uno de los bandos declarara, de forma definitiva, que nadie se podía morir de

amor, el contraargumento de K., que pretendía cerrar el debate, fue tajante y definitorio: “Hay gente que se

ha muerto porque no le dan amor. Si no te dan amor no te dan comida porque no te quieren. Entonces, te

mueres, y mueres de amor”. Se llamó al orden y al silencio, pero las caras de los niños reflejaban una

secreta admiración por K., que había sido capaz de resolver el enigma de manera tan brillante.

Así, entre palabras que irrumpen los espacios de la institución, las voces de los niños se cuelan

como tratando de tejer el sentido de sus vidas, haciéndolo a la espera de ser escuchadas. Pero estas voces

se van. El viento las arrulla para dejarlas partir para siempre, como en un viaje sin retorno. Así fue también

en el club del terror que inauguramos y que culminó en la experiencia del teatro de sombras. Sus voces se

tejían como tratando de romper los días para llenarlos de misterio, y así poblarlos de las criaturas fantásticas

con las que su imaginación deambula por los pasadizos del terror y del placer del susto. Voces todas de los

niños hechas de fuego, como ardiendo por la vida y tratando de encontrar en ella los sentidos a sus

preguntas, las amalgamas de sus tardes de juego, de sus paseos con la familia; o de los días en que el amor,

la enfermedad, la alegría o la tristeza han tocado sus cuerpos para marcarlos para siempre. Nacieron y

murieron sus elucubraciones espontáneas pero certeras. Nacieron para irse, como destinadas a emigrar. Sus

relatos, también. Cabrejo nos dice que “El amor, el odio, la vida, la muerte y los niños son maestros en

construir relatos” (2007, p. 81) y ciertamente, escuchar sus voces permite observar esta manera no sólo de

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construir relatos, sino de poner en tensión los límites de la vida misma, como buscando su centro, o el

misterio que se nos escapa todo el tiempo.

Pero, ¿Qué hace J. copiando adivinanzas del tablero mientras en sus deseos más profundos se teje

la voluntad de convertirse en otro cuerpo? Y K., ¿copiando las flores exóticas enumeradas en el tablero

mientras su espíritu le grita “nos morimos de amor”? Y C., ¿qué hace C. llenando el acrónimo de sus

cualidades mientras su relación tóxica con J. finalmente ha sido nombrada? Las experiencias de los niños,

dentro de la escuela, pero también más allá de esta, se trazan sobre las huellas de su camino mientras que

los otros que delimitan o expanden las circunstancias de su ser, los bordan, los constituyen y los

transforman. Mientras tanto, en los espacios escolares destinados a la escritura, se trascriben palabras

puestas en el tablero, se rellenan frisos con datos del último experimento o la más reciente visita al museo,

se pide un relato breve sobre lo acaecido en las vacaciones, o se llenan fichas de lectura a partir del libro

que cada uno ha llevado a casa consigo para leer en el tiempo que considere estimado (Esta dinámica es

conocida como libro compartido, en la que cada niño compra un libro para que a lo largo del año todos se

hayan rotado la serie de textos reunidos). Se contestan las preguntas por las características centrales de los

personajes, los tiempos y espacios de desarrollo de la historia, finales alternativos, en fin. Se llenan las

cartulinas, las fichas, los frisos, se cuentan relatos breves que serán olvidados y sobre el tiempo tejerán

huellas perecederas, absolutamente mortales, tanto en los espíritus de los niños como en sus experiencias

vitales en la escuela.

2.2 La escritura como encuentro consigo mismo

Hormiga y caballo, soberano y vasallo al mismo tiempo, el escritor, en el acto de traducir, llega a

conocerse a sí mismo con una vestimenta y una condición nueva.

-Natalia Ginzburg, Las tareas de casa y otros ensayos

“Tal vez el único sentido, la única razón de la escritura sea escribir” (p. 114), nos dice Skliar (2015),

sin embargo, McCormick (1986) nos habla de un antiguo y primigenio humano deseo de ser escuchados,

de decir nuestra verdad, de reconstruir nuestra experiencia, de rehacerla y dotar a nuestra vida de un sentido

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o una trama vitales. Podríamos preguntarnos para qué se escribe en el CEL (Centro Educativo Libertad), y

en concreto, para qué escriben los niños del nivel 8 azul. En términos de Andruetto (2009), podríamos

preguntarnos: ¿La escritura es para ellos tránsito, migración, espera y movimiento? O la letra en el papel,

luego afincada sobre el espesor de las paredes, ¿no es más que un tren cuyo motor se ha detenido para

siempre? Convertida en tarea escolar, como lo llama Domínguez (1997), la escritura se halla desprovista

de conexión o nexos vitales con la experiencia de los niños. Sus deseos, los sentidos que atribuyen a lo que

viven, las formas bajo las cuales el rostro de los otros se hace silueta bajo su propio rostro, sus dolores,

angustias, alegrías, transitan en su cotidianidad mientras la escritura no es más que un ejercicio obligado,

una especie de mecanografía. La obligación de copiar o trascribir adopta la cara del tedio, el aburrimiento

o la del paso del tiempo que debe ser agotado a su mínima expresión mientras se sale al descanso o se

permiten nuevamente los juegos y charlas dentro del aula.

Entonces, ¿escribir para qué? Maria Teresa Andruetto (2009) define la escritura desde diversas

vertientes: como movimiento, como migración, como especie de tránsito entre algo que no existía o que no

teníamos presente para alumbrar algo nuevo, en una especie de hacer de la ausencia una presencia. El

escritor sería ese pasajero en tránsito, aquel que busca un centro o un misterio que se escapa, y a cuyo

encuentro se dirige de forma íntima, profunda, inevitable. Escribir entonces sería un movimiento del

espíritu, la compulsión de una serie de fuerzas vitales en las que nosotros mismos con lo fijado y lo previsto

somos puestos en tensión, una tensión deliciosa aunada por una búsqueda interior y casi nunca certera, más

bien todo el tiempo meditabunda, dubitativa. Escritura como movimiento, como tránsito, como pasaje,

como ruta, como migración. Para ello, la escritura debe revelar, debe decir, debe interpelar lo que somos,

cuestionarlo y obligarnos a mirar hacia el centro de nuestro espíritu, no huyendo, sino atravesando

(Andruetto, 2009).

Sin embargo, mientras que la escritura sea pasaje detenido en el tiempo, caminar sobre un sendero

conocido -el de la gramática o la estructura de la lengua-; mientras sea memoria retenida y olvido obligado,

los niños seguirán copiando, trascribiendo, sumergidos en el tedio de encontrarse día a día, actividad tras

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actividad, frente al pavor que puede llegar a producir una hoja en blanco. Paso a paso, la vida transcurre

para ellos con sus incógnitas, desazones, aciertos, ambigüedades, contrariedades, y cuando hablan de ellas

el eco de los otros responde, grita, se desentiende, o entiende. Sus voces se mezclan y tratan de descifrar

algo, sin embargo, son ecos que el tiempo marchitará, que el polvo de los días se llevará mientras la escritura

sigue copiando, trascribiendo. Podemos, mientras tanto, contemplar que gritan, dicen, hablan, vociferan,

obedeciendo a un innato deseo humano de ser escuchados.

McCormick (1986) y Cabrejo (2007, a.) nos hablan de la necesidad humana de ser escuchados, así

no sea más que por una sola persona. Aunque desde distintas vertientes, como lo son la escritura y la

oralidad, respectivamente, ambos autores se refieren al deseo que tenemos de decir a los otros y ser

atendidos cuando los llamamos, desde nuestras necesidades vitales, construcciones e incógnitas. El paralelo

entre ambos es posible gracias a que nos permiten entender la necesidad imperante de los niños por elaborar

una voz que pueda interpelar la voz de los otros, nutrirse y crecer en permanentes interlocuciones.

Psíquicamente, como lo plantea Cabrejo (2007, a.), hay una necesidad del bebé de constituirse en sujeto

que habla, dice y demanda desde la elaboración de otro interior nutrido del gran libro de la experiencia

humana que los otros que lo circundan le han mostrado. Los otros, con sus gestos, sus impresiones, sus

rasgos, trazan sobre el bebé huellas que lo constituyen y permiten el nacimiento de su voz, y con ella la

posibilidad de expresar sus necesidades, de decirlas a través de la lengua, de manifestar desde lo oral la

constitución de su yo o de su otro interior.

Como lo dice McCormick (2007), “Necesitamos decir a los demás: ‘Este soy yo. Esta es mi

historia, mi vida, mi verdad’. Necesitamos ser escuchados” ( p. 14), y es dicha necesidad la que,

ciertamente, viven los niños tanto en la escuela como fuera de ella. Sin embargo, la escritura mientras tanto

convertida en deber o ejercicio de la escolaridad, indaga en los recovecos de la hoja que recibe lo que ya

está dicho y nada revela, como un camino del que conocemos las márgenes más no las profundidades. Esto

mismo sucede con la lectura. En ese sentido, Michele Petit (2011), que se ha dedicado a estudiar en qué

consiste la experiencia lectora, enuncia cómo la literatura dentro de la escuela siempre ha estado al margen

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de ella misma, es decir, como algo externo a sí misma. Claro ejemplo de ello es que, en el grueso de nuestras

escuelas, se pretenda enseñar los diferentes géneros literarios sin nunca permitir a los niños la lectura de

siquiera un texto de dicho género. Se enseña la novela policíaca con un resumen de Sherlock Holmes y la

enumeración de sus características principales. Se enseña la poesía sin propiciar en el aula la lectura de un

solo libro de poesía; en cambio, los estudiantes deben aprender el significado de la métrica y las formas de

versos según sus sílabas. No circula la literatura; circula la definición de la literatura, y con ello se implanta

la muerte del lenguaje literario en el aula. Por ello, Petit (2011) plantea que esta –la literatura- en la escuela,

no tiene nada que ver con las vivencias, las experiencias y las sensaciones. En cambio, hay solo estructura,

gramática, sintaxis, memoria, reducción.

Esto mismo ocurre con la escritura, que se ha erigido en la institución escolar como una actividad

aislada de sí misma; y cuando la escritura aísla, es más bien un desarraigo antes que un encuentro. Un

desarraigo de sí, una ausencia de la propia posibilidad de los niños de decir-se y de nombrar-se en la plenitud

del lenguaje, impidiéndoles hablar de sí mismos a través de lo escrito, privándolos de elaborar a partir de

la literatura un mundo interior desde el contacto con el mundo de los otros, es decir, formarse en la alteridad.

De esta manera, convertida la escritura en tarea escolar, se los aísla de la posibilidad de dialogar con su yo

interior y de ser escuchados, obviando desde las aulas su necesidad vital de definirse y redefinirse en

devenires constantes de palabras.

Como lo plantea Stapich (2009) desde la oralidad, permitir y estimular a que los niños hablen de sí

mismos es uno de los grandes detonantes para el desarrollo de su oralidad. Desde la escritura podemos traer

a colación este interesante postulado, encontrando en el ejercicio escrito la posibilidad de los niños de

vincularse a ellos mismos, de encontrarse, de hallarse desde los sentidos que elaboran. Para ello la escritura

debe constituirse en misterio, se la debe dotar en el aula de un sabor a través del cual ellos puedan degustar

la belleza de discutir con lo que son, sienten y piensan. Para ello es necesario recorrer un camino previo,

allanarlo y edificarlo bajo la forma de la experiencia de los otros y del gran cúmulo de significados que los

hombres han tejido en torno al vivir a través de sus relatos. Hablamos entonces de unos otros exteriores,

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que trascienden la presencia física y se lograrían situar en el plano simbólico de sus espíritus. Esos otros

que han elaborado relatos de sí, que han hecho de su escritura una escritura en alta voz, como lo dice Skliar

(2015), son quienes nos interesan en el siguiente apartado, para definir la ruta de estas preguntas y para

seguir encontrando qué es lo que sucede con la escritura, qué significados despierta en los niños de Ocho

Azul, por qué lo hace y cuáles son las conceptualizaciones por las que abogo en el presente trabajo.

2.3 La escritura como creación de sí mismo en la infancia

Toda escritura es experimental, ya que constituye, si es genuina, una exploración intensa de la

palabra y una experiencia profunda en el seno de uno mismo

-María Teresa Andruetto, Hacia una literatura sin adjetivos

Ahora bien, si la escritura, como lo pretende enunciar el presente trabajo, debe situarse más allá de

los ejercicios de copia y/o trascripción, encontramos en varios autores, desde la didáctica de la lengua escrita

y la oralidad hasta la filosofía, distintas concepciones de escritura que nos permiten dilucidar caminos

divergentes a su práctica y enseñanza en el aula. En McCormick (1986), por ejemplo, podemos encontrar

la escritura como proyecto personal, así como en Foucault (1999, 2002, 2012) hallamos la escritura como

un ejercicio a través del cual se sale transformado, o en Andruetto (2009) como un movimiento, un camino,

en fin, una migración de un sitio a otro. Desde autores como Stapich (2009) y Cabrejo (2007, a.) hallamos

en la oralidad un referente que podemos transpolar para una nueva enseñanza de la escritura, como ya lo

hemos visto en párrafos anteriores. Por otro lado, en Skliar (2015) encontramos una serie de conceptos que

allanan el camino para pensar la escritura en el aula desde la intimidad del ser, y el contacto profundo con

aquello que nos habita y conforma, así como en Petit (2002, 2008, 2011) obtenemos una mirada de la

experiencia lectora para preguntarnos, de igual manera, por la experiencia escritora. A continuación, quiero

presentar al lector la pregunta angular en torno a la cual se han hilvanado los interrogantes presentados, las

miradas de la realidad escolar conjeturadas desde el foco de la escritura y las hipótesis que nos permiten

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situarnos desde otras perspectivas de la enseñanza de la misma: ¿cómo hacer de la escritura una experiencia

de creación de sí mismo en la infancia?

Ya se han trazado las características del trabajo en torno a la escritura en el CEL, y cómo las

diversas formas que toma no superan los ejercicios de copia, trascripción o producción efímera. El

inconveniente de esta forma de escritura, que podríamos llamar taquigráfica, puesto que reproduce más no

enuncia, es que desvincula a los niños de su ejercicio, y tomando en consideración lo dicho por Petit (2011)

en referencia a la literatura en la escuela, la sitúa al margen de ella misma, como escindida de su centro y

así de la vida de los niños, quienes, como lo he referido brevemente, poseen un innato deseo de constituirse

como sujetos que dicen y cuyo decir responde a su necesidad vital de ser escuchados (McCormick, 1986).

Contrario a estos ejercicios de escritura, existe una escritura ligada a la experiencia vital, y que, antes que

repetir o trascribir, permite fecundar, alumbrar. Esta escritura o estas formas de escritura, se sitúan en los

linderos del espíritu, interrogan al ser, lo traspasan.

Escribir para decir lo que se piensa, para expresar un sentimiento, para narrar un acontecimiento,

para mostrar en el papel lo que la palabra que esgrime la voz puede decir, resulta muchas veces un ejercicio

interesante, sin embargo, hay una riqueza que la mayoría de veces, sino todas, en el aula se ignora: la

escritura constituye. Y con ello quiero decir que, a través del acto de escribir, los niños podrían encontrar

una forma de ponerse en contacto con ellos mismos, de decirse y habitarse desde un lugar que los reclama

ya no pasivos, sino desentrañando su hacer, su pensar y su ser cotidiano. Como lo plantea Arias (2012),

escribir es, sin duda alguna, una experiencia que evidencia la más alta capacidad que tiene el

hombre de constituirse sujeto, es la muestra más clara que se tiene de trascender-se, del tomar

distancia de sí, de objetivar-se para decir-se algo a sí mismo de sí mismo. (2012, p. 73)

Para ello es necesario que la escritura se constituya en un espacio sobre el cual los niños sientan la

posibilidad de trazar las huellas de sus deseos, las marcas de la angustia, los trazos que la alegría, el dolor,

la pérdida, el abandono, la felicidad profunda, han escrito sobre sus cuerpos y sus vidas. Es necesario que

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esta se haga posibilidad de relato de sí mismos, en los que la copia y la trascripción sean transformadas en

libertad del decir para hacerse libertad del ser, y así, ellos encuentren los caminos de la experiencia propia

vista bajo el lente de la palabra sobre el papel.

Michel Petit (2011) ha dicho que la lectura permite adentrarnos sobre territorios que nosotros

mismos desconocíamos, que permanecían ocultos, y el libro entonces se ha convertido en quien nos revela

la verdad que nosotros mismos negábamos o que por diversas circunstancias permanecía oculta bajo una

sombra muchas veces inconsciente. Asimismo, la escritura que se constituye en relato de sí logra emerger

como experiencia de sí por cuanto que, ya no al margen de ella misma, le permitiría al niño explorar sus

territorios ocultos, sus mareas vitales. Se hace experiencia por cuanto cobra todo el sentido necesario para

habitarlo mientras escribe, y, muy importante, reescribe. Se hace experiencia para tornarse en proyecto

personal, que lo vincula íntimamente a regiones del espíritu cuyo recorrido es vital. El niño se convertiría,

entonces, en un pasajero en tránsito, que recorre, desvela, anticipa, se devuelve, retorna (Petit, 2011). Y no

lo hace dentro de la escritura como casilla, encierro o hecho perenne, sino que lo hace sobre sí mismo, como

si escribir se convirtiera en la posibilidad de organizar los sentidos de su trama vital, dotarla de voz propia,

reacomodarla a su gusto y encontrarla cuantas veces sea necesario para forjar eso que Cabrejo (2007, a.)

llama el otro interior.

Escribir para descorrer, para destrabar, para hallarse en medio del placer de buscar las palabras que

donarían de sentido lo que aún no lo posee. Lo dice Andruetto (2009): “Un escritor es un buscador cuyo

placer más puro es encontrar, entre miles de palabras, las palabras” (p. 32). Hay que recordar que la

hipótesis central del presente trabajo es que deben emerger formas de escritura en el aula que le permitan

al niño entrar en su espacio íntimo y vital y construir relaciones con la lengua escrita a partir de ello, como

lo plantean autores como McCormick (1986). Esto es necesario por cuanto propicia la práctica de una

escritura vital, que le permite al niño empezar a escribirse y encontrarse a sí mismo trazando a partir de lo

tallado sobre la blancura de la hoja, lo trascrito sobre la tibieza de su piel; descubrir el placer de buscar las

palabras una y otra vez a través de diferentes borradores y reescrituras, y reposicionar las experiencias de

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su vida hechas impresión sobre su psiquis; hallar la honda satisfacción de un texto cuya autoría le pertenece

por completo y entrever la belleza de descubrirse edificando su propio vuelo; mirarse, sentirse, encontrarse,

deseando escribir como forma de atender a su necesidad de ser escuchado y edificando maneras de

contemplarse a sí mismo asistiendo a su propio nacimiento.

La experiencia de la lectura logra fecundarnos. Prueba de ello es que, como lo plantea Andruetto

(2009), retomando a Barthes, algunos libros nos generan un punctum, es decir, una especie de pinchazo,

agujero, grieta, consiguiendo que no los olvidemos jamás. Petit (2011) también nos ilustra sobre cómo la

experiencia de la lectura nos coloca en situaciones de desacomodo, en las que se abre un diálogo interno

que quizá antes no existía. También lo dice Foucault en conversaciones con Trombadori: “La escritura

consiste en una tarea gracias a la cual, y al cabo de al cual podré encontrar, para mí mismo, algo que al

principio no había visto” (Trombadori, 2010, p. 94). Lo realmente inquietante, misterioso y atrapante de

un ejercicio de escritura vinculado a la intimidad del niño es la posibilidad de su permanente reconstitución,

del descubrimiento de sí, en fin, de la creación de sí a partir de un nuevo nacimiento. Escribir le permitiría

nacer de nuevo, no solo una, sino cuantas veces sea necesaria la reescritura y la escritura a lo largo de toda

su vida, desde la relación íntima en tanto proyecto personal que ha establecido con ella. La escritura hecha

fecundidad o punctum es lo que interesa, pues genera grieta, desacomodo, hace tambalear lo fijo y lo certero,

desde lo que se crea y piensa hasta lo que se siente y se es.

Si se convierte en experiencia en el aula, como maestras habremos logrado constituirla en una

experiencia de sí desde el relato de sí. El niño que a través de su escritura pueda hablar de sí mismo logra

pensarse como un sujeto en permanente nacimiento. Permitirles hablar de sí mismos es abrir la puerta de

un mundo a explorar: el de su propio espíritu. Hacer de la escritura una experiencia implica instaurar en la

infancia un diálogo con el yo interior que perdurará para siempre. Es una puerta a otras profundidades,

recovecos del alma y del sentir, es, además, nutrir la experiencia para nombrarla y rehacerla en las miles de

posibilidades que la vida nos presenta. Significa inaugurar para siempre, con el lenguaje, una relación de

consanguinidad, en donde pese a que tantas veces se nos escape, sea la oportunidad del encuentro. Se funda

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así una relación con la escritura y consigo mismo en la infancia, un nuevo modo de decir sobre el cual se

puede volver cuantas veces sea necesario para buscar el centro vital de la existencia y poder captar su

complejidad o tan siquiera dilucidarla, nombrarla, atraparla, y así sentirnos un poco más vivos, más dueños

de nosotros mismos. Como lo dice Andruetto, obedeciendo al deseo de encontrarnos alguna vez completos

en aquello que leemos o escribimos (2009, p. 29)

2.3 La voz de los otros como posibilidad del nacimiento de la voz escrita de los niños

Abandonados, precarios de frase en frase, de sitio en sitio, con la mano extendida hacia alguien que

nos preste su voz y haga que lo escrito viva.

-María Teresa Andruetto, Hacia una literatura sin adjetivos

Ya he enunciado el nuevo tipo de escritura que interesa para el presente trabajo, como alternativa

a la escritura como trascripción o copia en el aula. Sin embargo, es necesario enfocarnos ahora en la manera

en que esta escritura se hace posible en el espacio escolar y cómo puede hacerse presencia en la vida de los

niños. Instaurarla en el aula es un trabajo complejo que la maestra, en tanto mediadora, debe llevar a cabo

para, antes que nada, instalar algo sobre lo que cualquier escritura vital debe afincarse: el deseo de escribir.

La escritura no pude convertirse nunca en proyecto personal ni en experiencia cuando los niños no tienen

el deseo de hacerlo, y muchas veces como maestras podemos pretender estimularla o motivarla para al final

obtener resultados frustrantes.

Cuando Cabrejo (2007, a.) nos habla del desarrollo de la oralidad en la primera infancia, se refiere

a la posibilidad del nacimiento de la voz en el niño gracias a la presencia de otros exteriores que han

contribuido a edificar su psiquis, haciendo de su otro interior una constitución a partir del libro que los otros

le han brindado, desde los ecos de sus propias experiencias, gestos, impresiones y sentires. Para construir

el otro interior, el niño debe haber convivido con otros, asimilado sus maneras, encontrado en ellas fuentes

valiosas para la construcción de su propio relato. Se asiste así, y solo así, al nacimiento de la alteridad. En

la escritura vinculada a la intimidad de los niños, estos pueden encontrar las experiencias de los otros que

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han marcado su vida y que los han constituido de diversas maneras, sin embargo, ello no es suficiente para

instaurar el deseo de escribir.

Para que esto sea posible es necesario que el niño entre en contacto con los otros exteriores de su

propia experiencia cotidiana y de su experiencia lectora. Así, la literatura representa la posibilidad de

instaurar en el aula el misterio de la condición humana en su rica complejidad: traer a otros que han escrito

sus propios relatos y así dan testimonio del gran trabajo de sus vidas, sentimientos, experiencias y

sensaciones permitiría circular dentro del espacio escolar sus voces en tanto voces escritas que comunican

el grueso de sentidos que los seres humanos le otorgamos a la vida. Como lo plantean Andruetto (2009) y

Petit (2011), leer representa la imperdible oportunidad de entrar en contacto con otros que me permiten

hallarme a mí mismo, encontrar lo que antes no había podido ver, y dar voz a lo que antes, en los intersticios

del alma, permanecía como un eco inaudible. Los otros exteriores en forma de voces escritas le presentarían

al niño la experiencia del decirse a sí mismos y encontrarse a través de la palabra escrita para darle sentido

a sus vidas y encontrarse reconstruidos a sí mismos. De forma fascinante, esta experiencia comunica la

belleza del encontrarme a mí mismo en los otros. En un pasaje maravilloso sobre la alteridad, Skliar (2015)

nombra las posibilidades que la lectura de ciertas historias le han presentado de ser o de siquiera contemplar

la posibilidad de ser. Vale la pena citarlo:

Un hombre con labio leporino que atraviesa Sudáfrica en llamas (Coetzee, 2006). No tengo labio

leporino ni conozco Sudáfrica ni siento el ardor de las llamas. ¿Qué importancia tiene? No lo soy,

pero podría serlo.

O: un niño prodigio que canta y recita y es amado (Némirovsky, 2009). No soy ese niño, ni soy

prodigio, ni canto ni recito, ni soy amado como niño que canta y recita. ¿Debo serlo para

conmoverme?

O: un hombre en la segunda guerra mundial, en medio de una trinchera, un olor nauseabundo, el

imposible regreso, la mujer que espera (Claudel, 2008). ¿Quién soy, qué soy: el olor, el agobio, la

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muerte, el hombre, la mujer o la espera? No soy, podría serlo. Una vez más. Podría serlo.

(Skliar, 2015, p. 155).

Leemos aquí cómo la experiencia de los otros presentada a través de los libros, es decir, esas voces

escritas exteriores, son una puerta a la comprensión de la experiencia humana, es más, un llamado a la

posibilidad de ser en la piel de otros. Para los niños, tantas veces privados de la experiencia de la lectura en

voz alta por parte de la maestra, o de algún otro posible mediador como los padres de familia, las historias

de los otros que llegan logran conmoverlos, y, sobre todo, les brindan la posibilidad de dar voz a una voz

que permanece muchas veces encerrada u oculta en las profundidades de su alma. La literatura es la

posibilidad del encuentro con los otros a través del préstamo de una voz que podría perdurar para siempre.

El otro es siempre un misterio, una isla a veces difícil de anclar. Asusta muchas veces, causa temor.

Explorar su profundidad resulta en ocasiones una tarea mucho mejor aplazable que inmediata. Sin embargo,

explorarlo es explorarnos, encontrarlos es encontrarnos. El gran flujo de las experiencias humanas muchas

veces nos tumba, y nublan no solo la voz sino el pensamiento, se hacen imposibles, de tan brutales, de tan

impactantes. Vale la pena recordar como Theodor Adorno proclamaba que escribir poesía después de

Auschwitz es un acto de barbarie. El horror nos paraliza, a veces las palabras enmudecen y el lenguaje se

detiene. Pero no necesariamente tenemos que vivir lo inconfesable para sentir que el lenguaje nos ha dejado

estaqueados en una esquina. En la vida de los niños, ocurren sucesos cotidianos que muchas veces se sienten

incapaces de comunicar, por el dolor que les generan o el impacto recibido. En una de las escuelas en donde

dos compañeras realizan su práctica pedagógica, un niño que atraviesa por la experiencia del cáncer de su

madre, quien seguramente está próxima a la muerte, solo es capaz de comunicar la sensación de dolor

profundo y abandono que esto le produce a través de la escritura. Después de muchas preguntas se niega a

responder, es solo cuando se halla en contacto con la hoja en blanco que puede pensar lo impensable, decir

lo indecible. Seguramente, para este niño, encontrar en otras voces escritas el relato del dolor, el abandono

o la pérdida puede resultar una oportunidad de atravesar la tristeza indecible de perder a su madre. Y así,

encontrar en la escritura la posibilidad de travesar su dolor y su pérdida nombrándola a través de lo escrito.

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Necesita ahora de esos otros que le comuniquen el sentido de su experiencia para que así pueda encontrar

en su espíritu el llamado a elaborar a través de la escritura los sentidos de la suya propia. Nunca olvidaré,

en la lectura del cuento El pato y la muerte, de Wholf Erlbruch, lo que Joel escribió: “La muerte tiene el

poder de la oz un arma de destrucción de la vida, tiene a sus fieles zorros la muerte no tiene amigos por eso

su corazón es hueco y duro como una piedra.”

Sobre la experiencia de encontrar en las voces escritas de los otros los ecos de lo que nosotros

mismos aún no hemos nombrado, Michele Petit nos relata algo maravilloso:

Al oír hablar a los lectores comprendí que las tierras desconocidas, inquietantes, a las que se

aproximaban no tenían que ver más que con la parte de uno que es la más secreta, la más singular,

la mejor compartida: la de nuestros deseos, nuestras sensaciones, nuestras emociones. Me di cuenta

hasta qué punto estamos en busca de ecos de lo que hemos vivido de manera oscura, confusa, y que

algunas veces se revela, se explicita de manera luminosa y se transforma gracias a una historia o

un fragmento. Llega a ocurrir que un desconocido, en la calle, en un café, en la televisión, pronuncie

una o dos frases o cuente una anécdota que ilumina una región en nosotros que no habíamos podido

expresar. No obstante, la cultura -y especialmente la literatura- prodiga ecos, recursos inigualables

(Petit, 2011, p. 6).

Y es así como los otros exteriores, en forma de voces escritas, permitirían a los niños revelarse a sí mismos

cosas que desconocían, o encontrar voces de una experiencia que los atraviesa y es demasiado dolorosa

para ser nombrada.

El centro de esta importante cuestión, en referencia a la escritura en la infancia como creación de

sí mismo, es que al sentir que otros han podido decir su verdad y narrar, desde un acto estético y ético

profundo, lo que ha implicado para ellos vivir algo, se instaura a través de la vivencia en el aula de la

alteridad, el deseo de los niños de escribir. Y, si como lo dice Skliar (2015) “Sin el otro la escritura está

despojada de alteridad y despojada de alteridad no hay escritura” (p. 141), estaríamos como maestras

asistiendo al deseo de los niños no solo de contar su experiencia, sino de dotarla de sentido, un sentido que

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ha nacido en el seno de los otros que lo han constituido. La muerte, la alegría, la pérdida, el abandono, el

placer, son experiencias humanas que atraviesan a los niños y que merecen ser nombradas y dotadas de

nuevas visiones en el acto de escribir. Sentirse otros y que los otros le den nombre a su dolor o a su felicidad,

les permite hallarse contenidos en el círculo de la cultura y la condición humana. Les otorga un lugar dentro

de la narración, el sentido y la experiencia. Así, se conciben legítimos autores de su propio relato; posible

gracias al influjo de muchos otros que han podido retratar sus experiencias más sentidas.

Hay que mencionar, además, que la experiencia lectora de la que nos habla Petit (2011) y que le

podemos ofrecer a los niños en las aulas como maestros que enseñamos a escribir desde las voces de otros

exteriores literarios, debe ir acompañada de otras dos voces exteriores detonantes del deseo de escritura: la

voz escrita de la maestra y la voz del par que no solo escribe, sino que también lee a su compañero. ¿Qué

quiero decir con esto? Es necesario en el proceso de escritura, y partiendo de los postulados de McCormick

(1986), que los niños, asumiéndose como los legítimos autores y dadores de sentido de sus textos, estén en

permanente reescritura o elaboración de distintos borradores (McCormick, 1986). Para que esto suceda, las

dos voces exteriores que he mencionado son absolutamente imprescindibles por cuanto que, al leer la voz

escrita que el niño va elaborando -borrador tras borrador, reescritura tras reescritura- sus constantes

retroalimentaciones le permitirían reconstruir de forma permanente su voz y dotarla de nuevos sentidos a

través de la mirada de los otros. Pretendo afirmar con ello que serían los otros exteriores, ya sea en forma

de voz de autor a través del texto literario, de voz escrita de la maestra o voz escrita de los pares, quienes

instaurarían el deseo de escribir en los niños.

Para McCormick, desde la escritura como proceso, los textos de los niños pasarían por múltiples

versiones o borradores, con el fin de que, de esta manera, puedan encontrar en la reescritura su propia voz

como autores involucrados en un proyecto personal que atraviesa el grueso de sus vidas (McCormick,

1986). En estas reescrituras, por lo demás, la maestra debe ser la mediadora y jugar el papel de lectora

activa de los textos de los niños, con el fin de retroalimentarlos de manera atenta, comprensiva y permanente

a través de dos procesos: la revisión y la entrevista. A través de esta última, ella pregunta al texto del niño

y genera dudas, inquietudes, nuevas hipótesis, todo esto con el fin de movilizar el pensamiento y la escritura.

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En todo este proceso los niños aprenden a interrogar ellos mismos sus textos y los textos de los otros. De

esta manera se convierten poco a poco en elaboradores de una voz propia de la que son plenos autores y,

además, colaboradores en la experiencia de sus pares en dotar de nuevos matices y vertientes a las diversas

voces escritas que poco a poco se van instaurando en el aula de educación infantil.

No solo la maestra se convierte en mediadora, figura altamente tratada en el campo de la literatura

infantil, sino los mismos niños. Mediadores por cuanto producen una voz escrita que dialoga con otras

voces escritas, y así, escriben desde la vivencia, la mirada, y el gran libro que el otro les ofrece. Solo de

esta manera la escritura puede nacer del deseo y convertirse en la vivencia plena de la alteridad, pues a

través de ella cada niño encontraría la forma de habitarse siendo otro y de encontrarse a través de la mirada,

múltiple y compleja, de aquellos que lo circundan. Solo que ahora esos otros lo cobijan, lo arrullan, lo

acunan a través de la voz escrita, habitante ahora de sus sueños, deseos y anhelos más profundos. La voz

escrita podría ser, a través de la interlocución de otros que escriben –autores, maestra y pares- marca trazada

en la piel, deseo hecho verdad en todo el cuerpo, anhelo y vida que se habita en la cotidianidad de la escuela

y mucho más allá de ella: en el cuarto del niño que ha empezado un diario, en las manos de la niña que

decide escribir una carta de amor a su madre, en la mesa de escritorio del niño que decide declarar lo que

siente; en fin, en los miles de gestos a través de los cuales la escritura toma lugar en la vida de los niños no

solo dentro de las aulas sino más allá de ellas. Porque el deseo no puede quedar aprisionado dentro de

barreras, ni físicas ni espirituales, sino que debe ser, y más aún el deseo de escribir, la expresión fluida y

flexible de que existimos. Es la declaración de que somos y estamos. Los niños son y están, y es a través

de la escritura que una nueva voz podría hacer esta declaración, para que el lenguaje sea acompañante

perenne de la vida, fiel y leal compañero.

Para Petit (2011), quien retoma los postulados de varios autores del psicoanálisis, la voz de la madre

es la primera entrada del bebé al mundo del lenguaje. Dicha voz es el gran suelo psíquico sobre el cual el

bebé siente el mundo y trata de leerlo, constituyéndose en la primera experiencia estética y la puerta de

entrada a todas las que la vida le pueda presentar. Así, la madre se convierte en la mediadora fundante -a

través de su voz- también de la experiencia lectora de su hijo. El primer sentido otorgado a las palabras

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que el niño edificará se acuna en su vientre, en donde estas son vividas a través de la piel, la carne y los

huesos del bebé. Allí, en las fronteras del primer hogar, se tejen los hilos que fecundan nuestra relación

original con las palabras, fundándose así lo que Petit denomina la primera experiencia de intersubjetividad

gratificante (Petit, 2011).

En el presente trabajo quiero enunciar que la voz escrita de los otros, y en particular la de la maestra,

debe ser la primera caricia escrita tallada sobre el cuerpo de los niños. No son posibles, ni el deseo de

escribir, ni la escritura, si no nos convertimos para los niños en piel y deseo escrito. No es viable, en

términos pedagógicos, didácticos ni afectivos, pretender que los niños escriban cuando nosotras mismas no

nos hemos convertido en la primera voz escrita para ellos. Y para ser voz escrita debemos leerles,

comentarles, revisarles y retroalimentar los textos que produzcan; hacernos nosotras palabra escrita a través

de los textos literarios leídos en el aula, propiciando una experiencia lectora enriquecida. La lectura, para

escritores consultados por Petit (2002) y para lectores niños o jóvenes, es muchas veces metaforizada de

forma espacial, tomando esta la forma de casa, cabaña, habitáculo o espacio íntimo sobre el cual refugiarse

siempre y volver una y otra vez para elaborar la propia subjetividad. Asimismo, la escritura debe convertirse

en espacio íntimo y vital, como hilvanada por la suave luz de la palabra hecha verdad. Esto solo es posible

a través de las otras voces escritas que le muestran al niño las caricias del lenguaje escrito y le dan lugar a

su experiencia y a su sentir siendo reinventado en la hoja en blanco. La maestra y los pares, con su

subjetividad e identidades, dan fuerza, razón y dirección a las voces escritas nacientes de los niños,

brindándoles la bienvenida a un espacio construido por cada uno de ellos.

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3. MARCO CONCEPTUAL

3.1 CAPÍTULO I. DE CACHORRO A SUJETO DE LENGUAJE: NACER AL MUNDO DE LOS

OTROS

3.1.1 Las voces de los otros: Mi nacimiento al mundo del lenguaje

Yo me celebro y yo me canto,

y todo cuanto es mío también es tuyo,

porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.

…Creo en ti, mi alma, el otro que no soy no se rebajará ante ti,

y tú no te rebajarás ante él.

Tiéndete en el pasto conmigo, desembaraza tu garganta,

no son palabras, ni música, ni versos los que preciso, ni hábitos ni

discursos ni aún los mejores,

sólo quiero el arrullo, el susurro de tu voz suave…

-Walt Whitman, Canto a mí mismo

Walt Whitman, hace más de 100 años, escribiría uno de los más bellos poemas del siglo XX en

lengua inglesa: Canto a mí mismo. Allí, en lo que pareciera ser una alabanza a la vida y al mundo que lo

rodea, se yergue portentosa la imagen de los otros en tanto espejo y celebración de su yo poético,

hablándonos de sus voces, de sus rostros, y de la forma en que ellos constituyen su propia subjetividad.

Más adelante Octavio Paz expresaría, en su poema Piedra de sol: “…para que pueda ser he de ser otro, salir

de mí, buscarme en los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia…”

(Paz, 2011, p. 244). Esta sería la idea central que expresaría Whitman en su canto a mí mismo al referirse

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a los otros que, fundidos como unidad constituyente, han sido espejo y posibilidad de existencia para el

poeta.

Evelio Cabrejo (2007, a.) en otro tiempo histórico y con distintos propósitos, enunciaría que son

esos otros, constituidos en presencia simbólica a medida que nos adentramos en el lenguaje, quienes nos

permitirán elaborar un complejo mundo interior y forjar los matices de nuestra voz al tiempo que los

caminos del propio espíritu. Desde que nacemos, habremos de empaparnos de los gestos, rasgos y formas

de la voz de los otros, de sus corporalidades que nos acompañan. Es en medio de este gran caldo de voces

humanas, cercanas o lejanas, que el bebé se adentra poco a poco en el mundo del lenguaje para convertirse

en un ser íntegramente humano, y así, edificar los matices que le permitirán presentarse ante el mundo, con

una voz, una presencia, un lenguaje y una lengua plenamente elaborados al fragor de los libros internos que

otros le han ofrecido como alimento psíquico y espiritual (Cabrejo, 2007, a.).

¿Cómo ocurre esto? ¿Qué implica haber nacido a este inmenso caleidoscopio de humanidad?

¿Cómo llegamos a convertirnos en estos grandes constructores de emociones, de palabras, de mundos

interiores? Al momento de nacer entramos a un entramado cultural que habrá de demandar los ritmos en

los cuales la madre o los cuidadores introducirán al recién nacido, tales como las horas para tomar el

alimento o para dormir. Poco a poco, de esta manera, somos lanzados a un mundo espacial y temporal al

que nos iremos adaptando año tras año y en el que la cultura juega un papel primordial, al tiempo que

aquellos quienes nos rodean delinean las curvas de estos pausados aprendizajes.

Desde los primeros meses de vida del bebé, los otros, con las marcas y rasgos de la acústica de sus

voces, se harán escritura sobre el cuerpo y la psiquis del niño. En estos primeros momentos, la madre o la

persona cuidadora, serán quienes presenten a él las musicalidades del lenguaje, la textura de los gestos, la

suavidad o la dureza de una voz. El recién nacido, quien en este momento demanda a través del grito la

atención a sus necesidades básicas, va elaborando un proceso complejo en su psique que le permite

comprender, poco a poco, que el otro puede atender a su llamado, que el otro está ahí y que se presenta cada

vez que él deja oír su llanto. Así, a medida que avanza a través de esta primera etapa, se va tallando en su

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psiquis la música del otro, que ha escrito sobre él las marcas de su espíritu. La madre le habla, gesticula,

atiende a sus necesidades, juega con los rasgos de su cuerpo, y mientras tanto, el niño va asimilándola, a

ella y a los que pueblan su entorno, como aquellos otros presentes ante él y sus demandas.

A través de los arrullos, de los cantos antes de dormir, de los juegos con el lenguaje, y del contacto

del bebé con los ritmos propios de su cultura aprehendidos a través de los otros y por los otros, va elaborando

los cimientos de su mundo interno, al tiempo que va forjando los rasgos de una escritura y una voz propias.

El otro, poco a poco, se va convirtiendo en presencia simbólica, en existencia que puede estar y permanecer

aún, cuando físicamente sea invisible a los ojos del bebé. A medida que pasa el tiempo, desde el momento

de su concepción hasta ahora que ya cuenta con varios meses, el bebé se ha inscrito paulatinamente en el

mundo del lenguaje que es, a su vez e indefectiblemente, el mundo de los otros, aquellos que le han prestado

su voz, y han sido puente entre su realidad interna y el universo de experiencias que el exterior le ofrece.

Después de los meses en que el bebé ha permanecido en el grito como forma de demanda a sus necesidades,

ahora finalmente emite los primeros sonidos de su voz, canta los primeros juegos de su lenguaje. En tanto

proceso y resultado, el balbuceo nace en el bebé como juego musical por excelencia. Las voces de los otros

y sus libros internos le han permitido jugar con los matices del lenguaje, y han forjado en su interior el

deseo profundo de hacer emerger una voz propia, con la que poder interactuar con aquellos otros que, en

tanto presencias simbólicas, se han convertido en alimento psíquico permanente.

Cabrejo (2007, a.) nos dice: “Descubrimos que el origen de la música en general está

profundamente arraigado en los significantes del lenguaje; el lenguaje es una música; la voz es una música”

(p. 34). En el proceso de juego con el lenguaje, o balbuceo, descubrimos que el bebé ha interiorizado al otro

como presencia simbólica, lo ha hecho existir en su psiquis y ha comprendido que ese otro necesita también

de su voz, una voz que demanda, que actúa, que es música que habla de lo que la rodea y constituye. Con

la comprensión del otro como otro simbólico, emerge poco a poco la conciencia psíquica de la ausencia,

sin la que el lenguaje no sería posible. El bebé, al balbucear, continúa en el proceso de elaboración de una

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voz propia aunada al calor de las voces de otros, quienes han alimentado su espíritu con el conjunto de

rasgos de su voz y su corporalidad.

El nacimiento del niño al mundo humano ha implicado su nacimiento al mundo del lenguaje. En

un proceso largo y paulatino, la cultura le ha ofrecido sus ritmos y temporalidades, y los otros han pautado

para él las marcas distintivas de sus voces, con sus juegos y musicalidades. Ellos han sido alimento psíquico

que ahora se ha trasfigurado bajo la forma de presencias simbólicas en un proceso a través del cual se han

hecho existentes en su espíritu, nombrándolos, buscándolos como aliento cotidiano y como interlocutores

permanentes de un mundo interior en ciernes. El bebé ha entrado al lenguaje, porque los otros han entrado

en él. Como lo plantea Cabrejo (2007, a.): “Si el otro no se inscribe en el espíritu del sujeto humano, el

lenguaje no puede emerger” (p. 35).

Continúa de esta manera un proceso en el que el bebé edifica los primeros rasgos de su voz y

construye las columnas fundantes de su espíritu. Ya que el otro ha sido elaborado en su interior como otro

exterior, el bebé edifica ahora otro interior. Ese otro interior se erigirá gracias a la existencia simbólica de

los otros en él mismo. Ha nacido poco a poco al mundo del lenguaje en medio del parto que los otros han

fraguado para él. Está constituyéndose como sujeto enunciador, con un lenguaje propio, unos gestos y una

música que lo acompañará por las sendas de su espíritu para siempre. Se ha de presentar ante el gran teatro

del mundo humano con un mundo interno, un otro interior y una voz elaborada como expresión y

testamento. Esto será el inicio del camino de construcción de la lengua, única compañera fiel hasta el día

de nuestra muerte, como lo dice Cabrejo (2007, a.).

De la disponibilidad psíquica de los otros, como la llama Cabrejo (2007, a.), dependerá la forma en

que cada bebé edifique su mundo interior y así, su propia relación con el lenguaje y con la lengua. Si en el

adulto que lo acompaña, el bebé encuentra un eco positivo a sus demandas, y a las expresiones de su voz,

entonces el niño edificará en su psiquis, de una vez y para siempre, una relación con el lenguaje y con el

pensamiento signadas por la marca del deseo; deseo por elaborar a través de la palabra, las columnas

vertebrales de su vida y la relación con los otros y consigo mismo; deseo, en fin, de buscar en el pensamiento

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y el lenguaje, siempre inseparables, la forma de edificar la propia existencia. Cabrejo (2007, a.) nos dice:

“La relación con el lenguaje jamás será la misma en un niño al cual el adulto le haya impuesto su

pensamiento e interpretación de las cosas, que en un niño cuya actividad psíquica, haya sido reconocida de

entrada” (p. 15).

El balbuceo representa, en palabras del autor, un relato para sí mismo que va a permanecer para

siempre. Ese relato, en el que el niño encuentra y construye los caminos de su mundo interno, existe gracias

a la edificación de una voz propia, que será la expresión de aquel mundo hecho de las voces y rasgos de los

otros. Así, se puede concluir que, sin la inscripción de los otros en tanto presencia simbólica en el espíritu

del niño, sería impensable el nacimiento de este al mundo del lenguaje. Es por ello, también, que podemos

afirmar que dicho nacimiento y la edificación de una voz interna han sido posibles en el niño, en tanto

proceso lento y paulatino, solo gracias a la existencia simbólica de los otros al interior de este. “Para tener

voz hay que oír la voz de los otros y si no permanecemos en el grito”, diría Cabrejo (2005, p. 10). Para vivir

y nacer, para ser otro y encontrarme a mí mismo, hay que sentir la piel del otro y vivir la escritura de su

vida, aliento y asilo para los cimientos de la mía. Una voz ha nacido, un mundo interno se edifica, otro

exterior existe dentro de mí mismo. Asistimos a un parto, a un primer nacimiento.

3.1.2 Las voces de la literatura: Mi nacimiento al mundo de los libros

Una vida que decimos que es nuestra, gracias a un relato que es de tantos otros.

Carlos Skliar, Desobedecer el lenguaje. Alteridad, Lectura y Escritura

He presentado en el primer apartado de este capítulo, la forma en que asistimos al nacimiento del

bebé al mundo del lenguaje desde la perspectiva de Evelio Cabrejo. Pudimos concluir que este nacimiento

es solo posible gracias a la entrada del bebé en el mundo de la alteridad que, en palabras del autor, consiste

en la presencia del otro al interior de nosotros mismos. En medio de este gran baño de lenguaje, tejido al

calor de las voces de otros exteriores que le dan razón de ser y de existencia al otro interior que se construye

en el niño, hay un mundo dentro de cada uno de nosotros al que le darán nombre y vida los relatos de

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quienes nos rodean, abrigan y edifican. Este mundo, al que Cabrejo da el nombre de mundo interior o

mundo psíquico, es el origen intersubjetivo de la voz que el niño irá elaborando a lo largo de los años

(Cabrejo, 2007, a.).

En la vivencia de la cotidianidad, con aquella voz interior naciente, los niños crearán relatos que

les permitirán edificar la complejidad de su psiquis y las formas de su expresión personal. En el presente

apartado, más allá del lenguaje cotidiano en el que el niño se halla inmerso y en el cual ha edificado una

voz propia, quiero desentrañar lo que implica ahora para él, ir al encuentro de otro tipo de voces que, esta

vez, le permitirán la edificación y reconstrucción permanente de un mundo interior en ciernes desde otro

tipo de lenguaje: el literario. En particular, me refiero a las voces de los autores del relato literario. Si hemos

visto, en el primer apartado, que para que el niño tenga una voz deberá haber escuchado la voz de los otros

-con sus tonos, rasgos y matices-, en esta segunda parte, me interesa ahondar en las formas a través de las

cuales el contacto con las voces literarias desde la lectura literaria, le permitirá entrar en contacto con su

mundo interior e incluso construirlo y reconstruirlo, en lo que Petit (2002) llamaría el campo de la

reconstrucción de sí. El bebé, en sus primeros meses, ha interiorizado la presencia simbólica de otros y

gracias a ello ha podido edificar una voz que se constituirá en relato perenne durante el resto de su vida.

Ahora, pretendo explorar las formas en las que el niño entra en contacto con unas voces exteriores literarias

a través de las cuales se encontrará contenido y en posibilidad de diálogo para edificar y reconstruir un

complejo mundo interior que, al tiempo, forjará una segunda voz: la voz escrita, tema que trataré

ampliamente en los siguientes capítulos. Por el momento, hablemos de aquellas voces literarias que a tantos

de nosotros nos han acompañado.

A principios del año pasado, me encontraba dictando clases particulares en diferentes áreas. Tenía

en total tres estudiantes. El más pequeño de ellos era N. Tenía seis años y unos grandes ojos negros que

retaban a quien los miraba. Estudiaba en un colegio de esos que enseñan desde clases de educación

financiera hasta tres idiomas y equitación. Cuando por primera vez me reuní con sus padres, las notas que

inundaban sus cuadernos siempre estaban describiendo a un niño distraído, poco aplicado, en cualquier

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caso, hiperactivo rayando con lo anormal. Mi misión era hacer que N. entendiera lo que en el colegio no le

entraba por ningún lado. Su maestra estaba angustiada. Sus padres estaban angustiados. Yo misma recibí el

cúmulo de tantas angustias y me sentía como entre la espada y la pared.

A medida que cumplía las sesiones con N., iba descubriendo en él a un niño sagaz con una

imaginación apabullante al tiempo que con unas angustias desmedidas: a la oscuridad, a la soledad, a los

monstruos en las noches, al parque, y, sobre todo, a los perros que en cualquier lugar del mundo pudieran

cruzarse en su camino. ¿Podrían llamarse a esto angustias desmedidas? ¿No serán estos los temores ocultos

de los niños que hoy habitan la tierra y que por milenios nosotros mismos hemos sido? ¿No serán estos los

temores de toda una humanidad que bajo el lenguaje ha tenido que expiar sus culpas, deseos y oscuridades

más profundas? N. parecía sentir estas angustias a flor de piel, y su cuerpo se estremecía cada vez que tenía

que ir al baño solo, o salíamos al parque. Recuerdo sus ruegos a las siete de la noche intentando que no me

fuera antes de que sus padres llegaran. Rememoro el llanto con pucheros que me estremecía cada vez que

sus padres tenían que sentar un precedente frente a las tareas sin realizar y las mentiras dichas.

Un día, por consejo de mi tutora, decidí empezar a leer a N. en voz alta. Primero buscamos una

selección de libros que pudieran hacer eco en el espíritu del niño. Yo intentaba acercarme de diversas

maneras a dicho mundo interior para comprender las formas en que N. lo edificaba. Cabrejo (1987) afirma

que dicho mundo se constituye a partir de tres lecturas fundantes: de las informaciones del mundo de la

intersubjetividad; de las informaciones del mundo físico; y el de las informaciones del mundo interno. Yo

pretendía indagar en las formas en que N. había leído estas informaciones para entender la complejidad de

su mundo. Me acercaba a ello a través del conglomerado de risas, pasiones, miedos, juegos y gestos que

me revelaban la apropiación que de los mundos que menciona Cabrejo (1987), él había hecho. La soledad

que lo cobijaba cuando llegaba a sentarse frente al televisor, o los videojuegos en una casa ausente de

figuras paternas o cuidadoras, habían edificado un mundo interior con temores no dichos pero sentidos en

la punta de la carne, que se traducían en el miedo al exterior y a los monstruos que poblaban, según él, las

paredes que reflejaban sombras en su casa. Cada niño en el mundo ha construido, así como N., la silueta de

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sus angustias y la forma de sus pasiones, de acuerdo a las lecturas que el mundo le haya ofrecido y él haya

podido elaborar: si el mundo exterior ofrece soledad y abandono, entonces el niño creará los monstruos de

la noche y las sombras detrás de las paredes como gritando en medio de la nada, porque nombrar lo que

angustia y da miedo solo es posible cuando en aquel mundo interno se nos han dado las herramientas para

tramitar lo duro de nombrar y, en palabras de Cabrejo (2007, b.), lo imposible de pensar. Pensamiento y

lenguaje se entremezclan para hacer existir el universo que nos acompaña en la profundidad de nuestras

almas. En el caleidoscopio de informaciones de los mundos que a los niños los constituyen para formar los

caminos del suyo propio, pude creer en aquellos meses, que la lectura en voz alta resultaría para N. una

posibilidad imperdible de nombrar sus fantasmas y sus miedos.

Cada día junto a él era una oportunidad de lectura para mí de su propio mundo interno. Las

preguntas que me perseguían podrían resultar una paradoja cuando se transforman en letra escrita. Mi

principal interrogante era ¿cómo permitirle a N. una lectura de su propio mundo interno? Yo lo leía, y lo

observaba siempre buscando respuestas. Pero, ¿sabía él cómo darle nombre al llanto de sus noches? ¿sabía

él cómo darle voz al grito subsiguiente al ladrido de un perro? ¿podría él escribir sobre su historia las marcas

de la soledad? En fin, ¿podría N. dar palabra no solo a sus fantasmas y miedos interiores, sino también a

las fantasías que fabricaba y acompañaba de alegrías súbitas con movimientos exagerados de su cuerpo y

de sus gestos? Este niño me fascinaba. Era todo un estallido, un sentir del mundo visceral y apasionado.

No solo Cabrejo (1987), sino también Michele Petit (2002, 2011) y María Teresa Andruetto (2009),

al referirse a la lectura literaria también mencionan el mundo interior. He querido referirme al mundo

interior que constituía a N. porque fue este el que me permitiría seleccionar, junto con mi maestra, los textos

que yo consideraba le permitirían nombrar sus experiencias más cercanas, para que entonces, como lo dice

Andruetto (2009), pudiera él “encontrar alguien que le prestase su voz y permitiese que lo escrito viva” (p.

31) Quería entonces tocar el mundo interior de N., pero mucho más que eso, me proponía llevar este mundo

al encuentro de su edificador. Quería presentarle voces escritas que pudiesen prestarle su voz y, en el camino

del placer y del esfuerzo que toda lectura literaria conlleva, le permitiesen construir y reconstruir dicho

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mundo interno para que así encontrara la música de una voz propia, que le perteneciera por completo y que

le permitiera tramitar sus miedos, angustias y más profundas fantasías. Llevar a los niños al encuentro de

su mundo interior a través del relato literario de otros, es brindarles la posibilidad de construir un relato

propio, en el que el odio, el amor, la muerte, la ternura, les permitan contemplar con cierta lejanía necesaria

y al mismo tiempo íntima, lo que implica la experiencia de lo humano. Tal como Cabrejo (2007, b.) lo

expresa: “Este mundo está poblado de fantasmas que dan miedo pero que siempre podremos poner en

escena sirviéndonos de las puestas en escena de otros. En ese momento nos haremos acompañar

simbólicamente, y ese, creo, es el principal objetivo de la lectura” (p. 19)

En esta línea, Petit, en una investigación realizada en Francia en el año 2008, interroga a padres,

maestros y bibliotecarios por las razones por las que los niños leen, para después contrastar sus respuestas

con las de estos últimos. Encuentra, de forma recurrente, que los niños y jóvenes nunca leen para mejorar

su rendimiento escolar o cumplir con sus obligaciones, sino, por el contrario, para edificar su mundo interior

y encontrar en los libros un habitáculo o cabaña mágica que les permita establecer un puente entre lo que

sucede afuera y lo que sucede en la intimidad de sus vidas. Un puente así que les permite tanto tomar

distancia como escudriñar en lo profundo de sus espíritus, en donde acontece el gran cúmulo de experiencias

humanas: desde el odio y la ira hasta el amor, la felicidad y la ternura. Así, nos dice Petit (2008) que cada

uno de los entrevistados ha coincidido en referirse a la experiencia de la lectura literaria a partir de metáforas

espaciales, en donde esta representa un pequeño nicho sobre el cual volver cada vez que sea necesario.

Encuentra la autora que la lectura, entonces, no constituye solo una forma de establecer ese puente

simbólico necesario entre el afuera y el adentro, que llamamos en este trabajo mundo interior, sino que

también constituye para niños y jóvenes “un medio privilegiado para elaborar su mundo interior y para

establecer su relación con el mundo exterior” (Petit, 2008, p. 15).

Sin saberlo en ese entonces, había decidido adecuar el lugar de estudio de N. y yo, de tal manera

que le permitiera la vivencia de un espacio simbólico en tanto “habitáculo que se convierte en navío, la

cabaña en alfombra mágica” (Petit, 2008, p. 24). Senté por primera vez a N. en mi regazo y empecé con

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uno de los libros del autor que nos acompañaría durante varias semanas: Anthony Browne (. En un

principio, pretendía que N. respondiera a mis preguntas, que expresara como en otras ocasiones en otros

espacios de lectura en jardines o videos, todo aquello intrigante y emocionante que el libro le mostraba.

Pretendía, de cierta manera, ser la mediadora entre él y el libro, entre su mundo interior y sus múltiples

lecturas, con lo que decía y había ilustrado Anthony Browne. En cambio, me encontraba a un niño silencioso

que durante casi dos semanas de lectura en voz alta apoyaba su cabeza sobre mi hombro, traía almohadas

y al finalizar la lectura del libro, no decía una sola palabra. Me desconcertaba. Pese a ello, no sabía yo que,

en aquel momento, N., estaba viviendo conmigo la experiencia de la lectura, que hoy a varias luces puedo

mirar en retrospectiva.

Hasta ahora he querido referirme a ese inmenso mundo interior que edifican nuestros niños, y he

decidido hacerlo a través de la lectura en retrospectiva de una de mis experiencias que como maestra que

quiere enseñar a leer y a escribir, más me ha marcado. Empecé a leer en voz alta a N. con el fin de ponerlo

en contacto con su mundo interior y guiarlo hacia su encuentro, construcción y reconstrucción, en términos

de Petit (2008). Ahora nos encontrábamos, tanto maestra como estudiante, inmersos en la experiencia de la

lectura literaria. Esta representaba para mí desequilibrios en las ideas prefijadas respecto a mi papel como

“mediadora” y a la forma en que N. debía responder a aquello que yo le ofrecía. Estaba él en medio de lo

que llama Larrosa (2005) la experiencia babélica del lenguaje, consistente en la vivencia de la práctica de

la lectura como un dialogar entre lenguas, en este caso, la del escritor y aquella que vive en la intimidad de

su mundo interior. En tanto experiencia, la lectura consistiría, según Larrosa, en un acto de traducción en

el que aquello que yo he construido en el fondo de mí mismo se encuentra frente a frente con la lengua de

otro que, a través de un texto literario, me presenta su voz; experiencia babélica en tanto que, así como en

la torre de Babel, el diálogo entre lenguas permite el surgimiento de una construcción en la que la diferencia,

antes que ser suprimida, es la posibilidad máxima de encuentro, tanto con el otro como conmigo mismo.

Como lo expresa el mismo autor: “La lectura no es algo que sucede dentro de una lengua, o en una lengua,

sino que la lectura se da entre las lenguas” (Larrosa, 2005, p. 11)

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Frente al mundo interior de cada niño, la lectura literaria solo puede convertirse en aquel habitáculo

del que nos hablan los niños y jóvenes entrevistados por Petit (2008), cuando esta se ha convertido en

experiencia destinada a arrancarnos del seno de nosotros mismos (Andruetto, 2009). Para que sea

experiencia, en los términos en que Larrosa (2005) lo expone, ha de constituirse, antes que en un acto de

comprensión o de comunicación, en un acto de traducción. ¿Cómo explicar esto? En las primeras semanas

de lectura en voz alta a N., yo pretendía que él me diera signos de comprensión o asimilación de aquello

que leíamos juntos. Su silencio me desconcertaba. Estaba esperando lo que se esperaba de él y de muchos

niños en la escuela: responder preguntas, dar datos, demostrar que se ha comprendido lo dicho, lo

establecido.

En cambio, cuando pensamos la experiencia lectora como traducción, entonces comprendemos que

entre la lengua tejida en el mundo interior de cada niño y la lengua que propone un escritor y/o ilustrador

en su obra, hay distancias, encuentros, asimilaciones, desencuentros, desenfoques, aristas y múltiples

sentidos, con lo que en la infancia la lectura se ha de convertir en aquel espacio simbólico fraguado al calor

de múltiples voces que deambulan. La voz interna que transita en la intimidad de cada niño puede

convertirse en el grito de un desahuciado o hacerse habitación en la torre de Babel. Imagino con pasión la

imagen que tuvo que concebir Larrosa para entrever la lectura como la experiencia babélica del lenguaje.

Imagino, con dicho fin, a cada niño siendo una habitación en la torre de Babel, en donde su lengua

representaría todo un mundo, casi que atravesado por los lenguajes que milenios atrás unieron al rey

Salomón y la reina de Saba. Allí, en esa cabaña mágica, habitan temores, sueños, fantasías, anhelos y

realidades posibles, esperando a ser escuchados, anhelando a otro que les preste su voz, en otra lengua, con

otro mundo, con otros tesoros, para que así, voz a voz, se haga la multiplicidad de los sentidos, los miles

de caminos por los cuales transitaría el espíritu. Esa otra voz con otra lengua no es nada más y nada menos

que una voz literaria. En esta ocasión Anthony Browne fue el primer habitante de Babel presentado a N.:

al calor de noches de lectura apoyado él sobre mi hombro, no me daba cuenta de que las palabras e

ilustraciones que daban forma a la figura de Willy, pasando por Willy el tímido (Browne, 1984), Willy el

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soñador (Browne, 1997) y Willy el campeón (Browne, 1992) iban conquistando poco a poco aquel mundo

interior de N. Si había escogido, en compañía de mi tutora, estos títulos, era porque estábamos convencidas

de que en estos N. podía encontrase acogido y, sobre todo, plenamente nombrado. Le queríamos dar vida a

su más profunda intimidad. Queríamos que aquella voz que Anthony Browne esculpía en sus libros fuese

al encuentro del mundo interior de N., y se diera el nacimiento así de una experiencia babélica del lenguaje.

“El texto es siempre otro, el del lector” (p. 13), expresaría Larrosa (2005), y pretendíamos no solo

con la lectura de Browne (1984; 1992; 1997) sino de autores como Keiko Kasza (2017) o Ivar Da Coll

(2006), que sus voces literarias encontraran cabida en el mundo interior de N. para convertirse en palabra

traducida, intercambiada, nutrida, que pudiese cobijar sus más profundos temores y también fantasías y

risas infantiles. Como lo diría Andruetto (2009), “Sucede con algunos libros que abren una grieta que no

nos permite olvidarlos. Siguen preguntándonos acerca de nosotros mismos” (p. 9). Ese ha de ser el punto

de partida de los libros que leamos a los niños: libros que permitan tocar el espacio íntimo de sus espíritus

y que abran grietas inolvidables, no en un sentido trágico ni cruel, sino por el contrario, en el sentido de que

les permita habitar con mucha más independencia y poder el rumbo de sus vidas. Como lo diría Petit (2002),

“La lectura puede ser, a cualquier edad, un camino privilegiado para elaborar o mantener un espacio propio,

un espacio íntimo, privado” (p. 17)

Poco a poco N, empezó a pedirme con hambre y pasión, que le leyera una y otra vez los libros de

Anthony Browne. Después de las primeras lecturas en que no se atrevía ni a tocar el libro que yo sostenía

durante largo rato, era ahora él quien pasaba las páginas con avidez, o con lentitud de acuerdo al tiempo

que le dictara el momento. Descubría en él a un sujeto que, físicamente, se adueñaba de un espacio con el

que antes no se sentía implicado. Tocar el libro, pasar sus páginas o incluso exigirme que me quedara largo

rato en una de ellas, me mostraban a un sujeto que se sentía cada vez más dueño de su posición frente a ese

otro que le hablaba, a través de la ilustración y de las palabras. Jugaba con el nombre del autor, y me decía

que quería que le leyera a Brownie. Se burlaba, con el humor que lo caracterizaba, de las cosas grotescas

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que algunas veces hacían los personajes y me mostraba sus más íntimas obsesiones: con la orina, el popó,

la desnudez.

En escuelas en donde los espacios que les permiten a los niños habitar entre el afuera y el adentro,

entre lo subjetivo y lo objetivo, se han estrechado y reducido casi a la nada, -como era el caso del colegio

de N.-, la necesidad de elaborar uno de estos puentes es imperante. La lectura literaria abría esta posibilidad.

Graciela Montes, en su libro La frontera indómita: en torno a la construcción y defensa del espacio poético

(1999), se refiere a la literatura, la cultura y el arte en general como instalados en una frontera que ella llama

indómita, pues son lugares que nos permiten dialogar entre lo íntimo y lo exterior, estableciendo puentes

entre lo subjetivo, lo simbólico, y lo que está afuera. Hacer de la literatura una frontera indómita, equivale

a permitirle a los niños vivirla como espacio privilegiado del hacer personal, zona en la que su mundo

colisiona con el exterior para ensanchar el lugar de lo posible, de lo habitable (Montes, 1999). Así como

Petit (2008), en su autobiografía lectora, nos habla de una relación en los primeros años casi que física y

espacial con la lectura -la autora relata que siempre, incluso teniendo un escritorio, leía acostada en el piso-

, yo pretendía establecer no solo un espacio físico que hiciera posible la experiencia de la lectura con N.

sino también hacer de esta una frontera indómita, en donde él pudiese transitar entre las lenguas de Babel

y los espacios del mundo físico, externo y su mundo interior.

La literatura, en palabras de Montes (1999), “está instalada en esa frontera. Una frontera espesa,

que contiene de todo, e independiente: que no pertenece al adentro, a las puras subjetividades, ni al afuera,

al real o mundo objetivo” (p. 52). Ese espacio en el que nos instalábamos, paso a paso, N. y yo, permitía

entablar un diálogo que, en todos los niños a los que les leamos, permanecerá para siempre. La lectura,

como lo diría Petit (2002), no sólo sería un medio privilegiado para elaborar el mundo interno, sino también

una posibilidad -instalada en el centro de la frontera indómita-, de leer el mundo externo para reconstruirlo

al interior de nosotros mismos, como lo hicimos alguna vez cuando los otros, con sus escrituras internas y

sus voces, forjaron los primeros alientos de la nuestra en la más tierna infancia. En esta ocasión, las voces

literarias con las que permitamos dialogar a los niños, se convertirán en medio privilegiado para observar

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y comprender el mundo que los rodea. Petit (2008) nos dice, en referencia a la lectura de poetas griegos que

la atrapó en su juventud: “Grecia se componía de lo que yo había leído como de lo que descubría en ella. O

más bien, eran una sola y misma cosa” (p. 107) Rehacer el mundo a la luz de los libros que leemos, encontrar

ese breve espacio entre lo que soy y lo que podría ser, allanar los rastros que componen mi mundo interior

al tiempo que me nutro de voces que darán nacimiento a una nueva voz en mí, han de ser derechos esenciales

de todo niño que entra al mundo de los libros y, en general, de la lengua escrita. No podemos negarles el

derecho a las voces que les permitirán edificar, construir y reconstruir un complejo mundo de fantasmas y

promesas, de ficciones y posibilidad.

Finalmente, entre Anthony Browne, Keiko Kasza, Jeff Foster, Ivar Da Coll y algunos otros autores

destacados de la literatura infantil, habíamos iniciado un camino de acompañamiento simbólico para N.. En

el lugar en donde sus más profundos temores se tornaban oscuras pesadillas y la fragilidad tantas veces lo

ponía en desventaja con sus semejantes, estas otras voces llegaban para tocar, suave y sutilmente, algunas

veces entre risas y silencios, todo lo que lo acercaba a la inmensidad de la experiencia humana. ¿Por qué

decidí leerle a N.? Cabrejo (1987) nos responde al preguntarse “¿por qué leemos a los niños? Para que

descubran el sentido de los textos y así, vayan construyendo el sentido de su espíritu” (p. 15). Si los libros

existen, es porque en nuestro interior, antes, durante largo tiempo, se ha edificado un libro interior al que

debemos darle voz, sentido y dirección. La lectura nos permite hacerlo. De nuevo, están siempre los otros,

que nos constituyen y edifican.

En definitiva, podemos afirmar que la lectura literaria constituye una posibilidad invaluable de

poner en contacto a los niños con las voces escritas de quienes se han atrevido a pensar la complejidad de

la condición humana. Estas voces escritas, que funcionan en tanto espejos psíquicos para los niños de sus

más profundas experiencias, representan en la gran torre de Babel que es nuestro lenguaje, la más alta

posibilidad de habitar el mundo del nosotros; mundo que no es posible sin antes haber tocado la intimidad

del otro para encontrar así las líneas, formas y sentidos que le dan sustancia a la cotidianidad, deambulando

en todos los tiempos posibles que el lenguaje nos ha permitido recorrer. Leer a los niños en voz alta, permitir

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que toquen, sientan, y atraviesen el complejo mundo lleno de matices que la literatura les presenta, es abrir

la puerta al encuentro de su universo y otorgar el derecho que todos tenemos, a construirlo y reconstruirlo.

Lo bello y lo difícil son experiencias constantes que, desde el momento mismo de su nacimiento, los

atraviesan y constituyen. Los relatos literarios representan voces necesarias en la edificación, posible y

necesaria, no solo de un mundo que les pertenezca por completo, sino, además, un mundo inscrito en las

fronteras de un nosotros.

En el siguiente capítulo pretendo hablar ampliamente del nacimiento de una voz, solo posible

gracias al contacto del mundo interior del niño con las voces literarias. Este encuentro, como lo he

manifestado, es una posibilidad inmensa de construir y reconstruir no solo su mundo interior, sino la

relación que gestamos con el afuera. Cada palabra, como lo diría Larrosa (2005), “lleva impresa la marca

ilegible de la intimidad” (p. 10). Esa intimidad es la fuente creadora de vida y posibilidad en la existencia

de todo niño. Es la intimidad de su mundo y del mundo de aquellos que se han convertido en voz literaria

para ellos, la que edifica las fronteras de lo real y los espacios en donde podemos sentirnos enteramente

cobijados por la palabra escrita.

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3.2 CAPÍTULO II. DE LA LECTURA LITERARIA AL DESEO DE ESCRIBIR

3.2.1 De la experiencia literaria como experiencia vital

Los docentes que poseen una vívida conciencia del mundo que los rodea, procurarán desarrollar

los dotes sensoriales del alumno, para que este pueda obtener el mayor goce posible del sonido, el

color y el ritmo de la vida y de la literatura.

-Louise Rosenblatt, La literatura como exploración

El escritor turco Orhan Pamuk, premio Nobel de literatura 2006, relata en una entrevista lo que

significó para él, a los 18 años, descubrir a través de Los hermanos Karamazov, a Dostoievsky. Nos dice

que la lectura de dicho clásico de la literatura universal, generaba en él una agitación interior permanente

en la que ideas o imágenes antes concebidas en su mundo interior tomaban forma, además de proporcionarle

una sensación de encuentro, en la que podía ver que alguien comprendía, de repente, aquello que él también

comprendía. La soledad, el asombro, la agitación, todo era una enorme experiencia en la que, parafraseando

a Borges, revela: “Descubrir a Dostoievski es como descubrir el amor o ver el mar por primera vez, marca

un momento importante en la vida. El momento en que leí a Dostoievski por primera vez supuso para mí la

pérdida de la inocencia con respecto a la vida.” (Pamuk, 2015).

¿Qué eran Los hermanos Karamazov antes de llegar a las manos de Orhan Pamuk? ¿Qué son los

libros antes de llegar a la mano de sus lectores? ¿En qué momento, como Borges nos lo dice, han llegado

estos a revelarnos por vez primera aquello que ignorábamos, pero cuyo descubrimiento ansiábamos desde

el centro de nuestras vidas? También a mí, al leer a Dostoievsky por vez primera, se me agitó el mundo

entero. Fue como descubrir la vida que anhelaba y que, en mi interior, seguramente, tantas veces había

buscado a través de palabras, gestos, colores que le pudiesen dar forma. Dostoievsky lo hizo. Leerlo fue

entonces como comprender los sentidos de mi propio espíritu. Fue encontrarme en medio de una ternura

infinita hacia la vida y dibujar los primeros trazos de mi futuro. Fue verme a través de otro de manera

enteramente consciente y placentera. Yo quería ser Alexei Karamazov, y su pasión por la vida de repente

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me contagiaba hasta los huesos de aquella llama que ardía en mi más honda intimidad. Aún hoy, Aliocha,

mi querido Aliocha, me sigue enseñando en la cotidianidad de los días. No he encontrado en toda la

literatura a otro como él. Entre amor platónico, maestro y álter ego, Dostoievsky a través de él, me había

entregado una silueta de mi propio ser y, al mismo tiempo, un sueño futuro de realización espiritual.

Louise Rosenblatt (1938) dedica todo un capítulo de su libro La literatura como exploración, a

explicarnos en qué consiste la experiencia literaria a partir del concepto de transacción entre lector y

escritor. En los párrafos anteriores enuncié encuentros entre un lector y un autor de literatura, en particular,

Dostoievsky. En general, pudimos entrever cómo tanto desde la experiencia de Pamuk como la mía propia,

emergían puntos en común, a saber: la forma en que esa obra en particular había representado para nosotros

en tanto lectores, la posibilidad de ir al encuentro de sensaciones, ideas, sentimientos que, en la intimidad

de nuestras vidas, hallaban ahora resonancia con la vida de los personajes que el escritor esgrimía frente a

nosotros. Además de ello, en dichas lecturas no sólo íbamos al encuentro de un mundo propio; las

percepciones del autor permitían ampliar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos, extendiendo así

la experiencia de nuestras vidas y la percepción de las mismas.

Ahora bien, ¿qué ocurre en la infancia cuando los niños leen literatura? ¿En qué consiste entonces

la experiencia literaria para ellos y de qué se trata la transacción a la que hace referencia Rosenblatt (1938)?

Como lo vimos en el anterior capítulo, los niños crecen en medio de la experiencia de lo humano. Por más

obvio que esto pudiese parecer, debemos partir de dicho postulado para preguntarnos por las formas en que

dicha experiencia, atravesada por la alegría, el dolor, la ternura, en fin, lo difícil y lo bello de vivir, se puede

ver complejizada y nutrida desde los primeros años. Pretendo postular aquí que la literatura constituye una

oportunidad invaluable para que ellos, desde la lectura literaria de diversas voces escritas, puedan

encontrarse con el espejo de su propia humanidad desde la simbolización e identificación con historias,

personajes, dilemas y entramados que se convertirán, como lo plantea Rosenblatt (1938), en posibilidad de

ensanchamiento de las fronteras de la percepción y de la propia experiencia.

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Cuando abrimos un libro y nos disponemos a su lectura, hay dos mundos que en ese preciso instante

han de ser recreados y llevados al encuentro: es el mundo, lleno de símbolos, imágenes y percepciones del

autor y, por otro lado, el del lector. Cada uno de ellos ha estado atravesado por una serie de acontecimientos

que se han constituido en experiencias de vida. Ahora, esas experiencias se han encontrado. Para cada uno,

la vida del otro será el insumo principal para la creación de la obra de arte: el libro. Rosenblatt nos dice que

desde los significados que cada uno haya tejido, se pondrá en marcha la creación del significado del texto.

Sin el uno y sin el otro, en tanto autor y lector, el libro no es más que un objeto contenido en sí mismo. Para

que tome vida, significado y pueda convertirse en puerta de experiencia, será necesario que la experiencia

del autor y la del lector, se encuentren frente a frente y sea posible la emergencia de la significación del

texto. Rosenblatt define esto como una especie de circuito vivo en el que diversas fuerzas interactúan. Es

por ello que, a dichas interacciones, en las que tanto el lector como el escritor, están continuamente

afectados por el influjo de ideas, percepciones, sentimientos y experiencias del otro, ella las llama

transacciones (Rosenblatt, 1938).

Dichas transacciones permiten que la obra literaria sea, antes que nada, una creación producto de

lo que se ha puesto en juego en el encuentro de los significados y experiencias del lector y el escritor. En

dicho proceso surge la posibilidad de lo que Rosenblatt (1938) llama la experiencia literaria. En esta

experiencia, trasegamos entre nuestras propias vivencias y aquellas que presenciamos como vividas y

sentidas por los personajes que el autor ha creado para nosotros. Sus vidas resultan para los lectores, enigma

y posibilidad, verdad y muchas veces fortaleza. A través de ellas somos capaces de mirarnos y

reencontrarnos. Sus situaciones, sus anécdotas y la forma en que cada uno de ellos aporta una nueva o

reinventada mirada sobre la propia existencia, resulta siempre revelador. En mis lecturas literarias, siempre

he encontrado en ellos a maestros y espejos de vida. Cada personaje deviene en la posibilidad de atravesar

un viaje que no es nuestro, pero que se siente nuestro y podría alguna vez pertenecernos por completo.

Recuerdo mi lectura de Qué viva la música, de Andrés Caicedo. Yo era una adolescente tímida a la que la

vida le parecía un gran acto de espera. Cuando Caicedo me entregó a la Mona (personaje central de la

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novela) con su desfachatez y locura vital -sacada del bullicio de las rumbas caleñas de los años 80- me

regalaba por primera vez la posibilidad de una vida que yo desconocía: el alboroto, la magia, el frenesí.

Después de conocer a la Mona, aprendí a bailar salsa. Cuando me preguntan por el cómo aprendí, siempre

respondo: La Mona me enseñó. Desde ahí y para siempre, ella me recordaría: “Nunca dejes de ser niño,

aunque tengas los ojos en la nuca y se te empiecen a caer los dientes… Todo es tuyo, a todo tienes derecho

y cóbralo caro” (Caicedo, 2019). Su mirada me había dado nuevas alas para gravitar sobre el mundo.

En la infancia, como lo plantea Cabrejo (2007, a.), los niños edifican, a través de la presencia

simbólica de los otros, un complejo mundo psíquico o libro interior. Este mundo está atravesado por las

voces y experiencias que los otros le ofrecen y las muchas herramientas a través de las cuales le ha sido

posible tramitar su relación con la vida, el lenguaje y el pensamiento. En ese preciso lugar en donde el

significado se teje poco a poco, debemos ayudarles a encontrar caminos, colores y músicas diversas que

funcionen a modo de espejo psíquico, permitiéndoles vivenciar la complejidad de sus experiencias. Los

procesos transaccionales que tienen lugar en la lectura literaria, ocurren entre dicho mundo psíquico en

construcción y la voz escrita de un autor que ha reflexionado en torno a la naturaleza de su propia condición.

Esta voz escrita, que toma significado, dirección y sentido a partir de la transacción con el lector, se

constituye durante el viaje literario en espejo psíquico que le permitirá al niño, desde su experiencia con el

lenguaje y con la vida, crear significado y nutrir las fronteras de su mundo. Desde entonces, en las

experiencias literarias que podamos propiciar en la infancia, los niños podrán encontrarse con otros que les

ayuden a elaborar el sentido de aquello que les ocurre a través de la identificación y la simbolización que

los personajes de los relatos literarios les permiten construir.

Ya hablaremos de todo aquello que ocurre en la experiencia literaria a partir de las transacciones,

sin embargo, es menester subrayar la importancia de aquellos otros presentados en tanto voces escritas que

alimentarán el mundo psíquico del niño e, incluso, le permitirán darle forma a lo vivido y lo sentido. Como

lo expresa Cabrejo (1987): “No leemos textos a los niños para que se conviertan en buenos lectores, sino

porque sabemos que esas lecturas les permiten ubicar algo fundamental para ellos: el descubrimiento de

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que los textos son cosas que tienen un sentido, cantidad de sentidos y que cada sujeto debe trabajar un poco

para llegar a construir el sentido en su espíritu” (p. 15)

En la puesta en escena de las emociones humanas que en la transacción literaria tiene lugar, ocurren

diversos acontecimientos que Rosenblatt enumera de la experiencia literaria y que condensa a partir de las

respuestas a la pregunta ¿por qué leen las estudiantes de secundaria? Entre las razones se encuentran:

ampliar su percepción del mundo, escapar al mundo de la vida cotidiana, encontrar una salida emocional a

sus vivencias, ampliar su propia experiencia, entre otras (Rosenblatt, 1938). Dichas funciones atribuidas a

la literatura expresan claramente cómo a través de esta, nos es posible ampliar la frontera de los significados

simbólicos, estéticos e incluso objetivos del mundo. Como lo diría Graciela Montes (1999), ensanchar la

propia frontera indómita. En el transcurrir de significados conjuntos creados durante la lectura literaria y

por efecto de múltiples transacciones entre lector y escritor, se hace posible vivir a través de la piel de esos

otros para que sean ellos quienes nos ayuden a mirarnos y, a través de procesos de identificación y

simbolización, nos permitan habitar su piel al tiempo que recorremos la nuestra; observar el mundo y

caminarlo con su cuerpo para así trazar el mapa del nuestro; en fin, vestir sus ropajes para habitar con mayor

dirección y sentido nuestras vidas. Como lo dice Rosenblatt (1938): “En la lectura literaria, a diferencia de

la lectura eferente, el lector debe tener la experiencia, ‘debe vivir a través’ de lo que está siendo creado

durante la lectura” (p. 60)

Durante el año pasado realicé diversas intervenciones en mi práctica pedagógica en las que

pretendía poner siempre en el centro la experiencia literaria. Leí a autores como Amalia Low y Wolf

Erlbruch, con el fin de propiciar ejercicios de escritura a partir del encuentro de los niños con dichos textos.

Los resultados siempre fueron sorprendentes. Una de estas experiencias consistía en llevar a cabo la lectura

de Tito y Pepita, de Amalia Low (2018)3. En este momento el grupo de niños, de nueve años, mantenía

constantes rencillas marcadas siempre por la diferencia de género: niños vs. niñas. La forma en que se

3 Este libro narra la historia de dos hámsteres que, pese a vivir en el mismo lugar y ser los únicos vecinos, se enfrentan a través de rimas cotidianas para hacerle la vida de cuadritos al otro. Sin embargo, cuando Tito enferma y Pepita decide cuidarlo, ambos logran reconciliarse (Low, 2018).

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dividían las tareas, encontraban de poco gusto las diversiones del otro género o secreteaban constantemente

en una guerra silenciosa, eran pan de cada día. Así que decidí presentarles el libro para ver qué surgía.

Después de la lectura en extremo atenta, les pedí que formaran un grupo de niños y un grupo de niñas. El

grupo de los niños representaría a Tito y el de las niñas, a Pepita. Se les daría un tiempo para que elaboraran

un poema contra el otro grupo, partiendo de la estructura rítmica que se proponía en la obra de Amalia Low.

En medio de risas, juegos y secretos, cada grupo creaba poemas que enviaba con un mensajero o mensajera

hacia el bando contrario. Como resultado, después de las rimas que se creaban, siempre había una

contestación que pretendía llegar con más fuerza a los contrincantes. Esto fue lo que resultó del acalorado

ejercicio:

Tito: el feíto. ¿Recuerdas la vez que vomitaste y tu cara empapaste?

Pepita la maldita eres tan loca que te aman las ratas

Tito: pendejito. Tu boca es como un gusano

Para todos sería más sano

Que Tito el malcriado

Aprenda a ser más educado

Pepita la tontita eres muy grosera por tu cara de moco

Come bollo eres tan grosero que parece que te tiraras pedos a toda hora

Pepita la asquerosita

Eres tan asquerosa

Que te odian las diosas

Tito: el sapito

Cuando comes manzana se te escurre la baba

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Mientras de tu nariz sale un moco con pis

Y no sabes rimar

Pues nos haces vomitar

Pepita la feíta eres una loquita marranita

Tito el podrido:

¿Será que tu baño tiene un daño?

Para todos sería mejor que tu olor sea mejor

El momento de escritura de estas rimas que adoptaron la forma de round de batalla, me reveló

muchas de las cualidades que le hemos atribuido a la lectura literaria en la infancia cuando se convierte en

experiencia. Estos textos y la forma en que los niños se enfrentaron a través de ellos, eran producto de una

transacción de significados entre la historia de Amalia Low y la cotidianidad escolar de ellos. Curiosamente,

en el momento de escribir los versos, habían bebido de la estructura rítmica que la autora les ofrecía. Sin

embargo, cada palabra, cada sentido y cada risa que la batalla entre los dos hámsteres había desatado en el

grupo, hallaba un eco psíquico en sus batallas y peleas diarias. Es como si hubiesen encontrado una nueva

forma de nutrir un trozo específico de su experiencia escolar: la batalla entre niños y niñas. Entre Amalia

Low y cada uno de ellos, habían creado la obra literaria y habían hecho de la lectura de la misma toda una

experiencia. En términos de aquello que pude observar -los significados de los lectores transcurren en la

mayoría de veces en la intimidad de sus vidas, y muchas veces inaccesibles a los otros- los niños se

deleitaban en aquella lectura que les había permitido ahora nombrar de diversas y placenteras maneras sus

peleas cotidianas. Por supuesto que, como lo dice Rosenblatt (1938), “la lectura del texto estará moldeada

por la experiencia pasada del lector con la vida y con el lenguaje” (p. 52), por lo que igualmente aquello

que cada uno encontraría en sí mismo y en la lectura del texto para crearlo en medio de un nuevo campo de

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significación conjunta (proceso transaccional), estaría determinada por dichas experiencias pasadas, en todo

sentido.

Ahora quiero presentar otro texto elaborado por uno de los niños y narrar la experiencia de literatura

particular a partir de la lectura de El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch4. Decidí leer este cuento, porque

me parecía una propuesta maravillosa que ponía en contacto a los niños, a través de la literatura, con un

tema muchas veces tabú: la muerte. Este libro me había llamado la atención por la sencillez de la ilustración

y la contundencia del mensaje. Cuando lo leí en voz alta frente al grupo, todo un ambiente lúgubre invadió

las caras de los niños. Cuando el pato muere y es llevado a los dominios de La Muerte, todos lanzaron

exclamaciones de tristeza e incluso algunos tuvieron que taparse los ojos. Este poder de la literatura para

conmover a los niños me sorprendía y me revelaba entonces que Erlbruch estaba poniendo en escena para

ellos lo que durante largo tiempo ha sido uno de los grandes fantasmas psíquicos de la humanidad: el miedo

a morir.

Ahí, frente a esta historia que enternece y conmueve, los niños habían quedado sumidos en un

silencio absoluto. Muchos me reclamaron el por qué el pato tenía que morir. Entre la narración, una de las

niñas no pudo soportar el relato y rompió en llanto. La maestra titular también lo hizo. La experiencia

literaria nos permite dar una salida emocional a nuestros fantasmas más profundos, así como también

descubrir en nosotros maneras de identificarnos con las emociones que atraviesan a los otros. Después de

la historia que narraba el libro y que a todos había conmovido, los niños fueron convocados a escribir en

torno a las ideas o sentimientos que la muerte generaba en ellos. Formaron grupos con el fin de hacer una

obra de teatro partiendo de dichas ideas y sentimientos. Sin embargo, antes de escribir el guion de la obra,

iniciaron fuertes discusiones en torno a la narración de Erlbruch y lo que esta había suscitado en ellos. De

repente, todas sus experiencias vitales eran puestas sobre la mesa y yo podía observar cómo el proceso

transaccional había tenido lugar, puesto que para cada uno la historia tomaba un matiz diferente de acuerdo

4 Este libro narra el final de la vida de un Pato, quien es llevado a los dominios de la Muerte después de que ella lo ha acompañado durante una semana a subir a las copas de los árboles, bañar en el lago, conversar y dormir juntos.

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al cúmulo de experiencias vitales que los habían precedido. Para algunos, el pato había muerto junto con

su cuerpo, porque la muerte no es más que el final de la vida, ni doloroso ni trágico, solo eso: el final. Para

otros, en cambio, había descansado para irse a un mejor lugar. Otros parecían no poder convivir con la idea

misma de la muerte: el pato nunca debió morir. Después de dichas discusiones que tenían como telón de

fondo la experiencia transaccional, llegaría la escritura del guión que, finalmente, daría cuenta también de

los procesos de transacción entre niños y autor. En particular uno de dichos textos, me marcaría siempre:

L. escribió: “La muerte tiene el poder de la oz un arma de destrucción de la vida, tiene a sus fieles zorros.

La muerte no tiene amigos por eso su corazón es hueco y duro como una piedra”.

L. había creado su propio concepto de la muerte ¿Qué tanto había influido Erlbruch en ello? La

lectura de su obra en particular, seguramente, le había ayudado a encontrar un nuevo sentido, a resignificarlo

o incluso podía ser que se sumase a un cúmulo de experiencias y significados otorgados por L. a la muerte

tiempo atrás. Su experiencia como niño en una institución en particular, su mundo interior que recuerdo

siempre como profundamente reflexivo, y su vivencia cotidiana de la amistad le decían que la muerte que

se había llevado al Pato, en definitiva, no podía ni tener amigos ni un corazón como el suyo o el de ellos.

Esta era la forma en que L. había realizado su transacción literaria, y era la manera en que la experiencia

literaria tomaba forma en su vida. Quizá, al ver al pato morir, hubiese pensado qué se llevaría de él la muerte

si ella viniera a su encuentro. Quién sabe todo lo que pudo pensar y sentir L. en aquel encuentro, junto con

sus otros compañeros, invadidos por emociones particulares producto de experiencias que ahora se

conjugaban en un gran significado que emergía en la experiencia literaria.

En conclusión, podemos afirmar que las vidas, caminos y posibilidades que se nos permite recorrer

a través de los personajes y situaciones que el escritor ha elaborado para sus lectores, representan para los

niños un encuentro invaluable con su mundo desde la piel y el sentido de otros. Poder mirarse a través de

dichos espejos psíquicos es ampliar las fronteras de lo real y lo posible. Desde mundos fantásticos,

personajes crueles, situaciones en las que la valentía y el amor se ponen a prueba, en fin, en el mar infinito

de salidas que ofrecen los libros y sus personajes, atraviesan ellos las amarguras y alegrías de su propia

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condición. En la experiencia literaria, cada uno, así como los adultos a quienes la lectura de una obra nos

ha marcado para siempre, se encuentra con la voz escrita de un autor que le ha dado vida al océano inmenso

del pensar y sentir humanos. En esos viajes remotos y al mismo tiempo cercanos que emprendemos cuando

leemos un cuento, poema o novela, podemos encontrar la fuerza necesaria para trasmutar nuestro sentir y

vivir al tiempo que reencontramos los propios sentidos. A continuación, hablaremos de las voces escritas

que propician dichos encuentros y la manera en que los niños pueden edificar la suya propia. Para finalizar

este apartado, me gustaría presentar al lector la disertación que nos brinda Skliar (2015) en torno a la

posibilidad de transitar la piel de otros desde la literatura:

Querría sentir la brisa que recorre a Sócrates cuando pasea.

Querría estar en medio del cambio de estaciones de una aldea perdida, remota, incógnita.

Querría dejar de percibir el paso de las horas en una cárcel.

Querría no morir de repente, sino a los sorbos.

Pero no quiero imaginarlo por mí mismo. Solo. No alcanzo, no llego, no puedo. ¿Podría? Querría.

Por eso busco, desesperadamente, gestos que no son míos. Y que luego, aunque quisiera, tampoco

llegarán a serlo. (p. 56)

3.2.2 Las voces escritas: puertas a universos de sentido

Hace dos años atravesaba yo un importante duelo en mi vida: la pérdida de mi mejor amigo. Al

tiempo, iniciaba el espacio académico que, por primera vez en mi carrera, abordaría la literatura infantil

como tópico fundamental. Pocos espacios significaban tanto para mí. En aquel momento, en que el duelo

ocupaba todos los frentes de mi vida, yo me refugiaba en mi propio dolor al tiempo que rehuía cualquier

posibilidad de conversación en torno a este. Quería escapar, pero cualquier escape requiere de una íntima

batalla con aquello que nos invita a la huida; y yo me sentía imposibilitada para enfrentarlo.

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Recuerdo, sin embargo, que después de las primeras lecturas en voz alta que la maestra preparaba

frente a nosotras, llegaría la presentación del libro La vida sin Santi, de Andrea Maturana (2014)5. Fue

entonces cuando sentí por primera vez en mi duelo, que podía reconstruir mi experiencia: no solo la de mi

dolor, sino la de la muerte de mi mejor amigo. La lectura en voz alta de este libro me ofrecía, además, un

espejo de las emociones que yo en aquel momento atravesaba y que para mí eran tan difíciles de entender

o siquiera mirar desde la distancia. Esas emociones generaban una obstrucción en la boca de mi estómago,

todo un caos del que yo no captaba ni entendía nada. Me sentía incapaz de apartarme de lo vivido para

organizarlo o al menos encontrar una posible salida emocional que no me ahogase. La vida sin Santi, en un

espacio breve de media hora, me otorgaba una oportunidad que yo no sospechaba: ver reflejado en otros

(los personajes de la historia) mi sentimiento de pérdida irremediable; observar cómo la protagonista hacía

frente a su situación de duelo debido al viaje lejano que había emprendido Santi; tomar distancia de las

emociones que me desbordaban para mirarlas desde otros ángulos posibles; y, finalmente, resignificar lo

que yo había vivido, pues para mí, en aquel momento en que la lectura literaria se convertía en espacio

íntimo, yo podía entender que Daniel, mi amigo, estaba ausente y a pesar de ello nuestros corazones podrían

seguir los hilos del encuentro -un encuentro entrañable e incondicional- que perdurara para el resto de mi

vida; la carga, así, se hacía más liviana.

Algo semejante seguiría ocurriendo en el trascurso del semestre. Mis encuentros con los libros para

niños se convertirían en instantes en donde destellos de luz hacían más pequeñas las oscuridades que me

resguardaban y, al mismo tiempo, me permitían convertirme en creadora de senderos posibles en los que

mi experiencia se ensanchaba para darme un nuevo aliento. Ojalá pudiera recordar ahora todos los títulos

que se convirtieron en compañeros de travesía durante aquellas jornadas de lectura en voz alta. Por el

momento, se me vienen a la mente aquellos que, como La vida sin Santi (2014), me hablaban de la pérdida,

la muerte e incluso el renacimiento. Yo te pego, tú me pegas (2016), de Antonio Ramos Revillas, por

5 Este libro trata de dos amigos que se deben separar por la partida de uno de ellos: Santi. La niña se siente vacía y

triste mientras él no está, pero, a medida que pasan los días va descubriendo que Santi, pese a la lejanía física,

permanecerá siempre a su lado; logrando elaborar así el duelo por su pérdida (Maturana, 2014).

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ejemplo, resultó un esperanzador y conmovedor relato a partir del cual yo sentía que la rabia y la frustración

que me habitaban, podían convertirse en otra cosa absolutamente distinta, es decir, podían ser canalizadas.

De esta manera, cada historia que en las mañanas de los miércoles –espacio de la clase-, la maestra narraba,

funcionaría como contención, salida, búsqueda y encuentro, no solo con mi yo más personal, sino con la

vida probable que en cada esquina por mí esperaba.

Hoy, años cada día más lejos del día en que mi amigo partiera para siempre, mis encuentros con la

literatura infantil se han ampliado y, a la luz de estas páginas, resulta indispensable hurgar en sus efectos

en la vida, especialmente, en la de los niños. Me he encontrado, a partir de entonces, con libros cuya belleza

estética y narrativa constituyen para los maestros interesados en la lectura literaria, un motivo de

exploración y búsqueda. Después de disertaciones en torno a lo que Evelio Cabrejo llama las voces de los

otros (primera puerta del recién nacido para entrar al mundo del lenguaje y el pensamiento), llegaríamos a

la conclusión junto con mi maestra, de que también debían existir en la literatura -no solo en la oralidad-

voces otras que representaran un encuentro que abriera múltiples y diversas puertas: a la experiencia, al

sentido, a la significación, a los viajes a lugares inciertos o desconocidos, en fin, al mundo interior y al

mundo exterior pletórico en riesgos, oportunidades y riquezas. A estas voces decidimos llamarlas voces

escritas. Y para entender qué pasa cuando las leemos y qué ocurre cuando nuestro mundo se encuentra con

su mundo –como me ocurrió a mí- he decidido traer a colación dos de ellas: Elsa Bornemann y Lygia

Bojunga. Con dichas autoras, el lector podrá acercarse al entendimiento de lo que las voces escritas

propician, lo que las constituye y, además, el por qué de la imperiosa necesidad que de ellas tenemos en la

infancia y para el resto de nuestras vidas.

3.2.2.1 Elsa Bornemann y el encuentro con nuestros más hondos sentimientos

Las páginas del libro No somos irrompibles (12 cuentos de chicos enamorados), de 2016, son una

dulce, y algunas veces amarga, fábrica de sueños. Leer la voz escrita de Bornemann es deambular por un

cuarto de espejos, en los que los rostros, vidas, sueños, imágenes, placeres y dificultades de los niños, son

retratados y desafiados con fino y elegante trazo. Y es que, en este cuarto inmenso de espejos, hay lugar

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para la dulzura de haber encontrado el primer amor, pero también, para la finitud que a todos nos recuerda

el abrazo de la muerte. Espejos son los relatos de Bornemann porque logran cavar hondo, muy hondo, en

las sensaciones y sentimientos que en todo momento pueblan la vida de los niños. Esta voz escrita tiene una

particular potencia para revelar y retratar lo que en el mundo interior de cada uno de ellos acontece.

La voz escrita de Bornemann es una hilandera de razón y sentimiento, de placer y dolor, de vida y

de muerte. Como una gran musa o una parca del destino, crea para sus lectores relatos en los que hallarse

contenidos para habitar las ranuras de sus más íntimos espacios vitales. Estos relatos se convierten en

cabaña donde refugiarse o en habitáculo desde el cual mirar lo que sucede al interior de sus mundos desde

una distancia necesaria. Petit (2002) nos ilustra al respecto. En su investigación en torno a la pregunta ¿qué

buscan nuestros niños en sus libros? Encontró que las metáforas espaciales constituían una excelente forma,

para los niños entrevistados, de expresar lo que para ellos significaba leer literatura. Habitáculo, cabaña

mágica, cueva, habitación propia, son espacios que logran describir sus experiencias de lectura literaria. Lo

hacen, precisamente, porque en dicha experiencia, se elabora un espacio privado que permite transitar por

las propias emociones desde la identificación con los personajes de las historias (Petit, 2002).

Acaso dos de mis estudiantes, J. y C., pudieran encontrar en la historia de ¿Quién es ese ganso? el

reflejo de los celos viscerales que las invaden cada vez que la una o la otra tratan de socializar con más

compañeras. 6 En este relato, Gerardo muere de celos y de envidia cada vez que Marcela, su gran amor,

colecciona y se acerca de manera obsesiva a la imagen de su actor favorito y amor platónico. Todo el camino

que recorre lo lleva incluso a ayudarle a Marcela a coleccionar fotos del ídolo para un nuevo álbum de

laminitas. Sin embargo, hasta el momento, Marcela sigue embelesada con la figura irreal que alumbra todos

los estantes de su cuarto; ni siquiera se da cuenta del amor que le profesa Gerardo 7 (Bornemann, 2016, p.

6 En el problema, se hace mención a la relación entre J. y C. Para mayor claridad, dirigirse allí. 7 Este cuento, relata el amor que siente Gerardo por Marcela y, por el contrario, la fascinación y adoración que profesa

esta por su estrella de cine predilecta. En la historia, Gerardo ayuda incluso a Marcela a llenar el álbum de fichas de

su ídolo con el fin de acercarse más a la niña. Ella, inocente, no sabe el motivo de la complicidad de Gerardo hasta

que, en una fiesta, se pone en evidencia que todo lo que ha hecho su amigo ha sido por amor. Finalmente, Marcela

empieza a ver con otros ojos a Gerardo, dejando a un lado su amor platónico por el ídolo del cine.

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37-48). Asimismo, ocurre con Cristina en el relato El nuevo8, quien vive inocente del amor que despierta

en sus dos mejores amigos, ahora enfrentados en duelo por la atención de la amada (Bornemann, 2016, p.

151-162). Los celos, desde diferentes perspectivas, invaden como a J. y a C., la vida de sus personajes. Así

como a estos, a ellas las posee la rabia, la frustración y el rencor al ver a su amiga disfrutando con otras

compañeras de la clase.

Pero hasta ahí no llegan los relatos de Bornemann. La cabaña mágica en donde ver reflejados sus

propios sentimientos también es un mundo de posibilidades. No es solo un reguardo ni un cuarto de espejos:

es también una invitación abierta a dejarse tentar por el ensueño y la imaginación para conducirse por

caminos inexplorados. En la hondura de aquella cabaña mágica residen nuevos alfabetos de tierras lejanas

y desconocidas que nos ayudarán a darle sentido y dirección a lo que muchas veces se muestra caótico en

nuestro mundo. La literatura, como lo expresan Petit (2002) y Rosenblatt (1938) ofrece la posibilidad de

dar orden al caos que habitamos en nuestras vidas. Lo que se muestra confuso, extraño en la vida de los

niños, es contemplado a través del espacio de la cabaña mágica para dotarlo de un nuevo orden al margen

de otras significaciones.

Para que ello suceda, la voz escrita de Bornemann logra definir y estructurar a través de la estética

de sus palabras lo que sus personajes sienten, para luego ofrecer una renovada posibilidad al variado mundo

de sus emociones. Buen ejemplo de ello es el interrogante que la protagonista del relato Chau9 se hace,

durante el duelo vivido por la ruptura con su primer amor: “¿De modo que esta es la tristeza? ¿De modo

que es una mano helada, que araña la garganta y baja teloncitos de niebla sobre los ojos? ¿De modo que es

una lastimadura invisible?” (Bornemann, 2016, p. 130). ¿No es esto, una valiosa invitación de una voz

8 En este cuento hay dos niños y una niña que son mejores amigos. Un día, los dos niños descubren al mismo tiempo

que han estado secretamente enamorados de ella. Entonces, empieza una batalla campal por conquistar su amor.

Mientras tanto, ella parece interesarse y empezar a pasar mucho tiempo con un chico inglés que ha llegado a la escuela.

Tiempo después de que la enemistad empieza a diluirse y los celos se agotan, todos vuelven a ser amigos y los juegos ahora incluyen, precisamente, al nuevo. 9 En este conmovedor relato, Ingrid es una adolescente a quien Mariano, su primer amor, ha dejado. Ella, confusa por

este final que no veía venir, se siente profundamente desolada, y experimenta todas las emociones del duelo amoroso.

Su madre es quien la ayuda a caminar por este dolor que no parece tener nombre, y le regala un poema escrito por ella

que le permite a Ingrid, a pesar de su inmensa tristeza, despedirse de Mariano.

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escrita para ordenar un poco aquello que experimentamos cuando de la tristeza se trata? Y este orden, o

este nuevo sentido que se les permite elaborar a los niños a través de la lectura literaria, contiene en sí

mismo las geometrías de nuevos universos. La voz escrita de Bornemann no solo permite a los niños

encontrar reflejados en los personajes de sus relatos, los sentimientos que a ellos mismos también los

convocan, para dotarlos de orden y sentido, sino que, además, les ofrece una salida emocional que ensancha

los márgenes de su experiencia.

Para Rosenblatt (1938) una de las características de la literatura, es su capacidad de ampliar nuestra

experiencia a partir de las salidas o escapes a los problemas y emociones que los personajes elaboran en los

relatos. En las historias ya mencionadas de los niños a quienes los devoran los celos o la joven a quien la

tristeza acecha, todos ellos encuentran a través de una persona, un renovado sentir o la consciencia plena

sobre un hecho de la vida, una salida a aquello que detonó el dolor, los celos, la envidia, la rabia o la tristeza.

En el cuento ¿Quién es ese ganso?, a partir de un terrible incidente en el que descubre que Gerardo está

realmente enamorado de ella, Marcela toma absoluta conciencia respecto a la diferencia entre el amor por

la imagen platónica de su ídolo y aquel amor de carne y hueso que Gerardo le ofrece. En la historia El

nuevo, los dos amigos enemistados por el amor de Cristina se reconcilian ante el deseo inevitable por

encontrarse a través del juego y las tardes de patineta que siempre los han acompañado. Finalmente, en el

cuento Chau, una madre llena de comprensión y dulzura, ayuda a su hija a despedirse del que fuera su

primer amor y le rompiera el corazón. Aun con lágrimas en los ojos y una tristeza infinita, Ingrid logra

decirle a Mariano: “Ahora sí: Chau, Mariano” (Bornemann, 2016, p. 174)

Así, la voz escrita de Bornemann, ofrece para sus lectores una extraordinaria experiencia literaria

mediante la creación de “un espacio que abre un margen de maniobra, que permite un nuevo despliegue de

posibilidades, que introduce un poco de juego, a partir del cual se podrán realizar desplazamientos, reales

y metafóricos” (Petit, 2002, p. 19) Son estos caminos los que las voces escritas de un enorme poder estético,

como la de Bornemann, cosechan para el lector. De acuerdo con Petit (2002), la lectura literaria permite a

los niños y niñas encontrar posibles soluciones, salidas y respuestas a los interrogantes y dilemas que en su

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vida puedan tener. A través de las historias que los libros ofrecen, les es factible acercarse a diversas

comprensiones del sentido de lo humano, con sus limitaciones y posibilidades. En consecuencia, aquellos

niños que han podido tener acceso a la literatura, podrían nutrirse de un cúmulo de senderos diversos que

les permita convertirse en los narradores de su propia historia, partiendo de los sentidos y significaciones

que los personajes y relatos les permiten edificar. De esta manera, la voz escrita de Borneman crea, a través

de sus personajes y situaciones, espejos emocionales en los que el niño lector se puede ver reflejado, para

luego, elaborar herramientas y recursos valiosos que lo acercan a la comprensión de sus dilemas, preguntas

y emociones más sentidas. Como ella misma dice a sus lectores: “les doy la bienvenida a este territorio del

amor niño que han transitado y espero que los textos aquí reunidos hayan sido como espejitos de algunas

de sus propias sensaciones, de sus más entrañables sentimientos” (Bornemann, 2016, p. 177)

En aquel momento, en que los niños pueden convertirse en hacedores de nuevos caminos a partir

de aquellos que la voz escrita, en este caso la de Bornemann, ha elaborado para ellos, es posible contemplar

la vida desde otras aristas para que todo lo vivido converja en el campo de nuevos nacimientos. Petit nos

aporta una mirada potente en torno a esto, afirmando que la experiencia lectora es la posibilidad de una

verdadera elaboración de una posición de sujeto, “de un sujeto que construye su historia apoyándose en

esos fragmentos de relatos, en esas imágenes, en esas frases escritas por otros, y que extrae de ellas su

fuerza, a veces para ir a otro lugar diferente al que todo parecía destinarlo” (Petit, 2002, p. 30). Bornemann,

maga y tejedora de palabras, se encarga en 12 cuentos de chicos enamorados, de edificar para los niños

lectores, una voz escrita que es al tiempo que espejo, invitación a una nueva existencia.

3.2.2.2 Lygia Bojunga y el derecho a la utopía

Para Michèle Petit (2002), la literatura es un vasto espacio de trasgresión (p. 33), puesto que, nos

permite observar, desde una distancia necesaria, las realidades que habitamos y penetrar en lugares que de

otra manera no hubiésemos penetrado, para tener el derecho de soñar con lo que queremos ser o aquello en

lo que desearíamos convertirnos. Petit, realiza una investigación a partir de la pregunta: ¿qué buscan

nuestros niños en sus libros?, y para ello, entrevista a niños que frecuentan las bibliotecas, y a sus

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promotores de lectura, partiendo de la pregunta de la investigación. También entrevista a maestras de zonas

periféricas y marginales de París que hayan propiciado experiencias literarias entre sus estudiantes. A partir

de estas indagaciones, encuentra que en dichos espacios la literatura ha abierto para los niños la posibilidad

de deslizarse entre mundos que les ofrecen perspectivas y visiones diversas de los problemas que a todos

los tocan, desde la pobreza hasta la discriminación racial, por ejemplo. De esta manera, la literatura se

convierte en puente cultural entre los límites del mundo de los niños y todas las opciones que otros

contextos, distintos o cercanos a ellos, pueden revelar (Petit, 2002).

Si alguien sabe escribir con un sentido trasgresor es, en definitiva, Lygia Bojunga. La primera vez

que me acerqué a su voz escrita, lo haría a través de La bolsa amarilla (1976). En aquel entonces, culminaba

yo mi proceso de práctica pedagógica en un colegio10 cuyas aulas albergaban a niños y niñas de contextos

complejos. El paso por la institución me había dejado un sabor amargo y en los últimos días nada me

interesaba más que salir corriendo en busca de un cálido refugio para no tener que pensar en las tragedias

de los niños con los que había compartido. Me daba por vencida, al menos temporalmente. No tenía

herramientas que yo creyera, pudiesen ser útiles para combatir aquella difícil realidad. Mi única salida era

huir, y gracias al cielo –pensaba- que ya todo estaba acabando.

Seguramente lo mismo pensaban M. y E., catalogados como los niños más problemáticos de la

clase. El primero había decidido refugiarse en un silencio que ponía en una situación incómoda a cualquiera

que pretendiera, mínimamente, entablar conversación con él. Su único lenguaje era el de la violencia.

Respondía con puños, insultos, o cualquier cosa que funcionara para herir, física o emocionalmente, a quien

intentara acercársele. Por otro lado, M., había escogido la estrategia de la huida y el robo. Eran su forma de

comunicarse ante el mundo. Cada vez que se presentaba una nueva acusación en su contra, arrumaba en

una esquina toda la cantidad de pupitres que le fuera posible con tal de no quedar expuesto antes la mirada

10 Institución educativa Camilo Torres Restrepo

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de los otros. Una vez, al preguntarle el por qué de sus escondidas repentinas, me respondió: “Porque quisiera

ser invisible”.

Pensaba cuando leí la novela La bolsa amarilla11, que M. y E., así como Raquel –la protagonista

de la novela de Bojunga- tenían deseos que bien pudieran compartir en el amplio espacio de la bolsa

amarilla, regalo de la tía Brunilda para Raquel. En dicha bolsa albergaba ella tres deseos, que se engordaban

con el paso del tiempo: el de ser niño, el de ser grande y el de ser escritora. Seguramente, M. agregaría el

deseo de desaparecer o ser invisible, y E. el de ser un adulto. Pero también se me ocurría que la difícil

realidad de la mayoría de los compañeros de E. y de M. pudiera perfectamente hallarse retratada en la

historia de Alexandre, protagonista del libro La casa de la madrina (1978)12. Me acercaba yo, con la lectura

de las novelas de Bojunga, a una voz escrita capaz de poner como protagonistas del relato las difíciles

realidades de la infancia a las que yo misma, en carne propia, me había acercado. Para ello, la escritora

brasilera realiza cuadros metaforizados de situaciones que niños de diversas latitudes se ven obligados a

vivir, tales como el trabajo infantil, el rechazo o el abandono.

Aun así, lo que más llama la atención de la voz escrita de Lygia Bojunga, es que aquellas difíciles

condiciones de vida que expone al lector, son recorridas por sus personajes desde el ensueño, la esperanza

y la promesa de un mejor mañana. Entre objetos que hablan y tienen historias por contar (el paraguas de La

bolsa amarilla), hasta animales a los que les han cosido el pensamiento y las ideas (el gallo Terrible en La

bolsa amarilla y El pavo en La casa de la madrina), las circunstancias que recorren la vida de Alexandre

y Raquel se ven re construidas o dotadas de nuevos sentidos a partir de la fantasía, la consciencia sobre sus

propias capacidades e incluso el despertar a nuevos horizontes posibles, en donde los rumbos que pudiera

tomar su destino, son conducidos y alimentados por sus más vívidos sueños y anhelos. La voz escrita de

11 Novela que gira en torno Raquel, una niña de 8 años, que alberga en una bolsa amarilla regalo de su tía Brunilda, tres deseos, que se describirán a continuación. A lo largo de la historia Raquel ayuda a los objetos de su bolsa y al gallo Rey creado en uno de sus relatos escritos, a sortear diversas dificultades. 12 En La casa de la madrina (1978), Alexandre es el protagonista central. Su realidad es la de muchos niños

latinoamericanos: se ve forzado a abandonar la escuela para vender helados en la playa, por las difíciles condiciones

económicas de su familia. Pese a ello, decide enfrentar su destino e ir en busca de la casa de la madrina, en cuyo

interior, según su hermano, se encontraban todo tipo de riquezas.

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Lygia Bojunga sabe esculpir sobre las dificultades del ser niño, pedacitos de escalera que permitan edificar

a pulso, la vida que pudieran desear y a la que todos tienen derecho.

La literatura, nos dice Graciela Montes (1999), pertenece a lo que ella denomina la frontera

indómita, o “zona de intercambio entre el adentro y el afuera, entre el individuo y el mundo, pero también

algo más: única zona liberada. El lugar del hacer personal” (p. 52). Dicho territorio, que no pertenece

completamente al afuera ni se ubica enteramente en el lugar del adentro, es un espacio en el que tienen

cabida los juegos, las metáforas y cualquier elaboración que permita el intercambio entre el mundo interior

y el mundo exterior. Es en ese territorio de conquista de la libertad personal, en donde transita la literatura,

permitiendo transacciones entre la intimidad de nuestros mundos con aquello que otros, en el exterior, han

forjado. La inmensa riqueza de dicha frontera reside en la posibilidad que nos ofrece de entrar en contacto

con la cultura, con el transitar por lo fantástico, de ensanchar los límites de lo real y de lo posible; para de

esta manera asirnos a nuestra libertad personal desde la significación y el sentido.

Uno de los grandes poderes de las voces escritas es el permitirnos ensanchar la propia frontera

indómita. Allí en donde lo ya dicho y preestablecido se configura como cimiento, llega la literatura a

incomodar y sacudir la geografía de nuestro mundo. Cuando un niño se acerca a la voz escrita de Lygia

Bojunga, debe recorrer bajo la piel de otros una incomodad que, ya le parezca cercana o lejana dependiendo

de sus circunstancias vitales, le brindará la opción de hacer contrastes y entrever sobre las líneas del humor

y la tragedia aquello que de trágico y cómico también puebla sus días; deberá, palmo a palmo, aventurarse

en mares cuyas profundidades cuestionan, reflejan, encuentran. ¿Qué pasaría entonces si M. y E. hubiesen

conocido a Raquel y Alexandre? La literatura, claro está, no salva a nadie, como la misma Petit (2002)

confirma. Ese tampoco es su objetivo. En cambio, la experiencia literaria que una voz escrita como la de

Bojunga propicia, se convierte en espacio de transacción en el que los niños han de reconocer los

significados personales para moverse hacia otros, fuera de ellos mismos, que les revelen sentidos que

colindan, colisionan o se encuentran con los suyos propios.

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El derecho a ensanchar la propia frontera indómita que Montes (1999) defiende, es la gran apuesta

de la voz escrita de Lygia Bojunga. A través de los personajes de Alexandre y Raquel, por ejemplo, se

presenta a los niños la realidad de buena parte de la infancia en Latinoamérica. Pese a ello, las vidas de

estos personajes se mueven entre las promesas a las que su imaginación alimenta de esperanza. Así, Bojunga

enseña que el espacio transicional y territorio de conquista que es la frontera indómita, más allá de

realidades cuyo telón de fondo es complicado, halla siempre un asidero en las propias capacidades de la

infancia para gestionar su realidad y convertirse en protagonistas de aquello que desean. Sin embargo, no

constituye esto tarea fácil. Los viajes que emprenden estos dos protagonistas están llenos de retos y desafíos

para sus propias percepciones sobre el mundo y ellos mismos; salen de estos recorridos transformados y

con una renovada conciencia sobre su yo más íntimo. Alexandre llega a esta conclusión después de haber

atravesado el miedo: “¿No recuerdas, Vera? Te conté. Dijo que el día que yo tuviera la llave de la casa en

el bolsillo no volvería a sentir miedo. –Se rio- ¿Te das cuenta? Ahora puedo viajar toda la vida. Cuando

tenga miedo, lo venzo y listo.” (Bojunga, 1978, p. 208) También Raquel ha trascendido el miedo y

finalmente encontrado una forma de alivianar la pesada carga que sus gordos deseos le generaban.

Desechados el deseo de ser niño y el de ser grande, solo ha permanecido el de convertirse en escritora. Las

últimas líneas nos revelan su transformación: “La bolsa amarilla estaba tan vacía que daba gusto.

Livianísima. Y yo también, qué curioso, yo también me estaba sintiendo muy liviana” (Bojunga, 1976, p.

156)

Porque las transformaciones de los personajes toman sentido desde contextos complejos, la voz

escrita de Bojunga tiene la potencia de propiciar la formación de lectores que, como lo he mencionado, se

enfrentarán al descubrimiento de nuevas percepciones, ideas y situaciones que les permitan dudar del

mundo de sentidos hasta ahora construido. Para niños como Ma. y E., sumidos en realidades de violencia,

pobreza y abandono, seguramente será gratificante leer una voz escrita que les permita entender que otros

también han atravesado lo que ellos; sin embargo, también constituirá una difícil tarea reconocer que hay

otros caminos posibles, y otras salidas emocionales que no incluyan el silencio, la invisibilidad o los golpes

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para resolver lo que no nos gusta. Es entonces cuando la voz escrita de Bojunga se convierte en un reto para

el lector. Montes (1999), al respecto, nos aporta claridad: “Leer es, en un sentido amplio, develar un

secreto… ¿Quién dijo que leer es fácil? ¿Quién dijo que leer es contentura siempre y no riesgo y esfuerzo?

Precisamente, porque no es fácil, es que convertirse en lector resulta una conquista” (p. 83-84)

Petit (2002) en su investigación entrevistando a lectores de difíciles contextos y las experiencias

lectoras en áreas marginales, nos dice que, para aquellos niños y jóvenes que se han protegido bajo

armaduras de acero en donde su identidad se erige desde la violencia, resulta un pesado fardo leer un texto

literario que, precisamente, tiene el poder de despojarnos de las armaduras de lo duro y rígido, para

permitirnos deambular entre diversas vías y mundos esperando ser descubiertos. La voz escrita de Bojunga,

especialmente, nos ofrece siempre el ensueño, la metáfora y la fantasía para poder concebir posibilidades

divergentes a los caminos a los que un contexto o un grupo social, pudiera relegarnos para siempre. Su voz

escrita rompe el hechizo de lo establecido y expande la frontera indómita siempre abierta a un mundo

inexplorado de riquezas. Petit (2002) nos lo dice: “Porque la lectura, y en particular la lectura de obras

literarias, tiene que ver con la experiencia de la pérdida, de la separación, y esto desde la más tierna edad…

cuando se niega la evidencia de que desde la infancia la vida está hecha de esa experiencia, cuando uno está

solo hecho de armadura, músculos, superficie, o bien ideología, rehúye la lectura y sobre todo la literatura,

o intenta dominarla. Y al mismo tiempo, se priva uno de los medios para superar la pérdida” (p. 36).

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3. 3 CAPÍTULO III. LA ESCRITURA DE SÍ EN LA INFANCIA

3.3.1 La escritura de sí

Lo que es preciso constituir en lo que uno escribe es su propia alma.

-Séneca, Epístolas morales a Lucilio

Quiero empezar el primer apartado del presente capítulo hablando de O. Por supuesto, pretendo dar

un contexto general al lector del por qué la referencia en particular a este estudiante, con quien compartí

durante el desarrollo de mi último año de práctica pedagógica. A lo largo de dos años de intervenciones con

los cursos de Cuarto y Tercero en la institución, la literatura fue el principal movilizador de actividades y

todo tipo de interacciones con los niños. En un principio, los ejercicios que les proponía estaban marcados

por la lectura en voz alta de textos que consideraba propicios para ellos, pasando por autores como Amalia

Low y Wolf Erlbruch. Al final, después de un largo recorrido, me proponía no solo leer ciertos textos

literarios, sino constituir todo un espacio de literatura en mis intervenciones que, además, tuviera como eje

trasversal también la práctica de la escritura.

Cuando inicié mi proceso con el grupo de O. (Tercero), debía buscar una manera, para mí urgente

y necesaria, de vincular la literatura, la escritura y el eje biológico que la maestra había elegido trabajar13.

En aquel momento, decidí vincularme al desarrollo del proyecto con una línea de trabajo en torno a los

insectos. Mi principal propósito se convirtió entonces en abordar a partir de ello, todo un trabajo desde lo

escritural. Se me ocurrió la idea de elaborar cartas fingiendo ser un insecto -que previamente cada niño

había elegido como punto central de interés- que le contaba a su destinatario cuestiones bastante personales.

Inventé para cada insecto una vida, un estilo e incluso un nombre. El Dr. Telaraña (Araña), por ejemplo, le

comunicaba a A. el asombro que sentía porque “nunca imaginó, ni en un millón de años, que hablaría por

13 El CEL, lugar de desarrollo de mi práctica pedagógica de profundización, desarrolla o pretende desarrollar una

metodología por proyectos, en lugar de un currículo segregado. Durante la primera mitad del año las maestras trabajan

con sus grupos diversas vertientes del proyecto para, en la segunda mitad, elegir una línea de trabajo partiendo de los

intereses y búsquedas de los niños.

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correspondencia con un humano”. En otra misiva, el Dr. Flaquito (Insecto Palo) le contaba a O. que “En un

lugar llamado Timena, mis hermanos insecto palo no se reproducen desde hace un millón de años. En lugar

de eso, crean clones genéticos de ellos mismos”, al tiempo que interrogaba al niño por los misterios de la

inmortalidad.

En estos días de correspondencia, en que cada niño procuraba enviar una respuesta a su insecto,

había algo que siempre me desconcertaba. Era la actitud de O. frente a la hoja en blanco. Pese a que yo

intentaba entregarle una carta sumamente elaborada y que despertara su deseo de escribir a través de la

correspondencia, la respuesta que en la mayoría de veces recibía de él era: No sé qué decir. Otras veces,

ante mi intento desesperado por que dijera algo a través de lo escrito, se limitaba a esgrimir sobre la hoja

en blanco un par de frases inconclusas, siempre a medio decir. “Hola, bien, si puedo ser tu amigo”. Si bien

el caso de O. no era único, era el que más preocupación me generaba. Yo quería que los niños escribieran,

e imaginaba que si a través de las misivas los insectos les preguntaban cosas como ¿quieres ser mi amigo?

O ¿qué piensas de la muerte? O ¿cómo estuvo tu día? Ellos escribirían toda una especie de diario en donde,

finalmente, iban a revelar a través de lo escrito el contenido íntimo de sus vidas.

En cambio, me encontraba con respuestas, la mayoría de veces, en donde los niños pedían a los

insectos juguetes de moda como los funko pops, que les cumpliera el deseo de conocer a su Youtuber

favorito; o preguntando en dónde podían solicitar una consola Xbox o un PlayStation 4. Al final del

semestre, yo estaba satisfecha con muchos de sus ejercicios escritos, pero quedaban más dudas que

respuestas y un cierto sinsabor por niños que, como O., no habían escrito casi nada de lo que yo pretendía.

Su imagen frente a la hoja en blanco era la de la desolación. Él se sentaba y, mientras bostezaba,

simplemente decidía mirar al vacío, realmente convencido de que no tenía nada por decir.

En el siguiente semestre no me fue posible dedicarme ni a la lectura ni a la escritura en los espacios

destinados a mis intervenciones con los niños, pues los tiempos institucionales resultaron limitados debido

a que debía trabajar partiendo de la línea de trabajo elegida por la maestra titular. Pese a ello, en el último

ciclo de mi práctica pedagógica, después de la inmersión en lecturas diversas de las que ya he dado cuenta

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y ejercicios escriturales para el trabajo de grado, emprendí un viaje auspiciado por mi tutora que tenía todo

que ver con la lectura literaria de lo que he llamado las voces escritas, tema abordado en el segundo capítulo.

En este orden de ideas, había decidido que antes que cualquier proposición de escritura a los niños, era

necesario crear un espacio literario en donde otro mundo fuera posible. Decidí leer Las brujas (1983), de

Roald Dahl.14

Yo pretendía crear, a través de la lectura, un espacio de ficción15. A medida que transcurrían los

días de lectura literaria de la voz escrita de Dahl, entre los niños y yo delineábamos los límites de un

territorio en el que teníamos derecho a la alegría, al miedo, al horror, a la rabia. Este territorio nos convirtió

en legítimos dueños de un sentido, una realidad y una vida que no era la nuestra, pero a la que sentíamos

como nuestra. Entre la vida de los personajes y la de cada uno de los niños que escucharon durante horas

mi voz leyendo Las brujas, se tejía un mar de ensueño que ellos conquistaban para asirse con fervor a un

nuevo mundo que, no perteneciendo ni al adentro ni al afuera, se convertía en encuentro insólito con lo real

y lo imposible.

A este mundo tejido, espacio no común, territorio de conquista, Graciela Montes (1999) lo llama

ficción o construcción en el vacío. La autora nos dice que, en el momento en que leemos un cuento, se

instaura un territorio único del cual se puede entrar y salir cuando se desee. Este espacio engendra, en

consecuencia, la vivencia de una libertad y responsabilidad particulares, pues en él tiene lugar un orden

temporal y espacial distinto, con reglas y formas que no caben en la vivencia de lo cotidiano. Recuerdo

cuando leí la exclamación del protagonista del libro, que decía: “¡Mierda, esto es terrible!” y se hizo un

silencio profundo en los niños, que empezaron a mirarse de forma pícara y cercana como pensando: “La

profe dijo mierda”; o recuerdo también su fascinación al declarar que con gusto matarían, machacarían o

14 Esta novela trata de la aventura de un niño cuya abuela conoce a profundidad quiénes y bajo qué objetivos trabajan

las brujas. Después de haberlo preparado para un posible encuentro con una de estas malvadas que todo lo que quieren es acabar con los niños, en unas vacaciones el pequeño es convertido en ratón por la jefa de las brujas de todo el

mundo: La Gran Bruja. Con un plan espectacular, logra derrotar con la ayuda de su abuela a estos temibles seres. 15 Dicho espacio fue creado con los niños en el contexto de la virtualidad, debido a la expansión del COVID-19 y al comienzo de la cuarentena en el país.

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descuartizarían a las brujas, quizá cortándoles la cabeza o convirtiéndolas en insectos que pudieran morir

aplastados en un instante. Estas licencias que nos podemos dar en el espacio ficcional son las que lo

convierten en territorio de libertad y de conquista, como lo dice Montes (1999). Pensemos por un momento

que a un niño no le agrada su profesora y llega un día a casa de sus padres después del colegio diciendo:

“Con gusto descuartizaría y le cortaría la cabeza a mi profesora”. Quizá el niño sea llevado a un psicólogo

o a un psiquiatra, preocupados sus padres por la posibilidad inminente de que su hijo sea un potencial

psicópata.

Pues bien, esto es todo lo contrario a lo que ocurre en el espacio ficcional que la lectura literaria

instaura, y a lo que Petit (2002) ha llamado un vasto espacio de trasgresión (p. 33) Todo aquello que en la

vida cotidiana pudiera ser motivo de censura, en dicho espacio se convierte en enorme potencia creadora y

en oportunidad de encuentro entre los niños y aquello que hemos tildado como prohibido o inmoral. La

ficción, construida en un vacío creador, nos permite formar lo que Montes ha descrito como una especie de

cofradía, en donde tenemos acceso gratuito a mundos inesperados que nos permiten pensar diferentes

formas de vivir lo cotidiano, ofreciéndonos herramientas para vivenciar lo real, aquello que debemos

enfrentar todos los días. Pues, como Montes (1999), también podemos decir: “Yo tenía la íntima convicción

de que los cuentos tenían que ver con la vida” (p. 23)

Finalmente, lo que le brinda el carácter trasgresor y libre al territorio de la ficción en la lectura

literaria, es el que nos veamos abocados, como lo diría Montes citando a Coleridge (1999), a la suspensión

de la incredulidad. Es debido a dicha suspensión que la creación del espacio ficcional se hace factible.

Recuerdo cómo J. un día declaró: “No te ofendas, Leidy, pero yo no creo en las brujas”. Y esta declaración

nunca le impidió seguir participando de la lectura literaria ni dejar de aportar con valiosas intervenciones a

mis preguntas en torno al texto. Cuando yo preguntaba por el qué pasaría si ellos fueran convertidos en un

animal horrendo por las brujas o si, como los niños de la historia, alguno hubiese sido convertido en una

pintura dentro de un cuadro familiar o en una simple piedra, ninguno de los niños respondió que eso era

imposible y por lo tanto ni siquiera valía la pena pensarlo. En cambio, brillaron la infinidad de posibilidades,

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de búsquedas y salidas imaginarias a una situación tan horrorosa, que los hacía realmente espantarse. Aquel

territorio de lo ficcional que había creado junto a ellos a través de las horas de lectura, tenía como condición

implícita dicha suspensión de la incredulidad. Sin ello, cualquier espacio ficcional sería inviable. La

creencia temporal en lo imposible, irracional o incluso inverosímil, resultaba quizá uno de los motivos

principales de felicidad en el espacio literario que habíamos construido. Es ello lo que nos convertía, tanto

a mí como a los niños, en conquistadores de la libertad y la responsabilidad que la lectura nos otorgaba.

Roald Dahl nos hizo dueños legítimos de un mundo increíble, precisamente, porque lo podíamos habitar y

deshabitar cuando quisiéramos y, además, pensarlo, sentirlo y traspasarlo a partir del crisol de nuestras

experiencias personales.

Fue así como, a partir de la creación de un espacio ficcional en torno a la voz escrita de Dahl (1983),

me atreví de nuevo a proponer un ejercicio de escritura. Si bien en el análisis que sigue a este capítulo de

mi propuesta pedagógica con los niños, entraré en detalle a revisar sus textos, me interesa que volvamos a

O. Planteé la siguiente pregunta: ¿Qué pasaría si una bruja te atrapara? Después de conversar un rato sobre

esto, les pedí que escribieran un cuento pensando en dicha posibilidad. Después de terminado, todos debían

leerlo frente a sus compañeros. Habían pasado la mitad de los niños y la clase ya terminaba. O. levantó la

mano y dijo: “Pero yo, ¿cuándo voy a leer mi cuento?”

Descubrí entonces que, por primera vez desde que nos conocimos, O. no decía “No tengo nada que

decir” sino, “Quiero mostrar lo que escribí”. Esto me sorprendió profundamente. No sabía qué pensar,

estaba absolutamente anonadada. ¿Qué había cambiado? Cuando leyó su texto en la siguiente clase, me fue

inevitable no recordar el cuento La escritura del Dios, de Borges, en donde un antiguo sabio es encerrado

en una cueva por cientos de años, y dice:

He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía

caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me

destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora

no podría, sin magia, levantarme del polvo (Borges, 1949).

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En un sentido similar, O. escribe en su cuento que es convertido por un terrible hechizo de una

bruja, en un leopardo que es encerrado en una cueva durante nueve cruentos y largos meses. Su desolación

es infinita, y al final del cuento, aunque logra escapar, muchas preguntas quedan pendientes. El leopardo

que ahora es O. se siente abatido durante su estancia en la cueva, y aún no sabemos cómo logra escapar ni

qué es lo que ha vivido durante los nueve meses de cautiverio. Solo le es posible recordar el terrible

sentimiento sufrido en la caverna. 16

Algo había cambiado radicalmente en el ejercicio de escritura que ahora les proponía. Esta vez, lo

precedía la creación de un espacio de lectura literaria de la voz escrita de Roald Dahl. Habíamos conquistado

nuestro pequeño territorio de libertad. Dicha voz escrita dibujaba, con una mezcla de terror y humor

perfectos, las fronteras de un mundo que era posibilidad de encuentro con los fantasmas psíquicos ocultos

que nos atraviesan como especie, pero también, con la valentía inmensa del guerrero que es capaz de

atravesar la noche de sus más sórdidos miedos. Como Eusebio, protagonista del cuento Tengo miedo de

Ivar Da Coll (2006)17, en uno de los últimos encuentros literarios, I. me decía: “Este libro ya no me da

miedo, pero me sigue fascinando”. Qué magia la de este viaje, revestido de tenebrosos misterios y al final,

de una aventura apasionante que convertiría a nuestro protagonista en un valeroso combatiente contra las

fuerzas del mal.

Lo que había cambiado en esta nueva petición de escritura que proponía al grupo era el

establecimiento previo de un espacio que, gracias a la voz escrita de Roald Dahl, se convertía en la

inmersión a un mundo desconocido que, al tiempo que entraba en contacto con la intimidad del mundo

interior de los niños, ofrecía poderosas herramientas para comprender, atravesar y vivir desde otros ángulos

el mundo exterior. Porque no hay adentro sin afuera, y porque cada escena, diálogo y sentir del protagonista

16 El cuento de O. no es citado aquí textualmente, puesto que, debido a las circunstancias virtuales, el niño ni su familia

enviaron por correo el escrito. 17 Tengo miedo, del autor e ilustrador colombiano Ivar Da Coll gira en torno a Eusebio, un animal que debe visitar a

su amigo Ananías porque teme profundamente a los monstruos de la noche. Ananías le enseña que los monstruos

tienen también miedo. Finalmente, Eusebio ya supera su temor a los monstruos (Da Coll, 2006).

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eran una revelación certera sobre una posible forma de reestructurar el relato de sus vidas. Con ello abríamos

un camino -tanto maestra como estudiantes- sutilmente construido sobre montañas de libertad y de ensueño.

Así llegó la escritura, tiempo después de haber deambulado por el mundo de otros (personajes

creados por el autor): las brujas, el niño, la abuela, a quienes Andruetto (2014) llama los otros ficcionales

representativos, que aportan valiosos modelos para interpelar las verdades construidas y elaborar puntos de

referencia para la comprensión de la condición humana y de la existencia. Nos dice la escritora: “Los libros

que leemos son manifestaciones estéticas de unos otros ficcionales representativos de quienes antes fueron

o están ahora, o podrían estar alguna vez, una forma de memoria hecha carne en el imaginario, en la que

voces que creíamos olvidadas, perdidas, o imposibles, son traídas para ayudarnos a ver y a construirnos”.

(Andruetto, 2014, p. 111)

Quiero que exploremos cómo las voces escritas como la de Roald Dahl (1983), que elaboran estos

otros ficcionales representativos, allanan el camino para la llegada a la escritura y, en qué consiste, además,

dicha escritura. Es necesario comprender cómo O. y tantos de sus compañeros lograron escribir los textos

que se presentarán en el análisis. Exploremos, entonces, las formas en que las voces escritas y los otros

representativos que, leídos sobre un espacio ficcional construido en el vacío, permiten a los niños escribir

los primeros trazos de su voz escrita, en tanto práctica personal y cargado de sentido. Para ello el principal

referente con el que contaremos será Michel Foucault, desde el libro Estética, ética y hermenéutica (1999)

a partir del capítulo que lleva por título La escritura de sí (p. 289- p. 307)

Foucault (1999) nos adentra en un breve recorrido por la cultura greco romana desde lo que él ha

llamado las artes de sí mismo, que constituían todo un conglomerado de prácticas culturales que pugnaban

por el cuidado y el trabajo sobre sí mismo. Estas artes incluían el gobierno de sí y la estética de la existencia.

Para los griegos y romanos, el ocuparse tanto de sus cuerpos como de sus espíritus era todo un propósito

vital al que otorgaban, en el ámbito privado y social, una enorme importancia. Entre estas artes de sí mismo,

encontramos una práctica que el filósofo ha denominado la escritura de sí, y que tenía lugar a través de dos

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dispositivos en particular: los Hypomnémata y La Correspondencia. Ambos se constituyeron en una

práctica de sí, empleada por diversos pensadores, tales como Plinio o Séneca. Veamos en qué consistían.

Los Hypomnémta eran una especie de cuaderno de notas en donde se registraba lo visto, leído o

escuchado y que, en algún momento, pudiera resultar útil para resolver una situación de la vida cotidiana.

Estos cuadernos eran una especie de ayuda-memoria que permitían a la persona volver sobre lo que alguna

vez había llamado su atención para usarlo como una especie de soporte espiritual. Mucho más que una

forma de atesorar lo que en el pasado hubiere cautivado al oyente o lector, constituían una valiosa guía de

conducta en cualquier momento o circunstancia de la vida. Se pretendía registrar la cosa vista, oída o leída

porque se tenía el pleno convencimiento de que aquello conformaría una interesante guía de acción futura.

Sobre estos cuadernos, Foucault (1999) explica que eran una especie de libro de la vida y que eran

un tipo de memoria materializada. Así, en cualquier realidad que se pudiera estar enfrentando, los

hypomnémata serían leídos para buscar en ellos consejos, planteamientos y postulados que permitieran

hacer frente a una circunstancia. Eran, sobre todo y como lo dice el mismo Foucault, una acogida del

discurso de los otros. Esta acogida implicaba entonces que, a partir de eso registrado, se constituyera todo

un cuerpo que permitiera edificar el propio espíritu. La escritura era entonces una escritura de sí, que se

presentaba como “manera de recoger la lectura hecha y de recogerse en ella” (Foucault, 1999, p. 294)

Este recogerse o incluso acogerse en ella representaba toda la potencia de los Hypomnémata, pues

antes que encriptar lo dicho por otros, permitía convertirlo en base constitutiva del propio espíritu y, por

tanto, del comportamiento. Estamos frente a una escritura que permitía elaborar los senderos del vivir. Y lo

hace gracias a que su papel consistía en “constituir, con todo lo que la lectura ha constituido, un cuerpo”

(Foucault, 1999, p. 296) y en transformar aquel registro en un baluarte sobre el cual no solo volver siempre

que fuera necesario, sino erigir las bases del mundo privado. Foucault (1999) nos cautiva con esta frase que

explica perfectamente el sentido de los hypomnémata: “La escritura transforma la cosa vista u oída en

‘fuerzas y en sangre’” (p. 296), dándole así al escritor el insumo necesario para constituir su identidad desde

el discurso de los otros.

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Como lo enuncié antes, junto a los hypomnémata teníamos la correspondencia, como segundo

dispositivo de la escritura de sí. Esta consistía en un intercambio de misivas en las que se pretendía relatar

lo vivido durante el día o un periodo de tiempo determinado e incluso, ofrecer consejos sobre cómo

enfrentar una situación, ya fuera un duelo o una nueva etapa de vida. Este dispositivo, en particular, era un

marco de intercambios en donde la escritura permitía mostrar el propio rostro ante el otro. Quien escribía

la carta se encargaba de ofrecer al otro todo tipo de detalles sobre su forma de actuar y pensar para que,

quien lo leyera, tomara aquello como insumo importante en un marco de acción.

En la correspondencia, lo que más llama la atención es que aquel hacer aparecer el propio rostro

ante el otro implicaba, al final, un autoexamen de la conciencia que permitía encontrar los motivos que

guiaban la vida de quien había compuesto la carta. El otro receptor de la carta se convertía en un detonante

de la conciencia vital del destinatario y de la constitución de su espíritu. La mirada de aquel a quien iba

dirigida la carta devenía en un examen constante de los motivos que habían constituido el pensamiento, la

conducta y el sentir de quien escribía. El relato que nacía para otro, por tanto, se convertía en el relato de la

relación consigo mismo (Foucault, 1999).

Como lo expresa Foucault (1999), “Con la misiva, uno se abre a la mirada de los otros, y se sitúa

al comunicante en el lugar del dios interior” (p. 300). Ello, precisamente, porque escribir para otro es

permitirse ser reconocido plenamente a partir del relato de la propia vida y así, de la conciencia de esta. Las

palabras de Foucault (1999) nos clarifican al respecto: “Porque la mano del amigo impresa en la epístola

brinda lo que sabe muy dulce en su presencia: el reconocerlo” (p. 300). Ese dios interior al que Foucault

ubica en el comunicante es entonces el examinador de aquello que se ha hecho y pensado. A través de la

carta en tanto escritura de sí, era posible encontrar los motivos que han guiado al espíritu y además

reconstruir el relato de la vida para encontrar nuevos móviles, estructuras, caminos que permitan constituir

el propio espíritu a través del influjo de los otros. Y es que, como lo diría la escritora Anne Morrow Lindberg

citada en McCormick: “La escritura es más que la vida misma, es la conciencia de la vida”. (McCormick,

1986, p. 12)

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Partiendo de esta breve síntesis elaborada en torno a lo que Foucault nos dice respecto a los

hypomnémata y la correspondencia como dispositivos de la escritura de sí, me gustaría abordar tres frentes

de análisis que vinculen lo investigado en torno a la cultura greco romana con lo referente a la escritura en

la infancia y lo vivido en torno a mi práctica pedagógica, en particular, el caso con el que empezamos: la

lectura literaria de la voz escrita de Roald Dahl. Dichos frentes de análisis son:

Notamos en los dos dispositivos un fuerte impacto de la figura y el discurso del otro en el

ejercicio de la escritura.

En ambos dispositivos, se tiene como objetivo central la constitución del propio espíritu.

La escritura es una práctica que deviene en la transformación y evolución del propio

comportamiento.

3.3.1.1. De voces escritas y otros ficcionales representativos: La acogida del discurso de los otros como

principio fundante de escritura

María Teresa Andruetto (2014), en su conferencia La lectura, otra revolución, dice: “También

nosotros descubrimos quiénes somos a medida que narramos a otros o a nosotros mismos lo que nos ha

pasado” (p. 107). Seguramente, Séneca, Plinio o Marco Aurelio –escritores que practicaban la escritura de

los hypomnémata y la correspondencia- entendían muy bien, en el fuero interno de sus vidas, las

implicaciones de esto que Andruetto nos revela. Y es que, en ambos dispositivos, los otros representaban

una especie de lentes bajo los cuales era posible pensar la vida y, al mismo tiempo, constituir para sí mismos

el sentido de su experiencia. En el caso de los hypomnémata, podría decirse que el otro es la puerta a un

nuevo mundo de significados que terminará formando todo un cuerpo para la comprensión de lo cotidiano.

En el caso de la correspondencia, el otro es un espejo que nos permite examinar las geografías que han

constituido el mapa de nuestro mundo interior. Dicho de otra manera, el otro es el barquero que, en medio

de los mares del mundo, nos ofrece la posibilidad de encontrar en los paisajes recorridos, los tesoros ocultos,

los camuflajes de las bestias, las sombras de la noche y también las bondades detrás de los días. El otro es

aquel acompañante del viajero de nuestra alma que no solo nos mira recorrer el río, o la selva o el desierto,

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sino que nos enseña una perspectiva particular y única de esa selva, río o desierto. En medio de este viaje

por los mundos, los hypomnémata y la correspondencia nos revelan esto sobre los otros: son puerta y espejo,

guía y camino, brújula y punto de partida.

En este sentido, la escritura de sí ha nacido porque en un punto de aquel sutil y austero viaje, hemos

encontrado que es necesario acoger la mirada del otro –es decir, su perspectiva y su discurso- para

formarnos una idea del camino que recorremos. Hemos encontrado, mientras deambulamos el universo de

posibilidades de los paisajes ofrecidos, que en algún punto nosotros mismos debemos entender algo, y

mucho más aún, decir algo sobre eso que estamos viendo, o más bien, viviendo. La escritura de sí en los

hypomnémata ha hecho de lo leído, como lo dice Foucault (1999), fuerzas y sangre. Y ello porque el

discurso de los otros –sus ideas, visiones, experiencias- eran para los griegos y romanos una fuente

inagotable de saber convertida en poderosa tranza: Bebo de tu vida para constituir el sentido de la mía. Es

así como estos registros, antes que cápsulas del tiempo, llegaron a convertirse en escritura de sí. Eran los

otros quienes posibilitaban la elaboración de un cuerpo de sentido y significado ampliamente fructífero en

sus vidas.

Cosa parecida sucede con la lectura de las voces escritas en la infancia. A través de los otros

representativos ficcionales (personajes) elaborados por cada una de ellas, llegará para el lector todo un

discurso lleno de matices, perspectiva y visiones sobre el mundo. Entre más voces escritas le hayamos

presentado a un niño, más oportunidades tendrá este de entrar en contacto con las vidas y situaciones

ficcionales de otros. Y es ahí cuando dichas voces escritas se constituyen para él en discurso que llega de

afuera pero que tiene todo que ver con la intimidad de su universo. Una voz escrita le hablará de las formas

a través de las cuales es posible vencer el miedo; otra le mostrará maneras de encontrar amor en los caminos

del mundo; alguna otra le enseñará el sentido de la soledad y la tristeza; y así sucederá entonces que, en

medio de estos discursos, el niño arribe al puerto de la escritura, que hará posible la constitución de un

cuerpo a partir de la acogida de dichos discursos, tal y como ocurre en los hypomnémata. Como lo dice

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Aidan Chambers (1995), citando a C.S Lewis: “A través de la literatura, escribió, “me convierto en miles y

sigo siendo yo mismo”” (p. 19).

Así, desde esta perspectiva, podemos encontrar la razón detrás del renovado posicionamiento frente

a la escritura de la mayoría de niños de mi práctica, y en particular, de O. Si antes me preguntaba cómo fue

que transitó del “No tengo nada que decir” a un “Quiero mostrar lo que escribí” hoy puedo afirmar que se

debió al ejercicio de inmersión profunda en la voz escrita de Roald Dahl que realizamos durante varios

meses. Creamos, entre ellos y yo, un espacio para la ficción que nos daba acceso a la vida de otros

ficcionales que nos invitaban a explorar los secretos del horror y del miedo, pero también de la valentía y

el amor fraternal. El mundo ficcional que la voz escrita de Roald Dahl había elaborado, era al tiempo que

invitación a recorrer un paisaje desconocido, oportunidad de atravesar bajo la piel de otros, la búsqueda de

múltiples aristas y sentidos. La escritura nació, precisamente, como posibilidad de organizar aquel discurso

de los otros en medio de un cuerpo constituido de retazos de percepciones que, ahora, permitían el

nacimiento de un discurso propio.

En consecuencia, la escritura fue el resultado del encuentro con otra voz escrita y así, con la acogida

del discurso de otro, en este caso Roald Dahl y las visiones por él presentadas a nosotros a partir de los

personajes elaborados. Chambers (1995) nos dice que “la literatura nos ofrece imágenes con las cuales

pensar” (p. 16). Y, ciertamente, así como en los hypomnémata y en la correspondencia, es a través de dichas

imágenes ofrecidas por los otros desde donde la escritura puede dispararse; fue a partir de la mirada de Dahl

sobre la maldad, que los niños pudieron escribir relatos en donde ellos mismos combatían el mal.

Seguramente, en un espacio de tiempo mucho más amplio, hubiera podido leer para ellos la mirada sobre

la justicia de Bojunga, o la del amor de Bornnemann, y así hubieran hecho de la escritura un cuerpo mucho

más rico, resultado de la inmersión en un espacio ficcional que siempre contribuye a elaborar altos márgenes

de libertad y responsabilidad, como lo diría Graciela Montes (1999).

3.3.1.2 Escribir para constituir el propio espíritu

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Hace poco, yo me encontraba leyendo Vida y época de Michael K, de Coetzee (2006). Quisiera,

para hablar de la escritura en este pequeño apartado, citar una de las frases que más que conmovió sobre el

protagonista de la novela: “Siempre, cuando intentaba explicarse a sí mismo, quedaba un hueco, un agujero,

una oscuridad que su razón evitaba, en la que era inútil derramar palabras. Las palabras desaparecían, el

hueco permanecía. Su historia siempre tenía un hueco: era una historia equivocada, siempre equivocada.”

(Coetzee, 2006, p. 123) Esto era, en efecto, lo que había sentido Michael K a lo largo de su vida. Mientras

lo leía, recordaba a todos aquellos niños que yo había conocido y que, en múltiples circunstancias,

seguramente sentían lo mismo que Michael K.

Se me vienen ahora a la cabeza muchos de ellos y que a lo largo de este trabajo he mencionado.

¿Cuántos de ellos habrán sentido aquella oscuridad en la que era inútil derramar palabras? ¿Cuántos

habrán sentido la ausencia de palabras en su vida como un dolor hondo y punzante en sus cuerpos, como

aquel hueco de una historia equivocada? ¿M. y E. del colegio Camilo Torres, quizá? ¿Muchos otros cuando

no sabían cómo nombrar lo que tenían dentro, talvez? En estos momentos pienso en la escritura, después

de que ya hemos visto cómo a partir de la reunión de voces escritas, es ella quien nos permite constituir un

cuerpo de sentido y mirarnos a través de los otros. Pues bien, no solo esto permite la escritura, como lo

evidenciamos en el anterior apartado. También nos queda una importante lección desde el estudio de los

hypomnémata y la correspondencia: esa acogida del discurso de los otros para constituir un cuerpo, tiene

razón de ser solo por cuanto que ese cuerpo, que podemos coincidir en llamar escritura, nos ayuda a

constituir el propio espíritu. ¿Qué significa esto?

Chambers (1995) nos dice que “mientras le podamos contar a otros lo que está sucediendo dentro

de nosotros mismos y se nos cuente lo que sucede dentro de otras personas, seguimos siendo humanos,

sanos, optimistas, creativos” (p. 19). Para Michael K la oscuridad era, en definitiva, un lugar sin palabras,

pero no de cualquier tipo, palabras que nunca lograban realmente que otros entendieran la simpleza de su

búsqueda, respetaran a su alma, tremendamente austera y solitaria. Las palabras eran un abismo con cuyo

trazo nada conseguía. Si pensamos que muchos niños y cientos de nosotros sentimos eso a lo largo de

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nuestras vidas, cabe preguntarnos entonces qué tan necesario es sentirnos capaces de declarar, a través de

las palabras, aquello que sucede al interior de nosotros desde la elaboración del sentido de nuestra

experiencia. Si para los griegos y romanos era tan importante la escritura como ejercicio personal,

ciertamente era porque les ayudaba a elaborar, a partir del discurso y la mirada de los otros, los matices de

su mundo tanto interior como exterior. La escritura se convertía, así, en un recurso inagotable de

conocimiento de sí mismos.

La escritura permite, por ende, contarse a sí mismo y a la vez, contar a otros lo que acontece en la

vida privada, creando un flujo incesante entre el mundo del afuera y el mundo del adentro que nos permite

constituir el propio espíritu. Así, se convierte en una práctica personal que, como en la correspondencia,

nos permite encontrar el sentido de lo que hemos hecho, pensado y vivido. En un artículo maravilloso, el

profesor Francisco Arias (2012), nos dice: “Escribir es, sin duda alguna, una experiencia que evidencia la

más alta capacidad que tiene el hombre de constituirse sujeto, es la muestra más clara que se tiene del

trascender-se, del tomar distancia de sí, del objetivar-se para decir-se algo a sí mismo de sí mismo” (p. 73)

Este decir-se algo a sí mismo es la gran potencia que encontraban los griegos en la escritura de la

correspondencia. Y es, ciertamente, también la gran potencia que tendría la escritura de sí en la infancia.

Es a partir de un viaje al interior de sí mismo aunado por la presencia de las voces escritas, que la escritura

se convierte en puente entre el mundo exterior e interior para lograr la comprensión de los motivos y la

organización no solo del discurso de los otros en un cuerpo, sino de la propia experiencia en un sentido. De

esta manera, sería absolutamente factible creer que es la escritura uno de los medios a través de los cuales

podemos dar un poco de organización a cualquier oscuridad que, como a Michale K y seguramente a tantos

niños, alguna vez ha atravesado. Todos tenemos derecho a las palabras y, más aún, a darle sentido a nuestra

vida a través de ellas.

La escritura nos constituye en sujetos con derecho a decir y a declarar y así, a decir-se y a declarar-

se, debido a su capacidad de adentrarnos en un viaje al interior de nosotros mismos. Este viaje, que como

lo dice Andruetto (2009), es migración de un sitio a otro, siempre nos permitirá arribar sobre puertos de

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libertad. La ausencia de voces escritas que nos ayuden a pensar el mundo, así como la ausencia de palabras

que sean relato de nuestra relación con nosotros mismos, crea prisiones de las cuales es difícil escapar, pues

nos hallamos hacinados bajo las fronteras de una cárcel a la que nadie penetra y en donde el propio espíritu

se siente impedido. Declarar que existimos, decir a otros los motivos que han guiado nuestro camino y

descubrir el sentido de lo que pasa y nos pasa, es uno de los grandes privilegios que la escritura proporciona,

pues, como lo dice Andruetto (2009): “Toda escritura es experimental, ya que constituye, si es genuina, una

exploración intensa de la palabra y una experiencia profunda en el seno de uno mismo” (p. 34).

Simultáneamente, la escritura constituye un viaje hacia la conquista de la libertad interior. Vimos

cómo Graciela Montes (1999) nos planteaba las características del mundo de la ficción, y afirmaba que, a

través del establecimiento de los espacios ficcionales, nos era posible conquistar un territorio de libertad:

“Creo que construir ese artefacto que es un cuento o una novela (o un cuadro o una cantata) en el vacío es

un acto de libertad y de responsabilidad al mismo tiempo, acto profundamente humano, pleno de sentido”

(p. 25) Precisamente, la escritura forja para nosotros un territorio de conquista, puesto que nos forma como

los primeros narradores y edificadores del sentido de nuestra experiencia; erigiéndose después y durante el

paso por voces escritas y otros ficcionales, en el lugar idóneo para construir nuestro espíritu, a partir del

tránsito que propicia hacia la conciencia de las razones que edifican la gran trama del mundo interior. Lo

dice Andruetto (2009): “La escritura se convierte, entonces, como la vida misma, en un atravesar, narración

de viaje para liberarnos de las cosas no evitándolas sino atravesándolas, como quería Pavese” (p. 33).

Al final del libro de Coetzee que he citado, nos queda una bella lección: Michael K, durante los

terribles días de la guerra en los que tuvo que vivir, siempre buscó conquistar un lugar íntimo. Lo buscó

siempre a través de la tierra. Migró de un sitio a otro caminado hacia el encuentro de un lugar lejos del

mundo que le permitiera, cual pájaro solitario, observar el día y las estrellas. Cultivó sus calabazas, buscó

dormir tumbado al sol por días enteros, o incluso deambular escapando de albergues temporales para huir

de la sociedad incapaz de comprenderlo. El viaje de Michael K es el viaje de la escritura. Es una permanente

conquista por asirnos a un lugar que nos pertenezca por completo, es buscar un territorio y un sitio en el

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mundo en donde poder revelarnos a nosotros mismos el tedio, la tranquilidad, la alegría o la indiferencia de

vivir. Es un viaje de un sitio a otro –por eso Andruetto llamó a la escritura migración, camino, movimiento-

para buscar en todos los rincones del espíritu un habitáculo propio en donde nos podamos decir las verdades

más íntimas y construir la forma en que queremos vivir, sentir y pensar.

3.3.1.3 Escribir para vivir

Una de las reflexiones finales que Foucault realiza en torno a la escritura de sí desde los

Hypomnémata y la correspondencia es la razón de este último apartado de análisis. Es la siguiente: “La

escritura como elemento de entrenamiento de sí, tiene, para utilizar una expresión que se encuentra en

Plutarco, una función ethopoiética: es un operador de la transformación de la verdad en ethos” (Foucault,

1999, p. 292). Si desglosamos esta palabra (ethopoiesis) encontraremos que ethos para los griegos

significaba forma de vida o comportamiento; en el otro lado, poiesis significa creación o producción.

Literalmente, podríamos decir que esta función ethopoiética de la escritura tiene que ver con la forma en

que a través de ella podemos crear las bases de nuestro comportamiento. Esto lo observamos claramente a

través de los dispositivos analizados por Foucault, pues cada uno de ellos buscaba influir en los sucesos de

la vida cotidiana. Con los hypomnémata la persona podía formar todo un cuerpo a partir del discurso de los

otros que le sirviera para ser utilizado como guía de acción en cualquier circunstancia futura; en la

correspondencia, era preciso hacer a través del relato a otro un ejercicio de introspección y examen de

conciencia para hallar motivos detrás de las conductas pasadas y encontrar nuevas formas posibles de

comportarse en el futuro. En efecto, en cualquiera de los dos dispositivos, es innegable la influencia de la

escritura sobre el vivir.

En consecuencia, podríamos pensar en la escritura no solo como ejercicio personal producto de la

acogida del discurso de los otros cuyo objetivo es constituir el propio espíritu, sino también como práctica

de migración, movimiento y tránsito -en palabras de Andruetto (2009)- que nos permite construir formas

posibles de vida a través de la constitución de nosotros mismos como sujetos. En la infancia, esa

construcción es indispensable. Y así como es un derecho la búsqueda de sentido a través de la palabra, a

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cada niño debemos ofrecer la posibilidad de intervenir sobre su propia vida y destino. No es seguro que la

escritura siempre devenga en un viaje de transformación o reinvención del propio ser, pero desde el sentido

y la significación que a través de ella podemos construir, crearse a sí mismo en el camino para influir el

interior y el exterior de nuestro mundo se convierte en una posibilidad real y casi que palpable. Esto es lo

que sucede, de hecho, en el recorrido que realiza Raquel, protagonista de la novela La bolsa amarilla de

Lygia Bojunga: el personaje inventado a través de uno de sus cuentos (El gallo Rey o luego Alfonso) la

ayuda a travesar una serie de aventuras que la convertirán en una persona diferente, no porque su mundo

de circunstancias haya cambiado, sino porque la conciencia sobre estas circunstancias se ha modificado

(Bojunga, 1976). Eso sucede con la escritura, nos adentrará en un viaje a través del cual la consciencia de

la vida auspiciará las posibilidades de edificación de nuevos senderos, antes inimaginables. Socorro Vargas,

en el prólogo de La lectura, otra revolución (Andruetto, 2014) dijo: “El camino de la lectura es el de la

libertad” (2014, p. 9). Yo me atrevo a decir que la escritura es el camino de la libertad hacia la creación del

propio ser. A continuación, las formas a través de las cuales lo hace.

3.3.2 El niño como autor y el nacimiento de su voz escrita

En el presente apartado es menester estudiar las formas a través de las cuales la escritura de sí toma

dirección y sentido en la vida de los niños. Aún, es necesario explorar la riqueza conceptual que nos ofrecen

los dispositivos en donde operaba dicha escritura para la cultura greco romana. Sin embargo, en esta

oportunidad el frente de análisis será diferente. Pretendo sugerir al lector que tales dispositivos resultan una

propuesta de escritura interesante en la infancia puesto que en ellos se dan cita diversos elementos didácticos

para la enseñanza de la misma, en torno a los cuales autores como Murray (1982) y McCormick (1986) han

profundizado, y que son: el concepto de autoría y el descubrimiento del otro yo de un escritor o el yo lector

en el proceso de producción escritural.

Es por ello que, en un primer momento, ahondaré en la relación de los dispositivos de la escritura

de sí y los conceptos teóricos presentados por los autores mencionados, para luego reflexionar en torno a la

importancia de elaborar una propuesta de enseñanza de la escritura en la infancia a partir del reconocimiento

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de dicha relación y estrategias didácticas puntuales desarrolladas por Murray (1982) y McCormick (1986),

a saber: el taller de escritura y la conferencia o entrevista como elemento central en su desarrollo. Por

último, busco argumentar cómo el cúmulo de análisis propiciado por los dispositivos de la escritura de sí

en relación con las conceptualizaciones teóricas y didácticas de Murray y McCormick abren un amplio

camino para el nacimiento de lo que he llamado la voz escrita en la infancia. Pues bien, veamos a

continuación cómo articulamos todos los frentes de análisis propuestos. Empecemos.

3.3.2.1 Sobre la formación del otro yo: el primer lector de un escritor

La escritura nos permite convertir el caos en algo bello, rescatar momentos de nuestras vidas,

descubrir y celebrar las fuerzas que organizan nuestra existencia. (McCormick, 1986, p. 12)

Quiero, por un momento, que el lector piense ya no en los orígenes que fundan la escritura de sí, ni

en aquello que la moviliza, sino en la gestación misma de las palabras escritas, ya puede ser desde la

correspondencia o desde los hypomnémata. ¿Cómo es que tiene lugar un proceso que transitamos a partir

del influjo de voces escritas y otros ficcionales representativos? ¿Qué movimientos han dado lugar al

nacimiento de un texto escrito? ¿De qué manera entender el flujo de palabras que colisionan entre sí para

dar lugar a un producto escrito? Podríamos preguntarnos por la forma a través de la cual no solo los griegos

y romanos, sino también las personas cuyo oficio es escribir, pueden construir una escritura que comunica,

organiza, da sentido, cuenta la experiencia, permite en sus lectores la simbolización y la identificación con

los personajes, entre otras cosas. ¿Cómo era que Séneca lograba, a través de la correspondencia, sostener

con palabras de convicción y aliento a quien lo necesitara a partir de una escritura que recopilaba los

sentidos de su experiencia? ¿Cómo un pensador griego o romano podía encontrar, desde sus hypomnémata,

el valor necesario para tomar una decisión o el coraje para emprender una hazaña?

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Es pertinente explorar la mirada que nos ofrece Murray (1982)18 en torno al proceso de escritura.

Para ello, el autor se vale de una metáfora realmente cautivadora. Cada persona es un mundo infinito de

posibilidad, acción, corazón y espíritu. A cada uno de nosotros nos pueblan vastedad de concepciones,

matices y lentes bajo los cuales contemplamos el mundo para sentirlo y experimentarlo. Podríamos decir

que todo ello constituye un poderoso universo de significado (Murray, 1982). Como ya hemos visto, las

voces escritas que leemos interactúan con dicho universo. En esa misma dirección lo hace la escritura.

Cuando pretendemos escribir, se dan cita los contenidos del gran recipiente de nuestras vidas. Todas estas

formas, colores, aristas y ángulos que nos constituyen al interior de nosotros mismos, toman la forma de un

vasto territorio. Por lo tanto, cuando comenzamos a escribir nos vemos en la necesidad de recorrer dicho

territorio.

Ahora bien, ¿qué le es útil a alguien que pretende explorar un territorio? Como cualquier paisaje al

que hayamos visitado, sabremos que está habitado por criaturas, obstáculos, caminos, altibajos y desniveles.

Cada espacio de ese territorio es múltiple e infinito: un oscuro pasadizo podría revelarnos un descubrimiento

que ignorábamos, el contacto con el agua de un río al despertar podría recordarnos la sensación de vitalidad

que fluye por nuestro cuerpo al sentir un frío que quema, así también podría hacerlo el paisaje de unas nubes

dibujando formas que rememoran el hogar al que pertenecemos. Es precisamente porque sabemos que el

territorio ofrece distintas y magníficas posibilidades, que podemos creer que la mejor manera de recorrerlo

sería a través de un mapa. ¿Quién será el diseñador de ese mapa que contiene los contornos del territorio,

vasto e infinito, de nuestras experiencias, sueños, intereses, sentidos y pensamientos? Será, en definitiva, el

yo escritor o, como también lo llama Murray (1982), el map-maker, es decir, el cartógrafo.

Tenemos, entonces, que el escritor es aquel que diseña el mapa del territorio que desea explorar.

La escritura, por lo tanto, será aquel proceso de diseño del mapa que nos permitirá tener una guía y una

brújula de nuestro territorio. Sin embargo, no es suficiente ser el explorador del territorio ni el diseñador

18 Vale la pena aclarar para el lector que el texto que tomaré como referencia en diversos momentos del capítulo y del análisis de Donald Murray, no ha sido traducido al español. Es por ello que me he tomado la licencia de traducirlo; perdonará el lector las faltas que pudiere encontrar en dicha traducción empírica.

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del mapa. Necesitamos de alguien que, tomando distancia de aquello que hemos explorado y creado, sea

capaz de leer el mapa al cual nos hemos consagrado. El mapa, por supuesto, equivale a los productos

escritos que hemos elaborado. Pues bien, Murray (1982) nos dice que junto con el map-maker o cartógrafo

coexiste un map-reader, es decir, un lector del mapa. Al primero lo llama el escritor o el yo escritor y al

segundo el yo lector. Este último es quien se encarga, siguiendo con nuestra metáfora, de monitorear la

exploración del territorio a partir de una lectura rigurosa del mapa. Es quien puede recordar al cartógrafo o

al yo escritor qué obstáculos le quedan por atravesar, qué formas o estilos del paisaje ha obviado o, incluso,

qué senderos es pertinente recorrer. El lector del mapa soporta y estimula la exploración del territorio con

el fin de que el cartógrafo amplíe su visión y sea nutrido por los tesoros y obstáculos de la geografía

explorada.

Escribir, por lo tanto, consiste en un proceso arduo de exploración del territorio, pero también de

diseño del mapa de dicho territorio. En el proceso se dan cita dos yo: el yo escritor y el yo lector. El yo

escritor se convierte en cartógrafo a medida que va reconociendo la necesidad urgente de escuchar la

opinión, crítica y visión ofrecida por el yo lector, que todo el tiempo interpreta y guía la elaboración de los

textos escritos; buscando movilizar al escritor, primordialmente, desde el sentido identificado al sentido

clarificado (Murray, 1982). Elaborar un texto escrito supone un proceso en el que el sentido, las palabras,

los pensamientos y nuestras emociones frente a todo ello colisionarán para dar lugar a una estructura de

significación. Mientras el escritor diseña, piensa y siente el texto que se está gestando, coexiste un yo lector

que le permitirá tomar distancia del conglomerado formado entre pensamiento, emoción y experiencia para

susurrarle al escritor aquello que le dará fuerzas y sangre a lo escrito.

No es gratuito que, junto al yo escritor, coexista un yo lector. Pensemos por un momento en que,

para que la escritura de sí tuviera lugar a través de los hypomnémata y la correspondencia, debía existir un

yo al interior de quienes la practicaban formándose a partir de la lectura constante del discurso de los otros.

Esto bien lo evidenciamos en el anterior apartado. Esta vez cavamos más hondo, pues ahora pretendo

afirmar que el proceso que toda escritura de sí conlleva será posible solo cuando, en la exploración intensa

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del territorio, el escritor sea capaz de diseñar un mapa susceptible de ser leído siempre de forma crítica por

el yo lector. Con esto quiero decir que el yo lector es el compañero de escritura constituido a partir de la

lectura de las voces escritas y de los otros ficcionales que, ahora, supervisa y monitorea el nacimiento,

gestación y desarrollo de lo escrito.

En los hypomnémata, quien escribe es acompañado por este yo lector que es capaz de hurgar de

forma constante en lo escrito con el fin de monitorear la exploración del territorio de aquellas voces,

experiencias y sentidos que otros han ayudado a construir. En la correspondencia, el yo lector es aquel Dios

interior al que hacía mención Foucault (1974), y que se erigía como disparador del autoexamen en torno a

la experiencia vivida. El yo lector, lo podemos afirmar ahora, es aquel compañero ineludible en el viaje al

interior del territorio profundo de nuestras verdades e incógnitas más sentidas. Es quien se encarga de leer

cuantas veces sea necesario lo escrito para, ahora, poner un ojo crítico sobre la exploración del territorio y

el diseño del mapa. Hemos leído a otros y, como resultado, tenemos que un nuevo yo ha nacido para soportar

el trabajo al que nos embarcamos a través de lo escrito. Ese otro yo es el yo lector. Es necesario traer las

palabras de Murray a lugar:

El otro yo es también el colega que soporta al escritor, el compañero que simpatiza y fortalece, que

escucha de forma empática las quejas y rememora para el escritor los éxitos pasados. Entre más

profundo nos adentremos en el proceso de escritura, más podemos descubrir cómo las

preocupaciones afectivas gobiernan el plano de lo cognitivo, pues la escritura es una actividad

intelectual llevada a cabo desde un ambiente emocional, tal como un velero precisamente fabricado

tratando de mantener su curso en un vasto y tormentoso océano Atlántico. El capitán tiene que

lidiar, de forma simultánea, con sus miedos y las lecturas de la brújula que lleva consigo. (Murray,

1982, p. 144).

Así es, por lo tanto, como tiene lugar la escritura. Es el proceso de interacción profunda entre un

yo que escribe y un yo que lee, o como también lo afirmé anteriormente: un cartógrafo del territorio y un

lector del mapa de dicho territorio. Como lo constata Murray (1982), escribir significará encontrar la manera

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de poner en diálogo estos dos yo, cuya existencia posee siempre un carácter simbiótico. En la escritura de

sí, el yo lector se ha formado a partir de la interacción constante con las voces escritas y los otros ficcionales

representativos, sin embargo, como lo veremos en el siguiente sub apartado, debemos pensar estas

teorizaciones en torno a lo escrito en su relación con la enseñanza de la escritura y partir de la pregunta por

la formación del yo lector o, incluso, su descubrimiento. Sabemos que existe cuando escribimos. Podemos

conjeturar que quienes practican y han practicado la escritura de sí -desde los griegos y romanos hasta hoy-

escucharon y trabajaron codo a codo con su yo lector. Pero ¿en qué consiste el encuentro de este yo lector

para los niños? ¿Cómo los formamos o los guiamos en la búsqueda hacia este? ¿Cómo enseñar para ellos

la escritura de sí?

3.3.2.2 Del encuentro de la voz lectora al nacimiento de una voz escrita

Hay escrituras en donde se puede leer la escritura. No se trata de una promesa, de una redención,

de una solución al dolor; al contrario: cada palabra –y no los signos encorvados ya por su

agotamiento de sentido- nace en voz alta, afirmada, con una fragilidad que habla con el mundo, lo

interroga, le pide respuestas, le pregunta por qué, lo sacude, no lo deja en paz. La escritura como

esa fragilidad que muestra lo vulnerable de la existencia. (Skliar, 2015, p. 151).

En este subapartado quiero presentar al lector una idea central: Enseñar a escribir en la infancia

debe partir de la consciencia en torno al proceso de escritura como el descubrimiento, diálogo e interacción

entre tres voces: la voz del yo lector, la voz del texto que emerge a través de lo escrito y la voz escrita del

niño quien, en el proceso, se constituye a sí mismo como autor, en términos de Lucy McCormick (1986).

Este descubrimiento de las tres voces que tienen lugar en lo escrito empieza con la enseñanza de la escritura

como un proceso vital constituido por las siguientes fases: preparación, borrador, revisión y edición o

redacción de la versión definitiva (Terminología de Murray tomada por McCormick, 1986, p. 31). Quiero

que revisemos en qué consiste cada una de estas fases partiendo de la metáfora del territorio y del mapa ya

antes explorada, para comprender la idea central de este último subapartado del trabajo. Es momento de

viajar.

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3.3.2.2.1 Preparación: El primer gran despertar ante el territorio de lo escrito. Durante los años de mi

práctica pedagógica, procuraba siempre escuchar lo que los niños tenían por decir. Me sorprendieron las

ideas que me comunicaron en torno a la amistad, el amor, la muerte y muchas otras cosas más. En numerosas

ocasiones traté de recopilar en lo escrito esas voces que guardaban un universo inmenso de posibilidad.

Mientras tanto, en medio de las voces adultas frente a lo que se debe aprender, y en las rutinas escolares,

las voces de los niños se perdían. En muchos sitios en donde ellos gritaban, con gestos y silencios, aquello

en lo que querían ser escuchados, se erguía igualmente un gran muro que impedía el flujo de sus voces

cargadas de anhelos, miedos, deseos y significados profundos que deseaban construir.

En este sentido, McCormick (1986) encuentra en la escritura una valiosa forma para que los niños

sean escuchados porque, como lo dice ella misma, todos tenemos la necesidad de declarar, para nosotros

mismos y para los demás: “Este soy yo, esta es mi historia, mi vida, mi verdad.” (p. 15). Sin el

reconocimiento de que esto es una necesidad básica para los niños, entonces es impensable concebir la

escritura en tanto proyecto personal que se edifica desde aquello que a ellos interesa, conmueve, moviliza.

Es por esto, que la primera etapa de la enseñanza de la escritura en el aula debe ser el reconocimiento de

todo aquello hacia lo cual los niños se sienten interesados, llamados a escribir. Es necesario partir de esta

verdad fundamental: sus vidas son algo sobre lo cual vale la pena escribir (McCormick, 1986, p. 16)

En este orden de ideas, la primera parte del proceso de producción escritural y que McCormick

(1986,) en términos de Murray, denomina preparación, tiene que ver con el encuentro inicial del niño con

la escritura partiendo de la pregunta por aquello sobre lo que desea explorar o indagar, desde su mundo de

intereses. Si pensamos en la metáfora de Murray (1982), podríamos imaginar que el niño se encuentra aquí

frente a un territorio que, en definitiva, conoce, pero aún no ha explorado. Cuando le preguntamos sobre

aquello que le interesa, nuestro pequeño viajero estará frente a la visión de un territorio que se muestra

como incesante e infinito. La contemplación de este, como quien se asoma a lo desconocido, es una visión

que podría resultar temeraria, pero, al mismo tiempo, apasionante. Sentarse frente a la hoja en blanco es el

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primer avistamiento del territorio de lo escrito, y representa para quien escribe, la invitación a una

exploración intensa de la palabra en el seno de uno mismo, como lo diría Andruetto (2009).

En este momento primigenio, los niños se sitúan frente al territorio como quien espera de él grandes

tesoros, pero también la aparición, siempre incierta, de los obstáculos más aterradores del camino. No sabe

qué va a ocurrir, y por ello es preciso que su primera gran visión encuentre asidero en el universo que puebla

su mundo interior, cargado de experiencias, sentires y pensamientos que merecen ser explorados a través

de lo escrito. Esto constituye, por ende, un gran despertar frente a las propias construcciones en torno a lo

humano que cada niño ha elaborado durante su vida. Dicho territorio quiere ser atravesado y, por ahora, el

viajero debe utilizar como punto de partida aquello que conforma su propia visión del camino, nutrida,

como ya sabemos, de los significados que las voces escritas y sus otros representativos han aportado. La

posibilidad de un viaje se abre paso ante él y, con ello, la inminencia de que en la exploración del territorio

encuentre toda clase de abismos y fronteras que atravesar.

3.3.2.2.2 Borrador y revisión: Las primeras elaboraciones del mapa sobre el territorio y el

descubrimiento de que se explora lo escrito en compañía. Ahora bien, una vez nuestro viajero se ha

situado frente a la gran visión del territorio, es necesario que, más allá de los miedos que cualquier

exploración pudiere generar, inicie su exploración. Esta exploración es, básicamente, la construcción de los

borradores que producirán la versión final. Sin embargo, si pensamos por un momento en todo aquello que

implicará para el niño iniciar la exploración del territorio de lo escrito, sabremos de inmediato que recorrer

el trayecto no supone una tarea sencilla de emprender. En efecto, el proceso que ahora tratamos, deberá

convertirse en un camino de doble vía: la creación de los borradores y su consecuente revisión. Pero ¿quién

se encarga de dicha revisión y en qué consiste? ¿Habrá un compañero de viaje que supervise dichas

creaciones o el niño estará solo en la exploración del territorio?

Pues bien, como lo entendimos con Murray (1982), en el proceso de escritura siempre hay un yo

lector que supervisa la escritura del yo escritor. En consecuencia, cuando los niños inician la exploración

del territorio, deben empezar, a la par, el trabajo cartográfico en torno a su propia aventura. Producir el

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primer borrador equivale al ejercicio del cartógrafo que diseña la primera versión del mapa que dará cuenta

de las aristas y límites del territorio. Sin embargo, dicha travesía está vaciada de sentido si no hay un

acompañante que sea capaz de supervisar la exploración de aquel territorio y la elaboración del mapa. El

niño, como lo corroboramos con Murray (1982), aún no sabe que existe otro yo que es el lector del mapa o

map-reader. Recién explorando lo escrito, no identifica plenamente la voz que le susurra y funciona en

tanto brújula de su ejercicio cartográfico. ¿Cómo logrará, por ende, escuchar la voz de su yo lector?

Pues bien, es necesario que alguien funja como el primer yo lector del niño antes de que él mismo

pueda escuchar la voz que su propio yo lector le ofrece. Ya que escuchar dicha voz es un trabajo arduo y

un proceso lento de descubrimiento, alguien debe ofrecerse como el primer compañero de viaje en su

exploración, de manera tal que sea él quien -ya conociendo los obstáculos y variantes en el territorio de lo

escrito- le enseñe al naciente escritor a confiar en el consejo y acompañamiento que residen ocultos en la

voz de su propio yo lector. Este primer compañero de viaje se convertirá en sostén y amigo del niño que,

durante el proceso de producción del primer borrador y los consiguientes, necesita de una voz que, a través

del reconocimiento y el diálogo, le enseñe los primeros caminos de lo escrito, convirtiendo la exploración

del territorio en un viaje al fondo de las cavidades de las bondades y obstáculos de cualquier sendero

posible. El acompañante será una guía, una voz dulce que escucha e interroga al niño por los sentidos y

motivos detrás del proceso de lo escrito. Nos hallamos, en consecuencia, frente a un maestro que enseña a

escribir.

Por lo tanto, es el maestro quien lee los borradores que el niño produce. Es él quien revisa y en

dicho proceso, se permite hacer preguntas, indagar, acompañar todo aquello que al niño se le pudiere

presentar como obstáculo en la realización de sus primeros mapas sobre el territorio. Es quien despierta,

poco a poco, el sentido de la escucha y de diálogo entre el yo escritor y el yo lector. Así, el maestro enseña

a descubrir la voz del yo lector a partir del préstamo de la suya propia. Como lo dice Murray (1982): “El

profesor ayuda al estudiante a encontrar el otro yo, a conocer el otro yo, a aprender a trabajar con el otro

yo” (p. 147) Es precisamente porque el maestro se constituye como el primer acompañante en el viaje por

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el territorio de lo escrito, que su voz –a través del diálogo y las preguntas en lo que Murray (1982) llama la

conferencia y McCormick (1986) la entrevista- es quien enseña al niño a descubrir la voz del yo lector que

ha supervisado su escritura sin que él sea aún consciente de ello. La voz del maestro, por lo tanto, es una

voz que inaugura un nuevo sentido para el niño: la escucha de la voz de su yo lector. Murray (1982) lo

explica de esta manera:

El profesor hace preguntas para las que el estudiante cree que no hay respuestas: ¿Por qué usaste

una palabra tan fuerte aquí?, ¿cómo redujiste esta descripción y la hiciste más clara? ¿por qué

añadiste tantas especificaciones en la página tres? Creo que este final realmente funciona, pero ¿qué

fue lo que viste que te hizo darte cuenta de que el final antiguo podía ser en realidad el nuevo

comienzo? (p. 147)

En este punto, es necesario recordar que el maestro se sitúa frente a un aula llena de nacientes

escritores cuya escucha del propio yo lector se encuentra en diferentes niveles. Es por ello que él no es el

único acompañante de la exploración del territorio ni en la creación del mapa, si bien si es el principal. El

niño debe saber que él no es el único viajero. Sus compañeros también se convierten en exploradores, y

aunque la búsqueda que los ocupa es singular, el descubrimiento de la voz de su yo lector representa para

todos, en distintas medidas, una conquista en el proceso de la escritura. No solo la voz del maestro es quien

le ayudará a cada niño a descubrir las texturas y tonalidades de la voz de su yo lector, sino también los otros

yo lectores de cada uno de los niños que participan de la creación de borradores. Como lo explica Murray

(1982):

Los otros miembros del taller escuchan a otro yo efectivo. Ellos escuchan cómo el buen escritor lee

un borrador evolucionado. Y durante las sesiones del taller sus otros yo empiezan a hablar, y ellos

escuchan a sus propios otros yo participar en el provechoso proceso del taller. (p. 147)

Así, tenemos que los procesos de producción y revisión de los borradores creados, representan para

el niño el gran descubrimiento de que la exploración del territorio y la creación del mapa de lo escrito no

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tienen sentido sin el acompañamiento de una voz lectora que escucha y dialoga con el fin de ayudarle a

encontrar los matices y tonalidades de la suya propia. El maestro y los pares que le permiten descubrir dicha

voz, se convierten en poderosa brújula que le susurran al oído que cualquier obstáculo puede ser sorteado,

al tiempo que le revelan las bondades del territorio, las partes inundadas de belleza y la claridad con la que

es posible contemplar aquello que se explora si se es capaz de escuchar el consejo del propio yo lector. El

niño se encuentra, de esta manera, con su poder como explorador que, en definitiva, es su capacidad infinita

como creador del recorrido y del mapa que lo llevará a dibujar las fronteras, límites y realidades que es

posible edificar a través de lo escrito. Descubrir la voz lectora es el principio de la conquista de la voz del

texto y de la voz escrita. Veamos en qué consiste.

3.3.2.2.3 Edición o redacción de la versión definitiva: El nacimiento de un autor con una voz escrita

propia. Esta es la parte final del proceso de escritura. Después de que el maestro ha guiado el propio

descubrimiento de la voz del yo lector del niño que produce los borradores, llega el momento en que dichos

borradores dan nacimiento a la versión definitiva. Si pensamos la producción de estos borradores como un

viaje de exploración, podríamos comparar la versión definitiva como la culminación de un trayecto. Y así

sucede con cada nuevo texto o mapa que cada estudiante se propone escribir, cual viaje a cuyo

descubrimiento se ha abocado. El sentido no reside solo en la llegada al destino que motivaba nuestra

exploración, sino en la exploración misma. Es ella la que forma en nosotros la mirada de lo bello y lo difícil

en torno a lo escrito. Como en Ítaca, de Cavafis, es el viaje mismo lo que le otorga sentido al recorrido,

pletórico en tesoros y en obstáculos, y por eso mismo, siempre edificante, siempre valioso.

Escribir es el descubrimiento de las voces que podrían nutrir el amplio universo de palabra, emoción

y pensamiento que puebla nuestras vidas. Al atravesar las voces escritas y sus otros ficcionales

representativos nace el germen para la escritura, pero entendemos a partir del proceso vital que ella implica,

que el territorio de lo escrito toma forma desde el encuentro de tres voces, sin las cuales la exploración que

da resultado a una versión final, no tiene sentido, a saber: la voz del yo lector, la voz escrita del niño y la

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voz del texto. A la primera he hecho alusión con anterioridad. Sin embargo, a las dos últimas es menester

otorgarles también el lugar que merecen y explicar la conquista que representan.

Cuando la escritura en el aula toma el sentido de proceso vital y se direcciona, por lo tanto, a la

construcción de lo que he llamado escritura de sí, el niño poco a poco va a sumiéndose como autor, es decir,

que puede concebirse a sí mismo, en términos de McCormick (1986), como alguien que escribe. Esta es

una nueva consciencia en torno a su realidad, representa el despertar ante la visión del territorio y la

conquista de sus espacios. Poco a poco, a medida que la escritura toma la forma de proyecto personal en la

vida de los niños, esta consciencia se hace más fuerte y transita del descubrimiento de la voz del yo lector

hacia la edificación de la voz escrita y la voz del texto. Mientras que el niño descubre que, durante su

proceso escritural, hay una voz lectora que supervisa la creación de lo escrito, aprende entonces a darle

paso, al mismo tiempo, a una voz escrita que nace como fruto de su singularidad, de su percepción y del

tono que poco a poco ha decidido edificar a través de lo escrito. Es entonces cuando nace lo que Skliar

(2016) llama una escritura en alta voz.

Dicha voz escrita empieza a constituirse, precisamente, como expresión de la singularidad del

sujeto que escribe. Es la marca personal sobre lo escrito, y a medida que se descubre y que se forma, permite

otorgarle al texto, también, los matices de una voz. La conquista de la voz escrita es el aprendizaje del niño

de una escritura de sí, que indaga y conmociona, retando al mundo que se nos presenta como dado y que,

al mismo tiempo, puede constituir nuevos sentidos de la experiencia. La voz escrita, en consecuencia, es el

sello personal de un niño que se ha erigido a sí mismo como autor, que es capaz de explorar el territorio a

través del poder que ofrece su propia vestimenta como viajero, los lentes que él mismo ha construido para

contemplar los paisajes y las concepciones que ahora determinan el rumbo de las rutas. Ya no es un

explorador novato; al contrario, es un viajero que, aunque siempre expectante, edifica el rumbo, el sentido

y las formas a partir de las cuales atravesará el viaje que comienza con la producción de cada nuevo escrito.

Es así como los textos que, a través de los años produzcan los niños formándose como autores,

hablarán por sí mismos y serán el resultado del diálogo entre la voz del yo lector y su voz escrita. El

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aprendizaje en torno a las formas en que dichas voces dialogan y se interpelan, toma forma a través de las

múltiples producciones escriturales de los niños, y del acompañamiento constante del maestro y los pares

que serán brújula y guía en el camino de exploración del territorio. La voz escrita, entonces, surge de la

singularidad de la relación que a cada niño le sea posible formar con lo escrito, convirtiéndose en proyecto

personal en sus vidas. Cuando lo que a cada uno conforma como sujeto único e irremplazable, labrará lo

escrito en tanto diálogo entre su voz lectora, su voz escrita y la voz emergente del texto. Asistimos, así, a

la constitución de la escritura de sí a partir de un diálogo plural de voces (lectora, escrita, del texto) nacidas

al calor del universo, infinito y múltiple, de cada niño que se ha embarcado en la travesía de lo escrito.

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4.ANÁLISIS A PARTIR DE LAS CATEGORÍAS ABORDADAS

HABITAR UN MUNDO POSIBLE O DE LA CREACIÓN DE ESPACIOS FICCIONALES EN LA

INFANCIA

Después de haber atravesado diversas perspectivas teóricas que nos permiten comprender el

significado e impacto de la literatura y la escritura en la vida de los niños, ha llegado el momento de explorar

todos los espacios que, a lo largo de dos años de práctica pedagógica, edificaron los primeros peldaños de

las reflexiones teóricas que en el presente trabajo me han ocupado. A partir de tres categorías de análisis,

pretendo recorrer los sentidos teóricos que atravesaron mis búsquedas en torno a lo literario y lo escrito con

los niños; de tal manera que, ahora, me sea posible ofrecerle al lector una mirada robusta en torno a la

constitución de mi propia experiencia en tanto maestra que pretende generar vínculos vitales entre los niños,

la literatura y la escritura.

Cabe resaltar que cada categoría se ha erigido desde el análisis de las experiencias que se llevaron

a cabo con dos grupos de niños, de los grados tercero y cuarto (2019 I, 2019 II, 2020 I) y quinto (2018-II)

y que, además, son representadas aquí con una temporalidad no lineal, prevaleciendo una organización

teórica, antes que temporal. En cada categoría se explicará a qué espacio de tiempo estoy haciendo

referencia y a la forma en que guarda relación con las situaciones, momentos o experiencias analizados a

la luz de las otras categorías coexistentes.

De igual manera, es importante hacer hincapié en que lo aquí presentado y analizado a la luz de

diversos referentes teóricos, no corresponde a una propuesta sistematizada de proyecto pedagógico, debido

a que, por la emergencia de las nuevas condiciones virtuales en que se insertó la educación en el año 2020,

fue imposible realizar lo pretendido. En consecuencia, lo presentado aquí corresponde a un análisis teórico

y a la sistematización de lo vivido (desde variadas intervenciones y observaciones pedagógicas) en pro del

abordaje de la situación problémica que movilizó el desarrollo del presente trabajo.

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4.1 Entre tiendas de reparación de libros y clubes del terror: El establecimiento de espacios

ficcionales creados por los niños. 19

La literatura está más cerca de la vida que de la academia (Robledo, s.f., citada en Petit, 2011).

En la presente categoría pretendo analizar dos espacios nacidos en los descansos de los niños. Uno

de ellos –la tienda de reparación de libros- tuvo lugar en un solo recreo y tiene una característica muy

especial: fue autogestionado por los niños. Ellos lo idearon y llevaron a cabo todas las condiciones

ficcionales para que, durante una hora, tuviera lugar. El segundo de ellos –el club del terror- fue una

creación conjunta entre maestra en formación y niños. Sin embargo, pese a la fugacidad del primero y a la

constitución del segundo durante todo un semestre lectivo, ambos nos revelan un hecho crucial: más allá

de los lugares en los que transita la literatura dentro de lo institucional, los niños buscan y elaboran

territorios únicos al margen del aula y de la misma institución. Son buscadores de sentido a través de la

narración y de la ficción. Aquí observaremos por qué y cómo lo hacen.

Petit (2008), en su autobiografía lectora, Una infancia en el país de los libros, da cuenta a lo largo

del texto cómo fue que a través de los libros buscaba una tierra a la que pertenecer. Para ello, recluida en

una inmensa biblioteca, aprendió a amar antes que nada los libros con imágenes, cuya lectura representó

primero la conquista de un espacio físico que, al tiempo, se convertía poco a poco en la construcción de un

espacio íntimo y vital. Su cuerpo de niña se expandía sobre el suelo de la biblioteca o yacía tumbado en la

suavidad de la yerba para así sentir que las imágenes de libros como Tintín o el pato Donald le comunicaban

que otra realidad era posible, y que el mundo era un lugar ancho y repleto de aventuras. Sus piernas, sus

brazos y el amplio espacio que habitamos con nuestra corporalidad, constituyó para Petit la conquista de

un territorio lleno de imágenes. La lectura de ellas representó durante mucho tiempo un juego físico con las

historias narradas (Petit, 2008).

19 La tienda de reparación de libros y el club del terror tuvieron lugar en el semestre 2019-I con el grupo de niños de grado tercero.

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Esta escena de Petit leyendo los primeros libros de su infancia mientras recostaba su cuerpo contra

el suelo de la biblioteca y las imágenes le sugerían la exploración de mundos llenos de aventuras y tesoros

mágicos, era muy similar a la que encontré en la tienda de reparación de libros. El descanso, un espacio

cotidiano de la realidad escolar, había sido transformado en un momento de encuentro entre los niños y los

libros -obsoletos y desgastados- que se reposaban arrumados en las esquinas de sus salones. Ellos habían

decidido tomarlos para iniciar un negocio anclado en un espacio ficcional. Uno de los niños, quien era el

jefe, se encargaba de dirigir las entregas a clientes interesados en los libros restaurados. Mientras tanto,

alguien fungía como domiciliario y la mayoría de niños eran reparadores.

Sin embargo, esta reparación realmente constituía un encuentro entre ellos y los textos. Con

paciencia y dedicación, leían las hojas que podrían faltarle al libro, y yo los contemplaba con cintas en

mano, yendo y viniendo de un lado a otro, con el fin de realizar el mejor trabajo de reparación posible. A

la par, los contemplaba leyendo ávidos los textos que se topaban, y cuya variedad iba de revistas rosadas

hasta viejos ejemplares de literatura infantil. Todos trabajaban con los mismos fines y, sin embargo, cada

uno parecía haber descubierto un mundo intrigante en el libro -a veces gigante y otras veces diminuto- que

se encontraba reparando.

Por todo ello, yo entendía que los niños habían desperdigado sus cuerpos sobre el frío pavimento

frente al salón para pertenecer a una tierra lejana e íntima: la que los libros desbaratados les ofrecían. Había

que observarlos por un breve espacio de tiempo para sentir cómo sus cuerpos se habían paralizado o

movilizado frente al territorio aún no explorado de aquellas hojas gigantes enmohecidas por el paso de

tantos inviernos sobre ellas. Sus palabras desgastadas, sus hojas roídas por la suciedad o los ratones, sus

colores opacos y que reflejaban técnicas de impresión ya bastante antiguas, escondían los relatos de otras

épocas, pero también el registro de historias, paisajes, mundos a quienes los niños -plantados sobre el juego

infinito de su reparación con cintas y domicilios con pago contraentrega- se sentían llamados a explorar, y

descubrir. Petit (2008) nos dice sobre la lectura de historietas en aquella época de su infancia: “Las

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historietas conservaban una eternidad” (p. 51). ¿Estarían los niños en contacto, ahora, con la eternidad de

estos libros gigantes que al haber atravesado tantas décadas, aún seguían albergando mundos posibles?

Seguramente Matías, en cuyas manos yacía una historieta, sintiera que esta albergaba, en efecto,

una eternidad. Él ya había olvidado por completo que su tarea era reparar, y se encontraba apartado del

resto de sus compañeros de trabajo en la tienda. Lo observé ojear con extrema atención las páginas de un

libro que a mí me pareció oscuro y tenebroso. Cuando me acerqué, me reveló su contenido: trataba sobre

una popular leyenda de Bogotá, si mal no recuerdo un monje sin cabeza. Si hubiera tenido que pensar en

un libro para niños, este nunca se me hubiera ocurrido. Era un texto lleno de imágenes oscuras, incluso

sangrientas. Sin embargo, Matías se hallaba frente a él placenteramente atraído. Quería pedirle a su mamá

que lo comprara, y se negaba ya a repararlo, tan abstraído como estaba en su lectura. Se hallaba frente a la

apertura de un mundo distinto al cotidiano, pero también habitable. Este, el mundo de su libro, parecía

revelar para Matías el descubrimiento exacto de un tiempo y un espacio sobre los cuales deambular con

libertad.

Petit (2008), precisamente, nos cuenta que los libros animados en su infancia abrían otro espacio

posible, en donde incluso ese lugar físico que buscaba domar con su cuerpo a partir de la lectura, se veía

trastocado. Yo, al contemplar la lectura de los niños en medio de la reparación, podía entrever una conquista

nunca antes explorada del espacio frente a sus salones. Mientras que buscaban cintas, se perdían en el

mundo del texto y las imágenes de los libros que pretendían reparar. Parecía que se abrieran campo en el

territorio de sus propios deseos e intereses a partir de la lectura, pues seleccionaban las páginas que les

revelaban un secreto anhelo, un oculto éxtasis. Estaban abriéndose paso frente a un mundo habitable y

caleidoscópico.

Pese a toda la riqueza literaria que, por primera vez, se reveló ante mí, el descanso había concluido

y a los ojos de las maestras el gran desorden generado por la tienda que para ellas nunca existió, fue un

motivo más de disgusto. Los niños se habían apropiado de un espacio casi que de forma trasgresora. Sin

saberlo, habían declarado que los libros que poblaban sus salones estaban obsoletos y debían repararlos,

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pero, mucho más que eso, concluí en mi interior que, para aquellos niños, como para Petit en sus primeros

años, los libros llamaban la atención por ofrecer a toda vista el espectáculo, secreto y místico, de un posible

universo. La conquista de sus cuerpos, del espacio y la idea de la reparación, representó una exploración

del territorio de lo escrito y me comunicó, de manera contundente, que a aquellos niños les interesaba leer

porque también, seguramente como nos lo cuenta Petit (2008), estaban descubriendo que los libros sabían

mucho de ellos y de sus deseos recónditos (p. 19).

Este escenario, aunque fue una primera revelación sobre los posibles intereses y búsquedas que

conducían a los niños hacia la literatura, sería una antesala que luego me permitió crear junto a ellos El club

del terror. En este, me percaté del poder y la pasión que residen en los niños cuando se trata de contar,

escuchar y elaborar historias que representen una oportunidad de habitar el mundo de otra forma y, al mismo

tiempo, una exploración intensa de sus más sentidos deseos, temores y anhelos. El Club del Terror se

convertiría en un espacio que nos permitió a todos, tanto a niños como a mí, explorar otros sitios desde los

cuales mirar el mundo desde el afuera y desde el adentro para hacer de este un lugar más habitable. Veamos

cómo aconteció.

En este descanso, las niñas se reunieron en mi mesa para compartir las onces juntas. No recuerdo

muy bien cuál era el tema de conversación que habían instaurado, pero sí recuerdo la pregunta que fue la

génesis del club: “Leidy, ¿a ti alguna vez te han asustado?”. Inmediatamente respondí que por supuesto. De

hecho, les dije, de niña tuve muchos encuentros paranormales, y mi infancia estuvo llena de noches de

terror. “Leidy, cuéntanos más. ¿Cómo fue?”. Fue entonces, cuando les conté de todas mis experiencias

paranormales: un perro oscuro que me esperaba debajo de la cama, personas que a veces vi deambulando

en mi cuarto, la abuela que murió y a la que veía caminando por las calles, el pollo que, en uno de los

lugares que habité de niña, aseguraban se llevaba las almas a la medianoche si lo mirabas a los ojos. En fin,

tantas historias que tenemos por contar. Sin darme apenas cuenta, todas tenían sus ojos fijos y expectantes

en mí, y querían indagar más: sonreían, juntaban sus manos y se miraban en silencio con un temor de

aquellos que siempre resulta en algo igualmente placentero.

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100

Al siguiente descanso, la dinámica se instauraba de nuevo: ellas querían que yo les contara más

historias, pero esta vez también habían descubierto que tenían espeluznantes sucesos por narrar. Así que

empecé a escucharlas. Se disputaban los relatos y, mucho más que eso, la veracidad de sus historias. Si una

de ellas replicaba que eso sonaba falso, entonces la niña que narraba se ponía a la tarea de confirmar a toda

costa que eso en verdad había ocurrido. Fue así como, después de quizá uno o dos descansos más, a mí se

me ocurrió comentarles la idea de formar un club del terror a través del cual nos acreditáramos como

investigadoras paranormales. Accedieron sin rechistar e inmediatamente yo me propuse disponer las

condiciones necesarias para la escenificación del Club: llevé una cobija grande y oscura y una linterna.

En un abrir y cerrar de ojos, el club se había hecho famoso. La cobija fue la garantía de que el

espacio era oculto, y quien entrara ahí debía estar dispuesto a enfrentar sus miedos y a narrar los

acontecimientos paranormales que pudieran haberle ocurrido, a él o a sus más cercanos. La cobija

representó una licencia: la licencia a un mundo de sombras, magia y terror del cual se podía entrar y salir

cuando se quisiera. Fue el primer establecimiento de un espacio ficcional con los niños. No podrían existir

palabras que describan mejor estos momentos: “Formábamos parte de una cofradía, éramos habitantes de

un mismo territorio al que podíamos entrar y del que podíamos salir tantas veces como quisiéramos”

(Montes, 1999, p. 19)20.

Fue así como propuse a los niños tener un cuaderno de investigación en donde registraran sucesos

paranormales. La idea era guardar a través de lo escrito, todo aquello que pudiera pertenecer al mundo de

lo oculto para luego contarlo o leerlo en el club. En esta nueva dinámica, pocos niños lograron iniciar esta

especie de diario del terror. Sin embargo, algunos llevaban libros que tuvieran relatos de miedo. En una

ocasión, nos encontramos a la luz de una vela observando las imágenes de un libro de Lovecraft para,

tiempo después, deambular por las páginas de uno de los relatos de Edgar Allan Poe. Todo esto parecía

20 Cita en la que Graciela Montes define el espacio mediante el cual la ficción se instaura a través de la literatura, en su conferencia Sherezada o la construcción de la libertad (1999).

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producir una mezcla de fascinación y encanto en algunos niños, pero también un desenfrenado terror en

otros.

Salir y entrar del club implicaba, necesariamente, explorar el territorio de lo oculto y atreverse a ir

más allá de él para redefinir -así fuera por un momento- el mundo que habitábamos cubriéndolo con los

ropajes del suspenso y el asombro. Esto era hacer ficción o, como Montes (1999) también lo llama,

construcción en el vacío, pues habíamos fabricado un espacio en donde la condición humana desde su lado

más oscuro, oculto y siniestro, instauraba un tiempo de otro orden, más allá de lo cotidiano, y nos otorgaba

así la posibilidad de inaugurar un mundo propio.

Dicha construcción en el vacío a la que hace referencia Montes (1999) implica la elaboración

conjunta de un territorio en el cual se es capaz de conquistar la propia libertad del decir y del hacer personal.

Precisamente, en el Club del Terror cada niño elaboró un lugar privado en el cual la narración y la inventiva

se tomaron el centro de sus vidas. Todo lo que podía servir para contribuir al ensanchamiento de la

imaginación, el relato y la experiencia de lo paranormal, era combustible indispensable para la creación y

permanencia de la atmósfera mística y ficcional que habíamos inaugurado. En definitiva, tomábamos

distancia de lo cotidiano para recluirnos en la intimidad de nuestra vela, la gran cobija y las narraciones que

nos fascinaban, instaurándonos en un espacio y un tiempo de otro orden. Para comprender mejor esto,

quiero adjuntar a continuación uno de los cuadernos de investigación paranormales:

Figura 1

Cuaderno de investigación paranomal

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1 Pagina

escuchar fantasmas

y verlos

son con los dientes

Amarillos los que son

malos y los buenos

te enen quemada

la piel con

buena energía

Y son muy

altos

Pagina 2

Sentir Demonios y verlos

Son un orible biros

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103

con manos y brasos

Y son una energía

Y me tocaban la

espalada y susurraban

mi nobre y tenia muertos

en su cabesa

Página 3

disen que los duendes

roban niños por oles de energía

Texto 4

la mujer que se le metió

el demonio

abi una mujer tranquila asta que

sien mal luego le sale sangre

y luego se arastabrel Piso

gritando y disiendo nobres de

de monios

Como lo podemos evidenciar aquí, el espacio ficcional constituido a partir del Club del Terror,

permitió a los niños adentrarse en las márgenes de un mundo inaugurado por ellos mismos, en el que podrían

existir duendes, brujas, y seres que habitaban las fronteras del universo de las sombras. A partir de ello,

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cada uno se sintió dueño de una voz y de su capacidad creativa. El territorio que conquistamos –de libertad

y responsabilidad, como lo explica Montes (1999)- fue el momento propicio para adentrarnos en un viaje

hacia el misterio y las incógnitas por todo lo que nos rodea y que podría estar oculto.

Tanto la experiencia del Club del Terror como la de la tienda de reparación de libros me permitió

encontrar las formas en que los niños fabrican ficción y se convierten en exploradores intensos de la palabra,

el espacio y el tiempo que a través de ella somos capaces de elaborar. El hecho ineludible de que todo se

constituyera en los descansos, pone en evidencia los deseos que en ellos transitan por buscar en los sueños,

la imaginación y el mundo cotidiano, todo lo que nos pone fuera de los lugares comunes y nos permite

edificar fronteras en las que nos podamos sentir habitantes libres de universos posibles. 21

4.2 De la creación de cabañas mágicas y habitáculos de sentido: leer en voz alta a los niños.

El habitáculo se convertirá en navío, la cabaña en alfombra mágica (Petit, 2002, p. 24).

En este apartado me encargaré de analizar tres experiencias de lectura en voz alta con los niños,

puesto que significaron momentos de elaboración conceptual en torno a las implicaciones de la literatura

en sus vidas. Cada fase o etapa en la que presenté a ellos alguna o varias voces escritas, me revelaron los

caminos a través de los cuales la literatura se abre paso como una puerta de exploración del mundo y una

vía privilegiada para retratarse a sí mismo y contemplarse desde nuevas voces, sentidos y experiencias.

Convoqué, a lo largo de mis dos años de práctica pedagógica, los sentidos que, al mal, la muerte, el amor,

la vida y la felicidad le daban diversos autores para comprender el delgado hilo que permite hacer de la

lectura en la infancia la oportunidad de poseer un habitáculo de sentido o pequeño refugio (Petit, 2002) y,

al mismo tiempo, elaborar la relación entre el adentro y el afuera de nuestros mundos (Montes, 1999).

Exploremos, entonces, dichas experiencias.

21 El resultado del club del terror fue un teatro se sombras, en el que los niños tomaron leyendas populares del Brasil

y las narraron a partir de títeres. En Anexo 1 el lector podrá encontrar algunos registros de esta experiencia.

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4.2.1 Leyendo a Amalia Low y Wolf Erlbruch: Las primeras comprensiones de la transacción literaria

Cuando pisé por primera vez los lugares del colegio, si algo tenía claro es que quería leer a los

niños. Siempre había amado la literatura, y habiendo descubierto hace poco la belleza de los textos literarios

escritos para niños, estaba convencida de que leerles iba a constituir una poderosa experiencia de sentido.

En aquellos días, llegué como practicante a un grupo de niños que eran calificados como los más

problemáticos de la primaria. La maestra que fungía como titular del curso, estaba en su casa completando

la licencia de maternidad, y en la primera semana en que me acerqué a ellos rotaron tres maestras posibles

para tomar las riendas de su educación que, al día siguiente, renunciaban a la tarea convencidas de que, a

los niños, en esta institución, se les otorgaba demasiada libertad.

Yo, atemorizada hasta los tuétanos, quería conocerlos y entender las formas y matices que daban

color a su mundo. En la mañana paseaba por los grupos que formaban y me adentraba en sus juegos, sin

embargo, sentía que no era suficiente. ¿Quiénes eran, al fin, estos niños que habían cultivado tan prominente

mala fama? ¿Qué podía hacer yo para distanciarme del juicio y, al contrario, comprender sus maneras de

edificar sentido y experiencia? Estas eran las preguntas que me acechaban, aún más sabiendo que las

maestras que se postulaban como reemplazo de la profesora titular del grupo, siempre desistían de la tarea,

absolutamente inconformes con las palabras, los gestos y las declaraciones de los niños, que eran capaces

de esgrimir cosas como: “Me parece que las cosas por las que me estás regañando son injustas”. Atónitas

ante tales expresiones, ellas elegían marcharse.

Llegó entonces el momento de planear mi primera intervención. Como ya lo mencioné, la literatura

estaba en el centro de mis preocupaciones para aquel entonces. Sin tener completa claridad en torno a lo

que esta provocaría, me lancé a construir una propuesta en la que yo leía para ellos una serie de libros, de

diversos autores, que pudieran entrar en contacto con su mundo, en torno al cual yo nadaba aún en lagunas

de incertidumbre. Quería leer para ellos los pocos libros de literatura infantil que habían representado, en

términos de Andruetto (2009), un pinchazo o punctum (término usado por Barthes que retoma la autora) en

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mi vida. Dice: “Sucede con algunos libros: abren una grieta que no nos permite olvidarlos… pues su lectura

sigue preguntándonos acerca de nosotros mismos” (Andruetto, 2009, pp. 8-9).

Antes que nada, esto era lo que pretendía: no solo que ellos, a través de la lectura de ciertas voces

escritas, me permitieran comprender su mundo de significación, sino que también aquel mundo fuera

interpelado a partir de los personajes, situaciones y condiciones que se pudiesen leer en el texto. Yo quería

libros que, para todos -tanto para ellos como para mí- se convirtieran en un lugar de intercambio de

significados y de construcción personal. Con ese fin, debía asegurarme de llevar al aula aquellos textos en

los que se pudiera leer la fuerza estética de una voz escrita y sus otros representativos ficcionales

(Andruetto, 2014) y que, al entrar en contacto con los lectores, constituyera un poderoso momento de

intercambio y construcción de sentido, pues, como lo dice Rosenblatt (1933): “Una novela, un poema, una

obra de teatro, permanecen tan solo como manchas de tinta sobre el papel hasta que un lector los transforma

en un conjunto de símbolos significativos”.

Debido a que el tiempo asignado por la institución era limitado, alcanzamos a explorar tan solo dos

voces escritas: la de Wolf Erlbruch y la de Amalia Low. Del autor, leímos El pato y la muerte (2007)22 y

de la autora, Tito y Pepita (2018a) y Tito, Pepita y el intruso (2018b)23. Es curiosa la forma en que llegué a

escoger dicho material literario, pues lo hice con la firme intención de estar a la altura de la perspicacia y

el ingenio que había detectado en los niños de este grupo. Sus opiniones resultaban desafiantes para la

mayoría de adultos del colegio, pero al mismo tiempo poseían una sensibilidad y agudeza de espíritu que

les permitía diferenciar lo justo de aquello que no lo era. Así que escogí un libro que tratara de La muerte

22 Este libro cuenta la historia de un Pato a quien la Muerte visita. El Pato, sabiendo que su hora está próxima, convive

con la Muerte durante una semana. La sencillez de la ilustración y la crudeza de la historia son elementos que dan

nacimiento a un libro conmovedor (Erlbruch, 2007). 23 Ambos libros son parte de una saga inventada por la autora. En el primero dos hámsteres se enfrentan a través de la

composición de fuertes rimas que llegarán a su fin cuando uno de ellos caiga enfermo y el otro se ofrezca a cuidarlo

(Low, 2018a). En el siguiente libro, los dos hámsteres se enfrentan a otro personaje quien, sin saber leer, no es

consciente de todos los insultos propinados. La historia concluye también con una interesante reconciliación (Low,

2018b).

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–el de Erlbruch- y otro que expusiera sin tapujos una serie de rimas ofensivas combinando el humor y una

fina agudeza para el insulto –los de Amalia Low-. Veamos en qué devino todo esto.

Aquella mañana en que nos disponíamos a leer El pato y la muerte (2007), todos los niños

convinieron en que era mejor hacerlo en una de las canchas del colegio. Querían tomar aire. Una vez

instalados allí, inicié la lectura. A medida que transcurría la historia y yo enseñaba las ilustraciones, tuve la

impresión de que todos se hallaban inmersos en aquel mundo que Erlbruch había elaborado para ellos. Pese

a que la muerte no era nada nuevo para ninguno de nosotros, si lo fue la forma en que esta voz escrita la

había retratado, de manera absolutamente transparente y conmovedora. Yo contemplaba el transcurrir de

un inusitado ritual: el de la experiencia literaria. Todos estaban absortos en la visión de dos sencillos

personajes a partir de los cuales la voz escrita de Erlbruch nos hablaba de su visión particular en torno a la

muerte, quizá la prueba más infalible de nuestra humanidad.

Yo sentía que, en definitiva, mediante la lectura en voz alta de este libro, estábamos traspasando la

frontera de la comprensión, pues comprender era lo que menos interesaba. Si yo podía observar cómo,

ciertamente, se instauraba una experiencia literaria, es porque nos hallábamos sumergidos en una voz escrita

cuya lectura ocasionaba un fuerte impacto en los sentidos de los niños. Sus rostros se convirtieron en los

recipientes de gestos que denotaban tristeza, conmoción, extrañeza en la mayoría de casos ante la inminente

verdad: La Muerte se llevó al Pato. Seguramente, todos los niños ya tenían alguna idea sobre la muerte, ya

fuera por experiencias de familiares cercanos o por las referencias a la misma que encontramos en el entorno

cultural. Y la lectura en voz alta de esta pieza única de la literatura no hacía más que conmover y retar el

mundo de significado de quienes asistíamos a la experiencia. Como bien lo plantea Larrosa (2005) citando

a Steiner: “Leer bien es arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de

nosotros mismos”. (p. 6)

Ahí mismo, en ese instante en donde nos instalamos en el significado que una voz escrita le había

otorgado a la Muerte a partir de dos personajes sencillos y humanamente desgarradores, la tenue cortina

que suele separar lo que casi no se nombra de aquello que siempre oímos decir, se había desvanecido.

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¿Acaso podíamos evitar el dejar vulnerable nuestra identidad, nuestras concepciones en torno a la muerte

misma? Cuando finalmente la Muerte aparece frente al Pato, esta le dice: “He estado cerca de ti desde el

día en que naciste.” Y con esta frase, que abre la historia en el texto, podría ya percibirse en el ambiente un

tenue silencio, una delicada introducción a la historia de amistad –podría decirse- que se entabla entre el

Pato y la Muerte: se sumergen juntos en el estanque, trepan a las copas de los árboles, pasean juntos.

Finalmente, cuando el Pato siente el frío, la Muerte lo cobija con un dulce abrazo.

Cuando llega ese momento, vivimos el éxtasis de la narración: una niña se para llorando del círculo

que habíamos hecho y va a buscar a su maestra, argumentado que no soporta pensar en esto. Otros niños

quedan sumidos en el silencio, y algún otro deja escurrir lágrimas sobre su rostro ensombrecido. Muchos

me reclaman: ¿Por qué tenía que morir el Pato? ¿Por qué la Muerte se lo tenía que llevar? Una vez más, lo

vivido durante y después de la lectura cobra fuerza incluso sobre lo comprendido. Como lo afirma Larrosa

(2005): “El lector que es capaz, técnicamente, de leer letra impresa, comprende perfectamente el texto, pero

es un analfabeto en otro sentido: el de la experiencia. Porque la experiencia es lo que nos pasa, y a ese lector

que solo comprende, o que solo quiere comprender, no le pasa nada”. (p. 7)

Desde lo que me fue posible observar, a través de los gestos y la corporalidad de los niños, este

espacio se convirtió en una experiencia literaria. Cada uno se hallaba frente a un texto que retaba las

concepciones en torno a la Muerte que social e históricamente se han construido, como cuando el Pato le

explica a la Muerte que algunos de sus congéneres afirman que, al morir, se va al cielo o al infierno de

acuerdo a qué tan bueno se haya sido. La Muerte, silenciosa, no afirma ni desmiente dichas historias. Subida

a la copa de un árbol, cuando el Pato le pregunta si el estanque se verá solitario cuando él se haya ido, ella

solo afirma: “Cuando estés muerto, el estanque también desaparecerá, al menos para ti”. Usualmente

retratada como lejana, impenetrable y misteriosa, en el texto de Erlbruch la Muerte es representada como

amigable y cercana. El narrador afirma sobre ella: “Si no se recordaba quién era, hasta resultaba simpática”

(Erlbuch, 2007).

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Propuse, para entonces, que los niños formaran grupos en donde realizaran un guion para una breve

obra de teatro en torno a la Muerte. Para este momento, la niña que había irrumpido en llanto, regresaba.

Debido a que, en aquella ocasión, no supe cómo reaccionar frente a su emocionalidad desbordada, he

comprendido ahora que, quienes leemos a los niños, debemos también ser capaces de contener corporal y

emocionalmente las posibles respuestas a la lectura. Pese a ello, el guión representó, así, el momento de la

experiencia literaria en donde los niños pudieron revelarme el impacto que en tuvo lo vivido a partir de lo

que Rosenblatt (1938) llama la transacción de significados entre el lector y el autor o, transacción literaria.

Para la autora norteamericana, en el momento de la lectura se realiza una especie de diálogo o transacción

entre el conjunto de conceptos y experiencias que el escritor ha puesto sobre su obra con los conceptos y

experiencias del lector. Es debido a dicha transacción que la obra literaria se configura como creación y

emerge un campo de significado conjunto, entre lector y autor. Un ejemplo claro de ello, y al que he hecho

referencia en la exposición de la situación problema que dio origen a este trabajo, es el diálogo que formuló

uno de los niños en torno a la Muerte: “La muerte tiene el poder de la oz un arma de destrucción de la vida.

Tiene a sus fieles zorros, la muerte no tiene amigos por eso su corazón es hueco y duro como una piedra.”

Figura 2

Diálogo de un niño sobre la Muerte tras la lectura de Erlbruch

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Lo que más me llama la atención de las líneas escritas por el niño es que, precisamente, se preocupa

por definir qué es la Muerte desde su mundo de significación. Después de haber estado en contacto con la

voz escrita de Erlbruch, nuestro lector emerge a través de lo escrito encontrando para él mismo el

significado y la representación de la Muerte; casi que podemos imaginarla: carga una hoz a sus espaldas y

con ella destruye a la vida. Además, diferente al personaje delineado por el ilustrador alemán, para este

lector que ha participado de una transacción literaria, la Muerte tiene un corazón duro y frío y hueco. Y

vaya ingrediente adicional, no tiene amigos. Seguramente, para el niño que escribió esto, la vida tenía

mucho que ver con la amistad, y si la Muerte parecía ser lo contrario a esta, seguramente no tendría a nadie

con quien contar. Es una visión nutrida de componentes riquísimos que, además, lograban revelarme una

parte del mundo de significados que aquel lector había transado durante la experiencia literaria de El pato

y la muerte.

Asimismo, una discusión acalorada me comunicaba de las resistencias y tensiones que la voz escrita

de Erlbruch había puesto sobre la mesa. Al acercarme a un grupo de niñas que parecían discutir

fervientemente, pude escuchar que debatían en torno al lugar o no lugar al que se iba cuando moríamos.

Una de ellas, cuyas opiniones siempre destacaban en el grupo, afirmaba que era atea, por lo tanto, no creía

que el Pato se haya ido a algún lugar. Simplemente, había muerto, y para ella, morir era el fin de todo. En

el otro lado, quien parecía ser su más renuente opositora, afirmaba que ella era católica y que, por lo tanto,

estaba convencida de que el Pato se había dio a descansar a algún otro lugar del plano de nuestra realidad.

Ambas estaban alteradas, y no querían dar su brazo a torcer. Finalmente, una de ellas, quien se declaraba

católica, afirmó que prefería pararse de ahí y no participar en la construcción del guión porque no podía

creer que otras personas pensaran que el Pato no se había ido a ningún lado.

Esta rencilla fue otro ejemplo claro de todo aquello que propicia el intercambio entre una voz escrita

y los significados del lector a partir de las situaciones y otros ficcionales creados, en este caso la de Erlbruch.

Ya que hubo una transacción literaria, la obra se constituyó en una realidad en sí misma y surgió como una

creación solo posible en el momento de su lectura, cuando emergió para cada uno de los niños, una visión

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y perspectiva particular en torno a lo leído. Como lo afirma Rosenblatt, “el lector debe tener la experiencia,

“debe vivir a través” de lo que está siendo creado durante la lectura” (1933, p. 60). Ciertamente, cada niño

formó un circuito vivo entre la perspectiva particular de una voz escrita la suya propia en torno a la muerte.

A partir de ello, pude acercarme a las visiones que ocupaban el mundo de cada uno de los niños y

comprender cómo la lectura en voz alta los había interpelado y cuestionado acerca de sus propias verdades,

sentidos y experiencias.

Partiendo de ello, decidí que la siguiente lectura debía conectar con una experiencia que los

atravesaba en el común de su cotidianidad escolar: las luchas entre niñas y niños. Un poco más cercana a

los mundos que los habitaban, pude percatarme que el día a día en el aula y en los descansos estaba poblada

de divisiones y rencillas –sentidas hasta las lágrimas y el rencor- entre los niños y las niñas. Rehusaban

mezclarse y solían hablar abiertamente de lo mucho que el otro grupo les repugnaba, con sus actitudes, con

sus gestos, con sus formas de ser. Los niños eran retratados por las niñas como aquellos bichos raros que

no entendían, mientras que a los niños eso parecía tenerles sin cuidado, pero, al mismo tiempo, generaba

en ellos una especie de distancia que consideraban necesaria y que no parecían entender del todo. En

contadas ocasiones, uno de ellos parecía infiltrarse en el grupo de ellas, y era lindo ver cómo se trataban y

estaban juntos. Lo mismo ocurría en el otro lado, mucho menos frecuente.

Por todo ello, yo sentía que se acumulaban sentimientos encontrados, y percibía una necesidad

imperiosa de que cada uno pudiera expresar libremente todo aquello que parecía fastidiarle, pero, también,

que saliera a la luz todo lo que en realidad los unía. Fue así como llegué a seleccionar Tito y Pepita, de

Amalia Low (2018). Estos dos hámsteres hacían desternillar de la risa. Sus elaboradas rimas para atacar al

otro eran para mí un espacio literario propicio para el encuentro de significados entre la voz escrita de Low

y las experiencias y emociones que caracterizaban la cotidianidad de los niños.

Lo que pretendo afirmar aquí es que yo sentía que debía encontrar un libro que les permitiera

explorar las cavidades de su mundo interior e intersubjetivo (las rencillas, los odios y los amores, los

pequeños encuentros que rompían la división de los grupos y las razones de dichas divisiones) para que

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este dialogara y encontrara asidero con el mundo de otros ficcionales (personajes) y situaciones que una

voz escrita hubiera elaborado. Quería abrir un puente entre todo aquello que muchas veces permanece

oculto al interior de sus mundos, sueños y anhelos, y los espacios ficcionales que propicia una voz escrita.

Para explicar esto, Cabrejo escribe un texto magnífico titulado La lectura comienza antes de los textos

escritos (1987). Allí, afirma que antes de entrar en contacto con un libro físico, ya llevamos un libro adentro:

el libro psíquico. “Hablo aquí del “libro” como metáfora porque el hombre no inventó el libro por azar sino

porque ya llevaba un libro adentro”. (Cabrejo, 1987, p. 5)

Al lado de este libro psíquico, elaboramos desde los primeros años de vida también el libro de la

intersubjetividad y el del mundo exterior, según el autor. Ciertamente, me interesaba a partir de la lectura

en voz alta de Amalia Low, que los sentimientos que constituían la cotidianidad de los niños y que poblaban

el mundo de su psique y por tanto el de su intersubjetividad, encontraran en la historia de Tito y Pepita un

espejo psíquico que les permitiera interpelar o reelaborar un conjunto de significados compartidos. Como

lo dice Cabrejo (1987): “¿Por qué les leemos a los niños? Para que descubran el sentido de los textos y así,

vayan construyendo el sentido de su espíritu” (p. 15). Estas eran mis pretensiones.

De ahí que, lo que resultó de esta lectura fue maravilloso: en efecto, las rimas no podían más que

animar el ambiente de la lectura y nos hacían a todos partir de la risa. Fue tanto el alboroto que generó la

historia de odio entre Tito y Pepita, que, para la lectura del siguiente libro de la saga, los niños me pidieron

que les asignara papeles de lectura, una niña fungiendo como Pepita y un niño fungiendo como Tito.

Después de la lectura en voz alta tan amena que el texto había generado, propuse a los niños que formaran

un grupo y a las niñas otro. El objetivo de cada grupo era crear una especie de batalla de rimas, entonces

cuando las niñas produjeran sus primeras rimas, los niños debían responder con otras. Formaron, así, el

Equipo Tito y el Equipo Pepita. Quiero, a continuación, presentar algunos de las rimas elaboradas por los

niños para su posterior análisis. 24

24 Las rimas que han sido trascritas aquí y los productos escritos restantes de esta intervención serán adjuntados en el

Anexo 2.

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1.Tito el feíto recuerdas la vez que vomitaste y tu cara empapaste

2.Tito: pendejito

Tu boca es como una babosa

para todas seria mas sano que

3.Tito el malcriado

aprenda a ser educado

Come vollo

eres tan apestoso

que parece que te tiras pedos a toda hora

4.Tito el podrido

¿Sera que tu baño tiene un daño?

Para todas seria mejor

que tu olor sea mejor

5.Tito el sapito

cuando comes manzana se te escurre la baba

mientras de tu nariz sale un moco con pis

y no sabes rimar

pues leerte me dan ganas de vomitar

6.Pepita la feíta eres como la loquita marranita

niñas creidas son muy cochinas

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al desayunar comen mocos con boyos

A pesar de que la actividad no generó impactos significativos en torno a las peleas cotidianas de

los niños, cabe resaltar que fue un momento de encuentro con la palabra a partir del juego y de la voz escrita

de Amalia Low. No solo asistimos al resultado y desarrollo de una experiencia literaria en donde

observamos la forma en que tiene lugar la transacción literaria entre la voz de una autora, sus otros

ficcionales representativos y el mundo psíquico e intersubjetivo de cada niño. Asistimos también al

reconocimiento de ese mundo de significado por parte de ellos. La creación de estas rimas puso en evidencia

todos aquellos sentimientos y experiencias que transitaban cotidianamente en el colegio. Como producto

de ello, se formó todo un campo de batalla en donde se tomó como referencia la voz de los personajes de

Amalia Low, constituyéndose en un insumo para la fabricación de sus propias rimas, expresando una

rivalidad de larga data.

La literatura trasciende cualquier moralismo o prejuicio. A través de ella, no solo nos podemos

sentir contenidos, sino también reflejados y representados. Este libro, con la voz escrita de una autora que

combina humor y sagacidad estética, permitió que los niños y las niñas se situaran frente a los sentires más

hondos que atraviesan su escolaridad como niños, amigos, compañeros y estudiantes. La experiencia

literaria está atravesada por la transacción de significados entre autor y lector -como lo observamos en la

lectura de El pato y la muerte- y también por el reconocimiento y reconstrucción de dichos significados.

Aquí, en este primer apartado de análisis, asistimos a dos momentos que dan cuenta de ello. Continuemos.

4.2.2 Leer a Roald Dahl: la inmersión profunda en una voz escrita

Para María Teresa Andruetto (2014), la lectura es, “además de aquella práctica solitaria exquisita

que a menudo referimos, un instrumento de intervención sobre el mundo que nos permite pensar, tomar

distancia, reflexionar…” (p. 111). Y, precisamente, se constituye en dicho instrumento porque interroga las

formas a partir de las cuales interactuamos con el mundo. Allí donde se ha establecido un concepto, una

percepción o un significado, la lectura llega a mostrarnos el grosor infinito de posibilidad que recubría

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115

aquello que dábamos por sentado. Sin embargo, para que esto ocurra y la literatura se constituya en un

espacio vital en el campo de la construcción y la reconstrucción personal -parafraseando a Petit (2002)-,

será necesario que la lectura literaria se convierta, desde la más tierna edad de la infancia, en cabaña o

habitáculo donde nos sea posible tomar distancia del mundo interior y exterior, para ser capaces de elaborar

comprensiones, significados y sentidos que nos posicionen como sujetos que interpelan y dialogan con las

verdades establecidas, tanto del adentro como del afuera.

Esta fue la tarea que me propuse como maestra, cuando decidí leerles en voz alta –en tiempos de

pandemia- la novela Las brujas, de Roald Dahl (1983). Cuando leí el libro por primera vez lo que más me

impactó fue la representación que Dahl había construido en torno a un ser que, usualmente, solemos

imaginar con sombrero, escoba y verrugas terribles en el rostro. Basta con leer las primeras diez hojas del

libro para darse cuenta, inmediatamente, que estamos frente a una voz escrita que cuestiona un significado

naturalizado en torno a una representación del mal bastante usual. Con un humor que impacta, el escritor

logra delinear un concepto extravagante y casi que opuesto a aquello que imaginamos como bruja.

Esto me parecía fantástico, porque para aquel entonces yo ya estaba convencida de que la lectura

literaria debía ser una experiencia que interpelara el universo de significados, conceptos e imágenes que del

mundo nos habíamos figurado. Yo pretendía, al leerles en voz alta este libro, que los niños entraran en

contacto con la visión peculiar de la voz escrita de Dahl en torno al mal y al amor. Los otros ficcionales

representativos que el autor había elaborado en esta pieza literaria, resultaban representaciones diversas

que podrían acercar a los niños a un mundo en donde se ponen en juego la identidad, el amor y la valentía.

Los personajes serían una excelente oportunidad, para cada uno de ellos, de encontrar en la literatura

referentes de la condición humana y así de sus propios sentimientos.

Por otro lado, los niños recién entraban a un periodo de cuarentena. La expansión del virus SARS-

CoV-2 (COVID-19) ya había hecho mella en la mayoría de países latinoamericanos y, por lo menos en

Colombia, todos los colegios cerraban sus puertas. Por ende, cuando pensé en una propuesta de lectura

literaria en voz alta para todo un semestre lectivo, me encontraba buscando la forma de crear un espacio

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116

que trascendiera los límites físicos y simbólicos recién impuestos a la vida de los niños, y se situara en un

lugar no común en donde tuvieran cabida la metáfora, la ensoñación y la posibilidad de vivir -así fuera por

reducidos instantes- a través de la piel de otros (los personajes) desde la invitación de un otro: la voz escrita

de Roald Dahl.

Con todo esto en mente, inicié la lectura en voz alta para los niños. Pretendía vincular su

cotidianidad con el encuentro literario ofrecido una vez por semana. Así que después de leer los primeros

capítulos, encargué un primer ejercicio a los niños: debían observar, muy cuidadosamente, si alguna de las

mujeres que transitaban por su cuadra, barrio o espacio cercano, podría tener las características que la abuela

del protagonista define como propias de una bruja. Les pedí identificarlas e iniciar un registro cotidiano del

motivo de sus sospechas y de aquellos gestos, morfologías o actitudes que las hubieran incitado. Con ello

pretendía que pudieran contemplar su mundo más próximo a partir de una nueva mirada: la ofrecida por la

abuela de la historia, quien aseguraba que las brujas llevaban siempre peluca, carecían de dedos en los pies,

expelían tinta azul de sus lenguas y en lugar de uñas poseían garras; sin embargo, todo estaba camuflado

bajo la apariencia de elegancia, glamour y encanto. Difícil hazaña identificarlas. A la semana siguiente les

pedí a los niños que entrevistaran a sus abuelas con el fin de indagar por las experiencias cercanas con

brujas que ellas pudieran haber tenido.

Ambos ejercicios tuvieron una finalidad clara: permitir que los niños contemplaran su realidad

cotidiana (observar las calles de su cuadra y pasar tiempo con su abuela) desde una nueva perspectiva: la

aportada por el personaje de la abuela en la novela. Ocurrió, para aquel entonces, que cada niño relató en

la clase la observación que habían hecho de su vecindario. Algunos mencionaron que no habían encontrado

a ninguna sospechosa. Otros, sobre todo quienes registraron de forma escrita la experiencia, afirmaron tener

miedo de que cualquier mujer pudiera ser una bruja, pues en el libro se describía la eficacia de su camuflaje

de forma tan exacta, que ahora a ellos les parecía casi imposible no diferenciar entre una mujer buena y

aquella que, en realidad, fuera una bruja. En suma, podía darme cuenta de que los niños aceptaban el pacto

ficcional que yo, desde la voz escrita de Roald Dahl, les proponía. Surgían preguntas como: ¿Aquella señora

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117

que siempre se muestra tan amable con los niños, no será una bruja que los convierte en las noches? O,

“Esa señora que nunca devuelve la pelota ¿no será una bruja?”.

En medio de dichas conversaciones, surgió incluso la pregunta más temida. Los niños me dijeron:

¿No serás tú, Leidy, también una bruja? Las risas no se hicieron esperar, junto con mi respuesta: “De pronto,

no sabemos”. Así fue como este ejercicio me reveló una primera certeza en torno a la lectura literaria en

voz alta: a través de ella les era posible a los niños nutrir la relación entre su mundo interior y su mundo

exterior, teniendo que, tanto el primero como el último eran brevemente puestos en tensión a partir de

significados que recién comenzaban a ser explorados y que, además, permitían el nacimiento de un aura

vibrante que a todos nos eclipsaba. Este ejercicio, que dio pie a múltiples preguntas en los niños, significó

el establecimiento de una relación entre el mundo del afuera y del adentro a partir de una mirada, la de la

voz escrita de Roald Dahl.

En este sentido, Petit (2002), en su investigación en torno a ¿qué buscan los niños en sus libros?

Encuentra que, para ellos, “la lectura era un medio privilegiado para elaborar su mundo interior… y para

establecer su relación con el mundo exterior” (p. 15). Y es que, precisamente, si nos detenemos en la

observación llevada a cabo por los niños, a partir de la búsqueda de la bruja de su cuadra o entorno cercano,

encontraremos algo revelador: el haber identificado a una bruja dependía de las acciones que aquella mujer

observada llevara a cabo, tales como: no devolver la pelota a los niños, poseer un grave mal genio, dar

muestras de soledad en su casa y de no poseer amigos o cercanos y por lo tanto estar arropada bajo un cierto

hálito de misterio, mirar mal y no saludar a los niños, entre otras.

Ahora, es importante resaltar que, pese a que la abuela del protagonista de Las brujas (1983) nos

había brindado una descripción detallada de cómo lucía una bruja, los niños buscaron a la bruja de su

vecindario basándose en criterios que ellos mismos decidían utilizar para su descubrimiento. Dichos

criterios se basaban en las significaciones de su propio universo interior, revelándome con sus búsquedas

qué era lo que ellos consideraban como malévolo, sospechoso o incluso maligno. Para encontrar a la bruja

de su vecindario, si es que la había, debían, por lo tanto, situar la realidad desde una nueva perspectiva y

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118

encontrar para ellos mismos el significado de lo que podría considerarse motivo de sospecha en alguna

mujer contemplada desde su ventana. A continuación, uno de los resultados de la observación y la entrevista

con la abuela antes mencionada. (El resto de los productos de los niños serán adjuntado en el Anexo 3)25

Figura 3

A partir de productos como este y de la lectura de las primeras hojas de este libro, yo podía ver que

el libro suscitaba en ellos reflexiones en torno a lo que consideraban bueno o malo, bondadoso o perverso.

25 El texto del niño que veremos a continuación fue elaborado en Power Point, por ello las imágenes tienen dicho

estilo.

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Si, como lo plantea Petit (2002), la lectura nos permite elaborar dicha relación entre el mundo interior y el

exterior, es precisamente porque, como ocurrió con Las brujas, la lectura misma los posicionaba en un

lugar donde era necesario interrogar la voz escrita de Dahl en relación con las propias concepciones que

ellos tenían. A lo largo del semestre estas concepciones salieron a la luz y me comunicaban, mucho más

que certezas, las preguntas que con el libro los niños le empezaban a hacer al mundo y su yo interior.

Como lo plantea Andruetto (2014): “Los libros son puentes entre personas, puentes para ‘aprender

a pisar, a sostenerse’, como lo dice la poeta Circe Maia. La literatura no es solo un conjunto de palabras

colocadas en armonía sobre la página, también es pensamiento” (p. 117). Esto permite que, precisamente,

los niños puedan hurgar en las aristas de su propia condición. Buscar a la bruja del vecindario implicaba,

por ejemplo, descubrir los signos de maldad que se podían detectar en el mundo cotidiano, o encontrar para

sí mismo las cualidades de quien pudiera resultar motivo de aversión, miedo, sospecha. Todo ello, mucho

más que una observación, constituía una forma de hacer de la lectura literaria el comienzo de una relación

que indaga y busca por los significados internos que nos mueven, pero, al mismo tiempo, aquellos puentes

entre el adentro y el afuera que tejemos.

Esta búsqueda propiciada por la lectura literaria, implicaba que los niños me expresaran todo

aquello que, a partir de lo leído, acudía a su encuentro: el miedo, el asombro, la tristeza, la visión horrorizada

ante la maldad o la bondad de algún protagonista, etc. En el caso de Dania, por ejemplo, era necesario

hablar de miradas divergentes en torno a la representación que, de las brujas, la voz escrita de Roald Dahl

había dibujado. Un día me dijo: “Leidy, también es necesario decir que las brujas en la antigüedad eran

mujeres muy sabias, a las que las mataban por eso, pero ellas no eran malas”. También, otro día, Juana

declaró con bastante consideración: “Leidy, no te ofendas, pero yo no creo que las brujas existan”. Y estaba

también quien, como Inti, me declaraba en cada sesión de lectura en voz alta cosas como: “Leidy, esto me

da mucho miedo, pero quiero seguir” o “Leidy, esto que está pasando está demasiado, demasiado

emocionante”.

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Los niños, en definitiva, estaban elaborando a partir de la lectura literaria lo que Petit (2002) llama

una posición de sujeto, pues ello implica adoptar formas de interrogar al mundo desde las verdades

establecidas y todo aquello que alguna vez creímos incuestionable. Dicha posición de sujeto significa ser

capaz de construir identidad a partir del propio descubrimiento de los sueños, miedos y anhelos más íntimos

(Petit, 2002). Así, la lectura literaria nos otorga, como ocurrió con el grupo de niños a quien leí, la

posibilidad de construirnos en el terreno de lo personal y de lo intersubjetivo. Cuando escuchaba a los niños

decir: “Esto me asusta, pero quiero seguir escuchándote” o cuando afirmaban estar de acuerdo o en

desacuerdo con la forma en que el personaje central decidía enfrentar las situaciones, o se hallaban

conmovidos por la imagen –humana y enternecedora- de la abuela acompañando a su nieto; entonces

descubría en ellos el deseo de declarar -para sí mismos y para otros- las convicciones y los deseos personales

que los acompañaban, al igual que los miedos que se atrevían a enfrentar de cara a la visión aterradora de

las brujas construida por Dahl.

Sentirnos dueños de nuestras pasiones, de los anhelos que alimentan los días vividos y el porvenir,

estar al tanto del universo infinito que puebla nuestras vidas, ser capaces de reconocernos en medio y a

través de los otros, querer compartir con esos otros nuestra voz o querer ser con ellos en medio del silencio.

Los niños lo estaban aprendiendo: su escucha atenta a las entonaciones de mi voz, a las marcas de mi

espíritu a través del cuerpo y que la pantalla les permitía entrever, constituyeron las primeras barricadas

que formamos para hacer del espacio de lectura literaria en voz alta, un lugar que a cada uno le perteneciera

por completo. Estábamos edificando los primeros peldaños –cada uno a su peculiar manera- de lo que Petit

(2002) llama un espacio privado, un espacio íntimo.

Ahí en donde cada uno se situaba frente a la lectura, desde la expresión de sus convicciones, dudas,

miedos y posiciones frente al texto, nos hacíamos un pequeño refugio o cabaña que, como lo expresa Petit

(2002), luego se convertiría en alfombra mágica para sobrevolar la inmensidad de los mundos posibles que

Roald Dahl delineaba para nosotros. En el refugio en el que la lectura nos permite resguardarnos de la

intemperie, podemos aprender a contemplar desde una distancia necesaria la realidad de nuestro mundo

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interior y todo lo que concurre en el exterior. En el espacio de lectura literaria con los niños, contemplamos

la muerte de los padres del protagonista, acompañamos el momento en que su abuela enferma, asistimos a

su lucha conjunta contra las brujas después de que el nieto ha sido convertido en ratón y, finalmente, se

presenta ante los lectores un diálogo que no puede menos que enternecer: “-Cariño –dijo ella, al fin- ¿estás

seguro de que no te importa ser un ratón el resto de tu vida? -No me importa en absoluto –afirmé-. Da igual

quién seas o qué aspecto tengas mientras alguien te quiera.” (Dahl, 1983, p. 275)

Este retrato del amor, uno de los momentos finales de lectura en voz alta, me había conmovido

tanto que me fue inevitable no llorar. Una niña, angustiada, me dijo: “Leidy, si tú lloras todos nos ponemos

a llorar, por favor no llores”. Ahí estaba esa secreta complicidad, ese hilo que teje la lectura y que nos

permite vivir a través de los otros y, además, forjar una intimidad necesaria con el universo de significado

que transita en nuestras geografías personales. Las expresiones de los niños, desde sus gestos hasta su voz

o su silencio, me enseñaban la forma en que cada uno se sentía inmerso en la profundidad del dolor, el amor

y la risa que Roald Dahl traza para nosotros.

Prueba de ello fue la preparación de las pociones o recetas mágicas. Con el fin de proponer salidas

emocionales a los temores que algunas partes del libro habían generado a los niños, convoqué a preparar y

exponer recetas o pociones mágicas para combatir a las brujas. Eran libres de utilizar los ingredientes que

quisieran y la fórmula que mejor les funcionara. Observemos los resultados:26

Figura 4

Poción de Los magos futuristas:

26 Los nombres de los equipos, conformados por una pareja de niños, fueron designados por ellos mismos.

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122

Figura 5

Poción de Las brujas de los chitzu:

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123

Figura 6

Poción mágica

Así es como las niñas que formaron el grupo de Las brujas de los chitzu y todos los grupos de

magos o hechiceros que se proponían combatir a las brujas con su poción mágica, disfrutaban con elaborado

esmero de la cabaña o refugio que constituía nuestro espacio literario para, ahora, convertirlo en alfombra

mágica. Uno de los ejercicios que más me conmovió fue el de estas brujas de los chitzu, precisamente,

porque a una de ellas la conocía de hace más de un año y su amor por los perros me era bastante familiar.

Sin embargo, cuando escuché el nombre del grupo y vi la forma en la que ella y su amiga habían elaborado

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124

esta poción mágica, supe que, en efecto la voz escrita de Roald Dahl había propiciado un diálogo

apasionante con su amor más entrañable: los perros chitzu.

Este diálogo, que además fue expuesto también por todos los otros grupos de niños, me permitió

comprender que el habitáculo construido al fragor de la lectura literaria de una voz escrita tan poderosa

como la de Roald Dahl, se había convertido en un lugar íntimo desde el cual cada niño no solo transaba

significados con el autor (Rosenblatt, 1938), sino que también se encaminaba a la edificación de un nuevo

sentido de su propia experiencia vital. Cuando una de las brujas de los chitzu dice, como si casi hubiera

olvidado algo fundamental: “…a y la poción mágica es antimaltrato animal” se posiciona como un sujeto

que interpela, dialoga y esculpe senderos posibles desde lo leído y lo experimentado en su intimidad, para

nutrir el gran relato de su pasión por los animales.

De esta manera construimos el espacio de diálogo entre mundo interior y exterior, los niños se

situaron en el lugar de otros ficcionales representativos a partir de la voz escrita de Roald Dahl (1983) y

nos fue posible elaborar habitáculos de sentido, incluso en medio de la interacción a la que las pantallas nos

limitaron. Sin embargo, antes que obstáculo, pude comprobar en medio de la lectura en voz alta desde la

distancia, que esta constituye una forma rica, poderosa y absolutamente transformadora de vivir la

experiencia del lenguaje a partir de las realidades que constituye a cada uno de los niños. Fueron sus voces

las que me permitieron conocer de primera mano la forma en que la literatura nos libera de lo impuesto y

nos permite construirnos o reconstruirnos desde el sueño y la metáfora.

4.3 Hacia una reconquista de la vida: del contacto con lo literario a las primeras marcas de una voz

escrita

Hemos arribado a la última categoría de análisis, y, como quizá el lector ya lo haya sospechado,

nos hallamos frente al puerto de la escritura. Después de haber conversado en torno a lo literario y todas

aquellas experiencias que conformaron un corpus de sentido desde mi hacer pedagógico como maestra en

formación, es menester dialogar en torno a dos espacios que, en el aula con los niños, se convirtieron en

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viaje hacia lo escrito. Dicho viaje, limitado debido al establecimiento repentino de la educación desde la

virtualidad, no contó con suficiente tiempo, por lo que el análisis de lo que allí aconteció es solo el abrebocas

de un largo camino que, espero, podamos recorrer durante mucho tiempo cientos de maestras.

El relato y consecuente análisis de las experiencias que ahora nos ocupan tendrá como elemento

esencial y trasversal, algunas de las escrituras producidas por los niños27. Pretendo buscar en estas, las

marcas de su propia singularidad y las formas en que cada uno se situó frente a la hoja en blanco desde los

encuentros o desencuentros con el amplio paisaje interior de sueños, miedos, pasiones y anhelos que

pueblan sus vidas. José Luis Pardo, citado por Larrosa (2015), dice: “Toda palabra lleva en su ser la marca

ilegible de la intimidad” (p. 10). Desvelemos, pues, dichas marcas sobre las escrituras de los niños.

4.3.2 Los primeros rastros de la voz escrita

A continuación, quiero presentar la fase final del proyecto de lectura literaria en voz alta de la voz

escrita de Roald Dahl (1983), llevada a cabo durante el último semestre de mi práctica pedagógica. En esta

fase final pedí a los niños la escritura de cuentos en donde partieran de la pregunta por ¿qué pasaría si una

bruja me atrapa?, pues nos hallábamos atravesando junto al protagonista su etapa como niño transformado

en ratón por el hechizo supremo de la Gran Bruja. Antes de solicitar a los niños escribir, dialogamos en

torno a las posibilidades de que una bruja nos convirtiera, ya fuera en pájaro, en tigre, en piedra, en muñeco,

en vaso o incluso en armario.

El momento de desarrollo teórico del trabajo en el que me encontraba, me había permitido

comprender que la escritura no podría tomar un lugar vital en la vida de los niños, si ellos no se habían

acercado antes a la lectura de voces escritas y sus otros ficcionales representativos. Estos, representando la

condición humana a partir de la creación de universos de posibilidad, sentido y experiencia, serían para los

niños una puerta de apertura hacia el relato de sus propios mundos ficcionales. Porque, como ahora sabía,

27 Todos los productos escritos y gráficos elaborados por los niños durante la experiencia de lectura literaria serán

adjuntados en el Anexo 3.

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la escritura tiene que ver con el viaje que emprendemos desde el interior de nuestro mundo para hilar

ficciones, narraciones, pasiones e intereses con el mundo del afuera. El escritor, como lo plantea Murray

(1982), sería en consecuencia un explorador de diversos territorios y su consiguiente geógrafo.

Debido a dicho desarrollo teórico, mi propio posicionamiento frente a la escritura en el aula se

había modificado. Prueba de ello es la diferencia que encontraba entre las intervenciones en torno a la

lectura de Roald Dahl (1983) y las que llevé a cabo un año atrás, en las que pretendía que los niños

entablaran una correspondencia escrita con un insecto que llamara su atención. Debido a que no había

presentado a los niños ninguna voz escrita y el pacto ficcional que les proponía era bastante pobre, el

resultado fueron cartas en donde los niños no se sintieron llamados vitalmente a escribir. Ahora, en cambio,

yo podía observar un nuevo posicionamiento frente a lo escrito en donde cada uno de ellos se sentía

profundamente vinculado con su creación escrita. 28

Todo ello era una consecuencia inevitable de la inmersión en la voz escrita de Roald Dahl (1983).

Este nuevo posicionamiento de los niños frente a lo escrito tenía que ver con los meses transcurridos

viviendo a través de la piel de los otros ficcionales elaborados por el autor. Escribir no era una petición

vacía, deambulando en el aire. Era, como en la escritura de los hypomnémata, la posibilidad de recogerse

en lo dicho por otros para construir fronteras de realidad, sentido y experiencia. Los niños habían transitado

por reflejos de sus sentimientos y por representaciones caleidoscópicas de la condición humana; además de

haber jugado (pociones mágicas, fichas de observación de brujas) con dichas representaciones y reflejos.

Por ende, escribir tendría que ver con la apropiación de aquella multiplicidad de voces, discursos y

situaciones.

Era el momento, así, de convertir lo leído en el puente hacia sus propias posibilidades creativas y

enunciativas como sujetos. Porque, si como lo dice Foucault (1994) respecto a los hypomnémata: “El papel

28 Las escrituras de los niños en esta actividad con los insectos serán reunidas en el Anexo 4, con el propósito de que

el lector observe la diferencia entre una escritura que se presenta ante ellos como tarea escolar y desde un pacto

ficcional pobre o poco creíble, y la escritura nacida a partir del contacto con una voz escrita y el establecimiento de

un espacio ficcional amplio y enriquecido.

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de la escritura es constituir, con todo lo que la lectura ha constituido, un cuerpo” (p. 296), comprendemos

que las escrituras de los niños, en esta oportunidad, se erigirían como un poderoso entramado de ficción e

intersubjetividad debido a la influencia de la voz escrita de Roald Dahl, quien había edificado para ellos

diversidad de matices y tonalidades dentro del mundo ficcional representado en sus personajes. Solo a partir

de ello sería posible para los niños acercarse a una escritura constitutiva de sentido, y producida desde el

centro de significación elaborado por la voz escrita a cuya exploración nos habíamos entregado.

El espacio ficcional, cabaña mágica o habitáculo de sentido que creamos a lo largo del semestre

con y a partir de la lectura literaria en voz alta, representó el inicio de un viaje de exploración del mundo

interior de cada niño y de las relaciones entretejidas con los otros y el mundo circundante. Este espacio se

convirtió en un lugar anclado en lo que Graciela Montes (1999) denomina frontera indómita y que, en sus

propias palabras, “se trata de un territorio en constante conquista, nunca conquistado del todo, siempre en

elaboración, en permanente hacerse; por una parte, zona de intercambio entre el adentro y el afuera, entre

el individuo y el mundo, pero también algo más: zona liberada. El lugar del hacer personal” (p. 22)

Ahora bien, sin ese territorio siempre inmenso y cambiante de la frontera indómita, en donde se

instalan el arte y la literatura, es imposible instaurar en el aula una escritura que ensanche la experiencia de

los niños a partir del contacto con las voces escritas y sus personajes ficcionales. Sin la frontera indómita

en la cual nos adentramos el viaje que iniciamos nunca hubiera culminado en la elaboración de productos

escritos que hicieron de lo leído un cuerpo con fuerza, con sangre, (Foucault, 1994) nacido de la experiencia

literaria y vital de cada uno de los niños. Por ello, considero ahora pertinente que el lector pueda observar

los textos elaborados en este espacio por los mismos niños cuyos textos enseñé en el apartado anterior.

Quiero que podamos identificar la diferencia entre una escritura nacida al fragor de una voz escrita y un

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128

territorio de frontera indómita y los textos presentados en el Anexo 4. A continuación, algunos de los

textos.29

Figura 7

La última bruja

“Y aunque era pájaro fui muy feliz, por tres cosas”. Es imposible no leer esto y sentirse conmovida.

¿No es esto el inicio de una exploración en el propio mundo interior? ¿No es esto el resultado de la acogida

de una voz escrita y sus otros ficcionales para transitar en un viaje a través de lo escrito por los propios

arrabales del sentido y de la experiencia? En definitiva, la niña esculpe para ella a través de lo escrito las

razones que pudieran ser motivo de felicidad. Detectamos, una vez más, no solo los rastros de la historia de

Las brujas (1983) (la descripción que la niña hace de la bruja pertenece al libro) sino que, además, vemos

cómo ella construye los matices de una nueva historia a través de la cual brotan nuevos sentidos.

Figura 8

29 Debido al contexto virtual en que se inscribió este espacio ficcional en torno a la voz escrita de Roald Dahl (1983),

la mayoría de los textos que presentaré a continuación fueron producidos por los niños en herramientas virtuales, como

Power Point o Word.

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129

Quizá no recuerde a un niño más apasionado por la lectura de Roald Dahl (1983). Un día, declaró:

“Leidy, yo me voy a comprar ese libro así sea la última cosa que haga en mi vida”. Y es imposible no

observar el resultado de dicha pasión y entrega a la historia en la escritura que de ello resultó. Estamos

frente a una historia riquísima escrituralmente: una bruja que lo convierte fingiendo ser su amigo, una amiga

que lo ayuda a escapar del hechizo, la escritura que le ayuda a comunicarse, la imposibilidad de comunicarse

siendo un perro cuyo lenguaje es inaccesible a su familia. Se lee la influencia del final de la historia de Las

brujas, en la que al protagonista no le importa quedar atrapado en el cuerpo de un ratón, pues da igual quién

seas o qué aspecto tengas mientras alguien te quiera (Dahl, 1983, p. 275). Sin embargo, toda la historia

presenta dilemas y escenarios que han sido producto del propio recorrido a través del espacio literario de

este niño apasionado por la historia narrada a lo largo del semestre. Además, pregunta: ¿debo continuar?

Aquí se ha instaurado, sin lugar a dudas, el deseo de escritura.

Figura 9

La bruja que me convirtió

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Hay muchos elementos de este cuento que me llamaron la atención. El primero de ellos es que la

poción mágica realizada con su compañero sirviera en la historia ficcional aquí creada. La segunda es que

la niña dice “La señora revelaba su secreto, era una bruja “horrible”. Y lo tercero, que no deja de

maravillarme, es que fuera esta misma niña que en la carta a su insecto tan solo escribiera tres renglones

inconclusos. Todos estos elementos conjugados constituyen una escritura en donde podemos entrever

misterio, ficción, impresiones y una situación de la que se logra salir victoriosa a partir de una actividad

planteada en el espacio de lectura literaria.

Figura 10

París y la niña ratón

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Al leer este texto, algo me sorprende gratamente: si nos detenemos en la parte en que la niña dice

“la habían secuestrado las 3 brujas la maltrataban, pero no la convirtieron en ratón o algo así”, este sencillo

renglón resulta nada menos que revelador. Podemos sentir que casi ella dialoga con la voz escrita de Dahl,

en cuyo libro el niño es convertido en ratón. Y ella le aclara “oye, pero aquí mi protagonista no es convertida

en ratón, como en tu libro”. Esta historia no solo impacta por eso, sino también porque se desarrolla en un

amplísimo rango de tiempo; años enteros. Podemos leer a través de la narración, el recorrido al que nos

invita la niña partiendo de las construcciones que ha elaborado escuchando a Roald Dahl y haciendo

dialogar su voz escrita con su mundo interior. Es por ello que dice: “porque la niña era miserable desde que

la secuestraron”. Conmueve y hechiza el mundo ficcional elaborado por una de las participantes de mi

espacio literario.

Estas son algunas de las escrituras que produjeron los niños al final de nuestro espacio de lectura

en voz alta. Y así es, también, como pretendo concluir el análisis de algunos de los momentos más

importantes a lo largo de dos años de práctica pedagógica y análisis teóricos en torno a la lectura y la

escritura. Es menester decir que, pese a que no fue posible realizar un proceso de creación escritural mucho

más continuo y que fungiera como taller, en términos de McCormick (1986), si fue posible que los niños

se acercaran a la edificación de las primeras marcas de su propia voz escrita a partir, precisamente, del

encuentro con Roald Dahl y los otros ficcionales del libro Las brujas (1983).

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132

Si bien el viaje concluyó con productos escritos que me revelaron las formas en que las voces

escritas constituyen el deseo de escritura en la infancia, es necesario aclarar que la experiencia literaria en

sí misma constituyó un viaje de sentido para mí y para los niños. Será motivo de investigación en mi futuro

como maestra, seguramente, el desarrollo paulatino de la voz escrita en los niños. Por ahora, quiero citar lo

dicho por Larrosa (2008) en una conferencia magistral titulada Aprender de oído :

“La voz sería algo así como el sabor y la resonancia de la lengua, sus arrugas, sus manchas, sus

sombras, su cuerpo… al sujeto, al que habla, al que está presente en lo que dice, le tiembla la voz.

Eso es seguramente la voz, la presencia en lo que se dice, la presencia de un sujeto que tiembla en

lo que dice” (pp. 2-6)

En las escrituras que contemplamos aquí hay un sujeto cuya singularidad se escribe a través de las

líneas, cuya forma de elaborar sentido y de dialogar con sí mismo y con el mundo a partir de lo escrito, se

convierte en presencia. Esto es el nacimiento de una relación con lo escrito a través del establecimiento de

las primeras marcas de una voz escrita en la infancia.

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133

5. REFLEXIONES FINALES

Al comienzo de este trabajo, tenía claro que pretendía explorar los senderos a transitar si, como

maestras, deseamos instaurar la escritura en la vida de los niños como la posibilidad de edificarse y

reconstruirse a sí mismos. Me interesaba alejarme de las miradas que la definen como la capacidad de

comunicar o trascribir el pensamiento y quería situarla en tanto experiencia de sentido. No tenía claro de

qué manera sería posible, pero quería encontrarlo. A medida que transcurrieron las lecturas y encuentros

entre los autores abordados y yo, me erigí a mí misma con una renovada conciencia, pero ya no solo frente

a la escritura sino también frente a la literatura en la infancia.

En una de las primeras tutorías, mi directora me encargó la lectura de varias conferencias

fascinantes de Evelio Cabrejo, en donde la figura del otro como aquel que abre las puertas de la percepción,

del sentido y de la experiencia del vivir, es crucial en el desarrollo psíquico del niño y la construcción de

su intersubjetividad. A partir de ahí, empezó un viaje en el que descubrimos que también ocurría esto en la

literatura, con una particular diferencia: el otro en este caso se presentaba ante el niño a través de la

edificación de lo que he denominado voz escrita. Desde lo planteado por Cabrejo, quienes rodean al niño

deben prestarle su voz y a través de esta permitirle edificar el mundo de su psique. En la literatura, a partir

de los postulados de autores como Larrosa, Petit, Andruetto y Montes, encontré que también quienes

escriben para los niños, son puerta de edificación del mundo a partir de la voz escrita que han elaborado.

Esto constituyó un importante descubrimiento y me permitió labrarme una nueva relación con el

mundo de lo literario. Ahora comprendía que la construcción de la alteridad que propician la lectura literaria

y la escritura constituye la posibilidad de encontrarnos a través de la mirada de los otros para sentir y pensar

asentados sobre el suelo de nuevos horizontes. Por ello, enfoqué mi trabajo conceptual en explorar toda

apertura y encuentro del y con el mundo que las voces escritas movilizan en la vida de los niños.

Dicho descubrimiento representó la puerta de entrada a una nueva percepción de la escritura: si

queremos que se constituya en el aula desde el sentido, la vida y el mundo interior de los niños, es

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fundamental que ellos estén en contacto permanente con las miradas y universos que las voces escritas, con

sus otros representativos ficcionales, han edificado. Porque, precisamente, representan una de las vías que

tenemos los seres humanos para entrar en contacto con fronteras y mundos posibles, a través de los cuales

podríamos ser capaces de mirarnos con nuevos ojos y contemplar nuestro universo de significados

personales desde ángulos diversos y enriquecidos.

Dichas voces escritas, en consecuencia, representan la inaplazable oportunidad de mirar al mundo

con una posición de sujeto, que es capaz de despojarse de cualquier armadura o resistencia para darle paso

a la construcción de la vida como viaje pletórico en tesoros y territorios inexplorados. Esto constituye la

condición fundamental para que la escritura en el aula sea el derecho de los niños a decir-se, a declarar-se

y a constituir-se en tanto viajeros que son capaces de transitar los senderos de su experiencia y de sus

sentidos con el equipaje que otros han ayudado a construir. Es, además, la formación de la conciencia de

que podríamos tener la oportunidad de recorrer dicho viaje vital acompañados de la fuerza de aquellos que

se han atrevido a cuestionar, reflexionar y meditar en torno a la condición humana.

En ese sentido, podríamos afirmar que el viajero que contempla el paisaje del mundo a través de la

lectura literaria también podrá hacerlo desde la escritura, porque tanto la una como la otra nos permiten

abrir un amplio campo de significado en nuestra vida para hacer de ella algo más que un tránsito obligado

por la tierra, y convertirla en la posibilidad de construir, para los otros y para sí mismo, valiosos márgenes

de libertad y responsabilidad frente a las necesidades, anhelos y sueños que crecen en nosotros. Muchas

veces descubrimos que, como adultos, estas posibilidades nos han sido negadas desde la más tierna infancia,

y cuando nos convertimos en maestros, nos hallamos frente al mandato de educar seres libres, críticos y

responsables para descubrir que ni nosotros mismos contamos a veces con las herramientas para serlo.

Por ello, es imperativo que podamos tener la posibilidad de pensar el mundo desde muchas

perspectivas, y así sentir que el significado de la amistad, el dolor o la felicidad y cualquier otro carácter de

nuestra condición, antes que reducido y pobre, es ilimitado e infinito. Por ende, necesitamos ofrecer a los

niños la gran gama de posibilidades que esculpen las voces escritas: para que construyan el sentido de su

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espíritu y este sea fortalecido a través de la divergencia de mundos posibles, de metáforas y ensueño; de

incertidumbre y búsqueda constante por el significado.

Sin embargo, como lo plantea Montes (1999) respecto al trabajo que como maestras tenemos en

este campo: “es muy difícil ayudar a ensanchar la frontera de otros cuando la propia está encogida,

apelmazada. Es imposible que la cultura se convierta para otros en experiencia cuando para uno es solo un

dato del mundo exterior, un trámite”. (p. 55). Es por ello que también abogo en este trabajo porque nosotros

mismos, como maestros, tomemos posición frente a la literatura y a la escritura en la vida de los niños. Si

pretendemos ensanchar sus fronteras a partir del establecimiento de diversos espacios ficcionales, entonces

debemos ser maestros que leen y escriben, y cuyo lugar en el mundo esté en permanente cuestionamiento

gracias a las lecturas y escrituras vitales realizadas.

Necesitamos pensar en la influencia de las voces escritas para el nacimiento de la voz escrita en el

niño a partir de la creación de espacios ficcionales en el aula, como he señalado en el análisis; puesto que

enseñar a edificar una voz desde la infancia representa una valiosa oportunidad para los niños de nutrir sus

relaciones con el mundo exterior y con el interior. Esta oportunidad les ha sido negada en muchas ocasiones,

como yo misma lo evidencié a lo largo de mi práctica pedagógica. En los diálogos que tantas veces entablé

con ellos, encontré poderosos universos ávidos de fronteras indómitas, cabañas y alfombras mágicas. Es

nuestra misión ensanchar sus fronteras edificando para ellos caminos en donde se sientan con la libertad de

enunciar y constituirse, pues como lo dice Andruetto (2014),

acercar la palabra a quienes más carecen de ella, hacer que tengan voz y voto en una suerte de

“nuevo naufragio universal”, es algo que todavía debemos construir. Cuando leemos, enseñamos,

escribimos o ayudamos a otros a leer, enseñar o escribir, las palabras nos vinculan al mismo tiempo

a lo individual y a lo social (p. 110)

En aquel nuevo naufragio universal, podemos pensar en ensanchar las fronteras de los niños, en

labrar para ellos caminos para tomar distancia de sus emociones y del mundo, repensar las relaciones con

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este, crear espacios en donde la metáfora, la ficción y la imaginación se conviertan en el centro del trabajo

escolar y una de las razones para hacer de la escuela y del mundo lugares más habitables. Para ello, los

maestros debemos constituirnos en habitantes de la palabra escrita, acompañando el viaje del yo lector y

del yo escritor (Murray, 1982) que pretendemos formar en los niños desde la conciencia del propio yo lector

y yo escritor que nosotros mismos hemos construido. No seremos capaces de acompañar su viaje a través

de lo escrito si nunca hemos estado interesados en transitarlo o si en nuestro interior ninguna voz escrita

nos ha emocionado o permitido repensarnos. En este sentido, Andruetto (2014) trae a colación la reflexión

de una maestra:

Escuché decir a una maestra: “Quiero ser un puente sencillo entre los libros y mis alumnos”. No sé

si hay una definición mejor para un maestro, en cualquier nivel educativo, que la de ser un puente

por el que transita un saber recibido, procesado en el crisol de lo más personal, puesto en discusión

en el espejo refractario de la propia ideología, para pasarlo luego como un saber que se desea legar

a los que llegan, un saber que, según consideramos, los que nos siguen no debieran perder para que

la vida se les haga más intensa, de mayor espesor, con más entidad e identidad, o sencillamente

más soportable (p. 113)

Por todo ello, a partir del presente trabajo he podido concluir que, en definitiva, si queremos que la

escritura en el aula se convierta en una práctica de sentido y que les permita a los niños construirse y

reconstruirse en tanto sujetos con su singularidad peculiar, es necesario que estén en contacto con las voces

escritas que, como maestras que leen y escriben, somos capaces de seleccionar como las mejores para fungir

como espejos de la condición humana. Elegir las voces escritas que podrían abrir para ellos un camino de

enunciación y sentido, resulta la primera tarea que nos compete a quienes enseñamos a leer y escribir.

En segundo lugar, es inviable pensar la escritura en el aula como separada de la literatura. Si

partimos del concepto que he acuñado en esta monografía y al que he dado el nombre de voces escritas,

podríamos decir que a través de ellas los niños empiezan a escribir desde la conciencia de que, al igual que

otros, ellos son capaces de crear mundos posibles, significaciones y espejos de su propia existencia, de sus

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intereses y del mundo que los rodea. Sin este espejo fundamental de quienes le susurran al oído sobre la

necesidad de mirarnos, de pensarnos y de construirnos en nuestras relaciones con los otros, los niños no

podrían elaborar ellos mismos sus concepciones y experiencias con el mundo a partir de la escritura.

Esto implica pensar, por lo tanto, que no se puede enseñar a escribir si no les leemos en voz alta ni

creamos junto con ellos nichos de ficción en el aula. Y con esto también quiero decir que debemos tomar

distancia de las prácticas de enseñanza de la lectura y la escritura en las que se manda a leer a los niños un

libro, de baja o alta calidad, y luego se les pide un resumen sobre personajes y situaciones de la historia;

Debemos enseñar a leer y a escribir como prácticas contenidas en sí mismas, inseparables entre sí y cuyo

sentido se constituye desde la necesidad de construir el mundo interior y de edificar las formas en que

deseamos relacionarnos con las experiencias y realidades que atraviesan a cualquier ser humano.

Tristemente, he encontrado que se tiende a creer que los únicos que necesitan de la lectura en voz

alta son los niños pequeños. Yo también lo creía. Sin embargo, leer a niños de nueve años las doscientas

catorce páginas que contiene la historia de Las Brujas (1983), a lo largo de varias semanas y de manera

ininterrumpida, me enseñó todo lo contrario. A cualquier edad necesitamos de la lectura en voz alta, porque

a cualquier edad necesitamos edificarnos, pensar, sentir, encontrar, construir posibilidad y sentido, en tanto

que esto representa una necesidad vital. La lectura literaria es una de las vías a través de las cuales podemos

hacerlo, y despojar a los niños de esta es privarlos de un derecho y achicar para ellos el mundo de lo posible.

En este orden de ideas, he podido encontrar que si nuestra concepción en torno a la literatura está

relacionada con la importancia de presentar a los niños voces escritas cuya estética funcione como

importante reflejo de algún ápice de la condición humana, entonces los textos producidos por ellos tendrán,

inevitablemente, los gestos y rostros de su voz escrita. Ello implica que escribir deje de ser el recurso

obligatorio de la maestra para mostrar que algo se aprendió, o algo se hizo. Debe ser, al contrario, el rastro

de la singularidad de cada niño, a quien le hemos dado la oportunidad de hablar de lo que le interesa, de

decirse a través de lo escrito y de constituir a partir de ello todo un conglomerado de experiencia. Para que

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esto ocurra en términos didácticos, la escritura debe ser un espacio al que dediquemos tiempo y energía, y

hacia el que todo el grupo y la maestra se sienta convocado.

Por lo tanto, el lugar de la escritura en la escuela debe ser igual de importante y vital que el de la

lectura. Juntas, conforman un territorio en el que las voces escritas de los autores más enriquecedores de la

literatura infantil acompañan el desarrollo de la voz escrita de cada niño. Como lo expuse en el último

capítulo, dicho desarrollo es un arduo viaje de exploración y descubrimiento. Si así lo concebimos,

podremos constituir a la palabra escrita como un proyecto personal en la vida de cada niño y en la vida de

la escuela, en el que tanto maestra como estudiantes se sientan emocional implicados.

Finalmente, me gustaría decir que, si bien es cierto que una de las funciones de la escritura es la de

comunicar y expresar, resulta indispensable que, en el campo de la Educación Infantil, exploremos sus

posibilidades más allá de estas funciones a las que tradicionalmente se la ha asociado. Al principio de este

proyecto monográfico, el título iba a ser La escritura en la infancia como creación de sí mismo. Para aquel

entonces, no había contemplado aún las relaciones entre lo literario y lo escrito, ni había acuñado el

concepto de voz escrita. Hoy el título se ha transformado, sin embargo, aún sigo creyendo que en la infancia

la escritura permite a los niños crearse a sí mismos, pues a través de esta, ellos podrían construir mundos

para hablar de lo que les interesa y, además, encontrar un camino para darle otro sentido a lo vivido y a su

identidad como sujetos.

Espero con ansias que cualquier lector que encuentre el presente trabajo se acerque a las

comprensiones de lo escrito y lo literario que yo he analizado, pues me parecen el espacio propicio para

erigir estas prácticas humanas como territorios en los cuales construir la libertad del ser a la que todos

tenemos derecho. He descubierto que los niños piensan el mundo y sus relaciones y que, de forma

permanente, están buscando maneras valiosas de hacerse camino como sujetos en una sociedad que los ha

recibido pero que muchas veces no los considera constructores válidos de sentido, ni de experiencia.

Contemplar lo que logran edificar a través de lo escrito y de la lectura literaria, nos dice que, probablemente,

hemos estado equivocados al respecto. Convirtámonos, por lo tanto, en aquel puente entre su universo de

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significados interiores y el mundo exterior, entre las voces escritas y su voz escrita, entre la cultura

elaborada y la que ellos piensan e interpelan cada día; seamos maestros que les dicen que la vida puede ser

el lugar donde habita el universo del nosotros, en el que tienen cabida sus voces, preguntas y posiciones

frente a la existencia y a la forma de construir subjetividad y realidad.

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6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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